Día del Perdón: confesión, expiación y reparación

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Día del Perdón – confesión, expiación y reparación i
Por Eliezer Schweid
Yom Hakipurim, tal como se consolidó en la tradición posterior a la destrucción del
Templo, se centró en la Teshuvá (respuesta/reacción/reparación activa). Este es el
orden de los actos: en Rosh Hashaná los seres humanos son juzgados por el Tribunal
Supremo, pero la sentencia no es definitiva. El temor al veredicto que pende sobre
ellos debiera despertarlos para que se arrepientan de sus malas acciones, las
rectifiquen y las reparen, dado que las puertas de la Teshuvá no se cierran. Si una
persona se arrepiente verdaderamente de sus errores y encara sus actos de modo
diferente, puede modificar su sentencia para bien. Yom Hakipurim, que cae el décimo
día del primer mes del año, se consagra a la expiación y a la reparación. Según la Torá,
es el día destinado a expiar los errores de la comunidad y sus dirigentes. Pero la
comunidad no es sino la unidad de los individuos que la componen, quienes son
solidariamente responsables también en razón de su posición espiritual y moral. Los
errores de los individuos recaen en la comunidad toda. Por eso se sumó a la expiación
comunitaria la de los individuos que ofician en la comunidad y para ella ante el Sitial
del Juicio y la Compasión, quienes piden perdón unos a otros y luego piden perdón al
Hacedor.
De modo que la idea que hay que elucidar en referencia al Día del Perdón es la idea de
Teshuvá. Pero entonces nos encontramos enlazando dos conceptos cuya conexión no
parece tan clara a primera vista: kapará y teshuvá. El día se denomina Yom Hakipurim,
derivado de kapará, pero está dedicado a la Teshuvá. ¿Acaso son dos conceptos
idénticos?
Como punto de partida para el tratamiento del tema tomaremos la síntesis conceptual
de Maimónides atinente a la Teshuvá en su libro Mishné Torá, donde despliega un
análisis legal del concepto en general, pero el mismo Maimónides lo relaciona
especialmente con el Día del Perdón. Ya en el primer capítulo se menciona al chivo
emisario (mishná 2) y a Yom Hakipurim en tanto día que absuelve (mishná 4), pero en
el segundo capítulo dice explícitamente: "Yom Hakipurim es tiempo de Teshuvá para
todo individuo y para la multitud, y es límite de perdón para Israel. Por lo tanto todos
deben hacer teshuvá y confesarse en Yom Hakipurim" (mishná 7). Aparecen aquí tres
conceptos en una misma oración: kipurim, teshuvá y viduy. ¿Acaso son lo mismo?
Quien ahonde en la cuestión verá que Maimónides, en tanto sintetizador de la Halajá
(codificación de leyes de comportamiento según las cuales debe conducirse el judío
observante), se complica un tanto. Su intención es tratar el mandato de hacer teshuvá.
Pero, ¿acaso hay en la Torá un mandato de esa índole? "Todas las mitzvot de la Torá" –
empieza diciendo Maimónides – "sean de acción o de inacción, si la persona ha
transgredido una de ellas intencionalmente o no, cuando haga teshuvá y repare su
error deberá confesarlo ente Dios Bendito Sea porque está dicho "Un hombre o una
mujer que cometan etc. confesarán el yerro cometido. Ese es el reconocimiento, la
confesión. La confesión es un mandato de acción" (mishná 1). Es decir que la mitzvá, el
mandato a cumplir, es la confesión y Maimónides introduce la teshuvá al referirse al
mandato de confesión ("cuando haga teshuvá y repare su error deberá confesarlo"), e
inmediatamente constatamos que el cumplimiento de la confesión, ateniéndonos a la
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Torá, no se refiere literalmente a la teshuvá sino a la kapará, y el viduy se pronuncia
poniendo las manos sobre la cabeza del sacrificio de expiación.
Entonces, ¿la teshuvá no se menciona en la Torá en particular ni en el Tanaj en
general? Claro que sí, está profusamente mencionada, ya que es la función vital de los
Profetas. Su misión es convocar al pueblo de Israel y a sus individuos a hacer teshuvá
para salvarse del terrible castigo que pende sobre ellos. Pero el hecho es que si
buscamos la fundamentación del mandato, es decir, la pauta legal que compela a
hacer teshuvá, no la hallamos, por lo menos no explícitamente. Ese es el aprieto en
que se encontró Maimónides en tanto codificador, y al tratar de resolverlo señaló un
problema que tiene mayor hondura que la cuestión legal formal.
La profundidad del interrogante se revela cuando revisamos en la Biblia los contextos
en que aparecen los conceptos de kapará y viduy por un lado y el de teshuvá por el
otro. Kapará y viduy, que aparecen formulados como mandato legal, se encuentran en
las prescripciones sacerdotales. Claramente surge de las Escrituras que la kapará es
eminentemente un aspecto del culto relacionado con las ofrendas en sacrificio. El
transgresor que pide se le perdone su transgresión ofrece un sacrificio, pone las manos
sobre su cabeza y se confiesa. El sacerdote faena el animal ofrecido en sacrificio y
vierte su sangre sobre el altar. El acto de verter la sangre enmienda, es la kapará del
error cometido.
En cambio la teshuvá forma parte del clamor de los Profetas y carece de significación
cúltica – su significado es ético-religioso. Se exige a los hombres hacer el bien a los ojos
de su Creador, y esa es la teshuvá. Es más, encontramos alguna tensión entre el culto
de expiación y el llamado de los Profetas a hacer teshuvá. Sin embargo, los Profetas no
se oponen al culto en sí. Pero se oponen a la creencia de que el culto por sí solo puede
absolver sin reparación activa, y dado que perciben la tendencia humana a basarse en
la kapará cúltica sin hacer teshuvá, se manifiestan expresamente en contra. El hecho
del culto carece de valor sin el acto íntimo, moral y social. Sin teshuvá. De todos
modos, hay una clara diferencia y una tensa contradicción entre ambos conceptos.
Dado que tratamos de elucidar la idea de Yom Hakipurim, corresponde señalar que la
tensa contradicción se destaca también en la formulación de la plegaria diaria.
Observemos la parashá de la Torá que se lee el Día del Perdón y su contrapartida de la
haftará. La parashá es del libro del Levítico (Canon sacerdotal), capítulo 16, que
describe detalladamente la ofrenda del culto correspondiente a la absolución. La
palabra "kapará" aparece muchas veces en la consecución del capítulo que abunda en
la descripción del sacrifico de los toros, el sacrificio de un macho cabrío y el envío de
otro a Azazel (chivo expiatorio/chivo emisario). La parashá culmina en el mandato:
29 Y
esto tendréis por estatuto perpetuo: En el mes séptimo, a los diez días del mes,
afligiréis vuestras almas, y ninguna obra haréis, ni el natural ni el extranjero que mora
entre vosotros. 30 Porque en este día se hará expiación por vosotros, y seréis limpios de
todos vuestros pecados delante de Jehová.
Salta a la vista que no se menciona a la teshuvá siquiera una vez, ni se la insinúa. No
hay indicio alguno de un esfuerzo espiritual ni moral. En cambio en la haftará, tomada
de Isaías 28 a partir del versículo 14, y el capítulo 58, está totalmente dedicada a la
contrición espiritual y a la reparación moral, y la formulación desembozada produce la
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tensión contradictoria entre la concepción tecnicista de culto y la concepción ética de
los Profetas:
5. ¿Acaso es éste el ayuno que yo quiero el día en que se humilla el hombre? ¿Había
que doblegar como junco la cabeza, en sayal y ceniza estarse echado? ¿A eso llamáis
ayuno y día grato a Yahveh? 6. ¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero:
desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los
quebrantados, y arrancar todo yugo? 7. ¿No será partir al hambriento tu pan, y a los
pobres sin hogar recibir en casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu
semejante no te apartes? 8. Entonces brotará tu luz como la aurora, y tu herida se
curará rápidamente. Te precederá tu justicia, la gloria de Yahveh te seguirá.
De modo que los Sabios, que contrapusieron esta haftará a la parashá del día, crearon
una interpretación destinada a explicar el acto de culto de la confesión a la luz de la
idea de reparación moral de los Profetas, y en ese espíritu se propusieron orientar el
carácter de la plegaria del Día del Perdón. En el mismo espíritu se desarrolla el
tratamiento legal equilibrado y preciso de Maimónides. Volvamos ahora a sus
palabras.
