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Los cinco mandamientos para tener una vida plena-Bronnie Ware

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Los cinco mandamientos para tener una vida plena
Bronnie Ware
Traducción de
Marcos Pérez Sánchez
www.megustaleer.com
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Introducción
En un pequeño pueblo, durante una cálida tarde de verano tiene lugar una animada
conversación similar a tantas otras que se desarrollan en ese mismo momento en tantos
otros lugares del mundo: simplemente, dos personas que se ponen al día de sus vidas.
Pero esta conversación tiene una particularidad: más adelante podrá ser considerada
como uno de los puntos de inflexión fundamentales en la vida de cierta persona. Esa
persona soy yo.
Cec es el editor de una fantástica revista australiana de música folk llamada Trad and
Now. Es conocido y estimado por su apoyo a la música folk en Australia, así como por
su sonrisa abierta y jovial. Hablábamos sobre nuestro amor por la música (cosa muy
apropiada, porque estábamos en un festival de música folk) y la conversación derivó
hacia las dificultades a las que yo me enfrentaba por aquel entonces para encontrar
financiación para un programa para enseñar a tocar la guitarra y a componer canciones a
mujeres que estaban en la cárcel. «Si consigues ponerlo en marcha, avísame y lo
publicamos en la revista», me dijo Cec, tratando de animarme.
Logré ponerlo en marcha, y un tiempo después escribí un artículo para la revista en el
que relataba mi experiencia. Al terminarlo, me pregunté por qué no escribía más
historias. A fin de cuentas, llevaba escribiendo toda mi vida. Desde que era una niña
pecosa, me carteaba con amigos de todo el mundo. Era la época en que la gente aún
escribía las cartas a mano, las metía en sobres y las introducía en buzones.
No dejé de escribir al hacerme mayor: siguieron las cartas escritas a mano, junto a
años enteros plasmados en sus correspondientes diarios. Además, me convertí en
cantautora y, como tal, escribía no solo con un bolígrafo sino también con la guitarra.
Pero el placer que experimenté cuando escribí la historia acerca de la cárcel, con papel y
bolígrafo sobre la mesa de la cocina, reavivó mi amor por la escritura. Así que le envié
un mensaje de agradecimiento a Cec y poco después decidí empezar a escribir un blog.
Los acontecimientos que sucedieron a continuación alteraron el rumbo de mi vida de la
mejor manera posible.
La idea para mi blog «Inspiration and Chai» («Inspiración y chai») surgió en una
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acogedora casita de campo en las Montañas Azules australianas mientras tomaba una
taza de té chai, como no podía ser de otra manera. Uno de los primeros artículos que
escribí trataba sobre los remordimientos que experimentaban las personas que pronto
iban a morir, con las que había trabajado como cuidadora. Esa había sido mi ocupación
más reciente antes de empezar a trabajar en la cárcel, por lo que los recuerdos aún
estaban frescos en mi memoria. A lo largo de los meses siguientes, la repercusión del
artículo fue cada vez mayor, tanto que solo puede explicarse gracias a internet. Empecé a
recibir correos electrónicos de personas a las que no conocía, que se ponían en contacto
conmigo a raíz de ese artículo y de otros que escribí después.
Casi un año más tarde, me había mudado a una casa de campo, situada en una zona
agrícola. Un lunes por la mañana, mientras escribía en el porche, decidí revisar las
estadísticas de mi sitio web, como hago de vez en cuando. Una expresión de sorpresa y
regocijo se dibujó en mi cara. Volví a mirarlas de nuevo al día siguiente, y al siguiente
también. No cabía duda de que algo importante estaba sucediendo. El artículo, que
asimismo llevaba por título «Los cinco mandamientos para tener una vida llena», había
tomado vida propia.
Empezaron a llegarme correos electrónicos de todos los rincones del mundo, incluidos
los de otros escritores que me pedían permiso para citar el artículo en sus blogs y para
traducirlo a numerosos idiomas. La gente lo leía mientras iba en el tren en Suecia, en las
estaciones de autobuses en Estados Unidos, en sus despachos en India o al desayunar en
Irlanda, entre otros muchos lugares. No todo el mundo estaba de acuerdo con lo que yo
decía en el artículo, pero creó la suficiente polémica para que se diese a conocer por
todas partes. Les dije, si es que les contesté, a los pocos que no estaban de acuerdo: «No
disparen al mensajero». Yo me limité a compartir lo que me habían contado quienes iban
a morir. Sin embargo, al menos el 95 por ciento de las respuestas que suscitó el artículo
fueron hermosas, y pusieron de manifiesto lo mucho que todos tenemos en común a
pesar de nuestras diferencias culturales.
Mientras esto sucedía, yo estaba viviendo en la casa de campo, disfrutando de la
alegre compañía de los pájaros y otros animales salvajes que se acercaban al arroyo que
corría frente a la casa. Cada día, me sentaba a trabajar a una mesa en el porche y
respondía afirmativamente a las oportunidades que se me empezaban a presentar. En los
meses siguientes, más de un millón de personas leyeron «Los cinco mandamientos para
tener una vida plena». En menos de un año, esa cifra se había triplicado.
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Debido a la enorme cantidad de gente que sentía una conexión con este asunto, y a las
numerosas peticiones de personas que se pusieron en contacto conmigo, decidí
desarrollar mis ideas al respecto. Como otros, siempre había tenido la intención de
escribir un libro alguna vez. Al contar mi propia historia en este libro, he sido capaz de
articular completamente las lecciones que había aprendido al cuidar a quienes iban a
morir. Ya estaba ante mis ojos el libro que siempre había querido escribir. Es este.
Como verás cuando leas mi historia, nunca he sido de las que viven su vida de una
manera tradicional, si es que tal cosa existe en realidad. Vivo igual que siento, y escribo
este libro simplemente como una mujer que desea compartir algo con los demás.
He cambiado los nombres de casi todas las personas que aparecen en el libro para
preservar la intimidad de familiares y amigos. No obstante, mi primer profesor de yoga,
mi jefe en la clínica prenatal, el propietario del cámping para autocaravanas, mi mentora
dentro del sistema penitenciario y todos los cantautores que menciono aparecen con sus
nombres reales. También he alterado ligeramente el orden cronológico para agrupar
temas comunes que viví con las distintas personas que cuidé.
Quiero dar las gracias a todas aquellas personas que me ayudaron de tantas maneras a
lo largo del camino. Me gustaría agradecer especialmente el apoyo y/o su positiva
influencia profesional a: Marie Burrows, Elizabeth Cham, Valda Low, Rob Conway,
Reesa Ryan, Barbara Gilder, mi padre, Pablo Acosta, Bruce Reid, Joan Dennis, Siegfried
Kunze, Jill Marr, Guy Kachel, Michael Bloeme, Ana Goncalvez, Kate y Col Baker,
Ingrid Cliff, Mark Patterson, Jane Dargaville, Jo Wallace, Bernadette, y a todos aquellos
que apoyan mi escritura y mi música al conectar con ellas de una manera tan positiva.
Gracias también a toda esa gente que me ayudó a ganarme la vida en distintos
momentos, como: Mark Avellino, mi tía Jo, Sue Greig, Helen Atkins, mi tío Fred, Di y
Greg Burns, Dusty Cuttell, Mardi McElvenny, y a todos esos maravillosos clientes de
cuyas casas, que sentí como propias, cuidé. Gracias igualmente a todas las personas
bondadosas que alguna vez me dieron de comer.
Por su apoyo a lo largo del tortuoso camino, quiero dar las gracias a todos mis amigos,
de ahora y de siempre, de aquí y de allá. Gracias por enriquecer mi vida de tantas
maneras. En particular, gracias a: Mark Neven, Sharon Rochford, Julie Skerrett, Mel
Giallongo, Angeline Rattansey, Kateea McFarlane, Brad Antoniou, Angie Bidwell,
Theresa Clancy, Barbra Squire, a todas las personas que trabajan en el centro de
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meditación en las montañas y que me mostraron el camino hacia la paz y a mi pareja.
Todos me habéis ofrecido un lugar de reposo cuando más necesitaba descansar.
Gracias, cómo no, a mi madre Joy (Alegría, en castellano), cuyo nombre le va como
anillo al dedo. Con tu ejemplo natural, me has dado una sagrada lección de amor. El
agradecimiento que siento hacia ti es infinito, hermosa mujer.
Me gustaría que este libro sirviese también como homenaje a todas esas maravillosas
personas, ya fallecidas, cuyas historias no solo lo componen, sino que han influido en
buena medida en mi vida. Asimismo, quiero agradecer a sus familiares los momentos
memorables y entrañables que hemos vivido juntos. Gracias a todos.
Por último, quiero darle las gracias a la urraca que canta en el árbol junto al arroyo
mientras escribo estas líneas. He disfrutado de tu deliciosa compañía y de la de todos tus
compañeros pájaros mientras escribía estas páginas. Gracias, Dios, por tu apoyo y por
hacer que encontrase tanta belleza en mi camino.
A veces, no nos damos cuenta hasta mucho tiempo después de que un determinado
instante del tiempo hizo que nuestra vida cambiase de rumbo. Muchísimos de los
momentos que comparto en este libro tuvieron ese efecto sobre la mía. Gracias, Cec, por
resucitar a la escritora que llevaba dentro. Y gracias a ti, lector o lectora, por tu bondad y
por nuestra conexión.
Afectuosamente,
BRONNIE
Desde el porche, a la puesta del sol
Un martes por la tarde
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Del trópico a la nieve
«No encuentro mis dientes, no encuentro mis dientes.» Esa queja tan familiar llenó la
habitación mientras yo intentaba disfrutar de la que esperaba fuera mi tarde de descanso.
Dejé sobre la cama el libro que estaba leyendo y fui al salón.
Como era de esperar, allí estaba Agnes, con una mirada al mismo tiempo confusa e
inocente y una sonrisa que dejaba a la vista sus encías. Ambas estallamos en una
carcajada. La situación ya debería haber perdido su gracia, porque cada pocos días
olvidaba dónde había dejado sus dientes, pero lo cierto era que aún nos reíamos.
«Estoy segura de que lo haces solo para que vuelva aquí contigo», le dije riendo
mientras me ponía a buscar en los sitios habituales. Fuera, la nieve seguía cayendo, lo
que hacía que la casa resultase todavía más cálida y acogedora. «Nada de eso, querida
—respondió Agnes, negando insistentemente con la cabeza—. Me los quité antes de la
siesta y al despertarme ya no he sido capaz de encontrarlos.» Salvo por el hecho de que
estaba perdiendo la memoria, Agnes era más lista que el hambre.
Llevábamos cuatro meses viviendo juntas, desde que respondí a un anuncio que
buscaba a una acompañante interna. Como buena australiana que vivía en Inglaterra,
había estado trabajando como interna en un bar a cambio del alojamiento, para tener un
sitio donde dormir. Lo había pasado bien y hecho buenas migas con otros trabajadores y
con los lugareños. Tener experiencia como camarera me resultó muy útil y me permitió
encontrar trabajo en cuanto llegué al país. Y, aunque me sentía afortunada por ello, había
llegado el momento de cambiar.
Había pasado los dos años anteriores a mi estancia en el extranjero en una isla tropical,
igual que las que aparecen en las postales. Tras trabajar más de diez años en la banca,
sentía la necesidad de vivir alejada de la rutina cotidiana de lunes a viernes y de nueve a
cinco.
Junto con una de mis hermanas, nos aventuramos a pasar unas vacaciones en una isla
de North Queensland para sacarnos el título de buceadoras de inmersión. Mientras ella se
liaba con nuestro monitor, lo cual fue de gran ayuda para que consiguiésemos aprobar el
examen, yo subí a una de las montañas de la isla. Durante un descanso sobre un enorme
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canto rodado que parecía estar apoyado en el cielo y con una sonrisa en los labios, tuve
una epifanía. Quería vivir en una isla.
Cuatro semanas después el trabajo en el banco ya era historia, y las pocas pertenencias
que no había conseguido vender quedaron almacenadas en un cobertizo en la granja de
mis padres. Cogí un mapa y elegí dos islas basándome únicamente en su conveniente
ubicación. No sabía nada sobre ellas, aparte de que me gustaba dónde estaban situadas y
que en cada una de ellas había un centro turístico. Era la época anterior a internet,
cuando cualquiera puede encontrar al instante todo lo que desee saber sobre cualquier
cosa. Envié por correo sendas cartas de presentación y puse rumbo al norte, sin saber
cuál sería mi destino final. Era el año 1991, unos pocos años antes de que los teléfonos
móviles también invadiesen Australia.
En el camino, mi alma despreocupada recibió las oportunas y pertinentes advertencias,
como una experiencia que tuve haciendo autoestop que me llevó rápidamente a descartar
esa forma de transporte. Cuando me encontré en un camino de tierra en mitad de la
nada, lejísimos del pueblo al que trataba de llegar, se dispararon en mi cabeza las alarmas
suficientes para que nunca más se me volviese a ocurrir hacer dedo. El tipo que me había
parado me dijo que quería enseñarme dónde vivía. A medida que avanzábamos las casas
se alejaban en la distancia y la vegetación se volvía cada vez más espesa, y en el camino
se veían cada vez menos señales de visitantes habituales. Por suerte, me mantuve firme
y decidida y logré salir de la situación gracias a mi labia. Solo consiguió darme unos
besos babosos mientras yo trataba de salir del coche, a toda velocidad, en el pueblo al
que quería llegar. Ahí terminaron mis aventuras en autoestop.
A partir de entonces me moví en transporte público y, salvo por esa desafortunada
experiencia, fue una gran aventura, en especial por no saber dónde acabaría viviendo.
Viajar en trenes y autobuses hizo que me cruzase con personas extraordinarias a medida
que me acercaba a climas más suaves. Cuando llevaba unas pocas semanas de viaje,
llamé a mi madre, que había recibido una carta en la que me informaban de que había un
trabajo esperándome en una de las islas elegidas. Estaba tan desesperada por escapar de
la rutina del banco que cometí el absurdo error de decir que estaba dispuesta a aceptar
cualquier trabajo, así que pocos días después estaba viviendo en una hermosa isla,
fregando cacerolas y sartenes asquerosas.
Sin embargo, vivir en la isla resultó ser una experiencia fantástica, que no solo me
permitió escapar de la rutina cotidiana, sino que hizo que incluso me olvidara de en qué
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día de la semana vivía. Me encantó. Después de un año fregando platos, conseguí un
puesto de camarera en el mismo bar. El tiempo que estuve en la cocina había sido
realmente entretenido y me había permitido aprender un montón de cosas sobre
gastronomía creativa, pero era un trabajo duro y en el que sudabas constantemente
debido al ambiente sofocante de una cocina sin aire acondicionado en pleno trópico. Eso
sí, en mis días libres aprovechaba para perderme por los espléndidos bosques tropicales,
o alquilaba un barco para recorrer las islas cercanas y hacer buceo, o simplemente me
dedicaba a relajarme en aquel paraíso.
Me ofrecí como voluntaria para trabajar como camarera en el bar, y eso me acabó
abriendo la posibilidad de acceder al puesto que tanto deseaba. Con unas vistas
impagables a un mar de aguas cristalinas en perfecta calma, la blanca arena y el balanceo
de las palmeras, la verdad era que el trabajo no resultaba tan duro. Tratar con clientes
alegres que estaban disfrutando de las vacaciones de sus vidas, mientras me convertía en
experta mezcladora de unos cócteles dignos de aparecer en los folletos turísticos, estaba a
años luz de mi vida anterior en el banco.
Fue en el bar donde conocí a un europeo que me ofreció un trabajo en su imprenta.
Yo siempre había tenido el gusanillo de viajar, y tras más de dos años en la isla tenía
ganas de cambiar de aires y de volver a disfrutar de cierto anonimato. Cuando vives y
trabajas en el mismo ambiente un día tras otro, es fácil llegar a considerar la privacidad
en tu vida cotidiana como algo sagrado.
Era de esperar que alguien que volvía al continente tras un par de años en una isla
sufriese un choque cultural, pero aventurarme a ir a un país extranjero cuyo idioma ni
siquiera conocía supuso, como mínimo, todo un reto. En los meses que pasé allí conocí a
gente muy agradable, y me alegro de haber tenido esa experiencia. Pero necesitaba
volver a hacer amigos afines, así que acabé yéndome a Inglaterra. Llegué con el dinero
justo (me sobraron una libra y setenta peniques) para comprar el billete que me llevaría a
donde se encontraba la única persona a la que conocía en el país. Se abría un nuevo
capítulo de mi vida.
Nev tenía una sonrisa abierta y afable, y sus rizos canosos empezaban a clarear. Era
un experto en vinos, y era lógico que trabajara en el departamento de vinos de Harrods.
Ese día empezaban las rebajas de verano. Cuando entré en ese establecimiento tan
elegante y ajetreado salida directamente del ferry nocturno que cruzaba el canal de la
Mancha, tenía todo el aspecto de la niña abandonada que era. «Hola, Nev, soy Bronnie.
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Nos vimos una vez. Soy amiga de Fiona. Pasaste una noche en mi sofá hace unos años»,
le dije desde el otro lado del mostrador con una amplia sonrisa.
«Claro, Bronnie —escuché con alivio—. ¿Qué te cuentas?»
«Necesito encontrar un lugar donde poder quedarme unas pocas noches, por favor»,
le respondí esperanzada.
Mientras él buscaba la llave en su bolsillo, me dijo: «Por supuesto. Aquí tienes». Y así
fue como me ofreció un lugar donde dormir, en su sofá, y las indicaciones para llegar a
su casa.
«¿Me podrías dejar también diez libras, por favor?», le pedí con aire ingenuo. Sin
dudarlo, sacó el dinero de su bolsillo trasero. Me despedí con palabras de agradecimiento
y una alegre sonrisa como respuesta. Ya estaba todo arreglado: tenía cama y comida.
La revista de viajes donde esperaba encontrar algún anuncio de trabajo salía ese día,
así que compré un ejemplar, fui a casa de Nev e hice tres llamadas. A la mañana
siguiente hice una entrevista para un trabajo como interna en un bar en Surrey. Por la
tarde ya estaba viviendo allí. Perfecto.
La vida transcurrió sin mayores sobresaltos durante dos años, entre amistades y
amoríos. Fue una época divertida. Me adapté muy bien a la vida de pueblo, que a veces
me recordaba a la de la isla, rodeada de gente a la que fui tomando aprecio. Además, no
estábamos demasiado lejos de Londres, así que era fácil organizar excursiones cada
cierto tiempo, la mayoría de las cuales fueron muy agradables.
Pero sentía la necesidad de seguir viajando. Quería conocer Oriente Próximo. Los
largos inviernos ingleses fueron experiencias positivas y me alegré de haber pasado un
par de ellos allí. Eran completamente opuestos a los calurosos e interminables veranos
australianos. Pero tenía que decidir si irme o quedarme, y opté por pasar allí un último
invierno, con la intención de ahorrar algo de dinero para el viaje. Para conseguirlo, tenía
que alejarme del ambiente del bar y de la tentación de hacer vida social todas las noches.
Nunca he sido una gran bebedora (ahora no bebo nada) pero, aun así, saliendo por ahí
cada noche, me gastaba un dinero que podría emplear en pagarme el viaje.
Casi al mismo tiempo en que tomé esa decisión, me topé con el anuncio para el trabajo
con Agnes, que era en el condado contiguo a Surrey. Me ofrecieron el puesto en la
primera entrevista, cuando Bill, que era granjero, se dio cuenta de que yo también había
sido una chica de granja. Agnes, su madre, tenía casi noventa años, el cabello gris que le
llegaba por los hombros, una voz alegre y un vientre muy prominente, cubierto casi todos
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los días por la misma rebeca roja y gris. Su granja estaba a apenas hora y media en
coche, lo que me permitía visitar a todo el mundo en mis días libres. Pero mientras
estaba allí parecía que me hallaba en otro mundo. Me sentía muy aislada, porque me
pasaba todo el día con Agnes, desde la noche del domingo hasta la del viernes. Dos horas
libres cada tarde no eran suficientes para hacer mucha vida social, aunque lo cierto era
que de vez en cuando aprovechaba para ir ver a mi inglés.
Dean era un encanto de persona. El sentido del humor fue lo que hizo que
conectásemos desde el principio, en cuanto nos conocimos. También nos unía el amor
por la música. Nos habíamos conocido al día siguiente de llegar yo al país, justo después
de hacer la entrevista para trabajar en el pub, y vimos enseguida que nuestras vidas
serían más ricas y divertidas si pasábamos tiempo juntos. Sin embargo, por desgracia, no
era con él con quien pasaba más tiempo por aquel entonces. Normalmente me quedaba
atrapada por la nieve en casa de Agnes y, muy a menudo, tratando de encontrar sus
dientes. Era alucinante cómo alguien podía perder sus dientes en tantos sitios en una casa
tan pequeña...
Su perra, Princess, un pastor alemán de diez años que soltaba pelo por todas partes,
era muy cariñosa, pero sus patas traseras apenas la sostenían debido a la artritis, algo
habitual en los perros de esta raza, al parecer. Conociéndola, levanté su trasero del suelo
y busqué allí los dientes de su ama. Ese día no hubo suerte. Sin embargo, en otra ocasión
sí se había sentado sobre ellos, así que tenía sentido buscarlos allí. Princess meneó su
gran cola y a continuación volvió a quedarse dormida junto a la chimenea, olvidando al
minuto la breve molestia. Una y otra vez, Agnes y yo nos cruzábamos mientras
proseguíamos con la búsqueda. «No están aquí», me decía desde el dormitorio.
«Aquí tampoco están», contestaba yo desde la cocina. Aun así, yo acababa buscando
en el dormitorio y Agnes en la cocina. Una casa tan pequeña no tenía tantas habitaciones
en las que buscar, así que las dos las registrábamos todas, para estar doblemente seguras.
Ese día, en concreto, se habían caído dentro de la bolsa donde guardaba los artilugios
para tejer, junto a la butaca del salón.
«Eres un cielo, querida —me dijo, mientras se volvía a meterlos en la boca—.
Quédate a ver la televisión conmigo, ya que estás aquí.» Ese truco era habitual, y yo
sonreí mientras hacía lo que me pedía. Era una señora mayor que había vivido mucho
tiempo sola y que agradecía la compañía. Mi libro podía esperar. No era que el trabajo
fuese muy intenso ni en sus mejores momentos. Simplemente, se trataba de hacerle
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compañía, y si lo necesitaba fuera de mis horas de trabajo estipuladas, no había
problema.
Otras veces habíamos encontrado los dientes bajo su almohadón, en el lavabo del
baño, en una taza de té en el armario de la cocina, en su bolso y en otros muchos lugares
insospechados. Pero también habían aparecido detrás del televisor, en la chimenea, en el
cubo de la basura, encima de la nevera y dentro de uno de sus zapatos. Y, por supuesto,
bajo los cuartos traseros de Princess, su imponente pastor alemán.
A mucha gente le sienta bien la rutina. Yo, personalmente, prefiero los cambios. Pero
la rutina tiene su espacio, y no cabe duda de que a muchas personas es lo que mejor les
funciona, sobre todo cuando se van haciendo mayores. Agnes tenía rutinas semanales y
rutinas diarias. Todos los lunes iba al médico, ya que tenía que hacerse análisis de sangre
periódicamente. La cita era exactamente a la misma hora todas las semanas. Eso sí, con
una cosa al día bastaba, porque, de lo que contrario, su rutina de pasar las tardes
descansando y tejiendo se vería alterada.
Princess nos acompañaba a todas partes, tanto si llovía como si granizaba o hacía sol.
Lo primero era bajar el portón trasero de la camioneta, mientras la vieja perra esperaba
pacientemente sin dejar de mover el rabo. Era una criatura hermosa. Después yo
colocaba sus patas delanteras sobre el portón y la agarraba rápidamente por detrás para
subirla antes de que le fallasen los cuartos traseros y tuviésemos que volver a empezar. Y
me pasaba el resto de la excursión cubierta de pelos rubios de perro.
Hacer que bajase era más fácil, aunque también necesitaba ayuda. Princess se dejaba
caer hasta que sus patas delanteras llegaban al suelo, y esperaba entonces a que yo le
bajase las traseras. Si entretanto Agnes necesitaba mi ayuda por algún motivo, Princess
esperaba en esa posición con el lomo en alto hasta que yo hubiese terminado. Una vez
que estaba abajo, se movía alegremente y sin dolores, sacudiendo continuamente esa
cola suya, grande y vieja.
Dedicábamos los martes a hacer la compra en el pueblo de al lado. Muchas de las
personas mayores para las que he trabajado gastaban muy poco, pero Agnes era todo lo
contrario. Siempre intentaba comprarme algo, sobre todo cosas que yo ni quería ni
necesitaba. En cada pasillo se nos podía ver a las dos, una joven y otra anciana,
discutiendo. Ambas sonreíamos, y a veces nos reíamos, pero ninguna cedía. En
consecuencia, yo acababa con la mitad de las cosas que Agnes quería comprarme, que
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podían ser delicias vegetarianas variadas, mangos de importación, un nuevo cepillo para
el cabello, una camiseta interior o una pasta de dientes de sabor espantoso.
Los miércoles íbamos al bingo, también en el pueblo. Agnes estaba perdiendo vista,
por lo que yo era sus ojos para confirmar sus resultados en el juego. Ella podía leer los
números y oía bastante bien, pero me preguntaba para estar segura antes de tachar cada
número. Me encantaban todos los ancianos que encontrábamos allí. Yo iba camino de los
treinta y era la única persona joven, lo que hacía que Agnes se sintiese muy especial. Se
refería a mí como «mi amiga».
«Mi amiga y yo fuimos ayer de compras y le compré unas bragas nuevas», anunciaba
con semblante serio y orgulloso a todos sus amigos del bingo.
Todos asentían y me sonreían mientras yo me decía para mis adentros: «Madre mía».
Y proseguía: «Su madre le escribió esta semana desde Australia. Ahora hace mucho
calor allí. Y ha tenido un sobrino». De nuevo, todos asentían y sonreían.
No tardé en aprender cuánta información me convenía darle. No quiero ni pensar en lo
que podrían haber sabido de mi vida de no haber sido así, sobre todo cuando mi madre
me envió por correo varios conjuntos de lencería y otros regalos, para mimarme en la
distancia. Pero con Agnes todo resultaba inocente y cariñoso, así que fui capaz de
sobrellevar los sonrojos y los momentos de vergüenza que me hacía pasar de vez en
cuando.
El jueves era el único día que no comíamos en casa. Era un día importante para las
tres, Princess incluida, por supuesto. Íbamos en coche hasta un pueblo en Kent y
comíamos con su hija.
Cincuenta kilómetros era una distancia considerable para los ingleses, pero no para una
australiana. No cabe duda de que en la forma de ver las distancias tienen mucho peso las
diferencias culturales.
En Inglaterra, en tres kilómetros puedes llegar a otro pueblo completamente distinto al
más cercano. El acento es del todo diferente y es posible que no conozcas a nadie,
aunque hayas pasado toda tu vida en el pueblo de al lado. En Australia, puedes
desplazarte ochenta kilómetros para comprar una barra de pan. Tus vecinos pueden vivir
a tanta distancia que para saludarte tengan que utilizar el teléfono o un aparato de radio,
pero no por ello dejan de considerarte su vecino. Una vez estuve trabajando en una zona
tan remota del territorio del Norte que para ir al bar más cercano tenían que desplazarse
en avión. Al empezar la noche, la pequeña pista de aterrizaje estaba repleta de aviones
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monoplaza o biplaza, y a la mañana siguiente se hallaba completamente vacía, una vez
que todos habían vuelto medio borrachos a sus ranchos.
Así que esos jueves que pasábamos fuera de casa eran un gran día para Agnes, pero
para mí suponían la ocasión para un entretenido rato de conducción. Su hija era una
mujer simpática, y la reunión resultaba agradable. Ellas siempre se tomaban una buena
comilona, con carne, queso y pepinillos. Me fascinaba cuánto les gustaban los pepinillos
a los ingleses. Era un buen país para ser vegetariano, eso sí. Siempre tenía donde elegir
pero, como hacía tanto frío, solía optar por una sopa caliente o un buen plato de pasta.
Los viernes eran muy locales. Vivíamos en una explotación ganadera que tenía su
propia carnicería. Dos de los hijos de Agnes gestionaban la granja. Los viernes por la
mañana salíamos de casa para ir a la carnicería. Aunque Agnes insistía en tomarse su
tiempo y mirar cada cosa con mucho detenimiento, compraba exactamente lo mismo
cada semana, sin excepción. El carnicero incluso se ofrecía a llevarle el pedido a casa,
pero no. «Muchas gracias, pero prefiero venir y elegir aquí lo que compro», respondía
Agnes amablemente.
Por aquel entonces yo era vegetariana y ahora soy vegana. Aun así, ahí estaba yo,
viviendo en un granja de ganado, no muy diferente del lugar donde me había criado.
Aunque no abogaba por que la gente comiese carne, sí entendía el negocio y la forma de
vida. A fin de cuentas, me resultaba familiar.
Volvíamos a pie de la carnicería pasando por el establo y hablábamos con los
jornaleros y con las vacas. Agnes avanzaba lentamente apoyándose en su bastón,
conmigo a su lado y Princess detrás. Daba igual el frío que hiciese, simplemente nos
poníamos más capas de ropa. Los viernes siempre transcurrían así: visitábamos la tienda
y luego a las vacas en su establo.
Me asombraba la manera tan distinta que tenían los ingleses de tratar a sus vacas
respecto a los australianos, con sus establos y su atención individualizada, aunque las
vacas australianas no tenían que soportar los inviernos ingleses... Aun así, me daba
muchísima pena llegar a encariñarme con esas vacas, sabiendo que probablemente más
adelante acabaríamos comprando su carne en la carnicería. Era algo muy difícil de
asumir, y yo nunca lo conseguí del todo.
El tema del vegetarianismo surgía muy a menudo, a pesar de mis intentos por evitarlo
y mi respeto por el estilo de vida que la familia había escogido. Nunca he sido de esos
vegetarianos o veganos que hablan demasiado sobre ello. Habiendo visto lo que vi en mi
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juventud, y tras haber ido de excursión a un matadero, lo que me marcó de por vida,
entiendo por qué algunos vegetarianos defienden su causa con tanta pasión. Tener que
enfrentarse a lo que hacen estas industrias y lo que sucede tras los muros del matadero es
algo desgarrador.
Pero yo prefería vivir discretamente y limitarme a predicar con el ejemplo, respetando
el derecho de cada uno y cada una a vivir como le parezca oportuno. Solo hablaba sobre
mis creencias si me preguntaban, y lo hacía gustosamente, porque el interés era genuino.
Lo que sí me parece interesante es cómo, a lo largo de los años, personas que han
optado por comer carne y que prácticamente no me conocen me han atacado sin que
mediase provocación por mi parte, simplemente porque yo he elegido no comer
animales. Puede que esto explique en parte por qué opté por vivir mi vegetarianismo con
discreción. Solo quería tranquilidad.
Así que tuve mis dudas cuando Agnes empezó a hacerme preguntas sobre mis motivos
para ser vegetariana. Su supervivencia dependía de los ingresos de su explotación
ganadera. De hecho, supongo que la mía también, aunque tardé un tiempo en asumirlo.
Acepté el trabajo con la sola intención de ahorrar dinero y alegrarle la vida a una señora
mayor.
Pero ella insistía en sus preguntas, así que le expliqué lo que había sentido al ver cómo
mataban vacas y ovejas cuando era niña y lo mucho que me había afectado, cuánto me
gustaban los animales y que había visto cómo las vacas mugían de una manera distinta
cuando sabían que iban a morir. Sus gemidos de terror y de pánico aún resuenan en mis
oídos.
Eso fue todo. En ese mismo momento Agnes se declaró vegetariana. «Madre mía —
pensé—. ¿Cómo se lo voy a explicar a su familia?» Se lo comenté a su hijo poco
después, y este le expresó a Agnes su deseo de que ella siguiese comiendo carne. Pero al
principio se mantuvo firme. Finalmente, Agnes aceptó comer carne roja un día a la
semana, y pescado y pollo dos días más. También tomaba carne en mis días libres,
cuando su familia le daba de comer.
El tiempo ha ido reafirmando mis convicciones, y hoy en día ni siquiera me plantearía
la posibilidad de aceptar un trabajo que implicase tener que cocinar carne. Pero entonces
sí que lo acepté, aunque odiaba esa parte del trabajo. Cuando lo hacía, me entristecía al
pensar que aquello que cocinaba había sido alguna vez un hermoso ser vivo, que tenía
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sentimientos y derecho a vivir. Así que el acuerdo al que llegamos me gustó desde el
principio, pese a que, para mí, el pescado y el pollo no dejaban de ser animales.
Sin embargo, resultó que Agnes solo había llegado a un acuerdo con su hijo para
mantener las apariencias, ya no tenía ninguna intención de comer carne ningún día de la
semana. Así que pasé el resto del invierno y la primavera cocinando para nosotras
deliciosos festines vegetarianos de panes de nueces, sopas divinas, coloridos sofritos y
pizzas exquisitas. Creo que, de no ser así, Agnes habría sido feliz viviendo a base de
huevos duros y, por supuesto, alubias guisadas. No olvidemos que era inglesa, y a los
ingleses les encantan las alubias.
La nieve se derritió, los narcisos florecieron y con ellos llegó la primavera. Los días
eran cada vez más largos y el cielo retomó el color azul. El rancho fue reviviendo, y los
terneros recién nacidos correteaban tambaleándose sobre sus delgadas patillas. Volvieron
los pájaros, que nos recibían cantando cada día. Princess soltaba más pelo todavía.
Agnes y yo dejamos los abrigos de invierno y los gorros en el armario y continuamos con
nuestra misma rutina durante un par de meses más, mientras disfrutábamos del sol de
primavera. Éramos dos señoras de dos generaciones muy diferentes que paseábamos del
brazo día tras día, mientras compartíamos risas e historias sin fin.
Pero yo sentía la llamada del viaje. Desde el principio, las dos sabíamos que me iría.
También echaba de menos a Dean. El tiempo que pasábamos juntos los fines de semana
ya no era suficiente, y ambos deseábamos partir de viaje. Poco después empezaron a
buscarme sustituta y comenzamos a descontar nuestros últimos días juntas. Esos meses
con Agnes fueron una experiencia maravillosa y muy especial. Aunque acepté el trabajo
pensando sobre todo en mis ansias de viajar, hacerle compañía fue algo muy bonito.
Desde luego, mucho más agradable que servir cervezas. Prefería sin duda ayudar a
alguien a caminar erguida porque era anciana y frágil antes que a un joven (o incluso a
una persona mayor) estando borracho. Había tenido tiempo de sobra para hacerlo
durante mi estancia en la isla y en el pub inglés. Me gustaba mucho más buscar los
dientes de una señora mayor que recoger ceniceros sucios y vasos de cerveza vacíos.
Dean y yo viajamos a Oriente Próximo, donde nos maravillamos con la gran
diversidad de culturas fascinantes (y comimos enormes cantidades de comida deliciosa).
Tras un año maravilloso, volví a visitar a Agnes. Otra chica australiana había ocupado mi
lugar y tuvimos una conversación larga y agradable, tras la cual Agnes se quedó
traspuesta en su butaca. Mientras compartíamos infinidad de historias, me confesó que
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se había quedado algo descolocada con la primera pregunta que le había hecho Bill
cuando la entrevistó. Le pedí que me la contase y no pude evitar reírme al escuchar su
respuesta: «Tú no serás vegetariana, ¿verdad?».
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Una sorprendente trayectoria profesional
Después de esos años en Inglaterra y en Oriente Próximo, por fin regresé a casa, a mi
querida Australia. Era una persona cambiada, como le sucede a todo el que viaja. Al
volver a trabajar en la banca, enseguida tuve claro que ese trabajo nunca volvería a
satisfacerme. Ahora, el único aspecto positivo era la atención a los clientes y, aunque por
aquel entonces era fácil conseguir trabajo en cualquier ciudad, no estaba satisfecha con
mi vida laboral, que me hacía muy infeliz.
Además, la expresión creativa empezaba a fluir desde mi interior. Vivía entonces en el
Oeste australiano y un día, sentada junto al río Swan en Perth, hice dos listas. Una era
de las cosas que se me daban bien; la otra de las que me gustaba hacer. Después de
repasarlas, tuve que aceptar que dentro de mí había una artista de algún tipo, ya que las
únicas cosas que aparecían en las dos listas estaban relacionadas con talentos creativos.
«¿Tendré valor para creerme que puedo ser artista?», me dije. Aunque me había
criado rodeada de músicos, también me habían inculcado la seguridad que daba tener un
«buen trabajo», de ahí que nadie lograse entender mi insatisfacción con la vida que
llevaba, con un trabajo estable de nueve a cinco en la banca. Era un «buen trabajo», un
trabajo que me estaba matando lenta pero indefectiblemente.
Comencé un proceso de profunda introspección, tratando de averiguar qué era lo que
sabía hacer bien y qué haría que disfrutase. Fueron tiempos difíciles, porque todo estaba
cambiando en mi interior. Finalmente llegué a la conclusión de que tenía que trabajar
desde el corazón, porque hacerlo solo desde el intelecto me había dejado demasiado
hueca e insatisfecha. Así que empecé a desarrollar mis habilidades creativas a través de la
escritura y la fotografía, lo que, al final de un camino largo y enrevesado, me acabaría
llevando a escribir e interpretar mis propias canciones. Durante todo ese tiempo, seguí
trabajando en la banca, aunque casi siempre como trabajadora eventual. Ya no era capaz
de soportar todo lo que conllevaba un trabajo a tiempo completo.
Perth estaba muy lejos de cualquier otro lugar, así que, por mucho que me gustase
vivir allí, el deseo de estar cerca de mis seres queridos hizo que los estados del Este
volviesen a reclamarme. De modo que crucé las imponentes llanuras de Nullarbor,
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atravesé la cordillera de los Flinders, recorrí la Great Ocean Road, y después la New
England Highway, hasta llegar a Queensland, que sería mi hogar durante una temporada.
Parte de ese tiempo estuve trabajando en un centro de atención telefónica para los
suscriptores a un canal de películas para adultos. Por momentos, era mucho más
interesante que el sector de la banca.
«Hummm.»
Silencio.
«Llamo en nombre de mi marido.»
«Entonces ¿le gustaría suscribirse a Night Moves?», respondía yo en un tono
comprensivo y amistoso, siempre tratando de que la mujer se sintiese cómoda.
Los hombres preguntaban cosas del estilo de: «¿Cómo es? Quiero decir, ¿se ve
todo?».
«Lo siento, caballero, yo no lo he visto. Pero puedo ofrecerle una noche de prueba
por 6,95 dólares y, si le parece interesante, puede llamar y contratar una suscripción
mensual.»
Y, como no podía ser de otra manera, también estaban las típicas llamadas de «¿De
qué color es la ropa interior que llevas puesta?». Y Bronnie cuelga. Pero una vez que las
risas se acabaron, no era más que un trabajo de oficina como cualquier otro. Entablé
amistad con los compañeros, lo que lo hizo más llevadero. Pero mi insatisfacción no dejó
de crecer.
Volvimos a mi estado natal, Nueva Gales del Sur. Dean, el hombre con el que había
estado en Inglaterra y en Oriente Próximo, se vino a Australia conmigo. Poco después de
mudarnos a Nueva Gales del Sur, nuestra relación llegó a su fin. Nos quisimos mucho
durante años y habíamos sido muy amigos durante casi todo ese tiempo. Fue demoledor
asistir al derrumbe de nuestra amistad, pero ya no podíamos seguir riéndonos e
ignorando lo diferentes que eran nuestros respectivos modos de vida, como habíamos
hecho hasta entonces.
Yo era vegetariana; él comía carne. Como me pasaba cinco días trabajando en una
oficina, necesitaba pasar tiempo al aire libre durante el fin de semana; él trabajaba fuera
de lunes a viernes, y lo que quería era quedarse en casa los días festivos. La lista era
interminable y crecía cada semana. Lo que a uno le gustaba, ya no le gustaba al otro.
Aún nos unía el amor por la música, lo que hizo que siguiésemos juntos un tiempo más.
Pero al final nuestro canal de comunicación dejó de funcionar y cada uno tuvo que
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enfrentarse a su propia pérdida, viendo cómo los sueños que habíamos compartido se
desintegraban ante nuestros ojos.
Cuando la relación terminó y llegó el duelo por la pérdida, fue una época desgarradora.
Aunque lloré hecha un ovillo y deseé que hubiésemos sido capaces de arreglarlo, en el
fondo de mi corazón sabía que no habríamos podido. La vida nos llamaba en direcciones
diferentes, y la relación, en lugar de ayudarnos a seguir nuestros caminos, se había
convertido en un obstáculo.
La búsqueda de un mayor significado en mi vida se intensificó y, como resultado, el
tema del trabajo cobró más importancia. Me conciencié de lo difícil que es ganarse la
vida como artista hasta que tu obra ha tomado impulso y ha conseguido una reputación
considerable. Entretanto, necesitaba encontrar una nueva dirección. Sabía que acabaría
ganándome la vida como artista. A fin de cuentas, si era capaz de soñarlo, podría
hacerlo.
Pero necesitaba volver a ganar dinero, y hacerlo en un ámbito que me permitiese
trabajar desde el corazón y expresarme de forma natural. La presión de vender productos
dentro del sector bancario había aumentado, y yo había cambiado demasiado. Ya no
encajaba en ese mundo, si es que alguna vez había sido realmente así. Decidida a
continuar con mi viaje creativo, tomé la decisión de volver a trabajar como acompañante
interna. De ese modo, al menos no estaría atrapada por un alquiler o una hipoteca, lo que
también me permitiría liberarme del corsé de la rutina.
A pesar de los años de introspección que me habían llevado hasta ese punto, la
decisión final fue casi casual, frívola. Sencillamente, buscaría un trabajo como
acompañante para dar espacio a mi vena creativa, para trabajar desde el corazón y
también para poder vivir sin tener que preocuparme del alquiler. Por aquel entonces, no
tenía ni idea de que mis anhelos de un trabajo sentido desde el corazón se verían tan
claramente atendidos, ni de que los años siguientes serían tan importantes para mi vida y
mi obra.
Menos de dos semanas después, ya me había mudado a una casa situada junto a la
orilla del mar en uno de los barrios más exclusivos de Sydney. Su hermano anciano se
había encontrado a mi cliente, Ruth, inconsciente en el suelo de la cocina. Tras pasar
más de un mes en el hospital, le permitieron volver a casa, con la condición de que
estuviese atendida las veinticuatro horas del día.
Mi experiencia como cuidadora se reducía al tiempo que había pasado como
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acompañante de Agnes, varios años atrás. Nunca había cuidado de una persona enferma
y así se lo dije claramente a la agencia que me contrató, pero no les importó. Las
cuidadoras dispuestas a vivir internas no abundaban y no iban a dejar que se les escapase
una. «Haz como que sabes lo que haces y llámanos si necesitas ayuda.» ¡Bienvenida al
mundo de las cuidadoras, Bronnie!
Mi empatía natural me permitió hacer razonablemente bien el trabajo pese a a ser
novata: traté a Ruth como trataría a mi propia abuela, a la que quise mucho. Atendía sus
necesidades a medida que las iba manifestando y así fui aprendiendo. La enfermera del
ayuntamiento venía cada varios días y me hacía preguntas sobre cosas de las que yo no
tenía ni idea. Como fui sincera con ella, acabó ayudándome muchísimo y me enseñó
cosas sobre medicamentos, cuidados personales y la jerga del sector.
Mis jefes también se pasaban de vez en cuando. Comprobaban que Ruth estaba
contenta y se iban. No tenían ni idea de que yo me estaba agotando a pasos agigantados,
tanto emocional como físicamente. Ni siquiera estoy segura de que yo fuese consciente
de ello entonces.
La familia de Ruth estaba encantada, porque yo la estaba mimando demasiado.
Masajes de pies y faciales, manicuras, y montones de entrañables conversaciones junto a
su cama mientras tomábamos el té. Como digo, la trataba como habría hecho con mi
propia abuela. No sabía hacerlo de otra manera.
Ruth tocaba el timbre también durante la noche y yo bajaba la escalera corriendo para
ayudarla a subirse a la silla con orinal para poder hacer pis. «Qué glamourosa eres», me
decía cuando me veía entrar. Ese glamour se debía a que a veces me hacía un moño
antes de acostarme, simplemente porque estaba demasiado cansada para desenredarme el
pelo. Y el camisón supuestamente «glamouroso» que llevaba me lo había dado mi madre
tras mucha insistencia por su parte.
«No puedes ir a la casa de esa señora y dormir desnuda o con cualquier trapo viejo —
me había dicho mi madre—. Por favor, toma esto y prométeme que te lo pondrás.» Así
que, por respeto a los deseos de mi querida madre, acabé poniéndome un camisón de
satén para dormir. Sí que debía de estar glamourosa cuando entraba medio sonámbula en
su dormitorio cuatro cinco veces cada noche, luchando por abrir los ojos y pidiendo un
indulto para mi estado de agotamiento. Ruth me necesitaría también durante todo el día
siguiente, por lo que tenía pocas posibilidades de recuperar el sueño perdido. Asimismo
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me encargaba de las tareas domésticas, a las que me dedicaba mientras Ruth dormía sus
siestas.
Ella tenía ganas de hablar incluso cuando estaba sentada en el orinal. Le encantaba
recibir tanta atención, después de años viviendo sola. Yo también disfrutaba de nuestra
amistad, salvo por el hecho de tener que escuchar qué tazas y qué platos habían utilizado
en no sé qué cena que habían celebrado hacía treinta años mientras ella orinaba sobre la
silla a las tres de la mañana, cuando lo único que me pedía el cuerpo era volver a la
cama.
A lo largo de las semanas, Ruth me fue hablando de los años que había pasado en la
bahía y de los niños que jugaban junto al puerto. Los repartos de leche y de pan se
hacían con carros tirados por caballos, cuyos cascos resonaban en las calles silenciosas.
Los domingos, el barrio entero se vestía con sus mejores galas para ir a misa. Ruth me
hablaba de sus hijos cuando eran pequeños y de su marido, fallecido tiempo atrás. Su
hija Heather, que me parecía encantadora, se pasaba a verla casi cada día, y era una
bocanada de aire fresco. El hijo de Ruth vivía en el campo con su familia y, si Heather
no hubiese mencionado a su hermano, habría sido muy fácil olvidar que existía. No
desempeñaba un papel activo en la vida de su madre.
Heather era la roca a la que Ruth se había aferrado durante las décadas que habían
transcurrido desde que se quedó viuda. James, el hermano mayor de Ruth, también la
había ayudado. Todas las tardes, con exquisita puntualidad, iba a verla dando un paseo
desde su casa, a más de un kilómetro de distancia. Siempre llevaba el mismo jersey, día
tras día. Había llegado a los ochenta y ocho años y nunca había estado casado. Era un
tipo maravilloso, con la mente perfectamente lúcida, y fue para mí todo un placer
conocerle y disfrutar de la sencillez de su vida.
Pero Ruth no conseguía recuperarse de su enfermedad y un mes después aún seguía
en cama. Le hicieron más análisis y me informaron de que se estaba muriendo.
Mientras caminaba hacia el puerto con lágrimas en los ojos, todo me parecía
surrealista. Los niños jugaban en el agua, junto a la orilla. El puente peatonal que cruzaba
la bahía se balanceaba ligeramente al paso de la gente feliz que lo atravesaba. Los
transbordadores pasaban camino de Circular Quay, en el centro de la ciudad. Yo me
movía como en un sueño, mientras oía las risas de un grupo de gente haciendo una
comida campestre.
Sentada frente a un acantilado de arenisca, con el agua a punto de tocarme los pies,
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levanté la vista hacia el hermoso cielo. Era uno de esos días perfectos de invierno en que
el calor del sol es como un bálsamo. En Sydney nunca hace mucho frío en invierno,
nada que ver con Europa. Hacía un día espléndido y con un abrigo ligero era suficiente.
Le había tomado cariño a Ruth, y saber que iba a morir me hacía llorar, pensando en el
inevitable dolor que sentiría cuando se fuese. Mi primera reacción al pensar que la
perdería fue de estupefacción. Las lágrimas brotaban mientras veía pasar un yate lleno de
gente sana y feliz. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo iba a ser su cuidadora, la
que la acompañaría hasta el final.
Como me había criado en una granja de vacas, y más tarde en una de ovejas, había
visto morir a muchos animales. No era algo nuevo para mí, aunque nunca había dejado
de producirme una gran impresión. Pero en la sociedad en la que vivía, la sociedad
moderna de la cultura occidental, no era habitual verse expuesto a los cuerpos
moribundos. No era como en otras culturas, en las que la muerte humana se experimenta
abiertamente y constituye una parte muy visible de la vida cotidiana.
Nuestra sociedad ha expulsado a la muerte, llegando prácticamente a negar su
existencia. Esta negación hace que ni la persona que va a morir ni su familia o amigos
estén en absoluto preparados para lo inevitable. Todos vamos a morir. Y sin embargo, en
lugar de asumir la existencia de la muerte, tratamos de ocultarla. Es como si quisiésemos
convencernos de que, como dice el refrán, «Ojos que no ven, corazón que no siente».
Pero no es así, y ese es el motivo por el que seguimos buscando reafirmarnos a través de
nuestra vida material y de los temerosos comportamientos que esta conlleva.
Si somos capaces de afrontar lo inevitable de nuestra muerte y la aceptamos de
corazón antes de que nos llegue la hora, podremos replantearnos nuestras prioridades
mucho antes de que sea demasiado tarde. Y eso nos permitirá dedicar nuestras energías a
lo que de verdad tiene valor. En cuanto asumamos que el tiempo que nos queda es finito,
aunque no sepamos si serán años, semanas u horas, seremos menos proclives a dejarnos
llevar por el ego o por lo que los demás piensen de nosotros y prestaremos más atención
a lo que nuestros corazones anhelan realmente. Esta asunción de nuestra muerte,
inevitable y cada vez más cercana, nos abre la posibilidad de encontrar mayor sentido y
satisfacción en el tiempo que nos queda.
Me di cuenta de hasta qué punto esa negación es perjudicial para nuestra sociedad.
Pero en ese momento, en ese soleado día de invierno, no saqué nada en claro sobre lo
que le esperaba a Ruth y cuál sería mi papel como su cuidadora. Apoyé la cabeza en la
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pared de arenisca y recé para pedir fuerzas. Durante mi juventud y a lo largo de mi vida
de adulta había tenido que hacer frente a numerosos desafíos y pensé que no habría
llegado hasta ese lugar si no fuese capaz de cumplir con la tarea que me esperaba. Pero
esto no contribuyó demasiado a aliviar la pena y el dolor que sentía.
Sentada bajo el cálido sol, llorando en silencio, supe que tenía trabajo por delante y
que trataría de ofrecerle a Ruth toda la felicidad y comodidad que pudiese durante sus
últimas semanas. Pasé allí un rato largo, reflexionando sobre la vida y sobre cómo esta
situación me había tomado por sorpresa, a pesar de lo cual también iba aceptando que
tenía dones que compartir y que eso era lo que se esperaba de mí. Mientras volvía a la
casa, sentí que una firme determinación crecía en mi interior: intentaría por todos los
medios dar lo mejor de mí en esa situación y ya recuperaría el sueño perdido cuando
pudiese.
Mi jefa se pasó por la casa ese mismo día y le expliqué que nunca había visto a una
persona muerta, ni mucho menos había cuidado de alguien que iba a morir. Sentí que le
hablaba a una pared. «La familia te quiere. Lo harás bien.»
«Lo harás bien» (algo así como: «Todo irá bien») es una expresión tan habitual en
Australia que di por hecho que así sería. A partir de ese momento, la salud de Ruth se
deterioró rápidamente. Contrataron a otras cuidadoras para los días que yo tenía libres y,
a medida que sus necesidades fueron creciendo, me descargaron de mis obligaciones
nocturnas. A veces las otras cuidadoras me reclamaban, ya que yo era la encargada de
supervisar la situación, pero ahora al menos podía dormir.
Los días seguían siendo especiales y, por lo general, Ruth y yo estábamos solas. Era
un barrio tranquilo, y de vez en cuando, a través de los árboles, llegaban las risas del
parque junto al puerto, más abajo. Heather venía a vernos de vez cuando, James
también, así como una serie de especialistas que hacían su trabajo. La oportunidad de
aprender era enorme y yo estaba creciendo mucho profesionalmente, sin ser del todo
consciente de ello entonces. Cumplía con mi cometido y no paraba de hacer preguntas a
todo el que se me cruzaba.
Una mañana, cuando me disponía a tomarme dos días libres, contenta porque iba a
visitar a mi primo en la ciudad y a disfrutar de cierta alegría en medio de la gravedad de
la situación, percibí un olor que salía del dormitorio. La cuidadora de noche no lo habría
notado, o no había querido notarlo, confiando en que la cuidadora de día, que estaba a
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punto de llegar, se haría cargo de ello. Durante los años siguientes viví muchas
situaciones parecidas.
No podía permitir que mi querida amiga siguiese así ni un minuto más. No había
podido contenerse y había evacuado por completo. Sin fuerzas, Ruth solo podía
responderme con balbuceos. Estaba sufriendo el colapso de sus órganos más
importantes. La cuidadora nocturna dejó de mala gana la revista del corazón que estaba
leyendo y me ayudó a limpiarla y a cambiarle las sábanas. Fue un alivio ver llegar a la
cuidadora de día, que dejó sus cosas y enseguida me echó una mano gustosamente. Una
vez que Ruth estuvo limpia y tranquila, no tardó en caer en un sueño profundo, agotada
como estaba.
Más tarde, cuando me encontraba en el bosque con mi primo, mi corazón seguía en la
casa. Agradecía la alegría y el buen humor que siempre disfruto cuando estoy con él y
me sentía bien por pasar tiempo juntos, pero no iba a poder estar dos noches fuera. Ruth
ocupaba buena parte de mis pensamientos y estaba convencida de que no le quedaba
demasiado tiempo. Solo llevaba unas pocas horas con mi primo cuando recibí una
llamada de mi jefa: me dijo que el final de Ruth se acercaba y me preguntó si podía
volver a la casa.
Llegué cuando anochecía y ya antes de entrar pude sentir el ambiente sombrío que se
respiraba dentro. Allí estaba Heather, con su marido, así como la nueva cuidadora
nocturna, una chica irlandesa encantadora, que acababa de llegar.
Heather me preguntó si me importaba que se fuese a casa. Le respondí cortésmente
que hiciese lo que creyese conveniente. Así que se fue. Al principio, no pude evitar
valorar la situación. Solo podía pensar en que, si fuese mi propia madre la que se
estuviese muriendo, yo habría removido Roma con Santiago para acompañarla en los
momentos finales.
Dicen que todo —emociones, acciones, pensamientos— se reduce al amor o al miedo.
Llegué a la conclusión de que era el miedo lo que había llevado a Heather a tomar esa
decisión y me sobrevino un sentimiento de compasión y amor hacia ella. Desde que nos
conocimos, me había parecido una persona muy práctica y algo desapegada. Pero esta
situación me resultaba ajena. No quise que mis propias creencias y condicionantes se
interpusieran en mi estima hacia alguien por quien sentía cariño solo porque ella estaba
gestionando la situación de una manera diferente a como lo habría hecho yo.
A oscuras en la habitación con Erin, la otra cuidadora, empecé a aceptar y a respetar el
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comportamiento de Heather. Había hecho todo lo que había podido. Durante décadas,
había mantenido en orden la vida de su madre, y la de su propia familia, y ahora estaba
total y absolutamente agotada, tanto física como emocionalmente. Había dado todo lo
que había podido, y quería recordar a su madre durmiendo plácidamente, como estaba
cuando Heather se fue. Sonreí con respeto, pensando que ahora entendía la situación.
Sin embargo, hablando con ella durante los días siguientes, me enteré de que Ruth le
había dado a entender que prefería que se fuese. Heather conocía a su madre lo
suficientemente bien para percibir sus deseos. De modo que había sido el amor, y no el
miedo, lo que había hecho que se marchase. Durante los años siguientes, fue para mí
relativamente habitual vivir situaciones como esta. No todos los que iban a morir querían
que sus familias estuviesen presentes. Se despedían de ellos cuando aún estaban
conscientes y, en ocasiones, preferían que fuesen las cuidadoras las que los acompañasen
en los momentos finales, de forma que sus familias guardasen de ellos un mejor
recuerdo.
Erin y yo podíamos sentir la muerte al acecho mientras conversábamos en voz baja en
el dormitorio de Ruth. Me contó que si se hubiese tratado de su familia, a esas alturas, la
habitación ya estaría llena de gente: tías, tíos, primos, vecinos, niños, todos acudirían a
despedirse.
Había momentos de silencio en que ambas mirábamos a Ruth, expectantes. La noche
era extraordinariamente tranquila y mi corazón le enviaba silenciosamente su amor a
Ruth. Volvíamos a charlar y nos callábamos de nuevo. Fue muy bonito poder compartir
la experiencia con Erin, porque participaba en ella de manera natural.
«Ha abierto los ojos —me dijo Erin de pronto, desconcertada. Hasta ese momento,
Ruth había pasado toda nuestra guardia en un estado de semicoma—. Te está mirando.»
Me acerqué a la cama y la tomé de la mano. «Estoy aquí, cariño. Todo va bien.»
Me miró fijamente a los ojos y un instante después su espíritu empezó a abandonar su
cuerpo. Se agitó brevemente y luego se quedó completamente quieta.
Enseguida, las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. Hablando con ella en
silencio, de corazón a corazón, le deseé buen viaje. Fue un momento de mucha
devoción, cargado de serenidad y amor. En la penumbra de la habitación, con todos mis
sentidos alerta, reflexioné en silencio sobre lo afortunada que yo había sido al poder
pasar ese tiempo con ella.
Entonces, sorprendentemente, el cuerpo de Ruth respiró profundamente. Dando un
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grito, salté hacia atrás. El corazón se me salía del pecho. «¡Coño!», le dije a Erin.
Ella se rió: «Es muy normal, Bronnie. Pasa mucho».
«Bueno, gracias por decírmelo», respondí aún sorprendida, sonriendo. Mi corazón
latía con fuerza y toda la devoción del momento se había esfumado. Con mucha
precaución, me acerqué de nuevo a la cama. «¿Volverá a suceder?», le susurré a Erin.
«Quizá.»
Esperamos en silencio durante un minuto, prácticamente aguantando la respiración.
«Se ha ido, Erin. Puedo sentirlo», dije yo al fin.
«Bendita sea», murmuramos las dos al mismo tiempo. Acercamos nuestras sillas y
permanecimos un momento junto a Ruth en sagrado silencio y cariñoso respeto.
Además, yo necesitaba tranquilizarme un poco después del susto.
Heather y mi jefa me habían pedido que las llamase en cuanto sucediese, y así lo hice.
Eran alrededor de las dos y media de la madrugada. Ya no había nada que ninguna de los
dos pudiésemos hacer. Ese mismo día también me habían dado instrucciones sobre cómo
proceder a continuación, así que llamé al médico para que viniese y emitiese un
certificado de defunción, y después llamaron a la funeraria.
Erin y yo nos quedamos en la cocina mientras retiraban el cuerpo de Ruth, justo
cuando amanecía. Durante esas horas de espera, volvimos varias veces a ver a Ruth.
Sentía la necesidad compulsiva de preocuparme por su cuerpo, aunque ella ya lo había
dejado atrás. No quería que estuviese sola en la habitación. En cierto sentido, los
momentos posteriores a su muerte, extraños y oscuros, fueron también muy especiales.
Pero también se podía palpar en la casa un vacío esa noche, cuando se hubo ido.
Al día siguiente, me ofrecieron quedarme una temporada viviendo en casa de Ruth.
Heather decía que la herencia tardaría meses en resolverse y no les gustaba la idea de
dejar la casa vacía; la familia se quedaría más tranquila si alguien viviese allí. Así que
pasé una temporada viviendo en casa de Ruth, lo que resultó ser toda una bendición para
mi agotamiento físico. También fue agradable quedarme en un lugar que ya conocía.
Me había dado cuenta de que el trabajo como interna, veinticuatro horas al día, iba a
ser demasiado extenuante. Nunca había sido capaz de hacer las cosas a medias, pero
ahora tomé consciencia de que, en el futuro, necesitaría mantener las distancias con los
pacientes entre guardia y guardia, e irme a mi casa cada noche. El trabajo de cuidadora
era mucho más exigente que el de mera acompañante.
Durante los meses siguientes ayudé a Heather a trasladar todas las pertenencias de
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Ruth a otros sitios. Su mundo físico se fue desmantelando por partes, como suele
suceder. Llevaba tanto tiempo viviendo como un nómada que aún sentía aversión a tener
demasiadas pertenencias, así que rechacé muchos de los objetos que Heather
amablemente me ofreció. Al fin y al cabo, no eran más que cosas y, aunque habían
pertenecido a mi querida Ruth, sabía que su recuerdo perviviría en mi corazón, como así
ha sido.
Pero me encapriché con un par de lámparas antiguas, que a día de hoy aún me
acompañan. Más adelante, la casa de Ruth fue demolida por sus nuevos propietarios, que
construyeron en su lugar un edificio moderno de cemento. Enseguida talaron el viejo
plumeria, cuyos aromas habían entrado en la casa en verano durante décadas, y en su
lugar pusieron una piscina. Recibí una invitación para la fiesta de inauguración de la
nueva casa.
A quienes habían comprado la casa de Ruth no les gustaban las telas que las arañas
tejían entre los árboles del jardín. Ruth y yo habíamos pasado ratos al sol en el salón,
viendo cómo una araña de seda dorada tejía una tela tan resistente que uno podía
levantarla para pasar por debajo. Era algo maravilloso, que a las dos nos encantaba.
Junto a la piscina, rodeada de todas las plantas modernas que ocupaban el lugar del
antiguo jardín, construido a base de amor y tiempo, me gustó ver cómo la araña dorada
seguía tejiendo su tela en lo alto de una de esas nuevas plantas.
Le envié mi amor a Ruth con una sonrisa y supe que, a su manera, ella estaba allí
conmigo ese día. Su casa ya no existía, pero su espíritu seguía a mi lado. Le agradecí la
invitación al nuevo propietario, me quedé hablando un rato y después fui paseando hasta
el puerto y me senté en el lugar donde había recibido la noticia de que Ruth estaba en
fase terminal. Me sentía agradecida por todo lo que habíamos compartido y por todo lo
que había aprendido con ella.
Ese día de verano sonreí al darme cuenta de cuánto había recibido, mucho más que el
mero hecho de poder vivir gratis en su casa. No dejé de sonreír, agradecida, durante el
resto de ese día feliz. Y, al haber hecho que mis ojos se volviesen hacia esa araña, Ruth
también me sonreía a mí.
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Sinceridad y entrega
Tras la marcha de Ruth, me fueron saliendo varios trabajos de turnos sueltos. En los
cambios de turno conocí a otras cuidadoras. Era el único momento que tenía para
socializar con el personal. Durante los largos turnos de doce horas no había bromas ni
risas, ya que solo nos veíamos durante los cambios. Únicamente teníamos contacto con
la persona que cuidábamos, la familia y los profesionales sanitarios que aparecían de vez
en cuando.
Esto hacía que las relaciones fuesen aún más personales. También, de vez en cuando,
me permitía leer, escribir, proseguir con mis prácticas de meditación o hacer yoga. A
muchas de las cuidadoras no les gustaba nada pasar tanto tiempo solas, y no era raro
llegar a la casa y encontrarse el televisor encendido antes de la hora de desayunar. Yo me
sentía afortunada por saber disfrutar de mi propia compañía, y las largas horas de
silencio me sentaban muy bien. Incluso cuando había personas a mi alrededor, los
hogares en los que alguien se estaba muriendo solían ser entornos tranquilos.
La casa de Stella, en una arbolada zona residencial, era exactamente así. Y no solo
porque ella se estuviese muriendo. Era gente tranquila y amable. Stella tenía el cabello
blanco, largo y lacio. «Digna» fue la primera palabra que me vino a la mente cuando nos
conocimos, a pesar de que se encontraba enferma y postrada en la cama. Su marido,
George, era un hombre encantador y me recibió con naturalidad.
El momento en el que tienes que aceptar que un miembro de tu familia se está
muriendo es uno de esos que te cambian la vida. Pero cuando se llega a la fase en que
esa persona necesita estar atendida durante las veinticuatro horas del día, ya ha
desaparecido todo rastro de su vida anterior. Su intimidad y los momentos especiales en
que estaban solos los dos en casa se acabaron para siempre.
Las cuidadoras iban y venían, los cambios de turno se sucedían por la mañana y por la
noche. Algunas repetían, pero otras venían una sola vez, entre sus trabajos con sus
propios clientes habituales. Así que había caras nuevas, personalidades diferentes y
diversas maneras de afrontar el trabajo, aunque enseguida me convertí en la cuidadora de
día habitual de Stella. También la visitaba una enfermera del ayuntamiento, así como un
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médico de cuidados paliativos. Con él me encontré brevemente en varias ocasiones
durante los años siguientes mientras yo cuidaba de otras muchas personas. Era un
hombre muy especial, encantador y bondadoso.
Mi jefa me dijo que pensaba que yo había gestionado muy bien las experiencias
vividas con Ruth y me ofreció recibir más formación en cuidados paliativos, si eso era lo
que me interesaba. Acepté su ofrecimiento, porque sentía que, por el momento, la vida
me llamaba en esa dirección. El tiempo que pasé con Ruth y lo que aprendí a su lado
habían dejado en mí una huella profunda, que me incitaba a crecer y a experimentar más
en este campo.
La formación consistió en dos talleres. Uno de ellos era para enseñarnos, a otras
cuidadoras y a mí, la manera correcta de lavarnos las manos. El otro era una breve
muestra de procedimientos de levantamiento de personas. Esa fue toda la formación
formal que recibí. Cuando me mandó cuidar de Stella, mi jefa me pidió que no les
contase que solo había tenido un cliente de cuidados paliativos. Ella estaba segura de que
lo haría bien, y yo también lo estaba.
La sinceridad siempre había constituido una parte importante de mi personalidad, pero
mentí cuando la familia me hizo preguntas sobre mi experiencia, porque necesitaba el
trabajo. Además, se estaban aprobando nuevas normas sobre la cualificación del
personal, de la que yo carecía. Aunque no tenía manera de demostrar mi capacidad a
partir de mi experiencia, quería inspirarle confianza a la familia de Stella a fin de que
estuviese tranquila. En el fondo de mi corazón sabía que podía hacerlo bien, porque lo
que se necesitaba era, sobre todo, dulzura e intuición. Así que, cuando me preguntaron,
mentí y dije que había cuidado a más personas de las que en realidad había tratado. Sin
embargo, después me sentí muy incómoda y no pude volver a hacerlo con ninguna de las
personas a las que cuidé.
A Stella le preocupaba mucho la higiene y quería tener sábanas limpias en su cama
cada día. Pero era también una señora elegante, e insistía en llevar un camisón a juego
con el color o con el estampado de las sábanas. Un día, George me contó entre risas que
se había visto en un aprieto porque había elegido las sábanas equivocadas para el
camisón que ella quería ponerse. También riendo, le respondí lo mismo que acabé
diciéndoles a las familias de casi todos mis futuros clientes: «Con tal de que ella esté
contenta».
Y así fue como esta mujer alta y elegante, mientras esperaba a la muerte entre sus
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sábanas y con sus camisones a juego, me preguntó por mi vida.
«¿Haces meditación?», me dijo.
«Así es», le contesté alegremente. No me esperaba la pregunta.
Stella prosiguió: «¿Qué camino sigues?». Se lo expliqué mientras ella asentía con
comprensión.
«¿Haces yoga?», preguntó.
«Así es —respondí de nuevo—, pero no tanto como querría.»
«¿Meditas a diario?»
«Sí. Dos veces al día», le dije.
No pude evitar sonreír cuando, después de una breve pausa, me respondió con voz
dulce: «Gracias a Dios. Llevo una eternidad esperándote. Ya puedo morirme tranquila»
Stella había sido profesora de yoga durante cuarenta años, mucho antes de que se
convirtiese en una actividad cotidiana en la cultura occidental. En esa época era algo
exótico que venía de Oriente. Había estado varias veces en India y seguía su camino con
devoción.
Su marido estaba jubilado, pero aún trabajaba a ratos desde casa. Iba de un lado a otro
discretamente y su presencia me resultaba agradable. La biblioteca de la casa estaba
repleta de clásicos espirituales. Ya había leído unos cuantos, pero había otros muchos
que deseaba leer. Era el sueño de una lectora hecho realidad, sobre todo el de alguien
interesado en la filosofía, la psicología y la espiritualidad. Devoré todos los que pude.
Stella volvía de su sueño, me preguntaba qué libro estaba leyendo y hasta dónde había
llegado y me daba su opinión al respecto. Los conocía todos. Cuando estaba lo
suficientemente despierta para mantener una conversación larga, lo cual no era muy
habitual, siempre hablábamos de filosofía. Compartimos muchas teorías y comprobamos
que nuestra forma de pensar era bastante similar.
Mi práctica del yoga también mejoró mucho. No sentía que tuviese que ocultar lo que
hacía o irme a otra habitación. La puerta del dormitorio de Stella nunca estaba cerrada,
de forma que una brisa de aire fresco entraba libremente a cualquier hora. Era un lugar
muy agradable para trabajar. Su apacible gato blanco, Yogi, se acurrucaba al pie de la
cama y me observaba. Como las tardes en el barrio eran especialmente tranquilas, ese
era el momento que solía aprovechar para hacer mis estiramientos y respiraciones. Me
encantaba cuando Stella, que yo suponía dormida, me hacía algún comentario sobre el
ejercicio que estaba realizando y me sugería cómo mejorar la postura o me incitaba a
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probar otra parecida, quizá más dinámica o más difícil, antes de volver a quedarse
dormida.
Por aquel entonces, llevaba cinco años practicando yoga. Había empezado en
Fremantle, un barrio de Perth, cuando vivía en Australia Occidental. Dos veces por
semana, cogía mi bicicleta y atravesaba un par de pueblos hasta llegar a Fremantle. El
profesor, Kale, fue para mí una maravillosa introducción al yoga. No había encontrado
su propio camino hasta una fase tardía de su vida, motivado por una lesión de espalda.
Era evidente que la vida esperaba grandes cosas de él, y que había encontrado su
vocación, para gran regocijo de sus muchos y devotos alumnos.
Cuando nos fuimos de Perth, durante una temporada mi vida fue algo agitada. Pero el
yoga me seguía llamando. Viviera donde viviese, siempre buscaba dónde dar clases y a
veces me apuntaba por un tiempo corto. En vano estuve buscando una clase con la que
pudiese conectar tanto como con la de Kale. No iba a encontrarla.
Durante el tiempo que pasé en el dormitorio de Stella, me di cuenta de que no había
conectado realmente con mi práctica, porque seguía recurriendo al profesor para
encontrar la conexión, en lugar de buscarla en mí misma. Gracias a sus consejos, esto
cambió definitivamente. Desde entonces, he disfrutado yendo a clases, porque me incitan
a ir un poco más allá de a donde llegaría practicando en casa. También es una manera
muy buena de conocer gente con intereses afines. Pero ahora mi práctica en casa no
depende de las clases, porque mi profesora es la propia práctica. Stella dejó su huella en
su última alumna.
Su mayor frustración era que estaba preparada para morir pero el momento no llegaba.
Al llegar por las mañanas, yo le preguntaba cómo se sentía. «¿Cómo crees tú que me
siento? —me respondía—. Aunque no quiero, aquí sigo.»
Además, ya no era capaz de meditar. Tras tantos años de disciplina mental, y con la
conexión consigo misma que había experimentado a través de la meditación, se
imaginaba que sería lo más natural ahora que la vuelta a casa se aproximaba. De hecho,
se había imaginado practicando con mayor intensidad ahora. Pero, en cambio, fui yo la
que practicaba con más frecuencia. Todas las tardes, cuando volvía a quedarse dormida,
yo aprovechaba para hacer mi sesión vespertina. «Eres muy afortunada —me decía ella
—. «Esto es muy frustrante. Ni puedo meditar ni puedo morirme.»
«Puede que sea la razón por la que todavía sigues aquí. Tal vez aún hay cosas que yo
tengo que aprender a través de ti y por eso tu hora todavía no ha llegado», le sugerí.
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Asintió. «Me gusta la idea.»
Como sucede siempre que dos personas interactúan, cada una aprendíamos a través
de la otra. Cuando saqué el tema de la entrega, Stella empezó a encontrar más paz
interior. Me sentaba junto a su cama y le hablaba de días lejanos, de aprender a
entregarse y ella escuchaba con interés.
