La diferencia sexual por descubrir y producir Por Cristiana Fischer, Elvia Franco, Giannina Longobardi, Veronica Mariaux, Luisa Muraro, Anita Sanvitto, Betty Zamarchi, Chiara Zamboni, Gloria Zanardo.1 1. La “pasión” de la diferencia “La diferencia sexual presenta uno de los problemas o el problema que nuestra época tiene que pensar”, escribió Luce Irigaray en 1984.2 En efecto, no hemos recibido un pensamiento de la diferencia sexual; nuestra cultura occidental, cuyas bases o inicio se remiten a la antigua Grecia, no elaboró un saber sobre el hecho de la sexuación de la especie humana. Este hecho fue y continúa siendo objeto de muchos discursos que produjeron muchos conocimientos, pero a esos discursos y conocimientos les falta, para constituirse como saber, tomar consciencia en su propia modalidad del hecho de que la diferencia sexual afecta al sujeto mismo de los discursos y de los conocimientos, así como lo afectan otras determinaciones elementales como el lugar espacio-temporal en el que el conocimiento se formula, o el hecho de que el ser es individualmente mortal. Estas determinaciones sí fueron elaboradas como saberes, ya en los contenidos, ya en su misma forma. Para dar un ejemplo simple: el silogismo es una figura lógica que exhibe en su forma la progresión del pensamiento demostrativo, o sea la temporalidad intrínseca de un razonar que sin embargo no depende del tiempo para su validación. Este es un modo formal de dar cuenta de una liberación de límites reales y produce saber, algo así falta por completo cuando el condicionamiento tiene que ver con la diferencia sexual. Como sobre todas las otras cosas, sobre ella se buscó producir ciencia desde el punto de vista de un sujeto neutro, no sexuado. En consecuencia, la diferencia entre ser mujer/varón se representa en una exterioridad falsa que obstaculiza el saber, en cuanto rompe la circularidad entre inmediatez y mediación, separando 1 2 En: Diotima. Il pensiero della differenza sessuale, La Tartaruga Edizioni, Milán 1987, 7-39 pp. [Traducción al español de Elsa Drucaroff] Luce Irigaray, Etica della differenza sessuale, tr. it. de Luisa Muraro y Antonella Leoni, Feltrinelli, Milano, 1985. nuestro ser hombre o mujer (que permanece así en una intimidad sin palabras) de sus representaciones sociales. La ausente elaboración de la diferencia sexual se atribuye, no sin razón, al dominio histórico ejercido por los hombres sobre las mujeres. Pero es necesario notar que la actitud obtusa hacia la potencia simbólica de la diferencia sexual se encuentra sobre todo en el saber filosófico-científico y no tanto en otros ámbitos culturales como las mitologías, las religiones (excluyendo la teología) o las artes. Este hecho indica que el dominio sexista per se no ha logrado impedir muchas expresiones simbólicas de la diferencia sexual; la elaboración está sobre todo ausente allí donde el pensamiento humano se aplica a la demostración de lo verdadero. Una primera explicación se puede encontrar por analogía con hechos del mismo tipo. Consideremos,por ejemplo, que la geometría euclidiana, formulada en el siglo III a.C., era considerada hasta el siglo pasado la única geometría posible y verdadera por la incapacidad mental de mediar conceptualmente experiencias y exigencias humanas que fueran diferentes de las de los agrimensores. No considerar la diferencia sexual puede entenderse, desde este criterio, como una especie de decisión simplificadora. Pero hay que entender algo más profundo: acá lo excluido no son simplemente ciertas experiencias o ciertos procedimientos, en ventaja de otros. Acá lo que se encuentra excluida es la alteridad misma en la cual el sujeto humano se constituye a causa del sexo. Y por esta exclusión, ese sujeto, en el acto de conocer, encuentra fuera de sí y opuesto a sí no solamente al mundo que debe conocer sino a sí mismo, en el otro sexo. Esto constituye innegablemente una formidable complicación para la relación de conocimiento. En esto jugó el dominio sexista. La subordinación de un sexo al otro es una manera práctica de resolver el problema de un sujeto humano que no es uno, sino dos. Fue una solución que se usó tradicionalmente para regular las relaciones entre los dos sexos y fue adoptada también por la filosofía y la ciencia, para poder atribuir al sujeto de conocimiento ser uno y simple, es decir no tocado por la particularidad de su cuerpo sexuado y como tal, opuesto al objeto de su conocimiento, en cambio múltiple y deviniente. Esta ganancia teórica que pasa por una solución práctica -la que ofrece el estado de subordinación del sexo femenino- es reconocible tanto en el filósofo G.W.F. Hegel como en el científico Sigmund Freud. Ambos, en efecto, razonan sobre la diferencia sexual usando elementos del dominio sexista en función demostrativa; uno, en particular, es común a los dos pensadores: el hecho de que en las sociedades patriarcales, la mujer no tiene relación con los objetos sociales de deseo si no es a través del hombre (padre, hermano o marido), y entonces su deseo, o se vuelve viril, o se pierde en el extrañamiento femenino frente a lo social. Hay que decir que en Hegel, como en Freud, el dominio sexista se evidencia, en tanto en ellos, el discurso demostrativo, que era abstracto y deductivo en el pensamiento clásico, se vuelve mediador y dialéctico, ya que comprende lo real hasta su concreta singularidad. Y hay que decir que precisamente por la revolución que trajo Hegel con su tesis de que la sustancia es sujeto, aparecen algunos términos que permiten formular la cuestión de la diferencia sexual. No es casualidad que esa cuestión se haya planteado con el feminismo a través de una práctica política de nombre inequívocamente hegeliano: la práctica de la autoconsciencia. Hegel coloca la razón de la diferencia sexual en la familia y afirma que más allá de la esfera de la familia, cuando por lo tanto el sujeto mira hacia lo universal al hacer política, arte o ciencia, entonces esa diferencia se vuelve insignificante. “No progresa”, escribe Hegel.3 De hecho podemos admitir que sea así, pero entonces falta una razón para este hecho en sí. La respuesta se encuentra en el extenso tratamiento que el filósofo dedica al mismo tema en la Fenomenología.4 Allí él afirma y argumenta que el ser humano supera el dato natural casual de ser mujer/hombre (nacer mujer en vez de hombre, o viceversa, es, en efecto, una casualidad natural, al menos en tiempos de Hegel y todavía hoy), gracias a la familia, donde los dos que son el sujeto humano se reparten la diferencia de la “sustancia ética”: la mujer toma para sí la ley divina y el 3 4 G. W. F. Hegel, Enciclopedia delle scienze filosofiche in compendio, tr. it. de B. Croce, Laterza, Bari 1980 vol. 2. G. W. F. Hegel, Fenomenologia dello spiritu, tr. it. de E. De Negri, La nuova Italia, Florencia 1973. hombre, la humana, y en esa dialéctica se constituyen justamente las relaciones entre esposa-esposo, padres-hijos, hermano-hermana. El problema que sigue es entender cómo la familia sale fuera de sí, dando lugar a la vida social y cultural. La familia, en efecto, tiende a reproducirse a sí misma, ya que reproduce seres humanos signados a su vez por la diferencia. Pero dentro de la familia, la diferencia se representa en una pareja, hermano y hermana, que no está inmediatamente destinada a la reproducción de la especie. Por eso Hegel afirma que esta pareja representa la relación sexual en su forma más alta, más pura, de subordinación de un sexo al otro y de ambos, a la naturaleza. Y en ella, él por ende ve cómo el círculo familiar se abre al ulterior progreso espiritual. Y es en este pasaje decisivo que la diferencia sexual pierde su razón de ser. “Esta relación” -escribe Hegel- “alcanza el límite en el cual se resuelve la familia concluida en sí y procede más allá de sí misma. El hermano es el lado según el cual el espíritu de la familia se vuelve individualidad que se dirige hacia otro y transita hacia la conciencia de la universalidad”. Sigue una compleja argumentación que se ocupa en demostrar cómo la injusta unilateralidad de esta salida se resuelve en una justicia superior. Justicia que sin embargo no puede ser apreciada como tal por la hermana, la cual, permaneciendo en la familia y deviniendo mujer, queda vinculada a lo particular y por lo tanto no puede comprender los fines universales de la comunidad social, en relacion con la que ella se vuelve incluso una enemiga, o alguien incapaz de tomarla en serio, cosa que justificaría la opresión social en la que se la coloca. Esto es, con toda evidencia, un círculo vicioso. Que quede claro que Hegel no lo inventó, en realidad también nosotras podemos ver que la opresión del sexo femenino funciona de tal