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Historia Contemporánea I - PED 1

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2014
HISTORIA CONTEMPORÁNEA I:
1789-1914 – PED 1
GUILLERMO GUERRERO GUERRERO
CENTRO ASOCIADO DE LA UNED DE
TALAVERA DE LA REINA
16/12/2014
HISTORIA CONTEMPORÁNEA I: 1789-1914 – PED 1
ÍNDICE DEL TRABAJO.
CONTESTACIONES A LAS CUESTIONES PLANTEADAS. .................................................... 3
1)
EL NOMBRE Y SIGNIFICADO DE CONTEMPORÁNEO. .............................................. 3
2)
LA IMPORTANCIA DE LA REVOLUCIÓN INGLESA EN LA NUEVA CULTURA
POLÍTICA. ............................................................................................................................ 4
3)
CARACTERÍSTICAS DEL SIGLO XIX: OBJETIVOS DEL SIGLO, LA CONSTRUCCIÓN
DEL ESTADO CONSTITUCIONAL Y LA IMPORTANCIA DE COMPRENDER LOS
NUEVOS CONCEPTOS Y CULTURA POLÍTICA DEL NUEVO RÉGIMEN........................... 6
4)
LA IMPORTANCIA DE APROBAR LOS IMPUESTOS POR LOS REPRESENTANTES
EN LA BASE DEL NUEVO SISTEMA POLÍTICO. ................................................................. 7
5)
LIBERALISMO Y REPUBLICANISMO CLÁSICO EN LA GESTACIÓN DEL “NUEVO
GOBIERNO”. ........................................................................................................................ 8
6)
LA APORTACIÓN DE LA REVOLUCIÓN DE LAS TRECE COLONIAS EN EL DISEÑO
DE LA PRIMERA REPÚBLICA CONSTITUCIONAL. ............................................................ 9
7)
LA APORTACIÓN DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA EN EL DISEÑO DE LA
MONARQUÍA CONSTITUCIONAL. ..................................................................................... 10
BIBLIOGRAFÍA....................................................................................................................... 13
RECURSOS WEB.............................................................................................................. 13
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HISTORIA CONTEMPORÁNEA I: 1789-1914 – PED 1
PRIMERA PRUEBA 2014-2015
CONTESTACIONES A LAS CUESTIONES PLANTEADAS.
1) EL NOMBRE Y SIGNIFICADO DE CONTEMPORÁNEO.
De acuerdo con el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el término
contemporáneo hace referencia, en su tercera acepción, a aquello que es “perteneciente o
relativo a la Edad Contemporánea.”
Desde el punto de vista historiográfico, el término «Historia Contemporánea» suele asociarse
con el periodo iniciado con los procesos revolucionarios que, en Occidente, transformaron el
modelo político, económico y social que regía la sociedad hasta ese momento. Estos procesos
ponen fin al denominado Antiguo Régimen, llamado así para distinguirlo del nuevo que se
alumbra con estas revoluciones. En conclusión, lo contemporáneo aparece así vinculado
históricamente al mundo liberal-democrático que comienza a surgir en el ámbito atlántico.
Alexis de Tocqueville (1805-1859), en sus «Reflexiones sobre la revolución democrática en
América», escribía en tiempos tan próximos a los procesos revolucionarios como 1835 que la
historia contemporánea era la que iba desde la revolución hasta ese momento.
Debe resaltarse que el lapso temporal que comprende la historia contemporánea presenta una
notable unidad por parte de sociólogos, politólogos e historiadores, si bien no toda la
historiografía occidental ha establecido la misma periodización de esta parte de la Historia. Los
historiadores anglosajones sitúan la fecha de partida en su Revolución Gloriosa de 1688,
diferenciando dos etapas: la considerada como «Modern History», que abarcaría hasta la
Primera Guerra Mundial y la Historia Contemporánea propiamente dicha, que se iniciaría a partir
de este conflicto. El motivo de esta divergencia es la ausencia tanto de los sucesos traumáticos
que asolaron Europa continental durante el siglo XIX, como de un proceso revolucionario que, al
igual que en el resto de Europa, marque a finales del siglo XVIII el inicio de la etapa
contemporánea. De este modo, la historiografía anglosajona debe remontarse a su revolución
de finales del siglo XVII para obtener este referente, aunque desde mitad de los años ochenta
del siglo pasado existe una cierta modificación de estos criterios interpretativos de la historia
británica. En cualquier caso, la etapa liberal inglesa tiene una extensión temporal mucho más
prolongada que su equivalente continental.