¿Dónde encuentra Maimónides el nexo entre el culto de kapará, la expiación, y el
proceso espiritual-moral de la teshuvá, la reparación? En el viduy, en la confesión.
En la parashá mencionada de la fuente sacerdotal figura la confesión en los siguientes
términos: Levítico 16:21Reina-Valera 1960 (RVR1960)
21 y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará
sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus
pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por
mano de un hombre destinado para esto.
Esa confesión es una manifestación explícita y en voz alta ante los presentes y ante
Dios de los errores cometidos por la comunidad (y así también la confesión individual).
En la cita no se menciona el arrepentimiento ni la reparación. La declaración en voz
alta tiene por objeto traspasar los errores de quienes los perpetraron al chivo que
supuestamente se los llevará consigo al desierto:
22 Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra
inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto. (Levítico 16/22).
Sin embargo, la manifestación explícita en voz alta es el principio de un proceso moral
interno. Por medio de la confesión, el transgresor asume la responsabilidad de su
error. Reconoce que lo cometió y que implica kapará.
Observemos cómo despliega Maimónides a partir de este núcleo reducido, incluido
dentro de la ceremonia de culto la idea total de la teshuvá:
"¿Cómo se confiesa? Diciendo, Dios, he pecado, distorsionado, delinquido ante Ti,
haciendo esto y esto, pero me arrepiento y me avergüenzo de mis actos y jamás
volveré a hacerlo. Esa es la esencia del viduy" (Hilchot Teshuvá, 1/1). Esta formulación
escueta encierra tres aspectos. Sólo uno se encuentra en la versión bíblica. Confesión
explícita en voz alta de los errores, expresión de arrepentimiento y decisión de no
volver a hacerlo. Comprobamos que, de hecho, ese es el límite de la teshuvá según
Maimónides: "¿Qué es la teshuvá? Que el transgresor deje de lado su error y lo saque
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de su pensamiento y decida que no lo volverá a hacer, como está dicho, el malvado
abandonará su senda etc. y se arrepentirá por haber transgredido, como está dicho
[Jeremías 31/18] Tras haber hecho teshuvá me arrepentí, pero Dios es testigo que no
volverá a hacerlo jamás tal como está dicho [Hoshea 4/4] No diremos más Dios nuestro
a lo hecho por nuestras manos, etc. y debe confesar y decir las decisiones que
tomó"(id. Cap. 2/2)
De modo que Maimónides desconectó a la confesión de su relación directa con el acto
de culto para conectarla al proceso moral de la teshuvá, siguiendo la línea de Nuestros
Sabios cuando interpretan el acto cúltico como símbolo de un proceso espiritual
esencialmente moral. El traspaso de los errores del hombre al animal sacrificado no es
sino una acción simbólica, y lo principal es que el hombre que se confiesa toma
distancia del error a través de la disposición a asumir la responsabilidad de corregir lo
corregible y evitar repetirlo o incurrir en hechos similares.
En ese espíritu se consolidó en la tradición el Día del Perdón a posteriori de la
destrucción del Templo. Cesaron los sacrificios. La aflicción personal del ayuno se
considera una especie de sacrificio, pero de esa manera la acción vuelve al hombre
mismo. Es más: el predominio de la confesión como núcleo central interno de mayor
importancia en la consigna del Día, redefinido a la luz de la idea de la reparación activa,
se destaca también en las oraciones del Libro de Rezos (Sidur Hatefilá), y desde esa
perspectiva, las palabras de Maimónides sintetizan el proceso de la conformación del
carácter tradicional del Yom Hakipurim después de la destrucción del Templo.
Ciertamente, la oración del viduy, la confesión, es el centro del Día, se repite seis
veces, y en vez de la versión breve, fue tomando su lugar una versión que a lo largo de
varias generaciones fue sumando complejidad y longitud. Es como si la confesión
absorbiera todo el "volumen" del culto expiatorio, que ya no puede realizarse, y lo
internalizara convirtiéndolo en un proceso psicológico.
A continuación analizaremos la oración de la confesión tal como quedó plasmada en el
Sidur Hatefilá e intentaremos mostrar hasta qué punto refleja dicho proceso. Pero,
ante todo, es preciso recalcar que el Día del Perdón, tal como se conformó en la
tradición posterior a la destrucción del Templo, es una suerte de interpretación de la
tradición del culto según el código sacerdotal bíblico a la luz de la idea de teshuvá de
los Profetas. En principio, la kapará no es sinónimo de teshuvá, pero de hecho se
concibe como un acto simbólico cuya esencia es la teshuvá en tanto proceso espiritual.
Tal parece que a la luz de esta afirmación debemos volver a revisar estos conceptos y
la relación entre sí, esta vez desde un abordaje teórico metódico.
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Una revisión sistemática nos retrotrae al fundamento bíblico común a las ideas de
kapará y teshuvá. Revisemos brevemente algunas premisas conocidas: Dios creó al
humano a su imagen y semejanza para que el hombre se enseñoree en el mundo
según el mandato de su Creador. La descripción del hombre en tanto creado "a imagen
de Dios" tiene por objeto establecer la diferencia entre el hombre y las demás
criaturas: el hombre tiene pensamiento y voluntad. Actúa porque se lo propone y
elige. Es decir, el hombre es libre de actuar según objetivos que se propone. Esa
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libertad se manifiesta también en el vínculo del hombre para con Dios, y quizás ante
todo en ese vínculo. El hombre puede obedecer el mandato de su Creador, o negarse a
ello. Puede elegir el bien – y ese es el mandato divino para con él. Y puede elegir el
mal. En determinadas circunstancias el mal puede parecerle bien, desde su
perspectiva, aun si es contrario a la Voluntad Divina. Ahí es donde se hace posible el
error.
¿Qué es el error ("jet" en hebreo y comúnmente traducido al español como pecado)?
Según el relato del Génesis, "jet" es una acción que el hombre hace a sabiendas de que
es contraria al mandato de Dios. Dios ordenó al hombre no comer del fruto del árbol
del saber lo bueno y lo malo. El hombre se tienta y transgrede a sabiendas este
mandato. Ese es el primer "jet". Y dado que se trata de un relato tipo, el primero es el
arquetipo de todo jet. ¿Acaso surge de esto que negarse a obedecer,
independientemente de la calidad del hecho, se constituye en "jet" para el humano?
Desde el principio del relato, todo parece indicar que así es, pero no si se avanza en su
desarrollo. La acción prohibida es mala para el hombre y lo lleva a perder de vista su
meta. Al incurrir en "jet" el hombre pierde su especificidad – su libertad moral. Por el
"jet" se distorsiona el vínculo entre el hombre y su mujer, y entre ambos y la
naturaleza. ¿Cuál es entonces el móvil que lleva a errar el camino? Del relato del
Génesis surge que si bien el hombre sabe desde el principio que su acción es mala por
la desobediencia que implica, se tienta porque supone que le depara un bien. Ante
todo, el fruto prohibido le resulta agradable a la vista. Le provoca un fuerte estímulo
sensual y le promete un goce. De modo que la naturaleza física del hombre, los
instintos carnales que comparte con los demás seres vivos, es la causa primera de su
"jet". El disfrute de la mayoría de los frutos del Jardín le está permitido. Pero el
hombre, precisamente por ser dueño de un alma que discierne, desea y actúa a
voluntad, puede elegir como objetivo para sí el placer carnal sensual. De ese modo,
puede llegar a someterse a sus instintos. En el sometimiento al placer sensual se
esconde el "jet" que lo desviaría de su meta moral, y ese es el mal que los mandatos
divinos quieren evitar.
De lo dicho resulta que hay algo más allá del apetito de los sentidos que lleva a errar.
Ni el hambre ni la sed. Sino el deseo de placer involucrados en la satisfacción del
hambre y de la sed. ¿Cuál es entonces el origen de ese placer que pasa por alto los
límites del instinto natural de los seres vivientes?
