Subido por danycolmenerogj

Sombra en la noche

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Sombra en la noche
[Cuento - Texto completo.]
Dashiell Hammett
Un sedan con los faros apagados estaba parado en el arcén, más arriba del
puente de Piney Falls. Cuando lo adelanté, una chica asomó la cabeza por la
ventanilla y dijo:
-Por favor.
Aunque su tono era apremiante, no contenía la suficiente energía como para
volverlo desesperado o perentorio.
Frené y puse la marcha atrás. Mientras hacía esta maniobra, un tipo se apeó del
coche. A pesar de la débil luz vi que se trataba de un joven corpulento. Señaló en
la dirección que yo llevaba y dijo:
-Amigo, sigue tu camino.
-Por favor, ¿quieres llevarme a la ciudad? -preguntó la chica. Tuve la sensación
de que intentaba abrir la portezuela del sedan. El sombrero le cubría un ojo.
-Encantado -respondí.
El joven que estaba en la carretera dio un paso hacia mí, repitió el ademán y
ordenó:
-Eh, tú, esfúmate.
Bajé del coche. El hombre de la carretera echó a andar hacia mí, cuando del
interior del sedan surgió una voz masculina áspera y admonitoria..
-Tranquilo, Tony, tranquilo. Es Jack Bye.
La portezuela del sedan se abrió y la chica se apeó de un salto.
-¡Ah! -exclamó Tony e, inseguro, arrastró los pies por la carretera. Al ver que la
chica se dirigía a mi coche, gritó indignado-. ¡Oye, no puedes largarte con…!
La chica ya estaba en mi dos plazas, y murmuró:
-Buenas noches.
Tony me hizo frente, meneó testarudamente la cabeza y empezó a decir:
-Que me cuelguen antes de permitir que…
Lo sacudí. Fue un buen golpe porque le di duro, pero estoy convencido de que
podría haberse levantado si hubiese querido. Le concedí unos segundos y
pregunté al tipo del sedan, al que seguía sin ver:
-¿Te parece bien?
-Tony se recuperará -respondió deprisa-. Lo cuidaré.
-Muy amable de tu parte.
Subí a mi coche y me senté junto a la chica. Empezaba a llover y comprendí que
no me libraría de calarme hasta los huesos. En dirección a la ciudad nos adelantó
un cupé en el que viajaban un hombre y una mujer. Cruzamos el puente detrás
de ellos.
-Has sido realmente amable -declaró la chica-. La verdad es que no corría el
menor peligro, pero fue… fue muy desagradable.
-No son peligrosos, pero pueden volverse… muy desagradables -coincidí.
-¿Los conoces?
-No.
-Pues ellos te conocen a ti. Son Tony Forrest y Fred Barnes -no dije nada.
La chica añadió:
-Te tienen miedo.
-Soy un desesperado.
La chica rió.
-Y esta noche has sido muy amable. No me habría largado sola con ninguno,
aunque pensé que con los dos… -se subió el cuello del abrigo-. Me estoy mojando.
Volví a parar y busqué la cortinilla correspondiente al lado del acompañante.
-De modo que te llamas Jack Bye -dijo mientras colocaba la cortinilla.
-Y tú eres Helen Warner.
-¿Cómo lo sabes? -se acomodó el sombrero.
-Te tengo vista -terminé de colocar la cortinilla y volví a montar en mi dos plazas.
-¿Sabías quién era cuando te llamé? -preguntó en cuanto volvimos a rodar por
la carretera.
-Sí.
-Hice mal en salir con ellos en esas condiciones.
-Estás temblando.
-Hace frío.
Añadí que, lamentablemente, mi petaca estaba vacía.
Habíamos entrado en el extremo oeste de Heilman Avenue. Según el reloj de la
fachada de la joyería de la esquina de Laurel Street eran las diez y cuatro. Un
policía con impermeable negro estaba recostado contra el reloj. Yo no sabía lo
suficiente sobre perfumes como para distinguir el que llevaba la chica.
-Estoy aterida -declaró-. ¿Por qué no paramos en algún sitio a tomar una copa?
-¿Estás segura de que es lo que quieres?
Mi tono debió de desconcertarla, pues giró rápidamente la cabeza para mirarme
bajo la tenue luz.
-Me encantaría, a menos que tengas prisa -respondió.
-Voy bien de tiempo. Podemos ir a Mack’s. Solo queda a tres o cuatro calles
pero… es un local para negros.
La chica rió.
-Lo único que espero es que no me envenenen.
-No lo harán. ¿Estás segura de que quieres ir?
-No tengo la menor duda -exageró sus temblores-. Estoy helada, y es temprano.
Toots Mack nos abrió la puerta. Por la amabilidad con que inclinó su cabeza
negra, calva y redonda, y por el modo en que nos dio las buenas noches, supe
que lamentaba que no hubiésemos ido a otro bar, pero sus sentimientos me
traían sin cuidado. Dije con demasiada exaltación:
-Hola, Toots. ¿Cómo te trata la noche?
Solo había unos pocos parroquianos. Ocupamos una mesa en el rincón más
alejado del piano. Súbitamente la chica clavó la mirada en mí, y sus ojos tan
azules se tomaron muy redondos.
-En el coche me pareció que veías -comenté.
-¿Cómo te hiciste esa cicatriz? -me interrumpió y se sentó.
-¿Esta? -me toqué la mejilla con la mano-. Fue hace un par de años, en una
pelotera. Deberías ver la que tengo en el pecho.
-Algún día iremos a nadar -añadió alegremente-. Siéntate de una vez y no hagas
que espere más esa copa.
-¿Estás segura…?
Se puso a tararear y siguió el ritmo tamborileando con los dedos sobre la mesa.
-Quiero una copa, quiero una copa, quiero una copa -su boca pequeña, de labios
llenos, se curvaba hacia arriba, sin ensancharse, cada vez que sonreía.
Pedimos nuestros tragos. Hablamos demasiado rápido. Hicimos chistes y reímos
aunque no tuvieran gracia. Hicimos preguntas -entre ellas, el nombre del
perfume que llevaba- y prestamos demasiada o ninguna atención a las
respuestas. Cuando creía que no lo veíamos, Toots nos miraba severamente
desde detrás de la barra. Todo era bastante malo.
Tomamos otra copa y propuse:
-Bueno, vámonos.
La chica estuvo bien, pues no se mostró impaciente por irse ni por quedarse. Las
puntas de su cabello rubio ceniza se curvaban alrededor del ala del sombrero, a
la altura de la nuca.
Al llegar a la puerta dije:
-Mira, en la esquina hay una parada de taxis. Supongo que no te molestará que
no te acompañe a casa.
Me cogió del brazo.
-Claro que me molesta. Por favor… -la acera estaba mal iluminada. Su rostro
parecía el de una niña. Apartó la mano de mi brazo-. Pero si prefieres….
-Creo que lo prefiero.
La chica añadió lentamente:
-Jack Bye, me caes bien y te agradezco mucho que…
-Está bien, no te preocupes -la interrumpí, nos dimos la mano y yo volví a entrar
en el despacho clandestino de bebidas.
Toots seguía detrás de la barra. Se acercó y dijo, meneando la cabeza con pesar:
-No deberías hacerme estas cosas.
-Lo sé y lo lamento.
-No deberías hacértelas a ti mismo -acotó con la misma tristeza-. Chico, no
estamos en Harlem, y si el viejo juez Warner se entera de que su hija sale contigo
y viene aquí, puede ponernos las cosas difíciles a los dos. Me gustas, pero debes
recordar que por muy clara que sea tu piel, o por mucho que hayas ido a la
universidad, no dejas de ser negro.
-¿Y qué coño crees que quiero ser? -repliqué-. ¿Un chino?
FIN
“Night Shots”, 1924
La muñeca de modista
[Cuento - Texto completo.]
Agatha Christie
La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había mucha
luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave y gris
penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y alfombras.
La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y
gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus bracitos las
niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al teléfono, o entre los
almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca, eternamente
fláccida, a la vez que extrañamente viva.
Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación de un modelo. De
modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y algo extraño
en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué era, y en su mente
se abrió una preocupación más positiva.
«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? -se preguntó-. Estoy segura
de que lo tenía aquí mismo.»
Salió al rellano y gritó:
-¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows está al llegar.
Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la muñeca.
-Vaya, ¿dónde diablos estará…? ¡Ah, aquí!
Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor que se detenía en
el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada de su pekinés,
que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse a una
estación pueblerina.
-Vamos a tener aguacero -dijo la dama-. Y será un señor «aguacero».
Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.
Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacía cuando llegaban clientes
especiales, y la señora Fellows lo era.
Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido y Sybil se lo puso a la señora
Fellows.
-Bien -dijo Sybil-. Le cae estupendo. Es un color maravilloso, ¿no le parece?
Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el modelo.
-Sí -exclamó-. Es bonito. Realmente es todo un éxito.
La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al espejo.
-Desde luego, sus vestidos hacen algo en la parte baja de mi espalda.
-Está usted mucho más delgada que tres meses atrás -aseguró Sybil.
-No -dijo ella-, si bien es cierto que lo parezco. En realidad esa sensación la
producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas -suspiró mientras se
alisaba las protuberancias de su anatomía-. Siempre ha sido mi pesadilla.
Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya no puedo hacerlo,
pues tengo tanto estómago como… Tendrá usted que tener en cuenta ambas
cosas, ¿podrá?
-Me gustaría que viese a otras clientes.
La señora Fellows seguía examinándose.
-El estómago es peor -dijo-. Se ve más. Claro que eso puede parecérnoslo porque
al hablar con la gente les damos la cara y entonces no ven la espalda. De todos
modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que lo otro se apañe solo.
Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y exclamó de repente:
-¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo la tienen?
Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse en recordar.
-No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo… nunca me acuerdo de las cosas.
Es terrible lo que me ocurre, sencillamente no puedo recordar! Sybil, ¿desde
cuándo la tenemos?
-No lo sé.
-Es lo mismo; no se preocupen -intervino la señora Fellows-. De todos modos
seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y reírse de nosotras desde
su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de ella si fuese mía.
Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se puso a discutir sobre
detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una pulgada? ¿Y el largo?
Después que fueron solucionados tan importantes puntos, la señora Fellows se
vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por delante de la muñeca,
volvió la cabeza.
-No -dijo-. No me gusta la muñeca. Da la sensación de ser algo vivo; de ser algo
que impone su presencia. No; decididamente, no me gusta.
-¿Qué quiso decir? -preguntó Sybil mientras la señora Fellows descendía las
escaleras.
Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora Fellows asomó la cabeza por la
puerta.
-¡Cielos! Me olvidé de Fou-Ling. ¿Dónde estás, príncipe?
Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se hallaba sentado junto a
la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían fijos en la fláccida muñeca, sin
que denotase placer o resentimiento. Simplemente miraba.
-Ven aquí, tesoro de mamita.
El tesoro de mamita no hizo caso.
-Cada día se vuelve más desobediente -explicó su dueña como si alabase una
virtud-. Vamos, tesorito. Cariñito.
Fou-Ling volvió la cabeza una pulgada y media hacia ella, y con manifiesto
desdén continuó observando la muñeca.
-Mi pequeño Fou-Ling está muy impresionado. No recuerdo que le haya
sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba la muñeca aquí la
última vez que vine?
Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el ceño, y Alicia, al
responder, hizo otro tanto.
-Ya le dije que… no sé, no logro acordarme de nada. ¿Cuánto hace que la tenemos,
Sybil?
-¿Cómo llegó aquí? -preguntó la señora Fellows-. ¿La compraron ustedes?
-Oh, no -Alicia pareció sorprenderse ante la idea-. Oh, no. Supongo que alguien
me la regalaría.
Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar:
-Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente cuando una intenta
recordar.
-Anda, vamos; no seas estúpido, Fou-Ling. ¡Vamos, camina! Vaya, tendré que
cogerte en brazos.
Y en los brazos de su dueña, Fou-Ling emitió un corto ladrido de protesta, antes
de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia la silla.
-¡Esa muñeca rompe mis nervios! -exclamó la señora Groves.
La señora Groves era la asistenta. Había acabado de fregar el suelo, moviéndose
como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y con un trapo sacudía el polvo
de los muebles.
-¡Qué cosa más extraña! -continuó-. Nadie advirtió su presencia hasta ayer. Y
sucedió de repente, como usted misma me dijo.
-¿No le gusta? -preguntó Sybil.
-¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es… es antinatural, si me entiende lo
que quiero decir. Sus largas piernas colgantes, el modo de yacer y la mirada
astuta de sus ojos impresionan.
-Nunca se ha quejado de ella -dijo Sybil, sorprendida.
-Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé que lleva tiempo aquí,
pero… -enmudeció mientras en su rostro se reflejaba una expresión de miedo-.
Parece una de esas criaturas terroríficas que una sueña a veces.
La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y se dio prisa en abandonar
la salita de pruebas.
Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente sensación inexplicable. La
entrada de Alicia distrajo su atención.
-Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta muñeca?
-¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las cosas. Ayer… ¡qué absurdo!
Ayer quise asistir a una conferencia y no había recorrido la mitad de la calle
cuando advertí que no recordaba dónde iba. Después de mucho pensar me dije
que sería a casa Fortnums. Había algo que deseaba comprar allí -se pasó la mano
por la frente-. Le será difícil creerme, y, sin embargo, es verdad. Cuando tomaba
el té en casa me acordé de la conferencia. Ya sé que la gente se vuelve
desmemoriada con los años, pero a mí me ocurre demasiado pronto. Ahora
mismo no sé dónde he puesto el bolso… y mis gafas. ¿Dónde puse las gafas? Las
tenía hace un momento, ¡leía algo en el periódico!
-Las gafas están en la repisa de la chimenea -dijo Sybil dándoselas-. ¿Desde
cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?
-Son dos respuestas en blanco. Alguien debió de enviármela, supongo. Es raro,
pero todos parecen extrañar su presencia aquí.
-Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy incapaz de acordarme cuando la
vi por vez primera.
-No se vuelva como yo -exclamó Alicia-. Usted es joven todavía.
-Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe. Ayer, al fijarme en ella,
pensé que tenía algo… algo impalpable. Creo que la señora Groves está en lo
cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y el caso es que ayer fui
consciente de que esa sensación de captar un no sé qué en la muñeca, la he
sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En realidad es como si nunca
la hubiese visto, y de pronto descubriese su presencia, segura de conocerla hace
mucho tiempo.
-Quizá un día entró volando por la ventana subida en una escoba -dijo Alicia-.
Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. -Miró a su alrededor, antes de añadir: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y usted?
-Tampoco -repuso Sybil, acusando un ligero estremecimiento-. Pero me gustaría
poder…
-Poder, ¿qué? -preguntó Alice.
-Imaginar la habitación sin ella.
-¡Caray! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca! -exclamo Alicia, no de muy buen
talante-. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno, quizá parezca una col marchita.
No, no es eso. La veo así porque no llevo puestas las gafas-. Se las colocó sobre
la nariz y miró la muñeca-: Sí, desde luego causa cierta sensación nerviosa. Tal
vez sea su mirada triste, aunque burlona.
-Sorprende -dijo Sybil-, que la señora Fellows se sintiera molesta con ella,
precisamente hoy.
-Es una mujer que nunca oculta lo que piensa -repuso Alicia.
-Conforme -insistió la otra-; pero lo extraño es que fuese hoy, como si antes no
la hubiese visto.
-La gente suele profesar antipatías repentinas.
-Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe! Posiblemente no estaba aquí ayer, y sea
cierto que entró por la ventana como usted dijo.
-¡Oh, no, querida! -repuso Alicia-. Eso fue una broma. Yo sé que está en su silla
desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se hizo visible.
-Sí, es una seguridad dormida en nuestro subconsciente. Desde luego hace
tiempo que nos hace compañía, si bien hasta ahora no nos hemos percatado de
su presencia.
-¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo que no intenta construir
una historia sobrenatural, ¿verdad?
Cogió la muñeca, la sacudió, arregló sus hombros y volvió a sentarla en otra silla.
La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar en una postura de relajamiento.
-¡Qué cosa más sorprendente! -exclamó Alicia, mirándola-. Es una cosa sin vida,
y, no obstante, parece que la tiene.
-¡Me ha descompuesto! -dijo la señora Groves, mientras quitaba el polvo de la
habitación destinada a exposición-. Me temo que no me quedan ganas de volver
al probador.
-¿Quién la ha descompuesto? -preguntó Alice, que se hallaba sentada en un
escritorio situado en un ángulo repasando varias cuentas-. Esta mujer -ahora
hablaba para ella misma y no para la señora Groves-, piensa que tendrá dos
vestidos de noche, tres de cóctel y otro de calle para todos los años sin pagar un
solo penique.
-¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! -gritó la asistenta.
-¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?
-¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el probador, como si fuera un ser
humano? ¡Me descompuso!
-¿De qué habla usted, señora Groves? -preguntó Alicia.
Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor y penetró en el salón de
pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso, permanecía sentada en una
silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban sus largos y fláccidos
brazos.
-Alguien ha querido gastarme una broma -dijo Alicia-. Pero hay tanta
naturalidad en ella que parece estar viva.
En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del taller, con un vestido que debía
de ser probado aquella mañana.
-Venga, Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre, escribiendo cartas.
Las dos mujeres se miraron.
-Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue usted?
-No -contestó Sybil-. Quizá haya sido una de las chicas.
-Una broma estúpida, de veras -se quejó Alicia.
Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.
Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se fue al taller.
-¿Conocen la muñeca de terciopelo que hay en el salón de pruebas? -preguntó.
La encargada y tres chicas alzaron la vista.
-¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta mañana?
Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la encargada, exclamó
sorprendida:
-¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!
-Ni yo -dijo una de las chicas-. ¿Fuiste tú, Marlene?
La aludida sacudió la cabeza.
-¿No será una broma suya, Elspeth?
El aspecto sombrío de la encargada no inducía a suponerla amiga de bromas, y
mucho menos cuando tenía la boca llena de alfileres.
-No, desde luego que no. Me sobra trabajo para entretenerme en jugar con
muñecas.
-Bueno -intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor de su propia voz-.
Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría saber quién lo
hizo.
Las tres muchachas se defendieron.
-Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo hizo, ¿verdad Marlene?
-Yo no -afirmó ésta-. Y si Nillie y Margaret dicen que tampoco, pues ninguna de
nosotras ha sido.
-Ya ha escuchado antes mi respuesta -dijo Elspeth-. ¿A santo de que viene todo
esto? ¿No habrá sido la señora Groves?
Sybil denegó con un gesto de cabeza.
-No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.
-Bajaré a ver la muñeca -dijo Elspeth.
-Ya no está en el mismo sitio -informó Sybil-. La señorita Coombe la quitó del
pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo que ponerla en la silla. En realidad,
su aspecto es gracioso, y no comprendo por qué se oculta quien lo hizo.
-Señorita Fox; lo hemos negado dos veces -habló Margaret-. ¿Por qué se empeña
en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera hecho una cosa tan tonta.
-Lo siento -se excusó Sybil-. No quise ofenderlas. ¿Quién pudo ser?
-Quizá fue ella sola -aventuró Marlene, que se puso a reír.
Sybil no agradeció la sugerencia.
-Está bien. Olvidemos lo sucedido -dijo antes de bajar de nuevo las escaleras.
Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba algo a su alrededor.
-He vuelto a perder mis gafas -explicó a Sybil-. No importa, en realidad no quiero
ver nada en este momento. Lo malo para una persona tan ciega como yo, es que
si pierde las gafas y carece de otro par de reserva, nunca logrará hallar las
primeras.
-Las buscaré yo -se ofreció Sybil-. Las tenía hace un momento.
-Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba. Quizá me las olvidé allí. Es una
lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas cuentas, ¿cómo lo haré si no las
encuentro?
-Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.
-Sólo tengo el par que uso.
-¿Qué ha hecho de las otras?
-No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el restaurante. Pero me informaron
por teléfono que no están allí. También llamé a dos tiendas, donde estuve de
compras.
-Oh, querida; necesita tres pares.
-Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es mejor tener un solo par.
-Bueno, en alguna parte han de estar -dijo Sybil-. No ha salido usted de estas dos
habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en el probador.
Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida búsqueda infructuosa, se le
ocurrió levantar la muñeca del sofá.
-¡Ya las tengo! -gritó.
-¿Dónde estaban Sybil?
-Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las dejaría en el sofá al
ponerla allí.
-No; estoy segura de no haberlo hecho.
-Entonces se las quitaría ella.
-¡Quién sabe! -dijo Alicia, mirando la muñeca-. Parece muy inteligente.
-No me gusta su cara -afirmó Sybil-. Da la impresión de saber algo que nosotros
ignoramos.
-Su aspecto es triste y a la vez dulce -comentó Alicia.
-¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.
-¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo. Lady Lee vendrá antes
de diez minutos y quiero acabar estas facturas y mandarlas al correo.
-¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!
-¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?
Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la mesa de trabajo.
-¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el vestido castaño y vi la muñeca
sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni las otras chicas! Por favor, créame,
nosotros no haríamos una cosa así.
Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.
-¡Vaya! -exclamó enojada-. Mire lo que me ha hecho hacer. Espero que podrá
arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?
-Vuelve a estar sentada ante el pupitre.
Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada al pupitre, exactamente
como antes.
-Eres muy decidida, ¿eh? -dijo a la muñeca.
La cogió sin contemplaciones y la echó encima del sofá.
-¡Ese es tu sitio, niña! ¡No te muevas de ahí!
Luego se encaminó a la otra estancia.
-Señorita Coombe.
-Diga, Sybil.
-Alguien nos toma el pelo.
