penitencia

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PENITENCIA
La confesión o penitencia es el sacramento administrado por la Iglesia católica
mediante el cual los cristianos reciben el perdón de Dios por sus pecados.
Índice
1 Nombres que recibe el sacramento
2 Base teológica
3 El sacramento de la penitencia en la historia de los dogmas
3.1 Convicciones y prácticas penitenciales en la Iglesia antigua
3.2 Evolución de la Penitencia antigua. La Penitencia privada
3.3 Elementos principales de la teoría escolástica sobre la penitencia
4 El problema del arrepentimiento
5 Elementos teológicos
5.1 Materia y forma del sacramento de la penitencia
5.2 Ministro
6 Documentos del Magisterio
7 Etapas de la confesión
7.1 Arrepentimiento y contrición
7.2 Confesión
7.3 Satisfacción
7.4 Absolución
8 Aspectos canónicos
9 Notas
10 Enlaces externos
11 Referencias
Nombres que recibe el sacramento
El catecismo de la Iglesia católica menciona diversos nombres que ha tomado la
penitencia. Son los siguientes:
Sacramento de conversión, ya que es un signo de la conversión a la que el mismo
Jesucristo ha llamado (cf. Lc 15, 18).
Sacramento de la confesión, pues una de sus partes principales es la confesión de los
pecados cometidos por el penitente.
Sacramento del perdón, pues a través de la absolución sacramental el penitente recibe el
perdón de Dios.
Sacramento de la reconciliación, pues junto al perdón de Dios se otorga la
reconciliación con Dios (cf. 2 Cor 5, 20) y con la Iglesia.
Toma también el nombre de penitencia porque ésta es la última parte del camino de
conversión que, según la teología del sacramento, realiza el penitente para recibir el
perdón de sus pecados.
1
Base teológica
La tradición de la Iglesia toma normalmente la afirmación de los apóstoles de Jesús,
según la cual Éste les había dado poder para perdonar los pecados en nombre de Dios.
Los sucesores de los apóstoles escribieron que éstos les habían transmitido dicha
facultad —entre otras—. Como mayor referencia, se lee en el Evangelio según san Juan:
Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Juan 20, 23
Asimismo, reafirma este mandato con el pasaje del noveno capítulo del Evangelio según
san Mateo:
Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados
dice entonces al paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». Él se levantó y
se fue a su casa. Y al ver esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal
poder a los hombres.
Mateo 9, 6-7
La confesión misma también está indicada en la Epístola de Santiago, en su capítulo 5:
Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que
seáis curados. La oración ferviente del justo tiene mucho poder.
Santiago 5, 16
Además es sabido, por el libro de los Hechos de los Apóstoles, que la Confesión de los
pecados era una práctica habitual en la Iglesia primitiva, por lo menos en su forma
pública.1
En el protestantismo se niegan a la necesidad de un ministro para el perdón de los
pecados, para ellos el perdón se solicita directamente a Dios,
El sacramento de la penitencia en la historia de los dogmas
Convicciones y prácticas penitenciales en la Iglesia antigua
Además de los textos referidos, se descubre en el Nuevo Testamento además una
constante llamada a la conversión y a la corrección. Se recomiendan las prácticas
penitenciales tradicionales que se practican hasta el día de hoy, especialmente la
oración, el ayuno y la limosna.
Para conocer algo de la disciplina penitencial, una obra importante es El pastor de
Hermas, de mediados del siglo II. Mientras que algunos doctores afirmaban que no hay
más penitencia que la del bautismo, Hermas piensa que el Señor ha querido que exista
una penitencia posterior al bautismo, teniendo en cuenta la flaqueza humana, pero en su
opinión sólo se puede recibir una vez. De todas maneras, cree que no es oportuno hablar
a los catecúmenos de una «segunda penitencia», ya que puede causar confusión, puesto
que el bautismo tendría que haber significado una renuncia definitiva al pecado.2
A comienzos del siglo III, esa única penitencia eclesiástica años después del bautismo
ya estaba perfectamente organizada y se practicaba con regularidad tanto en las iglesias
de lengua griega como en las de lengua latina.
2
El obispo Hipólito escribió que la potestad de perdonar los pecados la tenían sólo los
obispos. En ambas tradiciones, y hasta fines del siglo VI, no se conocía sino esa única
posibilidad de penitencia, que había sido denominada por Tertuliano, «segunda tabla de
salvación» (cf. De paenitentia 4, 2 y citado en el Concilio de Trento, ver DS 1542).