A lo largo de los años, yo había vivido pasando de un acto de fe al siguiente. Le conté
cómo, años atrás, había partido hacia el sur con poco más que el depósito lleno de
gasolina, cincuenta dólares y la intención de pasar una temporada en un sitio menos
caluroso. Partí hacia allí con la idea de llegar a un pueblo en la lejana costa meridional de
Nueva Gales del Sur. En el camino, fui visitando a amigos y pude trabajar durante un par
de días, lo que me permitió proseguir con mi viaje. Como siempre había sido tan
nómada, tenía amigos desperdigados por todas partes y era maravilloso volver a verlos. A
algunos de ellos hacía casi diez años que no los veía. Acabé llegando al pueblo al que me
dirigía, pero con muy poco dinero.
Las mejores vistas del pueblo, sobre el imponente océano Pacífico, las tenía el
cámping para caravanas situado en el cabo, así que pasé una noche allí. El asiento trasero
de mi viejo jeep le había cedido su lugar a un colchón y, antes de salir de viaje, le había
puesto cortinas. Así que ya tenía mi caravana. Tras echar un vistazo a las ofertas de
trabajo en el pueblo, mi primera impresión fue que la situación era complicada. Pero
estábamos en otoño, mi época del año favorita, así que disfruté de un tiempo ideal
durante un par de días, mientras me dedicaba a caminar.
Pero no podría seguir pagando mi plaza en el cámping. Se me estaba acabando el
dinero y en realidad solo utilizaba ese lugar para ducharme y como campamento base,
mientras hacía contactos. Así que compré algo de comida y me dirigí al bosque,
siguiendo las indicaciones para llegar a un río en el interior, no muy lejos. Como ya me
había dejado guiar por otros actos de fe en el pasado, sabía que tendría que enfrentarme
directamente a mis miedos una vez más. Si quería conseguir algo positivo únicamente a
través de la fe, debía conseguir que mi cabeza dejase de ser un obstáculo, y eso es
siempre lo más difícil.
Resurgieron en mi mente antiguos hábitos mentales enfermizos, consecuencia de mis
condicionantes pasados y de una sociedad que me decía que no podía vivir así. El miedo
empezó a asomar su espantoso rostro, mientras yo me preguntaba cómo diantres se
solucionaría todo esta vez. Lo único que me había salvado antes, y lo único que me
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salvaría entonces, era lograr mantenerme en el momento presente. No hay lugar mejor
donde enfrentarse a los miedos que en mitad de la naturaleza, donde una puede
reintegrarse al verdadero ritmo de la vida.
Mientras los miedos estuvieron adormecidos, disfruté de días maravillosos con una
rutina sana y sin complicaciones, comiendo comida sencilla y buena, nadando en las
aguas cristalinas y purificadoras del río, viendo cómo aparecían y desaparecían los
rostros curiosos de los animales salvajes, escuchando los variados cantos de los pájaros y
leyendo. Fueron momentos de devoción, amplitud espiritual y belleza.
Pasaron casi dos semanas hasta que volví a ver personas. Ese día fue agradable. Se
trataba de una familia compuesta por tres generaciones, que había ido al río para hacer
un picnic, lo cual me indicaba que probablemente era fin de semana. Dejé el jeep abierto
y me fui a dar un largo paseo por el bosque, para que pudiesen disfrutar del lugar a solas.
Al caer la tarde, estuve un rato leyendo sobre el colchón del jeep, con las ventanas y el
portón trasero abiertos. La hermosa luz del atardecer se filtraba mágicamente a través de
los árboles.
Cuando la familia se iba, la mujer que tenía mi edad, la madre de los dos niños, se
separó del grupo mientras su marido, sus padres y sus hijos seguían caminando hacia el
coche. Se acercó a mí silenciosamente y se metió en el jeep. Levanté la vista de mi libro,
algo desconcertada, y sonreí. Solo me dijo en voz baja: «Envidio tu libertad». Nos
reímos las dos y se fue, sin decir ni una palabras más ni darme tiempo a responder.
Esa noche, tumbada en el jeep, con las cortinas abiertas, mientras oía el croar de las
ranas en el río cubierta por un millón de estrellas que me hacían compañía, sonreí al
pensar en ello. Tenía razón, no se podía ser más libre. Solo tenía dinero y comida para
unos pocos días más pero, en ese instante, era la persona más libre del mundo.
La gente a menudo me pregunta sobre los varios viajes que hice a la selva y a otros
lugares del país, y quieren saber si alguna vez pasé miedo o temí por mi seguridad. La
respuesta es no, y pocas veces tuve motivos para ello. Hubo un par de situaciones
potencialmente siniestras, como la del autoestop, pero todo acabó bien y me las tomé
como valiosas lecciones. Como siempre me guiaba por mi intuición, procuraba tirar hacia
delante con confianza, sabiendo que cuidarían de mí.
Pero somos básicamente criaturas sociales, así que volví al pueblo. Llamé a mi madre,
con quien tengo una relación constructiva y cercana. Como buena madre que era,
siempre estaba un poco preocupada por mi bienestar, aunque, por otro lado, entendía
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que la vida nómada formaba parte de mí. No juzgaba mis decisiones, pero siempre se
sentía aliviada al recibir noticias mías. El día anterior, ella había gastado dos dólares en
un boleto de lotería, con la intención de ganar algún dinero para dármelo. Mi madre es
una persona de naturaleza tan generosa que la vida y la suerte se lo recompensaron.
«Tú me das tantísimas otras cosas —me dijo—. Insisto en que aceptes este dinero.
Además, me llegó porque tenía intención de dártelo a ti.» Así que, agradecida, acabé con
un dinero que me permitiría pasar las siguientes dos semanas.
A la mañana siguiente, en cuanto me desperté en el jeep en el cámping de caravanas,
bajé a las rocas para ver cómo el sol salía sobre el mar. Me encanta esa primera claridad,
cuando aún quedan estrellas en el cielo pero el nuevo día está llegando. Mientras el cielo
se teñía de rosa, y después de naranja, vi pasar desde las rocas un banco de delfines
juguetones, saltando fuera del agua por pura diversión. Supe entonces que todo iría bien.
Más tarde, después de haber mantenido con el propietario del cámping una
conversación larga y agradable sobre la vida y los viajes, vino a mi jeep con una llave en
la mano. «No voy a necesitar la caravana número ocho en los próximos diez días.
Puedes usarla y no dejaré que pagues ni un centavo por ella. Si mi hija estuviese
durmiendo en su coche, confío en que alguien hiciese lo mismo por ella», dijo Ted.
«Bendito seas, Ted, muchas gracias», respondí, reprimiendo lágrimas de gratitud.
Así que durante los diez días siguientes tuve un techo bajo el que cobijarme y un lugar
donde cocinar. Pero, al mismo tiempo, los temores sobre mi situación me estaban
volviendo a remover internamente. Tenía que conseguir dinero. Mis víveres estaban
disminuyendo de nuevo. Cada día, me pasaba por todos los negocios del pueblo y,
aunque conocía a mucha gente maja, no aparecía ninguna oportunidad de trabajo.
Cuando subía por la colina, de vuelta al cabo y a la caravana, respiré profundamente,
tratando de vivir en el momento, pero sin dejar de buscar una solución.
Odiaba esta parte de mi vida, siempre haciendo locuras y poniéndome en situaciones
comprometidas, una y otra vez. Pero era algo adictivo. Cada vez que lo hacía, tenía que
enfrentarme directamente a mis miedos y, de una u otra manera, siempre —siempre—
acababa apañándomelas. En algunos aspectos, cada salto al vacío era aún más difícil,
porque me iba acercando al núcleo de mis miedos más profundos. Aunque también era
cada vez más fácil. Ya había llevado mi fe al límite muchas veces, lo que me había hecho
más sabia y me había proporcionado una mayor confianza en mí misma. Además, para
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mí la vida tenía más sentido así, por muy dura que fuese en ocasiones. No encajaba con
la manera en que funciona la sociedad convencional.
Fue entonces, mientras contemplaba cómo se retiraba la marea, cuando recordé la
importancia de entregarse, de dejarse llevar y permitir que la magia de la naturaleza
actúe. No me cabía duda de que la fuerza que equilibra el vaivén de las mareas, la misma
que hace que las estaciones se sucedan perfectamente una tras otra y que crea la vida,
me daría la oportunidad que necesitaba. Ya había mostrado mis intenciones y había
hecho todo lo que había podido. Lo único que me quedaba por hacer era dejar de ser un
obstáculo para mí misma.
Cuando me di cuenta de que había olvidado de nuevo esta filosofía vital, que ya
conocía, me reí calladamente de mí misma. Había llegado al final del tortuoso y
caprichoso camino y lo único que me quedaba era entregarme y ver dónde acababa.
Había llegado el momento de volver a hacerlo.
Entregarse no implica, en absoluto, darse por vencida. Es un acto que requiere una
gran valentía. A menudo solo somos capaces de hacerlo cuando el dolor que sentimos al
tratar de controlar el resultado se vuelve insoportable. De hecho, alcanzar ese punto es
algo liberador, aunque no resulte agradable. Ser capaz de aceptar que uno ya no puede
hacer absolutamente nada más, salvo ceder el testigo a una fuerza superior, es el
catalizador que, por fin, hace que el flujo continúe.
A la mañana siguiente bajé a las rocas junto al agua, donde los delfines que jugaban al
amanecer me saludaron de nuevo. Me sentía completamente vacía, agotada tras la
embestida del miedo. El desgaste emocional me había dejado exhausta pero, viendo a los
delfines, me impregné del amanecer y, lenta y serenamente, dejé que la esperanza se
apoderase de mí.
Unos días después, unas personas que estaban de vacaciones en el cámping me
ofrecieron un trabajo en Melbourne, a otras siete horas de distancia hacia el sur. «¿Por
qué no?», me dije. Nada me impedía ir a donde quisiese, y además tenía ganas de vivir
en un clima más fresco. Melbourne se convirtió enseguida en mi ciudad australiana
favorita, y sigue siéndolo. Pero hasta entonces nunca me había planteado vivir allí, y no
tenía ni idea de lo bien que me iba a sentar trasladarme a una ciudad tan creativa. Solo
cuando me entregué y fui capaz de vivir en el momento permití que la oportunidad
laboral se cruzase en mi camino.
Cuando acabé de contarle mi historia a Stella, las dos sonreímos. Se comió su media
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fresa, aceptándola sin orgullo. Hasta ese momento, había intentado acelerar su muerte,
pero debía dejar de hacerlo y, aunque no era una idea que le gustase demasiado, asumir
que cabía la posibilidad de que su hora aún podía tardar en llegar. El cuerpo necesita
nueve meses para formarse. A veces también necesita un tiempo para apagarse.
Pero para entonces ya estaba muy débil y prácticamente había dejado de alimentarse.
No tenía energía para comer, pero aceptaba pequeños trozos de fruta simplemente para
saborearlos. El día anterior habían sido un par de uvas; ese día, media fresa.
Lo normal habría sido que su enfermedad le hubiese provocado grandes dolores, sobre
todo por lo mucho que había avanzado antes de que se la diagnosticasen. Pero no era
así, lo cual no dejaba de asombrar a su médico. Lo que Stella experimentó cuando la
enfermedad se extendió fue más bien agotamiento. Todo el trabajo que había invertido
en su recorrido espiritual le había permitido construir una fuerte conexión con su cuerpo,
lo que, por fortuna, hacía que ahora apenas sintiese dolor. Y eso mismo fue lo que,
cuando llegó el momento, le permitió irse en paz.
Dos o tres días antes, me di cuenta de que los dedos se le habían hinchado hasta tal
punto que su alianza de boda le estaba dejando una marca profunda y parecía que le
estaba afectando a la circulación en esa zona. Llamé a mi jefe y la enfermera me indicó
que teníamos que sacarle el anillo. George se tendió en la cama a su lado mientras yo le
untaba el dedo con agua con jabón y trataba cuidadosamente de quitárselo. Tardamos en
conseguirlo, y para entonces tanto George como Stella estaban llorando. Me sentí como
el abogado del diablo, aunque, para cuando logré extraer ese símbolo de su amor que
había llevado durante más de medio siglo, yo también estaba llorando.
Con su bonhomía habitual, George se dirigió a ella utilizando el apelativo cariñoso que
había formado parte de su vida matrimonial durante tanto tiempo. Salí de la habitación
para que pudiesen compartir en privado ese precioso instante de unión, abrazados quién
sabía si por última vez. Mientras lloraba en el baño, me sentí afortunada por poder
presenciar lo profundo que era el amor que sentían el uno por la otra. No se parecía a
nada que yo hubiese visto antes. Eran amigos de verdad, dos personas amables y
consideradas con todo el mundo, y en particular entre sí. Pero no dejaba de ser doloroso
ver cómo ambos lloraban cuando yo le quitaba a Stella su anillo de boda para siempre.
Su hijo y sus hijas venían a verlos con frecuencia, y mucho más ahora que el
momento final se aproximaba. Aunque eran muy distintos entre sí, todos me caían bien,
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eran personas decentes y encantadoras. Pero sentía un cariño especial por una de las
hijas.
Un día, el tiempo cambió de pronto y me sorprendió en el trabajo sin suficiente ropa
de abrigo. George insistió en que me pusiese uno de los jerseys de Stella. Los dos
coincidieron en que me quedaba muy bien. Era una de esas prendas en la que no me
habría fijado en la tienda, porque no era de mi estilo, pero, una vez puesto, me enamoré
de él al instante. Ese mismo día la familia al completo, Stella incluida, me lo regaló. Años
después, aún sigo poniéndomelo. Tenía estilo, mi Stella.
Esa noche entró en coma mientras yo estaba durmiendo en mi casa. Al volver a la
mañana siguiente, sentí la pesadumbre en el ambiente. George y su hijo David estaban
allí. Una suave brisa entraba por la puerta del dormitorio y George estaba tumbado en la
cama junto a su hermosa mujer, tomándola de una mano que se iba enfriando. Stella
seguía con vida pero, en estos casos, cuando la muerte se acerca, la circulación en las
extremidades se ve afectada. Sus pies también habían perdido su calor. David estaba
sentado en una silla y tenía la otra mano de Stella entre las suyas. Me senté en otra silla a
los pies de la cama, con la mano sobre su pie. Supongo que yo también necesitaba
tocarla.
Tras más de doce horas en coma profundo, Stella abrió los ojos y sonrió mientras
miraba algo en el techo. George se incorporó y dijo desconcertado: «Está sonriendo. Está
sonriéndole a algo».
Stella ya no era consciente de que estábamos ahí. Pero la sonrisa que dirigió a
quienquiera o a lo que fuese que estaba mirando hizo que tomase forma en mi interior
algo a lo que nunca podré renunciar. Había experimentado meditaciones que me habían
hecho alcanzar estados de dicha muy superiores al plano humano habitual, y nunca había
tenido dudas de que existe la vida más allá de la muerte, pero al ser testigo de la
maravillosa felicidad de Stella mientras sonreía al techo con los ojos abiertos, tuve la
absoluta certeza de que nada podría quitarme esa creencia. Cuando morimos vamos, o
volvemos, a otro lugar que existe de verdad.
Traté de tomarle el pulso en el cuello, pero mi propio corazón latía con tal fuerza que
eso era lo único que podía oír. Sentí una presión enorme, mayor aún si cabe porque no
tenía ni idea de lo que estaba haciendo. No quería decirles que había muerto y que luego
resultase que seguía viva un par de días más, o que daba siquiera una última exhalación
profunda. Así que recé pidiendo consejo.
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Entonces, al mirarla, me invadió una sensación de paz y supe que se había ido. Había
sido una despedida tan suave, digna y apacible que no me había dado cuenta. Pero la ola
de amor que ahora me recorría me confirmó que ya no estaba entre nosotros. Hice un
gesto con la cabeza e inmediatamente George y David salieron de la habitación. En toda
la casa pudo oírse el llanto desolador de George al tomar conciencia de que su amada
esposa ya no estaba. Yo me quedé sentada en silencio junto a Stella, mientras las
lágrimas empezaban a brotar.
Un par de horas después, cuando ya estaba allí el resto de la familia y ya se habían
resuelto los detalles prácticos, nos despedimos. La mañana había dado paso a un día
muy caluroso y yo estaba pensando qué hacer con mi vida, aunque lo único que quería
en realidad era encontrar alguna distracción superficial. Seguía teniendo el mismo jeep
con el que había hecho todo el viaje, cuya puerta solo se cerraba con un buen golpe.
Llevaba ya tiempo así. Ese día, al cerrarla de golpe, el cristal se hizo añicos, los cuales se
quedaron en el interior de la estructura de la puerta. Me quedé mirándolo, aún aturdida
por los acontecimientos de la mañana, y ahora todavía más alterada por el estruendo del
estallido del cristal. Miré a través del hueco de la ventana, donde solo quedaban unos
pequeños fragmentos de cristal, y asumí que lo mejor que podía hacer era irme a casa.
El repuesto para la ventana tardó tres días en llegar, durante los cuales me dediqué a
pasar tiempo en casa y en el puerto, agradeciéndole constantemente a Stella que me
hubiese mandado a casa. Fue lo mejor, porque me permitió limitarme a estar. Un par de
meses más tarde recibí una carta de Therese, la hija de Stella a la que había tomado
cariño. El día después del fallecimiento de Stella, Therese paseaba por la calle pensando
en su madre, como es natural. Una enorme cacatúa blanca se posó delante de ella, tan
cerca que pudo sentir su aleteo. Stella era así, capaz de enviarnos señales. Disfruté
mucho leyendo la carta.
Transcurrido un año, la familia me invitó una noche a cenar. Era algo que me apetecía
mucho, pues tenía muchas ganas de volver a ver a mi querido George y de saber cómo le
iba. También fueron Therese y su marido. La noche empezó bien, me gustó mucho ver
que George estaba volviéndose más sociable, que jugaba al bridge y a otras cosas. Pero
entonces la conversación derivó hacia el tema de las mentiras. Therese me preguntó si la
muerte de su madre había sido muy diferente de la de todos mis clientes anteriores, o
algo así. Había llegado mi gran oportunidad para confesar y contarles lo inexperta que era
cuando estuve cuidando de Stella.
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No creo que les hubiese importado mucho saberlo, porque estaban más que
satisfechos con el servicio que habían recibido, pero fui incapaz de hacerlo, viendo a
George tan contento de tenerme allí e insistiendo en lo bonito que era que estuviésemos
todos juntos de nuevo. Estoy convencida de que le hizo pensar en Stella. Quería tener un
momento a solas con Therese y contárselo todo, pero no hubo ocasión.
La vida siguió su camino y perdimos el contacto poco después de esa noche. Sin
embargo, varios años más tarde volvimos a encontrarnos y pude explicarle a la familia lo
inexperta que era y lo mucho que lamentaba no haber sido sincera con ellos desde el
principio. Fueron muy amables y comprensivos al escuchar mis explicaciones, y me
dijeron que lo compensé con creces a base de empatía y compasión. Enseguida habían
sentido que yo era la persona ideal para cuidar a Stella, cosa que yo también había
percibido de inmediato. Fui muy bonito volver a conectar y recordar lo que habíamos
compartido. Aún hoy, todos los inviernos, de vez en cuando, me pongo el jersey de
Stella y pienso en ella. El invierno pasado lo llevaba puesto mientras leía un libro que me
había regalado y sonreí al recordarla. Este trabajo me ha permitido conocer a personas
hermosas.
Pero, en cualquier caso, mis mentiras fueron para mí una gran lección. Después de la
temporada que pasé con Stella, decidí que nunca volvería a mentir a mis clientes. Lo más
importante era que había aprendido la lección. Me consideraba una persona sincera y,
por mucho que me costase, ese era el único camino en el que me sentía cómoda.
Aprender de lo ocurrido me permitió perdonarme a mí misma, que es el perdón más
grande que existe.
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LAMENTO 1:
Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida más
acorde con mi forma de ser, no la que otros
esperaban de mí
Grace se convirtió enseguida en una de mis clientas favoritas. Era una mujer diminuta
con un corazón enorme. Y eso se lo había transmitido a sus hijos, todos ellos ya padres y
madres de familia, y personas igualmente hermosas.
Vivía en una zona de la ciudad muy distinta de la mayoría de las personas que había
cuidado. Era una calle residencial como muchas otras, sin mansiones a uno u otro lado.
Mi primera impresión fue que sería un buen lugar donde rodar una serie de televisión,
porque destilaba energía familiar. Lo que más me gustaba de Grace y de su familia es
que eran muy realistas y verdaderamente acogedores.
Mis días con ella empezaron, como solía suceder con los clientes, contándonos
historias para ir conociéndonos mejor. Desde el baño pude oír los comentarios habituales
sobre cómo Grace estaba perdiendo su dignidad, ahora que alguien tenía que limpiarle el
trasero, y que una joven como yo no debería hacer un trabajo tan desagradable. Pero
estaba acostumbrada a esa parte de mi trabajo y trataba de quitarle hierro a la situación.
Caer enfermo es, sin duda, una manera de que el ego se disuelva. Cuando la enfermedad
es terminal, la dignidad queda definitivamente en el pasado. Una vez que la enfermedad
está muy avanzada, es inevitable aceptar la situación, incluido el hecho de que alguien te
limpie el trasero; entonces, los clientes dejan de preocuparse por cosas como esta.
Grace llevaba casada más de cincuenta años y había vivido la vida que se esperaba de
ella. Había criado a unos hijos encantadores y ahora disfrutaba del amor de sus nietos
adolescentes. Pero, al parecer, su marido se comportaba como un tirano y durante
décadas hizo que su matrimonio fuese muy desagradable. Cuando, apenas unos meses
atrás, lo ingresaron en una residencia, todos, y especialmente Grace, respiraron aliviados.
Esta había pasado su vida de casada soñando con ser independiente de su marido,
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viajar, no hallarse bajo su dictadura y, sobre todo, llevar simplemente una vida sencilla y
feliz. Aunque pasaba de los ochenta, para su edad gozaba de buena salud y se
encontraba en buena forma. Una buena salud implica tener libertad de movimiento, una
idea que tenía muy presente cuando ingresaron a su marido en la residencia.
Pero, al poco tiempo de empezar a disfrutar de la libertad que tanto había añorado,
Grace cayó muy enferma. A los pocos días, le diagnosticaron una enfermedad terminal,
ya muy avanzada. Lo que hacía que la situación resultase aún más desgarradora era que
su enfermedad se había originado porque su marido había fumado en casa toda su vida.
La enfermedad era agresiva y, al cabo de un mes, Grace había perdido todas sus fuerzas,
se pasaba el día postrada en la cama y solo se levantaba para arrastrarse lentamente hasta
el baño, acompañada y con la ayuda de un andador. Los sueños que durante toda su vida
había esperado vivir ya no se harían realidad. Era demasiado tarde. Esto le provocaba
una continua angustia y la atormentaba.
«¿Por qué no hice simplemente lo que quería? ¿Por qué permití que me dominase?
¿Por qué no tuve la fuerza suficiente?», fueron preguntas que escuché a menudo. Estaba
tan enfadada consigo misma por no haber reunido el valor necesario... Sus hijos me
confirmaron lo dura que había sido su vida y, como yo, sentían compasión por ella.
Me decía: «Nunca dejes que nadie te impida hacer lo que deseas, Bronnie.
Prométeselo a esta mujer moribunda». Se lo prometí y a continuación le conté lo
afortunada que me sentía por haber tenido una madre maravillosa, que me había
inculcado la independencia con su ejemplo.
«Mírame ahora —prosiguió Grace—. Muriéndome. ¡Muriéndome! ¿Cómo es posible
que, después de haber esperado tantos años para ser libre e independiente, ahora sea
demasiado tarde?» Era innegable que se trataba de una situación trágica, que me serviría
de recordatorio constante para vivir a mi manera.
Durante esas primeras semanas pasamos horas enteras conversando en su dormitorio,
salpicado de recuerdos y de fotos de familia. Pero su salud empeoraba muy rápido.
Grace me explicó que no estaba en contra del matrimonio, en absoluto. Pensaba que
podía ser algo hermoso y una gran oportunidad para crecer, si se compartía con la otra
persona. Pero a lo que sí se oponía era a la opinión dominante entre las personas de su
generación, según la cual una debía permanecer casada pasara lo que pasase. Y sin
embargo eso era lo que había hecho ella, renunciando así a su propia felicidad: había
dedicado su vida a su marido, que siempre había dado su amor por descontado.
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Ahora que estaba muriéndose, ya no le importaba lo que la gente opinase de ella, y se
atormentaba pensando por qué no se habría dado cuenta antes. Grace había mantenido
las apariencias y había vivido como los demás esperaban de ella, y solo ahora era
consciente de que la decisión había sido suya y de que era el miedo el que la había
llevado a tomarla. Le ofrecí mi apoyo, e intenté persuadirla de la necesidad de
perdonarse a sí misma, pero no conseguía asumir la realidad de que ya era demasiado
tarde.
Al igual que este, la mayoría de mis trabajos eran con personas con las que pasaba una
larga temporada, y a las que cuidaría hasta su fallecimiento, aunque entremedias hubo a
lo largo de los años otras muchas personas a las que solo vi unas pocas veces,
sustituyendo a sus cuidadoras habituales. Estas palabras de Grace, cargadas de angustia,
desesperación y frustración, se repitieron en boca de muchos otros con los que me fui
encontrando. De todos los remordimientos y las lecciones que me confiaron mientras los
acompañaba junto a sus camas, no haber vivido una vida acorde a como eran fue lo más
habitual. Y también lo que les provocaba una mayor frustración, ya que se daban cuenta
de ello demasiado tarde.
«Tampoco es que quisiese haber vivido una vida de lujo —me explicaba Grace en una
de nuestras muchas conversaciones junto a su cama—. Soy buena persona y no le deseo
el mal a nadie.» Grace era uno de los seres más dulces que he conocido en mi vida,
incapaz de hacerle daño a nadie. Ella era así. «Sí habría querido hacer cosas por mí
misma, pero me faltó valor.»
Ahora ella comprendía que habría sido mejor para todos si hubiese tenido el coraje de
ser consecuente con sus deseos. «Bueno, para todos menos para mi marido —dijo, con
desprecio hacia ella misma—. Yo habría sido más feliz y no habría dejado que esta
desgracia afectara a la familia durante décadas. ¿Por qué se lo permití? ¿Por qué,
Bronnie, por qué?» Mientras la abrazaba, irrumpió en un llanto desconsolado.
Cuando dejó de llorar, me miró con férrea determinación. «Lo digo en serio.
Prométele a esta moribunda que siempre serás consecuente contigo misma, que tendrás
valor para vivir como lo desees, sin que te importe lo que piensen los demás.» Las
cortinas de punto se agitaron suavemente, permitiendo que la luz del día entrase en la
habitación, mientras nos mirábamos con cariño, lucidez y decisión.
«Te lo prometo, Grace. Es lo que intento hacer. Pero te prometo que no dejaré de
hacerlo nunca», le respondí de todo corazón. Cogiéndome de la mano, sonrió al saber
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que al menos la lección que ella había aprendido no sería completamente en vano.
Cuando le expliqué que durante más de una década de mi vida adulta había ocupado
puestos tan poco satisfactorios de administración o de gestión en la banca, empezó a
entenderme mejor y escuchó con gran interés. A mi vuelta del extranjero había pasado
varios años más trabajando en la banca, pero me refería a ellos como mi período de
desenganche en el que conseguí desligarme de ese trabajo.
El primer par de años al acabar la carrera fueron divertidos. Había muchos becarios y
el trabajo era sobre todo un lugar de socialización. Todos los becarios tenían entre
diecisiete y dieciocho años, así que el trabajo consistía en realidad en charlar con los
amigos y en ganar el dinero que gastábamos los fines de semana. Al principio, el trabajo
en sí me resultó muy fácil, y habría podido seguir siendo así si realmente me hubiese
implicado. Pero no sucedió. Después de los primeros años, empecé a sentirme inquieta y
a cuestionarme mi vida, aunque seguí viviendo como se esperaba de mí durante diez
años más, sabiendo durante todo ese tiempo que algo me estaba esperando, pero sin
reunir el valor para ir a buscarlo.
Lo que hizo que siguiese allí fue sobre todo el miedo al ridículo que me harían pasar
algunos de mis familiares si me salía del molde en el que esperaban que encajase. Estaba
viviendo la vida de otra persona y eso nunca iba a funcionar. Pero seguí adelante,
cambiando a menudo de banco, de uniforme y de lugar. Como resultado, acabé
acelerando mi carrera profesional, ya que había trabajado para la mayoría de los bancos
y en más puestos que una persona normal de mi edad. Triunfé sin pretenderlo.
Desesperadamente infeliz, seguí entregando mi semana laboral a un trabajo que no le
aportaba nada a mi alma. En la banca trabaja mucha gente a la que le encanta su trabajo
y yo me alegro por ellos. La banca necesita a gente así. Hoy en día también hay
oportunidades para trabajar en áreas en las que uno puede devolver a la comunidad lo
que ha recibido de ella, siguiendo otros caminos nobles. Pero, como Grace, yo había
estado viviendo la vida que otros esperaban de mí, no la que yo deseaba.
Aunque no podía dar satisfacción a parte de mi familia, y estaba luchando por tratar de
ser la persona que ellos querían que fuera, seguir en un «buen trabajo» me permitiría al
menos quitármelos de encima en ese aspecto de mi vida. Estaba atrapada por el miedo y
por el dolor que sentiría si me exponía a críticas aún mayores de las que ya tenía que
soportar.
Ser la oveja negra de la familia nunca es fácil. Las ovejas negras desempeñan un papel
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especial en la dinámica familiar. Si bien no siempre es agradable. Cuando algunos de los
protagonistas obtienen su poder a base de restringir la fuerza de los demás, es difícil
llevarles la contraria. Pero, como mi trabajo me había permitido ver tantas familias desde
dentro, me di cuenta de que muy pocas de ellas se libraban de tener algún tipo de
conflicto. Todas las familias, sin excepción, tienen sus particularidades. La mía también,
aunque saberlo no me era de gran ayuda por aquel entonces.
Gastar bromas a mis expensas había sido una costumbre familiar desde que tengo
memoria. Yo era la nadadora en una familia de jinetes, la vegetariana en una familia que
criaba ovejas, la nómada en una familia de sedentarios y un largo etcétera. A menudo las
cosas se decían en broma y la persona que lo hacía no era consciente del daño que
provocaba. Pero las bromas tienden a desgastarse cuando una las lleva oyendo durante
décadas. Aunque otras veces, con demasiada frecuencia, se decían cosas crueles a
propósito. Incluso si una tiene la fuerza de mil personas, al cabo de los años termina por
cansarse. Sobre todo cuando te cuesta incluso recordar una época de tu vida en que no te
ridiculizasen, te gritasen, o te dijesen que no valías para nada.
Así que hasta ese momento nunca había disfrutado demasiado de la dinámica familiar.
La manera más fácil de sobrellevarlo por aquel entonces era simplemente vivir la vida
que esperaban de mí, pero a partir de cierto momento empecé a retraerme y a alejarme
de ellos. Ese fue mi mecanismo para afrontar la situación.
En todo el mundo existen artistas incomprendidos. Yo era una artista, aunque todavía
no tenía consciencia de ello. Pero sí sabía que vender seguros a gente que pretendía
únicamente ingresar su nómina no me motivaba en absoluto. La cifra de ventas a final de
mes no tenía absolutamente ninguna importancia para mí. Lo único que me interesaba
era ofrecer a los clientes un servicio amable y adecuado, cosa que se me daba muy bien.
Pero eso no bastaba en el voluble sector financiero. Había que vender, vender y vender.
Pero dicen que hacemos más por evitar el dolor que por obtener placer. Solo cuando el
dolor se vuelve insoportable encontramos el valor para introducir cambios en nuestra
vida. Hasta ese momento, el dolor que sentía en mi interior no hacía más que enconarse
hasta llegar al punto crítico.
Cuando dejé otro de esos «buenos trabajos» para irme a vivir a la isla, se desató la
confusión. «¿Por qué lo habrá hecho? ¿Adónde se va esta vez?» Mientras que yo,
emocionada, pensaba: «¡Voy a vivir en una isla!». Cuanto más lejos me iba, más feliz
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era. Allí mi vida era mía, y era una buena vida. El único contacto que mantuve con el
continente fue con mi madre, mi más firme apoyo y mi querida amiga.
Fue durante esos años en la isla cuando comencé a interesarme por la meditación. Más
adelante, encontré el camino que me ofrecería la oportunidad de conectar con mi propia
bondad como nunca antes lo había hecho. A través de este camino empecé a entender y
a experimentar la compasión, esa fuerza tan hermosa y poderosa.
El dolor que había aceptado de los demás había sido la proyección en mí de su propio
sufrimiento. Quienes son felices no tratan así a los demás. No los juzgan por ser
consecuentes en su vida. En todo caso, lo respetan. Cuando fui consciente del dolor que
arrastrábamos de generaciones anteriores, pude optar por liberarme de él en mi propia
vida. Nunca podría controlar a otra persona, y no tenía intención de hacerlo. La gente
cambia porque quiere y lo hace cuando se siente preparada.
Fue liberador aprender a ver la vida desde la compasión, y aceptar que tal vez nunca
llegaría a tener las relaciones comprensivas y cariñosas por las que alguna vez suspiré.
Me cambió la vida en muchos ámbitos. Al ser consciente del dolor que conllevaba mi
propia sanación, acepté que no todo el mundo tiene el valor de enfrentarse a su pasado,
al menos hasta que se vuelve insoportable.
Hasta cierto punto, la misma dinámica persistió durante varios años más, pero cada
vez me afectaba menos. Necesité tiempo y fortaleza, pero por fin vi que no se trataba de
mí, sino de quienquiera que tratase de criticarme o de juzgarme.
En el budismo se cuenta una historia según la cual un hombre se acercó gritando
enfadado a Buda, que no se inmutó. Cuando le preguntaron qué había hecho para
permanecer sereno e imperturbable, Buda respondió con una pregunta: «Si alguien te trae
un regalo y decides no recibirlo, ¿a quién pertenece entonces el regalo?». Evidentemente,
a quien iba a ofrecerlo. Lo mismo sucedía con las palabras que injustamente vertían a
veces sobre mí. Dejé de enfrentarme a ellos y empecé a sentir compasión. A fin de
cuentas, esas palabras no provenían de un estado de felicidad.
Pero lo más importante que he aprendido en la vida, lo más importante sin ninguna
duda, es que la compasión empieza por uno mismo. Sentir compasión por los demás me
permitió que la sanación empezase y prosiguiese, de alguna manera me permitió quitarme
de en medio cuando mis antiguos hábitos de conducta aún ejercían fuerza sobre mí. Era
capaz de reconocer el sufrimiento y de asumir que no tenía nada que ver conmigo. Era el
dolor de la otra persona el que brotaba y rebosaba. Esto no solo se aplicaba a mis
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relaciones familiares, por supuesto. Era importante para todas las relaciones: personales,
públicas y profesionales. Todos sufrimos en algún momento. Todos, sin excepción,
sentimos dolor.
Pero aprender a sentir compasión por mí misma fue mucho más difícil y, aunque
entonces no lo sabía, iba a tardar años en lograrlo. Somos demasiado duros con nosotros
mismos, injustamente. Aprender a quererme y aceptar que yo también había sufrido
mucho implicó un cambio muy difícil para mí. Sin duda, resultaba más fácil escuchar
opiniones injustas de los demás sobre mí misma y hacerles frente, porque ya estaba muy
acostumbrada. Puede que no me hubiese traído la felicidad, pero aprender a ser amable y
a sentir compasión por mí misma por encima de todo era sin duda un proceso para el que
aún tenía que madurar. Al menos, la sanación había comenzado.
Con la renovada intención de quererme, respetarme y ser más comprensiva conmigo
misma, la vieja dinámica familiar empezó a perder fuerza. Reuní fuerzas para responder
y por fin conseguí hacerme oír en lugar de encerrarme en mí misma. Sin duda, lo que
expresaba ahora era mi propio dolor, que tenía poco que ver con las personas a las que
me dirigía. Cada uno interpretamos a nuestra manera las cosas que nos pasan. Eso fue lo
que me sucedió con la expresión y la liberación de mi sufrimiento. Necesité mucho valor
para romper con comportamientos que se habían perpetuado durante décadas, pero lo
encontré en el dolor, pues ya no tenía nada más que perder. El dolor del silencio me era
insoportable.
Pero, a fin de cuentas, lo único que alimenta realmente el dolor que sentimos cada uno
de nosotros es el deseo de que los demás nos quieran, nos acepten y nos comprendan.
De modo que la compasión es la única salida, la compasión y la paciencia. A pesar de
todo, el amor, bajo el más frágil de sus disfraces, aún existe entre nosotros.
Era como si, una y otra vez, me hubiese dejado llevar por la corriente del mismo río y,
cada vez, me topase con la misma piedra enorme que bloqueaba mi flujo natural.
Siempre estaba ahí. Pero un día tomé conciencia de que era posible que siempre fuese a
estar ahí. Así que, en lugar de enfrentarme a esa misma piedra, ese mismo bloqueo, una
vez tras otra, decidí nadar hacia otro lugar, un lugar que me permitiría seguir avanzando
de manera libre y natural. No había necesidad de chocar incesantemente con ese
obstáculo que entorpecía mi progreso natural y era fuente inevitable de bloqueo y dolor.
Había llegado el momento de hacer las cosas de otra manera, de elegir otro camino, de
levantar la voz y decir: «basta». No estaba dispuesta a seguir tolerando las viejas
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costumbres. Aunque acabase estando más sola, al menos me daría paz, lo cual el otro
camino no podía ofrecerme.
Cuando empecé a hablar, las cosas comenzaron a cambiar en mi interior. Creció mi
autoestima y me vi más capaz de expresar lo que sentía. Por fin había sembrado semillas
nuevas y más sanas. Aún no sabía qué hacer para que creciesen, pero al menos ya
estaban plantadas. Era el momento de empezar a vivir, pasito a pasito, como la persona
que quería ser.
Cuando le conté todo esto a Grace, nos hicimos amigas de forma natural. Me dio la
razón en que todas las familias tienen sus cosas. Me dijo que no conocía ninguna que no
tuviese sus propias complicaciones, pero que es en ese núcleo donde la mayoría de la
gente tiene las mayores oportunidades de aprender. Comentamos cómo la única manera
de experimentar el amor es aceptar a las personas tal y como son, sin depositar en ellas
ninguna expectativa. Pese a que es mucho más fácil decirlo que hacerlo, esa es la manera
más compasiva de proceder.
Grace me contó muchas historias, en las que reflexionaba sobre su vida, me hablaba
de cuando sus hijos eran pequeños, o de cuánto había cambiado el barrio, y volvía a
menudo al remordimiento que sentía al saber que iba a morir. Deseaba haber tenido el
valor de llevar una vida más acorde con su propio corazón, y no la que otros esperaban
de ella. Cuando el tiempo que nos queda está contado, no se pierde mucho siendo
sincero. Todas nuestra charlas se centraban en el núcleo de las cosas. Nada de cháchara;
todos los asuntos que tratamos eran profundamente personales. Abrirme a Grace de esa
manera me resultó inesperadamente reparador, y tener a alguien que la escuchase
también le ayudó a ella a cerrar heridas.
Asimismo acabamos hablando del momento de mi vida en el que me encontraba, de
mis intenciones musicales, y de cómo había empezado a escribir y a interpretar
canciones. Mientras tomábamos el té, Grace me insistió para que llevase mi guitarra al
trabajo al día siguiente y tocase algo para ella, lo cual fue para mí un absoluto placer.
Con el corazón feliz, canté para Grace mientras ella sonreía y tarareaba, sentada sobre la
cama. Recibió cada canción que le entoné como si fuese la mejor del mundo. Su familia
también se acercó a escuchar algunas con la misma amabilidad y apoyo. A Grace le
encantó una canción en concreto, porque siempre había querido viajar. Se titulaba
«Beneath Australian Skies» (Bajo el cielo australiano).
Desde ese día, cada cierto tiempo me pedía que cantase para ella. No hacía falta la
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guitarra, me había dicho, así que me sentaba en su dormitorio y le cantaba a esta
encantadora y diminuta señora, mientras ella cerraba los ojos sonriendo, absorbiendo
cada una de mis letras. Me pedía una canción tras otra, y yo nunca me cansé de cantar
para ella.
La salud de Grace empeoraba cada día. Iba menguando aún más. Los viejos amigos
venían a despedirse. Sus parientes se sentaban junto a su cama y charlaban mientras
contenían las lágrimas. Su familia era gente pragmática y se sentían muy involucrados en
la vida de Grace y venían a verla a menudo. Eso me gustaba. También me atraía su
amabilidad. Pero cuando se iban y nos quedábamos de nuevo a solas Grace y yo, ella
volvía a pedirme alguna canción. Fueron momentos muy especiales.
Ya no podía caminar bien y, aunque había aceptado utilizar una silla con orinal, se
negaba a usarla cuando tenía que hacer de vientre. Quería utilizar el retrete, para que yo
no tuviera que limpiar el orinal. No hubo manera de que cambiase de opinión, por mucho
que intenté convencerla de que a mí no me importaba hacerlo. Así que tardábamos una
eternidad en llegar hasta el baño, que por suerte se encontraba justo al lado del
dormitorio. Estaba muy débil. Cuando había terminado y se había limpiado, yo la
ayudaba a levantarse y después le subía las bragas. Para que mantuviese el equilibrio
mientras tanto, el movimiento tenía que ser muy rápido.
Cuando iniciábamos nuestro camino de vuelta al dormitorio, Grace apoyándose en su
andador y yo siguiéndola, sosteniéndola por las caderas, me di cuenta de que, con las
prisas, le había metido un poquito del camisón por dentro de la parte trasera de su ropa
interior. Iba sonriéndole a esta diminuta y adorable mujer en sus últimos días mientras se
tambaleaba hacia la cama, cuando de pronto sentí que me sobrecogía la emoción al
escuchar que empezaba a cantar «Beneath Australian Skies». La letra no era
exactamente la misma, pero eso hacía que el instante fuese aún más entrañable.
Supe entonces que había alcanzado la cúspide de mi carrera musical. Nada de lo que
pudiese suceder después superaría la alegría que experimenté entonces. No me habría
importado no volver a escribir una canción nunca más. Haber dado tanto placer, gracias a
mi música, a una persona tan querida, y que me lo devolviese cantando mi canción en
sus días finales, me abrió el corazón más de lo que podría haber imaginado que la música
fuese capaz de hacer.
Al llegar al trabajo un par de días más tarde, resultaba evidente que ese sería el último
para Grace. Al explicarle que iba a llamar a su familia, me indicó con la cabeza que no lo
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hiciera. Débil y agotada, trató de levantarse para abrazarme. Para evitar que sus
pequeños brazos hiciesen el esfuerzo, me tumbé en la cama y la abracé yo entre los
míos. Eso le gustó, y permanecimos así un rato, hablando en voz baja mientras sus
dedos acariciaban mi brazo. Al preguntarle por qué no quería que viniese su familia, dijo
que no deseaba hacerles más daño. Los quería demasiado.
Pero necesitaban despedirse de ella, le dije, y negarles la ocasión de hacerlo podría
provocarles no solo dolor sino un sentimiento de culpa con el que tendrían que vivir.
Grace comprendió lo que le decía y accedió, porque no quería que se sintiesen culpables
por no estar presentes. Así que hice las llamadas y la familia llegó enseguida. Pero antes,
agotada como estaba me dijo: «Bronnie, recuerdas tu promesa, ¿verdad?».
Asintiendo con ojos llorosos, le dije que sí.
«Vive de acuerdo con tu corazón. Nunca hagas caso a lo que piensen los demás.
Prométemelo, Bronnie.» Su voz era ahora un suspiro apenas audible. «Te lo prometo,
Grace», le dije dulcemente.
Apretando mi mano, se quedó dormida, y solo volvió en sí durante breves instantes
para ver a su querida familia, que permaneció junto a su cama hasta el final. Pocas horas
después, Grace nos abandonó. Su hora había llegado. Luego, sentada tranquilamente en
la cocina, la promesa aún resonaba en mis oídos. Pero no solo se la había hecho a Grace,
sino que me la hice también a mí misma.
Meses más tarde, sobre el escenario durante el lanzamiento de mi disco, le dediqué a
ella esa canción. Su familia estaba entre el público. Los focos me impedían percibir la
mayoría de las caras, pero no necesitaba verlos. Podía sentir el amor que estaban
compartiendo al recordar a esa pequeña y entrañable mujer que no había vivido como
quería, pero que sí me había inspirado a mí para hacerlo.
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Productos de nuestro entorno
Anthony no llegaba a los cuarenta cuando nos conocimos, un sábado por la tarde. Tenía
el cabello rizado, de color castaño claro, y, a pesar de su enfermedad, aire de travieso.
Para mí supuso un gran cambio cuidar a alguien joven. Enseguida nos hicimos amigos y,
no obstante las circunstancias, desde el principio disfrutamos de un toque de humor.
Anthony, que tenía un hermano y cuatro hermanas, todos menores que él, y cuya
familia era muy conocida en el mundo empresarial, había vivido una vida llena de
comodidades. Había tenido todo lo que había querido y había sacado buen provecho de
ello cuando era más joven. Pero, al mismo tiempo, el éxito económico de su familia
hacía que recayese sobre sus hombros una gran responsabilidad. Esta presión se había
vuelto en su contra y, a pesar de su inteligencia y de las oportunidades de las que había
disfrutado, tenía la autoestima por los suelos. Lo disimulaba con gran habilidad tras su
sentido del humor y sus travesuras. Anthony no podía ser lo que la familia esperaba de
su primogénito, lo cual le generaba mucha presión.
Pasó sus años jóvenes conduciendo coches deportivos, perseguido por la policía,
contratando los servicios de las chicas de compañía más caras y haciendo estragos en las
vidas de todos los que se cruzaban en su camino. Era terreno conocido para los jóvenes
procedentes de los barrios ricos. Algunas de las cosas a las que el joven Anthony había
dedicado su tiempo tenían poco de edificantes. Pero, debido a su baja autoestima,
también había llevado una vida de excesos, llegando incluso a ponerla en peligro más de
una vez. En una ocasión acabó en el hospital, con los órganos y miembros dañados,
corriendo el riesgo de acabar con su salud definitivamente y de perder la libertad que
aquella hace posible.
Los médicos hacían lo que podían para devolverle su libertad, pero las perspectivas no
eran nada halagüeñas. Sin embargo, Anthony estaba bastante resignado. Consciente de
que era probable que se hubiese provocado un daño irreparable, pidió a los médicos que
lo operasen enseguida, para salir de dudas cuanto antes. Le realizaron un par de
operaciones. Los calmantes hicieron que pasase una semana durmiendo, durante la cual
yo permanecí junto a su cama en la habitación del hospital. Después, solo quedaba
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esperar y ver cuál era su evolución, que, con suerte, conduciría a una progresiva
recuperación.
Cogimos la costumbre de que yo leyese para él. Todo empezó una tarde cuando me
preguntó qué estaba leyendo. Después de la temporada que había pasado en Oriente
Próximo, tenía ganas de volver. El libro que estaba leyendo era un mirada inteligente e
imparcial sobre la historia y la forma de vida de la región. Aunque era consciente de que
la mujer vivía subyugada en varios de esos países, y de los actos que algunos extremistas
de estas naciones cometían en nombre de la religión (los extremistas de cualquier religión
siempre olvidan las enseñanzas de bondad que son comunes a todas ellas), también había
podido ver una faceta de esta cultura que desgraciadamente nunca aparece en los medios
de comunicación.
Esas gentes afectuosas le daban gran importancia a la familia y eran de los anfitriones
más hospitalarios que yo había conocido. Me habían abierto sus hermosos corazones y
me habían acogido sin dudarlo. Lo mismo sucedió con las personas de esa región a las
que conocí más tarde en Australia. En Occidente hemos perdido buena parte de la
conexión familiar, en particular en lo que se refiere a nuestros mayores. Pude
comprobarlo personalmente al ver lo solas que estaban muchas de las personas a las que
cuidé cuando hice algún que otro turno en residencias de mayores.
Me fascinan las demás culturas y las maneras tan diferentes que tenemos de vivir. Y lo
mismo sucede con las delicias culinarias que se pueden descubrir en otros países. Pero,
por otra parte, en muchos sentidos somos todos muy parecidos. El racismo es algo que
nunca entenderé. Somos casi todos iguales, porque lo que buscamos es ser felices. Y, a
cierto nivel, todos tenemos corazones capaces de sufrir.
Anthony tenía interés en que le contase más cosas sobre lo que estaba aprendiendo,
así que, después de prepararnos una tetera de una infusión cuyo aroma flotaba
dulcemente en la habitación, le puse al día de lo que llevaba leído del libro. Y seguí
leyendo, pero ahora en voz alta. Cada día pasábamos así una o dos horas. Se convirtió
en un momento de disfrute para ambos. Durante varias semanas, pude introducirle en los
libros que de otra manera nunca habría conocido. Le ofrecí un abanico de temas, pero él
siempre me decía que cualquier cosa que le leyese le haría feliz.
Así que también le introduje en los clásicos espirituales y compartimos libros sobre la
vida, sobre filosofía y sobre cómo tener ideas propias. La discusión surgía de manera
natural mientras yo atendía sus necesidades: levantar un brazo que no podía mover, el
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otro escayolado, curarle una llaga en su pierna inmóvil u otras tareas relacionadas con su
higiene personal.
Pero, finalmente, las lesiones que habían resultado de sus acciones hicieron que el
éxito de las operaciones no fuese completo. Le arreglaron algunas cosas, pero otras
partes sufrieron daños irreparables. Así que no pudo irse a casa, ya que a partir de ese
momento su vida iba a requerir asistencia y cuidados personales permanentes. Se decidió
entonces que entrase en una residencia, una de las mejores de la ciudad, al menos si
teníamos en cuenta la publicidad que llevaban a cabo y los altos precios del lugar.
Anthony era entonces un joven encerrado entre cuatro paredes de colores apagados y
rodeado de personas ancianas y moribundas. El ambiente resultaba espantoso y me
entraron ganas de pintar las paredes de colores más vivos. Pero, al principio, estaba
contento. Le daba tranquilidad saber que la presión de su familia había desaparecido, ya
que sabían que necesitaba cuidados. Además, eso le permitió alegrarles la vida a los
ancianos de la residencia, que estaban encantados con él. Sin embargo, con el tiempo fue
apagándose y la ausencia de estímulos externos hizo que su inteligencia se atrofiase por
falta de uso. Empezó a convertirse en un producto de su entorno.
En realidad, todos somos criaturas bastante maleables y dúctiles. Aunque tenemos la
posibilidad de pensar por nosotros mismos y disponemos del libre albedrío para vivir
siguiendo los dictados de nuestro corazón, el entorno ejerce un enorme efecto sobre cada
uno de nosotros, sobre todo hasta que empezamos a ser más conscientes de las
decisiones vitales que tomamos.
Otro ejemplo de la influencia que ejerce el entorno puede apreciarse en cómo personas
sensatas y que eran felices se ven atrapadas en el deseo constante de poseer cada vez
más después de conseguir un ascenso en su trabajo. El afán por estar a la altura de sus
nuevos amigos, pertenecientes a su recién adquirido nivel de ingresos, hace que a
menudo esas personas cambien para adaptarse a su entorno. Por ejemplo, la zona en la
que hasta entonces vivían felizmente ya no les parece suficientemente buena, así que se
mudan a un lugar más apropiado. Puede que esto a veces sea fuente de felicidad, pero no
siempre es así.
Mucha gente proveniente de pueblos también se adapta a la vida urbana y se dejan
influir por las modas de la ciudad y por estilos de vida más ajetreados. No es que en las
zonas rurales uno no esté sujeto a las modas, pues también las hay, se trata de la
influencia que ejercen sobre nosotros las personas que viven a nuestro alrededor. Hay
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gente que crece en la ciudad y que después se adapta a la vida de pueblo y consigue
ralentizar su ritmo de vida, deja de prestar atención a las etiquetas y encuentra la
felicidad en unos pantalones vaqueros y unas botas de lluvia con las que recorrer su
finca. Estemos donde estemos, si pasamos el tiempo suficiente en un mismo lugar, el
entorno ejercerá una enorme influencia sobre nosotros.
A mis veintitantos años, yo me lo estaba pasando muy bien. El principio de esa década
había sido muy duro. A los diecinueve años, estaba comprometida para casarme y tenía
toda la vida ya montada, hipoteca incluida. Era una relación bastante malsana, pero de
alguna manera conseguí sobrevivir a esa época aunque, cuando lo pienso, no sé cómo lo
hice. Un exceso de abusos psicológicos, juegos mentales y la exposición a los diversos
estados de ira de mi pareja hicieron que mi autoestima disminuyese continuamente.
La situación se hizo insostenible cuando conseguí un nuevo trabajo (en un banco,
como era de esperar). El equipo de personas con las que trabajaba era fantástico y me
sorprendió volver a verme disfrutando de la vida. Tener un trabajo estable me permitió
soñar con una vida alejada de mi situación actual, y me fui de casa. Al poco tiempo, pedí
el traslado a un puesto en la costa norte, para empezar desde cero.
Enseguida, di rienda suelta a los bailes y a la frivolidad, que pasaron a constituir una
parte feliz y desenfadada de mi vida. A mi alrededor había también mucha droga, pero
entonces ya sabía que beber no era lo mío y, aunque aún no había llegado el momento
en que decidiría dejar el alcohol para siempre, la bebida no era muy importante en mi
vida. Pero tenía acceso a muchas otras sustancias y en menos de un año experimenté
con casi todas ellas. Era la época anterior a las drogas sintéticas como el hielo, un tipo de
metanfetamina, y otras cuyo nombre vulgar ya ni siquiera recuerdo. En mi círculo de
amigos era habitual el consumo de marihuana cultivada en casa y, cuando alguien me
ofreció probar el opio, lo hice.
Sentía que estaba en un espacio donde podía probar cosas nuevas, pero tuve la
suficiente cabeza para no experimentar más que una vez con la mayoría de ellas, aunque,
gracias a Dios, hice una excepción con la heroína, que nunca probé. Por suerte, tan solo
tomé una vez opio, setas alucinógenas, LSD y cocaína, todas durante ese período de
doce meses, pero no he vuelto a probarlas desde entonces. Creo que sentía en mi interior
la necesidad de cierto descontrol, tras la represión que había vivido en mi infancia y en
mi relación anterior. Pero después de todo esto, a un nivel subconsciente, se encontraba
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una falta total de autoestima, algo que formaba parte de mí y que aún entonces seguía
alimentando.
Pero esa vida de excesiva indulgencia con las drogas no era para mí. Lo supe
inmediatamente y, aunque disfruté probando algunas sustancias, me dije que era más por
un deseo de experimentar que por una necesidad de evadirme. Conscientemente, no
tardé en darme cuenta de que prefería una vida más sana. En mi inconsciente, sin
embargo, aún me quedaba mucho por reparar tras haber permitido durante décadas que
las opiniones de los demás controlasen mi propio sistema de creencias. Mi felicidad
seguía dependiendo demasiado de fuerzas externas.
Unos pocos años más tarde, después de mi estancia en la isla, estaba viviendo en
Inglaterra, sirviendo cervezas en un bar de pueblo. Se consumía mucho speed. Tras
tomar un par de rayas, los lugareños entraban en el bar con las pupilas totalmente
dilatadas y se pasaban toda la noche rechinando los dientes. Sus rutinas diarias eran
exactamente las mismas año tras año, así que, cuando alguien conseguía speed, alteraba
su realidad lo suficiente para permitirle contemplarla desde otro punto de vista. Solo
intentaban escapar al aburrimiento, y verlos al día siguiente, con la melancolía y el
agotamiento que llegaban después, hacía que me preguntase si merecería la pena.
En contadas ocasiones, mi compañero y yo decidimos participar, pero tardamos poco
tiempo en darnos cuenta de que no era lo nuestro. La resaca del speed era terrible, y
luego me arrepentía de haberle hecho eso a mi cuerpo. Pero, aun así, un mes después
me vi en un momento de cambio vital, influenciada una vez más por mi entorno y por mi
falta de voluntad y de decisión consciente de vivir una vida mejor.
Dean trabajaba todo el fin de semana, así que, con un grupo de gente del pueblo, tomé
un tren para pasar la noche en Londres. Aunque me acercaba a los treinta, nunca había
estado en una fiesta rave, sencillamente porque ese no era mi tipo de música. Pero en
lugar de quedarme sola en casa, los chicos me convencieron para que fuese con ellos,
prometiéndome que sería la mejor noche de mi vida. Todos eran amiguetes míos, así que
me animé.
Una experiencia anterior con el éxtasis, la única vez que lo había probado, había
estado bien. Había pasado una noche absurda y había sobrevivido a la resaca, que desde
luego no fue agradable. Pasé días con el estómago muy revuelto y con la energía
increíblemente baja. Pero con esto había tenido suficiente, así que había declinado todas
las proposiciones posteriores. También hizo que sintiera repugnancia hacia mí misma, lo
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cual no mejoraba las cosas. Ya me bastaba yo solita. Aun así, ahí estaba yo, en el tren
camino de Londres con ocho tíos que trataban de convencerme para que me tomase una
pastilla de éxtasis.
Los habituales de la vida nocturna de la ciudad se tomaban varias cada semana, ¿qué
problema había en que yo me tomase solo una? No los culpo, en absoluto. A ellos les
gustaba el éxtasis y solo intentaban compartirlo conmigo. En última instancia, la decisión
final fue mía, fui yo quien dejó que la pastilla se deslizase por mi garganta, justo cuando
el tren llegaba a la estación Victoria. Era pleno invierno y hacía muchísimo frío en la
calle, como suele suceder en Londres en esa época del año.
En cuanto entramos en el club, la música me pareció espantosa y deseé que la noche
acabase cuanto antes. Lo mío siempre iba a ser la música acústica, mucho más que
cualquier cosa digital, aunque cada una tiene su momento. De los altavoces salía música
tecno a todo trapo. Conscientemente, tomé la decisión de dejar de juzgar la situación y
aceptar que iba a estar allí hasta el amanecer. Me relajé y salté a la pista de baile con los
chicos. Ellos estaban disfrutando desde el instante inicial, mientras que yo solo conseguía
soportarlo.
Entonces la pastilla hizo efecto con toda su intensidad y supe que tenía que salir de la
multitud. Empecé a sudar. Cada encontronazo con cualquier cuerpo en la pista de baile
hacía que aumentase mi sensación de claustrofobia. Fui dando tumbos buscando algo de
espacio libre. Los bajos hacían que vibrase el suelo y con él mi cuerpo entero. Las caras
de los chicos que bailaban a mi alrededor se difuminaron. Estaba perdiendo rápidamente
el control y tenía que llegar a un lugar seguro.
El ruido, los rostros sonrientes y las luces me llegaban cada vez más distorsionados
mientras trataba desesperadamente de alcanzar los baños de mujeres. Por mucho que
quisiese, no podía pasar toda la noche en uno de los cubículos, así que, tras barajar esta
posibilidad durante un rato, sentada allí, cedí a regañadientes ese espacio privado cuando
unas chicas empezaron a aporrear la puerta para ver si había alguien dentro.
Hacía demasiado frío para salir del club, y el primer tren de vuelta a casa no salía
hasta las seis de la mañana. El ruido de los baños de señoras y las risas de la gente que
iba y venía hizo que me envolviese una sensación de aturdimiento. Entonces avisté el
alféizar de la ventana. Mi salvación, me dije. Me subí al lavabo y conseguí alzarme hasta
el alféizar, que tenía anchura suficiente para sentarme sin riesgo de resbalar.
Deslizándome, encontré un pequeño rincón apartado, sobre los lavabos del baño de
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señoras. El ajetreo y el caos quedaron abajo. Pude apoyar la espalda y la cabeza contra
la ventana y tratar de encontrar algo de tranquilidad.
No había dejado de sudar. La ventana helada sobre la que me recosté me proporcionó
el alivio que tanto necesitaba. Ahora estaba en mi mundo y probablemente podría
manejar mejor la situación. Mi pobre corazón latía mucho más rápido de lo que es
normal para un corazón humano; recé para que superase esa noche. No se calmó, pero
tampoco se me pasó por la cabeza pedir ayuda médica. Puede que fuese el miedo
inconsciente por haber tomado drogas ilegales, no lo sé. Pero sentía que lo que más falta
me hacía era seguir sentada con la espalda apoyada en esa ventana helada.
«¿Estás bien, cariño?», me preguntó una chica inglesa, tirando del dobladillo de mis
vaqueros, que quedaba a la altura de su cabeza.
Apenas la oí y seguí sentada con la boca abierta, con la cabeza echada hacia atrás y
mirando al techo. Era incapaz de responder. Mi corazón estaba desbocado y no podía ni
moverme.
«¿Cariño, estás bien?», insistió. Con un gran esfuerzo, conseguí bajar la cabeza y
hacer un gesto de asentimiento.
«¿Tienes agua?», preguntó. Cuando me encogí de hombros, ella desapareció y volvió
con una botella de agua para mí. «Bebe», me dijo. Agradecida, vi después cómo
rellenaba la botella con agua del grifo.
«Gracias», logré decir con una sonrisa. La conversación me sentaba bien, por mucho
que me costase hablar. Me obligaba a concentrarme, en lugar de perderme en el viaje en
el que estaban inmersos mi mente y mi cuerpo. Conseguimos charlar un rato. Era un
cielo.
Pasé toda la noche en el alféizar, incapaz de moverme, con el corazón aún latiendo
con fuerza en mi pecho y el helado aire nocturno a mi espalda compensando el exceso de
calor de mi cuerpo. Esa mujer encantadora volvió cada cierto tiempo para ver cómo me
encontraba, rellenar mi botella de agua y darme conversación. A día de hoy sigo sin saber
quién era, pero no quiero ni imaginarme qué habría sido de mí sin ella.
Una media hora antes de que cerraran el club, me ayudó a bajar. Seguía
completamente ida y no me encontraba nada bien, pero ahora al menos podía hablar con
más claridad. Nos sonreímos y charlamos un poco. Aunque tratamos de quitarle
importancia, ambas sabíamos que lo que había vivido era algo serio y le di las gracias con
un abrazo. Me llevó hasta donde estaban los chicos. Llevaban media noche buscándome
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y sintieron un gran alivio al verme aparecer. «No le quitéis la vista de encima», les dijo
ella mientras hacía que uno de ellos me cogiese de la mano; luego se despidió con un
beso y una sonrisa.
En el tren de vuelta, los chicos no dejaron de reír y de hablar de lo fantástica que
había sido la noche, de cuánto deseaban que no hubiese acabado y que el efecto de las
drogas no se hubiese pasado. Yo apoyé la cabeza contra la ventana y me hice la dormida,
aunque sabía que aún pasaría un tiempo hasta que pudiese dormirme de verdad. Mi
corazón seguía latiendo con fuerza y lo único que tenía en la cabeza era el deseo de que
todo acabase cuanto antes.
Desde entonces, puse fin a los días de poner a prueba mi querido cuerpo con
productos tóxicos. Pasé dos días enteros durmiendo y me desperté como nueva,
agradecida por la enorme lección que había recibido. Tumbada en la cama, mirando al
techo, agotada por el trajín al que había sometido mi cuerpo, mi mayor alivio fue saber
que había sobrevivido. Había llegado el momento de tratarme a mí misma con más
respeto y de preservar el don de la salud que había recibido.
Varios años más tarde, me ofrecieron una pastilla de éxtasis en uno de mis conciertos,
y la rechacé educadamente sin dudarlo. Para entonces era algo completamente ajeno a
mi mundo. Me di cuenta de que, de nuevo, me había convertido en un producto de mi
entorno. Pero, por suerte, este había cambiado. Mi modo de vida era ahora saludable.
Los ratos que pasaba con mis amigos estaban acompañados de comida sana, bebíamos té
sentados alrededor de una hoguera, dábamos largos paseos y nos bañábamos en los ríos.
Era un entorno en el que encajaba mucho mejor. No tenía ningún inconveniente en
pertenecer a ese ambiente y estar bajo su influencia.
Sin embargo, Anthony se había convertido en un producto de su entorno en el peor
sentido posible. Durante mis visitas a la residencia el primer año, le gustaba conversar
sobre asuntos de actualidad que oía en la radio o en la televisión. Era sagaz y siempre
ofrecía una opinión inteligente o soltaba un comentario sarcástico. También me animaba
a que le contase historias de mi vida y me escuchaba con verdadero interés.
Pero con el tiempo su luz se fue apagando hasta el extremo de que incluso se resistía a
que lo sacase al exterior. Antes habíamos pasado ratos deliciosos empapándonos de sol y
hablando con los transeúntes. A veces simplemente nos quedábamos sentados en el
jardín de la residencia, observando a los pájaros y poniéndonos al día. En todo caso,
fueron momentos divertidos con muchas risas y conversación.
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Si alguno de sus amigos o familiares le sugería que aprendiese algo nuevo para mejorar
su calidad de vida, simplemente dejaba de escuchar. «No veo por qué habría de hacerlo
—me decía una y otra vez—. Las cosas están bien así. Acepto lo que me ha tocado en la
vida.» Anthony pensaba que se merecía lo que le había ocurrido, por el daño que había
hecho a los demás en el pasado.
«Ya has saldado tus deudas, Anthony —le decía yo—. Has aprendido la lección y eso
es lo importante.» Pero él no se perdonaba. Y tampoco tenía ningún interés en construir
una vida mejor. Se había adaptado al ritmo tranquilo y a las costumbres de la residencia
y no tenía ninguna intención de volver a llevar una vida normal en sociedad. En cierto
sentido, sus minusvalías le proporcionaban una coartada; ya no tenía que esforzarse, a
pesar de que había gente en otros lugares con diversas minusvalías que llevaban vidas
plenas. Pero lo que escondían todas estas excusas era su incapacidad para asumir un
posible fracaso. Cuando yo se lo preguntaba, admitía que ya no tenía el valor suficiente
para intentarlo. Si no lo hacía, no podría fracasar. No lo quedaba ni una pizca de
motivación y, mientras los días se sucedían, Anthony había optado por vivir su vida
adormilado.
Durante otro año más, seguí haciéndole visitas cada cierto tiempo, a pesar de lo
opresivo que era su entorno. Pero cuando las amistades no están equilibradas son
agotadoras para cualquiera, y la nuestra mostraba un desequilibro cada vez más
acentuado. Anthony había perdido la motivación para llamar a nadie por teléfono,
tampoco a mí, como antes hacía entre mis visitas. Cuando iba a verle, nuestras
conversaciones se centraban en el funcionamiento de sus intestinos y en lo maleducado
que era el personal de la residencia. Además, resultaba imposible no darse cuenta de
cómo descuidaba su aspecto.
Anthony había envejecido antes de tiempo y, aunque seguía siendo treinta años más
joven que el resto de los internos, ahora encajaba perfectamente allí. Era un producto de
su entorno. Ver cómo languidecía la vida de ese hombre encantador me hizo pensar de
nuevo en lo importante que es tener valor para vivir la vida que tu corazón anhela. Por
desgracia, su vida era un ejemplo de lo que yo no deseaba para mí.
Unos años más tarde, su hermano menor me llamó para decirme que Anthony había
fallecido. Hasta entonces, su vida no había cambiado en absoluto, había seguido
negándose a salir de la residencia, ni siquiera para acudir a reuniones familiares. Su
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hermano me contó que Anthony decía que no le interesaban. No puedo dejar de pensar
en cuáles habrían sido sus últimos pensamientos, al echar la vista atrás sobre su vida.
El impacto que me produjo el fracaso de Anthony me sirvió de acicate. Cuando
decidió no esforzarse más para cambiar de vida, Anthony dejó de concederse a sí mismo
una oportunidad para mejorar o evolucionar. El fracaso nada tenía que ver con si había
tenido éxito o no en lo que fuese que hubiese intentado; su mayor fracaso era que se
había convertido en un producto de su entorno, carente de todo deseo de ponerse a
prueba y mejorar así su vida. Es muy triste ver cómo una persona buena e inteligente
desperdicia de esa manera los dones naturales con los que ha nacido.
Si todos nosotros íbamos a acabar siendo productos de nuestro entorno, lo mejor que
yo podía hacer de ahí en adelante era elegir los entornos apropiados, que encajasen con
la dirección en la que yo quería encaminar mi vida. Iba a necesitar valor para vivir como
yo quería, pero el haber tomado conciencia de los efectos potenciales que el entorno
podía tener sobre mí haría que el camino fuese más fácil.
Así fue como, con las ideas más claras y con renovado coraje, tomé una mayor
conciencia de la vida que estaba construyendo y de la fuerza que radica en la libertad de
elegir.
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Trampas
No todas las relaciones que establecí con las personas que cuidaba empezaron de manera
positiva. Aunque la mayor parte de mi trabajo estaba relacionado con personas a punto
de morir, a veces los clientes necesitaban atención debido a enfermedades mentales.
Como yo había tenido un efecto positivo y tranquilizador sobre varios otros enfermos de
breve duración, me empezaron a encomendar casos más difíciles. Ninguna experiencia
en la vida es inútil. Mi pasado había hecho que tuviese contacto con una buena cantidad
de comportamientos irracionales, y parecía que eso ahora me serviría para tratar con
personas difíciles.
La mayor parte del tiempo los clientes complicados no me perturbaban demasiado.
Digo la mayor parte porque no siempre era así. A veces, mi personalidad tranquila era
incapaz de calmar a esa persona, por mucho que lo intentase. Al llegar a una grandiosa
mansión, sin duda una de las mejores de la ciudad, me volvían a la mente las
advertencias que me habían hecho sobre la señora. Florence, así se llamaba, se resistía
ferozmente a aceptar que necesitaba atención e insistía en que no le hacía ninguna falta.
Esto no era nada nuevo. Muchas personas mayores se muestran reticentes a aceptar que
ya no son tan independientes como antes. No siempre les resulta fácil asumir que ese
momento ha llegado.
Pero yo no estaba preparada para la loca que me persiguió por el camino de entrada,
escoba en mano y gritando a pleno pulmón. Hacía una eternidad que no se peinaba el
pelo, tenía las uñas sucias de tierra, o quizá algo peor y, aunque llevaba solo una
zapatilla, la situación tenía muy poco que ver con el cuento de Cenicienta. Para colmo,
parecía que no se había cambiado de vestido en un año.
«¡Fuera, fuera de mi casa! —gritó—. ¡O te mato. Fuera de mi casa. Eres igual que los
demás. Fuera de aquí o te mato!»
La escoba me pasó rozando.
Puedo aceptar muchas cosas, pero no soy tonta. Ni una mártir. Intenté aplacar a
Florence durante un instante, pero mis palabras caían en oídos sordos y sus amenazas de
romper el parabrisas de mi coche con su escoba fueron suficientemente convincentes.
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«Vale, vale —le dije—. Me voy, Florence. No pasa nada.» Tenía un aspecto salvaje e
indómito, erguida en un extremo del camino, defendiendo su territorio con la escoba
firmemente agarrada.
Al alejarme en el coche, esa imagen permaneció en mi espejo retrovisor hasta que la
perdí completamente de vista. Ni se inmutó. Aunque para alguien ajeno a la situación
esta podría haber resultado graciosa, mi corazón no podía evitar sentir lástima por ella.
Me preguntaba cómo habría sido en otro tiempo y qué sería lo que había provocado ese
estado.
Encontré las respuestas un mes más tarde, cuando me llevaron de nuevo al mismo
lugar. Entretanto, habían tenido que reducirla por la fuerza para sedarla. Me daba mucha
lástima imaginar la escena, el miedo que ella habría sentido. Pero había pasado el último
mes en una residencia temporal para personas con enfermedades mentales y ahora se
encontraba bien. Los médicos estaban satisfechos con su respuesta a la medicación y le
dieron el alta, con la recomendación de que estuviese atendida las veinticuatro horas.
La enfermera del ayuntamiento me estaba esperando cuando llegué. «Ahora está
dormida, pero se despertará pronto, así que esperaré contigo», me explicó. Al abrir la
puerta doble de la mansión, me recibieron una enorme escalera de mármol, lámparas de
araña y una casa repleta de hermosos muebles antiguos. También me recibió un olor
completamente hediondo.
«Hemos terminado el recibidor, te mostraré el resto de la casa», me dijo la enfermera,
refiriéndose al equipo de limpieza con el que nos cruzamos en la habitación contigua.
Florence había vivido más de diez años en un asqueroso vertedero sin que nadie se
hubiese dado cuenta de ello hasta hacía poco tiempo, cuando un vecino llamó la atención
de la enfermera social sobre ciertos comportamientos erráticos y poco habituales de la
inquilina del lugar. Cuando la enfermera fue a visitar a Florence, salió a la luz hasta
dónde llegaba su miseria. Por supuesto, no fue directamente por medio de Florence, pues
nadie podía acercarse a ella, sino viendo el estado de su casa a través de las ventanas.
