Subido por Diego Torres

-Gadamer-Hans-Georg-Verdad-y-Metodo-I

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Los tres años que han pasado desde que apareció la primera edición no
bastan todavía para volver a poner en movimiento el conjunto y hacer
fecundo lo aprendido entre tanto gracias a la crítica 1 y a la prosecución de
mi propio trabajo 2.
Hans-Georg Gadamer
Verdad y método
HERMENEIA 7
Por lo tanto intentaremos volver a resumir brevemente la intención y las
pretensiones del conjunto; es evidente que el hecho de que recogiera una
expresión como la de «hermenéutica», lastrada por una vieja tradición, ha
inducido a algunos malentendidos3. No era mi intención componer una
«preceptiva» del comprender como intentaba la vieja hermenéutica. No
pretendía desarrollar un sistema de reglas para describir o incluso guiar el
procedimiento metodológico de las ciencias del espíritu. Tampoco era mi
idea investigar los fundamentos teóricos del trabajo de las ciencias del
espíritu con el fin de orientar hacia la práctica los conocimientos alcanzados.
Sí existe alguna conclusión práctica para la investigación que propongo
aquí, no será en ningún caso nada parecido a un «compromiso» acientífico,
sino que tendrá que ver más bien con la honestidad «científica» de admitir el
compromiso que de hecho opera en toda comprensión. Sin embargo mi
verdadera intención era y sigue siendo filosófica; no está en cuestión lo que
hacemos ni lo que debiéramos hacer, sino lo que ocurre con nosotros por
encima de nuestro querer y hacer.
Fundamentos de una hermenéutica filosófica
Quinta edición
Ediciones Sígueme - Salamanca 1993
Contenido
En tanto no recojas sino lo que tú mismo arrojaste, todo será no más que
destreza y botín sin importancia: sólo cuando de pronto te vuelvas cazador
del balón que te lanzó una compañera eterna, a tu mitad, en impulso
exactamente conocido, en uno de esos arcos de la gran arquitectura del
puente de Dios: sólo entonces será el saber-coger un poder, no tuyo, de un
mundo. R. M. RILKE
Título original: Wahrheit und Methode. Tradujeron: Ana Agud Aparicio y
Rafael de Agapito
©J.C.H., Mohr (Paul Siebeck) Tübingen 1975
©Ediciones Sígueme. S.A.
En este sentido aquí no se hace cuestión en modo alguno del método de las
ciencias del espíritu. Al contrario, parto del hecho de que las ciencias del
espíritu históricas, tal como surgen del romanticismo alemán y se impregnan
del espíritu de la ciencia moderna, administran una herencia humanista que
las señala frente a todos los demás géneros de investigación moderna y las
acerca a experiencias extra-científicas de índole muy diversa, en particular a
la del arte. Y esto tiene sin duda su correlato en la sociología del
conocimiento. En Alemania, que fue siempre un país pre revolucionario, la
tradición del humanismo estético siguió viva y operante en medio del
desarrollo de la moderna idea de ciencia. En otros países puede haber habido
más cantidad de conciencia política en lo que soporta en ellos a las
humanities, las lettres, en resumen todo lo que desde antiguo viene
llamándose humaniora.
Prólogo a la segunda edición.
En lo esencial, esta segunda edición aparece sin modificaciones sensibles.
Ha encontrado sus lectores y sus críticos, y la atención que ha merecido
obligaría sin duda al autor a utilizar todas sus oportunas aportaciones críticas
para la mejora del conjunto. Sin embargo un razonamiento que ha madurado
a lo largo de tantos años acaba teniendo una especie de solidez propia. Por
mucho que uno intente mirar con los ojos de los críticos, la propia
perspectiva, desarrollada en tantas facetas distintas,
intenta siempre
imponerse.
Esto no excluye en ningún sentido que los métodos de la moderna ciencia
natural tengan también aplicación para el mundo social. Tal vez nuestra
1
época esté determinada, más que por el inmenso progreso de la moderna
ciencia natural, por la racionalización creciente de la sociedad y por la
técnica científica de su dirección. El espíritu metodológico de la ciencia se
impone en todo. Y nada más lejos de mi intención que negar que el trabajo
metodológico sea ineludible en las llamadas ciencias del espíritu. Tampoco
he pretendido reavivar la vieja disputa metodológica entre las ciencias de la
naturaleza y las del espíritu. Difícilmente podría tratarse de una oposición
entre los métodos. Esta es la razón por la que creo que el problema de los
«límites de la formación de los conceptos en la ciencia natural», formulado
en su momento por Windelband y Rickert está mal planteado. Lo que
tenemos ante nosotros no es una diferencia de métodos sino una diferencia
de objetivos de conocimiento. La cuestión que nosotros planteamos intenta
descubrir y hacer consciente algo que la mencionada disputa metodológica
acabó ocultando y desconociendo, algo que no supone tanto limitación y
restricción de la ciencia moderna cuanto un aspecto que le precede y que en
parte la hace posible. La ley inmanente de su progreso no pierde con ello
nada de su inexorabilidad. Sería una empresa vana querer hacer prédicas a la
conciencia del querer saber y del saber hacer humano, tal vez para que éste
aprendiese a andar con más cuidado entre los ordenamientos naturales y
sociales de nuestro mundo. El papel del moralista bajo el hábito del
investigador tiene algo de absurdo. Igual que es absurda la pretensión del
filósofo de deducir desde unos principios cómo tendría que modificarse la
«ciencia» para poder legitimarse filosóficamente.
comportamiento comprensivo de la subjetividad, incluso al metodológico de
las ciencias comprensivas, a sus normas y a sus reglas. La analítica temporal
del estar ahí humano en Heidegger ha mostrado en mi opinión de una
manera convincente, que la comprensión no es uno de los modos de
comportamiento del sujeto, sino el modo de ser del propio estar ahí. En este
sentido es como hemos empleado aquí el concepto de «hermenéutica».
