Subido por Alejandro Escudero Pérez

Santamaría Pérez entre el trans y el post humanismo artículo

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EPÍGRAFE
ENTRE EL ‘TRANS-’ Y ‘POST-’ HUMANISMO
Una comparación seguida de una labor de bricolaje
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Adrián Santamaría Pérez, UAM, España
Jesús Pinto Freyre, UAM, España
Sergio Martínez Botija, UAM, España
Palabras clave: transhumanismo, posthumanismo, ilustración, humanismo, crítica, Riechmann, biomejoramiento, IA
INTRODUCCIÓN1
U
no de los retos a los que se enfrentan las sociedades humanas es el de asimilar y
gestionar de forma adecuada el desarrollo tecnológico. Podemos señalar, hoy en día,
dos movimientos que se dedican a pensar al respecto, así como a proponer cursos de
acción: el Transhumanismo y el Posthumanismo. Sin embargo, no siempre es fácil distinguir entre ambos, pues en más de una ocasión utilizan los mismos términos para referirse a
cosas diametralmente diferentes. De esto (y de la similitud de sus nombres) se derivan, en
más de una ocasión, confusiones que llevan a identificar ambos y a tratarlos como correferenciales. Por eso, un primer ejercicio que debemos hacer para no caer en el error de la
confusión terminológica es el diseño de un marco general que nos permita delimitar qué
entendemos por Transhumanismo y qué por Posthumanismo. Sus diferencias son notorias.
Para explicarlas sucintamente, en la primera sección nos remontaremos a los orígenes de
ambos movimientos (concédasenos el empleo de esta palabra por ahora). Después, en la
siguiente, haremos una reflexión en torno a, y una comparación entre, dos de los conceptos
más importantes en la historia de aquel conjunto de culturas que se suele llamar “Occidente”, y a los que a su vez suelen remitir los autores tanto del Posthumanismo como del
Transhumanismo; a saber, el Humanismo y la Ilustración. Una vez procedido de esta manera, propondremos una clasificación provisional (e imperfecta) que nos permita cumplir con
nuestro principal cometido en este texto: comprender de forma adecuada los dos términos
Queríamos agradecer a Jorge Riechmann, Carmen Madorrán y Adrián Almazán (UAM) habernos introducido en
este tema a partir del seminario “Pensamiento crítico” y, de un modo más general, haber ejercido una influencia
tan positiva en nosotros a la hora de abordar el mismo. De igual modo, dar nuestros agradecimientos a Jesús Vega,
Gloria Andrada y Cristina Bernabeu (UAM), quiénes nos brindaron en los seminarios de la asignatura “Filosofía de
la ciencia” nuevos puntos de vista para tratar la cuestión que aquí vamos a exponer; así como, y muy
especialmente, a los muy queridos conformantes del grupo de investigación MISKC de la Universidad de Alcalá
(Lourdes Jiménez, José Mª Santamaría, Jorge Luis Gómez, Marta Fernández, Alexandra González, Adriana Cercas,
Sara Herrero, Marta Domínguez, Enrique Monsalvo, Blanca Gonzalo, Florentino Nieto, Diego Cobo y Virginia
Teruel), por todas las discusiones entabladas con ellos y por habernos animado a continuar investigando y
aprendiendo.
1
que nos ocupan. Solo después, en el tercer apartado, trataremos de cumplir con la segunda
tarea que afrontamos: a saber, sugerir una mirada que suponga una crítica a ambos movimientos desde el pensamiento de Jorge Riechmann.
TRANS- Y POST- HUMANISMO
El Transhumanismo es un movimiento ligado a los desarrollos (tecno)científicos de los
últimos decenios, fundamentalmente los que tienen que ver con la Inteligencia Artificial,
ciencias de la computación y biología sintética. Este movimiento propone la mejora de los
seres humanos mediante la intervención directa de la tecnología sobre ellos. Uno de sus
grandes defensores y promotores es el ya famoso Nick Bostrom, quien en su artículo Una
historia del pensamiento transhumanista (Bostrom, 2011) nos presenta a quiénes, a su juicio, han sido los pensadores que han asentado los precedentes de este movimiento. Por ser
el más ilustrativo, y aunque no todo pensador o intelectual que se considera a sí mismo
transhumanista estaría de acuerdo con él, conviene exponer aquí brevemente a quién trae a
colación a la hora de trazar la historia de su pensamiento.
Bostrom nos dice que el deseo del ser humano por trascenderse mediante la tecnología
ha sido un hilo conductor en todas las culturas y tiempos históricos (Bostrom, 2011, p.
157). Según este argumento, tanto el arado como la nave espacial serían tecnologías que
provendrían del mismo impulso intrínsecamente humano por trascenderse, por lo que,
¿por qué iba a ser una menos deseable que la otra? De esta forma, podría rastrarse a lo
largo de toda la historia el debate continuo entre dar carta blanca a las innovaciones tecnológicas o negársela. En la Edad Media, por ejemplo, se mantenían intensos debates entre
teólogos acerca de la práctica de la alquimia. En este sentido, San Agustín, férreo defensor
de que la alquimia era una actividad impía, se opondría (no en vida, como es obvio) a personajes como Alberto Magno o Santo Tomás de Aquino, pensadores que defendieron esa
práctica.
No obstante, es, avanzando más en el tiempo, donde encontramos autores más interesantes y sugerentes para Bostrom. Concretamente, hemos de remontarnos (con él) al Renacimiento para comenzar a ver “luces en el pensamiento” y presenciar un proceso de “renovado vigor intelectual” (Bostrom, 2011, p. 159). Siendo así, el primer autor que
encontramos relevante en este sentido es Pico della Mirandola. De él es conocida su Oración
por la dignidad del hombre donde, entre otras muchas cosas, afirma que Dios no ha dado al
hombre una forma acabada y que es por ello que el hombre ha de dársela a sí mismo. Otro
autor renacentista muy socorrido, y que es situado por Bostrom como continuador de la
línea que inicia della Mirandola, es el inglés Francis Bacon. Éste ha sido un autor de especial
interés para aquellos filósofos que han visto con cierto recelo los excesos de la tecnología
en conexión con la Modernidad y la Ilustración, como por ejemplo para Adorno y Horkheimer (Adorno, T. y Horkheimer, M., 2007). Ello se debe a que en el Novum Organum (su obra
más intemporal) se puede entrever una noción de ciencia como una herramienta para el
dominio total de la naturaleza por parte del ser humano. Frente a este recelo, Bostrom, así
como buena parte del movimiento transhumanista, reivindicarán a Bacon y su noción de la
ciencia.
