Subido por Vladimir Isidro

Comunicacion visual la emergencia de la

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UNIVERSIDAD DE OVIEDO
Departamento de Filología Española
Comunicación visual: la emergencia de
la imagen de marca desde la teoría de
sistemas dinámicos complejos
Maite Fernández Urquiza
Dirigida por D. Enrique del Teso Martín
Oviedo, junio de 2010
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 2
AGRADECIMIENTOS
La elaboración de este trabajo ha sido posible gracias al soporte ofrecido durante cuatro
maravillosos, trepidantes y brevísimos años por la Fundación para la Investigación Científica y
Tecnológica (FICYT) del Gobierno del Principado de Asturias, con cargo a los Planes de
Ciencia, Tecnología e Innovación (PCTI) de los periodos correspondientes, desde mayo de 2004
hasta abril de 2008. En el seno de esta institución, mi más sincero agradecimiento ha de ir
dirigido a Luis Laviana, quien no sólo ha obrado el milagro de humanizar todos y cada uno de
los numerosos trámites burocráticos que lastran toda actividad investigadora, sino que también
ha sido presencia cercana y latente encargada de recordar plazos y solventar dudas repetitivas
con paciencia infinita de cara a la entrega de informes y documentos varios. Gracias, Luis (sé
que hablo también en nombre de muchos compañeros), por hacer del mundo del papeleo un
lugar mejor.
En segundo lugar, quisiera por supuesto dar las gracias a todas las personas vinculadas en algún
momento a la Universidad de Oviedo que me han acompañado y orientado en mis diversas
trayectorias de aprendizaje a lo largo de los seis últimos años, bien sea en lo referente a
angustias investigadoras personales, bien en lo relativo a procedimientos y formalidades
académicas. En especial, quisiera dar las gracias a Luis Polo Paredes por aquellas primeras
conversaciones antes de que lo engullera CTIC; a Miguel Cuevas Alonso por la confianza
incondicional que ha depositado en mí, por su ayuda constante, y por saber bastante más que yo
de casi todas las cuestiones que me estimulan intelectualmente (y compartir ese conocimiento
conmigo); a Natalia Fernández Rodríguez por ser a mis ojos referente de la competencia
profesional y baluarte de la estabilidad emocional (y compañera de camino, aunque hayamos
transitado vías paralelas). Y, en estos últimos tiempos, a María Rodríguez Fernández y a Chus
Martínez Rosas. En cada momento vivido con vosotras he encontrado estímulo intelectual y paz
espiritual, aunque sea por el camino de la crisis de ansiedad compartida. Ha sido un alivio
descubrir que no transito sola la tierra de nadie de la interdisciplinariedad.
A todos vosotros gracias, porque puedo llamaros amigos además de compañeros.
Pero también están los maestros. Aquí he de dar las gracias a muchas personas de esta
universidad que, de un modo u otro, no sólo me han enseñado sino que me han hecho sentir
valiosa a lo largo de los años, aunque el trato que nos hayamos profesado en los últimos tiempos
haya sido más bien esporádico. He de dar las gracias también a Antonio Fernández por los
rollos patateros que ha aguantado sin café al pie de una escalera (eso pasa por preguntar), por su
espíritu inquisitivo y por las referencias bibliográficas.
Y, antes de cerrar este apartado, dos menciones especiales. La primera, para Guillermo de
Lorenzo, por quien siempre he sentido un profundo respeto, y que me ha demostrado que era
totalmente merecido. Gracias, Guillermo, por haber dedicado tu tiempo a atender mis dudas, a
revisar algún artículo con la minuciosidad y el rigor que te caracterizan, a aquietar muchas de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 3
mis inseguridades intelectuales. Y también por la confianza plena que has depositado en mí en
lo referente a las tareas docentes a lo largo de estos años.
Y por último, porque es también el más importante, infinitas gracias a mi director, Enrique del
Teso. No hay libro que pueda regalarte ni festín al que pueda invitarte que compensen esta
trayectoria no totalmente caótica de desarrollo en la que me he visto inmersa gracias a ti. Son
muchísimos años (bastantes más de los que me ha llevado este trabajo) los que llevo admirando
tu voracidad intelectual, tu espíritu outsider y tu funcionalidad multitarea. Yo nunca he querido
ser como Beckham, sino como Enrique del Teso Martín. Siempre serás para mí paradigma y
referente de casi todo, y esta gran responsabilidad la has ejercido con elegancia desde que me
dijiste “sí, quiero” aquella noche en el Morgana. Me has lanzado lecturas como quien lanza
marcianos contra un pobre comecocos en un videojuego ochentoso, y si he sobrevivido es
porque sabías que estaban en mi zona de desarrollo proximal, aunque casi todas las evidencias
apuntasen a lo contrario. Gracias a ti he experimentado en mis carnes el aprendizaje
autoorganizado y emergente, y he reducido al mínimo mi natural y entorpecedora intolerancia a
la incertidumbre. No me ha quedado más remedio que traspasar el umbral. Pero el cambio ha
sido cualitativo. Gracias por las intuiciones e ideas que me has regalado cada día, y por supuesto
por esas otras mil anécdotas y conversaciones surreales en que se nos acaba diluyendo siempre
la cháchara académica, especialmente por los nocilleros y por el ciberpunk.
Ahora ha llegado el turno de los compañeros dispersos. En cierto sentido, tendría que dar
gracias a esta tesis por haberme obligado a transitar los caminos que me han llevado a
conoceros. Gracias por encima de todo al conjunto de la Albacete Connection, el congreso que
cambió mi vida: gracias a Pablo González Nalda por aquel artículo sobre conexionismo y
destornilladores, a Andrea Giovanucci por su insaciable curiosidad y por compartir conmigo sus
ganas de tender puentes, a ellos dos de nuevo y a Isaac Pinyol por contestar todas las preguntas
estúpidas que una lingüista en ciernes podría hacer a dos programadores informáticos y a un
experto en algoritmos genéticos. Infinitas gracias a Arnau Ramisa, experto en visión
informática, por conservar intocadas su calidez y calidad humanas en un mundo de robots (y por
leer el esbozo del capítulo 3 y guiarme por los pasillos del Instituto de Investigación en
Inteligencia Artificial de la U.A.B.). Gracias a Eurídice Cabañes por sus ojos tremendamente
abiertos a todo tipo de creatividad, tanto humana como artificial. Pero sobre todo gracias a
Carlos González Tardón quien, desde entonces, ha sido ejemplo, amigo, apoyo e incentivo.
Ejemplo de que las cosas se pueden hacer de otra manera, apoyo en cuestiones tanto personales
como profesionales, incentivo de mi curiosidad en multitud de ámbitos de conocimiento, amigo
siempre y por encima de todo desde que aquel día de julio de 2006 salimos del Campus
Multidisciplinar en Percepción e Inteligencia para hacer la compra juntos en el Mercadona.
Gracias por otra parte a Joaquim Llisterri por su amistad sostenida a lo largo del tiempo, por el
alojamiento, y por la jam session con Moritz en el Heliogábalo (entre tantísimas otras cosas que
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se me ocurren de aquella visita a la U.A.B.). Y a Joaquín Sueiro y Rosa Pérez (y, de nuevo, a
Miguel Cuevas) por su calurosa acogida en la Universidad de Vigo y el fantástico trato recibido
durante el I Congreso Internacional de Lingüística Hispánica. Gracias también a otra gran
deslocalizada, Cristina Aranda, experta en naming, por demostrar al mundo cómo ser morfóloga
y sobrevivir en el intento.
En otro orden de cosas, gracias a mi entrenador neuromecánico personal, Óscar Macías, que día
tras día ha luchado conmigo porque mis estados mentales no se apoderasen totalmente de mi
configuración somática ni de mi capacidad motora. Juntos hemos tratado de poner en práctica
gran parte de la teoría recogida en este trabajo y hemos comprobado que es posible instanciar
neurológicamente nuevos patrones motores a partir de acciones locales repetitivas a lo largo del
tiempo. Gracias, Óscar, por tanto estímulo muscular e intelectual: ni mi estado ni mi estilo
cognitivo serían los mismos sin ti.
Gracias a Mª José Blanco y a Socorro Bermejo, porque en el principio estaban ellas.
Y por supuesto, y por encima de todo, gracias a mis familias. A la biológica y a las otras.
A la biológica por el calor que siempre me ha hecho llegar aunque fuera a través de un cable de
teléfono, por la incondicionalidad, por la fe ciega que siempre habéis depositado en mí, por las
reuniones tumultuosas en torno a mesas repletas de manjares de la Chelo, por los alijos de
provisiones de la huerta que incauto en cada visita, por los huevos de Manolito (que es
Manolita)…
Y a las otras. A mi familia friki, a mi familia pork, y a la heterogénea de referencia.
A los frikis (Charo, Juan, Sibi, Henrique, Elenita, …) por tantas reuniones (esporádicas pero
intensísimas) en que hemos corroborado la irrefutabilidad de nuestros planteamientos científicos
mediante técnicas astrológicas y psicomagia puntera, entre otros procedimientos. Transformáis
todo lo que tocáis, y es en serio. Las cosas más intrascendentes cobran para mí nuevo sentido
cuando las veo reposar en vuestras manos o salir de vuestros labios. Gracias a Sibi por tantas
tazas de té acompañadas de palabras reconfortantes y por aquella semana en Madrid (cuántas
subvenciones para congresos doblemente aprovechadas debido a los sofás de los colegas), a
Henrique por los vinos dulces, las conversaciones reposadas y la tarta de zanahoria y jengibre, a
Juan por sabio silencioso y por poner música decente en los cumpleaños de la Charo en lugar de
la danza Inipi de las Indias, a Elenita por tantos históricos bizcochos de chocolate y los brazos
siempre abiertos, y a Charo por ser, además de mi hermana, la variable incontrolada de mi
mundo.
Y gracias a mi familia pork (ellas y ellos son muchos y ya saben quiénes son) y a mi puerta de
acceso a la misma, Carolina Díaz García, mi AMIGA con mayúsculas y por antonomasia.
Gracias por adoptarme, por aceptarme con todas mis extravagancias. Las anécdotas que nos
unen tras doce años de crecimiento sincronizado son tantas que sólo me cabe aquí apelar a ellas
con la esperanza de que se activen en vuestras mentes. Sois los responsables de que haya sabido
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relativizar la importancia de muchas cosas y, por tanto, también de que, en última instancia, me
haya convertido en una persona más feliz. Gracias por contar conmigo y por hacerme saber que
estáis ahí.
Los heterogéneos, los pilares de referencia en mi mundo, los lugares humanos a los que siempre
retorno, se encuentran vinculados entre sí y conmigo por lazos tan resistentes que perviven
desde la infancia y la adolescencia. La extensión de esta categoría se materializa en Cris y
Germán, en Sara y Jorge, en Amaya y en Silvia. No concibo mi vida sin vosotros. Me siento
orgullosa de ser vuestra amiga y feliz por cada uno de vuestros logros, que a mis ojos son
muchos y fascinantes. Os amo por mil razones diversas.
A todas vosotras, familias mías, os amo, sencillamente.
Como amo también a Rigoberto Cortejoso Montero quien, desde que llegó corriendo a salvarme
un 23 de mayo de hace ventimuchos años, ha estado luchando a su manera por hacerme
entender que una inteligencia sin emociones no sólo no es una inteligencia humana, sino que ni
siquiera se parece a lo que los humanos denominaríamos inteligencia. Lo consiguió.
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ÍNDICE
1. HACIA UNA METODOLOGÍA INTERDISCIPLINAR INTEGRADA
12
1.1. LA COMUNICACIÓN COMO FENÓMENO MENTAL: LA NECESIDAD DE UN ENFOQUE
INTERDISCIPLINAR
12
1.2. NIVELES EXPLICATIVOS Y PERSPECTIVAS EPISTEMOLÓGICAS
16
1.2.1. EL INTERÉS DE LA I.A. COMO MARCO TEÓRICO
16
1.2.2. BREVES APUNTES SOBRE COMPLEJIDAD, AUTOORGANIZACIÓN Y EMERGENCIA
17
1.2.3. LA NEUROCIENCIA COGNITIVA COMO ANCLAJE PARA LA ELABORACIÓN DE EXPLICACIONES
CONVERGENTES
22
1.2.4. LINGÜÍSTICA: LA APROXIMACIÓN RELEVANTISTA COMO EXPLICACIÓN GENERAL DE LA CONDUCTA
COMUNICATIVA HUMANA
25
1.3. CONCLUSIÓN
27
2. VISUALIDAD: FUNCIÓN COGNITIVA Y VALOR EPISTEMOLÓGICO DE LA IMAGEN 29
2.1. LA MIRADA COMO ACCIÓN COGNITIVA
29
2.2. CLASIFICAR PARA COMPRENDER
31
2.3. COMPORTAMIENTO EXPERTO: LA IMPORTANCIA DEL CONOCIMIENTO ESTRUCTURADO
32
2.4. MIRADAS QUE PROYECTAN TEORÍAS
37
2.5. LA MIRADA EN LA EXPERIENCIA COTIDIANA
40
2.6. IMÁGENES QUE REPRESENTAN HIPÓTESIS
46
2.7. IMAGEN, EPISTEMOLOGÍA Y REALIDAD
49
2.8. RENTABILIDAD EPISTEMOLÓGICA DE LA IMAGEN
51
2.9. CATEGORÍAS CON VISUALIDAD PREESTABLECIDA
52
3. EPISTEMOLOGÍA, NEUROCIENCIA Y REALIDAD
56
3.1. INTRODUCCIÓN
56
3.2. LO QUE LA NEUROCIENCIA TIENE QUE DECIR SOBRE LA PERCEPCIÓN
61
3.3. SISTEMAS SENSORIALES: PSICOFÍSICA VERSUS CONDUCTISMO
65
3.4. LA FACULTAD DE LA VISIÓN
67
3.4.1. LAS APARIENCIAS ENGAÑAN
67
3.4.2. PUBLICIDAD: EL RAZONAMIENTO EMOCIONALMENTE COMPROMETIDO
70
3.4.3. FISIOLOGÍA, PERCEPCIÓN Y REALIDAD: ¿POR QUÉ DECIMOS QUE CONSTRUIMOS LO QUE VEMOS?74
3.4.3.1. Introducción
74
3.4.3.2. Contornos cognitivos: ¿Está lo que vemos realmente ahí fuera?
76
3.4.3.3. Fisicalismo internista y no reduccionista
78
Maite Fdez . Urquiza
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3.4.3.4. Epistemología para la vida cotidiana
79
3.4.4. DE LA ESTRUCTURA DIGITAL RETINIANA, A LA ABSTRACCIÓN ANALÓGICA DE NUESTRAS
PERCEPCIONES CONSCIENTES
83
3.4.5. SOBRE LA PERCEPCIÓN DEL COLOR
87
3.4.6. PARÁMETROS SUBJETIVOS Y COLORES OPONENTES: LA ESTRUCTURA (IDEALIZADA) DEL COLOR 91
3.4.6.1. Introducción
91
3.4.6.2. Los inicios de una ciencia sobre la instanciación fisiológica del color
94
3.4.6.3. Del aminoácido al color
95
3.4.7. DE NUEVO SOBRE PERCEPCIÓN Y REALIDAD
98
3.4.7.1. Introducción
98
3.4.7.2. Niveles de realidad
101
3.4.7.3. Arbitrariedad sistemática: la sinestesia
103
3.4.7.4. ¿Por qué tienen un problema los daltónicos?
104
3.4.7.5. Epistemología y metafísica
106
3.4.7.6. Conclusión: a la espera de la metafísica definitiva
108
4. CONVERGENCIA EXPLICATIVA: LA TEORÍA ATENTA A LA EVIDENCIA EMPÍRICA110
4.1. INTRODUCCIÓN
110
4.2. LA METAFÍSICA COTIDIANA DE NUESTRO SENTIDO COMÚN
110
4.2.1. RESTABLECER LA SENSACIÓN DE NORMALIDAD
110
4.2.2. FISIOLOGÍA Y CONOCIMIENTO IMPLÍCITO
113
4.3. FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS DE LA METAFÍSICA OCCIDENTAL DOMINANTE
115
4.3.1. INTRODUCCIÓN
115
4.3.2. EPISTEMOLOGÍA SIN FISURAS: EL REALISMO DIRECTO GRIEGO
115
4.3.3. LA INVENCIÓN DE UN ABISMO: EL RACIONALISMO CARTESIANO
116
4.3.4. LA CONSECUENCIA ACTUAL: UN PARADIGMA COGNITIVO SIMBÓLICO Y LOGICISTA
117
4.4. EL SER HUMANO COMO ORGANISMO COGNOSCENTE
119
4.4.1. ANTECEDENTES FILOSÓFICOS
119
4.4.2. REALISMO ORGÁNICO
119
4.4.3. REALISMO ORGÁNICO, FILOSOFÍA GRIEGA, Y FILOSOFÍA ANALÍTICA ANGLOAMERICANA
120
4.4.4. PONER COTO AL RELATIVISMO
122
4.4.5.LA INTERSUBJETIVIDAD COMO FENÓMENO PSICOFISIOLÓGICO
124
4.5. EL COLOR DESDE EL PUNTO DE VISTA DEL REALISMO ORGÁNICO
124
4.5.1. INTRODUCCIÓN
124
4.5.2. ESTABILIDAD Y VARIABILIDAD CONCEPTUAL
126
4.6. CATEGORIZACIÓN: LA ARBITRARIEDAD BIOLÓGICAMENTE SUJETADA
128
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4.6.1. INTRODUCCIÓN
128
4.6.2. CATEGORIZACIÓN NEURAL
129
4.6.3. CARACTERÍSTICAS NEUROFISIOLÓGICAS QUE CONSTRIÑEN CATEGORÍAS: EL “EFECTO OBLICUO”
130
4.7. SOBRE LA IMPORTANCIA DE LO QUE OCURRE EN NUESTRAS MENTES Y QUE NOS PASA
TOTALMENTE DESAPERCIBIDO: EL INCONSCIENTE COGNITIVO
131
4.7.1. INTRODUCCIÓN
131
4.7.2. EL CONTRAEJEMPLO: A VUELTAS DE NUEVO CON LAS DISTORSIONES COGNITIVAS
132
4.7.3. LA DEFENSA POSITIVA: LOS EPISODIOS DE MEMORIA ESPONTÁNEA
133
4.7.4. SOBRE CONSCIENCIA Y CONTROL VOLUNTARIO
136
4.8. LA NECESIDAD DE RECONCILIAR VARIOS NIVELES DE EXPLICACIÓN
139
4.8.1. INTRODUCCIÓN
139
4.8.2. LA VERDAD SOBRE EL COLOR: SOBRE LA NECESIDAD DE UN PLURALISMO METAFÍSICO
140
4.8.3. INCISO: ABSTRACCIONES FUNCIONALES PARA EL PENSAMIENTO CIENTÍFICO
142
4.8.4. CONCLUSIÓN
143
4.9. CONSTRUIR HIPÓTESIS SOBRE MICROEVIDENCIAS MULTIDISCIPLINARES CONVERGENTES
145
5. ORGANIZANDO LA REALIDAD: CONCEPTUALIZACIÓN, REPRESENTACIÓN Y
COMUNICACIÓN
148
5.1. INTRODUCCIÓN
148
5.2. VACIAMIENTO SEMÁNTICO: LA TEORÍA DE LA VERDAD COMO CORRESPONDENCIA
148
5.2.1. PROBLEMAS AÑADIDOS: EL ENFOQUE PROPOSICIONAL DE REPRESENTACIÓN DEL CONOCIMIENTO
151
5.3. COMPRENDER EL MUNDO A TRAVÉS DEL CUERPO
154
5.3.1. CATEGORÍAS BÁSICAS: REALIDAD, ACCIÓN Y COGNICIÓN
155
5.3.2. INTERPRETAR LA REALIDAD CON RELACIÓN AL CUERPO
161
5.3.2.1. Evidencia neurocientífica: la memoria espacial es referida al cuerpo
162
5.3.2.2. Evidencia procedente de la semántica cognitiva: conceptualizar lo no físico en
términos de lo físico
164
5.4. MÁS SOBRE CONCEPTUALIZACIÓN Y MOVIMIENTO
166
5.4.1. EVIDENCIA NEUROCIENTÍFICA
166
5.4.2. EVIDENCIA NEUROPSICOLÓGICA
167
5.4.3. EVIDENCIA PROCEDENTE DE LA IMPLEMENTACIÓN DE REDES NEURALES ARTIFICIALES
169
5.4.4. CONCLUSIÓN PROVISIONAL
171
5.5. HACIA UNA TEORÍA ORGÁNICA DE LA CONCEPTUALIZACIÓN HUMANA
172
5.5.1. PRINCIPIOS MARCO
172
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5.5.2. UN MODELO DINÁMICO PARA LA CONCEPTUALIZACIÓN HUMANA
175
5.5.2.1. Introducción
175
5.5.2.2. Continuidad biológica: categorías como patrones
180
5.5.2.3. La explicación neurobiológica: Edelman y la Teoría de la Selección de Grupos
Neurales (TSGN)
182
5.5.2.4. Evidencias indirectas: la importancia de ir por partes
184
5.5.2.5. En las entrañas del sistema
192
5.5.2.5.1. Introducción
192
5.5.2.5.2. En marcha: sistemas dinámicos
193
5.5.2.5.3. Dispar pero sincronizado
196
5.5.2.5.4. Conectividad intramodal e intermodal: implicaciones para nuestro estudio
199
5.6. ARQUITECTURA CORTICOCOGNITIVA: SOBRE MEMORIA, COMUNICACIÓN Y RELEVANCIA
202
5.6.1. RECAPITULACIÓN
202
5.6.2. BASES NEUROBIOLÓGICAS ELEMENTALES DE LA MEMORIA
204
5.6.3. JERARQUÍA CORTICAL Y REDES COGNITIVAS
207
5.6.4. SUSTRATO REPRESENTACIONAL Y FUNCIONES COGNITIVAS: ESTRUCTURAS Y PROCESOS
209
5.6.5. MEMORIA DE TRABAJO Y TEORÍA DE LA RELEVANCIA
210
6. CONCEPTUALIZACIÓN MOTIVADA: ENTRE LA FISIOLOGÍA Y LA CULTURA
217
6.1. INTEGRANDO NEUROBIOLOGÍA DE LA VISIÓN, ANTROPOLOGÍA COGNITIVA Y TEORÍA DE
PROTOTIPOS
217
6.1.1. INTRODUCCIÓN
217
6.1.2. ESTRUCTURACIÓN GNÓSICA DEL ESPECTRO DE COLOR
219
6.1.3. KAY, MCDANIEL Y EL PROBLEMA DE LA SOBREDETERMINACIÓN DE LAS CATEGORÍAS DE COLOR
222
6.1.4. SISTEMAS CONCEPTUALES EXPERIENCIALES: CATEGORÍAS CULTURALMENTE DEFINIDAS
225
6.2. EMOCIONES: COSAS QUE ESTÁN DENTRO Y COSAS QUE ESTÁN FUERA
227
6. 2. 1. INTRODUCCIÓN
227
6.2.2. ¿DE QUÉ ES ESPEJO LA CARA?
228
6.2.3. EMOCIONES Y PENSAMIENTOS: JUNTOS Y EN EL HÍGADO
234
6.2.4. INTERPRETAR LA EVIDENCIA
237
6.2.4.1. Introducción
237
6.2.4.2 El modelo vertical de J. O. Boucher
238
6.2.4.3. Los modelos cognitivos y los puntos focales de R. I. Levy
240
6.2.4.4. La hipótesis de los guiones de J. A. Russell
242
6.2.5. CONTENIDO FISIOLÓGICO Y ESTRUCTURA CONCEPTUAL
245
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Comunicación Visual 10
6.2.5.1. El lenguaje cotidiano refleja la sensación somática
245
6.2.5.2. Especificidad de los estados emocionales
246
7. NEUROBIOLOGÍA DE LA EMOCIÓN Y LOS SENTIMIENTOS
248
7.1. INTRODUCCIÓN
248
7.2. IMÁGENES SENSORIALES
250
7.2.1. TIPOS DE PERCEPCIÓN Y RUTAS DE INTERCONEXIÓN
251
7.2.2. LA MENTE Y LA CARNE
251
7.2.3. BIORREGULACIÓN BÁSICA Y SIGNIFICADO: LA IMPORTANCIA DEL MARCAJE EMOCIONAL DE LA
EXPERIENCIA (O CÓMO LOS AVIONES QUE SE ESTRELLAN PUEDEN GENERAR ANSIEDAD ANTE LOS DÍAS
SOLEADOS)
256
7.2.4. PERO ¿Y LAS IMÁGENES?
264
7.2.5. MEMORIA Y PERCEPCIÓN EN UN MISMO SISTEMA: DISOLUCIÓN DE LA DICOTOMÍA PERCEPCIÓN
PURA/COGNICIÓN. EVIDENCIA PROCEDENTE DE ACROMATÓPSICOS, ANOSOGNÓTICOS Y PACIENTES CON
SÍNDROME DE CAPGRAS.
266
7.2.6. IMAGEN Y PENSAMIENTO
268
7.2.7. EMOCIONES Y SENTIMIENTOS
269
7.2.7.1. Emociones primarias y secundarias
269
7.2.7.2. Neurobiología del sentimiento
270
7.2.7.3. Conclusión
273
7.3. CUERPO Y RAZONAMIENTO: LA HIPÓTESIS DEL MARCADOR SOMÁTICO
273
7.3.1. MECANISMOS DE DECISIÓN
273
7.3.2. CATEGORIZACIÓN EMOCIONAL
278
7.3.2.1. ¿Qué es un marcador somático?
278
7.3.2.2. El origen de los marcadores somáticos: entre la cultura y la neurobiología
278
7.3.2.3. Arquitectura neural para la categorización emocional de la experiencia
280
7.3.2.4. Subliminalidad e intuición: marcadores somáticos como conocimiento experto 281
7.3.2.4.1. Qué sabemos de la subliminalidad
281
7.3.2.4.2. Intuición: Hooked on a feeling
284
7.3.2.5. Razonamiento consciente: marcadores somáticos como amplificadores de la
atención
287
7.3.2.6. Saber no es sentir: conductancia dérmica y experimentos de juego
288
7.3.2.7. Marcadores somáticos como generadores de orden secuencial
291
8. LA IMAGEN DE MARCA
294
8.1. INTRODUCCIÓN
294
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 11
8.1.1. EL LARGO CAMINO
294
8.1.2. LA IMAGEN DE MARCA DESDE UNA NUEVA PERSPECTIVA
297
8.1.3. RESITUAR LA COMUNICACIÓN PUBLICITARIA
298
8.2. LA MARCA COMO SISTEMA COMPLEJO
300
8.2.1. LA MARCA MATERIAL: EL SIGNO SENSIBLE
300
8.2.2. LA REALIDAD MENTAL: LA EMERGENCIA DE LA IMAGEN DE MARCA
307
8.2.3. EL CONSUMIDOR COMO EJE DEL SISTEMA
311
8.2.3.1. Representaciones mentales de informaciones experienciales
311
8.2.3.2. La gestación de la identidad marcaria: un proceso de sedimentación semántica a
partir de experiencias multimodales convergentes
312
8.2.3.3. Motivación y consumo: de la funcionalidad al significado
316
8.2.4. EL PESO DE LAS VARIABLES COMUNICACIONALES EN EL SISTEMA DE LA IDENTIDAD MARCARIA 319
8.2.4.1. Publicidad: marcadores somáticos por defecto
319
8.2.4.2. Más sobre la dimensión simbólica: el discurso autónomo de la marca
324
8.2.4.2.1. Marcas emocionales y complejos continuos de imágenes mentales
324
8.2.4.2.2. Pertenencia al grupo y autoconcepto: la marca como símbolo estético
330
8.2.4.2.3. Teoría neurobiológica de la motivación: las nociones de información y relevancia
expandidas.
341
8.2.4.2.4. Profesionales del marketing e irracionalismo posmoderno
349
8.2.5. VARIABLES NO PROGRAMABLES EN EL SISTEMA DE LA MARCA
352
8.2.5.1. Del modelo de recepción en diversidad hacia el entorno: lo que la medición
estadística mediática no puede captar
352
8.2.5.2. Redes sociales e informaciones indirectas
354
8.2.5.2.1. La emergencia de realidades mentales colectivas
354
8.2.5.2.2. Aspectos sociopsicológicos y neurocognitivos del procesamiento de información
356
8.2.5.2.3. Informaciones mediatizadas no programables sobre la marca
364
8.2.5.2.4. Informaciones mediatizadas que afectan a la marca de manera indirecta
366
9. CONCLUSIONES
371
9.1. RECAPITULACIÓN
371
9.2. REFLEXIÓN FINAL: CONSECUENCIAS TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS GENERALES
375
10. BIBLIOGRAFÍA
378
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 12
1. HACIA UNA METODOLOGÍA INTERDISCIPLINAR INTEGRADA
1.1. La comunicación como fenómeno mental: la necesidad de un enfoque interdisciplinar
La decisión de aventurarme en el estudio de la capacidad humana para el procesamiento e
interpretación de estímulos comunicativos de índole visual se encuentra fuertemente motivada
por el deseo de contribuir a una mejor comprensión de los fenómenos que denominamos mente
y, particularmente, inteligencia. Arrojar nueva luz sobre el modo en que nuestras facultades
mentales superiores llevan a cabo tareas concretas resulta, sin duda, una aproximación legítima
capaz de proporcionar resultados interesantes para progresar en el entendimiento de lo que nos
caracteriza genuinamente como seres humanos.
Obviamente, esta no es labor que pueda abordarse desde el marco de una única disciplina.
Actualmente neurocientíficos, psicólogos, biolingüistas y filósofos, por citar sólo algunas áreas
de conocimiento en las que constantemente aflora un interés renovado por el funcionamiento de
la mente humana, coinciden en describir la inteligencia como una propiedad global emergente
del comportamiento de sistemas complejos.
Lo anterior es decir mucho y, al mismo tiempo, nada en absoluto. Podría argüirse que una
generalidad descriptiva tal es necesaria para lograr cierto grado de entendimiento entre
disciplinas tan diversas. Sin embargo, uno de los propósitos de este estudio es precisamente
sostener que interdisciplinariedad no es sinónimo de vaguedad, ni mucho menos de aleatoriedad
en la selección de las disciplinas implicadas, y hacerlo no sólo teóricamente, sino en la práctica.
Para ello, trataremos de examinar el objeto de nuestro interés en dos sentidos, a saber:
1) uno centrípeto, que nos lleve a observar el fenómeno en sí mismo, desde tan cerca como
sea posible (en microperspectiva);
2) otro centrífugo, que nos permita ampliar nuestra comprensión del mismo mediante la
integración del conocimiento procedente de las relaciones relevantes que establece con
otras áreas de la realidad (desde una perspectiva macro).
Este enfoque metodológico constituye una solución de compromiso de cuyos peligros es preciso
ser consciente, como bien señala Samuel Butler [G. BROWN Y G. YULE (1993:13)]:
Todo debe ser estudiado desde su propio punto de vista, desde tan cerca como podamos acceder
a él, y desde el punto de vista de sus relaciones, desde tan cerca como podamos acceder a ellas.
Si intentamos verlo absolutamente en sí mismo, separado de sus relaciones, nos encontraremos,
más tarde, con que lo hemos, por así decir, reducido a pedazos. Si intentamos verlo en sus
relaciones hasta el final, nos encontraremos con que no hay ningún rincón del universo en el que
no tenga cabida.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 13
En nuestro caso, esto supone no perder de vista que vamos a ocuparnos de la comunicación
humana y, más en concreto, de aquella que se establece por medio de imágenes visuales, lo que
significa que tendremos que definir lo que entendemos por ambos términos.
Por lo que se refiere al primero de ellos, la teoría de la comunicación y, en particular, el modelo
ostensivo-inferencial diseñado por la rama pragmática de la lingüística, nos proporcionará un
marco estable de referencia para situar el alcance de nuestro trabajo. Apelar a un enfoque
pragmático significa decantarse por el estudio sistemático de los principios generales de
interpretación mediante los que las personas dotan normalmente de sentido a lo que perciben
como estímulo comunicativo, y significa también tener en cuenta que toda percepción de este
tipo se encuentra siempre inserta en un contexto cognitivo cuya activación requiere de la
existencia previa de una base de conocimiento estructurado.
Así, en este trabajo exploramos, desde una perspectiva alternativa proporcionada por la
neurociencia, la estructura de lo que en términos relevantistas suele denominarse saber
enciclopédico. Esto nos llevará a comprender que hablar de comunicación humana es hacerlo
también, inevitablemente, de la memoria y, más en concreto: de sus orígenes en un proceso de
conceptualización experiencial, de su actualización constante, y de su marcaje emocional. Para
ello tendremos que cuestionar muchas nociones tradicionalmente asumidas acerca del formato
de representación del conocimiento, y de las características mismas de las estructuras
fisiológicas en que tal conocimiento se encuentra instanciado. Al hacerlo, nos daremos cuenta
de que el enfoque adoptado se lleva por delante no sólo la concepción tradicional de lo que es o
no comunicable, sino también del modo en que lo es. Y veremos que podemos manejar con
soltura fenómenos comunicativos que, hasta la fecha, o no encajaban en absoluto en el molde
relevantista, o bien eran abordados con torpeza. Sin embargo, para construir un modelo capaz de
ofrecer una explicación lo más abarcadora posible del fenómeno de la comunicación humana,
ha sido necesario acudir a lo que disciplinas como la psicología cognitiva, la neurociencia o la
inteligencia artificial tienen que decir sobre cuestiones directamente relacionadas con el tema
que a nosotros nos ocupa.
En relación con el segundo de los términos implicados, el estudio de la imagen como estímulo
ostensivo supone adentrarse en el terreno de la visualidad, con la pluralidad de opciones que eso
conlleva. Determinar lo que entendemos por imagen para no dar lugar a equívocos que pudieran
entorpecer el desarrollo de la tesis nos ha llevado a plantearnos una serie de cuestiones
epistemológicas acerca de la facultad psicofisiológica de la visión, de las que nos ocuparemos
en el capítulo 2 de este trabajo.
A continuación, y para fundamentar nuestras afirmaciones en evidencias empíricas,
recurriremos a lo que la neurociencia propone acerca del modo en que este sistema físico
perceptivo (constituido básicamente por el ojo, el sistema nervioso central y el córtex visual)
interacciona con facultades mentales superiores para llegar a construir un mundo visual con
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 14
sentido. Estas son cuestiones de las que nos ocupamos en el capítulo 3 y que nos llevarán,
inevitablemente, a replantearnos el estatus ontológico y epistemológico de lo que entendemos
por realidad.
De este modo, en el capítulo 4 será necesario realizar un repaso de los antecedentes filosóficos
de las ideas en que se fundamenta nuestro trabajo. Sintéticamente, nuestra postura, a la que
hemos dado en llamar realismo orgánico, niega la escisión cuerpo-mente defendida por el
racionalismo cartesiano, y complejiza el estatus ontológico de aquello que los seres humanos
podemos conocer y que llamamos realidad, sin por ello negar la posibilidad de un conocimiento
consensuado y estable. Apuntalamos nuestras reflexiones filosóficas con evidencias procedentes
de la neurobiología de la percepción del color y examinamos el modo en que la arquitectura
nerviosa de nuestros sistemas perceptivos constriñe la estructura de nuestras categorías
conceptuales. O, en otras palabras, cómo nuestra memoria filética determina en gran parte qué
rasgos serán o no relevantes para nuestra especie a la hora de dotar de sentido a su experiencia
sensorial.
Las consecuencias que los planteamientos anteriores arrojan en relación con las teorías del
significado son el tema central del capítulo 5. Aquí nos distanciaremos de la semántica
veritativo-condicional heredera de la filosofía analítica angloamericana (que a su vez lo es del
racionalismo cartesiano) y nos acercaremos a la semántica cognitiva de George Lakoff y Mark
Johnson. La conceptualización experiencialista encuentra también un sólido apoyo fundacional
en la obra de Eleanor Rosch, Robert Brown, Brent Berlin y Lawrence W. Barsalou. En efecto,
actualmente disponemos de evidencias neurocientifícas, neuropsicológicas, e incluso
procedentes de la implementación de redes neurales artificiales, que apuntan a que percepción,
acción y cognición (memoria) se encuentran íntimamente ligadas (hasta el punto de encontrarse
sostenidas por las mismas estructuras), de tal modo que desarrollo cognitivo y motor se
producirían en paralelo, corroborando los postulados de la cognición corpórea. Teniendo en
cuenta todo lo anterior, recurrimos a la obra del Nobel de Fisiología Gerald Edelman, así como
de las psicólogas del desarrollo Esther Thelen y Linda B. Smith, para desarrollar un modelo
dinámico de la conceptualización humana. Finalmente, la exhaustiva jerarquía corticocognitiva
mapeada por Joaquín M. Fuster nos permitirá proporcionar al lector una explicación natural y
elegante, en términos neurales, de la estructura de nuestros conceptos, de nuestra capacidad
asociativa, y también del hecho de que muchas categorías tengan límites difusos, como propone
la semántica de prototipos, que es también una semántica primordialmente experiencial.
El capítulo 6 incide en el peso del entorno físico y sociocultural en la estructuración de nuestros
sistemas conceptuales. La antropología lingüística y cognitiva será la disciplina que nos guíe en
un recorrido diacultural a través de la estructuración gnósica del espectro de color y de la
conceptualización de las emociones, dos dominios en los que el peso de nuestras características
neurofisiológicas de especie resulta determinante y en los que, sin embargo, existe una notable
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 15
divergencia conceptual entre culturas, que se manifiesta en el lenguaje. Lo anterior viene a
reforzar la tesis defendida en los capítulos tercero y cuarto acerca del estatus ontológico de la
realidad: las estructuras de conocimiento que el ser humano elabora sobre la misma son
sistemas complejos que emergen como resultado de la interacción de variables neurobiológicas
y socioculturales. Si alguna de ellas cambia, nuestros sitemas conceptuales se modifican (y, por
tanto, las categorías de la realidad lo hacen también para nosotros). En este capítulo
cuestionaremos la universalidad del concepto supraordenado de emoción como fenómeno
corpóreo totalmente ajeno a la razón, dicotomía occidental heredada del pensamiento
racionalista. Lo haremos a través de la evidencia procedente de grupos de hablantes del sudeste
asiático que conciben emoción y pensamiento como fenómenos ambos de índole corpórea, lo
que nos llevará directamente al tema central del capítulo siguiente, que trata de la neurobiología
de la emoción y los sentimientos.
En efecto, en el capítulo 7 exploraremos exhaustivamente la obra de Antonio Damasio para
poner de manifiesto que las emociones intervienen de manera decisiva en todo proceso de
razonamiento normal, y en especial en aquellos que implican procesos de toma de decisiones en
el ámbito social y personal. La teoría neurobiológica de las emociones ampara una teoría
neurobiológica de la motivación humana, lo que resultará de especial relevancia a la hora de
comprender la naturaleza de los actos de consumo. La obra de Damasio nos permitirá
comprender también la trascendencia del marcaje emocional de nuestras memorias o, en otras
palabras, por qué el procesamiento cognitivo de ciertos estímulos puede desatar estados
emocionales. Esto resultará de vital importancia para nuestro trabajo, por las implicaciones que
arroja en relación con los fenómenos que son o no comunicables.
Finalmente, el capítulo 8 es el capítulo de la simultaneidad. En él abordaremos el estudio de la
imagen de marca desde una nueva perspectiva que requerirá hacer un uso integrado de las
herramientas conceptuales que hemos venido afilando hasta el momento. En síntesis,
sostendremos que la imagen de marca es un concepto, es decir, un fenómeno mental con
instanciación neural, algo que es a la vez físico y mental, con un origen situado en la
experiencia interactiva de un organismo corpóreo con entes materiales (los productos/servicios)
en un entorno físico y sociocultural concreto. Nos serviremos para ello de la obra de Joan Costa,
que concibe la marca como un sistema complejo, y su imagen como un fenómeno
prioritariamente mental que, sin embargo, ha sido corpóreamente generado a través de la
experiencia. De este modo, describiremos la imagen de marca como una representación mental
multimodal emocionalmente marcada, como una red conceptual ampliamente distribuida a
escala cortical, susceptible de establecer constantemente conexiones asociativas con otras redes
representacionales y, por tanto, susceptible en todo momento de cargarse de nuevos
significados. O en otras palabras: de valores añadidos. Del peso que la comunicación
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 16
publicitaria ostenta en la generación del fenómeno de la imagen de marca nos ocuparemos por
extenso, tratando de aquilatar su relevancia.
1.2. Niveles explicativos y perspectivas epistemológicas
Lo que acabamos de hacer en los párrafos anteriores es un recorrido a mano alzada sobre las
diferentes cuestiones que se plantea esta investigación en la matriz interdisciplinar que
actualmente conforman las ciencias cognitivas o ciencias de la mente. Esta matriz incluye
disciplinas ya mencionadas como la neurociencia, la psicología cognitiva, la lingüística, la
inteligencia artificial, la antropología o la filosofía de la mente. Todas ellas son precisas para
acercarnos a la comprensión del ser humano como sistema complejo, cuya realidad mental
interna surge en gran medida de la interacción de los mecanismos físicos de su cerebro-cuerpo
con el mundo externo. Un sistema que, por otra parte, no existe aislado, sino en contacto
constante con otros sistemas similares, lo que sin duda influye de modo determinante en la
configuración final de cada uno de ellos, así como del conjunto social que constituyen.
1.2.1. El interés de la I.A. como marco teórico
Dentro de este marco interdisciplinar, la inteligencia artificiali, concebida como ciencia básica
que busca construir una teoría de la inteligencia mediante el estudio de las manifestaciones de
esta propiedad en los sistemas biológicosii , señala precisamente la posibilidad de una doble
orientación en la perspectiva investigadora.
Así, existirían dos tendencias complementarias, a saber: por un lado, se trataría de descomponer,
de fragmentar el objeto de estudio para analizarlo hasta donde sea posible sin destrozarlo; por
otro lado, existe también una perspectiva macro que incide en el carácter social y distribuido del
conocimiento humano como forma de comportamiento inteligente. Al aunar ambas perspectivas
se hace patente el potencial que encierra la I.A. como herramienta teórica para integrar el
conocimiento que poseemos acerca de los procesos neurofisiológicos, cognitivos y sociales del
ser humano.
Es preciso insistir en el hecho de que esta doble orientación no es una simple abstracción que
establezcamos caprichosamente por el paralelismo que presenta con el propósito metodológico
expresado en el epígrafe anterior (a saber: examinar los fenómenos en sí mismos y en sus
relaciones para adoptar una perspectiva interdisciplinar coherente), sino que se materializa en
las diferentes implementaciones que encuentra en el ámbito de la Ingeniería del Conocimiento,
la vertiente tecnológica aplicada de la I.A.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 17
Así, por ejemplo, encontramos una perspectiva micro en el diseño de sistemas multiagente,
donde una serie de módulos simples y autónomos interaccionan entre sí, generando de este
modo propiedades complejas. Es la teoría de la división de la mente en agentes, subagentes y
subsubagentes (que aparece en la emblemática obra La sociedad de la mente de M. MINSKY)
llevada a la práctica hasta donde la técnica lo permite.
Por otra parte, la perspectiva macro se encontraría en proyectos como el que actualmente se
lleva a cabo en el seno del Departamento de Informática de la Universidad de La Coruña para la
implementación de críticos de arte artificiales (CAAs) y de lo que sus creadores denominan “La
Sociedad Híbrida”, que daría lugar a la interacción de entes reales y virtuales para la
construcción común de un paradigma estético al que remitir la evaluación de la calidad de las
obras artísticas para su posterior recomendación [J. ROMERO, P. MACHADO, B. MANARIS, A.
SANTOS, A. CARDOSO Y M. SANTOS (2006 A y B)]. Este sería un típico caso de inteligencia
social distribuida.
1.2.2. Breves apuntes sobre complejidad, autoorganización y emergencia
Es el sistema en su conjunto el que muestra una conducta que puede calificarse de inteligente
[J. MEHLER Y E. DUPOUX (1992:178)].
The intelligence is in the pattern of activity of the whole [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:169)].
Hablar de propiedades complejas que surgen de la interacción de módulos simples es hablar de
fenómenos emergentes. Las teorías emergentistas, aparecidas en el ámbito de la microbiología,
han encontrado una posterior aplicación en el análisis del comportamiento de unidades mayores
de diferente naturaleza que son de por sí complejas, pero que también pueden interaccionar
entre sí y dar lugar a un nivel aún superior de complejidad.
La potencia que entraña esta idea ha conducido a su aplicación en ámbitos tan dispares como la
sociología (para explicar desde el comportamiento espontáneo de las masas hasta la lógica de la
autoorganización de las ciudades, por ejemplo) o el análisis del discurso (donde el significado
global surgido de unidades textuales extensas no puede comprenderse exclusivamente a partir
del análisis lingüístico de sus componentes menores).
En este punto ha de quedar claro un matiz teórico importantísimo: la teoría de sistemas
dinámicos complejos (o sistemas emergentes) postula que el orden surge exclusivamente a
partir de interacciones estrictamente locales entre componentes simples. Los patrones ordenados
que podemos observar en el nivel de nuestra experiencia fenomenológica se autoorganizan a
partir de la acumulación de tales interacciones: cuando ésta alcanza un punto crítico, se produce
un salto cualitativo generador de orden complejo, es decir, de un tipo de estructura organizada
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 18
de manera flexible, donde sólo un porcentaje limitado de sus pautas de acción o desarrollo son
predecibles. La combinación equilibrada de predecibilidad y caos constituye en sí misma la
definición de complejidad.
De este modo, cuando decimos que el significado global de un texto de trescientas páginas no lo
obtendremos por más que nos empeñemos en destriparlo gramaticalmente, no queremos decir
que las interacciones que se producen entre unidades gramaticales mínimas no constituyan el
tejido último textual, lo que lo sostiene. Sin embargo, un análisis gramatical nos revelará sólo la
parte predecible: cómo se comportarán las unidades lingüísticas en función de las que tengan
cerca. Es como el comportamiento de una masa de gente durante una manifestación: cada
individuo actúa en función de lo que ve hacer a los que tiene al lado. Si miramos a esa masa de
gente desde un helicóptero, la apariencia será la de un cuerpo global que serpentea o que adopta
formas diversas cuando muchos individuos en un área ejecutan la misma acción (por ejemplo,
avanzar, tirarse al suelo, etc). Exactamente lo mismo ocurre con el efecto ola generado por los
espectadores de un estadio: lo único que es necesario para que se genere una ola de estas
características es que yo empiece a levantarme del asiento cuando la persona que tengo al lado
esté casi de pie, y que cada una de las personas del estadio haga lo mismo. Y algo muy parecido
es lo que ocurre con las unidades textuales extensas. La gramática nos permite destriparlas a
nivel micro, es decir: saber qué hace cada individuo (si avanza, si salta, si levanta las manos…),
pero no puede decirnos cómo va a comportarse el conjunto si lo miramos desde un helicóptero,
con macroperspectiva. Es por esto que no creemos en la existencia de una gramática que se
extienda más allá de los límites oracionales. Los conectores supraoracionales sirven tan sólo
para establecer relaciones inmediatas de sentido entre oraciones contiguas (es otra forma de
hacer interaccionar unidades, ahora un poco menos simples, entre sí, pero también a un nivel
básico), pero no pueden explicar las relaciones que se establecen entre los primeros párrafos de
una novela y su desenlace trescientas páginas después.
La conclusión que hay que extraer de todo esto no es que en la macroperspectiva se materialicen
dimensiones mágicas de los fenómenos cuyos mecanismos permanecen ocultos a nuestro
entendimiento. La conclusión que hay que extraer es que lo micro es lo que hay, y que en este
nivel, o bien no hay jerarquía (que es lo que postula estrictamente la teoría de sistemas
dinámicos) como en el comportamiento espontáneo de las masas, o bien, si la hay, no va más
allá de la gramática oracional, es decir, se mantiene enclaustrada en el micronivel. Lo que hay
que entender es que no hay un patrón global de relaciones que lo organice absolutamente todo
desde arriba y desde el principio. Si vemos un patrón inteligente cuando miramos en
macroperspectiva, es porque emerge, porque se construye espontáneamente desde abajo. Esta es
la diferencia clave que los sistemas dinámicos complejos presentan en relación con la Gestalt y
con la teoría general de sistemas. No hay nada misterioso que explicar en la macroperspectiva,
salvo el hecho mismo de que existe y que es fruto de lo que ocurre en el micronivel.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 19
Precisamente por esto, las hipótesis que propongamos en este trabajo estarán siempre
construidas habiendo tenido primero en cuenta lo que ocurre en microperspectiva. El
conocimiento del dato empírico a nivel local es lo que debe guiar nuestras teorías, en el sentido
de que no nos parece científicamente legítimo postular hipótesis que contravengan la realidad.
Entendemos por realidad en este contexto el conocimiento verificado por cualquier disciplina
que pueda limitar en algún sentido relevante las afirmaciones que nosotros hacemos en la
nuestra. Las disciplinas no son compartimentos estancos, blindados al resto de saberes: es por
esto por lo que, ni en lingüística, ni en ninguna otra disciplina podemos seguir elaborando
hipótesis ciegas al conocimiento contrastado por la neurociencia o la psicología cognitivas, por
ejemplo. Si entendemos el lenguaje como parte del procesamiento mental, habrá que conocer
cómo funciona la mente y, para hacer esto, habrá a su vez que conocer cómo funcionan las
estructuras fisiológicas que la sustentan. De lo contrario, podemos encontrarnos afirmando que
las olas en los estadios se producen porque en alguna parte hay un hombrecillo con un
megáfono dictando órdenes a diestro y siniestro. Esta idea, planteada aquí como una reducción
al absurdo, ha sido sostenida en diversos ámbitos científicos hasta no hace mucho tiempo.
Es importante, por lo tanto, aclarar que con el uso de los términos macro y micro no nos
referimos estrictamente a dimensiones físicas cuantificables sino, más bien, a perspectivas
epistemológicas: micro es aquello que observamos con un enfoque predominantemente
analítico, que incide en la especificidad del conocimiento con la fragmentación que ello
conlleva; macro es aquello a lo que nos enfrentamos con un afán de comprensión global,
sintético. Obviamente, ambos niveles se encuentran intrínsecamente relacionados, y podríamos
decir que es casi imposible delimitar hasta dónde nos lleva cada uno en la comprensión de los
fenómenos. La comprensión macro se fundamenta sólidamente sólo sobre la base de lo micro.
Así, por ejemplo, las dunas son fenómenos cuyo comportamiento sólo podemos comprenderlo
realmente cuando conocemos que están compuestas de millones de granos de arena que
interaccionan entre sí según las leyes físicas de la dinámica no lineal, modelizables
matemáticamente. Sin embargo, esto no significa que la comprensión fenomenológica (la
experiencia) que como seres humanos tenemos de las dunas se agote en el nivel de la
explicitación matemática del comportamiento de sus componentes menores. La explicación
micro por sí sola (saber lo que hace cada grano) no resulta exhaustiva (entre otras cosas porque
en la generación de fenómenos emergentes suelen confluir multitud de variables de las cuales
no todas son controlables, ni siquiera en una modelización matemática, y de ahí su
complejidad). Como decíamos, el nivel macro es relevante porque incorpora una experiencia
humana natural de los fenómenos, aunque tal experiencia sea la percepción de un patrón que se
ha autoorganizado a partir de lo minúsculo. Es necesario, por tanto, insistir en las ventajas
derivadas de la integración de ambos niveles explicativos.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 20
A todas luces, la primera cuestión que un estudio como el que estamos proponiendo suscitará en
una persona cabal será acerca de la pertinencia de traspasar los linderos de la experiencia
fenomenológica consciente en el estudio de la comunicación, que tiene lugar primordialmente a
ese nivel. Al menos, esto es lo que se ha postulado hasta el momento. Sin embargo, desde
nuestra perspectiva, los intercambios comunicativos, el nivel del estímulo, son sólo la punta del
iceberg. Comprender realmente la comunicación requiere también la comprensión de las
funciones cognitivas y las estructuras neurales que la sustentan. E implica del mismo modo
entender que tales estructuras no son un mero accidente de la fisiología, sino que cumplen su
papel en la caracterización de las funciones cognitivas que soportan capacidades mentales
superiores y que, por tanto, son vitales en última instancia para explicar por qué procesamos los
estímulos comunicativos del modo en que lo hacemos. Por ello, a lo largo de este trabajo nos
esforzaremos por poner de manifiesto que nuestra arquitectura cortical y cognitiva discurren en
paralelo, asentando las bases estructurales sobre las que operan funciones mentales directamente
implicadas en la comunicación, como son la percepción, la memoria, la atención selectiva y, por
supuesto, el lenguaje.
Como decíamos, ni la teoría de la comunicación ni la pragmalingüística pueden permitirse
actualmente el lujo de elaborar hipótesis que choquen frontalmente con lo que la neurociencia y
la psicología cognitiva han establecido como conocimiento contrastado. Este convencimiento es
lo que guía y acota la interdisciplinariedad de esta investigación: nos interesa toda evidencia
empírica capaz de limitar y orientar las hipótesis que podamos proponer.
Así pues, el enfoque micro nos interesa porque nos ayuda a no sacar conclusiones precipitadas,
simplemente en función de las observaciones que efectuamos de un fenómeno a nivel macro.
Nos ayuda a comprender, por ejemplo, que una duna, al contrario de lo que nos dicta el sentido
común, no es en última instancia un ente unitario salvo en el nivel fenomenológico de nuestra
experiencia cotidiana, y que su movimiento no está regido por ningún programa de tipo causal,
newtoniano, jerárquico, up-down, sino que emerge de la interacción masiva de componentes
muy simples (los granos de arena) que, observados individualmente, uno a uno, hacen cosas tan
sencillas que nos resultaría inconcebible que tal actividad pudiera configurar el entramado
básico de lo que percibimos como un patrón complejo. En efecto, si las observásemos como
fenómenos unitarios, como estructuras rígidas, no llegaríamos nunca a saber qué es lo que
provoca realmente su desplazamiento. Por el contrario, a nivel micro nos resulta posible
observar que la estructura de la duna se modifica constantemente al tiempo que esta se desplaza:
es más, el desplazamiento en sí consiste en la modificación de la estructura, en la dinámica de
cada minúsculo grano de arena. Sin embargo, a nivel macro, la duna se nos presenta como un
ente estable cuya localización varía de un lugar a otro.
Algo parecido ocurre con nuestros conceptos: tras su aparente estabilidad se encuentra una
implementación neural profusamente distribuida a nivel cortical, cuya activación no es nunca
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 21
exactamente idéntica, sino que depende tanto de las trayectorias de aprendizaje individuales
como de los contextos de uso del concepto en cuestión. Veremos que lo que denominamos
memoria de trabajo, y que interviene de manera decisiva en la interpretación de todo estímulo
ostensivo, no es sino memoria a largo plazo traída al presente para su uso, y que con cada uso
que hacemos de un concepto, este se actualiza de manera sutilmente diferente incorporando los
detalles de su entorno de actualización. Esto lo podemos apreciar en el nivel fenomenológico de
nuestra vida cotidiana pero, como veremos, tiene también un fundamento neurológico. De este
modo, nuestro conocimiento, que es como decir nuestra memoria, nuestros conceptos, es
dinámico: su estructura se reorganiza constantemente, sólo que tales modificaciones no se
manifiestan en un desplazamiento espacial, como en el caso de las dunas, sino en cambios en
los patrones de conectividad neural.
Sin duda, un ejemplo óptimo del modo en que ha resultado fructífera esta perspectiva
integradora de niveles en otras disciplinas, (así como de las implicaciones que el conocimiento
de lo minúsculo puede tener en el macronivel de nuestra cotidianeidad) se encuentra en el
enfoque epistemológico que adopta la nanotecnología, que viene a decirnos que la realidad, a
ese nivel, presenta características muy distintas al macromundo que vemos. La escala
nanométrica representa las dimensiones mínimas a las que trabaja la naturaleza: se preocupa del
estudio de procesos que ocurren a escala de millonésimas de milímetro, de una sola molécula.
Es decir, de cosas que no pueden verse, simplemente porque el grosor de onda de la luz visible
no cabe en ese mundo. Al manipular la materia a esa escala aparecen propiedades de la misma
que son distintas a las que nosotros podemos ver. Por ejemplo, el carbono en forma de grafito,
esto es, la mina de un lápiz, es para nosotros algo relativamente blando; pero en la nanoescala,
el carbono es más fuerte que el acero y seis veces más ligero. El papel de aluminio es algo que
todos metemos en el horno con tranquilidad a la hora de cocinar algo en papillote o de asar una
patata debido a sus propiedades ignífugas, pero a nivel nanométrico se convierte en un material
explosivo, capaz de quemarse espontáneamente. Lo importante de todo esto es que estas nuevas
características reveladas pueden ser extrapoladas a nuestra realidad cotidiana, porque lo que
ocurre en el mundo nano influye en el macro. Así, por ejemplo, sabemos que a escala
nanométrica las superficies que a nosotros nos parecen lisas tienen en realidad un relieve
irregular, lo que implica grandes cambios en el ámbito industrial, porque tiene que ver con la
generación de fracturas en materiales, con su desgaste, etc. Es decir, que saber esto nos permite
dirigir nuestros esfuerzos a la construcción de edificios más resistentes y seguros.
Con las analogías anteriores pretendemos llamar la atención del lector sobre el beneficio que
puede entrañar la adopción de una perspectiva que no se cierre en banda a ámbitos que, a priori,
decide que no le competen. Conocer las teorías que otras disciplinas tienen que aportar acerca
del funcionamiento de la mente y sus bases fisiológicas (que no exclusivamente neurológicas,
como iremos viendo) puede ayudarnos a ver de otra manera aspectos de nosotros mismos que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 22
llevamos planteando mucho tiempo de forma monolíticaiii . Es el caso de la reducción de lo
emocional en los procesos deliberativos, por ejemplo, tendencia que recientemente se ha visto
contrarrestada por la hipótesis del marcador somático propuesta por A. DAMASIO (2003:181185). Los instrumentos que, desde la neurociencia cognitiva, ha desarrollado este investigador
para describir de forma explícita lo que ocurre en el ser humano cuando experimenta una
emoción nos exigen reconsiderar el estatus tradicional que se ha concedido al razonamiento en
el cognitivismo clásico, y nos animan a buscar nuevos paradigmas cognitivos en los que
enmarcar nuestras teorías, de forma que resulten más verosímiles psicológicamente y más
acordes con lo que ahora ya podemos saber, gracias al trabajo desarrollado por otros
investigadores en el ámbito de diferentes disciplinas. Y en nuestro caso, nos plantean la
necesidad de complejizar la noción de pensamiento (que tradicionalmente se ha equiparado a la
de razonamiento y, consecuentemente, se ha contrapuesto a la de emoción), lo que supone
replantearse simultáneamente qué clase de contenidos son los que comunicamos realmente, y
mediante qué vehículos.
Llevar a cabo esta tarea con rigor requiere utilizar una terminología precisa que nos permita
describir con explicitud los fenómenos que manejamos, lo que a su vez nos lleva a reiterar la
importancia del enfoque interdisciplinar adoptado. A través de él buscamos una especificidad no
erudita (es decir, que no acumule datos que no interaccionen productivamente a favor del
progreso de la investigación) y, a la par, una comprensión global del fenómeno de la
comunicación humana que sea psicológicamente verosímil, para lo que procuraremos establecer
el mayor número de conexiones posible entre los conocimientos que acotemos como pertinentes
en el seno de las disciplinas involucradas.
1.2.3. La neurociencia cognitiva como anclaje para la elaboración de explicaciones
convergentes
Tenemos, por tanto, un marco hermenéutico delimitado por las cuestiones generales que
interesan a la I.A. concebida como ciencia básicaiv , y una metodología inspirada en la teoría de
sistemas dinámicos emergentes. El siguiente paso es determinar hasta qué punto puede
ayudarnos otra disciplina central en la matriz metodológica propuesta, la neurociencia, a
profundizar en la comprensión del campo de estudio que nos encontramos en proceso de acotar.
Para ello comenzaremos con una cita de Rodolfo Llinás, a quien es sin duda legítimo considerar
como padre de la disciplina: “Somos básicamente máquinas de soñar que construyen modelos
virtuales del mundo real”v.
¿Qué queremos decir con esto y por qué nos interesa en el ámbito de un trabajo sobre
comunicación humana? Aparentemente, la respuesta es sencilla. En lingüística hay actualmente
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 23
un acuerdo generalizado sobre el hecho de que comunicamos pensamientos. En otras palabras,
esto significa que la comunicación tiene que ver con estados mentales internos, más que con la
verdad literal. Sin embargo, esto no siempre ha sido así. De hecho, gran parte de los esfuerzos
llevados a cabo por la filosofía del lenguaje durante todo el siglo XX se ha concentrado en
vincular de manera unívoca lenguaje y realidad, sin cuestionarse ni un solo momento cuál era el
estatus epistemólogico del ser humano para acceder a esta última, cuestión de la que aquí nos
ocupamos en el capítulo 4.
Nos interesa la neurociencia, y la obra de Llinás en concreto porque, partiendo del estudio
microscópico del funcionamiento unicelular de las neuronas, ha sabido integrar neurología,
fisiología, bioelectricidad, teoría de sistemas, cognición, psicología y filosofía para configurar
un nuevo paradigma de comprensión del ser humano y del modo en que este interacciona con lo
que llamamos realidad. La visión que propone Llinás es opuesta a la conductista, que concibe el
cerebro como una tabula rasa adormecida que se despertaría sólo mediante estímulos
sensoriales. Por el contrario, para Llinás, el sistema nervioso central, del que el cerebro es sin
duda el órgano más representativo en el imaginario sociocientífico actual, constituiría
primordialmente un sistema en continua actividad dispuesto, por supuesto, a interiorizar
imágenes procedentes del mundo externo, pero siempre en el contexto de su propia existencia y
de su actividad eléctrica intrínseca. Esta es la causa de que podamos soñar, rememorar e
imaginar, es decir, generar imágenes mentales que no proceden de estímulos presentes externos,
sino de impulsos internos: nuestro cerebro las re-crea endógenamente. Con toda probabilidad, la
capacidad simbólica que nos caracteriza como especie y, en especial, la capacidad de hacer un
uso desplazado de la misma (en el sentido propuesto por CH. F. HOCKETT (1971)), se sustenta
sobre las mismas bases neurológicas.
Evolutivamente, nuestro sistema cognitivo ha aprendido a discriminar sólo aquello que, como
organismos humanos, nos interesa para sobrevivir. Es por esto por lo que entre nuestro mundo
interno y el mundo externo se establece un diálogo por medio de los sentidos a través del cual
elaboramos representaciones virtuales de los fragmentos del mundo externo que responden a
nuestros intereses (de especie pero, ulteriormente, también individuales, como procuraremos
esclarecer a lo largo de este trabajo).
Lo anterior pone de relieve el hecho de que la realidad no es necesariamente lo que los seres
humanos vemos. La realidad constituye un espacio repleto de fenómenos que no percibimos
(como la nanociencia pone de manifiesto, por otra parte) porque no tenemos la necesidad
biológica de hacerlo, a saber: ciertos rangos de ondas electromagnéticas, determinadas
frecuencias sonoras, átomos, partículas y un largo etcétera. Sin embargo, otras especies sí están
preparadas para percibir estos fenómenos, es decir, para procesarlos como relevantes, porque les
resultan imprescindibles para llevar a cabo funciones biológicas significativas. Es el caso de los
murciélagos ciegos que “ven” con el oído; de los perros, que hasta cierto punto lo hacen con el
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 24
olfato; o de los pájaros, cuya capacidad de discernimiento cromático supera con creces la
nuestra. Del modo en que la neurofisiología de nuestro sistema visual impone estructura a todas
nuestras percepcionesvi nos ocupamos en el capítulo 3.
La diferencia crucial en nuestro caso es que los humanos poseemos una cualidad simbólica que
nos ha capacitado para la transmisión del conocimiento de manera acumulativa a lo largo de
generaciones, de manera que hemos llegado a cohesionar, en palabras de Llinás, una especie de
alucinación colectiva estándar. Es decir, que vemos más o menos lo mismo porque poseemos
unas bases fisiológicas comunes (porque nuestras mentes existen para y a partir de nuestros
cuerpos, y no en otros sistemas físicos), pero también porque hemos sido capaces de
comunicarnos unos a otros lo que vemos, de exteriorizar y estabilizar nuestras percepciones por
la vía de la representación simbólica en sus múltiples posibilidades. El plantear la cognición
como una cuestión fisiológicamente determinada y, al mismo tiempo, proyectada más allá de
los límites del individuo y susceptible de estabilización a través de mecanismos socioculturales,
pone de manifiesto la trascendencia de la doble vía metodológica propuesta para proporcionar
una explicación integrada de los fenómenos mentales humanos.
Por tanto, la respuesta a la pregunta que planteábamos al comienzo de este epígrafe contiene
una declaración un tanto temeraria y, sin duda, muy ambiciosa: nos proponemos ayudar a tender
un puente transdisciplinar que permita superar el abismo que aún hoy parece existir entre
neurofisiología y cognición. Es obvio que no podemos aportar a la neurología ningún dato
relevante que vaya a modificar lo que los expertos en la materia saben acerca de los procesos de
polarización de las neuronas, pero lo que sí podemos hacer es tratar de integrar en nuestras
investigaciones los conocimientos que la neurociencia nos proporciona sobre el soporte físico
básico de las capacidades mentales, siempre que nos ayuden a comprender mejor qué son éstas.
Es decir, cuál es la estructura fisiológica de nuestra memoria, o qué es lo que ocurre a nivel
neural cuando llevamos a cabo un proceso de razonamiento deliberativo, o cuando
experimentamos un sentimiento.
Esto no es lo mismo que postular que en ese nivel se agote la comprensión de tales fenómenos,
porque eso significaría que trabajos como el presente carecerían de sentido. Por el contrario, el
conocimiento procedente de la neurociencia nos servirá para elaborar hipótesis informadas en
nuestro ámbito de estudio: comunicarse requiere movilizar una cantidad abrumadora de recursos
menatles, y a nosotros nos interesa engranar una explicación que proporcione una continuidad
interpretativa desde lo que ocurre a nivel microfisiológico hasta lo que emerge a nivel
macrocognitivo.
Precisamente por ello, para nosotros, la trascendencia de la obra de Llinás se encuentra en su
búsqueda de la síntesis como método amplificador de las dimensiones de nuestra capacidad de
comprensión de los fenómenos. Llinás no respeta lo que él llama los cajones del saber porque,
según él, son artificiales ya que “El mundo es uno”. Y declara que “El análisis del detalle es
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 25
más fácil que la síntesis, pero no es suficiente. Sin la síntesis, la ciencia analítica sólo tiene
grandes cantidades de pedazos de cosas”. Podríamos decir, volviendo sobre las palabras de
Butler que citábamos justo al inicio de este capítulo, que este procedimiento destroza el objeto,
lo reduce a pedazos. Sin embargo, el análisis es a todas luces necesario para que la comprensión
de los fenómenos en su globalidad se asiente sobre las bases de un conocimiento sólido, para
proporcionar explicaciones informadas en lugar de hipótesis despistadas y aleatorias. Y esto es
exactamente lo que propone Llinás:
Mi propuesta es que la ciencia sea análisis y síntesis, que la neurociencia se aventure a cuatro
órdenes de magnitud y no sólo se quede en lo microscópico, y que así podamos no sólo saber
sobre el cerebro, sino entenderlo, porque mientras más comprendamos la portentosa naturaleza
de la mente, el respeto y la admiración por nuestros congéneres se verán notablemente
enriquecidos.vii
Las teorías que examinaremos a lo largo de este trabajo se encuentran impregnadas de este
espíritu: descienden meticulosamente al detalle empírico para construir sobre él modelos
cognitivos capaces de explicar, en principio, cualquier orden de abstracción.
En efecto, aquí vamos a tratar de categorización y de lo que la sustenta, es decir, de
conceptualización, lo que significa hacerlo también de percepción, memoria, atención,
sentimiento y, por supuesto, lenguaje. Y vamos a insistir especialmente en las estructuras
neurales que soportan todas estas funciones mentales, ya que estamos convencidos de que tales
estructuras imponen características y límites a los modelos de funcionamiento de la mente
humana que es verosímil postular. En otras palabras, creemos que los diferentes órdenes
explicativos deberían converger. Por ello, defendemos la idea de que las evidencias
neurológicas hacen que unas teorías del significado (de cómo lo adquirimos y lo manejamos a la
hora de comunicarnos) tengan más probabilidades de ser ciertas que otras. Y esto nos lleva al
siguiente nodo de nuestra matriz disciplinar.
1.2.4. Lingüística: la aproximación relevantista como explicación general de la conducta
comunicativa humana
La pragmática nos enseña que entre lo que el hablante codifica lingüísticamente y los
pensamientos que realmente pretende comunicar existe, ordinariamente, una fisura
considerable. La globalidad del sentido de un acto comunicativo cualquiera no se consigue sólo
con código. La Teoría de la Relevancia desarrollada por D. SPERBER Y D. WILSON (1994) ha
especificado el modo en que la contextualización cognitiva de todo tipo de comportamiento
ostensivo (sea o no lingüístico) descansa en un proceso de tipo inferencial que pone en juego
facultades mentales superiores de especie que no intervienen exclusivamente en nuestras
conductas comunicativas, sino que se relacionan directamente con capacidades globales de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 26
categorización, generalización, y atribución intencional. O, en otras palabras, con nuestra
capacidad para interpretar todo lo que percibimos.
Así, D. SPERBER Y D. WILSON (1994:87) señalan que “Las reglas que se aplican en el nivel
inferencial de la comprensión no están especializadas [para los enunciados lingüísticos] sino
que se aplican también a toda información conceptualmente representada”viii . Esto equivale a
decir que cualquier representación mental a la que tenga acceso el destinatario,
independientemente de su modalidad perceptiva de origen, podría ser utilizada, en principio,
como dato activo en el proceso inferencial desatado por una señal ostensiva.
Sin embargo, el principal escollo con que nos topamos en este punto es que la Teoría de la
Relevancia asume explícitamente que todo el conocimiento enciclopédico que se activa en el
proceso de contextualización (es decir, de interpretación) de un estímulo ostensivo cualquiera ha
de tener forma proposicional: “las entradas enciclopédicas son conjuntos de supuestos, es decir,
representaciones con formas lógicas” [D. SPERBER Y D. WILSON (1994:119)]. Lo anterior se
propone no como solución óptimamente verosímil, sino más bien porque
Nadie tiene una idea clara de cómo podría operar la inferencia sobre objetos no proposicionales,
como por ejemplo imágenes, impresiones y emociones. […] Y si una gran parte de lo que se
comunica no encaja en el molde proposicional, qué le vamos a hacer [D. SPERBER Y D. WILSON
(1994:76)].
Uno de los objetivos de este trabajo es, precisamente, hacer algo al respecto. Como ya hemos
señalado, la vía adoptada para ello transcurre por los senderos fuertemente interdisciplinares de
las ciencias cognitivas, que asumen que el lenguaje, como parte integral de la cognición que es,
debe ser estudiado en el marco de la conceptualización y el procesamiento mental.
Sin embargo, no podemos olvidar que nuestro estudio no tiene como objeto central el lenguaje,
sino la imagen. O, más aún, la inevitable multimodalidad que se da tanto en nuestros procesos
conceptualizadores como en muchos de nuestros actos comunicativos. En síntesis, proponemos
que el modelo relevantista puede funcionar para explicar la comunicación ostensivo-inferencial
multimodal (es decir, como modelo general de la conducta comunicativa humana) si lo
combinamos con una teoría experiencialista de la conceptualización como la que maneja la
semántica cognitiva. Una teoría que encuentra un fuerte soporte empírico en evidencias
procedentes de las investigaciones sobre las bases estructurales y funcionales de la memoria
llevadas a cabo en el ámbito de la neurociencia cognitiva.
En efecto, como los propios D. SPERBER Y D. WILSON (1994:189) señalan, la relación entre
relevancia y memoria es efectivamente muy estrecha. Tanto, que aquí sostendremos que nuestro
conocimiento enciclopédico es memoria a largo plazo. Constantemente traemos al presente
fragmentos de este conocimiento que nos permiten interpretar las informaciones nuevas que
recibimos por múltiples vías. Al hacer esto, obtenemos efectos contextuales, es decir,
modificaciones (en un sentido u otro) del conjunto de nuestro conocimiento del mundo. La
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 27
Teoría de la Relevancia asume que tales modificaciones, al operar sobre conjuntos de supuestos
con forma lógica, consisten básicamente en reforzamientos, eliminaciones, o generación de
supuestos nuevos.
Sin embargo, si nos planteamos por un momento dejar de concebir a priori nuestra memoria
como una especie de diccionario con entradas conceptuales que dan acceso a supuestos, y
adoptamos un modelo en redes, ciertos problemas se disuelven y el modelo relevantista amplía
su alcance explicativo. Las modificaciones consisten entonces en cambios en los patrones
asociativos de las redes neurales, redes que se distribuyen ampliamente en el córtex humano y
que vinculan rasgos de diversas modalidades perceptivas en conceptos complejos, de manera
que estos no se encuentran almacenados en bloque en ningún lugar concreto de nuestro cerebro.
En el capítulo 5 exploraremos las correlaciones que la neurociencia arroja entre las redes
corticales de representación del conocimiento y la categorización cognitiva tal y como la
experimentamos fenoménicamente y veremos que el significado, en virtud del hardware
neurológico que lo soporta, se ve investido de una naturaleza sutilmente plástica, parcialmente
dinámica, y en todo caso versátil.
Por otra parte, el modelo en redes nos permitirá explicar los casos en que efectivamente se
produce comunicación en ausencia de código, así como proporcionar una visión comprensiva de
lo que ocurre a escala neural y cognitiva cuando lo que se comunica es una impresión o una
emoción.
1.3. Conclusión
Nos haremos eco de las palabras de E. ALONSO (2006:26) para articular una reflexión que
sintetiza muy adecuadamente las ideas que hemos defendido en estas páginas introductorias.
Son las siguientes:
Lo que los científicos, filósofos y otros profesionales del saber tratan de resolver son problemas.
Los problemas no son (…) propiedades de las disciplinas que intentan repartirse el mapa del
conocimiento. (…) cuando encaramos un problema a menudo ponemos por delante de otras
consideraciones la correcta identificación de los derechos de propiedad que cada disciplina
pueda llegar a reclamar. Sin embargo, (…) los problemas, si son de alguien, es de aquellas
personas que los plantean y por supuesto de las que los resuelven.
Por ello, Alonso recomienda adoptar la siguiente actitud a la hora de abordar cualquier cuestión:
Olvidar el marco disciplinar y dejar que sea el problema el que hable mostrando aquello de que
está hecho. (…) el conocimiento es (…) una empresa multidisciplinar capaz de sacarnos de
nuestras casillas –disciplinas– siempre que sea preciso, siempre que a la naturaleza del problema
así se le antoje.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 28
De lo que estamos hablando no es de la conveniencia de ser un multititulado capaz de dominar
con similar destreza todas las disciplinas que le sea necesario abordar durante el análisis. De lo
que se trata, más bien, es de ser personas de mente abierta y, sobre todo, capaces de escuchar las
voces expertas procedentes de otros ámbitos (siempre que estén dispuestas a tendernos una
mano, que tampoco suele ser lo más frecuente: lo cierto es que existe una escasa tradición en
nuestro país a la hora de discutir y compartir problemas).
Se trata de abordar la incomodidad y las inseguridades que suscita la búsqueda en dominios que
nos resultan desconocidos, e incluso las hostilidades que las preguntas dirigidas a científicos
duros suelen generar (como si los humanistas no gozásemos del estatus intelectual suficiente
como para formular una cuestión a la altura de la complejidad de sus tecnificadas disciplinas), y
de hacerlo con la confianza en que la dificultad de la experiencia se verá compensada al final de
alguna manera, a saber: ya sea con un paso hacia delante por el sendero correcto, ya mediante la
clausura de un camino explicativo que hemos descubierto equivocado. Bien es cierto que resulta
frustrante llegar al final de un callejón para descubrir que no tiene salida. Sin embargo, alguien
tiene que hacerlo. A la vuelta, podrá colgar el cartel que avise a los demás de que no hay nada al
otro lado y, sobre todo, redactar una memoria de todo lo valioso que aprendió durante el
trayecto.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 29
2. VISUALIDAD: FUNCIÓN COGNITIVA Y VALOR EPISTEMOLÓGICO
DE LA IMAGEN
2.1. La mirada como acción cognitiva
Adentrarse en el terreno de lo visible plantea la necesidad de precisar el significado con que
manejaremos una serie de términos que habrán de aparecer recurrentemente a lo largo de este
estudio. Nuestro interés irá primordialmente dirigido hacia la definición de lo que entendemos
por imagen, dado que el análisis de su potencial comunicativo constituye el eje central de
nuestro trabajo.
Sin embargo, llegar a desentrañar toda esa potencialidad requerirá plantear previamente una
serie de cuestiones relacionadas con la facultad fisiológica que nos capacita para percibir
fenómenos visibles, así como con la facultad cognitiva que nos permite dotar de sentido (es
decir, identificar, categorizar) a lo percibido visualmente. Comenzaremos por establecer, por
tanto, una diferencia fundamental entre ambas capacidades: así, relacionaremos el término
visión con las bases fisiológicas que nos permiten ver (y que son el ojo, el sistema nervioso y,
más específicamente, el córtex visual); por otro lado, cuando utilicemos el término mirada nos
estaremos refiriendo a una acción gnósica, interpretativa, de dotación de significado, en la que
entran en juego facultades cognitivas superiores como la categorización conceptual y el
conocimiento atesorado mediante la experiencia de vida, capacidades ambas que intervienen
también en otros procesos de construcción de significado de tipo no estrictamente visual.
Obviamente, visión y mirada se encuentran íntimamente relacionadas: no se trata sólo de que la
segunda no sea posible sin la primera, sino de que, además, ambas interaccionan de forma
compleja estableciendo una frontera difusa, por no decir inexistente, entre percepción y
cognición. El lector encontrará el soporte neurocientífico de esta afirmación desarrollado en el
capítulo tercero de este trabajo.
Así pues, mediante una mirada soportada por los mecanismos fisiológicos de la visión, el ser
humano construye lo que algunos estudiosos como J.M. CATALÀ (2005) denominan
percepciones icónicas. Nosotros, para no lastrarnos con aparatajes terminológicos innecesarios,
nos referiremos a ellas en este trabajo como imágenes mentales de modalidad visual. Tales
imágenes son productos cognitivos con instanciación neural individual, es decir, resultados
mentales derivados de la actividad perceptiva de un individuo en el mundo. Todo ello sin
olvidar que la mirada se encuentra inserta en un entorno cultural que es el que permite la
estabilización de categorías conceptuales, es decir, la existencia de estructuras externas
consensuadas de significado que cada individuo adquiere por medio de su desarrollo en tal
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 30
entorno (estructuras que, una vez establecidas, condicionarán inevitablemente las categorías que
tal individuo será capaz de manejarix).
Las diferencias que acabamos de establecer son importantes porque nos proporcionan un modo
de acotar lo que entendemos por imagen. Las percepciones icónicas, es decir, las imágenes
mentales que nos hacemos de las cosas, son susceptibles de ser externamente representadas.
Así, definiremos imagen como la representación técnica de un percepto icónico, es decir, la
representación gráfica externa de una imagen mental, entendiendo que la técnica abarca desde la
mano humana hasta la infografía fractal. En resumen: al hablar de imagen a secas, nos
estaremos refiriendo a un campo relativamente restringido, a saber: el de la representación
gráfica. Esto podría parecer obvio, dado que este discurso se enmarca en el ámbito de una
investigación en teoría de la comunicación que, presumiblemente, habrá de ocuparse del estudio
de estímulos que, al menos en parte, habrán de ser explícitos para resultar perceptibles. Sin
embargo, no nos parecen redundantes las cuestiones planteadas hasta el momento porque sólo
por medio de su consideración se hace comprensible en toda su riqueza la declaración de que
toda imagen constituye la representación de una mirada, con la enorme carga de significado que
eso conlleva.
CULTURA
VISIÓN
y entorno físico
y entorno fisiológico
externo
cerebro-cuerpo
COGNICIÓN
e
MIRADA
Así pues, la mirada puede ser descrita como una acción cognitiva que, a su vez, es
inevitablemente hermenéutica (interpretativa), por cuanto que surge desde un individuo que
existe inserto en un medio cultural en el que las categorías que cada persona utiliza para
comprender lo observado visualmente tienden a confluir en un área semántica estable que las
dota de cohesión y posibilita la intercomprensión. De los mecanismos neurobiológicos y
socioculturales que posibilitan tal convergencia semántica nos ocuparemos por extenso a lo
largo de este trabajo.
Por otra parte, nos interesa incidir en un hecho que el esquema que acabamos de proponer arriba
pone de manifiesto, a saber: a lo largo de este trabajo entenderemos la cognición como un
fenómeno situado. Más adelante (en los capítulos cuarto y quinto) nos detendremos de modo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 31
específico en las características del paradigma cognitivo que hemos decidido denominar
realismo orgánico (y que es heredero directo de los modelos de cognición corpórea y enactiva)
pero, por el momento, nos basta con señalar la importancia que reviste el detalle de colocar
visión y cultura en un mismo plano jerárquico. Se trata de una primera manifestación del
principio metodológico que se expuso en el capítulo anterior, y que guía esta investigación:
proporcionar una explicación integradora y verosímil que se despliegue desde lo cognitivo
(aventurándose hasta donde sea productivo en la comprensión de las bases fisiológicas que
posibilitan la emergencia de un fenómeno tan complejo como la cognición humana), hasta lo
cultural (ya que no es posible desvincular el desarrollo cognitivo humano del contexto en que se
produce).
La idea sobre la que pretendemos incidir es, en definitiva, que nos hallamos ante un único y
mismo fenómeno, ante una realidad no escindida, ante un mundo que es sólo uno y que no
existe significativamente al margen del modo en que nosotros, seres físicos con un mismo
hardware neurobiológico, lo conocemos mediante la interacción constante con el mismo. Por
eso, en la confluencia de categorías de dimensiones tan aparentemente contrapuestas como son
la capacidad perceptiva de especie que constituye la visión (a partir de la cual implementamos
miradas individuales, exclusivas) y la capacidad cognitiva de especie que constituye la cultura
(si la concebimos como un modo de transmisión de conocimiento estable a lo largo del tiempo
que se apoya en la facultad simbólica), cada una con sus respectivos soportes físicosx, surge el
fenómeno de la cognición humana individual, que es como decir que surge la realidad que cada
ser humano conoce.
2.2. Clasificar para comprender
Llegados a este punto, conviene plantear una cuestión relacionada con la noción de percepción
que estamos proponiendo. Afirmar que cuando observamos (es decir, cuando miramos
intencionalmente) dirigimos selectivamente nuestra atención hacia el mundo es decir que
miramos para re-conocer, lo que viene a ser lo mismo que clasificar. Comprendemos lo
observado visualmente porque disponemos de un conocimiento previo constituido por una
mezcla de cultura y experiencia individual (o de entrenamiento en un contexto físico y cultural
determinado). Es este conocimiento el que, de manera más bien inconsciente, nos permite
encajar lo observado en una determinada categoría.
Esta última observación es especialmente importante: cuando decimos que comprendemos lo
que vemos porque poseemos una serie de creencias y concepciones del mundo que comportan
elaboraciones teóricas, nos estamos refiriendo simplemente a los parámetros físicos y culturales
que hemos interiorizado y que establecen los límites de lo que para nosotros es visualmente
comprensible. Es precisamente a esto a lo que nos referimos en 4.2.2. cuando hablamos del
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 32
inconsciente cognitivo como la instanciación neural del sentido común. Su influencia se
manifiesta tanto cuando percibimos demoradamente (es decir, de manera reflexiva, como
cuando nos enfrentamos por vez primera a algo inédito para nosotros hasta entonces), como
cuando vemos algo que entendemos espontáneamente, por cuanto que la capacidad de ver de
forma experta es fruto del entrenamiento individual en el reconocimiento de categorías para las
que suele haber un significado socialmente consensuado que actúa como estabilizador de las
mismas. Es decir, que el resultado de reiteradas observaciones de un mismo fenómeno acaba
por configurar una categoría en nuestro sistema cognitivo que se corresponde más o menos
ajustadamente con el concepto público imperante, normalmente asociado a su vez a un ítem
léxico. De este modo, lo que en un principio necesitaba de la observación para ser percibido,
llega un momento en que puede ser simplemente visto como algo significativo.
2.3. Comportamiento experto: la importancia del conocimiento estructurado
La manera en que el conocimiento previo nos capacita para orientar nuestra atención hacia la
identificación experta de fenómenos ha sido estudiada de forma exhaustiva por la psicología en
lo que podríamos llamar micromundos cognitivos. A este respecto, es paradigmático el caso del
ajedrez: la especificidad del saber requerido para dominar el juego, así como las facilidades que
éste proporciona para su observación en su entorno natural (el salón de torneos), son
características que facilitan su medición. La abundancia de estudios sobre la materia ha hecho
que el ajedrez llegue a ser conocido en el ámbito científico como la drosophila de la ciencia
cognitiva.
Básicamente, lo que estos trabajos han puesto de manifiesto es que la destreza del experto en
una tarea específica o en un ámbito restringido de conocimiento no se funda tanto en un talento
innato intrínsecamente superior al de otros individuos como en la posesión de una amplia base
de conocimiento estructurado. Antes de seguir adelante, conviene hacer en este punto un breve
inciso para explicitar la diferencia entre el tipo de conductas que denominamos expertas y las
reflejas. Comportamiento experto es aquel que, en alguna etapa del desarrollo individual,
atravesó un proceso de adquisición consciente al que tuvimos que dedicar atención esforzada.
Progresivamente, por medio de la reiteración de la conducta en cuestión, esta se fue
automatizando hasta asemejarse a lo que todos entendemos por conducta refleja (algo que se
dispara automáticamente). Esto es así porque, cuando la ejecución de una conducta experta se
estabiliza, podemos llevarla a cabo sin necesidad de dedicarle atención consciente: así, por
ejemplo, no tenemos que pensar en la secuencia de acciones necesarias para conducir, mascar
chicle, atarnos los cordones de los zapatos, o realizar una transición del paso al galope.
Obviamente, la batería de ejemplos que acabamos de proponer abarca conductas de muy
distinto grado de complejidad, pero que esencialmente coinciden en el proceso de adquisición,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 33
así como en el hecho de que se pueden reconducir (y por tanto modificar) bajo control
consciente. De este modo, un jinete que desee salir a galope tendrá que adelantar ligeramente
una de sus manos y retrasar unos centímetros la pierna contraria, justo por detrás de la cincha.
Un jinete experto realizará ambas acciones de manera simultánea, en un gesto único casi
imperceptible para un profano. Pero si su montura no responde, tendrá que detenerse, pararse a
pensar si en su ejecución hubo algo incorrecto (es decir, testar si la culpa fue suya o del animal),
y proceder a dar las ayudas (que es como se denominan las señales en el ámbito ecuestre) con
mayor claridad, adelantando la mano primero y presionando con la pierna retrasada a
continuación, con firmeza. Nada de esto es posible en una conducta refleja, puesto que este tipo
de comportamientos no se adquieren, sino que se desarrollan. Todo lo que es reflejo en nosotros
no necesitó jamás de un proceso de aprendizaje explícito: no hubo necesidad de que nadie nos
lo enseñara ni tuvimos que realizar ningún esfuerzo consciente para hacerlo nuestro. Y, por lo
mismo, este tipo de comportamientos no son susceptibles de ser modificados mediante una
simple llamada de atención a nuestra conciencia. Por más atención que pongamos en el
momento en que el médico nos golpea la rodilla, no podremos evitar levantar la pierna. Y por
mucho que nos esforcemos, seremos incapaces de mirar una valla publicitaria escrita en nuestro
idioma sin leerla. En efecto, el lenguaje es el ejemplo de conducta refleja por antonomasia: no
podemos no decodificar un enunciado emitido en nuestra lengua materna, incluso si no tenemos
la intención de desatar un proceso interpretativo al respecto.
Pero volvamos al ejemplo de percepción experta que nos ocupaba en un principio: el cubano
Raúl Capablanca, gran maestro ajedrecista que vivió a principios del siglo pasado, era capaz de
identificar en dos o tres segundos la jugada correcta, lo que le llevaba a obtener un 100% de
victorias en casi todos los torneos. Solía decir: “Sólo veo la jugada siguiente, pero siempre es la
correcta”. Este tipo de percepción rápida (en la que no media reflexión demorada), también
denominada apercepción, se observa igualmente en expertos de otras materias. El gran maestro
aprecia la jugada debida en el acto, sin efectuar análisis conscientes, del mismo modo que
nosotros realizamos ciertas actividades cotidianas que, aun siendo mucho más simples, no dejan
de entrañar dificultad.
Sin embargo, la diferencia básica entre las acciones cotidianas que llevamos a cabo de forma
experta y otros ámbitos de saber más específico reside precisamente en el tiempo que
dedicamos a lo largo de nuestra vida a acumular conocimiento de forma esforzada sobre el
tema. Es decir, durante los primeros estadios de aprendizaje de una nueva habilidad
progresamos rápidamente, porque nos dedicamos con empeño a la tarea. Pero cuando
alcanzamos un nivel de competencia aceptable (por ejemplo, cuando conseguimos el carné de
conducir) comenzamos a ejecutar la acción en automático, con lo que no progresamos. La
característica común de grandes maestros ajedrecistas, así como de músicos, matemáticos y
deportistas, es que se aplican durante años a lo que se llama estudio esforzado, es decir, se
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 34
enfrentan sin cesar a la resolución de problemas y a la ejecución de tareas que van algo más allá
de su saber y competencia y que, por tanto, se encontrarían en la zona de desarrollo proximal,
que diría Vygotsky. En otras palabras: todo apunta a que la fe en la importancia del talento
carece de pruebas sólidas que la sustancien: Capablanca se jactaba de que nunca había estudiado
el juego, pero lo cierto es que lo expulsaron de la Universidad de Columbia debido a los
suspensos que le ocasionó el mucho tiempo que dedicaba al ajedrez. La capacidad de
apercepción de la jugada correcta era fruto de su preparación y dedicación, no su sustituto.
Pues bien, lo que nos interesa de este ejemplo en concreto son los estudios acerca de la
estructuración de la memoria a que ha dado lugar. Hace unos cuarenta años, Herbert A. Simon
diseñó un modelo cognoscitivo basado en la existencia de configuraciones dotadas de
significado, actualmente conocido como teoría de los tacos de información. Con él pretendía
explicar el modo en que los grandes maestros ajedrecistas podían manipular una cantidad de
conocimiento que, a priori, desbordaba la memoria de trabajo (es decir, el número de ítems que
somos capaces de mantener activos en mente para operar con ellos de manera inmediata). Es un
clásico el artículo que George Miller publicó en 1956 sobre el tema, titulado El número mágico
siete, más o menos dos. En él venía a decir que el ser humano es capaz de mantener activos,
para su manejo en tiempo real, entre cinco y nueve elementos a la vez. Lo que hizo Simon fue
tratar de demostrar que, al estructurar la información de manera jerarquizada, ésta podía
almacenarse en tacos, de modo que cada uno de esos tacos repletos de detalles asociados
contase como un solo elemento, lo que aumentaba exponencialmente la cantidad de información
fácilmente accesible.
Así, por ejemplo, mientras que un principiante se ve desbordado por la necesidad de memorizar
la configuración de un tablero que contenga veinte piezas, para un experto la tarea no requiere
más que unos pocos segundos de dedicación, puesto que es capaz de identificar la posición de
las piezas no por separado, sino haciéndola encajar con disposiciones habituales a las que ya se
ha enfrentado anteriormente con frecuencia como “un alfil en fianchetto en el enroque del rey”
junto a “una cadena de peones bloqueada al estilo de la defensa india” [PH.E. ROSS (2006:55)].
Es decir, el experto puede reconstruir la configuración del tablero al completo a partir de cinco o
seis tacos de información almacenada.
La hipótesis de Simon sobre el almacenamiento jerárquicamente estructurado en la memoria a
largo plazo de información relativa a destrezas específicas se ve apoyada por una amplia batería
de estudios que prueban que los grandes maestros ajedrecistas no obtienen mejores resultados
que los noveles en los test generales de memoria [PH. E. ROSS (2006:53)]. Una de las pruebas a
que los jugadores fueron sometidos consistía en memorizar, por un lado, una serie de
configuraciones habituales del tablero, y por otro, otra en la que las piezas aparecían
distribuidas al azar. Lo que se puso de manifiesto fue que los expertos aventajaban
enormemente a los principiantes en la memorización de disposiciones reales de las piezas pero
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 35
que, cuando se trataba de configuraciones aleatorias, apenas había diferencia: expertos y
novatos fallaban casi por igual, porque para ambos entrañaba la tarea un mismo esfuerzo, a
saber: el de enfrentarse a algo completamente nuevo, no reconocido. A su vez, estas pruebas se
ven sustentadas por otros estudios [PH. E. ROSS (2006:54)] que han observado mediante
magnetoencefalografíaxi los distintos patrones de actividad cerebral que se dan en grandes
maestros y noveles: mientras que los noveles mostraban un mayor índice de actividad en el
lóbulo medial temporal, en los expertos eran las cortezas frontal y parietal las que estaban más
activas. Esto apunta a la ejecución de dos tipos diferentes de tarea mental: por un lado, los
noveles analizan jugadas con las que no están familiarizados; por otro, los expertos recurren en
mayor medida a la memoria a largo plazoxii.
Lo anterior nos interesa porque nos catapulta hacia cuestiones relacionadas con el significado.
En efecto, comprobar que la retentiva de los grandes maestros en ajedrez, música o matemáticas
está influenciada por su capacidad de asociar información en bloques significativos nos ayuda a
poner de manifiesto el modo en que la mirada que proyectamos sobre un mundo con el que
estamos familiarizados modifica ese mundo en un sentido débil. Es decir, obviamente no
modifica la realidad física bruta, pero sí nuestra realidad significativa que es, al fin y al cabo,
nuestra auténtica realidad. El tablero que ven experto y principiante puede que sea físicamente
el mismo, pero realmente no lo es. Cuando el gran maestro mira un tablero, proyecta sobre él
una mirada interpretativa que asigna a cada posición un significado estratégico. Comprende así
lo que intenta hacer su adversario (le atribuye una intencionalidad, algo que es una compulsión
de especie), y es capaz de calibrar el contraataque (es decir, de elaborar un plan de acción futura
máximamente adaptativo para la situación presente a partir del conocimiento atesorado en el
pasado). Al novel hacer esto le lleva mucho más tiempo, y es casi seguro que la demora no lo
eximirá del fallo en la elección de la estrategia. Esto es así por dos razones:
1) porque no cuenta aún con la batería de conocimiento suficiente como para saber qué es
más adecuado hacer en cada momentoxiii , de ahí que persista la posibilidad del fallo;
2) porque, debido a esta carencia de conocimiento específico, el novel no comprende (no
reconoce) de modo inmediato lo que pasa sobre el tablero. Tiene que ejercer una
reflexión demorada para descubrir cuál es la estrategia (el significado de la posición de
las piezas, que equivale a la intencionalidad de su adversario), por eso es más lento.
Y así se explica también que los grandes maestros fallen tanto como los principiantes cuando la
tarea que se les asigna consiste en memorizar posiciones aleatorias: este tipo de configuraciones
resultan desordenadas, caóticas y absurdas a los ojos de un experto, que no puede emplear su
conocimiento sobre el juego para dotarlas de sentido. El tablero que tiene ante sus ojos no
encaja en ningún patrón de procesamiento al que se haya enfrentado anteriormente: las
categorías de que dispone no le sirven en este caso. Así, como si se viese retrotraído a su etapa
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 36
de principiante, el maestro tampoco comprende lo que ve, no lo reconoce, y por eso falla al
tratar de recordarlo.
Un procesamiento experto idéntico al de los grandes maestros ajedrecistas es el que lleva a cabo
cotidianamente cada uno de nosotros cuando interpreta y emite mensajes codificados en su
lengua materna. Como señalábamos unos párrafos más arriba, es cierto que los procesos
semióticos que se dan en todo intercambio verbal (la codificación y decodificación en estado
puro) son reflejos. En efecto, es el conocimiento del código lo que nos permite agrupar en tacos
las unidades fónicas, mediante reglas fonotácticas y prosódicas que nunca tuvimos que
esforzarnos por aprender. Y es la gramática la que nos permite reducir el número de unidades
reales en memoria a corto plazo mediante el establecimiento de una jerarquía sintáctica que dota
a los ítems léxicos de unidad funcional. Ningún hablante nativo necesita reflexionar
demoradamente para hacer esto. Pero tampoco para enfrentarse a la parte verdaderamente
experta de todo comportamiento comunicativo, que es la extracción de inferencias.
Del estudio de la estructura del conocimiento que soporta los procesos de contextualización
cognitiva a que sometemos todo mensaje para poder inferir la auténtica intención informativa
del emisor se ocupa la pragmática. Inferimos sobre una base de conocimiento que los seres
humanos sabemos que es mutuamente manifiesto. Los trabajos publicados hasta el momento se
refieren a este conocimiento con diferentes términos, de los cuales tal vez los más conocidos
sean los de guión (script) y marco (frame). Sin embargo, a nosotros nos resulta especialmente
atractiva la denominación elegida por Deborah Tannen, a saber: estructuras de expectativa.
Y nos atrae porque nos parece que tal nomenclatura actualiza un par de ideas:
1) la idea de que todo conocimiento sobre una realidad externa tiene su origen en una
experiencia previa, y
2)
la idea de que tal conocimiento basado en la experiencia condiciona notablemente la
categorización que haremos de los entes y situaciones a que nos enfrentemos con
posterioridad.
Las expectativas sólo puede tenerlas un ser capaz de categorizar, es decir, de reconocer una
situación, un ente o un objeto como similares a otros a los que se ha enfrentado anteriormente.
Por tanto, las expectativas son intrínsecas al (re)conocimiento. Las tenemos porque tenemos
estructuras conceptuales afianzadas. Por tanto, percepción y cognición van de la mano: lo que
sabemos andamia nuestra actividad perceptiva. De hecho, expectativas y estructuras
conceptuales son exactamente lo mismo: conocimiento generado a partir de la experiencia
previa y traído al presente para su uso. Más adelante, en el capítulo 5, llamaremos a esto
memoria, y explicaremos detalladamente por qué.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 37
2.4. Miradas que proyectan teorías
una verdad es siempre una construcción por cuanto en última instancia remite siempre a unas
decisiones y unas manipulaciones del sujeto que teoriza. Una verdad (…) no es sin más la
revelación de una realidad; la verdad añade información a la realidad en sí [E. DEL TESO
(1990:75)].
Nada mejor para ampliar el alcance de ejemplos como los anteriores que otros similares que
surgen en diferentes áreas del ámbito científico, por cuanto que se trata en general de un campo
en el que el estatus de las observaciones llevadas a cabo (y de las verdades científicas
provisionales que de ellas se derivan) ha sido y sigue siendo objeto de reflexión en sí mismo.
La ciencia se caracteriza por un afán de objetividad en el que la mayor parte de las veces se
obvia la existencia de la mirada humana en un intento de despersonalizar la realidad, de
confeccionar hechos brutos. Sin embargo, lo cierto es que las verdades científicas son el
resultado de opciones perceptivas cargadas de reflexión teórica previa.
Veamos un ejemplo: ¿Sería capaz un ser humano desconocedor de los fundamentos básicos de
la física acústica y de la fonética instrumental de interpretar un espectrograma? ¿Vería algo tan
evidente para un experto como una oclusión en inicio de muestra, o la desorganización
característica de la ausencia de sonoridad armónica en una fricativa? No pidamos tanto: ¿sabría,
simplemente, si lo enfrentamos sin más explicaciones con la imagen, qué es lo que tiene frente a
sí? Lo más probable, por el contrario, sería que el profano en la materia tuviera la impresión de
hallarse ante un papel o una pantalla de ordenador en la que una serie de manchas grisáceas de
diferente intensidad y disposición se distribuyen en el seno de un eje de coordenadas. No
entendería nada, es más, ni siquiera sabría nombrar lo que está viendo.
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Comunicación Visual 38
[ F. D’ INTRONO, E. DEL TESO Y R. WESTON (1995:48)]
Obviamente, ve el espectrograma, pero es incapaz de extraer nada significativo del mismo. No
hay para esa persona información en la imagen que encaje con nada de lo que sabe ni, por tanto,
que le proporcione un conocimiento relevante en algún sentido. Ve datos, es decir, hechos
brutos no significativos. Sin embargo, el experto será capaz de obtener de la muestra un tipo de
información que podrá encajar en el sistema de sus conocimientos previos sobre la materia y,
plausiblemente, en el contexto de la investigación que se encuentre en curso de desarrollar.
Puede hacer interaccionar esa información con otra que ya posee y obtener conclusiones
relevantes que tal vez le conduzcan a ampliar sus horizontes de comprensión sobre los
fenómenos que estudia.
Pero, ¿hasta qué punto diríamos que lo que el experto ve es la realidad? Mirar un espectrograma
es toda una experiencia sinestésica: se trata de la representación gráfica (la imagen) de un
sonido. Nuestra experiencia cotidiana de las cosas, por el contrario, nos tiene acostumbrados a
que el sonido sea algo que no se puede aprehender mediante la visión. El fonetista que estudia
las características acústicas de la comunicación verbal humana se las ha ingeniado, sin embargo,
para desarrollar instrumentos que le permitan apresar ese sonido y dotarlo de estabilidad en una
imagen, que maneja como si fuera reflejo inmediato de la realidad desnuda, pura, inalterada por
percepción alguna. Pulula por aquí el viejo fantasma que concibe toda imagen como una
mimesis perfecta del mundo real y, por tanto, la sitúa en el pedestal de lo que se supone garante
de conocimiento fidedigno, a todas luces verdadero.
Sin embargo, con lo que verdaderamente topamos, aun sin ser conscientes de ello durante la
mayor parte del tiempo, es con la elipsis epistemológica [J. M. CATALÀ (2005:214)]: nuestro
ojo contempla una imagen construida por medio de distintos procedimientos técnicos capaces
de traducir ondas sonoras a parámetros visuales y, aun así, no puede evitar tender a naturalizar
esa imagen. Esto se debe, por un lado, al hecho de que hacemos extensivo a las imágenes
obtenidas por medio de instrumentos tecnológicos el estatus mimético que tradicionalmente se
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Comunicación Visual 39
ha atribuido a la imagen en general y, por otro, a la sensación de inmediatez perceptiva
inherente a nuestra facultad visual.
Pero lo cierto es que lo que vemos en el espectro es como es porque así nos lo muestran los
instrumentos que hemos diseñado para poder tener una representación estable, fija, de algo que
es dinámico por naturaleza. Por tanto, no deberíamos olvidar que bajo la aparente infalibilidad
de los algoritmos mediante los que se rigen los actuales programas informáticos de
procesamiento de voz, se encuentran las teorías de interpretación de los fenómenos acústicos
que físicos y fonetistas han elaborado a partir de observaciones pautadas, hasta llegar a discernir
qué rango de frecuencias, por ejemplo, es relevante estudiar cuando hablamos de fonación
humana, o qué determinados parámetros acústicos se corresponden con qué características
articulatorias lo que, a su vez, se manifiesta en el espectrograma con una apariencia
determinada. Todo esto, y mucho más, es conocimiento que domina el experto, de manera que
ni siquiera el método inductivo se encuentra libre del peso de la teoría en las observaciones
efectuadas: precisamente, la inducción empírica requiere aplicar la mirada sobre la realidad de
manera muy especializada, es decir, salir a la búsqueda de datos para los que disponemos
previamente de teorías explicativas que nos permiten comprenderlos y que, por tanto, ya no
serán para nosotros datos brutos, sino fenómenos que podremos interpretar en una dirección
determinada, hechos significativosxiv. En palabras de E. DEL TESO (1990:34):
La observación de hechos individuales no es nunca completamente azarosa e <<inocente>>.
Cuando se examina una lengua concreta o, en general, un hecho concreto, ya se tiene una idea de
lo que se busca. La observación empírica no es una observación caprichosa, sino metódica, es
decir, realizada según unos métodos y, por tanto, deudora de unos principios que modulan el
material de observación.
En relación con esto, los instrumentos que desarrollamos para efectuar observaciones que
escapan al ámbito que naturalmente nos permite abordar nuestra fisiología no son sino la
plasmación técnica de las teorías que previamente hemos construido para interpretar un área
determinada de la realidad. Como señala J.M. CATALÀ (2005:210, nota 18),
los instrumentos son el resultado de las teorías, como indicaba Flusser, y (…) por lo tanto la
ausencia de instrumentos capaces de captar determinado fenómeno es equivalente a la ausencia
de una teoría: he aquí, pues, que mirar a través de un instrumento técnico equivale en gran parte
a mirar a través de una teoría.
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Comunicación Visual 40
2.5. La mirada en la experiencia cotidiana
El ejemplo que acabamos de proponer se refiere a un área muy restringida de conocimiento. Sin
embargo, la mirada experta que cualquier ser humano efectúa sobre la realidad cotidiana es lo
que hace emerger la alucinación colectiva estándar a la que se refería Llinás, y que
mencionábamos en la introducción de este trabajo. Ese carácter experto de nuestra percepción
cotidiana es lo que hace que no necesitemos dedicar una observación demorada a los objetos,
entes y sucesos con que interaccionamos en el día a día, y lo que posibilita también que
tengamos esa sensación de inmediatez perceptiva, de contacto directo con la realidad, de la que
indefectiblemente hacemos partícipe a la imagen.
En efecto, no somos conscientes de que constantemente hacemos uso de toda nuestra
experiencia previa para desenvolvernos en nuestro entorno con éxito, lo que equivale a decir
que utilizamos nuestras teorías particulares sobre el funcionamiento del mundo de manera
espontánea. La mayor parte del tiempo damos por hecho que las cosas llegan a nosotros tal y
como son, y que no existen hechos o dimensiones relevantes que no percibamos. En cierto
sentido, esta actitud cognitiva es paralela al modo de razonamiento que los lógicos denominan
de mundo cerrado, y que suele ser la manera habitual de razonar de los seres humanos
normales, quienes presuponen que son ciertos a priori todos aquellos supuestos que les resultan
especialmente relevantes. En otras palabras, actuar con presunción de mundo cerrado consiste
en asumir que en cada momento sé todo aquello que para mí es relevante saber. Este estilo
cognitivo es el opuesto al que se adopta en ciencia, donde nada se asume como verdadero a
priori (salvo los axiomas). Por el contrario, normalmente no estamos dispuestos a asumir como
verdadera la idea de que nuestra pareja haya tenido un accidente de tráfico mortal mientras se
desplazaba al trabajo por la mañana. Este hecho, aunque perfectamente posible, es tan relevante
para nosotros que damos por sentado que, de haber acontecido, habría llegado de alguna manera
a nuestro conocimiento (aunque nosotros mismos acabemos de llegar a la oficina). Nos
desasosiega contemplar como posible lo que escapa a nuestro control o a nuestra comprensión.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 41
Pues bien, como decíamos, esta tendencia a bloquear lo que podría desestabilizarnos tanto
cognitiva como emocionalmente, tiene también que ver con el hecho de que prefiramos asumir
que la realidad es, ni más ni menos, como la vemos nosotros, y que el modo en que lo hacemos
viene determinado por sus características intrínsecas y no por nuestras particularidades
perceptivas de especie, ni mucho menos por las trayectorias vitales de los individuos. O lo que
es lo mismo: las cosas sólo pueden ser de la manera en que nosotros las percibimos, porque hay
un mundo objetivo ahí fuera desde el que los hechos nos vienen impuestos. Por tanto, la
realidad es con total seguridad lo que me muestran mis sentidos, que sólo actúan como canales
que transducen los hechos externos sin modificarlos.
Esta epistemología ingenua de larga tradición filosófica, que suele ir de la mano con la
atribución a toda imagen de un deber mimético con respecto a lo real para poder decir que posee
algún tipo de valor epistemológicoxv, se ha visto reforzada a lo largo del siglo XX por el intento
de embutir los mecanismos perceptivos y comunicativos humanos en el modelo de
funcionamiento propuesto por la teoría matemática de la información, concebida para
dispositivos mecánicos, olvidando que las personas no son meros sistemas de lectura y
almacenamiento de datos y, lo que es más importante, que su percepción se encuentra mediada
no sólo por un hardware neurobiológico muy concreto, sino también por características
cognitivas complejas como la atención, la capacidad asociativa (que se encuentra determinada
por las trayectorias de aprendizaje previas), los diferentes grados de excitabilidad ante el
estímulo (que dependen de la motivación individual y que derivarán en una percepción diferente
de su intensidad), etc. Todos estos factores, a su vez, tendrán una importancia decisiva en la
estructuración de la memoria a largo plazo, que es lo que determinará las trayectorias
potenciales de los aprendizajes futuros, es decir, el modo en que se procesará cualquier
información nueva de manera que encaje de forma significativa en el conjunto de la que ya se
poseía.
Como señalábamos en el epígrafe 2.3., un ejemplo del modo en que nos conducimos de forma
experta en la mayoría de las tareas que desempeñamos cotidianamente lo encontramos en
acciones tan simples como atarnos los cordones de los zapatos o hacer globos cuando mascamos
chicle. En algún momento de nuestra vida todos dependimos de un adulto que nos atara los
cordones y que, cuando tuvimos la destreza manual suficiente, nos enseñara a ejecutar de
manera pautada los movimientos necesarios para abrocharnos el calzado. La primera vez que
conseguimos hacerlo por nosotros mismos posiblemente lo experimentamos como todo un
triunfo, y no es para menos, pues se trataba del primer síntoma de estabilización de nuestra
competencia en el tema. Posteriormente, y a través de la repetición de la conducta, necesitamos
dedicar cada vez un grado menor de atención a su correcta ejecución, hasta que finalmente esta
acabó por automatizarse por completo. Ya éramos expertos abrochadores de zapatos. Y el
mismo proceso tuvo lugar seguramente para acciones más lúdicas como silbar o hacer globos
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 42
con el chicle. Ante la incapacidad primera de llevarlas a cabo por nosotros mismos,
probablemente hayamos pedido a un experto que nos detallase qué postura bucal adoptaba
exactamente y, a partir de ahí, hayamos comenzado nuestro entrenamiento individual hasta
conseguir desempeñar la acción con tanta soltura que lo difícil, en algunos casos, puede llegar a
ser reprimirla en contextos inapropiados. Un ejemplo de esto último lo tendríamos en el hecho
de que, si se nos olvida tirar el chicle antes de entrar a una reunión formal, puede que nos
sorprendamos a nosotros mismos acaparando desagradablemente la atención del grupo por
haber hecho estallar una enorme burbuja rosa en un momento totalmente improcedente.
Es decir, la conducta se automatiza hasta el punto de que no somos conscientes siquiera de que
la estamos llevando a cabo. Nos requiere muy poco esfuerzo. Somos expertos en ella. Pues bien,
como acabamos de ver, hay muchas actividades cotidianas en las que somos expertos. La
capacidad de diferenciar sillones y sillas es una de ellas (o, al menos, lo era hasta que llegó a
nuestras latitudes la democratización del diseño nórdico en el mobiliario del hogar). Lo que es
un sillón y lo que es una silla para cada individuo dependerá, obviamente, del significado
estable que ambos términos denotan en la comunidad cultural a la que la persona pertenece. En
nuestra sociedad, el prototipo de sillón tiene normalmente cuatro puntos de apoyo que pueden
ser o no visibles, tiene respaldo y reposabrazos, y suele ser confortable y mullido. Básicamente,
es lo mismo que una butaca. La silla, por el contrario, es más escueta. Puede o no tener
reposabrazos, pero su estructura es en cualquier caso más ligera. Tiene respaldo, lo que la
diferencia del taburete, y no suele estar acolchada, a no ser que se trate de una silla de despacho
diseñada para pasar horas ante el ordenador. Este tipo de sillas ergonómicas de trabajo se
aproximan peligrosamente a nuestro concepto de sillón, si no fuera porque facilitan una postura
más erguida.
Todos estos datos son sólo una pequeña parte del conocimiento que, a lo largo de nuestras
vidas, hemos ido adquiriendo mediante la interacción con este tipo de objetos en nuestros
entornos, así como de la retroalimentación obtenida de las personas adultas que, cuando éramos
niños, nos ayudaron a diferenciar lo que era una cosa por oposición a la otra, sin necesidad de
que ello haya ocurrido explícitamente. No categorizamos los objetos del mundo mediante una
definición unívoca y linguaforme, de diccionario, sino que vamos construyendo el significado
conceptual a pedacitos de percepción multimodalxvi.
Así, llega un momento en que todos disponemos del conocimiento necesario para diferenciar
sillas y sillones sin mayor problema en nuestra vida cotidiana. En la mayor parte de las
ocasiones, además, la cuestión no revestirá mayor importancia, y no tendremos necesidad de ser
muy específicos para hacernos entender con éxito. A rebajar la incertidumbre del entorno (lo
que nos permite utilizar el lenguaje con mayor laxitud) contribuyen factores contextuales de tipo
cultural como el hecho de que aún actualmente habitamos, por lo general, casas con estructuras
y distribuciones muy rígidas, propias del siglo XIX. Por tanto, si estamos en el salón, lo más
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 43
normal es que haya sofás, butacas y sillones, mientras que en el comedor o la cocina habrá
sillas. Sin duda, en el baño puede que haya una silla o un taburete, pero jamás un sillón.
Por otra parte, últimamente la sociedad evoluciona a un ritmo vertiginoso, y no sólo mutan las
redes y estructuras sociales tradicionales sino que también tienden a hacerlo los espacios en que
éstas se asientan, generando nuevas realidades más flexibles. De la clásica vivienda familiar
estamos pasando a la proliferación de espacios ambiguos, plurifuncionales, especialmente en las
grandes urbes. No se trata sólo de que haya aumentado el número de familias monoparentales y
de personas que eligen vivir solas, o de que ya apenas existan familias extensas. Tampoco es
exclusivamente una cuestión del alza desorbitada del precio del metro cuadrado, lo que sin duda
agudiza el ingenio (además de fomentar la reducción del número de componentes del núcleo
familiar clásico). Lo que nos interesa en estos momentos, más que indagar en las causas
socieconómicas del cambio, es adentrarnos en el modo en que éste va diluyendo
compartimentos estancos en nuestra forma de entender el mundo. Se trata, en definitiva, de
explorar qué significa realmente la llegada de Ikea, todo un ejemplo de fluidez en la distribución
del espacio. La empresa sueca ha editado un catálogo para 2007 en el que la cara interna de la
portada es un desplegable que dice, literalmente, lo siguiente:
Olvídate de los espacios definidos y crea espacios a tu gusto; piensa en las necesidades de cada
uno de los miembros de tu familia y en sus diferencias. Te sugerimos que conviertas toda tu casa
en una sala de estar. (…) Amuebla y decora como más te guste. Ignora normas, estándares y
criterios estéticos del momento. Es tu vida, tu hogar, tu mente.
Más allá de los análisis psicosociales que pueden extraerse de estas palabras, insertas en un
cotexto en el que se aboga por la búsqueda del bienestar personal mediante la simplificación
voluntaria del estilo de vida y la declinación de la sobreestimulación procedente del exterior, el
mensaje es muy claro: puesto que la vida ya nos impone bastantes ritmos, horarios y rigideces,
liberémonos en el espacio-tiempo que nos pertenece. Olvidar los espacios definidos equivale a
ignorar los conceptos tradicionales de salón, habitación o comedor, y crear nuevos significados
para cada espacio. Y además, equivale a hacerlo por medio de la acción que los miembros del
grupo familiar van a llevar a cabo en tales espacios. Nos encontramos, de esta manera, ante una
serie de conceptos personales localmente generados a través de la experiencia.
Lo anterior pone de manifiesto la compleja interacción existente entre las acciones que llevamos
a cabo y que modifican nuestro entorno, y los conceptos que manejamos. El eslogan Es tu vida,
tu hogar, tu mente, ha sabido reflejar esta interacción: en efecto, el modo en que pensamos se
refleja en las conductas que ejecutamos y, por tanto, en nuestro entorno exterior inmediato, que
puede ser modelado por tales conductasxvii.
En el catálogo de Ikea aparecen, bajo el texto citado arriba, una serie de fotografías, de las que
dos resultan idóneas para ejemplificar la idea que intentamos desarrollar. Por una parte, casi la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 44
totalidad del desplegable lo ocupa la imagen de una plataforma mullida con cojines apoyados
contra la pared a modo de respaldo.
Por otros elementos que observamos en la estancia, como una mesa de centro y un sillón
clásico, así como por el hecho de que toda la familia se encuentra encima de esta
superplataforma, reclinada de formas diversas, podemos deducir que se trata de un sofá. Sin
embargo, la leyenda a la que nos remite el número situado al pie nos dice que lo que estamos
viendo es, en realidad, el resultado de juntar dos camas modelo sultán y cubrirlas con una tela.
De este modo, lo que de día es sala de estar, de noche puede ser habitación. Pero el híbrido sofácama es ya todo un clásico. Más interesante resulta otra fotografía en la que aparece algo que se
asemeja a un sillón y a una silla. Se trata de un modelo que permite reclinarse hacia atrás,
amplio y mullido. Sin embargo, se apoya sobre una base central metalizada que se diversifica en
una estrella de cinco patas y, sobre todo, no tiene reposabrazos (se puede ver en la imagen de
arriba en medio plano, a la derecha, parcialmente oculta por la mesa). Sea lo que sea, es un ente
contraintuitivo: demasiado cómodo para ser una silla, no lo suficiente para ser un sillón en el
que podríamos echar una cabezadita sin peligro de caer al suelo. Sus diseñadores han optado por
llamar a este mueble silla giratoria. Actúa como una especie de nodo en medio del salón que
delimita espacios funcionales dentro del mismo, de manera que con sólo girar sobre su eje
permite al usuario bien ver la tele, o bien orientarse hacia la mesa de centro y configurar un
ámbito de tertulia con las personas que se encuentren en el sofá. Es un híbrido, un objeto sobre
el que podemos desplegar acciones que regularmente se corresponden con entes que tenemos
categorizados como diversos. En efecto, el epígrafe 5.3.1. de este trabajo estará dedicado a la
exposición de los argumentos que sostienen la tesis de que la construcción de los conceptos más
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 45
básicos que manejamos se fundamenta en nuestra experiencia corpórea y, en concreto, en los
programas motores que utilizamos para interaccionar con los miembros de una misma categoría.
Todos sabemos qué patrones de acción están convencionalmente asociados con un sillón y con
una silla. No nos sentamos de la misma forma en uno y en otra, ni para hacer las mismas cosas.
Estos patrones motores forman parte del conocimiento que se activa cuando pensamos en esos
conceptos, y es por esta razón por la que decimos que el mueble del que estábamos hablando es
un híbrido, una categoría difusa: no tanto porque no termine de encajar con las imágenes
mentales que todos tenemos del sillón o la silla prototípicos (que también), sino por la
plurifuncionalidad que lo caracteriza. Es decir, la categorización que hacemos de los objetos del
mundo tiene su anclaje en el nivel de la acción distintiva. O, en otras palabras: definimos las
categorías por medio de las conductas regulares que desencadenamos hacia los entes que
constituyen su extensión.
Normalmente, este tipo de innovación no nos distorsiona porque nos facilita la vida. Nos da
igual que se llame silla o sillón si, al fin y al cabo, sirve a nuestros propósitos. No sentimos la
necesidad de generar una palabra nueva para nombrarlo pero, lo cierto, es que el objeto no
termina de encajar en ninguna de las categorías conceptuales que habíamos manejado hasta el
momento, por lo que suele ser habitual añadirle algún tipo de modificador, normalmente en
forma de adjetivo. Imaginemos, sin embargo, que nos viéramos obligados a ejercer una
actividad mental explícita sobre este mueble, porque un amigo de confianza que no puede
moverse del trabajo nos pide por favor que vayamos hasta su casa a buscar un informe que se ha
dejado sobre una de las sillas del salón. Al llegar, nos vamos directamente a mirar las sillas en
torno a la mesa del comedor, sin éxito. Desde donde estamos, echamos un vistazo alrededor,
vemos el sofá, el sillón, y categorizamos la silla giratoria (que está de espaldas) como sillón,
con lo cual no vemos el informe que, efectivamente, está sobre el asiento. Deducimos que
nuestro amigo ha debido de olvidar dónde ha dejado el informe, con lo que nos vamos sin él.
Esto sí es un problema. De acuerdo, no es algo habitual ni traumático, pero nos sirve para poner
de manifiesto la inestabilidad del significado que asignamos a las palabras, el modo en que éste
puede variar de un individuo a otro e, incluso, el hecho de que hoy en día el ser humano hace
tangibles realidades para las que no hay consenso social a priori sobre lo que son. Dependerá de
la importancia de la función que desempeñen en nuestra vida cotidiana el que se genere para
ellas una denominación específicaxviii , lo que viene a ser la evidencia no sólo de su impacto
cultural, sino también de que su significado ha alcanzado un punto de estabilidad consensuado
socialmente.