La práctica de la penitencia comenzaba con la exclusión de la eucaristía y terminaba con
la reconciliación, que volvía a dar al penitente el acceso a ella. El tiempo penitencial
generalmente era largo y estaba acomodado a la gravedad del pecado. Las etapas de la
excomunión estaban claramente fijadas:
El pecador debía confesar el pecado a solas ante el obispo;
Era graciosamente admitido a la penitencia eclesial;
Durante algún tiempo (semanas o meses) tenía que aceptar el humillante estado de
penitente, que manifestaba incluso con un vestido especial;
Debía mostrar su conversión y perseverancia con obras de penitencia (oraciones,
limosnas y ayunos);
Quedaba excluido de la Iglesia en la medida que no podía recibir la eucaristía y era
apartado de la comunidad (no podía asistir a las reuniones);
Finalmente, después de que la comunidad había orado por él, el penitente obtenía la
reconciliación, normalmente mediante la imposición de las manos del obispo.
No se precisa el modo en que esa reconciliación procuraba el perdón de los pecados.
Las herejías penitenciales del montanismo y novacianismo obligarían a una reflexión
teológica acerca de la praxis penitencial. Era preciso rechazar el rigorismo: todos los
pecados graves, incluso los tres capitales (apostasía-idolatría, homicidio y adulterio)
podían ser perdonados; y todos los pecados —incluso los secretos—, debían ser
sometidos a la penitencia episcopal. En este sentido, Ambrosio afirma:
Dios no hace distinciones, porque prometió a todos la misericordia y concedió a sus
sacerdotes la facultad de absolver sin excepción alguna. Aquel que exageró el pecado,
que abunde en penitencia; los mayores crímenes se lavan con grandes llantos.
El obispo de Milán destaca el valor «medicinal» de la penitencia. Atar es hacer lo que el
buen samaritano, que se inclina sobre el herido encontrado en el camino. La
misericordia de Cristo nos ha enseñado que cuanto más graves son los pecados, más
firmes soportes necesitan.
En El pastor de Hermas ya aparece un elemento doctrinal decisivo: la penitencia
siempre es comprendida eclesiológicamente, es decir, hay, una reintegración en la
misma Iglesia. Mientras perdura el procedimiento penitencial de la Iglesia antigua, se
conserva la conciencia de la participación activa de toda la comunidad.
Tertuliano dice claramente que la reconciliación impartida tras una laboriosa penitencia
y con intervención de la comunidad confiere al pecador arrepentido la paz con la Iglesia
y la venía ante Dios.
Cipriano formula explícitamente la relación causa efecto de la pax ecclesiae y la
reconciliación con Dios. La paz con la Iglesia significa el don del Espíritu Santo y la
esperanza de salvación. No obstante, la paz de la Iglesia no tiene en los Padres un
sentido absoluto, como si se tratara de una imposición de la Iglesia sobre la voluntad
divina. Cipriano advierte que si a la Iglesia se la puede engañar, Dios conoce el interior
de los corazones y juzga acerca de lo que en ellos está oculto. Pero, dando la paz, la
3
Iglesia da la esperanza de la salvación y el acceso a la comunión eucarística, la fortaleza
para enfrentarse a las adversidades y confesar a Cristo, la comunicación del Espíritu
Santo que habita en ella.
Ambrosio dice además que el penitente se redime del pecado y se limpia y purifica en
su interior en virtud de las obras, oraciones y gemidos del pueblo; pues Cristo ha
concedido a la Iglesia que uno pueda ser redimido por todos, así como todos han sido
redimidos por uno gracias a la venida del Señor Jesús. Entonces la purificación del
pecador es obra de toda la Iglesia, que —unida a Cristo— ofrece sus méritos y
oraciones a favor de aquel que se somete a la penitencia eclesiástica. La penitencia del
pecador tiene un doble valor: medicinal, ordenado a su corrección; y ejemplar,
destinado a manifestar a la comunidad la sinceridad de su conversión.
De manera semejante se expresa Agustín, que ofrece además la primera teoría acerca de
la eficacia de la reconciliación penitencial. El perdón es propiamente fruto de la
conversión, la cual es a la vez obra de la gracia divina, que actúa en el interior del
hombre, pero es la caridad -que el Espíritu Santo difunde en la Iglesia- la que perdona
los pecados de sus miembros. El sacerdote obra en nombre de la Iglesia, que es la que
«ata y desata» los pecados. Las palabras que Jesús había dirigido a Pedro las dirige a
toda la Iglesia, que tiene el poder de las llaves: «Es a los ministros de su Iglesia, que
imponen las manos sobre los penitentes, a quienes Cristo dice (como a aquellos que
quitan las vendas del resucitado Lázaro): “desatadlo”».
