DICIEMBRE: La alabanza (5) Día 31 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 7 “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento” (2 Corintios 3:14) ¿Por qué es la alabanza un triunfo? De hecho, cuando oramos nos encontramos aún en nuestro ámbito habitual, pero, cuando alabamos a Dios nos elevamos sobre nuestro estado cotidiano. Cada vez que oramos, ya sea intercediendo o suplicando, nos implicamos en lo que demandamos. Estamos ligados al objeto de nuestra petición, que siempre está presente en nuestro espíritu. Pero, si Dios nos saca de la prisión, nos libera de las cadenas, de la vergüenza y de los sufrimientos, entonces somos capaces de alzar la voz y cantar alabanzas a Dios. Donde puede ser que fracase la oración, la alabanza triunfa. Este es un principio esencial del que siempre nos tenemos que recordar. Si no podemos orar, ¿Por qué no tratamos de alabar al Señor? Dios no sólo nos ha dado la oración, también nos ha dado la alabanza, la cual nos permite proclamar la victoria. “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento” (2 Cor, 3:14.). Cada vez que nos sintamos oprimidos en el espíritu hasta el punto de que nos sea difícil respirar, tratemos de alabar a Dios. Oremos cuando seamos capaces, pero alabemos a Dios cuando no seamos capaces de hacerlo. Corrientemente, pensamos que cuando una carga es pesada necesitamos orar y que conviene alabar a Dios cuando el problema se ha resuelto. De hecho, tenemos que orar cuando nos sentimos cargados, pero a veces la carga se vuelve tan pesada que ni siquiera podemos orar. Entonces es el momento de alabar a Dios. No esperemos a que nos sea retirada la carga para comenzar a alabarle. Por el contrario, alabémosle cuando la carga se convierte en algo insoportable de llevar. Todo nuestro ser parece que se paraliza cuando nos enfrentamos con serias dificultades. Estamos perplejos, sin saber lo que tenemos que hacer. ¡Ese es el momento de aprender a alabar a Dios! Esa es la ocasión ideal para hacerlo. Si en ese instante alabamos a Dios, Su Espíritu comenzará a actuar, haciendo que todas las puertas se abran y se rompan todas Aparentemente, las cadenas. está expuesto El a que la canta vergüenza es libre. por estar encadenado, pero de hecho, es libre y capaz de cantar. De esa manera trasciende toda situación; nada ni nadie lo podrán derribar. Por lo tanto, los hijos de Dios tenemos que abrir la boca para alabar, sin esperar los momentos de calma, sino en medio de la tormenta y los sufrimientos. En medio de una situación que nos parezca complicada, levantemos la cabeza y digamos: “¡Señor, te alabo!”. Las lágrimas brotan de nuestros ojos, pero la alabanza surge de nuestro corazón. Con el corazón herido, expresamos la alabanza. Gracias a ello nos elevamos y nos unimos a Aquél que alabamos. La alabanza nos libera. Cuando ofrecemos un sacrificio de alabanza, es decir cuando ofrecemos nuestras alabanzas como sacrificio, trascendemos todas las cosas rápidamente, ya nada nos podrá deprimir. La alabanza (4) Día 30 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 6 “Invocaré a Jehová, quien es digno de ser alabado, y seré salvo de mis enemigos” (Salmo 18:3) Cuando un cristiano comienza a orar, satanás pasa al ataque. Ese es el motivo de que sea más fácil hablarles a las personas que orar. satanás ataca a la oración. Sin embargo sus peores ataques son para las alabanzas de los hijos de Dios. Si pudiese, trataría de que las palabras de la alabanza no llegasen a Dios. Utilizaría todo su poder para conseguirlo. Recordemos que cada vez que los hijos de Dios alaban al Señor, satanás es puesto en fuga. A menudo la oración es una batalla, pero la alabanza representa un triunfo. La oración es un combate espiritual y la alabanza, un grito de triunfo. Por eso podemos comprender por qué odia tanto satanás la alabanza. Desplegará todas sus fuerzas para acallarla lo más posible. Los hijos de Dios actúan como necios, cuando considerando su entorno o siguiendo sus impresiones dejan de alabar al Señor. Pablo y Silas, presos en Filipos, conociendo verdaderamente a Dios, cantaban en su celda. Todas las puertas de la prisión fueron abiertas y todas las cadenas rotas (Hechos 16:25-26.). La alabanza consiguió aquello. Dos veces se abrieron las puertas de la cárcel en los Hechos. En el primer caso, la Iglesia oraba fervientemente por Pedro, y un ángel entró en su celda y le liberó. En el segundo, Pablo y Silas cantaban alabando a Dios; de repente se abrieron todas las puertas y todas las ligaduras de todos los prisioneros se rompieron. Aquella misma noche, el carcelero y toda su familia creyeron en el Señor, fueron salvos y se bautizaron, y se regocijaron grandemente. Aquí vemos a dos hombres que ofrecieron sacrificios de alabanza, incluso en una cárcel; padecían físicamente, tenían heridas en la espalda y sus pies estaban encadenados, su debilidad era notable. Además, las prisiones romanas eran siniestras, sombrías y húmedas. ¿Tenían motivos para regocijarse? Pero se trataba de hombres espirituales que se elevaban por encima de todas esas cosas y contemplaban a Dios sentado en Su Trono y lo Loaban pese a su entorno y condiciones físicas. No nos podemos cambiar, nuestro entorno y nuestras circunstancias pueden variar, nuestros sentimientos pueden fluctuar, pero Dios jamás cambiará. Seguirá siendo Dios y digno de ser alabado. Pablo y Silas alababan. Tales alabanzas tienen un valor inestimable. Servían como sacrificio y sonaban como un grito de triunfo y de júbilo. La alabanza (3) Día 29 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 5 “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15) En principio, la alabanza es un sacrificio. Si los padecimientos fuesen fruto de la casualidad, no formarían parte de la naturaleza de la alabanza. Pero, sabemos que los sufrimientos no son fruto del azar, sino que se encuentran insertos dentro de un plan divino. Por lo tanto la alabanza saca su esencia de los padecimientos y de las tinieblas. Por algo dice el escritor de la Carta a los Hebreos: “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Heb. 13:15.) Hermanos, ¿En que consiste un sacrificio? En él se incluyen la pérdida y la muerte. El que ofrece un sacrificio sufre una pérdida: El buey o el cordero que nos pertenecían. Ahora los tomamos y se los ofrecemos a Dios como sacrificio. Hoy, Dios desea que los hombres le ofrezcamos alabanzas, cómo si ellas fuesen un sacrificio. Dicho de otra forma, nos capacita para alabarle, realizando en nosotros una transformación mediante los padecimientos que experimentamos. El Trono de Dios está fundamentado en la alabanza. ¿Cómo las obtiene Él? Cuando Sus hijos se aproximan a Él, trayendo cada uno su sacrificio de alabanza. Todos tenemos que aprender a alabar a Dios. Anteriormente leímos acerca de la necesidad de orar. Ahora nos hace falta saber cómo conviene alabar. David tuvo el privilegio de alabar a Dios siete veces al día. ¿Lo alabaremos nosotros menos veces que él? No, alabémoslo sin cesar. Aprendamos a decir: “Señor, Te alabo”. Que todos alabemos a Dios desde la mañana temprano, a lo largo de todo el día, cuando padezcamos las tormentas de la vida, cuando estemos congregados con los santos y cuando nos encontremos solos. La alabanza (2) Día 28 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 4 “Pero de día mandará Jehová su misericordia, y de noche su cántico estará conmigo, y mi oración al Dios de mi vida” (Salmo 42:8) Ciertas personas se extrañan de que haya tantos Salmos en la Biblia. El Espíritu Santo inspiró a salmistas tales cómo David, Moisés, Asaf y a otros para que alabasen a Dios. Sus Salmos, no sólo contienen alabanzas, también expresan sus padecimientos. Muchos de ellos relatan sus experiencias en el umbral de la muerte: “Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí” (Sal. 42:7.). En medio de experiencias dolorosas, abandonados de los hombres, golpeados y perseguidos por sus enemigos, expresaron no obstante sus alabanzas a Dios. Esas palabras de alabanza no salieron de labios de hombres que disfrutaban de prosperidad, sino de hombres que experimentaban enormes padecimientos. Todos los estudiantes de la Biblia conocen que el libro de los Salmos expresa el profundo dolor humano, por causa de heridas físicas y morales. Pero recordemos que aún en esos Salmos que expresan el dolor de sus escritores, resuena con fuerza y claridad la alabanza. Dios extrajo y compuso himnos de alabanza en medio de los padecimientos de sus hijos, de aquellos que le pertenecen. Todos ellos aprendieron a alabar a Dios en todos los momentos y circunstancias. No pensemos que la alabanza llena de gozo es la más fuerte. De hecho son aquellos que han pasado por las más angustiosas experiencias delante de Dios, los que expresan una alabanza que resuena con más intensidad. Dios recibe en Su corazón tales alabanzas y los bendice