El Cid. ¿Héroe o mercenario?

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El Cid. ¿Héroe o mercenario?
Hace 900 años murió Rodrigo Díaz y la literatura le convirtió en el héroe español por antonomasia. Pero su
figura histórica no está tan clara; combatió a favor de cristianos y también de moros, y algunos episodios de
su leyenda no son ciertos.
Sobre la memoria del Campeador han llovido tantas opiniones controvertidas a lo largo de los nueve siglos
exactos transcurridos desde su muerte, que ya no es fácil deslindar lo que fue realmente de lo que unos y otros
han querido hacer de él. A diferencia de otros héroes nacionales como Sigfrido o Ronaldo, nombres aupados
por la leyenda pero cuya entidad histórica no está documentada, el Cid tuvo, además, una realidad histórica
concreta. Se trata de un héroe discutible, puesto que es posible rebuscar en las fuentes históricas para
contrastar la realidad de lo que escribieron sobre él los poetas. Por eso, hay cidofilia y cidofobia. Como es
natural, los cidófilos se apoyan en las crónicas cristianas y los cidófobos en las crónicas musulmanas.
¿Pero estamos en condiciones de juzgarle? El mundo en que vivió era tan distinto al nuestro, e ignoramos
tantas cosas sobre los motivos de sus decisiones, que la empresa se antoja imposible. En todo caso, los hechos
escuetos fueron éstos: el primer dato seguro que tenemos de Rodrigo Díaz es su firma al pie de un documento
real fechado en 1065. Debía rondar entonces los 22 años, de modo que su rúbrica como fedatario al lado de
importantes personajes del reino castellano se justifica solamente por su amistad con el joven rey Sancho II,
más tarde conocido como el Fuerte. Sancho era uno de los cinco hijos del rey Fernando I, quien había
conseguido reunir por primera vez las coronas de Castilla y de León.
Poco antes de morir, Fernando repartió su reino entre sus cinco hijos, privilegiando al segundo, Alfonso, que
recibió León, frente al primogénito, Sancho, que recibió Castilla. Galicia y los territorios portugueses le
fueron otorgados al tercero, García, mientras que las princesas Urraca y Elvira recibieron respectivamente las
ciudades de Zamora y Toro. Rodrigo Díaz no formaba parte de la alta nobleza de Castilla, no era sino un
joven infanzón de largo linaje −pero de cortísima hacienda− a quien Sancho había tomado aprecio por su
valor y sus condiciones para el combate.
Vivió en la corte, como otros jóvenes hidalgos.
Desde los tiempos de la monarquía visigoda, existía la costumbre de que los príncipes acogieran en sus
palacios a jóvenes de familias ilustres, con los que seguían vinculados toda la vida. Además, su padre, Diego
Laínez, había prestado importantes servicios al reino, y sus abuelos tenían gran influencia en la corte. La
amistad del rey, casi de la misma edad de Rodrigo, debió granjear al joven infanzón de Vivar no pocas
envidias entre los miembros de aquella corte, sobre todo cuando Sancho le nombró jefe de su guardia. Es
probable que, intentando contrarrestar esas envidias, lo escogiese el rey como campeón de un combate
singular con un caballero navarro en donde había de dirimirse, a modo de ordalía o juicio de Dios, la posesión
de una villa fronteriza entre ambos reinos. El éxito de Rodrigo quedó reflejado en un documento anónimo que
le llama campidocti, o sea, ducho o maestro en el campo del honor, de donde procede su apelativo de
Campeador que equivale más o menos a nuestro campeón.
A partir de entonces, Rodrigo se convierte en la mano derecha de su rey, el cual, a su vez, decide que ya es
hora de repara la injusta herencia de su padre. De momento, y en connivencia con su hermano Alfonso, rey de
León, invade Galicia, territorio de García, el tercer hermano, quien en realidad no debería haber sido coronado
nunca dado su escaso entendimiento. García es desterrado a la corte del rey moro de Sevilla, su tributario.
Después, Sancho va a por Alfonso, con quien se enfrenta en Golpejeras y, tras vencerle en un combate muy
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duro, le hace prisionero, le destierra y se instala en su trono de León.
A los leoneses no les gustó. Sobre todo a los grandes señores que habían seguido a Alfonso al destierro. Ni a
Urraca, que sentía debilidad por su hermano destronado y convirtió su ciudad de Zamora en un foco de
sedición.
La felonía de Bellido Dolfos
Sancho se vio obligado a poner sitio a la ciudad, y el responsable del sitio no fue otro que el Campeador, que
aún no había cumplido 30 años. El 7 de octubre de 1072, cuando la ciudad estaba llegando al límite de la
resistencia, un supuesto desertor zamorano llamado Bellido Dolfos se presentó ante los sitiadores
ofreciéndoles el modo de entrar en ella. Pero, en lugar de eso, al ser conducido a presencia de Sancho se
apoderó de un venablo y lo atravesó con él de parte a parte. La felonía de Dolfos supuso un vuelco completo
en la historia de España y, por supuesto, en la de Rodrigo Díaz. De momento, la situación política era
inusitada. Castilla se había quedado sin rey, y los de León y Galicia estaban desterrados. Naturalmente,
Alfonso vuelve a marchas forzadas y se refugia en Zamora, donde colma de prebendas a Urraca. Por su parte,
los castellanos convocan cortes y no encuentran más solución que la de proclamar rey a Alfonso. Pero antes,
le exigen el juramento solemne de que no tuvo parte en la traición zamorana de Bellido Dolfos. Aunque no
hay pruebas históricas de ello, es plausible que la tradición esté acertada cuando afirma que fue Rodrigo Díaz,
como el mejor amigo de Sancho y su hombre de confianza en vida, el encargado de tomar juramento a su
hermano. Sin embargo, la misma tradición se engaña cuando hace de esta jura la causa del destierro del
Campeador. Alfonso era un rey bien dotado para la diplomacia, y de ninguna manera buscaba malquistarse
con Rodrigo ni con la nobleza castellana que el hidalgo representaba.