En el primer tercio del siglo IV, el Concilio de Elvira da penitencias de tres, cinco años
y hasta de toda la vida. Según este concilio, los penitentes debían ser reconciliados en el
mismo lugar donde habían sido excluidos, y el obispo que los reconciliaba debía ser el
mismo que los había excomulgado. La reconciliación iba acompañada de la imposición
de manos por parte del obispo y de los presbíteros que le asisten. El tiempo de
Cuaresma se considera el más apto para practicar la penitencia pública.
La práctica de la penitencia canónica después del siglo IV no modifica sustancialmente
su estructura y severidad. El Tercer Concilio de Toledo (aprox. 589) condena como una
práctica execrable el uso reiterado de la reconciliación que, por influencia céltica se
había introducido en España.[cita requerida]
[editar]Evolución de la Penitencia antigua. La Penitencia privada
A partir del siglo V la institución de la penitencia canónica entra en crisis. Las cargas
que comporta son extremadamente duras; entre éstas destaca la de la continencia
perpetua, razón que invoca, por ejemplo, el concilio de Arlés para no admitir a la
penitencia a un pecador casado sin consentimiento de su esposa. Tratándose de hombres
y mujeres de edad inferior a los 30 ó 35 años, los obispos y concilios se muestran
partidarios de retrasar la imposición de la penitencia, a fin de evitar castigos mayores,
como el de la excomunión, en caso de abandono de la práctica penitencial.
Según el papa León I, muchos pecadores esperaban los últimos momentos de la vida
para pedir la penitencia, y una vez que se sentían recuperados de su enfermedad, rehuían
al sacerdote para evitar someterse a la expiación. La penitencia eclesiástica no se
aplicaba por lo general a los clérigos y religiosos que incurrían en pecados graves, ya
que se pensaba que su dignidad podía recibir agravio; sólo se le deponía de su cargo,
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podía acogerse a la penitencia privada y llevar una forma de vida monástica, que era
considerada como un segundo bautismo que permitía el acceso a la eucaristía.
Un capítulo importante para rastrear los orígenes de la penitencia privada es el que se
refiere a las prácticas penitenciales de la vida monástica. Los «libros penitenciales», que
son la primera y principal fuente de la llamada «penitencia tarifada o arancelaria»
(antecesora de la penitencia privada), comienzan a aparecer a mediados del siglo VI,
bajo la influencia de comunidades monásticas implantadas en las Islas Británicas.
El principio de «no reiterabilidad» deja de observarse en la penitencia «tarifada o
arancelaria», que puede practicarse cuantas veces se considere necesario. Su uso no está
sometido, a unos tiempos litúrgicos determinados ni a una forma solemne de
celebración que exija la presencia del obispo, sino que se realiza de forma
individualizada, con la sola intervención del penitente y, del presbítero confesor. Éste,
oída la confesión del penitente, le impone una «penitencia» proporcionada a la gravedad
de su culpa, y su estado de monje, clérigo o casado; y le remite a un nuevo encuentro
para darle la absolución, una vez que ha cumplido la penitencia impuesta. La confesión
se hace espontáneamente o por medio de un cuestionario que utiliza el confesor.
La Instrucción de los clérigos de Rábano Mauro (m. 856) sienta el principio de que si la
falta es pública, se aplicará al penitente la penitencia pública o canónica; si las faltas son
secretas y el pecador confiesa espontáneamente al sacerdote o al obispo, la falta deberá
permanecer secreta. Los «libros penitenciales» recogen el conjunto de faltas graves y
leves en que puede incurrir un cristiano, para ayudar a los confesores a fijar
equitativamente la duración y el sacrificio de las penitencias, que corresponden al
número y gravedad de las faltas. La «tasación» desciende a todo tipo de detalles, y fija
con absoluta precisión los tipos de mortificaciones, vigilias y oraciones. Las penas
pueden durar hasta años. El más antiguo de los penitenciales conocidos es el Penitencial
de Fininan, escrito a mediados del siglo VI en Irlanda; y le sigue el Penitencial de san
Columbano, uno de los más completos, escrito a fines del mismo siglo. La penitencia
tarifada tiende a una exagerada cuantificación de la realidad moral del pecado y a su
compensación penitencial o penal, subordinando excesivamente el perdón a la obra
material que realiza el penitente como satisfacción por el pecado. Este materialismo
dará paso con el tiempo a conmutar penas por dinero en limosnas o misas; sobre este
particular, ya Bonifacio de Maguncia (m. 755) ofrecía criterios al respecto, y el papa
Bonifacio VIII (m. 1303) los llegara a calificar de «afortunado negocio». El Penitencial
de Pseudo Teodoro (entre 690 y 740) dice expresamente que aquel que «por su
debilidad no pueda ayunar», ni hacer otras obras penitenciales, «escoja a otro que
cumpla la penitencia en su lugar y le pague para ello, ya que está escrito: “Llevad el
peso de los otros”».
