Subido por Maria Lombardero Lasarte

LA ALEGRÍA TAMBIÉN DE NOCHE

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JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ OLAIZOLA
La alegría,
también de noche
SAL TERRAE
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María Pérez-Aguilera
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Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2221-7
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Prólogo
AQUÍ estamos, tú y yo. Tú que abres estas páginas. Yo, sentado ante el ordenador,
escribiendo, pero en realidad queriendo compartir un tiempo contigo.
Lo ignoro casi todo de ti. ¿Quién eres? ¿Mujer? ¿Hombre? ¿Joven? ¿Anciano? ¿Te
sonríe la vida o te abruma? ¿Con quién vives? ¿En qué crees y de qué dudas? ¿Eres una
persona alegre, reservada, solitaria, jovial? ¿Cuáles son los demonios que te atormentan?
Nada sé de tu historia, si hay muchos capítulos escritos o si está casi todo por construir.
Desconozco tus heridas o tus fiestas, tus anhelos o tus logros, tu soledad o tus metas.
Ni siquiera sé cómo hemos llegado a encontrarnos. ¿Alguien te ha regalado un libro,
y al empezar su lectura te he asaltado? ¿Tal vez rebuscando en los estantes de una
librería decidiste arriesgarte con estas líneas? Hay muchos caminos posibles para que
hayamos llegado a encontrarnos. No importa mucho cuál de ellos has seguido.
Tampoco tú sabrás mucho de mí. Quizás unas líneas en la contraportada del libro,
unos pocos datos para rellenar una ficha, el nombre de una orden religiosa, un título
académico, una ocupación, tales o cuales publicaciones, la ciudad en que trabajo... No
mucho, al fin y al cabo. Poco señala eso sobre la historia que uno va viviendo, sobre sus
miedos, sus aciertos o sus fracasos. Nada dice sobre las inquietudes o las esperanzas que
cargas, sobre los pasos recorridos o sobre las cicatrices que van marcándote.
Pero aquí estamos. Formamos una pareja curiosa, tú, lector y yo, narrador. Tal vez
nos separa (o nos une) la edad, la manera de pensar, las lecciones aprendidas... Tengo la
sensación de que, por debajo de todo lo que nos distingue a las personas, junto a tantos
rasgos como nos hacen individuos únicos, compartimos mucho. Allá donde podemos
estar más desnudos compartimos anhelos, sueños, deseos, búsquedas e incertidumbres.
Compartimos nuestra porción de lágrimas y risas. Nos encontramos en la sed profunda
de amor que late en cada ser humano. En ese ansia inagotable de encuentro con aquellos
a quienes sentimos nuestros. Nos encontramos también en la necesidad de acogida, de
que alguien nos abrace sin juzgarnos, comprenda nuestra fragilidad y vislumbre nuestra
fortaleza. En la inquietud por vivir de verdad, sin ser excesivamente soñadores ni
demasiado realistas. Y nos encontramos en las preguntas que, cuando conseguimos hacer
silencio, somos capaces de formularnos: ¿Qué sentido tiene todo esto que hago? ¿Qué
buscar en la vida? ¿Se puede ser feliz? ¿Cómo? ¿Hay alguien más allá? ¿Quién? ¿Por
qué ocurren tantas cosas como ocurren en este mundo? ¿Qué decisiones tengo que ir
tomando en la vida? ¿He acertado con lo que he elegido? ¿Y ahora, qué?
No pretendo responder a tantas cuestiones. No sé si es posible hacerlo, y desde
luego no está a mi alcance. Pero en la posibilidad de compartir las búsquedas y las
intuiciones, en la capacidad de transmitir lo que unos vamos aprendiendo con otros, ahí
radica buena parte de nuestra grandeza. Así que permíteme la confianza de dirigirme a ti
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de vez en cuándo en estas páginas. Salvando las distancias... y el tiempo. Desde el aquí
de un despacho en el que escribo al aquí de tu habitación, de tu sillón, de un aula o del
metro. Desde el ahora en que escribo estas líneas al ahora en que tú las lees. Gracias por
querer compartir este tiempo.
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Introducción.
Queremos ser libres.
Queremos ser felices.
Queremos tener
algo sólido en la vida
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La herencia que compartimos
A veces uno piensa lo que sería nacer al margen de toda civilización, de toda cultura, de
todo pueblo. Hay quien ha dicho que eso sería volver a un paraíso perdido, libres de toda
constricción. Y hay quien piensa que, por el contrario, supondría dejar de ser humanos y
volver a un estado animal, como esos niños criados entre bestias de los que a veces oyes
hablar, y que cuando reaparecen no consiguen adaptarse plenamente.
El caso es que no somos niños-lobo ni nos hemos criado entre gorilas. Hemos
nacido en nuestra época, y vivimos ahora, en el siglo XXI. No sólo somos hijos de
nuestros padres. También somos hijos del tiempo que nos ha tocado vivir. Heredamos
los genes y heredamos la historia, y la ciencia, el arte, los logros y las lecciones
aprendidas por quienes nos han precedido. Esa herencia no es un traje que podamos
ponernos o quitarnos. Querámoslo o no, estamos marcados por nuestra época.
Somos las generaciones que han vivido el fin de la guerra fría, el cambio del
milenio, la era de la información, la globalización de la que todo el mundo habla.
Conocemos multitud de rostros y nombres de alcance universal: Bill Gates, George Bush,
Paris Hilton, madre Teresa, Fidel Castro, Lady Di, David Beckham... Navegamos y nos
comunicamos a través de Internet. Tarareamos las mismas melodías. A veces, con
ocasión de un acontecimiento mediático importante, nos unimos a cientos de millones de
personas que, en todo el globo, son espectadores igual que nosotros. Y cuando vas
concentrándote en una región geográfica, la herencia común aumenta: más nombres, más
referencias compartidas, más lugares comunes.
Eso no quiere decir que seamos iguales. Al contrario, somos únicos. Esa herencia
común cae en tierras distintas, de maneras diferentes. Y tu historia y la mía son
irrepetibles. Si te dijera que somos todos iguales, lo podrías tomar como una ofensa o
una salida de tono por mi parte, porque sabes que no es así. Tienes razón, somos únicos.
Ahí hay una tensión real. Eres tan irrepetible que nunca ha habido ni habrá nadie como
tú. Pero al tiempo, si quieres llegar a entenderte, a alcanzar las respuestas para cuestiones
que te parecen fundamentales, tendrás que conocer el terreno en el que te mueves, el
equipaje que cargas, las presiones que sufres y la herencia recibida. Porque nuestras
preguntas y nuestras respuestas beben del mundo en que nos ha tocado nacer.
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Queremos ser libres
Hace tiempo que me pregunto si somos libres. Quizá la libertad, como la felicidad, el
amor, la plenitud o la dicha, son conceptos un poco extremos. Si lo entendemos en
sentido absoluto, pues es difícil afirmar: «soy libre» o «soy feliz». Cuando uno es joven,
suele formular la libertad de una manera muy soñadora. Ser libre entonces parece que es
poder abrirte todas las puertas, ir a todos los lugares, profundizar en todas las relaciones,
prescindir de las convenciones… Y cada generación vuelve sobre lo mismo. Esa libertad
la reflejaba en 1965 Julie Andrews, la novicia que cantaba y giraba como loca por los
montes en «Sonrisas y Lágrimas» antes de volver a la opresión del convento; y en el año
2000 se había convertido en la libertad de Leonardo di Caprio, exultante en «La Playa»,
un espacio paradisíaco que solo estaba al alcance de quien prescinde de lo convencional
y se deja llevar por la búsqueda de autenticidad. Distinto contexto, idéntica sed. Pero la
libertad no es eso. No es la falta de límites (que a veces son también referencia y apoyo).
Tiene más bien que ver con la posibilidad real de construir una vida sólida y de alcanzar
una felicidad auténtica, que habrá de ser bien entendida para no caer en una trampa
insalvable.
Ahí tenemos tres conceptos muy importantes, si se entienden bien: Libertad,
Felicidad, Solidez. Sus opuestos nos asustan. La pérdida de libertad nos inquieta. Nadie
quiere ser infeliz. Y la falta de algo sólido en lo que apoyarnos se puede convertir en
fuente de zozobra, de incertidumbre y de desaliento. Los tres conceptos hablan de
nuestra época. Y al mismo tiempo son conceptos tan amplios, tan inabarcables, que es de
justicia reconocer que todo lo que podamos decir de ellos es provisional, incompleto y
seguramente temerario. Con todo, hablamos de esta época nuestra, y desde un hoy que
quizá mañana sea distinto. Así que, un poco de puntillas, adentrémonos en ese hoy.
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¿Somos libres?
¿Somos libres hoy en día? Hemos quedado en que no ha de entenderse la libertad como
una falta total de límites o constricciones. Si la libertad fuera hacer lo que te da la gana,
cuando te da la gana, como te da la gana y con quien te da la gana, no creo que estuviera
al alcance de nadie. Porque muchas veces nos vamos a encontrar con límites para lo que
deseamos. ¡No! Libertad no es omnipotencia. No cabe duda de que el entorno nos
condiciona. Hay límites de todo tipo. Y los primeros son los que nacen de vivir en
relación con otros. Como somos miembros de una sociedad, hay actitudes que se nos
pueden «exigir». Algunas son requisitos para la misma vida común. ¿Te imaginas que yo
me inventase el lenguaje con el que escribo estas palabras? Ya podría ser enormemente
creativo y poético, que no conseguiría comunicarme contigo ni compartir estas
reflexiones. Del mismo modo, no puedo (o aunque pueda, no procede, y no preveo que
vaya a hacerlo) ir desnudo a una conferencia, saludar a un compañero de trabajo con un
gesto obsceno, saltarme a la torera los horarios de mis clases o ir por la calle besando al
personal.
¿Qué se nos puede exigir? Un mínimo de educación, cierto respeto por los otros,
unas formas de comunicación o unos códigos comunes... Es decir, normas sociales. Y es
que, querámoslo o no, están ahí. No son rígidas ni inamovibles. Cambian con el tiempo y
con la cultura. Pero ponen un cierto marco para muchas facetas de nuestra vida. Las
vamos aprendiendo desde que somos pequeños. Y, lejos de ser un estorbo o eliminar
nuestra libertad, en muchas ocasiones facilitan nuestro día a día, pues sería imposible
estar reinventando todo cada jornada. Cuestión aparte es cuáles de esas normas valen y
cuáles no, cuándo deben cambiar (o desaparecer), cómo situarse ante ellas –y ahí ya
cada persona se posiciona de modo distinto. Quien sea más convencional tenderá a estar
muy cómodo con ellas, y quien se sienta más alternativo percibirá con más urgencia la
necesidad de cambios.
Concluimos, entonces, que la libertad no es la omnipotencia ni una desvinculación
absoluta respecto de las convenciones humanas. Vamos a definirla como la posibilidad de
elegir y llevar una vida digna, plenamente humana. Vuelvo de nuevo a la pregunta.
¿Somos libres? Y ahora respondo de un modo distinto.
Dice Pedro Casaldáliga que «la libertad sin pan es una flor sobre un cadáver». ¿Qué
quiere decir con ello? Que las condiciones materiales para llevar una vida digna son un
requisito primero sobre el que construimos después lo demás. Si no tienes para comer,
evidentemente, ¿qué libertad disfrutas? Sin entrar en disquisiciones filosóficas sobre la
libertad interior, podemos convenir en que la privación de lo básico para atender las
necesidades básicas de la persona es un obstáculo para la libertad. La esclavitud, la
explotación, la opresión, la pobreza, la exclusión... Todas ellas son agresiones a la libertad
de las personas. Pero es posible que tú no padezcas ninguna de estas dinámicas sociales.
Es posible que tengas una capacidad razonable para decidir sobre tu vida. Tendrás los
problemas normales en el mundo de las relaciones humanas, pero nadie te explota o te
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oprime. Vives con un nivel de vida al menos suficiente, y tal vez confortable. ¿Eres libre?
¿Somos libres?
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CAPÍTULO 1.
ALGUNAS TIRANÍAS SOCIALES
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La trampa del tirano
HACE tiempo, empecé a darme cuenta de que, aunque es normal que haya ciertas
dinámicas sociales de las que uno participa, eso no significa que todas ellas sean
neutrales; y que todo lo que asumo porque soy miembro de una sociedad no tengo que
darlo por sentado. De hecho, hay algunas dinámicas que me hacen daño. Son las tiranías
sociales.
¿Qué hacen los tiranos? Convencen a aquellos a quienes tienen sometidos de que
son sus salvadores. Se dan nombres altisonantes, son gloriosos líderes, padres de la
patria, caudillos, timoneles... Convencen a las personas de que si ellos faltan vendrá la
hecatombe. Controlan los medios de comunicación, y consiguen envolver a la gente en
una burbuja de desinformación tal que se percibe que, si ellos faltaran, todo se
desmoronaría. La población, privada muchas veces de información libre, se ve obligada a
ver la realidad con los acentos que le quiere hacer llegar el tirano. Hay personas y grupos
que incluso se sienten cómodos con los tiranos. Y es que hay quien se siente protegido en
regímenes donde el primer valor es la observancia, que parece garantizar la seguridad de
un suelo firme donde no hay espacio para la incertidumbre.
La trampa es que esta seguridad es falsa. En general, el tirano acumula para sí todo
el poder, ejerce el dominio y dispone de los recursos. Según su grado de corrupción,
saqueará su país o no lo hará. Pero, con todo, no es cierto que quien está sometido a un
tirano esté mejor con él. Da igual cómo o porqué se haya alzado con el poder. El tirano
quiere durar. Y al durar, eclipsa al súbdito, anula su libertad, va haciendo que su vida sea
un poco peor.
Sólo cuando uno empieza a ser consciente de estar sometido, subyugado o
engañado, empieza a intuir que su vida podría ser mejor si consiguiese liberarse del yugo
del tirano.
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Las tiranías sociales
No todos los tiranos son personas. A veces pensamos que, porque vivimos en
democracias, lo de los tiranos es problema de otros pueblos u otras épocas. Y, sin
embargo, hay tiranías más indefinidas, mucho más sutiles, pero igualmente destructivas.
Se cuelan en nuestro horizonte. Nos venden unas aspiraciones, unas metas, unos modos
de vida ilusorios . Nos ofrecen ideales aparentemente envidiables, nos prometen éxito,
dicha, logros, encuentros... y les creemos. Nos acostumbramos a entrar en dinámicas
tiranas. Nos atrapan en una espiral de promesas imposibles... Y, sutilmente, vuelven
nuestra vida un poco peor de lo que podría ser. Empiezan prometiéndonos el mundo y
terminan encadenándonos a losas inamovibles. A veces, hasta nos damos cuenta de que
están ahí e intuimos que quizá nos estén haciendo daño, pero no nos atrevemos a
imaginar lo que sería el mundo sin ellas. Con la promesa de una aparente seguridad, nos
domestican. Sólo empezamos a liberarnos cuando comenzamos a ser conscientes de la
ambigüedad en que nos sumen e intentamos plantarles cara.
En las siguientes páginas me gustaría apuntar algunas de esas tiranías. De algunas de
ellas nuestra sociedad va empezando a ser consciente, y hay algo de capacidad crítica,
que es el primer paso para la liberación. Hay, sin embargo, una tiranía que todavía está
por desenmascarar. Pero no quiero adelantarme, pues es sobre todo de ella de la que
quiero hablarte en este libro. Comencemos por aquellas sobre las que va habiendo algo
más de claridad (aunque no sepamos muy bien cómo resistirnos a ellas).
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La tiranía del consumo
Hoy bastantes discursos alertan sobre el consumismo exagerado, sobre la compulsividad
que nos obliga a comprar más, y más, y más. Hay quien vive esas posibilidades de
adquisición constante como prueba de éxito y bienestar, pero hay ya quien percibe esa
necesidad de comprar como algo que nos perjudica. Hay personas que propugnan estilos
de vida más frugales y buscan caminos para alcanzar la libertad. Se multiplican los
discursos, foros y campañas contra las marcas, contra la desmesura del gasto, contra la
obligación de estar cambiando constantemente de productos en una espiral de renovación
constante.
La dinámica del consumismo juega con nosotros. ¿Cuál es esa dinámica? Lo
primero, hay que exacerbar el deseo, invitarnos a anhelar, seducirnos con la promesa de
las satisfacciones que van a venir asociadas a algún tipo de adquisición. Lo deseado,
entonces (un producto, un viaje, una experiencia), pasa a ocupar nuestro horizonte. Pero
además, y este sería el segundo acento de esta dinámica, no hay que esperar. «Lo quiero,
y lo quiero ya», podría ser el grito de guerra del consumo contemporáneo. La
satisfacción ha de ser inmediata, instantánea. Te lo puedes permitir. En algún sitio vas a
encontrar quien te ofrezca condiciones de pago diferido, si es que te hace falta. «Compra
ya y empieza a pagar dentro de un mes». No pospongas nunca el apetito. No planifiques
a largo plazo. Puedes alcanzar lo que quieras ahora mismo, con una simple llamada de
teléfono...
¿Dónde está la trampa en esta historia? En que el tercer elemento de la dinámica,
que está un poco más oculto, es el hastío inmediato. En cuanto has conseguido aquello
que soñabas, pierde su capacidad de seducción, pierde el brillo que tenía a distancia y
empieza a quedarse obsoleto, mientras tu corazón es tentado, de nuevo, por el deseo.
Porque lo importante de la dinámica del consumo no es acumular, sino adquirir... Así que
la dinámica del consumo tiene otra misión encubierta, y es conseguir que lo que ayer
concitaba tu atención y te hacía soñar, hoy se haya vuelto invisible e inútil para ti.
Presentarte algo nuevo. El teléfono móvil de última generación de ayer es hoy una
antigualla. El último grito de la moda de la temporada pasada puede utilizarse hoy para
hacer trapos de cocina. El coche que ayer te iba a llevar al fin del mundo es hoy una
carraca, porque no tiene DVD en la parte trasera. Nos convertimos en cazadores, ávidos
de presas nuevas. Y la pasión por la caza hace que sólo podamos disfrutar brevemente
de cada presa antes de sentir de nuevo el hormigueo provocado por el apetito de
novedad.
Y para satisfacer dicho apetito, ya habrá quien se encargue de seguir diseñando e
inventando nuevos juguetes, utensilios y enseres que nos aporten más y más
posibilidades. Yogures con tantas variedades, entre bífidus, sojas, natas, seminatas y
demás, que al final necesitas un manual para aclararte («si yo sólo quería un yogur...»).
Gadgets electrónicos con tantas prestaciones que necesitarías hacer un cursillo para
aprender a manejarlos. Nuevo software que requiere que cambies de ordenador cada
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poco tiempo. «¿Y cómo no voy a estar a la última?», te preguntas, inquieto ante la
perspectiva de quedar desfasado.
