Material de preparación Encuentro del Arzobispo

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Muy estimado coordinador de grupo:
Queremos saludarte y a la vez animarte a seguir esforzándote en el seguimiento de Cristo en
cada uno de los grupos juveniles en donde están sirviendo, así mismo recordarles que ya se
acerca el “Encuentro Anual del Arzobispo con los Jóvenes”, que se llevará a cabo el domingo
8 de Junio, en el Seminario Menor (Corregidora #700, San Pedro Garza García) de 9:00 a.m. a
4:00 p.m.
El mensaje para este año, está basado en la cita bíblica “Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). Iluminados por la Solemnidad de
Pentecostés, tendremos como lema: ”En la pobreza nos enriquecemos con los dones de tu
Espíritu”.
En esta ocasión, te presentamos el material de preparación para asistir al encuentro. Éste puede
impartirse en tu grupo juvenil, o en una sesión previamente planeada para todos los grupos
juveniles de tu comunidad parroquial.
Esperando que nuestra labor sea de ayuda al proceso que vas llevando en tu comunidad.
Pidamos a Dios que siga derramando sobre nosotros los dones de su Espíritu, para que nuestras
acciones le sean gratas y nuestra voluntad este siempre orientada a la suya.
Pbro. José Esteban Martínez Sauceda
Coordinador diocesano de Pastoral Juvenil
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“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el reino de los cielos”” (Mt 5, 3).
1. Partamos de la experiencia de la vida.
SOCIODRAMA
Recursos: Venda, joroba hecha de papel, marcadores, etiquetas u hojas de máquina, dos
jóvenes actores (Jesús y un joven pobre).
La obra se realiza en silencio. El joven pobre tendrá una venda en los ojos, una joroba hecha de
papel donde diga: pobreza, impuestos, leyes, desempleo, etc. Y un letrero pegado en su pecho
que diga: “Tú no eres importante para Dios”.
El joven pobre tendrá una venda en los ojos, una joroba hecha de papel donde diga:
impuestos, leyes, desempleo, pobreza. Y un letrero pegado en su pecho que diga “tú no eres
importante para Dios” El joven entra a la escena caminando cada vez más lento hasta caerse
en el centro. Aparece Jesús, lo ve, se acerca, lo abraza, y primero le quita la venda de los ojos,
después le quita la joroba, el letrero puesto en su pecho y al final lo levanta y caminan juntos.
Preguntas al grupo…
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¿Qué signos encontramos en esta representación?
¿Qué nos dice sobre la práctica de Jesús?
¿Quiénes se han acercado a nosotros y nos han abrazado?
¿Qué vendas y jorobas me ha quitado el grupo?
¿Quiénes me han hecho sentir valioso e importante?
¿Quiénes me han ayudado a levantarme?
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2. Lo que dice Jesús.
Distinguimos tres aspectos de la práctica de Jesús: las comidas y las sanaciones. Y en ellas
encontramos algo en común: incorporar a los que estaban en la orilla a la sociedad; incluir a los
que la sociedad de su época había excluido; mostrar que los pobres, enfermos y los acusados
de pecadores son personas con valor y dignidad.
Las comidas de Jesús. Comer con otras personas fue para Jesús una forma privilegiada de dar a
conocer el proyecto de Dios. A Jesús le encontramos dando de comer a una multitud, sentado
a la mesa de quienes le invitaban, o en la última cena con los discípulos. Las comidas fueron tan
importantes en su vida, que cuando resucitó sus discípulos lo reconocieron al compartir la mesa
con Él. Su vida no se entiende sin esas comidas, y tampoco su muerte, porque en cierto modo
Jesús murió por la forma en que comía. Quienes comían con Jesús no gozaban de buena
reputación y esto generaba el escándalo de los fariseos (Lc 7, 34).
Las comidas son expresión de su misión: traer la salvación a los excluidos. Los judíos habían
hecho de las comidas un medio para señala los pertenecientes al pueblo de Israel y los que no.
