La alabanza (5)

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DICIEMBRE:
La alabanza (5)
Día 31 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 7
“Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo
en Cristo Jesús, y por medio de nosotros manifiesta
en todo lugar el olor de su conocimiento”
(2 Corintios 3:14)
¿Por qué es la alabanza un triunfo? De hecho, cuando oramos
nos encontramos aún en nuestro ámbito habitual, pero, cuando
alabamos a Dios nos elevamos sobre nuestro estado
cotidiano. Cada vez que oramos, ya sea intercediendo o
suplicando, nos implicamos en lo que demandamos. Estamos
ligados al objeto de nuestra petición, que siempre está
presente en nuestro espíritu. Pero, si Dios nos saca de la
prisión, nos libera de las cadenas, de la vergüenza y de los
sufrimientos, entonces somos capaces de alzar la voz y cantar
alabanzas a Dios.
Donde puede ser que fracase la oración, la alabanza
triunfa. Este es un principio esencial del que siempre nos
tenemos que recordar. Si no podemos orar, ¿Por qué no
tratamos de alabar al Señor? Dios no sólo nos ha dado la
oración, también nos ha dado la alabanza, la cual nos
permite proclamar la victoria. “Mas a Dios gracias, el cual
nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y por medio de
nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento” (2
Cor, 3:14.). Cada vez que nos sintamos oprimidos en el
espíritu hasta el punto de que nos sea difícil respirar, tratemos
de alabar a Dios. Oremos cuando seamos capaces, pero
alabemos a Dios cuando no seamos capaces de hacerlo.
Corrientemente, pensamos que cuando una carga es pesada
necesitamos orar y que conviene alabar a Dios cuando el
problema se ha resuelto. De hecho, tenemos que orar cuando
nos sentimos cargados, pero a veces la carga se vuelve tan
pesada que ni siquiera podemos orar. Entonces es el
momento de alabar a Dios. No esperemos a que nos sea
retirada la carga para comenzar a alabarle. Por el contrario,
alabémosle cuando la carga se convierte en algo insoportable de
llevar. Todo nuestro ser parece que se paraliza cuando nos
enfrentamos con serias dificultades. Estamos perplejos, sin
saber lo que tenemos que hacer. ¡Ese es el momento de
aprender a alabar a Dios! Esa es la ocasión ideal para hacerlo.
Si en ese instante alabamos a Dios, Su Espíritu comenzará a
actuar, haciendo que todas las puertas se abran y se
rompan
todas
Aparentemente,
las
cadenas.
está
expuesto
El
a
que
la
canta
vergüenza
es
libre.
por
estar
encadenado, pero de hecho, es libre y capaz de cantar. De esa
manera trasciende toda situación; nada ni nadie lo podrán
derribar.
Por lo tanto, los hijos de Dios tenemos que abrir la
boca para alabar, sin esperar los momentos de calma,
sino en medio de la tormenta y los sufrimientos. En medio
de una situación que nos parezca complicada, levantemos la
cabeza y digamos: “¡Señor, te alabo!”. Las lágrimas brotan de
nuestros ojos, pero la alabanza surge de nuestro corazón. Con
el corazón herido, expresamos la alabanza. Gracias a ello nos
elevamos y nos unimos a Aquél que alabamos.
La alabanza nos libera. Cuando ofrecemos un sacrificio
de alabanza, es decir cuando ofrecemos nuestras alabanzas
como sacrificio, trascendemos todas las cosas rápidamente, ya
nada nos podrá deprimir.
La alabanza (4)
Día 30 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 6
“Invocaré a Jehová, quien es digno de ser alabado,
y seré salvo de mis enemigos”
(Salmo 18:3)
Cuando un cristiano comienza a orar, satanás pasa al
ataque. Ese es el motivo de que sea más fácil hablarles a las
personas que orar. satanás ataca a la oración. Sin embargo
sus peores ataques son para las alabanzas de los hijos de
Dios. Si pudiese, trataría de que las palabras de la
alabanza no llegasen a Dios. Utilizaría todo su poder para
conseguirlo.
Recordemos que cada vez que los hijos de Dios alaban
al Señor, satanás es puesto en fuga. A menudo la oración es
una batalla, pero la alabanza representa un triunfo. La
oración es un combate espiritual y la alabanza, un grito de
triunfo. Por eso podemos comprender por qué odia tanto
satanás la alabanza. Desplegará todas sus fuerzas para
acallarla lo más posible. Los hijos de Dios actúan como
necios, cuando considerando su entorno o siguiendo sus
impresiones dejan de alabar al Señor. Pablo y Silas, presos
en Filipos, conociendo verdaderamente a Dios, cantaban en su
celda. Todas las puertas de la prisión fueron abiertas y
todas las cadenas rotas (Hechos 16:25-26.). La alabanza
consiguió aquello.
Dos veces se abrieron las puertas de la cárcel en los
Hechos. En el primer caso, la Iglesia oraba fervientemente por
Pedro, y un ángel entró en su celda y le liberó. En el segundo,
Pablo y Silas cantaban alabando a Dios; de repente se abrieron
todas las puertas y todas las ligaduras de todos los prisioneros
se rompieron. Aquella misma noche, el carcelero y toda su
familia
creyeron
en
el
Señor,
fueron
salvos
y
se
bautizaron, y se regocijaron grandemente.
Aquí vemos a dos hombres que ofrecieron sacrificios de
alabanza, incluso en una cárcel; padecían físicamente,
tenían heridas en la espalda y sus pies estaban encadenados,
su debilidad era notable. Además, las prisiones romanas eran
siniestras,
sombrías
y
húmedas.
¿Tenían
motivos
para
regocijarse? Pero se trataba de hombres espirituales que
se
elevaban
por
encima
de
todas
esas
cosas
y
contemplaban a Dios sentado en Su Trono y lo Loaban
pese a su entorno y condiciones físicas. No nos podemos
cambiar, nuestro entorno y nuestras circunstancias pueden
variar, nuestros sentimientos pueden fluctuar, pero Dios
jamás cambiará. Seguirá siendo Dios y digno de ser
alabado. Pablo y Silas alababan. Tales alabanzas tienen un
valor inestimable. Servían como sacrificio y sonaban como un
grito de triunfo y de júbilo.
La alabanza (3)
Día 29 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 5
“Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él,
sacrificio de alabanza, es decir,
fruto de labios que confiesan su nombre”
(Hebreos 13:15)
En principio, la alabanza es un sacrificio.
Si los
padecimientos fuesen fruto de la casualidad, no formarían
parte de la naturaleza de la alabanza. Pero, sabemos que
los sufrimientos no son fruto del azar, sino que se
encuentran insertos dentro de un plan divino. Por lo
tanto
la
alabanza
saca
su
esencia
de
los
padecimientos y de las tinieblas. Por algo dice el escritor
de la Carta a los Hebreos: “Así que, ofrezcamos siempre a
Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir,
fruto de labios que confiesan su nombre” (Heb. 13:15.)
Hermanos, ¿En que consiste un sacrificio? En él se
incluyen la pérdida y la muerte. El que ofrece un
sacrificio sufre una pérdida: El buey o el cordero que nos
pertenecían. Ahora los tomamos y se los ofrecemos a Dios
como sacrificio. Hoy, Dios desea que los hombres le
ofrezcamos
alabanzas,
cómo
si
ellas
fuesen
un
sacrificio. Dicho de otra forma, nos capacita para
alabarle, realizando en nosotros una transformación
mediante los padecimientos que experimentamos. El
Trono de Dios está fundamentado en la alabanza.
¿Cómo las obtiene Él? Cuando Sus hijos se aproximan a Él,
trayendo cada uno su sacrificio de alabanza.
Todos tenemos que aprender a alabar a Dios.
Anteriormente leímos acerca de la necesidad de orar. Ahora
nos hace falta saber cómo conviene alabar. David tuvo el
privilegio de alabar a Dios siete veces al día. ¿Lo
alabaremos nosotros menos veces que él? No, alabémoslo
sin cesar. Aprendamos a decir: “Señor, Te alabo”.
Que todos alabemos a Dios desde la mañana
temprano, a lo largo de todo el día, cuando padezcamos
las tormentas de la vida, cuando estemos congregados con
los santos y cuando nos encontremos solos.
La alabanza (2)
Día 28 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 4
“Pero de día mandará Jehová su misericordia, y de noche su
cántico estará conmigo, y mi oración al Dios de mi vida” (Salmo
42:8)
Ciertas personas se extrañan de que haya tantos Salmos
en la Biblia. El Espíritu Santo inspiró a salmistas tales cómo
David, Moisés, Asaf y a otros para que alabasen a Dios. Sus
Salmos, no sólo contienen alabanzas, también expresan sus
padecimientos. Muchos de ellos relatan sus experiencias en el
umbral de la muerte: “Todas tus ondas y tus olas han pasado
sobre mí” (Sal. 42:7.). En medio de experiencias dolorosas,
abandonados de los hombres, golpeados y perseguidos por
sus enemigos, expresaron no obstante sus alabanzas a
Dios. Esas palabras de alabanza no salieron de labios de
hombres que disfrutaban de prosperidad, sino de hombres que
experimentaban enormes padecimientos.
Todos los estudiantes de la Biblia conocen que el libro de
los Salmos expresa el profundo dolor humano, por causa de
heridas físicas y morales. Pero recordemos que aún en esos
Salmos que expresan el dolor de sus escritores, resuena con
fuerza y claridad la alabanza. Dios extrajo y compuso
himnos de alabanza en medio de los padecimientos de
sus hijos, de aquellos que le pertenecen. Todos ellos
aprendieron a alabar a Dios en todos los momentos y
circunstancias.