Para el hombre, el placer en sí tiene un significado que va más allá de la existencia
regular del cuerpo y su funcionamiento. El placer le otorga la confirmación de la alegría
de vivir, mientras arguye las necesidades naturales del cuerpo como excusa. De hecho,
el hombre busca en el placer sensual satisfacer un anhelo superfluo propio de quien
tiene alma. Con ello expresa su capacidad de elegir lo que le parece bueno para él. El
relato del Génesis revela su capacidad para elegir por sí mismo lo que considera bueno
para él, expresándolo de la siguiente manera: Eva se tienta por las palabras de la
serpiente y el hombre se tienta por las palabras de Eva, mientras que la tentación que
la serpiente suma a la seducción del fruto aporta un móvil psicológico: si el hombre
come del fruto prohibido, será "como Dios, conocedor del bien y del mal". Es la
tentación de desobedecer al mandato divino para jugarse a la posibilidad de plasmar
su libertad. En este contexto, el mandato divino parece una arbitrariedad, o la
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intención de conducir al hombre a la obediencia sin guardar relación alguna con la
índole de la acción. El hombre supone que el bien está en la acción opuesta al
mandato, porque al hacerlo confirma su capacidad soberana. Ante la acción prohibida,
el hombre reivindica su libertad. Puede elegir obedecer o desobedecer y considera que
la alternativa es entre afirmar su posibilidad de elección, o renunciar a ella
obedeciendo un mandato que él considera arbitrario y mezquino. Aquí reside la
paradoja del significado de la acción. El hombre yerra por ejercer su voluntad de
afirmar su libertad, pero la acción de auto-afirmación no es sino una sumisión al deseo
sensual que somete al hombre y desmiembra su voluntad. El placer de los sentidos que
implica una embriaguez engañosa es un bien aparente, que no es sino el mal. El
hombre lo aprende por experiencia propia. La acción que parece buena antes de
perpetrarla se revela como ocultando la muerte moral una vez concretada. De modo
que, movido por el deseo de afirmar su libertad, el hombre eligió someterse a sus
instintos naturales y de hecho, así renunció a su libertad. Ese es el doble sentido del
"jet": desoír el mandato divino y perder el objetivo moral espiritual del hombre al
someterse a los instintos carnales planteados como solo objetivo.
De aquí que el "jet" acecha al humano en todo momento. Se puede decir que el "jet"
está impreso en el ser corpóreo-espiritual del hombre, será siempre una tentación
próxima, una tensión incesante, una prueba cotidiana. Más aún, no tiene caso suponer
que el relato del Génesis pudo no haber sucedido tal como consta en el Libro. Es decir,
no cabe suponer que el humano pudo no haber errado. Por su naturaleza, el hombre
incurrirá en errores, y si bien no está obligado a ninguno en particular, no debemos
pensar que jamás habrá de errar. La prueba es constante y se renueva a cada instante,
y el hombre es débil para superarla siempre. El fracaso de una primera vez acecha, y
habrá de suceder. Y cuando suceda, lo hará a expensas de su libertad. Ese es el dilema:
el hombre ha sido creado libre. Su libertad de elección es la condición necesaria para
su responsabilidad moral y su existencia en tanto ser humano, pero deberá incurrir en
el error, y el error que pesa sobre él distorsiona sus vínculos y lo somete. De modo que
errar es su destino. No podrá eludirlo. Es un dilema sin salida, a menos que haya un
modo de preservar la libertad de elección aun después de haber errado para
desestimar la fatalidad, la necesidad del error, aun si el fracaso es inevitable.
La única salida es que el hombre pueda elegir no sólo los actos que hará, sino también
los que ya ha hecho, reivindicarlos e incorporarlos como propios o desecharlos y
sacudírselos de encima. Esa es la experiencia espiritual moral que subyace a la
expiación y a la reparación. La kapará y la teshuvá le posibilitan al hombre liberarse del
peso de los yerros que lo atormenta y que amenaza someterlo. La kapará y la teshuvá
le posibilitan al hombre volver a su situación previa al error y volver a medirse
libremente con las pruebas de la vida.
En la cultura basada en la escala de valores ético-religiosa de la Biblia y de Nuestros
Sabios, kapará y teshuvá constituyen un mecanismo religioso-cúltico y psicológicomoral vital. Si no hay modo de liberarse del yerro en que se ha incurrido, la forma de
vida que postulan se derrumbaría bajo el peso del sentimiento de culpa y de impureza.
Ese hecho surge claramente además en el contexto de la literatura cúltica sacerdotal y
de la literatura ética de los Profetas. En la literatura sacerdotal, los sacrificios
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expiatorios "asham" y "jatat" ocupan un lugar preeminente. La kapará es una de las
funciones centrales del sacerdote. En la literatura profética, el llamado a hacer la
teshuvá purificadora es quizás el motivo central. Además, en el ciclo vital determinado
por las leyes de la Torá hallamos un verdadero sistema de pautas destinado a la
renovación y a la vuelta al punto de partida inicial, dado que se parte de la base que la
vida del individuo y de la comunidad lleva necesariamente al deterioro y la corrosión:
el shabat (festejo sabático semanal), la shemitá (descanso de la tierra cada siete años),
el yovel (cada cincuenta años) son faros en ese camino. El Día del Perdón se incluye en
esa perspectiva como Shabat-Shabatón (una vez al año). Simboliza el eje de la
renovación de la vida a través de la purificación. De ahí su sacralidad particular. Si no
en las Escrituras, decididamente en la tradición oral fue siempre el día más sagrado, el
día que el hombre se purifica y vuelve a presentarse ante Dios como en el momento de
su Creación.
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Tal como dijimos, el fundamento ideológico común a la kapará y a la teshuvá se pone
de manifiesto en el viduy. El viduy – la confesión – es visceral tanto en el culto de la
kapará – expiación – como en el de la teshuvá – reparación – y resalta el significado
moral primigenio de la kapará. Para limpiarse de su yerro, el hombre debe reconocer
que ha errado. Este enunciado aparenta ser muy simple y sobreentendido hasta tal
punto que resulta obvio. ¿Acaso es posible que alguien transgreda conscientemente
un mandato sin "reconocer que ha errado"? Precisemos: no estamos tratando un acto
hecho sin intención, como cuando el transgresor desconoce la prohibición o lo hace
buscando algún otro resultado. Se trata de una acción intencional, consciente y
electiva. A pesar de ello, "reconocer que ha errado" constituye un paso muy
significativo, tal que es imposible superar el error y limpiarse sin darlo. Si se observa el
estado psicológico de quien incurre deliberadamente en el yerro, se descubre un
complejo mecanismo de ocultamiento. El hombre oculta su accionar de la vista de los
demás y de esa manera lo soslaya, o niega su significado ante sí mismo. Elige no ver o
argumentar de modo tal de no asumir plena responsabilidad por lo hecho: las
circunstancias lo obligaron, los otros tienen la culpa, etc. Sólo lo reconocerá cuando
asuma de hecho la plena responsabilidad por sus actos sin tapujos, sin excusas. Ese es
el meollo de la confesión. El transgresor declara en voz alta frente a otros lo que ha
hecho. De esa manera determina su responsabilidad, incluso frente a sí mismo, como
un acto objetivo que no le permite escabullirse. Esa es la razón por la cual Maimónides
definía: "Deberá confesar por sus labios y decir lo que decidió". Es decir, hasta que las
palabras explícitas no salgan de los recovecos del alma del transgresor y no sean dichas
ante otros, no existen en tanto compromiso asumido. Pero si ha reconocido que erró y
asumido su responsabilidad, se abre ante él una posibilidad que antes permanecía
cerrada. Sólo ahora podrá liberarse de la doble culpa que pesa sobre él – la culpa por
el yerro y la culpa por ocultarse de él. Desde este punto de vista, la confesión es
realmente un paso decisivo.
Pero, ya hemos visto que a partir de la confesión se pueden seguir dos caminos
diferentes. El de la kapará y el de la teshuvá. El camino de la kapará es un acto de culto
de purificación física que asimila el cuerpo al alma, como cuando uno se lava el cuerpo
con agua y la suciedad queda en el agua. Así quien se confiesa, al poner las manos
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sobre la cabeza del animal sacrificado se limpia de sus errores, como si se tratara de
algo externo que se le hubiera pegado. Luego el sacerdote salpica el altar con la sangre
del animal sacrificado y lo purifica de la impureza que emanó de la presencia del
transgresor y su yerro frente. La descripción de estos actos en el capítulo mencionado
del código sacerdotal parece un asunto "mecánico", externo, donde el alma no se
involucra. ¿Acaso es así? ¿Será posible confesar y purificarse sin sentir culpa,
arrepentimiento y anhelo de pureza? Es difícil no ver en el sacrificio del animal un acto
simbólico que, para serlo, exige un proceso psicológico participativo por parte del
transgresor. Pero, de hecho, en la descripción legal no se menciona el proceso interno
y también es cierto que el acto se considera parte integral de la rutina prefijada. Es
decir que la ofrenda del sacrificio y la expiación no se consideran un cambio ni un
esfuerzo por modificar la conducta del hombre. El hombre transgrede y expía,
transgrede y expía incorporando al yerro a la realidad de la vida sin sentir que es su
deber modificar nada. De modo que el compromiso emocional en el acto de la
expiación es mínimo. Se acaba en el deber de hacer algo para expiar el yerro. Pareciera
que eso es lo que despertó la crítica de los Profetas. Ellos no se opusieron a la
ceremonia en sí, sino que se llenaban de ira ante la concepción mecánica del culto de
expiación, que no conducía a reparación alguna porque terminaba fijando al yerro
como parte de la rutina sobreentendida de la vida del individuo y de la sociedad.