modo, que tiende a reproducirse a sí misma. Lo que Hegel quiere es demostrar cómo este círculo no es vicioso, sino que responde a la razón. La singularidad en la cual permanece lo femenino, escribe, es esencial para la comunidad que la mantiene oprimida. De este modo la sustancia ética se mantiene en su dualidad de ley divina y ley humana y sin embargo, al mismo tiempo, puede salir de esa dualidad y desarrollarse en las formas de lo universal. Femenino y masculino, explica Hegel, son igualmente esenciales y no obstante no pueden subsistir uno al lado del otro porque sus modos de subsistir, diversos e igualmente esenciales, contradicen la unidad del pensamiento que se piensa a sí mismo. Como tales, por lo tanto, caen y decantan, representándose en la unidad del pensamiento: lo masculino como el lado que, consciente de su unilateralidad, la ha superado; lo femenino como el lado que se queda en la inmediatez y es compelido a la obediencia. Así, entonces, el sujeto supera el dato natural y accidental de su ser mujer o ser hombre gracias a la separación de lo femenino, privado de mediación entre sí mismo y sí mismo, y entre sí mismo y la sociedad. Lo femenino separado conserva lo que el progreso espiritual supera. Como el elemento superado se supera con la fuerza de la consciencia de sí, este elemento se conserva en calidad de inconsciente. Hegel, con esto, no intenta afirmar que lo femenino sería la parte inconsciente del pensamiento y lo masculino, la consciente. Excluye explícitamente una solución de este estilo. Según Hegel, lo masculino y lo femenino tienen respecto del saber la misma división entre consciente e inconsciente. Pero tienen una relación diferente con su parte escindida, que se reconoce en lo siguiente: que el hombre se siente atraído por ella, mientras que la mujer aspira a salir de ella, dando así lugar a un movimiento doble y opuesto de arriba a abajo y de abajo a arriba, respectivamente, movimientos que para Hegel forman uno único. Pero es difícil seguir a Hegel en este último punto porque, según su propio texto, el hombre es atraído hacia abajo, ese abajo del cual se ha separado gracias al anterior movimiento de su progreso espiritual, mientras que a la mujer no le queda otra posibilidad que aspirar hacia lo alto. La teoría hegeliana de la diferencia sexual deja sin solución racional dos problemas. El primero, advertido por el propio Hegel, es la inevitable opresión a la cual se encuentra sometida la mujer dentro de la familia. En relación con el marido ella pierde la libertad espiritual de la que había gozado en relación con su hermano. Que el progreso espiritual deba provocar un efecto de intensidad similar a este pero de pérdida de libertad es un absurdo en el contexto de la filosofía hegeliana. El filósofo lo registra e intenta exorcizarlo con el célebre fragmento en el que habla de lo femenino como “eterna ironía de la comunidad”. El segundo problema no es registrado por Hegel ya que es escasamente visible en la sociedad: se trata de la contradicción en la cual se encuentra la mujer que sale de la familia y entra en la comunidad política o científica. De su teoría se deduce que la participación en la vida social y cultural exige al ser individual asumir un carácter viril. Pero este es un proceso en el cual el sujeto de sexo masculino pierde su sexo particular para reencontrarlo al servicio de lo universal, mientras que el sujeto femenino pierde el suyo y no lo reencuentra, entrando así en contradicción con el hecho de ser mujer. Según Hegel, como se ha visto, el sujeto humano sexuado sería la causa primera de que el pensamiento se escinda en un consciente y un inconsciente. Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis, no comparte esta tesis. Según Freud, el hecho de la sexuación no tiene un rol determinante en el proceso de formación del inconsciente. Esto quiere decir que inconsciente y diferencia sexual constituyen el objeto de dos teorías diversas y entonces la ciencia del inconsciente no conducirá al sujeto de conocimiento a saberse en su alteridad constitutiva de ser varón/mujer. En el pensamiento freudiano los factores de la diferencia entre mujer y varón son tres: la biología, la sociedad y la historia infantil. Como se sabe, Freud se concentró en el tercer factor y no indagó sistemáticamente los tres factores en su interacción simultánea. El punto esencial de su teoría es que la diferencia sexual es irrelevante en la primera infancia. El niño pequeño tiene una vida sexual que, aunque no sea evidente, es muy fuerte y es idéntica en los dos sexos. La diferenciación, asegura Freud, interviene en un segundo tiempo, cuando la sexualidad infantil se organiza bajo la primacía del pene o del clítoris. En esta fase, llamada fálica, la diferencia deja de ser irrelevante porque el niño interpreta la anatomía femenina como privada de un órgano sexual, de lo que desprende su temor a perder su propio órgano. En él nace así la angustia de castración, que lo induce a renunciar a su deseo de poseer a la madre, deseo que ahora lo hace sentir culpable y por el cual teme ser castigado por el padre con la castración. Al mismo tiempo también la niña compara su anatomía, llegando a la misma conclusión, interpretando así su propio sexo como defectuoso o en falta. En ella nace entonces la envidia del pene, por lo cual empieza a detestar a la madre que no la proveyó de él y se vuelve hacia el padre, antes su rival en el amor por la madre, ahora con la esperanza de recibirlo de él. Según su sucesivo desarrollo, el complejo de castración diferencia a los individuos de dos sexos: los de sexo masculino se caracterizan fundamentalmente por la angustia de castración, los de sexo femenino, por la envidia del pene.5 Como ocurre a menudo con las teorías nuevas, esta teoría presenta bastantes puntos oscuros o débiles y fue por esto criticada, corregida, enriquecida, en parte por el propio Freud. Pero los ajustes sucesivos solamente acentuaron su mayor inconveniente, y es así como de ella proviene una explicación coherente de la psicología masculina mientras que la femenina recibe una explicación retorcida, en la cual los factores biológicos y sociales, a veces invocados solo para sanar las contradicciones, se mezclan confusamente con los propiamente psicológicos. Ahora bien, esta discrepancia entre los dos sexos termina resultándonos demasiado familiar en relación con todo lo que se sabe y se dice sobre el tema. Y esto desilusiona nuestra más profunda expectativa hacia la ciencia, a la que no le pedimos que represente las obviedades que sentimos claras y las oscuridades que ellas dejan como residuo, sino que resuelva estas últimas al precio, si es necesario, de sacudir las primeras, como han hecho, para citar dos grandes nombres, Copérnico y Einstein. Freud no llega a este resultado revolucionario en lo que respecta a la diferencia sexual. En él vemos que, contrariamente a lo que sostenía Hegel, la atracción del hombre por el inconsciente no se combina en un movimiento circular con la aspiración de la mujer a la existencia libre. En realidad el sujeto entra en círculo consigo mismo incluso cuando quiere producir ciencia sobre lo otro de sí. Su movimiento descendente se salda con el movimiento ascendente que lo llevó a la voluntad de conocimiento científico y si en este primer movimiento lo femenino ha sido 5 S. Freud. Tre saggi sulla teoria della sessualità, tr. it. de M. Montinari, en S.Freud, Opere complete (dirigida por C. Musatti), vol. IV, Boringhieri, Turín 1970; La organizzazione genitale infantile, tr. it. de Renata Colorni, Opere complete, vol. IX, Boringhieri, Turín 1977; Il tramonto del complesso edipico, tr. it. de E. Sagittario, en Opere complete, vol X, Boronghieri, Turín 1978; Alcune conseguenze psichiche della differenza anatomica dei sessi, tr. it. de E. Sagittario en Opere complete, vol. X, Boringhieri, Turín 1978. desmentido, el sujeto de conocimiento no lo reencontrará sino como lo que él mismo ha desmentido. Al final de su último escrito teórico, “Análisis terminable o interminable”,6 de 1937, Freud habla precisamente del “desmentido de la feminidad”. En el hombre ese desmentir se verifica, dice él, como repugnancia a actuar pasivamente cuando tiene que compararse con sus iguales, los otros varones; en la mujer se verifica como aspiración a la virilidad o alternativamente como depresión. Este “rasgo tan sorprendente de la vida psíquica humana”, concluye Freud, es para el psicoanálisis un límite infranqueable, la “piedra basal” frente a la cual se detiene tanto su eficacia terapéutica como su ciencia, que lo registra como un “enigma”. De esta incapacidad del pensamiento humano para conocerse en la dualidad de ser varón/mujer proviene el