A partir del siglo IX, los libros litúrgicos, que hasta entonces contenían solamente el rito
de la penitencia eclesiástica o canónica, incluyen ya el ordo de la penitencia «privada».
A partir del año 1000 se generaliza la práctica de dar la absolución inmediatamente
después de hacer la confesión, reduciéndose todo a un solo acto, que solía durar entre
veinte minutos y media hora. A finales del primer milenio, la penitencia eclesiástica se
aplica únicamente en casos muy especiales de pecados graves y públicos. La penitencia
privada, en cambio, se ha convertido en una práctica extendida en toda la Iglesia. Por lo
5
general, la práctica de la confesión no es muy frecuente, de hecho, el Concilio IV de
Letrán (a. 1215) impondrá el deber de confesar los pecados una vez al año.
En el siglo XIII, las órdenes mendicantes intensifican la llamada a la conversión y
reforma de vida, fomentando la práctica de la confesión. Se redactan «manuales sobre la
confesión» que suplen a los libros penitenciales. Entre las prácticas penitenciales cabe
destacar la «peregrinación» a lugares santos de la cristiandad (Jerusalén, Roma y
Santiago); hasta los párrocos podían imponer estas peregrinaciones como penitencia,
teniéndose ya sencillos rituales para entregar insignia, talega y bordón. Otra forma de
penitencia que se impuso fue la flagelación; y no sólo para penitentes, sino
recomendada para cristianos deseosos de mortificación. Algunos ejemplos de tarifas o
aranceles para monjes, extraído del Poenitentiale Columbani:
Homicidio: ayuno de diez años;
Sodomía: ayuno de diez años;
Fornicación (una vez): tres años;
Fornicación (varias veces): siete años;
Robo: siete años;
Masturbación: un año.
Elementos principales de la teoría escolástica sobre la penitencia
El problema fundamental sigue siendo el que ya suscitaron los Padres: ¿qué valor
tienen, para el perdón de los pecados en cuanto ofensa a Dios, el esfuerzo penitencial
del pecador arrepentido y la intervención de la Iglesia? Puesto que la confesión y la
absolución se realizaban normalmente de forma privada, la investigación de los teólogos
no logra integrar plenamente el significado comunitario y eclesial. Una acentuación
progresiva del aspecto jurídico de la Iglesia les llevó por un lado a insistir en la índole
judicial de la absolución, y por otro a que se viera ya con claridad la relación intrínseca
que existe entre la reconciliación del pecador con Dios y su reconciliación con la
Iglesia. En los comienzos de la reflexión escolástica acerca de los sacramentos, la
penitencia es enumerada siempre como uno de ellos. Los teólogos de la alta escolástica
llaman sacramentum a la penitencia exterior y res sacramenti (fruto del sacramento) a la
penitencia interior; aunque para otros esta última es el perdón los pecados. Nunca se
dudó de que los pecados graves debían ser sometidos al poder de las llaves sacerdotal.
Pero sí surgió una discusión escolástica acerca de la cuestión de si la absolución
impartida por el sacerdote posee una eficacia causal. Hasta mediados del siglo XIII la
respuesta fue negativa. Esta será denominada teoría declaratoria; la esencia de la
absolución del sacerdote es una declaración autorizada de que Dios ya ha perdonado su
culpa al pecador arrepentido. Así opinaban teólogos tan importantes como
Anselmo de Canterbury (m. 1109),
Abelardo (m. 1142)
El maestro de las sentencias Pedro Lombardo (m. 1164)
Guillermo de Auxerre (m. 123l)
Alejandro de Hales (m. 1245)
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Alberto Magno (m. ca. 1275)
Hugo de San Víctor (m. 1140)
Ricardo de San Víctor (m. 1173).
En cambio, la teoría clásica que alcanzara el consenso general católico comienza con
Guillermo de Auvernia (m. 1249),
Hugo de San Caro (m. 1263) y Guillermo de Melitona (m. 1257). Según esta teoría —
defendida por Tomás de Aquino (m. 1274) y Buenaventura (m. 1274)—, el efecto de la
absolución impartida por el sacerdote consiste en el perdón ante Dios.
Desde la temprana Edad Media la confesión misma de los pecados ha sido considerada
la parte más importante del sacramento. En el caso de no encontrar un clérigo, dice
Lanfranco de Canterbury, (m. 1089) en su Tratado sobre el secreto de la confesión,
podría hacerse la confesión a un hombre considerado honesto; este no tiene el poder de
desatar, pero el penitente que confiesa así se hace digno de obtener el perdón en virtud
de su deseo de hacer la confesión al sacerdote. No hay que desesperar, si no se
encuentra un confesor, porque los Padres coinciden en decir que basta la confesión a
Dios.