No pensemos que la alabanza llena de gozo es la más
fuerte. De hecho son aquellos que han pasado por las más
angustiosas
experiencias
delante
de
Dios,
los
que
expresan una alabanza que resuena con más intensidad.
Dios recibe en Su corazón tales alabanzas y los bendice
grandemente. Dios desea que cada uno de nosotros
aprenda a alabarle en medio de la adversidad. No
elevemos
únicamente
nuestras
alabanzas
cuando
nos
encontremos en la cima y entreveamos la tierra prometida,
aprendamos a componer salmos y canciones de alabanza
cuando nos encontremos caminando por el valle de
sombras de muerte. Estas son en realidad las mejores
alabanzas.
Ahora podemos comprender cual la verdadera naturaleza
de la alabanza. Como antes hemos leído, el libro de los Salmos
es el único libro de alabanzas del Antiguo Testamento. Su título
podría ser “Alabanzas”. Muchos cristianos se inspiran en los
Salmos para loar a Dios. Muchos de estos Salmos pueden
cantarse, que es lo que hicieron los hijos de Israel en el Antiguo
Testamento. Constatemos que aquellos que alabaron a Dios de
esa forma fueron los que pasaron por situaciones de aflicción;
en
medio
de
sus
padecimientos
compusieron
himnos
de
alabanza y confianza en el Dios de su salvación.
La alabanza (1)
Día 27 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 3
“Siete veces al día te alabo
a causa de tus justos juicios”
(Salmo 119:164)
La alabanza es un servicio maravilloso de los hijos de
Dios, la mejor de sus actividades. Ella constituye la más noble
expresión
de
los
sentimientos
de
los
fieles,
la
manifestación más elevada del aprecio hacia Su Dios y Padre en
la vida espiritual.
El Trono de Dios está situado en el centro del universo y
Dios recibe allí las alabanzas de Sus hijos. Al loar a Dios
exaltamos Su nombre. A Dios no le podemos ofrecer nada
mejor que la alabanza.
Los sacrificios tenían una gran importancia a los ojos de
Dios, y sin embargo Él dijo: “El sacrificio de los impíos es
abominación…” (Prov. 21:27.). Notemos que en ningún lugar de
la Biblia se dice que las alabanzas puedan ser abominables. Se
pueden
ofrecer
sacrificios
abominables,
pero
jamás
abominables alabanzas.
La oración ocupa un lugar destacado en la Biblia, pero sin
embargo se dice: “El que aparta su oído para no oír la ley, su
oración también es abominable” (Prov. 28:9.). No obstante no
encontramos
ningún
pasaje
bíblico
que
diga
que
la
alabanza sea abominación. ¿No es esto maravilloso? David
dijo en los Salmos: “Tarde y mañana y a mediodía oraré y
clamaré, y él oirá mi voz” (Sal. 55:17), y de nuevo: “Siete
veces al día te alabo a causa de tus justos juicios” (Sal.
119:164.). David oraba a Dios tres veces al día, pero
alababa a Dios siete veces al día. Cuando en él actuaba el
Espíritu Santo, se dedicaba a alabar al Señor.
La Biblia enfatiza más la alabanza que muchos otros
temas. Los hijos de Israel, desde que salieron de Egipto, no
dejaron de alabar a Dios. El conjunto de los Salmos esta lleno
de alabanzas. Anteriormente Moisés compuso un cántico de
alabanza en Éxodo 15. Después se suceden estas expresiones
de gozo y alabanza a lo largo del Antiguo Testamento. “¿Quién
como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú,
magnífico
en
santidad,
terrible
en
maravillosas
hazañas,
hacedor de prodigios? (Ex. 15:11.). Dios es digno de ser
alabado.
Traer almas a Cristo (4)
Día 26 de diciembre 2012 Lectura: Romanos 2
“Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de
tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y
doctrina” (2Timoteo 4:2)
Es evidente que no está prohibido predicarle el Evangelio a
aquellos por los que no hayamos orado. Aprovechemos
todas las ocasiones, hablemos en cualquier ocasión,
sea o no sea favorable, porque no sabemos quien se
nos escapará. Abramos regularmente la boca, y no dejéis
de orar por aquellos que están en nuestra lista, y por
tantos otros de los que ignoramos el nombre. Pidámosle al
Señor que salve a pecadores. Aprovechemos cualquier
encuentro para hablarles a los pecadores si nos sentimos
conducidos por el Espíritu.
Recuerdo de la historia de un oficial de marina inglés, que
asistía a una carrera en Londres. Eran muchos los
espectadores de aquel evento. A su lado estaba sentada
una señora de cierta edad. Él se preguntó si aquella señora
conocería al Salvador. Él se volvió hacia ella y le dijo:
“Perdone, tengo que hacerle una pregunta muy importante:
¿conoce usted a mi Salvador?” La señora se sorprendió
mucho con la pregunta. Entonces él le explicó que el Señor
Jesús era su Salvador y la animó a creer en Él. La dama
estuvo dispuesta a recibir al Señor Jesús. Ambos se
arrodillaron para orar y la dama fue salva realmente.
Permitidme decir que si somos negligentes, las almas
se nos escaparán. Utilicemos, como pescadores de
Dios, una buena red para que no se nos escape
ningún pez.
Todos cuentan, ya sean médicos, maestros, o cualquier
otro. De igual manera, ¿Cómo podremos ganar almas
sin haber aprendido en primer lugar a llevarlas al
Señor? Muchos son maestros en el arte de ganar almas
para Cristo.
Traer almas a Cristo (3)
Día 25 diciembre de 2012 Lectura: Romanos 1
“Yo conozco tus obras; he aquí, he puesto delante de ti una
puerta abierta, la cual nadie puede cerrar;
porque aunque tienes poca fuerza,
has guardado mi palabra,
no has negado mi nombre”
(Apocalipsis 3:8)
Pedirle a Dios ocasiones de hablar
Tenemos que pedirle a Dios que nos de la oportunidad de
hablarle a las personas. Si lo hacemos nos serán dadas tales
ocasiones. Recuerdo a una hermana que dirigía un pequeño
estudio bíblico. Reunía a bastantes vendedoras incrédulas y les
daba, una vez a la semana, un curso bíblico. Lo hizo durante un
tiempo, sin que hubiese resultados visibles. Después vio a una
joven elegantemente vestida que era orgullosa e indiferente
para las cosas espirituales. La hermana comenzó a orar por ella.
Después de varios días, invitó a la joven a tomar el té en su
casa. La joven pensaba pasar un rato agradable y se dirigió a la
casa de la hermana. Pero, desde el momento en que se
sentaron, esta comenzó a persuadirla para que creyese. La
joven dijo: “no puedo creer, porque amo el mundo. No estoy
dispuesta a perder sus cosas; por lo tanto no puedo creer en el
Señor Jesús.” La hermana reconoció que ese sería el caso de
alguien que creyese en el Señor Jesús; tendría que abandonar
los placeres mundanos. La joven dijo: “El precio es demasiado
alto; no lo puedo pagar.” La hermana le recomendó que
volviese a su casa y meditase en lo que había oído.
Al volver a su casa, la joven se arrodilló para orar y decidió
seguir al Señor. De inmediato se sintió transformada. Sin saber
cómo, su corazón cambió. Su vestimenta y su maquillaje
también sufrieron modificaciones. Un mes más tarde, la llamó
el jefe de su departamento a su oficina y la felicitó por su
cambio. Ella se sorprendió mucho. Su jefe le dijo entonces que
los responsables se habían reunido y decidido el despedirla sin
continuaba una semana más comportándose como tenía por
costumbre. Ella, anteriormente se mostraba arrogante,
irrespetuosa con los clientes, excesivamente engalanada,
frívola, de manera que sólo pensaba en ella y no en los asuntos
del almacén. Pero, curiosamente, ahora había cambiado. Él le
preguntó si podía saberse el motivo de su cambio. La
joven testificó haber aceptado al Señor Jesús. En el
espacio de un año, condujo, una a una, a más de cien
vendedoras a Jesús.
Parece difícil hablarles a ciertas personas. Pero si oramos
por ellas, se nos dará la oportunidad de testificarles y
serán
transformadas.
Consideremos
a
la
hermana
anteriormente citada. Al principio tenía temor de hablarle a esta
joven, tan arrogante parecía en su comportamiento y tan
mundana en su vestimenta. Sin embargo, el Señor le dio a la
hermana la carga de orar por ella. Después le dio la
valentía para hablarle.
Por eso, también nosotros tenemos que aprender a orar y a
hablar. Son muchos los que no se atreven a abrir sus bocas
para hablar del Señor Jesús a sus amigos y a sus conocidos.
Las ocasiones no faltan para hacerlo, pero las dejamos
pasar porque tenemos miedo.
Traer almas a Cristo (2)
Día 24 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 28
“Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos,
para que también vosotros tengáis
comunión con nosotros;
y nuestra comunión verdaderamente es
con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”
(1 Juan 1:3)
No es suficiente orar por los pecadores e interceder por ellos
delante de Dios. Por causa de Dios, también nos tenemos que
acercar a los pecadores. Les tenemos que decir a ellos quien
es Dios y Su deseo de salvarles. Son muchas las personas que
se atreven a hablar con Dios, pero que no se atreven a hablarles
a los hombres. Todos tenemos que ser atrevidos para hablarles
a estos. No sólo tenemos que orar, también debemos buscar
la ocasión de hablar.
