Subido por jose saavedra

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Oscar Wilde
Obras Completas
Volúmen 1
El Retrato de Dorian Gray
El Principe Feliz
Un Marido Ideal
El Fantasma de Canterviller
El Crimen de Lord Arthur Saville
• El Millonario Modelo
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INDICE
EL RETRATO DE DORIAN GRAY
Prefacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
EL PRINCIPE FELIZ
UN MARIDO IDEAL
PERSONAJES DE LA OBRA
ACTO PRIMERO
ACTO SEGUNDO
ACTO TERCERO
ACTO CUARTO
EL FANTASMA DE CANTERVILLER
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
EL CRIMEN DE LORD ARTHUR SAVILLE
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
EL MILLONARIO MODELO
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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EL RETRATO DE DORIAN GRAY
OSCAR WILDE
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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Prefacio
El artista es creador de belleza.
Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte.
El crítico es quien puede traducir de manera distinta o con nuevos materiales
su impresión de la belleza. La forma más elevada de la crítica, y también la
más rastrera, es una modalidad de autobiografía.
Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están
corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran
significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay
esperanza.
Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas sólo significan belleza.
No existen libros morales o inmorales.
Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.
La aversión del siglo por el realismo es la rabia de Calibán al verse la cara en
el espejo.
La aversión del siglo por el romanticismo es la rabia de Calibán al no verse la
cara en un espejo.
La vida moral del hombre forma parte de los temas del artista, pero la
moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto de un medio imperfecto.
Ningún artista desea probar nada. Incluso las cosas que son verdad se pueden
probar.
El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista
es un imperdonable amaneramiento de estilo.
Ningún artista es morboso. El artista está capacitado para expresarlo todo.
Pensamiento y lenguaje son, para el artista, los instrumentos de su arte.
El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto de vista de la
forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de
vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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Todo arte es a la vez superficie y símbolo.
Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, se exponen a las
consecuencias.
Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias.
Lo que en realidad refleja el arte es al espectador y no la vida.
La diversidad de opiniones sobre una obra de arte muestra que esa obra es
nueva, compleja y que está viva. Cuando los críticos disienten, el artista está
de acuerdo consigo mismo.
A un hombre le podemos perdonar que haga algo útil siempre que no lo
admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirarla infinitamente.
Todo arte es completamente inútil.
OSCAR WILDE
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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Capítulo 1
El intenso perfume de las rosas embalsamaba el estudio y, cuando la ligera
brisa agitaba los árboles del jardín, entraba, por la puerta abierta, un intenso
olor a lilas o el aroma más delicado de las flores rosadas de los espinos.
Lord Henry Wotton, que había consumido ya, según su costumbre,
innumerables cigarrillos, vislumbraba, desde el extremo del sofá donde estaba
tumbado -tapizado al estilo de las alfombras persas-, el resplandor de las
floraciones de un codeso, de dulzura y color de miel, cuyas ramas
estremecidas apenas parecían capaces de soportar el peso de una belleza tan
deslumbrante como la suya; y, de cuando en cuando, las sombras fantásticas
de pájaros en vuelo se deslizaban sobre las largas cortinas de seda india
colgadas delante de las inmensas ventanas, produciendo algo así como un
efecto japonés, lo que le hacía pensar en los pintores de Tokyo, de rostros tan
pálidos como el jade, que, por medio de un arte necesariamente inmóvil, tratan
de transmitir la sensación de velocidad y de movimiento. El zumbido obstinado
de las abejas, abriéndose camino entre el alto césped sin segar, o dando
vueltas con monótona insistencia en torno a los polvorientos cuernos dorados
de las desordenadas madreselvas, parecían hacer más opresiva la quietud,
mientras los ruidos confusos de Londres eran como las notas graves de un
órgano lejano.
En el centro de la pieza, sobre un caballete recto, descansaba el retrato de
cuerpo entero de un joven de extraordinaria belleza; y, delante, a cierta
distancia, estaba sentado el artista en persona, el Basil Hallward cuya
repentina desaparición, hace algunos años, tanto conmoviera a la sociedad y
diera origen a tan extrañas suposiciones.
Al contemplar la figura apuesta y elegante que con tanta habilidad había
reflejado gracias a su arte, una sonrisa de satisfacción, que quizá hubiera
podido prolongarse, iluminó su rostro. Pero el artista se incorporó bruscamente
y, cerrando los ojos, se cubrió los párpados con los dedos, como si tratara de
aprisionar en su cerebro algún extraño sueño del que temiese despertar.
-Es tu mejor obra, Basil -dijo lord Henry con entonación lánguida-, lo mejor
que has hecho. No dejes de mandarla el año que viene a la galería Grosvenor.
La Academia es demasiado grande y demasiado vulgar. Cada vez que voy allí,
o hay tanta gente que no puedo ver los cuadros, lo que es horrible, o hay
tantos cuadros que no puedo ver a la gente, lo que todavía es peor. La galería
Grosvenor es el sitio indicado.
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El Retrato de Dorian Gray
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-No creo que lo mande a ningún sitio -respondió el artista, echando la cabeza
hacia atrás de la curiosa manera que siempre hacía reír a sus amigos de
Oxford-. No; no mandaré el retrato a ningún sitio.
Lord Henry alzó las cejas y lo miró con asombro a través de las delgadas
volutas de humo que, al salir de su cigarrillo con mezcla de opio, se retorcían
adoptando extrañas formas.
-¿No lo vas a enviar a ningún sitio? ¿Por qué, mi querido amigo? ¿Qué razón
podrías aducir? ¿Por qué sois unas gentes tan raras los pintores? Hacéis
cualquier cosa para ganaros una reputación, pero, tan pronto como la tenéis,
se diría que os sobra. Es una tontería, porque en el mundo sólo hay algo peor
que ser la persona de la que se habla y es ser alguien de quien no se habla.
Un retrato como ése te colocaría muy por encima de todos los pintores
ingleses jóvenes y despertaría los celos de los viejos, si es que los viejos son
aún susceptibles de emociones.
-Sé que te vas a reír de mí -replicó Hallward-, pero no me es posible exponer
ese retrato. He puesto en él demasiado de mí mismo.
Lord Henry, estirándose sobre el sofá, dejó escapar una carcajada.
-Sí, Harry, sabía que te ibas a reír, pero, de todos modos, no es más que la
verdad.
-¡Demasiado de ti mismo! A fe mía, Basil, no sabía que fueras tan vanidoso;
no advierto la menor semejanza entre ti, con tus facciones bien marcadas y un
poco duras y tu pelo negro como el carbón, y ese joven adonis, que parece
estar hecho de marfil y pétalos de rosa. Vamos, mi querido Basil, ese
muchacho es un narciso, y tú..., bueno, tienes, por supuesto, un aire intelectual
y todo eso. Pero la belleza, la belleza auténtica, termina donde empieza el aire
intelectual. El intelecto es, por sí mismo, un modo de exageración, y destruye
la armonía de cualquier rostro. En el momento en que alguien se sienta a
pensar, todo él se convierte en nariz o en frente o en algo espantoso. Repara
en quienes triunfan en cualquier profesión docta. Son absolutamente
imposibles. Con la excepción, por supuesto, de la Iglesia. Pero sucede que en
la Iglesia no se piensa. Un obispo sigue diciendo a los ochenta años lo que a
los dieciocho le contaron que tenía que decir, y la consecuencia lógica es que
siempre tiene un aspecto delicioso. Tu misterioso joven amigo, cuyo nombre
nunca me has revelado, pero cuyo retrato me fascina de verdad, nunca piensa.
Estoy completamente seguro de ello. Es una hermosa criatura, descerebrada,
que debería estar siempre aquí en invierno, cuando no tenemos flores que
mirar, y también en verano, cuando buscamos algo que nos enfríe la
inteligencia. No te hagas ilusiones, Basil: no eres en absoluto como él.
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El Retrato de Dorian Gray
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-No me entiendes, Harry -respondió el artista-. No soy como él, por supuesto.
Lo sé perfectamente. De hecho, lamentaría parecerme a él. ¿Te encoges de
hombros? Te digo la verdad. Hay un destino adverso ligado a la superioridad
corporal o intelectual, el destino adverso que persigue por toda la historia los
pasos vacilantes de los reyes. Es mucho mejor no ser diferente de la mayoría.
Los feos y los estúpidos son quienes mejor lo pasan en el mundo. Se pueden
sentar a sus anchas y ver la función con la boca abierta. Aunque no sepan
nada de triunfar, se ahorran al menos los desengaños de la derrota. Viven
como todos deberíamos vivir, tranquilos, despreocupados, impasibles. Ni
provocan la ruina de otros, ni la reciben de manos ajenas. Tu situación social y
tu riqueza, Harry; mi cerebro, el que sea; mi arte, cualquiera que sea su valor;
la apostura de Dorian Gray: todos vamos a sufrir por lo que los dioses nos han
dado, y a sufrir terriblemente.
-¿Dorian Gray? ¿Es así como se llama? -preguntó lord Henry, atravesando el
estudio en dirección a Basil Hallward.
-Sí; así es como se llama. No tenía intención de decírtelo.
-Pero, ¿por qué no?
-No te lo puedo explicar. Cuando alguien me gusta muchísimo nunca le digo
su nombre a nadie. Es como entregar una parte de esa persona. Con el tiempo
he llegado a amar el secreto. Parece ser lo único capaz de hacer misteriosa o
maravillosa la vida moderna. Basta esconder la cosa más corriente para
hacerla deliciosa. Cuando ahora me marcho de Londres, nunca le digo a mi
gente adónde voy. Si lo hiciera, dejaría de resultarme placentero. Es una
costumbre tonta, lo reconozco, pero por alguna razón parece dotar de
romanticismo a la vida. Imagino que te resulto terriblemente ridículo, ¿no es
cierto?
-En absoluto -respondió lord Henry-; nada de eso, mi querido Basil. Pareces
olvidar que estoy casado, y el único encanto del matrimonio es que exige de
ambas partes practicar asiduamente el engaño. Nunca sé dónde está mi
esposa, y mi esposa nunca sabe lo que yo hago. Cuando coincidimos, cosa
que sucede a veces, porque salimos juntos a cenar o vamos a casa del Duque,
nos contamos con tremenda seriedad las historias más absurdas sobre
nuestras respectivas actividades. Mi mujer lo hace muy bien; mucho mejor que
yo, de hecho. Nunca se equivoca en cuestión de fechas y yo lo hago siempre.
Pero cuando me descubre, no se enfada. A veces me gustaría que lo hiciera,
pero se limita a reírse de mí.
-No me gusta nada cómo hablas de tu vida de casado, Harry -dijo Basil
Hallward, dirigiéndose hacia la puerta que llevaba al jardín-. Creo que eres en
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realidad un marido excelente, pero que te avergüenzas de tus virtudes. Eres
una persona extraordinaria. Nunca das lecciones de moralidad y nunca haces
nada malo. Tu cinismo no es más que afectación.
-La naturalidad también es afectación, y la más irritante que conozco exclamó lord Henry, echándose a reír.
Los dos jóvenes salieron juntos al jardín, acomodándose en un amplio banco
de bambú colocado a la sombra de un laurel. La luz del sol resbalaba sobre las
hojas enceradas. Sobre la hierba temblaban margaritas blancas.
Después de un silencio, lord Henry sacó su reloj de bolsillo.
-Mucho me temo que he de marcharme, Basil -murmuró-, pero antes de irme,
insisto en que me respondas a la pregunta que te he hecho hace un rato.
-¿Cuál era? -dijo el pintor, sin levantar los ojos del suelo.
-Lo sabes perfectamente. -No lo sé, Harry.
-Bueno, pues te lo diré. Quiero que me expliques por qué no vas a exponer el
retrato de Dorian Gray. Quiero la verdadera razón.
-Te la he dado.
-No, no lo has hecho. Me has dicho que hay demasiado de ti en ese retrato.
Y eso es una chiquillada. -Harry-dijo Basil Hallward, mirándolo directamente a
los ojos-, todo retrato que se pinta de corazón es un retrato del artista, no de la
persona que posa. El modelo no es más que un accidente, la ocasión. No es a
él a quien revela el pintor; es más bien el pintor quien, sobre el lienzo
coloreado, se revela. La razón de que no exponga el cuadro es que tengo
miedo de haber mostrado el secreto de mi alma.
Lord Henry rió.
- Y, ¿cuál es...? -preguntó.
-Te lo voy a decir -respondió Hallward; pero lo que apareció en su rostro fue
una expresión de perplejidad. -Soy todo oídos, Basil -insistió su acompañante,
mirándolo de reojo.
-En realidad es muy poco lo que hay que contar, Harry -respondió el pintor-, y
mucho me temo que apenas lo entenderías. Quizá tampoco te lo creas.
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Lord Henry sonrió y, agachándose, arrancó de entre el césped una margarita
de pétalos rosados y se puso a examinarla.
-Estoy seguro de que lo entenderé -replicó, contemplando fijamente el
pequeño disco dorado con plumas blancas-; y en cuanto a creer cosas, me
puedo creer cualquiera con tal de que sea totalmente increíble.
El aire arrancó algunas flores de los árboles, y las pesadas floraciones de
lilas, con sus pléyades de estrellas, se balancearon lánguidamente. Un
saltamontes empezó a cantar junto a la valla, y una libélula, larga y delgada
como un hilo azul, pasó flotando sobre sus alas de gasa marrón. Lord Henry
tuvo la impresión de oír los latidos del corazón de Basil Hallward, y se preguntó
qué iba a suceder.
-Es una historia muy sencilla -dijo el pintor después de algún tiempo-. Hace
dos meses asistí a una de esas fiestas de lady Brandon a las que va tanta
gente. Ya sabes que nosotros, los pobres artistas, tenemos que aparecer en
sociedad de cuando en cuando para recordar al público que no somos
salvajes. Vestidos de etiqueta y con corbata blanca, como una vez me dijiste,
cualquiera, hasta un corredor de Bolsa, puede ganarse reputación de
civilizado. Bien; cuando llevaba unos diez minutos en el salón, charlando con
imponentes viudas demasiado enjoyadas y tediosos académicos, noté de
pronto que alguien me miraba. Al darme la vuelta vi a Dorian Gray por vez
primera. Cuando nuestros ojos se encontraron, me noté palidecer. Una extraña
sensación de terror se apoderó de mí. Supe que tenía delante a alguien con
una personalidad tan fascinante que, si yo se lo permitía, iba a absorber toda
mi existencia, el alma entera, incluso mi arte. Yo no deseaba ninguna
influencia exterior en mi vida. Tú sabes perfectamente lo independiente que
soy por naturaleza. Siempre he hecho lo que he querido; al menos, hasta que
conocí a Dorian Gray. Luego..., aunque no sé cómo explicártelo. Algo parecía
decirme que me encontraba al borde de una crisis terrible. Tenía la extraña
sensación de que el Destino me reservaba exquisitas alegrías y terribles
sufrimientos. Me asusté y me di la vuelta para abandonar el salón. No fue la
conciencia lo que me impulsó a hacerlo: más bien algo parecido a la cobardía.
No me atribuyo ningún mérito por haber tratado de escapar.
-Conciencia y cobardía son en realidad lo mismo, Basil. La conciencia es la
marca registrada de la empresa. Eso es todo.
-No lo creo, Harry, y me parece que tampoco lo crees tú. Fuera cual fuese mi
motivo, y quizá se tratara orgullo, porque he sido siempre muy orgulloso,
conseguí llegar a duras penas hasta la puerta. Pero allí, por supuesto, me
tropecé con lady Brandon. «¿No irá usted a marcharse tan pronto, señor
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Hallward?», me gritó. ¿Recuerdas la voz tan peculiarmente estridente que
tiene?
-Sí; es un pavo real en todo menos en la belleza -dijo lord Henry,
deshaciendo la margarita con sus largos dedos nerviosos.
-No me pude librar de ella. Me presentó a altezas reales, a militares y
aristócratas, y a señoras mayores con gigantescas diademas y narices de loro.
Habló de mí como de su amigo más querido. Sólo había estado una vez con
ella, pero se le metió en la cabeza convertirme en la celebridad de la velada.
Creo que por entonces algún cuadro mío tuvo un gran éxito o al menos se
habló de él en los periódicos sensacionalistas, que son el criterio de la
inmoralidad del siglo XIX. De repente, me encontré cara a cara con el joven
cuya personalidad me había afectado de manera tan extraña. Estábamos muy
cerca, casi nos tocábamos. Nuestras miradas se cruzaron de nuevo. Fue una
imprudencia por mi parte, pero pedí a lady Brandon que nos presentara. Quizá
no fuese imprudencia, sino algo sencillamente inevitable. Nos hubiésemos
hablado sin necesidad de presentación. Estoy seguro de ello. Dorian me lo
confirmó después. También él sintió que estábamos destinados a conocernos.
-Y, ¿cómo describió lady Brandon a ese joven maravilloso? -preguntó su
amigo-. Sé que le gusta dar un rápido resumen de todos sus invitados.
Recuerdo que me llevó a conocer a un anciano caballero de rostro colorado,
cubierto con todas las condecoraciones imaginables, y me confió al oído, en un
trágico susurro que debieron oír perfectamente todos los presentes, los
detalles más asombrosos. Sencillamente huí. Prefiero desenmascarar a las
personas yo mismo. Pero lady Brandon trata a sus invitados exactamente
como un subastador trata a sus mercancías. O los explica completamente del
revés, o cuenta todo excepto lo que uno quiere saber.
-¡Pobre lady Brandon! ¡Eres muy duro con ella, Harry! -dijo Hallward
lánguidamente.
-Mi querido amigo, esa buena señora trataba de fundar un salón, pero sólo
ha conseguido abrir un restaurante. ¿Cómo quieres que la admire? Pero, dime,
¿qué te contó del señor Dorian Gray?
-Algo así como «muchacho encantador, su pobre madre y yo absolutamente
inseparables. He olvidado por completo a qué se dedica, me temo que..., no
hace nada... Sí, sí, toca el piano, ¿o es el violín, mi querido señor Gray?»
Ninguno de los dos pudimos evitar la risa, y nos hicimos amigos al instante.
-La risa no es un mal principio para una amistad y, desde luego, es la mejor
manera de terminarla -dijo el joven lord, arrancando otra margarita.
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Hallward negó con la cabeza.
-No entiendes lo que es la amistad, Harry -murmuró-; ni tampoco la
enemistad, si vamos a eso. Te gusta todo el mundo; es decir, todo el mundo te
deja indiferente.
-¡Qué horriblemente injusto eres conmigo! -exclamó lord Henry, echándose el
sombrero hacia atrás para mirar a las nubecillas que, como madejas
enmarañadas de brillante seda blanca, vagaban por la oquedad turquesa del
cielo veraniego-. Sí; horriblemente injusto. Ya lo creo que distingo entre la
gente. Elijo a mis amigos por su apostura, a mis conocidos por su buena
reputación y a mis enemigos por su inteligencia. No es posible excederse en el
cuidado al elegir a los enemigos. No tengo ni uno solo que sea estúpido.
Todos son personas de cierta talla intelectual y, en consecuencia, me
aprecian. ¿Te parece demasiada vanidad por mi parte? Creo que lo es.
-Coincido en eso contigo. Pero según tus categorías yo no debo de ser más
que un conocido.
-Mi querido Basil: eres mucho más que un conocido. -Y mucho menos que un
amigo. Algo así como un hermano, ¿no es cierto?
-¡Ah, los hermanos! No me gustan los hermanos. Mi hermano mayor no se
muere, y los menores nunca hacen otra cosa.
-¡Harry! -exclamó Hallward, frunciendo el ceño.
-No hablo del todo en serio. Pero me es imposible no detestar a mi familia.
Imagino que se debe a que nadie soporta a las personas que tienen sus
mismos defectos. Entiendo perfectamente la indignación de la democracia
inglesa ante lo que llama los vicios de las clases altas. Las masas consideran
que embriaguez, estupidez e inmoralidad deben ser exclusivo patrimonio suyo,
y cuando alguno de nosotros se pone en ridículo nos ven como cazadores
furtivos en sus tierras. Cuando el pobre Southwark tuvo que presentarse en el
Tribunal de Divorcios, la indignación de las masas fue realmente magnífica. Y,
sin embargo, no creo que el diez por ciento del proletariado viva
correctamente.
-No estoy de acuerdo con una sola palabra de lo que has dicho y, lo que es
más, estoy seguro de que a ti te sucede lo mismo.
Lord Henry se acarició la afilada barba castaña y se golpeó la punta de una
bota de charol con el bastón de caoba.
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El Retrato de Dorian Gray
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-¡Qué inglés eres, Basil! Es la segunda vez que haces hoy esa observación.
Si se presenta una idea a un inglés auténtico (lo que siempre es una
imprudencia), nunca se le ocurre ni por lo más remoto pararse a pensar si la
idea es verdadera o falsa. Lo único que considera importante es si el
interesado cree lo que dice. Ahora bien, el valor de una idea no tiene nada que
ver con la sinceridad de la persona que la expone. En realidad, es probable
que cuanto más insincera sea la persona, más puramente intelectual sea la
idea, ya que en ese caso no estará coloreada ni por sus necesidades, ni por
sus deseos, ni por sus prejuicios. No pretendo, sin embargo, discutir contigo ni
de política, ni de sociología, ni de metafísica. Las personas me gustan más
que los principios, y las personas sin principios me gustan más que nada en el
mundo. Cuéntame más cosas acerca de Dorian Gray. ¿Lo ves con frecuencia?
-Todos los días. No sería feliz si no lo viera todos los días. Me es
absolutamente necesario.
-¡Extraordinario! Creía que sólo te interesaba el arte. -Dorian es todo mi arte dijo el pintor gravemente-. A veces pienso, Harry, que la historia del mundo
sólo ha conocido dos eras importantes. La primera es la que ve la aparición de
una nueva técnica artística. La segunda, la que asiste a la aparición de una
nueva personalidad, también para el arte. Lo que fue la invención de la pintura
al óleo para los venecianos, o el rostro de Antinoo para los últimos escultores
griegos, lo será algún día para mí el rostro de Dorian Gray. No es sólo que lo
utilice como modelo para pintar, para dibujar, para hacer apuntes. He hecho
todo eso, por supuesto. Pero para mí es mucho más que un modelo o un tema.
No te voy a decir que esté insatisfecho con lo que he conseguido, ni que su
belleza sea tal que el arte no pueda expresarla. No hay nada que el arte no
pueda expresar, y sé que lo que he hecho desde que conocí a Dorian Gray es
bueno, es lo mejor que he hecho nunca. Pero, de alguna manera curiosa (no
sé si me entenderás), su personalidad me ha sugerido una manera
completamente nueva, un nuevo estilo. Veo las cosas de manera distinta, las
pienso de forma diferente. Ahora soy capaz de recrear la vida de una manera
que antes desconocía. «Un sueño de belleza en días de meditación». ¿Quién
ha dicho eso? No me acuerdo; pero eso ha sido para mí Dorian Gray. La
simple presencia de ese muchacho, porque me parece poco más que un
adolescente, aunque pasa de los veinte, su simple presencia... ¡Ah! Me
pregunto si puedes darte cuenta de lo que significa. De manera inconsciente
define para mí los trazos de una nueva escuela, una escuela que tiene toda la
pasión del espíritu romántico y toda la perfección de lo griego. La armonía del
alma y del cuerpo, ¡qué maravilla! En nuestra locura hemos separado las dos
cosas, y hemos inventado un realismo que es vulgar, y un idealismo hueco.
¡Harry! ¡Si supieras lo que Dorian es para mí! ¿Recuerdas aquel paisaje mío,
por el que Agnew me ofreció tanto dinero, pero del que no quise
desprenderme? Es una de las mejores cosas que he hecho nunca. Y, ¿por
qué? Porque mientras lo pintaba Dorian Gray estaba a mi lado. Me transmitía
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alguna influencia sutil y por primera vez en mi vida vi en un simple bosque la
maravilla que siempre había buscado y que siempre se me había escapado.
-¡Eso que cuentas es extraordinario! He de ver a Dorian Gray.
Hallward se levantó del asiento y empezó a pasear por el jardín. Al cabo de
unos momentos regresó.
-Harry -dijo-, Dorian Gray no es para mí más que un motivo artístico. Quizá tú
no veas nada en él. Yo lo veo todo. Nunca está más presente en mi trabajo
que cuando no aparece en lo que pinto. Es la sugerencia, como he dicho, de
una nueva manera. Lo encuentro en las curvas de ciertas líneas, en el encanto
y sutileza de ciertos colores. Eso es todo.
-Entonces, ¿por qué te niegas a exponer su retrato? -preguntó lord Henry.
-Porque, sin pretenderlo, he puesto en ese cuadro la expresión de mi extraña
idolatría de artista, de la que, por supuesto, nunca he querido hablar con él.
Nada sabe. No lo sabrá nunca. Pero quizá el mundo lo adivine; y no quiero
desnudar mi alma ante su mirada entrometida y superficial. Nunca pondré mi
corazón bajo su microscopio. Hay demasiado de mí mismo en ese cuadro,
Harry, ¡demasiado de mí mismo!
-Los poetas no son tan escrupulosos como tú. Saben lo útil que es la pasión
cuando piensan en publicar. En nuestros días un corazón roto da para muchas
ediciones.
-Los detesto por eso -exclamó Hallward-. Un artista debe crear cosas
hermosas, pero sin poner en ellas nada de su propia existencia. Vivimos en
una época en la que se trata el arte como si fuese una forma de autobiografía.
Hemos perdido el sentido abstracto de la belleza. Algún día mostraré al mundo
lo que es eso; y ésa es la razón de que el mundo no deba ver nunca mi retrato
de Dorian Gray.
-Creo que estás equivocado, pero no voy a discutir contigo. Sólo discuten los
que están perdidos intelectualmente. Dime, Dorian Gray te tiene mucho
afecto?
El pintor reflexionó durante unos instantes.
-Me tiene afecto -respondió, después de una pausa-; sé que me tiene afecto.
Es cierto, por otra parte, que lo halago terriblemente. Hallo un extraño placer
en decirle cosas de las que sé que después voy a arrepentirme. Por regla
general es encantador conmigo, y nos sentamos en el estudio y hablamos de
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mil cosas. De cuando en cuando, sin embargo, es terriblemente
desconsiderado, y parece disfrutar haciéndome sufrir. Entonces siento que he
entregado toda mi alma a alguien que la trata como si fuera una flor que se
pone en el ojal, una condecoración que deleita su vanidad, un adorno para un
día de verano.
-En verano los días suelen ser largos, Basil -murmuró lord Henry-. Quizá te
canses tú antes que él. Es triste pensarlo, pero sin duda el genio dura más que
la belleza. Eso explica que nos esforcemos tanto por cultivarnos. En la lucha
feroz por la existencia queremos tener algo que dure, y nos llenamos la cabeza
de basura y de datos, con la tonta esperanza de conservar nuestro puesto. La
persona que lo sabe todo: ése es el ideal moderno. Y la mente de esa persona
que todo lo sabe es una cosa terrible, un almacén de baratillo, todo monstruos
y polvo, y siempre con precios por encima de su valor verdadero. Creo que tú
te cansarás primero, de todos modos. Algún día mirarás a tu amigo, y te
parecerá que está un poco desdibujado, o no te gustará la tonalidad de su tez,
o cualquier otra cosa. Se lo reprocharás con amargura, y pensarás, muy
seriamente, que se ha portado mal contigo. La siguiente vez que te visite, te
mostrarás perfectamente frío e indiferente. Será una pena, porque te cambiará.
Lo que me has contado es una historia de amor, habría que llamarla historia de
amor estético, y lo peor de toda historia de amor es que después tino se siente
muy poco romántico.
-Harry, no hables así. Mientras viva, la personalidad de Dorian Gray me
dominará. No puedes sentir lo que yo siento. Tú cambias con demasiada
frecuencia.
-¡Ah, mi querido Basil, precisamente por eso soy capaz de sentirlo! Los que
son fieles sólo conocen el lado trivial del amor: es el infiel quien sabe de sus
tragedias.
Lord Henry frotó una cerilla sobre un delicado estuche de plata y empezó a
fumar un cigarrillo con un aire tan pagado de sí mismo y tan satisfecho como si
hubiera resumido el mundo en una frase.
Los gorriones alborotaban entre las hojas lacadas de la enredadera y las
sombras azules de las nubes se perseguían sobre el césped como
golondrinas. ¡Qué agradable era estar en el jardín! ¡Y cuán deliciosas las
emociones de otras personas! Mucho más que sus ideas, en opinión de lord
Henry. Nuestra alma y las pasiones de nuestros amigos: ésas son las cosas
fascinantes de la vida. Le divirtió recordar en silencio el tedioso almuerzo que
se había perdido al quedarse tanto tiempo con Basil Hallward. Si hubiera ido a
casa de su tía, se habría encontrado sin duda con lord Goodboy, y sólo
habrían hablado de alimentar a los pobres y de la necesidad de construir
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alojamientos modelo. Todos los comensales habrían destacado la importancia
de las virtudes que su situación en la vida les dispensaba de ejercitar. Los
ricos hablarían del valor del ahorro, y los ociosos se extenderían
elocuentemente sobre la dignidad del trabajo. ¡Era delicioso haber escapado a
todo aquello! Mientras pensaba en su tía, algo pareció sorprenderlo.
Volviéndose hacia Hallward, dijo:
-Acabo de acordarme.
-¿Acordarte de qué, Harry?
-De dónde he oído el nombre de Dorian Gray.
-¿Dónde? -preguntó Hallward, frunciendo levemente el ceño.
-No es necesario que te enfades. Fue en casa de mi tía, lady Agatha. Me dijo
que había descubierto a un joven maravilloso que iba a ayudarla en el East
End y que se llamaba Dorian Gray. Tengo que confesar que nunca me contó
que fuese bien parecido. Las mujeres no aprecian la belleza; al menos, las
mujeres honestas. Me dijo que era muy serio y con muy buena disposición. Al
instante me imaginé una criatura con gafas y de pelo lacio, horriblemente
cubierto de pecas y con enormes pies planos. Ojalá hubiera sabido que se
trataba de tu amigo.
-Me alegro mucho de que no fuese así, Harry.
-¿Por qué?
-No quiero que lo conozcas.
-¿No quieres que lo conozca?
-No.
-El señor Dorian Gray está en el estudio -anunció el mayordomo, entrando en
el jardín.
-Ahora tienes que presentármelo -exclamó lord Henry, riendo.
El pintor se volvió hacia su criado, a quien la luz del sol obligaba a parpadear.
-Dígale al señor Gray que espere, Parker. Me reuniré con él dentro de un
momento.
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El mayordomo hizo una inclinación y se retiró.
Hallward se volvió después hacia lord Henry.
-Dorian Gray es mi amigo más querido -dijo-. Es una persona sencilla y
bondadosa. Tu tía estaba en lo cierto al describirlo. No lo eches a perder. No
trates de influir en él. Tu influencia sería mala. El mundo es muy grande y
encierra mucha gente maravillosa. No me arrebates la única persona que da a
mi arte todo el encanto que posee: mi vida de artista depende de él. Tenlo en
cuenta, Harry, confío en ti -hablaba muy despacio, y las palabras parecían
salirle de la boca casi contra su voluntad.
-¡Qué tonterías dices! -respondió lord Henry, con una sonrisa.
Luego, tomando a Hallward del brazo, casi lo condujo hacia la casa.
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Capítulo 2
Al entrar, vieron a Dorian Gray. Estaba sentado al piano, de espaldas a ellos,
pasando las páginas de Las escenas del bosque, de Schumann.
-Tienes que prestármelo, Basil -exclamó-. Quiero aprendérmelas. Son
encantadoras.
-Eso depende de cómo poses hoy, Dorian.
-Estoy cansado de posar, y no quiero un retrato de cuerpo entero -respondió
el muchacho, volviéndose sobre el taburete del piano con un gesto caprichoso
y malhumorado. Al ver a lord Henry, se le colorearon las mejillas por un
momento y procedió a levantarse-. Perdóname, Basil, pero no sabía que
estuvieras acompañado.
-Te presento a lord Henry Wotton, Dorian, un viejo amigo mío de Oxford. Le
estaba diciendo que eres un modelo muy disciplinado, y acabas de echarlo
todo a perder.
-Excepto el placer de conocerlo a usted, señor Gray -dijo lord Henry, dando
un paso al frente y extendiendo la mano-. Mi tía me ha hablado a menudo de
usted. Es uno de sus preferidos y, mucho me temo, también una de sus
víctimas.
-En el momento actual estoy en la lista negra de lady Agatha -respondió
Dorian con una divertida expresión de remordimiento-. Prometí ir con ella el
martes a un club de Whitechapel y lo olvidé por completo. íbamos a tocar
juntos un dúo..., más bien tres, según creo. No sé qué dirá. Me da miedo ir a
visitarla.
-Yo me encargo de reconciliarlo con ella. Siente verdadera devoción por
usted. Y no creo que importara que no fuese. El público pensó probablemente
que era un dúo. Cuando tía Agatha se sienta al piano hace ruido suficiente por
dos personas.
-Eso es una insidia contra ella y tampoco me deja a mí en muy buen lugar respondió Dorian, riendo.
Lord Henry se lo quedó mirando. Sí; no había la menor duda de que era
extraordinariamente bien parecido, con labios muy rojos debidamente
arqueados, ojos azules llenos de franqueza, rubios cabellos rizados. Había
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algo en su rostro que inspiraba inmediata confianza. Estaba allí presente todo
el candor de la juventud, así como toda su pureza apasionada. Se sentía que
aquel adolescente no se había dejado manchar por el mundo. No era de
extrañar que Basil Hallward sintiera veneración por él.
-Sin duda es usted demasiado encantador para dedicarse a la filantropía,
señor Gray -lord Henry se dejó caer en el diván y abrió la pitillera.
El pintor había estado ocupado mezclando colores y preparando los pinceles.
Parecía preocupado y, al oír la última observación de lord Henry, lo miró, vaciló
un instante y luego dijo:
-Harry, quiero terminar hoy este retrato. ¿Me juzgarás terriblemente
descortés si te pido que te vayas?
Lord Henry sonrió y miró a Dorian Gray.
-¿Tengo que marcharme, señor Gray? -preguntó.
-No, por favor, lord Henry. Ya veo que Basil está hoy de mal humor, y no lo
soporto cuando se enfurruña. Además, quiero que me explique por qué no
debo dedicarme a la filantropía.
-No estoy seguro de que deba decírselo, señor Gray. Se trata de un asunto
tan tedioso que habría que hablar en serio de ello. Pero, desde luego, no
saldré corriendo después de haberme dicho usted que me quede. ¿No te
importa demasiado, verdad Basil? Me has dicho muchas veces que te gusta
que tus hermanas tengan a alguien con quien charlar.
Hallward se mordió los labios.
-Si Dorian lo desea, claro que te puedes quedar. Los caprichos de Dorian son
leyes para todo el mundo, excepto para él.
Lord Henry recogió su sombrero y sus guantes.
-Eres muy insistente, Basil, pero, desgraciadamente, debo irme. Prometí
reunirme con una persona en el Orleans. Hasta la vista, señor Gray. Venga a
verme alguna tarde a Curzon Street. Casi siempre estoy en casa a las cinco.
Escríbame cuando decida ir, sentiría mucho perderme su visita.
-Basil -exclamó Dorian Gray-, si lord Henry Wotton se marcha, me iré yo
también. Nunca despegas los labios cuando pintas, y es muy aburrido estar de
pie en un estrado y tratar de parecer contento. Pídele que se quede. Insisto.
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-Quédate, Harry, para complacer a Dorian y para complacerme a mí -dijo
Hallward, sin apartar los ojos del cuadro-. Es muy cierto que nunca hablo
cuando estoy trabajando, y tampoco escucho, lo que debe de ser
increíblemente tedioso para mis pobres modelos. Te suplico que te quedes.
-¿Y qué va a ser del caballero que me espera en el Orleans?
El pintor se echó a reír.
-No creo que eso sea un problema. Siéntate otra vez, Harry. Y ahora, Dorian,
sube al estrado y no te muevas demasiado ni prestes atención a lo que dice
lord Henry. Tiene una pésima influencia sobre todos mis amigos, sin otra
excepción que yo.
Dorian Gray subió al estrado con el aspecto de un joven mártir griego, e hizo
una ligera mueca de descontento dirigida a lord Henry, que le inspiraba ya una
gran simpatía. ¡Era tan distinto de Basil! Producían un contraste muy
agradable. Y tenía una voz muy bella.
-¿Es cierto que ejerce usted una pésima influencia, lord Henry? -le preguntó
al cabo de unos instantes-. ¿Tan mala como dice Basil?
-Las buenas influencias no existen, señor Gray. Toda influencia es inmoral;
inmoral desde el punto de vista científico.
-¿Por qué?
-Porque influir en una persona es darle la propia alma. Esa persona deja de
pensar sus propias ideas y de arder con sus pasiones. Sus virtudes dejan de
ser reales. Sus pecados, si es que los pecados existen, son prestados. Se
convierte en eco de la música de otro, en un actor que interpreta un papel que
no se ha escrito para él. La finalidad de la vida es el propio desarrollo. Alcanzar
la plenitud de la manera más perfecta posible, para eso estamos aquí. En la
actualidad las personas se tienen miedo. Han olvidado el mayor de todos los
deberes, lo que cada uno se debe a sí mismo. Son caritativos, por supuesto.
Dan de comer al hambriento y visten al desnudo. Pero sus almas pasan
hambre y ellos mismos están desnudos. Nuestra raza ha dejado de tener valor.
Quizá no lo haya tenido nunca. El miedo a la sociedad, que es la base de la
moral; el miedo a Dios, que es el secreto de la religión: ésas son las dos cosas
que nos gobiernan. Y, sin embargo...
-Vuelve la cabeza un poquito más hacia la derecha, Dorian, como un buen
chico -dijo el pintor, enfrascado en su trabajo, sólo consciente de que en el
rostro del muchacho había aparecido una expresión completamente nueva.
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-Y, sin embargo -continuó lord Henry, con su voz grave y musical, y con el
peculiar movimiento de la mano que le era tan característico, y que ya lo
distinguía incluso en los días de Eton-, creo que si un hombre viviera su vida
de manera total y completa, si diera forma a todo sentimiento, expresión a todo
pensamiento, realidad a todo sueño..., creo que el mundo recibiría tal empujón
de alegría que olvidaríamos todas las enfermedades del medievalismo y
regresaríamos al ideal heleno; puede que incluso a algo más delicado, más
rico que el ideal heleno. Pero hasta el más valiente de nosotros tiene miedo de
sí mismo. La mutilación del salvaje encuentra su trágica supervivencia en la
autorrenuncia que desfigura nuestra vida. Se nos castiga por nuestras
negativas. Todos los impulsos que nos esforzamos por estrangular se
multiplican en la mente y nos envenenan. Que el cuerpo peque una vez, y se
habrá librado de su pecado, porque la acción es un modo de purificación.
Después no queda nada, excepto el recuerdo de un placer o la voluptuosidad
de un remordimiento. La única manera de librarse de la tentación es ceder
ante ella. Si se resiste, el alma enferma, anhelando lo que ella misma se ha
prohibido, deseando lo que sus leyes monstruosas han hecho monstruoso e
ilegal. Se ha dicho que los grandes acontecimientos del mundo suceden en el
cerebro. Es también en el cerebro, y sólo en el cerebro, donde se cometen los
grandes pecados. Usted, señor Gray, usted mismo, todavía con las rosas rojas
de la juventud y las blancas de la infancia, ha tenido pasiones que le han
hecho asustarse, pensamientos que le han llenado de terror, sueños y
momentos de vigilia cuyo simple recuerdo puede teñirle las mejillas de
vergüenza...
-¡Basta! -balbuceó Dorian Gray-; ¡basta! Me desconcierta usted. No sé qué
decir. Hay una manera de responderle, pero no la encuentro. No hable.
Déjeme pensar. O, más bien, deje que trate de pensar.
Durante cerca de diez minutos siguió allí, inmóvil, los labios abiertos y un
brillo extraño en la mirada. Era vagamente consciente de que influencias
completamente nuevas actuaban en su interior, aunque, le parecía a él,
procedían en realidad de sí mismo. Las pocas palabras que el amigo de Basil
le había dicho, palabras lanzadas al azar, sin duda, y caprichosamente
paradójicas, habían tocado alguna cuerda secreta, nunca pulsada
anteriormente, pero que sentía ahora vibrar y palpitar con peculiares
estremecimientos.
La música le afectaba de la misma manera. La música le había conmovido
muchas veces. Pero la música no era directamente inteligible. No era un
mundo nuevo, sino más bien otro caos creado en nosotros. ¡Palabras!
¡Simples palabras! ¡Qué terribles eran! ¡Qué claras, y qué agudas y crueles!
No era posible escapar. Y, sin embargo, ¡qué magia tan sutil había en ellas!
Parecían tener la virtud de dar una forma plástica a cosas informes y poseer
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una música propia tan dulce como la de una viola o de un laúd. ¡Simples
palabras! ¿Había algo tan real como las palabras?
Sí; hubo cosas en su infancia que nunca entendió, pero que ahora entendía.
La vida, de repente, adquirió a sus ojos un color rojo encendido. Le pareció
que había estado caminando sobre fuego. ¿Por qué no lo había sabido antes?
Con una sonrisa sutil lord Henry lo observaba. Sabía cuál era el momento
psicológico en el que no había que decir nada. Estaba sumamente interesado.
Sorprendido de la impresión producida por sus palabras y, al recordar un libro
que había leído a los dieciséis años, un libro que le reveló muchas cosas que
antes no sabía, se preguntó si Dorian Gray estaba teniendo una experiencia
similar. Él no había hecho más que lanzar una flecha al aire. ¿Había dado en
el blanco? ¡Qué fascinante era aquel muchacho!
Hallward pintaba sin descanso con aquellas maravillosas y audaces
pinceladas suyas que tenían el verdadero refinamiento y la perfecta delicadeza
que, al menos en el arte, proceden únicamente de la fuerza. No había
advertido el silencio.
-Basil, me canso de estar de pie -exclamó Gray de repente-. Quiero salir al
jardín y sentarme. Aquí el aire es asfixiante.
-Tendrás que perdonarme. Cuando pinto me olvido de todo lo demás. Pero
nunca habías posado mejor. Has estado completamente inmóvil. Y he captado
el efecto que quería: los labios entreabiertos, y el brillo en los ojos. No sé qué
te habrá dicho Harry para conseguir esta expresión maravillosa. Imagino que
te halagaba la vanidad. No debes creer una sola palabra de lo que diga.
-Desde luego no me halagaba la vanidad. Tal vez por eso no he creído nada
de lo que me ha dicho. -Reconozca que se lo ha creído todo -dijo lord Henry,
lanzándole una mirada soñadora y lánguida-. Saldré al jardín con usted. Hace
un calor horrible en el estudio. Basil, ofrécenos algo helado para beber, algo
que tenga fresas.
-Por supuesto, Harry. Basta con que llames; en cuanto venga Parker le diré
lo que quieres. He de trabajar el fondo; me reuniré después con vosotros. No
retengas demasiado tiempo a Dorian. Nunca me he sentido tan en forma para
pintar como hoy. Va a ser mi obra maestra. Ya lo es, tal como está ahora.
Lord Henry salió al jardín y encontró a Dorian Gray con el rostro hundido en
las grandes flores del lilo, bebiendo febrilmente su perfume fresco como si se
tratase de vino. Se le acercó y le puso una mano en el hombro.
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-Está usted en lo cierto al hacer eso -murmuró-. Nada, excepto los sentidos,
puede curar el alma, como tampoco nada, excepto el alma, puede curar los
sentidos.
El muchacho se sobresaltó, apartándose. Llevaba la cabeza descubierta, y
las hojas del arbusto le habían despeinado, enredando las hebras doradas.
Había miedo en sus ojos, como sucede cuándo se despierta a alguien de
repente. Le vibraron las aletas de la nariz y algún nervio escondido agitó el rojo
de sus labios, haciéndolos temblar.
-Sí -prosiguió lord Henry-; ése es uno de los grandes secretos de la vida:
curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos con el alma. Usted es
una criatura asombrosa. Sabe más de lo que cree saber, pero menos de lo que
quiere.
Dorian Gray frunció el ceño y apartó la cabeza. Le era imposible dejar de
mirar con buenos ojos a aquel joven alto y elegante que tenía al lado. Su rostro
moreno y romántico y su aire cansado le interesaban. Había algo en su voz,
grave y lánguida, absolutamente fascinante. Sus manos blancas, tranquilas,
que tenían incluso algo de flores, poseían un curioso encanto. Se movían,
cuando lord Henry hablaba, de manera musical, y parecían poseer un lenguaje
propio. Pero lord Henry le asustaba, y se avergonzaba de sentir miedo. ¿Cómo
era que un extraño le había hecho descubrirse a sí mismo? Conocía a
Hallward desde hacía meses, pero la amistad entre ambos no lo había
cambiado. De repente, sin embargo, se había cruzado con alguien que parecía
descubrirle el misterio de la existencia. Aunque, de todos modos, ¿qué motivo
había para sentir miedo? Él no era un colegial ni una muchachita. Era absurdo
asustarse.
-Sentémonos a la sombra -dijo lord Henry-. Parker nos ha traído las bebidas,
y si se queda usted más tiempo bajo este sol de justicia se le echará a perder
la tez y Basil nunca lo volverá a retratar. No debe permitir que el sol lo queme.
Sería muy poco favorecedor.
-¿Qué importancia tiene eso? -exclamó Dorian Gray, riendo, mientras se
sentaba en un banco al fondo del jardín.
-Toda la importancia del mundo, señor Gray.
-¿Por qué?
-Porque posee usted la más maravillosa juventud, y la juventud es lo más
precioso que se puede poseer.
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-No lo siento yo así, lord Henry.
-No; no lo siente ahora. Pero algún día, cuando sea viejo y feo y esté lleno de
arrugas, cuando los pensamientos le hayan marcado la frente con sus pliegues
y la pasión le haya quemado los labios con sus odiosas brasas, lo sentirá, y lo
sentirá terriblemente. Ahora, dondequiera que vaya, seduce a todo el mundo.
¿Será siempre así?... Posee usted un rostro extraordinariamente agraciado,
señor Gray. No frunza el ceño. Es cierto. Y la belleza es una manifestación de
genio; está incluso por encima del genio, puesto que no necesita explicación.
Es uno de los grandes dones de la naturaleza, como la luz del sol, o la
primavera, o el reflejo en aguas oscuras de esa concha de plata a la que
llamamos luna. No admite discusión. Tiene un derecho divino de soberanía.
Convierte en príncipes a quienes la poseen. ¿Se sonríe? ¡Ah! Cuando la haya
perdido no sonreirá... La gente dice a veces que la belleza es sólo superficial.
Tal vez. Pero, al menos, no es tan superficial como el pensamiento. Para mí la
belleza es la maravilla de las maravillas. Tan sólo las personas superficiales no
juzgan por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo
que no se ve... Sí, señor Gray, los dioses han sido buenos con usted. Pero lo
que los dioses dan, también lo quitan, y muy pronto. Sólo dispone de unos
pocos años en los que vivir de verdad, perfectamente y con plenitud. Cuando
se le acabe la juventud desaparecerá la belleza, y entonces descubrirá de
repente que ya no le quedan más triunfos, o habrá de contentarse con unos
triunfos insignificantes que el recuerdo de su pasado esplendor hará más
amargos que las derrotas. Cada mes que expira lo acerca un poco más a algo
terrible. El tiempo tiene celos de usted, y lucha contra sus lirios y sus rosas. Se
volverá cetrino, se le hundirán las mejillas y sus ojos perderán el brillo. Sufrirá
horriblemente... ¡Ah! Disfrute plenamente de la juventud mientras la posee. No
despilfarre el oro de sus días escuchando a gente aburrida, tratando de redimir
a los fracasados sin esperanza, ni entregando su vida a los ignorantes, los
anodinos y los vulgares. Ésos son los objetivos enfermizos, las falsas ideas de
nuestra época. ¡Viva! ¡Viva la vida maravillosa que le pertenece! No deje que
nada se pierda. Esté siempre a la busca de nuevas sensaciones. No tenga
miedo de nada... Un nuevo hedonismo: eso es lo que nuestro siglo necesita.
Usted puede ser su símbolo visible. Dada su personalidad, no hay nada que no
pueda hacer. El mundo le pertenece durante una temporada... En el momento
en que lo he visto he comprendido que no se daba usted cuenta en absoluto
de lo que realmente es, de lo que realmente puede ser. Había en usted tantas
cosas que me encantaban que he sentido la necesidad de hablarle un poco de
usted. He pensado en la tragedia que sería malgastar lo que posee. Porque su
juventud no durará mucho, demasiado poco, a decir verdad. Las flores
sencillas del campo se marchitan, pero florecen de nuevo. Las flores del
codeso serán tan amarillas el próximo junio como ahora. Dentro de un mes
habrá estrellas moradas en las clemátides y, año tras año, la verde noche de
sus hojas sostendrá sus flores moradas. Pero nosotros nunca recuperamos
nuestra juventud. El pulso alegre que late en nosotros cuando tenemos veinte
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años se vuelve perezoso con el paso del tiempo. Nos fallan las extremidades,
nuestros sentidos se deterioran. Nos convertimos en espantosas marionetas,
obsesionados por el recuerdo de las pasiones que nos asustaron en demasía,
y el de las exquisitas tentaciones a las que no tuvimos el valor de sucumbir.
¡Juventud! ¡Juventud! ¡No hay absolutamente nada en el mundo excepto la
juventud!
Dorian Gray escuchaba, los ojos muy abiertos, asombrado. El ramillete de
lilas se le cayó al suelo. Una sedosa abeja zumbó a su alrededor por un
instante. Luego empezó a trepar con dificultad por los globos estrellados de
cada flor. Dorian Gray la observó con el extraño interés por las cosas triviales
que tratamos de fomentar cuando las más importantes nos asustan, o cuando
nos embarga alguna nueva emoción que no sabemos expresar, o cuando
alguna idea que nos aterra pone repentino sitio a la mente y exige nuestra
rendición. Al cabo de algún tiempo la abeja alzó el vuelo. Dorian Gray la vio
introducirse en la campanilla de una enredadera. La flor pareció estremecerse
y luego se balanceó suavemente hacia adelante y hacia atrás.
De repente, el pintor apareció en la puerta del estudio y, con gestos bruscos,
les indicó que entraran en la casa. Dorian Gray y lord Henry se miraron y
sonrieron.
-Estoy esperando -exclamó Hallward-. Vengan, por favor. La luz es perfecta;
tráiganse los vasos.
Se levantaron y recorrieron juntos la senda. Dos mariposas verdes y blancas
se cruzaron con ellos y, en el peral que ocupaba una esquina del jardín, un
mirlo empezó a cantar.
-Se alegra de haberme conocido, señor Gray-dijo lord Henry, mirándolo.
-Sí, ahora sí. Me pregunto si me alegraré siempre.
-¡Siempre! Terrible palabra. Hace que me estremezca cuando la oigo. Las
mujeres son tan aficionadas a usarla. Echan a perder todas las historias de
amor intentando que duren para siempre. Es, además, una palabra sin sentido.
La única diferencia entre un capricho y una pasión para toda la vida es que el
capricho dura un poco más.
Al entrar en el estudio, Dorian Gray puso una mano en el brazo de lord
Henry.
-En ese caso, que nuestra amistad sea un capricho -murmuró, ruborizándose
ante su propia audacia; luego subió al estrado y volvió a posar.
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Lord Henry se dejó caer en un gran sillón de mimbre y lo contempló. El roce
del pincel sobre el lienzo era el único ruido que turbaba la quietud, excepto
cuando, de tarde en tarde, Hallward retrocedía para examinar su obra desde
más lejos. En los rayos oblicuos que penetraban por la puerta abierta, el polvo
danzaba, convertido en oro. El intenso perfume de las rosas parecía envolverlo
todo.
Al cabo de un cuarto de hora Hallward dejó de pintar, miró durante un buen
rato a Dorian Gray, y luego durante otro buen rato al cuadro mientras mordía el
extremo de uno de sus grandes pinceles y fruncía el ceño.
-Está terminado -exclamó por fin; agachándose, firmó con grandes trazos
rojos en la esquina izquierda del lienzo.
Lord Henry se acercó a examinar el retrato. Era, sin duda, una espléndida
obra de arte, y el parecido era excelente.
-Mi querido amigo -dijo-, te felicito de todo corazón. Es el mejor retrato de
nuestra época. Señor Gray, venga a comprobarlo usted mismo.
El muchacho se sobresaltó, como despertando de un sueño.
-¿Realmente acabado? -murmuró, bajando del estrado.
-Totalmente -dijo el pintor-. Y hoy has posado mejor que nunca. Te estoy
muy agradecido.
-Eso me lo debes enteramente a mí -intervino lord Henry-. ¿No es así, señor
Gray?
Dorian, sin responder, avanzó con lentitud de espaldas al cuadro y luego se
volvió hacia él. Al verlo retrocedió, las mejillas encendidas de placer por un
momento. Un brillo de alegría se le encendió en los ojos, como si se
reconociese por vez primera. Permaneció inmóvil y maravillado, consciente
apenas de que Hallward hablaba con él y sin captar el significado de sus
palabras. La conciencia de su propia belleza lo asaltó como una revelación.
Era la primera vez. Los cumplidos de Basil Hallward le habían parecido hasta
entonces simples exageraciones agradables, producto de la amistad. Los
escuchaba, se reía con ellos y los olvidaba. No influían sobre él. Luego se
había presentado lord Henry Wotton con su extraño panegírico sobre la
juventud, su terrible advertencia sobre su brevedad. Aquello le había
conmovido y, ahora, mientras miraba fijamente la imagen de su belleza, con
una claridad fulgurante captó toda la verdad. Sí, en un día no muy lejano su
rostro se arrugaría y marchitaría, sus ojos perderían color y brillo, la armonía
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de su figura se quebraría. Desaparecería el rojo escarlata de sus labios y el
oro de sus cabellos. La vida que había de formarle al alma le deformaría el
cuerpo. Se convertiría en un ser horrible, odioso, grotesco. Al pensar en ello,
un dolor muy agudo lo atravesó como un cuchillo, e hizo que se estremecieran
todas las fibras de su ser. El azul de sus ojos se oscureció con un velo de
lágrimas. Sintió que una mano de hielo se le había posado sobre el corazón.
-¿No te gusta? -exclamó finalmente Hallward, un tanto dolido por el silencio
del muchacho, sin entender su significado.
-Claro que le gusta -dijo lord Henry-. ¿A quién podría no gustarle? Es una de
las grandes obras del arte moderno. Te daré por él lo que quieras pedirme.
Debe ser mío.
-No soy yo su dueño, Harry.
-¿Quién es el propietario?
-Dorian, por supuesto -respondió el pintor.
-Es muy afortunado.
-¡Qué triste resulta! -murmuró Dorian Gray, los ojos todavía fijos en el retrato. Me haré viejo, horrible, espantoso. Pero este cuadro siempre será joven.
Nunca dejará atrás este día de junio... ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservase
siempre joven y el retrato envejeciera! Daría..., ¡daría cualquier cosa por eso!
¡Daría el alma!
-No creo que te gustara mucho esa solución, Basil -exclamó lord Henry,
riendo-. Sería bastante inclemente con tu obra.
-Me opondría con la mayor energía posible, Harry -dijo Hallward.
Dorian Gray se volvió para mirarlo.
-Estoy seguro de que lo harías. Tu arte te importa más que los amigos. Para
ti no soy más que una figurilla de bronce. Ni siquiera eso, me atrevería a decir.
El pintor se lo quedó mirando, asombrado. Dorian no hablaba nunca así.
¿Qué había sucedido? Parecía muy enfadado. Tenía el rostro encendido y le
ardían las mejillas.
-Sí -continuó el joven-: para ti soy menos que tu Hermes de marfil o tu fauno
de plata. Ésos te gustarán siempre. ¿Hasta cuándo te gustaré yo? Hasta que
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me salga la primera arruga. Ahora ya sé que cuando se pierde la belleza,
mucha o poca, se pierde todo. Tu cuadro me lo ha enseñado. Lord Henry
Wotton tiene razón. La juventud es lo único que merece la pena. Cuando
descubra que envejezco, me mataré.
Hallward palideció y le tomó la mano.
-¡Dorian! ¡Dorian! -exclamó-, no hables así. Nunca he tenido un amigo como
tú, ni tendré nunca otro. No me digas que sientes celos de las cosas
materiales. ¡Tú estás por encima de todas ellas!
-Tengo celos de todo aquello cuya belleza no muere. Tengo celos de mi
retrato. ¿Por qué ha de conservar lo que yo voy a perder? Cada momento que
pasa me quita algo para dárselo a él. ¡Ah, si fuese al revés! ¡Si el cuadro
pudiera cambiar y ser yo siempre como ahora! ¿Para qué lo has pintado? Se
burlará de mí algún día, ¡se burlará despiadadamente!
Los ojos se le llenaron de lágrimas ardientes; retiró bruscamente la mano y,
arrojándose sobre el diván, enterró el rostro entre los cojines, como si
estuviera rezando.
-Esto es obra tuya, Harry -dijo el pintor con amargura.
Lord Henry se encogió de hombros.
-Es el verdadero Dorian Gray, eso es todo.
-No lo es.
-Si no lo es, ¿qué tengo yo que ver con eso?
-Deberías haberte marchado cuando te lo pedí -murmuró.
-Me quedé cuando me lo pediste -fue la respuesta de lord Henry.
-Harry, no me puedo pelear al mismo tiempo con mis dos mejores amigos,
pero entre los dos me habéis hecho odiar la más perfecta de mis obras, y voy
a destruirla. ¿Qué es, después de todo, excepto lienzo y color? No voy a
permitir que un retrato se interponga entre nosotros.
Dorian Gray alzó la rubia cabeza del cojín y, con el rostro pálido y los ojos
enrojecidos por las lágrimas lo miró, mientras Hallward se dirigía hacia la mesa
de madera situada bajo la alta ventana con cortinas. ¿Qué había ido a hacer
allí? Los dedos se perdían entre el revoltijo de tubos de estaño y pinceles
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secos, buscando algo. Sí, el largo cuchillo apaletado, con su delgada hoja de
acero flexible. . Una vez encontrado, se disponía a rasgar la tela. Ahogando un
gemido, el muchacho saltó del diván y, corriendo hacia Hallward, le arrancó el
cuchillo de la mano, arrojándolo al otro extremo del estudio.
-¡No, Basil, no lo hagas! -exclamó-. ¡Sería un asesinato! -Me alegro de que
por fin aprecies mi obra, Dorian -dijo fríamente el pintor, una vez recuperado
de la sorpresa-. Había perdido la esperanza.
-¿Apreciarla? Me fascina. Es parte de mí mismo. Lo noto.
-Bien; tan pronto como estés seco, serás barnizado y enmarcado y enviado a
tu casa. Una vez allí, podrás hacer contigo lo que quieras -cruzando la
estancia tocó la campanilla para pedir té-. ¿Tomarás té, como es lógico,
Dorian? ¿Y tú también, Harry? ¿O estás en contra de placeres tan sencillos?
-Adoro los placeres sencillos -dijo lord Henry-. Son el último refugio de las
almas complicadas. Pero no me gustan las escenas, excepto en el teatro. ¡Qué
personas tan absurdas sois los dos! Me pregunto quién definió al hombre
como animal racional. Fue la definición más prematura que se ha dado nunca.
El hombre es muchas cosas, pero no racional. Y me alegro de ello después de
todo: aunque me gustaría que no os pelearais por el cuadro. Será mucho
mejor que me lo des a mí, Basil. Este pobre chico no lo quiere en realidad, y yo
en cambio sí.
-¡Si se lo das a otra persona, no te lo perdonaré nunca! -exclamó Dorian
Gray-; y no permito que nadie me llame pobre chico.
-Ya sabes que el cuadro es tuyo, Dorian. Te lo di antes de que existiera.
-Y también sabe usted, señor Gray, que se ha dejado llevar por los
sentimientos y que en realidad no le parece mal que se le recuerde cuán joven
es.
-Me hubiera parecido francamente mal esta mañana, lord Henry.
-¡Ah, esta mañana! Ha vivido usted mucho desde entonces.
Se oyó llamar a la puerta, entró el mayordomo con la bandeja del té y la
colocó sobre una mesita japonesa. Se oyó un tintineo de tazas y platillos y el
silbido de una tetera georgiana. Entró un paje llevando dos fuentes con forma
de globo. Dorian Gray se acercó a la mesa y sirvió el té. Los otros dos se
acercaron lánguidamente y examinaron lo que había bajo las tapaderas.
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-Vayamos esta noche al teatro -propuso lord Henry-. Habrá algo que ver en
algún sitio. He quedado para cenar en White's, pero sólo se trata de un viejo
amigo, de manera que le puedo mandar un telegrama diciendo que estoy
enfermo o que no puedo ir en razón de un compromiso ulterior. Creo que sería
una excusa bastante simpática, ya que contaría con la sorpresa de la
sinceridad.
-¡Es tan aburrido ponerse de etiqueta! -murmuró Hallward-. Y, cuando ya lo
has hecho, ¡se tiene un aspecto tan horroroso!
-Sí -respondió lord Henry distraídamente-, la ropa del siglo XIX es detestable.
Tan sombría, tan deprimente. El pecado es el único elemento de color que
queda en la vida moderna.
-No deberías decir cosas como ésa delante de Dorian, Harry.
-¿Delante de qué Dorian? ¿El que nos está sirviendo el té o el del cuadro?
-De ninguno de los dos.
-Me gustaría ir al teatro con usted, lord Henry -dijo el muchacho.
-Venga, entonces; y tú también, Basil.
-La verdad es que no puedo. Será mejor que no. Tengo muchísimo trabajo.
-Bien; en ese caso, iremos usted y yo, señor Gray.
-Encantado.
El pintor se mordió el labio y, con la taza en la mano, se acercó al cuadro.
-Me quedaré con el verdadero Dorian -dijo tristemente.
-¿Es ése el verdadero Dorian? -exclamó el original del retrato, acercándose a
Hallward-. ¿Soy realmente así? -Sí; exactamente así.
-¡Maravilloso, Basil!
-Tienes al menos el mismo aspecto. Pero él no cambiará -suspiró Hallward-.
Eso es algo.
-¡Qué obsesión tienen las personas con la fidelidad! -exclamó lord Henry-.
Incluso el amor es simplemente una cuestión de fisiología. No tiene nada que
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ver con la voluntad. Los jóvenes quieren ser fieles y no lo son; los viejos
quieren ser infieles y no pueden: eso es todo lo que cabe decir.
-No vayas esta noche al teatro, Dorian -dijo Hallward-. Quédate a cenar
conmigo.
-No puedo, Basil.
-¿Por qué no?
-Porque he prometido a lord Henry Wotton ir con él.
-No mejorará su opinión de ti porque cumplas tus promesas. Él siempre falta
a las suyas. Te ruego que no vayas.
Dorian Gray rió y negó con la cabeza.
-Te lo suplico.
El muchacho vaciló y miró hacia lord Henry, que los contemplaba desde la
mesita del té con una sonrisa divertida.
-Tengo que ir, Basil -respondió el joven.
-Muy bien -dijo Hallward; y, alejándose, depositó su taza en la bandeja-. Es
bastante tarde y, dado que tienes que vestirte, será mejor que no pierdas más
tiempo. Hasta la vista, Harry. Hasta la vista, Dorian. Ven pronto a verme.
Mañana.
-Desde luego.
-¿No lo olvidarás?
-¡No, claro que no! -exclamó Dorian.
-Y..., ¡Harry!
-¿Sí, Basil?
-Recuerda lo que te pedí cuando estábamos esta mañana en el jardín.
-Lo he olvidado.
-Confío en ti.
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-Quisiera poder confiar yo mismo -dijo lord Henry, riendo-. Vamos, señor
Gray, mi coche está ahí fuera, le puedo dejar en su casa. Hasta la vista, Basil.
Ha sido una tarde interesantísima.
Cuando la puerta se cerró tras ellos el pintor se dejó caer en un sofá y
apareció en su rostro una expresión de sufrimiento.
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Capítulo 3
A las doce Y media del día siguiente lord Henry Wotton fue paseando desde
Curzon Street hasta el Albany para visitar a su tío, lord Fermor, un viejo
solterón, cordial pero un tanto brusco, a quien en general se tachaba de
egoísta porque el mundo no obtenía de él beneficio alguno, pero al que la
buena sociedad consideraba generoso porque daba de comer a la gente que
le divertía. Su padre había sido embajador en Madrid cuando Isabel II era
joven y nadie había pensado aún en el general Prim, pero abandonó la carrera
diplomática caprichosamente por el despecho que sintió al ver que no le
ofrecían la embajada de París, puesto al que creía tener pleno derecho en
razón de su nacimiento, de su indolencia, del excelente inglés de sus
despachos y de su desmesurada pasión por los placeres. El hijo, que había
sido secretario de su padre, y que presentó también la dimisión, gesto que por
entonces se consideró un tanto descabellado, sucedió a su padre en el título
unos meses después, y se consagró a cultivar con seriedad el gran arte
aristocrático de no hacer absolutamente nada. Aunque poseía dos grandes
casas en Londres, prefería vivir en habitaciones alquiladas, que le causaban
menos molestias, y hacía en su club la mayoría de las comidas. Se
preocupaba algo de la gestión de sus minas de carbón en las Midlands, y se
excusaba de aquel contacto con la industria alegando que poseer minas de
carbón otorgaba a un caballero el privilegio de quemar leña en el hogar de su
propia chimenea. En política era conservador, excepto cuando los
conservadores gobernaban, periodo en el que los insultaba sistemáticamente,
acusándolos de ser una pandilla de radicales. Era un héroe para su ayuda de
cámara, que lo tiranizaba, y un personaje aterrador para la mayoría de sus
parientes, a quienes él, a su vez, tiranizaba. Era una persona que sólo podía
haber nacido en Inglaterra, y siempre afirmaba que el país iba a la ruina. Sus
principios estaban anticuados, pero se podía decir mucho en favor de sus
prejuicios.
Cuando lord Henry entró en la habitación de su tío lo encontró vestido con
una tosca chaqueta de caza, fumando un cigarro habano y refunfuñando
mientras leía The Times.
-Vaya, Harry -dijo el anciano caballero-, ¿qué te ha hecho salir tan pronto de
casa? Creía que los dandis no se levantaban hasta las dos y que no aparecían
en público hasta las cinco.
-Puro afecto familiar, tío George, te lo aseguro. Quiero pedirte algo.
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-Dinero, imagino -respondió lord Fermor, torciendo el gesto-. Bueno; siéntate
y cuéntamelo todo. En estos tiempos que corren los jóvenes se imaginan que
el dinero lo es todo.
-Sí -murmuró lord Henry, colocándose mejor la flor que llevaba en el ojal de
la chaqueta-; y cuando se hacen viejos no se lo imaginan: lo saben. Pero no
quiero dinero. Sólo las personas que pagan sus facturas necesitan dinero, tío
George, y yo nunca pago las mías. El crédito es el capital de un segundón, y
se vive agradablemente con él. Además, siempre me trato con los proveedores
de Dartmoor y, en consecuencia, nunca me molestan. Lo que quiero es
información: no información útil, por supuesto; información perfectamente inútil.
-Te puedo contar todo lo que contiene cualquier informe oficial, aunque
quienes los redactan hoy en día escriben muchas tonterías. Cuando yo estaba
en el cuerpo diplomático las cosas iban mucho mejor. Pero, según tengo
entendido, ahora les hacen un examen de ingreso. ¿Hay que extrañarse del
resultado? Los exámenes, señor mío, son pura mentira de principio a fin. Si
una persona es un caballero, sabe más que suficiente, y si no lo es, todo lo
que sepa es malo para él.
-El señor Dorian Gray no tiene nada que ver con el mundo de los informes
oficiales, tío George -dijo lord Henry lánguidamente.
-¿El señor Dorian Gray? ¿Quién es? -preguntó lord Fermor, frunciendo el
espeso entrecejo cano.
-Eso es lo que he venido a averiguar, tío George. Debo decir, más bien, que
sé quién es. Es el nieto del último lord Kelso. Su madre era una Devereux, lady
Margaret Devereux. Quiero que me hables de su madre. ¿Cómo era? ¿Con
quién se casó? Trataste prácticamente a todo el mundo en tu época, de
manera que quizá la hayas conocido. En el momento actual me interesa
mucho el señor Gray. Acaban de presentármelo.
-¡Nieto de Kelso! -repitió el anciano caballero-. El nieto de Kelso... Claro...
Conocí muy bien a su madre. Creo que asistí a su bautizo. Era una joven
extraordinariamente hermosa, Margaret Devereux, y volvió loco a todo el
mundo escapándose con un joven que no tenía un céntimo, un don nadie,
señor mío, un suboficial de infantería o algo por el estilo. Ya lo creo. Lo
recuerdo todo como si hubiera sucedido ayer. Al pobre infeliz lo mataron en un
duelo en Spa pocos meses después de la boda. Una historia muy fea. Dijeron
que Kelso se agenció un aventurero sin escrúpulos, un animal belga, para que
insultara en público a su yerno; le pagó, señor mío, para que lo hiciera; le pagó
y luego aquel individuo ensartó al suboficial como si fuera un pichón. Echaron
tierra sobre el asunto, pero, cielo santo, Kelso comió solo en el club durante
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cierto tiempo después de aquello. Recogió a su hija, según me contaron, pero
la chica nunca volvió a dirigirle la palabra. Sí, sí, un asunto muy feo. Margaret
también se murió, en menos de un año. De manera que dejó un hijo, ¿no es
eso? Lo había olvidado. ¿Cómo es el chico? Si es como su madre debe de ser
bien parecido.
-Es bien parecido -asintió lord Henry.
-Espero que caiga en buenas manos -prosiguió el anciano-. Heredará un
montón de dinero si Kelso se ha portado bien con él. Su madre también tenía
dinero. Le correspondieron todas las propiedades de Selby, a través de su
abuelo. Su abuelo odiaba a Kelso, lo consideraba un tacaño de mucho
cuidado. Y no se equivocaba. Fue a Madrid en una ocasión cuando yo estaba
allí. Cielo santo, logró que me avergonzase de él. La reina me preguntaba
quién era el noble inglés que siempre se peleaba con los cocheros por el
precio de las carreras. Menuda historia. Pasé un mes sin aparecer por la
Corte. Confío en que tratara a su nieto mejor que a los cocheros de alquiler.
-No lo sé -respondió lord Henry-. Imagino que al chico no le faltará de nada.
Todavía no es mayor de edad. Sé que Selby es suyo: lo sé porque me lo ha
dicho él. Y.., ¿su madre, entonces, era muy hermosa?
-Margaret Devereux era una de las criaturas más encantadoras que he visto
nunca, Harry. Qué la impulsó a comportarse como lo hizo es algo que nunca
entenderé. Podría haberse casado con quien hubiera querido. Carlington
estaba loco por ella. Pero era una romántica. Todas las mujeres de esa familia
lo han sido. Los hombres no valían nada, pero, cielo santo, las mujeres eran
maravillosas. Carlington se declaró de rodillas. Me lo dijo él mismo. Margaret
Devereux se rió de él, y no había por entonces una chica en Londres que no
quisiera pescarlo. Y, por cierto, Harry, hablando de matrimonios estúpidos,
¿qué es esa patraña que me cuenta tu padre de que Dartmoor se quiere casar
con una americana? ¿Es que las chicas inglesas no son lo bastante buenas
para él?
-Ahora está bastante de moda casarse con americanas, tío George.
-Yo apoyo a las mujeres inglesas contra el mundo entero, Harry -dijo lord
Fermor, golpeando la mesa con el puño.
-Todo el mundo apuesta por las americanas.
-No duran, según me han dicho -murmuró su tío. -Las carreras de fondo las
agotan, pero son inigualables en las de obstáculos. Lo saltan todo sin
pestañear. No creo que Dartmoor tenga la menor posibilidad.
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-¿Quiénes son sus padres? -gruñó el anciano-. ¿Acaso los tiene?
Lord Henry negó con la cabeza.
-Las jóvenes americanas son tan inteligentes para esconder a sus padres
como las mujeres inglesas para ocultar su pasado -dijo lord Henry,
levantándose para marcharse.
-Serán chacineros, supongo.
-Eso espero, tío George, por el bien de Dartmoor. Me dicen que la chacinería
es una de las profesiones más lucrativas de los Estados Unidos, después de la
política.
-¿Es bonita esa muchacha?
-Se comporta como si fuese hermosa. La mayoría de las americanas lo
hacen. Es el secreto de su encanto.
-¿Por qué no se quedan en su país? Siempre nos están diciendo que es el
paraíso de las mujeres.
-Lo es. Ésa es la razón de que, como Eva, estén tan excesivamente ansiosas
de abandonarlo -dijo lord Henry-. Adiós, tío George. Gracias por darme la
información que quería. Me gusta saberlo todo sobre mis nuevos amigos y
nada sobre los viejos.
-¿Dónde almuerzas hoy, Harry?
-En casa de tía Agatha. He hecho que me invite, junto con el señor Gray, que
es su último protégé.
-¡Umm! Dile a tu tía Agatha, Harry, que no me moleste más con sus
empresas caritativas. Estoy harto. Caramba, la buena mujer cree que no tengo
nada mejor que hacer que escribir cheques para sus estúpidas ocurrencias.
-De acuerdo, tío George, se lo diré, pero no tendrá ningún efecto. Las
personas filantrópicas pierden toda noción de humanidad. Se las reconoce por
eso.
El anciano caballero gruñó aprobadoramente y llamó para que entrara su
criado.
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Lord Henry atravesó unos soportales de poca altura para llegar a Burlington
Street, y dirigió sus pasos en dirección a la plaza de Berkeley.
Aquélla era, por tanto, la historia familiar de Dorian Gray. Pese a lo
esquemático del relato, le había impresionado porque hacía pensar en una
historia de amor extraña, casi moderna. Una mujer hermosa que se arriesga a
todo por una loca pasión. Unas pocas semanas de felicidad sin límite
truncadas por un crimen odioso, por una traición. Meses de silenciosos
sufrimientos, y luego un hijo nacido en el dolor. La madre arrebatada por la
muerte, el niño abandonado a la soledad y a la tiranía de un anciano sin
corazón. Sí; unos antecedentes interesantes, que situaban al muchacho, que
le añadían una nueva perfección, por así decirlo. Detrás de todas las cosas
exquisitas hay algo trágico. Para que florezca la más humilde de las flores se
necesita el esfuerzo de mundos... Y, ¡qué encantador había estado durante la
cena la noche anterior, cuando, la sorpresa en los ojos y los labios
entreabiertos por el placer y el temor, se había sentado frente a él en el club,
las pantallas rojas de las lámparas avivando el rubor despertado en su rostro
por el asombro! Hablar con él era como tocar el más delicado de los violines.
Dorian respondía a cada toque y vibración del arco... Había algo terriblemente
cautivador en influir sobre alguien. No existía otra actividad parecida. Proyectar
el alma sobre una forma agradable, detenerse un momento; emitir las propias
ideas para que las devuelva un eco, acompañadas por la música de una
pasión juvenil; transmitir a otro la propia sensibilidad como si se tratase de un
fluido sutil o de un extraño perfume; allí estaba la fuente de una alegría
verdadera, tal vez la más satisfactoria que todavía nos permite una época tan
mezquina y tan vulgar como la nuestra, una época zafiamente carnal en sus
placeres y enormemente vulgar en sus metas... Aquel muchacho a quien por
una extraña casualidad había conocido en el estudio de Basil encarnaba
además un modelo maravilloso o, al menos, se le podía convertir en un ser
maravilloso. Suyo era el encanto, y la pureza inmaculada de la adolescencia,
junto a una belleza que sólo los antiguos mármoles griegos conservan para
nosotros. No había nada que no se pudiera hacer con él. Se le podía convertir
en un titán o en un juguete. ¡Qué lástima que semejante belleza estuviera
destinada a marchitarse!... ¡Y Basil? Desde un punto de vista psicológico, ¡qué
interesante era! Un nuevo estilo artístico, un modo nuevo de ver la vida, todo
ello sugerido de manera tan extraña por la simple presencia de alguien que era
todo eso de manera inconsciente; el espíritu silencioso que mora en bosques
sombríos y camina sin ser visto por campos abiertos, mostrándose, de
repente, como una dríade, y sin temor, porque en el alma que la busca se ha
despertado ya esa singular capacidad a la que corresponde la revelación de
las cosas maravillosas; las simples formas, los simples contornos de las cosas
que se estilizaban, por así decirlo, adquiriendo algo semejante a un valor
simbólico, como si fuesen a su vez el esbozo de otra forma más perfecta, a
cuya sombra dotaban de realidad: ¡qué extraño era todo! Recordaba algo
parecido en la historia del pensamiento. ¿No fue Platón, aquel artista de las
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ideas, quien lo había analizado por vez primera? ¿No había sido Buonarotti
quien lo esculpió en el mármol multicolor de una sucesión de sonetos? Pero en
nuestro siglo era extraño... Sí; trataría de ser para Dorian Gray lo que él, sin
saberlo, había sido para el autor de aquel retrato maravilloso. Trataría de
dominarlo; en realidad ya lo había hecho a medias. Haría suyo aquel espíritu
maravilloso. Había algo fascinante en aquel hijo del Amor y de la Muerte.
De repente, lord Henry se detuvo y contempló las casas que lo rodeaban. Se
dio cuenta de que había dejado atrás la de su tía y, sonriendo, volvió sobre sus
pasos. Cuando entró en el vestíbulo, un tanto sombrío, el mayordomo le hizo
saber que los comensales ya se habían sentado a la mesa. Entregó el
sombrero y el bastón a uno de los lacayos y pasó al comedor.
-Tarde como de costumbre -exclamó su tía, reprendiéndolo con un
movimiento de cabeza.
Lord Henry inventó una excusa banal y, después de acomodarse en el sitio
vacío al lado de lady Agatha, miró a su alrededor para ver a los invitados.
Dorian Gray le hizo una tímida inclinación de cabeza desde el extremo de la
mesa, apareciendo en sus mejillas un rubor de satisfacción. Frente a él tenía a
la duquesa de Harley, una dama con un carácter y un valor admirables, muy
querida por todos los que la conocían, y con las amplias proporciones
arquitectónicas a las que los historiadores contemporáneos, cuando no se trata
de duquesas, dan el nombre de corpulencia. A su derecha estaba sentado sir
Thomas Burdon, miembro radical del Parlamento, que seguía a su líder en la
vida pública y a los mejores cocineros en la privada, cenando con los
conservadores y pensando con los liberales, según una regla tan prudente
como bien conocida. El asiento a la izquierda de la duquesa estaba ocupado
por el señor Erskine de Treadley, anciano caballero de considerable encanto y
cultura, que había caído sin embargo en la mala costumbre de guardar
silencio, puesto que, como explicó en una ocasión a lady Agatha, todo lo que
tenía que decir lo había dicho antes de cumplir los treinta. A la izquierda de
lord Henry se sentaba la señora Vandeleur, una de las amigas más antiguas
de su tía, santa entre las mujeres, pero tan terriblemente poco atractiva que
hacía pensar en un himnario mal encuadernado. Afortunadamente para él, la
señora Vandeleur tenía a su otro lado a lord Faudel -una mediocridad muy
inteligente, de más de cuarenta años y calva tan rotunda como una declaración
ministerial en la Cámara de los Comunes-, con quien conversaba de esa
manera tan intensamente seria que es el único error imperdonable, como él
mismo había señalado en una ocasión, en el que caen todas las personas
realmente buenas y del que ninguna de ellas escapa por completo.
-Estamos hablando del pobre Dartmoor, lord Henry -exclamó la duquesa,
haciéndole, desde el otro lado de la mesa, un gesto amistoso con la cabeza-.
¿Cree usted que se casará realmente con esa joven tan fascinante?
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-Creo que la joven está decidida a pedir su mano, duquesa.
-¡Qué espanto! -exclamó lady Agatha-. Alguien debería tomar cartas en el
asunto.
-Me han informado, de muy buena tinta, que su padre tiene un almacén de
áridos -dijo sir Thomas Burdon con aire desdeñoso.
-Mi tío ha sugerido y a que se trata de chacinería, sir Thomas.
-¡Áridos! ¿Qué mercancías son ésas? -preguntó la duquesa, alzando sus
grandes manos en gesto de asombro y acentuando mucho el verbo.
-Novelas americanas -respondió lord Henry, mientras se servía una codorniz.
La duquesa pareció desconcertada.
-No le haga caso, querida -susurró lady Agatha-. Mi sobrino nunca habla en
serio.
-Cuando se descubrió América... -intervino el miembro radical de la Cámara
de los Comunes, procediendo a enumerar algunos datos aburridísimos. Como
todas las personas que tratan de agotar un tema, logró agotar a sus oyentes.
La duquesa suspiró e hizo uso de su posición privilegiada para interrumpir.
-¡Ojalá nunca la hubieran descubierto! -exclamó-. A decir verdad, nuestras
jóvenes no tienen ahora la menor oportunidad. Es una gran injusticia.
-Quizá, después de todo, América nunca haya sido descubierta -dijo el señor
Erskine-; yo diría más bien que fue meramente detectada.
-Sí, sí, pero yo he visto especímenes de sus habitantes -respondió
vagamente la duquesa-. He de confesar que la mayoría de las mujeres son
extraordinariamente bonitas. Y además visten bien. Compran toda la ropa en
París. Me gustaría poder permitírmelo.
-Dicen que cuando mueren, los americanos buenos van a París -rió entre
dientes sir Thomas, que tenía un gran armario de frases ingeniosas ya
desechadas.
-¿De verdad? Y, ¿adónde van los malos? -quiso saber la duquesa.
-Van a los Estados Unidos -murmuró lord Henry.
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Sir Thomas frunció el ceño.
-Me temo que su sobrino tiene prejuicios contra ese gran país -le dijo a lady
Agatha-. He viajado por todo el territorio, en coches suministrados por los
directores, que son, en esas cuestiones, extraordinariamente hospitalarios. Le
aseguro que es muy instructivo visitarlos Estados Unidos.
-¿De verdad tenemos que ver Chicago para estar bien educados? -preguntó
el señor Erskine quejumbrosamente-. No me siento capaz de emprender ese
viaje.
Sir Thomas agitó la mano.
-El señor Erskine de Treadley tiene el mundo en las estanterías de su
biblioteca. A nosotros, los hombres prácticos, nos gusta ver las cosas, no leer
su descripción. Los americanos son un pueblo muy interesante. Y totalmente
razonable. Creo que es la característica que los distingue. Sí, señor Erskine,
un pueblo totalmente razonable. Le aseguro que los americanos no se andan
por las ramas.
-¡Terrible! -exclamó lord Henry-. No me gusta la fuerza bruta, pero la razón
bruta es totalmente insoportable. No está bien utilizarla. Es como golpear por
debajo del intelecto.
-No le entiendo -dijo sir Thomas, enrojeciendo considerablemente.
-Yo sí, lord Henry -murmuró el señor Erskine con una sonrisa.
-Las paradojas están muy bien a su manera... -intervino el baronet.
-¿Era eso una paradoja? -preguntó el señor Erskine-. No me lo ha parecido.
Quizá lo fuera. Bien, el camino de las paradojas es el camino de la verdad.
Para poner a prueba la realidad, hemos de verla en la cuerda floja. Cuando las
verdades se hacen acróbatas podemos juzgarlas.
-¡Dios del cielo! -dijo lady Agatha-, ¡cómo discuten ustedes los hombres!
Estoy segura de que nunca sabré de qué están hablando. Por cierto, Harry,
estoy muy enfadada contigo. ¿Por qué tratas de convencer a nuestro Dorian
Gray, una persona tan encantadora, para que renuncie al East End? Te
aseguro que sería inapreciable. A nuestros habituales les hubiera encantado
oírle tocar.
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-Quiero que toque para mí -exclamó lord Henry sonriendo. Cuando miró
hacia el extremo de la mesa captó como respuesta un brillo en la mirada de
Dorian.
-Pero en Whitechapel la gente es muy desgraciada -protestó lady Agatha.
-Soy capaz de simpatizar con cualquier cosa menos con el sufrimiento -dijo
lord Henry, encogiéndose de hombros-. Hasta eso no llego. Es demasiado feo,
demasiado horrible, demasiado angustioso. Hay algo terriblemente morboso
en la simpatía de nuestra época por el dolor. Debemos interesarnos por los
colores, por la belleza, por la alegría de vivir. Cuanto menos se hable de las
miserias de la vida, tanto mejor.
-De todos modos, el East End es un problema muy importante -señaló sir
Thomas, con un grave movimiento de cabeza.
-Muy cierto -respondió el joven lord-. Es el problema de la esclavitud, y
tratamos de resolverlo divirtiendo a los esclavos.
El político le miró con mucho interés.
-¿Qué cambio propone usted, en ese caso? -preguntó. Lord Henry se echó a
reír.
-No deseo cambiar nada en Inglaterra, a excepción del clima -respondió-. Me
basta y me sobra con la contemplación filosófica. Pero como el siglo XIX se ha
arruinado por un excesivo gasto de simpatía, sugiero que se acuda a la ciencia
para solucionarlo. La ventaja de las emociones es que nos llevan por el mal
camino, y la ventaja de la ciencia es que excluye la emoción.
-Pero tenemos gravísimas responsabilidades -aventuró tímidamente la
señora Uandeleur.
-Sumamente graves -se hizo eco lady Agatha.
Lord Henry miró con detenimiento al señor Erskine.
-La humanidad se toma demasiado en serio. Es el pecado original del
mundo. Si los cavernícolas hubieran sabido reír, la historia habría sido distinta.
-No sabe cuánto me consuela oírle -gorjeó la duquesa-. Siempre me siento
muy culpable cuando vengo a ver a su querida tía, porque no me intereso en
absoluto por el East End. En el futuro podré mirarla a la cara sin sonrojarme.
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-Sonrojarse es muy favorecedor, duquesa -señaló lord Henry.
-Sólo cuando se es joven -respondió ella-. Cuando una anciana como yo se
sonroja, es muy mala señal. ¡Ah, me gustaría que me dijera usted cómo volver
a ser joven! Lord Henry meditó unos instantes.
-¿Recuerda usted algún gran error que cometiera en sus primeros tiempos,
duquesa? -preguntó mirándola desde el otro lado de la mesa.
-Muchos, por desgracia -exclamó ella.
-Pues vuelva a cometerlos -dijo él con gravedad-. Para recuperar la juventud,
basta con repetir las mismas locuras.
-¡Deliciosa teoría! -exclamó ella-. He de ponerla en práctica.
-¡Una teoría peligrosa! -dijo sir Thomas, la boca tensa. Lady Agatha movió
desaprobadoramente la cabeza, pero la idea le pareció de todos modos
divertida. El señor Erskine escuchaba.
-Sí -continuó el joven lord-; se trata de uno de los grandes secretos de la
vida. En la actualidad la mayoría de la gente muere de una indigestión de
sentido común y descubre cuando ya es demasiado tarde que lo único que
nunca lamentamos son nuestros errores.
Se oyeron risas en torno a la mesa.
Lord Henry jugó con la idea, animándose cada vez más; la lanzó al aire y la
transformó; la dejó escapar y volvió a capturarla; la adornó con todos los
fuegos de la fantasía y le dio alas con la paradoja. El elogio de la locura,
mientras lord Henry proseguía, se elevó hasta las alturas de la filosofía, y la
filosofía misma se hizo joven y, contagiada por la música desenfrenada del
placer, vestida, cabría imaginar, con su túnica manchada de vino y una
guirnalda de hiedra, danzó como una bacante sobre las colinas de la vida y se
burló del plácido Sileno por su sobriedad. Los hechos huyeron ante ella como
asustados animalitos del bosque. Sus pies alabastrinos pisaron el enorme
lagar donde sienta sus reales el sabio Omar, hasta que el zumo rosado de la
vid se elevó en torno a sus extremidades desnudas en oleadas de burbujas
moradas, o se deslizó en espuma por las negras paredes inclinadas de la
cuba. Fue una extraordinaria improvisación. Lord Henry sentía fijos en él los
ojos de Dorian Gray, y saber que había entre quienes lo escuchaban alguien a
quien deseaba fascinar parecía dar mayor agudeza a su ingenio y prestar
colores más vivos a su imaginación. Se mostró brillante, fantástico,
irresponsable. Encantó a sus oyentes haciendo que se olvidaran de sí mismos,
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y que siguieran, riendo, la melodía de su caramillo. Dorian Gray nunca apartó
de él los ojos, y permaneció inmóvil como si estuviera encantado,
sucediéndose las sonrisas sobre sus labios, mientras el asombro, en el fondo
de sus ojos, adoptaba una pensativa gravedad.
Finalmente, cubierta con la librea de la época, la realidad entró en la estancia
en forma de lacayo para decir que a la duquesa la esperaba su coche. La
noble señora se retorció las manos con fingida desesperación.
-¡Qué fastidio! -exclamó-. He de marcharme. Tengo que recoger a mi marido
en el club para llevarlo a Willis's Rooms, donde debe presidir no sé qué
absurda reunión. Si llego tarde se enfurecerá sin duda, y no puedo exponerme
a una escena con este sombrero. Es demasiado frágil. Una palabra dura
acabaría con él. No, he de irme, mi querida Agatha. Hasta la vista, lord Henry,
es usted absolutamente delicioso y terriblemente desmoralizador. Desde
luego, no sabría qué decir sobre sus ideas. Tiene que venir a cenar con
nosotros una de estas noches. ¿El martes? ¿Está usted libre el martes?
-Por usted, duquesa, ¿de quién no prescindiría yo? -respondió lord Henry,
con una inclinación de cabeza. -¡Ah! ¡Muy amable y muy cruel por su parte! exclamó la duquesa-; pero no se olvide de venir -y abandonó la habitación
seguida por lady Agatha y las otras damas. Cuando lord Henry se hubo
sentado de nuevo, el señor Erskine, dando la vuelta a la mesa, y colocándose
a su lado, le puso una mano en el brazo.
-Usted habla mucho de libros -dijo-; ¿por qué no escribe uno?
-Me gusta demasiado leerlos para molestarme en escribirlos, señor Erskine.
Desde luego, me gustaría escribir una novela, una novela que fuese tan
encantadora y tan irreal como una alfombra persa. Pero en Inglaterra no hay
público más que para periódicos, libros de texto y enciclopedias. No hay en
todo el mundo personas con menos sentido de la belleza literaria que los
ingleses.
-Me temo que tiene usted razón -respondió el señor Erskine-. Yo mismo tuve
ambiciones literarias, pero las abandoné hace mucho. Y ahora, mi joven y
querido amigo, si me permite que le dé ese nombre, ¿le puedo preguntar si
mantiene usted todo lo que nos ha dicho durante el almuerzo?
-He olvidado por completo lo que he dicho -sonrió lord Henry-. ¿Tan inmoral
era?
-Sumamente inmoral. De hecho le considero extraordinariamente peligroso, y
si algo le sucede a nuestra buena duquesa le tendremos por responsable
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directo. Pero me gustaría hablar con usted sobre la vida. La generación de la
que formo parte es francamente aburrida. Algún día, cuando se canse de
Londres, venga a Treadley, expóngame su filosofía del placer mientras
degustamos un excelente borgoña que tengo la fortuna de poseer.
-Me encantará. Una visita a Treadley será un gran privilegio. Cuenta con un
perfecto anfitrión y una biblioteca igualmente perfecta.
-Su presencia le añadirá un nuevo encanto -respondió el anciano caballero,
con una cortés inclinación-. Y ahora tengo que despedirme de su excelente tía.
Me esperan en el Atheneum. Es la hora en que dormimos allí.
-¿Todos, señor Erskine?
-Cuarenta, en cuarenta sillones. Hacemos prácticas para una Academia
Inglesa de las Letras.
Lord Henry rió, poniéndose en pie.
-Me voy al parque -exclamó.
Al atravesar la puerta, Dorian Gray le tocó en el brazo.
-Permítame ir con usted -murmuró.
-Creía que le había prometido a Basil Hallward que iría usted a verlo respondió lord Henry.
-Prefiero ir con usted; sí, siento que debo ir con usted. Permítamelo. Y
prometa hablarme todo el tiempo. Nadie lo hace tan bien.
-¡Ah! Ya he hablado más que suficiente por hoy -dijo lord Henry, sonriendo-.
Todo lo que quiero ahora es mirar la vida. Puede usted venir y mirarla
conmigo, si lo tiene a bien.
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Capítulo 4
Cierta tarde, un mes después, Dorian Gray estaba recostado en un lujoso
sillón, en la pequeña biblioteca de la casa de lord Henry en Mayfair. Se trataba,
en su estilo, de una habitación muy agradable, con alto revestimiento de
madera de roble color oliva, friso de color crema, techo de escayola y alfombra
de fieltro color ladrillo, sobre la que se habían extendido otras alfombras
persas de seda, más pequeñas, con largos flecos. En una diminuta mesa de
madera de satín había una estatuilla obra de Clodion y, junto a ella, un
ejemplar de Les CentNouvelles, encuadernado para Margarita de Valois por
Clovis Eve y adornado con las margaritas que la reina había elegido como
emblema. Algunos grandes jarrones de porcelana azul con tulipanes de
colores abigarrados ocupaban la repisa de la chimenea y, a través de los
emplomados rectángulos de cristal de la ventana, se derramaba la luz de color
albaricoque de un día de verano en Londres.
Lord Henry no había vuelto aún. Siempre se retrasaba por principio, ya que,
en su opinión, la puntualidad es el ladrón del tiempo. De manera que el
muchacho parecía bastante enfurruñado mientras con una mano distraída
pasaba las páginas de una edición de Manon Lescaut, suntuosamente
ilustrada, que había encontrado en una de las estanterías. El solemne y
monótono tictac del reloj Luis XIV le molestaba. Una o dos veces pensó en
marcharse.
Finalmente oyó pasos fuera y se abrió la puerta.
-¡Qué tarde llegas, Harry! -murmuró.
-Me temo que no se trata de Harry, señor Gray -respondió una voz muy
aguda.
Dorian se volvió rápidamente, poniéndose en pie. -Le ruego me disculpe.
Creí...
-Creyó usted que era mi marido. Soy sólo su mujer. Permítame que me
presente. A usted lo conozco bien por sus fotografías. Me parece que mi
marido tiene diecisiete.
-No, lady Wotton, ¡no diecisiete!
-Dieciocho, entonces. Y los vi juntos la otra noche en la ópera -rió con
nerviosismo mientras hablaba, contemplándolo con sus ojos azules, un poco
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vagos, de nomeolvides. Era una mujer curiosa, cuyos vestidos siempre daban
la impresión de haber sido diseñados en la cólera y utilizados en la tempestad.
De ordinario estaba enamorada de alguien y, como su pasión nunca era
correspondida, había conservado todas sus ilusiones. Trataba de conseguir
una apariencia pintoresca, pero sólo conseguía dar sensación de desaseo. Se
llamaba Victoria y tenía la manía perseverante de ir a la iglesia.
-Se trataba de Lohengrin, si no recuerdo mal.
-Sí, era mi querido Lohengrin. La música de Wagner me gusta más que
ninguna otra. Es tan ruidosa que se puede hablar todo el tiempo sin que otras
personas oigan lo que se dice. Eso es una gran ventaja, ¿no le parece, señor
Gray?
La misma risa, nerviosa y entrecortada, se escapó de los delgados labios, y
sus dedos empezaron a jugar con un abrecartas de carey.
Dorian sonrió y negó con la cabeza.
-Me temo que no estoy de acuerdo, lady Wotton. Nunca hablo cuando suena
la música; al menos, si se trata de buena música. Si la música es mala, es
nuestro deber ahogarla con la conversación.
-¡Ah! Ésa es una de las ideas de Harry, ¿no es así, señor Gray? Siempre
oigo las ideas de Harry de labios de sus amigos. Es así como me entero de
que existen. Pero no debe usted pensar que no me gusta la buena música. La
adoro, pero me da miedo. Me pone demasiado romántica. Sencillamente,
venero a los pianistas; dos a la vez, en algunas ocasiones, me dice Harry. No
sé qué es lo que tienen. Quizá el ser extranjeros. Todos lo son, ¿no es cierto?
Incluso los que han nacido en Inglaterra se convierten en extranjeros con el
tiempo, ¿no le parece? ¡Qué habilidad la suya! Y para el arte, ¡qué excelente
cumplido! La hace sumamente cosmopolita, ¿verdad? ¿No ha estado usted
nunca en alguna de mis fiestas, señor Gray? Tiene que venir. No puedo
permitirme orquídeas, pero no reparo en gastos con extranjeros. ¡Hacen que la
casa parezca tan pintoresca! ¡Pero aquí está Harry! Harry, vine buscándote
para preguntarte algo, no recuerdo qué, y encontré al señor Gray. Hemos
tenido una conversación muy agradable sobre música. Tenemos exactamente
las mismas ideas. No; creo que nuestras ideas son completamente distintas.
Pero ha sido la simpatía personificada. Y me alegro mucho de haberlo
conocido.
-Espléndido, amor mío, espléndido -dijo lord Henry, alzando la doble media
luna oscura de las cejas y contemplando a ambos con una sonrisa divertida.
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-Siento llegar tarde, Dorian. Fui en busca de una pieza de brocado antiguo en
Wardour Street, y he tenido que regatear durante horas para conseguirla. En
los días que corren la gente sabe el precio de todo y el valor de nada.
-Me temo que he de irme -exclamó lady Wotton, rompiendo un silencio
embarazoso con su repentina risa sin sentido-. He prometido salir en coche
con la duquesa. Hasta la vista, señor Gray. Hasta luego, Harry. Imagino que
cenas fuera. Yo también. Quizá te vea en casa de lady Thornbury.
-Imagino que sí, querida mía -lord Henry cerró la puerta tras ella, cuando, con
el aspecto de un ave del paraíso que se hubiera pasado toda la noche bajo la
lluvia, salió revoloteando de la habitación, dejando un leve olor a tarta de
almendras; luego encendió un cigarrillo y se dejó caer en el sofá.
-Nunca te cases con una mujer con el pelo de color pajizo, Dorian -dijo
después de lanzar unas cuantas bocanadas de humo.
-¿Por qué, Harry?
-Porque son muy sentimentales.
-Pero a mí me gusta la gente sentimental.
-No te cases, Dorian. Los hombres se casan porque están cansados; las
mujeres, porque sienten curiosidad: unos y otras acaban decepcionados.
-Creo que no es probable que me case, Harry. Estoy demasiado enamorado.
Ése es uno de tus aforismos. Lo estoy poniendo en práctica, y hago todo lo
que recomiendas.
-¿De quién te has enamorado? -preguntó lord Henry, después de una pausa.
-De una actriz -dijo Dorian Gray, ruborizándose. Lord Henry se encogió de
hombros.
-Es un debut bastante corriente.
-No dirías eso si la vieras, Harry.
-¿Quién es?
-Se llama Sibyl Vane.
-Nunca he oído hablar de ella.
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-Nadie ha oído. Pero todo el mundo oirá algún día. Es un genio.
-Mi querido muchacho, ninguna mujer es un genio. Las mujeres son un sexo
decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero lo dicen encantadoramente.
Representan el triunfo de la materia sobre la mente, de la misma manera que
los hombres representan el triunfo de la mente sobre la moral.
-¿Cómo puedes decir una cosa así, Harry?
-Mi querido Dorian, no es más que la verdad. Estoy analizando a las mujeres
en el momento actual, de manera que debo saberlo. No es un tema tan
abstruso como yo pensaba. Descubro que, en último extremo, sólo hay dos
clases de mujeres, las corrientes y las que se pintan. Las primeras son muy
útiles. Si quieres conseguir una reputación de persona respetable, basta con
invitarlas a cenar. Las otras mujeres son sumamente encantadoras. Pero
cometen un error. Se pintan con el fin de parecer jóvenes. Nuestras abuelas se
pintaban para tratar de hablar con brillantez. Rouge y esprit solían ir juntos.
Ahora eso se ha acabado. Siempre que una mujer pueda parecer diez años
más joven que sus hijas, estará perfectamente satisfecha. En cuanto a
conversación, sólo hay cinco mujeres en Londres con las que merece la pena
hablar, y a dos de ellas no las recibe la buena sociedad. De todos modos,
háblame de tu genio. ¿Cuánto hace que la conoces?
-¡Harry, Harry! Tus opiniones me aterran.
-No te preocupes por eso. ¿Cuánto hace que la conoces?
-Unas tres semanas.
-Y, ¿cómo te tropezaste con ella?
-Te lo voy a contar, Harry; pero tienes que ser comprensivo. Después de
todo, no me habría pasado si no te hubiera conocido. Hiciste que sintiera un
tremendo deseo de saberlo todo acerca de la vida. Durante varios días,
después de conocerte, algo especial me latía en las venas. Mientras estaba en
el parque o me paseaba por Picadilly, miraba a todas las personas con las que
me cruzaba, preguntándome con tremenda curiosidad cómo era su vida.
Algunas personas me fascinaban. Otras me llenaban de horror. Venenos
exquisitos flotaban en el aire. Sentía pasión por las sensaciones... Bien, una
tarde, hacia las siete, decidí salir en busca de alguna aventura. Sentía que
este Londres nuestro, tan gris y tan monstruoso, con sus miríadas de
personas, sus sórdidos pecadores y sus espléndidos pecados, tal como tú
dijiste una vez, me reservaba algo. Me imaginé mil cosas. La simple sensación
de peligro me llenaba de gozo. Recordé lo que me habías dicho en aquella
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maravillosa velada cuando cenamos juntos por vez primera, sobre el hecho de
que la búsqueda de la belleza es el verdadero secreto de la vida. No sé qué
esperaba, pero salí a la calle y me dirigí hacia el este, perdiéndome muy
pronto en un laberinto de calles mugrientas y plazas oscuras y sin hierba. A
eso de las ocho y media pasé por delante de un absurdo teatrillo, con luces
brillantes y carteles chillones. En la entrada había un judío horroroso, con el
chaleco más exótico que he visto en mi vida y fumando un cigarro apestoso. El
cabello le caía en bucles grasientos y en mitad de una sucia camisa
resplandecía un enorme diamante. «¿Un palco, milord?», dijo al verme, y se
quitó el sombrero con un aire fascinantemente servil. Había algo en él que me
divirtió, Harry. ¡Era tan monstruoso! Te vas a reír de mí, lo sé, pero entré y
pagué nada menos que una guinea por un palco junto al escenario. Todavía
hoy sigo sin saber por qué lo hice; pero si no lo hubiera hecho, mi querido
Harry, me hubiera perdido la gran historia de amor de mi vida. Veo que te
estás riendo. ¡Qué mal me parece!
-No me río, Dorian; al menos, no me río de ti. Pero no debes decir la gran
historia de amor de tu vida. Debes decir la primera. Siempre te querrán, y tú
siempre estarás enamorado del amor. Una grande passion es el privilegio de
quienes no tienen nada que hacer. Ésa es la única utilidad de las clases
ociosas de un país. No tengas miedo. Te están reservadas aventuras
exquisitas. Esto no es más que el principio.
-¿Tan superficial me consideras? -exclamó Dorian Gray, muy dolido.
-No; te creo muy profundo.
-¿Qué quieres decir?
-Mi querido muchacho, las personas que sólo aman una vez en la vida son
realmente las personas superficiales. A lo que ellos llaman su lealtad, y su
fidelidad, yo lo llamo sopor de rutina o falta de imaginación. La fidelidad es a la
vida de las emociones lo que la coherencia a la vida del intelecto: simplemente
una confesión de fracaso. ¡Fidelidad! Tengo que analizarla algún día. La
pasión de la propiedad está en ella. Hay muchas cosas de las que nos
desprenderíamos si no tuviéramos miedo de que otros las recogieran. Pero no
te quiero interrumpir. Sigue con tu historia.
