Aclarando Amanece N0. 23

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“ACLARANDO AMANECE”
Porque sólo con la luz del Sol es como se disiparán nuestras tinieblas.
“Puntos de vista de un Hermano Gelong”. Núm. 23.
¿Existe la perfección Maestro?
Y Él… H:. MAYOR respondió: “No chico, solo existe lo perfectible, sin embargo todo es
justo y perfecto”. “Aún aquello que vemos imperfecto tiene su perfección, pues obedece a
un Plan Cósmico. Cada cosa tiene una razón de ser y debemos estudiar cómo funciona el
Plan para poder respetar el proceso, no hay otro camino. Recordemos que Dios está
encadenado a sus leyes.
¿Cómo podemos interpretar la parábola de Jesús el Cristo: «Sed perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto»? En primer lugar es necesario hacer algunas aclaraciones
sobre lo que se entiende por perfección. Cuando un niño empieza a ir a la escuela, para
poder aprender y progresar es deseable que sea «perfecto», es decir que su cerebro, sus
ojos, sus orejas, sus brazos, sus piernas, todo su cuerpo si es posible, se halle en estado de
funcionamiento correcto, sino todo será mucho más difícil para él. Del mismo modo,
cuando se trata del ser humano y de esta perfección de la que hablaba Jesús, esta palabra
significa en primer lugar que los órganos de la vida psíquica y espiritual deben estar bien
desarrollados y en buen estado de funcionamiento. Es la primera condición para buscar la
perfección que es omnisciente, todo amor y todopoderoso. Esto significa que para llegar a
ser perfectos, ¡es necesario ser ya perfectos! Así pues, debéis intentar alcanzar este primer
grado de la «perfección», que os permitirá, a fuerza de trabajo, evolucionar y alcanzar,
después de muchas encarnaciones, la perfección del mismo Dios.
Que profundo, que complejo o que sencillo… Como aquella tarde en que nos reunimos
para escuchar a Facundo Cabral, en vivo en el México de los setentas. Que belleza, que
sentido, que claridad y que enseñanzas de un hombre que sabía conectarse con el Creador
y ser su juglar, su cantor su poeta. Hablar de Facundo Cabral no es nada fácil… pero
crecimos con él; mi generación creció con él. Lo escuchamos, lo cantamos, lo apreciamos y
nos hizo sentir la grandeza de las cosas humildes, la riqueza del amor y la felicidad del
corazón. Gracias Hermano Facundo Cabral, argentino de nacimiento, ciudadano del
Plantea Tierra. Tu muerte, mueve conciencias, mueve tu voz y tu música que seguirá
siendo inmortal. Gracias por cantar y abrir las conciencias a la Luz de lo Alto.
Sé que Dios y los Grandes Maestros se reunirán para oírte cantar Facundo.
“No soy de aquí ni soy de allá”
Me gusta el mar y la mujer cuando llora
las golondrinas y las malas señoras
saltar balcones y abrir las ventanas
y las muchachas en abril.
Me gusta el vino tanto como las flores
y los amantes, pero no los señores
me encanta ser amigo de los ladrones
y las canciones en francés.
No soy de aquí, ni soy de allá
no tengo edad, ni porvenir
y ser feliz es mi color
de identidad.
Me gusta estar tirado siempre en la arena
y en bicicleta perseguir a Manuela
y todo el tiempo para ver las estrellas
con la María en el trigal.
No soy de aquí, ni soy de allá
no tengo edad, ni porvenir
y ser feliz es mi color
de identidad.
Ahora para entender algo de su vida, me permití transcribir este bello texto, escrito en
Argentina por Ovaldo Tangir, en honor a Facundo Cabral:
Pobre de toda pobreza, su padre lo había abandonado el mismo día que nació; casi mudo,
tal vez por las atrocidades que había visto y vivido, el pibe, de 9 años, criado entre el
reformatorio y las carencias, viajó como pudo desde aquella tierra paradójicamente
llamada del Fuego para llegar a la capital del país. Fueron cuatro larguísimos meses los
que tardó en llegar a la gran ciudad.
Tenía una sola idea dibujada como un destino entre sus ojos grandes, cargados de
imágenes, asombro y necesidades: ver al Presidente del país y a su esposa, porque alguien
le había dicho a su vieja, que ellos eran buenos con los pobres y que podían darle lo que su
familia tanto precisaba: trabajo. Una idea loca, peregrina, desesperada, justa, claro, que el
pibe siguió contra viento y marea, como quien persigue más que una ilusión, una fe.
Al fin, en la ciudad, un vendedor ambulante que escuchó la historia, entre compadecido y
risueño, le dijo dónde podía encontrarlos: un lugar llamado La Plata, a unos 50 kilómetros
de esa capital a la que había llegado hacía unos días. Había dormido a la intemperie,
tapado con arpilleras, se había alimentado de las sobras de los restaurantes, y de lo que le
daban los obreros al borde de los caminos, ¿qué era recorrer cincuenta kilómetros más?