Había personas con las que no se podía compartir la mesa, porque su forma de actuar (los
acusados de pecadores por sus “oficios impuros”) o su condición social (enfermos y pobres) los
excluía de la comunión con los miembros del pueblo elegido. También eran muy rígidas las
normas acerca de los alimentos puros e impuros, sobre los días en que se debía ayunar. Las
comidas de Jesús tenían un gran significado porque violaban la mayoría de las normas sociales
y religiosas. Jesús compartía la mesa con personas con las que un buen judío no debía
compartir la mesa. Además, declaraba que todos los alimentos serán puros, y para colmo no
observaba el ayuno ni quería que sus discípulos lo hicieron (Mc 2, 18-22). Al romper estos
esquemas, Jesús quiere romper estas fronteras que separan a los puros de los impuros. El sistema
social que aparece en las comidas de Jesús es el de una familia en la que todos son iguales.
Las sanaciones de Jesús. Los estudiosos de la Biblia sitúan a Jesús como un sanador popular y se
entendió a sí mismo como mediador de la sanación que viene de Dios. La explicación del
origen de la enfermedad y sus causas es muy distinta a la que nosotros solemos dar. Entonces se
pensaban que el pecado o los espíritus malignos eran los causantes de la enfermedad. Para
ellos la enfermedad no era una patología física, sino que tenía dimensiones sociales y
sobrenaturales. La enfermedad marcaba socialmente a estas personas y las marginaba. El
sanador popular de la época de Jesús trataba a sus pacientes en público y en general estaban
más cercanos a la situación social del enfermo.
Las sanaciones de Jesús muestran su cercanía con los marginados de una manera que genera
escándalo. El tocar a un enfermo era ir contra las normas de pureza que gobernaban a la
sociedad palestina del siglo primero. Jesús no tuvo inconveniente en trasgredir estas normas,
pues sólo así podía acercarse a los que estaban en situaciones marginales. Finalmente, sus
curaciones son un signo de que el Reinado de Dios está empezando a llegar.
Para Jesús, las comidas y sanaciones, tenían la intención de desenmascarar las estructuras
religiosas y políticas que atentaban contra la dignidad del ser humano, e incorporar a la
sociedad a quienes estaban marginados y excluidos.
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3. Comprometámonos con Él.
La primera Bienaventuranza, tema de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, declara
felices a los pobres de espíritu, porque a ellos pertenece el Reino de los cielos. En un tiempo en
el que tantas personas sufren a causa de la crisis económica, poner la pobreza al lado de la
felicidad puede parecer algo fuera de lugar. ¿En qué sentido podemos hablar de la pobreza
como una bendición?1
El adjetivo griego ptochós (pobre) no sólo tiene un significado material, sino que quiere decir
“mendigo”. Está ligado al concepto judío de anawim, los “pobres de Yahvé”, que evoca
humildad, conciencia de los propios límites, de la propia condición existencial de pobreza. Los
anawim se fían del Señor, saben que dependen de Él.2
Las bienaventuranzas de Jesús son portadoras de una novedad revolucionaria, de un modelo
de felicidad que podría resultar bastante ilógico para este mundo, pues los que Jesús considera
“bienaventurados” son considerados los perdedores, los débiles.
La Bienaventuranza de los pobres de espíritu orienta nuestra relación con Dios, con los bienes
materiales y con los pobres. Ante el ejemplo y las palabras de Jesús, nos damos cuenta de
cuánta necesidad tenemos de conversión, de hacer que la lógica del ser más prevalezca sobre
la del tener más.
¿Cómo podemos hacer que esta pobreza de espíritu se transforme en un estilo de vida, que se
refleje concretamente en la existencia?
1. Ser libres en relación con las cosas.
Se trata de buscar lo esencial, de aprender a despojarse de tantas cosas superfluas que nos
ahogan. Desprendernos de la codicia del tener, del dinero idolatrado y después derrochado.
Igual que se necesita valor para ser felices, también es necesario el valor para ser sobrios.
2. Necesitamos la conversión en relación a los pobres.
Es necesario preocuparnos de ellos, ser sensibles a sus necesidades espirituales y materiales, y
vencer la tentación de la indiferencia, para volver a poner en el centro de la cultura humana,
la solidaridad.
Tenemos que aprender a estar con los pobres. No llenarnos de palabras hermosas sobre los
pobres; sino acercarnos a ellos, mirarles a los ojos y escucharles. Los pobres son para nosotros
una ocasión concreta para encontrarnos al mismo Cristo, de tocar su carne que sufre.