Muchos piensan que la discusión o argumentación podrá tocar el
corazón de las personas. Pero eso no es verdad. Eso sólo puede
someter o convencer el pensamiento de la gente. Por lo tanto
es preferible no utilizar tantas palabras procedentes de la
inteligencia humana y darle nuestro testimonio acerca de
Dios, cómo hemos alcanzado la paz, el gozo y el
descanso, cuando creímos en el Señor Jesús. Estos son
hechos que nadie podrá negar.
Para acercar a las personas a Dios es necesario hablar
de los hechos y no de las doctrinas. Las personas no
acceden a la fe por la lógica de las doctrinas. Son muchos los
que aceptan la lógica de la doctrina y sin embargo no creen. A
menudo son aquellos más sencillos los que pueden ser
usado por el Señor para salvar almas. Los que predican bien
pueden guiar los pensamientos de las personas, pero no
alcanzan a salvar a las almas. La única meta ha de ser salvar
almas y no la modificar el pensar de las personas. ¿Qué de
bueno tiene el modificar el pensar de las personas, si no se
salvan?
Recuerdo a un anciano que asistía regularmente a los
servicios y reuniones de la Iglesia, pero que no era salvo. Pese a
todo, consideraba que el asistir a la Iglesia era un buen hábito.
Asistía regularmente y quería que lo acompañase toda su
familia. A menudo, después de la reunión, al entrar en su casa,
montaba en cólera y su familia le tenía miedo. Un día, su hija
que pertenecía al Señor y estaba casada vino a visitarle, junto a
su hija de cuatro años. El abuelo llevó a la pequeña a la Iglesia.
Después de la reunión, a lo largo del camino, la pequeña miró a
su abuelo y tuvo la impresión de que éste no creía realmente en
el Señor Jesús. Ella le preguntó si verdaderamente creía en el
Señor. Él le dijo que los niños se tienen que callar. Varios pasos
más adelante, la niña insistió: “Para mí que tu no tienes el
aspecto de ser un verdadero creyente en Jesús”. El anciano le
dijo de nuevo: “los niños no tienen permiso para hablar”.
Después de un momento, la nieta le dijo: “¿Por qué no crees en
Jesús?” Esa vez, el anciano fue vencido. Aquel a los que
todos temían fue llevado al Señor por tan simples
preguntas.
Recordemos que no se trata de una buena manera de
predicar. Esta niña tuvo un ojo más perspicaz que el de muchas
personas mayores. Comprendió que aunque su abuelo fuese con
regularidad a la Iglesia, era diferente. Al decirle: “Tú no tienes
el aspecto de un verdadero creyente y ¿por qué no crees en
Jesús?” Lo condujo a Cristo.
Cuando prediquemos el Evangelio o cuando testifiquemos
de Cristo, no temamos parecer como necios. Un gran
cerebro apenas salva a alguien. Jamás he visto a hombres
brillantes salvar a alguna persona, porque alguien que se sirve
de su cabeza, siempre está orientado a la doctrina. Sus
explicaciones dogmáticas son claras, pero el Evangelio nada
tiene que ver con la doctrina. Tenemos que conocer el
método
divino.
Tenemos
que
aprender
a
“pescar”
correctamente.
Traer almas a Cristo (1)
Día 23 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 27
“Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene,
no le echo fuera”
(Juan 6:37)
Existe un principio básico que rige la salvación de las personas:
Antes de hablarle a alguien, primero tenemos que orar a
Dios por él. Dirijámonos en primer lugar al Señor, después
hablémosle a la persona. Es totalmente necesario que primero
le hablemos a Dios en favor de la persona a la que le queremos
predicar el Evangelio. Si le hablamos a ella en primer lugar,
antes de orar por ella, nos arriesgamos a no alcanzar el fin
deseado.
En algún sitio vi a dos hermanos muy celosos por conducir
almas al Señor. Pero al entrar en contacto con ellos constaté un
error fundamental: Estos hermanos no oraban por aquellos a los
que querían ganar para Cristo. Interesarse por los hombres sin
tener
una
carga
delante
de
Dios
es
insuficiente
y
en
consecuencia ineficaz. En primer lugar es necesario sentir
responsabilizado ante Dios, luego trabajar con los hombres.
Por lo tanto, lo primero que hay que hacer es pedirle a Dios que
nos de almas a las que dirigirnos. El Señor Jesús dijo: “Todo lo
que el Padre me da, vendrá a mí…” (Juan 6:37.). Y recordamos
como Dios añadía a la Iglesia a los que se salvaban (Hechos
2:47.). Necesitamos pedirle almas a Dios. Oremos: “Padre, dale
almas al Señor Jesús, añade personas a la Iglesia”. Las
personas serán añadidas como respuesta a nuestras
peticiones. El corazón de los hombres es tan sutil que no se
vuelve fácilmente. Por ello tenemos que interceder fielmente
en favor de alguien antes de hablarle. ¡La oración es muy
importante! Oremos por las personas a las que queremos
acercar a Cristo, haciendo mención de sus nombres; creamos
que Dios las salvará, y luego llevémoslas al Señor.
Quien sea sabio para conducir hombres a Cristo, tiene
que ser maestro en la oración. El que encuentre dificultades
en la consecución de sus plegarias, tendrá difícil el ir a darles
testimonio del Señor a las personas. Ojalá veamos todos que la
oración precede al testimonio. Todos aquellos que son sabios
para llevar a Cristo a las personas, son a la vez eficaces en la
oración.
Proclamar el Evangelio (13)
Día 22 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 26
Y Pablo dijo: !Quisiera Dios que por poco o por mucho, no
solamente tú, sino también todos los que
hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy,
excepto estas cadenas!”
(Hechos 26:29)
D.L. Moody fue un gran evangelista. Él tenía un concepto
muy claro: Ya sea desde el púlpito o fuera de él, el
Evangelio se tenía que proclamar al menos a una
persona cada día. Una noche, cuando iba a acostarse, se
acordó que aquel día no le había hablado a nadie del
Evangelio. ¿Qué hizo? Se levantó, se vistió y salió a la calle.
Ya era media noche y no había nadie en la calle. Al final se
encontró con un policía y le animó a creer en el Señor.
Encontró que el policía al que le estaba hablando se
encontraba profundamente turbado. Bruscamente éste le
dijo: “¿Qué clase de persona es usted para venir a media
noche a pedirme que crea en Jesús?” Moody dijo unas
pocas palabras más y se apresuró a regresar a su casa.
Pero, gracias a Dios, aquel policía fue salvo pocos días
después.
Decidamos,
delante
de
Dios,
aprovechar todas las
oportunidades para acercarnos a las personas y
testificarles del Evangelio. Si toda la Iglesia proclama el
Evangelio, ¿Quién se podrá oponer? Sería un gran reto, y
glorificaría
a
Dios,
que
todos
alcemos
nuestras
antorchas y encendamos a otros. ¡Que prosiga nuestro
testimonio del Evangelio hasta que el Señor vuelva! ¡Que
no se apague cuando se apaguen nuestras lámparas! Que
la lámpara de cada uno pueda encender algunas más, y
que estas prendan otras. No es exagerado pedirle al Señor
que encienda cada vez más lámparas. Llevemos vidas
constantemente a Cristo. De esa manera prosperará la
Iglesia. La mies es mucha. ¡Alcémonos para realizar la
obra!
Proclamar el Evangelio (12)
Día 21 de diciembre Lectura: Hechos 25
“De modo que si alguno está en Cristo,
nueva criatura es; las cosas viejas pasaron;
he aquí todas son hechas nuevas”
(2 Corintios 5:17)
Nadie tiene que ser negligente en este tema. Tenemos que
aprender a acercar las vidas al Señor. ¡Tengamos este
deseo! Démosles al menos la oportunidad de escuchar
el Evangelio de Jesucristo. Tan pronto como fui salvo,
me fue dicho por algunos hermanos mayores que tendría
que hablarle del Señor por lo menos a una persona
cada día. Animamos a todos a que tengan esta sana
costumbre.
No permanezcamos haciendo oraciones difusas, pidiéndole
al Señor que añada almas. ¿Por qué no fijarnos una meta,
ganar diez o más almas en un año? “Señor te pido treinta
almas.” No estaría mal llevar anotado en un cuaderno el
nombre de cada persona salvada y verifiquemos al final del
año cuál ha sido el resultado. Si no lo hemos conseguido
pidámosle cuentas al Señor. Animémonos unos a otros
para darnos al Señor de la mies. Veremos que de esa
forma tendremos éxito. Pidámosle un número concreto al
Señor y esperemos que nos lo conceda. Oremos a diario y
aprovechemos todas las ocasiones para testificar de
Cristo.
Testifiquemos
por
lo
menos
a
una
persona
diaria.
Testifiquemos a todos cuantos encontremos. Es inútil
predicar
el
Evangelio
únicamente
desde
el
púlpito.
Tenemos que aprender a testificar en todas partes y
en todo momento. Trabajando a diario para el Señor. Al
testificar no pensemos en subir a un púlpito, sin sentir
la necesidad de testificar diariamente, eso sería en
vano. Deseemos que todos podamos testificar de
persona a persona.
Proclamar el Evangelio (11)
Día 20 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 24
“Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días
lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el
mal que vendrá sobre la tierra”
(Eclesiastés 11:1-2)
Muchas personas dejarán de oír el Evangelio si nosotros
dejamos de testificar. Ellas quedarán alejadas eternamente
de Dios, no sólo por un tiempo.
El doctor Chalmers fue un gran predicador, ganador de
almas en la segunda mitad del siglo XIX. Un día fue invitado a
cenar a casa de una familia. Después de la cena, leyeron juntos
la Biblia. En la sobremesa, tanto él, como el resto de los
comensales, discutieron de muchos temas y sobre sujetos muy
diferentes. Entre los comensales había dos jefes de tribus
ancianos, uno de ellos especialmente culto. Durante un largo
tiempo discutieron. Al retirarse cada uno a su habitación, se
despidieron educadamente.