Junto a Bacon, serán aclamados Newton, Hobbes, Locke y Condorcet; y es que el Transhumanismo, nos dice Bostrom, “hunde sus raíces en el humanismo racionalista” (Bostrom,
2011, p. 159). Junto a ello, la Ilustración, entendida como la creencia en el poder de la racionalidad humana dominadora y en la ciencia como su instrumento para dicha dominación, será asumida como uno de los precedentes más poderosos del pensamiento transhumanista. En este sentido, Bostrom trae a Kant a colación como paradigma de esta forma de
entender la Ilustración (Bostrom, 2011, p. 159). Pero no sólo del pensamiento humanista e
ilustrado se van a nutrir los transhumanistas como Bostrom, sino que también acudirán a
ciertos autores decididamente post-ilustrados, cuanto no directamente anti-ilustrados. En
este sentido, no se puede dejar de citar el caso de Nietzsche, autor sugerente para el Transhumanismo en tanto que propone el paso del hombre al superhombre; así como el de John
Stuart Mill, quien sí reivindican como directamente influyente en dos aspectos: por un lado,
su liberalismo (su énfasis en las libertades individuales inalienables), y por otro, su utilitarismo, centrado en el bienestar (Bostrom, 2011, p. 161).
En nuestra opinión la reconstrucción que hace Bostrom de los precedentes del pensamiento transhumanista está, en general, cogida por los pelos. Creemos, en este sentido, que
los precedentes reales de este movimiento han de situarse en el siglo XX, en el cual la tecnología en relación con la ciencia adopta una importancia social y cultural de la que antes
difícilmente se puede decir que gozaba (aquello que algunos han dado en llamar la Big
Science). Los primeros ecos reales del mismo tenían que ver con un transhumanismo de
tipo biológico. Podemos citar aquí al biólogo Haldane -famoso por la teoría que, junto con la
de Oparin, explica el origen de la vida como una síntesis abiótica en el medio acuático-,
quien en 1923 escribió Dédalo. El futuro de la ciencia -texto que será respondido por el matemático y filósofo Bertrand Russell en Ícaro-, y en el que se pueden vislumbrar ya propuestas muy cercanas al Transhumanismo actual, pese a que en él no aparezca propiamente el
término (Russell, B. and Haldane, J.B.S., 2005). Éste fue acuñado dos años más tarde por, el
también biólogo, Julian Huxley, aunque en su propuesta todavía no podemos encontrar
explicitadas propuestas de acción como las que manejará el Transhumanismo en nuestro
presente. Otros dos hitos más que podemos traer a colación son, por un lado, la propuesta
del físico irlandés J. D. Bernal, quien en el artículo “The World, the Flesh and the Devil”
(1929) sugiere la utilización de los implantes biónicos; y, por otro, las predicciones que
realiza el biólogo y Premio Nobel de Medicina, Hermann Joseph Muller, en Out of the Night:
A Biologist’s View of the Future (1935), según las cuales la humanidad pronto podrá emprender la conquista del espacio al haberse “moldeado como una creación crecientemente
sublime” con la ayuda de “su siempre mayor inteligencia y cooperación [científica]” (citado
en Hughes, J., 2004, p. 158).
Hasta aquí los precedentes de la historia del pensamiento que nos parecen más realistas. Ahora bien, ¿cuáles son los orígenes del Transhumanismo tal y como se está desarrollando actualmente? Para trazarlos, podemos remontarnos a 1983, año en el cual Natasha
Vita-More (el apellido es el que adquirió una vez contrajo matrimonio con Max More, otro
defensor del Transhumanismo) difunde el Manifiesto transhumanista, el cual se acabó convirtiendo en la Declaración Transhumanista (Diéguez, A., 2017, p. 37). Después, en 1989,
Fereidoun M. Esfandiary, quien se cambió el nombre por FM-2030 (atendiendo a la complejidad del antiguo es de agradecer), escribió Are you a transhuman?: Monitoring and stimulating your personal rate of growth in rapidly changing world, texto en el que defiende el uso
de la tecnología para convertir al ser humano en un “organismo postbiológico” (idea cuanto
menos paradójica), y así alcanzar una existencia de duración indefinida (Diéguez, A., 2017,
p. 38). A partir de los 90 el transhumanismo será ampliamente difundido. Max More (anteriormente nombrado), otrora Max O’Connor, escribió en ese año uno de los textos fundacionales de este movimiento: Transhumanismo: hacia una filosofía futurista. Además, el
periodista Ed Regis proporcionará una primera presentación divulgativa de las ideas transhumanistas (Diéguez, A., 2017, p. 38). Desde un punto de vista institucional, el año 1992 es
también reseñable, ya que fue fundado el Extropy Institute por el propio Max More y su
colega Tom Morrow (créannos, los nombre son reales), la primera institución dedicada a
promover los fines del Transhumanismo. Después, en el 98, será fundada la “Asociación
Transhumanista Mundial” (o WTA por sus siglas en inglés) por Nick Bostrom y David Pearce, la cual será renombrada como “Humanity+” o “H+” en 2008 y quedará a cargo de James
Hughes, con la que experimentará una reorientación política (hacia la paradójica socialdemocracia liberal) y se expandirá su influencia (Diéguez, A., 2017, p. 39).
El Posthumanismo, en cambio, es más difícil de delimitar por varios motivos. El primero
y el más fundamental es que no es un movimiento en un sentido fuerte. Podemos hablar, en
todo caso, de “movimiento intelectual”, es decir, un conjunto de intelectuales que comparten ciertos presupuestos filosóficos. Como ya dijimos, el Posthumanismo también responde
a una reacción ante el papel sumamente importante de la tecnología en nuestro tiempo.