No ocurre lo mismo con la reparación. La teshuvá, tal como la entendieron los
Profetas, es un proceso interno que brega por el cambio integral del comportamiento
humano, que conduce a un crecimiento personal que se va consolidando en hechos. Si
la expiación en su sentido cúltico constituye un elemento fijo y repetitivo en la rutina
diaria que de hecho se aviene al yerro, la teshuvá – reparación activa – es un esfuerzo
por tomar un camino diferente: la senda vital de justicia social y pureza, exenta de
errores. ¿Acaso puede el hombre liberarse totalmente de la inclinación natural hacia el
yerro? ¿Acaso existe algún justo sobre la tierra que haga sólo el bien y no yerre? Los
Profetas del pueblo de Israel y sus Sabios sabían que en la vida terrenal que vivimos no
existe la pureza absoluta. Por eso es que la reparación, es decir, el esfuerzo constante
por permanecer en la senda de la justicia social y la pureza, se concibe como el
"camino diferente". De ese modo, la teshuvá, a diferencia de la kapará que es la acción
individual dentro de un conjunto de muchas otras acciones, se constituye en la
definición de toda una forma de vida y su carácter se constata a cada paso. Cada acto
de reparación es un proceso espiritual constante y no un acontecimiento aislado.
Recordemos nuevamente las palabras de Maimónides al sintetizar la opinión de
Nuestros Sabios. La reparación se inicia con la confesión mediante la cual el
transgresor asume la responsabilidad de su yerro, que se continúa en la expresa
manifestación de arrepentimiento, es decir, que el transgresor lamenta haber tomado
la decisión que tomó. De hecho, modifica su voluntad. Ya no quiere aquello que
deseaba cuando incurrió en el yerro. Pone a prueba la seriedad de su arrepentimiento
al decidir no volver a hacerlo. Se orienta hacia el futuro disponiéndose a una actitud
diferente de que tuvo al transgredir. Y nuevamente, a diferencia del acto de expiación,
donde la persona se centra en el momento de la ceremonia, en el presente, en la
reparación se orienta hacia el futuro. Él sabe que el futuro es su desafío, y Maimónides
lo sintetiza así en el lenguaje halájico: "¿Cuál es la teshuvá completa? Aquel que se
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enfrenta con aquello en que transgredió, y podía hacerlo, pero lo interpretó y no lo
hizo por la teshuvá. No por temor ni por flaqueza…" (Cap. 2, a). Si verdaderamente
está en condiciones de afrontar la prueba, es que se ha dado el cambio verdadero en
su senda y en él mismo. Y aquí llegamos a la diferencia esencial entre la expiación
ritual y la reparación activa en cuanto a modos de liberarse del yerro. La expiación
quita del alma la suciedad del yerro, mientras que la reparación aleja al espíritu del
transgresor de incurrir en yerros. A través de la reparación se convierte en otra
persona. Si el cambio se produce internamente, él ya no es aquel que transgredió el
mandato a sabiendas. Volviendo a Maimónides diremos que: "Lo que caracteriza a la
teshuvá es que quien la hace clama siempre ante Dios con llantos y con ruegos y hace
toda la justicia social que está a su alcance y se aleja mucho de aquello en que falló y
cambia su nombre, es decir, soy otro y ya no aquel que cometió esas acciones, y
modifica todo su accionar para bien y orientado hacia el camino recto…" (id. 4). De
modo que la prueba es la senda ininterrumpida que brega con esfuerzo incansable por
la plenitud de una vida de justicia social y pureza. El Día del Perdón, tal como se
consolidó en la tradición de Nuestros Sabios es un día en que la comunidad toda y cada
uno de sus individuos se encauzan en la senda de la reparación. No es un
acontecimiento aislado sino el inicio de un camino diferente.
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El orden de las plegarias del Día del Perdón incluye varios capítulos que propician el
estudio y el análisis de la esencia de una reparación activa como aspecto vital del
proceso que nos ocupa. Ya hemos revisado uno de dichos capítulos: la porción de
lectura del Día que corresponde a la Torá (parashá) y la porción correspondiente
tomada de Profetas (haftará), y la tensión entre ambas. Otro capítulo, estrechamente
relacionado con lo que estamos analizando es la lectura del Libro de Jonás en la
Oración vespertina del Día del Perdón. ¿Qué es lo que pretende despertar en el alma
de los fieles? La respuesta más simple es que el relato tiene por objeto dar fe de la
fuerza de la teshuvá que se hace de todo corazón, aun si se trata de errores tan graves
como los de los habitantes de Nínive. Dios no quiere castigar al transgresor. Él espera
su reparación, y si la reparación es sincera, se lo absuelve. Es la enseñanza que surge
del comportamiento y el destino corrido por los habitantes de Nínive. Es también la
enseñanza que Dios le imparte al Profeta Jonás, quien es más severo que Dios en su
afán de castigar a los infractores. La segunda respuesta se apoya en la primera. Quien
lee el Libro de Jonás durante la Oración constata que las puertas de la teshuvá, así
como no se cierran ante él, no se cierran ante el resto de los humanos. Aun si los ha
visto extremadamente pecadores, no debe pensar que no tienen posibilidad de
reparar sus conductas, y el Día del Perdón los considerará dignos de perdón por haber
hecho teshuvá.
Pero, ¿acaso es un testimonio? ¿Acaso el relato se propone influir en nosotros
mediante un acontecimiento del pasado? ¿Acaso realmente sucedió aquello y todos
los habitantes de una gran ciudad plagada de yerros como Nínive volvieron a la senda
de la justicia social inmediatamente, con sólo oír en sus calles la advertencia del
Profeta? ¿Acaso hay alguna posibilidad de que un relato de este tipo sea tomado como
testimonio fiel de un hecho real? Haría falta una ingenuidad que no es propia de la
mayoría de la gente adulta para tomar este cuento como testimonio, pero toda lectura
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adulta revelará que no se trata de un cuento ingenuo. Penetra en las profundidades
más complejas del alma humana. Y es así como debemos leerlo, como el sueño de un
profeta que ilumina el sentido del complejo vínculo entre él y su misión ética, a la vez
que como una alegoría, como un espejo en el que quien está orando puede verse
reflejado en su propio proceso de reparación. Si toma al relato de esta manera, puede
enriquecer su aprendizaje aún más que la enseñanza mencionada.
La huida del Profeta de la misión que se le ha encomendado no es sino su sueño.
Revela un aspecto oculto de la personalidad del hombre honesto y justo elegido para
cumplirla. Sinceramente, él no quiere tener éxito en su misión, porque si lo logra no se
cumplirán dos anhelos muy humanos del profeta en tanto persona egoísta, cuyo
egoísmo tiene que ver con su propia misión. Ante todo, él quiere ver castigados a los
transgresores. Quiere verlos pagar el precio que compense al justo por sus
sufrimientos. Por otra parte, querría que reconozcan la verdad que vino a profetizar,
pero si su advertencia es tomada seriamente, es decir si su misión tiene éxito, los
transgresores se arrepentirán y no serán castigados, es decir, su profecía no se
cumplirá. Habrá quienes digan: el profeta no avizoraba el futuro. Es la dolorosa
paradoja de la misión del profeta: sólo si no logra su verdadero objetivo, ésta será
exitosa desde su punto de vista particular, todos reconocerán que había verdad en sus
palabras y él verá la venganza de los justos cuando se castiga a los malvados. De modo
que el sueño de la huida de Jonás le revela al propio Jonás el error que conlleva la
justicia social y el simple trasfondo de dicho error que el hombre, incluso un hombre
que se considera justo, tiende a negar y a eludir. Es también un espejo frente al fiel en
oración. ¿Quién si no un fiel en oración y haciendo teshuvá puede considerarse a sí
mismo justo?