El jefe erudito ocupaba una habitación frente a la del
doctor Chalmers. Cuando éste entró en la suya, escuchó un
ruido como de algo que se hubiese caído en la habitación de
enfrente. Acudió y encontró muerto al jefe, tendido en el suelo.
Todos los de la casa acudieron a la habitación de éste. En
seguida el doctor Chalmers se dirigió a ellos diciendo: “Si
hubiese sabido que iba a pasar esto, no habría desperdiciado las
últimas horas, hablando de cosas inútiles. Le habría presentado
a este hombre el plan eterno de Dios, para su salvación. Pero,
ay, ni siquiera dedique un minuto para hablarle de la
salvación de su alma. No le di ninguna oportunidad. Si
hubiese sabido lo que se ahora, habría utilizado todas mis
fuerzas para hablarle de como Jesús había muerto por él en
la cruz. Ahora es demasiado tarde. Quizás vosotros os hubieseis
burlado de mí, si hubiera tocado ese tema, considerándolo
incongruente. Aunque ahora hable de ello, es demasiado tarde.
Las palabras que podría haber dicho durante la cena, espero
que ahora todos las podáis oír. Todos tenéis necesidad del
Señor Jesús y de Su cruz. Os digo que la separación de Dios
será eterna y no sólo temporal en el caso de que no aceptéis al
Señor. Cuan triste es que este hombre quede excluido del cielo
para siempre.”
Proclamar el Evangelio (10)
Día 19 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 23
“Mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed
jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente
de agua que salte para vida eterna”
(Juan 4:14)
Entendemos que un cristiano tiene que ser un canal
para que fluya el agua de la vida. Para ello tenemos
que estar unidos al Espíritu Santo para que fluya de
nosotros el agua. Pero tenemos que saber que el canal de
la vida tiene dos extremos: Uno está conectado al Espíritu
Santo, al Señor, a la Vida y otro que desemboca en los
hombres. Si la salida que está dirigida hacia los hombres
permanece cerrada, no podrá fluir el agua de la vida.
¿Cómo podremos estar tan equivocados de pensar que
es bastante con tener un solo extremo conectado con el
Señor? No, el agua de la vida no circulará si sólo se
encuentra abierta la parte que está relacionada con el
Señor. También tiene que estar abierta la parte que está
dirigida hacia los hombres, hacia el mundo, hacia los
pecadores, para que el agua pueda fluir libremente. La
razón de que muchos creyentes estén desprovistos
de poder delante de Dios, es porque está cerrada una u
otra abertura, ya sea la relacionada con el Señor o la que
está relacionada con los pecadores.
Si
hubiese
diez
mil
creyentes
que
testificasen
fielmente, de mutuo acuerdo, los tales podrían salvar al
mundo en un plazo de diez años, si cada uno de ellos
trajese al Señor tres personas cada año. Eso jamás se
conseguirá por medio de la predicación, sino mediante el
testimonio dado personalmente a cada persona. Este
cálculo nos demuestra lo perezosos que somos cuando se
trata de salvar almas. ¡Qué perdida tan grande!
Proclamar el Evangelio (9)
Día 18 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 22
“El fruto del justo es árbol de vida;
Y el que gana almas es sabio”
(Proverbios 11:30)
En la vida de todo creyente, existen dos días especiales,
dos días de gozo. El primero es el día en el que creyó en el
Señor, el segundo es el día en que por primera vez trajo a
alguien a Cristo. Para algunos, el gozo de haber conducido por
primera vez a alguien a Cristo es superior, incluso, al gozo que
sintieron al ser salvados ellos mismos. Pero muchos de los
creyentes no se sienten felices porque jamás han dicho a
nadie una palabra acerca del Señor, ni han traído a nadie
a Cristo. Que esto no nos acontezca nunca, procuremos tener
ese gozo.
La Biblia dice: “el que gana almas es sabio” (Prov.
11:30). Los recién convertidos deberían aprender a traer
vidas a Cristo desde el principio de su vida cristiana. Tienen que
llegar a ser sabios para ser útiles en la Iglesia de Dios.
Muchos creyentes no han alcanzado la comprensión espiritual
porque no saben la manera de ganar almas. No animamos a
nadie a predicar desde lo alto de un púlpito, lo que tratamos es
persuadir
a
los
creyentes
para
que
salven
almas.
Son
numerosos los que saben predicar, pero que son incapaces de
conseguir que alguien se salve. Si les acercáis personas para
que les ministren, no saben como ocuparse de ellas. Sólo
aquellos que se saben ocupar de las almas y conducirlas a
Cristo, son útiles para la vida de la Iglesia. Que todos
aprendamos a hacerlo desde el principio de nuestra vida
cristiana.
Es absolutamente imposible que alguien que tenga la
luz, deje de resplandecer. Igual que no hay diente que no
pueda morder, fuente de la cual no pueda brotar el agua,
tampoco existe vida que no pueda transmitir vida. El que no
puede testificar a los pecadores, posiblemente tiene necesidad
de que otros le testifiquen a él. El que no tiene interés por
ayudar a otros, se tiene que arrepentir y pedirle al Señor que le
ayude. Necesita oír de nuevo el Evangelio de Dios. ¿Existe una
luz que no alumbre, una fuente sin agua? ¿Es posible que no
tengamos pasión por ganar almas para el Señor? Aquí no
estamos hablando de predicar, sino de salvar vidas. No se
trata de dar un buen mensaje de evangelización, sino de
testificar. ¿Quién puede haber avanzado tanto espiritualmente,
para no necesitar testificar para el Señor?
Proclamar el Evangelio (8)
Día 17 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 21
“Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquél de
quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús,
el hijo de José, de Nazaret”
(Juan 1:45)
En Juan 1:40-45, vemos como Andrés y Felipe se encontraron
con Simón y con Natanael respectivamente, y la manera en que
los atrajeron al Señor Jesús. Siguiendo el ejemplo de ellos,
tenemos que aprender a testificar del Señor después de
haber creído en Él; no sólo en la ciudad, en nuestra casa o en
la sinagoga, también tenemos que hacerlo de persona a
persona.
Cuando
Andrés
creyó
en
el
Señor,
trajo
a
su
hermano Pedro al Señor. Más tarde se vio que Pedro tenía
mayores dones y que posiblemente fue uno de los más grandes
apóstoles. Sin embargo fue Andrés quien lo trajo al Señor. Él
fue salvado en primer lugar, luego atrajo a su hermano. Felipe y
Natanael no eran hermanos, sino amigos. Felipe fue al
encuentro de su amigo y lo condujo al Señor. Estos dos
ejemplos ilustran el principio del testimonio individual.
Recordemos que el método del contacto personal
constituye el fundamento mismo del cristianismo. Hace
varios cientos de años que había en Inglaterra un creyente
llamado Harvey Page. Por la gracia especial de Dios le fueron
abiertos los ojos, y comprendiendo que no poseía ningún don
especial, ni la capacidad de realizar muchas cosas, podía, sin
embargo,
al
menos
ocuparse
de
algunas
personas
individualmente. Mientras que otros muchos cristianos estaban
capacitados para efectuar grandes obras, él no lo estaba. Pero
podía concentrar su atención sobre una persona cada vez y
seguirla tenazmente. A los que se acercaba les decía, que si él
había sido salvado, ellos también lo podían ser. Oraba por
aquellas personas y les hablaba hasta que eran salvas. Cuando
Harvey Page abandonó este mundo, había llevado a Cristo, de
esta manera, a más de cien personas.
A Harvey Page lo siguió Tomás Hogban y su grupo “solo a
solo”. Hogban había sido realmente tocado por la fidelidad de
Page. Él era un hombre instruido y de oración. Levantó a un
grupo llamado “solo a solo” en veintisiete países. Aunque esta
obra hoy ya no existe, durante su existencia se salvaron gran
cantidad de personas.
Un
creyente
nuevo
puede
sentir
que
no
está
especialmente capacitado, pero, al igual que Felipe y
Andrés, tendría que testificarle del Señor inmediatamente
a su familia o a sus amigos. Si sus fuerzas son limitadas, al
menos podrá concentrarse en una persona a la vez. De
esa manera llevará almas al Señor.
Proclamar el Evangelio (7)
Día 16 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 20
“Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo,
a los que habéis alcanzado,
por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo”
(1 Pedro 1:1)
¿Es posible que alguien haya sido salvado y permanezca
sentado tranquilamente, como si no hubiese pasado nada? ¿Se
puede creer en el Señor Jesús y no sentirse invadido de
un profundo sentido de admiración? Dudo que alguien se
pueda encontrar en tal situación, después de haber hecho un
descubrimiento tan extraordinario, el más importante de todos:
Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. No sería extraño que la tal
persona
fuese
inmediatamente
a
llamar
a
la
puerta
después de haberlo
de
sus
amigos
conocido. De hecho,
tendría que subirse a lo alto de un monte para proclamar la
nueva o descender hasta el mar para anunciar que Jesucristo es
el Hijo de Dios. ¡No hay ningún descubrimiento más
importante que este! Aunque pudiésemos reunir en uno todos
los descubrimientos del mundo, no podría superar a este.
Hemos
descubierto
realmente
al
Hijo
de
Dios.
¡Qué
descubrimiento tan excepcional!
Imaginemos que alguien de gran importancia viajase
anónimamente y lo reconociésemos por tener buena vista.