Ahora bien, mientras que el Transhumanismo es un movimiento delimitado que apuesta
por una mejora de lo humano a través de ella, el Posthumanismo es una categoría que nos
permite tratar como similares los pensamientos de distintas personas que han propuesto
un cambio de paradigma o un nuevo acercamiento a qué es la tecnología en relación con el
ser humano y a qué es el ser humano en relación consigo mismo y con la naturaleza. Lo
podemos decir con otras palabras: el Posthumanismo toma la tecnología como pretexto
para repensar la noción de lo humano y señalar el origen histórico de esta noción que tiene
raíces modernas e ilustradas. Así pues, notamos una primera diferencia crucial con respecto al Transhumanismo y es la dispersión propia de este movimiento: sus intelectuales no
están necesariamente de acuerdo y mucho menos se les adscribe a ninguna institución
declaradamente posthumanista que se dedique a promover unos principios generales del
mismo y a promocionar el desarrollo de tecnologías que permitan nuestra mejora. Sus orígenes, además, no tienen tampoco nada que ver con los orígenes del Transhumanismo.
Veámoslo sucintamente.
Para empezar, mientras una cantidad importante de pensadores transhumanistas suelen señalarnos cuáles creen que son sus precedentes, los autores posthumanistas no realizan este gesto. No obstante, el origen del término sí tiene un momento histórico que es
conveniente señalar. El primer pensador que habló de Posthumanismo es Ihab Hassan en
1973 en un trabajo titulado “Prometheus as Performer: Towards a Posthumanist Culture”
(Ranisch, R. y Sorgner, S. L., 2014, 15). Expresado de forma resumida, podemos decir que
Hassan empleó el término en relación con una experiencia: la de que el Humanismo estaba
llegando a su fin debido a que la forma humana estaba cambiando radicalmente. La tecnología y la complejidad de nuestras sociedades (viajes al espacio, inteligencia artificial, mujeres biónicas…) estaban apuntando a la obsolescencia definitiva del Humanismo. Esta experiencia de cambio y de que las categorías que han venido a vertebrar la cultura occidental
estaban siendo desfasadas será una constante en todos los autores posthumanistas, pese a
que no todos atribuirán las mismas connotaciones al Humanismo.
Hay autores, como por ejemplo Hava Tirosh-Samuelson (Tirosh-Samuelson, H., 2014), que
ven en los pensadores del post-estructuralismo francés un proto-Posthumanismo. Foucault,
Derrida, Deleuze…: todos ellos serían, a su manera, algo así unos posthumanistas filosóficos. No sabemos si nuestros amigos franceses aceptarían ese término, aunque sí sabemos
que en ellos se respira cierto anti-humanismo en un sentido que se puede remontar al pensador alemán Martin Heidegger (Heidegger, M., 2007). Este rechazo del humanismo estaría
identificado con un rechazo del dualismo (o de la lógica binaria) y una crítica, cuanto no un
escepticismo, con respecto al espíritu ilustrado que vendría dado por los acontecimientos
fatales que abren el siglo XX. En este sentido, los intelectuales franceses posteriores a Sartre
sí que son claros precursores del Posthumanismo. Hay otros que incluirían aquí también a
los “maestros de la sospecha” (por emplear la famosa expresión de Paul Ricoeur en Freud,
una interpretación de la cultura) (Ricoeur, P., 2007): Nietzsche, Marx y Freud. Acerca del
primero tampoco creemos que haya dudas; no obstante, que los otros dos sean realmente
unos precursores no está tan claro (sobre todo en el caso de Marx). Dejando a un lado esta
labor de rastreo de antecedentes, lo cierto es que el Posthumanismo genuino (algunos dirían “cultural”) recibe la influencia de la metodología y la jerga francesa post-estructuralista
(sobre todo la derrideana) a través del surgimiento de los estudios culturales, literarios y
postcoloniales en los EE. UU.
ILUSTRACIÓN Y HUMANISMO
Una vez expuesta la gestación de ambos movimientos, es hora de cumplir con nuestras
promesas y abordar la cuestión de la Ilustración y el Humanismo, y cómo se sitúan con
respecto a ambos conceptos tanto los Transhumanistas como los Posthumanistas. Toda
caracterización de por sí es polémica, y no seremos nosotros los que digamos tener la varita
mágica definitiva que nos permita encontrar la caracterización correcta de qué significa
Ilustración o Humanismo. Sin embargo, in aras de que podamos darnos a entender y ser
explicativos, podemos afirmar que, en un sentido amplio para algunos autores (es el caso
de Heidegger), el Humanismo es equivalente a grandes rasgos a una forma de pensar esencialista y dualista común a casi toda la literatura filosófica occidental. Pero esto es demasiado general como para ser mínimamente exacto (¿hasta qué punto es Platón un humanista?,
¿se puede siquiera decir algo así sin incurrir en una forma palmaria de anacronismo?). Urge, por eso, concretar un poco más y decir que, entendido como un fenómeno cultural propio de (toda) la Modernidad, el Humanismo es un movimiento histórico que tiene que ver
con una vuelta hacia el sujeto. En tanto que la Modernidad, heredera del “giro copernicano”
como dirá Kant, transforma la metafísica en una teoría del conocimiento que termina por
situar al conocedor en lo más alto de todas las jerarquías; supone una vuelta o un partir del
sujeto como origen y fin de todas las reflexiones. Esto no es evidente, ni mucho menos, en
las culturas medieval y griega.
En los orígenes, el Humanismo moderno es un pensamiento que se destila de la cultura
de las ciudades-Estado italianas constituidas como repúblicas (Florencia y Venecia serían
las principales). Es, por tanto, en sus inicios una forma política de entender al individuo que
es pensado en relación con su papel en la sociedad. De lo que se trata, entonces, es de identificar al individuo político con el “burgués” o “ciudadano”, y no ya con el súbdito, que será
del que, por su papel activo en la ciudad, se tomará la legitimidad de las decisiones que
garanticen el correcto gobierno de la misma. Se ve así cómo es el individuo el que es situado, casi por vez primera, en lo alto de la jerarquía en lo que refiere a la legitimidad política:
de él mana la posibilidad misma de la acción política. Dicho sea de paso, es en estas ciudades donde encontramos a los que serán así llamados primeros “humanistas” o “renacentistas”: Leonardo da Vinci, Leon Batiste Alberti, Marcilio Ficcino, Pico della Mirandola, Miguel
Ángel Buonarroti, Rafael Sanzio, Filippo Brunelleschi, etc. Hay también un importante Humanismo de corte cosmopolita que se desarrolla en la escolástica española, pero es entendido generalmente como secundario por los transhumanistas y posthumanistas si es que es
siquiera tenido en cuenta. Es, de esta manera, aquel humanismo italiano que abre la Modernidad el que se va a considerar. De él se desprende también una forma renovada del
antropocentrismo común a la mayor parte del pensamiento occidental, que se puede apreciar claramente en la obra de Pico della Mirandola.
