“ESPIRITUALIDAD EN LAS PERIFERIAS: ACOGIDA

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“ESPIRITUALIDAD EN LAS PERIFERIAS: ACOGIDA, ACOMPAÑAMIENTO Y COMPROMISO”
Por Darío Mollá Llácer sj
29 de abril de 2015
PERIFERIAS Y ESPIRITUALIDAD
He trabajado esta conferencia bajo el impacto del naufragio en el Mediterráneo que costó la vida de
700 personas que se acercaban a Europa huyendo de la amenaza que significan persecuciones
ideológicas y religiosas, conflictos bélicos y suma pobreza. Impacto el mío que une dolor e
indignación. Dolor por tanto sufrimiento: el de los fallecidos, el de sus familias, el de tantos y tantos
otros que ni siquiera tienen fuerza o capacidad para emprender esta huida. Indignación porque, a lo
que parece, en Europa sólo importa que estas personas no mueran a nuestras puertas, que no se
acerquen; si mueren lejos, parece que ya no es nuestro problema.
Esta tragedia nos ilustra acerca de qué hablamos cuando hablamos de periferias, de periferias
existenciales, como acostumbra a decir el Papa Francisco. Hablamos de personas que desde los
lugares más periféricos y pobres del mundo se acercan a nosotros en busca de una oportunidad
para vivir con dignidad de personas; y periferias son también personas que aquí mismo vamos
llevando a los márgenes de la dignidad que como personas les es debida, a base de injusticias,
descartes y exclusiones de derechos básicos. En todos los casos, y por encima de todo, personas,
hijos e hijas de Dios y hermanos y hermanas nuestros.
Espiritualidad es hacer nuestros en nuestra vida cotidiana los valores y los criterios del Espíritu de
Dios, del Espíritu de Jesús. Contemplar y asimilar esos valores y traducirlos a los desafíos de nuestra
vida cotidiana. ¿Hay una palabra del Espíritu sobre estas situaciones que acabamos de mencionar?
No una palabra, sino muchas; no una sola vez, sino una palabra constante a lo largo de la Escritura;
no una palabra aislada y marginal, sino una palabra clave y central. Dios es el Dios que protege al
extranjero, al huérfano y a la viuda, a las personas más pobres y excluidas (Deuteronomio, 10, 1819; Salmo 146, 9). “El Dios en el que creemos es el defensor de los pobres” (1). Y ese Dios pide a su
pueblo que actúe como El, le pide una espiritualidad de la compasión y la justicia (Éxodo 22, 20-26;
Zacarías 7, 10). El Espíritu unge al profeta para que su palabra y su acción sean testimonio vivo del
Dios compasivo (Isaías 61, 1-2) y Jesús escoge esas palabras del profeta para proclamar su misión
(Lucas 4, 18-19). El mismo Jesús recuerda a los discípulos que su actitud y su conducta con los
1
Conferencia Episcopal Española, “La Iglesia, servidora de loa pobres”, nº 40.
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pobres será el criterio del juicio definitivo y que sirviéndoles a ellos es a El mismo a quien se sirve
(Mateo 25, 31-46).
¿Cómo podemos concretar hoy esa llamada del Espíritu? ¿qué actitudes se nos piden? ¿qué
dinámicas básicas comporta hoy una espiritualidad en las periferias? Hemos escogido tres palabras
muy fundamentales y que nos permitirán exponer lo nuclear de esta espiritualidad: acogida,
acompañamiento y compromiso. Vamos a profundizar en ellas. Hecho eso, todavía nos quedará una
última cuestión: dónde y cómo nos abrimos para que el Espíritu de Jesús nos contagie de esas
actitudes, nos llene de ellas, nos dé la fuerza para sostenerlas.
El reciente documento de la Conferencia Episcopal Española “La Iglesia, servidora de los pobres” ( 2)
dice:
“La espiritualidad que anima a los que trabajan en el campo caritativo y social… posee unas
características particulares que nacen del Evangelio y de la realidad en que se vive y actúa, y que
hemos de cultivar: una espiritualidad trinitaria que hunde sus raíces en la entraña de nuestro Dios,
una espiritualidad encarnada y de ojos y oídos abiertos a los pobres, una espiritualidad de la ternura
y de la gracia, una espiritualidad transformadora, pascual y eucarística” (nº 38).