Nuestro país no fue una excepción respecto del hecho de que, en el paso del siglo XVIII al XIX,
se abre una nueva etapa mediante un movimiento revolucionario. Ya desde la invasión de los
ejércitos de Napoleón Bonaparte, el comienzo del nuevo siglo y la entrada de España en la
Edad Contemporánea vienen marcados por la guerra, –Guerra de la Independencia (18081814)-, y por un proceso revolucionario, cuyo mayor exponente lo constituyen las Cortes de
Cádiz de 1812 y la Constitución proclamada el 19 de marzo de ese mismo año: “La Pepa”. Debe
destacarse que hasta la década de los años treinta del siglo XIX, momento en el que la literatura
romántica impone el de “guerra de independencia”, el término “revolución” era el empleado
habitualmente, siendo utilizado para denominar este periodo por autores como Tapia y Núñez
de Rendón, Flórez Estrada, José Clemente Carnicero o Martínez de la Rosa, entre otros. Se
demuestra, por tanto, que existió una conciencia plena de estar viviendo una nueva era histórica
iniciada en el año 1808.
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Finalmente, la determinación del momento en el cual concluye la época contemporánea también
plantea problemas. En el uso del término contemporáneo se llega a un punto en el que ya no se
puede estirar más, debiendo escoger entre precisar un final o modificar la denominación de la
época para poder seguir utilizando el término contemporáneo. La tendencia que se ha impuesto
es la de poner un final a la época “contemporánea” y comenzar a usar otros apelativos como
“Historia Actual” o “De nuestro tiempo”, lo cual implica que cada generación futura tendrá que ir
buscando términos nuevos para designar la época histórica que le toque vivir.
2) LA IMPORTANCIA DE LA REVOLUCIÓN INGLESA EN LA NUEVA CULTURA
POLÍTICA.
La nueva historiografía sostiene que el ciclo revolucionario no se inicia en Francia en 1789, sino
que el imaginario, el ideal político de los ilustrados del XVIII, quedó profundamente marcado por
las revoluciones inglesas de 1640 y 1688. Esta interpretación permite comprender la importancia
que estos hechos tuvieron en la construcción del nuevo ideario político sobre el cual se
cimentarían los distintos procesos revolucionarios de finales del siglo XVIII.
Los luchas de la Inglaterra del siglo XVII pusieron frente a frente dos concepciones políticas
antagónicas: un sistema absolutista en el que rey se situaba por encima de la ley, que era la vía
seguida por las monarquías contemporáneas en Europa, y un sistema que podría denominarse
«constitucionalista» o «pactista» donde la ley se colocaba por encima de todos, incluyendo al
monarca, que hundía sus raíces en la Carta Magna inglesa de 1215. Esta cultura política
pactista, en la cual se reconocían una serie de derechos a los súbditos del reino, era la cultura y
usos propios de las Trece Colonias Americanas, cuya violación por parte del rey Jorge III, –al
menos así fue percibido por los colonos-, fue la causa principal de la revolución y posterior
emancipación de las colonias.
En Inglaterra, el proceso revolucionario tiene su origen en los primeros conflictos del final del
reinado de Isabel I entre la reina y el Parlamento. A su muerte, la nueva dinastía de los Estuardo
introdujo unos nuevos usos de gobierno totalmente opuestos a la tradición anterior, pasando a
ser el Estado propiedad de la Casa Real y situando al rey por encima de la ley en virtud de su
derecho divino a la corona. La tensión creada por la nueva forma de gobernar de la Monarquía
se agudizó con Carlos I, cuyo enfrentamiento con los demás órganos del Estado -Parlamento y
Tribunales-, acabó en una guerra civil y en un proceso revolucionario desarrollado en tres fases
desde 1642 hasta 1653. Una de las consecuencias más destacadas fue la ejecución del rey en
1649, claro precedente a la posterior ejecución de Luis XVI durante la Revolución Francesa.
Otro rasgo de la revolución inglesa, repetido en otros procesos, fue la existencia de un ejército
ideológico, esto es, que frente a los ejércitos profesionales de la época que en muchos casos
incluían mercenarios, el New Model Army combatía defendiendo una idea, una visión particular
de la sociedad. Este fenómeno se repetiría en el caso del ejército revolucionario francés que
combatió la invasión de las fuerzas de la Primera Coalición en 1792, si bien en sentido estricto
este ejército era una amalgama de soldados profesionales veteranos y levas revolucionarias.