Pero estábamos hablando de percepción experta. Lo que acabamos de exponer sirve también
como ejemplo de una conducta que ejecutamos muy a la ligera normalmente: o bien no
necesitamos deliberar para decidir con seguridad si lo que vemos es sillón o silla, o bien no nos
importa demasiado el no estar totalmente seguros de ello. El caso es que categorizamos el
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 46
objeto en cuestión sin ser conscientes de que lo estamos haciendo. A esto se refería
probablemente Hemholtz cuando hablaba de la visión como un proceso de inferencia
inconsciente.
Sin embargo, cuando sí nos importa, porque de ello depende que consigamos hacernos entender
o que logremos algún otro fin, surge la necesidad de reconducir el proceso automático de
categorización o, en otras palabras, de pararse a pensar. Es entonces cuando se pone de
manifiesto la enormidad de datos que constituyen la base de las cuestiones más simples que
sabemos. Es lo mismo que ocurre cuando un día nos encontramos con dificultades para atarnos
los cordones de los zapatos porque nos falla un dedo: aprendemos a hacerlo otra vez de manera
ligeramente diferente, pero para ello es preciso ir despacio de nuevo, prestando atención a cada
movimiento. Y también en este caso, dependiendo de la importancia del cambio en nuestras
vidas, puede que la nueva forma de atar los cordones se estabilice o no: no es lo mismo
romperse un dedo, lo que implica una modificación no excesivamente prolongada de las
circunstancias (con lo cual puede que no lleguemos a ser nunca verdaderos expertos en el nuevo
modo de atarnos los zapatos), que perderlo para siempre.
2.6. Imágenes que representan hipótesis
Las ideas anteriores nos ayudan a concebir la mirada como un tipo de habilidad cognitiva que se
desarrolla de un modo no muy diferente a otros tipos de habilidades físicas, todas ellas basadas
en conocimientos previos adquiridos a través de la experiencia. Como ya hemos señalado, esto
se evidencia también, en un plano más abstracto, en el ámbito científico, donde las imágenes
con que se pretende visualizar algo que se propone como realidad bruta son, en realidad,
elaboraciones técnicas con una fuerte carga teórica. Paradigmático a este respecto resulta el
campo de la astrofísica, en el que constantemente se visualizan hipótesis y se construyen,
mediante instrumentos complejos, imágenes técnicas que representan fenómenos que escapan a
la visión natural humana no sólo por razones de tipo fisiológico, sino también por cuestiones
relacionadas con las dimensiones espaciotemporales de los mismos.
Pondremos varios ejemplos: en 1992 apareció en toda la prensa de referencia del mundo una
imagen de la que se decía que constituía uno de los mayores acontecimientos científicos del
siglo.
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En el verano de 2006 los investigadores responsables del hallazgo recibieron el Premio Gruber
de Cosmología, algo así como el Nobel de la disciplina. Lo que representaba la imagen
configurada por los científicos venía a ser, decían los periódicos, una especie de instantánea del
momento de expansión inicial del universo, es decir, algo así como una foto del Big Bang.
Plantear esto de este modo, sin añadir nada más, aunque sin duda tiene su valor divulgativo, no
deja de ser irresponsable. Sería necesario, para que los profanos en la materia pudiésemos
alcanzar a comprender en alguna medida el fenómeno, explicar que los instrumentos que el
satélite COBE de la NASA llevaba a bordo permitieron que los investigadores miraran trece mil
millones de años hacia atrás en el tiempo, y que esto se hizo midiendo las radiaciones de fondo
que permean actualmente el universo, y que son una reliquia de la explosión primordial con que
éste se inició. Así pues, la imagen que se mostraba no era sino una reconstrucción técnica
configurada a partir de un gran conglomerado de datos diversos. En fin, una cuestión en la que
se mezclan dimensiones temporales y espaciales para cuyo auténtico entendimiento es necesario
contar con una amplia base de conocimiento previo, y sobre la que el matemático Robert
Osserman realiza la siguiente observación:
Los informadores que se proponían explicar la naturaleza exacta de la imagen se encontraron con
al menos un obstáculo insuperable: ni ellos ni sus lectores estaban preparados para comprender
la paradoja de una imagen que representaba simultáneamente una visión desde la Tierra hacia el
exterior en todas las direcciones y una visión hacia nuestro planeta en todas las direcciones que
confluyen en el Big Bang [J. M. CATALÀ (2005:99)].
Ejemplos de este tipo se encuentran por doquier. Así, en el número de octubre de 2006 de la
revista Investigación y ciencia (361:4) aparecía, en la sección de apuntes, un breve comentario
acerca de los problemas surgidos en la interpretación que hasta entonces se había venido
haciendo de ciertos datos astrofísicos, y del importante cambio que eso podría generar en
nuestras ideas sobre la composición del universo. Expondremos el problema de un modo muy
básico, hasta donde nuestro conocimiento sobre la materia nos permite comprender.
En astronomía ha estado establecido hasta el momento que, por cada galaxia que pueda
observarse en primer plano, suele haber una media de cuatro en el fondo de la imagen. Debido a
la uniformidad que caracteriza al universo, el número de galaxias en primer plano se había
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Comunicación Visual 48
supuesto que debía ser el mismo que el de erupciones de rayos gamma. Sin embargo, un
investigador de la Universidad de California, Jason X. Prochaska, acaba de publicar un artículo
con el resultado de sus observaciones, en las que cuenta una media de cuatro galaxias en primer
plano por cada quince erupciones de rayos gamma. Esto quiere decir que, si el dato se
consolida, los astrofísicos tienen un grave problema cosmológico derivado de una interpretación
errónea del gas en primer plano. Lo que ocurre es lo siguiente: los astrofísicos se apoyan en el
gas para inferir la composición de las galaxias primitivas y la distribución de la materia oscura,
que constituye hasta el 90% del universo. Sin embargo, las nuevas observaciones les han
llevado a pensar incluso en la posibilidad de que lo que hasta ahora creían que eran galaxias, no
sean sino gas procedente de las erupciones de rayos gamma. El apunte viene acompañado de la
siguiente imagen, cuya leyenda detalla muy claramente que se trata de una elaboración técnica.
De este modo, las personas sin conocimientos de astrofísica pueden llegar a hacerse una idea de
lo que los expertos observan y detectan en las imágenes que configuran a partir de los datos que
obtienen de sus instrumentos. En astrofísica, diferentes técnicas se complementan a la hora de
proporcionar datos que, una vez digitalizados y traducidos a nuestro paradigma visual, nos
permiten construir una representación significativa; entre ellos se encuentran los obtenidos a
través de rayos-X y en forma de señales radioeléctricas, combinados con otros más
convencionales, como la captación óptica potenciada por la sobreexposición de la placa
fotográfica, por ejemplo. Es decir, la disposición visual de los datos, la traducción espacial de
los mismos y su plasmación en forma de imagen, tiene para científicos y profanos valor
epistemológico. (No es baladí el hecho de que cuando no entendemos algo solamos decir
coloquialmente No lo veo, el mismo uso lingüístico que Capablanca hacía del verbo cuando
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 49
decía que veía la jugada que le conduciría a la victoria). Ahora bien, este valor se deriva no del
dato bruto que la representación técnica contiene, sino del conocimiento previo que nos permite
intentar explicar qué es lo que significa lo que estamos viendo.
Como hemos señalado, los científicos infieren qué es lo que puede haber ahí fuera, buscan
explicaciones que encajen con sus teorías, con lo que han podido averiguar hasta el momento,
pero proceden por heurísticas, no por algoritmos seguros. Así, a veces ni siquiera el experto
puede estar seguro de lo que ve, sobre todo en materias donde el ser humano no tiene un patrón
visual analógico de referencia. Así, por ejemplo, en astronomía se trabaja con lo que se llama
luz abstracta; esto significa que, mientras que en la vida cotidiana siempre podremos cotejar con
la realidad cualquier fotografía que hayamos modificado técnicamente, por el contrario en
astronomía no existe esa posibilidad. Como mucho, podremos enriquecer la elaboración visual
del objeto a medida que vayamos obteniendo nuevos datos por medio de nuevos dispositivos.
Se pone así de manifiesto que el universo, tal y como lo concebimos, depende de un alto grado
de conceptualización que tiene su origen en la capacidad cognitiva humana. En efecto, si los
fenómenos que intentamos conocer tienen dimensiones espaciotemporales sobrehumanas,
¿cómo podemos pretender que lo que vemos es la realidad absoluta, objetiva, de los mismos?
¿No será más bien la visión que nosotros podemos construir y, por tanto, relativa a los
instrumentos (y las teorías) que empleamos para ello?
2.7. Imagen, epistemología y realidad
Este tipo de construcciones es lo que J.M. CATALÀ (2005:220) denomina mediante el término
posvisión. Se trataría de nuevas visualizaciones de objetos, entes y sucesos que exceden la
capacidad natural de la visión humana por razones diversas. Las representaciones de este tipo no
serían ya, como hemos señalado, copias de la realidad visible, puesto que precisamente
persiguen mostrar significativamente dimensiones de esa realidad que quedan fuera de lo que
nuestra fisiología nos permite aprehender de forma directa. Sin embargo, aunque se trata de
configuraciones realizadas a partir de datos físicos que incluyen en su ensamblado elementos
teóricos e incluso hipotéticos, “estas imágenes (…) poseen una cierta dosis de realidad aunque
sea por analogía: no nos ofrecen la verdad óptica, sino una determinada óptica de la verdad”
[J.M. CATALÀ (2005:220)]. De hecho, toda esta reflexión se encuentra encaminada a poner de
manifiesto la idea de que la realidad no es necesariamente la realidad óptica que nosotros
percibimos.
Por un lado, como ocurre en los ejemplos anteriores, puede ser que lo que veamos sean no las
realidades físicas en sí, sino su interacción con instrumentos complejos, los cuales arrojan unos
datos que nosotros disponemos gráficamente de una forma que nos es epistemológicamente
rentable, a saber: la imagen. Como acabamos de proponer, los instrumentos con que los
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 50
científicos efectúan sus observaciones son decisivos para la construcción de los fenómenos
observados, cuyo estatus visible es ambiguo, como ocurría con el gas en primer plano, del que
al parecer no se sabe bien si es gas o galaxia.
De este modo, en el ámbito de la ciencia se ha producido ya un cambio de paradigma que sería
beneficioso extrapolar a otros campos (lo que, de hecho, ya se está haciendo, pero sin que nos
hayamos parado a pensar en las implicaciones epistemológicas que conlleva ni en el abismo que
hace surgir entre ciencia y sociedad, puesto que el grueso social continúa considerando la
imagen como garante de conocimiento seguro, fidedigno, indubitable, verdadero). El ser
humano suele necesitar aferrarse a algún tipo de certeza y, actualmente, tiende a depositar cada
vez más su satisfacción en la ciencia. Por eso resulta tan difícil romper con la concepción
tradicional de la imagen como reflejo de lo real (entendido aquí el término como lo que vemos
fenoménicamente) y concebirla como un instrumento cognitivo capaz de establecer un discurso
que se refiera al mundo (a lo que sabemos que es o suponemos que podría ser), aunque no
podamos ver nada en él que se parezca remotamente a las imágenes que pretenden
representarlo.
Sin embargo, la mimesis se rompe al enfrentarnos con fenómenos que no caben en los
parámetros del realismo óptico. Esto libera a la imagen de la tiranía de la analogía con respecto
a lo visible y la capacita como medio autónomo de representación y conocimiento. En cierto
sentido, la aleja de su tradicional iconicidad y la convierte en símbolo. En efecto, somos capaces
de hacer con ella lo mismo que hacemos con el lenguaje, con el que verbalizamos datos y
describimos fenómenos sin necesidad de que los signos que utilizamos para ello se parezcan lo
más mínimo a los fenómenos que denotan. La principal diferencia entre ambos en relación con
este punto es que no concedemos al lenguaje el mismo estatus epistemológico que a la imagen;
de hecho, durante mucho tiempo se ha cuestionado la validez del lenguaje natural como
vehículo de transmisión del conocimiento científico.
Por otra parte, y para continuar con los ejemplos, las galaxias constituyen precisamente uno
muy bueno de lo que podríamos considerar un objeto construido conceptualmente: no es que las
veamos desde muy lejos, sino que las vemos justamente porque estamos lo suficientemente
lejos como para dotar de unidad espaciotemporal a algo que, en realidad, no la tiene. En otras
palabras, las galaxias existen como objetos globales debido a la distancia, y sólo en el espacio
relativo de nuestra visión y, sin embargo, las abordamos como si fueran entidades naturales
cuando en realidad son objetos en cuya configuración interviene nuestra percepción
cognoscente. Lo que vemos al contemplar una galaxia es un complejo de realidades físicas que
se encuentran a diferentes distancias de nosotros y entre las que hay enormes diferencias
temporales. No es como ver el mar a lo lejos, porque éste se encuentra ante nosotros todo él en
una única dimensión temporal. Sin embargo, en las galaxias hay partes que son de una época, y
partes que pertenecen a otras zonas temporales. Así, vemos un conjunto espaciotemporal.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 51
2.8. Rentabilidad epistemológica de la imagen
Una interesante reflexión sobre la función cognitiva y el valor epistemológico que entraña la
imagen para el ser humano la encontramos en la película Contact, de Robert Zemeckis. La
temática de la obra, basada en una novela de Carl Sagan, versa sobre la posibilidad de establecer
contacto con civilizaciones extraterrestres a través de técnicas astronómicas de radiofrecuencia.
El centro de la trama lo constituye la recepción de un mensaje sonoro que los científicos tratarán
de interpretar. El primer paso correcto en esta dirección lo da la protagonista, una experta en
radioastronomía que, ante la enormidad de bits de información que contiene el mensaje
recibido, plantea la posibilidad de que lo que ha llegado hasta ellos como sonido sea, en
realidad, una imagen.
En efecto, si concebimos un número como el producto de tres números menores, es posible
extraer de ahí una razón matemática logarítmica que nos conduzca a la interpretación de la
información en clave tridimensional. Por tanto, se trataría bien de un holograma estático, o bien
de una imagen bidimensional en movimiento (la tercera dimensión). Así, mediante el uso de
técnicas digitales para su traducción a un paradigma visual, los científicos descubren con gran
sorpresa que el mensaje que han recibido no es otra cosa que un antiguo programa de televisión
que recoge una de las primeras emisiones realizadas en nuestro mundo, a saber: la de los Juegos
Olímpicos de Berlín de 1936, en los que Hitler realizó el discurso inaugural.
De este modo, la visualización de la información recibida resulta útil como fuente de significado
pragmático. Es decir, puesto que la información que los científicos pueden extraer de la imagen
es redundante con respecto al conocimiento histórico que poseen, lo más interesante de la señal
lo constituye precisamente la recepción de la misma, y no su contenido. Se trataría de un
mensaje implícito de acuse de recibo: quien nos reenvía esta señal, obviamente la ha recibido
primero, y quiere que lo sepamos.
Resultan especialmente interesantes las reflexiones que J.M. CATALÀ (2005:102-111) realiza a
este respecto, ya que señala que la película pone de manifiesto un proceso de inversión
alegórica, en el sentido de que estamos acostumbrados a que sean las imágenes las que se
conviertan en metáforas de procesos mentales o conceptualizaciones complejas. Sin embargo,
no solemos concebirlas como objetos capaces de proporcionar en sí mismos algún tipo de
significado estructurado, útil o manejable. En el caso que estamos comentando, por el contrario,
los bits de información del mensaje sonoro resultan insignificantes (es decir, inútiles desde un
punto de vista hermenéutico) a ojos humanos si no se encuentra una mirada diferente que
proyectar sobre ellos o, lo que es lo mismo: una teoría que permita explicarlos. Tal teoría es su
concepción tridimensional, para cuya traducción los científicos disponen de instrumentos
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 52
sofisticados que les permiten hallar las razones matemáticas que estructuran el mensaje
recibido, y plasmarlo así en forma de imagen.
El desarrollo de la totalidad del argumento del filme es, por otra parte, mucho más complejo. Lo
resumiremos muy sintéticamente: anejas a la imagen se descubren unas bandas de información
codificada que resultan indescifrables mientras los científicos se empeñan en tratarlas como si
fueran un texto tradicional. Leyendo de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo el código
resulta impenetrable. La clave para el acceso a la información significativa que contiene se
encuentra, de nuevo, en un cambio del punto de vista. Uno de los personajes descubre que, en
lugar del orden sintagmático tradicional, bidimensional, que se suponía a las cadenas de
información codificada, la cual se creía que estaba estructurada de forma sucesiva, lo que había
que hacer era asignar una arquitectura tridimensional a la misma.
En definitiva, lo que nos interesa de todo esto es que la película es en sí misma una alegoría
muy lúcida de la necesidad de un cambio de paradigma para poder descubrir en las cosas
propiedades que, aun siendo inherentes a ellas de algún modo (el dato físico bruto está ahí,
como decíamos), no se manifiestan a escala humana si no es por medio de la intervención de
nuestra potencia cognitiva la cual, a su vez, no surge ex nihil, sino que se apoya en una sólida
base de conocimiento estructurado. Sólo los expertos consiguen llegar a ver algo que estaba en
la señal radioastronómica (y que, por tanto, era real), pero que no era visible según los patrones
tradicionalmente establecidos. La paradoja se encuentra en el hecho de que, si bien la ciencia
actual se enfrenta a cuestiones de dimensiones sobrehumanas y, por tanto, hace mucho que tuvo
que renunciar al paradigma androcéntrico para su interpretación, por otra parte, como seres
humanos que somos, no podemos evitar tener que recurrir en última instancia a nuestra
cognición humana para poder comprenderlas. Esto significa que necesitamos traducirlas a
formatos que nos sean epistemológicamente rentables, es decir, que nos sirvan para conocer. La
imagen no sólo es uno de esos formatos sino que, en muchas ocasiones, resulta de mayor valor
y eficiencia cognitiva que la explicación matemática o linguaforme.
2.9. Categorías con visualidad preestablecida
Obviamente, las implicaciones de este planteamiento levantan ampollas en ámbitos científicos
clásicos, puesto que aceptarlo supone admitir que son los conocimientos teóricos en un sentido
fuerte los que modifican las observaciones, los que guían la mirada inductiva para que encuentre
lo que busca, si es que está ahí.
En un intento por reducir al absurdo esta tesis, Ian Hacking [J.M. CATALÀ (2005:210)] afirma
que “podemos entrenar a un asistente para que reconozca huellas sin darle ninguna clave sobre
la teoría”. Desde nuestro punto de vista, lo que consigue, lejos de refutar el planteamiento, es
poner en bandeja la clave para confirmarlo. Entrenar a alguien para el reconocimiento de algo es
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 53
darle las claves para que sea capaz de encajar un determinado fenómeno en una categoría ya
definida en virtud de una serie de características visibles. Sin embargo, sigue siendo la teoría la
que nos ha hecho capaces de definir cuáles son tales características, aunque el asistente
desconozca sus postulados.
En efecto, el conocimiento no tiene por qué estar representado explícitamente para ser tal.
Durante nuestra infancia no nos colocan ante los objetos y nos recitan una definición
linguaforme de sus características esenciales. De hecho, lo más probable es que cuando un bebé
se topa por primera vez con una vaca, su tutor le diga algo así como “Mira la vaca. ¿Cómo hace
la vaca? La vaca hace muuu”. Al bebé le da igual que técnicamente la vaca sea la hembra del
toro y que éste se defina a su vez como un “bóvido salvaje o doméstico con cabeza gruesa y
provista de dos cuernos, piel dura, pelo corto y cola larga”, según recoge el diccionario de la
R.A.E. Simplemente, lo que hace el niño es ir seleccionando una serie de características
distintivas para la categoría en cuestión cuyas asociaciones se irán potenciando a medida que se
enfrente a nuevos entes del mismo tipo. No sabe que los bóvidos son mamíferos ni conoce la
disciplina biológica que ha generado una tal clasificación taxonómica. Por el contrario, su
clasificación personal se estructurará sobre características máximamente distintivas, como
propone la teoría de prototipos de E. ROSCH (1977). Es decir, el bebé irá acumulando
conocimiento que le permita distinguir estos seres de otros con la mayor efectividad posible, y
lo primero que hará, posiblemente, será asociar una idea global de forma y tamaño, gestáltica, al
sonido característico que emite el animal. A reforzar esta categorización multimodal contribuye
sin duda el hecho de que los adultos estén ahí para aportar la denominación léxica que el animal
en cuestión recibe en la lengua materna. Esta denominación léxica es, a nivel neural, una
imagen acústica del signo lingüístico que quedará incorporada a la red conceptual por
convergencia presináptica simultánea, como explicamos en 5.6.
Por eso sólo es lícito calificar como bilingüe a una persona que lo es desde la más tierna
infancia: si un niño recibe dos ítems léxicos, correspondientes a dos lenguas diversas, con los
que referirse a la categoría que se encuentra en proceso de estabilizar, los integrará en la misma
red de asociaciones de forma espontánea. Así, cuando se active en su mente ese concepto,
ambos términos estarán disponibles (obviamente, dependerá de factores situacionales - como el
entorno lingüístico en que la persona se desenvuelva frecuentemente- el que uno acabe por ser
más accesible que otro o que, por el contrario, los dos lo sean por igual, si es el caso que la
persona se desenvuelva en ambas lenguas cotidianamente).
Del mismo modo, podemos entrenar a una persona para que dé un nombre diferente a lo que ve
en un espectrograma según la distribución e intensidad de las manchas grisáceas. O, como
señala Hacking, se puede enseñar a un profano a reconocer positrones si le decimos cómo
interpretar lo que ve en la pantalla del ordenador del laboratorio de física, aunque no tenga ni la
menor idea de lo que son desde el punto de vista teórico fuerte. De acuerdo, pero no deberíamos
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 54
olvidar que estamos hablando de fenómenos que tienen ya una visualidad establecida: en el caso
de la vaca, porque se encuentra dentro de nuestro ámbito natural de visión y en nuestro entorno
sociocultural disponemos de un ítem léxico para referirnos a los entes que conforman la
categoría; y en el del espectrograma o los positrones, porque expertos han diseñado
instrumentos que nos permiten acceder a configuraciones visuales de los fenómenos que
representan, aunque tales fenómenos sólo sean interpretables en el marco de una teoría.
Es decir, hablamos de fenómenos que actualmente pueden ser simplemente vistos, como
decíamos al principio, porque el ser humano, a través de la cultura, ha generado la posibilidad
de que el conocimiento se herede en muchos casos sin necesidad de reflexión demorada y que,
por tanto, pueda ser fácilmente adquirido también por los que no conocen la teoría que lo ha
fundamentado. Esto significa que, en última instancia, las observaciones del supuesto asistente
de Hacking estarán igualmente impregnadas de una teoría que sólo el científico entrenador
dominará. En definitiva, llega un momento en el desarrollo individual en el que sabemos
espontáneamente qué es una vaca y qué no lo es (aunque no seamos capaces de elaborar
verbalmente una precisa definición de diccionario), y también llega otro en el desarrollo
científico (que suele coincidir con la aplicación y divulgación del conocimiento procedente del
mismo) en que no es necesario seguir teorizando para descubrir en las observaciones aquello
que ahora es obvio, pero que antes pasaba desapercibido.
Por tanto, no es que la realidad neutra y objetiva se imponga a nuestra percepción
inexorablemente, sino que, de un modo u otro, la experiencia individual en un entorno físico y
cultural determinado (que incluye elaboraciones teóricas fuertes y débiles, es decir, ciencia y
creencias) está siempre presente, como una especie de manual de instrucciones de comprensión
de fenómenos que nos permite dotar de sentido a nuestro mundo visual y, actualmente, incluso a
realidades que hasta el momento no formaban parte de ese mundo, porque no había forma de
hacerlas visibles. Este conocimiento orienta nuestra mirada, hace que depositemos una atención
selectiva sobre el entorno en virtud de lo que sabemos a priori que podrá resultarnos relevante
con respecto a otros saberes que ya manejamos, de forma que podamos incrementarlos,
afianzarlos, o corregirlos (es decir, modificarlos adaptativamente o, si se quiere, en términos
relevantistas: mejorar nuestro saber enciclopédico). En el plano fenomenológico, el de la
percepción cotidiana, esto es lo mismo que decir que las creencias y supuestos que atesoramos,
nuestro conocimiento del mundo, nos permite generar expectativas en función de las cuales
adaptamos nuestro comportamientoxix.
Esto puede ocurrir de forma automática, inconsciente, como suele suceder en la vida diaria, o de
forma controlada, como cuando nos centramos en realizar determinadas tareas que requieren
atención específica. En cualquier caso, no conviene subestimar el poder de la atención selectiva
(que no es sino la aplicación de la mirada según motivaciones observacionales concretas), a la
hora de determinar el resultado de nuestras observaciones.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 55
En este sentido, resulta paradigmático el siguiente experimentoxx: un equipo de psicólogos
reclutó a un grupo de personas y les informó de que les iba a ser proyectado un vídeo en el que
aparecerían dos equipos de baloncesto. La tarea que se les asignó consistía en contar el número
de veces que los jugadores vestidos de amarillo se pasaban el balón entre sí. Lo que no sabían
los sujetos sometidos a prueba era que, a lo largo de la grabación, un señor disfrazado de gorila
cruzaría la pantalla tranquilamente y se detendría unos segundos en el centro a palmearse el
pecho cual macho alfa, antes de desaparecer por el otro extremo. A priori podría pensarse que,
ante un hecho tan sorprendente y absurdo, ninguna de las personas dejaría de percibirlo. Pues
bien, cuando se les preguntó cuántas veces se habían pasado el balón los jugadores de amarillo,
todos respondieron correctamente o con un escasísimo margen de error; sin embargo, cuando a
continuación se les preguntó quién había visto al gorila, la mayoría pensó que se trataba de una
pregunta trampa: obviamente, si hubiese habido un gorila, ellos lo habrían visto forzosamente.
Sin duda, un gorila pertenece a una categoría bien definida de nuestro ámbito natural de visión.
Pero los sujetos del experimento no lo estaban buscando (digamos que se les había entrenado
para ver otra cosa). De este modo, su mirada estaba siendo conscientemente dirigida (y su
atención selectivamente orientada) a la identificación de un fenómeno diferente. Es por esto
que, de un grupo de treinta personas, al gorila sólo lo vieron cuatro.
Y, sin embargo, estaba ahí.
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Comunicación Visual 56
3. EPISTEMOLOGÍA, NEUROCIENCIA Y REALIDAD
3.1. Introducción
En el capítulo anterior hemos tratado de poner de manifiesto mediante ejemplos concretos el
modo en que la actitud epistemológica objetivista propia del proceder científico occidental está
presente también en nuestros actos perceptivos cotidianos. Hemos señalado que es necesario
cuestionar la tesis realista e ingenua (fundamentada sobre la sensación de inmediatez perceptiva
que nos proporciona nuestro sistema visual) que nos lleva a suponer que hay un mundo objetivo
ahí fuera, totalmente ajeno a nosotros, desde el cual los hechos físicos brutos vienen impuestos
a nuestros sentidos, suscitando en ellos una determinada respuesta, normalmente en forma de
representación cognitiva interna. De esta manera, llegamos a pensar que la realidad es
exactamente lo que nosotros percibimos que es, ya que nuestros sentidos actuarían como meros
transductores fidedignos de las cualidades físicas del mundo externo. El modo en que esto
sucede exactamente, a saber, la relación existente entre las características físicas (supuestamente
objetivas) del estímulo procedente del exterior, y los atributos perceptivos que su transducción
sensorial origina en nuestro sistema cognitivo, ha sido durante largo tiempo objeto de estudio de
la psicofísica.
Señalábamos también que esta actitud epistemológica es especialmente difícil de cuestionar
debido a que se encuentra respaldada por una dilatada tradición filosófica que hace que lata de
forma difusa e implícita en cualquier acto cognitivo o perceptivo llevado a cabo por cualquier
ser humano que se haya desarrollado en un entorno cultural occidental. Lo que le dice el sentido
común a la persona corriente es que lo que experimenta sensorialmente es consecuencia de un
mundo que está ahí y que tiene unas determinadas propiedades, tanto si ella lo percibe como si
no. De hecho, las primeras teorías acerca del modo en que se genera la imagen retinal las
encontramos ya en los atomistas griegos, cuatrocientos años a.C., quienes pensaban que los
objetos enviaban en todas direcciones réplicas materiales de sí mismos en forma de delgadas
películas compuestas de átomos. Estas películas, cuyos átomos conservarían durante mucho
tiempo la disposición que tenían cuando formaban parte del cuerpo sólido, son las que impactan
en el ojo y provocan la visión, que se concibe así como una especie de tacto. Epicuro [D.D.
HOFFMAN (2000:103)] lo expresa de la siguiente manera:
También debemos considerar que si vemos la forma de los objetos externos y pensamos en ellos,
esto se produce mediante la entrada de algo que proviene de ellos. Pues las cosas externas no
podrían estampar en nosotros su propia naturaleza de color y forma (…) de mejor manera que
por la entrada en nuestros ojos (…) de películas provenientes de las propias cosasxxi.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 57
Cuestionar el estatus de lo real es sin duda un asunto en el que hay que conducirse con pies de
plomo. Obviamente, y como hemos manifestado reiteradamente, no pretendemos negar la
existencia del mundo físico en un sentido fuerte, porque ello equivaldría a arrojarse en brazos de
un solipsismo subjetivista que no es menos falaz. Lo que venimos a decir es que, para encarar
cuestiones complejas como la percepción sensorial y la inteligencia, el sentido común no es
ciertamente la herramienta explicativa más fiable. No cuestionar actualmente la cualidad
mimética que concedemos a nuestras percepciones sensoriales con respecto a una realidad que
suponemos objetiva y totalmente ajena a nosotros como sujetos cognoscentes, nos parece
comparable a concluir que, puesto que no percibimos que la tierra rote sobre su eje a cientos de
kilómetros por hora con nosotros encima, por tanto no es cierto que lo haga. Esto resultó
plausible para la mayor parte de la gente antes de que llegara Copérnico y, sin embargo, era un
error.
Así pues, proponemos que para comprender la cognición humana real y cotidiana no nos será de
gran ayuda la postura cientificista occidental decimonónica del observador imparcial, objetivo e
incorpóreo que pretende encontrarse totalmente al margen de una realidad externa que trata de
apresar. En este caso concreto, además, esto es así por dos razones:
1) En primer lugar porque, según acabamos de exponer, el mejor modo de describir la
cognición no es como un proceso de acercamiento de un sujeto independiente a un
objeto o realidad externa, como si ambos se encontrasen en compartimentos estancos,
puros e incontaminados. Las facultades mentales superiores humanas son fenómenos
complejos que emergen de la interacción de multitud de variables, no todas ellas
controladas, y los atributos de nuestras percepciones no son un reflejo inmediato de las
propiedades físicas cuantificables del mundo. Sin embargo, no por ello son menos
reales ni carentes de validez epistemológica. Muy al contrario, los perceptos sensoriales
que construimos son, como podremos ir comprobando a medida que avancemos en el
desarrollo de este estudio, lo auténticamente significativo a escala humana.
2) En segundo lugar, porque pretender objetivar al propio sujeto que conoce, es decir,
pretender observar la propia mente cognoscente como si fuese algo ajeno a nosotros
mismos utilizando tan sólo la reflexión, nos hace caer en una circularidad metodológica
que asume a priori que la objetividad es posible y que, por tanto, los resultados de
nuestras observaciones son sin duda imparciales y fidedignos (sin plantearse en ningún
momento la inverosimilitud inherente a la idea de perseguir la propia mente desde fuera
de ella).
De nuevo, lo que nos interesa señalar es la presencia de una actitud epistemológica ingenua, a
saber: la que sostiene que nuestra percepción de las cosas es el fundamento último de todo
conocimiento objetivo, fiable y verdadero (y esto es aplicable tanto a las observaciones que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 58
efectuamos de los objetos y sucesos externos, como a los objetos y facultades mentales
internos).
Sin embargo, como la moderna neurociencia cognitiva pone de manifiesto, los fenómenos
mentales no se pliegan a una explicación tan simple. No basta la introspección atenta para saber
qué ocurre a nivel mental realmente, entre otras cosas, porque la mente humana es mucho más
que la dimensión consciente que nosotros percibimos. En palabras de G. LAKOFF Y M.
JOHNSON (1999:12) “The idea that pure philosophical reflection can plumb the depths of human
understanding is an illusion. Traditional methods of philosophical analysis alone, even
phenomenological introspection, cannot come close to allowing us to know our own minds”.
La referida idea no describe otra cosa que lo que, paradójicamente, se ha concebido como la
actitud opuesta al objetivismo, a saber: el solipsismo. Pero ahora, desde esta perspectiva, el
solipsismo se nos revela como una versión sofisticada del objetivismo ingenuo; la única
diferencia reside en el hecho de que, en este caso, aplicamos la observación a lo que se
considera un objeto sustancialmente diferente en la tradición occidental, a saber: la propia
mente. Y se pretende que es posible acceder al conocimiento objetivo de sus propiedades en el
vacío, aislándola de su entorno real, que es inevitablemente físico, y de su sustrato natural, que
es a todas luces fisiológico. Aislar, reducir, simplificar, no son siempre el procedimiento
adecuado para la auténtica comprensión de los fenómenos; al menos, no lo son cuando nos
empeñamos en mantenernos en la simplificación a toda costa, sin plantearnos dar el paso hacia
subsiguientes niveles de explicación. Y en ocasiones, como la que acabamos de describir, no
constituyen siquiera un buen punto de partida, porque dan lugar a planteamientos inverosímiles,
como el solipsista.
Así pues, hoy en día, la actitud científica que pretenda serlo realmente ha de atreverse a
complejizar la reflexión, a utilizar los instrumentos e innovaciones procedentes de múltiples
campos asociados de conocimiento que puedan aportar algo relevante a la comprensión de la
materia cuyo estudio tengamos entre manos y, muy especialmente, a barajar la incertidumbre
como factor siempre presente en mayor o menor grado en la formulación de hipótesis y teorías.
En el ámbito que nos ocupa, la afirmación que acabamos de realizar implica que no nos parezca
intelectualmente honesto ignorar un descubrimiento capital de la ciencia cognitiva, a saber: que
el conjunto de lo que denominamos estados mentales conscientes, o conciencia, emerge de una
actividad neural masiva y totalmente opaca a la introspección: “It is the rule of thumb among
cognitive scientists that unconscious thought is 95 percent of all thought—and that may be a
serious underestimate. Moreover, the 95 percent below the surface of conscious awareness
shapes and structures all conscious thought” [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:13)].
Por tanto, y si sabemos esto, nos daremos cuenta de que no bastan los métodos de aproximación
tradicionales a los fenómenos mentales para obtener una comprensión con alcance explicativo
de los mismos. Nos enfrentamos al estudio de fenómenos biológicos, lo que significa que es
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 59
necesario el apoyo de la evidencia empírica, sin que ello suponga, por otra parte, comulgar a
ciegas con las doctrinas del empirismo clásico precursor del conductismo ni, por supuesto,
negar toda validez epistemológica a nuestra experiencia cotidiana. Una adecuada aplicación del
enfoque metodológico que esbozamos en el primer capítulo requiere precisamente de estos dos
puntos de partida simultáneos que convergen hacia un lugar de encuentro explicativo, a saber:
aquel donde comprender la experiencia consciente fenomenológica (el nivel macro) significará
haber hallado las correlaciones fisiológicas que la posibilitan (a escala micro), sin que ello
pretenda anular en momento alguno el potencial significativo autónomo de la experiencia
fenomenológica en sí misma. En este sentido, resulta revelador el paralelismo proporcionado
por E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:39) en relación con los diferentes niveles explicativos
constituidos por la física clásica y la mecánica cuántica:
Quantum mechanics is the microlevel from which the kinds that populate the macrolevel of
classical physics emerge. It is not that classical physics is reduced to quantum mechanics.
Quantum mechanics does not explain the action of objects as objects at the macrolevel. But
quantum mechanics does explain transitions and changes in the objects. The interactions, the
dynamics of quanta, explain how the objects of the macrolevel change. Objects are no less real
because they consist of processes between particles. But the power of explanation is in the
dynamics of the processes, in the view from below examined from above. The explanatory
power is in the joint consideration of the micro- and macrolevels. This is not traditional
reductionism.
Sostenemos, por tanto, con G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:5), lo siguiente:
“Phenomenological reflection, though valuable in revealing the structure of experience, must be
supplemented by empirical research into the cognitive unconscious”.
Asentada esta declaración metodológica, sigamos adelante: estábamos cuestionando nuestra
posibilidad de acceso a un conocimiento objetivo no sólo de los fenómenos mentales, sino de lo
que comúnmente concebimos como realidad. A este respecto, nos parece necesario subrayar que
el hecho de cuestionar la posibilidad de la objetividad tal y como la concibe el cientificismo
occidental positivista, no implica tener que realizar un movimiento pendular hacia el
subjetivismo, aunque esto haya sido lo que ha ocurrido normalmente en ciertas disciplinas
humanísticas a raíz del cambio de paradigma científico en el ámbito de la física llegado de la
mano de la mecánica cuántica. En efecto, el Principio de Indeterminación formulado por
Heisenberg, que Schrödinger intentó caricaturizar en su famoso experimento mental del gato
(obteniendo un resultado inverso al esperado), ha sido recurrentemente utilizado en otros
campos de conocimiento para abrazar un subjetivismo indiscriminado que legitima cualquier
opción perceptiva e interpretativa del mundo circundante (aplicada a la obra artística, esta
actitud ha cristalizado en la denominada Estética de la Recepción). En última instancia, a lo que
conduce esta actitud llevada al extremo es a la conclusión de que a los seres humanos debería
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 60
resultarnos imposible alcanzar consenso alguno acerca de nada. Y es obvio que sostener algo así
es un absurdo, porque cotidianamente nos desenvolvemos en un medio social que requiere de la
interacción con otros seres humanos a través de estructuras complejas de significado estable y
consensuado.
Obviamente, no negamos la capacidad de cada individuo para generar interpretaciones
creativamente exclusivas de los fenómenos percibidos. Por el contrario, veremos que la
experiencia individual tiene una influencia determinante en el desarrollo cerebral y cognitivo,
como demuestran evidencias neurocientíficas. Sin embargo, lo que sí pretendemos es situar el
peso de nuestra argumentación en los mecanismos que posibilitan la intercomprensión, ya que
son los mismos que nos permitirán explicar el modo en que somos capaces de crear significado
y de interpretar estímulos que trascienden nuestra individualidad psicofísica y que nos permiten
hablar de la existencia de facultades perceptivas y cognitivas de especie que son las que, en
última instancia, dan lugar al fenómeno que denominamos intersubjetividad.
En el capítulo anterior hacíamos énfasis en el modo en que ciertas imágenes eran producto de
sofisticados instrumentos técnicos que nos permitían contemplar, sin sensación de elipsis
epistemológica, realidades que escapaban al ámbito natural de la visión humana. Hemos
hablado de imágenes que representaban teorías, hipótesis, e incluso conceptos. En este sentido,
decíamos que tales imágenes eran construcciones, lo que nos permitía evidenciar la ingenuidad
del estatus mimético que aun en la actualidad se les concede de forma indiscriminada. Este
estatus convierte a la imagen automáticamente en garante de conocimiento fidedigno, como si
siempre representase entes naturales pertenecientes a un mundo respecto a cuyos atributos no
cabe duda posible. De la peligrosidad que entraña que este estatus permanezca incuestionado
nos ocuparemos con mayor detalle cuando entremos a valorar las implicaciones psicosociales
del manejo que los medios y la publicidad hacen de la imagen.
Lo que nos proponemos a continuación es evidenciar el modo aún más esencial en que nuestros
sistemas sensoriales (dentro de los cuales dedicaremos especial atención a la facultad
psicofisiológica de la visión) construyen absolutamente todas nuestras percepciones del mundo
circundante. Es en este sentido en el que decimos que la realidad es construida y que ello no
implica ningún tipo de desplazamiento hacia una subjetividad indiscriminada: lo que percibimos
es objetivo para los miembros de nuestra especie en virtud del basamento neurofisiológico,
cognitivo y puramente físico que todos compartimos. Por tanto, lo que percibimos es objetivo, y
es real, pero en un sentido muy diferente al postulado por la tradición cientificista occidental. En
otras palabras: la alucinación colectiva estándar a la que se refería Llinás es una construcción
que, precisamente por ser estándar y ser colectiva, es objetiva o, si se quiere, intersubjetiva, que
es el grado máximo de objetividad al que los seres humanos podemos aspirar.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 61
3.2. Lo que la neurociencia tiene que decir sobre la percepción
Nos hacemos eco de las palabras de ANDY CLARK (1999:177) al señalar que resulta
“sorprendente que influyentes programas de investigación en la ciencia cognitiva hayan
minimizado o ignorado con tanta frecuencia los estudios neurocientíficos en sus intentos de
modelar y explicar los fenómenos mentales”.
Sorprendente o no, lo cierto es que el paradigma cognitivo simbólico clásico, que fue el modelo
mental sobre el que se fundamentaron las primeras investigaciones en el ámbito de la I.A.,
partía del supuesto de que el nivel de descripción que interesaba a la disciplina era
independiente del que podían proporcionar ámbitos de conocimiento como la neurobiología.
Los defensores del cognitivismo o simbolismo clásico sostenían que lo necesario para llegar a
comprender e implementar los diferentes aspectos de la inteligencia humana era un nivel de
descripción más abstracto, que se ocupase de las relaciones funcionales que definían la mente
como sistema computacional, capaz de procesar información. La descripción de los mecanismos
fisiológicos concretos de los que emerge la cognición humana no les parecía el tipo de
conocimiento capaz de limitar sus especulaciones, por cuanto que consideraban que era posible
implementar en mecanismos físicos no humanos cualquier aspecto cognitivo una vez que éste
pudiera ser correctamente descrito en términos computacionales.
Este paradigma actúa sobre la presuposición de que la cognición humana consiste en una
manipulación de símbolos que, a su vez, serían la materia de que se compondrían las
representaciones mentales. De este modo, propone un estudio de la actividad cognitiva
totalmente abstraído de sus fundamentos biológicos y fenomenológicos, algo así como una
ciencia de la estructura y la función a la que no importa demasiado la sustancia material que
originalmente posibilita tal actividadxxii. Estaríamos, por tanto, ante una especie de persona
computacional [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:6)] “whose mind is like computer software,
able to work on any suitable computer or neural hardware—whose mind somehow derives
meaning from taking meaningless symbols as input, manipulating them by rule, and giving
meaningless symbols as output”.
Por otra parte, esto no debería resultarnos extraño si tenemos en cuenta lo que hemos
comentado hasta el momento acerca de la tradición filosófica occidental en que nos hayamos
imbricados, que plantea la relación mente-cuerpo como el problema de una escisión. Se trata de
una actitud muy propia de una cultura que concibe la reflexión como categoría divorciada de la
vida corporal: el dualismo cartesiano realmente no proporciona solución alguna, sino que tan
sólo formula el problema. De nuevo en palabras de los recién citados autores:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 62
We have inherited from the Western philosophical tradition a theory of faculty psychology, in
which we have a “faculty” of reason that is separate from and independent of what we do with
our bodies. In particular, reason is seen as independent of perception and bodily movement. In
the Western tradition, this autonomous capacity of reason is regarded as what makes us
essentially human [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:17)].
Sin embargo, no todos los investigadores en ciencia cognitiva estaban de acuerdo con un tal
planteamiento. Incluso en el ámbito de la I.A. había personas que creían en la necesidad de
conocer lo mejor posible los mecanismos neurofisiológicos para avanzar paralelamente en la
comprensión de las facultades mentales que emergían como resultado de la interacción
neuronal. Estos paradigmas explicativos provenían de ámbitos científicos colindantes con la
biología, y dieron lugar a los modelos conexionistas de procesamiento mental.
Básicamente, los modelos conexionistas manifestaban desacuerdo con respecto a la idea de un
procesamiento serial y simbólico para describir las facultades mentales. Proponían que ciertas
tareas cognitivas, como la visión o la memoria, se manipulaban y comprendían mejor si se las
concebía como sistemas complejos integrados por múltiples componentes que, interconectados
mediante reglas muy simples, generaban una conducta global propia de la tarea en cuestión:
Connectionist modeling is characterized as “brain-style” (…) because, (…) the connectionist
network is made up of many units. (…) individual units (…) have no intrinsic meaning; they do
not represent or “stand for” anything. Rather, knowledge and meaning are distributed across
units –in patterns of activation. Connectionist models are also like the brain in that they are
plastic; connectionist models modify themselves by changing the strenghts of connections
between units in response to their interaction with the environment. [E. THELEN Y L.B. SMITH
(2002:38)].
El procesamiento serial podía servir para explicar lo que ocurría a nivel consciente, pero el
simbolismo planteaba un serio problema de inverosimilitud al proponer que todo en nuestra
mente está codificado en algún sitio estable en un formato de representación de la información
sobre el que tampoco nadie acababa de ponerse de acuerdo: “Traditional cognitive psychology
seeks to understand what is stable and constant –for example, how different individuals in
different contexts can mean the same thing by the word cat. Traditional theory explains the
stability of cognition in terms of representations” [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:42)]. Esta
inverosimilitud provenía en gran parte del hecho de que este paradigma cognitivo trabajaba en
un ámbito desligado de lo fisiológico, puramente abstracto, como hemos comentado.
La potencia del planteamiento conexionista reside en su capacidad para explicar la dinamicidad
del conocimiento, y es en este sentido en el que se encuentra próximo a la teoría de sistemas
dinámicos: si concebimos cualquier conocimiento como un patrón de actividad desplegado en el
tiempo, y no como un ente estructural inmutable una vez que alcanza un supuesto estadio de
desarrollo final óptimo (la representación), desaparece la dificultad a la hora de explicar el
cambio constante al que los diferentes tipos de conocimiento humano se ven sometidos a lo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 63
largo de toda la vida del individuo. La experiencia fenomenológica nos revela que no existe
algo así como un estado cognitivo final, sino que los seres humanos modificamos nuestro
mundo de recuerdos, habilidades y saberes (es decir, nuestra memoria) mientras dura la vida. La
aproximación conexionista trata de abrir una vía que permita explicar cómo esto es posible.
Como señalábamos un poco más arriba, para ello se hace necesaria una conjunción de niveles
explicativos:
If we want to explain the dynamics of cognitive structures –how they emerge and change (…) –
we cannot write theories at only the macrostructural level. Nor will we succeed only by looking
at the microlevel. (…) Explanation requires that we keep both the view from above and the view
from below. Connectionism is promising, because like dynamic systems, it is attempting to do
just that. [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:40-41)].
Pero no nos engañemos: aunque mucho más verosímiles, los modelos conexionistas no
abandonaron la noción de representación mental. Lo que hicieron fue flexibilizarla: ahora, a
determinadas propiedades del mundo exterior correspondería un estado mental emergente lo
que, a nivel neurofisiológico, se traduce en un patrón concreto de activación neuronal. Por lo
tanto, aunque se modifica la noción de representación mental simbólica para sustituirla por un
modelo de procesamiento distribuido en paralelo, lo que no cambia es la concepción de que, a
partir de algo que proviene de fuera, el cerebro responde adoptando una determinada
configuración (en este caso, de reverberación neuronal). Aunque oculto, el esquema conductista
estímulo-respuesta, heredero de la causalidad directa propia de la mecánica newtoniana de la
Edad Moderna, sigue ciertamente presente. De nuevo en palabras de las recién citadas autoras:
For connectionists, knowledge consists of the correspondence between an emergent global state
of a network and properties of the world. Thus we have knowledge of the meaning of cat when a
stable pattern of network activity emerges in the context of cat. In this way, connectionism
shows how ephemeral constructs such as representations might emerge from real processes.
Given this formulation of the problem, it is enticing to equate the emergent global states with
representations (…). All in all, we find connectionism too much like traditional cognitive theory
in that it is trying to solve the same theoretical problem. Connectionism is still trying to explain
the stability of cognition. [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:42)].
Y, lo que en estos momentos nos interesa aún más, E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:41) realizan
también una crítica muy importante al conexionismo cuando lo acusan de falta de verosimilitud
neurológica. En efecto, a pesar del “estilo cerebral” de los modelos en red, tales estructuras
constituyen una idealización formal que no refleja la riqueza y la diversidad reales de las
estructuras encefálicas que intervienen en la ejecución de cualquier acción cognitiva:
Instead, connectionist modelers pride themselves on building cognitions by connecting
homogeneous nodes. Connectionism is patently not “brain-style” modeling in the sense of
modeling of the diverse, complex, and heterogeneous structures of the brain. In contrast to
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 64
connectionism, we seek a biologically based theory of development and take seriously what is
known about brain structure and plasticity.
En efecto, el convencimiento por parte de numerosos neurocientíficos de que es esencial
comprender cómo los fenómenos celulares individuales posibilitan la existencia de facultades
cognitivas superiores, ha conducido a una fructífera colaboración metodológica en la que se
aúnan aspectos clave de disciplinas como la neurobiología celular, la neurociencia de sistemas,
la neurología comportamental, la psicología cognitiva y las modernas técnicas de neuroimagen.
Esta matriz disciplinar constituye la base de la moderna neurociencia cognitiva, cuyo objetivo
primordial es llegar a entender cómo las personas piensan, sienten, actúan y se relacionan entre
sí, es decir, llegar a comprender el modo en que los mecanismos neurales originan la cognición
y la conducta.
Las evidencias surgidas de tal aventura interdisciplinar han permitido que la explicación que
actualmente goza de mayor consenso sea mucho más sutil y compleja que la propuesta por el
enfoque conductista dominante en psicología durante la mayor parte del siglo XX. La
concepción de nuestra vida mental y comportamental como consecuencia refleja inmediata de
los estímulos procedentes del entorno exterior ya no se sustenta. Obviamente, la neurociencia
cognitiva no se adentra en cuestiones ontológicas sobre el estatus de lo real, pero sí permite que
investigadores de otras áreas lo hagan sobre la base de sus aportaciones científicas. Volveremos
sobre esta cuestión en el capítulo siguiente para examinarla con detenimiento. Por el momento,
veamos cuáles son los cambios principales que se han producido en la comprensión del
funcionamiento de los mecanismos cognitivos humanos en virtud de las mencionadas
evidencias empíricas.
En primer lugar, los manuales de neurociencia al uso reconocen abiertamente que el encéfalo no
se limita a recibir impresiones del mundo externo, sino que los diferentes modos en que un
organismo interacciona con el medio (táctiles, visuales, auditivos, motores, olfativos…) son
procesados en paralelo por diferentes sistemas sensoriales. Los receptores nerviosos
especializados, que responden a un tipo concreto de energía estimular (química, mecánica,
térmica, lumínica…) según el sistema sensorial del que formen parte, captan el estímulo y
analizan su información, traduciéndola a energía electroquímica susceptible de ser abstraída y
representada en regiones específicas del encéfalo. Sin embargo, lo que en realidad es un flujo
transformacional de energía, a nosotros se nos representa a nivel consciente como un continuo
estable de percepciones unificadas, es decir, como el mundo constante y coherente que
habitamos. De aquí se concluye que la apariencia que tienen nuestras percepciones de ser
imágenes (no sólo visuales, sino perceptos mentales en un sentido amplio, lo que abarca desde
una sensación táctil hasta el reconocimiento de un determinado aroma) inmediatas y fidedignas
de un mundo con propiedades estables es una ilusión.
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Comunicación Visual 65
En efecto, la moderna neurociencia explica que la percepción, en todas sus modalidades, es un
proceso constructivo que no sólo depende de la información intrínseca que proporciona el
estímulo, sino muy especialmente de la estructura del organismo que la percibe y la interpreta.
Interpretar, de este modo, equivale a dotar a ese flujo informacional de unas características
estructurales determinadas que son significativas para el organismo en cuestión. Esto nos
permite concluir, por tanto, lo siguiente: “There exists no Fregean person—as posed by analytic
philosophy—for whom thought has been extruded from the body. That is, there is no real person
whose embodiment plays no role in meaning, whose meaning is purely objective and defined by
the external world (…)” [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:6)].
Así pues, aunque se mantiene la noción de representación interna (concebida ahora como el
modo en que cualquier acto perceptivo correlaciona con un patrón de actividad característico en
un conjunto de células interconectadas), ha habido un giro atencional hacia la importancia del
sujeto psicofísico que percibe, es decir, que interacciona con el medio estructurando e
informando los resultados de tal actividad. Veamos esto un poco más en detalle.
3.3. Sistemas sensoriales: psicofísica versus conductismo
Históricamente, la sensación ha constituido el punto de partida en el estudio científico de los
procesos mentales. El filósofo Auguste Comte, influido por la tradición empirista británica que
afirmaba que todo conocimiento provenía de la experiencia sensorial, expresó ya a principios
del siglo XIX lo que él concebía como una necesidad que no podía postponerse durante más
tiempo, a saber: que los métodos empíricos propios de las ciencias naturales debían aplicarse
también al estudio de la conducta humana. El nacimiento de la psicología como una disciplina
académica separada de la filosofía encuentra sus orígenes en este empeño.
Así pues, como acabamos de señalar, los primeros pasos en solitario de la disciplina psicológica
se centraron en el estudio de la sensación, concebida como la secuencia de acontecimientos en
virtud de los cuales un estímulo externo conduce a una experiencia subjetiva. La psicología
experimental estableció así un patrón de procesamiento común para todos los sentidos, a pesar
de que cada uno de ellos se desencadenase a raíz de la recepción de energías específicas, como
ya había establecido Johannes Müller en 1826 [TH. M. JESSEL, E. R. KANDEL Y J. H.
SCHWARTZ (2003:397)].
Tal secuencia consistía siempre en la recepción de un estímulo físico, a partir de la cual se
desencadenaba un conjunto de sucesos mediante los que el estímulo era transducido en un
mensaje de impulsos nerviosos. La respuesta al mensaje consistía en una determinada
percepción, es decir, en una representación interna de sensaciones. Como se observa sin
dificultad, nos encontramos frente a frente con el esquema de pensamiento causal clásico
combinado con la hipótesis del realismo externista: hay algo que viene de fuera y que causa una
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 66
representación interna, como si simplemente se imprimiese sobre el papel en blanco de nuestro
espacio mental. Del modo en que esto llegaba a suceder realmente no era posible saber nada a
ciencia cierta, así que el conductismo, descendiente directo de la tradición empirista que concibe
la mente como tabula rasa, decidió no acometer un esfuerzo que consideraba de antemano
infructuoso, y colocó en su lugar una caja negra, es decir, un límite investigador coherente con
sus principios teóricos.
Sin embargo, no todo acercamiento a la secuencia perceptiva se produjo desde los presupuestos
conductistas. Ya hemos mencionado la existencia de la psicofísica, disciplina interesada en el
análisis de la relación existente entre las características físicas del estímulo y los atributos
psicológicos de su percepción. A los esfuerzos de esta disciplina por llegar a comprender lo que
realmente tenía lugar en el interior del cerebro se unieron los de la fisiología sensorial, que
examina las consecuencias neurales del estímulo físico, es decir, el modo en que los receptores
sensoriales periféricos lo transducen para ser luego procesado por el encéfalo. Pues bien, los
primeros hallazgos efectuados por ambas disciplinas pusieron de manifiesto casi de inmediato la
principal debilidad del argumento empirista que, por extensión, lo era también del conductismo,
a saber: la mente del ser humano recién nacido no es una tabula rasa, no está vacía, de modo
que no es posible sostener que todo conocimiento proviene exclusivamente del exterior, ni que
nuestra percepción del mundo se conforma mediante la acumulación de encuentros pasivos con
las propiedades físicas de los objetos, que se estamparían contra nosotros de un modo parecido a
como describía Epicuro en su teoría intromisionista de los eidola, aquellas películas de átomos
que las cosas desprendían constantemente en todas direcciones y que le permitían concebir la
visión como una especie de tacto.
En concreto, la psicofísica llamó la atención sobre el hecho de que nuestras sensaciones difieren
notablemente de las propiedades físicas de los estímulos, que las percepciones son abstracciones
y no réplicas del mundo real (porque lo que no se cuestiona en ningún caso es que existe
efectivamente un mundo real con un estatus prioritario). Así, lo que captan nuestros receptores
sensoriales periféricos (situados en las conformaciones orgánicas que comúnmente
denominamos piel, ojos, oídos, nariz, boca…) son ondas electromagnéticas de distintas
frecuencias, variaciones en las ondas de presión del aire, o componentes químicos disueltos en
el ambiente o los alimentos. Pero la experiencia consciente que nosotros tenemos es la de
percibir temperatura o textura de las superficies, colores, sonidos en forma de música o
palabras, aromas y sabores. La neurociencia nos ha ayudado a comprender que tales categorías
no existen de forma independiente y objetiva fuera de nuestro cerebro. De este modo, si
Berkeley volviera a preguntar ahora si el árbol que cae en el bosque hace ruido aunque no haya
nadie lo suficientemente cerca para percibirlo, tendríamos que decirle que no. Obviamente, su
caída produciría cambios físicos, hechos brutos, entre ellos variaciones en las ondas de presión
del aire. Pero el correlato perceptivo de estos hechos (la categoría perceptiva de sonido
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 67
inarmónico, de ruido), no tendría lugar como tal a no ser que hubiese algún ser vivo con el
dispositivo orgánico necesario para percibir los cambios de presión e informarlos de acuerdo a
sus características fisiológicas, es decir, para transducirlos, para interpretarlos, para extraer algo
significativo del simple hecho físico.
Tal vez ahora sea más fácil entender nuestro empeño por cuestionar la ingenuidad de la actitud
epistemológica positivista que pretende la existencia de categorías universales y externas a
nosotros mismos. Lo cierto, y la neurociencia nos ayuda a comprender con bastante exactitud el
modo en que ocurre, es que nuestras percepciones no son registros directos y fidedignos del
mundo que nos rodea, sino que se construyen internamente según constricciones innatas del
sistema nervioso.
3.4. La facultad de la visión
3.4.1. Las apariencias engañan
La mayor parte de nuestro conocimiento del mundo o, dicho de otro modo, de nuestra memoria
a largo plazo, se apoya o tiene algún vínculo con las percepciones visuales. La visión parece una
facultad tan inmediata e informativamente fiable y nos requiere, por lo general, tan poco
esfuerzo, que asumimos de manera natural que, de hecho, no requiere ninguno. Ya hemos
comentado las implicaciones ontológicas que conlleva el sostener tal actitud epistemológica, así
como el riesgo que entraña que el estatus de veracidad concedido a la imagen en la sociedad
actual permanezca incuestionado.
Lo que nos dice la neurociencia es, por el contrario, que en lugar de dejarnos llevar por lo que
dictamina el sentido común en relación con este tema, deberíamos más bien considerar la
evidencia científica de que los mecanismos que subyacen a la visión no son obvios, no sólo para
el que percibe, sino tampoco para el estudioso de la percepción, que constantemente se enfrenta
a la necesidad de desentrañar reglas de construcción visual cuya formulación resulta compleja y
contraintuitiva.
En este sentido, los programas de reconocimiento de patrones visuales diseñados e
implementados en el ámbito de la I.A. nos han permitido comprobar que el reconocimiento de
categorías como la forma, el color y el movimiento y, mucho más aún, la percepción integrada
de las mismas en un todo significativo, es algo cuya consecución requiere del empleo de
recursos neuronales masivos y paralelos, algo que no está todavía al alcance de los ordenadores
más potentes. Lo que ocurre cuando abrimos los ojos y reconocemos un rostro es algo tan
sorprendente y complejo que la actividad cerebral que requiere supera con mucho a la necesaria
para la resolución de problemas de razonamiento formal, como los planteados por la lógica
matemática o los juegos de estrategia como el ajedrez.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 68
Sin embargo, nuestra experiencia consciente en relación con la visión es natural y fluida, y
reviste la misma sensación de facilidad que la que aparenta un jinete de doma clásica al ejecutar
una reprise: todo en el ejercicio del dúo (el animal y la persona) ha de parecer armónico e
inesforzado. La realidad que subyace a esta experiencia es, por el contrario, muy distinta de las
apariencias, y oculta muchos años de entrenamiento esforzado y riguroso, o lo que es lo mismo,
de aprendizaje y desarrollo. Lo que queremos destacar es que lo que ocurre con nuestra facultad
de la visión es exactamente lo mismo: tras su rápido e impecable funcionamiento se extiende
una inteligencia tan vastamente cableada que ocupa casi la mitad de la corteza cerebral humana
(y para cuyo desarrollo efectivo, la experiencia, que no deja de ser un entrenamiento, es
determinante), eso sin contar las vías aferentes que permiten a esta capacidad interaccionar con
otras áreas del encéfalo y que son las responsables de que nuestro sentido visual interactúe con
facultades superiores como el raciocinio y, por supuesto, la emoción, a las que en muchos casos
precede y canaliza. Pondremos un ejemplo significativo en relación con esta última afirmación.
Existe una enfermedad neurológica conocida como síndrome de Capgras, cuya verdadera
naturaleza todavía es objeto de discusión entre los expertos. Lo que parece estar claro, en
cualquier caso, es que los afectados por esta disfunción no tienen problemas propiamente
visuales. Presentan una agudeza visual normal, son capaces de construir objetos y escenas
tridimensionales, integran sin problemas forma, color y movimiento y, a partir de ahí, son
también capaces de identificar sus percepciones, de categorizar, es decir, saben lo que están
viendo, lo reconocen, su mundo visual tiene sentido. Hasta aquí todo normal.
Sin embargo, el problema de estas personas es que las vías aferentes que conectan su sistema
visual con su inteligencia emocional parecen estar dañadas. D.D. HOFFMAN (2000:277-279)
describe el caso de un paciente que sufrió un accidente de coche que lo dejó tres semanas en
coma. La recuperación fue tan rápida, sin embargo, que al cabo de un año sus facultades
mentales habían vuelto a la normalidad, salvo por lo siguiente: estaba firmemente convencido
de que sus padres eran unos impostores. Y algo más, sólo consideraba que eran farsantes cuando
los veía, no cuando hablaba por teléfono con ellos. Si se le preguntaba por la explicación
racional de este hecho, el paciente se mostraba tan extrañado como podía estarlo el que
formulaba la pregunta. Él tampoco comprendía qué interés podían tener esas personas en
hacerse pasar por sus progenitores. Reconocía que la situación no tenía sentido, que el parecido
era asombroso y que eran personas agradables. Pero lo cierto es que, al contemplar sus rostros,
D.S. (que así denomina Hoffman al paciente) era incapaz de acceder a la evocación emocional
que siempre había estado asociada a esa percepción. No sentía lo que él sabía que siempre había
sentido por sus padres. Así que estaba absolutamente seguro de que no podían ser ellos. Y ese
sentimiento, proveniente de la ausencia de una emoción donde debería haber habido una muy
concreta, era tan fuerte que no podía ser contraargumentado racionalmente. Es llamativo el
hecho de que su voz, sin embargo, siguiera provocando la respuesta emocional habitual en D.S.,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 69
lo que ocasionaba que al comunicarse con ellos por teléfono considerase que eran sus padres
auténticos (señal de que las vías aferentes que comunican el sistema auditivo con las áreas
límbicas del encéfalo permanecían intactas). Sin embargo, el poder de una imagen
emocionalmente neutra anulaba la capacidad evocadora del sonido de su voz cuando se
encontraba en su presencia, e interfería determinantemente en las acciones cognitivas que D.S.
llevaba a cabo cuando tenía que razonar sobre unas personas que era incapaz de categorizar
como sus padres.
Ejemplos como este deberían hacernos reflexionar acerca del peso de la emoción en nuestro
razonamiento y en nuestra conducta cotidianos. Entre otras cosas, ponen de manifiesto el hecho
de que las personas con encéfalos no dañados evocan emociones asociadas a sus percepciones
de modo automático, y que cuando tal evocación no se produce suele denotar una anomalía
funcional que se traduce en un problema comportamental.
Un caso histórico en este ámbito, esta vez relacionado con la importancia de la emoción para la
toma de decisiones y la planificación de la conducta, es el de Phineas Gage, y lo relata A.
DAMASIO (2003) en su obra El error de Descartes. El protagonista, joven responsable, educado
y sociable, muy apreciado en su comunidad, era un habilidoso volador de minas que vivió en el
siglo XIX, y que conducía su vida con total normalidad hasta que un día, y debido a una
momentánea distracción, fue víctima de una explosión que le produjo un boquete del diámetro
de una barra fina de hierro en el lóbulo frontal. Sorprendentemente, sobrevivió con todas sus
facultades mentales intactas en apariencia, salvo por un detalle fundamental: su carácter cambió
totalmente. Era incapaz de tomar decisiones adecuadas para su vida a largo plazo (es decir,
incapaz de planificar): abandonaba sus trabajos, se daba a la bebida, blasfemaba en público…
Aunque el estado embrionario de los estudios neurológicos por aquel entonces, así como la
lentitud de las comunicaciones (que impidieron tener noticia de su muerte a tiempo para realizar
una autopsia y estudiar su cerebro), han hecho que no dispongamos de ciertos datos que
hubieran sido de enorme relevancia para evaluar el caso, Phineas Gage parece constituir el
primer ejemplo histórico documentado de destrucción de las conexiones neurológicas
responsables de la integración de la información procedente del lóbulo frontal con aquella
procedente de los núcleos profundos del cerebro: un caso de lesión en el córtex de asociación
límbico orbitofrontal, responsable en gran medida de la conducta emocional.
Lo anterior quiere decir, de forma excesivamente sintética que, sin el empuje emocional
necesario, Phineas Gage no podía llevar a cabo con éxito la toma de decisiones cotidianas que
afectaban a su futuro a medio y largo plazo. El sujeto se había convertido en un pelele que
actuaba sin ton ni son, sin una guía motivacional coherente, incapaz de evaluar qué era o no lo
más conveniente hacer en cada momento para conducir su vida dentro de los parámetros de la
normalidad social. No disponía de los sentimientos necesarios, de la intuición emocional que al
resto de los seres humanos nos guía no sólo en la toma de decisiones importantes, sino que es
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 70
también la que nos hace decantarnos por algo tan trivial como una marca de cereales en el
supermercado cuando, a priori, no tenemos preferencia por ninguna en concreto. A Phineas
Gage todo parecía darle igual, y eso incluía tanto las consecuencias más irrelevantes de sus
actos, como las más graves. De modo similar, las personas con daños en el lóbulo frontal son
literalmente incapaces de decidirse por una marca de cereales, perdidas en una deliberación
infinita en la que consideran todas las opciones posibles, pero sin impulso emocional ninguno
que les haga decantarse por una de ellas cuando las cualidades racionalmente evaluables son
idénticas. De la importancia del marcaje emocional de la experiencia para la toma de decisiones
normofuncional nos ocupamos por extenso en el capítulo 7 de este trabajo.
3.4.2. Publicidad: el razonamiento emocionalmente comprometido
Lo que nos dicen casos como los anteriores nos interesa por dos motivos en el contexto de este
estudio: primero, porque los seres humanos con encéfalos normofuncionales tomamos
decisiones de consumo constantemente; segundo, porque actualmente lo más común es que la
diferencia cualitativa entre los productos en oferta sea mínima o inexistente. De este modo,
ambos factores se combinan para que el empuje emocional en favor de un producto determinado
sea mucho más determinante de lo que pensamos.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 71
Los creativos son conscientes de esto por pura experiencia profesional: saben que si no hay nada
superior o diferente que destacar en el producto que tienen que vender, con respecto a otros de
la misma gama, tendrán que inventárselo: a esto se le llama generar valor añadido. Y lo que le
añaden al producto corriente es, básicamente, capacidad para conmover, para evocar
sentimientos en el consumidor capaces de determinar su elección en un grado mucho mayor que
la evaluación racional de sus cualidades. La mayor parte de las veces, ni siquiera somos
conscientes de que elegimos emocionalmente. Y si llegamos a serlo, eso no quiere decir que no
nos vaya a costar esfuerzo reconducir conscientemente nuestra conducta para evitarlo: D.S.
sabía que no tenía sentido la idea de que esas personas se hiciesen pasar por sus padres, pero era
incapaz de dejar de sentir lo que sentía (o, mejor, era incapaz de volver a sentir lo que siempre
había sentido) y, sobre todo, no era consciente de que sus emociones estaban bloqueando su
capacidad de llegar a una conclusión racional sobre el tema. Pero, aunque hubiese sido
consciente de su propio cortocircuito emocional, habría seguido sin sentir nada por sus
progenitores al verlos.
Aunque nosotros, seremos humanos de a pie, no padezcamos una lesión cerebral, tampoco
somos capaces de explicarnos la causa por la que una determinada imagen publicitaria nos
provoca un sentimiento que hace que prefiramos un producto concreto a pesar de que,
racionalmente, no sea la opción más económica o ventajosa. Eso sí, nos queda la posibilidad de
analizar racionalmente por qué no lo es y, si no nos compensa, cambiar de marca. Aunque
requiere un considerable esfuerzo, podemos romper asociaciones y sustituirlas por otras: en esto
consiste básicamente el aprendizaje. Por el contrario, lo que D.S. no podía hacer era recuperar
una de esas asociaciones emocionales importantísimas, a saber: el sentimiento de amor, o
proximidad, o familiaridad por sus padres. Y esta incapacidad condicionaba la interpretación
que hacía de los sucesos del mundo, tornándola irracional en ese aspecto concreto referente a la
identidad de sus progenitores.
Por tanto, y al contrario de la opinión popularmente extendida que suele ligar emoción y
conducta irracional, muchas veces es la anulación o reducción de la respuesta emocional lo que
desencadena comportamientos inadaptados, que pueden llegar a ser dañinos para el individuo y
para los miembros de su entorno. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los psicópatas, que no
manifiestan una respuesta emocional normal ante el dolor ni el sufrimiento ajeno. Ante
imágenes o palabras que a una persona normal le provocan espanto, el psicópata no experimenta
alteración alguna. Esto se comprobó midiendo la actividad cerebral de un grupo de pacientes
que habían cometido asesinatos en serie y a quienes se consideraba afectados de psicopatía, con
respecto a la de un grupo control. A todos se les proyectaba una serie de palabras escritas (del
tipo mesa, silla, jardín, alfombra, mar), con el fin de establecer un patrón de reverberación
neuronal estándar para cada uno de los sujetos. Entonces se procedía a intercalar en el corpus de
palabras algunas con significados más o menos truculentos (como cadáver, asesinato, tortura,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 72
violación), con el fin de comprobar si esto desataba la actividad de áreas cerebrales diferentes.
En efecto, mientras que en el grupo control se detectó una fuerte respuesta emocional, traducida
en una repentina activación del área límbica, la respuesta de los pacientes con psicopatía
permaneció inalterada: su actividad cerebral se mantenía constante independientemente de que
la palabra proyectada fuera jardín o tortura [E. PUNSET (2006:154)].
Para reconducir el discurso hacia cuestiones relacionadas con las implicaciones emocionales de
la imagen de marca, me permitiré relatar una anécdota. Hace un par de años, durante el
transcurso de un campo de voluntariado en el extranjero, me encontraba haciendo la compra de
la semana en compañía de un compañero polaco. Teníamos que comprar mayonesa, pero
ninguno de ambos conocía en principio las marcas a la venta en el país. De repente, él agarró
decididamente un bote, como si hubiese dado con lo que buscaba. De su actitud inferí que
conocía el producto y que era de su confianza. Pero me equivocaba. Cuando más tarde, en la
cena, le pregunté de qué conocía la marca, me miró extrañado y me confesó que simplemente se
había dejado seducir por el envase y la etiqueta.
Sistemas sensoriales más abstractos, como el olfato, que se encuentra directamente conectado
con el área límbica, entrañan capacidades de evocación emocional aún más intensas, de ahí las
investigaciones que se están llevando a cabo para intentar incorporar sensaciones olfativas en
las campañas publicitarias (en 8.2.4.2.1. el lector encontrará datos detallados sobre el tema
proporcionados por Martin Lindstrom, expandidor profesional de marcas). A este respecto, hace
unos años se emitió en televisión un anuncio que, aunque basado en la imagen y la música,
recreaba metafóricamente esta tremenda potencialidad de los aromas para retrotraernos a
experiencias emocionalmente significativas: se trata del anuncio de galletas Napolitanas, donde
un hombre joven que regresa a su ciudad en el sur de Italia pasa por delante de la pastelería de
su infancia y percibe el aroma de la canela, lo que le hace detenerse ante el escaparate. En ese
instante, y al inhalar profundamente el aroma, todo se transforma a su alrededor: las calles, la
cristalera de la pastelería, la ciudad entera vuelve a ser Nápoles treinta años atrás.
Personalmente considero que esta campaña fue bella y efectiva, un ejemplo de la capacidad de
la imagen (si bien es cierto que combinada con la banda sonora adecuada) para evocar
experiencias multimodales a las que pueden ir asociadas emociones y sentimientos intensos. En
mi caso, me retrotrajo a las tardes en la casa de labranza de mi abuela cuando, a la hora de
merendar, o antes de la cena, como un capricho, mi tía traía de la pequeña tienda de
ultramarinos que regentaba una caja de estas galletas, que entonces tenían un tamaño
considerable (y que de niña me parecían planchas enormes, interminables) y nos daba una a mi
prima y a mí. Crujientes, inmensas. Azúcar y canela. Estos aromas, asociados a la imagen de las
galletas, todavía me suscitan un estado orgánico de felicidad incomplicada, de bienestar
fundamental: rasgos perceptivos, olfativos y gustativos básicos son capaces de activar el
recuerdo vívido de lugares, momentos y personas que amo. En mi experiencia individual, la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 73
marca Napolitanas significa todo esto. Del modo en que la memoria semántica y episódica se
integran en una misma red conceptual profundamente anclada en áreas corticales que
representan rasgos unimodales simples nos ocupamos con detenimiento en 5.6.
Por el momento, daremos una explicación escueta de lo que ocurre a nivel neurofisiológico
cuando experimentamos emociones tan intensas a raíz de un estímulo sensorial de cualquier
índole: lo que hace nuestro cerebro es recrear patrones de actividad aprendidos en el pasado.
Cuando un patrón de conexiones sinápticas asociado a un estímulo concreto correlaciona a su
vez con una configuración emocional determinada (que no es sino otro patrón de reverberación
a nivel cerebral que codifica un estado fisiológico concreto) lo más probable es que ambos se
refuercen mutuamente, como señala el Principio de Hebb [PH. JOHNSON-LAIRD (1982:172)].
Esto explica el hecho de que ciertos aromas, ciertas voces, ciertas melodías…tengan en nosotros
impactos emocionales tan fuertes, que pueden estar asociados a sentimientos conscientes, tanto
agradables como traumáticos.
Por eso decíamos que el desarrollo de toda la potencialidad de cualquier sistema perceptivo
depende en parte de claves moleculares genéticamente especificadas, pero también, y en gran
medida, de la experiencia. Esto equivale a decir que existe una continuidad entre los
mecanismos del desarrollo y del aprendizaje, como pone de manifiesto el hecho de que las
conexiones sinápticas conserven su plasticidad a lo largo de la vida adulta y que, por tanto, sean
modificables mediante la actividad neuronal inducida por la experiencia. De hecho, existen
numerosos estudios experimentales en macacos que proporcionan ejemplos impactantes del
modo en que interactúan los factores genéticos y la experiencia en la maduración del encéfalo, y
que ponen de manifiesto que la deprivación ambiental puede alterar dramáticamente los
procesos de desarrollo del cableado cerebral, especialmente si ésta tiene lugar durante períodos
de edad críticosxxiii .
Pero recuperemos la vía argumental principal: en definitiva, perseguíamos la idea de que la
visión no es simplemente una cuestión de recepción pasiva, sino un proceso inteligente de
construcción activa. Por establecer un paralelismo con una idea que propusimos en el capítulo
anterior, del mismo modo que los científicos elaboran teorías que les permiten interpretar el
mundo físico, nuestro sistema visual elabora mundos con sentido, es decir, transduce hechos
físicos brutos en estímulos que puede categorizar de manera significativa para el organismo en
el que existe. Ahora bien, la diferencia principal estriba en que las hipótesis y teorías científicas
son el fruto de una elaboración consciente, mientras que los mecanismos constructivos
inherentes a nuestra facultad de la visión proceden de manera inconsciente.
A continuación examinaremos con algo más de profundidad en qué consisten tales mecanismos,
de modo que podamos evidenciar el sentido en que decimos que la visión es un proceso
constructivo, significante y creativo y, por tanto, directamente vinculado con la cognición
inteligente. Esto nos interesa en un trabajo de este tipo porque comprender la inteligencia visual
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 74
significa comprender mejor quiénes somos como especie, y qué hay, por ejemplo, en una
imagen publicitaria que pueda apelar a nuestra inteligencia emocional para que todo nos incite a
la adquisición de un determinado producto. Como veremos, lo que importa no es tanto lo que
hay en la imagen, como lo que ponemos nosotros.
3.4.3. Fisiología, percepción y realidad: ¿Por qué decimos que construimos lo que vemos?
3.4.3.1. Introducción
No ha sido hasta tiempos bastante recientes que se ha apreciado el grado en que la percepción
visual es creativa. La imagen neuropsicológica previa se encontraba fuertemente influida por los
filósofos empiristas británicos de los siglos XVII y XVIII, especialmente por la obra de John
Locke y de George Berkeley, quienes consideraban la percepción como un conjunto de
sensaciones elementales unidas aditivamente, mediante asociación simple.
Sin embargo, el estudio de disfunciones cognitivas adquiridas, es decir, provocadas por
accidente cerebrovascular o traumatismo craneoencefálico, constituye (como acabamos de ver
en el epígrafe anterior) una fuente valiosísima de datos que nos permiten avanzar en la
comprensión del funcionamiento del cerebro humano normal. Así, para defender la tesis de que
la facultad de la visión es constructiva, podríamos apelar a los casos de agnosia de forma visual,
en los que la persona afectada, a pesar de distinguir perfectamente colores y movimiento de los
objetos, es incapaz de verlos, es decir, le resulta imposible integrar el conjunto de datos
percibidos en relación con los límites y discontinuidades de las superficies, el color y el
movimiento, para construir la imagen de algo estable y significativo. Estas personas no tienen
problemas semánticos, es decir, siguen sabiendo lo que son las cosas y las reconocen por el
sonido, la textura, el sabor…pero no pueden verlas. No es ceguera, sino ausencia de la
capacidad gnósica que a los demás nos permite estructurar la energía estimular específica que
las neuronas periféricas de nuestro sistema visual transducen en impulsos nerviosos.
Haremos un breve inciso para aclarar esto. En efecto, en el ámbito de la psicología cognitiva se
realiza una diferenciación entre las categorías experienciales conocidas como percepción, por
un lado, y gnosis, por otro [R. J. LOVE Y W. G. WEBB (2001:47-50)]. Mientras que por
percepción se entiende el tipo de conocimiento sensorial que cualquiera experimenta si, por
ejemplo, palpa algo en la oscuridad (es decir, un conocimiento referido a la forma y
dimensiones del objeto, a su peso y textura), el término gnosis se utiliza para designar la
identificación o reconocimiento de tal percepción sensorial, es decir, la capacidad de hacer
corresponder los datos obtenidos (mediante el tacto, en este caso), con una categoría conceptual
concreta. En síntesis, se trata de que la persona sea capaz de integrar los datos procedentes de su
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 75
sistema táctil con los que ya posee de otras experiencias perceptivas sobre objetos similares,
para llegar a saber qué es lo que está palpando (en concreto, esta capacidad de reconocimiento a
través del tacto se denomina estereognosia).
Lo que ocurre en el caso de una agnosia es un defecto en la función de asociación sensorial, un
déficit que está a medio camino entre lo perceptual y lo cognitivo. Así pues, en el ejemplo de la
agnosia visual de forma, aunque la persona afectada conserva intactas casi todas sus facultades
perceptivas y tampoco tiene problemas semánticos globales, lo que falla es la capacidad de
reconocer una determinada cualidad de la percepción. En este caso es la forma, pero podría ser
igualmente el color o el movimiento. Sin embargo, la agnosia de forma visual es especialmente
traumática ya que, al impedir integrar los contornos, partes y colores de los objetos, los
pacientes actúan como si estuvieran ciegos porque, literalmente, lo que ven no tiene sentido, no
lo reconocen, es un caos. En resumen, no pueden categorizar lo percibido visualmente.
En cierto modo es como si, de repente, al contemplar un cuadro figurativo, nos volviésemos
incapaces de comprender lo que representa y sólo pudiésemos acceder a las dimensiones
puramente físicas del mismo, es decir, a la aglomeración de pigmentos sobre el lienzo. Como si
al oír la secuencia verbal modulada por un ser humano no fuéramos capaces de segmentarla
automáticamente en unidades significantes y, por tanto, no comprendiéramos absolutamente
nada de lo que dice (que es lo que nos pasa cuando escuchamos hablar a alguien en un idioma
que desconocemos). Como si al sentarnos un buen día delante de la pantalla del cine sólo
viéramos una gran superficie blanca sobre la que se proyectan aleatoriamente luces de colores
diversos. Todos ellos hechos físicos reales y elementales, pero dramáticamente carentes de
estructura y, lo que es más importante, de significado humano.
Los casos de agnosia visual, que puede afectar a diversos aspectos de nuestra facultad de la
visión, apuntan claramente hacia el carácter construido de todo lo que vemos. No es que la
realidad esté ahí fuera estructurada de la manera en que los seres humanos con encéfalos sanos
la percibimos siempre. La estructura, el significado, están en nosotros.
Aun así, somos conscientes de que apelar a los casos de lesión no equivale a llevar a cabo una
defensa positiva de la naturaleza constructiva de nuestra facultad visual. A principios del siglo
XX, los psicólogos alemanes Max Wertheimer, Kurt Kofka y Wolfang Köhler, a quienes se
considera fundadores de la Gestalt, señalaron que es el proceso de percepción el que configura
activamente la forma completa que aparece en la consciencia, y que por eso cada imagen
percibida es mucho más que la suma de sus elementos preceptúales (lo contrario de lo que
sostenían los empiristas). Hoy en día, y gracias al encuentro propiciado entre la psicología
cognitiva contemporánea y la neurobiología en estudios de la visión (por el hecho de plantear la
cuestión de qué es lo que posibilita la integración de la información perceptiva a nivel cerebral),
disponemos de evidencias fisiológicas que avalan la tesis de que la visión es un proceso
principalmente creativo, y consideramos relevante exponerlas.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 76
3.4.3.2. Contornos cognitivos: ¿Está lo que vemos realmente ahí fuera?
Sin embargo, antes de acometer esta tarea, tal vez sea conveniente ofrecer una evidencia aún
más intuitiva que los casos de disfunción propuestos, para así ejemplificar el modo en que
nuestra capacidad visual nos permite percibir cosas que, aunque ni siquiera están ahí fuera en un
sentido físico bruto, para nosotros ostentan el mismo estatus de realidad que cualquier otra que
podamos ver significativamente y que sí tenga una materialidad externa cuantificable. Nos
estamos refiriendo a los casos en que percibimos contornos y superficies subjetivos como
ocurre, por ejemplo, en la imagen siguiente:
Los triángulos luminosos que las personas con un cerebro y un sistema visual normofuncionales
perciben de modo evidente en el centro de cada figura son, sin embargo, invisibles para un
fotómetro (aparato que sirve para detectar el índice de luminosidad en un área determinada de
una superficie) o para un escáner de imágenes. Así pues, lo que diría cualquiera dejándose llevar
por un sentido común confiado en la precisión de los instrumentos científicos, es que en
realidad, no hay tales triángulos. Lo que decimos nosotros es que, precisamente en realidad, sí
los hay. Exactamente de la misma manera en que, en realidad, suele haber sillas, mesas, gatos,
nubes y estrellas cuando abrimos los ojos y los vemos. Como toda percepción es construida,
todas tienen el mismo estatus de realidad para nosotros.
Esta cuestión nos conducirá momentáneamente a un necesario inciso. En filosofía suele
establecerse una distinción entre dos modos o categorías del ver, a saber: ver fenoménicamente,
y ver relacionalmente. Sólo lo que existe puede verse en sentido relacional, mientras que hay
muchos fenómenos, entre ellos las alucinaciones (que pueden explicarse como disfunciones
cognitivas específicas) que sólo se ven en sentido fenomenal o fenoménico. Así pues, lo que se
ve de esta manera es lo que los seres humanos experimentan significativamente, aunque no esté
ahí en sentido relacional. Queremos manifestar que somos conscientes de la existencia de una
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 77
tal clasificación filosófica (con las implicaciones ontológicas que conlleva) pero que la
consideramos metodológicamente improductiva, al menos en relación con nuestro trabajo. Aquí
vamos a sostener que, desde el momento en que percibimos cualquier cosa, la construimos, es
decir, le imprimimos una estructura significativa sin poder evitarlo (a no ser que suframos de
algún tipo de agnosia o de demencia semántica), de modo que concebimos la realidad como la
experiencia surgida de la integración de todas nuestras percepciones sensoriales multimodales.
Las figuras subjetivas tienen para nosotros el mismo estatus de realidad que las galaxias, que no
dejan de ser construcciones conceptuales que podemos visualizar a través de sofisticados
instrumentos técnicos, o que las estrellas, cuya luz percibimos tal vez mucho tiempo después de
que hayan dejado de existir. Creemos que es necesario desvincularse de la idea que abandera el
fisicalismo reduccionista y que sostiene que sólo es real lo que existe materialmente,
entendiendo por tal todo aquello que sea traducible a algún tipo de parámetro físico externo al
ser humano. Así pues, según el criterio impuesto por el paradigma fisicalista, los triángulos no
serían reales porque no hay un cambio en la intensidad de la energía lumínica que refleja su
superficie. Sin embargo, las galaxias sí lo serían: no importa que sus diversas partes se
encuentren en áreas espaciotemporales que pueden llegar a distar años luz entre sí. Lo
importante es que se supone que están físicamente en algún sitio, aunque tal lugar sea en
realidad muchos lugares diversos carentes de la unicidad que nosotros atribuimos a las galaxias
que vemos. Pero, ¿qué decir de la estrella que estalló y cuya luz seguimos percibiendo porque
precisamente estamos lo suficientemente lejos? En sentido relacional, siempre podríamos decir
que estuvo en algún momento en algún sitio, y que por tanto era real.
Desde nuestro punto de vista, esto no tiene ningún sentido. Otorgar sin más la razón a un
fotómetro, negando nuestra propia experiencia, nos parece que deslegitima el valor
epistemológico de la misma. En cierto sentido, es como si, conscientes de que tras los iconos
del interfaz de nuestro programa de ordenador hay un lenguaje de programación intrincado, nos
empeñásemos en afirmar que éstos no son reales y que no conocemos el funcionamiento del
software simplemente porque no comprendemos los algoritmos subyacentes, que serían la única
dimensión de realidad auténticamente fidedigna. Pero lo cierto es que el programa, en el
sencillo nivel fenoménico en que somos capaces de interaccionar con él, nos sirve del modo
más real y significativo posible, es decir, para desempeñar adecuadamente en la vida cotidiana
una tarea concreta. Y esto es algo tan valioso que sostiene una industria potentísima que da
trabajo a muchas personas que sí conocen los entresijos del lenguaje de programación, y que se
esfuerzan a diario por diseñar interfaces que el resto podamos manejar de forma intuitiva,
adecuada al modo en que cotidianamente experimentamos el mundo. En este sentido, estamos
de acuerdo con el postulado de G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:109) que sostiene lo siguiente:
“What we mean by real is what we need to posit conceptually in order to be realistic, that is, in
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 78
order to function successfully to survive, to achieve ends, and to arrive at workable
understandings of the situations we are in”.
En este trabajo afirmamos que lo que construimos los seres humanos es la experiencia de la
realidad y no, obviamente, la realidad en sentido relacional o absoluto. Entre otras cosas porque,
como ya hemos comentado, el único criterio de que disponemos para cuantificar algo de este
modo tampoco escapa al hecho de que surge de nosotros mismos, con lo que nunca es
completamente objetivo. Se trata de la circularidad fundamental del método científico. Por eso
nos parece que tratar de discutir qué es lo que son las cosas relacionalmente (en definitiva, qué
es lo real en última instancia) es una empresa sin demasiado sentido.
3.4.3.3. Fisicalismo internista y no reduccionista
Aún así, si fuera preciso que hubiera un parámetro físico para que concediéramos un estatus de
auténtica realidad a nuestras percepciones sensoriales, entonces podríamos argumentar que ha
llegado el momento de dejar de buscarlo exclusivamente en los hechos físicos externos al ser
humano. Porque ¿acaso los cambios que se aprecian en los potenciales de acción de las
neuronas ganglionares cuando el ojo percibe un estímulo no son parámetros físicos reales y
cuantificables en el más tradicional sentido científico?
Si estamos dispuestos a reconocer esto, entonces es necesario que sepamos que esos cambios en
la frecuencia de disparo neuronal (que indican el grado de excitación de una célula nerviosa ante
parámetros físicos como la localización, intensidad o duración de los estímulos) se producen
también cuando lo que percibimos son figuras y contornos subjetivos como los diseñados por
Kanisza [D. D. HOFFMAN (2000: 107-111)]. Esto es, ciertas neuronas de nuestro sistema visual
se excitan tanto si en el exterior de nuestro organismo hay un cambio en la intensidad de la
energía lumínica que refleja una superficie concreta (lo que se denomina un estímulo), como si
no lo hay. Es decir, que la percepción completa, gnósica, que emerge en la conciencia, no
siempre está motivada por una correspondencia unívoca con un cambio en los parámetros
físicos externos.
En este sentido, es necesario volver la mirada hacia el modo en que nuestro propio organismo
construye estas percepciones significativas. No es algo absurdo ni paradójico, sino complejo. La
secuencia causa-efecto y la concepción reduccionista de lo real no nos ayudan a comprender
cierto tipo de sistemas dinámicos portadores de información intrínseca, como es el caso del ser
humano.
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Comunicación Visual 79
3.4.3.4. Epistemología para la vida cotidiana
En definitiva, sostenemos que el nivel epistemológico de nuestras experiencias perceptivas
cotidianas es por sí mismo real, útil y significativo. De hecho, es el más importante desde el
punto de vista humano y sólo al considerarlo de este modo podremos explicar cuestiones
psicosociales y comunicativas relacionadas con el uso de la imagen en los medios.
En efecto, es el valor que las personas otorgan a su experiencia, la necesidad de cerrar su mundo
de supuestos para obtener la tranquilidad necesaria para vivir, lo que hace que las imágenes
ostenten el poder que actualmente tienen. En muchos casos, se asumen como garantes de
veracidad de un modo simplista. Obviamente, no decimos que esto sea mejor que otorgar
ciegamente la razón a un fotómetro. Sin embargo, sí detectamos cierta relación entre ambas
actitudes, aunque con una diferencia: la automática (que llevamos a cabo de manera cotidiana, y
que no se ha cuestionado jamás el estatus epistemológico ni ontológico de lo que contempla)
suele plegarse inmediatamente ante el argumento de autoridad científico, que actualmente es de
cariz fisicalista y reduccionista. La mayor parte de las veces, más que de una auténtica
convicción, de lo que parte esta sumisión a la ciencia es de la ignorancia generalizada acerca de
estas cuestiones entre el grueso de la población, y de la falta de reflexión cotidiana demorada
acerca de casi todo. En un mundo que asume implícitamente una metafísica de corte absolutista,
la verdad adquiere también un estatus de unicidad inamovible, establecida actualmente por los
dictámenes científicos, que son algo así como la nueva religión de nuestros días (especialmente
para quien los contempla desde fuera, sin comprender el funcionamiento de los engranajes de la
especulación teórica). Lo que ocurre es, como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:105)
que “In much of the Western philosophical tradition, truth is taken to be absolute and scientific
truth claims take priority over nonscientific truth claims”.
Al ser humano de a pie, sin embargo, y aunque agache la cabeza si tiene la lucidez y la
humildad suficientes como para reconocer su falta de conocimiento o de reflexión sobre la
materia, de nada le sirve que le digan que las cosas que realmente ve no están ahí, sin más,
porque un fotómetro no las capta. O, peor aún, que lo que ve no es la realidad última de las
cosas, porque no se corresponde con las dimensiones físicas generadoras de los fenómenos que
contempla (como en el caso de los iconos de nuestro ordenador con respecto al software y el
hardware que los hacen posibles). Del mismo modo que de nada le sirve que le adviertan que
los anuncios son engañosos, porque los deseos que inspiran en él son muy reales, ya que la
seducción que ejercen los medios se lleva a cabo mediante mecanismos complejos que ostentan,
al igual que nuestros sistemas sensoriales, cierto grado de impenetrabilidad, de tal forma que no
son fácilmente contraargumentables desde la observación cotidiana.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 80
Para rebatir es necesario pararse a reflexionar. En el caso de la publicidad, al poco tiempo de
que disponemos para ello normalmente, se une la dificultad de que es preciso hacerlo sobre
objetos que incluyen información que no suele estar lógicamente estructurada. Y aún hay algo
más, a saber: que no estamos acostumbrados a lidiar con la emoción, el sentimiento, y el deseo.
Mientras que el grueso de la población occidental dedica una parte importante de su vida a la
educación formal, centrada primordialmente en el desarrollo de habilidades cognitivas básicas,
así como en la adquisición de habilidades técnicas y motoras varias, se supone que cada uno se
las apaña como puede para intentar conducir su vida personal, sentimental y emocional, como si
ésta fuese una cuestión menos compleja capaz de resolverse para bien por sí misma, de fluir
armónicamente de modo natural. Si todo va bien, nos alegramos por ello, incapaces de analizar
detenidamente el conjunto de variables a que puede deberse (que, por otra parte, jamás
explicarían la sensación de bienestar general, que suele ser muy superior a la suma de una serie
de circunstancias definidas); pero si va mal, lo que hacía la mayoría antes de que se pusiese de
moda la psicoterapia gracias a las películas de Woody Allen era mirar hacia otro lado,
confiando ciegamente en que el malestar habría de pasar a base de ignorarlo, a fuerza de fingir
su inexistencia. Esta actitud se encuentra, por otra parte, directamente relacionada con el
fisicalismo externista que mencionábamos más arriba: el no poder atribuir un sustrato material a
nuestros estados emocionales de manera directa ha hecho que la posibilidad de su estudio
científico se deslegitimase de manera persistente (a modo de ejemplo, remito al lector a la nota
cxi que encontrará al final de este estudio). En efecto, desde el punto de vista del fisicalismo
científico, es imposible estudiar algo que, en apariencia, no tiene sustrato material y, por tanto,
no existe, por mucho que nuestra experiencia fenomenológica nos reitere machaconamente lo
contrario.
De este modo, la impotencia que produce la falta de entrenamiento para la observación
estructurada de la dinámica emocional (lo que convierte a muchos en víctimas de su propio
estilo sentimental), unida al ritmo de vida y a la renta per capita media (la ayuda psicológica,
además de estar todavía marcada por cierto estigma social, no está cubierta por la sanidad
pública, y es cara) hace que lo más práctico sea, en efecto, seguir mirando hacia otro lado. A los
escaparates, por ejemplo. Una compra innecesaria proporciona un alivio inmediato cuyo precio
resulta irrisorio al lado del presupuesto necesario para afrontar los gastos que supondría una
terapia cognitivo-conductual a medio plazo. No importa que la compensación de la compra
compulsiva sea efímera: por lo general, al ser humano le puede el estímulo inmediato, la
facilidad, lo que está cerca. Más vale pájaro en mano. Y esta tendencia natural, cuyas
consecuencias pueden tornarse patológicas si durante nuestro desarrollo no nos entrenan para
tolerar la frustración, se encuentra exacerbada en una sociedad de ansiosos muy poco
acostumbrados a pensar en los efectos a largo plazo de sus acciones y conductas.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 81
Por eso resulta tan difícil convencer a la gente para que apoye el comercio justo, para que ejerza
un consumo responsable, para que recicle, o para que deje de fumar. Puede más la satisfacción
inmediata del cigarrillo o de la compra a precios más bajos o del no tener que esforzarse en
separar los residuos (frente a la comodidad del gesto de arrojar cualquier cosa en el mismo cubo
de cuyo contenido cada noche alguien nos libera mágicamente), que la recompensa a largo
plazo derivada de esforzarnos por alterar nuestro comportamiento. Lo cierto es que es mucho
más fácil abandonarse, pensar que no tenemos control alguno sobre la situación, o que el mundo
es un engranaje demasiado complejo como para intentar hacer algo por modificarlo, aunque
sólo sea levemente. Y todo porque no obtenemos una satisfacción inmediata de este tipo de
acciones locales, que requieren esfuerzo y cuyas consecuencias a nivel global se hacen esperar,
ya que siguen una dinámica de tipo emergente que requiere de un tiempo prolongado y de la
colaboración de muchos para alcanzar un umbral que dé lugar a un cambio cualitativo. La
organización de la sociedad contemporánea y los fenómenos que en ella tienen lugar no
responden a nuestro hábito de razonamiento causal de corte mecánico newtoniano.
Desentrañarlos requiere más esfuerzo, y también capacidad para tolerar cierto grado de
incertidumbre. Lo que no significa claudicar ante el caos.
Pues bien, la actitud generalizada que acabamos de describir la adoptamos también ante las
emociones y sentimientos que nos abruman: preferimos asumir que es normal que siempre estén
fuera de control, que su naturaleza es la de una masa caótica y desestructurada, que no podemos
manejarlos ordenadamente, reconducirlos. En fin, que nos encontramos inermes ante ellos. Y
así vamos poniendo parches a los problemas sociales y personales, tiritas que se rompen cada
poco y que acaban por costarnos una fortuna, sin atrevernos nunca a abordar la dificultad y el
esfuerzo que conllevaría el intentar resolver el problema de fondo.
Como consecuencia de marginar la atención que dedicamos a nuestros estados emocionales
(que, en nuestra cultura, sólo en la actualidad comienzan a considerarse dignos de ella), toda
estrategia que sea capaz de movilizarnos a nivel orgánico, es decir, que nos empuje más allá de
lo racionalmente controlable, tiene muchas posibilidades de ejercer una enorme influencia sobre
nosotros. Siempre habrá un momento en que el anunciante nos coja desprevenidos y, por mucho
que tratemos de interiorizar que lo que vemos no nos hará más atractivos, poderosos o felices,
ciertas asociaciones quedarán latentes en una especie de conciencia oscura.
Como analizamos en el epígrafe anterior, el poder de la evocación emocional sobre la
inteligencia racional es asombroso. Por eso los anuncios funcionan. Y por un mecanismo muy
parecido no podemos dejar de ver los triángulos subjetivos aunque sepamos a ciencia cierta,
como suele decirse, que no están ahí, es decir, en lo que consideramos el mundo físico externo.
Nuestra inteligencia visual es, al igual que los mecanismos neurofisiológicos responsables de
nuestros estados emocionales, opaca a nuestra conciencia.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 82
Un ejemplo de esta opacidad lo encontramos en el tablero de ajedrez cuyas casillas, a pesar de
ser exactamente del mismo color (es decir, de tener la misma reflectancia de superficie), vemos
de colores diferentes. Fíjese el lector en las casillas A y B de la siguiente imagenxxiv:
Nos parecen de distinto color porque construimos los colores en consonancia con el patrón de
contrastes entre zonas de diferente reflectancia lumínica de la escena, en lugar de procesar
aisladamente la frecuencia de onda reflejada por cada superficie. Esto puede apreciarse en la
siguiente imagen, donde vemos que el color de B cambia (a nuestros ojos) a medida que la
aproximamos a A:
A pesar de ello, y aun habiendo comprobado por nosotros mismos que la reflectancia que
cuantificaría un fotómetro no cambia, si nos enfrentamos de nuevo a la imagen original,
seguiremos viendo las casillas de colores diferentes. No hay modo de que el conocimiento que
tenemos de lo que se supone que está ocurriendo en el tablero modifique el funcionamiento de
nuestro sistema visual.
Ahora bien, que no podamos modificar radicalmente ciertas características de serie de nuestro
sistema cognitivo por medio del ejercicio de una reflexión consciente (la impenetrabilidad a que
nos referíamos un par de páginas más arriba), no quiere decir que no podamos observarlas
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 83
demoradamente para tratar de comprender mejor cómo funcionan, lo que equivale a intentar
comprender, en última instancia, cómo pueden ser manipuladas.
Aclarado este punto, ha llegado el momento de exponer cuáles son las características
fisiológicas de nuestro sistema visual que avalan la tesis de la construcción. Como es nuestro
propósito declarado desde el inicio de este trabajo, no redundaremos en detalles eruditos. Sin
embargo, es importante apuntar las evidencias estructurales que amparan lo que actualmente es
una firme conclusión en el ámbito de los estudios visuales pero que, para la mayoría, resulta
enormemente contraintuitiva.
3.4.4. De la estructura digital retiniana, a la abstracción analógica de nuestras percepciones
conscientes
La estructura básica del ojo se conoce aproximadamente desde la época de Galeno, en torno al
siglo II d.C., pero su función no fue del todo comprendida hasta que, en 1604, Kepler hizo
pública su teoría de la refracción mediante lentes esféricas. Aplicada al ojo, esta teoría permitía
explicar que lo que hacían la córnea y el cristalino era enfocar una imagen sobre la retina. A
partir del momento en que la evolución tecnológica posibilitó, un par de siglos más tarde, la
captación de imágenes fotográficas, la metáfora que equipara el ojo humano y la cámara ha sido
profusamente utilizada. Hoy en día, esta metáfora es ya un lugar común que, sin embargo, y
dados los conocimientos de que disponemos en la actualidad sobre el funcionamiento del
sistema visual debidos a los impresionantes avances realizados en estudios de la visión (muchos
de ellos potenciados por los proyectos de implementación de robots capaces de propiocepción y
desenvolvimiento en el espacio llevados a cabo en el ámbito de la I.A.) no deja de llamar a
error.
En efecto, la retina, a diferencia de la película fotográfica, no es un recipiente pasivo de
imágenes, sino que las compone a partir de la luz capturada por una formación discreta de
fotorreceptores, es decir, de células nerviosas sensibles a la energía lumínica. Los
fotorreceptores son de dos tipos, unos más grandes que otros; los más pequeños, que
denominamos bastones, nos permiten ver cuando la luz es escasa. Los más grandes, los conos,
son los que posibilitan la visión en color y trabajan a pleno rendimiento cuando la luz es intensa.
Se concentran principalmente en la fóvea, que es la parte de la retina con mayor resolución, es
decir, donde la densidad poblacional de fotorreceptores aumenta significativamente. Lo que nos
interesa de esta estructura, sin embargo, es su calidad discreta, digital, como si se tratase de un
cuadro puntillista: lo que capta la retina es un número determinado de fotones por célula
nerviosa. Sin embargo, la experiencia consciente que tenemos al abrir los ojos no es discreta,
sino continua. Vemos líneas y superficies, y también somos capaces de captar la profundidad,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 84
aunque en nuestra retina nunca hay más que una proyección bidimensional. Es nuestro sistema
visual el que transforma los estímulos luminosos digitalizados, bidimensionales, y transitorios
en los constructos mentales del mundo tridimensional estable y analógico que percibimos.
Pero, ¿cómo lo hace exactamente? Imaginemos por un momento la retina como una disposición
idealizada de celdillas hexagonales, cada una de ellas equivalente a un fotorreceptor, en este
caso, un cono. De hecho, esta descripción es bastante fiel a lo que es la retina realmente en el
área de la fóvea. Imaginemos que contemplamos un cuadro enorme de Miró en el que sólo hay
dibujada una larga y gruesa línea recta. Idealmente, tendemos a pensar que sólo se activarán los
conos cuyos campos receptivosxxv correspondan exactamente con la superficie de la línea. Pero
el problema es que esta correspondencia nunca es exacta, y que los conos se activan (con más o
menos intensidad) o no se activan (se inhiben) pero no pueden hacerlo a medias (es decir, no
pueden activar exclusivamente la parte de su campo receptor que se corresponde exactamente
con la línea, como ocurre en la imagen de la izquierda). De este modo, la imagen que
obtenemos a nivel retinal es más bien parecida a la que se encuentra a la derecha:
Los hexágonos más oscuros indican un cambio mayor en el potencial de membranaxxvi del cono,
es decir, una mayor intensidad en la respuesta de la célula nerviosa. Como ya hemos comentado
al hablar de los orígenes de la psicofísica, cada energía estimular específica, ya sea lumínica
(como es el caso), térmica, mecánica…es transformada en energía electroquímica, de modo que
a nivel nervioso comparte un formato común. Esta conversión de la energía estimular en
descarga neural tiene dos fases, a saber:
La primera corresponde a la mera transducción del estímulo, lo que a nivel fisiológico se
materializa como un cambio local en la energía que se encuentra a ambos lados de la membrana
de la célula receptora (lo que se llama una despolarización o una hiperpolarización,
dependiendo de en qué sentido se efectúe el cambio, lo que para nosotros no reviste ahora
mayor importancia).
La segunda fase es la codificación neural. En este momento, la señal transducida por la neurona
receptora se transforma en una descarga de potenciales de acción que representan parámetros de
la información contenida en el estímulo, como intensidad o duración.
Los potenciales de acción no son más que señales eléctricas que viajan por los axones de las
células nerviosas, pero tienen una característica muy importante: todos son equivalentes en
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 85
intensidad, de modo que el grado de activación o respuesta de una neurona se mide por el
número de veces que dispara, es decir, el número de potenciales por segundo que viajan por el
axón. Sin embargo, y a diferencia de la mayoría de las neuronas, las células retinales
fotorreceptoras, es decir, los bastones y los conos, no descargan potenciales de acción, sino que
responden a la luz con cambios graduados del potencial de membrana. Por tanto, la segunda
fase de la conversión la llevan a cabo las células ganglionares de la retina.
Así pues, lo que obtenemos a escala retinal es, como puede observarse en la figura, algo que no
se parece demasiado a nuestro concepto de línea, sino más bien un conjunto de respuestas de
diferente intensidad de los conos, cuyo campo receptor coincide total o parcialmente con la
posición de la línea en nuestro hipotético cuadro de Miró. Cuanto mayor sea la coincidencia,
más activa se mostrará la célula en cuestión (y más oscura aparecerá en la imagen). De este
modo, cada vez que vemos una línea tenemos que construirla a partir de las respuestas
individuales de los fotorreceptores a escala retinal, lo que requiere el empleo de una cantidad
abrumadora de recursos neuronales, como ponen de manifiesto los estudios llevados a cabo por
los investigadores de la visión informática, que llevan décadas trabajando en la detección
mecánica de líneas y bordes. Puede que a nosotros nos parezca algo trivial pero, para un
dispositivo mecánico, llevar a cabo la identificación de un límite de superficie es una hazaña
que requiere en torno a los diez millones de operaciones aritméticas. A escala cerebral, las cifras
celulares son aún más impresionantes: sólo en una retina hay unos 120 millones de bastones y 7
millones de conos. Y aun así, la retina es tan sólo el lugar en que la construcción de la imagen
da comienzo: los datos transducidos por la retina van a parar, a través del nervio óptico (un gran
manojo de axones), al núcleo geniculado lateral (N.G.L.), que podríamos describir como la
principal estación de relevo sensorial del encéfalo, y que se encuentra en el tálamo. Desde allí,
nuevas vías nerviosas se proyectan hasta la corteza visual primaria en el lóbulo occipital, pero
hay otras áreas corticales (córtex visuales de nivel superior) destinadas al procesamiento de
información visual de diferentes tipos, como puede ser el movimiento, el color, o la orientación
de líneas y bordes. Por otra parte, no estamos hablando de un procesamiento lineal donde los
datos vayan de la retina al N.G.L. y de allí a la V1, V2, o al área cortical visual que
corresponda, sino de vías paralelas profusamente interconectadas que, en muchos casos, se
retroalimentan unas a otras. Es decir, hay vías que vuelven desde el córtex visual al N.G.L., y
también otras estructuras cerebrales profundas que interaccionan, como el colículo superior, el
pulvinar, o el claustrumxxvii.
En definitiva, lo que sostenemos es lo siguiente: puesto que la imagen en la retina es discreta y,
sin embargo, nosotros obtenemos sensaciones perceptivas continuas, tales percepciones
constituyen una construcción de nuestro sistema visual, que es capaz de integrar la información
que las células retinianas captan aisladamente. La actividad cerebral masiva que desata la más
sencilla percepción pone de manifiesto la complejidad de la capacidad creativa de este sistema.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 86
La misma afirmación es extensible a la percepción de objetos y escenas tridimensionales. La
imagen en la retina es siempre bidimensional y, sin embargo, nosotros obtenemos la sensación
de habitar un mundo en tres dimensiones, con profundidad. Sin embargo, esto debería ser
imposible de ver en teoría. Como ya señalaba W. Molyneux en 1692, en su obra Dioptrika
Nova, y también G. Berkeley en su New Theory of Vision [D.D. HOFFMAN (2000:36)], la
distancia no se puede ver en sí misma, porque desde el punto de vista físico no es más que una
línea que dirige su extremo al ojo, sobre el que proyecta un único punto invisible.
Asombrosamente, y a pesar de las leyes de la óptica, nosotros percibimos la profundidad y
somos capaces de calcular distancias cada vez que abrimos los ojos. Esto debería hacernos
considerar, por tanto, que la profundidad que vemos es una construcción nuestra, determinada
por las características neurofisiológicas de nuestro sistema visual y por las facultades cognitivas
que emergen de la interacción de nuestro organismo con el medio.
En concreto, la imagen estereoscópica, es decir, en tres dimensiones, surge de las leves
diferencias que hay entre el campo visual que capta cada uno de nuestros ojos. Nuestro cerebro
se las arregla para integrar de forma muy compleja las diferencias existentes entre las imágenes
retinianas continuas que previamente construye. La clave fisiológica para comprender esto
parece estar, en este caso, en las columnas de dominancia ocular del córtex, pero no es éste el
lugar de hacer una digresión al respecto.
Pongamos, mejor, un ejemplo más intuitivo: los creadores de películas en tres dimensiones,
como las que se proyectan en los cines IMAX, utilizan el conocimiento que actualmente
poseemos sobre la visión estereoscópica para conseguir que recreemos la sensación de
profundidad a partir de las imágenes bidimensionales proyectadas en la pantalla plana. Lo
mismo ocurre con las gafas de cristal líquido que nos sumergen en una especie de realidad
virtual: estas gafas, que se parecen más bien a un casco, bloquean alternativamente la luz que se
proyecta sobre cada ojo, y en los intervalos de tiempo en que cada ojo ve, las imágenes que se le
ofrece a cada uno de ellos son sutilmente diferentes. Esto, evidentemente, sucede más de sesenta
veces por segundo, es decir, tan rápido que no somos conscientes de ello, ni del tiempo en que
nuestros ojos permanecen en la oscuridad. Es nuestro sistema visual, de nuevo, el que a partir de
esas secuencias de imágenes ligeramente diferentes que ve cada ojo, hace lo que está
acostumbrado a hacer cotidianamente, a saber: construir un mundo tridimensional envolvente.
Por tanto, lo importante es ser conscientes de que, fenomenológicamente, también construimos
el espacio que percibimos que habitamos y que, por tanto, no es cierta la afirmación de corte
racionalista acerca de que el conocimiento se construye de acuerdo con categorías preexistentes
objetivas como el tiempo, el espacio, o la causalidad. La mente construye la experiencia
sensorial (por contraposición a lo que afirmaban los empiristas), pero el preconocimiento que
nos proporciona las claves básicas para organizar esa experiencia no es ajeno a nosotros
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 87
mismos, sino que está especificado en un programa genético que requiere precisamente de tal
experiencia para su desencadenamiento y desarrollo.
Hasta no hace mucho, los neurobiólogos creían que las conexiones encefálicas que posibilitan la
percepción visual estaban totalmente programadas por un conjunto de fenómenos moleculares
independientes de la actividad. Las claves moleculares especificarían el modo en que el
desarrollo nervioso de las conexiones neuronales habría de llevarse a cabo. Aunque, en efecto,
las claves moleculares son críticas para el desarrollo, sin embargo ahora sabemos que no es lo
único que interviene en la formación de las sinapsis.
Para exponerlo de forma sintética, será útil utilizar un paralelismo con un programa de tres
etapas. Los datos genéticamente programados son determinantes en las dos primeras, a saber:
1) En la selección de una neurona de una vía específica para el crecimiento de su axón, y
2) en la elección subsiguiente del axón de una región de destino en el sistema nervioso.
Así, por ejemplo, en el sistema visual, las claves moleculares guían el crecimiento de los axones
de las células ganglionares desde la retina a través del nervio óptico, y de ahí, a su región de
destino: el núcleo geniculado lateral. Sin embargo, una vez que el axón ha alcanzado este
destino, lleva a cabo un emparejamiento con un grupo de neuronas postsinápticas en el N.G.L.
(esta sería la tercera etapa dentro del programa), y lo hace mediante mecanismos dependientes
de la actividad y la experiencia del individuo. De hecho, los mapas corticales, aunque son
genéricamente similares, difieren sistemáticamente entre las personas en un modo que refleja su
utilizaciónxxviii .
Todo esto pone de manifiesto la existencia de continuidad entre los mecanismos neurales del
desarrollo y del aprendizaje, y nos ayuda a explicar no sólo la asombrosa plasticidad que
conserva el cerebro adulto para reasignar funciones en caso de lesión, sino algo mucho más
básico y cotidiano, como es nuestra capacidad de asociación y aprendizaje. En este sentido, los
seres humanos somos sistemas dinámicos, cambiamos en conjunción con las fluctuaciones
experimentadas en el entorno en que existimos como organismos: el hecho de que las
conexiones sinápticas puedan modificarse a lo largo de la vida adulta mediante la actividad
neural inducida por la experiencia avala fuertemente esta idea.
3.4.5. Sobre la percepción del color
Lo que acabamos de afirmar en nuestra defensa de que tanto la forma como la
tridimensionalidad de nuestras percepciones visuales son propiedades construidas podemos
hacerlo extensible al color, cuya visión implica un sofisticado proceso de abstracción que
comprendemos relativamente bien a nivel fisiológico. Examinarlo detenidamente nos conducirá
a reforzar de manera concluyente la evidencia aportada hasta el momento para apoyar la tesis de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 88
la construcción visual. Esta vez, sin embargo, en lugar de comenzar ofreciendo un ejemplo
intuitivo de que el color que atribuimos a las superficies es una propiedad construida, nos
gustaría abordar brevemente, en primer lugar, el origen de las primeras ideas científicas sobre la
materia.
Fue Isaac Newton el primero en articular una explicación relevante sobre el fenómeno cuyo
examen tenemos entre manos, y lo hizo mediante sus conocidos experimentos con prismas.
Observó que la luz blanca, cuando atraviesa un prisma, sale dividida en un espectro de colores
similar al del arcoiris, lo que le llevó a la conclusión de que los rayos de luz en sí mismos
carecen de color pero, sin embargo, tienen la capacidad de generar o suscitar la sensación de
color en el ser humano o, en sus propias palabras, de “propagar éste o aquel movimiento en el
aparato sensorial, y en éste constituyen la sensación de aquellos movimientos bajo la forma de
colores”[ D. D. HOFFMAN (2000: 163)].
Veamos un poco más en detalle qué era exactamente lo que pensaba. Si un determinado tipo de
rayo lumínico es el responsable de que nosotros tengamos la sensación de percibir un color
determinado, esto implica que los colores de los objetos han de ser fruto de la capacidad de
estos de reflejar ese tipo de rayo concreto, de modo que nosotros lo percibamos. Es decir, que
las características y propiedades físicas de los rayos de luz se corresponderían con los diferentes
colores que nosotros percibimos.
A todas luces, esta teoría se ajusta al esquema clásico de razonamiento en el que un estímulo
exterior, físicamente cuantificable, correlaciona con una cualidad perceptiva interna de forma
unívoca (por causalidad directa), en este caso, la sensación de un color específico. Este modelo
causal, de estímulo-respuesta, se apreciará más claramente si tenemos en cuenta la descripción
física que Newton hace de la luz. En síntesis, Newton concebía la luz como un tipo de onda
cuyos rayos podían desplazarse a diferentes velocidades, al igual que las ondas de agua en un
estanque. Estas diversas velocidades son lo que entendemos por frecuencias de onda. Así, llegó
a establecer una equivalencia entre la frecuencia de los rayos de luz que inciden sobre la retina y
la sensación de color que experimentamos, a saber: el color azul sería producto de la percepción
de rayos de alta frecuencia; el verde y el amarillo, de los de frecuencia media; mientras que el
rojo lo sería de rayos de frecuencia baja. De este modo, el patrón de reflexión lumínica de una
superficie (es decir, la frecuencia de los rayos que esa superficie tiene la “disposición” de
reflejar) es lo que determina la sensación de color que experimentamos. En un esquema
explicativo de corte mecanicista y fisicalista, como éste, decir esto equivale a decir que el patrón
de reflexión de la superficie es realmente el color de la superficie.
Sin duda, como apuntábamos al inicio de este capítulo, se trata de una bella idea que apacigua el
espíritu colmándolo de conocimiento contrastable y cuantificable, ya que nos permite construir
correspondencias estables y unívocas entre hechos físicos externos y sensaciones internas, como
si el origen de todas ellas sólo pudiese ser esclarecido recurriendo a un dato que hay que atrapar
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 89
y medir para ofrecerlo como única causa y explicación posible de lo que fenoménicamente
percibimos. Como si el número que codifica la frecuencia de una onda lumínica desvelase
alguna dimensión insospechada para la comprensión del significado que un color tiene para una
comunidad de individuos o para un ser humano concretos.
Sin embargo, y evidentemente, no basaremos nuestra afirmación de que nuestra percepción del
color no es reductible a un patrón estable de reflectancia lumínica en un argumento acerca de la
potencia semiológica de la idea propuesta por Newton. Por el contrario, nos apoyaremos en la
neurobiología y en los estudios en visión informática, que han puesto de manifiesto que, para
construir el color, nuestro sistema visual dispone de recursos mucho más complejos que la
reflexión local de la luz. De hecho, el que haya células ganglionares tanto en el núcleo
geniculado lateral como en las diversas áreas del córtex visual especializadas en la detección de
contrastes, dice mucho también acerca del modo en que percibimos el color. Veamos por qué:
para nuestro sistema visual, de manera general, el patrón de contrastes es siempre más
informativo que la intensidad absoluta de la luz reflejada por los objetos de la escena. Es
bastante obvio que, si la cantidad de luz reflejada depende en gran medida de la intensidad de la
fuente de luz, pero sin embargo la reflectancia de las superficies no cambia, en caso de que
aumente o disminuya la luz ambiental, la cantidad de luz reflejada por las superficies lo hará
proporcionalmente, de modo que no se alterará el contraste entre ellas. La organización del
campo receptor de las células ganglionares en áreas de centro-periferia, las convierte en
instrumentos muy precisos para la detección de límites, bordes, y contornos de superficie, que
son lo que los contrastes de luminosidad definen primordialmente.
Explicaremos muy brevemente en qué consiste esta organización para que el lector se haga una
idea aproximada de lo que ocurre a nivel celular cuando, por ejemplo, vemos el borde de una
mesa (lo que resulta más relevante de lo que parece, ya que nos permite evitar golpearnos con la
esquina al pasar, es decir, tiene consecuencias inmediatas para nuestra adaptación exitosa al
medio). Pues bien, las células ganglionares individuales reciben constantemente señales de los
mismos fotorreceptores de un área concreta de la retina, lo que constituye el campo receptor de
esa célula ganglionar en particularxxix. Así pues, podríamos decir que el campo receptor de una
célula ganglionar es el área de la retina que controla. Hay dos características importantes de los
campos receptores para nuestra comprensión de su funcionamiento: 1) son circulares y 2) están
divididos en una zona central y en una periféricaxxx, que la rodea. Dependiendo del tipo de
respuesta que tenga la neurona cuando se estimula el centro de su campo receptor con luz, se ha
establecido la existencia de dos clases de células ganglionares, a saber: centradas y descentradas
(o, más técnicamente, células de centro-on y de centro-off). Las primeras se excitan si reciben
luz en el centro de su campo receptivo, y se inhiben si captan luz en la zona periférica. Las
células con campos receptivos descentrados actúan a la inversa, es decir, se inhiben cuando la
luz incide sobre el centro de su campo receptor. Para cada punto en el campo visual, un ser
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 90
humano tiene neuronas de ambas clases que actúan de forma paralela. Empleamos
aproximadamente un millón de neuronas de este tipo por retina, lo que denota que el simple
hecho de detectar un contraste de luminosidad que nos permita construir un límite entre dos
superficies y, así, saber dónde acaba la mesa, entraña una complejidad más que considerable.
Del mismo modo, la percepción del brillo y el color se basa también en información sobre el
contraste entre áreas de diferente intensidad lumínica más que en la cantidad absoluta de luz o
en el patrón de reflectancia de cada área por separado. Esto quiere decir que un color no
correlaciona unívocamente con una determinada longitud de onda, e implica que el contexto
importa, lo que a su vez explica sucesos cotidianos como el hecho de que una camiseta que
acabamos de comprar nos parezca de un color sustancialmente distinto al salir a la calle o que,
al ponernos unas gafas de sol o pasar de un ambiente de luz intensa a otro de penumbra, tras los
minutos de adaptación necesarios, seamos capaces de seguir diferenciando los colores con
bastante precisiónxxxi.