Del Humanismo podemos decir, en resumen, que reduce todos los dualismos a uno
esencial: sujeto-objeto, planteado fundamentalmente como una distinción gnoseológica.
Esto es claro en el autor más conocido del primer pensamiento moderno que es René Descartes: en él y su obra puede apreciarse claramente esta forma de reducción. Aunque deberíamos señalar que no es una reducción genuina lo que es allí realizado, sino una jerarquización de los dualismos clásicos de la metafísica: es así que la distinción conocedorconocido o sujeto- objeto será considerada como primera y fundadora de todas las demás.
Será la Ilustración (en especial la alemana y la francesa) la que dará la forma más acabada al Humanismo moderno. En cierta medida, la forma que aquí se le dé moldeará el pensar
contemporáneo: o se piensa a favor o en contra de ella. Así pues, el sujeto goza de prioridad
ontológica en la Modernidad, en tanto que goza también de prioridad epistemológica. Kant
le dará también prioridad lógica y el idealismo alemán le situará como el fundamento de
todo lo que hay, o directamente como lo que hay. En ese sentido, el sujeto es la fuente de
toda espontaneidad y aquello que está al margen de toda causalidad mecánica, esto es, centro de toda autonomía y libertad: acción y actividad. Su poder creador será hipostasiado y
su historia será la de un progreso del que él ha de ser responsable para que sea “bueno”
(aquello del “sapere aude” kantiano que tanto citan los transhumanistas). Autonomía, creatividad y progreso serán, como Taylor nos ha indicado en su obra magna, Fuentes del yo, los
valores rectores de la Modernidad y de nuestro tiempo, desde entonces. (Taylor, C., 1996).
Dicho lo cual, el Transhumanismo va a ser, en gran parte de sus declinaciones (como ya
se ha podido entrever en nuestra exposición de los precedentes que Bostrom se autoadscribe), algo así como un hiper-Humanismo: el Transhumanismo es esencialista en su
concepción de la tecnología y la naturaleza humana, y en muchos casos profundamente
dualista (Riechmann califica a buena parte de los autores transhumanistas “neognosticistas”) (Riechmann, J., 2009, p. 144). Asimismo, mantiene, entre sus presupuestos
filosóficos, una concepción de la (tecno)ciencia como instrumento dominación y control, un
concepto de racionalidad derivado de ello íntimamente ligada a esa dominación y una noción de la historia como progreso (e incluso en ocasiones como una paulatina espiritualización de la materia a la hegeliana). Además, en el ámbito antropológico es un movimiento
extremadamente antropocéntrico y mantiene una idea de lo humano como un ser omnipotente, sin límites y capaz de controlar su futuro; y en el ámbito político se mueve entre el
liberalismo y su declinación libertaria.
Por su parte, el Posthumanismo parte de un escepticismo con respecto a los valores
humanistas e ilustrados, lo que en varios autores se declina en un abierto anti-humanismo.
Ello conlleva un rechazo, cuanto no un intento de superación, de todos los dualismos en la
metodología de investigación de las Humanidades, así como un intento por pensar de forma
no esencialista. El ser humano ha de ser visto relacionalmente (a la manera estructuralista
y post-estructuralista) y/o en continuidad tanto con la naturaleza como con la tecnología.
Por ello, el concepto de lo humano (confundido por la Modernidad con el de sujeto) habría
de ser descentralizado, y sus características más relevantes (autonomía, racionalidad, omnipotencia…) revisadas o directamente rechazadas.
Como ya hemos apuntado, si revisamos la literatura de los pensadores que han abordado la cuestión del Transhumanismo y el Posthumanismo, nos encontramos con algunas
confusiones que vienen dadas por diversos errores terminológicos. La principal es en torno
al concepto de lo “posthumano” y de “ciborg”. Ello se debe a que algunos filósofos transhumanistas hablan de la era de lo posthumano como un estadio último en el que la especie
humana dejaría de existir (ello vendría dado, por ejemplo, porque nuestras mentes fuesen
insertadas en un mega-programa informático, como en el capítulo “San Junípero” de Black
Mirror) (Brooker, C., 2016). Para estos autores el Transhumanismo representaría un puente que conectaría a los humanos de la actualidad con los posthumanos del futuro. Un claro
ejemplo de esto vendría dado por Ray Kurzweil (actualmente director de ingeniería de
Google). Para él, nos encontramos en una era en la que el desarrollo tecnológico crece de
manera exponencial, hasta el punto de que éste permitirá nuestra fusión con las máquinas y
la Inteligencia Artificial, alcanzando de esta forma la humanidad un estadio posthumano
(Kurzweil, R., 2005, p. 7). Todo este proceso lo cataloga bajo el término de singularidad, y es
la culminación de la necesaria historia universal, que no es sino una progresiva espiritualización de todo lo existente -al más puro estilo hegeliano (Kurzweil, R., 2005, p. 21). De igual
manera, otros transhumanistas hablan del ciborg como un híbrido entre el ser humano y
distintas prótesis tecnológicas implantadas en su cuerpo. Podríamos situar aquí a Robocop
como paradigma del ciborg transhumanista.
