Subido por Diego Alejandro Civilotti

Hegel - Discurso inaugural de 1816 en la Universidad de Heidelberg

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D I S C U R S O
I N A U G U R A L
PRONUNCIADO EN LA UNIVERSIDAD DE HEIDELBERG,
EL 2 8 DE OCTUBRE DE 1 8 1 6
Señores;
Al inaugurar este curso de historia de la filosofía, con el
que inicio, además, mis tareas docentes en vuestra Universidad, quiero pronunciar algunas palabras preliminares, expresando sobre todo la gran satisfacción que me produce reanudar
mi carrera filosófica desde la cátedra universitaria precisamente
en el momento actual.
Parece haber llegado, en efecto, la hora de que la filosofía
pueda confiar en encontrar de nuevo la atención y el amor
a que es acreedora, en que esta ciencia, que había llegado
casi a enmudecer, recobre su voz y sienta revivir la confianza
de que el mundo, que parecía haberse vuelto sordo para ella,
la escuche de nuevo. La miseria de la época daba una importancia tan grande a los pequeños y mezquinos intereses de la
vida cotidiana, los elevados intereses de la realidad y las luchas sostenidas en torno a ellos embargaban de tal modo toda
la capacidad y todo el vigor del espíritu, absorbían a tal punto
los recursos materiales, que las cabezas de los hombres no disfrutaban de la libertad necesaria para consagrarse a la vida
interior, más alta, y a la pura espiritualidad, lo que hacía que
las mejores capacidades se vieran absorbidas por aquellas preocupaciones y, en parte, sacrificadas a ellas.
El Espíritu del Mundo, ocupado en demasía con esa realidad, no podía replegarse hacia adentro y concentrarse en sí
mismo. Pero ahora que esta corriente de la realidad ha encontrado un dique, que la nación alemana ha sabido irse modelando sobre la tosca materia, que ha salvado su nacionalidad,
raíz y fundamento de toda vida viva, tenemos razones para
confiar en que, al lado del Estado, en que se concentraba hasta
hace poco todo el interés, se levante también la Iglesia; que, al
lado del reino de la tierra, hacia el que se encauzaban hasta
ahora todos los pensamientos y todos los esfuerzos, vuelva a pensarse también en el reino de Dios; dicho en otros términos,
que, al lado del interés político y de otros intereses vinculados a la mezquina realidad, florezca de nuevo la ciencia, el
mundo racional y libre del espíritu.
La historia de la filosofía nos revelará cómo en los otros
países de Europa en los que con tanto celo y prestigio se culti-
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van las ciencias y la formación del entendimiento, la filosofía,
excepción hecha del nombre, decae y desaparece para quedar
convertida tan sólo en un recuerdo, en una vaga idea, y únicamente se conserva como una peculiaridad característica de la
nación alemana. La naturaleza nos ha asignado la alta misión
de ser los guardianes de este fuego sagrado, como el linaje de
los Eumólpidas era, en Atenas, el custodio de los Misterios
eleusinos y los vecinos de la isla de Samotracia tenían a su
cargo la conservación y el cuidado de uno de los más altos
cultos tributados a los dioses; como el Espíritu del Mundo cultivó y salvaguardó en la nación judaica una conciencia superior
a la de otros pueblos, para que pudiera surgir de ella, convertido en un nuevo Espíritu.
, La nación alemana ha logrado llegar hoy, en general, a un
grado tal de seriedad y de elevación de conciencia, que ante
nosotros sólo pueden valer ya las ideas y lo que demuestre sus
títulos de legitimidad ante el foro de la razón; y va acercándose
más y más la hora del Estado prusiano basado en la inteligencia. No obstante, también entre nosotros han venido la miseria
de los tiempos y el interés de los grandes acontecimientos mundiales a relegar a segundo plano la seria y profunda dedicación a la filosofía, haciendo que se apartase de ella la atención
general. Y así, ha ocurrido que, mientras las sólidas cabezas
se dedicaban a los problemas prácticos, la gran empresa de la
filosofía caía en manos de la superficialidad y el adocenamiento
que se instalaban en ella a sus anchas.