Esto es así, entre otras cosas, debido a un factor muy importante, a saber: genéricamente no
construimos el color de forma aislada, sino que lo integramos con otras propiedades visuales y
procuramos que todas sean mutuamente coherentes. Es decir, organizamos nuestro mundo
visual en objetos y escenas tridimensionales, colocamos fuentes de luz que los iluminan, y
asignamos color tanto a estas fuentes lumínicas como a los objetos. Ha llegado el momento de
ofrecer un ejemplo sencillo e intuitivo de todo esto:
La mayoría de las personas que hayan asistido a clases de dibujo técnico se habrán enfrentado al
menos en una ocasión al reto de crear un cuadrado como el de la izquierda. Se trata de dividir el
área de trabajo en cuarenta y nueve cuadraditos en los que habrá que ingeniárselas para
conseguir una mezcla de tintas que, a partir de cuatro colores oponentes, muestre una suave
transición entre cada cuadradito individual. Por sorprendente que parezca, la imagen que
aparece a la derecha se ha obtenido mediante una disposición aleatoria de exactamente las
mismas mezclas de tintas conseguidas en la figura de la izquierda. Sin embargo, en una
percibimos colores que no parecen estar en la otra. Y que, de hecho, y puesto que es nuestro
sistema visual el que construye el color percibido, no lo están. Esto es así porque, como
decíamos, el contexto importa: lo que gobierna la creación del color no es sólo el pigmento que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 91
hallamos en un punto o en una superficie. Como pone de manifiesto la tabla de colores, las
diferentes distribuciones de las mismas mezclas de tinta hacen que construyamos
interpretaciones diferentes, es decir, que veamos colores distintos.
Aunque a nivel fisiológico no está totalmente claro cómo hacemos esto, los investigadores de la
visión sugieren como hipótesis más que plausible el hecho de que interpretamos los cambios
graduales de tono, saturación y brillo en una imagen como cambios en la iluminación, mientras
que si estos cambios son bruscos, interpretamos que el cambio se ha producido en el pigmento
de la superficie, es decir, en su patrón de reflectancia. Así pues, la transición de colores creada
en la imagen de la izquierda hace que coloquemos una suave luz iluminadora que parte de cada
una de las esquinas: la de la esquina superior izquierda tendría un tono verdoso, amarillento la
inferior del mismo lado, azulado la de la parte superior derecha, y rojizo la inferior
correspondiente. Al mismo tiempo, en esta imagen los límites entre cuadraditos se han marcado
mediante cambios en la saturación de los tonos de una mezcla a otra. Si no se dieran estos
cambios bruscos, construiríamos cuatro luces distintas que brillarían desde cada esquina sobre
una superficie homogénea, generando una suave transición de color.
Por el contrario, en la imagen de la derecha las transiciones entre tonos son abruptas, lo que
hace que le asignemos una iluminación única y uniforme, es decir: atribuimos los cambios de
color a cambios en el pigmento de la superficie, no en la iluminación. Y esta categorización
distinta e inconsciente que realizamos (bien en colores de superficie, o bien en iluminadores) de
los cambios que observamos en la imagen es el motivo de que una superficie con la misma tinta
pueda presentar una apariencia tan diversa en el cuadrado de la izquierda con respecto a la que
ofrece en el de la derecha. De hecho, hay colores que vemos a la derecha que no parecen estar a
la izquierda. Y, también de hecho, los colores (como constructos psicofísicos que son), no están:
lo que está es la tinta, es decir, un pigmento con la capacidad de reflejar una onda lumínica de
una determinada frecuencia.
Somos conscientes de que hemos introducido terminología referente a parámetros que aún no
hemos explicado. Lo haremos ahora, una vez comprobada sobre el terreno la relevancia de su
manejo para la mejor comprensión de una serie de cuestiones interesantes acerca del fenómeno
del color que avalan la tesis de su construcción.
3.4.6. Parámetros subjetivos y colores oponentes: la estructura (idealizada) del color
3.4.6.1. Introducción
Acabamos de señalar que las evidencias neuropsicológicas y los últimos estudios en el ámbito
de la visión apuntan a que la construcción que llevamos a cabo del color no emerge en nuestro
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 92
sistema cognitivo de forma aislada, sino en consonancia con mundos visuales coherentes en
dimensiones múltiples.
Sin embargo, y a pesar del ataque que hemos lanzado contra el reduccionismo metodológico
cuando éste se adopta intransigentemente y cierra las puertas a cualquier atisbo de
comunicación interdisciplinar para la solución de un problema científico concreto, también
hemos reconocido que, en ocasiones, es preciso simplificar para examinar en detalle primero,
siempre que se tenga en cuenta que será necesario complejizar después. Por lo que se refiere a
este punto de nuestra exposición, hemos de confesar que casi hemos procedido a la inversa, a
saber: primero nos hemos ocupado en poner de manifiesto la cualidad del color como propiedad
construida de modo coherente con respecto a otras cualidades de nuestro mundo visual, como el
contraste entre áreas o la iluminación (que, a su vez, son lo que nos permite construir de manera
coherente cualidades como la forma y la tridimensionalidad de los objetos, por ejemplo) para, a
continuación, proceder a la explicación básica de la estructura del color que los seres humanos
construimos. Hay, sin embargo, una buena causa para ello, y es la siguiente: la mayoría de los
experimentos psicológicos realizados para la determinación de tal estructura se realizan sobre lo
que técnicamente se denomina colores de apertura, es decir, colores que no parecen pertenecer
a una superficie ni tener ninguna iluminación, y que equivalen a un estímulo tan simple como el
que constituye un círculo coloreado en un entorno neutro. En estos casos, por tanto, no hay
datos contextuales suficientes para construir mundos visuales coherentes. Aunque esto
simplifica mucho las cosas y nos permite poner orden en los datos experimentales obtenidos,
también es cierto que las reacciones que estamos midiendo son reacciones ante estímulos
artificiales, que no tienen lugar en la percepción cotidiana y que, por tanto, podrían llamarnos a
error si no tuviésemos en cuenta lo que desde el principio nos hemos esforzado por dejar claro:
que el contexto influye en la construcción del color percibido.
La afirmación anterior es mucho más importante de lo que parece: no es sólo que el color
enriquezca estéticamente nuestra experiencia visual, sino que tal enriquecimiento es portador,
además, de un gran valor informativo. En efecto, la percepción del color es, en cierto sentido,
una capacidad evolucionada a partir de la percepción del brillo, mucho más simple tanto en su
instanciación neurobiológica como desde el punto de vista informativo. Así, el color es vital
para la detección de patrones de contraste que, de otro modo, no veríamos. Esto ocurre en los
entornos cotidianos y, muy especialmente, en las escenas naturales (aunque cada vez se
encuentran en menor medida integradas en nuestra cotidianeidad, este hecho aún no ha afectado
a nuestra dotación neurobiológica básica). En este tipo de escenas la diferencia entre gradientes
de intensidad lumínica de áreas contiguas es muy pequeña y, por tanto, los contrastes muy
sutiles, como se aprecia en la imagen que ofrecemos a continuación, una reproducción de
Recodo en el río Epte, cerca de Giverny, de Claude Monet, que tomamos de E.R. KANDEL, J.H.
SCHWARTZ Y TH. M. JESSEL (2003:484):
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 93
Como resulta evidente, la reproducción en blanco y negro no sólo pierde el poder estético del
original, sino gran parte de su valor informativo (nos es más costoso determinar lo que estamos
viendo).
Pues bien, una vez realizada esta declaración procedimental, ha llegado el momento de hacer lo
prometido y describir las dimensiones que el ser humano experimenta subjetivamente y es capaz
de diferenciar en la percepción del color. Estas son, fundamentalmente, tres, a saber: tono,
saturación, y brillo. El tono se refiere a lo que popularmente se entiende por color; la saturación
alude a la pureza del tono (así, por ejemplo, describiríamos el rosa como un rojo poco saturado);
el brillo hace referencia al grado de visibilidad (por expresarlo de algún modo inteligible, desde
lo apenas visible, que da la sensación de estar en penumbra, hasta lo deslumbrante, lo muy
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 94
luminoso). Nos resulta difícil concebir el brillo como dimensión perceptible de manera aislada
porque, de hecho, estamos acostumbrados a experimentarlo como cualidad inextricablemente
ligada a la dimensión de tono (y, por supuesto, también a la de saturación). Pero lo cierto es que
la superioridad informativa del color a la que nos acabamos de referir se pone de manifiesto
también en el hecho de que sólo podemos discriminar 500 niveles de brillo, mientras que somos
capaces de diferenciar (por contraste) hasta siete millones de gradaciones de color (tono).
Ahora sigamos adelante: cuando utilizamos esta terminología lo hacemos sobre la suposición de
que existen unos colores concretos de los que es posible especificar tales dimensiones. La
pregunta más lógica que se puede plantear a estas alturas es, por tanto, cómo hemos llegado a la
conclusión de que percibimos unos colores determinados de manera estable y consensuada. O,
más bien, cuáles son los fundamentos científicos que explican nuestra percepción
compartimentada y constante del color. Obviamente, se trata de responder esta pregunta
aportando una teoría que haga, como mínimo, dos cosas:
1) que vaya más allá del argumento del consenso, y
2) que desvincule la percepción del color de la de otras cualidades visuales.
En este sentido, el reduccionismo es aquí una útil estrategia que nos permite aislar variables
que, de otro modo, permanecerían ambiguas, indeterminadas, y que constituyen por otra parte la
base sobre la que se fundamenta el mencionado argumento del consenso (por ejemplo, si todos
coincidimos en percibir que los plátanos son amarillos, será porque lo son) que, como es obvio,
no explica nada. Haremos, por tanto, un brevísimo repaso de las ideas científicas que primero se
aventuraron en el sendero que conduce a la comprensión actual del funcionamiento de nuestro
sistema visual en lo que a percepción del color se refiere. Pero lo haremos, volvemos a insistir,
sin perder de vista que
La determinación del qué y el dónde de un objeto, así como los límites de la superficie, la textura
y la orientación relativa (y por ende el contexto conjunto del color como atributo percibido) es
un proceso complejo que el sistema visual debe alcanzar continuamente. Este logro (…) deriva
de un complejo proceso cooperativo que supone un diálogo activo entre todas las modalidades
visuales. En realidad, la visión del color participa en los procesos cooperativos por los cuales la
escena visual se segmenta en un conjunto de superficies. En palabras de P. Gouras y E. Zrenner:
“Es imposible separar el objeto aprehendido de su color, porque el contraste de color forma el
objeto”. Así pues, los colores y superficies van de la mano: ambos dependen de nuestra aptitud
perceptiva corporizada. [F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:196)].
3.4.6.2. Los inicios de una ciencia sobre la instanciación fisiológica del color
Recién comenzado el siglo XIX, Thomas Young, que compartía las ideas newtonianas acerca de
la correlación entre la reflectancia lumínica de las superficies y la sensación de color percibida,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 95
expuso una teoría que trataba de explicar qué era lo que fisiológicamente hacía tal
correspondencia posible. En sus propias palabras, llegó a la conclusión de que
Como es prácticamente imposible concebir que cada punto sensible de la retina contenga un
número infinito de partículas, cada una capaz de vibrar en perfecto unísono con toda posible
ondulación, se vuelve necesario suponer que ese número queda limitado, por ejemplo, a los tres
colores principales: rojo, amarillo y azul [D.D. HOFFMAN (2000: 187)].
Sin embargo, tal intuitiva y brillante idea quedó relegada al olvido hasta que, mucho más
avanzado el siglo, el físico y fisiólogo alemán Hermann Von Helmholtz la rescató. De ahí que la
teoría de la visión humana del color reciba el nombre de Teoría tricromática de YoungHelmholtz.
Por otra parte, y también en el siglo XIX, más exactamente en 1878, Ewald Hering hizo pública
su Teoría de los colores oponentes, basada en la observación de que en nuestra percepción del
color hay ciertos tonos que nunca coexisten. Así, por ejemplo, no somos capaces de ver algo
como verdoso y rojizo a la vez, y lo mismo pasa con el azul y el amarillo. Son estas parejas de
tonos las que Hering denomina colores oponentes.
3.4.6.3. Del aminoácido al color
Desde entonces, el estudio de la visión desde una perspectiva neurobiológica nos ha permitido
aprender mucho acerca de la configuración y funcionamiento de nuestro sistema visual a escala
celular e incluso molecular. Es por esto por lo que sabemos que estas dos teorías se encuentran
respaldadas por evidencias fisiológicas relacionadas con la estructura específica de nuestros
conos. En efecto, la retina humana dispone de tres tipos diferentes de cono, cada uno de los
cuales reacciona de manera distinta a la luz, a saber: los conos de tipo P reaccionan
preferentemente a las altas frecuencias, que habíamos dicho que se correspondían con las gamas
cromáticas azuladas; los conos de tipo M lo hacen a las frecuencias medias, correspondientes a
tonos verdosos y amarillentos; finalmente, los conos de tipo G responden a las bajas, es decir, a
los colores rojizos. Podríamos expresar lo mismo en términos de longitud de onda como, de
hecho, se hace a veces: así, las altas frecuencias se corresponden con las longitudes de onda
cortas, y las bajas frecuencias con las largas (dado que una onda corta presenta más ciclos por
segundo que una larga, y viceversa, la relación es bastante intuitiva).
Pero sigamos profundizando en la estructura de los conosxxxii.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 96
Al igual que los otros fotorreceptores retinianos (los bastones), los conos presentan tres regiones
funcionales, a saber:
1) un segmento externo, que es la región especializada en la fototransducción y se encuentra en
la superficie distal (más exterior) de la retina;
2) un segmento interno, donde se encuentra el núcleo celular, con una localización proximal
(más al interior), y
3) un terminal sináptico que establece contactos con las células diana de los fotorreceptores.
Lo que nos interesa en estos momentos es el segmento externo, que está lleno de pigmentos
visuales que absorben la luz. Estos pigmentos siempre están compuestos de las dos partes
siguientes:
1) una proteína denominada opsina, que no absorbe la luz por sí misma, y
2) un derivado de la vitamina A, que se conoce como retinal, y que es la parte que capta la luz.
Pues bien, cada uno de los tres tipos de conos que hemos mencionado contiene un pigmento
distinto, que presenta una absorción de luz óptima para una franja diferente del espectro de
frecuencias visible para los humanos. Y en lo que se diferencian los pigmentos es en el tipo de
opsina que contienen, que interacciona de manera diversa con el retinal y es lo que hace que sea
más sensible a un rango determinado de ondas lumínicas. Es esta existencia de tres tipos de
conos con características de absorción distintas lo que subyace a la visión trivariante del color
en humanos. Más concretamente, sabemos que es la secuencia específica de aminoácidos de la
opsina lo que hace que estas proteínas difieran entre sí, y que hay una parte del código genético
que contiene la codificación de sus diversas secuencias nucleótidas. De este modo, si uno de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 97
esos genes falta o está defectuoso, a la persona en cuestión le faltará el pigmento visual que
constituye la base fisiológica sobre la que generar perceptualmente una determinada gama de
colores.
Así, existen determinados tipos de ceguera para el color (lo que popularmente se conoce como
daltonismo), dependiendo del tipo de pigmento cuya secuencia nucleótida habría de codificar el
gen ausente o defectuoso. Si falla el pigmento de los conos G (condición denominada
protanopia) o de los conos M (déficit conocido como deuteranopia), la persona es incapaz de
construir las diferencias entre el verde y el rojo. Si, por el contrario, el fallo se produce en la
secuencia nucleótida que codifica los aminoácidos para la opsina de los conos P (lo que se
denomina tritanopia), la persona no podrá diferenciar entre el azul y el amarillo. Puesto que los
genes que codifican para los pigmentos de los conos G y M se encuentran en el cromosoma X,
los hombres tienen muchas más probabilidades de padecer una ceguera de color para el rojo y el
verde que las mujeres, ya que éstas tienen un doble cromosoma X y, por tanto, también el doble
de probabilidades de obtener una copia sana de la secuencia nucleótida de la opsina para esos
conos.
Todo esto resulta de vital importancia en nuestra argumentación porque respalda de modo
concluyente la afirmación de que nuestro sistema visual crea los colores que experimentamos, y
lo hace hasta el punto de establecer una relación directa entre codificación genética y cualidad
visual. Literalmente, nos hemos desplazado del aminoácido al color, y esto es asombroso
porque estamos ante el primer caso documentado en que la diferencia de un único nucleótido
sitúa a las personas en mundos fenomenológicos distintos.
Pero aún podemos decir más. No hace una década que se ha descubierto que el gen del
pigmento G es dimórfico, lo que significa que, incluso para la población normal, presenta dos
formas distintas. Estas dos covariantes se diferencian concretamente en la posición 180 de la
secuencia de aminoácidos de la opsina. Mientras que en una versión del gen esta posición es
ocupada por el aminoácido alanina, en la otra lo ocupa la serina. Esta última versión parece ser
la mayoritaria entre la población masculina (en torno al 62%), que construye el color de un
modo levemente diferente a los sujetos que presentan la covariante de la alanina [D. D.
HOFFMAN (2000:188)]. Así, por ejemplo, para percibir algo como amarillo, ambos grupos
necesitan que las proporciones de rojo y verde que se encuentran en el pigmento de la superficie
varíen ligeramente en una cantidad determinada (diferente para cada grupo), de modo que esa
superficie refleje cierto rango de ondas lumínicas. Es decir, que el cambio en la secuencia
nucleótida de la opsina de un solo tipo de cono altera la generación del espectro de color al
completoxxxiii.
Esto nos permite realizar una defensa positiva de la construcción de la cualidad del color
apoyada en evidencias moleculares, puesto que no es necesario apelar a los casos de fallo
genético para encontrar manifestaciones de percepciones sustancialmente diferentes del mismo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 98
croma que, además, se mantienen estables según el tipo de aminoácido codificado para una
posición concreta de un gen específico.
3.4.7. De nuevo sobre percepción y realidad
3.4.7.1. Introducción
Pensar en estas cuestiones de un modo intuitivo, tras haber descendido a la explicación
neurobiológica de las mismas, puede ser útil para que nos hagamos una idea de la poderosa
capacidad constructiva de nuestra inteligencia visual. La percepción del color resulta
especialmente ilustrativa a este respecto, puesto que conlleva un proceso de abstracción que se
nos antoja aún más sofisticado que el de dimensiones como la forma o el movimiento.
De hecho, resulta difícil que personas con sistemas visuales estándar se pongan de acuerdo en
qué color exacto tiene el mar, a pesar de disponer de categorías socialmente consensuadas al
respecto. Un mismo pigmento siempre será más azulado que verdoso para unos, y más verdoso
que azulado para otros. Por eso resulta tan difícil intentar hacerse una idea de qué clase de
experiencia del color pueden tener con respecto al rojo y el verde las personas con protanopia o
deuteranopia, o con respecto al azul y el amarillo las que padecen de tritanopia. Esto es así,
entre otras cosas, porque la explicación que hemos ofrecido, en la que establecíamos
correspondencias aproximadas entre rangos de frecuencias y cromas percibidos es, más que
nada, otro intento de establecer correlaciones estables entre las propiedades de reacción de los
diferentes tipos de cono que alberga nuestra retina y las cualidades físicas con que las mejores
teorías científicas que poseemos al respecto describen la luz.
Sin embargo, esto no deja de ser, de nuevo, una simplificación, porque los conos no transmiten
información acerca de la longitud de onda de la luz. De hecho, la frecuencia de onda sólo afecta
a la probabilidad de que un fotón sea o no absorbido por un determinado tipo de cono, y no a las
propiedades de respuesta eléctrica del mismo que, como acabamos de ver, se encuentran
genéticamente codificadas. Por otra parte, nuestro cerebro crea las diferentes dimensiones
cromáticas y de luminosidad comparando las respuestas de los tres tipos de conos: la diferencia
entre las respuestas de los conos de tipo G y M crea la oposición entre el rojo y el verde. Al
mismo tiempo, la suma de las respuestas de ambos tipos de cono crea una dimensión de la
luminosidad que, si se contrasta con la respuesta de los conos de tipo P, da lugar a la oposición
entre el azul y el amarillo. Es por esto por lo que los límites entre las categorías de color son
difusos: no hay una frecuencia de onda exacta a partir de la cual todas las personas dejemos de
percibir una superficie como azul y comencemos a percibirla como verde.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 99
Así, un pequeño cambio en los parámetros genéticos que codifican la manera en que percibimos
un solo croma altera el modo en que construimos absolutamente cada uno de los colores que
somos capaces de categorizar. De ahí que frecuentemente nos enredemos en discusiones
quisquillosas a la hora de determinar los matices de color que presenta, por ejemplo, el mar,
como decíamos, sin llegar a comprender por qué la otra persona no ve exactamente el mismo
color que vemos nosotros, y llegando a pensar incluso que nos lleva la contraria por fastidiar, ya
que tenemos asumido que los colores deben estar ahí fuera, que son una parte de la realidad de
un mundo preexistente con una determinada estructura totalmente independiente de nosotros. Es
decir, los hemos naturalizado, como hacemos con la mayoría de nuestras percepciones
sensoriales conscientes.
Esto es así hasta tal punto que en cualquier medio periodístico podemos encontrar artículos y
críticas de arte que sostienen implícitamente la creencia de que los colores son categorías
predadas y objetivas, existentes con total independencia del sujeto que percibe. Un ejemplo
especialmente significativo lo hayamos en la sección de cultura de El Diario Montañés, con
fecha de 12 de agosto de 2007. En la página 100 del mencionado diario, aparece un artículo
dedicado a Chema Madoz, artista que recibió el Premio Nacional de Fotografía en el año 2000,
y cuya obra utiliza preferentemente el blanco y negro. El propio artista señala al respecto que
ello se debe a que esta técnica dota a su obra de “un componente de abstracción que no posee el
color y la emparenta más con el mundo de la imaginación al no tener esa referencia real”xxxiv.
Sin embargo, lo cierto es que cualquier otro ser experimenta una realidad con dimensiones
totalmente distintas a las que vivencia el ser humano. Así, por ejemplo, los peces tienen la
capacidad de percibir más dimensiones del color que nosotros, y su constancia cromática es
también mayor. Por decirlo en términos que nos permitan hacernos una idea intuitiva del
asunto: los peces ven más colores y de modo más estable, aunque cambie la iluminación. Ahora
bien, a nivel humano sólo podemos especular acerca del tipo de experiencia del color que tiene
un pez, porque las dimensiones que ellos crean y experimentan superan las capacidades
constructivas de nuestro sistema visual. Del mismo modo, nos resulta casi imposible concebir
cómo sería un mundo con cinco o seis dimensiones, porque nuestros sistemas sensoriales sólo
nos permiten construir tres (o cuatro, si tenemos en cuenta el tiempo).
Volvemos, por tanto, al punto de partida de nuestra reflexión cuando iniciábamos este capítulo,
y también a uno de los leitmotivs de este trabajo: el paradigma fisicalista que actualmente asume
tácitamente la mayor parte de las disciplinas científicas, aunque nos ayuda a comprender
muchos fenómenos, no determina la naturaleza última de la realidad, es decir, no nos permite
decir nada de ella en un sentido relacional. Así, por ejemplo, tenemos teorías considerablemente
buenas que nos han permitido diseñar un instrumento tecnológico (el fotómetro) que,
básicamente, es capaz de cuantificar la energía de la luz en cada una de las muchas frecuencias
posibles. Decimos muchas por no decir infinitas, ya que la luz, en sí misma, continúa siendo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 100
todo un misterio para los científicos: unas veces se la describe como onda, otras como partícula,
y otras como ambas cosas al mismo tiempo. Cuando se la describe como partícula, se habla de
quanta de luz. El propio Einstein afirmaba a mediados del siglo XX que, en cincuenta años de
meditación e investigación al respecto, no había llegado a comprender lo que eran, y que
quienes creían saberlo se equivocaban [D. D. HOFFMAN (2000: 185)].
Y si la luz es un misterio, de ahí se desprende por lógica que tampoco puede estar del todo claro
qué hace un fotómetro con la luz. De cualquier modo, lo que nos interesa en el contexto de este
estudio es el hecho de que un fotómetro es capaz de cuantificar dimensiones lumínicas que
nosotros somos incapaces de percibir. Miles de imágenes que para nosotros tendrían un color
idéntico, para el fotómetro serían todas distintas. Técnicamente, este tipo de imágenes se
denominan metámeros. Los metámeros suscitan una reflexión interesante porque, en cierto
sentido, son lo opuesto a las percepciones subjetivas. Hasta el momento habíamos visto
ejemplos de fenómenos que nuestro sistema visual construía, pero que no se correspondían con
dimensiones físicamente cuantificables. Ahora ocurre a la inversa, lo que podría hacernos
retroceder en nuestra argumentación y proclamar de nuevo la superioridad del fotómetro que, en
efecto, capta cosas que la física dice que están ahí y que a nosotros se nos escapan. Si lo
hiciéramos, estaríamos de nuevo asumiendo que el fisicalismo determina la naturaleza de la
realidad en sentido absoluto.
Por el contrario, no debemos olvidar que el fotómetro es una creación tecnológica humana a
partir de una serie de teorías que establecen la existencia de ciertas propiedades para la luz pero
que, en sentido estricto, tales propiedades no están ahí (no vienen predadas) hasta que se efectúa
una medición concreta. Como ya hemos señalado con anterioridad en este trabajo, la ciencia
encarna su comprensión en instrumentos tecnológicos que, en numerosas ocasiones, amplían las
capacidades humanas básicas de percepción y, con ello, también el modo en que somos capaces
de actuar sobre el entorno y de adaptarnos a él. Pensemos, por ejemplo, en los microscopios de
efecto túnel, que permiten a los científicos observar propiedades de la materia a escala
nanométrica, de lo que se derivan enormes ventajas, como la de obtener conocimientos
insospechados sobre las propiedades de resistencia y flexibilidad de ciertos materiales:
conocimientos que, a posteriori, pueden ser aplicados por arquitectos e ingenieros en la
construcción de edificios más seguros, como podría ser el caso de los rascacielos flexibles
japoneses, diseñados para adaptarse a los frecuentes movimientos sísmicos que se producen en
las islas.
Pues bien, al igual que los microscopios de efecto túnel, que captan cosas que para nosotros son
imposibles de ver naturalmente, el fotómetro también construye las propiedades de la luz que
cuantifica, pero lo hace según unas reglas diferentes a las que emplea nuestra inteligencia
visual. Un ejemplo cotidiano de cómo la información que extraemos de este artilugio
tecnológico modifica nuestra capacidad de actuación sobre el entorno lo encontramos en el
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 101
trabajo de los fotógrafos profesionales que, con una serie de mediciones previas efectuadas con
el aparato, son capaces de ajustar los parámetros de sus cámaras para obtener los efectos de
luminosidad y croma deseados en la imagen que están a punto de tomar. De este modo,
optimizan el resultado de su trabajo a través de la mediación de un instrumentoxxxv en su
interacción con el mundo, lo que les permite ahorrarse considerables tiempo y esfuerzo en
labores de retoque posteriores (para las que, todo hay que decirlo, cada vez se desarrollan
también instrumentos más sofisticados en forma de programas de edición de imagen).
Sin embargo, en ningún caso es apropiado deducir, a partir de esto, que lo que nosotros
construimos perceptivamente de manera natural es peor o menos fidedigno. Por el contrario, ha
sido en todo momento nuestra intención legitimar el valor epistemológico de la experiencia
humana y ejemplificar el modo tan esencial en que resulta útil y adaptativa, sin necesidad de
que tal adaptación implique ninguna consideración ontológica con respecto a lo que sea la
realidad en sentido relacional. Así, lo que nos resulta útil en última instancia al común de los
mortales, aunque no tengamos ni la más remota idea de cómo los especialistas llegan a hacerlo,
es que el edificio no se caiga y que la foto salga espectacular: en el primer caso, se trata de una
cuestión de supervivencia, en el segundo, de placer. Y ambas son motivaciones genuinamente
humanas y realistas.
3.4.7.2. Niveles de realidad
Es necesario que, para dejar totalmente clara nuestra postura, realicemos unas últimas
consideraciones al respecto. Hay un par de preguntas latentes que afloran de manera inmediata
al realizar afirmaciones como las anteriores. La primera de ellas podría plantearse del modo
siguiente: si nuestras percepciones sensoriales son, como hemos tratado de evidenciar, una
construcción y, por tanto, toda percepción que llevamos a cabo es fenomenológica, es decir,
constituye un tipo de conocimiento informado por la estructura que nosotros le imprimimos al
identificar nuestra percepción, entonces ¿de qué estamos hablando cuando utilizamos el término
realidad y, cuál es la relación entre nuestro mundo fenomenológico y el mundo relacional?
Para responder será necesario proceder pautadamente y aportar ejemplos. Comenzaremos por la
segunda parte de la cuestión, y la abordaremos mediante una metáfora actual, a saber: la que nos
ofrece la experiencia virtual inducida por la sofisticación tecnológica de la consola Wii. Cuando
nos disponemos a jugar con el artilugio, con lo que interactuamos en sentido relacional es con
un hardware de compleja circuitería y con un software intangible codificado en un lenguaje de
programación no menos complejo, que variará según el juego que hayamos elegido. Sin
embargo, la experiencia fenomenológica que nosotros obtenemos de la acción de jugar con la
consola no se parece ni remotamente a lo que acabamos de describir. Aunque para la mayoría de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 102
los aficionados a los videojuegos el lenguaje de programación resulta inextricable, sin embargo
hasta la persona más tecnófoba sería capaz de coger el mando y aprender a manejarlo sin
demasiada dificultad, y esto es así porque sólo tiene que tratar de reproducir los movimientos
que haría en la vida cotidiana para llevar a cabo una acción concreta (puede tratarse de jugar al
tenis o de manejar una espada, habilidades que podemos haber desarrollado o no, pero acerca de
las cuales todos tenemos un conocimiento previo basado en algún tipo de experiencia, si no
motora, al menos sí visual) y ver qué resultados se derivan de sus acciones en el mundo virtual
que aparece en la pantalla. Lo que ocurra a nivel de circuitería y de software mientras
efectuamos movimientos analógicos con el mando en la mano (hasta ahora las órdenes
analógicas que podían dársele a una consola consistían en los movimientos direccionales que
permitía el joystick, y para el resto de acciones, como saltar, golpear, agarrar, etc, había que
apretar botones hasta ser capaces de memorizar la relación sistemática entre los mandos y las
acciones para cada juego) es algo de lo que no somos conscientes y, en caso de que lo fuéramos,
no mejoraría en nada la calidad ni la cualidad de nuestra experiencia fenomenológica del juego.
Tal experiencia constituye no sólo una interfaz útil para interaccionar con lo que hay debajo,
como en el caso de los iconos que nos permiten manejar cualquier programa de ordenador, sino
que se trata de algo valioso por sí mismo: de hecho, es lo que los jugadores buscan, sin
plantearse nada más.
Por tanto, tenemos dos dimensiones de realidad en el ejemplo propuesto, a saber:
1) la fenomenológica, que nosotros construimos, y que nos proporciona en este caso una
experiencia analógica a lo que cotidianamente percibimos como realidad, y
2) la relacional, que aquí estaría constituida por el hardware y el software que, en un
sentido último, proporcionan los estímulos y los mecanismos de interacción física
necesarios para que nuestro organismo construya la mencionada experiencia
fenomenológica que experimentamos a nivel consciente y significativo.
Como resulta evidente, ambas dimensiones no se parecen en nada y, sin embargo, más que
constituir un problema, de aquí se derivan un montón de ventajas, entre ellas el placer del juego.
Y esto es así porque lo que se le pide a una interfaz gráfica, sea ésta un juego o un programa de
procesamiento de texto, es que esté sistemáticamente relacionada con aquello a lo que
representa, no que sea idéntica a lo que representa. Si no, no resultaría útil.
Es lo mismo que ocurre con el lenguaje. Cuando decimos la palabra llave, todo hispanohablante
sabe a qué nos estamos refiriendo, a pesar de que ni la representación gráfica del vocablo ni la
secuencia sonora que lo codifica se parecen ni remotamente al objeto material que es una llave.
Es el estatus mimético de la imagen con respecto a lo real, al que ya nos hemos referido
repetidamente con anterioridad, junto a la convicción de que la realidad tiene una estructura
objetiva y unívoca (presupuestos ambos aún profundamente arraigados en nuestra sociedad), lo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 103
que nos induce a problematizar intuitivamente el hecho de que el ámbito de lo fenomenológico
y lo relacional no se parezcan.
Sin embargo, hacer caso a esa intuición es una trampa, porque está mediatizada por una teoría
epistemológica ingenua. Mientras que asumimos sin problema la arbitrariedad del código
lingüísticoxxxvi, nos cuesta mucho pensar en la imagen en los mismos términos (no digamos ya
pensar en nuestras construcciones sensoriales fenomenológicas como algo arbitrario con
respecto al mundo relacional).
Sin embargo, ciertamente no importa que la relación entre ambas dimensiones sea arbitraria
siempre que sea también sistemática. El icono de la papelera que todos tenemos en el ordenador
es parte de una interfaz gráfica, y representa un software que puede borrar archivos del disco
duro. Ambos se encuentran sistemáticamente relacionados, pero la relación entre ellos es
también arbitraria, porque el icono no se parece en nada a los procesos que tienen lugar cuando
un archivo desaparece de la memoria del disco. Por tanto, nos serviría igual como icono la
imagen de una goma de borrar, de una escoba o de un inodoro (e incluso la de una silla o un
hipopótamo), siempre que al hacer clic sobre ellas se desencadenase la misma función de
borrado de archivos.
Pues bien, como acabamos de aventurar hace un párrafo, esta misma relación arbitraria pero
sistemática podemos trasladarla a todas nuestras percepciones sensoriales con respecto al
mundo relacional. Así se comprende mejor por qué nuestra experiencia de los colores, las
formas, los sonidos, los sabores o los olores no tiene por qué parecerse en nada a la realidad en
sentido relacional, del mismo modo que el icono de la papelera no se parece al lenguaje de
programación ni a los circuitos que lo sostienen. ¿Por qué, por ejemplo, el plátano ha de saber a
plátano y no a fresa? Obviamente, porque hay una relación sistemática entre una serie de
componentes químicos y la reacción de nuestras papilas gustativas; sin embargo, lo que
planteamos es lo siguiente: ¿por qué nuestra experiencia humana del sabor del plátano tiene que
determinar la realidad última y absoluta del mismo? Tal vez haya especies que no estructuren la
experiencia gustativa del modo en que nosotros lo hacemos, u otras que ni siquiera tengan la
capacidad de percibir sabor, y eso no altera para nada la dimensión ontológica del plátano.
3.4.7.3. Arbitrariedad sistemática: la sinestesia
Examinémoslo desde otra perspectiva aún más intuitiva, a saber: la que nos proporcionan los
individuos con capacidades excepcionales de asociación sensorial. La sinestesia es un fenómeno
que se da en diez personas por millón, las cuales experimentan dos o más modalidades
sensoriales simultáneamente. Así, por ejemplo, hay casos de gente que, por cada percepción
visual, experimenta también un sonido, y personas que perciben sensaciones táctiles asociadas a
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 104
los sabores. D. D. HOFFMAN (2000:266) describe en su obra el caso de un señor para el que las
nubes blancas, de apariencia algodonosa, sonaban algo así como “put, put, put”; y también el de
otro individuo que al saborear la menta era como si acariciase columnas de cristal. En relación
con la percepción del color, es famoso el caso del paciente Jonathan I. que describen los
neurólogos Oliver Sacks y Robert Wassermanxxxvii. El señor I. era un pintor de reconocido
prestigio que tenía, además, la capacidad de asociar sinestésicamente color y tono musical, de
modo que experimentaba las composiciones musicales “como un rico tumulto de colores
interiores”xxxviii . Cuando, tras sufrir un accidente de coche que le provocó un traumatismo
craneoencefálico, se volvió totalmente ciego al color (transtorno de agnosia conocido como
acromatopsia), su percepción musical se empobreció también radicalmente, porque había
perdido la capacidad de generar los colores interiormente.
Tal vez ahora no suene tan descabellada la pregunta que planteábamos hace un momento en
relación con el sabor del plátano. Veámoslo de esta manera: ¿por qué las nubes habrían de sonar
“put, put” y no “plof, plof”? ¿Por qué la menta habría de tener el tacto de una columna de
cristal, y no de una lisa hoja de acero? ¿En ambos casos, dónde está el parecido? Tal vez
podríamos encontrar el modo de relacionar este tipo de asociaciones sinestésicas con
características de la experiencia previa (y seguramente también de la estructura neurológica) de
las personas que las llevan a cabo, pero lo que nos interesa señalar ahora es la sistematicidad y
la espontánea arbitrariedad con que surgen estas percepciones dimodalmente asociadas. Desde
que tienen uso de razón, estas personas han construido este tipo de experiencia fenomenológica,
que para ellos es absolutamente real y enriquecedora, y que, por otra parte, tampoco altera para
nada las nubes, la menta, el cristal o el sonido en sentido relacional.
3.4.7.4. ¿Por qué tienen un problema los daltónicos?
A la luz de la reflexión anterior resulta interesante volver a plantearse la cuestión de la ceguera
para el color. Se trata de un fenómeno generalmente mal comprendido, lo que no es de extrañar,
porque el asunto es ciertamente complejo. Me permitiré introducir el problema relatando una
anécdota personal: un caluroso día de mediados de julio de 2006 me encontraba sentada en un
autobús de congresistas contemplando el atardecer albaceteño tras una jornada maratoniana de
conferencias. Esperábamos que nos trasladasen al lugar donde se celebraría el acto social
programado para esa noche, que distaba unos kilómetros de la capital. Justo cuando íbamos a
ponernos en marcha, el semáforo cambió a rojo, con lo que tuvimos que detenernos de nuevo.
Esto suscitó la siguiente reflexión en mi compañero de asiento, un joven italiano que solía
encontrarse en ebullición intelectual permanente, y que poseía la tremenda virtud de contagiar a
los demás un entusiasmo por el conocimiento y por el pensamiento outsider que, hoy en día,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 105
resultan muy difíciles de encontrar. A pesar de que en aquel momento, agotada como estaba, me
hubiese encantado golpearle la cabeza con un martillo marca ACME para que, por fin, dejase de
pensar (que era lo que yo necesitaba) todavía no he dejado de agradecerle que me hiciera la
siguiente pregunta: “Oye, tú que te ocupas de estas cosas de la visión… Si los daltónicos
confunden el rojo y el verde…¿por qué no se acostumbran a llamar rojo a lo que nosotros
vemos como rojo, aunque ellos lo vean verde? Es decir, ¿qué problema hay?”. Yo, que en aquel
momento no tenía ni idea sobre el tema, no pude responder a tan lúcida pregunta, pero no dejé
de pensar en ella hasta que unos meses después di con la clave del asunto. Andrea, que así se
llama mi inteligente amigo, estaba planteando una cuestión de inversión sistemática de los
términos: si, por ejemplo, se diera una inversión de este tipo entre el rojo y el verde, o entre el
chocolate y el plátano, e hiciésemos lo mismo con todo el espectro de colores y sabores que
somos capaces de categorizar, acabaríamos familiarizándonos con las nuevas asociaciones y,
por tanto, no perderíamos información ni capacidades.
Sin embargo, la explicación divulgativa que circula acerca del daltonismo (que, como hemos
visto, puede deberse bien a un trastorno de protanopia, bien a uno de deuteranopia) es
insuficiente, y da lugar a la mala comprensión del fenómeno de la que mi amigo y yo fuimos
víctimas en aquel autobús. En efecto, no se trata de que las personas con estas alteraciones
genéticas simplemente intercambien ambos colores porque, en ese caso, como planteaba
Andrea, la inversión sería sistemática y, por tanto, no habría problema alguno. Lo que han
perdido estas personas, por el contrario, no es la capacidad gnósica de identificar la percepción
de una determinada longitud de onda como rojo o como verde (lo que sería un caso de
acromatopsia, trastorno en el que se conserva la capacidad de diferenciar longitudes de onda,
pero falla la capacidad de traducirlas a colores), sino la capacidad misma de discriminar un
rango bastante amplio de longitudes de onda. De modo que todos los objetos cuya superficie
refleje ese rango de frecuencias les parecen del mismo color, que tampoco podemos estar
seguros de cuál es (¿verdoso, rojizo, marronáceo…?). La experiencia fenomenológica del color
que estas personas construyen es algo exclusivo.
Obviamente, y según lo que hemos dicho hasta el momento, también la experiencia del color
que cada ser humano construye es genuina. Nadie puede estar completamente seguro de que ve
exactamente los mismos colores que el resto de sus congéneres. De hecho, esto es bastante
improbable, pero se trata sólo de una cuestión de matiz. Dado que construimos el color en el
contexto de mundos visuales coherentes, la cuestión no reviste mayor importancia (salvo, tal
vez, a la hora de ponernos de acuerdo con nuestra pareja para elegir el color de las paredes de la
habitación). Al final, llegamos a estabilizar categorías que nos permiten entendernos, aunque
sus límites sean difusos. Realmente, no importa que yo no vea el amarillo idénticamente al
resto, porque siempre que vea un plátano sabré, por mi experiencia previa en un entorno cultural
hispanohablante, que tal percepción tiene una cualidad atributiva de color a la que la comunidad
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 106
hace referencia con el ítem léxico amarillo, y que este vocablo sirve también para calificar al
limón y a los girasoles. Y, sin embargo, en todos ellos el color amarillo presenta saturaciones
cromáticas diferentes. En cualquier caso, si dispongo del mecanismo fisiológico de especie que
hace que mis conos de tipo P reaccionen de manera estándar a determinadas longitudes de onda,
las pequeñas diferencias no serán un problema.
3.4.7.5. Epistemología y metafísica
Así pues, y llegados a este punto, convendría recordar la pregunta que nos hacíamos un par de
epígrafes más arriba: ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de realidad? Si nuestro
mundo fenomenológico, el que experimentamos conscientemente, no tiene por qué parecerse en
nada a lo que las explicaciones científicas dicen que es la realidad y, a su vez, tales
explicaciones no dejan de ser teorías inevitablemente construidas por una inteligencia humana,
con lo que el conocimiento que ofrecen no deja de estar mediatizado por nuestra propia
estructura cognitiva, entonces, ¿qué podemos saber con toda seguridad acerca de lo real en
sentido ontológico, esencialista, relacional? Hay que reconocer que nada en absoluto. No
conocemos la naturaleza intrínseca de las cosas, sólo podemos proponer teorías que encajen lo
mejor posible con nuestras experiencias, y actualmente disponemos de unas cuantas que encajan
bastante bien, pero ninguna de ellas determina lo que sea la realidad en sentido último.
Ahora se comprenderá mejor nuestro empeño por legitimar la tesis de la construcción de la
percepción. Nuestro propósito ha sido en todo momento investigar la experiencia sin hacer
afirmaciones de las que se deriven consecuencias en un plano ontológico. Afirmamos que
construimos la experiencia de la realidad. Sin embargo, la mayoría de los manuales de
neurociencia al uso, a pesar de aportar las evidencias empíricas que sostienen la tesis de la
construcción perceptiva, mantienen el discurso tradicional de que la visión humana recupera o
reconstruye las formas y colores de los objetos y, de este modo, amparan tácitamente una
versión del realismo científico según la cual habría un mundo empaquetado y estructurado ahí
fuera, exactamente del modo en que nosotros lo percibimos. Ahí lo tenemos de nuevo: causaefecto; percepción como simple reacción (y, en la versión extrema del conductismo, que ya casi
nadie sostiene, incluso como troquelado). Como hemos visto, esto no es lo que parece ocurrir a
nivel psicofisiológico.
Sin embargo es muy probable que, dada la influencia del paradigma fisicalista en la actualidad
(cuya versión más influyente—la reduccionista—sostiene que lo real sólo puede llegar a
conocerse con precisión mediante la modelización matemática de las leyes físicas y
probabilísticas que describen la conducta de una serie de partículas carentes de inteligencia), el
lector todavía albergue alguna duda sobre el hecho de que los avances científicos en este campo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 107
no nos hagan decantarnos por esta teoría. Esta duda está relacionada, de nuevo también, con una
cuestión crucial que ya hemos planteado en este trabajo, y que esperamos aclarar
definitivamente a partir de este momento, a saber: el estatus de la observación, lo que nos
retrotrae al meollo de la física cuántica.
Cuando Schrödinger trató de ridiculizar la idea de la indeterminación de la materia mientras ésta
no era objeto de observación mediante su famoso experimento mental del gato, pretendía llamar
la atención acerca del hecho de que la conducta de los objetos cuánticos era muy diferente de la
de los objetos cotidianos. Efectivamente, esto es así en relación con ciertas propiedades
variables de cierto tipo de moléculas (como ocurría con el aluminio, material que en nuestra
experiencia cotidiana es ignífugo, pero que a escala nanométrica se convierte en explosivo),
pero no lo es con respecto al hecho de que no hay átomo que tenga valor de posición hasta que
no interviene en su medición un observador humano, del mismo modo que tampoco hay
triángulos luminosos hasta que no posamos la vista sobre el papel con el dibujo de Kanisza, ni
colores, ni objetos cualesquiera hasta que no los construimos por medio de nuestros sistemas
perceptivos de una manera muy concreta.
En este sentido, no podemos olvidar que los quantos de energía, que hoy se consideran entes
materialmente existentes, naturalizados, comenzaron siendo un experimento mental que
Boltzman realizó en 1877 con el fin de ser capaz de establecer algún tipo de regularidad en la
distribución de la energía, todo ello a efectos estadísticos [J. M. CATALÀ (2005:238)]. Lo que
hacía era dividir especulativamente la energía en pequeñas celdillas, que actualmente se
consideran objetos empíricos por derecho propio, es decir, quantos, para cuya observación se
han desarrollado instrumentos tecnológicos muy sofisticados.
Así pues, lo que afirmamos es que todos los fenómenos se construyen mediante la observación,
tanto los cuánticos como los relativos a objetos cotidianos. Es nuestra mirada la que dota de
estructura y sentido a lo que hay fuera, y esto es así tanto en el micronivel de la imagen retinal
(que nos permite construir imágenes de mundos estables con sentido, esto es, ser capaces de
decir con seguridad si el gato está o no en el felpudo), como en el macronivel de la teorización
científica (que nos permite concebir entidades con fines explicativos que, posteriormente,
acaban por naturalizarse para devenir en entes observables a través de instrumentos
tecnológicos creados específicamente para ello. O, en otras palabras: nos permite postular la
existencia de quantos de energía y arreglárnoslas para poder llegar a verlos).
Finalmente, existe otra cuestión, esta vez relacionada con la adaptación, que podría hacernos
cuestionar la tesis de la construcción en pro de una disciplina que también sostiene tácitamente
un supuesto reduccionista sobre la naturaleza de lo real, a saber: la teoría neodarwinista de la
evolución biológica. La susodicha cuestión es que tendemos a pensar que, según dictamina la
selección natural (que, recordemos que, por otra parte, sólo es una buena teoría) las criaturas
cuyas percepciones se adapten mejor al entorno tendrán una ventaja competitiva en la lucha por
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Comunicación Visual 108
la supervivencia. Si esto es así, es de suponer que, a lo largo de millones de años, la evolución
habrá eliminado las especies con percepciones peor adaptadas y, puesto que la nuestra no sólo
ha sobrevivido, sino que ejerce su hegemonía sobre todas las demás, resulta obvio que nuestras
percepciones se encuentran óptimamente adaptadas al entorno, lo que nos permite confiar en
ellas como determinantes de lo que, en sentido último, es la realidad. En resumen, que lo que
vemos los seres humanos es lo que hay.
Este argumento está planteado de manera obviamente simplista y, con los conocimientos
provenientes de ámbitos científicos como la física y la neurociencia cognitiva, actualmente no
se sostiene: hemos repetido hasta la saciedad en este trabajo que hay muchas cosas que no
vemos y que, las que vemos, las construimos. Pero lo que nos interesa ahora es reflexionar
sobre el sentido en que decimos que nuestras percepciones están adaptadas al entorno.
¿Qué implica la adaptación? Como ya vimos, nuestra experiencia fenomenológica de las cosas
no tiene por qué determinar lo que sean estas en sentido absoluto. Lo único que se le pide a la
experiencia perceptiva es que constituya una guía útil para la conducta. Así, decíamos que los
iconos del interfaz que nos permite manejar el ordenador son útiles, precisamente, porque
esconden la complejidad del hardware y del software, de modo que nosotros podamos
interaccionar con el programa de forma sencilla, cómoda y segura, y realizar la tarea que
precisemos con facilidad. Esto es estar óptimamente adaptado. De la misma manera, nuestras
experiencias perceptuales estarán bien adaptadas siempre que nos proporcionen una guía
sistemática para interaccionar con el mundo externo, sea éste lo que fuere en última instancia.
No importa que la relación entre ambas dimensiones sea arbitraria: el icono de la papelera está
ahí, y si arrastramos un documento valioso sobre él perderemos muchas horas de trabajo. Por
todo esto decimos que nuestra experiencia fenomenológica del mundo, la única que todos los
seres humanos tenemos, es real, y merece que su valor epistemológico sea tomado en serio. Hay
que tomarse en serio el árbol que amenaza con caer sobre nosotros, independientemente de las
teorías que seamos capaces de elaborar para explicar el fenómeno de su caída.
3.4.7.6. Conclusión: a la espera de la metafísica definitiva
En conclusión, en este trabajo no negamos la existencia de una realidad física externa, sino sólo
la posibilidad de afirmar nada con seguridad acerca de lo que sea el mundo en sentido absoluto,
al menos por el momento. Nuestra cognición es inevitablemente fenomenológica, y su
estructura está en parte determinada genéticamente, y en parte influenciada por la experiencia.
De nuestra interacción con el mundo emerge una experiencia del mismo que es lo que nosotros
llamamos realidad. Y lo importante es que ni la biología, ni la física cuántica, ni ninguna otra
ciencia dictaminan ontológicamente la naturaleza de lo real. Sólo describen fenómenos y
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Comunicación Visual 109
elaboran teorías del mejor modo en que el ser humano puede hacerlo. La esperanza de muchos
se encuentra en que las teorías científicas lleguen a converger en una teoría del todo, es decir, en
una teoría verdadera sobre la naturaleza de la realidad, a saber: la metafísica definitiva. Pero
aunque Hawking proclamase hace unas décadas que tal explicación se materializaría de modo
inminente, todavía seguimos esperando, y no es improbable que lo hagamos por siempre. Tal
vez, como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:92):
it may be the case that the limitations of human conceptual systems will make it impossible for
there to be fully general, global scientific theories. (…) String theorists seek a unified theory of
physics, but we do not yet know—and we may never know—whether that is possible. All that
may be possible are partial theories, theories that are what we call “locally optimal”—
incompatible, but widely comprehensive (…)—(…) supported by considerable converging
evidence. Perhaps locally optimal theories are the best we can do using human minds.
Así pues, cuando somos capaces de entender que nuestras percepciones sensoriales son una
construcción, y nos preguntamos qué más puede haber, qué es lo que existe a parte de ellas, se
despliega ante nosotros un abanico de preguntas fascinantes y complejas, la mayoría sin
respuesta. Dado que nuestro mundo fenomenológico no tiene por qué parecerse al relacional, ya
que no hay una correspondencia perfecta entre epistemología y ontología, las teorías científicas
y los instrumentos tecnológicos que éstas producen pueden ayudarnos a hipotizar sobre la
naturaleza ontológica del mundo, pero nunca a emitir un veredicto concluyente. Dicho esto,
sigamos adelante, siendo ahora plenamente conscientes de los límites de la capacidad
explicativa de nuestras palabras.
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Comunicación Visual 110
4. CONVERGENCIA EXPLICATIVA: LA TEORÍA ATENTA A LA
EVIDENCIA EMPÍRICA
4.1. Introducción
Comenzábamos el capítulo anterior haciendo referencia a la vaguedad de nuestra noción
cotidiana de sentido común, noción que hacíamos equivaler explícitamente a la proporcionada
por una psicología espontánea que otorgaría prioridad epistemológica a la sensación de
inmediatez perceptiva que los seres humanos experimentamos cada vez que abrimos los ojos. Al
mismo tiempo, calificábamos esta actitud cognoscitiva de ingenuamente realista, y advertíamos
de lo arduo que resulta plantear su cuestionamiento en el seno de la tradición filosófica
occidental dominante.
Conscientes de la mencionada dificultad, decidimos iniciar nuestro itinerario argumentativo
ocupándonos de la evidencia proporcionada desde la neurofisiología y la neurociencia
cognitiva, que nos permitía afirmar sin lugar a dudas que toda experiencia perceptiva humana,
lejos de ser un mero reflejo de la realidad externa, era más bien una construcción mental
dependiente en gran medida de la estructura del organismo que llevara a cabo el acto perceptivo
en cuestión.
Una afirmación tal, si bien amparada por amplias evidencias empíricas, conlleva un
cuestionamiento casi radical de numerosos presupuestos filosóficos apriorísticos sobre los que
se apoya el razonamiento cotidiano del común de los mortales occidental. Ya lo hemos
apuntado con anterioridad: lo que los estudios de la visión muestran claramente, a la mayoría de
nosotros no es extraño que nos parezca, de buenas a primeras, una idea enormemente
contraintuitiva. Por ello, creemos necesario revisar con mayor detalle ciertas cuestiones
filosófica y científicamente controvertidas que las conclusiones aportadas en el capítulo anterior
suscitan inevitablemente, y explicitar así algunas de las afirmaciones teóricas que hasta el
momento han latido implícitas en nuestras palabras, en virtud de la claridad expositiva.
4.2. La metafísica cotidiana de nuestro sentido común
4.2.1. Restablecer la sensación de normalidad
Los seres humanos conducimos nuestras vidas cargados de numerosos supuestos acerca de
multitud de cuestiones básicas que no son en absoluto irrelevantes para la supervivencia:
compartimos creencias sobre qué es real y qué no lo es, y también tenemos un modo
estereotipado de razonamiento acerca de nosotros mismos que nos permite abrigar la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 111
reconfortante sensación de que podemos comprender y explicar en términos cotidianos ciertos
comportamientos que, tomados en sí mismos, no acabarían de encajar en el discurso más o
menos tendente a la racionalización de nuestra experiencia consciente.
Nos explicaremos: lo cierto es que, si nos mantenemos en el nivel de la experiencia
fenomenológica, cotidiana, hay cosas que muchos de nosotros hacemos que no tienen el menor
sentido, aunque siempre encontremos estrategias para justificarlas. Así, por ejemplo, una
persona obsesionada por la limpieza, incapaz de reconocer su problema, atacará cualquier
observación de otro ser humano acerca de la conducta neurótica en cuestión con argumentos
categóricos del tipo de “Es necesario cuidar las cosas para que duren”, exageraciones como “No
soporto vivir entre la mierda” o incluso con ataques personales como “Se nota que no sabes lo
que es limpiar, afortunadamente a mí me educaron en una casa decente”.
Lo que pone de manifiesto este tipo de reacciones es la existencia de una estructura
profundamente cimentada de supuestos y creencias acerca de la realidad que la persona
neurótica no se plantea que sea posible cuestionar. Está absolutamente convencida de que su
verdad es la única posible, al menos en lo que respecta al área concreta de la realidad en que se
desarrolla la neurosis, en este caso, la referente a las tareas domésticas y lo que constituye o no
su correcto desempeño. Examinando sus afirmaciones categóricas es posible detectar que esta
persona concibe que la decencia (que en realidad es una cualidad moral) sólo puede
manifestarse haciendo gala de una pulcritud extrema en la ejecución de tales labores. En efecto,
las neurosis (que incluyen desde trastornos de tipo obsesivo-compulsivo hasta fobias y estrés
postraumático) son problemas neurológicos con origen psíquico o psicosocial, es decir, que se
desencadenan a partir de procesamientos cognitivos que generan una ansiedad dolorosa para la
persona que las padece, de la que se deriva un comportamiento inadaptado.
Sin embargo, lo que nos interesa señalar es que nos justificamos ante los demás y ante nosotros
mismos, es decir, razonamos sobre nuestras conductas e intentamos atribuirles algún sentido,
haciendo uso de estrategias basadas en un amplio repertorio de creencias y supuestos acerca del
modo en que funcionan las cosas en este mundo, adquiridos mayoritariamente a través de las
experiencias que hayamos tenido en él. Pero, la mayor parte de las veces, no somos ni
remotamente conscientes de que tales concepciones categóricas de la realidad nos acompañan,
por más que las verbalicemos directa o indirectamente. Simplemente, no nos hemos parado a
reflexionar conscientemente acerca de que las cosas puedan ser de otra manera a como las
vemos nosotros. La actitud epistemológica a la que nos hemos estado refiriendo a lo largo de
todo este trabajo fomenta, entre otras cosas, este tipo de estilo cognitivo amurallado.
Sin embargo, es obvio que la búsqueda desesperada de sentido no es algo que pueda atribuirse
únicamente (ni mucho menos) a factores externos, es decir, al hecho de que la experiencia de
vida individual transcurra en un entorno sociocultural con un conjunto más o menos
consensuado de creencias. Por el contrario, la facultad de engañarnos a nosotros mismos se
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Comunicación Visual 112
manifiesta de modo sorprendente incluso a escala encefálica, como evidencian los casos de
sujetos comisurectomizados [J. MEHLER Y E. DUPOUX (1992: 173 y 179)], cuyos hemisferios
cerebrales, incomunicados entre sí debido a la sección del cuerpo calloso (intervención que
suele llevarse a cabo como tratamiento de la epilepsia), se convierten en expertos creadores de
justificaciones fantasiosas para las acciones que ejecuta su contrario. Así, por ejemplo, si
escribimos un enunciado en un papel que contenga la orden “Levántate y camina hacia el
frente”, y lo mostramos únicamente al hemisferio derecho de un paciente de este tipo, el sujeto
ejecuta la orden pero, al preguntarle por qué se ha levantado (es decir, al requerirle la
formulación verbal, y no conductual, de una respuesta), contesta con lo primero que se le ocurre
que puede resultar más o menos coherente, a saber: que tenía ganas de ir al servicio, que se
dirigía a beber agua, que tenía calor y quería abrir la ventana…Esto sucede así porque el
hemisferio izquierdo, responsable de la producción de conducta verbal en la gran mayoría de los
seres humanos, no ha visto la orden mostrada al hemisferio derecho. En realidad, el hemisferio
izquierdo no sabe por qué se ha levantado el sujeto, pero necesita encontrar una respuesta
verosímil al precio que sea, restablecer la sensación de normalidad. Lo que en ningún caso hace
nuestro cerebro es ser consciente de su propia disfuncionalidad y asumirla como si nada hubiera
pasado. Un poco como hacemos todos con las pequeñas áreas de neurosisxxxix que integramos lo
mejor que podemos en nuestras personalidades, a saber: tratar de encontrar para ellas una
justificación racional.
En otras palabras, los seres humanos vivimos acarreando una metafísica, una teoría del
funcionamiento de nuestras propias mentes, así como una serie de planteamientos éticos y
asunciones morales. Y un largo etcétera. Todo lo anterior equivale a decir que las personas
compartimos un conjunto de supuestos básicos (no todos ellos universales, sino algunos
dependientes del entorno sociocultural, como la moral) que constituyen lo que hasta el momento
hemos denominado sentido común (pero que bien podríamos llamar conocimiento del mundo,
saber enciclopédico).
A este respecto, no debemos olvidar que los casos que acabamos de citar arriba sobre las
neurosis y la comisurectomía son contraejemplos: lo común es que, en general, y en la mayor
parte de las áreas que componen nuestra vida mental, tendamos a equilibrar nuestros entornos
cognitivos (el conjunto de supuestos sobre el mundo que poseemos) con los de las personas que
más inmediatamente nos rodean y, en un plano más amplio, con los supuestos y creencias
generalizados en la sociedad en que vivimos.
Obviamente, esto no es algo sobre lo que tengamos control consciente. Por el contrario, como
explicaremos en breve (cfr. 4.4.4.), hay un fundamento biológico para el carácter más o menos
estable y consensuado de los conocimientos a los que somos capaces de acceder.
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4.2.2. Fisiología y conocimiento implícito
El proceder inconsciente de la mayor parte de nuestro funcionamiento mental se manifiesta
también en otros planos. Así, por ejemplo, y volviendo sobre lo anterior, del mismo modo que
el sujeto comisurectomizado no tiene acceso a lo que está pasando en su cerebro, y experimenta
como totalmente reales y verosímiles las respuestas verbales que ofrece como justificación por
haberse levantado de la silla, tampoco las personas neuróticas, aunque sufran las consecuencias
de sus desajustes cognitivos en un plano consciente (básicamente, ansiedad libre flotantexl y
crisis de angustia) pueden llegar a saber qué es lo que pasa en su cerebro y que les produce tal
distorsión.
En efecto, cuando una patología de este tipo se desarrolla hasta el punto de entorpecer la
funcionalidad del individuo (por ejemplo, y por citar un caso extremo, cuando el sujeto
comienza a faltar al trabajo porque no soporta la angustia de dejar que la casa se llene de polvo)
es frecuente que la persona busque ayuda. Los tratamientos de tipo cognitivo-conductual
comienzan por intentar conseguir que el propio individuo sea consciente de lo que está
ocurriendo en su interior (no en el plano neurológico, por supuesto). Esto suele hacerse
mediante una verbalización sistemáticamente ordenada del problema, que incluye una
descripción de los sentimientos experimentados y las situaciones que los desencadenan. El
objetivo es llegar a identificar las creencias que se encuentran en la base de la angustia para, a
continuación, ayudar al paciente a que las rebata racionalmente, en lo que acaba por constituir
una auténtica discusión consigo mismo. Todo este proceso proporciona cierta sensación de
control sobre el conflicto: el tenerlo verbalmente acotado, delimitado, secuenciado,
proposicionalmente articulado, hace que resulte moderadamente manejable. El individuo ya no
se encuentra absolutamente inerme y aturdido ante un sentimiento abrumador e informe.
Sin embargo, se trata de un proceso arduo y, normalmente, las neurosis nunca llegan a
desaparecer por completo. ¿Por qué ocurre esto? Veamos: hasta cierto punto, intentar controlar
una neurosis por medio del razonamiento consciente y de la verbalización explícita es un poco
como intentar provocar que nuestro propio corazón lata más deprisa sólo por medio del
pensamiento. Evidentemente, sabemos que si echamos a correr lo conseguiremos, pero es
ineludible pasar a la acción. En cualquier caso, no puede negarse que saber lo que es
conveniente hacer contribuye crucialmente a que alcancemos nuestro objetivo. Por ello, aunque
en una primera etapa la persona neurótica ha de identificar cuáles son los pensamientos
enquistados que le amargan la vida, y plantearse seriamente por qué desea cambiarlos, este puro
ejercicio racional no le servirá de nada si no pasa a desarrollar conductas capaces de hacer que
se produzca una alteración sustancial en su estructura neurofisiológica, y comprobar los
resultados (normalmente, atenuación de la angustia) que de ellas se derivan en un plano
consciente. Por eso estas terapias se denominan cognitivo-conductuales: en primer lugar,
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Comunicación Visual 114
identifican los procesamientos cognitivos asociados a los sentimientos de displacer; en segundo
lugar, bloquean las conductas inadaptadas que el paciente desencadena para intentar atenuar esa
angustia, sustituyéndolas por otras.
Lo que nos interesa señalar en estos momentos es que lo que ocurre a nivel neural mientras se
produce esta especie de reestructuración cognitiva provocada desde el exterior es algo que al
individuo le pasa totalmente desapercibido. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:18)
“most (of our categories)xli are formed automatically and unconsciously as a result of
functioning in the world. (…) through experience in the world, our categories are subject to
unconscious reshaping and partial change”. Es decir, que sólo del cambio conductual se deriva
en última instancia la capacidad para pensar de manera diferente. El intento previo de rebatir
racionalmente las propias creencias es tan sólo el primer paso para conseguirlo. Simplificando
en extremo: hacer siempre lo mismo nos lleva a obtener sistemáticamente (y lógicamente) los
mismos resultados, tanto en el plano material como en el cognitivo.
Como apuntamos en el capítulo anterior, los científicos cognitivos estiman que el 95% de
nuestro pensamiento se desarrolla en un plano inconsciente. Es preciso insistir en que, cuando
utilizamos este término, no nos estamos refiriendo a un subconsciente al estilo freudiano, es
decir, a una especie de subpersonalidad reprimida, sino a una serie de estructuras y procesos con
instanciación neural que operan masivamente bajo el nivel de la conciencia. Y como muestra
claramente el ejemplo que acabamos de proponer, este inconsciente cognitivo es lo que dota de
estructura a todo nuestro conocimiento implícito, es decir: a nuestros sistemas de creencias, a
nuestros supuestos sobre lo que es real y lo que no lo es, lo que está bien y lo que no, entre otras
muchas cosas. Esto es lo que nos permite decir que es este procesamiento inconsciente lo que
constituye nuestro sentido común, implícito e irreflexivo, por el que nos regimos habitualmente
de forma impulsiva, y que nos permite categorizar (interpretar) automáticamente nuestra
experiencia cotidiana.
Y es también este conglomerado relativamente estable de conceptos y supuestos compartidos
(que operan en un plano inconsciente que, a su vez, se encuentra neuralmente instanciado), lo
que nos permite dotar de un sentido más o menos consensuado a nuestra experiencia
fenomenológica: “Though we are only occasionally aware of it, we are all metaphysicians—
(…) as part of our everyday capacity to make sense of our experience” [G. LAKOFF Y M.
JOHNSON (1999:10)].
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4.3. Fundamentos filosóficos de la metafísica occidental dominante
4.3.1. Introducción
Decíamos en el capítulo anterior que el sentido común occidental se encuentra profundamente
influido por una dilatada tradición filosófica que sostiene una serie de supuestos apriorísticos
acerca de la realidad y la naturaleza básica de los seres humanos. Los aglutinaremos, por el
momento, en torno a tres puntos:
1) El primero de ellos, que tal vez sea el más determinante en relación con nuestro trabajo,
define la realidad como el mundo externo que llega a nosotros dividido en categorías
que existirían independientemente de la estructura de nuestro organismo.
2) El segundo, inextricablemente ligado al anterior, postula la existencia de una razón
trascendente y universal que sería la que dotaría de estructura al mundo.
3) El tercero asume que la razón humana se encuentra también estructurada por la razón
universal trascendente como si, en cierto sentido, participase de ella.
De tales supuestos se sigue que el conocimiento que los seres humanos tenemos de las cosas es
un conocimiento absoluto, indubitable y a todas luces verdadero, ya que nuestra razón
participaría del conocimiento de la razón universal trascendente. Por tanto, los conceptos en la
mente del ser humano se corresponderían de modo totalmente fidedigno con las categorías del
mundo externo, ambos impuestos por la razón trascendente, ente incorpóreo, abstracto,
espiritual, superior a la materia y perdurable más allá de ésta.
Los supuestos apriorísticos que acabamos de exponer tan sucintamente constituyen la ontología
y la epistemología cotidianas de la mayor parte de las personas occidentales. Obviamente, no
podemos esperar que cualquier individuo sea capaz de explicitarlos a nivel consciente, pero es
cierto que la mayor parte de nosotros asume sin mayor problema el hecho de que hay un mundo
físico que existe ahí fuera, y que nosotros podemos llegar a conocerlo de modo objetivo. Ahí
suele terminar la reflexión sobre el asunto y, entre otras razones, por eso lo que los científicos
dicen, parapetados en el todopoderoso positivismo empiristaxlii, va a misa.
4.3.2. Epistemología sin fisuras: el realismo directo griego
Ahora bien, cabe preguntarse cómo comenzó a gestarse la aparente solidez de una tal actitud
filosófica. En la tradición occidental ha habido, fundamentalmente, dos respuestas clave
compatibles con el realismo de esta postura. Por realismo entendemos la asunción básica de que
el mundo material existe. Tal asunción suele entrañar el propósito de explicar cómo es posible
que nos desenvolvamos en él del modo en que lo hacemos, y una de las tareas más importantes
en todo este asunto la constituye el proporcionar una teoría del conocimiento compatible con tal
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Comunicación Visual 116
realismo, es decir, una epistemología. En otras palabras, se trata de responder a la pregunta
siguiente: Si el mundo real existe…¿cómo podemos conocerlo?
La primera respuesta la dieron los griegos. Recordemos el modo en que Epicuro describía la
visión, como si se tratase de una especie de tacto: según él, la única manera posible de que
pudiésemos llegar al conocimiento de las cosas del mundo era mediante la entrada en nuestro
organismo de algo proveniente de las propias cosas. Para Epicuro, ese algo era una especie de
películas de átomos (los eidola) que constituían réplicas materiales de los objetos, y que los
propios objetos enviaban en todas direcciones constantemente. Para la filosofía griega, por
tanto, no había escisión entre cuerpo y mente. Si las películas de eidola entraban en contacto
con nuestros ojos, lo hacían también con nuestra mente. Así explicaba la cognición también
Aristóteles: nuestra mente podía agarrar directamente las esencias de las cosas del mundo por
medio de nuestros sentidos. No se percibía contradicción en ello. El ser humano era uno. El
problema de la división entre ontología y epistemología no tenía lugar, puesto que el ser
humano podía acceder directamente al conocimiento de todo lo real. Una metafísica puramente
física, una visión sumamente reconfortante y tranquilizadora. Nos hallamos ante un realismo
directo y absoluto, donde el mundo es una estructura única y objetiva de la que podemos tener
conocimiento inmediato y fidedigno, al no tener que enfrentarnos al irresoluble problema que
supone asumir la existencia de una escisión entre cuerpo y mente.
4.3.3. La invención de un abismo: el racionalismo cartesiano
Tal problema se lo vino a explicitar al mundo occidental René Descartes, cuya concepción
metafísica sustenta firmemente los tres supuestos que hemos enumerado en 4.3.1., y cuya
influencia perdura en Occidente en la actualidad, no sólo en ámbitos filosóficos o científicos,
sino principalmente como fuente del sentido común cotidiano de una población educada en el
seno de una cultura mayoritariamente cristiana, que asume la existencia de una radical
distinción entre el cuerpo, sustancia material, y la mente, sustancia espiritual.
Al asumir esta metafísica, no es extraño que pronto se le planteara a Descartes el siguiente
conflicto epistemológico: ¿Cómo era posible que una sustancia incorpórea y autónoma como la
mente aprehendiera las cualidades y categorías de un mundo cuya naturaleza se asemejaba a la
del cuerpo? Y, siendo el cuerpo material e imperfecto, ¿cómo iba el ser humano a fiarse de las
percepciones engañosas que los sentidos proporcionaban a nuestra razón, ente superior?
Pero, más allá de todo esto, el principal problema lo constituía la necesidad de explicar el hecho
de que fuéramos capaces de desenvolvernos en el mundo físico y material con la soltura con que
lo hacíamos, tras haber asumido que lo que nos caracteriza genuinamente como seres humanos,
superiores al resto de la creación, es precisamente nuestra participación de una razón universal,
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incorpórea y trascendente. Este planteamiento, sin embargo, esconde una tautología, ya que
asume que es precisamente esa cualidad racional trascendente la que dota de estructura al
mundo, de modo científicamente inexplicado. Y al asumir también que nuestra razón humana
está informada por tal razón universal, el problema se esfuma inmediatamente. El racionalismo
postula, por tanto, que podremos conocer tan sólo si hacemos uso de nuestro raciocinio,
desestimando (o no) las señales corporales tras haberlas sometido a su riguroso escrutamiento,
ya que la razón trascendente, creadora de las categorías de la realidad, está también manifiesta
en nuestra estructura mental.
De este modo, se garantiza la correspondencia de nuestras categorías mentales con las del
mundo externo, y se sostiene la posibilidad de hallar la verdad. La única verdad. No es posible
obviar el hecho de que la fe tiene bastante que ver con todo esto. Sin embargo, nos interesa
detenernos especialmente en una cuestión fundamental que el racionalismo cartesiano introduce
sutilmente en el panorama filosófico occidental, y que aún late con fuerza en la mayoría de las
teorías no sólo filosóficas, sino psicológicas y lingüísticas, que se ocupan del estudio de las
facultades mentales humanas, a saber: la división entre ontología y epistemología.
Y es que, más allá de las ideas innatas que el ser humano poseía en virtud de su participación de
la razón universal trascendente, el resto sólo podían ser representaciones de lo que estaba fuera,
de lo material, de lo corporal, es decir, de sustancias intrínsecamente distintas de la que
constituía la mente humana. El ser humano podía llegar a discernir si tales representaciones se
correspondían con la realidad del mundo físico en virtud del uso de la razón pero, en cualquier
caso, no eran la realidad-en-sí-misma, sino sólo su reflejo fidedigno. Ya no son las cosas las que
entran materialmente en nuestro organismo para suscitar el conocimiento, como proponían los
griegos. La mente ya no agarra esencias, sino que genera representaciones.
4.3.4. La consecuencia actual: un paradigma cognitivo simbólico y logicista
Semejante distinción puede parecer trivial a simple vista. Sin embargo, lo cierto es que sus
repercusiones son enormes e importantísimas.
De hecho, la necesidad de afrontar la explicación de cómo se relacionan cuerpo, mente y
realidad externa es lo que ha dado lugar a una de las teorías actuales más potentes acerca del
funcionamiento mental, a saber: el realismo simbólico-representacional, que asumen disciplinas
como la filosofía analítica, la inteligencia artificial, la ingeniería del conocimiento, la lógica
formal, la lingüística generativa, y la psicología cognitiva de la mayor parte del siglo XX, entre
otras.
En el capítulo anterior nos referimos brevemente a este paradigma cognitivo, que denominamos
entonces simbolismo clásico. Recordemos que se trata de una perspectiva en que la mente es
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descrita en términos formalistasxliii, ignorando el basamento fisiológico de sus funciones. La
vinculación del origen de esta teoría con la disciplina informática y los primeros pasos de la I.A.
se manifiesta en la metáfora explicativa que concibe la mente como una especie de programa
informático que puede funcionar perfectamente bien si se dispone del hardware apropiado para
instalarlo. Sin embargo, el peso de la teoría se sitúa en el software.
El planteamiento es el siguiente: un mismo hardware puede ejecutar programas muy diversos,
así que es la configuración interna de estos programas lo que hay que investigar, ya que
únicamente allí puede encontrarse la clave para llegar a comprender auténticamente el
funcionamiento mental. Como intuitivamente se desprende de lo que acabamos de exponer de
forma tan sucinta, esta visión del asunto está muy ligada también a la concepción modular de la
mente, que estaría constituida por un conjunto de programas autónomos capaces de
interaccionar de manera armónica en virtud de una interfaz (el misterioso yo consciente, que
aún no se sabe bien cómo emerge).
Pero lo que nos interesa señalar ahora es que las facultades mentales, al fin y al cabo, se
conciben en este paradigma como software, espíritu, sustancia incorpórea. Y ello significa, para
los defensores de tal planteamiento, que pueden ser comprendidas y explicadas sin necesidad de
recurrir a disciplinas de corte neurológico. El hecho de que la mente necesite un cerebro (y, en
última instancia, un cuerpo) en el que materializarse no deja de resultar algo trivial, no
merecedor de demasiada atención, salvo en el caso de que se pretenda encontrar un sustituto de
la materia orgánica convencional, como el silicio. A. DAMASIO (2003:228) lo expresa del
siguiente modo:
Mi preocupación (…) es tanto por la noción dualista con la que Descartes separó la mente del
cerebro y el cuerpo (…) como por [sus] variantes modernas (…): la idea, por ejemplo, de que
mente y cerebro están relacionados (…) sólo en el sentido de que la mente es el programa
informático que se hace funcionar en un (…) equipo (…) llamado cerebro; o que cerebro y
cuerpo están relacionados (…) sólo en el sentido de que el primero no puede sobrevivir sin el
soporte vital del segundo.
Así, al igual que en los lenguajes de programación, la mente se supone conformada por
símbolos que codifican funciones y reglas. En esto consistiría el pensamiento, a saber: en una
serie de símbolos insignificantes en sí mismos, completamente arbitrarios con respecto a la
realidad externa, pero sistemáticamente vinculados a ella mediante reglas formales de
manipulación simbólica, en base a una noción científicamente inexplicada de correspondencia.
Obviamente, lo que acabamos de delinear constituye la versión más radical del realismo
simbólico, donde las representaciones son minimalistas, a saber: puras entidades abstractas,
insignificantes, cuya única propiedad relevante es ser diferentes las unas de las otras. Pero nos
interesa porque es en este preciso momento cuando el razonamiento humano se divorcia
completamente de todo significado. Sobre las implicaciones que tal planteamiento tiene para las
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Comunicación Visual 119
teorías del significado humano volveremos en el capítulo 5. Ahora, sin embargo, daremos los
primeros pasos hacia una vía intermedia.
4.4. El ser humano como organismo cognoscente
4.4.1. Antecedentes filosóficos
Llamar la atención sobre el hecho de que cuerpo y mente no son entidades escindidas ni
constituyen sustancias diferentes y afirmar que, por el contrario, la experiencia cotidiana
humana es radicalmente corpórea, no supone verdaderamente ninguna novedad. Como señalan
G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:97) ya John Dewey, en el primer cuarto del siglo XX, se
dedicó a examinar en profundidad “the whole circuit of organism-environment interactions that
makes up our experience, and he showed how experience is at once bodily, social, intellectual,
and emotional”. Un poco más adelante, a mediados de siglo, era el filósofo francés Maurice
Merleau-Ponty quien retomaba las ideas de la fenomenología husserliana y del trasfondo
heideggeriano y afirmaba que “subjects and objects are not independent entities, but instead
arise from a background (…) of (…) integrated experience on which we impose the concepts
subjective and objective”.
Sin embargo, resulta aún más importante, en el contexto de este estudio, que tengamos presente
el hecho de que ambos autores creían que la filosofía debía hacer uso en sus planteamientos de
las mejores teorías científicas disponibles para la comprensión de la cognición y el
comportamiento humanos, lo que, en su caso, supuso acudir a la psicología experimental y a los
conocimientos de neurología disponibles en su época. De este modo, atendiendo a una evidencia
empírica aún no tan firme como la que tenemos actualmente, tanto Dewey como Merleau-Ponty
pudieron intuir que, cuando utilizamos las palabras cuerpo y mente para referirnos a algo que
creemos real, lo que estamos haciendo es, paradójicamente, imponer límites conceptuales
artificiales sobre el proceso integrado de nuestra experiencia humana.
4.4.2. Realismo orgánico
Más recientemente, autores como los ya citados G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999), y antes F.J.
VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997), han retomado esta línea investigadora,
rebautizándola con los términos de cognición o razón corpórea (o corporizada), los primeros, y
con la noción de experiencia enactiva, los segundos. Aunque las diferencias entre ambas
versiones son sutiles, el punto fuerte de ambas es que proporcionan una nueva vía para enfocar
la comprensión de la relación entre mente y cuerpo, si es que puede realizarse una tal distinción.
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Esta postura filosófica se apoya rotundamente en las evidencias empíricas proporcionadas por la
neurociencia cognitiva, y no en supuestos apriorísticos acerca de la estructura de la realidad y
del conocimiento. Lo que trata de explicar es el modo en que una estructura neural que trabaja
en el seno de un organismo (y que es parte de ese organismo lo mismo que la piel, el ojo, o la
consciencia de las experiencias visuales y táctiles) puede llegar a correlacionar con las
categorías y conceptos que los seres humanos manejamos y, a la vez, evidenciar cómo esta
correlación está motivada por nuestra estructura física y también por nuestra realidad
circundante. Es decir, que el modo en que funcionan nuestros mecanismos cognitivos depende
de la especificidad de las capacidades sensomotrices y perceptivas de que dispone nuestro
organismo (lo que hace que sea posible para nosotros tener unos determinados tipos de
experiencia que categorizamos de maneras muy concretas, filogenéticamente determinadas)
pero también de un contexto más abarcador que entraña factores culturales y sociológicos, así
como del entorno físico.
4.4.3. Realismo orgánico, filosofía griega, y filosofía analítica angloamericana
Esta postura, que aquí denominaremos realismo orgánico para no priorizar ninguna de las
dimensiones que abarca (como nos parece que sucede con la noción de corporeidad), se
encuentra más cerca de los presupuestos del realismo directo de la filosofía griega, que de los
sostenidos por la filosofía analítica angloamericana, que proceden básicamente del racionalismo
cartesiano, y que postulan una escisión entre dos sustancias de naturaleza diversa (a saber:
cuerpo y mente) entre las cuales el abismo establecido por el razonamiento apriorístico acaba
por resultar insalvable, por mucho que se recurra a una noción de correspondencia entre
representaciones y mundo (la razón trascendente) que, por otra parte, carece de amparo
científico.
Sin embargo, es necesario precisar en qué consiste la mencionada similitud para evitar dar lugar
a equívocos. En lo que se parecen el realismo directo y el orgánico, es en que ambos niegan la
existencia de una escisión entre el cuerpo y la mente. Es decir, se aproximan en la metafísica, no
en la epistemología: esto es así porque el realismo orgánico no considera que el mundo
constituya una estructura totalmente objetiva de la que podamos tener un conocimiento unívoco
y absolutamente verdadero. O, en otras palabras: realismo directo y orgánico asumen la
existencia del mundo físico y el hecho de que no hay escisión entre el cuerpo y la mente. Pero
mientras que el primero responde a la pregunta acerca de cómo es posible la cognición como si
no plantease ningún problema (para lo que postula un contacto directo con el mundo y convierte
así en equivalentes ontología y epistemología), el realismo orgánico complejiza la cuestión y,
atendiendo a la evidencia convergente procedente de múltiples disciplinas, plantea que no hay
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 121
una equivalencia total entre nuestras percepciones y el mundo. Que el mundo no es sólo lo que
nosotros percibimos, en definitiva.
Con respecto al realismo simbólico-representacional, las diferencias se acentúan: no sólo porque
este postula la división entre cuerpo y mente, sino porque pretende solventar el problema
epistemológico que tal presupuesto suscita apelando a una ontología de corte absolutista de la
que el ser humano puede llegar a tener un conocimiento totalmente objetivo en virtud de una
noción de correspondencia que, en realidad, permanece inexplicada.
Por el contrario, lo que le interesa al realismo orgánico no es tanto determinar si podemos llegar
a conocer las cosas-en-sí-mismas (la absolutamente objetiva y única verdad que tanto el
realismo directo como el simbólico asumen que existe), como investigar acerca del modo en que
el conocimiento que tenemos nos permite desenvolvernos en el mundo, adaptarnos a él lo
suficientemente bien como para sobrevivir y progresar no sólo individualmente, sino como
especie. En este sentido, se puede decir que el realismo orgánico baja a la calle. Pretende no
dejar de lado la dimensión material de lo que somos (nuestros cuerpos, nuestros cerebros, el
medio físico en que éstos se hallan) sin desatender tampoco la necesidad de proporcionar una
explicación de los fenómenos mentales que, necesariamente, tendrá que manejar términos más
abstractos que los de la pura neurobiología para llegar a resultarnos significativa a escala
humana.
Como hemos señalado repetidamente desde el inicio de este trabajo, lo que ocurre a escala
macro, a nivel de fenómeno mental, no se explica sólo por los datos neurofisiológicos
implicados en la emergencia de tal fenómeno; sin embargo, el conocimiento detallado de tales
datos nos parece prioritario porque orienta y limita las hipótesis explicativas susceptibles de
desarrollo en el plano abstracto. Téngase en cuenta que en ningún caso esto significa adoptar la
perspectiva de que la mente pueda ser explicada exclusivamente en términos de acontecimientos
cerebrales. Más bien es al contrario: al realismo orgánico un reduccionismo tal le resulta
incompleto y humanamente insatisfactorio, puesto que deja de lado no sólo el ambiente físico y
sociocultural, sino una parte crucial del organismo cognoscente, a saber: el cuerpo propiamente
dicho.
Así, nos hallamos de nuevo ante la cuestión de los niveles de explicación, que correlaciona con
la de los niveles de realidad y de verdad, y sobre la que volveremos en 4.8. Por el momento,
baste señalar la obviedad de que una teoría que se aferre a una concepción unívoca e inmovilista
de lo real no podrá jamás admitir la posibilidad de que existan diversas explicaciones válidas de
un mismo fenómeno, que variarán dependiendo del nivel de análisis desde el que lo abordemos.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 122
4.4.4. Poner coto al relativismo
Lo que acabamos de sugerir acerca de la existencia de varios niveles explicativos no implica en
absoluto que el realismo orgánico sea una teoría entregada al relativismo. El hecho de negar la
existencia de una única descripción correcta de lo que sea el mundo no significa que el
conocimiento estable de la realidad no sea posible. Por el contrario, aunque es cierto que el
realismo orgánico trata el conocimiento como relativo a la naturaleza específica de nuestro
organismo, insiste en que este hecho, de por sí, restringe ya las posibles formas que puede tomar
tal conocimientoxliv. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:5-6): “The mind is
embodied in such a way that our conceptual systems draw largely upon the commonalities of
our bodies and of the environments we live in”.
En este sentido, no hay lugar para el sujeto postmoderno, para el que todo significado sería
puramente relativo, histórica y culturalmente contingente, totalmente independiente de las
constantes estructurales de nuestra condición corpórea. En efecto, si la estructura de nuestras
funciones mentales superiores depende de nuestra específica configuración física (la cual
condiciona inevitablemente las maneras en que podemos interaccionar con el entorno), de aquí
se seguirá el que las formas de razonamiento que como seres humanos podemos desplegar estén
también constreñidas por nuestra fisiología. Así,
once we have learned a conceptual system, it is neurally instantiated in our brains and we are not
free to think just anything. (…) There is no poststructuralist person—no completely decentered
subject for whom all meaning is arbitrary, totally relative, and purely historical contingent,
unconstrained by body and brain [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:5)].
Por otra parte, es preciso insistir en el hecho de que lo anterior no significa tampoco que el
realismo orgánico postule un sujeto ultradeterminado por sus características fisiológicas de
especie. En palabras de los recién citados autores:
Our conceptual systems are not totally relative and not merely a matter of historical contingency,
even though a degree of conceptual relativity does exist and even though historical contingency
does matter a great deal. The grounding of our conceptual systems in shared embodiment and
bodily experience creates a largely centered self, but not a monolithic self [G. LAKOFF Y M.
JOHNSON (1999:6)].
Como han puesto de manifiesto numerosos estudios en el área de la psicología cognitiva
experimental, de la lingüística cognitiva y de la antropología lingüística, 1) los conceptos son
susceptibles de cambio a lo largo del tiempo, 2) las estructuras a que dan lugar (y, por tanto, el
modo en que nos permiten razonar sobre las categorías en que, como seres humanos,
compartimentamos la realidad) varían de una cultura a otra y, 3) lo que es más importante, un
mismo concepto en el seno de una misma cultura puede estar compuesto de estructuras
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 123
semánticamente contradictorias entre sí, que reflejan las múltiples dimensiones sociales del
mismo.
Pero, sobre todo, es la experiencia personal la que, aunque estructurada por unas bases
fisiológicas específicas y panhumanas, tiene una importancia determinante a la hora de explicar
por qué el mapeado de áreas corticales equivalentes nunca es exactamente el mismo de uno a
otro individuo, por más similares que hayan sido las condiciones para su desarrollo. Como
explicamos en el epígrafe 3.4.4. del capítulo anterior, y recordaremos aquí muy brevemente, las
claves moleculares determinan sólo hasta cierto punto el desarrollo de las conexiones
neuronales pre y postsinápticas. Así, si bien guían totalmente el crecimiento de los axones de las
neuronas hacia una región específica de destino en el sistema nervioso, parece ser que, una vez
alcanzado ese destino, los emparejamientos que el axón hace con neuronas postsinápticas
dependen en gran medida de la actividad y la experiencia del individuo. De este modo, aunque
los mapas corticales son genéricamente similares, difieren sistemáticamente entre las personas
en un modo que refleja su utilización.
Es por esto por lo que sostenemos que nuestras estructuras conceptuales, neuralmente
instanciadas, determinan nuestro sentido de lo que es o no real, probable o verosímil. Es decir,
nos permiten generar expectativas adaptadas a nuestro entorno que informan nuestro modo de
razonar (expectativas que sólo pueden provenir de la experiencia previa en dicho entorno) y
dependen “crucially upon our bodies, specially our sensorimotor apparatus, which enables us to
perceive, move, and manipulate, and the detailed structures of our brains, which have been
shaped by both evolution and experience”[G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:17)].
Como veremos en el próximo capítulo, la adopción de un modelo cognitivo como el propuesto
por el realismo orgánico nos permite poner coto al relativismo y proporcionar una explicación
coherente y verosímil para cada uno de los fenómenos de variación conceptual mencionados.
Un tal paradigma sostiene que el conocimiento estable es posible, pero que no es algo
totalmente objetivo en el sentido en que el cientificismo positivista entiende la objetividad (la
verdad-en-sí-misma, si es que tal cosa existe), ni tampoco puramente subjetivo, sino que se trata
de un tipo de verdad fundamentado en las características orgánicas comunes que los seres
humanos compartimos (en definitiva, de lo que aquí hemos denominado una construcción). En
palabras de A. DAMASIO (1994:217-218):
lo que sabemos de (…) [la realidad externa nos llega] por medio del cuerpo (…) en acción, a
través de las representaciones de sus perturbaciones. Nunca sabremos lo fiel que nuestro
conocimiento es a la realidad «absoluta». Lo que precisamos (…) y tenemos, es una notable
consistencia en las construcciones de la realidad que nuestro cerebro hace y comparte (…)
Dichas representaciones sistemáticas y consistentes (…) son reales en sí mismas. Nuestras
mentes son reales, nuestras imágenes [mentales] (…) son reales, nuestros sentimientos (…) son
reales. Es sólo que una tal realidad mental, neural, biológica, resulta ser nuestra realidadxlv.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 124
La razón, de este modo, podría declararse universal en el sentido de que se trata de una facultad
emergente en todos los miembros de nuestra especie en virtud de las mencionadas
características fisiológicas y los modos de interacción que permiten, pero jamás podrá ser
concebida como una especie de sustancia trascendente capaz de informar el mundo y nuestras
mentes de manera científicamente inexplicada.
4.4.5.La intersubjetividad como fenómeno psicofisiológico
Anteriormente en este trabajo hemos puesto de manifiesto nuestro interés por proporcionar una
explicación lo más completa posible de los mecanismos cognitivos que posibilitan la
intercomprensión. Por tanto, aunque la experiencia individual sea determinante a la hora de
explicar el carácter genuino de la capacidad que cada individuo tiene para crear significado, sin
embargo, lo que nos interesa es trascender las individualidades psicofísicas hasta el punto en
que puedan ser descritas a un nivel lo suficientemente general como para que de ahí resulten
observaciones aplicables a nuestra especie.
Son precisamente estas capacidades cognitivas y perceptivas comunes, emergentes del
basamento fisiológico que las personas compartimos, las que posibilitan la existencia de
conocimiento consensuado y estable, y a esto nos estaremos refiriendo en este estudio siempre
que hagamos mención del fenómeno de la intersubjetividad. Como ya apuntábamos en 3.1.,
afirmar que nuestra realidad es construida no implica negar que sea objetiva, pero ocurre que la
intersubjetividad biológicamente fundamentada es el máximo grado de objetividad que los seres
humanos podemos alcanzar.
Creemos pertinente realizar esta observación por el mismo motivo que es necesario explicitar
los presupuestos apriorísticos que subyacen a nuestra metafísica cotidiana. Y es que, para
cualquiera que, de manera consciente o no, asuma la existencia de un abismo ontológico entre la
mente y el cuerpo, el término intersubjetividad designará tan sólo una especie de acuerdo social
o de estructura de conciencia compartida por todos los sujetos. El problema está en que, si el
sujeto se concibe como escindido, esta noción de intersubjetividad aludirá únicamente a la
dimensión mental de los sujetos que forman parte del fenómeno de estabilización de los
significados. De este modo, los mecanismos fisiológicos que sustentan la capacidad de generar
significado consensuado resultarán obviados, y el término en sí mismo quedará inexplicado.
4.5. El color desde el punto de vista del realismo orgánico
4.5.1. Introducción
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 125
Las afirmaciones teóricas que hemos realizado hasta el momento encuentran en el fenómeno del
color un ejemplo óptimo. En los epígrafes 3.4.5. y 3.4.6. del capítulo anterior describimos
detalladamente los mecanismos neurológicos que posibilitaban su construcción cognitiva, de
modo que se hiciese manifiesta la incompletud de cualquier teoría reduccionista que pretendiese
circunscribir lo real a lo materialmente existente. Una teoría de este tipo establece
correspondencias entre frecuencias o longitudes de onda (pues es la capacidad de una superficie
para proyectar un determinado tipo de tales frecuencias lo que determina su reflectancia) y
colores percibidos.
Sin embargo, recordaremos brevemente que nuestra experiencia fenomenológica del color
emerge de la interacción de factores externos a nuestro organismo (especialmente el patrón de
contrastes de reflectancia entre superficies, que a su vez depende de las variables de reflectancia
concretas de cada superficie unidas a las condiciones generales de iluminación), con factores
orgánicos, como son, por ejemplo, los tres diferentes tipos de cono en los que se instancia
nuestra capacidad para estructurar el color de modo tricromático y, no menos importante, la
compleja circuitería cerebral que posibilita la percepción de un mundo tridimensional constante,
analógico y coherente a partir de una imagen retiniana bidimensional y digitalizada.
Este último dato es pertinente en relación con la exposición que estamos llevando a cabo porque
no construimos el color de forma aislada, sino que lo integramos con otras propiedades visuales
y procuramos que el conjunto sea coherente. Esta idea (a saber: que el contexto importa), es lo
que venía a poner de manifiesto el ejemplo del cuadrado con casillas de colores. Recordemos
que, si alterábamos la disposición de tales casillas, percibíamos colores absolutamente
diferentes en el nuevo cuadrado; colores que, si tenemos en cuenta la complejidad del fenómeno
de su construcción, no estaban de hecho en el cuadrado anterior, por mucho que los pigmentos
dispuestos en el papel fuesen los mismos.
Otro ejemplo en esta misma línea nos lo proporcionaban los metámeros, es decir, aquellas
imágenes que para nosotros presentan colores idénticos, pero a las que un fotómetro atribuiría
reflectancias de superficie totalmente disímiles. Todo esto demuestra que no existe una
correspondencia unívoca entre color y reflectancia de superficie, sino que nos hallamos ante un
fenómeno psicofísico mucho más complejo en el que la estructura de nuestro organismo
desempeña un papel primordial. Así, por ejemplo, el hecho de que tengamos capacidad
perceptiva de constancia de color (es decir, que al pasar de un ambiente luminoso a otro de
penumbra podamos adaptarnos y seguir reconociendo los colores con notable precisión) pone de
manifiesto que nuestro cerebro sabe compensar bastante bien las variaciones de intensidad en la
fuente lumínicaxlvi. Sin embargo, no se muestra tan habilidoso en ejemplos como los del
cuadrado de colores o el tablero de ajedrez donde, a pesar de que las superficies tienen
exactamente la misma reflectancia, las vemos distintas en función de cuál sea la distribución de
unos pigmentos con respecto a otros (es decir, del contexto).
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 126
En todos estos casos, la clave se encuentra en el patrón de contrastes de reflectancia, que se
mantiene constante aunque cambie la intensidad lumínica (en el caso de la constancia de color),
o que varía, haciéndonos percibir colores diferentes aunque los pigmentos sean los mismos,
como ocurre en el caso del cuadrado de colores. Por último, el ejemplo del tablero de ajedrez
resulta aun más intrigante y complejo, y llama especialmente nuestra atención sobre la
importancia de la información contextual: lo interesante es que construimos inevitablemente un
patrón de contrastes regular, en consonancia con la alternancia entre cuadrados claros y oscuros
que vemos en el resto del tablero. Nuestro cerebro se empeña en ignorar la discontinuidad, la
anomalía: fabrica la interpretación más probable y sigue adelante, ignorando esa reflectancia
que no debería estar ahí, y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Podemos mirar mil
veces y, aun sabiendo que el cuadrado es gris, lo seguiremos viendo blanco, a no ser que
ocultemos los cuadrados colindantes, es decir: que alteremos el contexto, que cambiemos el
patrón de contrastes. Pero, de buenas a primeras, lo que hacemos es procesar por defecto: si hay
un patrón regular en el entorno que podamos reconocer, nuestro cerebro lo utilizará. (Es este
mismo tipo de procesamiento por defecto, que nos impide ver la diferencia, el que se encuentra
en la base del estereotipo y del prejuicio).
Debido a todo lo anterior, el color nos permite poner de manifiesto el equilibrio entre
subjetividad y objetividad del que venimos hablando desde los inicios de este trabajo: un
equilibrio complejo. Los colores no son sustancias objetivas sedentes en los objetos del mundo
que podamos hacer corresponder con una cifra que determine una reflectancia; sin embargo,
tampoco son algo puramente aleatorio o subjetivo en el sentido postmoderno. Más bien,
podríamos decir, con G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:25) que “color is a function of the world
and our biology interacting”.
4.5.2. Estabilidad y variabilidad conceptual
La adopción de este punto de vista nos permite explicar también otras cuestiones relativas a la
estructura de las categorías de colorxlvii que no hemos abordado previamente, y que nos ayudarán
a evidenciar el modo en que la postura sostenida por el reduccionismo no sólo es
explicativamente inadecuada e imprecisa, sino que cercena la posibilidad de contemplar la vasta
significación sociocultural, emocional y estética que el color desempeña en nuestras vidas.
Así, por ejemplo, la estructura conceptual de un color concreto (el hecho de que exista un azul
central, pero también un azul purpúreo, un azul verdoso, un azul grisáceo, etc) se encuentra
neuralmente
implementada:
sabemos
que
las
categorías
centrales
se
corresponden
aproximativamente con un rango bastante amplio de frecuencias de onda ante el que nuestras
neuronas responden con más intensidad (y ya hemos visto en detalle cómo esta respuesta no
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 127
depende exclusivamente del parámetro de reflectancia, sino de las propiedades de respuesta
eléctrica de los conos, genéticamente codificadas). Esto nos permite explicar el carácter difuso
de los límites entre categorías y, con ello, el hecho de por qué personas sin déficit genético
alguno pueden no llegar a ponerse de acuerdo acerca del color de ciertas cosas. Como vimos,
una mínima diferencia en la codificación genética (un aminoácido diferente en una posición
concreta de la secuencia núcleotida de la proteína de un tipo de cono concreto) es capaz de
alterar los balances de respuesta de las células fotosensibles y modificar así la generación de
todo el espectro de color para un individuo. Sin embargo, esta diferencia se manifestará en los
casos limítrofes y en las transiciones entre categorías, no en los colores centrales.
Pero, además, el enfoque del realismo orgánico nos permite contemplar que, a la hora de
estabilizar el significado, intervienen también factores socioculturales que influyen en que
conceptualicemos las categorías de color como clases con prototipo, lo que finalmente significa
que existirá en nuestro cerebro una instanciación neural de tal concepto que nos llevará a
razonar de un modo determinado sobre la categoría. Como decíamos, el color no existe aislado,
sino en contexto. Esto quiere decir que no solemos pensarlo en abstracto, sino asociado a entes
de algún tipo. En definitiva, que hay cosas en este mundo que todos tenemos muy claro de qué
color son, y esas cosas actuarán como casos centrales, prototípicos, de la categoría.
Así, por ejemplo, actualmentexlviii el Canal 4 emite un corte publicitario autopromocional
consistente en una serie de enunciados escritos en letras blancas sobre fondo rojo, que va
intercalando sucesivamente entre los spots. El que nos interesa a nosotros dice así: “Piensa en
cuatro colores://azul cielo,//amarillo limón,//verde manzana,//rojo Cuatroxlix”. Se trata de una
serie asociativa que nos lleva a pensar en colores de máxima luminosidad, o dicho en otras
palabras: a un amarillo muy brillante, a un verde casi fosforescente (el de las manzanas ácidas),
al azul luminoso del cielo en un día soleado y, por asociación, a un rojo intenso, parecido al del
carmín que utilizaban las pin-up de los años cincuenta, para que el lector se haga una idea. Lo
siguiente que tendemos a hacer, también por asociación, es situar el logo de la cadena televisiva
como prototipo de la clase “cosas de color rojo brillante”. En el capítulo 8 nos ocupamos de la
trascendencia de que el color llegue a ser capaz de simbolizar algo con lo que no estaba
naturalmente relacionado (en concreto, la marca), que es lo que se busca en el ejemplo concreto
que estamos manejando.
Por otra parte, esta estrategia tiene por objetivo que el espectador traslade los valores que culturalmente
denota este color al contenido temático del canal. En nuestro país, según aseguran estudios sociológicosl,
el rojo saturado y luminoso suele asociarse con conceptos como los de dinamismo, energía, juventud y
rebeldía. Y eso es lo que el canal pretende ofrecer al espectador: series nuevas, programas de humor
crítico e irreverente, pero también reportajes de realidad social, sin olvidar la telerrealidad con fines
socioeducativos (como ocurre en programas del tipo de Supernany, Adolescentes, o ¡Qué desperdicio!).
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 128
Lo anterior nos sirve para ejemplificar la idea de que el realismo orgánico, aunque sostiene que
el color es una creación cognitiva que emerge de la interacción de nuestras bases biológicas
comunes con las características físicas del mundo externo, no niega que las categorías de color
tengan también un significado cultural que, por otra parte, es susceptible de variación tanto
diacrónica (en un mismo marco sociocultural) como diatópica, que es lo que, evidentemente,
suele ocurrir entre culturas. Lo importante es señalar que, a pesar de tal variación, no es la
cultura la que crea los colores, como sostienen el relativismo postmoderno y el constructivismo
social. Como mucho, el desarrollo de un individuo en un ámbito cultural determinado influirá
en la manera en que organizará el color conceptualmente, pero no en la clasificación perceptiva
básica (debida a las propiedades de respuesta eléctrica de los conos de su retina) que, como ser
humano, será capaz de hacer. Es por esto por lo que afirmamos que
An adequate theory of the conceptual structure of red, including an account of why it has the
structure it has (…) cannot be constructed solely from the spectral properties of surfaces. It must
make reference to color cones and neural circuitry. Since the cones and neural circuitry are
embodied, the internal conceptual properties of red are correspondingly embodied [G. LAKOFF Y
M. JOHNSON (1999:25)].
4.6. Categorización: La arbitrariedad biológicamente sujetada
4.6.1. Introducción
Cuando en el capítulo anterior (3.4.7.2.) nos ocupábamos de la relación existente entre nuestra
experiencia fenomenológica y la dimensión ontológica última de lo real (metafísica),
insistíamos en el hecho de que no había necesidad ninguna de que ambas fueran idénticas para
otorgar valor epistemológico a la experiencia humana consciente. El caso escogido para la
ejemplificación de este postulado (a saber, el de la consola Wii y la reflexión que plantea acerca
de las relaciones entre hardware, software, y experiencia de juego), aunque muy ilustrativo de
la idea básica que pretendíamos defender, no debe llamarnos a error con respecto a un aspecto
central de nuestra argumentación.
Nos explicaremos: si bien la arbitrariedad puede ser total a la hora de escoger un icono que
simbolice una determinada función para un programa de ordenador (aunque violentemos así el
significado inherente a la imagen), en el caso del ser humano hemos visto que las percepciones
se encuentran estructuradas por unas bases fisiológicas específicas, que limitan notablemente el
espectro de categorizaciones posible. Así, puede que nos sea indiferente que en la pantalla de
nuestro ordenador aparezca una papelera o un hipopótamo, siempre que seamos capaces de
memorizar la relación existente entre el icono y la función que se desencadenará si hacemos clic
sobre el mismo. Esto es algo que podemos cambiar (aunque, de hecho, no solamos hacerlo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 129
debido a lo antieconómico del esfuerzo de procesamiento extra que supone memorizar
innecesariamente a largo plazo relaciones arbitrarias que pueden representarse icónicamente
mediante una imagen que realmente tenga algún tipo de similitud con la función asociada). Sin
embargo, no es posible llevar a cabo cambios de este tipo en nuestros sistemas humanos de
categorización por medio de actos voluntarios y conscientes. Al menos, no cambios a gran
escala: lo que proponíamos en el apartado dedicado a la sinestesia, a saber, una especie de
reasignación sistemática de correspondencias entre sabores y sustancias comestibles es,
evidentemente, una fantasía. Ya entonces señalamos que la explicación de que el plátano nos
supiera a plátano y no a fresa se encuentra en el modo en que nuestras papilas gustativas
procesan los componentes químicos disueltos en la saliva, y en la posterior identificación
gnósica de tal experiencia perceptiva. Pero esta categorización, aunque sistemática, no es
arbitraria en el sentido de los iconos de la interfazli, sino que posee un significado intrínseco
procedente del hecho de que se encuentra fisiológicamente motivada. En otras palabras: el
significado básico es biológicolii.
4.6.2. Categorización neural
De hecho, disponemos de una explicación neurobiológica para nuestra capacidad de categorizar.
O para nuestra obligación de categorizar, según se mire. La cuestión es la siguiente:
categorizamos porque somos seres neurales. Un cerebro humano contiene aproximadamente
unos cien billones de neuronas y unos cien trillones de vías de conexión sináptica. Sin embargo,
las conexiones que tanto las neuronas individuales establecen entre sí, como las que grupos de
neuronas establecen con otros grupos (es decir, conexiones entre áreas cerebrales) son tan
profusas que no importa que el número de vías de conexión supere en principio al de células
nerviosas. Lo que queremos decir es que una correspondencia unívoca entre la información que
se traslada de un grupo neural a otro a través de un conjunto de fibras nerviosas no es viable. En
otras palabras, que es necesario economizar conexiones, y para ello hay que agrupar.
Así, si tenemos un patrón de activación eléctrica que tiene que ser transmitido de un área
cerebral a otra a través de un conjunto de conexiones bastante escaso, por pura lógica, las
señales de varias neuronas tendrán que pasar agrupadas a través de la misma fibra nerviosa. Y
en esto consiste básicamente la categorización: en reducir la especificidad informativa que el
sistema no es capaz de soportar. Lo hemos visto cuando exponíamos el funcionamiento de
nuestro sistema visual: los cerca de cien millones de fotorreceptores que tiene cada retina
humana recogen señales que habrán de pasar a través del millón de fibras nerviosas de que se
compone el nervio óptico. Esto quiere decir que la complejidad de las señales recibidas se ve
reducida, de mano, en un factor de cien, lo que a su vez significa que la información que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 130
contiene cada una de las conexiones del nervio óptico constituye una categorización de la
información procedente de cien fotorreceptores.
4.6.3. Características neurofisiológicas que constriñen categorías: el “efecto oblicuo”
Sin embargo, no es sólo que nuestra estructura neural determine que tengamos que categorizar
la información si queremos procesarla sino que, además, como hemos visto, la arquitectura
nerviosa de nuestros sistemas perceptivos constriñe la estructura que tendrán nuestras
categorías, es decir, qué rasgos serán o no relevantes para nosotros a la hora de dotar de sentido
a nuestra experiencia. Así, de nuevo, las características de nuestro sistema visual nos capacitan
para construir unos determinados colores que difieren de los percibidos por otras especies, y las
células sensibles a la orientación hacen que dotemos de prioridad a la diferenciación entre lo
vertical y lo horizontal frente a lo oblicuo.
En efecto, la agudeza visual del adulto es peor en unas orientaciones que en otras, y parece que
esto es así desde el momento del nacimiento. Si bien es cierto que la agudeza visual del recién
nacido no es comparable a la del adulto hasta que ha alcanzado aproximadamente el año de
edad, esto no quiere decir que su sistema visual no presente ya una serie de propiedades
específicas. El hecho de que vea borroso a distancias mayores de 20 centímetros se debe
principalmente a que la maduración de la fóvea, la región central de la retina en que se
concentra la mayor cantidad de fotorreceptores, no se produce hasta los cuatro meses de vida,
más o menos. Sin embargo, existen experimentos que demuestran que, si el estímulo se presenta
a la distancia adecuada, los bebés de hasta cinco meses distinguen ya entre superficies de color
uniforme y superficies estriadas (es decir, que presentan bandas verticales, horizontales, u
oblicuas).
Estos experimentos se llevaron a cabo para medir el umbral de agudeza visual, y consistían en
presentar a los bebés dos discos con una intensidad luminosa media idéntica, uno de ellos
estriado, y el otro gris. Presentados a corta distancia, los neonatos se fijan más en el disco cuya
superficie no es uniforme, lo que confirma que captan la diferencia. Sin embargo, a medida que
los discos se alejan, o si reducimos el grosor de las líneas del disco estriado hasta un tamaño
crítico, las superficies se vuelven indistinguibles (incluso para un adulto, aunque su umbral de
agudeza visual sea mayor y, por tanto, pueda distinguir las características de superficies más
lejanas o detectar si una superficie está o no estriada hasta una disminución crítica mayor del
grosor de las líneas).
Pues bien, este mismo procedimiento se utilizó para estudiar lo que técnicamente se denomina
efecto oblicuo. Como en el caso anterior, se presenta a los bebés dos discos estriados con rayas
de igual grosor pero diferente orientación (uno de ellos con rayas horizontales o verticales, y
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 131
otro con rayas oblicuas). A continuación se procede a ir afinando el grosor de las líneas
progresiva y simultáneamente en ambos discos. La hipótesis es la siguiente: si el bebé se
encuentra, al igual que el adulto, sometido al efecto oblicuo, debería existir un umbral crítico
para el grosor de las líneas que le permita distinguir las verticales y horizontales, pero no las
oblicuas, que percibiría como una superficie uniformemente gris. Alcanzado este umbral, el
bebé debería mirar preferentemente las superficies con rayas horizontales o verticales. Y esto
fue precisamente lo que encontró el equipo que realizaba el experimento [J. MEHLER Y E.
DUPOUX (1992:70-72)].
Aunque ya hemos señalado que la agudeza visual aumenta con la edad, con lo que disminuye el
valor crítico del grosor de las líneas, el efecto oblicuo se da tanto en bebés como en adultos, es
decir: la agudeza visual es siempre peor con líneas oblicuas que con líneas verticales u
horizontales. En última instancia, esto hará que, a cierta distancia, veamos como gris una
superficie estriada si y sólo si las líneas están inclinadas (la dirección de la oblicuidad resulta
irrelevante). Sin embargo, veremos estriada una superficie con rayas del mismo grosor y
presentada a la misma distancia si la orientación de las líneas es vertical u horizontal. Y lo que
motiva que esto sea así es la estructura de nuestro sistema visual.
Por tanto, y como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:18) “it is not just that our bodies
and brains determine that we will categorize; they also determine what kinds of categories we
will have and what their structure will be”.
4.7. Sobre la importancia de lo que ocurre en nuestras mentes y que nos pasa totalmente
desapercibido: el inconsciente cognitivo
4.7.1. Introducción
A estas alturas de nuestro discurso, esperamos haber sido capaces de exponer con suficiente
claridad el hecho de que el conocimiento que numerosas disciplinas dedicadas al estudio de la
mente y el cerebro humanos nos proporcionan resulta totalmente incompatible con los
presupuestos apriorísticos sostenidos por la tradición filosófica occidental dominante. Esta línea
de pensamiento postula un sujeto escindido al estilo cartesiano, cuya mente sería independiente
de su cuerpo y se encontraría conformada por las características de una razón universal, también
incorpórea y trascendente, lo que justificaría el hecho de que el ser humano fuera capaz de
llegar a un conocimiento objetivo y verdadero (tanto del mundo como de sí mismo) tan sólo por
medio de la introspección y la reflexión atenta, disciplinada, en un sentido casi positivista.
Sin embargo, las evidencias empíricas de que hoy día disponemos, muestran claramente que los
fenómenos mentales no pueden llegar a desentrañarse simplemente por medio de la
introspección. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:5) “The phenomenological
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 132
person, who through phenomenological introspection alone can discover everything there is to
know about the mind and the nature of experience, is a fiction”. Por el contrario, la mayor parte
de nuestra actividad mental se desarrolla en un plano completamente inconsciente, en el sentido
que expondremos a continuación.
4.7.2. El contraejemplo: a vueltas de nuevo con las distorsiones cognitivas
Ya en el inicio de este capítulo, al tratar de explicar qué entendíamos por sentido común, nos
esforzamos por dejar claro el modo en que nuestros sistemas de creencias y nuestros patrones de
pensamiento no están totalmente (ni siquiera en su mayor parte) bajo nuestro control.
Por el contrario, como ponía especialmente de manifiesto el ejemplo de las neurosis, es
necesario realizar un gran esfuerzo para poder llegar a explicitar parte de la maraña interior y
conseguir que de ella emerja algún tipo de pensamiento estructurado capaz de describir, aun
torpemente, lo que nos sucede mental y emocionalmente. Pero señalamos también que este tipo
de explicitación verbal, aunque nos proporciona cierta sensación de dominio de la situación,
constituye sólo una descripción aproximada, en términos cotidianos, de lo que creemos que nos
impulsa a actuar de una manera perjudicial para nosotros mismos. Sin embargo, lo cierto es que
no constituye una explicación capaz de dar cuenta de los mecanismos mentales subyacentes, de
los que emergen tanto el desajuste cognitivo en cuestión como su correspondiente conducta
inadaptada.
Por otra parte, esto no quiere decir que las representaciones verbalizadas en un plano consciente
no tengan tampoco fundamento alguno (que no sean reales, como dirían muchos). Como ya
dijimos, lo cierto es que son útiles en un determinado nivel explicativo, a saber: el que nos
impulsa a pasar a la acción. Vimos que, sin la intervención de la conducta, sin la acción física
concreta capaz de desencadenar algún tipo de cambio, todo esfuerzo racionalizador resultaba
infructuoso. Esto es así porque no sólo las representaciones mentales son la realidad sino que,
como seres corpóreos que somos, nuestra realidad cotidiana es también (y principalmente)
física, tangibleliii.
Así, los cambios que queramos introducir en esa realidad, en nuestra forma de conducirnos y de
interaccionar con el entorno, habrán de contemplar necesariamente el paso por esta vía.
Nuestras acciones, si dan lugar a un tipo de conducta diferente de la que hemos ejecutado hasta
el momento (y si además el cambio nos proporciona resultados positivos), son capaces de
modificar patrones neurales asociados a experiencias concretas lo que, en última instancia,
significa que nos conducen también a una nueva manera de ver ciertos aspectos del mundo que
no habíamos contemplado hasta entonces. En otras palabras: son capaces de modificar nuestras
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 133
creencias sobre las cosas y los esquemas de razonamiento que aplicamos a las mismas, es decir,
de hacernos pensar (y, por tanto, sentirliv) de forma diferentelv.
Lo normal, sin embargo, no es ir por la vida esforzándose conscientemente por modificar
nuestros estilos cognitivos ni nuestros hábitos conductuales. A no ser que alguna distorsión
cognitiva nos esté haciendo sufrir mucho y, hartos de no encontrar motivación externalvi para lo
que nos pasa, decidamos consultar con un especialista o comprar un libro de autoayuda, la
mayoría sigue adelante sin cuestionarse seriamente (o sin hacerlo en absoluto) sus supuestos y
creencias. Esto conduce a que conceptualicemos cada nueva experiencia según los patrones de
razonamiento a que ya estamos habituados, creando una interpretación de la misma que encaje
con nuestros presupuestos. Como señalan J. MEHLER Y E. DUPOUX (1992:63) “Nuestro aparato
cognitivo mide mal. (…) Nuestra mente interpreta, borra los aspectos de la realidad que
molestan a nuestros prejuicios y exagera la importancia de sucesos aislados”.
Pero, como en el caso de los sujetos comisurectomizados, no somos conscientes de que lo
estamos haciendo: si siento animadversión hacia una persona que apenas conozco trataré de
atribuir la causa a algún detalle de su comportamiento que para cualquier otra persona resultaría
insignificante, antes de pararme a pensar si la razón no estará en mí. Y no nos estamos
refiriendo ahora a la actitud (tan de moda) consistente en intentar encontrar explicaciones de
corte psicoanalítico en términos de proyecciones, inseguridades, sentimientos de culpa,
complejos y demás reformulaciones de la experiencia individual. A lo mejor lo único que ocurre
es que esa persona lleva un perfume que activa patrones de reverberación neuronal que suscitan
en mí sensaciones desagradables. Incluso puede que, una vez activos tales patrones, adquieran
fuerza esquemas conceptuales asociados que me lleven a procesar cualquier estímulo
procedente de la susodicha en clave negativa. Pero de esto, obviamente, ninguno de nosotros es
consciente, igual que el hemisferio izquierdo cuando inventa una excusa para la orden motora
iniciada desde el derecho.
4.7.3. La defensa positiva: los episodios de memoria espontánea
Otro buen ejemplo del modo en que nuestros mecanismos mentales operan la mayor parte del
tiempo de manera ajena a nuestra voluntad lo constituye la memoria espontánea y, para el caso
que nos ocupa, viene de la mano de un personaje ilustre, a saber: el señor Marcel Proust. No
creemos equivocarnos al suponer que es de todos conocido el episodio de la magdalena que
tiene lugar en el primer tomo de À la recherche du temps perdu.
Aun así, recordaremos brevemente que se trata de unas páginas a lo largo de las cuales el
narrador realiza, literalmente, un experimento investigador en clave cartesiana con el que
pretende hallar lo que para él constituye una verdad esencial y primigenia: el primer momento
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 134
exacto en que probó una magdalena untada en té, con la carga asociada de sentido personal que
ello conlleva para el protagonista. El objetivo es, en cierto modo, descubrir el motivo por el que
el sabor de ese dulce desata en el personaje unas asociaciones emocionales tan intensas, un
placer tan delicioso y reconfortante.
El episodio se desarrolla, aproximadamente, como sigue: tras el primer sorbo de té y el primer
bocado, tal placer, que lo golpea de manera inesperada y espontánea, deja de ser una mera
experiencia para convertirse en objeto de disciplinado análisis: el narrador vuelve a beber varias
veces, pero no consigue entonces el efecto deseado: al intentar provocarlo, el placer desaparece.
Esto le lleva a pensar, en un primer momento, que en lugar de buscar la verdad en un objeto
externo, debía de tratar de encontrarla dentro de sí mismo, mediante la pura introspección
consciente. Nos hallamos de nuevo ante el frecuente movimiento pendular que la escisión del
sujeto cartesiano, junto con la metafísica absolutista que posibilita tal noción, impone a toda
búsqueda (en román paladino: existen dos dimensiones, interna y externa, espiritual y material,
y la verdad sólo puede obtenerla el ser humano desde dentro, haciendo uso de la parte de razón
trascendente que le corresponde).
Sin embargo, se trata de una búsqueda sometida al delicado equilibrio que impone el hecho de
indagar acerca de una dimensión de la propia conciencia desde la propia conciencia, y Proust se
da perfecta cuenta de ello:
Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero, cómo?
Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma; cuando ella, la que
busca, es juntamente el país oscuro donde ha de buscar (…) ¿Buscar? No sólo buscar: crear. Se
encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla
en el campo de su visión [M. PROUST (1997:61)]lvii.
La conclusión a la que llega es, como vemos, sorprendente. Especialmente para alguien de su
época. Nos viene a decir que la pura introspección no basta y, aunque no quisiéramos
sobreinterpretar las palabras debidas a su pluma, sugiere que eso que él denomina verdad, es
una experiencia que, más que puramente investigada, ha de ser creada. (Nosotros diríamos
construida, aunque somos conscientes de que estaríamos desviando el sentido original del texto,
referido a que la verdad del recuerdo ha de ser re-creada, en un sentido muy alejado del que se
sostiene en este trabajo: si bien es cierto que La Recherche es una reconstrucción del intrincado
edificio del recuerdo, se trata de una tarea llevada a cabo de modo consciente en todo momento,
hasta el punto de que sería lícito hablar de un ejercicio de conciencia constructiva, creadora de
significado).
En cualquier caso, sin extralimitarnos, lo que sí podemos extraer del texto es la experiencia del
protagonista, que nos lleva a concluir que la verdad (y en especial la verdad sobre los propios
procesos mentales) no es algo objetivo, sedente en un pedazo de bizcocho untado en té, pero
tampoco algo que se halle simplemente en nuestro interior por obra y gracia de la razón, y a lo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 135
que siempre seremos capaces de acceder mediante un examen mental disciplinado, ajeno a la
experiencia. No hay una verdad trascendente sobre las magdalenas y el té que pueda explicar las
sensaciones que sobrevienen al personaje. Lo que hay es la verdad experiencial de un sujeto
para quien tales alimentos han quedado indisolublemente ligados a configuraciones emocionales
intensas:
En el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí,
fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió
(…) Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes (…) llenándome de una esencia
preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismolviii [M.
PROUST (1997:59-60)].
Veamos cómo se llega en la novela a tal conclusión: como acabamos de señalar, nuestro
narrador maneja la dicotomía cuerpo-mente, entendida esta última como alma, a la que atribuye
una esencia trascendente. De este modo, la labor de introspección que decide llevar a cabo
consiste en interrogar al propio espíritu para que se retrotraiga en el pensamiento hasta aquel
primer momento en que el experimentador había probado el té por primera vez. Y para ello,
como se expone en el libro justo a continuación del primer fragmento citado, nuestro personaje
se autoimpone un método digno de Lavoisier. Básicamente, y para ilustrar a quienes no hayan
leído la novela, tal procedimiento consiste en los pasos siguientes: 1) poner la mente en blanco
(si es que esto es posible), 2) pensar en otra cosa, 3) volver a poner la mente en blanco y, 4)
finalmente, enfrentarse de nuevo al recuerdo del sabor del té. Sólo que, esta vez, sin probar el té.