grandemente. Dios desea que cada uno de nosotros aprenda a alabarle en medio de la adversidad. No elevemos únicamente nuestras alabanzas cuando nos encontremos en la cima y entreveamos la tierra prometida, aprendamos a componer salmos y canciones de alabanza cuando nos encontremos caminando por el valle de sombras de muerte. Estas son en realidad las mejores alabanzas. Ahora podemos comprender cual la verdadera naturaleza de la alabanza. Como antes hemos leído, el libro de los Salmos es el único libro de alabanzas del Antiguo Testamento. Su título podría ser “Alabanzas”. Muchos cristianos se inspiran en los Salmos para loar a Dios. Muchos de estos Salmos pueden cantarse, que es lo que hicieron los hijos de Israel en el Antiguo Testamento. Constatemos que aquellos que alabaron a Dios de esa forma fueron los que pasaron por situaciones de aflicción; en medio de sus padecimientos compusieron himnos de alabanza y confianza en el Dios de su salvación. La alabanza (1) Día 27 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 3 “Siete veces al día te alabo a causa de tus justos juicios” (Salmo 119:164) La alabanza es un servicio maravilloso de los hijos de Dios, la mejor de sus actividades. Ella constituye la más noble expresión de los sentimientos de los fieles, la manifestación más elevada del aprecio hacia Su Dios y Padre en la vida espiritual. El Trono de Dios está situado en el centro del universo y Dios recibe allí las alabanzas de Sus hijos. Al loar a Dios exaltamos Su nombre. A Dios no le podemos ofrecer nada mejor que la alabanza. Los sacrificios tenían una gran importancia a los ojos de Dios, y sin embargo Él dijo: “El sacrificio de los impíos es abominación…” (Prov. 21:27.). Notemos que en ningún lugar de la Biblia se dice que las alabanzas puedan ser abominables. Se pueden ofrecer sacrificios abominables, pero jamás abominables alabanzas. La oración ocupa un lugar destacado en la Biblia, pero sin embargo se dice: “El que aparta su oído para no oír la ley, su oración también es abominable” (Prov. 28:9.). No obstante no encontramos ningún pasaje bíblico que diga que la alabanza sea abominación. ¿No es esto maravilloso? David dijo en los Salmos: “Tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré, y él oirá mi voz” (Sal. 55:17), y de nuevo: “Siete veces al día te alabo a causa de tus justos juicios” (Sal. 119:164.). David oraba a Dios tres veces al día, pero alababa a Dios siete veces al día. Cuando en él actuaba el Espíritu Santo, se dedicaba a alabar al Señor. La Biblia enfatiza más la alabanza que muchos otros temas. Los hijos de Israel, desde que salieron de Egipto, no dejaron de alabar a Dios. El conjunto de los Salmos esta lleno de alabanzas. Anteriormente Moisés compuso un cántico de alabanza en Éxodo 15. Después se suceden estas expresiones de gozo y alabanza a lo largo del Antiguo Testamento. “¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios? (Ex. 15:11.). Dios es digno de ser alabado. Traer almas a Cristo (4) Día 26 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 2 “Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2Timoteo 4:2) Es evidente que no está prohibido predicarle el Evangelio a aquellos por los que no hayamos orado. Aprovechemos todas las ocasiones, hablemos en cualquier ocasión, sea o no sea favorable, porque no sabemos quien se nos escapará. Abramos regularmente la boca, y no dejéis de orar por aquellos que están en nuestra lista, y por tantos otros de los que ignoramos el nombre. Pidámosle al Señor que salve a pecadores. Aprovechemos cualquier encuentro para hablarles a los pecadores si nos sentimos conducidos por el Espíritu. Recuerdo de la historia de un oficial de marina inglés, que asistía a una carrera en Londres. Eran muchos los espectadores de aquel evento. A su lado estaba sentada una señora de cierta edad. Él se preguntó si aquella señora conocería al Salvador. Él se volvió hacia ella y le dijo: “Perdone, tengo que hacerle una pregunta muy importante: ¿conoce usted a mi Salvador?” La señora se sorprendió mucho con la pregunta. Entonces él le explicó que el Señor Jesús era su Salvador y la animó a creer en Él. La dama estuvo dispuesta a recibir al Señor Jesús. Ambos se arrodillaron para orar y la dama fue salva realmente. Permitidme decir que si somos negligentes, las almas se nos escaparán. Utilicemos, como pescadores de Dios, una buena red para que no se nos escape ningún pez. Todos cuentan, ya sean médicos, maestros, o cualquier otro. De igual manera, ¿Cómo podremos ganar almas sin haber aprendido en primer lugar a llevarlas al Señor? Muchos son maestros en el arte de ganar almas para Cristo. Traer almas a Cristo (3) Día 25 diciembre de 2012 Lectura: Romanos 1 “Yo conozco tus obras; he aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar; porque aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, no has negado mi nombre” (Apocalipsis 3:8) Pedirle a Dios ocasiones de hablar Tenemos que pedirle a Dios que nos de la oportunidad de hablarle a las personas. Si lo hacemos nos serán dadas tales ocasiones. Recuerdo a una hermana que dirigía un pequeño estudio bíblico. Reunía a bastantes vendedoras incrédulas y les daba, una vez a la semana, un curso bíblico. Lo hizo durante un tiempo, sin que hubiese resultados visibles. Después vio a una joven elegantemente vestida que era orgullosa e indiferente para las cosas espirituales. La hermana comenzó a orar por ella. Después de varios días, invitó a la joven a tomar el té en su casa. La joven pensaba pasar un rato agradable y se dirigió a la casa de la hermana. Pero, desde el momento en que se sentaron, esta comenzó a persuadirla para que creyese. La joven dijo: “no puedo creer, porque amo el mundo. No estoy dispuesta a perder sus cosas; por lo tanto no puedo creer en el Señor Jesús.” La hermana reconoció que ese sería el caso de alguien que creyese en el Señor Jesús; tendría que abandonar los placeres mundanos. La joven dijo: “El precio es demasiado alto; no lo puedo pagar.” La hermana le recomendó que volviese a su casa y meditase en lo que había oído. Al volver a su casa, la joven se arrodilló para orar y decidió seguir al Señor. De inmediato se sintió transformada. Sin saber cómo, su corazón cambió. Su vestimenta y su maquillaje también sufrieron modificaciones. Un mes más tarde, la llamó el jefe de su departamento a su oficina y la felicitó por su cambio. Ella se sorprendió mucho. Su jefe le dijo entonces que los responsables se habían reunido y decidido el despedirla sin continuaba una semana más comportándose como tenía por costumbre. Ella, anteriormente se mostraba arrogante, irrespetuosa con los clientes, excesivamente engalanada, frívola, de manera que sólo pensaba en ella y no en los asuntos del almacén. Pero, curiosamente, ahora había cambiado. Él le preguntó si podía saberse el motivo de su cambio. La joven testificó haber aceptado al Señor Jesús. En el espacio de un año, condujo, una a una, a más de cien vendedoras a Jesús. Parece difícil hablarles a ciertas personas. Pero si oramos por ellas, se nos dará la oportunidad de testificarles y serán transformadas. Consideremos a la hermana anteriormente citada. Al principio tenía temor de hablarle a esta joven, tan arrogante parecía en su comportamiento y tan mundana en su vestimenta. Sin embargo, el Señor le dio a la hermana la carga de orar por ella. Después le dio la valentía para hablarle. Por eso, también nosotros tenemos que aprender a orar y a hablar. Son muchos los que no se atreven a abrir sus bocas para hablar del Señor Jesús a sus amigos y a sus conocidos. Las ocasiones no faltan para hacerlo, pero las dejamos pasar porque tenemos miedo. Traer almas a Cristo (2) Día 24 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 28 “Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3) No es suficiente orar por los pecadores e interceder por ellos delante de Dios. Por causa de Dios, también nos tenemos que acercar a los pecadores. Les tenemos que decir a ellos quien es Dios y Su deseo de salvarles. Son muchas las personas que se atreven a hablar con Dios, pero que no se atreven a hablarles a los hombres. Todos tenemos que ser atrevidos para hablarles a estos. No sólo tenemos que orar, también debemos buscar la ocasión de hablar. Muchos piensan que la discusión o argumentación podrá tocar el corazón de las personas. Pero eso no es verdad. Eso sólo puede someter o convencer el pensamiento de la gente. Por lo tanto es preferible no utilizar tantas palabras procedentes de la inteligencia humana y darle nuestro testimonio acerca de Dios, cómo hemos alcanzado la paz, el gozo y el descanso, cuando creímos en el Señor Jesús. Estos son hechos que nadie podrá negar. Para acercar a las personas a Dios es necesario hablar de los hechos y no de las doctrinas. Las personas no acceden a la fe por la lógica de las doctrinas. Son muchos los que