Inmediatamente nos sentiríamos emocionados al reconocerlo. El
Hijo
de
Dios
también
es
invisible,
pero
lo
hemos
descubierto. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. ¡Es
extraordinario! Por eso, cuando Pedro lo reconoció y dijo que el
Señor era el Hijo del Dios viviente, el Señor Jesús le dijo:
“Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo
reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”
(Mat.
16:17.).
Aunque
Jesús
iba
de
incognito,
fue
reconocido por aquellos a quienes el Padre se lo reveló.
Por tanto no tenemos que considerar que nuestra fe es
algo insignificante. ¿Por qué enfatizamos tanto sobre la fe?
Porque sobrepasa todo cuanto posee el mundo. Hemos creído.
¡Cuán maravillosa es esta fe! Podemos proclamar y gritar
por las calles y plazas, en las sinagogas y en nuestros
hogares que hemos descubierto que Jesús de Nazaret es
el Hijo de Dios que nos ha salvado. Eso fue lo que hizo
nuestro hermano Pablo. Si nos damos cuenta de que gran
descubrimiento hemos hecho, haremos lo mismo. ¡Qué
hecho tan maravilloso y glorioso: Jesucristo es el Hijo de
Dios!
La proclamación del Evangelio
(6)
Día 15 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 19
“En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que
éste era el Hijo de Dios”
(Hechos 9:20)
Predicar en las sinagogas
“Y estuvo Saulo por algunos días con los discípulos que
estaban en Damasco. En seguida predicaba a Cristo en las
sinagogas, diciendo que éste era el Hijo de Dios. Y todos los que
le oían estaban atónitos, y decían: ¿No es éste el que asolaba
en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá,
para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?” (Hechos
5:19b-21.)
El apóstol Juan nos dice que todo el que cree que Jesús
es el Hijo de Dios, ha nacido de Él. Pablo fue salvo desde el
momento en que vio la luz. Pero cuando fue llevado a Damasco,
no podía ver y estaba muy frágil físicamente. Después de ser
bautizado por Ananías, comió y recuperó las fuerzas. Algunos
días después, predicaba en las sinagogas diciendo que Jesús era
el Hijo de Dios. Pablo se enfrentaba a un gran problema al hacer
aquello, porque todavía era un miembro del sanedrín. El
sanedrín judío estaba compuesto por setenta miembros, y él
formaba
parte
del
mismo.
Provisto
de
cartas
del
sumo
sacerdote, había salido de Jerusalén para arrestar a los
seguidores de Jesús. ¿Qué tendría que hacer él mismo, ahora
que también había creído en el Señor? Al principio vino a
arrestar a los que habían aceptado al Señor, ahora, sin
embargo, él era susceptible de ser arrestado. Pero, en lugar
de huir, para salvar su vida, entró en las sinagogas y le mostró
al pueblo que Jesús era el Hijo de Dios.
Lo
primero que
tenemos
que
hacer
cuando
nos
convertimos es testificar del Señor y de Su Salvación.
Desde el momento en que fueron sanados los ojos de Saulo,
tomó la primera ocasión para testificar que Jesús era el Hijo de
Dios. Todos los que creemos en el Señor tenemos que hacer lo
mismo.
La mayoría de la gente ha oído hablar de Jesús, ya
sea en la historia o en los documentos relacionados con Él, le
consideran únicamente como Jesús de Nazaret. El mundo
admite la existencia de un tal Jesús, pero a sus ojos sólo se
trata de un ser humano como miles de otros, un hombre
entre otros, ciertamente algo especial, pero sin embargo
alguien como tú o yo. Esperemos al día en que al incrédulo
le
sean
abiertos
los
ojos
de
su
corazón,
entonces
descubrirá que Jesús es el Hijo de Dios e irá a casa de sus
amigos y allegados para decirles que ha encontrado al Salvador,
el Hijo de Dios, cuyo nombre es Jesús. Es algo extraordinario
encontrar al Hijo de Dios. Es un descubrimiento enorme, que
no se puede tomar a la ligera. Después de miles de años de
historia y entre millones de seres humanos hemos encontrado al
Hijo de Dios, nuestro Salvador. ¿Es esto algo pequeño?
Hubo un hombre llamado Pablo que a lomos de su
montura, amenazaba de muerte a los cristianos, a los que
creían en el nombre de Jesús. Pero después de levantarse de su
caída, he aquí que entra en las sinagogas y proclama que Jesús,
al que antes perseguía, era el Hijo de Dios. Con permiso: A
menos de que Pablo hubiese perdido la cabeza, tendría
que haber tenido una gran revelación. Entre los millones
que poblaban la tierra, había encontrado al que proclamaba
como el Hijo de Dios. Todos cuantos se convierten tendrían
que se semejantes a Pablo y proclamar tal hallazgo.
Proclamar el Evangelio (5)
Día 14 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 16
“Mas Jesús no se lo permitió, sino que le dijo:
Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el
Señor ha hecho contigo,
y cómo ha tenido misericordia de ti”
(Marcos 5:19)
Testificar en la casa: el endemoniado
En Marcos 5:1-20, encontramos a un hombre poseído por
espíritus inmundos. Se hería con piedras, y nadie lo podía
sujetar. Rompía las cadenas con las que le sujetaban y
desmenuzaba los grilletes. Moraba en los sepulcros y nadie
osaba acercarse a él. Pero el Señor arrojó de aquel hombre
a los espíritus impuros. Él entonces quiso seguir al Señor,
pero Éste le dijo: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales
cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha
tenido misericordia de ti” (v. 19.). Si contamos las cosas que
el Señor ha hecho con nosotros, testificaremos acerca de
Él. Aquel endemoniado no podía residir en una casa; tenía que
vivir en los sepulcros. Estos son los espacios reservados para los
muertos; esta persona vivía en esa clase de lugar. Cuando el
Señor les ordenó a los espíritus inmundos abandonar a aquel
hombre, ellos “entraron en los cerdos, los cuales eran como dos
mil; y el hato se precipitó en el mar por un despeñadero, y en el
mar se ahogaron” (v. 13.). Lo que aquel hombre había
soportado durante tanto tiempo de los poderes demoníacos, fue
insoportable para los mismos cerdos; dos mil de acuerdo al
relato. No es extraño que el hombre se hiriese con piedras,
porque ¿Quién puede caer en las manos de los demonios y no
morirse? En el caso de la mujer samaritana, vemos a una
persona que buscaba los placeres del mundo, pero en el caso
presente, nos encontramos con una persona que se mutila a sí
mismo. El Señor lo salvó y lo envió a su casa para que les
cuente a los suyos las grandes cosas que el Señor le había
hecho y la gran compasión que había tenido el Señor con él.
Al recibir la gracia, tenemos que dárselo a conocer a
nuestra familia, a nuestros vecinos y allegados. Tenemos
que testificar que ahora somos salvos. Digámosles cuan grandes
cosas nos ha hecho el Señor y como hemos creído en Él,
recibiéndolo como nuestro Salvador. Relatemos los hechos y
demos un fiel testimonio. De esta manera haremos que otros
ardan y que se propague la salvación del Señor.
Proclamar el Evangelio (4)
Día 13 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 17
“Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el
Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda
Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra”
(Hechos 1:8)
Todos tenemos que testificar, contar nuestra propia
experiencia. Habiéndonos salvado el Señor, cuando éramos
pecadores. ¿Podremos permanecer mudos? “El Señor me ha
salvado; no podemos dejar de abrir la boca y manifestar lo
que ha hecho por nosotros. Aunque no me sea posible
explicar el porqué, no puedo por menos que ver que es Dios,
que es Cristo, que es el Hijo de Dios, que es el Salvador que me
ha rescatado y salvado, designado para esa tarea por Dios
mismo. También tengo que reconocer que soy salvo por Su
Gracia. Todo lo que se nos pide es expresar lo que
sentimos. Es posible que no alcance a contar todo lo que me
ha pasado, pero podéis ver hasta que punto he sido cambiado.
No sé cómo se ha producido esto; yo que antes me consideraba
un hombre bueno, hoy me veo como un pecador. Lo que no
consideraba ser pecado, el Señor me lo mostró pecaminoso.
Ahora reconozco la clase de persona que soy. Antes hice
muchas cosas sin que las supiera nadie; a veces ni siquiera era
consciente de estar haciendo algo malo. Pecaba mucho pero no
era consciente de ser un pecador. Sin embargo, llegó un
Hombre que me dijo todo cuanto había hecho. Me dijo cosas
que yo ignoraba y cosas que yo sabía. Tengo que testificar que
he tocado al Salvador. Él tiene que ser el Cristo, el único que me
puede salvar.”
Cualquiera que se considere como un pecador tiene un
testimonio que dar. El que ha visto al Salvador es un buen
testigo. Recordemos que esta mujer samaritana comenzó a
testificar desde el momento en que se encontró con el
Señor. Lo hizo desde el primer día. Ella no esperó varios años
para hacerlo en una reunión de avivamiento. Al volver a su
casa, comenzó de inmediato a testificar del Señor.
Es correcto que una persona comience a testificar desde
el momento de su conversión, contándoles a otros lo que
ha visto y comprendido. Es inútil hacer un discurso largo; es
suficiente con decir lo que sabemos. Alguno podrá decir:
“Antes de creer en el Señor, no podía dormir, pero ahora si
puedo. Estaba deprimido, pero ahora me encuentro bien, no
tengo miedo de lo que me pueda pasar.” Otro podrá decir esto:
Antes estaba angustiado, pero ahora tengo paz.” Todo lo que
tenemos que hacer es contar los hechos. Seamos testigos
vivos
delante
de
los
hombres
de
lo
que
hemos
experimentado; nadie podrá discutir con nosotros si lo que
decimos es cierto.