La Plata, donde él había nacido, aunque no tuviera ni un recuerdo ni una seña de aquel
suceso que hasta su padre había ignorado. La Plata, justo lo que no tenía, lo que había ido
a buscar, eso que sólo podía conseguirse con laburo (trabajo). Laburo, lo que precisaba
para sacar a su familia de aquel pozo helado y sin futuro a la vista. Allí, en esa ciudad
extraña, armada como una telaraña, se celebraría un Tedéum conmemorando su
fundación. Al día siguiente, con las monedas que le habían dado, el pibe viajó.
Llegó a la terminal poco antes del mediodía y se fue caminando por las diagonales
bañadas de sol y llenas de gente hasta la plaza Moreno, donde, le habían dicho,
encontraría a ese hombre y esa mujer que había ido a buscar esperanzado de la misma
desesperación. Y de repente, en medio de vivas, de pañuelos al viento, de sombreros
arrojados al aire -y las palomas que levantaban vuelo asustadas-, los vio.
Iban sentados en el asiento de atrás de un auto negro, descapotado, rodeados de policías
que marchaba despacito: los vio cuchichear entre ellos algo que él ni nadie podía escuchar.
Y sonreían, le sonreían a la gente, y la gente les devolvía la sonrisa: él levantaba los brazos,
ella saludaba como una niña subida a un carrusel. Todo sucedió en un instante; rápido
como una perdiz, empujado por el hambre y el abandono acumulados, que no tenían días
ni meses sino siglos acumulados en su cuerpecito esmirriado, se coló entre la guardia que
los custodiaba y trepó al estribo del auto. Quisieron bajarlo de un empujón, pero el
hombre sonriente, vestido de militar, que mucho después supo había sido electo
presidente ese año, lo impidió.
Con el auto en marcha, con la multitud que festejaba el paso de la pareja, el hombre que él
había ido a buscar desde tan lejos, acaso desde el fondo de la misma historia, le preguntó:
“¿Qué precisás, m’hijito, en qué te puedo ayudar?”, y el pibe, con sus pilchas sucias, las
uñas negras, los ojos hundidos de cansancio; el pibe emocionado, con el hambre atrasado,
con sus nueve años que parecían tres vidas, hizo la pregunta de las preguntas, la que solo
admite una respuesta: “¿Hay trabajo?”
El hombre sonriente la miró a ella, y ella miró al pibe. “Por fin alguien que pide trabajo y
no limosna. Por supuesto, mi amor, hay trabajo”, le dijo la mujer, de voz algo cascada pero
bella como una princesa, más hermosa que un hada buena, pero real, más real que ese día
soleado, que esa multitud alegre y vociferante, que tantos años de privaciones, que esa
catedral gótica y fría como tantas otras catedrales góticas y frías donde los hombres
durante siglos quisieron encerrar a Dios.
Era el 19 de noviembre de 1946, el presidente se llamaba Juan Perón, su mujer Evita
Duarte de Perón, y el niño, Facundo Cabral… De inmediato la señora llamó a alguien y le
ordenó “ocúpese del niño”. Y después de tantos meses, el pibe que había recorrido medio
país para llegar a ese día, comió comida caliente, se bañó, se puso la ropa limpia que le
dieron. Y se sentó a esperar como entre sueños, alucinado, feliz; y esperó esas cuatro horas
mágicas hasta que terminó el Tedéum, y ella, como una vieja amiga que cumple su
palabra, fue a verlo a esa casa de la calle 1 donde lo habían llevado de la mano.
“Tuvimos suerte -le dijo Evita, con una sonrisa que jamás olvidó- conseguí una escuela en
Tandil, van a trabajar ahí, con un sueldo de 160 pesos.” Y lo mandó de vuelta en avión a
buscar a su familia a Tierra del Fuego con dos pilotos, un médico y con una carta en el
bolsillo que decía: “Sería de mi agrado que la señora de Cabral y sus hijos no tuvieran
ningún problema” con la firma: Eva Perón. Para Facundo, su madre y sus siete hermanos,
ese 19 de noviembre de 1946, empezó otra vida. Una vida que nunca habían imaginado,
pero que merecían, tan solo por haber nacido en esta tierra que comenzaba a ser libre,
soberana y por sobre todo justa.
Ya no iban a estar sin pan y sin trabajo en el lejano y helado sur, sino en Tandil, en la
templada llanura, entre sierras, donde el sol podía aliviar a todos de tanto desamparo y
tanta, tanta intemperie. Era la primera vez que alguien le decía que estaba dentro de la
cancha, que pertenecía a una sociedad, que no era un excluido, como había sentido hasta
ese momento.