Efectivamente, así como la huida del Profeta de su misión es un sueño que da fe de la
misma, también el relato de la integridad de los marinos de la embarcación en la que
Jonás huye y el relato del arrepentimiento inmediato y absoluto de los habitantes de
Nínive son una suerte de ingenuo sueño, bajo cuya ingenuidad subyace una percepción
muy clarividente. El arrepentimiento instantáneo de los habitantes de Nínive, aun si el
profeta en tanto individuo egoísta lo desestimara, es el anhelo sin el cual no podría
asumir una misión de ese calibre: si no hubiera posibilidad alguna, si fatalmente los
transgresores quedaran pegados a sus errores, ¿qué sentido y qué justificación tendría
la misión? ¿Acaso brindarle al Profeta la satisfacción de la desgracia prevista? Ningún
profeta asume una misión sin esa dosis de ingenuidad que le queda en la profundidad
de su sobriedad, fruto de su vasta experiencia en el conocimiento del alma humana. En
el fondo de su desazón bulle la esperanza de que sus palabras tengan el poder de
influir y convencer. ¿De qué se alimenta dicha ingenuidad? Al parecer, de la absoluta
simpleza y de la capacidad de discernimiento del conocimiento profético. En realidad,
¿qué podría ser más simple y obvio que arrepentirse de yerros que nos han llevado al
borde de la desgracia cierta que vemos desencadenarse sobre nuestras cabezas?
¿Acaso no ambicionan preservar su vida? Supuestamente, los transgresores saben
cuán grave ha sido su transgresión. Supuestamente, saben que en tanto transgresores,
les espera un severo castigo. El desmembramiento interno de una sociedad pecadora
es fiel testimonio del debacle que bulle en su seno. En la profundidad de su ser, todos
saben que el fin de una sociedad tal conlleva también la desgracia de sus individuos.
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De modo que, ¿por qué habría de parecernos tan sorprendente que a último momento
reconozcan lo que ya saben de antemano y hagan lo único que puede salvarlos?
Finalmente, sólo deben confesar sus acciones, arrepentirse ayunando y orando, y
decidir que no volverán a transgredir. Eso es todo. La simpleza y facilidad de los hechos
son la fuente que alimenta la ingenua esperanza sin la cual nadie asume una misión
profética. Pero, en la profundidad de su ser el profeta sabe que el cumplimiento de la
acción más simple, precisamente por serlo, es una utopía absoluta. Nunca vista. Es sólo
un sueño.
Realmente, el Libro de Jonás nos presenta una "utopía" muy singular. Generalmente
una utopía es una visión de plenitud que va más allá de la posibilidad de concreción
humana. En el Libro de Jonás se describe una visión muy fácil de concretar, pero que
está casi más allá del horizonte de cristalización. ¿Por qué?
Antes de abocarnos a la respuesta de este interrogante, observemos otro aspecto.
Jonás es un profeta. Un profeta es un hombre justo. Pero el relato lo presenta desde
un principio como un transgresor que huye de su Dios como si fuera un ladronzuelo.
Quien analice la situación comprobará que Jonás sabe que es un transgresor. Cuando
los marinos lo presionan para que ore a su Dios, él les responde que es el causante del
mal que sobrevino. Pero, se niega a dar marcha atrás. Se le envían una señal tras otra,
un llamado tras otro. Él endurece su corazón y se hunde en el sueño – último refugio
de una conciencia que busca ocultarse de sí misma. No quiere saber lo que sabe. Sólo
en la profundidad del sueño vuelve a toparse con la conciencia acechante, y recién
cuando la angustia lo cerca, desde las entrañas del pez que lo ha tragado, reza y se
redime. Pero aun entonces su reparación no es completa. Contra su voluntad cumple
su misión.
¿Qué le impide a Jonás concretar la acción simple que en cambio sí concretan los
habitantes de Nínive? Si resolvemos este enigma quizás comprendamos por qué los
transgresores no hacen lo que aparentemente les brindaría el mejor de los regalos: la
vida. Jonás sabe que desobedeció, pero oculta su yerro de sí mismo al evadir la Voz
divina que le ordena cumplir su misión. Ciertamente, tiene sus razones. Oculta su yerro
porque se considera un hombre justo. Disiente y se opone a Dios, tercamente se
mantiene en su postura hasta el final del relato que lo deja desprotegido bajo el
calcinante sol de los alrededores de Nínive. Él considera que tiene razón. Los
transgresores merecen ser severamente castigados. Su misión no debe tener éxito. Ese
pensamiento es su yerro. Pero ese yerro deviene del concepto de justicia e inocencia
que tiene el hombre a solas con su yo íntimo que le exige su propio bienestar.
¿Qué es lo que impide al transgresor reparar su yerro a pesar de ser consciente de
haber errado? El relato de Jonás responde: su perspectiva personal de considerar la
justicia y la inocencia en el contexto de sus propias expectativas y deseos en tanto
individuo. La vida centrada en el "yo" se sacude de encima toda culpa. La vida es una
promesa de satisfacción de deseos que emana el ser físico-espiritual del hombre. La
vida es una promesa de felicidad. Sin embargo, el hombre auto-centrado sabe que en
ello reside la raíz de su yerro. El hombre creado a imagen de Dios no fue creado para
eso. Sólo si acierta a juzgarse como lo juzga su Creador estará dispuesto a reparar su
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conducta y a compadecerse de los transgresores. Juzgarse como lo juzgaría su Creador
– ¿habrá algo más difícil que eso? ¿No estará más allá de sus posibilidades?
El sentimiento de inocencia y merecimiento digno de una persona se revela de
distintas maneras. No es igual para el Profeta y para los transgresores ante quienes
debe profetizar. También el fiel en oración de contrición y arrepentimiento el Día del
Perdón puede ocultarse de sí mismo bajo la delicada máscara de las buenas acciones.
Ayuna y reza pidiendo reparar sus yerros. El corazón humano tiene muchos vericuetos.
Aun cuando revela sus intenciones más recónditas, puede ocultarse. Ese es el
recordatorio del Libro de Jonás en la Oración vespertina. Una advertencia antes del
último esfuerzo del Día que culminará con la Oración de "Neilá".
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Pero el Día del Perdón no está destinado a pensar en la reparación sino a reparar, y la
reparación se produce en la confesión. Es decir, rezar el viduy con intención y
concentración representa un proceso espiritual que abarca el pensamiento, el
sentimiento y la voluntad de cambio personal para tomar una nueva senda de vida,
libre de yerros. Efectivamente, la Oración de la confesión es la principal del Día del
Perdón. Se dice seis veces, desde la oración vespertina hasta la de Cierre (Neilá), y
todas las veces se pronuncia larga y enfáticamente.
La centralidad de esta oración es, obviamente, una continuidad histórica tradicional.
Cuando existía el Templo, los sacrificios de expiación eran parte de la rutina diaria y
sobre ellos se pronunciaba la confesión. El viduy era el único componente de la liturgia
del Día del Perdón en el Templo que se podía seguir cumpliendo aun después de
destruido el Templo. El contexto cambió y con él el significado, trasladando el acento
de la ceremonia de expiación a la reparación moral. De todos modos, en vez de
sacrificar un animal, el hombre se sacrifica simbólicamente a sí mismo mediante el
ayuno y se confiesa. Y dado que es lo único que quedó del antiguo ceremonial, se
prolongó. De una fórmula breve de una frase se fue alargando a través de las
generaciones hasta consolidarse en una fórmula compuesta de varias partes. Es como
si hubiera tenido que dar cabida a todo el tiempo y la acción, a toda la vivencia que
comportaban otrora los sacrificios.