Bien puede afirmarse que, desde que la filosofía comenzó a
cobrar relieve en Alemania, nunca había llegado esta ciencia
a verse tan mal parada como en los momentos actuales, nunca habían navegado por su superficie con tal arrogancia la
vacuidad y la presuntuosidad, dándose aires de tener el cetro
en sus manos. Pues bien, es necesario que nos convenzamos de
que el profundo espíritu de la época nos encomienda la misión
de luchar contra esta superficialidad, laborando con una seriedad y una honradez auténticamente alemanas para sacar a
la filosofía de la soledad en que ha ido a refugiarse. Saludemos todos juntos la aurora de un tiempo mejor, eiv que el
espíritu, hasta ahora arrastrado hacia el exterior, pueda replegarse hacia sus adentros y volver en sí, ganar el espacio y el
suelo necesarios para su reyio propio, fen donde los ánimos se
eleven sobre los intereses cotidianos y se dejen ganar por lo verdadero, lo eterno y lo divino, elevándose hacia la contemplación y la asimilación de lo más alto.
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DISCURSO INAUGURAL
Nosotros, los hombres de la generación que se ha desarrollado bajo el embate de los tiempos, podemos considerar dichosos a quienes, como a vosotros, ha tocado vivir su juventud en
estos días en que podéis consagraros por entero a la ciencia y
a la verdad. Para mí, que he ofrendado mi vida a la ciencia, es
una gran satisfacción encontrarme ahora en un lugar desde el
que puedo contribuir en mayor medida y dentro de un radio
de acción más extenso a difundir y fomentar un interés científico superior y, en primer lugar, a encaminaros hacia él. Confío en que me será dado merecer vuestra confianza y ganarla.
Pero lo único que, por ahora, tengo derecho a pediros es que,
por encima de todo, sólo depositéis vuestra confianza en la
ciencia y en vosotros mismos. El valor de la verdad, la fe en
el poder del espíritu, es la primera condición de la filosofía.
El hombre, que es espíritu, puede y debe considerarse digno de
lo más alto, jamás podrá pensar demasiado bien en cuanto a la
grandeza y el poder de su espíritu; y, si está dotado de esta fe,
no habrá nada, por arisco y por duro que sea, que no se abra
ante él. La esencia del universo, al principio cerrada y oculta,
no encierra fuerza capaz de resistir al valor de un espíritu dispuesto a conocerla: no tiene más remedio que ponerse de manifiesto ante él y desplegar ante sus ojos, para satisfacción y
disfrute suyo, sus profundidades y sus riquezas.
La historia de la filosofía ofrece la curiosa particularidad,
pronto advertida, de que si bien es cierto que encierra un gran
interés cuando el tema se aborda desde el punto de vista que
merece, sigue siendo interesante aunque su fin se enfoque al
revés de como se debiera. Y hasta podría afirmarse que este
interés gana en importancia, por lo menos aparentemente, a
medida en que se parte de una idea errónea de la filosofía y de
aquello que su historia aporta en este sentido; en efecto, de la
historia de la filosofía se extrae, ante todo, una prueba muy
clara dé la nulidad de esta ciencia.
Es justo exigir que toda historia, cualquiera que sea su objeto, exponga los hechos imparcialmente, sin que en ella se
pretenda imponer ningún interés especial, ningún fin especial.
Sin embargo, el lugar común que este postulado envuelve no
nos llevará muy lejos, ya que la historia de algo, sea lo que
fuere, guarda la más estrecha e indestructible relación con la
idea que de ese algo se tenga. A tono con ello se determina,
naturalmente, lo que para ese algo se considera importante y
conveniente; y la relación entre lo ya acaecido y el fin pro-
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DISCURSO INAUGURAL
puesto impone, quiérase o no, una selección de los acontecimientos que se narran, el modo de concebirlos y los puntos de
vista bajo los cuales se colocan. Y así, según la idea que se
tenga de lo que es el Estado, puede muy bien ocurrir que un lector no descubra en la historia política de un país absolutamente
nada de lo que busca en ella. Este mismo caso puede darse, con
mayor razón aún, en la historia de la filosofía y no sería nada
difícil señalar exposiciones de esta historia en las que encontraríamos o creeríamos encontrar cualquier cosa menos lo que
reputamos por filosofía.