De la vivencia trinitaria como fundamento de una espiritualidad en las periferias haremos mención
al final de esta conferencia. Esa espiritualidad de ojos y oídos abiertos es la que intentamos reflejar
cuando hablamos de acogida; la ternura y la gracia se hacen historia en el acompañamiento; y la
espiritualidad transformadora es la que sostiene el compromiso que mencionamos como tercera de
nuestras actitudes.
1. ACOGIDA
La acogida es, obviamente, lo primero. Acoger es abrir los brazos para que el otro pueda entrar en
tu vida, abrir los oídos para escuchar con sus propias palabras su historia (a veces tan dramática y
tan distinta a la nuestra), abrir los ojos para captar sus necesidades y abrir el corazón para que se
deje alcanzar por las angustias, los deseos y las esperanzas de la persona que se nos acerca. Esa es la
acogida espiritual. La auténtica, no la acogida superficial.
Acogida es, en palabras de Benedicto XVI, una “atención que sale del corazón” (3) a cada persona en
su singularidad de persona, como tal persona individual con su propia personalidad, con su propia
historia, con su proyecto personal de vida.
Esta acogida no es tan fácil como puede parecer a primera vista, y por eso necesitamos tomar
conciencia de lo que implica y pedir la ayuda de Dios para hacerla posible en nosotros. Y no es tan
fácil, al menos por dos motivos. En primer lugar, porque acoger pide abrir la puerta, y abrir la puerta
a alguien desconocido: eso muchas veces nos produce miedo y nos exige confianza. Y en segundo
lugar, porque para ver, oír y sentir de verdad al otro nos hemos de despojar muchas veces de ideas,
imágenes y sentimientos previos. Y ambas cosas nos cuestan: despojarnos y confiar.
Cuando, con la ayuda del Espíritu lo hacemos, nos encontramos con otra persona, quizá muy
distinta a nosotros en lo exterior, con una historia que no tiene nada que ver con la nuestra, pero
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3
Aprobado en la CV Asamblea Plenaria el 24 de abril de 2015.
Benedicto XVI “Dios es amor”, nº 31a.
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con la que, sin embargo, compartimos más de lo que a primera vista parece. Compartimos lo más
propio de la persona humana: la necesidad de ser amados, la angustia ante el sufrimiento, el deseo
de justicia, el miedo ante lo desconocido, la ilusión por un futuro mejor para nosotros y los nuestros.
Pero la acogida pide todavía algo más exigente y más hondo, tal como nos recuerda el Papa
Francisco en el nº 199 de su exhortación “La alegría del evangelio”:
“… Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la
cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su
forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe”
Quiero llamar la atención sobre el verbo que utiliza el Papa: “valorar”. Valorar significa, según el
diccionario de nuestra Real Academia, “reconocer, estimar, apreciar el valor o mérito de alguien o
algo”. Y todo eso referido a la bondad propia, a la forma de ser, a la cultura, y al modo de vivir la fe
del pobre. No se nos pide sólo “atención amante”, sino una actitud y un esfuerzo de valoración.
Porque es cuando valoramos al otro cuando interiormente le damos toda su calidad de persona, de
hijo de Dios, de hermano.
Y me quiero detener brevemente en uno de los aspectos que el Papa nos pide valorar en el pobre:
“su bondad propia”. Sí: la propia suya, su propia forma de bondad. Porque tendemos a pensar que
sólo hay una forma de ser buenos o buenas: la nuestra. Y que, por tanto, las personas son más
buenas si se parecen más a nosotros, o menos buenas si se parecen menos. Pues no: nuestra forma
de bondad no es ni la única ni, necesariamente, la mejor. Es la que ha surgido de nuestra educación,
de nuestra historia y cultura, de nuestro modo de vivir la fe. Pero hay otras formas de ser buenos, y
posiblemente más difíciles y valiosas que la nuestra. Ser buenos cuando se ha nacido en un contexto
hostil, cuando no se ha gozado del afecto de una familia, cuando uno es expulsado o rechazado,
tiene otros componentes y otro valor y mérito que el nuestro. Seguramente mayor.