-Bueno, me encontré sentado en un palquito espantoso, con un telón de lo
más vulgar delante de los ojos. Desde mi discreto escondite me dediqué a
examinar la sala. Era un lugar perfectamente chabacano, todo él cupidos y
cornucopias, como una tarta nupcial de cuarta categoría. El paraíso y la platea
estaban bastante llenos, pero las dos primeras filas de descoloridas butacas se
hallaban completamente vacías y apenas había nadie en las mejores entradas
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del anfiteatro. Había mujeres vendiendo naranjas y refrescos y se consumían
grandes cantidades de frutos secos.
-Debía de ser como en los días gloriosos del drama británico.
-Precisamente, creo yo, y muy deprimente. Empezaba a preguntarme qué
demonios estaba haciendo allí, cuando me fijé en el programa. ¿Qué obra
crees que representaban, Harry?
-Imagino que El joven idiota o Mudo pero inocente. A nuestros padres les
gustaba ese tipo de obras, según creo. Cuantos más años tengo, Dorian, más
convencido estoy de que lo que era suficientemente bueno para nuestros
padres no lo es para nosotros. En arte, como en política, les grand-péres ont
toujours tort.
-La obra era suficientemente buena para nosotros, Harry. Se trataba de
Romeo y Julieta. He de reconocer que no me hizo mucha gracia la idea de ver
representar a Shakespeare en un antro como aquél. Pero sentí interés, de
todos modos. Decidí presenciar al menos el primer acto. Había una orquesta
detestable, presidida por un hebreo joven sentado ante un piano desafinado
que casi me echó del teatro; pero finalmente se alzó el telón y comenzó la
obra. Romeo era un caballero corpulento y con muchos años a sus espaldas,
cejas pintadas con negro de corcho, ronca voz de tragedia y silueta cíe barril
de cerveza. Mercutio era casi igual de siniestro. Lo interpretaba un cómico de
la legua que había añadido al texto chistes de su cosecha y mantenía
relaciones sumamente amistosas con la platea. Los dos eran tan grotescos
como el decorado, que parecía salido de una barraca de feria. Pero, ¡Julieta!
Imagínate una muchachita de apenas diecisiete años, con un rostro como de
flor, una cabecita griega con cabellos de color castaño oscuro recogidos en
trenzas, ojos que eran pozos violeta de pasión, labios como pétalos de rosa.
¡La criatura más encantadora que había visto nunca! Una vez me dijiste que el
patetismo no te conmovía en absoluto, pero que la belleza, la simple belleza,
podía llenarte los ojos de lágrimas. Te lo aseguro, Harry, apenas veía a esa
muchacha porque siempre tenía los ojos nublados por las lágrimas. ¡Y su voz!
No he oído nunca una voz semejante. Sólo un hilo al principio, con notas bajas
y melodiosas, que parecían caer una a una en el oído. Luego creció en
volumen, y sonaba como una flauta o un lejano oboe. En la escena del jardín
tuvo todo el júbilo estremecido de los ruiseñores cuando cantan poco antes del
amanecer. Hubo momentos, más adelante, en los que alcanzó la
desenfrenada pasión de los violines. Sabes perfectamente cuánto puede
afectarnos una voz. Tu voz y la de Sibyl Vane son dos cosas que nunca
olvidaré. Cuando cierro los ojos las oigo, y cada una dice algo diferente. No sé
a cuál seguir. ¿Por qué tendría que no amarla? La quiero, Harry. Para mí lo es
todo. Voy a verla actuar día tras día. Una noche es Rosalinda y la siguiente
Imogen. La he visto morir en la penumbra de un sepulcro italiano, recogiendo
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el veneno de labios de su amante. La he contemplado atravesando el bosque
de las Ardenas, disfrazada de muchacho, con calzas, jubón y un gorro
delicioso. Ha sido la loca que se presenta ante un rey culpable, dándole ruda
para llevar y hierbas amargas que gustar. Ha sido inocente, y las negras
manos de los celos han aplastado su cuello de junco. La he visto en todas las
épocas y con todos los trajes. Las mujeres ordinarias no hacen volar nuestra
imaginación. Están ancladas en su siglo. La fascinación nunca las transfigura.
Se sabe lo que tienen en la cabeza con la misma facilidad que si se tratara del
sombrero. Siempre se las encuentra. No hay misterio en ninguna de ellas. Van
a pasear al parque por la mañana y charlan por la tarde en reuniones donde
toman el té. Tienen una sonrisa estereotipada y los modales del momento. Son
transparentes. ¡Pero una actriz! ¡Qué diferente es una actriz, Harry! ¿Por qué
no me dijiste que la única cosa merecedora de amor es una actriz?
-Porque he querido a demasiadas, Dorian.
-Sí, claro; gente horrible con el pelo teñido y el rostro pintado.
-No desprecies el pelo teñido y los rostros pintados. En ocasiones tienen un
encanto extraordinario -dijo lord Henry.
-Ahora quisiera no haberte contado nada sobre Sybil Vane.
-No hubieras podido evitarlo, Dorian. A lo largo de tu vida me contarás todo lo
que hagas.
-Tienes razón, Harry; creo que estás en lo cierto. No puedo dejar de contarte
las cosas. Tienes una curiosa influencia sobre mí. Si alguna vez cometiera un
delito, vendría a confesártelo. Tú lo entenderías.
-Personas como tú, los caprichosos rayos de sol de la vida, no delinquen.
Pero, de todos modos, te quedo muy agradecido por ese cumplido. Y ahora
dime..., alcánzame las cerillas, como un buen chico, gracias... ¿Cuáles son tus
relaciones actuales con Sybil Vane?
Dorian Gray se puso en pie de un salto, las mejillas encendidas y los ojos
echando fuego.
-¡Harry! ¡Sybil Vane es sagrada!
-Sólo las cosas sagradas merecen ser tocadas, Dorian -dijo lord Henry, con
una extraña nota de patetismo en la voz-. Pero, ¿por qué tienes que
enfadarte? Supongo que será tuya algún día. Cuando se está enamorado,
empiezas por engañarte a ti mismo y acabas engañando a los demás. Eso es
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lo que el mundo llama una historia de amor. Al menos, la conoces
personalmente, imagino.
-Claro que la conozco. La primera noche que estuve en el teatro, el horrible
judío viejo se presentó en el palco después de que terminara la representación
y se ofreció a llevarme entre bastidores y presentármela. Consiguió
enfurecerme, y le dije que Julieta llevaba muerta cientos de años y que su
cuerpo yacía en Verona, en una tumba de mármol. Por la mirada de asombro
que me lanzó, creo que tuvo la impresión de que había bebido demasiado
champán o algo parecido.
-No me sorprende.
-Luego me preguntó si escribía para algún periódico. Le dije que nunca los
leía. Pareció terriblemente decepcionado al oírlo, y me confesó que todos los
críticos teatrales le eran hostiles y que a todos se los podía comprar.
-No me extrañaría que tuviera razón en eso. Pero, por otra parte, a juzgar por
el aspecto que tiene la mayoría, no deben de ser demasiado caros.
-Bien; pero él parece pensar que están por encima de sus posibilidades -rió
Dorian-. Para entonces, sin embargo, ya estaban apagando las luces del teatro
y tuve que irme. El judío quiso que probara unos cigarros de los que hizo
grandes alabanzas. Pero decliné su ofrecimiento. A la noche siguiente, volví,
por supuesto. Al verme, me hizo una profunda reverencia y me aseguró que yo
era un munificente protector del arte. Es un ser insufrible, pero Shakespeare le
apasiona. Ya me ha dicho, visiblemente orgulloso, que sus cinco bancarrotas
se debieron enteramente a «el Bardo», como insiste en llamarlo. Parece
considerarlo un timbre de gloria.
-Lo es, mi querido Dorian; un verdadero timbre de gloria. La mayoría de la
gente se arruina por invertir demasiado en la prosa de la vida. Arruinarse por la
poesía es un honor. ¿Cuándo hablaste por vez primera con la señorita Sybil
Vane?
-La tercera noche. Había interpretado a Rosalinda. Me fue imposible no ir a
verla. Le había lanzado unas flores y ella me miró; al menos, imaginé que lo
había hecho. El viejo judío insistió. Estaba decidido a llevarme entre
bastidores, de manera que acepté. Es curioso que no deseara conocerla, ¿no
te parece?
-No; no me parece curioso.
-¿Por qué, mi querido Harry?
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-Te lo diré en alguna otra ocasión. Ahora quiero saber más sobre esa chica.
-¿Sybil? ¡Tan tímida y tan amable! Hay algo infantil en ella. Abrió mucho los
ojos con el más sincero de los asombros cuando le dije lo que pensaba de su
interpretación, y pareció no tener conciencia de su talento. Creo que los dos
estábamos bastante nerviosos. El judío viejo sonreía desde la puerta del
polvoriento camerino, diciendo frases rebuscadas sobre los dos, mientras Sibyl
y yo nos mirábamos como niños. El viejo insistía en llamarme «mylord», y tuve
que explicar a Sybil que no era nada parecido. Ella me dijo: «Más bien parece
usted un príncipe. Le llamaré Príncipe Azul».
-A fe mía, Dorian, la señorita Sybil sabe cómo hacer cumplidos.
-No la entiendes, Harry. Me veía sólo como un personaje en una obra de
teatro. No sabe nada de la vida. Vive con su madre, una mujer apagada y
fatigada que, con una túnica más o menos carmesí, interpretó la primera noche
a la señora Capuleto; una mujer con aspecto de haber conocido días mejores.
-Conozco ese aspecto. Me deprime -murmuró lord Henry, examinando sus
sortijas.
-El judío me quería contar su historia, pero le dije que no me interesaba.
-Tuviste toda la razón. Siempre hay algo infinitamente mezquino en las
tragedias de los demás.
-Sybil es lo único que me interesa. ¿Qué más me da de dónde haya salido?
Desde la cabecita a los piececitos es absoluta y enteramente divina. Noche
tras noche voy a verla actuar, y cada noche lo hace mejor que la anterior.
-Imagino que ésa es la razón de que ya nunca cenes conmigo. Pensaba, y
estaba en lo cierto, que quizá tuvieras entre manos alguna curiosa historia de
amor. Pero no se trata exactamente de lo que yo imaginaba.
-Mi querido Harry, tú y yo almorzamos o cenamos juntos todos los días; y he
ido varias veces a la ópera contigo -dijo Dorian, abriendo mucho los ojos para
manifestar su asombro.
-Siempre llegas terriblemente tarde.
-No puedo dejar de ver actuar a Sybil -exclamó-, aunque sólo presencie el
primer acto. Siento necesidad de su presencia; y cuando pienso en el alma
maravillosa escondida en ese cuerpecito de marfil, me lleno de asombro.
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-Esta noche cenas conmigo, ¿no es cierto? Dorian Gray hizo un gesto
negativo con la cabeza.
-Hoy hace de Imogen -respondió-, y mañana por la noche será Julieta.
-¿Cuándo es Sybil Vane?
-Nunca.
-Te felicito.
-¡Qué malvado eres! Sybil es todas las grandes heroínas del mundo en una
sola. Es más que una sola persona. Te ríes, pero yo te repito que es
maravillosa. La quiero, y he de hacer que me quiera. Tú, que conoces todos
los secretos de la vida, dime cómo hechizar a Sybil Vane para que me quiera.
Deseo dar celos a Romeo. Quiero que todos los amantes muertos oigan
nuestras risas y se entristezcan. Quiero que un soplo de nuestra pasión
remueva su polvo, despierte sus cenizas y los haga sufrir. ¡Cielos, Harry, cómo
la adoro! -iba de un lado a otro de la habitación mientras hablaba. Manchas
rojas, como de fiebre, le encendían las mejillas. Estaba terriblemente exaltado.
Lord Henry sentía un secreto placer contemplándolo. ¡Qué diferente era ya
del muchachito tímido y asustado que había conocido en el estudio de Basil
Hallward! Había madurado, produciendo flores de fuego escarlata. Desde su
secreto escondite, el alma se le había salido al mundo, y el Deseo había
acudido a reunirse con ella por el camino.
-Y, ¿qué es lo que te propones hacer? -dijo finalmente lord Henry.
-Quiero que Basil y tú vengáis conmigo alguna noche para verla actuar. No
tengo el menor temor al resultado. Sin duda, reconoceréis su genio. Luego
hemos de arrancarla de las manos de ese viejo judío. Está atada a él por tres
años, al menos dos años y ocho meses, desde el momento presente. Tendré
que pagarle algo, por supuesto. Cuando todo esté arreglado, la traeré a algún
teatro del West End y la presentaré como es debido. Enloquecerá al mundo
como me ha enloquecido a mí.
-¡Eso es imposible, amigo mío!
-Lo hará. No sólo hay en ella arte, arte e instinto consumados; también tiene
personalidad; y tú me has dicho a menudo que son las personalidades, no los
principios, lo que mueve nuestra época.
-Bien; ¿qué noche iremos?
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-Déjame ver. Hoy es martes. Quedemos para mañana. Mañana interpreta a
Julieta.
-De acuerdo. En el Bristol alas ocho; yo llevaré a Basil. -A las ocho no, Harry,
te lo ruego. A las seis y media. Hemos de estar allí antes de que se levante el
telón. Has de verla en el primer acto, cuando conoce a Romeo.
-¡Seis y media! ¡Qué horas! Sería como tomar una merienda-cena o leer una
novela inglesa. Tiene que ser a las siete. Ningún caballero cena antes de las
siete. ¿He de ver a Basil de aquí a mañana? ¿O bastará con que le escriba?
-¡El bueno de Basil! Hace una semana que no le pongo la vista encima. Me
da muchísima vergüenza, porque me ha enviado el cuadro con un magnífico
marco, especialmente diseñado por él y, aunque estoy un poco celoso del
retrato por ser un mes más joven que yo, debo admitir que me maravilla verlo.
Quizá sea mejor que le escribas, no quiero estar a solas con él. Dice cosas
que me fastidian. Se empeña en darme buenos consejos.
Lord Henry sonrió.
-A la gente le encanta regalar lo que más necesita. Es lo que yo llamo el
insondable abismo de la generosidad.
-No, no; Basil es la mejor de las personas, pero un tanto prosaico. Lo he
descubierto a raíz de conocerte, Harry. -Basil, mi querido muchacho, pone en
el trabajo todas sus mejores cualidades. La consecuencia es que para la vida
sólo le quedan los prejuicios, los principios y el sentido común. Los únicos
artistas encantadores que conozco son malos artistas. Los buenos sólo existen
en lo que hacen y, en consecuencia, carecen por completo de interés como
personas. Un gran poeta, un poeta verdaderamente grande, es la menos
poética de todas las criaturas. Pero los poetas de poca monta son
absolutamente fascinantes. Cuanto peores son sus rimas, más pintoresco es
su aspecto. El simple hecho de haber publicado un libro de sonetos de
segunda categoría hace a un hombre absolutamente irresistible. Vive la poesía
que es incapaz de escribir. Los otros escriben la poesía que no se atreven a
poner por obra.
-Me pregunto si es realmente así, Harry -dijo Dorian Gray, derramando sobre
su pañuelo un poco de perfume de un gran frasco con tapón dorado que
estaba sobre la mesa-. Debe de ser, si tú lo dices. Y ahora tengo que
marcharme. Imogen me espera. No te olvides de mañana. Hasta la vista.
Cuando Dorian Gray salió de la habitación, lord Henry cerró los ojos y
empezó a pensar. Ciertamente, pocas personas le habían interesado tanto
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como Dorian Gray, si bien la desmedida adoración del muchacho por otra
persona no le producía la menor punzada de fastidio ni de celos. Le agradaba,
por el contrario. Lo convertía en un objeto de estudio más interesante. Siempre
le habían cautivado los métodos de las ciencias naturales, pero no su materia
habitual, que le parecía trivial y sin importancia. De manera que había
empezado por hacer vivisección consigo mismo y había terminado
haciéndosela a otros. La vida humana era lo único que le parecía digno de
investigar. Comparado con eso, no había nada que tuviera el menor valor.
Aunque si se contemplaba la vida en su curioso crisol de dolor y placer, no era
posible cubrir el propio rostro con una máscara de cristal, ni evitar que los
vapores sulfúricos alterasen el cerebro y enturbiaran la imaginación con
monstruosas fantasías y sueños deformes. Existían venenos tan sutiles que
para conocer sus propiedades había que enfermar con ellos. Y enfermedades
tan extrañas que era necesario padecerlas para entender su naturaleza. ¡Qué
grande, sin embargo, la recompensa recibida! ¡Qué cosa tan maravillosa
llegaba a ser el mundo entero! Percibir la peculiar lógica inflexible de la pasión,
y la vida del intelecto emocionalmente coloreada; observar dónde se
encontraban y dónde se separaban, en qué punto funcionaban al unísono y en
qué punto surgían las discordancias: ¡qué gran placer el así obtenido! ¿Qué
importancia tenía el precio? Nunca se pagaba demasiado por las sensaciones.
Sabía perfectamente -y la idea produjo un brillo de placer en sus ojos de
ágata- que gracias a determinadas palabras suyas, palabras musicales dichas
de manera musical, el alma de Dorian Gray se había vuelto hacia aquella
blanca jovencita y se había inclinado en adoración ante ella. En gran medida
aquel muchacho era una creación suya. Había acelerado su madurez, lo que
no carecía de importancia. La gente ordinaria esperaba a que la vida les
desvelase sus secretos, pero para unos pocos, para los elegidos, la vida
revelaba sus misterios antes de apartar el velo. Esto era a veces consecuencia
del arte, y sobre todo del arte de la literatura, que se ocupa de manera
inmediata de las pasiones y de la inteligencia. Pero de cuando en cuando una
personalidad compleja ocupaba su sitio y asumía las funciones del arte, y era,
de hecho, a su manera, una verdadera obra de arte, porque, al igual que la
poesía, la escultura o la pintura, la vida cuenta con refinadas obras maestras.
Sí; el adolescente era precoz. Estaba recogiendo la cosecha todavía en
primavera. Tenía dentro de sí el latido y la pasión de la juventud, pero
empezaba a reflexionar sobre todo ello. Era delicioso contemplarlo. Con su
hermoso rostro y su alma igualmente hermosa, era un motivo de asombro.
Daba lo mismo cómo terminara todo o cómo estuviese destinado a terminar.
Era como una de esas figuras llenas de encanto en una cabalgata o en una
obra de teatro, cuyas alegrías nos parecen muy lejanas, pero cuyos pesares
despiertan nuestro sentido de la belleza, y cuyas heridas son como rosas
rojas.
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Alma y cuerpo, cuerpo y alma, ¡qué misteriosos eran! Había animalismo en el
alma, y el cuerpo tenía sus momentos de espiritualidad. Los sentidos podían
refinarse y la inteligencia degradarse. ¿Quién podía decir dónde cesaba el
impulso carnal o empezaba el psíquico? ¡Qué superficiales eran las arbitrarias
definiciones de los psicólogos ordinarios! Y, sin embargo, ¡qué dificil
pronunciarse entre las afirmaciones de las distintas escuelas! ¿Era el alma un
fantasma que habitaba en la casa del pecado? ¿O el cuerpo se funde
realmente con el alma, como pensaba Giordano Bruno? La separación entre
espíritu y materia era un misterio, y la unión del espíritu con la materia también
lo era.
Empezó a preguntarse si alguna vez se conseguiría hacer de la psicología
una ciencia tan exacta que fuese capaz de revelarnos hasta el último
manantial de la vida. Mientras tanto, siempre nos equivocamos sobre nosotros
mismos y raras veces entendemos a los demás. La experiencia carece de
valor ético. Es sencillamente el nombre que dan los hombres a sus errores.
Por regla general los moralistas la consideran una advertencia, reclaman para
ella cierta eficacia ética en la formación del carácter, la alaban como algo que
nos enseña qué camino hemos de seguir y qué abismos evitar. Pero la
experiencia carece de fuerza determinante. Tiene tan poco de causa activa
como la misma conciencia. Lo único que realmente demuestra es que nuestro
futuro será igual a nuestro pasado, y que el pecado que hemos cometido una
vez, y con amargura, lo repetiremos muchas veces, y con alegría.
Consideraba evidente que el método experimental era el único que le llevaría
al análisis científico de las pasiones; Dorian Gray, por su parte, era el sujeto
soñado, y parecía prometer abundantes y preciosos resultados. Su repentino e
insensato amor por Sybil Vane era un fenómeno psicológico de interés nada
desdeñable. Sin duda, la curiosidad tenía mucho que ver con ello; la curiosidad
y el deseo de nuevas experiencias; no se trataba, sin embargo, de una pasión
simple sino muy complicada. Lo que había en ella de instinto adolescente
puramente sensual había sido transformado gracias a la actividad de la
imaginación, transformado en algo que al muchacho mismo le parecía alejado
de los sentidos y que era, por esa misma razón, mucho más peligroso. Las
pasiones sobre cuyo origen uno se engaña son las que más tiranizan. Los
motivos que mejor se conocen tienen mucha menos fuerza. Cuántas veces
sucedía que, al creer que se experimenta sobre otros, experimentamos en
realidad sobre nosotros mismos.
Un golpe en la puerta sacó a lord Henry de aquella larga ensoñación. Su
ayuda de cámara le recordó que tenía que vestirse para cenar. Se levantó y
miró hacia la calle. El ocaso había deshecho en dorados escarlatas las
ventanas altas de las casas de enfrente. Los cristales brillaban como láminas
de metal al rojo vivo. Arriba, el cielo era como una rosa marchita. Lord Henry
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pensó en su amigo, en aquella vida coloreada por todos los fuegos de la
juventud, y se preguntó cómo terminaría todo.
Cuando regresó a su casa, a eso de las doce y media, vio un telegrama
sobre la mesa del vestíbulo. Al abrirlo descubrió que era de Dorian Gray. Le
anunciaba que se había prometido con la señorita Sibyl Vane.
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Capítulo 5
-Qué feliz soy, madre! -susurró la muchacha, escondiendo el rostro en el
regazo de la marchita mujer, de aspecto cansado, que, vuelta de espaldas a la
luz demasiado estridente de la ventana, estaba sentada en el único sillón que
contenía su sórdida sala de estar-. Soy muy feliz -repitió-, ¡y tú también debes
serlo!
La señora Vane hizo una mueca de dolor y puso las delgadas manos, con la
blancura de los afeites, sobre la cabeza de su hija.
-¡Feliz! -repitió como un eco-. Sólo soy feliz cuando te veo actuar. Sólo debes
pensar en tu carrera. El señor Isaacs ha sido muy bueno con nosotras, y le
debemos dinero.
La muchacha alzó la cabeza e hizo un puchero.
-¿Dinero, madre? -exclamó-, ¿qué importancia tiene el dinero? El amor es
más que el dinero.
-El señor Isaacs nos ha adelantado cincuenta libras para pagar nuestras
deudas, y para vestir a James como es debido. No debes olvidarlo, Sibyl.
Cincuenta libras es mucho. El señor Isaacs ha tenido muchas consideraciones
con nosotras.
-No es un caballero, madre, y me desagrada mucho la manera que tiene de
hablarme -dijo la muchacha, poniéndose en pie y acercándose a la ventana.
-No sé cómo podríamos arreglárnoslas sin él -respondió la mujer de más
edad con tono quejumbroso.
Sibyl movió la cabeza y se echó a reír.
-Ya no nos hace falta, madre. El príncipe azul gobierna ahora nuestras vidas
-luego hizo una pausa. Una rosa se agitó en su sangre, encendiéndole las
mejillas. La respiración, acelerada, abrió los pétalos de sus labios, que
temblaron. Un viento meridional de pasión sopló sobre ella, moviendo los
delicados pliegues del vestido-. Le quiero -añadió con sencillez.
-¡Estúpida niña!, ¡estúpida niña! -fue la frase cotorril que recibió como
respuesta. El movimiento de unos dedos deformados, cubiertos de falsas
joyas, dio un carácter grotesco a aquellas palabras.
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La muchacha volvió a reírse. Su voz reflejaba la alegría de un pájaro
enjaulado. Sus ojos retomaron la melodía y le hicieron eco con su brillo: luego
se cerraron por un momento, como para ocultar su secreto. Cuando se
volvieron a abrir, los velaba la niebla de un sueño.
La sabiduría de unos labios demasiado finos le habló desde el sillón
desgastado, aconsejando prudencia, con citas de ese libro sobre la cobardía
cuyo autor se disfraza con el nombre de sentido común. No la escuchó. Era
libre en la cárcel de su pasión. Su príncipe, el príncipe azul, estaba con ella.
Había llamado a la memoria para reconstruirlo. Envió a su alma a buscarlo, y
su alma volvió con él. Su beso le quemaba de nuevo la boca. Su aliento le
entibiaba los párpados.
La sabiduría cambió entonces de método y habló de espiar y descubrir.
Aquel joven podía ser rico. En caso afirmativo, había que pensar en el
matrimonio. Contra la concha del oído de Sibyl se estrellaban las olas de la
prudencia mundana. Las flechas de la astucia pasaban sin tocarla. Vio que los
finos labios se movían, y sonrió.
De repente sintió la necesidad de hablar. El silencio lleno de palabras la
desazonaba.
-Madre, madre -exclamó-, ¿por qué me quiere tanto? Sé que yo le quiero. Le
quiero porque es la imagen de lo que el mismo Amor debe ser. Pero, ¿qué ve
él en mí? No soy digna de él. Y sin embargo, aunque me veo tan por debajo de
él, no siento humildad: siento orgullo, un orgullo terrible, pero no sé explicar
por qué. Madre, ¿querías a mi padre como yo quiero al príncipe azul? -la mujer
de más edad palideció bajo los polvos demasiado visibles que le
embadurnaban las mejillas, y sus labios secos se estremecieron en un
espasmo de dolor. Sibyl corrió hacia ella, se abrazó a su cuello y la besó-.
Perdóname, madre. Ya sé que hablar de mi padre te hace sufrir. Pero sufres
porque lo querías muchísimo. No te entristezcas. Soy tan feliz hoy como lo
eras tú hace veinte años. ¡Ah, déjame que sea feliz para siempre!
-Hijita mía, eres demasiado joven para pensar en enamorarte. Además, ¿qué
sabes de ese joven? Ni siquiera su nombre. Todo esto es muy poco
conveniente y, a decir verdad, cuando lames está a punto de irse a Australia y
yo tengo tantas preocupaciones, he de decir que podrías haber mostrado un
poco más de consideración. Sin embargo, como ya he dicho antes, en el caso
de que sea rico... -¡Madre, madre! ¡Permíteme ser feliz!
La señora Vane se la quedó mirando y, con uno de esos falsos gestos
teatrales que con tanta frecuencia se convierten casi en segunda naturaleza
para un actor, la estrechó entre sus brazos. En aquel momento se abrió la
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puerta, y un joven de áspero pelo castaño entró en la habitación. Era más bien
corpulento, tenía grandes los pies y las manos y se movía con cierta torpeza.
No poseía la delicadeza de su hermana y era difícil adivinar el estrecho
parentesco que existía entre los dos. La señora Vane fijó sus ojos en él, y su
sonrisa se intensificó. Mentalmente elevaba a su hijo a la categoría de público.
Estaba segura de que el tableau era interesante.
-Podrías guardar algunos de tus besos para mí, Sibyl, pienso yo -dijo el
muchacho con tono de amable reproche.
-¡Pero si no te gusta que te besen! -exclamó su hermana-. Siempre has sido
un cardo borriquero.
Y cruzó corriendo la habitación para abrazarlo.
James Vane contempló con ternura el rostro de su hermana.
-Ven conmigo a dar un paseo, Sibyl. No creo que vuelva a ver nunca este
horrible Londres. Estoy seguro de que no lo echaré de menos.
-No digas esas cosas tan horribles, hijo mío -murmuró la señora Vane,
retomando, con un suspiro, una chabacana pieza de vestuario teatral que
empezó a remendar. La apenaba un tanto que James no se hubiera
incorporado a la compañía, lo que hubiera aumentado el pintoresquismo teatral
de la situación.
-¿Por qué no, madre? Es lo que siento.
-Me duele que digas eso, hijo mío. No pierdo la esperanza de que regreses
de Australia después de hacer fortuna. Creo que la buena sociedad no existe
en las colonias; al menos, nada de lo que yo considero buena sociedad; de
manera que cuando hayas triunfado deberás volver a Londres y convertirte
aquí en una persona conocida.
-¡Buena sociedad! -murmuró el muchacho-. No me interesa nada la buena
sociedad. Me gustaría ganar algún dinero para sacaros a ti y a Sibyl de los
escenarios. Aborrezco la vida del teatro.
-¡Jim! -exclamó Sibyl, riendo-, ¡qué poco amable por tu parte! ¿De verdad
quieres dar un paseo conmigo? ¡Eso está bien! Temía que fueses a despedirte
de algunos de tus amigos..., de Tom Hardy, que te regaló esa pipa espantosa,
o de Ned Langton, que te toma el pelo fumando en ella. Me conmueve que me
concedas tu última tarde. ¿Qué hacemos? ¿Vamos al parque?
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-No tengo ropa adecuada -respondió su hermano, frunciendo el ceño-. Al
parque sólo va gente elegante. -Tonterías, Jim -susurró Sibyl, acariciándole la
manga de la chaqueta.
James vaciló un momento.
-De acuerdo -dijo por fin-, pero no tardes demasiado en vestirte.
Sibyl dio unos pasos de baile hasta la puerta. Se la oyó cantar mientras subía
corriendo las escaleras y luego el ruido de sus pies en el piso superior.
Su hermano recorrió la habitación dos o tres veces antes de volverse hacia la
figura inmóvil en el sillón.
-¿Están listas mis cosas, madre? -preguntó.
-Todo está preparado, James -respondió la señora Vane sin levantar los ojos
de su labor. Desde hacía varios meses se sentía incómoda cuando se
quedaba a solas con aquel hijo suyo tan tosco y tan severo. Temía revelar su
secreta frivolidad cada vez que sus miradas se cruzaban. Y se preguntaba con
frecuencia si James sospechaba algo. El silencio, porque su hijo no hizo ya
ninguna otra observación, llegó a resultarle intolerable y empezó a quejarse.
Las mujeres se defienden atacando, como también atacan mediante
repentinas y extrañas rendiciones-. Espero que estés satisfecho con tu vida en
el mar -dijo-. Recuerda que eres tú quien la ha elegido. Podrías haber entrado
en el bufete de un abogado. Los abogados son personas muy respetables, y
en provincias comen a menudo con las mejores familias.
-Aborrezco los despachos y los oficinistas -replicó su hijo-. Pero tienes toda
la razón. Soy yo quien ha elegido vivir así. Sólo te pido que cuides de Sibyl. No
permitas que le suceda nada malo. Tienes que cuidarla, madre.
-Hablas de una manera muy extraña, James. Claro está que cuidaré de Sibyl.
-Me han dicho que hay un caballero que va todas las noches al teatro y luego
charla con ella entre bastidores. ¿Es cierto? ¿Qué hay de eso?
-Hablas de cosas que no entiendes, James. En nuestra profesión estamos
acostumbradas a recibir atenciones. Hubo un tiempo en que yo misma recibía
muchos ramos de flores. Entonces sí que se entendía el trabajo de los actores.
En cuanto a Sibyl, ignoro si en el momento actual su interés es serio o no.
Pero no hay duda de que el joven que mencionas es un perfecto caballero. A
mí me trata con extraordinaria corrección. Por otra parte, da la sensación de
ser rico, y las flores que manda son muy bonitas.
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-Pero no sabes cómo se llama -dijo el muchacho con aspereza.
-No -respondió la señora Vane con una plácida expresión en el rostro-. No ha
revelado aún su verdadero nombre. Y me parece muy romántico.
Probablemente se trata de un aristócrata.
James Vane se mordió los labios.
-Cuida de Sibyl, madre -exclamó-. ¡Cuídala!
-Hijo mío, me duelen mucho tus palabras. Siempre cuido de Sibyl de manera
muy especial. Por supuesto, si ese caballero es rico, no hay razón para que no
se case con él. Estoy segura de que se trata de un aristócrata. Tiene todo el
aspecto, no hay la menor duda. Sería un matrimonio brillantísimo para Sibyl.
Harían una pareja encantadora. Es un muchacho muy apuesto, todo el mundo
lo advierte.
El joven murmuró algo para sus adentros y tableteó sobre el cristal de la
ventana con sus dedos de trabajador. Acababa de volverse para decir algo
cuando se abrió la puerta y entró Sibyl.
-¡Qué serios estáis! -exclamó-. ¿Qué sucede?
-Nada -respondió su hermano-. Supongo que a veces hay que ponerse serio.
Hasta luego, madre; cenaré a las cinco. El equipaje está hecho, a excepción
de las camisas, así que no tienes que preocuparte.
-Hasta luego, hijo mío -respondió ella, con una inclinación resentidamente
majestuosa.
Estaba muy molesta con el tono que su hijo había adoptado con ella, y había
algo en su mirada que le hacía sentir miedo.
-Bésame, madre -dijo Sibyl. Sus labios florales tocaron la marchita mejilla,
entibiando su escarcha.
-¡Hija mía, hija mía! -exclamó la señora Vane, alzando los ojos al techo en
busca de un imaginario anfiteatro. -Vamos, Sibyl -dijo su hermano con
impaciencia. Le irritaba la teatralidad de su madre.
Salieron a una luz de reflejos agitados por el viento y empezaron a caminar
por la deprimente Euston Road. Los viandantes miraban con asombro al joven
corpulento y hosco que, con ropa basta y nada favorecedora, iba acompañado
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de una joven tan atractiva y de aspecto refinado. Era como un vulgar jardinero
paseando con una rosa.
Jim fruncía el ceño de cuando en cuando al sorprender la mirada inquisitiva
de algún desconocido. Sentía, ante las miradas insistentes, el desagrado que
los genios sólo conocen ya tarde en la vida, y que siempre acompaña a las
personas corrientes. Sibyl, sin embargo, no se daba cuenta en absoluto del
efecto que causaba. El amor le temblaba en los labios en forma de risa.
Pensaba en el príncipe azul y, para poder hacerlo con mayor libertad, se lanzó
a parlotear sobre el barco en el que Jim iba a hacerse a la mar, sobre el oro
que sin duda encontraría, sobre la maravillosa heredera cuya vida salvaría de
los malvados bandidos de camisa roja. Porque no seguiría siendo marinero, o
sobrecargo, o lo que fuese que hiciera a bordo. ¡No, no! La existencia de un
marinero era espantosa. Qué absurdo encerrarse en un horrible barco que las
grupas monstruosas de las olas trataban de invadir, mientras un viento aciago
derribaba mástiles y rasgaba velas hasta convertirlas en largos colgajos
desmelenados y rugientes. Sin duda, Jim abandonaría la nave en Melbourne,
se despediría cortésmente del capitán y se pondría en camino hacia las
explotaciones auríferas. Antes de que transcurriese una semana habría
encontrado una enorme pepita, la mayor jamás descubierta, y la transportaría
hasta la costa en una carreta protegida por seis policías a caballo. Los
salteadores los atacarían tres veces, y serían rechazados con inmensas
pérdidas. O mejor, no. No iría a las explotaciones auríferas, que eran unos
sitios horribles, donde los hombres se emborrachaban y se peleaban a tiros en
los bares y decían palabras malsonantes. Se dedicaría a criar ovejas y, una
noche, cuando regresara a su casa a caballo, al ver a la bella heredera,
raptada por un ladrón con un caballo negro, los daría caza y la rescataría. Por
supuesto la muchacha se enamoraría de él, y él de ella, se casarían, volverían
a Inglaterra y vivirían en una inmensa casa londinense. Sí, le esperaban
aventuras maravillosas. Pero tenía que ser muy bueno, y no enfadarse, ni
gastarse el dinero tontamente. Sibyl sólo era un año mayor que Jim, pero
sabía mucho más sobre la vida. También tenía que escribirle siempre que
hubiera correo, y decir sus oraciones todas las noches antes de acostarse.
Dios era muy bueno y cuidaría de él. También ella rezaría por él, y al cabo de
muy pocos años regresaría, muy rico ya y muy feliz.
El muchacho la escuchó hoscamente y no hizo ningún comentario. Se le
partía el corazón al pensar en abandonar su hogar.
Pero no era sólo eso lo que le deprimía y ponía de mal humor. Pese a su
falta de experiencia, se daba cuenta con toda claridad de los peligros de la
situación de Sibyl. Aquel joven dandi que le hacía la corte no le traería la
felicidad. Era un caballero y lo aborrecía por eso, con una extraña repugnancia
instintiva que no sabía explicar y que, por esa misma razón, resultaba aún más
imperiosa. Tampoco se le ocultaba la superficialidad y vanidad de su madre, y
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advertía en ello un peligro infinito para Sibyl y para su felicidad. Los hijos
comienzan la vida amando a sus padres; al hacerse mayores, los juzgan, y en
ocasiones los perdonan.
¡Su madre! Había algo que quería preguntarle y que le obsesionaba, algo
sobre lo que llevaba muchos meses cavilando en silencio. Una frase casual
que había oído en el teatro, un susurro burlón, que llegó una noche hasta sus
oídos mientras esperaba junto a la salida de artistas, habían puesto en marcha
una horrible cadena de pensamientos. Lo recordaba como un golpe de fusta
en pleno rostro. Frunció el ceño formando un surco muy profundo y con un
estremecimiento doloroso se mordió los labios.
-No escuchas una sola palabra de lo que digo, Jim -exclamó Sibyl-, a pesar
de que hago los planes más maravillosos para tu futuro. Haz el favor de
hablarme.
-¿Qué quieres que diga?
-Pues que vas a ser un buen chico y que no te olvidarás de nosotras respondió su hermana, sonriéndole.
Jim se encogió de hombros.
-Será más fácil que tú te olvides de mí que yo de ti. Sibyl se ruborizó.
-¿Qué quieres decir? -preguntó.
-Tienes un nuevo amigo, según he oído. ¿Quién es? ¿Por qué no me has
hablado de él? No te hará ningún bien.
-¡No sigas, Jim! -exclamó-. No digas nada contra él. Lo quiero.
-¡Cómo es posible! Ni siquiera sabes su nombre -respondió el muchacho-.
¿Quién es? Tengo derecho a saberlo.
-Se llama príncipe azul. ¿No te gusta? ¡Vamos, no seas tonto! No debes
olvidarlo nunca. Si lo vieras, te darías cuenta de que es la persona más
maravillosa del mundo. Algún día lo conocerás, cuando vuelvas de Australia.
Te gustará mucho. Le gusta a todo el mundo; y yo.... yo lo quiero. Ojalá
pudieras venir esta noche al teatro. Estará allí, y yo voy a hacer de Julieta. ¡Ah,
cómo interpretaré mi papel! ¡Imagínate, Jim! ¡Estar enamorada e interpretar a
Julieta! ¡Tenerlo allí, viéndome! ¡Interpretar para darle gusto! Tengo miedo de
asustar a la compañía, de asustarlos o de cautivarlos. Amar es superarse. Ese
pobre y terrible señor Isaacs se hará lenguas de mi talento ante los holgazanes
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de su bar. Me ha predicado como un dogma; esta noche me anunciará como
una revelación. Lo adivino. Y es todo suyo, únicamente suyo, de mi príncipe
azul, mi enamorado maravilloso, mi dador divino de todas las gracias. Pero soy
pobre a su lado. ¿Pobre? ¿Qué importa eso? Si la pobreza llama
humildemente a la puerta, el amor entra por la ventana. Hay que volver a
escribir nuestros refranes. Se hicieron en invierno, y ahora estamos en verano;
primavera para mí, creo yo, un baile de botones de rosa en un cielo azul.
-Es un caballero -dijo el muchacho con resentimiento.
-¡Un príncipe! -exclamó ella, su voz llena de música-. ¿Qué más se necesita?
-Quiere esclavizarte.
-Me estremece la idea de ser libre.
-Ten cuidado, te lo ruego.
-Verlo es adorarlo, conocerlo es confiar en él.
-Has perdido la cabeza, Sibyl.
Su hermana se echó a reír y lo tomó del brazo.
-Mi querido y maduro Jim, hablas como si tuvieras cien años. Algún día
también tú te enamorarás. Entonces sabrás de qué se trata. No pongas ese
gesto tan enfurruñado. Debe alegrarte pensar que, aunque tú te vayas, me
dejas más feliz que nunca. La vida ha sido dura para nosotros dos,
terriblemente dura y difícil. Pero a partir de ahora será diferente. Tú te vas a un
mundo nuevo, y yo he descubierto uno. Aquí hay dos sillas libres; vamos a
sentarnos y a ver pasar a la gente elegante.
Se sentaron en medio de una multitud de ociosos. Los macizos de tulipanes
al otro lado de la avenida ardían, convertidos en palpitantes anillos de fuego.
Un polvo blanco, se diría una trémula nube de polvo de lirios, flotaba en el aire
jadeante. Los parasoles de colores brillantes subían y bajaban como
mariposas gigantes.
Sibyl hizo hablar a su hermano de sí mismo, de sus esperanzas, de sus
proyectos. Jim se expresaba lentamente y con dificultad. Fueron pasándose
palabras como los jugadores se pasan fichas. Sibyl empezó a deprimirse. No
lograba comunicar su alegría. Todos sus esfuerzos no conseguían otro eco
que una débil sonrisa en las comisuras de aquella boca adusta. Después de
algún tiempo dejó de hablar. De repente vislumbró unos cabellos dorados y
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unos labios que reían: Dorian Gray pasaba en un coche abierto con dos
damas.
Sibyl se puso en pie de un salto.
-¡Ahí está! -exclamó.
-¿Quién?
-Mi príncipe azul -respondió ella, siguiendo la victoria con la vista.
También su hermano se puso en pie y la agarró bruscamente por el brazo.
-Enséñamelo. ¿Quién es? Señálamelo. ¡Tengo que verlo! -exclamó; pero en
aquel momento se interpuso el coche del duque de Berwick, tirado por cuatro
caballos, y cuando de nuevo se despejó el horizonte, el otro vehículo había
abandonado el parque.
-Se ha ido -murmuró Sibyl, entristecida-. Me gustaría que lo hubieras visto.
-A mí también me hubiera gustado, porque tan cierto como que hay un Dios
en el cielo, si alguna vez te hace daño, lo mataré.
Su hermana lo miró horrorizada. Jim repitió lo que había dicho, y sus
palabras cortaron el aire como un puñal. La gente a su alrededor se quedó
boquiabierta. Una señora que estaba muy cerca rió nerviosamente.
-Vámonos, Jim, vámonos -susurró Sibyl. Él la siguió, sin dejarse intimidar, a
través de la multitud. Se alegraba de haber dicho lo que había dicho.
Cuando llegaron a la estatua de Aquiles, Sibyl se volvió hacia su hermano.
La piedad de sus ojos se transformó en risa al llegar a los labios.
-Estás loco, Jim, completamente loco -le dijo, moviendo la cabeza-; un chico
con muy mal genio, eso es todo. ¿Cómo puedes imaginar cosas tan horribles?
No sabes lo que dices. Sencillamente tienes celos y eres muy poco amable.
¡Ojalá te enamorases! El amor hace buenas a las personas, y eso que has
dicho ha sido una maldad.
-Tengo dieciséis años -respondió Jim-, y sé lo que me digo. Nuestra madre
no te ayuda en absoluto. No sabe cómo hay que cuidarte. Preferiría no tener
que irme a Australia. Estoy por mandarlo todo a paseo. Lo haría si no hubiera
firmado el contrato.
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-No te pongas tan serio, Jim. Eres como uno de los héroes de esos
melodramas estúpidos que a nuestra madre tanto le gustaba representar. No
me voy a pelear contigo. Lo he visto y verlo es la felicidad perfecta. No
reñiremos. Sé que nunca harás daño a alguien a quien yo ame, ¿verdad que
no?
-No, mientras todavía lo quieras, imagino -fue su hosca respuesta.
-¡Le querré siempre! -exclamó Sibyl.
-¿Y él?
-¡También siempre!
-Más le vale.
Sibyl se apartó ligeramente de él. Luego se echó a reír y le puso la mano en
el brazo. No era más que un niño.
En Marble Arch tomaron un ómnibus que los dejó cerca de su modesto
hogar. Eran más de las cinco, y Sibyl tenía que descansar echada un par de
horas antes de la representación. Jim insistió en que lo hiciera. Dijo que
prefería despedirse de ella cuando su madre no estuviera presente. Con toda
seguridad haría una escena, y Jim detestaba cualquier clase de escena.
Se separaron en la habitación de Sibyl. El corazón del muchacho estaba
dominado por los celos, y sentía un odio feroz, asesino, contra aquel extraño
que, en su opinión, se había interpuesto entre ellos. Sin embargo, cuando Sibyl
le echó los brazos al cuello y le acarició el cabello con los dedos, Jim se
ablandó y la besó con sincero afecto. Tenía los ojos llenos de lágrimas
mientras bajaba las escaleras.
Su madre lo esperaba abajo. Se quejó de su falta de puntualidad al verlo
entrar. Jim no respondió, pero se sentó para consumir su modesta cena. Las
moscas zumbaban en torno a la mesa y corrían sobre el mantel poco limpio.
Entre el ruido sordo de los ómnibus y el alboroto de los coches de punto, oía la
voz monótona que devoraba cada uno de los minutos que le quedaban.
Al cabo de algún tiempo apartó el plato y ocultó la cabeza entre las manos.
Estaba convencido de que tenía derecho a saber. Tendrían que habérselo
dicho antes, si todo había sucedido como él sospechaba. Su madre lo
observaba dominada por el miedo. Las palabras salían maquinalmente de sus
labios. Con los dedos retorcía un pañuelo de encaje hecho jirones. Al darlas
seis el reloj de pared, Jim se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Luego se
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volvió y sus miradas se encontraron. En los ojos maternos descubrió una
desesperada solicitud de compasión que lo llenó de cólera.
-Madre, hay algo que tengo que pedirte -dijo. Los ojos de la señora Vane
deambularon sin rumbo por el cuarto, pero no contestó-. Dime la verdad.
Tengo derecho a saber. ¿Estabas casada con mi padre?
La señora Vane dejó escapar un hondo suspiro, un suspiro de alivio. El
terrible momento, el momento que había temido de día y de noche, durante
semanas y meses, había llegado al fin, pero no sentía terror. En cierta medida,
de hecho, fue más bien una desilusión. Una pregunta tan vulgarmente directa
exigía una respuesta igualmente directa. No era una situación a la que se
hubiera llegado poco a poco. Era tosca. A la señora Vane le hizo pensar en un
ensayo poco satisfactorio.
-No -respondió, maravillada de la dura simplicidad de la vida.
-¡En ese caso mi padre era un sinvergüenza! -exclamó el muchacho,
apretando los puños.
Su madre negó con la cabeza.
-Yo sabía que no estaba libre. Nos queríamos mucho. Si hubiera vivido,
habría atendido a nuestras necesidades. No lo condenes, hijo mío. Era tu
padre y un caballero. Pertenecía a una excelente familia.
A Jim se le escapó un juramento.
-A mí no me importa -exclamó-, pero no permitas que a Sibyl... Es un
caballero, no es eso, el tipo que está enamorado de ella, ¿o dice que lo está?
De una familia excelente, también, imagino.
Por un instante, la señora Vane se sintió terriblemente humillada. Inclinó la
cabeza. Se limpió los ojos con manos temblorosas.
-Sibyl tiene madre -murmuró-; yo no la tenía.
El muchacho se conmovió. Fue hacia ella, se inclinó y la besó.
-Siento haberte apenado, preguntándote por mi padre -dijo-, pero no he
podido evitarlo. He de irme ya. Adiós.
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No olvides que ahora sólo tienes que cuidar de Sibyl, y créeme cuando te
digo que si ese hombre engaña a mi hermana, descubriré quién es, lo
encontraré y lo mataré como a un perro, lo juro.
Lo desmedido de la amenaza, el gesto apasionado que la acompañó, las
palabras melodramáticas, hicieron que por un momento la vida recuperase
algo de su brillo para la actriz. Todo aquello recreaba un ambiente con el que
estaba familiarizada. Respiró con mayor libertad y por primera vez en muchos
meses sintió verdadera admiración por su hijo. Le hubiera gustado continuar la
escena en el mismo nivel emocional, pero Jim se lo impidió. Había que bajar
baúles, localizar alguna prenda de abrigo. El criado para todo de la pensión
entraba y salía sin cesar. Era necesario ajustar el precio con el cochero. La
intensidad del momento se perdió en detalles vulgares. Desde la ventana, la
señora Vane agitó su maltrecho pañuelo de encaje con un renovado
sentimiento de decepción mientras su hijo se alejaba. Se daba cuenta de que
se había perdido una gran oportunidad. Se consoló diciendo a Sibyl cuán
desolada sería su vida ahora que sólo tenía a una hija a quien cuidar.
Recordaba la frase de Jim, que le había gustado. De sus amenazas no dijo
nada. La manera de expresarla había sido vigorosa y dramática. La señora
Vane tenía la impresión de que algún día todos la recordarían riendo.
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Capítulo 6
-¿Has oído las noticias? -preguntó lord Henry aquella noche a Hallward
cuando un camarero lo hizo entrar en el pequeño reservado del Bristol donde
estaba preparada una cena para tres.
-No -respondió el artista, entregando sombrero y abrigo al camarero, quien
procedió a hacerle una reverencia-. ¿De qué se trata? Nada que tenga que ver
con la política, espero. No me interesa. Apenas hay una sola persona en la
Cámara de los Comunes que se merezca un retrato, aunque muchos de ellos
mejorarían blanqueándolos un poco.
-Dorian Gray se ha prometido -dijo lord Henry, examinando atentamente a su
amigo mientras hablaba.
Hallward se sobresaltó y luego frunció el entrecejo.
-¡Dorian prometido! -exclamó-. ¡Imposible!
-Es absolutamente cierto.
-¿Con quién?
-Con una actricilla de poco más o menos.
-No me lo puedo creer. Dorian es demasiado sensato. -Dorian es demasiado
prudente para no hacer alguna tontería de cuando en cuando, mi querido Basil.
-Casarse es una cosa que difícilmente se puede hacer de cuando en cuando,
Harry.
-Excepto en los Estados Unidos -replicó lánguidamente lord Henry-. Pero yo
no he dicho que se haya casado. He dicho que se ha prometido. Hay una gran
diferencia. Recuerdo con mucha claridad estar casado, pero no tengo recuerdo
alguno de estar prometido. Me inclino a creer que nunca estuve prometido.
-Pero piensa en la cuna de Dorian, en su posición, en su riqueza. Sería
absurdo que se casara tan por debajo de sus posibilidades.
-Si de verdad quieres que se case con la chica, dile precisamente eso.
Puedes estar seguro de que lo hará. Siempre que un hombre hace algo
perfectamente estúpido, lo hace por el más noble de los motivos.
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-Espero que la chica sea buena. No quisiera ver a Dorian atado a alguna
horrenda criatura que pueda envilecer su cuerpo y destruir su inteligencia.
-No, no; la chica es mejor que buena..., es hermosa -murmuró lord Henry,
saboreando un vaso de vermut con zumo de naranjas amargas-. Dorian dice
que es hermosa, y no suele equivocarse en ese tipo de cuestiones. Tu retrato
ha afinado su apreciación de las personas. Ése ha sido, entre otros, uno de
sus excelentes resultados. Vamos a conocerla esta noche, si es que ese
muchacho no olvida su cita con nosotros.
-¿Hablas en serio?
-Completamente en serio. Me sentiría terriblemente mal si creyera que
alguna vez llegaré a hablar más seriamente que en este momento.
-Pero, ¿tú lo apruebas, Harry? -preguntó el pintor, paseando por el reservado
y mordiéndose los labios-. Es imposible que lo apruebes. Se trata sólo de un
capricho.
-Yo ya no apruebo ni desapruebo nada. Es una actitud absurda ante la vida.
No se nos pone en el mundo para airear nuestros prejuicios morales. Nunca
doy la menor importancia a lo que dice la gente vulgar, y nunca interfiero con lo
que hacen las personas encantadoras. Si una personalidad me fascina,
cualquier modo de expresión que elija me parecerá delicioso. Dorian Gray se
enamora de una hermosa muchacha que interpreta a Julieta y se propone
casarse con ella. ¿Por qué no? Si contrajera matrimonio con Mesalina no me
parecería menos interesante. Sabes perfectamente que no soy defensor del
matrimonio. El verdadero inconveniente del matrimonio es que mata el
egoísmo. Y las personas sin egoísmo son incoloras. Carecen de individualidad.
De todos modos, hay algunos temperamentos que se hacen más complejos
con el matrimonio. Conservan su egoísmo y le añaden otros muchos. Se ven
forzados a vivir más de una vida. Se convierten en personas sumamente
organizadas, y organizarse muy bien la vida, creo yo, es el objeto de la
existencia humana. Además, toda experiencia tiene valor y, se diga lo que se
quiera contra el matrimonio, no cabe duda de que es una experiencia. Espero
que Dorian Gray haga de esa muchacha su esposa, que la adore
apasionadamente por espacio de seis meses y que luego, de repente, quede
fascinado por otra persona. Será un maravilloso tema de estudio.
-No crees ni una sola palabra de lo que dices; sabes perfectamente que no.
Si Dorian Gray echara a perder su vida, nadie lo sentiría más que tú. Eres
mucho mejor persona de lo que finges.
Lord Henry se echó a reír.
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-La razón de que nos guste pensar bien de los demás es que tenemos miedo
a lo que pueda sucedernos. La base del optimismo es el terror. Pensamos que
somos generosos porque atribuimos a nuestro vecino las virtudes que más
pueden beneficiarnos. Alabamos al banquero para que no nos penalice por
estar en números rojos y encontramos buenas cualidades en el salteador de
caminos con la esperanza de que respete nuestra bolsa. Creo todo lo que he
dicho. Desprecio profundamente el optimismo. En cuanto a echar a perder una
vida, una vida sólo se echa a perder cuando se detiene su crecimiento. Si
quieres estropear una personalidad, basta reformarla. Por lo que hace al
matrimonio, por supuesto que sería una estupidez, pero hay otros vínculos,
mucho más interesantes, entre hombres y mujeres. Estoy desde luego
dispuesto a alentarlos. Tienen el encanto de estar de moda. Pero aquí llega
Dorian, que te lo contará todo mejor que yo.
-Basil, Harry, ¡los dos tenéis que felicitarme! -dijo el muchacho,
desprendiéndose impaciente de la capa con forro de satén y procediendo a
estrechar la mano de sus dos amigos-. No he sido nunca tan feliz. Ya sé que
es repentino; todo lo realmente delicioso lo es. Y, sin embargo, me parece que
no he buscado otra cosa en toda mi vida -tenía la tez encendida a causa de la
alegría y la emoción, y parecía singularmente apuesto.
-Espero que seas siempre muy feliz, Dorian -dijo Hallward-, pero no te
perdono del todo que no me hayas informado de tu compromiso. A Harry sí se
lo has dicho.
-Y yo no te perdono que llegues tarde a cenar -intervino lord Henry, poniendo
una mano en el hombro del muchacho y sonriendo mientras hablaba-. Vamos
a sentarnos y a enterarnos de qué tal es el nuevo chef, y luego nos explicarás
cómo ha sucedido todo.
-En realidad no hay mucho que contar -exclamó Dorian mientras los tres
ocupaban sus sitios en torno a la reducida mesa redonda-. Ayer,
sencillamente, después de dejarte; Harry, me vestí, cené en el pequeño
restaurante italiano de Rupert Street que tú me hiciste conocer, y a las ocho
estaba en el teatro. Sibyl interpretaba a Rosalinda. Por supuesto, el decorado
era horroroso y el actor que hacía de Orlando absurdo. ¡Sibyl, en cambio!
¡Tendrías que haberla visto! Cuando apareció vestida de muchacho estaba
absolutamente maravillosa. Llevaba un jubón de terciopelo color musgo con
mangas de color canela, calzas marrones, un precioso sombrerito verde con
una pluma de halcón sujeta por una joya, y un gabán con capucha forrado de
rojo mate. Nunca me había parecido tan exquisita. Tenía la gracia delicada de
esa figurilla de Tanagra que tienes en tu estudio, Basil. Los cabellos
rodeándole la cara como hojas oscuras en torno a una pálida rosa. En cuanto
a su interpretación..., bueno, vais a verla esta noche. Es, ni más ni menos, una
artista nata. Me quedé completamente embobado en mi palco cochambroso.
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Me olvidé de que estaba en Londres y en el siglo XIX. Me había ido con mi
amada a un bosque que nadie había visto nunca. Cuando terminó la
representación, pasé entre bastidores y hablé con ella. Mientras estábamos
sentados uno al lado del otro, apareció de repente en sus ojos una mirada que
yo no había visto nunca. Mis labios se movieron hacia los suyos. Nos
besamos. No soy capaz de describiros lo que sentí en aquel momento. Me
pareció que la vida entera se concentraba en un punto perfecto de alegría
color rosa. Sibyl se puso a temblar de pies a cabeza, estremeciéndose como
un narciso blanco. Luego se arrodilló y me besó las manos. Comprendo que no
debería contaros todo esto, pero no puedo evitarlo. Por supuesto, nuestro
compromiso es un secreto total. Sibyl ni siquiera se lo ha dicho a su madre. No
sé lo que dirán mis tutores. Lord Radley montará sin duda en cólera. Me da
igual. Seré mayor de edad en menos de un año, y entonces podré hacer lo que
quiera. ¿No es cierto que he hecho bien sacando a mi amor de la poesía y
encontrando a mi esposa en las obras de Shakespeare? Labios a los que
Shakespeare enseñó a hablar han susurrado su secreto en mi oído. Me han
rodeado los brazos de Rosalinda y he besado a Julieta en la boca.
-Sí, Dorian -dijo Hallward, hablando muy despacio-; supongo que has hecho
bien.
-¿La has visto hoy? -preguntó lord Henry.
Dorian Gray negó con la cabeza.
-La dejé en el bosque de Arden y hoy la encontraré en un huerto de Verona.
Lord Henry saboreó su champán con aire meditabundo.
-¿En qué punto mencionaste la palabra matrimonio, Dorian? ¿Y qué
respondió ella? Quizá lo hayas olvidado por completo.
-Mi querido Harry, no me comporté como si fuera un trato comercial, y no le
hice explícitamente una propuesta de matrimonio. Le dije que la amaba y ella
respondió que no era digna de ser mi esposa. ¡Que no era digna! ¡Cuando el
mundo entero no es nada para mí comparado con ella!
-Las mujeres son maravillosamente prácticas -murmuró lord Henry-; mucho
más prácticas que nosotros. En situaciones como ésa, olvidamos con
frecuencia mencionar la palabra matrimonio, pero ellas nos lo recuerdan
siempre.
Hallward le puso una mano en el brazo.
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-No, Harry. Has disgustado a Dorian, que no es como otros hombres. Dorian
nunca haría desgraciada a otra persona. Tiene demasiada delicadeza para
una cosa así. Lord Henry miró por encima de la mesa.
-Dorian no está nunca disgustado conmigo -respondió-. He hecho la pregunta
por la mejor de las razones, por la única razón, a decir verdad, que disculpa de
hacer cualquier pregunta: la simple curiosidad. Mantengo la teoría de que son
siempre las mujeres quienes nos proponen el matrimonio y no nosotros a ellas.
Excepto, por supuesto, las personas de la clase media. Pero lo cierto es que
las clases medias no son modernas.
Dorian Gray se echó a reír y movió la cabeza.
-Eres completamente incorregible, Harry; pero no me importa. Es imposible
enfadarse contigo. Cuando veas a Sibyl Vane comprenderás que el hombre
que la tratara mal sería un desalmado, un ser sin corazón. No entiendo que
nadie quiera avergonzar al ser que ama. Y yo amo a Sibyl Vane. Quiero
colocarla sobre un pedestal de oro, y ver cómo el mundo venera a la mujer que
es mía. ¿Qué es el matrimonio? Una promesa irrevocable. Por eso te burlas de
él. ¡No lo hagas! Es una promesa irrevocable la que yo quiero hacer. La
confianza de Sibyl me hace fiel, su fe me hace bueno. Cuando estoy con ella,
reniego de todo lo que me has enseñado. Me convierto en alguien diferente del
que has conocido. He cambiado y el simple hecho de tocar la mano de Sibyl
Vane hace que te olvide y que olvide tus falsas teorías, tan fascinantes, tan
emponzoñadas, tan deliciosas.
-¿Mis teorías...? -preguntó lord Henry, sirviéndose un poco de ensalada.
-Tus teorías sobre la vida, tus teorías sobre el amor, tus teorías sobre el
placer. Todas tus teorías, de hecho.
-El placer es la única cosa sobre la que merece la pena elaborar una teoría respondió lord Henry separando bien las palabras con su voz melodiosa-. Pero
mucho me temo que no me puedo atribuir esa teoría como propia. No me
pertenece a mí, pertenece a la Naturaleza. El placer es la prueba de fuego de
la Naturaleza. Cuando somos felices siempre somos buenos, pero cuando
somos buenos no siempre somos felices.
-Sí, pero, ¿qué quieres decir con bueno? -exclamó Basil Hallward.
-Sí -asintió Dorian, recostándose en el asiento, y mirando a lord Henry sobre
el tupido ramo de iris morados que ocupaba el centro de la mesa-, ¿qué
quieres decir con bueno?
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-Ser bueno es estar en armonía con uno mismo -replicó lord Henry, tocando
el delicado pie de la copa con dedos muy blancos y finos-. Hay disonancia
cuando uno se ve forzado a estar en armonía con otros. La propia vida..., eso
es lo importante. En cuanto a la vida de nuestros vecinos, si uno quiere ser un
hipócrita o un puritano, podemos hacer alarde de nuestras ideas sobre moral,
pero en realidad esas personas no son asunto nuestro. Por otra parte, las
metas del individualismo son las más elevadas. La moralidad moderna
consiste en aceptar las normas de la propia época. Pero yo considero que,
para un hombre culto, aceptar las normas de su época es la peor inmoralidad.
-Pero, por supuesto, si uno vive tan sólo para uno mismo, ha de pagar un
precio terrible por hacerlo, ¿no es cierto, Harry? -preguntó el pintor.
-Sí, en los tiempos que corren se nos cobra excesivamente por todo. Tengo
la impresión de que la verdadera tragedia de los pobres es que no pueden
permitirse nada excepto renunciar a sí mismos. Los pecados hermosos, como
los objetos hermosos, son el privilegio de los ricos.
-Hay que pagar de otras maneras además de con dinero.
-¿De qué maneras, Basil?
-Imagino que con remordimientos, sufriendo..., bueno, dándose cuenta de la
degradación.
Lord Henry se encogió de hombros.
-Amigo mío, el arte medieval es encantador, pero las emociones medievales
están anticuadas. Se las puede utilizar en las novelas, por supuesto. Pero las
cosas que se pueden utilizar en la narrativa son las que han dejado de usarse
en la vida real. Créeme, ningún hombre civilizado se arrepiente nunca de un
placer, y los no civilizados nunca llegan a saber qué es un placer.
-Yo sé lo que es el placer -exclamó Dorian Gray-. Adorar a alguien.
-Sin duda eso es mejor que ser adorado -respondió lord Henry, jugueteando
con una fruta-. Ser adorado es muy molesto. Las mujeres nos tratan como la
humanidad trata a sus dioses. Nos rinden culto y están siempre
molestándonos para que hagamos algo por ellas.
-Yo diría que cualquier cosa que piden nos la han dado antes -murmuró el
muchacho con mucha seriedad-. Crean el amor en nuestra alma. Tienen
derecho a pedir correspondencia.
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-Eso es completamente cierto -exclamó Hallward.
-Nada es completamente cierto -dijo lord Henry.
-Esto sí -le interrumpió Dorian-. Has de admitir, Harry, que las mujeres
entregan a los hombres el oro mismo de sus vidas.
-Es posible -suspiró el otro-,pero inevitablemente lo reclaman en calderilla.
Ése es el problema. Las mujeres, como dijo en cierta ocasión un francés con
mucho ingenio, despiertan en nosotros el deseo de producir obras maestras,
pero luego nos impiden siempre llevarlas a cabo.
-¡Eres horrible, Harry! No sé por qué te tengo tanto afecto.
-Me lo tendrás siempre -replicó lord Henry-. ¿Tomaréis café? Camarero,
traiga café, fine champagne y cigarrillos. No, olvídese de los cigarrillos; tengo
algunos yo. Basil, no te permito que fumes puros. Enciende un cigarrillo. El
cigarrillo es el perfecto ejemplo de placer perfecto. Es exquisito y deja
insatisfecho. ¿Qué más se puede pedir? Sí, Dorian, siempre me tendrás
afecto. Represento para ti todos los pecados que nunca has tenido el valor de
cometer.
-¡Qué cosas tan absurdas dices! -exclamó el muchacho, utilizando el
encendedor de plata con forma de dragón que el camarero había dejado sobre
la mesa.
-Vámonos al teatro. Cuando Sibyl salga a escena, encontrarás un nuevo
ideal de vida. Significará para ti algo que nunca has conocido.
-Lo he conocido todo -dijo lord Henry, en sus ojos una expresión de
cansancio-, pero siempre estoy dispuesto a experimentar una nueva emoción.
Mucho me temo, sin embargo, que, al menos para mí, eso es algo que no
existe. De todos modos, quizá tu maravillosa chica me subyugue. Me encanta
el teatro. Es mucho más real que la vida. Vamos, Dorian. Tú vendrás conmigo.
Lo siento, Basil, pero sólo hay sitio para dos en la berlina. Tendrás que
seguirnos en un coche de punto.
Se levantaron para ponerse los abrigos, tomándose el café de pie. El pintor,
preocupado, había enmudecido. Le había invadido la melancolía. Le
desagradaba mucho aquel matrimonio, aunque en realidad le parecía mejor
que otras muchas cosas que podrían haber sucedido. Muy poco después
salían a la calle. Hallward se dirigió solo hacia el teatro, como habían
convenido, y estuvo contemplando las luces parpadeantes de la berlina que le
precedía. Tuvo la extraña sensación de haber perdido algo. Sintió que Dorian
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Gray ya no sería nunca para él lo que había sido en el pasado. La vida se
había interpuesto entre los dos... Los ojos se le llenaron de oscuridad y vio las
calles, abarrotadas y centelleantes, a través de una niebla. Cuando el coche
de punto se detuvo ante el teatro tuvo la sensación de haber envejecido varios
años.
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Capítulo 7
Aquella noche, por alguna razón, el teatro estaba abarrotado, y el gordo
empresario judío que los recibió en la puerta, sonriendo trémulamente de oreja
a oreja con expresión untuosa, procedió a escoltarlos hasta el palco con
pomposa humildad, agitando sus gruesas manos enjoyadas y hablando a voz
en grito. Dorian Gray sintió que le desagradaba más que nunca. Le pareció
que viniendo en busca de Miranda se había encontrado con Calibán. A lord
Henry, por el contrario, más bien le gustó. Al menos eso fue lo que dijo, e
insistió en estrecharle la mano, asegurándole que estaba orgulloso de conocer
al hombre que había descubierto a una joya de la interpretación y que se había
arruinado a causa de un poeta. Hallward se divirtió con los rostros del patio de
butacas. El calor era insoportable, y la enorme lámpara ardía como una dalia
monstruosa con pétalos de fuego amarillo. Los jóvenes del paraíso se habían
quitado chaquetas y chalecos, colgándolos de las barandillas. Hablaban entre
sí de un lado a otro del teatro y compartían sus naranjas con las llamativas
chicas que los acompañaban. Algunas mujeres reían en el patio de butacas,
con voces chillonas y discordantes. Desde el bar llegaba el ruido del
descorchar de las botellas.
-¡Qué lugar para encontrar a una diosa! -dijo lord Henry.
-¡Es cierto! -respondió Dorian Gray-. Pero fue aquí donde la encontré, y Sibyl
es la encarnación de la divinidad. Cuando actúe, te olvidarás de todo. Esas
gentes vulgares y toscas, de rostros primitivos y gestos brutales, se
transforman cuando Sibyl está en el escenario. Callan y escuchan. Lloran y
ríen cuando Sibyl quiere que lo hagan. Consigue que respondan como las
cuerdas de un violín. Los espiritualiza, y se siente que están hechos de la
misma carne y sangre que nosotros.
-¡La misma carne y sangre que nosotros! ¡Espero que no! -exclamó lord
Henry, que observaba a los ocupantes del paraíso con sus gemelos de teatro.
-No le hagas caso, Dorian -dijo el pintor-. Yo sí entiendo lo que quieres decir
y estoy convencido de que esa chica es como dices. La mujer a quien tú ames
ha de ser maravillosa, y cualquier muchacha que consigue el efecto que
describes ha de ser espléndida y noble. Espiritualizar a la propia época..., eso
es algo que merece la pena. Si Sibyl es capaz de dar un alma a quienes han
vivido sin ella, si crea un sentimiento de belleza en personas cuyas vidas han
sido sórdidas y miserables, si los libera de su egoísmo y les presta lágrimas
por sufrimientos que no son suyos, se merece toda tu adoración, se merece la
adoración del mundo entero. Tu matrimonio con ella es un acierto. Al principio
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no lo creía así, pero ahora lo veo de otra manera. Los dioses han hecho a
Sibyl Vane para ti. Sin ella hubieras quedado incompleto.
-Gracias, Basil -respondió Dorian Gray, dándole un apretón de manos-.
Sabía que me entenderías. Harry es tan cínico que me aterra. Pero aquí llega
la orquesta. Aunque espantosa, sólo toca unos cinco minutos
aproximadamente. Luego se levanta el telón, y veréis a la muchacha a quien
voy a dar toda mi vida, y a la que ya he dado todo lo bueno que hay en mí.
Un cuarto de hora después, acompañada de unos aplausos estruendosos,
Sibyl Vane apareció en el escenario. Sí, no había duda de su encanto; era,
pensó lord Henry, una de las criaturas más encantadoras que había visto
nunca. Había algo de gacela en su gracia tímida y en sus ojos sorprendidos.
Un ligero arrebol, como la sombra de una rosa en un espejo de plata, se
asomó a sus mejillas cuando vio el teatro abarrotado y entusiasta. Retrocedió
unos pasos y pareció que le temblaban los labios. Basil Hallward se puso en
pie y empezó a aplaudir. Inmóvil, como en un sueño, Dorian Gray siguió
sentado, mirándola fijamente. Lord Henry la examinó con sus gemelos y
murmuró: «Encantadora, encantadora».
La acción transcurría en el vestíbulo de la casa de los Capuleto, y Romeo,
vestido de peregrino, había entrado con Mercutio y sus amigos. Los músicos
tocaron unos compases de acuerdo con sus posibilidades y comenzó la danza.
Entre la multitud de actores desangelados y pobremente vestidos, Sibyl Vane
se movía como una criatura de un mundo superior. Su cuerpo se agitaba, al
bailar, como se mueve una planta dentro del agua. Las ondulaciones de su
garganta eran las ondulaciones de un lirio blanco. Sus manos parecían hechas
de sereno marfil.
Y, sin embargo, resultaba curiosamente apática. No manifestó signo alguno
de alegría cuando sus ojos se posaron sobre Romeo. Las pocas palabras que
tenía que decir:
Buen peregrino, no reproches tanto
a tu mano un fervor tan verdadero:
si juntan manos peregrino y santo,
palma con palma es beso de palmero...
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junto con el breve diálogo que sigue, fueron pronunciadas de manera
completamente artificial. La voz era exquisita, pero desde el punto de vista de
tono, absolutamente falsa. La coloración era equivocada. Privaba de vida a los
versos. Hacía que la pasión resultase irreal.
Dorian Gray fue palideciendo mientras la contemplaba. Estaba
desconcertado y lleno de ansiedad. Ninguno de sus dos amigos se atrevía a
decir nada. Sibyl les parecía absolutamente incompetente. Se sentían
horriblemente decepcionados.
De todos modos, comprendían que la verdadera prueba de cualquier Julieta
es la escena del balcón en el segundo acto. Esperarían a que llegara. Si
fallaba allí, todo habría acabado.
De nuevo estaba encantadora cuando reapareció al claro de luna. Eso no se
podía negar. Pero lo forzado de su interpretación resultaba insoportable, y fue
empeorando con el paso del tiempo. Sus gestos se hicieron absurdamente
artificiales. Subrayaba excesivamente todo lo que tenía que decir. El hermoso
pasaje:
La noche me oculta con su velo;
si no, el rubor teñiría mis mejillas
por lo que antes me has oído decir.
fue declamado con la penosa precisión de una colegiala a quien ha enseñado
a recitar un profesor de elocución de tercera categoría. Y cuando se asomó al
balcón y llegó a los maravillosos versos:
Aunque seas mi alegría,
no me alegra nuestro acuerdo de esta noche:
demasiado brusco, imprudente, repentino,
igual que el relámpago, que cesa
antes de poder nombrarlo. Amor, buenas noches.
Con el aliento del verano, este brote amoroso
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puede dar bella flor cuando volvamos a vernos...
dijo las palabras como si carecieran por completo de sentido. No era
nerviosismo. De hecho, lejos de estar nerviosa, parecía absolutamente dueña
de sí misma. Era sencillamente una mala interpretación, y Sibyl un completo
desastre.
Incluso el público del patio de butacas y del paraíso, vulgar y sin educación,
había perdido interés por la obra. Incómodos, empezaban a hablar en voz alta
y a silbar. El empresario judío, de pie tras los asientos del primer anfiteatro,
golpeaba el suelo con los pies y protestaba indignado. Tan sólo Sibyl
permanecía indiferente.
Al término del segundo acto se produjo una tormenta de silbidos. Lord Henry
se levantó de su asiento y se puso el gabán.
-Es muy hermosa, Dorian -dijo-, pero incapaz de interpretar. Vámonos.
-Voy a quedarme hasta el final -respondió el joven, con una voz crispada y
llena de amargura-. Siento mucho baberos hecho perder la velada. Os pido
disculpas a los dos.
-Mi querido Dorian, a mí me parece que la señorita Vane está enferma interrumpió Hallward-. Vendremos otra noche.
-Ojalá estuviera enferma -replicó Dorian Gray-. Pero a mí me ha parecido
sencillamente insensible y fría. Ha cambiado por completo. Anoche era una
gran artista. Hoy es una actriz vulgar, mediocre.
-No hables así de alguien a quien amas, Dorian. El amor es más maravilloso
que el arte.
-Los dos son formas de imitación -señaló lord Henry-. Pero será mejor que
nos vayamos. No debes seguir aquí por más tiempo, Dorian. No es bueno para
la moral ver una mala interpretación. Además, supongo que no querrás que tu
esposa actúe en el teatro. En ese caso, ¿qué importa si interpreta Julieta como
una muñeca de madera? Es encantadora, y si sabe tan poco de la vida como
de actuar en el teatro, será una experiencia deliciosa. Sólo hay dos clases de
personas realmente fascinantes: las que lo saben absolutamente todo y las
que no saben absolutamente nada. Santo cielo, muchacho, ¡no pongas esa
expresión tan trágica! El secreto para conservar la juventud es no permitirse
ninguna emoción impropia. Ven al club con Basil y conmigo. Fumaremos
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cigarrillos y beberemos para celebrar la belleza de Sibyl Vane, que es muy
hermosa. ¿Qué más puedes querer?
-Vete, Harry -exclamó el joven-. Quiero estar solo. Y tú también, Basil. ¿Es
que no veis que se me está rompiendo el corazón?
Lágrimas ardientes le asomaron a los ojos. Le temblaban los labios y,
dirigiéndose al fondo del palco, se apoyó contra la pared, escondiendo la cara
entre las manos.
-Vámonos, Basil -dijo lord Henry, con una extraña ternura en la voz. Un
instante después habían desaparecido.
Casi enseguida se encendieron las candilejas y se alzó el telón para el tercer
acto. Dorian Gray volvió a su asiento. Estaba pálido, pero orgulloso e
indiferente. La obra se fue arrastrando, interminable. La mitad del público
abandonó la sala, haciendo ruido con sus pesadas botas y riéndose. La
representación había sido un fiasco total. El último acto se interpretó ante una
sala casi vacía. Una risa contenida y algunas protestas saludaron la caída del
último telón.
Nada más terminar la obra, Dorian pasó entre bastidores, para dirigirse al
camerino de la actriz. Encontró allí a Sibyl, con una expresión triunfal en el
rostro y los ojos llenos de fuego. Estaba radiante. Sonreía, los labios
ligeramente abiertos, a causa de un secreto muy personal.
Al entrar Dorian, la muchacha lo miró y apareció en su rostro una expresión
de infinita alegría.
-¡Qué mal he actuado esta noche, Dorian! -exclamó. -¡Horriblemente mal! respondió él, contemplándola asombrado-. ¡Espantoso! Ha sido terrible.
¿Estás enferma? No puedes hacerte idea de lo que ha sido. No te imaginas
cómo he sufrido.
La muchacha sonrió.
-Dorian -respondió, acariciando el nombre del amado con la prolongada
música de su voz, como si fuera más dulce que miel para los rojos pétalos de
su boca-. Dorian, deberías haberlo entendido. Pero ahora lo entiendes ya, ¿no
es cierto?
-¿Entender qué? -preguntó él, colérico.
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-El porqué de que lo haya hecho tan mal esta noche. El porqué de que de
ahora en adelante lo haga siempre mal. El porqué de que no vuelva nunca a
actuar bien.
Dorian se encogió de hombros.
-Supongo que estás enferma. Cuando estés enferma no deberías actuar. Te
pones en ridículo. Mis amigos se han aburrido. Yo me he aburrido.
Sibyl parecía no escucharlo. Estaba transfigurada por la alegría. Dominada
por un éxtasis de felicidad. -Dorian, Dorian -exclamó-, antes de conocerte,
actuar era la única realidad de mi vida. Sólo vivía para el teatro. Creía que todo
lo que pasaba en el teatro era verdad. Era Rosalinda una noche y Porcia otra.
La alegría de Beatriz era mi alegría, e igualmente mías las penas de Cordelia.
Lo creía todo. La gente vulgar que trabajaba conmigo me parecía tocada de
divinidad. Los decorados eran mi mundo. Sólo sabía de sombras, pero me
parecían reales. Luego llegaste tú, ¡mi maravilloso amor!, y sacaste a mi alma
de su prisión. Me enseñaste qué es la realidad. Esta noche, por primera vez en
mi vida, he visto el vacío, la impostura, la estupidez del espectáculo sin sentido
en el que participaba. Hoy, por vez primera, me he dado cuenta de que Romeo
era horroroso, viejo, y de que iba maquillado; que la luna sobre el huerto era
mentira, que los decorados eran vulgares y que las palabras que decía eran
irreales, que no eran mías, no eran lo que yo quería decir. Tú me has traído
algo más elevado, algo de lo que todo el arte no es más que un reflejo. Me has
hecho entender lo que es de verdad el amor. ¡Amor mío! ¡Mi príncipe azul!
¡Príncipe de mi vida! Me he cansado de las sombras. Eres para mí más de lo
que pueda ser nunca el arte. ¿Qué tengo yo que ver con las marionetas de
una obra? Cuando he salido a escena esta noche, no entendía cómo era
posible que me hubiera quedado sin nada. Pensaba hacer una interpretación
maravillosa y de pronto he descubierto que era incapaz de actuar. De repente
he comprendido lo que significa amarte. Saberlo me ha hecho feliz. He
sonreído al oír protestar a los espectadores. ¿Qué saben ellos de un amor
como el nuestro? Llévame lejos, Dorian; llévame contigo a donde podamos
estar completamente solos. Aborrezco el teatro. Sé imitar una pasión que no
siento, pero no la que arde dentro de mí como un fuego. Dorian, Dorian, ¿no
entiendes lo que significa? Incluso aunque pudiera hacerlo, sería para mí una
profanación representar que estoy enamorada. Tú me has hecho verlo.
Dorian se dejó caer en el sofá y evitó mirarla.
-Has matado mi amor -murmuró.
Sibyl lo miró asombrada y se echó a reír. El muchacho no respondió. Ella se
acercó, y con una mano le acarició el pelo. A continuación se arrodilló y se
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apoderó de sus manos, besándoselas. Dorian las retiró, estremecido por un
escalofrío.
Luego se puso en pie de un salto, dirigiéndose hacia la puerta.
-Sí -exclamó-; has matado mi amor. Eras un estímulo para mi imaginación.
Ahora ni siquiera despiertas mi curiosidad. No tienes ningún efecto sobre mí.
Te amaba porque eras maravillosa, porque tenías genio e inteligencia, porque
hacías reales los sueños de los grandes poetas y dabas forma y contenido a
las sombras del arte. Has tirado todo eso por la ventana. Eres superficial y
estúpida. ¡Cielo santo! ¡Qué loco estaba al quererte! ¡Qué imbécil he sido! Ya
no significas nada para mí. Nunca volveré a verte. Nunca pensaré en ti. Nunca
mencionaré tu nombre. No te das cuenta de lo que representabas para mí.
Pensarlo me resulta intolerable. ¡Quisiera no haberte visto nunca! Has
destruido la poesía de mi vida. ¡Qué poco sabes del amor si dices que ahoga
el arte! Sin el arte no eres nada. Yo te hubiera hecho famosa, espléndida,
deslumbrante. El mundo te hubiera adorado, y habrías llevado mi nombre.
Pero, ahora, ¿qué eres? Una actriz de tercera categoría con una cara bonita.
Sibyl palideció y empezó a temblar. Juntó las manos, apretándolas mucho, y
dijo, con una voz que se le perdía en la garganta:
-No hablas en serio, ¿verdad, Dorian? -murmuró-. Estás actuando.
-¿Actuando? Eso lo dejo para ti, que lo haces tan bien -respondió él con
amargura.
Alzándose de donde se había arrodillado y, con una penosa expresión de
dolor en el rostro, la muchacha cruzó la habitación para acercarse a él. Le
puso la mano en el brazo, mirándole a los ojos. Dorian la apartó con violencia.
-¡No me toques! -gritó.
A Sibyl se le escapó un gemido apenas audible mientras se arrojaba a sus
pies, quedándose allí como una flor pisoteada.
-¡No me dejes, Dorian! -susurró-. Siento no haber interpretado bien mi papel.
Pensaba en ti todo el tiempo. Pero lo intentaré, claro que lo intentaré. Se me
presentó tan de repente..., mi amor por ti. Creo que nunca lo habría sabido si
no me hubieras besado, si no nos hubiéramos besado. Bésame otra vez, amor
mío. No te alejes de mí. No lo soportaría. No me dejes. Mi hermano... No; es
igual. No sabía lo que decía. Era una broma... Pero tú, ¿no me puedes
perdonar lo que ha pasado esta noche? Trabajaré muchísimo y me esforzaré
por mejorar. No seas cruel conmigo, porque te amo más que a nada en el
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El Retrato de Dorian Gray
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mundo. Después de todo, sólo he dejado de complacerte en una ocasión. Pero
tienes toda la razón, Dorian, tendría que haber demostrado que soy una
artista. Qué cosa tan absurda; aunque, en realidad, no he podido evitarlo. No
me dejes, por favor -un ataque de apasionados sollozos la atenazó. Se
encogió en el suelo como una criatura herida, y los labios bellamente dibujados
de Dorian Gray, mirándola desde lo alto, se curvaron en un gesto de
consumado desdén. Las emociones de las personas que se ha dejado de
amar siempre tienen algo de ridículo. Sibyl Vane le resultaba absurdamente
melodramática. Sus lágrimas y sus sollozos le importunaban.
-Me voy -dijo por fin, con voz clara y tranquila-. No quiero parecer descortés,
pero me será imposible volver a verte. Me has decepcionado.
Sibyl lloraba en silencio, pero no respondió; tan sólo se arrastró, para
acercarse más a Dorian. Extendió las manos ciegamente, dando la impresión
de buscarlo. El muchacho se dio la vuelta y salió de la habitación. Unos
instantes después había abandonado el teatro.
Apenas supo dónde iba. Más tarde recordó haber vagado por calles mal
iluminadas, de haber atravesado lúgubres pasadizos, poblados de sombras
negras y casas inquietantes. Mujeres de voces roncas y risas ásperas lo
habían llamado. Borrachos de paso inseguro habían pasado a su lado entre
maldiciones, charloteando consigo mismos como monstruosos antropoides.
Había visto niños grotescos apiñados en umbrales y oído chillidos y
juramentos que salían de patios melancólicos.
Al rayar el alba se encontró cerca de Covent Garden. Al alzarse el velo de la
oscuridad, el cielo, enrojecido por débiles resplandores, se vació hasta
convertirse en una perla perfecta. Grandes carros, llenos de lirios
balanceantes, recorrían lentamente la calle resplandeciente y vacía. El aire se
llenó con el perfume de las flores, y su belleza pareció proporcionarle un
analgésico para su dolor. Siguió caminando hasta el mercado, y contempló
cómo descargaban los vehículos. Un carrero de blusa blanca le ofreció unas
cerezas. Dorian le dio las gracias y, preguntándose por qué el otro se había
negado a aceptar dinero a cambio, empezó a comérselas distraídamente. Las
habían recogido a media noche, y tenían la frialdad de la luna. Una larga hilera
de muchachos que transportaban cajones de tulipanes y de rosas amarillas y
rojas desfilaron ante él, abriéndose camino entre enormes montones, verde
jade, de hortalizas. Bajo el gran pórtico, de columnas grises desteñidas por el
sol, una bandada de chicas desarrapadas, con la cabeza descubierta,
esperaban, ociosas, a que terminara la subasta. Otras se amontonaban
alrededor de las puertas batientes del café de la Piazza. Los pesados
percherones se resbalaban y golpeaban con fuerza los ásperos adoquines,
agitando sus arneses con campanillas. Algunos de los cocheros dormían sobre
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montones de sacos. Con sus cuellos metálicos y sus patas rosadas, las
palomas corrían de acá para allá picoteando semillas.
Después de algún tiempo, Dorian Gray paró un coche de punto que lo llevó a
su casa. Una vez allí, se detuvo unos instantes en el umbral, recorriendo con la
mirada la plaza silenciosa, con sus ventanas vacías, sus contraventanas, y los
estores de mirada fija. El cielo se había convertido en un puro ópalo, y los
tejados de las casas brillaban como plata bajo él. De alguna chimenea al otro
lado de la plaza empezaba a alzarse una delgada columna de humo que
pronto curvó en el aire nacarado sus volutas moradas.
En la enorme linterna veneciana -botín dorado de alguna góndola ducal- que
colgaba del techo del gran vestíbulo revestido de madera de roble, aún ardían
las luces de tres mecheros, semejantes a delgados pétalos azules con un
borde de fuego blanco. Los apagó y, después de arrojar capa y sombrero
sobre la mesa, cruzó la biblioteca en dirección a la puerta de su dormitorio, una
amplia habitación octogonal en el piso bajo que, dada su reciente pasión por el
lujo, acababa de hacer decorar a su gusto, colgando de las paredes curiosas
tapicerías renacentistas que habían aparecido almacenadas en un ático
olvidado de Selby Royal. Mientras giraba la manecilla de la puerta, su mirada
se posó sobre el retrato pintado por Basil Hallward. La sorpresa le obligó a
detenerse. Luego entró en su cuarto sin perder la expresión de perplejidad.
Después de quitarse la flor que llevaba en el ojal de la chaqueta, pareció
vacilar. Finalmente regresó a la biblioteca, se acercó al cuadro y lo examinó
con detenimiento. Iluminado por la escasa luz que empezaba a atravesar los
estores de seda de color crema, le pareció que el rostro había cambiado
ligeramente. La expresión parecía distinta. Se diría que había aparecido un
toque de crueldad en la boca. Era, sin duda, algo bien extraño.
Dándose la vuelta, se dirigió hacia la ventana y alzó el estor. El resplandor
del alba inundó la habitación y barrió hacia los rincones oscuros las sombras
fantásticas, que se inmovilizaron, temblorosas. Pero la extraña expresión que
Dorian Gray había advertido en el rostro del retrato siguió presente, más
intensa si cabe. La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues
crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en
un espejo después de cometer alguna acción abominable.
Estremecido, tomó de la mesa un espejo oval, encuadrado por cupidos de
marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, y lanzó una
mirada rápida a sus brillantes profundidades. Ninguna arruga parecida había
deformado sus labios rojos. ¿Qué significaba aquello?
Después de frotarse los ojos, se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo. No
había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo, no
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cabía la menor duda de que la expresión del retrato era distinta. No se lo había
inventado. Se trataba de una realidad atrozmente visible.
Dejándose caer sobre una silla empezó a pensar. De repente, como en un
relámpago, se acordó de lo que dijera en el estudio de Basil Hallward el día en
que el pintor concluyó el retrato. Sí; lo recordaba perfectamente. Había
expresado un deseo insensato: que el retrato envejeciera y que él se
conservara joven; que la perfección de sus rasgos permaneciera intacta, y que
el rostro del lienzo cargara con el peso de sus pasiones y de sus pecados; que
en la imagen pintada aparecieran las arrugas del sufrimiento y de la
meditación, pero que él conservara todo el brillo delicado y el atractivo de una
adolescencia que acababa de tomar conciencia de sí misma. No era posible
que su deseo hubiera sido escuchado. Cosas así no sucedían, eran
imposibles. Parecía monstruoso incluso pensar en ello. Y, sin embargo, allí
estaba el retrato, con un toque de crueldad en la boca.
¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Sibyl era la culpable y no él. La había soñado
gran artista, y por creerla grande le había entregado su amor. Pero Sibyl le
había decepcionado, demostrando ser superficial e indigna. Y, sin embargo, un
sentimiento de infinito pesar se apoderó de él, al recordarla acurrucada a sus
pies y sollozando como una niñita. Rememoró con cuánta indiferencia la había
contemplado. ¿Por qué la naturaleza le había hecho así? ¿Por qué se le había
dado un alma como aquélla? Pero también él había sufrido. Durante las tres
terribles horas de la representación había vivido siglos de dolor, eternidades de
tortura. Su vida bien valía la de Sibyl. Ella lo había maltratado, aunque Dorian
le hubiera infligido una herida duradera. Las mujeres, además, estaban mejor
preparadas para el dolor. Vivían de sus emociones. Sólo pensaban en sus
emociones. Cuando tomaban un amante, no tenían otro objetivo que disponer
de alguien a quien hacer escenas. Lord Henry se lo había explicado, y lord
Henry sabía cómo eran las mujeres. ¿Qué razón había para preocuparse por
Sibyl Vane? Ya no significaba nada para él.
Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decir del retrato? El lienzo de Basil Hallward
contenía el secreto de su vida, narraba su historia. Le había enseñado a amar
su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su propia alma?
¿Volvería alguna vez a mirarlo?
No; se trataba simplemente de una ilusión que se aprovechaba de sus
sentidos desorientados. La horrible noche pasada había engendrado
fantasmas. De repente, esa minúscula mancha escarlata que vuelve locos a
los hombres se había desplomado sobre su cerebro. El cuadro no había
cambiado. Era locura pensarlo.
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Sin embargo, el retrato seguía contemplándolo, con el hermoso rostro
deformado por una cruel sonrisa. Sus cabellos resplandecían, brillantes, bajo
el sol matinal. Los ojos azules del lienzo se clavaban en los suyos. Un
indecible sentimiento de compasión le invadió, pero no por él, sino por aquella
imagen pintada. Ya había cambiado y aún cambiaría más. El oro se
marchitaría en gris. Las rosas, rojas y blancas, morirían. Por cada pecado que
cometiera, una mancha vendría a ensuciar y a destruir su belleza. Pero no
volvería a pecar. El cuadro, igual o distinto, sería el emblema visible de su
conciencia. Resistiría a la tentación. Nunca volvería a ver a lord Henry: no
volvería a escuchar, al menos, aquellas teorías sutilmente ponzoñosas que, en
el jardín de Basil Hallward, habían despertado en él por vez primera el deseo
de cosas imposibles. Volvería junto a Sibyl Vane, le pediría perdón, se casaría
con ella, se esforzaría por amarla de nuevo. Sí; era su deber hacerlo. Sin duda
había sufrido más que él. ¡Pobre chiquilla! ¡Qué cruel y egoísta había sido! La
fascinación que provocara en él renacería. Serían felices juntos. Su vida con
ella sería hermosa y pura.
Se levantó de la silla y colocó un biombo de grandes dimensiones delante del
retrato, estremeciéndose mientras lo contemplaba. «¡Qué horror!», murmuró,
y, acercándose a la puerta que daba al jardín, la abrió. Al pisar la hierba,
respiró hondo. El frescor del aire matutino pareció ahuyentar todas sus
sombrías pasiones. Pensaba sólo en Sibyl. Un débil eco del antiguo amor
reapareció en su pecho. Repitió muchas veces su nombre. Los pájaros que
cantaban en el jardín empapado de rocío parecían hablar de ella a las flores.
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Capítulo 8
Era más de mediodía cuando se despertó. Su ayuda de cámara había
entrado varias veces de puntillas en la habitación, preguntándose qué hacía
dormir hasta tan tarde a su amo. Dorian tocó finalmente la campanilla, y Víctor
apareció sin hacer ruido con una taza de té y un montón de cartas en una
bandejita de porcelana de Sévres. Luego descorrió las cortinas de satén color
oliva, con forro azul irisado, que cubrían las tres altas ventanas de la alcoba.
-El señor ha dormido muy bien esta noche -dijo, sonriendo.
-¿Qué hora es, Víctor? -preguntó Dorian, todavía medio despierto.
-La una y cuarto, señor.
¡Qué tarde ya! Se sentó en la cama y, después de tomar unos sorbos de té,
se ocupó del correo. Una de las cartas era de lord Henry, y la habían traído a
mano por la mañana. Dorian vaciló un momento y luego terminó por apartarla.
Las demás las abrió distraídamente. Contenían la usual colección de tarjetas,
invitaciones para cenar, entradas para exposiciones privadas, programas de
conciertos con fines benéficos y otras cosas parecidas que llueven todas las
mañanas sobre los jóvenes de la buena sociedad durante la temporada. Había
también una factura considerable por un juego de utensilios de aseo Luis XV
de plata repujada, factura que Dorian no se había atrevido aún a reexpedir a
sus tutores, personas extraordinariamente chapadas a la antigua, incapaces
de comprender que vivimos en una época en la que ciertas cosas innecesarias
son nuestras únicas necesidades; también encontró varias comunicaciones,
redactadas en términos muy corteses, de los prestamistas de Jermyn Street,
ofreciéndose a adelantarle cualquier cantidad de dinero sin molestas esperas y
a unas tasas de interés sumamente razonables.
Al cabo de unos diez minutos Dorian se levantó y, echándose por los
hombros una lujosa bata de lana de Cachemira con bordados en seda, entró
en el cuarto de baño con suelo de ónice. El agua fresca lo despejó después de
las muchas horas de sueño. Parecía haber olvidado lo sucedido el día anterior.
Una vaga sensación de haber participado en alguna extraña tragedia se le
pasó por la cabeza una o dos veces, pero con la irrealidad de un sueño.
En cuanto se hubo vestido, entró en la biblioteca y se sentó a tomar un ligero
desayuno francés, servido sobre una mesita redonda, próxima a la ventana
abierta. Hacía un día maravilloso. El aire tibio parecía cargado de especias.
Una abeja entró por la ventana y zumbó alrededor del cuenco color azul con
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motivos de dragones que, lleno de rosas amarillas, tenía delante. Dorian se
sintió perfectamente feliz.
De repente, su mirada se posó sobre el biombo situado delante del retrato y
se estremeció.
-¿El señor tiene frío? -preguntó el ayuda de cámara, colocando una tortilla
sobre la mesita-. ¿Cierro la ventana?
Dorian negó con un movimiento de cabeza.
-No tengo frío -murmuró.
¿Era cierto todo lo que recordaba? ¿Había cambiado de verdad el retrato?
¿O le había hecho ver su imaginación una expresión malvada donde sólo
había un gesto alegre? Era imposible que un lienzo cambiara. Absurdo. Sería
una excelente historia que contarle a Basil algún día. Le haría sonreír.
Sin embargo, ¡qué preciso era el recuerdo! Primero en la confusa penumbra
y luego en el luminoso amanecer, había visto el toque de crueldad en los
labios contraídos. Casi temió que llegara el momento en que el criado
abandonase la biblioteca. Sabía que cuando se quedara solo tendría que
examinar el retrato. Le daba miedo enfrentarse con la certeza. Cuando,
después de traer el café y los cigarrillos, Víctor se volvió para marcharse,
Dorian sintió un absurdo deseo de decirle que se quedara. Mientras la puerta
se cerraba tras él, lo llamó. Víctor se detuvo, esperando instrucciones. Dorian
se lo quedó mirando unos instantes.
-No estoy para nadie -dijo, acompañando las palabras con un suspiro.
Víctor hizo una inclinación de cabeza y desapareció.
Dorian se alzó entonces de la mesa, encendió un cigarrillo y se dejó caer
sobre un diván extraordinariamente cómodo, situado delante del biombo. El
biombo era antiguo, de cuero español dorado, estampado con un dibujo Luis
XIV demasiado florido. Dorian lo examinó con curiosidad, preguntándose si
habría ocultado ya alguna vez el secreto de una vida.
¿Debía realmente apartarlo, después de todo? ¿Por qué no dejarlo donde
estaba? ¿De qué servía conocer la verdad? Si resultaba cierto, era terrible. Si
no, ¿por qué preocuparse? Pero, ¿y si, por alguna fatalidad o una casualidad
aún más terrible, otros ojos hubieran mirado detrás del biombo, comprobando
el horrible cambio? ¿Qué haría si se presentara Basil Hallward y pidiese
contemplar el cuadro? Era seguro que Basil acabaría por hacer una cosa así.
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No; tenía que examinar el retrato, y hacerlo de inmediato. Cualquier cosa
mejor que aquella espantosa duda.
Se levantó y cerró las dos puertas con llave. Al menos estaría solo mientras
contemplaba la máscara de su vergüenza. Luego apartó el biombo y se vio
cara a cara. Era totalmente cierto. El retrato había cambiado.
Como después recordaría con frecuencia, y siempre con notable asombro, se
encontró mirando al retrato con un sentimiento que era casi de curiosidad
científica. Que aquel cambio hubiera podido producirse le resultaba increíble.
Y, sin embargo, era un hecho. ¿Existía alguna sutil afinidad entre los átomos
químicos, que se convertían en forma y color sobre el lienzo, y el alma que
habitaba en el interior de su cuerpo? ¿Podría ser que lo que el alma pensaba,
lo hicieran realidad? ¿Que dieran consistencia a lo que él soñaba? ¿O había
alguna otra razón, más terrible? Se estremeció, sintió miedo y, volviendo al
diván, se tumbó en él, contemplando el retrato sobrecogido de horror.
Comprendió, sin embargo, que el cuadro había hecho algo por él. Le había
permitido comprender lo injusto, lo cruel que había sido con Sibyl Vane. No era
demasiado tarde para reparar aquel mal. Aún podía ser su esposa. El amor
egoísta e irreal que había sentido daría paso a un sentimiento más elevado, se
transformaría en una pasión más noble, y el retrato pintado por Basil Hallward
sería su guía para toda la vida, sería para él lo que la santidad es para
algunos, la conciencia para otros y el temor de Dios para todos. Existían
narcóticos para el remordimiento, drogas que acallaban el sentido moral y lo
hacían dormir. Pero allí delante tenía un símbolo visible de la degradación del
pecado. Una prueba incontestable de la ruina que los hombres provocan en su
alma.
Sonaron las tres de la tarde, las cuatro, y la media hora dejó oír su doble
carillón, pero Dorian Gray no se movió. Trataba de reunir los hilos escarlata de
la vida y de tejerlos siguiendo un modelo; encontrar un camino, perdido como
estaba en un laberinto de pasiones desatadas. No sabía qué hacer, ni qué
pensar. Finalmente, volvió a la mesa y escribió una carta ardiente a la
muchacha a la que había amado, implorando su perdón y acusándose de
demencia. Llenó cuartilla tras cuartilla con atormentadas palabras de pesar y
otras aún más patéticas de dolor. Existe la voluptuosidad del autorreproche.
Cuando nos culpamos sentimos que nadie más tiene derecho a hacerlo. Es la
confesión, no el sacerdote, lo que nos da la absolución. Cuando Dorian
terminó la carta sintió que había sido perdonado.
De repente, llamaron a la puerta, y oyó la voz de lord Henry en el exterior.
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-Dorian, amigo mío. He de verte. Déjame entrar ahora mismo. Es inaceptable
que te encierres de esta manera. Al principio no contestó, inmovilizado por
completo. Pero los golpes en la puerta continuaron, haciéndose más
insistentes. Sí, era mejor dejar entrar a lord Henry y explicarle la nueva vida
que había decidido llevar, reñir con él si era necesario hacerlo, alejarse de él si
la separación era inevitable. Poniéndose en pie de un salto, se apresuró a
correr el biombo para que ocultara el cuadro, y luego procedió a abrir la puerta.
-Siento mucho todo lo que ha pasado, Dorian -dijo lord Henry al entrar-. Pero
no debes pensar demasiado en ello.
-¿Te refieres a Sibyl Vane? -preguntó el joven.
-Sí, por supuesto -respondió lord Henry, dejándose caer en una silla y
quitándose lentamente los guantes amarillos-. Es horrible, desde cierto punto
de vista, pero tú no tienes la culpa. Dime, ¿fuiste a verla después de que
terminara la obra?
-Sí.
-Estaba convencido de que había sido así. ¿Le hiciste una escena?
-Fui brutal, Harry, terriblemente brutal. Pero ahora todo está resuelto. No
siento lo que ha sucedido. Me ha enseñado a conocerme mejor.
-¡Ah, Dorian, cómo me alegro que te lo tomes de esa manera! Temía
encontrarte hundido en el remordimiento y mesándote esos cabellos tuyos tan
agradables.
-He superado todo eso -dijo Dorian, moviendo la cabeza y sonriendo-. Ahora
soy totalmente feliz. Sé lo que es la conciencia, para empezar. No es lo que
me dijiste que era. Es lo más divino que hay en nosotros. No te burles, Harry,
no vuelvas a hacerlo..., al menos, delante de mí. Quiero ser bueno. No soporto
la idea de la fealdad de mi alma.
-¡Una encantadora base artística para la ética, Dorian! Te felicito por ello.
Pero, ¿cómo te propones empezar?
-Casándome con Sibyl Vane.
-¡Casándote con Sibyl Vane! -exclamó lord Henry, poniéndose en pie y
contemplándolo con infinito asombro-. Pero, mi querido Dorian...
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-Sí, Harry, sé lo que me vas a decir. Algo terrible sobre el matrimonio. No lo
digas. No me vuelvas a decir cosas como ésas. Hace dos días le pedí a Sibyl
que se casara conmigo. No voy a faltar a mi palabra. ¡Será mi esposa! -¿Tu
esposa...? ¿No has recibido mi carta? Te he escrito esta mañana, y te envié la
nota con mi criado.
-¿Tu carta? Ah, sí, ya recuerdo. No la he leído aún, Harry. Temía que hubiera
en ella algo que me disgustara. Cortas la vida en pedazos con tus epigramas.
-Entonces, ¿no sabes nada?
-¿Qué quieres decir?
Lord Henry cruzó la habitación y, sentándose junto a Dorian Gray, le tomó las
dos manos, apretándoselas mucho.
-Dorian... -dijo-, mi carta..., no te asustes..., era para decirte que Sibyl Vane
ha muerto.
Un grito de dolor escapó de los labios del muchacho, que se puso en pie
bruscamente, liberando sus manos de la presión de lord Henry.
-¡Muerta! ¡Sibyl muerta! ¡No es verdad! ¡Es una mentira espantosa! ¿Cómo
te atreves a decir una cosa así?
