01-25 Pentecostés

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01-25 Domingo de Pentecostés. Hch.2.1-1; I Cor.12.3-7 y 12-13; Jn.20.19-23
Tú, ¿crees en Cristo? - ¡Que se te note!
¿Qué tienen en común Martin Luther King, Teresa de Ávila y Mahatma Gandhi? Que ellos, al
igual que innumerables otros personajes famosos, han vivido en el pasado y, por sus esfuerzos, han
dejado su huella positiva en la historia humana. Los admiramos y los recordamos, - pero para nosotros
son y siguen siendo personas que han vivido en el pasado, han luchado con los problemas de sus días, y
cuando murieron, el mundo siguió su curso hacia otros problemas, retos y metas. Pero ellos mismos han
quedado atrás, en el pasado, con limitada actualidad para nuestra problemática del presente: son
recuerdos, pero no presencia activa. - Pero el caso de Cristo es radicalmente diferente. –
1/ Cristo Resucitado y siempre Vivo: Fuente del Espíritu
Varias veces he oído decir a hermanos Pentecostales: “Ustedes, los Católicos, tienen un Cristo
muerto, mientras nosotros tenemos el Cristo vivo”. ¿Cómo pueden decir esto? ¿Sería que estamos
dando la impresión como si para nosotros también Cristo (igual que King, Teresa y Gandhi) fuese un
personaje importantísimo del pasado de 2000 años atrás, muy admirado, pero con escaso impacto
directo en la actualidad en que vivimos y trabajamos nosotros? ¿O no dejamos ver de manera evidente
que nuestra fe en Cristo y en su victoria es el dínamo de energía irresistible que nos impulsa a la acción?
- Ahora, de esto, precisamente, trata nuestra celebración de Pentecostés: el Cristo eminentemente vivo
y actual nos envía el dinamismo animador del Espíritu Santo que, tanto en las cosas ordinarias de la vida,
como en las grandes pruebas ocasionales, vence toda nuestra impotencia, cobardía y flojera, y nos
impulsa a la acción. Porque esto es el Espíritu: aquel poder extraordinario del Señor que, cuando Él nos
lo comunica, nos capacita a realizar cosas que con nuestra propia fuerza humana no podríamos realizar.
¡El Espíritu nos capacita a vivir y actuar “a lo divino”!
2/ El Viento, el Fuego y las Lenguas de Pentecostés
La 1ª lectura habla de tres símbolos del Espíritu Santo: viento, fuego, lengua. – (1) Como viento,
es una energía misteriosa que no se ve, pero que se percibe por la fuerza con que empuja: “El viento
sopla donde él quiera y oyes su voz, pero no sabes ni de dónde viene ni adónde va. Así es toda persona
que nace del Espíritu” (Jn.3.8). – En tiempos pasados el viento era la energía que movía los barcos para
cruzar los mares. Fue la fuerza que empujaba las carabelas de Cristóbal Colón por el Atlántico, - hasta el
día que una ‘calma’ paralizó por varias semanas su travesía. Cuando ya estaba por desesperarse, volvió a
soplar el viento, y lo llevó a descubrir el Nuevo Mundo. En tiempos pasados se captaba la fuerza del
viento en molinos, sea para moler el trigo, para sacar agua del subsuelo, o para drenar pantanos. Hoy en
día se la canaliza para mover grandes hélices que así generan energía eléctrica: ¡el viento es energía! –
(2) Como fuego, el Espíritu purifica: “La obra de cada cual será probada por el fuego” (I Cor.3.13), que
quema la paja (Mt.3.12), y purifica el oro de escorias. – Pero el fuego del Espíritu Santo actúa ante todo
cuando ilumina y calienta o enfervorece. a/ Ilumina: por cuanto esclarece nuestra mente para discernir
las cosas según el criterio o “la mente de Cristo” (I Cor.2.16), y sintonizarnos así al modo de pensar de
Dios, según prometiera Jesús: “El Paráclito os lo enseñará todo, y os recordará todo lo que yo os he
dicho, y así os guiará hacia la verdad completa” (Jn.14.26; 16.13). – b/ Enfervorece: nos inyecta pujanza