El gobierno de corte revolucionario que se formó tras la ejecución del Rey abolió la Monarquía y
proclamó la República, iniciando un modelo de gobierno conocido como «Gobierno de
Asamblea», que será característico de los procesos revolucionarios posteriores. De este modo,
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el Parlamento Rump se convirtió en una única cámara asamblearia donde los poderes se
reunían y mezclaban.
Tras el Protectorado de Oliver Cromwell (1653-1658) llegó la restauración de los Estuardo en la
figura de Carlos II. Sin embargo, restauración no significó contrarrevolución. De hecho, el
derrocamiento de su hijo Jacobo II en 1688 y su sustitución por su hija María y su esposo
Guillermo de Orange, no tuvo tanto que ver con las acciones del rey sino con su tolerancia con
los católicos, confesión que en aquel momento representaba el absolutismo. Este segundo
proceso revolucionario, la Gloriosa Revolución de 1688-1689, no conllevó otra guerra civil sino
que se permitió que el rey marchara al exilio. A los nuevos monarcas se les impuso una
Declaración de Derechos, –Bill of Rights-, que pretendía restaurar los antiguos derechos
vulnerados por la etapa absolutista más que exigir unos nuevos, así como la Ley del Acuerdo o
Settlement Act, que limitaba el poder de la Corona como forma de salvaguardar las libertades,lo
cual estableció las bases del moderno sistema constitucional inglés. No resulta difícil establecer
paralelismos entre el Bill of Rights y la Declaración de derechos del ciudadano incluida por los
«republicanos» o «antifederalistas» en la Constitución de los Estados Unidos de 1787 o la
Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de la Revolución Francesa.
Por tanto, la “restitución de derechos” fue utilizada como principio ideológico tanto en la
Revolución de las Trece Colonias –que pretendía el restablecimiento de los derechos
tradicionales recogidos en la Constitución inglesa-, como en la Revolución Francesa –cuyo
objetivo era «reponer los verdaderos principios de la Monarquía» (Lario, 2010, p.35)- y en las
Cortes de Cádiz de 1812 – que tenía como meta «recuperar las viejas libertades» (Lario, 2010,
p.37), tal y como declaraba el diputado Muñoz Torrero: «Sólo hemos tratado de restablecer las
antiguas leyes fundamentales de la monarquía, y declarar que la nación tiene derecho para
renovarlas y hacerlas observar».
En el caso particular de las Trece Colonias, los colonos estaban totalmente habituados al
modelo constitucional monárquico inglés, del cual estaban orgullosos, y en este sentido, su
levantamiento fue justificado inicialmente como una defensa de la Constitución inglesa.
Asimismo, y una vez alcanzada la independencia, la forma política y la organización institucional
de la nueva nación se inspiró profundamente en la tradición republicana de la monarquía
inglesa, que era el referente político y cultural de los colonos. Asimismo, la influencia de la
revolución inglesa se extendió indirectamente a las colonias españolas en América, ya que la
rebelión de los colonos contra Jorge III y su emancipación de la Corona británica fue un ejemplo
inspirador para los criollos que buscaban sacudirse el yugo de España. Por otro lado, la
ausencia de una tradición monárquica en América llevó a que una vez alcanzada la
independencia, las antiguas colonias españolas siguieran el modelo republicano constitucional
estadounidense para dar forma a sus nuevas naciones. Todo lo anterior explica además otra
consecuencia de la revolución inglesa: las diferentes culturas políticas existentes en la
construcción del Estado contemporáneo en la América anglosajona –cuya tradición política era
constitucional- y la española –de tradición política absolutista-, cuyas repercusiones llegan hasta
nuestros días.
Finalmente, la sociedad resultante del proceso revolucionario inglés, la más avanzada de la
época, fue el modelo al que aspiraban los revolucionarios de finales del siglo XVIII. Aspectos
tales como la libertad de culto, la limitación del poder de la Corona, la mayor protección de las
libertades, la garantía de los derechos de vida y propiedad o la prohibición de establecer nuevos
impuestos sin la previa aprobación del Parlamento fueron objetivos que inspiraron las
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revoluciones que trasformaron la sociedad de su época, acabando con el Antiguo Régimen y
estableciendo un nuevo sistema político basado en principios totalmente distintos a aquellos que
se habían mantenido vigentes hasta el momento.
3) CARACTERÍSTICAS DEL SIGLO XIX: OBJETIVOS DEL SIGLO, LA
CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO CONSTITUCIONAL Y LA IMPORTANCIA DE
COMPRENDER LOS NUEVOS CONCEPTOS Y CULTURA POLÍTICA DEL NUEVO
RÉGIMEN.