Acoger y valorar nos prepara interiormente para servir, para iniciar ese proceso de discernimiento
personal que nos hace preguntarnos “qué y cómo puedo ayudar a esta persona”, cómo mis
posibilidades se pueden poner al servicio de sus necesidades. Se trata de hacernos la pregunta por
el servicio y de responder a ella como hermano, sin falsas superioridades, con humildad, con un
modo de servir que, citando otra vez a Benedicto XVI, “hace humilde al que sirve” (4). Ese es el
auténtico discernimiento evangélico: el que parte del amor de Dios a los pobres como criterio
fundamental y el que busca el bien de la otra persona como fin.
Otra cosa no es discernimiento evangélico. Partir de mí y pensar en mí, en cómo me quito de encima
un problema, ignorando o menospreciando las necesidades, las expectativas o los derechos de las
otras personas, no tiene nada que ver con el discernimiento del evangelio. Es cálculo interesado y
egoísta. Es, de nuevo, despreciar al pobre.
2. ACOMPAÑAMIENTO
La acogida y el discernimiento nos sitúan en actitud de servicio. Y un modo plenamente humano y
evangélico de ese servicio es el acompañamiento. Vale la pena detenernos en lo que significa y
4
Benedicto XVI, “Dios es amor”, nº 35.
3
supone el acompañamiento como actitud clave en una espiritualidad que en las periferias quiere
hacer presente la cercanía y la misericordia de Dios a los que sufren.
Comienzo citando dos luminosos párrafos que el documento episcopal “La Iglesia, servidora de los
pobres” dedica al acompañamiento:
“El acompañamiento es otra forma muy válida de presentar el Evangelio. No todos tenemos
posibilidad de anunciar a Jesucristo promoviendo grandes obras sociales, pero sí que podemos
hacerlo en el encuentro con el hermano, acompañándolo en sus dificultades, compartiendo con él
sueños y esperanzas, haciendo juntos el camino del crecimiento humano integral y liberador;
obrando así hacemos presente la buena noticia del amor del Padre” (nº 43)
“El acompañamiento a las personas es básico en nuestra acción caritativa. Es necesario “estar con”
los pobres – hacer el camino con ellos – y no limitarnos a “dar a” los pobres recursos (alimentos,
ropa, etc.). El que acompaña se acerca al otro, toca el sufrimiento, comparte el dolor. “Los pobres,
los abandonados, los enfermos, los marginados son la carne de Cristo”, La cercanía es auténtica
cuando nos afectan las penas del otro, cuando su desvalimiento y su congoja remueven nuestras
entrañas y sufrimos con él. Ya no se trata sólo de asistir y dar desde fuera, sino de participar en sus
problemas y tratar de solucionarlos desde dentro. Por eso, si queremos ser compañeros de camino
de los pobres, necesitamos que Dios nos toque el corazón; sólo así seremos capaces de compartir
cansancios y dolores, proyectos y esperanzas con la confianza de que no vamos solos, sino en
compañía del buen Pastor” (n º 47)
Acompañar a alguien nos remite, pues, a la idea de camino: acompañar a alguien en su camino,
caminar con los pobres y los que sufren. Y también nos lleva a la contemplación de un Jesús
caminante, que sana y alivia el sufrimiento de tantas personas que encuentra por el camino, y a la
contemplación de un Jesús compañero de caminantes.
Camino, sí, pero ¿hacia dónde? Camino, en el caso de los pobres y en el nuestro como
acompañantes, que es preferentemente un camino interior que ha de llevar a las personas a la
recuperación de su autoestima, tantas veces dañada; al protagonismo en sus vidas, tantas veces
negado; a la conciencia de su dignidad y a la recuperación de los derechos inherentes a esa
dignidad, derechos tantas veces expoliados. Camino, en definitiva, de la inhumanidad a la
humanidad, de lo impersonal a lo personal, de ser considerados como objetos o números de
estadística a ser tenidos en cuenta como sujetos con voz, palabra, sentimientos y proyectos.
Tampoco es fácil situarnos en clave de acompañantes, porque muchas veces nos situamos en la
postura de protagonistas y, o somos los protagonistas o nos vamos. Y el buen acompañante nunca
debe ser el protagonista. Voy a señalar tres cualidades necesarias en el buen acompañante y en el
acompañamiento de las personas a quienes injusticias personales o estructurales han situado en las
periferias de nuestra sociedad.