Como es de esperar, así no consigue nada, salvo dejar de sentir cualquier cosa en absoluto, que
es lo que suele pasar cuando uno trata de desterrar las sensaciones en busca de la clara verdad
que sólo puede ser proporcionada por la razón: “Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo
perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia” [M. PROUST
(1997:60)].
Por el contrario, una vez que decide dejar a un lado la parafernalia experimental, se le aparece
espontáneamente el recuerdo que tan disciplinada y esforzadamente había estado buscando: “Y
de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía
Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la
mañana en Combray” [M. PROUST (1997:63)]. ¿Qué es lo que tenemos aquí? Episodio de
memoria involuntaria. Como cuando, por mucho que lo intentamos, no conseguimos dar con el
nombre de una persona por más que tratemos de potenciar todas las vías de asociación que se
nos ocurren en ese momento (a saber: cuándo la vimos por última vez, dónde, con quién más
estábamos, qué secuencia vocálica nos parece que contiene su nombre, etc.) y, minutos u horas
más tarde (pueden ser incluso días), nos viene a la mente sin que hayamos tenido ninguna
intención de convocarlo.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 136
Lo que ocurre a nivel inconsciente cuando en el plano consciente nos sucede esto es todavía, en
gran parte, un misterio. O, más bien, lo que es misterioso es por qué ocurre: por qué ciertas
áreas cerebrales reverberan espontáneamente. Sin embargo, sospechamos que tiene mucho que
ver con lo que han puesto de manifiesto las últimas investigaciones en neurociencia y que ya
señalábamos en el primer capítulo, para lo que hacíamos referencia a las palabras de Rodolfo
Llinás en las que afirmaba que los seres humanos éramos máquinas de soñar, en alusión a la
inconmensurable capacidad de nuestros cerebros para imaginar, para crear, para fantasear, para
rememorar, abstrayéndose del entorno y de los estímulos inmediatos durante largos períodos de
tiempo. Llinás apuntaba así a la importancia de las características estructurales específicas de
nuestros encéfalos para la configuración de nuestros modos humanos de vida interior y de
razonamiento.
4.7.4. Sobre consciencia y control voluntario
Antes de cerrar este epígrafe es necesario realizar un breve apunte acerca de una cuestión que
podría llamarnos a error. Señalábamos un poco más arriba que la obra de Proust podía
concebirse como una reconstrucción del recuerdo efectuada de modo consciente. Sin embargo,
tan sólo un par de párrafos después de decir esto, incluíamos una cita del autor en la que
afirmaba que era inútil todo empeño por acceder al pasado de manera voluntaria, a través de
“los afanes de nuestra inteligencia”. Ambas afirmaciones, aparentemente contradictorias, no
sólo son compatibles, sino que inciden en la idea que estamos intentando poner de manifiesto, a
saber: que la actividad cerebral que tiene lugar por debajo del nivel de la conciencia, masiva y
compleja, escapa a nuestra manipulación. Lo veremos mejor con un ejemplo.
A principios del siglo XIX, la comunidad científica se encontraba fascinada por el uso de la
estimulación eléctrica para la investigación en anatomía y fisiología. El científico pionero de
esta práctica, que solía llevarse a cabo con cadáveres humanos, fue el italiano Giovanni Aldini,
especializado en traer asesinos aparentemente de regreso a la vida. Además de establecer las
bases para gran parte del trabajo actual acerca de los efectos de la estimulación eléctrica en
medicina, su trabajo inspiró el Frankenstein de Mary Shelley, así como la expresión inglesa
corpsing, utilizada por los actores cuando no pueden evitar estallar en carcajadas mientras tratan
de representar una escena que les exige estar serios, y que viene motivada por las contorsiones
impropias de las cabezas sin vida. Del mismo modo, el trabajo de Aldini inspiró el del
neurólogo francés Guillaume Duchenne de Boulogne quien, en 1862, publicó una obra titulada
Mecanismo de la expresión facial humana. El volumen recogía sus descubrimientos en relación
con la base muscular de las expresiones faciales y las emociones que éstas expresan. A
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 137
diferencia de Aldini, Duchenne decidió trabajar fotografiando a sujetos vivos mientras se
estimulaban diferentes músculos faciales de los mismos, como muestra la imagen siguiente:
Pero lo que nos interesa especialmente de su obra es un hecho ampliamente divulgado y que
guarda relación con la sonrisa, a saber: que las sonrisas auténticas y las falsas utilizan conjuntos
de músculos faciales distintos para conformarse. En concreto, la verdadera sonrisa activa el
orbicularis oculi, lo que suele ir en paralelo con la reverberación de áreas cerebrales
relacionadas con el sentimiento de placer, fenómeno que se ha comprobado actualmente
mediante técnicas de escaneado cerebral [S. JOHNSON (2006:35)] y que a nivel popular se
encuentra reflejado en la expresión reírse con los ojos para referirse a la persona que muestra
una alegría sincera, no fingida.
Pero vayamos al grano. A lo que hemos de prestar atención es al hecho de que, aunque podamos
fingir una sonrisa de manera voluntaria, los mecanismos subyacentes que utilizaremos para ello
no serán los mismos que se pondrán en marcha cuando la sonrisa sea espontánea. Tenemos
evidencia neurológica de esto gracias al estudio de víctimas de ataques apopléticos. Así, por
ejemplo, cuando un ataque destruye la corteza motriz del hemisferio cerebral izquierdo de una
persona, provocándole una parálisis de todo el lado derecho de su cuerpo, el control voluntario
de la sonrisa (principalmente del músculo cigomático mayor, que es el que empleamos
fundamentalmente cuando sonreímos de manera artificial) se ve igualmente afectado. Esto se
observa fácilmente si se pide a este tipo de pacientes que sonrían: su rostro se contrae en una
mueca asimétrica, ya que sólo consiguen arquear el lado izquierdo de la boca, que es el único
que su lesión, denominada parálisis facial central, les permite mover voluntariamente. Sin
embargo, si se les distrae con un chiste, si alguien les hace cosquillas, o si reciben una visita que
les produce auténtica alegría, nos regalarán una amplia y espontánea sonrisa, totalmente normal
y absolutamente auténtica. Una sonrisa de la que son perfectamente conscientes, pero sobre la
que no tienen ningún control voluntario. En este sentido, los afectados de parálisis facial central
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 138
han perdido la capacidad de fingir una sonrisa, debido a que las áreas cerebrales en que reside el
control voluntario del músculo cigomático mayor han sido dañadas.
Por el contrario, lo que ocurrirá si el ataque apoplético lesiona el área cingulada anterior del
mismo hemisferio, será justo lo contrario: los pacientes conservarán la capacidad de modificar
su expresión facial con esfuerzo voluntario y de producir, por tanto, lo que Norman Geschwind
denominaba sonrisas piramidales. Este tipo de sonrisa emplea la corteza motriz y su sistema
piramidal de axones, que desciende desde el área 4 de Brodmann hacia los núcleos del tallo
cerebral y de la médula espinal que controlan el movimiento voluntario a través de los nervios
periféricos [A. DAMASIO (1993:137-138)]. Sin embargo, en reposo, o en movimiento
relacionado con la emoción, sus gestos se distorsionan. Debido a esto, este tipo de dolencia ha
dado en llamarse parálisis facial inversa o emocional.
Lo que estos hechos vienen a poner de manifiesto es, en palabras de A. DAMASIO (1994:136),
que
el control motor para una secuencia de movimiento relacionada con la emoción no se encuentra
en el mismo lugar que el control para un acto voluntario. El movimiento relacionado con la
emoción se dispara en otro punto del cerebro, (…) aunque el lugar para el movimiento, la cara y
su musculatura, sea el mismo.
Lo que debemos retener de todo esto es que cuando sonreímos, ya sea de manera forzada (es
decir, piramidal, mediante control voluntario del músculo cigomático) o espontánea (lo que
activará, lo queramos o no, tanto el cigomático como el orbicular), no tenemos ningún tipo de
control voluntario sobre el micronivel, sobre lo que pasa por debajo (es decir, sobre las áreas
neurales y musculares implicadas en la producción de nuestros diversos tipos de sonrisa). Y ahí
reside precisamente la diferencia entre consciencia y control voluntario.
De este modo, Proust era consciente de que no tenía ningún control sobre el auténtico recuerdo,
el que surge de manera espontánea, como la sonrisa sentida. Por medio de la voluntad podía
intentar convocarlo, pero lo que obtendría no sería jamás genuinolix, porque las conexiones
neurales que operan en el surgimiento de un recuerdo emocionalmente marcado transitan vías
fisiológicas de las que no tenemos conciencia, como tampoco posibilidad de control voluntario
sobre ellas. A lo más que podemos acceder es a la consciencia de sus resultados en el plano
fenomenológico: ahora finjo una sonrisa, ahora trato de recordar esforzadamente (y,
probablemente, no lo consigo), o bien: ahora me invade espontáneamente un recuerdo ligado a
sensaciones maravillosas, hecho que me hace feliz y por el que sonrío sin poder evitarlo.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 139
4.8. La necesidad de reconciliar varios niveles de explicación
4.8.1. Introducción
En el capítulo anterior nos ocupamos extensamente en poner de manifiesto las razones por las
que creíamos que la problematización llevada a cabo por la tradición filosófica y el paradigma
científico occidental dominantes acerca del hecho de que las dimensiones de lo fenomenológico
y lo relacional no se parecieran no tenía, a nuestros ojos, ningún sentido. Por medio del ejemplo
de la consola Wii, tratamos de evidenciar las ventajas derivadas de una experiencia
fenomenológica que no se parecía ni remotamente a las bases físicas ni a los procesos mentales
inconscientes que la posibilitaban.
La distinción que entonces establecimos entre el plano de lo fenomenológico y el de lo
relacional se encontraría estrechamente vinculada, por tanto, con la que en el presente capítulo
hemos trazado entre epistemología y ontología. Como hemos visto, nuestra experiencia
cotidiana no nos permite derivar conclusiones de corte absolutista acerca de lo que sea la
realidad en sentido último, pero ello no le resta valor epistemológico ni ontológico alguno. Por
el contrario, nos permite desenvolvernos con soltura en nuestro entorno hasta el punto no sólo
de garantizar nuestra supervivencia, sino de progresar como especie y obtener de ello ventajas
sofisticadas y genuinamente humanas, como el placer del juego o la emoción estética derivada
de la contemplación de una obra de arte. Todo lo cual es real.
Sólo si nos empeñamos en permanecer anclados en una metafísica apriorística que exija la
existencia de una dimensión neutra, unívoca, objetiva y absoluta de la realidad (y, por tanto,
también de la verdad) podremos derivar un problema de lo que, a todas luces, constituye una
indudable ventaja. Como vimos, el realismo orgánico ampara el hecho de que las características
epistemológicas humanas, que emergen de una implementación biológica específica en
interacción con un entorno físico y cultural determinados, dan lugar a una dimensión legítima
de lo real: la de la experiencia fenomenológica humana y consciente. En palabras de A.
DAMASIO (2003:99)
Compartimos nuestro concepto del mundo basado en imágenes [mentales] con otros seres
humanos (…); existe una notable regularidad en las construcciones que individuos diferentes
hacen de los aspectos esenciales del ambiente (…) si nuestros organismos estuvieran diseñados
de manera distinta, las construcciones que hacemos del mundo (…) también serían diferentes.
No sabemos, y es improbable que lo lleguemos a saber nunca, a qué se parece la realidad
«absoluta».
En efecto, si atendemos a las evidencias empíricas procedentes del campo de los estudios de la
visión, de la psicología experimental y de la neurociencia cognitiva que hemos presentado hasta
el momento, los supuestos ontológicos absolutistas acerca de una realidad que es posible llegar
a conocer en sí misma no se sostienen. Esto quiere decir, en última instancia, que no hay una
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 140
metafísica unificada que ampare una versión unívoca de la verdad acerca de un fenómenolx. Lo
que no significa, como nos preocupamos por aclarar en 4.4.4., que no haya verdad estable en
absoluto. Lo que proponemos nada tiene que ver con arrojarse en brazos de un radical
relativismo al estilo postmoderno. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:102) los
mecanismos que configuran la capacidad de conceptualización humana (es decir, nuestra
capacidad de interpretar los estímulos y dotar de sentido a lo real) desempeñan un papel crucial
a la hora de explicar cómo generamos verdades estables, que dependen de variables como “our
sensory organs, our ability to move and to manipulate objects, the detailed structure of our
brain, our culture, and our interactions in our environment, at the very least”.
Desde esta perspectiva, la Teoría de la correspondencia, a la que la tradición de la filosofía
analítica se veía forzada a recurrir para intentar salvar el abismo epistemológico entre el mundo
externo y la mente representacional, resulta notablemente inverosímil desde un punto de vista
cognitivo. En palabras de los recién citados autores [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:102)]:
“Indeed, the very idea that beings embodied in all these concept-shaping ways could arrive at a
disembodied truth based on disembodied concepts is not merely arrogant, but utterly
unrealistic”. En los capítulos sucesivos nos adentraremos en las implicaciones que esto tiene
para la teoría lingüística, y en el modo en que afectan a nuestro estudio.
4.8.2. La verdad sobre el color: sobre la necesidad de un pluralismo metafísico
Pero, por el momento, volvamos al procesamiento visual, ya que se trata no sólo del tema que
prioritariamente nos ocupa, sino de un ejemplo óptimo de las ideas que tratamos de argumentar.
Hemos sostenido reiteradamente, sobre la base de la evidencia neuropsicológica, que los seres
humanos ni somos conscientes de los innumerables y complejos procesos neurales que originan
la experiencia visual fenomenológica, ni tenemos ningún tipo de control voluntario sobre ellos.
Del mismo modo, hemos defendido el hecho de que tanto esta experiencia como los
mecanismos neuropsicológicos que la posibilitan ostentan un mismo estatus de realidad.
Defender lo anterior es posible porque el marco teórico del realismo orgánico no se compromete
con la afirmación de que sólo haya una explicación verdadera de lo que sean las cosas. Por el
contrario, lo habitual en el discurrir del pensamiento filosófico ha sido la defensa a ultranza de
una u otra dimensión explicativa, es decir, el compromiso metafísico con un determinado nivel
de explicación, desechando la importancia de los demás.
Lo veremos mejor con un ejemplo: Los seres humanos, cotidianamente, percibimos los colores
de las cosas. La afirmación anterior, que parece una perogrullada es, sin embargo, una falsedad
para la ciencia cognitiva equivalente a la que constituye para la astrofísica el aseverar que es el
sol el que se mueve alrededor de la órbita terrestre, y no al revés, como en realidad sabemos que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 141
ocurre. Sin embargo, el hecho de que conozcamos la explicación científica no altera para nada
el que, día a día, sigamos utilizando expresiones como Ha salido/ se ha puesto el sol para
referirnos a la experiencia cotidiana que tenemos del fenómeno. Este proceder nos resulta útil
porque es intuitivo y comunicativamente económico, es decir, válido en un determinado nivel
de comprensión.
De un modo muy similar, aunque algo más complejo, la neurociencia cognitiva nos explica que
los colores no existen en el mundo físico como categorías naturales independientes de nuestra
percepción. No son sustancias sedentes en las superficies de las cosas, como hemos explicado
detalladamente en el capítulo anterior. De hecho, hay entes a los que atribuimos color que ni
siquiera tienen una superficie, como es el caso del cielo. Se trata de un conocido ejemplo en la
argumentación filosófica sobre la materia, y que G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:24) explican
de la siguiente manera:
The sky is blue because the atmosphere transmits only a certain range of wavelenghts of
incoming light from the sun, and it scatters some more than others. The effect is like a colored
lightbulb that only lets certain wavelenghts of light through the glass. Thus, (…) What we
perceive as blue does not characterize a single thing in the world, neither blueness nor
wavelength reflectance.
Dicho esto, parece sencillo otorgar prioridad a un paradigma explicativo comprometido con una
metafísica fisicalista de tipo reduccionista, es decir, una teoría que sostiene que lo único que
existe realmente donde nosotros vemos colores es una serie de mecanismos fisiológicos y
procesos neurales en interacción con unos parámetros físicos externos, todos ellos
materialmente existentes, y que su conocimiento exhaustivo en términos neurobiológicos,
matemáticos y ópticos es lo único que puede proporcionarnos una auténtica comprensión del
fenómeno.
Sin embargo, lo cierto es que las descripciones de la cognición humana llevadas a cabo
únicamente en un nivel neurobiológico no son suficientes para que alcancemos a explicar y
comprender todos los aspectos de la mente. Por el contrario, es necesario apelar también a la
existencia de un nivel de procesamiento inconsciente (lo que hemos llamado inconsciente
cognitivo), para explicar fenómenos como los contornos subjetivos, la constancia de color, o el
hecho de que nuestra mente se niegue a construir el color aisladamente, como ponían de
manifiesto ejemplos como los del cuadrado de colores y el tablero de ajedrez. Para explicar la
creación de mundos visuales continuos, constantes y coherentes, plenos de sentido, necesitamos
apelar a la existencia de características mentales de procesamiento que sólo pueden ser descritas
en un plano más abstracto que el neurobiológico.
Así pues, el no postular apriorísticamente la existencia de una metafísica unificada nos permite
contemplar sin incomodad (más aún, como una necesidad) la convivencia de diferentes niveles
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 142
explicativos que enriquecen nuestra comprensión de los fenómenos en, al menos, tres aspectos:
el neurobiológico, el cognitivo, y el fenomenológico.
4.8.3. Inciso: abstracciones funcionales para el pensamiento científico
Es lo mismo que ocurre cuando nos ocupamos del estudio del lenguaje desde una perspectiva
científica: actualmente, podemos especificar con bastante precisión las áreas cerebrales en las
que se focaliza la actividad cuando hacemos uso de alguna de las diferentes capacidades
integradas en la facultad lingüística (a saber: procesamiento visual, procesamiento auditivo,
producción de secuencias habladas, producción de secuencias escritas, y un largo etcétera); sin
embargo, todavía no hemos encontrado el modo de hacer encajar la pura descripción
neurofisiológica con las explicaciones teóricas que, en un plano más abstracto, nos
proporcionan una cierta comprensión de la intrincada complejidad de las estructuras lingüísticas
que, sin esfuerzo aparente, manejamos a diario.
Aun así, este hecho no nos autoriza a afirmar que los verbos, o los fonemas, o las oraciones no
son reales, simplemente porque no se atienen al tipo de explicación que postula el
reduccionismo fisicalista. Incluso si en el futuro logramos descubrir la vinculación precisa que
tales abstracciones lingüísticas presentan con respecto a estructuras neurológicas concretas, ello
no hará que ese plano explicativo más abstracto en que se desenvuelven los lingüistas sea
menos legítimo, porque seguirá siendo útil para ciertos fines, a saber: servirá de nexo
explicativo entre nuestra experiencia fenomenológica del lenguaje y las bases físicas que lo
sustentan.
Es precisamente la creencia en la existencia de una base física para fenómenos que no son
estrictamente materiales lo que nos permite afirmar que el realismo orgánico es no sólo
cognitiva y neurológicamente verosímil, sino puramente realista. Lo que ocurre es que
contempla la existencia de realidades no materiales, emergentes, complejas. Así, como señalan
G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:110 y 109): “proponents of embodied realism (…) are
physicalists, in the sense that (…) [they] believe that there is an ultimate material basis for what
we take, from a scientific perspective, as being real” ya que “When we say that a construct of
cognitive science such as verb or concept or image schema is real, we mean the same as any
scientist means: It is an ontological commitment of a scientific theory and therefore can be used
to make predictions and can function in explanations”. Esto es lo que nos permite afirmar sin
reparos que los fonemas, por ejemplo, son entes reales del lenguaje, puesto que tal aseveración
no conlleva de ningún modo el que hayan de ser entidades físicas, en el sentido de
materialmente existentes. Por el contrario, postulamos su realidad porque ello nos permite dar
una explicación científica del lenguaje que, en última instancia, habremos de cuidar que sea
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 143
coherente con el nivel explicativo que sí remite a las bases físicas reales (neurofisiológicas) que
posibilitan la existencia de una tal facultad lingüística.
De este modo, si volvemos ahora sobre el ejemplo del color, el conocer el funcionamiento de las
estructuras nerviosas que, en conjunción con ciertas variables externas, configuran nuestra
experiencia fenomenológica del mismo, tampoco resta valor de realidad al hecho de que, a
diario, nos manejamos como si los colores estuvieran realmente en las cosas. Algo muy distinto
sería que, puesto que lo anterior nos da muy buen resultado, negásemos la validez de cualquier
otro tipo de explicación para el fenómeno del color y reclamásemos la supremacía de la
fenomenología para la comprensión de todo acontecimiento relativo a la experiencia humana
consciente. Y esto es, paradójicamente, lo que hace la semántica léxica de corte logicista cuando
describe el significado de palabras del tipo de azul como si se tratase de predicados de un
argumento que denotarían la existencia en el mundo físico de una propiedad que puede
atribuirse a (predicarse de) un objeto. Así, se da por supuesto que nuestra experiencia del color
es lo que determina su metafísica, que es única, objetiva y, además, material, como si lo azul, o
la azulidad, o como se nos ocurra llamar a tal abstracción, existiera como una propiedad física
independiente de la conceptualización que nosotros hemos hecho de la misma. Esto es lo que se
llama naturalización de categorías, y una explicación científica que pretenda ir más allá de lo
fenomenológico debería evitar caer en ella.
Decimos esto porque, como vimos en el caso de las neurosis, no es cierto que podamos alcanzar
una plena comprensión y control de las mismas únicamente a través de la disección racional del
problema, entre otras cosas porque los mecanismos cognitivos inconscientes de los que emerge
el razonamiento que posibilita la acción introspectiva, son probablemente parcialmente
coincidentes con aquellos cuyo desajuste produce la neurosis. Del mismo modo, no podemos
tratar de diseccionar lógicamente nuestra experiencia consciente del color y, a partir de ahí,
dictaminar que las categorías que hemos identificado son la única realidad existente. La
introspección, por más atenta que sea, no basta, porque “We do not (…) have full conscious
control over how we categorize. Even when we think we are deliberately forming new
categories, our unconscious categories enter into our choice of posible conscious categories” [G.
LAKOFF Y M. JOHNSON (1999: 18)].
4.8.4. Conclusión
Todo lo que hemos apuntado hasta el momento nos parece motivo más que suficiente para
afirmar no sólo la legitimidad, sino la necesidad, de integrar diversos niveles de explicación que
nos proporcionen una comprensión óptima de los fenómenos cuyo estudio tengamos entre
manos. Así, por ejemplo, los niveles neurobiológico y cognitivo nos permitirán entender mejor
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 144
por qué los seres humanos estructuramos los colores del modo en que lo hacemos, pero nuestra
experiencia fenomenológica nos dará la clave para comprender por qué la semántica léxica los
describe como predicados de un argumento.
En este ejemplo nos encontramos cara a cara con interpretaciones totalmente diferentes, e
incluso contradictorias, de un mismo fenómeno: en el primer caso, el color se concibe como una
construcción psicofisiológica emergente de la interacción de variables múltiples; en el segundo,
como una característica del mundo externo susceptible de residir en un objeto. Una teoría de la
verdad que se sustentase sobre una metafísica inmovilista se hallaría en serios apuros ante un
enfrentamiento de tal magnitud entre verdad científica y verdad fenomenológica. Y esta es,
entre otras, la razón de que en la sociedad actual las explicaciones científicas sean consideradas
como el modo supremo de comprensión de la realidad, desbancando (e incluso negando la
legitimidad de) cualquier tipo de conocimiento humano o humanístico (ya que se sostiene que el
conocimiento científico es objetivo, obviando que ha sido elaborado por los mismos
mecanismos cognitivos que posibilitan cualquier otro tipo de saber, por más que se los someta a
una disciplina que, a su vez, también habrá sido elaborada por las mismas mentes humanas, y
así ad infinitum).
Sin embargo, para el realismo orgánico no hay contradicción alguna en el hecho de que
diferentes puntos de partida explicativos nos lleven a diferentes tipos de comprensión de la
realidad, siempre que esto no se haga de manera aleatoria. Cada nivel ha de tomar en
consideración diferentes variables, hacer uso del conocimiento procedente de distintas
disciplinas e integrarlo en un sistema de interpretación diferente. Cuando no se comulga con la
necesidad de la existencia de una verdad absoluta y objetiva, hay al menos tres cristales a través
de los que contemplar el mundo, a saber: el neurobiológico (puramente físico), el abstracto (de
carácter funcionalista y/o formal), y el fenomenológico. Dos de ellos pertenecen al ámbito de la
explicación científica, mientras que el tercero constituye nuestra experiencia consciente de la
realidad. Sorprendente tricromatismo explicativo, ¿no les parece? Lejos de impulsarnos a
preponderar el color de las cosas según se ven a través de uno solo de ellos, la existencia de
estas diferentes dimensiones de lo real debería llamar nuestra atención sobre la necesidad de
procurar que permanezcan intercomunicadas en la medida de lo posiblelxi, ya que
A full understanding of the mind requires descriptions and explanations at all three levels. (…)
People are not just (…) neural circuits. Neither are they mere bundles of qualitative experiences
and patterns of bodily interaction. Nor are they just structures and operations of the cognitive
unconscious [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:104)].
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 145
4.9. Construir hipótesis sobre microevidencias multidisciplinares convergentes
Insistir en el hecho de que el realismo orgánico es fisicalista porque postula en última instancia
la existencia de una base física para entidades que no son otra cosa que abstracciones científicas
retrotraerá sin duda al lector a la afirmación chomskyana siguiente: “Una persona que habla una
lengua ha desarrollado cierto sistema de conocimiento, representado de alguna manera en la
mente, y en última instancia en el cerebro en alguna suerte de configuración físicalxii ” [N.
CHOMSKY (1992:13)].
Tales palabras cobran pleno sentido en el marco de un programa investigador que instituye
como objetivo prioritario la determinación de la estructura del sistema de conocimiento
lingüístico del hablante estándar, es decir, qué sabe la persona que sabe una lengua. El hecho de
que el hablante común sea incapaz de explicitar conscientemente las reglas de que se compone
tal sistema (que se supone neuralmente instanciado) no constituye en ningún caso un
contraargumento: como hemos expuesto a lo largo de este capítulo, la mayor parte del
procesamiento mental que sustenta nuestras capacidades y acciones conscientes se desarrolla en
un plano que nos pasa desapercibido y que es ajeno a nuestro control voluntario.
Objetivos subsiguientes de la investigación chomskyana son:
1) la tarea de explicar cómo surge tal sistema de conocimiento lingüístico, a saber, el problema
de la adquisición y,
2) en una fase posterior, la exposición del modo en que se gestiona el uso de la facultad de
lenguaje en el habla y, de manera secundaria, en la escritura.
3) Por último, Chomsky apunta la necesidad de explicitar los mecanismos físicos que sirven de
base tanto a la competencia como a la actuación lingüística del hablante ideal, a saber: qué
estructuras neurofisiológicas sustentan la facultad de lenguaje humana.
Lo que nos interesa señalar es que, en cualquier caso, Chomsky concibe este último punto
como algo secundario, que afectaría más al ámbito de la neurología y la neurociencia que a la
investigación lingüística propiamente dicha:
En la medida en que el lingüista puede proporcionar respuestas a las preguntas [acerca de qué
constituye el sistema de conocimiento lingüístico, cómo surge y cómo se usa] (…) el científico
del cerebro puede empezar a explorar los mecanismos físicos que muestran las propiedades
puestas de manifiesto en la teoría abstracta del lingüista. [De otro modo] (…) los científicos
no saben lo que están buscandolxiii [N. CHOMSKY (1992:16)].
La anterior afirmación sin duda hará percatarse inmediatamente al lector del sentido de este
epígrafe. En efecto, aunque el planteamiento básico tanto del modelo explicativo chomskyano
como del realismo orgánico se sustentan en principios fisicalistas en el sentido que hemos
señalado un poco más arriba, nos hallamos ante divergencias metodológicas cruciales, que
acabarán arrojando diferencias de grado en lo referente a la adecuación de las teorías e hipótesis
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 146
elaboradas con respecto a los principios físicos y materiales sobre los que tales teorías dicen
sustentarse. Veamos por qué creemos que esto es así.
Hemos señalado que ambos paradigmas contemplan la existencia de entidades no materiales
que resultan funcionales a nivel explicativo, es decir, de constructos que son reales en virtud del
consenso científico acerca de la conveniencia de su postulación teórica, como muy
acertadamente señala N. CHOMSKY (1992:17):
nosotros no dejaremos de hablar del lenguaje en términos de palabras, frases, nombres y verbos,
y otros conceptos abstractos de la lingüística, de manera paralela a como el químico ahora no se
abstiene de hablar de valencias, elementos, anillos de benceno y cosas parecidas [a pesar de que
la física ha proporcionado explicaciones de esas entidades en otros términos]lxiv.
Sin embargo, el grado de anclaje y correlación con el plano físico, que se plantea como base
última de tales abstracciones, difiere en gran medida de un modelo al otro. En contraposición a
lo expresado en N. CHOMSKY (1992:16), citado más arriba, el realismo orgánico cree que lo
fisiológico interviene de manera importante en la configuración de lo mental, que los
fenómenos cognitivos encuentran su motivación última en estructuras biológicas (entre otros
factores) y que, por tanto, es preciso dedicarse al acopio de evidencias multidisciplinares
convergentes que permitan ensamblar una explicación en clave abstracta que no proceda a
priori, divorciada de lo material.
A todas luces, existe una diferencia sustancial entre atender desde el principio del proceso
investigador a los conocimientos procedentes de ámbitos del saber que puedan aportar datos
relevantes relativos al objeto de estudio o, por el contrario, desarrollar hipótesis en un plano
independiente y apuntar, a posteriori, la posibilidad de que ciertas premisas o corolarios hayan
de ser modificados en función de los avances que se produzcan en otros campos. Esto último es
lo que propone N. CHOMSKY (1992:17):
En el estudio del lenguaje procedemos en abstracto, al nivel de la mente, y también esperamos
ganar terreno en la comprensión de cómo las entidades construidas a este nivel de abstracción,
sus propiedades y los principios que las gobiernan, pueden explicarse en términos de
propiedades del cerebro. (…) [Pero] Estos pueden muy bien continuar siendo los conceptos
apropiados para la explicación y predicción, reforzados ahora por un entendimiento de la
relación que existe entre éstas y otras entidades más fundamentales, a no ser que la
investigación ulterior indique que deben sustituirse por otras concepciones abstractaslxv.
Por el contrario, desde nuestro punto de vista, partir de hipótesis planteadas en un plano
abstracto como guía para la investigación en neurociencia cognitiva puede llevarnos a sesgar los
resultados. En este sentido, estamos plenamente de acuerdo con G. LAKOFF Y M. JOHNSON
(1999:79) cuando señalan que:
What needs to be avoided in science are assumptions that predetermine the results of the inquiry
before any data is looked at. (…) In applying a method, we need to be as sure as we can that the
method itself does not either determine the outcome in advance of the empirical inquiry or
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 147
artificially skew it. A common method for achieving this (…) is to seek converging evidence
using the broadest available range of differing methodologies.
El realismo orgánico se plantea lo siguiente: en lugar de construir teorías y pretender que el
neurocientífico parta de ellas para encontrar los mecanismos físicos que correlacionen con las
propiedades que nosotros hemos establecido como altamente probables para la descripción del
funcionamiento mental ¿por qué no evitar desde el principio las hipótesis despistadas?
Decir al estudioso del cerebro qué es lo que debe buscar es como entrenar a alguien para que
aprenda a identificar los fenómenos que denominamos positrones, volviendo al ejemplo que
pusimos en el capítulo segundo de este trabajo. No sirve argumentar que en realidad tal persona
desconoce los fundamentos de la teoría astrofísica que posibilita la identificación del fenómeno:
lo importante es que hemos determinado su mirada, le hemos preimpuesto una estructura, la
hemos sesgado.
En este sentido, la propuesta del realismo orgánico plantea el reto de dar un paso adelante con
respecto al paradigma chomskyano. Y, lo que es más importante, creemos que este pequeño
atrevimiento se sigue de manera natural de lo propuesto por el programa investigador del
mencionado autor: en efecto, las evidencias empíricas derivadas de los avances en el ámbito de
la investigación neurocientífica producidos durante los últimos veinte años nos están indicando
ya que muchos de nuestros planteamientos abstractos han de ser revisados y que, a partir de
ahora, convendría tener en cuenta que la estructura fisiológica de nuestros organismos tiene
mucho que ver con el modo en que se estructuran y funcionan nuestras facultades mentales.
Por otra parte, de lo anterior se sigue inevitablemente la necesidad de abandonar el modelo
simbólico clásico como medio descriptivo de tales facultades, por cuanto que todo apunta a que
los procesos que acontecen a nivel neural no están codificados mediante unidades simbólicas
arbitrarias. Simplemente, parece que no hay profundidad simbólica a esos niveles. En cualquier
caso, las descripciones puramente formales no son suficientes para dar cuenta de un tipo de
funcionamiento mental que es el resultado de la interacción de un organismo con su entorno,
simplemente porque descartan de antemano que la dimensión corpórea tenga alguna
trascendencia explicativa. Son, como señala A. DAMASIO (1994:230), víctimas del error de
Descartes, a saber, de la idea de que “las operaciones más refinadas de la mente están separadas
de la estructura y funcionamiento de un organismo biológico”.
Maite Fdez . Urquiza
5.
ORGANIZANDO
Comunicación Visual 148
LA
REALIDAD:
CONCEPTUALIZACIÓN,
REPRESENTACIÓN Y COMUNICACIÓN
5.1. Introducción
En varias ocasiones a lo largo del capítulo anterior hemos anunciado que habríamos de retomar
con posterioridad la cuestión de las implicaciones que la postulación de un paradigma realista y
orgánico sustentado en un pluralismo metafísico arrojaría con respecto a las nociones humanas
de verdad y de significado.
Por otra parte, concluíamos el último epígrafe con la afirmación de que no era posible mantener
un modelo de corte simbólico clásico si pretendíamos dar cuenta del funcionamiento mental de
modo psicológica y neuralmente realista, es decir, atendiendo a evidencias convergentes
procedentes de múltiples disciplinas.
En este capítulo examinaremos en detalle estos problemas con el fin de evitar cualquier tipo de
malentendido, así como de evidenciar el modo en que la renuncia a ciertos postulados
apriorísticos sobre la naturaleza de la realidad va de la mano con el rechazo de las teorías del
significado que han dominado el panorama filosófico y lingüístico durante la mayor parte del
siglo XX, y que aún ejercen una poderosa influencia en la actualidad.
5.2. Vaciamiento semántico: la teoría de la verdad como correspondencia
Hemos mencionado ya en un par de ocasiones en este trabajo que el modelo cognitivo que podía
denominarse simbólico representacional (conocido también como simbolismo clásico) concebía
las funciones mentales como si consistiesen en manipulaciones de símbolos según reglas
formales que no atendían en absoluto al significado de dichos símbolos.
De hecho, en la versión más radical de este enfoque, los símbolos ni siquiera tienen significado,
sino que se definen negativamente en virtud de las relaciones que establecen en el seno del
sistema formal que constituyen. Son puras unidades abstractas e insignificantes. Esta versión se
encuentra estrechamente ligada a la metáfora que concibe las funciones mentales como
programas informáticos susceptibles de ser ejecutados en cualquier hardware. Lo anterior
implica, por lo general, un fuerte compromiso con una concepción modular de la mente y, lo
que es más importante para nosotros en este punto de la exposición, con la idea de que la parte
material del organismo (en este tipo de enfoques, básicamente, el cerebro) constituye un mero
soporte, incapaz de aportar nada trascendente a la explicación de la estructura y funcionamiento
de las capacidades mentales. El cuerpo (y no digamos el entorno) ni siquiera se toma en
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 149
consideración como variable relevante en el problema. Nos hallamos ante una postura que
ignora el arraigo cognitivo, lo que T. VAN GELDER (1998:622) denomina embeddedness:
Natural cognition (…) [is] embedded three times over: in a nervous system, in a body, and in an
environment. Any account of cognition must eventually explain how it is that cognition relates to
that which grounds and surrounds it. (…) Mainstream computacional cognitive science has for
the most part simply shelved problems of embeddedness, preferring to study cognition
independently of its neurobiological realization, and treating the body and environment as
belonging on the far side of ocasional symbolic inputs and outputs.
Una variante suavizada de este modelo concibe los símbolos que codifican las operaciones
mentales como si fueran representaciones de la realidad externa; de este modo, tales símbolos
adquirirían significado a través de la referencia que harían a las cosas del mundo, clasificadas en
términos de categorías clásicas, naturalizadas, las cuales presentarían una serie de condiciones
necesarias y suficientes para determinar la pertenencia a las mismas por medio de una lógica
bivalente. Así, en este caso, una representación mental no consistiría simplemente en una pura
expresión formal, insignificante fuera del sistema del que forma parte, sino que constituiría una
representación simbólica de algo que está fuera del sistema formal de representación.
Es en este momento donde aparece en escena la noción de correspondencia, necesaria para dar
el salto al vacío que conlleva el concebir la mente humana como sistema formal sin una vía
directa de contacto con la realidad externa que, sin embargo, se le supone capaz de representar.
El problema es que, en sí misma, la noción de correspondencia no es más que un velo para
ocultar ese vacío, es decir, no explica nada, sino que asume una ontología absolutista cuyos
fundamentos ya hemos cuestionado ampliamente. Como señala G. LAKOFF (1990:8), la noción
de correspondencia ha de apoyarse necesariamente en una concepción predada, naturalizada, de
las categorías, como si estas se encontrasen preestablecidas en la estructura del mundo:
There is a good reason why the view of reason as disembodied symbol-manipulation makes use
of the classical theory of categories. If symbols (…) can get their meaning only through their
capacity to correspond to things, then category symbols can get their meaning only through a
capacity to correspond to categories in the world. (…) To accomplish this, categories must be
seen as existing in the world independent of people and defined only by the characteristics of
their members and not in terms of any characteristics of the human. The classical theory is just
what is needed, since it defines categories only in terms of shared properties of the members and
not in terms of the peculiarities of human understanding.
La clave del significado se sitúa, por tanto, en la capacidad de referencia de los conceptos
mentales a una realidad externa, sin que en ningún momento se explique el modo en que es
posible que los seres humanos hagamos algo tan sorprendentemente complejo como emparejar
las categorías predadas del mundo con representaciones internas, codificadas en un lenguaje
formal abstracto para, a continuación, emparejar a su vez arbitrariamente tales representaciones
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 150
formales, supuestamente neutras, con las unidades léxicas idiosincrásicas de cada una de las
lenguas naturales.
No es nuestro objetivo realizar aquí una revisión exhaustiva de las diversas variantes de la teoría
de la correspondencia que se han desarrollado en el seno de la filosofía analítica, sino apuntar
un hecho esencial, a saber: todas ellas asumen que la verdad es una dimensión unívoca que
puede acotarse en términos de una correspondencia inexplicada entre símbolos (palabras y
enunciados, en último término) y mundo externo. Pero lo cierto, por mucho que pueda
incomodar a algunos, es que entre las palabras y el mundo (y formando con ambos un gran
sistema integrado que surge del acoplamiento de los tres) estamos nosotros, a saber: organismos
complejos con cuerpo, cerebro y mente. Y, como exponíamos en el capítulo anterior, lo que sea
la verdad dependerá del nivel explicativo que adoptemos para su comprensión, lo cual no
plantea ningún problema si no comulgamos con la existencia de una metafísica unificada para lo
que sea la realidad. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:101):
Most formal philosophers (…) have adopted a metaphysics that (…) goes like this: The world is
made up of distinct objects having determinate properties and standing in definite relations at
any given time. These entities form categories called natural kinds, which are defined by
necessary and sufficient conditions. (…) then it follows that certain set-theoretical models should
be able to map onto the world: abstract entities onto real-world individuals, sets onto properties,
sets of n-tuples onto relations, and so on. (…) such a mapping must bridge the gap between the
model and the world.
Sin embargo, tal y como ha señalado H. Putnam, cuya argumentación recogen los recién citados
autores, esta sofisticación de las teorías tradicionales de la referencia no hace sino acrecentar el
abismo entre mente y mundo: ya no sólo tenemos que explicar cómo es posible llevar a cabo la
correspondencia entre representaciones mentales y lenguas naturales, sino también entre tales
representaciones y los modelos formales del mundo. Y esto es así porque existe una
subdeterminación de la referencia que las proposiciones de un lenguaje formal pueden proyectar
sobre estos modelos abstractos de la realidad externalxvi. Pero, además, en palabras de E. DEL
TESO (1990:71-72), ocurre que
Las supuestas categorías universales que están en la base de muchos estudios (…) no pueden ser
entendidas como un compendio de la <<realidad objetiva>> a la que las lenguas se refieren de
distintas maneras, pues esas unidades (…) son resultado de la elaboración que uno o varios
teóricos hicieron de dicha realidad.
Y que
Las realidades susceptibles de conformarse como significados en lenguas concretas son tan
indeterminadas en número como las experiencias posibles que pueden darse en la vida de cada
hombre, y de ahí que el esfuerzo por sistematizar la sustancia de contenido prelingüística,
además de carecer de interés teórico es, desde el punto de vista empírico, un esfuerzo baldío.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 151
Estas consideraciones podrían extenderse a las formalizaciones de supuestas relaciones lógicoobjetivas universales que están en la base de muchas teorías sintácticas [E. DEL TESO (1990:80)].
Así pues, la cosa quedaría, esquemáticamente, como sigue (la doble flecha señala los niveles
donde es necesario postular una correspondencia):
Teorías tradicionales de la referencia:
Mundo  Pensamiento (representaciones formales)  Palabras (lenguas naturales)
Teorías sofisticadas de la referencia:
Mundo  Modelo formal del mundo  Pensamiento  Palabras
Por si fuera poco, a las objeciones anteriores a tales teorías hay que añadir que
No progress whatever has been made in demonstrating that the world is the way the objectivist
metaphysics claims it is. Nor has anyone even tried to fit such a set-theoretical model to the
world. The problem is rarely discussed in any real detail [G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:101)].
5.2.1. Problemas añadidos: el enfoque proposicional de representación del conocimiento
El paradigma cognitivo simbólico representacional va de la mano con el modelo proposicional
de representación del conocimiento. Aunque el lector podrá hacerse ya una idea bastante
aproximada de los postulados de este enfoque en virtud de lo expuesto hasta el momento,
explicaremos someramente en qué consiste y cuáles son los problemas teóricos que acarrea,
para lo que seguiremos a L.W. BARSALOU ET AL. (1993:23-26).
El enfoque proposicional asume que el conocimiento del mundo se encuentra almacenado en
nuestra mente en forma de símbolos abstractos, amodales y arbitrarios, es decir, que no se
parecen perceptivamente en absoluto a las cosas a las que se refieren. Como hemos señalado
con anterioridad, numerosos autores, desde Minsky hasta Van Dijk, pasando por Johnson-Laird,
se han ocupado de proporcionar modelos estructurados de representación de nuestro saber
enciclopédico que adoptan este formato. De tales intentos han surgido las nociones de marco,
esquema, escenario, o modelo mental, entre otras. Señalábamos también que Tannen se refería a
todas estas nociones con el término de estructuras de expectativa. En cualquier caso, lo que
comparten todas estas estructuras estereotipadas de datos es que están expresadas en un lenguaje
proposicional que tiene sus orígenes en la lógica de predicados. El enfoque simbólico
representacional identifica este lenguaje proposicional con el tan traído y llevado lenguaje del
pensamiento.
Postular que el conocimiento se encuentra representado en nuestra mente en este formato
entraña, según Barsalou, una serie de ventajas nada desdeñables, relacionadas principalmente
con la metodología y la manejabilidad de los modelos propuestos. Son las siguientes:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 152
1) En primer lugar, la representación proposicional nos permite apresar la esencia del lenguaje
natural humano. En efecto, numerosos estudios llevados a cabo en la década de 1970 pusieron
de relieve que las personas, a los 20 segundos de haber procesado un enunciado, no
recordábamos ya su forma superficial exacta, sino el contenido que nos había sido comunicado
con él (the gist). Para representar esta “esencia conceptual”, los científicos cognitivos (en
especial aquellos que trabajaban en el ámbito de la IA), desarrollaron los lenguajes
proposicionales, la mayor parte de ellos derivados de la lógica de predicados.
2) En segundo lugar, las representaciones proposicionales permiten reproducir la característica
de productividad de los lenguajes naturales a través de la asignación de argumentos y la
recursividad lo que, sin duda, se trata de un aspecto muy importante a la hora de enfrentarse a
representaciones complejas.
3) La tercera ventaja es de tipo metodológico, y se refiere al hecho de que hemos desarrollado
instrumentos
tecnológicos
para
manipular
e
implementar
computacionalmente
las
representaciones proposicionales de manera eficiente.
Veamos ahora cuáles son los problemas que se derivan del enfoque proposicional en su
conjunto, y cómo afectan a cada uno de los puntales teóricos que acabamos de enumerar:
1) El primer problema afecta a la noción misma de representación proposicional: no existe
evidencia alguna de que nuestro sistema cognitivo opere con símbolos abstractos, amodales y
arbitrarios. Es más, este planteamiento genera un grave problema añadido, a saber: la necesidad
de explicar cómo surgen las representaciones proposicionales amodales a partir de una
experiencia perceptiva multimodal. En efecto, la neurociencia cognitiva ha demostrado que la
multimodalidad es el primitivo perceptivo (como exponemos en 5.4.2.) y que juega un papel
crucial en el desarrollo de todo sistema conceptual humano.
2) Un segundo problema, intrínsecamente relacionado con el anterior, es que tampoco
disponemos de evidencia ninguna de que nuestro sistema cognitivo procese la información de
forma
serial
(left-to-right
operations),
tal
y
como
requieren
las
representaciones
proposicionales. Más bien, la neurociencia cognitiva ha puesto de manifiesto lo contrario; como
decíamos, el 95 % de nuestro procesamiento mental ocurre por debajo del nivel de la conciencia
y además lo hace de forma distribuida, masivamente paralela. El procesamiento secuencial se
lleva a cabo tan solo en un tipo muy concreto de razonamiento esforzado y consciente (y, aun
así, se encuentra sostenido por procesos inconscientes que, a nivel neural, también discurren en
paralelo). Como señala L.W. BARSALOU (1993:25):
Theorists have adopted the propositional approach without obtaining direct evidence for its
representational and processing primitives, perhaps because its expressive capabilities serve our
theoretical purposes sufficiently well. However, the lack of direct evidence for this approach is
again troubling and suggests caution in adopting it.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 153
3) El tercer problema se relaciona con la cuestión de la subdeterminación de la referencia que
las proposiciones pueden proyectar sobre los modelos mentales del mundo, y que
mencionábamos al final del epígrafe anterior. En efecto, en palabras de L.W.BARSALOU (1993:
25): “propositional approaches exhibit linguistic vagary. (…) This is the problem of not
knowing which aspects of people´s concepts to represent in propositional notation”. Y esto es
así porque, según el enfoque experiencial de este autor, en consonancia con los presupuestos
que sostenemos en este trabajo “Content is unprincipled, because we primarily discover it
through blind empirical means. Content is haphazard, because it changes with context. Content
is incomplete, because further aspects can always be discovered” [L.W. BARSALOU (1993:25)].
4) En relación con la existencia de instrumentos tecnológicos para manejar representaciones
proposicionales de manera eficiente, que en el listado anterior calificábamos de ventajosa, es
preciso tener en cuenta que, como señalábamos en el capítulo 2, los instrumentos constituyen
actualmente la instanciación de nuestras teorías científicas sobre determinadas áreas de la
realidad, con lo cual es inevitable que sesguen nuestras observaciones. Por otra parte, el
hardware de que disponemos actualmente para implementar tales representaciones “doesn´t
come close to providing the kind of representational medium needed to represent human
concepts” [L.W. BARSALOU (1993:30)], como nos ocupamos en poner de manifiesto en 3.2.
5) Finalmente, y esto es lo que más nos interesa en este punto de nuestro estudio, un problema
principal es el que Barsalou denomina symbol grounding, y que se refiere al hecho de que los
enfoques proposicionales no proporcionan explicación alguna del modo en que se supone que
sus símbolos hacen referencia a las cosas del mundo. Es aquí, como veíamos, donde se hace
necesario apelar a la noción de correspondencia.
Así pues,
In general, the manner in which theorists construct propositional representations seems neither
illuminatory nor explanatory. Consider the propositional representation of “The lamp is above
the table”, namely, ABOVE(lamp, table). (…) Because a longer string of words has simply been
reduced to a shorter string, we haven´t actually re-represented the original sentence in a true
language of thought—we have simply dropped words that carry information about surface
structure and retained words that capture gist. This gist doesn´t convey anything conceptual,
because it is just words. Again, we have the symbol grounding problem: reference is not truly
established to the world, but is necessarily mediated by the theorist or programmer who
constructed the propositional representation [L.W. BARSALOU (1993:25)].
Las palabras de Barsalou cobran plena relevancia en el marco de una teoría de la memoria y el
significado que concibe los conceptos como símbolos perceptuales (perceptual symbols), es
decir, surgidos experiencialmente a partir de la percepción. Se trata de un enfoque en el que la
experiencia perceptiva se entiende en un sentido amplio:
Perceptual representations do not arise solely from vision, nor simply from the five perceptual
modalities. Instead, perceptual representations arise from any aspect of experience, including
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 154
propioception and the introspection of representational states, information processing operations,
and emotions. Consequently, these representations are not “perceptual” in the traditional sense
but are more generally experiential, arising from any aspect of experience during perception of
the external world and introspection of the internal world [L.W. BARSALOU (1993:27)].
Comprobaremos el alcance de este planteamiento cuando en 5.4. exploremos las evidencias
neurocientíficas y neuropsicológicas que apoyan la tesis de que los mecanismos neurales
implicados en la percepción y el movimiento (que se concibe como una modalidad perceptiva
más y que implica la propiocepción) lo están también en la conceptualización y el
razonamiento. Y lo haremos también en el capítulo 7, cuando nos encaremos con la explicación
neurobiológica de la emoción y el sentimiento, con su papel crucial en la formación de las redes
neurales de memoria, y con el modo en que pueden ser desencadenados a partir de
procesamientos cognitivos y resultar vitales para llevar a cabo con éxito cualquier proceso de
toma de decisiones normal (es decir, una secuencia de razonamiento pautado).
5.3. Comprender el mundo a través del cuerpo
Si en efecto, tal y como hemos argumentado hasta el momento, no hay ningún motivo de peso
que deba impulsarnos a creer que el mundo llega a nosotros netamente empaquetado en
categorías inmutables en virtud de una razón trascendente y que, por tanto, nuestros conceptos
mentales no se corresponden necesariamente con la verdad absoluta (y, en consecuencia, no
constituyen la única comprensión posible de lo real) entonces, es lógico preguntarse por qué una
tal actitud epistemológica ha tenido tanto éxito a lo largo de los siglos, y sigue teniendo tanta
influencia en la actualidad, no sólo en ámbitos científicos, sino a nivel popular (donde la
existencia de categorías naturales se asume sin necesidad de llevar a cabo una justificación
ontológica).
La respuesta a esta cuestión no se encuentra tanto en renegar de la miopía de una tradición
filosófica empeñada en comulgar con dogmas religiosos acerca de la naturaleza del ser humano,
o en culpar al capitalismo imperante de la falta de espíritu crítico del grueso de la población,
como en reconocer que, en un nivel muy básico, la afirmación de que nuestras categorías
mentales se corresponden con bastante probabilidad con las categorías de lo real no dista mucho
de ser verdadera. Sólo ahora podemos realizar esta afirmación, sobre la base de toda la
argumentación que nos antecede, sin recurrir a postulados ontológicos y epistemológicos
apriorísticos ni a nociones científicamente inexplicadas. Por el contrario, apelaremos al nexo de
unión más inmediato de que disponemos para conocer la realidad: nuestro organismo.
Obviamente, la realidad de la que hablamos tendrá una dimensión metafísica relativa: hemos
insistido, apoyándonos en ejemplos sobradamente fundamentados, en que la dependencia
perceptiva que John Locke atribuyó a las cualidades secundarias de las cosas (es decir, a
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 155
aquellas cualidades que no se creía constitutivas de la realidad objetiva) es un fenómeno
generalizado a todo lo que somos capaces de procesar en cualquier modalidad sensorial. En
otras palabras: no hay cualidades primarias (realidad absoluta y objetiva) independientes de
nuestra percepción, y esta es una tarea que llevamos a cabo con nuestros cuerpos humanos (no
olvidemos que el sistema nervioso, del que el cerebro es el órgano más representativo, se
extiende hasta la punta de los dedos, hasta cada recodo de nuestra piel, a través de los receptores
nerviosos periféricos).
En efecto, las cualidades de las cosas dependen de nuestra estructura orgánica (de la que
emerge, en conjunción con los factores externos, la cognición), que determina el modo en que
somos capaces de categorizar en múltiples niveles, a saber: desde el micronivel de la
organización neural, hasta el macronivel de las interacciones físicas que nuestro cuerpo nos
permite efectuar con el entorno. Es este basamento biológico, y no las características materiales
de los hechos brutos, lo que estabiliza el significado, impidiendo que se diluya en infinitas
variantes subjetivas: de este modo, la estabilidad semántica que posibilita la intercomprensión
se encuentra orgánicamente fundamentada. Por decirlo de una vez claramente: el significado, a
un nivel muy básico, es biológico, en el sentido de que es el producto dinámico del desarrollo
de un organismo (dotado de unas características neurofisiológicas, físicas y cognitivas
específicas) en interacción con un entorno físico y sociocultural concretos.
5.3.1. Categorías básicas: realidad, acción y cognición
La afirmación anterior pretende llamar de nuevo la atención sobre el hecho fundamental de que
nuestras mentes humanas, y todas las actividades que éstas son capaces de llevar a cabo (desde
los engañosamente simples reconocimientos perceptivos hasta los procesos más sofisticados de
proyección metafórica propios del pensamiento abstracto), emergen de la interacción de nuestro
organismo con un entorno material y sociocultural. La idea es, en definitiva, que nuestros
cuerpos contribuyen de forma clave a nuestro sentido de la realidad, a saber: constituyen el
vínculo entre nuestros conceptos y el mundo.
En la línea argumentativa que rechaza la visión objetivista clásica de las categorías y que
defiende una construcción de los conceptos fundamentada en la experiencia corpórea, G.
LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:26-28) han aportado detalles acerca del modo en que la
formación de estas categorías básicas, que tan bien parecen encajar con el mundo, se sustenta
sobre nuestras características orgánicas perceptivas y motoras. En concreto, señalan cuatro
propiedades fundamentales como responsables del alto grado de funcionalidad de este tipo de
categorías, a saber:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 156
1) El uso de imágenes mentales (generadas en las áreas encefálicas ligadas al
procesamiento visual, para las personas videnteslxvii ) para representar la totalidad de la
categoría. Ejemplo de esto serían conceptos como los de silla, mesa, o cama, frente a la
inespecificidad del hiperónimo mueble.
2) El hecho, íntimamente ligado al factor anterior, de que los miembros de las categorías
tienen características gestálticas similares, es decir, formas globales parecidas, mientras
que no es posible imaginar una forma global mínimamente estable para mueble, es
decir, para algo que no es ni cama, ni silla, ni mesa, ni cómoda, etc.
3) El uso de programas motores, es decir, de patrones de acción similares para
interaccionar con los miembros de la categoría. Todos sabemos qué tipo de acciones y
funciones están convencionalmente asociadas con una mesa, pero no con un mueble. De
hecho, quien primero observó la inherente relación entre las categorías básicas y ciertos
tipos de acción y lo puso por escrito fue Roger Brown. En un artículo de 1958 titulado
“How Shall a Thing Be Called?”[G. LAKOFF (1990:31-32)], señalaba ya la existencia
de varios nombres para denominar exactamente la misma cosa, pero en diferentes
niveles de abstracción. Así, podemos decir que en el despacho tenemos una silla, pero
también que tenemos una Chippendale, o simplemente un mueble. Brown insistía en el
hecho de que, de todos los niveles de categorización posibles (y, por tanto, de todos los
nombres que podían ser empleados) siempre había uno que detentaba un estatus
superior (a superior status, en sus propias palabras). Este nombre (en nuestro ejemplo,
silla), por otra parte, suele ser más corto que el resto de las opciones, y también el más
frecuentemente usado en todo tipo de contextos (no es excesivamente abstracto, ni
innecesariamente específico, sino que proporciona la información suficiente con el
mínimo coste comunicativo). Y, lo que es más importante, suele encontrarse
específicamente ligado a algún tipo de acción motora (en nuestro caso, sentarse). En su
obra de 1965, Social Psychology, Brown lo expresa del siguiente modo:
When a ball is named ball it is also likely to be bounced. When a cat is named kitty it is also
likely to be petted. (…) bouncing and petting are actions distinctively linked to certain
categories. We can be sure they are distinctive because they are able to function as symbols of
these categories. In a game of charades one might symbolize cat by stroking the air at a suitable
height in a certain fashion [G. LAKOFF (1990:31)].
En efecto, estudios recientes parecen soportar la afirmación de Brown. Como señala
L.W. BARSALOU (1993:30), los gestos proporcionan una ventana analógica sobre las
imágenes mentales de que se componen nuestros conceptos, proporcionándonos un
acceso directo tanto a configuraciones visuales como motoras:
In contrast to language, gesture may provide a much better window on concepts. Following the
work of McNeill (1992) and Goldin-Meadow, Alibali, and Church (1993), there are reasons to
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 157
believe that gesture expresses certain aspects of perceptual symbols directly, unlike spoken
language. Because gesture is capable of expressing perceptual symbols analogically, it may
provide an extremely useful methodology for studying them.
Por otra parte, esto no impide que seamos capaces de idear nuevos usos para un objeto
cualquiera al mismo tiempo que alteramos los patrones convencionales de interacción
con él (por ejemplo, cuando utilizamos la silla como plataforma para llegar a la lámpara
del salón si tenemos que cambiar una bombilla y no disponemos de escalera de mano).
Sin embargo, no podemos olvidar que es la nueva función que le atribuimos (es decir, la
actividad que tal objeto nos permitirá realizar y, por tanto, el patrón motor de
interacción que llevaremos a cabo con él) lo que nos permite categorizar el objeto en ese
caso concreto: en efecto, la silla sigue siendo silla, pero para nosotros, en ese momento,
forma parte de lo que L.W. BARSALOU (1983; 1991) denomina una categoría ad-hoc, a
special-purpose category, o también a goal-derived category, a saber: la de los objetos
que nos permiten llegar a la lámpara en ausencia de una escalera. Así pues, nos
pondremos de pie sobre ella, lo que sería de muy mal gusto si fuese la hora de comer.
Como muy agudamente señala Brown: “When an object is categorized it is regarded as
equivalent to certain other things. For what purposes equivalent?” [G. LAKOFF
(1990:31)]. Un original ejemplo de construcción de categorías para propósitos
específicos (en concreto, la categoría de las cosas que se pueden untar sobre una
tostada y la de las cosas que se pueden usar para sonarse la nariz) lo encontramos en la
canción She don´t use jelly de los Flaming Lips, que dice lo siguiente:
I know a girl who thinks of ghosts.
She´ll make ya breakfast.
She´ll make ya toast.
She don´t use butter.
She don´t use cheese.
She don´t use jelly
or any of these.
She uses vaseline (…).
I know a guy who goes to shows.
When he´s at home and he blows his nose,
he don´t use tissues or his sleeve.
He don´t use napkins or any of these.
He uses magazines (…).
4) El hecho de que la mayor parte de nuestro conocimiento del mundo se encuentra
organizado en este nivel básico. Esto es algo que también señalaba Brown. No es sólo
que la categorización tenga su anclaje en el nivel de la acción distintiva (el de las sillas,
los gatos y las flores) sino que tal clasificación se expande simultáneamente tanto hacia
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 158
niveles superiores, más abstractos (el de los muebles, los animales y las plantas), como
hacia niveles más especializados (el de las sillas Chippendale, los gatos siameses, y los
lirios, por ejemplo). Sin embargo, no hay patrones motores inherentemente asociados a
estas expansiones: realizamos la misma acción para sentarnos en una Chippendale que
en una silla de Ikea, y olemos los lirios del mismo modo que otro tipo de flor
cualquiera. Sin embargo, los términos que un niño adquiere primero, y también los más
económicos desde el punto de vista léxico y comunicativo (y, por tanto, los más
frecuentemente utilizados por los adultos en la interacción cotidiana) son los del nivel
básico.
Así, por ejemplo, todos podemos aportar datos bastante profusos y precisos acerca de las
características y funciones de una mesa, una silla, una cama, un armario, etc. Sin embargo,
seríamos considerablemente más escuetos si nos pidiesen que hiciésemos lo mismo con respecto
al concepto mueble. Simplemente, se trata de que la necesidad de pensar en términos
supraordenados se presenta en nuestra vida cotidiana con muchísima menos frecuencia que las
interacciones reales que tenemos con sillas, mesas, camas, etc. Como señala G. LAKOFF (1990:
51)
Perhaps the best way of thinking about basic-level categories is that they are “human-sized”.
They depend not on objects themselves, independent of people, but on the way people interact
with objects: the way they perceive them, image them, organize information about them, and
behave toward them with their bodies.
Por otra parte, también se debe al hecho de que todos los objetos que podemos aglutinar bajo el
concepto mueble tienen posiblemente menos cosas en común que diferencias entre sí, al menos,
en relación con el tipo de propiedades que definen las categorías de nivel básico. Pensemos, por
ejemplo, en las semejanzas existentes entre una silla y un armario: no hay semejanzas físicas
basadas en la imagen, la forma global o los programas motores que empleamos en la interacción
con tales objetos. Lo que parece dotar de coherencia a las categorías supraordenadas son más
bien características basadas en funciones generales, no en acciones concretas. Se acercan, de
este modo, a la noción de family resemblance de Wittgenstein [G. LAKOFF (1990:31)], según la
cual hay clases cuyos miembros no necesitan compartir ningún conjunto concreto de
propiedades (el ejemplo clásico es la clase de los juegos: se puede jugar a las cartas, al tenis, al
Monopoly, a la goma, a un videojuego…). Con los muebles pasa un poco lo mismo: puede que
un armario y una silla no se parezcan en nada, sin embargo, todos sabemos que ambos son más
susceptibles de estar en la misma habitación de una casa que en medio de un campo de espelta.
De manera similar, pero en jerarquía descendente, tampoco es frecuente que sepamos mucho
acerca de, por ejemplo, tipos o estilos de mesas (más allá de ser capaces de distinguir una mesa
de centro para el salón de una mesa de cocina o una de trabajo, y tengamos en cuenta que
trazamos estas distinciones en función de las actividades que desarrollamos al interaccionar con
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 159
ellas, así como del entorno en que es común que se encuentren), a no ser que seamos expertos
en decoración o en historia del mueble.
Así pues, en nuestra visión orgánica de la cognición y del significado, las categorías exhiben un
basamento biológico en un triple sentido:
1) Como explicamos en 4.6.2, categorizamos porque somos seres neurales. Es decir, la
interconectividad masiva de nuestro sistema nervioso hace que sea necesario agrupar
patrones de reverberación de manera no unívoca para que puedan ser transmitidos de un
grupo de neuronas a otro. En cierto sentido, esto es como decir que la capacidad de
abstracción (esto es, la capacidad de reducir la complejidad de la información) se
encuentra ya presente a nivel neural.
2) Como acabamos de ver, en el extremo fenomenológico (nuestra vida cotidiana)
generamos categorías básicas que nos permiten interaccionar óptimamente con el
medio. Sería una injusticia que no mencionásemos aquí el trabajo de campo de B.
BERLIN (1978) sobre zoología y botánica populares, llevado a cabo entre los hablantes
de tzeltal del pueblo de Tenejapa, perteneciente al Estado de Chiapas en México. Este
investigador y sus colaboradores comprobaron sobre el terreno la validez de la
existencia de un nivel de categorización básico, ya apuntada por Brown. Hallaron que el
nivel que en la taxonomía lineica corresponde al genus (el nivel central de la
clasificación) correlaciona con lo que dieron en llamar el folk-generic level. Este nivel
manifiesta primacía psicológica en múltiples sentidos, entre ellos los ya señalados por
Brown en relación con la brevedad léxica de los términos empleados para denominar las
categorías, o el hecho de que sean los más frecuentemente usados, y también los que
primero aprenden los niños, como evidenció en 1969 el estudio de Brian Stross (uno de
los colaboradores de Berlin) sobre la adquisición del lenguaje en niños tzeltalparlantes
de Tenejalpa.
Sin embargo, el trabajo de Berlin insistía también en lo que podríamos denominar fuentes
culturales de no universalidad, es decir, en que la trascendencia (medida en términos
funcionales) que una categoría alcanza en una determinada cultura es clave a la hora de
seleccionar el nivel de abstracción que una comunidad de hablantes entenderá como básico.
Nos explicaremos: para los tzeltal, cuya supervivencia depende de un detallado
conocimiento del medio, el nivel básico de categorización de animales y plantas coincide
con el establecido por la disciplina taxonómica de la biologíalxviii . Así, el nivel genérico
(genus) sería equivalente al que, para la población rural asturiana, designaría el roble, el
tejo, el acebo, el pino, el abedul, etc. Por sorprendente que parezca a ojos de un urbanita,
estas personas pueden desplegar también un nivel más concreto de categorización, y
distinguir especies, es decir, diferentes tipos de los árboles mencionados. Sin embargo, para
la mayor parte del mundo industrializado, lo específico se encuentra en el hecho de ser
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 160
capaces de distinguir un roble de un castaño, que se aglutinan bajo el término genérico de
árbol (que constituiría el nivel básico de categorización en este caso). Este es un claro
ejemplo de cómo el medio cultural puede influir en las capacidades humanas de
categorización básica (fundamentadas en factores psicofisiológicos), llevándonos a su
infrautilización.
En el extremo opuesto, en el seno de una comunidad cultural también pueden desarrollarse
grupos de expertos en un dominio de conocimiento restringido (es el caso de los
coleccionistas o los aficionados [y de los investigadores, por qué no decirlo], capaces de
distinguir entre razas de caballos o estilos de mesas de comedor que al común de las
personas pasan desapercibidos). Como señala G. LAKOFF (1990:38):
Basicness in categorization has to do with matters of human psychology: ease of perception,
memory, learning, naming, and use. Basicness of level has no objective status external to human
beings. It is constant only to the extent that the relevant human capacities are utilized in the same
way. Basicness varies when those capacities either are underutilized in a culture or are specially
developed to a level of expertise.
Una última observación al respecto: de la cita de Lakoff tal vez podría deducirse que, para los
grupos de expertos que acabamos de mencionar, el nivel de categorización básica cambia.
Obviamente, y para evitar cualquier malentendido, esto no sucede así: cuando un individuo es
experto en algo es también perfectamente consciente que su experiencia del mundo es
discrepante, en ese ámbito concreto, de la de su comunidad cultural. Es decir, no deja de estar
cognitivamente nivelado, sino que sigue sabiendo cuál es el nivel de categorización básico
vigente en su comunidad, y por eso sólo utilizará su jerga de especialista cuando tenga que
interaccionar con otros como él.
A lo que se refiere Lakoff es al hecho de que el nivel básico puede cambiar cuando la totalidad
de un grupo interacciona con el entorno de manera diferente a la de otras comunidades
culturales (lo que vendrá determinado en gran parte por las características de tal entorno). Así,
los tzeltalparlantes, desde nuestro punto de vista, serían todos expertos en botánica. Sin
embargo, en este caso, en ese dominio concreto, el nivel básico de categorización sí ha
cambiado: podemos decir que esto es así porque afecta a todos y cada uno de los miembros de
la comunidad, y no es una característica idiosincrásica de un pequeño grupo de personas dentro
de ella, como ocurre por ejemplo con los españoles aficionados a la ornitología. La
globalización, que básicamente consiste en la homogeneización de los entornos y los estilos de
vida (es decir, de las acciones que se despliegan en tales entornos) está haciendo que casos
como los de los tzeltalparlantes sean progresivamente más difíciles de encontrar. El nivel básico
de categorización se está homogeneizando interculturalmente, a la vez que proliferan los grupos
de expertos en dominios muy concretos capaces de desplegar niveles inusitados de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 161
especificidad. Expertos de diferentes nacionalidades y culturas que forman comunidades
deslocalizadas capaces de articularse a miles de kilómetros de distancia.
3) Por último, en el plano fisiológico, las capacidades perceptivas y motoras básicas de nuestro
organismo determinan la estructura y características que tendrán tales categorías, puesto que
constriñen el rango de estímulos que podemos procesar así como el tipo de acciones que
podemos realizar. Esto lo vimos ya en parte en el capítulo 3, cuando explicamos el modo en que
la estructura y funcionamiento del sistema visual humano determinan las dimensiones de la
luminosidad que somos capaces de construir y, por tanto, también los colores que somos
capaces de ver. A continuación ampliaremos este argumento examinando la manera en que
nuestro cuerpo, así como las acciones que nos permite llevar a cabo, aportan contenido y
estructura a nuestro sistema conceptual.
5.3.2. Interpretar la realidad con relación al cuerpo
Señala A. DAMASIO (2003:210) que “el cuerpo contribuye al cerebro con un contenido”. Esta
afirmación, aunque ligeramente sacada de contexto (sobre ella volveremos en el capítulo 7, y
nos enfrentaremos entonces a su sentido original), puede servirnos perfectamente para sintetizar
el hecho de que nuestros cuerpos ejercen una influencia determinante sobre la forma de nuestra
estructura conceptual. Esto es lo que G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:34) han denominado
proyección corporal. La noción se refiere, precisamente, al hecho de que vivir en un mundo
sometido a leyes físicas con el cuerpo que tenemos es la causa de que no podamos evitar utilizar
una serie de características fisiológicas básicas no sólo para situarnos y orientarnos nosotros
mismos en el espacio, sino también para definir las interacciones que llevamos a cabo con otros
seres y objetos, así como para describir las relaciones que observamos entre seres y objetos
externos a nosotros. En definitiva, que proyectamos una serie de esquemas corporales básicos
sobre la realidad, y los utilizamos como si fueran características espaciales fundamentales del
mundo externo.
En concreto, los mencionados autores utilizan la dicotomía delante – detrás (front – back) como
paradigma de las proyecciones corporales más básicas. Señalan que estos conceptos tienen
sentido para seres como nosotros, con una parte frontal y una trasera bien definidas: así, en
nuestras interacciones cotidianas con las cosas, proyectamos estas categorías en las mismas,
aunque sean objetos redondos o irregulares. Hablamos de la parte delantera del árbol o de la
taza como si fuese algo esencial o perteneciente a esos objetos, cuando en realidad se trata de
una propiedad que atribuimos al lado de las cosas con el que nosotros interaccionamos usando
nuestros frentes. De este modo, se pone de manifiesto el hecho de que definimos la realidad
externa en función de nuestra propia configuración corporal. Sin embargo, “If all beings on this
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 162
planet were uniform stationary spheres floating in some medium and perceiving equally in all
directions, they would have no concepts of front or back” [G. LAKOFF Y M. JOHNSON
(1999:34)].
5.3.2.1. Evidencia neurocientífica: la memoria espacial es referida al cuerpo
Un ejemplo dramático del modo en que la estructuración que llevamos a cabo de la realidad
externa está fundamentada en nuestro cuerpo lo encontramos en un tipo de lesión neurológica
relacionada con la percepción del espacio externo y, simultáneamente, con la propiocepción, por
lo que consideramos que hace especialmente al caso en relación con el tema que tenemos entre
manos. Se trata de la anosognosia, transtorno también denominado síndrome de negligencia
unilateral. Este déficit cognitivo tiene lugar cuando se lesionan ciertas áreas del córtex parietal
posterior. En este caso, nos interesan, por lo que tienen de revelador, las lesiones de este tipo
localizadas en el hemisferio derecho. Pero, para situar al lector, será necesario que comencemos
con una brevísima y forzosamente simplificada introducción sobre las funciones generales
asociadas con el córtex parietallxix .
El córtex parietal posterior recibe proyecciones del córtex parietal anterior (somatosensorial
primario) que, a su vez, recibe diversos tipos de información sensorial desde el tálamo. El
córtex parietal anterior está relacionado con el reconocimiento háptico de la forma
tridimensional de los objetos y la ejecución de movimientos de destreza y, por tanto, también
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 163
con la propiocepción (necesaria para ser capaz de ejecutar tales movimientos). Las áreas
parietales posteriores (córtex asociativo parieto-temporo-occipital), las que nos interesan,
reciben también inputs de los sistemas visual y auditivo, y se ocupan de integrar el input
somatosensorial proyectado desde las áreas parietales anteriores con estas otras modalidades,
produciendo así las percepciones del espacio extrapersonal. Así pues, las lesiones en el córtex
parietal posterior producen déficits complejos en la percepción espacial y la integración
visomotoralxx.
Los pacientes con lesiones en estas áreas en el hemisferio derecho presentan lo que arriba
hemos denominado negligencia unilateral o anosognosia, que es uno de los déficits cognitivos
más impactantes que pueden observarse en el ámbito neurológico. Se manifiesta como un serio
transtorno de la imagen corporal. Literalmente, estas personas ignoran el lado izquierdo de su
cuerpo, dejando de procurarle los cuidados necesarios. A menudo, se muestran sorprendidos si
ven su propio brazo izquierdo, que siguen sin reconocer como tal, llegando incluso a preguntar
qué hace ese brazo en la cama con ellos. Por otra parte, son incapaces de darse cuenta de la
gravedad de su situación y, por lo tanto, no manifiestan la conducta emocional
consecuentemente esperable (a saber: tristeza, miedo, abatimiento, preocupación). Sobre el
basamento neurofisiológico del marcaje emocional de los estados corporales volveremos más
adelante, pero ahora centrémonos en la cuestión que nos interesa: estos pacientes pierden
también el conocimiento del espacio externo correspondiente al lado contralateral de la lesión.
Así, por ejemplo, cuando se les pide que copien un dibujo de una flor o un reloj, ignoran la
mitad izquierda, y sólo dibujan pétalos en la parte derecha (ipsilateral al hemisferio lesionado) o
números en la misma parte de la esfera.
Pero, lo que resulta aun más asombroso no es que los efectos derivados de la incapacidad de
percibir el propio cuerpo (propiocepción) se hagan extensibles al espacio real exterior, sino que
lo hacen también al espacio imaginado y al recordado. Esto se comprobó en un experimento
llevado a cabo con un grupo de pacientes milaneses a quienes se pidió que imaginaran que se
encontraban en la plaza de la catedral, la famosa Piazza del Duomo, como si estuvieran situados
mirando hacia el edificio desde el extremo de la plaza. Una vez hecho esto, se les pidió que
describieran de memoria una serie de edificios emblemáticos que bordean la plaza. Lo que
ocurrió fue que estas personas identificaron sin problema la totalidad de los edificios del lado
derecho de la plaza, pero fueron incapaces de recordar los del lado izquierdo. A continuación, se
les pidió que imaginaran que caminaban hasta el lado opuesto de la plaza, hasta llegar a los pies
de la catedral, y que entonces se giraban dándole la espalda al edificio, de modo que su
perspectiva de la plaza quedaba invertida y, por tanto, también la izquierda y la derecha. En este
caso, los pacientes fueron capaces de nombrar los edificios que antes no recordaban, ya que
ahora se encontraban imaginariamente a su derecha, pero de nuevo, no pudieron activar el
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 164
recuerdo de los edificios de la parte izquierda, a pesar de haberlos identificado sin problemas
unos minutos antes.
Este ejemplo evidencia claramente hasta qué punto nuestra estructura neural y fisiológica
andamia nuestra cognición: la memoria espacial lo es referida al propio cuerpo, no reside en
ninguna especie de almacén independiente en algún sitio del cerebro, sino que se encuentra
ligada a la activación de áreas cerebrales implicadas en el proceso perceptivo. Áreas que son, de
nuevo, producto del desarrollo, puesto que su mapeado depende, en gran medida, de la
experiencia del individuo en el entorno. En conclusión: el cuerpo importa, y mucho.
5.3.2.2. Evidencia procedente de la semántica cognitiva: conceptualizar lo no físico en términos
de lo físico
Visto el ejemplo anterior, no parecerá absurda ni descabellada la afirmación de que la lógica
espacial fundamental derivada de nuestra estructura corporal, en interacción con las leyes físicas
del medio, pueda proyectarse hasta el punto de llegar a constituir una de las fuentes de nuestra
capacidad de razonamiento abstracto.
Esto, básicamente, es lo que proponen G. LAKOFF Y M. JOHNSON (1999:30-32 y 2004:96-100)
cuando hablan de los conceptos que estructuran relaciones espaciales. Se trata de conceptos
basados en proyecciones corporales fundamentales, que nos permiten no sólo estructurar el
espacio, sino realizar razonamiento espacial. Lo más característico de estos conceptos es que
realmente no existen como entidades en el mundo externo, es decir, obviamente, no es posible
ver una relación espacial en sí misma.
Un concepto de este tipo es el que los autores denominan the container schema, y que
podríamos traducir como modelo del recipiente. Este modelo general surge de la experiencia
directa y constante que tenemos de nuestros cuerpos como entidades con un interior y un
exterior, como contenedores en los que introducimos sustancias (comida, bebida, aire, etc.) y de
los que también salen sustancias (supuestamente después de haber atravesado el espacio
corporal interno). Se trata de un concepto que aplicamos a múltiples ámbitos de lo real, los
cuales somos capaces de embutir en una especie de forma global, en una estructura gestáltica,
que consta de un espacio delimitado, con un interior y un exterior bien definidos. En ocasiones,
como cuando estamos en el interior de una habitación, el concepto se aplica de manera natural,
porque no deja de resultar una experiencia física directa. Sin embargo, la capacidad de abstraer
gradualmente esta lógica espacial para aplicarla a otros dominios se hace manifiesta en usos
lingüísticos del tipo de:
1) Estoy en el salón
2) Estoy en la esquina
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 165
3) Estoy en el paro
4) Estoy en la adolescencia
5) Estoy en forma
6) Estoy en éxtasis
En 1, encontramos el uso que, en términos tradicionales, podríamos llamar recto, al que nos
referíamos arriba: el de la experiencia física directa. Sin embargo, esperar a alguien en la
esquina, como en 2, no es una experiencia menos física ni menos directa, lo que ocurre es que
hemos conceptualizado un espacio difuso mediante la estructura mental del recipiente.
En 3 y 4, lo que encontramos es la estructuración de un estado sociolaboral y de una fase del
desarrollo biológico en términos espaciales. En 3, puede aplicarse una lógica de tipo bivalente
para definir qué es o no estar en el paro, a saber: la que determina el sistema de la Seguridad
Social. Sin embargo, los límites no son, ni con mucho, tan claros en lo que respecta al periodo
temporal que denominamos adolescencia. De hecho, esta proyección metafórica del concepto
básico (cuyo uso está tan estandarizado que no percibimos que lo sea) presupone una
concepción previa del tiempo en los mismos términos espaciales de recipiente. Así, la
adolescencia sería un espacio temporal con unos límites acotados y precisos, que el sujeto
atraviesa siguiendo una trayectoria y del que emergerá de repente, como por arte de magia,
convertido en otra cosa.
En 5, el mismo esquema espacial se utiliza para conceptualizar un estado físico que nuestro
entrenador definirá en función de la capacidad que tengamos de realizar ciertos esfuerzos y
actividades en un determinado periodo de tiempo y siempre dentro de un umbral de pulsaciones,
con lo que calculará el grado de resistencia de nuestro organismo. Sin embargo, nadie podría
decir dónde se encuentra exactamente la frontera entre estar o no en forma, porque en ello
interviene un amplio conjunto de variables que confluyen en un cambio de fase. A pesar de ello,
a nosotros nos resulta mucho más sencillo desembarazarnos de la complejidad que entraña tanta
abstracción, y referirnos al hecho de estar en forma como si fuera un ámbito espacial del que se
puede entrar y salir por una única puerta.
Por último, en 6 encontramos, si cabe, el máximo ejemplo de conceptualización de lo no físico
en términos físicos. Obviamente, estamos contemplando el uso común que refleja la concepción
popular de lo que es un estado de éxtasis (algo así como el grado máximo de felicidad que
puede alcanzar el alma humana). Sin embargo, cuando en próximos capítulos abordemos por fin
el tema de la emoción, tal vez no estemos ya tan seguros de que ésta sea definible en términos
no físicos.
Así pues, proyectamos el modelo del recipiente sobre objetos que son recipientes genuinos
(como nosotros), como las habitaciones y las botellas, pero también sobre espacios abiertos y
difusos como las esquinas o los claros en un bosque, que no se puede saber exactamente dónde
empiezan y terminan, e incluso sobre periodos temporales. Del mismo modo, podemos
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 166
proyectarlo sobre melodías que dividimos en partes, sobre movimientos que segmentamos en
fases (como cuando un entrenador analiza el lanzamiento de uno de los jugadores para
comprobar en qué momento exacto de la secuencia de ejecución se produjo el fallo), sobre
textos que concebimos como llenos de estructura y en cuyos detalles nos afanamos por
encontrar el origen de la coherencia. Tal vez vaya siendo hora de plantearnos que, además de las
partes que seamos capaces de identificar (para comprobar que, al intentar hacerlas encajar de
nuevo, se nos ha perdido parte del puzle), la estructura global, gestáltica, que inevitablemente
proyectamos sobre las cosas es una fuente primordial de sentido y que, en última instancia, este
sentido emerge de la acción y las características de un organismo biológico en un entorno de
carácter físico y sociocultural. De nuevo, el significado, la verdad, las propiedades, no están
sólo en las cosas, sino también, y principalmente, en nosotros.
5.4. Más sobre conceptualización y movimiento
Todo lo que hemos señalado en los epígrafes anteriores viene en apoyo de la tesis de que los
mecanismos neurales implicados en la percepción y el movimiento lo estarían también en la
conceptualización y el razonamiento. Esto daría lugar al hecho de que el sistema conceptual
humano utilizase parcialmente en su activación áreas importantes del sistema sensomotriz, lo
que nos ayudaría a explicar su estructura y, con ella, la variabilidad y la dinamicidad semánticas
que podemos detectar en el ámbito fenomenológico.
En efecto, si la hipótesis que proponemos es cierta, la dependencia que las áreas sensomotrices
(como todas las del córtex humano) presentan con respecto a la experiencia individual a la hora
de desarrollar su mapeado, explicaría en gran parte el hecho de que el significado sea un
fenómeno genéricamente estable para nuestra especie, pero con matices exclusivos para cada
individuo. Un fenómeno susceptible de cambiar, refinarse y ampliarse de modo continuado a lo
largo de toda la experiencia de vida de una persona. Hasta la fecha, disponemos de varias
evidencias que avalan este punto de vista.
5.4.1. Evidencia neurocientífica
En primer lugar, como expusimos en 5.3.2.1, se encuentra el hecho, recogido en los manuales
de neurociencia al uso, de que las áreas de asociación del córtex parietal ejercen una función de
integración visuomotora, es decir, intervienen simultáneamente en la ejecución de movimientos
de destreza, en la percepción del propio espacio corporal y en el reconocimiento tridimensional
de los objetos vía háptica (esto último ya constituye en sí mismo una instancia de
categorización). A medida que el individuo acumula experiencia interactiva en el medio, puede
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Comunicación Visual 167
refinar movimientos ya conocidos y adquirir secuencias motoras que le permitan desempeñar
nuevas tareas o manejar nuevos objetos con precisión lo que, a su vez, producirá una mejora en
la capacidad de exploración tanto visual como háptica (por supuesto, también olfativa,
gustativa, etc. si hace al caso) es decir, en capacidades de tipo perceptivo. En otras palabras:
percepción y acción evolucionan en paralelo a escala ontogenética.
De este modo, rasgos perceptivos y patrones motores de interacción constituyen cualidades que
entran, en igualdad de condiciones, a formar parte del concepto que el individuo se encuentre en
proceso de estabilizar (así, por ejemplo, el concepto taza incluirá tanto rasgos visuales y
hápticos para la forma, el volumen y peso aproximados, como programas motores para la
interacción con tazas, que nos permitirán bien agarrarla con precisión por el asa, o bien más
toscamente con las dos manos). En cierto sentido, esto es como decir que el movimiento
constituye también una modalidad perceptiva.
5.4.2. Evidencia neuropsicológica
En segundo lugar, y en apoyo directo a lo que acabamos de afirmar, es preciso citar los estudios
de varios investigadores del desarrollo que sostienen la tesis de que las habilidades cognitivas
que clásicamente se denominan “de orden superior” se apoyan en una categorización
fundamentada en la multimodalidad perceptiva, donde el movimiento autogenerado se concibe
también (y de manera crítica) como un tipo de percepción. Estos autores señalan que la
capacidad de los bebés para moverse autónomamente es un hecho clave para el desarrollo del
razonamiento espacial.
En concreto, E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:200-202) recogen una serie de estudios en los que
se evidencia la correlación entre el grado de desarrollo de las habilidades de razonamiento
espacial y el de las capacidades motoras en niños con déficits de tipo motor o visual. Así, por
ejemplo, los trabajos de Bertenthal con bebés que habían sufrido retraso en el desarrollo de sus
habilidades motoras por diversas causas, mostraban que los niños tenían igualmente un retraso
en tareas de localización de objetos en el espacio. Es especialmente significativo el estudio,
publicado en 1992, de siete niños con meningocele, una protrusión de las meninges a través de
vértebras defectuosas, debida a una malformación congénita de la columna vertebral. A lo largo
de los meses fueron repetidamente sometidos a la tarea de localizar un objeto que habían podido
ver esconder al experimentador. A medida que fueron capaces de empezar a gatear (lo que
hicieron a edades diferentes, comprendidas entre los ocho y los trece meses), es decir, de
empezar a explorar el espacio por sí mismos, se observó en ellos una mejora espectacular en la
tarea de localización del objeto escondido. Antes de la adquisición de la capacidad de gatear, los
bebés, a pesar de haber visto esconder el objeto, eran incapaces de mirar hacia el lugar correcto
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 168
si, a continuación, el experimentador los rotaba hacia el lado opuesto de la habitación.
Imagínese el lector que el objeto está escondido a la derecha, lo que hace que el bebé, sentado
en el suelo, mire en esa dirección. Si en ese mismo momento el experimentador coge al niño y
simplemente lo gira 180º sobre su eje, lo lógico, para un bebé que hubiera desarrollado una
comprensión del espacio no egocéntrica, sería reajustar la posición del cuello y de los ojos, de
manera que mirase hacia su izquierda. Sin embargo, los bebés incapaces de gatear seguían
mirando tozudamente hacia su derecha. En este caso, parece claro que el desarrollo cognitivo
referido a la comprensión del espacio evoluciona en función de la capacidad motora para
desplazarse y explorar autónomamente, más que hacerlo según un estricto programa temporal.
Hemos sugerido un párrafo más arriba que percepción y acción se encuentran entretejidas en un
bucle en el que los avances experimentados en las capacidades perceptivas están directamente
relacionados con la mejora de las habilidades motoras, y viceversa. Esta hipótesis se ve avalada
directamente por el estudio que Bigelow publicó también en 1992 y que recogen las
mencionadas E. THELEN Y L. B. SMITH (2002: 201-202). Veamos por qué. El trabajo hace un
seguimiento de la evolución de tres niños ciegos desde que comenzaron a gatear hasta que
fueron capaces de andar solos. A pesar de no tener ningún impedimento motor, los niños ciegos
muestran un retraso en el desarrollo de estas capacidades. Por ejemplo, los niños del
experimento comenzaron a caminar entre los 17 y los 36 meses. La tarea a la que se los sometía
pretendía evaluar su comprensión de la permanencia de los objetos, es decir, se les pedía que
agarrasen juguetes que habían sido desplazados por el experimentador mientras emitían algún
sonido, aunque en el momento de ser agarrados ya hubieran dejado de emitirlo. Lo que se
encontró, de nuevo, fue que los niños mostraron el mayor nivel de competencia en la tarea justo
en el momento en que empezaban a caminar, es decir, eran capaces de seguir con total precisión
(mediante orientación facial) un objeto que se movía mientras sonaba, y también de localizar y
agarrar un objeto que el experimentador hubiera cambiado de sitio. Como hemos dicho, este
tipo de avances parecen estar más en función del momento en que se desata el cambio de fase
motora (de gatear a caminar), que de la edad, pues los niños comenzaron a caminar a edades
entre las que había una distancia temporal considerable, como hemos señalado más arriba.
Aunque las conclusiones parecen apuntar exactamente hacia lo mismo, lo cierto es que Bigelow
incluye una reflexión muy interesante en su trabajo acerca de la relación entre el avance en las
capacidades locomotrices y la mejora en el razonamiento para la localización espacial de
objetos en niños ciegos. Y es que, mientras que en los bebés videntes parece ser el desarrollo
locomotor el que da el pistoletazo de salida para la exploración del espacio y la mejor
comprensión de los objetos, en los niños ciegos esto parece ocurrir en orden inverso. Esto es así
porque los niños videntes adquieren conocimiento de la existencia de objetos por medio de la
modalidad visual, lo que sirve por sí solo como motivación exploratoria. La motivación está ahí
desde el principio: se trata de un sesgo innato que hace que los bebés humanos prefieran mirar
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 169
cosas que se mueven, y que intenten atraparlas para explorarlas más de cerca. De este modo,
cuando aparece la independencia motora, el progreso cognitivo en relación con la localización
espacial de tales objetos se produce sin problema. Así, por ejemplo, un niño que gatea será
capaz de modificar su orientación corporal si el experimentador lo gira tras esconder el objeto:
el ser capaz de explorar el espacio por sí mismo a través del movimiento autogenerado y no sólo
de la visión es lo que hace que el bebé abandone su representación espacial egocéntrica, en
lugar de seguir mirando tercamente hacia un lugar en el que ya no hay nada. Este cambio de
fase cognitivo, unido al hecho de que el bebé ya puede desplazarse, le permitirá dirigirse en
busca del objeto escondido y agarrarlo, y refinar así tanto sus habilidades perceptivas (al
tocarlo, llevárselo a la boca, agitarlo para ver cómo suena, o mirarlo más de cerca) como sus
destrezas motoras (por ejemplo, ser capaz de adaptar la precisión de los agarres y la rigidez de
los miembros a las características del objeto que se pretende manipular).
En el caso de los niños ciegos, es también la motivación de explorar la que desata el inicio del
progreso motor. Pero, para que exista tal motivación, tienen primero que comprender la
existencia de un espacio y unos objetos ajenos a sí mismos a través de la exploración manual
(háptica) y auditiva, lo que lleva algo más de tiempo. Es por esto por lo que, aunque físicamente
desarrollados como para poder gatear o caminar, los niños ciegos retrasan sensiblemente estos
hitos motores. Ahora bien, una vez que surge el deseo de atrapar lo que ya se sabe que hay ahí
fuera, el progreso motor se desencadena, y se observa una evolución acompasada en el mismo
con respecto a la habilidad de localizar los objetos en el espacio o, en otras palabras, con
respecto al grado de desarrollo de la capacidad de razonamiento espacial.
5.4.3. Evidencia procedente de la implementación de redes neurales artificiales
En tercer lugar, existe una evidencia indirecta de que los mecanismos neurales empleados en la
percepción y el movimiento podrían estarlo también en la conceptualización y el razonamiento,
y procede del campo del diseño de redes neurales. Como señalan G. LAKOFF Y M. JOHNSON
(1999:37-44), se trata de la implementación de mecanismos que son capaces de llevar a cabo
tareas de control motor y percepción, pero también de conceptualización (como, por ejemplo,
aprender las características semánticas de una serie de términos), y de razonamiento abstracto
de tipo inferencial a partir del conocimiento generado (a saber, derivar las relaciones semánticas
entre la red de términos aprendidos)lxxi.
Uno de estos modelos resulta especialmente relevante en relación con este capítulo, ya que
puede aprender términos que designan relaciones espaciales. Su autor, Regier, sostiene que
estructuras cerebrales implicadas en la percepción visual constituyen la base para la
categorización de carácter espacial, lo que no es descabellado si tenemos en cuenta los datos
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 170
sobre el córtex parietal de asociación y los experimentos con niños ciegos que acabamos de
ofrecer.
En relación con estos últimos, señalábamos la importancia de la reflexión de su autor, Bigelow,
acerca de la inversión de la prioridad entre desarrollo motor y comprensión del espacio: estos
niños, al no disponer de las bases visuales necesarias para comprender el espacio externo, tienen
que sustituirlas por un tipo de exploración principalmente háptica y auditiva, lo que finalmente
desata la motivación que desencadena la evolución motora. Por otra parte, este hecho pone de
manifiesto una idea sobre la que volveremos repetidamente, a saber: más que ante un programa
rígido de desarrollo, estamos ante un sistema dinámico que se adapta globalmente. Cuando
todas las facultades perceptivas funcionan con normalidad, las estructuras visuales parecen ser
claves para la comprensión del espacio. Sin embargo, si esto no sucede así, como en el caso de
los niños ciegos, el patrón global de desarrollo se modifica en función del cambio producido,
invirtiendo la prioridad de las variables implicadas: de este modo, si las claves visuales han de
ser sustituidas por percepciones hápticas y auditivas, esto se reflejará a su vez en una
reorganización del patrón de desarrollo del organismo, por ejemplo, en el retraso del
movimiento autogenerado. En efecto, en palabras de E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:37): “The
central tenet of dynamic systems is that order, discontinuities, and new forms emerge precisely
from the complex interactions of many heterogeneous forces”. Este matiz es importante porque
nos permite comprender el desarrollo no como la relativamente simple instanciación progresiva
de programas genéticamente codificados en el organismo, sino como un proceso parcialmente
autoorganizado, muchísimo más plástico y readaptable. No es que no haya nada en los genes,
nadie en su sano juicio diría actualmente nada parecido; pero lo que hay es susceptible de
desarrollarse de maneras diversas (dentro de los límites que nos impone nuestra biología) en
función de las idiosincrasias individuales, y alcanzar de este modo estados máximamente
adaptativos para el organismo en cuestión, sin necesidad de cumplir a rajatabla un cronograma
modelo. En definitiva, creemos que el desarrollo se entiende mejor si pensamos en él como un
sistema dinámico complejo: el que constituye un organismo individual en constante interacción
con su entorno, un organismo que no deja de cambiar hasta que deja de actuar, es decir, hasta
que finaliza su vida:
There are no constraints on development that act like levies on a flooding river, keeping it from
going where it ought not to go. There is no set end-state other than the end of life itself. (…)
development is the outcome of the self-organizing processes of continually active living systems.
[E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:44)].
Volviendo al tema que nos ocupa en este epígrafe, otro modelo interesante es el de Narayanan,
que se refiere a la estructura de los acontecimientos en el plano lingüístico, es decir, al aspecto.
Las estructuras neurales de este autor son capaces tanto de realizar tareas de control motor (cuya
salida es necesariamente secuencial) como de conceptualizar la estructura del aspecto
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 171
lingüístico, y utilizar este conocimiento para realizar inferencias sobre la estructura de acciones
concretas.
Así pues, ambos modelos soportan la hipótesis de que las tareas más abstractas que somos
capaces de realizar a nivel mental (conceptualización y razonamiento) comparten su basamento
neurofisiológico con tareas perceptivas mucho más básicas. El movimiento, no lo olvidemos, es
una más de estas tareas, una modalidad perceptiva por derecho propio, imprescindible para la
existencia de cualquier noción espacial en clave abstracta en nuestro sistema cognitivo.
Sin embargo, nos gustaría hacer una última aclaración en relación con este punto. El lector
recordará que en 3.2. aludíamos a la falta de verosimilitud neurológica de este tipo de modelos.
En efecto, tales mecanismos no dejan de ser sistemas de juguete, parafraseando a E. THELEN Y
L.B. SMITH (2002:41), capaces de realizar únicamente tareas sencillas, de un solo tipo.
Acabamos de decir que los modelos de Regier y Narayanan pueden llevar a cabo tareas de
control motor, percepción y razonamiento abstracto. Pero lo hacen sobre un único tipo de
procesamiento perceptivo (dos, si tenemos en cuenta el movimiento, en el caso de Regier). Y
sobre dominios de conocimiento muy restringidos. Es decir, de los tres tipos de evidencia que
aportamos en relación con la existencia de un mismo sustrato neural para nuestras capacidades
sensomotrices y nuestras facultades cognitivas superiores, esta es sin duda la más débil. Y lo es,
precisamente, porque no puede dar cuenta de la importancia que la interacción simultánea de
sistemas neurales heterogéneos a lo largo del tiempo tiene en el desarrollo efectivo de los
organismos biológicos.
Sin embargo, si la hemos incluido aquí es porque creemos que, en cierto sentido, puede
ayudarnos a profundizar en la comprensión de nuestro objeto de estudio o, al menos, puede
dirigir nuestra atención hacia sus aspectos más relevantes, aunque sea por vía negativa
(poniendo de manifiesto las carencias del modelo). En palabras de T. VAN GELDER (1998:620),
“a model provides scientific insight precisely because it is a simplification”. En nuestro caso,
no podemos perder de vista que si el desarrollo es un proceso dinámico y, por tanto,
autoorganizativo, hay que tener presente que “Self-organization of interesting kinds of complex
order appears to require systems in which there is simultaneous, mutually constraining
interaction between large numbers of components” [T. VAN GELDER (1998:623)]. La cognición
humana es sin duda un ejemplo óptimo de tales tipos de orden complejo.
5.4.4. Conclusión provisional
Si las evidencias empíricas ofrecidas en este epígrafe apuntan hacia donde creemos, esto nos
permitiría explicar por qué nuestros conceptos encajan tan bien con el mundo y nos permiten
funcionar óptimamente en él.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 172
En efecto, si las estructuras de nuestro sistema sensomotriz se encontrasen entretejidas con las
de nuestro sistema conceptual, eso haría que este último estuviera, literalmente, en contacto
físico con el entorno. Somos conscientes de que lo que proponemos aborta la distinción clásica
entre percepción y cogniciónlxxii . Sin embargo, creemos que
Ultimately, as Pylyshyn suggests, identifiying the mechanisms that underlie intelligence should
be our primary goal, from the most preliminary sensory processes to the most abstract thought
processes. Where we actually draw the line between perception and cognition may not be all that
important, useful, or meaningful [L.W. BARSALOU (1999:589)].
5.5. Hacia una teoría orgánica de la conceptualización humana
A lo largo de este trabajo hemos sostenido que los fenómenos mentales emergen de la
interacción compleja de un organismo humano con un entorno sometido tanto a leyes físicas
como a convenciones socioculturales, y hemos negado repetidamente la existencia de un abismo
entre vida física y mental. Nos vemos, por tanto, en la necesidad de proporcionar una
explicación del fenómeno cuyo estudio nos ocupa (a saber, el significado conceptual) que lo
conciba como algo dinámico y situado, es decir, susceptible de cambio a lo largo del tiempo y
sensible a las variantes experienciales del individuo a lo largo del desarrollo ontogenético del
mismo.
Para ello habremos de recurrir a nociones que nos han acompañado desde el principio de
manera no explícita. De nuevo, será necesario dar forma a algunas ideas con mayor
especificidad de lo que lo hemos hecho hasta el momento para aclarar, de paso, algún punto que
pueda resultar oscuro u ambiguo.
5.5.1. Principios marco
En numerosas ocasiones hemos insistido en que la neuroatamonía y la fisiología que nos
caracterizan como organismos determinan la manera en que percibimos y comprendemos el
mundo, es decir, el modo en que conceptualizamos la realidad. Sin embargo, y por si quedase
alguna duda, jamás hemos postulado que entre neurofisiología y conceptos haya una causalidad
directa: afirmar esto sería caer en un reduccionismo de tipo fisicalista.
Por el contrario, hemos procurado dejar claro que los genes no contienen la información
necesaria para especificar el desarrollo cerebral en todos sus detalleslxxiii , y que, de hecho,
podían distinguirse tres fases en la selección de una región de destino para los axones
neuronales, la última de las cuales dependía de la experiencia individual, lo que explicaba el
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 173
hecho de que el mapeado cortical, aunque genéricamente similar en todos los seres humanos,
fuese exclusivo de cada individuo.
En definitiva, hemos sugerido, y lo reconocemos ahora abiertamente, la necesidad de apelar a
los principios generales de la dinámica no lineal para integrar las muchas variables que
intervienen en la emergencia del significado conceptual complejo. En otras palabras: los
conceptos que manejamos no vienen de serie, no son una especie de producto de la codificación
genética, sino que se construyen a partir de unos sesgos biológicos innatos (esos sí
genéticamente especificados) que mueven al organismo a explorar el ambiente, a interaccionar
con él, y en él con otros seres. Son, de este modo, producto dinámico del desarrollo de un sujeto
humano, y por tanto exhiben las características que hasta ahora hemos denominado corporeidad
o arraigo (embeddedness), autoorganización y emergencia. La adopción de esta postura conlleva
concebir el significado conceptual como un proceso que jamás alcanza un estado final cerrado,
como algo que manifiesta momentos transitorios de equilibrio, responsables de su apariencia de
estabilidad. Sin embargo, como procesos desplegados en el tiempo que son, nuestros conceptos
no dejan de cambiar jamás mientras vivimos. Nuestro conocimiento del mundo se modifica
sutilmente cada día, y nuestro hardware neurológico no sólo está preparado para reflejar ese
cambio, sino que su naturaleza plástica y masivamente interconectada es tal vez la causa
principal de que el cambio exista, es decir, de que el desarrollo humano sea como es y no de
otra manera.
Sin embargo, esto es todo lo que hemos dicho hasta el momento. Somos conscientes de que, en
realidad, no hemos explicado gran cosa: sostener que genes y entorno se combinan para poner
en marcha el desarrollo tanto físico como cognitivo del organismo no sirve de mucho si no
podemos proponer al menos un modelo teórico que explique en detalle cómo es posible que
ocurra esto. En otras palabras, es necesario que explicitemos los términos en que creemos que
acontece el proceso de la conceptualización.
Para ello, volveremos sobre una idea que ha aparecido recurrentemente en este estudio, a saber:
la necesidad de reconciliar niveles explicativos. El significado, aunque aparentemente estable
desde una perspectiva macro (básicamente, la que posibilita la intercomprensión en contextos
no marcados) manifiesta, si lo observamos más de cerca, en microperspectiva, un grado altísimo
de variabilidad y dependencia contextual. De este modo, la tarea que se presenta ante nosotros
requiere que seamos capaces de sugerir cómo es posible que generemos y gestionemos esta
dinamicidad, reconciliándola a la vez con el hecho de que nos deslizamos sobre una plataforma
semántica aparentemente estable. Lo que implica que necesitamos explicar también a qué se
debe esa apariencia de estabilidad que los lexicógrafos se afanan por apresar.
Nuestra propuesta pivotará en torno al origen común de ambos fenómenos: estabilidad y
variabilidad semánticas son manifestaciones divergentes de los mecanismos fisiológicos,
neurales y cognitivos por medio de los que tiene lugar la conceptualización. Veremos que la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 174
dinámica local de la experiencia concreta, es decir, la dinámica de la acción en el mundo del
individuo, es lo que pone en marcha los procesos selectivos que, con el tiempo, darán lugar a
focos de significado considerablemente estable, es decir, a conceptos. De este modo se produce
la integración de niveles: porque la estabilidad global de nuestras estructuras conceptuales no
puede explicarse sin atender a los microcomponentes experienciales de los que emerge, a las
instancias de significado re-creadas en cada uso concreto del día a día, a su origen local, en
definitiva. En esta experiencia localmente situada, hay muchas cosas que se repiten (la mayoría)
y otras que cambian, generando rasgos que son susceptibles de incorporarse a los conceptos
preexistentes a lo largo del tiempo.
Por tanto, y en resumen, aspiramos a proporcionar una teoría que sea biológica y
neurológicamente válida, al tiempo que psicológicamente realista. Esto nos aleja del
reduccionismo en el sentido de que, desde nuestro punto de vista, las características
neurobiológicas del individuo son tan determinantes para su desarrollo cognitivo como el
entorno sociocultural en que tiene lugar tal desarrollo. Un entorno que incluye, por ejemplo, el
esfuerzo de los lexicógrafos por recopilar y estructurar (por aquietar) lo que constituye la
plataforma semántica sobre la que, desde el nacimiento, se sitúa cada individuo perteneciente a
un grupo social. En este sentido, tan biológico es lo uno como lo otro. Como señala E. ROSCH
(1978:29),
What attributes will be perceived (…) is undoubtedly determined by many factors having to do
with the functional needs of the knower interacting with the physical and social environment.
One influence on how attributes will be defined (…) is clearly the category system already
existent in the culture at a given timelxxiv.
Por tanto, no hay primacía causal directa, sino interacción complejalxxv. Del mismo modo que,
en el epígrafe anterior, concluíamos que sostener la tradicional dicotomía entre percepción y
cognición no tenía para nosotros mucho sentido, tampoco lo tiene el intentar clasificar las
variables que intervienen en el desarrollo de los mecanismos humanos de conceptualización
para, a continuación, distribuirlas entre el cajón de abajo (el de lo innato), y el de arriba (el de lo
adquirido).
Si, como decíamos, el desarrollo cognitivo se produce en paralelo con el del organismo en
general, lo que tenemos que hacer es tratar de comprender qué factores son relevantes y cómo
interaccionan entre sí. Nos enfrentamos a un sistema complejo en el que percepción y acción se
entretejen en un bucle que andamia la cognición de manera dinámica, un sistema en el que la
estabilidad no está programada de antemano en ninguna especie de manual de instrucciones
genético, sino que emerge de las múltiples relaciones entre los componentes del sistema. Como
señalan E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:XIX)
By this view, cognition —mental life— and action —the life of the limbs— are like the
emergent structure of other natural phenomena. (…) There is no design written anywhere in a
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 175
cloud or a program in the genes of any particular species that determines the final community
structure. (…) There are only a number of complex physical and biological systems interacting
over time.
5.5.2. Un modelo dinámico para la conceptualización humana
El grupo de periodistas se pone en movimiento, (…) los corresponsales, congestionados por el
calor y la impresión (…) no se recuperan del impacto de esas gargantas seccionadas a pocos
pasos de ellos: el significado de ciertas palabras, guerra, crueldad, sufrimiento, destino, ha
desertado del abstracto dominio en que vivía y cobrado una carnalidad mensurable, tangible, que
los enmudece [M. VARGAS LLOSA (1986:191)].
5.5.2.1. Introducción
Llegado este momento, creemos haber fundamentado con argumentos de razonable solidez la
hipótesis que concibe el significado como algo bastante alejado de la visión que tanto la lógica
de predicados como la definición clásica de los conceptos y categorías formulada por la
filosofía analítica ofrecían del mismo. Habíamos visto que, según estos enfoques tradicionales,
la categoría es la extensión del concepto, es decir, está constituida por todos los entes u objetos
de la realidad externa que encajan en una definición de tipo intensional, en una especie de
hatillo de condiciones necesarias y suficientes que especifican las características que ha de
poseer el tal ente u objeto para pertenecer a dicha categoría. El concepto, por su parte, se
concibe como un objeto mental, una representación formal (en algunas versiones, una simple
lista de rasgos expresados mediante proposiciones amodales), de modo que las condiciones que
contiene serían como una especie de manual de instrucciones que nos permitiría, al operar con
él de forma lógica, determinar sin lugar a dudas la pertenencia o no a una categoría de los
objetos y entes de la realidad externa. Sobre los presupuestos de la filosofía objetivista que
subyace a esta concepción del significado, así como sobre el modo en que pueden ser
cuestionados, hemos tratado abundantemente en el capítulo anterior.
Un hito en el cambio de paradigma teórico en relación con el funcionamiento de los
mecanismos que sustentan la categorización humana lo constituyó el trabajo de E. ROSCH
(1978) quien, desde la psicología cognitiva, mostró que los juicios que los seres humanos hacían
sobre la pertenencia o no de los entes del mundo a determinadas categorías mostraban una
estructura gradual, más que bivalente. En otras palabras, que no todos los miembros de una
categoría ostentaban el mismo estatus de derecho, por decirlo de algún modo. Mientras que en
la visión clásica todos y cada uno de los miembros lo eran en el mismo grado y condición desde
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 176
el momento en que se demostraba lógicamente que cumplían las condiciones necesarias y
suficientes, en la visión probabilística de Rosch, basada en sus propios estudios experimentales
con sujetos reales, ocurre que las personas consideran que unos miembros son mejores
representantes de la categoría que otros. Este hecho pone de manifiesto que los conceptos no
funcionan como clases lógicas.
Pensemos, por ejemplo, en el concepto mamífero. Sabemos que tanto las ballenas como las
vacas lo son. Sin embargo, si nos pidiesen un ejemplo representativo de la categoría (un
prototipo, a saber, una especie de patrón que aglutina los rasgos que más frecuentemente nos
encontramos en los mamíferos con los que interaccionamos en la vida cotidiana), lo más
probable no sería que pensásemos en una ballena sino, por ejemplo, en un gato o en un perro.
Del mismo modo, si nos preguntaran algo así como ¿Qué es más mamífero, la vaca o la
ballena?, nuestra intuición nos empujaría a contestar que la vaca. De este modo, se pone de
manifiesto el hecho de que las categorías tienen una estructura gradual, donde unos miembros
son percibidos como centrales y otros como periféricos. Sin embargo, incluso la estructura
gradual de tales categorías es algo inestable, variable, que depende en gran medida del entorno y
del conocimiento individual. Así, por ejemplo, puede que un gorrión sea para nosotros mejor
representante de la clase pájaro que un pingüino, pero esto no tiene por qué ser así para un
habitante de Laponia.
En esta misma línea argumentativa, E. THELEN Y L.B. SMITH (2002: 162-163) recogen varios
estudios interesantes que ponen de manifiesto el hecho de que la gradación en los juicios de
pertenencia se produce incluso en categorías que, a simple vista, parecen encajar perfectamente
en la definición clásica. Pongamos por caso el concepto triángulo. Disponemos tanto de una
definición formal, de tipo geométrico, del mismo, como de una idea de andar por casa (a saber,
algo así como que es un espacio acotado por tres lados). Sabemos que son triángulos con el
mismo derecho los equiláteros, los isósceles, y los escalenos. Y, sin embargo, experimentos con
gente común que sabe todo esto arrojan resultados sorprendentes: las mismas personas que
afirman rotundamente que lo que sea o no un triángulo viene determinado por una definición
lógica bivalente (es decir, que es una cuestión de sí o no, como el casarse por la iglesia),
repetidamente escogen los triángulos equiláteros como representantes óptimos (prototípicos) de
la categoría (lo que equivale a decir algo así como Elena está más casada que Ángela). En
cierto sentido, juzgan que son mejores triángulos, y también los reconocen más rápidamente (en
psicología cognitiva experimental, una diferencia de milisegundos resulta ya reveladora).
Pero si resulta sorprendente que el fenómeno de la gradación se ponga de manifiesto en
categorías con definiciones lógicas, más aún lo es que lo haga en lo que L.W. BARSALOU (1983;
1991) ha dado en llamar special-purpose categories, y que podemos traducir como categorías
para fines específicos (también denominadas categorías ad-hoc, o goal-derived categories). Se
trata de agrupaciones de cosas que creamos sobre la marcha según se adapten o no a la función
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 177
que hemos designado como condición necesaria y suficiente para la pertenencia a la categoría.
Esto es algo que hacemos muy frecuentemente cuando, por ejemplo, tenemos que encontrar
algún objeto que cumpla las funciones de otro del que no disponemos en ese momento.
Tratándose de algo intuitivamente tan concreto, algo que, por decirlo de algún modo, diseñamos
cognitivamente nosotros para un caso específico, lo esperable sería que tuviésemos claro qué es
lo que nos sirve o no nos sirve, sin empantanarnos en gradaciones de ningún tipo. Pero, de
nuevo, no sucede así.
Veámoslo con un ejemplo: imaginemos que los amigos que he invitado a cenar se presentan con
una persona extra sin avisar, lo que me obliga a disponer un cubierto más en la única mesa que
hay y elimina, de paso, el espacio reservado para alguna de las fuentes de comida. En ese
momento, empiezo a maquinar el modo de conseguir tener todo a mano, para lo que sería
estupendo contar con una mesita auxiliar, que obviamente tampoco cabe en mi microcasa. Lo
que hago entonces es crear una categoría funcional, derivada de un propósito contextualmente
específico, a saber: la de todas las cosas que hay en casa que podrían servir como mesita
auxiliar. Aunque la forma global, gestáltica (de la que depende la imagen mental que todos
tenemos de una mesita auxiliar) es algo bastante estable, y podríamos decir que constituye una
categoría básica como las que mencionábamos en 5.3.1., no ocurre lo mismo con la categoría
ad-hoc que acabamos de crear. Lo mismo podría servirnos el taburete del baño que la silla del
cuarto de estudio o, incluso, en un alarde creativo, podríamos idear una mesa supletoria
utilizando silla y taburete como bases y la balda que quitamos el otro día de la estantería como
superficie de apoyo. Es más, hasta la escalera de mano, si tiene los escalones anchos, podría
servirnos para apoyar la cesta del pan y el plato de embutido. El hecho es que no tenemos nada
parecido a un concepto estable para la categoría todas las cosas que hay en casa que podrían
servir como mesita auxiliar. Ni formas globales, ni definiciones, ni iconos. No hay
instrucciones representadas mentalmente a las que acceder para encontrar el objeto que estamos
buscando, nada parecido a un objeto mental fijo que constituya la mejor instancia posible de la
categoría. Por el contrario, se trata de algo que creamos sobre la marcha con lo que tenemos más
a mano, en función de los programas motores que nos permita desplegar, y que siempre será
mejorable. Así, nos encontramos ante un tipo de actividad mental andamiada por el entorno
circundante, ante una forma de pensar que no sólo se apoya en el contexto material sino que lo
transforma cuando, a través de la acción, otorga nuevas funcionalidades a objetos con usos
convencionales diferentes.
En cualquier caso, más sorprendente que lo anterior nos parece el hecho de que, ante tales
evidencias, haya investigadores que puedan llegar a concluir que el fenómeno de la gradación
categorial es sólo un aspecto ruidoso relativo a la actuación de los individuos y que, en realidad,
nada tiene que ver con la auténtica competencia de los mismos, es decir, con las
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representaciones mentales de la realidad objetiva que la visión tradicional sostiene que
constituyen el verdadero conocimiento.
A esta postura, que no podemos calificar sino de poco realista, ha podido contribuir también el
hecho de que la gente normal parece tener intuiciones acerca del modo en que ellos mismos
categorizan que son de tipo no probabilístico. Como señalan E. THELEN Y L.B. SMITH
(2002:163) “When people introspect on category structure, they act as if categories are
organized as classically defined logical classes. People seem to believe that there are definitions,
(…) specific properties that are essential to category membershiplxxvi”. Con respecto al peso que
pueda otorgarse a este tipo de evidencia, sólo diremos dos cosas:
1) En primer lugar, hemos dedicado amplios epígrafes del capítulo 4 a explicar por qué la
introspección no es un método fiable para alcanzar una comprensión adecuada de
ciertos fenómenos cognitivos, la categorización entre ellos. De hecho, como trataremos
de exponer con más detalle en apartados subsiguientes, la mayor parte de los
mecanismos neurales y cognitivos que intervienen en la formación de conceptos
proceden a nivel inconsciente y manifiestan una arquitectura masivamente paralela,
interconectada y compleja.
2) En segundo lugar, habría que ver hasta qué punto los sujetos encuestados no se
encuentran influidos por la concepción clásica del significado como algo estable y bien
delimitado, susceptible de ser recogido en un diccionario. Es decir, si a un individuo
que se ha desarrollado en un entorno cultural occidental, sobre la plataforma semántica
de una comunidad concreta, se le pide que explique en abstracto cómo es él capaz de
saber que lo que está viendo es un mamífero o un triángulo, lo normal es que demuestre
que ha asumido la existencia del significado como convención: en efecto, dispone de
una definición de diccionario que le permite clasificar los entes que observa. Esto es lo
que nuestro sentido común nos lleva a creer que hacemos (como decíamos, no somos
libres de pensar cualquier cosa: nuestro sistema de creencias se encuentra neuralmente
instanciado y depende fuertemente del entorno sociocultural en que nos desarrollamos).
Sin embargo, dista mucho de ser una explicación satisfactoria de la categorización. Tal
vez lo veamos mejor con otro ejemplo: si planteamos a alguien una pregunta donde lo
que determina la pertenencia a la categoría es una relación causal (como, por ejemplo,
un grado de parentesco), el individuo tiende a aferrarse a la lógica de la relación causal
propuesta. Como señalan E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:163): “people will maintain
that an object is a skunk if its mother is a skunk regardless of what it looks like (…) The
essential property here (…) is not perceptual”.
En efecto, se trata de un problema directamente relacionado con la representación proposicional
del conocimiento conceptual. Nuestro entorno cultural nos ha llevado a asumir que los
conceptos son clases lógicas. Así, si tenemos que razonar demoradamente y en abstracto sobre
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Comunicación Visual 179
el modo en que los manejamos, los trataremos como tales. Si en el corazón de un concepto no
hay más que cadenas de símbolos que expresan condiciones de pertenencia (en forma de
relaciones causales o de cualquier otro tipo), trataremos de manejar tales condiciones según
establecen las leyes de la lógica, lo que nos llevará a sostener razonamientos tan descabellados
como el de la mofeta. Está comprobado que las mismas personas que son incapaces de resolver
un problema lógico cuando se les plantea de forma abstracta, se las apañan con él a la
perfección cuando tal problema se les presenta en términos de una tarea cotidiana. De este
modo, si en lugar de formular una pregunta basada en relaciones causales, planteáramos una
referida a rasgos perceptuales, que son los que realmente intervienen en nuestra categorización
cotidiana (por ejemplo ¿Diría usted que un bicho azul de un metro de altura que cruza la
carretera es una mofeta, aunque supiera que su madre es una mofeta?), tal vez las respuestas
cambiarían sustancialmente. Como agudamente observan E. ROSCH Y B.B. LLOYD (1978:1):
“Answers depend on the questions asked. Unasked questions will remain unanswered. And the
nature of a question constrains the kinds of answers that can be derived”.
Decíamos algo más arriba que nos parecía sorprendente el hecho de que algunos investigadores
considerasen el fenómeno de la gradación como algo molesto que más valía dejar de lado. Pues
bien, también lo es que, dados los conocimientos actuales sobre el inconsciente cognitivo
debidos a la neurociencia, y dada la nula capacidad que la introspección ha demostrado para
conducirnos a algún tipo de conocimiento fiable sobre el funcionamiento de los mecanismos
mentales, todavía haya quien sugiera, apelando a experimentos introspectivos, que los
procesamientos perceptivos que nos ponen en contacto con el mundo externo no tienen
absolutamente nada que ver con lo que son los conceptos y el conocimiento verdadero, en
sentido estricto. Justo lo mismo que decía Descartes, sólo que él no tenía necesidad de
escudarse en la madre de la mofeta.
Desde el punto de vista que sostenemos en este trabajo, que hemos dado en llamar realismo
orgánico, alejarse de la experiencia real y de la evidencia empírica hacia la abstracción, que
trasciende toda actividad y contexto, resulta algo tan absurdo como empeñarse en establecer un
límite preciso entre percepción y cognición. De hecho, las dicotomías: percepción – cognición,
actuación – competencia, cultura – naturaleza, no son sino estructuras estáticas que intentan
apresar y clasificar los diversos aspectos de un fenómeno inherentemente dinámico como es la
capacidad humana para generar y manejar significados. Sin embargo, para embutir la riqueza y
versatilidad de nuestros mecanismos de conceptualización y categorización en tales esquemas
artificiales es necesario primero aquietarlos, lo que supone privarlos de su característica más
real y sobresaliente: su dinamismo.
En cierto sentido, es algo así como creer que realmente podemos llegar a conocer cómo
funciona el cerebro mediante la observación de las láminas axiales conservadas en un aula de
anatomía. Un cerebro muerto dice muy poco de sí mismo a nivel funcional. La imagen que
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Comunicación Visual 180
ofrece tiene muy poco que ver con su actividad real. Y lo mismo ocurre cuando nos empeñamos
en matar el significado, en alejarlo de la realidad a cuyo contacto emerge, en que no se nos
ensucie con el uso cotidiano. Como señalan E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:164):
Some theorists (…) suggest that the perceptual procedures through which we recognize objects
are not part of our concepts. By this view, what objects look, sound, and feel like have little to do
with what they really are, or (…) with our internal representations of what they really are. (…)
How can perception and the processes through which we make category judgments not be
central to psychological explanations of human categorization? (…) The objectivist reality of
world-in-the-mind ignores the biological reality of organism-in-the-world.
A continuación nos ocuparemos de explicitar el modo en que nosotros sí creemos que lo son, y
para ello recurriremos tanto a teorías neurológicas como cognitivas.
