La coherencia, es el principal de los deberes cristianos Charlotte Bronté Por Ministros Extraordinarios de la Sagrada Comunión -MESC- La Misión, pide a todos los cristianos, que proclamen el evangelio con la palabra, pero sobre todo con la coherencia de su vida y el Diccionario de la lengua española, dice: Coherencia. (Del lat. cohaerentĭa). 1. f. Conexión, relación o unión de unas cosas con otras. 2. f. Actitud lógica y consecuente con una posición anterior. Lo hago por coherencia con mis principios Al aplicar estas definiciones a la vida cristiana, nos referimos principalmente a esa conexión, relación, unión que debe existir entre Fe y Vida; entre aquello que creemos y el modo como lo vivimos. En esta coherencia está el secreto de la santidad, a la que Dios nos llama, a cada uno de nosotros, en nuestro propio estado de vida. Por ello es tan importante que, de la fe en la mente y en el corazón, pasemos a la fe en la acción. Coherencia entre fe y vida Un cristiano coherente, es aquel que sostiene con sus obras, lo que cree y afirma de palabra. No hay diferencia entre uno y lo otro. Se descubre en él o en ella, una estrecha unidad entre la fe que profesa con sus labios, la fe acogida en su mente y corazón y su conducta en la vida cotidiana. Su fe pasa a la acción, se muestra y se evidencia por sus actos. Un cristiano incoherente con su fe y condición de bautizado, es aquel cuyas obras contradicen abiertamente, lo que sostiene con sus palabras, lo que dice creer y lo que en su corazón anhela. Incoherentes somos también nosotros, quienes nos hemos encontrado con el Señor Jesús y nos esforzamos por llevar una vida cristiana seria, cuando negamos con nuestras obras las enseñanzas del Evangelio, cuando no hacemos lo que a otros predicamos o exigimos. Dificultades para vivir la coherencia cristiana Al llamado a ser santos, experimentamos múltiples dificultades, para realizar esta vocación. Estas dificultades para vivir la coherencia, las encontramos dentro de nosotros mismos, en nuestra fragilidad o en nuestra débil voluntad, ante nuestra inclinación al mal, ante los malos hábitos o vicios; de los que a veces, es difícil despojarse. No es raro experimentar que, aunque me haya propuesto firmemente, ser cada día mas santo, haga el mal que no quiero; y que deje de hacer el bien, que me había propuesto hacer. El gran apóstol Pablo, reconoce en sí mismo, esta incoherencia que agobia su espíritu, cuyo origen atribuye “ al pecado que habita en mi”. En efecto, el pecado y su huella en nosotros, nos lleva a experimentar y sufrir tantas veces, esta división dentro de nosotros mismos; división que constituye la principal dificultad, para vivir la coherencia entre la fe que profesamos y nuestra vida. Hacia una coherencia cada vez mayor Al tomar conciencia, de las dificultades que tenemos que afrontar, para vivir la fe con coherencia, no buscamos abrumarnos o desalentarnos. Se trata de vivir en un sano realismo, la incoherencia, mayor o menor; la experimentamos todos y nos acompañará, mientras estemos como peregrinos en este mundo. El primer paso, hacia una vida de mayor coherencia, es aceptar con humildad y sencillez esta verdad; y a partir de allí, buscar reducir cada vez más, la distancia que hay entre nuestra mente y corazón; entre nuestras palabras y obras, entre la fe y la vida; así, con la fuerza que nos viene del Señor y el apoyo que encontramos en la Comunidad, nos iremos acercando cada vez más, al horizonte de plena coherencia, que descubrimos en el Señor Jesús y en su Santísima Madre. Coherencia y apostolado Estoy llamado a ser apóstol. Cada cual en su puesto y lugar, desde su propio estado de vida, tiene la misión de anunciar el Evangelio, transmitir a los demás el estilo de vida de Jesucristo; y hacer partícipes a muchos otros, del don de la reconciliación que EL nos ha traído. Ello implica