Sobrevivía a base de latas de comida y en su despensa guardaba víveres suficientes
para un año. No vi que hubiese nada más, desde luego ningún alimento fresco ni
susceptible de ser cocinado. La basura impedía ver el suelo de la cocina casi por
completo. Lo poco que se entreveía tenía una capa de mugre negra de varios centímetros
de grosor. El cuarto de baño de Florence no estaba mucho mejor. Era un pozo malsano
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de toallas sucias y barras de jabón secas, con signos evidentes de que hacía mucho
tiempo que nadie usaba la ducha o la bañera.
La enfermera me llevó escaleras abajo, donde otros cinco o seis dormitorios y un par
de cuartos de baño se encontraban igualmente descuidados. Habían contratado a
limpiadores para que diesen un repaso a toda la casa y se esperaba que tardasen varias
semanas. En el piso de abajo, las puertas daban a una piscina asquerosa, en la que estoy
segura de que ni siquiera las ranas podrían vivir. Me acerqué hasta allí y, mirando hacia
la planta principal de la casa, con toda su grandiosidad, me pregunté qué dirían las
paredes de ese lugar si hablasen.
La higiene de Florence había experimentado una transformación positiva durante su
estancia en el hospital y ahora descansaba con un vestido limpio y precioso puesto. La
habían peinado y le habían cortado y lavado el pelo, y también le habían limpiado las
uñas. Casi parecía otra persona.
En lugar de su cama, habían puesto una de hospital. Recibí instrucciones estrictas de
que Florence debía permanecer en ella, con las barras laterales levantadas en todo
momento, siempre que yo estuviese a solas con ella en la casa. Otra cuidadora vendría
un par de horas por la mañana y por la tarde para echarme una mano. Por las mañanas
tocaba ducha, higiene corporal y desayuno. Por las tardes, tenía que intentar que
Florence saliese al jardín o al balcón para que tomase el aire. Parte de su tratamiento
pasaba por una fuerte sedación y el resto del tiempo estaría levemente sedada, lo que
hizo que se volviese mucho más obediente.
Un mes más tarde, la mansión estaba resplandeciente. Los limpiadores por fin habían
terminado, pero seguían viniendo una vez por semana a la casa. Florence empezó a
experimentar momentos de lucidez y pudo comenzar a contarme historias. Su vida había
sido maravillosa y emocionante. Había recorrido el mundo a bordo de los barcos más
lujosos y había visitado sitios fabulosos. Cuando me señalaba los cajones cercanos, yo le
acercaba fotografías y le pedía que me contase la historia que había tras cada una de
ellas. Costaba creer que se tratase de la misma persona, salvo por el hecho de que a
veces la reconocía en la mujer joven y hermosa que reía en las fotos.
No podría decir que nos hicimos amigas, aunque sí nos acercamos lo suficiente para
aceptar la situación que había hecho que nos conociésemos. Pero hubo momentos en
que volvió a salir a la superficie la mujer desquiciada y salvaje. Para poder sacarla de la
cama era necesario que hubiese otra cuidadora. Se tomaba su medicación sin rechistar;
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sin embargo, todos los días se resistía fieramente a que la duchase y acabé aborreciendo
el día en que le tocaba lavarse el pelo. Pero en cuanto salía de la ducha era un encanto, y
se entretenía ante el espejo, riendo como la mujer elegante que había sido en otra época.
La riqueza de su familia venía de lejos. Dinero antiguo, lo llamaba ella. Su marido
también provenía de una familia adinerada, pero de una liga muy diferente. Como
consecuencia de ciertos negocios turbios, había pasado varios años en prisión. El único
pariente con el que Florence mantenía contacto me contó que fue por aquel entonces
cuando empezó a volverse desconfiada y paranoica con todo el mundo.
Su marido murió a los pocos años de salir de la cárcel, así que no hubo ocasión de que
su paranoia sanase o se redujese, y su estabilidad mental se resintió. Su confianza en él
había sido absoluta y creía que los demás solo trataban de hacerse con su dinero, y que
habían sido ellos los culpables de su encarcelación. De cara a mi relación con ella, era
indiferente que fuese culpable o no, así que no me paré ni un instante a pensarlo.
Florence aceptó que su vida implicaba pasar la mayor parte del tiempo en la cama. Le
bastaba con estar en su casa y varias veces reconoció que le encantaba la compañía de
las cuidadoras. Pero, varias horas antes de que llegase la otra cuidadora por las tardes,
regresaba ese lado oscuro y se transformaba de nuevo en una mujer completamente
distinta. Era casi como un reloj.
«Dejadme salir. Dejadme salir de esta maldita cama. Socorro. Socorro. Socorro.
¡Socorro!», gritaba, y su voz retumbaba por toda la mansión y en los suelos de mármol.
A veces yo entraba en su habitación y conseguía tranquilizarla durante unos segundos,
pero no más. Tres segundos como máximo, quiero decir. Después, empezaba de nuevo.
«Socorro. Socorro. Socorro. ¡Socoooooooooorrrrro!»
Si no hubiésemos estado en un mansión tan lujosa, con gruesos muros y cierta
distancia entre vecinos, estoy convencida de que alguien habría llamado a la policía cada
día, para informar de sus gritos. En última instancia, daba igual si yo estaba en la
habitación o no. Gritaba sin parar pidiendo ayuda y que la dejásemos salir de la cama
hasta que llegaba la otra cuidadora y la sacábamos de allí.
En esos momentos era imposible razonar con ella y, aunque me daba pena y tenía la
tentación de sacarla de la cama, ya conocía su otra cara. No merecía la pena arriesgar mi
propia integridad física. Aún guardaba en la memoria su imagen persiguiéndome escoba
en mano con una determinación feroz. Cada tarde, cuando empezaba a gritar, volvía a
ver atisbos de esa personalidad agresiva, lo cual me convencía de que tenía que hacer
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caso a los profesionales que habían decidido cuál debía ser su tratamiento. Pero no podía
evitar sentir lástima por ella. Debía de ser terrible sentirse atrapada en su propia casa.
Las barras laterales en su cama, los requisitos legales y las decisiones de los
profesionales se combinaban para hacer que Florence se sintiese atrapada. Pero antes de
que todo eso ocurriera era la paranoia la que la había atrapado. Su enfermedad la había
dejado sin libertad para salir de casa y con una desconfianza obsesiva hacia las personas,
que, según ella, intentarían robarle si salía a la calle. Aunque muy poca gente vive
atrapada en una cama, sí podemos vivir una vida en la que nosotros mismos
construyamos las trampas que nos retienen, y de las que luchamos desesperadamente por
librarnos.
Una de las primeras cosas que recuerdo es estar atrapada en una caja, aunque la
verdad es que no me sentía como tal. Era una gran caja de madera que estaba en un
costado de la casa, en el jardín. Unos de mis hermanos mayores me convenció para que
me metiese dentro y luego me encerró. Aún recuerdo estar allí a oscuras, pero
sintiéndome a salvo y contenta. Incluso con apenas dos o tres años, ya sabía que me
gustaba estar sola, en paz. Un rato más tarde, apareció buscándome la voz asustada de
mi madre y en cuanto le dije dónde estaba todo terminó bien: salí de la caja y volví al
caos de la ajetreada vida familiar.
Pero ahora, en mi vida adulta, existían otras trampas. Aunque iba encontrando el valor
para seguir mi propio camino, paso a paso, las antiguas costumbres no me ayudaban en
absoluto. Superar mi miedo a actuar en público y tratar de liberarme de esas trampas
autoimpuestas fue un proceso especialmente duro.
Si alguien me hubiese dicho que serían la fotografía y la escritura las que acabarían
llevándome a actuar sobre un escenario, me habría reído de esta idea tan descabellada.
Empecé vendiendo mi obra fotográfica en mercadillos y después en galerías. No vendía
lo suficiente para vivir de ello, pero sí me animó lo bastante para continuar por ese
camino con paso lento pero firme.
A partir de esas pequeñas señales de apoyo, decidí trabajar en la industria fotográfica y
conseguí un trabajo en un laboratorio profesional en Melbourne. Por desgracia, era un
trabajo de oficina y, después de un año de aburrimiento y de luces fluorescentes en una
habitación sin ventanas, asumí que no era más satisfactorio que cualquiera de mis
trabajos anteriores en los bancos. Tampoco había surgido ninguna oportunidad de entrar
en la parte creativa del negocio y perdí por completo el interés en mi trabajo, lo que
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provocó que cometiese errores por descuido. Recuerdo que suspiraba mucho en el
trabajo; apoyaba los codos sobre la mesa y sostenía la cabeza entre las manos, buscando
la manera de obtener satisfacción en mi vida laboral, y luego volvía a suspirar.
Pero gracias a este trabajo me di cuenta de que no hacía falta trabajar en la industria
fotográfica para hacer buenas fotos. Con la ayuda de un par de nuevos amigos, que se
manejaban bien con los ordenadores, creé un librito de fotografía fruto de la inspiración.
Recibí muchas alabanzas por la calidad de mi obra, pero no las suficientes para que el
libro se publicase. El coste de la impresión en color era uno de los factores determinantes
en las respuestas que recibí de las editoriales, aunque algunas de ellas me dijeron que el
libro era precioso.
Durante varios años lo intenté con todo mi empeño, con toda mi atención y mi
energía. Pero las cartas de rechazo se fueron acumulando, aunque algunas de ellas
incluían sinceras muestras de apoyo. Las lágrimas y la frustración me llevaron a coger la
guitarra. Aunque apenas era capaz de tocarla, escribí la mitad de mi primera canción. No
era en absoluto consciente de la importancia de ese momento.
Había aprendido el poder de entregarse y así fue como llegué a aceptar que en realidad
lo importante no era que el libro se publicase o no. Para mí, haber tenido el valor para
intentarlo ya era todo un éxito. Este no depende de que alguien te diga «Sí, publicaremos
tu libro» o «No, no lo publicaremos», sino de que tengas el valor de ser tú mismo,
independientemente de lo que otros digan o piensen. Sentí que las lecciones que había
aprendido a lo largo de todo el proceso del libro ya habían dado sus propios frutos, y por
fin conseguí pasar página. Además, puede que el libro hubiese fluido a través de mí
simplemente para enseñarme algo, o quizá saldría adelante en otro momento, cuando
estuviese más preparada.
En cualquier caso, no era importante. Tenía que pasar página. Tras el esfuerzo que eso
supuso, acabé exhausta, había puesto mucho empeño en que el libro se publicase y ahora
tenía que vivir de nuevo, intentando no controlar el resultado. La canción que había
dejado a medias seguía medio olvidada mientras buscaba respuestas y dedicaba cada vez
más tiempo a mi camino de meditación y sanación. Pero, después de uno de mis
períodos de silencio y meditación, sentí la urgente necesidad de terminar la canción.
Desde ese día, supe que escribir canciones formaría parte de mi obra vital y no solo
terminé ese tema, sino que escribí otro ese mismo día. Una vez que empecé, ya no pude
parar. Me surgían a borbotones.
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De niños, habíamos dado conciertos para familiares y amigos. Llevaba la música en
los genes. A pesar de sus otras carreras «sensatas», mi padre era guitarrista y cantautor
cuando conoció a mi madre, que por aquel entonces era cantante. Pero yo nunca había
sentido conscientemente el anhelo de subirme a un escenario. Y tampoco lo estaba
experimentando ahora. De hecho, la idea me aterrorizaba. No era solo estar sobre el
escenario, sino que mi obra me estaba llamando a salir a la plaza pública. Yo ya estaba
contenta permaneciendo en el anonimato. Hay muchos compositores de canciones que
no actúan y eso es lo que yo quería ser. Pero, en un principio, la única manera de hacer
que mi obra llegase al público era interpretándola yo misma.
Eso me daba pánico y provocó enormes turbulencias en mi interior durante mucho
tiempo. Tratar de encontrar un trabajo que me apasionase ya había supuesto para mí un
reto muy doloroso, del que nunca había logrado desentenderme por completo. Ahora no
conseguía aceptar que el trabajo hacia el que claramente me sentía dirigida me colocaría
delante del público, cuando yo siempre había disfrutado y protegido tanto mi intimidad.
No quería, de ninguna manera, vivir la vida hacia la que me encaminaba.
Pero las lecciones que recibimos nos hacen sanar, aunque no siempre sean gratas. Fue
una época tremendamente convulsa. Tampoco ayudaba nada el hecho de que estuviese
al mismo tiempo recibiendo mucha negatividad de ciertas personas respecto a mi nuevo
camino. En cualquier caso, lo único que deseaba era que la vida me tragase y me
permitiese seguir como si nada.
Pasé mucho tiempo a solas en uno de mis ríos favoritos, nadando durante semanas y
tratando de aceptar que mi vida iba en esa dirección. Con cada brazada, sentía cómo el
agua dulce me purificaba. Cuando me sumergía, era como si el resto del mundo
desapareciese. Los únicos sonidos que se oían junto al río eran los cantos de los pájaros
y la brisa que soplaba suavemente entre los árboles en la orilla. La paz era reparadora,
así que bebí de ella a menudo. Un día incluso vi un ornitorrinco, una criatura famosa por
su timidez, que rara vez se deja ver por los seres humanos. Esa bendición me reconfortó.
Sentada en la orilla mientras la naturaleza ejercía su magia sobre mi alma agotada, con
la suave brisa soplándome en la cara, tuve que ser sincera conmigo misma. Al hacer
balance de todas mis experiencias vitales hasta entonces, vi que, en el fondo, una parte
de mí siempre había sabido que acabaría, en cierta medida, delante del público. La
decisión de preservar una parte de mi vida de la mirada de los demás seguiría siendo mía,
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y me veía capaz de hacerlo. A fin de cuentas, se trataba de mi vida, y me correspondía a
mí decidir cómo quería que se desarrollase.
Así que finalmente acabé aceptando que, si este trabajo formaba parte de mi recorrido
vital y podía ayudar a los demás al hacerlo, con suerte encontraría la manera de meterme
en mi papel. Confiar en que lo que aprendiese también contribuiría a mi propio
crecimiento fue algo que me ayudó a asumir la situación, con independencia de quién
llegase a escuchar mi música. Pero, en ese momento, me salvó la vida el apoyo de un par
de amigos músicos.
Cuando pienso en mis comienzos sobre el escenario, siento tanta lástima por el público
como por mí misma. Aunque la música era tolerable, durante mucho tiempo fue patente
lo doloroso que me resultaba actuar. Me temblaban las manos, la guitarra daba saltitos,
me equivocaba de cuerdas al tocar y me quedaba completamente sin voz. Lo odiaba con
todas mis fuerzas y muchas veces acababa enferma de los nervios. La meditación me
ayudó mucho en este sentido, así como practicar. Como en cualquier cosa en la que
perseveras, acabas mejorando con la práctica. Pero a pesar de todos estos nervios y
miedos, algo me hacía seguir adelante: era el hecho de aceptar que esto formaba parte de
mi obra vital y el deseo de aportar algo. Y también de que me escuchasen. Ante mí se
había abierto una vía a través de la cual podía compartir los pensamientos que llevaba
demasiado tiempo reprimiendo.
Pasaba de largo de los treinta cuando terminé esa primera canción y transcurrieron uno
o dos años más antes de que empezase a actuar en público. Como ya no bebía nada de
alcohol, tenía que enfrentarme a mis miedos sin excusas ni ayudas artificiales. Pero
actuar me ayudó a abrirme. Tuvo muchas consecuencias positivas. Mientras cuidaba a
Florence, también recorría el circuito de bares para cantautores de la ciudad, aunque me
resultaba muy desagradable en muchos aspectos. En esa época me sentía muy sola,
porque mis heridas emocionales habían hecho que me encerrase mucho en mí misma.
Aunque era capaz de subir a un escenario y cantar mis canciones, durante mucho tiempo
no fui capaz de disfrutar de ello.
Pero todo esto me ayudó a crecer. Sin duda, compartir tus pensamientos íntimos con
una sala llena de desconocidos hace que vuelvas a abrirte La respuesta invariablemente
positiva a mis canciones y a lo que decía en ellas también supuso para mí un espaldarazo
como compositora.
Me di cuenta más adelante de que estaba tocando en los sitios equivocados para mi
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estilo y mi personalidad. Después del último de una serie demasiado larga de conciertos
en lugares muy ruidosos durante varios años, abandoné definitivamente las actuaciones
en bares. Mi aprendizaje había llegado a su fin. Puede que eso supusiese que tendría
menos oportunidades de tocar, pero como actuar en bares y obtener ese tipo de
reconocimiento no me motivaba, tampoco me importaba nada. Por aquel entonces
también participaba en festivales de música folk y había experimentado la emoción del
cantante que tiene ante sí un público respetuoso que no solo escucha sus canciones, sino
que las entiende perfectamente. Esa conexión con personas afines es una sensación
maravillosa. A partir de ese momento, solo actué en locales bonitos y en festivales
adecuados.
Cuando echo la vista atrás y veo mis inicios como cantante, me cuesta reconocer en
mí a esa frágil criatura. Hoy en día, cuando toco en directo, siento una gran confianza
porque lo hago en los locales y ante el público apropiados. Mis canciones llevan una
carga de significado y son, en su mayoría, tiernas. Pueden serlo. Tienen espacio para
serlo. Ya no compito con el altavoz por el que se anuncia el resultado de una rifa en los
bares, ni pierdo la conexión con el público porque empieza el boxeo en los televisores
que cuelgan de las paredes. Si cometo algún error, me río cariñosamente de mí misma y
continúo adelante. A fin de cuentas, los cantantes también somos humanos.
Asimismo resulta refrescante que el Señor Invencible ya no me esté comiendo con los
ojos. Ya sabes, el tipo que más ha bebido de todo el bar, que de pronto decide que es el
hermano gemelo de Johnny Depp. Se pone de pie justo delante del escenario, y te dedica
una mirada lasciva mientras se balancea, consiguiendo de alguna manera que no se le
derrame ni una gota de su decimoctava cerveza. Está plenamente convencido de que él
es un regalo divino para las mujeres y te premia con un gesto de aprobación y un guiño
de ojos, mientras contornea las caderas solo para ti. Y, si eres suficientemente buena, te
esperará junto al escenario y se convertirá en la respuesta a todas tus oraciones en las
que pedías un hombre y un gran amante. Sí, los he visto de todos los colores. Benditos
sean.
Así que, además de tener que hacer frente a mi pánico inicial a las actuaciones en
público, cada día que avanzaba por el camino creativo era un día más de valor. También
había terminado recientemente un año de estudios musicales. Decidí que quería aprender
más sobre el mundillo musical, y estudié por mi cuenta los rudimentos de la teoría
musical, al menos lo suficiente para pasar la prueba de admisión en el curso. Esta prueba
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también incluyó una versión muy dubitativa de una de mis propias canciones. Pero entré.
A mis treinta y tantos años, volvía a estudiar, y estaba encantada con ello.
Pero tuve que hacer uso de diversas herramientas para conseguir dominar los nervios
al actuar. Una de ellas, qué duda cabe, era la práctica. Ponerme en esa situación una y
otra vez hizo que mejorase constantemente mi forma de tocar y de cantar y la confianza
con la que lo hacía. Pero las dos cosas que más me ayudaron fueron las herramientas
que utilicé para liberarme mentalmente. Estas herramientas sirven para cualquier otra
cosa, no solo para tocar en directo, y desde entonces me han sido útiles muchas otras
veces.
Cuando me ponía nerviosa o afloraban pensamientos negativos, como «¿qué
demonios crees que estás haciendo aquí?», recurría a mi práctica de meditación a mitad
de la canción. No dejaba de cantar ni me sentaba sobre el escenario en la posición del
loto. No era así. Seguía cantando y tocando la guitarra. Pero centraba mi atención en la
respiración y la sentía ir y venir. Mientras tanto, confiaba plenamente en que mi memoria
muscular recordaría dónde colocar los dedos sobre la guitarra y en que las palabras no
dejarían de fluir. En ese momento, mi atención estaba concentrada en la respiración.
Funcionaba maravillosamente bien, porque conseguía calmarme lo suficiente para volver
a la canción con una expresión mejor y una mayor presencia.
La otra cosa que hizo que cambiase mi forma de pensar y me permitió librarme
definitivamente de los nervios era imaginarme que yo no era partícipe de la situación y
verla como una ocasión de hacerles un obsequio a las personas del público. Antes,
recitaba en silencio una sencilla oración mediante la que daba gracias a la música por fluir
a través de mí y por dar placer a esas personas. Después, simplemente me quitaba de en
medio y disfrutaba de la música tanto como el público.
Actuar me enseñó muchas cosas importantes. Me siento muy agradecida por que la
vida me empujase a seguir adelante cuando no tenía especial interés en hacerlo. ¿Cómo
podemos saber qué regalos nos esperan gracias a las lecciones que se nos presentan si no
aprendemos de ellas? No hay manera de saberlo hasta que damos un paso adelante. Para
mí ya no es importante saber si seguiré actuando en un futuro o no. Si es así, lo
disfrutaré enormemente. Y si no, disfrutaré enormemente de lo que sea que haga en su
lugar. Ambas opciones me valen. Iré a donde mi camino me lleve.
Pero cuando aprendí a dominar mis nervios al actuar, empecé también a tener control
sobre otros aspectos de mi mente. Me estaba liberando de las trampas que había creado
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a lo largo de una vida de patrones de pensamiento negativos. Todos tenemos trampas de
las que necesitamos liberarnos. La mayoría no son físicas, y cuando es así es probable
que tengan su origen en otras que no lo son, como pensamientos perjudiciales y sistemas
de creencias negativos.
Pero, por desgracia para Florence, ella seguía atrapada en su cama, al menos hasta que
llegaba la otra cuidadora. Como mi presencia no aminoraba en absoluto el volumen de
sus gritos, me parecía más considerado no estar en la habitación. De vez en cuando yo
asomaba la cabeza y ella paraba durante dos segundos, me observaba, volvía a apartar la
mirada y seguía gritando «socorro». Tendría que haber sido cantante. Desde luego,
pulmones para ello tenía.
Los yates navegaban junto al puerto de Sydney. Mientras recordaba una época en que
tuve unos amigos navegantes, sonreí al imaginar dónde habrían acabado. El sonido del
timbre me sacó de mis ensoñaciones.
En cuanto rebajábamos los laterales de su cama, dejaba de gritar en un microsegundo.
Tal cual. Y nos sonreía. «Hola a las dos, ¿qué tal está yendo vuestro día hasta ahora?»,
preguntaba. Nos mirábamos entre nosotras con una sonrisa y la ayudábamos a salir de la
cama. Aunque la otra cuidadora no tenía que soportar varias horas de gritos a diario,
también se los encontraba al llegar cada tarde.
«Estupendo. Gracias, Florence. ¿Y el tuyo?», preguntaba yo.
«Pues bastante bien, querida. He estado viendo los barcos en el puerto. Hacen regatas
los miércoles, ¿sabes?»
«Por supuesto, Florence», respondía, dándole la razón.
Mientras paseábamos juntas por el jardín, nos maravillábamos con los colores.
También había estado muy descuidado durante años. Pero el familiar que había obtenido
recientemente la tutela del dinero de Florence había puesto empeño en que el lugar
estuviese impecable para que ella pudiese disfrutar de él en sus momentos de lucidez. Así
que habían venido varios jardineros y, como por arte de magia, la piscina estaba de
nuevo limpia y transparente.
«Mirad mi precioso jardín —nos decía—. Está espectacular en esta época del año.»
Ambas le dábamos la razón sinceramente. A pesar de toda la desatención, seguía
existiendo un hermoso jardín que de nuevo lucía en todo su esplendor.
«El otro día estuve aquí fuera plantando estas flores, ¿sabéis? Hay que estar pendiente
del jardín continuamente, y más con todas estas enredaderas.» Sonreímos y volvimos a
71
darle la razón. Teniendo en cuenta que apenas uno o dos meses atrás el lugar era un
selva sucia y descuidada, era divertido ver cómo se lo imaginaba Florence.
Mientras apartaba unas parras de las flores, siguió diciendo: «Uno no puede
descuidarse con los jardines. Necesitan mucho cariño y tiempo». Le preguntamos sobre
unas flores en particular y nos respondió con una lucidez y un conocimiento
sorprendentes: «Esta parra atrapará las flores y las estrangulará». Y siguió quitándolas.
Yo asentí. «Nunca dejaría que nada me atrapase a mí, ¿sabéis?, y tampoco dejaré que lo
hagan con mis flores», añadió.
Y mientras Florence continuaba luchando contra las limitaciones en su hermoso jardín,
yo pronuncié en silencio una oración dando gracias por haber tenido el valor de empezar
a liberarme de las mías propias. Como una flor, yo ahora también podía crecer y florecer
libremente.
72
LAMENTO 2:
Ojalá no hubiese trabajado tanto
Mientras secaba los platos, podía oír que desde su despacho John, la persona a quien
ahora cuidaba, reía como un niño. «Sí, también tiene la edad adecuada», dijo entre risas,
y continuó haciéndole una descripción de mí a su amigo por teléfono. John rondaba los
noventa años; yo aún no había cumplido cuarenta. Recordé algo que un septuagenario
me dijo una vez: «Todos los hombres son niños», y sonreí haciendo un gesto de
reproche.
Más tarde, cuando salió de su despacho, John era de nuevo el diplomático caballero al
que me tenía acostumbrada, sin rastro de travesura alguna. Pero quería invitarme a
comer y me preguntó si tenía un vestido rosa que ponerme. Si no era así, ¿le permitiría
que me lo comprase? Me reí y decliné educadamente la oferta de comprarme un vestido,
porque sí que tenía uno. Aunque no formaba parte de mi uniforme como cuidadora de
día, le informé que accedería gustosa a aceptar la invitación de un anciano moribundo.
Su alegría fue inmensa.
Reservó mesa para dos en un restaurante muy caro. Era la mejor mesa, centrada, en
primera línea y con vistas a un parque al otro lado del puerto. John tenía un aspecto
pulcro con su americana azul marino con ribetes dorados y una buena dosis de loción de
afeitar que aún flotaba en el aire. Con su mano sobre el final de mi espalda, me condujo
hasta nuestra mesa. Al volver la cabeza tras contemplar las vistas, lo cacé haciendo un
guiño a los cuatro hombres que ocupaban una mesa cercana. Todos reían discretamente
mientras me daban un repaso con la mirada, pero pusieron caras serias en cuanto se
dieron cuenta de que les había pillado.
«¿Amigos tuyos, John?», le pregunté con una sonrisa. Tartamudeando, me reconoció
que quería que sus amigos viesen lo afortunado que era por tener a una cuidadora de
tamaña calidad física. Me reí a carcajadas. «Cualquier mujer de mi edad es de gran
calidad física para una panda de cuasi nonagenarios.» Sin embargo, debo reconocer que
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sus modales eran impecables y que deseé que hubiese más hombres de mi generación
con el encanto y la educación con que se comportó conmigo. Compartimos una comida
muy agradable. John había llamado previamente para avisar que iría con una vegana. Le
habían correspondido con un estupendo pastel de verduras, cocinado para la ocasión.
Resultó que sus amigos tenían prohibido interrumpir nuestra comida, ni siquiera
podían acercarse a la mesa. Me los presentaría después. Así que, aunque hacía rato que
habían terminado de comer, esperaron pacientemente hasta que John y yo dimos por
terminados nuestro almuerzo y nuestra conversación. Entonces, poniendo de nuevo su
mano sobre el final de mi espalda, me guió hasta la mesa de esos hombres, donde me
comporté como la novia perfecta, dejándolos a todos encantados pero asegurándome de
que John era quien recibía más atención. Me recordó a los gallos que hinchan sus plumas
como muestra de orgullo durante el cortejo. Fue muy divertido.
Pero bajo toda esta apariencia, John se estaba muriendo. ¿A quién podía importarle
que yo me prestase a un juego tan inocente en la que sería una de sus últimas salidas?
Una vez de vuelta en casa, con una ropa más práctica para mi trabajo en lugar del
vestido rosa —para gran decepción de John—, le ayudé a meterse en la cama. Era
evidente que la salida le había encantado, pero también lo había dejado agotado.
La energía de las personas que se aproximan a la muerte es tan escasa que una breve
salida equivale para ellos a trabajar ochenta y cuatro horas a la semana moviendo
ladrillos. Los deja completamente exhaustos. Además, la familia y los amigos muy a
menudo no son conscientes de lo mucho que sus bienintencionadas visitas pueden agotar
a las personas enfermas. Cuando se encuentran aproximadamente en su última semana,
las visitas de más de cinco o diez minutos pueden suponer un gran esfuerzo para los
pacientes, a pesar de lo cual es en ese momento cuando los visitantes suelen asediarlos.
Pero esa tarde John y yo estábamos solos y durmió profundamente. Mientras doblaba
mi vestido rosa para guardarlo en mi maleta, me alegré de haberle ofrecido el placer que
obtuvo con el almuerzo. Yo también había disfrutado.
John también se aprovechaba de mi juventud en otros sentidos. Como me manejaba
mejor que él con los ordenadores, retomé en su despacho el trabajo que había empezado
el mes anterior. Para un hombre de su edad, era admirable su relación con los
ordenadores, así como su empeño por comprender la era de la tecnología. Pero sus
ficheros eran un desastre, porque no sabía nada de carpetas ni de cómo archivar las
cosas con orden. Mientras dormía, seguí creando categorías y buscando el lugar
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apropiado para cientos de documentos, al tiempo que iba creando un índice para que los
archivos se pudiesen encontrar. Pero, como digo, para un hombre de su edad se las
apañaba bastante bien con el ordenador.
Al ver cómo se deterioró su salud la semana siguiente, me sentí muy afortunada de
que hubiésemos podido comer juntos. Ya no volvería a salir de la casa. Puede que le
quedasen varias semanas, o quizá no, pero sus fuerzas se estaban desvaneciendo muy
rápidamente. Sentados en su balcón al atardecer, vimos cómo se ponía el sol sobre el
Harbour Bridge y la Opera House. John, en bata y zapatillas, intentaba comer algo, pero
le estaba costando. «No te preocupes, John, come solo lo que quieras o puedas», le dije,
porque los dos sabíamos lo que esa frase decía sin decirlo. John se estaba muriendo, y
no le quedaba mucho tiempo. Asintió, dejó el tenedor en el plato y me los acercó. Aparté
la bandeja a un lado y seguimos contemplando la puesta de sol.
En medio de la tranquilidad vespertina, John dijo: «Ojalá no hubiese trabajado tanto,
Bronnie. Qué tonto he sido». Lo miré desde la otra butaca del balcón. No necesitó que lo
incitase a continuar. «Trabajé muchísimo y ahora soy un hombre solitario y moribundo.
Y lo peor es que he pasado solo toda mi jubilación, y no tenía por qué haber sido así.»
Escuché mientras me contaba toda la historia.
John y Margaret habían tenido cinco hijos, cuatro de los cuales les habían dado nietos.
El otro había muerto apenas cumplidos los treinta. Cuando todos sus hijos ya eran
adultos y se habían ido de casa, Margaret le pidió a John que se jubilase. Los dos
gozaban de buena salud y tenían el dinero suficiente para pasar una buena jubilación.
Pero él siempre había dicho que podían necesitar más. Margaret siempre le respondía
que podían vender su casa, enorme y ahora casi vacía, y comprar algo más acorde a su
situación, quedándose con la diferencia. Esta batalla entre los dos se había prolongado
quince años, durante los cuales él siguió trabajando.
Margaret se sentía sola y anhelaba redescubrir su relación, sin hijos ni trabajo. Durante
años leyó vorazmente folletos de viajes y sugirió diversos países y regiones que podían
visitar. John también deseaba viajar más, y aceptó todas las propuestas de Margaret. Por
desgracia, también disfrutaba del estatus que su trabajo conllevaba. Me contó que el
trabajo en sí no le gustaba especialmente, pero sí el lugar que le proporcionaba en la
sociedad y entre sus amigos. Además, la emoción de cerrar un trato había degenerado en
una cierta adicción.
Una noche, mientras Margaret lloraba y le imploraba que se jubilase de una vez, John
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miró a su hermosa mujer y se dio cuenta no solo de lo desesperadamente sola que se
sentía sino de que ambos eran ya ancianos. Esa mujer maravillosa había esperado
pacientemente a que él dejase de trabajar. La vio tan bella como el día en que se habían
conocido. Pero, por primera vez en su vida, John se planteó que no vivirían para
siempre.
Aunque estaba petrificado por motivos que ahora era incapaz de justificar, accedió a
jubilarse. Margaret dio un respingo y lo abrazó, llorando ahora de alegría. Pero la sonrisa
no duró mucho, pues desapareció en cuanto John añadió «dentro de un año». Su
empresa estaba negociando entonces un nuevo acuerdo y quería llevarlo a buen puerto.
Margaret había esperado quince años a que él se jubilase. Seguro que podía esperar un
año más. Llegaron a un trato, que ella aceptó a regañadientes. Mientras el sol desaparecía
en el horizonte, John me contó que incluso en ese momento se había sentido egoísta por
su decisión, pero que no podía jubilarse sin llevar a cabo un acuerdo más.
Tras años soñando con ese momento, las cosas empezaron a volverse reales para su
querida mujer. Hizo planes reales, hablando por teléfono frecuentemente con su agencia
de viajes. Todas las noches, cuando él llegaba a casa, ella lo esperaba con la cena
preparada. Mientras comían en la mesa que en otra época había acogido a toda su
familia, ella le contaba emocionada sus pensamientos e ideas. John también empezaba a
ver con buenos ojos la idea de la jubilación, aunque seguía insistiendo en cumplir los
doce meses cada vez que a Margaret se le ocurría sugerir lo contrario.
Cuando había pasado cuatro meses desde su trato, y aún quedaban otros ocho más,
Margaret empezó a tener mareos. En un principio fueron unas leves náuseas, pero
después de casi una semana no se le habían pasado. «Tengo cita con el médico
mañana», le dijo cuando él llegó de trabajar. Ya era noche cerrada. El tráfico seguía
fluyendo a lo lejos, con otros trabajadores que volvían a sus casas. «Pero seguro que no
es nada», añadió con fingida jovialidad.
Aunque a John le preocupaba que su mujer no se encontrase bien, no se le pasó por la
cabeza que pudiese ser algo más grave hasta la noche siguiente, cuando Margaret le
contó que el médico le había sugerido que se hiciese más pruebas. Aunque los resultados
no se sabrían hasta una semana después, su creciente malestar y el dolor que empezó a
sentir eran señales de que algo no iba bien. Lo que no imaginaban era hasta qué punto
era así. Margaret se estaba muriendo.
Dedicamos mucho tiempo a hacer planes de futuro, que con frecuencia dependen de
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que más adelante se den las circunstancias que nos garanticen nuestra felicidad, o
suponemos que disponemos de todo el tiempo del mundo, cuando todo lo que tenemos
es nuestra vida hoy. No era difícil comprender el profundo remordimiento con el que
John tenía que convivir ahora. Entiendo que a alguien le pueda gustar mucho su trabajo,
y no tiene por qué sentirse culpable por ello. A mí también me gustaba mucho el mío
entonces, a pesar de la tristeza que con frecuencia me provocaba.
Pero cuando le pregunté si habría disfrutado tanto de su trabajo de no haber contado
con el apoyo de su familia, John negó con la cabeza. «Me gustaba mucho el trabajo, eso
está claro. Y no cabe duda de que disfrutaba del estatus que me proporcionaba, pero
¿qué sentido tiene eso ahora? Dediqué menos tiempo a lo que realmente me impulsó a
través de la vida: Margaret y mi familia, mi querida Margaret. Su amor y su apoyo eran
incondicionales. Y también era muy divertida. Lo habríamos pasado tan bien juntos...»
Margaret murió tres meses antes de la fecha en que John debía jubilarse, aunque en la
práctica ya había dejado el trabajo debido a la enfermedad de su mujer. John me contó
que había vivido su jubilación lastrado por la culpa. Incluso cuando logró llegar a una
situación de aceptación de su «error», como él lo denominaba, anhelaba viajar y reír con
Margaret.
«Creo que estaba asustado. Sí, lo estaba. Estaba paralizado. En cierto sentido, mi
papel había llegado a definirme. Ahora que me estoy muriendo entiendo que ser buena
persona es más que suficiente en la vida. ¿Por qué dependemos tanto del mundo material
para sentirnos valorados?» John estaba pensando en voz alta, frases inconexas cargadas
de pena por las generaciones pasadas y venideras que todo lo quieren y que dan tanta
importancia a lo que poseen y a lo que hacen, y no a quiénes son en el fondo de sus
corazones.
«No hay nada de malo en querer una vida mejor, no me malinterpretes —dijo—. Pero
la búsqueda constante de más y la necesidad de que se nos valore por nuestros logros y
nuestras posesiones puede alejarnos de las cosas reales, como pasar tiempo con nuestros
seres queridos o dedicar momentos a lo que nos gusta hacer y encontrar un equilibrio. En
realidad, lo importante es el equilibrio, ¿no te parece?»
Asentí en silencio. Ya se podían ver unas pocas estrellas en el cielo y las brillantes
luces de la ciudad se reflejaban sobre el agua. A mí también me ha costado encontrar el
equilibrio. Parecía que siempre era todo o nada, incluso en el trabajo de entonces. Mi
jornada laboral consistía normalmente en turnos de doce horas y, cuando las personas
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que cuidaba se acercaban al final, tanto ellos como sus familias buscaban la mayor
regularidad posible en las cuidadoras. Así que no era raro que trabajase seis días a la
semana durante su último mes, llegando incluso a dormir en sus casas entre dos turnos,
lo que significaba que pasaba treinta y seis horas seguidas allí. Una semana laboral de
ochenta y cuatro horas no le sienta bien a nadie, por mucho que le guste su trabajo.
A veces los enfermos se quedaban dormidos, pero aun así yo tenía que estar allí. Otras
muchas tareas me reclamaban. Parecía como si mi propia vida se detuviese, aunque en
realidad por supuesto no era así, porque eso también formaba parte de ella. Cuando la
vida de esa persona se extinguía, yo acababa exhausta. Normalmente, después de una
temporada así, pasaba un tiempo hasta que surgía una nueva persona a la que cuidar. Así
que agradecía el tiempo de descanso, volvía a contactar con los amigos, retomaba la
música y la escritura, y vuelta a empezar. Las temporadas entre un trabajo y el siguiente
eran maravillosas, sobre todo cuando durante un tiempo solo tenía uno o dos turnos
salteados. Pero esa irregularidad imponía una gran presión sobre mis ingresos. Si cesaba
de trabajar, el dinero dejaba de llegar.
Fue por esa época cuando me ofrecieron un trabajo de un día a la semana como
encargada de oficina en una clínica prenatal. Era un trabajo estable, cosa que me
encantaba. La clínica ofrecía cursos de preparación al parto para mujeres embarazadas y
grupos de mujeres. Había semanas en que cuidaba a personas que estaban a punto de
morir esa misma semana y poco después tenía a bebés tratando de subírseme encima
mientras trabajaba y dándome torpes besos en las mejillas.
Era un oportuno recordatorio sobre las alegrías de la vida y sobre el círculo completo.
Un enfermo fallecía y otro bebé llegaba al mundo. Los más pequeños eran
increíblemente frágiles y hermosos. Mi jefa, Marie, era una de las personas más
maravillosas que he conocido, con un corazón enorme. La quería mucho y no he dejado
de hacerlo. Parte de mi papel consistía en actualizar el material para los cursos
prenatales. Como consecuencia, dedicaba en buena medida mi jornada a leer sobre cómo
se enfrentaban al embarazo y al proceso de dar a luz las mujeres de distintas culturas de
todo el mundo, lo cual me reafirmó en la idea de que a las mujeres occidentales se nos
instiga a sentir miedo, mientras que muchas otras culturas asumen la situación de una
manera natural y el parto es en algunas de ellas mucho menos doloroso. Lo viven como
una celebración alegre y hermosa de principio a fin.
Para mí fue muy positivo estar rodeada de nacimiento y vida a la vez. Pasar tiempo
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con personas que iban a morir y sentir una empatía tan fuerte hacia ellas y sus familias
acababa dejándome exhausta. En todo el mundo hay personas que se dedican toda su
vida al cuidado de quienes van a morir. Quizá tengan una mayor capacidad de mantener
las distancias que yo. O de mantener el equilibrio. No lo sé. Sea como sea, siento hacia
ellas el máximo respeto. Lo que sí sé es que el hecho de que uno de los días de mi
semana laboral estuviese centrado en el inicio de una vida, y no en su final, le daba a mi
existencia una luminosidad que no había echado en falta durante todos esos años. La
energía era fresca y viva, como si alguien hubiese abierto las ventanas para que entrase
aire limpio.
Experimentar ese contraste cada semana también me sirvió para ver que mis clientes
moribundos habían sido bebés alguna vez. Y, cuando las madres me mostraban con
orgullo a sus recién nacidos, también imaginaba que, si tenían suerte, esos bebés llegarían
a ser ancianos y a vivir una vida completa. Y algún día llegarían al final de esas vidas, al
igual que las personas que cuidaba. Estar tan expuesta a ambos extremos del espectro
hizo que resultase una época muy interesante. Fue una verdadera suerte.
Desde entonces, me sentí más capaz de experimentar compasión por los demás, ya
que podía verlos como los bebés pequeños y frágiles que también habían sido, y
asimismo era consciente de que un día tendrían que morir, al igual que yo. Empecé a ver
a mis padres, hermanos, amigos y a los desconocidos como bebés y niños pequeños, que
alguna vez confiaron en la vida con la inocencia y la esperanza de que son capaces los
niños. Pensaba en quiénes habían sido antes de que las heridas de los demás, ya fuesen
familiares, compañeros, o la sociedad, les dejasen cicatrices, repercutiendo sobre la
confianza y la apertura naturales con las que habían nacido. Vi claramente la bondad que
albergaban los corazones de las personas, y empecé a quererlas con el cariño protector
de una madre.
Dejé de pensar en todas las cosas dolorosas que me habían dicho a lo largo de los años
como si proviniesen realmente de ellos. Las palabras surgían de sus heridas, no de los
seres bellos y puros que habían sido al nacer. Cada uno de los preciosos bebés que
habían nacido decenas de años atrás seguían vivos en su interior. Y también seguía
viviendo en su interior un niño adorable, pequeño e inocente. Y alguna vez también ellos
recibirían la sabiduría que da la experiencia, y que tantas personas alcanzan cuando se
aproxima su muerte.
Había temporadas en mi vida en que realmente no soportaba a nadie. Pero me di
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cuenta de que lo que no me gustaban eran su comportamiento y sus palabras. Ahora
podía quererles por sus corazones inocentes, corazones que alguna vez habían confiado
en que el mundo les permitiría ser felices y cuidaría de ellos. Cuando comprobaban que
no era así, empezaba el sufrimiento, y el dolor y la desilusión les hacían reaccionar de
una manera poco saludable. Yo no era muy diferente. También había hecho daño a otras
personas, a través de mi propio sufrimiento y de mi propia desilusión al constatar que la
vida no era como yo esperaba. La niña cuya confianza se había visto defraudada al verse
expuesta al dolor de los demás había reaccionado a su vez provocando dolor a otras
personas.
Los corazones de mi querida familia, y de todo el mundo, aún contenían esa pureza
original, solo que empañada por el dolor y la vida. Todavía no sabía si encontraría la
felicidad y la amistad que alguna vez había confiado en encontrar en ciertas personas. En
cualquier caso, eso ya no era lo más importante. Ahora entendía que todos habían sido
bebés, pequeños y hermosos, con toda su inocencia. Cualquier cosa desagradable que
dijesen a los demás era tan solo una manifestación del sufrimiento del niño que se había
perdido. Y eso me bastaba para poder seguir queriéndolos.
Sentada junto a John en el balcón, también vi en él a ese frágil niño; un niñito precioso
que de alguna manera decidió, debido a todo aquello a lo que había estado expuesto, que
reafirmarse a través de su trabajo le haría más feliz que irse de viaje con su mujer. Ahora
era un anciano, pero aún podía verse claramente al niño inocente que llevaba en su
interior. Las lágrimas le rodaban lentamente por la mejilla cuando suspiraba
profundamente. Recogí los platos y me puse a limpiar, dejándolo a solas con sus
pensamientos. Al volver, le puse una manta sobre las piernas y le di un beso en la mejilla
antes de sentarme de nuevo.
«Si puedo decirte algo sobre la vida, Bronnie, es esto: no te construyas una vida en la
que te arrepientas de trabajar demasiado. Ahora puedo decir que no sabía que me
arrepentiría hasta hoy, que estoy a punto de dar mi último aliento. Pero en el fondo de mi
corazón sabía que estaba trabajando demasiado. No solo para Margaret, sino también
para mí mismo. Me encantaría que no me hubiese importado lo que los demás pensasen
de mí, como me ocurre ahora. No sé por qué esperamos a estar muriéndonos para
entender cosas como esta. —Siguió hablando mientras sacudía la cabeza—. No hay nada
de malo en que te guste tu trabajo y te dediques a él con pasión, pero en la vida hay
muchas otras cosas. Lo importante es el equilibrio, mantener el equilibrio.»
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«Estoy de acuerdo, John. Tengo clara la lección y sigo tratando de llevarla a la
práctica, no te preocupes», admití con sinceridad. Él sabía a qué me refería. Nos
habíamos contado las suficientes historias para que me comprendiese. John empezó a
reírse de sí mismo. Le pregunté de qué se reía y le pedí que me lo contase.
«Acabo de decir que, si tuviese un consejo que darte, sería que no te arrepientas de
haber trabajado demasiado. Pero se me acaba de ocurrir otra cosa, casi igual de
importante.»
«Dime», pedí sonriendo.
Me miró con malicia y comentó: «Nunca te deshagas de ese vestido rosa».
Riéndose, señaló con el dedo mi silla y luego la suya, pidiéndome que las acercase,
cosa que hice sin dejar de reír. Pasamos otro par de horas sentados juntos contemplando
el puerto, tapados con una manta. De vez en cuando, la conversación derivaba en
agradables silencios, hasta que alguno de los dos volvía a hablar. Pero otros momentos
de silencio terminaban con un profundo suspiro de John. Entonces le daba la mano y él
me la apretaba con fuerza.
Mirándome con una triste sonrisa, me dijo: «Si puedo dejar tras de mí algo bueno en
este mundo, aparte de mi familia, son estas palabras: “No trabajes demasiado. Trata de
mantener un equilibrio. No hagas que tu trabajo sea lo único en tu vida”». Mientras le
sonreía, tomé su mano y la besé.
John falleció pocos días después. Aunque aún no lo sabía, volví a escuchar lo mismo
una y otra vez en boca de otras personas a las que cuidé más adelante. Pero sus palabras
me habían marcado y no las olvidaría nunca.
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Propósito e intención
De cara a mejorar mi situación vital, el boca a oreja había comenzado a hacer efecto.
Había pasado ya mucho tiempo desde mi temporada en casa de Ruth, pero una red de
personas maravillosas habían empezado a ver los beneficios mutuos que obteníamos si
yo cuidaba de sus casas mientras estaban fuera. Aunque había ocasiones en que cambiar
de casa cada pocas semanas o meses resultaba agotador, también me permitía conocer
muchos hogares estupendos. Uno de ellos incluso estaba junto a la casa del hombre más
rico del país. Desde luego, me movía entre gente de mucho dinero.
Gran parte de estas casas tenían personal que se encargaba de la limpieza y del jardín,
y a veces incluso disponían de alguien que se dedicaba exclusivamente a limpiar las
ventanas. Yo solo tenía que vivir en la casa como si fuese mía y disfrutar de ella. No
creo que deba explicar que eso no era nada difícil de hacer. Además de ser personas muy
adineradas, varios de los componentes de esta red eran también increíblemente creativos.
Y sus casas eran a menudo luminosas, vistosas y acogedoras.
Fue a través de una de estas personas como acabé cuidando a Pearl. Su casa era
alegre, y ella también, al menos todo lo alegre que puede ser alguien que está a punto de
morir. Enseguida nos caímos bien. Tenía tres perros, uno de los cuales, que solía ser
muy tímido con los desconocidos, estaba sentado sobre mi regazo a los pocos minutos de
conocernos. (Los animales saben reconocer a las personas que sienten simpatía por
ellos.) La respuesta de su perrito negro ante mi presencia contribuyó a que Pearl y yo
congeniásemos inmediatamente.
Varios meses atrás, justo antes de su sexagésimo tercer cumpleaños, le habían
diagnosticado una enfermedad terminal. Sus perros y el apego que sentía por su casa la
habían llevado a decidir que prefería morir en su propia cama. Un amigo se había
ofrecido a adoptar a los tres animales cuando llegase el momento, de modo que Pearl
tenía la tranquilidad de que podrían seguir juntos. Su actitud ante la proximidad de su
fallecimiento era de resignación.
Muchos de los enfermos a los que había cuidado hasta ese momento se habían negado
en un principio a asumir su situación. Pasaban por todo un abanico de emociones para
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acabar finalmente aceptando el inevitable desenlace. Otros se encontraban aún
conmocionados, porque les habían dado la noticia de tal manera que eran incapaces de
asumirla. En ocasiones, el portador de la noticia adolecía de falta de tacto al comunicarla
y no tenía plena conciencia del efecto que provocaría. A veces era un familiar y otras se
trataba de profesionales sanitarios. Pero esas situaciones requieren mucha delicadeza.
Sin embargo, Pearl afrontaba el hecho de que su hora había llegado desde un estado
de aceptación. Me contó que, en parte, para ella la situación era más abordable porque
había perdido a su marido y a su único vástago, una niña, con un año de diferencia hacía
más de treinta años. En su corazón, sabía que pronto volvería a verlos.
Su marido había fallecido en un accidente laboral, aunque ella prefería no emplear la
palabra «accidente», porque creía que tal cosa no existía. «Tenía que ocurrir —me dijo
—. Me provocó un dolor inmenso, pero en los treinta años que han pasado desde
entonces he llegado a la conclusión de que esa pérdida me ayudó a convertirme en la
persona que ahora soy, y a ayudar a los demás. No sería quien soy de no haber sufrido
su fallecimiento.»
También se tomaba con serenidad la pérdida su hija pequeña. Tonia había muerto de
leucemia a los ocho años. «Perder a un hijo es tan terrible como todo el mundo dice.
Ningún padre debería tener que experimentarlo. Pero sucede, en todo el mundo, cada
día. Yo solo soy una más.» Yo la escuchaba y notaba la paz que emanaba al hablar de su
hija. «Me alegro de que su sufrimiento no fuese demasiado largo. Creo que entró en mi
vida para mostrarme la felicidad de sentir un amor incondicional. Después, he podido
ofrecérselo a los demás, incluso a personas con las que no tenía relación. Querida Tonia,
mi querido angelito.»
Los recuerdos se habían ido difuminando en su cabeza, pero no así en su corazón. El
amor que Pearl sentía hacia su hija era más intenso que nunca. «El amor nunca muere»,
me dijo alegremente. A continuación, me explicó que su vida había sido difícil durante un
tiempo tras el fallecimiento de Tonia, y que había tardado varios años en volver a su
curso normal. Pero en ningún momento sintió que fuese una víctima. Aunque había
conocido el dolor de perder a un hijo, y no se lo deseaba a nadie, también había
experimentado la felicidad de ser madre, una experiencia que no todo el mundo tiene la
fortuna de vivir, señaló.
Coincidimos en que tras cada dificultad se esconde una oportunidad. «Hay gente que
siempre se hace la víctima —prosiguió—. «¿A quién quieren engañar? Los únicos
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perjudicados son ellos mismos. La vida no te debe nada. Ni a ti ni a nadie. El único que
está en deuda contigo eres tú mismo. Así que la mejor manera de sacarle todo el
provecho a la vida es valorar el regalo que representa y optar por no ser una víctima.»
Le expliqué que había conocido a unas cuantas víctimas a lo largo de los años, pero
que el mayor toque de atención lo recibí cuando, en cierto momento, reconocí esos
rasgos en mí misma. Me pilló completamente por sorpresa ver que estaba tan inmersa en
mi propio dolor que tan solo podía pensar en lo dura que había sido mi vida.
Asintió sin juzgarme. «Todos podemos caer en ello en un momento dado. La línea que
separa la compasión de una mentalidad victimista es muy fina. Pero la compasión es una
fuerza reparadora que proviene de un sentimiento de cariño hacia ti misma. Adoptar el
papel de víctima es una pérdida tóxica de tiempo que no solo hace que los demás se
alejen, sino que también impide que la propia víctima conozca la verdadera felicidad.
Nadie nos debe nada —repitió—. Solo nos debemos a nosotros mismos el ponernos en
pie, dar gracias por todo lo que tenemos y hacer frente a las dificultades. Cuando vives
teniendo esto en mente, la vida no deja de hacerte regalos.» Esta mujer me encantaba.
Siguió hablando de lo dura que es la vida de tanta gente, de cómo hay quien, aunque
deba enfrentarse a enormes dificultades, consigue superarlas y descubre la felicidad en
las cosas pequeñas que va encontrando en el camino. Y de cómo hay otros que no hacen
más que quejarse de sus vidas, pese a que no tienen ni idea de lo afortunados que son,
comparados con mucha gente. Estar de acuerdo con Pearl no era difícil, ya que, a pesar
del dolor que durante tanto tiempo llevaba a rastras, a la vez nunca dejaba de ser
consciente de lo afortunada que era. Siempre había alguien que lo estaba pasando mucho
peor.
Cuando Pearl consiguió volver a tomar las riendas de su vida tras la pérdida de su
marido y de su hija, pasó varios años sumergida en su trabajo. Era un trabajo que le
entusiasmaba. Le encantaban sus compañeros y sus clientes, y sentía que una de las
razones de su existencia era fomentar su inspiración y hacer que estuviesen contentos,
cosa que se le daba muy bien. Pero nunca dejó de sentir un vacío en su interior. Durante
casi dos décadas, lo había achacado a las pérdidas que había vivido en su familia.
Un comentario casual le cambió la vida un día y se encontró ayudando fuera de su
horario laboral a un cliente que estaba poniendo en marcha un nuevo programa de ayuda
social. Sin ser demasiado consciente de ello, Pearl se fue involucrando cada vez más,
simplemente porque le gustaba ese proyecto y las ideas de la gente que participaba en él.
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«Por primera vez en más de veinte años, volví a sentir pasión. ¿Sabes por qué? —me
preguntó mientras me hacía esperar—. Tenía un propósito, un verdadero sentido. A eso
se debía el vacío que había sentido en mi trabajo. Para mí no tenía el suficiente sentido.»
No me costó empatizar con lo que me contaba. Le relaté mi recorrido laboral, incluso
las dificultades por las que había pasado hasta acabar trabajando como cuidadora y en la
música, dos cosas que cada vez me daban mayores satisfacciones. Convino conmigo en
que mi trabajo tenía verdadero sentido, sobre todo comparado con los que había
desempeñado antes. Pero, como yo, pensaba que cualquiera podría encontrarle un
propósito real a su trabajo si hacía algo que estuviese en consonancia con su
personalidad. Era una cuestión de perspectiva.
La casa de Pearl tenía un hermoso invernadero en el que el sol de invierno caía sobre
nosotras a través del techo de cristal. Era un lugar luminoso y agradable. Cada mañana,
la llevaba allí en su silla de ruedas, normalmente con al menos uno de los perros sobre el
regazo, a veces incluso con los tres. Bebíamos litros y litros de infusión recién hecha
mientras disfrutábamos del regalo que era para nosotras cada nuevo día. Le comenté que
cuando pasaba el tiempo con ella no sentía que estuviese trabajando. Entonces el rostro
se le iluminó y me dijo: «Desde luego. Así es como debería ser. Cuando trabajas en algo
que te gusta, no parece que estés trabajando. No es más que una extensión natural de ti
misma.»
El proyecto de ayuda social propició que Pearl encontrase el trabajo de su vida. Al
cabo de un año, había dejado su trabajo anterior y estaba dedicada por completo al
nuevo. Al principio su salario era inferior, aunque eso no le importaba. Pero con el
tiempo fue aumentando. «A veces hay que retroceder varios pasos para coger carrerilla
antes de saltar —decía riendo—. La gente no entiende el dinero. Y eso hace que pasen
toda la vida en el trabajo equivocado, porque creen que no podrían ganarse la vida
haciendo lo que les gusta, cuando puede ser completamente al revés. Si te encanta lo que
haces, puedes estar más abierta a que fluya el dinero, porque estás más inmersa en tu
trabajo y eres más feliz como persona. Evidentemente, se tarda un tiempo en cambiar la
forma de pensar y dejar de darle vueltas a de dónde llegará el dinero.»
Un amigo mío lo había expresado muy bien, y así se lo conté a Pearl. Le damos
demasiada importancia al dinero. Lo que tenemos que hacer es encontrar aquello a lo
queremos dedicarnos, saber cuál es nuestro proyecto, y trabajar sin perderlo de vista,
con determinación y con fe. Que no sea el dinero lo que nos mueva, sino el proyecto.
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Entonces, el dinero llegará de forma natural, muchas veces proveniente de lugares que ni
imaginábamos.
Yo ya había aprendido tras mis numerosos saltos al vacío. Cuando se me acababa el
dinero, normalmente era debido al miedo incontrolable que me provocaba esa carencia, y
con esa actitud la situación no mejoraba. Cuando me concentraba en lo hermoso que era
el día, agradecía lo que tenía y trabajaba en el objetivo hacia el que me sentía impelida,
lo que fuese que necesitaba acababa llegando.
Una de las mayores recompensas que recibí por tener el valor de seguir trabajando
para conseguir lo que quería llegó cuando grabé mi primer disco. Todo sucedió en el
momento más oportuno, ya que estaba cuidando la casa de uno de mis clientes
habituales, que era una de mis favoritas, y pudimos realizar la grabación en ella. Era una
espléndida vivienda de color rosa oscuro, con vistas a una pequeña extensión de selva
tropical. Encontramos un momento que nos conviniese a todos. Mi productor, en
particular, era un hombre muy ocupado, pero consiguió hacernos un hueco. A los otros
músicos también les iba bien el momento elegido. Solo nos faltaba una cosa: ¡Dinero!
Tenía algo ahorrado, pero no lo suficiente.
Una voz interior me decía que lo preparase todo como si fuese a suceder, y eso es lo
que hicimos. Contraté a los músicos y dediqué un tiempo a ensayar y a pulir las
canciones. Sin embargo, a medida que la fecha se iba aproximando, la fe que me había
impulsado hasta entonces empezó a flaquear, aunque en el fondo sabía que nada me
habría guiado a hacerlo si no fuese a suceder. En mis momentos de fortaleza, tenía la
total certeza de que todo iría bien. A fin de cuentas, no era mi primer salto al vacío.
Confiaba en mí misma y en mi capacidad de atraer hacia mí las cosas que necesitase.
Pero el miedo estaba empezando a aflorar, hasta tal punto que mi fe no podía seguir
ignorándolo.
Teníamos previsto empezar a grabar el lunes. Era viernes por la tarde y el dinero
seguía sin aparecer. El miedo se desató. El productor no podía permitirse pasar horas sin
trabajar y sin cobrar. Los otros músicos tampoco disponían de mucho tiempo. En cuanto
sentí pánico, fui directa a mi cojín de meditación y me senté. Las lágrimas brotaron.
Llevaba meses conteniéndolas, intentando estar totalmente centrada y ser fuerte, pero
ahora rodaban por mis mejillas. Entre sollozos, di rienda suelta a todas mis frustraciones,
y asumí que ya no podía soportarlo más. No me quedaban fuerzas. Había hecho lo que
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sentía que se me aconsejaba, pero ya no podía seguir adelante. Era demasiado duro.
Estaba exhausta.
Entonces llegó el alivio, ese dulce momento en que una se entrega. Ya no había nada
que yo pudiese hacer. Tenía que ceder el testigo a fuerzas superiores. Me sentía asustada
y agotada, así que decidí salir a ver algún concierto, como distracción. Justo en ese
momento me llamó una amiga que desconocía mi situación y me invitó a salir con ella y
con otra amiga. Querían ir a un café-librería. Me pareció más prometedor que ir yo sola
al concierto, así que acepté. Me prometí a mí misma que disfrutaría de la noche y
olvidaría mis problemas, y salí de casa contenta. Mañana sería otro día, y me enfrentaría
a lo que fuese entonces. Solo necesitaba olvidarme de todo durante un rato.
Mi amiga Gabriela hojeaba algunos libros mientras yo charlaba con su amiga, sentadas
en la sala del café. Leanne y yo solo nos habíamos visto una vez, de pasada y muy
brevemente, varios años antes, y nuestros caminos no se habían vuelto a cruzar desde
entonces. Me preguntó dónde vivía, y le expliqué que cuidaba de casas ajenas. Le
pareció curioso, pero también muy útil, porque estaba a punto de ponerse a buscar casa
y agradeció mi opinión sobre los distintos barrios en los que había estado viviendo. En
respuesta a sus preguntas, le conté cómo había acabado viviendo así tras buscar la
manera de no tener que pagar un alquiler y al mismo tiempo disponer de tiempo para
dedicarme a mi labor creativa, a la música en particular.
Leanne estaba atravesando un divorcio muy complicado, así que agradeció ese
momento de distracción, al igual que yo. La conversación siguió fluyendo de manera
natural. Después me preguntó por mi disco, lo que me devolvió a mi situación actual y
me llevó a lamentar haber permitido que la conversación derivase hacia este asunto, pero
le conté sinceramente cuál era la situación y que estaba esperando un milagro que me
salvara.
Me siguió preguntando sobre el disco, la gente con la que estaba trabajando en él, la
instrumentación que teníamos pensada, de dónde venía mi interés por la música y qué
me incitaba a tocar en público. Y le seguí contando. Entonces, de pronto, me dijo que
siempre había tenido ganas de hacer de mecenas, que no sabía a quién ayudar, que
estaba pasando por una época muy mala de su vida, que necesitaba hacer algo positivo y
que se pasaría por mi casa el lunes por la mañana con el dinero que me hacía falta.
Lloré lágrimas de alivio y de alegría. No me lo podía creer. Sin pensármelo, le di un
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abrazo sentido, mientras reprimía la necesidad de echarme a llorar desconsoladamente.
Se acabó. Lo había conseguido. El disco saldría adelante. El dinero había llegado a mí.
Leanne estuvo presente durante parte de la grabación. Me encantó tenerla ahí,
tumbada sobre la alfombra con los auriculares puestos escuchando cómo cantábamos y
tocábamos mientras grabábamos cada nueva pista, aunque siempre sin entrometerse. Ver
lo que estaba sucediendo le bastaba para estar contenta. ¡Qué mujer tan hermosa y
generosa! Este incidente me dio fuerzas para dar todos los saltos al vacío que estaban por
venir. La ayuda acaba llegando. Solo tenemos que quitarnos de en medio.
A Pearl le encantó la historia, porque la reafirmaba en todo aquello en lo que creía.
«Así es, totalmente. El miedo hace que nos encerremos por completo. El dinero no es
más que otra forma de energía, una energía que quiere hacernos bien y traernos la
felicidad a todos. Pero no sabemos usarlo, le damos poder, lo perseguimos, le tenemos
miedo, descompensamos nuestras vidas por perseguirlo, obsesionados con él —afirmó
—. Lo tenemos tan a nuestro alcance como el aire que respiramos. No perdemos el
tiempo preocupándonos por si tendremos suficiente aire. Tampoco deberíamos perderlo
preocupados por si tendremos dinero suficiente. Son los propios pensamientos los que
impiden el flujo de esta energía amorosa y creativa en nuestra dirección.» Comprendí lo
que quería decir, y estaba de acuerdo.
Cuando Pearl se incorporó al proyecto de ayuda social, la financiación era un
problema constante para quienes ya estaban trabajando allí. Invertían toda su energía en
cómo encontrar dinero, y no en su finalidad. Afortunadamente, el equipo de trabajadores
fue sensible a las ideas de Pearl. Aunque en un principio no tenían la suficiente fe en
ellos mismos para creer que podrían atraer la financiación que necesitaban para cada
parte del proyecto, sí confiaron en la fe de Pearl. Y aceptaron seguir trabajando en pos
del éxito del proyecto, confiando en que el dinero llegaría, pero dando activamente todos
los pasos posibles para contribuir a que así fuera. También estaban aprendiendo a dejarse
llevar cuando ya no hay nada que uno pueda hacer al respecto, y a seguir trabajando
como si el dinero ya estuviese de camino. La fe de Pearl era inquebrantable y, en
consecuencia, resultó ser una gran inspiración para el equipo.
Enseguida, el dinero empezó a fluir hacia el proyecto desde numerosas e inesperadas
fuentes, para gran satisfacción de los trabajadores. El programa se amplió a otro barrio,
para ayudar a más gente. Pocos años más tarde, Pearl y varias personas más estaban
ganando un sueldo decente y habían ampliado el programa de nuevo, ayudando cada vez
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a más gente necesitada sin sentir, ni por un momento, que lo que estaban haciendo era
trabajar.
El sol se había desplazado sobre la casa y volvimos al salón, donde un rato antes yo
había encendido la chimenea. Pearl estaba agotada, pero no le gustaba irse a la cama
antes de que anocheciese, si podía evitarlo. Durante el día, descansaba a ratos en el sofá
junto a la chimenea. Para que estuviese cómoda, le coloqué bien los almohadones y la
cubrí con una manta grande y preciosa. Al igual que Pearl, y como la casa en su
conjunto, era muy colorida. El fuego llenaba la habitación de una luz hermosa que
transmitía una sensación de comodidad. Cuando estuvo instalada, los perros le saltaron
encima y se acurrucaron. Era una imagen bonita: Pearl, los perros, el fuego, los colores
de su casa. Aún la recuerdo vívidamente tantos años después.
«Este asunto del dinero es sobre todo cuestión de intención —afirmó. Arrastré una
silla para estar más cerca y seguí escuchando y disfrutando de sus pensamientos—. El
dinero fluye mejor cuando la intención es respetable. Conseguimos reunir el dinero para
el proyecto porque repercutiría para bien en la vida de otras personas. Desde luego,
nosotros también salimos beneficiados, porque nos permitió ganarnos la vida haciendo lo
que nos gustaba y al mismo tiempo disfrutar de la sensación de que nuestras vidas tenían
sentido.»
Pearl afirmaba que esa es la razón por la que el sentido de las cosas es tan importante
en nuestro mundo. Si le encontramos el sentido, nos acercamos a él con la intención
apropiada. Cualquier trabajo que tenga un sentido beneficiará de alguna manera a otras
personas. El dinero para apoyar esa intención llegará, siempre que llevemos a cabo todas
las acciones que podamos y no impidamos el tránsito del flujo con nuestro miedo. A las
personas de mediana edad, en particular, les surgen muchas preguntas y anhelan conectar
de alguna manera con el mundo a través de su trabajo. Este es el deseo natural de
sentido al que se refería Pearl.
Era una mujer sabia e inteligente, que decía lo que pensaba sin tapujos. Pensé que ese
flujo que transcurría con tanta facilidad entre nosotras habría existido igualmente aun en
el caso de que no estuviese muriéndose. Pearl siguió hablando, diciendo ahora que los
padres, por ejemplo, no siempre confían en su propia valía y cómo su intención de criar
hijos felices es una de las mayores contribuciones que pueden hacerse a la sociedad,
porque da lugar a adultos de bien. No le gustaba oír decir a una madre que su único
papel en la vida era ese, como si eso no fuese lo más importante y una tarea cargada de
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verdadero sentido. Lo mismo pensaba incluso de la gente que cuidaba de sus jardines,
celebrando así la belleza de la Tierra.
Me acordé entonces de una señora encantadora a la que conocí cuando vivía en Perth,
y le conté a Pearl la felicidad que su jardín me había hecho sentir cada mañana, cuando
pasaba por delante de él camino de la estación de tren. Me procuraba tanto placer ver la
eclosión de las flores y los colores de los árboles que acabé dejándole en el buzón una
nota de agradecimiento por el deleite que me había hecho sentir. Realmente, el jardín me
alegraba el día. Se establecía una hermosa simetría entre las flores de colores y las
plantas exóticas y cada día se revelaba otro cambio, otra visión. La gente no siempre es
consciente de la alegría que da a los demás. Por fin, un día vi a la jardinera, una señora
de unos ochenta años, y pude decirle lo mucho que me gustaba su jardín. Yvonne, así se
llamaba, enseguida cayó en la cuenta de que había sido yo quien había escrito la nota y
de esta forma empezó una nueva amistad.
«Sí, ahí estaba el sentido para ella, en su jardín. Encontrarle sentido a la vida es una
de las cosas más importantes —siguió diciendo Pearl—. De alguna forma, desearía no
haber desperdiciado todos esos años en un trabajo que era agradable pero que tenía muy
poco valor si lo comparo con el verdadero trabajo de mi vida, el que encontré a través
del proyecto. Pero me llevó al lugar donde debía estar, ya que fue uno de mis clientes el
que me ayudó a encontrar mi camino hacia el cambio. Una puede tardar años en saber
qué quiere hacer, como me pasó a mí. Pero la satisfacción que una experimentará hará
que la búsqueda haya merecido la pena.»
Pensé en todo lo que yo había tenido que pasar para encontrar un trabajo que me
satisficiera, y estuve de acuerdo en que había merecido la pena. Sentada junto a la
chimenea con esta hermosa mujer y sus tres adorables perros, me sentí muy afortunada
de tener un trabajo así. Se lo dije a Pearl, que asintió sonriente.
«Si me arrepiento de algo, Bronnie, es de haber pasado tantos años en un trabajo
mediocre. La vida transcurre muy rápido. Lo aprendí cuando perdí a mi familia, pero,
por desgracia, a veces sabemos las cosas durante mucho tiempo antes de estar en
disposición de actuar en consecuencia. Podría arrepentirme, pero no lo haré. Prefiero ser
amable conmigo misma y perdonarme por no haber sido capaz de dejar ese trabajo
antes, por no ver claramente las señales hasta mucho más tarde.» Le di la razón en que
perdonarse a uno mismo es mucho más sano que vivir lleno de remordimientos, y le
conté lo mucho que estaba aprendiendo de la gente a quien cuidaba.
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Se rió y dijo: «Así es. No tienes excusa. No puedes llegar a tu lecho de muerte y decir
que tendrías que haberlo sabido antes. Tienes la gran fortuna de conocer todos nuestros
errores.» Riendo, le di la razón. Pero me di cuenta de que tanta conversación la estaba
dejando agotada, así que comprobé que estaba cómoda, corrí las cortinas y la dejé
descansando junto al fuego. Mientras la contemplaba desde la puerta, junto a sus tres
perros, una lagrimita me rodó por la mejilla.
Aunque aún estaba aprendiendo a apreciar mi verdadera valía, sentía una enorme
gratitud por tener al menos un trabajo con corazón. Sonriendo, me dirigí a la cocina.
Después de prepararme una taza de té, descansé en otra de las tranquilas habitaciones de
la casa mientras Pearl dormía. El barrio estaba en silencio esa tarde, aunque desde donde
me encontraba no habría podido decirlo, porque la casa siempre estaba tranquila, tanto
en lo que se refiere a los sonidos como a la energía.
Pasé varias semanas más con Pearl, pero se fue debilitando día a día hasta que tuvo
que aceptar que salir de la cama le suponía demasiado esfuerzo. Pearl había disfrutado
plenamente de su hogar, y me pidió que yo siguiese haciéndolo por ella mientras
estuviese allí. Le sonreí y le dije que no se preocupase. Pero mucho más que su casa, a
quien yo apreciaba era a Pearl.
Vinieron a despedirse sus amigos, incluidos sus compañeros en los proyectos sociales.
Hablaron de cómo ella les había cambiado la vida y cómo su trabajo, que había ayudado
a tanta gente, había dejado una huella indeleble. Pero no tiene por qué ser un trabajo
estupendo para que tenga sentido. Hay gente capaz de ayudar a miles de personas. Y
otros que solo pueden ayudar a una o dos. En ambos casos, el trabajo es igual de
importante. Todos tenemos un propósito y trabajar para encontrarlo contribuye al bien de
todos. Y, por supuesto, nos ayuda también a cada uno de nosotros. En ese caso, el
trabajo, como decía Pearl, deja de ser trabajo y pasa a convertirse en una gratificante
extensión de quienes somos.
Cuando cerré la puerta tras de mí el día que Pearl falleció, me encontré con un
hermoso sol de invierno. Me detuve, respiré profundamente y agradecí que sus rayos me
iluminasen la cara. Durante todos esos años de búsqueda, yendo de un banco para otro,
mi única intención era encontrar un trabajo que me gustase.
Ahora, bajo el sol invernal, sonreí al pensar en Pearl, en la maravillosa persona que
había sido. Había encontrado el trabajo que me gustaba y me sentía afortunada por ello.