Los movimientos revolucionarios de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX alumbran un
nuevo sistema que establecerá y regulará las relaciones del poder político. Este «Nuevo
Régimen», definido así por oposición a la antigua sociedad estamental y caracterizado por el
triunfo de las revoluciones liberales y la organización constitucional del Estado, se consolidará a
lo largo del siglo XIX y es, con las adaptaciones propias a los nuevos problemas y situaciones
que se han ido produciendo, el sistema en el que vivimos actualmente. En el siglo XIX, por
tanto, se origina una nueva cultura política y nuevo ideario que, con sucesivas evoluciones y
reconstrucciones, llega hasta nuestros días.
La nueva época generó problemas novedosos que provocaron a su vez la búsqueda de nuevas
soluciones. Puede decirse que este siglo es un periodo eminentemente constructivo como
demuestra el afán constituyente de la época. Es el momento en el que se busca la manera de
establecer y estructurar el Estado contemporáneo. Este proceso no se hizo de una vez, sino que
requirió varias etapas sucesivas. Frente a países que lograron que su Constitución se
mantuviera con sucesivas «enmiendas» o añadidos que la iban adaptando a los nuevos
tiempos, en otros países como España, Portugal o Francia las Constituciones se sucedieron de
forma frenética. Sin embargo, puede observarse un sustrato común, que es la cultura política
occidental que abrió paso al nuevo régimen.
Los conceptos «constitucional» y «Constitución» definen el siglo XIX. La Constitución será la
norma que fije el marco legal de la organización del Estado liberal. Así, la Constitución regula y
divide los poderes del Estado, al contrario que la Monarquía absoluta anterior, siendo el fin
último de esta división de poderes garantizar los «Derechos del Hombre y del Ciudadano». De
este modo, el súbdito se convierte en ciudadano y la soberanía del rey es sustituida por la
nacional, pasando a ser la nación el fundamento de la construcción del nuevo Estado.
Ello implicaba que la nación debía estar representada en las instituciones del Estado. Para
lograrlo, el medio elegido fue el poder Legislativo, formado por los representantes de la nación y
encargado de legislar. Por su parte, el poder Ejecutivo quedó encomendado al Rey, -las
revoluciones únicamente pretendían limitar los poderes del monarca-, mientras que la justicia se
independizó de la política. El gran problema y el principal reto del siglo XIX fue cómo poner en
práctica esta nueva organización y doctrina política que comprendía múltiples campos: el
político, el social, el económico y el cultural. La puesta en marcha y consolidación del nuevo
régimen atravesó varias etapas: en un primer momento se intentó la aplicación literal de las
nuevas doctrinas; sin embargo, con posterioridad se hizo necesario la adaptación de las mismas
a las circunstancias, lo que dio lugar a una segunda fase pos-revolucionaria, caracterizada por
la moderación. Por último, el final de siglo vio surgir nuevos problemas a los que se trató de
buscar nuevas soluciones, produciéndose el inicio del desarrollo democrático, al incorporarse
las masas al proceso político.
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En definitiva, la tarea y el objetivo del siglo fue diseñar la estructura constitucional para implantar
en la práctica una nueva forma gobierno basada en conceptos tales como la soberanía nacional,
la representación o la separación de poderes, con el fin de defender de los derechos del hombre
y del ciudadano. Por tanto, el XIX se define como un siglo constitucional, en el cual se construye
y estabiliza una nueva forma de organización política, social y económica, que es la que ha
llegado hasta nosotros. Así, el periodo revolucionario instaura un nuevo régimen caracterizado
por el liberalismo, en cuyo seno se origina el posterior desarrollo democrático que llega hasta
nuestro tiempo. Es por ello por lo que se habla del mundo «liberal-democrático».
Se hace pues fundamental comprender conceptos como Antiguo Régimen, Nuevo Régimen,
Constitución, soberanía, liberalismo, parlamentarismo, presidencialismo, republicanismo, nación,
patria, Estado de derecho, sistema electoral o forma de gobierno, conceptos que aparecen por
primera vez en esta época o a los que se les atribuye un nuevo significado. Asimismo, si se
tienen en cuenta sus sucesivos desarrollos, son conceptos plenamente aplicables hoy en día, ya
que se integran en una cultura política de la que las actuales democracias son herederas y que
sigue siendo utilizada en gran parte por dichas democracias.
En conclusión, los anteriores conceptos permiten conocer la cultura política del periodo y
analizar la construcción del Estado contemporáneo. Asimismo, forman parte de nuestra cultura
política actual, por lo que ayudan a entenderla y a conocer sus orígenes y desarrollos.