Proclamar el Evangelio (3)
Día 12 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 16
“Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he
hecho. ¿No será éste el Cristo?”
(Juan 4:29)
Testificar en la ciudad – La mujer samaritana
En Juan 4 vemos a una samaritana a la que el Señor le
pidió de beber. Este mismo Señor le ofreció posteriormente
el agua de la vida, sin la cual nadie puede vivir ni quedar
satisfecho. Cualquiera que beba el agua del pozo del
mundo, seguirá teniendo sed. Cada vez que la bebamos
volveremos a estar sedientos e insatisfechos, por ello
tenemos que volver a beber de continúo. Lo que nos puede
ofrecer el mundo nos puede satisfacer por un tiempo,
pero
la
sed
volverá
más
pronto
o
más
tarde.
Únicamente la fuente que brota de nuestro interior –
la fuente del Agua Viva del Espíritu- nos podrá
satisfacer para siempre. Sólo esta satisfacción interior
es la que podrá librar a las personas de los deseos
mundanos. Cuando el Señor le mostró a aquella mujer
quien era realmente Él, abandonó su cántaro, aquello
que hasta entonces había sido lo más importante para ella,
y se dirigió a la ciudad para decirle a sus vecinos: “Venid,
ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho.
¿No será éste el Cristo?” (Juan 4:29.). Aquí encontramos
un verdadero ejemplo del testimonio.
Aquella mujer había estado casada cinco veces, pero
aún no estaba satisfecha. Tenía que volver a beber una y
otra vez. Pero aquel día, el Señor le mostró la existencia de
otra clase de agua que apagaba la sed de cuantos la
bebiesen. No es sorprendente, entonces, que abandonase
su cántaro y fuese a testificarles a sus conciudadanos
acerca del Salvador tan grande que había encontrado. Su
primera acción fue darles testimonio del Señor Jesús a los
habitantes de su ciudad.
Proclamar el Evangelio (2)
Día 11 de diciembre de 2012 Lectura: Hechos 15
“Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha
enviado al Hijo, el Salvador del mundo”
(1 Juan 4:14)
“El Dios de nuestros padres te ha escogido para que
conozcas su voluntad, y veas al Justo, y oigas la voz de su
boca. Porque serás testigo suyo a todos los hombres, de lo
que has visto y oído” (Hechos 22:14-15.). El Señor le dijo
estas palabras a Pablo por medio de Ananías. Tenemos
que testificar a todos de todo lo que hemos visto y
oído. El primer fundamento del testimonio que tenemos
que dar es acerca de aquello que hemos visto y oído. No
podemos testificar de algo que no hemos visto ni oído. La
ventaja que tenía Pablo sobre otros, era que había visto y
oído al Señor personalmente. Por eso era tan efectivo su
testimonio. Y nosotros hemos visto y testificamos que el
Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan
4:14.). Esto nos dice en qué consiste el testimonio.
Testificamos de lo que hemos visto. ¡Alabado sea el
Señor! Hemos encontrado al Señor, hemos creído en Él
hemos sido redimidos por Él, lo hemos recibido como
nuestro Salvador. Tenemos paz por todas estas cosas,
porque hemos sido liberados del pecado, hemos sido
perdonados y hemos recibido la Vida Eterna. Estamos
gozosos por todo ello. Nuestro bienestar es más grande
y profundo que nunca. Antes nos agobiaba el peso del
pecado, pero hoy, gracias a Dios, el peso ha desaparecido.
En consecuencia somos personas que han visto y oído.
¿Qué tenemos que hacer ahora? Dar testimonio. Eso
no
quiere
decir
que
nos
tenemos que
convertir en
predicadores o que tengamos que abandonar nuestros
trabajos
para
servir
al
Señor
a
tiempo
completo.
Simplemente quiere decir que tenemos que testificarle a
nuestros amigos, conocidos y a nuestros parientes de
lo que hemos visto y oído del Señor.
Proclamar el Evangelio (1)
Día 10 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 14
“Gracia y paz sean a vosotros, de Dios el Padre y de nuestro
Señor Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nuestros
pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la
voluntad de nuestro Dios y Padre”
(Gálatas 1:3-4)
Una vela que arde sola, el viento la apaga con facilidad. Pero,
aunque nos sea por esta causa, acabará apagándose. Si
alguien quiere aumentar la luz y que brille más tiempo, tendrá
que
aumentar
el
número
de
bujías
y
reponerlas
constantemente, imaginemos que encendemos diez, cien o
incluso mil velas; la intensidad de la luz crecerá cada vez más.
Así ha de ser el testimonio de la Iglesia.
Es doloroso comprobar que la luz y el testimonio se
acaban al tiempo que ciertos individuos desaparecen. En
tanto que la Iglesia se tendría que propagar de generación en
generación, un buen número de cristianos no tienen
descendientes. ¡Que el testimonio de Jesús no desaparezca
gracias a los nuevos creyentes! Una vela tiene que arder hasta
el final; igualmente, el testimonio de un hombre tiene que
proseguir hasta su muerte. Si la luz de una vela tiene que
seguir alumbrando, tendrá que transmitir su llama a otra
antes de consumirse completamente. Sólo si las velas
encienden a otras, podrá continuar difundiéndose la luz
hasta alumbrar el mundo entero. Ese es el testimonio de
la Iglesia.
Los
creyentes
nuevos
tienen
que
aprender
a
testificar del Señor; si no es así, el Evangelio acabará
después de ellos. Ya hemos sido salvos, tenemos la vida y
nuestra luz alumbra. Pero si no transmitimos la llama a
otros,
antes
de
consumirnos,
nos
apagaremos
definitivamente. Es preciso que traigamos a muchos al Señor,
si no es así, apareceremos delante de Él con las manos vacías.
Sigamos con el ejemplo de la vela. Cuando vino el Hijo de
Dios a la tierra, encendió algunas bujías –los apóstoles. Más
adelante, prendió otra en la persona de Pablo. A lo largo de
los dos mil años siguientes, se han ido encendiendo una
vela tras otra en la Iglesia. Ciertas velas pueden prender
decenas o centenares de nuevas luces. Aunque la primera
vela esté a punto de apagarse, las demás continuarán
alumbrando.
arriesgado
sus
Es
posible
vidas
para
que
muchas
para
personas
transmitirnos
la
hayan
llama;
esperemos que la misma no se extinga con nosotros. Vayamos
y testifiquemos del Señor. Atraigamos almas a Cristo. Que
no se interrumpa la luz del testimonio en la tierra.
La oración (9)
Día 9 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 13
“Mas el fin de todas las cosas se acerca;
sed, pues, sobrios, y velad en oración”
(1 Pedro 4:7)
La oración es una obra
La oración se debe tomar seriamente como un trabajo que ha
de ejecutarse. Algunas cosas prácticas pueden servir de ayuda,
como el apuntar las peticiones en un cuaderno. De esta manera
podremos saber cuantas han sido las peticiones que le hemos
hecho al Señor, cuantas nos han sido concedidas, y cuantas de
ellas tenemos que continuar haciéndole a Él.
A lo largo de un solo año, le concedió Dios más de tres mil
peticiones a Jorge Müller. ¿Cómo habría sido posible para éste
conocer el número de las mismas si no las hubiese anotado?
Una vez que hemos escrito nuestra petición en el cuaderno, se
convierten en algo de lo que tenemos que tratar con el Señor.
Nada se olvidará. Oraremos por tales cosas en muchas
ocasiones, día a día hasta que nos sean concedidas. La gran
ventaja de tener este cuaderno es conocer la cantidad de
oraciones que nos han sido concedidas y el número de ellas que
no nos lo han sido. Si no son oídas nuestras plegarias, si no son
concedidas, hay algo que no funciona. Por sí mismo el celo en
orar es fútil si las oraciones no son contestadas. Si no está
abierto el acceso a Dios, no podremos acceder a los hombres. El
que no tiene poder delante de Dios, tampoco lo tendrá
delante de los hombres. Tenemos que buscar el poder de la
oración delante de Dios, si no existe tal poder, la oración no
tendrá ninguna utilidad.
La oración tiene un origen y una meta: El origen es la
persona que ora y la meta es la cosa, o la persona, por la
que se ora. A menudo la persona, que es el origen, tiene
que sufrir una transformación antes de que se pueda
conseguir alcanzar, o cambiar, la meta. Es en vano esperar
solamente que sea cambiada la meta. Tenemos que aprender a
orar: “Señor ¿En qué tengo que cambiar? ¿Existe todavía un
pecado que no ha sido tratado? ¿Existe aún un deseo personal
que necesita ser purificado? ¿Hay alguna lección práctica de la
fe que debo aprender? O acaso ¿Hay algo en mí que tengo que
abandonar?”. Si en nosotros existe algo que tiene que ser
cambiado, tenemos que cambiarlo de inmediato para
comenzar a orar con poder. Muchos hijos de Dios esperan ver
como se realizan sus súplicas, mientras que rehúsan ser
cambiados ellos mismos.
Si todos aprendemos convenientemente la lección de la oración, en adelante
la Iglesia será fortalecida en gran manera.
La oración (8)
Día 8 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 12
“También les refirió Jesús una parábola sobre
la necesidad de orar siempre, y no desmayar”
(Lucas 18:1)
Continuar orando
La oración tiene también otro aspecto que puede parecer
contradictorio con lo que venimos diciendo, pero que es también
muy real, se trata de que tengamos que orar siempre y no
desmayar. El Señor nos muestras que ciertas oraciones
tenemos que hacerlas persistentemente. Tenemos que
orar hasta, por así decirlo, importunar al Señor. Viniendo
continuamente antes Él con insistencia. No se trata de una señal
de incredulidad, sino especialmente de otra clase de fe, el Señor
dijo: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la
tierra?”. Esa clase de fe es la que cree que si se ora
persistentemente,
Dios
acabará
por
contestar,
aunque
al
comienzo haya habido o no promesa.