La primera de esas cualidades es la capacidad de saber adaptarse al ritmo de las personas, sin forzar
más allá de lo posible y sin permitir, en la medida en que podamos, que dejen de caminar. Porque el
ritmo lo ha de marcar no el acompañante, sino la persona acompañada. Bien es verdad que habrá
que animar en momentos de desaliento, porque el camino no es fácil, y habrá que atemperar y
moderar en momentos de euforia. Porque cuando más dura es la situación que se vive más posibles
son los engaños de falsos avances.
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El principal defecto que solemos tener las personas que acompañamos a quienes están en el difícil
camino de su recuperación es el de la impaciencia y las prisas. Impaciencia y prisas que pueden ser
simplemente cuestión de temperamentos, pero que también en ocasiones manifiestan unas ansias
nuestras o por tener un éxito fácil o por acabar ya y pronto a causa de fatigas o cansancios. Nuestras
prisas pueden hacer mucho daño a las personas que acompañamos. Y la experiencia nos dice que
las impaciencias de los acompañantes han frustrado muchos buenos procesos de personas
acompañadas.
Los procesos humanos son lentos, y mucho más cuando son procesos difíciles, que han de superar
dificultades muy hondas, historias muy largas o heridas muy profundas. Las heridas necesitan su
tiempo para cicatrizar, y quitar la venda antes de tiempo puede hacer que se reabra la herida o que
se infecte. Los procesos de las personas golpeadas por la vida son procesos frágiles, porque los
golpes recibidos han debilitado mucho a la persona, y, por tanto, el papel del acompañante es no
quebrar aquello que es frágil y está a punto de romperse, sino sostener el lento fortalecimiento de
la persona. Los procesos humanos tienen también sus avances y sus retrocesos y hay que ser
comprensivo con los retrocesos y sacar de ellos las consecuencias que permiten convertirlos en
impulsos de avance.
La segunda de las cualidades requeridas en el acompañante es la perseverancia. Antes de
comprometernos en el proceso de acompañamiento de una persona, hemos de calcular bien
nuestras posibilidades, nuestro tiempo, nuestras fuerzas, para no asumir aquello que nos desborda
ni comprometernos más allá de lo que son nuestras posibilidades. La buena voluntad debe discernir
sus fuerzas y sus posibilidades.
Perseverancia significa la permanencia al lado de la persona que acompañamos mientras nuestra
presencia le ayude. Será bueno que cada vez nuestra presencia sea menos importante, menos
necesaria: ello es buena señal de que la persona a la que acompañamos va creciendo y tomando
protagonismo. Pero, aún con una intensidad de presencia seguramente cada vez menor, hay que
sostener nuestra presencia mientras vaya siendo útil o hasta que la persona acompañada nos
indique que ya puede caminar por sí sola, o que va a pedir la ayuda de otras personas.
Consideremos por un momento que no se puede en ningún caso dejar abandonada a la persona con
la que nos hemos comprometido. Eso le haría un daño enorme, porque abriría una nueva herida e
incidiría con seguridad en su experiencia de exclusión y en su estima ya cuestionada. Otra cosa es
que la misma persona acompañada nos diga que ya no necesita nuestro acompañamiento o que
prefiere el de otra persona. Entonces sí que hay que tener la humildad y la capacidad de gratuidad
de saberse retirar.
Y pasamos con ello a considerar la tercera cualidad necesaria en el acompañamiento, quizá la más
decisiva, la más espiritual y la más evangélica de todas: la gratuidad.
La gratuidad no sólo efectiva, de la cual creo que ni vale la pena hablar porque ya la damos por
supuesta todos los que nos implicamos en la ayuda a personas que viven en las periferias, sino
también y sobre todo la gratuidad afectiva. Aquella actitud que no busca la recompensa, el
agradecimiento, el éxito por aquello que hace y que tampoco utiliza su servicio a los pobres como
modo de justificarse, ensalzarse o presumir ante nadie.