El cine, cuando hay un buen narrador detrás, a veces acierta con imágenes que son
muy gráficas a la hora de describir el mundo. En «Charlie y la fábrica de Chocolate»,
una película basada en la novela de Roal Dahl, con evidente carga crítica bajo un
envoltorio inocente, hay una escena que expresa con toda nitidez la dinámica del
consumo tirano.
Un estrafalario fabricante de dulces, Willie Wonka, tiene una fábrica de la que salen
exquisiteces que hacen las delicias de los golosos del mundo entero. Sin embargo, la
fábrica está cerrada a cal y canto para evitar el espionaje industrial. El dueño lanza una
campaña sorprendente. Cinco niños que encuentren unas tarjetas doradas escondidas en
tabletas de chocolate podrán visitar la fábrica y descubrir sus secretos. Se desencadena
entonces una fiebre de adquisición notable en todo el mundo. Una niña, hija de un
hombre acaudalado, exige a su padre que le consiga una de esas tarjetas. El hombre,
incapaz de negarle el capricho, dedica todo su capital (incluyendo sus fábricas) a la
búsqueda del preciado pase. Al final lo encuentra. En un momento dado, la niña entra en
la sala de su mansión y se dirige, con paso firme y el ceño fruncido, a sus progenitores,
que la esperan, contentos de poder darle la buena noticia. La muchacha se planta ante los
padres y les mira con exigencia. Ellos, sin decir nada, sacan la tarjeta. La cría la coge y,
por un breve instante, sonríe complacida con expresión angelical. Pero inmediatamente
vuelve el semblante ceñudo, y exclama, de nuevo implacable: «¡Ahora quiero un
caballo!».
Ésa es la tiranía del consumo. Ahora quiero un caballo. Y luego un tiovivo, y
después un viaje, o lo que sea. «Lo quiero todo, y lo quiero ya», cantaba Queen hace ya
años, en un grito de guerra que hoy está de rabiosa actualidad. La cuestión es desear,
desear siempre más. Ansiar sin límites. Lo peor es que el umbral de necesidad es siempre
mayor, y la dinámica ansiolítica se va extendiendo a otras esferas, y si nos descuidamos
acabamos consumiendo relaciones de usar y tirar, y amistades, y emociones, y
experiencias estéticas... Todo termina convirtiéndose en fuente fugaz de satisfacción,
pero también todo nos incapacita para acoger y disfrutar por largo tiempo aquello
conseguido. Termina pesando demasiado en el horizonte lo que falta, se hace notar
demasiado pronto cualquier contrariedad. Nadie te enseña hoy en día a asumir un «no»
como respuesta. Ni siquiera un «espera...». Y al final, si entras en esa dinámica, terminas
perpetuamente insatisfecho, instalado en la queja o el reproche, incapaz de apreciar o
agradecer todo lo bueno recibido.
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La tiranía de la belleza
Otra de las tiranías de nuestra sociedad, sobre la que también hay bastante consciencia –
pero ello no implica que sepamos liberarnos de ella– es la tiranía de la imagen. Vivimos
en un mundo que nos insiste, a tiempo y a destiempo, en la importancia y la posibilidad
de ser atractivos. La televisión ofrece programas sobre «Cambio radical» donde personas
acomplejadas por su físico se dejan transformar sin ningún poder de decisión (y lo más
llamativo es que esas personas son normales, como lo somos todos: ni bellezones de
película ni seres horrendos; pero alguien les ha convencido de que tienen que parecerse a
Julia Roberts, a Brad Pitt o a quien esté en el candelero en ese momento). Blanquea tus
dientes, esculpe tus glúteos, elimina las patas de gallo, liposucciona los michelines, injerta
los cabellos, moldea los abdominales, opérate la nariz, elimina las bolsas de los ojos,
aumenta la talla de tus senos... ¿Por qué no, si puedes pagártelo?
Y es que la presión es hoy en día tremenda. Se ha impuesto en el imaginario
colectivo una única sensibilidad estética. Hoy hay que ser guapos, jóvenes y delgados. Lo
contrario es un tridente maldito: fealdad, vejez y gordura. El mensaje es machacón y
repetitivo: «Lo natural es cuidarse», «porque tú lo vales». «Sin tetas no hay paraíso»,
reza el título de una teleserie de éxito en España. Las madres y las hijas tienen que
compartir talla; ejecutivos canosos presumen, por obra y gracia del último tinte, de
sentirse de nuevo como jovenzuelos capaces de todo. Definitivamente, los gordos, los
feos y los viejos, si aparecen en los medios, es para ser objeto de rechifla o para ser el
secundario simpático y gracioso, pero sin vida propia.
Y a fuerza de escucharlo, de verlo en imágenes y de saber que por un precio puedes
llegar a tenerlo, cada vez más personas se van sintiendo obligadas a amoldarse a un
patrón determinado de belleza. Aumentan los complejos, las burlas, los rechazos y las
inseguridades. Aumentan los tratamientos y las cirugías. Aumentan las obsesiones.
«Mamá me va a regalar una operación de pómulos si apruebo todo». ¡Pues vaya plan...!
La trampa es que la normalidad no es lo despampanante, sino lo habitual. Que
bellezas, bellezas, hay cuatro, y ni siquiera lo son tanto, pues hoy en día los retoques
informáticos hacen milagros. Lo que ocurre es que, en la actualidad, cualquiera de
nosotros, en un solo día, ve más gente espectacularmente guapa de la que antes podía
alguien ver en toda su vida. Y, claro, parece que es que abundan. Pero no.
Lo natural toda la vida ha sido irse gastando, envejecer y ensanchar, que el cuerpo
vaya hablando de tus heridas, de tu historia. Que tus ojeras hablen de tus desvelos y de
las preocupaciones que muchas veces nacen de lo que te importa. Lo natural es que el
paso sea más lento cuando ya pesen los años, que la frescura juvenil se vaya
marchitando y que la tersura dé paso a la arruga.
Lo más humano es aprender a relacionarnos desde lo profundo y no desde la
fachada, si nos damos la oportunidad de compartir los sueños y los desvelos, las alegrías
y los temores, los aciertos y los fracasos. Lo natural es amar la imperfección, y no lo
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imposible. Si quedamos presos de las fachadas y los espejos, perdemos la ocasión de
asomarnos a la hondura de las vidas, a los anhelos, a las historias de aquellos con quienes
compartimos algunos tramos del camino.
Seguramente tú conoces otras tiranías en nuestra sociedad. Otras dinámicas que nos
entrampan y, prometiéndonos el cielo, nos abocan a esos infiernos hechos de malestar,
de frustración y de impotencia. Y es que, seguramente, hay muchas tiranías que pasan
desapercibidas. Precisamente ése es su juego. En todo caso, hay una fuente de opresión
de la que cada vez soy más consciente. Me sorprende descubrirlo y hasta formularlo; y,
sin embargo, creo que cada vez es más necesario poder hablar de ello. Una de las
mayores tiranías contemporáneas es la tiranía de la felicidad. Quizá te sorprenda una
formulación así de tajante. Hablemos de ello.
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CAPÍTULO 2.
LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD
¿QUIÉN no quiere ser feliz? En cualquier contexto, ante cualquier auditorio, si uno
preguntase quién no aspira a la felicidad, sospecho que muy pocas o ninguna mano se
alzarían. Y es normal. Todos queremos ser felices. Todos aspiramos a alcanzar algún tipo
de plenitud, de sentido, de dicha. Y soñamos con una vida tejida de momentos buenos,
de logros, de encuentros, de emociones, rostros y abrazos... ¿No es lo que quieres? Tal
vez cuando te vas haciendo mayor lo formulas con más matices, pero lo cierto es que
todos, razonablemente, podemos aspirar a una vida feliz.
La búsqueda de la felicidad es omnipresente. Y no es nueva. La pregunta por lo que
sea la verdadera felicidad está presente en todas las culturas, religiones y corrientes de
pensamiento. ¿No es lo que buscan los filósofos, los sabios, los artistas? Difieren las
respuestas, pero posiblemente no la búsqueda.
Basta echar un vistazo al entorno mediático, a la cultura de hoy. Todo tipo de
personas busca, ofrece, promete o pide la felicidad.
En una campaña publicitaria de una entidad de crédito, su lema para captar clientes,
hace un par de veranos, era ofrecer «felicidad a 3.000 euros». Ahí queda eso.
Hace unos años, al ganar su primer Roland Garros y ser preguntado si así se había
cumplido el sueño de su vida, decía Rafael Nadal que en realidad «lo importante es que
uno sea feliz, que la familia esté bien, y después todo lo demás». No parece
descabellado. Es más, parece bastante sensato, viniendo de un triunfador.
Las editoriales publican ingentes cantidades de títulos que reflexionan sobre los
caminos y los pasos para alcanzar la felicidad. Bajo encabezados que hablan de
autoayuda, autoestima, superación y otras cuestiones parecidas se intenta destripar dónde
encontrar una vida feliz. Aproximaciones psicológicas y hasta biológicas desentrañan las
claves de la dicha. Reflexiones o elucubraciones indagan sobre los componentes
somáticos del gozo...Y es que no parece caro el precio de un libro si te ofrece la receta
para ser feliz, para alcanzar la calma o el bienestar.
En el segundo semestre de 2006, el curso con más inscripciones en la universidad
de Harvard no era un curso de leyes, pese a que ése es el campo que da renombre
internacional a dicha universidad norteamericana. Era un curso impartido por Tal-Ben
Schahar sobre psicología positiva, enseñando a sus alumnos cómo ser felices a base de
consejos como dedicar tiempo a lo importante, aprender a apreciar lo positivo, ser
auténtico y aprender a vivir la vida que uno quiere. ¿Quién no querría aprender eso, en
lugar de derecho internacional?
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Y si entras en blogs o chats varios, todos esos foros donde las personas
intercambian información, piensan en voz alta, se aconsejan y quizás se conocen, te
sorprende la cantidad de afirmaciones y diagnósticos que inciden, una y otra vez, en esto
de la felicidad.
Pero no es únicamente nuestra cultura ni la sensibilidad contemporánea la que se
pregunta por la felicidad. En las distintas tradiciones filosóficas, la búsqueda de lo que
haga feliz al ser humano ha ocupado casi siempre un lugar prioritario. Difieren las
respuestas. Y así, ha habido quien ponía la felicidad en la virtud, quien la ponía en la
moderación, quien la ponía en la armonía entre las distintas dimensiones de la persona, o
en el término medio entre cualquier extremo, quien la ponía en el placer –entendido éste
a veces como ausencia de dolor, y otras como abundancia de disfrute–, en el
conocimiento, en el cumplimiento del deber o en la ausencia de imposiciones morales. Lo
cierto es que las más grandes mentes de la historia del pensamiento se han preguntado
por la dicha, por el gozo y por los caminos para alcanzarlos.
Si, más allá de la reflexión, nos abrimos a la trascendencia, también las religiones se
preguntan por la felicidad. Felicidad eterna es el nirvana budista, y la aspiración suprema
del vedanta hindú no es otra que la unión con Brahma, principio de la felicidad. También
el cristianismo utiliza la referencia a la felicidad, ya desde sus raíces judías. Por citar sólo
algunos ejemplos dispersos: «Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo
hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti» (Deuteronomio 4,40). «Feliz el
hombre que se apiada y presta, y arregla rectamente sus asuntos» (Salmo 112). «Feliz la
nación cuyo Dios es Yahveh, el pueblo que se escogió como heredad» (Salmo 33). «El
que está atento a la palabra encontrará la dicha, el que se fía de Yahveh será feliz»
(Proverbios 16,20). «Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron
dichas de parte del Señor» (Lucas 1,45)... En definitiva, ¿qué otra cosa sino la felicidad
es lo que se quiere significar con un término como bienaventuranza? Felices los pobres,
los que lloran, los mansos, los que trabajan por la paz... (Mateo 5).
Son únicamente algunos ejemplos, entresacados de la cultura, la historia del
pensamiento o de las religiones. Pero nos dan una indicación muy clara. No desechemos
sin más la pregunta por la felicidad. Es una pregunta legítima, y su búsqueda parece algo
muy humano, algo que se repite en distintos contextos y lugares. ¿Por qué hablar
entonces de tiranía?
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La felicidad tirana. Sucedáneos
En realidad, el problema de nuestra época no es que se pregunte, busque o exalte la
felicidad. Esto, como hemos dicho, ha ocurrido siempre. No tendríamos que sentirnos
egoístas o extraños por preguntarnos: «¿qué he de hacer para ser feliz?». En eso somos
profundamente humanos. ¿Cuál es, entonces, el problema?
Que, en nuestras sociedades, lo que se identifica demasiado rápidamente con
felicidad son sólo indicadores muy incompletos de una forma particular de dicha –que ni
siquiera es la más importante. Es decir, existen algunos sucedáneos de la felicidad que
nos entran por los ojos y por los oídos y quieren imponernos una única manera de ser
felices que es bastante pobre si queda reducida únicamente a eso.
Lo primero que debe tener esta felicidad contemporánea es la euforia. En distintos
niveles, pero euforia. Creo que se entenderá bien con un ejemplo. Llega Navidad, y la
parrilla televisiva se llena de gente que expresa buenos deseos. Los presentadores de
turno brindan con cava, nos desean toda la alegría. Sonríen, sonríen con sonrisas
interminables. Nos insisten en que olvidemos las penas. Dan paso a hordas de
espectadores que celebran entre trompetillas, confetis y más sonrisas. Es una alegría de
sonrisa y ruido, de música y fiesta, de disfrute y acelere. Terminan con un «¡Hasta
mañana! Sean felices». Y esto último lo gritan para hacerse oír por encima del estruendo
que va adueñándose del plató. ¡Hala! ¡Hay que divertirse! A menudo pienso que, si uno
está en ese momento pasando una mala etapa, sentirá que esa felicidad a la que le invitan
es imposible. Si ser feliz es tirar de trompetilla y barullo, de sonrisa (cuando a veces
quieres llorar) y ritmo de salsa, pues evidentemente, mucha gente queda fuera. Es más,
no es de extrañar que, ante la obligación de estar eufórico, haya quien busque atajos en
forma de botellón y calimocho, que es un camino infalible para sentirse embriagado,
aunque falten los motivos.
Una última expresión de esta compulsividad eufórica está en esas ocasiones en que
el «pasarlo bien» se termina convirtiendo en el criterio para cualquier decisión. Hoy en
día, trabajando con jóvenes, y si quizá te has asomado al mundo de la enseñanza te
habrás dado cuenta, parece que la clave para ganar atención es conseguir que «lo pasen
bien». Las mejores clases no parecen ser las más instructivas, sino las más divertidas. Si
un educador no consigue además entretener, lo tiene crudo hoy.
Junto a esto, la felicidad contemporánea se identifica con el éxito. En esta cultura
nuestra hay poco sitio para el fracaso. ¿Quiénes son felices? Los triunfadores, a quienes
año tras año, evento tras evento, vemos alzar las manos al cielo, levantar copas, celebrar
champions, colgarse medallas... La apoteosis de la fiesta viene cuando hay que celebrar
un triunfo deportivo. Entonces celebraremos, con cientos de miles de personas, en torno
a alguna fuente. Cantaremos himnos de victoria. Enmarcaremos las noticias para no
olvidar ese tiempo de dicha y gloria. Es curioso. En nuestro mundo ocupan titulares los
grandes triunfadores y los grandes derrotados. Los primeros, ídolos de masas. Si se
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consigue que nos identifiquemos con ellos, generan audiencias millonarias. La clave es
que, por un instante, pueden hacernos sentir partícipes de su dicha. Una victoria de
Fernando Alonso saca a la calle a los asturianos, un triunfo del Real Madrid en la liga
paraliza el centro de la capital española. En cambio, con los segundos, toda esa gente
víctima de tragedias, nadie quiere identificarse. Sus dramas se ven a mucha distancia.
Fuera de lo mediático, parece que todo nos insiste en triunfar en lo nuestro. Una
carrera, unas oposiciones, un ascenso, algún reconocimiento... En lo más cotidiano, en el
trabajo, en la vida familiar o comunitaria, parece que siempre tiene uno que salirse con la
suya, porque ¿quién no quiere ganar?, ¿quién está preparado para el fracaso? Nadie. En
esta sociedad nuestra, todos ganan (y si no, se ocultan).
En tercer lugar, la felicidad contemporánea tiene que ver con el placer. Disfruta.
Siente. Vibra. Goza hasta la extenuación. ¿Por qué no? La vida es breve. Ya lo cantaba
hace unos años Azúcar Moreno: «Dale marcha al corazón, ¡qué caramba! Dale al
cuerpo bacilón, ¡qué caramba! Sólo se vive una vez. Quítate la represión, ¡qué
caramba! Suelta el pelo a la pasión, ¡qué caramba! Sólo se vive una vez». Pues claro.
Disfruta, que la vida es breve, repiten los gurús del sensualismo. A este respecto es muy
ilustrativa la publicidad Hoy en día, algunos anuncios son muy explícitos en su mensaje.
Hace poco, una marca de bebidas alcohólicas se promocionaba con un anuncio en el que
un muchacho bastante agraciado, vestido de blanco inmaculado, bajaba en ascensor al
infierno. Allí era tentado y seducido por mujeres espectaculares que le introducían en un
mundo de goces bastante evidentes, entre sorbito y sorbito de alcohol. Al final, el chico
volvía a su piso y entraba en su apartamento. Por debajo de su inmaculado traje blanco
asomaba ya una cola diabólica, y en su expresión se adivinaba la picardía y la dicha de
quien por fin ha encontrado dónde estar bien. Ése es nuestro mundo. Un lugar donde
disfrutar sin límite. Allá cada quién con sus experiencias. Porque al final el grito es que
hay que experimentar mucho, probarlo todo, sentir hasta alcanzar el éxtasis.
Prueba, disfruta, siente algo nuevo. Y no es únicamente el placer sexual. Es muy
interesante ver el auge que van cobrando distintas experiencias asociadas al comer.
Constantemente vemos noticias sobre locales donde comer es toda una experiencia
gastronómica por las exquisiteces servidas, y sensorial, por las formas de comer
(degustaciones a ciegas, o en silencio absoluto, o comidas sin cubiertos para comer
también con el tacto...) ¡Experimenta! Ése es el mensaje.
Pequeños o grandes placeres, ¿por qué no dártelos? Un spa (nombre para los
balnearios de los pudientes de toda la vida) está hoy al alcance de todos: baños de barro,
masajes, jacuzzis... prácticas diversas. Es más, puedes tenerlo en casa con sólo pagar un
poco más al poner el baño. No seas rancio y no te conformes con un plato de ducha o
una bañera de esas de siempre.
Experimentar algo siempre nuevo. Porque lo habitual se vuelve soso. Ésa es la
propuesta. Cuando te canses de algo, o te sature, pasa a algo diferente. El muestrario es
enorme. ¿Quién dijo rutina?