Frecuentemente, no oramos por segunda vez por algo,
porque en realidad no hemos pedido algo concreto. ¿Cuántas de
nuestras oraciones las hemos repetido dos, tres o más veces?
Son numerosas las que hemos hecho una sola vez y las hemos
olvidado. ¿Nos extraña que el Señor también las olvide? Sólo
podemos orar y persistir en la oración cuando nos enfrentamos
con una necesidad real. Entonces nos encontramos en una
situación que nos presiona y nos impulsa a orar. Mucho tiempo
después nos podremos acordar de tal oración: “Señor si no
actúas, continuaré orando”.
Tal oración no contradice la de Marcos 11. Marcos nos
incita a orar hasta que nos sea otorgada la fe, en ese caso no se
dice que tenemos que orar siempre y no desmayar. Cuantas
veces no está nuestro corazón en nuestras oraciones.
Tales plegarias son inmediatamente olvidadas por los que las
efectúan. ¿Cómo podemos esperar que Dios atienda a
aquellas oraciones en las que no ponemos nuestro
corazón?
Nosotros
mismos
las
hemos
olvidado,
y
esperamos que Dios las recuerde. Eso no tendría que
suceder. Por eso tenemos que aprender a orar y a hacerlo hasta
que consigamos que Dios nos conceda lo que le pidamos.
Si pedimos algo, tenemos que aprender a importunar a
Dios. ¿Cómo podemos esperar a ser atendidos, si nosotros
mismos hemos olvidado lo que hemos pedido? Si tenemos
realmente una necesidad, siempre seguiremos orando sin
desmayar jamás. Oremos hasta que Dios nos tenga que
contestar.
La oración (7)
Día 7 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 11
“No se turbe vuestro corazón;
creéis en Dios, creed también en mí”
(Juan 14:1)
Tenemos que persistir en la oración, hasta que la fe
nos sea otorgada. Se puede decir que la primera parte
consiste en orar hasta alcanzar la fe, la segunda
consiste en alabar al haberla alcanzado, hasta que
adquirimos lo pedido. ¿Por qué tenemos que subdividir así
la oración? Porque desde el momento en que la fe se
adquiere, lo único que se puede hacer es alabar. Si se
continúa orando, perdemos la fe. Nos tenemos que servir
de la alabanza para recordarle a Dios que no retrase lo
prometido.
Dios ya ha prometido dar,
¿Qué
más
podemos pedir? En todo el mundo, muchos hermanos y
hermanas han tenido tales experiencias, desde el momento
en que les fue otorgada la fe. A partir de ese momento hay
que dejar de pedir. Lo único que hay que hacer es decir:
“Te alabo, Señor”. Ciertos hermanos parecen no haber
entendido esto. Dios ya les ha dado la promesa, pero ellos
continúan orando; siguen haciéndolo hasta perderlo todo,
eso es realmente una gran pérdida.
¿Cómo podemos mantener la fe? Alabando al
Señor: “Señor, te alabo por que has oído mis suplicas. Tú
me lo has concedido”. Cuán preciosas son las palabras de
Marcos 11:24. En ningún otro lugar del Nuevo Testamento
se expresa la fe mejor que en este precioso versículo. “Por
tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que
lo recibiréis [lo habéis recibido], y os vendrá”. Aquí
tenemos tres puntos principales: a) Orar, sin tener nada
en las manos, b) Creer, sin tener nada aún, luego c)
Creer que lo pedido ya lo tenemos en las manos. Que
comprendamos realmente lo que es la oración y el papel
tan importante que tiene en nuestro vivir diario.
La oración (6)
Día 6 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 10
“Pero cuando venga el Hijo del Hombre,
¿hallará fe en la tierra?
(Lucas 18:8)
¿Qué es pues la fe? La fe, es cuando somos conducidos a un
punto donde podemos proclamar que Dios ya ha escuchado
nuestra oración. No se trata de cuando decimos que Dios nos
lo concederá. Sino que nos arrodillamos para orar, y podemos
decir de una manera o de otra: “¡Alabado sea el Señor porque
ha oído mi plegaria! ¡Bendito sea Dios, hecho está!”. Eso es la
fe, la que se asienta sobre el “lo habéis recibido”. Si al
levantarnos después de orar, decimos que creemos que Dios
nos escuchará o que Él nos lo va a conceder, nada pasará, de
poco valdrá nuestra insistencia. Nuestra determinación no
tendrá resultado alguno.
El Señor dijo: “Creed que lo habéis recibido, y lo veréis
cumplirse”. Él no dijo: “Creed que lo recibiréis y veréis como se
cumple”. Hermanos y hermanas, ¿Hemos visto la clave? La
auténtica fe dice: “Ya está hecho”. Alabo al Señor porque ha
contestado a mi súplica.
Se puede subdividir la fe en dos partes: La primera
consiste en orar sin tener una promesa concreta, hasta que esta
se recibe; consiste en orar sin tener una palabra de Dios que la
avale, para conseguir que esta nos sea dada. Todas las
oraciones comienzan así. Oremos haciéndole peticiones a Dios,
y continuemos pidiéndole.
La primera parte consiste en pedir, sin más. La segunda
comienza en el momento en que se recibe la promesa y sigue
hasta el momento de la realización de la misma; va desde el
momento de recibir la promesa de Dios, hasta que ella se
cumple. Durante este período de tiempo lo que tiene que brotar
de nuestras bocas es la alabanza y no las peticiones en sí. De
manera que la primera parte se caracteriza por las
peticiones y la segunda, por las alabanzas. En un primer
momento tenemos que orar sin haber obtenido una palabra de
promesa, hasta que la obtengamos. Una vez que la hayamos
obtenido, alabemos hasta que ella se cumpla. Ese es el
secreto de la oración.
Para la gente del mundo sólo existen dos elementos en la
oración: no tengo algo, por eso oro; cuando oro, Dios me lo da.
Por ejemplo: Ayer oré para tener un reloj. Después de varios
días el Señor me dio uno. A partir de nada, he obtenido algo.
Pero para los cristianos existe un tercer elemento que se
encuentra entre los dos anteriores, la fe. Si oro por tener un
reloj y un día proclamo que Dios ha escuchado mi súplica,
entonces he alcanzado el punto de la fe; sé que tengo el tal
reloj, aunque aún estén vacías mis manos. Los cristianos
tenemos que saber la manera de recibir en el espíritu, si no es
así, es que estamos desprovisto de fe y de perspicacia
espiritual.
La oración (5)
Día 5 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 9
“Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que
lo recibiréis, y os vendrá”
(Marcos 11:24)
Es necesario creer
Aún queda que cumplir una condición positiva. El que
ora tiene que creer. Si no cree, la oración será inefectiva.
Los acontecimientos relatados en Marcos 11:12-24 nos
muestran que la oración tiene que estar fundada en la
fe. El Señor salía de Betania con Sus discípulos. Tuvo
hambre y viendo de lejos una higuera se aproximó para
comer sus frutos, pero la higuera sólo tenía hojas. Él
entonces la maldijo diciendo: “Nunca jamás coma nadie
fruto de ti”. La mañana del día siguiente, al pasar los
discípulos por el lado de ella, vieron que la higuera se había
secado de raíz. Ellos se sorprendieron grandemente. El
Señor les dijo: “Tened fe en Dios. Porque de cierto os digo
que cualquiera que dijere a este monte: Quítate y échate
en el mar, y no dudare en su corazón, sino creyere que
será hecho lo que dice, lo que diga le será hecho. Por tanto,
os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo
recibiréis [que lo habéis recibido], y os vendrá”.
Quien pide tiene que creer, porque si cree recibirá
lo que ha pedido. ¿Qué es la fe? Es creer que se ha
recibido lo que se ha pedido en la oración. Los cristianos
tenemos con frecuencia poca comprensión acerca de la fe.
El Señor dijo: “el que cree que lo ha recibido” lo
recibirá; pero los cristianos pensamos que el que cree que
lo recibirá obtendrá lo pedido. El Señor utiliza el verbo
“recibir” en dos maneras distintas. Primero dice: “lo habéis
recibido” y a continuación “veréis como se cumple”. Pero
son numerosos los cristianos que ponen el énfasis y la fe en
“veréis como se cumple”. Oramos al Señor creyendo que
“recibiremos” lo que pedimos. Creemos que la montaña se
“arrojará al mar”. ¡Parece que nuestra fe es grande! Pero
en vez de poner la fe en “lo habéis recibido”, lo hemos
entendido como “veréis como se cumple”. Peo no es ese el
género de fe de la que habla nuestro Señor. La fe a la que
se refieren las Escrituras es la que está ligada a “lo
habéis recibido”, lo cual es mucho más exacto que
“veréis como se cumple”.
La oración (4)
Día 4 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 8
“El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los
confiesa y se aparta alcanzará misericordia”
(Proverbios 28:13)
s necesario solucionar el problema del pecado
E
Es posible haber orado sin haber pedido mal, y no haber sido
escuchados. ¿Por qué? Puede ser que exista un obstáculo para
nuestras oraciones: El pecado, que se interpone entre el
hombre y Dios.
“Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no
me
habría
escuchado”
(Sal.
66:18.).