Evidentemente, somos personas humanas. Ni somos espíritus puros ni somos árboles o piedras sin
espíritu y sin sentimientos. Es legítimo y plenamente humano que me alegre el agradecimiento de
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las personas a las que ayudo, que ese agradecimiento me sostenga en un esfuerzo que muchas
veces es duro. Y no sólo es legítimo sino que es necesario que busque la eficacia y el mejor resultado
en aquello que emprendo a favor de los que sufren: no por mí, sino por ellos. Gratuidad no es
renunciar al agradecimiento ni a la eficacia. Gratuidad es no trabajar por o en función del
agradecimiento, la recompensa o la eficacia. Gratuidad es permanecer también, y con la misma
ilusión y coraje, cuando nuestra tarea no es reconocida, o es minusvalorada o no acabamos de
alcanzar los resultados previsibles o esperados. Gratuidad es permanecer por ellos, y en ellos por el
Señor que nos ha juntado en el camino.
Acentuada de este modo la importancia de la gratuidad en el acompañamiento de las personas
pobres, y en el conjunto de la espiritualidad en las periferias, surge la pregunta de cómo alimentar y
sostener esa gratuidad, ya que no es, la mayoría de las veces, un sentimiento o una inclinación
espontánea. ¿Cuál es la fuente de la gratuidad? ¿cómo la potenciamos en nosotros?
La respuesta es el agradecimiento, la gratitud. El agradecimiento y la gratitud basados en la
conciencia de lo que nos es dado, de lo que día a día recibimos, en cantidad y en valor. De lo que
recibimos de Dios, en primer lugar, y también de nuestros hermanos y de la vida misma. Cuidar el
agradecimiento y la gratitud, como actitudes de fondo en la vida, es lo que nos hace posible ir
creciendo y madurando en gratuidad.
Estas reflexiones sobre el acompañamiento me dan pie a una reflexión añadida e importante. La
indignación por la injusticia y por el sufrimiento que la injusticia causa a tantas personas es un
sentimiento necesario y que muchas veces es un sentimiento primero en la acción a favor de la
justicia. Jesús también se indignó por el modo como eran tratados y explotados los pobres de su
tiempo. Pero, dicho esto, también hay que decir que la sola indignación no basta para que el
compromiso con los pobres sea al modo evangélico, e incluso que la sola indignación tiene sus
peligros de protagonismo o autocentramiento. La evangélica acción por la justicia necesita
alimentarse también de esa gratitud que posibilita la gratuidad y necesita también de la experiencia
viva de un Dios compasivo, siempre compasivo, sin cansancio compasivo, que sostiene nuestra
compasión, cuando esa compasión nos resulta, en cualquier modo, costosa.
3. COMPROMISO
La tercera de las actitudes básicas en una espiritualidad en las periferias es el compromiso. Bien es
cierto que la acogida y el acompañamiento suponen ya un compromiso con las personas,
especialmente el acompañamiento. Pero quiero subrayar otros aspectos del compromiso que van
más allá de la acogida y el acompañamiento a las personas concretas.
Tomaré de entrada unas palabras del Papa Francisco en su visita al Centro Astalli de Roma el 10 de
septiembre de 2013. El Centro Astalli es el centro que el Servicio Jesuita a Refugiados tiene al lado
de la Iglesia del Gesù, en el mismo centro histórico de la ciudad de Roma:
“… Servir, acompañar, también significa defender, significa tomar partido por los más débiles.
Cuántas veces levantamos la voz para defender nuestros derechos, pero ¡cuántas veces somos
indiferentes a los derechos de los demás! ¡Cuántas veces no sabemos o no queremos dar voz a la voz
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de quienes han sufrido y sufren; a quienes han visto pisotear sus propios derechos, a quienes han
sufrido tanta violencia que se ha reprimido incluso el deseo de tener justicia!
Para toda la Iglesia es importante que la acogida del pobre y la promoción de la justicia no sean
confiadas sólo a los “especialistas”, sino que sea una atención de todo el trabajo pastoral, de la
formación de los futuros presbíteros y religiosos, del compromiso normal de todas las parroquias, los
movimientos y grupos eclesiales”
Dos consecuencias tiene, pues, esa actitud de compromiso con las personas pobres y sometidas a la
injusticia, compromiso que el Papa pide a toda la Iglesia, y no sólo a las personas que directamente
les acogen y acompañan, aunque también, obviamente, a ellas.
La primera consecuencia es el asumir como propias las aspiraciones de justicia de quienes sufren la
injusticia, el no caer en el pecado de la indiferencia, el pecado global de nuestra sociedad global.