aceptan la lógica de la doctrina y sin embargo no creen. A menudo son aquellos más sencillos los que pueden ser usado por el Señor para salvar almas. Los que predican bien pueden guiar los pensamientos de las personas, pero no alcanzan a salvar a las almas. La única meta ha de ser salvar almas y no la modificar el pensar de las personas. ¿Qué de bueno tiene el modificar el pensar de las personas, si no se salvan? Recuerdo a un anciano que asistía regularmente a los servicios y reuniones de la Iglesia, pero que no era salvo. Pese a todo, consideraba que el asistir a la Iglesia era un buen hábito. Asistía regularmente y quería que lo acompañase toda su familia. A menudo, después de la reunión, al entrar en su casa, montaba en cólera y su familia le tenía miedo. Un día, su hija que pertenecía al Señor y estaba casada vino a visitarle, junto a su hija de cuatro años. El abuelo llevó a la pequeña a la Iglesia. Después de la reunión, a lo largo del camino, la pequeña miró a su abuelo y tuvo la impresión de que éste no creía realmente en el Señor Jesús. Ella le preguntó si verdaderamente creía en el Señor. Él le dijo que los niños se tienen que callar. Varios pasos más adelante, la niña insistió: “Para mí que tu no tienes el aspecto de ser un verdadero creyente en Jesús”. El anciano le dijo de nuevo: “los niños no tienen permiso para hablar”. Después de un momento, la nieta le dijo: “¿Por qué no crees en Jesús?” Esa vez, el anciano fue vencido. Aquel a los que todos temían fue llevado al Señor por tan simples preguntas. Recordemos que no se trata de una buena manera de predicar. Esta niña tuvo un ojo más perspicaz que el de muchas personas mayores. Comprendió que aunque su abuelo fuese con regularidad a la Iglesia, era diferente. Al decirle: “Tú no tienes el aspecto de un verdadero creyente y ¿por qué no crees en Jesús?” Lo condujo a Cristo. Cuando prediquemos el Evangelio o cuando testifiquemos de Cristo, no temamos parecer como necios. Un gran cerebro apenas salva a alguien. Jamás he visto a hombres brillantes salvar a alguna persona, porque alguien que se sirve de su cabeza, siempre está orientado a la doctrina. Sus explicaciones dogmáticas son claras, pero el Evangelio nada tiene que ver con la doctrina. Tenemos que conocer el método divino. Tenemos que aprender a “pescar” correctamente. Traer almas a Cristo (1) Día 23 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 27 “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37) Existe un principio básico que rige la salvación de las personas: Antes de hablarle a alguien, primero tenemos que orar a Dios por él. Dirijámonos en primer lugar al Señor, después hablémosle a la persona. Es totalmente necesario que primero le hablemos a Dios en favor de la persona a la que le queremos predicar el Evangelio. Si le hablamos a ella en primer lugar, antes de orar por ella, nos arriesgamos a no alcanzar el fin deseado. En algún sitio vi a dos hermanos muy celosos por conducir almas al Señor. Pero al entrar en contacto con ellos constaté un error fundamental: Estos hermanos no oraban por aquellos a los que querían ganar para Cristo. Interesarse por los hombres sin tener una carga delante de Dios es insuficiente y en consecuencia ineficaz. En primer lugar es necesario sentir responsabilizado ante Dios, luego trabajar con los hombres. Por lo tanto, lo primero que hay que hacer es pedirle a Dios que nos de almas a las que dirigirnos. El Señor Jesús dijo: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí…” (Juan 6:37.). Y recordamos como Dios añadía a la Iglesia a los que se salvaban (Hechos 2:47.). Necesitamos pedirle almas a Dios. Oremos: “Padre, dale almas al Señor Jesús, añade personas a la Iglesia”. Las personas serán añadidas como respuesta a nuestras peticiones. El corazón de los hombres es tan sutil que no se vuelve fácilmente. Por ello tenemos que interceder fielmente en favor de alguien antes de hablarle. ¡La oración es muy importante! Oremos por las personas a las que queremos acercar a Cristo, haciendo mención de sus nombres; creamos que Dios las salvará, y luego llevémoslas al Señor. Quien sea sabio para conducir hombres a Cristo, tiene que ser maestro en la oración. El que encuentre dificultades en la consecución de sus plegarias, tendrá difícil el ir a darles testimonio del Señor a las personas. Ojalá veamos todos que la oración precede al testimonio. Todos aquellos que son sabios para llevar a Cristo a las personas, son a la vez eficaces en la oración. Proclamar el Evangelio (13) Día 22 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 26 Y Pablo dijo: !Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!” (Hechos 26:29) D.L. Moody fue un gran evangelista. Él tenía un concepto muy claro: Ya sea desde el púlpito o fuera de él, el Evangelio se tenía que proclamar al menos a una persona cada día. Una noche, cuando iba a acostarse, se acordó que aquel día no le había hablado a nadie del Evangelio. ¿Qué hizo? Se levantó, se vistió y salió a la calle. Ya era media noche y no había nadie en la calle. Al final se encontró con un policía y le animó a creer en el Señor. Encontró que el policía al que le estaba hablando se encontraba profundamente turbado. Bruscamente éste le dijo: “¿Qué clase de persona es usted para venir a media noche a pedirme que crea en Jesús?” Moody dijo unas pocas palabras más y se apresuró a regresar a su casa. Pero, gracias a Dios, aquel policía fue salvo pocos días después. Decidamos, delante de Dios, aprovechar todas las oportunidades para acercarnos a las personas y testificarles del Evangelio. Si toda la Iglesia proclama el Evangelio, ¿Quién se podrá oponer? Sería un gran reto, y glorificaría a Dios, que todos alcemos nuestras antorchas y encendamos a otros. ¡Que prosiga nuestro testimonio del Evangelio hasta que el Señor vuelva! ¡Que no se apague cuando se apaguen nuestras lámparas! Que la lámpara de cada uno pueda encender algunas más, y que estas prendan otras. No es exagerado pedirle al Señor que encienda cada vez más lámparas. Llevemos vidas constantemente a Cristo. De esa manera prosperará la Iglesia. La mies es mucha. ¡Alcémonos para realizar la obra! Proclamar el Evangelio (12) Día 21 de diciembre Lectura: Hechos 25 “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17) Nadie tiene que ser negligente en este tema. Tenemos que aprender a acercar las vidas al Señor. ¡Tengamos este deseo! Démosles al menos la oportunidad de escuchar el Evangelio de Jesucristo. Tan pronto como fui salvo, me fue dicho por algunos hermanos mayores que tendría que hablarle del Señor por lo menos a una persona cada día. Animamos a todos a que tengan esta sana costumbre. No permanezcamos haciendo oraciones difusas, pidiéndole al Señor que añada almas. ¿Por qué no fijarnos una meta, ganar diez o más almas en un año? “Señor te pido treinta almas.” No estaría mal llevar anotado en un cuaderno el nombre de cada persona salvada y verifiquemos al final del año cuál ha sido el resultado. Si no lo hemos conseguido pidámosle cuentas al Señor. Animémonos unos a otros para darnos al Señor de la mies. Veremos que de esa forma tendremos éxito. Pidámosle un número concreto al Señor y esperemos que nos lo conceda. Oremos a diario y aprovechemos todas las ocasiones para testificar de Cristo. Testifiquemos por lo menos a una persona diaria. Testifiquemos a todos cuantos encontremos. Es inútil predicar el Evangelio únicamente desde el púlpito. Tenemos que aprender a testificar en todas partes y en todo momento. Trabajando a diario para el Señor. Al testificar no pensemos en subir a un púlpito, sin sentir la necesidad de testificar diariamente, eso sería en vano. Deseemos que todos podamos testificar de persona a persona. Proclamar el Evangelio (11) Día 20 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 24 “Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra” (Eclesiastés 11:1-2) Muchas personas dejarán de oír el Evangelio si nosotros dejamos de testificar. Ellas quedarán alejadas eternamente de Dios, no sólo por un tiempo. El doctor Chalmers fue un gran predicador, ganador de almas en la segunda mitad del siglo XIX. Un día fue invitado a cenar a casa de una familia. Después de la cena, leyeron juntos la Biblia. En la sobremesa, tanto él, como el resto de los comensales, discutieron de muchos temas y sobre sujetos muy diferentes. Entre los comensales había dos jefes de tribus ancianos, uno de ellos especialmente culto. Durante un largo tiempo discutieron. Al retirarse cada uno a su habitación, se despidieron educadamente. El jefe erudito ocupaba una habitación frente a la del doctor Chalmers. Cuando éste entró en la suya, escuchó un ruido como de algo que se hubiese caído en la habitación de enfrente. Acudió y encontró muerto al jefe, tendido en el suelo. Todos los de la casa acudieron a la habitación de éste. En seguida el doctor Chalmers se dirigió