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Prodavinci
Escribir, por Susan Sontag
Prodavinci · Monday, May 20th, 2013
Leer novelas me parece una actividad de lo más normal; escribirlas, en cambio, es
algo tan extraño… Eso, al menos, es lo que pienso, hasta que recuerdo la solidez con
la que una y otra se relacionan. (No hay aquí generalidades con blindaje. Sólo unas
cuantas observaciones).
En primer lugar, porque escribir es practicar, con singular intensidad y atención, el
arte de la lectura. Escribes a fin de leer lo que has escrito, revisar si está bien, y como
nunca lo está, desde luego, para reescribirlo: una, dos, tantas veces como sea
necesario, hasta obtener algo cuya relectura puedas admitir. Uno mismo es su primer
lector, tal vez el más estricto. “Escribir es someterse al juicio de sí mismo”, anotó
Ibsen en la cubierta de uno de sus libros. Difícil imaginar la escritura sin la relectura.
Pero, ¿acaso lo que uno escribe de una tirada nunca está del todo bien? Sí, claro: a
veces, incluso más que bien. Lo cual sólo sugiere, al menos para esta novelista, que en
un examen más atento o en voz alta —es decir, en otra lectura—, podría ser todavía
mejor. No digo que el escritor deba preocuparse y sudar a fin de producir algo bueno.
“Lo que se ha escrito sin esfuerzo, en general, es leído sin placer”, dijo el doctor
Johnson, y la máxima parece tan alejada del gusto contemporáneo como su autor. Sin
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duda, mucho de lo que se ha escrito sin esfuerzo entrega placer en abundancia. No, la
cuestión no es el juicio de los lectores —que bien pueden preferir la obra de un
escritor más espontáneo, menos elaborado—, sino un sentimiento de los escritores,
esos profesionales de la insatisfacción. Uno piensa: si puedo alcanzar este punto en la
primera vuelta, sin demasiado esfuerzo, ¿no podría ser todavía mejor?
Y aunque esto, la reescritura —y la relectura— suenan como un esfuerzo, constituyen
de hecho la parte más placentera de la escritura. A veces, la única parte placentera. Al
ponerse a escribir, si uno tiene presente la idea de la “literatura”, resulta formidable,
intimidante. Una inmersión en un lago helado. Después viene la parte cálida: cuando
ya tienes algo que trabajar, mejorar, editar.
Digamos que es una mezcolanza. Pero tienes la oportunidad de arreglarla. Intentas ser
más claro. O más profundo. O más elocuente. O más excéntrico. Intentas ser fiel a un
mundo. Quieres que el libro sea más amplio, que tenga más valía. Quieres elevarte por
encima de ti mismo. Quieres elevar el libro por encima de las barreras de tu mente.
Así como la estatua se encuentra sepultada dentro del bloque de mármol, la novela se
encuentra dentro de tu cabeza. Intentas liberarla. Intentas llevar la materia
desdichada de la página más cerca de lo que piensas que tu libro debiera ser: lo que
sabes, en tus espasmos de exaltación, que puede ser. Lees las oraciones una y otra vez.
¿Éste es el libro que yo estoy escribiendo? ¿Esto es todo?
O digamos que va bien, porque, en efecto, va bien a veces (de lo contrario, en algún
momento perderías la razón). En eso estás, y aun si eres el más lento amanuense y el
peor de los mecanógrafos, un rastro de palabras se ha compuesto y tú quieres
continuar. Y después lo relees. Quizá no te atreves a sentirte satisfecho, pero al mismo
tiempo te gusta lo que has escrito. Descubres que obtienes placer —un placer de
lector— con lo que está en la página.
Escribir consiste, a fin de cuentas, en una serie de licencias que uno se da a sí mismo
para ser expresivo en ciertas formas. Para inventar. Para saltar. Para volar. Para caer.