Con la penitencia «tarifada» la figura del sacerdote confesor adquiere gran relieve
social. El sacerdote, dice Alcuino (m. 804) es el médico espiritual que puede curar las
heridas del alma, y, es también el juez que nos libra de las cadenas del pecado. Según
Lanfranco, el que traiciona los secretos de la confesión, viola sus tres misterios: la
condición de bautizado del penitente, la dignidad de la conciencia y el juicio divino.
En cuanto al aspecto eclesial del pecado y del perdón, es frecuente en la escolástica la
idea de que el pecado perjudica a la Iglesia y modifica esencialmente la relación del
pecador con ella. De ahí se sigue que la satisfacción debe tener lugar también con
respecto a la Iglesia, y efecto de la absolución sacerdotal es el recibir al pecador en el
seno de la Iglesia. Pero este aspecto eclesial del perdón de los pecados fue perdiendo
terreno a favor de un sentido individualista de la relación con Dios.
El problema del arrepentimiento
En la escolástica temprana es comúnmente aceptado que todo arrepentimiento
verdaderamente religioso va unido necesariamente al amor que justifica. Entre todos los
actos que concurren en el sacramento de la penitencia sólo al arrepentimiento se le
atribuye la capacidad de perdonar pecados. En el siglo XII (Escuela de Giberto de
Poitiers) aparece el concepto de atritio o «arrepentimiento» imperfecto: cuando el
pecador no renuncia por completo a su pecado, cuando su propósito de enmienda y
satisfacción es ineficaz, cuando el arrepentimiento no es suficientemente intenso, etc. La
atrición se consideraba ordenada a la contrición, en la cual debía desembocar. En
términos escolásticos: la atritio es un arrepentimiento «informe», la contritio es un
arrepentimiento “formado” mediante la gracia y el amor. El pecador debe acercarse al
sacramento de la penitencia con contrición, es decir, ya justificado. Cuando sin culpa
del pecador esto no sucede, entonces según Tomás de Aquino la gracia del sacramento
(comunicada en la absolución) hace que la atrición se transforme en contrición. Según
Duns Escoto (m. 1308), no se requiere la contrición para acercarse al sacramento de la
penitencia; basta la atrición. El pecado no se borra por el arrepentimiento, fruto de la
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gracia, sino solamente por la infusión de la gracia justificante. Ambas teorías (la de
santo Tomás y la de Duns Escoto) pueden ser defendidas libremente en la teología
católica. El Concilio de Trento no quiso tomar postura por ninguna de ellas y enseñó
que la atrición dispone al pecador para obtener la gracia del sacramento de la penitencia
(DS 1705).
En el Catecismo de Juan Pablo II, se afirma que la contrición imperfecta o atrición es
también un don de Dios debido a la acción del Espíritu Santo. Ahora bien, se aclara que,
por sí misma, esta atrición no alcanza el perdón de los pecados graves (cf. número
1453)
Elementos teológicos
Materia y forma del sacramento de la penitencia
La escolástica, fundándose en algunas distinciones patrísticas, (como la agustiniana
entre elementum y verbum), concibe en sentido aristotélico (cosa que aparece por
primera vez en Hugo de San Caro) los “elementos constitutivos” de un sacramento,
como materia y forma, como lo determinado y lo predominante. Desde el comienzo de
la reflexión teológica acerca de la penitencia resultó difícil determinar la materia de este
sacramento. Se tendía a concretarla también en los actos del penitente, a los cuales se
concede gran importancia en todas las reflexiones sobre la penitencia.
En la patrística, el elemento principal era la satisfacción, que borra el pecado. Esta idea
se mantuvo en el período de la penitencia tarifada: la función del sacerdote consistía
precisamente en la imposición de la satisfacción, y la confesión era el presupuesto
necesario para determinarla adecuadamente. En el siglo XI se inicia una fase (por
influjo del tratado pseudoagustiniano De vera et falsa poenitentia) en la que se atribuye
a la confesión como tal la virtud de borrar los pecados. Entonces se subrayó la
importancia de la contrición. En el intento de distinguir la materia y la forma de la
penitencia, Hugo de San Caro habla ya de quasi materia, la cual consistiría en la
confesión y la satisfacción, mientras que la forma sería la absolución y la imposición de
una satisfacción.
Así también lo afirmará Tomás de Aquino, para quien ambas constituyen una unidad
moral, el unum sacramentum. En cambio, Duns Escoto considera que los actos del
penitente son sólo un presupuesto indispensable del signo sacramental: no forman parte
de él, ni son considerados como materia. El sacramento, independientemente de la
materia, consiste sólo en la sentencia del sacerdote. Esta concepción fue defendida por
la teología franciscana todavía después del Trento, que en el canon 4 (DS 1704) designa
los tres actos del penitente como quasi materia y como las tres partes del sacramento de
la penitencia.