En otra clase de historias no es tan fluctuante, por lo menos en cuanto a sus criterios fundamentales, la idea que se
tiene de su objeto, ya se trate de un determinado país, de un
determinado pueblo o del género humano en general, de la
ciencia matemática, de la física, etc., o del arte, de la pintura
y así sucesivamente. Sin embargo, la ciencia de la filosofía se
distingue de las otras ciencias, desventajosamente si se quiere,
en que surgen inmediatamente las más diversas opiniones en
cuanto a su concepto, en cuanto a lo que puede y debe aportar.
Y si esta primera premisa, la idea que se tenga acerca del objeto de la historia que se trata de exponer, no es algo firme,
sólidamente establecido, por fuerza tendrá que ser también algo
vacilante la historia misma, que sólo puede tener consistencia
cuando arranca de una idea clara y concreta, aun exponiéndose
fácilmente con ello al reproche de parcialidad, si se la compara
con otras ideas divergentes acerca del mismo tema.
Sin embargo, aquella desventaja sólo se refiere a una apreciación externa de la historia de la filosofía, si bien lleva aparejado, hay que decirlo, otro inconveniente más profundo. Es
evidente que si existen diversos conceptos de la filosofía, solamente el concepto verdadero nos pondrá en condiciones de
comprender las obras de los filósofos que han sabido mantenerse, en su labor, fieles a su sentido. En efecto, cuando se trata de pensamientos, sobre todo de pensamientos especulativos,
el comprender es algo muy distinto del captar simplemente el
sentido gramatical de las palabras, asimilándolo indudablemente, pero sin pasar de la región de las representaciones. Cabe,
por tanto, llegar a conocer las afirmaciones, las tesis o, si se
quiere, las opiniones dé los filósofos y dedicar mucho tiempo
a penetrar en los fundamentos y en el desarrollo de tales opiniones, sin que, a pesar de todos estos esfuerzos, se logre llegar
a lo fundamental, que es el comprenderlas. Por eso abundan
las historias de la filosofía, compuestas de numerosos volúme-
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DISCURSO INAUGURAL
nes y hasta, si se quiere, llenas de erudición y en las que, sin
embargo, brilla por su ausencia el conocimiento de la materia
misma sobre la que versan. Los autores de tales historias podrían compararse a animales, por cuyos oídos entran todos los
sonidos de la música, pero sin ser capaces, naturalmente, de
captar una cosa: la armonía de esos sonidos.
Esta circunstancia hace que en ninguna otra ciencia sea tan
necesaria como en la historia de la filosofía una Introducción
en que se establezca con toda claridad el objeto cuya historia se
trata de exponer. En efecto, ¿cómo sería posible ponerse a tratar un tema cuyo nombre, por muy familiarizados que estemos
con él, no sabemos qué significa en realidad? Si así procediéramos, no tendríamos más hilo conductor para guiarnos en la
historia de la filosofía que el del concepto asociado al nombre
de filosofía en un momento concreto y determinado. Pero si
el concepto de filosofía ha de ser establecido, no de un modo
arbitrario, sino de un modo científico, llegaremos, necesariamente, a la conclusión de que este modo de enfocar el problema no es otro que la ciencia filosófica misma. Pues lo propio
y característico de esta ciencia es que su concepto sólo sirve
aparentemente de punto de partida, siendo el estudio de la
ciencia en su conjunto el que tiene que suministrar la prueba
y hasta podríamos decir que el concepto mismo de ella, el que
no es, en esencia, sino el resultado de dicho estudio.
Por eso, en esta Introducción habrá de darse por supuesto,
igualmente, el concepto de filosofía, o sea el del objeto sobre
el que versa su historia. Pero al mismo tiempo ocurre, en su
conjunto, con esta Introducción —que habrá de circunscribirse a
la historia de la filosofía— lo que ocurre con la filosofía misma
según acabamos de decir. Lo que en esta Introducción pueda decirse, más que algo que podamos sentar de antemano, será
algo que sólo el estudio de la historia misma pueda probar y
justificar. Sólo así escaparán las explicaciones provisionales que
aquí demos a la categoría de premisas puramente arbitrarias.
El echar por delante, como premisas, afirmaciones cuya justificación reside, esencialmente, en ser resultados no tiene ni
puede tener otro interés que el que corresponde siempre a la
acotación previa del contenido general de una ciencia. Nos
servirá, además, para rechazar una larga serie de problemas y
postulados que podrían formularse ante la historia de la filosofía partiendo de los prejuicios usuales.
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