a ellos diciendo: “Si hubiese sabido que iba a pasar esto, no habría desperdiciado las últimas horas, hablando de cosas inútiles. Le habría presentado a este hombre el plan eterno de Dios, para su salvación. Pero, ay, ni siquiera dedique un minuto para hablarle de la salvación de su alma. No le di ninguna oportunidad. Si hubiese sabido lo que se ahora, habría utilizado todas mis fuerzas para hablarle de como Jesús había muerto por él en la cruz. Ahora es demasiado tarde. Quizás vosotros os hubieseis burlado de mí, si hubiera tocado ese tema, considerándolo incongruente. Aunque ahora hable de ello, es demasiado tarde. Las palabras que podría haber dicho durante la cena, espero que ahora todos las podáis oír. Todos tenéis necesidad del Señor Jesús y de Su cruz. Os digo que la separación de Dios será eterna y no sólo temporal en el caso de que no aceptéis al Señor. Cuan triste es que este hombre quede excluido del cielo para siempre.” Proclamar el Evangelio (10) Día 19 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 23 “Mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:14) Entendemos que un cristiano tiene que ser un canal para que fluya el agua de la vida. Para ello tenemos que estar unidos al Espíritu Santo para que fluya de nosotros el agua. Pero tenemos que saber que el canal de la vida tiene dos extremos: Uno está conectado al Espíritu Santo, al Señor, a la Vida y otro que desemboca en los hombres. Si la salida que está dirigida hacia los hombres permanece cerrada, no podrá fluir el agua de la vida. ¿Cómo podremos estar tan equivocados de pensar que es bastante con tener un solo extremo conectado con el Señor? No, el agua de la vida no circulará si sólo se encuentra abierta la parte que está relacionada con el Señor. También tiene que estar abierta la parte que está dirigida hacia los hombres, hacia el mundo, hacia los pecadores, para que el agua pueda fluir libremente. La razón de que muchos creyentes estén desprovistos de poder delante de Dios, es porque está cerrada una u otra abertura, ya sea la relacionada con el Señor o la que está relacionada con los pecadores. Si hubiese diez mil creyentes que testificasen fielmente, de mutuo acuerdo, los tales podrían salvar al mundo en un plazo de diez años, si cada uno de ellos trajese al Señor tres personas cada año. Eso jamás se conseguirá por medio de la predicación, sino mediante el testimonio dado personalmente a cada persona. Este cálculo nos demuestra lo perezosos que somos cuando se trata de salvar almas. ¡Qué perdida tan grande! Proclamar el Evangelio (9) Día 18 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 22 “El fruto del justo es árbol de vida; Y el que gana almas es sabio” (Proverbios 11:30) En la vida de todo creyente, existen dos días especiales, dos días de gozo. El primero es el día en el que creyó en el Señor, el segundo es el día en que por primera vez trajo a alguien a Cristo. Para algunos, el gozo de haber conducido por primera vez a alguien a Cristo es superior, incluso, al gozo que sintieron al ser salvados ellos mismos. Pero muchos de los creyentes no se sienten felices porque jamás han dicho a nadie una palabra acerca del Señor, ni han traído a nadie a Cristo. Que esto no nos acontezca nunca, procuremos tener ese gozo. La Biblia dice: “el que gana almas es sabio” (Prov. 11:30). Los recién convertidos deberían aprender a traer vidas a Cristo desde el principio de su vida cristiana. Tienen que llegar a ser sabios para ser útiles en la Iglesia de Dios. Muchos creyentes no han alcanzado la comprensión espiritual porque no saben la manera de ganar almas. No animamos a nadie a predicar desde lo alto de un púlpito, lo que tratamos es persuadir a los creyentes para que salven almas. Son numerosos los que saben predicar, pero que son incapaces de conseguir que alguien se salve. Si les acercáis personas para que les ministren, no saben como ocuparse de ellas. Sólo aquellos que se saben ocupar de las almas y conducirlas a Cristo, son útiles para la vida de la Iglesia. Que todos aprendamos a hacerlo desde el principio de nuestra vida cristiana. Es absolutamente imposible que alguien que tenga la luz, deje de resplandecer. Igual que no hay diente que no pueda morder, fuente de la cual no pueda brotar el agua, tampoco existe vida que no pueda transmitir vida. El que no puede testificar a los pecadores, posiblemente tiene necesidad de que otros le testifiquen a él. El que no tiene interés por ayudar a otros, se tiene que arrepentir y pedirle al Señor que le ayude. Necesita oír de nuevo el Evangelio de Dios. ¿Existe una luz que no alumbre, una fuente sin agua? ¿Es posible que no tengamos pasión por ganar almas para el Señor? Aquí no estamos hablando de predicar, sino de salvar vidas. No se trata de dar un buen mensaje de evangelización, sino de testificar. ¿Quién puede haber avanzado tanto espiritualmente, para no necesitar testificar para el Señor? Proclamar el Evangelio (8) Día 17 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 21 “Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquél de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret” (Juan 1:45) En Juan 1:40-45, vemos como Andrés y Felipe se encontraron con Simón y con Natanael respectivamente, y la manera en que los atrajeron al Señor Jesús. Siguiendo el ejemplo de ellos, tenemos que aprender a testificar del Señor después de haber creído en Él; no sólo en la ciudad, en nuestra casa o en la sinagoga, también tenemos que hacerlo de persona a persona. Cuando Andrés creyó en el Señor, trajo a su hermano Pedro al Señor. Más tarde se vio que Pedro tenía mayores dones y que posiblemente fue uno de los más grandes apóstoles. Sin embargo fue Andrés quien lo trajo al Señor. Él fue salvado en primer lugar, luego atrajo a su hermano. Felipe y Natanael no eran hermanos, sino amigos. Felipe fue al encuentro de su amigo y lo condujo al Señor. Estos dos ejemplos ilustran el principio del testimonio individual. Recordemos que el método del contacto personal constituye el fundamento mismo del cristianismo. Hace varios cientos de años que había en Inglaterra un creyente llamado Harvey Page. Por la gracia especial de Dios le fueron abiertos los ojos, y comprendiendo que no poseía ningún don especial, ni la capacidad de realizar muchas cosas, podía, sin embargo, al menos ocuparse de algunas personas individualmente. Mientras que otros muchos cristianos estaban capacitados para efectuar grandes obras, él no lo estaba. Pero podía concentrar su atención sobre una persona cada vez y seguirla tenazmente. A los que se acercaba les decía, que si él había sido salvado, ellos también lo podían ser. Oraba por aquellas personas y les hablaba hasta que eran salvas. Cuando Harvey Page abandonó este mundo, había llevado a Cristo, de esta manera, a más de cien personas. A Harvey Page lo siguió Tomás Hogban y su grupo “solo a solo”. Hogban había sido realmente tocado por la fidelidad de Page. Él era un hombre instruido y de oración. Levantó a un grupo llamado “solo a solo” en veintisiete países. Aunque esta obra hoy ya no existe, durante su existencia se salvaron gran cantidad de personas. Un creyente nuevo puede sentir que no está especialmente capacitado, pero, al igual que Felipe y Andrés, tendría que testificarle del Señor inmediatamente a su familia o a sus amigos. Si sus fuerzas son limitadas, al menos podrá concentrarse en una persona a la vez. De esa manera llevará almas al Señor. Proclamar el Evangelio (7) Día 16 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 20 “Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo” (1 Pedro 1:1) ¿Es posible que alguien haya sido salvado y permanezca sentado tranquilamente, como si no hubiese pasado nada? ¿Se puede creer en el Señor Jesús y no sentirse invadido de un profundo sentido de admiración? Dudo que alguien se pueda encontrar en tal situación, después de haber hecho un descubrimiento tan extraordinario, el más importante de todos: Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. No sería extraño que la tal persona fuese inmediatamente a llamar a la puerta después de haberlo de sus amigos conocido. De hecho, tendría que subirse a lo alto de un monte para proclamar la nueva o descender hasta el mar para anunciar que Jesucristo es el Hijo de Dios. ¡No hay ningún descubrimiento más importante que este! Aunque pudiésemos reunir en uno todos los descubrimientos del mundo, no podría superar a este. Hemos descubierto realmente al Hijo de Dios. ¡Qué descubrimiento tan excepcional! Imaginemos que alguien de gran importancia viajase anónimamente y lo reconociésemos por tener buena vista. Inmediatamente nos sentiríamos emocionados al reconocerlo. El Hijo de Dios también es invisible, pero lo hemos descubierto. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. ¡Es extraordinario! Por eso, cuando Pedro lo reconoció y dijo que el Señor era el Hijo del Dios viviente, el Señor Jesús le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mat. 16:17.). Aunque Jesús iba de incognito, fue reconocido por aquellos a quienes el Padre se lo reveló. Por tanto no tenemos que considerar que nuestra fe es algo insignificante. ¿Por qué enfatizamos tanto sobre la fe? Porque sobrepasa todo cuanto posee el mundo. Hemos creído. ¡Cuán maravillosa es esta fe! Podemos proclamar y gritar por las calles y plazas, en las sinagogas y en nuestros hogares que hemos descubierto que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios que nos ha salvado. Eso fue lo que hizo nuestro hermano Pablo. Si nos damos cuenta de que gran descubrimiento hemos hecho, haremos lo mismo. ¡Qué hecho tan maravilloso y glorioso: Jesucristo es el Hijo de Dios! La proclamación del Evangelio (6) Día 15 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 19 “En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que éste era el Hijo de Dios” (Hechos 9:20) Predicar en las sinagogas “Y estuvo Saulo por algunos días con los discípulos que estaban en Damasco. En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que éste era el Hijo de Dios. Y todos los que le oían estaban atónitos, y decían: ¿No es éste el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?” (Hechos 5:19b-21.) El apóstol Juan nos dice que todo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios, ha nacido de Él. Pablo fue salvo desde el momento en que vio la luz. Pero cuando fue llevado a Damasco, no podía ver y estaba muy frágil físicamente. Después de ser bautizado por Ananías, comió y recuperó las fuerzas. Algunos días después, predicaba en las sinagogas diciendo que Jesús era el Hijo de Dios. Pablo se enfrentaba a un gran problema al hacer aquello, porque todavía era un miembro del sanedrín. El sanedrín judío estaba compuesto por setenta miembros, y él formaba parte del mismo. Provisto de cartas del sumo sacerdote, había salido de Jerusalén para arrestar a los seguidores de Jesús. ¿Qué tendría que hacer él mismo, ahora que también había creído en el Señor? Al principio vino a arrestar a los que habían aceptado al Señor, ahora, sin embargo, él era susceptible de ser arrestado. Pero, en lugar de huir, para salvar su vida, entró en las sinagogas y le mostró al pueblo que Jesús era el Hijo de Dios. Lo primero que tenemos que hacer cuando nos convertimos es testificar del Señor y de Su Salvación. Desde el momento en que fueron sanados los ojos de Saulo, tomó la primera ocasión para testificar que Jesús era el Hijo de Dios. Todos los que creemos en el Señor tenemos que hacer lo mismo. La mayoría de la gente ha oído hablar de Jesús, ya sea en la historia o en los documentos relacionados con Él, le consideran únicamente como Jesús de Nazaret. El mundo admite la existencia de un tal Jesús, pero a sus ojos sólo se trata de un ser humano como miles de otros, un hombre entre otros, ciertamente algo especial, pero sin embargo alguien como tú o yo. Esperemos al día en que al incrédulo le sean abiertos los ojos de su corazón, entonces descubrirá que Jesús es el Hijo de Dios e irá a casa de sus amigos y allegados para decirles que ha encontrado al Salvador, el Hijo de Dios, cuyo nombre es Jesús. Es algo extraordinario encontrar al Hijo de Dios. Es un descubrimiento enorme, que no se puede tomar a la ligera. Después de miles de años de historia y entre millones de seres humanos hemos encontrado al Hijo de Dios, nuestro Salvador. ¿Es esto algo pequeño? Hubo un hombre llamado Pablo que a lomos de su montura, amenazaba de muerte a los cristianos, a los que creían en el nombre de Jesús. Pero después de levantarse de su caída, he aquí que entra en las sinagogas y proclama que Jesús, al que antes perseguía, era el Hijo de Dios. Con permiso: A menos de que Pablo hubiese perdido la cabeza, tendría que haber tenido una gran revelación. Entre los millones que poblaban la tierra, había encontrado al que proclamaba como el Hijo de Dios. Todos cuantos se convierten tendrían que se semejantes a Pablo y proclamar tal hallazgo. Proclamar el Evangelio (5) Día 14 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 16 “Mas Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti” (Marcos 5:19) Testificar en la casa: el endemoniado En Marcos 5:1-20, encontramos a un hombre poseído por espíritus inmundos. Se hería con piedras, y nadie lo podía sujetar. Rompía las cadenas con las que le sujetaban y desmenuzaba los grilletes. Moraba en los sepulcros y nadie osaba acercarse a él. Pero el Señor arrojó de aquel hombre a los espíritus impuros. Él entonces quiso seguir al Señor, pero Éste le dijo: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti” (v. 19.). Si contamos las cosas que el Señor ha hecho con nosotros, testificaremos acerca de Él. Aquel endemoniado no podía residir en una casa; tenía que vivir en los sepulcros. Estos son los espacios reservados para los muertos; esta persona vivía en esa clase de lugar. Cuando el Señor les ordenó a los espíritus inmundos abandonar a aquel hombre, ellos “entraron en los cerdos, los cuales eran como dos mil; y el hato se precipitó en el mar por un despeñadero, y en el mar se ahogaron” (v. 13.). Lo que aquel hombre había soportado durante tanto tiempo de los poderes demoníacos, fue insoportable para los mismos cerdos; dos mil de acuerdo al relato. No es extraño que el hombre se hiriese con piedras, porque ¿Quién puede caer en las manos de los demonios y no morirse? En el caso de la mujer samaritana, vemos a una persona que buscaba los placeres del mundo, pero en el caso presente, nos encontramos con una persona que se mutila a sí mismo. El Señor lo salvó y lo envió a su casa para que les cuente a los suyos las grandes cosas que el Señor le había hecho y la gran compasión que había tenido el Señor con él. Al recibir la gracia, tenemos que dárselo a conocer a nuestra familia, a nuestros vecinos y allegados. Tenemos que testificar que ahora somos salvos. Digámosles cuan grandes cosas nos ha hecho el Señor y como hemos creído en Él, recibiéndolo como nuestro Salvador. Relatemos los hechos y demos un fiel testimonio. De esta manera haremos que otros ardan y que se propague la salvación del Señor. Proclamar el Evangelio (4) Día 13 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 17 “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8) Todos tenemos que testificar, contar nuestra propia experiencia. Habiéndonos salvado el Señor, cuando éramos pecadores. ¿Podremos permanecer mudos? “El Señor me ha salvado; no podemos dejar de abrir la boca y manifestar lo que ha hecho por nosotros. Aunque no me sea posible explicar el porqué, no puedo por menos que ver que es Dios, que es Cristo, que es el Hijo de Dios, que es el Salvador que me ha rescatado y salvado, designado para esa tarea por Dios mismo. También tengo que reconocer que soy salvo por Su Gracia. Todo lo que se nos pide es expresar lo que sentimos. Es posible que no alcance a contar todo lo que me ha pasado, pero podéis ver hasta que punto he sido cambiado. No sé cómo se ha producido esto; yo que antes me consideraba un hombre bueno, hoy me veo como un pecador. Lo que no consideraba ser pecado, el Señor me lo mostró pecaminoso. Ahora reconozco la clase de persona que soy. Antes hice muchas cosas sin que las supiera nadie; a veces ni siquiera era consciente de estar haciendo algo malo. Pecaba mucho pero no era consciente de ser un pecador. Sin embargo, llegó un Hombre que me dijo todo cuanto había hecho. Me dijo cosas que yo ignoraba y cosas que yo sabía. Tengo que testificar que he tocado al Salvador. Él tiene que ser el Cristo, el único que me puede salvar.” Cualquiera que se considere como un pecador tiene un testimonio que dar. El que ha visto al Salvador es un buen testigo. Recordemos que esta mujer samaritana comenzó a testificar desde el momento en que se encontró con el Señor. Lo hizo desde el primer día. Ella no esperó varios años para hacerlo en una reunión de avivamiento. Al volver a su casa, comenzó de inmediato a testificar del Señor. Es correcto que una persona comience a testificar desde el momento de su conversión, contándoles a otros lo que ha visto y comprendido. Es inútil hacer un discurso largo; es suficiente con decir lo que sabemos. Alguno podrá decir: “Antes de creer en el Señor, no podía dormir, pero ahora si puedo. Estaba deprimido, pero ahora me encuentro bien, no tengo miedo de lo que me pueda pasar.” Otro podrá decir esto: Antes estaba angustiado, pero ahora tengo paz.” Todo lo que tenemos que hacer es contar los hechos. Seamos testigos vivos delante de los hombres de lo que hemos experimentado; nadie podrá discutir con nosotros si lo que decimos es cierto. Proclamar el Evangelio (3) Día 12 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 16 “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” (Juan 4:29) Testificar