Para encontrar tu propia manera de narrar y de insistir; o sea, para encontrar tu
propia, íntima libertad. Para exigirte, sin desollarte demasiado. Sin detenerte a releer
con demasiada frecuencia. Permitirte, si te atreves a pensar que fluye bien (o no del
todo mal), sencillamente continuar remando. Sin esperar el impulso de la inspiración.
Desde luego, los escritores ciegos nunca pueden releer lo que dictan. Quizás esto sea
menos importante para los poetas, quienes suelen elaborar en su mente la mayor
parte de su escritura antes de poner cualquier cosa en el papel. (Los poetas viven del
oído mucho más que los prosistas). Y la ceguera no significa que no se hagan
revisiones. ¿No imaginamos a las hijas de Milton, al finalizar cada día del dictado de El
paraíso perdido, releyendo todo a su padre en voz alta y en seguida anotando sus
correcciones? En cambio, los prosistas —que trabajan en una carpintería de
palabras— no pueden retenerlo todo en su cabeza. Necesitan ver lo que han escrito.
Aun aquellos escritores que parecen los más notables y prolíficos deben sentir esto.
(Así, Sartre anunció, al perder la vista, que sus días de escritor habían
concluido).Pensemos en el corpulento y venerable Henry James, caminando de un lado
a otro en una habitación de la Casa Lamb, mientras compone en voz alta, para una
secretaria, La copa dorada. Si descontamos la dificultad de imaginar cómo la prosa
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tardía de James pudo ser dictada en absoluto, no menos que el estrépito de una
máquina de escribir Remington circa 1900, ¿no damos por hecho que James releía lo
que se había mecanografiado, y que se prodigaba en sus correcciones?
Hace dos años, cuando me convertí otra vez en una paciente de cáncer y tuve que
suspender mi trabajo en la casi terminada In America, un amable amigo de Los
Ángeles, al conocer mi desesperanza y miedo de ya nunca terminarla, me ofreció pedir
una licencia en su trabajo para venir a Nueva York, permanecer conmigo lo que fuera
necesario y poner por escrito mi dictado del resto de la novela. Cierto que los
primeros ocho capítulos estaban listos (es decir, reescritos y releídos muchas veces) y
yo había comenzado el penúltimo capítulo, y sentí que tenía completo el arco de esos
dos últimos capítulos en mi cabeza. Y sin embargo, tuve que rechazar su oferta,
generosa y conmovedora. No era sólo que yo estuviera ya demasiado confundida por
un drástico coctel de quimioterapia y cantidades de calmantes para recordar lo que
planeaba escribir. Necesitaba la posibilidad de ver lo que escribía, no sólo de
escucharlo. Necesitaba la posibilidad de releer.
Habitualmente, la lectura antecede a la escritura. Y el impulso de escribir es casi
siempre estimulado por la lectura. La lectura, el amor por la lectura, es lo que te hace
soñar en convertirte en escritor. Y mucho después de convertirte en escritor, leer los
libros que otros escriben —y releer los queridos libros del pasado— constituye una
irresistible distracción de la escritura. Distracción. Consuelo. Tormento. Y, claro,
inspiración.
Desde luego, no todos los escritores admitirán esto. Recuerdo que una vez le comenté
a V. S. Naipaul algo sobre una novela inglesa del siglo XIX que yo adoraba, una novela
muy conocida, y di por hecho que él, como todos mis conocidos interesados en la
literatura, la admiraba igual que yo. Pero no, él no la había leído, me dijo, y al ver la
sombra de la sorpresa en mi rostro añadió con severidad: “Yo soy un escritor, Susan,
no un lector”.
Muchos escritores que han dejado de ser jóvenes proclaman, por razones diversas,
que leen muy poco y, a decir verdad, que encuentran en cierto sentido incompatibles
la lectura y la escritura. Para algunos escritores tal vez lo sean. No me corresponde
juzgarlo. Si el motivo es la ansiedad de ser influido, entonces me parece una
preocupación vana, superficial. Si el motivo es la falta de tiempo —sólo hay tantas
horas al día, y las que consume la lectura son sustraídas, como es evidente, de
aquellas en las que uno podría escribir—, se trata entonces de un ascetismo al que yo
no aspiro.