4) LA
IMPORTANCIA
DE
APROBAR
LOS
IMPUESTOS
POR
REPRESENTANTES EN LA BASE DEL NUEVO SISTEMA POLÍTICO.
LOS
La cuestión impositiva fue una de las principales razones que ocasionaron los procesos
revolucionarios que transformarían radicalmente el sistema y los usos políticos, dando lugar a la
desaparición del Antiguo Régimen y su sustitución por otro completamente nuevo.
El pago de impuestos previa aprobación de los mismos por parte de los representantes del
«pueblo», -entendiendo por pueblo, no la acepción moderna, sino el estamento no privilegiado,
en oposición a la nobleza y el clero que sí lo eran-, fue una de las motivaciones principales que
impulsaron las revoluciones de finales del siglo XVIII y sus antecedentes inglesas del XVII.
En efecto, la necesidad de establecer nuevos impuestos con el objeto de allegar fondos a la
Corona fue la razón principal que por la que el rey Carlos I de Inglaterra se vio obligado a
convocar al Parlamento en diversas ocasiones a lo largo de su reinado. Fue precisamente
durante el mandato del denominado Parlamento Largo cuando se puso en marcha la cadena de
acontecimientos que llevó a la guerra civil, al ajusticiamiento del monarca y al posterior gobierno
personal de Oliver Cromwell, y que culminaría con la Revolución Gloriosa de 1688. Asimismo,
uno de los principales puntos del Bill of Rights o Declaración de derechos fue la imposibilidad de
exigir impuestos que no hubieran sido aprobados previamente por el Parlamento, lo cual reforzó
y consolidó el poder de la Cámara de los Comunes, donde radicaba la representatividad y
donde los estamentos no privilegiados podían hacer oír su voz.
Los impuestos fueron también uno de los elementos determinantes de la Revolución de las
Trece Colonias. Junto con las restricciones al comercio de los colonos y la prohibición de
extenderse más allá de los Montes Apalaches, el establecimiento de nuevos tributos fue uno de
los principales detonantes de la rebelión. Ejemplos de las nuevas exacciones fiscales fueron la
Sugar Act (1764) y la Stamp Act (1765), que provocaron las primeras protestas y reacciones,
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sembrando la semilla de lo que posteriormente se convertiría en un levantamiento armado. Así,
una de las consecuencias de estas medidas fue la formación de las asociaciones radicales
conocidas como “Los Hijos de la Libertad”, que rechazaban precisamente el establecimiento de
“imposiciones sin representación”. La conocida como “matanza de Boston” fue asimismo
motivada por la exigencia de nuevas contribuciones, en este caso impuestas sobre el té, el
plomo y el vidrio. En definitiva, uno de los principales factores que encendieron la chispa de la
rebelión fue la exigencia de nuevos tributos sin someterlos previamente al parecer de los
colonos, lo cual fue considerado por parte de estos como un acto intolerable que atropellaba sus
derechos y contravenía sus usos y costumbres políticas.
En cuanto a la Revolución Francesa, el aumento de la presión fiscal para poder hacer frente a la
deuda pública y al déficit originado por la política de prestigio internacional de la Monarquía
durante el siglo XVIII y en especial, la ayuda prestada a los rebeldes norteamericanos, fue uno
de los motivos principales que promovieron el clima de descontento previo a la revolución. A
causa de este descontento y de la necesidad de fondos, Luis XVI convocó a los Estados
Generales por primera vez desde 1614 con el fin de poner orden en las finanzas del reino,
debiendo someterse además a la exigencia del Parlamento de París de que para cualquier
futura reforma fiscal el rey debía convocar los Estados Generales para su debate y aprobación.
5) LIBERALISMO Y REPUBLICANISMO CLÁSICO EN LA GESTACIÓN DEL
“NUEVO GOBIERNO”.
El liberalismo y el republicanismo clásico fueron dos influencias decisivas, si bien indirectas, en
el proceso de concepción y desarrollo de los nuevos sistemas de gobierno integrados dentro del
Nuevo Régimen.
El republicanismo clásico apareció tras la guerra civil inglesa y desarrolló su ideario
principalmente en el periodo comprendido entre la ejecución de Carlos I (1649) y la restauración
de los Estuardo (1660) con el fin de tratar de encontrar una alternativa viable a la Monarquía.