El significado de ambos conceptos para el transhumanista no es compartido de forma
exacta los posthumanistas. Ellos van a matizar considerablemente esas ideas. De hecho, allí
no van a aparecer como hitos a rubricar que han de ser alcanzados necesariamente tras una
“era transhumana”. Lo posthumano, desde este punto de vista, vendría a significar -en mayor o en menor medida dependiendo del autor- una separación con respecto al ideal del
Humanismo y la Ilustración, por una parte; y el ciborg no sería más que una metáfora para
entender la condición humana en nuestro presente. ‘Posthumano’ es entonces la caracterización que los pensadores y filósofos posthumanistas darán del sujeto cuando éste ya no es
entendido desde un paradigma moderno (¿hasta qué punto es el Dasein heideggeriano un
humano como lo entendían los modernos humanistas?). ‘Ciborg’ es un concepto más complejo en estos autores posthumanistas. En general puede ser pensado como un ser de frontera, como un ser al que se le ha negado la construcción autónoma de la subjetividad (como
el subalterno, la mujer o el negro) o como un ser que resiste a la categorización y a todo
dualismo. El ciborg es, también, el ser humano, en tanto que este existe solo porque se relaciona con el medio mediante el empleo de la tecnología. Así, el individuo que habita en sociedad, que está sometido a códigos legales, que escribe, lee y produce imágenes y que está
permeado por ellas hasta casi constituirse por los discursos que de él hablan; ese individuo,
es un ciborg. Por ello muchos posthumanistas, como Fernando Broncano, suelen sostener
que hemos sido ciborgs siempre.
Por resumir esto un poco podemos contraponer a la imagen del Robocop que los transhumanistas utilizan para hablar del ciborg, la que ocupa la portada de Ciencia, ciborgs y
mujeres. La reinvención de la naturaleza de Donna Haraway (Haraway, D., 1995). Así, frente
a un varón blanco, heterosexual y occidental que es potenciado en su fuerza, agilidad, velocidad y percepción, con el objetivo de convertirlo en un instrumento que facilite la represión y garantice la seguridad; podemos situar esa mujer ilustrada en la portada del sugerente libro de Haraway, evidentemente no occidental, que maneja un teclado e instrumentos
que le permiten la obtención de conocimiento, y que está transida por la tecnología y rodeada por un felino. Aquél potencia un esquema opresor-oprimido que éste pretende deconstruir. Por forzar un poco la imagen del libro de Haraway, que se corresponde en alguna
medida con la noción que ella misma presenta de ciborg, podríamos decir que el ciborg
posthumanista es la genuina expresión de una subjetividad subalterna: una mujer, transexual, negra, no occidental, de cultura africana y en silla de ruedas. La categoría de ciborg se
movería, pues entre el ser dominador transhumanista y el ser vulnerable (pero, con Haraway, capaz de una mayor objetividad) posthumanista.
Una vez expuestos los orígenes y situado a ambos movimientos con respecto a la Ilustración y al Humanismo, estamos en disposición de hacer una clasificación de los dos movimientos. Así, conviene distinguir entre dos corrientes del Transhumanismo: una que se
centra en el mejoramiento de lo humano desde el punto de vista de la Inteligencia Artificial
y las ciencias de la computación y otra que pone el peso en el mejoramiento biotecnológico.
A su vez, se puede distinguir entre dos tipos de posthumanismos, atendiendo a la confusión
en torno a su significado: uno de tipo filosófico-cultural (el que nosotros entenderemos por
Posthumanismo de forma genuina) y otro tecnológico (el de los transhumanistas: aquel
estadio en el que la era de lo humano habría finalizado del que hablan los transhumanistas).
Con este marco general dibujado, creemos que ya estamos en disposición de meternos en
materia crítica.
BRICOLAJE FILOSÓFICO EN EL “SIGLO DE LA GRAN PRUEBA”: TRANSHUMANISMO Y
POSTHUMANISMO BAJO LA MIRADA CRÍTICA DE JORGE RIECHMANN
En nuestra opinión, uno de los personajes más sugerentes (y que más nos sugiere, de hecho) para pensar acerca del tema que hemos venido a abordar en este texto, no solo la cuestión del Transhumanismo y Posthumanismo, sino también, de forma más general, la cuestión de la tecnología y la ciencia en relación con la sociedad presente; es Jorge Riechmann.
Él es un profesor de Ética, Bioética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Licenciado en Matemáticas, estudió Filosofía en la UNED y Literatura alemana en la
Universidad Wilhelm von Humboldt, es doctor en Ciencias Políticas, poeta y activista ecologista y anticapitalista, siendo sus mayores y más directas influencias a nivel personal, intelectual y filosófico, Manuel Sacristán y Francisco Fernández Buey. Es cierto que hay otros
autores que han tratado de analizar o a hacer una crítica a fondo de este asunto (como es el
caso de Antonio Diéguez en su sintética y lúcida obra Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano) (Diéguez, A., 2017), pero no todos gozan de la virtud que
Riechmann, a nuestro juicio, exhibe: a saber, el hecho de remitir este problema a otros mayores (con más alcance y profundidad), directamente relacionados con él. Esta aspiración a
entender los fenómenos en interrelación siempre con otros, a sólo ser analíticos cuando la
ocasión lo requiera; a tratar de “jugar entre líneas” y rehuir la “jerga”, se la debemos a él. En
este sentido, en el presente capítulo intentaremos apoyarnos en sus “herramientas de bricolaje” (empleando la expresión que él mismo utiliza para referirse a sus muchos textos y
publicaciones) (Riechmann, J., 2012) para formular las críticas que, en nuestra opinión, se
le pueden hacer legítimamente al Transhumanismo. De la misma manera, en la presente
sección, nos pararemos a explorar qué tiene que decir nuestro autor acerca del otro movimiento que ha sido objeto de nuestro análisis: el Posthumanismo. Para todo ello nos hemos
basado, fundamentalmente, aunque no solo, en tres de sus libros en los que más ha tratado
estos asuntos: Gente que no quiere viajar a marte (Riechmann, J., 2004), La habitación de
Pascal (Riechmann, J., 2009) y ¿Derrotó el smartphone al movimiento ecologista? (Riechmann, J., 2016).