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Por último, la felicidad contemporánea es «estar bien». Una expresión curiosa, por
lo ambigua. ¿Qué es «estar bien»? ¿Sentirte bien? ¿Pasarlo bien? ¿No tener problemas?
¿Cuántas veces no decimos nosotros, o nos dicen otros, «estoy mal»? E inmediatamente
entiendes que algo está fallando, que hay que buscar solución, que hay que hacer algo
para salir de esa situación... Y esto ocurre a todas las edades y en todos los contextos.
Parece que si, por alguna razón, estás abrumado, triste, abatido o apático, es que algo
estás haciendo mal, porque «hay que estar bien». Entonces lo formulamos en distintos
términos, y uno está de bajón, o deprimido, o fatal... Da igual cómo lo expresemos:
inmediatamente hay que ponerse manos a la obra para mejorar, para salir de la sima en
que te puedas encontrar, para volver a los días radiantes. Porque ¿cómo vas a estar mal?
En según qué contextos, el tener problemas parece legitimar que uno prescinda del
mundo que le rodea (porque en este momento lo importante soy yo mismo).
Creo que todos estamos expuestos a este bombardeo bucólico, a esta exaltación de
lo placentero. Es verdad que, cuanto más joven seas, tanto más desarmado estás frente a
ello, porque a veces es la propia historia, con sus dosis de cotidianeidad, la que nos va
enseñando que la vida es mucho más que eso. Pero tampoco creo que la edad sea, sin
más, un antídoto frente a esa visión reduccionista de la felicidad. También quien es
mayor puede estar expuesto a ese imperativo de estar bien.
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Felicidad sin sucedáneos
Quizás, a la luz de los comentarios anteriores, se empiece a vislumbrar dónde va a
radicar la tiranía de la felicidad contemporánea. No en que la busquemos. Eso es
legítimo. Insisto por enésima vez. Todos buscamos la felicidad.
Y antes de decir nada más, y para no dar una impresión errónea, creo importante
reseñar que la euforia, el éxito, el placer o el estar bien son anhelos legítimos. Son parte
de nuestras vidas. Cuando llegan, hay que saber acogerlos con gratitud y dejar que vayan
enriqueciendo nuestra memoria con recuerdos asociados a esas ocasiones gozosas, a esos
tiempos de dicha, de fiesta, de alegría dicharachera, de placer o de bienestar. Es legítimo
apreciar y saber valorar esos elementos festivos de la vida.
¿Dónde radica entonces la tiranía? El problema surge cuando esos sucedáneos se
vuelven tan centrales que opacan otras experiencias que también forman parte de toda
vida. Y es que el problema o la trampa de esa felicidad que nuestra sociedad vende es
que deja fuera algunas dimensiones vitales que son igualmente importantes. Y, sin esas
otras dimensiones, lo que se ofrece como felicidad es únicamente un sucedáneo
engañoso y adulterado, fuegos de artificio que, mientras brillan, iluminan el cielo con
reflejos maravillosos, pero que se apagan pronto y sólo dejan oscuridad y recuerdo. Un
concepto demasiado pobre de la felicidad nos condena a perseguir siempre una dicha que
se nos escapa porque no puede durar, si sólo es euforia, éxito, placer y bienestar. Una
quimera que nos rompe demasiado a menudo y nos condena a vagar, insatisfechos,
lamentando una sed nunca saciada.
Hay otra manera de entender la felicidad, creo que más completa. Sobre ésta no
insisten demasiado la publicidad ni los medios. Porque eso no vende. Es cotidiana, y
tiene mucho de sentido común. Envuelve menos con las palabras. Pero es también plena
y plenificadora. Hemos hablado de euforia, placer, éxito y bienestar. Todo eso, en su
justa medida, está genial. Todos queremos momentos de fiesta, de canto, de júbilo, de
risa y de desparrame. Todos disfrutamos de esas ocasiones en que la pasión se apodera
de uno y te lleva a gustar y querer apurar la vida al límite, y experimentar lo nuevo, lo
diferente, lo atractivo. Pero la felicidad debe incluir también –y quizá primero– algunas
otras dimensiones vitales. Y ahí radica la propuesta de un tipo de alegría diferente (pero
alegría), de un tipo de dicha menos eufórica (pero dicha), y de un tipo de gozo quizá no
tan sensual (pero gozo, al fin y al cabo). ¿Cuáles son esas dimensiones?
En primer lugar, y en contrate con esa apología del éxito a ultranza, la vida es una
historia de éxitos y fracasos. Lo del éxito se entiende y se encaja más fácilmente. Pero lo
cierto es que también fracasas en muchas de las cosas que emprendes, a veces por tu
culpa, a veces por las circunstancias, a veces sin saber muy bien por qué. Desde que
somos pequeños, podemos ir encontrándonos con pequeñas o grandes derrotas: un
suspenso, un rechazo, la derrota en esta sociedad que nos hace competir hasta la
extenuación. Se tuercen tus planes, se te rompen los sueños alguna vez, y el corazón
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otras. Fracasas, porque es parte de la vida de quien busca; y quizá descubres que no es el
fin del mundo, aunque te deje herido. Y quizás aprendes en el fracaso a levantarte y
seguir caminando. Y esos momentos de zozobra te ayudan y te capacitan para entender
al prójimo herido, pues quien nunca se ha estrellado de alguna forma, ¿cómo va a
entender la fragilidad, la vulnerabilidad, la inseguridad de tantas situaciones vitales?
Evidentemente, en esos momentos de fracaso no vas a estar como unas castañuelas,
jaranero y expansivo. Es posible que entonces no quieras sonreír. Es normal, ¿no? De
hecho, también es normal intentar que aquello que emprendes salga bien, y luchar por
ello, y poner los medios a tu alcance. Pero debemos aprender a asumir el fracaso como
parte de la vida –también de la vida feliz– y no como una tragedia que hubiera debido ser
evitada a cualquier precio.
En segundo lugar, en esta cultura nuestra de la diversión y la fiesta, parece que
hablar del sufrimiento es ser un «agonías». Desde luego, no creo que haya que andar
buscándolo, pues ya la vida, en algunos momentos, lo trae. Pero tampoco hay que
ocultarlo ni esconderlo por encima de todo. De hecho, hoy en día en la educación nos
quejamos muchas veces de la dichosa manía de algunos padres por tener siempre a sus
hijos entre algodones. No contrariarles, responder a cada queja, ahorrarles cualquier
frustración, no vaya a ser que se traumaticen... De ese modo sí que se van a traumatizar
el día en que algo les golpee de verdad. Y es que hoy en día se insiste mucho en que
todo está al alcance de las personas. Las voces seductoras que nos invitan a vivir, gozar,
comprar, experimentar, nos ofrecen alegrías, experiencias, goces... y silencian lo que la
vida puede tener de sufrimiento. Sin negarlo, lo evitan. Y, sin embargo, sufrir es algo que
llega en cuanto te tomas algo o a alguien en serio. Sufres la pérdida de los seres queridos
–porque amar es saber abrazar, pero también saber que no podemos retener ni aprisionar
a quien amamos, pues los caminos se cruzan y se bifurcan. Sufres a veces el paso del
tiempo, la incomunicación, al participar en proyectos donde otros piensan de manera
distinta que tú. Sufres, si acaso tus entrañas se estremecen, con el mal de los tuyos.
Sufres si un reproche te hiere allá donde te sientes vulnerable, o si un silencio nunca se
rompe con la palabra que anhelas. Sufres las ausencias. Sufres porque los seres humanos
somos así, hay cosas que nos duelen. Pero es que la vida tiene mucho de lucha, de
batalla, de alternancia entre esos momentos de dicha y alegría explícita, y esos otros
momentos de tormenta y zozobra. La felicidad verdadera no es únicamente la de los
momentos de júbilo. Es esa otra alegría, que permanece también cuando nos vivimos en
la noche. Como un río que corriese por el fondo, aunque en ocasiones ni lo percibamos.
Porque la alegría verdadera tiene mucho que ver con nuestra capacidad y posibilidad de
amar, y esa capacidad se va cocinando entre sabores y sinsabores.
La verdadera felicidad tiene que ver con el sentido. Con la experiencia de tener un
horizonte, un marco de referencia, una dirección hacia la que caminar y una memoria
desde la que venir. Hoy en día, esto del sentido daría para amplias reflexiones, pues en
este mundo contemporáneo, líquido y vertiginoso, también resulta muy difícil levantar
nuestras esperanzas sobre roca sólida. Claro, si todo el sentido se pone en aquellas
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tiranías de las que hablábamos más arriba (lo que tienes, o tu imagen), esa tierra es
inestable, y posiblemente lo que construyes se venga abajo muy pronto. ¿Qué puede
darnos sentido en la vida? Dejo el intento de respuesta para más adelante. En todo caso,
creo que una fuente muy auténtica de felicidad es el saber en qué fundamentas tu vida,
por qué has decidido luchar y a quién amas.
Por último, por más que le pese a los enganchados a este mundo de la
experimentación constante, de la novedad urgente, donde todo tiene que estar «a la
última» y ofrecer variedad, ruptura, sorpresa, creatividad e improvisación, la felicidad
también está hecha de rutinas y hábitos. A veces me sorprendo hablando con personas
para quienes la mayor parte de su vida (los días de trabajo, las costumbres familiares) es
simplemente los paréntesis que hay que hacer para alcanzar lo que verdaderamente les
importa (los fines de semana –a menudo con buena dosis de excesos–, las vacaciones,
los viajes...). Parece que sólo es llamativo lo que se sale del guión, aquello de lo que
puedes hablar, contar, en lo que puedes vivir emociones extremas, aquello donde lo
inesperado irrumpe por cualquier lado, aquello sobre lo que puedes decir: «¡qué
fuerte...!». Si esperamos con demasiada avidez la irrupción de lo diferente tal vez
perdamos de vista el valor de lo cotidiano.
De nuevo, aquí, el cine es un gran narrador. Una interesante película italiana, «La
ventana de enfrente», plantea la historia de una mujer que, abrumada por un matrimonio
que no la satisface, observa cada noche desde su ventana, en el edificio vecino, a un
hombre joven, atractivo, cuya vida, llena de citas románticas y mujeres hermosas, parece
tener toda la pasión que la de ella ha perdido. Y así la mujer, insatisfecha, fantasea con lo
que sería una aventura con ese desconocido. Hasta que el sueño se vuelve realidad, y
termina en el piso de ese hombre misterioso, a punto de iniciar un romance. Entonces,
desde esa ventana, ve la suya propia. Y allí ve a su marido jugando con los niños, a una
amiga, y una estampa de vida amable, de hogar, de encuentro. E intuye que su vida no
era tan vacía. Y es que, desde la ventana de enfrente, todas las vidas parecen mejores.
Una vez más, la trampa está en irse a un extremo. Es evidente que en la vida un
poco de novedad, un poco de improvisación, algo de sorpresa o incluso de extremismo
puede aportar mucho. Quien se refugia en un mundo de rutinas y seguridades quizás está
intentando crearse una burbuja que, a la hora de la verdad, le aísla y le incapacita para
muchas relaciones auténticas. Pero, al mismo tiempo, es evidente que uno no puede vivir
constantemente en una montaña rusa de experiencias, novedades y emociones. La clave
está en entender que parte de la felicidad tiene que ver con la apertura a lo nuevo, y parte
también tiene que ver con la acogida y la aceptación de lo que la vida tiene de habitual,
de anodino, de cotidiano.
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¡Qué fácil es decirlo!
¡Qué difícil es vivirlo!
Podrías pensar que todo esto que digo está muy bien. Que la teoría es fácil de exponer,
pero que en la práctica no es tan sencillo. Y, si lo piensas, no te falta razón. Cuando uno
está bien, parece evidente asumir que en la vida habrá también momentos malos, y que
en esos momentos hay que saber cargar con lo que toca... La teoría está clara. El
problema es que cuando llega la tormenta, a todos nos dobla. Y entonces quieres salir del
pozo en que te sientes, y los problemas se pueden volver monstruos que te muerden, los
nubarrones apagan la luz, y tu crisis se vuelve el centro del universo. Y el problema con
tus padres o tus hijos, con tus compañeros de comunidad y de congregación, con tus
amigos o con tu pareja, contigo mismo, con el mundo o con Dios, no te deja vivir.
Entonces parece que no hay motivos para la alegría. Que no hay espacio para la calma ni
razones para la esperanza. Entonces te domina la pena, o la angustia, o la inquietud, o el
enfado, y quizá te parece imposible hablar en esas circunstancias de sentido, alegría o
felicidad. Entonces todos los diagnósticos del mundo y todos los consejos parecen servir
de poco.
Y, sin embargo, creo que tampoco hay que ser derrotistas ni dramáticos. ¿Se puede
vivir llevando nuestra porción de noche? Sin duda. ¿Se puede aprender a cantar también
en las horas sombrías? Creo que sí. Probablemente con melodías más tranquilas, pero
igualmente hermosas. ¿Se puede mantener la perspectiva para percibir el propio lugar en
el mundo como un lugar bueno, también cuando uno se encuentra más desubicado, más
herido, más incómodo? También diría que sí.
Pero para llegar a comprender esto, quizás el camino pasa por intentar entender
dónde radica esta tentación contemporánea de reducir la felicidad a esos pocos
sucedáneos marchosos pero incompletos. ¿Por qué se ha llegado a sentir eso de la
felicidad tan vinculado al propio disfrute y al bienestar presente? Intentaré responder a
esta cuestión en el próximo capítulo.
26
CAPÍTULO 3.
TRAMPAS Y TRAMPILLAS.
LA FELICIDAD ATRAPADA
HAY toda una serie de elementos que han ido condicionando nuestras percepciones
presentes y nuestra manera de ser felices; de tal modo que a veces nos vemos atrapados
en estancias demasiado raquíticas, en concepciones demasiado estrechas y en
expectativas demasiado ingenuas. ¿Cuáles son las trampas que han llevado a esa
reducción de la felicidad que nos impide entenderla también como parte de lo que en la
vida pueda haber de rutina, calma, cotidianeidad o sufrimiento? Hay una serie de gritos y
llamadas que a lo largo de décadas han ido martilleando en nuestras cabezas y nuestros
corazones, hasta convencernos de su verdad. Y, sin embargo, nos engañan y nos hacen
percibir la vida y nuestra felicidad como una triste parodia de lo que verdaderamente
puede llegar a ser.
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«¡Siente!»
Lo que no se siente no vale mucho hoy en día. Vivimos en una época que exalta la
emoción, el arrebato, el sentimiento, el instinto, la pasión... Quizás es algo cíclico, pero lo
cierto es que nunca ha estado tan de capa caída la razón para las cuestiones personales o
para los proyectos vitales. Lo exacto, lo lógico, lo pensado, sirve para la ciencia (y, aun
así, con la premisa de que todo es bastante relativo). Pero para la vida parece que la
única brújula es el sentimiento. La alegría es la pasión que me invade hoy. La tristeza, el
drama íntimo de este momento. La emoción manda al instante. En el fondo, somos hijos
de una época que juega a ser romántica. Y digo «juega» porque tampoco nos lo
tomamos todo tan a la tremenda como aquellos románticos decimonónicos, dispuestos al
suicidio por amores imposibles.
Nosotros asumimos –o se asume para nosotros– la importancia del sentirse bien, del
«buen rollito» vital, del ahora emocionalmente satisfactorio. El mensaje es reiterativo:
«¡Siente!». Por encima de todo, siente la vida, siente a Dios, siente la pasión, siente
placer, siéntelo todo...
El problema de ese imperativo del sentimiento es que hunde sus raíces en el
presente más inmediato. Ahora me siento así, y tal vez mañana me sienta de otra
manera. Si absolutizo el sentimiento actual como el principio para interpretar lo que me
ocurre, termino siendo una veleta que se mueve según sople el viento.
Es más, el sentimiento es caprichoso. Hoy puedo sentir a Dios muy cerca, y
mañana no sentirlo en absoluto. Si toda mi relación con Dios está basada en mi
sentimiento momentáneo, pasaré, de ser un creyente convencido, a ser un ateo radical de
la noche a la mañana –para volver de nuevo a girar, si acaso vuelvo a sentir.
Con todo, el sentimiento por supuesto que importa, y tiene mucho de verdad en
nuestras vidas. No se puede desechar sin más. Es un indicador muy sincero y real de
nuestros estados de ánimo, de la manera en que vivimos todo aquello que ocurre, de los
manantiales que nos llenan de vida y los desiertos en que nos secamos, de dónde
tenemos el corazón y dónde ponemos la vida. El reto es dejar que el sentimiento brote de
muy dentro, que nazca en ese tronco recio en el que arraigan nuestras más profundas
convicciones y sueños, nuestras dudas y anhelos. Para huir de un sentimentalismo
demasiado superficial y manipulable y para echar raíces, en cambio, en la tierra firme de
nuestra historia, nuestros deseos más hondos y nuestra humanidad más auténtica.
Si un sentimiento superficial manda sobre todo lo demás, la felicidad va a estar
inmediatamente asociada a las emociones que tenga en ese momento. Si contento, soy
feliz. Si triste, soy un pobre desgraciado. Esto hace de la felicidad algo muy voluble y
débil, algo tan pasajero que difícilmente podré sostener la vida sobre ello.
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«¡Todo es mentira!»
¿En qué creer hoy? No está fácil encontrar algo por lo que apostar. Seguramente conoces
a bastantes personas que se sienten escépticas con respecto a casi todo. Y no es de
extrañar.
A lo largo de los últimos siglos, y aceleradamente en las últimas décadas, los grandes
donantes de sentido de la cultura fueron perdiendo credibilidad y solidez. Los primeros
en caer, para muchos, fueron los discursos religiosos. Los maestros de la sospecha
acusaron a la religión de ser una proyección de la mente humana, una ilusión, un recurso
de los débiles para someter a los fuertes o una válvula de escape para poder lidiar con las
injusticias. La ciencia, pidiendo su autonomía, también hizo tambalearse los cimientos de
un discurso religioso que parecía hasta entonces inamovible. Para muchos, esto fue
ocasión de reformular la fe. Pero para otros muchos fue ocasión de prescindir de ella.
Las explicaciones religiosas de la realidad, las grandes cosmovisiones que intentaban
responder a las preguntas por el bien y el mal, el sentido de la vida, el sufrimiento, el
amor, la fragilidad y la fortaleza humanas, callaron.
Tampoco sus sustitutos, las grandes ideologías del siglo XIX, tuvieron mejor suerte.