hecho de que la diferencia se viva sobre todo en forma de pasión sufriente. Esta pasión de la diferencia sexual es rastreable en el arte y en la literatura, especialmente en la gran literatura femenina del siglo XX, que la eleva a forma de conocimiento: Tres existencias, de Gertrude Stein, Al faro, de Virginia Woolf, Mentira y sortilegio, de Elsa Morante, Más mujeres que hombres, de Ivy Compton Burnett, Reflexiones sobre Christa T., de Crista Wolf, La pasión según G. H., de Clarice Lispector. Es pasión -en el sentido clásico del verbo latino pati7- que a la sustancia espiritual, o al alma, le ocurra algo a causa del cuerpo. Así a cada uno le ocurre ser mujer o varón según el cuerpo que tiene, aunque sería más justo decir: según el cuerpo que es. Es la naturaleza y no la comunidad la fuerza que desprecia a la conciencia, transformándola en simple cosa, afirma Hegel. En esta clara posición ya está presente el desconocimiento de la diferencia, que no puede ser la mirada del sujeto del sexo femenino porque a esta la naturaleza le hace un “desprecio”, la naturaleza produce un “error” que se prolonga casi sin solución de continuidad como opresión social, a tal punto que, para el hombre como para la mujer, ese 6 7 S. Freud, Analisi terminabile e interminabile, tr. it. de Renata Colorni, en Opere complete, vol. XI, Boringhieri, Turín 1979. N. de T. Patior, -eris, pati, passus sum es un verbo latino que significa sufrir, de ahí provienen los sentidos de pasión, paciente, pasivo, etc. “desprecio”, ese “error” natural del que habla el filósofo queda prácticamente tachado, borrado, desaparecido detrás del desprecio que la mujer soporta indistintamente de la naturaleza y de la sociedad. La pasión de la diferencia en el pensamiento humano comienza con esta confusión entre naturaleza y sociedad alrededor del ser mujer. Lo que puede ocurrirle a ella a causa del cuerpo que tiene no es algún acontecimiento imprevisto o la muerte final, es su vida entera, por una fatalidad socialmente prevista, regulada y, cada vez que es preciso, filosóficamente argumentada. El pensamiento vivo de la parte femenina sufre lo que el pensamiento demostrativo, filosófico, científico o político puede encarar como un problema por resolver. El pensamiento femenino tiene existencia pero no principio de sí mismo, es un pensarse pensado afuera de sí y un obstáculo para volver a sí mismo. Pero incluso cuando el pensamiento femenino consigue emanciparse de su destino de subordinación y se transforma en una actividad libre, al llegar hacia sí mismo no encuentra en sí su razón de ser y goza de una libertad inauténtica. Porque a los fines de lo que cuenta para el pensamiento, ser mujer y no varón es indiferente para demostrar lo verdadero y decidir lo justo. Así, entonces, la pasión de la diferencia se vive en forma de pensamiento femenino superfluo, que socialmente es alentado o desalentado, considerado o ignorado según circunstancias que son independientes de lo justo o verdadero. Es un pensamiento incapaz por sí mismo de llegar a conclusiones porque está privado de elementos dictados por sus propios problemas, por su especificidad, le faltan reglas, criterios necesarios para organizarse desde sí. Los elementos que lo constriñen están afuera, igual que el cuerpo, del cual el pensamiento ha tenido que desprenderse para poder ser libre. Y como tal, este pensamiento no encuentra primero y frente a sí algo que ya haya ocurrido para interpretar, sino solamente encuentra dentro de sí la necesidad de que algo ocurra. No es como Edipo que, después de haber asesinado a un hombre sin saber que era su padre y haber desposado a una mujer sin saber que era su madre, fue obligado a descubrir la verdad de la peste que había estallado en Tebas. El pensamiento que sufre en sí la diferencia no sabida es como Melanctha Herbert, en Tres existencias: “Melanctha Herbert perdía siempre lo que tenía porque necesitaba todas las cosas que veía. Melanctha siempre era abandonada, cuando no abandonaba ella a los otros. ‘Melanctha Herbert amaba siempre con demasiado fuego y demasiado a menudo. Estaba siempre llena de misterio y de movimientos tortuosos y de rechazos y de vagas desconfianzas y de desilusiones complicadas. Después Melanctha se volvía repentina e impulsiva e ilimitada en algún entusiasmo, después sufría y se esforzaba para reprimirse”. Existe una mirada condescendiente, rebautizada en psicología con el nombre de “bisexualidad”, según la cual sería inevitable y en el fondo útil para el avance del saber humano que el pensamiento demostrativo, en su esfuerzo para hacer coincidir lo que es de hecho con lo que la razón indica que hay que pensar, deje fuera de sí, además de un resto de hechos que no se relacionan con su enfoque, también un resto de pensamiento que no sabe a dónde ir a parar, desvinculado por lo tanto de lo verdadero/falso, justo/injusto. Pero esta mirada acomodaticia descuida que, si incluso las cosas pueden parecer mudas o sordas, el pensamiento por definición no lo es. El pensamiento es un yo que siente y piensa y si de él se dice que es superfluo, él lo entiende. Puede entenderlo, entenderse, como un acompañamiento o una reserva disponible pero nada le prohíbe (ya que existe para él un régimen lógico de trivialidad) que se entienda a sí mismo como un pensamiento condenado. Y entonces quiere desesperadamente vivir, a cualquier precio. Cuando el pensamiento deja de pensarse, desde su lado femenino inocente de sí y superfluo se vive como un grito contenido por miedo, en un silencio ya insoportable. Esta es la potente imagen que nos da Clarice Lispector en La pasión según G. H.: “Todo se resumía con ferocidad en no lanzar jamás el primer grito -un primer grito desencadena todos los demás, el primer grito, naciendo, desencadena la vida, si gritara yo despertaría miles de seres gritando que iniciarían desde los techos un coro de aullidos y de horror. Si gritase, yo desencadenaría la existencia -¿la existencia de qué?-. La existencia del mundo.” Esta es la última figura de la pasión y de su fin. Porque el dilema entre un silencio pavoroso y la desesperada protesta hace desaparecer toda la gratuidad de la que había gozado el pensamiento para la mujer. Ahora ella sabe lo que ocurre y le tiene miedo: si habla, despertará de su silencio un sufrimiento desmesurado. Pero de su mismo miedo interno el pensamiento aprende cuál será su elección. Históricamente este último fragmento tiene una fecha, el año 1938. Es el mismo en el cual apareció Tres guineas, de Virginia Woolf. En este libro, el hecho de la diferencia sexual se le presenta al pensamiento femenino como su problema obligatorio, la cuestión en la cual éste pierde su simulacro de libertad y, con eso mismo, hace perder al pensamiento demostrativo su simulacro de neutralidad. Sus amigos políticamente comprometidos le pidieron que se comprometiera públicamente en defensa de la paz, de la libertad y de la cultura, amenazadas por el fascismo que avanzaba. Virginia Woolf escribió el libro cuando tuvo claro que de su repugnancia interior por cualquier forma de opresión, de su sincero amor por la cultura, no se desprendía lógicamente una respuesta afirmativa al pedido que le estaban haciendo, ya que entre este pedido y su sentir interior no existía una verdadera coincidencia. La demanda venía de hombres para quienes instrucción y libertad eran requisitos elementales para un ser humano, que juzgaban intolerable sufrir la opresión de otros y que habían elegido defender la paz incluso haciendo la guerra, si era necesario. El sentimiento de ella nacía de su extranjería femenina frente al ejercicio del poder. Era por lo tanto un sentimiento radical e ineficaz al mismo tiempo. Lo detentaba su sexo, que conoce efectos de las guerras pero no las razones por las cuales se hacen, que no tiene la obligación social de instruirse, sino apenas el derecho, conquistado con enorme esfuerzo, y que de la opresión lo que casi únicamente sabe es qué se siente cuando se la sufre. La otra era la mirada social más elevada, esta era el sentimiento de una experiencia femenina. Virginia Woolf decidió que iba a razonar siguiendo su experiencia. Los bienes universales que le habían pedido que defendiera contra la barbarie fascista, ella los conocía como esas cosas de las cuales las personas como ella habían sido excluidas durante siglos y de las cuales las personas como ella tenían, en el presente, una posesión incierta. Como tales por lo tanto eran defendidos esos bienes: “El único modo en el cual nosotras podemos ayudaros a defender la cultura y la libertad de pensamiento es defendiendo nuestra cultura y nuestra libertad de pensamiento”.8 Esta afirmación fue un escándalo y continúa siéndolo. La parte (femenina) que se separa del todo, y no por un interés particular suyo sino para defender la verdad y lo justo, parece no tener estatuto lógico. Pero en realidad, separándose, lo que Virginia Woolf hacía era poner al descubierto la parcialidad y el privilegio que se esconden debajo de las formas de lo universal. Y gracias a ella, a la parte femenina que dice desde sí misma, por sí misma, su amor por la cultura y la libertad, cultura y libertad dejan de ser máscaras para volverse contenidos de un pensamiento viviente que sabe de la diferencia sexual y de la necesidad de saberla. 