Como consecuencia de la guerra civil inglesa y para intentar alcanzar una solución, diversos
pensadores recurrieron a las experiencias de los clásicos, examinando sus formas de gobierno,
sus teorías, su pensamiento y sus reflexiones. Las fuentes clásicas estudiadas fueron
principalmente Aristóteles en relación con las formas de gobierno y Cicerón respecto de la idea
de justicia política y de buen gobierno. No obstante, puede decirse que Maquiavelo fue la
influencia fundamental, siendo leído y citado por los humanistas ingleses. Debe recordarse
también que el nuevo interés por el republicanismo de los clásicos tiene claros antecedentes en
el Renacimiento y en el humanismo, cuyas ideas llegaron a la isla a mediados del siglo XV.
Dentro de los autores de la época destacan John Milton y James Harrington, cuyas
contribuciones al republicanismo y por ende al pensamiento político occidental fueron cruciales,
preparando así el camino al movimiento ilustrado del siglo XVIII. De ambos pensadores puede
decirse que su ideal republicano era aristocrático, religioso y no implicaba necesariamente la
abolición de la monarquía, si bien fue en esta época cuando se planteó por primera vez su
desaparición por parte del movimiento radical de los levellers. Su interés principal era que la
acción del gobierno estuviese sujeta a la ley y a controles y equilibrios más allá de la forma que
éste pudiese adoptar. Prueba de ello es que, tanto tras la restauración de los Estuardo como
tras la entronización de María y Guillermo de Orange tras la Gloriosa Revolución de 1688,
aceptaron el modelo de una Monarquía mixta limitada.
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Por su parte, la doctrina liberal fue esbozada por autores posteriores a la Gloriosa Revolución y
a la consolidación de una Monarquía con poderes limitados. Es en ese momento cuando surge
una nueva hornada de pensadores –John Locke en Inglaterra, Montesquieu y Voltaire en
Francia-, que defendieron esta revolución y cuya influencia en el pensamiento político y
filosófico occidental fue inmensa. Locke fue el autor más influyente sobre los pensadores
políticos del siglo XVIII, mientras que Montesquieu y Voltaire fueron los grandes artífices de la
construcción ideológica e intelectual que sirvió de base a la Revolución Francesa, ya que
pusieron en contacto la forma de gobierno, la constitución y el liberalismo inglés con el
pensamiento político de la Europa Continental.
Es por ello, por lo que todo este proceso de construcción del pensamiento desarrollado a lo
largo del siglo XVII se ha considerado “como la cuna del liberalismo” (Lario, 2010, p.31).
6) LA APORTACIÓN DE LA REVOLUCIÓN DE LAS TRECE COLONIAS EN EL
DISEÑO DE LA PRIMERA REPÚBLICA CONSTITUCIONAL.
La revolución de las Trece Colonias es uno de los momentos fundamentales de la historia de
occidente. El extraordinario proceso por el cual se llegó a la fundación de un país libre en el que
se creó la primera sociedad democrática del mundo moderno, así como las motivaciones y
causas del mismo, constituyeron una referencia ineludible para los procesos revolucionarios
posteriores que terminaron por imponer y consolidar el liberalismo.
El 4 de julio de 1776 el Congreso Continental aprobó el Acta de Independencia a partir del
borrador redactado por Thomas Jefferson, John Adams y Benjamín Franklin. Esta declaración,
inspirada por autores como John Locke o Rousseau, marca el inicio del proceso político que
llevará a la promulgación de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica y a la
creación de la primera república constitucional moderna.
Las razones de la rebelión de los colonos contra Jorge III -la defensa de los intereses de los
habitantes de las Trece Colonias, la libertad y el autogobierno-, no supuso, en un primer
momento, una ruptura con el régimen político del cual procedían y del que se sentían orgullosos.
Muy al contrario, los rebeldes afirmaban que su sublevación tenía como fin la defensa de la
Constitución inglesa, la cual consideraban que el monarca inglés había transgredido. Es a raíz
de las penalidades causadas por la guerra cuando los colonos comienzan a plantear seriamente
su independencia respecto de la metrópoli.
Una vez admitida esta idea, llega el momento de determinar la forma política que adoptará la
nueva nación. Es en este momento cuando la tradición republicana adoptada por la monarquía
inglesa, que era el referente político y cultural de los colonos, y en particular la idea de gobierno
equilibrado, sirvió de base para la construcción de las estructuras del nuevo estado. Además, la
lejanía del poder real durante confirió a los colonos una sensación de libertad lo que les impulsó
en su lucha por construir una república en lugar de buscar una monarquía constitucional.