Observemos entonces la estructura de esta oración para comprender cuál es el
proceso intelectual y emocional que acontece en el interior del fiel que reza con
unción. La confesión comienza con una breve apertura, pulida y bien sopesada, que
citaremos textualmente: "Dios nuestro y de nuestros padres llegue a Ti nuestra
plegaria, no desoigas nuestro ruego. Que no somos soberbios ni obcecados para decir
ante Ti Dios nuestro y de nuestros padres somos justos y no hemos incurrido en error,
porque nosotros y nuestros padres hemos incurrido en error." Esta apertura es una
suerte de superación del impedimento interno que siente todo aquel que enfrenta su
propia confesión de errores. Dado que quien se confiesa se entrega en manos del Juez,
descubre ante Él sus secretos y es como si destruyera el muro protector tras el cual se
oculta. Además, quien se confiesa debe superar la vergüenza y el sentimiento de
humillación de desnudar sus debilidades y sus defectos. Es por eso que el primer paso
de la confesión es tan difícil, ya que implica algo así como un quiebre interno para
reforzar la voluntad. La apertura tiene por objeto contribuir a que el fiel en oración
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supere ese umbral: empieza con un ruego que crea un espacio de intimidad y
humildad entre él y el Dios que lo juzga, y luego antepone un piso de defensa a la
inculpación que supone la confesión. El hecho de que esté dispuesto a confesarse, a
demostrar que no es ni "soberbio" ni "obcecado", sino que está dispuesto a confesar
sus errores, es un punto a favor que antepone al difícil acto que acomete. Ese es el
piso que el hombre pone entre él y el cerco de espinas que deberá saltar. Una vez
dado ese paso decisivo, ya está sumido en la confesión.
Pero ese es sólo el principio. La confesión se formula en general y en listado ordenado
alfabéticamente: "Somos culpables, hemos traicionado, hemos arrebatado", etc. Es la
técnica de la liturgia cuya forma se condice con el anhelo de expresar una totalidad.
Quien se confiesa debe decir todo y no ocultar nada. El todo se resume en el dicho "de
la A a la Z". El primer párrafo agota los matices del sentimiento de culpa ante Dios. Aun
no pasan al detalle de las acciones. Eso vendrá luego, pero hasta entonces, el fiel en
oración da un segundo paso de superación desde la dificultad interna. Ahora podrá
entregarse de verdad ante el Juez, aceptar su veredicto: "Nos hemos desviado de Tus
mandatos y de Tus juicios certeros, y no nos ha valido. Y Tú eres Justo en todo lo que
nos envías porque Tú actúas con Verdad y nosotros con malevolencia."
Aparentemente, el que reza se despoja de aquí en más de todas las defensas. Confiesa
que ante Dios no posee merecimiento alguno, dado que desobedeció a sabiendas su
bienintencionado mandato, pero ahora, precisamente la posibilidad de aceptar el
veredicto y considerarlo justo le brinda el coraje necesario para desnudar su alma. Ya
no tiene caso ocultar nada dado que Dios es omnisapiente: "Qué diremos ante Ti
Morador de los cielos y qué relataremos frente a Ti si Tú conoces todo lo oculto y lo
revelado." Pero, se diría que sólo en apariencias se halla alivio en saber que todo se
sabe. El hecho de que la persona confiese, es decir, tome sobre sí la responsabilidad
por lo que hizo, es lo principal.
¿De dónde surgen las fuerzas para confesar? Quien siga analizando el viduy
comprobará que la sola disposición a confesar implica una poderosa certeza: la fe
absoluta en la Justicia del Juez y en su Compasión. "Ya no me compadezco a mí mismo,
justifico el veredicto, pero confío en Tu perdón", o en el lenguaje de la plegaria: "Tú
conoces los secretos del mundo y los enigmas de todo ser viviente. Escudriñas
entrañas, riñones y corazón, nada desaparece ante Ti y nada se oculta a Tu mirada. Sea
Tu voluntad Dios nuestro y de nuestros padres perdonar todos nuestros errores,
desestimar todas nuestras iniquidades y absolver todos nuestros delitos." Lo dicho: la
plena confianza en el perdón y la absolución surgen precisamente cuando el fiel en
oración justifica el veredicto, y dado que ha llegado a eso, puede observarse desde una
distancia "objetiva" y confesar detalladamente sus transgresiones.
Luego viene la parte realmente extensa de la confesión. El catálogo de yerros
ordenado alfabéticamente. Se supone que contiene todas las variantes pecaminosas
que muchos individuos pueden llegar a acumular sobre la conciencia de la comunidad
en primera persona del plural. Sea como fuere, siendo que todo individuo tiene parte
en los yerros de la comunidad, se le exige mencionar un listado general exhaustivo
dentro del cual identificará los propios. Si bien no los declara frente al público, al
mencionarlos los reconoce y los declara frente a su Creador.
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El listado alfabético de yerros, luego clasificados según su gravedad relativa, es larga y
engorrosa. Pero entre los yerros agrupados se repite a modo de estribillo: "Y por
todos, Dios del Perdón, perdónanos, absuélvenos, condónanos." No se trata sólo de un
pedido o un ruego. Es también un recordatorio para recuperar fuerzas. Sólo movido
por la confianza puesta en que Dios es el Dios del Perdón, puede el fiel sobrellevar el
peso de esta ardua empresa. Ciertamente, esta parte del viduy culmina con una
declaración optimista: "Porque Tú eres magnánimo al perdonar a Israel y
misericordioso con las tribus de Yeshurun en todas las generaciones, y fuera de Ti no
tenemos Rey compasivo y misericordioso".
Entre Dios compasivo y misericordioso y el hombre transgresor se abre un abismo que
el hombre jamás podrá cerrar. Quien se confiesa, se hunde en el polvo hasta tocar el
fondo de su existencia humana: "Dios mío, mientras no fui creado mi existencia carecía
de valor, y ahora que he sido creado es como si no lo hubiera sido. Polvo soy en mi
vida y más aún en mi muerte, soy frente a Ti como un objeto lleno de oprobio y
vergüenza." Estas palabras parecen llevar al extremo opuesto al de la apertura. Al
principio de la confesión se daba una inyección de coraje gracias a la disposición a
confesar los propios yerros. Al finalizar la confesión, el hombre se halla despojado de
todo, sin merecimiento alguno, "como un objeto lleno de oprobio y vergüenza." No
podrá salvarse solo desde ese punto tan bajo. Precisamente desde esa distancia se
atreve a acercarse y apoyarse en su Creador. Ahora es su enorme debilidad la que
justifica su búsqueda de protección que rezuma expectativa y demanda: "Sea Tu
Voluntad Dios mío y de mis padres que no vuelva a errar más, y lo que erré ante Ti
desestímalo con Tu magnánima compasión pero no mediante tormentos y
enfermedades." Dos pedidos, y en cada uno de ellos un doble mensaje. Ante todo,
quien se confiesa pide no volver a errar. De esa manera expresa la decisión que según
la definición de Maimónides es la tercera y última parte de la teshuvá: una vez
arrepentido expresa su voluntad de no volver a incurrir en error. Es su decisión. Pero
en la forma de expresarlo hay algo que sorprende, dado que humildemente reconoce
la incapacidad humana para confiar en su propia decisión. Dicho pensamiento no
estaba contemplado en la lógica de Maimónides. ¿Acaso Dios debe garantizarle al
hombre que no volverá a incurrir en error? ¿Acaso no es responsabilidad exclusiva del
hombre?
Sí y no. El hombre es responsable de su voluntad de redimirse de sus iniquidades pero
la conciencia de la vulnerabilidad del hombre indica que en las condiciones de su
existencia le será imposible no incurrir en ningún error, y sólo Dios, Creador y
Compasivo, puede salvarlo de su inclinación al yerro. Esa es la profundidad del abismo
entre Dios y el hombre, pero precisamente debido a la imposibilidad humana de salvar
esa distancia, el fiel que se confiesa cree que Dios no sólo puede, sino también debe,
por su esencia, debe salvarla. Él lo ha creado, Él lo ha puesto a prueba más allá de su
entereza y Él lo alienta a superarla, ya que supera sus propias fuerzas, si tan sólo
expresa sinceramente la voluntad de no incurrir en yerros y pone en ello todo su
empeño. Dios lo ayudará así como un padre extiende su mano a la tierna criatura que
depende de él para ponerse de pie, la sostiene y la conduce.