5.5.2.2. Continuidad biológica: categorías como patrones
De los principios teóricos que fundamentan el enfoque que adoptamos en este trabajo, y que
hemos desarrollado de manera exhaustiva en capítulos anteriores, se deriva el hecho de que no
nos disturbe contemplar la diversidad que parece aglutinar en su seno la capacidad de
categorización humana. Fenómenos como la gradación y la prototipicidad, así como los rasgos
perceptuales concretos que intervienen en el reconocimiento (en la comprensión) de las cosas
del mundo, y también las intuiciones que tenemos acerca de la existencia efectiva de una base
estable de significado compartido, son todos elementos que forman parte de un sistema
dinámico, redundante y que, precisamente por esto, exhibe propiedades creativas.
La categorización, entendida como la capacidad de reconocer que ciertos objetos, entes y
sucesos del mundo pueden tener un significado equivalente sin necesidad de ser idénticos (es
decir, sin que hayan de poseer absolutamente las mismas características), es la base de nuestra
vida mental. En efecto, la capacidad de conceptualizar, que instanciamos en el reconocimiento
de categorías, es la facultad que nos permite dotar de sentido al mundo y actuar adaptativamente
en éllxxvii, así como construir una realidad social (un conjunto de convenciones, creencias y
conocimientos compartidos) y, finalmente, en un plano más sofisticado, generar usos creativos,
inventivos, metafóricos, a partir no sólo del lenguaje natural, sino también de otros medios de
expresión tanto cotidiana como artística (la imagen entre ellos).
En este trabajo entendemos que conceptualización y categorización son las dos caras de una misma
moneda: aplicaremos el primer término cuando pretendamos incidir en la génesis de nuestros patrones de
significado, y tenderemos a aplicar el segundo cuando nos refiramos a su actualización en la experiencia
concreta. Sin embargo, es preciso que el lector sea consciente de que, desde una perspectiva estrictamente
dinamicista, los conceptos no existen. Todo lo que hay es proceso, despliegue de actividad a lo largo del
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Comunicación Visual 181
tiempo y, por tanto, el término categorización bastaría para explicar todos los fenómenos que tenemos
entre manos. Esto no debe extrañarnos si pensamos que la génesis conceptual se sitúa precisamente en la
experiencia local. Y que la experiencia de un organismo vivo es constante y sin fisuras, sin estados finales
y sin compartimentos estancos. Nuestro interés, sin embargo, no reside en rendir pleitesía a un marco
teórico, sino en ahondar en la comprensión de los diferentes modelos explicativos que se han propuesto
hasta la fecha y ver qué puede haber de acertado en cada uno de ellos en función de las evidencias
aportadas desde otras disciplinas. Y para hacer esto es obvio que no podemos ignorar ni la existencia ni el
peso de ciertos aparatajes terminológicos en las explicaciones científicas vigentes hasta el momento. Esta
es la razón de que hayamos decidido conservar en activo ciertos términos, ya que creemos que ello
contribuye a un mejor entendimiento de la materia que tenemos entre manos, así como a la construcción
de puentes interdisciplinares más sólidos. Un criterio operativo similar es el que sustenta la afirmación
que realizamos al final de 5.5.2.4., sobre la pertinencia o no de hacer desaparecer de nuestras
explicaciones teóricas la noción de concepto.
Pues bien, la categorización también es lo que nos permite, en última instancia, controlar
nuestros cuerpos cuando pretendemos ejecutar determinados movimientos: agarrar una taza,
alcanzar un objeto del altillo, efectuar un lanzamiento, chutar un balón, agacharnos para recoger
algo…son todos patrones motores, clases de acciones que iremos refinando a lo largo del
tiempo hasta alcanzar un estado estable, es decir, una ejecución que nos resulta satisfactoria
porque sirve óptimamente a nuestros fines.
Por supuesto, lo que constituya ese grado óptimo vendrá definido en función de nuestras
circunstancias personales: así, la actividad diaria de un futbolista le exigirá una evolución
constante en la ejecución de un acto que, para mí, puede ser simple y anecdótico, como chutar
un balón. El concepto que un futbolista pueda tener asociado a esta categoría será sin duda
mucho más complejo y sofisticado, y le permitirá generar subcategorías, es decir, variantes de
ejecución de la acción básica. Sin duda, un jugador tendrá una idea bastante clara de la
diferencia que existe entre chutar para meter gol o hacerlo para pasar la pelota a un compañero,
una diferencia que no es meramente abstracta sino que incluye sensaciones físicas muy vívidas
(la propiocepción de la parte del pie que entra en contacto con el balón en cada caso, la potencia
adecuada para cada tipo de golpe, la configuración global que adopta el cuerpo…), patrones
motores que forman parte de la categoría, así como detalles de la situación de juego en que es
conveniente hacer una cosa o la otra. Todo este conocimiento se encuentra estructurado en una
red conceptual compleja instanciada a nivel neural, como veremos en 5.6.
De este modo, acción, movimiento y contexto, desempeñan un papel importante en nuestra
capacidad de categorizar, y esto es así porque el desarrollo de nuestras facultades mentales es
una parte integrada de nuestro crecimiento biológico como organismos en un entorno
determinado. Como ya dijimos, creemos que percepción, acción y cognición se encuentran
entretejidas en un mismo proceso (algo que, por definición, es dinámico), a saber: el de la
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Comunicación Visual 182
generación de patrones de pensamiento y acción que son reflejo de las experiencias constantes
de actuar en el mundo y percibirlo.
5.5.2.3. La explicación neurobiológica: Edelman y la Teoría de la Selección de Grupos
Neurales (TSGN)
La idea anterior se ve sostenida en el plano neurocientífico por la Teoría de la Selección de
Grupos Neuronales (a partir de ahora TSGN) de Gerald Edelman, en la que E. THELEN Y L.B.
SMITH (2002) se basan para proporcionar una explicación neurológicamente plausible del
desarrollo cognitivo y motor a nivel ontogenético.
Si hasta ahora hemos visto que las categorías humanas son cualquier cosa menos clases lógicas
que funcionan de manera unívoca y coherente, ha llegado el momento de acercarnos a la
explicación neurocientífica acerca de cómo es posible que dividamos y agrupemos las
percepciones sensoriales continuas que constantemente tenemos del mundo en cosas (objetos,
entes, sucesos, etc.) reconocibles. La teoría propuesta por Edelman aborda en profundidad el
modo en que la neuroanatomía podría soportar tal proceso: para ello propone una explicación
dinámica de tipo no lineal donde las acciones locales sincronizadas de diferentes sistemas
neurales confluyen en la emergencia de un sentido global. Sus postulados fundamentales son los
siguientes:
1) La principal característica de los mecanismos neurales que posibilitan la categorización
sería lo que él denomina degeneracy y que, de forma tal vez no muy exacta, podríamos
traducir por multiplicidad. Esto quiere decir, básicamente, que no es sólo uno, sino
varios, los mecanismos que operan simultáneamente sobre el mismo estímulo para
procesarlo en tiempo real. Por tanto, la idea de degeneración debe hacernos pensar en la
multigénesis conceptual.
2) Tales mecanismos múltiples de procesamiento no realizarían tareas del mismo tipo, es
decir, serían disjunctive, disyuntivos o divergentes tal vez, en el sentido de cada uno de
ellos se dedica a la extracción de características cualitativamente diferentes del mismo
estímulo, lo que resulta coherente con la idea de que la multimodalidad es el primitivo
cognitivo.
3) Las categorías emergerían como resultado de la superposición (mapping) de los
patrones de conexión resultantes del procesamiento estimular llevado a cabo por los
mecanismos neurales divergentes, en virtud de las correlaciones en tiempo real que
existen entre tales patrones de activación.
4) Esta superposición o mapeado es reentrante (reentrant), es decir, no sucede en un único
lugar concreto del cerebro, sino que se proyecta desde las áreas periféricas del sistema
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 183
nervioso a las áreas corticales sensoriales primarias correspondientes y de ahí a otras
áreas de asociación temporo-parieto-occipitales y prefrontales, como también a núcleos
subcorticales.
Todas
las
áreas
mencionadas
manifiestan
también
una
alta
interconectividad entre sí y, al disparar de retorno (es decir, en dirección contraria, en
respuesta) modifican a su vez los parámetros del organismo que percibe, reajustando de
este modo la totalidad del ciclo perceptivo.
De lo anterior se sigue que el proceso de categorización es ininterrumpido, no dispone de unos
límites ni de una secuenciación claramente definidos, lo que significa que el sistema manifiesta
una variabilidad constante, debida tanto a los cambios en sus parámetros internos como a los
que se producen en su entorno. En otras palabras, debido precisamente a que la configuración de
los parámetros internos de un organismo que percibe no es nunca exactamente la misma, un
mismo estímulo, a nivel neural, no se procesa jamás exactamente de la misma manera, sino de
maneras más o menos similares. Por eso los conceptos, focos aparentemente estables que
emergen de la reiteración de tales procesamientos, se encuentran en continua actualización: el
cambio es constante y sutil, jamás dramático, de modo que no percibimos que ocurra.
Este hecho, por otra parte, nos permite apuntar a una base neural plausible para el cambio lingüístico: los
conceptos se modifican muy sutilmente a lo largo de largos periodos temporales (en realidad, a lo largo
de toda la vida humana), pero ello no altera en absoluto la sensación que todos tenemos de compartir una
estabilidad semántica que nos permite comunicarnos llevando a cabo un encaje bastante preciso entre
léxico y conceptos. Aunque los factores contextuales son clave a la hora de determinar el significado
conceptual que se actualiza en cada uso lingüístico, como pone de manifiesto la Teoría de la Relevancia,
el sistema postulado por Edelman tiene la capacidad de adaptar sus parámetros para procesar estos
cambios externos (es más, no puede evitar hacerlo). Imaginemos, y esto es sólo una hipótesis nuestra, que
en nuestra sociedad comienza a proliferar un uso concreto de un determinado ítem léxico que activa una
determinada área conceptual [R. CARSTON (2002)], es decir, un posible sentido de ese ítem. A través del
procesamiento reiterado de enunciados que actualicen el término en ese sentido concreto, el patrón de
conexiones neurales que correlaciona con él quedará reforzado, inhibiendo de paso los patrones próximos
que vayan cayendo en desuso.
Del punto cuarto se sigue también la hipótesis de que nuestras percepciones se verán en gran
medida influidas por el movimiento, por las acciones que llevemos a cabo en respuesta a los
estímulos que percibimoslxxviii o, más bien, por el mapeado de esas acciones a nivel cerebral y el
modo en que éste afecta al resto de parámetros orgánicos, debido a la interconectividad masiva
que proporciona la naturaleza anatómica del sistema.
Estas ideas no sólo proporcionan una base neurobiológicamente verosímil para la explicación de
la categorización como un proceso dinámico, emergente y autoorganizativo, sino que su
plausibilidad ha sido puesta de manifiesto mediante la implementación de un modelo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 184
computacional que es capaz de llevar a cabo tareas de categorización, diseñado en función de
los postulados anteriores. Tal modelo, cuyos autores son G.N. Reeke y el propio Edelman, y
cuyas características recogen E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:167-171) tiene por objeto mostrar
que es posible que las categorías emerjan como resultado de la sincronización de percepciones
multimodales en tiempo real, sin necesidad de añadir al sistema estructura ni conocimiento de
orden superior, al contrario de lo que ocurre en el diseño de sistemas expertos.
La tarea que se eligió fue el aprendizaje de letras del alfabeto, cuestión peliaguda donde las haya
ya que, desde el punto de vista tradicional, se trata de categorías que se consideran una pura
construcción cultural y, por tanto, se supone que son también algo completamente arbitrario que
requiere de un aprendizaje en términos explícitos, es decir, de que haya alguien ahí para
instruirnos acerca de qué es una A y qué no lo es.
Sin embargo, la labor que se encomendó al sistema fue la de aprender las letras del alfabeto por
sí solo, simplemente a partir de la confrontación con múltiples muestras de las mismas. Y lo
hizo. Pero ¿cómo? Básicamente, a partir de dos mecanismos divergentes que tomaban datos
cualitativamente diferentes de la misma muestra y, a continuación, los sincronizaban. En
concreto, el sistema de Reeke y Edelman se componía de un analizador de rasgos, del tipo de
los que se utilizan en el área de la visión robótica, y de otro mecanismo que analizaba el
movimiento realizado a la hora de trazar las letras. De manera muy simplificada, diremos que la
idea en que se basaba el experimento era que los datos extraídos por ambos mecanismos
permitirían que estos se educasen mutuamente al superponerlos en tiempo real. Así, “The
intelligence of the device is in the simultaneous self-organizing activity of the maps; the
intelligence is in the pattern of activity of the whole” [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:169)].
El éxito del modelo para llevar a cabo la tarea pone de manifiesto, entre otras cosas, que no es
cierto que haya categorías totalmente contingentes y arbitrarias, culturalmente construidas, o
que, al menos, las letras del alfabeto no lo son, sino que, en un sentido muy básico, se
encuentran constreñidas tanto por los mecanismos visuales implicados en su percepción como
por los movimientos manuales que utilizamos para su trazado. Esta última afirmación se
encuentra soportada también por experimentos con sujetos humanos recogidos por las recién
citadas autoras.
5.5.2.4. Evidencias indirectas: la importancia de ir por partes
El modelo que acabamos de describir sintéticamente arroja una serie de ideas reveladoras acerca
de la conceptualización y categorización humanas que se ven amparadas, indirectamente, por
investigaciones llevadas a cabo en otras áreas de conocimiento. Veamos cuáles son y por qué
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 185
creemos que la evidencia procedente de estudios experimentales no orientados al mismo fin las
avala:
1) Autoorganización: el modelo de Reeke y Edelman aprendió las letras del alfabeto sin
necesidad de incluir en el mismo ningún conocimiento previo sobre las características
definitorias de tales categorías, lo que sugiere que no es necesario postular la existencia de
modelos conceptuales innatos para interpretar la experiencia. Tampoco fue necesario realizar
observaciones desde el exterior a medida que el proceso de aprendizaje se producía, es decir, no
hubo que enseñar al mecanismo mediante juicios orientativos acerca de la corrección de su
ejecución que actuasen a modo de “profesor”. Esto nos aleja de una interpretación pendular de
las categorías, en el sentido de que no tienen por qué ser innatas, pero tampoco aprendidas en el
sentido tradicional del término. Por el contrario, lo que parece ocurrir es que las categorías
emergen a partir de la interacción de las muestras (patrones de activación neural) tomadas por
mecanismos que extraen características cualitativamente diferentes del mismo estímulo, y que
las correlacionan en tiempo real, en paralelo.
2) Complejidad: lo anterior debe llamar poderosa y directamente nuestra atención sobre el
hecho de que, si lo que sugieren las evidencias es cierto, no podemos seguir buscando una
respuesta de tipo unívoco y lineal para la pregunta acerca del modo en que somos capaces de
categorizar la realidad. De hecho, el sistema diseñado por Reeke y Edelman utilizaba tanto un
mecanismo que se centraba en la acción (en el movimiento manual realizado a la hora de trazar
los caracteres) como un analizador de rasgos, al estilo de los que intentan mejorarse
constantemente en el área de los estudios informáticos de la visión. Y es precisamente de este
campo de donde creemos que procede una de las evidencias más fuertes de que continuar
profundizando en una única vía no resolverá el problema de la fusión de sensores, que no es
otro que el de descubrir el modo en que se integran los rasgos extraídos por el sistema en una
imagen unificada y coherente, es decir, en una imagen con sentido. La efectividad con que el
cerebro humano realiza esta tarea (a saber, reconocer objetos y partes de los mismos, y
establecer relaciones espaciales adecuadas entre los múltiples elementos componentes de una
escena) no ha podido aún ser igualada por los mecanismos más potentes desarrollados en el
ámbito de la ingeniería de la visión. Hasta el momento hemos venido insistiendo en el hecho de
que la percepción visual es un proceso creativo, en el sentido de que “el cerebro aplica ciertos
supuestos sobre el mundo a la información sensorial que recibe” [KANDEL, E. R., SCHWARTZ, J.
H. Y TH. M. JESSEL (2003:419)].Veamos un poco más en detalle por qué creemos que ocurre
esto.
En primer lugar, es preciso que señalemos que nuestra intención no es, en ningún caso,
deslegitimar los esfuerzos realizados ni los avances conseguidos en el área de la visión
informática. Por el contrario, creemos que es una vía acertada y valiosa de investigación, pero
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 186
una vía incompleta. Esto es algo que reconoce un experto en la materia como D.D. HOFFMAN
(2000:151) cuando señala que
aún queda un interesante trabajo que realizar en la forma en que creamos las partes [de los
objetos]lxxix. Usted prefiere pocas partes, cortes de parte más breves, partes convexas, partes con
límites más salientes…y seguro que esta lista se irá ampliando más y más. El hecho de averiguar
cómo orquesta todos estos factores (…) constituye un fascinante incentivo para ulteriores
investigaciones.
Estas palabras sintetizan, un poco en términos de andar por casa, un conjunto de principios
topológicos que el autor se ha dedicado previamente a exponer en detalle, proporcionando al
lector una serie de nociones geométricas básicas que le permitan comprender la batería de reglas
de funcionamiento postuladas para explicar el modo en que nuestro sistema visual trabaja para
que seamos capaces de identificar los objetos del mundo. Sin embargo, a lo largo de tal
explicación, parecen surgir más incógnitas que respuestas.
Así, el primer problema al que nos enfrentamos si pretendemos abordar la categorización desde
una perspectiva puramente visual, al estilo clásico, como si hubiera una separación neta entre
este mecanismo perceptivo y el resto de nuestras capacidades cognitivas, es el que plantea la
necesidad de establecer un conjunto de unidades mínimas de análisis. Algo así como responder
a la pregunta ¿qué es una parte?, lo que obviamente es necesario si pretendemos implementar
un mecanismo que sea capaz de llevar a cabo la tarea de reconocerlas. Los primeros tanteos en
este ámbito consistieron en tratar de definir una serie de formas básicas a las cuales serían
reductibles (mediante descomposición) todos los objetos. Obviamente, y como el propio
Hoffman reconoce, el problema es que nadie ha sido capaz de encontrar un conjunto de formas
básicas que sea capaz de englobarlas a todas.
La alternativa que mejor parece funcionar consiste en postular la existencia de una regla que
denomina Ley de la intersección transversal. Al parecer, nuestro sistema visual, a la hora de
determinar dónde se encuentran los límites entre los objetos, utiliza un teorema de la topología
que dice que si dos formas arbitrarias se interpenetran al azar, podemos localizar el lugar en que
lo hacen del modo siguiente: “en un caso genérico, dos objetos se encuentran en una
intersección transversal si, en los puntos en que los dos objetos se intersecan, sus superficies
forman un doblez cóncavo” [D.D. HOFFMAN (2000:127)]. De este modo, nuestro sistema visual
trabajaría localizando tales dobleces (mínimos de curvatura) en paralelo a lo largo de todo
nuestro campo de visión. La imagen que se ofrece a continuación ilustra lo que queremos decir.
Muestra dos objetos cualesquiera (no tienen por qué ser elipsoides) y su punto de intersección,
señalado por la línea discontinua, es lo que constituye el doblez cóncavo:
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Comunicación Visual 187
Sin embargo, lo que parece una explicación sencilla y efectiva para dividir los objetos en partes
plantea, en realidad, una incógnita muy similar, si no idéntica, a la que en el capítulo tercero
señalábamos con respecto a las leyes de la óptica: aunque hayamos localizado el punto de
intersección, la mayoría de los objetos podrían ser divididos de múltiples formas totalmente
diversas, como evidencia la imagen siguiente:
En la línea superior tenemos un codo geométrico cuyos dobleces son todos convexos, salvo el
señalado por la línea de puntos. Las tres figuras de la línea inferior representan las posibilidades
de división en partes de la figura, todas igualmente válidas. Por tanto, los mínimos de curvatura
nos orientan, pero en ningún caso determinan nuestra interpretación. Esto se pone de manifiesto
especialmente en imágenes con contornos idénticos pero susceptibles de interpretaciones
totalmente divergentes, como la conocida ilusión rostro-copa, donde los mínimos de curvatura
de una figura son los máximos de otra:
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¿Por qué elegimos unas partes y no otras? Esto depende de la interpretación global que
asignemos a la imagen. Podemos ver bien una copa, o bien dos rostros enfrentados, pero no
ambas cosas a la vez. Los mínimos de curvatura no determinan el modo en que dividimos las
partes en casos como estos, como acabamos de ver. Posiblemente, la percepción gestáltica (un
patrón neural que se activa por defecto, como en el caso del tablero de ajedrez, donde no
podíamos evitar ver de colores diferentes las casillas A y B, ya que de otro modo no encajarían
con el patrón global de contrastes de luminosidad) se realice en paralelo a la división en partes
que realizamos del objeto.
¿Y por qué disponemos de términos léxicos para las partes que efectivamente construimos en
cada caso, en función de que interpretemos que estamos viendo una copa o dos rostros
enfrentados? En relación con esta pregunta, los estudiosos de la visión parecen tener claro, al
igual que sugería el modelo de Regier al que aludimos en 5.4.3., que el modo en que dividimos
el mundo conceptualmente depende en gran parte de cómo lo estructuramos visualmente. De
hecho, el paralelismo que D.D. HOFFMAN (2000:138) plantea entre unidades básicas de
descripción visual de la forma, es decir, partes del mundo (definidas en virtud de una serie de
reglas topológicas de procesamiento) y unidades léxicaslxxx, no deja de constituir un claro apoyo
a la multimodalidad experiencial (en el sentido de que la imagen mental de la forma se
encontraría integrada con las imágenes acústica y visual del ítem léxico en una misma estructura
conceptual neuralmente instanciada, como veremos en 5.6).
En cualquier caso, lo que parece estar claro es que procesos perceptivos y cognitivos no caen en
compartimentos estancos: lo vimos tanto en el fenómeno de la construcción de contornos
subjetivos luminosos (3.4.3.2) como también en el caso del color (3.4.5), y lo volvemos a ver
ahora en las formas gestálticas alternantes, donde es la identificación gnósica de la forma global
lo que nos permite dividir el objeto en partes.
Por otro lado, la relevancia de las relaciones entre léxico y forma global también ha sido
señalada desde la psicología del desarrollo. En concreto, E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:236)
recogen una serie de estudios que inciden no sólo en la importancia del contexto a la hora de
adquirir nuevas palabras (tanto en niños como en adultos), sino también, y especialmente, en lo
que denominan the shape bias, y que se refiere al hecho de que “when young children (and
adults) hear a novel count noun used to refer to a novel object, they interpret the noun as
referring to a category organized by shapelxxxi”.
Sin embargo, como ponen también de manifiesto las palabras de D.D. HOFFMAN (2000:151)
recogidas más arriba, así como el par de ejemplos incluidos a continuación de las mismas, lo
único que la vía de investigación en clave matemática ha proporcionado hasta el momento para
intentar responder a las anteriores preguntas ha sido una profusión de nuevas reglas que
pretenden acotar la subdeterminación de la Ley de la intersección transversallxxxii. Lo que falta
en esta perspectiva explicativa ingenieril, totalmente legítima, es un elemento que explique de
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dónde proviene el sentido global, las relaciones espaciales adecuadas entre las partes, es decir,
un factor que tenga en cuenta el significado del conjunto. Pero ello, obviamente, no puede
hacerse desde un paradigma que trabaje sólo con reglas computacionales en clave matemática,
ajenas a todo significado. Esto lo saben perfectamente los estudiosos de la visión humana e
informática, y constituye uno de los principales escollos que quedan por resolver: las fronteras
entre percepción y cognición son difusas, por no decir inexistentes, y este hecho constituye
también una de las causas por las que la modelización del conocimiento en términos humanos
se encuentra actualmente en el centro de la investigación en ingeniería del conocimiento.
Así pues, el proceso que nos permite categorizar visualmente el mundo (el mismo al que nos
referíamos en el capítulo 3 cuando comentábamos que las leyes de la óptica no bastaban para
explicar cómo elegíamos el significado de lo que estábamos viendo de entre todas las
configuraciones posibles de objetos en una escena que podían dar lugar al mismo patrón de
reflectancia y contrastes), depende tanto de nuestra estructura neurofisiológica (lo que también
contempla D.D. HOFFMAN (2000:151) cuando señala que la complejidad que entraña la división
visual del mundo hace que podamos esperar que se descubran áreas en las cortezas visuales
primarias dedicadas a analizar los puntos de curvatura máxima, lo que supone una inversión de
prioridades en el programa investigador similar a la que comentábamos en 4.9.), como de la
experiencia en el entorno.
Y es que, a pesar de que existen diferencias esenciales entre los principios que guían este tipo de
enfoque explicativo ingenieril y los adoptados por el realismo orgánico, también hay una serie
de factores en cuya importancia los estudiosos de la visión insisten, porque los consideran clave
para llegar a comprender el modo en que es posible el aparente milagro de que seamos capaces
de generar interpretaciones genéricas, estables y consistentes de la realidad, a partir de datos
visuales que, si se procesasen únicamente del modo en que proponen las reglas topológicas,
serían a todas luces insuficientes. Entre ellos, el principal es la experiencia del individuo en el
mundo real que, en definitiva, es lo que va a posibilitar que una figura sea o no reconocible.
En efecto, los estudiosos de la visión informática no han decidido de modo arbitrario que el
reconocimiento de objetos (supuestamente, algo puramente perceptivo) dependa de un modo
crucial de nuestra capacidad de categorizar el mundo (supuestamente, puramente cognitiva). Por
el contrario, tienen buenas razones para ello. Para estos investigadores, los objetos (las partes de
la realidad) y las partes de tales objetos (las partes de las partes) son importantísimas. Y lo son
debido a evidencias experienciales comunes, como el hecho de que la mayoría de los objetos
son opacos, de modo que no podemos ver su parte frontal y trasera simultáneamente (y, sin
embargo, completamos esta carencia mentalmente: sabemos, o podemos imaginar con bastante
exactitud, cómo es por detrás lo que estamos viendo); también se basan en el hecho de que en
una escena cualquiera lo habitual es que unos objetos se solapen parcialmente con otros, lo que
nos impide ver todas sus partes y nos dificulta su identificación (de nuevo, más partes que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 190
completamos). Y eso por no hablar del problema que plantean objetos no rígidos, compuestos
de partes móviles susceptibles de cambiar su configuración, como nuestro cuerpo. Objetos que
cambian pero que siguen siendo los mismos. Equivalencia sin identidad. En todos estos casos,
la clave se encuentra no en los puros mecanismos visuales, que aportan datos exiguos, sino en
los patrones de reconocimiento estable que generamos a través de la experiencia. En definitiva:
se trata de la cognición, de la que hemos dicho que la capacidad de categorización (entendida
como la habilidad de agrupar como equivalentes cosas parecidas sin necesidad de que sean
idénticas), es el factor básico.
Por otro lado, disponemos también de estudios que, desde el ámbito de la psicología cognitiva
experimental, señalan la relevancia de las partes a la hora de estructurar nuestra categorización
de la realidad en el nivel básico al que nos referíamos en 5.3.1. En concreto, los estudios de B.
TVERSKY Y K. HEMENWAY (1984) sugieren que casi todo nuestro conocimiento en este nivel se
encuentra organizado en torno a las relaciones parte-todo. Como acabamos de mencionar, la
configuración estática o dinámica de las partes de un objeto determina su forma global,
gestáltica y, por tanto, también la imagen mental que nos hacemos del mismo, rasgos ambos que
B. BERLIN (1978) acuñó como claves para la organización de conocimiento en el nivel
categorial básico (5.3.1). Del mismo modo, interaccionamos con las partes de los objetos, y
sobre ellas o con ellas ejercemos acciones distintivas, como señalaba Roger Brown (5.3.1). Así,
“We sit on the seat of a chair and lean against the back, we remove the peel of a banana and eat
the pulp” [B. TVERSKY Y K. HEMENWAY (1984)]. Precisamente porque nuestros programas
motores para la interacción con los objetos se desencadenan a partir de las acciones que
ejercemos sobre sus partes, estas resultan tan importantes para la estructuración de un tipo de
conocimiento que hemos definido como funcional y adaptativo al medio.
Veámoslo de otro modo. El problema es el siguiente: imaginemos que procedemos
exclusivamente mediante leyes de procesamiento matemático, y que así conseguimos detectar
bordes y texturas. Aun así, queda todavía la tarea más ardua, a saber: decidir a qué lado del
borde se encuentra el objeto, es decir, qué textura corresponde al objeto y no a otra cosa que
forme parte del fondo, lo que implica que tenemos que saber con antelación cuáles son las
características del objeto. Caemos así en un círculo recurrente que no nos permite explicar nada,
puesto que el conocimiento previo del objeto es necesario en todo caso; de otro modo ¿cómo
íbamos a saber cuáles son los rasgos definitorios del objeto, su textura, sus partes, si no sabemos
de qué objeto se trata? A no ser que postulemos que la percepción del mismo entra en contacto
con un concepto innato que activaría el reconocimiento lo que, por cierto, no es nuestra
intención, y tampoco una buena solución para un ingeniero que pretenda diseñar un aparato
capaz de salvar obstáculos en entornos no conocidos. Como es obvio, este problema nos está
pidiendo a gritos que vayamos a la raíz, es decir, al modo en que los seres humanos reales
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 191
dividen exitosamente en partes el mundo, en definitiva: que nos ocupemos de todos los
mecanismos que intervienen en la categorización humana.
3) Dinamicidad inherente al sistema: por último, tanto el modelo de Reeke y Edelman, como
la idea que acabamos de señalar (a saber: que percepción de rasgos y reconocimiento global de
la forma son procesos simultáneos e integrados que tienen lugar en paralelo) apuntan a una
tercera característica de nuestra capacidad de categorización: los conceptos humanos,
autoorganizados y complejos, emergen a partir de la experiencia situada, en contexto, con
instancias de la categoría que no han de ser necesariamente idénticas. Y con cada una de esas
experiencias, el concepto se modifica ligeramente, se sofistica. Esto nos ayuda a explicar el
hecho de que podamos utilizar los términos léxicos bien de manera convencional, lo que
activaría el patrón de procesamiento más fuerte asociado al concepto en cuestión, o bien que
podamos generar usos creativos, con un anclaje parcial en el patrón estándar de procesamiento.
Por otro lado, esto también apunta a una idea de lo que son los conceptos bastante alejada de la
tradicional: desde luego, no son estructuras rígidas capaces de trascender la experiencia, lo que
plantearía tanto problemas de almacenaje como de accesibilidad. De hecho, ocurre algo
parecido con la explicación del funcionamiento de los mecanismos visuales proporcionada por
la topología diferencial: su utilidad es clara desde una perspectiva ingenieril, pero no resulta
cognitivamente realista. Postular la existencia real de tales reglas en algún lugar físico del
cerebro requeriría un almacén de dimensiones desorbitadas para las mismas, así como otro
adicional para las reglas que rigen el funcionamiento de tales reglas (a saber, de tipo
procedimental: cuál predominará cuando una o más entren en concurrencia, etc). Obviamente,
somos conscientes de que es otro nivel explicativo el que se aborda en este tipo de
investigaciones, y que en ningún momento se pretende que esas reglas estén representadas en
una especie de lista cerebral de la compra. Son descripciones de su funcionamiento con un
grado muy alto de especialización y de abstracción. El modo en que se instancian en
mecanismos neurales (si lo hacen) no es cuestión que competa explicar a los topólogos que
trabajan en visión informática.
Lo que a nosotros nos interesa, sin embargo, es que tenemos un sistema nervioso con una
interconectividad pasmosa, en el que cada grupo neural es susceptible de llevar a cabo más de
una función, y donde multitud de grupos neurales trabajan en paralelo realizando tareas
diferentes y estableciendo conexiones mutuas al mismo tiempo. En definitiva, tenemos una
arquitectura neural que ampara la idea de que los conceptos no están almacenados en nuestro
cerebro, sino que más bien son ráfagas de activación dinámica, pero no informe. Se trataría de
patrones de activación que se producirían de forma sincronizada y simultánea en numerosos
grupos neurales que realizarían diferentes tareas. Tareas multimodales y, precisamente debido a
la dinamicidad anatómica intrínseca del sistema, capaces de adaptarse sensiblemente a la
dinamicidad exterior, al contexto.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 192
Podríamos decir, en función de lo anterior que, por tanto, no hay conceptos, sino
exclusivamente categorización, una especie de proceso de significación en línea, máximamente
funcional y adaptativo debido a su naturaleza cambiante. Pero nos parece que esto sería, de
algún modo, caer también en el reduccionismo. Nos explicaremos: que haya evidencias que
apuntan a que los conceptos son (y funcionan) de manera totalmente diferente a como habíamos
creído hasta el momento, no nos parece motivo para descartar un término abstracto que sigue
siendo funcional en otros niveles explicativos. Puede que las evidencias neurobiológicas y
neuropsicológicas nos hagan imposible pensar ya en los conceptos como cosas alojadas
cómodamente en nuestro cerebro, pero ello no deslegitima otras teorías que tratan de organizar
los efectos de significado que, a nivel fenomenológico, parecen estar asociados a esas ráfagas de
activación tan compleja. En efecto, hay dimensiones del significado susceptibles de ser
investigadas en otros términos (en especial en el ámbito lingüístico), y sigue siendo útil utilizar
convenciones abstractas para imponer algo de estructura en una materia que, de otro modo,
resultaría caótica. En este sentido, no estamos de acuerdo con E. THELEN Y L.B. SMITH (2002):
su decisión de desterrar el término es totalmente coherente en el ámbito de la psicología del
desarrollo, pero no podemos hacer lo mismo en un estudio interdisciplinar con importantes
ramificaciones en el ámbito de la lingüística.
5.5.2.5. En las entrañas del sistema
5.5.2.5.1. Introducción
Así pues, la cuestión que sigue quedando sin respuesta plausible es la siguiente: ¿por qué
definimos y delimitamos las cosas del mundo del modo en que lo hacemos? Y lo que más falta
hace, como veíamos, es una teoría que vaya más allá del despiece minucioso de los datos y
proporcione también una visión integradora que, necesariamente, habrá de ser compleja para
explicar la estabilidad fluctuante de la capacidad humana de creación de significado.
Decía N. CHOMSKY (1989:15) que “Una máquina (…) funciona de acuerdo con la
configuración interna que tiene y el medio ambiente externo, sin ninguna opción”. Aunque
hemos insistido en que ambas variables son importantísimas para la explicación de las
cuestiones que tenemos entre manos, nosotros hemos añadido otra que consideramos
primordial: el cuerpo, sometido a constricciones anatómicas y leyes físicas. Y hemos incluido
también desde el comienzo algo más que resulta clave: el principio metodológico de atender a
los conocimientos provenientes de áreas científicas relevantes en relación con nuestro problema,
cuyas conclusiones puedan afectar a la plausibilidad de nuestras hipótesis. Y lo que hemos
obtenido es una visión de nuestra configuración interna que la aleja absolutamente de la de una
máquina: nuestra arquitectura nerviosa es tan dinámica y variable en su interconectividad y en
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 193
las funciones que puede asumir (dentro de unos límites generales, por supuesto) que es
improbable que incluso dos hermanos gemelos criados en el mismo entorno desarrollen
mapeados corticales similares (más allá de lo que es común a todos los seres humanos). Las
opciones, de mano, son casi infinitas, y lo son absolutamente si a nuestra inherente variabilidad
neural añadimos los cambios constantes que se producen en el ambiente externo.
Por eso, y aunque manifestábamos al final del epígrafe anterior nuestro desacuerdo con E.
THELEN Y L.B. SMITH en lo referente a la pertinencia de hacer desaparecer de nuestro discurso
el ítem léxico “concepto”, sin embargo, también comprendíamos la coherencia de su decisión en
el ámbito de la psicología del desarrollo. En otras palabras: la explicación en términos
dinámicos que proponen para el origen y desarrollo de nuestra capacidad de conceptualizar
(categorizar, dirían ellas), nos parece una vía plausible y bien fundamentada que tiene en cuenta
todas las variables que hemos mencionado desde el inicio de este trabajo como relevantes en la
creación de significado (a saber: el organismo, la especificidad de la arquitectura nerviosa de
ese organismo, sus particularidades anatómicas y el entorno tanto físico como sociocultural).
Creemos, por ello, que resulta totalmente necesario ofrecer aquí una síntesis forzosamente
esquemática del modelo para poder derivar de ahí, sin sensación de salto al vacío, algunas ideas
de máximo interés para nuestro estudio. Así pues, lo primero que tendremos que hacer será un
inciso terminológico.
5.5.2.5.2. En marcha: sistemas dinámicos
Acabamos de señalar que nuestro organismo dista mucho de ser una máquina. Una explicación
del modo en que desarrolla ciertas capacidades requerirá, por tanto, alejarse de las metáforas
computacionales procedentes del ámbito de la IA, para desarrollar una nueva terminología
capaz de adaptarse a las características de un sistema biológico que, no lo olvidemos, se
contempla en todo momento como integrado en un entorno más abarcador de tipo físico y
sociocultural.
Es importante tener en cuenta que la Teoría de Sistemas Dinámicos es una rama de la
matemática pura que pretende explicar cualquier tipo de cambio que se produzca en un sistema,
pero que centra su atención en los sistemas regidos por ecuaciones diferenciales no lineales sin
solución. Es decir, sistemas en los que no es posible especificar qué comportamientos concretos
van a producirse a lo largo del tiempo, sistemas en los que no se puede predeterminar el output,
y a lo más que se puede aspirar es a entender su orden complejo. En este sentido: “DST
[Dynamical Systems Theory] aims to understand structural properties of the flow, i.e., the entire
range of possible paths” [T. VAN GELDER (1998:621)].
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 194
Es decir, lo que se pretende comprender es el proceso de cambio en sí mismo, cómo y por qué
se produce. Pero, puesto que los diferentes estados por los que irá atravesando el sistema no se
pueden predeterminar, tampoco pueden ser descritos de manera absoluta, ya que es imposible
apresarlos. El único modo de hacernos con ellos es a través de la descripción de las relaciones
que se establecen entre las variables que integran el sistema. Es por esto por lo que los
dinamicistas utilizan para su descripción nociones geométricas procedentes de la topología, que
les permiten definir el proceso de cambio del sistema en términos espaciales, del modo
siguiente: a cada momento el sistema se encontraría en un estado distinto. Tales estados estarían
situados en una posición concreta de un espacio (el constituido por el propio sistema en proceso
de cambio). Y los estados, al estar situados en un espacio, se definirían por medio de las
distancias que establecerían entre sí. En palabras de T. VAN GELDER (1998:621) “they
[dynamicists] focus on where the estate is, rather than what it is made up of”. En esta
descripción, el factor tiempo es algo ineludible, como ocurre en todo proceso: interesa saber en
qué momento el sistema atraviesa un estado concreto, es decir, cómo se comporta el sistema en
su evolución a lo largo del tiempo.
Estas son, de manera muy simplificada, las bases fundamentales de toda explicación en
términos dinámicos. Sin embargo, no podemos perder de vista el hecho de que
Dynamics does not somehow automatically constitute an account of cognition. It is a highly
general framework which must be adapted, supplemented, fine-tuned, etc, to apply to any
particular cognitive phenomenon. This tipically involves merging dynamics with other
constructs (…) or theoretical frameworks (…) [T. VAN GELDER (1998:621)].
Y precisamente de esto se ocupan E. THELEN Y L.B. SMITH (2002): ellas adaptan la jerga
dinamicista y consiguen que resulte operativa para la explicación del desarrollo ontogenético de
un organismo humano. Veamos a qué aluden los términos en el modelo que han elaborado.
En este tipo de explicación, los organismos en proceso de desarrollo se conciben en clave
abstracta como espacios de estado (state spaces). Las acciones perceptivas y exploratorias que
llevan a cabo se describen como trayectorias (trajectories) en el espacio de desarrollo de cada
uno de ellos. Esto proporciona una visión bastante intuitiva del modo en que cada experiencia
local, singular y genuina, provoca un cambio en el espacio global. Un cambio que deja huella y
que, por tanto, será susceptible de influir en las acciones futuras. Ahora bien, decimos que será
susceptible de influir, en lugar de afirmarlo con rotundidad, porque no todas las trayectorias que
se generen serán igual de poderosas: sólo las que se repitan una y otra vez darán lugar a
patrones de activación neural cada vez más fuertes, que en un sistema dinámico se describen
como surcos o huellas profundas en el espacio de estado, y se denominan atractores (attractors):
In this continuous activity of an awake and looking infant, then, regular organized paths through
the state space will emerge because of the inherent properties of the neural systems and the
world (…) By simple hebbian notions of increasing strength of connections (…) paths that are
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 195
commonly repeated will become attractors —stimuli and actions that formerly gave rise to close
but distinct patterns of activity will now yield a single trajectory [E. THELEN Y L.B. SMITH
(2002:175-176)].
Son estos atractores los que, al ejercer su influencia sobre trayectorias vecinas, generadas por
percepciones o acciones similares, desempeñan las funciones tradicionalmente asignadas al
conocimiento conceptual, en el sentido de que permiten al organismo generalizar a partir de la
experiencia pasada y generar expectativas sobre la futura, porque atraen a la profundidad de su
surco la trayectoria de experiencias parecidas (que pasan cerca unas de otras en el espacio en
desarrollo que constituye el organismo, podríamos decir) aunque no idénticas. En palabras de
las autoras:
With the continuous experience of perceiving and acting, deep and stable attractors will emerge
in the landscape of the state space and (…) will affect the paths caused by other experiences.
More specifically, some attractors are deep and stable enough that they will cause many
experiences to yield the same mental event [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:179)].
Por otra parte, a medida que el organismo acumule experiencia en el entorno, el espacio de
estado presentará un aspecto más complejo y los nuevos atractores que se formen se tornarán
progresivamente más idiosincrásicos, y esto es así porque las trayectorias que generarán las
nuevas experiencias dependerán en gran medida de la configuración del espacio de estado justo
en el momento previo a las mismas, lo que a su vez dependerá tanto del historial de desarrollo
que haya tenido ese organismo, como del contexto externo a la hora de abordar la nueva
experiencia. De este modo,
specific experiences are interpreted by past experience: the pattern of activity in neural processes
depends on the life history of the organism (…) knowledge grows out of specific experiences:
the topology of the state space depends on the specific patterns of activity that emerge in real
time [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:179)].
Este panorama tan complejo es, además, algo en constante evolución y cambio, sin fisuras
(seamless), debido a la arquitectura neural y fisiológica del organismo que lo soporta, como ya
señalamos en 5.5.2.3.:
the multiple signals picked up from the world and from self-movement lead, in concert with
other areas of the brain, to subsequent movement (…) [which] in turn, alters the sensory
information picked up, and so on. The entire process (…) is dynamic and seamless [E. THELEN Y
L.B. SMITH (2002:179)].
En efecto, el organismo que actúa y percibe en el medio ve constantemente modificados sus
parámetros motores y perceptivos a medida que adapta su acción a las demandas de la tarea. En
palabras de A. DAMASIO (2003:90): “Los organismos vivos se encuentran en continuo cambio,
asumen una sucesión de «estados», cada uno de los cuales viene definido por pautas variadas de
actividad progresiva en todos sus componentes”.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 196
Incluso en un caso tan simple como sería seguir una mosca con los ojos, el que logremos el
objetivo de no perderla de vista requiere no sólo un volumen pasmoso de recursos dedicados al
procesamiento visual de un objeto en movimiento, sino la sincronización de esta percepción con
los ajustes motores necesarios en ojos y cuello. En este sentido, el movimiento autogenerado (y
su representación cortical) constituye un tipo de modalidad perceptiva más y, en un sentido aún
más básico, podríamos decir que es el auténtico primitivo de la vida mental, por cuanto que sin
él se hace imposible la exploración del entorno que nos permite categorizar, es decir,
seleccionar correlaciones estables, invariantes, genéricas, para nuestras percepciones del mundo,
en cualquier modalidad. O en otras palabras, fundamentar trayectorias profundas, atractores,
conceptos.
5.5.2.5.3. Dispar pero sincronizado
El modelo de categorización que proponen E. THELEN Y L.B. SMITH (2002: capítulo 6) se apoya
en el de Reeke y Edelman, y sugiere que, en el reconocimiento perceptivo de objetos,
intervienen dos tipos básicos de mecanismos disyuntivos:
1) mecanismos analizadores de propiedades estáticas multimodales (cada una de las cuales
sería extraída en paralelo por un grupo neural independiente), y
2) mecanismos analizadores de movimiento.
En realidad, esto no es algo muy novedoso. De hecho, D. MARR (1985) iniciaba su emblemática
obra sobre las tareas computacionales del sistema visual proponiendo una singular respuesta a la
pregunta ¿Qué significa ver? Según Marr, ver consistiría en descubrir qué es lo que hay en el
mundo (tarea que se ejecutaría mediante los mecanismos de tipo A), y dónde está (lo que
determinaríamos a través de los mecanismos de tipo B). De hecho, las mencionadas autoras se
refieren a tales mecanismos como the what system and the where system [E. THELEN Y L.B.
SMITH (2002:173)].
Por otra parte, tampoco fueron ellas las primeras en señalar el hecho de que las tareas de tipo A)
son llevadas a cabo por vías anatómicas distintas, sino Mortimer Mishkin y colaboradores [ERIC
R. KANDEL, JAMES H. SCHWARTZ, Y THOMAS M. JESSEL (2003: capítulo 21)]. Este
investigador descubrió también que, dentro de la modalidad visual, la identificación del qué
implica a dos subsistemas, uno de los cuales transporta información sobre la forma, mientras
que el otro lo hace sobre el color, y que ambos tipos de información acaban por confluir en el
córtex inferotemporal. Asimismo, poseemos un área cortical relacionada con la constancia de
color (V4), como ya hemos mencionado anteriormente en este trabajo. De modo similar, la
identificación del dónde, es decir, la localización del objeto en el espacio, es obra de un tercer
sistema que se proyecta en el córtex parietal posterior de asociación, que parece ser un área de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 197
integración poderosa en la que confluyen proyecciones de tipo visual, auditivo y
somatosensorial, como también hemos señalado en 5.4.1. En la misma línea, y en relación con
el estudio de los mecanismos atencionales, A. TREISMAN (1986) ha propuesto el que
propiedades distintas se codifican en mapas de rasgos distintos en diferentes regiones
cerebrales.
Así pues, a estas alturas, está claro que el procesamiento visual utiliza vías paralelas en lugar de
una vía serial. Esto supone que la integración de la información aportada por los diversos
subsistemas intramodales ha de producirse de modo progresivo, en múltiples etapas, y que no
consiste, por tanto, en una gran síntesis única: información visual de diferentes tipos se proyecta
en áreas diversas del córtex que, a su vez, se encuentran interconectadas; todo ello sin olvidar la
importancia que estructuras subcorticales como el claustrum y el colículo pulvinar parecen tener
en los mecanismos de atención visual focalizada. Es por esto por lo que no resulta muy
convincente la explicación que la recién mencionada A. TREISMAN propone como solución al
problema de la integración (the binding problem), a saber: la existencia de un mapa de
saliencia, es decir, un mapa cortical maestro que recibiría información de todos los mapas de
rasgos, pero que retendría sólo aquellas características que nos permiten distinguir el objeto de
atención del contexto. Tal explicación, sin embargo, aunque pueda ser del agrado de quienes
sostienen una visión tradicional del conocimiento conceptual, no resulta neurobiológicamente
verosímil: como acabamos de ver, la información no se integra en un mapa único sino que se
encuentra distribuida entre regiones tanto corticales como subcorticales masivamente
interconectadas. En realidad, como señala A. DAMASIO (2003), se trata de un truco de
sincronización.
Para que el lector se haga una idea de lo que implica esto, señalaremos que más allá de las
representaciones retinotópicas del córtex estriado (V1), existen una serie de áreas corticales
superiores (extraestriadas) que contienen otras 32 representaciones de la retina, algunas de las
cuales son completas y otras parciales, y que difieren en la selectividad de sus células para
distintas características de los estímulos. Estas áreas implicadas en la visión ocupan más de la
mitad de la superficie total del córtex. Una idea aún más gráfica la proporciona la imagen
siguiente, en la que la superficie cortical del hemisferio derecho del mono se ha desplegado y
aplanado para mostrar las áreas visuales:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 198
Las abreviaturas V1, V2, V3, etc. se desarrollaron en función de la creencia de que el
procesamiento visual era serial, lo que actualmente no se sostiene, como estamos viendo. Por
otra parte, términos como 7A provienen de los antiguos mapas arquitectónicos del córtex
cerebral. Se incluyen también áreas de integración intramodal e intermodal (temporales y
parietales).
Por tanto, el modelo de Thelen y Smith propone algo neurobiológicamente muy cabal:
1) postula la multimodalidad como primitivo cognitivo, haciendo extensivas las
observaciones sobre la interconectividad masiva de los subsistemas intramodales (como
ocurre en el sistema visual) al funcionamiento encefálico en su totalidad y
2) explica el hecho de que tales rasgos multimodales den lugar a percepciones globales
mediante el mapeado reentrante y sincronizado de los datos extraídos por cada uno de
los mecanismos implicados en la exploración del estímulo. Así, por ejemplo, la
sincronización de percepciones hápticas, visuales y propioceptivas (correspondientes a
los propios movimientos manuales implicados en la labor de reconocimiento de un
objeto), generará un patrón complejo de activación que no estará en un único lugar del
cerebro, sino que se encontrará distribuido en múltiples áreas profusamente
interconectadas entre sí, y vuelto a representar en las áreas de asociación del córtex
parietal y prefrontal, probablemente. Por eso decimos que el mapeado es reentrante (un
término más intuitivo podría ser redundante o repetitivo).
Esta explicación no sólo casa con las evidencias neurocientíficas de que disponemos, sino que
propone una solución a lo que ha dado en llamarse the binding problem o, lo que es lo mismo,
el problema de la integración de modalidades perceptivas o, en terminología ingenieril, la fusión
de sensores. Como señala Semir Zeki,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 199
De momento uno se encuentra con un hecho anatómico importante, (…): no existe un área
cortical a la que todas las demás áreas informen exclusivamente, ni en el visual ni en ningún otro
sistema. En suma, el córtex debe estar usando una estrategia diferente” [TH.M. JESSEL; E.R.
KANDEL Y J.H. SCHWARTZ (2003:433)].
Pero el paralelismo del funcionamiento real del encéfalo con las características propuestas por
E. THELEN Y L.B. SMITH (2002) para los mecanismos de conceptualización se manifiesta aún
más claramente en las palabras de A. DAMASIO (2003:97):
No existe una sola región en el cerebro humano equipada para procesar (…) representaciones de
todas las modalidades sensoriales activas cuando experimentamos simultáneamente, por
ejemplo, sonido, movimiento, forma y color en perfecto registro temporal y espacial. (…)
nuestro robusto sentido de integración mental se crea a partir de la acción concertada de sistemas
a gran escala mediante conjuntos sincronizados de actividad neural en regiones separadas del
cerebro: en realidad es un truco de sincronización.
5.5.2.5.4. Conectividad intramodal e intermodal: implicaciones para nuestro estudio
Como acabamos de comprobar, parece haber algo claro en el panorama neurocientífico actual,
en relación con la organización del sistema perceptivo, que atenta contra las versiones fuertes de
la teoría modular de la mente, que defienden el encapsulamiento absoluto de cada modalidad.
En concreto, la neurociencia cognitiva señala, por supuesto, la existencia de modalidades
perceptivas en gran medida independientes, pero insiste especialmente en las múltiples
interacciones existentes tanto intramodal como intermodalmente.
Como ejemplo principal, hemos apuntado la complejidad organizativa del sistema visual:
además de las cinco áreas en que actualmente se divide la corteza visual primaria, se ha
establecido que hay al menos tres estructuras subcorticales que intervienen claramente en el
procesamiento de los estímulos visuales, a saber: el núcleo geniculado lateral, el colículo
pulvinar (o pulvinar, simplemente) y el colículo superior (simplemente colículo). Como señala
A. DAMASIO (2003:94)
Los componentes de este sistema están interconectados por proyecciones neurales de anteacción
y retroacción. La entrada al sistema procede del ojo a través del núcleo geniculado lateral y del
colículo. La salida (…) surge de muchos de sus componentes en paralelo, tanto hacia destinos
corticales como subcorticales.
En términos dinámicos, esto querría decir que, dentro de una misma modalidad perceptiva, los
rasgos genérica e invariantemente asociados a un mismo estímulo (en este caso, color, forma,
movimiento, etc), desatan una actividad paralela y correlativa en diferentes grupos neurales, lo
que da lugar a la emergencia de un patrón sincronizado de activación, es decir, a una cuenca de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 200
atracción basada en la experiencia (esto explicaría, por ejemplo, por qué somos capaces de
atribuir colores a las imágenes de objetos representados en blanco y negro). Pero, además
because the neuroanatomy provides for vast interconnectivity, coherent patterns of firing will
also be established in distant fields, including those associated with other modalities. (…)
According to the theory of neuronal group selection (TNGS), cross-modal features that are
continually and reliably associated in the real world will become stable and persistent basins of
attraction [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:192-193)].
En este sentido, E. THELEN Y L.B. SMITH (2002: 189-191) citan la evidencia aportada por B.E.
Stein y M.A. Meredith acerca de las funciones del colículo superior en el gato. Tanto en estos
animales como en humanos, el colículo es, como acabamos de señalar, una estructura
subcortical implicada en el procesamiento visual. Sin embargo, parece ser que en el gato se ha
comprobado que constituye un espacio multisensorial que responde también a estímulos
auditivos y somatosensoriales (como veíamos que ocurría con las áreas posteriores del córtex
parietal en humanos). Todo esto apunta claramente a la conclusión de que, del mismo modo que
en el seno de cada modalidad sensorial existen canales paralelos para el procesamiento de
diferentes características que muestran entre sí una alta conectividad dispersa, así también
ocurre con la interconectividad entre modalidades sensoriales, que implica además otras áreas
del cerebro cuya función primaria no es la sensorial. Así pues, parece ser que la multimodalidad
es, en contra de lo que se creía hasta no hace mucho, el primitivo perceptivo.
Por otra parte, y puesto que este trabajo pivota en torno al procesamiento visual, es obvio que la
visión no sólo resulta importante para extraer información del entorno, sino también para
controlar y guiar nuestros movimientos: se trata, simplemente, de que moverse por el mundo
requiere un análisis complejo de los estímulos visuales. En relación con esto, señalábamos en
5.4.1. que el movimiento podía ser considerado en sí mismo una modalidad perceptiva. Cuando
hablamos de movimiento no nos estamos refiriendo exclusivamente a desplazamientos amplios
y obvios del cuerpo y los miembros, o a acciones especializadas y concretas, sino también, y
muy significativamente, a pequeños movimientos de ajuste de los ojos, la cabeza y el cuello, así
como a correcciones posturales imperceptibles a simple vista. Todos estos pequeños ajustes
propioceptivos se encuentran también mapeados, es decir, activan grupos neurales que están
igualmente correlacionados (es decir, disparan al unísono) con las muestras del mismo estímulo
procesadas por otras modalidades perceptivas. Y es más, puesto que el movimiento es lo que
nos habilita para una exploración efectiva del entorno, constituye tal vez la modalidad
perceptiva más esencial, la que andamia el resto, lo que quiere decir que, en sentido estricto, no
habría percepción alguna que fuera unimodal, argumento que socava las teorías modulares
fuertes.
Sin embargo, más que atacar una postura teórica, lo que nos interesa es poner de manifiesto que,
si la conceptualización tiene lugar de la manera propuesta, esto podría ayudarnos a explicar por
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 201
qué y cómo somos capaces de generar interpretaciones dinámicas y multimodales a partir de
imágenes estáticas. En otras palabras, por qué somos capaces de predecir trayectorias de
objetos, acontecimientos futuros o comportamientos probables (en orden de progresiva
complejidad) a partir de la disposición estática de una escena. O de evocar sabores, aromas,
melodías (y hasta de sentir emociones, cuyos mecanismos de asociación con objetos y
acontecimientos externos desentrañaremos en el capítulo 7 de la mano de A. Damasio). Y lo que
es más importante, de hacerlo sin necesidad de apelar a estructuras proposicionales almacenadas
en una batería de modelos situacionales.
En efecto, si la percepción de una imagen estática activa un patrón que pone en marcha un
conjunto de procesos neurales masivamente interconectados debido a la experiencia previa (un
atractor, un concepto), la información que necesitamos para generar expectativas no habrá que
buscarla en ningún otro lugar, puesto que se activará simultáneamente a la percepción del
estímulo. Y si la percepción de imágenes estáticas es capaz de generar la actividad neural
asociada a acontecimientos dinámicos, podemos afirmar que “people do not infer dynamic info
from pictures but rather directly perceive it” [E. THELEN Y L.B. SMITH (2002:180)].
Por otra parte, podemos generalizar esta afirmación al resto de modalidades sensoriales
correlacionadas en cualquier patrón de activación neural que se dispare debido a la percepción o
al recuerdo de una imagen. Así, por ejemplo, disponemos de estudios experimentales que
muestran que el hecho de pensar, por ejemplo, en herramientas, activa áreas cerebrales
implicadas en el procesamiento visual de la forma y el movimiento, así como áreas motoras en
las que se encuentra mapeado el patrón de manipulación del instrumento concreto en que el
sujeto esté pensando [S. T. GRAFTON, L. FADIGA, M. A. ARBIB Y G. RIZZOLATTI (1997)]. Por
otra parte, esto ocurre tanto cuando el pensamiento viene motivado por la observación de la
herramienta, como cuando es la mención lingüística de la misma la que da acceso a su
representación.
Hechos de este tipo, puestos de manifiesto por un considerable número de investigaciones hasta
la fecha, están cuestionando seriamente la concepción del lenguaje como facultad totalmente
autónoma, independiente de otros sistemas cognitivos, y constituyen también una fuerte
evidencia de que la tesis de la representación proposicional del conocimiento, al menos a escala
cerebral, no se sostiene ni siquiera para el procesamiento lingüístico. En efecto, la investigación
reciente en neuropsicología a través de técnicas de neuroimagen, sugiere que el sistema neural
que soporta la facultad del lenguaje se encuentra ampliamente distribuido y parcialmente
solapado con otros sistemas cognitivos, y que esto es así tanto en niños como en adultos [A. C.
NOBRE Y K. PLUNKETT (1997)].
En la misma línea, otros estudios han demostrado que cuando vemos imágenes de comida se
activan, simultáneamente a las áreas corticales visuales correspondientes, también áreas de
procesamiento gustativo [W. K. SIMMONS, A. MARTIN Y L.W. BARSALOU (2005)]. Los autores
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 202
de este estudio enfatizan que es en este circuito neural ampliamente distribuido donde “reside”
el conocimiento conceptual sobre la comida. Así, al ver una imagen de un alimento cualquiera
que hayamos probado con anterioridad, no podremos evitar derivar inferencias conceptuales
sobre su saborlxxxiii . En sus propias palabras:
Not only does this circuit become active during the tasting of actual foods, it also becomes active
while viewing food pictures. Via the process of pattern completion, food pictures activate
gustatory regions of the circuit to produce conceptual inferences about taste. Consistent with
theories that ground knowledge in the modalities, these inferences arise as reenactments of
modality-specific processing [W. K. SIMMONS, A. MARTIN Y L.W. BARSALOU (2005:1602)].
Y de nuevo, estos autores hacen también referencia a estudios que muestran que no sólo el
procesamiento de imágenes, sino también el de palabras relacionadas con el sabor, activa las
áreas corticales gustativas.
Todo lo anterior parece indicar, por tanto, que las representaciones conceptuales se asientan
sobre las áreas corticales implicadas en la percepción y la acción. En otras palabras, que
percepción, acción y conocimiento comparten (si no totalmente, sí en gran medida) un mismo
sustrato neural.
De este modo, el modelo que proponemos nos libera de la necesidad de postular cualquier tipo
de forma proposicional subyacente a la comunicación visual, lo que implica que tampoco
necesitamos comulgar con la existencia de un mecanismo deductivo para explicar los efectos
que la imagen genera en el plano cognitivo (que, hasta el momento, han resultado inmanejables
desde esta perspectiva). La naturaleza de estos fenómenos no es, como hemos podido
comprobar hasta ahora, de tipo lógico ni secuencial, sino que responde más bien a una dinámica
de tipo analógico desplegada en paralelo.
5.6. Arquitectura corticocognitiva: sobre memoria, comunicación y relevancia
5.6.1. Recapitulación
A lo largo de este capítulo nos hemos esforzado por fundamentar las afirmaciones siguientes:
1) Las estructuras neurales que soportan la percepción son las mismas que ejercen las
funciones tradicionalmente asignadas a la conceptualización. De aquí se deriva que los
conceptos, lejos de encontrarse almacenados en una especie de diccionario mental
rígido en algún lugar concreto del cerebro, tienen una estructura plástica y ampliamente
distribuida a escala cerebral. De hecho, los conceptos son patrones de activación
latentes (atractores), cuya naturaleza es dinámica y cuyo origen es experiencial, lo que
ha llevado a algunos autores a sostener que, en sentido estricto, sólo habría
categorización, y no conceptos, como es el caso de E. THELEN Y L. B. SMITH (2002).
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 203
2) La anterior perspectiva conlleva necesariamente un cambio radical en el punto de vista
sobre el formato de representación del conocimiento. Abandonar la concepción clásica
de los conceptos como clases lógicas para concebirlos como redes neurales implica
asumir que el formato de representación, a esos niveles, es subsimbólico. Esto nos
libera del problema que planteaba el enfoque proposicional, que necesitaba explicar
cómo se transducían los estímulos procesados en paralelo por las diferentes
modalidades sensoriales a un formato amodal y abstracto cuyo procesamiento sería
serial (el lenguaje del pensamiento). En 5.2.1. exponíamos que no hay evidencia
ninguna de que tal lenguaje exista, y que los lenguajes proposicionales derivados de la
lógica de predicados son sospechosamente parecidos al lenguaje natural, conservando
de él características tan idiosincrásicas como la productividad, la secuencialidad, y la
arbitrariedad.
3) Nuestros conceptos son experienciales y multimodales, perceptivos y ejecutivos. En
efecto, hemos visto que el movimiento no sólo es una modalidad perceptiva más por
derecho propio, sino que andamia a las demás, pues facilita la exploración del entorno.
Por tanto, en una misma red conceptual se integrarán representaciones neurales tanto
perceptivas como motoras o ejecutivas (y también emocionales, pero esto lo
desarrollaremos en detalle en el capítulo 7).
Dicho todo esto, queremos formular explícitamente, por si no fuera evidente, que nuestros
conceptos, así concebidos, son nuestra memoria. En efecto, postulamos la identidad de memoria
y conocimiento.
Esta afirmación es importante en el contexto de este trabajo porque arroja implicaciones muy
fuertes para el estudio de la comunicación en el ámbito de la teoría de la relevancia. En efecto,
en 1.2.4. señalábamos que D. SPERBER Y D. WILSON (1994) asumían explícitamente que todo
conocimiento en nuestra memoria se encontraba proposicionalmente representado, lo que
limitaba el alcance explicativo de su teoría al plano lingüístico, y no permitía manejar
fenómenos que claramente caían dentro del ámbito de lo comunicable.
En concreto, lo que no nos permitía explicar es lo que pasa a nivel cognitivo cuando lo que se
comunica no es un pensamiento lógicamente estructurado, sino más bien una impresión o una
emoción. La explicación más solvente de que disponemos dice que lo que se activa en nuestra
mente en ese tipo de casos son complejos continuos de supuestos (con formato proposicional,
obviamente). Es decir, habría varias interpretaciones posibles para el estímulo, y los datos
necesarios para llevar cada una de ellas a cabo (en otras palabras, para contextualizar el
estímulo) se encontrarían todos latentes al mismo tiempo en nuestro estado cognitivo, sin que
nuestro mecanismo deductivo fuese capaz de decantarse por una interpretación u otra en
concreto. Este fenómeno es lo que se conoce como vaguedad, puede (y, de hecho, suele) ser
algo intencionalmente buscado por el emisor, y además, puede generarse tanto por medios
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 204
lingüísticos como no lingüísticos. En efecto, un mecanismo clave de la creación literaria (en
especial la poética), así como de muchos usos lingüísticos cotidianos, consiste en generar este
tipo de efectos que impiden cerrar la interpretación en un sentido concreto. Por eso sentimos
que, al intentar acotar proposicionalmente una metáfora, la estamos empobreciendo: lo que
ocurre es que estamos reduciendo abruptamente la complejidad y la riqueza asociativa del
estado cognitivo que experimentamos durante su procesamiento.
Creemos firmemente que el enfoque que proponemos aquí, aplicado de manera consecuente en
futuras investigaciones, podría ampliar notablemente el alcance de las explicaciones
relevantistas, haciéndolo extensible a fenómenos comunicativos que hasta ahora manejaban con
torpeza. En efecto, comprender cómo somos capaces de activar estados mentales y
emocionaleslxxxiv en el otro (es decir, de generar en mentes ajenas representaciones similares a
las que hay en la nuestra), pasa por comprender primero qué es lo que realmente ocurre en
nuestro organismo cuando activamos ese conocimiento. O en otras palabras, pasa por
comprender la estructuralxxxv que soporta la función. De este modo, indagar acerca de la
estructura de nuestro conocimiento a nivel neural, nos ayudará a comprender mejor cómo lo
manejamos a escala cognitiva. Y si la comunicación se concibe como una actividad en última
instancia vinculada a la modificación en algún sentido de ese conocimiento, tal y como asume la
teoría de la relevancia, en consecuencia comprenderemos también mejor cómo funciona la
comunicación.
Así pues, señalábamos la artificialidad de la distinción que suele establecerse entre
conocimiento y memoria. Para sostener tal afirmación, nos apoyaremos en la formulación más
elegante que nos ha regalado el panorama neurocientífico actual, a saber: la obra de J. M.
FUSTER (2003).
5.6.2. Bases neurobiológicas elementales de la memoria
Cortex and Mind: Unifying Cognition constituye una meticulosa persecución de las
correlaciones existentes entre la jerarquía de las redes corticales de representación del
conocimiento (cuyo desarrollo a nivel ontogenético hemos examinado desde la perspectiva de
sistemas dinámicos en 5.5.2.3. y 5.5.2.5.) y la categorización cognitiva, tal y como la
experimentamos fenoménicamente. En este epígrafe ofrecemos al lector una perspectiva
necesariamente sintética de los postulados fundamentales que contiene en relación con las
cuestiones que nos interesan en este trabajo.
A lo largo de su prolífica carrera investigadora, Joaquín M. Fuster de Carulla se ha volcado en
la fundamentación empírica de la teoría sináptica de la memoria propuesta por Cajal a finales
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 205
del siglo XIX, y concretada de modo casi simultáneo a mediados del siglo XX por Donald Hebb
y Friedrich Hayek, en sendos tratados teóricos [J. FUSTER (2007:61)].
El núcleo de la teoría propuesta por Hayek en su obra The Sensory Order, lo constituye la
hipótesis de que todo el conocimiento experiencial de un organismo se almacena en sistemas de
conexiones reticulares entre neuronas del córtex cerebral. Tales conexiones tendrían lugar
mediante lo que en el ámbito neurocientífico se conoce actualmente como el Principio HayekHebb (que Fuster denomina Principio de Convergencia Presináptica Simultánea) y que da
cuenta de la base neurofisiológica primaria de todo aprendizaje, es decir, de la adquisición de la
memoria tanto perceptiva como ejecutiva. Según este principio, la formación de memorias o
cógnitos (unidades elementales de conocimiento, es decir, conceptos) tanto en el córtex
posterior (sensorial o perceptual) como frontal (motor o ejecutivo) consistiría en
estímulos sensoriales que coinciden en el tiempo repetidamente (…) y facilitan la transmisión
nerviosa entre las neuronas que los representan, de tal manera que estas neuronas vienen a
representar aquellos estímulos como hechos asociados (…). Así, después, uno de los estímulos
por sí solo será capaz de evocar la memoria de los otros [J. FUSTER (2007:61)].
En términos neurocientíficos, un cógnito es una red de asambleas neuronales dispersas en la
corteza que disparan al unísono, activando de este modo las representaciones mentales de
estímulos que han quedado asociados debido a su coincidencia experiencial persistente. En
términos psicológicos, un cógnito es un patrón de reconocimiento susceptible de ser activado al
completo a partir de la percepción de cualquiera de sus elementos constituyentes o, en otras
palabras, una gestalt. En efecto, y como veíamos en 5.5.2.4., la regularidad en las relaciones
espaciales o temporales establecidas entre las partes integrantes de la totalidad (un objeto o una
melodía, por ejemplo) es crucial para poder identificar la unidad de conocimiento en cuestión
como una entidad discreta. El propio J. FUSTER (2003:91) incide en la importancia de “the
structural parallels between a gestalt and a cognit, both of which are defined by relationships. In
the case of the cognit, those relationships consist of neural associations”.
En 5.5.2.3. veíamos que una idea casi idéntica, inspirada de hecho en los mismos principios
hebbianos, fue modelizada en redes neurales artificiales (que aprendieron a categorizar con
éxito sin instrucciones externas, implementando de este modo un tipo de aprendizaje no
supervisado —unsupervised learning) por el que en 1979 fuera premio Nobel de Fisiología,
Gerald Edelman. Vimos también que las psicólogas del desarrollo E. THELEN Y L.B. SMITH
(2002) se basaban precisamente en su Teoría de Selección de Grupos Neurales para explicar la
generación de categorías cognitivas que responden a una noción dinámica del significado
conceptual (categorización, dirían ellas) amparada por la propia plasticidad de las redes en las
que se implementa a nivel neurológico. Y vimos también que tales categorías eran descritas
como trayectorias susceptibles de dar lugar a atractores dentro de los estados existentes en un
espacio de desarrollo definido en términos de relaciones geométricas. Lo que define la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 206
estructura, por tanto, son las relaciones, sólo que tales relaciones no se manifiestan hasta que no
se produce la activación propia del patrón que instancian. Por tanto, podríamos decir que la
estructura sólo existe temporalmente, aunque el sustrato neural que la soporta esté ahí todo el
tiempo.
Un antecedente de la teoría de Edelman lo encontramos en los modelos conexionistas de
Kohonen [J. FUSTER (2003:9)]. La propuesta fundamental de este investigador consiste en la
existencia de redes de memoria en las áreas corticales superiores de asociación o convergencia.
El origen de estas redes se encontraría en un proceso de autoorganización de tipo seleccionista
posibilitado por la interacción del organismo con el medio (tanto externo como interno, como
también señalaba Edelman al insistir en que el proceso perceptivo alteraba los parámetros
orgánicos y, de este modo, y de manera recurrente, el propio proceso de percepción). Su
pensamiento se encuentra también fundamentado en principios hebbianos y discurre,
sintéticamente, del modo siguiente: los elementos perceptuales básicos de la experiencia
sensible se representan en asambleas neuronales del córtex cerebral. Tales asambleas celulares
(los cógnitos de Fuster), constituyen los nodos de las redes de memoria. Tales redes se
expanden de manera autónoma a partir de la experiencia del organismo en el medio: es el
procesamiento de informaciones (perceptivo) y la emisión de respuestas (ejecutiva) lo que
facilita el fortalecimiento sináptico de las conexiones entre grupos neurales y lo que abre nuevas
vías de conectividad, posibilitando así la expansión del conocimiento. De este modo, no es
necesario postular la existencia de ninguna agencia central que supervise el aprendizaje, sino
que éste se desarrolla de manera espontáneamente autoorganizada y autónoma.
Las redes corticales resultantes de este proceso realizan las funciones cognitivas
tradicionalmente asignadas al conocimiento conceptual, a saber: nos permiten categorizar la
experiencia sensible (y también la motora). Como señalábamos en la recapitulación, esta visión
de los conceptos introduce una diferencia radical con respecto a la visión lógico-matemática del
significado adoptada por los modelos simbólico-representacionales: desde este momento, el
significado, lejos de constituir una clase aislada con condiciones de pertenencia necesarias y
suficientes, se ve investido, en virtud de su hardware neurológico, de una naturaleza sutilmente
plástica, dinámica, y cognitivamente versátil. En palabras de J. FUSTER (2003:37): “Networks
and knowledge are open-ended. Never in the life of the individual do they cease to grow or to
be otherwise modified”.
Comprenderemos mucho mejor esto si esbozamos la estructura básica del córtex humano y el
modo en que las redes cognitivas se implementan en él. Para ello nos valdremos, de nuevo, de
una síntesis necesariamente esquemática de la exhaustiva descripción llevada a cabo por J.
FUSTER (2003).
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 207
5.6.3. Jerarquía cortical y redes cognitivas
La representación de conocimiento en el neocórtex humano es la continuación de un proceso
que se inició con la evolución cortical de los primeros mamíferos. Los rasgos sensoriales y
motores básicos de nuestra experiencia son representaciones filogenéticamente heredadas, es
decir, se encuentran presentes ya en el momento del nacimiento en la estructura de nuestro
córtex sensorial y motor primario. En el capítulo 3 nos ocupábamos de hacer manifiesta la
anterior afirmación con respecto a la facultad de la visión, lo que nos permitía argumentar que
nuestras percepciones eran construcciones, en el sentido de que nuestro sistema nervioso les
imponía una estructura, lo que provocaba que en ningún caso fueran correlatos inalterados de
los estímulos físicos brutos.
Pues bien, tal estructura puede ser considerada en sí misma como una forma primitiva de
memoria, que Fuster denomina memoria filética o de especie (phyletic memory), y que contiene
la información básica que permite al organismo adaptarse a su entorno. Durante las primeras
etapas del desarrollo ontogenético, esta memoria de especie necesita ser correctamente
estimulada para poder implementarse óptimamente: de hecho, esta parece ser la interpretación
más plausible de que disponemos hasta la fecha para la existencia de períodos críticos de
desarrollo de las capacidades sensoriales, motoras y cognitivas básicas.
En etapas posteriores del desarrollo individual, las redes corticales que representan el
conocimiento adquirido a través de la experiencia se extienden desde los córtex primarios, y a
través de áreas de asociación unimodal, hasta las áreas corticales de asociación multimodal o
convergencia. A medida que ascienden en la jerarquía de representación cortical, tales redes
ganan en distribución, es decir, en amplitud y extensión. De hecho, la característica básica de las
áreas de convergencia es que en ellas se produce la intersección de redes ancladas en
modalidades sensoriales diversas lo que, en palabras de J. FUSTER (2003:50), significa que
“That intersection (…) would support in those areas (…) the cross-modal representation of
objects—that is, the representation across sensory modalities”.
En efecto, el córtex sensorial y motor primario se caracteriza por poseer una estructura
columnar o en módulos, agrupados a su vez en áreas cuya citoarquitectura difiere de algún
modo. Cada una de estas áreas se encuentra especializada en el procesamiento de un tipo
distinto de parámetros estimulares. Así, existen áreas corticales primarias dedicadas al
procesamiento y representación de estímulos visuales, auditivos, táctiles, propioceptivos… En
tales módulos se encontraría representada la memoria filética del organismo:
They seem to represent the simplest components of cognition (…). We can say (…) that
phylogeny delivers to ontogeny those primary modules as items of old knowledge (phyletic
memory) so that the new organism will be capable of (…) acquiring new knowledge about itself
and the world [J. FUSTER (2003:66)].
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 208
Sin embargo, no parece existir modularidadlxxxvi más allá de las áreas corticales primarias. Por el
contrario,
All connective trends away from primary areas lead into areas that process and represent
acquired complex knowledge, in other words, complex individual experience or memory.
Because that memory is (…) based on the association and integration of information within and
across modalities, across space, and across timelxxxvii, it is unlikely that it can be encoded in
discrete domains of cortex. Instead, (…) the new knowledge will be distributed in large-scale
networks of association cortex [J. FUSTER (2003:67)].
Así pues, es importante recordar que tales redes de memoria en el córtex de asociación no se
encuentran en absoluto desvinculadas de las áreas de representación unimodales y primarias.
Por el contrario, los nodos de las redes superiores ejercen la función de asociar entre sí los
rasgos experienciales básicos representados en las áreas de inferior jerarquía. Al mismo tiempo,
estos cógnitos básicos pueden formar parte de muchas redes de memoria diferente (por ejemplo,
un mismo color o textura pueden encontrarse presentes en innumerables objetos de experiencia),
lo que da lugar a un considerable solapamiento de las redes de memoria entre sí y constituye el
fundamento de nuestra capacidad asociativa (en pocas palabras, del hecho de que una cosa nos
lleve a pensar en otra).
Desde esta perspectiva, nos encontramos con una organización corticocognitiva que es lo
opuesto de la estructura piramidal, puesto que sus redes asociativas se expanden de área en área
a medida que crece la complejidad y abstracción del conocimiento representado: “These wider
networks would represent abstractions and concepts by tying together the common nodes of
many cognits represented in more concrete constituent networks at lower hierarchical levels” [J.
FUSTER (2003:73)]. Como veíamos, esta amplia distribución cortical de las redes en que se
instancian nuestros conceptos apunta a la necesidad de replantearse su concepción tradicional
como entes aislados con propiedades bivalentes. En efecto, en el paralelismo entre organización
cortical y cognitiva que Fuster se encarga de trazar, los cógnitos no son nunca redes aisladas y
estáticas. Por el contrario, el acceso a un concepto cualquiera puede realizarse por caminos
neurales diversos dependiendo del contexto experiencial en que sean reactivadoslxxxviii .
Es
más,
cambios
en
otros
conceptos
indirectamente
asociados
pueden
provocar
reorganizaciones cognitivas de amplio alcance: “cognits (…) can be retrieved in modified form
(…) apparently as a result of changes in other remotely associated cognits—by reasons of
similarity, contrast, and other factors” [J. FUSTER (2003:82)].
De este modo, la neurociencia nos conduce a una visión del significado conceptual próxima a la
de los modelos difusos adoptados por la semántica de prototipos, a saber: “that of a network
with relatively firm connections at the core, made of repeatedly enhanced synaptic contacts, as
well as weakly enhanced and noncommited contacts “around the edges” [J. FUSTER (2003:82)].
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 209
5.6.4. Sustrato representacional y funciones cognitivas: estructuras y procesos
Volvamos a recapitular para no perder el hilo de nuestra argumentación. A día de hoy sabemos
con certeza lo siguiente:
1) Que el conocimiento (la memoria) se encuentra representado en redes neuronales
ampliamente distribuidas, solapadas e interactivas de la corteza cerebral asociativa;
2) Que tales redes se forman a partir de la proyección desde redes sensoriales y motoras
situadas en las cortezas primarias, con las que permanecen profusamente
interconectadas;
3) Que una neurona cortical o una asamblea de neuronas corticales (módulos columnares)
puede formar parte de muchas redes y, por tanto, de diferentes conocimientos;
4) Que una misma red puede intervenir en diversas funciones cognitivas.
Las afirmaciones 1 y 3 avalan la plausibilidad de una teoría semántica no discreta, que trabaje
con modelos conceptuales de fronteras más bien difusas y condiciones de pertenencia graduales,
hasta cierto punto solapadas.
Por su parte, 2 disuelve el clásico problema de la integración de modalidades perceptivas y hace
innecesario (e inverosímil a escala neural) el modelo proposicional de representación del
conocimiento (que, en teoría, es lo que haría posible que manejemos al unísono datos de
modalidades sensoriales diversas como si estuvieran en formato universal). Lo que nos dice la
neurociencia cognitiva es que la integración perceptiva se produce por convergencia
presináptica simultánea, que es lo que posibilita que rasgos estimulares de modalidades diversas
queden asociados de manera permanente, debido a la interacción recurrente del organismo con
objetos, entes o situaciones de la misma clase. Una vez afianzado el patrón asociativo, la
activación de una sola de tales entradas estimulares (por ejemplo, la visión del objeto)
desencadena la activación de la red al completo, lo que nos permite acceder a los atributos de
otras modalidades (su olor, su sabor), pero también a representaciones más abstractas
relacionadas tanto con su significado biológico (el marcaje emocional de la experiencia se
encuentra también representado a nivel neural), como lingüístico (las palabras que se refieren a
los objetos son también representaciones visuales o auditivas en el córtex primario que se
integran en la red multimodal compleja).
En otras palabras: la representación de cualquier objeto o evento es heterárquica, es decir, los
nodos que integran la red conceptual pertenecen a múltiples niveles de la jerarquía cortical
anteriormente descrita y, por tanto, aglutinan desde rasgos sensoriales básicos, hasta otros de
carácter simbólico y emocional (representaciones del estado del cuerpo en relación con el
objeto, ente o situación a que se enfrenta el sujeto, como veremos en el capítulo 7). En palabras
de J. FUSTER (2003:106):
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 210
An object is represented at several hierarchical levels, from the sensory to the symbolic. The
perception of the object can activate its representation at any of those levels. Under most
circumstances, it will activate a heterarchical cognitive network that represents sensory as well
as symbolic—that is, semantic—aspects of the object.
Por último, la afirmación 4 (a saber, que una misma red o cógnito puede servir a diversas
funciones cognitivas) se encuentra directamente relacionada con la necesidad de establecer una
distinción entre estructura y proceso. La jerarquía de representación cortical descrita se ocupa
de la estructura del conocimiento humano. Hemos señalado con anterioridad que se trata de una
estructura que, en cierto sentido, no existe (o por lo menos no se ve) hasta que se activa. Las
asambleas neuronales tienen que disparar y activar un patrón de reverberación para que
podamos saber cuáles son las áreas cerebrales implicadas en el procesamiento de un estímulo
cualquiera. Y hemos dicho que es dinámica, porque se modifica inevitablemente con la
experiencia de vida del individuo. Pero nada de esto hace que sea menos estructura. Como
mucho, no es una estructura en el sentido computacional del término.
Pues bien, sobre esta estructura, es decir, sobre esta serie de patrones de activación latentes que
constituyen
nuestro
conocimiento,
pueden
operar
todas
las
funciones
cognitivas
tradicionalmente diferenciadas por la psicología, tales como percepción, memoria, lenguaje,
atención o razonamiento. Lo que nos interesa señalar es que tales funciones comparten todas un
mismo sustrato representacional (aunque no haya nada representado de manera permanente,
como acabamos de señalar, sí hay un sustrato neurológico que soporta la representación cuando
aparece). En otras palabras, las funciones cognitivas no se encuentran localizadas a nivel
cerebral, sino que consisten en modificaciones en los procesos que tienen lugar sobre el sustrato
representacional. De este modo,
any cognit or cortical network can be the object of any cognitive operation. (…) the same
cortical networks can be used in perception, attention, memory, intellectual performance, and
language. (…) At any given time, a given cognitive function has the distribution of the active
cognits on which the function is operating. It is the cognits and their networks that have
topographic specificity, not the functions that use them. (…) Separate (…) mechanisms do not
(…) imply separate neuroanatomical substrats [J. FUSTER (2003:15-16)].
Todo lo anterior arroja consecuencias metodológicas que no pueden ser ignoradas a la hora de
describir y explicar los procesos cognitivos que tienen lugar en los diversos fenómenos en que
se manifiesta la comunicación humana. Veremos por qué.
5.6.5. Memoria de trabajo y Teoría de la Relevancia
“La comprensión es un proceso que compete a la memoria” [Riesbeck (1975) en G. BROWN Y
G.YULE (1993: 291)].
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 211
El modelo en redes como sustrato cerebral de la mente nos interesa no sólo por su fuerte
fundamento empírico en los estudios llevados a cabo en el ámbito de la neurociencia cognitiva,
sino porque tales estudios se refieren primordialmente a la memoria de trabajo. Es precisamente
en este punto donde han de articularse nuestras teorías sobre la generación y estructura del
conocimiento humano con el modo en que éste es empleado en procesos mentales complejos
como los que implica la comunicación.
La memoria de trabajo (working memory) consiste, según Baddeley [J. FUSTER (2007:64)], en
“la retención temporal de información a fin de solucionar un problema o lograr un objetivo en el
próximo futuro”. En efecto, toda conducta comunicativa implica una acción intencional por
parte del emisor, es decir, la pretensión de alcanzar un objetivo (en concreto, provocar en el
destinatario un determinado estado cognitivo). La Teoría de la Relevancia nos dice que, cuando
la comunicación se realiza por vía lingüística, el emisor selecciona qué parte del mensaje
codificará y qué parte hará recaer en la capacidad inferencial de la persona destinataria en
función de cuál sea su objetivo comunicativo. Es decir: hay una parte de la información que le
ponemos en bandeja al interlocutor, y otra a la que él tiene que llegar por sí mismo. Rescatar la
información intencionalmente comunicada pero no explícita es el objetivo de cualquier
destinatario interesado en comprender un enunciado.
La situación extralingüística influye en la selección efectuada por el emisor, ya que condiciona
el estado cognitivo de los interlocutores al determinar los datos que es mutuamente manifiesto
que estén potencialmente activos (fácilmente accesibles) en sus mentes. De este modo, antes de
emitir su enunciado, el emisor ha planificado todo un camino comunicativo que espera que el
destinatario sea capaz de reconstruir inferencialmente en busca de lo intencionalmente
comunicado. Para hacer esto, ambos tienen que mantener simultáneamente activos en sus
mentes un conjunto considerable de datos: el mensaje emitido, los datos que activa la situación
extralingüística, el contexto generado por todo lo que se haya dicho anteriormente, etc.
Pues bien, el proceso anterior, que ordinariamente llevamos a cabo de manera experta (en
cuestión de segundos) requiere una activación masiva de recursos a nivel cortical. Cualquier
proceso de toma de decisiones (bien por parte del emisor para la selección del mensaje acorde a
su objetivo, bien por la del destinatario para la deducción de lo implícitamente comunicado)
requiere que seamos capaces de mantener activo un conjunto considerable de representaciones
mentales mientras operamos con ellas. Lo que nos interesa señalar, sin embargo, es que los
requerimientos del proceso comunicativo que acabamos de describir son los mismos para
cualquier estímulo ostensivo, sea o no lingüístico.
En efecto, cualquier estímulo comunicativo obliga a su destinatario a mantener información
provisionalmente activa con el fin de completar la acción interpretativa. De esto se encarga la
memoria de trabajo, que mantiene en mente no sólo la información sensorial que acabamos de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 212
percibir (el estímulo ostensivo y la situación en que se produce), sino también la que proviene
de las redes conceptuales que se activan a raíz de la percepción del estímulo y del proceso
inferencial que éste desencadena.
Estas redes conceptuales son lo que, en términos relevantistas, se denomina conocimiento
enciclopédico, rescatado ex profeso para la interpretación del mensaje. Tales redes que, como
hemos visto, posibilitan el reconocimiento perceptivo, son las mismas sobre las que opera
nuestra capacidad inferencial a la hora de interpretar los estímulos ostensivos, tengan estos o no
forma lingüística. Como señalábamos en 1.2.4., los propios D. SPERBER Y D. WILSON (1994:87)
afirmaban que la actividad inferencial (un proceso de razonamiento heurístico) podía ser
aplicada a toda información conceptualmente representada, y no sólo a los enunciados. El
problema era que estos autores asumían también que lo conceptualmente representado sólo
podía estarlo en formato proposicional. En este trabajo, por el contrario, nos hemos
desembarazado de ese escollo por medio de la recopilación de evidencias multidisciplinares que
apuntan en otra dirección. Esto nos permite sugerir que la inferencia, como proceso que es,
opera sobre las mismas estructuras de conocimiento conceptual, independientemente de que el
estímulo que la desate sea lingüístico, visual, o de otro tipo. Obviamente, en el procesamiento
perceptivo de estímulos lingüísticos intervienen áreas corticales que no son exactamente las
mismas que se activan en el procesamiento visual. Pero lo importante es que el proceso
inferencial que se desata a partir de su percepción como estímulos de naturaleza ostensiva pone
en marcha una función cognitiva que es capaz de integrar recursos representacionales,
sincronizando su activación.
Estas estructuras representacionales (las redes conceptuales) sobre las que se sostienen ambas
funciones (percepción e inferencia) son, en palabras de J. FUSTER (2007:64) “fragmentos de
memoria a largo plazo […] activados y actualizados para uso en el presente”. En efecto, este
hecho es el que nos permite generar expectativas acerca de las intenciones comunicativas de
nuestros congéneres, para llegar a una interpretación exitosa de sus señales. Utilizamos el
conocimiento acumulado en el pasado (nuestro historial de procesamiento) para realizar
inferencias (deducciones probabilísticas), de lo que es posible que pase en el futuro. Esta
capacidad inferencial es experta y puede manifestarse de formas muy diversas: lo hace cuando
esquivamos la pelota que hemos visto lanzar hacia nosotros (porque hemos sido capaces de
predecir su trayectoria), y también cuando le pasamos la sal a nuestro compañero de mesa si nos
dice algo como “¿No te parece que esto está un poco soso?” (y tengamos en cuenta que
literalmente nos está preguntando nuestra opinión, no pidiéndonos el salero; sin embargo,
somos capaces de predecir también su “trayectoria cognitiva”, el sentido implícito al que
apuntan sus palabras). O lo hace cuando, ante las imágenes de varios platos combinados en una
cafetería, accedemos a las inferencias conceptuales necesarias para recordar su sabor y decidir
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 213
qué es lo que más nos apetece comer. Por tanto, “Esta función de la memoria de trabajo […]
puede caracterizarse como el casar el pasado con el futuro” [J. FUSTER (2007:64)].
En síntesis, nos encontramos ante un mismo sustrato de redes neuronales que soporta diversas
funciones cognitivas: lo que llamamos conocimiento enciclopédico no es otra cosa que memoria
a largo plazo (MLP); a su vez, la memoria a largo plazo reloaded (como cuando actualizamos
una página web de la que teníamos en caché una versión de hace algún tiempo) es la memoria
de trabajo que mantiene activos los datos con que operamos al inferir. Y aquí se encuentra la
base de la naturaleza dinámica de nuestro conocimiento: puesto que percepción y memoria
(percepción y cognición) se encuentran soportadas por las mismas estructuras neurales, al traer
la MLP al presente para su uso, la modificamos sutilmente (incorporándole las modificaciones
resultantes de su recreación en un nuevo contexto). De esta manera, modificamos también la
totalidad de nuestro conocimiento, pues hemos visto que los cambios en un cógnito afectan a
otros remotamente relacionados con él. Nuestro saber enciclopédico se reestructura y crece con
nosotros.
Así pues, la artificialidad de la distinción entre memoria y conocimiento se pone de manifiesto
si tomamos en consideración la estructura y funciones de ambos en los niveles tanto neural
como cognitivo. Todo nuevo conocimiento no es sino la expansión de una vieja memoria o,
como decíamos, su recreación con modificaciones. En principio, hemos visto que esta
recreación expansiva se lleva a cabo por medio de la percepción. O en otras palabras, que es
experiencial.
Sin embargo, existe otra manera de mejorar nuestro conocimiento del mundo (de ampliar
nuestra memoria), y es la que llevamos a cabo a través de la inferencia. Lo anterior se expresa
en términos relevantistas a través de la noción de efectos contextuales, que vendrían a ser las
ventajas cognitivas que podemos obtener del esfuerzo de hacer interaccionar lo que ya sabemos
con la información nueva que percibimos. Sin duda, el efecto más importante que puede surgir
de la interacción entre lo nuevo y lo viejo resulta en la inferencia de supuestos (o en la
activación de datos) a los que no hubiéramos podido llegar sin uno de ambos elementos. Así,
nuestras mentes fabrican representaciones que van más allá de aquellas que contiene nuestra
memoria, pero también más allá de la nueva información percibida.
A nivel neural, por tanto, la inferencia nos permitiría hacer básicamente dos cosas distintas:
1) En primer lugar, nos permitiría superponer los mapas de representaciones (uno para lo
que constituye el conocimiento establecido, y otro para la información nueva percibida,
que modifica en algo ese conocimiento) y fortalecer sólo las conexiones sinápticas que
encajan, inhibiendo el resto. De aquí se derivaría el tipo de efectos contextuales que D.
SPERBER Y D. WILSON (1994) denominan reforzamientos y eliminaciones.
2) Sin embargo, al sincronizar ambos mapas, también puede ocurrir que al viejo haya que
incorporarle rasgos genuinos que proceden del nuevo, y que nos permitirán establecer
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 214
lazos de conexión novedosos con otros patrones de activación que van mucho más allá
de lo percibido: de este modo, surge una configuración que no se parece a ninguna de
las anteriores, y que es lo auténticamente interesante desde el punto de vista
comunicativo (en términos relevantistas, una implicación contextual).
Así pues, la función inferencial requiere, para ponerse en marcha, de la función perceptiva. Pero
no podemos olvidar que la percepción de cualquier cosa constituye una forma primitiva de
memoria (filética), por cuanto que es una interpretación de lo percibido de acuerdo con nuestros
mecanismos perceptivos básicos, entrenados por la experiencia previa que hayamos tenido en el
entorno. De este modo,
a new percept leads to a new memory by building upon old memory. (…) from the point of view
of neurobiology, knowledge, memory, and perception share the same neural substrate: an
immense array of cortical networks or cognits that contain in their structural mesh the
informacional content of all three [J. FUSTER (2003:112)].
Por tanto, lo viejo y lo nuevo (memoria y percepción) son funciones cognitivas con diferentes
grados de temporalidad que operan sobre un mismo conglomerado de redes corticales. En la
construcción ininterrumpida de conocimiento, lo que se procesa primero sienta los parámetros
de procesamiento de lo que viene después. Por eso la percepción se encuentra inevitablemente
mediada por la memoria (“perception constitutes to a large extent a (…) continuous doing
guided by our past” [J.FUSTER (2003:87)] e incluso “perception is not only under the influence
of memory but is itself memory, or, more precisely, the updating of memory” [J.FUSTER (2003:
84)].
En este contexto, la inferencia sería la función que nos permitiría establecer asociaciones
inéditas (a nivel neural, conexiones sinápticas), entre redes conceptuales ampliamente
distribuidas. La diferencia con la reedición de conexiones que supone la percepción de un
estímulo conocido en un nuevo contexto (la actualización de un cógnito) se encontraría en que
la activación de una o varias de las redes entre las cuales la función inferencial nos permite
establecer nuevas conexiones no estaría motivada por proceso perceptivo alguno. Como hemos
apuntado más arriba, el cambio en un cógnito (desatado por la percepción) puede acarrear
modificaciones en redes remotamente asociadas con él. Sin embargo, aunque sabemos que esto
ocurre, no sabemos exactamente a qué se debe (en el fragmento citado, Fuster mencionaba
razones de contraste y similaridad, así como un inespecífico “other factors”). Lo mismo parece
ocurrir con nuestra actual explicación de la capacidad inferencial en términos relevantistas.
Sabemos que activamos cierta información para llegar a la interpretación óptima de los
estímulos ostensivos que recibimos (una que nos cueste poco encontrar y que nos proporcione
alguna ventaja cognitiva evidente), pero en realidad, no disponemos de una explicación precisa
de por qué derivamos unos supuestos y no otros, más allá del propio Principio de Relevancia.
En última instancia, lo que guía nuestras deducciones en el proceso comunicativo es el hecho de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 215
que no admitimos que el estímulo del emisor no sea relevante. Ahora bien, determinar la
relevancia de algo para un individuo, qué es lo que le supone o no una ventaja cognitiva de
algún tipo, requiere no sólo ser capaz de evaluar los conocimientos que pueden formar parte de
su entorno cognitivo y calibrar su estado mental actual, sino también entrar de lleno en los
terrenos pantanosos de la motivación humana. Es por esto por lo que los fenómenos
comunicativos no pueden explicarse completamente hasta que no se examina su génesis local,
lo que constituye la razón de ser de la pragmática. La pragmática ha de proceder por inducción a
partir del análisis de casos triplemente situados: situados en una situación extralingüística, en un
entorno cognitivo mutuamente manifiesto, y en el estado mental de cada uno de los
interlocutores. Y, aun pudiendo especificar todas estas variables con precisión, siempre podrá
haber procesos inferenciales llevados a cabo por alguno de los interlocutores que queden
inexplicados. Y esto es así porque la inferencia es una función que opera en cada individuo
sobre un mapeado cortical genuino. Por eso la creatividad es posible y por eso (entre otras
muchas razones) la comunicación siempre puede fallar.
Por tanto, nuestras teorías se encuentran en este punto con un límite explicativo pero, como
acabamos de ver, hasta en ese límite pueden hallarse paralelismos entre el plano neural y el
cognitivo. Por eso creemos que es plausible la interpretación que hemos propuesto para la
inferencia en clave neural. Sin embargo, ha de quedar claro que tal interpretación es una
elucubración nuestra, que sin duda ha de ser refinada y repensada, y para la que no disponemos
de ninguna evidencia específica.
Así pues, antes de concluir, reactivemos una serie de ideas que sí se encuentran firmemente
establecidas, y que será importante tener en mente en el capítulo próximo:
1) La memoria es fundamentalmente una función asociativa cuyo origen es experiencial:
“any new experience is incorporated by association into a fund of old experience. The
new experience becomes an inextricable part of a vast associative cognit” [J. FUSTER
(2003:124)].
2) El proceso biofísico fundamental que la sustenta se encuentra en la modulación
sináptica, que no es sino el elemento neural responsable de establecer asociaciones
anatómicas entre las células del córtex.
3) Las representaciones mentales humanas (llámense memoria, conceptos, cógnitos,
conocimiento enciclopédico…) se implementan neuralmente en retículos relativamente
plásticos, que se modifican de manera sutil cada día que pasa mientras dura la vida,
adquiriendo así un carácter idiosincrásico (es decir, haciendo que no haya dos
individuos con un mapeado cortical idéntico, y por tanto tampoco con representaciones
conceptuales idénticas):
the individuality of human knowledge derives from the practically unlimited possible
combinations of neurons or subsets of them in a reservoir of ten billion cortical neurons. (…) as
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 216
an item of knowledge becomes more specialized, personal, or idiosyncratic, the cortical network
that represents it presumably differs more from one individual to the next, at least inasmuch as
that same item has been acquired differently by different individuals [J. FUSTER (2003:14-15)].
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 217
6. CONCEPTUALIZACIÓN MOTIVADA: ENTRE LA FISIOLOGÍA Y LA
CULTURA
…estos personajes balzaquianos, son individuos (…) que también (…) pertenecen a su época,
dan carácter a una sociedad y son al mismo tiempo como esa sociedad les ha hecho, personajes
producto del enfrentamiento con un tiempo y un espacio precisos; (…) personajes y marco son
causa y efecto a la vez, eterno juego de relaciones entre lo que se está haciendo continuamente.
Mundo estrechamente ligado en el que todo es movimiento y modifica y es modificado al mismo
tiempo. [GABRIEL OLIVER, Introducción, en H. DE BALZAC (1986:XX)]
…interaction is a matter of coupling –two systems simultaneously shaping each other´s change.
[T. VAN GELDER (1998:622)]
6.1. Integrando neurobiología de la visión, antropología cognitiva y teoría de prototipos
6.1.1. Introducción
En el epígrafe 3.4.6.2. hicimos, casi podríamos decir que de pasada, una mención a la Teoría de
los colores oponentes desarrollada por Ewald Hering. Procedimos de este modo para no distraer
al lector del tema que nos disponíamos a desarrollar entonces, centrado en la fundamentación
neurobiológica de la trivarianza cromática.
Sin embargo, aunque esta teoría nos permite explicar una amplia variedad de datos sobre la
percepción del color (muchos más de los que abordamos en este estudio, sin duda, y que pueden
consultarse en la bibliografía a la que remitimos entonces), hay otros aspectos clave de los que
la trivarianza no puede dar cuenta por sí sola. Entre ellos se encuentra el fenómeno de los
colores oponentes que hace referencia al hecho de que no podamos percibir ciertos tonos en
combinación. Así, no podemos ver un rojo verdoso, un verde rojizo, ni un amarillo azulado. En
términos de andar por casa, podríamos decir que estos tonos “no mezclan” y, al intentar que lo
hagan, se convierten en algo totalmente distinto donde las tonalidades iniciales resultan
inidentificables: las luces roja y verde pueden combinarse de modo que se vea un amarillo puro,
mientras que amarillo y azul pueden producir blanco. Por el contrario, sí podemos ver un azul
rojizo (magenta), un rojo azulado (púrpura), un amarillo rojizo (naranja), o un verde azulado
(cian), e intuir a partir de qué colores básicos se han producido las mezclas, y cuál es el color
predominante en cada una de ellas.
Pues bien, esta anulación perceptual de ciertos colores fue lo que llevó al fisiólogo Ewald
Hering a proponer en 1878 la Teoría de los procesos oponentes. La sustitución del término
color (que habíamos estado utilizando hasta el momento) por el de proceso, aunque tal vez
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 218
menos intuitiva a primera vista, resulta más específica por cuanto que no son sólo las
dimensiones tonales las que se oponen, sino también las relacionadas con el brillo (la oposición
blanco-negro es, de hecho, acromática). Así, tendríamos seis cualidades primarias implicadas en
la percepción del color, que se procesarían por parejas mutuamente antagónicas, a saber: rojoverde; amarillo-azul y blanco-negro. La última pareja sería, como acabamos de señalar, la
relacionada con la intensidad lumínica.
La versión moderna de la teoría se la debemos a Leo Hurvich y Dorothea Jameson, quienes la
expusieron en un artículo de 1957 titulado An Opponent-Process Theory of Color Vision [F.
VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:186)]. Pero existen estudios más recientes (que
datan de finales de la década de los sesenta del pasado siglo) que apoyan y detallan su
funcionamiento a nivel neurofisiológico y que proponen, en síntesis, que los tres pares
antagónicos son analizados por tres pares de canales neurales oponentes. En concreto, nos
interesa citar los estudios de De Valois y G. Jacobs [G. LAKOFF (1990:26); F. VARELA, E.
THOMPSON Y E. ROSCH (1997:200)] sobre la neurofisiología de la visión del color en macacos,
una especie cuyo sistema visual es bastante parecido al nuestro. Situémonos, para lo que
volveremos muy brevemente la vista atrás: en el capítulo 3 de este trabajo describimos la
organización centro-periferia de las neuronas ganglionares presentes tanto en la retina como en
el N.G.L., y señalamos su importancia a la hora de determinar el patrón de contrastes que,
finalmente, nos permitía hacer cosas como identificar los límites de los objetos y diferenciarlos
del fondo.
Ahora ha llegado el momento de ampliar ligeramente la información que expusimos entonces
para comprender el proceso que vamos a describir, y hacerlo sin sensación de salto al vacío. Así
pues, vamos allá: algunas de estas células, denominadas de banda ancha, son acromáticas, es
decir, transmiten información sobre el brillo, no sobre el color. Sin embargo, hay otros dos tipos
de células que se encargan de procesar y combinar los inputs de los diferentes tipos de cono (de
cuya descripción ya nos hemos ocupado también en el capítulo 3). Así, las células oponentes
simples concéntricas, procesan información relativa al rojo y al verde, mientras que las
oponentes simples coextensivas, combinan el resultado de los inputs de los conos para el rojo y
el verde, con el de los conos para el azul. Sabiendo esto, sigamos.
En efecto, del N.G.L. parten vías neurales hacia el córtex visual primario (V1), que coincide con
el área 17 de Brodmann. Los inputs de las células ganglionares que acabamos de mencionar
convergen allí sobre las que técnicamente se denominan células oponentes dobles. Su existencia
y funcionamiento es lo que arroja una correlación altamente positiva con la teoría de Hering.
Veamos por qué: hay seis tipos de células oponentes dobleslxxxix, agrupados en pares. Cuatro de
estas células, es decir, dos pares, se relacionan con el procesamiento del color. El par restante lo
hace con la luminosidad (a lo que Hering se refería con la oposición blanco-negro, como ya
hemos señalado).
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 219
De las que transmiten información relativa al color, un par lo hace de la percepción del rojo y el
verde, y el otro, de la oposición azul-amarillo. Pero ¿cómo exactamente? Veamos: cada tipo de
célula oponente tiene una frecuencia de disparo intrínseca, es decir, una actividad eléctrica de
base que se mantiene aunque no haya estímulos procedentes del exterior. Así, por ejemplo,
tomemos el par de células que se ocupa de la oposición verde-rojo. Para simplificarxc, diremos
que una de las células que conforman el par es más sensible al verde que al rojo y que, por
tanto, dispara por encima de su frecuencia de base (se excita) ante información relativa a
frecuencias de onda media. La otra célula del par, más sensible al rojo, se excitaría
preferentemente ante frecuencias bajas u ondas largas.
También para simplificar, supongamos que lo mismo ocurre con los dos tipos de células
implicadas en la oposición azul-amarillo. Finalmente, las células sensibles a la intensidad
lumínica (esto es, a la cantidad de luz, al brillo y a la penumbra), serían las responsables de
nuestras percepciones del blanco y el negro puros cuando disparan a sus máximas frecuencias.
Así, por ejemplo, el negro se percibe cuando las células que se excitan con la oscuridad están
disparando a potencia máxima, mientras que las sensibles a la luz lo hacen al mínimo. Con el
blanco ocurre a la inversa. Eso sí, mientras tanto, los otros dos pares de células restantes (a
saber: las de rojo-verde y azul-amarillo) tienen que permanecer en tasa de disparo neutral.
Más ejemplos: lo que ocurre a nivel neurofisiológico cuando percibimos algo como azul es, por
tanto, que el par azul-amarillo muestra una respuesta excitatoria ante frecuencias de onda corta
(la célula sensible al azul se excita, y la sensible al amarillo se inhibe, en pocas palabras).
Mientras tanto, el par rojo-verde tiene que permanecer en tasa de disparo neutral. Si, por
ejemplo, el par rojo-verde mostrase una respuesta al rojo mientras el par azul-amarillo lo hace al
azul, lo que percibiríamos sería un púrpura. Y así sucesivamente.
6.1.2. Estructuración gnósica del espectro de color
Posiblemente el lector se estará preguntando a qué viene todo esto, precisamente ahora que
parecíamos haber entrado de lleno, por fin, en el terreno de la conceptualización. Lo que
tenemos que decir al respecto es que no estamos sino profundizando en el conocimiento de una
de las variables fundamentales que dan lugar a la emergencia de las categorías de color, a saber:
la neurofisiológica.
De hecho, los datos que acabamos de aportar fueron utilizados por Paul Kay y Chad McDaniel
[G. LAKOFF (1990:26-30); F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:200)], quienes en 1978
publicaron un modelo que proponía una hipótesis explicativa del modo en que era posible que
se generasen las categorías de color a partir de una batería de bases neurales a las que se
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 220
añadiría una serie de procesos cognitivos específicos del ser humano descritos en términos de la
teoría de conjuntos difusos (fuzzy sets theory).
Pero procedamos con orden: lo natural a estas alturas sería preguntar cómo hemos llegado hasta
aquí, es decir, de dónde hemos sacado la afirmación (implícita en todo lo expuesto hasta el
momento) de que la conceptualización que los seres humanos realizamos de los colores es
universal. Se trata de una cuestión muy importante, ya que la neurobiología de la visión no
explica por sí sola la estructuración gnósica del espectro de color: sólo dice lo que estamos
fisiológicamente capacitados para percibir, no cómo vamos a clasificarlo. Debido a esto, la
investigación de Kay y McDaniel toma como punto de partida un estudio clásico que constituye
una de las mayores aportaciones que se han hecho a la teoría de prototipos desde la antropología
cognitiva, y que no es otro que el que en 1969 publicaron Brent Berlin y Paul Kay: Basic Color
Terms [G. LAKOFF (1990:24-26)]. Veamos resumidamente en qué consiste.
En efecto, nuestra experiencia (tanto del color como de muchos otros fenómenos) no es sólo
perceptiva, sino primordialmente cognitiva (como creemos haber fundamentado sobradamente a
estas alturas de nuestro trabajo). Identificamos nuestras percepciones (y sabemos con qué ítem
léxico designarlas) porque poseemos conceptos neuralmente instanciados, generados a través de
nuestra experiencia en un entorno físico y sociocultural concretos.
En relación con el tema que tenemos entre manos, la afirmación anterior se refiere al hecho de
que organizamos todas las combinaciones de croma, saturación y brillo que percibimos en un
conjunto limitado de categorías de color a las que designamos con ítems léxicos. Sin embargo,
hasta la aparición del estudio de Berlin y Kay, la perspectiva predominante en el ámbito de la
antropología lingüística y cognitiva sostenía la arbitrariedad de la categorización en el ámbito
del colorxci, como pone de manifiesto la siguiente cita de la obra de H. A. Gleason, An
Introduction to Descriptive Linguistics, que tomamos de F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH
(1997:197, nota 30):
Hay una gradación continua del color desde un extremo a otro del espectro. Pero un
norteamericano que lo describiese enumeraría los tonos rojo, naranja, amarillo, verde, azul,
morado o algo por el estilo. No hay nada inherente, ni en el espectro ni en la percepción que de
él tienen los humanos, que obligue a esta división.
Tomando esta hipótesis como punto de partida, Berlin y Kay diseñaron un estudio experimental
destinado a su falsación. La metodología que siguieron es, esquemáticamente, la siguiente:
En primer lugar, especificaron una serie de criterios lingüísticos y cognitivos que les
permitiesen determinar qué términos de color eran o no básicos. Tales criterios pueden
sintetizarse en cuatro puntos fundamentales:
1) Debían ser morfológicamente simples, es decir, no contener más de un lexema. Así,
sería básico verde, pero no verde botella.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 221
2) No debían ser subclases de términos de color más amplios: escarlata o bermellón son
tipos de rojo; turquesa e índigo son tipos de azul.
3) Su aplicación no debía estar restringida a un área pequeña de lo real, es decir, debían ser
aplicables en general, y no sólo a un pequeño número de cosas, como rubio o alazán.
4) Debían ser términos de uso ampliamente extendido, como amarillo por oposición a
siena, azafrán, etc.
En segundo lugar, desarrollaron un procedimiento experimental para corroborar los criterios de
partida, es decir, para ver si tales intuiciones encajaban o no con el comportamiento cognitivo y
lingüístico real de los hablantes. Para ello, presentaron a hablantes de un corpus de más de
noventa lenguas diferentes una tabla de gradientes de color, sobre la que debían especificar
(señalándolos con el dedo) los límites y los mejores ejemplos de los colores designados por los
términos básicos de su lengua.
¿Qué conclusiones arrojó el examen de la base de datos así constituida? Berlin y Kay
descubrieron que, aunque las diferencias a la hora de categorizar el espectro de color eran
considerables entre hablantes de diferentes lenguas (es decir, a la hora de poner límites en el
continuo del espectro de color, y de asignar un nombre a las regiones delimitadas), sin embargo
las coincidencias eran asombrosas cuando de lo que se trataba era de escoger el mejor ejemplo
para cada una de las categorías establecidas. Esto ocurría incluso si las categorías eran
diferentes de una lengua a otra, como veremos más adelante. Pero ahora vamos a lo básico.
Así, por ejemplo, si dos lenguas poseían un término básico para lo azul, puede que los límites de
la categoría variasen de una a otra (por ejemplo, en una lo azul podría adentrarse en los terrenos
del verde, y en la otra sesgarse ligeramente hacia los púrpuras), pero lo que coincidía en ambas
era el referente central, el color focal en torno al cual pivotaba la categoría. No se daba el caso
de que los hablantes de la primera lengua escogieran el turquesa como referente central (a
medio camino entre el azul y el verde), y los de la segunda escogieran el violeta (a medio
camino entre el azul y el rojo), por ejemplo. De la tabla de celdillas de color, los hablantes de
diferentes lenguas escogían la misma (la del azul puro) como ejemplo más representativo de la
categoría.
De este modo, Berlin y Kay llegaron a la conclusión de que los términos básicosxcii de color,
fueran los que fueren en cada lengua, designan categorías con colores focales universales. Estas
categorías existirían a nivel conceptual (lo que no quiere decir que en todas las lenguas existan
ítems léxicos para designarlas a todas), y serían las siguientes: negro, blanco, rojo, verde,
amarillo, azul, marrón, violeta, rosa, naranja y gris. Así, mientras que lenguas como el español o
el inglés disponen de términos para designarlas a todas, no ocurre lo mismo con otras lenguas.
En este sentido, los autores del estudio observaron también una serie de regularidades: si una
lengua tiene sólo dos términos básicos, estos serán blanco y negro, donde el blanco incluirá
todos los colores cálidos (rojo, amarillo, naranja)xciii y el negro los fríos (azul, verde, gris). Si la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 222
lengua en cuestión dispone de tres términos básicos, el tercero será siempre rojo. Y si tiene
cuatro, las posibilidades para ese cuarto serán amarillo, azul o verde (por tanto, los colores
primarios de Hering serían los primeros en ser nombrados). El siguiente a incluir sería el
marrón. Y después, de manera indiferente en cuanto a prioridad, alguno de los siguientes:
violeta, rosa, naranja y gris.
Así pues, se hacía evidente que las lenguas que no poseían ítems léxicos para designar cada una
de las categorías que el estudio arrojaba como básicas, no incapacitaban a sus hablantes para
conceptualizarlas. De hecho, y dadas las evidencias neurofisiológicas de las que disponemos
actualmente, sostener la hipótesis whorfiana fuerte en este contexto sería un desvarío: la
sensación perceptiva de color es patrimonio de especie, como hemos visto, y no hay razón por
la que la facultad lingüística deba limitar la capacidad de identificación de la percepción
sensorial (gnosis). Lo que parecía ocurrir era lo siguiente: a menos ítems léxicos para la
designación de categorías de color específicas, mayor rango espectral cubierto por cada término
disponible en cuestión.
6.1.3. Kay, McDaniel y el problema de la sobredeterminación de las categorías de color
Los hechos mencionados ponen de manifiesto, por tanto, no sólo una estructura gradual para las
categorías de color (donde los colores focales, o centrales, actuarían a modo de prototipos,
serían juzgados como mejores ejemplos de la categoría y, por tanto, ostentarían algo así como
un estatus superior de pertenencia a la misma, como exponíamos en 5.5.2.1.), sino también su
carácter difuso, evidenciado en el hecho de que no es posible predecir el modo en que una
determinada comunidad cultural conceptualizará el espectro de color (es decir, en qué punto del
continuo espectral establecerá los límites en que empieza y termina lo rojo, por ejemplo), ni
siquiera apelando a los conocimientos sobre neurobiología de la visión disponibles. En efecto,
existe una cuestión para la que aún no tenemos respuesta, a saber: ¿por qué unas lenguas
conceptualizan las frecuencias de onda que nosotros hacemos corresponder con los términos
naranja, amarillo y rojo (por ejemplo) como pertenecientes a una sola categoría?
De este modo, el principal problema con que se encontraron Kay y McDaniel cuando intentaron
completar los datos neurofisiológicos con un modelo cognitivo inspirado en la teoría de
conjuntos difusos, fue el problema de la sobredeterminación. Nos explicaremos: lo que
intentaban estos autores era proporcionar una explicación de las evidencias obtenidas por Berlin
y Kay, dando respuesta a las cuestiones que quedaban pendientes. Ya hemos visto cómo el
espectro de color que podemos percibir está determinado por nuestra fisiología. Pero aún resta
por responder por qué la categorización de tal percepción presenta límites tan difusos. La
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 223
estrategia adoptada por Kay y McDaniel fue la utilización de la teoría de conjuntos difusos para
intentar acotar y predecir tales límites.
Como todo el mundo sabe, esta teoría opera con conjuntos que admiten grados de pertenencia,
es decir, que están especificados por una función que asigna a cada miembro del conjunto un
grado de pertenencia entre 0 y 1. Lo que hicieron Kay y McDaniel fue proponer la existencia de
un mecanismo cognitivo que asignaría un grado de pertenencia 1 a los colores oponentes
cromáticos y acromáticos (esto es: rojo, verde, azul, amarillo, blanco y negro). Para los demás
términos que Berlin y Kay detectaron como básicos, pero que no son primarios (tal y como
determina la teoría neurofisiológica), se asignaba un valor difuso computado por operaciones
cognitivas definidas en términos de funciones de la teoría de conjuntos difusos. Así, por
ejemplo, el naranja vendría caracterizado en términos de la intersección difusa de las categorías
rojo y amarilloxciv, el violeta como la intersección de azul y rojo, y el gris como la de negro y
blanco. Para definir las categorías de rosa y marrón son necesarias funciones más complejas que
relacionan las categorías cromáticas con dimensiones de luminosidad acromáticas (rojo y
blanco, amarillo y negro).
Lo cierto es que este modelo funciona bastante bien para explicar el hecho de que las lenguas
con menos ítems léxicos para designar conceptos de color básicos incluyan varios prototipos de
color dentro de cada uno de ellos. Es decir, que dentro de cada categoría, al ser más amplia
conceptualmente, habría más picos focales que serían los mejores ejemplos posibles de la
categoría en cuestión. Así, por ejemplo, se da el caso de lenguas que agrupan verdes y azules en
una sola categoría (que los investigadores de esta área denominan humorísticamente grue, y que
podríamos traducir por algo así como verdul) para la que disponen de un ítem léxico, pero
cuando se pide a los hablantes que escojan en la tabla de colores el mejor ejemplo de la misma,
señalan tanto el verde puro como el azul puro (dos colores focales, por tanto). Lo que no ocurre,
como decíamos, es que señalen el turquesa o el esmeralda.
Puesto que lo que vienen a expresar las funciones de la teoría de Kay y McDaniel son, en último
término, correlaciones con parámetros físicos percibidos (a saber, frecuencias de onda y grados
de intensidad lumínica), el modelo propuesto nos permite predecir el punto exacto o bastante
aproximado del espectro en que los seres humanos deberían comenzar a conceptualizar un color
básico (sea o no primario) como diferente de otro. Como señala G. LAKOFF (1990:29):
The Kay-McDaniel theory has important consequences for human categorization in general. It
claims that colors are not objectively “out there in the world” independent of any beings. Color
concepts are embodied in that focal colors are partly determined by human biology. Color
categorization makes use of human biology, but color categories are more than merely a
consequence of the nature of the world plus human biology. Color categories result from the
world plus human biology plus a cognitive mechanism that has some of the characteristics of
fuzzy set theory plus a culture-specific choice of which basic color categories there arexcv.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 224
El problema es, sin embargo, que la última variable incluida (la cultural) desbarata la mayor
parte de las predicciones del modelo. En otras palabras: la realidad se niega a plegarse a las
expectativas de la teoría científica. En primer lugar, veamos cuáles son las evidencias que nos
llevan a concluir que el mecanismo cognitivo propuesto por Kay y McDaniel no funciona o, al
menos, no es capaz de proporcionar una explicación exhaustiva del modo en que tendría lugar la
conceptualización del color. Para ello nos basaremos en el trabajo de MacLaury citado por G.
LAKOFF (1990:29-30).
Acabamos de señalar que, según la teoría de Kay y McDaniel, los límites entre categorías
deberían resultar tan estables como los colores focales (los mejores ejemplos que los hablantes
eligen para cada categoría de color establecida) de una lengua a otra. Esta predicción tiene su
lógica: en efecto, si la elección que los seres humanos realizan intuitivamente sobre el
representante prototípico de una categoría de color coincide siempre, en todas las lenguas, con
un rango estable y muy limitado en el espectro de frecuencias (es decir, con la misma casilla de
color), ¿por qué no habría de suceder lo mismo con las fronteras conceptuales entre colores
diferentes, de modo que todos las establezcamos aproximadamente en el mismo lugar del
espectro?
Lo cierto es que aún no disponemos de una respuesta satisfactoria a esta pregunta, sino sólo de
evidencias que confirman que, de hecho, esto último simplemente no sucede. Si la teoría de Kay
y McDaniel fuera correcta, nuestras bases neurofisiológicas, en combinación con el mecanismo
cognitivo diseñado por los autores, deberían permitir a todos los seres humanos computar dónde
empiezan colores como el violeta o el naranja en el espectro de frecuencias que, si bien no son
primarios, sí son básicos (como ponía de manifiesto el trabajo de Berlin y Kay). Esto se
manifestaría en el tratamiento uniforme de los conceptos de color entre culturas, de modo que,
en el caso de lenguas que no dispusieran de ítems léxicos para designarlos, los test sobre la tabla
de colores deberían poner de manifiesto que, conceptualmente, tales categorías se encontrarían
entre los límites de categorías primarias.
Así, por ejemplo, si el violeta se concibe como la intersección difusa de rojo y azul,
conceptualmente debería constituir una categoría distinta, a medio camino entre las otras dos,
pero no totalmente dentro de una u otra. Sin embargo, y en contra de tales expectativas,
MacLaury aporta evidencias de lenguas en las que el violeta cae enteramente dentro de un
concepto más amplio que engloba también los verdes y los azules, y que denomina cool (algo
así como fríos, aunque el violeta tiene un alto componente de rojo, paradigma de los tonos
calientes). Del mismo modo, también aporta ejemplos de lenguas en las que el marrón
(resultante de funciones difusas combinatorias del amarillo y el negro) se encuentra totalmente
subsumido por el amarillo, mientras que en otros idiomas examinados lo hace por el negro.
Por otra parte, también existen problemas de sobredeterminación en la teoría de Kay y
McDaniel en relación con los prototipos o picos focales para cada categoría. Así, la teoría
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 225
predice que para categorías conceptualmente constituidas por la conjunción de dos áreas básicas
en el espectro de color (por ejemplo, azul y verde), los hablantes deberían señalar dos mejores
ejemplos de la categoría, a saber: el azul puro y el verde puro. Sin embargo, aunque esto ocurre
en algunos casos, en otros se produce un desvío hacia uno solo de los prototipos como mejor
ejemplo de la categoría.