Si
tenemos
conocimiento de un pecado al cual nos mantenemos unidos
en nuestro corazón, no seremos escuchados. ¿Qué significa
mirar a la iniquidad en el corazón? Quiere decir tener un
pecado en el corazón al cual no se quiere renunciar. Dios
perdona las debilidades del hombre, aunque sean muchas.
Pero si alguien es consciente de un cierto pecado y siente
en su corazón placer por él, esa actitud es más que una
debilidad de su conducta; eso se convierte en mirar a la
iniquidad en su corazón.
El hombre descrito en Romanos 7 es diferente a esta clase
de persona. Dice que aborrece lo que hace, está caído, pero
le disgustan sus fallos. El que mira a la iniquidad en su
corazón es, por el contrario, alguien que no quiere
abandonar su pecado. No lo abandona ni en su conducta,
ni en su corazón. El Señor jamás contestará a las peticiones
de la tal persona, porque el pecado impide que sean
escuchadas sus súplicas.
Es importante que apartemos todas las iniquidades de
nuestro corazón. Todos los pecados tienen que ser confesados
y puestos bajo la sangre. Puede no ser fácil vencer los propios
pecados, pero nadie debe mantener la iniquidad en su corazón.
Dios podrá perdonar nuestras debilidades, pero nunca
tolerará
que
mantengamos
la
iniquidad
en
nuestro
corazón. De nada sirve ser liberados de los pecados externos,
si interiormente nos mantenemos unidos a alguno de ellos. El
corazón tiene que ser sometido a un tratamiento completo, con
el fin de poder aborrecer cada pecado y no mantener, amar
o contemplar cualquier iniquidad. Si existe algún pecado en
el corazón, en vano es orar, porque el Señor no nos escuchará.
“El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los
confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Prov. 28:13.). El
pecado se tiene que confesar. Una vez confesado, el Señor
lo perdonará y lo olvidará. Tenemos que venir al Señor y
decirle: “En mi corazón existe un pecado al que miro y me es
difícil de abandonar, pero te pido que me perdones. Estoy
dispuesto a renunciar a él, te pido que me liberes para que deje
de estar en mí. No lo deseo en mí y me resisto a él.”. El Señor
pasará por alto nuestro pecado si lo confesamos delante
de Él de esta manera. Entonces nuestra oración no será
impedida, sino que será escuchada. No tenemos que tomar a la
ligera este problema.
La oración (3)
Día 3 de noviembre 2012 Lectura: Hechos 7
“Pedís, y no recibís, porque pedís mal…”
(Santiago. 4:3.)
No pidamos mal
Tenemos que pedirle cosas a Dios. Pero las Escrituras
ponen una condición “no pedir mal”. “Pedís, y no recibís, porque
pedís mal…” (Sant. 4:3.). Podemos pedirle a Dios que provea
para nuestras necesidades, pero no podemos hacer demandas
desmesuradas o excesivas. Se necesita un aprendizaje de varios
años para poder presentar “grandes peticiones” delante de Dios.
Durante los primeros tiempos de nuestra vida espiritual, es
difícil establecer la diferencia entre las “grandes oraciones” y el
“orar mal”. Es conveniente, al principio, no orar por
nuestro deleites o sin motivos determinados, por lo que no
sea realmente necesario. Dios primeramente va a proveer
para nuestras necesidades, dándonos lo que nos hace
falta. A veces sucede que Dios nos concede más de lo que le
hemos pedido. Pero si pedimos mal, no nos escuchará.
¿Qué quiere decir “pedir mal”? Pedir más de lo
necesario, más de lo que necesitamos, más de lo que
realmente deseamos. Por ejemplo: Tengo cierta necesidad y le
pido a Dios que cubra más de lo que necesito, pido mal. Si
tengo una gran necesidad, puedo pedirle al Señor que la
solucione. Pero no debo pedir más allá de ella, porque Dios no
presta atención a las peticiones hechas a la ligera. La plegaria
tiene que ser hecha de acuerdo a la necesidad; no se puede
hacer de una manera desmesurada.
El pedir mal, es semejante al niño de cuatro años que pide
la
luna.
Tal
cosa
sobrepasa
en
mucho
sus
verdaderas
necesidades. Tenemos que mantener nuestro lugar al orar.
Sólo cuando hayamos acumulado mucha experiencia podremos
hacer “grandes plegarias”. Pero de momento todos tenemos que
orar según la medida de nuestras necesidades. No
pidamos desmesuradamente, sin tener en cuenta los límites
de nuestras verdaderas carencias.
La oración (2)
Día 2 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 6
“No seas vencido de lo malo,
sino vence con el bien el mal”
(Romanos 12:21)
Orar, consiste en pedir. “Pedís, y no recibís, porque pedís
mal…[o no pedís]” (Sant. 4:3.)
“Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis;
llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el
que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Luc. 11:9-10.)
Cuando me convertí, dije (expresa el autor) que oraba
diariamente. Un día me dijo una hermana en el Señor: ¿Te
concede el Señor lo que le pides? Me sorprendí, porque no
consideraba que al orar tenía que esperar una respuesta.
Oraba, pero jamás, me pregunté si se me habían concedido mis
peticiones. Pero desde aquel momento me dedique a orar
esperando que lo fueran. Cuando ella me hizo aquella pregunta,
comprobé mis súplicas para ver cuántas me habían sido
contestadas, al hacerlo descubrí que no había hecho muchas
oraciones que exigiesen una respuesta. Mis oraciones, en su
mayor parte, eran generales y ambiguas, por lo tanto no era
necesario que fuesen respondidas. Era como si le pidiese a Dios
que saliese el sol mañana, de todas maneras tendría que salir.
Después de un año de vida cristiana no pude encontrar ni un
solo ejemplo de petición concedida. Es cierto que me había
arrodillado delante de Dios y dicho muchas palabras, pero
realmente no había pedido nada.
El Señor dice: “llamad, y se os abrirá”. Pero yo había
golpeado contra un muro. El Señor no nos abrirá el muro porque
realmente no sabe lo que queremos. Si llamamos realmente
a la puerta, nos la abrirá. Si le pedimos algo, Él nos lo dará.
¿Qué queremos realmente? “Buscad”, dice el Señor. No le
podemos pedir al Señor todo un almacén, tenemos que pedirle
algo concreto.
“No tenéis, porque no pedís”. Si alguien pide algo, tiene
que se concreto en sus peticiones. Eso es lo que significa
“buscar y llamar”. Hay que buscar algo concreto; hay que llamar
a la puerta y no golpear contra un muro. Es posible que algunos
oren a lo largo de la semana sin que hayan pedido nada
concreto. Por lo tanto no recibirán nada, porque no lo han hecho
correctamente. Han formulado una oración pero les falta el
objeto de la demanda. Supongamos que le pedimos a nuestro
padre, a nuestro esposo o esposa o a nuestro hijo que nos
busquen algo. Les tendremos que decir que es lo que queremos.
¿Nos mandaría el médico a la farmacia sin especificar el
nombre del remedio en su receta? ¿Podemos ir al mercado
sin saber lo que tenemos que comprar? Lo extraño es que
vayamos a la presencia de Dios sin algo concreto que
pedirle, y sin esperar nada. Ahí es donde reside realmente la
dificultad de la oración, he aquí el obstáculo de la misma.
Tenemos que atrapar este sentido de la oración. Si no lo
hacemos, cuando venga la prueba, no podremos orar para
superarla. Las peticiones ambiguas no podrán hacer frente
a las necesidades específicas. Serán suficientes para los días
normales, pero no serán de ninguna utilidad cuando lleguen las
auténticas necesidades. Si nuestra oración tiene un carácter
general o ambiguo, no obtendremos el socorro necesario en
el momento de la necesidad, porque nuestros problemas son de
una naturaleza muy específica. Sólo cuando aprendamos a orar
específicamente,
podremos
beneficiarnos
de
experiencias
específicas que atiendan a las dificultades concretas.
La oración (1)
Día 1 de diciembre 2012 Lectura: Hechos 5
“Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y
recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido”
(Juan 16:24)
La oración es el ejercicio más profundo y a la vez el más
sencillo de la vida cristiana. Desde el comienzo de la misma,
todos pueden orar. No obstante hay muchos hijos de Dios que
confiesan, incluso
en su lecho
de muerte,
que
no
han
conseguido aprender a orar correctamente.
La contestación a las oraciones, por parte de Dios, es uno
de los privilegios o derechos fundamentales del cristiano. Dios
nos ha concedido el privilegio de contestar a nuestras
oraciones.
Lo
anormal
es
que
un
creyente
no
reciba
contestación a sus súplicas. Las oraciones tienen la promesa
de Dios de ser contestadas.
“Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y
recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido” (Juan 16:24.).
El
que
ora
frecuentemente
y
recibe
contestación
a
sus
oraciones, es un cristiano bienaventurado. Se trata de una
experiencia fundamental que todos tenemos que tener. En lo
que concierne a las peticiones concedidas, el cristiano no puede
engañarse a sí mismo. O le son concedidas sus peticiones o no
lo son. Tenemos que tratar de orar de tal manera que nuestras
súplicas nos sean otorgadas.
Orar no es lanzar palabras al aire, ni conseguir algo al
azar. Cuando se ora, debe hacerse con el fin de obtener una
respuesta. La oración no es una simple forma de consagración
espiritual, la oración tiene un objetivo concreto, que es el ser
contestada. Si sólo se tratase de un acto devocional, se podría
orar durante horas, sin esperar una respuesta. Pero si la oración
implica obtener una contestación, entonces tenemos que orar
hasta que venga la respuesta. ¡Por tanto, es imperativo que
aprendamos a orar de tal manera que obtengamos
aquello que pedimos!
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