Tardé un tiempo en salir del jardín, inmersa en mis pensamientos y en la gratitud y
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enviándole a Pearl todo mi amor. Pero en realidad daba igual. Yo estaba sonriendo y la
culpa la tenía mi trabajo.
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Sencillez
Como es de imaginar, las familias de quienes iban a morir también sufrían enormemente
durante las últimas semanas del enfermo. El rango de edad habitual de la mayor parte de
las familias iba de los cuarenta y pocos a los cincuenta y muchos y la mayoría tenía
hijos.
El miedo a perder al padre o a la madre, y quizá el miedo a su propio dolor, da pie a
comportamientos vehementes. Este es uno de los aspectos que a menudo me hacía
pensar sobre lo perjudicial que es vivir en una sociedad que trata de ocultar la muerte. La
gente no solo no está preparada para enfrentarse a la profundidad de las emociones que
afloran, sino que se vuelve desesperadamente temerosa y vulnerable, algo que es aún
más habitual entre los familiares. Los enfermos encontraban la paz antes de partir, pero
sus hijos a menudo tenían sus emociones totalmente descontroladas, dominadas por el
miedo y el pánico.
El hecho de trabajar en hogares privados me permitió entrar en contacto con las
formas de vida y las dinámicas de un buen número de familias, lo que me enseñó que
casi todas tienen problemas de algún tipo, cosas que arreglar y que aprender los unos de
los otros. Algunas ni siquiera eran plenamente conscientes de lo que cada persona
desencadenaba por sí misma. Pero esos mecanismos existían sin duda alguna. Cuando
veía cómo los hermanos se impacientaban o se enfadaban los unos con los otros, me
mantenía respetuosamente al margen y trataba de contemplar la situación con la mayor
compasión posible.
Los problemas de un exceso de control también eran de suma importancia en esos
momentos. A menudo, uno de los hermanos trataba de controlarlo todo: la gestión del
hogar, la lista de la compra, las cuidadoras, el inminente funeral, todo. Cuando los demás
hermanos intentaban colaborar, o dar su opinión, a veces acababan discutiendo. Todos
tienen derecho a colaborar, y más teniendo en cuenta que el poco tiempo que queda hace
que el deseo se agudice en todo el mundo. Pero eso también hace que la persona
controladora sienta aún mayor necesidad de mandar. Era descorazonador asistir a esta
exhibición de poder, o de supuesto poder, claramente motivada por el miedo.
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Pero el bienestar del enfermo era mi prioridad, por encima de cualquier otra cosa. De
modo que, cuando oí cómo los ánimos se caldeaban junto a la cama de Charlie, entré
rápidamente en la habitación. Mi adorable cliente estaba acompañado por sus dos hijos
adultos, Greg y Maryanne, que se desgañitaban de un lado a otro de la cama,
descontrolados. «Basta ya, por favor —dije en un tono suave pero firme—. Si no podéis
dejarlo, seguid en la otra habitación. Mirad a vuestro padre. Se está muriendo, por el
amor de Dios.»
Maryanne empezó a llorar y pidió disculpas a su padre. Charlie era un hombre
tranquilo y parecía que siempre lo había sido. «No hace más que molestarme
continuamente», dijo refiriéndose a su hermano. Maryanne tenía unos hermosos ojos
azules y el cabello negro y largo. Podría haber sido modelo para pintores, me dije. Pero
tenía los ojos rojos de tanto llorar y estaba muy triste.
Enseguida Greg respondió con rabia. «No veo por qué deberías recibir lo mismo que
yo en el testamento. Te fuiste lejos. Te has sacrificado menos. Yo me he esforzado más
y estado siempre aquí junto a papá desde que mamá murió.» Me dolía en el alma
escuchar el razonamiento de Greg. Bajo esas palabras se escondía un niño pequeño,
frágil y herido. Los dos se parecían a su padre, pero creo que Greg también había salido
a su madre. Tenía el cabello castaño y la piel más clara que su hermana. Pero no lloraba,
estaba furioso.
Miré a Charlie buscando alguna señal, pero se encogió de hombros con una mirada
triste en sus grandes ojos azules. Mientras les pedía que se fueran de la habitación, dije:
«Creo que es mejor que salgáis de aquí. Esto no es bueno para nadie, y menos aún para
vuestro padre». Preparamos té, nos sentamos en la cocina y siguieron hablando.
Maryanne no tenía tanto que decir, y cuando le pregunté el porqué me contestó que no
merecía la pena. Pero bajo las palabras de resentimiento podía percibirse el amor que
sentían el uno por el otro. Recordé cómo la sinceridad había hecho posible que la
situación en mi familia empezase a arreglarse y les animé a que hablasen.
La relación con mi padre, por ejemplo, había sido en otra época muy problemática y
dolorosa para mí. Pero gracias a la sinceridad, la compasión y el paso del tiempo, había
sanado maravillosamente. Ahora disfrutábamos de una amistad respetuosa, divertida y
entrañable, algo que en otra época jamás habría imaginado pero, si aún hay amor y
ambas partes están por la labor, cualquier relación familiar puede recuperarse, como
sucedió en nuestro caso. Era evidente que Greg y Maryanne aún se querían, como lo era
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también que necesitaban sentir que el otro les comprendía. Pero el dolor lo distorsionaba
todo.
Una vez que cada uno de ellos hubo expuesto sus quejas, les pregunté qué les gustaba
del otro. «Nada», respondió hoscamente Greg. Recurrí al humor para relajar la situación
y al poco rato se le ocurrieron un par de cosas. Maryanne también nombró algunas. Sus
egos se estaban resistiendo, en particular el de Greg, que deseaba odiarla. Pero lo que me
incitó a sugerir este método fue que a mí me había servido cuando lo apliqué a varios de
mis familiares. Durante los años en que mi relación con ellos era muy dolorosa, traté de
buscar aspectos que me gustasen de esas personas. Me pasó como a Greg: al principio
me costó encontrarlas. Pero era porque el dolor no me dejaba ver sus partes buenas.
Cuando me deshice de él, pude ver que, aunque las diferencias entre nuestros estilos de
vida eran tales que dificultaban mucho que llegásemos a establecer una conexión
particularmente estrecha, todas eran personas decentes y de buen corazón.
Conseguí recordar cosas que habían hecho en el pasado con buena intención. Aunque,
por desgracia, algunas las habían usado en mi contra más adelante, su intención inicial
había sido buena. También tuve que reconocer que había habido ocasiones en que, a su
manera, habían intentado demostrar que me querían. Pero tenía mis heridas tan a flor de
piel que los había rechazado y apartado. No obstante, a pesar de todos nuestros
malentendidos, eran buenas personas, como lo es cualquiera si miramos más allá de todo
lo que empaña lo mejor de él o ella. Hoy les tocaba a Greg y a Maryanne arreglar sus
desavenencias.
Resultó que Greg había acumulado resentimiento contra su hermana durante décadas,
simplemente porque esta había tenido el valor de vivir la vida hacia la que se había
sentido impulsada, la vida que quería. Pero no había sido Maryanne la que había
impedido a Greg hacer lo propio. Había sido él mismo. Esa tarde las emociones se
desbordaron y, aunque evidentemente no acabaron siendo mejores amigos al final del
día, sí que lograron avanzar mucho. Antes de irse, cada uno de los dos pasó un rato a
solas con Charlie. Después, de nuevo nos quedamos solos él y yo.
Cuando entré en su habitación después de que se fueran, me miró moviendo la cabeza
con una leve sonrisa. «Mi querida niña, llevaba veinte años esperando este momento,
preguntándome cuándo entraría el volcán en erupción —dijo con una risita—. Me alegro
de que haya sucedido antes de que me vaya, quizá incluso llegue a ver cómo se hacen
amigos.»
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Los pájaros cantaban en los árboles autóctonos junto a la ventana y una mariposa
naranja pasó volando. Los dos la miramos, sonriendo, y después retomamos nuestra
charla. Charlie me contó que, de niños, habían tenido muy buena relación. Greg siempre
había cuidado de su hermana pequeña, que lo idolatraba. Pero, cuando ella se convirtió
en una adolescente independiente, habían empezado a pelearse y no habían sido capaces
de volver a encontrarse.
«Maryanne no es la que me preocupa, Bronnie. Es relativamente feliz. Greg es quien
me entristece. Se ha pasado la vida intentando demostrar su valía. Cuando dice que
siempre ha hecho más por mí que Maryanne, tiene parte de razón, aunque ella me ha
ayudado muchísimo de una manera menos evidente. Pero él no tenía por qué haberlo
hecho. Muchas veces hacía cosas que aún podía hacer yo, y que realmente habría
preferido hacer yo. —Dio un suspiro y continuó—: Dedica un número desorbitado de
horas a un trabajo que odia, tiene hijos a los que nunca ve, y la verdad es que no
entiendo por qué.»
«¿Sabe que le quieres, Charlie?», me atreví a preguntar. Me miró desconcertado.
«Pues supongo que sí. Cuando hace un buen trabajo aquí, en la casa, siempre se lo
digo. Sabe que me siento orgulloso de él.»
«¿Cómo? ¿Le dices alguna vez que te sientes orgulloso de él como persona, no solo
por su trabajo?», le pregunté.
Se detuvo un instante. «No, directamente no. Pero lo sabe», respondió.
«¿Cómo?», insistí.
Charlie se rió. «Condenadas mujeres. Siempre tenéis que llegar hasta el fondo,
¿verdad?» Entre risas, le conté lo que pensaba. Me escuchó abierta y respetuosamente.
Me pregunté si lo que había dicho sobre que Greg siempre estaba tratando de demostrar
su valía se debía en realidad a que buscaba el cariño y la aprobación de su padre. La
conversación continuó mientras duché a Charlie y después lo llevé hasta su cama.
Siempre había preferido ducharse por la tarde, pero empezaba a resultarle agotador y
poco tiempo después se lavaría en la propia cama. Le costaba respirar y tardaba un
tiempo en recuperar el aliento al volver a la cama. Cada día estaba un poco más débil, así
que lo dejé descansando.
Cuando asomé la cabeza un par de horas más tarde, se volvió hacia mí y me sonrió,
así que me senté junto a la cama, le ayudé a beber y le pregunté si necesitaba algo más.
Me dijo que no con la cabeza y siguió hablando de sus hijos. «Lo único que deseo es que
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sean felices. Es todo lo que cualquier padre debería querer para sus hijos. Espero que
Greg deje de trabajar tanto y de complicarse la vida así. Es un buen hombre, pero no
está contento consigo mismo —me dijo—. Una vida sencilla es una vida feliz. Así es
como su madre y yo siempre hemos vivido. Pero la verdad es que no tuvimos más
opción. Eran tiempos duros. Pero aún hoy en día se puede vivir con sencillez. Es una
buena elección.»
En mitad de la repisa de la chimenea había una foto de Charlie, joven y apuesto, junto
a su prometida. Los imaginé criando a Greg y a Maryanne de pequeños. Charlie decía lo
que pensaba, y eso me gustaba. Su sinceridad tenía algo de antigua. Siguió contándome
todo lo que se le pasaba por la cabeza, pensando en voz alta. «¿Sabes qué? No creo que
sepa realmente que le quiero. Nunca se lo he dicho con esas palabras.»
«Cada uno es como es, Charlie —le dije—. Hay quien lo deduce de los actos, pero
muchos necesitan que se lo digan explícitamente. Quizá Greg sea de estos últimos. ¿Qué
perderías si se lo dijeses?»
Asintió. «Necesito decírselo. Menudo mundo este en que a un hombre de setenta y
ocho años le cuesta decirle a su hijo que le quiere. Es que no estoy acostumbrado a
hacerlo —me explicó riendo. Pero enseguida se puso serio, con una mirada de decisión y
determinación. Y prosiguió—: ¿Crees que conseguiré convencerle de que viva una vida
más sencilla si no tiene que seguir buscando mi aprobación y sabe que le quiero? Porque
realmente le quiero.»
Le contesté que nadie sabía por anticipado cómo iba a reaccionar la otra persona. No
era seguro que Greg fuese a cambiar su forma de vivir. Lo importante era saber que su
padre le quería y estaba orgulloso de él; probablemente eso le aportaría más tranquilidad.
La idea de vivir con sencillez se fue volviendo cada vez más importante para Charlie a
medida que pasaban los días. Decía que la gente trabajaba demasiado por razones de
todo tipo. Muchos pensaban que no les quedaba otra opción, porque no podían escapar
de los engranajes de la rutina que implicaba tener que pagar facturas y dar de comer a su
familia. Charlie lo sabía bien y estaba de acuerdo conmigo en que para mucha gente la
supervivencia supone un auténtico reto, pero insistía en que siempre había alternativas.
«A veces es cuestión de cambiar el enfoque. ¿De verdad necesitamos vivir en una casa
tan grande? ¿Necesitamos un coche tan llamativo?», preguntaba. A veces, decía, lo que
hacía falta era cambiar la forma de pensar para encontrar una solución novedosa,
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reflexionar sobre lo que cada uno quería y trabajar juntos como una familia para lograr
un mayor equilibrio.
La comunidad también podía ser un camino hacia la sencillez, me explicó Charlie. Si
trabajamos juntos, más como una comunidad, no necesitaremos tantos recursos. Hay
menos desperdicio y aprendemos a cuidar los unos de los otros. Los egos y los orgullos
impiden que muchas comunidades se formen y se desarrollen, pero si queremos vivir de
una manera más ingeniosa y sencilla, es importante que entendamos la enorme
trascendencia y la necesidad de formar una comunidad en la zona en la que vivimos. Le
entristecía ver lo mucho que se había acelerado la vida y cómo se había alejado tanto del
equilibrio que incluso habíamos llegado a olvidarlo.
Charlie reconocía que en estos tiempos las dificultades económicas podían ser muy
grandes. Decía que la sociedad había olvidado sus verdaderas prioridades, y que
necesitaba una lección de sencillez. Pero esto solo podía pasar si el cambio se producía
antes en cada individuo, uno a uno. Sería entonces cuando la sociedad se ajustase a la
manera en que la mayoría de sus miembros vive y piensa, como sucede siempre.
También pensaba que a quienes mandan les hacía falta un buen toque de atención. Había
buenas personas desperdigadas por los sistemas políticos de todo el mundo, pero también
ellas chocaban a menudo con la burocracia y dependían de otros con más dinero y poder.
Así que, para llevar a cabo cambios significativos, todos y cada uno de nosotros
teníamos trabajo por delante. Simplificar nuestras vidas era un excelente punto de
partida.
Charlie había formado su propia familia, de modo que comprendía perfectamente la
presión que suponía sobrevivir y tener que alimentar a los suyos. Pero también se estaba
muriendo, lo que le permitía ver las cosas desde otro punto de vista y lamentar en voz
alta no haberse dado cuenta antes de todo esto y haber guiado a Greg de otra manera.
«Los niños son más felices cuando pasan más tiempo con sus padres, no cuando tienen
más juguetes. Puede que al principio se quejen, pero los niños más felices son los que
pasan tiempo de calidad con sus padres, con los dos si es posible. ¿Cómo van a tener los
hijos de Greg ese tiempo si este se pasa el día trabajando, intentando demostrar lo que
vale? —Charlie estaba pensativo y vi cómo se formaban nuevas ideas en su cabeza—.
Quiero mucho a mi niño. Tengo que decírselo, ¿no crees?»
Asentí alegremente. Después, sin venir a cuento, me preguntó: «¿Tu vida es
sencilla?», lo que me hizo reír discretamente.
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«Sí, mi vida física es bastante sencilla, Charlie. Y estoy tratando de simplificar también
mi vida emocional, paso a paso —le respondí con sinceridad, mientras seguía riéndome
levemente al pensar en las complicaciones que había habido en mi vida en los últimos
años, que distaba mucho de ser sencilla—. La meditación me ha ayudado muchísimo a
simplificar mi forma de pensar. Toda mi vida sale beneficiada, de una u otra manera.
Verdaderamente, me ha transformado, me ha permitido dejar atrás muchas cosas que
antes me impedían avanzar. Así que mi forma de pensar es mucho más sencilla a día de
hoy. Y sí, mi vida física también es bastante simple.»
Charlie pertenecía a otra generación y tenía una forma de vivir diferente, así que no
sabía nada sobre meditación, salvo que la practicaban personas en el extranjero que
llevaban túnicas naranja y se sentaban con los ojos cerrados. Me preguntó lo que era y se
lo expliqué de la manera más sencilla posible. Le dije que si aprendíamos a concentrar la
mente, podíamos observar nuestros propios pensamientos. Y que eso nos permitía
comprender hasta qué punto la vida depende en buena medida de una mente
descontrolada, lo que genera un sufrimiento y unos miedos innecesarios. Estos hábitos
mentales perjudiciales crecen y se intensifican y acabamos identificándonos con esa
personalidad, pensando que eso es lo que somos y construyendo nuestras vidas a su
alrededor. Pero en realidad no somos eso, somos mucho más.
Somos seres sabios e intuitivos, cegados por los miedos y las percepciones erróneas
que nuestra mente va generando a lo largo de los años, a través de todas sus reacciones,
tanto negativas como positivas. Así que, al aprender a concentrar nuestras mentes a
través de la meditación, observando nuestra respiración, por poner un ejemplo fácil,
empezamos a recuperar el control de nuestros propios pensamientos, lo que nos ofrece la
posibilidad de optar conscientemente por tener mejores pensamientos. Y de ese modo
construir vidas más felices.
Charlie me escuchaba en silencio, observándome con atención. Sonreí esperando su
opinión. «Uau —dijo finalmente—. ¿Por qué no te habré conocido hace cincuenta
años?» Riéndome, me levanté para ofrecerle otro trago de su bebida.
«¿Por qué no me habré encontrado yo a mí misma hace años, Charlie? —exclamé
riendo—.¡Me habría evitado tanto dolor!»
La conversación siguió su curso y más adelante Charlie me preguntó qué había
querido decir con la sencillez de mi vida física. Le expliqué cómo, tras muchos años de
mudanzas, había empezado a plantearme la importancia de tener pertenencias. En
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algunas de las mudanzas, me había llevado conmigo mis muebles. Pero otras veces los
había dejado guardados, ya fuese gratis en alguna granja de la familia, o pagando por el
almacenamiento. Cada vez que pasaba una temporada lejos de mis pertenencias, me
daba por pensar lo poco que las necesitaba para ser feliz, y me preguntaba por qué
seguía conservándolas.
Así que vendí mis muebles, y mis pertenencias se redujeron a mis enseres domésticos,
lo que me permitiría empezar de nuevo donde fuese y cuando se presentase la ocasión. Y
esa ocasión llegó de nuevo, porque siempre me había gustado tener mi propio espacio
para cocinar. Ir de un lado a otro era mi tendencia natural, hacía que me sintiese muy
libre. Pero incluso la libertad tiene un precio. Todo tiene un precio. Echar de menos mi
propia cocina era lo que me llevaba a desear sentar la cabeza durante una temporada.
Sin embargo, después de asentarme en algún lugar durante doce o dieciocho meses,
volvía a echar de menos la emoción de volver a lanzarme a la aventura. Poseer cosas
acababa siendo un lastre para mí, así que, siendo consciente de ello, asumí que estaría
mejor durante el resto de mi vida si no poseyese prácticamente nada. Cada vez que había
tenido que volver a empezar, los muebles se me habían aparecido fácilmente, gracias al
boca a boca, a las tiendas de segunda mano y a los rastrillos. Era algo que me encantaba.
Comprar cosas de segunda mano era además más coherente con mi amor por la Tierra,
ya que reducía la carga que les exigimos a sus menguantes recursos. Esta sociedad
nuestra de usar y tirar parece haber olvidado que todas las cosas provienen de algún lugar
y que todo lo que desechamos tiene que acabar también en algún sitio. La mayoría de las
veces, es la Tierra la que acaba soportando la carga, tanto al principio como al final. Esto
supone un precio peligroso para la supervivencia del planeta y de todas las criaturas que
se hallan en su seno, incluidos nosotros los humanos.
Así pues, siempre acababa con cosas fascinantes, creando un hogar completamente
nuevo. Nunca se me ocurrió pensar que los muebles no aparecerían. Y, por consiguiente,
siempre aparecían enseguida. A lo largo de los años he tenido algunos realmente
preciosos. Si los muebles se presentaban en mi camino de una forma tan natural cada vez
que los necesitaba, seguro que todo lo demás también llegaría.
Llevaba doce meses pagando por un espacio donde almacenar mis muebles, cuando
decidí que era un gasto superfluo y un incordio que no me hacía ninguna falta. De modo
que, con la ayuda de un querido amigo en quien se podía confiar, organicé un rastrillo en
su garaje. Cubiertos, libros, alfombras, sábanas y manteles, objetos de decoración,
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cuadros, de todo. Disfruté mucho viendo cómo la gente se emocionaba al hacerse con
mis pertenencias a precio de saldo. Lo que sobró lo doné a la beneficencia esa misma
tarde.
Por aquel entonces, tenía un coche del tamaño de una caja de zapatos. El jeep había
salido de mi vida de una manera espectacular un año antes en una autopista de seis
carriles. Mi coche de entonces, aunque era increíblemente económico y ágil en ciudad,
también era minúsculo. Le habían puesto el apodo cariñoso de «grano de arroz». Mi
intención era que, tras el rastrillo, todas mis pertenencias cupiesen dentro del grano de
arroz.
Acabé con un total de cinco cajas, incluidas dos con mis libros favoritos. Solo
conservé los que sabía que volvería a leer, o los que prestaría a otras personas como
inspiración. Los demás terminaron en otras manos, que los disfrutarían de nuevo en
otros lugares. El resto de las cajas contenían CD, revistas, álbumes de fotos, unos pocos
objetos con valor sentimental, la colcha de patchwork que mi madre había tejido para mí
y mi ropa. Con mi grano de arroz cargado hasta los topes y la música sonando, partí
hacia un nuevo período de mi vida.
La música que me acompañaba incluía canciones de Guy Clark, The Waifs, Ben Lee,
David Hosking, Cyndi Boste, Shawn Mullins, Mary Chapin Carpenter, Fred Eaglesmith,
Abba, The Waterboys, J. J. Cale, Sara Tindley, Karl Broadie, John Prine, Heather Nova,
David Francey, Lucinda Williams, Yusuf y The Ozark Mountain Daredevils. La música
era fantástica, cada canción resultó ser una magnífica compañera de viaje. Fui haciendo
kilómetros cantando alegre y libremente, sabiendo que todas las posesiones que tenía en
el mundo cabían dentro de mi grano de arroz. A unos mil kilómetros de distancia, hice
una parada en casa de mis padres y descargué las cajas. A partir de ahí, solo quedábamos
mi ropa y yo.
Charlie me escuchaba encantado, frotándose sus manos viejas y curtidas mientras
disfrutaba de mi historia. Le conté cómo, después de ese viaje, había pasado un tiempo a
la deriva. Ahora estaba en Sydney, experimentando la vida de una cuidadora de casas de
lujo y, sí, mi vida física era bastante sencilla. Él sabía que yo entendía a lo que se refería
cuando hablaba de la importancia de la sencillez. Estábamos de acuerdo en que a la gente
no siempre le resulta evidente lo mucho que puede lastrarle la posesión de un exceso de
cosas, incluso aunque no tengan intención de cambiar de aires. Deshacerse de las
pertenencias físicas siempre hace que una persona recupere también espacio interior.
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Greg llegó al día siguiente y estuvo todo el rato con su padre. Charlie me había pedido
que llamase a Maryanne y le dijese que no se pasase ese día. Al día siguiente sería al
revés. Maryanne estaría a solas con su padre y Greg no aparecería. Charlie me había
pedido también que me asomase discretamente de vez en cuando por si las cosas con
Greg se torcían, confiando en que mi presencia tuviese una influencia positiva. Pero no
fue necesario. Las dos veces que me pasé por allí, para llevarles un té o para transmitir
un mensaje, me quedó claro que estaba teniendo lugar una importante conversación
personal.
Poco antes de que Greg se fuese, para que su padre pudiese descansar, me llamaron.
Greg tenía los ojos enrojecidos de haber llorado y estaban cogidos de la mano. «Bronnie,
quiero que tú también lo sepas —anunció Charlie—. Quiero a este hombre con todo mi
corazón. Es un buen hijo y una gran persona.»
Estuve a punto de llorar. «Me basta con que sea mi hijo —dijo Charlie—. No tiene
nada que demostrar. No necesita hacer o tener nada para ser mejor persona. Le quiero
sin reservas. Y ser su padre ha sido una gran alegría en mi vida.»
Sonriendo, la dije que Greg era muy afortunado por tenerle como padre. Greg asintió,
secándose las lágrimas con toda la manga. «Mi padre cree que podría aprender de ti un
par de cosas sobre la sencillez», me comentó.
Riéndome, contesté que a su padre aún le quedaba tiempo suficiente para explicárselas
él mismo. No necesitaba que yo hiciese ese trabajo por él. Pero, mientras me retiraba,
dije sonriendo: «Lo único que puedo añadir es esto: no te compliques la vida.»
Maryanne vino al día siguiente. También la escuché reír y llorar con su padre. Sentí
todo el amor que se estaba compartiendo en la casa y aquello me afectó positivamente.
Durante las siguientes semanas, los tres pasaron mucho tiempo juntos y estrecharon aún
más sus vínculos. Ni una vez escuché a Charlie despedirse sin decirles a cada uno de
ellos que los quería y a ellos responderle en el mismo sentido. El canal de comunicación
se había abierto a tiempo para que la sanación pudiese tener lugar mientras Charlie aún
estaba vivo.
El día de su fallecimiento, Greg y Maryanne sostenían cada una de las manos de su
padre. A petición suya, permanecí en la habitación mientras se extinguió sin sufrimientos,
con la respiración cada vez más lenta hasta desvanecerse por completo. Era una mañana
soleada y los pájaros seguían cantando junto a su ventana, como cada día. Sentí que
hacían que el momento fuese más hermoso. Cantaban para acompañarle.
102
Dejé a Greg y a Maryanne a solas y me senté un rato en el porche, disfrutando de mis
propios recuerdos de Charlie. Le envié mis plegarias y mis mejores deseos para el
camino que le esperaba, dondequiera que estuviese. Cuando volví a entrar, Greg y
Maryanne estaban sentados del mismo lado de la cama, cogidos de la mano y mirando a
su padre, riendo y sonriendo entre lágrimas, hablando de él con alegría.
Alrededor de un año más tarde, recibí un correo electrónico de Greg. Había vendido la
casa familiar y había cambiado de puesto dentro de su empresa. Ganaba menos dinero,
pero estaba viviendo en un pequeño pueblo en el campo. El trabajo le quedaba a la
misma distancia que antes, pero para llegar a él, otro pueblo más grande, ahora tenía que
recorrer una carretera rural, y tardaba la mitad de tiempo que en su trabajo anterior. Esto
le permitía pasar una hora y media más con sus hijos cada día. El coste de la vida
también era menor, ya que sus vidas eran más sencillas ahora. Pero su calidad de vida
había aumentado muchísimo. Su mujer también estaba contenta, y a todos les
encantaban sus nuevos amigos y su estilo de vida. Me daba las gracias por haber cuidado
de su padre y tenía palabras de cariño para Maryanne, que había ido a verle
recientemente.
Como es natural, el mensaje me hizo mucha ilusión. Pensé en Charlie, en sus ojos
azules y en su preciosa sonrisa, y en las conversaciones que habíamos tenido. Saber que
sus palabras no solo habían sido escuchadas, sino que también las habían llevado a la
práctica, fue una sensación maravillosa.
Pero lo mejor del correo electrónico era la manera que tuvo Greg de despedirse.
Después de desearme que me fuese bien en la vida, lo resumió todo en cinco palabras
que me provocaron una amplia sonrisa.
No te compliques la vida.
Así es, Greg y Charlie. Así es.
103
LAMENTO 3:
Ojalá hubiese tenido el valor de expresar mis
sentimientos
Para tratarse de un hombre de noventa y cuatro años que se estaba muriendo, Jozsef
tenía muy buen aspecto cuando nos conocimos. Era una persona amable con una sonrisa
encantadora que a veces le daba un aire de chico joven. Su sentido del humor, sutil pero
muy vivo, hizo que enseguida le cogiese cariño.
Su familia había decidido no decirle que se estaba muriendo. A mí me costaba
aceptarlo, aunque intenté respetar su decisión todo lo que pude. Pero a lo largo de las
semanas siguientes su enfermedad progresó rápidamente, y resultaba imposible ignorarlo.
Ya no era capaz de mantenerse en pie por sus propios medios. Cada día que pasaba
dependía más de mis fuerzas. No hacía falta que nadie le dijese que estaba enfermo,
quedaba de manifiesto cada vez que intentaba levantarse o sentarse, y también quedó
claro que ambos lo sabíamos sin necesidad de hablarlo. Así que, mientras la familia
prolongaba la farsa, Jozsef se iba dando cuenta de su situación: era un hombre
gravemente enfermo.
Tomaba medicación para paliar sus dolores dentro de lo posible, pero, como le sucede
a mucha gente, entre sus efectos secundarios estaba el de la oclusión intestinal. También
hay medicamentos para regularla, pero en su caso no funcionaban. Así que tenía que
ayudarle con su tránsito intestinal introduciéndole el medicamento por el recto al pobre
Jozsef. Cuando estás tan enfermo, la intimidad desaparece. Y la dignidad también: Jozsef
tenía que volverse en la cama para que le insertase el tubito. Por supuesto, traté de
quitarle hierro a la situación y me vi pronunciando palabras que más adelante repetiría
muchas veces a otras personas.
«Todo empieza con la comida y la caca, Jozsef, y todo acaba igualmente con la
comida y la caca», le dije en un tono ligeramente jocoso.
Trabajar con quienes iban a morir me puso de nuevo en contacto con los ciclos de la
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vida. Lo que hace que un bebé esté a gusto al principio de su vida es la comida y la
expulsión de heces y ventosidades. Al final de la vida, lo que todo el mundo pregunta
respecto a la persona que está muriéndose es si come bien y si los intestinos le funcionan
correctamente.
Todos respiran tranquilos cuando la persona que se está muriendo, que toma potentes
calmantes, por fin consigue poner sus intestinos en funcionamiento, lo que alivia sus
otros dolores. Ese era el caso de Jozsef y su familia, cuando salió disparado hacia el
inodoro poco después y vivió con gran alivio una explosión en su trasero. Desde luego, a
mí también me tranquilizó, no solo porque se encontraba más a gusto, sino porque era la
primera vez que aplicaba este método y había funcionado.
Uno de sus hijos vivía en un barrio cercano y venía a verlo a diario. Otro vivía en otro
estado. Y su hija residía en el extranjero. Todos los días, Jozsef pasaba un rato charlando
con su hijo, fundamentalmente sobre las páginas de economía del periódico, hasta que
Jozsef se cansaba, lo cual sucedía al poco tiempo, porque su salud se estaba deteriorando
muy rápidamente. Su hijo me gustaba, aunque no sentía que nuestra conexión fuese muy
intensa. Pero no tenía ningún motivo para que no me cayese bien. Cuando, más
adelante, le comenté a Jozsef que su hijo era un hombre agradable, me respondió: «Solo
le interesa mi dinero». Como yo prefería tratar a las personas directamente en función de
lo que veía, intenté que este comentario no influyese en mi opinión sobre su hijo.
A lo largo de las siguientes semanas, Jozsef me contó muchas historias, en particular
sobre lo mucho que le gustaba su trabajo. Su mujer Gizela y él eran supervivientes del
Holocausto y habían conseguido llegar a Australia tras su liberación. De tanto en tanto,
en la conversación se colaba el tema del tiempo que había pasado en los campos. Pero
no lo forcé. Yo estaba allí para escucharle, no para decidir qué debía contarme, y era
evidente que no hablar del tema hacia que la vida fuese más fácil para ambos. Traté de
empatizar con la situación todo lo que pude, aunque no quería ni imaginar cuánto dolor
llevaban a cuestas los dos. Sentía una gran compasión por ellos.
Jozsef y yo nos llevábamos bien y las historias sobre otros temas fluían sin problemas.
Teníamos un sentido del humor parecido y ambos éramos de carácter tranquilo, así que
nos caíamos bien. La brecha generacional no tenía demasiada incidencia en el fluir de
nuestra conversación, que se hacía más intenso cada día que pasaba. Mientras tanto,
Gizela le traía alimentos constantemente y le animaba a que comiese. Era una cocinera
excelente, y aunque Jozsef apenas era capaz de probar bocado, ella seguía preparando
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unas cantidades enormes de comida. Probablemente, esto se debía en parte a la
costumbre, y por otra tenía que ver con el estado de negación por parte de ella.
De alguna manera, la familia había conseguido convencer al médico de Jozsef de que
no le contase que se estaba muriendo. Era un estado de negación generalizada. Pero no
solo no le estaban diciendo la verdad sobre su enfermedad y su inevitable deterioro, sino
que intentaban convencerle de que estaba mejorando. «Vamos, Jozsef, come algo. En
poco tiempo estarás mucho mejor», le decía Gizela una y otra vez. Ella también me daba
pena. Tenerle tanto miedo a la verdad debe de ser una carga muy pesada.
Para entonces, Jozsef ya solo podía tomar un yogur al día y estaba tan
extremadamente débil que ni siquiera era capaz de caminar hasta el salón sin ayuda, pero
seguían diciéndole que se pondría bien enseguida. Yo seguí callada al respecto, hasta que
Jozsef sacó el tema directamente.
Gizela acababa de irse de la habitación. Jozsef estaba reclinado mientras yo le daba un
masaje en los pies, algo que nunca había probado en toda su vida pero a lo que se había
acostumbrado con gran deleite en las últimas semanas. Me encantaba mimar a la gente
que cuidaba, y quizá esa sea la razón por la que llegábamos a tener tan buena relación.
Muchas de las conversaciones que tenía con ellos se daban mientras les masajeaba los
pies, les cepillaba el cabello, les rascaba la espalda o les limaba las uñas.
«Me estoy muriendo, ¿verdad, Bronnie?», preguntó cuando su mujer ya hubo salido.
Lo miré con ternura y asentí. «Sí, Jozsef, así es.»
Él asintió a su vez aliviado por saber que le estaban diciendo la verdad. Después de mi
experiencia con la familia de Stella, de ninguna manera iba a volver a mentir de ahora en
adelante. Se quedó un rato mirando por la ventana, mientras el masaje de pies continuó
en un agradable silencio.
«Gracias. Gracias por decirme la verdad», me contestó finalmente con su marcado
acento. Sonreí ligeramente y asentí. Permanecimos en silencio durante un par de
minutos, y después volvió a hablar. «No son capaces de aceptarlo —dijo en referencia a
su familia—. Gizela no puede enfrentarse al dolor que le produce hablar conmigo del
tema. Lo superará, pero ahora simplemente no puede hablar de ello.»
Él se quedó tranquilo al conocer su situación, y yo me quedé también tranquila por
haber sido sincera. Entonces añadió: «No me queda mucho, ¿verdad?».
«Creo que no, Jozsef.»
«¿Meses? ¿Semanas?», preguntó.
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«No lo sé a ciencia cierta, pero yo diría que tan solo unas semanas o unos días. Esa es
la sensación que tengo, pero realmente no lo sé», le dije con sinceridad. Asintió y volvió
a mirar por la ventana.
Muy poca gente puede predecir exactamente cuándo alguien va a morir, a menos que
esa persona esté claramente en sus últimos días. Pero era algo que los enfermos y sus
familias siempre preguntaban, a veces insistentemente. A estas alturas, yo empezaba a
ser capaz de estimar el grado de declive de cada persona, y también de prever lo rápido
que podían cambiar las cosas. Muchas veces, parecía que los clientes experimentaban
una breve mejoría, antes del empeoramiento definitivo. Mi éxito como cuidadora se
fundamentaba en que trabajaba de manera intuitiva. Y así fue también como respondí a
la pregunta de Jozsef, aunque lo hice un poco a regañadientes. No quería mentir y decirle
que le quedaban meses de vida cuando saltaba a la vista que no era así.
Terminé con el masaje de pies y me puse yo también a mirar por la ventana. Un rato
después, rompió el silencio: «Ojalá no hubiese trabajado tanto. —Esperé a que
continuase—. Me encantaba mi trabajo, me gustaba mucho. Por eso trabajé tanto. Por
eso y para dar de comer a mi familia y a los suyos».
«Pero eso es algo bonito. ¿Por qué te arrepientes?»
Me explicó que sus remordimientos se debían en parte a su familia, de la que había
disfrutado muy poco durante casi toda su vida en Australia. Pero sobre todo era porque
sentía que no les había dado la oportunidad de conocerlo. «Tenía demasiado miedo de
mostrar mis sentimientos. Por lo que no hice más que trabajar, y así mantuve a la familia
a distancia. No se merecían estar tan solos. Ahora me gustaría que me hubiesen conocido
realmente.»
Jozsef me dijo que hasta esos últimos años no sabía realmente quién era él, así que
tampoco tenía claro que los demás hubiesen tenido ninguna posibilidad real de conocerlo.
Había tristeza en sus preciosos ojos mientras hablábamos de lo difícil que es romper con
las costumbres en las relaciones y lo importante que es que estas alcancen todo su
potencial.
Me dijo que sentía que había perdido la oportunidad de establecer una relación
afectuosa y cercana con sus hijos. Lo único que les había enseñado con su ejemplo era a
ganar dinero y a valorarlo. «¿Para qué sirve todo eso ahora?», suspiró.
«Bueno —traté de razonar con él—, conseguiste lo que querías. Vivirán una vida sin
estrecheces. Los has sacado adelante, como querías.»
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Un lágrima solitaria rodó por su mejilla. «Pero no me conocen. No me conocen. —Lo
miré con ternura—. Y quiero que me conozcan», dijo entre lágrimas. Permanecí en
silencio viendo cómo lloraba.
Un instante después, le sugerí que aún no era demasiado tarde. Pero no estaba de
acuerdo. Se encontraba demasiado débil para hablar durante largo rato, y solo eso ya
habría complicado las cosas. También reconoció que no sabía cómo hablar con ellos
sobre sentimientos tan profundos. Me ofrecí para ir a buscar a Gizela y a su hijo e
incorporarlos a nuestra conversación, pensando que quizá sería todo más fácil si yo
estaba presente. Pero negó con la cabeza y se enjugó las lágrimas. «No. Es demasiado
tarde. No les digas que sé la verdad. Todo será más fácil para ellos si siguen pensando lo
mismo. Yo ya sé que me estoy muriendo. Está bien así.»
Jozsef tenía casi la misma edad que mi querida abuela cuando falleció. Aunque sus
vidas habían sido totalmente diferentes, por algún motivo yo me sentía cómoda en la
compañía de personas de esta edad. Pero mi abuela y yo hablábamos de la muerte sin
problemas. Me decía que era más fácil hacerlo conmigo que con algunos de sus propios
hijos.
Su hermano gemelo y ella habían sido los mayores de once hijos. Tenía trece años
cuando su madre murió y tuvo que criar ella sola a todos sus hermanos. Su padre era,
según sus propias palabras, un «hombre duro». Otras veces también decía de él que era
un «chucho». Les daba de comer pero poco más, desde luego nada de amor.
Alrededor de un año después de que muriese su madre, también falleció la menor de
sus hermanas, una criatura llamada Charlotte. Tras ocuparse de todos sus hermanos, mi
abuela tuvo que criar a sus siete hijos, incluida mi madre. Cuando nací, con una masa de
pelo oscuro rizado y ojos grandes y curiosos, mi abuela vio en mí la viva imagen de
Charlotte. Y eso hizo que nuestra conexión fuese muy estrecha desde el primer día.
Todos nos poníamos muy contentos cuando venía de visita. A los niños les encantan
las visitas y nosotros no éramos una excepción. Mi abuela no pasaba del metro y medio,
pero se trataba de una mujer dinámica y asombrosa. Para ella la educación resultaba
fundamental. Era muy comprensiva y sentía por mí un amor incondicional. Un buen
ejemplo de ello, entre muchos otros, se produjo cuando mi madre estuvo en el extranjero
con su hermana gemela, disfrutando de unas bien merecidas vacaciones, justo cuando mi
padre tenía que pasar varios días trabajando fuera. La abuela vendría a casa a cuidar de
nosotros.
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Yo tenía entonces doce años, a punto de cumplir trece, y estaba en mi primer año de
instituto en un colegio de monjas. El edificio se encontraba oculto tras gruesos muros de
ladrillo de tres metros de altura y, aunque algunas de las monjas eran encantadoras, la
madre superiora era un hueso duro, conocida, no muy afectuosamente, como «Cara de
hierro». Las alumnas mayores ya nos habían prevenido desde el primer día aunque, si
pienso en ella ahora, siendo ya adulta, y no me dejo influenciar por los rumores,
reconozco que es posible que bajo esa dura fachada se escondiese una mujer
encantadora. Al menos, eso quiero pensar. Pero debo decir que, mientras estuve allí,
dirigió el colegio con mano firme. No la vi sonreír ni una sola vez.
En ese primer año de instituto era evidente que una parte de mí buscaba algo distinto y
acabé haciéndome amiga, durante una breve temporada, de dos de las chicas más duras
de la clase. Yo era una niña bastante buena y apenas había llamado la atención de la
madre superiora hasta entonces, lo cual me iba muy bien.
En el descanso de mediodía, subimos a un árbol, saltamos la valla, corrimos hasta el
pueblo y entramos en una tienda donde cada una robó un par de pendientes con nuestras
iniciales. La confianza que nos dio ese primer éxito nos hizo entrar en la tienda de al lado
y robar un pintalabios. Mientras lo saboreaba en los labios y me congratulaba de lo bueno
que era el material, noté que una mano grande me cogía del hombro y una voz decía:
«Me lo vas a devolver, gracias».
Con las piernas casi paralizadas por el miedo, nos llevaron, a mí y a una de las niñas,
al despacho del encargado de la tienda. La otra había conseguido escapar. Llamaron a la
madre superiora, que nos estaba esperando en el colegio, dándose golpecitos con una
regla en la mano, cuando volvimos avergonzadas. «A mi despacho», dijo con firmeza.
«Sí, hermana», respondimos apocadamente al unísono. Si hubiésemos tenido rabo, lo
habríamos llevado entre las piernas.
El trato al que la tienda llegó con el colegio era que no presentarían una denuncia, pero
a cambio teníamos que ir a casa y contarles a nuestros padres lo que habíamos hecho, y
ellos tenían que llamar a la madre superiora para confirmar que se lo habíamos dicho.
Además, nos prohibieron hacer deporte durante todo un trimestre, cosa que nos hizo
polvo, porque estábamos locas por el deporte. También tuvimos que soportar una docena
de golpes con la regla en la parte trasera de las piernas. Era una mujer estricta.
Como mi madre estaba en el extranjero y mi padre volvía a casa a finales de la
semana, yo estaba aterrada. Yo era una niña sensible y dulce y cualquier persona con una
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voz potente me daba miedo. Pero también estaba mi abuela, así que me quedé a solas
con ella y, con un temblor en el labio, le conté lo que había hecho. Me escuchó
impertérrita sin interrumpirme y esperó a que terminase, con los ojos enrojecidos por el
llanto.
«Y bien, ¿lo vas a volver a hacer?», preguntó.
«No, abuela. Te lo prometo», respondí solemnemente.
«¿Has aprendido la lección?»
«Sí, abuela. No volveré a hacerlo», le aseguré.
«Vale —dijo finalmente—. No se lo contaremos a tu padre. Yo llamaré al colegio
mañana.» Y eso fue todo. Bendita sea. Pero el miedo que sentí a raíz del incidente fue
tan enorme que no solo no volví a robar nada en mi vida, sino que tampoco fui capaz de
volver nunca a esa tienda.
Años más tarde, cuando ya había terminado el instituto, me fui del pueblo donde me
había criado. Incapaz de esperar más para abrir las alas, acepté el primer trabajo que me
ofrecieron, en un banco cerca de la casa de mi abuela en la ciudad, a cinco horas de
distancia. Vivir con mi abuela y con mi tía era lo más práctico.
A los dieciocho años, recién salida de la granja y tras haber pasado por un colegio de
monjas, no resultaba nada raro que estuviese abierta a nuevas experiencias. Cuando mi
madre intuyó unos meses después que ya no era virgen, se horrorizó y casi me
deshereda. Era incapaz de creer que yo, una chica buena y sensata, pudiese dejarme
engatusar tan fácilmente. Fue otra vez la abuela la que arregló la situación, diciéndole a
mi madre que se relajase, que los tiempos habían cambado y que, a mi manera, seguía
siendo una buena chica. Desde ese momento, mi conexión con estas dos maravillosas
mujeres no hizo más que fortalecerse.
Cuando descubrí el mundo del alcohol y volví borracha a casa de la abuela, dejó un
cubo junto a mi cama, por si acaso. Era una mujer sabia, tolerante y tuvo un papel
enormemente positivo en mi vida. Y también sintió un gran alivio cuando, a una edad
razonablemente temprana, anuncié que el alcohol no era lo mío.
La abuela sobrevivió a todos sus hermanos y hermanas, algo que para ella fue
desgarrador, porque habían sido como sus propios hijos. Siempre nos escribíamos,
independientemente de dónde estuviese viviendo, y nos contábamos nuestras vidas como
un libro abierto. Compartí con ella la tristeza por la pérdida de su última hermana y la
frustración de hacerse mayor e ir perdiendo progresivamente su independencia. Ver cómo
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iba perdiendo facultades con los años también fue descorazonador para mí, porque tuve
que aceptar el hecho de que no iba a estar ahí eternamente.
Me empezaba a costaba reprimir las lágrimas cada vez que hablábamos, así que le
decía explícitamente lo mucho que la quería y cuánto la echaría de menos cuando ya no
estuviese. Después de eso, pudimos hablar sobre la muerte con toda franqueza. Me
alegro muchísimo de que lo hiciésemos. Sin negarnos a asumir lo que estaba por llegar,
saboreamos cada conversación y me contó qué pensaba sobre su propia muerte. La
abuela estaba preparada para irse muchos años antes de que llegase su hora.
Al volver, después de pasar varios años en el extranjero, estaba impaciente por verla.
Los cambios en ella habían sido enormes. Tenía el cabello completamente blanco,
caminaba apoyándose en un bastón y era todavía más pequeñita. Mi abuela era ahora
una mujer muy anciana. Tenía más de noventa años, pero seguía siendo la mujer
maravillosa que yo había conocido. Su mente estaba lúcida y continuamos con nuestras
conversaciones con gran satisfacción al menos durante un año más.
La llamada llegó un lunes, cuando estaba en uno de mis últimos trabajos en un banco,
como directora de una sucursal. Mi abuela había fallecido la noche anterior mientras
dormía. Se me vino el mundo encima y cerré la puerta de mi despacho. Con la cabeza
apoyada entre los brazos sobre el escritorio, lloré para despedirme de mi queridísima
abuela y para asumir su pérdida. «Abuela, abuela, abuela», lloré entre mis propios
brazos.
Salí del trabajo antes de hora, con los ojos enrojecidos y demasiado triste para pensar
con lucidez. Me detuve junto al buzón. Medio atontada, repasé las cartas y las facturas,
hasta que me paré en seco, asombrada. Entre todo lo demás, había una postal de mi
abuela. La había enviado el viernes y había muerto de forma natural mientras dormía el
domingo por la noche. Un torrente de lágrimas de tristeza y de alegría brotó de mis ojos
mientras apretaba la postal contra mi pecho, llorando y casi riendo al mismo tiempo.
Me sentía muy afortunada por la conexión que habíamos compartido y por haber sido
capaces de hablar con sinceridad sobre la muerte. No quedó nada por decir. Ella sabía
que yo la quería, y yo sabía que ella me quería a mí, y más aún cuando leí las bellas
palabras que había escrito: «Te quiero mucho, mi niña. Te tengo siempre en mis
pensamientos. Espero que el sol brille todos los días de tu vida, Bron. Con mucho cariño,
tu abuela».
La idea de que iba a morirse me había hecho llorar ya antes de que se fuese. Y
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también lloré mucho después. Pero también sentía la tranquilidad de saber que nos
habíamos enfrentado con sinceridad y de forma abierta a algo por lo que todo el mundo
tiene que pasar inevitablemente. Y sigo sintiéndola. Me sonríe desde una fotografía que
tengo enmarcada sobre mi escritorio. Aunque ha habido días en que la he echado mucho
de menos, no tengo ninguna duda de que la sinceridad nos permitió tener una relación tan
especial y positiva que aún pervive en mí de la mejor manera posible.
Pero para mi querido Jozsef no era tan fácil. La sinceridad resultaba ahora demasiado
dolorosa tanto para él como para su familia. Sentía compasión por él, por su dolor y su
frustración. No podía imaginar lo que ese hombre encantador habría tenido que sufrir a
lo largo de su vida. Gizela seguía trayendo cantidades de comida exageradas y seguía
animándole a comer. Una y otra vez, él le sonreía amablemente y rehusaba la comida.
Por las noches venían otras cuidadoras, pero yo era la principal de día. Jozsef y yo nos
conocíamos bien, y eso hacía que estuviese cómodo, sobre todo ahora que podía
sincerarse, al menos conmigo.
Me llevé una triste sorpresa cuando me enteré de que me iban a sustituir. Su hijo se
había estado quejando de lo cara que era la atención. Aunque le expliqué que a su padre
le quedaban una o dos semanas de vida, prefirió hacer otros planes, diciendo que Jozsef
seguiría viviendo muchos años más. Su solución fue encontrar a una inmigrante sin
papeles dispuesta a hacer el trabajo por una miseria.
Fue inútil hablar con Gizela para que tratase de convencer a su hijo. Habían tomado
una decisión. Yo tenía varias ofertas de trabajo en otros sitios, así que ese no era el
problema. El problema era que Jozsef finalmente había podido hablar conmigo y se
sentía cómodo. Su felicidad debería haber sido lo prioritario durante sus últimas semanas
de vida. No quería ni pensar en lo impersonal que podría llegar a ser la alternativa, y más
aún sabiendo que Jozsef estaba tan débil que ya no podía hablar y tenía problemas para
respirar. También me daba pena la nueva cuidadora y las dificultades con el idioma a las
que se tendrían que enfrentar los dos.
Pero ya no dependía de mí y además tenía la certeza de que esto también formaba
parte del viaje vital de Jozsef. ¿Cómo podemos saber lo que otra persona ha venido aquí
a aprender? No hay manera. Así que, con un abrazo y una sonrisa que valían mucho
más que mil palabras, nos despedimos. Me volví desde la entrada para ver su habitación
por última vez y lo miré una vez más. Sonreímos de nuevo, sin pronunciar palabra pero
diciéndonos mucho. Había llegado el momento de irme. Mientras me alejaba en el coche,
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sabiendo que él estaría mirando por la ventana, absorto ya en sus pensamientos, empecé
a llorar. Este trabajo me estaba permitiendo conocer a gente a la que de otra manera
nunca habría conocido y me encantaba todo lo que compartíamos y aprendíamos unos
de otros, por muy duro que fuera a veces.
Una semana después, la nieta de Jozsef me llamó para decirme que este había muerto
la noche anterior. Me alegré por él. Su enfermedad nunca le habría permitido vivir bien.
Era lo mejor. Repasando todo lo que había sucedido, no vi más que aspectos positivos.
Aprender de personas encantadoras como estas antes de que muriesen era un valioso
regalo por el que me sentía agradecida. Todos tenemos que morir, pero este trabajo me
recordaba que también podemos elegir cómo queremos vivir hasta que llegue el
momento.
Haber visto la angustia que Jozsef experimentó al ser incapaz de expresar sus
sentimientos reforzó en mí la convicción de intentar tener siempre el valor suficiente para
compartir los míos. Los muros de mi intimidad estaban desgastándose y empecé a
preguntarme por qué tenemos todos tanto miedo de ser abiertos y sinceros.
Evidentemente, la razón es que queremos evitar el dolor que podríamos sentir si lo
fuésemos. Pero los muros que construimos también nos hacen sufrir, porque impiden
que los demás nos conozcan realmente. Ver cómo rodaban las lágrimas por la cara de ese
anciano encantador mientras intentaba que lo conociesen y lo entendiesen me cambió
para siempre.
Después de la llamada que me anunció la muerte de Jozsef, me senté en un parque
junto a la playa y me limité a absorber lo que me rodeaba. Había niños jugando por todas
partes y me quedé mirando cómo compartían sus sentimientos con naturalidad. Si
estaban tristes, lloraban, se liberaban y volvían a estar contentos. No sabían cómo
reprimir sus sentimientos. Observar sus expresiones sinceras era algo hermoso. También
resultaba refrescante ver cómo jugaban y construían cosas juntos.
Hemos creado una sociedad en la que los adultos estamos tan aislados que parecemos
islas. Trabajar juntos, expresar sus sentimientos y estar alegres eran los estados naturales
de los niños a los que estaba observando. Aunque me apenaba darme cuenta de que,
como adultos, hemos perdido la capacidad de abrirnos de forma tan completa, no pierdo
la esperanza. Si alguna vez fuimos así y, en mayor o menor medida, todos los fuimos,
quizá podamos aprender a volver a serlo.
Allí, en ese parque junto a la playa, tomé una decisión firme: no permitiría que yo
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misma acabase en una situación en la que me arrepintiese de las mismas cosas que mi
querido Jozsef. Había llegado el momento de ser más valiente y expresar plenamente mis
sentimientos.
Los muros que rodeaban mi corazón ya no tenían ninguna utilidad. El proceso de
demolición por fin había comenzado.
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Libre de culpa
El timbre sonó y me despertó de un agradable sueño en mi más reciente morada. Me
calcé con lo que encontré, me eché algo de ropa por encima y subí la escalera para
atender a Jude. Palabras que podrían parecer meros gruñidos para un oído poco
habituado me indicaron que necesitaba cambiar de posición porque le dolía la pierna.
Una vez que estuvo cómoda y volvió a sonreír, apagué su lámpara, le deseé dulces
sueños de nuevo y volví a bajar a la comodidad de mi estupenda cama.
Jude y yo habíamos acabado juntas gracias al boca a boca. Alguien en el mundillo de
los cantautores sabía que yo trabajaba como cuidadora y también cuidando casas, así
que difundió mi número de teléfono. Hasta entonces, la mayoría de mis clientes de
cuidados paliativos habían sido ancianos, o al menos habían pasado ya la mediana edad,
y muchos, aunque no todos, eran víctimas de enfermedades relacionadas con el cáncer.
Sin embargo, el mal que aquejaba a Jude era una enfermedad psicomotriz y solo tenía
cuarenta y cuatro años. Su marido y su hija, una deliciosa niña de nueve años con el
cabello rizado de color castaño rojizo y una sonrisa preciosa, eran gente cariñosa y
hermosa, igual que Jude.
Cuando me contrataron como su cuidadora, ya estaban completamente hartos de
agencias que no hacían más que enviar a personas diferentes todo el tiempo. Las
necesidades de Jude eran múltiples y muy específicas, en particular en lo que se refería a
hacer que estuviese cómoda y al deterioro de su capacidad para expresarse oralmente.
De modo que para ellos contar con una cuidadora principal se convirtió en una prioridad.
Otras cuidadoras se encargaban de cubrir mi tiempo de descanso, y por suerte a estas
alturas ya tenía la suficiente experiencia para formarlas. Como Jude ya no podía soportar
su propio peso, utilizábamos una grúa hidráulica para moverla entre la silla de ruedas y la
cama. Vi cómo sus capacidades iban menguando día a día, y me alegré de haber llegado
cuando aún podía comunicarse razonablemente bien, ya que eso me permitió traducir los
balbuceos que vinieron después.
Jude provenía de una familia muy adinerada y tuvo que soportar una gran presión en
su juventud para casarse con la persona apropiada y vivir la vida que se esperaba de ella.
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Su primer coche fue un modelo de lujo que costó más de lo que la mayoría de la gente
gana en un año. No entró en unos grandes almacenes hasta bien pasados los veinte años.
Solo había conocido la ropa de marca. Su educación se había encargado de que así
fuera.
Y a pesar de todo siempre había sido una persona creativa y con los pies en el suelo.
Todo lo que deseaba era vivir una vida sencilla, me dijo. Pero sus padres insistieron en
que fuese a la universidad, dándole a elegir entre económicas o derecho. No había otra
posibilidad, a pesar de que en algún momento ella había comentado que le gustaría
estudiar bellas artes. Así, bajo toda esa presión y con esas expectativas, eligió derecho.
Su elección se basó en la idea de que algún día sus padres morirían y podría utilizar sus
conocimientos para una causa mejor, como el arte o el progreso social. Pero las cosas no
salieron como esperaba. Su padre ya había fallecido, pero era muy probable que ella
muriese antes que su madre. En cualquier caso, ahora ya no podía trabajar.
Su amor por el arte hizo que se enamorase de Edward, que era artista. Los dos
contaban historias de una atracción a primera vista que, como era evidente, no había
disminuido con los años. Aunque al principio de la relación ambos habían sido algo
retraídos, la intensidad de la atracción mutua les había dado confianza para lanzarse.
En un visto y no visto, estaban enamorados y era como si el resto del mundo no
existiese. La familia de Jude estaba horrorizada con su elección, porque Edward provenía
de una familia de clase baja y no aspiraba más que a una vida sencilla, dedicándose a su
arte. En realidad, tuvo bastante éxito como artista, pero no era un alto ejecutivo, y eso
nunca iba a ser suficiente para los padres de ella.
Por desgracia, la hicieron elegir entre sus padres y Edward, y Jude lo eligió a él. Por
supuesto, se reía. Nunca tuvo ninguna duda. Amaba a Edward con todo su corazón,
igual que él la amaba a ella. Sus padres la desterraron por completo del ámbito familiar.
Solo le quedaban unos pocos amigos de otra época. Pero estaba entrando en un mundo
distinto, más alegre y tolerante, y también estaba disfrutando de las nuevas amistades que
llegaban a su vida.
Pocos años más tarde, Jude y Edward dieron la bienvenida al mundo a su niñita,
Layla. Hicieron todo lo posible por reconciliarse con los padres de Jude, porque ella
quería que conociesen a su nieta. Su padre acabó cediendo y llegó a mantener una
relación afectuosa y de calidad con su nieta antes de morir. Aunque trataba a Edward con
educación, al padre de Jude aún le costaba aceptar el hecho de que un artista hubiese
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conquistado el corazón de su hija, de manera que la relación entre ellos no era estrecha.
Sin embargo, debido a los sentimientos que albergaba por Layla, el padre de Jude les
compró a los tres la mansión junto al puerto en la que vivían, para gran disgusto de la
madre.
Las cosas habían ido bien, me dijeron, hasta que Jude empezó a tener problemas de
coordinación que ya no podían ignorarse. La historia me la contaban al unísono Jude y
Edward, y supuse que habría sido así incluso si ella no hubiese estado enferma. Su
vínculo como pareja era muy fuerte. Para mí, ser testigo de su amor supuso a la vez una
fuente de inspiración y de desgarro. Éramos de la misma generación.
Compartimos muchas horas de conversación sincera y profunda. Uno de los temas
que tratamos fue cómo aceptar la muerte a esa edad. Es fácil suponer que vamos a vivir
eternamente. Pero no es así. Las tormentas de la vida siempre se llevan consigo a
algunos de nuestros jóvenes. Al igual que las flores que se abren y aún no han madurado
para dar su fruto, nos quitan a estos jóvenes antes de que puedan llevar a la práctica todo
su potencial. Otros alcanzan la madurez y se nos van en su mejor momento. Y aún hay
otros que viven más allá de su apogeo y decaen lentamente con los años.
Aunque se suele decir que mueren antes de tiempo, en realidad no es así. Todos
partimos cuando llega nuestra hora. Hay millones de personas que no están predestinadas
a vivir una vida larga. La suposición de que todos vamos a vivir eternamente, o al menos
hasta una edad muy avanzada, es la que hace que el impacto y la desesperación sean tan
grandes cuando muere una persona joven. Pero esto forma parte de un proceso natural
en la vida de todas las especies. Algunos individuos jóvenes mueren, algunos individuos
de mediana edad mueren, y otros no mueren hasta que son ancianos. Pero, desde luego,
es muy duro ver morir a personas jóvenes que parecían tener toda la vida por delante.
Tengo amigos que han perdido hijos pequeños y los he acompañado en su dolor, que
para algunos nunca ha remitido. Pero estos niños o jóvenes adultos no estaban aquí para
vivir una vida tan larga. Llegan, su llama brilla con una luz intensa y nos dejan el
recuerdo puro de todo lo que nos dieron durante su breve estancia entre nosotros.
Aunque Jude había llegado a los cuarenta con buena salud, también habría sido muy
fácil pensar lo injusto que era que una mujer tan bondadosa se estuviese muriendo con
cuarenta y cuatro años. Pero tanto ella como Edward habían asumido la situación y
ambos se sentían muy afortunados por haberse conocido y haberse amado. Además,
habían tenido la gran fortuna de traer a Layla a este mundo. En ese sentido, Jude estaba
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tranquila, porque era consciente de la suerte que había tenido al poder guiar a su
encantadora hija durante sus primeros nueve años. Pero, como es natural, sentía también
un gran dolor al pensar que no podría ver cómo su niña se hacía mujer, y por lo mucho
que sufriría Layla al perder a su mamá. Pero le ayudaba sobremanera saber que su hija
tenía un padre que la quería y que estaría ahí para ayudarla.
A estas alturas, Jude ya había perdido por completo su independencia y su movilidad,
pero lo que más la frustraba era perder la capacidad de hablar. Lo que más miedo le
daba, me confesó una noche mientras la cambiaba de postura en la cama, era pensar que
no podría avisar cuando sintiese dolor y que tendría que quedarse ahí y soportarlo. Eso
me llevó a pensar en lo difícil que puede ser la vida y en lo variadas que son las lecciones
que nos da. Qué manera tan espantosa de pasar tus últimas semanas o meses de vida,
teniendo plena consciencia pero siendo incapaz de comunicarte y, para colmo, sentir
dolor sin que nadie lo note o pueda encontrar la mejor manera de aliviarte. Algo parecido
debe de sucederles en todo el mundo a quienes padecen otras enfermedades, como
infartos o lesiones cerebrales. Qué horror. Desde luego, me hacía ver mi vida de otra
manera.
Cada día podía constatar que a Jude le costaba más hablar. Algunos días se la entendía
razonablemente bien, pero otros solo conseguía comprender lo que decía gracias a mi
intuición y a que ya nos conocíamos. En días así, Jude a veces recurría a un programa
informático especial. Tenía unas gafas diseñadas especialmente para tal fin, con un
puntero láser entre las lentes que le permitía señalar las letras en la pantalla del
ordenador. Se detenía un momento sobre una letra, esta se incorporaba a la palabra, y
pasaba a la siguiente. En cuanto había escrito un par de letras, el programa le ofrecía
elegir la palabra en cuestión. Era un proceso lento, pero al menos le permitía
comunicarse. Les di las gracias en silencio a quienes habían creado el programa, por
darle esta posibilidad. Pero poco después llegaría un momento en que Jude ya ni siquiera
podía mover la cabeza para usar las gafas.
En los días buenos yo escuchaba con la máxima atención mientras Jude hablaba.
Tenía muchas cosas que contar. Cada cierto tiempo, le acercaba un zumo a los labios,
ella daba un pequeño sorbo y seguía hablando. Había una idea en particular sobre la que
insistía una y otra vez: «Tenemos que ser valientes y expresar nuestros sentimientos».
Muy apropiado, pensé, teniendo en cuenta mi experiencia vital hasta entonces.
Aunque había perdido contacto con su madre al elegir a Edward, se sentía orgullosa
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por haber tenido el valor de tomar esa decisión, de la que nunca se había arrepentido.
Pero, ahora que se estaba muriendo, sentía la necesidad de compartir sus sentimientos
con su madre, que no la había visto desde que tenía a Layla. Asumiendo que era posible
que nunca tuviese la oportunidad de hacerlo, le había escrito una carta a su madre hacía
un tiempo, que Edward guardaba en un cajón de su despacho. La madre de Jude estaba
al tanto de la enfermedad de su hija, pero seguía obstinada en no perdonarla, y era
incapaz de visitar a su hija moribunda.
«Tenemos que aprender a expresar nuestros sentimientos ahora —insistía Jude—. No
cuando sea demasiado tarde. Nadie sabe cuándo será demasiado tarde. Hay que decirles
a los demás que los queremos, que les comprendemos. Si no pueden aceptar nuestra
sinceridad, o no reaccionan como esperábamos, no importa. Lo que importa es
decírselo.»
Jude afirmaba que esto era tan importante para quienes iban a morir como para los
que seguían aquí. Los que iban a morir necesitaban saber que no les quedaba nada por
decir. Eso los tranquilizaba, decía ella. Si quienes seguían aquí también reunían valor
para expresar sus sentimientos con franqueza, no se arrepentirían de ello cuando llegase
su propia hora. Y tampoco tendrían que vivir con la culpa que se siente cuando muere
alguien a quien uno quiere y han quedado cosas por decir.
Lo que hacía que esta idea fuese tan importante para Jude era que, un año antes,
había perdido a una amiga de manera inesperada. La sacudida emocional había sido
enorme. Tracey era un mujer efervescente, la alegría de la huerta. Su enorme corazón y
su total incapacidad para juzgar a los demás hacían que todo el mundo la quisiera.
«Es muy fácil dejarse arrastrar por la vida y dedicarles menos tiempo del que te
gustaría a tus seres queridos, ya sean amigos o familiares. Pero necesitamos recuperar
nuestras relaciones y la sinceridad. La gente no se da cuenta de lo importante que es esto
hasta que se está muriendo o se sienten culpables cuando muere otra persona.»
También decía que no había necesidad de sentirse culpables si habíamos hecho todo lo
que estaba en nuestras manos, de corazón, para expresar nuestros sentimientos y pasar
más tiempo con las personas a las que queremos. Pero necesitamos dejar de pensar que
siempre estarán ahí. Esto se acaba en un abrir y cerrar de ojos, me recordó. Jude se
sentía afortunada por haber tenido tiempo para despedirse, pero insistía en que no todo el
mundo tiene esa suerte. De hecho, millones de personas no pueden hacerlo, porque nos
dejan de manera súbita e inesperada.
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Aunque el hecho de expresar sus sentimientos a través del amor que sentía por
Edward había arruinado su relación con su madre, Jude se alegraba de haber tenido valor
para ser sincera. Eso no solo le había permitido disfrutar plenamente del amor que
Edward y ella aún compartían, sino que le daba la tranquilidad de saber que había
seguido los dictados de su corazón. También se había dado cuenta de hasta qué punto
había estado bajo el control de sus padres, sobre todo de su madre. Si una relación se
basa en el control, decía, ¿cómo puede la otra persona llegar a mantener una relación
verdaderamente sana con esa persona? Si esa era la única relación posible, prefería
renunciar a ella.
Pero, como había intentado comunicarse con su madre, Jude decía que moriría libre
de culpa. Había tenido la valentía de expresarse. Afortunadamente, también había sido
así con su amiga Tracey. Jude siempre había sido muy sincera, y aunque el dolor por la
pérdida de Tracey había sido enorme, también se sentía libre de culpa. Unos pocos día
antes de que su amiga muriese, habían comido juntas. Cuando se despidieron con un
abrazo, Jude le había dicho a Tracey lo mucho que la quería y cuánto valoraba su
amistad.
Pero no había sucedido lo mismo con la mayoría de los familiares y los amigos de
Tracey. Esta era una persona tan luminosa que era difícil imaginar que alguna vez
desaparecería. Pero su vida acabó repentinamente en un accidente de tráfico. Un año
más tarde, la onda expansiva del impacto y de la culpa aún podía sentirse con la misma
intensidad entre el círculo de amigos de Jude.
«Les había cambiado la vida a muchas personas, y estas nunca se lo habían dicho.
Tracey no era de las que necesitaban confirmación, pero la gente ha de convivir con su
propia inacción y he podido comprobar cómo la culpa los intoxica mientras le dan vueltas
a lo que habría podido pasar si hubiesen hecho las cosas de otra manera.» No me
costaba nada entender lo que decía. «Además —siguió diciendo Jude—, aunque Tracey
no lo necesitaba, sé que habría agradecido escuchar palabras de reconocimiento de los
demás. Era tan extrovertida y hermosa... Y ya no está.»
Naturalmente, yo estaba de acuerdo en que expresar los sentimientos y ser sincero era
importante. La vida ya me había permitido aprender esa lección, y más aún ahora que
hablaba con Jude. Era una mujer bella y aún conservaba su porte natural, a pesar de que
ya casi no era capaz de mantenerse erguida. A veces babeaba, y su ropa tenía que ser
más práctica que elegante, pero todavía brillaban con luz propia su espíritu y los vestigios
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de la que había sido en otra época. Le di la razón con una sonrisa y le expuse mis
pensamientos: «Sí. El orgullo, la apatía o el temor a que nos reprendan o nos humillen
hace que nos callemos muchas cosas. Pero a veces hay que ser muy valiente, Jude, y no
siempre tenemos la fuerza suficiente».
«Sí, hace falta valor, Bronnie —prosiguió ella—. Eso es lo que quiero decir. Hace falta
valor para expresar tus sentimientos, sobre todo si no te encuentras bien y necesitas
ayuda, o si nunca has sido sincero respecto a tus sentimientos hacia alguien a quien
quieres, y no sabes cómo reaccionará. Pero cuando intentas expresarlos, sean los que
sean, es más fácil hacerlo. El orgullo es una gran pérdida de tiempo. Sinceramente,
mírame ahora. Ni siquiera puedo limpiarme el trasero. ¿Y qué más da? Todos somos
humanos. Tenemos derecho a ser vulnerables. Es parte del proceso.»
Hasta que llegué a casa de Jude y de Edward, mi vida había sido especialmente dura.
Decidí contarle una parte, porque me parecía importante para que entendiese lo difícil
que puede ser a veces expresar tus sentimientos.
Era una época en que había menos trabajo como cuidadora. Estas subidas y bajadas
eran bastante habituales. No me preocupaba mucho, porque eso repercutía positivamente
en mi obra creativa. Pero, después de dos meses sin apenas trabajo, y sin perspectivas de
que aquello cambiase, la situación empezaba a agravarse. Todo el dinero que conseguía
lo invertía en mi trabajo creativo, por lo que no tenía mucho ahorrado. No obstante,
como ya había pasado por esto antes, y había sobrevivido, no dejé que me perturbase
demasiado.
Los trabajos cuidando casas también sufrían altibajos parecidos. A veces me enteraba
de cuál era mi siguiente destino con muy poca antelación y solo me informaban de la
fecha en que volvían los dueños. Pero, normalmente, en el último momento aparecía una
casa. En épocas mejores, disfrutaba del riesgo y de la emoción hasta cierto punto. Desde
luego, la adrenalina se disparaba. Con relativa frecuencia, me llamaba alguien en estado
de pánico preguntando si podía cuidar de su casa, por ejemplo a partir del día siguiente,
porque tenían que ausentarse inesperadamente. El alivio que esas llamadas me hacían
sentir siempre se expresaba en forma de sonrisas y suspiros. En ocasiones así, nos
salvábamos los dos.
A veces, los clientes se ponían de acuerdo con otros amigos que también recurrían a la
red de cuidadores de casas para asegurarse de que estaría disponible cuando me
necesitasen, y planificaban sus vacaciones de tal manera que se iban el mismo día que
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volvían sus amigos, sabiendo así que yo estaría libre. Cuando se daban esas
circunstancias, a veces yo sabía con meses de antelación cuándo iba a tener trabajo.
Evidentemente, me gustaba que fuese así, porque me facilitaba mucho la vida.
Pero había otras épocas en que después de varios días, incluso semanas, buscando
trabajo era incapaz de encontrar nada para cubrir los huecos entre las fechas que ya tenía
reservadas. Así que, o bien aprovechaba el parón para salir de la ciudad e ir a visitar a
alguien en el campo, o, si tenía a algún enfermo al que no quería abandonar, me pasaba
unas noches en la habitación de invitados de alguno de mis amigos. Al principio, esto fue
bastante fácil, pero tras varios años empezó a darme vergüenza preguntar si me
acogerían, porque sentía que estaba abusando de su hospitalidad, pese a que mis amigos
no me dijesen nada al respecto. Me apoyaban y entendían perfectamente que era algo
temporal. Cuando, años atrás, tenía mi propia casa, siempre había tenido visitas. Pero
me costaba mucho más aprender a recibir que a dar.
Me desesperaba tener que pedirles a mis amigos una y otra vez si podía quedarme en
sus casas. Aunque había conseguido restañar buena parte de mis heridas, lo que me
permitía sentir compasión hacia los demás, aún me costaba mucho trabajo, y dolor,
cambiar mi manera de pensar respecto a mí misma. Estaba luchando contra décadas de
pensamientos negativos y el proceso para transformar completamente mi manera de
pensar estaba siendo lento. Había plantado semillas nuevas y positivas, que estaban
brotando. Pero aún tenía que acabar con las antiguas semillas, que a veces seguían
saliendo a la superficie.