En lo referente al Transhumanismo, los argumentos de Riechmann se pueden clasificar
en dos categorías fundamentales: por una parte, aquellos que podemos denominar de tipo
ético-antropológico; y por otra, los que más bien podríamos categorizar como de tipo político. En algunos momentos de su obra se pueden vislumbrar argumentos del primer tipo
que, tomados aisladamente, podría parecer que apelan a una idea de naturaleza humana o
denominan las propuestas transhumanistas como un caso de “jugar a ser dioses”. Esta clase
de argumentos no nos parece particularmente adecuada, en tanto que, primero, entra en un
terreno de debate en el que resulta difícil avanzar; y segundo, suelen ser de tipo esencialista, es decir, apelan a una idea de naturaleza humana insuperable (es el caso, por ejemplo, de
Francis Fukuyama). Sin embargo, examinados detenidamente, nos percatamos de que éstos
siempre remiten a problemas del segundo tipo (es decir, políticos), por lo que creemos que
en ningún caso son totalmente desechables en lo que de político hay en ellos. Esto quedará
más claro en el desarrollo de nuestra exposición.
Podemos empezar con una pregunta bastante trivial: ¿dónde estamos?, ¿cuál es el momento histórico que viven nuestras sociedades? En primera instancia, la respuesta a esta
pregunta nos remite al título de la presente sección: nos hallamos, en este sentido, en el
“siglo de la Gran Prueba”. Un siglo en el que las contradicciones entre el capitalismo y los
límites -cualesquiera que estos sean- nos acercan cada vez más hacia un colapso civilizatorio e incluso hacia la extinción de nuestra especie. Estas contradicciones son evidentes. No
es solo que el estilo de vida de las sociedades industriales y capitalistas no pudiera ser sostenible si se generalizase -son claros en este punto los datos sobre la huella ecológica de
sociedades con un desarrollo como el de los EE. UU., el cual, si se universalizase, equivaldría
a un impacto de 9’4 planetas-, sino que ni siquiera es sostenible tal y como es ahora el
mundo (con sus enormes desigualdades incluidas). Y no lo es por las siguientes razones: el
cambio climático es ya un hecho innegable (y, en cierto sentido, imparable), así como lo es
la pérdida de suelo cultivable y de agua dulce, el agotamiento de los recursos y la alteración
de los grandes ciclos del fósforo y el carbono. El capitalismo se muestra, así, como un ataque sistemático a los límites, aunque estos sean tan difíciles de violar como la segunda ley
de la termodinámica.
Pero es que tampoco atendemos, como sociedad, adecuadamente al alcance de esto. No
nos queremos dar cuenta de lo que esto significa. Riechmann dice que somos “negacionistas”, porque rechazamos las evidencias que sobre el tema nos está ofreciendo la ciencia. Es
como si, ante la evidencia de que un gran meteorito se dirige hacia la tierra poniendo en
peligro nuestra civilización, no hiciésemos absolutamente nada e incluso lo negásemos.
Pero este ni siquiera es el caso, pues no solo no reaccionamos ante la enorme amenaza que
se nos presenta, sino que, de hecho, seguimos realimentando las mismas dinámicas que nos
han traído a esta amenazante situación (a veces incluso pretendiendo arreglar el problema:
el impacto de los coches eléctricos o la imposibilidad del reciclaje real son muestras de
ello).
Desde hace aproximadamente quinientos años (pero con especial ahínco en los siglos
que siguen a la Revolución industrial), explotamos los recursos de la tierra sin tener en
cuenta que estos mismos son limitados. Estamos realizando, así, un impacto de una dimensión espaciotemporal en el planeta. Es espacial en tanto que los países occidentales se han
dedicado a extraer e importar los recursos de otras regiones del mundo, así como a verter
residuos que afectan a todo el mundo por igual, mediante los procesos de colonización y
neo-colonización. Es temporal, en tanto que se han sobreexplotado los recursos que fueron
fijados en el subsuelo mediante procesos de milenios de duración (combustibles fósiles) o
que dependen de fenómenos de una escala temporal amplia (como los provenientes del
cultivo y uso del suelo) en un tiempo muy inferior a su capacidad reposición; y en tanto que
se han arrojado residuos que afectarán especialmente a las generaciones futuras.
Esto se debe, entonces, al modelo capitalista de explotación y producción, que, al tiempo
que ha llevado a cabo este uso desenfrenado y descontrolado de los recursos limitados y un
vertido exacerbado de los residuos, ha generado una gran desigualdad social en la distribución y uso de estos mismos recursos, así como en la asunción de esos residuos. Conceptos
como el de los “esclavos energéticos” nos pueden ayudar a ver este punto con claridad. Se
trata de pensar cómo sería el mundo sin otra fuente de energía que el trabajo humano, esto
es, que todas (en sentido estricto) las actividades las realizase un ser humano sin la ayuda
de otro medio que él mismo ni otra fuente de energía que su metabolismo. Pues bien, para
sostener el modo de vida de España, se requerirían casi cuarenta personas trabajando las
veinticuatro horas del día por cada habitante, esto es, si la población total son cuarenta y
siete millones de personas, se necesitaría, para cubrir la demanda de estos, mil ochocientos
ochenta millones de esclavos energéticos: casi dos séptimos de la población mundial o unos
quinientos millones de personas más que la población de China.
Esto está relacionado con -sin entrar en debates sobre el determinismo económico- una
concepción del sujeto como dominador de la naturaleza. Desde este punto de vista, Riechmann también es crítico con respecto a lo que de responsabilidad hay en el Humanismo y
en la Ilustración en la formación de una idea tal. No obstante, en él no hay un rechazo tajante ni de uno ni de otro movimiento, sino que podemos hablar más bien de una revisión. El
dualismo fuerte de sujeto y objeto (en el que el sujeto es el hombre blanco, burgués, aséptico y occidental, frente a los objetos que no están sino a su disposición), la concepción de la
naturaleza como algo a ser dominado, la concepción de la tecnología como un mero instrumento, la razón formal (Weber) o instrumental (Horkheimer) y su omnipotencia, la ilusión
de control… todo ello ha de ser desechado y fuertemente criticado.
Ahora bien, ello no implica el abandono total del paradigma Humanista. Existe, de hecho, cierto Humanismo históricamente delimitado del que podemos aprender: el de Bartolomé de las Casas y la escolástica española del siglo XVI y XVII. Existe espacio aún para un
Humanismo modesto. Éste tendría que ver con el arte de seguir buscando salidas donde
parece que no las hay; con la asunción de la incompletitud del hombre y su contingencia;
con el no antropocentrismo; con la modestia, autolimitación y autocrítica; con la crítica al
Progreso (en este sentido Walter Benjamin sería esencial en el pensamiento de Riechmann,
ya que enfatiza, en varios lugares, que el Humanismo no tiene por qué ir aparejado con una
concepción de la Historia como progreso) y con la amistad con la naturaleza y los animales.
