Evans, La Lucha por el poder En la Europa del siglo XIX la inmensa mayoría de la gente vivía de la tierra y dependía de ella para su supervivencia. Prácticamente en todas partes, las ciudades eran pocas y estaban alejadas unas de otras, cual islas urbanas en un mar rural. Sin embargo, la mayoría de la población que vivía al borde de la pobreza. La beneficencia dependía tradicionalmente de la Iglesia. Especialmente en las regiones católicas, se consideraba que el acto de dar ennoblecía y santificaba el espíritu. La caridad cristiana constituía una fuente de limosnas para los indigentes. En vista de la incapacidad de la Iglesia para resolver el problema cada vez mayor del pauperismo, las asociaciones seglares de voluntarios de toda Europa comenzaron a desempeñar un papel cada vez más fundamental en lo concerniente a la beneficencia. En la mayoría de los países, los ayuntamientos y las parroquias estaban obligados a asistir a los enfermos, los ancianos, los discapacitados y los huérfanos, pero la Iglesia seguía ayudando a la inmensa mayoría de los más pobres. La última gran hambruna en Europa se produjo en 1846. Y la situación fue especialmente peor en Irlanda por diversas razones, razones que vinieron a sumarse a la singular dependencia de la patata, característica de su población. En Irlanda, durante la crisis, la mortalidad aumentó asombrosamente un 330 %. Los angustiosos informes que hablaban del rápido deterioro de la situación en Irlanda ya estaban empezando a llegar a Inglaterra en el otoño de 1845. Había que tomar medidas, pero los obstáculos políticos no eran pocos. El más importante de ellos era el que suponían las llamadas Leyes del Grano [Corn Laws], que protegían la agricultura británica favoreciendo las exportaciones e imponiendo, por otro lado, unos aranceles extremadamente altos a las importaciones de grano. Su existencia era un reflejo de la dominación ejercida por los terratenientes, los aristócratas productores de grano que controlaban la política británica y que estaban dispuestos a luchar por su causa. Hicieron difícil, por no decir imposible, importar alimentos para aliviar la situación de Irlanda. En Londres, el gobierno de sir Robert Peel (1788-1850) anunció en enero de 1846 su intención de derogar las Leyes del Grano, un verdadero triunfo para la larga campaña emprendida por los defensores del libre comercio, individuos liberales en su mayoría de clase media; sin embargo, la aprobación de la nueva ley en junio de 1846 llegó demasiado tarde para Irlanda, pues la normativa solo estipulaba una reducción gradual de las tasas de importación hasta su abolición definitiva en 1849. Y el daño ya sería irremediable. A finales de 1846, la crisis había alcanzado unas proporciones catastróficas. En total, la gran hambruna de Irlanda acabó con la vida de un millón de personas, esto es, alrededor de una quinta parte de la población de la isla. En 1914, el miedo a la hambruna había sido desterrado de casi todo el continente europeo. Los «años de hambre de la década de 1840» habían sido testigo de la crisis de subsistencia más profunda y devastadora. LA CREACIÓN DE LA CLASE TRABAJADORA EN EUROPA El futuro estaba en los sindicatos. Pero estos existían solo en Gran Bretaña, e incluso allí su desarrollo se vio severamente restringido por las Leyes de Asociación [Combination Acts], inicialmente destinadas a combatir el jacobinismo durante los años de conflicto con la Francia revolucionaria. En 1825 fueron aprobadas unas nuevas Leyes de Asociación, que, cuando menos, legalizaban los sindicatos, a pesar de imponer severas restricciones a sus actividades. En Inglaterra la ley seguía discriminando severamente a los sindicatos. Los sindicatos solo surgieron con una base más amplia y con un carácter más permanente entre los trabajadores altamente cualificados cuyo abandono del trabajo podía resultar perjudicial para sus patronos. Estaba naciendo una nueva clase social. En algunos ámbitos y en algunos oficios, de hecho, había signos de formación de una clase trabajadora hereditaria. El proceso de creación de un proletariado hereditario en este y en otros sectores del nuevo mundo industrial no había llegado demasiado lejos a mediados de siglo, pero evidentemente ya estaba en marcha. La pobreza, la desnutrición, la enfermedad y la mortalidad infantil no fueron nuevas lacras creadas por la revolución industrial, pero el nuevo mundo de las fábricas no contribuyó en absoluto a aliviarlas y en algunos casos las agravó. Pero el Estado siguió teniendo muy poca importancia a la hora de dotar de un marco legal, institucional y económico a la industrialización. En Gran Bretaña, en particular, se llevaron a cabo unas reformas limitadas de las condiciones de trabajo.