Subido por Carmen Garcia

Sobre la Inmaculada

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Sobre la Inmaculada.
Decía Don Bosco: «Domingo era uno de los que más ardían en deseos de celebrar la
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María. Escribió pues nueve florecillas o bien
nueve actos de virtud, con el propósito de practicar uno cada día sacado a suerte. Hizo
con grandísimo consuelo de su alma confesión general y comulgó con el mayor
recogimiento».
Es así como, la noche del 28 de noviembre de 1876, Don Bosco aprovechó las Buenas
Noches para recordar una bonita charla que sostuvo con Domingo Savio.
Mañana empieza la novena de la Inmaculada Concepción y desearía que la hicieseis con
la mayor devoción posible. Por la mañana y por la tarde, oís cantar: “Bendita sea la
Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios”. Es ésta una
plegaria de los fieles en honor de María Santísima; pero la Iglesia, para ensalzar su
Inmaculada Concepción, instituyó una solemnidad, cuya novena comenzaremos
mañana y que, así lo espero del Señor, terminaremos después de haber recibido alguna
gracia extraordinaria.
Recuerdo todavía, como si fuese hoy, el rostro alegre, angelical de Domingo Savio, tan
dócil y bueno. Vino a verme la víspera de la novena de la Inmaculada Concepción y tuvo
conmigo un diálogo, que está impreso en su Vida, aunque bastante más breve, y que
muchos ya habrán leído y los demás pueden leer. El diálogo fue muy largo. Me dijo:
— Yo sé que la Virgen concede un gran número de gracias a quien hace bien sus
novenas.
— ¿Y tú qué quieres hacer en esta novena en honor de la Virgen?
— Quisiera hacer muchas cosas.
— ¿Por ejemplo?
— Ante todo quiero hacer una confesión general de mi vida, para tener bien preparada
mi alma. Luego procuraré cumplir exactamente las florecillas, que para cada día de la
novena se darán el día anterior. Quisiera además portarme de manera que pueda cada
mañana recibir la santa comunión.
Y se calló, pero como uno que no ha acabado todavía lo que quiere decir.
— ¿Y no tienes nada más?
— Sí, tengo una cosa.
— ¿Cuál es?
— Quiero declarar guerra a muerte al pecado mortal.
— ¿Y qué más?
— Quiero pedirle mucho, mucho a la Santísima Virgen y al Señor, que me manden la
muerte antes que dejarme caer en un pecado venial contra la modestia.
Diome a continuación un papelito en el que había escrito: «Quiero ante todo hacer una
confesión general, después de pedir a María Inmaculada que me conserve sin mancha,
de suerte que pueda recibir todos los días la santa Comunión y que me haga morir antes
que pueda caer en pecado mortal». Y mantuvo sus promesas, porque la Santísima Virgen
le ayudaba. Y él, mis queridos hijos, tenía vuestra misma edad, era de carne y hueso
como nosotros, tenía las mismas malas inclinaciones que tenemos nosotros, vivía en
estos mismos lugares, se había educado en el mismo Oratorio que vosotros, estudiaba
en la misma sala y en las mismas aulas, dormía en vuestros dormitorios, comía el mismo
pan que coméis vosotros; únicamente era algo mejor que nosotros y nos dejó un buen
ejemplo.
No quiero ahora decir con esto que tengáis que hacer todos la confesión general. ¡No!;
no quiero decir eso. Pero, si alguno lo necesitase, si recordara un pecado que no ha
confesado todavía en su vida pasada, le exhorto a que vaya a confesarse; y si ésta fuese
una culpa grave, entonces tiene que comenzar desde su última confesión bien hecha y,
uno tras otro, confesar todos los pecados, confesados y no confesados, hasta el
presente. Alguno se queja de que siempre tiene que decir las mismas desobediencias,
los mismos enfados mal reprimidos, las mismas pérdidas de tiempo, los mismos malos
pensamientos no apartados enseguida, los mismos chistes y aún conversaciones y obras.
En conclusión, confesiones y pecados, pecados y confesiones. Examine éste un poco su
vida desde la última confesión. ¿Ha alcanzado algún provecho? El árbol se conoce por
los frutos que da. Si advierte que ha hecho algún progreso, siga adelante en el bien; pero
si no ha hecho ningún progreso, reconozca que las confesiones no dan fruto, no son
buenas; que la culpa procede de él mismo y trate de enmendarse, repasando bien su
conciencia, haciendo una confesión general y después entréguese con todas sus fuerzas
a mejorar su conducta en adelante.
Sin embargo, estaría muy bien que, si no todos, muchos por lo menos hiciesen esta
confesión general. Tendría yo mucho que decir en torno a las disposiciones y a la manera
de hacerla, pero acostumbro a resumirlo todo con estas palabras: «Suponte que te hayas
en el último momento de tu vida, y dime por favor: ¿qué hacer entonces? Examínate de
todas las culpas que cometiste, como si te encontraras en la agonía, próximo a dar
cuenta al Señor de todas tus acciones, y después ya puedes hacer tu confesión».
Estoy convencido de que la mayor parte de vosotros cumple bien; pero quisiera insistir
a algunos para que también ellos se determinen a hacer con todo el empeño posible
confesiones verdaderamente buenas.
En conclusión, os sugiero únicamente dos cosas para esta novena: una buena confesión
y recibir cada día la santa comunión, si no sacramental, por lo menos espiritual, que
consiste en un vivo deseo de recibir a Jesucristo en nuestro corazón. Buenas noches.
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