En esta ocasión en particular, llevaba muchísimo tiempo sin trabajo, prácticamente no
tenía dinero y estaba desesperada. Llamé a mi mejor amiga y le pregunté si podía
quedarme en su casa, pero ella también estaba pasando momentos complicados y no
podía acogerme. No tenía nada que ver conmigo, eran sus problemas y su vida, pero mi
estado emocional hizo que me lo tomase como un rechazo total y me sentí aún peor por
haberla puesto en la tesitura de tener que decirme que no. A regañadientes, llamé a varios
amigos más, pero todos se disculparon: o bien tenían gente venida desde otro estado, o
bien estaban fuera, o bien tenían muchísimo trabajo que requería una concentración
absoluta. Carecía de dinero para salir de la ciudad y luego volver; eso habría supuesto
tener que pedir algo prestado, lo que me habría hecho sentir aún peor. Así que me
resigné a dormir en el coche.
No había tenido inconveniente en hacerlo años antes, cuando tenía mi jeep y viajaba
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de un sitio a otro. De hecho, me habría encantado volver a dormir en la parte trasera de
ese coche, en la cama tan cómoda que me había montado ahí. Pero no era lo mismo con
el grano de arroz, un coche tan pequeño que ni siquiera podía estirar las piernas al
tumbarme. Tampoco tenía cortinas ni intimidad alguna, y estábamos en pleno invierno.
No se me ocurría a quién llamar que no me hiciese sentir aún peor por pedir alojamiento.
Aunque me daba un poco de miedo dormir tan expuesta en las calles de la ciudad, estaba
medio resignada a hacerlo. A veces, cuando uno está desesperado tiene que pasar por
cosas como esa.
Di una vuelta con el coche antes de que anocheciese y vi varios lugares relativamente
seguros y apropiados. También debía tener en cuenta la necesidad de ir al baño. Con
todo lo que llevaba encima, no tenía ninguna intención de llamar la atención asustando a
la gente por orinar en su jardín en mitad de la noche.
Los días se hacen largos cuando no tienes dónde cobijarte y tratas de no hacerte muy
visible. Tienes que estar despierto y en marcha al amanecer, y no puedes irte a dormir
hasta que todo el mundo está recogido en sus casas. Y entretanto, por supuesto, no
dispones de una casa donde vivir mientras esperas conseguir un trabajo. Sí, fueron días
muy largos y noches muy incómodas, dolorosamente frías y solitarias.
Una noche, entré en un café donde sonaba música, pedí una sola taza de té y me
quedé hasta que me echaron. Me sentía como el viejo de la canción «Streets of London»
de Ralph McTell, intentando que su taza de té le durase toda la noche, y así poder seguir
a cubierto. Qué ironía, pensé, que esta fuese una de las primeras canciones que aprendí a
tocar con la guitarra.
Al amanecer, me apostaba junto a los baños públicos cerca de la playa y esperaba a
que abriesen. Después, me lavaba, me cepillaba los dientes y utilizaba el váter,
soportando en todo momento la mala cara del empleado que me había abierto la puerta.
Creo que se imaginaba que era una campista, una gorrona, o algo así. Pero nada de lo
que hubiese podido pensar él era peor de lo que yo misma pensaba, así que me daba
igual. Y una de las cosas que había aprendido tras pasar tiempo con gente que estaba
muriéndose era a que no me importase en absoluto lo que los demás pensasen de mí.
Bastante tenía ya con lo que me bullía en la cabeza.
Otra noche recurrí al programa «Alimentos para los hambrientos» de los Hare
Krishna. Siempre que había tenido dinero les había dado algo. Mientras hacía la cola, me
hizo gracia pensar en cómo había cambiado mi situación desde aquella época en la que
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les daba diez o veinte dólares, precisamente para este programa en particular, cada vez
que los veía tratando de recaudar fondos. Me gustaban los Hare Krishna. Eran
vegetarianos, tocaban música alegre y daban de comer a gente que pasaba hambre. Con
eso me bastaba. Pero ahora era yo quien me beneficiaba de su caridad. Fue una cura de
humildad.
Una mañana estaba sentada en una roca junto al puerto y rezaba pidiendo fuerzas,
aguante y un milagro. Entonces, un banco de delfines se acercó a mí y uno de ellos saltó
fuera del agua jugando. La situación me parecía tan grave hasta ese momento que eso
me devolvió un poco de esperanza. Pensé entonces en varios amigos que vivían más
lejos y decidí llamarles para ver si podían acogerme. Siempre habían sido gente
encantadora, pero la desesperación y la falta de autoestima en la que estaba inmersa me
había impedido pedir ayuda a más gente y descartar a cualquier otro amigo. No había
tenido la valentía de expresar mis sentimientos, aunque con toda sinceridad podrí haber
dicho a estas personas tan amables: «Mirad, me sabe fatal pedíroslo, pero ¿podría pasar
unos días en vuestra casa?».
Así que, más resuelta, me puse a pasear por el puerto. Pero antes de que tuviese
ocasión de llamar a mis amigos, sonó el teléfono: era Edward, preguntando si estaba
disponible para cuidar de Jude, y si podría empezar de forma inmediata. Además, si lo
necesitaba, en la finca tenían un precioso apartamento a mi disposición. Esa noche dormí
totalmente estirada, sin dolores por los calambres o por el frío. Un acogedor edredón me
cubría después de un baño reparador. Había tomado una cena saludable con tres
personas encantadoras y volvía a ganar dinero. ¡Qué rápido puede cambiar la vida!
Podría echar la vista atrás y pensar que aquello sucedió porque había poco trabajo
como cuidadora de personas o de casas. En principio, eso fue lo que había pasado. Pero
yo misma había propiciado la situación con mi baja autoestima que alimentaba semillas
que ya no me hacían ningún bien. Evidentemente, también estaba sembrando semillas
nuevas, ya que, como otras veces, volvía a disfrutar de una maravillosa vida de
abundancia. Pero me estaba costando aprender a desmontar hábitos mentales de otra
época y me había complicado aún más las cosas al ser incapaz de pedir ayuda.
Cuando, un tiempo después, volví a quedarme sin casa que cuidar, lo primero que hice
fue llamar a los amigos en los que pensé la mañana de los delfines. Me acogieron en su
habitación de invitados con alegría y emoción. Me sentó muy bien aceptar que podían
124
volver a pasarme cosas buenas. Seguía tratando de aprender a expresar mis sentimientos,
y cada vez estaba más cerca de conseguirlo.
Le conté a Jude que estaba aprendiendo a abrirme, y lo cerrada que había estado en el
pasado. Agradecí su opinión y la posibilidad de hablar del tema con tanta franqueza.
«Todos necesitamos que nos lo recuerden, Bronnie. Todo el mundo lleva dentro
sentimientos que necesita expresar, otra cosa es que los demás los quieran oír o no.
Tenemos que expresar nuestros sentimientos para poder crecer. A todo el mundo le
ayuda, de una u otra manera, aunque no sean conscientes de ello. Por encima de todo lo
demás, la sinceridad funciona.»
Sonreí mientras miraba los barcos en el puerto y el hermoso reflejo de la luna llena
sobre el agua. El escenario era magnífico. Jude volvió al tema de la culpa y a cómo
podemos evitar generarla si expresamos sinceramente nuestros sentimientos a medida
que surgen. Si lo hacemos así, nunca será demasiado tarde, sobre todo si alguien a quien
queremos muere inesperadamente. Eso también nos permitirá liberarnos de las ataduras,
como cuando éramos niños. Nunca deberíamos sentirnos culpables por expresar nuestros
sentimientos, y nunca deberíamos hacer que alguien se sienta mal si ha tenido el valor de
hacer lo propio.
Cuando llevaba un par de meses con Jude, su deterioro se agudizó hasta tal punto que
la ingresaron en la unidad de cuidados paliativos del hospital. Yo volvía a tener trabajo en
la agencia y había surgido la posibilidad de cuidar de una casa durante una buena
temporada. Me pasé a ver a Jude, encantada de poder también saludar a Edward y a
Layla. Sentada al otro lado de la cama había una señora a la que no conocía, pero
enseguida me di cuenta de que se trataba de su madre, por el gran parecido entre ambas.
Por iniciativa propia, Edward había enviado la carta de Jude a su madre antes de que
su amada esposa falleciese. Esta ya no podía hablar, pero todo había quedado dicho en la
carta. En ella, Jude le recordaba cuánto la había querido y cuánto la seguía queriendo. Le
contaba sus recuerdos felices y las cosas positivas que había aprendido de ella. La carta
no contenía ni un ápice de negatividad, porque Jude odiaba la culpa y quería que su
madre supiese cuánto la quería, a pesar de su triste relación. La madre se había
presentado por sorpresa varios días más tarde y había vuelto a diario desde entonces.
Tomando a su hija de la mano, contemplaba cómo su vida llegaba a su fin.
Después de hablar un rato con Jude, le di un beso en la mejilla y me despedí
definitivamente, dándole las gracias por todo. «Nos vemos cuando llegue mi turno,
125
Jude», le dije sonriendo entre lágrimas. Me respondió con un balbuceo, y con los ojos
me dedicó la sonrisa que su boca ya no podía expresar.
Edward y Layla me acompañaron hasta mi grano de arroz, dándome una mano cada
uno. Los tres íbamos llorando. Pero el amor fluía con tal sinceridad que las lágrimas eran
lo de menos. Edward me contó que la madre de Jude había estado hablando mucho con
ella, y que había visto a esta última llorar. Su madre le había pedido perdón por haberla
juzgado de esa manera. Reconoció que envidiaba secretamente a Jude por el valor que
había mostrado no importándole las opiniones de los demás, algo que a la madre le había
impedido ser realmente feliz.
Me despedí de ellos con un abrazo y les expresé mis mejores deseos para lo que la
vida les deparase. Pensé en la hermosa Jude en la cama, con su madre a su lado, y en lo
poderosa que es realmente la fuerza del amor. Me dolía el corazón por la pena, pero me
sentía alegre al mismo tiempo.
Un par de años más tarde recibí un correo electrónico de Edward, que supuso una
agradable sorpresa. Layla y su abuela habían disfrutado de varios meses felices,
conociéndose la una a la otra antes de que la anciana muriese. Me contaba que parecía
una mujer diferente, y que por momentos le había recordado a su añorada Jude. Después
de que se repartiese la herencia, Edward y Layla decidieron cambiar la ciudad por las
montañas, donde el aire era más limpio y donde estarían más cerca del padre de él.
Había conocido a otra mujer hacía cosa de un año, y Layla estaba a punto de tener una
hermanita.
Mi respuesta incluía mis mejores deseos para todos. A mí también me hizo feliz poder
compartir con él las cosas que yo recordaba de Jude: su sonrisa, la paciencia que mostró
con su enfermedad, su tolerancia y su determinación para hacerse entender. La culpa es
tóxica. Expresar nuestros sentimientos es imprescindible para ser más felices en la vida.
Aún recuerdo estar junto a su cama viendo el reflejo de la luna llena en el agua, con
Jude decidida a hacerse oír hasta que su voz se lo permitiese.
Su mensaje había calado y ahora conozco la alegría que da el expresar mis
sentimientos tan sinceramente como aquel delfín que mostraba su alegría saltando sobre
el agua.
126
No hay mal que por bien no venga
Durante los pocos turnos eventuales que hice en varias residencias para ancianos, trabajé
con clientes que sufrían Alzheimer, pero Nanci era la primera a la que cuidaba en una
casa particular con esta enfermedad. Había sido una mujer dulce, era madre de tres hijos
y abuela de diez nietos. Su marido aún andaba por ahí, pero muy pocas veces entraba en
su habitación. De hecho, uno habría podido olvidar fácilmente que vivía en la casa.
Las tres hermanas y los dos hermanos de Nanci hacían turnos para venir a visitarla,
como también lo hicieron al principio unos pocos de sus amigos, aunque me di cuenta de
que estas visitas se fueron espaciando con el paso del tiempo. Cuidar a Nanci era un
trabajo duro y agotador. Era muy inquieta y resultaba muy difícil controlarla, porque
pasaba la mayor parte del tiempo angustiada. Sus momentos de calma eran breves y
escasos y, por consiguiente, los míos también.
Su angustia llegó a ser tan preocupante para todos, especialmente para la familia, que
aumentaron su medicación, lo que hizo que pasase durmiendo parte del día. Cuando
estaba despierta, sus palabras eran incoherentes, como suele suceder con los enfermos de
Alzheimer. Partes de una palabra se mezclaban con partes de otras. A veces podías
reconocer en ellas algo parecido al inglés, pero nada estructurado, formal o coherente.
Aun así, la traté como al resto de aquellos a quienes cuidaba, con cariño y amabilidad, y
hablaba con ella mientras hacía mi trabajo. A veces reaccionaba a mi presencia en la
habitación, pero otras estaba a miles de kilómetros de distancia y no me habría visto ni
aunque tuviera diez cabezas.
De vez en cuando yo misma me encargaba de ducharla, cuando entraba a las ocho de
la mañana, aunque solía hacerlo la cuidadora de noche. Si me tocaba lavarla era porque
la noche había sido especialmente complicada y Nanci seguía dormida cuando yo llegaba,
lo cual me parecía bien. Pero, por lo general, alrededor de las ocho, ya la estaban
duchando. Había días en que Nanci me sonreía, sentada en su silla de ducha mientras la
cuidadora nocturna la lavaba. Una de las cuidadoras tenía unos métodos bien distintos de
los del resto, e insistía en que así era como siempre se hacían las cosas en su pueblo.
El primer incidente se produjo una gélida mañana de invierno. Al llegar a la habitación
127
de Nanci, la encontré desnuda sobre la cama, tiritando de frío y completamente
desprotegida. Acababan de ducharla y había hecho de vientre en ese momento, dejando
un enorme montón de heces bajo la silla de ducha. No era nada nuevo. Sucedía a
menudo que los enfermos, cuando tenían el trasero al aire debido al hueco de la silla,
suponían que estaban sentados en el inodoro. Esas sillas también se utilizaban para
colocarlos sobre el inodoro cuando necesitaban que el asiento estuviese elevado. De
modo que no era del todo sorprendente que estas cosas sucediesen en la ducha.
Nanci era una persona recatada, de una familia también recatada, por lo que
permanecer ahí desnuda, sin nada que la cubriese, ya le habría resultado suficientemente
traumático. Pero además estaba temblando de frío y tenía el aspecto de una niña
pequeña y frágil. En cuanto entré y la vi así, terminé de secarla y la cubrí con una manta
calentita lo más rápido que pude. Encontré a la otra cuidadora en el baño, limpiando el
desaguisado. No pude contenerme y le comenté la situación, aunque traté de ser
diplomática y le dije que ya lo habría limpiado yo después. La prioridad debía ser la
comodidad del enfermo, no que el suelo del baño estuviese limpio. Su única respuesta
fue encogerse de hombros.
El otro incidente tuvo lugar mientras esa misma cuidadora y yo hacíamos el cambio de
turno unas pocas semanas más tarde. En general no me gusta llevar reloj y siempre que
puedo evito que me marque la estructura del día. En lugar de estresarme por tener que ir
corriendo de un sitio a otro, cuando debo trabajar siguiendo un horario estricto suelo
darme un margen para llegar a los sitios con tiempo. Eso me permite disfrutar más del
trayecto, ya sea corto o largo, y estar más presente a lo largo del camino. Pero esa
mañana en concreto el tráfico era particularmente fluido, así que llegué antes de lo que
esperaba.
Después del primer incidente, la otra cuidadora acostumbraba a duchar a Nanci
todavía más temprano, para que yo no fuese testigo de ninguno de sus métodos. En
realidad, nos llevábamos bastante bien desde que nos conocíamos. Habíamos compartido
el cuidado de varias personas y nos habíamos visto a menudo en los cambios de turno a
lo largo de los últimos años. Pero su falta de empatía con Nanci y con enfermos
anteriores, que yo había podido constatar, hacían muy difícil que siguiese viéndola como
una cuidadora profesional. La situación empeoró aún más cuando entré en el baño para
dar los buenos días y me encontré a la pobre Nanci sentada en la silla de ducha tiritando
de frío, completamente congelada y con los dientes castañeteando.
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Cuando le pregunté qué pasaba, la cuidadora me explicó que así era como duchaban a
la gente en su pueblo. Les echaban agua congelada por todo el cuerpo durante un par de
minutos, después agua caliente durante otros dos, a continuación de nuevo dos minutos
de agua helada, después otra vez caliente, para acabar siempre con agua fría. Activaba la
circulación, decía, y tal vez tuviese razón. Ni lo sé ni me importa, aunque reconozco que
nadar en agua fría siempre me ha tonificado el cuerpo.
El problema era que estábamos en pleno invierno. En el exterior, el viento soplaba con
fuerza, haciendo temblar las ventanas, e incluso bajo techo hacían falta varias capas de
ropa. Esa diminuta señora estaba tan enferma que iba a morirse, no necesitaba ninguna
tonificación para salir a correr alrededor de la manzana. Nanci estaba demasiado débil
para hacer cualquier cosa, lo único que necesitaba era estar calentita y cómoda. Nuestro
trabajo consistía en procurarle bienestar, lo que incluía esa comodidad, y no tenerla en
una silla de ducha completamente aterrorizada, pasando tanto frío que los dientes le
castañeteaban. En mi opinión, lo que necesitaba la pobre Nanci era que la cuidasen con
cariño y que le diesen calor.
Aunque nunca he tenido demasiada fuerza física, cuando me ha hecho falta siempre
he podido recurrir a ella. La injusticia o la crueldad hacen que me dispare. Con
educación, pero sin tapujos, le hice llegar mi mensaje a la otra cuidadora, que lo recibió y
aceptó que a partir de ese momento solo se utilizase agua caliente en la ducha.
Los días fueron pasando sin sobresaltos. Esa cuidadora se iba de vacaciones y no
volvería en una temporada. Su sustituta, a la que yo conocía levemente, se llamaba
Linda. Siempre resultaba refrescante entrar a trabajar en el turno siguiente al suyo,
porque era muy agradable charlar con ella y su ética de trabajo era muy buena. Sentí
alivio por nuestra enferma y recé una oración dando las gracias.
Nanci continuó hablando tan incoherentemente como siempre. Cuando salía de la
cama, pasaba casi todo el tiempo intranquila y agitada pero, como le habían aumentado
la medicación, estos momentos no duraban mucho. Se suponía que las barras laterales de
su cama tenían que estar subidas todo el tiempo, pero cuando la cosa estaba calmada yo
se las bajaba para eliminar la barrera que nos separaba. A veces Nanci respondía bien a
mis atenciones, como cuando le daba crema en las piernas, o cosas así, pero, incluso
durante los momentos de mayor tranquilidad, cuando hablaba lo hacía en el idioma que
solo los enfermos de Alzheimer entienden. Ninguna claridad ni estructura en las frases,
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solo mascullaba sílabas inconexas. Cuando la conocí, llevaba ya varios meses hablando
así.
Un día, después de ayudarla a ir al baño, volvió a la cama arrastrando los pies y
agarrada de mi mano. Se me cayó al suelo el tubo de no sé qué cosa que llevaba en la
otra mano y me reí mientras me agachaba a recogerlo. Siempre traté a Nanci como a
cualquier otra persona que cuidara, incluso a pesar de que su mente estaba ausente. Así
que me levanté sin dejar de hablarle y riendo aún. En ese momento, con una claridad
meridiana y mirándome directamente a los ojos, Nanci dijo: «Creo que eres
encantadora».
Una enorme sonrisa me iluminó el rostro y nos quedamos un minuto sonriéndonos la
una a la otra. Tenía delante a una mujer completamente cuerda y lúcida. En ese instante
comprendió perfectamente lo que le estaba pasando. Así que le respondí de corazón: «Y
yo creo que tú también lo eres, Nanci». Su sonrisa se hizo más amplia, nos dimos un
abrazo y volvimos a sonreírnos. Fue precioso.
Pero a esas alturas le costaba mucho mantener el equilibrio, así que proseguimos el
camino hacia la cama tomadas de la mano. Cuando me senté a su lado para subirle las
piernas a la cama, Nanci pronunció una frase incomprensible en el idioma del Alzheimer,
algo que nadie habría podido entender. Había vuelto a desaparecer, pero, sin duda
alguna, la había tenido allí conmigo durante un breve instante.
Nadie conseguirá convencerme de que no fue así. Puede que las personas enfermas de
Alzheimer no sean conscientes de lo que les sucede la mayor parte del tiempo, pero que
no sean capaces de expresar sus pensamientos con claridad y estén a menudo confusos
no significa que no se den cuenta de la situación que los rodea. Ser testigo de ello en
primera persona hizo que cambiase mi forma de ver esta y otras enfermedades.
Unas semanas después, le mencioné el episodio a Linda, la otra cuidadora, que estuvo
de acuerdo en que se trataba de algo especial. Poco tiempo más tarde, Linda también
experimentó uno de esos momentos de lucidez de Nanci, aunque quizá no tan entrañable.
Como parte de sus tareas durante el turno de noche, debía darle la vuelta en la cama
cada cuatro horas para evitar que le saliesen llagas. A menudo Nanci estaba
profundamente dormida, pero había que hacerlo, eran órdenes del médico. Una noche, al
ir a moverla a eso de las cuatro de la mañana, Linda oyó como Nanci le decía con voz
clara y firme: «Ni te atrevas a moverme».
«Tranquila, Nanci —respondió desconcertada—. Dulces sueños.» Linda estaba
130
asombrada, y volvió a dormirse.
Cada día, la familia venía a verla y me dejaba media hora libre. Eran turnos largos y
agotadores y ese rato de descanso era de agradecer. La casa de Nanci estaba en un barrio
junto a la playa, así que bajaba la colina y me quedaba mirando el mar desde una roca.
Las piedras estaban parcialmente cubiertas de percebes y charcos de agua de mar, pero
había muchos sitios por los que se podía caminar, lo que me permitió acercarme al borde
de la plataforma sin problemas. Mientras respiraba el aire marino, me deleitaba en el
frescor de la brisa y la inmensidad del océano. A veces, había otra persona aún más
metida entre las rocas, justo en el borde del agua. Tocaba el saxofón. Era maravilloso
verlo y escucharlo, con su música perfectamente acompasada con el ritmo del mar. Me
quedaba hechizada y lo absorbía durante todo el tiempo posible, antes de volver a subir
la colina de mala gana. Cada vez que la oía, sin excepción, la música me ayudaba a
sobrellevar el resto de mi turno.
Naturalmente, luego se lo contaba a Nanci, aunque estuviese completamente metida en
su mundo. A mí eso no me importaba. Mi intención era tratar de estimularla
constantemente, si es que podía, contándole cosas del mundo exterior, porque su mundo
se reducía al dormitorio, al cuarto de baño y al salón.
Durante dos meses, le hablé del hombre del saxofón sin obtener ninguna respuesta ni
signo de interés. Pero un día volví exultante e intenté describirle la melodía que había
escuchado (como si uno pudiese realmente usar las palabras para explicar la música),
entonces Nanci me miró a los ojos y me sonrió. Mientras yo recogía la colada pocos
minutos después, ella empezó a tararear una melodía. Normalmente, este era el momento
del día en que estaba más agitada, pero esta vez se pasó un buen rato tarareando.
Aunque se fue tan rápido como había venido y Nanci volvió a estar a miles de kilómetros
de distancia, farfullando sílabas incomprensibles.
Estos destellos de lucidez hacían que me sintiese recompensada por haberle contado
cosas a Nanci durante todo este tiempo, a pesar de que normalmente no obtenía la
respuesta que habría querido. Pero que una persona no responda como te gustaría no es
motivo suficiente para lamentar haber hecho un intento por comunicarte con ella.
Los demás son dueños de sus reacciones, de la misma manera que nuestras reacciones
son responsabilidad exclusivamente nuestra. Mis muros iban cayendo ladrillo a ladrillo, y
sentía que crecía en mí la necesidad de expresarme. Y sin embargo, al mismo tiempo iba
perdiendo importancia, porque cada vez me preocupaba menos cómo me vieran los
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demás. Pasara lo que pasase, quería ser valiente y sincera de ahí en adelante. Aprender a
abrirme también me estaba sentando bien, muy bien de hecho.
También era consciente de que el que yo estuviese cambiando para mejor no
implicaba necesariamente que a otras personas en mi vida les pareciese bien. Los nuevos
hábitos que se estaban consolidando me permitían liberarme poco a poco de mi pasado y
hacían que me sintiera capaz de cambiar las cosas. Sin embargo, esta evolución personal
no era del agrado de todos, pero debía ser yo misma, no la persona que los demás
esperaban de mí. En mi interior, estaba naciendo un ser nuevo que quería salir al mundo
y darse a conocer.
En particular, sentía que una de mis amistades estaba muy descompensada desde
hacía años. Evidentemente, esto era toda una lección sobre los límites que hay que
marcar. Y la estaba aprendiendo. Con todos los cambios que estaban sucediendo dentro
de mí, incluida la satisfacción por expresar sinceramente lo que sentía, llegó un momento
en que necesitaba explicarle a esa persona lo que sentía. Así que, con franqueza, le
expuse lo que pensaba, confiando en que lo entendiese. No pretendía enfrentarme a mi
amiga, sino simplemente compartir mi impresión de que ella esperaba que yo hiciese todo
el esfuerzo para vernos, y la sensación de desequilibrio que eso me provocaba.
Éramos amigas desde hacía mucho tiempo, y sentía que la sinceridad nos permitiría
seguir adelante. Pero no fue así: lo único que hacía que el vínculo perviviera hasta
entonces era la costumbre. Mi amiga me respondió con una rabia que no imaginaba que
pudiese albergar. Yo sabía que eran el miedo y el dolor los que habían provocado esa
reacción, pero la intensidad de la rabia que recibí me resultó abrumadora. Me di cuenta
de que en realidad no la conocía. Era capaz de una crueldad que nunca había intuido ni
sospechado. Así que cortamos nuestra relación por completo. Acepté su decisión y la
respeté con serenidad. Había que pasar página.
De todas maneras, yo seguí recordando los años de nuestra amistad como un hermoso
regalo, y aún sigo haciéndolo. Al final, los recuerdos felices son los únicos que perduran,
aunque dejar que esa amistad desapareciese fue relativamente indoloro, porque no tenía
ningún sentido mantener una relación en la que no cabían ni la sinceridad ni el equilibrio.
Sé que yo también contribuí al fracaso de esa amistad, consciente o inconscientemente.
Cualquier relación en la que uno de los dos no se expresa libremente a fin de evitar
problemas estará dominada por la otra persona, y nunca podrá ser sana o equilibrada.
Por otra parte, la sinceridad hizo que un par de años más tarde otra de mis amistades
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mejorase mucho. Mi vida estaba cambiando, así que a veces llamaba a personas que me
conocían bien para comentar estos cambios, pero siempre me costaba localizar a esta
amiga en particular, hasta que ella volvía a necesitarme. Un día me harté de esta
situación y le expliqué con toda sinceridad que iba a necesitar su apoyo de verdad
durante un tiempo. Hablar con franqueza hizo que nos sintiésemos mucho más unidas y
dio lugar a una hermosa conversación. Ella también me dijo muchas cosas y nuestra
amistad salió reforzada gracias al respeto mutuo y a nuestra madurez emocional.
Finalmente, ambas asumimos y aceptamos que ella no era ese tipo de amiga a la que una
puede recurrir en cualquier situación.
De modo que me centré más en mí misma y en mis amigos de toda la vida. Aunque
yo ya no necesitaba tanto de su amistad, mi amiga también tuvo que asumir que yo no
iba a estar siempre a su disposición. Ni tenía fuerzas suficientes ni quería seguir
desempeñando ese papel. Aceptar las debilidades de cada una y tener el valor de hablar
de ello con sinceridad hizo que nos sintiésemos aún más cerca la una de la otra en
muchos otros aspectos. Hoy en día, ninguna de las dos fuerza la intensidad de nuestra
amistad, por lo que nuestra relación es madura, muy sincera y siempre divertida.
No nos vemos con tanta frecuencia como antes y nuestras vidas no están tan
entrelazadas como en épocas pasadas. Todas las relaciones experimentan cambios y las
amistades también. A pesar de lo sucedido, nuestra amistad es más sólida que nunca.
Nos mostramos sinceras la una con la otra y nos aceptamos como somos, no como cada
una querría que la otra fuese. Cuando nos vemos, ambas disfrutamos de lo afortunadas
que somos por poder pasar tiempo juntas.
Así que, aunque tengamos que pagar un precio por expresar nuestros sentimientos,
como me sucedió a mí con la primera de mis amistades, sé que todas las demás
relaciones que tengo se basan en la madurez y en la sinceridad, y son realmente valiosas.
Una de mis aspiraciones fundamentales a día de hoy es expresarme tal como soy. Tardé
mucho tiempo en conseguirlo, pero es algo enormemente liberador, y además me permite
reconocer a las personas que están pasando por una situación similar. Cuando pienso en
lo mucho que uno gana al expresarse con sinceridad, no puedo sino desear que algún día
otros también encuentren ese lugar en su interior.
La breve respuesta de Nanci, entre toda la confusión en la que vivía, fue uno de los
momentos más bonitos de mi vida. Si no le hubiese hablado de tantas cosas, sin esperar
ninguna reacción por su parte, nunca habría recibido una recompensa como esa.
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Es muy arriesgado dar por supuesto que los demás saben lo que sientes o que siempre
los tendrás ahí, cuando en realidad pueden morir en cualquier momento. Dar por sentado
que alguien siempre estará ahí tiene un alto precio. No todos los días serán alegres.
Todos estamos creciendo y vivimos días difíciles, pero también podemos tener
pensamientos hermosos que compartir. Por eso, es imprescindible que expresemos
nuestros sentimientos con franqueza y que escuchemos con frecuencia a los demás. Es
muy fácil olvidarlo y acabar así encerrados en nuestro pequeño mundo privado.
Una canción de un cantautor australiano muy conocido y apreciado, Mick Thomas,
expresa perfectamente la idea de dar por supuesto que la gente siempre estará ahí para
nosotros. Habla de cómo nuestras vidas hacen que nos encerremos en nosotros mismos
hasta tal punto que el protagonista de la canción ni siquiera se fija en que su mujer se ha
teñido el pelo, entre otras cosas. El mensaje principal se resume en esta frase: «Se le
olvidó lo hermosa que era».
Aunque la canción habla de un tipo que descuida a su mujer, podemos aplicarla a
cualquier relación. Las mujeres también dejan de prestar atención a sus hombres y ya no
perciben su belleza, tanto interior como exterior. Además, las mujeres no siempre se dan
cuenta de que un hombre expresa su amor de las maneras más diversas, como por
ejemplo haciendo cosas para complacer a su compañera. Los niños también dan por
sentado que sus padres siempre estarán ahí y lo mismo sucede a veces en sentido
inverso. Amigos, primos, hermanos, hermanas, compañeros de trabajo, abuelos y
miembros de nuestra comunidad, todos damos por supuesto que seguirán a nuestro lado.
Es muy fácil centrarnos en lo que no nos gusta de una persona, que en realidad no es
más que una imagen parcial de nosotros mismos. Pero, muy a menudo, ni siquiera
reconocemos lo que sí nos gusta de los demás. Es cierto, a veces hace falta tener valor
para ser sinceros, ya que no sabemos cómo reaccionará la persona a la que nos abrimos.
También deberíamos tener en cuenta sus necesidades.
Sin embargo, sé por experiencia que la sinceridad tiene su recompensa, aunque a veces
no sea la que esperábamos. Puede llegar en forma de autoestima, o de vivir libre de culpa
cuando muere un ser querido, o de mantener relaciones más ricas y abandonar aquellas
que no nos hacen bien, o de muchas otras maneras que no podemos ni imaginar. Lo
importante es que al tener el valor de expresar nuestros sentimientos estamos haciéndoles
un regalo tanto a los demás como a nosotros mismos. Cuanto más tiempo retrases ese
momento mayor será la carga de todo aquello que necesitas decir.
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Nanci no volvió a hablarme de forma comprensible, pero no importaba. El regalo que
recibí ese día era recompensa más que suficiente. Su nieto también vivió uno de sus
momentos de lucidez mientras cantaba para ella una tarde. Nanci no habló, pero miró a
su nieto a los ojos y le sonrió con cariño; no como una persona enferma de Alzheimer,
sino como una abuela orgullosa de su nieto, encantada con la manera que había escogido
para expresarse, a través de la canción.
No podemos saber qué regalos nos ofrecerá la vida hasta que los tenemos ante
nosotros, pero de algo estoy segura: el valor y la sinceridad siempre tienen recompensa.
135
LAMENTO 4:
Ojalá no hubiese perdido el contacto con mis
amigos
Además de mis clientes habituales, a los que atendía en sus casas, hacía turnos
esporádicos en residencias de ancianos. Por suerte, no eran muy habituales, porque esos
sitios me parecen absolutamente espantosos. Las personas a las que trataba allí no
siempre eran de cuidados paliativos sino gente que necesitaba algún tipo de ayuda, y a
veces me contrataban simplemente para que me incorporase a un equipo y no para
cuidar de nadie en particular.
Si te niegas a ver el estado actual de nuestra sociedad, nunca visites una residencia de
personas mayores. Pero si te sientes con fuerzas para mirar a la vida a los ojos, entra en
una. En ella encontrarás a muchas personas solas. Muchísimas. Y cualquiera de nosotros
puede acabar en un sitio como ese.
Entrar en contacto con el personal de una residencia era al mismo tiempo algo
desolador y una fuente de inspiración. Algunas de las personas con las que trabajé
brevemente a lo largo de los años eran hermosas y de buen corazón, y resulta evidente
que habían encontrado un trabajo en el que encajaban. Sus espíritus eran luminosos y
sus corazones, amables. Gracias a Dios que existen personas así. Pero, como la mayoría
de las residencias andaban escasas de personal, tenían que hacer un esfuerzo constante
para contagiar al resto con su humor positivo.
En el otro extremo de la balanza estaban quienes habían caído presas del desánimo o
se habían cansado de trabajar allí, o tal vez nunca habían experimentado ese entusiasmo.
La empatía es algo muy importante en la vida, y se echaba muy en falta en el equipo al
que me incorporé el día que conocí a Doris.
Los residentes se arrastraban hasta el comedor apoyándose en sus bastones y en sus
andadores. Eran personas relativamente adineradas, porque se trataba de una residencia
privada y supuestamente «de lujo». La decoración era preciosa, los jardines estaban bien
136
cuidados y las zonas comunes se veían limpias, pero la comida era espantosa. Todo
llegaba precocinado de fuera y se recalentaba en el microondas, sin ningún sabor o aroma
sugerente. Las comidas no contenían nada fresco o nutritivo. Los residentes hacían sus
comandas al final de la semana anterior y el personal que les servía normalmente ni les
saludaban ni demostraban ninguna amabilidad hacia ellos.
Cuando los residentes veían que yo tenía una actitud jovial, me cogían de la mano
para que me quedase hablando con ellos en la mesa. Eran personas normales, con la
mente despierta y a las que les encantaba la interacción social. Sus cuerpos estaban
envejeciendo y debilitándose, pero nada más. Uno o dos años antes, estas mismas
personas simpáticas y encantadoras llevaban vidas completamente independientes.
Cuando yo volvía a la cocina para coger otra bandeja con platos, parte del personal me
ponía mala cara. Lo único que había hecho durante mi ronda era charlar brevemente y
reírme con algunos de los residentes, y eso levantaba suspicacias. Yo no hacía ni caso.
En una ocasión, mientras devolvía un plato de cordero, le dije con gesto amistoso a la
persona que estaba a cargo: «Bernie había pedido pollo, no cordero».
Medio riéndose, me respondió: «Pues comerá lo que nos dé la real gana ponerle».
«Vamos —dije, sin dejarme intimidar por su cerrazón—, seguro que podemos darle un
plato de pollo.»
«Va a tomar cordero o se quedará sin comer», respondió en un tono áspero. La miré y
me compadecí de ella, porque su infelicidad era evidente, pero no pude sentir respeto
alguno por la manera en que estaba desempeñando su papel.
Cuando volví a llevarle el cordero a Bernie, se me acercó una chica encantadora que
también formaba parte del personal. «No te preocupes por ella, Bronnie. Siempre es
así», me dijo Rebecca.
Sonreí, agradeciendo que alguien mostrase tener algo de corazón. «No me preocupa
en absoluto. Los que sí me preocupan son los residentes, que tienen que soportar este
trato día tras día.»
Rebecca me dio la razón: «Cuando empecé a trabajar aquí me afectaba mucho, pero
ahora simplemente hago lo que puedo por tratarlos con la mayor amabilidad posible,
dentro de mis limitaciones».
«Eso dice mucho de ti», respondí con una sonrisa.
Me pasó la mano por la espalda y, antes de marcharse, añadió: «Somos unos cuantos
los que nos preocupamos. No los suficientes, pero algunos hay».
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Tras haber servido las comidas y esperar a que los residentes hicieran lo imposible por
comérselas, y una vez que la cocina ya estaba limpia, varios miembros del personal
salieron afuera a fumar. Unos pocos nos quedamos dentro charlando con los ancianos
mientras se retiraban. Era una escena alegre: una docena de personas reunidas a nuestro
alrededor para compartir unas risas. Me llamaron la atención su chispa y su espíritu jovial
y me maravilló lo bien que se habían adaptado a su nueva situación.
Cada uno de los residentes disponía de su propia habitación y de su propio cuarto de
baño. En mi ronda nocturna, ayudando a la gente a desvestirse para meterse en la cama,
descubrí en cada habitación el reflejo de la personalidad de su ocupante. Fotos de
familias sonrientes, cuadros, mantas de ganchillo y tazas favoritas adornaban cada
habitación. En algunos de los balcones había tiestos con plantas.
Doris ya tenía puesto su camisón rosa cuando entré despreocupadamente en su
habitación y me presenté. Pero ella solo sonrió sin decir nada y apartó la mirada. Cuando
le pregunté si se encontraba bien, se echó a llorar. Inmediatamente, me senté a su lado en
la cama y le di un abrazo. Permanecimos en silencio mientras lloraba, agarrándose a mí
desesperadamente. Recé pidiendo fuerzas y esperé.
Cuando cesaron las lágrimas (se fueron tan rápidamente como habían llegado), se puso
a buscar su pañuelo. «Tonta de mí —dijo mientras se secaba los ojos—. Perdóname,
querida. Me estoy comportando como una vieja tonta.»
«¿Qué le ocurre?», le pregunté con dulzura.
Dio un suspiro y me contó que llevaba allí cuatro meses, y en ese tiempo apenas había
visto una cara alegre. Me dijo que mi sonrisa había hecho que las lágrimas aflorasen, lo
que a su vez estuvo a punto de hacerme llorar a mí. Su única hija vivía en Japón y
aunque mantenían un contacto frecuente la distancia se dejaba notar.
«Cuando cuidas de tu hija de pequeña, ni se te pasa por la cabeza que esa relación tan
próxima pueda desvanecerse algún día. Pero así es. Es la vida. No es que hayamos
discutido, nada de eso. Es simplemente la vida y su ajetreo —dijo—. Ella ahora tiene su
propia vida, y con los años he aprendido que debo dejar que se vaya. Yo la traje al
mundo, pero no somos los dueños de nuestros hijos. Solo tenemos la gran fortuna de
guiarlos hasta que pueden emprender el vuelo por sí mismos, y eso es lo que ella está
haciendo ahora.»
Esta señora encantadora me enterneció de inmediato, y le prometí que volvería en
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media hora para seguir hablando si ella conseguía mantenerse despierta el tiempo
suficiente para terminar mi turno. Me dijo que le encantaría.
Así que, más tarde, Doris estaba recostada en su cama hablando sin parar. Yo la
escuchaba sentada a su lado en una silla. No soltó mi mano en ningún momento, y de
vez en cuando, sin darse cuenta, jugaba con mis dedos, o con el anillo que yo llevaba
puesto. «Aquí me estoy muriendo de soledad, cariño. Había oído que era posible, y lo
es. La soledad sin duda puede matarte. A veces echo muchísimo de menos el contacto
humano», me dijo con tristeza. Mi abrazo había sido el primero que había recibido en
cuatro meses.
Temía resultar pesada, pero yo le insistí para que continuase. Tenía verdadero interés
por conocerla, así que prosiguió. «A quienes más echo de menos es a mis amigas.
Algunas ya han muerto, unas cuantas están en mi misma situación, y con otras he
perdido el contacto. Ojalá no fuese así. Una se imagina que sus amigas siempre estarán
ahí, pero la vida sigue su curso y de pronto te das cuenta de que no hay nadie en el
mundo que te entienda, o que conozca tu historia.» Le propuse que intentásemos
contactar con ellas, pero sacudió la cabeza diciendo: «No sabría por dónde empezar».
«Yo puedo ayudarte», le ofrecí, antes de explicarle qué era internet. Todo le resultaba
muy ajeno, pero consiguió hacerse una idea. En un primer instante, rechazó mi ayuda,
preocupada por el tiempo que me llevaría efectuar la búsqueda, pero finalmente la
convencí de que me encantaría hacerlo. Disfrutaba haciendo de investigadora. Durante
los años que pasé en la banca, trabajé una breve temporada en fraudes y falsificaciones,
y me encantó. Mi comparación le hizo gracia. «Por favor, permíteme ayudarte», le pedí.
Así que aceptó, con una sonrisa que expresaba a la vez esperanza y melancolía.
Quería ayudar a Doris por varios motivos. Me había caído bien desde el primer
momento, y además podía ayudarla, sabía cómo hacerlo. Pero también quería ayudarla
porque entendía cómo se sentía. Yo también había padecido ese dolor abrumador de
cuando pasas una larga temporada en soledad y anhelas encontrar a alguien que te
comprenda.
En otra época, el dolor que mi pasado me provocaba me había arrastrado hasta un
lugar tan profundo que me había encerrado casi por completo en mí misma, en la
creencia errónea, que mucha gente comparte, de que si mantienes a las personas a
distancia también mantienes el dolor a raya evitando así sufrir aún más: si nadie puede
acercarse a ti, nadie podrá hacerte daño. Pero, por supuesto, la única manera real de
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sanar es dejando que el amor vuelva a fluir a través de ti, no bloqueándolo. Aunque se
puede tardar bastante en llegar a entenderlo.
Aparentemente, yo era cariñosa con las personas con las que me cruzaba, pero seguía
lastrada por el dolor que llevaba a cuestas, consecuencia de mi complicado pasado. Por
aquel entonces, había llegado a sentir compasión hacia quienes habían proyectado su
negatividad sobre mí. Ese no era el problema. Lo que aún tardaría un tiempo en
transformar eran mis pensamientos sobre mí misma. El dolor que me producía luchar
contra décadas de pensamientos negativos se hacía a veces insoportable. Aunque
intelectualmente sabía que me merecía mucho más de lo que me habían hecho creer,
emocionalmente aún me quedaba mucho trecho por recorrer.
«Sunday Morning Coming Down» se convirtió en mi canción de cabecera. Siempre
me había encantado la música de Kris Kristofferson, que había tenido una gran influencia
sobre mi forma de escribir, y esa canción siempre me había parecido la expresión más
perfecta de mi soledad. Los domingos siempre eran el peor día. Lucinda Williams
también escribió una canción muy buena al respecto, que decía «I can’t seem to make it
through Sundays» (Los domingos se me hacen muy cuesta arriba).
Pero no eran solo los domingos. La soledad deja un vacío en el corazón que puede
llegar a matarte físicamente. El dolor es insoportable y, cuanto más perdura, mayor es la
desesperación. Durante esos años, recorrí kilómetros y kilómetros de calles, carreteras, y
de todo lo que me encontré entremedias. La soledad no es debida a la ausencia de
personas en tu vida, sino a la incapacidad para comprender y aceptar. Muchísima gente
de todo el mundo se ha sentido sola en habitaciones repletas de gente. De hecho, estar
solo en una habitación llena de gente a menudo recalca y exacerba la soledad.
No importa cuántas personas tengas a tu alrededor. Si ninguna de ellas te entiende o te
acepta tal como eres, la soledad puede mostrar su rostro más atroz. Sentirse sola es muy
distinto de estar sola, algo de lo que yo había disfrutado mucho en el pasado. Uno puede
estar solo y sentirse solo, pero también disfrutar de esa soledad. La soledad es un anhelo
de gozar de la compañía de alguien que te comprenda. A veces existe una relación entre
estar solo y sentirse solo, pero con mucha frecuencia no es así.
La soledad se me hizo tan insoportable, el dolor en mi corazón tan constante que la
idea del suicidio se me pasó varias veces por la cabeza. Por supuesto, no tenía ningunas
ganas de morirme. Yo quería vivir. Pero en ocasiones sentía que necesitaba una fuerza
extraordinaria para tomar conciencia de cuál era mi propia valía, evitar que fuesen los
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demás quienes me la marcasen y así alejarme del dolor. A veces se me hacía tan
insoportablemente duro permitir que el amor y la felicidad volviesen a fluir en mi vida,
incluso aceptar que era digna de ellos, que la opción del suicidio era tentadora.
Cuando, finalmente, el dolor y la soledad llegaron a ser realmente intolerables, cuando
llegué al punto más doloroso, mis oraciones obtuvieron respuesta mediante un acto de
bondad y comprensión. Un amigo me llamó en el momento oportuno. Sabía que lo
estaba pasando mal, pero lo que desconocía era que en ese preciso momento estaba
escribiendo mi carta de despedida entre lágrimas lentas y desconsoladas. Estaba a punto
de irme. Ya no podía vivir con ese incesante dolor en mi corazón.
Me insistió en que no debía decir nada, tan solo escucharle. Así que, desde el
agotamiento y las lágrimas, acepté a regañadientes. A través del teléfono, oí cómo
empezaba a tocar su guitarra y a continuación comenzaron a llegar a mis oídos las
palabras «Starry, starry night» (Noche estrellada), de la canción «Vincent», de Don
McLean, en las que iba sustituyendo Vincent por Bronnie. Lloré aún más al escuchar la
canción, con su drama, su dolor y su dulce melodía que contaba la historia del
sufrimiento del propio Vincent van Gogh. Cuando terminó, seguí sollozando. No podía
hacer nada más. Esperó pacientemente en silencio, le di las gracias y colgué aún entre
lágrimas. En ese momento era incapaz de pronunciar palabra alguna.
Cuando me quedé dormida esa noche estaba completamente exhausta, tanto física
como emocionalmente. Pero era consciente de que, al menos, gracias a la comprensión y
a las dulces intenciones de mi amigo, un pequeño piloto rojo de esperanza se había
vuelto a encender. A la noche siguiente, me llamó inesperadamente un amigo desde
Inglaterra. Tuvimos una conversación larga y sincera, y fui recobrando las fuerzas poco a
poco.
Algún tiempo después, pero aún durante esos años de soledad, hubo otra ocasión en
que me vi rezando y suplicando ayuda, tratando con todas mis fuerzas de resistir ese
embate. Iba conduciendo hacia el pueblo y un ave de cierto tamaño chocó contra el
parabrisas, haciendo suficiente ruido para que yo volviese a la realidad. Desde luego, con
lo mucho que me gustan los animales, esto hizo que me sintiese aún peor, pero también
resultó ser un buen toque de atención. La vida puede acabarse así de rápido. ¿Quería que
la mía terminase así?
Le di las gracias al pájaro por su papel en mi evolución y seguí conduciendo mucho
más atenta. Precisamente en ese momento, empezó a sonar en la radio una pieza de
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música clásica que me elevó a un estado de extraordinaria belleza. Esas notas, su
extraordinaria delicadeza, me dieron alivio e hicieron que el dolor en mi corazón
desapareciese plácidamente. En su lugar, cuando la música alcanzó el clímax, fui
bendecida con un instante de belleza e inspiración. Entonces decidí que en eso consistía
la vida: hermosos momentos de pureza. Eso es todo, así de sencillo. Momentos
hermosos. Quería seguir viviendo, para experimentar y apreciar más momentos como
ese.
Puesto que había pasado por ese nivel de tristeza y soledad, comprendí que el dolor
que Doris estaba experimentando era para ella real y tangible. Estaba rodeada de
personas durante las comidas y en varios momentos a lo largo del día, pero lo que
necesitaba era comprensión y aprobación, y echaba de menos a sus amigas porque eran
quienes la entendían de verdad. Si podía contribuir a aliviar su dolor, ¿por qué no
hacerlo?
La semana siguiente, cuando me pasé por su habitación, me esperaba una lista de
nombres escritos a mano por mi querida Doris, quien, mientras bebíamos té, me
proporcionó toda la información que pudo recordar sobre sus amigas, en particular sobre
dónde vivían cuando había perdido el contacto con ellas.
No me costó mucho localizar a una de las mujeres, pero un derrame cerebral había
hecho que perdiese el habla. Cuando tuvo noticia de ello, Doris me dictó un breve
mensaje para que se lo leyese a su amiga. Aunque la apenó saber que se encontraba en
ese estado, la tranquilizó saber que al menos podía hacerle llegar un mensaje.
Querida Elsie:
Lamento mucho que no estés bien. Los años han pasado volando. Alison sigue viviendo en Japón. Vendí la
casa y estoy en una residencia. Una joven está escribiendo esto por mí. Te quiero, Elsie.
Atentamente,
DORIS
Sencillo, pero había escrito todo lo que quería decirle. Esa noche llamé al hijo de Elsie
y le transmití sus palabras. Más tarde, me llamó él para contarme que Elsie había
sonreído con satisfacción al escucharlas. Se lo conté a Doris, que también expresó su
alegría con una sonrisa.
Durante las semanas siguientes, pude localizar a otras dos de sus amigas. Por
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desgracia, ambas habían fallecido. Doris asintió con resignación, y dijo suspirando:
«Bueno, probablemente era de esperar, querida».
La presión para encontrar a la última de sus amigas reforzó mi determinación. Rastreé
internet e hice numerosas llamadas, pero las cosas no pintaban bien. La gente con la que
hablaba era muy amable y servicial, pero su respuesta era siempre la misma: «Lo siento.
El nombre sí es el correcto, pero la familia no».
Entretanto, seguía visitando a Doris dos veces por semana. Siempre me tomaba de la
mano en cuanto me sentaba y no la soltaba durante toda nuestra conversación. A veces,
insistía en que yo tendría mejores cosas que hacer y trataba de que me fuese antes o de
convencerme para que no la visitase. Cuando le aseguraba que yo también disfrutaba
mucho de esos momentos, lo cual era cierto, podía ver en su cara el alivio que sentía y la
ilusión que le hacía cada nueva visita. Tenemos mucho que aprender de las personas
mayores, de toda la historia que llevan sobre sus espaldas. ¿Cómo no iba a disfrutar de
nuestras encantadoras conversaciones? Eran fascinantes.
Finalmente, se produjo un gran avance en la búsqueda de su amiga. Recibí una
llamada de un anciano que me dijo que en otra época había sido vecino de Lorraine. Me
contó a qué barrio se había trasladado la familia y por fin logré dar con ella. De hecho,
fue la propia Lorraine, con su voz vieja y amistosa, la que respondió al teléfono. Cuando
le expliqué quién era y cuáles eran mis intenciones, la alegría hizo que se le entrecortase
la respiración y accedió encantada a que le diese su número a Doris.
Naturalmente, lo hice de inmediato. Con una sonrisa, le di un abrazo a Doris y le pasé
el papel con el número de Lorraine. Me volvió a abrazar, presa de la emoción. Fue
precioso. Impaciente, me hizo un gesto para que le acercase el teléfono. Pero, antes de
que marcase el número, le dije que me retiraría para dejarlas que hablasen en privado.
Protestó moderadamente, pero me di cuenta de que en realidad no le parecía mal. Estaba
demasiado emocionada. Me pidió que esperase a que la llamada se estableciese y así lo
hice. Nos dimos un abrazo sentido y tierno y marqué el número de Lorraine. Mi corazón
latía con fuerza por la emoción.
Con el auricular en la mano, su rostro se iluminó de felicidad al escuchar la voz de su
amiga. Aunque la voz de Doris era la de una anciana, y yo sabía que la de Lorraine
también lo era, el espíritu de esa llamada fue el de dos mujeres jóvenes, que enseguida se
pusieron a reír y no pararon de hablar. Recogí rápidamente la habitación,
entreteniéndome un poco, incapaz de sustraerme a esa increíble felicidad. Pero
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finalmente me despedí de Doris, que estaba radiante, con un gesto desde la puerta. Dejó
de hablar un instante, le pidió a Lorraine que esperase y me dijo: «Gracias, querida.
Gracias». Asentí con la cabeza, sonriendo tanto que me dolía la cara. Mientras me
alejaba por el pasillo, seguí oyendo la risa de Doris hasta que la puerta se cerró
completamente. No dejé de sonreír hasta que llegué a casa.
Había sido un día maravilloso y el agua me llamaba. Aún seguía en éxtasis mientras
disfrutaba del agua que fluía a mi alrededor durante las dos horas que pasé nadando y
buceando. Ya en casa, justo después del anochecer, recibí una llamada de Rebecca, la
encantadora compañera a la que había conocido la primera noche que trabajé allí,
cuando también conocí a Doris.
Mi querida Doris había fallecido mientras dormía aquella misma tarde.
Enseguida, unas lágrimas de tristeza me rodaron por la cara, pero al mismo tiempo
sentía también alegría. A fin de cuentas, la entrañable señora había muerto feliz.
Es asombroso lo mucho que un poco de nuestro tiempo puede cambiar la vida de una
persona. Cuando pienso en la mujer solitaria a la que conocí esa primera noche y la
comparo con la persona de la que me despedí con un abrazo en su último día, no
cambiaría la satisfacción que siento ni por todo el dinero del mundo.
En las residencias de mayores de todo el mundo hay miles de personas hermosas que
se sienten muy solas. También hay muchas personas jóvenes cuyas vidas están
confinadas en esas residencias. Pero, jóvenes o mayores, un par de horas a la semana en
la compañía de una nueva amistad pueden ser de una importancia fundamental para
aquellos que están viviendo el último capítulo de su vida. Desde luego, lo preferible es
que las personas no lleguen nunca a ingresar en las residencias, pero lamentablemente no
siempre es posible evitarlo. En esos lugares hay mucha gente que no debería estar allí;
personas abandonadas, en cierto sentido.
Resultaba muy duro presenciarlo, pero un ratito de nuestro tiempo tiene el potencial de
producir un cambio inmenso en sus vidas.
En mi opinión, el fallecimiento de Doris se produjo en el momento apropiado.
Sencillamente, había llegado su hora y había sido feliz. Cada una habíamos cumplido con
el papel que debíamos desempeñar en la vida de la otra, y yo siempre le estaré
agradecida por ello. Era una mujer entrañable. Lorraine y yo nos conocimos poco
después. Me contó que la conversación entre ellas había sido interminable. Las dos
estaban felices al despedirse. Sentadas bajo un árbol en la terraza de un café, hablamos
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de Doris y de la vida en general hasta que llegó la hora de llevar a Lorraine de vuelta a su
casa. Me gustó mucho haber podido conocer a su amiga. Y, por supuesto, conocer a
Doris también había sido algo muy bonito.
Y, desde luego, ambas esperábamos que nuestra querida Doris pudiese reunirse con
sus otras amigas al llegar al otro lado.
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Amigos de verdad
El ritmo frenético de Sydney me estaba empezando a pasar factura. No parecía que
fuese a surgir allí la posibilidad de cuidar de alguna casa, así que me trasladé al sur en
Melbourne para experimentar otro capítulo de mi vida. Hacía varios años que me había
marchado de esa ciudad y me encantó poder disfrutar de nuevo de los placeres de un
lugar tan maravillosamente creativo y volver a ver a viejos amigos. Mi reputación como
cuidadora de casas me precedía, así que enseguida tuve varias fechas ya reservadas en
mi calendario.
Pero el primer sitio en el que viví fue la casa de veraneo de Marie, mi jefa en la clínica
prenatal en Sydney. Se encontraba a una hora al sur de Melbourne, en la preciosa
península de Mornington, y estaba cargada con toda la energía de Marie, lo que hizo que
enseguida me sintiese como en casa. Llegué en otoño y las primeras dos semanas me
dediqué a pasear por los escarpados acantilados, con el agua lamiendo la orilla bajo mis
pies. Recorrer largas distancias envuelta en un grueso abrigo y con un gorro, expuesta a
las ráfagas del frío viento marino, me hizo sentir muy viva. Disfrutaba mucho de esos
paseos, y los daba con frecuencia. Después, acurrucada en casa junto al fuego, pasaba
las tardes escribiendo y tocando la guitarra.
Aunque podría haber seguido así para siempre, también necesitaba ganar dinero, y eso
me llevó a cuidar de Elizabeth. Aunque su situación me resultaba desoladora, estaba
empezando a asumir que todos tenemos diferentes lecciones que aprender. Lo que los
demás quizá interpreten como situaciones dramáticas para la persona en cuestión pueden
ser también grandes oportunidades de crecer y aprender.
Trabajar para resolver mis propios problemas me estaba enseñando a apreciar los
beneficios del propio aprendizaje, y estaba encontrando muchos aspectos positivos en mi
pasado. Descubrí muchas cosas buenas, oportunidades que no me habrían llegado de
haberme criado en un hogar perfecto, si es que tal cosa existe en realidad. La fuerza, la
capacidad de perdonar, la compasión y la amabilidad eran solo algunas de las muchas
lecciones que mis circunstancias me habían permitido aprender y por las cuales no solo
me sentía afortunada sino que me estaban convirtiendo en mejor persona cada día.
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Así que tuve que distanciarme un poco de las personas que cuidaba y aceptar que yo
no sabía qué tenían que aprender ellos de su estancia aquí. Por los motivos que fuera,
habían atraído hacia sí la vida que llevaban y no me correspondía a mí la tarea de
salvarlos. Yo estaba allí para proporcionarles cuidados y atenciones, amistad, apoyo y
dulzura en sus semanas finales. Si eso los ayudaba a encontrar la paz, como a veces
sucedía, mi trabajo sería aún más satisfactorio. Como se suele decir, en el dar está el
recibir, y yo desde luego estaba recibiendo mucho.
Trabajar con personas que se están muriendo era también un honor. Todos sus
recuerdos y sus historias me estaban cambiando la vida. Para mí era un regalo
extraordinario poder tener acceso, a mi edad, a todo lo que ellos habían descubierto
sobre sí mismos. Estaba aplicando en mi propia vida mucho de lo que estaba
aprendiendo de las personas que cuidaba, sin esperar a estar en mi lecho de muerte para
lamentarme por los mismos motivos que ellos. Cuando llegaba a la casa de alguien
nuevo, entraba en un mundo completamente distinto de aprendizaje, una y otra vez.
Cada hogar era un aula diferente, donde recibía nuevas lecciones, o bien las mismas
lecciones desde otro punto de vista. En cualquier caso, era mucho lo que estaba
absorbiendo.
Elizabeth no era muy mayor, tenía unos cincuenta y cinco años. Había sido alcohólica
los últimos quince y ahora se estaba muriendo de una enfermedad relacionada con el
alcoholismo. La mañana en que llegué, mientras ella aún descansaba, su hijo me explicó
cómo funcionaba la casa y me expuso los detalles de su enfermedad. También me
explicó que la familia había decidido no contarle que se estaba muriendo. «Vaya por Dios
—pensé—, ya estamos otra vez con lo mismo.»
Mi deseo de crecimiento personal y la búsqueda de paz interior me llevaban a tratar de
vivir en el instante presente lo máximo posible. En el caso de Elizabeth, vi que este iba a
ser el único camino. Si ella me preguntaba si se estaba muriendo, ya vería entonces la
respuesta que le daría, en lugar de darle vueltas al asunto entretanto. Cabía la posibilidad
de que nunca llegase a preguntármelo, aunque yo no estaba dispuesta a mentirle.
Elizabeth vivía rodeada de confusión y desesperación. La familia había sacado todo el
alcohol de la casa y lo había guardado bajo llave en un armario en el garaje, del que los
demás se servían siempre que lo deseaban. Como estaba enferma y se estaba muriendo,
decidieron evitar por todos los medios que ella pudiese tener acceso a la bebida. Esta era
una de las cosas que me parecieron descorazonadoras. Se iba a morir de todas formas,
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¿por qué hacerle sufrir, además, el síndrome de abstinencia? Pero, una vez más, no era
mi vida y tampoco me correspondía a mí tomar esa decisión.
Desde que era muy pequeña había sido testigo de los estragos que produce el
alcoholismo. Después, trabajando en el sector de la hostelería, en la isla y durante mis
viajes, volví a vivirlo de cerca. El alcohol no saca lo mejor de nadie, y no solo acaba con
la bondad de la persona alcohólica, sino que destroza familias, amistades, carreras y la
inocencia de los niños que se ven expuestos a él. Lo mismo sucede con la adicción a
otras drogas. La única cosa real que saca lo mejor de cualquier persona es el amor.
Pero el alcoholismo es también una enfermedad. Y, aunque se puede tratar, quien la
padece necesita cariño y apoyo continuo para romper con sus hábitos y empezar a creer
en sí mismo y en la posibilidad de una vida mejor. Hacer que una alcohólica crónica
abandonase su adicción sin apoyo ni explicación alguna me parecía algo bastante
espantoso.
Lo único que Elizabeth sabía era que estaba enferma. Su energía era mínima.
Necesitaba ayuda para hacer prácticamente cualquier cosa y estaba perdiendo el apetito.
También echaba desesperadamente de menos el alcohol. La familia solo le había dicho
que el médico había recomendado que dejase la bebida «por una temporada». Me costó
bastante no juzgarlos, sobre todo cuando los veía beber alcohol a escondidas mientras se
lo negaban a una mujer moribunda. Pero ¿quién era yo para dar las lecciones que ella
debía aprender en su vida?
Su debilidad física general ya no le permitía salir de la casa, y la familia había
prohibido a varios de sus amigos que viniesen a verla, porque también bebían, así que,
privada de todos sus placeres, no era nada sorprendente el estado de confusión y
desesperación en el que se encontraba.
Aceptó resignada y sin rechistar que le prohibiesen ver a sus amigos, aunque eso
conllevaba que le quitasen también otras cosas. Antes de que la enfermedad se agravase,
Elizabeth formaba parte de la junta directiva de un par de organizaciones humanitarias.
Esos amigos eran su vínculo con el mundo exterior y con su antigua vida.
Cuando yo llevaba seis o siete semanas con ella, sus fuerzas se estaban desvaneciendo
cada vez más rápido, al mismo tiempo que aumentaba su necesidad de descansar.
Elizabeth era muy divertida, a su manera callada. En el momento más inesperado,
sorprendía con un toque de humor muy seco. A veces recordaba alguno de sus
comentarios en casa, después del trabajo, y acababa sonriendo al pensar en ella. Nos
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caíamos bien y habíamos establecido rutinas factibles dentro de las limitaciones de su
enfermedad. Una de ellas incluía una taza de té cada mañana en la terraza interior. Era
con diferencia la habitación más bonita de la casa y en esa época del año la luz que
recibía era maravillosa. Fue allí, una mañana, donde nuestra relación pasó a otro nivel.
«Bronnie, ¿por qué crees que no estoy mejorando? No estoy bebiendo y aun así cada
día me siento más débil. ¿Qué opinas?», me preguntó Elizabeth.
La miré a los ojos con cariño y le respondí con ternura con un par de preguntas.
«¿Cuál crees tú que es la razón? Estoy segura de que le has dado bastantes vueltas,
¿verdad?» Fui muy dulce con ella, pero antes necesitaba conocer por dónde iban sus
ideas.
«No me atrevo a decir lo que pienso —suspiró—. Es algo demasiado grande para
asumirlo. Pero muy en el fondo sé cuál es la respuesta.»
Permanecimos un rato en silencio, mirando a los pájaros por la ventana y dejando que
el sol nos calentara. «Si te lo pregunto, ¿me lo dirás? Necesito que alguien sea sincero
conmigo», me reconoció. Asentí con cariño.
«¿Es lo que estoy pensando? —preguntó, casi sin atreverse a hacerlo—. Dios mío, ¿es
eso? —dijo, respondiéndose con un suspiro—. Me estoy muriendo, ¿verdad? Estirando
la pata. Volando con los ángeles. Yéndome al otro barrio o como quiera que se diga.
¡Muriendo! Me estoy muriendo. Es así, ¿no es cierto?» Con el corazón envuelto en la
sensación agridulce de que por fin sabía la verdad, asentí lentamente.
Seguimos contemplando los pájaros en silencio hasta que Elizabeth estuvo en
disposición de volver a hablar. Pasó un buen rato, pero ya me había acostumbrado a
compartir momentos de silencio agradables con la gente que cuidaba. Tenían tanto en lo
que pensar y tantas cosas que absorber que a veces la conversación no era más que un
incordio. En momentos así, no había ninguna necesidad de llenar el silencio. Hablaban
cuando estaban preparados para hacerlo. Un rato después, Elizabeth habló.
Me dijo que llevaba un tiempo sospechándolo y lo mucho que le frustraba la falta de
franqueza de su familia. Haberla privado de su vida social y de sus amigos era algo cruel,
dijo, y yo le di la razón. Comprendía que no tenía fuerzas para salir de casa, pero le
habría gustado ver a sus amigos alguna que otra vez. De vez en cuando, venían a
visitarla algunos conocidos, a los que la familia había dado el visto bueno porque
confiaban en que no traerían alcohol. Era gente agradable, pero con la que no tenía
mucha confianza.
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Una vez que alcanzamos ese nivel de sinceridad, nuestras conversaciones fluyeron sin
obstáculos. No había tiempo para callarse las cosas, así que cada día que transcurría
disfrutábamos más de nuestra compañía. Después de pasar años tan encerrada en mí
misma, a menudo me sorprendía lo poco que me costaba expresar mis pensamientos
íntimos. Con la muerte llamando a su puerta, Elizabeth también disfrutaba de la
franqueza de nuestras interminables conversaciones. Su reacción inicial fue de ira hacia
su familia por no haberle dicho que se estaba muriendo, pero se fue tornando en
aceptación. Me explicó que el comportamiento controlador de su familia probablemente
tenía sus raíces en el miedo. Y eso hacía que pudiese perdonarles.
Sin embargo, lo que no podía hacer era simular que no sabía que se estaba muriendo,
y lo habló con ellos durante uno de mis días libres, lo que hizo que su relación se
estrechase y que la familia se sintiese aliviada porque ninguno de ellos había tenido que
darle la mala noticia. Me gustó saber que nadie se había enfadado conmigo por haber
sido sincera con ella. Pero eso no alteró la postura de la familia: sus amigos bebedores
solo podían contactar con ella por teléfono.
Pero Elizabeth sí que estaba evolucionando muchísimo, y llegó a aceptar la situación,
aunque ahora sin resignación. Me reconoció —aunque no lo admitiría ante su familia—
que en realidad la bebida probablemente había sido lo único que había mantenido unido
al grupo de amigos. Por experiencia propia, le conté lo muchísimo que habían cambiado
mis amistades varios años atrás, cuando empecé a salir del círculo de fumadores de
marihuana. Esa decisión me permitió distinguir a los amigos de verdad de los que solo
eran colegas porque compartíamos unos porros. Varias personas a las que yo consideraba
buenos amigos no se sentían nada cómodos en mi compañía si yo no estaba colocada
como ellos. Yo no los veía como mala gente, pero cuando dejé de moverme en ese
mundo vi que algunos de los vínculos solo se mantenían gracias a la marihuana. Sin ella,
ya no existía un denominador común que alimentase nuestras amistades, así que nos
separamos de forma natural, en direcciones totalmente distintas.
«Ojalá hubiese seguido en contacto con mis amigos, con mis amigos de verdad —dijo,
palabras que yo ya había escuchado antes a otras personas—. La bebida me sacó de esos
círculos y ahora, quince años después, resulta casi imposible volver a conectar con mis
antiguos amigos. Además, ahora todos viven lejos de aquí.»
Cuando se refería a los conocidos que tenían permiso para visitarla, Elizabeth nunca
los llamaba «amigos». Comentamos lo mucho que esa palabra se utiliza ahora y los
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distintos niveles de amistad que existen. Recientemente, yo había empezado a pensar que
algunos de mis «amigos» eran más bien como conocidos cercanos, lo cual no implicaba
que los tuviese en más baja estima. Seguía pensando que era una suerte que estuviesen
en mi vida, pero después de haber vivido épocas personales bastante oscuras tenía muy
claro lo que era un amigo de verdad. Es fácil tener muchos conocidos, y a esas personas
les tenía cariño por lo mucho que disfrutábamos juntos, pero cuando llegan los
momentos duros no hay mucha gente dispuesta a acompañarte en la travesía del dolor.
Los que lo hacen son amigos de verdad.
«Supongo que se trata de tener los amigos adecuados para la ocasión oportuna —
reflexionaba Elizabeth—. Y yo simplemente no tengo los amigos apropiados para esta
ocasión, para mi partida. ¿Sabes lo que quiero decir?»
Le dije que sí y le conté que yo, aunque la situación era mucho menos grave que la
suya, guardaba un vivo recuerdo de una ocasión parecida, en la que también había
echado en falta tener los amigos apropiados. Por eso, podía entender perfectamente que
existían distintos niveles de amistad y de relación y que a veces lo que buscamos es un
tipo muy particular de amistad y no nos sirve cualquiera.
Después de los años que pasé en la isla, trabajé durante una breve temporada en la
imprenta en Europa. Mis compañeros de trabajo eran simpáticos y agradecí las
oportunidades que se me presentaron, porque me permitieron ampliar aún más mis
horizontes. Pero el grupo de gente de la isla había sido casi como una familia. Cada vez
que alguno de nosotros se iba fuera, por ejemplo de vacaciones al continente, cuando
regresaba siempre comentaba lo bonito que era volver a casa con la familia de la isla.
En Europa hice nuevos amigos, aunque si lo pienso ahora los llamaría más bien
agradables conocidos. Gracias a ellos acabé haciendo un viaje con otras tres personas
aproximadamente de mi misma edad en el que atravesamos un par de países hasta llegar
a los Alpes italianos. Habíamos alquilado una cabaña en alta montaña en los Alpes, sin
electricidad ni agua corriente. Era espectacular, muy distinta de todo lo que había visto en
mi querida Australia, que tiene su propia grandiosidad pero es completamente diferente.
La belleza de los Alpes me pareció irresistible.
Nos bañábamos en un torrente que caía por la ladera. Aunque era verano, el agua
estaba helada, pues provenía directamente del deshielo de la nieve más arriba en la
montaña. Me senté en mitad de la corriente, tratando de recobrar el aliento y disfrutando
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en todo momento de las magníficas vistas y de la tonificante sensación. Pero el agua
estaba completamente helada y me mordisqueaba la piel al resbalar sobre mí.
Siempre que me he atrevido a nadar en un río o en un mar helado, después me he
quedado con el ánimo juguetón, como un perro después de un baño. Se ponen a correr
como locos, llenos de energía, independientemente de si el baño les ha gustado o no.
Algo parecido fue lo que sentí al bañarme en ese gélido torrente de montaña. Hizo que
me sintiese ridículamente boba.
Así seguía, juguetona y con la cabeza aún algo alterada por la emoción, después de
secarme, vestirme y volver a la cabaña. Seguía de buen humor, muy divertida,
contándoles anécdotas ridículas a mis nuevos amigos, cuando me di cuenta de que no
habían entendido ni una sola de mis bromas. La sonrisa de preocupación con la que
preguntaron «Pero ¿de qué está hablando?» me lo dejó bien claro. Sus caras de
desconcierto me hicieron aún más gracia. Al menos yo sí me estaba divirtiendo con mis
bromas. Eran personas alegres y encantadoras, pero veníamos de culturas con sentidos
del humor muy distintos. En ese momento, eché dolorosamente de menos a mis antiguos
amigos. No solo habrían entendido mis bobadas, sino que se estarían partiendo de risa
conmigo, haciendo sus propias bromas y consiguiendo que todos nos riésemos aún más.
Esa noche, después de una tremenda caminata hasta la cumbre de la montaña, nos
juntamos a la luz de los faroles para comer y hablar un rato. Fue agradable. Pero, al
poco, todo el mundo se retiró a dormir, salvo yo. La excursión había sido asombrosa y
yo seguía aún con el ánimo exaltado. En realidad, lo único que quería era estar rodeada
de amigos y compartir unas risas para rematar un día tan fantástico. Desde luego, lo que
menos me apetecía era irme a la cama.