Aún no hemos conseguido explicar por qué ocurre esto. Como señala G. LAKOFF (1990:30):
Color categories (…) are generative (…). They have generators plus something else. The
generators are the neurophysiologically determined distribution functions, which have peaks
where the primary colors are pure: black, white, red, yellow, green, and blue. These generators
are universal; they are part of human neurophysiology. The “something else” needed to generate
a system of basic color categories consist of a complex cognitive mechanism incorporating some
of the characteristics of fuzzy set union and intersection. This cognitive mechanism has a small
number of parameters that may take on different values in different cultures.
Cuáles sean tales parámetros culturales, y si son o no modelizables (de modo que pudieran
completar de manera sistemática la propuesta de Kay y McDaniel), son cuestiones que todavía
hoy permanecen inexplicadas.
6.1.4. Sistemas conceptuales experienciales: categorías culturalmente definidas
Trabajos como el de MacLaury ponen de manifiesto que el peso de las variables culturales tiene
más importancia de la que parece en la generación de nuestros conceptos y de las categorías en
que se instancian.
Mucho antes que él, en concreto en 1964, Harold Conklin, en un estudio sobre la botánica folk
de los hanunóo, que hablan una lengua malayo-polinesia, se dio cuenta de que los términos de
color estaban “asociados a fenómenos no lingüísticos del entorno exterior” [G.B. PALMER
(2000:112)]. En concreto, este autor se refería al hecho de que las oposiciones básicas de
categorías de color aludían también a dimensiones de humedad y sequedad (y de luminosidad):
lo húmedo sería lo verde (latuy) o lo oscuro (bi:ru); frente a lo seco, que se correlacionaría con
lo rojo (rara) o lo claro (lagti). También hace alusión a una tercera dimensión bastante más
difícil de comprender, pues lo oscuro y lo claro se relacionan también con un “material
profundo, que no se decolora, indeleble y en consecuencia más deseado, frente a una sustancia
pálida, débil, descolorida, blanqueada o incolora” [G.B. PALMER (2000:112)]. De este modo,
Conklin se mostraba firmemente convencido de la necesidad de estudiar la estructura interna de
los sistemas cromáticos distinguiendo en todo momento entre percepción sensorial, por un lado,
y conceptualización (la estructuración cognitiva de tal percepción), por otro.
Nos gustaría hacer un inciso en este punto para retrotraer al lector a las ideas que expusimos en
el capítulo anterior sobre el carácter multimodal de las redes neurales en que se instancian
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 226
nuestros conceptos. En relación con lo que acabamos de exponer aquí, debería resultar evidente
que a lo que Conklin está haciendo referencia es a su génesis experiencial. En efecto, es la
experiencia perceptiva de un ser humano que se haya desarrollado en el sudeste asiático lo que
le permite establecer asociaciones estables entre atributos como húmedo, oscuro y verde. Sin
embargo, a continuación, Conklin añade algo más: una valoración cultural de tal conglomerado
de atributos, que lo convierten en objeto de deseo en el contexto sociocultural de los hanunóo,
sea por los motivos que fuere (tal vez porque son los atributos de un suelo fértil). En lo que
estamos tratando de insistir ahora es en el peso de variables de este tipo a la hora de configurar
el sistema conceptual de un organismo en desarrollo.
En esta misma línea argumentativa, pero en los inicios de la última década del pasado siglo,
Anna
Wierzbicka
presentó
un
argumento
semejante:
afirmaba
que
los
atributos
neurofisiológicos perceptivos no son suficientes para explicar la conceptualización de los
sistemas de color (a esta conclusión ya habían llegado también Kay y McDaniel, por otra parte),
y completaba su propuesta explicativa con las asociaciones más salientes que los términos de
color existentes en una lengua presentaban en el entorno físico y cultural de los hablantes de la
misma. Así, por ejemplo, Wierzbicka sostiene que el término amarillo estaría asociado con el
dominio de nuestra experiencia con el sol, el calor y la luz, mientras que rojo lo estaría con el
fuego, el calor y la oscuridad. De este modo, llegó a redefinir las categorías básicas de color en
términos de experiencias panhumanas (universales), donde las definiciones adoptan la forma
“color que puede hacernos pensar en x”, y “donde x es luz diurna, noche, fuego, sol, cosas que
crecen del suelo, el cielo y otros dos colores” [G.B. PALMER (2000:114)]. Si hiciéramos
corresponder cada uno de los términos propuestos por Wierzbicka con un color, observe el
lector cuál sería el resultado: blanco (luz diurna), negro (noche), rojo (fuego), amarillo (sol),
verde (cosas que crecen del suelo), azul (cielo), y otros dos colores. Es decir, los tres pares de
colores oponentes de Hering y dos colores (primarios) más.
Pero, más allá de los ecos borgianos de la taxonomíaxcvi de Wierzbicka, lo que nos interesa de su
propuesta
es
la
idea
de
que
proyectamos
nuestras
capacidades
perceptivas
neurofisiológicamente universales sobre el entorno, lo que da lugar a sistemas conceptuales que
son experienciales. Esto nos permitiría explicar el hecho de que los focos categoriales sean
estables a través de lenguas y culturas, puesto que se proyectarían sobre elementos muy
comunes de nuestra experiencia física panhumana, pero también dejaría lugar para la variación
en función de parámetros culturales más sofisticados. Esta idea no sólo no tiene nada de
fantasioso, sino que nos recuerda un par de cosas:
1) La afirmación de E. ROSCH (1978:29), a la que nos referimos repetidamente en este
trabajo, acerca de que la estructura de los sistemas conceptuales presentes en un entorno
sociocultural determinado influye de manera determinante en la estructura del sistema
conceptual que un ser humano que se desarrolle en tal entorno será capaz de generar.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 227
2) Las ideas de F. VARELA, E. THOMPSON Y E. ROSCH (1997:201) sobre la categorización
del color:
La categorización del color depende enteramente de una enmarañada jerarquía de procesos
perceptivos y cognitivos, algunos propios de la especie y otros propios de ciertas culturas. (…)
las categorías de color no se hallan en un mundo pre-dado que sea independiente de nuestra
actitud perceptiva y cognitiva. (…) son experienciales, consensuales y corporizadas: dependen
de nuestra historia biológica y cultural de acoplamiento estructural.(…) el color brinda un
paradigma de un dominio cognitivo que (…) ha emergido y es experiencial. (…) ello no significa
que no exhiba universales o que no pueda someterse al riguroso análisis de diversas ramas de la
ciencia.
En efecto, la experiencia definida culturalmente desempeña con toda probabilidad un papel
importantísimo en la emergencia de las categorías de color: negarlo sería caer en el
reduccionismo. La importancia del contexto no es algo que hayamos pasado por alto en este
trabajo. Así, en 3.4.5. subrayamos el hecho de que el color se construye siempre en contexto: el
de otros parámetros cuya percepción está también fisiológicamente constreñida (como el brillo,
la forma, o el movimiento) todos los cuales se integran para dar lugar a categorizaciones
perceptivas, que experimentamos simultáneamente a la percepción del color gracias al trabajo
paralelo y masivo de nuestras vías neurales visuales. Lo anterior se traduce en la afirmación de
que entendemos lo que vemos, y que el color constituye una parte fundamental de la
información que nos proporciona nuestra experiencia visual para llevar a cabo esa
categorización. Por eso es totalmente razonable y verosímil suponer que en su estructuración
conceptual intervengan parámetros culturales, que son, al fin y al cabo, tan experienciales como
el propio entorno físico.
6.2. Emociones: cosas que están dentro y cosas que están fuera
6. 2. 1. Introducción
Desde el inicio de este trabajo hemos mencionado más bien de pasada, pero recurrentemente,
las nociones de emoción y sentimiento. Lo hacíamos en el capítulo 4 con el contraejemplo de
las neurosis, donde el sujeto afectado percibía el resultado de su cambio conductual (que inducía
una reestructuración neural y cognitiva a nivel inconsciente) como un sentimiento consciente de
alivio, y lo hacíamos también con el ejemplo positivo de los episodios de memoria espontánea,
donde mencionábamos el modo en que tanto la formación de recuerdos, así como el acceso a los
mismos, estaban ligados a una impronta emocional intensa. Habíamos explorado esta idea
brevemente en 3.4.2. al examinar la trascendencia de este tipo de impronta en la toma de
decisiones de consumo.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 228
Por fin, ha llegado el momento de entrar de lleno en materia: lo haremos porque creemos que es
imprescindible, en un estudio sobre conceptualización y comunicación humanas, atender al
modo en que las emociones se encuentran imbricadas en nuestro razonamiento. Pero, para
alcanzar una comprensión adecuada del problema, es preciso acercarse a él desde diversos
ámbitos que nos permitan contemplar con perspectiva las múltiples dimensiones en que nos
afecta. Esta vez, en lugar de comenzar con la explicación neurobiológica de los estados
emocionales (que abordaremos en el próximo capítulo), examinaremos en primer lugar la
evidencia procedente de la antropología lingüística y cognitiva acerca de la conceptualización
de emociones. Procederemos así por varias razones:
1) Porque consideramos que el tema manifiesta una continuidad natural con respecto al
tema tratado en el epígrafe anterior (a saber: la influencia de los parámetros culturales
en el proceso de conceptualización), por lo que resulta comunicativamente económico
tanto para nosotros como para el lector explorar los paralelismos que rápidamente se
percibirán entre ambas materias; y
2) porque pretendemos que los datos neurobiológicos disponibles nos permitan explicar
algunas de las evidencias aportadas desde las ciencias humanas, para lo cual es preciso
haberlas expuesto primero.
6.2.2. ¿De qué es espejo la cara?
Una corriente considerablemente amplia de la antropología cognitiva y de los estudios
interculturales sobre la emoción es la que considera que existen, aproximadamente, siete
emociones básicas universales (con un margen de variación de dos en sentido positivo o
negativo), que serían las siguientes: felicidad, tristeza, enfado, miedo y disgusto (o
repugnancia), a las que pueden añadirse, eventualmente: sorpresa, vergüenza, desprecio y
curiosidad. Del mismo modo, las expresiones faciales de tales emociones se consideran
panculturales.
Hasta tal punto ha sido influyente esta postura (y continúa siéndolo en la actualidad) que existen
proyectos de creación de aplicaciones informáticas para la detección de contenidos emocionales
en publicidad (como el que se lleva a cabo en el Centro de Visión por Computador del Instituto
de Investigación en Inteligencia Artificial de la U.A.B.) que la asumen a pies juntillas.
En efecto, lo cierto es que no resulta descabellado afirmar que, para emociones muy
elementales, estados internos similares se manifiestan en cambios faciales muy parecidos en
todos los seres humanos. El procedimiento normalmente utilizado por los antropólogos y
psicólogos para llegar a este tipo de conclusiones adopta la rutina experimental siguiente:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 229
1) En primer lugar, se toman fotografías de las expresiones faciales estándar que
representan las emociones consideradas básicas, y que acabamos de enumerar arriba.
Invariablemente, el estándar de comparación toma como referencia sujetos occidentales
(y, en concreto, angloparlantes).
2) En segundo lugar, un grupo control compuesto por tales sujetos es el encargado de
etiquetar cada fotografía como correspondiente a una emoción. Sin embargo, este
etiquetado no es algo que los sujetos puedan llevar a cabo libremente, sino que han de
determinar con qué emoción se corresponde cada fotografía eligiendo el término de una
lista corta (la susodicha enumeración) proporcionada por los experimentadores.
3) La última etapa de la rutina experimental consiste en mostrar las fotografías a sujetos de
otras culturas para comprobar la predicción de que ellos también asignarían la misma
etiqueta emocional a cada foto, de lo que se concluiría que manejan las mismas
categorías emocionales que los angloparlantes.
Sin embargo, como señala J.A. RUSSELL (1991:435) en un artículo que constituye una revisión
exhaustiva de los estudios más relevantes sobre la materia disponibles hasta el momento de su
redacción, este tipo de procedimiento experimental, denominado de elección forzosa (forcedchoice), es ineficaz para mostrar la equivalencia precisa de los conceptos emocionales en
diferentes culturas. Veamos por qué.
Para ello, imagínese el lector que es un sujeto de tales experimentos, y que los experimentadores
le muestran una fotografía de una mujer joven con una amplia sonrisa. A continuación, le piden
que le ponga una etiqueta a la emoción que muestra la fotografía, escogiéndola de la siguiente
lista: tristeza, enfado, disgusto, miedo, sorpresa, felicidad. Lo más probable es que escogiera
felicidad. Pero ahora imaginemos que, en lugar de felicidad, el único término disponible para
designar algo parecido a ese estado emocional es satisfacción. Viéndose forzado a elegir, el
lector probablemente lo escogería también. Y lo mismo ocurriría si, en lugar de felicidad, se
encontrase el término alegría o contento. Lo que estamos intentando señalar es que este método
es indiferente a los matices precisos de significado entre los términos. Como mucho,
experimentos de este tipo pueden mostrar que personas de diferentes culturas dotan de
interpretaciones similares a las expresiones faciales. De hecho, se ha comprobado mediante
experimentos que utilizaban un método de etiquetado no forzoso que los sujetos a quienes se
permitía elegir su propia etiqueta para cada expresión facial generaban un número mucho mayor
de etiquetas, de forma que la comparación intercultural arrojaba un grado significativamente
menor de consenso.
Sin embargo, no se trata sólo de que los experimentos que hacen uso del método de elección
forzosa (y que son, por otra parte, los únicos verdaderamente extendidos) puedan exagerar el
nivel de consenso. Lo que debe llamar nuestra atención, como apunta J.A. RUSSELL (1991:436),
es que incluso con cierto nivel de magnificación de los resultados, tales pruebas no arrojan
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 230
tampoco, ni con mucho, una coherencia del 100% entre las categorizaciones emocionales de
culturas diferentes.
Así, por ejemplo, es bien sabido que la categorización de emociones en culturas cuyos sujetos
hablan lenguas no indoeuropeas es sustancialmente diferente de la que llevamos a cabo en
países occidentales y, más en concreto, de la que llevan a cabo los angloparlantes, cuyos
conceptos y términos léxicos de referencia constituyen el estándar para todos los estudios que se
han llevado a cabo sobre la materia. Examinemos, por ejemplo, la siguiente tabla comparativa,
que tomamos del artículo del mencionado autor [J.A. RUSSELL (1991:437)]:
Es preciso señalar que el descenso en la tasa de acuerdo que se ve en la mayor parte de las
lenguas no indoeuropeas es una media entre el acuerdo que efectivamente parece existir en la
expresión de algunas emociones, y la confusión o desacuerdo en lo que constituye o no la
expresión facial de otras. Tomemos, por ejemplo, el caso del japonés, que es la única lengua no
indoeuropea presente en tres estudios. Los autores de tales trabajos señalan que los problemas
de categorización o, al menos, de identificación de expresiones faciales, aparecen cuando los
sujetos japoneses se enfrentan a expresiones que los sujetos angloparlantes habían categorizado
como miedo, enfado, disgusto, vergüenza, o desprecio. Según observan, en estos casos los
conceptos japoneses parecen ser más amplios que los occidentales.
Para comprobar la anterior afirmación, disponemos de un experimento llevado a cabo por D.
Matsumoto y P. Ekman en 1989, que también tomamos de J.A. RUSSELL (1991:437) y cuyas
conclusiones se sintetizan en la siguiente tabla:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 231
El test consistió en lo siguiente: los autores pidieron a sendos grupos de estudiantes
universitarios japoneses y americanos que etiquetasen la emoción que se mostraba en cada
imagen de un total de 48 fotografías que contenían expresiones faciales consideradas estándar.
La mitad de ellas eran fotografías de personas japonesas, y la otra mitad de americanas. Los
resultados evidenciaron que japoneses y americanos categorizaban de modo similar las
expresiones de sorpresa y felicidad. Sin embargo, parecía haber un grado considerable de
desacuerdo en lo que respecta a emociones como miedo, enfado y disgusto, y también, aunque
en menor medida, tristeza.
Esto debería llamar nuestra atención sobre dos puntos esencialmente conflictivos que hemos
insinuado abiertamente a lo largo de nuestra exposición en este epígrafe:
1) El hecho de que etiquetar una expresión facial no es equivalente a conceptualizar una
emoción.
2) El problema que supone que tanto el concepto supraordenado de emoción, como las 7±2
supuestas emociones universales básicas, hayan sido tomados del inglés que,
curiosamente, dispone de términos léxicos para denominar cada uno de ellos. En este
sentido, es relevante que incluyamos aquí una cita de A. Wierzbicka acerca de la
necesidad de llevar a cabo estudios interculturales con procedimientos no sesgados:
One of the most interesting and provocative ideas that have been put forward in the relevant
literature is the possibility of identifying a set of fundamental human emotions, universal,
discrete, and presumably innate; and that in fact a set of this kind has already been identified.
According to Izard and Buechler (1980, p.168), the fundamental emotions are (1) interest, (2)
joy, (3) surprise, (4) sadness, (5) anger, (6) disgust, (7) contempt, (8) fear, (9) shame/shyness,
and (10) guilt.
I experience a certain unease when reading claims of this kind. If lists such as the one above are
supposed to enumerate universal human emotions, how is it that these emotions are all so neatly
identified by means of English words? For example, Polish does not have a word corresponding
exactly to the English word disgust. What if the psychologists working on the “fundamental
human emotions” happened to be native speakers of Polish rather than English? Would it still
have ocurred to them to include “disgust” on their list? And Australian Aboriginal language
Gidjingali does not seem to distinguish lexically “fear” from “shame”, subsuming feelings
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 232
kindred to those identified by the English words fear and shame under one lexical item (Hiatt,
1978, p.185). If the researchers happened to be native speakers of Gidjingali rather than English,
would it still have ocurred to them to claim that fear and shame are both fundamental human
emotions, discrete and clearly separated from each other? [J.A. RUSSELL (1991:428)].
Aunque la evidencia que aporta J.A. RUSSELL (1991) acerca del sesgo anglomorfo de los
conceptos que se pretenden universales es profusa además de flagrante, nos limitaremos a
recoger los ejemplos que consideramos más clarificadores para no distraer al lector con
erudición innecesaria, que fácilmente puede contrastar mediante el acceso a las referencias
bibliogáficas.
Así, en relación con el segundo punto, existen estudios tanto desde la antropología lingüística
como cognitiva que ponen de manifiesto que no hay una diferencia clara entre los conceptos
enfado y tristeza en muchas culturas no occidentales. Es el caso, por ejemplo, de los Buganda
de Uganda, que hablan una lengua denominada lugandés. Russell recoge los estudios de J. H.
Orley y de J. R. Davitz al respecto, y ambos coinciden en que los límites entre enfado y tristeza
o pena son bastante difusos. En concreto, Davitz llevó a cabo un experimento con adolescentes
americanos y bugandeses, que consistió en pedir a los miembros de ambos grupos que
describiesen un incidente en sus vidas que les hubiese hecho enfadar. Es preciso señalar que los
sujetos bugandeses eran bilingües lugandés-inglés. El resultado de la prueba fue que
aproximadamente un tercio de los bugandeses mencionó que había llorado durante el incidente,
mientras que ninguno de los americanos lo hizo. Tal diferencia se manifestó, además,
independientemente de la lengua en que los adolescentes bugandeses llevasen a cabo su
descripción. Parece, por tanto, que nos estamos enfrentando a diferencias sutiles en la estructura
conceptual, más que a cuestiones puramente léxicas.
Lo mismo parece ocurrir en el caso de los Ilongot, un grupo étnico de Filipinas que dispone de
una palabra (liget) para designar un concepto que se solapa parcialmente con el nuestro de
enfado (en realidad, con el inglés anger, pero traducimos al español los términos porque
consideramos que la equivalencia entre ambas lenguas es bastante aproximada), pero que, en la
práctica, es mucho más amplio, y abarca un rango de emociones que incluyen la tristeza.
Veamos lo que dice uno de los estudios más exhaustivos de que disponemos al respecto. Data
de 1980, su autor es M. Z. Rosaldo, y la referencia que recogemos la hemos extraído, como el
resto, de J.A. RUSSELL (1991:432):
I began to see in a term that I had understood initially to mean no more than anger a set of
principles and connections with elaborate ramifications for Ilongot social life. Liget can be
caused by insult or injury, but also by the death of a loved one. Liget can be manifested in
irritability or violence, but it also can be manifested in the sweat of hard work. Liget is shown
when a man hunts with courage and concentration or when a woman prepares a good meal. Liget
is a highly valued force, vital to social and personal lifexcvii.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 233
La misma amplitud conceptual puede detectarse tras la palabra song de los Ifaluk de
Micronesia:
Lutz (1980) translated song as justifiable anger, and the facial cues, situations, and tendency to
violence with song support this view. But song also indicates a state in which the person cries,
pouts, and inflicts harm on himself or herself, including suicide [J.A. RUSSELL (1991:432)].
Este grupo étnico proporciona otros ejemplos interesantísimos de inequivalencia conceptual que
pueden observarse indirectamente a través del léxico. Es el caso, por ejemplo, de conceptos que
para nosotros se encuentran tan perfectamente delimitados como sorpresa y miedo. Se ha
interpretado habitualmente que los Ifaluk no disponen de palabras para designar este tipo de
emociones cuando lo que ocurre, en realidad, es que disponen de una estructuración conceptual
de las mismas que implica el aspecto, es decir, la referencia al marco temporal en que acontece
el evento externo que desencadena la emoción. Estaríamos, por tanto, ante un caso inverso a los
anteriores, en el sentido de que, esta vez, son nuestros conceptos los más amplios.
Explicamos esta compleja estructura conceptual a continuación: mientras que nosotros podemos
sentirnos agradable o desagradablemente sorprendidos, los Ifaluk disponen de un término
específico para referirse a las sorpresas agradables (ker), mientras que las sorpresas
desagradables son designadas por medio del ítem léxico rus. Al mismo tiempo, rus designa
también las sensaciones naturalmente aparejadas a este tipo de sorpresas, en concreto el miedo
provocado por tener que enfrentarse a un acontecimiento inesperado y amenazante. Eso sí, las
emociones a las que nos hemos referido hasta ahora tienen lugar en el presente, o
psicológicamente son percibidas como tal. Para referirse al miedo que se siente ante
acontecimientos futuros potencialmente desagradables, los Ifaluk disponen de un término
específico: metagu. Sin embargo, nuestro concepto de miedo no hace distingos: comprende
tanto el miedo a lo presente como a lo futuro. De esta forma, parece que podríamos salvar las
diferencias mediante equivalencias establecidas por medio de conjunciones parciales, del modo
siguiente:
KER
RUS
SORPRESA
METAGU
MIEDO
ÍTEM LÉXICO IFALUK EMOCIÓN DESIGNADA EN ESPAÑOL
ASPECTO
Ker
Sorpresa agradable
Presente
rus
Sorpresa desagradable - Miedo
Presente
Metagu
Miedo
Futuro
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 234
Sin embargo, una clasificación como la anterior se hace imposible en otras ocasiones, como
vimos en el caso del Ilongot liget, y como sucede también con la palabra Ifaluk fago que, como
explica C. Lutz y recoge J.A. RUSSELL (1991:433), se refiere a un concepto que dibuja un
mapeado irregular sobre los disponibles en nuestra estructura conceptual, así:
Fago is felt when someone dies, is needy, is ill, or goes to a voyage, but also when in the
presence of someone admirable or when given a gift. Fago is used in some situations in which
English speakers would use love, empathy, pity, sadness, and compassion, but not in all such
situations.
Es decir, que no se trata de que “fago” sea un concepto tan amplio que englobe todos los
conceptos mencionados arriba, sino que engloba sólo algunos de los usos que nosotros haríamos
de los términos con que designamos tales conceptos, usos ligados a situaciones socioculturales
concretas (de nuevo, vemos aquí el peso del entorno cultural en la experiencia que da origen a
nuestros conceptos). De este modo, designa una realidad emocional totalmente distinta.
Lo mismo podríamos decir del concepto de amor, común a muchas lenguas indoeuropeas
occidentales (si no a su totalidad), que engloba tanto el amor platónico como el sexual. Lo que a
nosotros puede parecernos algo tan normal, para la mayor parte de culturas asiáticas resulta un
desvarío: por ejemplo, los Nyimba del Nepal disponen de dos palabras para designar lo que
consideran dos realidades emocionales diversas; y los Utku, una tribu inuit del Canadá,
distinguen también entre el tipo de amor que se siente por aquellos que necesitan protección,
como los niños pequeños o los enfermos, al que denominan naklik, y el amor que inspiran
aquellas personas que uno considera admirables o atractivas (niviuk). En ambos casos
encontramos, por tanto, una realidad amorosa cercana a la compasión, y otra próxima al deseo.
Tras examinar ejemplos como los anteriores, esperamos que el lector no sólo no sienta ya ni un
asomo de extrañeza ante la relativa eficacia del método del etiquetado forzoso, sino también que
le parezca natural cuestionar la validez de las pruebas de reconocimiento facial de expresiones
emocionales como evidencias concluyentes acerca de la equivalencia de los conceptos
emocionales entre culturas.
6.2.3. Emociones y pensamientos: juntos y en el hígado
Hasta el momento hemos aportado ejemplos que ponen de manifiesto las inequivalencias
existentes en la estructuración conceptual de emociones que la línea de pensamiento clásico en
antropología consideraba básicas y universales. Pero habíamos mencionado que este problema
afectaba también al propio concepto supraordenado de emoción. La metafísica neoplatónica y
racionalista occidental nos tiene acostumbrados a asumir la existencia de una clara dicotomía en
la que el pensamiento es un fenómeno de índole exclusivamente racional que tiene lugar en la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 235
cabeza (aunque en última instancia remite a un fenómeno de naturaleza incorpórea, cuasidivina, de orden superior), por oposición a la emoción, fenómeno corporal cuya sede se sitúa
simbólicamente en el corazón (metáfora plenamente vigente en la actualidad).
Al establecer como estándar de referencia para el estudio intercultural de este dominio el
término inglés emotion, los investigadores estaban asumiendo, esperamos que sin mala fe, una
noción sesgada del fenómeno de estudio, que presupone que éste existe a priori como una
realidad conceptual universal. En pocas palabras: nos encontramos de nuevo con el ubicuo
resbalón epistemológico de la naturalización, entificación o reificación de los fenómenos
(llámese como se prefiera). Por el contrario, la función de todo estudio con un planteamiento
intercultural debería ser, en primer lugar, preguntarse si los fenómenos que van a ser estudiados
ostentan el mismo estatus conceptual en todas las culturas interrogadas. Así, un estudio
intercultural sobre la emoción llevado a cabo por sujetos angloparlantes debería examinar si las
culturas no angloparlantes implicadas establecen los mismos límites en torno al concepto que
los hablantes de referencia, en lugar de asumir que puede emprenderse el estudio de una
realidad conceptual perfectamente delimitada.
En relación con esta cuestión, J. A. RUSSELL (1991:429-430) ofrece también una serie de
evidencias que podemos clasificar (algo que el autor no hace) en orden de creciente grado
subversivo con respecto al concepto occidental de emoción:
1) En primer lugar están los casos de diferencias más bien leves, como el del japonés. El
dominio conceptual a que se refiere la palabra jodo, que se considera el equivalente de
la inglesa emotion, hace referencia a lo que los occidentales consideramos emociones
básicas típicas, pero también incluye otros fenómenos sobre cuya clasificación no existe
un total acuerdo, como por ejemplo consideración, motivación, fortuna…es decir, la
acción (física o verbal) considerada (respetuosa o amable) con respecto a otro, el
sentimiento de motivación para la realización de una tarea, o el ser o saberse
afortunado, por ejemplo, que no es lo mismo que ser feliz.
2) En segundo lugar, podemos mencionar los casos que no disponen de un concepto
supraordenado de emoción como tal, lo que no quiere decir que no dispongan de
términos básicos para designar estados emocionales concretos. Este parece ser el caso
de los tahitianos, según documenta R. I. Levy en un estudio de 1984. Sin embargo, este
autor se ha atrevido a hipotizar que el concepto de emoción, aunque no disponga de un
ítem léxico que lo designe, parece estar implícito en el pensamiento tahitiano. De este
modo, Levy señala una serie de rasgos comunes que parecen caracterizar ciertos estados
internos como emocionales: a) se originan en los intestinos; b) implican a la totalidad de
la persona; c) suelen conducirla a la acción y d) suelen tener consecuencias en el
entorno físico y sociocultural.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 236
Otro ejemplo que llama la atención sobre las dimensiones socioculturales de la emoción,
desligándola de lo interno y proyectándola hacia los ámbitos de la interacción social, lo
encontramos en un grupo étnico centroafricano, los Fulani. Esta tribu dispone de una
palabra (semteende), que durante mucho tiempo se tradujo como equivalente del término
vergüenza. Sin embargo, estudios posteriores han demostrado que su uso depende no tanto
de los sentimientos de la persona en cuestión, como de la confluencia de circunstancias
externas en que tal persona se halle. Es decir, las personas se encuentran en estado de
vergüenza según lo determine el código sociocultural, independientemente de si la sienten
realmente o no. Podríamos hallar un paralelismo en el contexto occidental actual si la
palabra culpable se utilizase únicamente en referencia a la culpa legal, y dispusiéramos de
otro ítem léxico para designar el sentimiento de culpa. Así, por ejemplo, alguien puede ser
legalmente culpable de haber matado a alguien, y no sentirse culpable en absoluto si lo hizo
en defensa propia o si creía firmemente que tal persona merecía morir, aunque no pueda
demostrar ninguna de ambas cosas.
De modo similar, y aún a riesgo de simplificar una materia tan compleja como el código de
honra del teatro barroco españolxcviii , podemos aventurar que tal concepto se encontraba
definido mucho más en función de lo que dictaminaba el decoro social, que de los
auténticos sentimientos de los implicados. En efecto, el padre que se ve en la obligación de
matar a su hija (quien, a pesar de haber sido violada por un caballero, carga igualmente con
el peso de la deshonra familiar), habitualmente se siente más apesadumbrado que
deshonrado, como ponen de manifiesto muchas obras de la época. Sin embargo,
técnicamente se encuentra en situación de semteende, y tiene que repararla del modo que
dictamina la normativa social, independientemente de que sienta o no vergüenza alguna o
de que le embargue la compasión por su hija.
Obviamente, como detallaremos más adelante cuando entremos a examinar las bases
neurobiológicas de la emoción, lo normal es que las personas que se han desarrollado en un
entorno sociocultural determinado experimenten ciertas emociones desencadenadas por
ciertas situaciones externas. Pero aun así, las emociones secundarias y los sentimientos
elaborados (como los asociados al código de honra o al del amor cortés) pueden resultar,
como mínimo, conflictivos cuando obligan al ser humano a renegar de otros más básicos,
que dependen de circuitos neuroendocrinos de regulación orgánica vitales para la
supervivencia de la especie (como el instinto de protección de la prole, que parece estar
ligado a la presencia del neurotransmisor oxitocina, que genera vínculos de apego
emocional muy fuertes). La comedia barroca ilustra una situación en la que los códigos para
el mantenimiento del orden grupal atentan brutalmente contra ciertas emociones primarias
y, sin embargo, son respetados porque, en el nuevo orden de cosas creado por la cultura, se
perciben como los auténticos pilares de la supervivencia de la estirpe familiar: una familia
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 237
noble deshonrada no tenía posibilidades de seguir existiendo como tal en la sociedad
española de aquella época, a no ser que reparase la ofensa mediante una ofrenda de sangre.
Así, se sacrifica al individuo en beneficio del abolengo familiar y se salvaguarda el absurdo
orden social.
3) Finalmente, tendríamos un tipo de casos que subvierten totalmente el planteamiento de la
dicotomía occidental entre emoción y pensamiento. Se trata, en concreto, de dos grupos de
habitantes de Malasia, los Chewong y los Temiar, quienes establecen una división conceptual
entre estados internos y externos, en lugar de hacerlo entre lo racional y lo emocional. De este
modo, conciben pensamientos y emociones como un mismo tipo de fenómeno (interno), que los
Chewong sitúan en el hígado, y los Temiar en el corazón. En contraposición, los fenómenos
procedentes del organismo pero proyectados hacia el exterior, es decir, los relacionados con la
comunicación y el lenguaje, se sitúan en la cabeza para ambas culturas. Así pues, para estas
gentes, emoción y pensamiento no sólo constituyen una misma categoría conceptual, sino que
son fenómenos de la misma índole profundamente arraigados en el cuerpo.
6.2.4. Interpretar la evidencia
6.2.4.1. Introducción
Los datos lingüísticos aportados por numerosos estudiosos de la conceptualización de
emociones (de los cuales sólo hemos ofrecido aquí una pequeñísima parte), parecen apuntar al
hecho de que existen diferencias significativas en la estructuración conceptual de los fenómenos
de tipo emocional entre gente de diferentes culturas que habla lenguas diferentes. Hemos visto
que ni el término inglés emotion (aunque nosotros tengamos un equivalente exacto), ni los otros
incluidos en las listas de emociones básicas supuestamente universales se encuentran presentes
en todas las culturas. Y hemos recogido también algún caso (como el del Ilongot liget o el del
Ifaluk fago) de términos léxicos para los que se creía que había equivalentes exactos hasta que
se emprendieron estudios en profundidad sobre el terreno. En la misma dirección apuntan los
desacuerdos encontrados entre hablantes de lenguas indoeuropeas y no indoeuropeas sobre la
asignación de etiquetas emocionales a ciertas expresiones faciales comúnmente asociadas con el
miedo, el enfado, la tristeza y el desagrado.
Sin embargo, no sería honesto, ni tampoco realista, ocultar que también disponemos de
evidencias de las similitudes existentes a la hora de conceptualizar muchas categorías
emocionales. La visión clásica de la antropología, responsable de las listas de emociones
panhumanas, no puede ser tan miope como para estar completamente errada. No poco hay de
verdad en ella como, por otra parte, manifiestan también las tablas estadísticas recogidas más
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 238
arriba, que contienen los porcentajes de acuerdo entre sujetos de diferentes culturas a la hora de
asignar etiquetas emocionales a las expresiones faciales.
Lo que hemos querido poner de manifiesto, por tanto, porque suele pasarse por alto, es que el
terreno de la conceptualización emocional intercultural no puede homogeneizarse burdamente,
que la cultura juega un papel importante como una variable más de las implicadas en la
emergencia de un sistema conceptual concreto. Una idea que hemos perseguido a lo largo de
este trabajo. Como señalaba E. ROSCH (1978:29), el papel que el sistema conceptual ya
existente en una sociedad determinada juega en la selección de lo que serán o no los atributos
relevantes para la generación de un concepto en ese mismo nicho sociocultural es algo que no
puede ignorarse. En otras palabras, no sólo nuestras características neurofisiológicas de especie
constriñen la estructura de nuestra percepción, sino que también lo hacen las características del
sistema sociocultural en el que nos hallamos inmersos. Así pues, el sistema conceptual que
emerge de la interacción de un organismo humano en el mundo es una estructura dinámica y
compleja que integra variables tanto materiales (hardware neurofisiológico, cuerpo y entorno
físico), como intangibles (sistemas conceptuales preexistentes). En este sentido, no podemos
olvidar que:
emotion concepts are embedded in a system of beliefs about psychological and social processes.
This system has been called a “cognitive model”, “folk theory of mind”, “ethnopsychology” (…)
Similarities and differences in emotion concepts may be but the tip of the iceberg, where the
iceberg would be similarities and differences in the folk theory of mind, of self, of society, of
nature, and so forth [J.A. RUSSELL (1991:445)].
En relación con esto, en 4.2.2. explicamos el modo en que, a escala ontogenética, el sentido
común (es decir, la batería de conocimientos, supuestos y creencias que cada uno de nosotros
maneja), se encontraba neuralmente instanciado, así que no abundaremos más en ello. Lo que sí
haremos, porque lo consideramos pertinente en relación con la anterior afirmación, es introducir
brevemente una tríada de modelos abstractos que pretenden ser una propuesta explicativa de la
conceptualización emocional capaz de dar cuenta de las evidencias antropológicas y lingüísticas
recogidas hasta el momento. Estos modelos se encuentran muy relacionados, por otra parte, con
las nociones de prototipicidad y de primacía psicológica de la categorización de nivel básico
que hemos explorado en el capítulo anterior.
6.2.4.2 El modelo vertical de J. O. Boucher
En un artículo titulado “Culture and Emotion”, que data de 1979, J. O. Boucher propone una
explicación de las evidencias expuestas hasta el momento (así como de muchas otras de la
misma índole que no hemos recogido aquí) en términos muy próximos a los sintetizados por E.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 239
ROSCH (1978) en un artículo que se publicó justo un año antes, que llevaba por título
“Principles of Categorization”, y al que nos hemos referido en este trabajo ya en varias
ocasiones. En este último, la investigadora se refiere a los sistemas de categorías como
realidades abstractas estructuradas en torno a dos dimensiones, a saber:
1) Una dimensión vertical, relacionada con el grado de inclusividad (o de abstracción) de las
categorías (es decir, la dimensión en que varían “cosa”, “mueble”, “armario” y “armario
ropero”); y
2) una dimensión horizontal, relacionada con los límites entre categorías pertenecientes a un
mismo nivel de abstracción (esto es, la dimensión en que varían “armario”, “silla”, “mesa”,
“sofá”, “cómoda”, etc.).
Pues bien, como decíamos, el objetivo de Boucher es proporcionar una explicación de la
variación intercultural documentada por la evidencia lingüística sin renunciar al postulado de la
existencia de categorías básicas panhumanas. Para ello, propone concebir el dominio de la
emoción como una jerarquía vertical de categorías, lo que E. ROSCH (1978:30), denomina
taxonomía:
A taxonomy is a system by which categories are related to one another by means of class
inclusion. The greater the inclusiveness of a category within a taxonomy, the higher the level of
abstraction. Each category within a taxonomy is entirely included within one other category
(unless it is the highest level category) (…). Thus the term level of abstraction within a
taxonomy refers to a particular level of inclusiveness.
Como acabamos de ver, en el dominio de los objetos esto puede ejemplificarse con facilidad
con la jerarquía “mueble”> “armario”> “armario ropero”, o bien “fruta”> “manzana”>
“manzana golden”, o cualquier otra que se nos ocurra. Lo importante es que cada una de las
categorías subsiguientes en la jerarquía está incluida en la anterior y, por tanto, es menos
abstracta (o, si se quiere, más específica). Según Boucher, los términos ingleses para designar
categorías emocionales se ajustan perfectamente a este patrón, como pone de manifiesto la
jerarquía “emotion”> “love”> “romantic love”, en la que el primero sería el término
supraordenado, y el nivel siguiente se correspondería con lo que tanto E. ROSCH (1978), como
B. BERLIN (1978) y Roger Brown [G. LAKOFF (1990:31)] habían descrito como nivel básico de
categorización (cfr. epígrafe 5.3.1.). Las supuestamente universales 7±2 emociones de la lista
pertenecerían a ese nivel básico. Cada una de ellas se encontraría, sin embargo, subdividida en
tipos más específicos en el subsiguiente nivel de categorización, como “amor romántico”, frente
a “amor platónico”, por ejemplo. Lo que viene a decir Boucher es que tanto el nivel básico
como el supraordenado son universales, mientras que el nivel más específico depende
totalmente de variables culturales.
A estas alturas, al lector no se le escapará que este intento explicativo no carece de problemas,
como por ejemplo las evidencias que acabamos de aportar acerca de la inequivalencia del
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 240
propio concepto de emoción en todas las culturas, por no hablar de la inexistencia en algunas de
ellas de términos para designar las emociones que el inglés considera básicas y claramente
delimitadas (las de la lista). Lo que sí le permitiría explicar, por el contrario, es la evidencia
lingüística que dice que en inglés existen unas dos mil palabras para designar tipos de
emociones diferentes. El hecho de que unos doscientos de tales términos se encuentren en el
léxico de uso común de los angloparlantes no deja de contrastar con las clasificaciones que
pretenden establecer la existencia de tan sólo nueve (como máximo) emociones básicas. Y sí, el
modelo de Boucher soluciona este problema: la mayor parte de las palabras designarían
emociones del nivel de categorización más específico, que sería exclusivo para cada una de las
lenguas existentes.
6.2.4.3. Los modelos cognitivos y los puntos focales de R. I. Levy
En un artículo que data de 1984, R. I. Levy [J.A. RUSSELL (1991:441)] propone una explicación
de la variabilidad intercultural de los conceptos emocionales que se parece en su núcleo
fundamental a la de Boucher, en el sentido de que también Levy defiende la existencia de un
número limitado de emociones panhumanas, y se apoya en una jerarquía vertical de
clasificación inclusiva donde la variación intercultural se situaría en los niveles inferiores (más
específicos) de la misma.
Sin embargo, la de Levy es una propuesta enriquecida, y por eso la mencionamos aquí. En
primer lugar, Levy utiliza la noción de modelo cognitivo para explicar el modo en que cada
cultura estructuraría cada concepto emocional concreto. Así, pretende dar cuenta de las
diferencias entre culturas que distinguen muchos subtipos de algún concepto, y las que no lo
hacen: aquellas sociedades en las que el modelo cognitivo para una emoción es elaborado, lo
habrían hipercognizado, lo que quiere decir que atesorarían mucho conocimiento sobre el
mismo, que se trataría de un dominio muy estructurado. Por el contrario, cuando el modelo
cognitivo existente para una determinada emoción es pobre en una sociedad concreta, se dice
que está hipocognizado.
Lo anterior debería retrotraer al lector a una idea que expusimos en 5.3.1. en relación con el
trabajo de B. BERLIN (1978). En efecto, dijimos entonces que este autor insistía en la
importancia de la trascendencia que una categoría alcanza en una determinada cultura a la hora
de seleccionar el nivel de abstracción que una comunidad de hablantes entenderá como básico.
Pero no sólo eso, dijimos también que Berlin señalaba lo que a su juicio eran dos fuentes
culturales de no universalidad, es decir, dos maneras en que la cultura podía influir en nuestras
capacidades panhumanas de conceptualización, a saber: la infrautilización, y la especialización.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 241
En el dominio de la botánica, la infrautilización se ponía de manifiesto cuando los urbanitas
utilizaban árbol como concepto genérico.
Pues bien, para Levy, la infrautilización de las capacidades humanas de conceptualización
(hipocognización, en sus propios términos) se manifestaría en aquellas lenguas que no
distinguen ciertos tipos de emoción básica de modo específico, sino que la engloban en
conceptos más amplios. Este sería el caso de los tahitianos, quienes utilizan una expresión que,
hasta los estudios de Levy, se creía equivalente al concepto que designa nuestra tristeza, para
referirse a otros estados próximos a lo que nosotros entendemos como fatiga, melancolía o
depresión, es decir, estados que implican un cierto tipo de malestar físico.
Por el contrario, la especialización se produce cuando las culturas hipercognizan ciertas
emociones, generando muchos subtipos de las mismas, como cuando los tahitianos distinguen
ciertos tipos de miedo, como el que se siente ante un fantasma (mehameha), de otros muchos.
Levy completa su explicación haciendo uso de una noción con la que el lector de este estudio se
encuentra también familiarizado, la de mejor ejemplo (focal point). En efecto, esto debería
recordarle de inmediato el trabajo de Brent Berlin y Paul Kay [G. LAKOFF (1990:24-26)] que
hemos comentado en este mismo capítulo: Basic Color Terms. Recordemos que se trata de un
estudio cuyo objetivo principal consistía en falsar la hipótesis de que la conceptualización que
los seres humanos llevamos a cabo de los colores básicos es arbitraria. Para ello, el trabajo
trataba de hallar un patrón universal para las categorías de color que fuera más allá de las
diferencias interculturales en los términos empleados para su designación.
Basándonse en este modelo, Levy trata de aplicarlo al dominio de la emoción sugiriendo la
existencia de límites difusos, no coincidentes entre culturas, para los conceptos emocionales,
pero puntos focales coincidentes. Así, por ejemplo, el concepto Ilongot liget, del que hemos
ofrecido una detallada descripción unas páginas más arriba, para Levy “seems to include a
broader range of states than does “anger” [but] (…) they might have the same focal point,
perhaps a prototypical furious reaction” [J.A. RUSSELL (1991:441)].
El lector que recuerde la riqueza y complejidad de los usos de este término, la versatilidad de
los entornos y situaciones sociales en los que puede ser aplicado, probablemente no estará de
acuerdo con tal afirmación: se entiende que una reacción furiosa pueda ser el punto focal
aglutinante de situaciones como el insulto, la agresión física, e incluso la muerte de un ser
querido, pero cuesta más entender en qué sentido la furia puede acompañar a una mujer que
prepara un buen almuerzo o a un hombre que trabaja duroxcix. Los puntos focales deberían
entonces ser muchos más para ciertos conceptosc, como cuando el término Ifaluk fago se
corresponde en ocasiones con lo que nosotros denominaríamos amor, y en otros tristeza, y en
otros empatía, y en otros lástima…
Creemos que esto se debe a que el dominio de la emoción es de por sí más complejo que el del
color. Y no porque para ella no existan unas bases neurobiológicas concretas (aunque de ellas
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 242
no se sepa tanto como de los mecanismos de percepción visual), sino porque constituye un
sistema en el que interviene un gran número de variables que todavía no hemos conseguido
sistematizar. El mundo del hecho físico externo se está quieto hasta cierto punto y, con tesón,
permite cuantificarlo, diseccionarlo. Esto no ocurre así con los organismos biológicos, y mucho
menos con el más complejo de todos ellos: el ser humano. Categorizar la emoción (un
fenómeno interno que emerge de un organismo dinámico y complejo en interacción con un
entorno también dinámico y que, a su vez, es en gran parte producto de la interacción de tal
organismo con otros tan complejos como él), no es lo mismo que categorizar el espectro de
color, susceptible de ser reflejado en una tabla de celdillas sobre las que se puede poner el dedo.
6.2.4.4. La hipótesis de los guiones de J. A. Russell
Tras la revisión exhaustiva de la evidencia procedente de los estudios de antropología
lingüística y cognitiva, así como de los experimentos de etiquetado emocional de expresiones
faciales, J. A. RUSSELL (1991:442-444) propone una explicación de los datos compilados en
términos de guiones (scripts).
Técnicamente, un guión es una estructura de conocimiento para un tipo de suceso, en el que tal
suceso se concibe en términos de subacciones o subsucesos. Aplicado al ámbito de la emoción,
un guión de un concepto emocional consistiría en la secuencia prototípica de acontecimientos
que solemos tener asociada a la experimentación de la emoción en cuestión. En relación con
esto, Russell llama acertadamente la atención sobre la extrañeza que, a primera vista, puede
producirnos el hablar de emociones en términos de secuencias estructuradas de acontecimientos,
porque solemos concebirlas más bien como entes amorfos, como cosas que nos sobrevienen de
manera incontrolable todas a la vez. Como señala el autor:
According to the script hypothesis, categories of emotion are defined by features. The features
describe not hidden essences but knowable subevents: the causes, beliefs, feelings, physiological
changes, desires, overt actions, and vocal and facial expressions [J.A. RUSSELL (1991:442)].
De este modo, la emoción se concibe como un fenómeno en cuya emergencia convergen
parámetros tanto fisiológicos y físicos (los cambios en el estado orgánico, las configuraciones
faciales, las acciones que lleva a cabo el individuo, los hechos externos que correlacionan con el
estado emocional) como mentales (creencias, sentimientos, deseos). En efecto, la emoción es un
dominio en el que se pone de manifiesto la compleja interacción entre el medio externo e
interno del organismo en que acontece, lo que veremos en detalle en el capítulo 7. Por otra
parte, Russell reconoce que el grado de especificidad de los rasgos que componen los guiones es
una cuestión que todavía ha de ser sometida a estudio empírico, y que es muy posible que
distintas personas, incluso de una misma cultura, puedan tener guiones sutilmente diferentes
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 243
para una misma emoción, dependiendo de su experiencia individual, lo que tiene mucho sentido
en el marco teórico propuesto en este trabajo.
A pesar de esta manifiesta necesidad de desarrollo ulterior, la propuesta de este estudioso nos
parece interesante como explicación abstracta de los conceptos emocionales por la relación que
presenta con la teoría de prototipos de E. ROSCH (1978) que, como afirma G. LAKOFF (1990:21)
y estamos tratando de poner de manifiesto aquí, “generalizes to the linguistic as well as the non
linguistic aspects of mind”. Así, un guión sería a un acontecimiento (en este caso de tipo
emocional) lo que un prototipo sería a un objeto.
La hipótesis de Russell se asemeja a la teoría de Rosch en el hecho de que concibe las
categorías emocionales como difusas y graduales, es decir: no sólo es que no tengan límites
claros entre ellas, sino que la clasificación de un acontecimiento emocional concreto como
ejemplo de una u otra es una cuestión de grado. En efecto, mientras que en algunos casos todos
podemos decir claramente que experimentamos enfado o tristeza, en otras ocasiones nuestros
sentimientos tienden a solaparse y a no constituir un ejemplo prototípico de nada (lo que hace
que veamos incrementada la dificultad para hacernos entender a través de palabras).
Lo que nos permite hacer la hipótesis de los guiones de Russell, es concebir los conceptos
emocionales en términos de mayor abstracción o especificidad según sus guiones sean más o
menos detallados. Esto no está nada lejos de la noción de taxonomía propuesta por E. ROSCH
(1978:30). Como vimos, la inclusividad no se refiere a otra cosa que al grado de abstracción de
un concepto. Así, a mayor amplitud o abstracción de los conceptos, los guiones que
propongamos para ellos habrán de ser más generales, para poder dar cabida a un rango mayor de
fenómenos, como hemos visto que ocurre en ciertas culturas que designan con un único término
estados emocionales que en otras se encuentran perfectamente discriminados. Esto querría decir
que en estas últimas, los guiones para esas emociones son más específicos y abarcan tan sólo un
rango bien definido de fenómenos.
A continuación ofrecemos un guión para el concepto inglés anger, elaborado por Russell pero
basado parcialmente en la obra de G. LAKOFF (1990):
Como vemos, la secuencia de eventos recoge:
1) Un hecho externo que desencadena el estado emocional (una causa);
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 244
2) una manifestación física externa (configuración facial) de la emoción experimentada;
3) una descripción de los cambios fisiológicos internos experimentados;
4) una descripción del sentimiento interno experimentado (fenómeno cognitivo);
5) una descripción de las consecuencias que la acción ejecutada por el individuo debido al
estado emocional experimentado produce en el entorno.
Lo interesante de todo esto, es que nos puede ayudar a entender las variables culturales como un
continuo que va de lo culturalmente muy específico, a lo prácticamente pancultural.
Normalmente, allí donde se incrementa el peso de los factores neurobiológicos es donde
solemos hallar manifestaciones panhumanas o universales. Esto es así especialmente en el punto
3) para el que, además de nuestra experiencia fenomenológica, disponemos de la evidencia
procedente de los estudios de Ekman, Levenson y Friesen [G. LAKOFF (1990:406-408) y J. A.
RUSSELL (1991)], según la cual el pulso y la temperatura de la piel se elevan considerablemente
cuando la persona se enfada.
Por el contrario, los puntos 1) y 5), referentes a hechos externos observables (causa y
consecuencia) serían aquellos en que la influencia de la variable sociocultural se haría sentir con
más fuerza en la dinámica global del sistema conceptual. Como señala J. A. RUSSELL
(1991:444): “Culture can emphasize one cause or another. People can react emotionally to
different things in different cultures. Different causes can thus be incorporated into the meaning
of emotion-descriptive terms”. Como ejemplos ofrece, entre otros, el concepto tahitiano
mehameha, que ya hemos mencionado, en el que la causa del miedo experimentado por el sujeto
es un fantasma; el japonés ijirashi, que se refiere a un tipo de sentimiento causado por ver a
alguien superar un obstáculo meritoriamente (podría ser algo así como nuestro concepto
admiración, pero motivado exclusivamente por una causa concreta), o el alemán
Schadenfreude, utilizado para designar el sentimiento de regocijo que se experimenta a causa de
la desgracia ajena.
Y lo mismo pasaría con las consecuencias que la experimentación de la emoción desencadena,
como cuando los Pintupi, un grupo aborigen australiano, distinguen diferentes tipos de
sufrimiento en función de sus consecuencias: así, por ejemplo, el término watjilpa se refiere a la
preocupación que deviene en enfermedad física (algo así como nuestro calificativo
psicosomático). Por otra parte, el peso de la variable cultural suele determinar también aspectos
comportamentales asociados a la expresión emocional. Es decir, que la experimentación de la
emoción puede proyectarse en acciones del individuo hacia el entorno, o bien ser reprimida. En
relación con esto, J. A. RUSSELL (1991:444) pone como ejemplo los estudios etnolingüísticos de
Levy sobre el pueblo tahitiano, donde encontró veintiséis términos mediante los que se
designaba un estado emocional que no coincidía con su expresión externa: es decir, es como si
nosotros tuviéramos un término específico para referirnos al miedo que no se muestra, por
ejemplo. Y es que:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 245
According to P. Ekman (1972, 1980), different cultures establish different norms about the
control of emotional expressions. These “display rules” may dictate that at a funeral, for
example, grief should be inhibited, displayed, or exaggerated. Peoples of different cultures thus
expect different behavioral consequences of specific emotions [J.A. RUSSELL (1991:444)].
Antes de cerrar este epígrafe, nos gustaría insistir en el hecho de que la hipótesis de Russell nos
interesa como explicación teórica abstracta de nuestros conceptos para las emociones, no como
hipótesis del modo en que tales conceptos estarían representados en nuestro cerebro, por
supuesto. En 5.2.1. expusimos las razones que nos llevan a rechazar el enfoque proposicional de
representación del conocimiento. En efecto, no creemos que nadie acceda conscientemente a
este tipo de guiones en el momento de experimentar o categorizar una emoción de manera
experta. No creemos que estos guiones estén codificados de manera simbólica en ningún lugar
de nuestras mentes. Sin embargo, son un instrumento muy útil para poner orden en nuestro
conocimiento de las variables que confluyen en la emergencia de fenómenos experienciales tan
complejos como la emoción, donde se yuxtaponen experiencias del medio externo e interno, y
así poder vislumbrar dónde se encuentra el origen (local, situado) de las redes neurales en que se
instancian a nivel cerebral.
6.2.5. Contenido fisiológico y estructura conceptual
6.2.5.1. El lenguaje cotidiano refleja la sensación somática
Como se desprende de todo lo anterior, y señala J.A. RUSSELL (1991:441): “The existence of
basic emotions does not entail nor is entailed by the existence of universal categories for
understanding emotions”. En efecto, el hecho de que, como seres humanos con unas
características neurobiológicas comunes, experimentemos un mismo conjunto de estados
fisiológicos básicos, no implica que estructuremos cognitivamente tales estados de la misma
maneraci, y esto es así porque la apropiación consciente de nuestras experiencias emocionales
(que da lugar a lo que en el próximo capítulo denominaremos sentimiento) tiene lugar a escala
ontogenética, y en el proceso intervienen variables que van más allá de lo puramente
neurofisiológico, como creemos haber evidenciado con los datos aportados hasta el momento.
Sin embargo, de lo que sí estamos seguros es de que tanto la dimensión fisiológica como la
cognitiva (lo físico y lo mental) desempeñan un papel importante en el plano emocional.
Hacemos hincapié en esta idea porque durante mucho tiempo se ha sostenido que las emociones
estaban vacías de contenido conceptual. Por el contrario, y como señala G. LAKOFF (1990:337):
In addition to feeling what we feel, we also impose an understanding on what it is what we feel.
When we act on our emotions, we act not only on the basis of feeling but also on the basis of that
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 246
understanding. Emotional concepts are thus very clear examples of concepts that are abstract and
yet have an obvious basis in bodily experience.
Para ejemplificar lo anterior, este autor lleva a cabo un análisis exhaustivo del concepto inglés
anger, en el que pone de manifiesto el modo en que los efectos fisiológicos del enfado, tal y
como los experimentamos fenoménicamente, proporcionan la base (el término real) para una red
conceptual de metáforas y metonimias, que puede examinarse indirectamente a través de ciertas
expresiones idiomáticas que percibimos como lexicalizadas, debido a la profusión de su uso
cotidiano. Lo que subyace a este uso es, según Lakoff, un principio metonímico según el cual:
“The physiological effects of an emotion stand for the emotion”. De este modo, podemos
observar que las sensaciones de calor corporal, agitación, presión interna y, en casos extremos,
anulación del sentido común, del juicio (es decir, de las facultades normales de percepción y
razonamiento), tienen un reflejo directo (también en español) en expresiones metafóricas del
tipo de:
“Me hervía la sangre”; “No te acalores” > calor corporal
“No te excites; discutámoslo con calma” > agitación
“Cuando se lo dije, estalló” > presión interna
“Llegó a casa ciega de ira” > anulación de las facultades normales de percepción y
razonamiento
El hecho de que la conceptualización de los estados emocionales se sustente de manera tan
directa sobre las bases fisiológicas de los mismos y que esto se refleje en el idioma es, por otra
parte, algo que ha influido sin duda en la comprensión de las emociones como fenómenos
vacíos de estructura, como puras sensaciones corporales. El análisis de G. LAKOFF (1990: 380490) aporta evidencias de que, por el contrario: “emotions have an extremely complex
conceptual structure, which gives rise to a wide variety of nontrivial inferences” [G. LAKOFF
(1990:380)].
6.2.5.2. Especificidad de los estados emocionales
Si bien es cierto que la postura dominante en el ámbito de la psicología cognitiva ha concebido
tradicionalmente las emociones como fenómenos vacíos de estructura, no lo es menos que
también ha habido defensores de la postura contraria. Es el caso de S. Schachter y J. E. Singer
[G. LAKOFF (1990:406) y J.A. RUSSELL (1991)] quienes, en un artículo de 1962, sostenían que
las emociones eran algo puramente cognitivo.
Según estos autores, la base fisiológica de toda emoción sería un estado general de excitación
(arousal) por encima del umbral de normalidad: de este modo, las diferencias entre una y otra se
encontrarían determinadas por el estado cognitivo (una especie de esquema o marco mental de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 247
interpretación) en que el sujeto se halla en el momento en que el estado de excitación inhabitual
sobreviene. O, en pocas palabras: “which emotion one feels is simply a matter of what frame of
mind one is in” [G. LAKOFF (1990:407)].
Sin embargo, el estudio de Ekman, Levenson y Friesen que mencionamos un poco más arriba
(6.2.4.4.) arroja evidencias de que tanto el pulso como la temperatura de la piel varían de forma
significativamente diferente dependiendo de la emoción concreta que se experimente. En el caso
del enfado, dijimos que ambas variables se incrementaban, lo que casa a la perfección con los
resultados del análisis de Lakoff sobre la estructura de las expresiones metafóricas que
pretenden reflejar tal estado emocional: los términos léxicos hacían precisamente referencia al
aumento de la presión interna (sanguínea o muscular), y de la sensación de calor corporal y de
agitación.
En efecto, lo anterior parece apuntar a que nuestros conceptos emocionales están sólidamente
asentados sobre las sensaciones somáticas que experimentamos, es decir, que su estructura no es
arbitraria. Esta motivación fisiológica primaria parece tener, por otra parte, una continuidad
interlingüística, aunque es cierto que no disponemos de estudios suficientemente exhaustivos al
respecto. Lo que queremos decir es lo siguiente: si hipótesis como la de Schachter y Singer
fuesen acertadas y, por tanto, no hubiese motivación fisiológica específica para nuestros estados
emocionales, podríamos esperar que los términos lingüísticos seleccionados en las diferentes
lenguas para expresarlos metafóricamente hiciesen referencia a realidades completamente
arbitrarias: lo mismo daría el calor corporal que el pino del jardín. Sin embargo, esto no parece
ser así, las metáforas referidas al calor corporal, la presión interna y la sensación de agitación no
parecen ser accidentales; por el contrario, lo que sí parece es que nuestros conceptos
emocionales se encuentran “embodied via the autonomic nervous system and that the
conceptual metaphors and metonymies used in understanding [them] (…) are by no means
arbitrary; instead they are motivated by our physiology” [G. LAKOFF (1990:407)].
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 248
7. NEUROBIOLOGÍA DE LA EMOCIÓN Y LOS SENTIMIENTOS
El convencimiento racional por sí mismo no genera acción en el ser humano. Se necesita el
impulso de las emociones para decidirnos a dar un paso. Este principio está siempre presente en
la conducta cotidiana de los individuos ante las pequeñas cosas corrientes y rutinarias, como el
comprar y el consumir (...). De hecho, en la conducta humana no hay racionalidad absoluta ni
emoción en estado puro [J. COSTA (2005:13)].
7.1. Introducción
Acabamos de examinar una serie de estudios que nos conducen a pensar en las emociones como
fenómenos cognitivamente estructurados pero, a su vez, fuertemente motivados por nuestra
fisiología. Esta es precisamente la postura defendida por A. R. DAMASIO (2003) quien, al
dedicar el grueso de su labor investigadora a desentrañar las bases neurobiológicas de la
emoción, ha descubierto el complejo ensamblaje que esta presenta con las capacidades mentales
tradicionalmente consideradas superiores. De este modo, sus palabras nos sirven para expresar
sintéticamente una idea clave para el desarrollo de este trabajo:
Los niveles inferiores en el edificio neural de la razón son los mismos que regulan el
procesamiento de las emociones y los sentimientos, junto con las funciones corporales necesarias
para la supervivencia de un organismo. A su vez, estos niveles inferiores mantienen relaciones
directas y mutuas con prácticamente todos los órganos corporales, colocando así directamente el
cuerpo dentro de la cadena de operaciones que generan las más altas capacidades de
razonamiento, toma de decisiones y, por extensión, comportamiento social y creatividad. La
emoción, el sentimiento y la regulación biológica desempeñan su papel en la razón humana. Los
órdenes inferiores de nuestro organismo están en el bucle de la razón elevada [A. R. DAMASIO
(2003:11)].
Desde esta perspectiva, el cuerpo constituye un marco de referencia indispensable para los
procesos neurales que experimentamos como fenómenos mentales, y a esto nos referíamos en
5.3.2. cuando nos hacíamos eco de una cita del mismo autor en la que señalaba que “el cuerpo
contribuye al cerebro con un contenido” para, a continuación, prometer que nos ocuparíamos
más adelante de exponer las razones por las que creíamos que la emoción no era definible en
términos exclusivamente no físicos. Ahora ha llegado el momento de cumplir aquella promesa y
explicar la manera en que el cuerpo proporciona una materia básica para las representaciones
cerebrales relacionadas con la emoción y el razonamiento.
Por el contrario, la actitud predominante en la tradición occidental ha desestimado
insistentemente, y hasta no hace mucho, el hecho de que la emoción pudiera desempeñar algún
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 249
papel en los mecanismos de razonamiento humano salvo, claro está, el de ofuscarlos. No
podemos obviar aquí el comentario de E. ROSCH (1978:2-3) al respecto:
In trying to understand the processor, the nature of the questions asked again constrains the
answers we may derive. (...) questions about the nature of the processor have been bypassed. The
processor was assumed to be rational, and attention was directed to the logical nature of
problem-solving strategies. The “mature western mind” was presumed to be one that, in
abstracting knowledge from the idiosyncrasies of particular everyday experiences, employed
Aristologian laws of logic. When applied to categories, this meant that to know a category was to
have abstracted clear-cut, necessary, and sufficient criteriacii for category membership. If other
thought processes such as imagery, ostensive definition, reasoning by analogy to particular
instances, or the use of metaphors were considered at all, they were usually relegated to lesser
beings such as women, children, primitive people, or even to nonhumans. Within this tradition,
developmental psychology, particularly under the influence of Piaget, has been the study of the
acquisition of rationality. Learning theory has been the study of the acquisition of Aristotelian
structures (...). And the psychological investigation of group differences, whether cultural or
social, has focused on the issue of why “they” are not as able to abstract as “we”.
Sin embargo, no es así como parece funcionar la mente de un sujeto adulto cualquiera, a saber:
con una racionalidad intocada e impecable. Por el contrario, existen estudios que muestran el
modo en que factores emocionales se encuentran sutilmente implicados en la toma de
decisiones, tanto triviales como de máxima trascendencia. En concreto, B. SCHWARTZ (2005:
73-74) recoge un experimento que se desarrolla del modo siguiente:
1) En primer lugar, a los sujetos se les pide que se pongan en el lugar de un médico que trabaja
en un pueblo aislado de un país en vías de desarrollo, en el que se desata una epidemia mortal.
Se les dice que en el pueblo hay seiscientas personas. A continuación, deben elegir entre dos
posibles tratamientos:
a) El tratamiento A salvará con seguridad la vida de doscientas personas.
b) El tratamiento B puede que las salve a todas, pero sólo tiene un tercio de
posibilidades de hacerlo. Si no funciona, morirán todas.
La abrumadora mayoría de los encuestados eligió el tratamiento A. Preferían salvar menos vidas
con toda seguridad antes que arriesgarse a no salvar ninguna.
2) La segunda etapa del experimento consistió en plantear a los mismos sujetos dos soluciones
(aparentemente) diferentes:
c) Un tratamiento C, con el que morirían exactamente cuatrocientas personas.
d) Un tratamiento D, que presenta un tercio de posibilidades de que no muera nadie, y
dos tercios de posibilidades de que mueran todos.
En este caso, la mayoría de los sujetos eligió, paradójicamente, el tratamiento D. Preferían
elegir la posibilidad de salvar a todos, aunque fuera nimia, antes que elegir la muerte segura de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 250
cuatrocientos individuos. Sin embargo, no eran conscientes de que esto era exactamente lo que
habían hecho al elegir el tratamiento A.
Por tanto, ni leyes aristótelicas, ni estrategias lógicas de resolución de problemas, ni algoritmos,
sino percepciones subjetivas del riesgo (e implicaciones emocionales y morales de las mismas)
son lo que parece influir de manera decisiva en nuestros procesos de razonamiento y de toma de
decisiones habituales. Como señala A. R. DAMASIO (2003:62) “la razón aparentemente normal
puede verse perturbada por sesgos sutiles arraigados en la emoción”.
7.2. Imágenes sensoriales
Los seres humanos somos organismos complejos: en nuestra interacción con el medio y con los
otros organismos que lo pueblan, hacemos mucho más que generar las respuestas externas que,
colectivamente, se denominan comportamiento. Por el contrario, generamos también respuestas
internas, algunas de las cuales constituyen imágenes (no sólo visuales, sino también auditivas,
olfativas, somatosensoriales, etc) que son la base de nuestros fenómenos mentales. Pero, ¿cuál
es la explicación neurobiológica de este proceso? Nosotros ya hemos explicado con cierto
detalle en el capítulo 3 la neurobiología de nuestro sistema visual. Por otra parte, en el capítulo
5 abordábamos las bases neurales de los procesos de conceptualización humana, aunque no
hayamos descendido en ese caso a los niveles microestructurales. Como señala A. R. DAMASIO
(2003:92-93) nos encontramos, de hecho, ante
el meollo de la neurobiología (...) el proceso mediante el cual las representaciones neurales, que
consisten en modificaciones biológicas creadas mediante aprendizaje en un circuito neuronal, se
convierten en imágenes en nuestra mente: el proceso que permite que cambios
microestructurales invisibles en los circuitos neuronales (en los cuerpos celulares, en las
dendritas y axones y en las sinapsis) se transformen en una representación neural, que a su vez se
convierte en una imagen que cada uno de nosotros siente que le pertenece.
A estas alturas, el lector ya habrá comprendido que defendemos que las imágenes sensoriales
(es decir, las imágenes mentales, sea cual sea su modalidad perceptiva original) son la materia
prima en que permanecen ancladas las redes neurales que dan lugar a nuestros conceptos más
abstractos. Por ello, y porque la emoción es también un tipo de imagen sensorial referida al
cuerpo, conviene que proporcionemos unas nociones básicas sobre la estructura general de los
sistemas sensoriales que generan tales imágenes, antes de dar el salto a niveles superiores de
abstracción. A ello nos disponemos.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 251
7.2.1. Tipos de percepción y rutas de interconexión
Los sistemas sensoriales son una especie de cadenas de neuronas que vinculan la periferia
exterior o interior de nuestro cuerpo con la médula espinal, el tallo cerebral o troncoencéfalo, el
tálamo (del que dijimos al estudiar la estructura del sistema visual que se trataba de la principal
estación de relevo sensorial del encéfalo) y la corteza cerebral. Estos sistemas son los
responsables de que dispongamos de las percepciones atribuidas a los cinco sentidos clásicos
(vista, olfato, gusto, audición y tacto), pero también de la propiocepción (es decir, la percepción
de la propia posición y movimientos corporales), así como de la nocicepción (percepción del
dolor). Del mismo modo, otras cadenas de neuronas están especializadas en la detección de
modalidades sensoriales interoceptivas, como la presión arterial, la temperatura, la
concentración de hormonas y glucosa en sangre, etc.
Por tanto, existirían tres categorías o tipos de percepción [D.P. CARDINALI (2007:97)], a saber:
1) la exterocepción, de naturaleza consciente;
2) la propiocepción, con componentes tanto conscientes como inconscientes, y
3) la interocepción, de naturaleza primordialmente inconsciente.
Sin embargo, cerebro y cuerpo cuentan también con otra vía de comunicación importantísima
además de la neural, que es la constituida por el torrente sanguíneo, a través del cual viajan
señales químicas en forma de hormonas y neurotransmisores. De estos últimos, A. R. DAMASIO
(1993:115) dice que son “mecanismos reguladores básicos [que] funcionan a nivel encubierto y
nunca son directamente cognoscibles por el individuo en cuyo interior operan”.
De este modo, el SNC (Sistema Nervioso Central) dispone de una representación detallada de lo
que ocurre tanto en el exterior como en el interior de nuestro cuerpo. Comprender esto ha
constituido un avance importantísimo, porque nos permite explicar, entre otras cosas, por qué
ciertas modificaciones de la emocionalidad pueden ser los primeros síntomas detectables de
algunas enfermedades como el cáncer. Veamos cuál es la explicación neurobiológica de este
tipo de procesos.
7.2.2. La mente y la carne
Las pautas neurales críticas para la supervivencia (es decir, las que constituyen una dotación
genética de especie, o filética) se localizan en circuitos del tallo cerebral y del hipotálamo
dependientes del sistema nervioso autónomo (SNA). En concreto, el hipotálamo es clave en la
regulación de las glándulas endocrinas y en la función del sistema inmune. De hecho, sistema
endocrino e inmune se encuentran estrechamente relacionados, ya que el primero es
indispensable para mantener una correcta regulación metabólica y administrar así
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 252
eficientemente la energía necesaria para la defensa de los tejidos biológicos contra los
microdepredadores como virus, bacterias y parásitos.
Pero la regulación llevada a cabo por el hipotálamo está a su vez regulada por el sistema límbico
que, en realidad, es un concepto genérico de delimitaciones anatómicas y funcionales aún un
tanto imprecisas, que tiene un papel especialmente importante en la percepción de emociones y
sentimientos, así como en la creación de memorias, es decir, en el aprendizaje y la generación
de conceptos. Suelen incluirse en este sistema las estructuras cerebrales siguientes: amígdala,
tálamo, hipotálamo, hipófisis, hipocampo, el área septal (compuesta por el fórnix, cuerpo
calloso y fibras de asociación), la corteza orbitofrontal y la circunvolución del cíngulo.
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Comunicación Visual 253
Este sistema parece ser el responsable de otorgar a la impresión sensorial interoceptiva el
carácter de percepción, al cotejarla con las experiencias emocionales adquiridas en las fases
tempranas de la vida. Todo lo cual ocurre, obviamente, de modo totalmente ajeno a nuestra
conciencia.
Así pues, con ayuda del sistema límbico, el hipotálamo regula el medio interno, es decir, el
conjunto de los procesos bioquímicos que tienen lugar en un organismo en un momento
determinado. Sin embargo, no debemos olvidar que las señales químicas vertidas por el
hipotálamo al torrente sanguíneo provocan cambios en el sistema endocrino (hipófisis, tiroides,
adrenales y órganos reproductores). Este, a su vez, libera hormonas al torrente sanguíneo, todo
lo cual produce cambios orgánicos globales detectados de nuevo por el sistema límbico (y
también por las vías de interconexión neurales, afectando de este modo a la neocorteza y
pudiendo manifestarse en cambios a nivel mental), y así ad infinitum... O en palabras de A. R.
DAMASIO (2003:118):
las señales neurales dan origen a señales químicas, que originan otras señales químicas, que
pueden alterar la función de (...) células y tejidos (incluidos los del cerebro), y alterar los
circuitos reguladores que iniciaron el propio ciclo. (...) Las capas de regulación son
interdependientes en muchas dimensiones (...) La actividad en el hipotálamo puede influenciar la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 254
actividad neocortical, directamente o a través del sistema límbico, y también puede ocurrir al
revés.
El carácter masivamente retroalimentado e ininterrumpido de este proceso debería retrotraer
inmediatamente al lector a las ideas que expusimos en 5.5.2.3., cuando nos ocupábamos de
proporcionar una explicación neurológicamente plausible para el desarrollo cognitivo y motor a
nivel ontogenético apoyándonos para ello en la Teoría de la Selección de Grupos Neurales de
Gerald Edelman. Subrayamos entonces la naturaleza ininterrumpida del proceso de
categorización y la dinamicidad constante del sistema conceptual resultante que, en última
instancia, eran producto de una percepción continuamente modificada por cambios en el
conjunto de los parámetros orgánicos, cambios provocados a su vez por la interconectividad y la
retroalimentación masivas del sistema cerebro-cuerpo-entorno.
Una idea muy similar, si no idéntica, era la que sugerían E. THELEN Y L. B. SMITH (2002) (y
que nosotros recogíamos en 5.5.2.5.2.), sólo que estas autoras empleaban una terminología que
creían más adecuada para la descripción de sistemas biológicos. Así, hablaban de la existencia
de una transición sin fisuras (seamless) entre los espacios de estado que constituyen la vida del
organismo en desarrollo.
Pero continuemos con la exposición que habíamos dejado suspendida. El sistema límbico y el
hipotálamo constituyen la base biológica de nuestros estados emocionales: las palabras de
Damasio corroboran rotundamente la existencia de una interacción cerebro-cuerpo bien
documentada, que se traduce en relaciones mente-cuerpo igual de tangibles. Así, por ejemplo, el
estrés crónico, un estado relacionado con el procesamiento cognitivo en sistemas cerebrales al
nivel de la neocorteza, del sistema límbico y del hipotálamo, conduce a la sobreproducción de
un péptido (un tipo de sustancia que se desplaza, al igual que las hormonas y los
neurotransmisores, a través del torrente sanguíneo) relacionado genéticamente con la calcitonina
(PRGC) que se acumula en terminales nerviosos de la piel. Pues bien, lo que hace este péptido
es recubrir en exceso la superficie de las células de Langerhans (que desempeñan una
importante función en el sistema inmune como guardianes frente a agentes infecciosos),
impidiéndoles realizar su trabajo. Como consecuencia, el organismo afectado de estrés crónico
es más vulnerable a la infección [A. R. DAMASIO (2003:118)]. O, en otras palabras: lo de que el
estrés baja las defensas no es una leyenda urbana.
En efecto, el término inglés stress, que significa tensión, fue usado en el siglo XVII por el físico
inglés Robert Hook para referirse al momento preciso en que se produce la modificación física
de los metales sometidos a estímulos intensos. Por analogía, a mediados del siglo XX el
endocrinólogo austrocanadiense Hans Seyle aplicó el término a las situaciones en las que el
organismo se encuentra sometido a agresiones a las que debe enfrentarse empleando
mecanismos fisiológicos y metabólicos que le permitan obtener la energía necesaria para la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 255
adaptación a la nueva situación (por ejemplo, la descarga de adrenalina requerida para luchar o
huir a toda velocidad).
Se trata de una respuesta biológicamente implementada, de un instinto sobre el que no tenemos
control consciente, de un patrón de reacción neuralmente instanciado en las regiones
evolutivamente más antiguas de nuestro cerebro. Hace miles de años, esto podía resultar
adaptativo pero, actualmente, la cosa cambia. Aunque la amenaza no conlleve un riesgo de
muerte inmediato, nuestro organismo reacciona al procesamiento cognitivo (es decir, a la
interpretación que nosotros hacemos de la situación real, que percibimos como amenazante para
nuestra seguridad en algún sentido) como si lo fuera, lo que desencadena automáticamente la
misma respuesta neurofisiológica. Sin embargo, el entorno actual nos impide dar salida a la
descarga hormonal: debemos permanecer sentados en nuestros despachos o continuar con el
desempeño de las labores cotidianas como si nada estuviera pasando.
Pero lo cierto es que ocurre algo preocupante: un proceso alterador de la homeostasisciii que,
mantenido a largo plazo, produce un desgaste energético tal que conduce al daño de órganos y
tejidos, debido no sólo al debilitamiento del sistema inmune del que hablábamos algo más
arriba, sino al efecto colateral del estrés oxidativo. Es decir, que el estrés crónico no sólo baja
las defensas, sino que provoca un envejecimiento acelerado, y puede conducirnos incluso a la
muerte al convertirnos en presa fácil de enfermedades más graves, o provocar un fallo cardiaco.
Del mismo modo, se ha demostrado que la tristeza y la ansiedad, estados que también dependen
del procesamiento mental a nivel cortical y límbico, y que suelen ser característicos de la
persona afectada de estrés crónico, pueden alterar considerablemente el sistema endocrino y
afectar así a la regulación hormonal, produciendo cambios en los impulsos sexuales y
variaciones en el ciclo menstrual.
En cierto sentido, es lo mismo que ocurre con las drogas de síntesis. Actualmente a nadie se le
ocurre negar la evidencia de que este tipo de sustancias alteran de manera significativa el
funcionamiento mental, provocando estados que pueden fluctuar entre la depresión y la euforia,
pasando por la obsesión, la alucinación y la manía. Los cambios en la cantidad de la sustancia
en cuestión presente en el torrente sanguíneo, así como en su distribución (a medida que se va
desplazando a las diversas áreas del organismo) influyen de forma rápida y notable sobre la
actividad cortical, alterando así el estado anímico del sujeto, y con él su estado cognitivo y sus
procesos de pensamiento.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 256
7.2.3. Biorregulación básica y significado: la importancia del marcaje emocional de la
experiencia (o cómo los aviones que se estrellan pueden generar ansiedad ante los días
soleados)
Antes de seguir adelante, nos gustaría hacer un inciso que sirva para proporcionar al lector una
intuición de la trascendencia que estas nociones neurobiológicas básicas que estamos
introduciendo tienen a la hora de modificar las maneras tradicionales de pensar acerca de
facultades mentales superiores como la conceptualización (la capacidad de generar significado)
y el razonamiento.
Para ello, es preciso que retomemos brevemente la cuestión del desarrollo neural. Como ya
hemos comentado en varias ocasiones, el genoma humano no especifica la totalidad de la
estructura cerebral. Y, como señala A. R. DAMASIO (2003:109), no se trata de una
desproporción precisamente sutil: transportamos aproximadamente unos cien mil genes, pero
poseemos más de mil billones de sinapsis. De este modo, hay muchos aspectos estructurales
específicos que vienen determinados por los genes, pero otros sólo pueden ser determinados por
la actividad del organismo a medida que se desarrolla.
El genoma determina la estructura de los sectores del encéfalo evolutivamente más antiguos
(troncoencéfalo o tallo cerebral, tálamo, hipotálamo, amígdala y región cingulada,
principalmente [A. R. DAMASIO (2003:110)]).
La función principal de estas estructuras es la de regular los procesos vitales básicos (también
denominados mecanismos homeostáticos, como por ejemplo respirar, regular la frecuencia
cardiaca y el metabolismo), sin que intervenga la conciencia. Sin embargo, estos sectores
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 257
genéticamente determinados (filéticos) intervienen también en el desarrollo de las estructuras
cerebrales que son más modernas desde un punto de vista evolutivo. Veamos cómo.
Por lo que se refiere a las estructuras modernas (como la corteza), el genoma establece
solamente una disposición general de sistemas y circuitos. A la disposición precisa se llega a
través de la experiencia individual mediada por los circuitos biorreguladores básicos. La
pregunta que surge naturalmente ante la afirmación anterior es la siguiente: ¿Por qué habría esto
de ser así? Es decir, ¿por qué los circuitos “primitivos” habrían de interferir en la conformación
de los sectores más modernos y plásticos, dedicados a la representación de las experiencias
adquiridas? En palabras de A. R. DAMASIO (2003:111):
La respuesta (...) reside en (...) que tanto los registros de experiencias como las respuestas a ellas
(...) deben ser evaluados (...) [en función de] un conjunto fundamental de preferencias del
organismo que considera que la supervivencia es de la mayor importancia. Parece que, debido a
que esta evaluación (...) [es vital] para la continuación del organismo, los genes (...) especifican
que los circuitos innatos deben ejercer una poderosa influencia sobre prácticamente todo el
conjunto de circuitos que pueden ser modificados por la experiencia. Esta influencia es realizada
en buena parte por neuronas “moduladoras” que (...) se localizan en el tallo cerebral y en el
prosencéfalo basal, y (...) distribuyen neurotransmisores (como dopamina, norepinefrina,
serotonina y acetilcolina) a amplias regiones de la corteza cerebral y a los núcleos subcorticales.
Así pues, el diseño de las circuiterías cerebrales que representan a nuestro cuerpo en evolución
y en interacción con el medio depende tanto de las actividades que nosotros realicemos como de
la actividad evaluadora de las mismas llevada a cabo por los mecanismos biorreguladores
básicos.
Esto nos conduce, de nuevo y directamente, a una de las ideas que habíamos apuntado en
5.5.2.1., a saber: la de la inadecuación de concebir el cerebro, el comportamiento y la mente en
términos de naturaleza frente a cultura, o de genes frente a experiencia. No somos ni tabulae
rasae ni sujetos ultradeterminados. Pero además, habíamos puesto en entredicho la utilidad de
dedicarse a establecer compartimentos estancos en el lugar preciso en que debería observarse
una interacción compleja de variables como la que acabamos de apuntar. De tal interacción
emerge una noción que supera las dicotomías tradicionales, a saber: la de desarrollo.
En efecto, los mecanismos biorreguladores básicos, que desatan impulsos en forma de cambios
corporales e instintos en forma de acciones no deliberadas, ayudan al organismo a clasificar
cosas y acontecimientos como “buenos” o “malos” en función de su posible impacto sobre la
supervivencia. De ellos surge nuestro primitivo conocimiento filético. Se trata del sesgo
biológico sobre el que se asientan las bases de las elaboraciones conceptuales más sofisticadas
que todo ser humano pueda llegar a realizar. Sobre él, puesto que asegura la vida, construimos
todo lo demás. Sin embargo, observando nuestras facultades mentales desde una perspectiva
puramente abstracta, alejada de lo fisiológico, jamás podríamos haber llegado a saber esto.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 258
Inciso: estigmergia y orden complejo
Con las facultades mentales superiores ha ocurrido, durante mucho tiempo,
como con los termiteros africanos: observar la complejidad de sus bóvedas
interiores y la magnificencia del resultado final (que, a escala humana, equivaldría a un edificio de más de
un kilómetro de altitud), no es un buen punto de partida para generar hipótesis explicativas sobre su
proceso constructivo [M. RESNICK (1996)]. En contra de lo que sugieren las apariencias, las termitas no
siguen un plan maestro de diseño del termitero, ni nada que se le parezca. Y sin embargo,
indefectiblemente, cada comunidad construye con éxito uno de similares características: no es casualidad,
por tanto. Pero tampoco magia. Es emergencia: un patrón básico de interacciones muy simples que
posibilita cambios de fase que dan lugar a niveles de complejidad superiores. El patrón de interacción
simple es el siguiente para cada termita: deposita la bola de barro donde detecta la marca química dejada
por un congénere. Puesto que la bola de barro va impregnada de los fluidos salivares del insecto que la
deposita, el hecho de poner la pelotilla en el sitio donde ya había una marca química fortalecerá la
intensidad de la marca en cuestión, lo que no hará sino atraer cada vez a más termitas que depositarán
también su bola y dejarán su marca...y así, casi ad infinitum. Lo que resulta de esto es una columna de
barro de dimensiones considerables. Alcanzada una cierta altura, las columnas tienden a desequilibrarse
hacia un lado, sea el que sea. Y es entonces cuando las marcas químicas de las columnas próximas
comienzan a atraerse, haciendo que las termitas depositen las pelotas de barro de forma sesgada en la
dirección de la columna más próxima. He aquí el misterio del complejo diseño de las bóvedas de tales
termiteros: un sesgo biológico muy simple ejecutado ininterrumpidamente por cada uno de los individuos
de un gran grupo social hasta dar lugar a un cambio de fase. Nada de planes arquitectónicos a priori, ni de
ecuaciones que aseguren la sostenibilidad de la estructura resultante, ni de capataces dirigiendo la obra, ni
de órdenes jerárquicas de ningún tipo. Autoorganización en sistemas vivos descentralizados: estigmergia.
Un orden autoorganizado de este tipo es el que manifiestan los procesos cognitivos humanos:
Natural cognitive agents exhibit extraordinary levels of structural complexity, yet there are no
architects or engineers responsible for building and maintaining that structure. The generic name
for the answer to the problem of the emergence and stability of cognition is self-organization.
Self-organization of interesting kinds of complex order appears to require systems in which there
is simultaneous mutually constraining interaction between large numbers of components. DST
[Dynamical Systems Theory] is the dominant mathematical framework for describing the
behavior of such systems. In short, the claim is that we must understand cognitive agents as
dynamical systems [T. VAN GELDER (1998:621)].
Volvamos entonces a las facultades mentales humanas para ver en qué sentido se encuentran
relacionadas con la idea de un orden descentralizado. Por ejemplo, el miedo que sentimos ante
cierto tipo de objetos o acontecimientos no se debe precisamente a un análisis racional y
secuenciado que efectuamos de los mismos. En otras palabras: no nos asustamos porque el yo
ejecutivo haya evaluado conscientemente la conveniencia de hacerlo ante una situación de
peligro. Sin embargo, durante mucho tiempo, la explicación científica de la respuesta fisiológica
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 259
del miedo fue precisamente esta: se creía que el proceso se desencadenaba a partir de una
evaluación racional del riesgo. La mente se concebía como una excelsa computadora que
contenía una serie de algoritmos que la llevaban a encontrar la respuesta óptima a cualquier
problema de orden teórico o práctico en un tiempo récord. El proceso era consciente, jerárquico
y pautado. Es decir,
de tipo up-down.
Actualmente,
la
neurociencia nos ha
desvelado que no es
así como funciona el
asunto.
Por
el
contrario, el sistema
nervioso
autónomo
(o neurovegetativo)
desempeña un papel
crucial en la evaluación de los estímulos, y desata automáticamente cierto tipo de respuestas
fisiológicas (que llevan aparejados cambios en el estilo cognitivo del sujeto que las
experimenta) muchísimo antes de que nuestro yo consciente haya tenido tiempo de pensar “Este
cuerpo es mío”. Veremos mejor todo esto con un ejemplo tomado, si me permiten, de la
experiencia personal de la que escribe.
Cuando era niña solía jugar con mi prima en la huerta de mis tíos durante las tardes de verano.
Nuestra abuela siempre nos decía que tuviéramos cuidado con las culebras, aunque en realidad
jamás tuvimos problemas con ninguna. Sin embargo, una tarde en la que me encontraba
jugueteando sola entre las fresas, de repente vi, por el rabillo del ojo, una cosa larga, bastante
grande y oscura, que se deslizaba por el sendero que conducía a los invernaderos, a pocos
metros de mí, mientras emitía una especie de siseo. Pues bien, muchísimo antes de que en mi
mente apareciese la menor sombra de la palabra serpiente, mi cuerpo se había quedado
totalmente paralizado y mi ritmo cardiaco se había acelerado hasta tal punto que notaba los
latidos en las sienes. No recuerdo si me sudaban las manos o no, pero lo cierto es que esa suele
ser otra de las características que acompañan a la descarga de adrenalina desatada por una
respuesta de miedo. Lo que sí recuerdo es una sensación mental de claridad sobrenatural, como
si el tiempo se hubiera detenido, y recuerdo haber pensado durante un segundo en cuál sería la
mejor manera de escapar. Lo que tardé en girarme para enfocar el estímulo y darme cuenta de
que era la manguera que mi tío arrastraba hacia los invernaderos debieron de ser tan sólo dos
segundos más. Pero a la alteración orgánica que me provocó aquel susto infantil le llevó
bastante más tiempo disolverse aquella tarde.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 260
Lo que observamos aquí es, aparentemente, una especie de doble vía para canalizar la
experiencia del miedo. Por una parte, estaría la reacción orgánica inmediata que la persona
experimenta mucho antes de pensar; por otra, se encontraría el planteamiento racional que la
lleva a evaluar la situación y las posibles vías de escape, incluso antes de haber inspeccionado el
foco de peligro. Sin embargo, lo que a primera vista pueden parecer dos estrategias divergentes,
en realidad se trata de un mecanismo orgánicamente orquestado: son los cambios fisiológicos
que la persona experimenta de manera automática los que desatan el estado cognitivo de lucidez
y alerta repentinas. De manera muy esquemática, lo que ocurre en el ejemplo propuesto es que
ojos y oídos transmiten una información sensorial de baja resolución a los núcleos talámicos
encargados del procesamiento visual y auditivo. Desde tales núcleos la información se proyecta
a las cortezas primarias de ambas áreas sensoriales. Allí, esta información se integra con otros
datos sensoriales en tiempo real (por ejemplo: el día soleado y caluroso de agosto, el aroma de
las fresas), o rememorados (por ejemplo: la imagen mental de mi abuela advirtiéndome de que
no debía andar correteando por ahí, o de la boa constrictor de la última película de Indiana
Jones). Pero, simultáneamente, la información sensorial de baja resolución también se proyecta
hacia la amígdala, que tal vez sea el componente más popularmente conocido del sistema
límbico. La amígdala es la responsable de alertar al troncoencéfalo de que hay cerca una
amenaza potencial, lo que desencadena la reacción fisiológica descrita. Y esta proyección,
aunque ocurre simultáneamente, actúa siempre de manera mucho más rápida e inmediata que la
dirigida a las cortezas superiores.
La diferencia clave entre ambas vías (que, en realidad, forman parte del mismo circuito) es de
índole temporal: el organismo reacciona inmediatamente, incluso antes de haber tenido tiempo
de pensar. Este tipo de reacciones no son aprendidas, sino instintivas. Son también un tipo de
memoria filética: nuestro cuerpo sabe lo que debe hacer ante ciertos tipos de amenaza (lo mismo
parece ocurrir con las cosas muy grandes que se ciernen sobre nosotros, o con los ruidos
intensos y repentinos). De hecho, lo sabe tan bien que es imposible impedir que reaccione de
esa manera. Por eso nos asustamos tan frecuentemente por cosas que, al momento, descubrimos
que no tienen la menor importancia.
Esto se debe, como decíamos, a que la información sensorial que procesamos como amenaza es
de baja resolución: con esto queremos decir que no es necesario haber examinado de cerca y en
detalle el objeto en cuestión. Es más, ni siquiera es necesario que se haya activado en nuestra
mente el reconocimiento de la percepción (su categorización), es decir, no tenemos por qué
saber a ciencia cierta qué es lo que estamos percibiendo para asustarnos. A nuestra amígdala le
basta con el movimiento deslizante general, el siseo, o la silueta. Si la información pesa menos,
la velocidad de reacción aumenta.
Esta reacción instintiva ante clases tan amplias de estímulos (o, si se quiere, ante categorías tan
desdibujadas, tan planas y faltas de detalle) puede interpretarse como una atrofia momentánea
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 261
del calibrado funcionamiento de nuestros sistemas de categorización degenerados. El lector
recordará que el primer y principal requisito de los grupos neurales capaces de soportar la
conceptualización en la TNGS de Edelman era lo que él denominaba degeneracy, y que
nosotros, en 5.5.2.3., traducíamos por multiplicidad tal vez un poco torpemente. Lo que nos
interesa es activar la idea de que son muchos los grupos que trabajan simultáneamente en la
extracción de características diversas de un mismo estímulo. Tales grupos se encuentran
profusamente interconectados entre sí, y sus patrones de conectividad se modifican en función
de la experiencia del individuo en el medio, como ya vimos. Lo importante es que tales redes
deben ser “sufficiently overlapping so that stimuli impinging on only part of the network would
invoke a generalized response, but no so broad as to exclude highly specific properties” [E.
THELEN Y L.B. SMITH (2002:148)]. Es decir, que esta degeneración o multigénesis de nuestros
conceptos se encuentra tuneada a escala anatómica de modo que hace que nuestras categorías no
sean ni excesivamente amplias (de modo que no seamos capaces de diferenciar una naranja de
una manzana, por ejemplo), ni excesivamente restringidas (de modo que no seamos capaces de
reconocer una manzana si la vemos desde dos ángulos diversos). Pues bien, las reacciones
emocionales instintivas aturden momentáneamente el funcionamiento de este mecanismo.
Cuando alguna característica de las que percibimos en el estímulo es potencialmente
amenazante, nos volvemos literalmente incapaces de distinguir una naranja de una manzana,
aunque sólo sea durante un par de segundos. Es más, nos volvemos incapaces de distinguir
ambas de una pelota o de cualquier cosa de similar forma que haya en el entorno. La respuesta
emocional sobregeneraliza patrones de activación, obviando características específicas de los
estímulos cuyo procesamiento requiere más proximidad, más tiempo, o ambos.
Por otro lado, la baja resolución de la que hablamos presenta también la ventaja de permitirnos
extraer principios generales de experiencias concretas para las que no disponemos de una
respuesta de miedo innata: si una vez nos cayó un ladrillo rojo en la cabeza por atravesar una
zona de obras señalizada con un triángulo de peligro, con una amígdala que se dedicase a
recopilar todos los detalles, tal vez no reaccionaríamos debidamente (es decir, caminando por la
otra acera) si la próxima vez que nos encontrásemos con una obra en plena calle los ladrillos
utilizados fueran azules. Esto es obviamente una burda simplificación pero, en cierto sentido, es
así como funcionaciv . Al limitar el detalle de la percepción del recuerdo del miedo, la amígdala
realiza un tipo de categorización muy poco discriminada, pues lo que intenta es subrayar rasgos
comunes en un mundo plagado de posibles amenazas. La reacción de miedo tiene que ver con
seguir vivos cuando no hay tiempo para pensar.
Esta falta de discriminación, por otra parte, también presenta desventajas. Por ejemplo, es la
causa de que sea tan difícil tratar los casos de estrés postraumático. La amígdala de un veterano
de Vietnam puede hacerle creer que ha oído un fusil Kalashnikov AK-47 cada vez que suena el
tubo de escape de un camión, y el excombatiente no podrá hacer nada para evitar la reacción
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 262
fisiológica que ello le producirá. Así, el surco creado por la experiencia traumática (un
profundísimo atractor) se irá ahondando más y más, como un vehículo atrapado en el barro se
hunde con cada acelerón. Ahora bien, es importante tener presente que la amígdala no crea
recuerdos, sino que marca los recuerdos creados en otras partes del cerebro como algo
emocionalmente significativo, es decir, como algo que es de vital importancia recordar, en
sentido literal. O, en palabras de James McCaugh, investigador de la Universidad de California
en Irvine:
el miedo no se aprende en la amígdala (...) Las proyecciones de la amígdala salen a flote en unas
regiones del cerebro donde está almacenada la información, y es como si dijeran: “¿Sabes una
cosa de este recuerdo que estás almacenando? Bueno, pues resulta que es un recuerdo muy
importante; así que hazlo un poco más fuerte, por favor” [S. JOHNSON (2006:68)].
Así, cada vez que un estímulo, por alejado que se encuentre del que provocó el trauma inicial,
activa el patrón neural de un recuerdo emocionalmente marcado, la experiencia orgánica que
acompañó a tal recuerdo se revive intensamente y, al tiempo, se afianza. No importa cuánto nos
esforcemos en diseccionar racionalmente la experiencia traumática para desmontar nuestro
miedo (es decir, no importa que sepamos que ya no estamos en Vietnam y que lo que oímos no
es un fusil): de hecho, el cerebro parece estar cableado de manera que impide la anulación
deliberada de las reacciones de miedo. Mientras que numerosas sendas neurales unen la
amígdala con el neocórtex, las que discurren en dirección inversa son muy escasas. Este diseño
seguramente resultaba muy adaptativo en un entorno plagado de depredadores en el que la
supervivencia se basara en ser capaz de reaccionar en un plis-plas, pero lo cierto es que no lo es
tanto en el entorno moderno, donde lo que se percibe como amenaza puede ser una evaluación
de nuestro rendimiento en el trabajo.
En efecto, nuestras estructuras neurales evolutivamente más antiguas, en combinación con el
modo de vida actual en los países industrializados, son lo que parece estar provocando la
proliferación de trastornos de ansiedad y de estrés crónico entre la población. A esto contribuye
también otra característica de los recuerdos forjados bajo la influencia de una experiencia de
miedo: no se trata tan sólo de que la información que se proyecta a la amígdala sea de baja
resolución (lo que despliega un incómodo abanico de miedos potenciales hacia cosas
inofensivas), sino que también nos enfrentamos con otro tipo de falta de discriminación, el que
los neurocientíficos denominan memoria de flash.
El término se refiere al hecho de que, si una determinada entidad en el mundo exterior es un
componente de una escena en que otro componente es una cosa “mala” (es decir, algo que
provoca una configuración orgánica negativa), el cerebro suele clasificar la entidad que
acompaña a la amenaza real como negativa por defecto. Así, en el transcurso de algún
acontecimiento traumático, nuestro cerebro almacena no sólo un rastro de la amenaza concreta,
sino también de los detalles contextuales. Se trata de una pura manifestación de aprendizaje
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 263
hebbiano: las neuronas que disparan juntas se cablean juntas. Es más, se trata de una
minuciosísima aplicación del Principio de Convergencia Presináptica Simultánea: los estímulos
que hayan quedado asociados en la experiencia del sujeto tienen la capacidad de activar por
separado el patrón neural al completo. Lo que estamos viendo ahora es que los patrones de
memoria pueden incluir configuraciones somáticas emocionales, que se activan cuando el
patrón (o una parte del mismo) lo hace.
De este modo, si tuvimos un accidente de coche y, en ese momento, sonaba por la radio una
determinada canción, puede que meses e incluso años después sigamos sintiendo angustia al
volver a escuchar la melodía. Esto no tiene nada que ver con el recuerdo declarativo que
conservamos de la experiencia: lo que ocurre es que nuestro cerebro toma nota (aunque sea a
baja resolución) de todos los datos sensoriales que rodearon el accidente, por si alguno pudiera
servirnos en el futuro para prever posibles amenazas. Las consecuencias de esto son molestas,
sin duda. Y los efectos del estrés postraumático tremendamente debilitadores para el sujeto que
los sufre. Sin embargo, lo cierto es que los recuerdos emocionalmente marcados vuelven a
nosotros con la mejor intención del mundo: el adquirir ciertas fobias o miedos irracionales no va
a matarnos, mientras que el no adquirir ciertos miedos racionales sí podría hacerlo.
De hecho, en ocasiones nuestra amígdala se percata de cosas que se le pasan por alto incluso al
mecanismo racional de prevención de riesgos más efectivo. Pondremos un ejemplo tomado, esta
vez, de la experiencia personal de otro autor, S. JOHNSON (2006:66-67), en relación con los
atentados del 11-S. Y lo haremos con sus propias palabras:
En los meses que siguieron al 11 de septiembre, empecé a notar un sutil pero previsible cambio
en mis niveles generales de ansiedad como consecuencia de vivir en Manhattan. El cielo
despejado me ponía más nervioso que el cielo nublado. Durante bastante tiempo, creí que se
trataba de un aprendizaje asociativo (...) el 11 de septiembre había sido un día espectacularmente
despejado (...) un detalle aislado, sin relación con una amenaza real, que no obstante permanece
asociado al recuerdo de miedo [es decir, una consecuencia de la memoria de flash del
episodio]cv.
Pero he aquí que, mientras paseaba un día por el mismo camino que había seguido la mañana de
los atentados, tuve una pequeña epifanía. Comprendí que mi amígdala había topado con una
pista que no se le había ocurrido a mi cerebro racional. (...) Si la amenaza contra la que nuestro
cerebro trata de protegernos la constituyen unos aviones secuestrados dirigiéndose hacia unos
rascacielos siguiendo las normas de vuelo visuales, entonces los días nublados son
probablemente menos peligrosos que los despejados. Si ya es bastante difícil impactar contra un
edificio sin un plan de vuelo y con un tiempo excelente, es casi imposible hacerlo si la mitad del
edificio está tapado por la niebla. (...) Por supuesto, la amígdala no seguía todo el proceso lógico
por su cuenta; simplemente almacenaba un recuerdo de flash de aquel día, y uno de los
elementos iluminados era el espléndido cielo azul. Cuando, subsiguientemente, mi amígdala
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 264
encontraba un cielo parecido, hacía saltar la alarma. (...) a mí se me había escapado la relación
existente entre el tiempo atmosférico y los atentados. Pero a mi amígdala, no.
Por tanto, la falta de discriminación tiene, en principio, un valor potencialmente adaptativo. En
situaciones de vida o muerte, nunca sabemos dónde puede estar la información relevante. Pero
es preciso ser consciente de que este mismo mecanismo nos ayuda también a generar primeras
impresiones sobre personas y acontecimientos, y a evaluar los estados emocionales de los otros,
y contribuye, de este modo, al afianzamiento de algo a lo que ya habíamos aludido en capítulos
anteriores: el prejuicio. En efecto, lo que pensamos sobre algo o sobre alguien en una primera
impresión puede verse influido por mecanismos biológicos básicos, que activan recuerdos
emocionalmente marcados en función de experiencias previas. Así, hay personas que de entrada
nos caen mal o nos causan mala impresión, y situaciones que nos dan “mala espina”. Esto puede
deberse a que hayamos pasado ya por circunstancias similares, y podría llevarnos a tener razón:
es decir, a que la elección de una respuesta de rechazo o evitación de las mismas sea la mejor
opción posible. Pero lo cierto es que no ocurre así siempre: en muchas ocasiones son detalles
irrelevantes de las memorias de flash que conservamos de situaciones o personas anteriores las
que nos llevan a prejuzgar, y a equivocarnos.
7.2.4. Pero ¿y las imágenes?
Habíamos dicho que el SNC contenía, gracias a la información que le proporcionaban los
diferentes sistemas sensoriales, una representación detallada de lo que ocurría en el cuerpo, en
el mundo exterior, y en el propio cerebro. De algunas de estas representaciones no solemos
apropiarnos conscientemente a no ser que algo vaya mal, como ocurre con el sentimiento vagal
o de fondo derivado de la interocepción, que puede indicarnos un malestar visceral difuso, una
frecuencia cardiaca anormal sin motivo aparente (taquicardias), un mareo debido a un súbito
descenso del nivel de glucosa en sangre, etc. Pero lo habitual es que este tipo de mecanismos
biorreguladores básicos realicen su función sin que nosotros seamos conscientes de ello en
sentido estricto, es decir, sin que hagamos de tales sensaciones de fondo objetos de nuestro
proceso de pensamiento.
Sin embargo, y como acabamos de señalar, el SNC contiene también el conocimiento adquirido
a través de la experiencia sensorial, sobre cuya base nuestro cerebro construye las imágenes que
forman parte de nuestros pensamientos, lo que ocurre de la manera siguiente: las cadenas de
neuronas que constituyen los sistemas sensoriales, tras proyectarse en diferentes núcleos del
tálamo (según la modalidad sensorial), se proyectan de nuevo hacia las cortezas sensoriales
iniciales, específicas también para cada modalidad perceptiva. Allí generan representaciones
neurales topográficamente organizadas del área correspondiente al órgano sensorial del que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 265
proceden. Este tipo de imágenes, que podemos denominar perceptuales [A.R. DAMASIO
(2003:98)] se forman, por tanto, bajo el control de receptores sensoriales orientados al exterior
del organismo (la retina, las papilas gustativas, la cóclea, etc). Este tipo de imágenes es el que
nosotros, en el capítulo 2, decidimos denominar imágenes mentales (de las que podíamos
especificar la modalidad).
Pero nuestro cerebro también (e incluso podríamos decir que primordialmente) genera imágenes
en ausencia de estímulos externos. Cuando rememoramos imágenes, se activan también las
cortezas sensoriales iniciales, pero esta vez lo hacen bajo el control de lo que A. R. DAMASIO
(2003:105) denomina representaciones disposicionales. Este tipo de representaciones
constituirían nuestro conocimiento adquirido, del que el recién citado autor dice lo siguiente:
se basa en representaciones disposicionales en las cortezas de orden superior y en muchos
núcleos de materia gris bajo el nivel de la corteza [áreas de asociación]cvi (...) [que] contienen
registros para el conocimiento plasmable en imágenes que podemos rememorar y que se utiliza
para el movimiento, la razón, la planificación, la creatividad
Pero, ¿qué es exactamente una representación disposicional? Es importante entender que este
tipo de representaciones no son imágenes en sí mismas, sino medios para reconstituirlas. En
palabras de A. R. DAMASIO (2003:105) se trata de una
potencialidad latente de disparar que se activa cuando las neuronas [de las áreas de asociación o
convergencia] disparan con una determinada pauta, a cierto ritmo, durante una determinada
cantidad de tiempo, y hacia un objetivo particular que resulta ser otro conjunto de neuronas.
Esta idea se encuentra tremendamente próxima a la que expusimos en 5.5.2.5. cuando
hablábamos, en términos dinámicos, de los atractores que realizaban las funciones
tradicionalmente asignadas al conocimiento conceptual:
Sobre la base de estas imágenes [reconstruidas bajo el control de representaciones
disposicionales] (...) podemos interpretar las señales aportadas a las cortezas sensoriales iniciales
de manera que podemos organizarlas como conceptos y clasificarlas en categorías” [A. R.
DAMASIO (2003:96)].
Es importante tener bien presente esta idea, porque la terminología empleada por Damasio
podría, de otro modo, llamar a error. Nos explicaremos: aunque utiliza el término
representación, el propio autor especifica que no existen representaciones de nada que se
conserven de forma permanente en ningún lugar del cerebro, ya que esto daría lugar no sólo a
problemas de capacidad, sino también de eficiencia de recuperación de los datos almacenados.
Por el contrario, las imágenes mentales rememoradas son intentos de replicación de patrones de
activación que se experimentaron en otro momento; son, en definitiva, un intento de
reconstrucción, una interpretación de las cosas que evoluciona a medida que lo hacen nuestra
edad y experiencia en el medio, es decir, a medida que avanza el desarrollo ontogenético. O, en
palabras de un buen divulgador:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 266
En vez de rememorar simplemente un recuerdo forjado días o meses atrás, el cerebro forja el
recuerdo otra vez, en un nuevo contexto asociativo. En cierto sentido, cuando recordamos algo
estamos creando un nuevo recuerdo, un recuerdo configurado por los cambios que le han
sucedido a nuestro cerebro desde que afloró el recuerdo por última vez. Así, la ciencia nos dice
dos cosas: en primer lugar, que nuestro cerebro está diseñado para captar la idiosincrasia de
nuestra vida y, en segundo lugar, que esa vida — o los recuerdos de ella— se reescribe cada día
que pasa [S. JOHNSON (2006:54)].
Esto casa a la perfección con las ideas sobre plasticidad neural y dinamicidad conceptual que
desarrollamos a lo largo del capítulo 5 y, en especial, con las palabras de J. FUSTER (2003:37)
que citábamos en 5.6.2. : “Networks and knowledge are open-ended. Never in the life of the
individual do they cease to grow or to be otherwise modified”.
7.2.5. Memoria y percepción en un mismo sistema: disolución de la dicotomía percepción
pura/cognición. Evidencia procedente de acromatópsicos, anosognóticos y pacientes con
síndrome de Capgras.
De este modo, las imágenes mentales rememoradas (los recuerdos, sean de la modalidad
sensorial que fueren) surgen de la activación transitoria de modelos de disparo neural (latentes
en las áreas de asociación o convergencia) que activan pautas de disparo en las cortezas
sensoriales iniciales en las que una vez tuvieron lugar los patrones de reverberación
correspondientes a las imágenes perceptuales. Estos modelos de disparo neural latentes son las
representaciones disposicionales, los atractores, los cógnitos, las memorias. En definitiva,
nuestros conceptos. Cuando se hallan inactivos, no se encuentran representados en ningún sitio,
pero cuando la red que constituyen reverbera, su función es poner en marcha patrones
almacenados en áreas corticales primarias.
Este hecho (a saber, que el conocimiento no está almacenado en un sistema separado del que
soporta la percepción) se pone de manifiesto cuando se examinan, por ejemplo, casos de
pacientes de acromatopsia. Este transtorno, fruto de una lesión adquirida en las cortezas
visuales iniciales relacionadas con el procesamiento del color, produce no sólo la pérdida de la
capacidad de verlo, sino también de imaginarlo. Si se almacenara algún tipo de conocimiento
sobre el color en un sistema separado del que soporta su percepción, entonces los pacientes
acromatópsicos podrían imaginar el color aunque no fueran capaces de percibirlo en los objetos
externos. Pero esto, simplemente, no ocurre así.
Por otra parte, disponemos también de evidencia positiva, obtenida a través de resonancia
magnética funcionalcvii, de que las bases neurales de la percepción del color soportan también el
conocimiento conceptual sobre el color asociado a los objetos. Y es más, estas áreas se activan
incluso cuando las imágenes mentales se desencadenan a partir de estímulos lingüísticos, es
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 267
decir, de palabras que designan colores [W. K. SIMMONS, V. RAMJEE, M. S. BEAUCHAMP, K.
MCRAE, A. MARTIN, L. W. BARSALOU (2007)].
Y hacia la misma conclusión parecen apuntar otros casos como el que examinamos en 5.3.2.1.
sobre la anosognosia o síndrome de negligencia unilateral, que demostraba que la memoria
espacial se encontraba referida al propio cuerpo, de manera que si se lesionaban áreas corticales
relacionadas con la propiocepción de un lado del cuerpo, el sujeto dejaba de ser capaz de
acceder a los recuerdos que hubiera podido construir a partir de la información proporcionada
por los sistemas sensoriales de ese lado, incluso aunque tales recuerdos hubiesen estado ahí
antes de la lesión. Como acabamos de explicar, esto ocurre así porque la activación de
memorias se encuentra soportada por las mismas estructuras que soportan la percepción. Si tales
estructuras se lesionan, la capacidad de acceder a esas memorias desaparece.
Por otra parte, casos de síndrome de Capgras como el que examinamos en 3.4.1. ponen de
manifiesto no sólo el hecho de que las redes neurales de memoria y percepción se solapan, sino
también que lo hacen bajo la impronta de factores emocionales. En efecto, como señalamos en
7.2.3., nuestros cógnitos pueden incluir representaciones somáticas emocionales que se activan
cuando el patrón lo hace. Recordemos lo que ocurría con el síndrome de Capgras: habíamos
comentado el caso de un hombre joven que, tras sufrir un accidente de coche que lo dejó tres
semanas en coma, recuperó todas sus facultades mentales en un tiempo récord, y con aparente
normalidad, salvo por el detalle siguiente: estaba firmemente convencido de que sus padres eran
unos impostores. Y lo que es más: esta convicción se manifestaba exclusivamente cuando los
veía, no cuando hablaba con ellos por teléfono. Si se comentaba con el paciente lo absurdo de
tal suposición, éste era perfectamente capaz de razonar cabalmente sobre el sinsentido de su
creencia. Pero saber no es sentir y, por tanto, no podía hacer nada al respecto: invariablemente,
cuando veía a sus padres, no sentía lo que siempre había sentido hacia ellos. Entenderemos
mejor el caso ahora que sabemos que el recuerdo de una persona cualquiera no está almacenado
como un bloque inamovible en ningún lugar de nuestro cerebro. Por el contrario, ese recuerdo
se encuentra distribuido en forma de muchas representaciones disposicionales que activan las
cortezas sensoriales iniciales de áreas diversas: para su cara, para su voz, para su olor...
También nos ayudará saber que
Las zonas de convergencia cuyas representaciones disposicionales pueden resultar en imágenes
cuando disparan hacia las cortezas sensoriales iniciales se localizan en todas las cortezas de
asociación de orden superior (en las regiones occipital, temporales, parietales y frontal), y en los
ganglios basalescviii y estructuras límbicascix [A. R. DAMASIO (2003:103)].
Así pues, lo que parece ocurrir en el caso de este paciente es una lesión específica de las áreas
de asociación o convergencia en las que deberían activarse las pautas neurales disposicionales
encargadas de generar la emoción asociada a la imagen visual de sus padres. Áreas límbicas que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 268
deberían reverberar al mismo tiempo que se produce la activación de los datos visuales en las
cortezas primarias.
7.2.6. Imagen y pensamiento
Antes de seguir adelante, volveremos brevemente sobre la cuestión del formato de
representación del conocimiento, que se encuentra directamente relacionada con la afirmación
de que el pensamiento pueda estar formado por imágenes. En 5.2.1. vimos que, para los
defensores de un enfoque de tipo simbólico representacional del procesamiento mental, una tal
afirmación no se sostiene: el razonamiento jamás podría discurrir ordenadamente en ausencia de
símbolos abstractos no imaginares.
Sin embargo, grandes matemáticos y físicos han descrito su pensamiento como básicamente
dominado por imágenes no sólo visuales, sino incluso somatosensoriales, como es el caso de
Einstein:
Las palabras del lenguaje (...) no parecen desempeñar papel alguno en mi mecanismo de
pensamiento. Las entidades psíquicas que parecen servir como elementos en el pensamiento son
determinados signos e imágenes más o menos claras que pueden reproducirse y combinarse
“voluntariamente”. Existe, desde luego, una cierta conexión entre estos elementos y los
conceptos lógicos relevantes. (...) Los elementos anteriormente mencionados son, en mi caso, de
tipo visual y...muscular. Las palabras u otros signos convencionales sólo han de buscarse
laboriosamente en una fase secundaria, cuando el juego asociativo citado se halla
suficientemente establecido y puede reproducirse a voluntad [A. R. DAMASIO (2003:108)].
En efecto, el pensamiento no requiere siempre para acontecer de una estructura proposicional
como la propuesta por los lógicoscx. Pero lo que nos interesa señalar en este caso, sin embargo,
es que tanto las palabras, como los símbolos abstractos de tipo matemático, si se encuentran
presentes en nuestro pensamiento, es porque se basan, en última instancia, en representaciones
neurales organizadas topográficamente, lo que las capacita para convertirse en imágenes
visuales o auditivas, es decir, en objetos de nuestro pensamiento. De hecho, como afirma A. R.
DAMASIO (2003:107-108):
La mayoría de palabras que usamos en nuestro discurso interior (...) existen en forma de
imágenes auditivas o visuales en nuestra conciencia. (...) el principal contenido de nuestro
pensamiento son imágenes, con independencia de la modalidad sensorial en la que son generadas
y de si se refieren a una cosa o proceso (...) o [a] palabras u otros símbolos (...) que corresponden
a una cosa o proceso.
Así pues, quedémonos con la idea de que nuestros objetos de pensamiento son representaciones
cognitivas con una instanciación neural de tipo subsimbólico (el código electroquímico del
SNC). Tales representaciones conviven en nuestra mente en modalidades múltiples (auditivas,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 269
olfativas, somatosensoriales, visuales…) y son susceptibles de ser comunicadas por medio de
mecanismos diversos, que nos permiten activar en la mente de nuestros congéneres
representaciones similares o, en otras palabras, generar en ellos intencionalmente un estado
cognitivo concreto. Entre los mecanismos de que el ser humano dispone para comunicar sus
pensamientos (sus representaciones cognitivas) destaca el lenguaje, que es el sistema de
representación convencional de representaciones por excelencia.
7.2.7. Emociones y sentimientos
Aunque muy sintéticamente, hemos visto que las estructuras cerebrales implicadas en la
regulación biológica básica desempeñan un importante papel en la regulación del
comportamiento y son indispensables para la función normal de los procesos cognitivos. El
sistema límbico, el tallo cerebral y el hipotálamo intervienen en la regulación corporal y en
todos los procesos neurales sobre los que se asientan fenómenos mentales como la percepción,
el aprendizaje, la memoria, el razonamiento y, especialmente, la emoción y el sentimiento. De
nuevo, en palabras de A. R. DAMASIO (2003:121): “La regulación corporal, la supervivencia y
la mente se hallan íntimamente entrelazadas. El entrelazamiento tiene lugar en el tejido
biológico y emplea señales químicas y eléctricas”.
En efecto, el aparato de la racionalidad parece estar construido no sólo sobre el aparato de la
regulación biológica, sino también a partir de él y con él, como se hacía evidente cuando
veíamos un poco más arriba el modo en que una reacción fisiológica involuntaria desatada por
nuestros mecanismos biorreguladores básicos alteraba inmediatamente nuestro estilo cognitivo.
Así, la respuesta fisiológica de miedo suele ir acompañada de un estado de alerta y claridad
mental excepcionales. Por tanto, podemos decir que emoción y sentimiento constituyen la
bisagra entre lo que tradicionalmente se han considerado procesos racionales y no racionales o,
en otros términos, entre estructuras corticales y subcorticales.
7.2.7.1. Emociones primarias y secundarias
Hemos visto también que estamos conectados para responder con una emoción, de manera
preorganizada, sin poder evitarlo, cuando percibimos ciertas características de los estímulos
procedentes del ambiente o de nuestro propio cuerpo, solas o en combinación. Esto ocurre, por
ejemplo, ante la gran envergadura de algo que se nos aproxima, ante ciertos tipos de
movimiento y ciertos sonidos, pero también ante determinadas configuraciones del estado
corporal propio, es decir, cuando sentimos dolor en algún lugar concreto. Como ya hemos
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 270
explicado, tales características serían procesadas y proyectadas hasta la amígdala, cuyos núcleos
neuronales albergan una representación disposicional que, al activarse, desata el estado corporal
característico de la emoción correspondiente, y altera el procesamiento cognitivo de una manera
que encaja con tal estado.
Este tipo de emociones, genéticamente determinadas, se ajusta bastante al mecanismo básico
postulado por William James, según el cual estímulos particulares del ambiente excitarían,
mediante un mecanismo inflexible y establecido de manera innata, una pauta específica de
reacción corporal que iría ligada, a su vez, a una determinada configuración emocional. El autor
lo sintetizaba con las palabras siguientes: “Cada objeto que excita un instinto, excita asimismo
una emoción” [A. R. DAMASIO (2003:127)]. Es este tipo de emoción jamesiana el que Damasio
denomina emoción primaria.
Sin embargo, el proceso de la emoción no se detiene con los cambios corporales y de estilo
cognitivo que produce en el sujeto. El paso siguiente consiste en que el sujeto sienta la emoción
en conexión con el objeto, ente o acontecimiento que la excitó, es decir, en ser consciente de la
relación establecida entre el objeto y el estado emocional del organismo. De este modo, y
debido a la naturaleza de nuestra experiencia (cfr. 5.6.2.), una amplia gama de estímulos y
situaciones acaba por asociarse con los estímulos establecidos de manera genéticamente
determinada para causar estados emocionales. A este tipo de emociones, Damasio las denomina
secundarias, y lo que nos interesa primordialmente de ellas es el hecho de que las reacciones
que provocan en nosotros se encuentran mediadas por evaluaciones conscientes de los hechos,
entes u objetos desencadenantes. En definitiva, la emoción secundaria se ve posibilitada por el
proceso de sentir [A. R. DAMASIO (2003:155)], es decir, de apropiarse conscientemente de las
propias emociones primarias al observar su conexión con los estímulos procedentes del exterior.
Podemos equipararlas, por tanto, a los sentimientos.
7.2.7.2. Neurobiología del sentimiento
Puesto que experimentar una emoción en conexión con algo externo requiere una capacidad de
sincronización considerable para mantener activas en la mente las imágenes implicadas, las
estructuras del sistema límbico no serán ya suficientes. Por el contrario, es necesaria también la
implicación de las cortezas prefrontales y somatosensoriales. A continuación, veremos un poco
más en detalle lo que ocurre a escala neurobiológica cuando experimentamos una emoción de
este tipo (un sentimiento), para lo que nos basaremos, de nuevo, en la obra de A. R. DAMASIO
(2003:132-135).
1) Partimos de un proceso de pensamiento en forma de imágenes mentales (ya sean
perceptuales o rememoradas), es decir, de un proceso de evaluación consciente que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 271
tiene lugar a nivel cortical o, en otras palabras, de un fenómeno cognitivo. Ya vimos
que el sustrato neural de tales imágenes es un conjunto de representaciones organizadas
topográficamente en las cortezas somatosensoriales iniciales, que se construyen bien
bajo la guía de los estímulos procedentes de las cadenas neurales orientadas al exterior
del cuerpo (imágenes perceptuales), bien a partir de las señales procedentes de
representaciones disposicionales que posibilitan su reconstrucción, y que se retienen de
manera distribuida sobre un gran número de cortezas de asociación de orden superior.
2) En segundo lugar, las señales activadas por el procesamiento consciente de estas
imágenes se proyectan sobre las cortezas prefrontales. Allí, activan representaciones
disposicionales que contienen el conocimiento del modo en que determinados tipos de
objetos y situaciones se han emparejado de manera general con determinados tipos de
respuestas emocionales en la experiencia individual del sujeto (emociones secundarias).