¿Quién aspira hoy al progreso de todos como consecuencia imparable de la emancipación
humana? ¿De verdad la humanidad será capaz algún día de encontrarse a sí misma
saltando por encima de barreras de clase y nación? ¿Ves de veras a los pueblos dándose
la mano? ¿Te imaginas al fin el desarrollo económico promoviendo una sociedad de
abundancia al alcance de todos? Ni sueños de izquierdas ni de derechas. Todos esos
anhelos de un mundo mejor se desmoronaron, especialmente en el siglo XX, ante las
grandes tragedias que convulsionaron el mundo. Guerras mundiales, Holocausto, gulags,
bombas atómicas, hambre y desigualdad crecientes... ¿Cómo podremos seguir creyendo
hoy día en esas grandes visiones si tenemos su negación en primer plano? Basta a veces
con ver un telediario para volverte un escéptico sobre el mundo, los líderes y el ser
humano. El discurso sobre las utopías o las grandes concepciones de la sociedad se saca
del armario para las campañas políticas, pero no se lo creen del todo ni quienes lo
pronuncian ni quienes lo escuchan.
Hoy no se siguen proyectos, sino a personas. Pero, ¿quién tiene una palabra que
decir? Si no convencen los líderes religiosos ni políticos ¿quién lo hará? Renunciamos a
seguir a alguien por sus ideas. Sigamos a ídolos con pies de barro, por su estilo de vida,
por su atractivo, por su capacidad para entretenernos.
¿Qué nos puede dar sentido? ¿Serán las creencias religiosas, que han sido en la
historia el mayor donante de sentido? Para muchos aún lo hacen, pero también es verdad
que asediadas por la duda y por la búsqueda de respuestas. ¿Y qué decir de otros
donantes de sentido que han querido reemplazar a la fe? ¿La ciencia? También ha
mostrado sus limitaciones. Es más, sobre muchas cuestiones vitales no parece tener tanto
que decir. ¿La filosofía? No vende mucho hoy ni parece estar ofreciendo grandes
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respuestas. ¿El arte? ¡Es todo tan subjetivo...! ¿La economía? No parece que proponga
demasiado: salvo honrosas excepciones que proponen alternativas ilusionantes, se limita a
levantar acta de cómo funcionan las cosas ¿El amor? Pero ¿qué es el amor?
Definitivamente, para muchas personas no queda mucho en lo que apoyarse, y mucho
menos en lo que apoyar una noción de la felicidad.
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«¡Nada es para siempre!»
Algún sociólogo ha hablado mucho de la sociedad contemporánea como de una sociedad
líquida[1]. Es una imagen muy gráfica. Imagínate un vaso en tu mano. Es un recipiente
sólido con el que puedes retener el agua. Sin vaso, por más que intentes retenerla,
acabará escurriéndose entre tus dedos. Nuestra sociedad es líquida. Lo que antes eran
recipientes que daban sentido y respuestas, ahora se funden. Los grandes discursos, ya lo
hemos dicho, hacen agua. Y las pequeñas seguridades tampoco parecen demasiado
convincentes. La familia, la propia historia o los valores se desdibujan.
Hace décadas, podías aventurar, conociendo a una persona, dónde estaría en el
futuro. Al menos las biografías podían tener algo predecible. Hoy el presente no nos
garantiza nada. Cuando veo a mis alumnos, me pregunto dónde estarán dentro de veinte
años, y tengo que ser sincero y reconocer que todo es tan incierto que no sé qué tipo de
familia tendrán (y es posible que sus itinerarios sean bien diversos), ni en cuántos puestos
habrán estado trabajando (eso de estar para siempre en la misma empresa en la que
entras es algo cada vez más infrecuente), ni en qué ciudad –o qué país–, en esta época
de movilidad global. De hecho, ¿dónde estaré yo mismo dentro de veinte años? ¿Dónde
estarás tú que lees estas páginas?
El amor es líquido; los miedos, líquidos también. Las personas y sus decisiones,
cada vez más líquidas. ¿Quién dice hoy «para siempre»? Y, aunque lo digas, ¿quién lo
mantiene cuando se le tuerce la vida? Está complicado. Y al derretirse todo eso que era
sólido, se derriten también algunas de las seguridades que antes nos permitían poner la
felicidad en suelo firme. ¿Cómo ser Feliz, así, con mayúsculas, si se te escurren las
seguridades sobre ti o los tuyos, más allá de lo que tienes en este momento? Quizá te
conformas con aferrarte a los tiempos buenos, pues es todo lo que tienes. Pero es poco.
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«¡Vive al día!»
Recuerdo la emoción que sentí hace años al ver la película «El club de los poetas
muertos». Era un canto a la vida apasionada, a extraer todo el meollo de las cosas, a
dejarte llevar por tus ilusiones y construir desde ellas algo sólido. Un grito se convertía en
la máxima de toda una generación: «Carpe Diem». Vive el momento. Muy pocos años
después, otra película, esta vez basada en un libro, «Historias del Kronen», repetía ese
grito. Entre ambas películas, pocos años, pero un abismo.
El Carpe Diem del club de los poetas muertos era un grito contra la evasión.
Posponer las decisiones, evadir siempre los conflictos lanzándolos al futuro, renunciar a
la lucha por aquello en lo que crees sería lo contrario de vivir el momento. Contra todo
eso se alzaba el grito del Carpe Diem, que se convertía así en un canto al riesgo
asumido, al compromiso aquí y ahora, a la vida tomada en serio.
En el Kronen, Carpe Diem era todo lo contrario: una máxima que absolutizaba el
presente afirmando que es lo único que hay. El protagonista vivía al límite, se drogaba,
bebía, se acostaba con cualquiera... No había valores, ni había amistad, ni nada por lo
que luchar a largo plazo. Porque el presente es lo único que importa, y todo lo demás es
absurdo planteárselo.
Pues bien, hoy en día muchas personas hacen suyo ese grito. Tal vez no queda otro
remedio que volverse al presente. Mi sospecha es que, en demasiadas ocasiones, la
filosofía que está detrás de ese eslogan, repetido por actores, cantantes de moda y líderes
de opinión varios, es la del Kronen. Esa llamada a disfrutar el momento sin pensar
demasiado en las consecuencias, a aferrarse al ahora como lo único que existe.
La memoria hoy es frágil. Y el futuro incierto. ¿Sólo tenemos el hoy? ¿Sólo el
momento presente? ¿No hay nada más que un ahora fugaz? Si es así, ¡qué felicidad tan
frágil nos espera, si no hay memoria u horizonte al que a veces podamos aferrarnos...!
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«¡Pásalo bien!»
A veces pienso que mi generación (los que nacimos en los setenta), padecemos el
síndrome de Torrebruno. Torrebruno era el presentador de los programas infantiles en la
Televisión Española de mi infancia. Un hombre pequeñito, dicharachero, que nos
encandilaba a base de concursos y juegos. Con su programa, en el que unos eran «los
tigres» y otros «los leones», nos educaba, recordándonos siempre que lo importante no
era ganar. «¿Qué es lo importante, niños?», preguntaba con un guiño cómplice. «Lo
importante no es ganar –continuaba él mismo–; lo importante es...». Y, entusiasmados,
respondíamos lo que sabíamos que se esperaba de nosotros. «¡Participar... y divertirse!»
(esto último lo gritábamos a pleno pulmón). Pues sospecho que seguimos un poco presos
del síndrome de Torrebruno, con la coletilla de que lo importante es divertirse. (Claro
que, si hablamos de cultura televisiva, mucho peor lo tienen quienes vienen detrás, que
aprendieron a dar gritos y hacer aspavientos de lo más primitivo con una tal Leticia
Savater).
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«No limits»
Éste es otro de los gritos de guerra de la cultura contemporánea. Cuando una conocida
marca de calzado deportivo escogió este eslogan, seguramente no esperaba, ni en sus
más optimistas proyecciones, el éxito que iba a tener. La promesa era evidente. ¿Quién
dijo que tengamos límites? ¿Quién dijo que se nos puede poner freno? ¿Quién te va a
decir que no? ¿Por qué no aspirar a todo? Este grito tiene una lectura muy atractiva: no
seas raquítico en tus ilusiones. Sueña, desea mucho, aspira a todo. No te dejes someter a
nada ni a nadie. Tú lo vales. No hay límites. Si lo complementas con otro de los eslogans
estrella de esa misma marca, Just Do It (Simplemente, hazlo), resulta muy seductor. Y la
competencia, que sabe reconocer un filón, lo comparte. Impossible is Nothing, promete
otra multinacional del calzado deportivo. Nada es imposible. El futbolista puede atravesar
el mundo de un balonazo. El jugador de baloncesto encestará en la luna. El patinador
bailará, imparable, en el Polo Norte.
¿Y nosotros? ¿Quién quiere límites? La verdad es que es atractivo ese sueño de la
omnipotencia. ¿Quién quiere estropearlo con cortapisas o frenos reales? Seduce esa idea
de dejarse llevar, de no encontrar constricciones ni frenos. Pero, por más que seduzca, es
trampa. Porque sí hay límites. Muchos. Los límites son parte de la vida. Y no pasa nada
por ello. No hay que asustarse, agobiarse ni frustrarse.
Hay límites personales. Es decir, todos y cada uno somos diferentes. Y tenemos
unas capacidades y unos talentos; y también tenemos algunas carencias. A veces te
desespera cierta pedagogía que insiste en decir a todos los niños que valen para todo
igualmente. Nunca se les puede decir que no, no vaya a ser que se frustren. Y aunque
creo que hay algo muy humano y bueno en ese intento de alentar a los críos, también
hay el peligro de olvidar la diferencia. Y hay el peligro de no motivar entonces a la gente
para encontrar aquello de lo que es verdaderamente capaz. Es decir, hay quien tiene una
gran voz y quien no tiene ni voz ni oído. Hay quien es un deportista nato y quien, por
más que les pese a sus padres, no va a ser nunca Ronaldinho. Hay quien es un genio
para las matemáticas y quien va más justo con los números. Hay quien es más
imaginativo y quien es más racional, quien es creativo y quien es constante... Y,
normalmente, quien es brillante en algo es más opaco en otras dimensiones. No pasa
nada. Y a los adultos nos pasa igual. En el trabajo, en la vida común, en tantas cosas...
No aceptar estos límites personales da lugar a envidias, dolores innecesarios y lamentos
estériles.
Hay límites institucionales. Se nos enseña a esperarlo, quererlo y exigirlo todo; y,
claro, nos resulta impensable aceptar que en muchos contextos e instituciones de las que
somos parte pues también la realidad sea limitada. Y le exigimos perfección. A los jefes y
a quienes lideran los proyectos en que estamos envueltos, a los superiores en la vida
religiosa, a las Iglesias de las que formamos parte, a los políticos... Es curioso, porque en
realidad sabemos que ninguna de esas instituciones es perfecta. Pero ellos juegan a serlo
–y rara vez reconocen un error o encajan una crítica–, y nosotros jugamos a creerlo, y
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hay quien, o bien es incapaz de un poco de pensamiento crítico hacia aquello de lo que
forma parte, tal vez pensando que por criticar se traiciona, o, en el extremo opuesto, no
es capaz de tolerar las equivocaciones, las contradicciones o las miserias de aquello de lo
que forma parte.
Hay límites morales y éticos. Esto es muy delicado. Es hoy en día muy complicado
encontrar la fundamentación de los valores, legitimar por qué algo está bien o está mal. A
menudo me encuentro –cuando, en algunos grupos, intento discutir cuestiones con gran
carga moral, como el aborto o la eutanasia– que muchas personas no pueden salir de una
justificación basada únicamente en lo que cada quién piense. Y es verdad que está hoy
complicado encontrar una base en la que enraizar los valores. Y, sin embargo, es evidente
que hay cosas que están horriblemente mal. Que no son justificables. Que implican que
alguien ha cruzado algún puente que no debía cruzar. No pretendo aquí ir mucho más
allá. Simplemente, constatar que hay límites morales.
Y, por último, hay un gran límite que todos tenemos que asumir. Nuestra vida es
sólo una. Nuestro tiempo, largo o corto, es limitado. Nuestras decisiones, en muchas
ocasiones, no tendrán marcha atrás. El camino que elijamos es por el que nos toca
avanzar. No se puede querer todo, porque, si no, al final puede ser que no tengas nada
auténtico en tu vida. Creo que, en buena medida, la dificultad para el compromiso de
mucha gente hoy en día nace de la incapacidad para aceptar esta realidad. Nos toca
elegir, abrirnos puertas –cerrándonos otras–, adentrarnos por ciertos caminos sabiendo
que dejamos atrás otros que ya no hollaremos. Si no asumimos esto, el casado siempre
estará pensando en las relaciones que podría haber tenido. El célibe quedará preso de la
nostalgia por la familia que nunca llegó a formar. El ingeniero se seguirá soñando médico,
y el maestro pensará que habría podido dedicarse a la música. Uno podrá, a veces,
rectificar o cambiar sus rutas. Pero lo que no ayuda, en ningún caso, es quererlo todo.
Al final, esto es lo que hay. Si creemos que no hay límites ni frenos, muros ni
renuncias, si aspiramos a tenerlo todo, serlo todo, vivirlo todo, nos vamos a dar de
bruces con una realidad limitada y limitadora. Y en esa contradicción, ¿quién puede ser
feliz?
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«¡Remonta rápido cualquier bache!»
Quizá la peor de las trampas que sufrimos es consecuencia de todo lo anterior. Tanto
grito, tanta llamada, tanta propuesta para ser feliz, para ser dichoso, para triunfar y
conseguirlo todo... terminan convenciéndonos de que, por encima de todo, hay que estar
bien. Y en cuanto uno está mal, por los motivos que sean, parece que algo falla. Creo
que ésta es la peor presión. Todo parece insistirnos en que está en nuestra mano siempre
el sentirnos en paz. Contagiados de un misticismo que exalta la armonía íntima y la calma
como resultado de la propia peregrinación interior, parece que uno no puede estar
sacudido por tormentas, atormentado por la duda, herido por el amor o enfadado por los
conflictos. Parece que rápidamente hay que sobreponerse a cualquier contrariedad, como
expertos en autodominio y control emocional. Parecería que hay que tener a mano todos
los recursos para no dejarse llevar, para no perder la calma, para mantenerse siempre
impertérritos, para no permitir que las cosas te afecten más de lo conveniente...
Es terrible esa presión. Y es muy dañina. Porque te obliga, en cuanto estás tocado
por las razones que sea, a volcar tus energías en encontrar la forma de recomponerte. Y
si no eres capaz, o no tan rápido como querrías, entonces el malestar se convierte en una
losa añadida que te lleva a dudar de todo: de los otros, de ti mismo y de Dios. Te parece
entonces que una crisis, una herida, una ausencia, un rechazo o un tiempo de sequedad
son únicamente un constante recordatorio de que estás haciendo algo mal. Y rápidamente
tienes que acudir a alguien –un psicólogo, un asesor, un acompañante espiritual...– para
ver si te dice qué tienes que hacer para volver a estar bien.
No digo yo que no haya que intentar sentirse bien. De hecho, es natural, cuando
algo te inquieta o te entristece, querer poner los medios a tu alcance para solucionarlo.
Pero eso no puede convertirse en imperativo prioritario. En algunos momentos tenemos
que darnos permiso para estar mal. Tenemos que ser capaces de aceptar que podemos
pasar por etapas de incertidumbre, por noches más o menos largas, por períodos de
sufrimiento. En los momentos en que todo parece radiante, quizá lo sabio no es aferrarte
a ese bienestar, sino agradecerlo, y hacerle un lugar en el recuerdo a ese tiempo bueno,
para que cuando lleguen las tormentas tengas esa memoria a la que aferrarte y un
horizonte en el que creer.
Así que ahí tenemos algunas claves que pueden ayudarnos a entender por qué esa
felicidad tirana campa a sus anchas por nuestras sociedades. Urgidos a vivir al límite –y
sin límites–, a sentirlo todo, a exprimir el presente, sin memoria ni proyectos; llamados a
pasarlo bien en todo momento; asediadas las bases de aquello en lo que creemos;
obligados a superar al instante las contrariedades para seguir mostrando al mundo que
somos fuertes y capaces, la felicidad termina siendo únicamente una parodia de bienestar.
Termina siendo una felicidad cautiva del momento, excesiva y efímera.
Pues bien, contra eso hay otros gritos, otros caminos, otras llamadas y otras
propuestas que nos pueden ayudar a vivir una alegría distinta, liberada de esas
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estrecheces, alegría que es distinta en las horas radiantes y en las sombrías, pero que en
ambas está. Alegría de día y también de noche.
1. Zygmunt Baumann es el que ha generalizado el discurso sobre la sociedad líquida y ha desarrollado el tema
hablando de los miedos líquidos, el amor líquido y la búsqueda de comunidad en un mundo hostil.
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CAPÍTULO 4.
FELICIDAD PARA TODAS
LAS ESTACIONES
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De día y de noche
LOS días de la mayoría de las personas no son ni una fiesta ininterrumpida ni una
tragedia constante. Se suceden momentos y etapas distintas. Pasamos por temporadas
más festivas y gozosas, y atravesamos otras épocas más sombrías. Así, nos encontramos
con períodos en que parece que la vida te sonríe, en que encuentras fácilmente motivos
para la alegría, en que parece que estás en una buena racha. Y te vives afortunado en el
amor, o convencido en los proyectos que te apasionan; confías en los tuyos y percibes
con facilidad respuestas que te colman. Sientes que tienes mil razones para luchar, y te
levantas por las mañanas con la conciencia de tener tanto por hacer. Estás contento con
el camino que has elegido, y las certezas parecen darte un suelo firme desde el que
resulta más fácil avanzar.
También hay tiempos en los que se te cae un poco la vida encima. Esas otras
noches oscuras en que te pesa la soledad, la edad, los problemas, la enfermedad... o te
abruma algún fracaso. Cuando se te hace cuesta arriba sacar adelante algo, y no
encuentras la motivación en ningún lugar. Te duelen heridas provocadas por otros a
quienes quieres. O alguna preocupación te hace cavilar sin encontrar soluciones, porque
te abruman urgencias a las que no puedes responder.
Las razones para el ánimo o el desánimo pueden ser tantas... Todo depende mucho
de las circunstancias concretas, personales, familiares, laborales, emocionales, vitales... Y
de nuestra propia disposición, que en algunas ocasiones nos ayuda a levantarnos y salir
adelante, y otras veces nos encuentra rendidos, gastados y con pocas ganas de plantar
cara cuando se nos tuercen los caminos.
La trampa sería creer que uno sólo puede ser feliz en los momentos luminosos. Una
felicidad que sólo lo sea cuando el presente te sonríe; una alegría que se eclipsa con las
tormentas; un júbilo que dura lo que duran las palmas; una fiesta en la que se acaba el
vino y sobreviene el silencio...: todo eso es incompleto.
Porque en nuestra vida cabe la posibilidad de una felicidad diferente, un poco más
estable, un poco más honda, un poco más sólida. Cabe una alegría que tiene sus raíces
en tierra fértil, que no se seca tan fácilmente. Cabe un gozo que mantiene su empuje
incluso cuando lo que nos brota son lágrimas por las heridas que la vida nos va
infligiendo.