3. Los pobres tienen algo que ofrecernos, que enseñarnos.
Los pobres, no sólo son personas a las que podemos dar algo. También tienen algo que
ofrecernos, que enseñarnos. Un pobre, una persona que no tiene bienes materiales, mantiene
siempre su dignidad. Los pobres pueden enseñarnos mucho, también sobre la humildad y la
confianza en Dios.
1
2
Mensaje del Santo Padre Francisco para la XXIX Jornada Mundial de la Juventud 2014.
Ibíd. #3
4
Preguntas para compartir
 ¿Cuáles son los “pobres” más cercanos a nuestra realidad juvenil?
 ¿Cómo podría nuestro grupo juvenil evangelizar en lugares de exclusión?
 ¿Qué puedo hacer “yo”, para que, al igual que Jesús, estar con los pobres?
4. Pidamos la ayuda de Jesús.
Magnificat
El nombre de oración está tomado de la primera frase en latín,
que dice Magnificat anima mea Dominum.
El Magníficat es un canto y una oración cristiana.
Proviene del evangelio según San Lucas (Lucas 1:46-55)
y reproduce las palabras que, según este evangelista,
María, madre de Jesús, dirige a Dios cuando visita a su prima Isabel.
Finalizamos este momento, con el rezo del Magnificat, el canto de María. Claro ejemplo de
quien vivió las Bienaventuranzas. La alegría del Evangelio brota de un corazón pobre, que sabe
regocijarse y maravillarse por las obras de Dios, como el corazón de la Virgen, a quien todas las
generaciones llaman “dichosa” (cf. Lc 1,48).
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
-como lo había prometido a nuestros padresen favor de Abrahán y su descendencia por siempre. Amén
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Anexo
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA XXIX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2014
«Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3)
Queridos jóvenes:
Tengo grabado en mi memoria el extraordinario encuentro que vivimos en Río de Janeiro, en la XXVIII
Jornada Mundial de la Juventud. ¡Fue una gran fiesta de la fe y de la fraternidad! La buena gente
brasileña nos acogió con los brazos abiertos, como la imagen de Cristo Redentor que desde lo alto del
Corcovado domina el magnífico panorama de la playa de Copacabana. A orillas del mar, Jesús
renovó su llamada a cada uno de nosotros para que nos convirtamos en sus discípulos misioneros, lo
descubramos como el tesoro más precioso de nuestra vida y compartamos esta riqueza con los demás,
los que están cerca y los que están lejos, hasta las extremas periferias geográficas y existenciales de
nuestro tiempo.
La próxima etapa de la peregrinación intercontinental de los jóvenes será Cracovia, en 2016. Para
marcar nuestro camino, quisiera reflexionar con vosotros en los próximos tres años sobre las
Bienaventuranzas que leemos en el Evangelio de San Mateo (5,1-12). Este año comenzaremos
meditando la primera de ellas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los
cielos» (Mt 5,3); el año 2015: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8);
y por último, en el año 2016 el tema será: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia» (Mt 5,7).
1. La fuerza revolucionaria de las Bienaventuranzas
Siempre nos hace bien leer y meditar las Bienaventuranzas. Jesús las proclamó en su primera gran
predicación, a orillas del lago de Galilea. Había un gentío tan grande, que subió a un monte para
enseñar a sus discípulos; por eso, esa predicación se llama el “sermón de la montaña”. En la Biblia, el
monte es el lugar donde Dios se revela, y Jesús, predicando desde el monte, se presenta como maestro
divino, como un nuevo Moisés. Y ¿qué enseña? Jesús enseña el camino de la vida, el camino que Él
mismo recorre, es más, que Él mismo es, y lo propone como camino para la verdadera felicidad. En
toda su vida, desde el nacimiento en la gruta de Belén hasta la muerte en la cruz y la resurrección, Jesús
encarnó las Bienaventuranzas. Todas las promesas del Reino de Dios se han cumplido en Él.
Al proclamar las Bienaventuranzas, Jesús nos invita a seguirle, a recorrer con Él el camino del amor, el
único que lleva a la vida eterna. No es un camino fácil, pero el Señor nos asegura su gracia y nunca nos
deja solos. Pobreza, aflicciones, humillaciones, lucha por la justicia, cansancios en la conversión
cotidiana, dificultades para vivir la llamada a la santidad, persecuciones y otros muchos desafíos están
presentes en nuestra vida. Pero, si abrimos la puerta a Jesús, si dejamos que Él esté en nuestra vida, si
compartimos con Él las alegrías y los sufrimientos, experimentaremos una paz y una alegría que sólo Dios,
amor infinito, puede dar.