en la ciudad – La mujer samaritana En Juan 4 vemos a una samaritana a la que el Señor le pidió de beber. Este mismo Señor le ofreció posteriormente el agua de la vida, sin la cual nadie puede vivir ni quedar satisfecho. Cualquiera que beba el agua del pozo del mundo, seguirá teniendo sed. Cada vez que la bebamos volveremos a estar sedientos e insatisfechos, por ello tenemos que volver a beber de continúo. Lo que nos puede ofrecer el mundo nos puede satisfacer por un tiempo, pero la sed volverá más pronto o más tarde. Únicamente la fuente que brota de nuestro interior – la fuente del Agua Viva del Espíritu- nos podrá satisfacer para siempre. Sólo esta satisfacción interior es la que podrá librar a las personas de los deseos mundanos. Cuando el Señor le mostró a aquella mujer quien era realmente Él, abandonó su cántaro, aquello que hasta entonces había sido lo más importante para ella, y se dirigió a la ciudad para decirle a sus vecinos: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” (Juan 4:29.). Aquí encontramos un verdadero ejemplo del testimonio. Aquella mujer había estado casada cinco veces, pero aún no estaba satisfecha. Tenía que volver a beber una y otra vez. Pero aquel día, el Señor le mostró la existencia de otra clase de agua que apagaba la sed de cuantos la bebiesen. No es sorprendente, entonces, que abandonase su cántaro y fuese a testificarles a sus conciudadanos acerca del Salvador tan grande que había encontrado. Su primera acción fue darles testimonio del Señor Jesús a los habitantes de su ciudad. Proclamar el Evangelio (2) Día 11 de diciembre de 2012 Lectura: Hechos 15 “Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14) “El Dios de nuestros padres te ha escogido para que conozcas su voluntad, y veas al Justo, y oigas la voz de su boca. Porque serás testigo suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído” (Hechos 22:14-15.). El Señor le dijo estas palabras a Pablo por medio de Ananías. Tenemos que testificar a todos de todo lo que hemos visto y oído. El primer fundamento del testimonio que tenemos que dar es acerca de aquello que hemos visto y oído. No podemos testificar de algo que no hemos visto ni oído. La ventaja que tenía Pablo sobre otros, era que había visto y oído al Señor personalmente. Por eso era tan efectivo su testimonio. Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14.). Esto nos dice en qué consiste el testimonio. Testificamos de lo que hemos visto. ¡Alabado sea el Señor! Hemos encontrado al Señor, hemos creído en Él hemos sido redimidos por Él, lo hemos recibido como nuestro Salvador. Tenemos paz por todas estas cosas, porque hemos sido liberados del pecado, hemos sido perdonados y hemos recibido la Vida Eterna. Estamos gozosos por todo ello. Nuestro bienestar es más grande y profundo que nunca. Antes nos agobiaba el peso del pecado, pero hoy, gracias a Dios, el peso ha desaparecido. En consecuencia somos personas que han visto y oído. ¿Qué tenemos que hacer ahora? Dar testimonio. Eso no quiere decir que nos tenemos que convertir en predicadores o que tengamos que abandonar nuestros trabajos para servir al Señor a tiempo completo. Simplemente quiere decir que tenemos que testificarle a nuestros amigos, conocidos y a nuestros parientes de lo que hemos visto y oído del Señor. Proclamar el Evangelio (1) Día 10 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 14 “Gracia y paz sean a vosotros, de Dios el Padre y de nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre” (Gálatas 1:3-4) Una vela que arde sola, el viento la apaga con facilidad. Pero, aunque nos sea por esta causa, acabará apagándose. Si alguien quiere aumentar la luz y que brille más tiempo, tendrá que aumentar el número de bujías y reponerlas constantemente, imaginemos que encendemos diez, cien o incluso mil velas; la intensidad de la luz crecerá cada vez más. Así ha de ser el testimonio de la Iglesia. Es doloroso comprobar que la luz y el testimonio se acaban al tiempo que ciertos individuos desaparecen. En tanto que la Iglesia se tendría que propagar de generación en generación, un buen número de cristianos no tienen descendientes. ¡Que el testimonio de Jesús no desaparezca gracias a los nuevos creyentes! Una vela tiene que arder hasta el final; igualmente, el testimonio de un hombre tiene que proseguir hasta su muerte. Si la luz de una vela tiene que seguir alumbrando, tendrá que transmitir su llama a otra antes de consumirse completamente. Sólo si las velas encienden a otras, podrá continuar difundiéndose la luz hasta alumbrar el mundo entero. Ese es el testimonio de la Iglesia. Los creyentes nuevos tienen que aprender a testificar del Señor; si no es así, el Evangelio acabará después de ellos. Ya hemos sido salvos, tenemos la vida y nuestra luz alumbra. Pero si no transmitimos la llama a otros, antes de consumirnos, nos apagaremos definitivamente. Es preciso que traigamos a muchos al Señor, si no es así, apareceremos delante de Él con las manos vacías. Sigamos con el ejemplo de la vela. Cuando vino el Hijo de Dios a la tierra, encendió algunas bujías –los apóstoles. Más adelante, prendió otra en la persona de Pablo. A lo largo de los dos mil años siguientes, se han ido encendiendo una vela tras otra en la Iglesia. Ciertas velas pueden prender decenas o centenares de nuevas luces. Aunque la primera vela esté a punto de apagarse, las demás continuarán alumbrando. arriesgado sus Es posible vidas para que muchas para personas transmitirnos la hayan llama; esperemos que la misma no se extinga con nosotros. Vayamos y testifiquemos del Señor. Atraigamos almas a Cristo. Que no se interrumpa la luz del testimonio en la tierra. La oración (9) Día 9 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 13 “Mas el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración” (1 Pedro 4:7) La oración es una obra La oración se debe tomar seriamente como un trabajo que ha de ejecutarse. Algunas cosas prácticas pueden servir de ayuda, como el apuntar las peticiones en un cuaderno. De esta manera podremos saber cuantas han sido las peticiones que le hemos hecho al Señor, cuantas nos han sido concedidas, y cuantas de ellas tenemos que continuar haciéndole a Él. A lo largo de un solo año, le concedió Dios más de tres mil peticiones a Jorge Müller. ¿Cómo habría sido posible para éste conocer el número de las mismas si no las hubiese anotado? Una vez que hemos escrito nuestra petición en el cuaderno, se convierten en algo de lo que tenemos que tratar con el Señor. Nada se olvidará. Oraremos por tales cosas en muchas ocasiones, día a día hasta que nos sean concedidas. La gran ventaja de tener este cuaderno es conocer la cantidad de oraciones que nos han sido concedidas y el número de ellas que no nos lo han sido. Si no son oídas nuestras plegarias, si no son concedidas, hay algo que no funciona. Por sí mismo el celo en orar es fútil si las oraciones no son contestadas. Si no está abierto el acceso a Dios, no podremos acceder a los hombres. El que no tiene poder delante de Dios, tampoco lo tendrá delante de los hombres. Tenemos que buscar el poder de la oración delante de Dios, si no existe tal poder, la oración no tendrá ninguna utilidad. La oración tiene un origen y una meta: El origen es la persona que ora y la meta es la cosa, o la persona, por la que se ora. A menudo la persona, que es el origen, tiene que sufrir una transformación antes de que se pueda conseguir alcanzar, o cambiar, la meta. Es en vano esperar solamente que sea cambiada la meta. Tenemos que aprender a orar: “Señor ¿En qué tengo que cambiar? ¿Existe todavía un pecado que no ha sido tratado? ¿Existe aún un deseo personal que necesita ser purificado? ¿Hay alguna lección práctica de la fe que debo aprender? O acaso ¿Hay algo en mí que tengo que abandonar?”