para vivir y comportarnos de un modo que San Pablo llama “locura” (vea I Cor.1.21-25), y que hace que
el auténtico Cristiano es un “enigma” para la gente de este mundo (vea Jn.3.8): “porque el hombre
meramente natural no capta las cosas del Espíritu” (I Cor.2.14), mientras a nosotros nos hace “superabundar de gozo aún en medio de las tribulaciones” (II Cor.7.4). Así, en Pentecostés el Espíritu rompió
todas las inhibiciones y miedos de los apóstoles, y los lanzó hacia fuera, a la calle: a proclamar su
experiencia de Cristo. – (3) Como lenguas: mientras la misión de Jesús había sido ofrecer su Evangelio
primero al Pueblo de Israel para así cumplir el compromiso de Dios con ellos, ahora el mensaje del Evangelio ha de irradiar a las naciones del mundo entero. De ahí que, providencialmente, había en aquella
ocasión en Jerusalén gente de muchos idiomas diferentes que, al oír a los apóstoles, exclamaban: “Cada
uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”. Y los que acogieron la Palabra
y fueron bautizados, fueron los primeros tres mil de aquella cosecha inmensa de creyentes en Cristo que
irá acumulándose hasta que, al final de la historia, abarque la humanidad entera (Hch.2.11 y 41).
3/ El Envío
San Pablo dice que la misión de Jesús era: “traer la paz a los que estaban lejos y paz a los de
cerca: para que, juntos, tengamos por Él acceso al Padre en su Espíritu” (Ef.2.18). Por esto, cuando Jesús
resucitado aparece a los suyos, su saludo siempre es “¡La paz a vosotros!” Por cierto, no es una paz así
como el mundo la ofrece, sino es “mi paz” (Jn.14.27), es decir: nos hace participar en su intimísima
relación personal con el Padre, en quien encontramos luz, fuerza, conocimiento, amor, - en una palabra:
la vida de Dios mismo. –
A base de esta experiencia de intimidad divina, somos enviados al mundo, para hacer a los
demás hombres coparticipes con nosotros de esta nueva vida divina en Cristo. Esta misión nuestra a las
gentes del mundo entero prolonga, en cierto sentido, la misión de Cristo mismo cuando Él fue enviado
por el Padre al mundo: “Así como el Padre me ha enviado a Mi, así Yo ahora os envío a vosotros”. De
esta forma Cristo “se prolonga” en nosotros para continuar llevando a cabo su obra salvadora de la
humanidad. Y démonos bien cuenta: cuando Jesús confiere esta misión a los suyos, no está hablando
sólo a los doce apóstoles, sino el Evangelio habla claramente de ‘los discípulos’ (Jn.20.19), es decir:
nosotros todos. Es misión de cada Cristiano bautizado irradiar el mensaje y la vida de Jesús: ser apóstol,
ser lámpara en la oscuridad, ser sal que sazone la tierra. De ahí el “derecho y el deber de cada bautizado
a ejercer el apostolado”, pues “es el mismo Señor el que los lanza al apostolado”, para lo cual nos
“confiere diferentes carismas” (AA, # 3). –
En I Cor, cap.12 (parte del cual es la 2ª lectura de hoy) San Pablo enumera varios de tales carismas que brotan de la única fuente que es el Espíritu Santo, todos ellos no para el bien de uno mismo,
sino para beneficio mutuo de los demás y, así, para crecimiento de la unidad de la Iglesia. - Uno de los
más importantes es el ministerio de la reconciliación que Cristo, al soplar su Espíritu sobre los discípulos,
les confiere, con el encargo: “A quienes perdonéis los pecados, se los quedarán perdonados”. Es aquel
poder divino que, cuando Jesús mismo lo ejerció para con aquel enfermo, bajado por el techo, provocó
la legítima protesta de los Judíos: “¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” (Mc.2.7). Este es el
gran don de la reconciliación de todo el género humano entre si y, así, con Dios, del cual todos los
Cristianos hemos de ser ministros: proclamadores y constructores de la paz (vea II Cor.5.18-6.2). -
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