Muchos años después ese pibe, Rodolfo Enrique Facundo Cabral, nacido en La Plata el 22
de mayo de 1937, se hizo poeta, musicante, trovador, vagamundo, sabio, narrador de
historias, viajes, sueños, pesadillas, se hizo a sí mismo predicador de una fe, entre cuyas
verdades está ésta que aprendió o descubrió o inventó ese día de noviembre a los 9 años,
después de aquel encuentro maravilloso que lo reunió con el hombre del destino y con la
abanderada de los humildes. Una verdad sencilla como el aire y el agua, una verdad
grandiosa como una catedral: “Yo debo ofrecer antes que pedir”. Ayer, ayer nomás, este
argentino de todos lados, este militante de la paz y la fraternidad, fue brutalmente
asesinado. ¿Por qué?, porque sí, por nada. Por la sinrazón, que es lo que es, y nunca tiene
una explicación. Pero lo cierto es que otra vez matan al cantor creyendo que acallarán la
canción.
“Que sea lo que Dios quiera, porque Él… sabe lo que hace”, fue lo último que le dijo al
público guatemalteco, un día antes de caer baleado: este hombre que pintó su aldea
íntima, como Tolstoi, y la hizo universal; que conoció el infierno y la iluminación, como el
Buda; que se sentó a tomar café en La Biela, como cualquier porteño; y enseñó el amor,
como Cristo; y abrazó a la Madre Teresa en los moritorios de Dehli; y habló a sus
hermanos con la verdad de Alah, como Muhammad; y bailó como un derviche por las
calles de Sanná, y volvió a beber su vino a Tandil tantas veces; y se volvió ciego, tal vez
para ver mejor; y cantó una y mil veces en cientos de escenarios “No soy de aquí ni soy de
allá”, su himno, nuestro, siempre igual y siempre distinto.
Esa fue también la última canción, la que cantó en Quetzaltenango, donde alguna vez,
hace cientos de años, los mayas vivieron para descubrir el universo, y otra, ayer, los
sicarios volvieron a matar. El camino de la verdad otra vez manchado de sangre, sangre
criolla, sangre universal, de alguien que llevó alrededor del mundo ese mensaje de
misericordia, de agradecimiento, de amor y justicia que entró en su alma aquel día de
1946, cuando frente a la catedral de La Plata, el feo rostro de la necesidad se fue a barajas y
el buen dios se le hizo carne en la sonrisa de aquel hombre y aquella mujer predestinados.
“Hay una mitad del mundo con una flor en la mano, y la otra mitad del mundo por esa
flor esperando”, eso cantaba a fines de los 60, cuando lo escuché por primera vez y creo
que aun se hacía llamar El Indio Gasparino. El, como Sidartha, sabía hacer ambas cosas:
dar y esperar. Julio, otra vez julio para empezar un largo viaje. Esta vez no estaban un
Perón y Evita al final del camino, sino el mismo destino. Un rezo, una oración, una lágrima
para no olvidar nunca el mensaje entrañable de Facundo. Una alma buena, un Gandhi
moderno, un hermano de todos. Ayer, en Guatemala, las bestias amputaron una parte de
nosotros. El quinto mandamiento sigue sin tener sello. Han degollado nuevamente a la
paloma. Así concluye el escrito argentino.
Toda muerte es natural y forma parte esa perfección de un universo que a cada paso nos
brinda lecciones de diferente tipo. Recordar a Facundo Cabral es recordar aquellos años en
que el idealismo de las canciones de protesta de Daniel Viglieti o el romanticismo de
Alberto Cortes nos inspiraban, de la misma forma en que lo hacían las palabras del H:. M:.
Canción de Alberto Cortes quien conoció al S:. H:. M:. en la Ciudad de México en 1974.
Cuando un amigo se va
queda un espacio vacío
que no lo puede llenar
la llegada de otro amigo.
Cuando un amigo se va
queda un tizón encendido
que no se puede apagar
ni con las aguas de un río.
Cuando un amigo se va
una estrella se ha perdido
la que ilumina el lugar
donde hay un niño dormido.
Cuando un amigo se va
se detienen los caminos
y se empieza a revelar
el duende manso del vino.
Cuando un amigo se va
queda un terreno baldío
que quiere el tiempo llenar
con las piedras del hastío.
Cuando un amigo se va
se queda un árbol caído
que ya no vuelve a brotar
porque el viento lo ha vencido.
Cuando un amigo se va
queda un espacio vacío
que no lo puede llenar
la llegada de otro amigo.
Nuestros amigos son nuestros hermanos. Amigos de la colonia o barrio, amigos de la
escuela, o de la GFU, o del trabajo… Amigos, hagamos un esfuerzo cotidiano por levantar
el estado de Conciencia del Hijo del Hombre e implantar el Quinto Reino Universal. Esa es
la labor de la GFU, esa es la labor de la conciencia luminosa de un Facundo Cabral.
ADELANTE CON LOS FAROLES.
GELONG LEONARDO PHILLIPS
10 de julio del 2011.
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