Ministro
El obispo solía presidir sólo la penitencia pública, pues desde que se generalizó la
penitencia privada y reiterable el ministro fue el sacerdote. En caso de necesidad incluso
el diácono escuchaba confesiones; más aún, las recibían los laicos, lo cual fue un gesto
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altamente considerado entre los siglos VIII y XIV. Esto se explica porque para los
primeros escolásticos el sacramento se concentraba en los actos del penitente, sobre
todo en la confesión; de ahí que, a falta de sacerdote, los cristianos eran estimulados por
los mismos pastores y teólogos a confesarse con un amigo, con un compañero de viaje o
un vecino; muchos teólogos concedieron a esta práctica cierto valor sacramental.
El mismo Tomás de Aquino lo ve necesario en peligro de muerte y en ausencia del
ministro. Fue Duns Scoto el primero que se opuso a esta tradición, negando a la
confesión de los laicos todo valor sacramental y rechazando su obligatoriedad.
La práctica de reservar la absolución de algunos pecados al obispo aparece reflejada ya
en un sínodo de Londres (1102), tratando un caso de sodomía; luego en el Concilio de
Clermont (1130) y Lateranense II (1139) se habla de los malos tratos a un clérigo o a un
monje como pecados que requieren la absolución papal.
Documentos del Magisterio
Como en otros casos, las definiciones se han dado debido a herejías u opiniones que de
alguna manera hieren la doctrina afirmada por la Iglesia. Así, entre los errores de Pedro
Abelardo, condenados por Inocencio II en 1140 y 1141, está el número 12 en que
afirma: «La potestad de atar y desatar fue dada solamente a los apóstoles, no a sus
sucesores». Esta condena implica la afirmación de que los sucesores de los apóstoles
tienen potestad de perdonar pecados.
En tiempos de Inocencio III], en el Cuarto Concilio de Letrán (1215) se obliga a todos
los católicos a la confesión anual con el sacerdote propio, o con licencia de éste a otro
(DS 812). Además se establecen las cualidades de los confesores: discreto, cauto,
entendido, inquiriendo diligentemente las circunstancias del pecador y del pecado, para
aconsejar y remediar. La violación del sigilo conlleva deposición del oficio y reclusión
en un monasterio a perpetuidad.
En el Concilio de Constanza (1415) y en el Decreto de Martín V (1418) se condenan los
errores de John Wyclif y de los husitas: «7. Si el hombre está debidamente contrito, toda
confesión exterior es para él superflua e inútil» (DS 1157). El decreto para los armenios
del concilio de Florencia (1439), recoge la doctrina de Tomás de Aquino:
El cuarto sacramento es la penitencia, cuya cuasi materia son los actos del penitente que
se distinguen en tres partes. La primera es la contrición del corazón, a la que toca
dolerse del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante. La segunda es la
confesión oral, a la que pertenece que el pecador confiese a su sacerdote íntegramente
todos los pecados de que tuviere memoria. La tercera es la satisfacción por los pecados,
según el arbitrio del sacerdote; satisfacción que se hace principalmente por medio de la
oración, el ayuno y la limosna. La forma de este sacramento son las palabras de la
absolución que profiere el sacerdote cuando dice: «Yo te absuelvo». El ministro de este
sacramento es el sacerdote que tiene autoridad de absolver, ordinaria o por comisión de
su superior. El efecto de este sacramento es la absolución de los pecados.
El papa Sixto IV condena las proposiciones del mágister salmanticensis Pedro Martínez
de Osma (1479):
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La confesión de los pecados en especie, está averiguado que es realmente por estatuto
de la Iglesia universal, no de derecho divino.
Los pecados mortales en cuanto a la culpa y a la pena del otro mundo, se borran sin la
confesión, por la sola contrición del corazón.
En cambio, los malos pensamientos se perdonan por el mero desagrado.
No se exige necesariamente que la confesión sea secreta.
No se debe absolver al penitente antes de cumplir la penitencia.
El Romano Pontífice no perdona la pena del purgatorio.
El Romano Pontífice no dispensa acerca de lo que estatuye la Iglesia universal.
También el sacramento de la penitencia en cuanto a 1a colación de la gracia, es de
naturaleza (y no de institución) del Nuevo o del Antiguo Testamento.|DS (1411-1419).