2. El “estado de la cuestión” en el saber El pensamiento de la diferencia se encuentra frente a una tarea compleja. Se trata, en primer lugar, de liberar las manifestaciones de la diferencia de la mujer de los efectos del dominio del hombre. Aquellas y estos, a decir verdad, se presentan a nuestra observación mezclados y casi indistinguibles en la medida en que los miramos sin la necesaria luz teórica, de tal modo que se tiende a interpretar como diferencias originales incluso a las consecuencias del dominio, o bien, por el contrario, a interpretar como consecuencias del dominio también a las diferencias originales. Esta operación de discernimiento teórico necesita complementarse con el abandono de las oposiciones bipolares del tipo: activo/pasivo, superior/inferior, forma/materia, cultura/naturaleza, público/privado, todas en consonancia y todas en alguna medida calcadas sobre 8 Virginia Woolf, Le tre ghinee, tr. it. de Adriana Bottini, La Tartaruga Milán 1973. masculino/femenino. Son oposiciones que prejuzgan la percepción de la diferencia sexual, ocultando el carácter asimétrico de la relación hombre-mujer. Así, se vuelve posible y necesario abrir las formas del saber para que muestren lo que en ellas es solidario con un simbolismo sexuado masculino y para que acojan nuevas formas simbólicas que respondan a la experiencia femenina. Formas que hay que descubrir pero también incluso inventar, en cuanto la experiencia de las mujeres se vive a menudo sin las necesarias mediaciones para saberse y significarse a sí misma: experiencia real pero entregada de hecho a las mediaciones del pensamiento masculino, o al trabajo sin fin de la imaginación femenina. El pensamiento de la diferencia sexual se vuelve entonces inventor de las mediaciones femeninas. Se transforma por lo tanto en pensamiento político que combate el aislamiento de la mujer, tradicionalmente sola en el confinamiento de la familia y todavía más sola cuando aspira a integrarse a la vida social, ya que en ambos casos su término de referencia está constituido por lo que siente, quiere, juzga el hombre. Por esta vía, el pensamiento vuelve a su tarea inicial, que es sustraer la diferencia sexual secuestrada por el dominio sexista y afrontarlo con instrumentos conceptuales más finos y potentes, poniendo de manifiesto, con este movimiento de recuperación, la fecundidad simbólica de la diferencia. En la escuela psicoanalítica freudiana, el debate de los años treinta sobre la teoría de la diferencia sexual puso en evidencia que esa teoría no daba cuenta de la sexualidad femenina. Freud lo reconoció e intentó profundizaciones pero sin corregir su tesis fundamental, según la cual el complejo de castración sería el principio de la diferenciación originaria entre los dos sexos. De esta tesis se apartan, con diversos argumentos, Karen Horney, Melanie Klein y Ernst Jones. Karen Horney había objetado ya en los años veinte que la envidia del pene (versión femenina del complejo de castración) era una formación secundaria y reactiva, precedida por una experiencia originaria en la cual la niña tiene deseos específicamente femeninos asociados a su propia anatomía, en particular a la vagina. En seguida, profundizando esta tesis e influida por antropólogas norteamericanas (entre ellas Margareth Mead y Ruth Benedict), Horney precisó que la envidia del pene debe interpretarse como síntoma defensivo que la mujer desarrolla a causa de su posición social desventajosa.9 El entrelazamiento entre determinaciones psíquicas y determinaciones socio-culturales, admitido pero no indagado por Freud, era así interrogado por primera vez desde adentro del psicoanálisis. Pero el ejemplo de Horney no hizo escuela y será seguido mucho más tarde por Luce Irigaray, en los años setenta.10 Melanie Klein, a través de la exploración del mundo fantasmático de la primera infancia, demostró la existencia en las niñas de un erotismo vaginal precoz que luego se abandona porque se vuelve una fuente de angustia insoportable, para ser sustituido por una posición “masculina” secundaria y reactiva.11 Cae así la piedra angular de la teoría freudiana, que niega la existencia de una experiencia sexual originariamente diferenciada entre varón y mujer y en consecuencia se modifican el rol y el significado de la envidia del pene en la sexualidad femenina. Volviendo a acoger en la teoría freudiana los nuevos descubrimientos de Melanie Klein, Ernst Jones propuso la hipótesis de que, en la mujer, bajo el complejo de castración se esconde profundamente el miedo de perder cualquier posibilidad de placer sexual. La mujer, por lo tanto, no se caracteriza originariamente por la envidia del órgano sexual masculino sino por la angustia de no encontrar respuestas correspondientes a sus deseos sexuales.12 Según Jacques Lacan, los psicoanalistas que criticaron a Freud en el punto de la castración no habrían comprendido el verdadero rol que tiene el complejo de castración en el pensamiento freudiano. En la castración, afirma Lacan, no se trata del pene, órgano real, sino del falo como significante del deseo. Las relaciones entre los dos sexos están comandadas por esta función simbólica del falo, en el sentido de que la mujer quiere ser deseada y amada por lo que ella no es 9 Karen Horney, Psicologia femminile, tr. it. de Virginia Volterra Capogrosso, Armando, Roma1973. 10 Luce Irigaray, Speculum, l’altra donna, tr. it. de Luisa Muraro, Feltrinelli, Milán 1975. 11 Melanie Klein, Contributi alla psicoanalisi, en “Scritti”, tr. it. de A. Gugliulmi, Boringhieri, Turín 1978; La psicoanalisi dei bambini, tr. it. de G. Todeschini y C. Carminati, Lydia Zaccaria Gaitinger [ed.], Martinelli editore, Florencia 1970. 12 E. Jones, Papers on Psycoanalysis, Baillère, Tindall & Cox, Londres 1948, ed. V. (por “ser” el falo) y sin embargo al mismo tiempo encuentra el significante de su propio deseo en el cuerpo del hombre al que se dirige para ser amada, cuerpo que ella supone que “tiene” el falo.13 Lacan entendió que de este modo reelaboraba integralmente la teoría freudiana de la diferencia sexual aunque admitía a su vez que esta deja muchas cuestiones irresueltas en lo que respecta a la sexualidad femenina. A diferencia de Freud, Lacan no le da ningún lugar, ni siquiera hipotético, al factor social por sí mismo. Incluso él afirma que la teoría psicoanalítica de la sexualidad justifica perfectamente la posición que las mujeres tradicionalmente tienen en las sociedades patriarcales. Esta “coincidencia” entre los resultados teóricos sobre la mujer y su subordinación social al hombre será el punto de partida desde el que Luce Irigaray emprenderá una vasta interrogación sobre las relaciones entre el dominio sexista y las formas del discurso demostrativo en la filosofía y en las ciencias. Si en el campo de las ciencias llamadas “humanas” (que no tienen una posición dominante en el complejo del saber y que incluso son capaces de admitir procedimientos socialmente considerados más femeninos que masculinos) las huellas de la diferencia sexual que aparecen son más o menos borrosas, la cancelación de lo femenino es todavía más fuerte cuanto más ingresamos en el campo de las ciencias exactas (matemáticas y ciencias físicas matemáticas), las que desde hace casi dos siglos representan el modelo de lo que se debe entender por ciencia y objetividad científica. Según la interpretación tradicional, no se trata de cancelación sino de superación, en el sentido de que cuanto más el sujeto se acerca al ideal del conocimiento verdadero y demostrado, más se libera de las limitaciones de su punto de vista particular. Esta concepción de la ciencia hoy está puesta en cuestión por una parte de la epistemología pero el problema es más profundo: habría que preguntarse si la diferencia sexual puede reducirse a una diferencia entre puntos de vista particulares. Y si entonces es posible y fértil para el saber humano ser indiferente a la diferencia sexual. 