Aunque el nicho cultural influye en que las relaciones entre tipo de situación y emoción
sean, en gran medida, similares entre los individuos, la experiencia personal es a todas
luces única, y adapta el proceso de manera específica para cada ser humano. Así pues,
las representaciones disposicionales prefrontales, adquiridas, que son necesarias para
que se activen las emociones secundarias, son un conjunto distinto de las
representaciones disposicionales innatas que activan las emociones primarias.
3) En tercer lugar, se produce una proyección desde las cortezas prefrontales de asociación
hacia la amígdala y el área cingulada anterior. Las representaciones disposicionales de
estas áreas responden de diversas maneras:
1. Activando núcleos del sistema nervioso autónomo que, a su vez, enviarán señales al
cuerpo a través de los nervios periféricos, lo que resultará en una disposición visceral
asociada al tipo de situación disparadora.
2. Enviando señales al sistema motor, lo que hará que los músculos esqueléticos
completen la configuración facial y corporal asociada a la emoción provocada por tal
situación.
3. Activando el sistema neuroendocrino y de péptidos, que verterán señales químicas al
torrente sanguíneo que resultarán en cambios en el estado corporal y cerebral.
4. Finalmente, activando también los núcleos neurotransmisores del tallo cerebral, que
liberarán de este modo sus mensajes químicos en diversas regiones del cerebro.
Se trata, en definitiva, de una respuesta masiva dirigida a todo el organismo, a la vez que de un
ejemplo del modo en que el procesamiento mental influye en el estado corporal. En efecto, los
cambios provocados por las acciones 1, 2 y 3, crean lo que Damasio denomina un estado
corporal emocional que, a su vez, es señalado de nuevo (de retorno) a los sistemas límbico y
somatosensorial (el bucle sin fisuras al que tantas veces nos hemos referido ya). Pero, lo que es
más importante para nosotros es que los cambios provocados por 4, que surgen en un conjunto
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 272
de estructuras del troncoencéfalo que están encargadas de la regulación corporal, tienen también
un importante impacto sobre el estilo y la eficiencia de los procesos cognitivos.
De este modo, podríamos decir que la esencia de cualquier emoción secundaria es el conjunto
de cambios que se producen en el estado general del organismo (corporales y mentales, por
tanto) inducidos por un sistema cerebral que responde al contenido de pensamientos en relación
con una entidad o acontecimiento determinados. La esencia del sentimiento de una emoción iría
un paso más allá, pues consistiría en la apropiación consciente de los cambios orgánicos
experimentados, en yuxtaposición a las imágenes mentales que desataron tales cambios. Lo
importante es que, en ambos casos, se producen alteraciones en el estilo y eficiencia del proceso
de pensamiento.
En efecto, disponemos de estudios procedentes de prestigiosas publicaciones académicas que
han elaborado experimentos sorprendentes para corroborar el modo en que el procesamiento de
información a nivel mental influye en nuestro estado fisiológico. O, en otras palabras, cómo lo
que pensamos puede influir no sólo en cómo nos sentimos, sino también en nuestras facultades
corporales de modo directo. Uno de tales estudios fue dirigido por John Bargh, de la
Universidad de Nueva York, y publicado en 1996 en el Journal of Personality and Social
Psychology [R. WISEMAN (2008:162)]. Consistió en lo siguiente: Los voluntarios debían
reordenar una serie de palabras de modo que formasen una frase coherente. Se los dividió en
dos grupos: al grupo A se le dieron palabras que, al reordenarlas, arrojaban frases relacionadas
con la vejez, del tipo: hombre del estaba piel la arrugada; por el contrario, al grupo B se le
dieron a reordenar frases neutras. Pues bien, una vez que el ejercicio hubo terminado, el director
del experimento dio las gracias por su colaboración a los participantes y les indicó el modo de
dirigirse al ascensor más próximo. La parte más importante del experimento estaba, sin que los
voluntarios lo supieran, a punto de comenzar: un segundo investigador estaba discretamente
sentado en el vestíbulo con un cronómetro. A medida que los participantes iban saliendo del
laboratorio, iba registrando el tiempo que les llevaba recorrer el vestíbulo hasta llegar al
ascensor. Los resultados fueron sorprendentes: los miembros del grupo A, que habían
reconstruido frases relacionadas con la vejez y manejado palabras como arrugada, gris, lento,
cansado, etc., tardaron significativamente más en recorrerlo que los del grupo B. Sólo con
dedicar un rato a pensar en estos conceptos, cambió su conducta corporal (obviamente, de
manera transitoria, pero lo importante aquí es observar las consecuencias inmediatas del
procesamiento mental a nivel fisiológico. Si esto ocurre con unos minutos de pensamiento
dedicado a la vejez, no resultará tan difícil comprender por qué el estrés crónico o las grandes
desgracias envejecen prematuramente a quienes los sufren).
Por último, es importante tener presente que la apropiación consciente de la imagen del estado
corporal emocional (calificador), surge después de que la imagen de la entidad o situación
asociada (lo calificado) se haya formado y se mantenga activa en la conciencia. Lo que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 273
queremos decir es que las dos imágenes permanecen separadas neuralmente: se yuxtaponen,
pero no se mezclan. Esta idea nos ayuda a explicar por qué es posible sentirse triste incluso
cuando se piensa en cosas que no significan tristeza, o bien sentirse alegre sin motivo. Como
señala A. R. DAMASIO (2003:142):
Los estados calificadores pueden ser inesperados y a veces no ser bienvenidos. Su motivación
psicológica puede no ser aparente, o no existir, y el proceso surgir en un cambio fisiológico que
psicológicamente sea neutro. (...) Desde el punto de vista neurobiológico, los calificadores
inexplicables afirman la relativa autonomía de la maquinaria neural que hay detrás de las
emociones. Pero también nos recuerdan que existe un campo enorme de procesos no conscientes,
parte de los cuales es susceptible de explicación psicológica, y parte de los cuales no lo es.
7.2.7.3. Conclusión
Los sentimientos son fenómenos tan cognitivos como cualquier otra imagen perceptual o
rememorada. Como hemos visto, su procesamiento depende de manera crucial de la actividad a
nivel cortical. Sólo que se refieren al cuerpo, es decir, nos ofrecen la cognición de nuestro
estado visceral y musculoesquelético en la medida en que ambos se ven afectados por
mecanismos biorreguladores preorganizados y por las estructuras cognitivas que hemos
adquirido bajo su influencia. Al yuxtaponerse una imagen momentánea de lo que ocurre en
nuestro organismo a las imágenes de otras entidades y situaciones, se produce una noción
profundamente comprensiva de tales objetos externos: una calificación emocional. En palabras
de A. R. DAMASIO (2003:153):
Los sentimientos poseen una condición verdaderamente privilegiada. Se representan a muchos
niveles neurales, incluyendo el neocortical, donde son los iguales neuroanatómicos y
neurofisiológicos de todo lo que aprecian los demás canales sensoriales. Pero debido a sus lazos
inextricables con el cuerpo, aparecen primero en el desarrollo y conservan una primacía que
penetra sutilmente en nuestra vida mental. (...) Y puesto que lo que llega primero constituye un
marco de referencia (...) los sentimientos tienen la última palabra en lo que se refiere a la manera
en que nuestro cerebro y la cognición se ocupan de sus asuntos. Su influencia es inmensa.
En suma, todo lo expuesto hasta el momento confluye en la idea de que los sentimientos, lejos
de ser fenómenos evanescentes e intangiblescxi, tienen un contenido concreto. Y no sólo eso,
sino que además pueden relacionarse con sistemas específicos en el cuerpo y en el cerebro (en
el organismo, en definitiva), al igual que lo hacen la visión o el habla, por ejemplo.
7.3. Cuerpo y razonamiento: la hipótesis del marcador somático
7.3.1. Mecanismos de decisión
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 274
Decidir es seleccionar una opción de respuesta, descartando todas las demás, en el marco de una
situación determinada. Es decir, se trata de elegir una acción, con el objetivo de provocar un
cambio en el entorno que tenga para nosotros los resultados esperados, todo lo cual requiere que
tengamos conocimiento de, al menos, las variables siguientes:
1) El tipo de situación en que nos hallamos,
2) las diferentes opciones de acción de que disponemos, y
3) las consecuencias probables de cada opción.
Todo este conocimiento existe en forma de representaciones disposicionales generadas a lo
largo de la experiencia de vida del individuo, y puede ser hecho accesible a la consciencia en
una o varias modalidades simultáneamente (lo más frecuente es esto último, porque las
memorias son mixtas, como vimos en 5.6.).
Los focos de interés tradicionales a la hora de estudiar los procesos de razonamiento y toma de
decisiones han sido factores como la atención y la memoria de trabajo (sin duda,
importantísimas para mantener activas en la mente las imágenes implicadas en tales procesos) y,
en especial, las estrategias para derivar inferencias válidas, que nos permiten seleccionar, en la
mayoría de los casos, una respuesta apropiada. Por el contrario, la importancia del papel que
tanto la emoción como el sentimiento pudieran ostentar en los procesos de toma de decisiones
racionales fue descartada de antemano.
Sin embargo, no todos los procesos biológicos que culminan en una selección de respuesta
pertenecen al ámbito del razonamiento, como es el caso de los instintos que cubren necesidades
fundamentales (del tipo del hambre), pero también de los comportamientos expertos, pautas
automatizadas de acción que requirieron de una etapa previa de procesamiento consciente para
su adquisición (como conducir, atarse los cordones de los zapatos, esquivar un objeto que cae, o
apartarnos cuando vemos que alguien tiene intención de propinarnos un golpe). En palabras de
A. R. DAMASIO (2003:160):
El conocimiento indispensable fue consciente una vez (...) la estrategia para la selección de
respuesta consiste ahora en la activación de una fuerte conexión entre el estímulo y la respuesta,
de manera que la respuesta aparezca automáticamente (...) sin esfuerzo ni deliberación, aunque
voluntariamente podemos intentar evitarla.
En efecto, siempre es posible reconducir conscientemente un comportamiento experto: de otro
modo, sería imposible que Jesucristo hubiese ofrecido la otra mejilla.
Por otra parte, hay procesos de toma de decisiones en los que el hecho de derivar inferencias
fiables por medio de mecanismos de deliberación conscientes sí parece ser fundamental. Estos
procesos tienen que ver, por un lado, con un ámbito que suele denominarse de razón práctica, y
que se ocupa de las decisiones que afectan al dominio personal y social (como elegir una
carrera, pareja, amistades, inversiones, etc.) y, por otro, con un ámbito de razón teórica, que
engloba procesos de razonamiento más abstractos que suelen implicar conocimientos
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 275
especializados en algún dominio (como diseñar un edificio, construir un motor, o resolver un
problema matemático).
La exposición que acabamos de realizar parece sugerir que existe una especie de gradación o
jerarquía que agrupa los procesos de razonamiento y toma de decisiones en función de su
dominio y su nivel de complejidad y que, por tanto, el ámbito de la razón teórica sería el más
elevado y requeriría de un despliegue de capacidades privilegiado. De hecho, esta es la
concepción que aún prima en la mayor parte de los centros de enseñanza y entre el grueso
social: el niño es muy inteligente porque saca sobresaliente en matemáticas, no importa si luego
es incapaz de conducir su vida personal y acaba siendo un infeliz.
Y es que mientras que los procesos de razonamiento abstracto suelen arrojar resultados
sistemáticamente fiables y exitosos si se realizan sobre una base de conocimiento específico
bien fundamentado, no ocurre lo mismo con los problemas a los que ha de enfrentarse la razón
práctica. Al contrario de lo que pudiera parecer, el dominio personal y social inmediato es el
que implica la mayor incertidumbre y complejidad. En este ámbito, decidir bien significa
seleccionar una respuesta que, directa o indirectamente, será beneficiosa para el organismo en
términos de supervivencia (y, lo que es más importante en el contexto social actual, de la
calidad de dicha supervivencia), y hacerlo prontamente, es decir, en un marco temporal no
demorado, apropiado para el problema inmediato. Así, decidir ventajosamente en el dominio
personal significa ser capaz de asegurar, mediante la conducta que se deriva de tales decisiones,
el empleo y la solvencia financiera que nos permitirán, a su vez, conseguir alimento y refugio, y
mantener así la salud física y mental. Esto en el plano más básico porque, de la eficiencia que
demostremos en la toma de decisiones personales, dependerá también en última instancia la
posición que ocupemos en el grupo social, lo que hará aumentar o disminuir significativamente
nuestra calidad de vida.
En relación con este último punto, y desde una perspectiva evolutiva, parecen existir evidencias
de peso que señalan que el aumento del tamaño del neocórtex del cerebro homínido se debió
mayoritariamente al desarrollo de la inteligencia social, es decir, a la habilidad de los individuos
para adoptar estrategias comportamentales sofisticadas, necesarias para prosperar en un grupo
constituido por congéneres de capacidades mentales tan refinadas como la propia. A este
respecto, R. DUNBAR (2000: 247) apunta que
there is evidence to suggest that neocortex size correlates with the frequency with which subtle
social strategies are used: Byrne (1996) has shown that the relative frequency of tactical
deception correlates with neocortex size in primates, while Pawlowski et al. (1998) have shown
that the extent to which low-ranking males can use social skills to undermine the power-based
strategies of dominant males so as to gain access to fertile females is likewise correlated with
neocortex size.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 276
Sin embargo, y retomando nuestra línea argumental conductora, el enfoque predominante a la
hora de afrontar el estudio de los mecanismos de “razón elevada”, sostiene que la lógica formal
propia del razonamiento teórico es lo único que puede garantizar que encontremos la mejor
solución posible para cualquier problema, sea del orden que sea, y que, por tanto, nuestro
aparato cognitivo debe de contar con un dispositivo lógico que nos permita llevar a cabo este
tipo de razonamiento. El proceso consistiría, por tanto, en realizar un análisis minucioso de
coste/beneficio de cada opción disponible en busca de la maximización del provecho subjetivo
esperado.
Como es obvio, esta propuesta plantea numerosos problemas, el menor de los cuales es la
inverosimilitud psicológica de que efectivamente llevemos a cabo un tal proceso en la toma de
decisiones cotidianas. En efecto, se trataría de un cálculo tan complejo que crearía problemas de
sobrecarga en el sistema, ya que nuestra memoria de trabajo y nuestra atención tienen
capacidades bastante limitadas. Por otra parte, está el hecho de que, con nuestras facultades
reales, realizar un tal análisis conllevaría un consumo de tiempo improcedente. Este tipo de
estrategia puede que sea la empleada para desarrollar un proyecto de ingeniería, pero no lo es
cuando de lo que se trata es de elegir el menú del sábado o de decidir si perdonarle a Pepe la
última faena que nos hizo.
Problemas añadidos a la propuesta anterior son los que señalan Amos Tversky y Daniel
Kahneman [A. R. DAMASIO (2003:165)] en relación con las estrategias de razonamiento
humanas que, según estos autores, se encuentran plagadas de debilidades. Entre ellas, Stuart
Sutherland destaca “la enorme ignorancia y el uso incorrecto que los seres humanos hacemos de
la teoría de probabilidades y de la estadística” [A.R. DAMASIO (2003:165)].
Veámoslo mejor con un ejemplo:
1) La situación es la siguiente: imagínese el lector que tiene que comprar una calculadora
nueva. Va a la tienda de electrónica, y la encargada le muestra varias posibilidades.
Finalmente, se decide usted por una calculadora que cuesta treinta euros. En ese
momento, la honesta encargada le informa de que justo al día siguiente la tienda pondrá
rebajas, y que la calculadora le costará a usted sólo diez euros. ¿Qué hace usted?
¿Compra la calculadora inmediatamente, o vuelve al día siguiente?
2) Situación número dos: imagínese ahora que lo que necesita es un nuevo ordenador.
Como en el caso anterior, va usted a la tienda de electrónica especializada y, tras una
cuidadosa consideración, se decanta por uno que cuesta mil quinientos euros. De nuevo
la empleada le anuncia que al día siguiente van a poner rebajas, y que el ordenador le
saldrá entonces por mil cuatrocientos ochenta euros. ¿Qué hace usted en este caso?
¿Vuelve al día siguiente o compra el ordenador en el acto?
Pues bien, los investigadores de la toma de decisiones han llevado a cabo el experimento al que
usted se acaba de someter con un gran número de personas. Quisiera que el lector se diera
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 277
cuenta de que se trata exactamente, en términos lógicos, de la misma situación: en ambos casos,
usted tiene la oportunidad, bien de comprar en el acto lo que sea, o bien de volver al día
siguiente y ahorrarse veinte euros. Sin embargo, un amplio 70% de las personas encuestadas
afirma que postergaría la compra de la calculadora un día más, mientras que compraría el
ordenador en el acto [R. WISEMAN (2008:148)].
¿Qué pasa entonces? ¿Por qué la gente actúa de manera tan irracional, como si fuese incapaz de
ver el ahorro en términos absolutos? Sutherland tiene a todas luces razón sobre lo negados que
somos para la estadística, desde luego. Pero lo cierto es que en la escala de valoración humana
es imposible tratar ambas situaciones como si fueran la misma: hay muchas más variables en
juego, cuyo peso es mayor que la cantidad de dinero ahorrado. Están, por ejemplo, el tiempo
empleado en el desplazamiento hasta la tienda, el riesgo de que al día siguiente haya podido
agotarse el artículo que cuidadosamente nos habíamos esforzado en elegir, o la premura de la
necesidad que tengamos del mismo. Puede que en términos absolutos veinte euros sean siempre
veinte euros. Pero, afortunadamente o no, nosotros pensamos en términos humanos: y estos nos
dicen que veinte euros son dos tercios del valor de la calculadora, pero que no llegan al 1,4%
del valor del ordenador. Bueno, no nos dicen exactamente esto, pero somos capaces de intuir
que el primero es un buen negocio en términos relativos, mientras que el segundo no lo es, y por
tanto no merece la pena esperar. Tal vez el problema con que nos enfrentamos al calificar este
tipo de comportamiento como irracional es un puro problema nominal: tal vez ya va siendo hora
de que, o bien desestigmaticemos la irracionalidad o, mejor incluso, vayamos aprendiendo a
entender de manera diferente lo que significa razonar en términos humanos.
En efecto, parece ser que la fría estrategia de razonamiento por la que Kant abogaba tiene más
que ver con la manera en que deciden los pacientes con lesión prefrontal ventromediana que
con la toma de decisiones cotidiana de las personas normales. Veamos un ejemplo de lo que
ocurre con uno de estos pacientes cuando se le plantea algo tan simple como la decisión entre
dos fechas distintas para su próxima cita con el médico, para lo que utilizaremos una anécdota
ofrecida por A. R. DAMASIO (2003:183), que resumiremos con nuestras propias palabras: al
parecer, el paciente estuvo más de media hora enumerando las razones, tanto a favor como en
contra, de ir en cada una de las dos fechas, hasta que finalmente hubo que decirle la fecha en
que debería ir, porque fue incapaz de poner fin a la deliberación por sí mismo. Sin embargo, las
personas sin lesión prefrontal no hacemos una lista de razones exhaustiva para tomar decisiones
de este tipo. Por el contrario, lo que sí hacemos es ser conscientes de que gastar demasiado
tiempo en decidir ese tipo de cosas no tiene sentido y es, por tanto, algo negativo, una pérdida.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 278
7.3.2. Categorización emocional
7.3.2.1. ¿Qué es un marcador somático?
Pero, ¿cómo y por qué hacemos esto? Lo que un poco más arriba hemos explicado acerca de las
emociones secundarias y los sentimientos nos ayudará a entenderlo. Lo que A. R. DAMASIO
(2003:166) denomina marcadores somáticos, no son sino un tipo de sentimientos generados a
partir de emociones secundarias que han sido conectadas, mediante el aprendizaje
proporcionado por la experiencia individual, a resultados futuros predecibles de determinadas
acciones en relación con situaciones concretas.
De este modo, lo que hace un marcador somático es llamar nuestra atención sobre el resultado
negativo o positivo al que puede conducir un tipo de respuesta determinado en una situación
específica. O, en otras palabras: marca las imágenes mentales sobre las que estamos deliberando
mediante la yuxtaposición de una imagen corporal calificadora. Esta señal automática nos
permite así elegir entre un número menor de alternativas, bien descartando las que nuestro
cuerpo evalúa como negativas, o bien potenciando las que en otros casos resultaron positivas.
Así, los marcadores somáticos emocionales aumentan la precisión y eficiencia del proceso de
decisión: constituyen un sistema de calificación automática de predicciones que nos permite
evaluar sin demora excesiva lo que, de otra forma, sería una lista interminable de posibilidades
extremadamente diversas sobre el futuro desplegado ante nosotros.
En realidad, los marcadores somáticos reducen la necesidad de cribar racionalmente todas y
cada una de tales opciones, porque proporcionan una detección automática de aquellas que
tienen más probabilidades de ser relevantes, ya sea en un sentido positivo o negativo. Es por
esto por lo que A. R. DAMASIO (2003:167) señala que “Debería ser aparente la asociación entre
los procesos denominados cognitivos y los procesos que se suelen llamar emocionales”.
7.3.2.2. El origen de los marcadores somáticos: entre la cultura y la neurobiología
Como hemos visto, nacemos con unos mecanismos biorreguladores básicos que generan estados
somáticos en respuesta a ciertas clases de estímulo: las emociones primarias. Pues bien, esta
maquinaria está sesgada para procesar señales que conciernen al comportamiento personal y
social, de modo que permite emparejar un gran número de situaciones sociales con respuestas
somáticas que, al menos en el contexto en que tuvieron origen, eran adaptativas: es el caso de la
atracción sexual (que en nuestro contexto sociocultural actual suele ser necesario reprimir), o la
ira que podemos sentir hacia un rival (a la que no suele ser conveniente dar rienda suelta hoy en
día).
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 279
Sin embargo, los marcadores somáticos que empleamos en la toma de decisiones racional
suelen basarse en emociones secundarias: se adquieren con la experiencia, bajo el control del
sistema biorregulador básico (que no es sino una especie de escala de valores biológica), pero
también bajo la influencia de una serie de circunstancias externas que incluyen no sólo
entidades, objetos y acontecimientos, sino también convenciones sociales y normas éticas. Estas
últimas son estrategias de supervivencia suprainstintivas que se desarrollan en un determinado
entorno social, se transmiten mediante la cultura y requieren, para su aplicación, hacer uso de la
deliberación razonada y consciente, ya que muchas veces pueden contravenir las reacciones
instintivas, como acabamos de mencionar en el párrafo anterior. En efecto, y como señala A. R.
DAMASIO (2003:121), “Hasta qué punto los impulsos e instintos por sí solos pueden asegurar la
supervivencia de un individuo depende de la complejidad del ambiente”.
Es importante tener presente que la arquitectura neural del repertorio de respuestas
suprainstintivas se encuentra entretejida con la de los mecanismos biorreguladores básicos: sólo
de este modo puede modificar su manifestación en algunos casos (no es que dejemos de sentir
deseo o ira, sino que disponemos de un mecanismo más sofisticado que nos señala como
positivo no darnos a la promiscuidad o no asesinar al vecino de arriba). La adquisición de tal
mecanismo cognitivo requiere del desarrollo del organismo en interacción con un contexto
social concreto, y por eso sus características se encuentran determinadas tanto por la cultura
como por la neurobiología.
Dicho esto, sinteticemos los factores que entran en juego en la adquisición de un marcador
somático cualquiera:
1) Un sistema de preferencia interno biológicamente sesgado para asegurar la
supervivencia del organismo, que busca constantemente la reducción de los estados
corporales desagradables y tiende a potenciar los estados homeostáticos, es decir, los
estados equilibrados desde un punto de vista funcional;
2) Una serie de circunstancias externas (que comprende las entidades, objetos,
acontecimientos y ambiente físico y sociocultural en relación con los cuales el
organismo ha de actuar) a partir de las que se generan las posibles opciones de acción
así como los posibles resultados de tales acciones.
3) La interacción de 1 y 2 posibilita que multitud de estímulos para los que no tenemos
reacciones genéticamente determinadas, acaben por asociarse con ciertos estados
corporales, quedando así marcados por medio de un proceso de yuxtaposición
asociativa que acabará por desatarse de manera automática. La adquisición de estímulos
marcados somáticamente es un proceso de aprendizaje continuo, que sólo cesa cuando
lo hace la vida.
4) En conclusión:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 280
Al nivel neural, los marcadores somáticos dependen del aprendizaje dentro de un sistema
cerebral que conecta determinadas categorías de entidad o evento con la experimentación de un
estado corporal (...). El elemento decisivo es el tipo de estado somático y de sentimiento que se
produce en un individuo determinado, en un punto determinado de su historia, en una situación
dada [A. R. DAMASIO (2003:171)].
7.3.2.3. Arquitectura neural para la categorización emocional de la experiencia
Según expone A. R. DAMASIO (2003:172-174), el sistema clave para la adquisición de
marcadores somáticos se encuentra en las áreas prefrontales de asociación. Esto es así por una
serie de razones neurofisiológicas que sintetizaremos a continuación.
1) En primer lugar, el área cortical prefrontal recibe señales proyectadas desde todas las
cortezas sensoriales primarias, incluidas las cortezas somatosensoriales encargadas de
representar sin interrupción el estado corporal en cambio constante. Como dijimos,
estas señales constituyen la base sobre la que se construyen las imágenes susceptibles
de formar parte de un proceso de pensamiento, y pueden activarse bien bajo el control
de los órganos sensoriales periféricos, que transmiten estímulos procedentes del mundo
exterior (imágenes perceptuales), o bien pueden suscitarse a partir de procesos
corticales de pensamiento sobre ese mundo externo (imágenes rememoradas).
2) En segundo lugar, las cortezas prefrontales reciben también señales desde varios
sectores biorreguladores básicos del propio cerebro, así como desde núcleos del sistema
límbico (todos ellos evolutivamente antiguos). A través de estas señales las cortezas
prefrontales obtienen información sobre la escala de valores biológica del organismo, es
decir, sobre las preferencias relacionadas con su supervivencia.
3) Todo lo anterior implica que las cortezas prefrontales reciben, en síntesis, tres tipos de
información:
1. Información sobre el conocimiento factual relacionado con el mundo externo,
2. información sobre sesgos biorreguladores básicos, y
3. información sobre el estado corporal en cuanto que es continuamente modificado por
las circunstancias externas en relación con el sistema de preferencias biológico.
Y esto, a su vez, debería hacer evidente por qué constituyen la clave neural para la
categorización emocional de nuestra experiencia vital. En efecto, en las cortezas prefrontales
laten las representaciones disposicionales que asocian determinados tipos de cosas y situaciones
con sentimientos en nuestra experiencia individual. Así, representan categorizaciones de las
situaciones en que el organismo se ha visto implicado a lo largo de su desarrollo ontogenético,
pero no categorizaciones a secas, sino emocionalmente calificadas.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 281
De este modo, la batería de representaciones disposicionales latente en las cortezas prefrontales
de asociación constituye la base de conocimiento (factual y emocional) para la producción de
los pensamientos sobre posibles opciones de respuesta y sobre posibles resultados de cada
opción que se precisan a la hora de llevar a cabo un proceso de razonamiento deliberativo. En
efecto, como señala A. R. DAMASIO (2003:174), “necesitamos un caudal de conocimiento
categorizado personalmente si hemos de prever el desarrollo y resultado de supuestos relativos a
objetivos específicos y en los marcos temporales adecuados”.
Así pues, y en resumen, las cortezas prefrontales están directamente conectadas con todas las
vías de respuesta neurales y químicas de que el cerebro dispone, y por tanto se encuentran
perfectamente capacitadas para generar un triple enlace entre los factores clave para la
categorización emocional de la experiencia individual, que son los siguientes:
1) Los patrones de activación neural referidos a los tipos de situaciones, objetos u
acontecimientos externos (conocimiento factual),
2) los patrones neurales referidos al estado corporal (emociones), que se han asociado con
los anteriores de una manera únicacxii en la experiencia vital de cada individuo
(sentimientos), y
3) los mecanismos disparadores de los estados corporales asociados a los anteriores
patrones (SNA, sistema musculoesquelético y sistema neuroendocrinoinmune).
En síntesis, esto quiere decir que los procesos de pensamiento consciente pueden alterar de
manera significativa nuestro estado corporal lo que, al ser señalado de retorno a nuestro sistema
límbico y somatosensorial, activará el sentimiento correspondiente a tal estado, que conlleva en
sí mismo una alteración del estilo cognitivo y los procesos de razonamiento. Nos hallamos, de
nuevo, ante un bucle sin fin.
7.3.2.4. Subliminalidad e intuición: marcadores somáticos como conocimiento experto
7.3.2.4.1. Qué sabemos de la subliminalidad
El 9 de marzo de 2007 apareció en la prensa internacional la reseña de un artículo de un grupo
de científicos del Instituto de Neurociencia del Colegio Universitario de Londres (UCL), en el
que confirmaban la existencia de huellas fisiológicas producidas por los mensajes publicitarios
subliminales en el cerebro. Lo que ocurriría es que las imágenes subliminales, expuestas a
nuestros órganos sensoriales durante períodos temporales ínfimos, de milésimas de segundo,
serían recogidas por la retina y de ahí proyectadas a las cortezas visuales primarias en el lóbulo
occipital, con lo que dejarían su marca fisiológica en estas áreas, pero sin trascender a nuestra
consciencia. Es decir, no serían proyectadas hacia áreas corticales de asociación superiores y,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 282
por tanto, no generarían imágenes perceptuales susceptibles de entrar a formar parte de un
proceso consciente de pensamiento [B. BAHRAMI, N. LAVIE Y G. REES (2007)].
Si bien el investigador principal aclaró que el estudio no analiza la capacidad real de tales
estímulos para impulsar al receptor a la acción de consumo (que es por lo que se los conoce
popularmente), la explicación que propone Damasio acerca de muchas decisiones cotidianas
que, aparentemente, cursan sin sentimientos, parece apuntar a que no es del todo imposible.
En efecto, del mismo modo que las cortezas visuales iniciales se activan sin que seamos
conscientes de ello, porque en ese momento nuestro foco atencional se encuentra centrado en
otros procesos, A. R. DAMASIO (2003:175-176) propone que lo mismo puede ocurrir con los
patrones neurales de ciertos estados corporalescxiii . Lo que nosotros sugerimos es que, si la
visión durante una fracción de segundo de la imagen subliminal de una botella de Coca-cola
pudiera activar directamente los núcleos neurotransmisores del tallo cerebral, y desatar así el
estado corporal gratificante que experimentamos en el pasado al beber una cocacola fresquita
(lo que equivaldría a una calificación emocional positiva), entonces sería cierto que la
publicidad subliminal podría influir seriamente sobre nuestras actitudes apetitivas hacia el
mundo y, por tanto, sesgar nuestras pautas de comportamiento y procesos de decisión sin que
jamás seamos conscientes de ello. Sin embargo, una vinculación de este tipo se encuentra
todavía sin confirmar.
En el mismo orden de cosas, tampoco se ha demostrado que las huellas neurales de los
estímulos subliminales en las áreas visuales primarias sean capaces de trascender a otros niveles
de procesamiento. Y no porque no se haya prestado atención al asunto, precisamente. El
psicólogo de mercado y de la publicidad P. SAUERMANN (1983) alude en su obra, en varias
ocasiones, al libro de Vance Packard publicado a finales de 1957 con el título Los seductores
secretos: el recurso al inconsciente del individuo. En él, Packard se hace eco del experimento
llevado a cabo por James Vicary, que fue anunciado en la prensa en septiembre de ese mismo
año, y que afirmaba que los estímulos subliminales ejercían una fuerte influencia sobre la
conducta de los compradores. El experimento consistió en exponer a los asistentes a las salas de
cine de Nueva Jersey a mensajes sobreproyectados en la pantalla mediante un proyector de alta
velocidad diseñado por el propio Vicary. La duración de tales mensajes era de tres milésimas de
segundo, y eran los siguientes: 1) Bebe Coca-Cola; y 2) Come palomitas de maíz. El resultado
de la prueba arrojó un aumento de ventas de los mencionados productos en un 18% y un 58%,
respectivamente. Como era de esperar, la noticia causó una considerable alarma social y se
difundió a la velocidad que arde un reguero de pólvora, lo que explica que en 1957 Packard ya
hubiera publicado un libro sobre el tema. Sin embargo, se limitó a ejercer de megáfono
amplificador de la alarma, y no se molestó en comprobar cuáles habían sido las condiciones
experimentales genuinas, ni si se habían dejado fuera variables susceptibles de control que
pudieran haber causado por sí solas el aumento de ventas (por ejemplo, el simple hecho de que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 283
las películas emitidas fuesen especialmente taquilleras habría aglutinado a una cantidad
considerablemente mayor de consumidores de refresco y palomitas, lo que por sí solo haría
subir las ventas).
Por el contrario, no fue de manera tan irresponsable como procedió Melvin DeFleur, experto en
estudios de la comunicación de la Universidad de Indiana, quien decidió, en 1958, trabajar en
equipo con su colega Robert Petranoff para investigar el tema, como recoge R. WISEMAN
(2008:150-152). Ambos decidieron llevar a cabo una prueba lo más realista posible, y para ello
solicitaron permiso a la Asociación Nacional de Emisoras estadounidense para difundir
mensajes ocultos a través de la estación de televisión WTTV Canal 4, de Indianápolis. Sabían
que tenían que proceder rápido y con cuidado, pues el revuelo social que estaba ocasionando el
tema ya había hecho que se lanzaran advertencias desde el gobierno para que no se utilizasen
este tipo de mensajes en los medios, y era posible que una prohibición en firme estuviese al
caer. De este modo, el estudio se estructuró como sigue:
1) La primera parte se diseñó con el objeto de determinar si los estímulos subliminales
podían influir en las audiencias de ciertos programas televisivos para que vieran otros.
La programación nocturna de WTTV Canal 4 consistía en una película de unas dos
horas de duración, seguida por un informativo dirigido por un presentador muy
conocido por el público americano de la época: Frank Edwards. DeFleur y Petranoff
sobreimprimieron el mensaje Ve a Frank Edwards a intervalos periódicos durante las
dos horas de emisión de la película.
2) La segunda parte del experimento exploraba la posibilidad de que los estímulos
subliminales pudieran influir en los hábitos de compra de las personas. Los
investigadores se pusieron en contacto con una distribuidora mayorista de bacon de
Indiana, la firma John Fig, para que les permitiera emitir el mensaje subliminal Compra
bacon durante los anuncios televisivos de la marca.
Así pues, durante todo el mes de julio de 1958, los telespectadores de WTTV Canal 4 recibieron
el impacto de cientos de mensajes subliminales que les decían que vieran a Frank Edwards y
que comprasen bacon. Los resultados de la prueba, sin embargo, fueron absolutamente
decepcionantes: antes del experimento, la audiencia del programa de Edwards alcanzaba el
4,6%; después de ella, cayó al 3% (tal vez porque en agosto la gente se va de vacaciones). Por
lo que se refiere a los hábitos de compra, tampoco se registró nada significativo: antes de la
prueba, John Fig vendía una media de 6.143 unidades de bacon envasado por semana a los
habitantes de Indiana. Al finalizar el estudio, la cifra se había incrementado a 6.204, lo que se
explica por el margen habitual de variación de la demanda (no todo el mundo consume
exactamente la misma cantidad de todos los productos cada mes).
En definitiva, el efecto de los estímulos subliminales fue nulo. Por si al lector cupiera todavía
alguna duda, ha de saber que DeFleur y Petranoff no fueron los únicos en investigar el tema.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 284
Unos pocos meses antes, la Canadian Broadcasting Company (CBC) emitió subliminalmente,
durante un popular programa del domingo por la noche, el mensaje Llama ahora, y pidió al
público que les escribiera contándoles si habían notado algún cambio raro en su conducta, algún
deseo irrefrenable de hacer algo. El resultado fue que la CBC no recibió más llamadas de las
habituales, pero se vio inundada por cientos de cartas de televidentes que aseguraban haber
sentido un impulso inexplicable de beber cerveza, ir al baño, o pasear al perro.
Sin embargo, y a pesar de la falta de evidencia acerca de la efectividad de los estímulos
subliminales, la Asociación Nacional de Emisoras cedió a la presión política generada por la
alarma social que había causado la difusión mediática del experimento de Vicary, y prohibió el
uso de este tipo de mensajes en las redes estadounidenses en 1958. Finalmente, en 1962, la
revista Advertising Age le hizo a Vicary un reportaje en el que éste explicaba que su
experimento se había filtrado a la prensa antes de que pudiera considerarse representativo. Así
pues, todo el debate generado en torno a la subliminalidad se había basado en una ficción.
Nos hallamos ante una historia que ha generado una potente leyenda urbana que aún hoy es
citada por quienes siguen sosteniendo, sin base empírica alguna, que los estímulos subliminales
influyen en las personas y, lo que es peor, levantan negocios fraudulentos sobre tal afirmación
espuria. Es el caso de las cintas de audio de autoayuda que supuestamente contienen este tipo de
mensajes, cuyas ventas superaban en 1990 en EE.UU. los cincuenta millones de dólares [R.
WISEMAN (2008:154)].
7.3.2.4.2. Intuición: Hooked on a feeling
Sin embargo, esto no quiere decir que muchos aspectos de nuestra conducta y razonamiento
cotidianos no estén influenciados por factores que no percibimos, y aquí es donde cobra
relevancia la hipótesis del marcador somático de Damasio, ya que nos permite atisbar el
mecanismo que podría esconderse tras el tipo de conducta que se ha denominado compra
impulsiva, por ejemplo. No se trata de que los estímulos publicitarios nos hagan ir al
supermercado como autómatas sin voluntad debido a secretos poderes de seducción. Se trata
simplemente de que, en ocasiones, adquirimos productos de manera impulsiva debido a factores
explícitos que desatan respuestas afectivas hacia el producto en cuestión: en definitiva, algo tan
simple como que, habiéndose agotado nuestra marca habitual de un producto, realicemos
rápidamente nuestra elección de su sustituto basándonos en el aspecto del envase.
Esto se encuentra directamente relacionado con la anécdota que relaté en 3.4.2. sobre mi amigo
Ivan y el bote de mayonesa belga. Se la refrescaré al lector de manera muy sintética: un croata y
una española en un centro comercial valón examinan las marcas de mayonesa disponibles a la
espera de encontrar algo reconocible. De pronto, el croata agarra un bote con la misma
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 285
determinación que si fuese su marca de toda la vida. La española se fía de su elección, puesto
que a ella no hay ninguna que le despierte mayor apetencia. Una vez en casa, la española le
pregunta al croata de qué conocía la marca belga. Él la mira divertido y le confirma que no la
conocía en absoluto, que simplemente le había dado feeling la etiqueta.
Pues bien, ese estado corporal positivo activado por la visión de los colores y el diseño del
envase, o en palabras de Ivan, ese feeling, constituye el empuje decisivo para muchas de
nuestras decisiones cotidianas más triviales, las que realizamos sin demorarnos demasiado o
incluso mientras nuestro foco atencional se encuentra en otra parte (en el niño que se nos ha
perdido en la sección del chocolate, en el informe que tenemos que entregar a última hora de la
tarde...). Tristemente, no son muchos los consumidores acostumbrados a ser conscientes de las
implicaciones de sus elecciones de consumo, es decir, no hay muchas personas que dediquen
una atención plena a la tarea de hacer la compra semanal. Por otro lado, este empuje emocional,
no necesariamente mediado por el procesamiento consciente, puede parecer una característica
cognitiva sin importancia, pero lo cierto es que carecer de ella incapacita para la vida normal,
como vimos un poco más arriba con el caso del paciente prefrontal incapaz de poner fin al
proceso deliberativo que le permitiría decidir cuándo ir al médico.
A donde queremos llegar es a la idea de que, no lejos de estos mecanismos puestos en marcha
de manera encubierta, se encontraría la intuición (¿qué es el feeling al que se refería mi amigo
Ivan, sino una intuición de que el producto elegido satisfará sus expectativas?). La intuición nos
permite llegar de manera espontánea a la resolución de un problema (o, al menos, a la toma de
una decisión sobre el plan de acción a ejecutar con respecto al mismo) sin haber razonado con
respecto a él. La causa de que las intuiciones suelan conducirnos a respuestas adecuadas es que
actúan sobre una base estructurada de conocimiento, como la de los grandes maestros
ajedrecistas que examinábamos en 2.3. Conocimiento acumulado a lo largo de nuestra
experiencia de vida. Un conocimiento que, como hemos visto, no es sólo de tipo factual, sino
también emocional, por cuanto que los estados somáticos califican las situaciones a que nos
hemos enfrentado con anterioridad (y también las opciones de respuesta a las mismas y los
resultados de tales opciones) como positivas o negativas para el organismo. La psicología de
mercado trata de emplear este conocimiento para elaborar mensajes publicitarios y diseñar
productos y envases que sean capaces de suscitar en nosotros intuiciones asociadas a
experiencias positivas previas, e influir así en la decisión de compra, como nos ocuparemos de
explicar en el capítulo 8.
El paralelismo entre intuición y subliminalidad se encontraría, por tanto, en el hecho de que el
conocimiento empleado se activa por debajo del nivel de consciencia. Sin embargo, parece ser
que los estímulos subliminales no consiguen recabar la atención suficiente como para
proyectarse a otras áreas cerebrales, es decir, para formar parte de un proceso de pensamiento a
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 286
partir del cual se active un estado somático relacionado. O, al menos, hasta ahora no hemos
podido demostrar que lo hagancxiv.
Por el contrario, la intuición influye muy notablemente en nuestra conducta: así, por ejemplo,
tenemos la intuición de que debemos actuar de una determinada manera en una situación
concreta, hacemos caso de tal intuición, y acertamos. Lo que ocurre en este tipo de casos es que
hacemos uso de un tipo de conocimiento ya afianzado, experto, que hemos atesorado en virtud
de las experiencias vividas en entornos situacionales similares. Obtenemos, de este modo, una
ventaja que se representa a nivel neural como un estado somático positivo asociado a la
representación neural de la elección realizada en el contexto de la situación desencadenante, lo
que refuerza el ciclo de aprendizaje que desató la intuición inicial. Es por esto por lo que
decimos que la intuición es conocimiento experto: en una primera etapa (antes de la existencia
de la intuición) la cadena asociativa entre tipo de situación, respuesta seleccionada y estado
somático tuvo que ser explícita (al menos, la selección de respuesta tuvo que requerir de nuestra
deliberación consciente). Es precisamente en este momento cuando, si nuestra elección es
acertada, comienza a generarse un marcador somático que, a la larga, nos llevará a seleccionar
de manera espontánea (intuitiva) la misma respuesta en situaciones similares, sin necesidad de
la intervención de razonamiento demorado al respecto. Es como si el ciclo situación > elección
de respuesta > estado somático alterase el orden de sus componentes, que pasaría a ser el
siguiente: situación > marcador somático > respuesta. Es decir, que al activarse el marcador
somático asociado a una situación concreta, ya no llevamos a cabo una auténtica deliberación,
sino que la respuesta se emite de manera intuitiva, en función de las consecuencias positivas o
negativas que tuvieron para nosotros nuestras respuestas previas.
Decimos que se trata de un tipo de conocimiento experto porque hay una etapa inicial de
aprendizaje en la que reclama atención consciente, como conducir o atarse los cordones de los
zapatos. E igualmente, cuando algo falla en el proceso automatizado, será necesario
reconducirlo conscientemente, prestarle de nuevo toda nuestra atención para que vuelva a
funcionar correctamente. No hacerlo podría tener consecuencias graves: no podemos ignorar
que la marcha del coche no ha entrado correctamente y seguir acelerando como si tal cosa, so
pena de destrozar el motor y tener un accidente. Y tampoco es conveniente dejar que ciertos
marcadores somáticos, que en algunos casos nos llevan a tomar decisiones adecuadas de manera
intuitiva, tomen el control en otras circunstancias. Así, por ejemplo, el impacto emocional de las
escenas de accidentes aéreos puede generar un marcador somático negativo que cree un sesgo
avasallador contra hechos objetivos, a saber: viajar en avión es estadísticamente más seguro que
hacerlo en coche, pero también es cierto que cuando un avión se cae las consecuencias son más
graves y aparatosas, con lo que la respuesta fisiológica de miedo quedará fuertemente cableada.
Esto hace que muchas personas no superen nunca su miedo a volar lo que, por otra parte, no es
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 287
de extrañar, pues ya vimos cómo el cerebro está diseñado para evitar que el procesamiento
racional desactive las respuestas fisiológicas de miedo.
Tales respuestas son, en principio, un mecanismo de protección, pero también vimos que ante la
complejidad del ambiente actual no siempre resultan adaptativas. Por ejemplo, puede que
conozcamos perfectamente los pasos a seguir si nos encontramos con una placa de hielo en la
carretera, pero en la práctica, el susto que nos llevamos al sentir el coche resbalar desvía nuestro
foco atencional de la conducta correcta a ejecutar, para situarlo sobre la sensación fisiológica de
alerta. El resultado, un desastre: frenamos bruscamente y provocamos un aparatoso accidente:
he aquí un buen ejemplo de cómo un sesgo biológico destinado inicialmente a la protección del
organismo puede convertirse, en contextos concretos, en lo que acabe con él. O, en otras
palabras: he aquí un buen ejemplo del peso de la complejidad del ambiente en el sistema. Ya lo
dijimos: el contexto importa.
7.3.2.5. Razonamiento consciente: marcadores somáticos como amplificadores de la atención
Llevar a cabo un proceso de razonamiento deliberativo requiere, sin duda, de la intervención de
otras capacidades cognitivas además del mecanismo de marcaje emocional que constituyen los
marcadores somáticos. Como vimos, estos facilitaban la criba previa de opciones posibles de
respuesta ante una situación concreta. Una vez hecho esto, otros mecanismos han de intervenir,
sin embargo, para realizar de manera exitosa una evaluación de las opciones restantes, que se
demorará más o menos en función de otras variables como, por ejemplo, la trascendencia de tal
decisión para nuestras vidas.
Pero, para razonar sobre algo, es preciso que seamos capaces de hacer también otras dos cosas
fundamentales, a saber:
1) Mantener la atención sobre una o varias imágenes mentales (lo que, en términos
neurales equivale a la intensificación de un patrón de activación frente a otros, cuya
actividad se reduce), y
2) mantener activa la representación de las imágenes objeto de nuestra atención durante el
periodo de tiempo necesario para llevar a cabo el razonamiento. Este mecanismo se
denomina memoria funcional básica [A. R. DAMASIO (2003:186)] o memoria de
trabajo (5.6.5.) y, en términos neurales, equivale a la reverberación sostenida de los
patrones de las representaciones topográficamente organizadas de las cortezas
sensoriales iniciales sobre las que se sostienen tales imágenes.
Sin atención o sin memoria de trabajo, no hay posibilidad de llevar a cabo un razonamiento
coherente. Lo que nos interesa señalar, sin embargo, es que ambas capacidades se encuentran
potenciadas por los marcadores somáticos: en efecto, un estado somático positivo o negativo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 288
causado por la aparición de una imagen mental, no actúa sólo como calificador de tal imagen,
sino también como amplificador de la atención sobre la misma (bien porque sea algo a evitar o
bien un objetivo a perseguir) y, por tanto, también de la memoria de trabajo, necesaria para
mantenerla activa.
Por otra parte, dentro del sector prefrontal se han identificado áreas relacionadas con diferentes
dominios de conocimiento.
Así, el conocimiento referente al dominio social y
personal se encuentra asociado a la actividad en el
sector ventromediano (no señalado en la imagen: se
encontraría hacia el interior del cerebro a la misma
altura del sector ventrolateral), mientras que el
conocimiento de diversos dominios del mundo
externo (por ejemplo lenguaje, música, matemáticas,
etc) tiene que ver con la activación del sector
dorsolateral. Pues bien, según A. R. DAMASIO
(2003:187):
En términos de las cortezas prefrontales (...) los
marcadores somáticos, que operan en el ámbito biorregulador y social alineado con el sector
ventromediano, influyen sobre la (...) atención y la memoria funcional dentro del sector
dorsolateral, (...) del que dependen operaciones en otros ámbitos de conocimiento.
Es decir, la capacidad de experimentar un sentimiento determinado en conexión con una
situación concreta parece ser un requisito indispensable para llevar a cabo con éxito la totalidad
del proceso deliberativo ligado a dicha situación. Y parece ser que esto ocurre no sólo cuando la
decisión se refiere al ámbito personal de manera directa, sino también cuando implica otros
ámbitos de conocimiento. Esto explicaría que la motivación sea clave para la resolución exitosa
de tareas académicas, por ejemplo. De otra manera, carentes del elemento amplificador de
nuestra atención, seremos incapaces de mantener en la mente las imágenes pertinentes para
llevar a cabo el razonamiento. En última instancia, lo que impulsa esta atención es el conjunto
de preferencias inherente a la regulación biológica de nuestro organismo, sobre el que se
adquieren otros marcajes más sofisticados en el seno de una determinada cultura.
7.3.2.6. Saber no es sentir: conductancia dérmica y experimentos de juego
Habíamos visto que el procesamiento emocional menoscabado que sufrían los pacientes con
lesión prefrontal ventromediana lo estaba en relación con el tipo de emociones que Damasio
denominaba secundarias. Lo que ocurría era que estas personas no podían acceder a las
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 289
emociones asociadas a las imágenes de determinadas situaciones o estímulos, ya fueran éstas
perceptuales o rememoradas. Así, no podían experimentar sentimientos correlativos a ningún
tipo de imagen mental ni tampoco generar, por tanto, los marcadores somáticos
correspondientes. Lo que sí pueden hacer estas personas, sin embargo, es experimentar
emociones primarias que, como también vimos, dependen de un conjunto de representaciones
disposicionales diferente, latente en el sistema límbico.
Por otra parte, explicamos también el modo en que era posible que los procesos de pensamiento
consciente influyan significativamente en el estado corporal. En efecto, cuando nuestro cuerpo
empieza a cambiar después de una percepción o pensamiento determinados, y mientras se
configura el estado somático correspondiente (adquirido por aprendizaje en la experiencia
individual del sujeto en un entorno sociocultural concreto), el sistema nervioso autónomo
aumenta sutilmente la secreción de las glándulas sudoríparas de la piel. Se trata de un aumento
nimio, pero susceptible de medición si, en ese momento, se aplica una suave corriente eléctrica
al sujeto en cuestión por medio de unos electrodos. En esto consisten, básicamente, los estudios
sobre la respuesta de conductancia dérmica.
Este tipo de estudios nos interesa porque se ha utilizado para comprobar si los pacientes con
lesión prefrontal ventromediana experimentan cambios somáticos debidos al procesamiento de
estímulos con contenido emocional. Tales estudios han corroborado lo que hemos señalado un
par de párrafos más arriba: estos sujetos generan estados somáticos asociados a emociones
primarias como el miedo (cuando se les asusta), pero no lo hacen si se les muestran imágenes de
horror, dolor físico, o contenido sexual explícito.
Sin embargo, el conocimiento declarativo sobre las imágenes mostradas se encuentra disponible
para estas personas a todos los niveles tradicionalmente considerados pertinentes para el
razonamiento: comprenden el contenido de las imágenes y son capaces de describirlo
verbalmente. Es más, incluso pueden calificar tal contenido en términos emocionales de tristeza,
horror, repugnancia...en un verdadero simulacro emocional de tipo linguaforme.
En otras palabras: estos individuos son conscientes del contenido de las imágenes y de su
significado emocional implícito para el resto de sus congéneres. Sin embargo, como decíamos,
saber no es sentir. A ellos les falta el vínculo que activa de manera experta la configuración
somática emocional ligada a un determinado pensamiento. O, en palabras de A. R. DAMASIO
(2003:198):
Parecía (...) como si estos pacientes dispusieran de todo el campo de conocimientos, con
excepción del conocimiento disposicional que empareja un determinado hecho con el
mecanismo para restablecer una respuesta emocional. (...) podían evocar internamente el
conocimiento factual (...) pero no podían producir un estado somático del que pudieran ser
conscientes. (...) no podían experimentar un sentimiento
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 290
En lo que se refiere a las decisiones triviales, del tipo de las que efectuamos en el
supermercado, la falta de un empuje emocional puede convertir la elección de un paquete de
cereales en un proceso de cálculo infinito. Lo mismo que la elección de fecha para ir al médico.
Pero en otros casos, donde el cálculo preciso de variables se hace imposible, lo que suele ocurrir
es que estos individuos actúan de manera temeraria y, con frecuencia, fracasan
estrepitosamente. Tenemos evidencia de esto gracias a una serie de estudios llevados a cabo por
A. R. DAMASIO (2003:201-207) bajo la forma de experimentos de juego.
La tarea a la que se enfrentan los sujetos sometidos a estas pruebas consiste, simplemente, en
jugar. Pero jugar no como niños, sino como lo hace un adulto que apuesta su dinero en un
casino (lo que, en cierto sentido, se parece bastante a realizar una inversión económica). De
hecho, a todos los sujetos se les da una cantidad determinada de dinero de partida. Luego, se
trata de que vayan levantando sucesivamente cartas de dos montones dispuestos frente a ellos.
Uno de los montones da premios más grandes pero, cuando sale una carta mala, también
impone castigos muy severos en forma de grandes pérdidas, que pueden dejar al jugador
prácticamente en la ruina. El otro montón, por el contrario, aporta ganancias muy pequeñas,
pero sus cartas malas suponen pérdidas nimias por lo que, a la larga, resulta más beneficioso
para el jugador que se decanta por él de manera constante. En palabras de A. R. DAMASIO
(2003:201), un experimento como este resulta muy revelador porque
imita a la vida muy bien (...) se realiza en tiempo real y (...) se descompone en factores de
penalización y recompensa, e incluye claramente valores monetarios. Hace que el sujeto se
empeñe en la búsqueda de un beneficio, plantea riesgos y ofrece elecciones, pero no dice cómo,
cuándo o qué elegir. Está llena de incertidumbres, y la única manera de minimizar[las] (...) es
generar intuiciones, estimaciones de probabilidad, por cualesquiera medios posibles, ya que el
cálculo preciso no es posible.
Lo que se comprobó por medio de este tipo de experimentos es que los sujetos con lesión
prefrontal ventromediana son sensibles a la penalización y la recompensa, pero en un sentido
muy básico: en lugar de contribuir a la creación de un marcador somático negativo para el
montón de cartas que genera grandes pérdidas y, por tanto, al despliegue de predicciones sobre
los resultados negativos a largo plazo que conlleva el seguir cogiendo cartas de ese montón,
estos pacientes favorecen las opciones de recompensa inmediata. Sólo evitan momentáneamente
el montón malo cuando acaban de sufrir una gran pérdida. Pero luego, en cuestión de minutos,
realizan sus elecciones partiendo de cero, como si no dispusiesen del conocimiento factual
relativo a las barajas, que han ido adquiriendo a medida que jugaban.
Sin embargo, lo cierto es que ese conocimiento sí está a su disposición, pero no genera un
estado de alerta somática y, por lo tanto, de hecho es como si no estuviera. Esto puede resultar
bastante difícil de entender para una persona normal, ya que introduce en las personas con
lesión prefrontal ventromediana un fuerte componente de irracionalidad: a pesar de ser capaces
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 291
de comentar verbalmente las consecuencias catastróficas para la economía personal que
conlleva el hecho de persistir en la elección de cartas de la baraja mala, estos sujetos lo siguen
haciendo. En efecto, a los seres humanos normales una inteligencia que procede desligada de las
emociones nos resulta incomprensible: es como comprarse a la vez un ático de lujo y un ferrari
a pesar de que sabemos a ciencia cierta que el banco nos embargará porque no podremos
pagarlos. La sola imagen de la penuria de la situación futura que tal proceder nos ocasionaría
activa un sentimiento de evitación del mismo. La clave está en que las personas con lesión
prefrontal no disponen de este marcaje, aunque puedan imaginar la penuria que les espera. En
palabras de andar por casa, les da igual.
Por el contrario, este mismo experimento, llevado a cabo con sujetos normales, reveló que, en el
periodo que precedía inmediatamente a la elección de una carta de la baraja mala durante la fase
intermedia del juego, se generaba una respuesta de conductancia dérmica. A medida que el
juego avanzaba y los sujetos normales iban aprendiendo más sobre las consecuencias de coger
cartas de la baraja mala, la intensidad de esta respuesta aumentaba proporcionalmente. Lo que
ocurría es que estos sujetos estaban generando un marcador somático negativo que les permitía
intuir la posibilidad de un resultado malo. Y, en consecuencia, se decantaban por el otro montón
de cartas.
7.3.2.7. Marcadores somáticos como generadores de orden secuencial
Existen, por tanto, tres factores primordiales implicados directamente en los procesos de
razonamiento deliberativo, a saber: los marcadores somáticos, la memoria de trabajo, y la
atención. Puesto que nuestro cerebro tiene una capacidad limitada para procesar la información
consciente de salida (y esto es así tanto para los objetos mentales puramente cognitivos, como
para la información de salida de movimiento), queda pendiente de resolución la cuestión de
cómo se las apaña para generar orden a partir de despliegues de actividad neural paralelos.
Puesto que somos capaces de producir movimientos de precisión a voluntad y de llevar a cabo
razonamientos coherentes, es evidente que disponemos de algún tipo de mecanismo que impone
un orden de tipo secuencial en nuestro despliegue masivo de procesamientos en paralelo. Pero,
para generar un orden de este tipo, se precisa algún tipo de jerarquía. Y para establecer tal
jerarquía se precisan criterios. La propuesta de A. R. DAMASIO (2003: 187-189) a este respecto
consiste en describir los marcadores somáticos como la expresión de criterios que suministran a
nuestro sistema cognitivo el conocimiento relativo a las preferencias que hemos ido adquiriendo
de manera acumulativa a lo largo de nuestra experiencia de vida. Ya hemos señalado que este
mecanismo de marcaje emocional, aunque hunde sus raíces en la regulación biológica, se
construye en el seno de una cultura concreta, y por tanto se optimiza para permitir al organismo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 292
desenvolverse de manera adaptativa en un ambiente regulado por convenciones sociales y
normas éticas, que no dejan de ser estrategias de supervivencia suprainstintivas.
Hemos visto también que cuando un marcador somático se yuxtapone a una imagen o conjunto
de imágenes de nuestros pensamientos, modifica el modo en que el cerebro las manipula (el
estilo cognitivo). Esto se hacía evidente en el experimento que recogimos al inicio de este
capítulo, y que pedía a los sujetos de estudio que eligieran qué tratamiento aplicar en un caso de
epidemia. Recordaremos al lector que los tratamientos A y C presentaban exactamente la misma
solución, pero formulada de manera diversa, a saber: de un total de seiscientas personas, el
tratamiento A proponía salvar a doscientas, mientras que el tratamiento C estaba formulado de
manera que el sujeto escogía la muerte segura de cuatrocientas personas.
Así pues, los marcadores somáticos operan como una predilección hacia una solución u otra, y
lo hacen atribuyendo diferente intensificación atencional a cada supuesto de los que forman
parte del proceso deliberativo. Así, en el primer planteamiento del experimento, la atención de
los sujetos se centró en la posibilidad de salvar con seguridad a un grupo de personas, aunque
fuese pequeño, y rechazó la posibilidad de asumir el riesgo de que murieran todas, como
proponía el tratamiento B (aunque ofrecía también la posibilidad de salvarlas a todas). Sin
embargo, en la segunda fase del experimento, la atención de los sujetos se desplazó hacia la
evitación de C, que elegía la muerte segura de algunas personas (aunque en términos absolutos
fuesen las mismas que morirían con A). Se trata de un marcador somático culturalmente muy
elaborado, que centra nuestra atención en inhibir la opción relacionada con la muerte (aunque
sea la de otros) a toda costa.
Por tanto, los marcadores somáticos dirigen nuestra atención de manera desigual hacia distintos
focos semánticos del proceso de pensamiento, y de este modo generan no sólo un desequilibrio,
sino también una preferencia, una escala de valores, una jerarquía. Para que todo esto ocurra, los
supuestos que manejamos deben permanecer activos durante un periodo de tiempo que puede
durar de cientos a miles de milisegundos, lo que es responsabilidad de la memoria de trabajo.
De este modo, los impulsos biológicos (y otras preferencias expertas que generamos sobre los
mismos), los estados corporales y las emociones constituyen un fundamento indispensable para
la toma de decisiones humana normal. Y así también se explica la disfunción de los pacientes
prefrontales ventromedianos (puede consultarse el análisis de un caso moderno realizado en
paralelo con el históricamente famoso de Phineas Gage en el capítulo 3 de A. R. DAMASIO
(2003)). En efecto, en estos pacientes, las carencias observadas en la toma de decisiones
racionales que afectan al ámbito social y personal es compatible con una base de conocimiento
factual normal, y con la perfecta conservación de funciones neuropsicológicas de orden superior
como la memoria de trabajo y a largo plazo, la atención básica, el lenguaje, y la capacidad de
razonamiento inferencial. Sin embargo, lo que no funciona es la reactividad emocional, como
confirman los propios pacientes. Y es precisamente la sangre fría de su razonamiento, que les
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 293
impide asignar valores diferentes a las diferentes opciones, lo que hace, en palabras de A. R.
DAMASIO (2003:61) que “el paisaje de su toma de decisiones (...) [sea] desesperadamente
plano”.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 294
8. LA IMAGEN DE MARCA
8.1. Introducción
8.1.1. El largo camino
Esta investigación se ha ocupado, hasta el momento, de fundamentar un modelo de la mente
humana soportado por la evidencia neurocientífica. En especial, hemos acudido a teorías (la
teoría de selección de grupos neurales de Gerald Edelman en que se inspiran E. THELEN Y L.B.
SMITH (2002); la teoría de las memorias mixtas o cógnitos de J. FUSTER (2003, 2007)) que se
encuentran directamente emparentadas con el Principio Hayek-Hebb (de Convergencia
Presináptica Simultánea, en términos de Fuster) y que permiten explicar (e incluso implementar,
cfr. 5.4.3.) el modo en que muy probablemente tienen lugar los procesos de categorización y
conceptualización en el ser humano. Al hacerlo, hemos insistido en el origen situado y corpóreo,
local y experiencial, de las operaciones de abstracción, generalización y analogía que implican
tales procesos, soportados como están por una estructura neural de carácter reticular y
masivamente asociativo.
Lo anterior, que requiere tomar en consideración variables tanto socioculturales como
neurofisiológicas, nos ha permitido apuntalar firmemente una concepción a la vez dinámica y
estable del significado, donde la estabilidad (la plataforma semántica sobre la que ágilmente nos
deslizamos y desde la que nos atrevemos a descolgarnos a la hora de comunicar) se encuentra
posibilitada por la generación progresiva de puntos de confluencia a medida que avanza el
desarrollo ontogenético. Estos nodos son lo que en terminología de sistemas dinámicos
habíamos denominado atractores, y realizan las funciones tradicionalmente asignadas al
conocimiento conceptual. Su anclaje es interno, puesto que se encuentra neuralmente
instanciado y conformado por la experiencia individual; sin embargo, se manifiesta de manera
externa en forma de conocimiento estable y consensuado (por ejemplo, el que recogen los
diccionarios). Es decir, la instanciación neural del significado depende también en gran medida
de factores socioculturales convencionales. En palabras de E. THELEN Y L.B. SMITH
(2002:328):
the account we offer here is (…) consistent with theories of the social construction of knowledge
and in fact offers a biologically plausible mechanism for such a process. (…) meaning is
imparted by relationships within the family, school, community, and culture in a way identical to
how actions of the body become “embodied” in thought. Because social information and social
problem-solving are so entirely pervasive in the here and now of everyday activities (…)
meaning cannot (…) be disentangled from the local activities that create it.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 295
La ventaja de este enfoque es que llama nuestra atención sobre el hecho de que tales
convenciones y estructuras externas de conocimiento no son entes autónomos ni verdades
objetivas, predadas. Por el contrario, se encuentran en un punto intermedio del bucle sin fin que
constituye el ciclo percepción-acción que caracteriza a los organismos humanos [A. R.
DAMASIO (2003), J. FUSTER (2003, 2007)] , de tal manera que son obra de nuestra cognición
pero, al mismo tiempo, influyen en su conformación. Como especie, somos en parte producto de
nuestras propias construcciones cognitivas: al alterar el entorno (tanto el físico como el mental)
con nuestras acciones, modificamos las realidades susceptibles de ser percibidas, y por tanto
estamos alterando una variable clave de nuestro proceso de conceptualización. A esto se refería
E. ROSCH (1978) cuando decía que las estructuras conceptuales existentes en una cultura en un
momento histórico determinado influirían sin duda en las que un individuo cualquiera que se
desarrollase en tal entorno sería capaz de generar (cfr. 5.5.2.1).
La dinamicidad, por otra parte, se manifiesta principalmente en dos niveles:
1) En primer lugar, nos enfrentamos a una variación a nivel micro, casi podríamos decir a una
actualización o re-creación de los conceptos en cada uso, como claramente apuntábamos en
5.6.5 y 7.2.4. Esta visión del significado on-line, de cuyo estudio se ocupa la pragmática, se
encuentra fuertemente respaldada por los últimos avances aportados desde la neurociencia
cognitiva en torno a la génesis y estructuración de la memoria [J. FUSTER (2003, 2007)], e
implica una dinamicidad a largo plazo, lo que significa que los cógnitos se modifican y
enriquecen mientras dura la vida del organismo, en función de los cambios que el sujeto en
cuestión haya experimentado en el transcurso temporal ocurrido desde la última vez que fueron
activados (y en función también del contexto en que se produce el nuevo uso). Lo anterior viene
a poner de manifiesto que memoria semántica y episódica no son estructuras estancas (ni a nivel
neural ni a nivel mental). Es como si la plataforma semántica de significado consensuado fuese
una especie de conjunto subsumido en nuestra experiencia individual del mundo: constituye tan
sólo una parte de nuestro conocimiento, en concreto, la que sabemos casi con toda seguridad
que cualquier congénere que se haya desarrollado en un entorno cultural similar al nuestro
conoce también. Como señalábamos en 5.5.2.4., es precisamente la dinamicidad anatómica
intrínseca de las redes neuronales de representación del conocimiento lo que sustenta nuestra
capacidad de adaptación a la variabilidad constante del entorno, y lo que posibilita que nuestra
memoria semántica se enriquezca a partir de la naturaleza episódica de nuestra experiencia vital.
Por tanto, es especialmente importante recordar que los sistemas de percepción, acción y
memoria se encuentran, a este respecto, soportados por estructuras neurales ampliamente
coincidentes, lo que evidencian tanto los estudios de J. FUSTER (2003) como también los datos
procedentes de la neuropsicología clínica sobre pacientes con déficits cognitivos diversos que
mencionábamos en 7.2.5. En el ámbito de la ingeniería del conocimiento, esta idea se encuentra
respaldada por redes neurales artificiales, que bien realizan a la vez tareas de percepción visual
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 296
así como de categorización y razonamiento espacial, o bien ejercen funciones de control motor
y de conceptualización de la estructura del aspecto lingüístico, lo que se deriva en la capacidad
de inferir la estructura de acciones concretas. Como señalábamos en 5.6.5., la inferencia es una
función cognitiva que se manifiesta de maneras muy diversas pero que, en todos los casos,
opera sobre redes neurales preexistentes, contribuyendo a su reestructuración por medio de lo
que, en términos relevantistas, se denominan reforzamientos, eliminaciones e implicaciones
contextuales.
De igual relevancia resulta no perder de vista que los últimos avances en psicología del
desarrollo y neurociencia cognitiva ponen de manifiesto que la multimodalidad perceptiva es la
base de nuestra cognición [D. P. CARDINALI (2007); A. R. DAMASIO (2003); J. FUSTER (2003,
2007); E. THELEN Y L.B. SMITH (2002)], que el movimiento autogenerado es una modalidad
perceptiva básica, y que desarrollo cognitivo y motor se producen en paralelo, andamiándose
mutuamente, como detallábamos en 5.5.2.5.4.
Si combinamos las anteriores afirmaciones, la conclusión resultante es que la memoria (el
conocimiento susceptible de ser activado y modificado: nuestro patrimonio cognitivo) es mixta,
es decir: a la vez semántica y episódica, multimodal, perceptiva y ejecutiva. Los estudios de A.
R. DAMASIO (2003) nos han permitido explicar que, además, se encuentra emocionalmente
marcada, y que este empuje es decisivo para llevar a cabo con éxito cualquier deliberación
cotidiana en la que intervenga el conocimiento acumulado a partir de situaciones
experimentadas con anterioridad (que son la mayoría). El lector recordará que en el capítulo 7
desarrollábamos en profundidad la hipótesis del marcador somático, e insistíamos en que todo
proceso humano de toma de decisiones (pero especialmente las referidas al ámbito social y
personal) necesita del correcto funcionamiento de los mecanismos emocionales para poder ser
llevado a cabo dentro de los parámetros de la normalidad.
2) En segundo lugar, hemos aportado evidencias de la dinamicidad diacultural del fenómeno
semántico. Esta variabilidad de nivel macro se manifiesta incluso en dominios lexicosemánticos
para los que existen unos parámetros neurofisiológicos de especie considerablemente
restringidos, como es el caso del color y las emociones. Vimos que el continuo de la
materialidad física bruta (el espectro de frecuencias de onda o la gama de variaciones de
nuestros parámetros orgánicos) no impone necesariamente una misma estructura a la
experiencia de diferentes comunidades humanas. El modo en que el ser humano estructura ese
continuo depende también de variables de tipo sociocultural que todavía no hemos conseguido
sistematizar. La antropología cognitiva nos ayudaba a lo largo del capítulo 6 a considerar el
peso del ambiente sociocultural en el sistema de la cognición. Un sistema que admite la
integración de tales variables gracias, precisamente, a la plasticidad de su implementación
biológica. O en otras palabras: a su naturaleza corpórea.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 297
8.1.2. La imagen de marca desde una nueva perspectiva
Era necesario recorrer este largo camino para poder abordar sin ambigüedades ni
sobreentendidos un fenómeno que, hasta el momento, sólo lo ha sido desde una perspectiva
principalmente mercadotécnica y estadística: la imagen marcaria. Los estudios de corte
sociológico que han atisbado la necesidad de saltar al otro lado (el lado de quien percibe, a
saber: el organismo inserto en un contexto sociocultural determinado) han visto limitado su
alcance por la estrechez de su propia metodología. De este modo, el núcleo duro del problema
(qué es la imagen de marca, cómo se genera, por qué varía) ha quedado siempre diluido en
alusiones vagas a un imaginario colectivo cuya naturaleza y génesis tampoco se explican. La
perspectiva sociológica dota implícitamente a los entes que componen este imaginario de una
especie de existencia autónoma que ha de ser asumida por el lector a priori.
A lo largo de este capítulo exploraremos las ventajas de comprender la imagen de marca como
lo que efectivamente es: una representación mental que sólo existe (de manera sutilmente
diferente) en cada mente individual, lo que nos permite describir el imaginario colectivo como
la batería de representaciones emergente de la nivelación masiva de entornos cognitivos que se
produce en múltiples dominios de conocimiento en un contexto sociocultural y en un corte
cronológico determinados. O, en otras palabras, como un fenómeno complejo que surge de las
interacciones, a través de múltiples vías, de seres sociales que son sistemas complejos en sí
mismos, pero sistemas abiertos, capaces de originar órdenes superiores de complejidad tanto
material como mental.
La imagen de marca es uno de estos órdenes superiores que surge de nuestra percepción-acción
cotidiana. Nuestra realidad es orgánica: incluye nuestro cuerpo-cerebro, nuestro entorno físico,
nuestro entorno sociocultural, nuestra mente. Las marcas son, en primer lugar, modificaciones
sensibles introducidas por el ser humano en su propio entorno. Tienen, por tanto, un origen
local, físico, situado. Sólo de este modo obtienen la posibilidad de constituirse, a través de la
experiencia mediada por el cuerpo, en realidades mentales susceptibles de alcanzar cierto grado
de estabilidad sociocultural.
Encaramos, por tanto, la tarea de examinar en detalle las numerosas variables que forman parte
de un fenómeno que, como todos los que tienen que ver con la cognición humana, está en las
mentes y está en el mundo físico. Sin embargo, lo que hay en el mundo físico relacionado con la
marca no justificaría jamás por sí sólo el valor que ésta puede llegar a alcanzar en Bolsa. Nos
enfrentamos, de este modo, al estudio de un fenómeno cuya realidad es prioritariamente mental,
y para cuya auténtica comprensión es preciso recurrir a las ciencias cognitivas. De la
fundamentación del estatus epistemológico y ontológico de este tipo de realidad nos ocupamos
por extenso en los capítulos tercero y cuarto de este trabajo, principalmente.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 298
8.1.3. Resituar la comunicación publicitaria
Hay una línea de investigación que ha sido quizás la más explorada en relación con este tema
(tanto desde una perspectiva mercadotécnica como psicológica y lingüística), y que no podemos
dejar de mencionar: se trata de la comunicación publicitaria. El presente trabajo se ocupará de
esta vertiente concediéndole la importancia que le corresponde, a saber: la de una variable más
en el sistema de la marca.
Los conocimientos interdisciplinares que hemos atesorado hasta el momento nos permitirán
comprender el porqué de las limitaciones de toda campaña publicitaria, y afrontarlo no como un
problema que tozudamente ha de ser resuelto, sino como algo que se deriva de manera natural
de las características neurobiológicas y cognitivas de nuestra especie. Algo que los estudios de
corte puramente formal y estadístico llevados a cabo en el ámbito de la psicología de la
publicidad y del mercado (que proceden exclusivamente mediante un análisis reduccionista de
variables desvinculadas del significado, que luego pretenden poder generalizar por inducción
para toda campaña y contexto) no consiguen explicar, empeñados como están en obtener leyes
generales capaces de apresar causalidades inmediatas, directas. Leyes en las que la forma (a
saber: el orden de presentación de los estímulos, la disposición de los anuncios en la prensa, las
características morfosintácticas del mensaje verbal) ha de funcionar independientemente de lo
que contenga y, además, hacerlo de manera uniforme para un público destinatario (target) que
se considera homogéneo en función de mediciones sociológicas. Sin embargo, en palabras de P.
SAUERMANN (1983:68):
hasta ahora, el estudio de mercado convencional no ha podido establecer (…) rasgos
psicológicos diferenciales. Sus tipologías de consumidores se limitan a rasgos socioeconómicos,
tales como edad, sexo, profesión, ingresos, residencia o hábitos de comportamiento y de
consumo estrictamente definidos.
Obviamente, no es posible negar que lo que define a un grupo poblacional socialmente
homogéneo no dejan de ser variables ambientales susceptibles de medición. Es decir, datos
acerca del entorno en que se ha desarrollado un conjunto de personas (las cuales, además, tienen
unas características cognitivas muy similares gracias al hecho de compartir un hardware
neurológico de especie). Esto hace que este tipo de datos puedan orientarnos aproximadamente
a la hora de intentar predecir qué conceptos manejarán esas personas y cuáles serán
probablemente sus conductas habituales. Por tanto, el auténtico problema no se encuentra tanto
en la “raserización” que imponen las llamadas tipologías de consumidores (de hecho, no existe
una tal tipología si la entendemos como un sistema de clasificación cerrado: más bien, el estudio
de mercado elabora un target concreto para cada campaña específica) como en las presuntas
leyes de comunicación publicitaria que numerosas investigaciones en psicología de la
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 299
publicidad se esfuerzan por establecer. Leyes que, por definición, y para escapar de la
casuística, han de ser leyes de forma.
La limitación de esta perspectiva se ve agravada, por otra parte, por el hecho de que se otorga a
la comunicación publicitaria un peso decisivo en el sistema de la marca: así, la disciplina
mercadotécnica tiende a establecer una relación causal directa entre campaña de comunicación
y éxito de ventas. De este modo, asistimos a un esfuerzo persistente por modelizar los
componentes de la buena estrategia publicitaria como si se tratase de un fenómeno absoluto, en
lugar de contemplarla como una variable más.
En efecto, la inmediatez es enemiga de la complejidad. Una perspectiva de análisis que busca
causas generales directas necesariamente deslocaliza la estrategia, vaciándola de significado.
Queremos insistir en el hecho de que no existe la buena estrategia publicitaria en abstracto.
Existe una buena estrategia para modificar la imagen del producto x de cara al consumidor y, en
el entorno sociocultural z. Así, no será difícil comprender por qué tales principios de
comunicación publicitaria no constituyen en ningún caso fórmulas mágicas para el éxito, sino
pautas muy generales que tienen que ver con el procesamiento cognitivo de estímulos, es decir,
con algo que sólo podemos predecir parcialmente, pues su naturaleza es definitivamente
corpórea y situada (y, por tanto, susceptible de un amplio margen de variabilidad en función de
la motivación individual, que es como decir de la relevancia que cada ser humano atribuye a un
estímulo concreto en una situación determinada). De nuevo, en palabras de P. SAUERMANN
(1983:20):
La esperanza de encontrar leyes generales en este terreno que sean válidas para todos los
compradores es una quimera. (…) una situación de decisión tiene (…) un significado distinto
según los individuos; y asimismo son distintos los motivos que constituyen la base de la
valoración.
En efecto, si algo nos enseñan la neurociencia y la psicología cognitivas es que, en el proceso de
aprendizaje humano, la estructura que adopta una red asociativa es indisociable de lo que
codifica y que, además, tal estructura se manifiesta de forma sutilmente diferente en el córtex de
cada individuo (debido al carácter genuino de nuestra experiencia fenomenológica). No importa
que el código de la cognición sea subsimbólico en su instanciación fisiológica: las redes
neuronales, al reverberar, actúan como generadores de los significados que maneja un ser
humano concreto. Si su patrón de conexiones cambia, el significado cambia para ese individuo.
Y viceversa. Por otra parte, como acabamos de señalar, no hay dos seres humanos idénticos ni,
por tanto, dos redes neuronales idénticas, aunque ambas codifiquen lo que convencionalmente
decimos que es un mismo significado. Eso por no hablar de los marcajes emocionales
incorporados a tales redes por medio de las representaciones disposicionales latentes en el
córtex prefrontal de asociación que, como veíamos en el capítulo 7, se encuentran en la base de
la motivación de las conductas de consumo cotidianas, entre muchas otras. En efecto, a pesar de
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 300
compartir una serie de mecanismos homeostáticos de especie que supervisan la adquisición de
emociones secundarias, y a pesar de que sea habitual que los individuos desarrollados en un
mismo entorno sociocultural manifiesten emociones adquiridas similares ante situaciones
típicas, es en este plano (el de la motivación, al fin y al cabo) donde se disparan las
idiosincrasias.
Así, debería resultar evidente que el fenómeno cuyo estudio tenemos entre manos trasciende
ampliamente la variable de la comunicación publicitaria y nos sitúa en el centro de un engranaje
disciplinar en el que los mecanismos de la cognición orgánica reclaman toda nuestra atención.
En efecto, si la imagen de marca es una representación mental, el estudio de los mecanismos
neurocognitivos que soportan su generación y existencia forma parte de la auténtica
comprensión de la misma. La publicidad, como una vía principal de nivelación cognitiva (es
decir, como un medio de instalar en las mentes de los miembros de un grupo social las mismas
ideas sobre algo), ostenta un peso considerable en el sistema de la marca. Pero no lo explica
todo, y menos en los términos mercadotécnicos y estadísticos en que ha sido abordada hasta el
momento. Como señala J. COSTA (2005:123): “Pensar en sistema es pensar en red. Sustituir las
visiones lineales y parciales por el pensamiento complejo y holístico”. La marca es en sí misma
un sistema complejo abierto, generado a partir de las características de un organismo humano
(corpóreo, cognoscente, y situado en un entorno físico y sociocultural concreto) que es también
un sistema abierto. La realidad de ambos se construye en el proceso de su acoplamiento.
8.2. La marca como sistema complejo
Señala J. COSTA (2005:106) la necesidad de “comprender un hecho social innegable: la imagen
de marca es un asunto de psicología social antes que un asunto de diseño”. Como el lector habrá
percibido a estas alturas, nosotros iríamos un paso más allá: la imagen de marca es un asunto de
neurociencia socio-cognitiva (social cognitive neuroscience), disciplina que no es una
fabulación nuestra, sino que constituye un objetivo prioritario en el programa de la European
Science Foundation para 2009cxv.
Sin embargo, acabamos de señalar más arriba que la marca, además de en las mentes, está en el
mundo, lo que significa que tiene, necesariamente, un origen local y situado. Por tanto, para
comprender cómo emerge el fenómeno de su imagen como representación mental individual y
colectiva, es preciso que examinemos en primer lugar qué es la marca físicamente, en su
dimensión material.
8.2.1. La marca material: el signo sensible
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 301
La marca, considerada en su dimensión puramente física, es un signo sensible (una señal) de
doble naturaleza, a saber: acústica y visual. En primer lugar, la marca nace como nombre, como
signo lingüístico. Un nombre que sirve para designar e identificar (para señalar y reconocer, si
se quiere) bien un producto/servicio, bien a la empresa que lo proveecxvi . Un símbolo (es decir,
una señal convencionalmente asociada con lo representado), por tanto, que en su nacimiento no
dista mucho de la asignación de un nombre propio a un ser humano. La marca es el nombre
propio del producto/servicio/empresa. A efectos legales, una empresa sin nombre no existe [J.
COSTA (2005:19)].
Es sólo en segundo lugar que el signo audible adquiere una identidad visual. Es el momento del
diseño gráfico del nombre, que dará origen al logotipo y al símbolo marcarios. Es decir, a la
imagen tal y como nos referíamos a ella en el capítulo 2 de este trabajo, entendida como pura
representación gráfica, como objeto material. Prevenimos al lector de que el uso que hacemos
en este momento de los términos logotipo y símbolo es concomitante con el que se hace en el
ámbito del marketing. Sin embargo, desde la perspectiva semiótica de Charles Sanders Peirce,
que por lo demás adoptaremos aquí cuando hagamos referencia a nuestra capacidad simbólica,
obviamente tanto el logotipo como el símbolo marcarios son símbolos, es decir, señales (signos)
que se caracterizan por estar convencionalmente asociadas con lo que representan (en este caso,
el producto), a diferencia de los iconos o índices, donde la relación asociativa entre lo
representado y el signo que se utiliza para representarlo está naturalmente motivada en algún
sentido.
El logotipo es el nombre diseñado:
El término símbolo, en el ámbito del marketing, se utiliza de manera reduccionista para referirse
a la ilustración que se asocia a la marca. También suele denominarse icono, debido a que la
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Comunicación Visual 302
experiencia más simple que tenemos de las señales icónicas es aquella en que la señal es una
representación gráfica simplificada (de tipo analógico) de lo representado. Sin embargo, hay
que tener presente que sólo en ocasiones se genera por similitud con respecto al significado del
nombre de marca (el primer requisito para que lo que estamos llamando símbolo pueda ser
realmente una señal icónica de algo será, obviamente, que el nombre elegido para designar la
marca tenga ya un significado previo, y no sea por tanto una secuencia fónica genuinamente
creada para la ocasión). Este es el caso de Apple (palabra que en el uso ordinario designa una
propiedad, es decir, la clase de las manzanas) y de Nike (que en el uso ordinario designa un
individuo, pues la coma estilizada representa las alas de la diosa Atenea Niké):
Por lo que respecta a McDonald’s, su símbolo no es icono de nada, sino que más bien
constituye una auténtica metonimia gráfica del logo:
En otras ocasiones, sin embargo, no hay relación de semejanza que vincule logotipo y símbolo:
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Comunicación Visual 303
Por otra parte, es muy frecuente (casi diríamos que lo más habitual) que logotipo y símbolo
funcionen juntos. Sólo las marcas fuertemente afianzadas (como las de arriba, cuyos nombres el
lector habrá evocado sin duda a partir del reconocimiento de sus respectivos símbolos) pueden
permitirse prescindir del logotipo. En otros casos, como por ejemplo el de Coca-cola, las marcas
ni siquiera lo pretenden. Para el ejemplo propuesto existen diversas versiones de símbolos que
acompañan al logo, pero éste nunca pierde protagonismo:
Como vemos, aquí los símbolos son iconos del producto (la botellita de vidrio original) o de
alguna de sus partes (la chapa) ya que el logotipo, en este caso, designa pero no significa
convencionalmente nada más allá del propio producto (al menos en el momento de su
generación). Es más, en IBM es el propio logotipo el que ejerce las funciones simbólicas, sin
ningún icono de nada que lo acompañe. Justo lo contrario que Apple, que utiliza el icono de la
manzana en solitario la mayor parte de las veces:
En el caso de McDonald’s, por otra parte, lo más común es encontrar logotipo y símbolo (este
último una síntesis gráfica del primero, con lo que la representación icónica en este caso se
establecería como mucho en relación con el propio logotipo) funcionando juntos:
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 304
En Lacoste y Adidas, los símbolos no representan icónicamente nada relacionado ni con el
logotipo ni con el producto:
El caso de Lacoste es, de los examinados hasta el momento, el primero que utiliza un símbolo
arbitrariamente escogidocxvii , en el más puro sentido del término. El caso de Adidas, sin
embargo, es más complejo: la relación icónica del dibujo que actúa como símbolo se establece
no con respecto al nombre de marca ni con respecto a ninguno de los productos concretos que
ampara, sino con relación a un objeto material que a su vez simboliza la victoria en el ámbito
deportivo: la hoja de laurel que corona a los atletas vencedores en los Juegos Olímpicos. Por
tanto, vemos que las representaciones simbólicas pueden anidar unas dentro de otras, y
desatarse todas a partir de la percepción de una imagen muy simple asociada a una marca
comercial que, de esta manera, se apropia de sus significados.
Por otra parte, en los casos de McDonald’s y Coca-cola los colores son fundamentales: nunca
varían. De hecho, casi podríamos decir que Coca-cola se ha apoderado de los colores de la
Navidad (lo que, de por sí, atribuye a la marca muchos significados asociados, o en otras
palabras: activa ideas en nuestras mentes en concomitancia con la percepción de la marca):
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 305
El color deviene simbólico cuando es capaz de significar la marca por sí mismo. Esto es
especialmente importante para las marcas, ya que actúa como un estímulo capaz de traspasar el
umbral de atención del consumidor potencial en procesamientos de baja resolución. Así, para el
consumidor fiel a un producto, el color actúa como una pista que le ayuda a orientarse en el
entorno con el fin de obtener más fácilmente aquello que desea, lo que sin duda resulta de gran
ayuda a la hora de ahorrar tiempo en el supermercado, por ejemplo (motivación nada
despreciable actualmentecxviii , a pesar de su aparente banalidad). De este modo, logotipo,
símbolo y color actúan conjuntamente, en sincronía, como representantes formales de la marca.
Y en ellos, como acabamos de ver en los ejemplos anteriores, anidan muy a menudo
significados convencionalmente establecidos en nuestro entorno sociocultural de los que la
marca se beneficia de manera inmediata.
En síntesis: el nombre de marca es, en su origen, un identificador con dimensiones acústica y
gráfica. Es preciso, por tanto, atender también a su estética fonéticacxix. Sin embargo, el ser
humano “es un animal óptico. (…) nuestro conocimiento es predominantemente visual. Todo
cuanto vemos y conocemos está caracterizado por una forma unida a un nombrecxx. Y la
marca en su estado de signo también lo está” [J. COSTA (2005:27)]. En efecto, la representación
gráfica del signo audible lo dota de estabilidad y persistencia (frente a la evanescencia del
sonido), al tiempo que permite a la marca mostrarse sobre soportes diversos.
Por otra parte, y de modo aún más directamente relacionado con la afirmación de Costa, existen
estudios en el ámbito de la psicología del desarrollo específicamente dedicados a desentrañar la
relación entre la interpretación de palabras nuevas y lo que se ha llamado el sesgo de la forma
(the shape bias) del objeto que designan. En concreto, E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:236), en
un capítulo dedicado al origen situado y contextualmente específico de las categorías humanas,
señalan lo siguiente: “Studies of novel word interpretation show that when young children (and
adults) hear a novel count noun used to refer to a novel object, they interpret the noun as
referring to a category organized by shape”.
Este hallazgo nos permite explicar por qué el diseño gráfico del símbolo marcario es tan
importante, pero sólo si tenemos en cuenta primero un hecho básico, a saber: que la marca no
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 306
nace en abstracto, sino asociada a un producto o servicio, es decir, a una entidad contable. En
efecto, como señala J. COSTA (2005:148):
La marca nace (…) como un producto. (…) Éste y su marca nacen juntos en la conciencia de los
individuos: como un producto nuevo (…) cuyas características son diferentes de las de sus
competidores (…). Empezar por concebir la marca de otro modo es una abstracción.
Por tanto, si las cualidades que distinguen a un producto de otro no son evidentes (por ejemplo,
las diferencias entre diversas marcas de yogur natural), la misión de la dimensión física de la
marca (el logotipo, el símbolo), así como de otros elementos de diseño (como el envase o
packaging) es, en cierto sentido, análoga a la del shape bias. Es decir, nos proporciona un
elemento visual estable (y discriminador) con el que asociar el nombre.
De hecho, en el ejemplo del yogur podríamos observar dos sesgos de forma trabajando en
paralelo. El primero sería el de la forma global, gestáltica, que los envases de yogur tienen en
nuestro entorno sociocultural. Este sesgo nos proporcionaría un elemento imprescindible para el
nivel básico de categorización, como expusimos en 5.3.1., a saber: el conocimiento que nos
permite distinguir el yogur comercializado de otros tipos de postre lácteo refrigerado. Es decir,
para un niño español el yogur no es una sustancia blanca cremosa y ligeramente ácida o, al
menos, no es sólo ni principalmente eso. El yogur es, en realidad, un yogur, un ente contable
con la forma de un cubilete más alto que ancho que contiene la sustancia mencionada. Y la
forma es muy importante porque lo que nos permite diferenciar a simple vista el yogur de las
natillas en el supermercado es la diferente forma de los cubiletes que contienen a ambos (por
eso, una estrategia adoptada por algunas marcas, como La lechera, ha sido cambiar el envase de
plástico por uno de cristal con una forma única en el mercado, similar a los tarros que se
utilizaban en las casas para hacer yogur cuando la elaboración era tradicional: he aquí un
ejemplo de valor añadido a la marca vía envase).
El segundo sesgo de forma de este ejemplo es bidimensional, y se refiere precisamente al
logotipo y al color impresos en el envase. Este sesgo nos conduce a un nivel de categorización
más específico, aquel en el que un yogur pasa a ser un danone. En efecto, en el universo de los
lácteos refrigerados existen no sólo especies (la de los yogures, las natillas, las cuajadas, las
mousses…), sino múltiples familias dentro de una misma especie. Tantas como marcas
productoras de cada uno de estos tipos de postre. Por eso un danone no es igual que un kaiku (al
menos en teoría). Y, es más, desde la llegada de los alimentos funcionales, los hermanos de una
misma familia se han independizado: ahora el yogur con bífidus de Danone ya no es
simplemente un danone más, sino un activia. Pero no todas las marcas tienen la potencia
suficiente para generar este nivel de subcategorización tan prolijo, en el que cada uno de sus
productos se bautiza con un nombre propio. En cualquier caso, cuando una marca consigue esto,
le facilita mucho la tarea al consumidor, ya que forma del envase, color, logotipo y símbolo se
combinan en un todo sensible fácilmente identificable en el lineal.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 307
Por otra parte, esta función que desempeñan logotipo y símbolo resulta especialmente útil para
la categorización de entidades que no tienen una forma física tangible, como pueden ser los
servicios ofrecidos por empresas (por ejemplo, un servicio de protección de tarjetas). En estos
casos, la marca física (el logotipo, el símbolo) es la forma en sentido absoluto, es decir: lo que
nos permite identificar fácilmente (visual y acústicamente) aquello por lo que pagamos. La
marca constituye, en estos casos, la presencia estable en el mundo sensible de un bien intangible
que nosotros hemos adquirido.
Como veremos, la representación mental que es la imagen de marca, y todo lo que significa, no
puede entenderse sin examinar su origen en la interacción de un organismo corpóreo con entes
materiales en un contexto determinado. La cognición tiene un origen situado y contextualmente
específico: el de la experiencia individual en un entorno físico y sociocultural concreto. En
palabras de Kurt Levin: “the person and his environment have to be considered as one
constellation of interdependent factors” [E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:320)]. Así pues,
hemos de partir de la acción local para poder explicar la macroestructura del sistema: en este
caso, del complejo sistema de la marca.
8.2.2. La realidad mental: la emergencia de la imagen de marca
Para muchos estudiosos y profesionales, la formación y la actividad de las imágenes mentales es
todavía una “caja negra”. (…) Muchos profesionales declaran que la imagen mental es un
intangible oscuro, un producto psicológico inaccesible, un conjunto de abstracciones, y que por
eso investigar es inútil. Esto es falso. Lo que sucede es que se trata de un tema científico inédito
para la investigación social, orientada en general hacia el mercado y la estadística [J. COSTA
(2005:118)].
En efecto, no es fácil abordar el estudio de un fenómeno dinámico cuando en el cercano
horizonte ondean las banderas del reino del beneficio económico inmediato. A la disciplina
mercadotécnica le interesan los métodos que conducen a la obtención de resultados comerciales,
y no la comprensión de los auténticos mecanismos que subyacen al proceso. No es de extrañar:
la tarea es ardua y, en principio, no promete hallazgos rentabilizables: los estudios sobre la
psicología del consumidor apuntan claramente a la imprevisibilidad de su comportamiento,
debido tanto a la infinitud de las motivaciones individuales como a la de las variables externas
incontroladas que pueden influir en la decisión de compra. En este sentido, P. SAUERMANN
(1983:27-28) se encarga de desmentir en su trabajo dos falsas creencias muy extendidas sobre la
psicología de mercado, a saber:
1) que los conocimientos generales que ésta aporta (derivados del acopio de casos
concretos) pueden aplicarse de manera sistemática; y
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Comunicación Visual 308
2) que pueden establecerse tipos de consumidores que se comportan siempre del mismo
modo.
Afirmar esto (es decir, sostener que no existen leyes generales ni tipologías que funcionen en
este ámbito), sin pretender ir más allá, es casi como tirar la toalla.
Esta investigación pretende, por el contrario, abrir un pequeño boquete en el callejón sin salida
que parecen plantear las anteriores afirmaciones. El hecho de que no sea posible establecer
taxonomías o leyes de causalidad directa no significa renunciar al orden: por el contrario,
podemos acercarnos al fenómeno desde una perspectiva que nos permita entender por qué no
somos capaces de apresarlo. Entender que obedece a un tipo de orden tan complejo que, a
simple vista, llega a tener apariencia caótica. Como señalan J. MEHLER Y E. DUPOUX (1992:
44):
La manera en que un ser humano reacciona depende no solamente de la situación presente, sino
también de todas sus interacciones anteriores con su entorno (…). Esto no significa que no
puedan comprenderse los principios que gobiernan la conducta. Su reacción está lejos de ser al
azar. Está estrictamente determinada por sus estados mentales, el contenido de su memoria, sus
intenciones (…). Ciertos sistemas materiales desarrollan (…) conductas fuertemente
determinadas por su estado interior. Tan sólo parecen erráticas o aleatorias si ignoramos los
principios que las rigen.
Por ello es necesario empeñarse en la labor de desentrañar los mecanismos de la realidad
mental: algo que, por el momento, no es susceptible de medición estadística (pero que tiene
instanciación neurofisiológica, como hemos visto). La parte más importante del sistema de la
marca (la que atañe a su imagen) existe en esta dimensión, donde se construye el valor añadido
al producto/servicio, un valor intangible que se traduce en valor económico en el plano material.
Hemos dicho que las marcas son símbolos que discriminan (identifican) al tiempo que
significan. En el epígrafe anterior analizábamos la parte física de tales símbolos: lo que está en
el mundo y sirve principalmente para identificar sensorialmente el producto. Pero al hacerlo ya
pudimos intuir que algunas marcas se benefician de manera inmediata del significado de los
logotipos y símbolos que escogen como imágenes gráficas representantes. Pues bien, los
estudios sociológicos y mercadotécnicos al uso terminan su labor precisamente en el lugar
donde comienzan los terrenos pantanosos del significado, a saber: realizan una serie de
afirmaciones referentes al valor añadido, a la gestión de intangibles, al discurso de la marca, al
imaginario colectivo, a la autoimagen del consumidor…sin explicar cuál es la naturaleza de
ninguna de tales realidades. Se mueven en un campo minado de vaguedad en el que las nociones
clave son imposibles de manejar en términos precisos.
Nuestra intención consiste precisamente en construir un puente provisional sobre el que se
pueda transitar de manera segura mientras se apuntalan los pilares definitivos de una teoría
capaz de dar cuenta del origen situado de tales fenómenos. Sostenemos que el valor que la
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marca añade a un producto o servicio es en última instancia un significado. Cómo se construyen
estos, a escala neurofisiológica y mental, a lo largo del desarrollo de un organismo humano en
un entorno sociocultural concreto, ha sido el tema central de nuestro trabajo: hemos visto que en
el origen de todo concepto se encuentra la experiencia corpórea: individual, situada y
multimodal.
Por ahí es necesario comenzar también para comprender el origen de la imagen de marca: un
conglomerado de imágenes mentales de modalidades diversas que se integran en un concepto
(una red de representaciones neuronales) del que también forman parte las representaciones
mentales del logotipo y del símbolo marcarios, así como de los conceptos asociados a los
mismos, si los hay. Podemos afirmar esto ahora, sin temor a la ambigüedad, gracias al tiempo
que nos hemos tomado para explicar la naturaleza de las representaciones mentales y su
instanciación neural.
Como bien señala J. COSTA (2005:118),
La imagen mental no es algo que esté ahí, sino un fenómeno (algo dinámico, que ocurre)
susceptible de ser examinado como un sistema (algo que funciona). La imagen mental es
también una estructura de elementos diversos agrupados de un cierto modo (…),
interdependientes y que obedecen a unas leyes de estructura.
Al desentrañamiento, en la medida de lo posible, de tales leyes, hemos dedicado también buena
parte de este trabajo. Hemos visto que son de tipo neurobiológico y sociocultural, y que nos
permiten proporcionar un tipo de explicación del modo en que se generan nuestros sistemas
conceptuales que comprende en su seno la dinamicidad tanto intraindividual (los conceptos
cambian a lo largo de la vida de un individuo) como interindividual (no hay dos personas con
mapeados corticales idénticos). Así, que no podamos predecir a ciencia cierta la estructura de
los sistemas conceptuales humanos no es tanto un problema como algo que se deriva de manera
natural de los postulados básicos de nuestra teoría.
Por otra parte, paralelamente hemos expuesto el modo en que la experiencia individual, local y
situada de un ser humano cualquiera, a partir de la que se desencadenan los procesos de
conceptualización más complejos, se encuentra emocionalmente marcada. Hemos descrito las
emociones como estados somáticos neuralmente representados, cuya apropiación consciente en
yuxtaposición al objeto o situación que los suscita, origina lo que llamamos sentimientos, que
intervienen de manera decisiva en los procesos de toma de decisiones al alterar el estado
cognitivo de los individuos y, con él, el modo de manejo de la información implicada en tales
procesos. Vimos que las emociones reposaban, en última instancia, en un sistema de evaluación
fundamental del organismo regido por las estructuras neurológicas evolutivamente más
antiguas, donde el mantenimiento de los estados homeostáticos (de equilibrio funcional o
bienestar) se juzgaba como de máxima importancia.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 310
En otras palabras: la teoría neurobiológica de las emociones soporta de manera directa una
teoría neurobiológica de la motivación. Las emociones constituyen una motivación orgánica
primaria: el punto de anclaje de los valores humanos de referencia acerca del bien y el mal,
establecidos con relación a lo que causa placer y lo que causa dolor al organismo. Vimos
también que sobre este sistema de valoración del que disponemos por defecto (por el hecho de
pertenecer a la especie humana), adquiríamos un sistema de evaluación más sofisticado para
todo tipo de situaciones socialmente elaboradas debido a la naturaleza asociativa de nuestra
experiencia fenomenológica, como exponíamos en 7.2.7.
La complejidad de nuestras estructuras de significado, de los conceptos que proyectamos en
categorías de manera constante y cotidiana, no nace en abstracto, como hemos visto. Nace en la
experiencia reiterativa y asociativa de un organismo corpóreo y cognoscente concreto en un
entorno que también tiene unas dimensiones físicas y socioculturales determinadas, como
hemos evidenciado especialmente en el capítulo sexto de este trabajo. Una experiencia que, la
mayor parte de las veces, se encuentra emocionalmente marcada. Es de este modo como los
objetos y las situaciones se cargan de calificaciones emocionales, asociadas al conjunto de
representaciones mentales sincronizadas que constituyen cada uno de nuestros conceptos. Las
emociones son un tipo de representación más en este conglomerado multimodal: nos
proporcionan información no de tipo visual ni auditivo, sino somático y vagal. Información no
sobre la cosa, sino sobre nosotros mismos en conexión con la cosa: de este modo acabamos por
atribuir al objeto o situación la propiedad de suscitar en nosotros un sentimiento (una
representación de nuestro estado somático de la que nos apropiamos conscientemente).
Y lo mismo ocurre con la marca. Su dimensión física es sólo la punta del iceberg. La
complejidad de la imagen mental que constituye la identidad de la marca no está en el logotipo
ni en el símbolo, ni siquiera en las campañas de comunicación publicitaria, sino que se trata de
una representación disposicional latente en el cerebro del consumidor. En efecto, la identidad de
una marca es lo que esa marca significa para un individuo, donde el significado incluye lo que
esa marca es capaz de hacerle sentir. Y se trata de una representación que se construye y se
modifica constantemente por medio de la experiencia de variables diversas. Ser conscientes de
esto nos permite comprender en qué consiste la imagen de la marca, cómo se genera, por qué
puede variar de un individuo a otro e incluso perder, repentinamente y de forma masiva (debido
a la nivelación cognitiva facilitada por los medios de comunicación), gran parte de su poder de
atracción (lo que se traduce normalmente en una disminución vertiginosa de las ventas reflejada
en una caída en picado del valor de sus acciones en Bolsa). Esto es así porque la imagen de
marca es una realidad mental (al tiempo individual y colectiva) emergente de la interacción
compleja de un conjunto de variables, muchas de las cuales, simplemente, no son susceptibles
de predicción.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 311
8.2.3. El consumidor como eje del sistema
8.2.3.1. Representaciones mentales de informaciones experienciales
Aproximadamente desde la segunda mitad del siglo XX se ha ido haciendo evidente para las
empresas el hecho de que “lo que decide el éxito de ventas (…) es (…) la actitud del
consumidor respecto al producto” [P. SAUERMANN (1983:14)]. De aquí se deriva el desarrollo
de dos disciplinas estrechamente vinculadas, a saber: el marketing o mercadotecnia, y la
psicología del consumidor.
La primera adopta una visión de la labor empresarial en la que los objetivos de trabajo se
encuentran determinados por los compradores potenciales, quienes se convierten, de este modo,
en el objeto de investigación. Los primeros estudios al respecto se denominan de mercado, y
están encaminados a aumentar la transparencia de éste para la empresa. Para ello, se valen del
enfoque de tipo cuantitativo defendido por Rudolf Seyffert, que “busca información sobre las
realidades mensurables y capaces de predicción estadística (…) [a partir de las cuales] se sacan
las conclusiones sobre los potenciales de compra previsibles” [P. SAUERMANN (1983:22)].
Sin embargo, el estudio de mercado de tipo cuantitativo topa con un obstáculo imposible de
abordar con su metodología: las actitudes psicológicas de los consumidores hacia los productos.
En palabras de Bernt Spiegel, padre del enfoque cualitativo, “no es la condición objetiva de un
producto o servicio la realidad que hay que investigar, sino solamente la idea del consumidor o
del usuario” [P. SAUERMANN (1983:23)]. Si bien en este trabajo defendemos que la
representación mental de la marca no puede comprenderse sin perseguir su génesis en la
experiencia sensible del producto, las palabras de Spiegel ponen de relieve algo que para
muchos no es aún hoy evidente, como señalaba Joan Costa en la cita con que encabezábamos el
epígrafe anterior, a saber: que las ideas o representaciones mentales son realidades susceptibles
de investigación.
Por otra parte, las posturas antagónicas, aunque pueden llegar a ser reveladoras y hacer progresar el
conocimiento en sus intentos de argumentación teórica y fundamentación empírica, no suelen conducir a
explicaciones capaces de dar cuenta de fenómenos complejos ya que, en su extremismo, tienden a la
reducción. Argumentábamos esto en 5.5.2.1. cuando nos ocupábamos de exponer un modelo en términos
dinámicos para la cognición humana, y tratábamos de evidenciar el entorpecimiento que suponía tener
que adscribir constantemente los fenómenos observados a uno u otro de los compartimentos,
supuestamente estancos, que constituyen las dicotomías clásicas (a saber: percepción-cognición;
actuación-competencia y naturaleza-cultura). En 7.2.5. volvíamos en concreto sobre la dicotomía
percepción-cognición (que, por otra parte, es la misma que actuación-competencia, pues ya vimos que el
conocimiento no existe al margen de la experiencia, y que se reestructura sutilmente cada vez que lo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 312
traemos al presente para su uso) evidenciando el modo en que memoria y percepción se encuentran
implementadas en un mismo sistema.
Por lo que respecta a los enfoques cuantitativo y cualitativo de la psicología de mercado, su
combinación ha derivado en el estudio de las motivaciones del consumidor, es decir, en el
intento de determinar cómo son percibidas ciertas características objetivas del producto o
servicio, y qué peso adquieren en la decisión de compra (un proceso deliberativo subjetivo) de
un tipo de consumidor definido en función de variables susceptibles de medición estadística. En
palabras de Harry Henry, el estudio de las motivaciones de consumo podría describirse como el
de las relaciones existentes entre “la personalidad del usuario y la personalidad del producto”
[P. SAUERMANN (1983:23)].
No es necesario que reiteremos que, desde nuestro punto de vista, no hay una personalidad del
producto (sea lo que sea eso, pues en cualquier caso queda sin definir) que exista de manera
autónoma. La personalidad del producto nace en la experiencia del mismo que tiene cada uno de
sus consumidores, y se enriquece a través de otras múltiples variables experienciales (contactos
erráticos con la marca, opiniones de allegados, mensajes publicitarios, etc.) por medio de las
que cada individuo obtiene informaciones que procesa en relación con el producto en cuestión,
y a las que atribuye diferente peso computacional en función de su procedencia. La marca
material (el logotipo y el símbolo) sirve de nodo referencial en torno al cual se aglutinan todas
estas informaciones en forma de imágenes mentales de modalidades diversas.
8.2.3.2. La gestación de la identidad marcaria: un proceso de sedimentación semántica a
partir de experiencias multimodales convergentes
Así pues, aunque la identidad de marca se planifica desde la empresa, es algo que escapa
finalmente a su control. Esto sucede especialmente en los casos en que la identidad de los
productos se sustenta en la identidad corporativa, o tiende a confluir fuertemente con ella, como
ocurre con Mercedes o IBM. Lo veremos mejor con un ejemplo.
En concreto, Mercedes es el paradigma de gestación natural de una gran marca, sin estrategia de
comunicación alguna que haya programado el proceso desde su origen. En román paladino,
hablaríamos de una marca con solera, cuya imagen (los conceptos ligados a la marca que
definen su identidad, y que en el ámbito del marketing se denominan atributos), tiene tal
trayectoria histórica que existe actualmente hasta en las mentes de quienes jamás han tenido
experiencia de uso alguna (pero sí de muchos otros tipos, como veremos) con uno de estos
vehículos. Mercedes es un claro ejemplo de que ciertas marcas son símbolos capaces de
significar de manera autónoma, vehiculando conceptos que van mucho más allá de una simple
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 313
relación icónica facilitada por su logo. A este tipo de significado socialmente consensuado, que
se actualiza en emisiones lingüísticas del tipo “Un Mercedes no es un Opel” (y donde todos
sabemos que el emisor no está verbalizando una obviedad) se llega por reiteración experiencial.
Veamos lo que queremos decir con esto.
Actualmente, Mercedes significa vehículos seguros, potentes, fiables, caros. También significa
prestigiocxxi : el de la empresa que se ha mantenido en una línea de producción impecable a lo
largo de los años, y el del cliente con la solvencia económica (normalmente aparejada a un
estatus social por encima del de la media) necesaria para poder permitirse adquirir uno de esos
productos. Pero no sacaremos nada en claro si nos mantenemos en este nivel descriptivo. Lo
natural es preguntarse cómo ha llegado la marca Mercedes a significar esto.
Y la respuesta es la siguiente: por pura experiencia asociativa. Las ideas de seguridad y calidad
ligadas a Mercedes son fruto de una tradición empresarial en la que se priorizaban estas
características de los productos (lo que la terminología de la psicología del consumidor ha dado
en llamar valores) aunque ello supusiese ralentizar el proceso de fabricación, con la
consecuencia de que la demanda superaba constantemente la oferta. En palabras de J. COSTA
(2005:150): “la marca se funda en indicadores identitarios del producto; percepciones fuertes,
exclusivas y bien reconocidas por el público. Y eso es (…) lo que sirve de base a su imagen”.
Este hecho justificaba el precio: el tener que esperar por un Mercedes equivalía a esperar por la
calidad de un objeto que, con las condiciones de producción del momento, necesitaba de un
tiempo dilatado para ser fabricado. De este modo, tiempo de espera, calidad, precio y
exclusividad (impuesta tanto por el coste económico como por la escasez de unidades) acabaron
por asociarse en la experiencia de los consumidores. Acceder a uno de estos vehículos
implicaba que quien lo hacía tenía el dinero para ello, lo que a su vez solía coincidir con la
pertenencia a una clase social privilegiada. Por eso Mercedes significa también estatus social.
De la coincidencia reiterada de estas circunstancias en la experiencia individual de los
miembros de una sociedad a lo largo de un periodo de tiempo dilatado surge la imagen de
prestigio de la marca. Posteriormente, como evidencia el Principio de Convergencia
Presináptica Simultánea [J. FUSTER (2003, 2007)] bastará con mencionar uno solo de tales
atributos para actualizar el restocxxii : aun hoy seguimos relacionando el estatus social con la
posesión de productos exclusivos debido a su calidad y precio, por el simple hecho de que,
históricamente, sólo quienes tenían mucho dinero podían acceder a ciertos productos cuya oferta
era escasa debido a la calidad de las materias primas y al carácter artesanal de su elaboración.
Actualmente, este fenómeno sólo se da en algunos productos alimentarios de lujo, cuyas
condiciones naturales de producción la limitan necesariamente (caviar, vino de cepas
centenarias, champán francés…), y en la alta costura, que utiliza materiales delirantemente
lujosos (léase piel de avestruz, pitón color chocolate, bordados de Lesage, cristales de
Swarovski, tul de seda…) y puede emplear a más de cuarenta profesionales para la confección
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 314
de una sola pieza, totalmente a mano. En el resto de los casos, y al contrario de lo que el grueso
de la población cree, el precio que se paga por la mayor parte de los productos de lujo está
desfasado en relación con su calidad. El plus monetario se desembolsa por su significado, es
decir, por los supuestos que el individuo alberga sobre los valores de los productos amparados
por la marca. Estos supuestos son imágenes mentales de cualquier modalidad que han podido
generarse no sólo como resultado de la interacción física real con el producto, sino también a
partir del procesamiento de otro tipo de estímulos: los publicitarios. Más adelante veremos que
estos últimos son los principales generadores de atributos abstractos vinculados a la imagen de
marca actualmente, lo que se relaciona con un sistema productivo en el que no hay tiempo para
dejar que la imagen se geste por sí misma en la mente del consumidor, fundamentada en
características sensibles reales del producto. Por el contrario, se trata de una imagen que se
pretende henchida de valor desde sus comienzos, de una imagen hormonada, engordada a base
de sustancias artificiales y que, normalmente, esconde una esencia nutritiva muy pobre. En
efecto, un producto que apenas se diferencia en nada de sus competidores tendrá que buscar la
diferencia en términos intangibles, es decir, en términos de imagen, de valor añadido. Y esto se
hace muy habitualmente vinculando el producto a términos conceptuales abstractos por medio
de la comunicación publicitaria.
Sin embargo, y al contrario de lo que ocurre con muchas marcas modernas, los valores
asociados a Mercedes tienen un origen físico y local: el de las circunstancias de producción
existentes en un momento histórico determinado en un lugar geográfico concreto. Y el de la
estructura socioeconómica de ese corte geocronológico, que determinaba que sólo algunos
individuos de determinadas características pudieran acceder a ciertos bienes. Pero, como señala
J. COSTA (2005:149)
está claro que cuando el señor Gottlieb Benz vendía sus primeros automóviles no apelaba a la
imagen, al reconocimiento social, al símbolo de poder adquisitivo, de estatus u otros valores. Lo
que él vendía y el usuario reconocía era la calidad técnica y funcional de sus coches, la solidez
de la construcción y de los materiales, la fiabilidad y la seguridad. Los valores añadidos y la
imagen mental acumulada en el público vinieron después. Se fabrica más fácilmente una partida
de coches que una imagen. Ésta se consigue como resultado de una conducta reconocida en el
mercado.
Actualmente, cuando los fabricantes no topan con impedimentos técnicos para la producción en
serie (lo que sin duda abarata los costes) es la potencia de la imagen de la marca lo que ampara
a los nuevos productos, reinyectándoles los valores de identidad de la casa (las ideas que se
activan en las mentes de los individuos cuando piensan en el signo Mercedes o en su símbolo
asociado). En palabras de J. COSTA (2005:148): “El producto hace nacer la marca, y ésta, al
llenarse de valores gracias al producto, crea valor por sí misma”. De este modo,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 315
grandes marcas como Nestlé, Danone (…) poseen una imagen (…) muy fuerte en las mentes de
sus públicos (…) [lo que] da cobertura [no sólo] a sus productos actuales [sino también] a los
nuevos productos y submarcas. (…) la supermarca global (…) los ampara y les reinyecta los
valores de la imagen. Hay aquí un movimiento interactivo. Las supermarcas alimentan sus
productos y éstos, recíprocamente, realimentan el sistema de sus marcas, es decir, la imagen
global [J. COSTA (2005:164-165)].
La identidad de una marca se construye en primer lugar, por tanto, a partir de un conjunto de
datos empíricamente verificables, porque hay una serie de características tangibles en los
productos (a saber: cuestiones relativas bien a la calidad de los materiales y acabados, al diseño
y prestaciones, a la seguridad y la potencia, en el caso de los coches, o bien al sabor, aroma,
textura y valores nutricionales, en el caso de los alimentos) que “son inamovibles, a no ser que
se quiera correr el riesgo de dejar de ser esa marca” [J. COSTA (2005:150)]. De la experiencia
sensible de tales atributos surge en la mente del consumidor una imagen que es una red de
representaciones
mentales
neuralmente
instanciadas.
Representaciones
de
estímulos
multimodales convergentes en la experiencia individual, a saber: las experiencias sensibles de
las características tangibles de los productos (que son visuales, auditivas, olfativas, gustativas,
táctiles y somatosensoriales), pero también la experiencia visual del logotipo y del símbolo, y la
de las campañas de comunicación publicitaria, que suele ser audiovisual e incluir contenido
semántico en formato proposicional, incorporando de este modo a la imagen de marca atributos
abstractos que van más allá de la materialidad del producto, como decíamos.
Es decir, la identidad de la marca (lo que en el ámbito del marketing suele denominarse imagen)
es algo cuyo origen se encuentra en el mundo físico, pero que se construye y existe como tal
únicamente en las mentes. El precio que se paga por un Mercedes hoy en día supera
considerablemente el coste real de producción del vehículo. El margen de beneficios para el
fabricante y los intermediarios es cuantioso y, si estamos dispuestos a pagarlo, es porque en el
pack viene incluido un conglomerado de valores añadidos (de significados): los de su imagen de
marca.
El especialista en gestión de imagen marcaria y corporativa J. COSTA (2005:148) señala a este
respecto que “puede parecer una contradicción que algo tan psicológico, abstracto e intangible
como los valores y la imagen tenga su origen en lo que hay en ella de más material, inmediato y
cotidiano: el mismo producto en el punto de venta y en el lugar de consumo”. Desde nuestro
punto de vista, por el contrario, no hay nada de paradójico en ello: un enfoque cognitivo
corpóreo y experiencial, en el que términos como imagen, identidad, atributos o valores son
definibles en última instancia como representaciones mentales de modalidades sensoriales
diversas con instanciación a nivel neural, permite dar perfecta cuenta de este fenómeno.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 316
8.2.3.3. Motivación y consumo: de la funcionalidad al significado
Recordemos que, en 8.2.3.1., estábamos hablando del estudio de las motivaciones humanas para
la acción de consumo. En este ámbito, es inexcusable mencionar a Ernest Dichter, psicólogo
vienés emigrado a EE.UU. en 1938, donde fundó el Institute for Motivational Research. P.
SAUERMANN (1983:51) se refiere a él como “el Sigmund Freud de los estudios de mercado”.
Fue él el primero en proponer la necesidad de intentar comprender el producto desde la
perspectiva del usuario, adentrándose para ello en los pantanosos terrenos del significado:
“¿Qué pensamientos, sensaciones y sentimientos relaciona el ser humano, consciente o
inconscientemente, con los artículos de consumo? ¿Qué utilidad adicional, qué significado
simbólico adquiere el cliente?” [P. SAUERMANN (1983:51)]. Y señala que, para entender las
motivaciones humanas en toda su complejidad, es preciso “tener en cuenta la vida íntima del
individuo al mismo tiempo que su entorno social. Hay que trasladarse al interior del
pensamiento de la persona a la que deseamos llegar” [P. SAUERMANN (1983:58)].
Estas palabras, por su referencia directa tanto a la psicología individual como al entorno social,
nos recuerdan a las de E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:321): “higher cognition is
developmentally situated. It grows from and carries with it the history of its origins. In
particular, cognition is embodied and socially constructed”. A lo largo de este trabajo hemos
visto que las necesidades básicas de todo organismo humano (hambre, sed, sueño, refugio,
sexo…) se encuentran biorreguladas. Al igual que ocurre con las emociones, la socialización da
lugar a una serie de necesidades secundarias que se construyen sobre los sesgos biorreguladores
básicos, satisfaciéndolos de manera más sofisticada (y culturalmente divergente). Precisamente,
lo que se persigue con la escalada de estatus en el seno del grupo social es una satisfacción más
exitosa de tales necesidades. Con el tipo de inteligencia necesario para lograr estos objetivos se
relacionan estudios recientes sobre el aumento del neocórtex homínido, como señalábamos en
7.3.1.
Pues bien, en el desarrollo del individuo en sociedad (especialmente en la sofisticación que
conlleva la adquisición de necesidades secundarias) se encuentra también el origen de la
diversidad motivacional: actualmente existen muchas formas de saciar el hambre, muchos tipos
de lugares donde vivir, así como diferentes maneras de concebir el éxito. O, dicho de otro
modo: “Necesitamos comida, pero no necesitamos pato a la naranja” [B. SCHWARTZ (2005:
105)]. Comer foie una vez a la semana, conducir un Toyota biplaza y calzar unos manolos es
una forma tan legítima de comer, desplazarse y calzarse como hacerlo con pizza, autobús, y un
par de zapatos anónimos. De ambas formas cubrimos las necesidades orgánicas fundamentales.
Pero en el primer caso hacemos algo más: cubrimos un tipo de necesidad que se desmarca de lo
funcional para adentrarse en el terreno de lo hedónico, de lo que nos proporciona una sensación
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 317
de bienestar orgánico cuyo origen se encuentra tanto en la experiencia fisiológica como en la
mental (y, en algunos casos, sobre todo en esta última). Una sensación que se ve suscitada por la
experiencia física real (el sabor y la textura del foie, las prestaciones del vehículo, la suave piel
y el fabuloso diseño de los zapatos) pero también por todos los significados adicionales que
conlleva y de los cuales la publicidad (un mensaje que activa un procesamiento cognitivo capaz
de modificar el estado corporal) es, en algunos casos, responsable en gran medida.
Aun así, a pesar de compartir unas características neurobiológicas de especie y de desarrollarnos
en entornos socioculturales comunes, ni todos queremos lo mismo, ni todas las marcas existen
de la misma manera en las mentes de todos los individuos. La marca Veuve Clicquot dejará
indiferente a los bebedores de cerveza, y dentro de este grupo habrá muchos que detesten la
Franciskaner. Se podría argumentar que esto es una simple cuestión fisiológica, de papilas
gustativas. Y, en el sentido más fundamental en que puede serlo, lo es: el que un individuo
manifieste preferencia por algo en concreto (cerveza, pizza, chocolate, foie, libros o zapatos)
depende en parte, por supuesto, de la presencia y disponibilidad de tales objetos en el entorno en
que haya acontecido su desarrollo ontogenético, pero es en última instancia algo azaroso. Los
hermanos gemelos criados exactamente de la misma manera en el mismo entorno manifiestan
preferencias divergentes, porque son individuos únicos. Y son estas preferencias las que
orientan nuestra atención hacia los elementos del entorno que suscitan nuestro interés, dando así
lugar a experiencias perceptivas sustancialmente diferentes sobre las que se generarán mapeados
corticales también diversos. En otras palabras, las motivaciones individuales, cuya génesis
escapa a nuestra predicción, guían la experiencia sensible y el procesamiento cognitivo de
estímulos, y por tanto constituyen una variable importantísima en la explicación de por qué
ciertos individuos disponen de conceptos más sofisticados que otros para ciertas cosas.