-Es completamente cierto, Dorian -dijo lord Henry, con gran seriedad-. Lo
encontrarás en todos los periódicos de la mañana. Te he escrito para pedirte
que no recibieras a nadie hasta que yo llegara. Habrá una investigación, por
supuesto, pero no debes verte mezclado en ella. En París, cosas como ésa
ponen de moda a un hombre. Pero en Londres la gente tiene muchos
prejuicios. Aquí es impensable debutar con un escándalo. Eso hay que
reservarlo para dar interés a la vejez. Imagino que en el teatro no saben cómo
te llamas. Si es así no hay ningún problema. ¿Te vio alguien dirigirte hacia su
camerino? Eso es importante.
Dorian tardó unos instantes en contestar. Estaba aturdido por el horror.
-¿Has hablado de una investigación? -tartamudeó finalmente con voz
ahogada-. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso Sibyl...? ¡Es superior a mis
fuerzas, Harry! Pero habla pronto. Cuéntamelo todo inmediatamente.
-Estoy convencido de que no ha sido un accidente, aunque hay que
conseguir qué la opinión pública lo vea de esa manera. Parece que cuando
salía del teatro con su madre, alrededor de las doce y media más o menos,
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dijo que había olvidado algo en el piso de arriba. Esperaron algún tiempo por
ella, pero no regresó. Finalmente la encontraron muerta, tumbada en el suelo
de su camerino. Había tragado algo por equivocación, alguna cosa terrible que
usan en los teatros. No sé qué era, pero tenía ácido prúsico o carbonato de
plomo. Imagino que era ácido prúsico, porque parece haber muerto
instantáneamente.
-¡Qué cosa tan atroz, Harry! -exclamó el muchacho. -Sí, verdaderamente
trágica, desde luego, pero tú no debes verte mezclado en ello. He visto en el
Standard que tenía diecisiete años. Yo la hubiera creído aún más joven. ¡Tenía
tal aspecto de niña y parecía una actriz con tan poca experiencia! Dorian, no
debes permitir que este asunto te altere los nervios. Cenarás conmigo y luego
nos pasaremos por la ópera. Esta noche canta la Patti y estará allí todo el
mundo. Puedes venir al palco de mi hermana. Irá con unas amigas muy
elegantes.
-De manera que he asesinado a Sibyl Vane -dijo Dorian Gray, hablando a
medias consigo mismo-; como si le hubiera cortado el cuello con un cuchillo.
Pero no por ello las rosas son menos hermosas. Ni los pájaros cantan con
menos alegría en mi jardín. Y esta noche cenaré contigo, y luego iremos a la
ópera y supongo que acabaremos la velada en algún otro sitio. ¡Qué
extraordinariamente dramática es la vida! Si todo esto lo hubiera leído en un
libro, Harry, creo que me habría hecho llorar. Sin embargo, ahora que ha
sucedido de verdad, y que me ha sucedido a mí, parece demasiado prodigioso
para derramar lágrimas. Aquí está la primera carta de amor apasionada que he
escrito en mi vida. Es bien extraño que mi primera carta de amor esté dirigida a
una muchacha muerta. ¿Tienen sentimientos, me pregunto, esos blancos
seres silenciosos a los que llamamos los muertos? ¿Puede Sibyl sentir,
entender o escuchar? ¡Ah, Harry, cómo la amaba hace muy poco! Pero ahora
me parece que han pasado años. Lo era todo para mí. Luego llegó aquella
noche horrible, ¿ayer?, en la que actuó tan espantosamente mal y en la que
casi se me rompió el corazón. Me lo explicó todo. Era terriblemente patético.
Pero no me conmovió en lo más mínimo. Me pareció una persona superficial.
Aunque luego ha sucedido algo que me ha dado miedo. No puedo decirte qué,
pero ha sido terrible. Y decidí volver con Sibyl. Comprendí que me había
portado mal con ella. Y ahora está muerta. ¡Dios del cielo, Harry! ¿Qué voy a
hacer? No sabes en qué peligro me encuentro, y no hay nada que pueda
mantenerme en el camino recto. Sibyl lo hubiera conseguido. No tenía derecho
a quitarse la vida. Se ha portado de una manera muy egoísta.
-Mi querido Dorian -respondió lord Henry, sacando un cigarrillo de la pitillera
y luego un estuche para cerillas con baño de oro-, la única manera de que una
mujer reforme a un hombre es aburriéndolo tan completamente que pierda
todo interés por la vida. Si te hubieras casado con esa chica, habrías sido muy
desgraciado. Por supuesto la hubieras tratado amablemente. Siempre se
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puede ser amable con las personas que no nos importan nada. Pero habría
descubierto enseguida que sólo sentías indiferencia por ella. Y cuando una
mujer descubre eso de su marido, o empieza a vestirse muy mal o lleva
sombreros muy elegantes que tiene que pagar el marido de otra mujer. Y no
hablo del faux pas social, que habría sido lamentable, y que, por supuesto, yo
no hubiera permitido, pero te aseguro que, de todos modos, el asunto habría
sido un fracaso de principio a fin.
-Imagino que sí -murmuró el muchacho, paseando por la habitación,
horriblemente pálido-. Pero pensaba que era mi deber. No es culpa mía que
esta espantosa tragedia me impida actuar correctamente. Recuerdo que en
una ocasión dijiste que existe una fatalidad ligada a las buenas resoluciones, y
es que siempre se hacen demasiado tarde. Las mías desde luego.
-Las buenas resoluciones son intentos inútiles de modificar leyes científicas.
No tienen otro origen que la vanidad. Y el resultado es absolutamente nulo. De
cuando en cuando nos proporcionan algunas de esas suntuosas emociones
estériles que tienen cierto encanto para los débiles. Eso es lo mejor que se
puede decir de ellas. Son cheques que hay que cobrar en una cuenta sin
fondos.
-Harry -exclamó Dorian Gray, acercándose y sentándose a su lado-, ¿por
qué no siento esta tragedia con la intensidad que quisiera? No creo que me
falte corazón. ¿Qué opinas tú?
-Has hecho demasiadas tonterías durante los últimos quince días para que
se te pueda acusar de eso, Dorian -respondió lord Henry, con su dulce sonrisa
melancólica.
El muchacho frunció el ceño.
-No me gusta esa explicación, Harry -replicó-, pero me alegra que no me
juzgues sin corazón. No es verdad. Sé que lo tengo. Y sin embargo he de
reconocer que lo que ha sucedido no me afecta como debiera. Me parece
sencillamente un final estupendo para una obra maravillosa. Tiene la belleza
terrible de una tragedia griega, una tragedia en la que he tenido un papel muy
destacado, pero que no me ha dejado heridas.
-Es un caso interesante -dijo lord Henry, que encontraba un placer sutil
enjugar con el egoísmo inconsciente de su joven amigo-; un caso sumamente
interesante. Creo que la verdadera explicación es ésta: sucede con frecuencia
que las tragedias reales de la vida ocurren de una manera tan poco artística
que nos hieren por lo crudo de su violencia, por su absoluta incoherencia, su
absurda ausencia de significado, su completa falta de estilo. Nos afectan como
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lo hace la vulgaridad. Sólo nos producen una impresión de fuerza bruta, y nos
rebelamos contra eso. A veces, sin embargo, cruza nuestras vidas una
tragedia que posee elementos de belleza artística. Si esos elementos de
belleza son reales, todo el conjunto apela a nuestro sentido del efecto
dramático. De repente descubrimos que ya no somos los actores, sino los
espectadores de la obra. O que somos más bien las dos cosas. Nos
observamos, y el mero asombro del espectáculo nos seduce. En el caso
presente, ¿qué es lo que ha sucedido en realidad? Alguien se ha matado por
amor tuyo. Me gustaría haber tenido alguna vez una experiencia semejante.
Me hubiera hecho enamorarme del amor para el resto de mi vida. Las
personas que me han adorado (no han sido muchas, pero sí algunas), siempre
han insistido en seguir viviendo después de que yo dejase de quererlas y ellas
dejaran de quererme a mí. Se han vuelto corpulentas y tediosas, y cuando me
encuentro con ellas se lanzan inmediatamente a los recuerdos. ¡Ah, esa
terrible memoria de las mujeres! ¡Qué cosa más espantosa! ¡Y qué total
estancamiento intelectual revela! Se deben absorberlos colores de la vida,
pero nunca recordar los detalles. Los detalles siempre son vulgares.
-He de sembrar amapolas en el jardín -suspiró Dorian.
-No hace falta -replicó su amigo-. La vida siempre distribuye amapolas a
manos llenas. Por supuesto, de cuando en cuando las cosas se alargan. En
una ocasión no llevé más que violetas durante toda una temporada, a manera
de luto artístico por una historia de amor que no acababa de morir. A la larga,
terminó por hacerlo. No recuerdo ya qué fue lo que la mató. Probablemente, su
propuesta de sacrificar por mí el mundo entero. Ése es siempre un momento
terrible. Le llena a uno con el terror de la eternidad. Pues bien, ¿querrás
creerlo?, la semana pasada, en casa de lady Hampshire, me encontré
cenando junto a la dama de quien te hablo, e insistió en revisar toda la historia,
en desenterrar el pasado y en remover el futuro. Yo había sepultado mi amor
bajo un lecho de asfódelos. Ella lo sacó de nuevo a la luz, asegurándome que
había destrozado su vida. Me veo obligado a señalar que procedió a devorar
una cena copiosísima, de manera que no sentí la menor ansiedad. Pero, ¡qué
falta de buen gusto la suya! El único encanto del pasado es que es el pasado.
Pero las mujeres nunca se enteran de que ha caído el telón. Siempre quieren
un sexto acto, y tan pronto como la obra pierde interés, sugieren continuarla. Si
se las dejara salirse con la suya, todas las comedias tendrían un final trágico, y
todas las tragedias culminarían en farsa. Son encantadoramente artificiales,
pero carecen de sentido artístico. Tú has tenido más suerte que yo. Te
aseguro que ninguna de las mujeres que he conocido hubiera hecho por mí lo
que Sibyl Vane ha hecho por ti. Las mujeres ordinarias se consuelan siempre.
Algunas se lanzan a los colores sentimentales. Nunca te fíes de una mujer que
se viste de malva, cualquiera que sea su edad, o de una mujer de más de
treinta y cinco aficionada a las cintas de color rosa. Eso siempre quiere decir
que tienen un pasado. Otras se consuelan descubriendo de repente las
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excelentes cualidades de sus maridos. Hacen ostentación en tus narices de su
felicidad conyugal, como si fuera el más fascinante de los pecados. Algunas se
consuelan con la religión, cuyos misterios tienen todo el encanto de un
coqueteo, según me dijo una mujer en cierta ocasión; y lo comprendo
perfectamente. Además, nada le hace a uno tan vanidoso como que lo acusen
de pecador. La conciencia nos vuelve egoístas a todos. Sí; son innumerables
los consuelos que las mujeres encuentran en la vida moderna. Y, de hecho, no
he mencionado aún el más importante.
-¿Cuál es, Harry? -preguntó el muchacho distraídamente.
-Oh, el consuelo más evidente. El que consiste en apoderarse del admirador
de otra cuando se pierde al propio. En la buena sociedad eso siempre
rehabilita a una mujer. Pero, realmente, Dorian, ¡qué diferente debía de ser
Sibyl Vane de las mujeres que conocemos de ordinario! Hay algo que me
parece muy hermoso acerca de su muerte. Me alegro de vivir en un siglo en el
que ocurren tales maravillas. Le hacen creer a uno en la realidad de cosas con
las que todos jugamos, como romanticismo, pasión y amor.
-Yo he sido horriblemente cruel con ella. Lo estás olvidando.
-Mucho me temo que las mujeres aprecian la crueldad, la crueldad pura y
simple, más que ninguna otra cosa. Tienen instintos maravillosamente
primitivos. Las hemos emancipado, pero siguen siendo esclavas en busca de
dueño. Les encanta que las dominen. Estoy seguro de que estuviste
espléndido. No te he visto nunca enfadado de verdad, aunque me imagino el
aspecto tan delicioso que tenías. Y, después de todo, anteayer me dijiste algo
que me pareció entonces puramente caprichoso, pero que ahora considero
absolutamente cierto y que encierra la clave de todo lo sucedido.
-¿Qué fue eso, Harry?
-Me dijiste que para ti Sibyl Vane representaba a todas las heroínas
novelescas; que una noche era Desdémona y otra Julieta; que si moría como
Julieta, volvía a la vida como Imogen.
-Nunca resucitará ya -murmuró el muchacho, escondiendo la cara entre las
manos.
-No, nunca más. Ha interpretado su último papel. Pero debes pensar en esa
muerte solitaria en un camerino de oropel como un extraño pasaje
espeluznante de una tragedia jacobea, como una maravillosa escena de
Webster, de Ford, o de Cyril Tourneur. Esa muchacha nunca ha vivido
realmente, de manera que tampoco ha muerto de verdad. Para ti, al menos,
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siempre ha sido un sueño, un fantasma que revoloteaba por las obras de
Shakespeare y las hacía más encantadoras con su presencia, un caramillo con
el que la música de Shakespeare sonaba mejor y más alegre. En el momento
en que tocó la vida real, desapareció el encanto, la vida la echó a perder, y
Sibyl murió. Lleva duelo por Ofelia, si quieres. Cúbrete la cabeza con cenizas
porque Cordelia ha sido estrangulada. Clama contra el cielo porque ha muerto
la hija de Brabantio. Pero no malgastes tus lágrimas por Sibyl Vane. Era
menos real que todas ellas.
Hubo un momento de silencio. La tarde se oscurecía en la biblioteca. Mudas,
y con pies de plata, las sombras del jardín entraron en la casa. Los colores
desaparecieron cansadamente de los objetos.
Después de algún tiempo Dorian Gray alzó los ojos. -Me has explicado a mí
mismo, Harry -murmuró, con algo parecido a un suspiro de alivio-. Aunque
sentía lo que has dicho, me daba miedo, y no era capaz de decírmelo. ¡Qué
bien me conoces! Pero no vamos a hablar más de lo sucedido. Ha sido una
experiencia maravillosa. Eso es todo. Me pregunto si la vida aún me reserva
alguna otra cosa tan extraordinaria.
-La vida te lo reserva todo, Dorian. No hay nada que no seas capaz de hacer,
con tu maravillosa belleza.
-Pero supongamos, Harry, que me volviera ojeroso y viejo y me llenara de
arrugas. ¿Qué sucedería entonces?
-Ah -dijo lord Henry, poniéndose en pie para marcharse-, en ese caso, mi
querido Dorian, tendrías que luchar por tus victorias. De momento, se te
arrojan a los pies. No; tienes que seguir siendo como eres. Vivimos en una
época que lee demasiado para ser sabia y que piensa demasiado para ser
hermosa. No podemos pasarnos sin ti. Y ahora más vale que te vistas y
vayamos en coche al club. Ya nos hemos retrasado bastante.
-Creo que me reuniré contigo en la ópera. Estoy demasiado cansado para
comer nada. ¿Cuál es el número del palco de tu hermana?
-Veintisiete, me parece. Está en el primer piso. Encontrarás su nombre en la
puerta. Pero lamento que no cenes conmigo.
-No me siento capaz -dijo Dorian distraídamente-, aunque te estoy
terriblemente agradecido por todo lo que me has dicho. Eres sin duda mi mejor
amigo. Nadie me ha entendido nunca como tú.
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-Sólo estamos al comienzo de nuestra amistad -respondió lord Henry,
estrechándole la mano-. Hasta luego. Te veré antes de las nueve y media,
espero. No te olvides de que canta la Patti.
Cuando se cerró la puerta de la biblioteca, Dorian Gray tocó la campanilla y
pocos minutos después apareció Víctor con las lámparas y bajó los estores.
Dorian esperó con impaciencia a que se fuera. Tuvo la impresión de que
tardaba un tiempo infinito en cada gesto.
Tan pronto como se hubo marchado, corrió hacia el biombo, retirándolo. No;
no se había producido ningún nuevo cambio. El retrato había recibido antes
que él la noticia de la muerte de Sibyl. Era consciente de los sucesos de la
vida a medida que se producían. La disoluta crueldad que desfiguraba las
delicadas líneas de la boca había aparecido, sin duda, en el momento mismo
en que la muchacha bebió el veneno, fuera el que fuese. ¿O era indiferente a
los resultados? ¿Simplemente se enteraba de lo que sucedía en el interior del
alma? No sabría decirlo, pero no perdía la esperanza de que algún día pudiera
ver cómo el cambio tenía lugar delante de sus ojos, estremeciéndose al tiempo
que lo deseaba.
¡Pobre Sibyl! ¡Qué romántico había sido todo! ¡Cuántas veces había fingido
en el escenario la muerte que había terminado por tocarla, llevándosela
consigo! ¿Cómo habría interpretado aquella última y terrible escena? ¿Lo
habría maldecido mientras moría? No; había muerto de amor por él, y el amor
sería su sacramento a partir de entonces. Sibyl lo había expiado todo con el
sacrificio de su vida. No pensaría más en lo que le había hecho sufrir, en
aquella horrible noche en el teatro. Cuando pensara en ella, la vería como una
maravillosa figura trágica enviada al escenario del mundo para mostrar la
suprema realidad del amor. ¿Una maravillosa figura trágica? Los ojos se le
llenaron de lágrimas al recordar su aspecto infantil, su atractiva y fantasiosa
manera de ser y su tímida gracia palpitante. Apartó apresuradamente aquellos
recuerdos y volvió a mirar el cuadro.
Comprendió que había llegado de verdad el momento de elegir. ¿O acaso la
elección ya estaba hecha? Sí; la vida había decidido por él; la vida y su infinita
curiosidad personal sobre la vida. Eterna juventud, pasión infinita, sutiles y
secretos placeres, violentas alegrías y pecados aún más violentos; no quería
prescindir de nada. El retrato cargaría con el peso de la vergüenza; eso era
todo.
Un sentimiento de dolor le invadió al pensar en la profanación que aguardaba
al hermoso rostro del retrato. En una ocasión, en adolescente burla de Narciso,
había besado, o fingido besar, aquellos labios pintados que ahora le sonreían
tan cruelmente. Día tras día había permanecido delante del retrato,
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maravillándose de su belleza, casi -le parecía a veces- enamorado de él.
¿Cambiaría ahora cada vez que cediera a algún capricho? ¿Iba a convertirse
en un objeto monstruoso y repugnante, que habría de esconderse en una
habitación cerrada con llave, lejos de la luz del sol que con tanta frecuencia
había convertido en oro deslumbrante la ondulada maravilla de sus cabellos?
¡Qué perspectiva tan terrible!
Por un momento pensó en rezar para que cesara la espantosa comunión que
existía entre el cuadro y él. El cambio se había producido en respuesta a una
plegaria; quizás en respuesta a otra volviese a quedar inalterable. Y, sin
embargo, ¿quién, que supiera algo sobre la Vida, renunciaría al privilegio de
permanecer siempre joven, por fantástica que esa posibilidad pudiera ser o por
fatídicas que resultaran las consecuencias? Además, ¿estaba realmente en su
mano controlarlo? ¿Había sido una oración la causa del cambio? ¿Podía
existir quizá alguna razón científica? Si el pensamiento influía sobre un
organismo vivo, ¿no cabía también que ejerciera esa influencia sobre cosas
muertas e inorgánicas? Más aún, ¿no era posible que, sin pensamientos ni
deseos conscientes, cosas externas a nosotros vibraran en unión con nuestros
estados de ánimo y pasiones, átomo llamando a átomo en un secreto amor de
extraña afinidad? Pero poco importaba la razón. Nunca volvería a tentar con
una plegaria a ningún terrible poder. Si el retrato tenía que cambiar, cambiaría.
Eso era todo. ¿Qué necesidad había de profundizar más?
Porque sería un verdadero placer examinar el retrato. Podría así penetrar
hasta en los repliegues más secretos de su alma. El retrato se convertiría en el
más mágico de los espejos. De la misma manera que le había descubierto su
cuerpo, también le revelaría el alma. Y cuando a ese alma le llegara el
invierno, él permanecería aún en donde la primavera tiembla, a punto de
convertirse en verano. Cuando la sangre desapareciera de su rostro, para
dejar una pálida máscara de yeso con ojos de plomo, él conservaría el
atractivo de la adolescencia. Ni un átomo de su belleza se marchitaría nunca.
Jamás se debilitaría el ritmo de su vida. Como los dioses de los griegos, sería
siempre fuerte, veloz y alegre. ¿Qué importaba lo que le sucediera a la imagen
coloreada del lienzo? Él estaría a salvo. Eso era lo único que importaba.
Volvió a colocar el biombo en su posición anterior, delante del retrato,
sonriendo al hacerlo, y entró en el dormitorio, donde ya le esperaba su ayuda
de cámara. Una hora después se encontraba en la ópera, y lord Henry se
inclinaba sobre su silla.
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Capítulo 9
Cuando estaba desayunando a la mañana siguiente, el criado hizo entrar a
Basil Hallward.
-Me alegro de haberte encontrado, Dorian -dijo el pintor con entonación
solemne-. Vine a verte anoche, y me dijeron que estabas en la ópera.
Comprendí que no era posible. Pero siento que no dijeras adónde ibas en
realidad. Pasé una velada horrible, temiendo a medias que a una primera
tragedia pudiera seguirle otra. Creo que deberías haberme telegrafiado cuando
te enteraste de lo sucedido. Lo leí casi por casualidad en la última edición del
Globe, que encontré en el club. Vine aquí de inmediato, y sentí mucho no
verte. No sé cómo explicarte cuánto lamento lo sucedido. Me hago cargo de lo
mucho que sufres. Pero, ¿dónde estabas? ¿Fuiste a ver a la madre de esa
muchacha? Por un momento pensé en seguirte hasta allí. Daban la dirección
en el periódico. Un lugar en Euston Road, ¿no es eso? Pero tuve miedo de
avivar un dolor que no me era posible aliviar. ¡Pobre mujer! ¡En qué estado
debe encontrarse! ¡Y su única hija! ¿Qué ha dicho sobre lo sucedido?
-Mi querido Basil, ¿cómo quieres que lo sepa? -murmuró Dorian Gray,
bebiendo un sorbo de pálido vino blanco de una delicada copa de cristal
veneciano, adornada con perlas de oro, con aire de aburrirse muchísimo-.
Estaba en la ópera. Deberías haber ido allí. Conocí a lady Gwendolen, la
hermana de Harry. Estuvimos en su palco. Es absolutamente encantadora; y la
Patti cantó divinamente. No hables de cosas horribles. Basta con no hablar de
algo para que no haya sucedido nunca. Como dice Harry, el hecho de
expresarlas es lo que da realidad a las cosas. Aunque quizá deba mencionar
que no era hija única. Existe un varón, un muchacho excelente, según creo.
Pero no se dedica al teatro. Es marinero o algo parecido. Y ahora háblame de
ti y de lo que estás pintando.
-Fuiste a la ópera -exclamó Hallward, hablando muy despacio, la voz
estremecida por el dolor-. ¿Fuiste a la ópera mientras el cadáver de Sibyl Vane
yacía en algún sórdido lugar? ¿Eres capaz de hablarme de lo encantadoras
que son otras mujeres y de la maravillosa voz de la Patti, antes de que la
muchacha a la que amabas disponga siquiera de la paz de un sepulcro donde
descansar? ¿Acaso no sabes los horrores que aguardan a ese cuerpo suyo
todavía tan blanco?
-¡Basta! ¡No estoy dispuesto a escucharlo! -exclamó Dorian, poniéndose en
pie con brusquedad-. No me hables de esas cosas. Lo que está hecho, está
hecho. Lo pasado, pasado está.
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-¿Al día de ayer le llamas el pasado?
-¿Qué tiene que ver el lapso de tiempo transcurrido? Sólo las personas
superficiales necesitan años para desechar una emoción. Un hombre que es
dueño de sí mismo pone fin a un pesar tan fácilmente como inventa un placer.
No quiero estar a merced de mis emociones. Quiero usarlas, disfrutarlas,
dominarlas.
-¡Eso que dices es horrible, Dorian! Algo te ha cambiado completamente.
Sigues teniendo el mismo aspecto que el maravilloso muchacho que, día tras
día, venía a mi estudio para posar. Pero entonces eras una persona sencilla,
espontánea y afectuosa. Eras la criatura más íntegra de la tierra. Ahora, no sé
qué es lo que te ha sucedido. Hablas como si no tuvieras corazón, como si
fueras incapaz de compadecerte. Es la influencia de Harry. Lo veo con toda
claridad.
El muchacho enrojeció y, llegándose hasta la ventana, contempló durante
unos instantes el verdor fulgurante del jardín, bañado de sol.
-Es mucho lo que le debo a Harry-dijo por fin-; más de lo que te debo a ti. Tú
sólo me enseñaste a ser vanidoso.
-Sin duda estoy siendo castigado por ello; o lo seré algún día.
-No entiendo lo que dices, Basil -exclamó Dorian Gray, volviéndose-.
Tampoco sé lo que quieres. ¿Qué es lo que quieres?
-Quiero al Dorian Gray cuyo retrato pinté en otro tiempo -dijo el artista con
tristeza.
-Basil -dijo el muchacho, acercándose a él, y poniéndole la mano en el
hombro-, has llegado demasiado tarde. Ayer, cuando oí que Sibyl Vane se
había quitado la vida...
-¡Quitado la vida! ¡Cielo santo! ¿Se sabe a ciencia cierta? -exclamó Hallward,
mirando horrorizado a su amigo.
-¡Mi querido Basil! ¿No pensarás que ha sido un vulgar accidente? Por
supuesto que se ha suicidado.
El hombre de más edad se cubrió la cara con las manos.
-Qué cosa tan terrible -murmuró, el cuerpo entero sacudido por un
estremecimiento.
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-No -dijo Dorian Gray-; no tiene nada de terrible. Es una de las grandes
tragedias románticas de nuestra época. Por regla general, los actores llevan
una vida bien corriente. Son buenos maridos, o esposas fieles, o algo
igualmente tedioso. Ya sabes a qué me refiero, virtudes de la clase media y
todas esas cosas. ¡Qué diferente era Sibyl, que ha vivido su mejor tragedia!
Fue siempre una heroína. La última noche que actuó, la noche en que tú la
viste, su interpretación fue mala porque había conocido la realidad del amor.
Cuando conoció su irrealidad, murió, como podría haber muerto Julieta. Volvió
de nuevo a la esfera del arte. Había algo de mártir en ella. Su muerte tiene
toda la patética inutilidad del martirio, toda su belleza desperdiciada. Pero,
como iba diciendo, no debes pensar que no he sufrido. Si hubieras venido ayer
en cierto momento, hacia las cinco y media, quizá, o las seis menos cuarto, me
habrías encontrado llorando. Incluso Harry, que estaba aquí y fue quien me
trajo la noticia, no se dio cuenta de lo que me sucedía. Sufrí inmensamente.
Luego el sufrimiento acabó. No puedo repetir una emoción. Nadie puede,
excepto las personas sentimentales. Y tú eres terriblemente injusto, Basil.
Vienes aquí a consolarme. Es muy de agradecer. Me encuentras consolado y
te enfureces. ¡Bien por las personas compasivas! Me haces pensar en una
historia que me contó Harry acerca de cierto filántropo que se pasó veinte años
tratando de rectificar un agravio o de cambiar una ley injusta, no recuerdo
exactamente de qué se trataba. Finalmente lo consiguió, y su decepción fue
inmensa. Como no tenía absolutamente nada que hacer, casi se murió de
ennui, convirtiéndose en un perfecto misántropo. Y además, mi querido Basil,
si realmente quieres consolarme, enséñame más bien a olvidar lo que ha
sucedido o a verlo desde el ángulo artístico más conveniente. ¿No era Gautier
quien hablaba sobre la consolafon des arts? Recuerdo haber encontrado un
día en tu estudio un librito con tapas de vitela en el que descubrí por
casualidad esa frase deliciosa. Bien, no soy como el joven de quien me
hablaste cuando estuvimos juntos en Marlow, el joven para quien el satén
amarillo podía consolar a cualquiera de todas las tristezas de la vida. Me
gustan las cosas hermosas que se pueden tocar y utilizar. Brocados antiguos,
bronces con cardenillo, objetos lacados, marfiles tallados, ambientes
exquisitos, lujo, pompa: es mucho lo que se puede disfrutar con todas esas
cosas. Pero el temperamento artístico que crean, o que al menos revelan,
tiene todavía más importancia para mí. Convertirse en el espectador de la
propia vida, como dice Harry, es escapar a sus sufrimientos. Ya sé que te
sorprende que te hable de esta manera. No te has dado cuenta de cómo he
madurado. No era más que un colegial cuando me conociste. Soy un hombre
ya. Tengo nuevas pasiones, nuevos pensamientos, nuevas ideas. Soy
diferente, pero no debes tenerme menos afecto. He cambiado, pero tú serás
siempre mi amigo. Es cierto que a Harry le tengo mucho cariño. Pero sé que tú
eres mejor. Menos fuerte, porque le tienes demasiado miedo a la vida, pero
mejor. Y, ¡qué felices éramos cuando estábamos juntos! No me dejes, Basil, ni
te pelees conmigo. Soy lo que soy. No hay nada más que decir.
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El pintor se sintió extrañamente emocionado. Apreciaba infinitamente a
Dorian, y gracias a su personalidad su arte había dado un paso decisivo. No
cabía seguir pensando en hacerle reproches. Tal vez su indiferencia fuese un
estado de ánimo pasajero. ¡Había tanta bondad en él, tanta nobleza!
-Bien, Dorian -dijo, finalmente, con una triste sonrisa-; a partir de hoy no
volveré a hablarte de ese suceso tan terrible. Sólo deseo que tu nombre no se
vea mezclado en un escándalo. La investigación judicial se celebra esta tarde.
¿Te han convocado?
Dorian negó con la cabeza; y una expresión de fastidio pasó por su rostro al
oír mencionar la palabra «investigación». Todo aquel asunto tenía algo de
vulgar y de tosco.
-No saben cómo me llamo -respondió.
-¿Tampoco ella?
-Sólo mi nombre de pila, y estoy seguro de que nunca se lo dijo a nadie. En
una ocasión me contó que todos tenían una gran curiosidad por saber quién
era yo, pero siempre les decía que era el Príncipe Azul. Una delicadeza por su
parte. Has de hacerme un dibujo de Sibyl, Basil. Me gustaría tener algo más
que el recuerdo de algunos besos y unas palabras entrecortadas llenas de
patetismo.
-Trataré de hacer algo, Dorian, si eso te agrada. Pero tienes que venir y
posar para mí de nuevo. Sin ti no hago nada que merezca la pena.
-Nunca volveré a posar para ti. ¡Es
retrocediendo.
imposible! -exclamó Dorian,
El pintor lo miró fijamente.
-¡Mi querido Dorian, eso es una tontería! -exclamó-. ¿Quieres decir que no te
gusta el retrato tuyo que pinté? ¿Dónde está? ¿Por qué has colocado ese
biombo delante? Déjamelo ver. Es lo mejor que he hecho. Haz el favor de
retirar el biombo, Dorian. Me parece vergonzoso que tu criado esconda mi
retrato de esa manera. Ahora comprendo por qué la habitación me ha parecido
distinta al entrar.
-Mi criado no tiene nada que ver con eso. ¿No imaginarás que le dejo
arreglar la biblioteca por mí? A veces coloca las flores..., eso es todo. No; soy
yo quien lo ha hecho. La luz era demasiado fuerte para el retrato.
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-¡Demasiado fuerte! No puede ser. Es un sitio admirable para ese cuadro.
Déjamelo ver.
Un grito de terror escapó de la boca de Dorian Gray, que corrió a situarse
entre el pintor y el biombo.
-Basil -dijo, sumamente pálido-, no debes verlo. No quiero que lo veas.
-¡Que no vea mi propia obra! No hablas en serio. ¿Por qué tendría que no
verlo? -preguntó Hallward, riendo.
-Si tratas de verlo, te juro por mi honor que nunca volveré a dirigirte la
palabra mientras viva. Hablo completamente en serio. No te doy ninguna
explicación, ni te permito que me la pidas. Pero, recuérdalo, si tocas ese
biombo, nuestra amistad se habrá terminado para siempre.
Hallward quedó anonadado. Miró a Dorian Gray con infinito asombro. Nunca
lo había visto así. El muchacho estaba lívido de rabia. Apretaba los puños y
sus pupilas eran como discos de fuego azul. Temblaba de pies a cabeza.
-¡Dorian!
-¡No digas nada!
-Pero, ¿qué es lo que te pasa? Por supuesto que no voy a mirarlo si tú no
quieres -dijo, con bastante frialdad, girando sobre los talones y acercándose a
la ventana-. Pero me parece bastante absurdo que no pueda ver mi propia
obra, sobre todo cuando me dispongo a exponerla en París en otoño.
Probablemente tendré que darle otra mano de barniz antes, de manera que
tendré que verlo algún día, y ¿por qué no hoy?
-¿Exponerlo? ¿Quieres exponerlo? -exclamó Dorian Gray, sintiendo que le
invadía un extraño terror. ¿Iba a ser el mundo testigo de su secreto? ¿Se
quedaría la gente con la boca abierta ante el misterio de su vida? Imposible.
Había que hacer algo, no sabía aún qué, y hacerlo de inmediato.
-Sí; espero que no te opongas. George Petit va a reunir mis mejores obras
para una exposición personal en la rue de Séze que se inaugurará la primera
semana de octubre. El retrato sólo estará fuera un mes. Creo que podrás
pasarte sin él ese tiempo. De hecho es seguro que no estarás en Londres. Y si
lo tienes detrás de un biombo, quiere decir que no te importa demasiado.
Dorian Gray se pasó la mano por la frente, donde habían aparecido gotitas
de sudor. Se sentía al borde de un espantoso abismo.
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-Hace un mes me dijiste que no lo expondrías nunca -exclamó-. ¿Por qué
has cambiado de idea? Las personas que presumís de coherentes sois tan
caprichosas como todo el mundo. La única diferencia es que vuestros
caprichos carecen de sentido. No es posible que lo hayas olvidado: me
aseguraste con toda la solemnidad del mundo que nada te impulsaría a
mandarlo a ninguna exposición. Y a Harry le dijiste exactamente lo mismo.
Se detuvo de repente y apareció en sus ojos un brillo especial. Recordó que
lord Henry le había dicho en una ocasión, medio en serio medio en broma: «Si
quieres pasar un cuarto de hora insólito, haz que Basil te cuente por qué no
quiere exponer tu retrato. A mí me lo contó, y fue toda una revelación». Sí;
quizá también Basil tuviera su secreto. ¿Y si tratara de interrogarlo?
-Basil -le dijo, acercándose mucho y mirándolo fijamente a los ojos-, los dos
tenemos un secreto. Hazme saber el tuyo y yo te contaré el mío. ¿Qué razón
tenías para negarte a exponer el retrato?
El pintor se estremeció a su pesar.
-Si te lo dijera, quizá disminuyera el aprecio que me tienes, y sin duda alguna
te reirías de mí. Me resulta insoportable que suceda cualquiera de esas dos
cosas. Si no quieres que vuelva a ver el cuadro, lo acepto. Siempre puedo
mirarte a ti. Si quieres que mi mejor obra permanezca oculta para el mundo,
me doy por satisfecho. Tu amistad es más importante para mí que la fama o la
reputación.
-No, Basil; me lo tienes que contar -insistió Dorian Gray-. Creo que tengo
derecho a saberlo -el sentimiento de terror había desaparecido, sustituido por
la curiosidad. Estaba decidido a descubrir el misterio de Basil Hafward.
-Vamos a sentarnos, Dorian -dijo el pintor con gesto preocupado-. Siéntate y
respóndeme a una sola pregunta. ¿Has notado algo peculiar en el cuadro?
¿Algo que probablemente no advertiste en un primer momento, pero que se te
ha revelado de repente?
-¡Basil! -exclamó el muchacho, agarrándose a los brazos del sillón con
manos temblorosas, y mirándolo con ojos más llenos de miedo que de
sorpresa.
-Ya veo que sí. No digas nada. Espera a escuchar lo que tengo que decir.
Desde el momento en que te conocí, tu personalidad ha tenido sobre mí la
más extraordinaria de las influencias. Has dominado mi alma, mi cerebro, mis
energías. Te convertiste en la encarnación tangible de ese ideal nunca visto
cuyo recuerdo obsesiona a los artistas como un sueño inefable. Te idolatraba.
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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Sentía celos de todas las personas con las que hablabas. Te quería para mí
solo. Sólo era feliz cuando estaba contigo. Y cuando te alejabas de mí seguías
presente en mi arte... Por supuesto nunca te hice saber nada de todo eso.
Hubiera sido imposible. No lo habrías entendido. Apenas lo entendía yo. Sólo
sabía que había visto la perfección cara a cara, y que, ante mis ojos, el mundo
se había convertido en algo maravilloso; demasiado maravilloso, quizá, porque
en una adoración tan desmesurada existe un peligro, el peligro de perderla, no
menos grave que el de conservarla... Pasaron semanas y semanas, y yo
estaba cada día más absorto en ti. Luego sucedió algo nuevo. Te había
dibujado como Paris con una primorosa armadura, y como Adonis con capa de
cazador y lanza bruñida. Coronado con flores de loto en la proa de la falúa de
Adriano, mirando hacia la otra orilla sobre las verdes aguas turbias del Nilo.
Inclinado sobre un estanque inmóvil en algún bosque griego, habías visto en la
plata silenciosa del agua la maravilla de tu propio rostro. Y todo había sido,
como conviene al arte, inconsciente, ideal y remoto. Un día, un día fatídico,
pienso a veces, decidí pintar un maravilloso retrato tuyo tal como eres, no con
vestiduras de edades muertas, sino con tu ropa y en tu época. No sé si fue el
realismo del método o la maravilla misma de tu personalidad, que se me
presentó entonces sin intermediarios, sin niebla ni velo. Pero sé que mientras
trabajaba en él, con cada pincelada, con cada toque de color me parecía estar
revelando mi secreto. Sentí miedo de que otros advirtieran mi idolatría.
Comprendí que había dicho demasiado, que había puesto demasiado de mí en
aquel cuadro. Decidí entonces no permitir que el retrato se expusiera nunca en
público. Tú te molestaste un poco; pero no te diste cuenta de todo lo que
significaba para mí. Harry, a quien le hablé de ello, se rió de mí. Pero no me
importó. Cuando el cuadro estuvo terminado, y me quedé a solas con él, sentí
que yo tenía razón... Luego, a los pocos días, el lienzo abandonó mi estudio, y
tan pronto como me libré de la intolerable fascinación de su presencia, me
pareció absurdo imaginar que hubiera algo especial en él, aparte del hecho de
que tú eras muy bien parecido y de que yo era capaz de pintar. Incluso ahora
no puedo por menos de pensar que es un error creer que la pasión que se
siente durante la creación aparece de verdad en la obra creada. El arte es
siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y el color sólo nos
hablan de sí mismos..., eso es todo. Con frecuencia me parece que el arte
esconde al artista mucho más de lo que lo revela. De manera que cuando
recibí la invitación de París decidí hacer de tu retrato la pieza principal de mi
exposición. Nunca se me ocurrió que te negaras. Ahora comprendo que tenías
razón. El retrato no se puede mostrar. No te enfades conmigo por lo que te he
contado, Dorian. Como le dije a Harry en una ocasión, estás hecho para ser
adorado.
Dorian Gray respiró hondo. Sus mejillas recobraron el color y sus labios
juguetearon con una sonrisa. Había pasado el peligro. De momento estaba a
salvo. Pero no podía dejar de sentir una piedad infinita por el pintor que
acababa de hacerle aquella extraña confesión, al tiempo que se preguntaba si
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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alguna vez llegaría a sentirse tan dominado por la personalidad de un amigo.
Lord Henry tenía el encanto de ser muy peligroso. Pero nada más. Era
demasiado inteligente y demasiado cínico para que nadie sintiera por él un
afecto apasionado. ¿Habría alguna vez alguien que suscitara en él, en Dorian
Gray, tan extraña idolatría? ¿Era ésa una de las cosas que le reservaba la
vida?
-Me parece extraordinario, Dorian -prosiguió Hallward-,
descubierto mi secreto en el retrato. ¿Lo has visto de verdad?
que
hayas
-Vi algo en él -respondió el joven-; algo que me pareció sumamente curioso.
-Bien; ahora ya no te importará que lo vea, ¿no es cierto?
Dorian negó con un movimiento de cabeza.
-No me pidas eso, Basil. No puedo permitir que veas ese cuadro cara a cara.
-Pero llegará algún día en que sí.
-Nunca.
-Bien; quizás estés en lo cierto. Me despido de ti. Has sido la única persona
que de verdad ha influido en mi arte. Si he hecho algo que merezca la pena, te
lo debo a ti. ¡Ah! No sabes lo que me ha costado decirte todo lo que te he
dicho.
-Mi querido Basil -respondió Dorian-, ¿qué es lo que me has contado?
Simplemente, que te parecía que me admirabas demasiado. Eso ni siquiera
llega a ser un cumplido.
-No era mi intención hacerte un cumplido. Ha sido una confesión. Ahora que
ya la he hecho, tengo la impresión de haber perdido algo de mí mismo. Quizá
nunca se deba traducir en palabras un sentimiento de adoración.
-Ha sido una confesión muy decepcionante.
-¿Qué esperabas, Dorian? No has visto ninguna otra cosa en el cuadro, ¿no
es cierto? ¿Había algo más que ver?
-No, no había nada más. ¿Por qué lo preguntas? Pero no debes hablar de
adoración. No tiene sentido. Tú y yo somos amigos, y hemos de seguir
siéndolo siempre.
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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-Tienes a Harry-dijo el pintor con tristeza.
-¡Ah, Harry! -exclamó el muchacho con una carcajada-. Harry se pasa los
días diciendo cosas increíbles y las veladas haciendo cosas improbables.
Exactamente la clase de vida que me gustaría llevar. Pero de todos modos no
creo que fuese en busca de Harry cuando tuviera problemas. Creo que iría
antes a verte a ti.
-¿Volverás a posar para mí?
-¡Imposible!
-Destrozas mi vida de artista negándote. Nadie se tropieza dos veces con el
ideal. Y son muy pocos los que lo encuentran siquiera una.
-No te lo puedo explicar, pero no puedo volver a posar para ti. Hay algo fatal
en un retrato. Tiene vida propia. Iré a tomar el té contigo. Será igual de
placentero.
-Placentero para ti, mucho me temo -murmuró Hallward, pesaroso-. Y ahora,
adiós. Siento que no me dejes ver el cuadro una vez más. Pero qué se le va a
hacer. Entiendo perfectamente tus sentimientos.
Mientras lo veía salir de la habitación, Dorian Gray no pudo evitar una
sonrisa. ¡Pobre Basil! ¡Qué lejos estaba de saber la verdadera razón! ¡Y qué
extraño era que, en lugar de verse forzado a revelar su propio secreto, hubiera
logrado, casi por casualidad, arrancar a su amigo el suyo! ¡Cuántas cosas le
había explicado aquella extraña confesión! Los absurdos ataques de celos del
pintor, su desmedida devoción, sus extravagantes alabanzas, sus curiosas
reticencias..., ahora lo entendía todo, y sintió pena. Le pareció que había algo
trágico en una amistad tan cercana al amor.
Suspiró y tocó la campanilla. Tenía que ocultar el retrato a toda costa. No
podía correr de nuevo el riesgo de verse descubierto. Había sido una locura
permitir que continuara, ni siquiera por una hora, en una habitación donde
entraban sus amigos.
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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Capítulo 10
Cuando entró el criado, lo miró fijamente, preguntándose si se le habría
ocurrido curiosear detrás del biombo. Absolutamente impasible, Víctor
esperaba sus órdenes. Dorian encendió un cigarrillo y se acercó al espejo. En
él vio reflejado con toda claridad el rostro del ayuda de cámara, máscara
perfecta de servilismo. No había nada que temer por aquel lado. Pero
enseguida pensó que más le valía estar en guardia.
Con voz reposada, le encargó decirle al ama de llaves que quería verla, y
que después fuese a la tienda del marquista y le pidiese que enviara a dos de
sus hombres al instante. Le pareció que mientras salía de la habitación, la
mirada de Víctor se desviaba hacia el biombo. ¿O era imaginación suya?
Al cabo de un momento, con su vestido negro de seda, y mitones de hilo a la
vieja usanza cubriéndole las manos, la señora Leaf entró, apresurada, en la
biblioteca. Dorian le pidió la llave del aula.
-¿La antigua aula, señor Dorian? -exclamó el ama de llaves-. ¡Pero si está
llena de polvo! Tengo que limpiar y poner orden antes de dejarle entrar. No se
la puede ver tal como está, no señor.
-No quiero que ponga usted orden, Leaf. Sólo quiero la llave.
-Lo que usted diga, señor, pero se llenará de telarañas. Hace casi cinco años
que no se abre, desde que murió su señoría.
Dorian puso mala cara al oír hablar de su abuelo. Tenía muy malos
recuerdos suyos.
-No importa -dijo-. Sólo quiero verla, eso es todo. Déme la llave.
-Y aquí la tiene -dijo la anciana, repasando el contenido de su manojo de
llaves con manos trémulamente inseguras-. Ésta es. La sacaré enseguida.
¿No pensará usted vivir allí, tan cómodo como está aquí?
-No, no -exclamó Dorian, algo irritado-. Muchas gracias, Leaf. Eso es todo.
El ama de llaves tardó aún unos momentos en retirarse, extendiéndose sobre
algún detalle del gobierno de la casa. Dorian suspiró, y le dijo que lo
administrara todo como mejor le pareciera. Finalmente se marchó,
deshaciéndose en sonrisas.
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Al cerrarse la puerta, Dorian se guardó la llave en el bolsillo y recorrió la
biblioteca con la mirada. Sus ojos se detuvieron en un amplio cubrecama de
satén morado con bordados en oro que su abuelo había encontrado en un
convento próximo a Bolonia. Sí; serviría para envolver el horrible lienzo.
Quizás se había utilizado más de una vez como mortaja. Ahora tendría que
ocultar algo con una corrupción peculiar, peor que la de los muertos: algo que
engendraría horrores sin por ello morir nunca. Lo que los gusanos eran para el
cadáver, serían sus pecados para la imagen pintada en el lienzo, destruyendo
su apostura y devorando su gracia. Lo mancharían, convirtiéndolo en algo
vergonzoso. Y sin embargo aquella cosa seguiría viva, viviría siempre.
Dorian se estremeció y durante unos instantes lamentó no haberle contado a
Basil la verdadera razón para esconder el retrato. El pintor le hubiera ayudado
a resistir la influencia de lord Henry, y otra, todavía más venenosa, que
procedía de su propio temperamento. En el amor que Basil le profesaba porque se trataba de verdadero amor- no había nada que no fuera noble e
intelectual. No era la simple admiración de la belleza que nace de los sentidos
y que muere cuando los sentidos se cansan. Era un amor como el que habían
conocido Miguel Ángel, y Montaigne, y Winckelmann, y el mismo Shakespeare.
Sí, Basil podría haberlo salvado. Pero ya era demasiado tarde. El pasado
siempre se podía aniquilar. Arrepentimiento, rechazo u olvido podían hacerlo.
Pero el futuro era inevitable. Había en él pasiones que encontrarían su terrible
encarnación, sueños que harían real la sombra de su perversidad.
Dorian retiró del sofá la gran tela morada y oro que lo cubría y, con ella en las
manos, pasó detrás del biombo. ¿Se había degradado aún más el rostro del
lienzo? Le pareció que no había cambiado; la repugnancia que le inspiraba, sin
embargo, iba en aumento. Cabellos de oro, ojos azules, labios encendidos:
todo estaba allí. Tan sólo la expresión era distinta. Le asustó su crueldad.
Comparado con lo que él descubría allí de censura y de condena, ¡cuán
superficiales los reproches de Basil acerca de Sibyl Vane! Superficiales y
anodinos. Su alma misma lo miraba desde el lienzo llamándolo a juicio.
Dolorosamente afectado, Dorian arrojó la lujosa mortaja sobre el cuadro.
Mientras lo hacía, llamaron a la puerta. Salió de detrás del biombo cuando
entraba el criado.
-Señor, han llegado esas personas.
Dorian sintió que tenía que deshacerse de Víctor lo antes posible. No debía
saber adónde se llevaba el cuadro. Había algo malicioso en él, y en sus ojos
brillaba el cálculo y la traición. Sentándose en el escritorio, redactó velozmente
una nota para lord Henry, pidiéndole que le mandara alguna lectura y
recordándole que habían quedado en verse a las ocho y cuarto.
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El Retrato de Dorian Gray
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-Espere la respuesta -le dijo al ayuda de cámara al tenderle la misiva-, y
haga pasar aquí a esos hombres.
Dos o tres minutos después se oyó de nuevo llamar a la puerta, y el señor
Hubbard en persona, el famoso marquista de South Audley Street, entró con
un joven ayudante de aspecto más bien tosco. El señor Hubbard era un
hombrecillo de tez colorada y patillas rojas, cuyo entusiasmo por el arte
quedaba atemperado por la persistente falta de recursos de la mayoría de los
artistas que con él se relacionaban. En principio nunca abandonaba su tienda.
Esperaba a que los clientes fuesen a verlo. Pero siempre hacía una excepción
en favor del señor Gray. Había algo en Dorian que seducía a todo el mundo.
Verlo ya era un placer.
-¿Qué puedo hacer por usted, señor Gray? -dijo, frotándose las manos,
rollizas y pecosas-. He pensado que sería para mí un honor venir en persona.
Acabo de adquirir un marco que es una joya. En una subasta. Florentino
antiguo. Creo que viene de Fonthill. Maravillosamente adecuado para un tema
religioso, señor Gray.
-Siento mucho que se haya tomado tantas molestias, señor Hubbard. Iré
desde luego a su establecimiento para ver el marco, aunque últimamente no
me interesa demasiado la pintura religiosa, pero en el día de hoy sólo se trata
de subir un cuadro a lo más alto de la casa. Pesa bastante, y por eso he
pensado en pedirle que me prestara a un par de hombres.
-No es ninguna molestia, señor Gray. Es una alegría para mí serle de
utilidad. ¿Cuál es la obra de arte?
-Ésta -replicó Dorian Gray, apartando el biombo-. ¿Podrá usted moverlo, con
la tela que lo cubre, tal como está? No quiero que se roce por las escaleras.
-No hay ninguna dificultad -dijo el afable marquista, empezando, con la ayuda
de su subordinado, a descolgar el cuadro de las largas cadenas de bronce de
las que estaba suspendido-. Y ahora, señor Gray, ¿dónde tenemos que
llevarlo?
-Le mostraré el camino, señor Hubbard, si es tan amable de seguirme. O
quizá sea mejor que vaya usted delante. Mucho me temo que la habitación
está en lo más alto de la casa. Iremos por la escalera principal, que es más
ancha.
Mantuvo la puerta abierta para dejarlos pasar, salieron al vestíbulo e iniciaron
la ascensión por la escalera. La barroca ornamentación del marco había hecho
que el retrato resultase muy voluminoso y, de cuando en cuando, pese a las
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Oscar Wilde
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obsequiosas protestas del señor Hubbard, a quien horrorizaba, como les
sucede a todos los verdaderos comerciantes, la idea de que un caballero haga
algo útil, Dorian intentaba echarles una mano.
-No se puede decir que sea demasiado ligero -dijo el marquista con voz
entrecortada cuando llegaron al último descansillo, procediendo a secarse la
frente.
-Me temo que pesa bastante -murmuró Dorian, mientras, con la llave que le
había entregado la señora Leaf, abría la puerta de la estancia que iba a
guardar el extraño secreto de su vida y a ocultar su alma a los ojos de los
hombres.
Hacía más de cuatro años que no entraba allí, aunque en otro tiempo la
hubiera utilizado como cuarto de juegos primero y más adelante como sala de
estudio. Habitación amplia y bien proporcionada, el difunto lord Kelso la había
construido especialmente para el nieto al que siempre había detestado por el
notable parecido con su madre -y también por otras razones-, y al que quería
mantener lo más lejos posible. A Dorian le pareció que había cambiado muy
poco. Allí estaba el enorme cassone italiano, con sus paneles cubiertos de
fantásticas pinturas y sus deslustradas molduras doradas, en cuyo interior se
había escondido de pequeño con tanta frecuencia. Allí estaba la librería de
madera de satín, llena de sus libros escolares, con signos evidentes de haber
sido muy usados. De la pared de detrás aún colgaba el mismo tapiz flamenco
muy gastado, donde unos descoloridos rey y reina jugaban al ajedrez en un
jardín, mientras un grupo de cetreros pasaba a caballo, con aves
encapuchadas en las muñecas enguantadas. ¡Qué bien se acordaba de todo!
Los recuerdos de su solitaria infancia se le agolparon en la memoria mientras
miraba a su alrededor. Recordó la pureza inmaculada de su vida adolescente,
y le pareció horrible que fuese allí donde tuviera que esconder el fatídico
retrato. ¡Qué poco había imaginado, en aquellos días muertos para siempre, lo
que el destino le reservaba!
Pero no había en toda la casa un lugar donde fuese a estar mejor protegido
contra miradas inquisitivas. Con la llave en su poder, nadie más podría entrar
allí. Bajo su mortaja morada, el rostro pintado en el lienzo podía hacerse
bestial, deforme, inmundo. ¿Qué más daba? Nadie lo vería. Ni siquiera él.
¿Por qué tendría que contemplar la odiosa corrupción de su alma?
Conservaría la juventud: eso bastaba. Y, además, ¿no cabía la posibilidad de
que algún día nacieran en él sentimientos más nobles? No había razón para
pensar en un futuro vergonzoso. Quizá el amor pudiera cruzarse en su vida,
purificándolo y protegiéndolo de aquellos pecados que ya parecían agitársele
en la carne y el espíritu: aquellos curiosos pecados todavía informes cuya
indeterminación misma les prestaba sutileza y atractivo. Tal vez, algún día, el
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El Retrato de Dorian Gray
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rictus de crueldad habría desaparecido de la delicada boca y él estaría en
condiciones de mostrar al mundo la obra maestra de Basil Hallward.
No; eso era imposible. Hora a hora, semana a semana, la criatura del lienzo
envejecería. Quizá evitara la fealdad del pecado, pero no la de la edad. Las
mejillas se descarnarían y se harían fláccidas. Amarillas patas de gallo
aparecerían en torno a ojos apagados. El cabello perdería su brillo, la boca se
abriría o se le caerían las comisuras, dando al rostro una expresión estúpida o
grosera, como sucede con las bocas de los ancianos. Y la garganta se le
llenaría de arrugas, las manos de venas azuladas, el cuerpo se le torcería,
como sucediera con el de su abuelo, tan severo con él en su adolescencia.
Había que esconder el cuadro. No cabía otra solución.
-Haga el favor de traerlo aquí, señor Hubbard -dijo con voz cansada,
volviéndose-. Siento haberle hecho esperar tanto. Estaba pensando en otra
cosa.
-Siempre es bueno descansar un poco, señor Gray -respondió el marquista,
que aún respiraba con cierta agitación-. ¿Dónde tenemos que ponerlo?
-Oh, en cualquier sitio. Aquí mismo; aquí estará bien. No lo quiero colgar.
Apóyelo contra la pared. Gracias.
-¿Se puede contemplar la obra de arte, señor Gray?
Dorian se sobresaltó.
-No le interesaría, señor Hubbard -dijo, mirándolo fijamente. Se sentía
dispuesto a abalanzarse sobre él y arrojarlo al suelo si se atrevía a alzar la
lujosa tela que ocultaba el secreto de su vida-. No deseo molestarle más. Le
estoy muy agradecido por su amabilidad al venir en persona.
-Nada de eso, en absoluto, señor Gray. Siempre estaré encantado de hacer
cualquier cosa por usted -y el señor Hubbard bajó ruidosamente las escaleras
seguido por su ayudante, que se volvió a mirar a Dorian con una expresión de
tímido asombro en sus toscas facciones. Nunca había visto a nadie tan
maravilloso.
Cuando se perdió el ruido de sus pisadas, Dorian cerró la puerta y se guardó
la llave en el bolsillo. Ahora se sentía seguro. Nadie volvería a contemplar a
aquella horrible criatura. Ninguna mirada que no fuera la suya vería su
vergüenza.
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Al entrar en la biblioteca se dio cuenta de que acababan de dar las cinco y de
que ya le habían traído el té. Sobre una mesita de oscura madera fragante con
abundantes incrustaciones de nácar, regalo de lady Radley, la esposa de su
tutor, una enferma profesional de gustos delicados, que había pasado en El
Cairo el invierno anterior, se hallaba una nota de lord Henry y, a su lado, un
libro de cubierta amarilla, ligeramente rasgada y con los bordes estropeados.
En la bandeja del té descansaba también un ejemplar de la tercera edición de
The St James's Gazette. Era evidente que Víctor había regresado. Se preguntó
si se habría cruzado en el vestíbulo con el señor Hubbard cuando se
marchaba, interrogándolo discretamente para saber qué habían hecho él y su
ayudante. Sin duda echaría de menos el cuadro; lo habría echado ya de
menos mientras colocaba el servicio del té. El biombo no había vuelto a ocupar
su sitio y el hueco en la pared resultaba perfectamente visible. Quizás alguna
noche encontrara a su criado subiendo sigilosamente las escaleras e
intentando forzar la puerta de la antigua sala de estudio. Era horrible tener a un
espía en la propia casa. Había oído historias sobre personas con mucho
dinero, chantajeadas toda su vida por un criado que había leído una carta, u
oído casualmente una conversación, o que se había guardado una tarjeta con
una dirección, o que había encontrado bajo una almohada una flor marchita o
un arrugado jirón de encaje.
Suspiró y, después de servirse una taza de té, leyó la nota de lord Henry.
Sólo le decía que le enviaba el periódico de la tarde y un libro que quizá le
interesase; y que estaría en el club a las ocho y cuarto. Dorian abrió
lánguidamente The Gazette para echarle una ojeada. En la página cinco, un
párrafo marcado con lápiz rojo atrajo su atención:
«INVESTIGACIÓN JUDICIAL SOBRE UNA ACTRIZ. Esta mañana, en Bell
Tavern, Hoxton Road, el señor Danby, coroner del distrito, ha llevado a cabo
una investigación acerca de la muerte de Sibyl Vane, joven actriz
recientemente contratada por el Royal Theatre de Holberon. El veredicto ha
sido de muerte accidental. Son muchas las muestras de condolencia que ha
recibido la madre de la desaparecida, que se ha mostrado muy afectada por
los hechos durante su testimonio personal, al que ha seguido el del doctor
Birrell, autor del examen post-mortem de la fallecida».
Dorian frunció el entrecejo y, rasgando el periódico en dos, cruzó la
habitación y se deshizo de los trozos. ¡Qué desagradable era todo ello! ¡Y
cómo la fealdad contribuía a hacer más reales las cosas! Se sintió un tanto
molesto con lord Henry por haberle enviado aquella noticia. Y desde luego era
un estupidez que la hubiera señalado con lápiz rojo. Víctor podía haberla leído.
Sabía inglés más que suficiente para hacerlo.
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Quizá lo había hecho, y empezaba a sospechar algo. ¿Qué más daba, de
todos modos? ¿Qué tenía que ver Dorian Gray con la muerte de Sibyl Vane?
No había nada que temer. Él no la había matado.
Contempló el libro que lord Henry le enviaba. Se preguntó qué sería. Fue
hacia la mesita octogonal de color perla, que siempre le había parecido obra
de unas extrañas abejas egipcias que trabajasen la plata, tomó el volumen, se
dejó caer en un sillón y empezó a pasar las páginas. A los pocos minutos le
había capturado por completo. Se trataba del libro más extraño que había leído
nunca. Se diría que los pecados del mundo, exquisitamente vestidos, y
acompañados por el delicado sonar de las flautas, pasaban ante sus ojos
como una sucesión de cuadros vivos. Cosas que había soñado confusamente
se hicieron realidad de repente. Cosas que nunca había soñado empezaron a
revelársele poco a poco.
Era una novela sin argumento y con un solo personaje, ya que se trataba, en
realidad, de un estudio psicológico de cierto joven parisino que empleó la vida
tratando de experimentar en el siglo XIX todas las pasiones y maneras de
pensar pertenecientes a los siglos anteriores al suyo, resumiendo en sí mismo,
por así decirlo, los diferentes estados de ánimo por los que había pasado el
espíritu del mundo, y que amó, por su misma artificialidad, esos
renunciamientos a los que los hombres llaman erróneamente virtudes, al igual
que las rebeldías naturales a las que los prudentes llaman pecados. El libro
estaba escrito en un estilo curiosamente ornamental, gráfico y oscuro al mismo
tiempo, lleno de argot y de arcaísmos, de expresiones técnicas y de las
complicadas perífrasis que caracterizan la obra de algunos de los mejores
artistas de la escuela simbolista francesa. Había en él metáforas tan
monstruosas como orquídeas, y con la misma sutileza de color. Se describía la
vida de los sentidos con el lenguaje de la filosofía mística. A veces era difícil
saber si se estaba leyendo la descripción de los éxtasis de algún santo
medieval o las morbosas confesiones de un pecador moderno. Era un libro
venenoso. El denso olor del incienso parecía desprenderse de sus páginas y
turbar el cerebro. La cadencia misma de las frases, la sutil monotonía de su
música, tan lleno como estaba de complejos estribillos y de movimientos
elaboradamente repetidos, produjo en la mente de Dorian Gray, al pasar de
capítulo en capítulo, algo semejante a una ensoñación, una enfermedad del
sueño que le hizo no darse cuenta de que iba cayendo el día y creciendo las
sombras.
Limpio de nubes y atravesado por una estrella solitaria, un cielo de color
cobre verdoso resplandecía del otro lado de las ventanas. Dorian siguió
leyendo con su pálida luz hasta que ya no pudo seguir. Luego, después de que
el ayuda de cámara le hubiera recordado varias veces que se estaba haciendo
tarde, se puso en pie y, trasladándose a la habitación vecina, dejó el libro en la
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mesa florentina que siempre estaba junto a su cama, y empezó a vestirse para
la cena.
Casi eran las nueve cuando llegó al club, donde encontró a lord Henry, solo,
en una habitación que se utilizaba por las mañanas como sala de estar, con
aire de infinito aburrimiento.
-Lo siento, Harry -exclamó el muchacho-, pero en realidad has tenido tú la
culpa. El libro que me has prestado es tan fascinante que se me ha pasado el
tiempo volando.
-Sí; me pareció que te gustaría -replicó su anfitrión, levantándose del asiento.
-No he dicho que me guste, Harry. He dicho que me fascina. Hay una gran
diferencia.
-Ah, ¿ya has hecho ese descubrimiento? -murmuró lord Henry, mientras se
dirigían hacia el comedor.
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Capítulo 11
Durante años, Dorian Gray no pudo librarse de la influencia de aquel libro. O
quizá sea más exacto decir que nunca trató de hacerlo. Encargó que le
trajeran de París al menos nueve ejemplares de la primera edición en papel de
gran tamaño, con márgenes muy amplios, y los hizo encuadernar en colores
diferentes, de manera que se acomodaran a sus distintos estados de ánimo y
a los cambiantes caprichos de una sensibilidad sobre la que, a veces, parecía
haber perdido casi por completo el control. El protagonista, el asombroso joven
parisino cuyos temperamentos romántico y científico estaban tan extrañamente
combinados, se convirtió en prefiguración de sí mismo. Y, de hecho, el libro
entero le parecía contener la historia de su vida, escrita antes de que él la
hubiera vivido.
Había, sin embargo, un punto en el que era más afortunado que el fantástico
protagonista de la novela. Nunca padeció el terror, un tanto grotesco -nunca,
de hecho, tuvo razón alguna para ello-, que inspiraban los espejos, las
brillantes superficies de los metales y el agua inmóvil al joven parisino desde
una temprana edad, terror ocasionado por la repentina desaparición de una
belleza que en otro tiempo, al parecer, había sido extraordinariamente
llamativa. Dorian Gray solía leer, con un júbilo casi cruel -y quizá en casi todas
las alegrías, como sin duda en todos los placeres, la crueldad tiene su lugar- la
última parte del libro, con su relato verdaderamente trágico, aunque hasta
cierto punto demasiado subrayado, del dolor y la desesperación de alguien que
había perdido lo que apreciaba, por encima de todo, en otras personas y en el
mundo.
Porque la singular belleza que tanto había fascinado a Basil Hallward y a
otros muchos nunca parecía abandonarlo. Incluso quienes habían oído de él
las mayores vilezas -y periódicamente extraños rumores sobre su manera de
vivir corrían por Londres y se convertían en la comidilla de los clubs-, no les
daban crédito si llegaban a conocerlo personalmente. Dorian Gray conservaba
el aspecto de alguien que se ha mantenido lejos de la vileza del mundo. Las
conversaciones groseras se interrumpían cuando entraba en una habitación.
Había una pureza en su rostro que tenía todo el valor de un reproche. Su mera
presencia parecía despertar el recuerdo de una inocencia mancillada. Todo el
mundo se preguntaba cómo alguien tan atractivo y puro había escapado a la
corrupción de una época sórdida a la vez que sensual.
Con frecuencia, al regresar a su casa de una de aquellas misteriosas y
prolongadas ausencias que daban pie a tan extrañas conjeturas entre quienes
eran, o creían ser, sus amigos, Dorian Gray se deslizaba escaleras arriba
hasta la habitación cerrada del ático, abría la puerta con la llave que nunca se
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separaba de su persona, y se colocaba, con un espejo, delante del retrato
pintado por Basil Hallward, mirando unas veces al rostro malvado y envejecido
del lienzo y otras las facciones siempre jóvenes y bien parecidas que se reían
de él desde la brillante superficie de cristal. La nitidez misma del contraste
aumentaba su placer. Se fue enamorando cada vez más de la belleza de su
cuerpo e interesándose más y más por la corrupción de su alma. Examinaba
con minucioso cuidado, y a veces con un júbilo monstruoso y terrible, los
espantosos surcos que cortaban su arrugada frente y que se arrastraban en
torno ala boca sensual, perdido todo su encanto, preguntándose a veces qué
era lo más horrible, si las huellas del pecado o las de la edad. También
colocaba las manos, nacaradas, junto a las manos rugosas e hinchadas del
cuadro, y sonreía. Se burlaba del cuerpo deforme y de las extremidades
claudicantes.
De noche, insomne en su dormitorio, siempre perfumado por delicados
aromas, o en la sórdida habitación de una taberna de pésima reputación cerca
de los muelles, que tenía por costumbre frecuentar disfrazado y con nombre
falso, había momentos, efectivamente, en los que pensaba en la destrucción
de su alma con una compasión que era especialmente patética por puramente
egoísta. Pero aquellos momentos no se prodigaban. La curiosidad acerca de la
vida, que lord Henry despertara por vez primera en él cuando estaban en el
jardín de su amigo Basil, parecía crecer a medida que se satisfacía. Cuanto
más sabía, más quería saber. Padecía hambres locas que se hacían más
devoradoras cuanto mejor las alimentaba.
No se dejaba ir por completo, sin embargo, al menos en sus relaciones con la
buena sociedad. Una o dos veces al mes durante el invierno, y los miércoles
por la tarde durante la temporada, abría al mundo las puertas de su magnífica
casa y contrataba a los músicos más celebrados del momento para que
deleitaran a sus invitados con las maravillas de su arte. Sus cenas íntimas, en
cuya organización siempre colaboraba lord Henry, eran famosas por la
cuidadosa selección y distribución de los invitados, así como por el gusto
exquisito en la decoración de la mesa, con su sutil arreglo sinfónico de flores
exóticas, manteles bordados y antigua vajilla de oro y plata. Abundaban de
hecho, especialmente entre los más jóvenes, quienes veían, o imaginaban ver,
en Dorian Gray, la verdadera encarnación de un modelo con el que habían
soñado a menudo en sus días de Eton y de Oxford, una persona que
conjugaba en cierto modo la cultura del erudito con el encanto, la distinción y
los perfectos modales de un ciudadano del mundo. Les parecía que formaba
parte del grupo de aquellos a los que Dante describe porque tratan de
«hacerse perfectos mediante el culto rendido a la belleza». Como Gautier, era
alguien para quien «existía el mundo visible».
Para él, ciertamente, la Vida era la primera y la más grande de las artes, y
todas las demás no eran más que una preparación para ella. La moda, por
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medio de la cual lo puramente fantástico se hace por un momento universal, y
el dandismo que, a su manera, trata de afirmar la modernidad absoluta de la
belleza, le fascinaban. Su manera de vestir y los estilos peculiares, que de
cuando en cuando propugnaba, tenían una marcada influencia en los jóvenes
elegantes que se dejaban ver en los bailes de Mayfair o detrás de los
ventanales de los clubs de Pall Mall, y que copiaban todo lo que Dorian Gray
hacía, esforzándose por reproducir el encanto pasajero de sus graciosas
coqueterías, que, para él, nunca llegaban a ser del todo serias.
Porque, si bien estaba totalmente dispuesto a aceptar la posición privilegiada
que se le ofreció casi de inmediato al alcanzar la mayoría de edad, y hallaba
un placer sutil en la idea de que podía verdaderamente convertirse para el
Londres de su época en lo que el autor del Satiricón había sido en otro tiempo
para la Roma imperial de Nerón, en lo más íntimo de su alma deseaba ser algo
más que un simple arbiter elegantiarum, a quien se consulta sobre la manera
de llevar una joya, de cómo anudar una corbata o sobre cómo manejar un
bastón. Dorian Gray trataba de inventar una nueva manera de vivir que
descansara en una filosofía razonada y en unos principios bien organizados, y
que hallara en la espiritualización de los sentidos su meta más elevada.
El culto de los sentidos ha sido censurado con frecuencia y con mucha
justicia, porque al ser humano su naturaleza le hace sentir un terror instintivo
ante pasiones y sensaciones que le parecen más fuertes que él, y que es
consciente de compartir con formas inferiores del mundo orgánico. Pero Dorian
Gray consideraba que nunca se había entendido bien la verdadera naturaleza
de los sentidos, que habían permanecido en un estado salvaje y animal
sencillamente porque el mundo había tratado de someterlos por el hambre y
matarlos por el dolor, en lugar de proponerse convertirlos en elementos de una
nueva espiritualidad, en la que el rasgo dominante sería un admirable instinto
para captar la belleza. Al contemplar el camino recorrido por el ser humano
desde los albores de la historia, le dominaba un sentimiento de pesar. ¡Eran
tantas las capitulaciones! ¡Y con tan escasos resultados! Se habían producido
rechazos insensatos, formas monstruosas de mortificación, de autotortura,
cuyo origen era el miedo y su resultado una degradación infinitamente más
terrible que la degradación imaginaria de la que el ser humano, en su
ignorancia, había tratado de escapar. La naturaleza, utilizando su maravillosa
ironía, empujaba al anacoreta a alimentarse con los animales salvajes del
desierto y al ermitaño le daba por compañeros a las bestias del campo.
Sí; tenía que haber, como lord Henry había profetizado, un nuevo hedonismo
que recreara la vida, que la salvara de ese puritanismo tosco y violento que
está teniendo en nuestra época un extraño renacimiento. Un hedonismo que
utilizaría sin duda los servicios de la inteligencia, pero sin aceptar teoría o
sistema alguno que implicara el sacrificio de cualquier modalidad de
experiencia apasionada. Su objetivo, efectivamente, era la experiencia misma
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y no los frutos de la experiencia, tanto dulces como amargos. Prescindiría del
ascetismo que sofoca los sentidos y de la vulgar desvergüenza que los
embota. Pero enseñaría al ser humano a concentrarse en los instantes
singulares de una vida que no es en sí misma más que un instante.
Son muy pocos aquellos de entre nosotros que no se han despertado a
veces antes del alba, o después de una de esas noches sin sueños que casi
nos hacen amar la muerte, o de una de esas noches de horror y de alegría
monstruosa, cuando se agitan en las cámaras del cerebro fantasmas más
terribles que la misma realidad, rebosantes de esa vida intensa, inseparable de
todo lo grotesco, que da al arte gótico su imperecedera vitalidad, puesto que
ese arte bien parece pertenecer sobre todo a los espíritus atormentados por la
enfermedad del ensueño. Poco a poco, dedos exangües surgen de detrás de
las cortinas y parecen temblar. Adoptando fantásticas formas oscuras,
sombras silenciosas se apoderan, reptando, de los rincones de la habitación
para agazaparse allí. Fuera, se oye el agitarse de pájaros entre las hojas, o los
ruidos que hacen los hombres al dirigirse al trabajo, o los suspiros y sollozos
del viento que desciende de las montañas y vaga alrededor de la casa
silenciosa, como si temiera despertar a los que duermen, aunque está obligado
a sacar a toda costa al sueño de su cueva de color morado. Uno tras otro se
alzan los velos de delicada gasa negra, las cosas recuperan poco a poco
forma y color y vemos cómo la aurora vuelve a dar al mundo su prístino
aspecto. Los lívidos espejos recuperan su imitación de la vida. Las velas
apagadas siguen estando donde las dejamos, y a su lado descansa el libro a
medio abrir que nos proponíamos estudiar, o la flor preparada que hemos
lucido en el baile, o la carta que no nos hemos atrevido a leer o que hemos
leído demasiadas veces. Nada nos parece que haya cambiado. De las
sombras irreales de la noche renace la vida real que conocíamos. Hemos de
continuar allí donde nos habíamos visto interrumpidos, y en ese momento nos
domina una terrible sensación, la de la necesidad de continuar, enérgicamente,
el mismo ciclo agotador de costumbres estereotipadas, o quizá, a veces, el
loco deseo de que nuestras pupilas se abran una mañana a un mundo
remodelado durante la noche para agradarnos, un mundo en el que las cosas
poseerían formas y colores recién inventados, y serían distintas, o esconderían
otros secretos, un mundo en el que el pasado tendría muy poco o ningún valor,
o sobreviviría, en cualquier caso, sin forma consciente de obligación o de
remordimiento, dado que incluso el recuerdo de una alegría tiene su amargura,
y la memoria de un placer, su dolor.
A Dorian Gray le parecía que la creación de mundos como aquéllos era la
verdadera meta o, al menos, una de las verdaderas metas de la vida; y en su
búsqueda de sensaciones que fuesen al mismo tiempo nuevas y placenteras, y
poseyeran ese componente de lo desconocido que es tan esencial para el
ensueño, adoptaba con frecuencia ciertos modos de pensamiento que sabía
eran realmente ajenos a su naturaleza, abandonándose a su sutil influencia, y
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luego, después de impregnarse, por así decirlo, de su color, y una vez
satisfecha su natural curiosidad, los abandonaba con esa curiosa indiferencia
que no es incompatible con un temperamento verdaderamente ardiente, y que,
de hecho, según ciertos psicólogos modernos, es frecuentemente su condición
indispensable.
En una ocasión se rumoreó que se disponía a convertirse al catolicismo; y,
desde luego, el ritual romano siempre le había atraído mucho. El diario
sacrificio de la misa, más terriblemente real que todos los sacrificios del mundo
antiguo, le conmovía tanto por su supremo desprecio del testimonio de los
sentidos como por la primitiva simplicidad de sus elementos y el eterno
patetismo de la tragedia humana que trataba de simbolizar. Le gustaba
arrodillarse sobre el frío suelo de mármol, y contemplar al sacerdote, con su
tiesa casulla floreada, apartar lentamente con sus manos marfileñas el velo del
tabernáculo, y alzar la custodia con la pálida hostia que a veces, a uno le
gustaría creer, es realmente el panis caelestis, el alimento de los ángeles; o,
revestido con los atributos de la pasión de Cristo, partir la sagrada forma y
golpearse el pecho para pedir la remisión de todos los pecados. Los
humeantes incensarios, que los serios monaguillos, con sus encajes y sus
sotanas rojo escarlata, lanzaban al aire como grandes flores doradas, ejercían
sobre Dorian Gray una sutil fascinación. Al salir de la iglesia, miraba con
asombro los negros confesionarios, y le hubiera gustado sentarse en el interior
de uno de ellos para escuchar cómo hombres y mujeres susurraban a través
de la gastada rejilla la verdadera historia de su vida.
Pero nunca cometió el error de detener su desarrollo intelectual aceptando
de manera oficial credo o sistema alguno, ni convirtiendo en morada
permanente una posada que sólo es conveniente para pasar un día, o unas
pocas horas de una noche sin estrellas y en la que la luna esté de parto. El
misticismo, con su maravilloso poder para convertir en extrañas las cosas
corrientes, y el sutil antinomismo que siempre parece acompañarlo, le
conmovió durante una temporada; y durante otra se inclinó hacia las doctrinas
materialistas del movimiento darwinista alemán y encontró un curioso placer en
retrotraer los pensamientos y las pasiones de los hombres a alguna célula
nacarada de su cerebro, o a algún nervio blanquecino de su cuerpo, encantado
con la idea de que el espíritu dependiera absolutamente de ciertas condiciones
físicas, morbosas o sanas, normales o patológicas. Sin embargo, como ya se
ha dicho de él, ninguna teoría sobre la vida le parecía importante comparada
con la vida misma. Era muy consciente de la esterilidad de toda especulación
intelectual si se separa de la acción y de la experiencia. Sabía que los
sentidos, no menos que el alma, tenían misterios espirituales que revelar.
Por ello se entregó durante algún tiempo al estudio de los perfumes y a los
secretos de su fabricación, destilando aceites intensamente aromáticos, y
quemando gomas odoríferas del Oriente, lo que le permitió darse cuenta de
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que no había estado de ánimo que no tuviera correspondencia en la vida de
los sentidos, consagrándose a descubrir sus verdaderas relaciones,
preguntándose por qué el incienso empuja a la mística, por qué el ámbar gris
desata las pasiones, por qué la violeta despierta el recuerdo de amores
muertos y por qué el almizcle perturba el cerebro y el champac la imaginación,
tratando en repetidas ocasiones de elaborar una verdadera psicología de los
perfumes, y de calcular las diversas influencias de las raíces poseedoras de
olores suaves, de las flores cargadas de polen, o de los bálsamos aromáticos,
de las maderas oscuras y fragantes, del espicanardo que provoca la náusea,
de la hovenia que enloquece y de los áloes de los que se dice que logran
expulsar del alma la melancolía.
En otra época se dedicó por entero a la música, y en una amplia habitación
con celosías, techo bermellón y oro y paredes lacadas en verde oliva, daba
curiosos conciertos en los que cíngaros frenéticos arrancaban músicas
salvajes de cítaras diminutas, o serios tunecinos vestidos de amarillo pulsaban
las tensas cuerdas de monstruosos laúdes, mientras negros sonrientes
golpeaban monótonamente tambores de cobre y esbeltos indios enturbanados,
cruzados de piernas sobre esteras de color escarlata, tañían largas flautas de
caña o de bronce y encantaban, o fingían encantar, a grandes cobras y
horribles víboras cornudas. Los ritmos sincopados y las estridentes
disonancias de aquellas músicas bárbaras le conmovían en momentos en que
el encanto de Schubert, los hermosos pesares de Chopin y hasta las
majestuosas armonías del mismo Beethoven no conseguían hacer mella en su
oído. Reunió, procedentes de todas las partes del mundo, los instrumentos
más extraños que pueden encontrarse, tanto en los sepulcros de pueblos
desaparecidos como entre las escasas tribus salvajes que han sobrevivido al
contacto con las civilizaciones occidentales, y disfrutaba tocándolos y
probándolos. Poseía los misteriosos juruparis de los indios de Río Negro,
instrumentos que no se permite mirar a las mujeres y que incluso los jóvenes
sólo pueden ver después de someterse al ayuno y al cilicio; las vasijas de
barro de los peruanos de los que extraen gritos agudos como de pájaros, y
flautas fabricadas con huesos humanos, como las que Alfonso de Ovalle
escuchó en Chile, y los sonoros jaspes verdes que se encuentran cerca de
Cuzco y que producen notas de singular dulzura. Dorian Gray poseía
calabazas pintadas, llenas de guijarros, que resonaban cuando se las agitaba;
el largo clarín de los mexicanos, en el que el intérprete no sopla, sino que a
través de él aspira el aire; el tosco ture de las tribus amazónicas, que hacen
sonar los centinelas que permanecen todo el día en árboles altísimos y a los
que se puede oír, según cuentan, a una distancia de tres leguas; el teponaztli,
compuesto de dos láminas vibrantes de madera, y que se golpea con palillos
recubiertos de la goma elástica que se obtiene de la savia lechosa de algunas
plantas; las campanas yotl de los aztecas, que se cuelgan en racimos, como si
fuesen uvas; y un enorme tambor cilíndrico, cubierto con las pieles de grandes
serpientes, como el que Bernal Díaz del Castillo vio cuando entró con Cortés
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en el templo mexicano, y de cuyo sonido quejumbroso nos ha dejado una
descripción tan gráfica.
El carácter fantástico de aquellos instrumentos le fascinaba, y le producía un
curioso placer la idea de que el arte, como la naturaleza, tiene sus monstruos,
criaturas de forma bestial y voces odiosas. Sin embargo, al cabo de algún
tiempo se cansaba de ellos, y regresaba a su palco en la ópera, ya fuese solo
o en compañía de lord Henry, para escuchar con profundo placer Tannhäuser,
viendo en el preludio de esa gran obra una interpretación de la tragedia de su
alma.
En otra ocasión emprendió el estudio de las joyas, y se presentó en un baile
de disfraces como Anne de Joyeuse, almirante de Francia, con un traje
recubierto de quinientas sesenta perlas. Esta afición lo cautivó durante años y
puede decirse, de hecho, que nunca le abandonó. Con frecuencia empleaba
un día entero colocando y volviendo a colocar en sus estuches las diferentes
piedras que había coleccionado, como el crisoberilo verde oliva que se
enrojece a la luz de una lámpara, la cimofana, atravesada por una línea de
plata, el peridoto, de color verde pistacho, topacios rosados o dorados como el
vino, carbunclos ferozmente escarlata con trémulas estrellas de cuatro puntas,
granates de Ceilán rojo fuego, las espinelas naranja y violeta, y las amatistas,
con sus capas alternas de rubí y zafiro. Le encantaba el rojo dorado de la
piedra solar y la blancura de perla de la piedra lunar, así como el arco iris roto
del ópalo lechoso. Consiguió en Amsterdam tres esmeraldas de extraordinario
tamaño y riqueza de color, y poseía una turquesa de la vieille roche que era la
envidia de todos los entendidos.
Descubrió igualmente historias maravillosas sobre joyas. En su Disciplina
Clericales, Pedro Alfonso menciona una serpiente con ojos de auténtico
jacinto, y en la vida novelada de Alejandro se dice del conquistador de Ematia
que encontró en el valle del Jordán serpientes «en cuyas espaldas crecían
collares de verdaderas esmeraldas». Existe, nos dice Filóstrato, una piedra
preciosa en el cerebro del dragón y «si se le muestran letras doradas y una
túnica escarlata» el monstruo se sume en un sueño mágico y es posible
matarlo. Según el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante proporciona
invisibilidad, y el ágata de la India, elocuencia. La cornalina calma la cólera, el
jacinto invita al sueño y la amatista disipa los vapores del vino. El granate
ahuyenta a los demonios, y el hidropicus priva a la luna de su color. La selenita
crece y mengua con la luna, y al meloceo, descubridor de ladrones, sólo le
afecta la sangre del cabrito. Leonardus Camillus había visto extraer de un sapo
recién muerto una piedra blanca, antídoto infalible contra el veneno. El bezoar,
que se encuentra en el corazón del ciervo de Arabia, es un hechizo que puede
curar la peste. En los nidos de los pájaros de Arabia se halla el aspilates que,
según Demócrito, evita a quien lo lleva todo peligro de fuego.
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El rey de Ceilán, en la ceremonia de su coronación, atravesó su capital a
caballo con un gran rubí en la mano. Las puertas del palacio del Preste Juan
«estaban hechas de sardónice, incrustado de cuernecillos de cerasta o víbora
cornuda, de manera que nadie pudiera introducir venenos en su interior».
Sobre el gablete había «dos manzanas de oro con dos carbunclos», de
manera que el oro brillara de día y los carbunclos de noche. En la extraña
novela de Lodge, A Margarite of America, se afirma que en la cámara de la
reina podía verse a «todas las damas castas del mundo, en relicarios de plata,
que miraban a quienes las contemplaban a través de hermosos espejos de
crisolitas, carbunclos, zafiros y verdes esmeraldas». Marco Polo había visto a
los habitantes de Cipango colocar perlas rosadas en la boca de los difuntos.
Un monstruo marino estaba enamorado de la perla que el buceador llevó al rey
Peroz, por lo que mató al ladrón y guardó luto durante siete lunas en razón de
su pérdida. Cuando los hunos lograron atraer al rey a una gran fosa, el
monarca la arrojó lejos -así lo relata Procopio- y nunca se la volvió a encontrar,
pese a que el emperador Anastasio ofreció como recompensa quinientos
quintales de piezas de oro. El rey de Malabar había mostrado a cierto
veneciano un rosario de trescientas cuatro perlas, una por cada dios al que
rendía culto.
Cuando el duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII, su
caballo, nos cuenta Brantóme, iba cargado de hojas de oro, y su gorro estaba
adornado con dos hileras de deslumbrantes rubíes. Carlos de Inglaterra,
cuando montaba a caballo, llevaba unas espuelas adornadas con
cuatrocientos veintiún diamantes. Ricardo II tenía un gabán, valorado en treinta
mil marcos, que estaba recubierto de balajes, rubíes de color morado. Hall
describía a Enrique VIII, de camino hacia la Torre de Londres antes de su
coronación, con «una veste recamada en oro, el jubón bordado con diamantes
y otras piedras preciosas y, en torno al cuello, un gran collar de grandes
balajes». Los favoritos de Jacobo I llevaban pendientes hechos de esmeraldas
montadas en filigrana de oro. Eduardo II dio a Piers Gaveston una armadura
de oro rojo tachonada de jacintos, un collar de rosas de oro con turquesas y un
gorro parsemé de perlas. Enrique II utilizaba guantes enjoyados que le
llegaban hasta el codo, y poseía un guante de cetrería adornado de doce
rubíes y cincuenta y dos grandes perlas de Oriente. Del sombrero ducal de
Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su estirpe, tachonado de
zafiros, colgaban perlas con forma de pera.
¡Cuán exquisita era la vida en otros tiempos! ¡Qué magnificencia en la pompa
y en la ornamentación! La simple lectura de lo que fue el lujo de antaño
maravillaba.
Dorian Gray se interesó más adelante por los bordados y los tapices que
hacían oficio de frescos en las frías salas de las naciones septentrionales de
Europa. Mientras investigaba el tema -y siempre tuvo la extraordinaria facultad
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de sumergirse por completo, llegado el momento, en el tema que abordabacasi le entristeció reflexionar sobre los destrozos que el Tiempo causa en todo
lo que es hermoso y extraordinario. Él, al menos, había escapado a aquella
condena. Los veranos se sucedían, los junquillos dorados habían florecido y
muerto muchas veces, y noches de horror repetían la historia de su infamia,
pero Dorian seguía siempre igual. El invierno no estropeaba su tez ni
marchitaba el esplendor de su juventud. ¡Bien distinto era lo que sucedía con
las cosas materiales! ¿Qué se había hecho de ellas? ¿Dónde estaba el gran
manto, de color azafrán, tejido por morenas doncellas para complacer a
Atenea, por el que los dioses habían luchado contra los gigantes? ¿Dónde
estaba el inmenso velarium que Nerón extendiera sobre el Coliseo romano,
aquella titánica vela morada en la que estaba representado el cielo estrellado,
y Apolo conduciendo un carro tirado por blancos corceles con riendas de oro?
Dorian anhelaba ver las curiosas servilletas confeccionadas para el Sacerdote
dei Sol, en las que se habían representado todas las golosinas y viandas que
pudieran desearse para un festín; el paño mortuorio del rey Chilperico, con sus
trescientas abejas doradas; las extravagantes túnicas que despertaron la
indignación del obispo del Ponto, donde estaban representados «leones;
panteras, osos, perros, bosques, rocas, cazadores: todo lo que, de hecho, un
pintor puede copiar de la naturaleza»; y el jubón que vistiera en cierta ocasión
Carlos de Orleans, en cuyas mangas se había bordado la letra de una canción
que empezaba con «Madame, je suis tout joyeux», en hilo de oro el
acompañamiento musical de las palabras, y cada nota, de forma cuadrada en
aquellos tiempos, formada por cuatro perlas. También supo Dorian Gray de la
habitación que se preparó en el palacio de Reims para albergar a la reina
Juana de Borgoña, decorada con «mil trescientos veintiún loros adornados con
las armas reales, y quinientas sesenta y una mariposas, cuyas alas lucían, de
manera similar, las armas de la reina, todo el conjunto trabajado en oro».
Catalina de Médicis se hizo preparar un lecho fúnebre de terciopelo negro
tachonado de medias lunas y soles. Sus cortinas eran de damasco, adornadas
con frondosas coronas y guirnaldas sobre un fondo de oro y plata, los bordes
decorados con bordados de perlas, que se colocó en una estancia de cuyo
techo colgaban hileras de divisas de la reina en terciopelo negro sobre paño de
plata. Luis XIV tenía, en sus apartamentos, cariátides bordadas en oro de
quince pies de altura. El lecho de gala de Juan III Sobieski, rey de Polonia,
estaba hecho de brocado de oro de Esmirna en el que se habían escrito con
turquesas versículos del Corán. Los apoyos eran de plata dorada, bellamente
cincelados, y profusamente adornados con medallones esmaltados y
enjoyados. Se trataba de un botín de guerra, tomado del campamento turco
durante el sitio de Viena, y el estandarte de Mahoma había flotado al viento
bajo los vibrantes dorados de su baldaquín.
Y así, durante todo un año, Dorian se esforzó por acumular los ejemplares
más exquisitos de tejidos y bordados: delicadas muselinas de Delhi,
exquisitamente trabajadas con adornos de palmas en hilo de oro y tachonadas
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con alas de escarabajos irisados; gasas de Dacca, a las que, dada su
transparencia, se conocen en Oriente como «aire tejido» y «agua corriente», y
también como «rocío nocturno»; telas de Java con extrañas figuras; tapices
amarillos muy refinados procedentes de China; libros encuadernados en satén
leonado o bellas sedas azules, y adornados con flores de lis, pájaros e
imágenes; velos de lacis tejidos con punto de Hungría; brocados sicilianos y
tiesos terciopelos españoles; telas georgianas con sus monedas doradas, y
fukusas japonesas con sus dorados de tonos verdes y sus aves de maravilloso
plumaje.
También sentía una especial pasión por las vestiduras eclesiásticas, como de
hecho por todo lo referente al servicio de la Iglesia. En los largos baúles de
cedro, dispuestos a lo largo de la galería oeste de su casa, había almacenado
gran número de ejemplares raros y soberbios de lo que es realmente el
aderezo de la Esposa de Cristo, que debe adornarse con la púrpura, las joyas
y el lino de mejor calidad para ocultar su pálido cuerpo, mortificado, gastado
por el sufrimiento que ella misma busca y herido por los dolores que se inflige.
Dorian poseía una suntuosa capa pluvial de seda carmesí y damasco con hilo
de oro, en la que las granadas repetían un motivo estilizado de flores de seis
pétalos, a cuyos lados se reproducía en perlas finas el emblema de la piña.
Los orifrés estaban divididos en paneles representando escenas de la vida de
la Virgen, y bordada su coronación en sedas de colores sobre la capucha. Se
trataba de un trabajo italiano del siglo XV. Otra capa pluvial era de terciopelo
verde, bordado con grupos de hojas de acanto en forma de corazón, de los
que surgían flores blancas de largo tallo, trabajadas en hilo de plata y cristales
de colores. El broche lucía una cabeza de serafín bordada en relieve con hilo
de oro. Los orifrés estaban tejidos en un adamascado de seda roja y oro, y
constelados con medallones de muchos mártires y santos, entre los que se
hallaba san Sebastián. También se hizo con casullas de seda color ámbar, y
seda azul y brocado de oro, y de seda adamascada amarilla y paño de oro,
con representaciones de la Pasión y la Crucifixión de Cristo, y bordadas con
leones y pavos reales y otros emblemas; dalmáticas de satén blanco y de
damasco de seda rosa, decoradas con tulipanes y delfines y flores de lis;
frontales de altar de terciopelo carmesí y lino azul; y muchos corporales, velos
de cáliz y sudarios. En la utilización mística asignada a aquellos objetos había
algo que estimulaba su imaginación.
Porque aquellos tesoros y todo lo que coleccionaba en su hermosa mansión
estaba destinado a servirle de medio para el olvido, eran una manera de
escapar, durante una temporada, al miedo que a veces le parecía casi
demasiado intenso para poder soportarlo. En una pared de la solitaria
habitación, siempre cerrada con llave, donde transcurriera una parte tan
considerable de su infancia y adolescencia, había colgado con sus propias
manos el terrible retrato cuyos rasgos cambiantes le mostraban la verdadera
degradación de su vida, y delante, a modo de cortina, había colocado el paño
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El Retrato de Dorian Gray
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mortuorio de color morado y oro. Pasaba semanas sin subir, olvidándose de
aquella espantosa pintura, recuperando la ligereza de espíritu, la maravillosa
alegría de vivir, dejándose absorber apasionadamente por la existencia misma.
Luego, de repente, una noche cualquiera, salía furtivamente de su casa,
bajaba hasta alguno de los terribles lugares próximos a Blue Gate Fields, y allí
se quedaba, por espacio de varios días, hasta que lo echaban. Al regresar a su
casa, se sentaba delante del retrato, a veces aborreciéndolo y aborreciéndose,
pero dejándose dominar, en otras ocasiones, por ese orgulloso individualismo
que supone buena parte de la fascinación del pecado, y sonreía, secretamente
complacido, a la imagen deforme, condenada a soportar el peso que debiera
haber caído sobre sus espaldas.
Al cabo de algunos años empezó a resultarle imposible pasar mucho tiempo
fuera de Inglaterra, y renunció a la villa que había compartido en Trouville con
lord Henry, así como a la blanca casita de Argel, aislada por un alto muro,
donde ambos habían pasado más de una vez el invierno. No podía vivir lejos
del retrato que era un elemento tan imprescindible de su vida, y temía,
además, que, durante su ausencia, alguien entrara en la habitación, a pesar de
los complicados cerrojos que había hecho instalar.
Se daba cuenta, por otra parte, con toda claridad, de que el retrato nada
revelaría. Era cierto que todavía conservaba, bajo la vileza y fealdad del rostro,
un considerable parecido con el original; pero, ¿qué consecuencias se podían
extraer de ello? Dorian Gray se reiría de cualquiera que intentase utilizarlo en
su contra. No lo había pintado él. ¿Qué le importaba lo vil y abyecto de su
apariencia? Aunque revelase la verdad, ¿quién la creería?
Pero eso no impedía que sintiera miedo. A veces, cuando se hallaba en la
gran mansión familiar de Nottinghamshire, donde recibía a los jóvenes
elegantes de su misma posición social que eran sus compañeros habituales, y
donde asombraba a todo el condado por el lujo gratuito y la suntuosidad
desmedida de su manera de vivir, abandonaba de repente a sus invitados para
regresar precipitadamente a la capital y comprobar que nadie había forzado la
puerta y que el retrato seguía en su sitio. ¿Qué sucedería si alguien lo robara?
La mera posibilidad le helaba de horror. Sin duda el mundo llegaría entonces a
conocer su secreto. Quizá el mundo lo sospechaba ya.
Porque, si bien era cierto que fascinaba a muchos, había ya bastantes
personas que desconfiaban de él. Casi estuvieron a punto de negarle la
admisión en un club del West End, pese a que su cuna y su posición social
justificaban plenamente que se le diera una respuesta afirmativa; también se
contaba que, en una ocasión, al llevarle uno de sus amigos al salón para
fumadores del Churchill, el duque de Berwick y otro caballero se pusieron en
pie de manera muy ostensible y se retiraron. Curiosas historias acerca de su
persona empezaron a hacerse frecuentes una vez que cumplió los veinticinco
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años. Se rumoreaba que se le había visto peleándose con marineros
extranjeros en un local de pésima reputación en las profundidades de
Whitechapel, e igualmente que se relacionaba con ladrones y monederos
falsos y que conocía todos los misterios de sus oficios. Sus sorprendentes
ausencias se hicieron famosas, y cuando reaparecía entre la buena sociedad,
la gente cuchicheaba en los rincones, o dejaba escapar una risa burlona al
pasar a su lado, o lo miraba con fríos ojos interrogadores, como si estuvieran
decididos a descubrir su secreto.
Dorian Gray, por supuesto, no prestaba la menor atención a tales insolencias
y desprecios deliberados y, en opinión de la mayoría, su naturalidad y su aire
jovial, su encantadora sonrisa adolescente y la gracia infinita de la maravillosa
juventud que parecía no abandonarle nunca, eran por sí solas respuesta
suficiente a las calumnias, porque así las calificaba la mayoría, que circulaban
acerca de él. Se señalaba, de todos modos, que algunas de las personas con
las que había tenido un trato más íntimo parecían, al cabo de algún tiempo,
evitarlo. Mujeres que manifestaron hacia él una adoración sin limites, que
desafiaron por él la censuró de la sociedad y que prescindieron de todas las
convenciones, palidecían de vergüenza y horror si Dorian Gray entraba en el
salón donde se encontraban.
Aquellos escándalos susurrados sólo servían, sin embargo, a ojos de
muchos, para acrecentar su extraño y peligroso encanto. Su gran fortuna era,
indudablemente, un elemento de seguridad. La sociedad, la sociedad civilizada
al menos, nunca está muy dispuesta a creer nada en detrimento de quienes
son, al mismo tiempo, ricos y fascinantes. Siente, de manera instintiva, que los
modales tienen más importancia que la moral y, en su opinión, la
respetabilidad más acrisolada vale muchísimo menos que la posesión de un
buen chef. Y, a decir verdad, consuela muy poco saber que la persona que te
invita a una cena execrable o que te sirve un vino de mala calidad es
irreprochable en su vida privada. Ni siquiera las virtudes cardinales justifican
unas entrées semifrías, como señaló en una ocasión lord Henry en un debate
sobre aquel tema; y existen sin duda excelentes razones para sostener ese
punto de vista. Porque los cánones de la buena sociedad son, o deberían ser,
los mismos que los cánones del arte. La forma es absolutamente esencial. La
vida social debe tener la dignidad de una ceremonia, y también su irrealidad, y
combinar la insinceridad de una comedia romántica con el ingenio y la belleza
que la dotan de encanto para nosotros. ¿Acaso la insinceridad es una cosa tan
terrible? No lo creo. Es, sencillamente, un método que nos permite multiplicar
nuestras personalidades.
Tal era, al menos, la opinión de
superficialidad de esos psicólogos
permanente, fiable y único. Para
innumerables vidas y sensaciones,
Dorian Gray, que se asombraba de la
para quienes el Yo es algo sencillo,
él, el hombre era un ser dotado de
una criatura compleja y multiforme que
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El Retrato de Dorian Gray
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albergaba curiosas herencias de pensamientos y pasiones, y cuya carne
misma estaba infectada por las monstruosas dolencias de los muertos.
Disfrutaba paseando por el frío corredor de su casa solariega donde se
almacenaban los cuadros familiares, para contemplar los diferentes retratos de
aquellos cuya sangre corría por sus venas. Allí estaba Philip Herbert, de quien
Francis Osborne, en su Memoires on the Reigns of Queen Elizabeth and King
James, nos dice que era «mimado por la corte debido a su apostura, aunque
su bello rostro no lo acompañó durante mucho tiempo». ¿Acaso la vida que él
llevaba era semejante a la del joven Herbert? ¿Acaso algún extraño germen
venenoso había ido pasando de organismo en organismo hasta alcanzar
finalmente el suyo? ¿Era el sentimiento confuso de aquella gracia perdida lo
que le había lanzado, tan de repente y casi sin motivo, a pronunciar, en el
estudio de Basil Hallward, la plegaria insensata que había cambiado su vida?
Y allí, con su jubón rojo bordado en oro, gabán enjoyado, gorguera y puños
con bordes dorados, se hallaba sir Anthony Sherard, con la armadura negra y
plata a los pies. ¿Qué había heredado Dorian de aquel hombre? El amante de
Giovanna de Nápoles, ¿le había legado algún pecado, alguna infamia? ¿No
eran sus acciones otra cosa que los sueños que los muertos no se habían
atrevido a poner por obra? Allí, desde el lienzo de colores apagados, sonreía
lady Elizabeth Devereux, con su capucha de gasa, peto de perlas y mangas
rosas acuchilladas. Una flor en la mano derecha, y en la izquierda un collar
esmaltado de rosas blancas y damasquinadas. Sobre una mesa, a su lado,
descansaban una mandolina y una manzana. Y grandes rosetas sobre sus
puntiagudos zapatitos. Dorian sabía de su vida, y las extrañas historias que se
contaban sobre sus amantes. ¿Había en él algo de su temperamento? Sus
ojos almendrados de pesados párpados parecían mirarlo con curiosidad. ¿Y
qué decir de George Willoughby, con su peluca empolvada y sus lunares
extravagantes? ¡Qué perverso parecía! El rostro taciturno y moreno, y los
labios sensuales en los que se dibujaba una mueca de desdén. Delicados
puños de encaje caían sobre las largas manos amarillentas demasiado
cargadas de sortijas. Había sido un pisaverde del siglo XVIII, y amigo, en su
juventud, de lord Ferrars. ¿Y del segundo lord Beckenham, compañero del
Príncipe Regente en sus años más locos, y uno de los testigos de su
matrimonio secreto con la señora Fitzherbert? ¡Qué orgulloso y apuesto, con
sus bucles de color castaño y su pose de perdonavidas! ¿Qué pasiones le
había legado? El mundo le atribuyó todas las infamias. Había dirigido sin duda
las orgías de Carlton House. Pero sobre su pecho brillaba la estrella de la
jarretera. Junto al suyo podía verse el retrato de su esposa, una pálida mujer
vestida de negro, de labios muy finos. También aquella sangre corría por las
venas de Dorian. ¡Qué curioso parecía todo! Y su madre, con el rostro a lo lady
Hamilton y los labios frescos, humedecidos por el vino: Dorian sabía lo que
había recibido de ella. Le había transmitido su belleza, y la pasión por la
belleza de otros. Se reía de él con su holgado vestido de bacante. Había hojas
de viña en sus cabellos. La copa que sostenía derramaba púrpura. Los
claveles del cuadro se habían marchitado, pero los ojos seguían siendo
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El Retrato de Dorian Gray
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maravillosos por su profundidad y la magia de su color. Y parecían seguirlo
dondequiera que fuese.
Pero también se tienen antepasados literarios, además de los de la propia
estirpe, muchos de ellos quizá más próximos por la constitución y el
temperamento, y con una influencia de la que se era consciente con mucha
mayor claridad. Había ocasiones en que a Dorian Gray le parecía que la
totalidad de la historia no era más que el relato de su propia vida, no como la
había vivido en sus acciones y detalles, sino como su imaginación la había
creado para él, como había existido en su cerebro y en sus pasiones. Tenía la
sensación de haberlas conocido a todas, a aquellas extrañas y terribles figuras
que habían atravesado el gran teatro del mundo, haciendo del pecado algo tan
maravilloso y del mal algo tan sutil. Le parecía que, de algún modo misterioso,
sus vidas habían sido también la suya.
El protagonista mismo de la maravillosa novela que tanto había influido en su
vida tuvo aquella curiosa impresión. En el capítulo séptimo cuenta cómo,
coronado de laurel para evitar ser herido por el rayo, había sido Tiberio, que
leía, en un jardín de Capri, las obras escandalosas de la autora griega
Elefantis, mientras enanos y pavos reales se paseaban a su alrededor, y el
flautista imitaba el ir y venir del incensario; había sido Calígula, de francachela
en los establos con palafreneros de casaca verde antes de cenar en un
pesebre de marfil junto a un caballo con la frente cubierta de joyas; y
Domiciano, vagabundo por un corredor con espejos de mármol, buscando por
todas partes, con ojos enfebrecidos, el reflejo de una daga destinada a poner
fin a sus días, y enfermo de ese ennui, de ese terrible taedium vitae, destino
común de todos aquellos a quienes la vida no ha negado nada; más adelante,
también había presenciado, a través de una transparente esmeralda, las
sangrientas carnicerías del Circo para luego, en una litera de perlas y púrpura,
tirada por mulas con herraduras de plata, regresar, por la calle de las
Granadas, a la Casa Dorada, mientras que, a su paso, los habitantes de Roma
aclamaban al César Nerón; había sido Heliogábalo, el rostro pintado de
colores, que trabajaba en la rueca entre las mujeres, y que trajo de Cartago a
la Luna, para dársela al Sol en matrimonio místico.