necesariamente, que yo mismo me esfuerce por ser el primero en acoger y vivir el Evangelio con máxima coherencia. El Concilio Vaticano II, ha enseñado que con frecuencia, "la incoherencia de los creyentes, constituye un obstáculo, en el camino de cuantos buscan al Señor". El grado de incoherencia que manifestemos, afecta nuestro propio testimonio; y puede transformar en estéril, la palabra que estamos llamados a proclamar y transmitir. En consecuencia, debemos tomar conciencia de la necesidad de ser coherentes con la fe que predicamos, para que el apostolado sea fecundo y eficaz; y esto sea una fuerte motivación, en el camino cotidiano de nuestra propia santificación. Para ello, en este empeño debemos tener en cuenta aquel dicho que reza: "las palabras mueven, el ejemplo arrastra”. Y es que, cuanto más se refleje Cristo en nuestra vida, tanto más mostraremos la atracción irresistible que EL mismo anuncio; hablando de su muerte en la cruz: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí“. Cuanto cuestiona y mueve los corazones, por la paz y seguridad que transmite, el testimonio de una persona, que es coherente con el Evangelio. Cuantos al verla feliz y radiante, dicen: “yo quiero eso para mí“ o “yo quiero ser así“. Y así el cristiano, coherente, se convierte en un excelente apóstol, porque irradia el gozo y la plenitud que nos da, el llevar a Cristo muy dentro. ¡Cuánto más eficaz es el anuncio del Evangelio! cuando las palabras se ven respaldadas, por el testimonio luminoso de una vida cristiana coherente. Leemos en el Evangelio según San Mateo (5: 13-16). Ustedes son la sal de la tierra. Ustedes son la luz del mundo ¡Ser sal y ser luz! A eso estamos llamados los seguidores de Jesús. Sal que de sabor a la sociedad insípida en la que vivimos, a la sociedad que siendo cristiana, o diciendo que es cristiana, ha perdido su consistencia, su identidad, y se deja llevar, sin oponer resistencia; por el ansia indiscriminada de placer, de consumir, de poseer. Luz que ilumine el mundo y a todos y cada uno de los hombres y mujeres que lo habitan, a los hombres y mujeres que caminan en la obscuridad, sin saber a ciencia cierta hacia donde van; a los hombres y mujeres que han perdido su rumbo y son arrastrados por el ambiente, porque no tienen claro para que fueron creados, ni por qué y para qué viven. Pero no se trata de una imposición, Jesús nunca obliga a nadie a nada. Jesús, nos muestra que es lo mejor para nosotros y nos invita a hacerlo parte de nuestro ser, de nuestra vida. Nos motiva con amor y comprensión, para que hagamos lo que más nos conviene, lo que nos hace crecer espiritualmente, lo que nos ayuda a construirnos como personas y muy especialmente, como hijos de Dios. Ser sal y ser luz: es nuestra identidad cristiana y católica, que debemos realizarla y protegerla todos los días de nuestra vida. Ser sal y ser luz: es la misión que nos ha sido confiada, la tarea de todos los días, de todas las horas, de todos los instantes. Ser sal y ser luz: es lo que Dios desea que seamos, lo que espera de todos y cada uno de nosotros, lo que necesita el mundo en que vivimos. Proteger nuestra identidad cristiana no es esconderla. Al contrario, es ponerla a funcionar. Solo de esta manera puede crecer y desarrollarse adecuadamente, como le corresponde. Si simplemente la guardamos, con el pretexto de no ponernos en peligro de perderla; palidecerá y morirá por falta de oxígeno, por falta de actividad. Y al morir ella, también nosotros moriremos un poco, porque perderemos una parte de nuestra esencia. “Ustedes son la sal de la tierra… Ustedes son la luz del mundo…” Una invitación… Una llamada… Un reto... Un desafío… Un programa de vida… Una tarea para todos los días y todos los momentos. Tengamos muy presente en nuestra mente y en nuestro corazón, estas palabras de Jesús; y tratemos de hacerlas realidad cada