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De modo que la confesión condujo al hombre paso a paso hasta la toma de conciencia
del límite de la posibilidad humana y el quiebre del orgullo, pero con el objeto de
abrirle lentamente las puertas de la fe y la cercanía a su Creador. Si al principio del
viduy estaba asustado y contrito frente al Juez, al finalizarlo está reconciliado y sumiso
frente a un padre compasivo, el padre que debe perdonar porque el hombre no puede
dejar de incurrir en errores sin la ayuda de Dios. Con todo, el punto de partida de la
confesión no se desdibuja hasta el final: el hombre es responsable de sus actos. La
decisión de hacer teshuvá es su deber. Y el segundo pedido es: "y lo que erré ante Ti
desestímalo con Tu magnánima compasión." Es la manifestación de la disposición del
hombre a recibir el castigo liberador. Está dispuesto a aceptar tormentos, y aun en
esos tormentos, verá la preocupación del padre deseoso de educar a su hijo y la
expresión de su amor. Bien sabe internamente que con esa disposición suya se
ahorrará lo peor.
Comprobamos así que el fiel en sentida oración sufre un proceso emocional e
intelectual muy complejo. Se da en él un cambio interno, desde la soberbia humana
que se niega a confesar, hacia una humildad sobria, que sobreviene como
consecuencia del derrumbe del muro divisorio entre el hombre y su Creador. El niño
que hay en él aparece entre los velos tras los cuales se oculta para descubrir frente a sí
al padre compasivo más allá de la imagen del Juez Supremo como un Rey sentado en el
trono del Tribunal. En ese contexto, la reparación se nutre de un doble significado,
tanto en lo concerniente a la conciencia del hombre como en cuanto a la renovación
del vínculo primario entre él y Dios. Todo ese proceso se caracteriza por la
ambivalencia. Ambivalencia en la comprensión de la posición del hombre en el mundo,
y ambivalencia en el vínculo entre Dios y el hombre. Así como el yerro es la resultante
de esa ambivalencia, también la reparación acontece gracias a ella y la revela, no sólo
como idea, sino en tanto vivencia existencial. La confesión es un proceso de afirmación
emocional conciente de la condición humana frente a su Creador.
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Hasta aquí hemos analizado la confesión en tanto plegaria personal. Detengámonos
ahora en el hecho de que esta plegaria individual no se formula en primera persona
del singular sino en la primera del plural. Además, no implica sólo a quienes en ese
determinado momento están congregados en oración colectiva, sino en nombre de
todas las generaciones de Israel: "Nosotros y nuestros padres." El individuo que se
confiesa se presenta a orar en medio de su comunidad y su pueblo haciéndose cargo
de los yerros de todos. A este respecto cabe mencionar que de acuerdo con la Torá,
Yom Hakipurim está destinado a absolver los yerros de las autoridades del pueblo y de
sus líderes, y por ende de la comunidad como tal. Los yerros de los individuos se
perdonan en cualquier momento en que cada uno decida ofrecer su sacrificio. Pero, tal
como se ha consolidado en la tradición de la Torá oral, el Día absuelve también los
yerros de los individuos sin desmedro de su carácter comunitario. El individuo se
presenta como parte de su comunidad y de su pueblo. ¿Por qué? Porque los yerros de
los individuos se suman a los de la comunidad y de hecho todos los individuos son
solidariamente responsables también en este aspecto. De ahí que las plegarias estén
formuladas en "nosotros". Cada uno de los individuos asume no sólo sus yerros, sino
también los de sus amigos y colegas. Tiene parte en ellos. Por ello es que la respuesta a
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tantos que vienen a orar en comunidad sólo el Día del Perdón – ¿por qué cada uno
confiesa una lista tan larga y pesada de pecados, acaso hay alguna persona que haya
transgredido todo eso? Obviamente, no. Pero en el seno de la comunidad se
transgredieron y cada individuo se considera asociado no sólo a lo que él mismo
"aportó" al cúmulo, sino también a lo que aportaron sus amigos y paisanos.
Corresponde que toda la comunidad se purifique. Lo mismo vale para las
generaciones. La fórmula se dirige a Dios como "Dios nuestro y de nuestros padres", y
se confiesa en nombre de "nosotros y nuestros padres hemos transgredido",
expresando la convicción de que el destino del pueblo se define como corolario de los
hechos de todas las generaciones: los hijos son la garantía para la absolución de los
yerros de sus padres, así como se apoyan en sus merecimientos.
Vale la pena aclarar otro aspecto, precisamente para aquellos que llegan a la sinagoga
a rezar sólo el Día del Perdón y se sorprenden de la formulación de la plegaria. Esa
formulación es testimonio de la razón por la cual les atrae venir a la sinagoga
justamente en los Días Tremendos y especialmente el Día del Perdón. Aparentemente,
es difícil de comprender. Entre todos los días festivos y de contrición no hay otro de
carácter tan "religioso" como el Día del Perdón. Dedicado absolutamente a las
relaciones entre el hombre y Dios, ya que también esas relaciones se juzgan a partir
del compromiso con los mandatos divinos. Supuestamente, para quien no tiene
relevancia religiosa el vínculo con Dios no tendría sentido un día de este tenor. ¿Por
qué viene? La respuesta que obtenemos en general es que participar en comunidad de
la vivencia de Yom Hakipurim es una obligación para con los padres, o para con su
memoria (el Día del Perdón se incluye también la plegaria "Yizkor", in memoriam), o
que el sentimiento de pertenencia nacional los lleva a unirse a la comunidad en ese
día. El Día del Perdón se considera el más sagrado de todos. En el pasado, nadie dejaba
de participar ese Día. Es así que la paradoja se agudiza aún más: un móvil familiar o
nacional lleva a alguien a participar en un festejo de carácter eminentemente religioso
y carente de los motivos nacionales que hallamos en Pesaj, en Januca y en Sucot. Pero
si revisamos detenidamente lo antes mencionando, veremos que la tal paradoja no
existe. El Día del Perdón es el día en que todo el pueblo se congregaba presentando su
unidad. Ese es el fundamento nacional que penetra profundamente al fundamento
religioso y se identifica con él. La unidad del pueblo se consuma en la solidaridad
mutua de todos sus miembros para con la comunidad, y en la solidaridad de la
comunidad para con sus individuos en lo que hace al modo de vida moral y religioso
que los une. La sacralidad del día y la centralidad que se le adjudicaba surgen de su
carácter comunitario, que une a todo el pueblo no menos de lo que surge de su
sentido religioso. En ese día el vínculo con las generaciones pasadas y la relación de los
individuos con su pueblo es más palpable y más comprometido que en cualquier otro.
De modo que nadie debe faltar. Los individuos que se han alejado de la forma de vida
que preserva el cumplimiento de los mandatos de la Torá, pero no quieren cortar el
lazo familiar y nacional con el pueblo, siguieron y siguen sintiendo el impulso interno
que los lleva a la oración precisamente el Día del Perdón, aunque ese mismo
alejamiento hace que se sientan distantes y no puedan identificar el contenido esencial
del Día…
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Efectivamente, la unión nacional que se siente pone de manifiesto una idea muy
particular de vinculación entre las personas. Y volvemos a constatar aquí esa
"sociología" sinagogal que ya habíamos mencionado en nuestro tratamiento del
Shabat. No repetiremos los fundamentos de la misma que giran alrededor de la idea
de "pacto", sino sólo recordaremos la singular vivencia que le depara al individuo
percibirse como un componente directo del "todo" y el funcionamiento de ese "todo"
como garante de la libertad y del valor del individuo, pero también como moldeando la
personalidad de cada uno de sus miembros mediante las funciones que les asigna.
El Día del Perdón es la oportunidad para que se revele una dimensión particular en ese
sistema vincular. Desde la perspectiva de una sociedad que concibe su existencia como
una meta, pero que además cumple una función que va más allá de ella – servir a Dios
– no sólo los yerros entre los hombres tienen sentido colectivo sino también los
perpetrados por el hombre consigo mismo y ante su Creador. El transgresor elude la
responsabilidad supra-social que aglutina a todos y sustenta la unidad de la sociedad.
Incumple el compromiso que el pueblo asumiera en el Pacto del Sinaí y que renueva
generación tras generación, siendo la base de la mutua responsabilidad. Esa
reciprocidad los compromete a ayudarse a no incurrir en errores. Advertirse
mutuamente, perdonarse recíprocamente, y sobre todo a sopesar sus conductas no
sólo en tanto individuos sino también en tanto solidariamente responsables por el
destino del pueblo. Maimónides resume esta idea en el espíritu de Nuestros Sabios:
"Por eso, cada uno debe considerarse durante todo el año medio inocente y medio
culpable. Así todo el mundo, medio inocente y medio culpable. Si transgrede algún
mandato, inclinó la propia balanza y la del mundo hacia la culpabilidad ocasionando
corrosión. Cumplió con un mandato, inclinó su propia balanza y la del mundo entero
hacia la inocencia ocasionando alegría y redención…" (Hilchot Teshuvá, cap. 3, 4). Es
digna de tener en cuenta la identidad que crea Maimónides entre la suerte que corren
los merecimientos del individuo y los del mundo. Ambas rúbricas, las del individuo y las
del colectivo, inciden en la misma cuenta, de modo que la acción de uno puede definir
el destino de todos.