Este Humanismo no tendría ni a Prometeo (mito recurrente en la psique y en la narrativa
transhumanistas) ni a Narciso (que sería algo así como la metáfora de los individuos en
nuestra sociedad desde el punto de vista de intramuros) como figura de referencia. Para
Riechmann, resultaría preferible reivindicar a Anteo, aquel gigante que era invencible gracias a que apoyaba los pies sobre su madre Gea (Riechmann, J., 2009, p. 119).
Del espíritu ilustrado convendría, igualmente, recuperar dos conceptos que, debidamente revisados, nos siguen siendo útiles: el de autonomía y el de emancipación. Una razón
“debilitada”, “humilde” y autoconsciente (en el sentido de plenamente crítica), acompasada
con la finitud humana, es aún necesaria y deseable: pues lo que parece irrenunciable es el
intento de introducir algo de racionalidad en nuestra vida social. Tal vez esta racionalidad
solo pueda ser del 1%, pero la elección, como suele decir el propio Riechmann, no es entre
todo y nada, sino entre nada y un poco, y es ese poco el que podría resultar fundamental
para superar los desafíos que afrontamos. De tal manera que una segunda (o tercera) Ilustración habría de ser reivindicada según este pensador. Merece la pena citarle en lo tocante
a esta cuestión: “Si hoy fuésemos capaces de impulsar un potente movimiento de reconstrucción crítica de nuestra cultura -como en la primera 'Ilustración griega' hicieron a Sócrates, Platón o Epicuro-, estaría a la orden del día una 'Tercera Ilustración', consciente de los
puntos ciegos de las dos anteriores, atenta a esas “Ilustraciones olvidadas” que encarnaron
las feministas o los defensores de los animales, y animada por valores como libertad, igualdad, solidaridad, sustentabilidad, biofilia” (Riechmann, J., 2014).
Con las características señaladas, el Humanismo modesto o revisado del filósofo, matemático, activista y poeta madrileño encajaría bastante bien con las posturas posthumanis-
tas. Si tomamos la clasificación que hace Cary Wolfe en What is posthumanism? (Wolfe, C.,
2010, pp. 108-125) de los pensadores posthumanistas, podríamos sugerir que se puede
enfrentar el Humanismo atendiendo a los mecanismos auto-disciplinarios que inaugura
(aquello que Todorov denomina la “autonomía del Yo” y que Foucault reconoce como transida por mecanismos disciplinarios), o a cómo piensa la relación con los demás vivientes (la
“finalidad de los otros” todoroviana que termina por transmutarse en una dominación de
los otros) (Todorov, T., 2008). Se enfrenta, por tanto, el Humanismo apelando a lo que tiene
de alienación interior y de dominio hacia lo exterior. En Riechmann, por tanto, hay una
revisión que apela tanto a los rasgos del interior (es decir, de los rasgos del sujeto moderno) como al hacer hacia el exterior (de la relación del sujeto con lo que le rodea: los
otros que habitan este planeta y la naturaleza).
¿Cuál es el problema, entonces, de Riechmann con el Posthumanismo? Puede que éste
provenga de cierta incomodidad con la jerga posthumanista. Puede que, en su discurso, el
Posthumanismo exhiba una cierta falta de modestia, y que ello tenga que ver con el devenir
histórico de esta corriente de pensamiento que se remonta a Heidegger. Riechmann siempre se ha mostrado, y no sin razón, cauteloso con respecto al entusiasmo por las “filosofías
de la diferencia” francesas, así como por los autores postmodernos. Un tweet suyo de este
verano en el que se incorpora una imagen del libro Lo Posthumano de Rosi Braidotti (Braidotti, 2015), una de las primeras pensadoras posthumanistas, puede resultar bastante esclarecedor acerca de cuál es su posición con respecto a toda esta corriente: “Un poco menos
de Foucault y Deleuze, y un poco más de física y biología, haría bien a la doxa dominante en
los Deptos. de Filosofía” (JorgeRiechmann, 2017). Otro punto de fricción ilustrativo e importante entre el Posthumanismo (en términos generales, como es obvio) y Riechmann
sería en torno al concepto de verdad: frente al abierto perspectivismo (e incluso relativismo) de buena parte de los posthumanos, hallaríamos en él una concepción realista, aunque
moderada, de la misma. En síntesis, incomodidad ante las altanerías y la falta de humildad
de los posthumanistas. Al fin y al cabo, el “post” del Posthumanismo no convence ni siquiera a algunos que pertenecen a este movimiento: es el caso de Fernando Broncano, que prefiere limitarse al empleo del concepto de “ciborg” como metáfora. “Uno de los motivos de
melancolía de los ciborgs es que no tienen un adjetivo para referirse a todos ellos: “seres
humanos” les parece un poco cursi, “posthumanos” también, un término de diseño a la medida de la New Age. Les llamaremos seres de la frontera” (Broncano, F., 2009, p. 26). Aunque
para Jorge este concepto (ciborg) tampoco es del todo apropiado, en parte por una confusión que se genera con respecto a la noción transhumanista del mismo (Riechmann, J.,
2004, pp. 62-63) y en parte por la convicción de que no es una metáfora del todo adecuada,
de acuerdo con su pensamiento de la finitud y la contingencia. Quizá, para él, sería mejor
decir “todos somos discapacitados” o “todos somos monos averiados” a “todos somos ciborgs”.