. Si en nosotros existe algo que tiene que ser cambiado, tenemos que cambiarlo de inmediato para comenzar a orar con poder. Muchos hijos de Dios esperan ver como se realizan sus súplicas, mientras que rehúsan ser cambiados ellos mismos. Si todos aprendemos convenientemente la lección de la oración, en adelante la Iglesia será fortalecida en gran manera. La oración (8) Día 8 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 12 “También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre, y no desmayar” (Lucas 18:1) Continuar orando La oración tiene también otro aspecto que puede parecer contradictorio con lo que venimos diciendo, pero que es también muy real, se trata de que tengamos que orar siempre y no desmayar. El Señor nos muestras que ciertas oraciones tenemos que hacerlas persistentemente. Tenemos que orar hasta, por así decirlo, importunar al Señor. Viniendo continuamente antes Él con insistencia. No se trata de una señal de incredulidad, sino especialmente de otra clase de fe, el Señor dijo: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”. Esa clase de fe es la que cree que si se ora persistentemente, Dios acabará por contestar, aunque al comienzo haya habido o no promesa. Frecuentemente, no oramos por segunda vez por algo, porque en realidad no hemos pedido algo concreto. ¿Cuántas de nuestras oraciones las hemos repetido dos, tres o más veces? Son numerosas las que hemos hecho una sola vez y las hemos olvidado. ¿Nos extraña que el Señor también las olvide? Sólo podemos orar y persistir en la oración cuando nos enfrentamos con una necesidad real. Entonces nos encontramos en una situación que nos presiona y nos impulsa a orar. Mucho tiempo después nos podremos acordar de tal oración: “Señor si no actúas, continuaré orando”. Tal oración no contradice la de Marcos 11. Marcos nos incita a orar hasta que nos sea otorgada la fe, en ese caso no se dice que tenemos que orar siempre y no desmayar. Cuantas veces no está nuestro corazón en nuestras oraciones. Tales plegarias son inmediatamente olvidadas por los que las efectúan. ¿Cómo podemos esperar que Dios atienda a aquellas oraciones en las que no ponemos nuestro corazón? Nosotros mismos las hemos olvidado, y esperamos que Dios las recuerde. Eso no tendría que suceder. Por eso tenemos que aprender a orar y a hacerlo hasta que consigamos que Dios nos conceda lo que le pidamos. Si pedimos algo, tenemos que aprender a importunar a Dios. ¿Cómo podemos esperar a ser atendidos, si nosotros mismos hemos olvidado lo que hemos pedido? Si tenemos realmente una necesidad, siempre seguiremos orando sin desmayar jamás. Oremos hasta que Dios nos tenga que contestar. La oración (7) Día 7 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 11 “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí” (Juan 14:1) Tenemos que persistir en la oración, hasta que la fe nos sea otorgada. Se puede decir que la primera parte consiste en orar hasta alcanzar la fe, la segunda consiste en alabar al haberla alcanzado, hasta que adquirimos lo pedido. ¿Por qué tenemos que subdividir así la oración? Porque desde el momento en que la fe se adquiere, lo único que se puede hacer es alabar. Si se continúa orando, perdemos la fe. Nos tenemos que servir de la alabanza para recordarle a Dios que no retrase lo prometido. Dios ya ha prometido dar, ¿Qué más podemos pedir? En todo el mundo, muchos hermanos y hermanas han tenido tales experiencias, desde el momento en que les fue otorgada la fe. A partir de ese momento hay que dejar de pedir. Lo único que hay que hacer es decir: “Te alabo, Señor”. Ciertos hermanos parecen no haber entendido esto. Dios ya les ha dado la promesa, pero ellos continúan orando; siguen haciéndolo hasta perderlo todo, eso es realmente una gran pérdida. ¿Cómo podemos mantener la fe? Alabando al Señor: “Señor, te alabo por que has oído mis suplicas. Tú me lo has concedido”. Cuán preciosas son las palabras de Marcos 11:24. En ningún otro lugar del Nuevo Testamento se expresa la fe mejor que en este precioso versículo. “Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis [lo habéis recibido], y os vendrá”. Aquí tenemos tres puntos principales: a) Orar, sin tener nada en las manos, b) Creer, sin tener nada aún, luego c) Creer que lo pedido ya lo tenemos en las manos. Que comprendamos realmente lo que es la oración y el papel tan importante que tiene en nuestro vivir diario. La oración (6) Día 6 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 10 “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra? (Lucas 18:8) ¿Qué es pues la fe? La fe, es cuando somos conducidos a un punto donde podemos proclamar que Dios ya ha escuchado nuestra oración. No se trata de cuando decimos que Dios nos lo concederá. Sino que nos arrodillamos para orar, y podemos decir de una manera o de otra: “¡Alabado sea el Señor porque ha oído mi plegaria! ¡Bendito sea Dios, hecho está!”. Eso es la fe, la que se asienta sobre el “lo habéis recibido”. Si al levantarnos después de orar, decimos que creemos que Dios nos escuchará o que Él nos lo va a conceder, nada pasará, de poco valdrá nuestra insistencia. Nuestra determinación no tendrá resultado alguno. El Señor dijo: “Creed que lo habéis recibido, y lo veréis cumplirse”. Él no dijo: “Creed que lo recibiréis y veréis como se cumple”. Hermanos y hermanas, ¿Hemos visto la clave? La auténtica fe dice: “Ya está hecho”. Alabo al Señor porque ha contestado a mi súplica. Se puede subdividir la fe en dos partes: La primera consiste en orar sin tener una promesa concreta, hasta que esta se recibe; consiste en orar sin tener una palabra de Dios que la avale, para conseguir que esta nos sea dada. Todas las oraciones comienzan así. Oremos haciéndole peticiones a Dios, y continuemos pidiéndole. La primera parte consiste en pedir, sin más. La segunda comienza en el momento en que se recibe la promesa y sigue hasta el momento de la realización de la misma; va desde el momento de recibir la promesa de Dios, hasta que ella se cumple. Durante este período de tiempo lo que tiene que brotar de nuestras bocas es la alabanza y no las peticiones en sí. De manera que la primera parte se caracteriza por las peticiones y la segunda, por las alabanzas. En un primer momento tenemos que orar sin haber obtenido una palabra de promesa, hasta que la obtengamos. Una vez que la hayamos obtenido, alabemos hasta que ella se cumpla. Ese es el secreto de la oración. Para la gente del mundo sólo existen dos elementos en la oración: no tengo algo, por eso oro; cuando oro, Dios me lo da. Por ejemplo: Ayer oré para tener un reloj. Después de varios días el Señor me dio uno. A partir de nada, he obtenido algo. Pero para los cristianos existe un tercer elemento que se encuentra entre los dos anteriores, la fe. Si oro por tener un reloj y un día proclamo que Dios ha escuchado mi súplica, entonces he alcanzado el punto de la fe; sé que tengo el tal reloj, aunque aún estén vacías mis manos. Los cristianos tenemos que saber la manera de recibir en el espíritu, si no es así, es que estamos desprovisto de fe y de perspicacia espiritual. La oración (5) Día 5 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 9 “Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá” (Marcos 11:24) Es necesario creer Aún queda que cumplir una condición positiva. El que ora tiene que creer. Si no cree, la oración será inefectiva. Los acontecimientos relatados en Marcos 11:12-24 nos muestran que la oración tiene que estar fundada en la fe. El Señor salía de Betania con Sus discípulos. Tuvo hambre y viendo de lejos una higuera se aproximó para comer sus frutos, pero la higuera sólo tenía hojas. Él entonces la maldijo diciendo: “Nunca jamás coma nadie fruto de ti”. La mañana del día siguiente, al pasar los discípulos por el lado de ella, vieron que la higuera se había secado de raíz. Ellos se sorprendieron grandemente. El Señor les dijo: “Tened fe en Dios. Porque de cierto os digo que cualquiera que dijere a este monte: Quítate y échate en el mar, y no dudare en su corazón, sino creyere que será hecho lo que dice, lo que diga le será hecho. Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis [que lo habéis recibido], y os vendrá”. Quien pide tiene que creer, porque si cree recibirá lo que ha pedido. ¿Qué es la fe? Es creer que se ha recibido lo que se ha pedido en la oración. Los cristianos tenemos con frecuencia poca comprensión acerca de la fe. El Señor dijo: “el que cree que lo ha recibido” lo recibirá; pero los cristianos pensamos que el que cree que lo recibirá obtendrá lo pedido. El Señor utiliza el verbo “recibir” en dos maneras distintas. Primero dice: “lo habéis recibido” y a continuación “veréis como se cumple”. Pero son numerosos los cristianos que ponen el énfasis y la fe en “veréis como se cumple”. Oramos al Señor creyendo que “recibiremos” lo que pedimos. Creemos que la montaña se “arrojará al mar”. ¡Parece que nuestra fe es grande! Pero en vez de poner la fe en “lo habéis recibido”, lo hemos entendido como “veréis como se cumple”. Peo no es ese el género de fe de la que habla nuestro Señor. La fe a la que se refieren las Escrituras es la que está ligada a “lo habéis recibido”, lo cual es mucho más exacto que “veréis como se cumple”. La oración (4) Día 4 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 8 “El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13) s necesario solucionar el problema del pecado E Es posible haber orado sin haber pedido mal, y no haber sido escuchados. ¿Por qué? Puede ser que exista un obstáculo para nuestras oraciones: El pecado, que se interpone entre el hombre y Dios. “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Sal. 66:18.). Si tenemos conocimiento de un pecado al cual nos mantenemos unidos en nuestro corazón, no seremos escuchados. ¿Qué significa mirar a la iniquidad en el corazón? Quiere decir tener un pecado en el corazón al cual no se quiere renunciar. Dios perdona las debilidades del hombre, aunque