Pero la cabaña estaba en silencio y mis amigos dormían. Me llevé un farol a mi
pequeña habitación, lo coloqué sobre la mesa y me pasé las dos horas siguientes
escribiendo. Oía a lo lejos los cencerros de las vacas moviéndose en la noche. Sonreí,
contenta de estar ahí, en esa cabaña pequeña y espectacular, escribiendo a la luz del farol
en lo alto de los Alpes y escuchando los cencerros en la lejanía. No tenía nada que ver en
absoluto con mi mundo y, aunque me sentía embargada por la tranquilidad del momento,
hizo que echase muchísimo de menos a mis amigos.
Fue la noche perfecta pero con las personas equivocadas. Existían muchísimas razones
para que cada uno de los amigos del viaje me cayese bien, y así era. Pero estaba
experimentando un momento personal muy especial, y quería compartirlo con las
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personas apropiadas, con amigos que me conociesen de verdad. Evidentemente, eso no
iba a suceder, así que saboreé el momento intensamente yo sola.
Sabía bien de lo que hablaba Elizabeth cuando decía que le habría gustado tener cerca
a los amigos apropiados. A veces te encuentras con determinadas personas que te
entienden, independientemente de todo lo demás. Son los viejos amigos. Eso fue lo que
sentí esa noche en los Alpes, y eso era lo que sentía Elizabeth al empezar a aceptar que
su vida llegaba a su fin.
Cuando el médico vino a verla, le pregunté en privado si cambiaría algo la situación de
la enfermedad de Elizabeth si esta volvía a beber. Hizo un gesto negativo con la cabeza.
«No, ya está en la fase final, da igual lo que haga.» Le dije a su familia que, si quería
tomarse una copita de brandy alguna noche, se lo permitiesen. «¿No lo hacen?», me
preguntó. Negué con la cabeza y él insistió una vez más en que no cambiaría nada su
situación.
Más tarde, se lo comenté discretamente a la familia. Pero, de nuevo, me dijeron que
se trataba de una decisión familiar y que en ningún caso le darían nada de alcohol.
Después me explicaron por qué. Parecía que la Elizabeth con la que yo pasaba los días y
la que ellos habían conocido en la época en que bebía eran dos personalidades
completamente diferentes. De hecho, no podían creer lo agradable que había vuelto a
ser, porque llevaban al menos quince años sin ver esta faceta suya.
Durante las dos semanas siguientes, si Elizabeth sacaba el tema, yo le hacía más
preguntas sobre su relación con la bebida. Me dijo que, aunque seguía teniendo muchas
ganas de beber, al mismo tiempo, en cierto sentido, se alegraba de poder recordar quién
había sido antes de que el alcohol hubiese tomado el control de su vida. Había empezado
de forma muy natural. Siempre se tomaba unos vasos de vino con la familia durante la
cena; lo había hecho durante años sin problemas.
Entonces se volvió socialmente activa, incorporándose a la junta de varias
organizaciones humanitarias. Me reconoció que muchas de las personas a las que había
conocido en esos círculos no bebían demasiado, o eran abstemias, pero que se había
sentido atraída hacia quienes sí lo hacían. Sentía que en casa ya no le prestaban atención,
pero que sus nuevos amigos sí valoraban su presencia. Ahora que había recuperado la
lucidez, se daba cuenta de que tanto ellos como ella misma buscaban aprobación en ese
círculo de amigos y a través de la bebida.
Elizabeth me contó que el alcohol le daba confianza, o que al menos eso era lo que
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creía cuando estaba borracha, y se volvía extrovertida, chillona e incluso un poco
resentida y desagradable con los demás. Eso era lo que la había alejado de su círculo de
antiguos amigos. Habían intentado acercarse a ella con cariño y ofreciéndole todo su
apoyo; trataron de hacerle ver que estaba echando a perder su vida, una situación que
estaban presenciando con mucha pena, pero Elizabeth se había comportado con todos
ellos con arrogancia y los había acabado apartando de su lado.
En su mente de borracha, esto no hacía más que confirmar lo leales que eran sus
nuevos amigos alcohólicos, que no la juzgaban por darse a la bebida. Obviamente, era así
porque ellos también bebían. El otro razonamiento que le había permitido justificarse
ante sí misma durante todos estos años era que al menos así ahora la familia le prestaba
atención. Aunque no era de una manera positiva, al menos ya no se sentía ignorada
como antes de empezar a beber en exceso. Su pérdida de control le garantizaba que ellos
estarían por ella.
Cuanto más se deterioraban sus facultades debido al alcoholismo, más necesitaba la
ayuda de su familia y acabó sintiéndose peor. Al principio disfrutaba de su atención, pero
al final era incapaz de controlarse y eso hacía que se sintiese aún más insegura y
pesimista sobre su situación. Así que, aunque en los primeros tiempos era consciente de
que le dolía que su familia no valorase su presencia o su opinión, al final acabó
dependiendo realmente de ellos y odiándose a sí misma por ello. Y esto no hizo otra cosa
que perpetuar aún más el ciclo de baja autoestima.
«Ya sabes, Bronnie, no todo el mundo quiere curarse. Durante mucho tiempo, yo
tampoco quise. Mi papel como persona enferma me proporcionaba una identidad.
Evidentemente, eso me impedía ser mejor persona, pero conseguía que me hicieran caso,
y tratar de engañarme a mí misma resultaba más fácil y agradable que ser valiente y
curarme.» Este reconocimiento era fruto de la experiencia de alguien que se acercaba
rápidamente a la sabiduría. Llevar casi tres meses seca y enfrentarse al hecho de que se
estaba muriendo estaban produciendo enormes cambios en ella.
Conocer la historia completa y sincera de su adicción me ayudaba a entender mejor
tanto a Elizabeth como a su familia. Al final, sus estrictas decisiones la habían ayudado
verdaderamente a volver a ser mejor persona. Aunque yo no lo habría hecho de una
manera tan hermética y opaca, acepté que realmente estaban tratando de ayudarla, y de
ayudarse. Y lo estaban consiguiendo. Aunque parte de su éxito también correspondía a la
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propia Elizabeth. Tener que enfrentarse a la muerte había hecho que viese la vida con
ojos muy distintos, y había tenido el valor de asumir lo que estaba aprendiendo.
Durante sus dos últimas semanas, asistí a una extraordinaria recuperación de la
relación entre Elizabeth y su familia. Una de las cosas más bonitas que yo estaba
aprendiendo gracias a los cuidados paliativos era a no subestimar nunca la capacidad de
nadie para aprender. La paz que Elizabeth había encontrado era algo que también había
visto en otros enfermos anteriores. Era algo muy gratificante.
Una semana antes de que muriese, hablé con su marido y con uno de sus hijos sobre
el remordimiento que Elizabeth sentía por haber perdido a sus antiguos amigos y me
pregunté si quizá aún habría tiempo para encontrar a algunos, aunque solo pudieran
hablar por teléfono. A esas alturas, lo que menos le preocupaba a nadie era que los
amigos le llevasen alcohol a escondidas. Lo único que importaba era que ella estuviese a
gusto y, como la familia se había rehecho tanto, enseguida apoyaron mi idea.
Un par de días después, dos mujeres hermosas, sanas y encantadoras, entraron en la
habitación de Elizabeth justo después de que la hubiese recostado para que pudiese
tomarse el té a gusto. Una de ellas vivía en las montañas a las afueras de la ciudad, a una
hora de distancia. La otra había volado a Melbourne desde la Sunshine Coast, en
Queensland, en cuanto había recibido la noticia. Y ahora estaban sentadas alrededor de la
cama de Elizabeth, hablando con ella, cogidas de la mano y sonriendo.
Con una discreta lágrima de alegría, las dejé a solas. Cuando me estaba retirando, oí
como Elizabeth les pedía disculpas a ambas, que aceptaron al instante. El pasado era el
pasado, no importaba, le dijeron. Su marido Roger y yo nos quedamos en la cocina,
llorando pero felices.
Las amigas se quedaron un par de horas, tras las cuales Elizabeth estaba al mismo
tiempo eufórica y completamente agotada. Enseguida se quedó profundamente dormida,
y no tuve ocasión de hablar con ella antes de irme a casa. Cuando volví, dos días
después, estaba muy débil, pero quería hablar.
«¡Qué maravilloso fue volver a verlas!», exclamó sonriendo encantada. Ya no podía
levantar su cabeza de los almohadones, pero me miraba desde la cama.
«Fue precioso», le dije.
«No pierdas el contacto con los amigos a los que más aprecias, Bronnie. Quienes te
aceptan tal como eres y te conocen perfectamente son al final mucho más importantes
que cualquier otra cosa. Te lo digo por experiencia —insistió alegremente, sonriendo pese
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a la enfermedad—. No dejes que la vida se interponga. Ten claro siempre dónde puedes
encontrarlos y entretanto diles lo mucho que los aprecias. Tampoco tengas miedo de ser
vulnerable. Durante mucho tiempo yo fui incapaz de hacerles saber lo mal que estaba.»
Elizabeth se había perdonado a sí misma y había conseguido dejar de juzgarse. Había
encontrado la paz y se había reencontrado con sus amigas.
Cuando llegó su última mañana, yo le estaba humedeciendo los labios. Su boca ya
apenas producía saliva y le costaba hablar, aunque tampoco tenía la energía necesaria
para hacerlo. Cuando terminé, me miró sonriente y susurró una palabra: «Gracias». La
miré y le devolví la misma gratitud con una sonrisa. Después la besé en la frente y le di la
mano un momento, y ella me la apretó.
La habitación estaba llena de personas que la querían. Toda su familia estaba allí, y
también las dos señoras encantadoras a las que había conocido unos días antes. Me
aparté para dejar que la rodeasen quienes más la habían querido.
Justo a tiempo, Elizabeth había dejado que el amor volviese a entrar en su vida y
había vuelto a apreciar el valor de la familia y de los amigos de verdad. Se fue de esta
tierra rodeada de amor, sabiendo que su presencia había sido enormemente apreciada y
que sus amigas también sabían lo mucho que las quería.
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Date el gusto
En lo que se refiere al trabajo, cuidar de Harry había sido lo más fácil que había tenido
que hacer. No solo era una persona maravillosa, sino que su familia insistía en hacerlo
todo. Tres de sus hijas vivían en su barrio y le traían la comida casi a diario, y uno de sus
hijos insistía en ser él mismo quien cuidase de su padre. Cuando les preguntaba para qué
me necesitaban, todos ellos me aseguraban que preferían que estuviese allí.
Pero eso significaba que me pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o escribiendo.
Las tareas domésticas dan para lo que dan, sobre todo cuando la casa ya está limpia y
ordenada y su único ocupante pasa el día en la cama. Aunque al menos inventé un par de
deliciosas recetas de sopa en su cocina.
Harry tenía las cejas pobladas, pelos en las orejas, una cara sonrosada y la risa franca.
Enseguida congeniamos; al minuto de conocernos ya estábamos gastándonos bromas.
Fue una relación fácil y natural desde el principio.
Pero con su hijo Brian la historia fue muy diferente. Era muy nervioso. Harry y Brian
se habían enfadado hacía años y, aunque habían mantenido el contacto, su relación no
era la misma. Según la familia, la culpa era de Brian. Pero yo no estaba allí cuando se
produjo la disputa, ni podía ponerme en la piel de ninguno de los dos, así que no sabía
qué pensar y, en realidad, me daba igual. Pero lo que sí que era evidente era que Brian
intentaba recuperar el tiempo perdido insistiendo en ser el principal cuidador de su padre.
Brian abortaba todos mis intentos de ayudar a Harry. A esas alturas, ya se me daba
muy bien encontrar la mejor postura para que el enfermo estuviese cómodo, era algo
intuitivo que muchos clientes me habían comentado. Pero los familiares, por pura
amabilidad, a menudo recolocaban las almohadas y los apoyos, sin ser conscientes de lo
sensible que es el cuerpo de una persona en esas circunstancias, y de cómo el mínimo
reajuste puede desbaratar la poca comodidad que puedan tener.
Cada día cuando su hijo, de mala gana, se iba a trabajar unas pocas horas, lo primero
que hacía era ayudar a Harry para que volviese a estar cómodo. Si había un instante a lo
largo del día en que podía atenderle sin que su hijo, literalmente, me atosigase, lo primero
que me pedía Harry era que le colocase rápidamente los almohadones.
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Pero cada tarde pasábamos unas pocas horas solos antes de que la familia llegase en
masa a cenar, aunque a esas alturas su padre ya apenas probaba bocado. Esas horas eran
maravillosas, y Harry se refería a ellas con cariño como «las horas de paz».
Charlábamos y nos reíamos mientras yo atendía a sus necesidades físicas. Después
solíamos tomarnos una taza de té y seguíamos charlando.
Había perdido a su mujer veinte años atrás, pero había sido capaz de seguir llevando
una buena vida. Disfrutaba de su trabajo, aunque había estado aún más ocupado tras su
jubilación, cuando se apuntó a un par de clubes sociales y deportivos. Pese a que su
enfermedad era terminal, durante el resto de su vida había gozado de una salud
excelente.
«Mi forma de respetar el regalo que recibí en forma de salud —me dijo Harry— ha
sido permanecer activo y no creerme eso de que, por mi edad, no puedo hacer tal o cual
cosa. La gente se hace mayor antes de tiempo, ¿sabes?» Aunque se estaba muriendo,
Harry era el octogenario con mejor aspecto que había visto nunca. La enfermedad estaba
empezando a pasarle factura, pero aún saltaba a la vista lo muy en forma que había
estado. Al masajear sus piernas, por ejemplo, podía notar el tono muscular de lo mucho
que caminaba.
«Cuando estás jubilado y tus hijos ya tienen niños, los amigos son todavía más
importantes —me dijo—. Así que, cuando murió mi mujer, que Dios la tenga en Su
gloria, me apunté al club de remo, y luego también a un club de senderismo. ¡No sé ni
cómo tenía tiempo para trabajar!»
Harry creía firmemente en la importancia de la familia extensa, que los abuelos
constituyen una parte fundamental de la vida de los niños y que deben tener la
posibilidad de pasar mucho tiempo con ellos. Era algo que se reflejaba claramente en su
relación con sus nietos, que lo visitaban a menudo, pues ejercía una influencia muy
positiva y tierna sobre todos ellos.
«Mi familia es lo primero, pero uno también necesita a gente de su edad. Si no fuese
por los amigos que he conocido en los clubes, ahora sería un anciano muy solitario. No
habría sido la compañía en general lo que echaría en falta, porque tengo a mis hijos y a
mis nietos, sino compañía de gente afín de mi misma edad.»
Pasábamos horas charlando en su habitación, hasta que el último sol de la tarde nos
advertía que las horas de paz estaban llegando a su fin. La familia volvería pronto a caer
sobre nosotros, pero Harry siempre seguía hablando hasta el final. No entendía por qué
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la gente se daba cuenta demasiado tarde de la importancia de los amigos. Aunque era
bonito que los ancianos conservasen un rol de cariño y respeto dentro de su familia, le
molestaba que muchos de ellos no dejasen también hueco para la amistad.
«Se dan cuenta cuando es demasiado tarde —insistía—. Pero no le pasa solo a mi
generación. Veo también a otros más jóvenes, tan ajetreados y tan ocupados, que no se
reservan ni un poco de tiempo para ellos mismos de vez en cuando, para hacer cosas que
los hagan felices a ellos como individuos. Se olvidan por completo de quiénes son. Pasar
algo de tiempo con amigos nos recuerda quiénes somos cuando no ejercemos de mamá,
de papá, de abuela o de abuelo. ¿Entiendes lo que quiero decir?»
Le di la razón. Había visto a mucha gente seguir ese camino, pero también le dije que
había visto a otros que se habían reservado un poquito de tiempo para sí mismos y eran
mucho más felices. Y su compañía era mucho más agradable.
«¡Exacto! —Se rió, dando palmadas contra la cama como gesto de aprobación—. Las
buenas amistades nos estimulan. La belleza de la amistad es que esas personas nos
aceptan tal como somos, por las cosas que compartimos. La amistad se basa en que te
acepten como eres, no como la otra persona querría que fueses, como una pareja o la
familia. Hay que conservar las amistades, joven.»
Por el flujo de visitantes que venían a verle con frecuencia, resultaba evidente que
Harry predicaba con el ejemplo. Sus amigos eran todos personas contentas y divertidas,
que traían consigo mucha alegría. Pero también se mostraban muy respetuosos con su
enfermedad, y aceptaban que a veces estaba descansando y no se le podía molestar.
Otra tarde, Harry me preguntó sobre mis propias amistades, así que le hablé de mis
mejores amigos y le expliqué que algunas de mis otras amistades estaban cambiando
últimamente, igual que yo.
«Bueno, eso también es natural —dijo—. Los amigos vienen y van a lo largo de la
vida. Por eso tenemos que apreciarlos mientras están aquí. A veces, simplemente acabáis
aprendiendo o compartiendo lo que teníais que aprender el uno del otro. Pero otros
siguen a tu lado y la historia compartida y la comprensión son reconfortantes cuando
llegas al final del camino.»
Durante nuestras conversaciones, ambos coincidimos en que las amistades entre
mujeres son muy distintas de las de los hombres. Para las mujeres, es más importante el
aspecto emocional de las amistades, es decir, las amistades se refuerzan a base de
muchas conversaciones sobre aspectos emocionales. Harry me contó que los hombres
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también necesitan hablar con sus amigos, pero que prefieren hablar mientras hacen otras
cosas juntos, como jugar al tenis, salir en bicicleta o cualquier otra actividad física. Los
hombres aprecian las amistades en las que pueden trabajar en cosas, resolver problemas,
ya sean físicos o emocionales, y esto es más habitual cuanto más activos son.
«Como construir juntos una valla alrededor de un campo», sugerí. Harry estalló en
una carcajada. «Madre mía. Se puede sacar a un chica del campo, pero no se puede
sacar al campo de la chica. Sí, un ejemplo muy rural, Bronnie, pero es exactamente eso.
Levantar una valla o hacer algo manual juntos es algo que a los hombres nos une.»
Sin dejar de reírse, me dijo que si alguna vez quería estrechar vínculos con un hombre
de buen ver lo único que tenía que hacer era ayudarle a construir una valla. Le contesté
que lo tendría en cuenta.
Me contó algunas de sus historias favoritas sobre compañerismo, haciendo hincapié en
lo mucho que valoraba las amistades que aún conservaba. Todos los días recibía la visita
de amigos encantadores, que se organizaban entre ellos para no agotarlo. De esa manera,
todo el mundo tenía ocasión de pasar tiempo con él. Una hermosa prueba de lealtad.
Los dos reconocimos que, gracias a esas horas de paz, ambos estábamos dejando que
una nueva amistad entrase en nuestras vidas. Le daba pena pensar que, durante el resto
del día, yo estaba en otra parte de la casa, leyendo o escribiendo, cuando podía estar en
su habitación hablando con él. Me reí, dándole la razón por completo. Pero él entendía,
y yo también, que Brian necesitaba enmendarse y que desease cuidar de su padre. Harry
no quería que Brian se sintiese culpable, aunque, por desgracia, estaba convencido de
que así era. Así que estaba encantado de seguirle la corriente a su hijo y hacerle sentir
que lo necesitaba durante sus últimas semanas juntos. «Aunque no es capaz de
colocarme bien los almohadones», suspiró.
Harry se tomaba su enfermedad y lo que estaba por venir con filosofía. Había
aprovechado su vida al máximo, decía, y estaba preparado para descubrir lo que había
más allá. Aunque a veces hablaba de su inminente fallecimiento, seguía llevando muchas
de las conversaciones al terreno de los amigos: sus recuerdos, lo mucho que los
apreciaba, y lo necesarios que eran para ser feliz y sentirse aceptado. También me
animaba a que le contase mis mejores recuerdos de mis amistades. «Empieza por tu
infancia. Cuéntame de dónde vienes», decía, y se reía con satisfacción cuando mi
historia comenzaba en un escenario rural, en un campo de trigo.
Cuando tenía doce años, nos habíamos trasladado de una granja donde se criaba
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ganado y se cultivaba alfalfa a otra donde había ovejas y trigo. Estaba a varios kilómetros
del pueblo, bajo un cielo grandioso. Un año más tarde, mi perra desapareció de repente,
con siete años. Pensamos que podía haberla mordido una serpiente, porque nunca la
encontramos, lo cual tampoco era muy sorprendente, porque la granja era enorme. Pero
para mí fue terrible. Unos meses más tarde, mis padres me compraron otra perra, una
pequeña bichón maltés de color blanco, que solía olvidar que era un perro doméstico y se
pasaba los días persiguiendo por los campos a los perros que pastoreaban a las ovejas,
los border collies y los kelpies australianos.
Mi mejor amiga de los años de instituto, y durante mucho tiempo después, era Fiona.
Aunque vivía en el pueblo, pasábamos mucho tiempo juntas en la granja. A veces,
también me quedaba con ella en la casa de sus padres en el pueblo, sobre todo cuando
nos fuimos haciendo mayores y había chicos a los que besar. Una de las cosas que más
nos unió a lo largo de los años fue lo mucho que nos gustaba a las dos caminar. No
puedo recordar cuantísimos kilómetros recorrimos juntas durante las décadas que duró
nuestra amistad: playas, selvas, calles, otros países, senderos, de todo hubo. Y todo
empezó en esos campos de trigo.
Lo habitual era que mi perra y un par de perros más nos acompañaran. Tampoco era
muy raro que, al darnos la vuelta, viésemos que también nos seguían uno o dos gatos.
Aunque nosotras no nos salíamos del camino que llevaba a los campos más alejados, los
perros se metían entre el trigo. No había problema cuando el trigo estaba bajo, pero
cuando crecía mi perra, tan pequeña, desaparecía. Ese día, Fiona y yo fuimos testigos de
una estupenda escena cómica.
Siguiendo a los perros grandes, que sobresalían perfectamente por encima del trigo
más alto, se veía la estela de trigo en movimiento que producía mi perrita al correr como
loca detrás de los otros perros. Cada cierto tiempo, el movimiento se detenía y una
cabecita blanca se asomaba y miraba a su alrededor como el periscopio de un submarino
que salía del agua, hasta que divisaba a los otros perros. Después volvía a desaparecer
bajo el trigo y la estela de movimiento salía en otra dirección. Después, el movimiento se
detenía de nuevo, la cabecita blanca volvía a asomar, divisaba su objetivo, desaparecía
otra vez y echaba a correr. Así una y otra vez, y al final, cada vez que veíamos a la
cabecita blanca asomarse y mirar a su alrededor, a Fiona y a mí nos volvía a entrar esa
risita histérica de adolescentes. Se nos saltaban las lágrimas y nos dolían las mejillas de
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tanto reír, nos apoyábamos la una en la otra hasta que volvíamos a ver aparecer a la
perra, que nos hacía reír aún más. Al final, apenas conseguíamos mantenernos en pie.
Contarle a Harry mi recuerdo de este momento sencillo pero precioso me hizo
recordar inmediatamente el valor de la amistad. Nos reímos juntos, mientras yo echaba
de menos la inocencia de la juventud y las risas despreocupadas y desinhibidas que
compartíamos Fiona y yo. «¿Dónde está ahora?», me preguntó Harry. Lo conté que
estaba viviendo en el extranjero y que habíamos perdido el contacto. La vida había
seguido su curso, le dije, y ahora había personas a las me sentía más apegada. También
existían otros factores que habían afectado a nuestra amistad, otra gente, pero también
diferencias en nuestros gustos y, paulatinamente, en nuestros estilos de vida. Harry
estaba de acuerdo en que uno no podía volver al pasado, pero pensaba que quizá la vida
haría que nuestros caminos se cruzasen de nuevo. Como yo ya había vivido muchos
ciclos en mi vida, estuve de acuerdo con él en que eso podía suceder. Pero, en cualquier
caso, no era lo importante. Yo guardaba con cariño los recuerdos de Fiona, le deseaba lo
mejor y le agradecía en la distancia lo mucho que había aprendido gracias a nuestra
amistad.
Muchos de los mejores recuerdos que tenía de mis amistades estaban relacionados con
caminar, hablar y reír. Durante las dos semanas siguientes, le conté a Harry historias de
algunas de esas amistades. Él también había sido un ávido caminante y tenía cosas que
contarme sobre los lugares en los que había estado y los amigos con los que había
compartido esas experiencias. No me costó nada imaginar lo mucho que Harry podría
contagiar con su alegría a cualquier grupo de personas. La idea me hizo sonreír y cuando
Harry me preguntó el motivo de mi sonrisa no tuve inconveniente en contárselo.
Coincidió conmigo en que siempre se había reído mucho caminando.
Resultó que, la semana siguiente, yo iba a emprender una larga caminata. Cuando me
apunté a la excursión no sabía si Harry seguiría vivo para entonces. Y, aunque me
apetecía mucho ir, también me daba un poco de pena separarme de él, porque no estaba
segura de si seguiría ahí a mi vuelta. Pero, cuando le conté mis planes a Harry, me animó
de todo corazón y con entusiasmo, y me dijo que estaría conmigo en espíritu, tanto si
seguía con vida como si no.
La excursión, que se celebraba cada año, tenía lugar en una zona remota y acababa
siempre en el mismo lago, aunque cada vez recorría uno u otro de sus afluentes. Ese
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año, empezaba desde unas granjas junto a la desembocadura del río. Íbamos a marchar
río arriba, gran parte de cuyo lecho estaba seco, hasta acabar en el lago.
La idea de la excursión era dar ocasión a los participantes de recuperar su relación con
la Tierra, al caminar por los mismos senderos por los que anduvieron las civilizaciones
primitivas. Los ríos entonces eran como nuestras autopistas, o al menos como nuestras
carreteras, y las tribus vivían en sus orillas y las recorrían para ir de un pueblo al
siguiente. Un anciano aborigen nos dio su bendición en una ceremonia de humo
purificador y partimos hacia nuestra caminata de seis días.
Éramos alrededor de una docena de personas y cada uno fuimos encontrando nuestro
propio ritmo. Algunos iban todo el rato en grupo y charlando, otros iban entrando y
saliendo de las conversaciones, unos cuantos se paraban continuamente a hacer fotos y el
resto por fin íbamos más solos. Cada noche, un par de voluntarios aparecían con el
remolque que transportaba nuestros bártulos, levantábamos el campamento, y
preparábamos la cena alrededor de una apacible hoguera comunitaria, mientras bajo el
magnífico cielo estrellado se iban forjando hermosas amistades.
Con cada paso que dábamos, aumentaba nuestra conexión con la Tierra. Aunque
agradecía las conversaciones cuando hacíamos una parada, disfrutaba más caminando
sola, y mi ritmo me lo permitía. Al llevar tantos años caminando, mi ritmo natural me
hacía ir por delante del grupo principal. Otro de los participantes, el alma sabia y
bondadosa que había iniciado originalmente estas excursiones, caminaba siempre por
delante de mí, también a su propio ritmo.
El tiempo que pasaba sola, simplemente andando, me ayudaba mucho a recuperar la
claridad mental. Me di cuenta entonces de que no quería seguir cuidando casas mucho
tiempo más. Algo en mi interior empezaba a darle vueltas a la idea de tener de nuevo mi
propia cocina. Los traslados que en otra época tanto me habían gustado ahora
empezaban a agotarme. Una nueva semilla estaba germinando, sin grandes alharacas,
sino con la discreta constatación interior de que algunas cosas estaban cambiando. Seguí
caminando tranquilamente.
En estos tiempos, es poco habitual poder recorrer esas distancias sin encontrarse con
los obstáculos que impone la división de la tierra entre distintos propietarios. Por suerte,
teníamos permiso de antemano, así que atravesamos las distintas granjas sin problema.
En el ajetreo de la vida moderna, es muy fácil perder de vista la Tierra que tenemos bajo
nuestros pies. Por supuesto, la mayoría sentimos una conexión con ella cuando nos
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detenemos y absorbemos la belleza de la naturaleza, pero tener la posibilidad de caminar
durante seis días sin obstáculos me permitió sentir una conexión que ni siquiera sabía que
podía tener, a pesar de todo el tiempo que había pasado en una dichosa contemplación
del planeta.
A lo largo del camino, descubrimos tallas de épocas antiguas y nos asombramos ante
los grandiosos eucaliptos rojos, unos árboles con cientos de años de vida. Había tallas
complicadas, así como muescas en su corteza, con la que se fabricaban sus canoas.
Contemplar estos vestigios de épocas pasadas, de tribus desaparecidas hace mucho
tiempo, era fuente a la vez de tristeza e inspiración. En algunos lugares, la energía era
increíblemente intensa, y me hizo entender por qué la excursión tenía propósitos
reparadores.
Además, muchos de los terrenos que atravesamos me recordaban a los lugares en los
que me había criado. Incluso el olor de los excrementos de oveja me traía un sinfín de
recuerdos, y me encantó volver a sentir ese ambiente seco y polvoriento, aunque solo
fuese de forma temporal. Con cada paso que daba, iba mejorando mi forma física, y
soñaba con volver a un mundo en el que caminar fuese el principal medio de transporte.
Para mí, tenía mucho más sentido que todas las prisas y el ajetreo de la vida moderna.
Un día en que me había alejado brevemente del grupo, encontré con gran alivio una
poza de agua en la que bañarme. Me quité la ropa y me sumergí en el agua cristalina y
refrescante. Sentí que rejuvenecía y noté cómo el agua me purificaba tanto el espíritu
como el cuerpo. Cada instante de esa semana fue una bendición espiritual, porque mi
conexión con la naturaleza no hizo más que intensificarse.
El paisaje cambiaba constantemente a medida que caminábamos, desde las ocho de la
mañana hasta alrededor de las cinco de la tarde, y después montábamos el campamento.
Distribuidos a lo largo del camino, íbamos encontrando vestigios de la vida de otras
épocas. Un antiguo carro que alguna vez se había quedado atascado en el río se hallaba
ahora en mitad de la tierra seca y posiblemente llevaba así más de cien años. Una cabaña
de piedra y sin tejado nos hablaba de gentes que en otros tiempos habían vivido cerca del
río. Pero lo mejor fue cuando vimos las tallas y fuimos conscientes de cuán especial era
la lección de historia que teníamos la fortuna de haber recibido, al confirmar la existencia
de esos antiguos habitantes cuyos pasos seguíamos a diario.
Tras seis días enteros caminando, y habiendo recorrido unos ochenta kilómetros,
llegamos agotados pero exultantes. Me dio mucha pena despedirme del resto de
164
caminantes, y aún más el hecho de que la excursión hubiese terminado. Al día siguiente
anduve otras cinco horas, alrededor del propio lago seco, porque me costaba dejar atrás
la mentalidad de caminante y volver al modo urbano. Unos días después se celebró un
festival de música, organizado con la misma intención reparadora que la excursión. Me
quedé esos días por allí y luego puse rumbo de vuelta a Melbourne.
Por fortuna, Harry aún no había fallecido, así que pude pasar algo más de tiempo con
él, aunque durante los diez días que había estado ausente la enfermedad se había
ensañado con su cuerpo, y lo encontré muy desmejorado. Sus piernas, antes musculadas,
habían perdido todo el tono muscular y su rostro, antes redondo, estaba ahora
demacrado. Aun así, seguía siendo Harry, un hombre hermoso y encantador.
La intensidad de la desesperación de Brian por cuidar de su padre había aumentado
enormemente. Era más controlador que nunca y solo salía de casa como máximo una
hora por las tardes. Agradecí que Harry y yo ya hubiésemos disfrutado de las horas de
paz antes de mi ausencia, ya que ahora apenas había ocasión, porque, aparte del
comportamiento obsesivo de Brian, Harry pasaba mucho más tiempo durmiendo.
Pero, cosas de la vida, una mañana Brian recibió una llamada inesperada que le obligó
a salir y tuvo que cederme de mala gana el testigo de los cuidados. Por suerte, era
cuando Harry estaba más lúcido (lo cual, a estas alturas, ya no era decir mucho). Pero al
menos estaba despierto y con fuerzas para hablar un rato.
A petición suya, se lo conté todo sobre la excursión y lo que había aprendido durante
el viaje. Me preguntó sobre el resto de caminantes y sobre si alguno de ellos, o yo
misma, había notado algún cambio positivo. Tenía mucho que contarle.
«¿Y qué vas a hacer esta semana respecto a tus amigos, Bronnie? —me preguntó con
voz débil—. ¿Cuánto tiempo vas a pasar con buenos amigos a lo largo de la semana? Eso
es lo que yo quiero saber.» Me reí ante su insistencia en el asunto, y le dije que tendría
tiempo de sobra para ponerme al día con mis amigos más adelante. Ahora lo que quería
era pasar tiempo con él, con Harry, que también era mi amigo.
«Con eso no basta, querida. Estás haciendo como los demás. A estas alturas ya
deberías haber aprendido que tienes que guardar algo de tiempo para ti. Busca un
equilibrio y hazles un hueco a tus amigos regularmente. Hazlo por ti, más aún que por
ellos. Necesitamos a nuestros amigos.» Harry me miró severamente con cara de
preocupación, pero ambos sabíamos que tras su insistencia había mucho cariño.
Tenía razón. Necesitaba reservar tiempo para mis amigos con frecuencia, en lugar de
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trabajar tantos turnos de doce horas y verlos a todos después. Por mucho que me
gustase el trabajo y que, en ocasiones, compartiese unas maravillosas risas con los
clientes y sus familias, vivía en un mundo bastante serio. Tenía que compensar el hecho
de estar rodeada de personas moribundas y de la tristeza de sus familias con la luz que
solo los amigos pueden aportar. A mi vida le faltaba alegría, y solo entonces fui capaz de
aceptarlo.
«Tienes razón, Harry», admití. Sonrió y levantó las manos pidiendo un abrazo. Me
incliné sobre la cama y se lo di sonriendo.
«No se trata únicamente de mantener el contacto con los amigos, querida. También se
trata de darte a ti misma el regalo de su compañía. Lo entiendes, ¿verdad?», me
preguntó con sus palabras y con la mirada.
Asentí convencida. «Sí, Harry. Lo entiendo.» Cuando me retiré poco más tarde para
dejarle descansar, me fui pensando en lo que me había dicho y en la franqueza directa
con que lo había hecho.
Harry tuvo la fortuna de fallecer con serenidad. Murió mientras dormía unas pocas
noches después. Cuando me llamó para darme la noticia, su hija me dio las gracias de
corazón. Pero, como le dije a ella, también Harry me había dado mucho a mí. El placer
de conocerlo había sido mío.
Todavía oigo cómo me decía: «Date el gusto de pasar tiempo con tus amigos». Las
palabras de este hombre entrañable de cejas pobladas, cara sonrosada y gran sonrisa aún
siguen resonando en mi interior.
166
LAMENTO 5:
Ojalá me hubiese permitido ser feliz
Como ejecutiva de una multinacional, Rosemary era una mujer adelantada a su tiempo.
Había ido ascendiendo en el escalafón mucho antes de que hubiera mujeres en las altas
esferas. Pero antes aún, había vivido de acuerdo con lo que la sociedad esperaba de ella
y se había casado joven. Por desgracia, con su matrimonio llegaron los maltratos, tanto
físicos como mentales. Cuando acabó medio muerta después de una paliza, llegó el
momento de escapar para siempre.
Aunque era un motivo muy válido para acabar con un matrimonio, en esa época el
divorcio aún suponía un escándalo, así que para preservar la reputación familiar en un
pueblo donde su apellido era muy conocido Rosemary se había trasladado a la ciudad,
para volver a empezar.
La vida había endurecido su corazón y su manera de pensar. Había logrado la
aprobación, tanto personal como por parte de su familia, gracias a su éxito en un mundo
dominado por hombres. Nunca se le pasó por la cabeza tener otra relación. Rosemary
fue acumulando ascensos a base de una feroz determinación, gran inteligencia y mucho
trabajo, hasta que llegó a ser la primera mujer de su estado en alcanzar un puesto en la
alta dirección.
Rosemary estaba acostumbrada a dar órdenes y disfrutaba del poder que su
comportamiento intimidatorio le proporcionaba. Esta conducta también se trasladaba a su
manera de tratar a las personas que cuidaban de ella. Iba pasando de una a otra y
ninguna la satisfacía, hasta que llegué yo. Le gusté porque había trabajado en la banca, lo
que, a sus ojos, significaba que no era tonta. Obviamente, yo no congeniaba con su
manera de pensar, pero ya no tenía nada que demostrar así que dejé que pensase de mí
lo que quisiese. A fin de cuentas, tenía más de ochenta años y se estaba muriendo.
Rosemary exigió que yo fuese su cuidadora principal.
Su temperamento mandón y su crueldad eran especialmente exacerbados por las
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mañanas. Como yo ahora no tenía problemas de autoestima, hasta cierto punto se lo
toleraba, aunque sabía que todo tenía un límite. Un día en que estaba particularmente
desagradable, le di un ultimátum: o me trataba mejor o me largaba, a lo que respondió
gritándome que me fuese, que saliese de su casa, diciéndome cosas muy desagradables,
sentada en el lateral de la cama.
Mientras me gritaba, yo simplemente me acerqué y me senté a su lado. «Vete.
Lárgate», seguía desgañitándose, señalando hacia la puerta. Me quedé mirándola,
mandándole mi cariño, esperando a que pasase el arrebato. Se hizo el silencio. Y así pasó
un minuto, sin que ninguna dijese nada, pero sentadas lo suficientemente cerca para
poder apoyarnos la una en la otra. «¿Has acabado?», pregunté, sonriendo dulcemente.
«De momento», rezongó. Asentí sin decir nada y seguimos en silencio. Finalmente, le
pasé el brazo por el hombro, le di un beso en la mejilla, me fui a la cocina y volví a los
pocos minutos con la tetera. Rosemary seguía en la misma posición; parecía una niña
desorientada.
La ayudé a bajar de la cama y nos trasladamos al sofá, junto a la mesa donde el té nos
esperaba. Rosemary se sentó y levantó la mirada hacia mí con una sonrisa mientras le
cubría las piernas con una manta preciosa, antes de sentarme yo también. «Estoy tan
sola y asustada. Por favor, no te vayas —dijo—. Contigo me siento segura.»
«No me voy a ningún lado. No pasa nada. Siempre que me trates con respeto, aquí
estaré», le dije de corazón.
Rosemary sonrió como una niña que busca que la quieran. «Entonces quédate, por
favor. Quiero que te quedes.» Asentí y le di otro beso en la mejilla, lo que hizo que en su
rostro se dibujase una amplia sonrisa.
A partir de ese momento, las cosas entre nosotras cambiaron radicalmente. Me habló
de su pasado, lo que me ayudó a entenderla mejor, y de cómo siempre había hecho que
la gente se alejase de ella. Durante mucho tiempo yo también había tenido esa
costumbre, y era consciente de lo bueno que era acabar con ella, así que le dije que no
aún no era demasiado tarde para permitir que la gente se acercase a ella. Rosemary me
respondió que no sabía cómo hacerlo, pero que deseaba ser más amable.
Su enfermedad avanzaba lentamente, pero cada día había señales de cómo se iba
extendiendo, sobre todo por su creciente debilidad. Al principio, los cambios eran
pequeños y aunque yo podía detectarlos, Rosemary aún seguía por momentos en estado
de negación. Hacía planes para que yo le llevase las cuentas y pusiese orden en todas sus
168
inversiones, y me hablaba en detalle de esto y de aquello. Yo escuchaba en silencio,
sabiendo que nunca sucedería. Rosemary me decía que, cuando se encontrase con
fuerzas, iba a dedicarme unas horas para explicarme lo básico para que pudiese empezar
a trabajar. Ya lo había visto antes: la gente sigue haciendo planes de futuro, a pesar de
que sus fuerzas menguan con cada día que pasa.
También insistía en que le pidiese cita en varios sitios de la ciudad, asegurándose de
que hacía las llamadas desde el teléfono de su dormitorio, donde ella podía escuchar todo
lo que yo decía y me interrumpía constantemente, controlando toda la conversación.
Después tenía que cambiar las citas, no cancelarlas, una por una. No se podía negar que
Rosemary poseía una personalidad controladora. Aunque yo no tenía inconveniente en
hacer algunas cosas innecesarias para ella, otras veces me negaba en redondo, como por
ejemplo cuando quería que perdiese tiempo y energía volviendo a buscar cosas que ya
habíamos tratado de encontrar en todos los rincones de la casa.
Día a día, sus muros emocionales iban derrumbándose y se iba abriendo más y más.
Sus parientes vivían lejos, aunque la llamaban a menudo. Unos cuantos de sus amigos
venían a visitarla con frecuencia, igual que algunos de sus antiguos socios comerciales.
Pero la mayor parte del tiempo la casa estaba muy tranquila y podíamos disfrutar juntas
de su precioso jardín.
Una tarde, mirándome desde su silla de ruedas mientras recogía una colada, Rosemary
me dijo que dejase de tararear. «Odio que estés contenta todo el rato y que estés siempre
canturreando», reconoció con abatimiento. Terminé lo que estaba haciendo, cerré el
armario de la ropa, me di la vuelta y la miré divertida. «Pues sí. Estás todo el rato
tarareando, siempre contenta. Me gustaría que a veces te sintieses desgraciada.»
Esta forma de pensar era tan típica de Rosemary que no me sorprendió en absoluto.
Yo no siempre estaba contenta pero, cuando así era, le daba un motivo para refunfuñar.
Pero, en lugar de responderle verbalmente, simplemente la miré, hice una pirueta, le
saqué la lengua y salí de la habitación riéndome. Le gustó mi reacción, porque cuando
volví poco después me sonrió con malicia en señal de aprobación. Nunca volvió a criticar
de esa manera mi estado de ánimo positivo.
«¿Por qué estás contenta? —me preguntó una mañana, pocos días más tarde—. No
me refiero solo a hoy, sino en general. ¿Por qué estás contenta?» Sonreí ante la
pregunta, pensando en lo mucho que había progresado para que alguien pudiese llegar a
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hacérmela. Teniendo en cuenta todo lo que estaba sucediendo en mi vida mientras
cuidaba de Rosemary, lo cierto era que la pregunta tenía su razón de ser.
«Porque la felicidad se elige, Rosemary, y yo intento optar por ella cada día. Hay días
en que no lo consigo. Como tú, yo también he tenido una vida dura, de una manera
distinta, pero dura al fin y al cabo. Intento ver los aspectos positivos que tiene cada día y
apreciar todo lo posible el momento que estoy viviendo —le dije con franqueza—.
Tenemos la libertad de elegir en qué nos centramos. Yo trato de fijarme en lo positivo,
cómo llegar a conocerte, trabajar en lo que me gusta, no tener la presión de alcanzar
objetivos de ventas y valorar el hecho de tener salud y que sigo viva un día más.»
Rosemary me sonrió, mirándome fijamente mientras absorbía mis palabras.
Pero lo que ella no sabía era que, mientras cuidaba de ella, había tenido que hacer
frente a mi propia enfermedad. Un tiempo atrás, había sufrido una pequeña operación.
Cuando el especialista me llamó con los resultados, me dijo que tenía algunas dudas y
que tenían que realizarme otra operación de mayor calado inmediatamente. Le dije que
me lo pensaría.
«No hay nada que pensar —respondió tajante—; si no te operas en un año puedes
estar muerta.» Le repetí que me lo pensaría. Ya había aprendido varias lecciones
importantes gracias a mi cuerpo, lo cual no es nada sorprendente, porque en el cuerpo es
donde se almacena nuestro pasado. Todo nuestro dolor y nuestra alegría se manifiestan
en el cuerpo de una u otra manera. Como ya antes había conseguido aliviar pequeños
achaques mediante la sanación de varias emociones dolorosas, decidí que se me
presentaba una enorme oportunidad de curación. Así que le haría frente a mi enfermedad
con ese enfoque.
Pero el miedo que aún tenía que vencer solo me permitió compartir mi situación con
una o dos personas. Iba a necesitar todas mis fuerzas para superarlo y seguir centrada en
lo que quería, que era sanar, así que no podía arriesgarme a tener que soportar las
opiniones y los miedos de los demás. Aunque fuese fruto del cariño, en mi tránsito de
sanación no cabía ni un gramo más del miedo de los demás. Tener el valor de
expresarme emocionalmente, de soltar cosas desde los niveles más profundos, pasó a ser
aún más importante. Durante una temporada, el panorama se oscureció y resurgieron
muchas cosas de mi pasado.
En un momento dado, la situación llegó a ser tan difícil y tan dolorosa emocionalmente
que vi con buenos ojos la posibilidad de morir, y le pedí a la enfermedad que acabase
170
conmigo. Cuando realmente tuve que hacer balance de toda mi vida y aceptar que, a
pesar de todos mis esfuerzos, era posible que no superase esa enfermedad y que no
llegase a vivir hasta una edad avanzada, llegué a un punto en el que encontré una paz
asombrosa. Me di cuenta de que ya había vivido una vida increíble y de que había tenido
el valor de seguir los dictados y la llamada de mi corazón, y eso me permitió mirar a la
muerte a los ojos y aceptar lo que estuviese por venir. Aceptarlo provocó en mí una
hermosa sensación de serenidad.
Pero, mientras continuaba con mi práctica habitual de la meditación, también estaba
estudiando varios libros de sanación y varias técnicas de visualización, y liberándome de
las emociones que quería soltar. Se empezaron a producir varios cambios en mi interior.
Finalmente, llegué a una fase en la que sentía que ya había pasado lo peor, y que me
encontraba en el camino hacia el bienestar.
Me ofrecieron cuidar de una pequeña casa de campo, cubierta de parra y protegida por
una alta valla. Estaba situada en un barrio de gente adinerada, pero se hallaba casi oculta,
y me encantó. Además, un buen baño era algo que me entusiasmaba y la casa tenía una
bañera enorme. Como el entorno era tan propicio, decidí hacer un ayuno a base de
zumos, como había hecho tantas veces antes, y un par de días de silencio y meditación.
Mi cuerpo siempre había sido un gran indicador de mi estado emocional. Cuando me
asaltaba un pequeño achaque, podía trazar su origen hasta mis pensamientos o
actividades durante los días o semanas previos. En consecuencia, con el tiempo había
llegado a establecer un canal de comunicación muy limpio y sincero con mi cuerpo, y
estaba siempre atenta a lo que me decía, procurando mantenerme fiel a los métodos de
mejora. Muchas veces, las personas a las que cuidaba o mis amigos me decían que
sabían que tenían algún problema en el cuerpo mucho antes de que llegasen a hacer algo
para remediarlo. Pero, como yo había comprobado lo mucho que la calidad de vida
depende de tener buena salud, había aprendido a actuar en cuanto el cuerpo me mandaba
alguna señal. Una vez que desaparece la libertad que la salud hace posible, es imposible
recuperarla.
Para una de las meditaciones que hice mientras estaba en la casita de campo seguí las
directrices de un libro que acababa de comprar. Pero para llegar a ese punto había que
pasar por muchas fases y yo ya llevaba mucho trabajo hecho. Ese libro en concreto se
centraba en la inteligencia de nuestras células, en cómo trabajan juntas, y daba
indicaciones sobre cómo pedirles que erradicasen la enfermedad del cuerpo. Era sanación
171
a escala celular. Así que, a media mañana, me senté en mi cojín de meditación y alcancé
un estado de profunda paz interior. Fui siguiendo las visualizaciones y las solicitudes y les
pedí a mis células que me liberasen por completo de la enfermedad, si es que para
entonces aún quedaba algo de ella dentro de mí.
Al instante siguiente, estaba corriendo hacia el baño y vomitando violentamente.
Provenía de las zonas más profundas de mi cuerpo y seguí vomitando toda una
eternidad, hasta que sentí que no me quedaba nada dentro. Sentada en el suelo del todo
agotada, apoyada contra la bañera, esperé aturdida por si quedaba algo más por echar. Y
lo había. Y luego hubo más aún. Hasta que finalmente todo terminó. Estaba tan agotada
que para levantarme tuve que apoyarme en la bañera. Me dolía el estómago de tanto
vomitar. Volví lentamente a la sala de meditación con todo el cuerpo revuelto. Me tumbé
sobre la mullida alfombra, me cubrí con una gran manta, me acurruqué en posición fetal
y dormí seis horas de un tirón.
La luz del atardecer entraba en la habitación cuando el primer frío nocturno me
despertó suavemente. Recogida bajo la manta, contemplando la hermosa luz que entraba
por la ventana, sentí que empezaba una nueva vida. Recé una oración de agradecimiento
por las directrices y la valentía que me habían permitido llegar hasta ese lugar de
sanación y sonreí para mis adentros. Mi cuerpo aún estaba un poco débil después de
todo lo vivido ese día, pero a medida que fui recuperando las fuerzas, me levanté y,
conforme avanzaba la noche, me embargó la euforia. Me preparé una estupenda comida
para dar por finalizado el ayuno. El rostro me dolía de felicidad. Se había terminado.
Mi cuerpo se había curado y, en los años que han pasado desde entonces, no he vuelto
a observar ningún síntoma de la enfermedad. Aunque respeto profundamente que cada
cual escoja su propio método de curación, ya sea una operación quirúrgica, una terapia
natural, las tradiciones orientales o los medicamentos occidentales, yo había elegido el
método apropiado para mí. Tuve que hacer uso de todo lo que había aprendido hasta
entonces para poder superarlo, pero lo había conseguido.
Sin embargo, nunca me pareció correcto contarles esta historia a las personas que
cuidaba, porque para poder aplicar los métodos que utilicé necesité casi cuatro décadas
de preparación a través de mis experiencias vitales y de muchos meses de curación. No
habría sido justo darles falsas esperanzas. Cuando contactaba con ellos, ya estaban
demasiado cerca del final de sus enfermedades y de sus vidas.
Gracias a esta experiencia, pude valorar mucho más el don de estar viva y llegué a la
172
conclusión de que elegir ser feliz era una decisión que debía tomar a diario, un nuevo
hábito que tenía que integrar en mi manera de pensar. Habría días en que no podría ser
feliz, pero asumirlo ayuda a que la existencia sea más apacible y permite encajar mejor
los días malos, sabiendo que también tendrán aspectos positivos, y que darán paso a días
más felices. Aunque optar conscientemente por centrar mi atención, siempre que
pudiese, en la felicidad y en las bendiciones de las que disfrutaba estaba sin duda
produciendo cambios positivos en mi interior.
Así que cuando Rosemary me preguntó por qué estaba siempre tarareando y contenta,
esa era la razón: había experimentado un milagro que yo misma había propiciado y me
sentía muy poderosa y afortunada.
Rosemary deseaba sentirse alegre, me lo reconoció ese mismo día, pero no sabía
cómo. «Pues finge que lo eres, solo durante media hora. Puede que lo disfrutes lo
suficiente para estar realmente contenta. El acto físico de sonreír modifica tus
emociones, Rosemary. Te desafío a que no pongas mala cara, no te quejes ni digas nada
negativo durante media hora. A cambio, di cosas bonitas, concéntrate en el jardín si eso
te sirve, pero acuérdate de sonreír», le sugerí. Le recordé que yo no la había conocido en
el pasado, así que conmigo podía ser quien quisiese en ese momento. A veces, para
sentirse bien hay que hacer un esfuerzo consciente.
«Creo que nunca he sentido que mereciese ser feliz. Mi ruptura matrimonial había
manchado el apellido y la reputación familiar. ¿Qué hago para ser feliz?», me preguntó
con una franqueza que me partió el alma.
«Permítetelo. Eres una mujer hermosa y te mereces conocer la felicidad. Permítetelo
y elige ser feliz.» Conocía perfectamente los obstáculos a los que se enfrentaba
Rosemary, porque yo también había tenido que superarlos en el pasado. De modo que le
recordé que la opinión o la reputación de la familia solo podían evitar que fuese feliz si
ella lo permitía y le hice alguna broma para que se relajara y así contribuir a que la
felicidad fluyese.
Aunque dudó al principio, Rosemary empezó a permitirse ser feliz: fue bajando la
guardia algo más cada día y sonreía a menudo, lo que dio lugar a alguna que otra risa.
Cada vez que le sobrevenía uno de sus antiguos estados de ánimo y me ordenaba hacer
algo de mala manera, yo simplemente me reía y le decía: «¡Creo que no!». En lugar de
ponerse aún más desagradable, se reía y me lo pedía con buenos modos, y yo le
correspondía haciéndolo sin rechistar.
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Pero su salud se deterioraba día a día, hasta tal punto que ella misma empezaba a
notarlo. Aunque seguía hablando de su intención de enseñarme qué hacer con sus
cuentas, ya no le sorprendía que yo no la animase a hacerlo. Cada vez pasaba menos
tiempo fuera de la cama. Tenía que aceptar que la lavase en ella, porque hacerlo en la
ducha suponía un riesgo demasiado grande tanto para su salud como para mi espalda.
Si me entretenía demasiado haciendo cosas por la casa, me llamaba para que le hiciese
compañía. Ahora tenía una cama de hospital en su habitación, y la suya estaba vacía.
Esa cama de hospital era necesaria porque ella ya no podía poner de su parte cuando
había que sacarla del lecho. El mecanismo hidráulico también le permitía incorporarse sin
que ni yo ni la cuidadora nocturna tuviésemos que rompernos la espalda. Así que,
cuando yo no tenía otras tareas pendientes más que hacerle compañía, me estiraba en su
antigua cama mientras hablábamos. Rosemary estaba más cómoda tumbada de lado,
porque eso le suponía hacer menos esfuerzo, y yo también estaba más a gusto así.
Enseguida cogimos la costumbre de echarnos la siesta por la tarde. Su calle estaba
tranquila a esa hora, y yo me encontraba a su lado por si necesitaba algo. Así que yo
también me dormía, bien acurrucada bajo las mantas. Nos despertábamos y nos
contábamos lo que habíamos soñado, y seguíamos tumbadas conversando hasta que yo
tenía que levantarme para hacer cosas. Fueron momentos tiernos y especiales para las
dos.
Una tarde, cuando estábamos hablando en la cama, Rosemary me preguntó cómo
sería morirse, el momento de la muerte, algo que ya me habían preguntado otros
enfermos. Supongo que es como cuando la gente pregunta a los demás cómo vivieron
ciertas experiencias, como por ejemplo una mujer embarazada que cuestiona a otra sobre
el parto, o alguien dispuesto a viajar a un país se informa a través de alguien que ya haya
estado allí. Pero, en este caso, una persona moribunda no puede preguntar a alguien que
ya ha muerto, así que muchas veces querían conocer mis opiniones y experiencias. Yo
siempre les hablaba con franqueza de cómo Stella se había marchado con una sonrisa en
los labios y también les contaba que todas las transiciones que había presenciado habían
sido muy breves. La historia de Stella siempre los tranquilizaba, igual que me había
tranquilizado a mí el estar allí con ella.
En la sociedad moderna, el tratamiento que se ofrece a las personas mayores, o a
cualquiera que esté enfermo, da muy poca importancia al bienestar espiritual o
emocional. A menos que quien vaya a morir tenga la fortuna de estar en una clínica que
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dé importancia a esos aspectos de la vida, se les deja a su propia suerte. Es algo que les
da mucho miedo y hace que se sientan aislados. Existe una gran distancia entre tratar la
salud física y ni siquiera reconocer, como hace la sociedad moderna, que existe una
relación entre esta y la salud espiritual o emocional. Al combinar ambas necesidades y
tratar todos los aspectos del recorrido vital de una persona, quien va a morir sería mucho
más capaz de alcanzar la reconciliación interior antes de llegar a sus últimas semanas o
días.
Esta es una de las carencias más evidentes, consecuencia de nuestra decisión como
sociedad de apartar la vista de la muerte. Las personas que van a morir tienen muchas
preguntas, cuestiones que podrían haberse planteado mucho antes si hubiesen tomado
conciencia de que algún día, como todo el mundo, iban a morir. Si se hubiesen hecho
antes esas preguntas sobre asuntos mucho más profundos, habrían encontrado las
respuestas también mucho antes, y con ellas la paz interior. No habrían tenido que vivir
en un estado de negación respecto a su muerte por puro miedo y terror, como suele
suceder.
Pero llegó un momento en que Rosemary ya no podía negarse a ver que su muerte
estaba próxima. A ratos prefería estar a solas. «Tengo mucho en lo que pensar», me
decía.
Cuando entré en su habitación una tarde, dijo: «Ojalá me hubiese permitido a mí
misma ser más feliz. He sido una persona muy desgraciada. Sencillamente, no pensaba
que me lo mereciese. Pero ahora sé que sí me lo merecía. Riéndome contigo esta
mañana me he dado cuenta de que no había ninguna necesidad de sentirse culpable por
ser feliz». Me senté a su lado en la cama y seguí escuchándola.
«En realidad, la decisión es nuestra, ¿verdad? Podemos evitar ser felices porque
pensamos que no nos lo merecemos, o si dejamos que las opiniones de los demás
influyan en quiénes somos. Pero en realidad no somos así, ¿no es cierto? Podemos ser
como nos permitamos ser. Dios mío, ¿cómo no me he dado cuenta de esto antes?
¡Cuánto tiempo perdido!»
Le sonreí con cariño. «Yo también he pasado por eso, Rosemary, pero ser amable y
sentir compasión es una manera mejor de tratarte a ti misma. En cualquier caso, ahora ya
lo sabes, porque has permitido que la felicidad entrase en tu vida. Hemos pasado
momentos muy bonitos.» Al recordar las cosas de las que nos habíamos reído,
Rosemary me dio la razón con una sonrisa cómplice y recuperó el buen ánimo.
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«Me está empezando a gustar la persona que soy ahora, Bronnie, esta parte más
luminosa de mí.» Sonriendo, le dije que a mí también me gustaba. «¿Y no era una
tirana?», me dijo con una risita, refiriéndose a nuestras primeras semanas juntas.
Pero no todo eran risas entre nosotras. También compartimos momentos tristes y
tiernos, en que nos cogíamos de las manos y llorábamos juntas, sabiendo lo que se
avecinaba. Pero, al menos, Rosemary había experimentado la felicidad en sus últimos
meses. Tenía una sonrisa tan hermosa... Aún puedo verla.
En su última tarde, la neumonía se había adueñado de ella y de su garganta
congestionada por la abundante mucosidad. Habían venido unos cuantos familiares, y
también un par de amigos encantadores. Aunque su partida no fue la más tranquila que
yo había presenciado, sí fue extraordinariamente breve. Esa entrañable mujer ya estaba
en otro lugar.
Esa tarde tenía que venir la enfermera del ayuntamiento, que llegó diez minutos tarde.
Mientras los parientes y amigos de Rosemary charlaban en la cocina, la enfermera y yo
la lavamos y luego le pusimos un camisón limpio. La enfermera no la había conocido en
vida y, mientras nos encargábamos de sus restos, me preguntó cómo era Rosemary.
Miré el cuerpo de mi querida amiga y su rostro en calma, ahora que ya dormía para
siempre, y sonreí. Volvieron a mi mente los recuerdos de las tardes en nuestras
respectivas camas, imágenes de Rosemary riéndose y burlándose de mí.
«Fue feliz —respondí de corazón—. Sí, fue una mujer feliz.»
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Ahora es el momento de ser feliz
De todos los enfermos a los que cuidé, Cath era con diferencia la más filósofa. Tenía una
opinión sobre todas las cosas, pero no infundada sino bastante bien informada. Amaba el
saber y la filosofía, y había absorbido mucho conocimiento a sus cincuenta y un años.
Cath seguía viviendo en su casa natal. «Mi madre nació y murió aquí. Yo haré lo
mismo», afirmaba con determinación.
Le encantaba darse baños, así que las mejores conversaciones que tuvimos en el
primer par de meses que pasamos juntas solían tener lugar mientras ella estaba en la
bañera y yo me sentaba en un taburete a su lado. Como a mí también me gustaba mucho
un buen baño, estaba decidida a ayudarla a que pudiese seguir usando la bañera durante
tanto tiempo como fuese posible. Pero no mucho después Cath estaba tan débil que ya
no tenía fuerzas para meterse o salir de ella, ni siquiera con mi ayuda. Además, el riesgo
de que se cayese era demasiado alto.
Cuando se dio cuenta de que esa iba a ser la última vez que se daba un baño, Cath
empezó a llorar y las lágrimas cayeron sobre el agua a su alrededor. «Todo se acaba.
Ahora le toca al baño —dijo entre lágrimas—. Después dejaré de andar. Luego ni
siquiera podré ponerme en pie. Y después, por fin, yo misma me acabaré. Mi vida se
acaba.» Las lágrimas dieron paso a los sollozos, desnudos y desinhibidos. Aunque sentía
compasión por ella, y yo misma estaba al borde de las lágrimas, también era bueno ver
que alguien era capaz de liberar sus emociones con tanta franqueza.
Desde lo más profundo de su alma, Cath lloró un torrente de lágrimas. Cuando parecía
que ya no le quedaba nada por soltar, se incorporó en la bañera en silencio, agotada de
tanto llorar, con la mirada fija en el agua o haciendo garabatos sobre la superficie.
Entonces empezó de nuevo, y cada sollozo provenía de un sitio aún más profundo y
primario que el anterior. Lloró por todos y cada uno de los recuerdos tristes que había
conservado, por todas las personas a las que había perdido y por aquellas a las que
perdería al dejarnos. Pero, sobre todo, Cath lloró por ella misma.
Cada vez que intentaba irme, para dejarla a solas, me pedía que me quedase con un
gesto de la cabeza. Así que seguí sentada en el taburete, mandándole mi cariño en
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silencio, simplemente viéndola llorar. Saber que ella estaba permitiendo que saliesen
cosas de un lugar tan profundo era algo desgarrador pero sano al mismo tiempo.
Cuando hubo pasado otra media hora, y como el agua estaba enfriándose, le pregunté
si quería que abriese un poco el grifo. Negó con la cabeza: «No, no, ya está bien». Dejó
de llorar y me pidió ayuda para salir. Parecía serena cuando la llevé más tarde en la silla
de ruedas hasta el sol, envuelta en su camisón azul claro y con sus zapatillas de color
rojo encendido.
«Escucha al pájaro —me dijo sonriendo. Nos quedamos en silencio, deleitándonos con
su canto, sonriendo todavía más cuando oímos la respuesta de su compañero desde otro
árbol más alejado—. Cada día es un regalo. Siempre ha sido así, pero hasta ahora no me
había detenido lo suficiente para ver realmente la enorme cantidad de belleza que nos
ofrece cada día. Es fácil dar tantas cosas por supuestas. Escucha.» Desde otros árboles
cercanos empezaron a oírse distintos cantos.
Cath me contó cómo se había dado cuenta de lo importante que era la fuerza de la
gratitud. Es demasiado fácil pedirle siempre más a la vida, dijo, y hasta cierto punto eso
está bien, porque para poder soñar y crecer tenemos que ampliar nuestro yo. Pero, como
nunca tendremos todo lo que queremos, y nunca dejaremos de crecer, apreciar lo que ya
poseemos a lo largo de nuestro camino es lo más importante. La vida pasa tan rápido,
afirmó, da igual que llegues a los veinte, que cumplas los cuarenta o que vivas hasta los
ochenta. Tenía razón. Cada día es en sí mismo un regalo y una bendición. Y además el
momento en el que estamos es lo único que tenemos.
Yo llevaba veinte años escribiendo un diario de agradecimientos, donde anotaba al final
de cada día las cosas por las que me sentía agradecida. Normalmente eran muchas, pero
de vez en cuando, en las épocas más oscuras, me costaba encontrar alguna. El
agotamiento emocional era tal que hasta buscar aspectos positivos me suponía un
esfuerzo. Sin embargo no dejaba de perseverar. Incluso en momentos así conseguía
pensar en cosas por las que me sentía afortunada, como el agua limpia, tener un lugar
donde dormir, comida en el estómago, la sonrisa de un desconocido o el canto de un
pájaro.
Como le expliqué a Cath, aunque yo valoraba las cosas cuando escribía mi diario por
las noches, había tardado un tiempo en adoptar la costumbre de valorarlas también en el
momento en el que sucedían, sobre todo cuando se trataba de algo desagradable. Como
178
mínimo, me había acostumbrado a rezar en silencio una oración de agradecimiento en el
mismo momento en el que recibía cada regalo.
La naturaleza siempre contaba con mi agradecimiento inmediatamente, desde luego. El
ejemplo que le puse fue que, si una suave brisa que me besaba la cara, yo me sentía
afortunada por tener salud suficiente para estar al aire libre y así poder sentirla. No
obstante, quería sentirme más agradecida por otras cosas cotidianas. Aunque no cabía
duda de que escribir en el diario me había permitido abrirme a un nivel mucho mayor de
gratitud, lo que finalmente había incorporado esa gratitud a mi día a día había sido el
gran logro de ser capaz de vivir más en el presente. Decidí que siempre tenemos algo por
lo que dar las gracias y así fue como adquirí esa costumbre.
«Si eres agradecida sobre la marcha, seguro que recibes muchas bendiciones,
¿verdad?», preguntó Cath.
«Solo si me lo permito, Cath, si no olvido mi propia valía y dejo que fluya.
Evidentemente, he recibido importantísimas bendiciones a lo largo de mi vida, pero a
veces lo primero que tengo que hacer es quitarme de en medio. Como a cualquier otra
persona, las bendiciones me llegan cuando estoy en un estado de gratitud y dejo que
fluya.»
Mi teoría le hizo gracia, pero me dio la razón. «Sí, quiere fluir hasta nosotros, pero si
no hay gratitud y no dejamos que nos llegue, evitamos que suceda, creo yo. La mayoría
de la gente no se da cuenta de lo bien que les va. Durante mucho tiempo yo tampoco fui
consciente. Pero, por suerte, empecé a trabajar en ello antes de caer enferma y aprendí a
vivir en un sitio mejor dentro de mí.»
Después de un rato agradable al sol, Cath tenía que comer y descansar. La comida
consistió en un helado y compota de frutas, lo único que era capaz de comer. Le costaba
demasiado masticar otros alimentos, me dijo, y no le sabían a nada. Después, le ayudé a
subir las piernas a la cama, la coloqué en una postura cómoda y corrí las cortinas.
Acababan de subirle la dosis de calmantes, lo que hacía que estuviese más a gusto, pero
también mucho más cansada. Al minuto siguiente, ya estaba profundamente dormida.
A primera hora de la noche, su ex novia se pasó a saludarla. Mantenían una buena
relación. Habían seguido siendo amigas después de su ruptura, hacía más de diez años.
Su amistad se basaba en el cariño y en el respeto. Cath tenía más visitantes habituales,
como su hermano mayor, con su mujer y sus niños, y su hermano pequeño. Varios
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vecinos también se acercaban a diario, y algunos amigos y compañeros de trabajo se
pasaban siempre que podían. Era una mujer muy querida.
Por lo que me contaron quienes venían a visitarla, Cath había sido muy enérgica en su
trabajo, pero normalmente transmitía energía positiva a todo el mundo. Ahora, como
cualquier persona a punto de morir, le encantaba que las visitas le pusiesen al día de sus
vidas y de lo que sucedía en el mundo exterior. Al no poder salir de nuevo a ese mundo,
los que se encuentran en fase terminal disfrutan de cualquier noticia que les llega de
fuera. A menudo, los amigos y familiares no saben qué decir pero, para los enfermos,
escuchar cosas del exterior hace que sigan al tanto de lo que sucede, y eso siempre es
positivo, nunca negativo.
Y así era claramente en el caso de Cath. Siempre deseaba que le contasen cosas
alegres. Pero no era fácil para las visitas, porque muchas veces ellos mismos estaban
desolados por la inminente pérdida de alguien a quien querían. Como Cath y yo teníamos
una conexión fluida, podía hablar con ella de cualquier cosa. Por lo que, a petición de su
amiga Sue, un día saqué el tema de las diversas emociones que experimentaban aquellos
que venían a verla.
Sue luchaba cada día por ser positiva para su amiga, cuando lo único que le pedía el
cuerpo era llorar sin parar cada vez que la venía a visitar. Me contó que, antes de entrar,
se quedaba un rato en el coche mentalizándose para ser fuerte y estar contenta. Y, al
salir, volvía a quedarse allí unos minutos, llorando como una magdalena. «En realidad,
me doy cuenta —me reconoció luego Cath—. Pero no creo que pudiese soportar la
tristeza de Sue, además de la mía. Sería demasiado.»
«Pero no tienes por qué hacerlo —le dije—. Simplemente, déjale que se exprese con
sinceridad y no cambies de tema cuando te hable de sus sentimientos. Hay cosas que
necesita decirte, tú solo tienes que permitírselo. No tienes que cargarlo sobre tus
hombros, no es eso lo que te pide. Lo único que necesita es decirte lo mucho que te
quiere, y no es capaz de hacerlo sin llorar, y también tiene miedo de que no se lo
permitas.»
Cath entendió de qué le estaba hablando y me dijo que se sentía mal por ser fuente de
tanta tristeza. Casi le daba vergüenza. «Por Dios, Cath, a estas alturas de tu vida, ¿de
verdad te preocupa tu orgullo? —le pregunté directamente, pero con ternura. Me
respondió con una sonrisa—. Tú solo deja que salga y que los demás te digan cuánto te
quieren.»
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Cath me sonrió y dejó pasar un momento en silencio antes de responder. «Hace un
tiempo, cuando estaba tomando conciencia de la gravedad de mi enfermedad, aprendí a
aceptar mis sentimientos, a no rechazarlos. Cuando surgen, no los oculto. Eso me
permitió llorar en tu presencia el otro día en el baño. He aprendido a aceptar mis
sentimientos como lo que son en el momento, sin rechazarlos ni tratar de bloquearlos. En
realidad, son un producto derivado de mis pensamientos y de mi mente. Sé que puedo
crear nuevos sentimientos si centro mi atención en cosas mejores. Pero lo que siento en
mi interior forma parte de cómo soy ahora, y es mejor que los exprese, en lugar de
reprimirlos. Y a pesar de eso sigo sin respetar los sentimientos de los demás, porque
rechazo e impido su expresión sincera.» Cath hizo un gesto de disgusto y suspiró. Pero,
después de pensarlo un momento, me miró sonriendo y dijo: «Supongo que ha llegado el
momento de ser valiente y dejarles a ellos que lloren también».
Le di la razón y le dije que aún podría haber momentos relajados y divertidos en el
futuro, pero que sus amigos y familiares necesitaban expresar los sentimientos que
habían ido acumulando. La querían y necesitaban decirlo y demostrárselo, incluso
aunque eso pudiese ir acompañado de algunas lágrimas.
Poco después, se sucedieron las conversaciones emotivas entre Cath y sus visitantes,
pero el amor que fluía era inspirador. Abrieron sus corazones y, junto al dolor,
experimentaron también el alivio de sentir cómo fluía la expresión de ese amor.
Hubo un día especialmente emotivo, justo después de que se fuese la última de sus
amigas, la cual se iba riendo entre lágrimas agridulces por las bromas que Cath y ella
seguían intercambiando hasta que salió de la habitación. Cuando su amiga se hubo
marchado, Cath me miró con cariño: «Sí, es importante dejar que tus sentimientos salgan
a la superficie y aceptarlos. Y también es sano para mis amigos. Además, así el recuerdo
que guarden de mí será más bonito, porque no sentirán el peso de tener que asumir
cargas que no tienen por qué arrastrar».
Me gustó su análisis y asentí con un gesto de comprensión. En mis días más oscuros,
por fin había logrado tomar distancia respecto a mis sentimientos y me había dado cuenta
de que no eran más que una expresión emocional de mi dolor, o de mi alegría, y que no
representaban fielmente quién era yo en realidad. Como cualquier otra persona, llevaba
conmigo la sabiduría de mi alma, pero para conocer a mi verdadero yo, esa divina
sabiduría que residía en mi interior, tenía que permitir que mis sentimientos saliesen a la
superficie. Si no, siempre me impedirían llegar a ser la persona que potencialmente
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podría ser. Me encantó ver que Cath llegaba a conclusiones similares, pero expresadas
con sus propias palabras.
Como ya era de constitución delgada, en cuanto empezó a perder peso enseguida tuvo
aspecto de enferma. «Se me acaba el tiempo. No puedo ignorar las señales, eso está
claro», me dijo una mañana, sentada en la silla de baño. Muchas de mis conversaciones
con las personas que cuidaba habían tenido lugar mientras se afanaban por las mañanas
en el inodoro portátil. Nunca le dábamos importancia al hecho de que estuviesen
haciendo de vientre, formaba parte de la rutina y no tenía mucho sentido que eso
interfiriese en una buena historia. Cuando la ayudé más tarde a volver a la cama le
confirmé que, en efecto, las señales parecían indicar que su tiempo se estaba acabando.
Una vez que estuvo acostada, me dijo: «No me arrepiento de cómo he vivido, porque
casi todo me ha servido para aprender, pero si pudiese hacer algo de otra manera, si
tuviese la posibilidad de volver a empezar, habría dejado entrar más felicidad en mi
vida». Me quedé algo desconcertada al escuchar estas palabras. Ya se las había oído
pronunciar a otros enfermos, por supuesto, pero Cath me parecía una persona feliz, al
menos tanto como puede serlo alguien que se está muriendo y cuyo cuerpo la está
haciendo sufrir en el proceso. Así que le pregunté a qué se refería.