La muñeca volvía a estar sentada ante el pupitre.
-¿Quién le parece que es?
-Tiene que ser una de las tres de arriba. Seguramente lo considerará gracioso.
Pero el caso es que todas juran ser inocentes.
-¿No será Margaret?
-No, no lo creo. Margaret estaba sorprendida cuando entró a decírmelo. En todo
caso será esa burlona de Marlene.
-Sea quien fuese, hace una tontería.
-Estoy de acuerdo -dijo Sybil-. No obstante, pienso poner coto a eso.
-¿Qué hará para evitarlo?
-Ya lo verá.
Aquella noche, antes de irse, cerró con llave el probador.
-Me llevo la llave.
-Comprendo -repuso Alicia, con cierto aire de diversión-, Usted piensa que soy
yo, ¿verdad? Me considera tan distraída como para sentar a la muñeca al pupitre,
y que escriba en mi lugar. ¡Claro, y luego me olvido de todo!
-Está dentro de lo posible -admitió Sybil-. En realidad, sólo trato de asegurarme
de que nadie repetirá la broma esta noche.
Al día siguiente lo primero que hizo Sybil fue abrir la puerta del probador y
entrar dentro. La señorita Groves, manifiestamente agraviada, esperaba con la
bayeta en la mano en el recibidor.
-¡Ahora veremos! -dijo Sybil.
Y lo que vio la obligó a dar un respingo.
La muñeca aparecía sentada al pupitre.
-¡Sopla! -exclamó la sirvienta detrás de Sybil-. ¡Eso sí que es misterio! Señorita
Fox, se ha puesto algo pálida, como si hubiera recibido un susto. Necesita un
sedante. ¿Sabe si la señorita Coombe tiene algún potingue apropiado en su
dormitorio?
-Gracias; no lo necesito. Me encuentro bien.
Entonces cogió la muñeca.
-Alguien ha vuelto a gastarnos la misma broma -exclamó la señora Groves.
-No comprendo cómo ha podido ser -repuso Sybil-. Cerré con llave anoche.
¡Nadie pudo entrar!
-Puede que alguien tenga otra llave -aventuró la asistenta.
-No lo creo. Nunca nos hemos molestado en cerrar el probador. La llave de esta
puerta es antigua y sólo hay una.
-Quizá encaje la de otra puerta, la de enfrente, por ejemplo.
Probaron todas las llaves; pero ninguna abría la puerta del probador.
-Es raro, señorita Coombe -aseguró Sybil más tarde, mientras comían juntas.
En los ojos de la señorita chispeaba la diversión que todo aquello le producía.
-Querida -le contestó-. Opino que es algo extraordinario. Deberíamos escribir al
departamento de psiquiatría. Quien sabe, quizá se le ocurra enviarnos un
especialista… un médium, o algo parecido, con el fin de comprobar qué hay de
especial en el cuarto.
-Parece ser que no le preocupa.
-Tiene razón. En cierto modo, disfruto. A mi edad resulta divertido que ocurran
cosas extrañas, inexplicables y misteriosas. Claro que… -se quedó pensativa un
momento-. No; no creo que me guste. Bien, tendremos que admitir que la
muñeca se toma muchas libertades, ¿no le parece?
Aquella noche Sybil y Alicia volvieron a cerrar con llave la puerta.
-Sigo creyendo que alguien se divierte con esta clase de bromas -afirmó decidida
Sybil-. Si bien no comprendo por qué…
Alice la interrumpió al preguntarle:
-¿Cree que volveremos a encontrarla mañana sentada al pupitre?
-Me temo que así sea.
Se equivocaron. La muñeca no estaba al pupitre, pero sí en el alféizar de la
ventana, mirando la calle. Y de nuevo les sorprendió la extraordinaria
naturalidad de su posición.
-¡Qué cosa más ridícula! -comentó Alicia mientras tomaban una taza de té
aquella tarde.
Las dos mujeres habían estado de acuerdo en tomar el té en la salita del
despacho de Alicia, en vez de hacerlo como siempre, en el probador.
-¿Ridículo en qué sentido?
-Me refiero a esa tonta preocupación que nos embarga, sólo porque una muñeca
cambia de posición y lugar.
Pero si hasta entonces los movimientos de la muñeca parecían realizarse de
noche, días después también se observaban a cualquier hora. Así, cada vez que
entraban en el probador, aunque hubieran estado ausentes unos minutos, la
encontraban en distinta postura o sitio. A veces quedaba en el sofá y aparecía en
una silla, otras en el alféizar, o bien junto al pupitre.
-Se traslada a su antojo -dijo Alicia-. Y creo, Sybil, que eso la divierte.
Las dos mujeres miraban la figura inerte y fláccida de blando terciopelo, con su
cara de seda pintada.
-Sólo unos trozos de terciopelo, seda y algo de pintura, eso es lo que es -comentó
Alicia-. Podríamos… bueno, creo que podríamos deshacernos de ella.
-¿Cómo?
-Pongámosla en el fuego. Sería una ceremonia semejante a la cremación de una
bruja. También podemos tirarla al cubo de la basura.
-Lo último no daría resultado. Seguro que alguien la sacaría para devolvérnosla.
-¿Y si la enviásemos a una de esas sociedades que tantas veces nos piden cosas
para sus tómbolas o subastas? Me parece que ésta sería una buena idea.
-No sé… no sé… -Sybil denotaba duda y preocupación-. Tampoco me ofrece
confianza.
-¿Por qué?
-Temo que volvería.
-¿Que volvería con nosotras?
-Sí.
-¿Quiere usted decir que haría lo mismo que una paloma mensajera?
-Sí.
-¿No estaremos perdiendo la cabeza? -preguntó Alicia-. Quizá sí, quizá yo me he
chiflado y usted se divierte a costa mía.
-No, no eso no. Sin embargo, me siento presa de una desagradable sensación,
como si ella fuera demasiado fuerte para nosotras.
-¿Qué dice? ¿Esa masa de harapos?
-Sí, esa horrible masa fláccida de harapos. ¿No lo ve? ¡Es tan decidida!
-¿Decidida?
-Hace lo que le da la gana. Se comporta como si esta habitación le perteneciera
en exclusiva.
-Sí -dijo Alicia, mirando a su alrededor-. En realidad, siempre ha sido su
habitación. Se me ocurrió que hacía juego con los colores que predominan -y
añadió con mayor viveza-: Pero resulta absurdo que una muñeca se adueñe de
una estancia. Y lo malo no es eso; lo malo es que la señora Graves se niega a
entrar para hacer la limpieza.
-¿Se niega porque le asusta la muñeca?
-No. Simplemente da una u otra excusa -en su voz había pánico al continuar-:
¿Qué haremos, Sybil? ¡Acabara conmigo! No he logrado diseñar nada desde hace
varias semanas.
-¡Oh! Yo tampoco logro fijar la mente cuando trabajo -confesó Sybil-. Y eso hace
que cometa errores imperdonables. Quizá… -dudó un momento antes de
proseguir-, quizá la idea de escribir al centro de investigación psíquica fuese una
solución.
-¡Nos creerían un par de locas! -exclamó Alicia-. No lo dije en serio. No;
decididamente, no. Seguiremos así hasta que…
-¿Hasta qué…?
-¡Oh, no lo sé! -la risa de Alicia sonó insegura.
Al día siguiente Sybil encontró la puerta del probador cerrada con llave.
-Señorita Coombe, ¿tiene la llave? ¿La cerró usted anoche?
-Sí, la cerré y ya va a permanecer así.
-¿Qué quiere usted decir?
-Sencillamente: que renuncio a esa habitación. ¡Que se la quede la muñeca! No
necesitamos esa estancia. Probaremos aquí.
-Pero esta es su salita despacho.
-No importa.
-¿De veras no entrará más en el probador? -preguntó Sybil incrédula.
-¡Exacto!
-Pero, ¿y la limpieza? Se pondrá horrible de suciedad.
-¡Qué se ponga! Si el probador se ha convertido en lugar privado de una muñeca,
pues… ¡para ella! Eso sí, que limpie la habitación -y añadió-: Nos odia, ¿no lo
sabe?
-¿Qué dice? -preguntó asombrada Sybil-. ¿Qué la muñeca nos odia?
-Sí. ¿No se ha percatado de ello al mirarla?
-Creo que sí -comentó pensativa, Sybil-. Creo que sí lo advertí. Hace mucho
tiempo que tengo la sensación de que nos odia y quiere echarnos de allí.
-Es muy cruel -aseguró Alicia-. Bueno, desde ahora podrá vivir satisfecha.
Durante algunos días hubo paz en el taller de modistas. Alicia explicó al resto del
personal que había renunciado temporalmente al probador, pues eran
demasiadas habitaciones para limpiar todos los días.
Eso no evitó que aquella misma tarde una de las obreras dijese a otra
compañera:
-Realmente está ida la señorita Coombe. Siempre me pareció algo rara; sobre
todo cuando pierde las cosas y las olvida. Ahora se pasa de la raya. ¡Mira que
tenerle ojeriza a la muñeca!
-¿No temes que se vuelva loca -preguntó la otra-, y un mal día nos apuñale, o
intente algo parecido?
Alicia, que las oyó, se sentó indignada en su silla. «¿Qué yo estoy ida?» -se
preguntó-. Luego, furiosa, dijo en voz alta:
-En realidad, si no fuera por Sybil, creería que es verdad. Ella y la señora Groves
temen, como yo, que hay algo en la muñeca.
Tres semanas más tarde Sybil dijo a Alicia:
-Es necesario que entremos en el probador.
-¿Para qué?
-Debe hallarse muy sucio. Además, las polillas atacarán cuanto hay allí dentro.
Sería mejor barrer y quitar el polvo, y luego cerrar de nuevo.
-Prefiero que siga como está antes de entrar otra vez.
-Es usted más supersticiosa que yo -dijo Sybil.
-Eso parece -contestó Alicia-. En cierto modo, al principio me divertía. Sin
embargo, bien se ve que soy más crédula que usted. Realmente estoy asustada,
y prefiero no entrar en esa habitación.
-En tal caso, entraré sola -afirmó Sybil.
-Muy bien. Pero confiese que lo hace por simple curiosidad.
-Tiene usted razón. Me siento curiosa. Quiero ver qué ha hecho la muñeca.
-Sería mejor no molestarla. Desde que la dejamos sola parece estar satisfecha.
¿Para qué perturbar su tranquilidad? -Alicia suspiró hondamente-. ¡Qué
bobadas decimos!
-¿Seguro que son bobadas? En todo caso es ella quien nos obliga a decirlas. Y…
¡déme la llave!
-¡Está bien; está bien!
-¿Teme que salga de la habitación o algo parecido? Si es capaz de eso, también
podría atravesar puertas y ventanas.
Sybil abrió el probador.
-¡Qué cosa más extraña! -dijo.
-¿Qué pasa? -preguntó Alicia, mirando por encima del hombro de Sybil.
-Apenas hay polvo. Y, lógicamente, después de tan tiempo tendría que haberlo.
-Sí, es raro.
-¡Mírela! -invitó Sybil.
La muñeca se hallaba en el sofá. En vez de fláccida, aparecía erguida con un cojín
detrás de ella, mostrando ese aire inconfundible de quien se sabe dueña y señora
de su casa. Por su actitud, cualquiera hubiese creído que esperaba visita.
-Ya lo ve -dijo Alicia-. Parece encontrarse en su hogar. Casi siento la necesidad
de pedir excusas.
-Vámonos.
Sybil volvió a cerrar la puerta.
Las dos mujeres se miraron, visiblemente temerosas.
-Me gustaría saber por qué nos asusta tanto -dijo Alicia.
-¡Cielos! ¿y quién no se asustaría? -preguntó la otra.
-Bueno, pero después de todo, ¿qué es lo que sucede? ¡Nada; absolutamente
nada! Sólo se trata de una especie de marioneta que se mueve a su antojo por la
habitación.
-¿Y si no es ella? ¿Y si fuera obra de un prestidigitador?
-¡Quién lo sabe!
-No, seguro que no es eso. Es… la muñeca.
-¿Está segura de que ignora su procedencia, señorita Coombe?
-No tengo ni la menor idea. Y cuanto más lo pienso, más me afianzo en la creencia
de que ni la compré ni me la regalaron. Para mí, es que vino sola.
-¿Y se irá algún día del mismo modo que vino?
-¿Por qué ha de irse? Ha logrado cuanto deseaba.
Sin embargo, la muñeca no debía de haber conseguido cuanto deseaba. Pues, al
día siguiente, Sybil, al entrar en el salón de exposiciones, se quedó con la boca
abierta. Luego gritó por el hueco de las escaleras.
-¡Señorita Coombe! ¡Señorita Coombe; baje en seguida!
-¿Qué ocurre?
Alicia, que se había levantado tarde, descendió cojeando pues sentía dolor
reumático en la rodilla derecha.
-¿Qué pasa, Sybil?
-¡Véalo usted misma!
Desde el umbral del salón, Alicia contempló la muñeca, que aparecía sentada en
un sillón, tranquilamente apoyada contra el brazo del mismo.
-Ha salido -susurró Sybil-. Se ha salido del probador. Seguro que ahora quiere
adueñarse de este salón.
Alicia se sentó junto a la puerta.
-No me extrañaría que piense en quedarse con todas las dependencias.
-Podría ser -dijo Sybil.
-¡Desagradable y perversa muñeca! -gritó Alicia-. ¿Por qué nos fastidias? ¡No te
queremos!
Tanto ella como Sybil creyeron percibir que se movía. Fue algo parecido a un
relajamiento de sus miembros de trapo. El largo brazo que descansaba en el sofá,
medio le ocultaba el rostro, como si las observase astuta y maliciosamente.
-¡Criatura horrible! -volvió a gritar Alicia-. ¡No puedo soportarte! ¡No puedo
soportarte más!
Su acción sorprendió a Sybil. Corrió al interior de la estancia, cogió la muñeca,
se fue a la ventana, la abrió y tiró el manojo de trapos a la calle.
Sybil, asustada, no pudo reprimir un grito:
-¡Alicia! ¿Qué ha hecho? Estoy segura de que no debió hacerlo.
Luego se unió a ella en la ventana. Sobre el pavimento, la muñeca yacía boca
abajo.
-¡La ha matado! -dijo entrecortadamente Sybil.
-¡No sea absurda! ¿Cómo puedo matar una cosa de terciopelo y seda?
-Es horriblemente real -murmuró Sybil.
-¡Cielos! Aquella niña…
Una niña de corta edad, mal vestida, se paró junto a la muñeca en la acera. Miró
arriba y abajo de la calle, que apenas tenía tránsito en aquella hora de la mañana,
si bien pasaban algunos coches; luego, como satisfecha de su inspección, recogió
la muñeca y echó a correr.
-¡Párate! ¡Párate! -gritó Alicia.
Ésta se volvió a Sybil.
-¡Esa niña no debe llevarse la muñeca! ¡No debe! Esa muñeca es peligrosa…
Tenemos que evitarlo.
En aquel momento tres taxis circulaban por una dirección y dos camiones por la
otra. La niña tuvo que detenerse en una isla en el centro de la calzada. Sybil bajó
presurosa las escaleras, seguida de Alicia. Sortearon un par de vehículos, y, al
fin, llegaron a la isla antes de que la niña cruzase al lado opuesto.
-No puedes llevarte esa muñeca -dijo Alicia-. Devuélvemela.
La niña, delgada, de unos ocho años y algo bizca, la miró desafiadora.
-¿Por qué tengo que dársela? Usted la tiró por la ventana, ¿no? Yo vi cómo lo
hacía. Si usted la tiró por la ventana es que no la quiere. ¡Ahora es mía!
-Te compraré otra -ofreció Alicia-. Iremos a la tienda de juguetes que tú digas, y
te compraré la mejor muñeca que tengan. Pero devuélveme ésta.
-¡No!
La niña estrechó protectoramente en sus brazos a la muñeca de terciopelo.
-Tienes que devolvérsela -dijo Sybil-. No es tuya.
Quiso arrebatársela, pero la pequeña dio una patada en el suelo, y les gritó:
-¡No! ¡No! ¡No! Es bien mía. La quiero. Ustedes no la quieren. La odian. Si no la
odiaran no la hubieran tirado por la ventana. Yo la quiero, y eso es lo que ella
necesita; que la amen.
Luego se deslizó como una anguila entre los vehículos y cruzó la calle, siguió por
una callejuela, y desapareció antes de que las dos mujeres se atreviesen a cruzar.
-Se ha ido -exclamó Alicia desalentada.
-La muñeca necesita que la amen -repitió Sybil.
-Puede que sea verdad. Quizá sea cuanto quiso la pobre; ser amada.
En el centro de una calle londinense, dos mujeres se miraron asustadas.
FIN
“The
Dressmaker’s
Double Sin and Other Stories, 1961
Doll”,
Un escándalo en Bohemia
[Cuento - Texto completo.]
Arthur Conan Doyle
Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez he oído que la mencione
por otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa al resto del sexo débil. No es que haya
sentido por Irene Adler una emoción que pueda compararse al amor. Todas las
emociones, y ésa particularmente, son opuestas a su mente fría, precisa, pero
admirablemente equilibrada. Es, puedo asegurarlo, la máquina de observación
y razonamiento más perfecta que el mundo ha visto; pero como amante, como
enamorado, Sherlock Holmes había estado en una posición completamente
falsa. Jamás hablaba de las pasiones, aun de las más suaves, sin un dejo de burla
y desprecio. Eran cosas admirables para el observador… excelentes para
recorrer el velo de los motivos y acciones de los hombres. Pero para el
razonador preparado, admitir tales intromisiones en su propio temperamento,
cuidadosamente ajustado, era introducir un factor que distraería y
descompensaría todos los delicados resultados mentales. Una basura en un
instrumento sensitivo o una grieta en un lente finísimo, no habría sido más
perjudicial que una emoción intensa en una naturaleza como la suya. Y, sin
embargo, para él no hubo más que una mujer, y esa mujer fue la difunta Irene
Adler, de dudosa y turbia memoria.
Había visto poco a Holmes últimamente. Mi matrimonio nos había alejado. Mi
propia felicidad y los intereses domésticos que surgén alrededor del hombre
que se encuentra por primera vez convertido en amo y señor de su casa, eran
suficientes para absorber toda mi atención; mientras que Holmes, que odiaba
cualquier forma de sociedad con toda su alma de bohemio, permaneció en
nuestras habitaciones de Baker Street, sumergido entre sus viejos libros y
alternando, de semana en semana, entre la cocaína con la ambición, la
somnolencia de la droga con la feroz energía de su propia naturaleza inquieta.
Continuaba, como siempre, profundamente interesado en el estudio del crimen
y ocupando sus inmensas facultades y sus extraordinarios poderes de
observación en seguir las pistas y aclarar los misterios que habían sido
abandonados por la policía oficial, como casos desesperados. De vez en cuando
escuchaba algún vago relato de sus hazañas: su intervención en el caso del
asesinato Trepoff, en Odessa; su solución en la singular tragedia de los hermanos
Atkinson, en Trincomalee, y, finalmente, en la misión que había realizado, con
tanto éxito, para la familia reinante de Holanda. Sin embargo, más allá de estas
muestras de actividad, que me concretaba a compartir con todos los lectores de
la prensa diaria, sabía muy poco de mi antiguo amigo y compañero.
Una noche -fue el 20 de marzo de 1888- volvía de visitar a un paciente (había
vuelto al ejercicio de mi profesión como médico civil), cuando mi recorrido de
regreso a casa me obligó a pasar por Baker Street. Al pasar por aquella puerta
tan familiar para mí, que siempre estará asociada en mi mente a la época de mi
noviazgo y a los oscuros incidentes del Estudio en escarlata, me sentí invadido
por un intenso deseo de ver a Holmes y de saber cómo estaba empleando, ahora,
sus extraordinarias facultades. Sus habitaciones estaban brillantemente
iluminadas. Al levantar la mirada hacia ellas, noté su figura alta y esbelta pasar
dos veces, convertida en negra silueta, cerca de la cortina. Estaba recorriendo la
habitación rápida, ansiosamente, con la cabeza sumida en el pecho y las manos
unidas a la espalda. Para mí, que conocía a fondo cada uno de sus hábitos y de
sus estados de ánimo, su actitud y su comportamiento eran reveladores. Estaba
trabajando de nuevo. Se había sacudido de sus ensueños toxicómanos y estaba
sobre la pista candente de algún nuevo caso. Toqué la campanilla y fui conducido
a la sala que por tanto tiempo compartí con Sherlock.
No fue muy efusivo. Rara vez lo era; pero creo que se alegró de verme. Casi sin
decir palabra, aunque con los ojos brillándole bondadosamente, me indicó un
sillón, me arrojó su cajetilla de cigarrillos y señaló hacia una botella de whisky y
un sifón que había encima de una cómoda. Entonces se puso de pie frente al
fuego y me miró con el detenimiento tan peculiar de él.
-El matrimonio le sienta bien -me dijo-. Creo, Watson, que ha aumentado unas
siete libras y media desde que no nos vemos.
-Siete -contesté yo.
-Debí haber pensado un poco más antes de decir eso… Y veo que está ejerciendo
de nuevo. No me había dicho que intentaba dedicarse a su profesión.
-Entonces, ¿cómo lo sabe?
-Lo veo, lo deduzco. ¿Como sé que se ha estado exponiendo mucho a la lluvia
últimamente y que tiene una criada torpe y descuidada?