Dorian leía una y otra vez tan fantástico capítulo, y los dos siguientes, que
presentaban, como lo hacen ciertos tapices singulares o ciertos esmaltes
extraños hábilmente trabajados, las formas estremecedoras y espléndidas de
aquellos a quienes el Vicio y la Sangre y el Tedio convirtieron en monstruos o
en locos: Filippo, duque de Milán, que asesinó a su esposa y le pintó los labios
con un veneno escarlata para que su amante sorbiera la destrucción de la
criatura muerta que acariciaba; Pietro Barbi, el veneciano, conocido con el
nombre de Paulo II, quien, en su vanidad, quiso reclamar el título de
Fermosus, y cuya y tiara, valorada en doscientos mil florines, se compró al
precio de un pecado abominable; Gian Maria Visconti, que utilizaba sabuesos
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para cazar hombres, y cuyo cuerpo, al morir asesinado, cubrió de rosas una
hetaira que lo había amado; el Borgia sobre su corcel blanco, y el Fratricida
cabalgando a su lado, con el manto manchado por la sangre de Perotto; Pietro
Riario, el joven cardenal arzobispo de Florencia, hijo y favorito de Sixto IV, de
belleza sólo igualada por su libertinaje, que recibió a Leonor de Aragón en un
pabellón de seda blanca y carmesí, lleno de ninfas y de centauros, y que
recubrió a un jovencito de panes de oro para que hiciera las veces, con motivo
de la fiesta, de Ganímedes o de Hilas; Ezzelino, cuya melancolía sólo se
curaba con el espectáculo de la muerte y que sentía pasión por la sangre,
como otros hombres la tienen por el vino tinto; hijo del Maligno, se decía, que
había hecho trampas a su infernal padre cuando se jugaba el alma a los
dados; Giambattista Cibo, que, por burla, tomó el nombre de Inocente, y en
cuyas venas aletargadas un doctor judío inyectó la sangre de tres jóvenes;
Segismundo Malatesta, el amante de Isotta y señor de Rímini, cuya efigie fue
quemada en Roma como enemigo de Dios y de los hombres, que estranguló a
Polyssena con una servilleta, dio a Ginebra de este veneno en una copa de
esmeralda y, queriendo honrar una pasión vergonzosa, construyó una iglesia
pagana para el culto cristiano; Carlos VI, tan terriblemente enamorado de la
esposa de su hermano que un leproso le advirtió de la locura que se le
avecinaba y que, cuando su cerebro enfermó y empezó a desvariar, sólo era
posible calmarlo con naipes sarracenos, ilustrados con imágenes del Amor, de
la Muerte y de la Locura; y, con su elegante jubón, gorro enjoyado y rizos
como hojas de acanto, Grifonetto Baglioni, que dio muerte a Astorre junto con
su prometida, y Simonetto con su paje, cuyo atractivo era tal que, mientras
agonizaba, tendido en la plaza amarilla de Perusa, quienes lo habían odiado
se sintieron conmovidos hasta las lágrimas, y a quien Atalanta, que lo había
maldecido, lo bendijo.
Todos despertaban en Dorian una horrible fascinación. Los veía de noche y
le perturbaban durante el día. El Renacimiento conoció extrañas maneras de
envenenar: por medio de un casco y una antorcha encendida; de un guante
bordado y un abanico enjoyado; de una almohadilla perfumada y un collar de
ámbar. A Dorian Gray lo había envenenado un libro. En determinados
momentos veía el mal únicamente como un medio que le permitía poner por
obra su concepción de lo bello.
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Capítulo 12
Fue el nueve de noviembre, la víspera de su trigésimo octavo cumpleaños,
como Dorian recordaría después con frecuencia.
Regresaba de casa de lord Henry, donde había cenado, a eso de las once,
bien envuelto en un abrigo de piel, porque la noche era fría y neblinosa. En la
esquina de Grosvenor Square y South Audley Street, un individuo que
caminaba muy deprisa, alzado el cuello del abrigo, se cruzó con él entre la
niebla. En la mano llevaba un maletín. Dorian lo reconoció. Era Basil Hallward.
Una extraña sensación de miedo, inexplicable, lo dominó. No hizo gesto
alguno de reconocimiento y siguió caminando a buen paso en dirección a su
casa.
Pero Hallward lo había visto. Dorian le oyó primero detenerse y luego
apresurar el paso tras él. Al cabo de unos instantes sintió su mano en el brazo.
-¡Dorian! ¡Qué suerte la mía! Llevo desde las nueve esperándote en la
biblioteca de tu casa. Finalmente me he compadecido de tu criado, que
parecía muy cansado, y, mientras me acompañaba hasta la puerta, le he dicho
que se fuera a la cama. Salgo para París en el tren de medianoche, y tenía
mucho interés en verte antes. Me ha parecido que eras tú o, más bien, tu
abrigo de pieles, cuando te has cruzado conmigo. Pero no estaba seguro. ¿No
me has reconocido?
-¿Con esta niebla, mi querido Basil? ¡Soy incapaz de reconocer Grosvenor
Square! Creo que mi casa está por aquí cerca, pero tampoco estoy demasiado
seguro. Siento que te vayas, porque llevo siglos sin verte. Pero supongo que
volverás pronto.
-No; voy a estar ausente seis meses. Me propongo alquilar un estudio en
París, y encerrarme hasta que acabe un cuadro muy importante que tengo en
la cabeza. Pero no quiero hablarte de mí. Ya estamos delante de tu casa.
Permíteme entrar un momento. Tengo algo que decirte.
-Encantado. Pero, ¿no perderás el tren? -preguntó Dorian Gray
lánguidamente, mientras subía los escalones de la entrada y abría la puerta
con su llave.
La luz del farol más cercano se esforzaba por atravesar la niebla, y Hallward
consultó su reloj.
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-Tengo tiempo de sobra -respondió-. El tren no sale hasta las doce y cuarto y
sólo son las once. De hecho me dirigía al club, para ver si te encontraba allí,
cuando nos hemos cruzado. No tendré que esperar por el equipaje, porque ya
he facturado los baúles. Todo lo que llevo conmigo es este maletín, y no
tardaré más de veinte minutos en llegar a Victoria.
Dorian sonrió, mirándolo.
-¡Qué manera de viajar para un pintor célebre! ¡Un maletín y un abrigo
cualquiera! Entra, o la niebla se nos meterá en casa. Y hazme el favor de no
hablar sobre nada serio. Nada es serio en los tiempos que corren. Por lo
menos, no debería serlo.
Hallward movió la cabeza mientras entraba, y siguió a Dorian hasta la
biblioteca. En la gran chimenea ardía un alegre fuego de leña. Las lámparas
estaban encendidas y, encima de una mesita de marquetería, descansaba,
abierto, un armarito holandés de plata para licores, con algunos sifones y altos
vasos de cristal tallado.
-Como ves, tu criado no ha podido tratarme mejor. Me ha dado todo lo que
quería, incluidos tus mejores cigarrillos de boquilla dorada. Es una persona
muy hospitalaria. Me gusta mucho más que aquel francés que tenías antes.
Por cierto, ¿qué se ha hecho de él?
Dorian se encogió de hombros.
-Creo que se casó con la doncella de lady Radley, y la ha instalado en París
como modista inglesa. La anglomanie está ahora muy de moda allí, según me
dicen. Parece un poco tonto por parte de los franceses, ¿no crees? En realidad
no era en absoluto un mal criado. Nunca me gustó, pero no tengo motivos de
queja. A veces uno se imagina cosas muy absurdas. Me tenía cariño y, según
tengo entendido, sintió mucho marcharse. ¿Quieres otro coñac? ¿O prefieres
vino del Rin con agua de Seltz? Eso es lo que yo tomo siempre. Seguramente
habrá una botella en la habitación de al lado.
-Gracias, no quiero nada más -dijo el pintor, quitándose la gorra y el abrigo, y
arrojándolos sobre el maletín que había dejado en un rincón-. Y ahora, mi
querido Dorian, tenemos que hablar seriamente. No frunzas el ceño. Me lo
pones mucho más difícil.
-¿De qué se trata? -exclamó Dorian, sin esconder su irritación, dejándose
caer en el sofá-. Espero que no tenga nada que ver conmigo. Esta noche estoy
cansado de mí mismo. Me gustaría ser otra persona.
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-Se trata de ti -respondió Hallward con voz seria y resonante-, y no tengo
más remedio que decírtelo. Sólo necesito media hora.
Dorian suspiró y encendió un cigarrillo. -¡Media hora! -murmuró.
-No es demasiado lo que te pido, y hablo únicamente en interés tuyo. Creo
que es justo que sepas que en Londres se dicen de ti las cosas más
espantosas.
-No quiero saber nada de eso. Me encantan los escándalos acerca de otras
personas, pero las habladurías que me conciernen no me interesan. Carecen
del encanto de la novedad.
-Deben interesarte, Dorian. Todo caballero está interesado en su buen
nombre. No puedes querer que la gente hable de ti como de alguien vil y
depravado. Disfrutas, por supuesto, de tu posición, y de tu fortuna, y todo lo
que llevan consigo. Pero posición y fortuna no lo son todo. Yo no doy ningún
crédito a esos rumores. Al menos, no los creo cuando te veo. El pecado es
algo que los hombres llevan escrito en la cara. No se puede ocultar. La gente
habla a veces de vicios secretos. No existe tal cosa. Si un pobre desgraciado
tiene un vicio, lo denuncian las arrugas de la boca, la caída de los párpados,
incluso la forma de las manos. Alguien, no voy a decir su nombre, pero a quien
tú conoces, vino a mí el año pasado para que pintara su retrato. Nunca lo
había visto antes, ni tampoco había oído nada acerca de él por aquel
entonces, aunque después sí he sabido muchas cosas. Me ofreció una
cantidad exorbitante. Me negué a retratarlo. Había algo en la forma de sus
dedos que me pareció detestable. Ahora sé que la impresión que me produjo
no era equivocada. Su vida es un horror. Pero tú, Dorian, con ese rostro tuyo,
inocente, luminoso, con esa maravillosa juventud tuya que permanece siempre
igual, ¿cómo voy a creer nada malo de ti? Y sin embargo te veo muy pocas
veces, nunca vienes al estudio, y cuando estoy lejos de ti y oigo todas esas
cosas odiosas que la gente susurra, no sé qué decir. ¿Por qué, Dorian, una
persona como el duque de Berwick abandona el salón de un club cuando tú
entras en él? ¿Por qué hay en Londres tantos caballeros que no van a tu casa
ni te invitan a la suya? Eras muy amigo de lord Staveley. Coincidí con él en
una cena la semana pasada. Tu nombre salió en la conversación, con motivo
de las miniaturas que has prestado para la exposición en la galería Dudley.
Staveley hizo un gesto de desagrado, y dijo que quizá tuvieras unos gustos
muy artísticos, pero que no debía permitirse que conocieras a ninguna joven
pura; y que ninguna mujer casta debía sentarse contigo en la misma
habitación. Le recordé que yo era amigo tuyo y le pedí que explicara lo que
quería decir. Lo hizo. Lo hizo delante de todo el mundo. ¡Fue horrible! ¿Por
qué tu amistad es tan desastrosa para los jóvenes? Está el caso de ese
desgraciado muchacho de la Guardia que se suicidó. Eras su amigo íntimo.
Pienso en sir Henry Ashton, que tuvo que abandonar Inglaterra, su reputación
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El Retrato de Dorian Gray
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manchada para siempre. Erais inseparables. ¿Y qué decir de Adrian Singleton,
que terminó de una manera tan terrible? ¿Y el hijo único de lord Kent y su
carrera? Ayer me tropecé con su padre en St. James Street. Parecía deshecho
por la vergüenza y la pena. ¿Y el joven duque de Perth? ¿Qué vida lleva en la
actualidad? ¿Qué caballero querrá que se le vea con él?
-Ya basta, Basil. Estás hablando de cosas de las que nada sabes -dijo Dorian
Gray mordiéndose los labios y con un tono de infinito desprecio en la voz-. Me
preguntas porqué Berwick se marcha de una habitación cuando yo entro. Se
debe a todo lo que yo sé acerca de su vida, no a lo que él sabe acerca de la
mía. Con la sangre que lleva en las venas, ¿cómo podría ser una persona sin
mancha? Me preguntas por Henry Ashton y el joven Perth. ¿Acaso soy yo
quien les ha enseñado sus vicios a uno y al otro su libertinaje? Si el tonto del
hijo de Kent va a buscar a su mujer en el arroyo, ¿qué tiene eso que ver
conmigo? Si Adrian Singleton reconoce una deuda firmando el pagaré con el
nombre de uno de sus amigos, ¿acaso soy yo su guardián? Sé muy bien hasta
qué punto les gusta hablar a los ingleses. Las clases medias airean sus
prejuicios morales en sus vulgares comedores, y murmuran sobre lo que ellos
llaman la depravación de las clases superiores con el objeto de hacer creer
que pertenecen a la buena sociedad y son íntimos de las personas a las que
calumnian. En este país basta que un hombre sea distinguido e inteligente
para que todas las lenguas vulgares se desaten contra él. Dime tú, ¿qué vida
llevan todas esas personas que presumen de ser los guardianes de la
moralidad? Mi querido amigo, olvidas que vivimos en el país de la hipocresía.
-Dorian -exclamó Hallward-, no es ése el problema. Inglaterra no está libre de
pecado, lo sé, y la sociedad inglesa tiene mucho de qué arrepentirse. Ésa es
precisamente la razón de que a ti te quiera yo intachable. Pero no lo has sido.
Se puede juzgar a una persona por el efecto que tiene sobre sus amigos. Los
tuyos parecen perder por completo el sentimiento del honor, de la bondad, de
la pureza. Lo único que les transmites es una sed desenfrenada de placer, y
no, se detienen hasta llegar al fondo del abismo. Pero eres tú quien los ha
llevado hasta allí. Sí, has sido tú, y sin embargo aún eres capaz de sonreír,
como lo estás haciendo ahora. Pero todavía hay más. Sé que Harry y tú sois
inseparables. Por esa misma razón, si no por otra, no deberías haber permitido
que su hermana se convirtiera en la comidilla de toda la ciudad.
-Cuidado, Basil. Estás yendo demasiado lejos.
-He de hablar y tú tienes que escucharme. Cuando conociste a lady
Gwendolen no la había rozado aún ni la más leve sombra de escándalo. ¿Pero
hay una sola mujer decente en Londres que esté ahora dispuesta a pasear en
coche con ella por el parque? ¡Ni siquiera a sus hijos se les permite vivir con
ella! Y luego hay otros rumores..., rumores según los cuales se te ha visto salir
sigilosamente al amanecer de casas espantosas e introducirte disfrazado en
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las madrigueras más infames de Londres. ¿Son ciertos esos rumores?
¿Pueden ser verdad? Cuando los oí por vez primera me eché a reír. Ahora,
cuando los oigo, hacen que me estremezca. ¿Qué decir de tu casa en el
campo y de la vida que allí se hace? No sabes lo que se cuenta de ti, Dorian.
No te voy a decir que no quiero sermonearte. Recuerdo cómo Harry afirmó en
una ocasión que todo hombre que, en un momento determinado, decide
desempeñar el papel de sacerdote, empieza diciendo eso, y acto seguido
procede a faltar a su palabra. Quiero sermonearte. Deseo que tu vida haga
que el mundo te respete. Que tengas un nombre sin tacha y una reputación
por encima de toda sospecha. Que te libres de esas terribles personas con las
que te tratas. No te encojas de hombros una vez más. No te muestres tan
indiferente. Es mucha la influencia que tienes. Que sea para el bien, no para el
mal. Dicen que corrompes a todas las personas con las que intimas, y que
cuando entras en una casa, llega, pisándote los talones, la vergüenza de una u
otra especie. No sé si es cierto o no. ¿Cómo podría saberlo? Pero eso es lo
que dicen de ti. Me han contado cosas que parece imposible poner en duda.
Lord Gloucester era uno de mis mejores amigos en Oxford. Me mostró una
carta que le escribió su esposa cuando moría, sola, en su villa de Mentone. Tu
nombre aparecía en ella, mezclado con la más terrible confesión que he leído
nunca. A él le dije que era absurdo; que te conocía perfectamente, y que eras
incapaz de nada parecido. ¿Te conozco? Me pregunto si es verdad que te
conozco. Antes de contestar tendría que ver tu alma.
-¡Ver mi alma! -murmuró Dorian Gray, alzándose del sofá y palideciendo de
miedo.
-Sí -respondió Hallward con mucha seriedad y un tono profundamente
pesaroso-; ver tu alma. Pero eso sólo lo puede hacer Dios.
Una amarga risotada de burla salió de los labios de su interlocutor.
-¡Vas a tener ocasión de verla esta misma noche! -exclamó, tomando una
lámpara de la mesa-. Ven: es obra tuya. ¿Por qué tendría que ocultártela?
Después se lo podrás contar al mundo, si así lo decides. Nadie te creerá. Si de
verdad te creyeran, aún me tendrían en mayor aprecio. Conozco la época en
que vivimos mejor que tú, aunque perores sobre ella tan tediosamente como lo
haces. Ven, te digo. Ya has hablado bastante de corrupción. Ahora vas a tener
ocasión de verla cara a cara.
La locura del orgullo estaba presente en cada palabra. Dorian Gray golpeó el
suelo con el pie con insolencia de niño. La idea de que alguien compartiera su
secreto le producía una espantosa alegría, y más aún que el hombre que
había pintado el retrato que era el origen de toda su vergüenza cargara para el
resto de su vida con el horrible recuerdo de lo que había hecho.
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-Sí -continuó, acercándosele más, y mirando sin pestañear los ojos severos
de su amigo-. Voy a mostrarte mi alma. Voy a mostrarte esa cosa que, según
imaginas, sólo Dios puede ver.
Hallward retrocedió instintivamente.
-¡Eso es una blasfemia, Dorian! -exclamó-. No debes decir esas cosas. Son
horribles, y no significan nada. -¿Es eso lo que crees? -le replicó Dorian Gray,
riendo de nuevo.
-Lo sé. En cuanto a lo que te he dicho esta noche, lo he hecho por tu bien.
Sabes que he sido siempre un amigo fiel.
-No me toques. Termina lo que tengas que decir.
El dolor crispó por un instante las facciones del pintor. Quedó mudo, invadido
por un sentimiento de compasión infinita. Después de todo, ¿qué derecho
tenía él a inmiscuirse en la vida de Dorian? Aunque no hubiera hecho más que
una décima parte de lo que de él se contaba, ¡cuánto tenía que haber sufrido!
Pero enseguida se irguió, dirigiéndose hacia la chimenea, y allí se quedó,
contemplando los leños, que ardían con cenizas semejantes a la escarcha y
corazones palpitantes hechos de llamas.
-Estoy esperando, Basil -dijo el joven, con voz clara y dura.
El pintor se volvió.
-Lo que tengo que decir es esto -exclamó-. Has de darme alguna respuesta a
las terribles acusaciones que se hacen contra ti. Si me dices que son
absolutamente falsas de principio a fin, te creeré. ¡Niégalas, Dorian, hazme el
favor de negarlas! ¿No ves lo mucho que estoy sufriendo? ¡Dios del cielo! No
me digas que eres un malvado, un corrupto, un infame.
Dorian Gray sonrió. Un gesto de desprecio le curvó los labios.
-Sube conmigo, Basil -dijo con calma-. Llevo un diario de mi vida que no sale
nunca de la habitación donde se escribe. Te lo enseñaré si me acompañas.
-Subiré contigo, Dorian, si así lo deseas. Veo que ya he perdido el tren. Da lo
mismo. Saldré mañana. Pero no me pidas que lea nada esta noche. Todo lo
que quiero es una respuesta directa a mi pregunta.
-Te será dada en el último piso. No te la puedo dar aquí. No será necesario
que leas mucho rato.
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Capítulo 13
Dorian salió de la habitación y empezó a subir, seguido muy de cerca por
Basil Hallward. Caminaban sin hacer ruido, como se hace instintivamente de
noche. La lámpara arrojaba sombras fantásticas sobre la pared y la escalera.
El viento, que empezaba a levantarse, hacía tabletear algunas ventanas.
Cuando alcanzaron el descansillo del ático, Dorian dejó la lámpara en el
suelo y, sacando la llave, la introdujo en la cerradura.
-¿De verdad quieres saberlo, Basil? -le preguntó en voz baja.
-Sí.
-No te imaginas cuánto me alegro -respondió, sonriendo. Luego añadió, con
cierta violencia-: eres la única persona en el mundo que tiene derecho a
saberlo todo de mí. Estás más estrechamente ligado a mi vida de lo que crees
-luego, recogiendo la lámpara, abrió la puerta y entró en la antigua sala de
juegos. Una corriente de aire frío los asaltó, y la lámpara emitió por unos
instantes una llama de turbio color naranja. Dorian Gray se estremeció-. Cierra
la puerta -le susurró a Basil, mientras colocaba la lámpara sobre la mesa.
Hallward miró a su alrededor, desconcertado. Se diría que aquella habitación
llevaba años sin usarse. Un descolorido tapiz flamenco, un cuadro detrás de
una cortina, un antiguo cassone italiano, y una librería casi vacía era todo lo
que parecía encerrar, además de una silla y una mesa. Mientras Dorian Gray
encendía una vela medio consumida que descansaba sobre la repisa de la
chimenea, Basil advirtió que todo estaba cubierto de polvo y que la alfombra
tenía muchos agujeros. Un ratón corrió a esconderse tras el revestimiento de
madera. La habitación entera olía a moho y a humedad.
-De manera que, según tú, sólo Dios ve el alma, ¿no es eso? Descorre la
cortina y verás la mía.
La voz que hablaba era fría y cruel.
-Estás loco, Dorian, o representas un papel -murmuró Hallward, frunciendo el
ceño.
-¿No te atreves? En ese caso lo haré yo -dijo el joven, arrancando la cortina
de la barra que la sostenía y arrojándola al suelo.
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De los labios del pintor escapó una exclamación de horror al ver, en la
penumbra, el espantoso rostro que le sonreía desde el lienzo. Había algo en
su expresión que le produjo de inmediato repugnancia y aborrecimiento. ¡Dios
del cielo! ¡Era el rostro de Dorian Gray lo que estaba viendo! La misteriosa
abominación aún no había destruido por completo su extraordinaria belleza.
Quedaban restos de oro en los cabellos que clareaban y una sombra de color
en la boca sensual. Los ojos hinchados conservaban algo de la pureza de su
azul, las nobles curvas no habían desaparecido por completo de la cincelada
nariz ni del cuello bien modelado. Sí, se trataba de Dorian. Pero, ¿quién lo
había hecho? Le pareció reconocer sus propias pinceladas y, en cuanto al
marco, también el diseño era suyo. La idea era monstruosa, pero, de todos
modos, sintió miedo. Apoderándose de la vela encendida, se acercó al cuadro.
Abajo, a la izquierda, halló su nombre, trazado con largas letras de brillante
bermellón.
Se trataba de una parodia repugnante, de una infame e innoble caricatura.
Aquel lienzo no era obra suya. Y, sin embargo, era su retrato. No cabía la
menor duda, y sintió como si, en un momento, la sangre que le corría por las
venas hubiera pasado del fuego al hielo inerte. ¡Su cuadro! ¿Qué significaba
aquello? ¿Por qué había cambiado? Volviéndose, miró a Dorian Gray con ojos
de enfermo. La boca se le contrajo y la lengua, completamente seca, fue
incapaz de articular el menor sonido. Se pasó la mano por la frente,
recogiendo un sudor pegajoso.
Su joven amigo, apoyado contra la repisa de la chimenea, lo contemplaba
con la extraña expresión que se descubre en quienes contemplan absortos
una representación teatral cuando actúa algún gran intérprete. No era ni de
verdadero dolor ni de verdadera alegría. Se trataba simplemente de la pasión
del espectador, quizá con un pasajero resplandor de triunfo en los ojos. Dorian
Gray se había quitado la flor que llevaba en el ojal, y la estaba oliendo o fingía
olerla.
-¿Qué significa esto? -exclamó Hallward, finalmente. Su propia voz le resultó
discordante y extraña.
-Hace años, cuando no era más que un adolescente -dijo Dorian Gray,
aplastando la flor con la mano-, me conociste, me halagaste la vanidad y me
enseñaste a sentirme orgulloso de mi belleza. Un día me presentaste a uno de
tus amigos, que me explicó la maravilla de la juventud, mientras tú terminabas
el retrato que me reveló el milagro de la belleza. En un momento de locura del
que, incluso ahora, ignoro aún si lamento o no, formulé un deseo, aunque
quizá tú lo llamaras una plegaria...
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-¡Lo recuerdo! ¡Sí, lo recuerdo perfectamente! ¡No! Eso es imposible. Esta
habitación está llena de humedad. El moho ha atacado el lienzo. Los colores
que utilicé contenían algún desafortunado veneno mineral. Te aseguro que es
imposible.
-¿Qué es imposible? -murmuró Dorian, acercándose al balcón y apoyando la
frente contra el frío cristal empañado por la niebla.
-Me dijiste que lo habías destruido.
-Estaba equivocado. El retrato me ha destruido a mí.
-No creo que sea mi cuadro.
-¿No descubres en él a tu ideal? -preguntó Dorian con amargura.
-Mi ideal, como tú lo llamas...
-Como tú lo llamaste.
-No había maldad en él, no tenía nada de qué avergonzarse. Fuiste para mí
el ideal que nunca volveré a encontrar. Y ése es el rostro de un sátiro.
-Es el rostro de mi alma.
-¡Cielo santo! ¡Qué criatura elegí para adorar! Tiene los ojos de un demonio.
-Todos llevamos dentro el cielo y el infierno, Basil -exclamó Dorian con un
desmedido gesto de desesperación. Hallward se volvió de nuevo hacia el
retrato y lo contempló fijamente.
-¡Dios mío! Si es cierto -exclamó-, y esto es lo que has hecho con tu vida,
¡eres todavía peor de lo que imaginan quienes te atacan! -acercó de nuevo la
vela al lienzo para examinarlo. La superficie parecía seguir exactamente como
él la dejara. La corrupción y el horror surgían, al parecer, de las entrañas del
cuadro. La vida interior del retratado se manifestaba misteriosamente, y la
lepra del pecado devoraba lentamente el cuadro. La descomposición de un
cadáver en un sepulcro lleno de humedades no sería un espectáculo tan
espantoso.
Le tembló la mano; la vela cayó de la palmatoria al suelo y empezó a
chisporrotear. Hallward la apagó con el pie. Luego se dejó caer en la
desvencijada silla cercana a la mesa y escondió el rostro entre las manos.
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-¡Cielo santo, Dorian, qué lección! ¡Qué terrible lección! -no recibió respuesta,
pero oía sollozara su amigo junto a la ventana-. Reza, Dorian, reza -murmuró-.
¿Qué era lo que nos enseñaban a decir cuando éramos niños? «No nos dejes
caer en la tentación. Perdona nuestros pecados. Borra nuestras iniquidades.»
Vamos a repetirlo juntos. La plegaria de tu orgullo encontró respuesta. La
plegaria de tu arrepentimiento también será escuchada. Te admiré en exceso.
Ambos hemos sido castigados.
Dorian Gray se volvió lentamente, mirándolo con ojos enturbiados por las
lágrimas.
-Es demasiado tarde -balbució.
-Nunca es demasiado tarde. Arrodillémonos y tratemos juntos de recordar
una oración. ¿No hay un versículo que dice: «Aunque vuestros pecados
fuesen como la grana, quedarían blancos como la nieve»?
-Esas palabras ya nada significan para mí.
-¡Calla! No digas eso. Ya has hecho suficientes maldades en tu vida. ¡Dios
bendito! ¿No ves cómo esa odiosa criatura se ríe de nosotros?
Dorian Gray lanzó una ojeada al cuadro y, de repente, un odio incontrolable
hacia Basil Hallward se apoderó de él, como si se lo hubiera sugerido la
imagen del lienzo, como si se lo hubieran susurrado al oído aquellos labios
burlones. Las pasiones salvajes de un animal acorralado se encendieron en su
interior, y odió al hombre que estaba sentado a la mesa más de lo que había
odiado a nada ni a nadie en toda su vida. Lanzó a su alrededor miradas
extraviadas. Algo brillaba en lo alto de la cómoda pintada que tenía enfrente.
Sus ojos se detuvieron sobre aquel objeto. Sabía de qué se trataba. Era un
cuchillo que había traído unos días antes para cortar un trozo de cuerda y
luego había olvidado llevarse. Se movió lentamente en su dirección, pasando
junto a Hallward. Cuando estuvo tras él, lo empuñó y se dio la vuelta. Hallward
se movió en la silla, como disponiéndose a levantarse. Arrojándose sobre él, le
hundió el cuchillo en la gran vena que se halla detrás del oído, golpeándole la
cabeza contra la mesa, y apuñalándolo después repetidas veces.
Sólo se oyó un gemido sofocado, y el horrible ruido de alguien a quien ahoga
su propia sangre. Tres veces los brazos extendidos se alzaron, convulsos,
agitando en el aire grotescas manos de dedos rígidos. Dorian Gray aún clavó
el cuchillo dos veces más, pero Basil no se movió. Algo empezó a gotear sobre
el suelo. Dorian Gray esperó un momento, apretando todavía la cabeza contra
la mesa. Luego soltó el arma y escuchó.
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Sólo se oía el golpear de las gotas de sangre que caían sobre la raída
alfombra. Abrió la puerta y salió al descansillo. La casa estaba en absoluto
silencio. Nadie se había levantado. Durante unos segundos permaneció
inclinado sobre la barandilla, intentando penetrar con la mirada el negro pozo
de atormentada oscuridad. Luego se sacó la llave del bolsillo y regresó a la
habitación del retrato, encerrándose dentro.
El cuerpo seguía sentado en la silla, tumbado en parte sobre la mesa, la
cabeza inclinada, la espalda doblada y los brazo caídos, extrañamente largos.
De no ser por el irregular desgarrón rojo en el cuello, y el charco oscuro casi
coagulado que se ensanchaba lentamente sobre la mesa, se podría haber
pensado que la figura recostada no hacía otra cosa que dormir.
¡Qué deprisa había sucedido todo! Sintió una extraña tranquilidad y,
acercándose al balcón, lo abrió para salir al exterior. El viento se había llevado
la niebla, y el cielo era como la rueda de un monstruoso pavo real, tachonado
de innumerables ojos dorados. Al mirar hacia la calle vio al policía del barrio
haciendo su ronda y dirigiendo el largo rayo de su linterna sorda hacia puertas
de casas silenciosas. La mancha carmesí de un coche de punto brilló en la
esquina para desaparecer un instante después. Una mujer con un chal agitado
por el viento avanzaba despacio, con paso inseguro, apoyándose en las rejas
de los jardines. De cuando en cuando se detenía y volvía la vista atrás. En una
ocasión empezó a cantar con voz ronca. El policía se le acercó y le dijo algo.
La mujer se alejó a trompicones, riendo. Una ráfaga de viento muy frío azotó la
plaza. Las luces de gas parpadearon, azuleando, y los árboles desnudos
agitaron sus negras ramas de hierro. Dorian Gray se estremeció y regresó a la
habitación, cerrando el balcón.
Al llegar a la puerta hizo girar la llave y la abrió. Ni siquiera se volvió para
lanzar una ojeada al cadáver. Comprendía que el secreto del éxito consistía en
no darse cuenta de lo sucedido. El amigo que había pintado el retrato fatal,
causante de todos sus sufrimientos, había desaparecido de su vida. Eso era
suficiente.
Fue entonces cuando se acordó de la lámpara. Era un ejemplo más bien
curioso de artesanía musulmana, labrada en plata mate con incrustaciones de
arabescos de acero bruñido, tachonada de turquesas sin pulimentar. Quizás su
criado la echara de menos e hiciera preguntas. Vaciló un momento, pero
acabó entrando de nuevo y recuperándola. Esta vez no pudo por menos que
ver el cadáver. ¡Qué inmóvil estaba! ¡Qué horriblemente blancas y largas
parecían las manos! Era como una espantosa figura de cera.
Después de cerrar nuevamente la puerta con llave, Dorian Gray bajó en
silencio la escalera. Los crujidos de algunos escalones le parecieron ayes de
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dolor. Se detuvo varias veces y esperó. No: todo estaba en silencio. Era tan
sólo el ruido de sus pasos.
Al llegar a la biblioteca, vio en un rincón el abrigo, la gorra y el maletín. Había
que esconderlos en algún sitio. Abrió un ropero secreto, oculto en el
revestimiento de madera, donde ocultaba sus curiosos disfraces, y los dejó allí.
Podría quemarlos sin problemas más adelante. Luego sacó el reloj. Eran las
dos menos veinte.
Se sentó y empezó a pensar. Todos los años -todos los meses casi- se
ahorcaba a alguien en Inglaterra por un crimen similar al que acababa de
cometer. Se diría que había surgido en el aire una locura asesina. Alguna roja
estrella se había acercado demasiado a la Tierra... Si bien, ¿qué pruebas
había en contra suya? Basil Hallward abandonó la casa a las once. Nadie lo
había visto entrar de nuevo. La mayoría de los criados estaban en Selby
Royal. Su ayuda de cámara se había acostado... ¡París! Sí. Basil se había
marchado a París en el tren de medianoche, tal como se proponía hacer.
Habida cuenta de la curiosa reserva que lo caracterizaba, pasarían meses
antes de que surgieran las primeras sospechas. ¡Meses! Todo podía estar
destruido mucho antes.
Una idea se le pasó de repente por la cabeza. Se puso el abrigo de piel y el
sombrero y salió al vestíbulo. Luego se detuvo, al oír en la acera los pasos
lentos y pesados del policía y ver en la ventana el reflejo de la linterna sorda.
Esperó, conteniendo la respiración.
Al cabo de unos momentos descorrió el cerrojo y salió sigilosamente,
cerrando después la puerta con gran suavidad. Luego empezó a tocar la
campanilla de la entrada. Unos cinco minutos después apareció su ayuda de
cámara, vestido a medias y con aire somnoliento.
-Siento haber tenido que despertarle, Francis -dijo Dorian Gray, entrando en
la casa-, pero me olvidé de las llaves. ¿Qué hora es?
-Las dos y diez -respondió el criado, mirando el reloj y parpadeando.
-¿Las dos y diez? ¡Horriblemente tarde! Despiérteme mañana a las nueve.
Tengo que hacer un trabajo urgente.
-Sí, señor.
-¿Ha venido alguna visita esta tarde?
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-El señor Hallward. Estuvo aquí hasta las once, y luego se marchó para
tomar el tren.
-¡Ah! Siento no haberlo visto. ¿Dejó algún mensaje? -No, señor, excepto que
le escribiría desde París, si no lo encontraba en el club.
-Nada más, Francis. No se olvide de llamarme mañana a las nueve.
-Sí, señor.
El criado se alejó por el corredor, arrastrando ligeramente las zapatillas.
Dorian Gray arrojó sombrero y abrigo sobre la mesa y entró en la biblioteca.
Durante un cuarto de hora estuvo paseando, mordiéndose los labios y
pensando. Luego tomó un anuario de una de las estanterías y empezó a pasar
páginas. «Alan Campbell, 152 Hertford Street, Mayfair». Sí; era el hombre que
necesitaba.
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Capítulo 14
A las nueve de la mañana del día siguiente, el criado entró con una taza de
chocolate en una bandeja y abrió las contraventanas. Dorian dormía
apaciblemente, tumbado sobre el lado derecho, con una mano bajo la mejilla.
Parecía un adolescente agotado por el juego o el estudio.
El ayuda de cámara tuvo que tocarle dos veces en el hombro para
despertarlo, y mientras abría los ojos la sombra de una sonrisa cruzó por sus
labios, como si hubiera estado perdido en algún sueño placentero. En realidad
no había soñado en absoluto. Ninguna imagen, ni agradable ni dolorosa, había
turbado su descanso. Pero la juventud sonríe sin motivo. Es uno de sus
mayores encantos.
Volviéndose, Dorian Gray empezó a tomar a sorbos el chocolate,
apoyándose en el codo. El dulce sol de noviembre entraba a raudales en el
cuarto. El cielo resplandecía y había en el aire una tibieza reconfortante. Era
casi como una mañana de mayo.
Poco a poco, los acontecimientos de la noche anterior penetraron en su
cerebro, avanzando a pasos furtivos con los pies manchados de sangre, hasta
recobrar su forma con terrible claridad. En su rostro apareció una mueca de
dolor al recordar todo lo que había sufrido y, por un momento, volvió a
apoderarse de él, llenándolo de una cólera glacial, el extraño sentimiento de
odio que le había obligado a matar a Basil Hallward. El muerto seguía sin duda
sentado en la silla, iluminado ahora por el sol. ¡Qué horrible imagen! Cosas tan
espantosas como aquélla eran para la oscuridad de la noche, no para la luz del
día.
Sintió que si meditaba sobre lo que le había sucedido se exponía a enfermar
o a volverse loco. Había pecados cuya fascinación residía más en la memoria
que en su misma realización; extraños triunfos más gratificantes para el orgullo
que para las pasiones, y que daban a la inteligencia un sentimiento de alegría
más vivo, superior al gozo que procuran o podrían jamás procurar a los
sentidos. Pero este último no pertenecía a esa categoría. Se trataba de algo
que era necesario expulsar de la mente, adormecerlo con opio, estrangularlo
antes de que pudiera estrangularlo a uno.
Cuando el reloj dio la media, Dorian Gray se pasó la mano por la frente, se
levantó con decisión, y se vistió con más cuidado incluso del habitual,
prestando gran atención a la elección de la corbata y del alfiler, y cambiando
más de una vez de sortijas. También dedicó mucho tiempo al desayuno,
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probando los diferentes platos, hablando con su ayuda de cámara sobre las
nuevas libreas que estaba pensando encargar para los criados de Selby, y
revisando la correspondencia. Algunas de las cartas le hicieron sonreír. Tres le
aburrieron. Una la leyó varias veces y luego la rasgó con un ligero gesto de
irritación en el rostro. «¡Qué calamidad, los recuerdos de una mujer!», como
lord Henry había dicho en una ocasión.
Después de beber la taza de café solo, se limpió lentamente los labios con la
servilleta, hizo un gesto a su cría-do para que esperase y, dirigiéndose hacia
su escritorio, se sentó y redactó dos cartas. Guardó una en el bolsillo y tendió
la otra al criado.
-Llévela al 152 de Hertford Street, Francis, y si el señor Campbell ha salido
de Londres, pida que le den su dirección.
Cuando se quedó solo encendió un cigarrillo y empezó a hacer dibujos en un
trozo de papel: primero flores, luego detalles arquitectónicos y, finalmente,
rostros. De repente advirtió que todas las caras que dibujaba parecían tener un
extraño parecido con Basil Hallward. Frunció el ceño y, poniéndose en pie, se
acercó a una estantería y tomó un volumen al azar. Estaba decidido a no
pensar en lo que había sucedido hasta que fuese absolutamente necesario
hacerlo.
Después de tumbarse en el sofá miró el título del libro. Se trataba de Émaux
et Camées, la edición de Charpentier en papel japón, con un grabado de
Jacquemart. La encuadernación era de cuero verde limón, con un enrejado en
oro, salpicado de granadas. Se lo había regalado Adrian Singleton. Al pasar
las páginas, sus ojos se detuvieron en un poema sobre la mano de Lacenaire,
la helada mano amarillenta «du supplice encore mal lavée», con su vello rojo y
sus «doigts de faune». Dorian Gray se miró los dedos, blancos como la cera,
tuvo un estremecimiento a su pesar, y siguió adelante, hasta que llegó a las
espléndidas estrofas dedicadas a Venecia:
Sur une gamme chromatique,
Le sein de perles ruisselant,
La Vénus de l'Adriatique
Sort de feau son corps rose et blanc.
Les dómes, sur I'azur des ondes
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Suivant la phrase au pur contour,
S'enflentcomme des gorges rondes
Que souléve un soupir d'amour.
L'esquif aborde et me dépose
Jetantson amarre au pilfer,
Devant une fa~ade rose,
Sur le marbre d'un escalier.
¡Qué versos exquisitos! Al leerlos se tenía la impresión de estar flotando por
los verdes canales de la ciudad de color rosa y gris perla, sentado en una
góndola negra con la proa de plata y unos cendales arrastrados por la brisa.
Los versos mismos le parecían las rectas estelas azul turquesa que siguen al
visitante cuando navega hacia el Lido. Los repentinos estallidos de color le
recordaban los destellos de las palomas -la garganta de color ópalo e iris- que
revolotean en torno al esbelto campanile acolmenado, o que pasean, con
tranquila elegancia, entre los polvorientos arcos en penumbra. Recostándose,
con los ojos semicerrados, Dorian repitió una y otra vez los versos:
«Devant une fa~ade rose,
Sur le marbre d'un escalier».
Toda Venecia estaba contenida allí. Recordó el otoño que había pasado en
la ciudad, y el maravilloso amor que le empujó a desenfrenadas y deliciosas
locuras. Había poesía por doquier. Porque Venecia, como Oxford, conservaba
el adecuado ambiente poético y, para el verdadero romántico, el ambiente lo
era todo, o casi todo. Basil pasó con él algún tiempo durante aquella estancia,
y se había entusiasmado con Tintoreto. ¡Pobre Basil! ¡Qué muerte tan horrible
la suya!
Dorian Gray suspiró, abrió de nuevo el libro de Gautier, y se esforzó por
olvidar. Leyó los versos dedicados al pequeño café de Esmirna donde los
hayis pasan sus cuentas de ámbar, y los mercaderes enturbantados fuman sus
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largas pipas adornadas con borlas, al tiempo que conversan sobre temas
profundos mientras las golondrinas entran y salen haciendo rápidos quiebros;
leyó sobre el obelisco de la Place de la Concorde que llora lágrimas de granito
en su solitario exilio sin sol y anhela volver al ardiente Nilo cubierto de flores de
loto, donde hay esfinges e ibis rosados y buitres blancos de garras doradas y
cocodrilos con ojillos de berilo que se arrastran por el humeante cieno verde; y
empezó a soñar con las estrofas que, extrayendo música del mármol
manchado de besos, hablan de la curiosa estatua que Gautier compara con
una voz de contralto, el «monstre charmant» tumbado en el Louvre en la sala
de los pórfidos. Pero al cabo de algún tiempo el libro se le cayó de las manos.
Le fue dominando el nerviosismo, que culminó con un tremendo ataque de
terror. ¿Qué sucedería si Alan Campbell no estaba en Inglaterra? Tendrían
que pasar días y días antes de que regresara. Quizás se negara a volver.
¿Qué hacer entonces? Cada minuto contaba; era de importancia vital. Habían
sido grandes amigos en otro tiempo, cinco años atrás; casi inseparables, a
decir verdad. Luego su intimidad terminó bruscamente. Cuando se
encontraban en público, era Dorian Gray quien sonreía, nunca Alan Campbell.
Se trataba de un joven extraordinariamente inteligente, aunque sin verdadero
aprecio por las artes plásticas y que, si en algo había llegado a captar la
belleza de la poesía, se lo debía por completo a Dorian. Su pasión intelectual
dominante era la ciencia. En Cambridge pasaba gran parte del tiempo
trabajando en el laboratorio, y había obtenido una buena calificación en el
examen final de ciencias naturales. De hecho, aún seguía dedicado al estudio
de la química, y tenía laboratorio propio, donde solía encerrarse el día entero,
lo que irritaba mucho a su madre, que tendía a confundir a los químicos con
los boticarios, y a quien ilusionaba sobre todo que consiguiese un escaño en el
Parlamento. Campbell era, por otra parte, un músico excelente, y tocaba el
violín y el piano mejor que la mayoría de los aficionados. La música había sido,
de hecho, el lazo de unión entre Dorian Gray y él: la música y la indefinible
capacidad de atracción que Dorian podía utilizar a voluntad y que de hecho
utilizaba con frecuencia sin. ser consciente de ello. Se habían conocido en
casa de lady Berkshire la noche en que tocó allí Rubinstein, y después se los
veía con frecuencia juntos en la ópera y dondequiera que se interpretara
buena música. Su intimidad había durado dieciocho meses. Campbell estaba
siempre en Selby Royal o en Grosvenor Square. Para él, como para muchos
otros, Dorian Gray representaba el modelo de todo lo que la vida tiene de
maravilloso y fascinante.
Nadie sabía si habían llegado a pelearse. Pero, de repente, otras personas
se dieron cuenta de que apenas hablaban cuando se veían, y de que Campbell
se marchaba pronto de las fiestas a las que asistía Dorian Gray. Había
cambiado, por otra parte: se mostraba extrañamente melancólico a veces, casi
parecía que la música le desagradase, y no tocaba nunca, dando como
excusa, cuando se le pedía que interpretase algo, estar tan absorto en la
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ciencia que le faltaba tiempo para practicar. Y era sin duda cierto. Cada día
que pasaba daba la impresión de estar más interesado por la biología, y su
nombre había aparecido una o dos veces en algunas dulas revistas científicas,
en relación con ciertos curiosos experimentos.
Tal era el hombre que Dorian Gray esperaba. Su mirada se volvía hacia el
reloj a cada momento. A medida que pasaban los minutos aumentaba su
agitación. Finalmente se levantó y empezó a pasear por la estancia, con el
aspecto de un bello animal enjaulado. Caminaba a grandes zancadas que
tenían algo de furtivo. Y las manos se le habían quedado extrañamente frías.
La incertidumbre se hizo insoportable. Tuvo la impresión de que el tiempo se
arrastraba con pies de plomo, mientras él, empujado por monstruosos
huracanes, avanzaba hacia el borde dentado de un negro precipicio. Dorian
sabía lo que le esperaba allí abajo; lo veía, incluso, y, estremecido, se aplastó
con manos húmedas los párpados ardientes como si quisiera robarle la vista al
cerebro mismo, empujando los globos de los ojos hasta el fondo de las órbitas.
Pero era inútil. El cerebro disponía de su propio alimento, en el que se cebaba,
y la imaginación, lanzada a grotescos excesos por el terror, se retorcía y
deformaba como un ser vivo a causa del dolor, bailaba como una horrible
marioneta sobre un escenario, y hacía muecas detrás de máscaras animadas.
Luego, de repente, el Tiempo se detuvo para él. Sí; aquella dimensión ciega,
de lentísima respiración, dejó de arrastrarse, y horribles pensamientos, puesto
que el Tiempo había muerto, emprendieron una veloz carrera y desenterraron
el espantoso futuro de su tumba para mostrárselo. Dorian lo contempló
fijamente. Y el horror que sintió lo dejó petrificado.
Finalmente la puerta se abrió, dando paso al ayuda de cámara. Dorian Gray
lo miró con ojos vidriosos.
-El señor Campbell -anunció.
Un suspiro de alivio escapó entonces de los labios resecos de Dorian Gray el
color regresó a sus mejillas.
-Hágalo pasar ahora mismo, Francis -sintió que volvía a ser el de siempre.
Había superado el momento de cobardía.
El criado hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Instantes después entró
Alan Campbell, con aspecto severo y bastante pálido, la palidez intensificada
por los cabellos y las cejas de color negro azabache.
-¡Atan! ¡Cuánta amabilidad por tu parte! Te agradezco mucho que hayas
venido.
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-Me había propuesto no volver a pisar tu casa, Gray. Pero se me ha dicho
que era una cuestión de vida o muerte -su voz era dura y fría y hablaba con
estudiada lentitud. Había una expresión de desprecio en la mirada insistente
con que procedió a estudiar el rostro de Dorian. Mantenía las manos en los
bolsillos de su abrigo de astracán y dio la impresión de no haberse percatado
del gesto con el que había sido recibido.
-Sí; se trata de una cuestión de vida o muerte, Alan, y para más de una
persona. Haz el favor de sentarte.
Campbell ocupó una silla junto a la mesa, y Dorian se sentó frente a él. Los
dos hombres se miraron a los ojos. En los de Dorian había una infinita
compasión. Sabía que lo que se disponía a hacer era espantoso.
Después de un tenso momento de silencio, se inclinó hacia adelante y dijo,
con mucha calma, pero atento al efecto de cada palabra sobre el rostro de su
visitante:
-Alan, en una habitación cerrada con llave en el ático de esta casa, en una
habitación a la que nadie, excepto yo mismo, tiene acceso, hay un muerto
sentado ante una mesa. Hace ya diez horas que falleció. No te muevas, ni me
mires de esa manera. Quién es esa persona, por qué ha muerto, cómo ha
muerto, son cuestiones que no te conciernen. Lo que tienes que hacer es
esto...
-Basta, Gray. No quiero saber nada más. Ignoro si lo que me acabas de
contar es mentira o verdad. No me importa. Me niego por completo a verme
mezclado en tu vida. Guarda para ti solo tus horribles secretos. Han dejado de
interesarme.
-Tienen que interesarte, Alan. Éste, en concreto, va a tener que interesarte.
Lo siento muchísimo por ti, pero no puedo evitarlo. Eres la única persona que
me puede salvar. Estoy obligado a forzar tu intervención. No tengo alternativa.
Eres un hombre de ciencia, Alan. Sabes química y otras cosas relacionadas
con ella. Has hecho experimentos. Se trata de que destruyas el cuerpo sin vida
que está ahí arriba; de destruirlo de manera que no quede el menor rastro.
Nadie vio entrar a esa persona en esta casa. Se piensa, de hecho, que se
encuentra actualmente en París. Pasarán meses antes de que se le eche de
menos. Cuando eso suceda, es preciso que no quede aquí traza alguna suya.
Tú, Alan, debes encargarte de convertirlos, a él y a todas sus pertenencias, en
un puñado de cenizas que puedan esparcirse al viento.
-Estás loco, Dorian.
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-¡Ah! Esperaba anhelante a que me llamaras Dorian. -Estás loco, te lo
repito... Loco por imaginar que vaya a alzar un dedo por ayudarte, loco por
hacer esa confesión monstruosa. No quiero tener nada que ver con ese
asunto, se trate de lo que se trate. ¿Me crees dispuesto a poner en peligro mi
reputación por ti? ¿Qué me importa en qué tarea diabólica te hayas metido?
-Se trata de un suicidio, Alan.
-Me alegro de saberlo. Pero, ¿quién lo ha empujado al suicidio? Estoy seguro
de que has sido tú.
-¿Sigues negándote a hacer lo que te pido?
-Claro que me niego. No quiero tener nada que ver con ello. No me importa
lo que te acarree. Mereces todo lo que te suceda. No me entristecerá verte
deshonrado, públicamente deshonrado. ¿Cómo te atreves a pedirme, a mí
especialmente, que tome parte en ese horror? Hubiera creído que entendías
mejor la manera de ser de las personas. Quizá tu amigo lord Henry Wotton no
te ha enseñado tanto sobre psicología, aunque te haya enseñado mucho sobre
otras cosas. Nada me llevará a dar un paso por ayudarte. Te has equivocado
de persona. Acude a alguno de tus amigos. No a mí.
-Ha sido un asesinato, Alan. Lo he matado. No sabes lo que me ha hecho
sufrir. Se piense lo que se quiera de mi vida, él ha contribuido más a
destrozarla que el pobre Harry. Quizá no fuera su intención, pero el resultado
ha sido el mismo.
-¡Asesinato! ¡Cielo santo, Dorian! ¿A eso has llegado finalmente? No te
denunciaré. No es asunto mío. Además, sin necesidad de que yo mueva un
dedo acabarán por detenerte. Nadie comete nunca un delito sin hacer algo
estúpido. Pero me niego a intervenir.
-Tendrás que hacerlo. Espera, espera un momento; escúchame. Sólo tienes
que oírme. Todo lo que te pido es que lleves a cabo un determinado
experimento científico. Vas a los hospitales y a los depósitos de cadáveres y
los horrores que ves allí no te afectan. Si en una espantosa sala de disección o
en un laboratorio maloliente encontraras a un ser humano sobre una mesa de
plomo al que se han hecho unas incisiones rojas para permitir que salga la
sangre, lo mirarías como una cosa admirable. No te inmutarías. No pensarías
que estabas haciendo nada reprobable. Considerarías, por el contrario, que
trabajabas en beneficio de la raza humana, o que aumentabas su caudal de
conocimientos, o satisfacías su curiosidad intelectual, o algo por el estilo. Lo
que quiero que hagas es, sencillamente, algo que ya has hecho muchas
veces. A decir verdad, destruir un cadáver debe de ser mucho menos horrible
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que lo que estás acostumbrado a hacer. Y recuerda que es la única prueba
contra mí. Si se descubre, estoy perdido; y se sabrá sin duda, a menos que tú
me ayudes.
-No tengo el menor deseo de ayudarte. Eso es algo que olvidas. Lo único
que me inspira todo este asunto es indiferencia. No tiene nada que ver
conmigo.
-Alan, te lo suplico. Piensa en qué situación me encuentro. Unos instantes
antes de que llegaras el terror casi ha hecho que me desmayara. Quizá tú
también conozcas el terror algún día. ¡No! No pienses en eso. Míralo desde
una perspectiva estrictamente científica. Tú no preguntas de dónde proceden
los cadáveres con los que experimentas. Tampoco es necesario que lo
investigues ahora. Ya te he contado demasiado. Pero te suplico que lo hagas.
Fuimos amigos en otro tiempo, Alan.
-No hables de eso. Aquellos días están muertos.
-A veces lo que está muerto perdura. El individuo del ático no desaparecerá.
Está sentado en la mesa con la cabeza caída y los brazos colgando. ¡Alan, por
favor! Si no vienes en mi ayuda, estoy perdido. ¡Me ahorcarán! ¿Es que no lo
entiendes? Me ahorcarán por lo que he hecho. -No sirve de nada que
prolongues esta escena. Me niego categóricamente a intervenir en este
asunto. Tienes que estar loco para pedirme una cosa así.
-¿Te niegas?
-Sí.
-Te lo suplico, Alan.
-Es inútil.
La misma expresión compasiva apareció de nuevo en los ojos de Dorian
Gray. Luego extendió el brazo, tomó un trozo de papel y escribió algo en él. Lo
releyó dos veces, lo dobló cuidadosamente y lo empujó hasta el otro lado de la
mesa. Después se levantó, acercándose a la ventana.
Campbell le miró sorprendido, y luego recogió el papel y lo abrió. Mientras lo
leía su rostro adquirió una palidez cenicienta y tuvo que recostarse en el
respaldo de la silla. Le invadió una sensación de náusea infinita. Sintió que el
corazón le latía en una vacía premonición de muerte.
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Al cabo de dos o tres minutos de terrible silencio, Dorian, abandonando la
ventana, se situó tras él y le puso una mano en el hombro.
-Lo siento por ti, Alan -murmuró-, pero no me has dado otra opción. La carta
está escrita. La tengo aquí. Ya ves a quién va dirigida. Si no me ayudas, la
enviaré. Sabes cuáles serán las consecuencias. Pero me vas a ayudar. Es
imposible que te niegues. He tratado de evitártelo. Has de reconocerlo. Te has
mostrado inflexible, duro, ofensivo. Me has tratado como nadie se ha atrevido
a tratarme nunca; nadie que esté vivo, al menos. Lo he soportado todo. Pero
ahora soy yo quien impone las condiciones.
Campbell ocultó el rostro entre las manos, recorrido el cuerpo por un
estremecimiento.
-Sí; soy yo quien pone las condiciones, Alan. Ya sabes cuáles son. Se trata
de hacer algo muy sencillo. Vamos, no te desesperes. Es inevitable. Acéptalo,
y haz lo que tienes que hacer.
A Campbell se le escapó un gemido, y empezó a temblar de pies a cabeza.
Le pareció que el tictac del reloj situado en la repisa de la chimenea dividía el
tiempo en átomos de dolor, cada uno de ellos demasiado terrible para
soportarlo. Sentía como si un anillo de hierro, lentamente, se estrechara en
torno a su frente, como si el deshonor con que se le amenazaba hubiera
descendido ya sobre él. La mano posada sobre su hombro parecía hecha de
plomo.
-Vamos, Alan; tienes que decidirte ya.
-No lo puedo hacer -dijo maquinalmente, como si las palabras pudieran
alterar la realidad.
-Has de hacerlo. No tienes elección. No te empeñes en retrasarlo.
Campbell vaciló un momento.
-¿Hay un fuego en la habitación del ático? -Sí; una toma de gas con placas
de amianto.
-Tendré que ir a mi casa y recoger algunas cosas del laboratorio.
-No, Alan; no puedes salir de esta casa. Escribe en un papel lo que quieres y
mi criado irá en un coche a buscarlo. Campbell garrapateó unas líneas, secó la
tinta, y escribió en un sobre el nombre de su ayudante. Dorian tomó la nota y la
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leyó cuidadosamente. Luego tocó la campanilla y entregó la carta a su ayuda
de cámara, ordenándole que volviera cuanto antes con las cosas solicitadas.
Al cerrarse la puerta principal, Campbell tuvo un sobresalto y, levantándose
de la silla, se acercó a la chimenea. Temblaba como atacado por la fiebre.
Durante cerca de veinte minutos nadie habló. Una mosca zumbó ruidosamente
por el cuarto y el tictac del reloj era como el golpear de un martillo.
Cuando el carillón dio la una, Campbell se volvió y, al mirar a Dorian Gray,
vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Había algo en la pureza y el
refinamiento de aquel rostro lleno de tristeza que pareció enfurecerlo.
-¡Eres un infame! ¡Un ser absolutamente repugnante! -murmuró.
-Calla, Alan: me has salvado la vida -dijo Dorian Gray. -¿La vida? ¡Cielo
santo! ¿Qué vida es ésa? Has ido de corrupción en corrupción y ahora has
coronado tus hazañas con un asesinato. Al hacer lo que voy a hacer, lo que
me obligas a hacer, no es en tu vida en lo que estoy pensando.
-Atan, Alan -murmuró Dorian Gray con un suspiro-, quisiera que sintieras por
mí una milésima parte de la compasión que me inspiras -se volvió mientras
hablaba y se quedó mirando el jardín.
Campbell no respondió.
Al cabo de unos diez minutos se oyó llamar a la puerta, y entró el criado con
una gran caja de caoba llena de productos químicos, junto con un rollo de hilo
de acero y platino, así como dos pinzas de hierro de forma bastante extraña.
-¿He de dejar aquí estas cosas? -le preguntó a Campbell.
-Sí -respondió Dorian-. Y mucho me temo, Francis, que aún tengo otro
encargo para usted. ¿Cómo se llama esa persona de Richmond que lleva
orquídeas a Selby? -Harden, señor.
-Eso es, Harden. Tiene usted que ir a Richmond de inmediato, ver a Harden
en persona y decirle que mande el doble de orquídeas de las que había
encargado, y que de las blancas ponga el menor número posible. De hecho,
dígale que no quiero ninguna blanca. Hace muy buen día, Francis, y Richmond
es un sitio muy bonito, de lo contrario no le diría que fuese.
-No es ninguna molestia, señor. ¿A qué hora debo estar de vuelta?
Dorian miró a Campbell.
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-¿Cuánto durará tu experimento, Alan? -preguntó con voz tranquila,
indiferente. La presencia de una tercera persona en la habitación parecía darle
un valor extraordinario.
Campbell frunció el entrecejo y se mordió los labios. -Unas cinco horas respondió.
-Bastará, entonces, con que esté de vuelta para las siete y media. Mejor,
quédese allí: deje las cosas preparadas para que pueda vestirme. Tómese la
tarde libre. No cenaré en casa, de manera que no voy a necesitarlo.
-Muchas gracias, señor -dijo el ayuda de cámara, abandonando la habitación.
-Bien, Alan, no hay un momento que perder. ¡Cuánto pesa esta caja! Yo te la
llevaré. Encárgate tú de lo demás -hablaba rápidamente y con acento
autoritario. Campbell se sintió dominado por él. Juntos salieron de la
habitación.
Cuando llegaron al descansillo del ático, Dorian sacó la llave y la hizo girar
en la cerradura. Luego se detuvo, una mirada de incertidumbre en los ojos. Se
estremeció.
-Me parece que no soy capaz de entrar -murmuró.
-No importa. No te necesito para nada -respondió Campbell con frialdad.
Dorian Gray abrió a medias la puerta. Al hacerlo, vio el rostro del retrato,
mirándolo, socarrón, iluminado por la luz del sol. En el suelo, delante, se
hallaba la cortina rasgada. Recordó que la noche anterior había olvidado, por
primera vez en su vida, esconder el lienzo maldito, y se disponía a
abalanzarse, cuando retrocedió, estremecido.
¿Qué era aquel repugnante rocío rojo que brillaba, reluciente y húmedo,
sobre una de sus manos, como si el lienzo hubiera sudado sangre? ¡Qué cosa
tan espantosa! Por un momento le pareció más espantosa aún que la
presencia silenciosa derrumbada sobre la mesa, la presencia cuya grotesca
sombra en la alfombra manchada de sangre le indicaba que seguía sin
moverse, que seguía allí, en el mismo sitio donde él la había dejado.
Respiró hondo, abrió un poco más la puerta y, con los ojos medio cerrados y
la cabeza vuelta, entró rápidamente, decidido a no mirar ni siquiera una vez al
muerto. Luego, agachándose, recogió la tela morada y oro y la arrojó
directamente sobre el cuadro.
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A continuación se inmovilizó, temiendo volverse, y sus ojos se concentraron
en las complejidades del motivo decorativo que tenía delante. Oyó cómo
Campbell entraba en el cuarto con la pesada caja de caoba, así como con los
hierros y las otras cosas que había pedido para su espantoso trabajo. Empezó
a preguntarse si Basil Hallward y Alan se habrían visto alguna vez y, en ese
caso, qué habrían pensado el uno del otro.
-Ahora déjame -dijo tras él una voz severa.
Dorian Gray dio media vuelta y salió precipitadamente, no sin advertir que el
muerto había vuelto a apoyar la espalda contra la silla y que Campbell
contemplaba un rostro amarillento que brillaba. Mientras descendía las
escaleras oyó cómo la llave giraba por dentro en la cerradura.
Hacía tiempo que habían dado las siete cuando Campbell se presentó de
nuevo en la biblioteca. Estaba pálido, pero muy tranquilo.
-He hecho lo que me habías pedido que hiciera -murmuró-. Y ahora, adiós.
Espero que no volvamos a vernos nunca.
-Me has salvado del desastre, Alan. Eso no lo puedo olvidar-dijo Dorian Gray
con sencillez.
Tan pronto como Campbell salió de la casa, subió al ático. En la habitación
había un horrible olor a ácido nítrico. Pero la cosa sentada ante la mesa había
desaparecido.
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Capítulo 15
A las ocho y media, unos criados que prodigaban reverencias hicieron entrar
en el salón de lady Narborough a Dorian Gray, vestido de punta en blanco y
con un ramillete de violetas de Parma en el ojal de la chaqueta. Le latían las
sienes con violencia, y se sentía presa de una extraordinaria agitación
nerviosa, pero sus modales, cuando se inclinó sobre la mano de su anfitriona,
tenían la misma elegancia y naturalidad de siempre. Quizá uno nunca se
muestra tan natural como cuando representa un papel. Desde luego, nadie que
observara aquella noche a Dorian Gray podría haber creído que acababa de
vivir una tragedia comparable a las más horribles de nuestra época. Imposible
que aquellos dedos tan delicadamente cincelados hubieran empuñado un
cuchillo con intención pecaminosa o que aquellos labios sonrientes hubieran
podido blasfemar y burlarse de la bondad. Él mismo no podía por menos de
asombrarse ante su propia calma y, por unos momentos, sintió intensamente
el terrible júbilo de quien lleva con éxito una doble vida.
Se trataba de una cena con pocos invitados, reunidos de manera más bien
precipitada por lady Narborough, mujer muy inteligente, poseedora de lo que
lord Henry solía describir como restos de una fealdad realmente notable, que
había resultado ser una excelente esposa para uno de los más tediosos
embajadores de la corona británica, y que, después de enterrar a su marido
con todos los honores en un mausoleo de mármol, diseñado por ella misma, y
de casar a sus hijas con hombres ricos y de edad más bien avanzada, se
había dedicado a los placeres de la narrativa francesa, de la cocina francesa e
incluso del esprit francés cuando se ponía a su alcance.
Dorian era uno de sus invitados preferidos, y siempre le decía que se
alegraba muchísimo de no haberlo conocido de joven. «Sé, querido mío, que
me hubiera enamorado perdidamente de usted», solía decir, «y que me habría
liado la manta a la cabeza por su causa. Es una suerte que nadie hubiera
pensado en usted por entonces. Cabe, de todos modos, que la idea de la
manta no me atrajera demasiado, porque nunca llegué a coquetear con nadie.
Aunque creo que la culpa fue más bien de Narborough. Era terriblemente
miope, y se obtiene muy poco placer engañando a un marido que no ve
absolutamente nada».
Sus invitados de aquella noche eran personas más bien aburridas. La
verdad, le explicó la anfitriona a Dorian Gray desde detrás de un abanico
bastante venido a menos, era que una de sus hijas casadas se había
presentado de repente para pasar una temporada con ella y, para empeorar
las cosas, lo había hecho acompañada por su marido.
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-Creo que ha sido una crueldad por su parte, querido mío -le susurró-. Es
cierto que yo los visito todos los veranos al regresar de Homburg, pero una
anciana como yo necesita aire fresco a veces y, además, consigo despertarlos.
No se puede imaginar la existencia que llevan. Vida rural en estado puro. Se
levantan pronto porque tienen mucho que hacer, y también se acuestan pronto
porque apenas tienen nada en qué pensar. No ha habido un escándalo por los
alrededores desde los tiempos de la reina Isabel, y en consecuencia todos se
quedan dormidos después de cenar. Haga el favor de no sentarse junto a
ninguno de los dos. Siéntese a mi lado.
Dorian murmuró el adecuado cumplido y recorrió el salón con la vista. Sí; no
era mucho lo que cabía esperar de aquellos comensales. A dos de los
invitados no los había visto nunca, y los restantes eran: Ernest Harrowden, una
de las mediocridades de mediana edad que tanto abundan en los clubs
londinenses y que carecen de enemigos pero a quienes sus amigos aborrecen
cordialmente; lady Ruxton, una mujer de cuarenta y siete años y de nariz
ganchuda, que se vestía con exageración y trataba siempre de colocarse en
situaciones comprometidas, si bien, para gran desencanto suyo, nadie estaba
nunca dispuesto a creer nada en contra suya, dada su extrema fealdad; la
señora Erlynne, una arrivista que no era nadie, con un ceceo delicioso y
cabellos de color rojo veneciano; lady Alice Chapman, la hija de la anfitriona,
una aburrida joven sin la menor elegancia, con uno de esos característicos
rostros británicos que, una vez vistos, jamás se recuerdan; y su marido,
criatura de mejillas rubicundas y patillas canas que, como tantos de su clase,
vivía convencido de que una desmedida jovialidad es disculpa suficiente para
la absoluta falta de ideas.
Estaba ya bastante arrepentido de haber aceptado la invitación cuando lady
Narborough, mirando al gran reloj dorado que dilataba sus llamativas curvas
sobre la repisa de la chimenea, cubierta de tela malva, exclamó
-¡Qué mal me parece que Henry Wottom llegue tan tarde! Esta mañana, al
azar, he mandado a un propio a su casa, y ha prometido con gran seriedad no
defraudarme.
Era un consuelo contar con la compañía de Harry, y cuando se abrió la
puerta y Dorian oyó su voz, lenta y melodiosa, que prestaba encanto a una
disculpa poco sincera por su retraso, le abandonó el aburrimiento.
Durante la cena, sin embargo, fue incapaz de comer. Los criados le fueron
retirando plato tras plato sin que probase nada. Lady Narborough no cesó de
reprenderlo por lo que ella calificaba de «insulto al pobre Adolphe, que ha
inventado el menú especialmente para usted», y alguna vez lord Henry lo miró
desde el otro lado de la mesa, sorprendido de su silencio y su aire distante. De
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cuando en cuando el mayordomo le llenaba la copa de champán. Dorian Gray
bebía con avidez, pero su sed iba en aumento.
-Dorian -dijo finalmente lord Henry, mientras se servía el chaud froíd-, ¿qué
te pasa esta noche? Pareces abatido.
-Creo que está enamorado -exclamó lady Narborough-, y no se atreve a
decírmelo por temor a que sienta celos. Y tiene toda la razón, porque los
sentiría.
-Mi querida lady Narborough -murmuró Dorian Gray sonriendo-. Llevo sin
enamorarme toda una semana; exactamente desde que madame de Ferroll
abandonó Londres.
-¡Cómo es posible que los hombres se enamoren de esa mujer! -exclamó la
anciana señora-. Es algo que no consigo entender.
-Se debe sencillamente a que madame de Ferroll se acuerda de la época en
que usted no era más que una niña, lady Narborough -dijo lord Henry-. Es el
único eslabón entre nosotros y los trajes cortos de usted.
-No se acuerda en absoluto de mis trajes cortos, lord Henry. Pero yo la
recuerdo perfectamente en Viena hace treinta años, así como los escotes que
llevaba por entonces.
-Sigue siendo partidaria de los escotes -respondió lord Henry, cogiendo una
aceituna con los dedos-, y cuando lleva un vestido muy elegante parece una
édítion de luxe de una mala novela francesa. Es realmente maravillosa y
siempre depara sorpresas. Su capacidad para el afecto familiar es
extraordinaria. Al morir su tercer esposo, el cabello se le puso completamente
dorado de la pena.
-¡Harry, cómo te atreves! -protestó Dorian.
-Es una explicación sumamente romántica -rió la anfitriona-. Pero, ¡su tercer
marido, lord Henry! ¿No querrá usted decir que Ferroll es el cuarto?
-Efectivamente, lady Narborough.
-No creo una sola palabra.
-Bien, pregunte al señor Gray. Es uno de sus amigos más íntimos.
-¿Es cierto, señor Gray?
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-Eso es lo que ella me ha asegurado, lady Narborough -respondió Dorian-. Le
pregunté si, al igual que Margarita de Navarra, había embalsamado los
corazones de los difuntos para colgárselos de la cintura. Me dijo que no,
porque ninguno de ellos tenía corazón.
-¡Cuatro maridos! A fe mía que eso es trop de zéle. -Trop d'audace, le dije yo
-comentó Dorian Gray.
-No es audacia lo que le falta, querido mío. Y, ¿cómo es Ferroll? No lo
conozco.
-Los maridos de mujeres muy hermosas pertenecen a la clase delictiva -dijo
lord Henry, saboreando el vino. Lady Narborough le golpeó con su abanico.
-Lord Henry, no me sorprende en absoluto que el mundo diga de usted que
es extraordinariamente malvado. -Pero, ¿qué mundo dice eso? -preguntó lord
Henry, alzando las cejas-. Sólo puede ser el mundo venidero. Este mundo y yo
mantenemos excelentes relaciones.
-Todas las personas que conozco dicen que es usted de lo más perverso exclamó la anciana señora, moviendo la cabeza.
Lord Henry adoptó por unos instantes un aire serio. -Es perfectamente
intolerable -dijo, finalmente- la manera en que la gente va por ahí diciendo, a
espaldas de uno, cosas que son absoluta y completamente ciertas. -¿Verdad
que es incorregible? -exclamó Dorian, inclinándose hacia adelante en el
asiento.
-Eso espero -dijo, riendo, la anfitriona-. Pero si todos ustedes adoran a
madame de Ferroll de esa manera tan ridícula, tendré que volver a casarme
para estar a la moda.
-Nunca volverá usted a casarse, lady Narborough -intervino lord Henry-. Era
usted demasiado feliz. Cuando una mujer vuelve a casarse es porque
detestaba a su primer marido. Cuando un hombre vuelve a casarse es porque
adoraba a su primera mujer. Las mujeres prueban suerte. Los hombres
arriesgan la suya.
-Narborough no era perfecto -exclamó la anciana señora.
-Si lo hubiera sido, no lo hubiera usted amado, mi querida señora -fue la
respuesta de lord Henry-. Las mujeres nos aman por nuestros defectos. Si
tenemos los suficientes nos lo perdonan todo, incluida la inteligencia. Mucho
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me temo que después de esto nunca volverá usted a invitarme a cenar, lady
Narborough, pero es completamente cierto.
-Claro que es cierto, lord Henry. Si las mujeres no amaran a los hombres por
sus defectos, ¿dónde estarían todos ustedes? Ninguno se habría casado.
Serían una colección de solteros infelices. Aunque tampoco eso los habría
cambiado mucho. En los días que corren todos los hombres casados viven
como solteros, y todos los solteros como casados.
-Fin de siécle -murmuró lord Henry. -Fin de globe -respondió su anfitriona.
-Sí que me gustaría que fuese fin de globe -dijo Dorian con un suspiro-. La
vida es una gran desilusión.
-Ah, querido mío -exclamó lady Narborough calzándose los guantes-, no me
diga que ya ha agotado la vida. Cuando un hombre dice eso, ya se sabe que
es la vida la que lo ha agotado a él. Lord Henry es muy perverso, y a mí a
veces me gustaría haberlo sido; pero usted está hecho para ser bueno: parece
tan bueno que he de encontrarle una esposa encantadora. ¿No le parece, lord
Henry, que el señor Gray debería casarse?
-Es lo que yo le digo siempre, lady Narborough -respondió lord Henry con
una inclinación de cabeza.
-De acuerdo; en ese caso debemos buscarle un buen partido. Esta noche
examinaré cuidadosamente el Debrett y prepararé una lista con las jóvenes
más adecuadas.
-¿Sin olvidar la edad de las candidatas, lady Narborough? -preguntó Dorian.
-Sin olvidar la edad, por supuesto, aunque ligeramente revisada. Pero no
debe hacerse nada con prisas. Quiero que sea lo que The Morning Post llama
un enlace conveniente, y que los dos sean felices.
-¡Qué cosas tan absurdas dice la gente sobre los matrimonios felices! exclamó lord Henry-. Un hombre puede ser feliz con una mujer siempre que no
la quiera.
-¡Ah! ¡Qué cinismo el suyo! -dijo la anciana señora, empujando la silla hacia
atrás y haciendo un gesto con la cabeza a lady Ruxton-. Tiene que volver muy
pronto a cenar conmigo. Es usted realmente un tónico admirable, mucho mejor
que lo que sir Andrew me receta. Ha de decirme con qué personas le gustaría
encontrarse. Deseo que sea una velada absolutamente deliciosa.
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-Me gustan los hombres con futuro y las mujeres con pasado -respondió lord
Henry-. ¿O cree que sería demasiado grande el desequilibrio?
-Mucho me temo -dijo ella riendo, mientras se ponía en pie-. Mil perdones, mi
querida lady Ruxton -añadió al instante-. Veo que no ha terminado usted su
cigarrillo.
-No se preocupe, lady Narborough. Fumo demasiado. Tengo intención de
hacerlo menos en el futuro.
-No lo haga, se lo ruego, lady Ruxton -intervino lord Henry-. La moderación
es una virtud muy perniciosa. Bastante es tan malo como una comida.
Demasiado, tan bueno como un festín.
Lady Ruxton lo miró con curiosidad.
-Tendrá usted que venir y explicármelo alguna tarde, lord Henry. Parece una
teoría fascinante -murmuró mientras abandonaba la habitación.
-Por favor, caballeros, no se queden ustedes demasiado tiempo hablando de
política y de escándalos -exclamó lady Narborough desde la puerta-. Si lo
hacen, acabaremos peleándonos en el piso de arriba.
Los varones rieron, y el señor Chapman se levantó solemnemente del fondo
de la mesa y pasó a ocupar la cabecera. Dorian Gray también cambió de sitio
y fue a colocarse junto a lord Henry. El señor Chapman empezó a hablar,
alzando mucho la voz, sobre la situación en la Cámara de los Comunes,
riéndose de sus adversarios. La palabra doctrinaire (un vocablo que inspira
terror a las mentes británicas) reaparecía de cuando en cuando entre sus
explosiones de carcajadas. Un prefijo aliterativo servía como ornamento a su
elocuencia, mientras alzaba la bandera del Imperio sobre los pináculos del
Pensamiento. La estupidez innata de la raza (él lo llamaba jovialmente el buen
sentido común inglés) se ofreció a los presentes como el baluarte que la
Sociedad necesitaba.
Una sonrisa curvó los labios de lord Henry, quien, volviéndose, miró a Dorian.
-¿Te encuentras mejor? -preguntó-. Parecías un poco perdido durante la
cena.
-Estoy perfectamente, Harry. Un poco cansado. Eso es todo.
-Anoche te superaste a ti mismo. La duquesita sólo ve por tus ojos. Me ha
dicho que irá a Selby.
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-Ha prometido estar allí para el día veinte. -¿También irá Monmouth?
-Sí, Harry.
-Me aburre terriblemente, casi tanto como la aburre a ella. Mi prima es muy
inteligente, demasiado inteligente para una mujer. Le falta el encanto
indefinible de la debilidad. Los pies de barro dan todo su valor a la imagen de
oro. Tiene unos pies preciosos, pero no son de barro. Blancos pies de
porcelana, si quieres. Han pasado por el fuego, y lo que el fuego no destruye,
lo endurece. Ha tenido experiencias.
-¿Cuánto tiempo lleva casada? -preguntó Dorian. -Una eternidad, me dice.
Según el libro nobiliario, creo que diez años, pero diez años con Monmouth
pueden ser una eternidad e incluso un poco más. ¿Quiénes son los otros
invitados?
-Los Willoughby, lord Rugby y su esposa, nuestra anfitriona, Geoffrey
Clouston, los habituales. Le he pedido a lord Grotrian que vaya.
-Me gusta -dijo lord Henry-. Hay mucha gente que no está de acuerdo, pero
yo lo encuentro encantador. Compensa sus ocasionales excesos en el vestir
con una educación siempre ultrarrefinada. Es una persona muy moderna.
-No sé si podrá formar parte del grupo, Harry. Quizá tenga que ir a
Montecarlo con su padre.
-¡Ah! ¡Qué molestas son las familias! Procura que vaya. Por cierto, Dorian,
anoche desapareciste muy pronto. ¿Qué hiciste después? ¿Volver
directamente a casa?
Dorian lo miró un momento y frunció el entrecejo. -No, Harry -dijo finalmente-.
No volví a casa hasta cerca de las tres.
-¿Fuiste al club?
-Sí -respondió. Luego se mordió los labios-. No; no era eso lo que quería
decir. No fui al club. Estuve paseando. No recuerdo lo que hice... ¡Qué
inquisitivo eres, Harry! Siempre quieres saber lo que uno hace. Yo siempre
quiero olvidarlo. Regresé a casa a las dos y media, si quieres saber la hora
exacta. Me había dejado la llave, y Francis tuvo que abrirme la puerta. Si
necesitas confirmación sobre ese punto, puedes preguntárselo.
Lord Henry se encogió de hombros.
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-¡Mi querido amigo, como si a mí me importara! Subamos al salón. No,
muchas gracias, señor Chapman, no quiero jerez. A ti te ha sucedido algo,
Dorian. Dime qué ha sido. Te encuentro distinto esta noche.
-No lo tomes a mal, Harry. Estoy nervioso y de mal humor. Iré mañana o
pasado mañana a verte. Presenta mis excusas a lady Narborough. No voy a
subir a reunirme con las señoras. Tengo que ir a casa. Debo ir a casa.
-Muy bien. Espero verte mañana a la hora del té. Vendrá la duquesa.
-Procuraré estar allí -dijo Dorian Gray, abandonando la habitación. Mientras
regresaba a su casa se dio cuenta de que el sentimiento de terror que creía
haber sofocado volvía a hacer acto de presencia. Las preguntas
intrascendentes de lord Henry le habían hecho perder la calma unos instantes,
y debía conservarla a toda costa. Había que destruir objetos peligrosos. Su
rostro se crispó. Aborrecía hasta la idea de tocarlos.
Pero había que hacerlo. Lo comprendía perfectamente y, después de cerrar
con llave la puerta de la biblioteca, abrió el armario secreto en cuyo interior
arrojara el abrigo y el maletín de Basil. En la chimenea ardía un fuego muy
vivo. Añadió un tronco más. El olor de la ropa y del cuero al quemarse era
horrible. Fueron necesarios tres cuartos de hora para que todo se consumiera.
Al acabar se sentía débil y mareado y, después de quemar algunas pastillas
argelinas en un pebetero de cobre, se mojó las manos y la frente con vinagre
aromatizado al almizcle.
De repente tuvo un sobresalto. Sus ojos se iluminaron extrañamente y
empezó a mordisquearse el labio inferior. Entre dos de las ventanas de la
biblioteca había un voluminoso bargueño florentino de caoba, con
incrustaciones de marfil y lapislázuli. Lo contempló como si fuera algo terrible y
fascinante al mismo tiempo, como si contuviera algo que anhelaba y que, sin
embargo, casi aborrecía. Su respiración se aceleró. Un deseo furioso se
apoderó de él. Encendió un cigarrillo que tiró instantes después. Dejó caer los
párpados hasta que las largas pestañas casi le tocaban la mejilla. Pero seguía
mirando al bargueño. Finalmente se levantó del sofá donde había estado
tumbado, se acercó a él y, después de descorrer el pestillo, tocó un resorte
escondido. Lentamente apareció un cajón triangular. Sus dedos se movieron
instintivamente hacia su interior y se apoderaron de algo. Era una cajita china
de laca negra recubierta de polvo de oro, delicadamente trabajada; sus
paredes estaban decoradas con sinuosas ondulaciones, y de los cordoncillos
de seda colgaban cristales redondos y borlas tejidas con hilos metálicos.
Dorian Gray la abrió. Dentro había una pasta verde que tenía el brillo de la
cera y que desprendía un olor peculiar, denso y persistente.
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Vaciló unos momentos, con una extraña sonrisa inmóvil en el rostro. Luego,
tiritando, aunque en la biblioteca hacía muchísimo calor, se irguió y miró el
reloj. Faltaban veinte minutos para las doce. Devolvió la cajita china al
bargueño, cerró la puerta y pasó a su dormitorio.
Cuando la medianoche desgranaba doce golpes de bronce en la oscuridad,
Dorian Gray, vestido con ropa nada llamativa y una bufanda enrollada al
cuello, salió sigilosamente de su casa. En Bond Street encontró un coche de
punto con un buen caballo. Lo llamó, pero al dar en voz baja una dirección, el
cochero movió la cabeza.
-Es demasiado lejos para mí -murmuró.
-Aquí tiene un soberano -le dijo Dorian Gray-. Le daré otro si va deprisa.
-De acuerdo, señor -respondió el cochero-; estaremos allí dentro de una hora
-y después de que su pasajero subiera al vehículo, hizo dar la vuelta al caballo
y se dirigió rápidamente hacia el río.
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Capítulo 16
Empezó a caer una lluvia fría, y los faroles desdibujados no lanzaban ya,
entre la niebla, más que un resplandor descolorido. Era el momento en que
cerraban los establecimientos públicos, y hombres y mujeres todavía reunidos
delante de sus puertas empezaban a desperdigarse. Del interior de algunas de
las tabernas brotaban aún horribles carcajadas. En otras, los borrachos
discutían y gritaban.
Casi tumbado en el coche de punto, el sombrero calado sobre la frente,
Dorian Gray contemplaba con indiferencia la sórdida abyección de la gran
ciudad, y de cuando en cuando se repetía las palabras que lord Henry le había
dicho el día que se conocieron: «Curar el alma por medio de los sentidos, y los
sentidos por medio del alma». Sí, ése era el secreto. Dorian Gray lo había
probado con frecuencia y se disponía a volver a hacerlo. Había fumaderos de
opio donde se podía comprar el olvido, antros espantables donde se podía
destruir el recuerdo de los antiguos pecados con el frenesí de los recién
cometidos.
La luna, cerca del horizonte, parecía un cráneo amarillo. De cuando en
cuando una enorme nube deforme extendía un largo brazo y la ocultaba por
completo. Los faroles de gas se fueron distanciando, y las calles se hicieron
más estrechas y sombrías. En una ocasión el cochero se equivocó de camino,
y tuvo que volver sobre sus pasos casi un kilómetro. El caballo quedaba
envuelto en nubes de vapor cuando pisoteaba los charcos. Las ventanas del
coche de punto se fueron cubriendo de una película de cieno semejante a
franela gris.
«¡Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del
alma!» ¡Cómo resonaban aquellas palabras en sus oídos! Su alma, desde
luego, tenía una enfermedad mortal. ¿Sería verdad que los sentidos podían
curarla? Se había derramado sangre inocente. ¿Cómo expiarlo? No; no había
expiación posible; pero aunque el perdón fuera imposible, el olvido no lo era, y
Dorian Gray estaba decidido a olvidar, a pisotear aquel recuerdo, a aplastarlo
como aplastamos a la víbora que nos ha inyectado su ponzoña. Después de
todo, ¿qué derecho tenía Basil a hablarle como lo había hecho? ¿Quién le
había otorgado la potestad de juzgar a otros? Había dicho cosas espantosas,
horribles, insoportables.
El coche de punto avanzaba laboriosamente, disminuyendo la velocidad, le
parecía a Dorian Gray, con cada paso. Abrió con violencia la trampilla del
techo y ordenó al cochero que acelerase la marcha. La terrible ansia del opio
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empezaba a devorarlo. Le ardía la garganta y sus delicadas manos se habían
contagiado de un temblor nervioso. Sacando un brazo por la ventanilla golpeó
ferozmente al caballo con su bastón. El cochero se echó a reír y también él
utilizó su látigo. Dorian Gray respondió riendo a su vez y el otro guardó
silencio.
El trayecto parecía interminable, y las calles se asemejaban a los negros
hilos de una inmensa telaraña. La monotonía se hizo insoportable y, al
espesarse la niebla, Dorian Gray sintió miedo.
Luego pasaron junto a las solitarias fábricas de ladrillos. La niebla era allí
menos densa, y pudo ver los extraños hornos con forma de botella y sus
lenguas de fuego anaranjado que se extendían como abanicos. Un perro ladró
cuando pasaban y a lo lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota vagabunda. El
caballo tropezó en un bache del camino, dio un bandazo y empezó a galopar.
Después de algún tiempo dejaron el camino de tierra y volvieron a traquetear
por calles mal pavimentadas. La mayoría de las ventanas estaba a oscuras
pero, a veces, sombras fantásticas se dibujaban sobre los estores iluminados
por alguna lámpara. Dorian Gray las contemplaba con curiosidad. Se movían
como marionetas monstruosas y hacían gestos de criaturas vivas. Sintió que
las aborrecía. Tenía el corazón dominado por una rabia sorda. Al torcer una
esquina, una mujer les gritó algo desde una puerta abierta, y dos hombres
corrieron tras el coche de punto por espacio de unos cien metros. El cochero
los golpeó con el látigo.
Se dice que la pasión hace que se piense en círculos. Y, ciertamente, los
labios que Dorian Gray no cesaba de morderse formaban y volvían a formar,
en espantosa repetición, las sutiles palabras que se ocupaban del alma y de
los sentidos, hasta encontrar en ellas la plena expresión, por así decirlo, de su
estado de ánimo, y justificar así, aprobándolas intelectualmente, pasiones que
sin esa justificación habrían dominado su voluntad. De célula en célula aquella
idea única se apoderaba de su cerebro; y el arrebatado deseo de vivir, el más
terrible de los apetitos humanos, redoblaba el vigor de cada nervio y músculo
temblorosos. La fealdad que en otro tiempo le había parecido odiosa porque
hacía las cosas reales, le resultaba ahora amable por esa misma razón. La
fealdad era la única realidad. La trifulca vulgar, el antro repugnante, la violencia
brutal de una vida desordenada, la vileza misma del ladrón y del fuera de la
ley, tenían más vida, creaban una impresión de realidad más intensa que todas
las elegantes formas del Arte, que las sombras soñadoras de la Canción. Eran
lo que necesitaba para alcanzar el olvido. En el espacio de tres días quedaría
libre.
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De repente, el cochero se detuvo con un movimiento brusco al comienzo de
una callejuela en sombras. Sobre los bajos tejados, erizados de chimeneas, se
alzaban las negras arboladuras de los barcos. Espirales de niebla blanca se
aferraban a las vergas como velas fantasmales.
-Está en algún sitio por estos alrededores, ¿no es cierto, señor? -preguntó el
cochero con voz ronca a través de la trampilla.
Dorian, sobresaltado, miró a su alrededor.
-Déjeme aquí -respondió y, después de apearse precipitadamente y de
entregar el dinero prometido, se alejó a toda prisa en dirección al muelle. Aquí
y allá una linterna brillaba en la proa de algún gigantesco barco mercante. La
luz temblaba y se descomponía en los charcos. De un vapor a punto de partir
que avivaba el fuego para aumentar la presión de la caldera salía un
resplandor rojo. El suelo resbaladizo parecía un impermeable húmedo.
Dorian Gray apresuró el paso hacia la izquierda, volviendo la cabeza de
cuando en cuando para comprobar si alguien lo seguía. Siete u ocho minutos
después llegó a una casita destartalada, encajonada entre dos lúgubres
fábricas. En una de las ventanas del piso superior brillaba una luz. Se detuvo
ante la puerta y llamó de una manera peculiar.
Al cabo de algún tiempo oyó pasos en el corredor y luego el deslizarse de un
cerrojo. La puerta se abrió sin ruido y Dorian Gray entró sin decir una sola
palabra a la deforme criatura rechoncha que se aplastó contra la pared en
sombra para darle paso. Al final del vestíbulo colgaba una andrajosa cortina
verde, agitada y estremecida por el golpe de viento que siguió a Dorian Gray
desde la calle. Apartándola, penetró en una habitación alargada y de techo
bajo que daba la impresión de haber sido en otro tiempo una sala de baile de
tercera categoría. Sobre las paredes ardían, sibilantes, mecheros de gas, cuya
imagen, apagada y deforme, reproducían otros tantos espejos, negros de
manchas de moscas. Los reflectores grasientos de estaño ondulado,
colocados detrás, los convertían en temblorosos discos de luz. El suelo estaba
cubierto de serrín ocre, que, a fuerza de pisarlo, se había transformado en
barro, manchado, además, por oscuros redondeles de bebidas derramadas.
Algunos malayos, acurrucados junto a una pequeña estufa de carbón de leña,
jugaban con fichas de hueso y enseñaban unos dientes muy blancos al hablar.
En un rincón, la cabeza escondida entre los brazos, un marinero se había
derrumbado sobre una mesa, y junto al bar chillonamente pintado, que
ocupaba uno de los laterales de la habitación, dos mujeres ojerosas se
burlaban de un anciano que se sacudía las mangas de la chaqueta con
expresión de repugnancia.
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-Cree que le atacan hormigas rojas -rió una de ellas cuando Dorian Gray
pasó a su lado.
El anciano la miró aterrorizado y empezó a gemir.
Al fondo de la habitación, una escalerita conducía a una habitación oscura.
Mientras Dorian se apresuraba a ascender los tres desvencijados escalones, el
denso olor del opio le asaltó. Respiró hondo y las aletas de la nariz se le
estremecieron de placer. Al entrar, un joven de lisos cabellos rubios que,
inclinado sobre una lámpara, encendía una larga pipa muy fina, miró en su
dirección y le saludó, titubeante, con una inclinación de cabeza.
-¿Tú aquí, Adrian? -murmuró Dorian.
-¿Dónde quieres que esté? -respondió el otro apáticamente-. Todos mis
amigos me han retirado el saludo. -Creía que habías dejado Inglaterra.
-Darlington no hará nada contra mí. Mi hermano acabó por pagar la deuda.
George tampoco me dirige la palabra... Me tiene sin cuidado -añadió con un
suspiro-. Mientras esto no falte no se necesitan amigos. Creo que tenía
demasiados.
El rostro de Dorian Gray se crispó un instante; luego contempló las grotescas
figuras que yacían sobre los mugrientos colchones en extrañas posturas. Los
miembros contorsionados, las bocas abiertas, las miradas perdidas y los ojos
vidriosos le fascinaban. Sabía en qué extraños paraísos se dedicaban al
sufrimiento y qué tristes infiernos les enseñaban el secreto de alguna nueva
alegría. Eran más afortunados que él, prisionero de sus pensamientos. La
memoria, como una horrible enfermedad, le devoraba el alma. De cuando en
cuando le parecía ver los ojos de Basil Hallward que lo miraban. Comprendió,
sin embargo, que no podía quedarse allí. La presencia de Adrian Singleton le
perturbaba. Quería estar en un lugar donde nadie supiera quién era. Quería
huir de sí mismo.
-Me voy al otro sitio -dijo, después de una pausa.
-¿En el muelle?
-Sí.
-Esa gata loca estará allí con toda seguridad. Aquí ya no la admiten.
Dorian se encogió de hombros.
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-Estoy harto de mujeres que me quieren. Las mujeres que odian son mucho
más interesantes. Además, la mercancía es allí mejor.
-Más o menos la misma cosa.
-Yo la prefiero. Ven a beber algo. Necesito una copa.
-No quiero nada -murmuró el joven.
-Da lo mismo.
Adrian Singleton se levantó con aire cansado y siguió a Dorian Gray hasta el
bar. Un mulato, con un turbante hecho jirones y un largo abrigo mugriento, les
obsequió con una mueca espantosa a manera de saludo mientras colocaba
ante ellos una botella de brandy y dos vasos. Las mujeres se acercaron y
empezaron a parlotear. Dorian les volvió la espalda y dijo algo en voz baja a su
acompañante.
Una sonrisa tan retorcida como un cris malayo se paseó por el rostro de una
de las mujeres.
-¡Qué orgullosos estamos esta noche! -fueron sus burlonas palabras.
-Por el amor de Dios, no me dirijas la palabra -exclamó Dorian, golpeando el
suelo con el pie-. ¿Qué es lo que quieres? ¿Dinero? Aquí lo tienes. Pero no
vuelvas a dirigirme la palabra.
En los ojos de la mujer, embrutecidos por el alcohol, aparecieron por un
momento dos destellos rojos, pero volvieron a apagarse enseguida, dejándolos
otra vez muertos y vidriosos. Luego sacudió la cabeza y con dedos avarientos
recogió las monedas del mostrador. Su compañera la contempló con envidia.
-Es inútil -suspiró Adrian Singleton-. No tengo ganas de volver. ¿Qué más
da? Estoy muy bien aquí.
-Me escribirás si necesitas algo, ¿de acuerdo? -dijo Dorian después de una
pausa.
-Quizá.
-Buenas noches, entonces.
-Buenas noches -respondió el joven, volviendo a subir los escalones mientras
se limpiaba la boca reseca con un pañuelo.
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Dorian se dirigió hacia la puerta con una expresión dolorida en el rostro.
Cuando apartaba la cortina verde, una risa espantosa salió de los labios
pintados de la mujer que había recogido las monedas.
-¡Ahí va el protegido del diablo! -exclamó con voz ronca entre dos ataques de
hipo.
-¡Maldita seas! -respondió Dorian-, ¡no me llames eso!
La mujer chasqueó los dedos.
-Príncipe azul es lo que te gusta que te llamen, ¿no es eso? -le gritó mientras
salía.
El marinero adormilado se levantó de un salto al oír a la mujer, y miró con
ojos enloquecidos a su alrededor. El sonido de la puerta al cerrarse llegó hasta
sus oídos, y salió precipitadamente, como en persecución de alguien.
Dorian Gray avanzaba a buen paso por el muelle sin importarle la lluvia. Su
encuentro con Adrian Singleton le había emocionado extrañamente, y se
preguntaba si aquel desastre era responsabilidad suya, tal como Basil
Hallward le había dicho de manera tan insultante. Se mordió los labios y por
unos instantes sus ojos se llenaron de tristeza. Aunque, después de todo, ¿a él
qué más le daba? La vida es demasiado corta para cargar con el peso de los
errores ajenos. Cada persona gastaba su propia vida y pagaba su precio por
vivirla. Lo único lamentable era que por una sola falta hubiera que pagar tantas
veces. Que hubiera, efectivamente, que pagar y volver a pagar y seguir
pagando. En sus tratos con los seres humanos, el Destino nunca cerraba las
cuentas.
Hay momentos, nos dicen los psicólogos, en los que la pasión por el pecado,
o por lo que el mundo llama pecado, domina hasta tal punto nuestro ser, que
todas las fibras del cuerpo, al igual que las células del cerebro, no son más
que instinto con espantosos impulsos. En tales momentos hombres y mujeres
dejan de ser libres. Se dirigen hacia su terrible objetivo como autómatas.
Pierden la capacidad de elección, y la conciencia queda aplastada o, si vive, lo
hace para llenar de fascinación la rebeldía y dar encanto a la desobediencia.
Cuando aquel espíritu poderoso, aquella perversa estrella de la mañana cayó
del cielo, lo hizo como rebelde.
Insensible, sin otra meta que el mal, contaminado el espíritu y el alma
hambrienta de rebeldía, Dorian Gray se apresuró, acelerando el paso a medida
que avanzaba. Pero en el momento en que se desviaba con el fin de penetrar
por un pasaje oscuro que con frecuencia le había servido de atajo para llegar
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al lugar adonde se dirigía, sintió que lo sujetaban por detrás y, antes de que
tuviera tiempo para defenderse, se vio arrojado contra el muro, con una mano
brutal apretándole la garganta.
Luchó desesperadamente y, con un terrible esfuerzo, logró librarse de la
creciente presión de los dedos. Pero un segundo después oyó el chasquido de
un revólver y vio el brillo de un cañón que le apuntaba directamente a la
cabeza, así como la silueta imprecisa del individuo bajo y robusto que le hacía
frente.
-¿Qué quiere? -jadeó.
-Estese quieto -dijo el otro-. Si se mueve, disparo. -Ha perdido el juicio. ¿Qué
tiene contra mí?
-Usted destrozó la vida de Sibyl Vane -fue la respuesta-. Y Sibyl Vane era mi
hermana. Se suicidó. Lo sé. Usted es el responsable. Juré matarlo. Llevo años
buscándolo. No tenía ninguna pista ni el menor rastro. Las dos personas que
podían darme una descripción suya han muerto. Sólo sabía el nombre
cariñoso que Sibyl utilizaba. Hace un momento lo he oído por casualidad.
Póngase a bien con Dios, porque va a morir esta noche.
Dorian Gray se sintió enfermar de miedo.
-No sé de qué me habla -tartamudeó-. Nunca he oído ese nombre. Está
usted loco.
-Más le vale confesar su pecado, porque va a morir, tan cierto como que me
llamo James Vane.
Durante un terrible momento, Dorian no supo qué hacer ni qué decir.
-¡De rodillas! -gruñó su agresor-. Le doy un minuto para que se arrepienta,
nada más. Me embarco para la India, pero antes he de cumplir mi promesa. Un
minuto. Eso es todo.
Dorian dejó caer los brazos. Paralizado por el terror, no sabía qué hacer. De
repente sé le pasó por la cabeza una loca esperanza.
-Espere -exclamó-. ¿Cuánto hace que murió su hermana? ¡Deprisa,
dígamelo!
-Dieciocho años -respondió el marinero-. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Qué
importancia tiene?
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-Dieciocho años -rió Dorian Gray, con acento triunfal en la voz-. ¡Dieciocho
años! ¡Lléveme bajo la luz y míreme la cara!
James Vane vaciló un momento, sin entender de qué se trataba. Luego
sujetó a Dorian Gray para sacarlo de los soportales.
Si bien la luz, por la violencia del viento, era débil y temblorosa, le permitió de
todos modos comprobar el espantoso error que, al parecer, había cometido,
porque el rostro de su víctima poseía todo el frescor de la adolescencia, la
pureza sin mancha de la juventud. Apenas parecía superar las veinte
primaveras; la edad que tenía su hermana, si es que llegaba, cuando él se
embarcó por vez primera, hacía ya tantos años. Sin duda no era aquél el
hombre que había destrozado la vida de Sibyl.
James Vane aflojó la presión de la mano y dio un paso atrás.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Y me disponía a matarlo! Dorian Gray respiró
hondamente.
-Ha estado usted a punto de cometer una terrible equivocación -dijo,
mirándolo con severidad-. Que le sirva de escarmiento para no tomarse la
justicia por su mano.
-Perdóneme -murmuró el otro-. Estaba equivocado. Una palabra oída en ese
maldito antro ha hecho que me confundiera.
-Será mejor que vuelva a casa y abandone esa arma. De lo contrario, tendrá
problemas -dijo Dorian Gray, dándose la vuelta y alejándose lentamente calle
abajo.
James Vane, horrorizado, inmóvil en mitad de la calzada, empezó a temblar
de pies a cabeza. Poco después, una sombra oscura que se había ido
acercando sigilosamente pegada a la pared, salió a la luz y se le acercó con
pasos furtivos. El marinero sintió una mano en el brazo y se volvió a mirar
sobresaltado. Era una de las mujeres que bebían en el bar.
-¿Por qué no lo has matado? -le susurró, acercando mucho el rostro ojeroso
al de James-. Me di cuenta de que lo seguías cuando saliste corriendo de casa
de Daly. ¡Pobre imbécil! Tendrías que haberlo matado. Tiene mucho dinero y
es lo peor de lo peor.
-No es el hombre que busco -respondió James Vane-, y no me interesa el
dinero de nadie. Quiero una vida. Quien yo busco anda cerca de los cuarenta.
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Ese que he dejado ir es poco más que un niño. Gracias a Dios no me he
manchado las manos con su sangre.
La mujer dejó escapar una risa amarga.
-¡Poco más que un niño! -repitió con voz burlona-. Pobrecito mío, hace casi
dieciocho años que el Príncipe Azul hizo de mí lo que soy.
-¡Mientes! -exclamó el marinero.
La mujer levantó los brazos al cielo.
-¡Juro ante Dios que te digo la verdad! -exclamó.
-¿Ante Dios?
-Que me quede muda si no es cierto. Es el peor de toda la canalla que viene
por aquí. Dicen que vendió el alma al diablo por una cara bonita. Hace casi
dieciocho años que lo conozco. No ha cambiado mucho desde entonces. Yo,
en cambio, sí -añadió con una horrible mueca.
-¿Me juras que es cierto?
-Lo juro -las dos palabras salieron como un eco ronco de su boca hundida-.
Pero no le digas que lo he denunciado -gimió-. Le tengo miedo. Dame algo
para pagarme una cama esta noche.
James Vane se apartó de ella con una imprecación y corrió hasta la esquina
de la calle, pero Dorian Gray había desaparecido. Cuando volvió la vista,
tampoco encontró a la mujer.
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Capítulo 17
Una semana después, Dorian Gray, en el invernadero de Selby Royal,
hablaba con la duquesa de Monmouth, una mujer muy hermosa que, junto con
su marido, sexagenario de aspecto fatigado, figuraba entre sus invitados. Era
la hora del té y, sobre la mesa, la suave luz de la gran lámpara cubierta de
encaje iluminaba la delicada porcelana y la plata repujada del servicio. La
duquesa hacía los honores: sus manos blancas se movían armoniosamente
entre las tazas, y sus encendidos labios sensuales sonreían escuchando las
palabras que Dorian le susurraba al oído. Lord Henry, recostado en un sillón
de mimbre cubierto con un paño de seda, los contemplaba. Sentada en un
diván color melocotón, lady Narborough fingía escuchar la descripción que le
hacía el duque del último escarabajo brasileño que acababa de añadir a su
colección. Tres jóvenes elegantemente vestidos de esmoquin ofrecían pastas
para el té a algunas de las señoras. Los invitados formaban un grupo de doce
personas, y se esperaba que llegaran algunos más al día siguiente.