En otro orden de cosas, la crítica de Riechmann al Transhumanismo se orienta también
hacia propuestas que hacen eco incluso entre no transhumanistas. Habíamos señalado que
en los últimos siglos se había producido un asalto espaciotemporal con consecuencias nefastas. Pues bien, lo cierto es que en el presente podría ocurrir otro doble asalto (si es que
no ha sucedido ya) que sería igualmente irreversible e indeseable. Hablamos de un asalto al
“mundo supralunar” del que hablaban los griegos, una vez completado el expolio del “sublunar”, y otro al “alma”, una vez disciplinado y modificado el “cuerpo”. A saber: un asalto
hacia otros planetas y un asalto hacia “la ciudadela interior” de todo individuo (una ciudadela en la que el propio individuo abriría sus puertas conscientemente para que los mecanismos de control capitalistas terminasen por apoderarse de él). Los defensores de ambos
asaltos son, en realidad, los mismos, esto es, los adalides y mecenas del Transhumanismo,
muchos de ellos afincados en Silicon Valley. Lo cual, por cierto, es significativo, ya que ello
apunta a una continuidad entre el capitalismo, la tecnociencia y el Transhumanismo. Los
grandes proyectos de la Big Science actuales tienen por lema “no limits”; la publicidad como
órgano de expresión del capitalismo y control y seducción de masas nos susurra al oído “no
limits”; el Transhumanismo, grita a viva voz “no limits”. En este sentido el Transhumanismo
se presenta como un intento de huida, diría Riechmann, de lo que es nuestra condición, a
saber, la finitud, la contingencia y la vulnerabilidad. Como hemos señalado al principio de
esta sección, por esta vía podrían deslizarse argumentos que tuvieran que ver con una pérdida de la naturaleza humana o lo que fuere (el mismo Riechmann en varias ocasiones ha
hecho críticas al movimiento Transhumanista del estilo de que “juegan a ser dioses”). Pero
lo más importante en lo tocante a cómo afecta esa huida a nuestra vulnerabilidad y finitud
son las consecuencias de que ello no se asuma, porque obviarlo implica una forma de dominio sobre la naturaleza, sobre los otros y sobre uno mismo, que nos acerca paso a paso a ese
colapso del que hablábamos.
En cuanto a la relación entre Transhumanismo y capitalismo, nos topamos ante argumentos que se utilizan a veces del tipo “el mero hecho de que las tecnologías de mejora de
lo humano produzcan desigualdades no es una razón para prohibir su uso, ya que no se
puede prohibir algo solo porque no es posible que todos lo obtengan por igual” (que son
argumentos esgrimidos desde un paradigma completamente liberal) (Diéguez, A., 2017, pp.
128-129), diremos, con Riechmann, que precisamente sí hay que evitar tecnologías cuyo
uso generalizado sea insostenible, de lo cual se deriva como consecuencia el que se produzca de forma necesaria una opresión hacia ciertos grupos sociales que no podrán hacer uso
de ellas. Algunos ejemplos de estas tecnologías podrían ser, de hecho, los smartphones, y los
coches privados. Hay que evitar, según la opinión de Riechmann, todos aquellos “bienes
posicionales” (Hirsch) o “bienes anticomunistas” (Harich). En esta línea, Jorge se opondría a
la tesis de la continuidad tecnológica (defendida, por ejemplo, por Harris), denominada por
él mismo el argumento “igual da ocho que ochenta”, argumento que afirma que hay continuidad entre “la hoguera de un cazador recolector y una central nuclear funcionando a todo
trapo” (Diéguez, A., 2017, p. 125) para persuadir a la población de que los avances tecnológicos que se están llevando a cabo en el presente no son nada ante lo que debamos alarmarnos. Aunque la tecnología (o técnica, por no entrar en este debate terminológico) haya
estado siempre presente en nuestra especie, una hoguera no es equiparable a una central
nuclear (aun siendo ambas productos de la técnica) precisamente por las consecuencias
sociales y ecológicas que conllevan. Tampoco serían equiparables, por cierto (lo que nos
lleva a otra línea de argumentación más de índole político en el pensamiento de Riechmann), debido a los riesgos que acarrean ciertos desarrollos tecnológicos, lo cual, dicho sea
de paso, nos retrotrae de nuevo al argumento de la continuidad tecnológica tal y como es
defendida en las propuestas más alocadas de los transhumanistas de la técnica con la tecnociencia. Ésta es cualitativamente distinta en nuestro tiempo, por tanto, pues, en numerosas ocasiones desde la segunda mitad del s. XX hasta ahora, ha puesto en serio peligro la
permanencia de nuestra especie. Es el caso del famoso Proyecto Manhattan o del acelerador
de partículas (CERN) en relación con la formación de strangelets: ambos son ejemplos que
nos muestran que hybris (o extralimitación) y Big science se dan la mano.
Ante ello, sería conveniente poner sobre la mesa un criterio de racionalidad básico que
guiase la investigación científica como es el que sigue: una apuesta solo es segura si al hacerlo uno puede permitirse perder sin arruinarse. Retomando una pregunta formulada
durante el congreso, nuestra propuesta no pasa por reconocer si es posible o no un marco
ético para el desarrollo tecnológico (como sí trató de hacer Alberto Carlos Morales Mendoza en la conferencia “¿Es posible un marco ético para el desarrollo tecnológico? Sí, pero es
falso”), sino por afirmar que es necesario e imperativo. El colapso civilizatorio es la única
razón que motiva tal afirmación. Gran parte de las propuestas Transhumanistas no cumplen ni de lejos con este criterio (o criterio ético alguno), aunque ellos mantengan que podemos controlar y dirigir nuestra evolución hacia un lugar mejor (no podemos sino poner
encima de la mesa la paradoja que se da al interior de su discurso, en este sentido: ¿cómo es
posible que nos prometan el control de la tecnología y de nuestra evolución por medio de
ésta mientras que, por otra parte, nos dicen que el advenimiento de estas nuevas tecnologías es inevitable, que llegarán lo queramos o no, y que por ello hemos de perseguir su realización?). Expresado de forma concisa: el Transhumanismo es en realidad business as
usual, una expresión más del fenómeno de la tecnociencia contemporánea, y debemos tomarlo como tal.
En suma, una vez distinguidos Transhumanismo y Posthumanismo, la idea es construir
un posthumanismo en minúsculas y humilde, que tome lo mejor de la Ilustración y del Humanismo, y que permita enfrentar los desvaríos transhumanistas. Desvaríos que no son
sino un síntoma de los que exhibe la gigantesca “mega-máquina” tardo-industrial y capitalista, que se niega a reconocer y asumir los límites que no puede siquiera aspirar a superar.
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