Etapas de la confesión
La penitencia consta de cinco etapas:
1- Examen de conciencia
2- Acto de Contrición
3- Confesión auricular al sacerdote
4- La Penitencia (Acto de Satisfacción)
5- La Absolución
Arrepentimiento y contrición
Es tener la intención de no volver a cometer los pecados que se van a confesar (es decir,
tener el propósito de enmienda), en atención a la justicia y la misericordia de Dios. El
arrepentimiento busca sentir interiormente la culpa por los pecados cometidos, aunque
el sentimiento -que es involuntario- en sí no es necesario para hacer una buena
confesión; nada más la voluntad -que es libre- es requerida. El arrepentimiento conlleva
el deseo de reparar el daño hecho por los pecados cometidos.
Se llama contrición al arrepentimiento nacido del puro amor a Dios; cuando el
arrepentimiento proviene más bien del miedo a la condenación eterna, se llama atrición.
Ambos tipos de arrepentimiento son válidos para recibir este sacramento.
Confesión
La fase de la confesión consiste en la enumeración verbal de todos los pecados mortales
a un sacerdote con facultad de absolver. Los sacerdotes están obligados a guardar en
secreto los pecados confesados durante esta fase, lo que se conoce como sigilo
sacramental o secreto de arcano. Un sacerdote jamás, bajo ninguna circunstancia, puede
romper este secreto. El Código de Derecho Canónico indica que de ser violado, el
sacerdote queda automáticamente excomulgado:
«El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al
confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún
motivo».
Código de Derecho Canónico, canon 983,1
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La confesión debe ser completa, es decir, debe especificar todos los pecados en tipo y
número, así como las circunstancias que modifiquen la naturaleza del pecado mismo
(por ejemplo, no se considera el mismo tipo de pecado mentir a una persona cualquiera
que mentir a alguien que tenga autoridad sobre la persona). Ocultar conscientemente un
pecado invalida la confesión.
Satisfacción
La satisfacción, también llamada penitencia, es una acción indicada por el sacerdote y
llevada a cabo por el penitente como reparación por sus pecados.
Absolución
El sacerdote con facultad de absolver, después de haber indicado la penitencia, y haber
dado consejos apropiados si le pareciera oportuno o si el penitente mismo lo pide, da la
absolución con esta fórmula:
Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la
resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te
conceda, por el misterio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus
pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (cf. Catecismo de la
Iglesia católica n. 1449).
El penitente responde «Amén».
Aspectos canónicos
La legislación actual de la Iglesia (principalmente el Código de Derecho Canónico
vigente, de 1983) establece ciertas normas referidas a la administración de este
sacramento.
Concretamente, el CIC establece lo siguiente:
Para los seminaristas
Para los seminarios se nombran confesores. Los seminaristas deben tener libertad
completa para confesarse con el sacerdote que elijan (incluso con sacerdotes de fuera
del Seminario).3
Para facilitar lo anterior, el rector del Seminario debe hacer que otros confesores,
además de los ordinarios, acudan regularmente al Seminario.4
Cuando el Superior decide acerca de si el candidato se ordena o no, no se puede pedir la
opinión del confesor (ni siquiera del director espiritual).5
El rector del seminario no debe oír las confesiones de los alumnos, salvo que éstos lo
pidan espontáneamente.6
Para los religiosos
Los superiores deben respetar la libertad de sus subordinados a la hora de escoger tanto
al confesor como al director espiritual, si bien se nombran confesores ordinarios.7 Por
lo tanto, no pueden imponer la confesión o la dirección espiritual con miembros de la
propia orden, por ejemplo.
A los superiores se les prohíbe oír las confesiones de sus súbditos, salvo que éstos lo
pidan espontáneamente. También se le prohíbe al maestro de novicios y a su asistente.8
11
Por último, a los Superiores también se les prohíbe intentar conocer la conciencia del
súbdito (no solo mediante un mandato explícito, sino que ni siquiera pueden
aconsejarles que les comuniquen su conciencia). Igual que en el caso anterior, solo se
permite esta práctica si la iniciativa parte del súbdito.9
Para los fieles en general
Todo fiel tiene derecho a confesarse con el confesor legítimamente aprobado que
prefiera, aunque sea de otro rito.10
El lugar ordinario para la Confesión es el Confesionario. Solo se puede oír confesiones
fuera del mismo por justa causa, y debe quedar a salvo el derecho del fiel a mantener su
anonimato (mediante el uso de las rejillas usuales en los confesionarios)11
Entre otras cosas, el confesor tiene prohibido preguntarle al penitente por la identidad de
su cómplice, si lo hubiera.12
La obligación de mantener el secreto sacramental es absoluta.13 Es más, ni siquiera se
puede hacer uso de lo conocido por la confesión, ni para el gobierno externo en el caso
de que el confesor sea superior del penitente, ni para tomar cualquier tipo de medida que
se pueda considerar perjudicial para éste.14
Otras disposiciones establecidas por el CIC son que los superiores deben facilitar el
acceso al sacramento de la Penitencia, y que en caso de necesidad (y no solo en peligro
de muerte) los confesores tienen obligación de oír las confesiones de los fieles que se lo
pidan15
Notas
↑ Hechos de los Apóstoles 19, 18-19.