Que nos duela el dolor de los pobres, que nos haga sufrir su sufrimiento, y que, desde ahí,
asumamos como propias, como nuestras, sus legítimas exigencias de los derechos que toda persona
humana tiene como consecuencia de su dignidad de persona.
El Compendio de Doctrina Social de la Iglesia dice en su número 552, citando a San Juan Pablo II:
“… la promoción de la dignidad de la persona, el bien más precioso que el hombre posee, es una
tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y
en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana”
La segunda consecuencia de esa actitud de compromiso es el trabajo por las transformaciones
sociales, legales y políticas necesarias para que esas injusticias, con su carga de sufrimiento humano,
no persistan. Trabajo éste que Benedicto XVI, en su encíclica “La caridad en la verdad” vincula
directamente a la caridad:
“… Se ama al prójimo tanto más eficazmente cuando más se trabaja por un bien común que
responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad según su
vocación y sus posibilidades de incidir en la polis. Esta es la vía institucional – también política,
podríamos decir – de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que
encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la polis… Como todo
compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando
en el tiempo, prepara lo eterno…” (nº 7)
Y el episcopado español acaba de reafirmar que “nuestro objetivo ha de ser vencer las causas
estructurales de las desigualdades y de la pobreza” (5). “La Iglesia nos llama al compromiso social
que sea transformador de las personas y de las causas de las pobrezas, que denuncie la injusticia,
que alivie el dolor y el sufrimiento y sea capaz también de ofrecer propuestas concretas que ayuden
a poner en práctica el mensaje transformador del Evangelio y asumir las implicaciones políticas de la
fe y la caridad” (nº 40)
5
CV Asamblea Plenaria de la CEE “Iglesia, servidora de los pobres”, nº 2.
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TRES APUNTES FINALES
Antes de acabar esta conferencia sobre “Espiritualidad en las periferias”, quiero dejar tres apuntes
que no por finales y breves son menos decisivos. Por el contrario, mi deseo de dejar constancia de
ellos quiere subrayar su importancia, aunque el título y el espacio marcado para nuestra aportación
no permita el desarrollo amplio que merecen cada uno de ellos.
El primero, al que ya he hecho alusión al comienzo, es el dónde se fundamenta una espiritualidad
evangélica en las periferias. Sin duda, en la profunda experiencia personal de un Dios Trinidad, que
mira compasivamente el sufrimiento del mundo y se implica en su salvación. Tomando unas
palabras del documento “La Iglesia, servidora de los pobres”:
“En la medida en que nos adhiramos más a Cristo, en la medida en que nos conformemos más a El,
de manera que veamos con sus ojos, escuchemos con sus oídos y sintamos con su corazón, nuestra
caridad será más activa y más eficaz” (nº 34)
El segundo apunte es que algo decisivo y específico que los cristianos aportamos desde nuestra
experiencia espiritual al servicio a los pobres es la esperanza. Una esperanza honda y profunda, más
allá de las dificultades y las oscuridades de la historia y radicada en la promesa del Dios Padre que
resucitó al Crucificado para una vida plena. Una esperanza que los pobres experimentan y
agradecen de un modo particular cuando sienten a unos cristianos y a una Iglesia que apuesta por
ellos sin matices y con toda su entrega.
Y el tercero es que si bien a lo largo de esta reflexión nos hemos centrado en cómo una sólida y
evangélica espiritualidad llena de calidad humana y de posibilidades liberadoras la acción social, hay
también un camino de vuelta. Un camino desde los pobres a la espiritualidad, un camino que quizá
valdría la pena abordar más pausadamente algún día. Nuestro servicio a los pobres enriquece,
transforma y hace más evangélica nuestra espiritualidad. Por decirlo con las palabras del Papa
Francisco:
“Los pobres son también maestros privilegiados de nuestro conocimiento de Dios: su fragilidad y
sencillez ponen al descubierto nuestros egoísmos, nuestras falsas certezas, nuestras pretensiones de
autosuficiencia y nos guían a la experiencia de la cercanía y de la ternura de Dios, para recibir en
nuestra vida su amor, la misericordia del Padre que, con discreción y paciente confianza, cuida de
nosotros, de todos nosotros” (6)
Darío Mollá Llácer sj
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Papa Francisco: Discurso en el centro Astalli de Roma, 10 de septiembre de 2013.
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