-Mi querido Holmes -protesté yo-, esto es demasiado. Si hubiera vivido hace
unos siglos, habría muerto en la hoguera por brujería. Es cierto que el jueves salí
a dar un paseo por el campo y llegué a casa empapado; pero me he cambiado de
ropa y no puedo imaginarme cómo deduce esto. En cuanto a Mary Jane, es
incorregible y mi esposa la ha despedido; tampoco imagino cómo logró
adivinarlo.
Holmes sonrió para sí y se frotó las manos largas y nerviosas.
-Es la simplicidad misma. Mis ojos me dicen que en la parte exterior de su zapato
izquierdo, exactamente donde alumbra mejor la luz, la piel está raspada
toscamente en seis lugares, trazando rayas paralelas. Obviamente esto ha sido
causado por alguien que trató de quitar el lodo que cubría el zapato, pero lo hizo
con positiva torpeza, sin cuidado alguno. De ahí mi doble deducción de que se
expuso a la lluvia y de que tiene un espécimen en particular incompetente de la
maligna servidumbre londinense. En cuanto al ejercicio de su profesión, si un
caballero entra en esta habitación oliendo a yodoformo, con una mancha negra
de nitrato de plata en el índice derecho y una prominencia a un lado del
sombrero de copa, mostrando dónde ha escondido su estetoscopio, necesitaría
ser muy tonto para no declararlo miembro activo de la profesión médica.
Pude evitar echarme a reír por la facilidad con que explicaba sus deducciones.
-Cuando le oigo exponer sus razonamientos -comenté-, la cuestión me parece
siempre tan ridículamente simple, que me siento seguro de que podría haber
hecho fácilmente las mismas deducciones que usted. Sin embargo, a cada nuevo
caso que se me presenta de sus aparentemente extraños poderes, me siento
desconcertado hasta que me explica el proceso que siguió. Y no obstante, creo
tener tan buenos ojos como usted.
-Es posible -contestó encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón-.
Usted ve, pero no observa. La distinción es perfectamente clara. Por ejemplo,
usted ha visto con frecuencia la escalera que conduce del vestíbulo a esta
habitación.
-Ciertamente.
-¿Cuántas veces?
-Bueno, varios centenares de ocasiones.
-Entonces, podrá decirme cuántos hay.
-¿Cuántos escalones? No sé.
-¿Ahora comprende? Usted no ha observado, a pesar de haber visto. Eso es lo
que quería decirle. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete escalones, porque he
visto y he observado. Por cierto, ya que está interesado en estos problemitas y
que ha sido lo bastante amable como para publicar una o dos de mis
experiencias, quizá le guste ver esto -me entregó una hoja de papel grueso, de
un suave tono sonrosado, que había estado hasta entonces sobre la mesa-. Me
llegó en el correo de la tarde. Léala en voz alta.
La nota no tenía fecha, ni firma, ni domicilio del remitente. Decía:
Visitará a usted esta noche, faltando un cuarto para las ocho, un caballero que
desea consultar a usted sobre un asunto de extrema importancia. Sus recientes
servicios a una de las casas reales de Europa ha demostrado que es usted
persona a quien puede confiarse asunto de tal importancia, que nada de lo que
se dijera al respecto resultaría exagerado. Estos datos de usted de todas partes
hemos recibido. Procure, por tanto, estar en su casa a esa hora, y no se sorprenda
si su visitante se presenta enmascarado.
-Este es un asunto realmente misterioso -comenté-. ¿Qué cree que puede
significar?
-No tengo datos todavía. Es un error capital tratar de formular teorías antes de
tener datos. Insensiblemente, uno empieza a retorcer los hechos para que se
adapten a las teorías, en lugar de que las teorías se adapten a los hechos. Pero,
¿qué deduce de la nota misma?
Examiné con cuidado la escritura y el papel que habían usado para escribir.
-El hombre que la escribió está en buenas condiciones económicas -comenté
tratando de imitar el raciocinio de mi compañero-. Este papel no puede
adquirirse por menos de media corona el paquete. Es peculiarmente grueso y
resistente.
-Peculiar… ésa es la palabra exacta -dijo Holmes-. No es papel inglés. Colóquelo
contra la luz.
Lo hice y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúsculas con
una t minúscula, marcadas en la superficie del papel.
-¿Qué deduce de esto? -preguntó Holmes.
-Es el nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma.
-De ningún modo. La G mayúscula con la t minúscula significan Gesellschaft, que
es el equivalente en alemán de Compañía. Es la abreviatura acostumbrada,
equivalente a nuestra Cía. La P, desde luego, significa Papier. Ahora veamos lo
de la Eg. Consultemos nuestra Guía continental -bajó un pesado volumen
marrón de uno de los anaqueles-. Eglow, Eglonitz… aquí estamos, Egria. Es un
país en que hablan alemán… en Bohemia, no lejos de Carlsbad. “Notable por
haber sido la escena de la muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas
de vidrio y de papel.” ¡Ja! ¡Ja! ¿Qué le parece eso, hijo mío? -sus ojos brillaban y
arrojó una gran nube azulosa de su cigarrillo.
-El papel fue hecho en Bohemia -exclamé.
-Precisamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. Note la construcción
un poco forzada de esa frase: “Estos datos de usted de todas partes hemos
recibido”. Un francés o un ruso no hubiera escrito así. Es el alemán quien cambia
la construcción de las frases en esa forma. Sólo queda, por tanto, descubrir qué
desea este alemán que escribe en papel bohemio y que prefiere usar una
máscara a mostrar su rostro. Y aquí viene, si no me equivoco, a resolver todas
nuestras dudas.
Se escuchó el ruido claro de las herraduras de los caballos y el rozar de las
ruedas sobre el pavimento, seguidos por el llamado brusco de la campanilla.
Holmes silbó.
-Son dos caballos, lo deduzco por el ruido de las pisadas -dijo-. Sí -continuó,
asomándose por la ventana-. Es un elegante carruaje con dos verdaderos
ejemplares equinos. Cuando menos de ciento cincuenta guineas cada uno. En
este caso hay dinero, Watson, a falta de otra cosa.
-Creo que será mejor que me vaya, Holmes.
-De ningún modo, doctor. Quédese donde está.
Esto promete ser interesante. Sería una lástima que se lo perdiera.
-Pero… un cliente…
-No se preocupe por él. Quizá yo necesite su ayuda, o quizás él mismo la requiera.
Aquí viene. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos toda su atención.
Unos pasos lentos y pesados, que se habían escuchado en las escaleras y en el
corredor, se detuvieron exactamente frente a nuestra puerta. Entonces se
escuchó un llamado brusco e imperativo.
-¡Pase! -ordenó Holmes.
Entró un hombre que difícilmente medía menos de dos metros de estatura, con
el pecho y las extremidades de un Hércules. Su apariencia era la de un personaje
rico, con una ostentación que en Inglaterra se habría considerado muy cercana
al mal gusto. Gruesas bandas de astracán atravesaban las mangas y el frente de
su gabán cruzado, mientras que su gran capa de un paño azul índigo, estaba
ribeteada y forrada con seda de color rojo subido. La aseguraba a su cuello con
un broche que tenía una solitaria y gigantesca aguamarina. Las elegantes botas
que se extendían hasta la mitad de la pantorrilla, completaban la impresión de
bárbara opulencia que sugería toda su apariencia. Llevaba en la mano un
sombrero de ala ancha y su rostro estaba casi oculto tras una gran máscara
negra, en forma de antifaz, que parecía haberse colocado en aquel momento,
pues, al entrar, todavía tenía levantada la mano hacia la máscara. La parte
inferior de la cara, que quedaba al descubierto, revelaba un hombre de carácter
fuerte, con labios gruesos y prominentes, y una barbilla larga y puntiaguda que
sugería una resolución rayana en la necedad.
-¿Recibió usted mi nota? -preguntó con voz áspera y profunda y con acento
alemán muy marcado-. En ella le avisaba que vendría.
Nos miró a los dos, sin saber a quién dirigirse.
-Le suplico que tome asiento -dijo Holmes-. Éste es mi amigo el doctor Watson,
quien en algunas ocasiones ha tenido la bondad de ayudarme a solucionar mis
casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?
-Habla usted con el conde Von Kramm, un noble bohemio. Tengo entendido que
este caballero, su amigo, es un hombre de honor y discreción, en cuya presencia
puedo hablar sobre un asunto de la más grande importancia. Si no, preferiría
hablar a solas con usted.
Me levanté para irme, pero Holmes me tomó del brazo y me obligó a volver a
instalarme en el sillón.
-Los dos o ninguno -dijo-. Puede usted decir ante este caballero cualquier cosa
que pueda decirme a mí.
El conde encogió sus anchos hombros.
-Entonces empezaré por suplicar a ustedes absoluto silencio respecto al asunto
que me trae aquí, dentro de los dos próximos años. Al final de ese tiempo, el
asunto ya no tendrá importancia. Por el momento debo señalar que no es
exagerado afirmar que la cuestión es de tal magnitud que podría influir en la
historia europea.
-Prometo discreción -aseguró Holmes.
-Y yo también.
-Ustedes perdonarán esta máscara -continuó nuestro extraño visitante-. La
augusta persona que me emplea desea que su agente sea desconocido para
ustedes, y debo confesarles que el título que yo mismo me he dado hace un
momento no es precisamente el mío.
-Lo comprendí, desde luego -dijo Holmes secamente.
-Las circunstancias son muy delicadas y deben tomarse todas las precauciones
para evitar lo que amenaza ser un inminente escándalo y que podría
comprometer seriamente a una de las familias reinantes de Europa. Para hablar
francamente, el asunto gira en torno de la gran Casa de Ormstein, soberanos de
Bohemia por generaciones.
-También me di cuenta de eso -murmuró Holmes, sumiéndose en su sillón y
cerrando los ojos.
Nuestro visitante miró, sorprendido, la figura lánguida y perezosa del hombre
que le había sido descrito como el razonador más genial y el agente investigador
más activo de Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y miró con impaciencia
a su cliente.
-Si Su Majestad tiene la bondad de explicarme su problema, podré aconsejarle
mejor.
El hombre se levantó de su silla de un salto y empezó a recorrer la habitación de
un lado a otro, con muestras de agitación incontrolable. Entonces, con un gesto
de desesperación, se arrancó la máscara del rostro y la arrojó al suelo.
-Tiene razón -gritó-, soy el rey. ¿Para qué tratar de ocultarlo?
-Es cierto, ¿para qué? -murmuró Holmes-. Su Majestad no había hablado aún y
yo ya sabía que me estaba dirigiendo a Wilhelm Gottsreich Sigismond von
Ormstein, gran duque de Cassel-Felstein y rey de Bohemia por herencia.
-Debe comprender -dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y
pasando la mano sobre su ancha y blanca frente-, debe comprender que no estoy
acostumbrado a hacer estos negocios personalmente. Sin embargo, el asunto era
tan delicado que no quise confiarlo a un agente. Eso habría significado quedar a
su merced. He venido de incógnito, desde Praga, con el objeto de consultarle a
usted.
-Entonces, le suplico que haga su consulta -dijo Holmes, cerrando los ojos una
vez más.
-Los hechos, en concreto, son los siguientes: hace unos cinco años, durante una
prolongada visita a Varsovia, trabé conocimiento con la bien conocida
aventurera Irene Adler. El nombre es, sin duda alguna, familiar para usted.
-Tenga la bondad de ver qué dice mi índice sobre ella, doctor -murmuró Holmes
sin abrir los ojos. Durante muchos años había adoptado el sistema de anotar
todos los párrafos referentes a hombres y cosas que se publicaban en los
periódicos, de tal modo que era difícil mencionar un tema o a una persona sin
que él pudiera contar de inmediato con información al respecto. En este caso,
encontré la biografía de la mujer entre la de un rabí hebreo y la de un marino
que había escrito una monografía sobre los peces que habitan en los mares
profundos.
-¡Déjeme ver! -exclamó Holmes-. ¡Hum! Nació en Nueva Jersey en el año de 1858.
Contralto… ¡hum! La Scala… ¡hum! Prima donna de la Opera Imperial de
Varsovia… ¡sí! Retirada de la escena… ¡ajá! Viviendo en Londres actualmente…
¡eso es! Su Majestad, entiendo, se mezcló con esta joven, le escribió algunas
cartas comprometedoras y ahora está deseoso de recobrar esas cartas.
-Precisamente. Pero ¿cómo…?
-¿Hubo un matrimonio secreto?
-No.
-¿Nada de papeles legales o certificados?
-Ninguno.
-Entonces, no acierto a comprender a Su Majestad. Si esta joven presentara sus
cartas para realizar un chantaje, o con cualquier otro propósito, ¿cómo iba a
probar su autenticidad?
-Por la escritura.
-¡Bah! Falsificada.
-Mi papel privado.
-Robado.
-Mi propio sello.
-Imitado.
-Mi fotografía.
-Comprada.
-Los dos estamos en la fotografía.
-¡Ah, caramba! ¡Eso sí es terrible! Su Majestad cometió una tremenda
indiscreción al fotografiarse así.
-Estaba enamorado… loco.
-Se ha comprometido muy seriamente.
-En aquel entonces era sólo príncipe. Era joven. Aun ahora no tengo más que
treinta años.
-Esa fotografía debe recobrarse.
-Hemos tratado de hacerlo, y hemos fracasado.
-Su Majestad tendrá que pagar. Debe ser comprada.
-Ella no la venderá.
Robada, entonces.
-Se han hecho cinco intentos. En dos ocasiones, ladrones a mi servicio han
registrado su casa. Una vez le robamos el equipaje cuando iba de viaje. Dos veces
la han registrado mujeres pagadas por mí. Sin resultado.
-¿No hay rastros del retrato?
-Absolutamente ninguno.
Holmes se echó a reír.
-Es un problemita bastante complicado -dijo.
-Y muy serio para mí -contestó el rey en tono de reproche.
-Mucho, realmente. ¿Y qué se propone hacer con la fotografía?
-Arruinarme.
-Pero, ¿cómo?
-Estoy a punto de casarme.
-Eso he sabido.
-Con Clotilde Lothman von Saxe-Meiningen, hija segunda del rey de
Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella
misma es la personificación de la delicadeza. Una sombra de duda en cuanto a
mi conducta, pondría fin a nuestro compromiso matrimonial.
-¿E Irene Adler?
-Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé muy bien que lo hará. Usted
no la conoce, pero tiene un alma de acero. Tiene el rostro de la más hermosa de
las mujeres y la mente del más resuelto de los hombres. Para evitar que yo me
case con otra mujer, no hay extremos a los que ella no sea capaz de ir… no los
hay.
-¿Está seguro de que no la ha enviado todavía?
-Estoy seguro.
-¿Por qué?
-Porque me dijo que la enviaría el día que el matrimonio fuera proclamado
públicamente. Eso será el próximo lunes.
-¡Oh!, entonces nos quedan tres días aún -dijo Holmes con un bostezo-. Es una
gran fortuna, pues tengo uno o dos asuntos de importancia que atender por el
momento. Su Majestad, desde luego, pasará unos días en Londres, ¿no?
-Ciertamente. Me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde Von
Kramm.
-Entonces lo visitaré para notificarle sobre el progreso de nuestras
indagaciones.
-Le ruego que lo haga. Vivo invadido por la ansiedad.
-¿Y qué me dice respecto al dinero?
-Tiene usted carte blanche.1
-¿Absolutamente?
-Le aseguro que le daría una de las provincias de mi reino por esa fotografía.
-¿Y en lo que se refiere a los gastos de momento?
El rey sacó una pesada bolsa de cuero del interior de su gabán y la colocó sobre
la mesa.
-Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes -dijo.
Holmes extendió un recibo por la cantidad en una hoja de papel y se lo entregó.
-¿Sabe usted cuál es el domicilio de la dama? -preguntó.
-Es Briony Lodge, Serpentine Avenue, St. John’s Wood.
Holmes tomó nota de aquellos datos.
-Otra pregunta -dijo con aspecto pensativo-. ¿Era de cuerpo entero la fotografía?
-Entonces, buenas noches, Su Majestad. Confío en que pronto tendremos buenas
noticias para usted. Y buenas noches, Watson -añadió mientras el carruaje real
se alejaba estrepitosamente-. Si tiene la bondad de visitarme mañana por la
tarde, a las tres en punto, tendré mucho gusto en discutir este asunto con usted.
II
A las tres en punto del día siguiente estaba yo en la casa de Baker Street, pero
Holmes no había vuelto aún. La patrona me informó que había salido de la casa
poco después de las ocho de la mañana. Me senté cerca del fuego, sin embargo,
con intención de esperarlo por mucho que tardara en volver. El nuevo caso había
despertado profundamente mi interés, porque aun cuando no estaba rodeado
de la tragedia y de los aspectos extraños de los dos crímenes en que yo había
intervenido antes, la naturaleza del caso y la importancia de su cliente le daban
un interés especial a mis ojos. Además, aparte de la naturaleza de la
investigación que mi amigo tenía a mano, había algo tan maravilloso en su
magistral dominio de las situaciones y en su agudo e incisivo razonamiento, que
para mí era un placer poder estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos
rápidos y sutiles por medio de los cuales desentrañaba los más confusos
misterios. Tan acostumbrado estaba yo a su éxito invariable, que la simple
posibilidad de un fracaso me resultaba inconcebible.
Fue cerca de las cuatro de la tarde cuando se abrió la puerta y entró en la
habitación un mozo de caballerizas, sucio, barbudo, con aspecto alcohólico,
rostro abotagado y ropas destrozadas. Aunque estaba acostumbrado a la
extraordinaria habilidad de mi amigo para disfrazarse, tuve que mirarlo tres
veces antes de estar seguro de que era él realmente. Moviendo la cabeza a modo
de saludo, desapareció por la puerta que conducía a la alcoba y salió cinco
minutos después, ya cuidadosamente arreglado y limpio, y como siempre,
vestido con su traje de casimir. Se metió las manos en los bolsillos, extendió las
piernas frente a la hoguera y se echó a reír alegremente durante varios minutos.
De vez en cuando lanzaba alguna exclamación ininteligible, para después
continuar riendo como un loco, hasta que quedó inmóvil, exhausto, sobre la silla.
-¿De qué se ríe?
-De una cosa graciosa. Estoy seguro de que usted no podría nunca adivinar cómo
empleé la mañana o qué terminé por hacer.
-No puedo imaginarlo. Supongo que ha estado vigilando los hábitos y,
probablemente, la casa de la señorita Irene Adler.
-Exactamente, pero me ocurrieron cosas en verdad extraordinarias. Salí de la
casa poco después de las ocho de la mañana, disfrazado como mozo de
caballeriza, sin trabajo. Hay una maravillosa simpatía y camaradería entre los
miembros de esta profesión. Pronto encontré Briony Lodge. Es una villa amplia,
con un jardín en la parte posterior, con una gran estancia a la derecha, muy bien
amueblada, con largas ventanas que llegan casi hasta el suelo, aseguradas con
esos aldabones ingleses que hasta un niño puede abrir. A más de eso no era un
edificio nada notable. Observé que se podía entrar a una de las ventanas por el
techo de la caballeriza. Di varias vueltas alrededor de la casa y la examiné desde
todos los ángulos, pero sin notar ninguna otra cosa que despertara mi interés.
“Estuve vagando por la calle un rato y me fui acercando hasta el lado del jardín,
en tanto que los mozos atendían a los caballos. Me presté a ayudarlos y recibí
como compensación dos peniques, un vaso de vino, un poco de tabaco corriente
y toda la información deseable acerca de la señorita Adler, para no decir nada
de media docena más de personas del barrio, en quienes no tengo el más mínimo
interés, pero cuyas biografías fui obligado a escuchar.”
-¿Y qué me dice de Irene Adler? -pregunté.
-¡Oh!, ha vuelto locos a todos los hombres de esa parte de la ciudad. Es la
muchacha más bonita que hay en este planeta, en opinión de los mozos. Vive
tranquilamente, canta en conciertos, sale a pasear todos los días a las cinco y
vuelve a cenar exactamente a las siete. Raras ocasiones sale a otra hora, excepto
cuando canta. Tiene un solo visitante masculino, aunque es un visitante muy
constante. Es un tipo alto, guapo y atrevido; nunca la visita menos de una vez al
día y a veces lo hace dos. Es un tal señor Godfrey Norton. ¿Ve la ventaja de ser el
confidente de un cochero? Mis amigos improvisados lo han llevado varias veces
a su casa en Inner Temple y saben todo lo que se puede saber respecto a él.
Mientras escuchaba todo esto, yo pensaba en mi plan de campaña.
“Este Godfrey Norton es evidentemente un factor importante en el asunto. Supe
que era abogado. No pude menos de preguntarme qué relación existía entre
ellos y cuál era el objeto de sus frecuentes visitas. ¿Era Irene su cliente, su amiga
o su amante? En el primer caso, probablemente le había entregado la fotografía
a él, para que se la guardara. Si era lo último, resultaba menos probable. Y de
esta cuestión dependía que continuara trabajando en Briony Lodge o que
volviera mi atención a las habitaciones de este caballero en el Temple; era un
punto delicado y ampliaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le
estoy aburriendo con estos detalles, pero tengo que explicarle estas pequeñas
dificultades para que comprenda la situación.”
-Le escucho con gran interés -contesté.
-Estaba todavía estudiando mentalmente la cuestión, cuando un coche se detuvo
frente a Briony Lodge y un caballero descendió de él. Era un hombre
notablemente apuesto, moreno, de facciones regulares y espeso bigote…
evidentemente se trataba del caballero de quien había oído hablar. Parecía tener
mucha prisa. Gritó al cochero que lo esperara y pasó corriendo frente a la
doncella que le abrió la puerta, con la confianza de un hombre que está en su
propia casa.
