HORI, EL NIÑO ESCRIBA Hori entró al palacio de su madre muy

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HORI, EL NIÑO ESCRIBA
Hori entró al palacio de su madre muy
enojado, tiró el trozo de piedra sobre el que
había estado escribiendo todo el día, y sin
querer le rompió una pata a la elegante mesita
que estaba en el medio de la habitación. Eso lo
hizo ponerse más furioso, porque después
debería recibir los rezongos de su madre por lo
que había hecho.
Esto de estudiar para ser escriba lo tenía
cansado. Hori tenía trece años, era hijo de un
importante escriba, y como correspondía, iba a
seguir los pasos de su padre. Sin embargo, no
le gustaba estar todo el día haciendo dictados,
y leyendo textos en voz alta. Primero porque
era aburrido, y además porque si se
equivocaba los maestros le pegaban; y para
colmo, a pesar de que hacía tres años que
estudiaba, aún no lo dejaban usar pergamino,
porque salía muy caro.
Él prefería estar jugando con los hijos de
los campesinos que cultivaban las tierras
alrededor del palacio. Los días en que no tenía
que ir a la escuela del templo cercano a
estudiar, se juntaba a escondidas con ellos
para jugar, a veces les enseñaba a sus amigos
cómo se escribían algunas cosas, o les contaba
las historias del pasado que los maestros le
hacían aprender con los dictados. El relato de
las luchas entre los reyes del Alto y del Bajo
Egipto era su preferido.
Aunque, pensándolo bien, eso de ser
escriba tenía ciertas ventajas: podía estar
enterado de lo que pasaba en el territorio
gobernado por el faraón, porque los sacerdotes
del templo donde él estudiaba (el dedicado al
Dios Ptah, y por eso uno de los más
importantes) tenían mucha información sobre
lo que sucedía.
Y con esos conocimientos él podía avisarle
a sus amigos cuándo los funcionarios del
faraón vendrían a cobrar los impuestos
correspondientes a la cosecha de este año, y
así evitar que los soldados que acompañaban a
los cobradores les dieran latigazos a sus padres
si no entregaban el número adecuado de
bolsas de trigo. Esto tenía mucha importancia
esta vez, porque como no había guerras con
pueblos del exterior, vendrían más soldados
con los funcionarios.
Pero a él le daba mucha alegría poder
avisar cuándo ocurriría la inundación del gran
río (estaba entendiendo cómo funcionaba el
calendario de los sacerdotes): eso significaba
que tenía muchos días para disfrutar con sus
amigos porque ellos no tendrían que ayudar a
sus padres con los cultivos hasta que las aguas
no se retiraran dejando la tierra negra.
Pero por otro lado sus amigos se ponían
tristes porque no verían a sus padres por un
tiempo: lejos de descansar, los campesinos
tenían que alejarse del río hacia el desierto
para construir grandes obras para el faraón.
Otros jóvenes de su edad que estudiaban en el
templo para ser sacerdotes, le dijeron que ese
año se terminaría de construir un templo
dedicado al Dios Amón, para empezar en la
próxima inundación a construir la tumba en
forma de pirámide en la que el faraón debía ser
enterrado para vivir después de la muerte,
cuando se transformara en Osiris.
Hori nunca había viajado, y se moría por ir
a una ciudad y ver con sus propios ojos todo lo
que le habían contado: las casas lujosas y con
hermosos jardines de los funcionarios del
faraón, separadas por un muro de las casas
pobres hechas de ladrillos de barro de los
artesanos, comerciantes y esclavos. También
quería enterarse del comercio, de las maderas
finas y los metales que se desembarcaban en
las ciudades para que los artesanos las
transformaran en hermosos adornos para los
palacios, los templos y las tumbas.
Su padre una vez había querido comprar
un poco de oro para mandar a hacer collares y
pulseras para que su esposa usara en las
fiestas, pero otros funcionarios lo habían
denunciado: no podía comerciar por su cuenta
porque el intercambio lo dirigía sólo el faraón
en base a sus intereses.
A Hori a veces le costaba entender porqué
todos obedecían a ese rey-dios que había que
reverenciar cuando pasaba y al que no se
podía mirar directamente porque era una falta
de respeto. Una vez le había preguntado esto a
su madre, y ella le había explicado que si no
fuera por el gobierno organizado y justo del
faraón, los dioses no estarían contentos y
enviarían muchos males a todos los hombres
de la tierra negra.
Pero los dioses eran buenos y una vez al
año indicaban al Dios del gran río que éste
debía desbordarse, y eso les daba el alimento y
la vida. Como todos los habitantes sabían que
eso sucedía todos los años, veían que este
mundo creado por los dioses era perfecto, y
sólo querían que no cambiara.
De tanto pensar en todas estas cosas, a
Hori se le fue el enojo y se quedó dormido en
su pequeña cama, sin saber muy bien cómo.
Tampoco sabía que su madre caminaba por el
pasillo hacia su cuarto para preguntarle porqué
la mesa tenía una pata rota.
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