La boda de Rodrigo con Jimena
De hecho, trató de ganárselo casándolo un par de años después con su sobrina Jimena, hija del conde de
Oviedo, y liberando de tributos las tierras de su familia. La verdadera causa de ese destierro parece que
obedeció más bien a un exceso de celo por parte de Rodrigo, quien actuó militarmente por su cuenta en un par
de ocasiones sin recibir instrucciones del monarca, interfiriendo en la enredada política de entonces.
Como quiera que fuese, el caso es que la verdadera leyenda de Rodrigo comenzó a fraguarse cuando dejó a su
mujer y a sus hijas en el monasterio de Cardeña y abandonó Castilla seguido por sus amigos, parientes y
vasallos. A partir de ese momento en que se inicia su interminable peripecia guerrera que concluirá con la
toma de Valencia, se convirtió en algo muy parecido a un mercenario errante, con la peculiaridad de que
nunca se alzó en armas contra el rey que le había castigado ni contra sus intereses. Y eso no era fácil, habida
cuenta del cambiante sistema de alianzas y enfrentamientos entre los muchos reinos peninsulares.
Se ofreció primero a los hermanos Ramón Berenguer y Berenguer Ramón, condes de Barcelona, pero los
catalanes lo rechazaron. Así que saltó a Zaragoza, donde reinaba Muctadir, el más poderoso de los reyes de
taifas, quien le recibió con los brazos abiertos. Muctadir murió pronto, se dividió el reino entre sus hijos y
Rodrigo apoyó al primogénito, mientras que su hermano Mondsir solicitó la ayuda del conde Berenguer
Ramón, que se había deshecho criminalmente del suyo. Y una vez más, según sucediera tantas otras a lo largo
de la Reconquista, los cristianos se enfrentaron a los cristianos como aliados respectivos de sendas facciones
musulmanas.
Ganó Rodrigo, que a partir de entonces comenzó a ser conocido con el tratamiento árabe de sidi, (señor), y el
eco de su victoria no tardó en llegar a oídos de su antiguo rey Alfonso. Este último le permitió volver a
Castilla, pero una vez allí le dejó bien claro que no tenía futuro en su corte, de modo que regresó a Zaragoza
para luchar al lado de Muntamin contra Sancho Ramírez, rey de Navarra y Aragón, a quien derrotó por
completo en Morella el mes de agosto de 1084. Después, su actividad se detuvo durante tres años en los que
Alfonso tomó Toledo, provocando una situación militar tal que los días del islam hispánico parecían estar
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contados.
Y entonces, todo volvió a empezar. En el Magreb apareció un movimiento integrista de corte radical, el de los
almorávides, monjes guerreros imbuidos por el ardor fanático de la guerra santa. Aunque les temían más que a
los cristianos, los taifas decidieron formar una embajada para pedir su apoyo, y los almorávides pasaron a la
península. Alfonso reunió un gran ejército y bajó hasta Sagrajas, junto a Badajoz, donde sufrió una derrota de
la que a duras penas pudo escapar con vida. Los almorávides luchaban con una entrega y un furor
desconocidos, y se convirtieron en una amenaza para todos los reinos cristianos. Así que el rey Alfonso volvió
a acordarse del Campeador, lo llamó a su lado y le hizo donación de un gran señorío en tierras de Burgos y
Cantabria. Le necesitaba para mantener controlado el flanco levantino mientras él trataba de contener a los
almorávides, que ocupaban el sur y el suroeste, y le ofreció oficialmente quedarse para él y sus descendientes
con cuantas tierras conquistara en aquella zona.
Por espacio de siete años, el Cid y los suyos, a base de alianzas, escaramuzas y grandes batallas −como la de
Cuarte, que las crónicas musulmanas llaman la locura del espanto−, mantuvieron neutralizado el Levante
español, cuyos reinos le pagaban anualmente un tributo que se ha estimado en unos 300 kilos de oro. En 1094,
entró en Valencia y se estableció en la ciudad. Fue su gran momento de gloria. Envió un regalo fabuloso a su
rey Alfonso, e hizo que su mujer y sus hijas viajaran desde Cardeña para reunirse con él. A la vez, envió a su
único hijo varón, Diego, a la corte de Alfonso.
Pero aquello no fue más que un momento. El dificilísimo equilibrio que exigía su posición le impidió disfrutar
de su triunfo y en sus últimos años conoció la auténtica amargura. Sus hijas, a las que había otorgado una
fabulosa dote para casarlas con nobles castellanos y que por cierto se llamaban Cristina y María (no Sol y
Elvira), fueron utilizadas para afrentarle. Su hijo Diego murió acompañando a Alfonso en la batalla de
Consuegra. El 10 de julio de 1099, Rodrigo Díaz dejó de existir en su señorío de Valencia, sin haber sido
derrotado militarmente en toda su vida.
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