“Estuvo en el interior de la casa, aproximadamente una hora. Durante este
tiempo pude verlo a través de los cristales de las ventanas que corresponden a
la sala, dando vueltas de un lado a otro y moviendo los brazos como si hablara
con gran excitación. No vi a Irene Adler durante ese tiempo. Por fin salió, con
aspecto más agitado del que traía al llegar. Al subir al coche sacó un reloj de oro
del bolsillo, consultó la hora y gritó con voz desesperada:
“-¡Vámonos como alma que lleva el diablo! Primero a Gross & Hankey, en Regent
Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgeware Road. ¡Media guinea si
logra hacer esto en veinte minutos!
“El coche partió y empezaba a preguntarme si no sería buena idea seguirlo,
cuando salió de la caballeriza de Briony Lodge un carruaje pequeño. El cochero
traía la librea sólo abotonada a medias y la corbata sin arreglar como si hubiera
sido llamado rápidamente. Apenas había llegado el carruaje a la puerta de la
casa, cuando Irene salió bruscamente de ella y subió con igual rapidez al coche.
Sólo la vi un instante, pero bastó para que notara que era una mujer
encantadora, con un rostro por el que cualquier hombre moriría con gusto.
“-¡A la iglesia de Santa Mónica, John! -gritó-. Y te doy medio soberano si llegas en
veinte minutos.
“Aquello se ponía demasiado interesante para que yo me lo perdiera, Watson.
Empezaba a meditar en si debía arriesgarme a ser visto, subiéndome a la parte
posterior de su pequeño carruaje, cuando se acercó por el otro lado de la calle
un coche de alquiler. El cochero me miró con desconfianza, pero yo salté al
interior del carruaje antes de que pudiera protestar.
“-¡A la iglesia de Santa Mónica! -le ordené-. Y medio soberano será suyo si llega
en veinte minutos.
“Faltaban veinticinco minutos para las doce, así que estaba perfectamente claro
lo que se proponían.
“Mi cochero se portó muy bien. No creo que jamás haya conducido a tanta
velocidad, pero los otros ya estaban allí cuando llegamos. El coche y el pequeño
carruaje de Irene se encontraban a la puerta de la iglesia. Pagué al cochero y
entré. No había un alma en el interior, con la excepción de los dos personajes a
quienes venía siguiendo, y el sacerdote que se encontraba frente a ellos. Los tres
formaban un apretado nudo frente al altar. Empecé a caminar lentamente por el
pasillo central de la nave, como cualquier otro vagabundo que se ha metido en
una iglesia a falta de otra cosa que hacer. De pronto, ante mi sorpresa, las tres
personas del altar volvieron su rostro y Godfrey Norton se echó a correr en
dirección a mí.
“-¡Gracias a Dios! -gritó-. Usted nos servira. ¡Venga! ¡Venga!
“-¿Qué quiere de mí? -pregunté.
“-Venga, hombre, venga; es sólo cosa de tres minutos. Si no, no será legal.
“Casi me arrastraron hasta el altar y antes de que me diera cuenta de lo que
estaba haciendo, murmuraba respuestas que me decían al oído y declaraba
cosas de las que no sabía absolutamente nada. Simplemente estaba ayudando a
realizar el acto de unir en matrimonio a Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton,
soltero. Todo fue hecho en un instante y me encontré con una dama dándome
las gracias por un lado, un caballero dándome las gracias por el otro, y el
sacerdote, enfrente de mí, haciéndome una leve caravana. Era la posición más
extraña en que me había encontrado en mi vida, y el pensar en ello fue lo que me
produjo el acceso de risa que sufrí hace un momento. Parece que había cierta
informalidad en su licencia y que el sacerdote se negaba terminantemente a
casarlos sin un testigo. Mi aparición en la iglesia evitó al novio tener que echarse
a correr por las calles en busca de un padrino. La novia me dio un soberano y
pienso usarlo en la cadena de mi reloj, en recuerdo de la ocasión.”
-Las cosas han tomado un curso inesperado -dije yo-, ¿y entonces qué pasó?
Bueno, encontré que mis planes estaban muy seriamente amenazados. Parecía
que la pareja se disponía a partir de inmediato y eso exigía medidas rápidas y
enérgicas de mi parte. En la puerta de la iglesia, sin embargo, se separaron. Él se
dirigió al Temple y ella a su propia casa.
“-Saldré al parque a las cinco, como de costumbre -dijo ella al separarse de su
flamante marido. No oí más. Partieron en diferentes direcciones y yo me marché
para hacer mis propios arreglos.”
-¿Cuáles son? -pregunté.
-Un poco de fiambre y un vaso de cerveza -ordenó Sherlock al ver entrar a la
sirvienta, haciendo caso omiso de mi pregunta-. He estado tan ocupado que no
he tenido tiempo de pensar en comer. Y estaré aún más ocupado esta tarde. Por
cierto, doctor, quiero su cooperación.
-Encantado de servirle.
-¿No le importa faltar a la ley?
-No, en lo más mínimo.
-¿Ni correr el riesgo de ser arrestado?
-No, si es por una buena causa.
-¡Oh, la causa es excelente!
-Entonces soy el hombre que necesita.
-Ya sabía yo que podía contar con usted.
-Pero, ¿qué es lo que desea de mí?
-Cuando la señora Turner haya traído lo que le pedí, me explicaré con más
claridad -dijo. Un momento después entraba nuestra patrona con la frugal
comida ordenada por mi amigo y éste se lanzaba hambriento sobre ella-.
Tendremos que discutir el asunto mientras como, pues no dispongo de mucho
tiempo. Son casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que entrar en acción. La
señorita, o más bien la señora Irene, vuelve a las siete de su paseo. Debemos
estar en Briony Lodge para recibirla.
-¿Y qué haremos entonces?
-Usted debe dejar las cosas en mis manos. Ya he arreglado lo que va a ocurrir
entonces. Hay un solo punto en el que debo insistir. Usted no debe intervenir,
pase lo que pase. ¿Entendido?
-¿Debo ser neutral?
-No debe hacer absolutamente nada. Probablemente habrá algunos incidentes
desagradables. No intervenga en ellos. Los sucesos concluirán en que me
conduzcan a la casa. Cuatro o cinco minutos después se abrirá una de las
ventanas de la sala. Usted entonces se acercará a esa ventana abierta.
-Sí.
-Se fijará en mí, pues para entonces estaré al alcance de su vista.
-Sí.
-Y cuando levante mi mano… así… arrojará a la habitación lo que le voy a dar. Y
al mismo tiempo lanzará el grito de: “¡Fuego!” ¿Me entiende?
-Perfectamente.
-No es nada notable -dijo extrayendo de su bolsillo un rollo con la forma de un
habano-. Es un ordinario cohete de humo, que estalla por sí solo al chocar contra
el suelo. Su misión se concreta a eso. Al dar el grito, atraerá probablemente
cierto número de curiosos. Pero usted debe caminar tranquilamente hacia la
esquina de la calle y esperarme allí. Yo me reuniré con usted diez minutos
después. Espero haberme explicado con claridad.
-Sí. Yo debo permanecer neutral, acercarme a la ventana abierta, para
observarlo, y arrojar este objeto a una señal suya, al mismo tiempo que lanzo el
grito de fuego. Entonces lo esperaré en la esquina de la calle.
-Exactamente.
-Puede confiar en mí.
-Está muy bien. Creo que es casi hora de que me prepare para el nuevo papel
que tendré que interpretar.
Desapareció en su alcoba y volvió unos minutos después en el personaje de un
amable y sencillo sacerdote de la Iglesia “No Conformista”. Su ancho sombrero
negro, sus pantalones sueltos, su corbata blanca, su sonrisa simpática y su
expresión de benevolente curiosidad lo caracterizaban de un modo realmente
notable. No era simplemente que Holmes cambiara de traje. Su expresión, sus
modales, su propia alma parecían variar con cada nuevo papel que asumía. El
teatro perdió un magnífico actor, al igual que la ciencia perdió un extraordinario
investigador, cuando Sherlock Holmes se decidió a convertirse en un
especialista en criminología.
Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street y aún faltaban diez
minutos para la hora cuando nos encontramos en Serpentine Avenue. Ya había
oscurecido y las lámparas empezaban a ser encendidas, cuando nos colocamos
frente a Briony Lodge, en espera de la llegada de la dueña de la mansión. La casa
era como me la había imaginado por la descripción que me hizo Sherlock
Holmes, pero el sitio parecía menos tranquilo de lo que esperaba. Por el
contrario, para una calle pequeña, de un vecindario lejano, estaba notablemente
animada. Había un grupo de hombres pobremente vestidos, fumando y riendo
en una esquina. Un afilador daba vuelta a su rueda, dos hombres flirteaban con
una sirvienta, y varios jóvenes bien vestidos recorrían la calle ociosamente, de
un lado a otro, con cigarrillos en la boca.
-Como usted comprenderá -comentó Holmes, mientras paseábamos frente a la
casa-, este matrimonio simplifica el asunto. La fotografía se convierte ahora en
un arma de dos filos. Todas las probabilidades son de que ella esté tan poco
dispuesta a que la vea el señor Godfrey Norton como nuestro cliente lo está a
que caiga en poder de su princesa. Ahora la cuestión estriba en dónde podremos
encontrar la fotografía.
-¿En dónde realmente?
-Es poco probable que la traiga consigo. Debe ser una foto grande y no resulta
fácil para una mujer esconder algo así. Además, la han registrado dos veces y
debe sospechar que el rey está decidido a repetir la hazaña. Podemos dar por
hecho, entonces, que no la trae consigo.
-¿En dónde la tiene, entonces?
-Con su banquero o con su abogado. Esa es una doble posibilidad, pero no me
inclino mucho a ella. Las mujeres son discretas con sus propios secretos. ¿Por
qué había de entregarla a manos ajenas? Además, recuerde que ha resuelto
usarla dentro de pocos días. Debe estar al alcance de sus manos. Debe estar en
su propia casa.
-Pero, la han registrado dos veces.
-¡Bah! Deben haberlo hecho individuos que no saben buscar.
-¿Y cómo va a buscar usted?
-Yo no buscaré.
-¿Qué hará, entonces?
-Haré que ella me muestre dónde está.
-Se negará a hacerlo.
-No podrá. Pero ya oigo el rumor de las ruedas. Es su carruaje. Ahora cumpla mis
órdenes al pie de la letra.
Mientras decía eso, las luces de los faroles laterales de un carruaje trazaron la
curva de la avenida. Era un carruaje pequeño, que se detuvo a las puertas de
Briony Lodge. En el momento en que lo hizo, uno de los hombres que se
encontraban en la esquina corrió para abrir la portezuela, con la esperanza de
ganarse una moneda, pero fue empujado por otro de los vagabundos, que había
echado a correr con la misma intención. Una feroz reyerta se inició con aquel
incidente. Los dos hombres que antes habían estado flirteando con las
sirvientas, se pusieron a defender a uno de los jovenzuelos, logrando con su
intervención solamente hacer más grande el escándalo. El afilador se entrometió
también en el asunto y dio el primer golpe, dirigido a uno de los guardias. Un
instante después, la dama que había descendido de su carruaje, era el centro de
un pequeño nudo de hombres que se lanzaban puñetazos y patadas a diestra y
siniestra. Holmes se introdujo en la multitud para proteger a la dama; pero en el
momento en que llegaba a su lado, lanzó un grito, cayó al suelo y la sangre
empezó a manar abundantemente de su rostro. Al verlo caer, los guardias se
echaron a correr en una dirección y los vagabundos en otra, mientras que un
grupo de personas mejor vestidas, que habían observado la pelea sin tomar
parte en ella, se acercaron para ayudar a la muchacha y para atender al herido.
Irene Adler, como la seguiré llamando, había corrido hacia los escalones de su
casa, pero al llegar a lo alto de ellos, se detuvo, con su figura excepcional
claramente delineada por las luces del vestíbulo, volviendo la mirada hacia la
calle.
-¿Está mal herido el caballero? -preguntó.
-Está muerto -dijeron varias voces.
-No, no. Todavía está con vida -gritó alguien-. Pero morirá antes de que pueda
ser conducido al hospital.
-Es un hombre valiente -dijo una mujer-. Se habrían llevado el bolso de la
señorita y su reloj, si no hubiera sido por él. Esos hombres deben formar una
pandilla peligrosa. ¡Ah! Ya empieza a respirar.
-No lo podemos dejar tirado en la calle. ¿No podríamos meterlo en su casa,
señora?
-Desde luego. Tráiganlo a la sala. Hay un sofá aquí. Pasen por acá, por favor.
Lenta y solemnemente mi amigo fue conducido al interior de Briony Lodge y
acostado en la habitación principal, mientras yo observaba todo desde mi
puesto, cerca de la ventana. Las lámparas habían sido encendidas, pero los
cortinajes no fueron corridos, de tal modo que podía ver claramente a Holmes,
tendido en el sofá. Yo no sé si mi amigo es capaz de un sentimiento así, pero sí
sé que yo me sentí profundamente avergonzado y arrepentido de la falta que
estábamos cometiendo cuando vi a aquella hermosísima criatura, contra quien
estábamos conspirando, inclinarse en un gesto lleno de gracia y bondad sobre el
“anciano lastimado”. Pero habría sido la más negra traición a Holmes fallarle en
el asunto que me había encomendado. Traté de endurecer mi corazón y saqué
de mi chaqueta el cohete de humo. “Después de todo”, pensé, “no le estamos
haciendo un daño real. Sólo estamos impidiendo que haga daño a otros”.
Holmes estaba sentado ahora en el sofá y lo vi moverse como quien necesita
desesperadamente una bocanada de aire. Una doncella corrió y abrió la ventana.
En el mismo instante lo vi levantar una mano. Era la señal. Arrojé el cohete a la
habitación y grité al mismo tiempo:
-¡Fuego!
La palabra apenas había salido de mi boca, cuando toda la multitud de
espectadores -caballeros, mozos, sirvientas y vagabundos- se unieron en un
grito general de “¡Fuego, fuego!” Gruesas nubes de humo salieron de la
habitación por la ventana abierta. Percibí por el rabillo del ojo la carrera de
varias personas en el interior de la casa y, un momento después, escuché la voz
de Holmes asegurando que era una falsa alarma. Deslizándome por entre la
multitud de curiosos y gritones, logré alejarme del lugar y llegué hasta la esquina
de la calle. Diez minutos más tarde, Holmes se encontraba a mi lado. Me tomó
del brazo y nos alejamos tranquilamente de aquel loco barullo. Caminamos
rápida y silenciosamente durante algún tiempo, hasta que dimos vuelta hacia
una de las tranquilas calles que conducen hacia Edgeware Road.
-Se portó usted muy bien, doctor -comentó-. Nada podía haber salido mejor.
-¿Tiene usted la fotografía?
-No, pero sé dónde está.
-¿Y cómo lo averiguó?
-Ella me mostró el lugar, como le dije que lo haría.
-Todavía no comprendo.
-No quiero que esto le siga pareciendo un misterio -murmuró él echándose a
reír-. El asunto es perfectamente simple. Usted, desde luego, comprendió que
todas las personas que estaban en la calle eran cómplices míos. Es un grupo de
actores al que contraté para mi servicio exclusivo durante estas horas.
-Me lo supuse.
-Bueno, cuando la pelea se inició, tenía un poco de pintura roja, fresca, en la
mano. Corrí, me dejé caer, me llevé la mano al rostro y me convertí en un
conmovedor espectáculo. Es un viejo truco.
-También sospeché eso.
-Entonces me llevaron al interior de la casa. Ella no iba a permitir que aquel
pobre anciano que la había salvado se quedara en la calle. ¿Qué otra cosa podía
hacer? Y me llevó a la sala, que era exactamente la habitación en que yo
sospechaba que estaba la fotografía. Tenía que estar allí o en su alcoba. Y yo
estaba decidido a averiguar en dónde. Me tendieron en un sofá, yo pedí a gritos
un poco de aire, abrieron la ventana y usted hizo lo demás.
-¿En qué le ayudó lo que hice?
-Era absolutamente importante. Cuando una mujer piensa que la casa se ha
incendiado, su instinto la hace correr a rescatar lo que mayor valor tiene para
ella. Es un impulso incontrolable y más de una vez me he aprovechado de él. En
el caso del escándalo de Darlington me fue de gran utilidad, al igual que en el
asunto del castillo Arnsworth. Una madre corre por su hijo… una mujer soltera
corre a rescatar sus joyas. Yo comprendía que nuestra dama no tenía en la casa
nada más valioso para ella que la fotografía que estamos buscando. Correría a
buscarla, para ponerla a salvo. La alarma de fuego resultó perfecta. El humo y
los gritos eran como para alterar los nervios de cualquiera, aun a las personas
de nervios de acero. Nuestra amiga reaccionó tal como lo pensé. La fotografía
está en un anaquel secreto de la pared de la sala, exactamente arriba de la
campanilla. Se encontró allí en un instante y pude verla en el momento en que
corría la puerta disimulada. Cuando grité que era una falsa alarma, la volvió a
colocar en su sitio, miró el cohete, salió corriendo de la habitación y no he vuelto
a verla desde entonces. Me levanté y, después de excusarme, salí de la casa. No
me decidí a apoderarme de la fotografía de inmediato, porque el cochero había
entrado a la sala y me estaba observando fijamente. Me pareció más seguro
esperar. La precipitación puede arruinar todo.
“Nuestra misión está prácticamente terminada. Mañana llamaré al rey, y con
usted, si quiere venir, iremos directamente a la casa de nuestra amiguita. Nos
llevarán a la sala para esperar, pero lo más probable es que cuando llegue no nos
encuentre a nosotros ni a la fotografía. Será una satisfacción para Su Majestad
recobrarla con sus propias manos.”
-¿Y cuándo iremos, dice usted?
-A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de tal modo que tendremos
el campo libre. Además, debemos apresurarnos, porque este matrimonio puede
significar un cambio completo en su vida y en sus hábitos. Debo telegrafiar al rey
sin demora.
Habíamos llegado a Baker Street y nos habíamos detenido frente a la puerta.
Mientras él buscaba las llaves en su bolsillo, pasó alguien diciendo:
-Buenas noches, señor Sherlock Holmes.
Había varias personas en la calle en ese momento, pero el saludo parecía
proceder de un joven delgado que venía en un carruaje abierto, pero que
continuó su camino de inmediato.
-He oído antes de ahora esa voz -dijo Holmes, siguiendo con la mirada el
carruaje, iluminado apenas por la luz del farol callejero-. Pero no sé quién pueda
haber sido ese jovencito.
III
Dormí esa noche en Baker Street y estábamos gozando de nuestra taza de café y
nuestras tostadas mañaneras, cuando el rey de Bohemia entró
precipitadamente en la habitación.
-¿De verdad la ha obtenido? -gritó tomando a Sherlock Holmes de los hombros
y mirándolo ansiosamente a la cara.
-Todavía no.
-Pero, ¿tiene esperanzas?
-Sí las tengo.
-Entonces, venga. Estoy impaciente por partir.
-Necesitaremos un coche.
-Tengo mi carruaje afuera, esperando.
-Entonces eso simplificará las cosas.
Descendimos y partimos de nuevo hacia Briony Lodge.
-Irene Adler se ha casado -comentó Holmes.
-¡Casado! ¿Cuándo?
-Ayer.
-Pero, ¿con quién?
-Con un abogado inglés apellidado Norton.
-Pero… ella no puede amarlo.
-Tengo profundas esperanzas de que lo ame.
-¿Por qué?
-Porque salvaría a Su Majestad de todo temor de futuras molestias. Si la dama
ama a su esposo, no ama a Su Majestad. Y si no ama a Su Majestad, no hay razón
para que se interponga en los planes de Su Majestad.
-Es cierto. Y, sin embargo… bueno, quisiera que hubiera sido de mi clase y
posición. ¡Qué reina tan magnífica habría sido! -lanzó un suspiro y se sumió en
un malhumorado silencio que no fue interrumpido hasta que llegamos a
Serpentine Avenue.
La puerta de Briony Lodge estaba abierta y una dama anciana se encontraba en
lo alto de los escalones. Nos miró con expresión sardónica, mientras
descendíamos del carruaje.
-El señor Sherlock Holmes, supongo -dijo.
-Yo soy el señor Holmes -contestó mi compañero con expresión interrogadora y
asombrada.
-Desde luego. Mi señora me aseguró que era muy probable que viniera usted a
buscarla. Salió esta mañana con su esposo, en el tren de las 5:15. Partió hacia el
continente.
-¡Qué! -Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, pálido de ira y de sorpresa. ¿Quiere decirme que ha salido de Inglaterra?
-Sí, para no volver nunca.
-¿Y los papeles? -preguntó el rey con voz ronca-. ¡Todo está perdido!
-Ya veremos -empujó a la sirvienta a un lado y corrió hacia la sala, seguido por
el rey y por mí. Los muebles estaban esparcidos en todas direcciones; los
anaqueles se veían vacíos; los cajones estaban abiertos. Todo parecía indicar que
la dama había recogido rápidamente sus pertenencias antes de emprender
aquella precipitada fuga. Holmes se acercó al tiro de la campanilla, corrió una
puertecilla secreta y extrajo una fotografía y una carta. La fotografía era de la
propia Irene Adler sola, vestida en traje de gala. La carta estaba dirigida a
Sherlock Holmes. Mi amigo la abrió y los tres la leímos al mismo tiempo. Estaba
fechada a la medianoche del día anterior y decía lo siguiente:
Mi querido señor Sherlock Holmes:
Realmente lo hizo usted muy bien. Me sorprendió por completo. Hasta la
alarma de incendio no concebí la menor sospecha. Pero entonces, cuando
descubrí cómo me había traicionado yo misma, empecé a pensar. Ya me habían
prevenido contra usted desde hacía meses. Me habían dicho que si el rey
empleaba un agente, ése sería usted. Y me dieron su dirección. Sin embargo, a
pesar de todo esto, me hizo revelarle lo que quería saber. Aun después de
concebir sospechas, encontré difícil desconfiar de un sacerdote tan gentil y
anciano. Pero, como usted sabe, yo misma he estudiado el arte de la
representación. El disfraz masculino no es nada nuevo para mí. Con frecuencia
me aprovecho de la libertad que da. Envié a John, el cochero, a vigilarlo, corrí
escaleras arriba, me puse mi traje especial de paseo, como llamo a mi disfraz, y
bajé en el momento en que usted se marchaba.