Ahí hay una paradoja. ¿Se puede ser feliz y estar triste? ¿Se puede ser feliz cuando
las lágrimas no son de alegría? ¿Se puede ser feliz en los momentos expansivos, esos en
los que parece que nos comemos el mundo, pero también en esos otros tiempos más
grises en que la vida se te pone cuesta arriba?
Sí, si la felicidad la entendemos no como ese fiestón bullanguero e interminable, y si
no confundimos alegría con euforia, y mucho menos con estridencia. Se puede. Se puede
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ser dichoso. Con esa felicidad que tiene que ver con el amor, con el sentido y con la
aceptación de la propia vida con sus dosis de batallas.
No quisiera dar la impresión de que pienso que esa alegría, que también se vive en
las noches de nuestra vida, está al alcance de cualquiera en todas las circunstancias y que
alcanzarla es únicamente cuestión de tener la perspectiva adecuada. Eso pondría una
carga añadida a tantas personas a quienes la vida golpea y para quienes las búsquedas
más inmediatas son también más humildes: un poco de pan, una vida en paz, algo de
esperanza. Quizás en esos casos la felicidad es mucho más sencilla, y a su luz también se
pone un poco de sensatez en nuestros anhelos.
A veces me pregunto por qué tienen tanto éxito en este mundo las fantasías épicas,
los luchadores que se comprometen con causas nobles, las historias de héroes y villanos,
los mundos donde las personas luchan y construyen, sortean amenazas, liberan muros y
conquistan mundos. Da igual si hablamos de elfos encargados de destruir un anillo
maligno en «El Señor de los Anillos», de aprendices de mago en el mundo de Harry
Potter o de los superhéroes de cómic llevados al cine en adaptaciones millonarias. ¿Qué
tienen todos esos personajes? Creo que algo que es muy necesario en el mundo de hoy:
tienen algo por lo que luchar, una bandera, unas metas; tienen un camino que recorrer
para alcanzarlas, y están dispuestos a afrontar las dificultades y disfrutar la vida en el
camino, sin quedarse paralizados porque les parezca que la tarea desborda sus
posibilidades.
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El amor como bandera
¿Quién no quiere amar y ser amado? Todos somos en algún momento románticos,
soñadores, esperanzados... Todos esperamos la palabra personal, la mirada cómplice, el
gesto amante, hermano, amigo o prójimo. Y sospecho que todos descubrimos en algún
momento que el amor es complicado, y nos damos cuenta de cómo se nos mezclan en él
tantas búsquedas, anhelos, alegrías e incertidumbres, presencias y ausencias...
En las verdaderas historias de amor se aprende mucho sobre la felicidad. Pero, ojo,
que si te quedas anclado en una percepción del amor como esa emoción tremenda,
intensa, apasionante, romántica, que cuando te posee te vuelve loco, te sube al cielo y te
hace cantar, entonces tendrás que perseguirlo cada vez que cambie de forma,
resignándote a nunca poseerlo.
Porque lo cierto es que el amor no construye gestos ni momentos, sino, sobre todo,
historias. Y no es únicamente ese tiempo de estar maravillosamente bien, sino que es la
capacidad de ir recorriendo un camino conjunto, en el que aprendes a aceptar, a acoger, a
sanar y a ser sanado, a compartir alegrías y tristezas, a hablar o a callar. No es
únicamente sentimiento, sino opción, apuesta y decisión.
En la vida, ojalá, amas y eres amado. Al menos en algunas ocasiones. Por tus
padres, por tus hijos, por el Dios en el que crees –o en el que no crees–, por tu pareja,
tus amigos, las gentes de tu comunidad, incluso gente a quien no conoces pero con quien
te sientes unido por vínculos de fraternidad, de justicia, por entrañas de misericordia...
Con toda la complejidad que dicho amor tiene. Y con toda la limitación que uno también
tiene a la hora de amar. Sin mitificarlo ni darlo por supuesto. Y reconociendo sus muchas
caras: amor que es pasión, que es sed, que es encuentro, que es proyecto, que es
apertura, que es paciencia, que es dedicación.
Una lección curiosa de la vida es que, aunque uno aspira a ser amado, lo único que
está en nuestra mano es amar. Dar, sin saber lo que recibirás a cambio. Ofrecer sin exigir.
Muchas frustraciones y heridas arrancan de la exigencia asociada al amor. En realidad, si
fuéramos capaces de vivir el amor desde la libertad, ello nos haría muy dichosos. Sin
estar atados a una respuesta, aunque podamos desearla mucho.
Tampoco el propio amor se impone a otros. Hay ocasiones en que ofreces tu
tiempo, tu vida, tu cariño, tu amistad, tu compañía... y toca aceptar que alguien puede no
querer compartir esa parte de tu vida. O no compartirla con la misma intensidad o de la
misma forma. Y a veces nos tocará pasar página, decir adiós y seguir caminando,
queriendo, quizás a distancia. Nos tocará aceptar situaciones que no son aquellas que
soñamos un día, seguir mirando para llenar la vida de nombres, rostros e historias.
En definitiva, lo que está en nuestra mano es gastarnos con otros, por otros y en
otros. Y por el camino encuentras –ojalá– respuestas, aprecio, ecos, abrazos, palabras.
Pero al final lo único que de nosotros depende es nuestra capacidad y disposición a
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querer. Demasiado a menudo, se convierte en imperativo el que nos quieran. Es humano,
es importante, es normal. Tengo todo el derecho del mundo a pedir y esperar respuesta,
pero esa respuesta es libre. Por eso, diría que lo que a nosotros nos toca –y lo que nos
hace más profundamente humanos– es la determinación de querer bien a los otros. A
justos e a injustos. A buenos y a malos. A listos y a necios. A guapos y a feos... Con
todos los matices que la vida nos vaya poniendo, conscientes de que no hay dos
relaciones iguales, y sabiendo también que eso no va a ser un amor bucólico y pastoril ni
una negación de las dificultades propias del mundo de las relaciones. Pero una de
nuestras mayores grandezas es esa disposición a amar gratuitamente, sin precio ni canje
alguno. De hecho, muchos de los gestos más admirables en la vida los advertimos en
gente que ama de esa manera. Esa libertad para amar, si acaso la vivimos, nos puede
convertir en tierra muy fecunda.
Cabe objetar que es imposible ese amor gratuito y primero, que necesitamos antes
ser abrazados, que el amor es más bien respuesta... Creo que esto tiene mucho de cierto
también. Y en parte la vida es este aprendizaje y este trayecto. Vamos pasando de ser
queridos a querer. Ése es, posiblemente, el itinerario que va del bebé que es arropado y
cuidado con ternura, al adulto que ama y arropa con esa misma dedicación. Quizá
podemos querer precisamente porque hemos sido bien queridos. Y en ese punto, por
cierto, la fe nos permite jugar con ventaja, pues creemos en un Dios que es amor
primero, gratuito e incondicional a cada uno de nosotros. (Pero aún no toca hablar de
Dios).
Ésa podría ser nuestra bandera, nuestro estandarte, ese símbolo y esa marca que
nos identificase. Querer como mejor sepamos. Poblar nuestra vida de nombres. Sin
mitificar tampoco el amor ni esperarlo perfecto, pues nuestro amor es limitado, como
limitados somos nosotros que amamos. Apostar por el amor generoso y gratuito, aunque
a veces nos descubriremos suspirando por respuestas, abrazos o caricias que no siempre
llegarán. Gritar y anunciar que es posible esa disposición a la entrega total, aunque a
menudo nosotros mismos nos sabremos atrapados en nuestras mediocridades, nuestra
incertidumbre y nuestros miedos. Exponer el corazón, aunque se te rompa un poco a
veces. Amar. Día a día. Toda la vida.
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Un horizonte y mil caminos
Otro de los terrenos fértiles en los que puede enraizar la alegría auténtica es encontrar
algo que dé sentido a nuestra vida. Algo que nos dé dirección y referencias. Cuando
sabes por qué luchas, en qué se sustentan las decisiones que has tomado y qué justifica
tus opciones; cuando tienes más o menos claro hacia dónde encaminas tus pasos; cuando
tus compromisos están asentados en suelo firme, entonces estás mucho más preparado
para exultar en los momentos radiantes y para llevar con calma los tropiezos y
descalabros del día a día.
Es verdad que hoy en día, por todo lo expuesto sobre la difuminación de las
seguridades, de los discursos y de las creencias, es complicado encontrar sentido. Es
difícil hallar un horizonte en el que puedan encajar nuestras expectativas y proyectos, lo
vivido y lo deseado, los triunfos y los golpes. Y como demasiadas experiencias son
volátiles y efímeras, parece que los donantes de sentido que se ofrecen no llegan
demasiado lejos, u ofrecen un horizonte limitado, en el que poco se ve de lo que
verdaderamente importa.
Caminos cerrados
A veces, muchos de los caminos que encontramos en la vida no parecen llevarnos muy
lejos o en una dirección muy definida, y uno se pregunta si, al recorrerlos, no estará
dando vueltas en torno a sí mismo, por no encontrar una meta que le atraiga con la
suficiente intensidad, hondura o pasión.
Así como hablábamos en otro momento acerca de los sucedáneos de la felicidad,
existen también sucedáneos del sentido. Son experiencias, dinámicas, motivaciones o
valores que quizá no sirvan para sostener una vida entera, pero que entretienen y a veces
se convierten en lo más importante para muchas personas. Pueden estar bien. Pueden
cubrir muchas de nuestras inquietudes y, en ciertos momentos, darnos tranquilidad. Pero
tienen el problema de que no dan respuesta a las cuestiones más delicadas que alguna vez
nos planteamos –y todos, porque la vida nos aboca a ello, nos interrogamos en alguna
ocasión por el dolor, por el sufrimiento, por la muerte, por el objetivo de vivir, por la
justicia y por el prójimo al que vemos doblado por los golpes.
Entre los donantes incompletos de sentido –es decir, esos caminos que terminan no
llevando a ninguna parte– muchos están a la orden del día.
Hay quien se refugia en el trabajo y pone toda su seguridad en ser un profesional
brillante, respetado, en ser reconocido en lo suyo. Un ascenso, un halago, una promoción
o un aumento salarial parecen convertirse en el certificado de que uno está alcanzando
sus metas.
Hay quien se lanza a una espiral de sobreocupación. Siempre hay que estar
haciendo algo, saltando de un lugar a otro; actividades, reuniones, cursos...; casi con una
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sensación de culpa si uno llega a detenerse. Sintiendo que uno se justifica por lo que
hace, o quizá temerosos de encontrarse en algún momento con la soledad.
Hay quien vive por y para el deporte o a la sombra de alguna disciplina deportiva.
«Forofos» de un equipo, seguidores apasionados de unos colores, dispuestos a pelearse
con quien haga falta, convencidos de que lo suyo es toda una filosofía de vida. Hay
mucha gente para quien los resultados de la jornada de liga condicionan el estado de
ánimo de la semana entrante.
Hay quien vive obsesionado por el cuerpo. Tiene mucho que ver con lo que
definíamos como la tiranía de la imagen. El caso es que cada vez más personas en esta
sociedad contemporánea parecen pensar que su identidad pivota en su apariencia. Se
machacan en gimnasios o se esculpen en clínicas. Cuidan la alimentación con disciplina
espartana y vigilan la báscula con dedicación obsesiva. El culto al cuerpo es para muchos
la única religión.
Hay quien vive de las vidas ajenas. Conociendo al dedillo hasta el más ínfimo
detalle de la existencia de personajes famosos de mayor o menor calado. Pendientes del
mundo del corazón. Vibrando con los avatares, bodas, divorcios, declaraciones de gentes
que vive precisamente de vender sus vidas. Parecería que esas vidas prestadas pueden
convertirse en sustitutivo de lo que uno mismo no vive, llenando con su cháchara los
propios silencios, y con sus movimientos las propias parálisis.
Hay quien considera que es el dinero la mejor garantía de una vida plena. Ganar
mucho puede convertirse en el criterio único para elegir una carrera y, en consecuencia,
un futuro. Personas obsesionadas por el estatus, empeñadas en demostrar –a través de la
riqueza– que han triunfado. «Forrarse» parecería entonces el único seguro vital.
Por último, la política es otro ámbito en el que muchas personas encuentran fuentes
de identidad y objetivos. Probablemente, no con la intensidad de otras épocas, cuando
por defender ciertas ideologías e identidades muchos estaban dispuestos a dar la vida.
Pero sí con suficiente entidad como para que ponga uno en juego bastantes energías y
convicciones. Basta con ver algunos foros de la prensa digital o escuchar algunos
programas de radio para advertir las pasiones, adhesiones y odios viscerales que despierta
este mundo de la política.
Caminos abiertos
Honestamente, creo que todos esos –y otros muchos– caminos no te llevan demasiado
lejos. Son donantes de sentido demasiado frágiles. Pueden darnos motivaciones
puntuales; pero cuando llega la hora de la verdad y entran en juego las dimensiones más
profundas de la vida humana, son insuficientes. Nos hace falta poder apoyar nuestras
metas, miedos, proyectos y anhelos –nuestra vida, en definitiva– en soportes más
sólidos, más fuertes, más duraderos. Los sucedáneos del sentido sirven para algunos
momentos, entretienen en algunas ocasiones, te pueden hasta proporcionar pequeñas
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alegrías y tristezas. Pero al final fallan. Son caminos que terminan en un barranco más
allá del cual no puedes asomarte. Allí donde vuelves al silencio, a las preguntas sobre tu
vida, el mundo, el prójimo, el amor y la muerte, allí todos aquellos charlatanes guardan
silencio. ¿Dónde podemos encontrar entonces sentido? ¿Por dónde transitar? ¿Qué
senderos recorrer que nos hagan ir encontrando las respuestas que necesitamos y que nos
conduzcan hacia un horizonte suficientemente humano?
Pretender ofrecer una única respuesta es ingenuo. Es más, pretender ofrecer una
respuesta probablemente es pretencioso. Quizá lo que cabe es compartir los que uno
intuye que pueden ser caminos bastante universales. Seguramente, también sean
incompletos, y cada cuál tendrá que ir viendo cuál es el horizonte vital en el que va
logrando que sus pasos se vuelvan firmes, sus alegrías hondas, y sus tormentas
soportables.
Insistiendo en que caminos hay muchos, me gustaría hablar de tres grandes áreas
donde podemos encontrar algunos agarraderos que pueden ayudar a entender la propia
vida.
En primer lugar, los otros cercanos pueden ofrecer mucho sentido. La vida tiene
que ver con ir trenzando y construyendo una red de vidas en torno. Tiene que ver con ir
aprendiendo a compartir historias, trayectos, parte del camino. Tiene que ver con
recorrer esas vidas cercanas, aprender a descifrar sus anhelos y sus sueños, descubrir la
diversidad y la posibilidad de comunicación entre nosotros. En buena medida, nos toca
descubrir que no estamos solos. Que formamos parte de otras vidas, que dejamos huella
en otras historias, del mismo modo que otras historias nos marcan también a nosotros.
La familia quizás está en el corazón de esos otros más cercanos. Pareja, hijos,
padres, hermanos... son esos nombres, esos rostros, esas presencias familiares que llenan
de seguridad la propia vida. Y junto a la familia, los amigos. No cualquier conocido, sino
esas personas cercanas en quienes confías, con quienes te sientes de verdad seguro, que
sabes que te acogen incondicionalmente, que conocen tus manías y tus valores y te
aprecian con todo; y a quienes tú quieres así. Vidas que compartes y ves crecer, cambiar,
pasar por tormentas y por períodos pletóricos. También, en algunos contextos, otros muy
cercanos y significativos pueden ser tus compañeros de comunidad, la gente con quien,
por opción, compartes tu vida.
Pues bien, por supuesto, con distinto grado de cercanía, los otros –especialmente los
más cercanos– pueden ayudarnos a encontrar sentido. Porque nos sostienen en la
adversidad y disfrutan con nosotros en la alegría. Porque nos dan causas y motivos para
luchar, cuando deseamos que estén bien, que la vida les sonría, que vivan con dignidad y
hondura... y a veces nuestra vida se compromete especialmente con ello (¿cuántos
padres no viven y se desviven por querer lo mejor para los suyos?). Aprendiendo, con
ellos, a aceptar también lo limitado, lo incompleto, las porciones de fracaso y de noche
en las historias.
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Los nombres cercanos que van poblando nuestra vida se convierten, a menudo, en
espejo benévolo de nuestra propia existencia. Porque vivimos en y para las relaciones, la
comunicación y el encuentro.
En segundo lugar, los otros lejanos también caben en un horizonte, pueden
ayudarnos a encontrar un lugar en el mundo y nos ayudan a adentrarnos por rutas
insospechadas.
Cuando hablo de «otros lejanos», el concepto es muy extenso. Ahí entran personas
cuya vida se cruza con la mía quizá con cierta periodicidad; o gente a quien encuentro
casualmente; o todas esas otras personas con quienes no me cruzo, pero que sé que
están ahí. Especialmente, de entre esos otros lejanos, el reto está en ser capaces de
abstraernos de los otros mediáticos, esos nombres famosos y populares que pueblan las
noticias, pero que al final terminan siendo personajes de la comedia humana; y
asomarnos, en lugar de ello, a las vidas reales, especialmente a las vidas de aquellos que
están más golpeados, más heridos, más gastados.
Porque una clave para encontrar el propio lugar en el mundo es la compasión. La
capacidad de padecer con el otro que sufre, sintiendo que su vida y la mía están unidas.
Con los otros cercanos de los que hablaba antes –los otros a quienes quieres y que te
quieren– esa empatía brota más inmediatamente. Con los otros lejanos también brota,
pero quizás tenemos que cultivarlo un poco más, porque hay demasiadas barreras en
nuestro mundo para que lleguemos a encontrarlos o para que podamos dedicarles un
poco de tiempo. Y digo que creo que somos compasivos, porque lo cierto es que todos
nos estremecemos al ver ciertas imágenes. Y la mayoría, ante una llamada para
responder a una tragedia, sentimos el impulso de responder. Lo que ocurre es que
nuestro mundo ya se encarga de que esas llamadas no se oigan bien. Tiene que ocurrir
algo muy espectacular, muy trágico, o con imágenes muy impactantes, para que esa
realidad se cuele en nuestras casas. O tal vez es que estamos demasiado acostumbrados,
y ya poco nos sorprende. O vivimos tan deprisa y tan urgidos a estar siempre pensando
en nosotros mismos, nuestros anhelos, alegrías y tristezas, que nos es difícil intentar
ponernos en el lugar del otro. Pensar en su vida. Intentar entender sus motivos. Escuchar
su historia. Compartir sus sueños.
¿Qué aportan estos otros al sentido de la vida? Creo que aportan perspectiva y
ubicación. A menudo pienso que muchos problemas propios se inflan porque soy el
centro de mi propio mundo. Y todo parece que gira en torno a mí y mis circunstancias.