Me explicó que su trabajo le encantaba y que le había dado demasiada importancia al
hecho de obtener resultados. Cath había trabajo en proyectos para jóvenes con
problemas y pensaba que contribuir a mejorar la vida de los demás era fundamental para
que la suya fuese satisfactoria. «Todos tenemos talentos que compartir, todos y cada uno
de nosotros. No importa cuál sea tu trabajo, lo fundamental es intentar ayudar de manera
consciente, con la esperanza de construir un mundo mejor —dijo—. La única manera de
que las cosas mejoren es que todos tomemos conciencia de la interconexión que nos une.
Nada bueno conseguiremos si actuamos cada uno por nuestra cuenta. Si tan solo
fuésemos capaces de trabajar juntos por el bien de todos, en lugar de dejar que el miedo
nos lleve a competir los unos contra los otros...»
Aunque estaba exhausta y pasaba la mayor parte del tiempo recluida en su cama, Cath
aún tenía mucho que decir. Yo sospechaba que la filósofa que llevaba dentro sería lo
último que desaparecería, lo cual a mí me parecía perfecto. Continuó hablando mientras
le ponía crema en los brazos y las manos. «Todos tenemos que aportar algo positivo. Yo
lo he hecho. Pero, mientras buscaba el sentido de la vida, me olvidé de disfrutar por el
camino. Me concentré exclusivamente en encontrar lo que estaba buscando. Incluso
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cuando encontré un trabajo que me gustaba, que hacía que sintiese realmente que estaba
aportando algo, seguí preocupándome sobre todo por los resultados.»
Yo misma me había encontrado en esta situación muchas veces y también les había
oído decir lo mismo a otros enfermos. Cuando trabajamos para alcanzar nuestros
objetivos, es fácil perder la noción del momento presente. A eso se refería Cath. Su
felicidad dependía del resultado final, lo que le impedía disfrutar del camino hasta llegar a
su meta. Le dije que nadie se libra de caer en ese error en alguna ocasión, y yo tampoco.
Prosiguió: «Sí, pero al hacerlo me he privado de la posibilidad de ser feliz. A eso es a
lo que me refiero cuando digo que lo haría de otra manera. Es importante, qué duda
cabe, esforzarse por encontrar un propósito en la vida y contribuir a que el mundo sea
mejor, de la manera que sea. Pero que tu felicidad dependa del resultado final no es la
mejor manera de conseguirlo. Sentirse afortunada cada día es la clave para tomar
conciencia de que una es feliz ahora y disfrutar de ello, y no cuando los resultados llegan,
o una se jubila, o cuando sucede tal o cual cosa». Suspiró, agotada tras su enfervorizada
proclama, reflejo de su necesidad de hacerse oír, como sucedía a menudo.
Tras escuchar lo que decía y explicarle la reacción que sus pensamientos provocaban
en mí, le coloqué las mantas y me dirigí a la cocina para preparar una infusión. Mientras
cortaba algo de hierbaluisa en el jardín, volví a pensar en lo que había dicho Cath, que
me hizo recordar palabras muy similares que había oído en boca de otros pacientes. Un
pájaro cantó y el aroma de la hierbaluisa, ya en la tetera, se extendió por la cocina. Era
fácil sentirse afortunada y completamente presente.
Cath quería relajarse y escuchar, así que me preguntó dónde vivía. Me reí un poco y
le respondí que esa era la primera pregunta que me hacían mis amigos cada vez que me
llamaban. «¿Por dónde andas ahora?» eran palabras a las que mis oídos estaban muy
acostumbrados. Así que le hablé con todo detalle de mi época en la que llevaba una vida
nómada, de los últimos años que había pasado cuidando casas, y de cómo,
recientemente, había empezado a notar que se me estaba acabando la energía necesaria
para llevar esa vida tan desordenada. Además, en Melbourne no surgían tantas
oportunidades de cuidar casas como en Sydney, y el hecho de no saber dónde iba a vivir
en el futuro y las mudanzas de una casa a otra empezaban a pasarme factura. Lo que tan
bien me había hecho sentir en otra época ahora comenzaba a cansarme.
Tras pasar un tiempo con unos amigos entre dos temporadas cuidando casas, acababa
de alquilar una habitación en la casa de una mujer con la que tenía cierta relación.
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Aunque me sentía enormemente agradecida por su amabilidad y por no tener que
mudarme cada pocas semanas, la habitación no dejaba de ser un lugar ajeno, así que
nunca sentí que fuese mi casa, y desde luego no era lo que buscaba a largo plazo.
Parecía que todo se estaba confabulando para agudizar en mí la necesidad de tener de
nuevo mi propio espacio. Había pasado casi una década desde que había tenido mi
propia cocina y mi propio hogar y el deseo de volver a tenerlos aumentaba cada día.
Cath, que llevaba cincuenta y un años viviendo en la misma casa, no podía ni siquiera
imaginarse una vida como la mía. Le dije que yo tampoco era capaz de imaginarme una
vida como la suya y que, aunque volvía a sentir la necesidad de tener un espacio propio,
sabía que una parte de mí siempre tendría querencia por la vida nómada. Pero ahora me
imaginaba a mí misma teniendo una base estable desde la que viajar, en lugar de estar
cambiando de casa cada vez que sentía un cosquilleo en los pies.
Todos esos años yendo de un sitio para otro desde que era adulta, también
determinaban en buena medida mi antigua forma de ser, pero estaba experimentando
cambios internos y ya no sentía el deseo ni tenía la energía necesaria para llevar una vida
así. Lo único que quería era volver a tener mi cocina y disfrutar de la intimidad que da
tener un espacio propio.
Cath convino conmigo en que el cambio forma parte indefectiblemente de la vida y,
riéndose, me dijo que yo contribuía a la ley de los promedios. Le respondí que la gente
como yo compensaba a quienes, como ella, habían vivido más de medio siglo en la
misma casa, y nos reímos. Nuestras vidas eran muy distintas, y sin embargo la conexión
que nos unía, debida a nuestro amor común por la filosofía, era muy intensa.
Cath me preguntó cómo había acabado trabajando en cuidados paliativos, y se quedó
de piedra cuando le hablé de todos los años que había pasado en la banca. «Me cuesta
muchísimo imaginármelo», me dijo sorprendida.
«A mí también, gracias a Dios —exclamé riendo. Al pensar en ello, me asombraba
cuánto podía caber en una sola vida y lo mucho que me costaba siquiera volver a
imaginarme en ese mundo, y no digamos ya durante tanto tiempo—. Las medias, los
tacones y los uniformes corporativos nunca me sentaron bien, Cath, y tener la vida tan
estructurada tampoco.»
«No me sorprende, teniendo en cuenta por lo que has optado después», me dijo con
una sonrisa cómplice. Luego, en un tono más serio, me preguntó cuánto tiempo más
pensaba seguir haciendo este trabajo y si tenía otras aspiraciones. No tenía ningún
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sentido ocultarle lo que pensaba. Ya había aprendido lo importante que es la sinceridad y
me sentaba de maravilla poder hablar sobre este tema con tanta libertad. Le había dado
muchas vueltas recientemente, y hablarlo con Cath me ayudó a aclararme.
En algún momento durante los doce meses anteriores, se me había pasado por la
cabeza la idea de dar clases de composición musical en la cárcel. Aunque no sabía nada
del sistema penitenciario, seguía pensando en ello y, de hecho, con el tiempo la semilla
había seguido creciendo lentamente. Poco tiempo atrás, había entrado en contacto con
una mujer extraordinaria que me había tomado como su protegida y me había guiado a
través de las posibilidades que existían para conseguir financiación.
«Sí, Bronnie, vuelve con los vivos. El trabajo que haces aquí es hermoso, y forma
parte claramente de tu propósito en esta reencarnación, pero seguro que a veces te
desgasta», insistió Cath. Le conté que llevaba casi ocho años trabajando en esto, y que
notaba que algo estaba cambiando en mi interior y que tenía la sensación de que pronto
chocaría contra un muro si continuaba. Sentía que estaba quemando mis últimos
cartuchos.
Era para mí un gran honor ser testigo de cómo la gente encontraba la paz y creía
espiritualmente en el ocaso de sus vidas. Era algo que me había proporcionado
innumerables momentos de satisfacción. No podía negar que el trabajo aún me gustaba
mucho, pero también sabía que deseaba trabajar en un lugar donde hubiese un poco de
esperanza, con personas que tuviesen la posibilidad de crecer y cambiar sus vidas
considerablemente antes de que les llegase la muerte. También había ido desarrollándose
en mi interior el deseo de dedicarme a alguna labor creativa y la esperanza de poder
trabajar desde casa, una vez que hubiese encontrado un espacio propio donde vivir.
Al escucharme a mí misma explicándole en voz alta a Cath todas estas ideas, sentí que
el proceso adquiría una energía tangible. Antes de que quisiese darme cuenta, las ideas
sobre las clases en la cárcel ocupaban cada vez más tiempo en mis pensamientos. Mi
vida como cuidadora tocaba a su fin. Lo necesitaba. Le había dado casi todo lo que
estaba en mis manos ofrecerle.
Poco antes de morir, Cath recuperó las fuerzas y, durante un par de días, pareció que
estaba mejorando. Yo ya lo había visto antes, así que llamé a todos aquellos que la
visitaban habitualmente para que viniesen y pasasen un ratito con ella, porque estaba a
punto de descender por la pendiente final. Después de verla, varios de ellos me
preguntaron por qué los había llamado, ya que tenía tan buen aspecto y había recuperado
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su energía. Aparentemente, algunas veces, cuando alguien lleva mucho tiempo enfermo,
se produce este fenómeno extraordinario, que nos ayuda a recordarlos con un poco de la
chispa que tuvieron alguna vez, antes de caer enfermos. Durante esos dos días,
resonaban las risas provenientes de la habitación de Cath, que no paraba de hacer
bromas y disfrutaba de una hermosa lucidez con sus amigos y familiares.
Pero cuando llegué al día siguiente, me encontré con una mujer moribunda, que
apenas podía hablar. Estaba mustia, sin fuerzas, y así siguió durante tres días más. Pasó
la mayor parte del tiempo durmiendo, pero cuando estaba despierta me sonreía siempre
que le cambiaba las gasas y la lavaba. Incluso el lujo de orinar en la silla de baño era ya
cosa del pasado.
Los amigos volvieron, y salían con semblantes serios; sabían que acababan de
despedirse definitivamente de su querida Cath. Al final del tercer día, era evidente que no
iba a llegar a la mañana siguiente, así que, cuando mi turno terminó, me quedé allí con su
hermano y su cuñada. La cuidadora nocturna nunca había visto un cadáver y sintió un
gran alivio al saber que yo me quedaba. Recordé cuando había pasado por ese mismo
trance, tantos años antes, y me di cuenta de cuánto camino había recorrido. No me
imaginaba entonces la de gente maravillosa a la que conocería, de una manera tan íntima,
ni la insospechada bendición que recibiría en forma de conocimiento.
Durante los últimos días, le habían inyectado los calmantes por vía intravenosa,
porque ya no era capaz de tragar pastillas. Por la noche, llegó la enfermera de cuidados
paliativos para dispensarle más. Cath permanecía la mayor parte del tiempo dormida o en
un estado de aturdimiento. «Esta será la última —nos dijo al hermano de Cath y a mí—.
No pasará de esta noche.» Le dimos las gracias amablemente y la acompañé hasta la
puerta. «Le queda menos de una hora», me comentó la enfermera cuando nos
despedíamos en la entrada. Este trabajo tenía su dosis de tristeza y de alegría: tristeza al
despedirse de Cath y dejarla ir; alegría porque así terminaba su sufrimiento y por todo el
amor que habíamos compartido. La sensación agridulce hizo que las lágrimas brotasen
lentamente.
Cath no esperó una hora más; falleció mientras yo volvía a su habitación. Su
respiración era cada vez más lenta hasta que se detuvo. Al verla ahí tendida, sabiendo
que su hermoso espíritu ya estaría en otro lugar, sonreí entre lágrimas. Aún podía oír su
voz: «No te quedes con los moribundos para siempre, deja que vuelva a entrar algo de
alegría en tu vida», me había dicho con un hilo de voz esa misma mañana.
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De pie junto a su cama, me eché a llorar y dejé que las lágrimas corriesen. «Buen
viaje, amiga», dije en silencio desde mi corazón. Su hermano y su cuñada se acercaron a
la cama y me dieron un sentido abrazo, todos llorando. Había que encargarse de las
formalidades, y la familia quiso hacerlo, así que volví a mirar por última vez el cuerpo de
Cath, un cuerpo que había lavado y masajeado tantas veces... Pero Cath ya no estaba
allí. Su espíritu había seguido su camino. Pero sí permanecía en mi corazón y, con una
ligera sonrisa, me despedí definitivamente de ella y de su familia. La cuidadora nocturna
también se despidió y se fue. Al salir de casa de Cath por última vez, bajo la luz brillante
de las farolas de la apacible calle residencial, cerré la puerta a mi paso.
El mundo siempre parecía surrealista después de asistir al fallecimiento de una
persona. Tenía todos los sentidos alerta y sentía que contemplaba el mundo desde otro
lugar. Al subir la escalera del tranvía, apenas era consciente de la gente que me rodeaba.
El mundo seguía su curso ahí fuera, mientras yo pensaba en Cath y en los bellos
momentos que habíamos compartido.
Cuando el tranvía se detuvo en un semáforo, vi a un grupo de personas que entraban
riendo en un restaurante. Hacía una noche agradable y toda la gente a la que veía por la
calle estaba alegre. Mis fatigados ojos sonrieron al ver las señales de tanta felicidad.
Después de un rato ignorándolos, empezaron a llegar hasta mis oídos sonidos
provenientes del interior del tranvía, todos de conversaciones alegres. Era una de esas
noches en que la felicidad flotaba en el ambiente. Aunque mi noche había tenido también
una buena dosis de tristeza, al mismo tiempo sentía la alegría de haber conocido a Cath.
Los sonidos de las risas de los demás bailaban conmigo, haciendo que yo también me
sintiese feliz. Cuando el tranvía volvió a ponerse en marcha, miré por la ventana y pensé
en toda la gente de buen corazón, incluidas las personas a las que veía pasar por la calle.
Sentí en mi propio corazón el calor de la gratitud y no pude evitar sonreír.
No pensaba en el pasado ni en el futuro. Era el momento de ser feliz. Y eso era lo que
estaba haciendo yo.
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Cuestión de perspectiva
Uno de los últimos enfermos a los que cuidé, me dejó una huella hermosa y duradera. Se
trataba de un hombre entrañable que estaba en una residencia. Siempre me costaba
decidirme a aceptar estos trabajos por turnos porque, en cuanto entraba por la puerta, se
me caía el alma a los pies y se me partía el corazón al ver la situación de los residentes.
Así que solo accedía cuando no tenía ninguna posibilidad de trabajar cuidando a alguien
en su casa. Pero, en este caso, me alegro mucho de haberlo hecho.
Cuando nos conocimos, Lenny ya estaba a punto de fallecer. Su hija me contrató
como cuidadora adicional, porque sabía que el personal de la residencia estaba
demasiado ocupado para ofrecer a su padre los cuidados que ella deseaba para él. Se
pasaba la mayor parte del día durmiendo y solo aceptaba tomar tazas de té, pero no
probaba bocado. Cuando se despertaba, daba golpecitos en el lateral de la cama para que
me sentase a su lado, porque no tenía fuerzas para hablar en voz alta. «Ha sido una
buena vida —decía con frecuencia—. Sí, una buena vida.»
Era sin duda una cuestión de perspectiva, lo cual me reafirmaba en la idea de que la
felicidad depende mucho más de nuestra elección que de las circunstancias. La vida de
Lenny no había sido fácil en absoluto. Sus dos padres habían muerto antes de que él
cumpliese catorce años, y sus hermanos o bien habían muerto también o bien se habían
ido a vivir a otros lugares a lo largo de los años siguientes, hasta que perdió el contacto
con ellos. Conoció a Rita, el amor de su vida, cuando tenía veintidós años y, como decía
él, se casaron en un arrebato.
El matrimonio tuvo cuatro hijos. El mayor de ellos había muerto en la guerra de
Vietnam, algo que aún le hacía enfurecer. Lenny hablaba con rabia sobre la locura de la
guerra. No le cabía en la cabeza cómo alguien podía llegar a pensar que la guerra daría
lugar alguna vez a una paz duradera. Me contó lo que pensaba sobre lo enloquecida y
desoladora que era la situación actual del mundo. Enseguida llegué a apreciar la
inteligencia y las reflexiones de ese hombre encantador.
De vez en cuando, aparecía algún miembro del personal de la residencia ofreciendo
comida, que él rechazaba siempre con una sonrisa y con un movimiento de la cabeza, la
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cual tenía apoyada en la almohada. Al rato, parecía que el ajetreo de los pasillos se
desvanecía, como si estuviésemos en una dimensión distinta, totalmente ajena al ruido
que nos rodeaba.
Su hija mayor, que se había casado con un canadiense y se había trasladado a Canadá,
murió a los seis meses de estar allí tras perder el control de su coche durante una
ventisca de nieve. «Era una estrella resplandeciente —decía de ella—. Siempre lo fue, y
lo seguirá siendo eternamente.»
Teniendo en cuenta el tipo de trabajo que ejercía, hacía mucho tiempo que había
desistido de reprimir las lágrimas. Además, cuanto más evolucionaba, más natural me
resultaba expresar mis emociones, sin darle más vueltas. La sociedad dedica muchos
esfuerzos a mantener las apariencias, pero el precio que pagamos por ello es demasiado
elevado.
A veces, la franqueza con que mostraba mis propias emociones ayudaba a las familias,
porque les daba permiso para dejar que fluyesen las lágrimas. Había gente que no había
llorado en toda su vida adulta. Yo era una defensora cada vez más convencida de la
sinceridad. Así que, mientras Lenny me contaba sus historias, de vez en cuando dejaba
escapar alguna lagrimita. Supongo que había algo en su hermosura y en su manera de
narrar que lo hacía inevitable.
Su hijo menor era excesivamente sensible para un mundo como el nuestro y había
caído presa de una enfermedad mental. En esa época, no existían el sistema de apoyo
que tenemos ahora y si la familia no podía hacerse cargo del enfermo, este acababa en
instituciones psiquiátricas. Lenny y Rita querían que Alistair se quedase en casa, en un
entorno amable, pero los médicos no se lo permitieron, y Alistair pasó el resto de sus días
en un estado de aturdimiento debido a la medicación. Lenny nunca volvió a verle sonreír.
La hija que le quedaba ahora vivía en Dubai, donde su marido trabajaba en un
proyecto inmobiliario. Llamaba a la residencia mientras yo estaba allí y hablaba conmigo.
Era muy agradable, pero no tenía manera de venir a visitar a su padre.
Rita, su amor, había muerto antes de cumplir los cincuenta, unos pocos años después
de que el sistema de instituciones psiquiátricas les hubiese arrebatado a Alistair. Apenas
habían pasado unas semanas desde que le diagnosticaron su enfermedad a Rita hasta que
murió. Y a pesar de todo, ahí estaba ese hombre encantador diciéndome que había
vivido una buena vida. Con los ojos llorosos, le pregunté cómo era posible que lo viese
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así. «He conocido el amor, un amor que no ha disminuido ni un ápice en todos estos
años.»
Cuando acababa mi turno, no me quería ir a casa. Pero Lenny necesitaba descansar. Y
cuando volvía cada día, rezaba para que siguiese allí. En cierto sentido, era complicado.
Yo sabía que él quería reunirse con Rita y con los hijos que habían perdido. Y, por ello,
le deseaba una rápida partida. Pero, por mi parte, para mi propio crecimiento y por la
conexión que tenía con él, quería que siguiese aquí el máximo tiempo posible.
Había trabajado mucho, demasiado, decía. Pero eso le había permitido soportar el
dolor, porque no conocía ninguna otra manera de hacer frente a las pérdidas. Años más
tarde, siguiendo la recomendación de Rose, la hija que vivía en Dubai, había buscado
apoyo profesional y había conseguido abordar el tema. Contar cómo había
experimentado esas pérdidas le había permitido sanar y ahora podía hablar de su vida
con total libertad. Le dije que me alegraba mucho de que fuera así.
Me preguntó por mi vida y le impresionó que una mujer joven vendiese todas sus
pertenencias, cargase su coche y partiese hacia una nueva vida sin tener ninguna idea de
dónde acabaría. Y más aún que lo hubiese hecho en varias ocasiones.
Le expliqué hasta qué punto mi primera relación seria había afectado a mi vida.
También entonces había partes de mí aún por descubrir (como siempre las habrá). Pero
la supresión de mis pensamientos negativos que había experimentado en ese momento
pareció dar pie a la sugerente invitación de una vida por conocer. Cuando la relación por
fin se acabó, tuve una sensación de libertad que nunca antes había tenido. Había
conocido a esa persona siendo muy joven, así que nunca había llegado realmente a
conocer la libertad de la vida adulta. Cuando la relación llegó a su fin, yo tenía veintitrés
años y estaba empezando a hacer lo que se espera de la gente de esa edad: pasármelo
bien.
Mientras hacía el trayecto de seis horas en coche para llegar a la boda de una amiga,
unos pocos meses después, descubrí que una parte de mí sentía que estaba volviendo a
casa, que la carretera era su hogar, y que siempre lo sería. Para mí, recorrer grandes
distancias conduciendo era la cosa más natural del mundo. Desde entonces, la libertad ha
sido uno de los principales motores de mi personalidad. La mayoría de las decisiones las
he tomado teniendo en cuenta cómo afectarían a mi libertad y he configurado mi vida en
consecuencia. También se puede tener libertad llevando una vida más normal, desde
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luego. Es, más que nada, un estado de ánimo. La mayor libertad que existe es la libertad
de ser uno mismo, independientemente del pueblo o del barrio en el que vivas.
Lenny decía que hay muchas parejas que piensan que cada uno es dueño del otro.
Aunque toda relación implica la necesidad de llegar a acuerdos y de mantener un
compromiso, sobre todo cuando hay niños de por medio, le corresponde a cada uno de
los integrantes de la pareja la tarea de mantener su propia identidad. Siguió haciéndome
preguntas sobre mi vida con verdadera curiosidad, y escuchó con atención cuando le
conté que estaba pensando en cambiar de trabajo. «Sí —me dijo—, te espera una buena
vida, Bronnie, sin tener que pasar todo tu tiempo cerca de la muerte. Vuelve entre los
vivos.» Era un hombre entrañable y su augurio me hizo sonreír.
La residencia estaba gestionada por una congregación cristiana. Lenny había dejado de
ir a misa cuando Rita murió, pero no porque hubiese perdido la fe, sino porque le
resultaba demasiado doloroso estar en la iglesia sin escuchar la preciosa voz de su mujer
cantando a su lado en los bancos. Decía que no le importaba que la residencia fuese
cristiana o que la gestionase cualquier otra religión, o ninguna en absoluto. Se habría
adaptado a cualquier situación. En todo caso, pronto iba a reunirse con Rita y eso era lo
único que le importaba. Pero lo cierto es que era cristiana y, además del personal, había
allí muchos voluntarios.
Uno de estos era un hombre llamado Roy, que iba cada día de habitación en
habitación leyendo a los residentes pasajes de la Biblia. Le había ofrecido sus servicios a
Lenny meses atrás, y este los había rechazado educadamente. Roy había seguido
insistiendo y se los había vuelto a ofrecer en numerosas ocasiones, siempre con la misma
respuesta por parte de Lenny.
Pero ahora que Lenny estaba en sus últimos días, sin fuerzas para resistirse, Roy se
había impuesto la tarea de venir todas las tardes a leer para él. Se pasaba un rato largo
leyendo. Incluso alguien que no estuviese enfermo y que se hallase entregado por
completo al estudio de la Biblia, habría acabado algo cansado de su monótona exposición
día tras día. Por educación, yo también me esforzaba por prestar atención mientras Roy
leía, pero a veces tampoco podía evitar dar alguna que otra cabezada. Como digo, se
pasaba mucho rato leyendo con una entonación monocorde. Mucho rato.
Pero lo que complicaba aún más la situación era que Roy después quería discutir con
Lenny el pasaje que había leído. Como su cuidadora, mi prioridad era el bienestar del
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enfermo, así que le expliqué educadamente que Lenny solo podía hablar cuando tenía
fuerzas, cosa que era cierta, y que no se le debía forzar.
«Sé que eres muy amable, Bronnie —me dijo Lenny discretamente un día cuando
Roy ya estaba en otra habitación—. Y que prefieres pensar bien de las personas, pero
como ese tipo vuelva por aquí voy a darle tantas patadas en el trasero hasta mandarlo al
fin del mundo.» Nos reímos a carcajadas, sabiendo perfectamente que al día siguiente, a
la misma hora, Roy estaría allí de nuevo.
«Si a estas alturas no voy a ir al cielo, ¿para qué sirve todo este lío de la religión? —
dijo con una sonrisa pícara—. Además, no puedo concentrarme en lo que dice, no tengo
fuerzas.»
«Su intención es buena, Lenny. Seguro que eso es lo más importante», le respondí, y
los dos nos reímos afablemente de la situación. Roy era un hombre dulce y, aunque era
evidente que su intención era buena, estaba muy cerca de convertirse en una parodia.
Ambos sabíamos lo que nos esperaba cuando lo veíamos llegar cada tarde. Su manera de
declamar, monótona y carente de fuerza, no les hacía ninguna justicia a las sabias
palabras de la Biblia. «Al menos puedes dormirte escuchándolo», dije riendo. Lenny me
dio la razón sonriendo.
Fueron pasando los días y recibí una oferta laboral, pero la rechacé. Quería
acompañar a ese hombre estupendo hasta el final, si las cosas salían así. También sentía
lealtad hacia su hija Rose. Sería espantoso para ella saber que su padre se estaba
muriendo tan lejos y tener que tratar con una persona nueva cada día. También sabía
que bien pronto echaría de menos nuestras pausadas conversaciones y no quería
renunciar a ellas antes de que me viese obligada a hacerlo. Resultó que ese momento no
tardó mucho tiempo en llegar.
Era una ajetreada tarde de jueves en el concurrido barrio. Todo estaba lleno de gente,
las carreteras, las tiendas, incluso la residencia cuando llegué. Los miembros del personal
recorrían a toda prisa los pasillos llevando carritos con comida. Las enfermeras se
apresuraban de aquí para allá, sin dar abasto con todo el trabajo que tenían. A los
pacientes los llevaban de un lado a otro en sus grandes sillas de ruedas, algunos babeando
por la comisura de los labios y con la mirada ausente en el infinito. Las residencias de
mayores presentaban un panorama trágicamente desolador y la cosa no ha cambiado
nada desde entonces.
Cuando pasé por la oficina, oía a varias chicas quejarse de otra que no estaba
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presente. Me pregunté cómo, estando rodeadas de tanta muerte, podían dedicar sus
esfuerzos a quejarse de cosas tan triviales. Pero a esas alturas yo ya había tenido la gran
fortuna de aprender de muchas de las estupendas personas a las que cuidé y de mi propia
vida. Al final, las cosas a las que la mayoría de la gente dedica sus energía suelen ser
irrelevantes.
Como de costumbre, en cuanto entré en la habitación de Lenny fue como estar en otro
mundo. La tranquilidad que se respiraba allí, en un ambiente de ligera penumbra, podía
sentirse nada más entrar. Había sido así desde el principio, y se lo había comentado a
Lenny el primer día. «Pues sí, es un lugar muy tranquilo, pero no todo el mundo lo nota.
Muchos de los trabajadores entran aquí tan atareados que se pierden por completo la
sensación que transmite la habitación.» Pude comprobar que no le faltaba razón. Pero
varias de las personas que venían a visitarlo eran también tranquilas, y lo sentían de
inmediato, lo cual me gustó mucho.
Acerqué la silla a la cama y le leí un libro durante un rato mientras él dormía. Pero no
dejaba de pensar en él. Luego cambió de postura y me vio allí. Con unos golpecitos en la
cama, me indicó que le diese la mano y volvió a quedarse dormido, sonriendo. Así
pasaron varias horas. Cada cierto tiempo, se movía y yo aprovechaba para darle de
beber o simplemente besarle la mano.
«Ha sido una buena vida —dijo en voz baja al despertarse—. Ha sido una buena
vida.» Y volvió a dormirse mientras yo lo miraba con cariño. Sentí lástima por él y solté
unas lágrimas. Me preguntaba por qué no habría elegido un trabajo más sencillo, sin tanta
carga emocional. A veces el dolor se me hacía insoportable, pero sabía que los demás
trabajos no llevaban aparejados los regalos que recibía del mío al conocer a mis clientes.
«Hummm. Una buena vida —repetía, abriendo de nuevo sus ojos cansados y
sonriéndome. Al ver mis lágrimas, me apretó la mano—. No te preocupes, mi niña.
Estoy preparado. —Su voz era casi un susurro—. Prométeme una cosa.»
Quería llorar, pero le sonreí con mis ojos llorosos. Una de esas sonrisas que no son
realmente sonrisas, sino que reflejan el intento de una persona por ser valiente sin
lograrlo. «Por supuesto, Len.»
«No te preocupes por las cosas pequeñas. Nada de eso es importante. Lo único que
importa es el amor. Si recuerdas esto, que el amor siempre está presente, tendrás una
buena vida.» Su respiración era irregular y cada vez le costaba más hablar.
«Gracias por todo, Len —fue todo lo que conseguí decir—. Me alegro mucho de
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haberte conocido.» Esas palabras podían parecer simplonas, porque había muchas otras
que habría querido decirle, pero en realidad transmitían mis sentimientos con la mayor
precisión. Cuando me incliné para darle un beso en la frente, vi que se estaba volviendo a
quedar dormido.
Me quedé ahí, dejando que las lágrimas fluyesen libremente. A veces es necesario
abrir el grifo de las lágrimas para darse cuenta de cuánto se necesita llorar, aunque no
sepa ni siquiera por qué motivos. Yo lo hice y lloré y lloré. Pero Lenny siguió durmiendo
varias horas más. Cabía la posibilidad de que no volviese a despertarse nunca. Cuando
las lágrimas cesaron, me senté en silencio y me quedé mirándolo con ternura. Y
entonces, por supuesto, entró Roy.
Me entraron ganas de reír, pensando que Lenny habría captado el humor de la
situación si hubiese estado despierto. Pero estaba dormido, y la dulce sonrisa que le dirigí
a Roy y mis ojos enrojecidos y cansados después de todo lo que había llorado le
permitieron comprender la situación. No sabía si Lenny volvería a despertar.
De nuevo, lágrimas de cariño rodaron por mi cara, pero ya no se trataba de un torrente
de tristeza y enseguida se detuvieron. Creo que lo que las provocó fue ver el dulce rostro
de Roy y conocer sus buenas intenciones, incluso aunque una parte de mí sabía que
Lenny no quería que estuviese allí.
Roy se sentó al otro lado de la cama y abrió su Biblia para empezar a leer, pero antes
alzó la mirada para buscar mi aprobación. Puse cara de decir: «Bueno, tú verás, pero
creo que preferiría estar tranquilo». Asintió y se quedó con la Biblia abierta sobre las
manos, pero no llegó a leer. Me encantó que supiese respetar la solemnidad del instante.
No habría hecho nada irreverente si hubiese leído pasajes de la Biblia, pero era
innecesario, teniendo en cuenta lo sagrado del momento.
Lenny buscó mi mano sin abrir los ojos. Me levanté y se la ofrecí. Su respiración era
irregular y entrecortada. Reconocí un olor al que ya estaba acostumbrada, aunque me
sería imposible describirlo: el olor de la muerte.
Entonces, Lenny abrió los ojos, me miró fijamente y sonrió. Pero no era mi amigo
Lenny, al que ya conocía. Era Lenny en toda la plenitud de su alma. No había ninguna
enfermedad en su sonrisa. Era la sonrisa de un alma ya libre de ego y de personalidad.
Era puro amor, completamente libre de cualquier otra cosa, resplandeciente, luminoso
y feliz.
Le sonreí con franqueza, con el corazón abierto de par en par. Ambos sonreíamos
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dichosos, sabiendo que al final todo es amor. Nunca había visto una sonrisa tan
absolutamente desinhibida, ni en los demás ni en mí misma. Nada se interponía, era
únicamente pura alegría. El tiempo se detuvo mientras nos sonreíamos radiantes.
Al rato, Lenny cerró los ojos, aunque una sonrisa de paz aún pervivía en sus labios.
Yo también seguía sonriendo, porque tenía el corazón demasiado abierto para dejar de
hacerlo.
Un par de minutos después, Lenny falleció.
Roy contempló la escena desde el otro lado de la cama, y su vida cambió. Cerró su
Biblia y dijo sin levantar la voz que ahora entendía lo que era el amor de Dios y que
sentía que, al ver la paz con la que Lenny se había ido, había presenciado un milagro.
Convine con él en que los caminos del Señor son inescrutables.
Roy y yo permanecimos en silencio un rato más. Sabía que el momento terminaría en
cuanto informase al personal, cosa que tenía que hacer en breve. Cuando nos
despedimos, Roy apretó mi mano durante un largo instante, buscando las palabras
apropiadas, sin saber qué decir ni cómo articular lo que había sucedido. Parecía que le
costaba dejar que me marchase, como si el hecho de no tenerme a su lado para
compartir la historia fuese a hacer que el globo se pinchase.
«Hemos sido muy afortunados, Roy. Eso es todo lo que necesitamos saber —le dije
con dulzura. Me agarró y me abrazó con fuerza, como un niño asustado que no quiere
quedarse solo—. Todo va a ir bien, Roy.»
«¿Cómo le explico esto a alguien?», me preguntó en un tono suplicante.
«Quizá no puedas hacerlo —le respondí sonriendo—. O quizá sí. En cualquier caso, la
misma fuerza que nos ofreció este milagro te acompañará cuando tengas que encontrar
las palabras, si necesitas contarlo.»
Movió la cabeza en un gesto de negación; pero con una sonrisa de alegría me dijo:
«Mi vida no volverá a ser igual». Le sonreí con cariño y nos dimos otro abrazo.
Cuando terminé con el papeleo, salí de la residencia. Había demasiada actividad
alrededor del cuerpo de Lenny, y nuestro momento ya había pasado. El tráfico de la hora
punta también había pasado, y la última luz de la tarde brillaba espectacular en la avenida
arbolada por la que caminaba. Mi corazón seguía abierto y sonriente. Sentía amor por
todas las cosas y hacia todas las personas.
Sí, el trabajo tenía sus momentos buenos y sus momentos malos, pero por mucho que
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lo hubiese planificado o por mucho que hubiese estudiado, de otra manera nunca habría
recibido los regalos que este trabajo me había obsequiado una y otra vez.
Seguía eufórica por el regalo de amor que había recibido, y lágrimas de alegría y
gratitud rodaban por mi rostro mientras caminaba con una amplia sonrisa.
Sí. Es una buena vida, Lenny. Una buena vida sin duda.
196
Los tiempos cambian
Cuidar de tantas personas a punto de morir me había dejado al mismo tiempo eufórica y
agotada. Aunque había sido fuente de innumerables cambios positivos en mi vida, estaba
convencida de que había llegado el momento de dejarlo y probar a dar clases de
composición musical a las mujeres reclusas.
Tenía que aprender mucho sobre los entresijos burocráticos y sobre el sector de la
filantropía privada (en qué fundaciones encajaría mi proyecto y cómo podría solicitar
financiación). Recibí consejos de un grupo de mujeres que habían estado varios años
organizando talleres de teatro en las cárceles. Dio la casualidad de que, durante mi
primera época en Melbourne, casi diez años antes, había vivido puerta con puerta con
ellas. Pero por aquel entonces ni siquiera había escrito mi primera canción, así que habría
sido bastante complicado que pudiese organizar un programa de composición musical.
Pero experimenté una sensación extrañamente deliciosa cuando volví a la calle donde se
encontraba su local, pensando en todos los cambios que se habían producido en mi vida
y en mi interior desde que había vivido allí.
Mis primeros intentos en las cárceles de Victoria fueron infructuosos, así que decidí
intentarlo en Nueva Gales del Sur. Además, en esa época mantenía una relación a
distancia con un hombre que vivía allí. No tenía claro que la relación fuese a funcionar,
pero las cosas serían más fáciles si estábamos cerca, y no a mil kilómetros. También
tenía una encantadora prima que vivía en la zona, y se había ofrecido a acogerme
mientras encontraba un lugar donde vivir.
Liz, que me había acogido bajo su tutela unos meses antes, fue mi mayor apoyo
durante todo el proceso de poner en marcha el programa para las cárceles. Para
animarme, insistía en que se puede conseguir cualquier cosa recurriendo a los contactos y
estableciendo conexiones entre las personas adecuadas. Me recordó también algo que
muchos clientes me habían dicho: nada bueno se puede conseguir sin ayuda.
Necesitamos trabajar juntos. Liz me ilustró asimismo sobre la necesidad de tener unas
buenas recomendaciones para conseguir una financiación. La mayoría de las fundaciones
filantrópicas exigían que fuese una organización benéfica la que recibiese los fondos en
197
mi nombre, porque eso les permitía gozar de exenciones fiscales. Yo después emitiría una
factura a nombre de dicha organización por el importe total, que recibiría como si fuese
mi salario como trabajadora autónoma. Al principio me costó encontrar una organización
dispuesta a canalizar los fondos, pero la vida se encargó entonces de recordarme la
importancia de los ciclos vitales y la frecuencia con que los ciclos se completan.
Antes de que me familia se trasladase al pueblo donde crecí, habíamos vivido a las
afueras de Sydney que, en esa época, los años setenta, era una zona rural. Allí pasé mi
primer año de colegio. Ahora, tras innumerables llamadas de teléfono, por fin conseguí
encontrar el contacto que necesitaba, gracias a la iglesia con la que estaba asociado el
primer colegio al que había ido. Habían pasado treinta y cinco años y ahí estaba yo, en
una oficina con vistas al patio de mi antigua guardería, lo que le dio a todo el proyecto de
la cárcel un delicioso toque sentimental.
El entusiasmo que mostró la responsable de la formación en la cárcel de mujeres que
había elegido me ayudó a perseverar cuando la respuesta inicial a mis solicitudes de
financiación no fue la que esperaba. Era una mujer progresista y entusiasta, que presentó
mi propuesta a la dirección regional con una confianza absoluta en mi idea. Al principio
contacté con dos cárceles, pero el grado de apoyo que sus respuestas expresaron hacia
mi idea fue diametralmente opuesto: una me dijo que ni siquiera dispondría de bolígrafos
y cuadernos; la otra no solo me los ofreció, sino que también puso a mi disposición
guitarras y cualquier otra cosa con la que pudiera ayudarme. Por otra parte, a medida
que me fui involucrando en el proceso, vi claramente que con una cárcel, y una clase,
tendría más que suficiente. Y era bastante evidente cuál de las dos me interesaba más.
Durante mucho tiempo parecía que las cosas no avanzaban, pero cuando por fin se
pusieron en movimiento, todo sucedió a gran velocidad, y en un par de días ya estaba
camino del norte. Pasé un mes en casa de mi prima y de su enorme familia. Después de
la tranquilidad de mi trabajo anterior y de mi situación doméstica, volver a estar rodeada
de tanta gente fue a la vez extraño y maravilloso. La casa era una locura, vivían allí tres
generaciones, junto con siete gatos y tres perros, pero no podía hacer oídos sordos a la
necesidad de tener mi propia cocina y, aunque me habían dicho que me costaría alquilar
una casa, encontré una al día siguiente de empezar a buscar. Estaba en las estribaciones
de las Montañas Azules, había un arroyo y un bosque al otro lado de la carretera y era
sencillamente preciosa.
No tenía nada con que amueblarla, pero eso no me preocupaba. Sentí que era el lugar
198
adecuado y, además, el hecho de que hubiese aparecido tan fácilmente no hacía sino
reforzar mi confianza. Sabía que todo lo que necesitase iría apareciendo, como así fue. Y
con creces. Los propietarios de un negocio de almacenamiento de muebles me ofrecieron
varias cosas de las que querían deshacerse: un sofá para el salón de una de las naves,
ropa de hogar variada de otra. Mi prima llevaba décadas viviendo en la zona y tenía
muchos amigos, gracias a los cuales conseguí una lavadora que alguien guardaba en su
sótano. También me llegó una nevera, así como varias estanterías, utensilios de cocina,
unas cortinas y un escritorio antiguo. Fascinadas con mi situación, una enorme red de
personas de buen corazón me echaron una mano con ilusión y me dieron todo lo que
pudieron. Fue precioso.
En cuanto llegué a Nueva Gales del Sur me compré una furgoneta. Aunque quería
instalarme, también tenía intención de asistir a unos cuantos festivales de música folk y
echaba de menos tener mi propia cama con ruedas. Prefería eso a tener que plantar la
tienda de campaña en los festivales, y además contribuía a mi sensación de libertad, ya
que podía ir a cualquier parte cuando quisiese. El momento en que compré la furgoneta y
alquilé la casita fue perfecto. Me trasladé el mes en que el ayuntamiento organizaba en el
barrio la recogida de muebles anual.
La gente sacaba a la calle los muebles que ya no necesitaba, para que se los llevase
quien quisiese, antes de que pasase el camión de la basura a recogerlos. La gente me
saludaba desde los porches de sus casas cuando recogía pequeños objetos de las pilas de
cosas que habían sacado, me sonreían y me animaban a llevarme todo lo que quisiera: un
cesto de mimbre para la ropa sucia, un armario estrecho para mi despensa, una mesa de
jardín... También recogí varios muebles antiguos. Sus anteriores propietarios incluso me
ayudaron a cargar algunas cosas en la furgoneta, incluido un gran sofá para el porche de
mi casa.
También fui a montones de rastrillos repletos de gangas, algo que me pareció muy
divertido. Lo único que quería comprar nuevo era un colchón, porque buscaba uno que
fuese bueno para mi espalda y en el que nadie hubiese dormido antes, para que solo
tuviese mi energía. Una encantadora mujer a la que conocía me hizo un regalo de
bienvenida a la casa, porque le hacía ilusión que me asentase en ella después de tantos
años. El regalo fue exactamente lo que me costó el colchón. Así que, en tres semanas,
pasé de tener seis cajas que cabían en un coche pequeño a tener una casa de dos
199
dormitorios completamente amueblada, en la que parecía que llevaba años viviendo. Fue
una época fantástica.
La primera noche que pasé en la casa, me tumbé en mitad del suelo del salón con los
brazos estirados y una enorme sonrisa en el rostro. ¡Mi propio espacio! Por fin volvía a
tener mi propio espacio. La satisfacción, la gratitud y la alegría que sentí eran tan
abrumadoras que durante un mes apenas vi a nadie: solo conseguía salir de casa para
trabajar. Cuando volvía, la sonrisa se me quedaba fijada en la cara.
Aunque no conseguí todo el dinero que había solicitado, con lo que recibí pude poner
en marcha el programa en la cárcel, y me quedé con la idea de pedir más financiación a
otras fundaciones a medida que el proyecto evolucionase. Pero incluso recibir el dinero
que obtuve y ver cómo mi idea se hacía realidad fue un logro muy emocionante. Como
era una institución filantrópica la que aportaba los fondos y la cárcel no tenía que
pagarme, a sus ojos yo era una voluntaria. Habían aprobado la estructura del curso,
donde les explicaba lo que esperaba enseñar y cuáles eran mis objetivos. Mi programa no
expedía ningún título, por lo que no se me exigía ninguna cualificación como profesora.
El personal del departamento de formación simplemente creyó en mis ideas y en mi
capacidad, igual que yo, y con eso les bastó para obtener la aprobación, lo cual, en
retrospectiva, es algo bastante extraordinario. Sin embargo, en el momento no lo viví
como nada especialmente extraño, solo iba avanzando paso a paso hasta que me
encontré frente a una sala llena de delincuentes convictas a las que iba a enseñar cómo
componer canciones.
Nunca antes había impartido una clase en un aula, y estar ahí, siendo el centro de
decenas de miradas, muchas de ellas hostiles, me resultó bastante interesante. Si me
hubiera parado a pensarlo, quizá me habría parecido algo abrumador, pero no lo hice.
Simplemente seguí adelante con mi trabajo.
Hasta que empecé a tener relación con el departamento de formación, nunca había
tenido nada que ver con el mundo carcelario. Con la primera lección bien preparada, y
armándome de valor, empecé la clase. Tuve que recurrir a un humor seco para obtener
alguna reacción, porque al principio todas me miraban con cara de piedra, analizándome,
y tenían que mantener la compostura ante las demás. Pero al rato se dieron cuenta de
que yo era alguien normal.
Estábamos haciendo ejercicios de rima, y en lugar de utilizar los ejemplos que tenía
200
preparados, empecé a improvisar y a buscar rimas más graciosas y que tuviesen más
relación con nuestra situación, riéndome de ellas y de mí misma.
Aquí estamos todas, vestidas de uniforme,
esperando a que empiecen a sonar las canciones.
Yo lo que quiero es tocar como Emmylou, ¿sabe?
¿Va a estar con las malditas rimas toda la tarde?
Varias de las mujeres empezaron a reírse por lo bajo y a hacer sus contribuciones con
más bromas, lo que hizo que el resto de las reclusas se relajasen y se atreviesen a
participar.
Así que, señorita, dese prisa y enséñenoslo todo.
Porque las rimas nos la traen al fresco, pero con usted no hay modo.
Las risas rompieron el hielo definitivamente. Además, en cuanto encontramos un tema
común, en este caso la música de Emmylou Harris, la cosa ya fue rodada.
Vale, vale, entiendo vuestras prisas, pero hay algo que tenéis que
aprender.
Así que hacedme el favor de escribir unas rimas, las guitarras vendrán después.
Cuanto antes empecéis, antes las veréis.
Esto es lo que recibí por respuesta:
Muy bien, señorita, pero no nos líe más.
Queremos las guitarras ¡ya de ya!
La guasa continuó en verso y cuando terminó esa primera clase las risas fluían sin
tapujos. La mayoría de las mujeres hicieron buenas aportaciones y fue algo muy
divertido.
Las personas del departamento de formación tenían buen corazón y resultó muy
agradable volver a trabajar en equipo, después de tanto tiempo haciéndolo a solas con los
enfermos en sus casas. Me advirtieron de que no intimase demasiado con las reclusas,
supongo que por motivos de seguridad y privacidad. Sin embargo, no podía evitar ser yo
misma y veía a las alumnas no como reclusas sino como mujeres que estaban
aprendiendo a tocar la guitarra y a escribir canciones. Tenía las ideas lo suficientemente
201
claras para recordar que estaba en una cárcel, pero también había hecho de la sinceridad
una de mis guías, así que solo podía ser yo misma.
Como consecuencia de mi sinceridad y de mi fe en cada una de ellas, fuimos
derribando las barreras que nos separaban a medida que la confianza mutua iba
creciendo y reforzándose. Conversábamos como mujeres y las animaba a mostrar su
lado más tierno en sus canciones, lo que hizo posible que fuesen cayendo los muros que
habían erigido a su alrededor con el fin de protegerse. Para las alumnas, la clase se
convirtió en un espacio muy personal y reparador. Y esta idea de reparación fue la que
me inspiró para seguir diseñando el contenido del curso.
A través de varios ejercicios de escritura, las mujeres aprendieron a liberar sus
emociones y, con el tiempo, a escribir con esperanza. Escribieron, para qué negarlo,
canciones de rabia y dolor, pero también hubo temas repletos de sueños y aspiraciones.
Cuando les pregunté qué pedirían si pudiesen hacer cualquier cosa, si no tuviesen
limitaciones de ningún tipo, ni financieras, ni geográficas, ni en cuanto a sus habilidades,
empezaron a soñar y a escuchar sus corazones por primera vez en años. Eso fue lo que
dijeron algunas: ser libre para vivir con sus hijos sin tener que dar explicaciones al
gobierno, salir en un vídeo musical, hacerse una liposucción, conocer cómo sería la vida
sin violencia doméstica (algo que nunca había vivido), librarse definitivamente de la
adicción a las drogas e ir de visita al cielo y decirle a su madre que la quería.
La sinceridad seguía fluyendo y hubo muy pocas clases en las que no derramásemos
alguna lágrima. Pero habíamos llegado al acuerdo de que este sería un entorno de apoyo,
pasara lo que pasase. Y así, mujeres que antes no se llevaban bien entre ellas
consiguieron tolerarse y, con el tiempo, apoyarse mutuamente en clase. Había una que
incluso se planteaba no asistir al curso porque asistía otra reclusa. Pero acabó viniendo y,
al cabo de unas cuatro clases, ambas se estaban apoyando mutuamente con sus
canciones, y su relación fuera en el patio también había mejorado. Esa era la naturaleza
de la clase. El valor necesario para expresarse con tanta franqueza hacía que las demás
las respetasen, empatizasen con ellas y escuchasen con verdadero interés cómo iban
evolucionando las canciones de cada una de ellas.
También era enormemente reconfortante para ellas aprender a tocar delante de la
clase, y se animaban las unas a las otras, pues podían sentir el dolor que sus canciones
transmitían. Una alumna, Sandy, escribió sobre lo difícil que había sido para ella, una
mujer medio aborigen y medio blanca, sentir que no encajaba en ningún ambiente del
202
pueblo donde vivía. Otras compañeras conocían la sensación y no dejaban de apoyarla,
recalcando así la necesidad de expresar ese tipo de sentimientos.
Otra, Daisy, había entrado y salido de la cárcel tantísimas veces, sobre todo por actos
de violencia, que ni siquiera sabía cuánto duraba su última condena. Decía que, cuando
estaba ante el juez, dejaba de sentir y desconectaba, porque se sentía abrumada. (Poco
después se enteraría de cuál era la duración de su sentencia.) Así que escribía sobre esos
sentimientos y sobre lo mucho que odiaba que su vida estuviese determinada por el
sistema y que ya no pudiese sentirse ella misma. Otra alumna, Lisa, escribió una canción
para su hijo en la que le decía lo orgullosa que se sentía de él. Cada vez que la tocaba se
emocionaba, pero también estaba muy orgullosa de sí misma.
Tocar las canciones en clase era algo catártico para ellas, porque les daba la posibilidad
de expresarse, y no solo por escrito, pese a lo mucho que tensaba sus emociones. Yo
también había pasado por esa fase emocional años atrás, había sido tímida y nerviosa, y
las animaba con ternura, para que las barreras emocionales del miedo fueran cayendo
gradualmente. Varios meses más tarde, cuando una de mis alumnas, que al principio era
muy tímida, tocó en solitario una de sus propias canciones frente a más de cien reclusas
y visitantes, la que lloró, pero de alegría, fui yo.
El número de alumnas en clase no era muy grande, pero todas lo preferíamos así. Las
primeras veces no cabía todo el mundo —éramos demasiadas para que el aprendizaje
fuese eficiente—, pero después normalmente venían unas diez alumnas. Había otras que
aparecían algún que otro día, pero cuando se daban cuenta de que no iban a aprender a
tocar como Eric Clapton con una sola lección y que, además, esta exigía trabajar de
verdad, no se quedaban. Era mejor que las clases fuesen pequeñas. Esas mujeres
necesitaban mucha atención y de esa manera yo podía atender individualmente a cada
una de ellas. Las canciones y las historias que iban saliendo eran inspiradoras,
reparadoras y hermosas. El cariño que fluía entre todas nosotras resultaba, como
mínimo, revigorizante. Detrás de esas duras fachadas, había personas como tú y como
yo, personas que querían a sus hijos, que buscaban amor y respeto, y que deseaban
sentirse útiles y vivir una vida digna.
Había muy pocas mujeres que no se sintiesen culpables por lo que habían hecho. La
mayoría querían ser mejores personas. Pero conocí la historia de cada una de ellas, todo
lo que pude ver fueron historias trágicas, una autoestima muy baja y un círculo del que
no podían escapar. Estaban allí por haber cometido delitos diversos; algunas por trabajar
203
ilegalmente como prostitutas. En ese sentido, unas cuantas sabían cómo sacar provecho
del sistema: como conocían cuál era la sentencia prevista para muchos delitos menores,
cometían uno al año y evitaban así tener que pasar los tres meses del frío invierno en la
calle. En la cárcel tenían al menos una cama caliente y comidas todos los días. Otras
estaban allí por delitos que iban desde el consumo o la posesión de drogas hasta la
violencia, el fraude, el hurto (una de ellas había empezado a hacerlo para alimentar a su
familia, pero había acabado tomándolo por costumbre), o conducir demasiadas veces
bajo los efectos del alcohol.
Pero, independientemente de qué fuese lo que habían hecho, el sistema penitenciario
penalizaba el delito y sus efectos, no intentaba curar sus heridas, que eran la causa última
de sus acciones. Aunque la llamaban institución correccional, lo cierto era que solo
ofrecía una ayuda limitada a quien buscaba realmente cambiar su forma de pensar y sus
comportamientos pasados. Pero era en esos aspectos en los que más necesitaban
cambiar, para escapar del círculo de baja autoestima, consumo de drogas y violencia
doméstica, así como de la vida delictiva que se deriva de todo ello. Quizá algunos
delincuentes reincidan incluso recibiendo ayuda, pero sé que las mujeres que yo conocí
habrían cambiado sus costumbres si hubiesen contado con un apoyo continuado, tanto
dentro como fuera de la cárcel.
También había personas encantadoras trabajando dentro del sistema, aunque a veces
tenían que enfrentarse a él. Había asimismo voluntarios de grupos religiosos que
conseguían darles clases a unos pocos individuos, para ayudarles a cambiar de rumbo en
sus vidas. Lo cierto era que se gastaba mucho más dinero en seguridad y en burocracia
que en métodos de sanación y apoyo. En una cárcel con unas trescientas reclusas solo
había dos psicólogos, que a menudo no estaban disponibles porque no disponían de
tiempo o porque tenían demasiados compromisos. Si ya no te sentías bien antes de entrar
en la cárcel, desde luego no ibas a sentirte mejor estando allí dentro ni cuando finalizase
la condena.
Había visto un documental informativo sobre cómo la meditación en las cárceles
ayudaba a los reclusos a dar un giro a sus vidas, y se lo comenté a varios miembros del
personal para ver qué hacer para ponerles en contacto con las personas adecuadas. La
vía de la meditación que yo había seguido había funcionado con reclusos de otros países,
pero la única respuesta que recibí fue un «buena suerte», seguido de risas y de un
desánimo absoluto. Así que decidí trabajar dentro de mis posibilidades, es decir, con las
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alumnas de mi clase, ayudándolas a empezar a creer en su propia bondad y belleza. Les
enseñé a escribir canciones con las que expresarse, canciones que les pertenecían y que
podían tocar y compartir con los demás. Muchas de ellas nunca habían recibido un
halago en sus vidas y absorbían como si fuesen esponjas las reacciones positivas que yo
les daba de corazón. Siempre que les hice alguna sugerencia para mejorar sus canciones
fue con comentarios cargados de ternura.
Cuando aprendieron a confiar en mí, también vivimos momentos graciosos, como
cuando me daban lecciones para sobrevivir en el patio de la cárcel. Un día, una de ellas
estaba hablando a gritos con otra sobre cómo se había agenciado un par de zapatillas de
deporte. En cuanto se dio cuenta de que yo la había oído, se calló. Junto con otras
alumnas, la animamos a que nos contase cuál era su truco. Cuando comenté que me
parecía muy inteligente, me dijeron: «Somos delincuentes, señorita. No olvide dónde
está», y empecé a reírme a carcajadas. A esas alturas ya tenía la confianza suficiente
para no sentirme intimidada, y esa respuesta me hizo mucha gracias.
Otra alumna llegó un día a clase con aspecto de estar inquieta, y agotada al mismo
tiempo. Cuando le pregunté si estaba bien, me respondió: «Sí, ahora sí, señorita. He
tenido una mañana horrible. Una tía me ha estado dando el coñazo hasta que me he
cansado y le he metido la cabeza en una secadora de ropa. Pero ya está todo arreglado».
Asentí con un ligero asombro, como diciendo: «Ya veo». «Pero no pasa nada, señorita.
Aquí estoy, y ahora toca música. Nada de eso importa cuando estoy aquí. Si no hubiese
tenido que venir a clase, puede que la hubiese matado, pero entonces me habrían
prohibido venir a clase, y eso sí que me habría matado a mí.» Dicho lo cual, se sentó y
siguió trabajando en la canción de la semana anterior. De hecho, era una compositora
brillante y tenía una de las voces más bonitas que he oído. Ojalá nos hubiésemos
conocido en otras circunstancias, porque me habría encantado compartir canciones con
ellas alrededor de una hoguera. Pero eso no iba a suceder.
Semana a semana, se iban produciendo cada vez más transformaciones positivas. Era
algo gratificante y digno de ver. El personal del departamento de Formación también
estaba encantado con el éxito y los cambios positivos que habían experimentado muchas
de las alumnas que pasaron por el programa. Al poco tiempo, la clase se había convertido
en el mejor momento de la semana, tanto para ellas como para mí.
Para entonces yo ya había puesto fin a mi relación a distancia, a pesar de que ahora
vivíamos más cerca. Nunca podría ir en la dirección que me señalaba el corazón si seguía
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con él. Nuestros valores eran demasiado diferentes. Aunque el proceso de alejarme de él
fue triste e hizo que derramase algunas lágrimas, había llegado demasiado lejos en mi
proceso de crecimiento para dejar de vivir de acuerdo con mis valores.
La vida doméstica era muy agradable y me encantaba invitar de vez en cuando a mis
amigos a casa, en lugar de ser yo la que siempre los visitaba como lo había hecho las dos
últimas décadas. Después de tanto tiempo yendo de un sitio para otro, no me sorprendió
demasiado verme convertida en una persona casera. Era poco frecuente que tuviese
ganas de ir a cualquier sitio, y decidí que, a largo plazo, quería trabajar más desde casa.
Así que, durante mi tiempo libre, creé un curso online de composición musical, basado
en lo que les estaba enseñando a las mujeres de la cárcel. También me había puesto las
pilas con la escritura: había publicado varios artículos en distintas revistas y estaba
escribiendo un blog. Fui ganando muchos seguidores, lo cual me reafirmó en lo mucho
que me gustaba conectar con personas afines a través de mi trabajo. También hizo que
me preguntase si quería seguir llevando la dura vida del cantante en directo. Mientras
daba clases en la cárcel, mi propia carrera musical se había parado un poco, aunque
seguía tocando en algún que otro sitio de calidad de vez en cuando. Cuando conectaba
con el público y me perdía por completo en la música, me encantaba, pero cada vez
encontraba más satisfacción en escribir y trabajar desde casa.
Aunque mi casa y el trabajo en la cárcel eran maravillosos, no había mucho más que
me atase al lugar. Mis amigos habían seguido con sus vidas, y la mía había cambiado
bastante desde la última vez que viví cerca de Sydney. Además, una parte de mí sabía
que algún día acabaría viviendo en el campo. En más de dos décadas de vagabundeo,
nunca había dejado de echar de menos el espacio que la vida en la granja permite. No
hice muchos amigos en mi nueva casa, porque me estaba volviendo cada vez más casera
y disfrutaba pasando tiempo en casa, después de tantos años sin asentarme en ningún
sitio.
Así que, sin darme demasiada cuenta de ello, mis alumnas se convirtieron en buena
parte de mis amigos locales. Con el tiempo, los muros entre profesora y alumnas, o entre
empleada y reclusas, fueron cayendo en buena medida. La clase se convirtió
simplemente en un lugar donde un grupo de mujeres tocaban música. A veces sentía que
no era tanto lo que me separaba de ellas y que podría perfectamente haber estado en su
lugar. Al menos, así es como me sentía a veces. Aunque desde luego había otros
momentos en que la sensación era muy distinta. Yo no había cometido ningún delito por
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el que debía estar allí, pero siempre me sentí próxima a ellas, como mujeres unidas por la
sinceridad que habíamos experimentado. Mi propia fragilidad y mi doloroso pasado
también seguían en cierto sentido determinando cómo era yo, aunque ni muchísimo
menos en la misma medida que antes. Probablemente eso contribuía a mi conexión con
las alumnas, ya que sus propios pasados estaban repletos de dolor, abusos de todo tipo y
falta de autoestima como consecuencia de todo ellos.
Cuando visité la cárcel por primera vez, me explicaron cómo evitar responder a
preguntas sobre mi vida personal. Nunca les dije dónde vivía, y cuando me lo
preguntaban les contestaba simplemente que no podía decírselo, en lugar de mentir o
contarles cualquier historia. Como ya confiaban en mí, lo respetaban, aunque sí les
respondía a todo lo que podía. Gracias a todas aquellas sinceras conversaciones que
había mantenido con las personas que había cuidado en el pasado, había aprendido a ser
más abierta. Los muros emocionales de la privacidad no hacen más que impedir que
entre la bondad. La verdad une a la gente. Me preguntaban sobre mi pasado y les
respondía con sinceridad, explicándoles lo estúpida que había sido por lo mucho que
había soportado de los demás y las cosas en las que había creído durante tanto tiempo.
La amabilidad de esas mujeres, como grupo e individualmente, hizo que en mi interior
se despertase algo que llevaba mucho tiempo adormecido. Simplemente, no sabía cómo
aceptar la amabilidad. Sabía cómo darla, pero no cómo recibirla. Sentir cómo me querían
y que comprendían realmente mi dolor fue algo emocionante. Eran realmente muy
amables y hermosas. Todas habían sufrido y la mayoría echaba muchísimo de menos a
sus hijos y a sus familias. Y aun así, sus corazones eran extraordinariamente bondadosos.
Sí, se habían metido en líos, habían cometido errores y habían acabado en la cárcel, pero
pocas eran las que no sentían remordimientos por ello y todas eran personas de buen
corazón.
Se me estaba acabando la financiación y después de casi un año en la cárcel asumí que
era mi propia vida, y no solo el cuidado de personas moribundas, lo que me estaba
consumiendo. Había demasiada tristeza a mi alrededor. Cuando la tragedia sobrevino a
una pareja de amigos íntimos y yo permanecí a su lado, la vida se volvió aún más dura.
Teniendo en cuenta lo mucho que me había costado encontrar financiación la primera
vez, me pregunté si tenía fuerzas para volver a intentarlo. Esa noche, escuchando a mis
vecinos competir por ver quién gritaba más mientras trataba de dormirme, tomé la
207
decisión. Había llegado el momento de volver al campo. Ya había hecho todo lo que
podía.
La mayoría de mis primeras alumnas ya habían salido de la cárcel o estaban a punto
de hacerlo, lo cual era muy liberador. Sabía que no iba a reunir la suficiente lucidez y
energía para dar clase a un nuevo grupo de alumnas. Era el momento de aprender a
cuidarme. Así que avisé a la cárcel y a mi casero de que me iba y empecé a hacer planes.
Mis padres se estaban haciendo mayores. Mi madre y yo seguíamos teniendo una
amistad tan cercana como siempre, y la relación con mi padre también era preciosa.
Quería tenerlos más cerca y estar más accesible, al menos a unas pocas horas en coche,
lo cual no es mucho para los estándares australianos. También quería vivir más cerca de
la costa.
Elegí la zona adecuada y empecé a buscar casas en alquiler por internet. Decidí que
quería vivir entre dos pueblos en particular, y puse un tope a lo que podía gastar.
Cuando, al cabo de dos semanas, aún no había aparecido nada que me interesase, puse
un anuncio en el periódico local en el que explicaba claramente lo que estaba buscando.
Aparecieron un par de cosas, aunque ninguna me convenció, pero hice nuevos contactos,
gracias a los cuales me enteré poco después de que estaba disponible una estupenda
casita situada justo donde yo quería y por la que pedían exactamente la cantidad que me
podía permitir, y antes de que me diese cuenta ya estaba viviendo en una granja de
ochocientas hectáreas.
208
La oscuridad y el amanecer
Frente a la casa corría un arroyo, lo que le daba a la escena un toque de naturaleza viva
y de belleza. Árboles enormes y majestuosos salpicaban el paisaje. Los pájaros cantaban
el día entero para mí y las ranas croaban toda la noche. En lugar de farolas, millones de
estrellas brillaban sobre mi cabeza cada vez que caía la noche. Era la felicidad absoluta,
sobre todo cuando veía la puesta de sol desde el porche ideal mientras tocaba la guitarra
o cuando llovía a cántaros sobre el tejado de hojalata. Estaba en la gloria y muchas veces
recé para dar gracias por ello.
Evidentemente, la vida de campo implicaba también algunos inconvenientes, como
tener fácil acceso al arte y al entretenimiento en directo, pero con lo que tenía a mi
alrededor me bastaba. Además, mi modo de vida siempre me llevaría a viajar cada cierto
tiempo. No me importaba. Me movía otra vez al ritmo de la naturaleza y por fin estaba
viviendo la vida más acorde con mi forma de ser. A lo largo y ancho de las colinas y de
los valles de la extensa finca se distribuían cinco casas, incluida la del granjero. Como
inquilina, yo solo tenía que disfrutar del espacio.
Enseguida sentí que las cosas eran más fáciles y ligeras. Al vivir de nuevo en el
campo, tuve la sensación de que volvía a casa. Después de cuidar a tantas personas
moribundas y del tiempo trabajando en la cárcel, mi energía estaba muy baja, así que
agradecí el parón y poder vivir de mis ahorros durante una temporada. Entretanto, me
dedicaría a explorar la zona y a decidir qué dirección tomar cuando estuviese preparada,
yendo paso a paso a medida que el camino se abriese ante mí. Cada día que pasaba me
sentía mejor, iba rejuveneciendo lentamente. La energía y los pensamientos positivos
volvían a fluir. Al pasear por colinas y prados, disfrutando de la simplicidad y la
complejidad del entorno, podía sentir cómo sanaba y me recuperaba.
Los años anteriores de crecimiento, junto a la cama de tantas personas sabias y
maravillosas, habían desencadenado un montón de cambios positivos. En mis recuerdos
—la mayoría de ellos de momentos tiernos y hermosas conversaciones— me veía
sonriente. Aunque esa vida ahora me parecía muy lejana, sobre todo cuando caminaba
209
por las colinas y los valles, me había influido enormemente y por ello seguía estando
extraordinariamente agradecida.
Aparte del hecho de que necesitaba pasar tiempo en casa y continuar con mi
trayectoria creativa, la decisión que tomé era un nuevo salto al vacío, pues confiaba en
que los siguientes pasos se me irían revelando cuando llegase el momento. A fin de
cuentas, eso era lo que había sucedido normalmente en el pasado. Rodeada de tanta
belleza natural, la escritura y la música empezaron a fluir de maravilla. La abundancia de
vida salvaje que rodeaba la casa y del arroyo contribuyó a que no tardase en adoptar un
estilo de vida muy sencillo.
Pero bajo mi pensamiento consciente aún persistían los hábitos destructivos
relacionados con mi baja autoestima de antaño. A nivel consciente, mi forma de pensar
había cambiado mucho durante la última década, y la vida me parecía más fácil que en
mucho tiempo. En ese sentido, me encontraba en un lugar de paz y gratitud, y me
recuperaba día a día. Emocionalmente, todo fluía bien. O eso creía yo.
Entonces, inesperadamente, los acontecimientos tomaron un rumbo inesperado. Hasta
entonces me las había arreglado sin problemas, así que me desmoroné cuando de pronto
algo me hizo caer en las profundidades más oscuras. Todo tenía su origen en lugares
mucho más profundos que otras veces. La energía que me quedaba (y que, creía yo
hasta ese momento, estaba recuperando) desapareció por completo prácticamente de la
noche a la mañana, como si alguien hubiese tirado del enchufe, y me desplomé como un
castillo de naipes. Todo sucedió tan de repente... Cualquier pizca de energía había
desaparecido por completo.
Aborté mis planes de encontrar algún trabajo temporal y así conocer a gente del lugar.
La idea de tener que estar delante de alguien me parecía insoportable. Ni siquiera podía
plantearme buscar un trabajo, por eventual que fuera. No era capaz. Me vi obligada a
penetrar en el núcleo de mi propio ser para enfrentarme a estos cambios, y el proceso no
fue nada agradable. Pero no me quedaba otra opción. Estaba saliendo a la superficie, me
gustase o no, y una vez que las lágrimas empezaron a brotar no hubo forma de
detenerlas. Necesitaba sanar para poder convertirme en la persona real que estaba
destinada a ser desde que nací, para liberarme por completo de mi pasado.
Inesperadamente, caí de cabeza en un profundo pozo de negra depresión. Fueron los
meses más duros de mi vida.
Quienes me conocían mejor no podían creerse que esa persona fuera yo. Si no
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hubiese estado allí, a mí también me habría costado reconocerme. Había visto la
depresión de primera mano en otras personas y nunca habría podido imaginarme que yo
caería en ella. Pero eso es lo que pasa con la depresión, y lo que hace que al principio
sea tan difícil de sobrellevar para muchos de quienes la padecen: la conmoción que
supone cuando le sucede a uno mismo.
Algunos de mis amigos directamente se negaban a creerlo. ¿Cómo podía ser Bronnie,
la que siempre estaba animando a los demás, la que se viniese completamente abajo?
Otros sencillamente no sabían cómo reaccionar al verme en un estado tan vulnerable. Lo
que me aconsejaron otros amigos que me llamaron por teléfono, gente que yo creía que
me conocía muy bien, distaba tanto de lo que yo era capaz de hacer que me sentí
todavía más incomprendida. No podía estar más triste. Los demás eran la menor de mis
preocupaciones. La única de la que podía cuidar era de mí misma, y a veces ni eso.
Por todas partes me seguían llegando consejos para cambiar mi situación, pero lo que
más necesita alguien que tiene una depresión es sentirse aceptada. La depresión es una
enfermedad que puede convertirse en un gran catalizador para una transformación
positiva si a la persona que la padece se le permite superarla a su propio ritmo. Depresión
es el nombre que se le da en la sociedad moderna, pero en realidad es una oportunidad y
un momento muy propicio para la transformación y el despertar espirituales. Puede hacer
que te derrumbes, pero también puede ayudarte a avanzar si te enfrentas a ella con
determinación, voluntad de entrega y fe. Pero, claro está, nada de esto hace que sea
divertida.
Me despertaba sollozando incluso antes de haber tenido el primer pensamiento
consciente del día. Necesitaba toda la compasión y la paciencia de quienes me conocían.
A veces, los pensamientos que tenía mientras estaba despierta no eran ni siquiera
conscientes, las lágrimas brotaban desde el momento en que abría los ojos. Otras veces,
era la lástima que experimentaba por mí misma y por mi situación, por sentir que la vida
era extraordinariamente dura en esa época y, en realidad, hacía años que lo era. Asumí
que no tenía fuerzas para volver a empezar de nuevo, pero al mismo tiempo sabía que
debía hacerlo y eso me abrumaba, porque ni siquiera era capaz de imaginar de dónde
sacaría esas fuerzas. Nadie vendría a mi casa a ofrecerme el trabajo perfecto, y menos
aún teniendo en cuenta que apenas conocía a nadie en la zona.
Ninguno de mis amigos y familiares más íntimos sabían realmente cómo ayudarme a
afrontar mi profunda tristeza y mi falta de energía, así que siguieron llamando para
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aconsejarme que saliese a airearme, que me pusiese en marcha. Pero lo único que
conseguían era que la presión aumentase, porque aún no estaba preparada para hacerlo.
El día que conseguía pasar el aspirador, lo que me exigía mucha energía, era un logro
enorme, que me reconocía a mí misma diciéndome: «Hoy lo has hecho bien, Bronnie,
has conseguido algo». En otra época, habría podido aspirar cinco casas, salir a comer
fuera, caminar varios kilómetros y nadar durante una hora, pero así es el primer golpe de
la depresión. Al principio, ella es la que decide.
Lo mejor que pueden hacer los amigos y seres queridos es aceptar que ese es el estado
en el que la otra persona se encuentra. Puede que salga de él o no, pero la probabilidad
de que lo consiga es más alta si tiene voluntad de hacerlo. La aceptación de quienes la
quieren también ayuda. La presión, por el contrario, es un obstáculo. La persona
deprimida también necesita asumir en qué punto se encuentra su vida para no aumentar
la presión sobre sí misma, lo que a su vez solo serviría para exacerbar los síntomas.
Mientras luchaba con mi incapacidad para desenvolverme en la vida diaria, tardé un
tiempo en alcanzar ese punto de aceptación.