13 J. Lacan, Appunti direttivi per un congresso sulla sessualità femminile y La significazione del fallo, en “Scritti”, tr. it. de G. Contri, vol. II y vol. I, Einaudi, Turín 1974. Según Evelyn Fox Keller14 y Luce Irigaray15, el discurso científico nunca fue indiferente a la diferencia sexual, y mucho menos cuando pretendió que lo era. Esta pretensión en realidad se sostuvo sobre el punto de vista masculino, entendido como lo absoluto. Cuando una forma de conocimiento asume prestigio social y se vuelve un modelo para las otras formas, lo que se observa históricamente es cómo tiende a expulsar a lo femenino, ya obstaculizando el acceso a esa ciencia a las mujeres, ya por la imagen que esa ciencia presenta de sí misma. Keller designa como “metáfora sexual de la ciencia” el proceso cultural que modeló la relación de conocimiento hombre-naturaleza, en interacción metafórica con la relación hombre-mujer; modelo a partir del cual la ciencia queda connotada como una actividad viril, opuesta a lo femenino, connotado por su parte como pasivo e irracional. Que el sujeto que hace ciencia sepa de la diferencia sexual quiere decir entonces que se sepa como sujeto sexuado y libere la relación de conocimiento de la forma del dominio. Este podría ser el resultado de la participación femenina en la empresa científica pero en los hechos, esta participación no se hace sin problemas. Como fue notado por algunas estudiosas de los Estados Unidos,16 lo que las mujeres tienen para decir no se puede simplemente agregar al discurso científico que recibieron, porque tal discurso (ya en sus propios contenidos y en sus modalidades) no acoge la diversidad de lo femenino. En consecuencia, la mujer que participa en la empresa científica lo hace sin tener disponibilidad de su inmediata experiencia humana sexuada. Esta disparidad entre ser mujer y hacer ciencia sirvió en el pasado para demostrar que las mujeres, excepto casos excepcionales, son incapaces de tener objetividad científica. Los partidarios de la emancipación femenina, desde el siglo pasado y aún antes se sirvieron de los “casos excepcionales” para sostener que las mujeres son perfectamente capaces de hacer ciencia, igual que los varones. Si bien opuestas, estas dos miradas coinciden en juzgar la relación entre pensamiento femenino y ciencia sobre la base de la capacidad que ese pensamiento tendría (o no tendría) de 14 Evelyn Fox Keller, Sul genere e la scienza, Tr. it. R. Petrillo, Garzanti, Milán 1987. 15 Luce Irigaray, Parler n’est jamais neutre, Minuit, París 1985. 16 Sandra Harding – Merril B. Hintikka [Eds.], Discovering Reality. Feminist Perspectives on Epistemology, Metaphysics, Methodology and Philosophy of Science, Reidel Publishing Company, Dordrecht-Boston-Londres 1985. asimilar los cánones de la objetividad científica; en cambio, la prueba de su verdadera competencia está en la capacidad de cambiarlos. Para que tenga lugar una conjugación entre pensamiento femenino y empresas científicas tienen que modificarse estas, o aquel. Cuáles serían esas modificaciones es un tema hoy abierto tanto a las experiencias prácticas como a la reflexión filosófica de las mujeres científicas. La biología y la neurofisiología hoy admiten (algunas incluso lo sostienen) que los actos cognitivos son sexuados, en tanto hay una organización cerebral diferenciada en los dos sexos. Esta organización distinta de los substratos neuronales influiría sobre algunos ámbitos del comportamiento, como aquellos relativos a las competencias lingüísticas, a las habilidades espaciales, a la emoción. Según esta hipótesis, el lenguaje, las funciones espaciales y las emociones tendrían en las mujeres una representación bi-hemisférica, a diferencia de los hombres, cuyos dos hemisferios forman sistemas neurológicos independientes.17 Pero estas adquisiciones, que incluso ponen en evidencia una mayor plasticidad funcional del cerebro femenino, en los hechos no elaboraron un pensamiento que valorice la diferencia; el recurso a la biología fue históricamente hasta ahora (y aún lo es) usado como justificación del dominio sexista. La interpretación de las diferencias entre los sistemas neurológicos del hombre y de la mujer avaló la hipótesis de la inferioridad biológica del sexo femenino que, dada su organización cerebral en representación bi-hemisférica, tendría dificultad para concentrar su atención sobre actividades cognitivas distintas al mismo tiempo. Esta postura no da ningún relieve a la especificidad de un pensamiento femenino en donde interactúan dinámicamente emociones y lenguaje como fuerzas asociadas. Al contrario, la diversidad femenina aparece como disminución biológica respecto a la entereza masculina, disminución que debe superarse para que la mujer pueda volverse eficiente y homologarse al varón. Falta una elaboración teórica que, oponiéndose a los esquemas culturales corrientes, sepa interpretar y leer el cerebro y el cuerpo femeninos en términos de alteridad positiva, para que la especificidad del cuerpo femenino se decodifique sobre 17 Sandra Witelson, Le differenze sessuali nella neurologia della cognizione: implicazioni psicologiche, sociali, educative, e cliniche, in Evelyn Sullerot [ed.], Il fenomeno donna, tr. it. de F. Benvenuti y M. Poli, Sansoni, Florencia 1978. coordenadas de pensamiento trazadas con autoridad por las propias mujeres, independientemente de cualquier “imprinting”18 con el pensamiento del hombre. Una análoga dificultad en la interpretación de signos de la diferencia sexual se reencuentra en los estudios de lingüística. En la lingüística estructural y en la gramática generativa, que consideran al sujeto como función puramente gramatical, la diferencia sexual desaparece. La determinación sexual del sujeto está en cambio presente en los estudios de sociolingüística, donde es considerada no como una categoría abstracta sino como el resultado de un entrecruzamiento de variables descriptivas. Entre las variables (raza, edad, proveniencia, etc.), la distinción sexual aparece solamente como una más. Las estudiosas norteamericanas Barrie Thorne y Nancy Henley,19 que reexaminan este estatuto disciplinar, muestran que el lenguaje femenino se considera como el de un subgrupo social cuya desviación lingüística se mide respecto del lenguaje masculino, precisamente el mismo que cancela la sexuación. Entonces, o se hacen descripciones de una práctica lingüística que reproduce los estereotipos presentes en las variadas situaciones histórico-empíricas, o se asume una mirada emancipatoria que tiende a neutralizar la lengua, exigiendo la total cancelación de las marcas de lo femenino en el lenguaje institucionalizado, dado que el subrayado lingüístico de lo femenino, cuando aparece en el ámbito público, parece sonar como algo desvalorizante y devaluado. Como fundamento de estas posiciones está la tesis de Marie Ritchie Key,20 quien sostiene la necesidad de que el lenguaje sea andrógino, que reabarque por ende en una unidad la diferencia sexual, cancelándola totalmente. Otras corrientes del movimiento feminista, en particular la francesa, individualizaron el afloramiento de la diferencia sexual en los residuos de la lengua, en el entre-decir, los espacios blancos, en las tonalidades de las voces,21 descartes y espacios en blanco interpretados también 18 N. de T. En inglés en el original. Dada esa preposición “con” que precede imprinting, creo que el sentido sería: “independientemente de cualquier contaminación con huellas del pensamiento masculino”. 19 Barrie Torne – Nancy Hencey, Language and Sex. Difference and Dominance, Rowley Mass., Newbury House 1975. 20 Marie Ritchie Key, Male/Female Language. With a Comprehensive Bibliography, The Scarecrow Press, Metuchen N.J. 1975. 21 Helène Cixous-Catherine Clement, La jeune née, Union Genérale d’Editions, París 1975. como desgarramientos del lenguaje que dejan entrever la materialidad pulsional.22 Por lo tanto, frente al discurso “totalmente explícito” del hombre, se contrapone el lenguaje de la mujer como silencio o descarte. Un camino para mostrar cómo la diferencia sexual puede ser una categoría de base del conocimiento y de la experiencia se abre, en cambio, a partir del problema propuesto por la lingüística teórica alrededor de la categoría del género. El género masculino y femenino, presentes en diversas formas en todas las lenguas, parece estar privado de cualquier función y sin embargo pesa sobre el uso mismo de la lengua. En contraposición a la explicación tradicional, que justifica la presencia del género como hecho arbitrario o a lo sumo como residuo de una pura materialidad arcaica, Roman Jakobson subraya el valor simbólico del género, valor simbólico que en la lengua asume una función metafórica, la misma que se encuentra en el simbolismo onírico.23 Entonces, la lengua se vuelve estructurante, según esta hipótesis, solamente por la diferencia sexual, que estructura a nivel simbólico y gramatical a la vez.24 Todavía perdura la tendencia a leer el dato biológico de manera determinante. A esto la antropología opuso constantemente la gran variedad de interpretaciones que recibe un dato biológico, en los hechos, en las diversas culturas. Ruth Benedict y Margareth Mead, moviéndose desde el principio teórico del particularismo histórico, demostraron que el individuo es el producto de la cultura en la cual está insertado.25 M. Mead afirma en particular que rasgos del carácter masculino o femenino se derivan de los mensajes culturales aprendidos e interiorizados por los individuos de los dos sexos, diferentes entre sí no tanto por predisposición orgánica como por la influencia que la cultura ejerce sobre ellos. Por lo tanto, la diferencia entre los sexos aparece sobre todo como diferencia de los roles que cada sociedad reproduce y teje en carácter de estereotipos. Tales diferencias se vuelven poco a 22 Julia Kristeva, La rivoluzione del linguaggio poetico, tr. it. de Silvana Eccher Dall’Eco, Angela Musso, Giuliana Sangalli, Marsilio, Padua 1979. 