-¿De qué estáis hablando? -preguntó lord Henry, acercándose a la mesa y
dejando la taza-. Confío en que Dorian te haya hablado de mi plan para
rebautizarlo todo, Gladys. Es una idea deliciosa.
-Pero yo no quiero cambiar de nombre, Harry -replicó la duquesa,
obsequiándole con una maravillosa mirada de reproche-. Me gusta mucho el
que tengo, y estoy seguro de que al señor Gray también le satisface el suyo.
-Mi querida Gladys, no os cambiaría el nombre por nada del mundo a
ninguno de los dos. Ambos son perfectos. Pensaba sobre todo en las flores.
Ayer corté una orquídea para ponérmela en el ojal. Era una pequeña maravilla
jaspeada, tan eficaz como los siete pecados capitales. En un momento de
inconsciencia le pregunté a uno de los jardineros cómo se llamaba. Me dijo
que era un hermoso ejemplar de Robinsoniana o algún otro espanto parecido.
Es una triste verdad, pero hemos perdido la capacidad de poner nombres
agradables a las cosas. Los nombres lo son todo. Nunca me quejo de las
acciones, sólo de las palabras. Ése es el motivo de que aborrezca el realismo
vulgar en literatura. A la persona capaz de llamar pala a una pala se la debería
forzar a usarla. Es la única cosa para la que sirve.
-Y a ti, Harry, ¿cómo deberíamos llamarte? -preguntó la duquesa.
-Se llama Príncipe Paradoja -dijo Dorian.
-¡No cabe duda de que es él! -exclamó la duquesa.
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-De ninguna de las maneras -rió lord Henry, dejándose caer en una silla-. ¡No
hay forma de escapar a una etiqueta! Rechazo ese título.
-La realeza no debe abdicar -fue la advertencia que lanzaron unos hermosos
labios.
-¿Deseas, entonces, que defienda mi trono?
-Sí.
-Ofrezco las verdades de mañana.
-Prefiero las equivocaciones de hoy -respondió ella. -Me desarmas, Gladys exclamó lord Henry, advirtiendo lo obstinado de su actitud.
-De tu escudo, pero no de tu lanza.
-Nunca arremeto contra la belleza -dijo él, haciendo un gesto de sumisión
con la mano.
-Ése es tu error, Harry, créeme. Valoras demasiado la belleza.
-¿Cómo puedes decir eso? Reconozco que, en mi opinión, es mejor ser
hermoso que bueno. Pero, por otra parte, nadie está más dispuesto que yo a
admitir que es mejor ser bueno que feo.
-En ese caso, ¿la fealdad es uno de los siete pecados capitales? -exclamó la
duquesa-. ¿Y qué sucede con tu metáfora sobre la orquídea?
-La fealdad es una de las siete virtudes capitales, Gladys. Tú, como buena
tory, no debes subestimarlas. La cerveza, la Biblia y las siete virtudes capitales
han hecho de nuestra Inglaterra lo que es.
-¿Quiere eso decir que no te gusta tu país? -preguntó la duquesa.
-Vivo en él.
-Para poder censurarlo mejor.
-¿Prefieres que acepte el veredicto de Europa? -quiso saber lord Henry.
-¿Qué dicen de nosotros?
-Que Tartufo ha emigrado a Inglaterra y ha abierto una tienda.
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-¿Es eso de tu cosecha, Harry?
-Te lo regalo.
-No podría utilizarlo. Es demasiado cierto.
-No tienes por qué asustarte. Nuestros compatriotas nunca reconocen una
descripción.
-Son gente práctica.
-Son más astutos que prácticos. A la hora de la contabilidad, compensan
estupidez con riqueza y vicio con hipocresía.
-Hemos hecho grandes cosas, de todos modos.
-Grandes cosas se nos han venido encima, Gladys.
-Hemos cargado con su peso.
-Sólo hasta el edificio de la Bolsa.
La duquesa movió la cabeza.
-Creo en la raza -exclamó.
-La raza representa el triunfo de los arribistas.
-Eso significa progreso.
-La decadencia me fascina más.
-¿Y dónde dejas el arte? -preguntó ella.
-Es una enfermedad.
-¿El amor?
-Una ilusión.
-¿La religión?
-El sucedáneo elegante de la fe.
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-Eres un escéptico.
-¡Jamás! El escepticismo es el comienzo de la fe.
-¿Qué eres entonces?
-Definir es limitar.
-Dame una pista.
-Los hilos se rompen. Te perderías en el laberinto.
-Me desconciertas. Hablemos de otras personas.
-Nuestro anfitrión es un tema inmejorable. Hace años le pusieron el nombre
de Príncipe Azul.
-¡Ah! No me lo recuerdes -exclamó Dorian Gray.
-Nuestro anfitrión no está hoy demasiado amable -respondió la duquesa,
ruborizándose-. En mi opinión, cree que Monmouth se casó conmigo por
razones puramente científicas, por ser el mejor ejemplar disponible de la
mariposa moderna.
-Espero que no la retenga clavándole alfileres, duquesa -rió Dorian.
-Eso ya lo hace mi doncella, señor Gray, cuando está enfadada conmigo.
-Y, ¿qué motivos tiene para enfadarse con usted, duquesa?
-Las cosas más triviales, señor Gray, se lo aseguro. De ordinario me
presento a las nueve menos diez y le digo que debo estar vestida para las
ocho y media.
-¡Qué poco razonable por su parte! Debería usted despedirla.
-No me atrevo, señor Gray. Inventa sombreros para mí, sin ir más lejos.
¿Recuerda el que me puse para la fiesta al aire libre de lady Hilstone? Claro
que no, pero es usted muy amable fingiendo lo contrario. Bien: me lo hizo ella
de nada. Todos los buenos sombreros están hechos de nada.
-Como todas las buenas reputaciones, Gladys -le interrumpió lord Henry-.
Cada efecto que uno produce le crea un enemigo. Para conseguir la
popularidad hay que ser mediocre.
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-No en el caso de las mujeres -dijo la duquesa agitando la cabeza-; y las
mujeres gobiernan el mundo. Te aseguro que no soportan a los mediocres.
Nosotras las mujeres, como dice alguien, amamos con los oídos, igual que
vosotros, los hombres, amáis con los ojos, si es que amáis alguna vez.
-Yo diría que apenas hacemos otra cosa -murmuró Dorian.
-En ese caso, señor Gray, usted nunca ama de verdad -dijo la duquesa con
fingida tristeza.
-¡Mi querida Gladys! -exclamó lord Henry-. ¿Cómo puedes decir eso? El
sentimiento romántico se alimenta de la repetición, y la repetición convierte un
apetito en arte. Además, cada vez que se ama es la única vez que se ha
amado nunca. La diversidad del objeto no altera la unicidad de la pasión. Tan
sólo la intensifica. En el mejor de los casos, sólo podemos tener una
experiencia en la vida, y el secreto es reproducirla con la mayor frecuencia
posible.
-¿Incluso cuando se ha quedado herido por ella, Harry? -preguntó la duquesa
después de una pausa. -Sobre todo cuando uno ha quedado herido -respondió
lord Henry.
La duquesa se volvió a mirar a Dorian Gray con una curiosa expresión en los
ojos.
-¿Qué dice usted a eso, señor Gray? -quiso saber. Dorian vaciló un
momento. Luego echó la cabeza hacia atrás y rió.
-Siempre estoy de acuerdo con Harry, duquesa. -¿Incluso cuando se
equivoca?
-Harry nunca se equivoca, duquesa.
-Y, ¿le hace feliz su filosofía?
-La felicidad no ha sido nunca mi objetivo. ¿Quién quiere felicidad? Siempre
he buscado el placer.
-¿Y lo ha encontrado, señor Gray?
-Con frecuencia. Con demasiada frecuencia.
La duquesa suspiró.
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-Mi objetivo es la paz -dijo-. Y si no me marcho y me visto no tendré ninguna
esta noche.
-
Permítame traerle unas orquídeas, duquesa -exclamó Dorian, poniéndose en
pie y alejándose hacia el fondo del invernadero.
-Coqueteas desaforadamente con él -le dijo lord Henry a su prima-. Te
aconsejo prudencia. Es una criatura fascinante.
-Si no lo fuera, no habría lucha.
-¿Se trata entonces de un griego contra otro?
-Yo estoy de parte de los troyanos. Lucharon por una mujer.
-Fueron derrotados.
-Hay cosas peores que ser capturado -respondió ella.
-Te lanzas al galope y sueltas las riendas.
-La velocidad es vida -fue su respuesta.
-Lo anotaré esta noche en mi diario.
-¿Qué anotarás?
-Que a un niño con quemaduras le gusta el fuego.
-Ni siquiera me he chamuscado. Tengo las alas intactas.
-Las usas para todo menos para volar.
-El valor ha pasado de los hombres a las mujeres. Es una nueva experiencia
para nosotras.
-Tienes una rival. -¿Quién?
Su primo se echó a reír.
-Lady Narborough-susurró-. Lo adora.
-Me llenas de aprensión. Las románticas no podemos competir con el
atractivo de la Antigüedad.
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-¡Románticas! Empleáis todos los métodos de la ciencia.
-Los hombres nos han educado.
-Pero no os han explicado.
-Describe alas mujeres -fue su desafío.
-Esfinges sin secretos.
Lo miró, sonriendo.
-¡Cuánto tarda el señor Gray! -dijo-. Vayamos a ayudarle. No le he dicho el
color de mi vestido.
-¡Ah! tendrás que elegir el vestido de acuerdo con sus flores, Gladys.
-Eso sería una rendición prematura.
-El arte romántico empieza en el momento culminante.
-He de reservarme una posibilidad de retirada.
-¿A la manera de los partos?
-Encontraron la salvación en el desierto. Eso no está a mi alcance.
-A las mujeres no siempre se les permite escoger -respondió lord Henry.
Pero apenas terminada la frase, del extremo más alejado del invernadero
llegó un gemido ahogado, seguido del ruido sordo de una caída. Todo el
mundo se sobresaltó. La duquesa permaneció inmóvil, horrorizada. Y lord
Henry, el miedo en los ojos, corrió entre palmeras agitadas hasta encontrar a
Dorian Gray tumbado boca abajo sobre el suelo enlosado, víctima de un
desvanecimiento semejante a la muerte.
Se le transportó al instante al salón azul, colocándolo sobre uno de los sofás.
Poco después recobró el conocimiento y miró a su alrededor con aire
desconcertado.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó-. ¡Ah! Ya recuerdo. ¿Estoy a salvo aquí,
Harry? -y empezó a temblar.
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-Mi querido Dorian -respondió lord Henry-, no has hecho más que
desmayarte. Eso ha sido todo. Debes de haberte fatigado más de la cuenta.
Será mejor que no bajes a cenar. Yo haré tus veces.
-No; bajaré -dijo, poniéndose en pie con algún esfuerzo-. Prefiero hacerlo. No
debo quedarme solo.
Fue a su habitación para vestirse. Cuando se sentó a la mesa, había en su
actitud una extraña alegría temeraria, aunque, de cuando en cuando, le
recorría un estremecimiento al recordar que, aplastado, como un pañuelo
blanco, contra el cristal del invernadero, había visto el rostro de James Vane
que lo vigilaba.
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Capítulo 18
Al día siguiente Dorian Gray no salió de la casa y, de hecho, pasó la mayor
parte del tiempo en su habitación, presa de un loco miedo a morir y, sin
embargo, indiferente a la vida. El convencimiento de ser perseguido, de que se
le tendían trampas, de estar acorralado, empezaba a dominarlo. Si el viento
agitaba ligeramente los tapices, se echaba a temblar. Las hojas secas
arrojadas contra las vidrieras le parecían la imagen de sus resoluciones
abandonadas y de sus vanos remordimientos. Cuando cerraba los ojos, veía
de nuevo el rostro del marinero mirando a través del cristal empañado por la
niebla, y creía sentir una vez más cómo el horror le oprimía el corazón.
Aunque quizás sólo su imaginación hubiera hecho surgir la venganza de la
noche, colocando ante sus ojos las formas horribles del castigo. La vida real
era caótica, pero la imaginación seguía una lógica terrible. La imaginación
enviaba al remordimiento tras las huellas del pecado. La imaginación hacía
que cada delito concibiera su monstruosa progenie. En el universo ordinario de
los hechos no se castigaba a los malvados ni se recompensaba a los buenos.
El éxito correspondía a los fuertes y el fracaso recaía sobre los débiles. Eso
era todo. Además, si algún desconocido hubiera merodeado por los
alrededores de la casa, los criados o los guardas lo hubieran visto. Si se
hubieran encontrado huellas en los arriates, los jardineros habrían informado
de ello. Sin duda se trataba sólo de su imaginación. El hermano de Sibyl Vane
no había venido hasta Selby Royal para matarlo. Se había hecho a la mar en
su barco para irse finalmente a pique en algún mar invernal. De él, al menos,
nada tenía que temer. Aquel pobre desgraciado ni siquiera sabía quién era, no
podía saber quién era. La máscara de la juventud lo había salvado.
Pero si sólo había sido una ilusión, ¡qué terrible pensar que la conciencia
pudiera engendrar fantasmas tan temerosos, dándoles forma visible, haciendo
que se movieran como seres reales! ¿Qué clase de vida sería la suya si, de
día y de noche, sombras de su crimen le observaban desde rincones
silenciosos, se burlaban de él desde lugares secretos, le susurraban al oído en
medio de un banquete, lo despertaban con dedos helados mientras dormía? Al
presentársele aquella idea en el cerebro, palideció de terror y tuvo la impresión
de que el aire se había enfriado de repente. ¡En qué espantosa hora de locura
había asesinado a su amigo! ¡Qué atroz el simple recuerdo de la escena!
Volvía a verlo todo. Cada odioso detalle se le aparecía con renovado horror.
De la negra caverna del tiempo, terrible y envuelva en escarlata, se alzaba la
imagen de su pecado. Cuando lord Henry se presentó a las seis en punto, lo
encontró llorando como alguien a quien está a punto de rompérsele el corazón.
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Tan sólo al tercer día se aventuró a salir. Había algo en el aire límpido de
aquella mañana de invierno, en la que flotaba el aroma de los pinos, que
pareció devolverle la alegría y el ansia de vivir. Pero no sólo las condiciones
exteriores habían provocado el cambio. Su propia naturaleza se rebelaba
contra el exceso de angustia que había tratado de alterar, de mutilar, su
serenidad perfecta. Siempre es así con temperamentos sutiles y delicados.
Sus pasiones ardientes hieren o ceden. Matan o mueren. Los sufrimientos y
los amores superficiales viven largamente. A los grandes amores y
sufrimientos los destruye su propia plenitud. Dorian Gray estaba convencido
además de haber sido víctima de una imaginación aterrorizada, y veía ya los
temores de ayer con un poco de compasión y una buena dosis de desprecio.
Después del desayuno paseó con la duquesa por el jardín durante una hora,
y luego atravesó el parque en coche para reunirse con la partida de caza. La
escarcha matinal recubría la hierba como un manto de sal. El cielo era una
copa invertida de metal azul. Una delgada capa de hielo bordeaba el lago
inmóvil donde crecían los juncos.
En el límite del pinar reconoció a sir Geoffrey Clouston, el hermano de la
duquesa, que expulsaba dos cartuchos vacíos de su escopeta de caza.
Apeándose del vehículo, después de decirle al palafrenero que regresara con
la yegua, se abrió camino hacia su invitado entre los helechos secos y la
espesa maleza.
-¿Buena caza, Geoffrey? -preguntó.
-No demasiado buena, Dorian. Me parece que la mayoría de las aves han
salido ya a cielo abierto. Espero que tengamos más suerte después del
almuerzo, cuando iniciemos otra batida.
Dorian caminó a su lado. El aire intensamente aromático, los resplandores
marrones y rojos que aparecían momentáneamente en el pinar, los gritos
roncos de los ojeadores que resonaban de cuando en cuando y el ruido seco
de las detonaciones que los seguían eran para él motivo de fascinación, y lo
llenaban de un delicioso sentimiento de libertad. Le dominaba la
despreocupación de la felicidad, la suprema indiferencia de la alegría.
De repente, de una espesa mata de hierbas amarillentas, a unos veinte
metros de donde ellos se encontraban, erguidas las orejas de puntas negras,
avanzando a saltos sobre sus largas patas traseras, salió una liebre, que se
dirigió de inmediato hacia un grupo de alisos. Sir Geoffrey se llevó la escopeta
al hombro, pero algo en los ágiles movimientos del animal cautivó
extrañamente a Dorian Gray, quien gritó de inmediato:
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-¡No dispares, Geoffrey! Déjala vivir.
-¡Qué absurdo, Dorian! -rió Clouston, disparando cuando la liebre entraba de
un salto en la espesura. Se, oyeron dos gritos: el de la liebre herida de muerte,
que es terrible, y el de un ser humano agonizante, que es todavía peor.
-¡Cielo santo! ¡He alcanzado a un ojeador! -exclamó sir Geoffrey-. ¡Qué
estupidez ponerse delante de las escopetas! ¡Dejen de disparar! -gritó con
todas sus fuerzas-. Hay un herido.
El guarda mayor llegó corriendo con un bastón en la mano.
-¿Dónde, señor? ¿Dónde está? -gritó. Al mismo tiempo cesó el fuego en toda
la línea.
-Ahí -respondió muy irritado sir Geoffrey, acercándose al bosquecillo-. ¿Por
qué demonios no controla a sus hombres? Me han echado a perder toda una
jornada de caza.
Dorian los contempló mientras penetraban en el alisal, apartando las
delgadas ramas flexibles. Al verlos reaparecer a los pocos momentos,
arrastrando un cuerpo sin vida que llevaron hasta el sol, se dio la vuelta
horrorizado. Le pareció que las desgracias lo seguían dondequiera que iba.
Oyó preguntar a sir Geoffrey si aquel hombre estaba realmente muerto, y la
respuesta afirmativa del guarda mayor. Tuvo de pronto la impresión de que el
bosque se había llenado de rostros. Oía los pasos de miles de pies y un
murmullo confuso de voces. Un gran faisán de pecho cobrizo pasó aleteando
entre las ramas más altas.
Después de unos momentos que fueron para él, dada la agitación de su
espíritu, como interminables horas de dolor, sintió que una mano se posaba en
su hombro. Sobresaltado, volvió la vista.
-Dorian -dijo lord Henry-. Será mejor decirles que por hoy se ha terminado la
caza. No parecería bien seguir adelante.
-Me gustaría detenerla para siempre, Harry -respondió amargamente-. Todo
es horrible y cruel. ¿Está...?
No pudo terminar la frase.
-Mucho me temo -replicó lord Henry-. La descarga le alcanzó de lleno en el
pecho. Debe de haber muerto de manera casi instantánea. Ven; volvamos a
casa.
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Echaron a andar, uno al lado del otro, en dirección al paseo, y recorrieron
casi cincuenta metros sin hablar. Luego Dorian miró a lord Henry y dijo, con un
hondo suspiro:
-Es un mal presagio, Harry; un pésimo presagio.
-¿A qué te refieres? -preguntó lord Henry-. Ah, hablas del accidente, imagino.
Pero, ¿quién podía preverlo? La culpa ha sido suya. ¿Qué hacía por delante
de la línea de fuego? En cualquier caso no es asunto nuestro. Molesto para
Geoffrey, sin duda. No está bien visto agujerear ojeadores. Hace pensar a la
gente que uno no sabe dónde tira. Y Geoffrey lo sabe perfectamente; donde
pone el ojo pone la bala. Pero no sirve de nada hablar de este asunto.
Dorian hizo un gesto negativo con la cabeza.
-Es un mal presagio, Harry. Siento como si algo horrible nos fuese a suceder
a alguno de nosotros. A mí, tal vez -añadió, pasándose las manos por los ojos,
con un gesto de dolor.
Su amigo de más edad se echó a reír.
-Lo único horrible en el mundo es el ennui, Dorian. Ése es el único pecado
que no tiene perdón. Pero no es probable que lo padezcamos, a no ser que
nuestros amigos sigan hablando durante la cena de lo sucedido. He de
decirles que es un tema tabú. En cuanto a presagios, no existe nada
semejante. El destino no nos envía heraldos. Es demasiado prudente o
demasiado cruel para eso. Además, ¿qué demonios podría sucederte? Tienes
todo lo que un hombre puede desear. Cualquiera se cambiaría por ti.
-No hay nadie con quien yo no estaría dispuesto a cambiarme, Harry. No te
rías así. Te estoy diciendo la verdad. Ese pobre campesino que acaba de morir
es más afortunado que yo. No le tengo miedo a la muerte. Es su forma de
llegar lo que me aterroriza. Sus alas monstruosas parecen girar en el aire
plomizo a mi alrededor. ¡Dios del cielo! ¿No has visto a un hombre moviéndose
detrás de aquellos árboles, un individuo que me vigila, que me está
esperando?
Lord Henry miró en la dirección que señalaba la temblorosa mano
enguantada.
-Sí -dijo sonriendo-; veo un jardinero que te espera. Imagino que desea
preguntarte qué flores quieres esta noche en la mesa. ¡Qué increíblemente
nervioso estás, mi querido amigo! Has de ir a ver a mi médico cuando vuelvas
a Londres.
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Dorian dejó escapar un suspiro de alivio al ver acercarse al jardinero, quien,
llevándose la mano al sombrero, miró un momento a lord Henry, como
dubitativo, y luego sacó una carta, que entregó a su amo.
-Su gracia me ha dicho que esperase la respuesta -murmuró.
Dorian se guardó la carta en el bolsillo.
-Dígale a su gracia que llegaré enseguida -respondió con frialdad. El
mensajero se dio la vuelta, regresando rápidamente hacia la casa.
-¡Cuánto les gusta a las mujeres hacer cosas peligrosas! -rió lord Henry-. Es
una de las cualidades que más admiro en ellas. Una mujer puede coquetear
con cualquiera con tal de que haya otras personas mirando.
-¡Cuánto te gusta decir cosas peligrosas, Harry! En este caso te equivocas
por completo. Me gusta mucho la duquesa, pero no estoy enamorado de ella.
-Y la duquesa te quiere más de lo que le gustas, de manera que estáis
perfectamente emparejados.
-¡Eso es difamación, Harry, y nunca hay motivo alguno para la difamación!
-El fundamento de toda difamación es una certeza inmoral -dijo lord Henry
encendiendo un cigarrillo. -Sacrificarías a cualquiera por un epigrama.
-El mundo camina hacia el ara por decisión propia -fue la respuesta.
-Me gustaría ser capaz de amar -exclamó Dorian Gray con una nota de
profundo patetismo en la voz-. Pero se diría que he perdido la pasión y
olvidado el deseo. Estoy demasiado centrado en mí mismo. Mi personalidad se
ha convertido en una carga. Quiero escapar, alejarme, olvidar. Ha sido una
tontería volver aquí. Creo que voy a telegrafiar a Harvey para que prepare el
yate. En el yate estaré a salvo.
-¿A salvo de qué, Dorian? Tienes algún problema. ¿Por qué no me dices de
qué se trata? Sabes que te ayudaría. -No te lo puedo decir, Harry-respondió
con tristeza-. Y supongo que sólo se trata de mi imaginación. Ese desgraciado
accidente me ha trastornado. Tengo un horrible presentimiento de que algo
parecido puede sucederme a mí.
-¡Qué absurdo!
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-Espero que tengas razón, pero así es como lo siento. ¡Ah! Ahí está la
duquesa, que parece Artemisa en traje sastre. Ya ve que estamos de regreso,
duquesa.
-Me han informado de todo, señor Gray -respondió ella-. El pobre Geoffrey
está terriblemente afectado. Y al parecer usted le había pedido que no
disparase contra la liebre. ¡Qué curioso!
-Sí; muy curioso. No sé qué fue lo que me empujó a decirlo. Un impulso
repentino, supongo. Me pareció una bestiecilla encantadora. Siento que le
hayan hablado del ojeador. Es una cosa lamentable.
-Es un tema molesto -intervino lord Henry-. Carece de valor psicológico. En
cambio, si Geoffrey lo hubiera hecho aposta, ¡qué interesante sería! Me
gustaría conocer a un verdadero asesino.
-¡Qué desagradable eres, Harry! -exclamó la duquesa-. ¿No le parece, señor
Gray? Harry, el señor Gray vuelve a no encontrarse bien. Me parece que se va
a desmayar. Dorian hizo un esfuerzo para reponerse y sonrió.
-No es nada, duquesa -murmuró-; tan sólo que estoy muy nervioso. Nada
más que eso. Me temo que he caminado demasiado esta mañana. No he oído
lo que ha dicho Harry. ¿Algo muy inconveniente? Me lo tendrá que contar en
otra ocasión. Creo que voy a ir a tumbarme un rato. Me disculpará usted, ¿no
es cierto?
Habían llegado ya a la gran escalera que llevaba desde el invernadero hasta
la terraza. Mientras la puerta de cristal se cerraba detrás de Dorian, lord Henry
se volvió y miró a su prima con ojos lánguidos.
-¿Estás muy enamorada de él? -preguntó.
La duquesa tardó algún tiempo en contestar, contemplando, inmóvil, el
paisaje.
-Me gustaría saberlo -dijo, finalmente.
Lord Henry movió la cabeza.
-Saberlo sería fatal. Es la incertidumbre lo que nos atrae. Un poco de niebla
mejora mucho las cosas.
-Se puede perder el camino.
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-Todos los caminos llevan al mismo sitio, mi querida Gladys.
-¿Que es...?
-La desilusión.
-Fue mi debut en la vida -suspiró la duquesa.
-Pero llegó con la corona ducal.
-Estoy harta de hojas de fresa.
-Te sientan bien.
-Sólo en público.
-Las echarías de menos -dijo lord Henry.
-No renunciaría ni a un pétalo.
-Monmouth tiene oídos.
-Los ancianos son duros de oído.
-¿No ha tenido nunca celos?
-Ojalá los hubiera tenido.
Lord Henry miró a su alrededor como si buscara algo.
-¿Qué estás buscando? -preguntó ella.
-El botón de tu florete -respondió él-. Se te acaba de caer.
La duquesa se echó a reír.
-Todavía me queda la máscara.
-Hace que tus ojos parezcan todavía más hermosos -fue su respuesta.
Su prima volvió a reír. Sus dientes brillaron como simientes blancas en un
fruto escarlata.
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En el piso alto, Dorian Gray estaba tumbado en un sofá de su cuarto,
sintiendo vibrar de terror todas las fibras de su cuerpo. De repente la vida se
había convertido en un peso insoportable. La horrible muerte del desdichado
ojeador, derribado entre la maleza como un animal salvaje, le había parecido
una prefiguración de su propia muerte. Casi se había desmayado al oír la
broma cínica que lord Henry había lanzado al azar.
A las cinco llamó a su criado y le ordenó que le preparase una maleta para
regresar a Londres en el expreso de la noche, y que la berlina estuviera
delante de la puerta a las ocho y media. Había decidido no dormir una noche
más en Selby Royal. Era un lugar de malos augurios. La muerte se paseaba
por allí a la luz del día. La hierba del bosque se había manchado de sangre.
Luego escribió una nota para lord Henry, diciéndole que regresaba a Londres
para consultar a su médico, y pidiéndole que distrajera a sus huéspedes
durante su ausencia. Cuando la estaba metiendo en el sobre, oyó llamar a la
puerta, y su ayuda de cámara le informó de que el guarda mayor quería verlo.
Dorian Gray frunció el ceño y se mordió los labios. -Dígale que pase murmuró, después de una breve vacilación.
Tan pronto como entró su visitante, Dorian sacó de un cajón el talonario de
cheques y lo abrió.
-Imagino, Thornton, que viene para hablarme del desafortunado accidente de
esta mañana -dijo, empuñando la pluma.
-Así es, señor -respondió el guardabosque.
-¿Estaba casado ese pobre infeliz? ¿Tenía personas a su cargo? -preguntó
Dorian, con aire aburrido-. Si es así, no quisiera que pasaran necesidades, y
estoy dispuesto a enviarles la cantidad que usted considere necesaria.
-No sabemos quién es, señor. Eso es lo que me he tomado la libertad de
venir a decirle.
-¿No saben quién es? -preguntó Dorian distraídamente-. ¿Qué quiere decir?
¿No era uno de sus hombres?
-No, señor. No lo había visto nunca. Parece un marinero, señor.
A Dorian Gray se le cayó la pluma de la mano, y tuvo la sensación de que el
corazón dejaba de latirle.
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-¿Un marinero? -exclamó-. ¿Ha dicho un marinero? -Sí, señor. Parece como
si hubiera sido marinero o algo parecido; tatuajes en los dos brazos y otras
cosas por el estilo.
-¿Llevaba algo encima? -preguntó Dorian, inclinándose hacia adelante y
mirando al guardabosque con ojos llenos de sobresalto-. ¿Algo que nos
permita saber su nombre?
-Algo de dinero, señor, no mucho, y un revólver de seis tiros. Nada que lo
identifique. Aspecto de persona decente, sin ser un caballero. Algo así como
un marinero, creemos nosotros.
Dorian se puso en pie. Una imposible esperanza le rozó con su ala y se
agarró a ella con frenesí.
-¿Dónde está el cadáver? -exclamó-. ¡Deprisa! He de verlo cuanto antes.
-En un establo vacío de la granja, señor. Nadie quiere tener una cosa así en
su casa. Dicen que un cadáver trae mala suerte.
-¡La granja! Vaya inmediatamente allí y espéreme. Diga a uno de los mozos
de cuadra que me traiga el caballo. No. No se preocupe. Iré yo al establo.
Ahorraremos tiempo.
En menos de un cuarto de hora Dorian Gray galopaba por la gran avenida.
Los árboles parecían desfilar a ambos lados como un cortejo de fantasmas, y
sombras extrañas se arrojaban furiosamente en su camino. En una ocasión la
yegua hizo un extraño ante un poste blanco y estuvo a punto de derribarlo.
Dorian le golpeó el cuello con la fusta. El animal se adentró en la oscuridad
como una flecha. Sus cascos hacían volar los guijarros.
Finalmente llegó a la granja y encontró a dos hombres ociosos en el patio.
Dorian saltó de la silla y le arrojó a uno de ellos las riendas. En el establo más
distante parpadeaba una luz. Algo le dijo que allí se hallaba el cadáver. Corrió
hacia la puerta y puso la mano en el picaporte.
Luego se detuvo un momento, sintiendo que estaba a punto de hacer un
descubrimiento que haría renacer su vida o la destruiría. A continuación abrió
la puerta de golpe y entró.
Sobre un montón de sacos vacíos, y en el rincón más alejado de la puerta,
yacía el cadáver de un hombre vestido con una camisa de tela basta y unos
pantalones azules. Sobre el rostro le habían colocado un pañuelo de lunares.
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Una vela de mala calidad, hundida en el cuello de una botella, chisporroteaba
a su lado.
Dorian Gray se estremeció. Sintió que no podía ser su mano la que retirase
el pañuelo, y pidió a uno de los gañanes que se acercara.
-Quítenle eso que tiene sobre la cara. Quiero verlo -dijo, agarrándose a la
jamba de la puerta para no caer.
Cuando el gañán hizo lo que le pedían, Dorian Gray se adelantó. De sus
labios escapó un grito de alegría. El hombre muerto entre la maleza era James
Vane.
Permaneció allí unos minutos contemplando el cadáver. Luego regresó a la
casa principal con los ojos llenos de lágrimas, sabiendo que estaba, a salvo.
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Capítulo 19
-No me digas que vas a ser bueno -exclamó lord Henry, sumergiendo los
dedos en un cuenco de cobre rojo lleno de agua de rosas-. Eres
absolutamente perfecto. Haz el favor de no cambiar.
Dorian Gray movió la cabeza.
-No, Harry, no. He hecho demasiadas cosas horribles en mi vida. No voy a
hacer ninguna más. Ayer empecé con las buenas acciones.
-¿Dónde estuviste ayer?
-En el campo, Harry. Solo, en una humilde posada. -Mi querido muchacho dijo lord Henry sonriendo-, cualquiera puede ser bueno en el campo, donde no
existen tentaciones. Ése es el motivo de que las personas que no habitan en
ciudades vivan todavía en estado de barbarie. La civilización no es algo que se
consiga fácilmente. Sólo hay dos maneras. O se es culto o se está corrompido.
La gente del campo carece de ocasiones para ambas cosas, de manera que
sólo conocen el estancamiento. -Cultura y corrupción -repitió Dorian-. Sé algo
acerca de esas dos cosas. Ahora me parece terrible que vayan alguna vez
unidas. Porque tengo un nuevo ideal, Harry. Voy a cambiar. Creo que ya he
cambiado.
-No me has contado cuál ha sido tu buena acción de ayer. ¿O fue más de
una? -preguntó su interlocutor, mientras vertía sobre su plato una pequeña
pirámide carmesí de fresas maduras, blanqueándolas luego con azúcar
mediante una cuchara perforada en forma de concha.
-Te lo puedo contar a ti, Harry, aunque a nadie más. Renuncié a perjudicar a
una persona. Parece pretencioso, pero ya entiendes lo que quiero decir. Era
muy hermosa, y extraordinariamente parecida a Sibyl Vane. Creo que fue eso
lo primero que me atrajo de ella. Te acuerdas de Sibyl, ¿no es cierto? ¡Cuánto
tiempo parece que ha pasado! Hetty, por supuesto, no es una persona de
nuestra posición, tan sólo una chica de pueblo. Pero me había enamorado.
Estoy completamente seguro de que la quería. Durante todo este mes de
mayo tan maravilloso que hemos disfrutado iba a verla dos o tres veces por
semana. Ayer se reunió conmigo en un huerto. Las flores de los manzanos le
caían sobre el pelo y se reía mucho. Íbamos a escaparnos juntos hoy por la
mañana al amanecer. De repente decidí que no cambiara por mi culpa.
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-Imagino que la novedad de ese sentimiento te habrá proporcionado un
estremecimiento de auténtico placer -le interrumpió lord Henry-. Pero estoy en
condiciones de contarte el final de tu idilio. Le diste buenos consejos y le
rompiste el corazón. Ése ha sido el comienzo de tu enmienda.
-¡Qué desagradable eres, Harry! No debes decir cosas tan espantosas. A
Hetty no se le ha roto el corazón. Lloró, por supuesto, y todo lo demás. Pero no
ha perdido la honra. Puede vivir, como Perdita, en su jardín de menta y
caléndulas.
-Y llorar por la infidelidad de Florisel -dijo lord Henry, riendo, mientras se
inclinaba hacia atrás en la silla-. Mi querido Dorian, tienes curiosas ideas de
adolescente. ¿De verdad crees que esa muchacha se contentará ahora con
alguien de su posición? Imagino que algún día la casarán con un carretero mal
hablado o con un labrador chistoso. Y el hecho de haberte conocido, y de
haberte amado, le permitirá despreciar a su marido, lo que la hará
perfectamente desgraciada. Desde el punto de vista de la moral, no puedo
decir que tu gran renuncia me impresione demasiado. Incluso como modesto
principio es muy poquita cosa. Además, ¿quién te dice que en este momento
Hetty no flota en algún estanque iluminado por las estrellas y rodeada de lirios,
como Ofelia?
-¡Eres insoportable, Harry! Te burlas de todo y acto seguido imaginas las
tragedias más espantosas. Siento habértelo contado. Me tiene sin cuidado lo
que digas. Sé que he actuado bien. ¡Pobre Hetty! Cuando pasé a caballo esta
mañana por delante de su granja, vi su rostro en la ventana, como un ramillete
de jazmines. Vamos a no hablar más de ello, y no trates de convencerme de
que mi primera buena acción en muchos años, el primer intento de
autosacrificio de toda mi vida es en realidad otro pecado más. Quiero ser
mejor. Voy a ser mejor. Cuéntame algo sobre ti. ¿Qué está pasando en
Londres? Hace días que no voy por el club.
-La gente sigue hablando de la desaparición del pobre Basil.
-Yo pensaba que ya se habrían cansado después de tanto tiempo -exclamó
Dorian, sirviéndose un poco más de vino y frunciendo ligeramente el ceño.
-Mi querido muchacho, sólo llevan seis semanas hablando de ello, y el
público británico necesita tres meses para soportar la tensión mental que
requiere un cambio de tema. De todos modos, ha tenido bastante suerte en
estos últimos tiempos. Primero fue el caso de mi divorcio y el suicidio de Alan
Campbell. Ahora se les ofrece la misteriosa desaparición de un artista.
Scotland Yard sigue insistiendo en que la persona con un abrigo gris que el
nueve de noviembre tomó el tren de medianoche camino de Francia era el
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pobre Basil, y la policía gala afirma que Hallward nunca llegó a París. Supongo
que dentro de un par de semanas se nos dirá que lo han visto en San
Francisco. Es una cosa extraña, pero de todas las personas que desaparecen
acaba diciéndose que las han visto en San Francisco. Debe de ser una ciudad
encantadora, y posee todos los atractivos del mundo venidero.
-¿Qué crees tú que le ha sucedido a Basil? -preguntó Dorian, colocando la
copa de borgoña a contraluz, y preguntándose cómo era posible que hablara
de aquel asunto con tanta calma.
-No tengo ni la más remota idea. Si Basil decide esconderse no es asunto
mío. Si ha muerto, no quiero pensar en él. La muerte es la única cosa que de
verdad me aterra. La aborrezco.
-¿Por qué? -preguntó el más joven con tono cansado.
-Porque -respondió lord Henry, llevándose a la nariz una vinagrera dorada y
aspirando el olor- en la actualidad se puede sobrevivir a todo, pero no a eso.
La muerte y la vulgaridad son los dos hechos del siglo XIX que carecen de
explicación. El café lo tomaremos en la sala de música, Dorian. Has de tocar a
Chopin en mi honor. El individuo con quien se escapó mi mujer tocaba Chopin
de manera verdaderamente exquisita. ¡Pobre Victoria! Le tenía mucho cariño.
La casa se ha quedado muy sola sin ella. Por supuesto la vida matrimonial no
es más que una costumbre, una mala costumbre. Pero la verdad es que
lamentamos la pérdida incluso de nuestras peores costumbres. Quizá sean las
que más lamentamos. Son una parte demasiado esencial de nuestra
personalidad.
Dorian no dijo nada, pero se levantó de la mesa y, pasando a la habitación
vecina, se sentó ante el piano y dejó que sus dedos se perdieran sobre el
marfil blanco y negro de las teclas. Cuando trajeron el café dejó de tocar y,
volviéndose hacia lord Henry, dijo:
-Harry, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que quizá Basil Hallward haya
muerto asesinado?
Lord Henry bostezó.
-Basil era muy popular, y siempre llevaba un reloj Waterbury. ¿Por qué
tendrían que haberlo asesinado? No era lo bastante inteligente como para
hacerse enemigos. Es cierto que poseía un gran talento para la pintura. Pero
una persona puede pintar como Velázquez y ser perfectamente aburrido. Basil
lo era. Sólo me interesó una vez, y fue cuando me dijo, hace años, que te
adoraba locamente, y que eras el motivo dominante de su arte.
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-Yo le tenía mucho cariño -dijo Dorian con una nota de tristeza en la voz-.
Pero, ¿no dice la gente que lo han asesinado?
-Lo dicen algunos periódicos, pero a mí no me parece nada probable. Sé que
hay lugares terribles en París, pero Basil no era el tipo de persona que va a
esos sitios. No tenía curiosidad. Era su principal defecto.
-¿Qué dirías, Harry, si te confesara que había asesinado a Basil? -dijo el más
joven. Luego se lo quedó mirando fijamente.
-Diría, mi querido amigo, que tratas de representar un papel que no te va en
absoluto. Todo delito es vulgar, de la misma manera que todo lo vulgar es
delito. No está en tu naturaleza, Dorian, cometer un asesinato. Siento herir tu
vanidad diciéndolo, pero te aseguro que es verdad. El crimen pertenece en
exclusiva a las clases bajas. No se lo censuro ni por lo más remoto. Imagino
que para ellos es como el arte para nosotros, una manera de procurarse
sensaciones extraordinarias.
-¿Una manera de procurarse sensaciones? ¿Crees, entonces, que una
persona que una vez ha cometido un asesinato podría reincidir en el mismo
delito? No me digas que eso es cierto.
-Cualquier cosa se convierte en placer si se hace con suficiente frecuencia exclamó lord Henry, riendo-. Ése es uno de los secretos más importantes de la
vida. Pero me parece, de todos modos, que el asesinato es siempre una
equivocación. Nunca se debe hacer nada de lo que no se pueda hablar
después de cenar. Pero vamos a olvidarnos del pobre Basil. Me gustaría poder
creer que ha terminado de una manera tan romántica como tú sugieres, pero
no puedo. Mi opinión, más bien, es que se cayó en el Sena desde la victoria de
un autobús, y que el conductor echó tierra sobre el asunto para evitar el
escándalo. Sí; imagino que fue así como acabó. Lo veo tumbado de espaldas
bajo esas aguas de color verde mate con las pesadas barcazas pasándole por
encima y con las algas enganchadas en el pelo. ¿Sabes? No creo que hubiera
hecho en el futuro nada que mereciera la pena. Durante los últimos diez años
su pintura había caído mucho.
Dorian dejó escapar un suspiro, y lord Henry cruzó la habitación y empezó a
acariciar la cabeza de un curioso loro de Java, un ave de gran tamaño y
plumaje gris, cresta y cola rojas, que se mantenía en equilibrio sobre una
percha de bambú. Al tocarle aquellos dedos afilados, dejó caer la blanca
espuma de sus párpados arrugados sobre ojos semejantes a cristales negros,
y empezó a mecerse.
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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-Sí -continuó lord Henry, volviéndose y sacando un pañuelo del bolsillo-,
pintaba cada vez peor. Era como si hubiera perdido algo. Probablemente un
ideal. Cuando dejasteis de ser grandes amigos, Basil dejó de ser un gran
artista. ¿Qué fue lo que os separó? Imagino que te aburría soberanamente. Si
es así, nunca te lo perdonó. Es una costumbre que tienen las personas
aburridas. Por cierto, ¿qué ha sido de aquel maravilloso retrato que te hizo?
No creo haber vuelto a verlo desde que lo terminó. ¡Sí, claro! Hace años me
dijiste, ahora lo recuerdo, que lo habías enviado a Selby y que se perdió o lo
robaron por el camino. ¿Nunca lo recuperaste? ¡Qué lástima! Era realmente
una obra maestra. Recuerdo que quise comprarlo. Ojalá lo hubiera hecho.
Pertenecía al mejor periodo de Basil. Desde entonces, su obra ha tenido esa
mezcla curiosa de mala pintura y buenas intenciones que siempre da derecho
a decir de alguien que es un artista británico representativo. ¿No publicaste
anuncios para intentar recuperarlo? Deberías haberlo hecho.
-No lo recuerdo -dijo Dorian-. Supongo que lo hice. Pero lo cierto es que
nunca me gustó de verdad. Siento haber posado para él. Su recuerdo me
resulta odioso. ¿Por qué hablas de aquel retrato? Siempre me recordaba esos
curiosos versos de alguna obra, creo que Hamlet... ¿cómo son, exactamente?
¿O eres como imagen de dolor,
como un rostro sin alma?
Sí: eso es lo que era.
Lord Henry se echó a reír.
-Si una persona trata la vida artísticamente, su cerebro es su alma respondió, hundiéndose en un sillón. Dorian Gray movió la cabeza y extrajo del
piano algunos acordes melancólicos.
-«Imagen de dolor» -repitió-, «rostro sin alma».
Su amigo de más edad se recostó en el sillón y lo contempló con los ojos
medio cerrados.
-Por cierto, Dorian -dijo, después de una pausa-, «¿y qué aprovecha al
hombre»..., ¿cómo acaba exactamente la cita?, «ganar todo el mundo y perder
su alma?»
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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El piano dejó escapar una nota desafinada y Dorian Gray, sobresaltado, se
volvió a mirar a lord Henry. -¿Por qué me preguntas eso, Harry?
-Mi querido amigo -dijo lord Henry, alzando las cejas en un gesto de
sorpresa-, te lo preguntaba porque te creía capaz de darme una respuesta.
Eso es todo. Cuando iba por el Parque este último domingo, me encontré,
cerca de Marble Arch, un grupito de gente mal vestida escuchando a un vulgar
predicador callejero. Cuando pasaba por delante, oí cómo aquel hombre le
gritaba esa pregunta a su público. Todo ello me pareció bastante dramático.
En Londres abundan los efectos curiosos como ése. Un domingo lluvioso, un
vulgar cristiano con un impermeable, un círculo de blancos rostros enfermizos
bajo un techo desigual de paraguas goteantes, y una frase maravillosa lanzada
al aire por unos labios histéricos y una voz chillona..., estuvo bastante bien, a
su manera: toda una sugerencia. Se me ocurrió decirle al profeta que el Arte sí
tiene un alma, pero no el ser humano. Mucho me temo, de todos modos, que
no me hubiera entendido.
-No digas eso, Harry. El alma es una terrible realidad. Se puede comprar y
vender, y hasta hacer trueques con ella. Se la puede envenenar o alcanzar la
perfección. Todos y cada uno de nosotros tenemos un alma. Lo sé muy bien.
-¿Estás seguro, Dorian?
-Completamente seguro.
-¡Ah! entonces tiene que ser una ilusión. Las cosas de las que uno está
completamente seguro nunca son verdad. Ésa es la fatalidad de la fe y la
lección del romanticismo. ¡Qué aire más solemne! No te pongas tan serio.
¿Qué tenemos tú y yo que ver con las supersticiones de nuestra época? No;
nosotros hemos renunciado a creer en el alma. Toca un nocturno para mí,
Dorian, y, mientras tocas, dime, en voz baja, cómo has hecho para conservar
la juventud. Has de tener algún secreto. Sólo te llevo diez años, pero tengo
arrugas y estoy gastado y amarillo. Tú eres realmente admirable, Dorian.
Nunca me has parecido tan encantador como esta noche. Haces que recuerde
el día en que te conocí. Eras bastante impertinente, muy tímido y
absolutamente extraordinario. Has cambiado, por supuesto, pero tu aspecto
no. Me gustaría que me dijeras tu secreto. Haría cualquier cosa para recuperar
la juventud, excepto ejercicio, levantarme pronto o ser respetable... ¡Juventud!
No hay nada como la juventud. Es absurdo hablar de la ignorancia de la
juventud. Las únicas personas cuyas opiniones escucho con respeto son las
de personas mucho más jóvenes que yo. Parecen ir por delante de mí. La vida
les ha revelado sus maravillas más recientes. En cuanto a las personas de
edad, siempre les llevo la contraria. Lo hago por principio. Si les pides su
opinión sobre algo que sucedió ayer, te dan con toda solemnidad las opiniones
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El Retrato de Dorian Gray
Oscar Wilde
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que corrían en 1820, cuando la gente llevaba medias altas, creía en todo y no
sabían absolutamente nada. ¡Qué hermoso es eso que estás tocando! Me
pregunto si Chopin lo escribió en Mallorca, con el mar llorando alrededor de la
villa donde vivía, y con gotas de agua salada golpeando los cristales.
¡Maravillosamente romántico! ¡Es una bendición que todavía nos quede un
arte no imitativo! No te detengas. Esta noche necesito música. Me pareces el
joven Apolo, y yo soy Marsias, escuchándote. Tengo mis propios sufrimientos,
Dorian, de los que ni siquiera tú estás enterado. La tragedia de la ancianidad
no es ser viejo, sino joven. A veces me sorprende mi propia sinceridad. ¡Ah,
Dorian, qué feliz eres! ¡Qué vida tan exquisita la tuya! Has bebido hasta
saciarte de todos los placeres. Has saboreado las uvas más maduras. Nada se
te ha ocultado. Y todo ello no ha sido para ti más que unos compases
musicales. Nada te ha echado a perder. Sigues siendo el mismo.
-No soy el mismo, Harry.
-Sí que lo eres. Me pregunto cómo será el resto de tu vida. No la estropees
con renunciaciones. En el momento presente eres la perfección misma. No te
hagas voluntariamente incompleto. No te falta nada. No muevas la cabeza:
sabes que es así. Además, Dorian, no te engañes. La vida no se gobierna ni
con la voluntad ni con la intención. La vida es una cuestión de nervios, de
fibras, y de células lentamente elaboradas en las que el pensamiento se
esconde y la pasión tiene sus sueños. Quizá te imaginas que estás a salvo y
crees que eres fuerte. Pero un cambio casual de color en una habitación o en
el color del cielo matutino, un determinado perfume que te gustó en una
ocasión y que te trae recuerdos sutiles, un verso de un poema olvidado con el
que te tropiezas de nuevo, una cadencia de una composición musical que has
dejado de tocar... Te aseguro, Dorian, que la vida depende de cosas como
ésas. Browning escribe acerca de ello en algún sitio, pero nuestros propios
sentidos lo inventan para nosotros. Hay momentos en los que el olor a lilas
blancas me domina de repente, y tengo que vivir de nuevo el mes más extraño
de mi vida. Bien quisiera cambiarme contigo, Dorian. El mundo no se cansa de
denunciarnos a los dos, pero a ti siempre te ha rendido culto. Y siempre lo
hará. Eres el prototipo de lo que busca esta época nuestra y tiene miedo de
haber encontrado. ¡Me alegro muchísimo de que nunca hayas hecho nada, de
que nunca hayas tallado una estatua, ni pintado un cuadro, ni producido nada
distinto de tu persona! La vida ha sido tu arte. Has hecho música de ti mismo.
Tus días son tus sonetos.
Dorian se levantó del piano y se pasó la mano por el cabello.
-Sí; la vida me ha dado placeres exquisitos -murmuró-, pero voy a cambiar,
Harry. Y no debes hacerme esos elogios tan excesivos. No lo sabes todo. Creo
que si lo supieras, también tú te alejarías de mí. Ríes. No debieras hacerlo.
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-¿Por qué has dejado de tocar, Dorian? Vuelve al piano y obséquiame otra
vez con ese nocturno. Contempla la enorme luna color de miel que cuelga en
la oscuridad. Está esperando a que la encandiles, y si tocas se acercará más a
la tierra. ¿No quieres? Vayámonos entonces al club. Ha sido una velada
deliciosa y debemos acabarla de la misma manera. Hay alguien en el White
que tiene un deseo inmenso de conocerte: se trata del joven lord Poole, el hijo
mayor de Bournemouth. Ya te ha copiado las corbatas, y ahora me suplica que
te lo presente. Es un muchacho encantador y me recuerda mucho a ti.
-Espero que no -dijo Dorian, con una expresión triste en los ojos-. Lo cierto
es que esta noche estoy cansado, Harry. No voy a ir al club. Son casi las once
y quiero acostarme pronto.
-Quédate, por favor. Nunca habías tocado tan bien como esta noche. Había
algo maravilloso en tu estilo. Resultaba más expresivo que nunca.
-Eso se debe a que voy a ser bueno -respondió él, sonriendo-. Ya he
cambiado un poco.
-Para mí no puedes cambiar -dijo lord Henry-. Tú y yo siempre seremos
amigos.
-En una ocasión, sin embargo, me envenenaste con un libro. Eso no lo
olvidaré. Harry, prométeme que nunca le prestarás ese libro a nadie. Hace
daño.
-Mi querido muchacho, es cierto que estás empezando a moralizar. Muy
pronto saldrás por ahí como los conversos y los evangelistas, poniendo a la
gente en guardia contra todos los pecados de los que ya te has cansado. Eres
demasiado encantador para hacer una cosa así. Además, no sirve de nada. Tú
y yo somos lo que somos, y seremos lo que seremos. En cuanto a ser
envenenado por un libro, no existe semejante cosa. El arte no tiene influencia
sobre la acción. Aniquila el deseo de actuar. Es magníficamente estéril. Los
libros que el mundo llama inmorales son libros que muestran al mundo su
propia vergüenza. Eso es todo. Pero no vamos a discutir sobre literatura. Ven
a verme mañana. Iré a montar a caballo a las once. Podemos hacerlo juntos y
luego te llevaré a almorzar con lady Branksome. Es una mujer encantadora, y
quiere hacerte una consulta sobre ciertos tapices que piensa comprar. No te
olvides de venir. ¿O te parece mejor que almorcemos con nuestra duquesita?
Dice que ahora no te ve nunca. ¿Acaso te has cansado de Gladys? Ya
pensaba yo que terminaría por sucederte. Esa lengua suya tan inteligente
acaba por exasperar a cualquiera. De todos modos, no dejes de estar aquí a
las once.
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-¿Es necesario que venga, Harry?
-Por supuesto. Ahora el Parque está maravilloso. Creo que no ha habido
nunca unas lilas tan hermosas desde el año en que te conocí.
-Muy bien. Estaré aquí a las once -dijo Dorian-. Buenas noches, Harry.
Al llegar a la puerta, vaciló un momento, como si tuviera algo más que decir.
Luego dejó escapar un suspiro y abandonó la habitación.
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Capítulo 20
El aire de la noche era una delicia, tan tibio que Dorian Gray se colocó el
abrigo sobre el brazo y ni siquiera se anudó en torno a la garganta la bufanda
de seda. Mientras se dirigía hacia su casa, fumando un cigarrillo, dos jóvenes
vestidos de etiqueta se cruzaron con él, y oyó cómo uno le susurraba al otro:
«Ése es Dorian Gray». Recordó cuánto solía agradarle que alguien lo señalara
con el dedo o se le quedara mirando y hablara de él. Ahora le cansaba oír su
nombre. Buena parte del encanto del pueblecito adonde había ido con tanta
frecuencia últimamente era que nadie lo conocía. A la muchacha a la que
cortejó hasta enamorarla le había dicho que era pobre, y Hetty le había creído.
En otra ocasión le dijo que era una persona malvada, y ella se echó a reír,
respondiéndole que los malvados eran siempre muy viejos y muy feos. ¡Ah, su
manera de reírse! Era como el canto de la alondra. Y ¡qué bonita estaba con
sus vestidos de algodón y sus sombreros de ala ancha! Hetty no sabía nada
de nada, pero poseía todo lo que él había perdido.
Al llegar a su casa, encontró al ayuda de cámara esperándolo. Le dijo que se
acostara, se dejó caer en un sofá de la biblioteca y empezó a pensar en las
cosas que lord Henry le había dicho.
¿Era realmente cierto que no se cambia? Sentía un deseo loco de recobrar la
pureza sin mancha de su adolescencia; su adolescencia rosa y blanca, como
lord Henry la había llamado en una ocasión. Sabía que estaba manchado, que
había llenado su espíritu de corrupción y alimentado de horrores su
imaginación; que había ejercido una influencia nefasta sobre otros, y que había
experimentado, al hacerlo, un júbilo incalificable; y que, de todas las vidas que
se habían cruzado con la suya, había hundido en el deshonor precisamente las
más bellas, las más prometedoras. Pero, ¿era todo ello irremediable? ¿No le
quedaba ninguna esperanza?
¡Ah, en qué monstruoso momento de orgullo y de ceguera había rezado para
que el retrato cargara con la pesadumbre de sus días y él conservara el
esplendor, eternamente intacto, de la juventud! Su fracaso procedía de ahí.
Hubiera sido mucho mejor para él que a cada pecado cometido le hubiera
acompañado su inevitable e inmediato castigo. En lugar de «perdónanos
nuestros pecados», la plegaria de los hombres a un Dios de justicia debería
ser «castíganos por nuestras iniquidades».
El curioso espejo tallado que lord Henry le regalara hacía ya tantos años se
hallaba sobre la mesa, y los cupidos de marfileñas extremidades seguían,
como antaño, rodeándolo con sus risas. Lo cogió, como había hecho en
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aquella noche de horror, cuando por primera vez advirtiera un cambio en el
retrato fatal, y con ojos desencajados, enturbiados por las lágrimas, contempló
su superficie pulimentada. En una ocasión, alguien que le había amado
apasionadamente le escribió una carta que concluía con esta manifestación de
idolatría: «El mundo ha cambiado porque tú estás hecho de marfil y oro. La
curva de tus labios vuelve a escribir la historia». Aquellas frases le volvieron a
la memoria, y las repitió una y otra vez. Luego su belleza le inspiró una infinita
repugnancia y, arrojando el espejo al suelo, lo aplastó con el talón hasta
reducirlo a astillas de plata. Su belleza le había perdido, su belleza y la
juventud por la que había rezado. Sin la una y sin la otra, quizá su vida hubiera
quedado libre de mancha. La belleza sólo había sido una máscara, y su
juventud, una burla. ¿Qué era la juventud en el mejor de los casos? Una época
de inexperiencia, de inmadurez, un tiempo de estados de ánimo pasajeros y de
pensamientos morbosos. ¿Por qué se había empeñado en vestir su uniforme?
La juventud lo había echado a perder.
Era mejor no pensar en el pasado. Nada podía cambiarlo. Tenía que pensar
en sí mismo, en su futuro. A James Vane lo habían enterrado en una tumba
anónima en el cementerio de Selby. Alan Campbell se había suicidado una
noche en su laboratorio, pero sin revelar el secreto que le había sido impuesto.
La emoción, o la curiosidad, suscitada por la desaparición de Basil Hallward
pronto se desvanecería. Ya empezaba a pasar. Por ese lado no tenía nada
que temer. Y, de hecho, no era la muerte de Basil Hallward lo que más le
abrumaba. Le obsesionaba la muerte en vida de su propia alma. Basil había
pintado el retrato que echó a perder su vida. Eso no se lo podía perdonar. El
retrato tenía la culpa de todo. Basil le dijo cosas intolerables que él, sin
embargo, soportó con paciencia. El asesinato fue obra, sencillamente, de una
locura momentánea. En cuanto a Alan Campbell, el suicidio había sido su
decisión personal. Había elegido actuar así. Nada tenía que ver con él.
¡Una vida nueva! Eso era lo que necesitaba. Eso era lo que estaba
esperando. Sin duda la había empezado ya. Había evitado, al menos, la
perdición de una criatura inocente. Nunca volvería a poner la tentación en el
camino de la inocencia. Sería bueno.
Al pensar en Hetty Merton, empezó a preguntarse si el retrato habría
cambiado. Sin duda no sería ya tan horrible como antes. Quizá, si su vida
recobraba la pureza, expulsaría de su rostro hasta el último resto de las malas
pasiones. Quizás, incluso, habían desaparecido ya. Iría a verlo.
Tomó la lámpara y subió sigilosamente las escaleras. Al descorrer el cerrojo,
una sonrisa de alegría iluminó por un instante el rostro extrañamente joven y
se prolongó unos momentos más en torno a los labios. Sí, practicaría el bien, y
aquel retrato espantoso que llevaba tanto tiempo escondido dejaría de
aterrorizarlo. Sintió que ya se le había quitado un peso de encima.
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Entró sin hacer el menor ruido, volviendo a cerrar la puerta con llave, como
tenía por costumbre, y retiró la tela morada que cubría el cuadro. Un grito de
dolor e indignación se le escapó de los labios. No se notaba cambio alguno,
con la excepción de un brillo de astucia en la mirada y en la boca las arrugas
sinuosas de la hipocresía. El lienzo seguía siendo tan odioso como siempre,
más, si es que eso era posible; y el rocío escarlata que le manchaba la mano
parecía más brillante, con más aspecto de sangre recién derramada. Dorian
Gray empezó entonces a temblar. ¿Le había empujado únicamente la vanidad
a llevar a cabo su única obra buena? ¿O había sido el deseo de una nueva
sensación, como apuntara lord Henry, con su risa burlona? ¿O tal vez el deseo
apasionado de representar un papel que nos empuja a hacer cosas mejores de
lo que nos corresponde por naturaleza? ¿O, quizá, todo aquello al mismo
tiempo? Pero, ¿por qué era más grande la mancha roja? Parecía haberse
extendido como una horrible enfermedad sobre los dedos cubiertos de
arrugas. Había sangre en los pies pintados, como si aquella cosa hubiera
goteado..., sangre incluso en la mano que no había empuñado el cuchillo.
¿Una confesión? ¿Quería aquello decir que iba a confesar su crimen? ¿Que
iba a entregarse para que lo ejecutaran? Se echó a reír. La idea le pareció
monstruosa. Además, aunque confesara, ¿quién iba a creerlo? No había en
ninguna parte resto alguno del pintor asesinado. Todas sus pertenencias
habían sido destruidas. Él mismo había quemado maletín y abrigo. El mundo
diría simplemente que estaba loco. Lo encerrarían en un manicomio si se
empeñaba en repetir la misma historia... Sin embargo, era obligación suya
confesar, soportar públicamente la vergüenza y expiar la culpa de manera
igualmente pública. Había un Dios que exigía a los seres humanos confesar
sus pecados en la tierra así como en el cielo. Nada de lo que hiciera le
purificaría si no confesaba su pecado. ¿Su pecado? Se encogió de hombros.
La muerte de Basil Hallward le parecía muy poca cosa. Pensaba en Hetty
Merton. Porque aquel espejo de su alma que estaba contemplando era un
espejo injusto. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿No había habido más
que eso en su renuncia? Había habido algo más. Al menos así lo creía él.
Pero, ¿cómo saberlo...? No. No hubo nada más. Sólo renunció a la muchacha
por vanidad. La hipocresía le había llevado a colocarse la máscara de la
bondad. Había ensayado la abnegación por curiosidad. Ahora lo reconocía.
Pero aquel asesinato..., ¿iba a perseguirlo toda su vida? ¿Siempre tendría
que soportar el peso de su pasado?
¿Tendría que confesar? Nunca. No había más que una prueba en contra
suya. El cuadro mismo: ésa era la prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo había
conservado tanto tiempo? Años atrás le proporcionaba el placer de contemplar
cómo cambiaba y se hacía viejo. En los últimos tiempos ese placer había
desaparecido. El cuadro le impedía dormir. Cuando salía de viaje, le
horrorizaba la posibilidad de que lo contemplasen otros ojos. Teñía de
melancolía sus pasiones. Su simple recuerdo echaba a perder muchos
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momentos de alegría. Había sido para él algo así como su conciencia. Sí.
Había sido su conciencia. Lo destruiría.
Miró a su alrededor, y vio el cuchillo con el que apuñaló a Basil Hallward. Lo
había limpiado muchas veces, hasta que desaparecieron todas las manchas.
Brillaba, lanzaba destellos. De la misma manera que había matado al pintor,
mataría su obra y todo lo que significaba. Mataría el pasado y, cuando
estuviera muerto, él recobraría la libertad. Acabaría con aquella monstruosa
vida del alma y, sin sus odiosas advertencias, recobraría la paz. Empuñó el
arma y con ella apuñaló el retrato.
Se oyó un grito y el golpe de una caída. El grito puso de manifiesto un
sufrimiento tan espantoso que los criados despertaron asustados y salieron en
silencio de sus habitaciones. Dos caballeros que pasaban por la plaza se
detuvieron y alzaron los ojos hacia la gran casa. Luego siguieron caminando
hasta encontrar a un policía y regresar con él. Llamaron varias veces al timbre,
pero sin recibir respuesta. Con la excepción de una luz en uno de los balcones
del piso alto, todo estaba a oscuras. Al cabo de un rato, el policía se trasladó
hasta un portal vecino para contemplar desde allí el edificio.
-¿Quién vive en esa casa? -le preguntó el caballero de más edad.
-El señor Dorian Gray-respondió el policía.
Las dos personas que le escuchaban intercambiaron una mirada de
inteligencia y, mientras se alejaban, había en su rostro una mueca de
desprecio. Uno de ellos era tío de sir Henry Ashton.
Dentro de la casa, en la zona donde vivía la servidumbre, los criados a medio
vestir hablaban en voz baja. La anciana señora Leaf lloraba y se retorcía las
manos. Francis estaba tan pálido como un muerto.
Transcurrido un cuarto de hora aproximadamente, el ayuda de cámara tomó
consigo al cochero y a uno de los lacayos y subió en silencio las escaleras.
Los golpes en la puerta no obtuvieron contestación. Y todo siguió en silencio
cuando llamaron a su amo de viva voz. Finalmente, después de tratar en vano
de forzar la puerta, salieron al tejado y descendieron hasta el balcón. Una vez
allí entraron sin dificultad: los pestillos eran muy antiguos.
En el interior encontraron, colgado de la pared, un espléndido retrato de su
señor tal como lo habían visto por última vez, en todo el esplendor de su
juventud y singular belleza. En el suelo, vestido de etiqueta, y con un cuchillo
clavado en el corazón, hallaron el cadáver de un hombre mayor, muy
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consumido, lleno de arrugas y con un rostro repugnante. Sólo lo reconocieron
cuando examinaron las sortijas que llevaba en los dedos.
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EL PRINCIPE FELIZ
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El Príncipe Feliz
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Dominando la ciudad, sobre una alta columna, descansaba la estatua del
Príncipe Feliz. Cubierta por una capa de oro magnífico, tenía por ojos dos
zafiros claros y brillantes, y un gran rubí centelleaba en el puño de su espada.
Era admirado por todos: “Es tan hermoso como el gallo de una veleta” afirmaba uno de los dos concejales de la ciudad que deseaba ganar fama
como conocedor de las bellas artes- “nada más que no resulta tan útil” -añadía,
temiendo que las gentes pudieran juzgarle impráctico; cosa que en realidad no
era.
-“¿Por qué no puedes ser como el Príncipe Feliz?” -decía una madre
razonable a su pequeño que lloraba por alcanzar la luna- “Al Príncipe Feliz
nunca se le ocurre llorar por nada”.
-“Me alegra que haya alguien en el mundo que sea tan feliz” -mascullaba un
pobre hombre frustrado, contemplando la estatua maravillosa.
-“Es igual que un Ángel” -comentaban los niños del coro de la catedral
cuando salían de ella con sus esclavinas rojas y sus roquetes blancos y
almidonados.
-“¿Cómo lo sabéis?” -replicaba el maestro de matemáticas-, “¿si nunca
habéis visto uno?”
-“¡Ah, porque los hemos visto en sueños!” -contestaban los muchachos; y el
maestro de matemáticas fruncía el ceño y tomaba una actitud muy seria
porque no le gustaba que los niños soñasen.
Una noche voló sobre la ciudad una golondrina. Sus compañeras ya habían
partido hacia Egipto seis semanas antes, pero ella se retrasó porque estaba
enamorada de un bellísimo junco. Lo había conocido al principio de la
primavera cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa
amarilla, y se sintió atraída de tal manera por su tallo esbelto, que se detuvo
para hablarle.
-¿Aceptas mi amor? -le preguntó la golondrina que nunca se andaba con
rodeos; y el junco hizo una ceremoniosa inclinación. Entonces la golondrina
voló haciendo grandes círculos a su alrededor, rozaba la superficie de las
aguas con las puntas de sus alas, dejando brillantes estelas de plata. Ésa era
su manera de cortejar; y así transcurrió todo el verano.
-“Son unas relaciones tontas” -gorjeaban las otras golondrinas-. “El es pobre
y tiene demasiados parientes”. -Y verdaderamente, el río estaba lleno de
juncos. Entonces, al llegar el otoño, todas las golondrinas alzaron el vuelo.
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El Príncipe Feliz
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Cuando ya se habían alejado, la golondrina se sintió sola, y comenzó a
cansarse de su amante. “No tiene conversación” -se decía-. “Además creo que
es casquivano, porque constantemente coquetea con brisa”. -Y era verdad, en
cuanto la brisa comenzaba, el junco hacía las reverencias más graciosas.
“Además tengo que reconocer que es demasiado casero” -continuaba- “y a mí
me gusta viajar, y a mi compañero, por tanto, deberá gustarle viajar conmigo.”
-“Te vendrías conmigo” -le preguntó al fin, pero el junco sacudió la cabeza,...
¡se sentía tan ligado a su hogar!
“¡Te has estado burlando de mí!” –Gritó la golondrina-. “Me marcho a las
Pirámides, ¡adiós!” -y echó a volar.
Voló durante todo el día, y ya de noche llegó a la ciudad.
-“Dónde me alojaré” -se preguntó-. “Espero que la ciudad haya preparado
algún lugar para mí.”
Entonces divisó la gran columna,
-“Me cobijaré allá” -gorjeó-. “Es un magnífico lugar con bastante aire fresco.” Y así, se detuvo justamente entre los dos pies del Príncipe Feliz.
-“Tengo una habitación dorada” -se dijo quedamente después de mirar en
torno suyo y preparándose a dormir; pero en el momento en que iba a poner la
cabeza bajo el ala, una gran gota de agua le cayó encima-. “¡Qué raro!”exclamó- “no hay una sola nube en el cielo, las estrellas se ven claras y
brillantes, y sin embargo está lloviendo. El clima en el norte de Europa es
verdaderamente terrible. Al junco le gustaba la lluvia, pero eso no era más que
puro egoísmo.”
Entonces le cayó otra gota.
-“De qué me sirve una estatua, si no me protege de la lluvia” -dijo la
golondrina-. “Voy a buscar el copete de una chimenea”, y ya iba a emprender
el vuelo pero antes de que hubiese desplegado las alas, le cayó encima una
tercera gota. Entonces miró hacia arriba y vio... ¡Ah!, ¿qué es lo que vio?
Los ojos del príncipe estaban bañados en lágrimas, y las lágrimas corrían por
sus mejillas doradas. Su cara era tan hermosa bajo la luz de la luna que la
pequeña golondrina se sintió llena de lástima.
-‘¿Quién eres?” -le preguntó.
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-“Soy el Príncipe Feliz”.
-“Entonces; ¿por qué lloras?” -dijo la golondrina-, “me has empapado.”
-“Cuando estaba vivo, y tenía un corazón humano” -contestó la estatua-, “no
sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en el Palacio de Sans-Souci,
donde a la tristeza no se le permite entrar. Durante el día jugaba con mis
amigos en el jardín, y en la noche yo dirigía las danzas en el Gran Salón.
“Alrededor del jardín se alzaba una tapia altísima, pero nunca me preocupé
por preguntar lo que se encontraba tras ella; todo lo que me rodeaba era tan
bello. Mis cortesanos me llamaban El Príncipe Feliz, y en realidad lo era, si es
que el placer es la felicidad. Así viví, y así morí. Y ahora que estoy muerto me
han colocado a tal altura, que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi
ciudad, y aunque mi corazón ahora es de plomo, no me queda más remedio
que llorar.”
-“Pues qué, ¿no está hecho de oro macizo?” -se dijo para sí la golondrina,
pues era muy cortés para hacer observaciones en voz alta.
-“Allá lejos” --continuó la estatua en voz baja y melódica-, “allá lejos, en una
callejuela, hay una casa muy pobre. Una de las ventanas permanece abierta, y
por ella puedo ver una mujer sentada ante una mesa. Su cara se ve
demacrada y triste, tiene manos toscas y enrojecidas, y las yemas de sus
dedos picadas por la aguja, porque es costurera. Está bordando pasionarias
en un vestido de seda que deberá lucir la más encantadora de las damas de
honor de la reina, en el próximo gran baile de la Corte. Sobre una cama, en un
rincón del mismo cuarto, yace su pequeño hijo enfermo, con fiebre, y pide
naranjas. Su madre no tiene nada para darle, más que el agua del río; y por
eso el pequeño llora. Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿no quisieras
llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos a este pedestal,
y no puedo moverme.
-“Me están esperando en Egipto” -contestó la golondrina-. Mis compañeras
ya vuelan de aquí para allá sobre el Nilo, y hablan con los grandes lotos.
Pronto se recogerán a dormir en la tumba del Gran Rey. El Rey está allí mismo
dentro de su sarcófago pintado. Envuelto en bandas de lino amarillo y
embalsamado con especies. Tiene puesto un collar de jades verde pálido,
alrededor del cuello, y sus manos son como hojas marchitas.”
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -dijo el príncipe- “¿No podrías
quedarte conmigo una noche más, y ser mi mensajera?-¡El niño tiene tanta
sed, y su madre está tan triste!”
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Oscar Wilde
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-“No creo que me gusten los niños” -contestó la golondrina-. “El año pasado
cuando estaba en el río, andaban por allí dos muchachos groseros, hijos del
molinero, y que siempre me tiraban piedras. Nunca llegaron a alcanzarme, por
supuesto; nosotras las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo
procedo de una familia famosa por su agilidad; pero aun así, eso no dejaba de
demostrar una gran falta de respeto”.
Pero El Príncipe Feliz se veía tan triste, que la pequeña golondrina se sintió
compadecida.
-“Aquí hace mucho frío” -dijo al fin- “pero me quedaré contigo por una noche
y seré tu mensajera.”
-“Gracias golondrinita” -contestó el Príncipe.
Entonces la golondrina arrancó el gran rubí del puño de la espada del
Príncipe, y llevándolo en el pico, voló sobre los techos de la ciudad.
Pasó sobre la torre de la catedral, donde estaban esculpidos unos ángeles
en mármol blanco. Cruzó cerca del palacio y oyó la música del baile. Una
preciosa joven se asomó al balcón junto a su novio.
-“¡Qué maravillosas son las estrellas!” -dijo él a la muchacha- ¡y también qué
asombroso el poder del amor!”
-“Espero que mi vestido esté terminado a tiempo para el baile oficial” respondió ella-. “He mandado bordar en él, pasionarias; pero las costureras
son tan perezosas...”
La golondrina pasó por encima del río, y vio la luz de los fanales colgados en
los mástiles de los barcos. Voló sobre el Ghetto, y vio a los viejos judíos,
negociando entre sí, y pesando el dinero en balanzas de cobre. Por fin llegó a
la pobre vivienda, y miró dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camastro,
y la madre se había dormido... ¡estaba tan cansada! ... Se deslizó rauda en la
habitación, y depositó el gran rubí sobre la mesa, junto al dedal de la
costurera. Entonces, graciosamente, revoloteó alrededor de la cama,
abanicando con sus alas la frente del niño.
-“¡Qué fresco siento!” -exclamó el niño- “debo estar mejorando”, y se
sumergió en un sueño delicioso.
Entonces la golondrina regresó volando hacia el Príncipe Feliz, y le narró lo
que había hecho. “Es curioso, comentó, pero ahora me siento con bastante
calor, a pesar de estar haciendo tanto frío.”
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El Príncipe Feliz
Oscar Wilde
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-“Es porque has realizado una buena acción” -dijo el Príncipe.
La golondrinita comenzó a reflexionar, y se quedó dormida. El pensar
siempre le daba sueño.
Cuando empezaba a amanecer bajó volando al río y se bañó.
-‘¡Qué fenómeno más notable!” -dijo el profesor de ornitología, al pasar por el
puente- “¡Una golondrina en invierno!”
Y escribió sobre este asunto una larga carta al periódico local. Todos la
citaban y hablaron de ella, ¡estaba llena de tantas palabras que no alcanzaban
a entender! ...
-“Esta noche parto para Egipto” -dijo la golondrina, sintiéndose entusiasmada
con esta perspectiva.
Visitó todos los monumentos públicos, y estuvo descansando largo rato en la
cúspide del campanario. Donde quiera que fuese, los gorriones gorjeaban y se
decían unos a otros:
-“Que forastera tan distinguida”.
Y se sentía muy contenta y halagada al oírlo.
Cuando salió la luna, voló de regreso al Príncipe Feliz.
-“¿No tienes ningún encargo para Egipto?” -le gritó-. “Ya me voy”
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -contestó el Príncipe-. “¿No podrías
quedarte conmigo una noche más?”
-“Me esperan en Egipto” -fue la respuesta-. “Mañana mis compañeras
volarán a la segunda catarata. Allí el hipopótamo descansa -sobre los juncos y
el dios Memnón reposa sobre su gran trono de granito, vigilando las estrellas
durante toda la noche, y cuando surge brillante la estrella matutina, lanza un
gran grito de alegría, y vuelve a quedar silencioso. A medio día los leones
amarillos se acercan a las orillas para beber. Tienen ojos como aguamarinas
verdes, y su rugido domina al de las cataratas.”
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -dijo el Príncipe-. “Lejos, más allá de la
ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre su mesa llena
de papeles, y enfrente tiene un vaso con un ramito de violetas marchitas. Su
cabello es castaño y rizado, sus labios rojos como granos de granada; y los
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Oscar Wilde
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ojos son hermosos y soñadores. Está tratando de concluir una obra para el
director del teatro; pero tiene un frío tan terrible que ya no puede escribir más.
No hay fuego en la habitación, y el hambre ha hecho que se desmaye.”
-“Esperaré una noche más y me quedaré contigo” -contestó la golondrina,
que en verdad tenía muy buen corazón-. “¿Le llevaré otro rubí?”
-“¡Ay, ya no tengo rubí!” -dijo el Príncipe-. “Mis ojos son todo lo que me
queda. Están hechos con zafiros rarísimos, que fueron traídos de la India, hace
mil años. Sácame uno, y llévaselo a él. Lo venderá a un joyero, y comprará
leña, y podrá terminar su obra.
-“Querido Príncipe” -replicó la golondrina- “no puedo hacer eso” -y comenzó a
llorar.
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -insistió el Príncipe-. “Haz lo que te
ordeno”.
Así pues, la golondrina le sacó un ojo al Príncipe, y voló llevándolo hasta la
buhardilla del estudiante. Fue fácil entrar, pues había un agujero en el techo.
Penetró por él como una flecha, a la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida entre las manos. No pudo percatarse del
aleteo del pájaro, y cuando levantó la cabeza, descubrió el hermoso zafiro
descansando sobre las violetas marchitas.
-“Empiezo a ser apreciado” -exclamó-. “Esto debe venir de algún gran
admirador. Ahora puedo terminar mi obra”-. Estaba verdaderamente dichoso.
Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto. Se detuvo en el mástil de
un gran barco, mirando a los marineros que sacaban grandes cajas de la cala,
tirando de gruesas cuerdas.
-“¡Arriba, iza!” -gritaban según salía cada caja.
-“¡Yo voy para Egipto!” -gritó la golondrina; pero nadie le hizo caso; y cuando
se levantó la luna, regresó de nuevo al Príncipe Feliz, volando.
-“He vuelto para despedirme de ti, para decirte adiós.
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -contestó el Príncipe-. “¿No te
quedarías una noche más conmigo?”
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-“Ya es invierno” -dijo la golondrina- “y la helada nieve pronto llegará. En
Egipto el sol es caliente sobre las palmeras verdes, y los cocodrilos descansan
en el lodazal y miran perezosos a su alrededor. Mis compañeras están
construyendo sus nidos en el templo de Baalbec, y las palomas blancas y
rosadas las vigilan, arrullándose entre sí. Querido Príncipe, tengo que
abandonarte, pero nunca te podré olvidar, y en la próxima primavera, te traeré
dos magníficas piedras preciosas, en lugar de las que has regalado. El rubí
será más rojo que una rosa, y el zafiro será tan azul como el ancho mar”.
-“Allá abajo, en la plaza” -siguió diciendo el Príncipe Feliz- “está en pie una
niña vendedora de cerillos. Se le han caído todos los cerillos al arroyo, y ya no
sirven. Su padre la maltratará, le pegará, si no trae algo de dinero a la casa, y
por eso llora. No tiene ni zapatos ni medias, y su cabeza está descubierta.
Sácame el otro ojo, dáselo, y su padre no le pegará”.
-”Me quedaré una noche más contigo” -respondió la golondrina-, “pero no
puedo sacarte el otro ojo. Te quedarás completamente ciego”.
-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -dijo el Príncipe-. “Haz lo que te
mando.”
Así las cosas, le sacó el otro ojo, y lo llevó consigo, descendiendo y pasando
junto a la pequeña vendedora de cerillos, le deslizó la gema en la palma de la
mano.
- “Qué precioso vidrio” -gritó la niña-. Y corrió riendo hacia su casa.
Entonces la golondrina volvió al Príncipe.
-“Ahora estás ciego” -dijo-. “Así es que me quedaré para siempre contigo.”
-“No, golondrinita” -replicó el pobre Príncipe-. “Debes irte a Egipto.”
-“Me quedaré para siempre a tu lado” -dijo la golondrina. Y se durmió a los
pies del Príncipe.
Todo el día siguiente lo pasó sobre el hombro del Príncipe, y le contó muchas
cosas de todo lo que había visto en países extraños. Le habló de los ibis rojos,
que permanecen inmóviles en largas hileras a orillas del Nilo, y pescan peces
dorados, con sus largos picos. De la Esfinge, que es tan antigua como el
mundo, que vive en el desierto, y todo lo sabe. De los mercaderes, que
caminan despacio al lado de sus camellos, y van pasando las cuentas de
ámbar de los rosarios entre sus dedos. Le hizo relatos del rey de las montañas
de la luna, que es tan negro como el ébano y que adora un gran bloque de
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cristal. También le describió la enorme serpiente verde que duerme enroscada
en una palmera, y tiene veinte sacerdotes que la alimentan con pastelillos de
miel. Y también le dijo de los pigmeos que navegan por un gran lago, sobre
anchísimas hojas planas, y que siempre está en guerra con las mariposas.
-“Querida golondrinita” -dijo el Príncipe- “me cuentas cosas maravillosas,
pero más maravilloso que todo eso, es el sufrimiento de hombres y mujeres.
No existe misterio más grande que el de la miseria. Vuela sobre mi ciudad,
golondrinita, y dime lo que ves en ella”.
Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad; y pudo ver a los ricos
holgar dichosos en sus hermosas mansiones, mientras los mendigos se
sentaban a sus puertas. Voló a través de barriadas sombrías, y contempló las
caras lívidas de niños hambrientos mirando inmóviles hacia las calles en
tinieblas. Bajo uno de los arcos de un puente, dos pequeños dormían
abrazados tratando de calentarse uno al otro.
-“Tenemos mucha hambre” -decían.
-“¡Aquí no se puede estar tumbado!” -gritó el vigilante.
Y se alejaron bajo la lluvia. Entonces regresó al Príncipe volando, y le dijo
todo lo que había visto.
-“Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe- me lo debes quitar, hoja por
hoja, y darlo a mis pobres; los hombres creen siempre que el oro puede
hacerlos felices.
Hoja tras hoja de oro fino arrancó la golondrina, hasta que el Príncipe Feliz
se quedó gris y deslucido. Hoja tras hoja de oro fino llevó la golondrina a los
pobres, y las caras de los niños se fueron tornando rosadas, y reían y jugaban
en las calles, y exclamaban alegremente: “¡Ahora tenemos pan!”
Y entonces llegó la nieve, y después de la nieve vino la helada. Las calles
parecían cubiertas de plata, ¡eran tan brillantes y pulidas!...; grandes témpanos
como dagas de cristal colgaban de los aleros de las casas, toda la gente iba
envuelta en pieles, y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre golondrinita tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar
al Príncipe; ¡era muy grande su amor por él! Picoteaba las migajas en la puerta
de la panadería, cuando su dueño no se daba cuenta y trataba de calentarse,
batiendo sus alas.
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El Príncipe Feliz
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Pero al fin comprendió que iba a morir. Tuvo suficientes fuerzas para volar de
nuevo hasta el hombro del Príncipe.
-“Adiós, querido Príncipe” -murmuró-. “¿Me permites besar tu mano?”
-“Me alegra que puedas por fin regresar a Egipto, golondrinita” -contestó el
Príncipe-. “Ya has estado demasiado tiempo aquí; pero tienes que besarme en
los labios, porque te amo.”
-“No es a Egipto a donde voy” -dijo la golondrina-. “Voy a la Casa de la
Muerte. La Muerte es la hermana del sueño, ¿no es verdad?”
Y besó al Príncipe Feliz en los labios. Y cayó muerta a sus pies. En ese
momento un sonido extraño se oyó en el interior de la estatua, como si algo se
hubiese quebrado. El hecho es que el corazón de plomo se había partido en
dos. Estaba cayendo una terrible helada.
A la mañana siguiente, el Alcalde paseaba abajo, en la plaza, acompañado
por los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna, miraron hacia la
estatua:
-“¡Válgame Dios!” -exclamó-. “¡Qué desaliñado se ve el Príncipe Feliz!”
-“¡De veras, qué andrajoso!” -añadieron los regidores de la ciudad, que
siempre estaban de acuerdo con el Alcalde; y se acercaron y subieron a
examinarla.
-“El rubí se ha caído del puño de su espada, los ojos han desaparecido, y ya
no tiene nada de oro encima” -dijo el Alcalde-. “En verdad casi no se diferencia
de un mendigo.”
-“No se diferencia de un mendigo” -repitieron los regidores de la ciudad.
-“¡Y aquí se encuentra un pajarillo muerto a sus pies!” -continuó el Alcalde.
-“Debemos promulgar un bando, prohibiendo que los pájaros mueran aquí.”
Y el Alguacil de la ciudad tomó nota de esta iniciativa.
Así fue como bajaron la estatua del Príncipe Feliz. “Ya que habiendo dejado
de ser hermoso, ya tampoco era útil”; dijo el Profesor de Arte de la
Universidad.
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El Príncipe Feliz
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Entonces fundieron la estatua en un gran horno, y el Alcalde convocó a una
reunión para decidir lo que debería hacerse con el metal.
-“Tendremos que levantar otra estatua, por supuesto” -y añadió-. “Y, por
ejemplo, podría ser una estatua mía.”
-“O la mía” -repitieron cada uno de los regidores.
Y comenzaron a discutir. La última vez que supe algo de ellos, fue que
todavía estaban discutiendo.
-“¡Qué cosa más rara!” -dijo el maestro de fundidores-. “Este roto corazón de
plomo, no se puede fundir en el horno. Lo tenemos que tirar.”
Y lo tiraron sobre un montón de cenizas donde también se encontraba la
golondrina muerta.
**********************************
-“Tráeme las dos cosas más preciosas de toda la ciudad” -dijo Dios a uno de
sus ángeles; y el ángel le trajo el corazón de plomo y el pajarillo muerto.
-“Escogiste bien” -dijo Dios-. “Por que en mi Jardín del Paraíso este pajarillo
cantará eternamente, y en mi ciudad de oro, el Príncipe Feliz me alabará.”
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UN MARIDO IDEAL
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PERSONAJES DE LA OBRA
CONDE DE CAVERSHAM.
VIZCONDE GORING, su hijo.
SIR ROBERT CHILTERN, sub-secretario del Ministerio de Asuntos Exteriores.
VIZCONDE DE NANUAC, agregado a la embajada francesa en Londres.
MASON, mayordomo de Sir Robert Chiltern.
MISTER MONTFORD.
JAMES y HAROLD, criados.
PHILIPPS, criado de lord Goring.
LADY CHILTERN.
LADY MARKBY
CONDESA DE BASILDON.
MISTRESS MARCHMONT.
MISS MABEL CHILTERN, hermana de sir Robert Chiltern.
MISTRESS CHEVELEY
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ACTO PRIMERO
Escena: habitación de forma octogonal en la casa de sir Robert Chiltern, en
Grosvenor Square, Londres. Tiempo: el actual [del autor]. La habitación está
brillantemente iluminada y llena de invitados. En lo alto de la escalera está lady
Chiltern, una mujer de una belleza de tipo griego, de unos veintisiete años. Recibe
a los invitados según van llegando. Al pie de la escalera cuelga una gran araña
que ilumina un enorme tapiz francés del siglo XVIII, situado en la pared de la
escalera, el cual representa el triunfo del amor, según un grabado de Boucher*. A
la derecha hay una puerta que da al salón de baile. Se oye suavemente la música
de recepción. Mistress Marchmont y lady Basildon, dos damas muy bellas, están
sentadas en un sofa de estilo Luis XVI. Tienen figuras de exquisita fragilidad. Lo
afectado de sus ademanes posee un delicado encanto. A Watteau le hubiese
gustado pintarlas.
* Haciéndose eco del antiguo ideal horaciano implícito en su ut pictura poesis
(persona, cabría consignar aquí), Wilde establece plásticas analogías entre los
personajes y obras pictóricas para describir a los primeros.
MISTRESS MAIZCHMONT. ––¿Irá a casa de los Hartlocks esta noche, Olivia?
LADY BASILDON. ––Supongo que sí. ¿Y usted?
MISTRESS MARCHMONT. ––Sí. Son horriblemente aburridas las fiestas que
dan, ¿verdad?
LADY BASILDON. ––¡Horriblemente aburridas! Nunca sé por qué voy. Nunca sé
por qué voy a ningún sitio.
MISTRESS MARCHMONT. ––Yo vengo aquí a educarme.
LADY BASILDON. ––¡Ah! Odio que me eduquen.
MISTRESS MARCHMONT. ––Y yo. Le pone a una casi al nivel de las clases
comerciales, ¿verdad? Pero la querida Gertrude Chiltern siempre me está diciendo
que debo tener algún propósito serio en la vida. Así pues, vengo aquí a intentar
encontrar uno.
LADY BASILDON. ––(Mirando a su alrededor a través de sus lentes.) No veo
esta noche aquí a nadie al que se puede llamar propósito serio. El caballero que
me ofreció el brazo para entrar a cenar no hizo más que hablarme de su esposa
todo el tiempo.
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MISTRESS MARCHMONT. ––¡Qué trivial!
LADY BASILDON. ––¡Terriblemente trivial! ¿De qué hablaba el que fue con
usted?
MISTRESS MARCHMONT. ––De mí.
LADY BASILDON. ––(Lánguidamente.) ¿Y le interesaba?
MISTRESS MARCHMONT. ––(Moviendo la cabeza.) Ni por lo más remoto.
LADY BASILDON. ––¡Qué mártires somos, querida Margaret!
MISTRESS MARCHMONT. ––(Levantándose.) ¡Y qué bien nos sienta eso,
Olivia! (Se levantan y van hacia el salón de música. El vizconde de NANJAC, un
joven agregado conocido por sus corbatas y su anglomanía, se aproxima a ellas,
se inclina para saludarlas y entra en la conversación.)
MASON. ––(Anunciando a los invitados desde lo alto de la escalera.) Míster y
lady Jane Barford. Lord Caversham. (Entra lord Caversham, un viejo caballero de
setenta años que lleva la banda y la estrella de la Jarretera *. Tiene aspecto de
liberal. Recuerda mucho un retrato de Lawrence.)
* La orden de la jarretera, de reminiscencias artúricas y cuyo emblema era una
especie de media, fue fundada hacia 1350. Su lema era Hony Soyt Qui Mal Pense,
es decir, «Vergüenza para aquel que guarda el mal en su mente».
LORD CAVERSHAM. ––¡Buenas noches, lady Chiltern! ¿Está aquí el inútil de mi
hijo?
LADY CHILTERN. ––(Sonriendo.) Creo que lord Goring no ha llegado todavía.
MABEL CHILTERN. ––(Acercándose a lord Caversham.) ¿Por qué llama usted
inútil a lord Goring? (Mabel Chíltern es un ejemplo perfecto del tipo de belleza
inglesa, el tipo flor de manzano. Tiene toda la fragancia y libertad de una flor. Sus
cabellos son como rayos de sol, y su pequeña boca, con los labios entreabiertos,
tiene una expresión expectante como la boca de un niño. Posee toda la fascinante
tiranía de la juventud y el asombroso valor de la inocencia. A la gente de sano
espíritu no le recuerda en modo alguno una obra de arte. Pero ella es realmente
como una estatuilla de Tanagra y le molestaría mucho que se lo diesen.)
LORD CAVERSHAM. ––Porque lleva una vida de holgazán.
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MABEL CHILTERN. ––¿Cómo puede decir tal cosa? Da un paseo en coche por
el Row a las diez de la mañana, va a la ópera tres veces por semana, se cambia
de traje por lo menos cinco veces al día y cena fuera todas las noches durante la
temporada. ¿Le llama usted a esto vida de holgazán?
LORD CAVERSHAM. ––(Mirándola con una amable expresión.) ¡Es usted una
joven encantadora!
MABEL CHILTERN. ––¡Qué amable es usted al decir eso, lord Caversham!
Venga a vernos con más frecuencia. Ya sabe usted que estamos en casa siempre
los miércoles. ¡Y está usted tan bien con su estrella!
LORD CAVERSHAM. ––Ahora no suelo ir a ningún sitio. Estoy harto de la
sociedad de Londres. No me importaría que me presentasen a mi sastre; siempre
vota a favor de las derechas. Pero me opondría por completo a cenar con la
sombrerera de mi esposa. No he podido acostumbrarme a los sombreros de lady
Caversham.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! ¡Yo amo la sociedad de Londres! Opino que ha
mejorado inmensamente. Ahora está compuesta enteramente de bellos idiotas y
ocurrentes lunáticos. Exactamente como debe ser una sociedad.
LORD CAVERSHAM. ––¡Hum! ¿Qué es Goring? ¿Bello idiota o lo otro?
MABEL CHILTERN. ––(Gravemente.) Por ahora me he visto obligada a poner a
lord Goring en una clase para él solo. ¡Pero progresa encantadoramente!
LORD CAVERSHAM. ––¿En qué?
MABEL CHILTERN. ––(Con una pequeña reverencia.) ¡Espero hacérselo saber
muy pronto, lord Caversham!
MASON. ––(Anuncíando.) Lady Markby. Mistress Cheveley. (Entran lady Markby
y mistress Cheveley. Lady Markby es una mujer agradable y sencilla, con cabellos
grises y buenos encajes. Mistress Cheveley, que la acompaña, es delgada y alta.
Los labios muy finos y rojos como una línea escarlata en su pálido rostro. Cabello
rojo, a estilo veneciano, nariz aguileña y cuello largo. El rojo acentúa su natural
palidez. Ojos de un gris verdoso, de mirada inquieta. Vestido color heliotropo, con
diamantes. Parece algo así como una orquídea y atrae la curiosidad de cualquiera.
Todos sus movimientos son extremadamente graciosos. Es una obra de arte, pero
con influencias de demasiadas escuelas.)
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LADY MARKBY. ––¡Buenas noches, querida Gertrude! Ha sido muy amable al
permitirme traer a mi amiga mistress Cheveley. ¡Dos mujeres tan encantadoras
deben conocerse!
LADY CHILTERN. ––(Avanza hacia mistress Cheveley con una dulce sonrisa.
De repente se detiene y la saluda muy fríamente.). Creo que mistress Cheveley y
yo nos hemos visto ya antes. No sabía que se había casado por segunda vez.
LADY MARKBY. ––¡Ah! Hoy día la gente se casa tan a menudo como puede,
¿no? Está muy de moda. (A la duquesa de Maryborough.) Querida duquesa,
¿cómo está el duque? ¿Con el cerebro aún débil, supongo? Bueno, eso era de
esperar, ¿verdad? Su buen padre era igual. No hay nada como la raza, ¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Jugueteando con su abanico.) Pero ¿nos hemos
visto antes realmente, lady Chiltern? No puedo recordar dónde. He estado fuera
de Inglaterra mucho tiempo.
LADY CHILTERN. ––Fuimos a la escuela junta, mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Sí? Lo he olvidado todo de mis días de
colegiala.Tengo la vaga impresión de que fueron detestables.
LADY CHILTERN. ––(Fríamente.) ¡No me sorprende!
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con tono dulce.) ¿Sabe usted que me gustaría
muchísimo conocer a su inteligente esposo, lady Chiltern? Desde que entró en el
Ministerio de Asuntos Exteriores se habla mucho de él en Viena. Han llegado a
escribir correctamente su nombre en los periódicos. Eso en el continente es un
gran éxito.
LADY CHILTERN. ––¡No creo que haya nada de común entre usted y mi marido,
mistress Cheveley! (Se aleja de ella.)
VIZCONDE DE NANJAC. ––«Ah, chère madame, quelle surprise!» No la había
vuelto a ver desde Berlín.
MISTRESS CHEVELEY. ––Desde Berlín no, vizconde. ¡Desde hace cinco años!
VIZCONDE DE NANJAC. ––Y está usted más joven y más bella que nunca.
¿Cómo lo consigue?
MISTRESS CHEVELEY.
encantadora como usted.
––Teniendo
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por
costumbre
hablar con
gente
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VIZCONDE DE NANJAC. ––¡Ah! Me adula. Me unta usted con manteca, como
dicen aquí.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Eso dicen? ¡Qué horrible!
VIZCONDE DE NANJAC. ––Sí; tienen un maravilloso lenguaje. Debía ser más
conocido. (Entra sir Robert Chiltern. Es un hombre de cuarenta años, pero parece
más joven. Va completamente afeitado y tiene el pelo y las cejas de color negro.
Posee una marcada personalidad. No es popular -pocas personalidades lo son-,
pero es intensamente admirado por unos pocos y muy respetado por la mayoría.
Su nota característica es una perfecta distinción con un ligero toque de orgullo.
Uno se da cuenta de que él sabe perfectamente la posición que se ha creado en la
vida. Un temperamento nervioso con apariencia tranquila. Su boca y su barbilla
son firmes y contrastan con la expresión romántica de sus ojos profundos. Este
contraste sugiere una separación casi completa de la pasión y el intelecto, como si
el pensamiento y la emoción estuvieran cada cual en su propia esfera por medio
de una violenta voluntad. Se observa gran nerviosismo en las aletas de su nariz y
en sus manos pálidas y delgadas. Sería inadecuado llamarlo pintoresco. El
pintoresquismo no podría sobrevivir en la Cámara de los Comunes. Pero a Van
Dyck le hubiera gustado pintar su cabeza.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Buenas noches, lady Markby. ¿Espero que habrá
traído con usted a sir John?
LADY MARKBY. ––¡Oh! He traído a una persona mucho más encantadora que
sir John. El carácter de sir John desde que ha tomado en serio la política se ha
hecho intolerable. Realmente ahora que la Cámara de los Comunes está
intentando ser útil está haciendo mucho mal.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Espero que no, lady Markby. Al menos hacemos lo
posible por malgastar el tiempo del público. Pero ¿quién es esa persona tan
encantadora que usted ha sido tan amable de traernos?
LADY MARYBY-¡Su nombre es mistress Cheveley! Una de las Cheveleys de
Dorsetshire, supongo. Pero realmente no lo sé. ¡Las familias están tan mezcladas
hoy día! Realmente cualquier persona es ahora alguien.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Mistress Cheveley? Me parece que conozco su
nombre.
LADY MARKBY. ––Acaba de llegar de Viena.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Ah, sí! Ahora creo que sé quién es.
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LADY MARKBY. ––¡Oh! Va a todas partes y cuenta unos escándalos
encantadores sobre todos sus amigos. Realmente debo ir a Viena el invierno
próximo. Espero que habrá un buen cocinero en la embajada.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Y si no lo hay, habrá que destituir al embajador. Le
ruego que me presente a mistress Cheveley. Me gustaría conocerla.
LADY MARKBY. ––(A místress Cheveley.) ¡Querida, sir Robert Chiltern se
muere por conocerla!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Inclinándose.) Todo el mundo se muere por
conocer a la brillante mistress Cheveley. Nuestros agregados en Viena nos
escriben mucho hablándonos de usted.
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias, sir Robert. Un encuentro que empieza con
un cumplido seguro que terminará en una gran amistad. Yo ya conocía a lady
Chiltern.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿De veras?
MISTRESS CHEVELEY-Sí. Ella me ha recordado que estuvimos juntas en la
escuela. Ahora lo recuerdo perfectamente. Ella siempre obtenía el premio de
buena conducta. ¡Recuerdo que siempre se lo llevaba ella!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Sonriendo.) ¿Y qué premios se llevaba usted,
mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––Mis premios vinieron más tarde en mi vida. No creo
que obtuviera ninguno de buena conducta. ¡Lo he olvidado!
SIR ROBERT CHILTERN. ¡Estoy seguro de que serían por algo encantador!
MISTRESS CHEVELEY. ––No sé que nunca hayan recompensado a las mujeres
por ser encantadoras. ¡Creo que usualmente se las castiga por ello! Ciertamente
hoy día las mujeres envejecen más gracias a la fidelidad de sus maridos que a
otra cosa. Al menos ésa es la única forma de explicar lo terriblemente hurañas que
parecen la mayoría de las mujeres bonitas de Londres.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Qué filosofia tan espantosa! Intentar clasificar a
usted, mistress Cheveley, seria una impertinencia. Pero ¿puedo preguntarle si es
usted optimista o pesimista? Éstas parecen las dos únicas religiones que se nos
permiten hoy día.
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MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Ninguna de las dos cosas. El optimismo
empieza con una amplia risa y el pesimismo termina con unas gafas azules.
Además, ambos son simplemente poses.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Prefiere ser natural?
MISTRESS CHEVELEY. ––A veces. Pero ésa es una pose muy difícil de
mantener.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué dirían los modernos novelistas psicólogos, de
los que tanto se habla, si nos oyeran expresar semejante teoría?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Ah! La fuerza de las mujeres proviene del hecho de
que la filosofia no puede explicarnos. Los hombres pueden ser analizados; las
mujeres..., simplemente adoradas.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Cree usted que la ciencia no puede abordar el
problema de las mujeres?
MISTRESS CHEVELEY. ––La ciencia no puede explicar lo irracional. Por eso no
tiene porvenir en este mundo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Y las mujeres representan lo irracional.
MISTRESS CHEVELEY. ––Las mujeres bien vestidas.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con una cortés inclinación.) Temo no poder estar
de acuerdo con usted en eso. Pero sentémonos .Y ahora dígame: ¿qué le ha
hecho dejar su brillante Viena por nuestro sombrío Londres? ¿O es una pregunta
indiscreta?
MISTRESS CHEVELEY. ––Las preguntas nunca son indiscretas. Las respuestas
a veces sí.
SIR ROBERT CHILTERN. Bueno; al menos ¿podré saber si ha sido la política o
el placer?
MISTRESS CHEVELEY. ––La política es mi único placer. Hoy día no está de
moda flirtear hasta los cuarenta años ni ser romántica hasta los cuarenta y cinco;
así que nosotras, las pobres mujeres que aún no hemos llegado a los treinta, o
que no lo decimos, no podemos dedicarnos a otra cosa que a la política o a la
filantropía. Y la filantropía me parece que ahora es simplemente el refugio de la
gente que desea molestar a los demás. Prefiero la política. ¡Es más... conveniente!
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SIR ROBERT CHILTERN. ––¡La política es una noble carrera!
MISTRESS CHEVELEY. ––A veces. Y a veces es un juego inteligente, sir
Robert. Y a veces un gran fastidio.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Y usted qué cree que es?
MISTRESS CHEVELEY. ––Una combinación de las tres. (Deja caer su abanico.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Lo recoge.) ¡Permítame!
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Pero usted no me ha dicho aún lo que le ha hecho
honrar a Londres con su presencia tan de repente. Aquí casi ha terminado la
temporada.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! ¡No me preocupa la temporada londinense! Es
demasiado matrimonial. La gente se dedica a cazar maridos o a esconderse de
ellos. Yo quería conocerlo a usted. Es completamente cierto. Usted sabe lo que es
la curiosidad de una mujer. ¡Casi tan grande como la de un hombre! Quería
conocerlo a toda costa y... pedirle que hiciera algo por mí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Espero que no sea poca cosa, mistress Cheveley.
Las cosas pequeñas son muy difíciles de hacer.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Después de un momento de reflexión.) No, no creo
que sea poca cosa.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Me alegro Dígame lo que es.
MISTRESS CHEVELEY. ––Más tarde. (Se levanta.) Y ahora, ¿puedo pasear por
su bella casa? He oído decir que sus cuadros son encantadores. El pobre barón
Arnheim..., ¿recuerda al barón?..., solía decirme que tenía usted algunos Corots
maravillosos.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con un estremecimiento casi imperceptible.)
¿Conocía usted mucho al barón?
MISTRESS CHEVELEY-Íntimamente. ¿Y usted?
SIR ROBERT CHILTERN. ––En cierto momento.
MISTRESS CHEVELEY. ––Un hombre maravilloso, ¿verdad?
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SIR ROBERT CHILTERN. ––(Después de una pausa.) Era muy notable en
muchos sentidos.
MISTRESS CHEVELEY. ––Creo que ha sido una lástima que no escribiese sus
memorias. Hubieran sido muy interesantes.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí. Conocía bien a muchos hombres y a muchos
países, como la vieja Grecia.
MISTRESS CHEVELEY. ––Sin la terrible desventaja de tener una Penélope
esperándolo en casa.