A lo que nos referimos es que la marca Clicquot excita una serie de ideas en la mente de todo
amante del champán francés que tienen que ver tanto con las cualidades sensibles del producto
(si es que lo ha probado alguna vez) como con nociones más abstractas de exclusividad, calidad,
tradición y prestigio que, como en el caso de Mercedes, forman parte del discurso de la marca.
De este discurso puede ser responsable en gran parte la publicidad, como decíamos, pero
también la estructura del grupo social y sus redes de comunicación interna (el popularmente
conocido boca-oreja) y externa (medios de comunicación generales y especializados). Lo
importante, por el momento, es que tengamos presente la idea de que la sensación somática
placentera que experimentamos al consumir ciertas marcas tiene no sólo que ver con la
experiencia de interacción sensible con el productocxxiii , sino también con procesamientos
cognitivos en torno a las mismas relacionados con conceptos más abstractos. Del modo en que
los procesos de pensamiento consciente son susceptibles de modificar nuestro estado corporal
nos ocupamos por extenso en 7.3.2.3.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 318
Así pues, el sólo nombre de marcas como Blahnik, Louboutin o Choo activará una serie de
representaciones mentales capaces de despertar el deseo de toda adicta a los zapatos: aunque
jamás haya llegado a aproximarse siquiera a un par, sabe mucho sobre los mismos. Sin
embargo, en este caso, el conocimiento que late en su entorno cognitivo no procede
precisamente de las campañas publicitarias generalistas al respecto. Se trata de marcas de lujo.
Son los consumidores interesados en este tipo concreto de producto los que buscan la
información en casos como estos. Y lo hacen bien a través de redes sociales, bien a través de
medios de comunicación especializados (por ejemplo, el sitio web de la marca, donde casas
como Dior o Chanel cuelgan spots publicitarios que no se emiten en ningún medio generalista,
y de cuya existencia y lanzamiento hay que enterarse, a su vez, bien a través de publicaciones en
papel de un perfil muy concreto, bien a través de blogs especializados).
Por otra parte, los consumidores se distinguen por el grado en que buscan información sobre un
producto [B. SCHWARTZ (2005:capítulo 4)], lo que depende a su vez tanto de rasgos
caracteriológicos individuales como de la importancia subjetiva que la persona concede a la
compra [P. SAUERMANN (1983:38)].
Con estos ejemplos pretendemos llamar la atención del lector sobre lo imprecisa que resulta
toda generalización sobre los factores incidentes en la motivación de las conductas de consumo
y, por tanto, también sobre el proceso de construcción mental de la identidad de marca, que es
algo puramente individual en última instancia. A la complejidad del mapa de variables
implicadas en tal proceso hay que sumar el factor de impredecibilidad que entraña todo sistema
dinámico complejo. En este sentido, “la psicología de las motivaciones ha llegado a la
conclusión de que (…) no hay dos personas que tengan exactamente la misma estructura
motivacional” [P. SAUERMANN (1983:56)]. Y no sólo eso, sino que “los usuarios pueden tener
diversas motivaciones para decidirse a comprar, las cuales, además, pueden cambiar
constantemente” [P. SAUERMANN (1983:31)]. Por eso las tipologías de consumidores no
funcionan. El mapeado cortical individual es genuino, como genuinas son las conexiones que
alberga y las imágenes mentales (los significados) que se materializan por medio de su
activación. También es dinámico: sabemos que la configuración del cableado cerebral se
modifica más o menos sutilmente mientras dura la vida, en función de la experiencia individual,
y que todo el conocimiento que codifica de manera subsimbólica incide directamente en el
procesamiento de cualquier información nueva. En definitiva, el historial de procesamiento
previo de cada ser humano influye de manera decisiva en el tipo de estímulos externos
susceptibles de llamar su atención, en cómo los categorizará, en las decisiones que tomará, en
las nuevas cosas que será capaz de aprender. Por eso las campañas de comunicación publicitaria
no inciden de manera uniforme sobre los individuos que teóricamente forman parte del grupo
tipificado de consumidores (el target) al que se destinan. La homogeneización, en este terreno,
es una reducción de la complejidad poco realista.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 319
Sin embargo, este hecho, en lugar de desalentarnos, debería animarnos a explorar vías de
investigación inéditas hasta el momento. Vías cuyo éxito no se encuentra en proporcionar leyes
simples para la optimización de toda estrategia comercial, sino en la aproximación a modelos
explicativos más reales y, por tanto, más complejos. Aunque ello implique el tener que
renunciar parcialmente al poder de manipulación que se creía tener sobre ciertos fenómenos,
como el consumo. Este tipo de conocimiento es a lo que aspira este trabajo.
8.2.4. El peso de las variables comunicacionales en el sistema de la identidad marcaria
8.2.4.1. Publicidad: marcadores somáticos por defecto
A estas alturas, esperamos haber fundamentado suficientemente el hecho de que “Las imágenes
mentales de las marcas son (…) representaciones internas, productos psicológicos” [J. COSTA
(2005:109)] cuyo origen es experiencial. En otras palabras, sostenemos que la identidad de
marca es una representación mental multimodal (una red de representaciones de modalidad
diversa) que emerge en la mente de cada ser humano concreto a partir del contacto experiencial
con una serie de variables. De este modo, la marca se configura como una memoria mixta, una
red neural que aglutina percepciones diversas en un concepto personal, donde el contenido
semántico (simbólico) y el episódico se encuentran entretejidos, y de donde emerge un
significado emocionalmente calificado que constituye el núcleo de las motivaciones de
consumo.
Este significado, como el de todo concepto, cógnito o memoria, es dinámico: se transforma,
enriquece y diversifica a medida que lo hace nuestra experiencia en un entorno que proporciona
informaciones relativas a la marca por medios diversos: bien facilitando la experiencia
multisensorial de interacción directa con el producto, bien vehiculando informaciones sobre el
producto y la marca que no conllevan una experiencia de uso. De este modo, la imagen que
existirá en la mente de una persona concreta para una marca determinada dependerá de su
historial individual de interacción con algunas (no necesariamente todas) de las variables
facilitadas por el entorno.
En efecto, y en palabras de J. COSTA (2005:111) ocurre muchas veces que “vemos los productos
en el supermercado, la publicidad (…) leemos cosas sobre ellos, escuchamos opiniones, los
vemos funcionando en determinados lugares”. Pero carecemos de la experiencia de uso. Las
informaciones que procesamos al respecto son, por tanto, de segundo orden, por decirlo de
algún modo. Su peso computacional en el proceso de toma de decisiones de consumo no es
equiparable al de los supuestos que adquirimos a través de la interacción sensorial directa con el
producto. Por eso, en este tipo de casos, el papel de la publicidad es especialmente importante,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 320
ya que su tarea consiste principalmente en generar marcadores somáticos por defecto. Nos
explicaremos.
En 7.3.2.1. definíamos los marcadores somáticos como imágenes corporales calificadoras de
objetos o situaciones externos al organismo, de las cuales nos apropiamos conscientemente. O,
en otras palabras, como sentimientos que experimentamos en relación con algo. A nivel neural,
son representaciones disposicionales, es decir, redes susceptibles de activación bien a partir de
estímulos procedentes del entorno (la visión de un objeto o la experimentación de una situación
que categorizamos como similares a los ya emocionalmente marcados), bien a partir de
estímulos endogenerados (pensamientos sobre ese objeto o situación generados en ausencia de
los mismos).
En definitiva, son señales orgánicas que llaman nuestra atención sobre el resultado positivo o
negativo al que puede conducirnos un tipo de conducta determinada en una situación o ante un
objeto específicos. De este modo, los marcadores somáticos (los sentimientos que nos producen
las cosas y las situaciones) agilizan los procesos de toma de decisiones sobre la conducta a
desarrollar en relación con las mismas, ya que reducen de manera drástica el número de
opciones para la acción que habremos de evaluar racionalmente. Esto es así porque bien llaman
nuestra atención sobre las opciones que nuestra experiencia nos dice que pueden ser más
ventajosas, o bien nos alejan de aquellas que una vez nos resultaron perjudiciales. Este proceso,
una vez afianzada la asociación entre objeto externo y estado interno, tiene lugar de manera
automática, no consciente, y es fruto de la calificación emocional del conocimiento atesorado:
una señal que se desata muy rápido y que utiliza vías de baja resolución, como vimos en 7.2.3.
Así pues, el no disponer de la experiencia directa de uso de un producto determinado en nuestro
patrimonio cognitivo, implica la ausencia de un marcaje emocional al respecto (algo obvio,
puesto que la representación mental susceptible de ser emocionalmente calificada no existe). Sin
embargo, la neurociencia nos revela que hay una manera indirecta de suscitar este tipo de
evaluación automática. Veamos cómo.
Como acabamos de señalar más arriba, el entorno vehicula los conocimientos que podemos
tener sobre algo por medio de múltiples vías. La publicidad es una de ellas. Y como todo el
mundo sabe, la comunicación publicitaria hace casi un siglo que traspasó el umbral de lo
puramente informativo. Según señala el profesor James Twitchell [B. SCHWARTZ (2005:63)], el
uso persuasivo de la publicidad lo emplearon por primera vez las compañías tabacaleras en la
década de 1930. Al llevar a cabo un estudio de mercado en el que los consumidores debían
probar varias marcas de tabaco a ojos cerrados, se dieron cuenta de que eran incapaces de
distinguirlas. Por tanto, exento el producto de atributos sensibles identificadores, decidieron
añadirle otros, de tipo simbólico, por medio de la comunicación publicitaria. Algunas marcas de
tabaco generaron así un discurso asociado a un estilo de vida elegante, propio de las clases
pudientes de la época.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 321
De hecho, la publicidad es el principal instrumento de que disponen para diferenciarse muchos
productos de consumo cotidiano “que apenas se distinguen por su utilidad y cualidad, y en los
que existe parecido incluso en cuanto al precio” [P. SAUERMANN (1983:17)]. Y si esto comenzó
a ser así hace tres cuartos de siglo, imaginémonos lo que ocurre actualmente. Bastará con que el
lector dedique un minuto a pensar en cuántas marcas de yogur natural desnatado con bífidus
activo puede encontrar en la sección de postres lácteos de una gran superficie. Y en si realmente
existe entre ellas alguna diferencia sustancial que justifique la diferencia de precio cuando esta
se da (y que puede llegar a ser de 1 euro o más entre, por ejemplo, el pack de yogures de las
marcas Danone y Dia). O piense si no en las marcas blancas, es decir, en las marcas propias de
las grandes superficies, cuya producción ha sido contratada por las mismas a fabricantes líderes
del sector, que siguen vendiendo su propia marca en otros establecimientos a precios más
elevados (aunque el producto que contienen sea exactamente el mismo). Es el caso de Cidacos
para algunas conservas (los guisantes, los champiñones y el ketchup) de Hacendado, la marca
blanca de Mercadona. O el de la francesa Senoble para el queso fresco batido (un producto
típicamente galo) y los yogures de la misma gran superficie. Pero no nos desviemos del tema.
La fidelización a las marcas blancas responde a mecanismos diferentes, en los que la
experiencia directa del producto es imprescindible, y se consigue en primer lugar a través de un
precio tan competitivo como para compensar la pérdida psicológica en caso de insatisfacción.
Volvamos, por tanto, a los productos en los que la asociación emocionalmente calificadora
suscitada por el anuncio publicitario es el factor decisivo para desatar la compra de algo que no
se ha usado previamente. En lo que respecta a los bienes de consumo cotidiano, los estudiosos
del tema coinciden en señalar la similitud de la conducta de compra habitual con otro tipo de
comportamientos expertos, en los que se procede por pura rutina. En concreto, y como señala P.
SAUERMANN (1983:18), “Katona insiste en que (…) el proceso psicológico transcurre de una
manera enteramente distinta a como lo haría en una situación [de toma de decisiones] auténtica.
(…) ya no es necesario un enfrentamiento verdadero con las distintas posibilidades de
actuación”. En efecto, lo que hemos dicho de los marcadores somáticos (un tipo de reacción
experta emocionalmente mediada) explica bien la fidelización a ciertas marcas de consumo
cotidiano. Si de niños nos daban de merendar un yogur Danone y un bocadillo de Nocilla, es
muy probable que de adultos sigamos consumiendo los mismos productos (y que se los demos a
nuestros hijos) si nuestra economía no nos obliga a recurrir a marcas más baratas.
Sin embargo, lo cierto es que toda conducta rutinaria, para llegar a establecerse como tal, ha de
pasar primero por un estadio de ejecución consciente. Es decir, todo consumidor, por muy fiel
que sea a los hábitos de consumo heredados del entorno familiar, se enfrenta en algún momento
de su existencia bien a la decisión de incorporar algún producto nuevo a su lista de la compra
(por ejemplo, pañales para el primogénito), o bien a la decisión de cambiar de marca de un
mismo producto debido a factores situacionales (vivir en otro país, o encontrarse con que se ha
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 322
agotado su marca habitual, por ejemplo). Por tanto, cabe que nos preguntemos qué variables
pueden influir en las elecciones que efectuamos en este tipo de situaciones. Del mismo modo,
también es legítimo preguntarse de qué modo el consumidor impulsivo (aquel que cambia de
marca frecuentemente) puede llegar a verse influenciado en sus elecciones.
La publicidad busca orientar bien las necesidades de consumo habituales, bien el gusto del ser
humano por la novedad, a favor del beneficio económico del fabricante de un producto
concreto. O.W. Haseloff la define como “la comunicación pública, intencionada y planificada
en orden a la información, persuasión y control de la decisión a favor de un producto” [P.
SAUERMANN (1983:101)]. En otras palabras, la publicidad busca persuadir al consumidor
potencial de que la compra de x será beneficiosa para él en algún sentido, y para esto no recurre
a informaciones funcionales sobre x (si no, la publicidad de los postres lácteos Danone y los de
Central Lechera Asturiana sería indistinguible). Por el contrario, apela a marcadores somáticos
de los que se supone que el consumidor potencial dispone por defecto, en virtud de su
experiencia en un entorno sociocultural determinado. Aquí es donde interviene el enfoque
cuantitativo de la psicología de mercado, capaz de acotar un grupo de consumidores específico
(el target) para quien se diseñará el mensaje publicitario en cuestión, en función de variables
socioeconómicas susceptibles de medición estadística.
En efecto, puede saberse bastante de lo que hay en las mentes de nuestros congéneres en
función de la estructura que su entorno tiene en el momento presente (esta es la variable
circunstancial que interviene también a la hora de determinar el estado cognitivo de nuestro
interlocutor en un acto comunicativo situado) y, de modo similar, puede tenerse una visión
aproximada de los datos que con toda probabilidad formarán parte de su patrimonio cognitivo
(algo así como un histórico de procesamiento) si se hace un estudio de las características del
entorno sociocultural y económico en que se han desarrollado los individuos pertenecientes a un
grupo, definido en función de variables como la edad, el sexo, la ocupación profesional y el
nivel de ingresos, cuando lo que se pretende es elaborar un mensaje que pueda funcionar en
diferido. Como decíamos, “higher cognition (…) grows from and carries with it the history of
its origins. (…) [It] is (…) socially constructed” [E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:321)].
Así pues, proyectamos los contenidos que hay en nuestra propia mente, así como lo que
sabemos sobre su manera de operar, para intuir lo que es probable que los demás tengan en la
suya. Paralelamente, utilizamos nuestros propios sentimientos, generados en interacción con el
mundo y mediados por unos sesgos biorreguladores innatos, que compartimos por el hecho de
pertenecer a la misma especie, para intuir las experiencias emocionales ajenas en relación con
ciertos objetos y circunstancias. Y acertamos la mayor parte de las veces, en mayor o menor
medida. Por eso la comunicación (tanto de pensamientos como de emociones) es posible.
De este modo, los creativos publicitarios son capaces de elaborar mensajes susceptibles de
activar en otros seres humanos marcadores somáticos positivos de los que ya disponían, sólo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 323
que esta vez tales sentimientos se actualizan en relación con el producto publicitadocxxiv . Así, y a
través de la reiteración del estímulo publicitario, el producto-marca queda incluido en la red
asociativa preexistente. Por eso la publicidad utiliza metáforas con tanta frecuencia. Porque se
trata de hacer sentir al consumidor que A es B, donde A es el producto x, y B remite a algo (a un
conocimiento emocionalmente marcado de algo) que casi con toda probabilidad el consumidor
atesora en su experiencia vital. Y si conseguimos que la imagen del producto x quede vinculada
en la memoria del consumidor potencial a una red conceptual que incorpora calificaciones
emocionales positivas, habremos generado una motivación nada despreciable para la compra,
que aflorará muy posiblemente, de manera inconsciente, en el momento decisivo del acto de
consumo.
La comunicación publicitaria, de este modo, sirve para dos cosas:
1) Para generar empujes de compra instintivos allí donde no ha habido experiencia de uso
propia, susceptible de marcaje emocional positivo (sería el caso de los consumidores
potenciales); y
2) para reforzar y ampliar las calificaciones emocionales existentes en el caso de los
consumidores habituales.
En el primer caso, el empuje emocional generado puede ser suficiente para provocar la
adquisición del producto en cuestión, sin necesidad de un razonamiento deliberativo demorado
al respecto. Es lo que se denomina compra impulsiva. Sin embargo, esto tampoco ocurre así en
todos los casos. Como decíamos, depende de muchas otras variables, por ejemplo de la cuantía
del desembolso económico (obviamente, no es lo mismo comprar un coche que un bote de
champú), o de la importancia subjetiva que la persona conceda a la compra (que no tiene por
qué ser directamente proporcional al precio del objeto de consumo, aunque sin duda este
constituirá un factor importante).
En relación con lo último, los factores caracteriológicos individuales resultan decisivos, como
pone de manifiesto el estudio de B. SCHWARTZ (2005:85). Por ejemplo, en el caso de un sujeto
maximizador (que sería aquel que busca obtener el máximo provecho subjetivo de su inversión
económica) la valoración demorada de todas las opciones posibles puede pesar más que el
marcador somático generado por la comunicación publicitaria. Es más, en esta clase de
individuos parece darse un tipo de proceso deliberativo muy similar al de los pacientes
prefrontales ventromedianos: invierten un tiempo desmedido en compras que para la mayoría
resultan triviales y, aun cuando llevan a cabo una adquisición, no suelen disfrutar de ella porque
necesitan una reafirmación constante de que fue la mejor posible.
Por el contrario, en otras ocasiones, son variables situacionales las que determinan finalmente la
opción de compra. Así, por ejemplo, en el caso de individuos satisfactores, que se conforman
con un producto que cubra de forma razonable sus necesidades, la posición preferente del
producto en las estanterías del supermercado puede constituir el empuje decisivo para
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 324
adquirirlo, sin necesidad de demorar más su deliberación. En efecto, son los objetos presentes
en el entorno los que actualizan la lista de opciones posibles en la mente del consumidor medio
en relación con la satisfacción de una necesidad concreta. Es por esta razón (para ser menos
vulnerables a los estímulos exteriores) por lo que las asociaciones de consumidores
recomiendan acudir al supermercado con la lista de lo que realmente necesitamos y, a poder ser,
con el estómago lleno. Si sentimos hambre, seremos más receptivos a todos los estímulos
externos capaces de satisfacer nuestra necesidad fisiológica, y por lo tanto más proclives a
adquirir productos que realmente no necesitamos. De nuevo, hechos cotidianos como estos
evidencian que nuestros procesos de razonamiento deliberativo se ven sustancialmente alterados
por nuestros estados somáticos internos, ya que estos determinan no sólo nuestro estilo
cognitivo, sino también nuestra receptividad a los estímulos presentes en el medio.
8.2.4.2. Más sobre la dimensión simbólica: el discurso autónomo de la marca
8.2.4.2.1. Marcas emocionales y complejos continuos de imágenes mentales
Hasta el momento hemos procurado trazar un camino explicativo que ayude al lector a
comprender por qué la creación de una imagen o identidad de marca es un proceso que
“obedece a la psicología del conocimiento, que basa su fuente primordial en la experiencia, y
que conduce a configurar creencias e inercias en la conducta de los consumidores” [J. COSTA
(2005:162)]. Las creencias serían los supuestos sobre los atributos (valores) del producto-marca
que cada individuo ha generado a través de su experiencia. Esta experiencia incluye no sólo la
interacción sensorial directa con el producto, sino el procesamiento de informaciones de tipo
simbólico procedentes de la publicidad o de valoraciones de personas de nuestra confianza.
Como explicamos en 7.2.6., esto no supone ningún problema si tenemos en cuenta que los
estímulos lingüísticos no dejan de ser imágenes acústicas o mentales de palabras que se refieren
de manera arbitraria a otra cosa, y que esto nos permite acceder a través de ellas a las mismas
redes conceptuales a las que accedemos por medio de la percepción sensible de los objetos o
situaciones a que se refieren, como vimos en 5.5.2.5.4.
Pues bien, es esta experiencia, multimodal y emocionalmente marcada, la que genera inercias
conductuales, es decir, comportamientos rutinarios de consumo fundamentados en un
conocimiento experto somáticamente calificado. Sin embargo, en la generación de una imagen
de marca emocionalmente calificada, lo que suele primar es la inmediatez de la experiencia
tangible. Un buen ejemplo de lo que queremos decir con esto nos lo da Harley-Davidson, que
ha registrado el sonido de sus motores para protegerlo de imitacionescxxv . En palabras de J.
COSTA (2005:162): “La identidad es el centro de anclaje de la imagen. Empieza en el producto
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 325
y es parte esencial (…) del mismo. Para los consumidores, la identidad de la marca es tangible e
incluso es algo que se consume”. En efecto, el empuje de un mensaje publicitario capaz de
generar un marcador somático por defecto no persistirá mucho tiempo si la experiencia de uso
del producto nos resulta decepcionante. Es más, nos sentiremos engañados y la evaluación final
para la marca será negativa.
Como veíamos con el ejemplo de Mercedes, y como ocurre también con Harley-Davidson, este
proceso de sedimentación semántica que constituye la emergencia de la imagen mental de una
marca es algo que requiere de un tiempo dilatado de elaboración, de una experiencia reiterada
que confirme el peso de nuestros supuestos en relación con la marca-producto (como sucede en
cualquier proceso de conceptualización natural), que genere surcos de atracción profundos en
nuestro espacio cognitivo. En efecto,
el análisis de la conducta del consumidor/usuario revela claramente la naturaleza física, material
y palpable de esa cosa, aparentemente abstracta, que hemos llamado la identidad de la marca, y
cuyo origen no está en los símbolos, sino en el mismo producto/servicio [J. COSTA (2005:162)].
Sin embargo, como acabamos de señalar, la dimensión simbólica de la imagen de marca
constituye también una parte importante del conglomerado representacional latente en las
mentes individuales. Esta dimensión proviene de las ideas que se comunican sobre el productomarca en las campañas publicitarias, a saber: lo que, en jerga sociológica, ha dado en llamarse
discurso autónomo de la marca.
En el epígrafe anterior lanzamos la hipótesis de que los anuncios publicitarios podían generar
marcadores somáticos por defecto. Es lo que A. R. DAMASIO (2003) denomina el bucle como si.
Se trata de una sensación somática que experimentamos a partir de un pensamiento sobre una
situación u objeto, sin necesidad de que tal objeto se encuentre presente, ni de estar encarando la
situación externa. Por tanto, utilizando imágenes gráficas de objetos o situaciones
somáticamente marcadas en la experiencia común, y yuxtaponiéndolas a la imagen gráfica del
producto-marca en cuestión, podemos suscitar una convergencia perceptiva en el espectador que
se traduzca en la transferencia de afectos positivos hacia la marca-producto. Esto es lo que hace
la publicidad.
Pensemoscxxvi en el famoso anuncio de coches de la marca BMW consistente en una serie de
imágenes de paisajes en movimiento, vistas desde la perspectiva de quien está al volante. No
son los paisajes habituales de la conducción urbana, sino los de un viaje aparentemente sin
rumbo definido, a saber: paisajes de interior semidesérticos, cielos, carreteras de montaña,
caminos rurales y, finalmente, el mar. En primer plano, aparece una mano anónima que, a través
de la ventanilla, simula surcar los paisajes recorridos, como haría un niño que juega. Al final, y
durante un par de segundos, se superpone el logo de la marca y se lanza una pregunta al
espectador: “¿Te gusta conducir?”. No hay nada que apele a la funcionalidad ni a las
características técnicas del vehículo. Las imágenes activan circuitos neurales que nos retrotraen
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 326
a las sensaciones que la mayoría ha podido experimentar durante los viajes de placer en los que
hay tiempo para disfrutar del paisaje, y en los que nos dirigimos a donde queremos ir, o en los
que no tenemos rumbo fijo. La mano en contacto con el aire libre a través de la ventanilla,
superpuesta a paisajes exentos de presencia humana, activa un fuerte sentimiento de libertad y
de calma (este último elemento posiblemente se lo debamos también a la música, que potencia
la sensación de amplitud sugerida por las imágenes). Viaje, espacios abiertos, libertad para
explorar. Y el tipo de placer pausado derivado de todo ello. La cadena de asociación libre podría
extenderse infinitamente y de manera divergente para cada uno de nosotros. Así, el conducir
(que, para muchos, no deja de ser una actividad estresante) se resignifica de forma positiva, y lo
hace ligado a una marca concreta de vehículoscxxvii . Este anuncio nos aleja de las imágenes
visuales habitualmente ligadas a la conducción (trayectos rutinarios, personas cansadas e
irritadas, asfalto, atascos, accidentes, con sus correspondientes imágenes acústicas) y orienta
nuestra mirada mental hacia el paisaje. Un paisaje externo, sin otra presencia que la de la
persona cuya mano lo surca, invitándonos a proyectar nuestra mente en la suya y a
desencadenar así todo un conglomerado de pensamientos que activan sensaciones y
sentimientos atesorados en virtud de nuestra experiencia.
Este tipo de mensajes produce, a nivel cognitivo, lo que en terminología relevantista podríamos
denominar complejos continuos de supuestos, es decir, conglomerados de ideas que reverberan
simultáneamente sin que ninguna resulte saliente sobre el resto, de modo que es casi imposible
codificarlas sin que lo que sentimos que se nos comunica parezca forzado o desvirtuado.
Nuestra propuesta es que este complejo continuo no se encuentra conformado por supuestos con
forma lógica, sino por imágenes mentales de modalidad diversa y, muy a menudo,
emocionalmente marcadas. Todos los datos que los primeros 27 segundos del anuncio se
dedican a actualizar en nuestro estado cognitivo son lo que la pragmática relevantista denomina
restricciones contextuales. En palabras de E. DEL TESO (2002:49):
las señales del emisor sólo pueden servir para dos cosas. O bien son portadoras de la
información relevante que justifica el acto comunicativo y el esfuerzo que se solicita al receptor;
o bien son indicadoras del contexto con respecto al cual han de ser relevantes otras señalescxxviii.
Esto último es lo que ocurre con la casi totalidad del anuncio de BMW, dedicado a colocar
ostensivamente datos en nuestra mente con el propósito de que formen parte del contexto de
interpretación del mensaje lingüístico que nos lanza en los últimos 3 segundos: “¿Te gusta
conducir?”.
La cadena inferencial que se desata a partir de esta señal en conjunción con los datos
contextuales activados es, hasta cierto punto, predecible. Si conducir implicara real y
exclusivamente lo que hemos visto en el anuncio, la mayor parte de las respuestas serían
afirmativas. En este uso, el significado de conducir se reconstruye a partir del de los datos
contextuales previamente activados, como ocurre siempre que el receptor capta que el emisor
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 327
está colocando informaciones en su mente de manera deliberada. Si nuestro interlocutor nos da
algo primero que en sí mismo no podemos interpretar como relevante, entendemos que lo hace
para que lo usemos en relación con lo que viene después. Así funciona la comunicación. No
podemos evitar este proceder, porque ello supondría asumir que nuestro interlocutor está siendo
deliberadamente irrelevante, lo que violenta el principio de racionalidad fundamental que
compulsivamente intentamos atribuir a las conductas de nuestros congéneres. Obviamente, esto
no significa que toda conducta humana sea racional: la racionalidad se refiere aquí al hecho de
poder atribuirle algún sentido, de poder interpretarla. Es decir, de desentrañar las intenciones
que hay detrás del comportamiento. Este principio funciona también en la comunicación
mediada porque sabemos que el estímulo comunicativo al que nos enfrentamos ha sido
producido y emitido por seres con una mente como la nuestra.
Pues bien, estos datos contextuales de nuestro ejemplo tienen además una gran probabilidad de
encontrarse somáticamente calificados de manera positiva, por lo que nuestra atención se
centrará con especial intensidad en ellos (cfr. 7.3.2.5.), expandiendo el concepto en esa
dirección. De este modo, los datos experienciales inmediatamente asociados al término en
nuestra vida cotidiana (la rutina, los atascos, el estrés) se desvanecen momentáneamente (a nivel
neural, diríamos que las conexiones que permiten activar sus nodos se inhiben), por lo que el
concepto se estrecha en ese sentido. Esta reconfiguración del significado del término ocurre, por
convergencia estimular, en conexión con la visión del logo de BMW.
Es cierto que podríamos esforzarnos por extraer de este anuncio un mensaje con forma
lingüística, susceptible de encajar en el patrón proposicional que adopta la teoría relevantista.
Un mensaje del tipo de: “Conducir un BMW transforma la experiencia de la conducción”, o “Si
conduces un BMW sólo tienes que preocuparte de disfrutar”, o incluso “Un BMW es para
espíritus libres”. Sin embargo, no es realista decir que estos supuestos hayan sido realmente
comunicados, ni que ninguno de ellos vaya a activarse en las mentes de todas las personas que
procesen el anuncio. Si los creativos publicitarios hubieran querido que alguno de estos
mensajes se activase siempre con fuerza, podrían perfectamente haberlo elegido como eslogan.
Por el contrario, lo que realmente les interesa, porque cuenta a efectos de criba previa en la toma
de decisiones de consumo, es el marcaje somático positivo generado por el spot. Como vimos
en 7.3.2.7., es el marcaje somático lo que nos permite asignar valores diferentes a distintas
opciones, en función de lo que habíamos denominado una escala de valores biológica (que toma
como referencia los estados homeostáticos del organismo). Por decirlo de manera intuitiva, la
atracción que podamos sentir hacia la marca tras haber visto este anuncio depende más de las
sensaciones somáticas (emocionales) que nos suscita el procesamiento de las imágenes, que de
los supuestos proposicionales que podamos inferir a partir del mensaje lingüístico, si es que le
dedicamos el tiempo suficiente de procesamiento como para llegar a hacerlo. Los supuestos
proposicionales que acabo de formular un poco más arriba son fruto de una reflexión demorada
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 328
tras haber visionado el anuncio dos o tres veces seguidas: no pueden tomarse como ejemplo del
tipo de efecto cognitivo que desataría el mensaje publicitario en condiciones normales.
De hecho, suele ser difícil verbalizar por qué nos gustan ciertas marcas: es algo que
normalmente no nos planteamos y, si nos lo preguntan, solemos argüir razones funcionales (por
ejemplo, no le diríamos a nadie que hemos comprado un BMW porque nos hace sentir libres,
sino más bien porque nos resulta potente y seguro, y porque se avería poco, o algo por el estilo).
Esto es así no sólo porque temamos que nos tilden de místicos si hablamos de libertad en lugar
de hacerlo de airbags y ABS. Lo que ocurre es que no representamos en formato proposicional
(fácilmente codificable) la sensación somática que tenemos con respecto a la marca debido a la
comunicación publicitaria. La representación neural de tal sensación puede estar latente y
activarse
cada
vez
que
procesamos
estímulos
coincidentes
con
representaciones
experiencialmente asociadas con la marca (el logo, un modelo de coche concreto, un
concesionario de la casa), pero lo que no está ahí, al menos en principiocxxix , es la palabra
libertad. Este signo es sólo el que la que escribe ha escogido para desarrollar esta explicación,
pero es perfectamente posible que el lector no esté de acuerdo con tal elección, y que las
imágenes del spot lo conduzcan por caminos neurales divergentes. Incluso podría resultarle
desasosegante. Tal vez es usted un urbanita que detesta los espacios naturales despoblados y
abiertos. Tal vez no le encuentra placer alguno al hecho de vagar sin rumbo fijocxxx . Tal vez la
música escogida le recuerda a la de las películas de terror psicológico coreanas. Todo depende
de cuál haya sido su historial de desarrollo ontogenético. Lo que importa es que esas
sensaciones yuxtapuestas a la marca, que el discurso publicitario es el encargado de suscitar,
pueden constituir el empuje decisivo (para bien o para mal) a la hora de decidirse entre dos
vehículos de gama alta (como un Volvo o un BMW, por ejemplo), cuando no hay razones
técnicas o económicas de peso para decantarse por uno u otro. Es más, pueden ser la causa de
que nos acerquemos en primer lugar a uno u otro concesionario y, cubiertas nuestras
expectativas en relación con las prestaciones y precio del vehículo, decidamos no seguir
buscando (como B. SCHWARTZ (2005) señala que ocurre con los sujetos satisfactores).
A lo largo del capítulo 7 (en especial, 7.3.2.5.) vimos la importancia del marcaje emocional de
la experiencia como factor amplificador de la atención sobre los hechos del mundo. El
procesamiento cognitivo de imágenes o de mensajes multimodales capaces de reactivar estos
circuitos neurales emocionalmente marcados (que suscitan una sensación somática, por tanto) es
sin duda un buen medio de potenciar tanto el recuerdo del anuncio publicitario como el
reconocimiento de la marca promocionadacxxxi .
Cuando ocurre esto, la terminología al uso en marketing y sociología del consumo habla de
marcas emocionales. De que las marcas quieren ser emociones: “Se dice que una marca ha de
ser, antes que nada, una emoción” [J. COSTA (2005:159)]. Y ahí se detiene la explicación del
asunto: decir que el discurso de las marcas es predominantemente visual en la actualidad y que
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 329
la imagen es emocional (algo que cualquier persona percibe en virtud de su común experiencia
fenomenológica) es una buena estrategia para escurrir el bulto justo ahí donde se convierte en
protuberancia insuperable para continuar con una explicación en términos explícitos. Las
dimensiones neurocognitivas del fenómeno se obvian absolutamente, lo que no es de extrañar si
tenemos en cuenta que el tema se aborda principalmente desde la óptica de la gestión de
intangibles. Gestión, al fin y al cabo.
Por el contrario, en este trabajo tratamos de exponer las razones neurofisiológicas y psicológicas
que las mejores teorías de las que disponemos actualmente aportan para explicar este tipo de
fenómenos. Hemos visto que las emociones son representaciones neurales cuyo contenido se
refiere al cuerpo, y que los sentimientos se producen cuando percibimos simultáneamente
nuestro estado somático en yuxtaposición a algún tipo de experiencia externa. Esto genera lo
que hemos llamado un marcador somático, es decir, una representación latente en las áreas
prefrontales de convergencia, y que contiene el conocimiento de cómo nos hacen sentir ciertos
objetos o circunstancias externas. Este tipo de conocimiento puede reactivarse a partir de la
percepción de ciertos estímulos (las imágenes visuales y auditivas de un anuncio publicitario,
pero también las visuales de un determinado envase, las hápticas de la textura de un
producto…) porque estaba previamente representado y, al reverberar de nuevo, dispara también
el patrón somático y vagal asociado, que actúa como calificador de la marca-producto.
Vemos, de este modo, que las emociones son comunicables, y que lo son de manera óptima por
medio de estímulos de formato no proposicional, más cercano a experiencias de tipo analógico
que hayan quedado neuralmente instanciadas debido a nuestro historial de desarrollo individual,
a saber: imágenes visuales, acústicas, olfativas, hápticas…pueden desatar en nosotros patrones
de procesamiento muy marcados emocionalmentecxxxii .
En efecto, la materia prima de la
emoción se encuentra en la simultaneidad de representaciones, en aquello que experimentamos
cognitivamente como un conglomerado difícilmente secuenciable de representaciones
multimodales.
Esto lo saben muy bien los expandidores profesionales de marcas, como Martin Lindstrom. En
una entrevista publicada en la contraportada del diario La Vanguardia el 13 de marzo de 2007,
este investigador publicitario afirma que las marcas pretenden actualmente ocupar “todos los
ámbitos sensoriales de la experiencia humana: color, olor, sabor, sonido…”. Esta línea está en
conexión directa con el enfoque que adoptamos en este trabajo en relación con la génesis
primordial de la identidad marcaria, que describíamos como fundamentada en el producto. Así,
Lindstrom señala que los anuncios televisivos “son cada vez más irrelevantes porque ignoran la
experiencia sensorial. Y al fin y al cabo, una marca es una experiencia que vende otra de
producto o servicio”. Como ejemplo, pone el de la cadena Starbucks, que no emite publicidad
televisada. Según este experto, Starbucks “tiene su olor: el de la crema”, y tiene también un
sonido y un tacto, a saber: “el ruido de las máquinas cafeteras (…) y el tacto de sus butacones
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 330
hogareños…”. Otras marcas con campañas potentes de publicidad televisada, como Coca-cola,
tienen también expansiones sensoriales importantes: la canción, el color, e incluso “el pssss que
hace al abrirse”, así como “el frío que debe acompañarla” (lo que ha logrado transmitirse
exitosamente en los anuncios por medio de la clásica imagen de la botellita de vidrio helada).
Lo ideal parece, por tanto, utilizar la publicidad para potenciar la integración cognitiva de estas
percepciones sensoriales del producto con un discurso simbólico susceptible de añadir un valor
intangible (como el que aquí denominábamos de modo aproximativo libertad, pero que podría
sintetizarse igualmente como placer de conducir, en el caso de BMW, o como hace también
Harley-Davidson en relación con un estilo de vida determinado, que suele sintetizarse en un
eslogan que integra el logo y que cierra sus campañas de publicidad televisada: “Born to
Harley-Davidson”).
En cualquier caso, como decíamos, sea lo que sea lo que añade el mensaje publicitario, es muy
difícil de apresar en una palabra o en un enunciado sin tener la sensación de que lo más
importante se nos escabulle constantemente. Así, Lindstrom señala que “Las marcas globales
tienen sus himnos [canciones, melodías, sonidos] y sus banderas [logos y símbolos]cxxxiii , y yo
ando metido en que tengan sus olores, su tacto, su sabor y que sean reconocibles en cada
minúsculo fragmento de sus productos…”. En concreto, trabaja expandiendo la imagen
corporativa de diferentes aerolíneas:
Aunque usted sea ciego, sordo y mudo, el aroma de stefan floridian waters le hará saber que
llega a un avión de Singapore Airlines. Hasta el lápiz labial de las azafatas está establecido en el
manual de imagen corporativa. (…) Cathay Pacific también tiene su aroma (…) el olfato es el
camino más directo de la experiencia a la memoria y de ahí a la decisión. (…) Usted olvidará las
palabras más dulces del mundo, pero siempre recordará cómo olía quien se las dijo.
8.2.4.2.2. Pertenencia al grupo y autoconcepto: la marca como símbolo estético
Hasta el momento hemos insistido en el modo en que la imagen de marca acumula atributos (se
vincula a conceptos) que tienen su origen bien en una experiencia sensorial de interacción
directa con los productos amparados por la marca, bien en procesamientos cognitivos
desencadenados por estímulos publicitarios que pretenden generar en el consumidor marcadores
somáticos por defecto (es decir, asociar el producto-marca a sensaciones somáticas positivas
aun en ausencia de una experiencia real de uso). En relación con este último punto, es
inexcusable considerar la sensación de pertenencia a un grupo como una motivación de
consumo de máxima importancia en algunos casos.
La pertenencia a un grupo es una necesidad presente en cada uno de los miembros de nuestra
especie: no somos seres sociales por casualidad, sino por razones evolutivas. No se trata sólo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 331
del hecho de que seamos seres sexuados (lo que nos hace depender de otros organismos como
nosotros para perpetuarnos), sino de que “un humano solitario enfrentado a la naturaleza con sus
únicos medios” [J.L. ARSUAGA Y I. MARTÍNEZ (1998:314-315)] no tiene demasiadas
posibilidades de sobrevivir. Las necesidades biológicas básicas de nuestra especie encuentran
una satisfacción más exitosa en el seno del grupo social. Hasta cierto punto, la sensación de
pertenencia es como el miedo: tiene que ver con la supervivencia del organismo que lo
experimenta. Y, al igual que el miedo, esa sensación desata un conjunto de conductas
biorreguladas, denominadas genéricamente de altruismo grupal. Tales conductas son todas
aquellas que el individuo ejecuta en beneficio del grupo porque ello redundará indirectamente
en su propio beneficio. Hasta aquí lo primero que nos interesa saber de la sensación de
pertenencia. La idea principal es que forma parte de nuestra dotación biológica de especie y, por
tanto, es un sesgo filogenético que pervive en los individuos actuales.
Lo segundo que tenemos que saber es que la pertenencia al grupo se manifiesta no sólo
conductualmente mediante acciones encaminadas a garantizar la supervivencia del mismo, sino
también mediante vehículos de expresión simbólica cuya explicación resulta todavía un misterio
desde el punto de vista evolutivo: nos estamos refiriendo al arte y a la estética. O, en otras
palabras, a cosas que, desde un punto de vista práctico, no sirven para nada: adornarse el cuerpo
con pinturas de colores no va a hacer que la caza dé mejores resultados en realidad. Fabricar
estatuillas panzudas de barro no va a conseguir que las hembras sean más fértiles. Y sin
embargo, desde sus orígenes, los diferentes grupos humanos han producido este tipo de
manifestaciones: representaciones materiales que hacen referencia a lo que había en sus mentes.
Señales convencionalmente asociadas en el seno del grupo social a determinadas creencias. En
una palabra: símbolos. La pertenencia al grupo se sustenta, por tanto, en dos pilares
fundamentales: 1) en ser capaz de interpretar tales símbolos (es decir, en dominar la
convención, en saber a qué se refieren las señales) y 2) en actuar según las creencias que
representan. Por tanto, los símbolos son en última instancia un elemento de cohesión grupal,
cohesión que otorgará al grupo ventaja evolutiva frente a los otros. De nuevo en palabras de J.
L. ARSUAGA Y I. MARTÍNEZ (1998:317) “Casi con toda seguridad, el éxito de nuestros
antepasados radicó en alguna propiedad de grupo”. No nos encontramos en condiciones de
afirmar aquí que tal propiedad sea nuestra mente simbólica. Pero lo cierto es que, para un buen
número de autores expertos en la materia, esta capacidad de simbolizar es el requisito
auténticamente indispensable para la existencia de lenguaje. Y a su vez, éste es lo que nos hace
realmente únicos y lo que nos habría proporcionado ventaja evolutiva sobre el resto de las
especies, incluidos los neandertales.
Pero no nos desviemos del tema. Nuestro propósito es tan sólo proporcionar unas coordenadas
teóricas básicas que permitan al lector entender la vinculación existente entre los símbolos y el
sentimiento de pertenencia grupal, más allá de la comprensión intuitiva que de por sí le
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 332
proporciona su común experiencia fenomenológica. En efecto, todos sabemos lo que pasa
cuando los hinchas de un equipo de fútbol queman la bandera del equipo contrario. No es sólo
que los del equipo contrario se ofendan, es que se enardecen: observamos en ellos una reacción
muy parecida a la que desencadena la respuesta de miedo: una respuesta de lucha-o-huye. La
quema de su bandera es sentida como un ataque que pone en peligro la integridad y
supervivencia del grupo al que representa. Un ataque tan real que desemboca normalmente en
violencia física con consecuencias preocupantes para la salud de los individuos. Nada de esto
pasaría si las banderas fuesen sólo lo que son materialmente, a saber: trapos de colores.
Por el contrario, las banderas, como los himnos, son símbolos. No se respetan por lo que son
materialmente, sino por lo que representan. En el mundo físico nadie está poniendo a nadie en
peligro de muerte al quemar una bandera. Pero en la práctica es como si lo estuviera haciendo y,
de hecho, la respuesta que más probablemente obtendrá no será ya simbólica. Veamos todavía
un poco más en profundidad el porqué.
Si algo nos permiten los símbolos es disociar representaciones de conductas y de hechos
externos, en el sentido que expondremos a continuación. Las señales comunicativas que utilizan
otras especies son por lo general índices, es decir: entre la señal emitida y lo representado existe
algún tipo de contigüidad espacial o temporal. Son, por tanto, señales naturalmente motivadas.
En otras palabras, para que un animal las emita tiene que ocurrir que el hecho externo al que
hacen referencia (por ejemplo, la presencia de un depredador) esté teniendo lugar realmente. De
este modo, la señal sólo se produce en presencia de lo que representa, y por tanto desencadena
siempre una conducta asociada: un animal que escuche una señal de peligro efectuará
automáticamente la conducta de huida correspondiente. En este tipo de sistemas de
comunicación no caben usos desplazados. Este tipo de comunicación indicial es el que usamos
también los seres humanos cuando vemos llamas, olemos humo, y oímos a una persona gritar
aterrada la palabra fuego. En este caso, el humo, las llamas y la propia palabra actúan como
índices de que algo se está quemando muy cerca, y sabemos que la conducta que debemos
desplegar de manera inmediata es escapar y llamar a los bomberos.
Pero la ventaja que nos proporcionan los símbolos se encuentra precisamente en su capacidad
para actualizar ideas en la mente de los individuos sin necesidad de que los objetos a los que
aluden estén presentes, o sin necesidad de que los hechos a los que hacen referencia estén
ocurriendo realmente. Esto es lo que CH. F. HOCKETT (1971) denomina desplazamiento. Los
símbolos hacen posible que el lector prosiga su labor de lectura tranquilamente tras haber
procesado la palabra fuego en el párrafo anterior, sin necesidad de salir corriendo. El ser capaces
de captar que una señal está siendo objeto de un uso simbólico y no indicial es lo único que nos
permite bloquear conductas biológicamente reguladas para ciertos estímulos. O lo que es lo
mismo, nos permite desvincularnos de las emociones innatas que, como ya sabemos, son las que
desatan tales conductas. Y a partir de aquí, como el lector se figurará, todo es posible: la
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Comunicación Visual 333
capacidad de referirse a lo que no está ocurriendo se prolonga en la de referirse a lo que no se
sabe si ocurrirá (lo hipotético), pero también a lo que se sabe con certeza que no va a ocurrir o
que jamás ha ocurrido (lo irreal). En pocas palabras, los símbolos nos capacitan para mentir
(para colocar en la mente del otro representaciones de hechos que sabemos que son falsos) y
para confabular, con el propósito que sea.
Lo que nos interesa de los símbolos en relación con la línea argumental de este trabajo es lo
siguiente: del mismo modo que nos proporcionan la capacidad de abstraernos de lo que
acontece en el entorno inmediato para situarnos en el mundo de la representación mental de lo
que no está presente ni está ocurriendo, bloqueando de este modo las emociones y conductas
asociadas que las mismas señales desatarían si fuesen índices, los símbolos ostentan también el
poder contrario. La alucinación simbólica [E. DEL TESO (2010:6)] nos lleva a desatar en
muchos casos conductas emocionalmente motivadas en respuesta a hechos que materialmente
no están ocurriendo. Quemar una bandera no es comparable a atacar a nadie físicamente, pero
en la práctica suscita las mismas emociones y desencadena las mismas conductas en los
ofendidos que si se hubiera efectuado contra ellos una agresión física directa.
Y, lo que es más importante, este tipo de procesamiento dislocado para el que nos capacitan los
símbolos multiplica su capacidad de movilización emocional cuando lo simbolizado es un grupo
social, porque el símbolo grupal apela a la sensación de pertenencia de los individuos que
componen el grupo. Además, el efecto multiplicador es directamente proporcional a la
conciencia de grupo que tengan tales individuos, es decir, a lo desarrollada que esté su
identidad, a su cohesión interna. En este sentido, los grupos son como las categorías y su
identidad la intensión correspondiente. Cuanto más claras sean las condiciones de pertenencia
que definen esa intensión, mayor será la cohesión grupal interna y, por tanto, más uniforme el
comportamiento de los individuos que conforman su extensión. De ahí la preocupación de
muchos políticos por definir claramente las identidades nacionales en su persecución de ciertos
fines (no vamos a especificar cuáles). En efecto, los nacionalismos son una invención humana
que aconteció hace un minuto a escala evolutiva. Pero su fuerza radica en que se apoyan sobre
un sesgo biológico heredado. De ahí que a cualquier persona, de la nacionalidad que sea, tienda
a conmoverle más una desgracia si ocurre en su propio país que si lo hace en cualquier otro,
aunque la zona del país afectada esté a miles de kilómetros, aunque nunca la haya visitado, y
aunque no tenga allí familia ni ningún conocido. Esto es así porque atañe a un grupo social del
que el individuo forma parte y, como dijimos, estamos cableados para que las respuestas
emocionales se produzcan ante lo inmediato, ante lo que nos resulta psicológicamente próximo
por el motivo que sea.
Es por esto por lo que los símbolos grupales vehiculan una carga emocional fortísima: su
procesamiento cognitivo desata una respuesta biorregulada que viene a satisfacer nuestra
necesidad de pertenencia a una comunidad social en cuyo seno nos sentimos protegidos como
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Comunicación Visual 334
individuos. De este modo, todo lo que afecte al grupo será sentido individualmente como
propio, tanto los logros como las derrotas. Y lo que lo defina también: de ahí se deriva el
orgullo de pertenecer, y también una parte importantísima del autoconcepto de todo ser
humano: la que afecta a su identidad social. En el seno del grupo, de nuestra identidad como
sujetos se activa sólo la parte que es idéntica a la de nuestros pares: este es el correlato cognitivo
de la respuesta emocional somática que configura un sentimiento de pertenencia. En efecto,
como ocurre con toda reacción biorregulada, el estado somático tiene consecuencias sobre el
procesamiento mental que efectúan los sujetos. Muchos individuos juntos que se sienten
pertenecer a un grupo pueden llevar a cabo acciones que jamás realizarían a título personal: esto
es así porque las dimensiones de su personalidad que los definen como sujetos únicos se anulan
momentáneamente cuando se produce una movilización del sentimiento de pertenencia grupal.
Por eso hasta en las manifestaciones pacifistas hay presencia policial. Contemplada fríamente,
una manifestación no es más que un conjunto de personas diversas que decide pasearse de un
lado a otro de una ciudad diciendo lo que piensa sobre un tema cualquiera. Una persona podría
dedicar una tarde a hacer lo mismo y no habría un policía vigilando cada uno de sus
movimientos. Lo que se debe a que los individuos y los grupos de individuos no funcionan igual
ni cognitiva ni conductualmente: he aquí una clara manifestación de las propiedades emergentes
de los sistemas dinámicos complejos. El grupo, que no es más que una aglomeración de
individualidades actuando conforme a un patrón pasmosamente simple (a saber: reunirse en el
punto A a las seis de la tarde para ir hasta el punto B) se autoorganiza: durante el trayecto corea
mensajes y consignas que la mayor parte de las veces no estaban preparadas, que se le ocurren a
un sujeto sobre la marcha y que son asumidas por el resto como propias. El estado cognitivo de
cada una de las personas que integran la manifestación está focalizado en dos cosas: 1) la
defensa de la idea concreta que sea motivo de la misma, y 2) en la consciencia de que hay
muchas otras personas que están ahí para hacer lo mismo. Esto genera lo que Barsalou llamaría
una categoría ad-hoc: una categoría para un propósito específico. En este caso, la conformada
por los individuos que se pasean de A a B para defender la idea x. Individuos que, en ese
momento, concentran su atención sobre dos ideas que difuminan sus personalidades concretas y
los convierten en un macroindividuo de comportamiento homogéneo. En un grupo cuya
condición de pertenencia consiste en defender una idea en la que todos creen, y al que por tanto
están orgullosos de pertenecer. Nos encontramos, de este modo, ante un conjunto de
individualidades cognitivamente niveladas en una situación de interacción real que posibilita
que tal nivelación sea además mutuamente manifiesta. Esta consciencia de pertenencia
espontánea a una colectividad mayor, aunque sea transitoria, es lo que dispara la respuesta
emocional biorregulada, nivelando a los sujetos también a ese nivel, y lo que genera conductas
que no se darían en los individuos aisladamente. He aquí un nuevo ejemplo de cómo el
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 335
contenido de los procesamientos mentales que llevamos a cabo tiene un efecto directo sobre
nuestras emociones, sentimientos y conductas.
Pero sigamos adelante con la línea principal de nuestra argumentación. Obviamente, en las
sociedades actuales cada individuo puede pertenecer a muchos grupos, y puede elegir en qué
grado se identifica con cada uno de ellos, es decir, puede decidir potenciar una parte de su
identidad social e inhibir otras, en función de cuáles sean sus motivaciones. Como dijimos, una
vez que la supervivencia está garantizada, los mecanismos básicos se sofistican, y se pueden
desarrollar afinidades secundarias, del mismo modo que ocurre con las necesidades. Por
supuesto, esto no implica negar necesariamente el hecho de que algunos aspectos de nuestra
identidad nos vengan dados por la simple razón de haber nacido en el seno de un grupo familiar
determinado y en un entorno sociocultural concreto. En efecto, familia y país son los grupos
fundamentales a que un individuo pertenece en primera instancia.
Sin embargo, en muchas otras áreas es el individuo quien decide cómo configurar su identidad
social, lo que dependerá de su escala de valores personal, la cual, aunque veíamos en 8.2.3.3.
que dependía en un sentido muy básico del entorno de desarrollo personal, es impredecible en
última instancia. En cualquier caso, nos interesa insistir en la idea de que es el concepto que un
individuo tiene de sí mismo, y cómo lo manifiesta de cara a sus congéneres por medio de las
múltiples conductas que despliega en su entorno, lo que finalmente configura tal identidad.
Así pues, las conductas son el vehículo que permite al individuo mostrar como propios ciertos
atributos. Y si lo que se quiere mostrar son atributos intangibles, el único modo de hacer patente
que se poseen de cara a la galería es manifestarlos a través de diversos soportes materiales,
susceptibles de ser objeto de algún tipo de despliegue conductual: este soporte puede ser
perfectamente el tipo de música que se escucha, el corte de pelo y la clase de ropa que se lleva,
el tipo de ocio que se consume, los lugares que se frecuentan, la marca y modelo de coche que
se conduce…y hasta la raza del perro que se tiene. Es esta clase de conductas lo que acaba por
conformar lo que se denomina un estilo de vida.
Actualmente, los productos de marca forman parte de las cosas materiales que los individuos
pueden utilizar para definir la dimensión social de su autoconcepto. Esto es importante:
dedicamos tiempo a cultivar el modo en que queremos que nos vean los otros porque de ello se
van a derivar conductas determinadas hacia nuestra persona que esperamos que nos faciliten
nuestros objetivos en la vida, es decir, que nos permitan satisfacer nuestras necesidades de la
manera que nosotros consideramos más exitosa. Como ya señalamos al ocuparnos de las
necesidades secundarias, para una persona el éxito puede consistir en desempeñar un trabajo
anodino pero que le deje el suficiente tiempo libre para cultivar su pasión por el punk-rock. Lo
más probable es que su estética y estilo de vida sean radicalmente opuestos a los del ejecutivo
cuya máxima aspiración es llegar a ser presidente de una gran empresa. Y también lo será la
estética de las personas que rodeen a ambos. Tendemos a rodearnos de personas afines a
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 336
nosotros, construimos grupos tácitos y difusos cuya simbología no reside en la univocidad de
una bandera común, sino en pequeños detalles materiales cargados de significado que se
encuentran por todos lados.
En algunos casos, y durante determinadas épocas de la vida (especialmente durante la
adolescencia, periodo en el que suele exacerbarse la necesidad de pertenencia del individuo a un
grupo de pares), este tipo de afinidades se encuentra extraordinariamente bien definido y
uniformado en su expresión simbólica. En el dominio de la sociología de grupos, las tribus
urbanas serían las categorías bivalentes aristotélicas. En un libro no por frívolo menos
revelador, C. RODRÍGUEZ (2008:135-144), proporciona las claves estéticas de hasta diez de
estas tribus, a saber: punkies, raperos, emos, hippies, siniestros o góticos, bakalas, chandaleros,
skinheads, grunges y rockers. En algunos casos, las marcas que utilizan sus miembros son
blasones, como por ejemplo los polos de Tommy Hilfigher en el caso de los bakalas, la ropa de
Nike en el de los chandaleros, o las Converse en el de los grunges. Para otras tribus, sin
embargo, lo de usar marcas es casi un pecado, como es el caso de los hippies y los punkies, cuya
ideología se caracteriza por ser totalmente antisistema. Pero el caso más impresionante, porque
ha llegado a convertir una marca en símbolo de ideología neonazi, es por supuesto el de los
skinheads y las botas Doctor Martens, especialmente el modelo con puntera de acero. Esta tribu
tiene unas características estéticas muy bien definidas más allá de su corte de pelo: polos de
Lacoste y Fred Perry, y camisas de Lonsdale. La bomber verde con forro naranja es también
imprescindible, independientemente de la marca. Vaqueros en azul desgastado o negro,
estrechos y un poco cortos para que se acoplen a la bota alta. Un uniforme en sentido literal,
compuesto de prendas que sean funcionales a la hora de golpear y correr.
Pero ojo: en estos casos la marca no hace el grupo. El fenómeno sociológico de las tribus es
mucho más potente: son sus miembros quienes, principalmente por razones estéticas, escogen la
marca. Con el tiempo, es la marca la que se beneficia (o sale perjudicada, según se mire) de los
valores simbólicos que le transfiere la tribu, por un proceso de asociación experiencial similar al
que describimos en 8.2.3.2. Por supuesto, que un producto de marca adquiera un determinado
valor simbólico no implica que ese valor se active en todos los contextos. Como ocurre con todo
símbolo, su uso depende de la intencionalidad que atribuyamos al portador. Es decir, nadie
pensaría que la que escribe es una skinhead por el hecho de llevar Doctor Martens, del mismo
modo que aunque llevase una camiseta con la bandera de Japón saltaría a la vista que no soy
japonesa. Sin embargo, la intención de hacer manifiesta su pertenencia a la tribu por medio de
símbolos estéticos es algo que no pasa desapercibido en ninguno de sus miembros.
Lo más común, sin embargo, no es pertenecer a una tribu de por vida. En otras palabras, la
mayor parte de la población no forma parte de categorías aristotélicas. Por eso el enfoque
cuantitativo de la psicología de mercado, que elabora targets concretos de cara al lanzamiento
de nuevas campañas publicitarias, tiene algún sentido. Si todos los grupos estuviesen tan
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Comunicación Visual 337
claramente definidos y estupendamente sincronizados en el uso simbólico de características
estéticas externas, lo único que habría que hacer sería escoger a dedo un destinatario para el
mensaje publicitario. Por eso decíamos más arriba que las afinidades secundarias en torno a las
que nos agrupamos la mayor parte de la población responden a una lógica difusa. El modo en
que construimos nuestra identidad social acaba por reflejarse en nuestro estilo de vida, por
supuesto, pero la meta no consiste tanto en simbolizar eficazmente la pertenencia a un grupo
monolítico, como en definir tal identidad en función de nuestras preferencias y motivaciones
idiosincrásicas. De este modo, cada uno de nosotros acaba construyendo un autoconcepto que es
un conglomerado de atributos diversos. Los estereotipos no son más que eso: constructos
psicológicos que nos ayudan a categorizar con eficacia. Pero los individuos no son estereotipos.
Si lo fueran, las taxonomías de consumidores cerradas funcionarían. Así pues, cada individuo
trata de construir su identidad social sobre una serie de atributos que personalmente valora, los
posea realmente o no. Cada uno de tales atributos puede entenderse como el deseo de
pertenencia a la clase definida por la posesión de tal atributo, de modo que la identidad social
quedará finalmente dibujada como un conglomerado de pertenencias diversas que el individuo
trata de hacer manifiestas a los otros.
En este contexto, los productos de marca pueden actuar como perfectos embajadores sensibles
de atributos intangibles. Portando su símbolo nos hacemos dueños de los significados que su
imagen acumula para nosotros. Los mostramos a la mirada ajena como nuestros: literalmente
nos los atribuimos. Sin embargo, y obviamente, no todos los productos ni todas las marcas son
susceptibles de ser objeto de esta clase de usos. No hay transferencia simbólica de atributos en
el hecho de comprar una carretilla para el jardín ni yogures del Dia. Las motivaciones que guían
la acción de consumo en casos de este tipo son funcionales y económicas, principalmente. Pero
fíjese el lector en que esto no quiere decir que la emoción no intervenga para nada en tales
procesos. Si reiteradamente compramos esos yogures, y no lo hacemos porque tengamos una
situación económica tan precaria como para no poder elegir otros, será por algo. Este algo es
que el producto nos satisface y, por tanto, confiamos en él. Y este tipo de evaluación, aunque se
trate de un marcaje somático muy básico, no es ya racional. Como señalaba la cita con que
iniciábamos el capítulo 7, no hay actos de consumo puramente racionales.
Pensemos ahora en el ejemplo de la carretilla. Es la primera vez que nos enfrentamos a tal
decisión y no sabemos nada de marcas de accesorios de jardín. Probablemente elegiremos una
que cubra razonablemente nuestras necesidades funcionales y con un precio competitivo. Pero,
si el producto nos da buen resultado, generará en nosotros una sensación somática positiva:
estaremos satisfechos con la compra. Y cuando tengamos que comprar un rastrillo, por ejemplo,
lo más seguro es que preguntemos al vendedor por la misma marca. A cosas como estas nos
referíamos en los epígrafes anteriores cuando insistíamos en que la imagen de una marca se
sustentaba principalmente en la experiencia directa del consumidor con el producto, y que
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Comunicación Visual 338
incluía las emociones que le generaba. La sensación de satisfacción es un estado somático, por
simple que sea aquello la provoca. No hace falta que un producto nos conmueva estéticamente
para decir que nos emocionamos.
Pero el fenómeno que examinamos en estos momentos tiene que ver con productos en los que lo
que prima no es su dimensión funcional. Aunque podríamos tratar de definir una lista cerrada de
bienes en los que esto es más susceptible de acontecer, ha de quedar claro que el peso de las
motivaciones individuales es determinante. Nos referimos a un hecho tan simple como que hay
personas a las que no les interesan en absoluto los coches, otras a las que les es indiferente
llevar perfume, y algunas para quienes un jersey es exclusivamente una cosa de lana que nos
abriga en invierno y que no debería llevarnos más de cinco minutos comprar. Pongamos por
ejemplo que la que escribe tuviera que comprarse un coche por necesidad laboral (la única
circunstancia imaginable en que lo haría). Las motivaciones que primarían en la elección serían
de tipo funcional y económico. No siento preferencia por marca alguna ni por ningún modelo en
particular. De hecho, a pesar del anuncio de BMW, sigue sin gustarme conducir. Es
prácticamente imposible que un anuncio de coches genere en mí un marcador somático por
defecto que pueda tener algún peso en mi decisión de compra, simplemente porque no me
interesan y sistemáticamente no les presto atención, salvo por deformación profesional.
Ahora bien, si hablamos de perfumes mi receptividad cambia. No me sirve cualquiera y desde
luego jamás llevaría uno barato. Y confieso que he acudido a probar nuevos perfumes tan sólo
por el hecho de que su publicidad me había hecho pensar en un tipo de aroma capaz de decir
algo concreto de quien lo lleva. Un aroma capaz de significar. Tengo varios para diferentes
ocasiones, y disfruto cada uno de ellos intensamente porque para mí vehiculan significados
diferentes. Si tuviese que elegir una etiqueta simbólica para cada uno, diría que Coco
Mademoiselle de Chanel es la elegancia desenfadada, joven e irreverente, el Patchouly de Etro
es el espíritu macarra alternativo, Envy Me de Gucci es la sofisticación urbana que transita
asfalto y fiestas en las azoteas durante las noches chispeantes de verano, Amarige de Givenchy
es el clasicismo ultrafemenino y Quizás, quizás, quizás de Loewe puede serlo casi todo a la vez,
se transforma según la circunstancia, permite jugar pero es agradable y comedida. Podría añadir
muchísimos atributos más a cada una de ellas, y describir el tipo de situaciones a que se asocian
en mi memoria episódica, e incluso tratar de verbalizar las sensaciones somáticas que llevarlos
me ocasiona (las emociones que me suscitan). Y podría enlazar la descripción de esta imagen
mental multimodal que para mí tiene cada producto con la imagen mental que también para mí
tiene cada una de las grandes casas de moda que los amparan. Y seguro que coincidiría en gran
parte con las imágenes que otras personas receptivas a la moda y los perfumes tienen en sus
mentes. El concepto que cada ser humano tiene de la misma entidad externa es exclusivo en el
sentido en que estamos viendo: el de la naturaleza episódica de la experiencia individual, que
acabará por reflejarse en un mapeado cortical único para cada sujeto. Sin embargo, como
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Comunicación Visual 339
miembros de una misma especie que habitan un mismo entorno, los seres humanos nos
nivelamos cognitivamente sin problema, compartimos representaciones. Sabemos lo que es
exclusivamente nuestro y que es difícil que otros puedan tener en mente y sabemos también qué
tipo de estímulos dan lugar a qué tipo de experiencias emocionales estándar. A esto hay que
sumar el hecho de que los medios de comunicación uniforman las mentes de los receptores: no
adoptamos la misma actitud cognitiva en una conversación cara a cara que a la hora de procesar
un mensaje mediado. Sabemos que la televisión y la prensa no se dirigen a nosotros en
exclusiva, y por tanto al interpretar cualquiera de sus mensajes hacemos uso de los recursos que
sabemos que utilizaría cualquier otra persona de nuestro entorno para procesar el mismo
mensaje. No activamos más conocimientos de los necesarios, ni nada que sepamos que no es
manifiesto para el resto de la población. Por eso la publicidad de una marca es efectiva a la hora
de contribuir a crear una imagen socialmente consensuada de la misma (una de esas que entran
a formar parte del imaginario colectivo contemporáneo [B. REMAURY (2005)]).
Esta imagen, sin duda, pesa en mi proceso deliberativo a la hora de adquirir un nuevo aroma: en
primer lugar, porque criba previamente aquellos que estoy interesada en oler. En efecto, si me
intereso a priori por unos perfumes y no por otros es debido a dos cosas: 1) la marca que los
ampara y 2) el marcador somático por defecto que la publicidad del producto concreto me
genera. Lo importante es darse cuenta de que este marcador viene ligeramente a posteriori, una
vez que la imagen de la marca está activa en mi mente. Como señalábamos en 7.2.7.2., todo lo
que ocurre en nuestro cerebro es una cuestión de activaciones sincronizadas: las
representaciones del objeto externo y del estado somático interno se simultanean pero no se
mezclan, y de este modo son percibidas en conexión por el individuo. De esta sincronización de
representaciones multimodales se deriva la imagen personal que una marca tiene para un
individuo concreto, con todas sus idiosincrasias y matices episódicos y emocionales. Pero a la
vez, esta activación sincronizada sin fusión, simplemente yuxtapuesta, es lo que permite al
individuo ser consciente de hasta dónde llegan aproximadamente las representaciones que
comparte con los otros, y cuáles van más allá, adentrándose en el terreno de las particularidades
experienciales personales (en el terreno de la subjetividad en sentido literal).
En síntesis, lo que intentamos poner de manifiesto es que no todos los individuos son igual de
label conscious en todas las parcelas de consumo. El que un sujeto decida apropiarse de los
atributos simbólicos de un producto concreto o de una marca (bien por puro placer o bien
porque desea mostrar a los demás una determinada imagen con la que se siente identificado),
dependerá en última instancia de motivaciones personales. De lo que el individuo valora, de lo
que le interesa, y de lo que le hace sentir bien, simplemente. Sin este empuje fundamental es
difícil que el sujeto tenga una imagen mental elaborada de marca alguna. No es posible desear
poseer algo que se desconoce. Y no será posible que lleguemos a conocer ese algo si realmente
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 340
no tenemos el más mínimo interés en ello, sencillamente porque no desplegaremos las
conductas encaminadas a tal fin.
De este modo, vemos que la imagen de marca no es un ente autónomo que un equipo de
creativos construye y que la empresa puede gestionar como se gestiona algo que se está quieto.
Como cualquier concepto, la imagen de marca cambia de mente en mente. En algunos casos
puede actualizarse como una idea extremadamente pobre (como el concepto de pollo de un niño
urbano que jamás haya visto uno vivo de verdad, o como mi concepto de la marca de coches
Peugeot, que se reduce básicamente a las imágenes visual y acústica de su logotipo). Sin
embargo, en otras mentes, lo que en teoría es un mismo concepto, porque se refiere al mismo
objeto del mundo externo, puede reverberar en una red neural extensísima que aglutine
representaciones de extremada diversidad y riqueza. Todo lo cual depende del historial de
procesamiento de cada individuo a lo largo de su proceso de desarrollo ontogenético. De su
experiencia de vida, en pocas palabras.
La labor de gestores y creativos es, salvando las distancias y los intereses económicos
mediantes, como la de los lexicógrafos: su misión es generar un concepto aglutinante en el que
los múltiples usos dinámicos que se producen por doquier puedan converger. Sólo que, en este
caso, el concepto no queda impreso en ningún sitio en formato linguaforme, sino que
reimpregna una y otra vez la experiencia de los individuos en formato multimodal y
multimedia. La intensidad y eficacia de tal reimpregnación dependerá, en última instancia, de la
atención que cada sujeto dedique al procesamiento de esos estímulos y, por tanto, será producto
de las motivaciones individuales. Lo anterior explica las dimensiones de estabilidad y
dinamicidad del significado de las marcas: lo que sus gestores ponen en el mundo físico actúa
de nodo atractor en la generación de representaciones sobre las mismas. Es decir, cosas como el
logotipo y el símbolo constituyen el anclaje de todos los procesamientos que vendrán (o no)
después. Este tipo de cosas son las que se encuentran de manera estándar en las mentes de los
miembros de un mismo entorno sociocultural. Todos conocemos los nombres e imágenes de las
marcas que pueblan nuestro entorno y somos capaces de asociarlas por lo general a un tipo de
producto o servicio. Este es el nivel mínimo de presencia que una marca puede tener en una
mente humana. Sencillamente, para muchas personas ciertas marcas no llegan nunca a ser nada
más que esto: nombres de productos en los que no están interesadas. Pueden ver los productos
en funcionamiento a su alrededor por doquier en todo momento, pero ello no tendrá mayor
impacto cognitivo si los estímulos no logran traspasar el umbral de atención, lo que no será
posible en ausencia de interés. Cuando la que escribe va por la calle ve coches, sin más. Ahora
bien, cuando la que escribe va por la calle es capaz de identificar perfumes.
Por tanto, el grado de elaboración que la imagen de una marca alcance en cada mente individual
(es decir, la riqueza de las representaciones que se sincronicen en el concepto para cada sujeto)
es lo único que puede motivar que una persona decida ostentar el símbolo de tal marca con el
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Comunicación Visual 341
fin de atribuirse los valores que esta tiene para ella. O, si se quiere, con el fin de pertenecer a un
grupo definido por los atributos aglutinados en esa imagen mental individual.
Hasta qué punto esa imagen es compartida por los miembros de una comunidad sociocultural
es, como estamos viendo, algo variable. El mismo concepto no alcanza el mismo nivel de
detalle en todas las mentes. Pero a estas alturas ya sabemos que los seres humanos intuimos con
bastante precisión qué representaciones son susceptibles de formar parte del patrimonio
cognitivo de las personas con que nos relacionamos a diario o que, simplemente, pueblan el
ambiente en que nos movemos. Personas que, de manera general, participan de nuestro estilo de
vida. Es de cara a estas personas a quien ostentamos la marca, porque sabemos que hay una base
común mutuamente manifiesta sobre la que actualizar algún tipo de significado. En efecto,
decíamos que la mente simbólica es una propiedad de grupo: simbolizamos de cara a los otros y
en función de una realidad mental compartida. Pero el significado de las cosas se instancia
finalmente en cada uno de nosotros. Por eso no siempre logramos transmitir la imagen que
pretendemos. O lo que es lo mismo: por eso la comunicación siempre puede fallar.
8.2.4.2.3. Teoría neurobiológica de la motivación: las nociones de información y relevancia
expandidas.
Incluso cuando nos comunicamos por medios lingüísticos, la máxima eficacia comunicativa no
se logra siempre eligiendo los mensajes de mayor explicitud. Como señala N. CUETO (2002:
69): “Estamos diseñados para la respuesta rápida: los efectos informativos son mayores si
sugerimos más que decimos. Se consume menos tiempo. (…) resultaría muy costoso y lento
volcar sobre un enunciado todos y cada uno de los supuestos a representar por el receptor”.
En efecto, al procesar cualquier mensaje buscamos por defecto un equilibrio entre coste y
beneficio, donde el primero equivale a esfuerzo cognitivo, y el último se expresa en términos de
efectos contextuales. O, dicho de otro modo, en términos de algún tipo de conocimiento
relevante para el receptor, al que éste no hubiera podido llegar sin el estímulo comunicativo del
emisor, a partir del cual se desata la cadena inferencial.
Lo que planteamos en este trabajo es, en primer lugar, la necesidad de ampliar la noción tanto
de lo que constituye un estímulo comunicativo, como de lo que constituye un efecto contextual.
Esto se sigue ineludiblemente del hecho de haber ampliado la noción de contenido comunicable
en la dirección de los pensamientos sin formato proposicional, entre los que se incluyen los
sentimientos (que vimos, en 7.2.7.3., que eran también fenómenos cognitivos). Y además, es
necesario para explicar fenómenos comunicativos como los que tenemos entre manos. Así pues,
desde el momento en que un olor, una textura, una melodía o una imagen, logo o símbolo, son
situados intencionalmente en el universo perceptivo del receptor con el objetivo de que éste los
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 342
asocie a una marca-producto/servicio, podemos decir que hay comunicación. El contenido de lo
que se comunica, sin embargo, no es netamente codificable por vía lingüística, porque se trata
más bien de sensaciones que se suscitan. Si la convivencia entre producto/servicio e individuo
es prolongada (por ejemplo, somos clientes habituales de una empresa a lo largo de los años o
utilizamos un producto determinado durante un periodo de tiempo dilatado) acabarán por surgir
sentimientos asociados a situaciones de nuestra experiencia vital en las que la marcaproducto/servicio estaba presente. Y, por tanto, sentimientos asociados a la marca.
La vía indirecta para conseguir asociar sentimientos a productos/servicios, y añadirles así
valores intangibles (significados nuevos), es la publicidad. Los anuncios utilizan situaciones
como si para transferir las calificaciones emocionales que solemos tener de tales situaciones a
los productos/servicios. Al mismo tiempo, el componente verbal del anuncio puede activar
conceptos de modo explícito (que restringen y orientan la cadena asociativa suscitada por el
estímulo audiovisual no proposicional), para ir creando una especie de ideología de la marca, a
saber: un conjunto de significados que no están inherentemente en la materialidad del producto.
No podemos olvidar que los conceptos explícitamente activados por vía lingüística acarrean sus
propias redes multimodales asociativas (sutilmente diferentes para cada persona), en las que se
entretejen tanto componentes semánticos como episódicos (estos últimos tomados de la propia
experiencia y emocionalmente calificados a su vez, lo que ayudará a personalizar la marca para
cada individuo). En otras palabras, a la hora de significar no podemos establecer
compartimentos estancos, simplemente porque la memoria humana se manifiesta en una
estructura neurológica profusamente interconectada [J. FUSTER (2003, 2007)].
Lo anterior pone de manifiesto el hecho de que los efectos contextuales que obtenemos a partir
de mensajes multimodales (que pueden incluir o no contenido proposicionalmente
estructurado), constituyen un conglomerado de representaciones también de modalidad diversa.
Tales representaciones se encuentran vinculadas entre sí por convergencia experiencial, de
modo que la activación de una de ellas es susceptible de desatar una cadena asociativa que no ha
de discurrir necesariamente enclaustrada en una sola modalidad representacional. Es decir: es
posible que una imagen acústica nos conduzca simultáneamente a una imagen visual y a otra
olfativa, e incluso a imágenes acústicas con estructura proposicional (esto es lo que ocurre
precisamente cuando a partir de una melodía evocamos un eslogan, por ejemplocxxxiv ).
Por tanto, de la ampliación de la noción de efecto contextual hacia el terreno de la información
no proposicional se deriva la necesidad de contemplar la existencia de un tipo de heurística en la
que la inferencia trabaja tanto sobre contenidos proposicionalmente estructurados como sobre
conceptos multimodales. De hecho, las inferencias conceptuales no son sino una manifestación
de nuestra capacidad asociativa.
En segundo lugar, y como consecuencia de todo lo anterior, creemos necesario expandir la
noción de lo que constituye información relevante. La pragmalingüística nos enseña que,
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 343
cuando nos comunicamos verbalmente, buscamos provocar un cambio en el estado cognitivo de
nuestro interlocutor. En relación con esto, D. SPERBER Y D. WILSON (1994:63) señalan
precisamente que “La eficacia sólo puede definirse con relación a un objetivo”. La información
relevante será por tanto la que sea eficaz, es decir, la que nos conduzca a lograr nuestro objetivo
comunicativo de manera óptima. Por tanto, sólo podremos evaluar la relevancia de un acto
comunicativo (verbal o no), si tenemos en cuenta el objetivo que persigue, es decir: cuál es la
intencionalidad subyacente del emisor. En este punto entran en juego las idiosincrasias de la
comunicación publicitaria: el tipo de mensajes que estamos estudiando en este trabajo persigue
transferir afectos, más que comunicar contenido proposicional, como hemos visto. Y esta parece
ser la línea general en la publicidad actual. Por tanto, el objetivo de un acto comunicativo
publicitario consiste en suscitar en el destinatario una determinada emoción que sea percibida en
conexión con la marca-producto. El cambio en el estado cognitivo del destinatario no se
manifestará en un supuesto con estructura proposicional obtenido vía mecanismo deductivo,
sino en la experimentación de un sentimiento. Si el anuncio lo consigue podemos decir que
habrá cumplido su objetivo con eficacia, y que habrá sido relevante para ese destinatario en
concreto.
Hemos visto que las emociones secundarias se desatan a partir de procesamientos cognitivos, y
que los sentimientos constituyen la apropiación consciente del contenido de dos
representaciones neurales yuxtapuestas, a saber: 1) la de la situación u objeto externo que
suscita la emoción, y 2) la somática y vagal que constituye la emoción misma. Por tanto,
provocar un cambio en el estado mental del oyente (es decir, colocar en su mente la
representación de nuestro estímulo ostensivo, que no es sino un objeto externo) conlleva a
menudo suscitar en él algún tipo de emoción o sentimiento. Esto puede ser un efecto secundario
del acto comunicativo pero, en muchas ocasiones, resulta ser la intención principal del emisor.
Con el lenguaje lo hacemos constantemente. Imaginemos a dos hermanos que van de visita a
casa de sus padres muchos años después de haber abandonado el núcleo familiar. Al volver a
ver la habitación en la que crecieron juntos, que permanece tal cual, los hermanos se miran y
uno de ellos exclama: “¡Qué recuerdos!”. No es necesario codificar nada más para que en la
mente de los hermanos se desate un torrente asociativo emocionalmente calificado que suscitará
unos sentimientos muy fuertes. De hecho, a estos dos hermanos probablemente les hubiera
bastado con la mirada. Pues bien, disponemos de muchos otros medios de lograr este tipo de
efectos emocionales, entre los cuales la imagen resulta uno de los más eficaces (y también la
música en la actual comunicación publicitaria).
Así pues, asumir una teoría neurobiológica de la motivación, como hemos hecho en este trabajo,
requiere ampliar las nociones mismas de información y relevancia. En efecto, la Teoría de la
Relevancia no deja de ser una teoría de la motivación de los actos comunicativos. En palabras
de N. CUETO (2002:65):
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 344
Toda actividad cognitiva es selectiva, es decir, requiere nuestra atención. Ésta se vincula
invariablemente al interés. Lo que defiende la Teoría de la Relevancia es que la atención y el
pensamiento humano se dirigen a la información que parece relevante. Que una información sea
relevante significa que nos aporta alguna ventaja.
El único problema que nos encontramos aquí es que la formulación de la Teoría de la
Relevancia restringe su aplicación a informaciones con formato proposicional. La explicación
que proporciona para los casos en que lo comunicado se acerca más a una impresión o una
emoción que a un supuesto con este formato consiste, como veíamos en 8.2.4.2.1., en suponer
que para el estímulo en vías de ser interpretado se activan simultáneamente distintos conjuntos
de supuestos (lo que habíamos denominado complejos continuos). Estos complejos continuos de
supuestos
(proposicionalmente
estructurados,
por
supuesto)
serían
las
diferentes
contextualizaciones posibles para el estímulo. El efecto de indeterminación y vaguedad
procedería de la incapacidad del destinatario para decantarse por una interpretación u otra, lo
que constituye precisamente el objetivo perseguido por el emisor cuando produce un mensaje
deliberadamente vago. Hemos tratado por extenso los problemas que plantea asumir que
nuestras representaciones cognitivas tienen formato proposicional en 5.2.1. y en 5.6.5.,
principalmente. Así que no abundaremos más en ello.
Por tanto, tenemos que la Teoría de la Relevancia contempla que fenómenos cercanos a la
emoción sean comunicables, pero la explicación que proporciona es exclusivamente de tipo
cognitivo y no se despega jamás del formato proposicional. En este trabajo hemos examinado
qué son las emociones y cómo se manifiestan a nivel cognitivo. Hemos visto que son redes
representacionales cuyo contenido se refiere al cuerpo, es decir: patrones de activación que, al
reverberar, nos producen una sensación somática. Y hemos insistido en que los estados
somáticos afectan de manera directa al estilo y a la eficiencia cognitivos del sujeto que los
experimenta. En lo que queremos insistir es en el hecho evidente de que las sensaciones
somáticas no son complejos continuos de supuestos, ni se producen necesariamente debido al
procesamiento cognitivo de estímulos lingüísticos vagos. Hay un ejemplo clásico en la obra de
D. SPERBER Y D. WILSON (1994), en el que el sujeto A le pregunta al sujeto B lo siguiente:
“¿Qué vas a hacer hoy?”. A lo que B responde: “Me duele muchísimo la cabeza”. Se trata de un
diálogo perfecto para ejemplificar un fenómeno de vaguedad que impide a A cerrar cualquier
interpretación de todas las posibles. Miles de supuestos pululando por ahí sin que podamos
agarrar ninguno a ciencia cierta. Sin embargo, aquí no hay emoción, como en el ejemplo que
poníamos un poco más arriba de los dos hermanos y sus recuerdos de infancia. Y esto no es así
porque en las mentes de tales hermanos no puedan arremolinarse tantos supuestos como en el
ejemplo de arriba.
El problema, más bien, parece estar en los supuestos y en su pretendido formato proposicional.
La neurobiología de los mecanismos emocionales nos está diciendo que esto no puede ser todo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 345
lo que ocurre en el plano cognitivo. Que las emociones son mucho más que un estado cognitivo
de complejos continuos. De hecho, que son algo totalmente diferente y que, para la auténtica
comprensión de cómo pueden ser comunicadas, hay que tener en cuenta cómo se instancian a
nivel neurofisiológico.
Por otra parte, la Teoría de la Relevancia asume que los seres humanos somos organismos
dedicados a una optimización compulsiva de nuestro conocimiento del mundo. Sin necesidad de
violentar este supuesto, es preciso suavizar y ampliar los términos en que se concibe tal mejora.
Mejorar nuestro conocimiento del mundo no consiste en reeditar un almacén proposicional de
información enciclopédica. Desde nuestro punto de vista, mejorar el conocimiento del mundo
no es otra cosa que recrearlo en cada nueva actualización de forma que incorpore tanto las
nuevas variables situacionales en que es activado como los cambios experimentados por el
organismo desde la última vez que hizo uso del mismo. Mejorar el conocimiento del mundo es
actualizarlo para que nos sea útil en el momento presente y de cara al futuro. Y de este
conocimiento forman una parte fundamental las representaciones de cómo nos hacen sentir
ciertos acontecimientos externos. Ya hemos visto cómo la adquisición de emociones
secundarias se realiza sobre la base de las primarias, genéticamente determinadas. Y cómo todo
ello ocurre en un marco de referencia constituido por lo que hemos llamado una escala de
valores biológica, en la cual los estados homeostáticos del organismo (su supervivencia y
bienestar) se consideran de la máxima importancia. Como señala A. R. DAMASIO (2003), “los
sentimientos no son un lujo”, sino que aportan una información imprescindible para la actividad
normal del organismo, a nivel tanto fisiológico como cognitivo.
En efecto, el objetivo de modificar el estado cognitivo del otro (es decir, generar en él una
respuesta interna) suele implicar un téleos ulterior. En relación con el propósito de los actos
comunicativos, P. GRICE [(1975:530) en L.M. VALDÉS (2000)] señala lo siguiente:
He enunciado mis máximas como si el objetivo central fuera el de intercambiarse información de
forma máximamente efectiva; esta percepción es demasiado restringida, y el esquema ha de
ampliarse hasta que tengan cabida en él objetivos generales tales como el de (…) influir en la
conducta de los demás.
En otras palabras: solemos pretender algo más que modificar los pensamientos ajenos: en tal
objetivo hay implícito otro. En concreto, esperamos que de tal modificación se derive en nuestro
interlocutor el empuje motivacional necesario para emprender acciones (respuestas externas),
como la neurociencia cognitiva nos explica que ocurre en la mayor parte de los procesos de
toma de decisiones racional normal. Como veíamos, una fría evaluación de pros y contras no
conseguía arrojar por sí sola ninguna respuesta en los sujetos con lesión prefrontal
vetromediana. Recordemos que una toma de decisiones es una selección de respuesta adecuada
a la situación en que nos encontremos. Un enunciado lingüístico o una acción de consumo son,
por tanto, respuestas externas a tipos de situaciones diferentes.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 346
Pues bien, influir en última instancia en los sentimientos de los otros, y no sólo en sus
pensamientos, suele ser uno de los objetivos principales del ser humano en sus interacciones
comunicativas cotidianas, como ya habíamos señalado más arriba. Y del mismo modo que
sabemos qué hacer para suscitar en el destinatario un estado emocional en conexión con un
objeto externo (como ocurría en el ejemplo de los dos hermanos), sabemos qué hacer para
suscitarlo en relación con nuestra persona: conseguir que nos respeten, que nos quieran, que nos
teman…, consiste en modificar las sensaciones somáticas que otros sujetos experimentan en
nuestra presencia. Tratamos de hacer esto porque sabemos que de ello se derivará una conducta
(un conjunto de acciones externas) determinada hacia nosotros, que deseamos porque nos
beneficia en algún sentido.
La comunicación publicitaria persigue también un objetivo de este tipo: conseguir que
queramos el producto (y que, en consecuencia, ejecutemos una respuesta externa consistente en
una conducta de consumo del mismo). Para ello trata, por medio de estímulos inevitablemente
cognitivos, de movilizarnos a nivel emocional. El tipo de mensaje que utiliza se encuentra en
consonancia con tal objetivo, y suscita en el receptor una clase de procesamiento que tiene que
ver más con lo asociativo que con una cadena inferencial de tipo proposicional. Sin embargo, la
información que comunica (los datos que consigue que se activen en la mente del receptor, el
cambio que produce en su estado cognitivo) es óptimamente relevante en relación con el
objetivo perseguido, a saber: activar en la mente del receptor un complejo continuo de imágenes
mentales a partir de las cuales se disparen representaciones disposicionales capaces de recrear
una sensación somática que dé lugar a un sentimiento. Sentimiento que, por convergencia
estimular, se encontrará en relación con el producto-marca. Debido a todo esto, las variables que
hay que contemplar al analizar este tipo de fenómenos comunicativos se extienden mucho más
allá de lo puramente lingüístico.
Por otra parte, si el objetivo de la comunicación publicitaria es suscitar un cambio interno
(neurocognitivo) que se traduzca en una respuesta externa de consumo, este tipo de mensajes
tan poco explícitos presenta otro tipo de ventaja, relacionada con el hecho de que las
representaciones que es capaz de suscitar en la mente de cada individuo son predecibles sólo
hasta cierto punto. Esto es así por el carácter genuino de la experiencia individual, que a nivel
neural se manifiesta en un mapeado cortical y en un cableado de las áreas sensoriales primarias
en relación con el sistema límbico y con las áreas prefrontales de convergencia que es diferente
para cada persona. Decíamos que esta es una de las razones principales por las que el contenido
de este tipo de mensajes es tan difícil de codificar. Muchas de las representaciones mentales que
activa simplemente no son susceptibles de ser verbalizadas (sin sensación de que las estamos
desvirtuando) porque contienen un componente somático y vagal importante que, además, se
encuentra minuciosamente personalizado. Así, y esta es una idea en la que hemos insistido
mucho, cada conglomerado representacional, cada red asociativa es, tanto a nivel cognitivo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 347
como neural, diferente para cada individuo, incluso cuando se refiere a lo que
convencionalmente se considera un mismo objeto o hecho externo.
De nuevo, N. CUETO (2002:32) lo expresa de forma sintética: “Cada individuo representa el
mundo a través de la percepción, pero sobre la base de su especificidad empírica. Por
consiguiente, en la interpretación de los datos pesa la experiencia de su aprehensión”. Además,
la autora nos regala un ejemplo: dice que cuando piensa en el signo tostada, su representación
particular es la de “las tostadas de pan de casa que me hacía mi adorada abuela catalana con
aceite y chocolate” [N. CUETO (2002:34)]. Aquí tenemos verbalizado un conglomerado
representacional en el que se ven implicadas áreas del córtex sensorial primario de tipo visual,
gustativo y probablemente olfativo, pero también las áreas responsables de la sensación
somática y vagal situadas en el córtex parietal (probablemente un estado de bienestar general),
cuya representación se yuxtapone a las anteriores, que contienen el conocimiento del hecho
externo descrito (las tostadas de pan de casa con aceite y chocolate que hacía la abuela). Estas
áreas se encuentran conectadas simultáneamente con áreas límbicas (responsables del marcaje
emocional de esa experiencia en la memoria, una especie de metarrepresentación que contiene
la conexión existente entre el estado somático y la situación externa). Esta triple conexión se rerepresenta a su vez en las áreas de convergencia del córtex prefrontal, generando un marcador
somático. Las redes neurales en que se instancian todas estas asociaciones (que, sin duda, no
terminan aquí) existen exclusivamente en el cerebro de la mencionada autora. Para la que
escribe esto, sin embargo, el signo tostada jamás hubiera implicado conceptualmente pan de
casa, ni chocolate, ni aceite, sino más bien pan de molde, mantequilla y mermelada de
albaricoque, y la presencia de mi madre en las mañanas soleadas de los veranos de mi infancia,
quien doblaba el pan por la mitad para que pudiéramos untarlas en el café con leche, que yo ya
tomaba desde antes de los cinco años. En definitiva: el signo tostada desata en ambas
inferencias conceptuales totalmente divergentes. Sin embargo, ambas sabemos lo que
convencionalmente significa tostada en español, y conocemos el aspecto, el sabor y el olor de lo
que te dan en un bar español si pides una tostada: es decir, disponemos de una plataforma de
conocimiento semántico y episódico mutuamente manifiesta. Las respuestas internas
idiosincrásicas que ese signo desencadena en cada una son fruto de nuestra especificidad
empírica (episódica) a lo largo de nuestro genuino desarrollo ontogenético.
Y es precisamente esta maleabilidad, esta idiosincrasia potencial de los signos, la que vehicula
la eficacia comunicativa del tipo de mensajes que estamos examinando: al depositar gran parte
del peso interpretativo en cada individuo (al decidir ser más vagos que explícitos), éste aporta
casi la totalidad del contenido, tomándolo de su experiencia. Y de este modo, el mensaje
resultante (las imágenes multimodales que quedarán asociadas a la marca en forma de respuesta
interna) será personalizado y exclusivo. Y profundamente significativo, pues se hallará
emocionalmente calificado.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 348
Por otra parte, esto es algo que también puede ocurrir incluso cuando la línea de narración
audiovisual es considerablemente explícita. Tomemos como ejemplo el anuncio de galletas
Napolitanascxxxv, de Cuétara, encaminado a revitalizar el consumo de un producto
profundamente consolidado en el mercado español, pero psicológicamente envejecido. El spot
recrea el flash-back experimentado por el protagonista al morder una de estas galletas,
mostrándonos cómo el sabor del producto es capaz de desencadenar una potente serie de
asociaciones sensoriales que remiten a un pasado feliz. Es evidente que este mensaje es mucho
más fácil de parafrasear que el propuesto por BMW. Se trata de dar a entender que las galletas
siguen siendo tan buenas como lo eran hace muchos años (interpretación que queda confirmada
por el eslogan final: Napolitanas: disfruta como antes), y de añadir a este hecho algo más: un
valor emocional positivo sustentado en el pasado, al que se accede a través de imágenes visuales
(la vieja tienda de ultramarinos y las calles adoquinadas sin apenas tráfico) y auditivas (la
música, la voz de un ser querido). Obviamente, este no es un spot dirigido a un target infantil o
adolescente, como los de Cuétara Choco-Flakes. Se necesita una experiencia vital concreta para
sentirse identificado con el protagonista y, por tanto, conmovido a nivel orgánico. En efecto, si
hemos comido Napolitanas alguna vez en nuestra infancia (y es a este sector del público al que
principalmente se dirige el mensaje), este anuncio es una buena manera de reactivar los circuitos
neurales en los que se almacena el conocimiento sensorial y emocional que tenemos de tal
experiencia. En mi caso, tal experiencia episódica incluye las representaciones visuales de una
casa de campo, de una tía con una pequeña tienda de ultramarinos, y de mi prima Isabel,
compañera de juegos de la infancia, yuxtapuestas a las olfativas y gustativas del azúcar y la
canela, a las auditivas del vocerío de mis tíos cuando llegaban de trabajar a última hora de la
tarde, y a la representación somática que contiene el conocimiento sobre lo bien que me sentía
cuando, antes de cenar, mi tía nos daba la galleta. Y cuando hago lo mismo que el protagonista
del anuncio y me dejo llevar por ese conglomerado representacional reactivado, es decir, cuando
esa representación disposicional latente en mi córtex asociativo se dispara, la potencia de la
sensación somática que desencadena es tal que me hace desear reproducir la experiencia
fisiológica de manera directa. Y sé que lo más cerca que puedo estar de conseguirlo es volver a
saborear una galleta napolitana. Tenemos, por tanto, un estímulo comunicativo dimodal
(audiovisual) cuyo procesamiento cognitivo desata una serie de inferencias conceptuales
multimodales que movilizan a su vez una sensación somática (una emoción). De aquí se deriva
una respuesta externa, es decir, una acción encaminada a satisfacer una necesidad adquirida,
pero no por ello menos orgánicamente motivada. Todo lo cual no sería posible sin una base
altamente idiosincrásica de conocimiento (memoria) previo.
Como señalábamos en 8.2.4.2.2., no es necesario que una marca esté asociada a valores
simbólicos abstractos para decir que nos emociona. Ahora bien, cuando esto ocurre y ciertas
marcas son utilizadas por el individuo para simbolizar de cara a los otros un determinado estilo
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 349
de vida o la posesión de ciertos atributos intangibles, es necesario puntualizar, como de hecho
ya hicimos, que hay una parte del marcaje emocional individual que se sacrifica necesariamente.
Sabemos que la imagen que los otros van a activar en sus mentes no puede ser idéntica a la que
hay en la nuestra, porque lo que una marca significa en última instancia para un individuo (y
esto incluye lo que le hace sentir) depende de su experiencia episódica de interacción con
múltiples variables. En otras palabras: la nivelación cognitiva afecta también a los sentimientos.
Del mismo modo en que somos capaces de proyectar nuestra mente para inferir los datos que
pueden estar activos en las de los demás, sabemos intuir los sentimientos que otros seres
humanos pueden estar teniendo en relación con un determinado objeto o situación externa,
debido a nuestra común base neurofisiológica de especie y a nuestra experiencia de vida en un
entorno sociocultural similar. Los sentimientos que un mensaje publicitario trata de transferir a
un producto, es decir, los marcadores somáticos por defecto que trata de generar, se
fundamentan en conocimientos de este tipo. El que un individuo prolongue la interpretación por
los caminos de la experiencia episódica personal (como en mi caso para las Napolitanas) es algo
susceptible de acontecer, pero no tiene por qué ser así siempre. Y, desde luego, no merma la
capacidad de nivelación cognitiva y emocional del individuo con el resto de sus congéneres.
Ahora bien, cuando ocurre que el sujeto se deja invadir por la potencia de la experiencia
asociativa albergada en su memoria personal, el beneficio psicológico que obtiene como
consumidor del producto no es el de simbolizar nada de cara a los demás, sino el de la pura
sensación somática placentera. Y esta motivación de consumo es tan poderosa (o más) que la
constituida por el hecho de apropiarse de un atributo simbólicocxxxvi .
8.2.4.2.4. Profesionales del marketing e irracionalismo posmoderno
La idea de un ser humano determinado en sus conductas de consumo por mecanismos que lo
anulan psicológicamente es otra de esas leyendas que (como la de la subliminalidad que
examinamos en 7.3.2.4.) gozan aún de buena salud a pesar de su total falta de fundamento
empírico. A ello han contribuido tanto ciertos teóricos del irracionalismo, críticos con el sistema
capitalista (especialmente Pierre Bourdieu y Jean Baudrillard) como, paradójicamente, los
propios profesionales del marketing.
El lector encontrará sin duda referencias bibliográficas que se ocupen en detalle de la estrategia
de la distinción postulada por Bourdieu o del sistema de los objetos propuesto por Baudrillard,
si es de su interés profundizar en las teorías de ambos autores. Lo que nos interesa señalar aquí
es que ambos describen a un ser humano que ignora las verdaderas causas que lo mueven a
actuar de una manera que ellos describen como progresivamente alienante. Sin embargo, y a
pesar de que las ideas de estos teóricos son abiertamente anticapitalistas, sus argumentos
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 350
encandilan en el mundo de la creatividad publicitaria, y especialmente en el marketing de
productos de moda. Veamos por qué.
Como señala G. ERNER (2005:158), los creativos están convencidos de que la imagen de la
marca es el único factor importante a la hora de distinguir un producto de otro y, por tanto, lo
único determinante a la hora de desencadenar un acto de consumo. Es muy importante que
quede claro que lo que en el ámbito del marketing de moda se entiende por imagen de marca es
una noción muy alejada de las dimensiones neuropsicológicas que examinamos en este trabajo,
y se refiere fundamentalmente a las campañas publicitarias, es decir, a las ideas que se
comunican sobre la marca, así como al envase y al packagingcxxxvii.
A lo largo de este capítulo hemos insistido, por el contrario, en que el proceso de sedimentación
de la imagen de una marca (la creación de redes conceptuales asociadas a la marca en las
mentes de los individuos) requiere de un tiempo dilatado. Esto es así porque el proceso es de
tipo experiencial y se basa primordialmente en el producto, que suscita unas percepciones
fuertes en el consumidor de las que la marca acaba siendo depositaria. Se trata de un fenómeno
que obedece a factores de tipo neuropsicológico como los descritos en 5.5.2., es decir, de un
proceso de conceptualización dinámico.
Sin embargo, hemos visto también que, en la experiencia del consumidor, la imagen de marca
tiene, por otra parte, una dimensión simbólica que procede principalmente de la comunicación
publicitaria, y que es susceptible de agregar significados (atributos) al producto, los cuales
trascienden sus cualidades materiales y funcionales. El intento de acelerar un proceso
psicológico por naturaleza lento (si lo que pretendemos es crear un concepto sólidamente
afianzado) es lo que ha llevado a muchos profesionales a privilegiar esta dimensión simbólica,
con el objetivo de crear marcas fuertemente reconocidas mediante la estrategia de sustituir la
experiencia reiterada del consumidor en el tiempo por la intensidad del impacto cognitivo.
Cuando esta actitud se lleva al extremo, hasta el punto de considerar que el éxito de un
producto-marca depende exclusivamente de la forma y de los valores simbólicos que toma (el
logo, el packaging, la publicidad) dejando de lado sus cualidades materiales intrínsecas, es
cuando se cae en los terrenos del irracionalismo.
En opinión de G. ERNER (2005:167), habría razones de tipo sociológico que nos permitirían
explicar el éxito de los teóricos irracionalistas entre los especialistas del marketing de la moda.
Según este sociólogo,
A diferencia de los creadores de producto, ellos no perciben los matices de la materia (…) Para
ellos es el marketing, es decir, su trabajo, lo que justifica la diversidad de los precios. Esta
convicción está tan arraigada que (…) los convierte en profundos label consciouscxxxviii.
Por tanto, las ganas de creer en el poder ejercido a través del propio trabajo se encontrarían en el
origen de la paradoja de que los profesionales del capitalismo citen sistemáticamente en sus
manuales a los principales críticos de la postmodernidad. Y que, al hacerlo, se conviertan, junto
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 351
con ellos, en los principales obsesionados por el poder de las marcas. Es decir, en esnobs por
amor propio.
Así,
los especialistas del marketing de la moda (…) ven al consumidor como una criatura
completamente irracional, obsesionada por una forma apartada del fondo. (…) uno de los gurús
americanos de esta disciplina (…) incita a las empresas a definir su irrational selling proposal
[G. ERNER (2005:166)].
Que esto se sigue haciendo lo atestiguan casos como los de la industria del perfume. En efecto,
se invierten considerables sumas en todo lo que no es el producto, que apenas representa un
10% del coste de producción total y que, además, es un proceso que generalmente se
subcontrata a grandes grupos como L’Óreal, Coty-Astor, Unilever, o Procter&Gamble. El resto
(sumas que pueden representar hasta el 180% de la facturación pronosticada) se invierte en el
marketing, entendido en un sentido muy amplio (publicidad, frasco, packaging y presencia en
los puntos de venta, principalmente). En palabras de G. ERNER (2005:158) “el perfume
constituye la encarnación ideal del sueño de lo inmaterial, una traducción al marketing de la
poética baudeleriana”. Y pone como ejemplo el caso de Viktor & Rolf, cuyo perfume
Flowerbomb contaba ya con un frasco cuidadosamente diseñado y una campaña de
comunicación muy potente mucho antes de que el olor existiera. Este fenómeno llega hasta tal
punto que hay marcas que, para ahorrarse dinero en el proceso, compran directamente una
esencia ya hecha, mostrando de este modo una total indiferencia hacia el producto.
Sin embargo, el examen de ventas de un perfume conduce a una observación que apela al
sentido común, esto es, a la importancia de la experiencia sensible:
los primeros puestos de ventas no siempre pertenecen a productos firmados por marcas
prestigiosas. (…) el consumidor resulta menos label conscious (atento a la marca) e irracional de
lo que se cree. Tal y como pasa con el vino, la etiqueta no siempre tiene una influencia
definitiva, puesto que ciertos sabores u olores gustan más que otros [G. ERNER (2005:160-161)].
Así pues, es obvio que el consumidor es receptivo al envoltorio, al frasco y a la imagen
simbólica de la marca pero, por encima de todo, sabe que está comprando un olor. Tiene nariz.
La marca sola no hace vender. Esto lo atestiguan grandes fracasos como el del perfume C’est la
vie de Lacroix. Sin embargo,
frente al esnobismo, los profesionales de la moda [y en especial de algunos sectores del
marketing] tienen el reconocimiento que se tiene frente a una madre que alimenta. Tienden a
creerse que el imperio del esnobismo se aplica a toda la sociedad. Comparten esta convicción
con Baudrillard [G. ERNER (2005:171)].
Pero lo hacen de una forma fundamentalmente diferente, a saber: mientras los teóricos del
irracionalismo trataban de desentrañar los mecanismos que conducían a sus congéneres a
sostener un comportamiento que consideraban perjudicial y alienante, ciertos profesionales del
marketing se regodean proclamando la existencia de una masa homogénea de consumidores sin
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 352
criterio, dispuestos a adorar lo que unos pocos elegidos dictan como tendencia. El placer se
encuentra en pensar que quienes ostentan ese poder son precisamente ellos.
Para concluir este epígrafe, nos gustaría llamar la atención del lector sobre el hecho de que la
idea de racionalidad que estamos manejando se encuentra fundamentada en la experiencia
sensible. Lo que consideramos irracional es el hecho de realizar una elección que ignora las
sensaciones somáticas que nos despierta un producto y que toma como criterios decisivos las
dimensiones formales y simbólicas de la marca. En efecto, para cualquier ser humano normal,
esta no es la manera habitual de proceder. Las cualidades sensoriales y simbólicas del productomarca se encuentran integradas en un todo representacional, como hemos visto. Y más aún, las
cualidades simbólicas (los significados o valores añadidos), en un proceso de conceptualización
natural suelen venir a posteriori o, como mucho, simultáneamente a los atributos perceptivos
básicos sobre los que se sostiene la identidad del producto-marca. Tratar de invertir el proceso
ignorando completamente la experiencia sensible es como vender un frasco vacío: no esperamos
este tipo de disonancia. Lo que esperamos es un producto mínimamente acorde a la
comunicación realizada sobre el mismo (entendida en un sentido amplio que comprende todo lo
que tenga que ver con el packaging y el diseño, además de con las campañas publicitarias). En
otras palabras, nos sentimos decepcionados e incluso engañados si del bote de Chanel emana un
aroma vulgar. Tal estrategia, sin embargo, puede pillarnos desprevenidos y conseguir que
compremos productos que, finalmente, no nos satisfacen en la experiencia de uso (con lo cual es
improbable que repitamos la compra y, además, suscitará una desconfianza natural hacia la
marca). Y, sin duda, este no es el mejor camino para conseguir afianzar una marca a largo plazo.
8.2.5. Variables no programables en el sistema de la marca
8.2.5.1. Del modelo de recepción en diversidad hacia el entorno: lo que la medición estadística
mediática no puede captar
Hasta el momento hemos examinado dos de las principales variables de las que integran el
sistema de la imagen de marca, a saber:
1) la que tiene que ver con las cualidades sensibles del producto experimentadas de manera
directa, y
2) la constituida por la comunicación publicitaria, cuyo peso nos hemos ocupado de
aquilatar convenientemente.
En relación con la última, es preciso señalar que, en el ámbito de la comunicación publicitaria,
ha reinado durante mucho tiempo el modelo denominado de recepción en diversidad, expresión
técnica que “significa la posibilidad de utilizar, para una misma acción y contenido
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 353
comunicativo, varios canales físicos simultáneamente (…) [los cuales pueden] ser afectados por
una notable probabilidad de perturbación (ruidos)” [J. COSTA (2005:126)]. Si bien este modelo
pone de manifiesto el hecho de que actualmente los mensajes publicitarios raramente son
monocanal (lo que hemos llamado discurso de la marca no es sino el intento de diversificación
coherente de un mismo mensaje de base, el cual puede variar en grado de explicitud), y explica
la sobreabundancia de estímulos publicitarios (redundancia) de un mismo producto-marca como
estrategia para hacer frente al ruido comunicativo, se trata a todas luces de un modelo que se
queda corto a la hora de encarar la complejidad del fenómeno de la imagen de marca.
Ya hemos visto en parte por qué: las estructuras de significado humanas requieren para su
comprensión de un enfoque poroso, transdisciplinar: la imagen de marca no es en ningún caso
producto exclusivo de la comunicación publicitaria. En primer lugar, se sustenta en el objeto de
consumo, en
realidades materiales tangibles. (…) no sólo vemos anuncios de coches, de perfumes, de cereales
(…). Vemos física y directamente esos productos en los escaparates de los comercios (…), en la
calle, en el hogar (…). Y no sólo los vemos sino que los olemos, los oímos, los saboreamos, los
conducimos, los tocamos [J. COSTA (2005:127)].
En segundo lugar, ocurre también que las marcas, en su dimensión de signos sensibles
(logotipos y símbolos)
están permanentemente en múltiples escenarios: la vía pública, los comercios, el hogar, el lugar
de trabajo y de ocio, las exposiciones, los encuentros multitudinarios deportivos y musicales, los
medios de transporte, las salas de espera (…), el ciberespacio [J. COSTA (2005:132)].
Estos diferentes escenarios son, al igual que la publicidad, soportes comunicativos de la marca.
Y los contactos que propician “tienen un efecto insistente de reimpregnación en las mentes de
los individuos” [J. COSTA (2005:132)]. Como vimos en el capítulo 5, tales contactos son las
experiencias reiterativas de procesamiento a partir de las que se desencadenan los procesos de
conceptualización humana.
Así pues, echar un vistazo al entorno es suficiente para darse cuenta de que la percepción de
marcas desborda el dominio de los medios de comunicación de masas, lo que implica que la
medición estadística mediática es parcial:
la medición es unidireccional: lo que se mide es sólo (…) lo que se emite, pero deja fuera lo que
la gente efectivamente recibe. Esos contactos massmediáticos se miden (…) por cálculo de
probabilidades a partir de lo que se emite. La diferencia real entre lo que se emite y lo que se
recibe es lo que llamamos el coeficiente de acceso de los mensajes a sus destinatarios, y es obra
de lo aleatorio y también del filtrado efectuado por los individuoscxxxix [J. COSTA
(2005:129)].
De este modo, en tal coeficiente se encuentra un caudal informativo importante, a saber: el de
las informaciones no programables, que incluyen tanto los contactos erráticos con las marcas
que se producen constantemente en el entorno, como las opiniones emitidas por los propios
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 354
individuos acerca de las mismas. Este caudal de informaciones no deja de ser real por el hecho
de que no se pueda medir, y es susceptible de modificar sustancialmente el entorno cognitivo de
los individuos en relación con las marcas. En palabras de J. COSTA (2005:130):
si se lograra modelizar el mundo cotidiano de las marcas en la línea de universo de los
individuos, como un ecosistema con 20.000 variables, por ejemplo, y con la ayuda de una
fórmula matemática de varios metros de longitud, tal vez se podría calcular el volumen del flujo
de contactos sensoriales con las marcas que pueblan el mundo.
Es este contacto sensorial multimodal constante y reiterativo lo que genera surcos de atracción
en nuestro espacio cognitivo: patrones que se van estabilizando a partir de la experiencia o, lo
que es lo mismo, el concepto de una marca cualquiera que se va afianzando en la mente de un
individuo concreto, al igual que vimos (en 5.5.2.) que ocurría con la generación de los
conceptos más simples. El mecanismo básico que soporta la cognición es el mismo en ambos
casos, y parte de la experiencia sensible (dentro de la cual incluíamos como una modalidad
perceptiva importante el movimiento autogenerado, facilitador de la interacción con el entorno,
no lo olvidemos). Como señalan E. THELEN Y L. B. SMITH (2002:182) “Meaning is emergent in
perceiving and acting in specific contexts and in a history of perceiving and acting in contexts”.
Esta es la razón por la que cualquier marca necesita de un tiempo prolongado para llegar a ser
percibida espontáneamente como algo significativo: la emergencia de su imagen (ese
conglomerado representacional complejo) en las mentes individuales requiere de un periodo lo
suficientemente dilatado como para permitir que nuestras reiteradas experiencias locales
generen surcos profundos en nuestro espacio de estado cognitivo.
8.2.5.2. Redes sociales e informaciones indirectas
8.2.5.2.1. La emergencia de realidades mentales colectivas
Así pues, además de los contactos erráticos con la marca como signo sensible, por medio de
múltiples soportes facilitados por el entorno, y de los contactos sensoriales directos con los
productos que ampara, existe otro factor en la generación de la imagen de marca relacionado
también con variables comunicacionales no programables. Se trata de los intercambios de
información que se producen en el seno del grupo social (el filtrado realizado por los individuos
al que aludíamos arriba), principalmente, pero también de las informaciones difundidas de
manera indirecta por los medios de comunicación.
La cuestión central que nos ocupa es, por tanto, el hecho de que las opiniones de nuestros
semejantes (las creencias que los otros tienen sobre algo) pueden llegar a alterar sustancialmente
la imagen que una marca determinada había ostentado paras nosotros hasta el momento.
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 355
Esto es así por varias razones. La primera de ellas responde a lo que el sociólogo Robert Merton
ha denominado self-fulfilling profecy (profecía autorrealizadora) y que consiste básicamente en
que
las definiciones colectivas de una situación (…) forman parte integrante de la situación y, por
ello, afectan a sus ulteriores desarrollos. Este hecho es específico del hombre y no se encuentra
en la naturaleza. Las previsiones sobre el retorno del cometa Halley no repercuten en su órbita,
pero el rumor de la insolvencia del banco de Millingville tuvo una consecuencia directa sobre su
suerte. Profetizar su hundimiento fue suficiente para provocarlo [G. ERNER (2005:136)].
La profecía autorrealizadora de Merton suele explicarse en el ámbito de las Ciencias de la
Información como una metáfora del Principio de Indeterminación formulado por Heisenberg
para el dominio de la física cuántica. La idea que nos interesa extraer del mismo es que no es
posible acceder a la observación de ciertos fenómenos sin modificar su trayectoria, es decir, la
manera en que acontecen. De este modo, el reflejo mediático de cualquier situación, por más
objetivo que se pretenda, afectará al desarrollo posterior de la misma. El simple hecho de que
algo se difunda a través de canales massmediáticos sesga ya cognitivamente su recepción,
otorgándole por defecto mayor impacto (sobre esto incidiremos en detalle en el epígrafe
siguiente). Por otra parte, los contenidos presentes en tales medios son los que acaban por
uniformar el entorno cognitivo de los miembros de una colectividad cultural, su realidad mental.
Tal realidad mental (lo que la mayoría de los miembros de ese grupo cree), influye de manera
decisiva en las conductas que tales individuos desencadenan y, por tanto, en el desarrollo de los
hechos materiales, es decir, en el modo en que suceden las cosas.
Así pues, la realidad mental es producto de nuestra interacción con el entorno pero, a la vez, las
respuestas internas (las representaciones mentales) que suscita en nosotros tal interacción, se
traducen en una serie de respuestas externas (conducta), las cuales moldean nuestra realidad
material. Y, por tanto, indirectamente y de manera recursiva, moldean también nuestra realidad
mental. Esto es como decir que nuestra realidad mental se retroalimenta a través de las acciones
que ejecutamos. En definitiva: somos seres corpóreos y cognoscentes, lo que significa que
nuestras mentes existen por medio de nuestro cuerpo, y a través de él aprehenden y modifican el
entorno. De este modo, los cambios del entorno (muchos de ellos provocados por la
exteriorización conductual de respuestas internas) se incorporan a nuestros conceptos.
En palabras llanas, lo anterior se resumiría en que actuamos de acuerdo con las expectativas que
tenemos acerca de lo que podría suceder y de cómo tales hechos hipotéticos podrían afectarnos,
y que esto suele influir considerablemente en lo que ocurre finalmente. Y si somos capaces de
generar expectativas es por experiencia previa, conocimiento del mundo, memoria, saber
enciclopédico, o como prefiramos llamarlo. La que escribe prefiere denominarlo memoria,
porque el término acepta con facilidad el importante matiz del marcaje emocional, clave en los
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 356
procesos de toma de decisiones referidas al ámbito personal y social, como hemos visto en el
capítulo 7.
La ley sociológica formulada por Merton nos interesa porque se encuentra directamente
relacionada con el modo en que funcionan los rumores, es decir, con el modo en que emerge
una realidad mental colectiva. O, en otras palabras, con cómo lo que comienza siendo una
opinión aislada acaba por convertirse en un consenso generalizado sobre algo que, a su vez,
desencadena una serie de acontecimientos relacionados con ese algo (que no hubiesen ocurrido
de no haber existido el rumor inicial). Lo anterior contradice abiertamente la presuposición
paremiológica de que Cuando el río suena, agua lleva. Por el contrario, muchas veces el río
acaba por ir cargado de agua porque somos nosotros mismos los que acudimos en masa a
llenarlo con nuestros cubos.
8.2.5.2.2. Aspectos sociopsicológicos y neurocognitivos del procesamiento de información
Sin embargo, hay que puntualizar que la observación de Merton no es más que la constatación
de un fenómeno de polarización, es decir, no explica qué mecanismos psicológicos influyen en
el proceso de establecimiento de consenso social en torno a un rumor plausible. Nuestra
hipótesis al respecto está relacionada con tres cuestiones primordiales:
1) Identidad de la fuente emisora: el peso computacional que los seres humanos atribuimos a
las informaciones está en función de su procedencia o, en otras palabras, en relación con el
hecho de que “el profeta importa más que el mensaje” [G. ERNER (2005:138)]. Esto es algo que
también señalan D. SPERBER Y D. WILSON (1994) en su explicación de cómo el dispositivo
deductivo humano manejaría los supuestos en un proceso inferencial de tipo heurístico. En
concreto, estos autores señalan que la fuerza de un supuesto en nuestro entorno cognitivo
depende, en primer lugar, del modo en que lo hayamos adquirido. Si lo hacemos por vía
lingüística, entonces su fuerza dependerá de la confianza que tengamos en la persona que nos lo
transmitió. En otras palabras: de la fuente emisora. Este punto se encuentra en relación con el
hecho de que la relevancia óptima de un mensaje cualquiera no es un parámetro constante, sino
variable. Tal variación oscila en función de dos factores, a saber: 1) la situación comunicativa
concreta y 2) la identidad de nuestro interlocutor. Si mantenemos constante el segundo factor y
alteramos la situación comunicativa, resulta obvio, por ejemplo, que la relevancia óptima que
esperamos obtener de lo que pueda decirnos un vecino que nos encontramos en el ascensor es
muy poco exigente. Sin embargo, si ese mismo vecino llama a nuestro timbre un día a las dos de
la mañana y nos saca de la cama para atenderlo, desde luego no pensamos que sea para
hablarnos del tiempo. En otras palabras, las expectativas que generamos sobre el mensaje
exigen que este sea lo suficientemente relevante como para compensar la invasión del espacio
Maite Fdez . Urquiza
Comunicación Visual 357
privado a horas tan improcedentes. Es decir, esperamos que sea algo realmente importante. En
relación con el segundo factor, la relevancia óptima varía de manera general dependiendo de
quién sea el emisor del mensaje. En pocas palabras: solemos esperar mensajes más relevantes
del presidente del gobierno que del camarero del bar de la esquina (otra cosa es que nuestra
expectativa de relevancia quede satisfecha). De hecho, la expectativa de relevancia para los
mensajes emitidos por un interlocutor concreto puede anularse por medio de lo que
técnicamente se denomina argumento ad hominem. Tal estrategia consiste básicamente en
desacreditar a nuestro interlocutor focalizando la atención del auditorio no en los supuestos
comunicados por el emisor, sino en la identidad del mismo, que se reduce simultáneamente a un
estereotipo descalificador. Es decir, en lugar de rebatir el argumento, se niega la expectativa de
relevancia para cualquier cosa que tenga que decir el emisor sobre un tema concreto. Es como si
la intervención de una diputada en el Parlamento fuese respondida con un mensaje del tipo:
“Acaban de escuchar ustedes la opinión política de una mujer. No tengo nada más que decir”.
Este tipo de mensajes deslocalizan la atención del contenido que se está debatiendo para
depositarla en la credibilidad de quien emite los juicios, como si la validez de un argumento
sobre un tema dependiera de la identidad de quien lo emite. En este caso, no hace falta que
redundemos en el concepto de mujer que se pretende activar en las mentes de los destinatarios
ni que expliquemos por qué resulta ofensivo. Hemos mencionado esta estrategia comunicativa
porque pone de manifiesto hasta qué punto la credibilidad que otorgamos a una información
puede llegar a depender de la identidad de la fuente emisora. Es por esto por lo que las
informaciones provenientes de personas a quienes conocemos bien son más relevantes para
nosotros, ya que su credibilidad se encuentra confirmada de antemano.
2) Frecuencia de procesamiento: los mensajes que se procesan repetidamente a través de
múltiples vías adquieren una mayor confirmación cognitiva (es decir, tienden a convertirse en
creencias fuertemente consolidadas independientemente de que tengan o no algún fundamento
real); y
3) Preeminencia cognitiva: los mensajes que activan un marcaje emocional negativo potencian
la focalización de la atención sobre los mismos, por lo que su impacto cognitivo es mayor, lo
que tiende a aumentar la fuerza de confirmación de manera inmediata. Como señalábamos en el
capítulo 7, los marcadores somáticos actúan en general como focalizadores de la atención sobre
los hechos que los activan, señalando de este modo su efecto potencial sobre el organismo. Que
los marcadores que nos permiten intuir consecuencias negativas sean más potentes se debe a
razones evolutivas relacionadas con la supervivencia. Adquirir miedos irracionales a cosas
inofensivas puede resultar muy molesto, pero no nos va a matar, mientras que no ser capaces de
generar la reacción apropiada ante algo potencialmente dañino sí podría hacerlo. Como dijimos,
estamos cableados para que este tipo de respuestas somáticas sean inmunes a los argumentos
racionales que pretenden desmontarlas. De este modo, pueden generan sesgos avasalladores
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contra datos objetivos, como ocurre cada vez que un accidente aéreo es reportado. Su
aparatosidad es tal, el número de muertos tan elevado, y el marcaje somático que generan las
imágenes de la catástrofe tan potente, que el impacto cognitivo que nos provoc
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