23 R. Jakobson. On Linguistic Aspect of Translations, en Selected Writings, II, Mouton, La Haya-París-Nueva York 1971, pp. 220-266. 24 Patrizia Violi, L’infinito singolare, Edizione Essedue, Verona 1986. 25 Ruth Benedict, Modelli di cultura, tr. it. de Elena Spagnoli, Feltrinelli, Milán 1960; Margareth Mead, Maschi e femmina, tr. it. de María Luisa Epifani y M. Bosi, Il Saggiatore, Milán 1962. poco más indefinidas en el pasaje de las sociedades primitivas a las organizaciones cada vez más complejas, pero permanece sin embargo una constante: al varón se le reconoce la necesidad de actuar, a tal punto que la certeza de su rol sexual parece estar ligada al derecho y la capacidad de practicar actividades que estén prohibidas para las mujeres; a la mujer se le reconoce simplemente la necesidad de que sea y realice su función social en la procreación y se dé sentido plenamente en la maternidad. Lo biológico ha quedado asociado a lo femenino y se ha vuelto progresivamente, en la historia de la civilización, el obstáculo que se debe atravesar; el varón elaboró y actuó sus proyectos de dominio sobre el mundo buscando derrotar a la naturaleza y anular sus propios límites fisiológicos. Según Mead este progresivo alejamiento de lo “natural” desvalorizó a la mujer y contemporáneamente empobreció a la humanidad, al negarle el desarrollo de las peculiaridades de los dos sexos. La división social del trabajo permitió a los hombres valorizar sus propias capacidades creativas y productivas, mientras que les asignó a las mujeres la única tarea de continuadoras de la especie, sustrayéndoles cualquier otro rol. En el desarrollo de la civilización quedó ignorado y descuidado ese particular tipo de comprensión femenina que las mujeres adquieren a través de los instrumentos naturales de la maternidad, también la habilidad intuitiva de comprender sintéticamente. Se produjo así un saber científico unilateral, fruto de una mente masculina que tiende al análisis y al dominio de la materia más que al mundo de las realizaciones humanas, para las cuales sí se precisa el uso socializado de la intuición. En este proceso de cancelación de las diferencias, la civilización se empobreció progresivamente y la sobrevaloración del rol masculino hizo así que ambos sexos dejaran de lado parte de sus prerrogativas humanas. La misma exigencia de recuperar la integridad de las personalidades masculina y femenina en la perspectiva ética de la construcción de un nuevo orden social, donde la alienación y la opresión sean eliminadas, aparece expresada en el mensaje de algunas teólogas norteamericanas, cuya elaboración teórica intenta construir una teología de la liberación feminista. Como ocurre en todos los campos del saber humano donde es más alta la mediación simbólica, también en la ciencia de lo divino lo femenino fue cancelado. La teología clásica reproduce la impostación sexista que caracterizó a toda la historia humana: el sexismo se ha sacralizado en la religión como modelo normativo de las relaciones: el varón jefe de familia encarna el modelo de Dios padre y patriarca y él solo, por lo tanto, posee la imagen que posee Dios. Esto por un lado explica que las mujeres hayan sido mantenidas lejos del estudio y la enseñanza de la teología, a la cual tuvieron acceso solo en los últimos veinticinco años; por el otro lado, explica también la total falta de una tradición alternativa, aunque es posible encontrar fragmentos y elementos de ella si se vuelve a recorrer sistemáticamente la teología patriarcal, desde la Biblia y la Patrística hasta la Edad Moderna. La necesidad de una teología feminista se plantea, según Rosemary Radford Ruether, a partir del principio de que Dios, “terreno del ser y del nuevo ser, subsume, incluye, sostiene y promueve el ser/mujer tanto como el ser/varón. La mujer no está subordinada o ‘incluida en’, la mujer es una imagen de Dios equivalente a la del hombre”.26 El auténtico mensaje y significado de esta teología es entonces la redención del sexismo, que restauraría a la humanidad, volviéndola entera en los dos sexos y en su relación con la naturaleza y con la sociedad. Pero en la perspectiva de Ruether no hay teología de la liberación feminista si las mujeres no se asumen a sí mismas como punto de partida, si no creen por lo tanto con fuerza en el valor de su personalidad humana, que debe volverse fuente de normatividad y de modelos en la construcción de una tradición alternativa a la tradición teológica clásica. Así asume sentido el trabajo de recomposición de fragmentos, de recuperación de aquellas huellas de lo femenino en la palabra de los profetas, de los místicos, en las voces suprimidas de los grupos minoritarios y disidentes, en la imagen de lo divino que es varón y mujer al mismo tiempo y aparece en religiones no cristianas y pre-cristianas. Una tradición se constituye cuando existe una conciencia de sí; por eso esta tradición se constituirá solo partiendo de la necesidad de crearnos una memoria como sujetos humanos que ya no están anulados en un aparente isomorfismo. La espiritualidad feminista se ha constituido como perspectiva ética entendiendo que 26 Rosemary Radford Ruether, Feminist Theology and Spirituality, in Judith L. Weidman [ed.], Christian Feminism Vision of a new Humanity, Harper and Row, San Francisco 1984. esta voluntad de afirmación del ser humano mujer que tiende hacia una sociedad redimida, donde “buena nueva” signifique liberación del patriarcado y reencuentro de todos los valores potenciales de la vida humana, valores que ya están presentes simbólicamente en el mito de una armonía originaria pero que hoy, en una existencia real distorsionada, aparecen dispersos. Por lo tanto, no se trata de formular hipótesis estetizantes que anhelen retornar a una armonía primigenia de la cual la mujer sería portadora, a través de formas rituales dedicadas al culto de la Diosa Madre: aunque lo creen y practican algunas comunidades feministas de Norteamérica, el canto sagrado no sirve para desgarrar el falso mundo de las contradicciones. Por otra parte, el análisis de Ruether sobre el lenguaje divino27 destruye el mito antiguo de un matriarcado originario ligado al símbolo femenino de la divinidad. Construir comunidades de base femenina sí es necesario, pero porque cada teología de la liberación debe comenzar por una Iglesia, entendida como contexto para discutir cuestiones de rito, credo, acción, y porque las Iglesias ya institucionalizadas, que deberían permanecer como interlocutores y “campos de misión”, están profundamente ligadas a un simbolismo sexista. Por último, en el campo de los estudios históricos se está delinando una tendencia a asumir las nociones de género y de diferencia sexual (tradicionalmente usadas para describir determinados objetos de estudio) como categorías historiográficas, nociones teóricas capaces de ordenar y explicar los hechos indagados. Esta tendencia quiere recoger los frutos y, al mismo tiempo, superar los límites de muchas investigaciones de historia feminista y de historia social que centraron su atención sobre las mujeres. En polémica con la historiografía dominante, la historiografía feminista que nació en los años setenta trabajó para visibilizar la presencia de las mujeres en la historia humana. Las mujeres se volvieron objeto de estudio por sí mismas y desde esta luz se valorizaron figuras femeninas ejemplares, junto con las épocas y los ambientes que las vieron ser protagonistas, así como se buscó 27 Rosemary Radford Ruether, Sexism and God-Talk: toward a feminist Theology, Nueva York 1983; Id. Per una teologia della liberazione della donna, del corpo, della natura, tr. it. de