día, para que nuestra fe, no sea una fe simplemente teórica, una fe ritualista y fría; sino una fe verdaderamente vivida, una fe que nos lleva más allá de los muros del templo, allí donde Dios quiere que lo hagamos presente. En el Evangelio según San Mateo (5: 37) leemos: “Cuando ustedes digan sí, que sea sí, y cuando digan no, que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del maligno". Estas palabras de Jesús, son especialmente significativas para nosotros, en este tiempo que vivimos. Jesús nos pide, que nuestras palabras sean siempre verdaderas y que nuestras acciones sean honestas; de tal manera que coincidan las unas con las otras y para que nosotros seamos personas coherentes. Y nos pide también, que digamos solo lo que es estrictamente necesario, sin acudir al juramento o a la elocuencia para justificarnos a nosotros mismos, explicando nuestras acciones y conductas. La vida nos lo muestra con toda claridad. Todos hemos sido testigos de ello. La verdad siempre llega a saberse y nosotros honramos a Dios de una manera especial, cuando somos veraces, cuando nos contentamos con dar nuestro testimonio simple y llanamente, sin añadirle explicaciones que sobran. Cuando hablamos con sinceridad y sencillez, sin mucha palabrería que confunde y que cansa, estamos haciendo lo mejor, para que nuestra comunicación con los demás sea efectiva y eficaz; diciendo solo que lo hay que decir y en el momento justo. Así mostramos nuestro respeto por las personas que nos escuchan, que tienen todo el derecho a comprender lo que les decimos. Tomemos conciencia de esta verdad y tratemos de ponerla por obra de nuestra vida cotidiana. Muy pronto veremos resultados. El Evangelio según san Mateo (7: 1-5) nos dice: “no juzguen, para no ser juzgados; porque con el criterio con que ustedes juzguen, se les juzgará. Y la medida con que midan se usara para ustedes. ¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Deja que te saque la paja de tu ojo” si hay una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces veras claro para sacar la paja del ojo de tu hermano“. Es una inclinación que tenemos todos: juzgar la conducta de los demás. Lo que hacen, lo que dicen, lo que dejan de hacer, lo que dejan de decir. Y, generalmente, lo hacemos con dureza. O al menos con más rigor, del que tendríamos con nosotros mismos. Es fácil juzgar a los otros y condenarlos. Los juicios se hacen desde afuera y no tienen en cuenta las circunstancias especiales de quien es juzgado, ni su interioridad, sus motivaciones, sus intenciones, sus limitaciones, su fragilidad, sus condicionamientos. Pero si somos sinceros, tenemos que reconocer que cuando juzgamos, la mayor parte de las veces nos equivocamos. Si no totalmente, si en buena medida. Por eso Jesús nos invita a no juzgar a nadie. A no sentirnos con derecho a condenar a nadie, por lo que vemos o dejamos de ver, por lo que oímos o dejamos de oír. Solo Dios puede juzgar, porque es el único que conoce a cada persona hasta su más profunda intimidad. Nosotros solo vemos las apariencias y las apariencias engañan, dice el refrán popular. “Canas vemos, corazones-no sabemos“. He aquí un buen propósito para la vida: Relacionarnos con los demás con sencillez y naturalidad. Siempre que juzgamos a los demás, estamos actuando con soberbia. Dejemos los juicios a Dios, que es el único que puede juzgar con idoneidad, porque es el único que con su sabiduría, puede penetrar los corazones y porque su amor y su bondad son infinitos. Ser cristianos de verdad, como Dios quiere que seamos, no es sin duda, cosa fácil; menos aún, en los tiempos en los que nos ha tocado vivir, pero si es posible. Lo único que necesitamos es decidirnos a serlo y ponernos en las manos del Señor. El hará lo demás, comunicándonos sus dones y sus gracias, que nos fortalecen, nos transforman, y nos capacitan en este sentido.