Cuando eres capaz de entender que no todo gira en torno a ti y los tuyos, entonces como
que puedes advertir un orden un poco mayor y distinto en las cosas. Y entonces
aprendes que las noches y los días de este mundo nuestro van mucho más allá de tus
sombras o tus luces. Y entonces, quizás, te empiezan a doler otras heridas y te empiezan
a sanar otros milagros. Poner la propia vida en perspectiva con lo que ocurre en este
mundo nos da una sensibilidad distinta. Nos aboca al encuentro. Nos puede dar un
horizonte, unas metas, un camino en el que otros muchos tienen cabida.
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Por último, creo que también es fuente de sentido el Otro. Así, con mayúscula, la
apertura a la trascendencia. Ese otro al que llamamos Dios. Y ahí la propia fe es la que
puede darnos un horizonte en el que las preguntas y las respuestas fluyen y van
ayudándote a encontrar un mapa del mundo, de la existencia, de las vidas y de tu propia
vida. Evidentemente, ahí depende de cómo o en qué creas. Dejo para el último capítulo
el intento de compartir algunas reflexiones sobre la felicidad cristiana.
La aceptación de la batalla
Todo lo dicho hasta ahora nos puede sonar muy bien. Pero no es fácil. No es fácil el
amor así expresado. Ni tampoco escoger y adentrarse por estos caminos, a menudo
inciertos, en los que te abres al prójimo. Hay un versículo del Antiguo Testamento que
me viene muchas veces a la cabeza: «Hijo mío, si te decides a seguir al Señor, prepárate
para la prueba» (Eclesiástico 2,1). Me parece una cita muy sugerente en este mundo
nuestro que constantemente trata de seducirnos con mensajes de confort, tranquilidad,
calma, paz interior, «tranquilo, respira hondo y cuenta hasta cien», u otras letanías
similares. Y es que creo que en realidad el consejo que a todos tendrían que darnos
alguna vez es «Vamos, prepárate para vivir, con su buena dosis de incertidumbre,
alegrías y tristezas, éxitos y fracasos, encuentros y partidas». Nadie dijo que la vida fuera
fácil, ¿no? Sin dramatizar ni volvernos agoreros. Pero la verdad es que las vidas con
encefalograma plano son las que ya han terminado. Y trasponiendo esto a las vidas
cotidianas, ¡claro que vamos a tener que pelear por muchas cosas! Por aquello en lo que
creemos, por aquellos a quienes amamos, por vencer a lo que hiere y alcanzar lo que
sana.
Hemos dicho en las páginas anteriores que puede ser fuente de una alegría profunda
el llevar el amor, un amor generoso y gratuito, por bandera y encontrar caminos que nos
conduzcan hacia un horizonte de plenitud. Pues bien, es importante también asumir que
no por eso la vida va a ser una balsa de aceite. Es más, probablemente este horizonte,
tomado en serio, te complique a menudo la existencia. Es necesario aceptar que
tendremos que pelear por aquello –y por aquellos– a quienes amemos, y que en cada
camino habrá sus espacios de reposo y sus zonas complicadas, habrá épocas de luz y
otras de tiniebla, habrá momentos en que exultemos, y otros en que nos fallen las fuerzas
y tengamos que esforzarnos para darlo todo.
El reto, sospecho, es no dejar que las batallas se nos vuelvan demonios que nos
devoren. No convertir cada conflicto en tragedia. Si es posible, intentar evitar que
relaciones personales difíciles envenenen nuestra vida. Aceptar también las derrotas. No
cegarnos, porque a veces no tendremos la razón, y a menudo luchar es aprender a
reconocer otros argumentos, otras razones, otras perspectivas. Nadie dijo que la vida sea
un camino de rosas. Y es mejor así. Hay que aprender a soñar, a luchar por aquello en lo
que crees, a apostar por algo aun sin tenerlo todo seguro. Puede ocurrir que pierdas
muchas de las batallas que la vida te depara. Que a veces te estrelles. Que no salgan las
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cosas como soñaste. O, por el contrario, habrá momentos de logros, de celebración, de
descanso en brazos amigos.
El verbo «luchar» puede ser engañoso, si se entiende como un canto a estar
pataleando. Lo importante es usar la preposición adecuada. No se trata –al menos si
puede evitarse– de luchar contra alguien o contra algo. sino más bien de luchar por
alguien, por algo. Puede parecer una disquisición semántica que a la hora de la verdad no
marca ninguna diferencia. Después de todo, para luchar por alguien quizá tengas que
hacerlo contra alguien... Y, sin embargo, es diferente. Porque lo que da un sentido
auténtico es elegir las causas por las que pelear, los objetivos por los que trabajar, los
sueños que perseguir, los proyectos en los que participar. Creer en ellos, apostar por
ellos. Traerlos a la memoria cuando el presente se te tuerce. Aceptar los obstáculos que
pueden ponerte las cosas difíciles y, en todo caso, luchar por removerlos.
Una vida apacible, plácida, absolutamente estable, sin subidas y bajadas, sin
momentos de dicha y otros de llanto, sin heridas ni tropiezos, o no es real o es una vida
construida en el interior de una burbuja. Porque lo cierto es que nos toca afrontar
incertidumbres, retos, conflictos y contrastes. La clave está en tener algo tan significativo
que te dé fuerza al comenzar cada jornada y motivación cuando el camino se haga cuesta
arriba. Algo que puede ser algún proyecto compartido, algún nombre de tu vida, alguna
herida ajena que se vuelve tuya. Tus propios deseos de futuro, la familia que sueñas con
construir o por la que tienes que luchar, un trabajo vivido como vocación, donde anhelas
desarrollar capacidades, talentos, sueños... O algo al tiempo genérico y concreto, como la
ciencia y sus preguntas, la justicia y sus rostros, la dignidad arrebatada a mucha gente
que grita por volver a levantarse...
Luchas hay muchas. Lo importante es que, cuando te toque pelear, o en esos
momentos en que las batallas provocan heridas, no huyas ni te rindas.
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CAPÍTULO 5.
LLAVES Y PUERTAS ABIERTAS.
LA FELICIDAD LIBERADA
PODEMOS perseguir una felicidad liberada de la tiranía. De esa tiranía de ser feliz que
equivoca dicha con risa, sentido con ruido, y alegría con bienestar. Si en el capítulo
tercero se describían las trampas que pueden conducir a aprisionar la felicidad en un
estereotipo imposible, tenemos ahora ocasión de tratar de describir esas otras claves que
nos pueden permitir asomarnos a una felicidad más auténtica, más real, más capaz de
reír y llorar. ¿Cómo puede crecer una alegría liberada del imperativo de estar bien a todas
horas? ¿Cómo puede madurar en nosotros esa alegría tranquila, capaz de la euforia y de
la lágrima, de la calma y de la tormenta?
49
El diálogo entre corazón y cabeza
Es necesario huir del dominio absoluto del sentimiento. Puede parecer que soy un
racional irredento. Ni mucho menos. Los sentimientos son importantes, y son un ámbito
en el que se comprueba la autenticidad y el acierto de muchas decisiones. Pero habría
que evitar ser esclavos de las emociones. Habrá que darles cancha, que es muy necesaria
para no ser fríos y cerebrales sin corazón; pero no toda la cancha.
Permíteme explicarlo con un ejemplo. Seguramente has visto muchas películas –
sobre todo telefilmes americanos– en las que un personaje cuenta a otro un dilema
terrible que le afecta. Y el otro personaje, asesor o amigo, cargado de buenas intenciones,
se despacha con un «Haz lo que el corazón te diga». De hecho, no ocurre únicamente en
las películas. Es un consejo bastante socorrido. Lo pueden usar los jóvenes idealistas, el
amigo bienintencionado o los asesores emocionales. El caso es que muchas veces ése es
el peor de los consejos y una soberana tontería. Muchos dilemas tienen que ver con la
confusión emocional. Y no digo yo que no haya que hacerle caso al corazón. Supongo
que en algunas ocasiones sí. Pero en algunas otras es justo al corazón al que no hay que
seguir, porque está ofuscado, cegado por algo inmediato o exaltado por algún presente
que ha silenciado todo lo demás. Por eso creo que aquel consejo, «Haz lo que el corazón
te diga», debería ir al menos acompañado por otro: «Piénsalo bien». ¿Cuántas
decisiones, tomadas en caliente, se demuestran verdaderas insensateces cuando ese calor
ha dado paso a un poco de reflexión? ¿Cuántas opciones equivocadas resultan fuente de
mucho sufrimiento y podrían haberse evitado si uno hubiese intentado reflexionar un
poco más y dejarse llevar un poco menos por los sentimientos?
Es posible que al contrario también suceda. El que es tan racional que no da ningún
espacio al sentimiento caerá justo en el extremo opuesto a lo descrito (y es un extremo
igualmente nefasto). Lo que ocurre es que eso hoy en día no es tan frecuente.
Por otra parte, al hablar de diálogo entre corazón y cabeza no pretendo afirmar que
entre ambos puedan llegar a una conclusión unánime. De hecho, a menudo cada uno tira
en una dirección, y no es posible conciliarlos. En esas ocasiones hay que optar. No hay
un único camino ni una opción siempre infalible. Habrá veces en que termines
decantándote por lo que te dice el corazón, y en otras ocasiones, en esa batalla, vencerá
la cabeza. Lo importante es que, al menos, haya batalla. No dejar el campo únicamente a
uno de los contendientes. Así que, repito, tendremos que intentar equilibrar «lo que el
corazón te diga» con un «piénsalo bien».
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Vivimos historias, no momentos
La felicidad momentánea es distinta de la alegría profunda. Dicho de otra manera, el
instante de dicha no significa demasiado si no se pone en perspectiva. El reto que
tenemos es el de ver la película entera, sin quedarnos atrapados en un fotograma o en
una escena. Y esa película entera es descubrir en nuestra vida los procesos, los itinerarios
vitales, las historias que se van construyendo. Asumiendo que en esos relatos caben
altibajos, luces y sombras. La alegría auténtica y profunda tiene mucho más de ruido de
fondo, mucho más de cimiento y menos de fachada. Es algo así como un río que corre
libre, alternando zonas de más quietud con saltos de agua impetuosos e incontrolables.
En ese sentido, ser feliz no es estar siempre de perlas. Es algo más profundo y
compatible con el dolor. La felicidad es una historia plural, no la suma de momentos
inconexos. Recordar la propia historia, con sus vaivenes, con sus victorias y sus derrotas,
es muy saludable.
No podemos vivir de memoria, como sabiéndolo todo, presos de lo que siempre ha
ocurrido y anclados en las seguridades por lo ya vivido. Pero tampoco podemos vivir sin
memoria, partiendo siempre de cero. Nos toca a veces acudir al recuerdo, especialmente
en los tiempos en que el presente parece más sombrío. Para constatar que no siempre ha
sido así. Y hacerlo, no desde una nostalgia presa del pasado, sino desde la confianza en
que la historia cambia, y que ningún momento, ni siquiera el presente, puede acaparar
toda nuestra atención. Especialmente, merece la pena recordar, en la propia historia, los
momentos felices, profundos, que hemos vivido, preguntarnos por qué lo fuimos, confiar
en que lo seremos de nuevo.
Y nos toca también proyectar, hacia el futuro. Hacer planes, imaginar caminos,
soñar posibilidades, pero sabiendo que a menudo no hay atajos, que lo que se construye
se va construyendo despacio, poco a poco, con paciencia y tesón.
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Si el deseo se pone en perspectiva...
El deseo en general tiene que ver con aquello que necesitamos. Estamos acostumbrados
a sentir necesidad y buscar satisfacción. Y esto se extiende desde lo más cotidiano y
trivial hasta lo más hondo. Conocemos jerarquías de necesidades –a Maslow se le estudia
en muchas carreras–, desde las más fisiológicas hasta las más trascendentales, pasando
por las afectivas, morales o intelectuales. Parece que va con nuestro ser personas el ir
aspirando siempre a metas más altas al ir viendo saciadas las más básicas. Pero debemos
mantener una doble tensión. Por una parte, es verdad que cada uno de nosotros buscará
ir subiendo cada vez más alto en la escala de logros (de lo contrario, seríamos sólo
animales). Es fundamental no dejar de desear, y además aprender a aspirar a realidades
más humanas, más profundas, más dignas. Pero al mismo tiempo debemos poner
nuestros deseos en perspectiva. Sin dejar de mirar al mundo y la cantidad de gente que
no tiene cubierto ni lo más elemental (no para minusvalorarnos, sino por una cuestión de
justicia). Y es que, aunque el sufrimiento subjetivo puede no entender de comparaciones,
también apuntábamos en otro capítulo que el sufrimiento objetivo sí puede compararse.
Quizás hayas visto la película «La vida es bella». Una de sus escenas puede
ayudarnos a entender esa necesidad de poner los deseos en perspectiva. En la primera
parte de la película, Guido, camarero judío, entabla una curiosa amistad con un médico
alemán al que sirve la cena cada día. Noche tras noche, intercambian adivinanzas en una
competición de ingenio que hace las delicias de ambos. En la segunda parte de la
película, la situación ha cambiado. Estamos ahora en un campo de concentración, y
Guido, prisionero en él, lucha por sobrevivir y mantener a su hijo, también encarcelado,
ajeno a tanto horror. En cierto momento descubre que el doctor alemán está en el
campo, y se las arregla para llegar hasta él, pensando que, en memoria de esa amistad
entrañable, hará algo por su hijo. Cuando, al fin, consiguen hablar a solas, la sorpresa de
Guido es que el doctor le asalta a él con una adivinanza. Y le insiste, en una
desesperación patética y apremiante, diciéndole que necesita resolver ese acertijo porque
no puede dormir de tanto darle vueltas. Guido intenta hacerle ver el otro drama, mucho
más atroz, de su hijo en el campo. Intenta romper esa obsesión del doctor. Todo es en
vano. El médico está tan preso de su propio laberinto que es incapaz de percibir el drama
que ocurre a su lado.
Ésa es la falta de perspectiva a la que me refiero. Necesitamos poner nuestras vidas
en un horizonte amplio. Y necesitamos ordenar el deseo, para que nuestras urgencias no
se conviertan en un absoluto que borre de un plumazo toda realidad ajena. De otro
modo, uno termina aislándose en su burbuja, preso de sus propios fantasmas, sometido a
la tiranía más absoluta, la de lo que me ocurre en cada momento.
En una etapa de mi formación como jesuita me enamoré. Creo que es fácil de
comprender que uno, por más que opte por una vida célibe, no es insensible. Tenía 23
años. Y de golpe toda mi vida quedaba presa de una relación imposible. ¿Qué alternativas
tenía? ¿Cambiar de vida? ¿Dónde dejaba eso la convicción de otros momentos? No
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dudaba de mi vocación, pese a todo. No dudaba de que estaba en el camino en el que
tenía que estar. Seguía creyendo que el evangelio podía ser el tesoro desde el que vivir, y
que compartirlo con otros, radical e incondicionalmente, como jesuita, era un camino que
merecía la pena. Pero, sin dramatismos, el corazón se me partía al pensar en no alcanzar
nunca aquella otra intimidad soñada, aquella otra vida compartida, aquella otra confianza
absoluta. Entré en un pozo que parecía no tener fondo. La tristeza me iba ganando el
terreno. De natural locuaz, hablaba poco. En el comedor me despachaba con
monosílabos escasos. Escuchaba canciones tristes (un toque melodramático que uno,
romántico al fin y al cabo, no podía evitar). Lloraba a menudo. Apenas sonreía, yo que
siempre había sido bastante risueño. Escribía mucho, pero todo era bastante deprimente.
Por fuera intentaba mantener la apariencia de normalidad, pero por dentro estaba
derrotado. Era como si tuviese una piedra en el estómago, una losa maldita que no me
dejaba vivir. Esa tristeza duró casi dos años. Nada me ayudaba a salir de ese pozo. Ni
leer, ni rezar, ni hablar de esa melancolía con quien pudiera ayudarme... Al final del
segundo año en esa situación, empecé a colaborar como voluntario en la cárcel de
Salamanca, ciudad en la que vivía entonces. Era una cárcel vieja, a la que quedaban
pocos años de funcionamiento. Cuatro universitarios empezamos a preparar algunos
talleres; uno impartiría clases de bellas artes; otros dos darían lecciones de guitarra. A mí
me tocó hacer algo así como de monitor de educación física. El primer día que fui,
estaba tan asustado que bastante tuve con mantener cierta apariencia de tranquilidad, allí
en el patio de la prisión. Sin embargo, el segundo día, alrededor de una canasta en la que
íbamos encestando, dos de los internos, Gerardo y Leoncio, me contaron, a retazos, sus
historias. Historias duras, de heridas y fracasos. Vidas golpeadas en hogares difíciles.
Caminos sin salida. Y, en ese momento, poca esperanza de futuro. Pero allí estaban.
Aguantando el tipo. Bromeando conmigo. Agradeciendo el poder desconectar por un rato
de sus tristezas. Cuando ese día volvía a casa, caminando –pues la cárcel entonces
estaba en la ciudad–, noté que esa piedra que tenía en el estómago como que había
empezado a deshacerse. Mi tristeza seguía allí, y las nostalgias, y las ausencias. Pero
también estaban, de nuevo, las ilusiones, el impulso primero, el deseo de compartir una
buena noticia en vidas tan rotas. Lo que había cambiado era el poder ver mi historia en la
perspectiva de otras historias. Y aceptar que la vida tenía sus luces y sus sombras, sus
días radiantes y sus noches oscuras, y hasta en los días radiantes habría nubes, y en las
noches oscuras destellos para hablar de esperanza. Aquel día volví a hablar por los codos
en el comedor.
¿Por qué cuento esto? Porque creo que tenemos una alternativa a las simas en las
que podemos sumirnos. Podemos poner nuestro deseo en un mapa más amplio. Ir
acogiendo otros nombres en nuestra vida. Mirar a veces con humor nuestras urgencias y
nuestros dramas. Saber reírnos de nuestra avidez cuando ésta resulta excesiva. Aceptar
un no a nuestros deseos sin convertirlo en tragedia. Llorar, si hace falta. O sonreír a
través de las lágrimas. Mirando afuera, siempre, para recordar en qué mundo vivimos.
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Lecciones de la limitación
Habíamos señalado en capítulos anteriores que los límites son una parte de la vida.
Decíamos que hay límites morales, vitales, personales e institucionales. Pues bien, el
aceptarlos no es únicamente una rendición del sueño de la omnipotencia. De hecho, los
límites son para nosotros escuela y oportunidad de aprender. ¿Qué nos enseñan los
límites?