G. Grampa, Queriniana, Brescia 1976. indagar la vida de mujeres anónimas y en general reconstruir las huellas de una cultura femenina. El objetivo de estos trabajos es ofrecer a las mujeres una memoria de sí y por ende una fuente de identidad. La historiografía feminista asumió efectivamente esta función para remediar al menos en parte el preexistente vacío de datos y noticias sobre la parte femenina de la historia humana. Pero por su propio planteo, corre el riesgo de configurar una “historia separada”, un “suplemento” de historia que simplemente complete o enriquezca las historias políticas y sociales convencionales, sin ponerlas en discusión. También las investigaciones que se desarrollaron en el ámbito de la historia social contribuyeron a iluminar el pasado de las mujeres en contra de la tendencia existente a cancelarlo. Pero ni siquiera esta aproximación fue hasta la raíz del problema. La historia social, al subsumir a las mujeres en un objeto de estudio según categorías que se formularon para analizar procesos sociales o económicos que se ocupan indiferentemente de varones y mujeres, termina por hacer aparecer a las mujeres como un grupo social subalterno junto a otros (obreros, esclavos, minorías raciales, etc.). Por otra parte, el hecho mismo de que aparezca una historiografía que corre su atención hacia la parte femenina del cuerpo social junto con las nuevas conciencias históricas que se derivan de allí terminó por imponer la cuestión de la diferencia sexual en los estudios históricos. No se puede seguir haciendo la historia de las mujeres sin interrogarse por la parcialidad sexuada de todos los sujetos históricos, varones y mujeres. El corrimiento de la atención sobre la parte femenina no consiste, esencialmente, en cambiar de objeto de estudio (las mujeres en lugar de los varones, lo privado en lugar de lo público, la vida cotidiana en lugar de la vida política), consiste más bien en volver a pensar los conceptos mismos con los cuales nosotras pensamos el ser mujer/varón y, por lo tanto, interpretamos el pasado.28 Es necesario entonces hacer de las nociones de género y de diferencia sexual conceptos teóricos y categorías historiográficas. Estos conceptos, según las investigadoras estadounidenses 28 Gerda Lerner, The majority finds its past – Placing women in history, Nueva York 1979. Natalie Zemon Davies y J. Kelly-Gadol,29 modifican la historia política y la historia misma del poder. Un estudio separado de las mujeres, o una visión detallada del esquema de simple oposición dominio-subordinación, afirman en concordancia las dos estudiosas, no permiten comprender las formas históricas que fue tomando el poder. Es necesario preguntarse cómo lo político construye la noción de diferencia de los sexos y cómo la diferencia de los sexos produce lo político. No se puede hacer historia de las mujeres sin indagar este nexo. La esfera privada en la cual a menudo las mujeres aparecen relegadas es en realidad una creación de la esfera pública y participa en la definición de las relaciones de poder. En los hechos, quien aparentemente calla dice elocuentemente el sentido del poder y participa en la formación de la historia. Por la misma razón, no se puede hacer historia sin indagar cuáles fueron, en un período particular y en una determinada sociedad, las relaciones determinantes entre los dos sexos, o sea sin hacer que emerja la estructura sexuada de la autoridad social, económica y política. 3. La diferencia traza las relaciones de las mujeres entre ellas y con el mundo Del resumen (si bien incompleto) que acabamos de hacer, queda claro que indagar la diferencia sexual implica, para el pensamiento que indaga, proceder a la elaboración simbólica de la diferencia misma. Este nexo se evidencia en los lazos históricos y teóricos que conectan las investigaciones sobre el tema de la diferencia sexual, en los movimientos feministas. Los movimientos feministas se desarrollaron desde finales de los años sesenta en los países occidentales y occidentalizados, luego de que fracasara la política de emancipación de las mujeres. La oferta de iguales oportunidades a las mujeres satisfizo una exigencia de justicia pero no responde a una necesidad social de presencia femenina, ni podría responder, desde el momento en que la diferencia sexual resulta insignificante para realizar fines sociales más allá del ámbito de la familia. Esta es la causa por la que la participación femenina en la vida social continúe estando privada de una razón propia intrínseca, por eso las mujeres se encuentran partidas en dos: por un lado, hacen 29 Joan Kelly Gardol, The Social Relation of the Sexes: Methodological Implication of Women’s History, “Signs”, I, 4, 1976; Natalie Zemon Davis, Women’s History, en Transition: TheEuropean Case, “Feminist Studies”, III, 3-4 (1976) una actividad social modelada por objetivos e instrumentos de otros (los hombres), quienes participan en la vida social por derecho y deber de su propio sexo; por el otro, las mujeres sienten la exigencia de reencontrar la intimidad con su propio cuerpo sexuado. Por esto, la emancipación no puso fin a la pasión femenina de la diferencia sexual, sino que solamente cambió los términos: de la inferioridad discriminante, a una integración mutilante. Los movimientos feministas alumbraron esta contradicción y el peso que ella tiene en la experiencia de cada mujer singular. A través de una difundida toma de consciencia colectiva (“práctica de la autoconsciencia”), emergió el hecho de que la mujer sufre por depender del hombre para su existencia material y simbólica. No hay duda de que cada persona, sea varón o mujer, necesariamente depende de las demás, tanto para su existencia material como para encontrarle sentido a esa existencia. Pero en nuestra cultura, la existencia de una mujer recibe este necesario reconocimiento a través de un discurso que la dice y al mismo tiempo la niega, porque la dice a causa de su no ser un hombre, la dice como en falta, como lo otro, como negativo. Las mujeres viven así la experiencia de ser dichas y al mismo tiempo negadas. Su consistencia ontológica, su propio ser, queda escindido entre responder al discurso que las dice y el estar dentro de sí, presas de sí mismas,30 sin palabras. Dentro de sí misma o bien en aquella intimidad muda que Virginia Woolf describe en Al faro y que llama “cuña de sombra”. Con el separatismo feminista se asume esta escisión que sufren las mujeres a causa de que la diferencia sexual no esté inscripta en lo simbólico. Carla Lonzi, en un manifiesto político de 1970, Escupamos sobre Hegel,31 sostiene que entre el mundo de los hombres y el de las mujeres existe una asimetría irreductible: “La mujer no está en relación dialéctica con el mundo masculino. Las exigencias que en ella se están aclarando no implican una antítesis, sino un moverse sobre otro 30 N. de T. En el original: uno stare presso di se. Presso puede traducirse en ocasiones como la preposición “en” o “dentro de” pero proviene del participio pasado del verbo latino “premere” (oprimir). Presso di indica también entonces cierto sojuzgamiento, dependencia respecto de alguien o algo, sentido que aparece por ejemplo en ha lavorato presso di noi (trabajó para nosotros). Elijo traducir dos veces la misma expresión y jugar con el sentido de prisión que el participio “preso” posee en español, ya que deriva del mismo verbo latino “premere”, porque creo que consigue transmitir la idea de las autoras, que se entiende más cuando ellas la repiten inmediatamente: Presso di se, ovvero quell’intimità muta… 31 Carla Lonzi, Sputiamo su Hegel, ed. Rivolta feminile, Milán 1974. plano” (p. 32). La diferencia con el mundo de los hombres no puede entonces definir lo que las mujeres son por sí mismas. Siguiendo un hilo teórico diferente, Luce Irigaray vuelve a formular la imposibilidad que ya consignó Carla Lonzi. Para delimitar una identidad propia a partir del otro, hay que verse a sí misma desde afuera de sí y reconocerse. Esto les ocurre a los hombres; las mujeres no se ven desde afuera de sí. Y por lo tanto, o se reencuentran en una intimidad invisible para sí mismas y para la sociedad, o se pierden en sus objetos de amor. El movimiento de las mujeres produjo muchos textos, tanto teóricos como políticos, que reformulan este problema de fondo de la diferencia sexual: ¿cómo puede significarse el ser mujer, cómo se puede salir de la intimidad sin palabras, en un orden al mismo tiempo social y simbólico que define al sujeto de sexo femenino por oposición y semejanza con el sujeto masculino, y a este lo define por sí mismo? La solución de semejante nudo está en el propio pensamiento de la diferencia sexual: se trata de que la diferencia se vuelva