En un primer momento se buscó limitar en la medida de lo posible las atribuciones del poder
ejecutivo, de lo cual el mejor ejemplo es la Constitución de Massachusetts. Esta primera
orientación se aprecia claramente la Constitución de la Confederación (1777). Sin embargo, la
necesidad de tomar decisiones de forma rápida y eficaz, -más aún en una situación de guerra-,
hizo evidente la necesidad reforzar el poder ejecutivo central. Así, tras encendidos debates y
enfrentamientos entre «federalistas» y «republicanos» se llegó a la Constitución federal de
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1787, que es la vigente en la actualidad. En esencia, se sustituyó el modelo asambleario de la
Constitución de 1777 por un nuevo modelo presidencialista.
La principal aportación de esta nueva constitución consistió en el paso de un gobierno mixto
clásico a una separación de poderes en la cual se buscó diferenciar las funciones públicas a fin
evitar la concentración de poder. Para ello, se distinguen tres poderes: poder legislativo, poder
ejecutivo y poder judicial, todos ellos separados entre sí, lo que configuró una estructura que se
adaptaba mucho mejor a la sociedad norteamericana.
Una segunda aportación fue el convencimiento de que todos los elementos del gobierno, –no
sólo las Asambleas-, representaban al pueblo en su conjunto en lugar de a alguno de sus
estamentos. Asimismo, dado el tamaño del nuevo país y la complejidad de su sociedad, la
tradicional virtud cívica ensalzada por griegos y romanos se sustituyó por un conjunto de
instituciones que permitieran al ciudadano dedicarse a sus intereses privados. Así, el sistema
fue diseñado para permitir la delegación del gobierno y evitar abusos. El resultado de esta
evolución fue la sustitución de un gobierno directo por uno representativo y el establecimiento de
un ejército permanente en lugar de milicias ciudadanas. No obstante, esta delegación de poder
en los representantes políticos tuvo como contrapartida la inclusión de una Declaración de
Derechos del ciudadano, que fue el gran legado de los «republicanos» o «antifederalistas», y
que constituye la tercera gran aportación de la Revolución Americana.
Todo ello desembocó en la aparición de una nueva cultura política centrada en el individuo, su
libertad y sus derechos, los cuales eran protegidos por un sistema garantista provisto de una
arquitectura institucional con equilibrios y controles. Por tanto, la política pasó a ser una lucha de
intereses privados en lugar de la consecución del interés común, ya que se entendía que el
equilibrio de intereses privados conformarían el mejor interés posible. En definitiva, los
ciudadanos pasaron a centrarse más en consentir el gobierno que a participar en él.
La creación de una república federal, regida por una constitución democrática en la que se
plasmaba las ideas ilustradas demostraba a los europeos y a las colonias españolas y
portuguesas de Iberoamérica la posibilidad de acabar con las trabas impuestas por el
absolutismo monárquico y por las anticuadas normas del Antiguo Régimen. Dicho de otro modo,
el nacimiento de los Estados Unidos puso de manifiesto que era posible cambiar un orden
establecido que ya no satisfacía a casi nadie y la Constitución de 1787 constituye «un antes y
un después en la vida política del mundo occidental» (Lario, 2010, p.67).
7) LA APORTACIÓN DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA EN EL DISEÑO DE LA
MONARQUÍA CONSTITUCIONAL.
La Revolución Francesa fue uno de los procesos más importantes e influyentes en la sociedad
occidental. Los acontecimientos producidos en la década de 1789-1799 supusieron el
descubrimiento de a un nuevo sistema de relaciones entre el pueblo y sus dirigentes. El sistema
de poder se transformó de forma profunda y radical, tanto en Francia como en el resto de
Europa, acabando con el poder absoluto de las monarquías y elaborando las Constituciones de
corte liberal, uno de cuyos pilares era la separación de poderes con el fin de proteger y defender
los derechos de los ciudadanos.
Por paradójico que pudiera resultar a juzgar por los hechos posteriores, el objetivo principal de
los miembros de los Estados Generales juramentados en la sala del Juego de la Pelota era
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redactar una Constitución que permitiera «reponer los verdaderos principios de la Monarquía».
Los miembros de la Asamblea no pretendían establecer nuevos derechos, sino recuperar
derechos usurpados por los anteriores monarcas absolutos. Prueba de ello fue la sacralización
de la persona del rey e incluso de la propia la Monarquía al tiempo que se declaraba la
soberanía de la nación.
Antes incluso de llegar a Montesquieu, se estimaba que la libertad se garantizaría mejor
mediante la separación de poderes más que con la forma de gobierno en sí. Por tanto, teniendo
en mente el modelo británico vigente desde el siglo XVII, se trató de buscar el encaje entre la
monarquía y una Constitución mixta republicana. Este modelo, en el cual se buscaba la
compatibilidad entre dos elementos aparentemente opuestos, influyó significativamente ya que
los intentos de acomodo se repitieron en la historia constitucional europea a partir de ese
momento.
