Subido por Juan Francisco Brizuela

Angustia

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Angustia
Tienes 15 años, sos una de las 4 personas más inteligentes de la clase (o eso te
quien hacer creer tus padres, los números y las figuras de autoridad, esos malditos).
No te aplicas porque tu experiencia te ha enseñado que estudiar a último momento y
trabajar durante el año, solo marcan la diferencia entre un 9 y un 10. No tienes amigos
(el mismo concepto de “amigo” que manejan tus pares te parece ridículo (tus pares te
ridiculizan por la forma en la que hablas, como decirle “pares” a tus pares), prefieres
no tener nada que ver con todo el asunto), por lo que solo te concentras en intentar
no dormirte durante la primera hora, copiar todo lo que te ponen en frente y terminar
las tareas de la próxima hora antes del recreo. Repites esta rutina prácticamente todo
el año escolar. Como no hablas con nadie, tus compañeros se empeñan en molestarte
como sea. Sabes que los hombres son fuertes, no lloran, se la bancan, pelean; y es así
como recibes tu primera golpiza, aprendes “que el agua no se mastica”. Lo único que
queda es ignorar y aguantar, esconder las lágrimas tras la punta del lápiz y una mirada
de 90° a la superficie del pupitre. Y las burlas continúan. Si no hay un “defecto” físico o
actitudinal notable, te inventan uno y lo repiten incansablemente. No es un evento
aislado, no es una vez por semana, no se va al ignorarlo, no se va al luchar contra él.
Son todos los putos días desde la formación hasta que te suena el último timbre. Sin
embargo, no te va tan mal. Tus padres te quieren, hay comida en la mesa, vas a un
colegio privado (y católico) y sales de vacaciones casi todos los años. A menudo tus
padres (quienes se comportan como cuidadores más que como guías de vida) te dan
cosas sin que las pidas (“regalos”, les llaman) y te obligan a dar las gracias aunque no
estés agradecido. Hay gente de tu edad que la tiene peor, hay chicos que mueren de
hambre en la calle, y es por eso que tus genes judeocristianos comienzan a bombearte
la culpa al cerebro. Te sientes mal por sentirte mal, por sentir que no puedes respirar
en la escuela ni exhalar en casa. Entonces entierras todo, haces como que estudias y
dices que todo está bien detrás de esa sonrisa muerta.
Te levantas un nuevo día con la esperanza ingenua de que todo sea distinto, pero
el primer timbre del día te devuelve a la monótona realidad. Al pasar los días, las
semanas y los meses, el único momento de escape, en el que te sientes realmente
despierto, es al tener esos sueños vívidos y hermosos de la adolescencia, esos que
nunca vas a volver a tener. No siempre fuiste recluido y tímido, comenzaste siendo
rechazado por tus compañeros de juego, luego por la mirada fría de tu maestra, luego
por la incompetencia de tu preceptor y finalmente por la indiferencia de tu directora.
Después de un tiempo te mandaban con tus quejas y problemas a la psicopedagoga
(esa sociópata con título), la cual te hace reflexionar sobre por qué es tu culpa lo que
te hacen los demás. Rompes en llanto, y ella logra un orgasmo freudiano.
No hay respuestas satisfactorias en tu hogar. Tu madre te dice que los ignores, que
te tienen envidia (cosa que no te crees ni por un segundo), que las respuestas
agresivas agravan el problema. Tu padre, por otro lado, te lleva a tu habitación y cierra
la puerta, su mirada de fuego te quema la nuca mientras te ordena que dejes de llorar
(otra vez llorando sin poder evitarlo, como si tuvieras un fogón en el diafragma que
hace hervir las lágrimas fuera de tus ojos), que no seas maricón, que si alguien te
insulta le devuelvas un insulto peor (en este punto divaga sobre sus nostálgicos días en
la secundaria) y que no dudes en bajarles los dientes al menor indicio de agresión
física. En resumen, si se juntasen los consejos de tus padres en un solo cuerpo, sería el
de un psicópata bipolar antisocial.
No tienes miedo de ir a la escuela, ahora es ansiedad, estrés, rechinar de dientes,
estimulación negativa durante 6 horas, y te sientes como un maldito ratón en un
experimento de mierda. No estás seguro de cómo responder a los estímulos de los
constituyentes de la microsociedad que es el alumnado, y por lo tanto no estás seguro
de cuándo va a llegar el día en que tengas que pelearte con alguien que ha estado en
80 peleas más que vos. “¿Vos sos loco? ¡Yo soy más loco que vos!” te grita el peor de
los alumnos y tu cara desfigurada se fusiona con el piso.
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