Perderse a sí mismo en un libro, esa vieja frase, no es una fantasía ociosa sino una
realidad adictiva, ejemplar. Virginia Woolf dijo memorablemente en una carta: “A
veces creo que el cielo debe ser una lectura continua, inacabada”. Sin duda, la parte
celestial es —de nuevo en palabras de Woolf— que “la condición de la lectura consiste
en la eliminación total del ego”. Por desgracia, nunca nos despojamos del ego, así
como tampoco podemos pasar por encima de nuestros propios pies. Pero ese arrebato
incorpóreo, la lectura, semeja un estado de trance que basta para hacernos sentir sin
ego.
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Como la lectura, la lectura arrebatada, la escritura de ficción —el habitar en otros
seres— también se experimenta como perderse a sí mismo.
Hoy todo mundo prefiere pensar que la escritura sólo es una forma de introspección.
También llamada expresión personal. Si se supone que ya no somos capaces de
sentimientos altruistas genuinos, se supone que no somos capaces de escribir acerca
de nadie, salvo de nosotros mismos.
Pero no es cierto. William Trevor se refiere a la audacia de la imaginación no
autobiográfica. ¿Por qué no escribir para escapar de ti mismo, tanto como podrías
escribir para expresarte a ti mismo? Es mucho más interesante escribir acerca de
otros.
No hace falta decir que doy partes de mí a todos mis personajes. Cuando, en In
America, mis inmigrantes de Polonia llegan al sur de California —están justo en las
afueras del poblado de Anaheim— en 1876, y se adentran al desierto y sucumben a
una aterradora visión de vacío que los transforma, sin duda yo aproveché el recuerdo
de mi propia infancia, caminatas por el desierto del sur de Arizona —en las afueras de
lo que entonces era una ciudad pequeña, Tucson— en la década de los cuarenta. En el
primer borrador de ese capítulo había saguaros en el desierto del sur de California.
Para el tercer borrador yo había eliminado, con renuencia, los saguaros. (Por
desgracia, no hay saguaros al oeste del río Colorado).
Yo escribo acerca de alguien que no soy yo. Así, lo que escribo es más ingenioso de lo
que yo soy. Porque lo puedo reescribir. Mis libros conocen lo que yo conocí alguna vez:
de manera caprichosa, intermitente. Y apuntar las mejores palabras en la página no
parece en modo alguno más fácil, incluso después de tantos años de escribir. Por el
contrario.
He aquí la gran diferencia entre la lectura y la escritura. Leer es una vocación, un
oficio en el cual, con la práctica, uno está destinado a ser cada vez más experto. Como
escritor, lo que uno acumula son ante todo incertidumbres y ansiedades.
Todos esos sentimientos de insuficiencia del escritor —este escritor, en cualquier
caso— son afirmados por la convicción de que la literatura es importante. “Importante”
es con seguridad una palabra demasiado pálida. Que hay libros “necesarios”, es decir,
libros que, al leerlos, uno sabe que habrá de releer. Quizá más de una vez. ¿Existe
mayor privilegio que gozar de una conciencia expandida, colmada, encauzada por la
literatura?
Libro de sabiduría, ejemplo del sentido lúdico de la mente, dilatador de compasiones,
registro fiel de un mundo real (no sólo de la conmoción dentro de una cabeza), auxiliar
de la historia, defensor de emociones desafiantes y opuestas… una novela que se
intuye necesaria puede ser, debería ser, tiene que ser la mayoría de estas cosas.
Si continuará la existencia de lectores que compartan esta elevada idea de la ficción,
bueno: “No hay futuro para esa pregunta”, como respondió Duke Ellington cuando le
cuestionaron por qué iba a tocar en programas matutinos del Apollo. Más vale
sencillamente continuar remando.
Prodavinci
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Texto publicado en la Revista El Malpensante
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on Monday, May 20th, 2013 at 9:36 am and is filed under Arte, Cultura
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