Por otra parte, la pugna por reunir a todos los representantes de la nación en una única
Asamblea frente a la diferenciación tradicional de los tres órdenes imposibilitó la existencia de
una Cámara alta o Senado al estilo inglés o estadounidense. Es por este motivo por el que se
considera que la Monarquía Constitucional diseñada en la Constitución de 1791 había creado la
República sin saberlo.
En tercer lugar, tras el fracaso del modelo monárquico revolucionario de 1791 y en la fase más
extremista y radical de la revolución, se comenzó a reflexionar sobre las diferencias entre la
cultura política del mundo clásico y aquel en el estaban viviendo, llegando a la conclusión de
que lo deseado era que lo colectivo, –lo común o lo público-, garantizara el desarrollo individual
de los particulares y la libertad para perseguir sus intereses. Por tanto, el gobierno debía
garantizar la seguridad, autonomía e independencia de sus ciudadanos para que estos
desarrollasen su esfera individual, materializada en derechos que los ciudadanos poseen con
independencia de toda autoridad, es decir, sus derechos individuales: libertad individual, de
opinión, propiedad privada o libertad religiosa entre otros.
Esta nueva doctrina originó el pensamiento pos-revolucionario y la cultura política del siglo XIX.
Frente al concepto de libertad del republicanismo clásico, ahora se perseguía la estabilidad de
las leyes y una buena organización institucional en la que los tres poderes estuviesen
separados. Asimismo, la extensión de los Estados europeos exigía, con el fin de asegurar su
operatividad y eficacia, un gobierno mediante representación. Por ello la cultura política liberal
supone el alejamiento gradual de la sociedad civil, –lugar donde se desarrollan las actividades
privadas de los ciudadanos-, y el Estado, encargado de los asuntos públicos.
Otra aportación de la revolución francesa fue el parlamentarismo. En efecto, en Europa, al
contrario que en América, existía la Monarquía, cuya importancia hizo que en el diseño de las
primeras constituciones europeas, –la francesa fue la primera-, se ignorase directamente el
modelo republicano americano. De hecho, tal y como se ha señalado anteriormente, se trató
siempre de buscar la convivencia entre Monarquía y Constitución. Es precisamente estos
intentos de constitucionalización de la Monarquía los que dieron lugar al parlamentarismo frente
al presidencialismo americano. La necesidad de reforzar el poder Ejecutivo, que estaba en
manos del rey, implicaba un riesgo claro de involucionar hacia el absolutismo. Ante la
incompatibilidad entre un poder Ejecutivo fuerte y una monarquía constitucional se adoptó la
solución de retornar al modelo inglés de Rey y gobierno de gabinete, que permitía incrementar
el poder del gobierno al tiempo que éste podía ser reemplazado y respondía ante el Rey y el
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Parlamento. De este modo, en caso de conflicto se podía cambiar, o bien el Gobierno o bien las
Cortes, lo cual evitaba el enfrentamiento directo entre Rey y el Parlamento.
Francia instauró así el primer régimen monárquico constitucional con una total separación de
poderes. El poder Ejecutivo lo ostentaba un rey con poderes muy limitados del cual dependían
los Secretarios de despacho, la Asamblea ostentaba el poder Legislativo, que poseía gran
capacidad de actuación, mientras que el Poder judicial quedaba independiente de los otros dos.
Otro elemento fundamental para el diseño de las nuevas monarquías constitucionales fue el
traspaso de la soberanía. Hasta 1791, ésta había estado depositada en el monarca por derecho
divino; desde entonces su depositaria fue la nación. La transferencia de la soberanía nacional, y
por tanto del origen y legitimidad del poder político, fue causada por la eliminación de los
privilegios del clero y la nobleza, el otorgamiento de derechos políticos a la población en general
y la sustitución de la aristocracia por la burguesía en el ejercicio del poder político y económico.
En definitiva, la sociedad estamental se transformó en la sociedad de clases.
En conclusión, el cambio político y social que supuso la Revolución Francesa originó un «Nuevo
Régimen», primero en Francia y después en el resto del continente europeo. Así, Francia fue el
modelo seguido por muchos de los Estados europeos del siglo XIX cuando establecieron la
libertad, la igualdad de todos los hombres ante la ley y el reconocimiento de la soberanía
nacional como base de los nuevos regímenes constitucionales.
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BIBLIOGRAFÍA.
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RECURSOS WEB.
Wikipedia: http://en.wikipedia.org
Ciudad Real, 16 de diciembre de 2014.
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