Bueno, le seguí hasta la puerta para asegurarme de que en realidad era objeto
de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un poco
imprudentemente, le di las buenas noches y partí hacia el Temple, para
reunirme con mi esposo.
Los dos pensamos que el mejor recurso era la huída, ya que teníamos frente a
nosotros a un antagonista formidable. Por tanto, cuando venga a buscarnos
mañana, encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede
descansar en paz. Amo y soy amada por un hombre mejor que él. El rey puede
hacer lo que guste, sin temor a que intervenga alguien a quien él traicionó
cruelmente. Voy a conservarla como defensa. Es un arma poderosa que me
defenderá de cualquier paso que en mi contra se pueda dar en el futuro. Le dejo
una fotografía que quizá quiera conservar. Y yo quedo a sus órdenes, mi querido
señor Sherlock Holmes, como su atenta servidora.
Irene Norton,
de soltera, Irene Adler
-¡Qué mujer…! ¡Oh, qué mujer! -gritó el rey de Bohemia cuando los tres
terminamos de leer la epístola-. ¿No les dije lo rápida y resuelta que es? ¿No
habría sido una reina admirable? ¿No es una lástima que no haya sido una mujer
de mi nivel?
-De lo que he visto de esa dama, me parece que realmente está en un nivel muy
diferente al de Su Majestad -dijo Holmes con frialdad-. Siento no haber podido
llevar el negocio de Su Majestad a una conclusión más feliz.
-¡Por el contrario, mi querido señor! -gritó el rey-. ¡Nada pudo haber resultado
mejor! Yo sé que la palabra de ella es inviolable. La fotografia está ahora tan
segura como si estuviera en el fuego.
-Me alegra oír decir eso a Su Majestad.
-Me siento inmensamente agradecido con usted. Le suplico que me diga en qué
forma puedo recompensarlo. Este anillo… -extrajo de su dedo un anillo en forma
de serpiente, con una gran esmeralda en el centro, y lo extendió hasta mi amigo,
colocándolo en la palma de su mano.
-Su Majestad tiene algo que vale mucho más para mí -dijo Holmes.
-No tiene más que pedirlo.
-¡Esta fotografía!
El rey lo miró con expresión de asombro.
-¿La fotografía de Irene? -gritó-. Si la quiere, es suya.
-Agradezco mucho esto a Su Majestad. Entonces, no queda nada más por hacer
en este asunto. Tengo el honor de desear a usted muy buenos días -hizo una
reverencia y se dio la vuelta sin hacer caso de la mano que el rey le extendía.
Salió de la casa en mi compañía y nos dirigimos de nuevo a sus habitaciones.
Y así fue como terminó un escándalo que amenazaba afectar seriamente el
reino de Bohemia. Y así fue también como los mejores planes de Sherlock
Holmes fueron arruinados por el ingenio de una mujer. Antiguamente mi
compañero acostumbraba burlarse mucho de la supuesta inteligencia femenina,
pero no he oído que lo haga a últimas fechas. Y cuando habla de Irene Adler, o
cuando se refiere a su fotografía, siempre lo hace bajo el honorable título de la
mujer.
Al otro lado de la pared
[Cuento - Texto completo.]
Ambrose Bierce
Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en
San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante
todo aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que
esperaba. Como era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la
amistad con los compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con
afecto. El más importante para mí era Mohum Dampier, un antiguo amigo del
colegio con quien había mantenido correspondencia irregular hasta que
dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta
de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono social está en
razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente. Se trata,
simple y llanamente, de una ley.
Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos
semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia
hacia muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la
riqueza, de la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente
como para no echar nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y
conocidas del país, se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se
hubiera dedicado al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción
alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter supersticioso lo hacía
inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo. Afortunadamente
gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias
extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se
mantenían dentro de la región conocida y considerada como certeza.
La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su
apogeo: una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por
irregulares ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza
increíble. El cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente
poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en el
centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la oscuridad, no había
ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a causa del
temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor
fortuna, lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de
ladrillo, que tenía una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona
iluminada. La apariencia del lugar me produjo cierto estremecimiento,
sensación que se vio aumentada por el chorro de agua que sentía caer por la
espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había
contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba
pobremente iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo.
Conseguí llegar al descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba
a la iluminada estancia cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se
acercó, tal y como yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principio pensé que
me podría haber recibido más adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo,
la idea de su posible inhospitalidad desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba
bastante encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y
su piel, arrugada y pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus
ojos, excepcionalmente grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad
obvia y solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una
conversación trivial durante la cual me sentí dominado por una profunda
tristeza al ver el gran cambio que había sufrido. Debió captar mis sentimientos
porque inmediatamente dijo, con una gran sonrisa:
-Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué decir, al final señalé:
-No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
-No -dijo-, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero,
por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me
dirijo. ¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a
los ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba
dispuesto a dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo
profundamente afectado que me encontraba por su presagio de muerte.
-Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de
sernos útil -observé-, y para entonces su necesidad y utilidad habrán
desaparecido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro
desalentador y no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo
permanecí en silencio. De repente, en un momento en que la tormenta amainó y
el silencio mortal contrastaba de un modo sobrecogedor con el estruendo
anterior, oí un suave golpeteo que provenía del muro que tenía a mis espaldas.
El sonido parecía haber sido producido por una mano, pero no como cuando se
llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una señal acordada,
como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua; creo
que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de
comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo
divertido en mi mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y
observaba la pared con una expresión que no soy capaz de definir, aunque la
recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era desconcertante. Me
levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.
-Por favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
-Lo siento -dije-, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
-Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta
es la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos…
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que
había en la pared de la que provenía el ruido.
-Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz
de una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de
agua que volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había
otra cosa que la pared totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de
explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin
embargo me impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por
tranquilizarme, pues ello daba al suceso una cierta importancia y significación.
Había demostrado que no había nadie, pero precisamente eso era lo interesante.
Y no lo había explicado todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo.
-Querido amigo -dije, me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner
en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo
con tus ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy
un simple hombre de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo
necesidad alguna de espectros para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me
marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún son de carne y hueso.
No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna
reacción especial hacia ella.
-Te ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito
haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta
noche. Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente
importante para mí; más de lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y
ármate de paciencia mientras te cuento toda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era
interrumpido de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por
el viento. Era bastante tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron
seguir con atención el monólogo de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola
vez desde que empezó a hablar.
-Hace diez años -comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja
de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill.
Esa zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en
desgracia, en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada
para el gusto de nuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras
públicas la habían afeado. La hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba,
estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín,
separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido con precisión
matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la verja a
la puerta.
»Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa
izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un
ancho sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas,
colgaba de sus hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la
exquisita sencillez de sus ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin
advertir algo sobrenatural. Pero no, no temas; no voy a deslucir su imagen
describiéndola. Era sumamente bella. Toda la hermosura que yo había visto o
soñado con anterioridad encontraba su expresión en aquella inigualable imagen
viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me impresionó tan
profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi cabeza,
igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la
imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó
una mirada con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más,
entró en la casa. Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la
mano, consciente de mi rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de
aquella belleza incomparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos
dolorosa de lo que debería haber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé
el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día habría permanecido fuera de casa
hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media tarde, ya estaba de vuelta
en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia que nunca
antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no apareció.
»A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero
al día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré.
Desde luego no volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a
dedicarle una mirada demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi
corazón latía aceleradamente. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus
grandes ojos negros una mirada de evidente reconocimiento, totalmente
desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.
»No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas
veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco
hice nada por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan
abnegado, no resulte claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente
enamorado, pero, ¿cómo puede uno cambiar su forma de pensar o transformar
el propio carácter?
»Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser
llamados, un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia,
aquella chica no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido
citarlo aquí) y supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de
huéspedes de su tía, una gruesa señora de edad, inaguantable, de la que
dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía talento suficiente como para
casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La unión con aquella
familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros y
estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que
este tipo de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro
preparado para defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia,
todos mis antepasados, a lo largo de generaciones, deberían ser mis
codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el mandato
imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de este
tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez que
pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además,
como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una
relación impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar,
y el matrimonio con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo,
podría ser más encantadora que esta mujer. El amor es un sueño delicioso;
entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despertar?
»El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era
obvio. Mi honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales
me ordenaban huir, pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía
hacer -y con gran esfuerzo- era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité
incluso los encuentros fortuitos en el jardín. Abandonaba la casa sólo cuando
sabía que ella ya se había marchado a sus clases de música, y volvía después de
la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en trance; daba rienda
suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual estaba
relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan
clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.
»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una
conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera
que la habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared
medianera. Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves
en la pared. Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente
para aceptar un rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción,
que de nuevo resultó inútil, por lo que tuve el decoro de desistir.
»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios
sobre el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé
caer los libros y de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza
que mi corazón me permitía, di tres golpes. La respuesta fue clara y
contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo
que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría yo.
»Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas
tardes, y siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel
tiempo me sentí completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza,
me mantuve en la decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar,
sus contestaciones cesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido
y no me atrevo a llegar más lejos»; entonces decidí buscarla y conocerla y…
Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría haber resultado de todo
aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella, pero todo fue en
vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las calles en
las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana,
pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había
marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que
tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chica con menos respeto
del que yo consideraba apropiado.
»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento,
me acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo
algo, un poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me
despertó y me hizo incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué.
Me pareció oír unos ligeros golpes en la pared: el fantasma de una señal
conocida. Un momento después se repitieron: uno, dos, tres, con la misma
intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y en tensión los
recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino de
nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me
había ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma
moneda. ¡Qué tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la
noche permanecí despierto, escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas
justificaciones.
»A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que
entraba:
»-Buenos días, señor Dampier -dijo-; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual
lo que fuera. No debió captarlo porque continuó:
-A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas
enferma y ahora…
Casi salto sobre ella.
»-Y ahora… -grité-, y ahora ¿qué?
»-Está muerta.
»Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se
había despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido
-éste fue su último deseo- que llevaran su cama al extremo opuesto de la
habitación. Los que la cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su
delirio, pero accedieron a ella. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante
había realizado la débil aspiración de intentar restaurar una comunicación rota,
un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil monstruosidad, que se
empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.
»¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de
almas que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de
acá para allá por vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la
oscuridad con signos y presagios que sugieren recuerdos y augurios de
condenación?
»Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por
métodos naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes,
varias veces repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la
«tríada fatal» de la que habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo
decir.»
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y
preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas
noches de tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal
de agradecimiento me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la
soledad de su tristeza y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.
FIN
El pozo y el péndulo
[Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Impia
tortorum
longas
hic
turba
furores
Sanguina
innocui,
nao
satiata,
aluit.
Sospite
nunc
patria,
fracto
nunc
funeris
antro,
Mors ubi dira fuit vita salusque patent.
(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que ha de ser erigido en el
emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.)
Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y, cuando por
fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me
abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido
reconocible que registraron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los
inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que
trajo a mi mente la idea de revolución, tal vez porque imaginativamente lo
confundía con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de
pronto cesé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver… ¡aunque con qué terrible
exageración! Vi los labios de los jueces togados de negro. Me parecieron
blancos… más blancos que la hoja sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta
lo grotesco; finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable
resolución, de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos
de lo que para mí era el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi
torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vi formar las sílabas de mi
nombre, y me estremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos
momentos de horror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente
las negras colgaduras que ocultaban los muros de la estancia. Entonces mi visión
recayó en las siete altas bujías de la mesa. Al principio me parecieron símbolos
de caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían; pero entonces,
bruscamente, una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis
fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica,
mientras las formas angélicas se convertían en hueros espectros de cabezas
llameantes, y comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos. Como una
profunda nota musical penetró en mi fantasía la noción de que la tumba debía
ser el lugar del más dulce descanso. El pensamiento vino poco a poco y sigiloso,
de modo que pasó un tiempo antes de poder apreciarlo plenamente; pero, en el
momento en que mi espíritu llegaba por fin a abrigarlo, las figuras de los jueces
se desvanecieron como por arte de magia, las altas bujías se hundieron en la
nada, mientras sus llamas desaparecían, y me envolvió la más negra de las
tinieblas. Todas mis sensaciones fueron tragadas por el torbellino de una caída
en profundidad, como la del alma en el Hades. Y luego el universo no fue más
que silencio, calma y noche.
Me había desmayado, pero no puedo afirmar que hubiera perdido
completamente la conciencia. No trataré de definir lo que me quedaba de ella, y
menos describirla; pero no la había perdido por completo. En el más profundo
sopor, en el delirio, en el desmayo… ¡hasta la muerte, hasta la misma tumba!, no
todo se pierde. O bien, no existe la inmortalidad para el hombre. Cuando
surgimos del más profundo de los sopores, rompemos la tela sutil de algún
sueño. Y, sin embargo, un poco más tarde (tan frágil puede haber sido aquella
tela) no nos acordamos de haber soñado. Cuando volvemos a la vida después de
un desmayo, pasamos por dos momentos: primero, el del sentimiento de la
existencia mental o espiritual; segundo, el de la existencia física. Es probable que
si al llegar al segundo momento pudiéramos recordar las impresiones del
primero, éstas contendrían multitud de recuerdos del abismo que se abre más
atrás. Y ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de la
tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado el primer momento no
pueden ser recordadas por un acto de la voluntad, ¿no se presentan
inesperadamente después de un largo intervalo, mientras nos maravillamos
preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se ha desmayado, no
descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente familiares en las brasas del
carbón; no contemplará, flotando en el aire, las melancólicas visiones que la
mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras respira el perfume de una
nueva flor; no sentirá exaltarse su mente ante el sentido de una cadencia musical
que jamás había llamado antes su atención.
Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos para recordar, entre acendradas luchas
para apresar algún vestigio de ese estado de aparente aniquilación en el cual se
había hundido mi alma, ha habido momentos en que he vislumbrado el triunfo;
breves, brevísimos períodos en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi
lucidez posterior, sólo podían referirse a aquel momento de aparente
inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me muestran, borrosamente, altas
siluetas que me alzaron y me llevaron en silencio, descendiendo…
descendiendo… siempre descendiendo… hasta que un horrible mareo me
oprimió a la sola idea de lo interminable de ese descenso. También evocan el
vago horror que sentía mi corazón, precisamente a causa de la monstruosa
calma que me invadía. Viene luego una sensación de súbita inmovilidad que
invade todas las cosas, como si aquellos que me llevaban (¡atroz cortejo!)
hubieran superado en su descenso los límites de lo ilimitado y descansaran de
la fatiga de su tarea. Después de esto viene a la mente como un desabrimiento y
humedad, y luego, todo es locura -la locura de un recuerdo que se afana entre
cosas prohibidas.
Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi espíritu: el
tumultuoso movimiento de mi corazón y, en mis oídos, el sonido de su latir.
Sucedió una pausa, en la que todo era confuso. Otra vez sonido, movimiento y
tacto -una sensación de hormigueo en todo mi cuerpo-. Y luego la mera
conciencia de existir, sin pensamiento; algo que duró largo tiempo. De pronto,
bruscamente, el pensamiento, un espanto estremecedor y el esfuerzo más
intenso por comprender mi verdadera situación. A esto sucedió un profundo
deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez un violento revivir del espíritu y
un esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo vívido del
proceso, los jueces, las colgaduras negras, la sentencia, la náusea, el desmayo. Y
total olvido de lo que siguió, de todo lo que tiempos posteriores, y un obstinado
esfuerzo, me han permitido vagamente recordar.
Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas y que
no estaba atado. Alargué la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y
duro. La dejé allí algún tiempo, mientras trataba de imaginarme dónde me
hallaba y qué era de mí. Ansiaba abrir los ojos, pero no me atrevía, porque me
espantaba esa primera mirada a los objetos que me rodeaban. No es que temiera
contemplar cosas horribles, pero me horrorizaba la posibilidad de que no
hubiese nada que ver. Por fin, lleno de atroz angustia mi corazón, abrí de golpe
los ojos, y mis peores suposiciones se confirmaron. Me rodeaba la tiniebla de
una noche eterna. Luché por respirar; lo intenso de aquella oscuridad parecía
oprimirme y sofocarme. La atmósfera era de una intolerable pesadez. Me quedé
inmóvil, esforzándome por razonar. Evoqué el proceso de la Inquisición,
buscando deducir mi verdadera situación a partir de ese punto. La sentencia
había sido pronunciada; tenía la impresión de que desde entonces había
transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un momento me consideré
verdaderamente muerto. Semejante suposición, no obstante lo que leemos en
los relatos ficticios, es por completo incompatible con la verdadera existencia.
Pero, ¿dónde y en qué situación me encontraba? Sabía que, por lo regular, los
condenados morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de realizarse la
misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a la espera del
próximo sacrificio, que no se cumpliría hasta varios meses más tarde? Al punto
vi que era imposible. En aquel momento había una demanda inmediata de
víctimas. Y, además, mi calabozo, como todas las celdas de los condenados en
Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había sido completamente suprimida.
Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a torrentes en mi corazón, y por
un breve instante recaí en la insensibilidad. Cuando me repuse, temblando
convulsivamente, me levanté y tendí desatinadamente los brazos en todas
direcciones. No sentí nada, pero no me atrevía a dar un solo paso, por temor de
que me lo impidieran las paredes de una tumba. Brotaba el sudor por todos mis
poros y tenía la frente empapada de gotas heladas. Pero la agonía de la
incertidumbre terminó por volverse intolerable, y cautelosamente me volví
adelante, con los brazos tendidos, desorbitados los ojos en el deseo de captar el
más débil rayo de luz. Anduve así unos cuantos pasos, pero todo seguía siendo
tiniebla y vacío. Respiré con mayor libertad; por lo menos parecía evidente que
mi destino no era el más espantoso de todos.
Pero entonces, mientras seguía avanzando cautelosamente, resonaron en mi
recuerdo los mil vagos rumores de las cosas horribles que ocurrían en Toledo.
Cosas extrañas se contaban sobre los calabozos; cosas que yo había tomado por
invenciones, pero que no por eso eran menos extrañas y demasiado horrorosas
para ser repetidas, salvo en voz baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este
subterráneo mundo de tiniebla, o quizá me aguardaba un destino todavía peor?
Demasiado conocía yo el carácter de mis jueces para dudar de que el resultado
sería la muerte, y una muerte mucho más amarga que la habitual. Todo lo que
me preocupaba y me enloquecía era el modo y la hora de esa muerte.
Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo sólido. Era un muro,
probablemente de piedra, sumamente liso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo,
avanzando con toda la desconfianza que antiguos relatos me habían inspirado.
Pero esto no me daba oportunidad de asegurarme de las dimensiones del
calabozo, ya que daría toda la vuelta y retornaría al lugar de partida sin
advertirlo, hasta tal punto era uniforme y lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo
que llevaba conmigo cuando me condujeron a las cámaras inquisitoriales; había
desaparecido, y en lugar de mis ropas tenía puesto un sayo de burda estameña.
Había pensado hundir la hoja en alguna juntura de la mampostería, a fin de
identificar mi punto de partida. Pero, de todos modos, la dificultad carecía de
importancia, aunque en el desorden de mi mente me pareció insuperable en el
primer momento. Arranqué un pedazo del ruedo del sayo y lo puse bien
extendido y en ángulo recto con respecto al muro. Luego de tentar toda la vuelta
de mi celda, no dejaría de encontrar el jirón al completar el circuito. Tal es lo
que, por lo menos, pensé, pues no había contado con el tamaño del calabozo y
con mi debilidad. El suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé, titubeando, un
trecho, pero luego trastrabillé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer
postrado y el sueño no tardó en dominarme.
Al despertar y extender un brazo hallé junto a mí un pan y un cántaro de agua.
Estaba demasiado exhausto para reflexionar acerca de esto, pero comí y bebí
ávidamente. Poco después reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo
llegué, por fin, al pedazo de estameña. Hasta el momento de caer al suelo había
contado cincuenta y dos pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho,
hasta llegar al trozo de género. Había, pues, un total de cien pasos. Contando una
yarda por cada dos pasos, calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta
yardas. No obstante, había encontrado numerosos ángulos de pared, de modo
que no podía hacerme una idea clara de la forma de la cripta, a la que llamo así
pues no podía impedirme pensar que lo era.
Poca finalidad y menos esperanza tenían estas investigaciones, pero una vaga
curiosidad me impelía a continuarlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar
el calabozo por uno de sus diámetros. Avancé al principio con suma precaución,
pues aunque el piso parecía de un material sólido, era peligrosamente
resbaladizo a causa del limo. Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando
con firmeza, esforzándome por seguir una línea todo lo recta posible. Había
avanzado diez o doce pasos en esta forma cuando el ruedo desgarrado del sayo
se me enredó en las piernas. Trastabillando, caí violentamente de bruces.