En primer lugar, nos enseñan a acoger la debilidad. En este mundo, líbrenos Dios
de los perfectos, que generalmente lo único que consiguen es perfeccionar la paciencia
del resto. La debilidad es parte de nuestra humanidad. Es más, de muchas de nuestras
heridas nacerá una fortaleza diferente, más humana, más tranquila, más humilde.
Muchas veces es desde nuestra propia experiencia de fragilidad, de limitación y de
vulnerabilidad desde donde somos capaces de abrir la puerta al otro. De otro modo,
anclados en una supuesta perfección, podemos caer mucho más fácilmente en la
intransigencia, el juicio y la condena del vecino por sus manías, sus rarezas, sus salidas
de tono o sus flaquezas. Sin embargo, cuando se ven las grietas ajenas desde una
realidad propia igualmente fragmentada y frágil, resulta bastante más fácil aceptar al otro
con sus aciertos y sus fallos, sus estancias iluminadas y sus rincones oscuros.
Muy vinculado con esto, aceptar los límites puede darnos la clave para aprender a
perdonar. El perdón, en nuestro mundo, no es valor de cambio. Sí lo son la justicia o, en
algunos casos, la reparación de lo que uno hace mal. Pero ¿perdonar? ¿Por qué? El que
la hace la paga, y una vez que alguien te falla, ¿por qué vas a volver a confiar en él? Y,
sin embargo, hay una lógica diferente que invita a seguir tendiendo puentes, a pasar
página –si es necesario hacerlo– sin guardar rencor ni deseo de venganza. El haberse
asomado a las propias incapacidades puede ser un buen punto de apoyo desde el que
aceptar la posibilidad de que el otro nos falle.
La conciencia de la limitación vital nos enseña también a elegir. En este mundo que
nos anima a quererlo todo, pedirlo todo y tenerlo todo, es fundamental no dejarse seducir
por ese canto vacío. Nuestra vida es una, y precisamente por eso nos tocará, en muchas
encrucijadas, optar por un camino y no por otros. Y al adentrarnos por la ruta elegida,
dejaremos atrás otras posibilidades, otros horizontes y lo que habría podido ser de otra
manera. Aceptar esa incapacidad para tenerlo todo puede liberarnos de nostalgias inútiles
y reservas existenciales que nos impiden saltar al vacío en las ocasiones en que es
imprescindible hacerlo.
Por último, la certidumbre de nuestra limitación nos puede ir haciendo conscientes,
lúcidos y prudentes. Para no lanzarnos por caminos intransitables para nosotros. Para no
perseguir quimeras. Para no soñar imposibles. Para no esperar lo irreal. Habrá quien
piense que este canto a la prudencia es la apoteosis de un pensamiento conservador y
que, si no hubiese habido imprudentes, insensatos, temerarios y audaces, el mundo no
avanzaría. Quizá sea cierto. O al menos tenga algo de cierto. Y ese equilibrio es
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importante para no quedar reducidos a lo ya conocido. ¡Quién pudiera compaginar
audacia con sensatez, impulso con reflexión, locura con lucidez...! A veces habrá que
dejarse llevar por lo incierto y hasta ser imprudentes. Pero, en cualquier caso,
conscientes de nuestra propia fragilidad, que puede romperse muchas veces.
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Cuando uno está mal
Ya he dicho en algún momento que una de las presiones más horribles que tenemos es la
obligación de estar bien. Y si uno no está bien, entonces parece que su ocupación o
preocupación prioritaria debe ser encontrar los cauces para salir de la tierra de sombras
que habita. Los bienintencionados, además, te aconsejarán, te animarán, te urgirán para
que te vengas arriba, cuando hay momentos en que realmente no puedes. Es posible que
haya motivos objetivos para tu malestar. Es posible que algo te haya golpeado. Puedes
tener problemas personales, afectivos, económicos, profesionales, académicos, físicos...
Y la urgencia para salir del bache a veces lo único que añade es angustia y sobrecarga.
Hay que darse un tiempo para el duelo cuando éste es necesario. Es cierto que todos
preferimos estar bien antes que mal, que uno prefiere sentirse radiante y no sombrío, y
que tal vez fuera muy bonito exultar a diario. Pero a veces toca estar un poco más gris,
menos cantarín, más triste. Y si en esos momentos se te vuelve un imperativo el volver a
reír al instante, ese apremio probablemente te produzca más grisura, silencio y tristeza.
Lo importante es ser conscientes de que, mientras tanto, la vida sigue. Que el
mundo no se detiene porque uno pase por una etapa mala. Que continúan también las
vidas de los tuyos, y sus inercias, y sus preocupaciones, sus fiestas y sus dramas. Lo
importante es aprender a no cerrar los ojos aislándose en la cueva en que uno acumula
sus penas y sus lágrimas. Y tener la valentía de seguir caminando a la luz, aunque duela
un poco.
Quizás es una experiencia buena el dejar entrever la debilidad. Darse permiso para
no tener que mostrar siempre la mejor de las caras. Encontrar gentes en quienes confiar,
con quienes poder compartir las heridas. Poder llorar, sin vergüenza, con quien te
conoce, te quiere bien y no te va a urgir para que te enjugues las lágrimas. Dejarte acunar
un poco, sabiendo que la noche pasará, pero sin forzar el ritmo ni acelerar el tiempo.
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Iconos de la alegría
Los iconos son esas figuras que apuntan a algo distinto que late detrás de ellos. Que te
devuelven una mirada que hace que tu propia vida se ilumine de otra manera. En nuestro
mundo de la imagen se multiplican los iconos. No todos ellos apuntan en la misma
dirección. Los hay cuyas vidas señalan hacia el lujo, el placer, el derroche, mostrando al
común de los mortales la aparente despreocupación de esas vidas de glamour y vanidad.
Pensemos en Paris Hilton, icono de la riqueza y la vida frívola, decorando las carpetas de
muchos adolescentes. Hay iconos del triunfo, del esfuerzo, de la gloria. En muchas
ocasiones, las grandes figuras deportivas son esto. Fraguan su leyenda, sustentan sueños
de superación o de triunfo. Los gestos de las estrellas del fútbol son imitados por
innumerables personas. Hay figuras del mundo de los negocios que se convierten en
iconos del éxito. Bill Gates es un rostro familiar para muchos. Su historia de ascenso
hasta la cumbre del poder empresarial en el mundo, desde el garaje de la casa de sus
padres, se cuenta en las facultades de empresa. Y así otros muchos.
Pues bien, hay en nuestro mundo iconos de la alegría verdadera. También los hay
de aquella felicidad tirana, pero ésos son fugaces y rápidamente se sustituyen por otros.
Sin embargo, hay personajes que, en nuestro mundo, se convierten en referencia para
muchas personas. Referencia que transmite la posibilidad de esa alegría profunda y
sincera. Algunos serán anónimos y quizá formen parte de tu vida cotidiana. Otros son
figuras de relevancia universal. Quizás hayas oído hablar de madre Teresa, Nelson
Mandela o Pedro Arrupe. Los tres son personas con una sonrisa entrañable y familiar.
Los tres transmiten una serenidad profunda. Y, sin embargo, no nos engañemos: no es la
suya la sonrisa inconsciente de quien nada ha vivido, sino la sonrisa cansada de quien
han visto mucho.
La madre Teresa pasó su vida entre los desheredados de la tierra. Y hoy sabemos
que ver tanto sufrimiento la sumió en una noche oscura muy larga. Pero mantenía la
alegría para aquellos que no la tenían.
Hoy vemos a Nelson Mandela como una figura de prestigio mundial, reconocido en
diversos foros, codeándose con las grandes autoridades de nuestro mundo. Y sonríe, y
habla de paz y de reconciliación. Y aparece en macroconciertos, rodeado de estrellas del
pop que desgranan eslóganes solidarios. Pero lo suyo no son sólo palabras. Porque pasó
media vida en prisión, privado de libertad, lejos de los suyos. Porque ayudó a su país a
acabar con décadas de discriminación y lo hizo desde un espíritu de reconciliación y no
de revancha –quien habría podido tener tantos motivos para clamar venganza... Su
alegría no es la de quien lo ha tenido todo.
¿Y qué decir de Pedro Arrupe? Este General de los jesuitas fue un hombre afable,
de buen humor, sonriente en los tiempos convulsos de la Iglesia posterior al Concilio
Vaticano II. Pero había estado en Hiroshima el día en que cayó la bomba atómica y
había visto el horror del que es capaz el ser humano contra el ser humano. Había visto la
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inocencia de cientos de miles de vidas segadas de cuajo, las heridas atroces infligidas en
el cuerpo y, seguramente, en el espíritu de tantas víctimas. Una alegría que haya visto el
infierno y, sin embargo, pueda seguir sonriendo es, seguramente, una alegría distinta, y
probablemente no exageremos al decir que más auténtica.
Junto a estas tres figuras tan reconocidas, hay algunas un poco más anónimas, pero
que transmiten una frescura, una vitalidad y una dicha imparable. Estoy pensando ahora
en Etty Hillesum, una joven inquieta, apasionada, con una sensualidad a flor de piel,
afectiva y honda. Cuando, hace poco más de veinte años, se descubrieron los diarios que
había dejado escritos desde el campo de deportación de Westerbork en la Alemania nazi,
antes de ser enviada al campo de concentración donde moriría con toda su familia,
sorprendió en sus páginas su capacidad para transmitir pasión y alegría de vivir en medio
de aquel infierno. No era ciega ante lo que estaba pasando. No ignoraba el dolor
abrumador que la rodeaba, ni era ajena al riesgo que se cernía sobre sus vidas. Pero, más
allá de la bruma y la tragedia, era capaz de intuir la hondura de la vida y cantar con
palabras de esperanza invencible y de fe inconmovible en el ser humano:
«¡Qué extraño es esto...! Hay guerra. Hay campos de concentración. Las
pequeñas crueldades se amontonan cada vez más. Cuando camino por las calles,
sé de muchas casas por las que paso: ahí hay un hijo en prisión, ahí está el padre
secuestrado y ahí compadecen la sentencia de muerte de un muchacho de
dieciocho años. Y estas calles y casas se encuentran muy cerca de la mía.
Conozco los sentimientos angustiados de la gente, conozco la gran cantidad de
sufrimiento humano, que va en aumento. Conozco la persecución y la represión,
la indiferencia, el odio impotente y el enorme sadismo. Lo sé todo y voy
acumulando cada trocito de realidad que me llega. Y aun así, en un momento de
descuido y de abandono, me encuentro de repente en el pecho desnudo de la vida.
Sus brazos me rodean muy suavemente, me protegen, y soy totalmente incapaz de
describir sus latidos de corazón: son tan lentos y regulares y suaves, casi
apagados, pero constantes, como si no quisieran parar jamás... Son también muy
buenos y piadosos. Así es mi estado de ánimo, y no creo que una guerra o
cualquier crueldad humana sin sentido pueda cambiarlo» (30 de mayo de 1942)[2].
Y seguramente hay muchos más, rostros y vidas anónimas que se van cruzando con
las nuestras. Los vamos descubriendo en la vida. Están en nuestras casas, en nuestras
calles, en todos los pueblos, en todas las historias. Sus ojos brillan. Parecen incansables.
Atraviesan sus noches sin rendirse y abren el día a quienes tienen la suerte de compartir
una parte del camino. Si te paras a mirarlos, contagian esperanza.
Así que quizá podamos aprender a mirar a esos iconos de la alegría auténtica. A
asomarnos a sus vidas, si tenemos ocasión. A preguntarnos qué late detrás de ellos. Qué
han visto. Qué les hace serenos en la tormenta, qué milagro guardan sus entrañas para
que puedan mantenerse erguidos donde otros estarían abatidos. Quizá podemos
aprender, con ellos, a sonreír.
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La gratitud
Hay quien siempre ve el vaso medio lleno y quien siempre lo ve medio vacío. En
ocasiones me descubro demasiado pendiente de lo que me falta, lo que ha fallado, lo
imperfecto o incompleto. Me descubro dando demasiado por sentado o asumiendo como
natural lo que tengo. Y me temo que es una tendencia muy extendida. Parece que uno
está mucho más preparado para la queja que para la gratitud, para la denuncia que para
la palabra de reconocimiento y acogida.
Algunas veces, al preguntar a mis alumnos por un viaje, una experiencia, algo vivido
en los últimos tiempos, me sorprende lo rápido que la enumeración comienza por lo que
ha ido mal: el hotel, o el autobús, o el clima...: eso brota espontáneamente, con profusión
de adjetivos y gestos de malhumor. Brota como un torrente la protesta por lo que ha
fallado. En cambio, a menudo hay que sacar con sacacorchos el relato de lo bueno,
aunque objetivamente casi todo haya podido ser magnífico. Parecería que, en
demasiadas ocasiones, estuviésemos más prontos para la protesta que para el aplauso,
para la objeción que para el apoyo, para la negación que para la afirmación; para ver
siempre problemas y nunca oportunidades; en definitiva, más dispuestos para la queja
que para la gratitud.
Y en esa cuestión de perspectiva, de mirada y de valoración se nos va mucha vida y
se nos pierde mucha luz. Porque, a la hora de la verdad, todos podemos encontrar
motivos para el lamento, pero también para la gratitud. Y es distinto empezar por un lado
o por el otro; y es diferente enfatizar lo que falta o lo que tenemos. Creo que es
imprescindible aprender a recorrer, en la propia vida, lo que hay de milagro y de fiesta.
Saber gozar de las pequeñas bendiciones que marcan nuestros días, sin darlas por
sentado ni asumirlas como un derecho incuestionable. Comprender el enorme privilegio
que suponen las pequeñas y grandes seguridades de que gozamos muchos, para nosotros
y para los nuestros. Entender los sacrificios que muchas veces otros han hecho por
nosotros. Decir «gracias» a menudo, no desde la convención ni la rutina, sino
conscientes de cuánto recibimos de otros. Gracias por el pan y el techo que seguramente
tenemos. Por la educación recibida, por las presencias que nos alegran los días. Por los
cuidados a los que tenemos acceso. Por las alegrías que podemos darnos y el bienestar
del que, probablemente, participamos.
Puede uno pensar que no es plan estar constantemente agradeciendo, reconociendo,
y que si no lo expresamos muy a menudo, no es porque no lo sintamos o porque seamos
desagradecidos irredentos, sino porque ya se sabe sin necesidad de recalcarlo tanto. Sin
embargo, la realidad es que a menudo me descubro olvidando tantos motivos para la
alegría y la fiesta, dándolos por sentado, o dejando que se vean opacados por esas otras
causas de pena y disgusto. Y cuando lo pienso despacio, descubro que en realidad mi
vida tiene tanto de bueno y hermoso que, si fuese verdaderamente consciente de ello, no
me descolocarían tanto las pequeñas insatisfacciones que también forman parte de lo
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cotidiano. Un poquito más de gratitud, me digo. Y es que es fundamental, en la vida, ser
conscientes de tanto bien recibido.
2. HILLESUM, Etty. Una vida conmocionada. Diario espiritual, Anthropos, Barcelona 2007. p. 96.
60
CAPÍTULO 6.
LA FELICIDAD EVANGÉLICA
DESDE LA FE...
HASTA este punto, prácticamente todo lo dicho podría servir para cualquier persona.
Porque, en el fondo, todos compartimos un mismo suelo, una raíz, una humanidad. Y
por eso, porque somos personas, todos lloramos, reímos, soñamos, deseamos,
apostamos por algo, nos vemos en encrucijadas y vamos descubriendo en la vida algunas
dimensiones muy comunes que nos afectan a todos. Da igual en qué creamos o dejemos
de creer: es humano aspirar a la felicidad, y es humano construirla sobre la propia vida,
con su red de relaciones, historias, heridas y logros.
Pero, para quienes nos decimos cristianos, esta reflexión quedaría incompleta si no
intentamos dar un paso más y preguntarnos, desde la fe: ¿En qué felicidad creemos?
¿Qué dicha se nos promete? ¿Cómo entender hoy la felicidad a la luz del evangelio?
¿Qué vida feliz descubrimos en el seguimiento de Jesús de Nazaret?
El evangelio es como las ondas que nacen cuando cae una piedra en un estanque. El
núcleo de la revelación de Dios es uno: Jesús, el rostro humano de Dios, el Dios hecho
hombre que nos muestra la manera más humana de vivir, muere en la cruz como
consecuencia de una vida al servicio del Reino de Dios, y resucita. Vida, muerte y
resurrección, en la que está presente un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu.
Ése es el corazón de nuestra fe y el motivo más profundo de nuestra alegría. El
resto son ondas concéntricas que van ampliando y llenando de matices esa verdad en la
que creemos: La llamada a cada uno de nosotros a reproducir esa misma lógica (vida,
muerte y resurrección); a hacerlo en comunidad; la conciencia de que el Espíritu de Dios
sigue iluminando nuestras vidas; la concreción de ese Reino de Dios que hay que
construir hoy, aquí y ahora, es decir, un espacio en el que cada persona pueda vivir las
bienaventuranzas, verdadero ideario evangélico; la asunción de nuestra limitación que nos
hace ser unas veces víctimas, y otras verdugos, en ese drama que es la pasión que se
sigue viviendo y celebrando hoy en muchas vidas; la misericordia como respuesta; el
amor radical, incondicional, a imagen del amor de Dios como posibilidad en nuestras
vidas. Todo eso puede ir generando en nosotros un tipo de felicidad diferente,
bienaventurada, alegre y compartida.
***
61
Bienaventurados: la lógica de Dios
«Bienaventurados los pobres de corazón,
porque de ellos es el Reino de los cielos»
(Mt 5,3)
La buena noticia del evangelio va fraguando en una manera muy concreta de ser feliz.
Una manera concreta de ser bienaventurados. Todos somos invitados a vivir en esta
felicidad bienaventurada.
Las bienaventuranzas son un canto precioso, profundo y valiente, que exalta una
lógica alternativa. El corazón altanero, orgulloso de sí mismo, no tiene nada que hacer
frente a un corazón humilde, tal vez herido y pobre pero, por eso mismo, dispuesto a
levantarse. Las lágrimas no son impedimento para la felicidad, ni tampoco la pobreza,
que puede abrir la puerta a la herencia de una tierra buena, fértil y nueva, porque Dios ha
de dar la vuelta a las situaciones injustas. La sed de justicia, especialmente urgente para
quienes sufren su ausencia, es lo que te capacita para saciarte con ese agua eterna. Las
entrañas de misericordia te disponen para mirar el mundo con ojos limpios y para
reconocer a las personas más allá de las etiquetas o los juicios. La bondad, el mirar desde
un corazón sincero, te permite descubrir al Dios oculto en la realidad, ese Dios misterioso
que a veces nos mira oculto en los ojos amigos, que nos acaricia en las manos familiares
y nos susurra su mensaje en palabras prestadas. Trabajar por la paz te hace de verdad
poder llamarte hijo de Dios. Y si te persiguen al luchar por esa justicia ausente, no hay
que temer, pues es precisamente la señal de estar del lado de quienes merecen ser
apoyados.