Las Bienaventuranzas de Jesús son portadoras de una novedad revolucionaria, de un modelo de
felicidad opuesto al que habitualmente nos comunican los medios de comunicación, la opinión
dominante. Para la mentalidad mundana, es un escándalo que Dios haya venido para hacerse uno de
nosotros, que haya muerto en una cruz. En la lógica de este mundo, los que Jesús proclama
bienaventurados son considerados “perdedores”, débiles. En cambio, son exaltados el éxito a toda
costa, el bienestar, la arrogancia del poder, la afirmación de sí mismo en perjuicio de los demás.
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Queridos jóvenes, Jesús nos pide que respondamos a su propuesta de vida, que decidamos cuál es el
camino que queremos recorrer para llegar a la verdadera alegría. Se trata de un gran desafío para la
fe. Jesús no tuvo miedo de preguntar a sus discípulos si querían seguirle de verdad o si preferían irse por
otros caminos (cf. Jn 6,67). Y Simón, llamado Pedro, tuvo el valor de contestar: «Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Si sabéis decir “sí” a Jesús, entonces vuestra vida
joven se llenará de significado y será fecunda.
2. El valor de ser felices
Pero, ¿qué significa “bienaventurados” (en griego makarioi)? Bienaventurados quiere decir felices.
Decidme: ¿Buscáis de verdad la felicidad? En una época en que tantas apariencias de felicidad nos
atraen, corremos el riesgo de contentarnos con poco, de tener una idea de la vida “en pequeño”.
¡Aspirad, en cambio, a cosas grandes! ¡Ensanchad vuestros corazones! Como decía el beato Piergiorgio
Frassati: «Vivir sin una fe, sin un patrimonio que defender, y sin sostener, en una lucha continua, la
verdad, no es vivir, sino ir tirando. Jamás debemos ir tirando, sino vivir» (Carta a I. Bonini, 27 de febrero de
1925). En el día de la beatificación de Piergiorgio Frassati, el 20 de mayo de 1990, Juan Pablo II lo llamó
«hombre de las Bienaventuranzas» (Homilía en la S. Misa: AAS 82 [1990], 1518).
Si de verdad dejáis emerger las aspiraciones más profundas de vuestro corazón, os daréis cuenta de
que en vosotros hay un deseo inextinguible de felicidad, y esto os permitirá desenmascarar y rechazar
tantas ofertas “a bajo precio” que encontráis a vuestro alrededor. Cuando buscamos el éxito, el placer,
el poseer en modo egoísta y los convertimos en ídolos, podemos experimentar también momentos de
embriaguez, un falso sentimiento de satisfacción, pero al final nos hacemos esclavos, nunca estamos
satisfechos, y sentimos la necesidad de buscar cada vez más. Es muy triste ver a una juventud “harta”,
pero débil.
San Juan, al escribir a los jóvenes, decía: «Sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y
habéis vencido al Maligno» (1 Jn 2,14). Los jóvenes que escogen a Jesús son fuertes, se alimentan de su
Palabra y no se “atiborran” de otras cosas. Atreveos a ir contracorriente. Sed capaces de buscar la
verdadera felicidad. Decid no a la cultura de lo provisional, de la superficialidad y del usar y tirar, que no
os considera capaces de asumir responsabilidades y de afrontar los grandes desafíos de la vida.
3. Bienaventurados los pobres de espíritu…
La primera Bienaventuranza, tema de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, declara felices a los
pobres de espíritu, porque a ellos pertenece el Reino de los cielos. En un tiempo en el que tantas
personas sufren a causa de la crisis económica, poner la pobreza al lado de la felicidad puede parecer
algo fuera de lugar. ¿En qué sentido podemos hablar de la pobreza como una bendición?
En primer lugar, intentemos comprender lo que significa «pobres de espíritu». Cuando el Hijo de Dios se
hizo hombre, eligió un camino de pobreza, de humillación. Como dice San Pablo en la Carta a los
Filipenses: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición
divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la
condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (2,5-7). Jesús es Dios que se despoja de su gloria.