sean muchas. Pero si alguien es consciente de un cierto pecado y siente en su corazón placer por él, esa actitud es más que una debilidad de su conducta; eso se convierte en mirar a la iniquidad en su corazón. El hombre descrito en Romanos 7 es diferente a esta clase de persona. Dice que aborrece lo que hace, está caído, pero le disgustan sus fallos. El que mira a la iniquidad en su corazón es, por el contrario, alguien que no quiere abandonar su pecado. No lo abandona ni en su conducta, ni en su corazón. El Señor jamás contestará a las peticiones de la tal persona, porque el pecado impide que sean escuchadas sus súplicas. Es importante que apartemos todas las iniquidades de nuestro corazón. Todos los pecados tienen que ser confesados y puestos bajo la sangre. Puede no ser fácil vencer los propios pecados, pero nadie debe mantener la iniquidad en su corazón. Dios podrá perdonar nuestras debilidades, pero nunca tolerará que mantengamos la iniquidad en nuestro corazón. De nada sirve ser liberados de los pecados externos, si interiormente nos mantenemos unidos a alguno de ellos. El corazón tiene que ser sometido a un tratamiento completo, con el fin de poder aborrecer cada pecado y no mantener, amar o contemplar cualquier iniquidad. Si existe algún pecado en el corazón, en vano es orar, porque el Señor no nos escuchará. “El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Prov. 28:13.). El pecado se tiene que confesar. Una vez confesado, el Señor lo perdonará y lo olvidará. Tenemos que venir al Señor y decirle: “En mi corazón existe un pecado al que miro y me es difícil de abandonar, pero te pido que me perdones. Estoy dispuesto a renunciar a él, te pido que me liberes para que deje de estar en mí. No lo deseo en mí y me resisto a él.”. El Señor pasará por alto nuestro pecado si lo confesamos delante de Él de esta manera. Entonces nuestra oración no será impedida, sino que será escuchada. No tenemos que tomar a la ligera este problema. La oración (3) Día 3 de noviembre 2012 Lectura: Hechos 7 “Pedís, y no recibís, porque pedís mal…” (Santiago. 4:3.) No pidamos mal Tenemos que pedirle cosas a Dios. Pero las Escrituras ponen una condición “no pedir mal”. “Pedís, y no recibís, porque pedís mal…” (Sant. 4:3.). Podemos pedirle a Dios que provea para nuestras necesidades, pero no podemos hacer demandas desmesuradas o excesivas. Se necesita un aprendizaje de varios años para poder presentar “grandes peticiones” delante de Dios. Durante los primeros tiempos de nuestra vida espiritual, es difícil establecer la diferencia entre las “grandes oraciones” y el “orar mal”. Es conveniente, al principio, no orar por nuestro deleites o sin motivos determinados, por lo que no sea realmente necesario. Dios primeramente va a proveer para nuestras necesidades, dándonos lo que nos hace falta. A veces sucede que Dios nos concede más de lo que le hemos pedido. Pero si pedimos mal, no nos escuchará. ¿Qué quiere decir “pedir mal”? Pedir más de lo necesario, más de lo que necesitamos, más de lo que realmente deseamos. Por ejemplo: Tengo cierta necesidad y le pido a Dios que cubra más de lo que necesito, pido mal. Si tengo una gran necesidad, puedo pedirle al Señor que la solucione. Pero no debo pedir más allá de ella, porque Dios no presta atención a las peticiones hechas a la ligera. La plegaria tiene que ser hecha de acuerdo a la necesidad; no se puede hacer de una manera desmesurada. El pedir mal, es semejante al niño de cuatro años que pide la luna. Tal cosa sobrepasa en mucho sus verdaderas necesidades. Tenemos que mantener nuestro lugar al orar. Sólo cuando hayamos acumulado mucha experiencia podremos hacer “grandes plegarias”. Pero de momento todos tenemos que orar según la medida de nuestras necesidades. No pidamos desmesuradamente, sin tener en cuenta los límites de nuestras verdaderas carencias. La oración (2) Día 2 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 6 “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal” (Romanos 12:21) Orar, consiste en pedir. “Pedís, y no recibís, porque pedís mal…[o no pedís]” (Sant. 4:3.) “Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Luc. 11:9-10.) Cuando me convertí, dije (expresa el autor) que oraba diariamente. Un día me dijo una hermana en el Señor: ¿Te concede el Señor lo que le pides? Me sorprendí, porque no consideraba que al orar tenía que esperar una respuesta. Oraba, pero jamás, me pregunté si se me habían concedido mis peticiones. Pero desde aquel momento me dedique a orar esperando que lo fueran. Cuando ella me hizo aquella pregunta, comprobé mis súplicas para ver cuántas me habían sido contestadas, al hacerlo descubrí que no había hecho muchas oraciones que exigiesen una respuesta. Mis oraciones, en su mayor parte, eran generales y ambiguas, por lo tanto no era necesario que fuesen respondidas. Era como si le pidiese a Dios que saliese el sol mañana, de todas maneras tendría que salir. Después de un año de vida cristiana no pude encontrar ni un solo ejemplo de petición concedida. Es cierto que me había arrodillado delante de Dios y dicho muchas palabras, pero realmente no había pedido nada. El Señor dice: “llamad, y se os abrirá”. Pero yo había golpeado contra un muro. El Señor no nos abrirá el muro porque realmente no sabe lo que queremos. Si llamamos realmente a la puerta, nos la abrirá. Si le pedimos algo, Él nos lo dará. ¿Qué queremos realmente? “Buscad”, dice el Señor. No le podemos pedir al Señor todo un almacén, tenemos que pedirle algo concreto. “No tenéis, porque no pedís”. Si alguien pide algo, tiene que se concreto en sus peticiones. Eso es lo que significa “buscar y llamar”. Hay que buscar algo concreto; hay que llamar a la puerta y no golpear contra un muro. Es posible que algunos oren a lo largo de la semana sin que hayan pedido nada concreto. Por lo tanto no recibirán nada, porque no lo han hecho correctamente. Han formulado una oración pero les falta el objeto de la demanda. Supongamos que le pedimos a nuestro padre, a nuestro esposo o esposa o a nuestro hijo que nos busquen algo. Les tendremos que decir que es lo que queremos. ¿Nos mandaría el médico a la farmacia sin especificar el nombre del remedio en su receta? ¿Podemos ir al mercado sin saber lo que tenemos que comprar? Lo extraño es que vayamos a la presencia de Dios sin algo concreto que pedirle, y sin esperar nada. Ahí es donde reside realmente la dificultad de la oración, he aquí el obstáculo de la misma. Tenemos que atrapar este sentido de la oración. Si no lo hacemos, cuando venga la prueba, no podremos orar para superarla. Las peticiones ambiguas no podrán hacer frente a las necesidades específicas. Serán suficientes para los días normales, pero no serán de ninguna utilidad cuando lleguen las auténticas necesidades. Si nuestra oración tiene un carácter general o ambiguo, no obtendremos el socorro necesario en el momento de la necesidad, porque nuestros problemas son de una naturaleza muy específica. Sólo cuando aprendamos a orar específicamente, podremos beneficiarnos de experiencias específicas que atiendan a las dificultades concretas. La oración (1) Día 1 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 5 “Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido” (Juan 16:24) La oración es el ejercicio más profundo y a la vez el más sencillo de la vida cristiana. Desde el comienzo de la misma, todos pueden orar. No obstante hay muchos hijos de Dios que confiesan, incluso en su lecho de muerte, que no han conseguido aprender a orar correctamente. La contestación a las oraciones, por parte de Dios, es uno de los privilegios o derechos fundamentales del cristiano. Dios nos ha concedido el privilegio de contestar a nuestras oraciones. Lo anormal es que un creyente no reciba contestación a sus súplicas. Las oraciones tienen la promesa de Dios de ser contestadas. “Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido” (Juan 16:24.). El que ora frecuentemente y recibe contestación a sus oraciones, es un cristiano bienaventurado. Se trata de una experiencia fundamental que todos tenemos que tener. En lo que concierne a las peticiones concedidas, el cristiano no puede engañarse a sí mismo. O le son concedidas sus peticiones o no lo son. Tenemos que tratar de orar de tal manera que nuestras súplicas nos sean otorgadas. Orar no es lanzar palabras al aire, ni conseguir algo al azar. Cuando se ora, debe hacerse con el fin de obtener una respuesta. La oración no es una simple forma de consagración espiritual, la oración tiene un objetivo concreto, que es el ser contestada. Si sólo se tratase de un acto devocional, se podría orar durante horas, sin esperar una respuesta. Pero si la oración implica obtener una contestación, entonces tenemos que orar hasta que venga la respuesta. ¡Por tanto, es imperativo que aprendamos a orar de tal manera que obtengamos aquello que pedimos!