Hay quien diría que todo esto son cantos de sirena, poesía mística o buen talante
evangélico, pero que la realidad es que cada quién tiene que pelear por lo suyo en este
mundo. Desde luego, si algún mensaje recibimos machaconamente es el de «tú a lo
tuyo»; y si se nos pone algún modelo de triunfo, no son los débiles, sino los fuertes, los
zorros y los implacables.
Y, sin embargo, esta lógica paradójica es muy real. Esta felicidad con raíz en las
entrañas de la historia es auténtica. Esta alegría se experimenta en cuanto te arriesgas a
avanzar por este camino.
No son felices los fuertes, los duros, los malvados o los violentos. No son felices los
perfectos ni los invulnerables, sino los más frágiles de este mundo, probablemente
capaces de apreciar y agradecer con sencillez lo bueno que ocurre.
La aceptación de la propia realidad, humana y limitada, débil y fuerte, herida y
sanada, esto nos hace bienaventurados. Como también es bendición y fuente de gozo en
nuestras vidas la mirada comprometida con el prójimo, con el que de alguna manera nos
sentimos implicados. Y todo esto es posible porque un Dios bueno, que ve nuestras
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entrañas y nos conoce más que nosotros mismos, cree en nosotros. La propia fragilidad,
el amor al prójimo y la confianza básica en Dios nos dan una raíz muy fuerte.
El amor incondicional de Dios por cada uno de nosotros posibilita un amor generoso
y gratuito por nuestra parte. Nos ayuda a sentir la aceptación profunda que todos
necesitamos para no desmoronarnos. Nos da la conciencia de no estar solos, porque en la
noche más oscura y en el día más radiante Alguien susurra nuestro nombre con acento
único y nos lleva tatuados en la palma de su mano. Alguien, que te conoce bien, te
quiere. Más que tú mismo. Alguien cree en ti. Ahora mismo, cuando lees estas páginas, y
aunque muchas veces no lo sientas.
Y te invita a mirar con esa misma fe al próximo. Al próximo cercano y a los
próximos más lejanos. Te invita a creer en los otros. Y te llama a desearles el bien. A
deseárselo con todas tus fuerzas. A luchar por ello, vaciándote en el camino si es
necesario, dando la vida –que dar la vida no es morir, sino vivir de una manera
determinada. Y ahí radica una nueva paradoja: cuanto más te vacías, más lleno estás.
Por cada caricia que das sin esperar contrapartida; por cada abrazo con el que buscas
sostener a quien está abatido; por cada gesto que trata de aliviar al caído; por cada trozo
compartido de pan, de paz, de palabra..., uno, sin buscarlo, va encontrando más sentido,
más Vida en su vida, más comensales en la mesa compartida y más nombres en el
corazón.
Y al fin descubres que el mundo –y de paso tu vida– no gira alrededor de ti mismo.
Aprendes a no buscar una perfección estéril, sino a acoger una fragilidad fecunda.
Aceptas aspirar a mucho, deseas seguir a ese Jesús en el que ves encarnado el Amor
radical, y parecerte e Él, porque eso sucede con quien se admira: que la propia vida se va
configurando un poco con la de esa otra persona admirada. Aprendes a mirar alrededor
para ver un mapa de la realidad un poco más completo. Y te echas al camino tras las
huellas de ese Jesús, intentando descubrirlo en torno. Sabiendo que siempre estarás lejos
de alcanzarlo, pero comprendiendo que al final lo que importa es ponerse en marcha y
avanzar, bienaventurado, con toda la honestidad de que uno es capaz.
***
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Alegres en el Señor
«Estad siempre alegres en el Señor,
os lo repito, estad alegres»
(Flp 4,4-5)
En bastantes ocasiones, a lo largo de estas páginas, he hablado de la alegría. Decir de una
persona que es muy alegre suele evocar algo positivo. Te hace pensar en alguien
sonriente, que transmite alguna chispa de energía... alguien cuya expresión irradia
vitalidad, cuyo rostro ilumina las estancias en las que entra, y cuyas palabras desprenden
optimismo. Y esto por contraste con la gente triste, que sería todo lo contrario.
Pero habría que evitar reducir la «alegría» a manifestaciones externas de contento.
Porque lo cierto es que, en general, hay gente que exterioriza más su dicha, y gente más
sobria. La alegría no es únicamente su exteriorización. Es algo un poco más profundo.
Es, sobre todo, esa capacidad de que tu vida esté, de algún modo, afinada. Como un
instrumento musical con el que se pueden ejecutar distintas piezas, a veces muy vivas y
otras más tranquilas, pero en el tono adecuado. Es el tener alguna referencia sólida que te
satisfaga y llene de sentido lo que haces, buscas y vives.
Pues bien, nosotros podemos estar alegres en el Señor. Es una expresión sugerente.
¿Qué quiere decir esto? Que la historia de la salvación, lo ocurrido en Jesucristo, a quien
llamamos Señor, puede ser el manantial del que brote una alegría profunda. ¿Qué historia
es esa? Es tu historia... y la mía. Es la historia de todas las vidas. Y así, dicho pronto y
mal, sería una historia que nos proporciona muchos motivos para la alegría. ¿Por qué
podemos estar contentos desde la fe?
Dios no se ha desentendido del mundo, no nos ha dejado a la intemperie, sino que
sigue presente, inspirando una buena noticia que sigue proclamándose a través de tantas
personas que se dejan guiar por su espíritu. Estamos alegres porque no estamos solos.
Pero Dios, estando presente, no nos manipula a su antojo, convirtiéndonos en
marionetas de su arbitrariedad, sino que nos ha hecho capaces de decidir, buscar y elegir.
Estamos alegres porque somos libres.
Aunque en esas decisiones podemos optar por lo que nos hace grandes y lo que
hace nuestras vidas más plenas, también podemos optar por aquello que deshumaniza
nuestras vidas y las de otros. Podemos acertar y equivocarnos, podemos recorrer tantos
caminos, no siempre buenos... Pero el Dios de la misericordia no nos cierra la puerta. Y
ante todo aquello que podría alejarnos de su sueño para nosotros, nos vuelve a ofrecer
un nuevo comienzo. Estamos alegres con la alegría de quien ha sido perdonado cuando
ha fallado a los suyos.
En Jesús, el rostro humano de Dios, descubrimos la grandeza de que es capaz el ser
humano. La grandeza a la que están llamadas nuestras vidas, aunque a veces nos parezca
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imposible. Y eso nos hace muy conscientes de la dignidad que no se puede arrebatar al
ser humano. Y nos hace conscientes de lo plenas que nuestras vidas pueden llegar a ser.
Estamos alegres porque somos personas.
Y aunque a veces todo lo que vemos nos hace pensar que en este mundo triunfa el
mal, que los buenos son tenidos por tontos y que no merece la pena dar la vida por otros,
lo que descubrimos en el misterio pascual –muerte y resurrección de Jesús– es que la
última palabra de la historia es una historia de bien. Estamos alegres porque creemos que
al final el bien se impone.
Dios es el Dios de todos, no de unos pocos perfectos. Y si descubrimos esto,
aprenderemos a mirar a los demás dándoles también una oportunidad, y quizá los
reconozcamos como lo que son: hermanos. Y aunque a veces no es fácil tratar ni con los
hermanos, sin embargo esa fraternidad genera vínculos muy fuertes capaces de resistir a
las tormentas. Estamos alegres porque podemos abrazarnos en la debilidad.
***
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Confiados en la Promesa
«Mirad, voy a enviar sobre vosotros
la Promesa de mi Padre»
(Lc 24,49)
Vivimos en un mundo tan inmediato que a veces da poco tiempo para la espera. Vivimos
tan urgidos por el presente que, si nos descuidamos, olvidamos apreciar el valor del
tiempo, la capacidad de mirar adelante, la sucesión de los ritmos... El caso es que mucho
de lo que creemos es promesa. Es anuncio, es semilla de algo que está creciendo pero
que aún no ha brotado en todo su esplendor. Es Reino que está ya alrededor nuestro,
pero que todavía no se ha desplegado en todo su valor.
Pero ahí sigue esa promesa, que lo es para todos nosotros. La promesa de Dios es
Jesús, y su historia. La promesa de Dios es una palabra definitiva y última, la palabra
dicha en una cruz que rompe el mal, y en un sepulcro que se vacía. ¿Qué promesa?
¿Qué palabra?
En una historia con heridas, (¿y quién no las tiene en este mundo nuestro tan
golpeado?), al final la última palabra es una palabra de sanación.
En una historia con riesgos, con implicaciones y complicaciones, con daño recibido
e infligido a otros (¿y quién puede decir que nunca ha hecho daño a alguien, pudiendo
haberlo evitado?), al final la última palabra es una palabra de misericordia.
En una historia con sus momentos en los que parece que todo te sonríe, pero
también sus momentos de tristeza, de sufrimiento, de vacío o de incertidumbre (pero
¿quién no tiene días grises o dimensiones de su vida que le generan zozobra?), al final la
última palabra es una palabra de alegría.
En una historia en la que hay episodios compartidos, de fiesta, de compañías, pero
también sus soledades (¿quién no se siente solo alguna vez, en esos momentos en los que
te parece ser una isla inaccesible?), al final la última palabra es una palabra de comunión.
En una historia que tiene sus pequeños brotes de vida, de emoción y de canción, y
también sus momentos de muerte (y todos morimos un poco a veces, en la pérdida de
nuestros seres queridos, en la distancia, en las muertes de nuestro mundo que nos tocan
en las entrañas o en las renuncias que la vida nos implica), al final la última palabra es
una palabra de Vida.
***
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En el Espíritu de la Verdad
«Yo le pediré a mi Padre que os dé otro defensor
que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la Verdad»
(Jn 14,16)
Al final, lo cierto es que hay algo dentro y fuera de nosotros que nos habla de Dios. Hay
algo, como quiera que lo llamemos, que nos hace intuir infinitas posibilidades en este
mundo y sus gentes. Hay algo grande y bueno que nos vincula con todo lo grande y
bueno que ha habido en una historia que arranca del inicio de los tiempos y se adentra en
un futuro preñado de eternidad y encuentro. Y en esa historia eterna se ilumina la luz que
es nuestra propia vida. Ese algo, decimos, es el Espíritu de Dios, una presencia que
inspira sin imponer, que alienta sin forzar, que llama sin atar. Un espíritu de verdad, una
verdad que no poseemos absolutamente, porque siempre nos desborda, pero que vamos
descubriendo e intuyendo junto a otros. Una verdad que ilumina las vidas y nos da
abundantes motivos para un júbilo diferente.
Donde el mundo te dice: «Tú a lo tuyo»,
el espíritu te dice: «tú a tu prójimo».
Donde el mundo te dice: «No te compliques la vida»,
el espíritu te dice: «Complícate por el evangelio».
Donde el mundo te dice: «Lo importante es que seas feliz»,
el espíritu te dice: «Haz feliz a alguien», y paradójicamente, cuanta más felicidad
vas dando, más vas recibiendo.
Donde el mundo te invita a preguntarte: «¿Qué te apetece hoy?»,
el espíritu te dice: «¿Quién puede necesitarte que esté a tu alcance?».
Donde el mundo te invita a aislarte en burbujas de bienestar, levantando muros y
poniendo barreras a otros, o dejándoles entrar en tu vida solo con cuentagotas,
el espíritu te invita a tender puentes y a abrir tus puertas...
Donde el mundo te dice: «hay que ser perfecto, fuerte, invulnerable»,
el espíritu te dice: «acepta también tu debilidad, que los tuyos no te necesitan
imposible, sino humano».
Donde el mundo te habla de teorías,
el espíritu te zambulle en vidas reales.
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Y lo sorprendente es que al final esa verdad del espíritu, si acaso te atreves a hacerle
caso, va esponjando tu vida, va iluminando tus días, va llenando tu historia de rostros, de
caricias, de nombres. Al final se convierte en un grito que atraviesa tus barreras y tira tus
muros. Te vuelve vulnerable, pero te hace sentir inmensamente vivo. Te quita las
defensas, pero te arropa con tantas otras vidas que se vuelven cercanas. Te arroja a la
tormenta, pero te hace sentir vivo. Ese espíritu del mundo es para nosotros bendición de
un Dios que no nos abandona.
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Conclusión:
FELIZ VIDA
TERMINO este tiempo compartido. Termino este camino contigo, quizás hasta otra
ocasión. Deseando que nuestras vidas, la tuya, la mía y la de tantas personas –ojalá
todas– sean vidas felices. Pero con esta felicidad auténtica, liberada de tiranías y de
falsas euforias. Con esta dicha capaz del llanto y de la risa. Con este gozo construido en
abrazos y distancias, en palabras y silencios, en servicio y reposo, en proyectos que van
tomando forma poco a poco. Deseando lo mejor para nuestras vidas. Entendiendo que lo
mejor es lo que se contagia y se comunica, porque ésa es la alegría auténtica: una alegría
fecunda, desbordante, de la que sólo somos cauce. Una alegría a veces ligera, y otras
preocupada, pues en la vida hay muchas cosas que nos importan.
Unas veces los días nos serán más propicios, y otras más grises. Habrá jornadas
radiantes, y otras en que la bruma oscurezca un poco nuestro presente. Nadie nos obliga
a tener que estar siempre bien. Hay días mejores y otros peores, y hay épocas de calma
y otras de desasosiego. Estamos vivos, y así es la vida. Nos toca alzar, una vez más, la
vista y mirar a este mundo nuestro. Escuchar muy dentro ese canto último, profundo,
definitivo, a veces sutil y otras estruendoso, que nos habla de prójimo y amor, de pasión
y entrega, de muerte y resurrección. Desde la fe, mirar a Dios y descubrir que la mirada
que se nos devuelve está colmada de ternura y de fidelidad. Escuchar la palabra de
quien, con increíble ternura, nos dice: «Creo en ti». Amar todo lo posible, como mejor
sepamos. Dar nuestro tiempo, nuestra palabra, compartir lo que tenemos. Dar, en
definitiva, la vida cada día. Sin exigir nada a cambio, aunque seguramente recibamos
mucho. Y eso que recibimos, acogerlo desde la gratitud. Abrir la vida a otras vidas, el
corazón a otros nombres, nuestro proyecto a otros proyectos.
A veces puede aparecer una sombra en nuestro horizonte. Hablamos de la felicidad,
diagnosticamos esta sociedad nuestra. Pensamos en lo que hay y también en lo que falta.
Aconsejamos, aun sin quererlo. Pero cuando somos infelices, quizá los muros que nos
aprisionan son demasiado altos para que los salten las palabras o los derriben las buenas
intenciones. Entonces puede parecer que las recetas solo sirven a quien no las necesita,
mientras dejan en el mismo lugar oscuro y desangelado a quien más podría necesitar un
poco de luz. Bastaría al menos, si conseguimos darnos cuenta de que, por nuestra parte,
hay mucho que podemos hacer. Nos toca seguir buscando, luchando por edificar algo
sólido, perseverando también cuando el presente parece un poco más anodino. Nos toca
pedir ayuda si andamos vencidos, y compartir las cargas, que siempre se ven mejor
cuando se ven con otros.
¿Cómo vamos a rendirnos?. En nuestra mano siempre hay algo. La felicidad
también la podemos trabajar al irnos tomando la vida en serio, al ir cuidando tantas
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dimensiones de nuestra vida, al levantarnos ante cada golpe y tratar de sonreír entre las
lágrimas si fuera necesario. Podemos buscar los motivos para la gratitud y la fiesta.
Hurgar en nuestra historia y rescatar la memoria de las presencias y los encuentros.
Soñar mucho, dibujando horizontes hacia los que poder caminar. Abrazar y dejarnos
abrazar por tantas personas cuyas vidas tocan las nuestras. Vivir con los ojos abiertos,
como los niños que un día fuimos, ávidos de respuestas, inquietos por descubrir y
comprender los porqués y los haciadóndes de nuestra vida y nuestro mundo.
No sé si es demasiado ingenuo o demasiado ambicioso proponer esto. Y, sin
embargo, hay que intentarlo. Porque demasiadas veces se nos va la vida en dramas
innecesarios; demasiada gente se siente derrotada sin causa para ello; demasiadas
burbujas nos aíslan de este mundo amplio, hermoso y herido, necesitado siempre de
presencias fecundas, ansiosas de construir algo mejor. Y, por eso, ojalá cada vez que
caigamos alguien nos recuerde que hay que levantarse y seguir caminando. Ojalá cada
vez que queramos rendirnos en el camino, alguien nos diga: «¡Vamos! tú puedes!». Y si
acaso perdemos el horizonte, ojalá encontremos testigos que nos recuerden la dirección,
la meta, las promesas y los sueños que pueden hacernos avanzar.
Porque la vida puede ser Vida. ¿Y quién querría vivirla a medias?
Un fuerte abrazo, y hasta pronto.
JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ OLAIZOLA
Valladolid, 29 de abril de 2008
70
Índice
Portada
Créditos
Prólogo
Introducción. Queremos ser libres. Queremos ser felices. Queremos
tener algo sólido en la vida
La herencia que compartimos
Queremos ser libres
¿Somos libres?
2
3
4
6
7
8
9
Capítulo 1. ALGUNAS TIRANÍAS SOCIALES
La trampa del tirano
Las tiranías sociales
La tiranía del consumo
La tiranía de la belleza
11
12
13
14
16
Capítulo 2. LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD
La felicidad tirana. Sucedáneos
Felicidad sin sucedáneos
¡Qué fácil es decirlo! ¡Qué difícil es vivirlo!
Capítulo 3. TRAMPAS Y TRAMPILLAS. LA FELICIDAD
ATRAPADA
«¡Siente!»
«¡Todo es mentira!»
«¡Nada es para siempre!»
«¡Vive al día!»
«¡Pásalo bien!»
«No limits»
«¡Remonta rápido cualquier bache!»
18
20
23
26
27
28
29
31
32
33
34
36
Capítulo 4. FELICIDAD PARA TODAS LAS ESTACIONES
De día y de noche
El amor como bandera
Un horizonte y mil caminos
Caminos cerrados
Caminos abiertos
38
39
41
43
43
44
71
La aceptación de la batalla
47
Capítulo 5. LLAVES Y PUERTAS ABIERTAS. LA FELICIDAD
LIBERADA
El diálogo entre corazón y cabeza
Vivimos historias, no momentos
Si el deseo se pone en perspectiva...
Lecciones de la limitación
Cuando uno está mal
Iconos de la alegría
La gratitud
49
50
51
52
54
56
57
59
Capítulo 6. LA FELICIDAD EVANGÉLICA DESDE LA FE...
Bienaventurados: la lógica de Dios
Alegres en el Señor
Confiados en la Promesa
En el Espíritu de la Verdad
61
62
64
66
67
Conclusión: FELIZ VIDA
69
72
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