Obviamente, se trata de la reciprocidad entre el individuo y la sociedad. El individuo es
responsable por el colectivo y el colectivo le garantiza la posibilidad de vivir de acuerdo
a los mandatos de la Torá. Es el colectivo el que le ofrece al individuo las
oportunidades de reparar sus acciones, lo atrae y lo educa para hacer su reparación
activa. Sin la comunidad, que instaura los momentos de reparación y sus modos de
realizarla, es dudoso que los individuos puedan hacerla por sí solos. De modo que el
hecho de dedicar el Día del Perdón a la confesión y a la oración por mandato divino es
una expresión concreta de la ayuda con que Dios propicia la purificación del hombre
que así lo desee. Volvamos a observar la confesión, que es un acto individual. El
hombre debe despertarse para confesar. Pero es la comunidad la que le da la
oportunidad real de concretarlo. Ante todo, la confesión consiste en sacar de la
conciencia del individuo los yerros que lo abruman y presentarlos ante los demás. Sólo
así la confesión tiene la vigencia de un acto tal que el individuo no puede negar ni le
permite ocultarse. Seguramente, también en el hecho de pronunciar su declaración en
voz alta ante Dios la confesión sale del círculo personal, pero sin embargo, la mayoría
de la gente no tiene la sensación de exposición sino de compartir con su comunidad
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siendo todos testigos. Maimónides formula esta idea de la siguiente manera: "Grandes
loas al penitente que se confiesa en público y da a conocer sus iniquidades revelando
transgresiones que cometiera frente a sus pares, diciendo: ciertamente he pecado
contra fulano y le hice esto y esto y hoy me arrepiento. Y todo aquel que no lo hace
público por pecar de orgulloso y ocultar su yerros, no completa la reparación. Porque
está dicho Quien oculte sus iniquidades no tendrá éxito. ¿A qué se refiere? A las
transgresiones entre los humanos. Pero las transgresiones ante Dios no debe hacerlas
públicas, y se considera insolencia hacerlo. Sino que debe arrepentirse ante Dios
Bendito Sea y detallar sus yerros ante Él, y si los confiesa ante otros, carece de validez
y mejor es si no lo revela, como está dicho Bendito quien sobrelleva su iniquidad y no
ostenta su yerro (id. Cap. 2, 5).
Maimónides distingue en este párrafo entre los yerros del hombre para con otros
hombres, que hay que confesarlos para sí y ante otros hombres, y las desobediencias
ante Dios, que hacerlas públicas se considera hasta una insolencia. Resulta que los
primeros se consideran confesables en público y esa confesión es parte de la
reparación, y en cuanto a los últimos, se considera hasta un acto de soberbia el que los
demás se enteren. Pero incluso con respecto a estos últimos, Maimónides considera
que hay que decirlos en público "stam", es decir, como generalidad que no
compromete. La fórmula de la confesión en el Libro de Rezos explica la intención de
decirlos "porque sí". El individuo declara su culpabilidad, pero no revela detalles acerca
de sus yerros. Sólo manifiesta su sentimiento en tanto transgresor y su aceptación del
veredicto. Eso le otorga a su declaración la vigencia del acto realizado. De ese modo, el
colectivo le da la oportunidad al individuo de confesar ante Dios, o de sentir a la
confesión como algo que lo compromete de verdad. Es más, para la mayoría de la
gente, instituir la reparación en tiempos determinados y en una fórmula
preestablecida, válida para todos por igual, es una condición sin la cual no accederían a
ella. Aun si despertaran en ellos las ansias de acometer la acción, se verían arrastrados
por las circunstancias externas y las presiones de sus vicisitudes, sus deseos y sus
impedimentos. Pero si la comunidad encara un día en que todos juntos rezan, y le
suministra al individuo una versión pautada, les permite desconectarse del flujo
cotidiano y presentarse a hacer el balance de sus acciones. En las palabras de
Maimónides: "A pesar de que la reparación y el clamor son bienvenidos al mundo, los
diez días entre Rosh Hashaná y Yom Hakipurim son más bienvenidos aun, y son
aceptados de inmediato tal como está dicho Busquen a Dios donde sea. ¿A qué se
refiere? Al individuo. Pero la comunidad, siempre que hace teshuvá y clama con toda
el alma, se le responde porque está dicho, Como Adonai nuestro Dios cada vez que
clamamos ante Él" (id, cap. 2, 6). En este punto cabe prestar atención a la prioridad
que Maimónides le otorga a la comunidad. La comunidad puede confesar en todo
momento y sus plegarias se aceptan en todo momento, pero el individuo necesita
precisamente el Día del Perdón. ¿Por qué? Tal parece que es porque precisamente el
Día del Perdón se halla en medio de la comunidad que le brinda las vías de reparación.
De aquí la continuación de las palabras de Maimónides: " Yom Hakipurim es momento
de teshuvá para todos, para el individuo y para la multitud, y es el límite de perdón y
absolución para Israel. Por eso todos deben hacer teshuvá y confesar en Yom
Hakipurim" (id, id, 7).
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La plegaria del viduy es, como dijimos, el eje central del Día del Perdón. Sin embargo,
no menos destacada es la plegaria relacionada con ella y que casi se desprende de ella
directamente: la Oración del Ruego. Quien se confiesa, se arroja ante el Juez Supremo
y pide compasión. Bien sabe que no es inocente, pero que Dios tiene que perdonar. El
fiel en oración ruega y clama, solloza y le recuerda a Dios su compromiso de perdonar
a Israel pactado con sus antecesores. La fuerza emocional de esta plegaria se hace
sentir especialmente en la Oración de Cierre, "Neilá". Es el esfuerzo del "último
minuto" por modificar el veredicto adverso, en caso de que ya haya sido dictado, y el
hecho de que se trate del último esfuerzo le otorga un viso particularmente dramático.
Uno tras otro se suceden tormentosos los clamores destinados a abrir los portones
celestiales:
"Ábrenos el portón a la hora de cierre de portones que ya declina el día.
Acaba el día, el sol se pone y toca a su fin, estamos a Tus puertas".
En esta plegaria habla el sentimiento y no el pensamiento. El sentimiento persigue al
pensamiento y corre más allá de sus límites. El corazón sabe lo que el intelecto no
logra abarcar y conduce al hombre al esfuerzo máximo. Pero precisamente frente a la
poderosa emoción de la Oración del Ruego resalta mucho más la vuelta al punto de
partida de la confesión, cuando el sentimiento y el pensamiento están equilibrados. Al
finalizar la "Neilá", el jazán y la comunidad pronuncian una vez el Shemá, tres veces
Baruj Shem Kevod Maljutó leOlám vaEd (Bendito Sea el Nombre de Su Majestad por
siempre jamás) y siete veces Adonai Hu Haelohim (Nuestro Señor es el Dios).
Después del Kadish se oye el sonido del Shofar, y desde el silencio que se produce el
público empieza a augurarse "El próximo año en Jerusalén reconstruida". El significado
es claro: el clamor culmina en la contraposición dramática: aceptación con amor del
peso del Reino de los Cielos. Ya no se insiste, ahora se acepta de buen grado y con
amor el veredicto, que sea cual fuere es la expresión absoluta de la Justicia Divina. Y
precisamente esa disposición eleva al hombre hacia lo más alto que el hombre puede
alcanzar, ese hombre que hace un momento nomás se debatía en los vericuetos de su
bajeza y su iniquidad. Es un momento de sacralidad. El momento que el hombre se
yergue cuan largo es frente a su Creador. Si en ese momento vivenció tal sentimiento
de elevación y sacralidad, ha conocido algo que va más allá de la absolución. Ha
llegado a percibir el sentido de su existencia. De allí surge la esperanza de futuro que
nace cuando se apaga el último sonido del Shofar.
Traducción: Margalit Mendelson
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Del libro “Sefer Mazjor Hazmanim”, Cap. 5
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