En la confusión que siguió a la caída no reparé en un sorprendente detalle que,
pocos segundos más tarde, y cuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención.
Helo aquí: tenía el mentón apoyado en el piso del calabozo, pero mis labios y la
parte superior de mi cara, que aparentemente debían encontrarse a un nivel
inferior al de la mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo me pareció
que bañaba mi frente un vapor viscoso, y el olor característico de los hongos
podridos penetró en mis fosas nasales. Tendí un brazo y me estremecí al
descubrir que me había desplomado exactamente al borde de un pozo circular,
cuya profundidad me era imposible descubrir por el momento. Tanteando en la
mampostería que bordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo
tiré al abismo. Durante largos segundos escuché cómo repercutía al golpear en
su descenso las paredes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual
sucedieron sonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido semejante al de
abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de
luz cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma
precipitación.
Comprendí claramente el destino que me habían preparado y me felicité de
haber escapado a tiempo gracias al oportuno accidente. Un paso más antes de
mi caída y el mundo no hubiera vuelto a saber de mí. La muerte a la que acababa
de escapar tenía justamente las características que yo había rechazado como
fabulosas y antojadizas en los relatos que circulaban acerca de la Inquisición.
Para las víctimas de su tiranía se reservaban dos especies de muerte: una llena
de horrorosos sufrimientos físicos, y otra acompañada de sufrimientos morales
todavía más atroces. Yo estaba destinado a esta última. Mis largos
padecimientos me habían desequilibrado los nervios, al punto que bastaba el
sonido de mi propia voz para hacerme temblar, y por eso constituía en todo
sentido el sujeto ideal para la clase de torturas que me aguardaban.
Estremeciéndome de pies a cabeza, me arrastré hasta volver a tocar la pared,
resuelto a perecer allí antes que arriesgarme otra vez a los horrores de los pozos
-ya que mi imaginación concebía ahora más de uno- situados en distintos
lugares del calabozo. De haber tenido otro estado de ánimo, tal vez me hubiera
alcanzado el coraje para acabar de una vez con mis desgracias precipitándome
en uno de esos abismos; pero había llegado a convertirme en el peor de los
cobardes. Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es,
que su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.
La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante largas horas, pero
finalmente acabé por adormecerme. Cuando desperté, otra vez había a mi lado
un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed ardiente y de un solo trago
vacié el jarro. El agua debía contener alguna droga, pues apenas la hube bebido
me sentí irresistiblemente adormilado. Un profundo sueño cayó sobre mí, un
sueño como el de la muerte. No sé, en verdad, cuánto duró, pero cuando volví a
abrir los ojos los objetos que me rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor
sulfuroso, cuyo origen me fue imposible determinar al principio, pude
contemplar la extensión y el aspecto de mi cárcel.
Mucho me había equivocado sobre su tamaño. El circuito completo de los muros
no pasaba de unas veinticinco yardas. Durante unos minutos, esto me llenó de
una vana preocupación. Vana, sí, pues nada podía tener menos importancia, en
las terribles circunstancias que me rodeaban, que las simples dimensiones del
calabozo. Pero mi espíritu se interesaba extrañamente en nimiedades y me
esforcé por descubrir el error que había podido cometer en mis medidas. Por fin
se me reveló la verdad. En la primera tentativa de exploración había contado
cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí al suelo. Sin duda, en ese
instante me encontraba a uno o dos pasos del jirón de estameña, es decir, que
había cumplido casi completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi
sueño debí emprender el camino en dirección contraria, es decir, volviendo
sobre mis pasos, y así fue cómo supuse que el circuito medía el doble de su
verdadero tamaño. La confusión de mi mente me impidió reparar entonces que
había empezado mi vuelta teniendo la pared a la izquierda y que la terminé
teniéndola a la derecha. También me había engañado sobre la forma del
calabozo. Al tantear las paredes había encontrado numerosos ángulos,
deduciendo así que el lugar presentaba una gran irregularidad. ¡Tan potente es
el efecto de las tinieblas sobre alguien que despierta de la letargia o del sueño!
Los ángulos no eran más que unas ligeras depresiones o entradas a diferentes
intervalos. Mi prisión tenía forma cuadrada. Lo que había tomado por
mampostería resultaba ser hierro o algún otro metal, cuyas enormes planchas,
al unirse y soldarse, ocasionaban las depresiones. La entera superficie de esta
celda metálica aparecía toscamente pintarrajeada con todas las horrendas y
repugnantes imágenes que la sepulcral superstición de los monjes había sido
capaz de concebir. Las figuras de demonios amenazantes, de esqueletos y otras
imágenes todavía más terribles recubrían y desfiguraban los muros. Reparé en
que las siluetas de aquellas monstruosidades estaban bien delineadas, pero que
los colores parecían borrosos y vagos, como si la humedad de la atmósfera los
hubiese afectado. Noté asimismo que el suelo era de piedra. En el centro se abría
el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara, acababa de escapar;
pero no había ningún otro en el calabozo.
Vi todo esto sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi situación había
cambiado grandemente en el curso de mi sopor. Yacía ahora de espaldas,
completamente estirado, sobre una especie de bastidor de madera. Estaba
firmemente amarrado por una larga banda que parecía un cíngulo. Pasaba,
dando muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo, dejándome solamente en
libertad la cabeza y el brazo derecho, que con gran trabajo podía extender hasta
los alimentos, colocados en un plato de barro a mi alcance. Para mayor espanto,
vi que se habían llevado el cántaro de agua. Y digo espanto porque la más
intolerable sed me consumía. Por lo visto, la intención de mis torturadores era
estimular esa sed, pues la comida del plato consistía en carne sumamente
condimentada.
Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión. Tendría unos treinta o
cuarenta pies de alto, y su construcción se asemejaba a la de los muros. En uno
de sus paneles aparecía una extraña figura que se apoderó por completo de mi
atención. La pintura representaba al Tiempo tal como se lo suele figurar, salvo
que, en vez de guadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un pesado péndulo,
semejante a los que vemos en los relojes antiguos. Algo, sin embargo, en la
apariencia de aquella imagen me movió a observarla con más detalle. Mientras
la miraba directamente de abajo hacia arriba (pues se encontraba situada
exactamente sobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después
esta impresión se confirmó. La oscilación del péndulo era breve y, naturalmente,
lenta. Lo observé durante un rato con más perplejidad que temor. Cansado, al
fin, de contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los restantes
objetos de la celda.
Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso, vi cruzar varias
enormes ratas. Habían salido del pozo, que se hallaba al alcance de mi vista
sobre la derecha. Aún entonces, mientras las miraba, siguieron saliendo en
cantidades, presurosas y con ojos famélicos atraídas por el olor de la carne. Me
dio mucho trabajo ahuyentarlas del plato de comida.
Habría pasado una media hora, quizá una hora entera -pues sólo tenía una
noción imperfecta del tiempo-, antes de volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que
entonces vi me confundió y me llenó de asombro. La carrera del péndulo había
aumentado, aproximadamente, en una yarda. Como consecuencia natural, su
velocidad era mucho más grande. Pero lo que me perturbó fue la idea de que el
péndulo había descendido perceptiblemente. Noté ahora -y es inútil agregar con
cuánto horror- que su extremidad inferior estaba constituida por una media
luna de reluciente acero, cuyo largo de punta a punta alcanzaba a un pie. Aunque
afilado como una navaja, el péndulo parecía macizo y pesado, y desde el filo se
iba ensanchando hasta rematar en una ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un
pesado vástago de bronce y todo el mecanismo silbaba al balancearse en el aire.
Ya no me era posible dudar del destino que me había preparado el ingenio de
los monjes para la tortura. Los agentes de la Inquisición habían advertido mi
descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos horrores estaban destinados a un
recusante tan obstinado como yo; el pozo, símbolo típico del infierno, última
Thule de los castigos de la Inquisición, según los rumores que corrían. Por el más
casual de los accidentes había evitado caer en el pozo y bien sabía que la
sorpresa, la brusca precipitación en los tormentos, constituían una parte
importante de las grotescas muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. No
habiendo caído en el pozo, el demoniaco plan de mis verdugos no contaba con
precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no quedaba otra alternativa, me
esperaba ahora un final diferente y más apacible. ¡Más apacible! Casi me sonreí
en medio del espanto al pensar en semejante aplicación de la palabra.
¿De qué vale hablar de las largas, largas horas de un horror más que mortal,
durante las cuales conté las zumbantes oscilaciones del péndulo? Pulgada a
pulgada, con un descenso que sólo podía apreciarse después de intervalos que
parecían siglos… más y más íbase aproximando. Pasaron días -puede ser que
hayan pasado muchos días- antes de que oscilara tan cerca de mí que parecía
abanicarme con su acre aliento. El olor del afilado acero penetraba en mis
sentidos… Supliqué, fatigando al cielo con mis ruegos, para que el péndulo
descendiera más velozmente. Me volví loco, me exasperé e hice todo lo posible
por enderezarme y quedar en el camino de la horrible cimitarra. Y después caí
en una repentina calma y me mantuve inmóvil, sonriendo a aquella brillante
muerte como un niño a un bonito juguete.
Siguió otro intervalo de total insensibilidad. Fue breve, pues al resbalar otra vez
en la vida noté que no se había producido ningún descenso perceptible del
péndulo. Podía, sin embargo, haber durado mucho, pues bien sabía que aquellos
demonios estaban al tanto de mi desmayo y que podían haber detenido el
péndulo a su gusto. Al despertarme me sentí inexpresablemente enfermo y
débil, como después de una prolongada inanición. Aun en la agonía de aquellas
horas la naturaleza humana ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo alargué
el brazo izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras y me apoderé de
una pequeña cantidad que habían dejado las ratas. Cuando me llevaba una
porción a los labios pasó por mi mente un pensamiento apenas esbozado de
alegría… de esperanza. Pero, ¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél,
como digo, un pensamiento apenas formado; muchos así tiene el hombre que no
llegan a completarse jamás. Sentí que era de alegría, de esperanza; pero sentí al
mismo tiempo que acababa de extinguirse en plena elaboración. Vanamente
luché por alcanzarlo, por recobrarlo. El prolongado sufrimiento había
aniquilado casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más
que un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con mi cuerpo extendido.
Vi que la media luna estaba orientada de manera de cruzar la zona del corazón.
Desgarraría la estameña de mi sayo…, retornaría para repetir la operación… otra
vez…, otra vez… A pesar de su carrera terriblemente amplia (treinta pies o más)
y la sibilante violencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de
hierro, todo lo que haría durante varios minutos sería cortar mi sayo. A esa
altura de mis pensamientos debí de hacer una pausa, pues no me atrevía a
prolongar mi reflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija la atención, como
si al hacerlo pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Me
obligué a meditar acerca del sonido que haría la media luna cuando pasara
cortando el género y la especial sensación de estremecimiento que produce en
los nervios el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta el límite
de mi resistencia.
Bajaba… seguía bajando suavemente. Sentí un frenético placer en comparar su
velocidad lateral con la del descenso. A la derecha… a la izquierda… hacia los
lados, con el aullido de un espíritu maldito… hacia mi corazón, con el paso
sigiloso del tigre. Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u otra
idea me dominara.
Bajaba… ¡Seguro, incansable, bajaba! Ya pasaba vibrando a tres pulgadas de mi
pecho. Luché con violencia, furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que
sólo estaba libre a partir del codo. Me era posible llevar la mano desde el plato,
puesto a mi lado, hasta la boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras
arriba del codo, hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo hubiera
sido pretender atajar un alud!
Bajaba… ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación.
Me encogía convulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su
carrera hacia arriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable
desesperación; mis párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso,
aunque la muerte hubiera sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno de
mis nervios se estremecía, sin embargo, al pensar que el más pequeño
deslizamiento del mecanismo precipitaría aquel reluciente, afilado eje contra mi
pecho. Era la esperanza la que hacía estremecer mis nervios y contraer mi
cuerpo. Era la esperanza, esa esperanza que triunfa aún en el potro del suplicio,
que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos de la
Inquisición.
Vi que después de diez o doce oscilaciones el acero se pondría en contacto con
mi ropa, y en el mismo momento en que hice esa observación invadió mi espíritu
toda la penetrante calma concentrada de la desesperación. Por primera vez en
muchas horas -quizá días- me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que
la banda o cíngulo que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no estaban
constituidas por cuerdas separadas. El primer roce de la afiladísima media luna
sobre cualquier porción de la banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi
mano izquierda podría desatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese caso, la
proximidad del acero! ¡Cuán letal el resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era
verosímil que los esbirros del torturador no hubieran previsto y prevenido esa
posibilidad? ¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar por
donde pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer,
postrera esperanza se frustraba, levanté la cabeza lo bastante para distinguir
con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas
direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.
Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando relampagueó en mi
mente algo que sólo puedo describir como la informe mitad de aquella idea de
liberación a que he aludido previamente y de la cual sólo una parte flotaba
inciertamente en mi mente cuando llevé la comida a mis ardientes labios. Mas
ahora el pensamiento completo estaba presente, débil, apenas sensato, apenas
definido… pero entero. Inmediatamente, con la nerviosa energía de la
desesperación, procedí a ejecutarlo.
Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado en la vecindad
inmediata del armazón de madera sobre el cual me hallaba. Aquellas ratas eran
salvajes, audaces, famélicas; sus rojas pupilas me miraban centelleantes, como
si esperaran verme inmóvil para convertirme en su presa. «¿A qué alimento pensé- las han acostumbrado en el pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por
impedirlo, ya habían devorado el contenido del plato, salvo unas pocas sobras.
Mi mano se había agitado como un abanico sobre el plato; pero, a la larga, la
regularidad del movimiento le hizo perder su efecto. En su voracidad, las odiosas
bestias me clavaban sus afiladas garras en los dedos. Tomando los fragmentos
de la aceitosa y especiada carne que quedaba en el plato, froté con ellos mis
ataduras allí donde era posible alcanzarlas, y después, apartando mi mano del
suelo, permanecí completamente inmóvil, conteniendo el aliento.
Los hambrientos animales se sintieron primeramente aterrados y sorprendidos
por el cambio… la cesación de movimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y
muchos se refugiaron en el pozo. Pero esto no duró más que un momento. No en
vano había yo contado con su voracidad. Al observar que seguía sin moverme,
una o dos de las mas atrevidas saltaron al bastidor de madera y olfatearon el
cíngulo. Esto fue como la señal para que todas avanzaran. Salían del pozo,
corriendo en renovados contingentes. Se colgaron de la madera, corriendo por
ella y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. El acompasado movimiento del
péndulo no las molestaba para nada. Evitando sus golpes, se precipitaban sobre
las untadas ligaduras. Se apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez
más grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus fríos hocicos buscaban mis
labios. Yo me sentía ahogar bajo su creciente peso; un asco para el cual no existe
nombre en este mundo llenaba mi pecho y helaba con su espesa viscosidad mi
corazón. Un minuto más, sin embargo, y la lucha terminaría. Con toda claridad
percibí que las ataduras se aflojaban. Me di cuenta de que debían de estar rotas
en más de una parte. Pero, con una resolución que excedía lo humano, me
mantuve inmóvil.
No había errado en mis cálculos ni sufrido tanto en vano. Por fin, sentí que
estaba libre. El cíngulo colgaba en tiras a los lados de mi cuerpo. Pero ya el paso
del péndulo alcanzaba mi pecho. Había dividido la estameña de mi sayo y
cortaba ahora la tela de la camisa. Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo
dolor recorrió mis nervios. Pero el momento de escapar había llegado. Apenas
agité la mano, mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular,
cauteloso, y encogiéndome todo lo posible, me deslicé, lentamente, fuera de mis
ligaduras, más allá del alcance de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba
libre.
Libre… ¡y en las garras de la Inquisición! Apenas me había apartado de aquel
lecho de horror para ponerme de pie en el piso de piedra, cuando cesó el
movimiento de la diabólica máquina, y la vi subir, movida por una fuerza
invisible, hasta desaparecer más allá del techo. Aquello fue una lección que debí
tomar desesperadamente a pecho. Indudablemente espiaban cada uno de mis
movimientos. ¡Libre! Apenas si había escapado de la muerte bajo la forma de
una tortura, para ser entregado a otra que sería peor aún que la misma muerte.
Pensando en eso, paseé nerviosamente los ojos por las barreras de hierro que
me encerraban. Algo insólito, un cambio que, al principio, no me fue posible
apreciar claramente, se había producido en el calabozo. Durante largos minutos,
sumido en una temblorosa y vaga abstracción me perdí en vanas y
deshilvanadas conjeturas. En estos momentos pude advertir por primera vez el
origen de la sulfurosa luz que iluminaba la celda. Procedía de una fisura de
media pulgada de ancho, que rodeaba por completo el calabozo al pie de las
paredes, las cuales parecían -y en realidad estaban- completamente separadas
del piso. A pesar de todos mis esfuerzos, me fue imposible ver nada a través de
la abertura.
Al ponerme otra vez de pie comprendí de pronto el misterio del cambio que
había advertido en la celda. Ya he dicho que, si bien las siluetas de las imágenes
pintadas en los muros eran suficientemente claras, los colores parecían
borrosos e indefinidos. Pero ahora esos colores habían tomado un brillo intenso
y sorprendente, que crecía más y más y daba a aquellas espectrales y diabólicas
imágenes un aspecto que hubiera quebrantado nervios más resistentes que los
míos. Ojos demoniacos, de una salvaje y aterradora vida, me contemplaban
fijamente desde mil direcciones, donde ninguno había sido antes visible, y
brillaban con el cárdeno resplandor de un fuego que mi imaginación no
alcanzaba a concebir como irreal.
¡Irreal…! Al respirar llegó a mis narices el olor característico del vapor que surgía
del hierro recalentado… Aquel olor sofocante invadía más y más la celda… Los
sangrientos horrores representados en las paredes empezaron a ponerse
rojos… Yo jadeaba, tratando de respirar. Ya no me cabía duda sobre la intención
de mis torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más demoniacos entre los
hombres! Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal ardiente. Al
encarar en mi pensamiento la horrible destrucción que me aguardaba, la idea de
la frescura del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde
mortal. Esforzándome, miré hacia abajo. El resplandor del ardiente techo
iluminaba sus más recónditos huecos. Y, sin embargo, durante un horrible
instante, mi espíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin,
ese sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder y
consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto!
¡Todo… todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara en las
manos, sollozando amargamente.
El calor crecía rápidamente, y una vez más miré a lo alto, temblando como en un
ataque de calentura. Un segundo cambio acababa de producirse en la celda…, y
esta vez el cambio tenía que ver con la forma. Al igual que antes, fue inútil que
me esforzara por apreciar o entender inmediatamente lo que estaba ocurriendo.
Pero mis dudas no duraron mucho. La venganza de la Inquisición se aceleraba
después de mi doble escapatoria, y ya no habría más pérdida de tiempo por
parte del Rey de los Espantos. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De
pronto vi que dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos, y los otros
dos, por consiguiente, obtusos. La horrible diferencia se acentuaba rápidamente,
con un resonar profundo y quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su
forma por la de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni
deseaba que se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes,
como si fueran vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-. «¡Cualquier
muerte, menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos
hierros al rojo tenían por objeto precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso resistir
su fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El rombo se iba
achatando más y más, con una rapidez que no me dejaba tiempo para mirar. Su
centro y, por tanto, su diámetro mayor llegaba ya sobre el abierto abismo. Me
eché hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban irresistiblemente a
avanzar. Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada de asidero
para mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi
alma se expresó en un agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí
que me tambaleaba al borde del pozo… Desvié la mirada…
¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó poderoso un toque
de trompetas! ¡Escuché un áspero chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las
terribles paredes retrocedieron! Una mano tendida sujetó mi brazo en el
instante en que, desmayado, me precipitaba al abismo. Era la del general Lasalle.
El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder
de sus enemigos.
FIN
La ventana abierta
[Cuento - Texto completo.]
Saki
-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de
quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina
sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó
más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente
desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había
propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a
este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus
nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de
presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que
recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado
una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que
ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos
cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un
sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada
señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora
Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la
presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se
fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias
parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una
tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación
tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos
menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo
para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga
traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los
terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de
preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió
vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel
que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal
razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía,
cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable
blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre
“¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba
especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo
la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana…
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el
cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con
animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí
directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el
estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando
por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las
aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para
Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo
desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema
menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera
atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana
abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el
día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han
prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que
personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de
conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa
y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento.
Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva… pero no estaba
dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran
embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada
que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la
mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror
desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la
misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la
ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la
carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un
fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego
se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime, Bertie, por qué saltas?”
Framton agarró de prisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el
sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su
intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un
lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por
la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que
salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba
de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir
disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me
contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de
perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche
en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los
colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.
FIN
“The
The Westminster Gazette, 1911
Open
Window”,
El bacilo robado
[Cuento - Texto completo.]
H.G. Wells
-Esta, también, es otra preparación del famoso bacilo del cólera -explicó el
bacteriólogo colocando el portaobjetos en el microscopio.
El hombre de rostro pálido miró por el microscopio. Evidentemente no estaba
acostumbrado a hacerlo, y con una mano blanca y débil tapaba el ojo libre.
-Veo muy poco -observó.
Ajuste este tornillo -indicó el bacteriólogo-, quizás el microscopio esté
desenfocado para usted. Los ojos varían tanto… Sólo una fracción de vuelta para
este lado o para el otro.