MASON. ––Lord Goring. (Entra lord Goring. Treinta y cuatro años, aunque él
siempre dice ser más joven. Cara bien parecida, pero sin expresión. Es inteligente,
pero no le gusta que crean que lo es. Muy elegante. Se disgustaría sí lo llamasen
romántico. Juega con la vida y está en relaciones perfectamente buenas con el
mundo. Le agrada ser incomprensible. Eso le da una ventaja.)
SIR ROBERT CHILTERN. ¡Buenas noches, querido Arthur! Mistress Cheveley,
permítame que le presente a lord Goring, el hombre más desocupado de Londres.
MISTRESS CHEVELEY. ––Ya conozco a lord Goring.
LORD GORING. ––(Inclinándose.) Creí que no me recordaría, mistress
Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. ––Mi memoria es admirable. Y usted, ¿sigue aún
soltero?
LORD GORING. ––Yo... eso creo.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Qué romántico!
LORD GORING. ––¡Oh! No soy romántico en modo alguno. Aún no soy lo
bastante viejo. Dejo el romanticismo para los que son más viejos que yo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lord Goring es el resultado del club de Boodle,
mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. ––Eso acredita la institución.
LORD GORING. ––¿Puedo preguntarle si va a estar mucho tiempo en Londres?
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MISTRESS CHEVELEY. ––Eso depende en parte del tiempo, en parte de los
cocineros y en parte de sir Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Espero que no irá usted a meternos en una guerra
europea?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Por ahora no hay peligro! (Le hace un gesto
divertido a lord Goring y sale con sir Robert Chiltern. Lord Goring se dirige hacia
Mabel Chiltern.)
MABEL CHILTERN. ––¡Llega usted muy tarde!
LORD GORING. ––¿Ha notado mi falta?
MABEL CHILTERN. ––Muchísimo.
LORD GORING. ––Entonces siento no haber tardado más. Me gusta que noten
mi falta.
MABEL CHILTERN. ––¡Qué egoísta es usted!
LORD GORING. ––Soy muy egoísta.
MABEL CHILTERN. ––Siempre me dice usted sus malas cualidades, lord
Goring.
LORD GORING. ––¡Y aún sólo le he dicho la mitad, miss Mabel!
MABEL CHILTERN. ––¿Las otras son muy malas?
LORD GORING. ––¡Horribles! Cuando pienso en ellas por la noche, me duermo
inmediatamente.
MABEL CHILTERN. ––Bueno, pues me agradan sus malas cualidades. No debe
dejar de tener ninguna de ellas.
LORD GORING. ––¡Qué encantadora es usted! Siempre lo es. A propósito,
quiero hacerle una pregunta, miss Mabel. ¿Quién ha traído a mistress Cheveley?
¿Esa mujer del vestido color heliotropo que salía ahora con su hermano del salón?
MABEL CHILTERN. ¡Oh! Creo que la ha traído lady Markby. ¿Por qué lo
pregunta?
LORD GORING. ––No la había visto desde hace años, eso es todo.
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MABEL CHILTERN. ––¡Qué absurda razón!
LORD GORING. ––Todas las razones son absurdas.
MABEL CHILTERN. ––¿Qué clase de mujer es?
LORD GORING. ––¡Oh! ¡Un genio por el día y una belleza por la noche!
MABEL CHILTERN. Ya me disgusta.
LORD GORING. Eso muestra su admirable buen gusto.
VIZCONDE DE NANJAC. ––(Acercándose.) ¡Ah! Las jóvenes inglesas son el
dragón del gusto, ¿verdad? Lo son por completo.
LORD GORING. ––Eso nos dicen siempre los periódicos.
VIZCONDE DE NANJAC. ––Yo leo todos los periódicos ingleses. Los encuentro
muy divertidos.
LORD GORING. ––Entonces, mi querido Nanjac, ciertamente debe de leerlos
entre líneas.
VIZCONDE DE NANJAC. ––Me gustaría, pero mi profesor se opone. (A Mabel
Chiltern.) ¿Puedo tener el placer de acompañarla al salón de música,
«mademoiselle»?
MABEL CHILTERN. ––(Disgustada.) ¡Encantada, vizconde,
(Volvíéndose a lord Goring.) ¿No viene usted al salón de música?
encantada!
LORD GORING. ––No, si es que están tocando, miss Mabel.
MABEL CHILTERN. ––(En tono severo.) La música es en alemán. No la
entendería usted. (Sale con el vizconde de NANJAC. Lord Caversham se acerca a
su hijo.)
LORD CAVERSHAM. ––¡Bueno, amigo! ¿Qué haces aquí? ¡Pasando el tiempo,
como de costumbre! Deberías estar en la cama, amiguito. ¡Te acuestas
demasiado tarde! ¡Me han dicho que la otra noche estuviste bailando en casa de
lady Rufford hasta las cuatro de la madrugada!
LORD GORING. ––Sólo hasta las cuatro menos cuarto, papá.
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LORD CAVERSHAM. ––No sé cómo puedes aguantar a la sociedad londinense.
Es algo como para echárselo a los perros. Un montón de endemoniadas nulidades
que hablan de naderías.
LORD GORING. ––Me gusta hablar de naderías, papá. Es la única cosa sobre la
que sé algo.
LORD CAVERSHAM. ––Me parece que vives enteramente para el placer.
LORD GORING. ––¿Para qué otra cosa se puede vivir, papá? Nada envejece
tanto como la felicidad.
LORD CAVERSHAM. ––No tienes corazón, amigo, no tienes corazón.
LORD GORING. ––No creo eso, papá. ¡Buenas noches, lady Basildon!
LADY BASILDON. ––(Arqueando sus dos preciosas cejas.) ¿Está usted aquí?
No tenía idea de que asistía a las reuniones de política.
LORD GORING. ––Las adoro. Son el único sitio en donde la gente no habla de
política.
LADY BASILDON. ––Me agrada hablar de política. Hablo todo el día. Pero no
puedo soportar el escuchar. No sé cómo pueden aguantar esos largos debates los
miembros de la Cámara.
LORD GORING. ––Porque nunca escuchan.
LADY BASILDON. ––¿De veras?
LORD GORING. ––(En su más serio tono.) Naturalmente. Es algo muy peligroso
escuchar. Si uno escucha, lo pueden convencer; y un hombre que permite que lo
convenzan con argumentos es una persona de los más irracional.
LADY BASILDON. ––¡Ah! Eso explica a los hombres que nunca he entendido, y
también a las mujeres que no son apreciadas por sus maridos.
MISTRESS MARCHMONT. ––(Con un suspiro.) Nuestros maridos nunca nos
aprecian. ¡Tenemos que recurrir a otros hombres por eso!
LADY BASILDON. ––(Enfáticamente.) Sí, siempre tenemos que hacer eso,
¿verdad?
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LORD GORING. ––(Sonriendo.) ¡Y que digan eso las mujeres que tienen los
más admirables maridos de Londres!
MISTRESS MARCHMONT. ––Eso es exactamente lo que no podemos soportar.
Mi Reginald no tiene ningún defecto. ¡Por eso a veces es inaguantable! No siento
ni la más pequeña emoción cuando estoy con él.
LORD GORING. ––¡Qué terrible! Realmente ese asunto debía ser más conocido.
LADY BASILDON. ––Basildon es igual de malo; es tan hogareño como si
estuviese soltero.
MISTRESS MARCHMONT. ––(Cogiendo la mano a lady Basildon) ¡Mi pobre
Olivia! Nos hemos casado con maridos perfectos y somos castigadas por ello.
LORD GORING. ––Yo pensaría que eran sus maridos los castigados.
MISTRESS MARCHMONT. ––¡Oh, no, querido! ¡Ellos son los más felices del
mundo! Y en cuanto a confiar en nosotras, confían tanto que es ya algo trágico.
LADY BASILDON. ––¡Perfectamente trágico!
LORD GORING. --¿O cómico, lady Basildon?
LADY BASILDON. ––Cómico no, lord Goring. ¡Qué poco amable es usted al
decir tal cosa!
MISTRESS MARCHMONT. ––Temo que lord Goring esté en el campo enemigo,
como de costumbre; lo vi hablar con esa mistress Cheveley cuando entró.
LORD GORING. ––¡Bella mujer mistress Cheveley!
LADY BASILDON. ––Por favor, no ensalce a otras mujeres en nuestra
presencia. ¡Debía haber esperado a que lo hiciésemos antes nosotras!
LORD GORING. ––He esperado.
MISTRESS MARCHMONT. ––Bueno, no íbamos a ensalzarla. Me han dicho que
fue a la ópera el lunes por la noche y le dijo a Tommy Rufford durante la cena que,
por lo que ella podía ver, la sociedad londinense estaba compuesta enteramente
por repelentes y por elegantes.
LORD GORING. ––Tenía razón. Los hombres son todos repelentes y las
mujeres todas elegantes, ¿no?
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MISTRESS MARCHMONT. ––(Después de una pausa.) ¡Oh! ¿No pensará usted
que es eso lo que quería decir mistress Cheveley?
LORD GORING. ––¡Naturalmente! Y es algo muy sensato. (Entra Mabel Chiltern.
Se une al grupo.)
MABEL CHILTERN. ––¿Por qué están hablando de mistress Cheveley? ¡Todos
hablan de mistress Cheveley! Lord Goring, dice... ¿Qué dice usted sobres mistress
Cheveley, lord Goring? ¡Oh! Ya recuerdo: es un genio por el día y una belleza por
la noche.
LADY BASILDON. ––¡Que horrible combinación! ¡Tan poco natural!
MISTRESS MARCHMONT. ––(Con un gesto soñador.) ¡Me gusta mirar a los
genios y escuchar a las bellezas!
LORD GORING. ¡Ah! ¡Qué morbosa es usted, mistress Marchmonf
MISTRESS MARCHMONT. ––(Con verdadero gozo.) Me alegro de oírlo decir
eso. Marchmont y yo estamos casados desde hace siete años y nunca me ha
dicho que era morbosa. Los hombres son muy malos observadores.
LADY BASILDON. ––Siempre he dicho, querida Margaret, que era usted la
persona más morbosa de Londres.
MISTRESS MÀRCHMONT. ––¡Ah! ¡Usted siempre tan simpática, Olivia!
MABEL, CHILTERN. ––¿Es morboso tener ganas de comer? Yo tengo muchas.
Lord Goring, ¿quiere acompañarme a cenar?
LORD GORING. ––Con placer, miss Mabel. (Se separa del grupo)
MABEL, CHILTERN. ––¡Qué horrible ha estado usted! ¡No me ha hablado en
todo el tiempo!
LORD GORING. ––¿Cómo iba a hacerlo? Se fue usted con ese niño diplomático.
MABEL, CHILTERN. ––Podía habernos seguido. Hubiera sido agradable. ¡No
creo que esta noche me guste usted!
LORD GORING. ––¡Usted me gusta inmensamente!
MABEL, CHILTERN. ––¡Bueno, pues me agradaría que lo demostrase más!
(Bajan la escalera.)
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MISTRESS MARCHMONT. ––Olivia, tengo una curiosa sensación de debilidad.
Creo que me gustaría mucho cenar. Sí, me gustaría.
LADY BASILDON. ––¡Yo me muero por cenar, Margaret!
MISTRESS MARCHMONT. ––Los hombres son terriblemente egoístas; nunca
piensan en esas cosas.
LADY BASILDON. ––¡Los hombres son enormemente materialistas,
enormemente materialistas! (El vizconde de NANJAC entra con algunos invitados.
Vienen del salón de música. Después de examinar cuidadosamente a todos los
presentes, el vizconde se dirige a lady Basildon.)
VIZCONDE DE NANJAC-¿Puedo tener el honor de acompañarla a cenar,
condesa?
LADY BASILDON. ––(Fríamente.) Nunca ceno; gracias, vizconde. (El vizconde
va a retirarse. Lady Basildon se da cuenta, se levanta rápidamente y lo coge del
brazo). Pero iré con usted encantada.
VIZCONDE DE NANJAC. ––¡Me gusta comer! Soy muy inglés en todos mis
gustos.
LADY BASILDON. ––Parece completamente inglés, vizconde, completamente
inglés. (Salen. Míster Montfor, un joven muy elegante, se aproxima a mistress
Marchmont.)
MíSTER MONTFORD. ––¿Le gustaría ir a cenar, mistress Marchmont?
MISTRESS MARCHMONT. ––(Lánguidamente.) Gracias, míster Montford, nunca
ceno. (Se levanta y lo coge del brazo.) Pero me sentaré junto a usted para
observarlo.
MISTER MONTFORD. ––No me gusta que me observen cuando estoy
comiendo.
MISTRESS MARCHMONT. Entonces observaré a cualquier otro.
MISTER MONTFORD. ––Eso me gustaría menos.
MISTRESS MARCHMONT. ––(En tono severo.) ¡Le ruego, míster Montford, que
no me haga estas penosas escenas de celos en público! (Bajan las escaleras con
los otros invitados, cruzándose con sir Robert Chiltem y mistress Cheveley, que
ahora entran.)
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SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Va usted a ir a alguna de nuestras casas de
campo antes de abandonar Inglaterra, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ¡Oh, no! No puedo soportar sus fiestas campestres. En
Inglaterra actualmente la gente intenta ser ocurrente durante el desayuno. ¡Eso es
horroroso! Sólo los estúpidos intentan ser ocurrentes durante el desayuno.
También está allí siempre el fantasma familiar leyendo las oraciones familiares. Mi
estancia en Inglaterra realmente depende de usted, sir Robert. (Se sienta en el
sofá.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Sentándose junto a ella.) ¿En serio?
MISTRESS CHEVELEY. ––Completamente en serio. Quiero hablar con usted
sobre un gran asunto político y financiero; sobre la Compañía Argentina del Canal.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Qué tema tan práctico y tan aburrido para que sea
usted la que hable de él, mistress Cheveley!
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Me gustan los temas prácticos y aburridos. Lo
que no me gusta es la gente práctica y aburrida. Hay una gran diferencia. Además,
sé que usted está interesado en el asunto del canal internacional. Era usted el
secretario de lord Radley cuando el Gobierno compró las acciones del canal de
Suez, ¿verdad?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí. Pero el canal de Suez era una empresa muy
grandiosa y espléndida. Nos daba una ruta directa para la India. Tenía gran valor
para el imperio. Era necesario que estuviese bajo nuestro control. Ese proyecto
argentino es una vulgar estafa bursátil.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Una especulación, sir Robert! Una brillante y osada
especulación.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Créame mistress Cheveley, es una estafa.
Llamemos a las cosas por su propio nombre. Eso las simplifica. En el Ministerio
tenemos toda la información sobre el asunto. En realidad yo envié una comisión
especial para investigar el asunto privadamente y me dijeron que los trabajos
apenas habían empezado, y en cuanto al dinero ya suscrito, nadie parecía saber
qué se había hecho de él. Todo esto es como un segundo Panamá, y tiene la
cuarta parte de posibilidades de éxito que tuvo aquel otro endemoniado asunto.
Espero que no haya invertido usted nada en él. Estoy seguro de que es usted
demasiado inteligente para hacer eso.
MISTRESS CHEVELEY. ––He invertido mucho dinero en ese proyecto.
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SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Quién la indujo a hacer tal tontería?
MISTRESS CHEVELEY. ––Un viejo amigo suyo... y mío.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Quién?
MISTRESS CHEVELEY. ––El barón Arnheim.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Frunciendo el ceño.) ¡Ah, sí! Recuerdo haber oído,
cuando murió, que había estado mezclado en todo ese asunto.
MISTRESS CHEVELEY. ––Esa fue su última aventura. Su penúltima, para ser
justos.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Levantándose.) Pero no ha visto usted todavía mis
Corots. Están en el salón de música. Los Corots parecen ir con la música,
¿verdad? ¿Puedo enseñárselos ahora?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Moviendo la cabeza) No estoy de humor esta noche
para ver plateados amaneceres ni rosadas puestas de sol. Quiero hablar de
negocios. (Le hace una señal con su abanico para que se siente junto a ella.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Temo no poder darle ningún consejo, mistress
Cheveley, excepto el de que se interese por algo menos peligroso. El éxito del
canal depende, desde luego, de la actitud de Inglaterra, y yo voy a exponer el
informe de los comisarios en la Cámara mañana por la noche.
MISTRESS CHEVELEY. ––No debe hacer eso. En su propio interés, sir Robert,
no ya en el mío, no debe hacer eso.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Mirándola asombrado.) ¿En mi propio interés? Mi
querida mistress Cheveley, ¿qué quiere decir? (Se sienta junto a ella.)
MISTRESS CHEVELEY. ––Sir Robert, voy a ser completamente franca con
usted. Quiero que omita el informe que piensa leer en la Cámara, diciendo que
cree que los comisarios tenían algún prejuicio, estaban mal informados o algo por
el estilo. Después quiero que diga unas palabras para que el Gobierno vuelva a
considerar la cuestión, explicando que tiene usted alguna razón para creer que el
canal, si se terminase, tendría un gran valor internacional. Usted sabe la clase de
cosas que dicen los ministros en casos como éste. Unas cuantas tonterías pueden
servir. En la vida moderna nada produce tanto efecto como una buena tontería.
¿Hará eso por mí?
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SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Mistress Cheveley, no puede usted hablar en serio
al hacerme esa proposición!
MISTRESS CHEVELEY. ––Hablo completamente en serio.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Fríamente.) Le ruego que me permita no creerlo.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Hablando con gran énfasis.) ¡Ah! Hablo en serio. Y
si hace lo que le pido, yo... le pagaré muy bien.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Pagarme!
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Temo no entender lo que quiere usted decir.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Reclinándose en el sofá y mirándolo.) ¡Qué fastidio!
Y yo que he venido de Viena para entenderme con usted.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lo siento, pero no la entiendo.
MISTRESS CHEVELEY. ––(En tono despreocupado.) Mi querido sir Robert,
usted es un hombre de mundo y tiene su precio, supongo... Hoy día todo el mundo
lo tiene. Lo malo es que la mayoría de la gente es horriblemente cara. Yo sé que
lo soy. Espero que será usted más razonable.
SIR ROBERT CHILTERNV. ––(Se levanta indignado.) Si me lo permite, mandaré
llamar a su coche. Ha vivido mucho tiempo en el extranjero, mistress Cheveley, y
parece no darse cuenta de que está hablando con un caballero inglés.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Lo retiene tocándolo con su abanico.) Me doy
cuenta de que estoy hablando con un hombre que hizo su fortuna vendiéndole a
un especulador de la bolsa un secreto de estado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Mordiéndose el labio.) ¿Qué quiere decir?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Levantándose y mirándolo de frente.) Quiero decir
que conozco el verdadero origen de su fortuna y su carrera, y también que tengo
su carta.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué carta?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con desprecio.) La carta que le escribió al barón
Arnheim cuando era usted secretario de lord Radley, en la que le decía al barón
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que comprase acciones del canal de Suez... Una carta escrita tres días antes que
el Gobierno anunciase su pública subasta.
SIR ROBERT CHU.TERN. ––(Roncamente.) Eso no es cierto.
MISTRESS CHEVELEY. ––Creyó usted que la carta fue destruida. ¡Qué tonto!
Está en mi poder.
SIR ROBERT CHILTERN. ––El asunto al que usted alude no fue más que una
especulación. La Cámara de los Comunes aún no había acordado nada; podía
haber sido rechazada la propuesta.
MISTRESS CHEVELEY. ––Fue una estafa, sir Robert. Llamemos a las cosas
por su propio nombre. Esto las simplifica. Y ahora yo voy a venderle esa carta, y el
precio que le pido es su apoyo al asunto de Argentina. Usted hizo su fortuna por
un canal. ¡Debe usted ayudarnos a mis amigos y a mí a hacer la nuestra por otro!
SIR ROBERT CHILTERN. ¡Es infame! Lo que usted me propone es infame.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh, no! Éste es el juego de la vida, tal y como todos
lo jugamos más pronto o más tarde.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No puedo hacer lo que me pide.
MISTRESS CHEVELEY. ––Querrá decir que no puede evitar el tener que
hacerlo. Usted sabe que está al borde de un precipicio. Y no puede poner
condiciones. Tiene que aceptarlas. Suponiendo que se niegue...
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué pasaría entonces?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Mi querido sir Robert, sería su ruina! Eso es todo.
Recuerde hasta dónde lo ha elevado su puritanismo en Inglaterra. Antes nadie
pretendía ser mejor que su vecino. En realidad, al que era un poco mejor que su
vecino se le consideraba excesivamente vulgar y de clase media. Hoy día, con la
manía moderna de la moralidad, todos tienen que conservar fama de pureza,
incorruptibilidad y las otras siete virtudes... ¿Y cuál es el resultado? Van cayendo
ustedes como los bolos... uno tras otro. No pasa un año en Inglaterra sin que
alguien se hunda. Los escándalos daban encanto a un hombre, o al menos le
hacían interesante... Ahora lo aplastan. Y el suyo es un escándalo muy feo. No
podría usted sobrevivir a él. Si se supiera que un joven, secretario de un
importante ministro, vendió un secreto de Estado por una gran suma de dinero, la
cual fue el origen de su carrera y su fortuna, usted sería arrojado fuera de la vida
pública, desaparecería completamente. Y después de todo, sir Robert, ¿por qué
va a sacrificar su porvenir en vez de tratar diplomáticamente con su enemiga? Por
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el momento, yo soy su enemiga. ¡Lo admito! Y soy mucho más fuerte que usted.
Los grandes batallones están de mi parte. Tiene usted una espléndida posición,
pero por eso mismo es muy vulnerable. ¡No puede defenderla!, y yo estoy
atacando. Naturalmente, no le he hablado de moralidad. Debe admitir que tengo
delicadeza. Hace años llevó usted a cabo un asunto inteligentemente y sin
escrúpulos; fue un gran éxito. Consiguió fortuna y posición. Y ahora tiene que
pagar por ello. Más pronto o más tarde todos tenemos que pagar por lo que
hemos hecho. Usted tiene que pagar ahora. Esta noche, antes que nos
separemos, usted me habrá prometido suprimir su informe y hablar en la Cámara
en favor de ese proyecto.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lo que me pide es imposible.
MISTRESS CHEVELEY. ––Debe ser posible. Usted lo hará posible. Sir Robert,
ya sabe cómo son los periódicos ingleses. Suponga que al dejar esta casa voy a la
oficina de algún periódico y les cuento este escándalo, dándoles pruebas de él.
Piense en su odiosa alegría, en el deleite que les causará el hundirlo a usted.
Piense en el hipócrita de grasienta sonrisa confeccionando su artículo y eligiendo
unos sabrosos titulares.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Cállese! ¿Quiere que retire el informe y diga un
corto discurso, explicando que creo que hay posibilidades en su proyecto?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sentándose en el sofá) Ésas son mis condiciones.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(En voz baja.) Le daré el dinero que desee.
MISTRESS CHEVELEY. ––No sería lo bastante rico, sir Robert, para comprar su
pasado. Ningún hombre lo es.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No haré lo que me pide. No lo haré.
MISTRESS CHEVELEY. ––Lo hará. Si no... (Se levanta del sofá.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Nervioso.) ¡Espere un momento! ¿Qué se
propone? Dijo que me daría mi carta, ¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí. Es lo justo. Estaré mañana por la noche en la
galería de las señoras a las ocho y media. Si a esa hora, y no le habrán faltado
oportunidades, ha actuado en la Cámara de la forma que yo deseo, le devolveré
su carta con mis más efusivas gracias. Intento jugar limpio con usted. Siempre se
debía jugar limpio... cuando se tienen los triunfos. El barón me enseñó eso... entre
otras cosas.
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SIR ROBERT CHILTERN. ––Debe usted darme tiempo para considerar su
proposición.
MISTRESS CHEVELEY. ––No. ¡Debe usted decidir ahora!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Déme una semana!... ¡Tres días!
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Imposible! Debo telegrafiar a Viena esta noche.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Dios mío! ¿Qué le habrá traído a usted a mi vida?
MISTRESS CHEVELEY. ––Las circunstancias. (Va hacia la puerta.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––No se vaya. Accedo. No presentaré el informe. Me
las arreglaré para que me hagan una pregunta sobre el asunto.
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. Sabía que llegaríamos a un acuerdo
amistoso. Entendí su carácter desde el principio. Lo analicé. Y ahora puede
mandar que llamen a mi coche, sir Robert. Veo que la gente va a cenar, y los
ingleses siempre se ponen románticos después de una comida, y eso me aburre
terriblemente. (Sale sir Robert Chiltern. Entran lady Chiltern, lady Markby, lord
Coversham, lady Basildon, mistress Marchmont, el vízconde de Nanjac y mister
Montford.)
LADY MARKBY. ––Bueno, querida mistress Cheveley, espero que se haya
divertido. Sir Robert es muy entretenido, ¿verdad?,
MISTRESS CHEVELEY. ––¡De lo más entretenido! Lo he pasado muy bien
hablando con él.
LADY MARKBY. ––Ha llevado una carrera muy brillante. Y se ha casado con
una mujer admirable. Lady Chiltern posee los más elevados principios. Ahora soy
demasiado vieja para molestarme en dar buen ejemplo, pero siempre admiro a la
gente que lo hace. Y lady Chiltern es muy noble, aunque sus fiestas son muy
aburridas a veces. Pero no se puede tener todo, ¿verdad? Y ahora debo irme. La
visitaré mañana.
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias.
LADY MARYBY. ––Podemos dar un paseo en coche por el parque a las cinco.
¡Todo es tan fragante ahora en el parque!
MISTRESS CHEVELEY. ¡Excepto la gente!
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LADY MARKBY. ––Quizá la gente esté un poco cansada. Muchas veces he
observado que según va pasando la temporada produce una especie de
ablandamiento cerebral. Sin embargo, creo que cualquier cosa es mejor que el
cansancio intelectual. Es lo que peor sienta. Agranda considerablemente la nariz
de las muchachas jóvenes. Y no hay nada tan difícil para casarse como una nariz
grande; a los hombres no les gusta. ¡Buenas noches, querida! (A lady Chiltern.)
¡Buenas noches, Gertrude! (Sale del brazo de lord Caversham.)
MISTRESS CHEVELEY-¡Qué encantadora casa tiene usted, lady Chiltern! He
pasado un rato delicioso. Ha sido muy interesante conocer a su marido.
LADY CHILTERN. ––¿Por qué deseaba usted conocer a mi marido, mistress
Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Se lo diré. Quería que se tomase interés por el
proyecto del canal argentino, del cual supongo que habrá usted oído hablar. Lo he
encontrado muy atento a mis razones. Cosa rara en un hombre. Lo he convencido
en diez minutos. Va a dar un discurso mañana por la noche en la Cámara en favor
de la idea. ¡Debemos ir a oírlo a la galería de las señoras! ¡Será un gran momento!
LADY CHILTERN. ––Debe de haber algún error. Mi marido no puede defender
ese proyecto.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Le aseguro que sí. Ahora no lamento mi
aburrido viaje desde Viena. Ha sido un gran éxito. Pero, desde luego, durante las
próximas veinticuatro horas será un secreto.
LADY CHILTERN. ––¿Un secreto? ¿Entre quienes?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con un gesto alegre en los ojos.) Entre su marido y
yo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Entrando.) ¡Su coche está aquí, mistress
Cheveley!
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. ¡Buenas noches, lady Chiltern! ¡Buenas
noches, lord Goring! Estoy en el Claridge. ¿No cree que podría usted dejar allí una
tarjeta?
LORD GORING. ––Si usted lo desea, mistress Cheveley...
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! No se ponga tan solemne o me veré obligado a
dejarle una tarjeta yo a usted. En Inglaterra supongo que eso no estaría en
«regle». En el extranjero somos más civilizados. ¿Me acompaña usted abajo, sir
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Robert? ¡Ahora que vamos a tener los mismos intereses supongo que seremos
grandes amigos! (Sale del brazo de sir Robert Chiltern. Lady Chiltern va hacia la
escalera para verlos bajar. Su expresión es inquieta. Al poco rato se une a otros
invitados y pasa con ellos a otro salón.)
MABEL CHILTERN. ––¡Qué horrible mujer!
LORD GORING. ––Debería irse a la cama, miss Mabel.
MABEL CHILTERN. ––¡Lord Goring!
LORD GORING. ––Mi padre me decía hace una hora que me fuese a la cama.
No sé por qué no puedo darle a usted el mismo consejo. Siempre comunico los
buenos consejos. Es lo único que se puede hacer con ellos. A uno nunca le son
útiles.
MABEL CHILTERN. ––Lord Goring, siempre está diciéndome que me vaya de la
habitación. Creo que es una osadía. Especialmente cuando todavía faltan horas
para que me vaya a la cama. (Va hacia el sofá.) Puede venir a sentarse, si quiere,
para hablar de algo que no sea la Real Academia, mistress Cheveley o las novelas
en dialecto escocés. No son temas apropiados. (Se da cuenta de que hay algo
sobre el sofá, medio escondido por los almohadones.) ¿Qué es esto? ¡A alguien
se le ha caído un broche de diamantes! ¡Qué bello es! (Se lo enseña.) Desearía
que fuera mío, pero Gertrude no me deja llevar nada más que perlas, y ya estoy
harta de ellas. Me hacen parecer fea, buena e intelectual. Me pregunto a quién
podría pertenecer este broche.
LORD GORING. ––Yo me pregunto a quién se le habrá caído.
MABEL CHILTERN. ––Es un bonito broche.
LORD GORING. ––Es un bonito brazalete.
MABEL CHILTERN. ––No es brazalete, es un broche.
LORD GORING. ––Se puede usar como brazalete. (Lo coge, saca una tarjetera
verde, guarda cuidadosamente la joya en ella y se mete toda en el bolsillo con la
más perfecta calma.)
MABEL CHILTERN. ––¿Qué está haciendo?
LORD GORING. ––Miss Mabel, voy a hacerle un extraño ruego.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh, sí, hágamelo! He estado esperándolo toda la noche.
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LORD GORING. ––(Se sorprende, pero se recobra inmediatamente.) No le diga
a nadie que me he quedado con este broche. Si alguien lo reclama, hágamelo
saber al momento.
MABEL CHILTERN. ––Es un extraño ruego.
LORD GORING. ––Bueno, yo le regalé este broche a alguien hace años.
MABEL CHILTERN. ––¿De veras?
LORD GORING. ––Sí. (Entra lady Chiltern sola. Los otros invitados se han ido.)
MABEL CHILTERN. ––Entonces buenas noches. ¡Buenas noches, Gertrude!
MABEL CHILTERN. ––¡Buenas noches, querida! (A lord Goring.) ¿Vio a quién
trajo lady Markby esta noche?
LORD GORING. ––Sí. Fue una sorpresa desagradable. ¿Para qué vino aquí?
LADY CHILTERN. ––Aparentemente para intentar conseguir la colaboración de
Robert en un proyecto fraudulento en el que ella está interesada. El canal
argentino.
LORD GORING. ––Se ha equivocado de hombre, ¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Ella es incapaz de comprender un carácter honrado como
el de mi marido.
LORD GORING. ––Sí. Creo que no lo pasaría bien si intentase enredar en su
trama a Robert. Es extraordinario los grandes errores que cometen las mujeres
inteligentes.
LADY CHILTERN. ––A esa mujer yo no la llamaría inteligente. ¡La llamaría
estúpida!
LORD GORING. ––Muchas veces ambas cosas son lo mismo. ¡Buenas noches,
lady Chiltern!
LADY CHILTERN. ––¡Buenas noches! (Entra sir Robert Chiltern.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Mi querido Arthur, ¿no te marcharás ya? ¡Quédate
un poco más!
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LORD GORING. ––Lo siento, pero no puedo. He prometido darme una vuelta
por casa de los Hortlocks. Creo que han contratado un conjunto húngaro. Hasta
pronto. ¡Adiós! (Sale.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Qué bella estás esta noche, Gertrude!
LADY CHILTERN. Robert, eso no es cierto, ¿verdad? ¿No vas a omitir tu
informe sobre esa especulación argentina? ¡No puedes hacerlo!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Estremeciéndose.) ¿Quién te ha dicho que yo iba
a hacer eso?
LADY CHILTERN. ––Esa mujer que acaba de salir: mistress Cheveley, como se
hace llamar ahora. Parecía mofarse de mí. Robert, yo conozco a esa mujer. Tú no.
Fuimos juntas a la escuela. Ella era mentirosa, deshonesta, ejercía una mala
influencia sobre todos los amigos que conseguía tener. La odio, la desprecio.
Robaba cosas, era una ladrona. Fue expulsada por robar. ¿Por qué has dejado
que influya sobre ti?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gertrude, lo que tú me dices puede ser cierto, pero
ocurrió hace muchos años. ¡Es mejor olvidar! Mistress Cheveley puede haber
cambiado desde entonces. Nadie debe ser juzgado sólo por su pasado.
LADY CHILTERN. ––(Tristemente.) El pasado de una persona es igual que esa
persona. Es la única forma de poder juzgar a la gente.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Eres cruel al decir eso, Gertrude!
LADY CHILTERN. ––Es una cosa cierta, Robert. ¿Qué quería decir al jactarse
de que había conseguido tu apoyo y el apoyo de tu nombre para una cosa que yo
te he oído describir como el más deshonesto y fraudulento proyecto que ha habido
en el mundo político?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Mordiéndose el labio.) Estaba en un error. Todos
podemos tener errores.
LADY CHILTERN. ––Pero tú me dijiste ayer que habías recibido el informe de la
comisión, el cual condenaba enteramente el asunto.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Paseando de un lado para otro.) Ahora tengo
razones para creer que la comisión tenía algún prejuicio o, al menos, estaba mal
informada. Además, Gertrude, la vida pública y la privada son dos cosas
diferentes. Tienen diferentes leyes y se mueven en ambientes diferentes.
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LADY CHILTERN. ––Ambas deben representar al hombre. No veo diferencia
entre ellas.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Deteniéndose.) En el presente caso es un asunto
de política práctica y yo he cambiado de opinión. Eso es todo.
LADY CHILTERN. ––¡Todo!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Duramente.) ¡Sí!
LADY CHILTERN. ––¡Robert! ¡Oh! Es horrible que tenga que hacer una
pregunta como ésta... Robert, ¿me estás diciendo toda la verdad?
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Por qué me haces esa pregunta?
LADY CHILTERN. ––(Después de una pausa.) ¿Por qué no la contestas?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Sentándose.) Gertrude, la verdad es una cosa muy
compleja y la política es un negocio muy complejo. Uno pude tener ciertas
obligaciones con la gente, que debe cumplir. En la vida política, más pronto o más
tarde, uno tiene un compromiso. A todos les ocurre.
LADY CHILTERN. ––¿Compromiso? Robert, ¿por qué hablas esta noche de una
forma tan distinta a la que yo siempre te he oído? ¿Por qué has cambiado?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Las circunstancias alteran las cosas.
LADY CHILTERN. ––Las circunstancias no alteran los principios.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Pero si yo te dijera...
LADY CHILTERN. ––¿Qué?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Que esto es necesario, vitalmente necesario.
LADY CHILTERN. ––Nunca puede ser necesario hacer lo que no es honrado. O
si fuera necesario, entonces ¿qué es lo que he amado yo? Pero no es así, Robert;
dime que no. ¿Por qué iba a serlo? ¿Qué ibas a ganar? ¿Dinero? ¡No lo
necesitamos! Y el dinero que viene de cometer algo deshonesto nos degrada.
¿Poder? El poder no es nada en sí mismo. El poder para hacer el bien es el
bello...; ése, ése sólo. ¿Qué es entonces? ¡Robert, dime por qué vas a hacer esa
cosa deshonrosa!
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SIR ROBERT CHILTERN. ––Gertrude, no tienes derecho a usar esa palabra. Te
dije que era una cuestión de compromiso. No es más que eso.
LADY CHILTERN. ––Robert, eso está muy bien para otros hombres, para los
hombres que consideran la vida simplemente como una sórdida especulación;
pero no para ti, Robert, no para ti. Tú eres diferente. Toda tu vida has sido algo
distinto a los demás. Nunca has permitido que el mundo te manchase. Para el
mundo, como para mí, has sido siempre un ideal. ¡Oh! Sigue siendo ese ideal. No
rechaces esa gran herencia... No destruyas esa torre de marfil. Robert, los
hombres pueden amar lo que está por debajo de ellos..., las cosas mancilladas,
deshonrosas. Las mujeres adoramos al amor, y cuando perdemos el amor, lo
perdemos todo. ¡Oh! ¡No mates mi amor por ti! ¡No lo mates!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Gertrude!
LADY CHILTERN. ––Sé que hay hombres con horribles secretos en sus vidas...
Hombres que han hecho alguna cosa vergonzosa, y que en algún momento crítico
tienen que pagar por ella, haciendo algún otro acto deshonroso... ¡Oh! ¡No me
digas que tú eres uno de ellos! Robert, ¿hay en tu vida algún secreto vergonzoso?
Dímelo, dímelo ahora mismo, para...
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Para qué?
LADY CHILTERN. ––(Hablando muy lentamente.) Para que nuestras vidas
corran separadas.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Separadas?
LADY CHILTERN. ––Sí. Sería mejor para los dos.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gertrude, no hay nada en mi pasado que tú no
puedas saber.
LADY CHILTERN. ––Estaba segura, Robert, estaba segura. Pero ¿por qué dices
esas cosas horribles que no van con tu verdadero carácter? No volveremos a
hablar del asunto. Escribirás a mistress Cheveley diciéndole que no puedes
apoyar ese escandaloso proyecto, ¿verdad? Si le has dado alguna promesa,
debes retirarla. ¡Eso es todo!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Debo escribir diciéndole eso?
LADY CHILTERN. ––¡Desde luego, Robert! ¿Qué otra cosa ibas a hacer?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Puedo verla personalmente. Sería mejor.
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LADY CHILTERN. ––No debes volver a verla, Robert. No debes volver a hablar
con ella. No se merece hablar con un hombre como tú. No; le debes escribir
inmediatamente, ahora, en este momento, y que vea en la carta que tu decisión es
irrevocable.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Escribir en este momento!
LADY CHILTERN. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Es muy tarde. Son casi las doce.
LADY CHILTERN. ––Eso no importa. Ella debe saber inmediatamente que se ha
equivocado contigo... y que tú no eres un hombre que se preste a hacer nada
deshonesto. Escribe, Robert. Escribe diciéndole que no apoyarás ese proyecto
porque lo consideras deshonroso. Sí..., escribe la palabra deshonroso. Ella sabe
muy bien su significado. (Sir Robert Chiltern se sienta y escribe una carta. Su
esposa la coge y la lee.) Sí; eso es. (Toca el timbre.) Y ahora el sobre. (El escribe
el sobre lentamente. Entra Mason.) Que sea enviada esta carta al hotel Claridge.
No hay contestación. (Sale Mason. Lady Chiltern se arrodilla junto a su marido y le
rodea con los brazos.) Robert, el amor da un instinto para las cosas. Siento que
esta noche te he salvado de algo que podría haber sido un peligro para ti, de algo
que hubiese podido disminuir el respeto que te tienen los hombres. No creo que te
des cuenta, Robert, de que has traído un ambiente noble en la vida política de
nuestro tiempo, una actitud más hermosa para con la vida, un aire más libre, de
ideales más puros y elevados... Yo lo sé, y por eso te amo, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh, ámame siempre, Gertrude, ámame siempre!
LADY CHILTERN. ––Te amaré siempre, porque siempre serás digno de ser
amado. ¡Tenemos que amar a lo más elevado cuando lo conocemos! (Lo besa, se
levanta y sale. Sir Robert Chiltern pasea de un lado a otro un momento; después
se sienta y hunde el rostro entre las manos. Entra el criado y empieza a apagar las
luces. Sir Robert Chiltern levanta la vista.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí, Mason; apague las luces, apague las luces. (El
criado sigue apagando luces. La habitación se queda casi a oscuras. La única luz
es la de la gran araña que cuelga sobre la escalera y que ilumina el tapiz que
representa el triunfo del amor.)
TELÓN
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ACTO SEGUNDO
Escena: salón de la casa de sir Roben Chiltern. Lord Goring, vestido a la última
moda, está sentado en un sillón. Sir Robert Chiltern está en pie junto a la
chimenea. Evidentemente, se encuentra en un estado de gran agitación mental y
nerviosismo. Durante la escena da paseos de un lado para otro.
LORD GORING. ––Mi querido Robert, es un asunto muy engorroso, realmente
engorroso. Debías habérselo contado todo a tu esposa. Tener secretos de las
esposas de otros es un lujo necesario en la vida moderna. Al menos, siempre me
dicen eso en el club hombres que son lo bastante calvos para saberlo. Pero
ningún hombre debía tener secretos para su propia esposa. Ella invariablemente
los descubre. Las mujeres tienen un maravilloso instinto de las cosas. Pueden
descubrirlo todo, excepto lo evidente.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, no he podido decírselo a mi esposa.
¿Cuándo se lo iba a haber dicho? Anoche no. Hubiera provocado una separación
para toda la vida y hubiera perdido el amor de la única mujer que adoro en el
mundo, de la única mujer que ha hecho vibrar el amor dentro de mí. Anoche
hubiera sido completamente imposible. Se hubiese separado de mí con horror...,
con horror y desprecio.
LORD GORING. ––¿Es tan perfecta lady Chiltern?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí; lo es.
LORD GORING. ––(Quitándose el guante de la mano izquierda.) ¡Qué lástima!
Perdón, mi querido amigo; no quise decir exactamente eso. Pero si lo que me
dices es cierto, me gustaría tener una conversación seria sobre la vida con lady
Chiltern.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sería completamente inútil.
LORD GORING. ––¿Puedo intentarlo?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí; pero nada puede hacer cambiar sus ideas.
LORD GORING. ––Bien; en el peor de los casos sería un simple experimento
psicológico.
SIR ROBERT CHILTERN.
terriblemente peligrosos.
––Todos
252
los
experimentos
como
ése
son
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LORD GORING. ––Todo es peligroso, mi querido amigo. Si no fuera así, la vida
no merecería la pena de ser vivida. Bien; creo que debo decirte que, a mi modo de
ver, debías habérselo dicho a ella hace años.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Cuándo? ¿Cuando nos prometimos? ¿Crees que
se hubiera casado conmigo si hubiese sabido cuál fue el origen de mi fortuna, la
base de mi carrera; si hubiese sabido que yo había hecho una cosa que la
mayoría de los hombres llaman vergonzosa y deshonesta?
LORD GORING. ––(Lentamente.) Sí; la mayoría de los hombres le darían esos
feos calificativos. No hay duda.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Amargamente.) Hombres que a cada momento
hacen lo mismo que hice yo. Hombres que tienen secretos mucho peores que el
mío en sus vidas.,
LORD GORING. ––Ésa es la razón de que les agrade tanto descubrir los
secretos de los demás. Eso distrae la atención pública de ellos mismos.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Y, después de todo, ¿a quién perjudiqué con lo que
hice? A nadie.
LORD GORING. ––(Mirándolo fijamente.) Excepto a ti, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Después de una pausa.) Desde luego, yo tenía
informes privados de cierta transacción que el Gobierno pensaba hacer y actué
con arreglo a esos informes. La información privada es prácticamente el origen de
todas las grandes fortunas actuales.
LORD GORING. ––(Golpeándose el zapato con el bastón.) Y el resultado es
invariablemente un escándalo público.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Paseando por la habitación.) Arthur, ¿crees que lo
que hice hace dieciocho años debe ser ahora utilizado contra mí? ¿Crees que es
justo que toda la carrera de un hombre quede arruinada por una falta que cometió
en su adolescencia? Entonces yo tenía veintidós años, y tenía la doble desgracia
de haber nacido noble y pobre, dos cosas imperdonables hoy día. ¿Es justo que la
locura, el pecado de la juventud, si los hombres quieren llamarlo así, deba
destrozar una vida como la mía, deba ponerme en la picota, deba arruinar todo lo
que yo he elaborado, todo lo que he construido? ¿Es justo, Arthur?
LORD GORING. ––La vida nunca es justa, Robert. Y quizá es mejor así para la
mayoría de nosotros.
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SIR ROBERT CHILTERN. ––Todo hombre ambicioso tiene que luchar en su
siglo con sus propias armas. Lo que este siglo adora es la fortuna. El dios de este
siglo es la fortuna. Para tener éxito hay que tener fortuna. Uno debe tiene fortuna a
toda costa.
LORD GORING. ––Te menosprecias a ti mismo, Robert. Créeme: sin tu fortuna
también hubieras triunfado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Cuando hubiera sido viejo, quizá. Cuando hubiese
perdido mi pasión por el poder o éste no me fuera útil. Cuando estuviese cansado,
desilusionado. Quería tener éxito cuando fuera joven. La juventud es la época del
éxito. No podía esperar.
LORD GORING. ––Bueno; ciertamente has tenido éxito siendo aún joven. Nadie
ha tenido un éxito tan brillante en nuestros días. Subsecretario del Ministerio de
Asuntos Exteriores a los cuarenta años. Eso es bastante para cualquiera.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Y si ahora me lo quitan todo? ¿Si lo pierdo todo
por un horrible escándalo? ¿Si soy expulsado de la vida pública?
LORD GORING. ––Robert, ¿cómo pudiste venderte por dinero?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Excitado.) No me vendí por dinero. Compré el
éxito a un alto precio. Eso es todo.
LORD GORING. ––(Con gravedad.) Sí; ciertamente pagaste un alto precio por
él. Pero ¿quien fue el que te dio tal idea?
SIR ROBERT CHILTERN. ––El barón Arnheim.
LORD GORING. ––¡Maldito canalla!
SIR ROBERT CHILTERN. ––No; era un hombre de la más sutil y refinada
inteligencia. Un hombre de gran cultura y distinción. Un hombre de los más
intelectuales que he conocido.
LORD GORING. ––¡Ah! Prefiero un caballero tonto. Sobre la estupidez hay
mucho más que decir de lo que la gente se imagina. Personalmente tengo una
gran admiración por la estupidez. Pero ¿cómo lo hiciste? Cuéntamelo todo.
SiR ROBERT CHILTERN. ––(Se deja caer en un sillón junto al escritorio.) Una
noche, después de cenar, en casa de lord Radley, el barón empezó a hablar sobre
el éxito en la vida moderna como algo que se puede reducir a una ciencia
absolutamente definida. Con esa voz tan fascinante y tranquila que poseía nos
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expuso la más terrible de las filosofías, la filosofia del poder, predicándonos el más
maravilloso de los evangelios, el evangelio del oro. Creo que notó el efecto que
había producido sobre mí, porque algunos días después me escribió invitándome
a verlo. Vivía en Park Lane, en la casa que ahora tiene lord Woolcomb. Recuerdo
muy bien cómo, con una extraña sonrisa en sus labios pálidos y curvados, me
llevó por su maravillosa galería de cuadros, me mostró sus tapices, sus esmaltes,
sus joyas, sus marfiles tallados, maravillándome de la extraña belleza del lujo en
que vivía, y entonces me dijo que el lujo no era más que un decorado, un telón
pintado de una obra, y que el poder, el poder sobre los demás hombres, el poder
sobre el mundo, era la única cosa de valor, el único placer supremo que merecía
la pena conocer, la única alegría que nunca cansaba y que en nuestro siglo sólo el
rico lo posee.
LORD GORING. ––Un credo terriblemente superficial.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Levantándose.) Yo no creía eso entonces; ni lo
creo ahora. La fortuna me ha dado enorme poder. Me dio libertad, y la libertad lo
es todo. Tú nunca has sido pobre y no sabes lo que es la ambición. No puedes
comprender la maravillosa oportunidad que me dio el barón. Pocos hombres la
tienen.
LORD GORING. ––Afortunadamente para ellos, a juzgar por los resultados. Pero
dime... ¿Cómo te convenció el barón para que hicieras..., bien, lo que hiciste?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Cuando ya iba a irme me dijo que, si alguna vez
podía darle alguna información privada de verdadero valor, me haría un hombre
muy rico. Me deslumbró la perspectiva que él me insinuaba, y mi ambición y mi
deseo de poder eran por entonces enormes. Seis semanas más tarde ciertos
documentos privados pasaron por mis manos.
LORD GORING. ––(Con los ojos fijos en la alfombra.) ¿Documentos de Estado?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí. (Lord Goring suspira, después se pasa la mano
por la frente y levanta la vista.)
LORD GORING. ––No podía pensar que tú, entre todos los hombres del mundo,
hubieras podido ser tan débil. Robert, para caer en la tentación que el barón
Arnheim te sugirió.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Débil? ¡Oh! Estoy harto de oír esa frase. Harto de
usarla con los demás. ¡Débil! ¿Crees realmente, Arthur, que es la debilidad la que
hace caer en la tentación? Hay tentaciones que requieren fuerza, fuerza y valor,
para caer en ellas jugarse toda la vida en un solo instante, echarlo todo a una
carta, si lo que se juega es placer o poder, no me preocupa... No hay debilidad en
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ello. Hay un terrible, un terrible valor. Yo tuve ese valor. Esa misma tarde le escribí
al varón Arnheim la carta que ahora tiene esa mujer. Ganó con ese asunto tres
cuartos de millón.
LORD GORING. ––¿Y tú?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Recibí del barón ciento diez mil libras.
LORD GORING. ––Valías más, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No; ese dinero me dio exactamente lo que quería:
poder sobre los demás. Entré inmediatamente en la Cámara. El barón me daba
algún consejo financiero de cuando en cuando. A los cinco años casi había
triplicado mi fortuna. Desde entonces todo lo que emprendía era un éxito. En todos
los asuntos relacionados con el dinero tenía una suerte extraordinaria que a veces
casi me asustaba. Recuerdo haber leído en alguna parte, en algún libro extranjero,
que cuando los dioses desean castigarnos atienden nuestros ruegos.
LORD GORING. ––Pero dime, Robert: ¿nunca sentiste lo que habías hecho?
SIR ROBERT CHILTERN. ––No. Pensé que había combatido a mi siglo con sus
propias armas y había ganado.
LORD GORING. ––(Tristemente.) Creíste que habías ganado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lo creí. (Después de una larga pausa.) Arthur, ¿me
desprecias por lo que te he contado?
LORD GORING. ––(Con profundo sentimiento en su voz.) Lo siento mucho por
ti, Robert, lo siento de veras.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No diré que he tenido remordimientos. No ha sido
así. No he tenido remordimientos, según el sentido ordinario y bastante tonto de la
palabra. Pero he pagado ese dinero a conciencia. Tenía la salvaje esperanza de
que así podría desarmar al destino. He distribuido el doble de la suma que me dio
el barón en obras de caridad.
LORD GORING. ––(Mirándolo.) ¿En obras de caridad? ¡Qué daño debes de
haber hecho, Robert!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! No digas eso, Arthur. ¡No hables así!
LORD GORING. ––¡No te preocupes de lo que digo, Robert! Siempre hablo lo
que no querría hablar. En realidad, usualmente te digo lo que pienso. Un gran
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error hoy día. Se expone uno a no ser entendido. En cuanto a este terrible asunto,
te ayudaré en lo que pueda. Naturalmente, eso ya lo sabes.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gracias, Arthur, gracias. Pero ¿qué podemos
hacer? ¿Qué podemos hacer?
LORD GORING. ––(Recostándose con las manos en los bolsillos.) Bien; el
inglés no puede soportar al hombre que siempre está diciendo que lleva razón,
pero le gusta mucho el hombre que admite que está equivocado. Esa es una
buena cosa. Sin embargo, en tu caso, Robert, una confesión no resultaría. El
dinero, si me permites decirlo, es... una cosa muy embarazosa. Además, si
decides confesarlo todo, nunca podrás volver a hablar de moralidad. Y en
Inglaterra un hombre que no puede hablar de moralidad dos veces por semana a
un numeroso, popular e inmortal auditorio no puede ser un político serio. No le
quedan más profesiones que la de botánico o la eclesiástica. Una confesión no
sería útil. Sería tu ruina.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sería mi ruina. Arthur, lo único que me queda es
luchar con todas mis fuerzas.
LORD GORING. ––(Levantándose de la silla.) Esperaba que dijeras eso, Robert.
Es lo único que se puede hacer. Y debes empezar por contarle a tu mujer toda la
historia.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Eso no lo haré.
LORD GORING. ––Robert, créeme: estás equivocado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No puedo hacerlo. Mataría su amor por mí. Y con
respeto a esa mistress Cheveley, ¿cómo podré defenderme de ella? Parece que
tú ya la conocías de antes, ¿no, Arthur?
LORD GORING. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿La conocías mucho?
LORD GORING. ––(Arreglándose la corbata.) Tan poco, que me comprometí a
casarme con ella una vez cuando estuve en casa de los Tenbys. La cosa duró
unos tres días.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Por qué rompisteis?
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LORD GORING. ––(Alegremente.) ¡Oh! Lo he olvidado. Al menos no tiene
importancia. A propósito, ¿has intentado ofrecerle dinero? Solía gustarle
enormemente.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Le ofrecí el que quisiera. Lo rechazó.
LORD GORING. ––Entonces el maravilloso evangelio del oro a veces no resulta.
El rico no lo puede todo, al fin y al cabo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No. Supongo que tienes razón. Arthur, temo no
poder evitar la desgracia que se cierne sobre mí. Estoy seguro de que no podré.
Nunca supe lo que era el terror. Ahora lo sé. Es como una mano de hielo que
oprime el corazón. Es como si el corazón latiese para morir en un horrible vacío.
LORD GORING. ––(Golpeando la mesa.) Robert, tienes que luchar, tienes que
luchar.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Pero ¿cómo?
LORD GORING. ––De momento, no lo sé. No tengo ni la más pequeña idea.
Pero todo el mundo tiene un punto débil. Hay un fallo en cada uno de nosotros.
(Va hacia la chimenea y se mira al espejo.) Mi padre dice que yo tengo defectos.
Quizá los tenga. No lo sé.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Al defenderme de mistress Cheveley tengo derecho
a utilizar cualquier arma, ¿verdad?
LORD GORING. ––(Mirándose aún en el espejo.) En tu lugar yo no tendría
ningún escrúpulo en hacer eso. Ella es perfectamente capaz de cuidar de sí
misma.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Se sienta junto a la mesa y coge una pluma.) Bien;
enviaré un cable cifrado a la Embajada de Viena preguntando si allí se sabe algo
contra ella. Puede haber algún escándalo secreto en el que haya estado
mezclada.
LORD GORING. ––(Arreglándose la flor del ojal.) ¡Oh! Imagino que mistress
Cheveley es una de esas mujeres muy modernas de nuestro tiempo que creen
que un nuevo escándalo les sienta tan bien como un nuevo sombrero y airean
ambas cosas por el parque todas las tardes a las cinco y media. Estoy seguro de
que ella adora los escándalos y que actualmente su pesar es no poder tener los
suficientes.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Escribiendo.) ¿Por qué dices eso?
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LORD GORING. ––(Volviéndose.) Bien; porque ella llevaba anoche demasiado
«rouge» y casi nada de ropa. Eso siempre es una señal de desesperación en una
mujer.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Tocando el timbre.) Pero merece la pena escribir a
Viena, ¿no?
LORD GORING. ––Siempre merece la pena hacer una pregunta, aunque no
siempre merece la pena contestarla. (Entra Mason.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Está míster Trafford en su habitación?
MASON. ––Sí, sir Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Mete la carta en un sobre, el cual cierra
cuidadosamente.) Dígale que cifre esto inmediatamente. No debe perder tiempo.
MASON. ––Sí, sir Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! Démelo un momento. (Escribe algo en el
sobre. Mason sale con la carta.) Ella debe de haber tenido alguna extraña
influencia sobre el barón Arnheim. Me pregunto cuál sería.
LORD GORING. ––(Sonriendo.) Yo también.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lucharé con ella hasta la muerte, mientras mi mujer
no sepa nada.
LORD GORING. ––¡Oh! Lucha de todas formas... Lucha hasta el fin.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con un gesto de desesperación.) Si mi esposa se
enterase, habría ya poco por lo que luchar. Bien, tan pronto como reciba noticias
de Viena, te las comunicaré. Es una posibilidad muy remota, pero confío en ella. Y
como he luchado con mi época con sus propias armas, lucharé con ella con sus
propias armas. Es lo justo; y ella parece una mujer con un pasado, ¿verdad?
LORD GORING. ––La mayoría de las mujeres bonitas lo tienen. Pero hay una
moda en cuestión de pasados como la hay en cuestión de vestidos. Quizá el
pasado de mistress Cheveley sea simplemente un ligero «décolleté», y eso es
muy popular hoy día. Además, mi querido Robert, yo no concebiría demasiadas
esperanzas en la lucha contra mistress Cheveley. Yo imaginaría que mistress
Cheveley es una mujer a la que es fácil vencer. Ha sobrevivido a todos sus
acreedores y demuestra una maravillosa presencia de ánimo.
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SiR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! Ahora vivo de esperanzas. Me agarro a todas
las posibilidades. Me siento como un hombre en un barco que está naufragando.
El agua rodea mis pies y una tormenta se cierne sobre mí. ¡Eh! Oigo la voz de mi
mujer. (Entra lady Chiltern vestida de calle.)
LADY CHILTERN. ––Buenas tardes, lord Goring.
LORD GORING. ––¡Buenas tardes, lady Chiltern! ¿Ha estado en el parque?
LADY CHILTERN. ––No; acabo de venir de la Asociación Liberal de Mujeres,
donde, a propósito, tu nombre ha sido acogido con grandes aplausos, Robert; y
ahora voy a tomar el té. (A lord Goring.) Se quedará a tomar el té ¿verdad?
LORD GORING. ––Me quedaré un rato, gracias.
LADY CHILTERN. ––Volveré al momento. Voy sólo a quitarme el sombrero.
LORD GORING. ––¡Oh! Le ruego que no lo haga. ¡Es tan bonito! Uno de los
sombreros más bonitos que he visto. Supongo que la Asociación Liberal de
Mujeres lo habrá recibido con grandes aplausos.
LADY CHILTERN. ––(Con una sonrisa.) Tenemos que tratar sobre cosas mucho
más importantes que los sombreros, lord Goring.
LORD GORING. ––¿De veras? ¿Qué clase de cosas?
LADY CHILTERN. ––¡Oh! Cosas oscuras, útiles y deliciosas: los inspectores
femeninos, la jornada de ocho horas, la franquicia parlamentaria... Todo, en
resumen, lo que usted encuentra terriblemente falto de interés.
LORD GORING. ––¿Y nunca sobre sombreros?
LADY CHILTERN. ––(Con fingida indignación.) ¡Sobre sombreros, nunca! (Lady
Chiltem sale por la puerta que da a su tocador.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Coge la mano de lord Goring.) Has sido para mí un
buen amigo, Arthur, un verdadero buen amigo.
LORD GORING. ––Que yo sepa, no he sido capaz de hacer mucho por ti,
Robert. En realidad, no he sido capaz de hacer nada. Estoy muy descontento
conmigo mismo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Has hecho que yo sea capaz de decirte la verdad.
Eso es algo. La verdad siempre me ha ahogado.
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LORD GORING. ¡Ah! La verdad es algo que yo suelto lo más pronto posible! Un
mal hábito. Le hace a uno impopular en el club... con los socios más viejos. Le
llaman afectación. Quizá lo sea.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Hubiera hecho cualquier cosa por haber sido capaz
de decir la verdad... de vivir la verdad. ¡Ah! Es una gran cosa vivir la verdad.
(Suspira y va hacia la puerta.) Volveré a verte pronto, ¿verdad, Arthur?
LORD GORING. ––Ciertamente, si tú lo deseas. Esta noche voy al club de los
solteros, a menos que encuentre algo mejor que hacer. Pero volveré aquí mañana
por la mañana. Si por casualidad quisieras verme esta noche, envíame una nota a
Curzón Street.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gracias. (Cuando llega a la puerta, llega lady
Chiltern del tocador.)
LADY CHILTERN. ––¿Te vas, Robert?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Tengo que escribir algunas cartas, querida.
LADY CHILTERN. ––(Va hacia él.) Trabajas demasiado, Robert. Nunca piensas
en ti y pareces muy cansado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No es nada, querida, nada. (La besa y sale.)
LADY CHILTERN. ––(A lord Goring.) Siéntese. Me alegro de que haya venido.
Quiero hablar con usted sobre... Bien; no sobre sombreros ni sobre la Asociación
Liberal de Mujeres. Usted se toma demasiado interés en lo primero y muy poco en
lo segundo.
LORD GORING. ––¿Quiere usted hablar conmigo sobres mistress Cheveley?
LADY CHILTERN. ––Sí. Lo ha adivinado. Después de marcharse usted supe
que lo que ella había dicho era realmente cierto. Desde luego, hice que Robert le
escribiese una carta inmediatamente retirando su promesa.
LORD GORING. ––Eso me ha dado él a entender.
LADY CHILTERN. ––Hubiera sido la primera mancha en una carrera que
siempre se ha mantenido inmaculada. Robert debe estar por encima de todo
reproche. No es como los demás hombres. No puede hacer lo que hacen los
otros. (Mira a lord Goring, que permanece silencioso.) ¿No está de acuerdo
conmigo? Es usted el mejor amigo de Robert. Nuestro mejor amigo, lord Goring.
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Nadie, excepto yo, conoce a Robert mejor que usted. No tiene secretos para mí, ni
creo que los tenga tampoco para usted.
LORD GORING. ––Ciertamente no tiene ningún secreto para mí. Al menos eso
creo.
LADY CHILTERN. ––Entonces, ¿no tengo razón al considerarlo así? Sé que la
tengo. Pero hábleme francamente.
LORD GORING. ––(Mirándola fijamente.) ¿Francamente?
LADY CHILTERN. ––Sí. No tiene usted nada que ocultar, ¿verdad?
LORD GORING. ––Nada. Pero, mi querida lady Chiltern, creo, si usted me
permite decirlo, que en la vida práctica...
LADY CHILTERN. ––(Sonriendo.) De la cual sabe usted tan poco, lord Goring...
LORD GORING. ––De la cual no sé nada por experiencia, aunque se algo por
observación. Creo que en la vida práctica el éxito, el éxito verdadero, tiene en sí
una ligera falta de escrúpulos, como ocurre siempre también con la ambición. Una
vez que un hombre ha puesto su corazón y su alma para alcanzar cierta meta, si
tiene que escalar despeñaderos, los escala; si tiene que caminar por el cieno...
LADY CHILTERN. ––¿Qué?
LORD GORING. ––Camina por el cieno. Desde luego, sólo estoy generalizando
sobre la vida.
LADY CHILTERN. ––(En tono grave.) Lo supongo. ¿Por qué me mira tan
extrañamente, lord Goring?
LORD GORING. ––Lady Chiltern, a veces he pensado que... quizá sea usted un
poco dura en alguna de sus ideas sobre la vida. Yo creo que... a menudo no hace
las suficientes concesiones. En todo carácter hay partes débiles, o peor que eso.
Suponiendo, por ejemplo, que..., que cualquier hombre público, mi padre, lord
Merton, o Robert, hubiese escrito hace muchos años una carta tonta a alguien...
LADY CHILTERN. ––¿Qué entiende por carta tonta?
LORD GORING. ––Una carta gravemente comprometedora para la posición de
uno. Estoy poniendo solamente un ejemplo imaginario.
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LADY CHILTERN. ––Robert es incapaz de hacer una tontería, como también es
incapaz de hacer una cosa deshonesta.
LORD GORING. ––(Después de una larga pausa.) Nadie es incapaz de hacer
una tontería. Nadie es incapaz de hacer una cosa deshonesta.
LADY CHILTERN. ––¿Es usted un pesimista? ¿Qué dirán los demás elegantes?
Todos tendrán que ponerse de luto.
LORD GORING. ––(Levantándose.) No, lady Chiltern, no soy un pesimista.
Realmente, no creo estar seguro de lo que significa verdaderamente el pesimismo.
Todo lo que sé es que la vida no puede ser entendida ni vivida sin caridad. Es el
amor y no la filosofía alemana la verdadera explicación de este mundo. Y si alguna
vez tiene cualquier preocupación, lady Chiltern, confié en mí por completo, que yo
la ayudaré en lo que pueda. Si me necesita, pídame ayuda y la tendrá. Acuda a mí
inmediatamente.
LADY CHILTERN. ––(Mirándolo sorprendida.) Lord Goring, está usted hablando
completamente en serio. No creo haberlo oído hablar tan serio ninguna otra vez.
LORD GORING. ––(Riendo.) Debe excusarme, lady Chiltern. No me volverá a
ocurrir, si puedo evitarlo.
LADY CHILTERN. ––Pero a mí me gusta verlo serio. (Entra Mabel Chiltern con
un vestido de lo más encantador.)
MABEL CHILTERN. ––Querida Gertrude, no le digas cosas tan terribles a lord
Goring. La seriedad no le sienta bien. ¡Buenas tardes, lord Goring! Le ruego que
sea tan frívolo como pueda.
LORD GORING. ––Me gustaría, miss Mabel, pero temo que estoy... un poco
desquiciado esta mañana. Y, además, ahora tengo que irme.
MABEL CHILTERN. ––¡Justo cuando vengo yo! ¡Qué horribles modales tiene
usted! Estoy segura de que le han educado muy mal.
LORD GORING. ––Así es.
MABEL CHILTERN. ––¡Me gustaría haberlo educado yo!
LORD GORING. ––Siento que no lo haya hecho.
MABEL CHILTERN. ––¿Y ahora es demasiado tarde, supongo?
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LORD GORING. ––(Sonriendo.) No estoy seguro.
MABEL CHILTERN. ––¿Quiero que demos un paseo a caballo mañana por la
mañana?
LORD GORING. ––Sí; a las diez.
MABEL CHILTERN. ––No lo olvide.
LORD GORING. ––Naturalmente que no. A propósito, lady Chiltern, hoy no viene
la lista de sus invitados en el Morning Post. Supongo que habrá habido que dejar
espacio para la reunión municipal, la conferencia de Lambeth o cualquier otra cosa
igual de aburrida. ¿Puede usted darme una lista? Tengo una razón particular para
pedírsela.
LADY CHILTERN. ––Estoy segura de que míster Trafford tendrá una.
LORD GORING. ––Muchísimas gracias.
MABEL CHILTERN. ––Tommy es la persona más útil de Londres.
LORD GORING. ––(Volviéndose hacia ella.) ¿Y quién es la más decorativa?
MABEL CHILTERN. ––(Tríunfalmente.) Yo.
LORD GORING. ––¡Qué inteligente ha sido al adivinarlo! (Coge su sombrero y
su bastón.) ¡Adiós, lady Chiltern! Recuerda lo que le he dicho, ¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Sí; pero no sé por qué me lo ha dicho.
LORD GORING. ––Ni yo mismo lo sé. ¡Adiós, miss Mabel!
MABEL CHILTERN. ––(Con un gesto de desencanto.) Desearía que no se fuera.
He tenido cuatro aventuras maravillosas esta mañana; cuatro y media en realidad.
Podía quedarse y escuchar alguna de ellas.
LORD GORING. ––¡Que egoísta es al tener cuatro aventuras y media! No habrá
dejado ninguna para mí.
MABEL CHILTERN. ––No quiero que usted tenga ninguna. No le sentaría bien.
LORD GORING. ––Ésa es la primera cosa poco amable que me ha dicho usted.
¡Qué encantadoramente la ha dicho! Hasta mañana a las diez.
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MABEL CHILTERN. ––En punto.
LORD GORING. ––Completamente en punto. Pero no traiga a míster Trafford.
MABEL CHILTERN. ––(Con un leve movímíento de cabeza.) Naturalmente que
no lo llevaré. Tommy Trafford está en desgracia.
LORD GORING. ––Me alegro de oírlo. (Se ínclína y sale.)
MABEL CHILTERN. ––Gertrude, desearía que hablaras con Tommy Trafford.
LADY CHILTERN. ––¿Qué ha hecho esta vez el pobre míster Trafford? Robert
dice que es el mejor secretario que ha tenido nunca.
MABEL CHILTERN. ––Bueno; Tommy se me ha declarado otra vez. Tommy no
hace realmente otra cosa que declararse a mí. Se me declaró anoche en el salón
de música, cuando estaba sin protección y había un complicado trío tocando. No
me atreví a cometer ninguna indiscreción, no necesito decírtelo. Los músicos son
absurdamente irrazonables. Siempre quieren que una esté perfectamente muda
cuando lo que a una le gustaría estar es absolutamente sorda. Después se me ha
declarado esta mañana en la calle a la luz del día, frente a esa terrible estatua de
Aquiles. Realmente las cosas que ocurren frente a esa obra de arte son
completamente espantosas. Debería intervenir la policía. Durante el almuerzo vi
por el brillo de sus ojos que se iba a declarar otra vez, y entonces le aseguré que
era bimetalista. Afortunadamente, no sé lo que significa el bimetalismo. Y no creo
que nadie lo sepa. Pero la observación contuvo a Tommy durante diez minutos.
Pareció muy sorprendido. Y además, ¡es tan molesta la forma que tiene de
declararse! Si se declarase en voz alta, no me importaría mucho. Eso podría
producir algún efecto en el público. Pero lo hace de una forma horriblemente
confidencial. Cuando Tommy quiere ser romántico, habla como un doctor. Me
agrada mucho Tommy pero sus métodos para declararse están completamente
anticuados. Desearía, Gertrude, que hablases con él y le dijeras que declararse
una vez a la semana es suficiente para cualquiera, y que siempre lo haga de
forma que llame la atención de la gente.
LADY CHILTERN. ––Querida Mabel, no hables así. Además, Robert tiene muy
bien considerado a míster Trafford. Cree que posee un brillante porvenir.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! No me casaría con un hombre que tuviese un
brillante porvenir por nada del mundo.
LADY CHILTERN. ––¡Mabel!
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MABEL CHILTERN. ––Ya sé, querida. ¡Tú te casaste con un hombre de
porvenir! Pero entonces Robert era un genio y tú tenías un noble carácter, apto
para el propio sacrificio. Tú puedes soportar a los genios. Yo no tengo carácter
para eso, y Robert es el único genio que he podido aguantar. Por regla general,
son completamente imposibles. Los genios hablan mucho, ¿verdad? ¡Una mala
costumbre¡ Y siempre piensan en sí mismos, y a mí me gusta que los hombres
piensen en mí. Debo ir a ensayar a casa de lady Basildon. Recuerdas que
estamos haciendo unos «tableaux», ¿verdad? ¡El triunfo de algo, no sé de qué!
Espero que será el triunfo mío. Es el único triunfo que me interesa actualmente.
(Besa a lady Chiltern y sale; vuelve a entrar inmediatamente.) ¡Oh! Gertrude,
¿sabes quién viene a verte? Esa horrible mistress Cheveley, con un vestido
maravilloso. ¿La has invitado?
LADY CHILTERN. ––¡Mistress Cheveley! ¿Viene a verme? ¡Imposible!
MABEL CHILTERN. ––Te aseguro que sube las escaleras.
LADY CHILTERN. ––No necesitas quedarte, Mabel. Recuerda que lady Basildon
te está esperando.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! Debo estrecharle la mano a lady Markby. Es
deliciosa. Me gusta que me reprenda. (Entra Mason.)
MASON. ––Lady Markby. Mistress Cheveley. (Entran lady Markby y mistress
Cheveley.)
LADY CHILTERN. ––(Saliendo a su encuentro.) ¡Querida lady Markby, qué
amable ha sido al venir a verme! (Le estrecha la mano y se inclina levemente ante
mistress Cheveley.) ¿No se sienta, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. ¿Ésa es miss Chiltern? Me gustaría mucho
conocerla.
LADY CHILTERN. ––Mabel, mistress Cheveley desea conocerte. (Mabel Chiltern
hace una pequeña inclinación.)
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sentándose.) Su vestido de anoche era encantador,
miss Chiltern. ¡Tan sencillo y... le sentaba tan bien!
MABEL CHILTERN. ––¿De veras? Debo decírselo a mi modista. Se
sorprenderá. ¡Adiós, lady Markby!
LADY MARKBY. ––¿Se va usted ya?
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MABEL CHILTERN. ––Lo siento, pero no tengo más remedio. Debo ensayar.
Tengo que colocarme sobre la cabeza para unos «tableaux».
LADY MARKBY. ––¿Sobre la cabeza? ¡Oh! Creo que es muy poco saludable.
(Toma asiento en el sofá junto a lady Chiltern.)
MABEL CHILTERN. ––Pero es para una obra de caridad. En favor de «los que
no se lo merecen», que son los únicos en los que estoy interesada. Yo soy la
secretaria y Tommy Traford el tesorero.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Y qué es lord Goring?
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! Lord Goring es el presidente.
MISTRESS CHEVELEY. ––El cargo le sienta admirablemente, a menos que se
haya estropeado desde que yo lo conocí.
LADY MARKBY. ––Eres muy moderna, Mabel. Quizá demasiado moderna. Nada
es tan peligroso como ser demasiado moderna. Se expone una a anticuarse de
repente. Conozco muchos ejemplos de ello.
MABEL CHILTERN. ––¡Qué horrible perspectiva!
LADY MARKBY. ––¡Ah! Querida, no tiene que ponerse nerviosa. Usted siempre
será muy bonita. Ésa es la mejor moda que hay y la única que lanza Inglaterra con
éxito.
MABEL CHILTERN. ––(Con una inclinación.) Muchísimas gracias, lady Mardby,
en nombre de Inglaterra... y en el mío. (Sale.)
LADY MARKBY. ––(Volvíéndose a lady Chiltern.) Querida Gertrude, hemos
venido para saber si han encontrado el broche de diamantes de mistress
Cheveley.
LADY CHILTERN. ––¿Aquí?
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí. Noté su falta al volver al Claridge y pensé que era
posible que se me hubiese caído aquí.
LADY CHILTERN. ––No sé nada de ello. Pero llamaré al mayordomo para
preguntárselo. (Toca el timbre.)
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Le ruego que no se moleste, lady Chiltern.
Quizá lo perdí en la ópera antes de venir aquí.
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LADY MARKBY. ¡Ah, sí! Supongo que debe de haber sido en la ópera. El hecho
es que hay tantas apreturas hoy día que me maravillo de que aún nos quede algo
encima al final de la noche. Yo misma, cuando vuelvo de algún sitio, siento como
si no me quedase nada encima, excepto un poco de reputación decente, la
suficiente para que las clases bajas no nos hagan penosas observaciones a través
de las ventanas del coche. La realidad es que nuestra sociedad está terriblemente
superpoblada. Realmente alguien debería preparar un buen proyecto para la
emigración. Eso sería estupendo.
MISTRESS CHEVELEY. ––Estoy completamente de acuerdo con usted, lady
Markby. Hace cerca de seis años que no había estado en Londres durante la
temporada, y debo decir que desde entonces la sociedad se ha mezclado
terriblemente. Por todas partes se ve la gente más rara.
LADY MARKBY. ––Eso es cierto, querida. Pero no se necesita conocerla. Estoy
segura de que no conozco a la mitad de las personas que vienen a mi casa. Y
realmente, por lo que oigo, no me gustaría conocerlas. (Entra Mason.)
LADY CHILTERN. ––Cómo era el broche que perdió usted, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––Un broche de diamantes en forma de serpiente, con
un rubí, un rubí bastante grande.
LADY MARKBY. ––Creí que había dicho que era un zafiro, querida.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sonriendo.) No, lady Markby. Un rubí.
LADY MARKBY. ––(Asintiendo con la cabeza.) Y muy bonito, estoy segura.
LADY CHILTERN. ––¿Ha sido encontrado esta mañana en alguna de las
habitaciones un broche de diamantes con un rubí, Mason?
MASON. ––No, señora.
MISTRESS CHEVELEY. ––Realmente no tiene importancia, lady Chiltern. Siento
haberla molestado.
LADY CHILTERN. ––(Fríamente.) ¡Oh! No ha sido una molestia. Está bien,
Mason. Puede traer el té. (Sale Mason.)
LADY MARKBY-Opino que perder algo es de lo más molesto. Recuerdo una vez
en Bath, hace años, que perdí en la Pump Room un camafeo extraordinariamente
bonito que me había regalado sir John. Siento decir que no creo que me haya
regalado nada desde entonces. Ha degenerado tristemente. Realmente, esa
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horrible Cámara de los Comunes arruina por completo a nuestros maridos. Creo
que la creación de la Cámara Baja es el golpe más fuerte que ha recibido la vida
conyugal feliz desde que se inventó esa horrible cosa llamada «la educación
elevada de las mujeres»
LADY CHILTERN. ––¡Ah! Es una herejía decir eso en esta casa, lady Markby.
Robert es un gran defensor de la educación elevada de las mujeres, y yo también
lo soy.
MISTRESS CHEVELEY. ––Lo que me gustaría ver es la educación elevada de
los hombres. La necesitan mucho.
LADY MARYBY. ––Es cierto, querida. Pero temo que ese proyecto sea poco
práctico. No creo que los hombres tengan mucha capacidad para cambiar. Han ido
lo más lejos que podían, que no es muy lejos, ¿verdad? Con respecto a las
mujeres, querida Gertrude, usted pertenece a la joven generación, y estoy segura
de que todo está bien si usted lo aprueba. En mi época, desde luego, nos
enseñaban a no entender nada. Ese era el viejo sistema, y era muy interesante.
Le aseguro que la cantidad de cosas que nos enseñaron a no entender a mi
hermana y a mí era extraordinaria. Pero me han dicho que las mujeres modernas
lo entienden todo.
MISTRESS CHEVELEY. ––Excepto a sus maridos. Ésa es una de las cosas que
las mujeres modernas no entienden.
LADY MARKBY. ––Lo cual está muy bien, querida. Si ocurriera eso, podrían
quedar destruidos muchos hogares felices. No el suyo, por supuesto, Gertrude.
Usted se ha casado con un hombre fuera de serie. Desearía poder decir lo mismo
de mí. Pero desde que sir John asiste a los debates regularmente, lo cual nunca
solía hacer en los viejos tiempos, su lenguaje se ha hecho completamente
imposible. Siempre parecer creer que se está dirigiendo a la Cámara, y como
consecuencia si discute sobre el estado de los agricultores, o sobre la iglesia de
Gales, o sobre cualquier cosa tan fuera de lugar como éstas, me veo obligada a
ordenar a los criados que salgan de la habitación. No es agradable ver al
mayordomo, que está con nosotros desde hace veintitrés años, volver la cabeza
ruborizado, ni a los criados retorciéndose de risa en los rincones como payasos.
Le aseguro que mi vida quedará completamente arruinada a menos que envíen a
sir John enseguida a la Cámara Alta. Entonces no se tomará ningún interés por la
política, ¿verdad? ¡La Cámara de los Lores es tan juiciosa! Una asamblea de
caballeros. Pero, en el presente, John es una desgracia. Esta mañana en el
desayuno se levantó, se puso las manos en los bolsillos y se dirigió al país con
toda la potencia de su voz. Dejé la mesa tan pronto como tomé mi segunda taza
de té, no necesito decirlo. ¡Pero su violento lenguaje se oía en toda la casa!
¿Supongo, Gertrude, que sir Robert no es así?
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LADY CHILTERN. ––Pero yo estoy muy interesada en la política, lady Markby.
Me gusta oír a Robert hablar de ella.
LADY MARKBY. ––Bien; supongo que no será un devoto de los libros azules*,
como lo es sir John. No creo que sea una buena lectura para nadie.
* «Libros azules»: El significado en inglés de blue books viene a equivaler a «un
libro verde», con el matiz sexual implícito.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Lánguidamente.) Nunca he leído un libro azul.
Prefiero los libros... con cubiertas amarillas.
LADY MARKBY. ––El amarillo es un color muy alegre, ¿verdad? Solía llevar
vestidos amarillos en mi juventud, y ahora los llevaría si sir John no personalizase
tanto en sus observaciones; y un hombre que se preocupa de los vestidos es
ridículo, ¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh, no! Creo que los hombres son las máximas
autoridades en ese sentido.
LADY MARKBY. ––¿Sí? No se diría eso a juzgar por los sombreros que llevan.
(Entra el mayordomo seguido de un criado. Ponen el té en una mesita junto a lady
Chiltern.)
LADY CHILTERN. ––¿Quiere té, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. (El mayordomo le da a mistress Cheveley
una taza de té sobre una bandeja.)
LADY CHILTERN. ––¿Té, lady Markby?
LADY MARKBY. ––No; gracias, querida. (Los criados se van.) El hecho es que
he prometido a la pobre lady Brancaster hacerle una visita de diez minutos. Está
muy apenada. Su hija, una muchacha muy bien educada, se ha prometido a un
clérigo de Shropshire. Es muy triste, muy triste. No entiendo esta manía moderna
por los curas. En mis tiempos las muchachas los veíamos rondar por todas partes
como conejos. Nunca les hacíamos caso, naturalmente. Pero me han dicho que
hoy día en el campo son muy aficionados a ellos. Creo que es muy irreligioso. Y
además, su hijo mayor ha reñido con su padre, y se dice que cuando se
encuentran en el club lord Brancaster siempre se esconde tras la sección
financiera del Times. Sin embargo, creo que eso es muy común hoy día, y tienen
muchos ejemplares del Times en todos los clubes de Saint James Street. ¡Hay
tantos hijos que no quieren nada con sus padres y tantos padres que no quieren ni
hablar con sus hijos! Opino que es muy penoso.
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MISTRESS CHEVELEY. ––Yo también. Hoy día los padres tienen mucho que
aprender de sus hijos.
LADY MARKBY. ––¿De veras, querida? ¿El qué?
MISTRESS CHEVELEY. ––El arte de vivir. La única de las bellas artes que
hemos producido en los tiempos modernos.
LADY MARKBY. ––(Moviendo la cabeza.) ¡Ah! Temo que lord Brancaster sabe
mucho de eso. Más de lo que ha sabido nunca su pobre esposa. (Volviéndose a
lady Chiltern.) Conoce usted a lady Brancaster, ¿verdad, querida?
LADY CHILTERN. ––Ligeramente. Estaba en Langton el otoño pasado cuando
fuimos nosotros allí.
LADY MARKBY. ––Bien; como todas las mujeres gruesas, parece el vivo retrato
de la felicidad, como habrá usted notado. Pero hay muchas tragedias en su
familia, además de ese asunto del clérigo. Su misma hermana, mistress Jekyll *,
lleva la vida más desgraciada, y no a causa de ella últimamente estaba tan triste
que entró en un convento o en los escenarios, no lo recuerdo exactamente. No;
creo que se dedicó a hacer labores decorativas de aguja. Lo que sé es que perdió
todo el sentido del placer en la vida. (Se levanta.)Y ahora, Gertrude, si me lo
permite, dejaré a mistress Cheveley a cargo suyo y volveré dentro de un cuarto de
hora. O quizá a la querida mistress Cheveley no le importase esperarme en el
coche mientras estoy con lady Brancaster. Como es una visita de pésame, no
estaré mucho tiempo.
* Como en la famosa narración de Stevenson (publicada en 1876), «Jekyll»
contiene el significado simbólico en su etimología de «el que mata a su propio yo»
(«Jekill»). ¿Está Wilde haciendo aquí una referencia irónica a la obra de su
contemporáneo?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Levantándose.) No me importa esperar en el coche
si hay alguien que me traiga uno.
LADY MARKBY. ––He oído decir que el clérigo siempre está rondando la casa.
MISTRESS CHEVELEY. ––Temo que no me agradan mucho las amigas
jóvenes.
LADY CHILTERN. ––(Levantándose.) ¡Oh! Espero, mistress Cheveley, que se
quedará aquí un poco. Me gustaría charlar unos minutos con usted.
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MISTRESS CHEVELEY. ––¡Qué amable es usted, lady Chiltern! Créame: nada
me causará tan gran placer.
LADY MARKBY. ––¡Ah! No hay duda de que hablarán de muchos agradables
recuerdos de sus días de colegio. ¡Adiós, querida Gertrude! ¿La veré esta noche
en casa de lady Bonar? Ha descubierto un nuevo genio maravilloso. Hace... No
hace nada, según creo. Es una gran comodidad,¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Robert y yo cenaremos en casa esta noche, y no creo que
salgamos después. Robert, naturalmente, tendrá que ir a la Cámara. Pero no hay
nada de interés hoy.
LADY MARKBY. ––¿Cenan solos en casa? ¿Es eso prudente? ¡Ah! Había
olvidado que su esposo es una excepción. El mío es del montón, y nada envejece
tan rápidamente a una mujer como tener un esposo así. (Sale lady Markby.)
MISTRESS CHEVELEY. ––Maravillosa mujer lady Markby, ¿verdad? Es la mujer
que habla más y dice menos de todas las que conozco. Ha nacido para orador
público. Mucho más que su marido, que aunque es un inglés típico, es siempre
aburrido y violento.
LADY CHILTERN. ––(No contesta y permanece en pie. Hay una pausa. Los ojos
de las dos mujeres se encuentran. Lady Chiltem está muy pálida. Mistress
Cheveley parece bastante divertida.) Mistress Cheveley, creo que debo decirle
francamente que si hubiera sabido quién era usted realmente no la habría invitado
anoche a mi casa.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con una sonrisa impertinente.) ¿De veras?
LADY CHILTERN. ––No podría haberlo hecho.
MISTRESS CHEVELEY. ––Veo que después de todos esos años no ha
cambiado nada, Gertrude.
LADY CHILTERN. ––Yo nunca cambio.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Arqueando las cejas.) Entonces ¿la vida no le ha
enseñado nada?
LADY CHILTERN. ––Me ha enseñado a saber que una persona que una vez ha
cometido una acción deshonesta puede cometerla por segunda vez.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Aplicaría usted esa regla a todo el mundo?
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LADY CHILTERN. ––Sí; a todos sin excepción.
MISTRESS CHEVELEY. ––Entonces lo siento por usted, Gertrude, lo siento por
usted.
LADY CHILTERN. ––Ahora ya ve, supongo, que hay muchas razones para que
yo no desee relacionarme en absoluto con usted durante su estancia en Londres.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Apoyándose en la silla.) ¿Sabe, Gertrude, que me
importa muy poco su charla sobre moralidad? La moralidad es simplemente la
actitud que adoptamos con la gente cuyo carácter nos disgusta. Yo no le gusto a
usted; estoy segura de eso. Y yo siempre la he detestado. Y, sin embargo, he
venido aquí para hacerle un servicio.
LADY CHILTERN. ––(Despreciativamente.) ¿Como el que intentó hacerle
anoche a mi esposo, supongo? Gracias a Dios, lo salvé de eso.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Levantándose.)¿Fue usted quien le hizo escribirme
esa insolente carta? ¿Fue usted quien lo convenció de que rompiera su promesa?
LADY CHILTERN. ––Sí.
MISTRESS CHEVELEY. ––Entonces tendrá que hacérsela mantener. Le doy
hasta mañana por la mañana... nada más. Si para entonces su marido no promete
solemnemente ayudarme en ese gran proyecto en el que estoy interesada...
LADY CHILTERN. ––Esa fraudulenta especulación.
MISTRESS CHEVELEY. ––Llámelo como quiera. Tengo a su marido en mis
manos, y si usted es lista, lo convencerá de que haga lo que le digo.
LADY CHILTERN. ––(Levantándose y yendo hacia ella.) Es usted una
impertinente. ¿Qué tiene que ver mi marido con usted? ¿Con una mujer como
usted?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con una risa amarga.) En este mundo los que se
parecen se relacionan. Porque su marido es un estafador sin ningún honor. Entre
usted y él hay un mundo. Él y yo somos más iguales. Somos unos enemigos
unidos. El mismo pecado nos ata.
LADY CHILTERN. ––¿Cómo se atreve a hablar así de mi marido? ¿Cómo se
atreve a amenazarlo a él o a mí? Abandone mi casa. No es digna de estar en ella.
(Entra sir Robert Chiltern. Oye las últimas palabras de su esposa y ve a quién
están dirigidas. Se pone intensamente pálido.)
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MISTRESS CHEVELEY-¡Su casa! Una casa comprada con el precio del
deshonor. Una casa en que todo ha sido pagado por medio de un fraude. (Se
vuelve y ve a sir Robert Chiltern.) ¡Pregúntele cuál es el origen de su fortuna! Que
le diga cómo vendió a un jugador de bolsa un secreto de Estado. Que le explique
a qué debe su posición actual.
LADY CHILTERN. ––¡Eso no es cierto, Robert! ¡Eso no es cierto!
MISTRESS CHEVEI.EY. ––(Apuntándola con el dedo.) ¡Mírelo! ¡No puede
negarlo! ¡No se atreverá!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Váyase! ¡Váyase inmediatamente! Ya ha causado
el daño que podía.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Sí? Aún no he terminado con usted, ni con usted.
Les doy hasta mañana a las doce. Si para entonces no ha hecho lo que le dije,
todo el mundo sabrá el origen de la carrera de Robert Chiltern. (Sir Robert Chiltern
toca el timbre. Entra Mason.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Acompañe a mistress Cheveley a la puerta.
(Mistress Cheveley se estremece; después se inclina ante lady Chiltern con una
cortesía algo exagerada. Lady Chiltern no responde. Cuando pasa al lado de sir
Robert Chiltern, que está junto a la puerta, se detiene un momento y lo mira frente
a frente. Después sale seguida del criado, que cierra la puerta tras él. Marido y
mujer se quedan solos. Lady Chiltern está como en un horrible sueño. Después se
vuelve y mira a su marido. Tiene un mirada extraña, como si le viera por primera
vez.)
LADY CHILTERN. ––¡Vendiste un secreto de Estado por dinero! ¡Comenzaste tu
vida con un fraude! ¡Cimentaste tu carrera con el deshonor! ¡Oh! ¡Dime que no es
cierto! ¡Miénteme! ¡Dime que no es cierto!
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lo que esa mujer ha dicho es completamente
cierto. Pero escúchame, Gertrude. No te imaginas lo grande que fue la tentación...
Déjame que te lo explique todo. (Va hacía ella.)
LADY CHILTERN. ––No te acerques a mí. No me toques. Siento como si me
hubieras mancillado para siempre. ¡Oh! ¡Qué máscara has llevado durante todos
estos años! ¡Qué horrible máscara! ¡Te vendiste por dinero! ¡Oh! Un vulgar ladrón
es mejor que tú. ¡Te ofreciste al mejor postor! Te vendiste en el mercado. Has
mentido a todo el mundo. Sin embargo, a mí no me mentirás.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Gertrude! ¡Gertrude!
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LADY CHILTERN. ––(Lo rechaza extendiendo los brazos.) ¡No, no hables! ¡No
digas nada! Tu voz me trae horribles recuerdos... Recuerdos de cosas que me
hicieron amarte... Recuerdos que ahora me horrorizan. ¡Cómo te adoré? Eras algo
aparte de la vida, un ser puro, noble, honesto, sin mancha. El mundo parecía más
hermoso porque tú estabas en él, y la bondad más verdadera porque vivías tú. Y
ahora... ¡Oh! ¡Cuando pienso que he hecho de un hombre como tú mi ideal! ¡El
ideal de mi vida!
SIR ROBERT CHILTERN. ––Ése fue tu error. Ésa fue tu equivocación. El error
que cometen todas las mujeres. ¿Por qué no podéis amarnos con nuestros
defectos? ¿Por qué nos colocáis en monstruosos pedestales? Todos tenemos los
pies de barro, tanto los hombres como las mujeres; pero cuando los hombres
amamos a las mujeres, las amamos conociendo sus debilidades, sus locuras, sus
imperfecciones; las ¡unamos más, si es posible, por esta razón. No es el ser
perfecto, sino el imperfecto, el que necesita amor. Cuando nos hemos herido
nosotros mismos o nos han herido los demás, es cuando el amor debía venir a
curarnos... ¿Para qué otra cosa es el amor? Todos los pecados, excepto el
pecado contra él mismo, debía perdonarlos el amor. El amor verdadero debía
perdonar todas las vidas, salvo las vidas sin amor. El amor de un hombre es así.
Es más grande, mas humano que el de una mujer. Tú has hecho de mí un ídolo
falso y yo no he tenido el valor de derribarlo, mostrándote mis heridas, contándote
mis debilidades. Tenía miedo de perder tu amor, como ahora lo he perdido. Y así
arruinaste anoche mi vida... ¡Sí, la arruinaste! Lo que esa mujer me pedía no era
nada comparado con lo que me ofrecía. Me ofrecía seguridad, paz, tranquilidad. El
pecado de mi juventud, que yo había creído olvidado, se alzó contra mí, horrible,
espantoso, con sus manos apretándome el cuello. Pude haberlo matado para
siempre, enviarlo a la tumba, destruirlo, quemar la única prueba que había contra
mí. Tú lo impediste. Nadie sino tú. Y ahora ante mí se cierne la desgracia, la ruina,
la vergüenza, las burlas del mundo: me espera una vida solitaria y deshonrosa, y
algún día una muerte solitaria y deshonrosa igualmente. ¡Que las mujeres no
vuelvan a hacer ídolos de los hombres! ¡Que no los pongan en altares y se
inclinen ante ellos o arruinarán otras vidas tan completamente como tú..., tú, a
quien he amado ardientemente..., has arruinado la mía! (Sale de la habitación;
lady Chiltern se precipita tras él, pero la puerta se cierra cuando ella la alcanza.
Pálida, angustiada, se estremece como una planta en el agua. Sus manos,
extendidas, parecen temblar en el aire como flores agitadas por el viento. Se
derrumba por fin en un sofá y esconde el rostro entre las manos. Sus sollozos son
como los de un niño.)
TELÓN
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ACTO TERCERO
Escena: Biblioteca de la casa de lord Goring en Gurzon Street, Londres. A la
derecha, una puerta que da al vestíbulo. A la izquierda, otra puerta que da al salón
de fumar. El fuego está encendido. Phipps, el mayordomo, está colocando unos
periódicos sobre la mesa. La nota distinguida de Phipps es su impasibilidad. Ha
sido declarado por algunos entusiastas el mayordomo ideal. La esfinge no es tan
impenetrable. No se sabe nada de su vida intelectual o emotiva. Representa el
dominio de la forma. Entra lord Goring en traje de calle con una flor en el ojal.
Lleva un sombrero de seda y una capa de Inverness. Guantes blancos y bastón
estilo Luis XVI. No le falta ni uno de los delicados detalles de la moda. Se ve que
está muy relacionado con la vida moderna, la cual, realmente, crea y gobierna. Es
el primer filósofo bien vestido en la historia del pensamiento.
LORD GORING. ––¿Ha traído otra flor para mi ojal, Phipps?
PHIPPS. ––Sí, milord. (Le coge el sombrero, el bastón, la capa y le presenta una
flor sobre una bandeja.)
LORD GORING. Es bastante distinguida, Phipps. Soy la única persona de poca
importancia en Londres que lleva actualmente una flor en el ojal.
PHIPPS—Sí, milord. Ya lo he observado.
LORD GORING. ––(Quítándose la flor que llevaba.) ¡Ah, Phipps! La moda es lo
que uno lleva. Lo que no está de moda es lo que llevan los demás.
PHIPPS. ––Sí, miord.
LORD GORING. ––Así como la vulgaridad es simplemente la manera de obrar
de los demás.
PHIPPS. ––Sí, milord.
LORD GORING. ––(Poniéndose la nueva flor)Y las falsedades son las verdades
de los demás.
PHIPPS -Sí, milord.
LORD GORING. ––Los demás son completamente horrorosos. La única
sociedad posible es la de uno mismo.
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PHIPPS—Sí, milord.
LORD GORING. ––Amarse a sí mismo es el principio de una novela que dura
toda la vida.
PHIPPS. ––Sí, milord.
LORD GORING. ––(Mirándose en el espejo.) No parece que me siente muy bien
esta flor, Phipps. Me hace demasiado viejo. O casi un niño, ¿eh, Phipps?
PHIPPS. ––No he observado ningún cambio en la apariencia del señor.
LORD GORING. ––¿No, Phipps?
PHIPPS. ––No, milord.
LORD GORING. ––No estoy seguro. Para el futuro, Phipps, los jueves por la
noche deseo una flor más trivial.
PHIPPS. ––Se lo diré a la florista, milord. Ha tenido últimamente una pérdida en
su familia, lo cual explica quizá la falta de trivialidad de la que se queja el señor.
LORD GORING. ¡––Extraordinario hecho entre las clases bajas de Inglaterra!...
Siempre están perdiendo parientes.
PHIPPS. ––¡Sí, milord! Son muy afortunados en ese aspecto.
LORD GORING. ––(Se vuelve y le mira. Phípps permanece impasible.) ¡Hum!
¿Alguna carta, Phipps?
PHIPPS. ––Tres, milord. (Le da las cartas sobre una bandeja.)
LORD GORING. ––(Las coge.) Quiero mi coche dentro de veinte minutos.
PHIPPS. ––Sí, milord. (Va hacia la puerta.)
LORD GORING. ––¡Eh, Phipps! ¿Cuándo llegó esta carta?
PHIPPS. ––Fue traída en mano nada más irse el señor al club.
LORD GORING. ––Está bien. (Sale Phipps.) La letra y el papel de lady Chiltern.
Esto es muy curioso. Creí que era Robert quien me escribía. Me pregunto qué
tendrá que decirme lady Chiltern. (Se sienta en el escritorio, abre la carta y la lee.)
«Le necesito. Cono en usted. Me dirijo a usted.» ¡Lo sabe todo! ¡Pobre mujer!
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¡Pobre mujer! (Saca su reloj y lo mira.) ¡Pero qué horas de visita! ¡Las diez!
Tendré que faltar a casa de los Berkshires. Sin embargo, siempre es bonito ser
esperado y no aparecer. En el club de los solteros no me esperan, así que iré allí.
Haré que comprenda a su marido. Es lo que debe hacer una mujer. El sentido
moral de las mujeres es lo que hace el matrimonio tan difícil. Las diez. Pronto
estará aquí. Debo decirle a Phipps que no estoy para nadie más. (Va hacia el
timbre. Entra Phipps.)
PHIPPS. ––Lord Caversham.
LORD GORING. ––¡Oh! ¿Por qué los padres siempre aparecen en el peor
momento? Supongo que es algún defecto extraño de la naturaleza. (Entra lord
Caversham.) Encantado de verte, querido papá. (Va a su encuentro.)
LORD CAVERSHAM. ––Quítame la capa.
LORD GORING. ––¿Merece la pena, papá?
LORD CAVERSHAM. ––Naturalmente que sí, amigo. ¿Cuál es el sillón más
confortable?
LORD GORING. ––Éste, Papá. Es el que uso yo cuando tengo visitas.
LORD CAVERSHAM. ––Gracias. ¿Espero que no habrá corriente en esta
habitación?
LORD GORING. ––No, papá.
LORD CAVERSHAM. ––Me alegro. No puedo soportar las corrientes. En casa
no las hay.
LORD GORING. ––Hay buenas brisas, papá.
LORD CAVERSHAM. ––¿Eh? No entiendo lo que quieres decir. Quiero tener
una conversación seria contigo, amiguito.
LORD GORING. ––¡Querido papá! ¿A esta hora?
LORD CAVERSHAIvt. ––Son sólo las diez. ¿Qué tienes que oponer a la hora?
¡Creo que es una hora admirable!
LORD GORING. ––La verdad es, papá, que hoy es un día que no puedo hablar
en serio. Lo siento mucho, pero es así.
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LORD CAVERSHAM. ––¿Qué quieres decir?
LORD GORING. ––Durante la temporada, papá, sólo hablo en serio los primeros
martes de cada mes, de cuatro a siete.
LORD CAVERSHAM. ––Bien; pues suponte que estamos en martes, amiguito.
LORD GORING. ––Pero es más tarde de las siete, papá, y mi doctor dice que no
debo tener ninguna conversación seria después de las siete. Eso me hace hablar
dormido.
LORD CAVERSHAM. ––¿Hablar dormido? ¿Qué importa? Tú no estás casado.
LORD GORING. ––No, papá; no estoy casado.
LORD CAvERSHAM. ––¡Hum! De eso es de lo que he venido a hablar contigo,
amiguito. Vas a casarte, e inmediatamente. Cuando yo tenía tu edad, era ya un
viudo inconsolable desde hacía tres meses y ya empezaba a cortejar a tu
admirable madre. ¡Diablos, amiguito, tu deber es casarte! No puedes vivir siempre
para el placer. Hoy día todo hombre de posición se casa. Los solteros ya no están
de moda. Se los conoce demasiado. Debes conseguir una esposa, amiguito. Fíjate
dónde ha llegado tu amigo Robert Chiltern gracias a su probidad, su trabajo y su
sensato matrimonio con una buena mujer. ¿Por qué no lo imitas. ¿Por qué no lo
tomas como modelo?
LORD GORING. ––Supongo que ya lo haré, papá.
LORD CAVERSHAM. ––Deseo que lo hagas. Entonces seré feliz. Le hago la
vida imposible a tu madre por culpa tuya. No tienes corazón, amiguito, no tienes
corazón.
LORD GORING. ––Supongo que no, papá.
LORD CAVERSHAM. ––Y ya es hora de que te cases. Tienes treinta y cuatro
años, amiguito.
LORD GORING. ––Sí, papá, pero solamente admito treinta y dos... Treinta y uno
y medio cuando llevo una buena flor en el ojal. Ésta que llevo ahora no es... lo
bastante trivial.
LORD CAVERSHAM. ––Te digo que tienes treinta y cuatro años, amiguito. Y,
además, hay corrientes en esta habitación, lo cual hace que tu conducta sea aún
peor. ¿Por qué me dijiste que no había corrientes? Noto que las hay, amiguito, lo
noto perfectamente.
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LORD GORING. ––Eso me parece, papá. Hay una corriente terrible. Iré a verte
mañana, papá. Podremos hablar sobre todo lo que quieras. Déjame que te ayude
a ponerte la capa, papá.
LORD CAVERSHAM. ––No, amiguito; he venido esta noche con un propósito
definido, y he de conseguir lo que quiero aun a costa de mi salud o de la tuya.
LORD GORING. ––Desde luego, papá. Pero vamos a otra habitación. (Toca el
timbre.) Aquí hay una corriente terrible. (Entra Phipps.) Phipps, ¿hay un buen
fuego en el salón de fumar?
PHIPPS. ––Sí, milord.
LORD GORING. ––Vamos, allí, papá. Tus estornudos destrozan el corazón.
LORD CAVERSHAM. ––Bueno, amiguito, supongo que tengo derecho a
estornudar cuando quiera, ¿no?
LORD GORING. ––Naturalmente, papá. Simplemente te expresaba mi simpatía.
LORD CAVERSHAM. ¡Oh! ¡Al diablo la simpatía! Hoy día hay demasiada.
LORD GORING. ––Estoy completamente de acuerdo contigo, papá. Si hubiera
menos simpatía en el mundo, tendríamos menos complicaciones.
LORD CAVERSHAM. ––(Yendo hacia el salón de fumar.) Eso es una paradoja.
Odio las paradojas.
LORD GORING. ––Yo también, papá. Todo el mundo es hoy día una paradoja.
Es un gran aburrimiento.
LORD CAVERSHAM. ––(Se vuelve y mira a su hijo con el ceño fruncido.)
¿Siempre entiendes realmente lo que dices, amiguito?
LORD GORING. ––(Después de un momento de duda.) Sí, papá, si lo escucho
con atención.
LORD CAVERSHAM. ––(Indignado.) ¡Si lo escuchas con atención! ¡Joven
engreído! (Se va gruñendo al salón de fumar. Entra Phipps.)
LORD GORING. ––Phipps, esta noche va a venir a verme una dama para un
asunto particular. Pásela al salón cuando llegue, ¿entiende?
PHIPPS. ––Sí, milord.
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LORD GORING. ––Es un asunto de gran importancia, Phipps.
PHIPPs. ––Entiendo, milord. (Suena el timbre.)
LORD GORING. ––¡Ah! Probablemente ahí está. Yo mismo iré. (Justo cuando va
hacía la puerta entra lord Caversham del salón de fumar.)
LORD CAVERSHAM ––¿Qué, amiguito? Te estoy esperando.