Aquí vemos la elección de la pobreza por parte de Dios: siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos
con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9). Es el misterio que contemplamos en el belén, viendo al Hijo de Dios en un
pesebre, y después en una cruz, donde la humillación llega hasta el final.
El adjetivo griego ptochós (pobre) no sólo tiene un significado material, sino que quiere decir
“mendigo”. Está ligado al concepto judío de anawim, los “pobres de Yahvé”, que evoca humildad,
conciencia de los propios límites, de la propia condición existencial de pobreza. Los anawim se fían del
Señor, saben que dependen de Él.
Jesús, como entendió perfectamente santa Teresa del Niño Jesús, en su Encarnación se presenta como
un mendigo, un necesitado en busca de amor. El Catecismo de la Iglesia Católica habla del hombre
7
como un «mendigo de Dios» (n.º 2559) y nos dice que la oración es el encuentro de la sed de Dios con
nuestra sed (n.º 2560).
San Francisco de Asís comprendió muy bien el secreto de la Bienaventuranza de los pobres de espíritu.
De hecho, cuando Jesús le habló en la persona del leproso y en el Crucifijo, reconoció la grandeza de
Dios y su propia condición de humildad. En la oración, el Poverello pasaba horas preguntando al Señor:
«¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?». Se despojó de una vida acomodada y despreocupada para
desposarse con la “Señora Pobreza”, para imitar a Jesús y seguir el Evangelio al pie de la letra. Francisco
vivió inseparablemente la imitación de Cristo pobre y el amor a los pobres, como las dos caras de una
misma moneda.
Vosotros me podríais preguntar: ¿Cómo podemos hacer que esta pobreza de espíritu se transforme en
un estilo de vida, que se refleje concretamente en nuestra existencia? Os contesto con tres puntos.
Ante todo, intentad ser libres en relación con las cosas. El Señor nos llama a un estilo de vida evangélico
de sobriedad, a no dejarnos llevar por la cultura del consumo. Se trata de buscar lo esencial, de
aprender a despojarse de tantas cosas superfluas que nos ahogan. Desprendámonos de la codicia del
tener, del dinero idolatrado y después derrochado. Pongamos a Jesús en primer lugar. Él nos puede
liberar de las idolatrías que nos convierten en esclavos. ¡Fiaros de Dios, queridos jóvenes! Él nos conoce,
nos ama y jamás se olvida de nosotros. Así como cuida de los lirios del campo (cfr. Mt 6,28), no permitirá
que nos falte nada. También para superar la crisis económica hay que estar dispuestos a cambiar de
estilo de vida, a evitar tanto derroche. Igual que se necesita valor para ser felices, también es necesario
el valor para ser sobrios.
En segundo lugar, para vivir esta Bienaventuranza necesitamos la conversión en relación a los pobres.
Tenemos que preocuparnos de ellos, ser sensibles a sus necesidades espirituales y materiales. A vosotros,
jóvenes, os encomiendo en modo particular la tarea de volver a poner en el centro de la cultura
humana la solidaridad. Ante las viejas y nuevas formas de pobreza –el desempleo, la emigración, los
diversos tipos de dependencias–, tenemos el deber de estar atentos y vigilantes, venciendo la tentación
de la indiferencia. Pensemos también en los que no se sienten amados, que no tienen esperanza en el
futuro, que renuncian a comprometerse en la vida porque están desanimados, desilusionados,
acobardados. Tenemos que aprender a estar con los pobres. No nos llenemos la boca con hermosas
palabras sobre los pobres. Acerquémonos a ellos, mirémosles a los ojos, escuchémosles. Los pobres son
para nosotros una ocasión concreta de encontrar al mismo Cristo, de tocar su carne que sufre.
Pero los pobres –y este es el tercer punto– no sólo son personas a las que les podemos dar algo. También
ellos tienen algo que ofrecernos, que enseñarnos. ¡Tenemos tanto que aprender de la sabiduría de los
pobres! Un santo del siglo XVIII, Benito José Labre, que dormía en las calles de Roma y vivía de las
limosnas de la gente, se convirtió en consejero espiritual de muchas personas, entre las que figuraban
nobles y prelados. En cierto sentido, los pobres son para nosotros como maestros. Nos enseñan que una
persona no es valiosa por lo que posee, por lo que tiene en su cuenta en el banco. Un pobre, una
persona que no tiene bienes materiales, mantiene siempre su dignidad. Los pobres pueden enseñarnos
mucho, también sobre la humildad y la confianza en Dios. En la parábola del fariseo y el publicano (cf.