↑ Hanna, Edward. "The Sacrament of Penance." The Catholic Encyclopedia. Vol. 11.
New
York:
Robert
Appleton
Company,
1911.
5
Aug.
2012
<http://www.newadvent.org/cathen/11618c.htm>.
↑ Además de los confesores ordinarios, vayan regularmente al seminario otros
confesores; y, quedando a salvo la disciplina del centro, los alumnos también podrán
dirigirse siempre a cualquier confesor, tanto en el seminario como fuera de él. c. 240.1.
↑ c. 240.1.
↑ Nunca se puede pedir la opinión del director espiritual o de los confesores cuando se
ha de decidir sobre la admisión de los alumnos a las órdenes o sobre su salida del
seminario. c. 240.2
↑ c. 985. Recuérdese que la opinión del rector es fundamental a la hora de que el
candidato sea admitido o no a las Sagradas órdenes.
↑ Los Superiores reconozcan a los miembros la debida libertad por lo que se refiere al
sacramento de la penitencia y a la dirección espiritual, sin perjuicio de la disciplina del
instituto. c. 630.1 Y también: En los monasterios de monjas, casas de formación y
comunidades laicales más numerosas, ha de haber confesores ordinarios aprobados por
el Ordinario del lugar, después de un intercambio de pareceres con la comunidad, pero
sin imponer la obligación de acudir a ellos. c. 630.3
↑ c. 630.4:Los Superiores no deben oír las confesiones de sus súbditos, a no ser que
éstos lo pidan espontáneamente.. c. 985: El maestro de novicios y su asistente y el rector
12
del seminario o de otra institución educativa no deben oír confesiones sacramentales de
sus alumnos residentes en la misma casa, a no ser que los alumnos lo pidan
espontáneamente en casos particulares. Al igual que en el caso del rector del seminario
para la recepción de las órdenes sagradas, la opinión del maestro de novicios es
determinante a la hora de admitir al candidato en la orden religiosa.
↑ Los miembros deben acudir con confianza a sus Superiores, a quienes pueden abrir su
corazón libre y espontáneamente. Sin embargo, se prohíbe a los Superiores inducir de
cualquier modo a los miembros para que les manifiesten su conciencia. c. 630.5).
↑ c. 991.
↑ c. 964: 1. El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio. 2. Por lo que
se refiere a la sede para oír confesiones, la Conferencia Episcopal dé normas,
asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente confesionarios provistos
de rejillas entre el penitente y el confesor que puedan utilizar libremente los fieles que
así lo deseen. 3. No se deben oír confesiones fuera del confesionario, si no es por justa
causa.
↑ Al interrogar, el sacerdote debe comportarse con prudencia y discreción, atendiendo a
la condición y edad del penitente; y ha de abstenerse de preguntar sobre el nombre del
cómplice. c. 979.
↑ c. 983: 1. El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente
prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por
ningún motivo. 2. También están obligados a guardar secreto el intérprete, si lo hay, y
todos aquellos que, de cualquier manera, hubieran tenido conocimiento de los pecados
por la confesión.
↑ c. 984: 1. Está terminantemente prohibido al confesor hacer uso, con perjuicio del
penitente, de los conocimientos adquiridos en la confesión, aunque no haya peligro
alguno de revelación. 2. Quien está constituido en autoridad no puede en modo alguno
hacer uso, para el gobierno exterior, del conocimiento de pecados que haya adquirido
por confesión en cualquier momento. Por ejemplo, si el director de una institución es
sacerdote y uno de los empleados se confiesa con él de haber robado en el trabajo, el
director no podría, por este motivo, tomar la decisión de no renovarle el contrato.
↑ c. 986: 1. Todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están
obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están confiados y que
lo pidan razonablemente; y a que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión
individual, en días y horas determinadas que les resulten asequibles. 2. Si urge la
necesidad todo confesor está obligado a oír las confesiones de los fieles; y, en peligro de
muerte, cualquier sacerdote. Esto último incluye a los sacerdotes secularizados.
Enlaces externos
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Referencias
Manglano Castellary, José Pedro: El libro de la confesión. España: Planeta, 2006. ISBN
84-08-06526-2, ISBN 978-84-08-06526-5.
Código de Derecho Canónico. Roma, 1983.
Hahn, Scott (2006). Señor, ten piedad: la fuerza sanante de la confesión. Ediciones
Rialp. ISBN 978-84-321-3606-1.
Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio.
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