LORD GORING. ––(Nervioso.) Un momento, papá. Excúsame. (Lord Caversham
se va de nuevo.) Bien; recuerde mis instrucciones, Phipps ... Al salón.
PHIPPS. ––Sí, milord. (Lord Goring se va al salón de fumar. Harold, el criado,
introduce a mistress Cheveley. Lleva un vestido verde y plata y una capa negra de
raso bordeada de seda de color rosa.)
HAROLD. ––¿Quién digo que ha llegado?
MISTRESS CHEVELEY. ––(A Phipps, que se dirige hacia ella.) ¿No está aquí
lord Goring? Me han dicho que estaba en casa.
PHIPPS. ––El señor está ahora ocupado con lord Caversham, señora. (Le dirige
a Harold una mirada fría y vidriosa y éste se retira inmediatamente.)
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Ah! ¡El amor filial!
PHIPPS. ––El señor me ha encargado que le diga que sea tan amable de
esperar en el salón. El señor irá enseguida.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con un gesto de sorpresa.) ¿Lord Goring me
espera?
PHIPPS. ––Sí, señora.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Está usted seguro?
PHIPPS. ––El señor me dijo que si llegaba una dama preguntando por él, le
esperase en el salón. (Va hacia la puerta del salón y la abre.) Las instrucciones
que me dio el señor sobre el asunto han sido muy precisas.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Aparte.) ¡Qué precavido! Esperar lo inesperado
demuestra una gran inteligencia. (Va hacia el salón y lo mira desde la puerta.)
¡Hum! ¡Qué triste parece siempre un salón de soltero! Tendré que cambiar esto.
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(Phipps trae la lámpara que había sobre el escritorio.) No; no quiero esa lámpara.
Ilumina demasiado. Encienda algún candelabro.
PHIPPS. ––(Vuelve a colocar la lámpara en su sitio.) Desde luego, señora.
MISTRESS CHEVELEY. ––Espero que tendrán unas buenas pantallas.
PHIPPS. ––No hemos tenido todavía ninguna queja de ellas, señora. (Pasa al
salón y empieza a encender los candelabros.)
MISTRESS CHEVELEY. ––(Aparte.) Me pregunto a qué mujer estará esperando
esta noche. Será delicioso sorprenderlo. Los hombres siempre parecen tontos
cuando se los sorprende. Y eso siempre ocurre. (Mira a su alrededor y se acerca
al escritorio.) ¡Qué habitación tan interesante! ¡Oh! ¡Qué correspondencia tan
aburrida! ¡Facturas y tarjetas! ¿Quién le escribirá con papel rosa? ¡Que tontería es
escribir con papel rosa! Parece el principio de un romance de clase media. Los
romances nunca deberían empezar con el sentimiento. Deberían empezar con la
ciencia y terminar con una buena dote. (Deja la carta y la vuelve a coger.)
Conozco esta letra. Es la de Gertrude Chiltern. La recuerdo perfectamente. Los
diez mandamientos en cada trazo de pluma y las leyes morales en cada página.
¿Qué le tendría que decir Gertrude? Algo horrible sobre mí, supongo. ¡Cómo
detesto a esa mujer! (Lee la carta.) «Confio en usted. Lo necesito. Me dirijo a
usted.» (En su rostro se dibuja un gesto de triunfo. Va a guardarse la carta cuando
entra Phipps.)
PHIPPS. ––Los candelabros están encendidos, señora, como deseaba usted.
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. (Se levanta y esconde la carta bajo una
gran carpeta que hay sobre la mesa.)
PHIPPS. ––Congo en que los candelabros serán de su agrado, señora. Son los
mejores que tenemos. Son los que usa el señor cuando se viste para la cena.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con una sonrisa.) Entonces estoy segura de que
estarán muy bien.
PHYSS. ––(En tono grave.) Gracias, señora. (Místress Cheveley entra en el
salón. Phipps cierra la puerta y se retira. La puerta se vuelve a abrir lentamente y
mistress Cheveley sale sigilosamente, yendo hacía el escritorio. De repente se
oyen voces que vienen del salón de fumar. Místress Cheveley se pone pálida y se
detiene. Las voces se hacen más elevadas y ella vuelve a entrar en el salón,
mordiéndose el labio. Entran lord Goring y lord Caversham.)
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LORD GORING. ––(En tono de rogativa.) Mi querido papá, si quiero casarme,
supongo que tengo derecho a elegir el momento, el lugar y la persona, ¿no?
Particularmente la persona.
LORD CAVERSHAM. ––Eso es asunto mío, amiguito. Tú probablemente harías
una mala elección. Soy yo quien debe ser consultado el primero, no tú. El afecto
no tiene importancia; eso viene después en la vida conyugal.
LORD GORING. ––Sí. En la vida conyugal el afecto viene cuando marido y
mujer se detestan por completo, ¿verdad? (Ayuda a lord Caversham a ponerse la
capa.)
LORD CAVERSHAM. ––Ciertamente, amiguito. Quiero decir que ciertamente
que no, amiguito. Esta noche dices muchas tonterías. Lo que yo digo es que el
matrimonio es un asunto de sentido común.
LORD GORING. ––¡Pero las mujeres que tienen sentido común son tan
curiosamente feas! ¿Verdad, papá? Naturalmente, sólo hablo de oídas.
LORD CAVERSHAM. ––Ninguna mujer, fea o bonita, tiene sentido común,
amiguito. El sentido común es un privilegio de nuestro sexo.
LORD GORING. ––Cierto. Y los hombres nos sacrificamos tanto que nunca lo
usamos, ¿verdad, papá?
LORD CAVERSHAM. ––Yo lo utilizo, amiguito. No utilizo otra cosa.
LORD GORING. ––Eso me dice mamá.
LORD CAVERSHAM. ––Ése es el secreto de la felicidad de tu madre. Tú no
tienes corazón, amiguito, no tienes corazón.
LORD GORING. ––Eso creo, papá. (Sale un momento y vuelve al instante, con
gesto de sorpresa, en compañía de sir Robert Chiltern.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Mi querido Arthur, qué buena suerte haberte
encontrado en la escalera! Tu criado me dijo que no estabas en casa. ¡Qué
extraño!
LORD GORING. ––El hecho es que estoy terriblemente ocupado esta noche,
Robert, y he dado orden de que digan que no estoy en casa para nadie. Hasta mi
padre ha tenido un frío recibimiento. Todo el tiempo se ha estado quejando de las
corrientes de aire.
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SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Ah! Para mí debes estar en casa, Arthur. Eres mi
mejor amigo. Quizá mañana seas mi único amigo. Mi esposa lo ha descubierto
todo.
LORD GORING. ––¡Ah! ¡Lo había sospechado!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Sí? ¿Cómo? ¿Por qué?
LORD GORING. ––(Después de una vacilación.) ¡Oh! Simplemente por algo que
he notado en la expresión de tu cara al entrar. ¿Quién se lo ha dicho?
SIR ROBERT CHILTERN. ––La misma mistress Cheveley. Y la mujer que amo
sabe que empecé mi carrera con un acto deshonroso, que cimenté mi vida sobre
un hecho vergonzoso..., que vendí como un vulgar tratante el secreto que se me
había confiado como a un hombre de honor. Doy gracias al cielo de que el pobre
lord Radley muriese sin conocer mi traición. Hubiera muerto gustoso antes de
haber tenido aquella horrible tentación, de haber caído tan bajo. (Oculta el rostro
entre las manos.)
LORD GORING. ––(Después de una pausa.) ¿No has tenido noticias de Viena
en contestación a tu telegrama?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Alzando la vista.) Sí; he tenido un telegrama del
secretario esta noche a las ocho.
LORD GORING. ––¿Y bien...?
SIR ROBERT CHILTERM. ––No se sabe absolutamente nada contra ella. Por el
contrario, ocupa una posición bastante elevada en la sociedad. Es una especie de
secreto a voces que el barón Arnheim le dejó gran parte de su inmensa fortuna.
Aparte de eso no sé nada más.
LORD GORING. ––Entonces ¿no parece ser una espía?
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! Hoy día los espías no son de ningúna utilidad.
Su profesión ha decaído. Los periódicos hacen su trabajo.
LORD GORING. ––Y lo hacen tremendamente bien.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, tengo mucha sed. ¿Puedo llamar para pedir
algo? ¿Un poco de vino del Rin con seltz?
LORD GORING. ––Naturalmente. Permíteme. (Toca el timbre.)
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SIR ROBERT CHILTERN. ––iGracias! No sé qué hacer, Arthur, no sé qué hacer,
y tú eres mi único amigo. Un gran amigo, el único en quien puedo confiar. Puedo
confiar en ti por completo, ¿verdad? (Entra Phipps.)
LORD GORING. ––Por supuesto, querido Robert. (A Phipps.) Traiga un poco de
vino del Rin con seltz.
PHIPPS. ––Sí, milord.
LORD GORING. ––¿Me perdonas un momento, Robert? Quiero darle algunas
instrucciones a mi criado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Desde luego.
LORD GORING. ––Cuando venga esa dama, dígale que esta noche no vendré a
casa. Dígale que me han llamado fuera de la ciudad repentinamente. ¿Entiende?
PHIPPS. ––La señora está en esa habitación, milord. Me dijo que la pasara ahí,
milord.
LORD GORING. ––Muy bien, Phipps. (Sale Phipps.) ¡En qué lío estoy! No; creo
que saldré de él. Le daré una nota a través de la puerta. Aunque es un asunto muy
difícil.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, dime lo que debo hacer. Mi vida parece
derrumbarse. Soy como un barco sin timón en una noche sin estrellas*.
* La imagen es convencional y representativa de la tradición petrarquista y del
amor cortés.
LORD GORING. ––Robert, tú amas a tu esposa, ¿verdad?
SIR ROBERT CHILTERN. ––La amo más que a nada en el mundo. Pensaba que
la ambición era una gran cosa. No es así. El amor es lo más grande del mundo.
No hay nada como el amor, y yo la amo. Pero estoy deshonrado a sus ojos. Hay
un gran abismo entre nosotros. Ella me ha descubierto, Arthur, me ha descubierto.
LORD GORING. ––¿Ella nunca ha cometido en su vida alguna tontería..., alguna
indiscreción... para no poder ahora perdonarte tu pecado?
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Mi esposa! ¿Jamás! Ella no sabe lo que son la
debilidad ni la tentación. Yo soy de barro como los demás hombres. Ella es algo
aparte, como las mujeres buenas..., inflexible en su perfección; fría, severa y sin
clemencia. Pero yo la amo, Arthur. No tenemos hijos y no tengo a nadie más a
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quien amar, a nadie más que me ame. Quizá si Dios nos hubiese dado hijos, ella
hubiera sido más compasiva conmigo. Pero Dios nos ha dejado solos. Y ella ha
destrozado mi corazón. No hablemos de eso. He sido brutal con ella esta noche.
Pero supongo que cuando los pecadores hablan a los santos son siempre
brutales. Le dije cosas que eran horriblemente ciertas desde mi punto de vista,
desde el punto de vista de los hombres. Pero no hablemos de eso.
LORD GORING. ––Tu esposa te perdonará. Quizá en este momento te esté
perdonando. Ella te ama, Robert. ¿Por qué no iba a perdonarte?
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera! (Esconde el rostro
entre las manos.) Pero hay algo más que debo decirte, Arthur. (Entra Phipps con
las bebidas.)
PHIPPS. ––(Tiende el vino con seltz a sir Robert Chiltern.) Vino del Rin con seltz,
señor.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gracias.
LORD GORING. ––¿Está aquí tu coche, Robert?
SIR ROBERT CHILTERN. ––No; he venido a pie desde el club.
LORD GORING. ––Sir Robert cogerá mi coche, Phipps.
PHIPPS. ––Sí, milord. (Sale.)
LORD GORING. ––Robert, ¿no te importará que te diga que te vayas?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, déjame estar cinco minutos. He pensado lo
que voy a decir en la Cámara esta noche. El debate sobre el canal argentino
empezará a las once. (Se cae una silla en el salón.) ¿Qué es eso?
LORD GORING. ––Nada.
SIR ROBERT CHILTERN. ––He oído caerse una silla en la habitación de al lado.
Alguien ha estado escuchando.
LORD GORING. ––No, no; no hay nadie.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Hay alguien. Hay luz en la habitación y la puerta
está entreabierta. Alguien ha estado escuchado todo el secreto de mi vida. Arthur,
¿qué significa esto?
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LORD GORING. ––Robert, estás excitado, nervioso. Te digo que no hay nadie
en esa habitación. Siéntate, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Me das tu palabra de que no hay nadie?
LORD GORING. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, déjame verlo. (Se levanta.)
LORD GORING. ––No, no.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Si no hay nadie, ¿por qué no puedo mirar? Arthur,
debes dejarme verlo por mí mismo. Déjame que me convenza de que nadie ha
oído el secreto de mi vida. Arthur, no te das cuenta del momento que estoy
atravesando.
LORD GORING. ––Robert, terminemos. Te he dicho que no hay nadie en esa
habitación...Ya es suficiente.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Se abalanza hacia la puerta del salón.) No es
suficiente. Insisto en verlo. Me has dicho que no hay nadie. ¿Qué razón tienes
para negarte a que lo vea?
LORD GORING. ––¡Por Dios! ¡No! Hay alguien ahí. Alguien a quien no debes
ver.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Ah! ¡Ya lo imaginaba!
LORD GORING. ––Te prohíbo que entres en esa habitación.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Atrás! Mi vida está en juego. Y no me importa
quién sea. Sabré a quién le he contado el secreto de mi vergüenza. (Entra en la
habitación.)
LORD GORING. ––¡Cielo santo! ¡Su propia esposa! (Vuelve a aparecer sir
Robert Chiltern con un gesto de ira en el rostro.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Cómo explicas la presencia de esa mujer aquí?
LORD GORING. ––Robert, te juro por mi honor que es inocente de toda culpa.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Es vil e infame!
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LORD GORING. ––¡No digas eso, Robert! Por ti ha venido aquí. Para intentar
salvarte. Te ama a ti y a nadie más.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Estás loco. ¿Qué tengo yo que ver con sus
intrigas? ¡Te dejo con tu querida! Sois el uno para el otro. Ella, corrompida e
indecente... Tú, un amigo falso, más traidor que un enemigo.
LORD GORING. ––No es cierto Robert. Te juro que no es cierto. Ante ella y ante
ti lo explicaré todo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Déjame pasar. Ya has mentido bastante bajo tu
palabra de honor. (Sir Robert Chiltern se va. Lord Goring se dirige hacia la puerta
del salón cuando sale mistress Cheveley con gesto radiante y divertido.)
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con un gesto burlón.) ¡Buenas noches, lord Goring!
LORD GORING. ––¡Mistress Cheveley! ¡Cielos!... ¿Puedo saber qué está
haciendo en mi salón?
MISTRESS CHEVELEY. ––Simplemente escuchar. Tengo una gran pasión por
escuchar a través de las cerraduras. Siempre se oyen cosas maravillosas.
LORD GORING. ––¿No es eso tentar a la providencia?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Seguramente la providencia podrá resistir la
tentación por esta vez. (Le hace una señal para que le ayude a quitarse la capa, lo
cual él hace.)
LORD GORING. ––Me alegro de que haya venido. Voy a darle algunos buenos
consejos.
MISTRESS CHEVELEY. ¡Oh! Le ruego que no lo haga. No se le debe dar a una
mujer nada que no pueda llevar por la noche.
LORD GORING. ––Veo que es usted tan original como antes.
MISTREss CHEVELEY. ––¡Mucho más! He mejorado grandemente. Tengo más
experiencia.
LORD GORING. ––La excesiva experiencia es una cosa peligrosa. Le ruego que
tome este cigarrillo. La mitad de las mujeres de Londres fuman cigarrillos.
Personalmente prefiero la otra mitad.
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MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. Nunca fumo. A mi modista no le gustaría, y
el primer deber en la vida de una mujer es tener contenta a su modista, ¿verdad?
El segundo deber no lo ha descubierto nadie todavía.
LORD GORING. ––Ha venido usted aquí a venderme la carta de Robert Chiltern,
¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡A ofrecérsela bajo algunas condiciones! ¿Cómo lo
ha adivinado?
LORD GORING. ––Porque usted no ha mencionado el asunto. ¿La tiene aquí?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sentándose.) ¡Oh, no! Un buen vestido no tiene
bolsillos.
LORD GORING. ––¿Cuál es su precio?
MISTRESS CHEVELEY. ¡Qué absurdamente inglés es usted! Los ingleses creen
que un talonario de cheques puede resolver cualquier problema de la vida. Mi
querido Arthur, tengo mucho más dinero que usted y tanto como el que ha ganado
Robert Chiltern. Dinero no es lo que quiero.
LORD GORING. ––Entonces, ¿qué quiere usted, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Por qué no me llama Laura?
LORD GORING. ––No me gusta el nombre.
MISTRESS CHEVELEY. ––Antes lo adoraba.
LORD GORING. ––Sí, por eso mismo. (Místress Cheveley le índica con un gesto
que se siente. Él sonríe y lo hace.)
MISTRESS CHEVELEY. ––Arthur, usted me amó una vez.
LORD GORING. ––Sí.
MISTRESS CHEVELEY. ––Y me pidió que fuera su mujer.
LORD GORING. ––Ése fue el resultado natural de mi amor.
MISTRESS CHEVELEY. ––Y me dejó porque vio o creyó ver al pobre lord
Mortlake intentando tener un violento flirteo conmigo en el invernadero de Tenby.
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LORD GORING. ––Me parece que mi abogado arregló el asunto con usted bajo
ciertas condiciones... que usted misma dictó.
MISTRESS CHEVELEY. ––Por entonces yo era pobre; usted era rico.
LORD GORING. ––Sí. Por eso pretendió usted amarme.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Encogiéndose de hombros.) ¡El pobre y viejo lord
Mortlake sólo tenía dos temas de conversación: su gota y su mujer! Nunca pude
saber de cuál de los dos hablaba. Solía tener el más horrible lenguaje, fue usted
tonto, Arthur. Lord Mortlake no fue para mí más que un entretenimiento. Uno de
esos aburridos entretenimientos que sólo se encuentran en una casa de campo
inglesa y en un domingo inglés. No creó que nadie sea moralmente responsable
de lo que se hace en una casa de campo inglesa.
LORD GORING. ––Sí. Conozco a mucha gente que piensa así.
MISTRESS CHEVELEY-Yo lo he amado, Arthur.
LORD GORING. ––Mi querida mistress Cheveley, ha sido usted demasiado
inteligente siempre para saber nada de amor.
MISTRESS CHEVELEY. ––Lo amaba. Y usted me amaba a mí. Usted sabe que
me amaba; y el amor es una cosa maravillosa. Supongo que cuando un hombre
ha amado una vez a una mujer, lo hará todo por ella, excepto continuar amándola.
(Pone su mano sobre la de él.)
LORD GORING. ––(Separando su mano suavemente.) Sí; excepto eso.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Después de una pausa.) Estoy cansada de vivir en
el extranjero. Quiero volver a Londres. Quiero tener una casa encantadora aquí.
Quiero tener un salón. Si se pudiera enseñar a hablar al inglés y a escuchar al
irlandés, la sociedad sería mucho más civilizada. Además, he llegado a mi época
romántica. Cuando lo vi a usted anoche en la casa de los Chiltern, supe que era la
única persona que me había preocupado, si es que me ha preocupado alguien,
Arthur .Y por eso, en la mañana del día que se case conmigo, le entregaré la carta
de Robert Chiltern. Ésa es mi oferta. Se la daré ahora si promete casarse
conmigo.
LORD GORING. ––¿Ahora?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sonriendo.) Mañana.
LORD GORING. ––¿Habla en serio realmente?
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MISTRESS CHEVELEY. ––Sí; completamente en serio.
LORD GORING. ––Sería un esposo muy malo.
MISTRESS CHEVELEY. ––No me preocupan los malos esposas. He tenido dos.
Me divirtieron inmensamente.
LORD GORING. ––Querrá decir que se divirtió inmensamente, ¿no?
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Qué sabe usted de mi vida matrimonial?
LORD GORING. ––Nada; pero puedo leer en ella como en un libro.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Que libro?
LORD GORING. ––(Levantándose.) El de cuentas.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Cree usted que está bien ser tan grosero con una
mujer en su casa?
LORD GORING. ––En el caso de las mujeres fascinadoras, el sexo es un
desafío, no una defensa.
MISTRESS CHEVELEY. ––Supongo que no es un cumplido. Mi querido Arthur, a
las mujeres nunca se nos desarma con cumplidos. A los hombres, sí. Ésa es la
diferencia entre los dos sexos.
LORD GORING. ––A las mujeres nunca se las desarma con nada, que yo sepa.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Después de una pausa.) Entonces, ¿va usted a
permitir que su gran amigo Robert Chiltern quede arruinado antes que casarse con
una mujer que aún tiene considerables atractivos? Creí que habría usted llegado
al más elevado sacrificio, Arthur. El resto de su vida podría haber estado
completando sus propias perfecciones.
LORD GORING. ––¡Oh! Eso ya lo hago. Y el sacrificio es una cosa que debía
estar fuera de la ley. ¡Es tan desmoralizador para la gente por la que uno se
sacrifica! Siempre acaban mal.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Como si algo pudiese desmoralizar a Robert
Chiltern! Parece usted olvidar que conozco su verdadero carácter.
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LORD GORING. ––Lo que usted sabe de él no es su verdadero carácter. Eso
fue una locura de la juventud, deshonrosa, lo admito, vergonzosa, lo que usted
quiera..., pero no es su verdadero carácter.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Cómo se defienden unos a otros los hombres!
LORD GORING. ¡Cómo se atacan unas a otras las mujeres!
MISTRESS C1EVELEY. ––(En tono amargo.)Yo sólo ataco a una mujer: a
Gertrude Chiltern. La odio. La odio ahora más que nunca.
LORD GORING. ––Porque ha causado una verdadera tragedia en su vida,
supongo.
MISTRESS CHEVELEY. ––(En tono de burla.) ¡Oh! Sólo hay una tragedia
verdadera en la vida de una mujer. ..Y es que su pasado es siempre su amante, y
su futuro, invariablemente, su marido.
LORD GORING. ––Lady Chiltern no sabe nada de esa vida de que habla usted.
MISTRESS CHEVELEY. ––Una mujer que usa guantes del siete y tres cuartos
no sabe mucho de nada. ¿Sabía usted que Gertrude usa guantes del siete y tres
cuartos? Ésa es una de las razones por la que nunca ha habido ninguna simpatía
moral entre nosotras... Bueno, Arthur, supongo que esta entrevista romántica ha
llegado a su fin. Admitirá que era romántica, ¿verdad? Por el privilegio de ser su
esposa iba a renunciar a un gran asunto, la culminación de mi carrera diplomática.
Usted se ha negado. Muy bien. Si sir Robert no apoya el proyecto argentino, lo
descubriré. «Voilá tout»*.
* Eso es todo.
LORD GORING. ––No debe hacer eso. Sería vil, horrible, infame.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Encogiéndose de hombros.) ¡Oh! No utilice palabras
duras. ¡Significan tan poco! Esto es una transacción comercial. Eso es todo. No
está bien mezclar en ella el sentimentalismo. Le ofrezco a sir Robert Chiltern
venderle una cosa. Si no paga mi precio, tendrá que pagar al mundo un precio
mayor. No hay más que decir. Debo irme. Adiós. ¿No me da la mano?
LORD GORING. ––¿A usted? No. Su transacción con Robert Chiltem puede
pasar por una odiosa transacción comercial en una época odiosamente
comercializada; pero usted parece olvidar que ha venido aquí esta noche para
hablar de amor; usted, para quien el amor no es más que un libro cerrado; usted,
que fue esta tarde a casa de una de las más nobles mujeres del mundo para
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degradar a su marido ante ella, para intentar matar su amor por él, para poner
veneno en su corazón y amargura en su vida, para romper su ídolo, y, si hubiera
podido, para destrozar su alma. Eso yo no puedo perdonárselo. Para eso no
puede haber perdón.
MISTRESS CHEVELEY. ––Arthur, es usted injusto conmigo. Créame, es muy
injusto conmigo. No fue para herir a Gertrude. No tenía idea de hacer nada de
todo eso cuando entré. Fui con lady Markby simplemente para ver si habían
encontrado en su casa un adorno, una joya, que perdí anoche no sé en dónde. Si
no me cree, pregúntele a lady Markby. Ella le dirá que es cierto. La escena ocurrió
después de marcharse lady Markby, yo me vi obligada a contestar a las groserías
de Gertrude. Fui allí, ¡oh!, con un poco de malicia, si usted quiere, pero realmente
para preguntar por mi broche de diamantes. Ése fue el origen de todo el asunto.
LORD GORING. ––¿Un broche de diamantes en forma de serpiente con un
rubí?
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí. ¿Cómo lo sabe?
LORD GORING. ––Porque lo he encontrado. Me olvidé estúpidamente de
dárselo al mayordomo al salir. (Va hacia el escritorio y abre los cajones.) Está en
este cajón. No, en este otro. Éste es el broche, ¿verdad? (Le enseña el broche.)
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí; me alegro de haberlo recuperado.
LORD GORING. ––¿Se lo va a poner?
MISTRESS CHEVELEY. ––Ciertamente, si usted me lo coloca. (Lord Goring se
lo pone rápidamente en el brazo.) ¿Por qué me lo pone como brazalete? No sabía
que se podía usar como tal.
LORD GORING. ––¿De veras?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Extendiendo su hermoso brazo.) No; pero está muy
bien como brazalete, ¿verdad?
LORD GORING. ––Sí; mucho mejor que cuando lo vi por última vez.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Cuándo lo vio por última vez?
LORD GORING. ––(Tranquilamente.) ¡Oh! Hace diez años, a lady Berkshire, a
quien usted se lo ha robado.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Estremeciendose) ¿Qué quiere decir?
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LORD GORING. ––Quiero decir que se lo ha robado usted a mi prima, lady
Berkshire, a quien se lo regalé cuando se casó. Las sospechas cayeron sobre un
criado, que fue expulsado enseguida. Anoche lo reconocí. Decidí no decir nada
hasta haber encontrado al ladrón. Ahora lo he encontrado y he oído su propia
confesión.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Moviendo la cabeza.) No es cierto.
LORD GORING. ––Usted sabe que sí. Su cara lo dice claramente.
MISTRESS CHEVELEY. ––Lo negaré todo del principio al fin. Diré que nunca he
visto este objeto antes, que nunca ha estado en mi poder. (Mistress Cheveley
intenta quitarse el brazalete, pero en vano. Lord Goring la mira divertido. Los finos
dedos de ella manipulan en la joya. Todo es inútil. Suelta una maldición.)
LORD GORING. ––El inconveniente de robar algo, mistress Cheveley, es que
nunca se sabe lo maravilloso que es el objeto. Usted no podrá quitarse el
brazalete, a menos que sepa dónde está el broche. Y ya veo que no lo sabe. Es
bastante difícil de encontrar.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Bruto! ¡Cobarde! (Intenta de nuevo quitarse la joya,
pero es inútil.)
LORD GORING. ––¡Oh! No use palabras duras. ¡Significan tan poco!
MISTRESS CHEVELEY. ––(Vuelve otra vez a apretar el brazalete en un
paroxismo de rabia, emitiendo sonidos inarticulados. Se detiene al fin y mira a lord
Goring.) ¿Qué va usted a hacer?
LORD GORING. ––Voy a llamar a mi criado. Es un criado admirable. Siempre
viene cuando se lo llama. Cuando venga, le diré que avise a la policía.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Temblando.) ¿A la policía? ¿Para qué?
LORD GORING. ––Mañana los Berkshire la perseguirán. Para eso es la policía.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Ahora se encuentra en la agonía del terror físico. Su
rostro está alterado. Su boca torcida. Se le ha caído la máscara. Da miedo mirarla
en este momento.) No haga eso. Haré lo que usted quiera. Todo lo que usted
quiera.
LORD GORING. ––Déme la carta de Robert Chiltern.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Espere! ¡Un momento! Déme tiempo para pensar.
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LORD GORING. ––Déme la carta de Robert Chiltern.
MISTRESS CHEVELEY. ––No la tengo aquí. Se la daré mañana.
LORD GORING. ––Sabe que está mintiendo. Démela inmediatamente. (Mistress
Cheveley saca de la carta y se la da. Está terriblemente pálida.) ¿Es ésta?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con voz ronca.) Sí.
LORD GORING. ––(Coge la carta, la examina, suspira y la quema en un
candelabro.) Para ser una mujer tan bien vestida, mistress Cheveley, tiene
momentos de admirable sentido común. La felicito.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Ve la carta de lady Chiltern que asoma un poco por
debajo de la carpeta.) Por favor, déme un vaso de agua.
LORD GORING. ––Desde luego. (Va hacia un rincón de la habitación y vierte
agua en un vaso. Mientras está de espaldas, mistress Cheveley coge la carta de
lady Chíltern. Cuando lord Goring se vuelve, rechaza el vaso con un gesto.)
MISTRESS CHEVELEY. Gracias. ¿Quiere ayudarme a ponerme la capa?
LORD GORING. ––Encantado. (Le pone la capa.)
MISTRESS CHEVELEY. Gracias. Nunca volveré a intentar hacerle daño a
Robert Chiltern.
LORD GORING. ––Afortunadamente, ya no tiene medios para hacérselo,
mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. Bien; y si los tuviera, no los usaría. Por el contrario, voy
a hacerle un gran favor.
LORD GORING. ––Me alegro de oírlo. Es una reforma.
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí. No puedo soportar que un caballero, un
honorable caballero inglés, sea tan vergonzosamente engañado y tan...
LORD GORING. ––¿Qué?
MISTRESS CHEVELEY. ––Toda la confesión de la agonizante Gertrude está en
mi bolsillo.
LORD GORING. ––¿Qué quiere decir?
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MISTRESS CHEVELEY. ––(Con una amarga nota de triunfo en su voz.) Quiero
decir que voy a enviarle a Robert Chiltern la carta de amor que su esposa le ha
escrito a usted esta noche.
LORD GORING. ––¿Carta de amor?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Riendo.) «Lo necesito. Confio en usted. Me dirijo a
usted. Gertrude.» (Lord Goring se abalanza hacia el escritorio, coge el sobre y ve
que está vacío; entonces se vuelve.)
LORD GORING. ––Perversa mujer, ¿siempre tiene que estar ideando
maldades? Devuélvame la carta. Se la quitaré a la fuerza. No dejará usted mi
habitación hasta que me la haya dado. (Vaya hacia ella, pero mistress Cheveley
toca el timbre electrónico que hay sobre la mesa. El timbre suena agudamente y
entra Phípps.)
MISTRESS CHEVELEY. ––-(Después de una pausa.) Lord Goring lo llamaba
simplemente para que me acompañase a la puerta. ¡Buenas noches, lord Goring!
(Sale seguida de Phípps. Su rostro está iluminado por una maligna sonrisa de
triunfo. Hay alegría en sus ojos. Parece más joven. Su última mirada es como un
agudo dardo. Lord Goring se muerde el labio y enciende un cígarrillo.)
TELÓN
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ACTO CUARTO
Escena: La misma del acto segundo. Lord Goring está junto a la chimenea con las
manos en los bolsillos. Parece muy preocupado.
LORD GORING. ––(Saca su reloj, lo mira y toca el timbre.) Es un gran fastidio.
No puedo encontrar a nadie con quien hablar en esta casa. Y yo estoy lleno de
interesantes noticias. Me siento como la última edición de un periódico. (Entra un
criado.)
JAMES. ––Sir Robert está todavía en el Ministerio de Asuntos Exteriores, milord.
LORD GORING. ––¿Lady Chiltern no ha bajado todavía?
JAMES. ––La señora aún está en su habitación. Miss Chiltern acaba de llegar de
su paseo a caballo.
LORD GORING. ––(A parte.) ¡Ah! Eso ya es algo.
JAMES. ––Lord Caversham está esperando desde hace un rato a sir Robert en
la biblioteca. Le dije que el señor estaba aquí.
LORD GORING. ––Sea tan amable de decirle que me he ido.
JAMES. ––(Inclinándose.) Así lo haré, milord. (Sale el criado.)
LORD GOR1NG. ––Realmente, no quiero ver a mi padre tres días seguidos. Es
demasiada excitación para un hijo. Espero que no se le ocurra venir. Los padres
no debían ser vistos ni oídos. Sería la mejor base para una buena vida familiar.
Las madres son diferentes. Son más cariñosas. (Se deja caer en un sillón, coge un
periódico y empieza a leerlo. Entra lord Caversham.)
LORD CAVERSHAM. ––Bueno, amiguito, ¿qué haces aquí? Perdiendo el
tiempo, como de costumbre, ¿no?
LORD GORING. ––(Deja el periódico y se levanta.) Querido papá, cuando uno
hace una visita es para hacer perder el tiempo a los demás, no para perder el
suyo.
LORD CAVERSHAM. ––¿Has pensado en lo que te dije anoche?
LORD GORING. ––No he hecho otra cosa.
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LORD CAVERSHAM. ––¿Te has prometido ya?
LORD GORING. ––(Alegremente.) Aún no; pero espero hacerlo antes del
almuerzo.
LORD CAVERSHAM. ––Te dejo hasta la hora de la cena, si te conviene.
LORD GORING. ––Muchas gracias, pero creo que lo haré antes del almuerzo.
LORD CAVERSHAM. ––¡Hum! Nunca sé cuándo hablas en serio o no.
LORD GORING. ––Ni yo, papá. (Una pausa.)
LORD CAVERSHAM. ––Supongo que habrás leído el Times de esta mañana...
LORD GORING. ––¿El Times? Ciertamente que no. Solamente leo el Morning
Post. Todo lo que uno debería saber sobre la vida moderna es dónde están las
duquesas; todo lo demás es muy desmoralizador.
LORD CAVERSHAM. ––¿Quieres decir que no has leído el artículo de fondo del
Times sobre la carrera de Robert Chiltern?
LORD GORING. ––¡Cielo santo! No. ¿Qué dice?
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué va a decir, amiguito? Cosas buenas para él,
naturalmente. El discurso de Chiltern anoche sobre el canal argentino fue una de
las más hermosas piezas oratorias que se han dicho en la Cámara desde
Canning.
LORD GORING. ––¡Ah! Nunca he oído hablar de Canning. Ni lo necesito. ¿Y
Chiltern... apoyó el proyecto?
LORD CAVERSHAM. ––¿Apoyarlo? ¡Qué poco lo conoces! Lo echó abajo, y
también todo el sistema moderno de la finanza política. Este discurso es la
culminación de su carrera, como señala el Times. Debes leer este artículo,
amiguito. (Abre el Times) «Sir Robert Chiltern..., el más grande de nuestros
jóvenes estadistas... Brillante orador... Carrera extraordinaria... Famoso por su
carácter íntegro... Representa lo mejor de la vida pública inglesa.. Noble contraste
con la moralidad debilitada tan corriente hoy día entre los políticos extranjeros.»
Nunca dirán esto de ti, amiguito.
LORD GORING. ––Sinceramente, espero que no, papá. Sin embargo, me alegro
que lo digan de Robert, me alegro muchísimo. Demuestra que ha sido valiente.
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LORD CAVERSHAM. ––Ha sido más que valiente, amiguito, ha sido un genio.
LORD GORING. ––¡Ah! Prefiero la valentía. Hoy día no es tan vulgar como el
genio.
LORD CAVERSHAM. ––Desearía que tú entraras en el Parlamento.
LORD GORING. ––Querido papá, solamente la gente aburrida entre en la
Cámara de los Comunes, y sólo esta gente tiene éxito en ella.
LORD CAVERSHAM. ––¿Por qué no intentas hacer algo útil en la vida?
LORD GORING. ––Soy demasiado joven.
LORD CAVERSHAM. ––Odio esta afectación al hablar de juventud, amiguito.
Hoy día es demasiado corriente.
LORD GORING. ––La juventud no es una afectación. Es un arte.
LORD CAVERSHAM. ––¿Por qué no te declaras a la bonita miss Chiltern?
LORD GORING. ––Soy muy nervioso, especialmente por las mañanas.
LORD CAVERS. ––Supongo que no tendrías la menor probabilidad de que te
aceptase.
LORD GORING. ––No sé qué estado de ánimo tendrá hoy.
LORD CAVERSHAM. ––Si te aceptase, sería la loca más bonita de Inglaterra.
LORD GORING. ––Por eso me gustaría casarme con ella. Una esposa muy
sensata me reduciría a una condición de absoluta idiotez en menos de seis
meses.
LORD CAVERSHAM. ––No te la mereces, amiguito.
LORD GORING. ––Querido papá, si los hombres nos casásemos con las
mujeres que merecemos, lo pasaríamos mal. (Entra Mabel Chiltern.)
MABEL CHILTERN. ––¡Oh!... ¿Cómo está usted, lord Caversham? Supongo que
lady Caversham estará perfectamente...
LORD CAVERSHAM. ––Lady Caversham está como siempre, como siempre.
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LORD GORING. ––¡Buenos días, mis Mabel!
MABEL CHILTERN. ––(Sin querer darse cuenta de la presencia de lord Goring y
dirigiéndose exclusivamente a lord Caversham.) Y los sombreros de lady
Caversham..., ¿están mejor?
LORD CAVERSHAM. ––Han tenido una seria recaída, siento decirlo.
LORD GORING. ––Buenos días, miss Mabel.
MABEL CHILTERN. ––(A lord Caversham.) Supongo que no será necesaria una
operación...
LORD CAVERSHAM. ––(Sonriendo.) Si lo fuera, tendríamos que narcotizar a
lady Caversham. De otro modo, no consentiría que se les tocase ni una pluma.
LORD GORING. ––(Con marcada insistencia.) ¡Buenos días, miss Mabel!
MABEL CHILTERN. ––(Volviéndose sorprendida.) ¡Oh! ¿Está usted aquí?
Naturalmente, comprenderá que después de faltar a la cita no volveré a hablarle
más.
LORD GORING. ––¡Oh! Le ruego que no diga eso. Usted es la única persona en
Londres que me gusta que me escuche.
MABEL CHILTERN. ––Lord Goring, jamás he creído una palabra de lo que me
dice.
LORD CAVERSHAM. ––Lamento no tener ninguna influencia sobre mi hijo, miss
Mabel. Desearía tenerla. Si fuera así, sé lo que iba a obligarle hacer.
LORD CAVERSHAM. ––Temo que tiene uno de esos caracteres terriblemente
débiles que no son susceptibles a la influencia.
LORD CAVERSHAM. ––No tiene corazón, no tiene corazón.
LORD GORING. ––Me parece que aquí estoy de más.
MABEL CHILTERN. ––Es muy bueno para usted saber lo que la gente dice a
mis espaldas. Me halaga demasiado.
LORD CAVERSHAM. ––Después de todo esto, querida mía, debo decirle adiós.
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MABEL CHILTERN. ––¡Oh! Supongo que no me dejará sola con lord Goring...
Especialmente a una hora tan temprana.
LORD CAVERSHAM. ––Temo no poder llevarla conmigo a Downing Street. Hoy
el primer ministro no recibe a los sin empleo. (Estrecha la mano de Mabel Chiltern,
coge su sombrero y su bastón y sale, después de lanzar una mirada de
indignación a lord Goring.)
MABEL CHILTERN. ––(Coge unas rosas y se pone a arreglarlas en un jarrón
que hay sobre la mesa.) La gente que no acude a las citas en el parque es
horrible.
LORD GORING. ––Detestable.
MABEL CHILTERN. ––Me alegro de que lo admita. Pero me gustaría que no
estuviese tan alegre.
LORD GORING. ––No puedo evitarlo. Siempre estoy alegre cuando me
encuentro con usted.
MABEL CHILTERN. ––(Tristemente.) Entonces..., supongo que es mi deber
quedarme con usted...
LORD GORING. –– Naturalmente.
MABEL CHILTERN. Bien; pues mi deber es una cosa que nunca cumplo.
Siempre me deprime. Así que temo que voy a dejarlo.
LORD GORING. ––Le ruego que no lo haga, miss Mabel. Tengo algo muy
personal que decirle.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! ¿Es una declaración?
LORD GORING. ––(Algo turbado.) Bien; sí, lo es... Debo admitir que es eso.
MABEL CHILTERN. ––(Con un gesto de satisfacción.) Me alegro; es la segunda
hoy.
LORD GORING. ––(Indignado.) ¿La segunda? ¿Quién es el engreído
impertinente que se ha atrevido a declararse antes que yo?
MABEL CHILTERN. ––Tommy Trafford, naturalmente. Es uno de los días de
Tommy. Siempre se declara los martes y jueves durante la temporada.
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LORD GORING. ––Supongo que no lo habrá aceptado...
MABEL CHILTERN. ––Tengo la costumbre de no aceptarlo jamás. Por eso sigue
declarándose. Desde luego, como usted no vino esta mañana, estuve a punto de
decirle que sí. Hubiera sido una excelente lección para él y para usted. Les
hubiera enseñado a ambos mejores modales.
LORD GORING. ––¡ Oh! ¡Al diablo Tommy Trafford! Es un idiota. Yo la amo.
MABEL CHILTERN. ––Lo sé. Y creo que podía habérmelo dicho antes. Estoy
segura de que le he dado muchas oportunidades.
LORD GORING. ––Mabel, sea usted seria, se lo ruego.
MABEL CHILTERN. ––¡Ah! Ésa es la clase de cosas que un hombre siempre
dice a una mujer antes de casarse con ella. Después nunca vuelve a decirlas.
LORD GORING. ––(Cogiéndole la mano.) Mabel, le he dicho que la amo.
¿Puede usted amarme un poco a mí?
MABEL CHILTERN. ––¡Tonto! Si supiera usted algo..., algo que no sabe, sabría
que lo adoro. Todo Londres lo sabe excepto usted. Es un escándalo público la
forma que tengo de adorarlo. Me he pasado los últimos seis meses diciéndole a
toda la sociedad que lo adoro. Ya no tengo ni carácter. Al menos me siento tan
feliz que estoy segura de no tenerlo.
LORD GORING. ––(La abraza y la besa. Hay una pausa de felicidad.) ¡Amor
mío! ¿Sabes que temía terriblemente una negativa?
MABEL CHILTERN. ––(Mirándolo fijamente.) A ti nunca te han negado nada,
¿verdad, Arthur? No me puedo imaginar a nadie negándote algo.
LORD GORING. ––(Después de besarla otra vez.) No soy lo bastante bueno
para ti, Mabel.
MABEL CHILTERN. ––(Apretándose contra él.) Me alegro, cariño. Sentiría que lo
fueras.
LORD GORING. ––(Después de una ligera vacilación.) Y... y ya he pasado de
los treinta.
MABEL CHILTERN. ––Cariño, pues pareces unas semanas más joven.
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LORD GORING. ––(Entusiasmado.) ¡Qué buena eres!... Es mi deber decirte
francamente que soy un poco extravagante.
MABEL CHILTERN. ––Y yo también, Arthur. Así estaremos seguros de
comprendernos. Y ahora, debo ir a ver a Gertrude.
LORD GORING. ––¿De veras? (La besa.)
MABEL CHILTERN. ––Sí.
LORD GORING. ––Entonces dile que quiero hablar con ella privadamente. He
estado esperando aquí toda la mañana para verla a ella o a Robert.
MABEL CHILTERN. ––¿Quieres decir que no has venido expresamente para
declararte a mí?
LORD GORING. ––(Triunfalmente.) No; eso ha sido una ráfaga de genio.
MABEL CHILTERN. ––La primera que has tenido.
LORD GORING. ––La última.
MABEL CHILTERN. ––Me alegra oír eso. Ahora no te marches. Volveré dentro
de cinco minutos. Y no caigas en ninguna tentación mientras estoy fuera.
LORD GORING. ––Querida Mabel, mientras tú no estés, no habrá nadie. Me
siento terriblemente ligado a ti. (Entra lady Chiltern.)
LADY CHILTERN. ––¡Buenos días, querida! ¡Qué bonita estas hoy!
MABEL CHILTERN. ––¡Y tú qué pálida, Gertrude! ¡Te sienta muy bien!
LADY CHILTERN. ––¡Buenos días, lord Goring!
LORD GORING. ––(Inclinándose.) ¡Buenos días, lady Chiltern!
MABEL CHILTERN. ––(Aparte a lord Goring.) Estaré en el invernadero, bajo la
segunda palmera de la izquierda.
LORD GORING. ––¿La segunda de la izquierda?
MABEL CHILTERN. ––(Con un gesto de sorprendida burla.) Sí; la palmera de
costumbre. (Le tira un beso a espaldas de lady Chiltem y sale.)
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LORD GORING. ––Lady Chiltern, tengo algunas buenas noticias que darle.
Mistress Cheveley me dio anoche la carta de Robert y yo la quemé. Robert está
salvado.
LADY CHILTERN. ––(Dejándose caer en el sofá.) ¡Salvado! ¡Oh! ¡Qué alegría!
¡Qué buen amigo es usted de él..., de nosotros!
LORD GORING. ––Ahora sólo hay una persona que está en peligro.
LADY CHILTERN. ––¿Quién?
LORD GORING. ––(Sentándose junto a ella.) Usted.
LADY CHILTERN. ––¡Yo! ¿En peligro? ¿Qué quiere decir?
LORD GORING. ––Peligro es una palabra demasiado exagerada. No debía
haberla empleado. Pero admito que tengo algo que decirle que puede
preocuparla; a mí me preocupa enormemente. Ayer por la noche me escribió
usted una bella carta, muy femenina, pidiéndome ayuda. Me la escribió como a
uno de sus mejores amigos, como a uno de los mejores amigos de su esposo.
Mistress Cheveley se ha llevado esa carta de mis habitaciones.
LADY CHILTERN. ––Bien. ¿Qué utilidad puede tener para ella? ¿Por qué no
puede quedársela?
LORD GORING. ––(Levantándose.) Lady Chiltern, seré completamente franco
con usted. Mistress Cheveley ha dado cierta interpretación a esa carta y va a
enviársela a su marido.
LADY CHILTERN. ––Pero ¿qué interpretación puede dársele?... ¡Oh! ¡Eso no!
¡Eso no! Si yo, en... un momento de crisis, le pedí ayuda, le dije que iría a verle...
para que usted me aconsejara..., me guiara... ¡Oh! ¿Puede haber una mujer tan
perversa que...? ¿Y se propone enviársela a mi marido? Dígame lo que ocurrió.
Dígame todo lo que ocurrió.
LORD GORING. ––Mistress Cheveley fue introducida en una habitación contigua
a mi biblioteca sin que yo lo supiese. Creí que la persona que me estaba
esperando en la habitación era usted. Vino Robert inesperadamente. Una silla o
algo así se cayó en el salón. Él entró allí a la fuerza y la descubrió. Tuvimos una
escena terrible. Yo todavía creía que era usted. Él se marchó lleno de ira. Al final,
mistress Cheveley se apoderó de su carta... No sé cómo ni cuándo.
LADY CHILTERN. ––¿A qué hora ocurrió eso?
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LORD GORING. ––A las diez y media. Ahora me propongo que vayamos a
Robert a decirle toda la verdad.
LADY CHILTERN. ––(Lo mira con un asombro que es casi terror.) ¿Quiere que
yo vaya a decirle a Robert que la mujer que esperaba usted no era mistress
Cheveley, sino yo? ¿Que yo era quien usted creyó oculta en esa habitación a las
diez y media de la noche? ¿Quiere que yo le diga eso?
LORD GORING. ––Creo que es mejor que sepa la verdad exacta.
LADY CHILTERN. ––(Levantándose.) ¡Oh! ¡No podría! ¡No podría!
LORD GORING. ––¿Puedo hacerlo yo?
LADY CHILTERN. ––No.
LORD GORING. ––(En tono grave.) Esta usted equivocada, lady Chiltern.
LADY CHILTERN. ––No. La carta debe ser interceptada. Eso es todo. Pero
¿cómo hacerlo? Las cartas le llegan a todas horas. Sus secretarios las abren y se
las dan. No me atrevo a pedir a los criados que me traigan sus cartas. Sería
imposible. ¡Oh! ¿Por qué no me dice usted lo que debo hacer?
LORD GORING. ––Le ruego que se calme, lady Chiltern, y conteste a las
preguntas que voy a hacerle. Usted ha dicho que sus secretarios abren las cartas.
LADY CHILTERN. ––Sí.
LORD GORING. ––¿Quién está hoy con él? Míster Trafford, ¿no?
LADY CHILTERN. ––No. Creo que es míster Montford.
LORD GORING. ––¿Puede confiar en él?
LADY CHILTERN. ––(Con un gesto de desesperación.) ¡Oh! ¿Cómo voy a
saberlo?
LORD GORING. ––Haría lo que usted le pidiese, ¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Creo que sí.
LORD GORING. ––Su carta era de papel rosa. Él la podría reconocer sin leerla,
¿no?
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LADY CHILTERN. ––Supongo que sí.
LORD GORING. ––¿Está ahora en la casa?
LADY CHILTERN. ––Sí.
LORD GORING. ––Entonces iré a verlo yo mismo y le diré que cierta carta,
escrita en papel rosa, va a llegarle a Robert hoy y que a toda costa él no debe
verla. (Va hacia la puerta y la abre.) ¡Oh! Robert sube las escaleras con la carta en
la mano. Ya la ha recibido.
LADY CHILTERN. ––(Con un grito de angustia.) ¡Oh! Usted ha salvado su vida.
¿Qué puede hacer por la mía? (Entra sir Robert Chiltern. Lleva la carta en la mano
y la va leyendo. Se dirige hacia su esposa sin notar la presencia de lord Goring.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––«Te necesito. Confío en ti. Me dirijo a ti. Gertrude».
¡Oh amor mío! ¿Es cierto esto? ¿Confías en mí y me necesitas? Después de esta
carta tuya, Gertrude, no hay nada en el mundo que pueda preocuparme. ¿Me
necesitas, Gertrude? (Lord Goring, sin ser visto por sir Robert Chiltern, hace señas
a lady Chiltern suplicándole que acepte la situación que ha creado el error de sir
Robert.)
LADY CHILTERN. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Confías en mí, Gertrude?
LADY CHILTERN. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Cogiéndole la mano.) Porque te amo. (Lord Goring
se va al invernadero.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Ah! ¿Por qué no has añadido que me amabas?
LADY CHILTERN. ––(Cogiéndole la mano.) Porque te amo. (Lord Goring se va
al invernadero.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(La besa.) Gertrude, no sabes lo que siento.
Cuando Montford me dio la carta..., la había abierto por error, supongo, sin ver la
letra del sobre..., y yo la leí... ¡Oh! No me importa la desgracia y el castigo que me
esperan; sólo sé que me amas todavía.
LADY CHILTERN. ––Ya no te espera ninguna desgracia ni vergüenza pública.
Mistress Cheveley le ha dado la carta a lord Goring y él la ha destruido.
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SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Estás segura de eso, Gertrude?
LADY CHILTERN. ––Sí; lord Goring me lo acaba de decir.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Entonces estoy salvado! ¡Oh! ¡Qué maravilloso es
estar salvado! Han sido dos días de terror. Ahora estoy a salvo. ¿Cómo destruyó
Arthur mi carta? Dímelo.
LADY CHILTERN. ––La quemó.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Desearía haber visto convertirse en cenizas el
pecado de mi juventud. ¡A cuántos hombres les gustaría ver quemarse su pecado!
¿Está todavía Arthur aquí?
LADY CHILTERN. ––Sí; en el invernadero.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Cuánto me alegro ahora de haber dado anoche ese
discurso en la Cámara. Lo hice pensando que el resultado sería la desgracia
pública para mí. Pero no ha sido así.
LADY CHILTERN. ––El resultado ha sido la admiración pública.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Eso creo. Casi lo temo. Porque aunque ya no hay
pruebas contra mí, aunque estoy a salvo, supongo, Gertrude..., supongo que debo
retirarme de la vida pública... (Mira ansiosamente a su esposa.)
LADY CHILTERN. ––¡Oh sí, Robert! Debes hacer eso. Es tu deber hacerlo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Es una renunciación enorme.
LADY CHILTERN. ––No; será enorme victoria. (Sir Robert Chiltern pasea de un
lado a otro de la habitación con expresión afligida. Se vuelve hacia su esposa y le
pone una mano sobre el hombro.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Y tú serías feliz viviendo en cualquier parte sola
conmigo, quizá en el extranjero o en el campo, lejos de Londres, lejos de la vida
pública? ¿No lo lamentarías después?
LADY CHILTERN. ––¡Oh! ¡No, Robert!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Tristemente.) ¿Y tus ambiciones para mí? Solías
ambicionar grandes cosas para mí.
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LADY CHILTERN. ––¡Oh! ¡Mis ambiciones! Ahora no tengo ninguna, excepto
que tú y yo nos amemos siempre. Tu ambición fue lo que te perdió. No hablemos
más de ambiciones. (Lord Goríng vuelve del invernadero, muy alegre y con una
nueva flor en el ojal.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Va hacia él.) Arthur, tengo que darte las gracias
por lo que has hecho por mí. No sé cómo podré pagártelo. (Le estrecha la mano.)
LORD GORING. ––Querido amigo, te lo diré enseguida. En este momento, bajo
la palmera de costumbre... Quiero decir en el invernadero... (Entra Mason.)
MASON. ––Lord Caversham.
LORD GORING. ––Realmente, mi admirable padre tiene por costumbre entrar
en el momento más inadecuado. No tiene corazón, no tiene corazón. (Entra lord
Caversham. Sale Mason.)
LORD CAVERSHAM. ––¡Buenos días, lady Chiltern! Mis felicitaciones, Chiltern,
por su brillante discurso de anoche. Acabo de dejar al primer ministro y me ha
dicho que va usted a formar parte del gabinete.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con un gesto de alegría y triunfo.) ¿El gabinete?
LORD CAVERSHÀM. ––Sí; aquí está la carta del primer ministro. (Se las da.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(La coge y la lee.) ¡Un puesto en el gabinete!
LORD CAVERSHAM. ––Ciertamente; y usted se lo merece. Tiene usted todo lo
que se necesita hoy día para la política: elevado espíritu, alto sentido moral,
principios intachables... (A lord Goring.) Todo lo que tú no tienes, amiguito, y
nunca tendrás.
LORD GORING. ––No me gustan los principios, papá. Prefiero los prejuicios. (Sir
Robert Chiltern está a punto de aceptar la oferta del primer ministro cuando ve a
su mujer que lo mira. Entonces se da cuenta de que es imposible.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––No puedo aceptar esta oferta, lord Caversham. Voy
a rechazarla.
LORD CAVERSHAM. ––¿Rechazarla, caballero?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Mi intención es retirarme inmediatamente de la vida
pública.
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LORD CAVERSHAM. ––¿Rechazar un puesto en el gabinete y retirarse de la
vida pública? Nunca oí tan enorme tontería en toda mi vida. Perdón, lady Chiltern.
Perdón, Chiltern. (A lord Goring.) No te rías, jovencito.
LORD GORING. ––No, papá.
LORD CAVERSHAM. ––Lady Chiltern, usted es una mujer sensata, la más
sensata de Londres, la más sensata que conozco. Supongo que evitará que su
marido haga... eso que está diciendo; ¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Creo que mi marido ha tomado una buena determinación,
lord Caversham. Yo la apruebo.
LORD CAVERSHAM. ––¿La aprueba? ¡Cielo santo!
LADY CHILTERN. ––(Cogiendo la mano de su marido.) Lo admiro por eso. Lo
admiro inmensamente. Nunca lo he admirado tanto como ahora. Es mejor de lo
que yo creía. (A sir Robert Chiltern.) Le escribirás una carta al primer ministro,
¿verdad? No vaciles en hacerlo, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con un poco de amargura.) Supongo que lo mejor
será escribir enseguida. Tales ofertas no se repiten. Excúseme un momento, lord
Caversham.
LADY CHILTERN. ––¿Puedo ir contigo, Robert?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí, Gertrude. (Salen.)
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué ocurre en esta familia? Algo raro, ¿eh?
(Tocándose la frente.) ¿Idiotez hereditaria? Supongo que sí. Pero los dos; tanto la
esposa como el marido. Muy triste. ¡Realmente triste! Y no son un matrimonio
viejo. No puedo entenderlo.
LORD GORING. ––No es idiotez, papá, te lo aseguro.
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué es entonces?
LORD GORING. ––(Después de un momento de duda.) Es lo que hoy día
llamamos alto sentido moral, papá. Eso es todo.
LORD CAVERSHAM. ––Odio esas nuevas frases. Esto es lo que hace cincuenta
años solíamos llamar idiotez. No me quedaré más tiempo en esta casa.
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LORD GORING. ––(Cogiéndolo del brazo.) ¡Oh! Quédate un momento, papá.
Tercera palmera de la izquierda, la palmera de costumbre.
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué, amiguito?
LORD GORING. ––Perdona, papá, lo había olvidado. El invernadero, papá, el
invernadero... Hay alguien allí con quien quiero que hables.
LORD CAVERSHAM. ––¿Sobre qué, amiguito?
LORD GORING. ––Sobre mí, papá.
LORD CAVERSHAM. ––No es un tema con el que se pueda ser muy elocuente.
LORD GORING. ––No, papá; pero la dama es como yo. A ella no le preocupa la
elocuencia en los demás. Creo que es un poco subida de tono. (Lord Caversham
se va al invernadero. Entra lady Chiltern.) ¿Por qué le está haciendo el juego a
mistress Cheveley, lady Chiltern?
LADY CHILTERN. ––(Se estremece.) No lo entiendo.
LORD GORING. ––Mistress Cheveley ha intentado arruinar la vida de su marido,
arrojándole de la vida pública o haciéndole adoptar una posición deshonrosa.
Usted le salvó de esta última tragedia. Ahora va a causarle la primera. ¿Por qué
intenta usted hacer lo que mistress Cheveley intentó sin éxito?
LADY CHILTERN. ––¡Lord Goring!
LORD GORING. ––(Como preparándose para un gran esfuerzo y mostrando al
filósofo que lleva oculto el dandi.) Lady Chiltern, permítame. Usted me escribió una
carta anoche en la que me decía que confiaba en mí. Ahora es el momento en que
realmente debe confiar en mí, confiar en mis consejos. Usted ama a Robert.
¿Quiere matar su amor por usted? ¿Qué clase de vida tendría si usted lo robase
los frutos de su ambición, si le quitase el esplendor de su gran carrera política, si
le cerrase las puertas de la vida pública, si lo condenase a ese horrible fracaso, a
él, que, que está hecho para el triunfo y para el éxito? Las mujeres no deben
juzgarnos, sino perdonarnos, cuando necesitamos perdón. Perdonar, no castigar,
es su misión. ¿Por qué castigarlo a él por un pecado que cometió en su juventud,
antes de conocerla a usted, antes de conocerse él mismo? La vida de un hombre
tiene más valor que la de una mujer. Alcanza mayores resultados, tiene
ambiciones más grandes. La vida de una mujer está encerrada en el círculo de las
emociones. La vida de un hombre progresa por vía de la inteligencia. No cometa
ese terrible error, lady Chiltern. Una mujer que puede conservar el amor de un
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hombre y el que ella le profesa a él ha hecho todo lo que el mundo quiere, o
debería querer, de las mujeres.
LADY CHILTERN. ––(Turbada.) Pero es mi marido mismo el que desea retirarse
de la vida pública. Siente que es su deber. Él fue el primero en reconocerlo.
LORD GORING. ––Antes que perder su amor, Robert lo haría todo, hasta
destrozar su carrera, como va a hacer ahora. Hace por usted un terrible sacrificio.
Siga mi consejo, lady Chiltern, y no acepte ese sacrificio tan grande. Si lo hace, se
arrepentirá amargamente. Los hombres y las mujeres no estamos hechos para
aceptar tales sacrificios. No somos dignos de ellos. Además, Robert ya ha sido
suficientemente castigado.
LADY CHILTERN. ––Los dos hemos sido castigados. Yo lo coloqué demasiado
alto.
LORD GORING. ––(Con profundo sentimiento.) No le haga caer tan bajo ahora
por esa razón. Si ha caído de su altar, al menos no lo arroje al barro. El fracaso
sería para Robert el barro de la vergüenza. Su pasión es el poder. Sin él lo
perdería todo, hasta la capacidad para amar. En este momento la vida de su
marido está en sus manos. No acabe con ella y con la de usted. (Entra sir Robert
Chiltern.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gertrude, aquí está el borrador de mi carta.
¿Quieres leerlo?
LADY CHILTERN. ––Déjamela. (Sir Robert le da la carta. Ella la lee y después,
con un gesto apasionado, la rompe.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué haces?
LADY CHILTERN. ––La vida de un hombre tiene más valor que la de una mujer.
Alcanza mayores resultados, tiene ambiciones más grandes. La vida de las
mujeres está encerrada en el círculo de las emociones. La vida de un hombre
progresa por vía de la inteligencia. Acabo de aprender esto y mucho más de lord
Goring. ¡Y no destrozaré tu vida, Robert, ni permitiré que tú la destroces con ese
sacrificio, ese sacrificio inútil!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Gertrude! ¡Gertrude!
LADY CHILTERN. ––Puedes olvidar. Los hombres olvidan fácilmente. Y yo
perdonar. Eso espera el mundo de las mujeres. Ahora me doy cuenta.
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SIR ROBERT CHILTERN. ––(Lleno de emoción, la abraza.) ¡Esposa mía! Arthur,
me parece que siempre voy a estar en deuda contigo.
LORD GORING. ––¡Oh, no, querido Robert! ¡Estás en deuda con lady Chiltern,
no conmigo!
SIR ROBERT CHILTERN. ––Te debo mucho. Y ahora, dime lo que ibas a
pedirme cuando entró lord Caversham.
LORD GORING. ––Robert, eres el tutor de tu hermana y quiero tu
consentimiento para casarme con ella. Eso es todo.
LADY CHILTERN. ¡Oh! ¡Qué alegría! ¡Qué alegría! (Estrecha la mano de lord
Goring.)
LORD GORING. –– Gracias, lady Chiltern.
SIR ROBERT CHILTERN. –– (Turbado.) ¿Qué mi hermana sea tu esposa?
LORD GORING. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Hablando con gran firmeza.) Arthur, lo siento
mucho, pero es imposible. He pensado en un porvenir feliz para Mabel. Y no creo
que contigo encontrase la felicidad. ¡No puedo sacrificarla!
LORD GORING. ––¡Sacrificarla!
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí, sacrificarla. Los matrimonios sin amor son
horribles. Pero hay algo peor que eso: un matrimonio en el que sólo hay amor, fe y
devoción por una parte.
LORD GORING. ––Pero yo amo a Mabel. No hay otra mujer en mi vida.
LADY CHILTERN. ––Robert, si se aman, ¿por qué no van a casarse?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur no puede amar a Mabel como ella se
merece.
LORD GORING. ––¿Qué razón tienes para decir eso?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Después de una pausa.) ¿Me lo preguntas
seriamente?
LORD GORING. ––Desde luego.
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SIR ROBERT CHILTERN. ––Como quieras. Cuando Fui a verte ayer por la
noche encontré a mistress Cheveley oculta en tus habitaciones. Eran entre las
diez y las once de la noche. No deseo decir nada más. Tus relaciones con
mistress Cheveley no tienen nada que ver conmigo, como te dije anoche. Sé que
estuviste prometido a ella una vez. La fascinación que ejerció sobre ti parece
haber vuelto. Me hablaste anoche de ella como si fuese una mujer pura y sin
mancha, una mujer a quien tú respetaras y honrases. Puede que sea cierto. Pero
no puedo poner en tus manos la vida de mi hermana. Sería injusto, terriblemente
injusto con ella.
LORD GORING. ––No tengo nada que decir.
LADY CHILTERN. ––Robert, no era a mistress Cheveley a quien lord Goring
esperaba anoche.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿No? ¿A quién entonces?
LORD GORING. –– A lady Chiltern.
LADY CHILTERN. ––A tu propia esposa. Robert, ayer por la tarde lord Goring
me dijo que si yo tenía algún problema podía pedirle ayuda como a nuestro más
antiguo y mejor amigo. Más tarde, después de esa terrible escena en esta
habitación, le escribí diciéndole que confiaba en él, que lo necesitaba y que me
dirigía a él en busca de consejo. (Sir Robert saca la carta del bolsillo.) Sí, esa
carta. No Fui a verlo después de todo. Pensé que la ayuda debía venir de mí
misma. El orgullo me hizo creer eso fue mistress Cheveley. Se apoderó de mi
carta y te la envió esta mañana anónimamente para que tú creyeses... ¡Oh!
Robert, no puedo decirte lo que quería que creyeses...
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué? ¿He caído tan bajo a vuestros ojos que
pensasteis que podía dudar ni un momento de vuestra honradez? Gertrude,
Gertrude, tú eres la blanca imagen de la pureza y el pecado no puede rozarte.
Arthur, puedes ir con Mabel, y que te acompañen mis mejores deseos. ¡Oh! Un
momento. No hay ningún nombre en el encabezamiento de esta carta. La brillante
mistress Cheveley no se dio cuenta de eso. Debía haber algún nombre.
LADY CHILTERN. ––Déjame escribir el tuyo. En ti confío y a ti te necesito. A ti y
a nadie más.
LORD GORING. ––Bien; realmente, lady Chiltern, creo que debían devolverme
mi carta.
LADY CHILTERN. ––(Sonriendo.) No; usted tendrá a Mabel. (Coge la carta y
escribe en ella el nombre de su marido.)
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LORD GORING. Bueno, espero que Mabel no habrá cambiado de opinión. Hace
cerca de veinte minutos que no la veo. (Entran Mabel Chiltern y lord Caversham.)
MABEL CHILTERN. ––Lord Goring, creo que la conversación de su padre es
mucho más interesante que la suya. En el futuro sólo hablaré con lord Caversham,
y siempre bajo la palmera de costumbre.
LORD GORING. ¡Vida mía! (La besa.)
LORD CAVERSHAM. ––(Muy sorprendido.) ¿Qué significa esto, amiguito? ¿No
querrá decir que esta encantadora e inteligente jovencita ha cometido la locura de
aceptarte?
LORD GORING. ¡Ciertamente, papá! Y Chiltern ha sido lo bastante listo para
aceptar el puesto en el gabinete.
LORD CAVERSHAM. ––Me alegro de oír eso, Chiltern... Lo felicito. Si el país no
merece que se le deje en manos de los perros o los radicales, algún día lo
tendremos de primer ministros. (Entra Mason.)
MASON. ––El almuerzo está en la mesa, señora. (Sale.)
MABEL CHILTERN. ––Se quedará a almorzar, ¿verdad, lord Caversham?
LORD CAVERSHAM. ––Encantado, y después iré con usted a Downing Street,
Chiltern. Tiene un gran porvenir ante usted, un gran porvenir. Desearía poder decir
lo mismo de ti, amiguito. (A lord Goring.) Pero tu carrera será enteramente
doméstica.
LORD GORING. ––Sí, papá; la prefiero así.
LORD CAVERSHAM. ––Y si no eres un marido ideal para esta jovencita, te
dejaré sin un chelín.
MABEL CHILTERN. ––¡Un marido ideal! ¡Oh! No creo que eso me gustase.
Suena a cosa de otro mundo.
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué quiere usted entonces?
MABEL CHILTERN. ––Que sea lo que quiera. Todo lo que quiero yo es ser...,
ser... ¡Oh! Una verdadera esposa para él.
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LORD CAVERSHAM. ––Palabra de honor que en eso hay mucho sentido
común. (Salen todos excepto sir Robert Chiltern. Se derrumba en un sillón
pensativo. Al poco tiempo vuelve lady Chiltern a buscarlo.)
LADY CHILTERN. ––(Apoyándose en el respaldo del sillón.) ¿No vienes,
Robert?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Cogiéndole la mano.) Gertrude, ¿es amor lo que
sientes por mí o simplemente lástima?
LADY CHILTERN. ––(Lo besa.) Es amor, Robert. Amor y sólo amor. Para ambos
empieza una nueva vida.
TELÓN FINAL
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EL FANTASMA DE CANTERVILLER
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CAPÍTULO I
Cuando míster Hiram B. Otis, ministro de los Estados Unidos de América,
compró Canterville Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran locura,
porque la finca estaba embrujada.
Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez,
se creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las
condiciones.
-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir
en ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un
ataque de nervios, del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto
que experimentó al sentir que las manos de un esqueleto se posaban sobre sus
hombros, estando vistiéndose para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster
Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven
actualmente; así como por el rector de la parroquia, el reverendo Augusto
Dampier, agregado del King's College de Oxford. Después del trágico accidente
ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa, y lady
Canterville no pudo ya conciliar el sueño a causa de los ruidos misteriosos que
llegaban del corredor y de la biblioteca.
-Milord -respondió el ministro-, también me quedaré con los muebles y el
fantasma bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener
todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y
turbulentos, que recorren el Viejo Continente escandalizándolo, que se llevan los
mejores actores de ustedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si
queda todavía un verdadero fantasma en Europa, vendrán a buscarlo en seguida
para colocarle en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los
caminos como un fenómeno.
-El fantasma existe; me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá
se resista a las ofertas de sus intrépidos empresarios. Hace más de tres siglos que
se le conoce. Data, con precisión, de 1574, y nunca deja de mostrarse cuando
está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.
-¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un
fantasma no puede existir y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan
excepciones en favor de la aristocracia inglesa.
-Realmente -dijo lord Canterville, que no acababa de comprender la última
observación de míster Otis-, ustedes son muy sencillos en América. Ahora bien, si
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le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese
únicamente que yo le previne.
Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de la estación el ministro y
su familia emprendieron el viaje hacia Canterville Chase.
La señora Otis, que con el nombre de miss Lucrecía R. Táppan, de la calle West
53, había sido una célebre beldad de Nueva York, era todavía una mujer muy
bella, de edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil magnífico.
Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de
persona atacada de una enfermedad crónica y se figuran que eso es uno de los
sellos de distinción europea; pero la señora Otis no cayó nunca en ese error.
Tenía una naturaleza espléndida y una abundancia extraordinaria de vitalidad.
A decir verdad, era completamente inglesa en muchos aspectos y era un
ejemplo excelente para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con
América hoy día excepto la lengua, como es de suponer. Su hijo mayor, bautizado
con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de patriotismo que
él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que
había logrado que se le considerase candidato a la diplomacia, dirigiendo al grupo
alemán en los festivales del casino de Newport durante tres temporadas seguidas,
y aun en Londres pasaba por ser un bailarín excepcional.
Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza; aparte de eso, era
perfectamente sensato.
Miss Virgina E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa
como un cervatillo, con mirada francamente encantadora en sus grandes ojos
azules. Amazona maravillosa, sobre su poney derrotó una vez en carreras al viejo
lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio,
precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan
grande en el joven duque de Cheshire, que le propuso matrimonio allí mismo, y
sus tutores tuvieron que mandarle aquella misma noche a Eton, bañado en
lágrimas. Después de Virginia venían dos gemelos, a quienes llamaban Estrellas y
Rayas porque se les encontraba siempre juntos. Eran unos niños encantadores y,
con el ministro, los únicos verdaderos republicanos de la familia.
Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima,
míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron
la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, y el
aire estaba impregnado por el aroma de los pinos. De vez en cuando se oía una
paloma arrullándose dulcemente, o se vislumbraba entre los helechos, la pechuga
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de oro bruñido de algún faisán. Ligeras ardillas les espiaban desde lo alto de las
hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los
matorrales o sobre los collados cubiertos de musgo, levantando su rabo blanco.
Sin embargo, no bien. entraron en la avenida de Canterville Chase, el cielo se
cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la
atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus
cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas de
lluvia.
En los escalones se hallaba para recibirles una anciana, pulcramente vestida de
seda negra, con cofia y delantal blancos. Era la señora Umney, el ama de
gobierno que la señora Otis, por vehementes requerimientos de lady Canterville,
accedió a conservar en su puesto.
Hizo una profunda reverencia a cada uno de la familia cuando echaron pie a
tierra y dijo, con la singular cortesía de los buenos tiempos antiguos:
-Les doy la bienvenida a Canterville Chase.
La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Tudor, hasta la biblioteca,
largo salón espacioso con las paredes cubiertas por madera de roble oscuro que
terminaba en un ancho ventanal de cristales. Estaba preparado el té.
Luego, una vez que se quitaron los abrigos, ya sentados se pusieron a curiosear
en torno suyo, mientras la señora Umney iba de un lado para otro.
De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro
que había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea, y, sin darse
cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney:
-Creo que han vertido, algo en ese sitio.
-Sí, señora -contestó la señora Umney en voz baja-. En ese lugar se ha vertido
sangre.
-¡Qué horror! -exclamó la señora Otis-. No quiero manchas de sangre en un
salón. Es preciso quitar eso inmediatamente.
La vieja sonrió y con voz misteriosa repuso:
-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por
su propio marido, sin Simón de Canterville, en 1565. Sir Simón la sobrevivió nueve
años, desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no
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se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha
de sangre ha sido muy admirada por los turistas y otras personas y no puede
quitarse.
-Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El producto quitamanchas,
el limpiador incomparable Campeón, marca Pinkerton, y el detergente Paragon harán desaparecer eso en un instante.
Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno, aterrada, pudiese intervenir, ya se
había arrodillado y frotaba rápidamente el entarimado con una barrita de una
sustancia parecida al cosmético negro. A los pocos instantes la mancha había
desaparecido sin dejar rastro.
-Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría -exclamó en tono triunfal, paseando la
mirada sobre su familia llena de admiración.
Pero apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un relámpago iluminó
la estancia sombría y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a la señora
Umney, que se desmayó.
-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo
veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay
buen tiempo bastante para todos. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer
los ingleses es emigrar.
-Querido Hiram -replicó la señora Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que
se desmaya?
-Descontaremos eso de su salario. Así no se volverá a desmayar. En efecto, la
señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba
conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que algún
contratiempo iba a ocurrir en la casa.
-Señores, he visto con mis propios ojos unas cosas... que pondríanoos pelos de
punta a un cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a
causa de las cosas terribles que pasaban aquí.
A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron a la buena mujer que no
tenían miedo ninguno de los fantasmas.
La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la
Providencia sobre sus nuevos amos y de discutir la posibilidad de un aumento de
salario, se retiró a su habitación renqueando.
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CAPÍTULO II
La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada
extraordinario.
Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de
nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.
-No creo -dijo Washington-, que tenga la culpa el limpiador Paragon; lo he
ensayado sobre toda clase de manchas. Debe ser cosa del fantasma.
En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco, pero al otro día,
por la mañana, había reaparecido. A la tercera mañana volvió a estar allí, y, sin
embargo, la biblioteca permaneció cerrada la noche anterior, llevándose arriba la
llave la señora Otis.
Desde entonces la familia empezó a interesarse por aquello. Míster Otis se
hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático negando la
existencia de los fantasmas.
La señora Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y
Washington preparó una larga carta a Myers y Podmore basado en la persistencia
de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen. Aquella noche disipó
todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.
La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en
coche. Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena. La conversación no
recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que faltaban hasta las
condiciones más elementales de espera y de receptibilidad que preceden tan a
menudo a los fenómenos psíquicos.
Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por la señora Otis,
fueron simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos
que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad
de miss Fanny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para
encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno y el hominy aun en las mejores
casas, inglesas, la importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma
universal; las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los
viajeros y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres.
No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a
sir Simón de Canterville.
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A las once la familia se retiró, y a las once y media estaban apagadas todas las
luces.
Poco después, míster Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera
de su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más.
Se levantó en el acto, encendió una luz y miró la hora. Era la una en punto.
Míster Otis estaba perfectamente 'tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró
nada alterado.
El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar dé
unos pasos. Míster Otis se puso las zapatillas, cogió una aceitera alargada de su
tocador y abrió la puerta, y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de
aspecto terrible.
Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en
mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban
manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas
cadenas y unos grilletes herrumbrosos.
-Mi distinguido señor -dijo míster Otis-, permítame que le ruegue vivamente que
engrase esas cadenas. Le he traído para ello el engrasador Tammany Sol
Naciente. Dicen que es eficacísimo, y que basta una sola aplicación. En la etiqueta
hay varios certificados de nuestros adivinos más ilustres que dan fe de ello. Voy a
dejársela aquí, al lado de las velas, y tendré un verdadero placer en proporcionarle
más, si así lo desea.
Dicho lo cual, el ministro de los Estados Unidos dejó la aceitera sobre una mesa
de mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama.
El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos inmóvil de indignación.
Después tiró, lleno de rabia, la aceitera contra el suelo encerado y huyó por el
corredor, lanzando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde.
Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente
una puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una
voluminosa almohada le rozó la cabeza. Evidentemente, no había tiempo que
perder, así es que, utilizando como-medio de fuga la cuarta dimensión del espacio,
se desvaneció a través del estuco, y la casa, de nuevo, recobró su tranquilidad.
Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para
tomar aliento y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación. Jamás en
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toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años, fue injuriado tan
groseramente.
Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, cuando
estaba mirándose en el espejo, cubierta de brillantes y de encales; de las cuatro
doncellas a quienes había enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas
sólo con hacerles visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas
a invitados; del rector de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía
el buen señor de la biblioteca a una hora avanzada, y que desde entonces tuvo
que estar bajo el cuidado de sir William Guw convertido en mártir de toda clase de
alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse al
amanecer y descubrir un esqueleto sentado en un sillón, al lado de la lumbre,
entretenido en leer su diario, tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima
de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la Iglesia y rompió sus
relaciones con el señalado escéptico Voltaire. Recordó también la noche terrible
en que el bribón de lord Canterville fue hallado ahogándose en su vestidor, con
una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obligado a confesar antes
de morir que por medio de aquella carta había timado la suma de cincuenta mil
libras a Jaime Fox, en casa de Grookford. Y juró que aquella carta se la hizo tragar
el fantasma.
Todas sus grandes hazañas le volvían a la memoria.
Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por haber visto
una mano verde tamborilear sobre los cristales; y a la bella lady Steelfield,
condenada a llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la
señal de cinco dedos, impresos como con un hierro candente sobre su blanca piel,
y que terminó por ahogarse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real.
Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista a sus
creaciones más célebres. Se dedicó una amarga sonrisa al evocar su última
aparición en el papel de «Rubén el Rojo, o el niño estrangulado», su debut como
«Gibeón el Flaco, o el vampiro del páramo de Bexley» y el furor que causó una
noche solitaria de junio jugando a los bolos con sus propios huesos sobre el
campo de tenis.
¡Y después de todo para que unos miserables americanos le ofreciesen el
engrasador marca Sol Naciente y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente
intolerable. Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma
de manera semejante. Llegó a la conclusión de que era preciso tomarse la
revancha y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda meditación.
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CAPÍTULO III
Cuando a la mañana siguiente la familia Otis se reunió para el desayuno, la
conversación sobre el fantasma fue extensa.
El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido al
ver que su ofrecimiento no había sido aceptado.
-No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo-, y
reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, era correcto
tirarle una almohada a la cabeza...
Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó-una explosión de
risa en los gemelos.
-Pero, por otro lado -prosiguió míster Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no
hacer uso del engrasador marca Sol Naciente, nos veremos precisados a quitarle
las cadenas. No podremos dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.
Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que
les llamó la atención fue la reaparición continua de la mancha de sangre sobre el
piso de la biblioteca. Era realmente muy extraño, ya que la señora Otis cerraba la
puerta con llave por la noche, y las ventanas permanecían con las rejas cerradas.
Los cambios de color que sufría la mancha, comparables a los de un camaleón,
produjeron también frecuentes comentarios en la familia. Una mañana era de un
rojo índigo oscuro, otras veces era bermellón, luego de un púrpura intenso y un
día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre Iglesia episcopal
reformada de América, la encontraron de un hermoso verde esmeralda. Como es
natural, estos cambios caleidoscópicos divirtieron grandemente a la reunión y
hacinase estas todas las noches con entera tranquilidad.
La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven Virginia. Por
razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de sangre y
estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda.
La segunda aparición del fantasma fue un domingo por la noche. Al poco tiempo
de estar todos acostados, les alarmó un enorme estrépito que se oyó en el hall.
Bajaron, apresuradamente y se encontraron con que una armadura completa se
había desprendido de su soporte, cayendo sobre las losas, mientras, sentado en
un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se restregaba las rodillas, con
una expresión de agudo dolor sobre su rostro.
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Los gemelos, que se habían provisto de sus cerbatanas, le lanzaron
inmediatamente dos proyectiles, con esa seguridad de puntería que sólo se
adquiere a fuerza de una larga y cuidadosa práctica sobre un profesor de
caligrafía. Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma
bajo la amenaza de su revólver y, conforme a la etiqueta californiana, le intimaba a
levantar los brazos.
El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y pasó en
medio de ellos, como una nube, apagando de paso la vela de Washington Otis y
dejándoles a todos en la mayor oscuridad.
Cuando llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su
célebre repique de carcajadas satánicas.
Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el peluquín de
lord Raker. Y que tres sucesivas amas de llaves, francesas, dejaron su empleo
antes de terminar el primer mes. Por consiguiente, lanzó su carcajada más
horrible, despertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas, pero al
extinguirse, se abrió una puerta y apareció, vestida de azul claro, la señora Otis.
-Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto y aquí le traigo un frasco de
la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indigestión, podrá comprobar que
éste es un remedio excelente.
El fantasma la miró con ojos llameantes de furor y se creyó en el deber de
metamorfosearse en un gran perro negro.
Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía el
médico de la familia la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable
Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se acercaba le hizo vacilar en su cruel
determinación y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se
desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, porque los gemelos iban a
darle alcance.
Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agitación más
violenta.
La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de la señora Otis, todo
aquello resultaba realmente vejatorio; pero lo que más le humillaba era no tener ya
fuerzas para llevar una armadura. Contaba con hacer impresión aun en unos
americanos modernos, hacerles estremecer a la vista de un espectro acorazado,
si no ya, por motivos razonables al menos por deferencia hacia su poeta nacional
Longfellow, cuyas poesías, delicadas y atrayentes, le habían ayudado con
frecuencia a matar el tiempo mientras los Canterville estaban en Londres.
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Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth,
siendo felicitado calurosamente por la Reina Virgen en persona. Pero cuando
quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enorme coraza y
del yelmo de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra,
despellejándose las rodillas y contusionándose la muñeca derecha.
Durante varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo
necesario para mantener en buen estado la mancha de sangre.
No obstante, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una
tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia.
Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran
parte del día a pasar revista a sus trajes.
Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída
del otro, con una pluma roja; en un sudario deshilachado en las mangas y el cuello
y, por último, en un puñal mohoso.
Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que sacudía y
cerraba violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquél
era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer: iría sigilosamente a
la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases ininteligibles,
quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal en la
garganta, a los sones de una música apagada.
Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien
acostumbraba quitar la famosa mancha de sangre de Canterville, empleando el
detergente Paragon de Pinkerton. Después de reducir al temerario y despreocupado joven a una condición de terror abyecto, entraría en la habitación que ocupaban
el ministro de los Estados Unidos y su mujer. Una vez allí, colocaría una mano
viscosa sobre la frente de la señora Otis y al mismo tiempo murmuraría, con voz
sorda, al oído del ministro tembloroso, los secretos terribles del osario.
En cuanto a la pequeña Virginia aún no tenía decidido nada. No le había
insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, que
saliesen del armario, le parecían más que suficientes, y si no bastaban para
despertarla, llegaría hasta tirarle de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por
la parálisis.
A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería
sentarse sobre sus pechos, con objeto de producirles la sensación de la pesadilla.
Luego, aprovechando que sus camas estaban muy juntas, se alzaría en el espacio
libre entre ellas, con el aspecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que
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se quedasen paralizados de terror. En seguida, tirando bruscamente su sudario,
daría la vuelta al dormitorio en cuatro patas, como un esqueleto blanqueado por el
tiempo, moviendo el globo de un solo ojo en su órbita, como el personaje de
«Daniel el mudo, o el esqueleto del suicida», papel en el cual hizo un gran efecto
en varias ocasiones. Creía estar tan bien en éste, como en su otro papel de
«Martín el demente, o el misterio enmascarado».
A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse.
Durante algunos instantes le inquietaron las estrepitosas carcajadas de los
gemelos, que se divertían indudablemente, con su loca alegría de colegiales,
antes de meterse en la cama.
Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron
las doce se puso en camino.
La lechuza chocaba contra los cristales de la ventana. El cuervo graznaba en el
hueco de un tejo centenario y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como
un alma en pena; pero la familia Otis dormía, sin sospechar la suerte que le
esperaba. Oía con toda claridad los ronquidos regulares del ministro de los
Estados Unidos, que dominaban el ruido de la lluvia y de la tormenta.
Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba
sobre su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando
pasó delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en
azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada.
Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que hacía
que hasta las tinieblas le maldijesen a su paso.
Hubo un momento en que le pareció oír que alguien le llamaba; se detuvo, pero
era tan sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Prosiguió su marcha,
mascullando extraños juramentos del siglo XVl, y blandiendo de vez en cuando el
puñal enmohecido en el aire de medianoche. Por fin llegó a la esquina del pasillo
que conducía a la habitación del infortunado Washington.
Allí hizo una breve parada.
El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en
pliegues grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre sudario. Sonó
entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento.
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Con una risa maligna dio la vuelta al ángulo del corredor. Pero apenas lo hizo,
retrocedió lanzando un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida
entre sus largas manos huesudas.
Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua, monstruoso
como la pesadilla de un demente. Tenía la cabeza pelada y reluciente; faz
redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una
mueca eterna; por los ojos brotaba a oleadas una luz escarlata; la boca semejaba
un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como la del
mismo Simón, envolvía con su nieve silenciosa aquella forma gigantesca.
Sobre el pecho llevaba colgado un cartel con una inscripción en extraños
caracteres antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos
espantosos, una terrible lista de crímenes. Tenía, por último, en su mano derecha
una cimitarra de acero resplandeciente.
Como no había visto nunca fantasmas hasta aquel día, sintió un pánico terrible,
y después de lanzar rápidamente una segunda mirada sobre el espantoso
fantasma, regresó a su habitación, enredándose los pies en el sudario que le
envolvía. Cruzó la galería corriendo y acabó por dejar caer el puñal enmohecido
en las botas de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día
siguiente.
Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera,
tapándose la cabeza con las sábanas. Pero al cabo de un momento el valor
indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolución de
hablar al otro fantasma en cuanto amaneciese. Por consiguiente, no bien el alba
plateó las colinas con su luz, volvió al sitio en que había visto por primera vez al
horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más
que uno solo y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender
victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio fue para encontrarse
en presencia de un espectáculo terrible.
Algo le sucedía indudablemente al espectro, porque la luz había desaparecido
por completo de sus órbitas. La cimitarra centelleante deslizándose de su mano,
estaba recostada sobre la pared en una actitud forzada e incómoda.
Simón se precipitó hacia adelante y le cogió en sus brazos; pero cuál no sería su
terror viendo desprenderse la cabeza y rodar por el suelo, mientras el cuerpo
tomaba la posición supina, y notó que abrazaba una cortina blanca de algodón
grueso y que yacían a sus pies una escoba, un machete de cocina y una calabaza
vacía. Sin poder comprender aquella curiosa transformación, cogió con mano febril
el cartel, leyendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles:
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HE AQUÍ EL FANTASMA OTIS
EL ÚNICO ESPÍRITU AUTÉNTICO
Y VERDADERO
¡CUIDADO CON LAS IMITACIONES!
TODOS LOS DEMÁS ESTÁN
FALSIFICADOS
Y la entera verdad se le apareció como un relámpago. ¡Había sido burlado,
chasqueado, engañado!
La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las
encías desdentadas y, levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas,
juró, según la fraseología pintoresca de la antigua escuela «que cuando el gallo
tocase por dos veces el cuerno de su alegre llamada se perpetrarían crímenes
sangrientos y que el asesinato, de callado paso, saldría entonces de su retiro».
No había terminado de formular este juramento terrible criando de una alquería
lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo. Lanzó una larga
risotada, lenta y amarga, y esperó. Esperó una hora y después otra; pero por
alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo.
Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas le obligó a
abandonar su terrible guardia y regresó a su morada, con altivo paso, pensando
en su vana esperanza y proyecto fracasado.
Una vez allí consultó varios libros de caballería, cuya lectura le interesaba
extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en
cuantas ocasiones se tuvo que recurrir a aquel juramento.
-¡Que el diablo se lleve a ese infame volátil! -murmuró-. En otro tiempo hubiese
caído sobre él con mi gran lanza, atravesándole el gañote y obligándole a cantar
otra vez para mi aunque reventara.
Y dicho esto se retiró a su confortable ataúd de plomo y allí permaneció hasta la
noche.
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CAPÍTULO IV
Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las terribles
emociones de las cuatro últimas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía
el sistema nervioso completamente alterado y temblaba al más ligero ruido.
No salió de su habitación en cinco días y concluyó por hacer una concesión en lo
relativo a la mancha de sangre del salón de la biblioteca. Puesto que la familia Otis
no quería verla, era indudablemente que no la merecía. Aquella gente estaba
colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de
apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensibles.
La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los
cuerpos astrales eran realmente para él una cosa muy distinta e indiscutiblemente
fuera de su gobierno. Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible
mostrarse en el corredor una vez a la semana y farfullar por la gran ventana ojival
el primero y el tercer miércoles de cada mes. No veía ningún medio digno de
sustraerse a aquella obligación.
Verdad es que su vida estuvo llena de crímenes, pero quitado eso era hombre
muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural.
Así, pues, los tres sábados siguientes atravesó, como de costumbre, el corredor
entre doce de la noche y tres de la madrugada, tomando todas las precauciones
posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente
que podía sobre las viejas maderas carcomidas, envolvíase en una gran capa de
terciopelo negro y no dejaba de usar el engrasador Sol Naciente para, engrasar
sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas
vacilaciones se decidió a adoptar esta última forma de protegerse. Pero, al fin, una
noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el dormitorio del señor Otis y se
llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco humillado, pero después fue
suficientemente razonable para comprender que aquel invento merecía grandes
elogios y que cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus proyectos.
A pesar de todo, no se vio a cubierto de molestias.
No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacerle
tropezar en la oscuridad, y una vez que se había disfrazado para el papel de
«Isaac el Negro, o el cazador del bosque de Hogsley», cayó de bruces al poner el
pie sobre una plancha de maderas enjabonadas que habían colocado los gemelos
desde el umbral del salón de tapices hasta la parte alta de la escalera de roble.
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Esta última afrenta le dio tal -rabia que decidió hacer un esfuerzo para imponer
su dignidad y consolidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la
noche siguiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ruperto
el temerario, o el conde sin cabeza».
No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía setenta años, es decir,
desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su
consentimiento al abuelo del actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con
el arrogante Jack Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en
emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible
por la terraza al atardecer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo con
arma de fuego por lord Canterville en terrenos de Wandsworth y lady Bárbara
murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un
gran éxito en todos sentidas.
Sin embargo, fue, permitiéndome emplear un término teatral para aplicarle a uno
de los mayores misterios del mundo sobrenatural o, en lenguaje más científico, del
mundo superior a la Naturaleza, una creación de las más difíciles y necesitó sus
tres buenas horas para terminar los preparativos.
Por fin todo estuvo listo y él contentísimo de su disfraz. Las grandes, botas de
montar, que hacían juego con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no
pudo encontrar más que una de las dos pistolas de arzón; pero, en general, quedó
satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó al corredor.
Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por los gemelos, y a la que se
llamaba el dormitorio azul por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta
entreabierta.
A fin de hacer una entrada efectista, la abrió de par en par con violencia, pero se
le vino encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en
el hombro por unos milímetros. Al mismo tiempo oyó unas risas sofocadas que
partían de la doble cama con dosel.
Su sistema nervioso sufrió tal conmoción que regresó a sus habitaciones a toda
prisa y al día siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte catarro. El
único consuelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros,
pues de lo contrario las consecuencias hubieran podido ser más graves. Desde
entonces renunció para siempre a espantar a aquella recia familia de americanos,
y se contentó, por regla general, con vagar por el corredor, en zapatillas de fieltro,
envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las corrientes de aire, y
provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los
gemelos.
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Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Había bajado
por la escalera hasta el espacioso hall, seguro de que en aquel sitio por lo menos
nadie le iba a molestar, y se entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las
grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su mujer, hechas en
casa por Saroni y que ahora ocupaban el lugar de los retratos de la familia
Canterville.
Iba vestido, sencilla pero decentemente, con un largo sudario salpicado de moho
de cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela amarilla y llevaba
una linternita y un azadón de sepulturero. En una palabra, iba disfrazado de
«Jonás el desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Chertsey Barn». Era una de
sus creaciones más notables y de la que guardaban recuerdo, con más motivo, los
Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford, vecino
suyo.
Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y a su juicio, no se
movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente hacia la biblioteca,
para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde
un rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus
cabezas, mientras gritaban a su oído:
-¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!
Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se precipitó hacia
la escalera, pero entonces se encontró frente a Washington Otis, que le esperaba
armado con la gran regadera del jardín; de tal modo, que cercado por sus
enemigos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hierro colado,
que felizmente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus
habitaciones por entre los cañones de las chimeneas, llegando a su refugio en el,,
lamentable estado en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.
Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca en expediciones nocturnas. Los
gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sorprenderle, sembrando de
cáscaras de nuez los corredores todas las noches, con gran enojo de sus padres y
de los criados. Pero fue inútil. Su amor propio estaba profundamente herido sin
duda y no quería mostrarse.
En vista de ello, míster Otis reanudó de nuevo el trabajo en su gran obra sobre la
historia del partido demócrata, obra que había empezado tres años antes.
La señora Otis organizó un clambake
impresionados a todos los de la comarca.
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extraordinario, que dejó muy
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Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al écarté, al póquer y a otros juegos
típicos de América.
Virginia dio paseos a caballo por caminos y veredas, en compañía del duque de
Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones.
Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, y en
consecuencia, míster Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo,
y recibió en contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que le
producía la noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa del
ministro.
Pero los Otis se equivocaban.
El fantasma seguía en la casa, y aunque se hallaba muy delicado, no estaba
dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados
el duque de Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez cien guineas
con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville.
A la mañana siguiente se encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del
salón de juego en un estado de parálisis tal, que, a pesar de la edad avanzada
que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabra que ésta:
-¡Seis dobles!
Esta historia era muy conocida en su tiempo, aunque, en atención a los
sentimientos de las dos nobles familias, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y
existe un relato detallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las
Memorias de lord Tattle sobre el príncipe regente y sus amigos.
Desde entonces el fantasma deseaba vehementemente probar que no había
perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado,
pues una prima hermana suya se casó en Secondesnoces con el señor Bulkeley,
del que descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de
Cheshire.
Por consiguiente, hizo sus preparativos para mostrarse al joven enamorado de
Virginia en su famoso papel del «Fraile vampiro, o el benedictino sin sangre».
Era un espectáculo tan espantoso que cuando la vieja lady Startup se lo vio
representar, es decir, la víspera del Año Nuevo de 1764, empezó a lanzar chillidos
agudos, que le provocaron un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo
de tres días, no sin que desheredara antes a los Canterville que eran sus
parientes más cercanos y legase todo su dinero a su farmacéutico de Londres.
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Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le retuvo en su
habitación y el joven duque durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado
de plumas del dormitorio real, soñando con Virginia.
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CAPÍTULO V
Unos días después, Virginia y su adorador de cabello rizado dieron un paseo a
caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella se desgarró su vestido de
amazona al saltar un seto, y de vuelta a su casa, entró por la escalera de detrás
para que no la viesen.
Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de tapices, que estaba
abierta de par en par, le pareció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella
de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación.
Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.
¡Pero con gran sorpresa suya quien estaba allí era el fantasma de Canterville en
persona!
Estaba sentado junto a la ventana contemplando las hojas doradas, que
danzaban en el aire, desprendidas de los árboles amarillentos, y las hojas
bermejas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida.
Tenía la cabeza apoyada en una mano y toda su actitud revelaba el desaliento
más profundo.
Realmente presentaba un aspecto tan desamparado, tan abatido que la pequeña
Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse
en su cuarto, se sintió llena de compasión y se decidió a ir a consolarle.
Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se
dio cuenta de su presencia hasta que le habló.
-Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero mis hermanos regresan mañana a
Eton y entonces, si se porta usted bien, nadie le atormentará.
-Es absurdo pedirme que me porte bien -le respondió contemplando estupefacto
a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-. Perfectamente
inconcebible. Me es necesario arrastrar mis cadenas, gruñir a través de las
cerraduras, y deambular en la noche. Si es a eso a lo que se refiere, le diré que
todo ello es la única razón de mi existencia.
-Ésa no es una razón para vivir molestando a la gente. En sus tiempos fue usted
muy malo, ¿sabe? La señora Umney nos contó el mismo día en que llegamos, que
usted mató a su esposa.
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-Sí, lo reconozco -respondió petulante el fantasma-. Pero fue un asunto de
familia que a nadie le importa.
-Está muy mal eso de matar a alguien -replicó Virginia, que a veces adoptaba
una dulce actitud puritana, heredada posiblemente de alguno de sus antepasados
de la vieja Nueva Inglaterra.
-¡Oh, detesto la ramplona severidad de la ética abstracta! Mi esposa era muy
poco agraciada y simplona. Nunca pudo almidonar bien mis puños, y no sabía
nada de cocina. Vea usted, un día cacé un magnífico cervatillo en los bosques de
Hogley, un espléndido gamo, ¿y sabe usted cómo me lo sirvió en la mesa?
Bueno..., eso ahora no importa, ya pasó; pero sin embargo, no hallo nada bien que
sus hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la hubiese matado.
-¡Le dejaron morir de hambre! ¡Ay, señor fantasma! ¡Quiero decir, don Simón!
¿Tiene usted hambre? Tengo un sandwich en mi costurero, ¿no lo quiere?
-No, gracias, ahora ya no necesito comer; pero de todas maneras, es usted muy
amable. Es usted mucho más fina y atenta que el resto de su familia que es tan
ordinaria, horrorosa, vulgar, y que se conducen como bandoleros.
-¡Basta! -exclamó Virgina dando con el pie en el suelo-. El brutal, horrible y
ordinario es usted. En cuanto a lo de bandolero y ladrón, usted bien sabe que me
ha robado las pinturas de mi caja para restaurar esa ridícula mancha de sangre en
la biblioteca. Primero me robó todos los rojos, incluyendo el bermellón, y ya no
pude seguir pintando las puestas de sol; después se llevó el verde esmeralda y el
amarillo cromo; y por último no me han quedado más que el azul añil y el blanco
de China, de manera que sólo puedo pintar escenas de claro de luna, que siempre
son tristes y nada fáciles de pintar. Nunca lo acusé aunque ello me hacía sentir
furiosa, y todo resultaba grotesco, porque, ¿quién ha oído decir que exista la
sangre de color verde esmeralda?
-Bueno. en verdad -dijo el fantasma, con cierta dulzura-, ¿qué iba yo a hacer? Es
dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su
hermano empezó todo esto con su detergente Paragon, no veo por qué no iba yo
a usar sus colores para defenderme. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así,
por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en
Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los americanos no hacen el menor caso de
esas cosas.
-No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar y así se
desarrollará su mentalidad. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle
un pasaje gratuito, y aunque haya derechos arancelarios elevadísimos sobre toda
clase de cosas espirituosas a usted no le pondrán trabas en la aduana. Y una vez
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en Nueva York puede usted contar con un gran éxito. Conozco infinidad de
personas que darían cien mil dólares por tener antepasados y que sacrificarían
mayor cantidad aún por tener un fantasma en la familia.
-Creo que no me gustaría América.
-Quizá se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo
burlonamente Virginia.
-¡Qué curiosidades ni qué ruinas! -contestó el fantasma-. Tienen ustedes su
marina y sus modales.
-Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana
más de vacaciones.
-¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantasma-. Estoy tan solo y
soy tan desgraciado que no sé qué hacer. Quisiera irme a dormir y no puedo.
-Es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la vela.
Algunas veces es dificilísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia,
pero, en cambio, dormir es muy sencillo, hasta los niños saben dormir
admirablemente, y no son nada ilustrados.
-Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemente, haciendo que
Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules llenos de asombro-. Hace ya
trescientos años que no duermo, y me siento tan cansado...
Virginia adoptó un grave continente y sus finos labios temblaron como pétalos de
rosa.
Se acercó y, arrodillándose al lado del fantasma, contempló su viejo rostro
marchito.
-Pobre, pobre fantasma -murmuró-, ¿y no hay ningún lugar donde pueda usted
dormir?
-Allá lejos, pasado el pinar -respondió él en voz baja y soñadora-, hay un
jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes
estrellas blancas de la cicuta, allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la
noche, y la luna de cristal gélido deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos
de gigante sobre los durmientes.
Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y ocultó la cara entre sus manos.
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-Se refiere usted al jardín de la muerte -murmuró.
-Sí, de la muerte, ¡la muerte debe ser hermosa! ¡Descansar en la blanda tierra
oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar
el silencio! No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y los males de la vida,
quedar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme el portal de la
morada de la muerte, porque el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es
más fuerte que la muerte.
Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser y durante unos
instantes hubo un gran silencio. Parecíale vivir en un sueño terrible.
Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los
suspiros del viento:
-¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la
biblioteca?
-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ovos-. La conozco
muy bien. Está pintada con unas curiosas letras negras y se lee con dificultad. No
tiene más que estos seis versos:
Cuando una joven rubia logre hacer brotar
una oración de los labios del pecador,
cuando el almendro estéril dé fruto
y un pequeño deje correr su llanto,
entonces, toda la casa quedará tranquila
y volverá la paz a Canterville.
Pero no sé lo que significan.
-Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo
lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y
entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte
se compadecerá de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces
malignas susurrarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque
contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.
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Virginia no contestó y el fantasma retorcióse las manos en la violencia de su
desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada.
De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor extraño en los ojos.
-No tengo miedo -dijo con voz firme- y rogaré al ángel que se apiade de usted.
El fantasma, levantándose de su asiento y lanzando un débil grito de alegría,
tomó su mano, e inclinándose sobre ella con la gracia de los viejos tiempos, la
besó.
Sus dedos estaban fríos como el hielo y sus labios abrasaban como el fuego,
pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estancia sombría.
Sobre el tapiz de un verde apagado estaban bordados unos pequeños
cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados con borlas y con sus lindas
manos le hacían señas de que retrocediese.
-Vuelve sobre tus pasos, Virginia. No sigas. ¡Vete, vete! -gritaban.
Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella
cerró los ojos para no verlos.
Horribles alimañas de colas de lagarto y de ojos saltones hacían guiños
maliciosos en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:
-Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte. Pero el
fantasma apresuró entonces el paso y Virginia no oyó nada.
Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, murmurando unas
palabras que ella no pudo comprender. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio
disiparse el muro lentamente, como una neblina, y abrirse una negra caverna.
Un áspero y helado viento les azotó, sintiendo la muchacha que alguien tiraba de
su vestido.
-De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde. Y en el mismo
momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de tapices quedó
desierto.
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CAPÍTULO VI
Diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora
Otis envió a uno de los criados a buscarla.
No tardó en volver diciendo que no había podido encontrar a miss Virginia por
ninguna parte.
Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a coger
flores para la cena, la señora Otis no se preocupó en lo más mínimo. Pero
sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente
intranquila y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían
todas las habitaciones de la casa.
A las seis y media volvieron los muchachos diciendo que no habían encontrado
huellas de su hermana por parte alguna.
Entonces se inquietaron todos extraordinariamente y nadie sabía qué hacer
cuando míster Otis recordó de repente que pocos días antes había permitido
acampar en el parque a una tribu de gitanos.
Así pues, salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo
mayor y de dos criados de la granja.
El joven duque de Cheshire, completamente loco de ansiedad, rogó con
insistencia a míster Otis que le dejase acompañarle, mas éste se negó temiendo
que pudiese surgir algún conflicto. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que
los gitanos se habían marchado, y era evidente que su partida había sido
precipitada, pues el fuego ardía aún y quedaban platos sobre la hierba.