Lc 18,9-14), Jesús presenta a este último como modelo porque es humilde y se considera pecador.
También la viuda que echa dos pequeñas monedas en el tesoro del templo es un ejemplo de la
generosidad de quien, aun teniendo poco o nada, da todo (cf. Lc 21,1-4).
4. … porque de ellos es el Reino de los cielos
El tema central en el Evangelio de Jesús es el Reino de Dios. Jesús es el Reino de Dios en persona, es el
Emmanuel, Dios-con-nosotros. Es en el corazón del hombre donde el Reino, el señorío de Dios, se
establece y crece. El Reino es al mismo tiempo don y promesa. Ya se nos ha dado en Jesús, pero aún
debe cumplirse en plenitud. Por ello pedimos cada día al Padre: «Venga a nosotros tu reino».
Hay un profundo vínculo entre pobreza y evangelización, entre el tema de la pasada Jornada Mundial
de la Juventud –«Id y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19)– y el de este año:
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«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). El Señor quiere
una Iglesia pobre que evangelice a los pobres. Cuando Jesús envió a los Doce, les dijo: «No os procuréis
en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino; ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón;
bien merece el obrero su sustento» (Mt 10,9-10). La pobreza evangélica es una condición fundamental
para que el Reino de Dios se difunda. Las alegrías más hermosas y espontáneas que he visto en el
transcurso de mi vida son las de personas pobres, que tienen poco a que aferrarse. La evangelización,
en nuestro tiempo, sólo será posible por medio del contagio de la alegría.
Como hemos visto, la Bienaventuranza de los pobres de espíritu orienta nuestra relación con Dios, con
los bienes materiales y con los pobres. Ante el ejemplo y las palabras de Jesús, nos damos cuenta de
cuánta necesidad tenemos de conversión, de hacer que la lógica del ser más prevalezca sobre la del
tener más. Los santos son los que más nos pueden ayudar a entender el significado profundo de las
Bienaventuranzas. La canonización de Juan Pablo II el segundo Domingo de Pascua es, en este sentido,
un acontecimiento que llena nuestro corazón de alegría. Él será el gran patrono de las JMJ, de las que
fue iniciador y promotor. En la comunión de los santos seguirá siendo para todos vosotros un padre y un
amigo.
El próximo mes de abril es también el trigésimo aniversario de la entrega de la Cruz del Jubileo de la
Redención a los jóvenes. Precisamente a partir de ese acto simbólico de Juan Pablo II comenzó la gran
peregrinación juvenil que, desde entonces, continúa a través de los cinco continentes. Muchos
recuerdan las palabras con las que el Papa, el Domingo de Pascua de 1984, acompañó su gesto:
«Queridos jóvenes, al clausurar el Año Santo, os confío el signo de este Año Jubilar: ¡la Cruz de Cristo!
Llevadla por el mundo como signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y anunciad a todos que
sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención».
Queridos jóvenes, el Magnificat, el cántico de María, pobre de espíritu, es también el canto de quien
vive las Bienaventuranzas. La alegría del Evangelio brota de un corazón pobre, que sabe regocijarse y
maravillarse por las obras de Dios, como el corazón de la Virgen, a quien todas las generaciones llaman
“dichosa” (cf. Lc 1,48). Que Ella, la madre de los pobres y la estrella de la nueva evangelización, nos
ayude a vivir el Evangelio, a encarnar las Bienaventuranzas en nuestra vida, a atrevernos a ser felices.
Vaticano, 21 de enero de 2014, Memoria de Santa Inés, Virgen y Mártir
FRANCISCO
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EL OBISPO, MAESTRO DE LA FE Y HERALDO DE
LA PALABRA
«Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva» (Mc 16, 15)
Jesús resucitado confió a sus apóstoles la misión de «hacer
discípulos» a todas las gentes, enseñándoles a guardar todo lo
que él mismo había mandado. Así pues, se ha encomendado
solemnemente a la Iglesia, comunidad de los discípulos del
Señor crucificado y resucitado, la tarea de predicar el evangelio
a todas las criaturas. Es un cometido que durará hasta al final de
los tiempos. Desde aquel primer momento, ya no es posible
pensar en la Iglesia sin esta misión evangelizadora. Es una
convicción que el apóstol Pablo expresó con las conocidas
palabras: «Predicar el evangelio no es para mí ningún motivo de
gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no
predicara el evangelio!» (1 Cor 9, 16).
