Subido por Daniel Castañeda

LA-OTRA-BOGOTÁ

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LA OTRA BOGOTÁ
9 de febrero de 2019
Todos lo que nacimos y crecimos en Bogotá sabemos que esta ciudad tiene dos rostros. Uno, es el
rostro amable. El que vendemos a las regiones como una ciudad de oportunidades, de edificaciones
modernas, de parques verdes, de oficinas costosas, y de gigantescos centros comerciales. Y otro, el
rostro triste. Ese que tratamos de invisibilizar, el que incluso, ni siquiera estamos dispuestos a mirar.
El 9 de febrero de 2019, emprendí a las 6 de la mañana mi camino a USME. Tomé un micro en el
norte de la ciudad, y me senté tímidamente al lado de la ventana, a sabiendas que durante el recorrido
debía observar cómo “la capital” transformaba su rostro con el paso de las cuadras. El rostro amable,
daba paso lentamente a un rostro más serio, los edificios, las oficinas y las grandes vías, cedían a
calles congestionadas, casas antiguas a punto de caerse, y se abría el telón teatral donde cientos de
habitantes de calle dormían una noche más en la misma acera de siempre. Al lado de ellos también
dormían varios venezolanos.
Llegando al Sur de la ciudad, la sonrisa del rostro bogotano se había borrado. Me encontraba alrededor
de lomas y montañas forradas con casas de ladrillo, lata, y barro, que empiladas unas sobre otras,
parecían ser todas pieza de una misma maqueta. Había llegado a la “Otra Bogotá”, y mi mente lo
sabía. Me bajé del micro, y caminé simulando confianza, sólo como mecanismo de defensa para
enfrentarme a lo desconocido. Ver el rostro de esa Bogotá olvidada me intimidó. Traté de evitarlo,
pero algo en mí se había despertado. Un sentido de vocación. Nunca subestimen un rostro triste.
Puede estar cargado de mayor sinceridad.
Me esperaba Doña Fabiola, una mujer de 65 años, madre cabeza de familia, que cuidaba a su hijo
cuadripléjico y a su hermana bipolar. Mientras subía la montaña para llegar al barrio la Fiscala, ví
como dos hombres peleaban y se amenazaban con armas. Los vecinos observaban. Nadie hacía nada.
Sin policía, ni ley. Todos hacían sus apuestas. Espero no hayan muertos, ni heridos, pensaba. Seguí
caminando.
Al llegar, Doña Fabiola me saludó de forma calurosa, me dio la bienvenida con un tinto caliente,
cargado de extrema cafeína, tan oscuro y claro a la vez, algo que no puedo explicar. En ocasiones, es
sencillo distinguir el café hecho con amor incondicional, del café hecho por simple cortesía. Me invitó
a sentarme en el único sillón que tenía. La reunión estaba a punto de comenzar. No sabía por donde
empezar. Como abogado, sabía que tenía que recoger hechos y diseñar una estrategia jurídica
favorable. Sin embargo, aveces la vida exige ir más allá. Era yo quien me estaba llevando las lecciones
de vida.
Mientras Fabiola hablaba del accidente que había dejado sin poder caminar, a lo lejos se encontraba
su hijo cuadripléjico escribiendo novelas sin parar. Un chico de 30 años, que en su computadora
redactaba aventuras, romances e historias inéditas que aun no han sido conocidas por esta sociedad
tan indiferente a la cultura. Algún día las publicaré y con el dinero que obtenga me pagaré las cirugías
para volver a caminar, relataba. Su hermana, dormía. Sedada por la Fluoxetina. No se percataba de la
conversación. Estaba en el más profundo de los sueños. Era una tarde lluviosa de 1999 cuando un
temblor derrumbó una de las paredes de la casa, la cual impacto en su cráneo. Desde allí, el daño
cerebral degeneró en un trastorno maniaco depresivo.
Contra mi voluntad, Doña Fabiola me obligó a sentarme en el comedor. Había preparado el almuerzo.
Todos ya despiertos, nos sentamos a la mesa, y decidimos olvidar los problemas, Disfrutar del techo,
la comida y la compañía. No hubo fluoxetina que detuviera las risas. No hubo cuadriplejia que
detuviera las ganas de seguir adelante. Por unos minutos el mundo se detuvo. Todo era azul
esperanzador.
Regresando de nuevo a mi hogar, de nuevo estaba sentado en el micro hacia el norte en el micro, al
lado de una ventana, A la inversa, durante el camino, ví como la ciudad transformaba de nuevo su
rostro. Observe de nuevo los edificios, las grandes vías, los centros comerciales, los afanes del día a
día. Me di cuenta que uno de los rostros de mi ciudad reflejaba sinceridad y el otro, indiferencia.
Aquel rostro que consideraba triste me había mostrado su cara más amable, y el rostro que
consideraba amable ahora me daba tristeza. Entendí que no se conoce solo el camino de ida sino
también de regreso. La persona que se va no es la misma que la que regresa.
Mi ciudad tiene dos caras. Una amable y otra triste. La Otra Bogotá no es la Bogotá de otros, es la
Bogotá nuestra. De vez en cuando no está mal hacer una radiografía social de tu ciudad. Mi ciudad
tiene dos rostros, pero una sola mirada, la mirada de la esperanza. Una mirada que ya no me intimida.
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