significante, que pase de objeto de pensamiento, a pensamiento que piensa. Hemos visto que saberse diferente del hombre no alcanza a la mujer para saberse. Tal como Freud reconoce indirectamente, la mediación masculina se resuelve en una renegación de lo femenino por parte de mujeres y de hombres. Para que lo femenino pueda circular en el discurso de la ciencia y de la política, es preciso, por lo tanto, que la mujer disponga de una mediación femenina para relacionarse consigo y con lo otro de sí. En el sistema de relaciones sociales faltaba sin embargo una estructura simbólica adecuada para esto; es más: estaba expresamente excluida. Freud no podría ser más explícito respecto de la estructura que faltaba cuando, en su conferencia sobre La femineidad,32 explica que para volverse normal, la mujer debe separarse de su madre y convertir su amor por ella en odio. 32 S. Freud, Introduzione alla psicoanalisi (Nuova serie di lezioni), tr. it. de Roberta Mazzoni, La Tartaruga, Milán 1982. La obra teórica y política del pensamiento de la diferencia sexual es inventar la estructura simbólica que falta. El movimiento de las mujeres procedió a su separatismo inicial porque necesitaba regular las relaciones entre las mujeres en ausencia de hombres, y así elaboró la estructura simbólica de la mediación femenina, la que faltaba en el sistema de relaciones sociales. En esta solución convergen tanto textos del movimiento político, como textos de investigación teórica. Adrienne Rich habla del “mundo común de las mujeres”: un mundo en el cual no sólo circula solidaridad, sino que pone en juego “la fuerza histórica de la relación entre mujeres”.33 Rich lo representa como algo que no ha logrado obtener una existencia social, aunque allí donde ese mundo sí ocurre socialmente (en una existencia aunque sea parcial), podemos individualizar que se apoya en dos ejes: a) la relación dialéctica con otra mujer; b) la sintonía entre sí y sí, y el fuera de sí. a) la relación dialéctica con otra mujer: El mundo de las mujeres no es un mundo de idénticas. La identidad entre mujeres es solamente el resultado de ser “el otro” en confrontación con el mundo masculino. Por lo tanto: ni identidad genérica entre mujeres, ni diferencia serial indiferenciada, que es su forma especular contraria. Toda esa perspectiva, en realidad, vuelve a colocar el asunto bajo el signo de la identidad. La serialidad de la identidad y de la diferencia genérica se interrumpe con la relación yo (mujer) / tú (mujer). Puede existir el peligro de que este yo/tú entre dos mujeres se hunda en una mutua clausura, en algo “sin forma”. Para obtener una forma abierta y practicable, en la relación debe correr lo que Irigaray llama la moneda simbólica de intercambio entre dos mujeres.34 Esta moneda de intercambio se basa sobre el hecho de que un plus de valor sea reconocido y reconocible entre las mujeres. 33 Adrienne Rich, Segreti, silenzi, bugie. Il mondo comune delle donne, tr. it. de Roberta Mazzoni, La Tartaruga, Milán 1982. 34 Luce Irigaray, La doppia soglia, en Il vuoto e il pieno, Centro di documentazione donna, Florencia 1982. El texto colectivo Más mujeres que hombres35 muestra cómo esta moneda de intercambio circula allí donde se practica la disparidad entre las mujeres y la antigua relación con la madre se traduce en una relación social femenina: “confiarse a”36. También Luce Irigaray señala que en el reconocimiento de un más entre mujeres se reactiva una relación particular, no indiferenciada, entre madre e hija. Para Adrienne Rich, acceder a ese plus suscita una trama de relaciones entrelazadas, mezcladas y múltiples entre mujeres, que reproduce la relación original entre la madre y la hija.37 Se puede también decir: la relación dialéctica entre dos mujeres reside en reconocerle a una mujer un valor que la vuelva voz autorable, de autoridad, para otra. Ese plus entre dos mujeres asume alguna de estas formas, o quizás otras. Cada una de estas formas responde a una exigencia común: la de producir y mostrar un valor que circula entre las mujeres. En esto reside la fuerza de tal relación. Y este plus hace salir a la diferencia de su ser recíproco, encerrado y sin forma. La vuelve en cambio una diferencia concreta, no serial y no indiferenciada, y así esta resulta el principio de producción simbólica. La relación dialéctica dispar entre dos mujeres crea las condiciones para una existencia ontológica no escindida. El reconocimiento autorable de la otra, la mediación, permite que se salga de lo inmediato y permite el amor a sí misma, sin tener así la necesidad de refugiarse en la “cuña de sombra”, en aquella intimidad que es el único lugar sin lugar donde es posible para una mujer reencontrarse cuando el orden simbólico usual la dice y la niega al mismo tiempo. El espacio íntimo se articula entre sí y sí, con el afuera de sí. Y se vuelve una morada. b) la sintonía entre sí y sí, y el fuera de sí: 35 Più donne che uomini, “Sottosopra”, Libreria delle donne, Milán enero 1983. 36 N. de T. En el original rapporto sociale di affidamento. Una traducción de affidamento es “confianza” pero también designa una relación de adopción o de dependencia voluntaria y confiada de una persona hacia otra. 37 Adrienne Rich, Nato di donna, tr. it. de Maria Teresa Marenco, Garzanti, Milán 1977. La trama dialéctica entre mujeres provee la condición por la cual las mujeres articulan autónomamente el espacio entre sí y con el exterior. Las condiciones por las cuales ella amplía su propio cuerpo, de modo de tener una sintonía afectiva e intelectual entre sí y el mundo. Se trata del segundo eje del “mundo común de las mujeres”. De este eje, Adrienne Rich da indicios (en Secretos, silencios, mentiras) cuando traduce la sintonía entre sí y sí, con el afuera de sí, como fidelidad de las mujeres a su propia experiencia. Esta fidelidad se vuelve testimonio de su realidad y resulta así patrimonio adquirido no solamente para una ética personal, sino para el propio “mundo común de las mujeres”. Silvia Montefoschi38 habla de la misma sintonía: esta no nace de la confusión con el propio objeto de amor o con la propia experiencia. Al contrario, es el resultado de haber elaborado distancia con el propio objeto. Se trata de una distancia sostenida por “eros”, entendido como “vacío en movimiento”. Y justamente esa distancia es la que permite que “eros” se conjugue con la reflexión, con la producción simbólica y la consciencia. Dando vuelta la perspectiva: solo en una sintonía sostenida por “eros”, la distancia simbólica se vuelve conocimiento. Según Luce Irigaray, el cuerpo de una mujer está abierto a un doble umbral: el de la maternidad y el de su propio cuerpo, que se dispone al encuentro con lo otro invistiéndose de gestos que pueden ser mínimos, pero están siempre rigurosamente en sintonía con ella misma. Los dos umbrales no deben confundirse. Irigaray nombra esta sintonía entre sí misma y el afuera como un “habitar éticamente” a partir del cuerpo. La cifra de esta sintonía es el goce. En el texto colectivo Más mujeres que hombres, se habla de “sexualizar las relaciones sociales”; es decir, de dar visibilidad social a la diferencia entre ser mujer/hombre. El criterio que se toma es el de sentirse cómoda, o sea la posibilidad de frecuentar los intercambios sociales con plena aceptación de lo femenino. Sentirse cómoda puede ser considerado la traducción en lo social de eso que Irigaray llamó goce. Lo interno (el goce) y lo externo (la comodidad) ya no están escindidos, sino que se intercambian y se alimentan recíprocamente. 38 Silvia Montefoschi, Il recupero del femminile e la psicoanalisi, en Il vuoto e il pieno, Centro di documentazione donna, Florencia 1982. La fecundidad simbólica de la diferencia sexual es todavía una promesa. Lo indica el hecho mismo de que nosotras hablamos normalmente de “mundo de las mujeres” y de “mundo de los hombres”, como si mujeres y hombres no vivieran en el mismo mundo, unos al lado de las otras. Pero es que en realidad este “vivir juntos” no se dio en la historia de las relaciones entre los dos sexos y la figura de dos mundos se justifica por la necesidad de crear un espacio que consienta a la mujer (como al hombre) saberse para sí y en relación con el otro. Por todo esto, nuestro conocimiento de la diferencia sexual está obligado a pronunciarse aún de modo muy imperfecto. Hay que decirlo otra vez: su avance no dependerá esencialmente de los descubrimientos de esta o de aquella ciencia, sino más bien del sentido que reciban esos descubrimientos y por lo tanto, del hecho de que la diferencia sexual (para usar el término hegeliano) “progrese”. Porque el saber la diferencia sexual es, en sentido fundamental, el saber sexuado del sujeto humano.