Aunque el deber de anunciar el Evangelio es propio de toda la Iglesia y de cada uno de sus
hijos, lo es por un título especial de los obispos que, en el día de la sagrada ordenación, la cual
los introduce en la sucesión apostólica, asumen como compromiso principal predicar el
Evangelio a los hombres y hacerlo «invitándoles a creer por la fuerza del Espíritu o
confirmándolos en la fe viva». (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los obispos, 12; cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.)
La actividad evangelizadora del obispo, orientada a conducir a los hombres a la fe o
robustecerlos en ella, es una manifestación preeminente de su paternidad. Por tanto, puede
repetir con Pablo: «Pues aunque hayan tenido diez mil pedagogos en Cristo, no han tenido
muchos padres. He sido yo quien, por el evangelio, los engendré en Cristo Jesús» (1 Cor 4, 15).
Precisamente por este dinamismo generador de vida nueva según el Espíritu, el ministerio
episcopal se manifiesta en el mundo como un signo de esperanza para los pueblos y para cada
persona.
De Cristo, corazón del Evangelio, arrancan todas las demás verdades de la fe y se irradia
también la esperanza para todos los seres humanos. En efecto, es la luz que ilumina a todo
hombre y quien es regenerado en él recibe las primicias del Espíritu, que le hace capaz de
cumplir la ley nueva del amor. (Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 22.)
Por eso el obispo, en virtud de su misión apostólica, está capacitado para introducir a su pueblo
en el corazón del misterio de la fe, donde podrá encontrar a la persona viva de Jesucristo. Los
fieles comprenderán así que toda la experiencia cristiana tiene su fuente y su punto de
referencia ineludible en la Pascua de Jesús, vencedor del pecado y de la muerte. (Cf. PG 15.)
El obispo, oyente y custodio de la Palabra
En la Sagrada Escritura de ambos Testamentos y en la Tradición, nuestro Señor Jesucristo confió
a su Iglesia el único depósito de la Revelación divina, que es como «el espejo en que la Iglesia
peregrina contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta el día en que llegue a verlo cara a
cara, como Él es» (DV. 7). Esto es lo que ha ocurrido a lo largo de los siglos hasta hoy: las diversas
comunidades, acogiendo la Palabra siempre nueva y eficaz a través de los tiempos, han
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escuchado dócilmente la voz del Espíritu santo, comprometiéndose a hacerla viva y activa en
cada uno de los períodos de la historia. Así, la Palabra transmitida, la Tradición, se ha hecho
cada vez más conscientemente Palabra de vida y, entre tanto, la tarea de anunciarla y
custodiarla se ha realizado progresivamente, bajo la guía y la asistencia del Espíritu de Verdad,
como una transmisión incesante de todo lo que la Iglesia es y de todo lo que ella cree. (DV 8.)
Esta Tradición, que tiene su origen en los Apóstoles, progresa en la vida de la Iglesia, como ha
enseñado el concilio Vaticano II. De modo similar crece y se desarrolla la comprensión de las
cosas y las palabras transmitidas, de manera que al creer, practicar y profesar la fe transmitida,
se establece una maravillosa concordia entre obispos y fieles (DV 10).
Por eso, para el obispo, la vida de la Iglesia y la vida en la Iglesia es una condición para el
ejercicio de su misión de enseñar. El obispo tiene su identidad y su puesto dentro de la
comunidad de los discípulos del Señor, donde ha recibido el don de la vida divina y la primera
enseñanza de la fe. Todo obispo, especialmente cuando desde su Cátedra episcopal ejerce
ante la asamblea de los fieles su función de maestro en la Iglesia, debe poder decir como san
Agustín: «considerando el puesto que ocupamos, somos sus maestros, pero respecto al único
maestro, somos con ustedes condiscípulos en la misma escuela». En la Iglesia, escuela del Dios
vivo, obispos y fieles son todos condiscípulos y todos necesitan ser instruidos por el Espíritu.
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