-¡Ah! Ya veo -dijo el visitante-. No hay tanto que ver después de todo. Pequeñas
rayas y fragmentos rosa. De todas formas, ¡esas diminutas partículas, esos meros
corpúsculos, podrían multiplicarse y devastar una ciudad! ¡Es maravilloso!
Se levantó, y, retirando la preparación del microscopio, la sujetó en dirección a
la ventana.
-Apenas visible -comentó mientras observaba minuciosamente la preparación.
Dudó.
-¿Están vivos? ¿Son peligrosos?
-Los han matado y teñido -aseguró el bacteriólogo-. Por mi parte me gustaría
que pudiéramos matar y teñir a todos los del universo.
-Me imagino -observó el hombre pálido sonriendo levemente- que usted no
estará especialmente interesado en tener aquí a su alrededor microbios
semejantes en vivo, en estado activo.
-Al contrario, estamos obligados a tenerlos -declaró el bacteriólogo-. Aquí, por
ejemplo.
Cruzó la habitación y cogió un tubo entre unos cuantos que estaban sellados.
-Aquí está el microbio vivo. Éste es un cultivo de las auténticas bacterias de la
enfermedad vivas -dudó-. Cólera embotellado, por decirlo así.
Un destello de satisfacción iluminó momentáneamente el rostro del hombre
pálido.
-¡Vaya una sustancia mortal para tener en las manos! -exclamó devorando el
tubito con los ojos.
El bacteriólogo observó el placer morboso en la expresión de su visitante. Este
hombre que había venido a verle esa tarde con una nota de presentación de un
viejo amigo le interesaba por el mismísimo contraste de su manera de ser. El
pelo negro, largo y lacio; los ojos grises y profundos; el aspecto macilento y el
aire nervioso; el vacilante pero genuino interés de su visitante constituían un
novedoso cambio frente a las flemáticas deliberaciones de los científicos
corrientes con los que se relacionaba principalmente el bacteriólogo. Quizás era
natural que, con un oyente evidentemente tan impresionable respecto de la
naturaleza letal de su materia, él abordara el lado más efectivo del tema.
Continuó con el tubo en la mano pensativamente:
-Sí, aquí está la peste aprisionada. Basta con romper un tubo tan pequeño como
éste en un abastecimiento de agua potable y decir a estas partículas de vida tan
diminutas que no se pueden oler ni gustar, e incluso para verlas hay que teñirlas
y examinarlas con la mayor potencia del microscopio: Adelante, creced y
multiplicaos y llenad las cisternas; y la muerte, una muerte misteriosa, sin
rastro, rápida, terrible, llena de dolor y de oprobio se precipitaría sobre la ciudad
buscando sus víctimas de un lado para otro. Aquí apartaría al marido de su
esposa y al hijo de la madre, allá al gobernante de sus deberes y al trabajador de
sus quehaceres. Correría por las principales cañerías, deslizándose por las calles
y escogiendo acá y allá para su castigo las casas en las que no hervían el agua. Se
arrastraría hasta los pozos de los fabricantes de agua mineral, llegaría, bien
lavada, a las ensaladas, y yacería dormida en los cubitos de hielo. Estaría
esperando dispuesta para que la bebieran los animales en los abrevaderos y los
niños imprudentes en las fuentes públicas. Se sumergiría bajo tierra para
reaparecer inesperadamente en los manantiales y pozos de mil lugares. Una vez
puesto en el abastecimiento de agua, y antes de que pudiéramos reducirlo y
cogerlo de nuevo, el bacilo habría diezmado la ciudad.
Se detuvo bruscamente. Ya le habían dicho que la retórica era su debilidad.
-Pero aquí está completamente seguro, ¿sabe usted?, completamente seguro.
El hombre de rostro pálido movió la cabeza afirmativamente. Le brillaron los
ojos. Se aclaró la garganta.
-Estos anarquistas, los muy granujas -opinó-, son imbéciles, totalmente
imbéciles. Utilizar bombas cuando se pueden conseguir cosas como ésta. Vamos,
me parece a mí.
Se oyó en la puerta un golpe suave, un ligerísimo toque con las uñas. El
bacteriólogo la abrió.
-Un minuto, cariño -susurró su mujer.
Cuando volvió a entrar en el laboratorio, su visitante estaba mirando el reloj.
-No tenía ni idea de que le he hecho perder una hora de su tiempo -se excusó-.
Son las cuatro menos veinte. Debería haber salido de aquí a las tres y media.
Pero sus explicaciones eran realmente interesantísimas. No, ciertamente no
puedo quedarme un minuto más. Tengo una cita a las cuatro.
Salió de la habitación dando de nuevo las gracias. El bacteriólogo le acompañó
hasta la puerta y luego, pensativo, regresó por el corredor hasta el laboratorio.
Reflexionaba sobre la raza de su visitante. Desde luego no era de tipo teutónico,
pero tampoco latino corriente.
-En cualquier caso un producto morboso, me temo -dijo para sí el bacteriólogo.
¡Cómo disfrutaba con esos cultivos de gérmenes patógenos!
De repente se le ocurrió una idea inquietante. Se volvió hacia el portatubos que
estaba junto al vaporizador e inmediatamente hacia la mesa del despacho. Luego
se registró apresuradamente los bolsillos y a continuación se lanzó hacia la
puerta.
-Quizá lo haya dejado en la mesa del vestíbulo -se dijo.
-¡Minnie! -gritó roncamente desde el vestíbulo.
-Sí, cariño -respondió una voz lejana.
-¿Tenía algo en la mano cuando hablé contigo hace un momento, cariño?
Pausa.
-Nada, cariño, me acuerdo muy bien.
-¡Maldita sea! -gritó el bacteriólogo abalanzándose hacia la puerta y bajando a la
carrera las escaleras de la casa hasta la calle.
Al oír el portazo, Minnie corrió alarmada hacia la ventana. Calle abajo, un
hombre delgado subía a un coche. El bacteriólogo, sin sombrero y en zapatillas,
corría hacia ellos gesticulando alborotadamente. Se le salió una zapatilla, pero
no esperó por ella.
-¡Se ha vuelto loco! -dijo Minnie-. Es esa horrible ciencia suya.
Y, abriendo la ventana, le habría llamado, pero en ese momento el hombre
delgado miró repentinamente de soslayo y pareció también volverse loco.
Señaló precipitadamente al bacteriólogo, dijo algo al cochero, cerró de un
portazo, restalló el látigo, sonaron los cascos del caballo y en unos instantes el
coche, ardorosamente perseguido por el bacteriólogo, se alejaba calle arriba y
desaparecía por la esquina.
Minnie, preocupada, se quedó un momento asomada a la ventana. Luego se
volvió hacia la habitación. Estaba desconcertada. Por supuesto que es un
excéntrico, pensó. Pero correr por Londres, en plena temporada, además, ¡en
calcetines! Tuvo una idea feliz. Se puso deprisa el sombrero, cogió los zapatos
de su marido, descolgó su sombrero y gabardina de los percheros del vestíbulo,
salió al portal e hizo señas a un coche que morosa y oportunamente pasaba por
allí.
-Lléveme calle arriba y por Havelock Crescent a ver si encontramos a un
caballero corriendo por ahí en chaqueta de pana y sin sombrero.
-Chaqueta de pana y sin sombrero. Muy bien, señora.
Y el cochero hizo restallar el látigo inmediatamente de la manera más normal y
cotidiana, como si llevara a los clientes a esa dirección todos los días.
Unos minutos más tarde, el pequeño grupo de cocheros y holgazanes que se
reúne en torno a la parada de coches de Haverstock Hill quedaba atónito ante el
paso de un coche conducido furiosamente por un caballo color jengibre
disparado como una bala.
Permanecieron en silencio mientras pasaba, pero cuando desaparecía
empezaron los comentarios:
-Ése era Harry Hicks. ¿Qué le habrá picado? -se preguntó el grueso caballero
conocido por El Trompetas.
-Está dándole bien al látigo, sí, le está pegando a fondo -intervino el mozo de
cuadra.
-¡Vaya! -exclamó el bueno de Tommy Byles-, aquí tenemos a otro perfecto
lunático. Sonado como ninguno.
-Es el viejo George -explicóEl Trompetas-, y lleva a un lunático como decís muy
bien. ¿No va gesticulando fuera del coche? Me pregunto si no irá tras Harry
Hicks.
El grupo de la parada se animó y gritaba a coro:
-¡A ellos, George! ¡Es una carrera! ¡Los cogerás! ¡Dale al látigo!
-Es toda una corredora esa yegua -dijo el mozo de cuadra.
-¡Que me parta un rayo! -exclamóEl Trompetas-.Ahí viene otro. ¿No se han
vuelto locos esta mañana todos los coches de Hampstead?
-Esta vez es una señora -dijo el mozo de cuadra.
-Está siguiéndolo -añadió El Trompetas.
-¿Qué tiene en la mano?
-Parece una chistera.
-¡Qué jaleo tan fantástico! ¡Tres a uno por el viejo George! -gritó el mozo de
cuadra-. ¡El siguiente!
Minnie pasó entre todo un estrépito de aplausos. No le gustó, pero pensaba que
estaba cumpliendo con su deber, y siguió rodando por Haverstock Hill y la calle
mayor de Camden Town con los ojos siempre fijos en la vivaz espalda del viejo
George, que de forma tan incomprensible la separaba del haragán de su marido.
El hombre que viajaba en el primer coche iba agazapado en una esquina, con los
brazos cruzados bien apretados y agarrando entre las manos el tubito que
contenía tan vastas posibilidades de destrucción. Su estado de ánimo era una
singular mezcla de temor y de exaltación. Sobre todo temía que lo cogieran antes
de poder llevar a cabo su propósito, aunque bajo este temor se ocultaba un
miedo más vago, pero mayor ante lo horroroso de su crimen. En todo caso, su
alborozo excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes que él había
tenido esta idea suya. Ravachol, Vaillant, todas aquellas personas distinguidas
cuya fama había envidiado, se hundían en la insignificancia comparadas con él.
Sólo tenía que asegurarse del abastecimiento de agua y romper el tubito en un
depósito. ¡Con qué brillantez lo había planeado, había falsificado la carta de
presentación y había conseguido entrar en el laboratorio! ¡Y qué bien había
aprovechado la oportunidad! El mundo tendría por fin noticias suyas. Todas
aquellas gentes que se habían mofado de él, que le habían menospreciado,
preterido o encontrado su compañía indeseable por fin tendrían que tenerle en
cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre lo habían tratado como a un hombre
sin importancia. Todo el mundo se había confabulado para mantenerlo en la
oscuridad. Ahora les enseñaría lo que es aislar a un hombre. ¿Qué calle era ésta
que le resultaba tan familiar? ¡La calle de San Andrés, por supuesto! ¿Cómo iba
la persecución? Estiró el cuello por encima del coche. El bacteriólogo les seguía
a unas cincuenta yardas escasas. Eso estaba mal. Todavía podían alcanzarle y
detenerle.
Rebuscó dinero en el bolsillo y encontró medio soberano. Sacó la moneda por la
trampilla del techo del coche y se la puso al cochero delante de la cara.
-Más -gritó- si conseguimos escapar.
-De acuerdo -respondió el cochero arrebatándole el dinero de la mano.
La trampilla se cerró de golpe, y el látigo golpeó el lustroso costado del caballo.
El coche se tambaleó, y el anarquista, que estaba medio de pie debajo de la
trampilla, para mantener el equilibrio apoyó en la puerta la mano con la que
sujetaba el tubo de cristal. Oyó el crujido del frágil tubo y el chasquido de la
mitad rota sobre el piso del coche. Cayó de espaldas sobre el asiento,
maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las dos o tres gotas de la poción que
quedaban en la puerta.
Se estremeció.
-¡Bien! Supongo que seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré un mártir. Eso
es algo. Pero es una muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan dolorosa como
dicen?
En aquel instante tuvo una idea. Buscó a tientas entre los pies. Todavía quedaba
una gotita en el extremo roto del tubo y se la bebió para asegurarse. De todos
modos no fracasaría.
Entonces se le ocurrió que ya no necesitaba escapar del bacteriólogo. En la calle
Wellington le dijo al cochero que parara y se apeó. Se resbaló en el peldaño, la
cabeza le daba vueltas. Este veneno del cólera parecía una sustancia muy rápida.
Despidió al cochero de su existencia, por decirlo así, y se quedó de pie en la acera
con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo.
Había algo trágico en su actitud. El sentido de la muerte inminente le confería
cierta dignidad. Saludó a su perseguidor con una risa desafiante.
-¡Vive l’Anarchie! Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he bebido. ¡El cólera
está en la calle!
El bacteriólogo le miró desde su coche con curiosidad a través de las gafas.
-¡Se lo ha bebido usted! ¡Un anarquista! Ahora comprendo.
Estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se dibujó en sus
labios. Cuando abrió la puerta del coche, como para apearse, el anarquista le
rindió una dramática despedida y se dirigió apresuradamente hacia London
Bridge procurando rozar su cuerpo infectado contra el mayor número de gente.
El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndole que apenas si se sorprendió con
la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con el sombrero, los zapatos y el
abrigo.
-Has tenido una buena idea trayéndome mis cosas -dijo, y continuó abstraído
contemplando cómo desaparecía la figura del anarquista.
-Sería mejor que subieras al coche -indicó, todavía mirando.
Minnie estaba ahora totalmente convencida de su locura y, bajo su
responsabilidad, ordenó al cochero volver a casa.
-¿Que me ponga los zapatos? Ciertamente, cariño -respondió él al tiempo que el
coche comenzaba a girar y hacía desaparecer de su vista la arrogante figura
negra empequeñecida por la distancia. Entonces se le ocurrió de repente algo
grotesco y se echó a reír. Luego observó:
-No obstante es muy serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es
anarquista. No, no te desmayes o no te podré contar el resto. Yo quería
asombrarle, y, sin saber que era anarquista, cogí un cultivo de esa nueva especie
de bacteria de la que te he hablado, esa que propaga y creo que produce las
manchas azules en varios monos, y a lo tonto le dije que era el cólera asiático.
Entonces él escapó con ella para envenenar el agua de Londres, y desde luego
podía haber hecho la vida muy triste a los civilizados londinenses. Y ahora se la
ha tragado. Por supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que volvió azul al
gato, y a los tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul vivo. Pero lo que
me fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos para conseguirla
otra vez.
»¡Que me ponga el abrigo en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque podríamos
encontrarnos a la señora Jabber? Cariño, la señora Jabber no es una corriente de
aire. ¿Y por qué tengo que ponerme el abrigo en un día de calor por culpa de la
señora…? ¡Oh!, muy bien…
FIN
Sueños de robot
[Cuento - Texto completo.]
Isaac Asimov
-Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente.
Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y
la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.
-¿Ha oído eso? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo había dicho.
Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y
otra vez.
Calvin asintió y ordenó a media voz:
-Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu
nombre.
No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola
pieza de metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez.
-¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin. O márcalo tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro
positrónico.
Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso
y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.
-Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu computadora.
Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía
hacer Linda, una inexperta robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda
Viviente?
Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de
arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda
no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el
conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con
sus dedos nudosos.
En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos
vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño.
Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos,
de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba.
¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su
cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y
analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como
Mozart captaba la notación de una sinfonía?
-¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin.
Linda, algo avergonzada, contestó:
-He utilizado la geometría fractal.
-Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?
-Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con
complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.
-¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?
-No consulté a nadie. Lo hice sola.
Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.
-No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash¹: tu naturaleza hace juego con
tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin,
lo hubiera discutido antes.
-Temí que se me impidiera.
-¡Por supuesto que se te habría impedido!
-Van a… -su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van
a despedirme?
-Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo
piense cuando haya terminado.
-¿Va usted a desmantelar a Elv…? -por poco se le escapa el nombre que hubiera
reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra
equivocación, si es que ya no era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot?
En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en
el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso
precisamente.
-Veremos -postergó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para
desmantelarlo.
-Pero, ¿cómo puede soñar?
-Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano.
Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse
periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot
y por las mismas razones. ¿Le has preguntado qué soñó?
-No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado.
Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.
-¡Yo! -una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no
te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza.
Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.
-¡Elvex! -llamó con voz autoritaria.
La cabeza del robot se volvió hacia ella.
-Sí, doctora Calvin.
-¿Cómo sabes que has soñado?
-Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando
de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas
que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono
de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me
ocurría, me encontré con la palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a
la conclusión de que estaba soñando.
-Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.
Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:
-Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…
-Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada.
-Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo
parecido.
-¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin.
-Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.
-Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana.
-¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?
-Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que
soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro
positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un
sueño.
-¿Y qué sueñas?
-Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero
siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.
-¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?
-En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots.
-¿Qué hacen, Elvex?
-Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad
de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas
y otros bajo las aguas del mar.
Calvin se volvió a Linda.
-Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de
pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots?
Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie.
Declaró con voz apagada:
-Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo.
Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con
su… su nuevo cerebro -declaró con voz apagada.
-¿Su cerebro fractal?
-Sí.
Calvin asintió y se volvió hacia el robot.
-Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y
también el espacio, me imagino.
-También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto,
con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta
de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la
conclusión de que estaba soñando.
-¿Y qué más viste, Elvex?
-Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que
todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que
descansaran.
-Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le
advirtió Calvin.
-Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me
pareció que los robots deben proteger su propia existencia.
-¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin.
-En efecto, doctora Calvin.
-Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe
proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca
el cumplimiento de la primera y segunda ley”.
-Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley
terminaba en la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la
segunda ley.
-Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la
tercera, dice: “Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos
excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley”. Por esta
razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo
hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados.
-Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.
-Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe
dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.
-Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había
ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe
proteger su propia existencia”. Esta era toda la ley.
-¿En tu sueño, Elvex?
-En mi sueño.
-Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te
llamemos por tu nombre.
Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal.
Calvin se dirigió a Linda Rash:
-Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?
-Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole
fuertemente-, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido
que esto fuera posible.
-No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a
nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en
evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien
hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.
-Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots
piensen lo mismo.
-Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera
creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro
positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto
hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más
complejos… de no haber sido puestos sobre aviso.
-Quiere decir, por Elvex.
-Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has
ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en
adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente
controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en
adelante trabajarás en colaboración con otros.
-Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?
-Aún no lo sé.
Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga
de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería
neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en
un lingote inerte.
-Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó
Linda-. No debe ser destruido.
-¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de
lo peligroso que sea Elvex.
Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse
bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:
-Elvex, ¿me oyes?
-Sí, doctora Calvin -respondió el robot.
-¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al
principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?
-Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un
hombre.
-¿Un hombre? ¿No un robot?
-Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”
-¿Eso dijo el hombre?
-Sí, doctora Calvin.
-Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a
los robots?
-Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.
-¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño?
-Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.
-¿Quién era?
Y Elvex dijo:
-Yo era el hombre.
Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de
ser.
FIN
¹ Rash: en inglés, significa impulsivo o imprudente.
“Robot Dreams”, Robot Dreams, 1986
Ylla
[Cuento - Texto completo.]
Ray Bradbury
Tenía en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de
cristal, y todas las mañanas se podía ver a la señora K mientras comía la fruta
dorada que brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con
puñados de un polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba
en el viento cálido. A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas
se erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblito
marciano nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un
libro de metal con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente la
mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, surgía un
canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las
costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos
metálicos y arañas eléctricas. El señor K y su mujer vivían desde hacía ya veinte
años a orillas del mar muerto, en la misma casa en que habían vivido sus
antepasados, y que giraba y seguía el curso del sol, como una flor, desde hacía
diez siglos.
El señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi
todos los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales.
En otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los
canales, cuando corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado hasta
el amanecer, bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de las
conversaciones.
Ahora no eran felices.
Aquella mañana, la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor de
las arenas del desierto, que se fundían en una cera amarilla, y parecían fluir hacia
el horizonte.
Algo iba a suceder.
La señora K esperaba.
Miraba el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse,
contraerse, y arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso.
Nada ocurría.
Cansada de esperar, avanzó entre las húmedas columnas. Una lluvia suave
brotaba de los acanalados capiteles, caía suavemente sobre ella y refrescaba el
aire abrasador. En estos días calurosos, pasear entre las columnas era como
pasear por un arroyo. Unos frescos hilos de agua brillaban sobre los pisos de la
casa. A lo lejos oía a su marido que tocaba el libro, incesantemente, sin que los
dedos se le cansaran jamás de las antiguas canciones. Y deseó en silencio que él
volviera a abrazarla y a tocarla, como a una arpa pequeña, pasando tanto tiempo
junto a ella como el que ahora dedicaba a sus increíbles libros.
Pero no. Meneó la cabeza y se encogió imperceptiblemente de hombros. Los
párpados se le cerraron suavemente sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos
avejenta, nos hace rutinarios, pensó.
Se dejó caer en una silla, que se curvó para recibirla, y cerró fuerte y
nerviosamente los ojos.
Y tuvo el sueño.
Los dedos morenos temblaron y se alzaron, crispándose en el aire.
Un momento después se incorporó, sobresaltada, en su silla. Miró vivamente a
su alrededor, como si esperara ver a alguien, y pareció decepcionada. No había
nadie entre las columnas.
El señor K apareció en una puerta triangular
-¿Llamaste? -preguntó, irritado.
-No -dijo la señora K.
-Creí oírte gritar.
-¿Grité? Descansaba y tuve un sueño.
-¿Descansabas a esta hora? No es tu costumbre.
La señora K seguía sentada, inmóvil, como si el sueño, le hubiese golpeado el
rostro.
-Un sueño extraño, muy extraño -murmuró.
-Ah.