Después de mandar a Washington y a los dos hombres a registrar los
alrededores, se apresuraron a regresar y envió telegramas a todos los inspectores
de policía del condado, rogándoles buscasen a una joven raptada por unos
vagabundos o gitanos.
Luego hizo que le trajeran su caballo, y después de insistir para que su mujer y
sus tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un caballerango por el camino de
Ascot.
Había recorrido dos millas, cuando oyó un galope a su espalda.
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Se volvió, viendo al joven duque que llegaba en su poney, con la cara sofocada
y la cabeza descubierta.
-Lo siento muchísimo -le dijo el joven con voz entrecortada-, pero me es
imposible comer mientras Virginia no aparezca. Se lo ruego, no se enfade
conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año pasado no habría ocurrido esto
nunca. ¿No me rechaza usted, verdad? ¡No puedo ni quiero irme!
El ministro no pudo menos de dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y
atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostraba por Virginia, e
inclinándose sobre su caballo, le golpeó el hombro cariñosamente y le dijo:
-Pues bien, Cecil, ya que insistes en venir, no me queda más remedio que
admitirte en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarte un sombrero en
Ascot.
-¡Al diablo los sombreros! ¡Lo que quiero es encontrar a Virginia! -exclamó el
duque riendo.
Y acto seguido galoparon hasta la estación.
Una vez allí, míster Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén a una
joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada
sobre ella. No obstante lo cual el jefe de la estación expidió telegramas a las
estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una
vigilancia minuciosa.
En seguida, después de comprar un sombrero para el duque en una tienda de
novedades que se disponía a cerrar, míster Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo
situado cuatro millas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los
gitanos, ya que cerca de allí había una numerosa comunidad rural.
Hicieron levantarse al guarda del lugar, pero no pudieron conseguir ningún dato
de él.
Así es que, después, de atravesar y explorar los contornos, los dos jinetes
tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once,
rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado por la inquietud. Se
encontraron allí con Washington y los gemelos, esperándoles a la puerta con
linternas, porque la avenida estaba muy oscura.
No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron
alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos.
Explicaron la prisa de su marcha diciendo que habían equivocado el día que debía
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celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde les obligó
a darse prisa.
Además parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban
agradecidísimos a míster Otis por haberles permitido acampar en su parque.
Cuatro de ellos se quedaron detrás para tomar parte, en las pesquisas.
Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en todos sentidos,
pero no consiguieron nada.
Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella noche, y fue con
un aire de profundo abatimiento como entraron en casa míster Otis y los jóvenes
seguidos del caballerango que llevaba de las bridas los dos caballos y al poney.
En el vestíbulo se encontraron con el grupo de los criados llenos de terror.
La pobre señora Otis estaba acostada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca
de terror y de ansiedad, y es vieja ama de gobierno le humedecía la frente con
agua de colonia. En seguida míster Otis instó a su esposa para que comiese algo,
y dio órdenes para que se sirviese la cena. Fue una comida triste, pues casi nadie
hablaba, y hasta los gemelos se veían espantados y sumisos, pues querían
entrañablemente a su hermana.
Cuando terminaron, míster Otis, a pesar de los ruegos del joven duque, mandó
que todo el mundo se fuese a la cama diciendo que ya no podía hacerse nada
más aquella noche, y que al día siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que
pusieran inmediatamente varios detectives a su disposición.
Pero en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en el
reloj de la torre.
Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campanada cuando
oyóse un crujido acompañado de un grito penetrante.
Un trueno estentóreo bamboleó la casa; una mediodía, ultraterrena, flotó en el
aire. Un lienzo de pared se desprendió bruscamente en lo alto de la escalera y
sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia llevando en la mano un
cofrecillo.
Inmediatamente todos la rodearon.
La señora Otis la estrechó apasionadamente entre sus brazos.
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El duque casi la ahogó con sus besos, apasionados, y los gemelos ejecutaron
una danza de guerra salvaje alrededor del grupo.
-¡Por Dios, hija! ¿Dónde estabas? -dijo míster Otis, bastante enfadado, creyendo
que les había querido dar una broma pesada-. Cecil y yo hemos recorrido toda la
comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No
vuelvas a dar bromas de ese género a nadie.
-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos continuando sus
brincos.
-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos
volveremos a separar -murmuraba la señora Otis besando a la muchacha, toda
trémula y acariciando sus cabellos de oro, que se veían despeinados.
-Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es
preciso que vayáis a verle. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de
todo lo que había hecho y antes de morir me ha dado esta caja de joyas. Toda la
familia la contempló muda y asombrada, pero ella tenía un aire muy circunspecto y
muy serio. En seguida, dando media vuelta, les precedió a través del hueco de la
pared y bajaron por un corredor secreto y angosto.
Washington les seguía llevando una vela encendida que cogió de la mesa. Por
fin, llegaron a una gran puerta de roble con clavos recios y oxidados.
Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se
hallaron en una habitación estrecha y con bajo techo abovedado, y que tenía una
ventanita enredada. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, a la
cual estaba encadenado se veía un esqueleto, extendido cuan largo era sobre las
losas.
Parecía estirar sus dedos descarnados, como intentando llegar a un plato y a un
cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos. El
cántaro había estado lleno de agua indudablemente, pues tenía su interior
tapizado de moho verde. Sobre el plato no quedaba más que polvo.
Virginia, arrodillada junto al esqueleto y, uniendo sus finas manos, comenzó a
rezar en silencio, mientras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia,
cuyo secreto se les acababa de revelar.
-¡Oigan! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la
ventanita, queriendo adivinar hacia qué lado del edificio caía aquella habitación-.
¡Oigan! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven
admirablemente las flores a la luz de la luna.
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-¡Dios le ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico
resplandor parecía iluminar su rostro.
-¡Eres un ángel! -exclamó el joven duque rodeándole el cuello con el brazo y
besándola.
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CAPÍTULO VII
Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche,
salía un fúnebre cortejo de Canterville House.
La carroza iba arrastrada por ocho caballos negros, cada uno de los cuales
llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se
inclinaban como saludando.
La caja de plomo iba cubierta con un rico paño púrpura, sobre el cual estaban
bordadas en oro las armas de los Canterville.
A cada lado del carro y de les coches marchaban los criados, llevando antorchas
encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e imponente.
Lord Canterville presidía el duelo; había venido del País de Gales expresamente
para asistir al entierro y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia.
Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás
Washington y los dos muchachos.
En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que después
de haber sido atemorizada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años,
tenía realmente derecho a verle desaparecer para siempre.
Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el
tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más solemne, el reverendo
Augusto Dampier.
Una vez terminada la ceremonia, los criados, siguiendo una antigua costumbre
establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas.
Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella
una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rosadas.
En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio
con sus rayos de silenciosa plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de
un ruiseñor.
Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la muerte;
sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el
regreso a la casa.
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A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciudad, la
señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a
Virginia.
Eran magníficas. Había sobre todo un collar de rubíes, en una antigua montura
veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba
tal cantidad que míster Otis sentía grandes escrúpulos en permitir a su hija el
aceptarlas.
-Milord -dijo el ministro-, sé que en este país el concepto de vanos muertas, se
aplica lo mismo a los objetos menudos que a las tierras, y es evidente,
evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como
legado de familia. Le ruego, por lo tanto, que consienta en llevárselas a Londres,
considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fuera
restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que
una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por esas
futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por la señora Otis, cuya autoridad
no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido la suerte
de pasar varios inviernos en Boston cuando era una jovencita, que esas piedras
preciosas tienen un gran valor monetario y que si se pusieran en venta producirían
una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted,
indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro
de mi familia. Además de que todas esas baratijas y chuchearías y todos esos
juguetes, por muy apropiados y necesarios que sean a la dignidad de la
aristocracia británica, estarían fuera de lugar entre personas educadas de acuerdo
con los severos principios, según los inmortales principios, pudiera decirse, de la
sencillez republicana. Quizá me atrevería a decir que Virginia tiene gran interés en
que le deja usted la cajita que encierra esas joyas en recuerdo de las locuras y de
los infortunios de su antepasado. Y como esa caja ya es muy vieja y, por
consiguiente, deterioradísima, quizá encuentre usted razonable acoger
favorablemente su deseo. En cuanto a mí, confieso que me sorprende
grandemente ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad
Media, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio
de Londres, a poco de regresar la señera Otis de una excursión a Atenas.
Lord Canterville escuchó con gran atención y muy serio el discurso del digno
ministro, atusándose de vez. en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa
involuntaria.
Una vez que hubo terminado míster Otis, le estrechó cordialmente la mano y
contestó:
-Mi querido amigo, su encantadora hija ha prestado un servicio importantísimo a
mi desgraciado antecesor, sir Simón. Mi familia y yo estamos llenos de gratitud
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hacia ella por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las
joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo que si tuviese yo la suficiente
insensibilidad para quitárselas, el viejo malvado saldría de su tumba al cabo de
quince días para hacerme la vida infernal. En cuanto a que sean joyas de familia,
no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un testamento
en forma legal, y la existencia de estas joyas permaneció siempre ignorada. Le
aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando miss Virginia sea
mayor, creo que le encantará tener cosas tan lindas para lucir. Además, míster
Otis, olvida usted que adquirió el inmueble y el fantasma bajo inventario. De modo
que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las
pruebas de actividad que ha dado sir Simón por el corredor, no por eso deja de
estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted
dueño de lo que le pertenecía a él.
Míster Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le
rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el excelente par se mantuvo
firme y terminó por convencer al ministro de que aceptase el regalo del fantasma.
Cuando en la primavera de 1890 la duquesa de Cheshire fue presentada por
primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas
fueron tema de general comentario y admiración. Porque Virginia fue agraciada
con la diadema que se otorga como recompensa a todas las americanitas de
buena conducta, y se casó con su novio en cuanto éste llegó a la mayoría de
edad.
Eran ambos tan simpáticos y agradables, y además se amaban de tal manera,
que no hubo quien no estuviese encantado con aquel matrimonio, menos la
anciana marquesa de Dumbleton que había hecho todo lo posible por “pescar” al
joven duque casarle con alguna de sus siete hijas. Para conseguirlo no dio menos
de tres comidas costosísimas; y, cosa extraña de notarse, míster Otis en cierto
modo la había ayudado. Míster Otis sentía una viva simpatía personal por el
duque, pero teóricamente era enemigo de los títulos nobiliarios y, según sus
propias palabras: “era de temer que, entre las influencias enervantes de una
aristocracia ávida de placeres, llegase a olvidar su hija los verdaderos principios
de la sencillez republicana”.
Sus observaciones quedaron olvidadas cuando avanzó por la nave central de la
iglesia de San Jorge, en Hanover Square, llevando a su hija, apoyada en su brazo,
hacia el altar. No había en esos momentos un padre más orgulloso en todo el
territorio de Inglaterra.
El duque y la duquesa, pasada ya la luna de miel, regresaron a Canterville
Chase; y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el
cementerio solitario del atrio de la iglesia próxima al pinar.
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Al principio, se había tenido una serie de dificultades acerca de la inscripción que
debería figurar en la lápida de sir Simón, pero al fin se decidió grabar sólo las
iniciales del nombre de aquel caballero y los versos que estaban escritos sobre la
ventana de la biblioteca. La duquesa trajo consigo un ramo de rosas precioso y lo
dejó sobre la tumba; y después de permanecer unos momentos de pie, caminaron
dirigiéndose hacia el claustro en ruinas de la vieja abadía; la duquesa se sentó
sobre el caído pilar de una columna, mientras que su esposo, descansando a sus
pies, fumaba un cigarrillo contemplando a su esposa y mirando sus bellos ojos. De
pronto, tiró el cigarro, le tomó la mano y le dijo:
-Virginia, una buena esposa nunca debe tener secretos para su esposo.
-¡Querido Cecil! Yo no tengo secretos para ti.
-Sí que los tienes -contestó él sonriendo-. Nunca me has contado lo que te pasó
mientras estuviste encerrada con el fantasma.
-Nunca se lo he contado a nadie, Cecil -dijo Virginia con una actitud reposada y
seria.
-Ya lo sé, pero a mí podrías decírmelo.
-Por favor no me preguntes, Cecil; no puedo decírtelo. ¡Pobre sir Simón! Le debo
mucho. Sí, no te rías, Cecil, de veras, mucho le debo. Me hizo ver lo que era la
vida, y lo que significa la muerte; y por qué el amor es más fuerte que ambas.
El duque se levantó inclinándose para besar amorosamente a su esposa.
-Puedes guardarte tu secreto mientras pueda ser yo el dueño de tu corazón murmuró.
-Ese siempre ha sido tuyo, Cecil.
-Y algún día se lo contarás a nuestros hijos, ¿no es verdad? Virginia se sonrojó.
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CAPÍTULO I
Era la última recepción que daba lady Windermere antes de la Pascua, y
Bentinck-House estaba más concurrida que nunca.
Seis miembros del gabinete vinieron directamente una vez terminada la
interpelación del speaker, con todas sus condecoraciones y bandas. Las
mujeres bonitas lucían sus atuendos más elegantes y vistosos, y al final de la
galería de retratos, se encontraba la princesa Sofía de Carlsruhe, una señora
gruesa, de tipo tártaro, con unos pequeños ojos negros y unas esmeraldas
magníficas, hablando con voz aguda en mal francés y riendo sin mesura todo
cuanto le decían. En realidad aquello era una espléndida mescolanza de
personas: Altivas esposas de pares del reino charlaban cortésmente con
violentos radicales. Predicadores populares se codeaban con célebres
escépticos. Todo un grupo de obispos seguía, de salón en salón, a una
corpulenta prima donna. En la escalera se agrupaban varios miembros de la
Real Academia, disfrazados de artistas, y dicen que el comedor se vio por un
momento lleno de genios. En una palabra, era una de las veladas de mayor
éxito de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y
media de la noche.
Inmediatamente después de su partida, lady Windermere regresó a la galería
de retratos, donde un famoso economista explicaba, con aire solemne, la teoría
científica de la música a un indignado virtuoso húngaro; y comenzó a hablar
con la duquesa de Paisley.
Lady Windermere lucía extraordinariamente bella, con su garganta marfilina y
de líneas delicadas, sus grandes ojos azules, color miosotis, y los bucles de
sus cabellos dorados. Cabellos de oro puro, no de esos que tienen un tono
pajizo que hoy usurpan la hermosa denominación del oro, cabellos que
parecían tejidos con rayos de sol o bañados en ámbar, cabellos que
encuadraban su rostro como un nimbo de santa, con la fascinación de una
pecadora. Se prestaba a un interesante estudio psicológico. Desde muy joven,
descubrió en la vida la importantísima verdad de que nada se parece tanto a la
ingenuidad como la indiscreción y, por medio de una serie de escapatorias
arriesgadas, inocentes por completo la mitad de ellas, adquirió todas las
ventajas de una definida personalidad. Había cambiado más de una vez de
marido. En la Guía Social de Debrett, aparecían tres matrimonios a su crédito,
pero como no cambió nunca de amante, el mundo dejó de murmurar en sordina
sus escándalos. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y la
dominaba aquella pasión desordenada por los placeres que constituye el
secreto para conservarse joven.
De repente miró ansiosa a su alrededor por el salón, y dijo con una voz clara
de contralto:
-¿Dónde está mi quiromántico?
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-¿Tu qué, Gladys? -exclamó la duquesa con un estremecimiento involuntario.
-Mi quiromántico, duquesa. Ya no puedo vivir sin él.
-¡Querida Gladys, tú siempre tan original! -murmuró la duquesa, intentando
recordar lo que era en realidad un quiromántico, y confiando en que no podía
ser lo mismo que un pedicuro.
-Viene a verme la mano dos veces por semana, con regularidad -continuó
lady Windermere- y es muy interesante lo que estudia en ella.
“¡Dios mío! -pensó la duquesa-. Después de todo debe ser una especie de
pedicuro de las manos. ¡Qué terrible! En fin..., supongo que será un extranjero.
Así no resultará tan atroz.
-Tengo que presentárselo.
-¡Presentármelo! -exclamó la duquesa-. ¿Quieres decir que está aquí?, y
empezó a buscar su abanico de carey y un chal de encaje viejo, preparándose
para marchar en seguida.
-Claro que está aquí. No podría dar una sola reunión sin él. Me dice que
tengo una mano puramente psíquica, y que si mi dedo pulgar hubiese sido un
poco más corto, sería una perfecta pesimista y ya estaría recluida en un
convento.
-¡Ah, sí! -exclamó la duquesa tranquilizándose-. Dice la buena ventura, ¿no
es eso?
-Y la mala también -respondió lady Windermere-, y otras cosas por el estilo.
El año próximo, por ejemplo, correré un gran peligro, en tierra y por mar al
mismo tiempo. De manera que tendré que vivir en globo, haciéndome subir la
comida en una canastilla todas las tardes. Eso está escrito aquí sobre mi dedo
meñique o en la palma de la mano; ya no recuerdo dónde.
-Pero verdaderamente eso es tentar a la Providencia, Gladys.
-Mi querida duquesa, la Providencia puede resistir ya, a estas alturas, las
tentaciones. Creo que cada quien debía hacerse leer la mano una vez al mes,
con objeto de saber qué es lo que no debe hacer. Si no tiene nadie la
amabilidad de ir a buscar a míster Podgers en seguida, iré yo misma.
-Iré yo, lady Windermere -dijo un joven alto y guapo que estaba presente y
que seguía la conversación con una sonrisa divertida.
-Muchas gracias, lord Arthur, pero temo no le reconozca usted. -Si es tan
extraordinario como usted dice, lady Windermere, no se me escapará. Dígame
únicamente cómo es, y dentro de un momento se lo traigo.
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-¡Bueno! No tiene nada de quiromántico. Quiero decir... que no tiene nada
misterioso, nada esotérico, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo
grueso, con una cabeza cómicamente calva y unas grandes gafas con montura
de oro, un personaje entre médico de cabecera y abogado rural. Siento que
sea así, pero no es mi culpa. ¡La gente es tan molesta! Todos mis pianistas
tienen el tipo exacto de poetas, y todos los poetas, el de los pianistas.
Recuerdo que la temporada pasada invité a comer a un horroroso conspirador,
hombre que, según se decía, hizo polvo a una infinidad de gente, y llevaba
constantemente una cota de mallas y un puñal oculto en la manga de la
camisa. ¿Creerán que cuando vino parecía un anciano clérigo, encantador, y
estuvo contando chistes toda la noche? La verdad es que estuvo muy divertido,
y todo eso; pero yo me sentía terriblemente desilusionada. Cuando le pregunté
por su cota de mallas, nada más se rió, y me dijo que era demasiado fría para
usarla en Inglaterra... ¡Ah, ya está aquí míster Podgers! Bueno, míster Podgers,
desearía que leyese usted la mano de la duquesa de Paisley... Duquesa, tiene
usted que quitarse el guante... No, no, el de la izquierda... el otro...
-Mi querida Gladys, realmente no creo que esto sea debido -replicó la
duquesa desabrochando, displicente, un guante de cabritilla, bastante sucio.
-Lo que es interesante nunca está bien -dijo lady Windermere- On a fait le
monde ainsi Pero debo presentarla, duquesa de Paisley... Como diga usted
que tiene un monte en la luna más desarrollado que el mío, no volveré a creer
en usted.
-Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano -intervino la
duquesa en tono solemne.
-Mi señora está en lo cierto -contestó míster Podgers, echando un vistazo
sobre la mano regordeta de dedos cortos y cuadrados. El monte de la luna no
está desarrollado. Sin embargo, la línea de la vida es excelente. Tenga la
amabilidad de doblar la muñeca... gracias... tres rayas clarísimas sobre su
rescette... Vivirá hasta una edad muy avanzada, duquesa, y será en extremo
feliz... Ambición muy moderada, línea de la inteligencia sin exageración, línea
del corazón...
-Sea usted discreto míster Podgers -interrumpió lady Windermere.
-Nada sería tan agradable para mí -respondió míster Podgers, inclinándose-,
si la duquesa diese lugar a ello; pero siento tener que admitir que descubro una
gran constancia en el afecto, combinada con un sentimiento arraigadísimo del
deber.
-Siga usted míster Podgers -dijo la duquesa, complacida.
-La economía no es una de sus menores cualidades -continuó míster
Podgers, y lady Windermere empezó a reír.
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-La economía es un buen hábito -afirmó la duquesa, asintiendo-, cuando me
casé con Paisley tenía once castillos, y ni una sola casa en condiciones de
vivirse.
-Y ahora tiene doce casas, ni un solo castillo -exclamó lady Windermere.
-Bueno, querida -añadió la duquesa-, me gusta...
-El confort -dijo míster Podgers-. Y los adelantos modernos, y el agua caliente
instalada en todos los dormitorios. Mi señora está en lo cierto. El confort es lo
único que nuestra civilización nos puede dar.
-Ha descrito usted admirablemente el carácter de la duquesa, míster
Podgers, y ahora tiene usted que decirnos el de lady Flora -y respondiendo a
un gesto de cabeza de la sonriente anfitriona, una muchacha alta, con cabellos
de color de arena dorada, muy escocesa, de hombros cuadrados, salió de
detrás del sofá con un andar desmañado, y tendió su mano larga, huesuda, y
de dedos espatulados.
-¡Ah! ¡Una pianista!, ya veo -exclamó míster Podgers-, una excelente pianista
pero quizá apenas musical. Muy reservada, muy honrada, y con un gran cariño
por los animales.
-¡Eso justamente! -exclamó la duquesa, volviéndose hacia lady Windermere-.
¡Absolutamente cierto! Flora tiene dos docenas de perros Collie en Macloskie, y
convertiría nuestra casa de campo en una ménagerie, si su padre se lo
consintiese.
-Bueno, eso es lo que hago yo con mi casa todos los jueves en la noche -dijo
riendo lady Windermere-, nada más que a mí me gustan más los leones que
los perros Collie.
-Ese es su error, lady Windermere -murmuró míster Podgers haciendo una
pomposa reverencia.
-Si una mujer no puede prestar encanto a sus errores, entonces no es más
que una simple hembra -fue la contestación-. Pero deberá usted leer más
manos para divertirnos. Venga acá, sir Thomas, enséñele la suya a míster
Podgers. -Y un original tipo de anciano, ataviado con un jaqué blanco, se
aproximó presentando una gruesa mano tosca, cuyo dedo medio era
notablemente alargado.
-Una naturaleza de aventurero; cuatro largos viajes en el pasado, y otro por
venir. Se ha encontrado en tres naufragios. No, sólo en dos; pero está en
peligro de un naufragio en su próximo viaje. Es un convencido conservador,
muy puntual y con una verdadera pasión por coleccionar curiosidades. Padeció
una seria enfermedad entre los dieciséis y los dieciocho años. Heredó una gran
fortuna alrededor de los treinta. Gran aversión a los gatos y a los radicales.
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-¡Extraordinario! -exclamó sir Thomas-. Debe leer también la mano de mi
esposa.
-Su segunda esposa -dijo tranquilo míster Podgers, mientras tenía aún la
mano de sir Thomas entre las suyas-. Su segunda esposa; encantado.
Pero lady Marvervel, una mujer de aire melancólico, de pelo castaño y
pestañas sentimentales, se negó rotundamente a exponer su pasado o su
futuro; y pese a los esfuerzos de lady Windermere, no pudo convencer a
monsieur de Koloff, el embajador de Rusia, ni siquiera a sacarse los guantes.
La verdad es que muchas personas parecían tener miedo a ponerse frente a
aquel hombrecillo extraño, y de sonrisa estereotipada, de ojos como cuentas
brillantes detrás de sus lentes sostenidos por montura dorada; y cuando dijo a
la pobre lady Fermor, frente a todos los presentes, que no le interesaba la
música en lo más mínimo, pero que le interesaban en extremo los músicos,
todo el mundo se dio cuenta de que la quiromancia era una ciencia demasiado
peligrosa, una ciencia que no debería alentarse, excepto en un téte - à - téte
muy íntimo.
Sin embargo, lord Arthur Saville, que no se enteró de la triste anécdota de
lady Fermor, y que había estado observando a míster Podgers con gran
interés, se sentía lleno de una inmensa curiosidad por que le leyesen su mano,
pero al mismo tiempo algo avergonzado de ser él mismo quien se ofreciese a
ello, cruzó el salón para acercarse al lugar donde se encontraba lady
Windermere, y encantadoramente ruborizado, le preguntó si creía que míster
Podgers no iba a negarse a leer su mano.
-Claro que no se negará -dijo lady Windermere, para eso está aquí. Todos
mis leones, lord Arthur, son leones amaestrados, y saltan a través de aros
cuando se los ordeno. Pero debo advertirle antes, que le voy a decir todo a
Sybil. Va a venir a almorzar conmigo mañana, vamos a hablar de sombreros, y
si míster Podgers encuentra que usted tiene mal genio, o tendencia a padecer
de gota, o una esposa que vive bn Bayswater, se lo contaré todo.
Lord Arthur sonrió moviendo la cabeza:
-No temo a nada -dijo-, Sybil me conoce tan bien como la conozco yo a ella.
-¡Ah!, me siento un poco decepcionada de oírle a usted eso. El debido
fundamento, para un buen matrimonio, es la mutua incomprensión. No, no soy
nada cínica, nada más he adquirido experiencia que, sin embargo, viene a ser
lo mismo. Míster Podgers, lord Arthur Saville se muere porque le lea usted la
mano. No vaya usted a decirle que está comprometido con una de las
muchachas más bellas de Londres, porque ya eso se publicó en el Morning
Post hace un mes.
-Querida lady Windermmere -dijo la marquesa de Jedburgh-, permita que
míster Podgers se quede otro rato más. Me acaba de decir que yo debería
figurar en la escena y estoy tan interesada...
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-Si le ha dicho eso, lady Jedburgh, me lo voy a llevar de aquí. Venga acá
míster Podgers, y lea la mano de lord Arthur Saville.
-Bueno -replicó lady Jedburgh, haciendo un pequeño moue y levantándose
del sofá-, si no me dejan figurar en la escena, por lo menos me dejarán formar
parte del público.
-Claro; todos vamos a formar parte del público -dijo lady Windermere-. Y
ahora míster Podgers, no deje de decirnos algo agradable. Lord Arthur es uno
de mis favoritos privilegiados.
Pero cuando míster Podgers vio la mano de lord Arthur, palideció
notablemente, y no dijo nada. Un estremecimiento pasó por él, y sus espesas
cejas se fruncían nerviosas, denotando aquella irritabilidad que se apoderaba
de 61 cuando se sentía perplejo. Entonces aparecieron unas gotas de sudor en
su frente amarillenta, semejaban un rocío malsano, y sus gruesos dedos
estaban fríos y pegajosos.
A lord Arthur no escaparon estos síntomas de agitación y ansiedad, y por
primera vez en su vida, sintió miedo. Su primer impulso fue el de escapar de
aquel salón, pero se contuvo. Era mejor conocer la verdad, aunque fuese lo
peor, fuese lo que fuese, que quedar en una odiosa incertidumbre.
-Estoy esperando, míster Podgers -dijo.
-Todos estamos esperando -exclamó lady Windermere, con aquella manera
brusca e impaciente que la caracterizaba. Pero el quiromántico no contestó
palabra.
-Creo que Arthur también debería estar en la escena -dijo lady Jedburgh y
claro, eso, después de su regaño, míster Podgers teme decírselo.
De pronto míster Podgers soltó la mano derecha de lord Arthur, y le tomó la
izquierda, inclinándose tanto para examinarla, que los aros dorados de sus
lentes casi la tocaban. Por un instante su rostro pareció una blanca máscara de
horror, pero en seguida recobró su sangre fría, y mirando a lady Windermere,
dijo con una sonrisa forzada:
-Es la mano de un joven encantador.
-¡Por supuesto que sí! -replicó lady Windermere-, ¿pero será también un
esposo encantador? Eso es lo que quiero saber.
-Todos los jóvenes encantadores, lo son -dijo míster Podgers.
-Yo no creo que un esposo deba ser tan fascinante -murmuró lady Jedburgh
con aire pensativo-, es tan peligroso.
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-Criatura querida, nunca son tan fascinantes como para eso -contestó lady
Windermere- pero lo que yo quiero saber son detalles. Los detalles son lo único
que interesa. ¿Qué es lo que le va a pasar a lord Arthur?
-Bueno, en los próximos meses, lord Arthur va a hacer un viaje...
-¡Oh por supuesto, su luna de miel!
-Y va a perder a un familiar. -¡No a su hermana! ¿Verdad? -exclamó lady
Jedburgh, con tono de voz lastimero.
-Desde luego que a su hermana no -contestó míster Podgers, con un
despreciativo gesto de la mano-; se trata de un familiar lejano.
-Bien, pues yo estoy muy desilusionada -añadió lady Windermere-. No tengo
absolutamente nada que contarle a Sybil mañana. A nadie le importan los
parientes lejanos hoy día. Ya hace años que pasaron de moda. No obstante,
creo que será mejor que tenga a mano un vestido de seda negra; siempre es
útil para ir a la iglesia; usted sabe... Y ahora pasemos a cenar. De seguro que
ya se habrán comido todo; pero quizá todavía encontremos algo de sopa
caliente. Frangois solía hacer una sopa excelente, pero ahora está tan ocupado
con la política, que ya no estoy segura de lo que hace. Ojala que el general
Boulanger se esté tranquilo. Duquesa, ¿no está usted cansada?
-Para nada, querida Gladys -contestó la duquesa, dirigiéndose hacia la
puerta-. Me he divertido muchísimo, y el quiropodista, quiero decir, el
quiromántico, es extraordinariamente interesante. Flora, ¿dónde estará mi
abanico de carey?, ¿y mi chal de encaje, Flora? Oh, gracias, sir Thomas, muy
amable-. Y la importante dama por fin bajó las escaleras, no sin haber dejado
caer dos veces su pomo de sales aromáticas.
Durante todo ese tiempo, lord Arthur Saville había permanecido en pie junto a
la chimenea, con la misma sensación de temor y ron aquel malestar del que
siente aproximársele algo malo. Sonrió con tristeza a su hermana que pasó a
su lado tomada del brazo de lord Plymdale, luciendo preciosa en su vestido de
brocado rosa y adornado con perlas. Casi no oyó a lady Windermere cuando le
llamó para que la siguiese. Pensaba en Sybil Merton, y la idea de que algo
pudiese interferirse en su amor, hacía que las lágrimas nublasen sus ojos.
Podría decirse, al mirarle, que Némesis había arrebatado a Pallas su escudo,
y le había mostrado la cabeza de la Gorgona Parecía petrificado y su fisonomía
triste semejaba tallada en mármol. Hasta entonces vivió una existencia llena de
lujo, con los detalles del sibarita, tal como correspondía a un joven de su rango
y fortuna; una vida perfecta por verse libre de preocupaciones deprimentes,
amparada por su hermosa y juvenil insouciance; y era ahora cuando se daba
cuenta, por primera vez, del terrible misterio del destino y el horrendo
significado del mismo.
¡Todo ello le parecía enloquecedor y monstruoso! ¿Sería posible que en su
mano se hallase escrito, en caracteres que él no podía descifrar, algún pecado
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secreto, o el signo de algún crimen sangriento? ¿No existiría la fórmula para
poder esta par a todo aquello? ¿No sería posible que fuésemos superiores a
las piezas de ajedrez, movidas por un poder oculto? ¿Recipientes que el
alfarero moldea a su gusto para que sean alabados o despreciados? Su razón
se revelaba contra esto, y sin embargo, percibía que una tragedia estaba
suspendida sobre su existencia, y que inopinadamente había sido destinado a
soportar una carga intolerable. ¡Los actores tienen tanta suerte! Pueden elegir
entre aparecer en una tragedia o un sainete, entre sufrir o ser felices, reír o
derramar lágrimas. Pero en la vida real es muy distinto. La mayoría de los
hombres y las mujeres se ven forzados a desempeñar papeles para los cuales
no están capacitados. Nuestros Guildenstern desempeñan papeles de Hamlet,
o nuestros Hamlet tienen que hacer bufonadas como el príncipe Hal. El mundo
es un escenario, pero el reparto de la obra está mal hecho.
De repente míster Podgers entró al salón. Cuando vio a lord Arthur se detuvo,
y su rostro rudo y redondo se hizo de un verde amarillento. Los ojos de los dos
hombres se encontraron, y por un momento permanecieron silenciosos.
-La duquesa ha olvidado uno de sus guantes aquí, lord Arthur, y me ha
pedido que se lo lleve -dijo por fin míster Podgers-. ¡Ah, ahí lo veo, en el sofá!
Buenas noches.
-Míster Podgers, le pido que conteste inmediatamente a una pregunta que
deseo hacerle.
-Será en otra ocasión, lord Arthur, pero la duquesa está impaciente. Creo que
debo retirarme.
-No se irá, la duquesa no tiene ninguna prisa.
-A las damas no se las debe hacer esperar, lord Arthur -contestó míster
Podgers con su sonrisa desagradable-. El bello sexo es dado a la impaciencia.
Los labios finamente cincelados de lord Arthur hicieron un petulante gesto de
desprecio. La pobre duquesa le parecía no tener importancia en aquellos
instantes. Cruzó el salón para acercarse al lugar donde míster Podgers
permanecía en pie, y extendió su mano.
-Dígame lo que ha visto ahí -dijo-. Dígame la verdad. Debo saberla. No soy
un niño.
Los ojos de míster Podgers pestañearon tras sus lentes dorados, y
descansaba, ya en un pie, ya en otro, con un aire perplejo, mientras sus dedos
jugaban nerviosos con la deslumbrante cadena de su reloj.
-¿Qué le induce a pensar que he visto algo especial en su mano, lord Arthur,
que no sea lo que ya le he dicho?
-Sé que es así, e insisto en que me diga lo que es. Le pagaré. Le daré un
cheque por cien libras.
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Los ojos verdes brillaron por un momento, y después se tornaron sombríos.
-¿Guineas? -preguntó míster Podgers en voz baja.
-Claro. Le enviaré un cheque mañana. ¿A qué club pertenece? -No
pertenezco a ninguno. Bueno, es decir, por el momento -y sacando de la bolsa
de su chaleco una cartulina con borde dorado, míster Podgers la entregó a lord
Arthur, con una profunda inclinación. En ella se leía: “Mr. Septimus R. Podgers,
Professional Chiromantist,1030 West Moon Street”.
-Mi horario es de diez a cuatro -murmuró míster Podgers, mecánicamente- y
hago rebajas cuando se trata de una familia.
-Dése prisa -contestó lord Arthur, que se veía muy pálido, extendiendo su
mano.
Míster Podgers paseó nervioso la mirada a su alrededor, y corriendo el
pesado portière sobre la puerta, dijo:
-Tomará algo de tiempo, lord Arthur, será mejor que se siente. -Dése prisa,
señor -replicó lord Arthur, golpeando impaciente, con el pie, el piso encerado.
Míster Podgers sonrió, y sacando del bolsillo del chaleco una pequeña lente
de aumento, la limpió con su pañuelo poniendo en ello mucho cuidado.
-Estoy listo -dijo.
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CAPÍTULO II
Diez minutos más tarde, con la cara blanca de terror, y los ojos desorbitados
por la angustia, lord Arthur Saville salió precipitadamente de Bentinck House,
abriéndose paso a través de los grupos de cocheros y lacayos, envueltos en
sus capotes de pieles, bajo los toldos rayados; parecía no ver u oír cosa
alguna. La noche estaba en extremo fría, y los mecheros de los faroles de gas
que rodeaban la plaza, parpadeaban sacudidos por el viento cortante; pero las
manos de lord Arthur ardían de fiebre, y su frente quemaba como el fuego.
Caminó sin darse cuenta, casi sin rumbo y con la incertidumbre de un borracho.
Un policía se le quedó mirando al pasar, con curiosidad, y un mendigo que
salió inclinado del quicio de una puerta, para pedirle limosna, tuvo miedo, al
darse cuenta de que existía una miseria mayor que la suya. Por un momento,
al llegar bajo un farol se miró las manos, y un débil grito se escapó de sus
labios temblorosos.
¡Asesinato! eso es lo que el quiromántico había visto. ¡Asesinato! Parecía
como si la misma noche ya estuviese enterada, y la desolación del viento lo
gritase en sus oídos. Los oscuros rincones de las callejas parecían desbordar
aquella acusación que le gesticulaba desde los tejados de las casas. Fue
primero al parque, donde el sombrío boscaje le atraía. Se apoyó exhausto
contra la verja, refrescando su frente contra el metal húmedo, y escuchando el
trémulo silencio de los árboles. ¡Asesino, asesino!, se repetía, como si
dirigiéndose a sí mismo la acusación, pudiese disminuir el horror del vocablo.
El sonido de su propia voz le hacía estremecerse, y sin embargo, deseaba que
el eco le escuchase, y pudiese despertar a la ciudad adormecida por sus
sueños. Sentía un loco deseo de detener al viandante, y contarle todo.
Entonces cruzó hacia la calle Oxford, y estuvo vagando por callejones
estrechos y llenos de ignominia. Dos mujeres con los rostros pintados se
burlaron de él cuando pasó a su lado. De un patio sórdido y oscuro llegaban los
ruidos mezclados con juramentos y golpes, a los que seguían gritos estridentes
amontonados, sobre los escalones húmedos de un zaguán, vio las formas de
cuerpos encorvadas, vencidos por la miseria y la decrepitud. Un extraño
sentimiento de piedad le sobrecogió. ¿Habrían sido aquellas criaturas del
pecado y de la miseria predestinadas a semejante final, como él lo era ahora al
suyo? ¿Eran ellos como él, sólo títeres dentro de un espectáculo monstruoso?
Y no obstante, no fue ese misterio, sino la comedia del sufrimiento, lo que le
hería más; su total inutilidad, su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente le
parecía todo!
¡Qué ausencia total de armonía! Se encontraba estupefacto ante la
discrepancia reinante entre el optimismo superficial del momento y los hechos
reales de la existencia... El era aún demasiado joven.
Al poco rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La calzada
silenciosa semejaba una larga cinta de plata brillante, interrumpida aquí y allá
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por los arabescos de las sombras que se proyectaban meciéndose sobre ella.
A lo lejos se veía la curva dibujada por una hilera de farolas cuyos mecheros de
gas parpadeaban constantemente, y detenido a la puerta de una casa rodeada
por tapias, estaba un hanson, con su cochero dormido dentro.
Apresuradamente atravesó en dirección a la Plaza Portland, mirando de vez
en cuando a su alrededor, como temiendo que le siguiesen. En la esquina de la
calle Rich estaban dos hombres leyendo un pequeño aviso en una cartelera.
Un desconocido impulso de curiosidad se apoderó de él, y se acercó al lugar.
Al aproximarse, la palabra “Asesinato”, impresa en letras negras, se presentó a
sus ojos. Había quedado inmovilizado y sintió enrojecer su rostro. Se trataba de
un aviso ofreciendo una recompensa por cualquier informe que facilitase la
aprehensión de un hombre de mediana estatura, entre treinta y cuarenta años,
que llevaba un sombrero flexible, chaqueta negra, pantalón a cuadros, y que
tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lo leyó repetidas veces, y se
preguntaba si al fin aprehenderían al malhechor, y también se sintió perplejo
por aquel temor que se iba apoderando de él. Quizá no estaba remoto el
momento en que su propio nombre se viese aparecer sobre las paredes de
Londres. Algún día, quizá también, se pondría precio a su cabeza.
No supo a dónde fue más tarde; sólo recordaba, en forma imprecisa, haber
estado vagando a través de un laberinto de casas sórdidas. Y ya era un
amanecer radiante cuando se encontró al fin en Piccadilly Circus. Mientras
caminaba lentamente hacia su casa, en dirección a la Plaza Belgrave, pudo ver
pasar los pesados carros que iban camino de Covent Garden. Los carreteros,
con blusones blancos, sus alegres rostros tostados por el sol, sus hirsutos y
rizados cabellos, continuaban aquella marcha lenta restallando sus látigos, y
hablando a gritos entre sí. A lomos de un percherón gris, y sujetándose a sus
crines fuertemente con sus pequeñas manos, un chiquillo mofletudo, que lucía
en su sombrero viejo un fresco ramillete de primaveras, iba dirigiendo al grupo
vocinglero, y reía feliz. Los grandes montones de legumbres destacaban contra
el cielo matinal, como un hacinamiento de jades verdes sobre el pétalo rosado
de una flor maravillosa. Lord Arthur se sintió profundamente conmovido sin
poder explicárselo. Percibía algo, en el delicado encanto del amanecer, que le
causaba una honda emoción al pensar en cómo el día se abre a la belleza y
cómo declina hacia la tormenta. Esta gente del campo, con sus voces broncas,
llenas de buen humor, y sus movimientos reposados, ¡qué distinta debían ver a
esta Londres! ¡Un Londres libre del pecado nocturno y del humo del día, una
ciudad lívida, espectral, una desolada ciudad de tumbas! Se preguntaba qué
pensarían de ella, si conocían algo de su esplendor o de su abyección, del
impetuoso y ardiente goce de sus alegrías, de su hambre horrorosa, de todo lo
que se hace y se aniquila de la mañana a la noche. Es posible que para ellos
sólo representase un mercado donde traían a vender sus frutos, donde
permanecían, cuando mucho, unas horas, abandonando las calles todavía
silenciosas, y las casas aún dormidas.
Sintió cierto placer al verles pasar. En su rudeza, con sus zapatones
claveteados y sus maneras torpes, conllevaban en sí algo de la antigua
Arcadia. Los sentía cerca de la Naturaleza, y que ella les había enseñado a
vivir en paz. Les envidiaba por todo lo que desconocían e ignoraban. Cuando
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llegó a la Plaza Belgrave, el cielo tenía un pálido tinte azul, y los pájaros
comenzaban a gorjear en los jardines.
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CAPÍTULO III
Al despertar lord Arthur, ya eran las doce, y el sol de mediodía se filtraba en
su habitación a través de las cortinas de seda color marfil. Se levantó y fue a
mirar por el ventanal. Una neblina de calor flotaba sobre la ciudad y los tejados
de las casas parecían de plata oxidada. Allá abajo, entre la fronda verde que el
aire agitaba en la plaza, los niños correteaban y se perseguían como
mariposas blancas, y las aceras se veían llenas de gente dirigiéndose hacia el
parque. Nunca le había parecido la vida tan hermosa, ni lo perteneciente al
mal, tan remoto.
Poco después su criado entró trayéndole en una bandeja una taza de
chocolate. Después de beberla, descorrió un pesado portiére, de felpa color
durazno, y entró al baño. La luz penetraba suavemente desde lo alto, a través
de unas delgadas losetas de ónix transparente, y el agua en la bañera de
mármol tenía los reflejos del ágata lunar.
Lord Arthur se sumergió rápido hasta sentir que el agua fría llegaba a su
cuello y a los cabellos, -zambulló completamente la cabeza bajo el agua, como
queriendo borrar la mancha de algún recuerdo humillante. Al salir del baño se
sentía casi en paz y sereno. La deliciosa sensación física de aquel momento le
dominaba por completo, como ocurre frecuentemente en las naturalezas
finamente moldeadas, ya que los sentidos, al igual que el fuego, pueden
purificar o destruir.
Terminado el desayuno, se extendió sobre un diván y encendió un cigarrillo.
En la repisa de la chimenea, revestida de un fino brocado antiguo, descansaba
una gran fotografía de Sybil Merton, tal como él la vio por primera vez en el
baile de lady Noel. La cabeza pequeña, de forma preciosa, se inclinaba hacia
un lado, como si su delicado cuello, a manera de un tierno junco, no pudiese
soportar el peso de tanta belleza; los labios estaban ligeramente entreabiertos,
y parecían estar hechos para cantar las más dulces melodías; y toda la tierna
pureza de la juventud se asomaba maravillada en sus ojos soñadores. Con su
suave vestido de crépe de Chine ysu abanico en forma de una gran hoja,
evocaba una de esas delicadas figurillas que el hombre ha encontrado en los
bosques de olivas cerca de Tanagra; y había algo de la gracia griega en su
gesto y su actitud. Sin embargo, ella no era tan petite, estaba perfectamente
proporcionada -cosa rara en una época en que tantas mujeres, o sobrepasan
las proporciones naturales o son insignificantes.
Ahora, al mirarla, lord Arthur sintió que le invadía esa lástima que nace del
amor. Se daba cuenta de que casarse con ella, teniendo la amenaza del crimen
sobre su cabeza, sería una traición como la de Judas, un pecado más terrible
que cualquiera de los cometidos por los Borgia. ¿Qué clase de felicidad podría
existir para ellos, cuando en cualquier momento él iba a verse impelido a
cumplir la horrorosa profecía escrita en su mano? ¿Qué clase de vida iba a ser
la suya, mientras el destino sostuviera su suerte angustiosa en su balanza? El
matrimonio debería posponerse, costase lo que costase. Se sentía
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completamente resuelto a hacerlo así. Aunque amase ardientemente a esta
muchacha, y el simple roce de sus dedos cuando estaban sentados uno junto
al otro, le causaba una exquisita sensación de placer. Reconocía, no obstante,
con toda claridad, cuál era su deber y se daba perfecta cuenta de que no tenía
derecho a casarse, mientras no hubiese cometido el asesinato.
Una vez realizado esto, se presentaría ante el altar con Sybil Merton, para
poner su vida entre sus manos ya libre del terror de ir a cometer una mala
acción. Entonces podría tomarla en sus brazos con la seguridad de que ella
nunca iba a avergonzarse de él. Pero primero, la realización de aquello era
imperiosa; y mientras más pronto, mejor para ambos.
Muchos hombres en su situación hubieran optado por el sendero florido del
goce, que subir los abruptos caminos del deber. Pero lord Arthur era
demasiado escrupuloso para colocar el placer por encima de los principios. En
su amor había algo más que una simple pasión, y Sybil simbolizaba para él
todo lo que es bueno y noble. Al pronto sintió una repugnancia natural contra
aquello para lo cual el destino lo había señalado, pero al poco tiempo esa
sensación había desaparecido. Su corazón le decía que no se trataba de un
pecado, sino de un sacrificio; su mente le recordaba que no le quedaba abierto
otro camino. Tenía que escoger, entre vivir para sí mismo o vivir para los
demás, y aunque para él la tarda a realizar fuese terrible, sabía, sin embargo,
que no le era dado permitir que el egoísmo triunfase sobre el amor. Tarde o
temprano todos estamos llamados a resolver entre lo que se debe, o lo que
conviene hacer. Para lord Arthur, ese momento llegó temprano a su vida, antes
de que su ser hubiese sido deformado por el cinismo calculador de la edad
madura, o su corazón corroído por el superficial egoísmo tan de moda en
nuestros días, y no se sentía titubearante el cumplimiento de su deber.
También por fortuna, para él, su carácter no era el de, un soñador, o un ocioso
diletante. Si hubiese sido así, habría dudado como Hamlet, y dejado que la falta
de resolución echase a perder sus propósitos. Pero él era esencialmente
práctico. La vida, a su juicio, significaba acción, más que reflexión. Poseía
aquello que es lo más raro; el sentido común.
Las sensaciones de cruel angustia pasadas la noche anterior, ya habían
desaparecido por completo, y era casi con un sentimiento de vergüenza que
recordaba aquel vagar por las calles, y la ansiedad emocional que le tuvo
atenazado. La misma sinceridad de su sufrimiento hizo que todo le pareciese
ahora irreal. Se preguntaba cómo pudo haber sido tan tonto de disparatar y
sentirse tan fuera de sí por lo que era inevitable. Lo único que todavía le
perturbaba era el ignorar quién iba a desaparecer, y no era tan ingenuo como
para no saber que el crimen, al igual que las religiones del mundo pagano,
exigen una víctima y un sacerdote para el sacrificio. £1, puesto que no era un
genio, no tenía enemigos, y además se daba cuenta de que éste no era el
momento para satisfacer un rencor o una antipatía, ya que la misión en que
estaba comprometido era de una grande y profunda solemnidad. Así pues,
formó una lista con los nombres de sus amigos y parientes, en la hoja de un
cuaderno de apuntes, y habiéndola examinado detenidamente, decidió en favor
de lady Clementina Beauchamp, una anciana encantadora que vivía en la calle
Curzon, prima segunda por parte de su madre. Siempre tuvo un gran afecto
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hacia lady Clem, como la llamaban todos; además él, por su parte, era muy
rico, pues al llegar a su mayoría de edad, entró en posesión de la fortuna
heredada de lord Rugby, y teniendo esto en cuenta, a nadie le sería posible
imaginar que él iba a obtener por la muerte de ella alguna vulgar ventaja
pecuniaria. En verdad, mientras más lo pensaba, más le parecía ser la persona
indicada. Su conciencia le estaba diciendo que cualquier demora significaba
una injusticia hacia Sybil. Entonces se decidió a arreglarlo todo en seguida.
Lo primero que debía hacer era, por supuesto, saldar cuentas con el
quiromántico. Inmediatamente se sentó frente a un pequeño escritorio estilo
Sharaton que estaba junto al ventanal, y extendió un cheque por ciento cinco
libras, pagadero a la orden de míster Septimus Podgers, y poniéndolo dentro
de un sobre ordenó a su sirviente que lo llevase a la calle West Moon.
Entonces telefoneó a sus cocheras para que le enganchasen el hansom, y se
vistió para salir. Al abandonar la habitación se volvió a mirar la fotografía de
Sybil Merton y juró, pasase lo que pasase, que nunca le dejaría saber lo que
hacía por su bien, sino que mantendría siempre en su corazón el secreto de su
sacrificio.
Camino al club Buckingham, se detuvo en una florería, y le envió a Sybil, una
cestilla con preciosos narcisos de pétalos blancos y pistilos que parecían ojos
de faisán. Al llegar al club, se dirigió en seguida a la biblioteca y tocando el
timbre, pidió al mozo que le trajese una limonada y un libro sobre toxicología.
Había llegado a la conclusión de que era la mejor forma de llevar a cabo aquel
enojoso asunto. Cualquier otra forma en que entrase la violencia personal le
resultaba de pésimo gusto; además, le importaba sobremanera no matar a lady
Clementina en forma que pudiese atraer la atención pública. Le horrorizaba la
idea de convertirse en la principal atracción de las reuniones de lady
Windermere, o ver figurar su nombre en las columnas de sociedad, de
cualquier periódico vulgar. También debía pensar en el padre la madre de
Sybil, que eran gente astante anticuada, y quizá podrían poner objeciones al
matrimonio si hubiese alguna sombra de escándalo sobre él, aunque se sentía
seguro de que si les contaba todas las circunstancias del asunto, serían los
primeros en darse cuenta de los motivos que le habían impulsado a hacerlo. Le
asistía toda la razón para decidirse por el veneno. Era lo más seguro y lo más
cauto, se realizaba en silencio, y se llevaba a cabo sin necesidad de escenas
penosas, a las que, como la mayoría de los ingleses, oponía profundos,
grandes reparos.
De la ciencia de los venenos, sin embargo, no conocía absolutamente nada, y
como le pareció que al mozo no le era posible encontrar nada sobre este
asunto en la biblioteca, más allá de la Guía Ruff, y la revista Baily, comenzó a
buscar por sí mismo en los anaqueles, y por fin dio con una edición de la
Pharmacopaeia, lujosamente encuadernada, y un ejemplar de la Toxicología de
Erskine, editada por sir Mathew Reid, que era presidente del Colegio Real de
Medicina, y uno de los más antiguos socios del club Buckingham, y que había
sido elegido, por equivocación, en lugar de otro individuo; un contretemps que
enfureció de tal manera al Comité, que cuando se presentó el verdadero
propietario a ocupar su lugar, fue puesto en la lista negra por unanimidad. Lord
Arthur se sentía un poco confuso por los términos técnicos que aparecían en
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los dos libros, y comenzó a lamentar el no haber puesto mayor atención en el
estudio de sus clásicos en Oxford, cuando en el segundo tomo de Erskine se
encontró con una muy interesante y completa descripción sobre las
propiedades de la aconitina, escrita en un inglés bastante claro. Le pareció que
era exactamente la clase de veneno que necesitaba. Era rápido, sin lugar a
dudas, casi inmediato en sus efectos; no producía dolor, y cuando se ingería en
forma de una cápsula de gelatina, lo más recomendado por sir Mathew, no
tenía nada de sabor desagradable. Desde luego anotó en el puño de su camisa
la cantidad que era necesaria para una dosis fatal, y volviendo a dejar los libros
en su sitio, abandonó el club dirigiéndose hacia arriba de la calle St. James, al
establecimiento de Pestle y Humbey, los famosos químicos. Míster Pestle, que
siempre atendía personalmente a la aristocracia, se mostró bastante
sorprendido ante su cliente, y con una actitud muy cortés y deferente, murmuró
algo acerca de la necesidad de presentar una receta médica. No obstante,
cuando lord Arthur le explicó que lo que solicitaba era para ser usado en un
gran mastín noruego del que tenía que deshacerse porque presentaba ciertas
manifestaciones de rabia y que ya había mordido dos veces a su cochero en la
pantorrilla, se mostró completamente satisfecho, y felicitó a lord Arthur por sus
maravillosos conocimientos en materia de toxicología.
Lord Arthur guardó la cápsula en una bonita bonbonnière de plata que había
visto en el escaparate de una tienda en Bond Street, desechando así la fea
caja para píldoras del establecimiento Pestle y Humbey, y se dirigió en seguida
a la casa de lady Clementina.
-Bien, Monsieur le mauvais sujet -exclamó la anciana señora cuando le vio
entrar al salón-. ¿Por qué no me has venido a ver en tanto tiempo?
-Mi querida lady Clem, ya no me queda tiempo para nada -contestó lord
Arthur sonriendo. -¿Tendré que creer, que tú andas todo el día con miss Sybil
Merton comprando chiffons y hablando tonterías? No acabo de entender por
qué la gente le da tanta importancia a eso de casarse. En mi tiempo nunca
soñamos con tanto parloteo y tanto estarse arrullando en público, ni aun
siquiera en privado.
-Le aseguro que no he visto a Sybil hace veinticuatro horas, lady Clem. Por lo
que sé, creo que está ahora por completo en manos de sus sombrereras.
-Y por supuesto, ésa es la única razón por la cual has venido a ver a una
mujer vieja y fea como yo. Me pregunto cómo es posible que vosotros los
hombres no toméis nota. On a fait des folies pour moi, y aquí estoy, un pobre
ser reumático, con una fachada falsa y con mal genio. Que si no fuese por la
querida lady Jansen, que me envía tedas las peores novelas francesas que
caen en sus manos, no creo que podría pasar el día. Los doctores no sirven
para nada, excepto para sacarnos sus honorarios. Ni siquiera pueden aliviarme
el ardor de estómago.
-Aquí le traigo un remedio que la curará de eso, lady Clem -dijo lord Arthur,
muy serio-, es algo extraordinario, inventado por un americano.
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-Creo no gustar de los inventos americanos, Arthur. Estoy segura. He leído
algunas novelas americanas últimamente, y eran bastante disparatadas.
-¡Ah, pero esto no es disparatado en lo más mínimo, lady Clem! Le aseguro
que es un remedio perfecto. Debe prometer que lo va a probar -y lord Arthur
sacó de su bolsillo la pequeña caja, y se la entregó.
-Bueno, la cajita es encantadora, Arthur. ¿De veras me la obsequias?, eres
muy amable. ¿Y es ésta la medicina maravillosa? Parece un bonbon. Me la
tomaré ahora mismo.
-¡Cielo santo! ¡Lady Clem! -gritó lord Arthur deteniéndole la mano-, no debe
hacerlo. Se trata de un medicamento homeopático, y si lo toma no sintiendo
ese ardor de estómago, le puede hacer un daño terrible. Espere a tener un
nuevo ataque, y entonces lo toma. Se quedará sorprendida por los rápidos
resultados.
-Me gustaría tomarlo ahora, replicó lady Clementina, sosteniendo contra la luz
la pequeña cápsula transparente que dejaba ver su burbuja flotante de
aconitina-. Estoy segura de que es deliciosa. La cosa es que, aunque odio a los
doctores, me encantan las medicinas. Sin embargo, la reservaré para mi
próxima crisis.
-¿Y cuándo cree usted tenerla? -preguntó ansiosamente lord Arthur-. ¿Será
pronto?
-Espero que no sea antes de una semana. Ayer en la mañana la pasé muy
mal. Pero una nunca sabe...
-¿Entonces está usted segura de que le volverá a dar otro ataque antes del
fin de mes, lady Clem?
-Me lo temo. ¡Pero te muestras muy atento conmigo hoy, Arthur! De veras,
Sybil te ha hecho mucho bien. Y ahora debes irte en seguida, porque esta
noche voy a cenar con gente muy aburrida, que no comenta los escándalos ni
las novedades, y sé que si no duermo mi siesta acostumbrada ahora, no podré
mantenerme despierta durante la cena. Adiós Arthur, dale mis cariños a Sybil, y
muchas gracias por esa medicina americana.
-¿No olvidará tomarla, lady Clem, verdad? -dijo lord Arthur levantándose de
su asiento.
-Claro que no, tonto. Eres muy bueno por acordarte de mí, y te escribiré para
decirte si quiero más.
Lord Arthur abandonó la casa muy animado; y con una sensación de inmenso
alivio.
Esa misma noche se entrevistó con Sybil Merton. Le contó cómo de pronto se
había visto envuelto en una situación terriblemente difícil, y de la cual ni el
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honor ni el deber le permitían retirarse. Le dijo que el matrimonio tendría que
posponerse por el momento, hasta que él se viese libre de esos delicados
compromisos, pues no era un hombre libre. Le imploró que tuviese confianza
en él, y que no dudase para nada del futuro. Todo saldría bien, pero la
paciencia era necesaria.
La escena tuvo lugar en el invernadero de la casa de míster Merton, situada
en Park Lane, y en la que lord Arthur había cenado como de costumbre. Sybil
nunca había parecido ser más feliz, y por un momento lord Arthur se sintió
tentado de portarse como un cobarde, y escribir a lady Clementina que le
devolviera la píldora, y dejar que el matrimonio se realizase, como si en el
mundo no existiese el tal míster Podgers. Sin embargo, su buen juicio se
impuso en seguida, y no flaqueó cuando Sybil se arrojó llorando en sus brazos.
Aquella belleza que estremecía sus sentidos, también le tocó la conciencia.
Pensó que destrozar una vida tan preciosa, por anticipar unos pocos meses de
placer, sería una mala acción.
Permaneció con Sybil hasta cerca de la medianoche, consolándola y
consolándose él al mismo tiempo. Muy temprano, a la mañana siguiente, salió
rumbo a Venecia, después de haber escrito, en forma varonil, una carta muy
caballerosa a míster Merton, explicándole el aplazamiento necesario de su
matrimonio.
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CAPÍTULO IV
En Venecia se encontró con su hermano, lord Surbiton, que acababa de
llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos dos semanas
deliciosas. En las mañanas paseaban por el Lido, o se deslizaban en su larga
góndola negra, sobre los verdes canales; en las tardes recibían a sus visitas en
el yate; y en las noches cenaban en Florian y fumaban incontables cigarrillos
en la Piazza No obstante, lord Àrthur no se sentía feliz. Todos los días leía
atentamente la columna de defunciones en el Times, esperando encontrar la
noticia de la muerte de lady Clem, pero también todos los días quedaba
desilusionado. Empezó a temer que algún contratiempo le hubiese
sobrevenido, y con frecuencia lamentaba el haberla disuadido de tomarse la
aconitina en aquel momento en que se mostró tan decidida a probar sus
efectos. Además, las cartas de Sybil, aunque llenas de expresiones de amor,
de confianza y ternura, con frecuencia tenían un tono triste y a veces pensaba
que se había separado ya de ella para siempre.
Al término de dos semanas, lord Surbiton se cansó de Venecia, y decidió
seguir la costa bajando hacia Rávena, pues había oído decir que abundaba la
cacería de volátiles en Pinetum. Al pronto lord Arthur se negó rotundamente a
acompañarle, pero Surbiton, a quien estimaba profundamente, por fin le
persuadió diciéndole que si se quedaba en Danielli solo, iba a caer muerto de
tedio, y en la mañana del 15 comenzaron a navegar con un fuerte viento que
soplaba del noroeste y un mar bastante picado. La travesía fue excelente, y la
vida en cubierta y al aire libre, hizo volver los colores a las mejillas de lord
Arthur, pero ya cerca del día 22 comenzó a sentir ansiedad por no saber nada
de lady Clementina, y a pesar de las objeciones que le hizo Surbiton, regresó a
Venecia por tren.
Al salir de la góndola para poner pie sobre los escalones del hotel, el
propietario salió a recibirle con un montón de telegramas. Lord Arthur casi los
arrebató de su mano, abriéndolos precipitadamente. Todo había sucedido con
éxito completo. ¡Lady Clementina había muerto de repente en la noche del día
17!
Su primer pensamiento fue para Sybil, y en seguida le puso un telegrama,
anunciándole su regreso inmediato a Londres. Entonces le ordenó a su ayuda
de cámara que hiciese su equipaje para tenerlo listo y salir en el correo de la
noche, se arregló con sus gondoleros pagándoles el triple de la tarifa
acostumbrada, y subió a sus habitaciones con paso ligero y un corazón alegre.
Allí encontró tres cartas esperándole. Una era de la misma Sybil, llena de
comprensión afectuosa y dándole el pésame. Las otras eran de su madre, y del
abogado de lady Clementina. Según parecía, la anciana señora cenó con la
duquesa aquella misma noche, tuvo seducidos a todos por sus ocurrencias y
su espíritu, pero se había retirado a su casa, algo temprano, quejándose de
ardor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su cama,
aparentemente sin haber sufrido algún dolor. En seguida se había mandado
llamar a sir Mathew Reid, pero, por supuesto, ya no había nada que hacer, e
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iba a ser sepultada el día 22 en Beauchamp Chalcote. Unos días antes de
morir hizo su testamento, dejándole a lord Arthur. su pequeña casa de la calle
Curzon, y todo su mobiliario, sus objetos personales y los cuadros, excepto su
colección de miniaturas, que deberían pasar a poder de su hermana, lady
Margaret Rufford, y su collar de amatistas, que había sido dedicado a Sybil
Merton. El inmueble no valía gran cosa; pero míster Mansfield, el abogado,
manifestaba un deseo extremo de que lord Arthur regresase, a ser posible, en
seguida, pues había que liquidar muchas cuentas, y lady Clementina nunca
había llevado su contabilidad en forma ordenada.
Lord Arthur se sintió muy con movido al ver cómo lady Clementina lo había
recordado tan bondadosamente, y comprendía que míster Podgers era
responsable por todo aquello. No obstante su amor por Sybil, domaba sobre
cualquiera otra emoción, y el sentirse consciente de que había cumplido con su
deber, le daba paz y le prestaba valor. Cuando llegó a Charing Cross,se sentía
perfectamente feliz.
Los Merton le recibieron con gran amabilidad. Sybil le hizo prometer que ya
nunca permitiría que algo se interpusiese entre ellos, y la boda se fijó para el 7
de junio. De nuevo le pareció la vida luminosa y bella, y su acostumbrado buen
humor volvió a él.
Un día, sin embargo, mientras se encontraba en la casa de la calle Curzon,
acompañado por el abogado de lady Clementina, y de Sybil, quemando
paquetes de cartas borrosas y vaciando cajones donde se fueron guardando
cachivaches viejos y otras bagatelas, de pronto la joven lanzó una exclamación
alegre.
-¿Qué has encontrado, Sybil? -dijo lord Arthur levantando la vista de su tarea
y sonriendo.
-Esta encantadora bonbonnière, de plata, Arthur. ¿No es rara? Parece
holandesa. ¡Dámela! Sé que las amatistas no me favorecerán sino cuando
haya pasado de los ochenta.
Era la caja que había contenido la cápsula de aconitina.
Lord Arthur se estremeció, y un ligero rubor cubrió sus mejillas.
Casi se había olvidado de lo que había hecho, y le pareció una extraña
coincidencia que Sybil, por cuyo bien tuvo que pasar todas aquellas terribles
ansiedades, hubiese sido la primera en traérselas a la memoria.
-Por supuesto que puedes quedártela. Yo se la regalé a lady Clem.
-¡Oh!, gracias Arthur; ¿y puedo también quedarme con el bombón? No sabía
que a lady Clementina le gustasen los dulces. Creía que era demasiado
intelectual.
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Lord Arthur se puso intensamente pálido, y una idea horrible cruzó por su
mente.
-¿Bombón, Sybil? ¿Qué dices? -murmuró en voz baja y ronca.
-Hay uno dentro; es todo. Parece viejo, está cubierto de polvo y no me da la
más mínima gana de comerlo. ¿Qué te pasa, Arthur? ¡Qué pálido estás!
La conmoción de aquel descubrimiento superaba sus fuerzas, y tirando la
cápsula al fuego, se dejó caer en el sofá con un sollozo de desesperación.
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CAPÍTULO V
Míster Merton se mostraba muy contrariado con este segundo aplazamiento
del matrimonio, y lady Julia, que ya había encargado su vestido para la boda,
hizo todo lo posible para que Sybil rompiese su compromiso. Pero aunque Sybil
amaba profundamente a su madre, había entregado su vida en manos de lord
Arthur, y nada de lo que lady Julia pudiese decir iba a hacer vacilar su fe hacia
él. En cuanto a lord Arthur, fueron muchos los días que necesitó para
reponerse de aquella terrible decepción, y por algún tiempo tuvo los nervios
deshechos. Sin embargo, su excelente sentido común pronto se impuso, y su
mente sana y práctica no le dejó titubear por mucho tiempo acerca de lo que
debería hacer. Ya que el veneno había sido un completo fracaso, la dinamita, o
cualquier otra forma de explosivo, era lo que debería probar.
En consecuencia, volvió a examinar la lista de amigos y parientes y, después
de un cuidadoso examen, y de considerar detenidamente cada caso, llegó a la
conclusión de volar a su tío, el deán de Chichester. Hombre de gran cultura y
saber, tenía una gran afición por los relojes, y era dueño de una magnífica
colección de esos contadores del tiempo, desde los más raros fabricados en el
siglo XV, hasta los de nuestros días, y esto le pareció una excelente coyuntura
para llevar a cabo su plan. El dónde conseguir la máquina infernal, ya era otra
cosa. La Guía de Londres no le proporcionó ninguna información al respecto, y
comprendía que de nada le iba a ser útil acudir a Scotland Yard en aquel
sentido, pues parece que ignoraban todo lo concerniente a las actividades de
los dinamiteros hasta que no ocurría una explosión, y aún así permanecían
más o menos en la misma ignorancia.
De repente se acordó de su amigo Rouvaloff, un joven raso, de grandes
tendencias revolucionarias, y a quien había conocido en casa de lady
Windermere durante el invierno. Según parece, el conde Rouvaloff se dedicaba
a escribir una vida de Pedro el Grande, y había venido a Inglaterra con el fin de
estudiar los documentos relacionados con la residencia del zar en aquel país,
como carpintero de ribera; pero existía la sospecha, muy generalizada, de que
se trataba de un agente nihilista, e indudablemente la embajada rusa no veía
con buenos ojos su presencia en Londres. Lord Arthur pensó que ése era el
hombre que necesitaba para llevar a cabo sus propósitos, y una mañana se
dirigió a su alojamiento en Bloomsbury, para pedirle consejo y ayuda.
-¿Así es que usted está tomando en serio la política? -contestó el conde
Rouvaloff, al terminar lord Arthur de explicarle el objeto de su visita.
Pero lord Arthur, que detestaba las baladronadas de cualquier clase que
fuesen, se sintió obligado a declarar que en él no existía el menor interés por
las cuestiones sociales, y que simplemente deseaba un aparato explosivo para
un asunto privado y familiar, en el cual nadie estaba implicado más que él.
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El conde Rouvaloff le miró por unos instantes con asombro y, entonces,
viendo que la cosa iba en serio, escribió una dirección en un trozo de papel,
puso sus iniciales, y se lo alargó por encima de la mesa.
-Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esta dirección, querido
amigo.
-Pues no la obtendrán -dijo lord Arthur riendo-, y después de estrechar
efusivamente la mano del joven ruso, bajó de prisa las escaleras leyendo lo
escrito en el papel e indicando al cochero que se diriese a la Plaza Soho. Al
llegar allí o despidió y se fue caminando por la calle Greek, hasta llegar a una
plazoleta llamada Bayle Court. Al pasar bajo la arcada se encontró en una
especie de cul-de-sac, que aparentaba estar ocupado por una lavandería
francesa, pues de casa a casa, una verdadera red de cuerdas cargadas de
ropa blanca se mecía, en el aire matinal. Fue caminando hasta el final del
callejón, tocando en la puerta de una pequeña vivienda pintada de verde.
Después de esperar un rato, durante el cual cada una de las ventanas se
convertía en una masa informe de caras curiosas, la puerta le fue franqueada
por un individuo de aire ordinario y extranjero, que en mal inglés le preguntó
qué era lo que se le ofrecía. Lord Arthur le hizo entrega del papel que el conde
Rouvaloff le había dado, y el hombre, al terminar de examinarlo, haciendo una
reverencia, le introdujo a un cuarto del primer piso, destartalado y triste. Poco
después Herr Winckelkopf, como se le llamaba en Inglaterra, entró apresurado,
con una servilleta al cuello, llena de manchas de vino, y un tenedor en la mano
izquierda.
-El conde Rouvaloff me ha entregado para usted estas líneas de presentación
-dijo lord Arthur inclinándose-. Y tengo gran interés en entrevistarme con usted
para un negocio. Mi nombre es Smith, míster Robert Smith, y quisiera que me
vendiese un reloj de dinamita.
-Encantado de conocerle, lord Arthur -dijo el genial hombrecillo alemán,
riendo-. No se alarme usted, es mi obligación el conocer a todo el mundo, y
recuerdo haberle visto una noche en casa de lady Windermere; espero que Su
Gracia se encuentre bien. ¿No le importa sentarse conmigo mientras termino
de desayunar? Hay un excelente pâté, y mis amigos son tan amables que
dicen que mi vino del Rhin es mejor que cualquiera de los que beben en la
embajada de Alemania.
Y antes de que lord Arthur se hubiese repuesto de su sorpresa por haber sido
reconocido, se encontró sentado en la estancia del fondo, bebiendo el más
delicioso Marcobruner, escanciado de un botellón donde se destacaba el
monograma imperial; y hablando de la manera más amistosa con el famoso
conspirador.
-Los relojes de dinamita -dijo Herr Winckelkopf- no son un buen artículo de
exportación extranjera, ya que aun suponiendo que haya suerte en pasar las
aduanas, el servicio de ferrocarriles es tan irregular, que por lo general explotan
antes de llegar a su destino. Pero, sin embargo, si usted lo que desea es para
taso doméstico, le puedo proporcionar un excelente artículo, y garantizarle que
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los resultados habrán de satisfacerle. Pero, ¿puedo preguntarle para quién es?
Si es para la policía o para alguien relacionado con Scotland Yard, me temo
que no voy a poder ayudarle. Los detectives ingleses son nuestros mejores
amigos, y siempre he llegado a la concusión de que tomando en cuenta su
estupidez, siempre podemos hacer lo que queramos. No podría prescindir de
ninguno de ellos.
-Le aseguro -dijo lord Arthur- que el asunto no tiene nada que ver con la
policía. La verdad es que el reloj está destinado al deán de Chichester.
-¡Vaya, vaya!, nunca pude imaginar que fuese usted tan exaltado en
cuestiones religiosas. Hoy día pocos jóvenes se ocupan de eso.
-Creo que usted me sobreestima, Herr Winckelkopf -replicó lord Arthur
sonrojándose- y en verdad no sé nada de teología.
-Entonces, ¿se trata de un asunto personal?
-Puramente personal.
Herr Winckelkopf se encogió de hombros, y abandonando la habitación,
regresó al cabo de unos minutos, trayendo un cartucho de dinamita, más o
menos del tamaño de un centavo, en diámetro; y un pequeño reloj francés, muy
bonito, rematado por una figura de la Libertad, pisoteando a la hidra del
Despotismo.
La cara de lord Arthur se animó al verlo.
-¡Es justamente lo que quiero! -exclamó- y ahora dígame cómo se le hace
funcionar.
-¡Ah!, ése es mi secreto -dijo Herr Winckelkopf, contemplando su invento con
una mirada de orgullo muy justificado-; dígame cuando quiere que explote, y yo
ajustaré el mecanismo para el momento exacto.
-Bueno..., hoy es martes, y si lo pudiese enviar en seguida...
-Eso no va a ser posible; tengo entre manos una gran cantidad de trabajos
importantes para algunos amigos míos en Moscú. Sin embargo, puedo
enviárselo mañana.
-Está bien, habrá bastante tiempo -respondió lord Arthur cortésmente- si lo
envía mañana en la noche, o el jueves por la mañana. Para el momento de la
explosión... digamos, el viernes a mediodía exactamente. El deán siempre se
encuentra en casa a esa hora.
-Viernes, a mediodía -repitió Herr Winckelkopf, y se puso a escribir una nota
en un gran libro de registros, que estaba sobre un escritorio, cerca de la
chimenea.
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-Y ahora -añadió lord Arthur levantándose de su asiento- le suplico que me
diga cuánto son sus honorarios.
-Se trata de algo tan sin importancia, lord Arthur, que sólo le cobrar el costo
de cada uno de los elementos: la dinamita vale siete chelines con seis
peniques; la maquinaria de relojería tres libras, y el porte unos cinco chelines.
Me complace muchísimo servir a cualquier amigo del conde Rouvaloff.
-Pero, ¿y la molestia que usted se ha tomado, Herr Winckelkopf?
-¡Oh, eso no es nada!, me da mucho gusto. Yo no trabajo por dinero; yo vivo
por completo para mi arte.
Lord Arthur puso cuatro libras, dos chelines y seis peniques sobre la mesa,
dio las gracias al alemán por su amabilidad, y habiendo logrado declinar una
invitación para conocer a algunos anarquistas en un té-merienda al siguiente
sábado, abandonó la casa y se dirigió al parque.
Durante los dos días siguientes se sentía en un estado de agitación terrible y
el viernes, a las doce, fue al Buckingham para esperar noticias. Durante toda la
tarde, el estólido ujier se la pasó entregando telegramas de varias partes del
país, dando los resultados de las carreras, informando sobre fallos de divorcios,
el estado del tiempo y asuntos por el estilo, mientras la cinta telegráfica
proporcionaba detalles tediosos acerca de la sesión nocturna de la Cámara de
los Comunes, y de un pánico pasajero, registrado en la Bolsa de Valores. A las
cuatro de la tarde, llegaron los periódicos de la noche, y lord Arthur
desapareció en la biblioteca, llevando consigo el Pall Mall, St. James Gazette,
el Globe, y el Echo, provocando la indignación del coronel Goodchild, que
deseaba leer los reportazgos sobre un discurso que él había pronunciado
durante la mañana en la Mansion House, sobre el asunto de las misiones en
África del sur, y la conveniencia de contar con obispos negros en cada una de
las provincias, pues por alguna desconocida razón, no se fiaba del Evetúng
News. Ninguno de los periódicos, sin embargo, hacía mención, o daba alguna
noticia referente a Chichester, y lord Arthur presentía que el atentado
seguramente había sido un fracaso. Esto resultaba para él un golpe terrible, y
sus nervios estaban tensos. Herr Winckelkopf, a quien fue a visitar al día
siguiente, se volcó en mil excusas rebuscadas, y se ofreció a conseguirle otro
reloj gratis, o una caja de bombas de nitroglicerina al precio de costo. Pero ya
había perdido la fe en los explosivos, y el mismo Herr Winckelkopf reconoció
que todo estaba tan adulterado, hoy día, que hasta la dinamita era raro
encontrarla pura. El alemancillo, no obstante, aun admitiendo que algo marchó
mal en el mecanismo, todavía guardaba esperanzas de que el reloj explotaría,
y citó el caso de un barómetro que envió en cierta ocasión al gobernador militar
de Odesa, el cual, aun habiendo sido puesto en la hora justa para que
explotase en diez días, no llegó a realizarlo sino tres meses después. Cierto
era también, que cuando explotó, no logró más que volar en átomos a una
sirvienta, ya que el gobernador había salido de la ciudad seis semanas antes,
pero por lo menos demostró que la dinamita, como fuerza destructora, era, bajo
el control de una maquinaria, un agente poderoso, aunque no siempre puntual.
Lord Arthur se sintió un poco consolado con estas reflexiones; pero también
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aquí su destino fue la desilusión, pues dos días después, al subir las escaleras,
la duquesa lo llamó a su saloncillo privado, para mostrarle una carta que había
recibido de la rectoría.
-Jane escribe cartas encantadoras -dijo la duquesa-; debes leer esta última.
Es casi tan buena como las novelas que nos manda Mudie.
Lord Arthur la arrebató rápidamente de sus manos. Decía lo siguiente:
“Mi querida tía:
”Mil gracias por la franela que me has enviado para la Dorcas Society, y
también por el percal. Estoy de acuerdo contigo en que es una tontería eso de
que quieran lucir cosas bonitas, hoy día todo el mundo es tan radical e
irreligioso, que es difícil hacerles comprender que no deben tratar de vestirse
como la clase alta. Realmente no sé a dónde vamos a parar. Como dice papá,
muchas veces en sus sermones, vivimos una época de descreimiento.
”No hemos divertido mucho con un reloj que un admirador anónimo le envió a
papá el jueves pasado. Llegó de Londres, dentro de una caja de madera y con
el porte pagado; y papá cree que lo ha enviado alguien que ha debido leer su
notable sermón: “¿Es la Licencia Libertad?”, porque sobre el reloj hay una
figura de mujer con la cabeza cubierta, por lo que papá dice que es un goro de
la Libertad. A mí no me parece nada favorecedor, pero papá dice que es un
símbolo histórico; supongo que así es. Parker lo desempacó, y papá lo puso
sobre la repisa de la chimenea, y cuando estábamos todos sentados en la
biblioteca el viernes en la mañana, al momento de dar las doce, oímos un ruido
como zumbido de alas, una pequeña bocanada de humo salió del pedestal,
bajo la figura, ¡y la diosa de la libertad se cayó y se rompió la nariz en el borde
de la parrilla! María se alarmó bastante, pero la cosa era tan divertida, que
james y yo nos moríamos de risa, y hasta a papá le hizo gracia. Al examinarlo
vimos que se trataba de una especie de despertador, y que si se le marcaba
una hora, y se ponía un poco de pólvora y un fulminante bajo el martillete,
hacía un pequeño estallido en el momento que se quisiese. Papá dijo que no
debería quedar en la biblioteca, pues hacía mucho ruido, así es que Reggie se
lo llevó al salón de clases, y todo el día se lo pasa haciendo con él pequeñas
explosiones. ¿No crees que le habría de gustar a Arthur tener uno- igual a éste
como regalo de bodas? Deben estar muy de moda en Londres. Papá dice que
harían un gran bien, pues demuestran que la Libetard no puede durar, sino que
debe sucumbir. También dice papá que la Libertad se inventó en tiempo de la
Revolución Francesa. ¡Me parece horrible!
”Tengo que ir ahora a la reunión de la Dorcas Society, donde leeré tu carta,
que resulta ser muy instructiva. ¡Qué cierta es tu opinión, querida tía, que dada
la clase a que pertenecen, no deberían ponerse cosas que no les caen bien; y
me parece, además, que su preocupación por el traje es absurda, cuando
existen tantas cosas que son más importantes en este mundo y en el otro. Me
da mucho gusto saber que la popelina floreada te haya salido tan buena, y que
tu encaje no se rompiese. El miércoles voy a lucir, en la reunión del obispo, el
vestido de satín amarillo que tuviste la amabilidad de regalarme; creo que se
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verá bien. ¿No tiene usted lazos, tía? Jennings dice que todo el mundo lleva
ahora lazos, y que las enaguas deben tener volantes. Reggie acaba de hacer
otra explosión, y papá ha ordenado que se lleven el reloj al establo. Creo que a
papá ya no le gusta tanto como le gustó al principio, aunque sí se siente muy
halagado de que le hayan enviado un juguete tan ingenioso. Esto demuestra
que la gente lee sus sermones y que sacan provecho de ellos.
”Papá te envía todo su cariño al cual se unen lames, Reggie y María, con la
esperanza de que tío Cecil esté mejorado de la gota. Créeme siempre, tía
querida, tu amante sobrina,
”JANE PERCY.
PS. Infórmame acerca de los -lazos. Jennings insiste en decir que son la
última moda.”
El aspecto de lord Arthur era tan serio y triste al terminar de leer la carta, que
la duquesa comenzó a reír.
-¡Mi querido Arthur! -exclamó-, ¡ya no volveré a enseñarte cartas de ninguna
joven!, pero, ¿qué le contesto sobre lo del reloj? Me parece un invento muy
importante; creo que me gustaría tener uno.
-Pues yo no creo mucho en ellos -replicó lord Arthur con una sonrisa
melancólica, y después de besar a su madre, salió de la alcoba.
Al llegar a su habitación en el piso alto se dejó caer en un sofá, y los ojos se
le llenaron de lágrimas. Había hecho todo lo posible por cometer aquel
asesinato, pero en ambas ocasiones fue un fracaso, y desde luego no por
culpa suya. Estaba empeñado en cumplir con su deber, pero al parecer el
destino le había traicionado. Se sentía deprimido por una sensación de
esterilidad en sus buenas intenciones y por la ineficacia de sus esfuerzos en
tratar de llevar a cabo un acto honrado. Quizá fuese mejor romper
definitivamente su compromiso de matrimonio. Sybil iba a sufrir, es cierto, pero
el sufrimiento no podría, en realidad, inutilizar para siempre una naturaleza tan
noble como la de ella. En cuanto a él, ¿qué importaba? Siempre habrá guerras
en las cuales un hombre puede morir, una causa por la cual un hombre puede
ofrecer su vida, y como la vida no le brindaba ya ningún aliciente, tampoco el
morir le causaba terror. Sería mejor dejar que el destino determinase su suerte.
Él no iba a hacer nada por modificarlo.
A las siete y media se vistió y fue al club. Surbiton estaba allí con un grupo de
amigos, y se vio obligado a cenar con ellos. Su charla trivial y sus bromas
tontas no le interesaban, y tan pronto como sirvieron el café, pretextando un
compromiso anterior, abandonó su compañía. Al salir del club, el ujier le
entregó una carta. Era de Herr Winckelkopf, pidiéndole que le visitase al día
siguiente, para mostrarle un paraguas explosivo, que operaba en el momento
de abrirse. Era el último invento, y acababa de llegar de Génova. Rompió la
carta en pedacitos. Estaba decidido a no recurrir ya más a nuevos
experimentos.
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Estuvo caminando a lo largo del parapeto del Támesis, y por mucho rato
descansó sentado a la orilla del río. La luna se asomaba sobre las crestas de
las nubes oscuras, como el ojo de un león, e innumerables estrellas brillaban
en la bóveda celeste como oro espolvoreado en una cúpula. De vez en cuando
un lanchón se deslizaba sobre las aguas cenagosas, siguiendo la corriente río
abajo, y las señales de los ferrocarriles cambiaban de verde a rojo mientras los
trenes corrían silbando sobre los puentes. Poco tiempo después se oyeron las
doce desde la alta torre de Westminster, y a cada toque de su sonora
campanada, la noche parecía estremecerse.
Más tarde desaparecieron las luces de los ferrocarriles, Y sólo quedó
brillando un farol solitario, como un gran rubí sostenido por un poste
gigantesco, y el rumor de la ciudad se fue desvaneciendo.
Al dar las dos, lord Arthur se puso en pie y fue caminando hacia Blackfriars.
¡Encontraba todo tan irreal como si fuese un sueño extraño! Las casas en la
orilla opuesta parecían surgir de las tinieblas. Se podría decir que la plata y las
sombras daban forma a un nuevo mundo. La gran cúpula de San Pablo flotaba
como un endeble globo en la atmósfera oscura.
Al acercarse a la Aguja de Cleopatra, vislumbró a un hombre apoyado en el
parapeto; ya cerca de él, aquel individuo levantó la cabeza y la luz de gas cayó
de lleno en su cara.
¡Era míster Podgers, el quiromántico!, no cabía equivocarse ante aquella cara
regordeta y fofa, los anteojos de montura dorada, la débil sonrisa enfermiza, la
boca sensual.
Lord Arthur se detuvo, una idea luminosa vino a su mente, y deslizándose
con pasos cautos a su espalda, en un instante tuvo sujeto por ambas piernas a
míster Podgers y le arrojó al Támesis. Se pudo escuchar un soez juramento y
el ruido del chapotear en las aguas; después todo quedó en silencio. Lord
Arthur miraba con ansia la superficie de las aguas, pero no pudo descubrir al'
quiromántico, sino el sombrero de copa haciendo piruetas sobre un remolino de
agua iluminado por la luna. A los pocos minutos también el sombrero se
hundió, y no quedaba ya ninguna huella visible de míster Podgers. Por un
momento su imaginación le hizo ver una silueta deforme que subía la escalera
del puente, y la espantosa sensación de un nuevo fracaso le invadió; pero sólo
se trataba de un reflejo, y al salir dé nuevo la luna de entre las nubes, todo
estaba tranquilo. Por fin empezaba a creer que había realizado la sentencia del
destino, lanzó un profundo suspiro de alivio, y el nombre de Sybil vino a sus
labios.
-¿Se le ha caído algo, señor? -dijo de repente una voz a su espalda.
Se volvió sobresaltado; era un policía con una linterna sorda en la mano.
-Nada importante, sargento -repuso sonriente, y deteniendo un coche que
pasaba por allí, dijo al cochero que lo llevase a la Plaza Belgrave.
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Durante los días siguientes pasaba de la esperanza al temor. Hubo
momentos en que casi le parecía que míster Podgers iba a entrar al cuarto, y
en el instante siguiente quedaba convencido de que el destino no podía ser tan
injusto hacia él. Por dos veces fue a la casa del quiromántico en la calle West
Moon, pero le faltó valor para tocar el timbre. Deseaba estar cierto de lo
ocurrido, y al mismo tiempo el temor no le dejaba actuar.
Al fin el momento había llegado. Estaba en el salón de fumar del club,
tomando té y oyendo, bastante aburrido, los comentarios de Surbiton a la
última canción humorística estrenada en el Gaiety, cuando entró el camarero
con los periódicos de la noche. Lord Arthur, tomando al azar la St. James
Gazette, comenzaba a volver distraídamente las páginas, cuando de pronto un
sorprendente encabezado cayó bajo sus ojos:
“SUICIDIO DE UN QUIROMÁNTICO”
Se puso pálido de emoción, y comenzó a leer. La pequeña noticia decía lo
siguiente:
“Ayer en la mañana, a la siete, el cuerpo de míster Septimus R. Podgers,
eminente quiromántico, fue arrojado por las aguas a las orillas de Greenwich,
frente al hotel Ship. El desgraciado señor había sido echado de menos durante
varios días, y una gran ansiedad se había dejado sentir en los círculos
quirománticos. Parece ser que se suicidó bajo el influjo de una depresión
mental pasajera, causada por exceso de trabajo, y el veredicto concerniente a
este caso fue entregado esta tarde por los médicos forenses. Míster Podgers
acababa de terminar un extenso tratado sobre el tema de la mano humana, que
será publicado en fecha próxima y que indudablemente habrá de atraer la
atención de un gran público. El difunto tenía 65 años, y no parece que haya
dejado parientes.”
Lord Arthur salió precipitadamente del club con el periódico aún en la mano, y
provocando el asombro del ujier que en vano quiso detenerle.
Sin perder momento fue a Párk Lane. Sybil le vio venir desde la ventana y
tuvo el presentimiento de que traía buenas noticias. Bajó corriendo a recibirle, y
al mirarle a la cara comprendió que todo marchaba bien.
-¡Mi querida Sybil! –gritó ¡casémonos mañana!
-¡Locuelo! ¡Pero si el pastel ni siquiera ha sido encargado! -exclamó Sybil
riendo entre lágrimas.
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CAPÍTULO VI
Cuando se consumó la boda, tres semanas más tarde, St. Peter estaba lleno
de gente distinguida y elegante. La ceremonia fue solemne y las palabras
rituales leídas con un acento impresionante por el deán de Chichester, y todos
estuvieron de acuerdo al admitir que nunca habían visto una pareja más
hermosa que la que formaban el novio y la novia. Aún más que bellos, se veían
felices. Ni por un solo instante lord Arthur lamentó todo lo que había tenido que
sufrir en bien de Sybil, mientras ella, por su parte, le entregó lo mejor que una
mujer puede entregar a un hombre: adoración, ternura y amor. Para ellos la
realidad no mató el romance. Siempre se sintieron jóvenes.
Algunos años después, cuando dos preciosos niños les habían nacido, lady
Windermere vino a Alton Priory para visitarles; era un lugar encantador; fue el
regalo de bodas que el duque hizo a su hijo; y una tarde, mientras estaba
sentada en el jardín, con lady Arthur, bajo un limonero, viendo jugar a los niños
en la rosaleda, como si fuesen danzantes rayos de sol, tomó de repente la
mano de su anfitriona y le dijo:
-Sybil, ¿eres feliz?
-Por supuesto, lady Windermere, soy muy feliz. ¿Usted no lo es?
-No tengo tiempo para serlo, Sybil. Siempre me gusta la última persona que
me presentan; pero por lo general, tan pronto como conozco a las personas,
me canso de ellas.
-¿Qué ya no le satisfacen sus leones, lady Windermere?
-¡Ah, querida, ya no! Los leones son útiles sólo por una temporada; tan pronto
como se les priva de sus manes, se vuelven los seres más insípidos de la
existencia. ¿Recuerdas aquel horroroso míster Podgers? Era un atroz
impostor. Por supuesto que a mí eso no me importaba gran cosa, y cuando me
pedía dinero prestado, se lo perdonaba, pero no podía soportar que me hiciese
el amor. La verdad es que me hizo odiar la quiromancia. Ahora creo en la
telepatía. Es mucho más divertida.
-Pues lo que es aquí, no debe usted decir nada contra la quiromancia, lady
Windermere; es el único tema sobre el cual Arthur no permite que se burle
nadie. Le aseguro que se lo toma muy en serio.
-No vayas a decirme que él cree en eso, Sybil.
-Pregúnteselo, lady Windermere, aquí llega.
Y lord Arthur se acercó llevando en las manos un gran ramo de rosas
amarillas y sus dos hijos dan zando a su alrededor.
-Lord Arthur...
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El Crimen de Lord Arthur Saville
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-Sí, lady Windermere...
-De verdad, ¿cree usted en la quiromancia?
-Claro que sí -dijo el joven, sonriendo.
-Pero, por qué?
-Porque a ella debo toda la felicidad de mi vida -murmuró dejándose caer en
un sillón de mimbre.
-Mi querido lord Arthur, ¿qué es lo que le debe?
-A Sybil -respondió alargando- el ramo de rosas a su esposa, mirándose
dentro de sus ojos violáceos.
-¡Qué tontería! -exclamó lady Windermere-. ¡Nunca en toda mi vida había
oído semejante tontería!
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EL MILLONARIO MODELO
OSCAR WILDE
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El Millonario Modelo
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UNA NOTA DE ADMIRACIÓN
A menos que se sea rico, no sirve de nada ser una persona
encantadora. Lo romántico es privilegio de los ricos, no profesión de los
desempleados. Los pobres debieran ser prácticos y prosaicos. Vale más
tener una renta permanente que ser fascinante. Estas son las grandes
verdades de la vida moderna que Hughie Erskine nunca comprendió.
¡Pobre Hughie!
Intelectualmente, hemos de admitir, no era muy notable. Nunca dijo en
su vida una cosa brillante, ni siquiera una cosa mal intencionada. Pero
era, en cambio, asombrosamente bien parecido, con su pelo castaño
rizado, su perfil bien recortado y sus ojos grises. Era tan popular entre
los hombres como entre las mujeres, y tenía todas las cualidades,
menos la de hacer dinero. Su padre le había legado su espada de
caballería y una Historia de la guerra peninsular, en quince volúmenes.
Hughie colgó aquella sobre el espejo, puso esta en un estante entre la
Guía de Ruff y la Revista de Bailey, y vivió con las doscientas libras al
año que le proporcionaba una anciana tía. Lo había intentado todo.
Había frecuentado la Bolsa durante seis meses; pero ¿qué iba a hacer
una mariposa entre toros y osos? Había sido comerciante de té algo
más de tiempo, pero pronto se había cansado del té chino negro fuerte y
del negro ligero. Luego había intentado vender jerez seco; aquello no
resultó; el jerez era tal vez demasiado seco. Por último, se dedicó a no
hacer nada, y a ser simplemente un joven encantador, inútil, de perfil
perfecto y sin ninguna profesión.
Para colmo de males, estaba enamorado. La muchacha que amaba
era Laura Merton, hija de un coronel retirado que había perdido el humor
y la digestión en la India, y que no había vuelto a encontrar ni lo uno ni la
otra.
Laura le adoraba, y él hubiera besado los cordones de los zapatos que
ella calzaba. Hacían la más bonita pareja de Londres, y no tenían ni un
penique entre los dos. Al coronel le parecía muy bien Hughie, pero no
quería oír hablar de noviazgo.
-Muchacho -solía decirle-, ven a verme cuando tengas diez mil libras
tuyas, y veremos. Y Hughie tomaba un aspecto taciturno en esos días, y
tenía que ir a Laura en busca de consuelo.
Una mañana, cuando se dirigía a Holland Park, donde vivían los
Merton, entró a ver a un gran amigo suyo, Alan Trevor. Trevor era pintor.
En verdad, poca gente escapa de eso hoy día; pero este era artista,
además, y los artistas son bastante escasos. Como persona era un
individuo extraño y rudo, con una cara llena de pecas y una barba roja
descuidada. Sin embargo, cuando cogía el pincel era un verdadero
maestro, y sus cuadros eran muy solicitados. Hughie le había interesado
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mucho; en un principio, hay que reconocer, a causa enteramente de su
encanto personal.
-Un pintor -solía decir- debiera conocer únicamente a las personas que
son tontas y hermosas, a las personas que son un placer artístico
cuando se las mira y un reposo intelectual cuando se habla con ellas.
Los hombres elegantes y las mujeres amadas gobiernan al mundo, al
menos debieran gobernarlo.
No obstante, cuando hubo conocido mejor a Hughie, le gustó otro tanto
por su radiante optimismo y su generosa naturaleza atolondrada, y le dio
entrada libre en su estudio.
Cuando llegó Hughie aquel día encontró a Trevor dando los últimos
toques a un magnífico retrato de un mendigo en tamaño natural. El
mendigo mismo estaba posando en pie, subido a un estrado, en un
ángulo del estudio. Era un viejo seco, con una cara semejante a un
pergamino arrugado y una expresión sumamente lastimera. De los
hombros le colgaba una tosca capa parda, toda desgarrada y
harapienta; sus gruesas botas estaban remendadas y con parches, y
con una mano se apoyaba en un áspero bastón, mientras que con la
otra sostenía su maltrecho sombrero, pidiendo limosna.
-¡Qué modelo tan asombroso! -susurró Hughie al estrechar la mano a
su amigo.
-¿Un modelo asombroso? -gritó Trevor a plena voz-, ¡eso creo yo! No
se encuentran todos los días mendigos como él. Une trouvaille, mon
cher; un Velázquez en carne y hueso! ¡Rayos!, ¡qué aguafuerte hubiera
hecho Rembrandt con él!
-¡Pobre viejo! -dijo Hughie-, ¡qué aspecto tan triste tiene! Pero supongo
que para vosotros, los pintores, su cara vale una fortuna.
-Ciertamente -replicó Trevor-, no querrás que un mendigo parezca
feliz, ¿verdad?
-¿Cuánto cobra un modelo por posar? -preguntó Hughie, mientras
encontraba cómodo asiento en un diván.
Un chelín por hora.
-¿Y cuánto cobras tú por el cuadro, Alan?
-¡Oh, por este cobro dos mil!
-¿Libras?
-Guineas. Los pintores, los poetas y los médicos siempre cobramos en
guineas.
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-Bueno, yo creo que el modelo debiera llevar un tanto por ciento exclamó Hughie riendo-; trabaja, tanto como vosotros.
-¡Tonterías, tonterías!; ¡mira, aunque sólo sea la molestia de extender
la pintura, y el estar de pie todo el santo día delante del caballete! Para ti
es muy fácil hablar, Hughie, pero te aseguro que hay momentos en que
el arte alcanza casi la dignidad del trabajo manual. Pero no debes
charlar; estoy muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y estáte callado.
Al cabo de un rato entró el sirviente y dijo a Trevor que el hombre que
le hacía los marcos quería hablar con él.
-No te vayas corriendo, Hughie -dijo al salir-; volveré dentro de un
momento.
El viejo mendigo aprovechó la ausencia de Trevor para descansar
unos instantes en un banco de madera que había detrás de él. Parecía
tan desamparado y tan desdichado que Hughie no pudo por menos de
compadecerse de él, y se palpó los bolsillos para ver qué dinero tenía.
Todo lo que pudo encontrar fue una libra de oro y algunas monedas de
cobre.
«¡Pobre viejo! -pensó en su interior-, lo necesita más que yo; pero esto
supone que no podré tomar un simón en dos semanas.»
Y cruzó el estudio y deslizó la moneda de oro en la mano del mendigo.
El viejo se sobresaltó, y una débil sonrisa revoloteó en sus labios
marchitos.
-Gracias, señor -dijo-, gracias.
Entonces llegó Trevor, y Hughie se marchó, sonrojándose un poco por
lo que había hecho. Pasó el día con Laura, recibió una encantadora
reprimenda por su extravagancia, y tuvo que volver a casa andando.
Aquella noche entró en el Palette Club hacia las once, y encontró a
Trevor sentado solo en el salón de fumadores bebiendo vino del Rin con
agua de seltz.
-Bien, Alan, ¿terminaste el cuadro? -dijo, mientras encendía su
cigarrillo.
-Está terminado y enmarcado, muchacho -contestó Trevor-; y a
propósito, has hecho una conquista. El viejo modelo que viste te tiene
verdadera devoción. He tenido que contarle todo acerta de ti: quién eres,
dónde vives, de qué ingresos dispones, qué perspectivas de futuro
tienes...
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-Querido Alan -exclamó Hughie-, probablemente le encontraré
esperándome cuando vaya a casa. Pero, naturalmente, estás sólo
bromeando. ¡Pobre viejo desgraciado! Desearía hacer algo por él; creo
que es terrible que haya alguien tan desdichado. Tengo montones de
ropa vieja en casa; ¡,crees que le interesaría algo de ella? ¡Como sus
harapos se le estaban cayendo a pedazos!
-Pero tiene un aspecto espléndido con ellos -dijo Trevor-. No le pintaría
con levita por nada del mundo. Lo que tú llamas harapos, yo lo llamo
atuendo romántico; lo que a ti te parece pobreza, a mí me parece
aspecto pintoresco. Sin embargo, le hablaré de tu ofrecimiento.
-Alan -dijo Hughie gravemente-, vosotros los pintores sois gente sin
corazón.
-El corazón de un artista es su cabeza -replicó Trevor-; y, además,
nuestra tarea es comprender el mundo como lo vemos, no reformarlo de
acuerdo con el conocimiento que tenemos de él. A chacun son métier. Y
ahora, dime, cómo está Laura. El viejo modelo se interesó mucho por
ella.
-¿No querrás decir que le hablaste de ella? -dijo Hughie.
-Desde luego que sí. Él sabe todo respecto al inexorable coronel, la
bella Laura y las diez mil libras. -¿Contaste al viejo mendigo todos mis
asuntos privados? -exclamó Hughie, enrojeciendo y enfadándose
mucho.
-Mi querido muchacho -dijo Trevor, sonriendo-, ese viejo mendigo,
como tú le llamas, es uno de los hombres más ricos de Europa. Podría
comprar mañana todo Londres sin dejar al descubierto sus cuentas
corrientes. Tiene una casa en todas las capitales; come en vajilla de oro,
y cuando quiera puede impedir que Rusia entre en una guerra.
-¿Qué demonios quieres decir? -exclamó Hughie.
-Lo que digo -respondió Trevor-. El viejo que viste hoy en el estudio
era el barón Hausberg. Es un gran amigo mío; compra todos mis
cuadros y todas esas cosas, y hace un mes me encargó que le pintara
de mendigo. Que voulez-vous? La fantaisie d'un millionnaire!. Y he de
reconocer que hacía una magnífica figura con sus harapos, o quizá
debiera decir con los míos, pues es una ropa vieja que conseguí en
España.
-¡El barón Hausberg! -exclamó Hughie-. ¡Cielo santo! ¡Y yo le di una
libra!
Y se desplomó en un sillón, pareciendo la imagen de la consternación.
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-¿Que le diste una libra? -gritó Trevor, lanzando una carcajada-. Mi
querido muchacho, nunca volverás a verla. Son affaire c'est l'argent des
autres.
-Creo que bien podías habérmelo dicho, Alan -dijo
malhumorado-, y no haberme dejado que hiciera el ridículo.
Hughie
-Bueno, para empezar, Hughie -dijo Trevor-, nunca se me hubiera
ocurrido que fueras por ahí repartiendo limosnas de ese modo tan
atolondrado. Puedo entender que des un beso a una modelo guapa,
pero que des una moneda de oro a un modelo feo, ¡por Júpiter, no!
Además, el hecho es que en realidad yo no estaba en casa para nadie, y
cuando entraste tú yo no sabía si a Hausberg le gustaría que se
mencionara su nombre. Ya sabes que no estaba vestido de etiqueta.
-¡Qué imbécil debe creer que soy! -dijo Hughie.
-Nada de eso. Estaba del mejor humor después de que te fuiste; no
hacía más que reírse entre dientes y frotarse las viejas manos rugosas.
Yo no podía explicarme por qué estaba tan interesado en saber todo lo
referente a ti, pero ahora lo veo todo claro. Invertirá tu libra por ti,
Hughie, te pagará los intereses cada seis meses, y tendrá una historia
estupenda para contar después de la cena.
-Soy un pobre diablo sin suerte -refunfuñó Hughie-. Lo mejor que
puedo hacer es irme a la cama, y tú, querido Alan, no debes decírselo a
nadie; no me atrevería a dejar que me vieran la cara en el Row.
-¡Tonterías! Esto hace honor a tu alta reputación de espíritu
filantrópico, Hughie. Y no te vayas corriendo. Fúmate otro cigarrillo, y
puedes hablar de Laura tanto como quieras.
Sin embargo, Hughie no quiso quedarse allí; se fue a casa, sintiéndose
muy desgraciado y dejando a Trevor con un ataque de risa.
A la mañana siguiente, cuando estaba desayunando, el sirviente le
llevó una tarjeta en la que estaba escrito: «Monsieur Gustave Naudin, de
la part de M. le baron Hausberg.»
-Supongo que habrá venido a pedir que me disculpe -se dijo Hughie.
Y ordenó al criado que hiciera pasar al visitante.
Entró en la habitación un señor anciano con gafas de oro y pelo
canoso, y dijo con un ligero acento francés:
-¿Tengo el honor de hablar con monsieur Erskine? Hughie asintió con
la cabeza.
-Vengo de parte del barón Hausberg -continuó-. El barón...
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-Le ruego, señor, que le ofrezca mis más sinceras excusas -balbuceó
Hughie.
-El barón -dijo el anciano con una sonrisa- me ha encargado que le
traiga esta carta.
Y le tendió un sobre lacrado, en el que estaba escrito lo siguiente: «Un
regalo de boda para Hugh Erskine y Laura Merton, de un viejo
mendigo.» Y dentro había un cheque por diez mil libras.
Cuando se casaron, Alan Trevor fue el padrino, y el barón pronunció
un discurso en el desayuno de bodas.
-Los modelos millonarios -observó Alan- son bastante raros, pero, ¡por
Júpiter!, los millonarios modelo son más raros todavía.
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