Volver a la vida de campo había hecho que entrase en relación con algo tan profundo
en mi interior que conectaba con el dolor enterrado allí desde mi juventud y los inicios de
mi vida adulta, cuando viví en un escenario parecido. Parecía que, al bajar el ritmo y
volver a mis raíces, y al mismo tiempo al dejar de cuidar a otras personas, se había
abierto la tapa de una lata llena de dolor que con gran esfuerzo había conseguido cerrar
herméticamente varias décadas atrás. Durante los últimos diez años se había ido filtrando
paulatinamente, a medida que avanzaba en mi camino de sanación e iba soltando aquello
de lo que iba tomando conciencia. Pero ahora había salido a la superficie una tristeza
absoluta, desnuda y dolorosa, que venía de lugares no solo conscientes sino también
inconscientes. Surgía ahora el dolor de años de críticas constantes en mi juventud, de
que no me aceptasen tal y como era ni siquiera entonces, de todos los gritos y las burlas
que había tenido que soportar, de todo el dolor que había ido acumulando sin siquiera ser
consciente de ello. Lloré sin parar.
Para que la sanación sea real, no queda más alternativa que hacer frente a lo que
tienes delante: el dolor, el reconocimiento de tu sufrimiento, la oportunidad de crecer, la
necesidad de sanar y de encontrar las fuerzas que te permitan en algún momento superar
el sufrimiento. Pero nadie puede ahorrarnos el aprendizaje, nadie puede hacerlo en
nuestro lugar. El amor de los demás ayuda, por supuesto, y el que recibía de mi querida
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madre y de un par de viejos amigos fue para mí un gran apoyo. Pero no podía
escaparme de mi propio proceso de sanación: había llegado el momento de enfrentarme a
mí misma y de dejar que saliese lo que guardaba en mi interior más profundo.
La liberación se produjo de varias maneras. Llorando, por supuesto, pero también
escribiendo las cosas. Por primera vez en mi vida grité; aunque, más que gritos, eran
alaridos. (En realidad, había gritado una vez, sin querer, cuando me lancé en paracaídas
desde un avión.) Pero esto era primario. Por suerte, vivía tan alejada de las otras casas
que atravesé todo este torbellino como pude en la intimidad. Pronuncié a gritos todo
aquello que habría querido decirles cuando era más joven a las personas que me habían
hecho daño y di también gritos de dolor, sin palabras. Grité por la completa frustración
que sentía al encontrarme en la situación en la que estaba, por el nivel de dolor que
estaba experimentando. Lloré sin control. Y poco a poco, agotada, fui sanando.
En otras épocas más sentimentales, comparaba el aprendizaje con una rosa. Vamos
desplegando capa tras capa nuestras hermosas y delicadas personalidades y acabamos
llegando al centro, al capullo del que brotamos. Pero en mi estado de absoluta tristeza y
desesperación, descarté completamente esa teoría y decidí que aprender es como pelar
una enorme cebolla: con cada capa que pelamos, aumenta el dolor y lloramos con más
fuerza aún. Eso es lo que me estaba pasando. Estaba pelando una cebolla enorme y
completamente intacta. Cada lágrima derramada, cada frase escrita, cada pensamiento
compartido contribuían a pelar una capa más.
Mi objetivo cada día no era ser feliz, sino simplemente tener fuerzas para aceptar el
estado en que me encontraba. Al principio, no tenía energía más que para llorar y para
contemplar desde el porche cómo la naturaleza se desplegaba ante mis ojos. Las oleadas
de liberación me dejaban agotada día tras día y no podía más que vivir en el instante,
porque me costaba muchísimo pensar más allá. Me bastaba con sobrevivir a la intensidad
de las emociones que sentía a diario. Estaba aturdida, emocionalmente agotada y muy
cansada de la vida.
Seguía pensando que la felicidad era una elección y en ese sentido tomaba
conscientemente la decisión de obligarme a salir de la cama o a disfrutar de un momento
de belleza entre las lágrimas. Decisiones y objetivos que a otros les parecerían
insignificantes para mí ahora eran grandes logros. Cosas que antes parecían sencillas,
como elegir salir de la cama, devolver una llamada, desenredarme el pelo, ponerme ropa
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bonita o cocinar comida sana cuando lo único que quería era tomar judías guisadas de
lata, ahora suponían enormes hazañas.
Ya no era la misma de antes y, si quería convertirme en la persona que estaba
destinada a ser en este planeta, tenía que aceptar mis sentimientos, en lugar de
rechazarlos, y permitir que saliesen a la superficie para poder así desprenderme de ellos
para siempre. Cada uno tenemos que sanar a nuestra manera. Mi opción no pasaba por
tomar pastillas de la felicidad, aunque no juzgaba a quien lo hacía, pero sí me quedaba
mucho camino por recorrer. Cada día era diferente: algunos estaban repletos de
oscuridad, lágrimas y tristeza desgarradora; otros me encontraba a medio gas, en una
neblina de agotamiento, pero con la determinación de prepararme una comida sana y
congelar una parte, para poder comer bien durante varios días; y otros días, cuando
encontraba las fuerzas, salía a pasear por las colinas y los prados, lejos de las miradas de
los humanos, para respirar rodeada de los sonidos y las vistas del mundo natural.
La meditación seguía formando parte de mi rutina diaria. No quiero ni pensar lo que
habría sido de mí sin ella. Ya antes me habían enseñado que el sufrimiento es
consecuencia de la mente. Todos los años de práctica me habían ayudado a liberarme de
muchos pensamientos negativos, así que ahora tenía que formar parte integral de mi
recuperación. Me pregunto cómo puede alguien enfrentarse realmente a esta enfermedad
sin la meditación, que te proporciona la capacidad de observar tus pensamientos y de
darte cuenta de que son algo distinto de ti, de que no son más que tu mente. Y aunque tu
mente forma parte de ti, no es lo único que te constituye. Ni siquiera todos tus
pensamientos son propiamente tuyos, ya que muchos tienen su origen en los
pensamientos que otros han proyectado en ti.
Esta toma de conciencia me resultó enormemente útil. Me sentaba a meditar al menos
dos veces al día, con la intención de apropiarme verdaderamente de mis pensamientos y
de mi mente. Me hizo falta una gran determinación para concentrarme en la práctica en
medio de todo el dolor que salía a la superficie y que trataba de distraerme, pero durante
buena parte del tiempo que pasé meditando conseguí mantener el control. Al observar
mis pensamientos mientras meditaba, pero sin concentrarme en ellos, volví a un estado
de paz, de amor y certeza, y supe que un día toda esta agitación pasaría. Sentí que en mi
interior aún existía una parte serena, pero que ahora me costaba más trabajo, mucho
más, acceder a ella. Además, la disciplina de la meditación me vino muy bien, porque
significaba que, a pesar de mi humor cambiante, tenía un compromiso que cumplir a
214
diario, debía obligarme a sentarme y continuar con la práctica, por muy mal que me
encontrase. Para otras personas, quizá sea el compromiso de tener que ir a trabajar, o
cualquier otra rutina, lo que les ayude a superarlo. En mi caso, fue la práctica de la
meditación.
Evidentemente, también lloré, desde lo más profundo de mi alma. Traté de no perder
de vista la hermosa vida que me esperaba si conseguía superar ese nivel de dolor y de
sanación y me aferré a esa esperanza con todas mis fuerzas. Cuando el momento
presente está tan lastrado por el dolor del pasado, lo único que nos permite vislumbrar
alguna posibilidad de alegría es la esperanza de que el futuro será distinto. Así que la
esperanza tuvo un papel fundamental en mi recuperación. En los momentos en que me
encontraba mejor, soñaba que volvía a estar en marcha, que utilizaba los talentos con los
que había sido agraciada (todos lo somos), que me ganaba bien la vida haciendo algo que
me gustaba, que me reía con los amigos, que tenía mi propia finca junto a un río, que me
aventuraba a amar de nuevo y que tenía un hijo. Pero, sobre todo, soñaba simplemente
con volver a conocer la felicidad, con levantarme contenta y emocionada con el puro
regalo que es estar viva. Soñaba con ser feliz y anhelaba volver a sentirme así durante
algo más que un instante fugaz. Sí, confiaba en la felicidad.
Pero la única cosa real que podía hacer bien era centrarme al máximo en el momento
presente, siempre que me fuese posible, y tratar de lidiar con el aquí y ahora. Vivir en un
escenario tan magnífico ayudaba mucho, porque en el mundo natural que me rodeaba
estaban sucediendo tantas cosas a la vez que podía abstraerme por completo observando
a los insectos y los pájaros, escuchando la brisa entre los árboles o contemplando los
cambios constantes del cielo.
También tuve la fortuna de contar con la ayuda de una maravillosa trabajadora social.
No solo practicaba la misma técnica de meditación que yo, sino que en cierto sentido me
colocó frente a un espejo en el que mirarme. Gracias a su ayuda, pude verme desde
diferentes ángulos, más amables, y así aceptar que mi corazón era hermoso. También vi
cuánta energía había dedicado a cuidar de los demás, y no de mí misma, pues en el
fondo pensaba que no me lo merecía. En buena medida, esto se debía a que aún me
seguían afectando a nivel subconsciente las opiniones pasadas de los demás, de personas
que creían conocerme aunque no era así. Parte de la transformación que estaba viviendo
tenía que ver con liberarme por completo de esos lastres. También había cargado sobre
mis espaldas demasiado dolor de una amiga que también estaba pasando una mala época,
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pensando simplemente que me estaba comportando como una buena amiga. Pero al
lanzarme al agua a salvarla, yo también me estaba ahogando. Necesitaba distanciarme un
poco de la compasión y empatía que sentía por los demás, y aplicar una compasión más
desprendida a aquellos con quienes empatizaba.
Que me volviesen a recordar lo necesario que era que sintiese compasión por mí
misma fue algo importante y liberador. Esta estupenda trabajadora social también me
ayudó a ver las malas costumbres que había adquirido a la hora de excusar el
comportamiento de los demás, antes porque quería mantener una paz fingida, y ahora
porque sentía compasión por ellos. Su manera de darme consejos, maravillosamente
directa, era sin duda lo que yo necesitaba. Su franqueza funcionaba conmigo, sobre todo
cuando me preguntó si lo que intentaba era ganar una medalla de oro olímpica como
cuidadora.
Demasiadas veces me había olvidado de dirigir parte de mi compasión hacía mí
misma, tanto de pensamiento como de hecho. Pero todos los años anteriores de
crecimiento y de superación no habían sido en vano, aunque a veces tuviera esa
sensación. Había llegado hasta lo más profundo de mis heridas, el núcleo donde muchas
de ellas tenían su verdadero origen, y ahora podría liberarme de ellas para siempre.
Me hizo falta valor, voluntad y la capacidad de darme permiso a mí misma para
asumir el dolor que sentía, los efectos de décadas de críticas por parte de aquellos cuyo
amor yo más necesitaba, dejar de excusar los comportamientos crueles, sacarlo todo a la
luz y así liberarme definitivamente de esos hábitos nocivos. Para hacerlo, tuve que
aprender a ser tierna conmigo misma y a recibir esa ternura. Me merecía las cosas
buenas, me merecía ser feliz, sin ninguna duda. Aunque los demás no pensasen así, ellos
no sabían los caminos que había recorrido, y además ya no importaba. Ahora era yo la
que sabía que merecía todo lo bueno que me sucediese. Fue darme cuenta de algo tan
importante como esto, de que me lo merecía, lo que me permitió empezar a aceptar mi
propia ternura. Ya lo sabía a otros niveles de consciencia, pero no desde el sitio tan
profundo por el que ahora me movía. Era ahí donde se estaba produciendo el cambio de
actitud, a los niveles que realmente me impulsaban. Había llegado el momento de
permitir que la ternura llegara a mí. A fin de cuentas, yo también me la merecía.
Pero los antiguos patrones de pensamiento de baja autoestima se resistían a
desaparecer, y había días en que necesitaba de todas mis fuerzas para sobreponerme al
dolor emocional y mental. Con cada capa que conquistaba, me llegaban de vez en
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cuando breves visiones de belleza y euforia, lo que era al mismo tiempo refrescante e
inspirador. Algo tan simple como el sol brillando sobre las hojas de los árboles cercanos
me parecía tan increíblemente hermoso que me llevaba a alcanzar momentos de
inesperada dicha. Otras partes de mi yo que llevaban años incubándose empezaban ahora
a formar parte de mí. Se habían producido varios cambios permanentes, por fin había
conseguido dejar atrás definitivamente mis antiguos patrones de pensamiento.
Me di cuenta de que me había enfrentado a ciertos puntos de mi antigua manera de
pensar y de que me había librado de ellos, lo que asumí con gratitud. La belleza del lugar
en el que vivía me ayudó a mantenerme centrada en el momento presente. El dolor
restante también tenía el mismo efecto, por supuesto. Pero la evolución de la vida salvaje
alrededor de la casa me alimentaba a diario. A medida que me fui desprendiendo de las
capas de dolor, mis sentidos se aguzaron y se adaptaron aún más al mundo natural, y eso
me animó muchísimo, aunque no dejé de tener algún que otro mal momento.
A veces me enfadaba conmigo misma porque no había superado la depresión tan
rápido como habría querido. Pero el enfado con una misma solo son expectativas
frustradas. Así que, para abandonar las expectativas y volver al momento presente, me
bastaba con fijarme en alguna cosa hermosa que viese por la ventana, con poner algo de
música y tararearla o, simplemente, con concentrarme en mi respiración y en los sonidos
a mi alrededor. Eso me permitía aceptar de nuevo mi situación, sabiendo que estaba
trabajando para superarla al ritmo más adecuado para mi propio crecimiento.
Una de mis viejas amigas me enviaba constantemente unos productos orgánicos
divinos para el cuidado de la piel. Me pasaba ratos enteros aplicándome cuidadosamente
las cremas, cuidándome y nutriéndome, tanto mental como físicamente, para compensar
la insensibilidad de la que había sido objeto en el pasado. Siempre hacía que me sintiese
mejor, por no decir que olía de maravilla. Mimar mi cuerpo de aquella forma me
recordaba a los cuidados que yo había brindado a mis clientes moribundos. Estaba
empezando a dedicarme a mí misma parte del amor que antes les había dado a ellos.
Pero sobreponerse al dolor no era tarea fácil y, aunque después de varios meses
empezaba a tener días buenos, la depresión y los pensamientos negativos que la
acompañaban luchaban por volver incluso con mayor determinación que antes. A fin de
cuentas, se alimentaban de la costumbre de autocensurarme que había imperado durante
más de cuarenta años en mi vida, que yo misma había propiciado al permitir que las
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opiniones de los demás ocupasen un espacio excesivo en mi sistema de creencias.
Parecía que mi mente era dueña de mí y se resistía a dejar de controlarme.
Pero me estaba convirtiendo en mi propia dueña, encarnando por fin toda mi valía y
mi belleza, decidiendo conscientemente dirigir mi mente hacia sistemas de creencias más
positivos. En lugar de centrarme en comportamientos anteriores, ahora me trataba a mí
misma con respeto y amor. Empecé a tararear cancioncillas sobre mi propia bondad
mientras me atareaba en las labores domésticas y me cantaba a mí misma cosas
graciosas. También adopté la divertida costumbre de saludar a mi hermoso yo al pasar
frente al espejo. Asegurarme de que cuidaba mi cuerpo a menudo con baños y comida
sana me devolvió a otros momentos más felices. Poco a poco, la felicidad iba volviendo.
Pero a mi antigua manera de pensar esto no le gustaba nada y la depresión se aferraba a
mí con uñas y dientes, negándose a desaparecer por completo. Esta reestructuración de
mi manera de pensar en realidad había comenzado varios años atrás, pero por fin estaba
teniendo lugar el duelo final, del que solo uno de los contendientes saldría con vida.
Cuando este momento culminante llegó —es decir, la lucha por despedirme
definitivamente de mi antiguo yo—, fui yo la que se rindió. Se me hizo demasiado duro.
A pesar de lo mucho que había mejorado mi vida diaria y de los momentos de felicidad
cada vez más frecuentes, emocionalmente estaba completamente agotada. Había
dedicado tantas energías para llegar hasta ese punto que, de pronto, las fuerzas que me
quedaban se desvanecieron y, por última vez, me planteé la opción del suicidio. No me
quedaba ni un gramo de fuerza que invertir en más disciplina mental o más esperanza.
Lo había intentado todo, y estaba demasiado cansada. Quería morirme. Quería que mi
vida terminase de una vez.
Un amigo al que conocía desde hacía más de veinte años fue mi ángel salvador. Me
llamaba con frecuencia y, por suerte, tenía su propia manera de enfrentarse al problema.
«Coge el teléfono, en serio. ¡Más te vale que no estés matándote! Coge el teléfono.
¡Deja de ignorarme y coge el puto teléfono!», decía, hasta que yo no podía evitar
cogerlo, riéndome pese a las lágrimas. Aunque su método era poco ortodoxo, tiene uno
de los corazones más grandes que he conocido, y el humor ya nos había ayudado a
superar alguna que otra situación en el pasado. Y funcionó. Necesitaba reírme, y sabía
que me quería mucho, igual que yo a él. La risa está muy infravalorada como
herramienta de sanación.
Pero un día en que no llamó llegué al punto más bajo en el que me he encontrado en
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toda mi vida. Garabateé una nota de despedida, incapaz siquiera de escribir con claridad,
y me despedí de la vida. Todo resultaba demasiado difícil.
Dicen que el momento más oscuro llega justo antes del amanecer. Ese fue el momento
más oscuro de mi vida, ya no podía seguir viviendo. No podía sentirme peor conmigo
misma que entonces. Me odiaba por ser débil e incapaz de vencer a mi mente pese a
todos mis esfuerzos. Odiaba haber tolerado tanta mierda por parte de los demás a lo
largo de mi vida. Odiaba haberme resignado tan a menudo a una existencia tan difícil.
Odiaba que hiciese falta tanto valor para construir la vida que quería y que me merecía.
Lo odiaba casi todo de mí misma. Fue sin duda el momento más oscuro.
En el mismo instante en que terminé de garabatear la nota de despedida, en la que
pedía perdón con una tristeza absoluta, sonó el teléfono. Me planteé no cogerlo, pero
acabé haciéndolo, a regañadientes. No era el amigo que esperaba, ni siquiera nadie que
conociese. Lo que oí fue la aguda voz de una mujer que, tras un saludo vivo y alegre,
pasó a ofrecerme un seguro de ambulancias.
«Estupendo —pensé—. Ni siquiera sé suicidarme como es debido. Probablemente me
vendrá bien una maldita ambulancia.» Había elegido el barranco por el que iba a tirarme
con mi furgoneta, para estar segura de que no sobreviviría. Le había dado bastantes
vueltas al acto, porque no quería hacerlo a medias. Incluso había pensado en los
pequeños detalles.
El ofrecimiento del seguro de ambulancia (que rechacé aturdida) me hizo plantearme
que mi intento de suicidio podía tener éxito o no. Pensé en todos los amables
trabajadores de ambulancia a los que había conocido a lo largo de los años y me di
cuenta de lo insensible que había sido, de lo consumida que estaba por mi propio dolor,
para no siquiera plantearme los efectos que mi acto tendría en la persona que me
encontrase y en quienes me querían. Sabía también que no quería vivir paralítica si mi
intento fracasaba, y menos aún si la parálisis la había provocado yo. Pero no era solo lo
que simbolizaba la ambulancia, aunque no se puede pedir un toque de atención más
apropiado, sino que la llamada rompió el hechizo, la bruma en la que me encontraba
envuelta en lo más profundo de mi dolor.
Ese momento fundamental fue de hecho un punto de inflexión, el mayor punto de
inflexión de mi vida. No quería hacerle daño al cuerpo que me había proporcionado tanta
libertad y movilidad, el cuerpo sano y hermoso que me había permitido superarlo todo.
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Tampoco quería morir. Empecé a amar mis piernas por todos los kilómetros que me
habían permitido recorrer, y luego comencé a sentir cariño por el resto de mi cuerpo.
En el mismo instante de la llamada, sentí un dolor momentáneo en la zona del
corazón. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi pobre, tierno y hermoso corazón
ya había aguantado lo suficiente. No soportaría más sufrimiento ni odio hacia mí misma.
Necesitaba amor para sanar y ese amor, por encima de cualquier otra cosa, primero tenía
que salir de mí misma.
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Nada que lamentar
La velocidad a la que cambiaron las cosas a partir de ese momento fue extraordinaria. La
depresión desapareció esa noche, llevándose consigo su pesada nube negra. Solo había
estado esperando a que el amor llegase y, cuando eso sucedió, supo que había cumplido
su papel y se fue. Pasé unos cuantos días recuperando energías gracias a la meditación, a
la gratitud y al cuidado de mi hermoso yo. Eso alimentó mi corazón, mientras que los
baños nutrían mi cuerpo. Me di largas y apacibles caminatas por las colinas, sin forzar,
andando tranquilamente y mirando la vida con asombro a través de los ojos de una
persona renacida. Era como despertarse en un mundo tan hermoso que costaba recordar
cómo había sido antes.
Para marcar el inicio de mi nueva vida, decidí celebrar una ceremonia formal de
despedida y bienvenida. Recogí leña en los prados y encendí un hermoso fuego. Había
cosas en mi vida, aspectos de mi antiguo yo y sus circunstancias, de las que necesitaba
despedirme adecuadamente. Así que las escribí en una lista, junto a las cosas a las que
quería recibir. Entonces, cuando se puso el sol y las primeras estrellas empezaron a
brillar, me puse de pie junto al fuego acogedor y reparador. Les di las gracias a las
antiguas partes de mí misma, me despedí de ellas y dejé caer el papel sobre el fuego.
También le di la bienvenida a todo lo que quería recibir en mi vida. Después, sentada
bajo ese cielo rural, con la mirada fija en el fuego, sentí un inmenso amor por mí misma
y por la vida. Y también una extraordinaria gratitud.
La hoguera siguió calentándome. Sonriente, miré el inmenso manto de estrellas que
tenía encima y sentí que, después de todo lo que había vivido, alguien nuevo había
nacido realmente. Yo era ahora esa persona que durante años había trabajado para llegar
a ser. Por fin le había permitido salir. Ya no necesitaba a la otra, la que tanto había
justificado el comportamiento de los demás, que había soportado décadas de dolor y que
no había aceptado que también ella se merecía toda la felicidad del mundo. Había
cumplido su papel. Le di las gracias con cariño por su importancia en mi evolución y
desapareció.
Durante los días siguientes fui descubriendo placeres en nuevos ámbitos. Era casi
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como descubrir la vida por vez primera. Nunca me había sentido tan libre. La felicidad
como nunca antes la había conocido, sin impedimentos, dichosa y exento de culpa, se
convirtió en mi estado más natural. Otros pájaros nuevos vinieron a posarse sobre la
valla y a cantar para mí. Los pájaros de antaño me seguían cuando paseaba por los
prados en un estado de júbilo. Todos mis sentidos se aguzaron, sentía que acababa de
pasar varias semanas de meditación en silencio, con la diferencia de que este estado de
alerta perduró más. Fui capaz de distinguir hasta cincuenta tonos de verde en los campos
que rodeaban la casa.
Sentía una espaciosidad y una claridad en mi interior que nunca antes había
experimentado, aunque siempre había creído que estaban ahí. Mi pasado ya no
importaba demasiado. La sabiduría que había acumulado a lo largo del camino ya
formaba parte de mí. El pasado había supuesto una extraordinaria herramienta de
aprendizaje, y nada de lo que aprendí había sido en vano. Pero el sufrimiento que había
llegado a definirme había cumplido su función y se había desintegrado. Ya no tenía nada
que probar, nada que explicar, nada que justificar. Me dolía la cara de sonreír.
Prácticamente de la noche a la mañana, la vida pasó a un plano completamente distinto.
Tras años de práctica, vivir en el presente se había convertido en una forma de vida.
Las puertas de la oportunidad se abrieron de par en par. Todos los esfuerzos de
concentración, resistencia y sacrificio invertidos en mi trayectoria creativa empezaron a
verse recompensados. Mi trabajo dio un gran impulso y surgieron nuevas e inesperadas
oportunidades de escribir. Mi amor propio me había abierto las puertas y así había hecho
posible que grandes cosas llegasen a mí. Todo había estado esperando pacientemente
durante años hasta que yo estuve preparada para aceptarlo.
En el tiempo que ha pasado desde entonces, el flujo natural de bondad no ha dejado
de crecer. A mi alrededor se han erigido nuevos sistemas de apoyo, tanto profesionales
como personales. Evidentemente, siempre me quedarán cosas por aprender sobre mí
misma, pero ahora ya no doy por supuesto ni el más humilde de los bienes.
Durante los años anteriores había estado construyendo conscientemente la vida que
imaginaba, liberándome de mis obstáculos uno tras otro. Llegar a tener muy claro la vida
que quería vivir y la persona que quería ser también formaba parte del proceso. Si, de
vez en cuando, se me presenta alguna barrera, me lo tomo con paciencia y, mientras
tanto, busco la manera de superarla. El descubrimiento de uno mismo es un proceso
lleno de alegrías y yo ahora puedo sonreírle a mi humanidad.
222
Con todo lo que había sucedido, me sentía ahora mucho más próxima de todas y cada
una de las hermosas personas de las que había cuidado en sus últimos momentos. Esta
nueva vida que se desplegaba ante mí era el tipo de vida que cada uno de ellos había
imaginado alguna vez, cuando habían echado la vista atrás y me habían hablado de sus
remordimientos. En sus últimas semanas y días, cuando todo lo demás ya no importaba,
habían visto la alegría que la vida podría haberles ofrecido.
Pero no todo el mundo tenía remordimientos. Había quien decía que habría hecho
algunas cosas de otra forma, pero no estaban consumidos por arrepentimiento alguno.
Algunos estaban plenamente satisfechos con la vida que habían vivido. O, por lo menos,
la aceptaban alegremente. Pero muchos otros sí se arrepentían, y también tenían muchas
ganas de hacerse oír, de dar a conocer sus pensamientos. La temporada que pasé con
cada una de esas personas sirvió posiblemente de catalizador para la sinceridad que llegó
a presidir nuestras relaciones. Siempre me sentiré afortunada por haber pasado tanto
tiempo con ellos.
Las frustraciones que compartieron conmigo reforzaron en mí la determinación de no
sentir lo mismo al final de mis días, cuando quiera que llegase. De ninguna manera iba a
desaprovechar el regalo de sabiduría que me habían ofrecido. Pero, después de haber
pasado la prueba más dura, entendía lo difíciles que podían ser los desafíos, aunque
también percibía lo gozosa que sería la recompensa si conseguía superarlos.
El potencial de satisfacción y de placer que cada una de estas personas entrañables
atisbó antes de su fallecimiento es lo que se nos ofrece ahora a cada uno de nosotros
antes de que llegue nuestra propia hora de irnos. Cada nuevo día que amanece refuerza
el hechizo que el flujo natural de la bondad ejerce sobre mí. Quiere llegar hasta ti, y lo
consigue cuando aprendes a permitírselo, a través de la fe y del amor a uno mismo.
Todos nosotros podemos recibirlo. Solo hay que empezar por dejar el camino libre y
(aquí es donde viene el trabajo duro) aprender a controlar tus propios pensamientos
despejando los escombros que te impiden dejar que todo fluya.
El aprendizaje nunca se detendrá. Uno no llega a una fase de crecimiento y dice:
«Vale. Ahora ya puedo relajarme, ya lo sé todo. Puedo dejar pasar los días pues ya no
tengo que aprender nada más». Incluso Stella, que tanto trabajo había hecho en su
recorrido interior, a veces necesitaba que le recordasen la necesidad de dejarse llevar y
entregarse. Al hacerlo, pudo pasar sus últimos días más tranquila, antes de partir con una
radiante sonrisa en el rostro cuando llegó su hora.
223
De modo que, si el aprendizaje nunca se detiene, haríamos mucho mejor en aceptarlo
en vez de rechazarlo. No pasa ni un solo día sin que aprenda algo nuevo sobre mí
misma. Pero ahora soy capaz de hacerlo con cariño, porque me quiero de forma
incondicional, sin juzgarme. Reírse con ternura y con cariño de uno mismo también
contribuye a que el proceso de crecimiento sea más plácido.
Cuando Grace pronunció las palabras: «Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida
más acorde a como soy y no la que los demás esperaban de mí», expresaba la tristeza
que sentía porque su vida hubiese sido como acabó siendo.
Es una lástima que se necesite tanto coraje para ser quien eres de verdad. Pero así es.
A veces hace falta muchísimo valor. Y también sucede en ocasiones que, al principio, ni
siquiera eres capaz de articular lo que significa ser tú mismo. Lo único que sabes es que
sientes un anhelo en tu interior que la vida que llevas no te satisface. Tener que
explicárselo a los demás, que no han vivido lo que tú has vivido, puede hacer que te
surjan aún más dudas.
Pero como el sabio Buda dijo hace más de dos mil años: «La mente no conoce
respuestas. El corazón no conoce preguntas». Es el corazón el que te guía hacia la
alegría, no la mente. Sobreponerse a la mente y desentenderse de las expectativas de los
demás te permite escuchar a tu propio corazón. Tener el valor de seguir sus dictados es
lo que conduce a la verdadera felicidad. Mientras tanto, sigue cultivando el corazón hasta
que aprendas a dominar la mente. A medida que el corazón crezca, la vida te ofrecerá
más alegría y paz. La vida feliz te busca a ti tanto como tú a ella.
Cuando Anthony, en la residencia, reconoció que no tenía valor para tratar de vivir
una vida mejor, puso de manifiesto, por desgracia, las consecuencias de vivir dominado
por el miedo. Eso no significa que tú también vayas a acabar en una residencia antes de
tiempo. Pero la falta tanto de estímulos como de felicidad que él sentía en su vida no son
tan distintas de las que muchos de nosotros experimentamos. Cada día no era más que
una rutina para mantener su mente adormecida; segura, sin riesgo, pero nunca
satisfactoria.
Para provocar grandes cambios hace falta fortaleza de espíritu. Pero cuanto más
tiempo pases en el entorno equivocado, y más tiempo seas producto del mismo, más
tardarás en darte la oportunidad de conocer la verdadera felicidad y la satisfacción. La
vida es demasiado corta para limitarte a verla pasar debido al miedo. Este puede
dominarse si se le hace frente.
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Como las parras que atrapaban las hermosas flores del jardín de la mansión de
Florence, todos somos capaces de crearnos nuestras propias trampas. Evidentemente,
muchas no son tan fáciles de eliminar como su parra. La mayoría de las trampas tienen la
fuerza que les proporciona el hecho de haber crecido durante décadas, y se resisten a ser
eliminadas. Si se lo permites, te acompañarán de por vida, estrangulando tu belleza.
Pero, igual que se fueron creando a lo largo de años, también pueden deshacerse con
el tiempo. Desprenderse de ellas es un delicado proceso marcado por la determinación y,
en ocasiones, el valor. Se trata de tener el coraje para parar en seco las relaciones
perniciosas y decir: «Basta» y de tratarte a ti mismo con el respeto y la ternura que te
mereces. Pero, sobre todo, debes liberarte de tus propias trampas, convertirte en
observadora de tus propios pensamientos y hábitos. Tomar conciencia de ellos ayuda a
que las soluciones sean más evidentes.
Es tu vida, no la de otra persona. Si no encuentras algún elemento de felicidad en lo
que has construido y no estás haciendo nada para mejorar la situación, estás
desperdiciando el regalo que recibes con cada nuevo día. Un pasito o una pequeña
decisión son grandes puntos de partida, y más aún si asumes la responsabilidad de lograr
tu propia felicidad. También puedes conseguir una vida feliz sin tener que cambiar de
casa ni hacer ningún cambio drástico en tu mundo físico. Se trata de cambiar tu
percepción y también de tener valor suficiente para satisfacer algunos de tus deseos.
Nadie más puede hacerte feliz o infeliz, a menos que tú se lo permitas.
Sí, tener el valor de ser tú mismo y no quien los demás esperan que seas puede
requerir mucha fuerza y sinceridad. Pero eso mismo hace falta también para reconocer,
en tu lecho de muerte, que querrías haber hecho las cosas de otra manera. Además de
los que he mencionado, hubo muchos otros enfermos a los que cuidé. Este lamento, el
de desear haber sido más fieles a sí mismos, fue el más habitual de todos.
Cuando John dijo que ojalá no hubiese trabajado tanto, estaba pronunciando una de
las frases que más veces escuché a lo largo de esos años. Durante sus últimas semanas,
sentado en el balcón viendo pasar la vida en el puerto, John sentía el peso de los
remordimientos. No hay absolutamente nada de malo en que te guste tu trabajo. De
hecho, debería ser así. Pero se trata de encontrar el equilibrio, de forma que el trabajo no
sea lo único en tu vida. Todavía puedo oír sus profundos suspiros al hacer balance de las
decisiones que había tomado.
Después, al escuchar la insistencia con que Charlie defendía las ventajas de una vida
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sencilla, no pude más que darle la razón a su sabiduría y experiencia vital. El verdadero
valor no está en lo que posees, sino en quién eres. La gente que va a morir lo sabe. Al
final, sus pertenencias carecen absolutamente de importancia. Lo que los demás piensen
de ellos o las posesiones que hayan acumulado no ocupan ni un instante de sus
pensamientos en momentos así.
Al final, lo que le importa a la gente es la felicidad que han podido proporcionar a sus
seres queridos y el tiempo que han pasado haciendo cosas que les gustaba hacer. Para
muchos, también era muy importante intentar que quienes les sobrevivían no acabasen
teniendo los mismos remordimientos. Ninguno de las personas a las que escuché hacer
balance de su vida junto a sus camas lamentó no haber comprado o poseído más cosas,
ni una sola. En cambio, lo que está más presente en los pensamientos de quienes van a
morir es cómo vivieron sus vidas, lo que hicieron y si dejan una huella positiva en
quienes siguen aquí, ya sea su familia, su comunidad o el resto de las personas.
Las cosas que uno suele pensar que necesita a veces son las cosas que te mantienen
atrapado en una vida insatisfactoria. La simplicidad es la clave del cambio, acompañada
de la capacidad para abandonar la necesidad de aprobación por parte de los demás o a
través de las cosas que poseas. Para arriesgarse también hace falta valor. Pero no puedes
controlarlo todo. Permanecer en un ambiente aparentemente seguro no te garantiza que
las lecciones de la vida te pasen por delante sin que te des cuenta. Aun así, pueden llegar
de pronto, cuando menos las esperes. Y lo mismo sucede con las recompensas que da la
vida a quienes tienen el valor de seguir los dictados de su corazón. El reloj no se detiene
para ninguno de nosotros. Depende de ti decidir a qué dedicas los días que te quedan.
Como Pearl tan bien sabía, las cosas fluyen cuando las necesitas. Ella pensaba que lo
más importante es trabajar para encontrar tu propósito en la vida, hacer tu trabajo, sea el
que sea, con la intención correcta, y no dejarse atrapar por desdichadas situaciones
laborales por miedo a quedarse sin trabajo. Se trata de aprender, de atreverse a pensar
sin limitaciones y de no intentar controlar cómo las cosas fluyen hacia ti. La vida pasa tan
rápido, decía ella. Y así es. Algunos vivirán una vida larga, muchos otros no. Pero si
puedes conocer la felicidad y la plena realización en el breve tiempo de que dispongas, no
sentirás remordimiento alguno cuando, inevitablemente, llegue el final.
Por desgracia, aprender a expresar nuestros sentimientos es algo muy difícil para
demasiados adultos. También suponía una frustración y un profundo remordimiento para
quienes iban a morir, como Jozsef, que quería expresarse pero no sabía cómo hacerlo,
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porque no tenía experiencia. La pena que este hombre encantador sentía por ello
constituía su mayor remordimiento, porque murió sintiendo que su familia nunca le había
llegado a conocer de verdad. Otros clientes desarrollaron enfermedades relacionadas con
la amargura que llevaban a cuestas porque, como él, tampoco habían aprendido nunca a
expresarse.
Como con todo, con la práctica se mejora. Empiezas con pequeñas muestras de coraje
al expresarte, vas sintiéndote más cómodo, te vas abriendo y empiezas incluso a disfrutar
compartiendo las cosas con sinceridad. Nunca podrás controlar la reacción de los demás.
Aunque es posible que al principio la gente reaccione hablando con sinceridad cuando
cambies tu forma de comportarte, al final eso hará que la relación alcance un nivel
completamente nuevo y más saludable. Si no es así, te permitirá librarte para siempre de
las relaciones nocivas. Sea como sea, sales ganando.
No podemos saber cuánto tiempo nos queda, a nosotros o a nuestros seres queridos.
Así que, en lugar de tener que vivir con remordimientos antes de que llegue tu hora,
cerciórate de que las personas a las que aprecias saben cómo te sientes ahora. Como dijo
mi querida Jude, la culpa es una emoción tóxica con la que es mejor no tener que
convivir en los años que te quedan. Además, expresar tus sentimientos sienta bien, una
vez que te acostumbras a hacerlo. Lo único que te detiene es el miedo a cómo lo
recibirán los demás. Así que quítate el miedo de la cabeza y atrévete a mostrar tu
verdadero y hermoso yo a los demás antes de que sea demasiado tarde.
Si arrastras un sentimiento de culpa por no haberle dicho ciertas cosas a alguien que ya
falleció, ahora es el momento de perdonarte. No le haces ningún bien a tu vida al seguir
cargando con esa culpa. Es hora de ser amable contigo mismo. La persona que eras antes
no tiene por qué ser quien eres ahora. Sentir compasión por quien eras antes, sabiendo
quién eres ahora, es la primera semilla de bondad que te llevará a perdonarte a ti mismo.
Si crees que las personas que hay en tu vida no responden a tu expresión de
sinceridad, no significa que no te hayan oído o que no deberías haberlo hecho. Nanci,
que padecía de Alzheimer, fue un gran ejemplo de esto. Pero en mi vida ha habido otras
relaciones que se han transformado gracias a un ejercicio constante de bondad y
sinceridad. Durante mucho tiempo, parecía que nadie escuchaba mis palabras; no
obstante, cuando los demás estuvieron en disposición de expresar sus sentimientos, me
quedó claro que habían estado a la escucha desde el principio. Aunque en realidad no me
habría importado, porque yo tenía la tranquilidad de saber que había tenido el valor de
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expresarme con sinceridad. Si alguno de nosotros hubiese fallecido inesperadamente, yo
no habría sentido culpa alguna. No había olvidado a nadie, todos sabían que los quería,
incluso aunque algunos no fuesen capaces de responder con la misma sinceridad. Dile a
la gente lo que sientes. La vida es corta.
Localizar a la amiga de Doris para que hablase con ella fue para mí un verdadero
placer y una gran satisfacción. Cuando me contaba que se arrepentía de no haber
mantenido el contacto con sus amigas, yo no tenía ni idea de hasta qué punto volvería a
escuchar estas palabras en boca de los enfermos que cuidé después. Ahora, habiendo
vivido lo que he vivido, y sabiendo lo importantes que han sido mis amigos más leales
para que yo haya superado ese momento tan negro, todavía me cuesta menos entender
su remordimiento. Casi todo el mundo tiene amigos, pero cuando llega el momento de la
verdad no muchos de esos amigos están a nuestro lado para ayudarnos a pasar el trance.
Uno de esos momentos llega cuando alguien se está muriendo.
Las amistades ofrecen comprensión y una historia compartida. Cuando los enfermos
echaban la vista atrás sobre sus vidas, lo que más lamentaban era tener amigos con los
que recordar los viejos tiempos. El ajetreo de nuestras vidas hace que perdamos de vista
a nuestras amistades. Siempre habrá gente que entre y salga de nuestras vidas, incluidos
algunos amigos, pero los que importan de verdad, a los que más quieres, merecen todos
y cada uno de los esfuerzos que hagas por mantener el contacto. Son ellos los que
estarán a tu lado cuando más los necesites, al igual que harías tú. A veces no es posible
estar físicamente presente, pero incluso el contacto telefónico sirve para dar fuerzas y
reconfortar a quien está pasando por malos momentos.
La aceptación y el perdón de sus amigos, en particular cuando se estaba muriendo,
ayudó a Elizabeth a encontrar la paz después de años de alcoholismo. Al final, no se trata
más que del amor y las relaciones. Pero no todo el mundo tiene la suerte de
reencontrarse con sus amigos al final, aunque lo desee. Por eso es tan importante no
perder el contacto. Nadie sabe lo que le espera o cuándo llegará el momento en que eche
de menos a sus amigos, y entretanto uno puede así disfrutar del regalo que es tenerlos en
su vida.
Repasar las personas que formaban parte del grupo de apoyo a Harry no hacía más
que resaltar la importancia de los amigos al final. Aunque para los demás puede ser un
período sombrío y triste, la persona que se está muriendo desea disfrutar al máximo del
tiempo que le queda. Los amigos aportan su buen humor en los momentos tristes, un
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humor que hace feliz a quien va a morir. Pero, tanto si te estás muriendo como si no, los
amigos son los que pueden conseguir que te rías incluso en los peores momentos.
Sentada a mi lado sobre su cama después de haberme dicho a gritos que me fuese,
Rosemary reconoció sinceramente que nunca se había permitido a sí misma ser feliz. Ese
reconocimiento hizo que el tiempo que le quedaba fuese mucho mejor. Rosemary nunca
había creído que ella mereciera ser feliz, porque no había hecho lo que su familia
esperaba de ella. Cuando se dio cuenta de que serlo dependía de su elección, aprendió a
dejar que la felicidad llegase y pudo encontrar una parte de sí misma que había estado
latente durante casi toda su vida adulta: una hermosa sonrisa que se le escapaba de vez
en cuando durante sus últimas semanas.
Valorar cada paso que damos en el camino es una de las claves para encontrar esa
felicidad. Cuando Cath se enfrentó a sus momentos finales, habló de cómo haberse
centrado excesivamente en los resultados, en lugar de prestar atención también al propio
recorrido, había hecho que muchos posibles momentos de felicidad se le escapasen. Es
muy fácil pensar que la felicidad depende de que las piezas encajen, cuando es todo lo
contrario. Las cosas encajan cuando uno encuentra la felicidad.
Quizá no se pueda ser feliz todos los días, pero sí hacer que la mente vaya en esa
dirección. Ser consciente de la belleza que nos rodea, más allá de la tristeza, por ejemplo,
es algo que me ayudó a volver a un estado de paz. La mente puede ser causa de gran
sufrimiento, pero también puede utilizarse para construir una vida hermosa, si sabemos
cómo controlarla y la utilizamos apropiadamente. Todos y cada uno de nosotros tenemos
motivos para sentir lástima por nosotros mismos. Todos hemos sufrido. Pero la vida no
nos debe nada. Lo que sí nos debemos a nosotros mismos es aprovechar al máximo la
vida que vivimos, el tiempo que nos queda, y vivir con gratitud.
Cuando aceptamos que nunca dejaremos de aprender, y que una parte de este
aprendizaje llegará en forma de sufrimiento y otra en forma de felicidad, alcanzamos un
estado de mayor ecuanimidad. Desde esta perspectiva, la felicidad se convierte en una
elección más consciente y las olas dejan de ser tan tumultuosas. Ahora, haciendo uso de
las habilidades que proporcionan la experiencia y la sabiduría, eres capaz de desplazarte
sobre olas que antes te habrían aplastado contra las rocas.
Es perfectamente aceptable ser algo bobo y juguetón a ratos. Tienes que darte esa
libertad. También es más que posible pasárselo bien sin drogas o alcohol. No existe una
regla que diga que los adultos tienen que ser serios y no puedan divertirse haciendo el
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tonto. Si te tomas la vida demasiado en serio, o te preocupas por las apariencias, y
permites que eso se interponga ahora en tu felicidad, te arrepentirás de ello al final de tu
vida.
Obviamente, tu forma de ver la vida tiene una gran influencia sobre tu felicidad, como
demostró mi añorado Lenny. A pesar de todas las pérdidas que sufrió a lo largo de su
vida, se fijaba más en los regalos que había recibido, lo que le permitía decir que había
vivido una buena vida. El mismo mundo que ves todos los días, la misma vida, puede
parecerte un lugar completamente nuevo si te fijas en los regalos en lugar de en los
aspectos negativos. De nosotros depende por completo cómo queramos ver nuestra vida
y la mejor manera de cambiar de perspectiva es a través de la gratitud, reconociendo y
valorando los aspectos positivos de la existencia.
A pesar de los muchos remordimientos que quienes iban a morir compartieron
conmigo, en el momento final todos y cada uno de ellos encontraron la paz. Algunos no
consiguieron perdonarse hasta sus últimos días, pero sí lo hicieron antes de morir.
Muchos pasaron por todo un abanico de emociones: negación, miedo, rabia,
remordimientos y, la peor, autocondena. Pero muchos también experimentaron
sensaciones positivas, de amor y de inmensa alegría por los recuerdos que salieron a la
superficie durante sus últimas semanas.
Sin embargo, justo antes del final, aceptaron con placidez que su hora había llegado y
además fueron capaces de perdonarse por los remordimientos que habían expresado, por
mucho que los hubiesen atormentado. Para gran parte de estas personas era fundamental
que otras aprendiesen de los remordimientos que ellas habían sentido.
Todos habían tenido tiempo para hacer un repaso de sus vidas. Quienes desaparecen
de repente no pueden permitirse ese lujo, y eso será lo que nos suceda a muchos de entre
nosotros. Es muy importante pensar en la vida que estás viviendo, porque es posible que,
cuando llegue tu hora, tengas muy poco tiempo para encontrar la paz o para hacer
balance. Si no, morirás sabiendo que te pasaste toda la vida buscando la felicidad en los
lugares equivocados, y que, aunque la tuviste en la punta de los dedos, siempre se te
escapó, porque siempre dependía de que se produjese la situación adecuada. Morirás
sabiendo que dejaste escapar la oportunidad de cambiar de dirección mucho antes de que
fuese demasiado tarde.
La paz que ellos encontraron antes de morir está a tu alcance en este momento, no
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tienes que esperar a tus últimas horas. Puedes elegir cambiar tu vida, ser valiente y vivir
una existencia acorde con lo que dicta tu corazón, una vida de la que no te arrepentirás.
La bondad y el perdón son un gran punto de partida, no solo hacia los demás, sino
también hacia ti mismo. Perdonarse es un componente imprescindible del proceso. Sin
eso, no harás más que seguir abonando las malas semillas que existen en tu cabeza y
continuarás siendo cruel contigo mismo, como me pasó a mí. Pero el perdón y la bondad
debilitan esas malas semillas, para que puedas sustituirlas por otras más sanas, que
crecerán hasta eliminar a las antiguas y dejarlas sin nada que las sustente.
Es más fácil encontrar valor para cambiar tu vida cuando te tratas con cariño. Las
cosas buenas a veces tardan su tiempo, hay que tener paciencia. Todos somos personas
asombrosas, lo único que limita nuestro potencial son nuestros propios pensamientos.
Todos somos alucinantes. Si piensas en las influencias ambientales y genéticas que te han
configurado, incluidos los genes que te vienen de tu propia biología, te darás cuenta de lo
asombroso y especial que eres como persona. Las experiencias que has tenido en la vida,
tanto las buenas como las malas, también contribuyen a hacer que seas diferente de
cualquier otra persona en el planeta. Ya eres especial. Ya eres único.
Ha llegado el momento de tomar conciencia de tu propia valía y de la de los demás.
Deja a un lado tus opiniones. Trata a los demás y a ti mismo con cariño. Nadie puede
vivir toda una vida poniéndose en la piel de otra persona, ni ver la vida con otros ojos o
sentir a través de otro corazón, ni nadie sabe tampoco cuánto ha sufrido otra persona.
Pero sentir un poco de empatía ayuda mucho.
Ser amable con los demás y dejar de lado los prejuicios te ayuda a cuidarte y a plantar
mejores semillas. Perdónate por culpar a los demás de tu infelicidad. Aprende a tratarte
con cariño, a aceptar tu humanidad y tu fragilidad. Perdona a quienes te han culpado de
su infelicidad. Todos somos humanos, todos hemos dicho y hecho cosas que ahora
diríamos o haríamos de una manera más bondadosa.
La vida pasa muy rápido. Podemos llegar al final sin remordimientos. Hace falta cierto
valor para vivir como es debido, para mostrar respeto por la vida que hemos venido a
vivir, pero la decisión es nuestra. Y también lo será la recompensa si lo hacemos. Valora
el tiempo que te queda y aprecia todos los regalos que la vida te ofrece, empezando por
la asombrosa persona que eres tú.
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Sonríe y sé consciente
Cuando pienso en mi vida ahora, hay momentos que no dejan de alucinarme. La vida
que había imaginado se hace más real con cada día que pasa. Ahora soy la persona que
una vez imaginé. Lo he conseguido a base de coraje, resistencia y disciplina, y
aprendiendo a quererme. La vida realmente puede ser fácil y dichosa. Puede fluir bien.
Y, lo que es más, a medida que he seguido creciendo y adaptándome sin dejar de aceptar
que me merezco todo lo que me sucede, las cosas han fluido cada vez mejor.
Esta frase me ayudó a conservar la fe incluso durante el período final y más oscuro:
«Sonríe y sé consciente». Hubo un día especialmente duro, en que mi antigua forma de
pensar se estaba aferrando a mí desesperadamente, diciéndome que no me merecía nada
de lo que había soñado. Mi nueva forma de pensar, por su parte, intentaba instalarse
definitivamente en mi interior, tratando de convencerme de que sí me lo merecía. Así
que recé pidiendo un consejo claro y sencillo, algo que no me costase recordar en mi
estado lloroso y que me permitiese superar los días difíciles. Necesitaba algo que me
ayudase a ser fuerte y a mantener la esperanza todo lo que pudiese. Lo que recibí fueron
esas palabras: «Sonríe y sé consciente».
Las escribí y las coloqué en lugares señalados por toda la casa. Siempre que pasaba
delante de ellas, cumpliendo un compromiso conmigo misma sonreía siendo consciente
de que esa época pasaría y que vendría otra mejor. Además, es mucho más fácil
conservar la fe cuando una sonríe. Así que eso me animaba automáticamente y me
permitía confiar en que encontraría más motivos por los que volvería a sonreír. Pero no
tenía ningún sentido leer esas palabras sin sonreír, porque la propia sonrisa era lo que
hacía que ser consciente fuese mucho más fácil. Así que yo sonreía.
Más adelante, añadí: «Da gracias y sé consciente», para asegurarme de que, antes de
nada, rezaba una oración de gratitud, con la confianza y la fe de que todo llegaría.
«Sonríe y sé consciente» y «Da gracias y sé consciente» se convirtieron en mis mantras
y, siempre que podía, me pasaba los días sonriendo y siendo consciente. Y, al hacerlo,
avanzaba con una fe absoluta, lo que hacía que me sintiese naturalmente inclinada a dar
gracias. Mis oraciones, sueños e intenciones ya habían sido escuchados. Lo único que
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tenía que hacer era sonreír y ser consciente y dar gracias y ser consciente. Y eso,
naturalmente, me permitía sonreír mucho más de lo que lo habría hecho si no.
Por supuesto, hubo momentos en que me faltaron fuerzas para dejarme inspirar por
esas palabras, incluido ese día final de absoluta tristeza y resignación. Pero ese momento
de entrega fue el punto de inflexión definitivo. En cierto sentido tenía razón: era verdad
que ya no podía vivir soportando el dolor del pasado. Era el final de mi vida, al menos de
la vida tal como la conocía. Pero no tenía por qué morir físicamente. Lo único que
murió, espiritualmente, fue esa vieja parte de mí. Todas esas viejas ideas de mí misma
no pudieron sobrevivir a la brillante luz de mi propio amor. La nueva vida que se había
ido manifestando discretamente durante años por fin vio la luz.
Mientras sonreía y era consciente, mis sueños parecían reales y constituían una parte
cada vez más integral de mí misma. Esa es la razón por la que las puertas de la
oportunidad se me abrieron de par en par cuando fui capaz por fin de tomar conciencia
de mi propia valía. Los sueños ya habían llegado y solo estaban esperando a que los
dejase pasar. Así fue como, con dicha en mi corazón, me abrí y permití que las cosas
fluyesen. Y lo hicieron de muchas y muy variadas maneras, tanto personal como
profesionalmente.
Algún tiempo después, cuando aún me estaba recuperando de la maravillosa sorpresa
que mis queridos padres me habían dado al proponer que pasásemos unas navidades
veganas, recibí el que era el mejor regalo de Navidad posible sonriendo de corazón.
Llevaba más de dos décadas soñando con tener al menos unas navidades vegetarianas.
Cuando finalmente sucedió, todo fue tan natural que convinimos en que había sido uno
de los días de Navidad más bonitos que habíamos vivido, con mi madre a mi lado
cortando verduras, compartiendo risas y chismorreos, al tiempo que mi padre elegía la
música, baladas country de los años cincuenta que flotaban por la casa mientras todos
reíamos, charlábamos y preparábamos un gran festín. Fue un momento sencillo y feliz.
Mi trabajo sigue creciendo y prosperando, y es fuente de satisfacción y de disfrute.
Aunque es posible disfrutar trabajando para otro, en los tiempos que corren para mí el
mejor camino a seguir es trabajar por mi cuenta. Al menos, eso es lo que más quería y
necesitaba, vivir mi vida a mi manera, y eso incluía también mi vida laboral. Alcancé un
nuevo plano de mi existencia con elevados niveles de motivación y una extraordinaria
lucidez, junto con lo mejor de mi antigua vida, entre lo que se encontraba la
autodisciplina.
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Fui conociendo a gente de la zona en todo tipo de reuniones. La inspiración y las ideas
fluían a raudales. Volví al mundo cargada de emoción dispuesta a procurarme
oportunidades nuevas y positivas. A través de un par de grupos locales, organicé varios
talleres de composición musical dirigidos a los sectores más desfavorecidos de la
sociedad. Volver a dar clases y ser mi propia jefa fue algo muy agradable y, por supuesto,
contemplar la transformación de la gente que venía a mis clases resultó enormemente
gratificante.
Después de lo serio que había sido mi pasado, había llegado el momento de que la
alegría también llegase a mi trabajo. Así que organicé un espectáculo infantil, en el tocaba
para niños de menos de cinco años. Ver cómo esas pequeñas criaturas, encantadoras y
desinhibidas, bailaban y saltaban al son de mis nuevas canciones fue algo precioso.
También fluyeron las oportunidades de escribir, así como las canciones suficientes para
un nuevo disco dirigido a mi público adulto. Me asombra ver de lo que somos realmente
capaces, creativa y físicamente, cuando nos liberamos de todo aquello que nos coarta.
Mi blog recibió cantidades aún mayores de visitantes, lo que atraía a más gente hacia
mi obra. También diseñé una divertida línea de camisetas, pegatinas para el coche y
bolsos inspirados en la letra de mis canciones y artículos. No solo fluían las ideas, sino
que iban seguidas de las correspondientes acciones.
Ahora que paso las noches de otoño acurrucada junto a un hombre hermoso, sonrío al
pensar en lo mucho que puede cambiar la vida. Él es una persona adorable. Antes de
poder encontrarnos, ambos teníamos cosas de las que desprendernos, pero nos
sincronizamos de una forma asombrosa. Ahora vivo la vida con otra perspectiva.
Por la mejor de las razones posibles, he vuelto a pensar en los ciclos de la vida. Había
visto la muerte directamente a través de los demás y, en cierto sentido, también he
conocido mi propia muerte, cuando vi cómo por fin desaparecía esa antigua parte de mí.
Fue una muerte espiritual, la muerte de varios aspectos de mi personalidad que me
habían controlado durante décadas. Pero supuso también el nacimiento de un espíritu
nuevo, que siempre había sospechado que existía en mi interior, al que aspiraba. Fue una
muerte dolorosa, pero me permitió liberarme realmente de los condicionantes de mi
pasado, de lastres innecesarios, de todo lo que me coartaba.
Ahora que mi verdadero yo podía vivir sin trabas, seguí evolucionando en el camino
hasta llegar a ser quien realmente soy. Solo desprendiéndome de lo que tengo puedo
llegar a saber a ciencia cierta quién es esa persona y aprender a quererla. Me gusta su
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coraje. Me gusta su corazón. Me gusta su creatividad. Me gusta su mente. Me gusta su
cuerpo. Me gusta su bondad. Me gusta toda ella.
La vida progresa en nuevas direcciones. Es también para mí un nuevo comienzo, un
nuevo nacimiento. El mejor de los motivos posibles me ha hecho volver a pensar en
otros nuevos comienzos: un precioso bebé se está gestando en mi interior. Sentir cómo
mi vientre se expande y crece en mi cuerpo la gracia de la maternidad me llena de júbilo
y de una abrumadora gratitud por poder vivir esta experiencia. No tiene nada que ver con
la vida que en otro tiempo conocí: el aislamiento, la tristeza y la desesperación. Lo que
me lleva a pensar, una vez más, cuántas vidas caben en una sola vida. Gracias a Dios, no
acabé con mi vida cuando tuve la intención de hacerlo. Gracias a Dios.
El vínculo entre madre e hijo se estrecha a diario. He tenido la fortuna de gozar de
buena salud a lo largo del embarazo, a diferencia de todas esas pobres embarazadas que
sufren náuseas por las mañanas. Me encanta estar embarazada y saber que pronto guiaré
a otra alma a lo largo de su camino como humano hasta que tenga edad para volar en la
dirección que decida. La vida tiene sin duda su proporción de muerte y finales, pero
también hay en ella nacimientos y comienzos. Me siento afortunada de haber sido testigo
de ambos, en sentido simbólico y literal, en tantas ocasiones.
Cada vez que he saltado al vacío, las cosas no han salido como imaginaba sino que, a
la larga, siempre han sido mejor. La fe es una fuerza poderosa, fuente de extraordinarias
bendiciones. Ser capaz de deshacerse de las limitaciones y tratar de controlar cómo
fluirán las cosas constituye un enorme regalo para uno mismo.
Curiosamente, una de las cosas más difíciles para muchas personas, y también para
mí, es aprender a recibir, aceptar que te lo mereces y permitir que fluya la bondad. La
mayoría de las soluciones milagrosas que me han llegado en la vida lo han hecho a través
de otras personas. Estamos mucho más interconectados de lo que creemos, y nuestro
papel en las vidas de los demás es también más importante de lo que pensamos.
Es imprescindible aprender a recibir si de verdad quieres abrirte a la posibilidad de que
tus sueños se hagan realidad. Como sabe cualquier persona de naturaleza generosa, dar
es una gran fuente de placer. Pero si das pero no te permites a ti mismo recibir también,
no solo estás bloqueando el fluir natural de las cosas hacia ti y produciendo así un
desequilibrio, sino que impides que la otra persona sienta el placer de darte a ti. Así que
permíteles también a los demás que te den. Lo único que hace que una persona sea
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incapaz de recibir es el orgullo o la falta de autoestima, pero todos y cada uno de
nosotros nos merecemos esa bondad.
Si eres de esas personas que realmente no saben qué hacer para dar, sigue practicando.
Inténtalo sin ninguna expectativa. Sienta bien. Da por el mero placer de dar. Pero llevar
cuentas de lo que uno da no es verdaderamente dar, como tampoco lo es recordárselo
después a los demás con rabia, ni tampoco lo es, en su sentido más puro, esperar que el
bien que has hecho vuelva a ti de alguna manera. Hay que dar con la única intención de
dar, ya sea amor, bondad, o cualquier otro acto; de ahí es de donde surge el verdadero
placer. Y sí, quienes dan con esa intención reciben una recompensa, aunque no siempre
es inmediata ni tiene por qué tomar la forma que tú imaginas. Pero siempre necesitas
saber recibir, para permitir que el flujo se mueva en ambas direcciones. Desde luego, esto
incluye también saber darte a ti mismo y aprender a recibir lo que te des.
Es posible cambiar el mundo, y cambiarnos a nosotros mismos. A medida que nuestras
vidas mejoran, y trabajamos para evitar sentir remordimiento, también mejoran de forma
natural las vidas de quienes nos rodean. Es posible dar marcha atrás a la segregación y la
falta de armonía que hemos creado en la sociedad. Es posible ser feliz. Es posible
esforzarse por morir sin remordimientos, sin dejar de estar vivo y coleando.
A nuestra manera, somos frágiles, como una esfera de delicado cristal. Piensa en una
bombilla antigua con su vidrio redondeado dentro de la esfera. (Las bombillas modernas
de bajo consumo con forma de tubo no crean la misma imagen, pero cualquiera vale.)
Una parte de cada uno de nosotros es como la delicada esfera luminosa. En nuestro
interior brilla una hermosa luz, capaz de hacer que las tinieblas se desvanezcan de
cualquier lugar. Cuando nacemos, brillamos con fuerza y somos fuente de luz y felicidad
para aquellos que nos rodean y que se quedan embelesados con nuestra belleza y nuestro
resplandor.
Después, con el tiempo, nos van echando suciedad encima. Esta suciedad no nos
pertenece, es de los otros, de quienes nos la tiran encima. Pero el caso es que nos cae y,
al cabo de un tiempo, no solo la recibimos de las personas más cercanas, sino también de
los amigos del colegio, de los compañeros de trabajo, de la sociedad en general, y de
muchos otros con los que nos cruzamos en la vida. A cada uno nos afecta de una
manera: algunos nos convertimos en víctimas, otros en verdugos, algunos la aceptamos y
cargamos con ella durante mucho tiempo, otros se desprenden de ella de manera natural.
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Independientemente de cómo nos afecte a cada uno, nunca deja de empañar nuestra luz
y nuestra bondad originales.
Si tanta gente nos echa esa mugre encima, será que tienen algún motivo, ¿verdad? Así
que nos sumamos a ellos y nos cubrimos de porquería a nosotros mismos. ¿Por qué no?
Si son tantos, no pueden estar equivocados. Y si me pongo a echarme suciedad encima,
tampoco pasa nada si se la echo a los demás. Sí, eso haré, y seguiré permitiendo que los
demás lo hagan conmigo. Al final, acabas cargando con tal cantidad de porquería que no
solo sucumbes a su peso, sino que tu luz deja de verse por completo. Cada centímetro de
tu cuerpo está cubierto de mugre. Buena parte de ella viene de los demás, pero otra parte
te la has echado encima tú mismo.
Entonces, un buen día recuerdas que en tu interior brilló una vez una hermosa luz.
Pero, aunque a veces aún puedes sentirla, cuando estás en silencio y a solas, las cosas
llevan tanto tiempo siendo oscuras que apenas recuerdas esa parte de ti. Su cálido
resplandor ha seguido brillando todo este tiempo, aunque estuviese rodeado de tinieblas.
Te das cuenta de que quieres volver a brillar, quieres recordar quién eras cuando no
llevabas sobre ti toda la suciedad que los demás, y tú también, te han echado encima.
Así que empiezas a decir basta. Dejas de permitir que te sigan echando la porquería
encima. Y eso a la gente no le gusta. Pero sigues decidido y te alejas de quienes te lanzan
su basura. Poco a poco, empiezas a frotarte muy suavemente para quitártela del cuerpo.
Pero tienes que hacerlo con mucho cuidado, porque bajo la capa de suciedad eres
extremadamente frágil. Si lo haces con demasiada brusquedad o con prisas, te romperás
en pedazos y nunca volverás a ver tu luz.
Así que, lentamente y con paciencia, te dedicas a limpiarte. Un fino rayo de luz se
filtra, y vuelves a vislumbrar tu propia belleza. Eso te gusta. Entonces alguien vuelve a
tirarte suciedad y tienes que empezar de nuevo. Te quitas lo que te acaban de tirar, y un
poquito más. Pero te asustas de lo que ves y vuelves a echarte un poco de mugre
encima. No te mereces brillar con esa intensidad. Toma, aquí tienes un poco más de
porquería. Pero la luz también ha vuelto a ver lo que hay en el exterior y empieza a
brillar con más fuerza. Quiere que la vean.
Cuanta más luz dejas que salga, mejor te sientes. Te permite hacerte una idea de lo
bien que te sentirías si consiguieses librarte de todo lo que llevas encima. Y eso hace que
pienses en todo lo que cargan los demás también, y sientes compasión por ellos. Decides
que, a partir de ese momento, no volverás a echarles porquería. A fin de cuentas, ¿cómo
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vamos a poder brillar al máximo si no dejamos de ensuciarnos los unos a los otros? Así
que sigues limpiándote con cuidado. Hace falta mucha paciencia y ternura, y se avanza
poco a poco. Pero la emoción va creciendo cada vez que otro haz de luz consigue salir al
exterior y ves en él otro destello de tu propia belleza y de tu propio resplandor.
De vez en cuando sientes la tentación de volver a lanzar algo de porquería sobre ti
misma o sobre los demás. Tal es la fuerza de una costumbre que has mantenido durante
casi toda tu vida. Pero ahora ves cómo tus rayos de luz ayudan a los demás, que también
se van atreviendo a ser valientes y empiezan a limpiarse su propia mugre. Tienen que
hacerlo con mucha ternura, porque ellos también son muy delicados y frágiles, y corren
el riesgo de hacerse pedazos con facilidad. Quieres ayudarles, pero es a ellos a quienes
les corresponde hacerlo, porque nadie sabe lo frágil que es otra persona en su interior.
Puedes explicar a los demás cómo lo hiciste, quizá eso les ayude, pero ellos tienen que
hacer el trabajo, a su ritmo y a su manera. Y, por supuesto, no todo el mundo tiene el
coraje o las fuerzas para hacerlo todo de una vez. Así que eres paciente, respetuoso y
comprensivo, porque entiendes que puede ser una experiencia dolorosa y aterradora.
Te sientes bien contigo mismo. Es una sensación nueva, pero te gusta mucho, así que
dejas de tirarte porquería encima para siempre, porque empieza a gustarte la belleza que
has descubierto. La luz brilla cada vez con más intensidad, sus rayos salen en todas
direcciones. Pero la suciedad que llevas cargando desde hace más tiempo está muy
pegada y es la más difícil de eliminar. Estaba muy a gusto sobre ti, después de tantas
décadas, muchas gracias. No se quiere ir a ningún sitio. Cuando más te acercas al cristal,
más cuidadoso has de ser al frotar, a pesar de que es ahí donde la suciedad está más
adherida.
Te ha costado mucho trabajo, estás agotado. Pero no hay duda de que ya eres mejor
que antes. Puede que con esto baste. Quizá puedas vivir con esta última capa de mugre
encima y brillar a medias, como ahora. Pero la luz es fuerte y está decidida. Quiere que
brilles al máximo, así que te da fuerzas para que sigas limpiando hasta que no quede
nada.
Por fin, lo consigues y tu brillo deja boquiabierto a todo el mundo, y sobre todo a ti
mismo. No tenías ni idea de que podías ser tan hermoso y brillar con tal resplandor.
Ahora, cuando estás con otras esferas luminosas y ven lo hermoso que eres, ellas
también quieren brillar con fuerza, porque les recuerdas que también llevan en su interior
el potencial de hacerlo. Lo habían olvidado por toda la mugre que cargan encima.
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Algunas de las esferas luminosas creen que les costará demasiado conseguir que su luz
salga al exterior, así que se quedan juntas en la oscuridad y tratan de convencerse unas a
otras de que son felices así. ¿Quién necesita hacer todo ese esfuerzo cuando uno ya se
ha acostumbrado a cargar con la suciedad? A mí me gusta así, dicen, y ahora voy a echar
un poco más de porquería por ahí, a esas luces brillantes que están tan contentas y se lo
están pasando tan bien. ¿Cómo se atreven a disfrutar tanto?
Y así las esferas oscuras se aventuran al exterior con toda la basura que tienen a su
alcance y empiezan a lanzarla. Trabajan mejor en equipo, porque se sienten más seguras
así. Pero les cuesta ver bien, hay demasiada luz, las cosas están demasiado limpias. Aun
así, consiguen divisar a unas pocas esferas luminosas, que ahora brillan tan contentas
porque casi han terminado de limpiarse, y les lanzan puñados de basura. Pero esta no se
adhiere a su cuerpo. ¿Qué está pasando? ¡Antes siempre se quedaba adherida!
Lo que las esferas oscuras no saben es que, aunque la luz había permanecido oculta
durante todos estos años, había seguido creciendo en el interior, y ahora brilla con tanta
fuerza y tanto calor que la porquería nunca volverá a quedarse adherida. Simplemente
resbala sin dejar rastro alguno.
Tu propio resplandor también es así. En tu interior hay una hermosa luz con la
capacidad de radiar con fuerza, pero tienes que tener paciencia y sentir ternura contigo
mismo para poder limpiar toda la suciedad que has ido acumulando durante décadas.
Cada vez que quites un pedazo, conseguirás que tu verdadero ser brille un poco más.
Hace falta valor y cariño para sobreponerse a los remordimientos que expresaban cada
una de esas adorables personas ya fallecidas. Pero depende de ti. Como una luz que
quiere brillar con fuerza y alegría, llevas en tu interior la brújula que te permitirá
orientarte, paso a paso.
Sé quien eres, busca el equilibrio, habla con franqueza, valora a quienes te quieren y
date permiso para ser feliz. Si lo haces, no solo estarás mostrando respeto por ti mismo,
sino también por todos los que cayeron en la desesperación durante sus semanas finales
por no haber tenido el valor de hacerlo antes. Tú eliges. Es tu vida.
Cuando tengas que hacer frente a dificultades y te preguntes qué diantres harás para
superarlas, cómo alcanzarás la serenidad respecto a una relación en particular, cuándo
aparecerán los contactos que necesitas o cómo encontrarás el dinero que te hace falta
para lo que sea, recuerda que lo que sea que tu corazón anhele también te anhela a ti a su
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vez. A veces lo único que tienes que hacer es dejar de estorbar. Haz lo que puedas y
luego déjate llevar. No te interpongas en tu propio camino.
Y entonces, cuando te veas en esa tesitura, mantente firme, estira la espalda, respira
profundamente y sigue adelante con el orgullo de ser quien has llegado a ser, con la fe y
la confianza absoluta de que te lo mereces, de que tus plegarias han sido atendidas y van
a cumplirse. Y solo recuerda esta frasecita: «Sonríe y sé consciente». Simplemente,
sonríe y sé consciente.
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Bronnie Ware es una escritora, cantante, compositora y profesora de Australia que dio
su salto a la literatura con su libro de memorias, Los cinco mandamientos para tener una
vida plena, un verdadero best seller cuyos derechos se han vendido a editoriales de todo
el mundo. Gestiona, además, un curso online de crecimiento personal y de composición
de canciones, y escribe habitualmente en su blog personal, Inspiration and Chai, que
incluye artículos que han sido traducidos a distintos idiomas.
Para más información visite la web: www.bronnieware.com
242
Título original: The Top Five Regrets of the Dying
Edición en formato digital: febrero de 2013
© 2011, 2012 Bronnie Ware. Publicado en 2012 por Hay Australia Pty. Ltd
© 2013, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2013, Marcos Pérez Sánchez, por la traducción
Diseño de la cubierta: Yolanda Artola / Penguin Random House Grupo Editorial
Ilustración de la cubierta: © Jaime Martínez / Industrias Martínez
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como el alquiler o cualquier
otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a
CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún
fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-9032-440-0
Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.
www.megustaleer.com
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Índice
Los cinco mandamientos para tener una vida plena
Introducción
Del trópico a la nieve
Una sorprendente trayectoria profesional
Sinceridad y entrega
Lamento 1: Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida más acorde con mi forma
de ser, no la que otros esperaban de mi
Productos de nuestro entorno
Trampas
Lamento 2: Ojalá no hubiese trabajado tanto
Propósito e intención
Sencillez
Lamento 3: Ojalá hubiese tenido el valor de expresar mis sentimientos
Libre de culpa
No hay mal que por bien no venga
Lamento 4: Ojalá no hubiese perdido el contacto con mis amigos
Amigos de verdad
Date el gusto
Lamento 5: Ojalá me hubiese permitido ser feliz
Ahora es el momento de ser feliz
Cuestión de perspectiva
Los tiempos cambian
La oscuridad y el amanecer
Nada que lamentar
Sonríe y sé consciente
Biografía
Créditos
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Índice
Los cinco mandamientos para tener una vida plena
Introducción
Del trópico a la nieve
Una sorprendente trayectoria profesional
Sinceridad y entrega
Lamento 1: Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida más
acorde con mi forma de ser, no la que otros esperaban de mi
Productos de nuestro entorno
Trampas
Lamento 2: Ojalá no hubiese trabajado tanto
Propósito e intención
Sencillez
Lamento 3: Ojalá hubiese tenido el valor de expresar mis
sentimientos
Libre de culpa
No hay mal que por bien no venga
Lamento 4: Ojalá no hubiese perdido el contacto con mis amigos
Amigos de verdad
Date el gusto
Lamento 5: Ojalá me hubiese permitido ser feliz
Ahora es el momento de ser feliz
Cuestión de perspectiva
Los tiempos cambian
La oscuridad y el amanecer
Nada que lamentar
Sonríe y sé consciente
Biografía
Créditos
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Descargar