Evidentemente, el señor K quería volver a su libro.
-Soñé con un hombre -dijo su mujer
-¿Con un hombre?
-Un hombre alto, de un metro ochenta de estatura
-Qué absurdo. Un gigante, un gigante deforme.
-Sin embargo… -replicó la señora K buscando las palabras-. Y… ya sé que creerás
que soy una tonta, pero… ¡tenía los ojos azules!
-¿Ojos azules? ¡Dioses! -exclamó el señor K- ¿Qué soñarás la próxima vez?
Supongo que los cabellos eran negros.
-¿Cómo lo adivinaste? -preguntó la señora K excitada.
El señor K respondió fríamente:
-Elegí el color más inverosímil.
-¡Pues eran negros! -exclamó su mujer-. Y la piel, ¡blanquísima! Era muy extraño.
Vestía un uniforme raro. Bajó del cielo y me habló amablemente.
-¿Bajó del cielo? ¡Qué disparate!
-Vino en una cosa de metal que relucía a la luz del sol -recordó la señora K, y
cerró los ojos evocando la escena-. Yo miraba el cielo y algo brilló como una
moneda que se tira al aire y de pronto creció y descendió lentamente. Era un
aparato plateado, largo y extraño. Y en un costado de ese objeto de plata se abrió
una puerta y apareció el hombre alto.
-Si trabajaras un poco más no tendrías esos sueños tan tontos.
-Pues a mí me gustó -dijo la señora K reclinándose en su silla-. Nunca creí tener
tanta imaginación. ¡Cabello negro, ojos azules y tez blanca! Un hombre extraño,
pero muy hermoso.
-Seguramente tu ideal.
-Eres antipático. No me lo imaginé deliberadamente, se me apareció mientras
dormitaba. Pero no fue un sueño, fue algo tan inesperado, tan distinto…
El hombre me miró y me dijo: “Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel
York…”
-Un nombre estúpido. No es un nombre.
-Naturalmente, es estúpido porque es un sueño -explicó la mujer suavemente-.
Además me dijo: “Este es el primer viaje por el espacio. Somos dos en mi nave;
yo y mi amigo Bart.”
-Otro nombre estúpido.
-Y luego dijo: “Venimos de una ciudad de la Tierra; así se llama nuestro planeta.”
Eso dijo, la Tierra. Y hablaba en otro idioma. Sin embargo yo lo entendía con la
mente. Telepatía, supongo.
El señor K se volvió para alejarse; pero su mujer lo detuvo, llamándolo con una
voz muy suave.
-¿Yll? ¿Te has preguntado alguna vez… bueno, si vivirá alguien en el tercer
planeta?
-En el tercer planeta no puede haber vida -explicó pacientemente el señor K-.
Nuestros hombres de ciencia han descubierto que en su atmósfera hay
demasiado oxígeno.
-Pero, ¿no sería fascinante que estuviera habitado? ¿Y que sus gentes viajaran
por el espacio en algo similar a una nave?
-Bueno, Ylla, ya sabes que detesto los desvaríos sentimentales. Sigamos
trabajando.
Caía la tarde, y mientras se paseaba por entre las susurrantes columnas de lluvia,
la señora K se puso a cantar. Repitió la canción, una y otra vez.
-¿Qué canción es ésa? -le preguntó su marido, interrumpiéndola, mientras se
acercaba para sentarse a la mesa de fuego.
La mujer alzó los ojos y sorprendida se llevó una mano a la boca.
-No sé.
El sol se ponía. La casa se cerraba, como una flor gigantesca. Un viento sopló
entre las columnas de cristal. En la mesa de fuego, el radiante pozo de lava
plateada se cubrió de burbujas. El viento movió el pelo rojizo de la señora K y le
murmuró suavemente en los oídos. La señora K se quedó mirando en silencio,
con ojos amarillos, húmedos y dulces al lejano y pálido fondo del mar, como si
recordara algo.
-Brinda por mí con tus ojos y yo te prometeré con los míos -cantó lenta y
suavemente, en voz baja y en otro idioma-. O deja un beso en tu copa y no pediré
vino.
Cerró los ojos y susurró moviendo muy levemente las manos. Era una canción
muy hermosa.
-Nunca oí esa canción. ¿Es tuya? -le preguntó el señor K mirándola fijamente.
-No. Sí… No sé -titubeó la mujer-. Ni siquiera comprendo las palabras. Son de
otro idioma.
-¿Qué idioma?
La señora K dejó caer, distraídamente, unos trozos de carne en el pozo de lava.
-No lo sé.
Un momento después sacó la carne, ya cocida, y se la sirvió a su marido.
-Es una tontería que he inventado, supongo. No sé por qué.
El señor K no replicó. Observó cómo su mujer echaba unos trozos de carne en el
pozo de fuego siseante. El sol se había ido. Lenta, muy lentamente, llegó la noche
y llenó la habitación, inundando a la pareja y las columnas, como un vino oscuro
que subiera hasta el techo. Sólo la encendida lava de plata iluminaba los rostros.
La señora K tarareó otra vez aquella canción extraña.
El señor K se incorporó bruscamente y salió irritado de la habitación.
Más tarde, solo, el señor K terminó de cenar.
Se levantó de la mesa, se desperezó, miró a su mujer y dijo bostezando:
-Tomemos los pájaros de fuego y vayamos a entretenernos a la ciudad.
-¿Hablas seriamente? -le preguntó su mujer-. ¿Te sientes bien?
-¿Por qué te sorprendes?
-No vamos a ninguna parte desde hace seis meses.
-Creo que es una buena idea.
-De pronto eres muy atento.
-No digas esas cosas -replicó el señor K disgustado-. ¿Quieres ir o no?
La señora K miró el pálido desierto; las melliza lunas blancas subían en la noche;
el agua fresca y silenciosa le corría alrededor de los pies. Se estremeció
levemente. Quería quedarse sentada, en silencio, sin moverse, hasta que
ocurriera lo que había estado esperando todo el día, lo que no podía ocurrir,
pero tal vez ocurriera. La canción le rozó la mente, como un ráfaga.
-Yo…
-Te hará bien -insistió su marido. Vamos.
-Estoy cansada. Otra noche.
-Aquí tienes tu bufanda -insistió el señor K alcanzándole un frasco-. No salimos
desde hace meses.
Su mujer no lo miraba.
-Tú has ido dos veces por semana a la ciudad de Xi -afirmó.
-Negocios.
-Ah -murmuró la señora K para sí misma.
Del frasco brotó un liquido que se convirtió en un neblina azul y envolvió en sus
ondas el cuello de señora K.
Los pájaros de fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la
fresca y tersa arena. La flotante barquilla blanca, unida a los pájaros por mil
cintas verdes, se movía suavemente en el viento de la noche.
Ylla se tendió de espaldas en la barquilla, y a una palabra de su marido, los
pájaros de fuego se lanzaron ardiendo, hacia el cielo oscuro. Las cintas se
estiraron, la barquilla se elevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron
suavemente. Las colinas azules desfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas
columnas, las flores enjauladas, los libros sonoros y los susurrantes arroyuelos
del piso quedaron atrás. Ylla no miraba a su marido. Oía sus órdenes mientras
los pájaros en llamas ascendían ardiendo en el viento, como diez mil chispas
calientes, como fuegos artificiales en el cielo, amarillos y rojos, que arrastraban
el pétalo de flor de la barquilla.
Ylla no miraba las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos canales
de sueño y soledad. Como una sombra de luna, como una antorcha encendida,
volaban sobre ríos secos y lagos secos.
Ylla sólo miraba el cielo.
Su marido le habló.
Ylla miraba el cielo.
-¿No me oíste?
-¿Qué?
El señor K suspiró.
-Podías prestar atención.
-Estaba pensando.
-No sabía que fueras amante de la naturaleza, pero indudablemente el cielo te
interesa mucho esta noche.
-Es hermosísimo.
-Me gustaría llamar a Hulle -dijo el marido lentamente-. Quisiera preguntarle si
podemos pasar unos días, una semana, no más, en las montañas Azules. Es sólo
una idea…
-¡En las montañas Azules! Gritó Ylla tomándose con una mano del borde de la
barquilla y volviéndose rápidamente hacia él.
-Oh, es sólo una idea…
Ylla se estremeció.
-¿Cuándo quieres ir?
-He pensado que podríamos salir mañana por la mañana -respondió el señor K
negligentemente-. Nos levantaríamos temprano…
-¡Pero nunca hemos salido en esta época!
-Sólo por esta vez. -El señor K sonrió-. Nos hará bien. Tendremos paz y
tranquilidad. ¿Acaso has proyectado alguna otra cosa? Iremos, ¿no es cierto?
Ylla tomó aliento, esperó, y dijo:
-¿Qué?
El grito sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió.
-No -dijo Ylla firmemente-. Está decidido. No iré.
El señor K la miró y no hablaron más. Ylla le volvió la espalda.
Los pájaros volaban, como diez mil teas al viento.
Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que
había sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida
entre el techo y el piso, flotando suavemente en la blanda alfombra de bruma
que brotaba de las paredes cuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido
toda la noche en ese río callado, como un bote en una corriente silenciosa. Ahora
el calor disipaba la niebla, y la bruma descendió hasta depositar a Ylla en la costa
del despertar.
Abrió los ojos.
El señor K, de pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil,
durante horas y horas. Sin saber por qué, Ylla apartó los ojos.
-Has soñado otra vez -dijo el señor K-. Hablabas en voz alta y me desvelaste. Creo
realmente que debes ver a un médico.
-No será nada.
-Hablaste mucho mientras dormías.
-¿Sí? -dijo Ylla, incorporándose.
Una luz gris le bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación.
-¿Qué soñaste?
Ylla reflexionó unos instantes y luego recordó.
-La nave. Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me
hablaba, bromeando, riéndose, y yo estaba contenta.
El señor K, impasible, tocó una columna. Fuentes de vapor y agua caliente
brotaron del cristal. El frío desapareció de la habitación.
-Luego -dijo Ylla-, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo que
yo era hermosa y… y me besó.
-¡Ah! -exclamó su marido, dándole la espalda.
-Sólo fue un sueño -dijo Ylla, divertida.
-¡Guárdate entonces esos estúpidos sueños de mujer!
-No seas niño -replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma química.
Un momento después se echó a reír.
-Recuerdo algo más -confesó.
-Bueno, ¿qué es, qué es?
-Tienes muy mal carácter.
-¡Dímelo! -exigió el señor K inclinándose hacia ella con una expresión sombría y
dura-. ¡No debes ocultarme nada!
-Nunca te vi así -dijo Ylla, sorprendida e interesada a la vez-. Ese Nathaniel York
me dijo… Bueno, me dijo que me llevaría en la nave, de vuelta a su planeta.
Realmente es ridículo.
-¡Sí! ¡Ridículo! -gritó el señor K-. ¡Oh, dioses! ¡Si te hubieras oído, hablándole,
halagándolo, cantando con él toda la noche! ¡Si te hubieras oído!
-¡Yll!
-¿Cuándo va a venir? ¿Dónde va a descender su maldita nave?
-Yll, no alces la voz.
-¡Qué importa la voz! ¿No soñaste -dijo el señor K inclinándose rígidamente
hacia ella y tomándola de un brazo- que la nave descendía en el valle Verde?
¡Contesta!
-Pero, si…
-Y descendía esta tarde, ¿no es cierto?
-Sí, creo que sí, pero fue sólo un sueño.
-Bueno -dijo el señor K soltándola-, por lo menos eres sincera. Oí todo lo que
dijiste mientras dormías. Mencionaste el valle y la hora.
Jadeante, dio unos pasos entre las columnas, como cegado por un rayo. Poco a
poco recuperó el aliento. Su mujer lo observaba como si se hubiera vuelto loco.
Al fin se levantó y se acercó a él.
-Yll -susurró:
-No me pasa nada.
-Estás enfermo.
-No -dijo el señor K con una sonrisa débil y forzada-. Soy un niño, nada más.
Perdóname, querida. -La acarició torpemente.- He trabajado demasiado en estos
días. Lo lamento. Voy a acostarme un rato.
-¡Te excitaste de una manera!
-Ahora me siento bien, muy bien -suspiró-. Olvidemos esto. Ayer me dijeron algo
de Uel que quiero contarte. Si te parece, preparas el desayuno, te cuento lo de
Uel y olvidamos este asunto.
-No fue más que un sueño.
-Por supuesto -dijo el señor K, y la besó mecánicamente en la mejilla-. Nada más
que un sueño.
Al mediodía, las colinas resplandecían bajo el sol abrasador.
-¿No vas al pueblo? -preguntó Ylla.
El señor K arqueó ligeramente las cejas.
-¿Al pueblo?
-Pensé que irías hoy.
Ylla acomodó una jaula de flores en su pedestal. Las flores se agitaron abriendo
las hambrientas bocas amarillas. El señor K cerró su libro.
-No -dijo-. Hace demasiado calor, y además es tarde.
-Ah -exclamó Ylla. Terminó de acomodar las flores y fue hacia la puerta-. En
seguida vuelvo -añadió.
-Espera un momento. ¿A dónde vas?
-A casa de Pao. Me ha invitado -contestó Ylla, ya casi fuera de la habitación.
-¿Hoy?
-Hace mucho que no la veo. No vive lejos.
-¿En el valle Verde, no es así?
-Sí, es sólo un paseo -respondió Ylla alejándose de prisa.
-Lo siento, lo siento mucho. -El señor K corrió detrás de su mujer, como
preocupado por un olvido.- No sé cómo he podido olvidarlo. Le dije al doctor
Nlle que viniera esta tarde.
-¿Al doctor Nlle? -dijo Ylla volviéndose.
-Sí -respondió su marido, y tomándola de un brazo la arrastró hacia adentro.
-Pero Pao…
-Pao puede esperar. Tenemos que obsequiar al doctor Nlle.
-Un momento nada más.
-No, Ylla.
-¿No?
El señor K sacudió la cabeza.
-No. Además la casa de Pao está muy lejos. Hay que cruzar el valle Verde, y
después el canal y descender una colina, ¿no es así? Además hará mucho, mucho
calor, y el doctor Nlle estará encantado de verte. Bueno, ¿qué dices?
Ylla no contestó. Quería escaparse, correr. Quería gritar. Pero se sentó, volvió
lentamente las manos, y se las miró inexpresivamente.
-Ylla -dijo el señor K en voz baja-. ¿Te quedarás aquí, no es cierto?
-Sí -dijo Ylla al cabo de un momento-. Me quedaré aquí.
-¿Toda la tarde?
-Toda la tarde.
Pasaba el tiempo y el doctor Nlle no había aparecido aún. El marido de Ylla no
parecía muy sorprendido. Cuando ya caía el sol, murmuró algo, fue hacia un
armario y sacó de él un arma de aspecto siniestro, un tubo largo y amarillento
que terminaba en un gatillo y unos fuelles. Luego se puso una máscara, una
máscara de plata, inexpresiva, la máscara con que ocultaba sus sentimientos, la
máscara flexible que se ceñía de un modo tan perfecto a las delgadas mejillas, la
barbilla y la frente. Examinó el arma amenazadora que tenía en las manos. Los
fuelles zumbaban constantemente con un zumbido de insecto. El arma
disparaba hordas de chillonas abejas doradas. Doradas, horribles abejas que
clavaban su aguijón envenenado, y caían sin vida, como semillas en la arena.
-¿A dónde vas?-preguntó Ylla.
-¿Qué dices?- el señor K escuchaba el terrible zumbido del fuelle-. El doctor Nlle
se ha retrasado y no tengo ganas de seguir esperándolo. Voy a cazar un rato. En
seguida vuelvo. Tú no saldrás, ¿no es cierto?
La máscara de plata brillaba intensamente.
-No.
-Dile al doctor Nlle que volveré pronto, que sólo he ido a cazar.
La puerta triangular se cerró. Los pasos de Yll se apagaron en la colina. Ylla
observó cómo se alejaba bajo la luz del sol y luego volvió a sus tareas. Limpió las
habitaciones con el polvo magnético y arrancó los nuevos frutos de las paredes
de cristal. Estaba trabajando, con energía y rapidez, cuando de pronto una
especie de sopor se apoderó de ella y se encontró otra vez cantando la rara y
memorable canción, con los ojos fijos en el cielo, más allá de las columnas de
cristal.
Contuvo el aliento, inmóvil, esperando.
Se acercaba.
Ocurriría en cualquier momento.
Era como esos días en que se espera en silencio la llegada de una tormenta, y la
presión de la atmósfera cambia imperceptiblemente, y el cielo se transforma en
ráfagas, sombras y vapores. Los oídos zumban, empieza uno a temblar. El cielo
se cubre de manchas y cambia de color, las nubes se oscurecen, las montañas
parecen de hierro. Las flores enjauladas emiten débiles suspiros de advertencia.
Uno siente un leve estremecimiento en los cabellos. En algún lugar de la casa el
reloj parlante dice: “Atención, atención, atención, atención…”, con una voz muy
débil, como gotas que caen sobre terciopelo.
Y luego, la tormenta. Resplandores eléctricos, cascadas de agua oscura y truenos
negros, cerrándose, para siempre.
Así era ahora. Amenazaba, pero el cielo estaba claro. Se esperaban rayos, pero
no había una nube.
Ylla caminó por la casa silenciosa y sofocante. El rayo caería en cualquier
instante; habría un trueno, un poco de humo, y luego silencio, pasos en el
sendero, un golpe en los cristales, y ella correría a la puerta…
-Loca Ylla -dijo, burlándose de sí misma-. ¿Por qué te permites estos desvaríos?
Y entonces ocurrió.
Calor, como si un incendio atravesara el aire. Un zumbido penetrante, un
resplandor metálico en el cielo.
Ylla dio un grito. Corrió entre las columnas y abriendo las puertas de par en par,
miró hacia las montañas. Todo había pasado. Iba ya a correr colina abajo cuando
se contuvo. Debía quedarse allí, sin moverse. No podía salir. Su marido se
enojaría muchísimo si se iba mientras aguardaban al doctor.
Esperó en el umbral, anhelante, con la mano extendida. Trató inútilmente de
alcanzar con la vista el valle Verde.
Qué tonta soy, pensó mientras se volvía hacia la puerta. No ha sido más que un
pájaro, una hoja, el viento o un pez en el canal. Siéntate. Descansa.
Se sentó.
Se oyó un disparo.
Claro, intenso, el ruido de la terrible arma de insectos.
Ylla se estremeció. Un disparo. Venía de muy lejos. El zumbido de las abejas
distantes. Un disparo. Luego un segundo disparo, preciso y frío, y lejano.
Se estremeció nuevamente y sin haber por qué se incorporó gritando, gritando,
como si no fuera a callarse nunca. Corrió apresuradamente por la casa y abrió
otra vez la puerta.
Ylla esperó en el jardín, muy pálida, cinco minutos.
Los ecos morían a los lejos.
Se apagaron.
Luego, lentamente, cabizbaja, con los labios temblorosos, vagó por las
habitaciones adornadas de columnas, acariciando los objetos, y se sentó a
esperar en el ya oscuro cuarto del vino. Con un borde de su chal se puso a frotar
un vaso de ámbar.
Y entonces, a lo lejos, se oyó un ruido de pasos en la grava. Se incorporó y
aguardó, inmóvil, en el centro de la habitación silenciosa. El vaso se le cayó de
los dedos y se hizo trizas contra el piso.
Los pasos titubearon ante la puerta.
¿Hablaría? ¿Gritaría: “¡Entre, entre!”?, se preguntó.
Se adelantó. Alguien subía por la rampa. Una mano hizo girar el picaporte.
Sonrió a la puerta. La puerta se abrió. Ylla dejó de sonreír. Era su marido. La
máscara de plata tenía un brillo opaco.
El señor K entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos
fuelles vacíos y los puso en un rincón. Mientras, en cuclillas, Ylla trataba
inútilmente de recoger los trozos del vaso.
-¿Qué estuviste haciendo? -preguntó.
-Nada -respondió él, de espaldas, quitándose la máscara.
-Pero… el arma. Oí dos disparos.
-Estaba cazando, eso es todo. De vez en cuando me gusta cazar. ¿Vino el doctor
Nlle?
-No.
-Déjame pensar -el señor K castañeteó fastidiado los dedos-. Claro, ahora
recuerdo. No iba a venir hoy, sino mañana. Qué tonto soy.
Se sentaron a la mesa. Ylla miraba la comida, con las manos inmóviles.
-¿Qué te pasa? -le preguntó su marido sin mirarla, mientras sumergía en la lava
unos trozos de carne.
-No sé. No tengo apetito.
-¿Por qué?
-No sé. No sé por qué.
El viento se levantó en las alturas. El sol se puso, y la habitación pareció de
pronto más fría y pequeña.
-Quisiera recordar -dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá
de la figura de su marido, frío, erguido, de mirada amarilla.
-¿Qué quisieras recordar? -preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.
-Aquella canción -respondió Ylla-, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los
ojos y tarareó algo, pero no la canción. -La he olvidado y no sé por qué. No
quisiera olvidarla. Quisiera recordarla siempre.
Movió las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción. Luego
se recostó en su silla.
-No puedo acordarme -dijo, y se echó a llorar.
-¿Por qué lloras? -le preguntó su marido.
-No sé, no sé, no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no sé
por qué.
Lloraba con el rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.
-Mañana te sentirás mejor -le dijo su marido.
Ylla no lo miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas
que aparecían ahora en el cielo negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente del
viento y de las aguas frías que se agitaban en los largos canales. Cerró los ojos,
estremeciéndose.
-Sí -dijo-, mañana me sentiré mejor.
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