Designa el carácter fundamentalmente móvil del estar ahí, que constituye su
finitud y su especificidad y que por lo tanto abarca el conjunto de su
experiencia del mundo. El que el movimiento de la comprensión sea
abarcante y universal no es arbitrariedad ni inflación constructiva de un
aspecto unilateral, sino que está en la naturaleza misma de la cosa.
No puedo considerar correcta la opinión de que el aspecto hermenéutico
encontraría su límite en los modos de ser extra-históricos, por ejemplo en el
de lo matemático o en el de lo estético 4. Sin duda es verdad que la calidad
estética de una obra de arte reposa sobre leyes de la construcción y sobre un
nivel de configuración que acaba trascendiendo todas las barreras de la
procedencia histórica y de la pertenencia cultural. Dejo en suspenso hasta
qué punto representa la obra de arte una posibilidad de conocimiento
independiente frente al «sentido de la calidad» 6, así como si, al igual que
todo gusto, no sólo se desarrolla formalmente sino que se forma y acuña
como él. Al menos el gusto está formado necesariamente de acuerdo con
algo que prescribe a su vez el fin para el que se forma. En esta medida
probablemente incluya determinadas orientaciones de procedencia (y
barreras) de contenido. Pero en cualquier caso es válido que todo el que
hace la experiencia de la obra de arte involucra ésta por entero en sí mismo,
lo que significa que la implica en el todo de su auto-comprensión en cuanto
que ella significa algo para él.
Por eso creo que sería un puro malentendido querer implicar en todo esto la
famosa distinción kantiana entre quaestio iuris y quaestio facti. Kant no
tenía la menor intención de prescribir a la moderna ciencia de la naturaleza
cómo tenía que comportarse si quería sostenerse frente a los dictámenes de
la razón. Lo que él hizo fue plantear una cuestión filosófica: preguntar
cuáles son las condiciones de nuestro conocimiento por las que es posible la
ciencia moderna, y hasta dónde-llega ésta. En este sentido también la
presente investigación plantea una pregunta filosófica. Pero no se la plantea
en modo alguno sólo a las llamadas ciencias del espíritu (en el interior de las
cuales daría además prefación a determinadas disciplinas clásicas); ni
siquiera se la plantea a la ciencia y a sus formas de experiencia: su
interpelado es el conjunto de la experiencia humana del mundo y de la
praxis vital. Por expresarlo kantianamente, pregunta cómo es posible la
comprensión. Es una pregunta que en realidad precede a todo
Mi opinión es incluso que la realización de la comprensión, que abarca de
este modo a la experiencia de la obra de arte, supera cualquier historicismo
en el ámbito de la experiencia estética. Ciertamente resulta plausible
distinguir entre el nexo originario del mundo que funda una obra de arte y su
pervivencia bajo unas condiciones de vida modificadas en el mundo ulterior
6
. Pero ¿dónde está en realidad el límite entre mundo propio y mundo
posterior? ¿Cómo pasa lo originario de la significatividad vital a la
experiencia reflexiva de la significatividad para la formación? Creo que el
concepto de la no-distinción estética que he acuñado en este contexto se
2
mantiene ampliamente, que en este terreno no hay límites estrictos, y que el
movimiento de la comprensión no se deja restringir al disfrute reflexivo que
establece la distinción estética. Habría que admitir que por ejemplo una
imagen divina antigua, que tenía su lugar en un templo no en calidad de obra
de arte, para un disfrute de la reflexión estética, y que actualmente se
presenta en un museo moderno, contiene el mundo de la experiencia
religiosa de la que procede tal como ahora se nos ofrece, y esto tiene como
importante consecuencia que su mundo pertenezca también al nuestro. El
universo hermenéutico abarca a ambos 7.
Entiendo que la universalidad del punto de vista hermenéutico tampoco
tolera restricciones allí donde se trata de la multiplicidad de los intereses
históricos que se reúnen en la ciencia de la historia. Sin duda hay muchas
maneras de escribir y de investigar la historia. Lo que en ningún caso puede
afirmarse es que todo interés histórico tenga su fundamento en la realización
consciente de una reflexión de la historia efectual. La historia de las tribus
esquimales norteamericanas es desde luego enteramente independiente de
que estas tribus hayan influido, y cuándo lo hayan hecho, en la «historia
universal de Europa». Y sin embargo no se puede negar seriamente que
incluso frente a esta tarea histórica la reflexión de la historia efectual habrá
de revelarse poderosa. El que lea dentro de cincuenta o de cien años la
historia de estas tribus que se escribe ahora, no sólo la encontrará anticuada
porque entretanto se sepa más o se hayan interpretado mejor las fuentes:
podrá también admitir que en 1960 las fuentes se leían de otro modo porque
su lectura estaba movida por otras preguntas, por otros prejuicios e intereses.
Querer sustraer a la historiografía y a la investigación histórica a la
competencia de la reflexión de la historia efectual significaría reducirla a lo
que en última instancia es enteramente indiferente. Precisamente la
universalidad del problema hermenéutico va con sus preguntas por detrás de
todas las formas de interés por la historia, ya que se ocupa de lo que en cada
caso subyace a la «pregunta histórica» 9.
La universalidad del aspecto hermenéutico tampoco se deja restringir o
recortar arbitrariamente en otros contextos. El que yo empezara por la
experiencia del arte para garantizar su verdadera amplitud al fenómeno de la
comprensión no se debió más que a un artificio de la composición. La
estética del genio ha desarrollado en esto un importante trabajo previo, ya
que de ella se desprende que la experiencia de la obra de arte supera por
principio siempre cualquier horizonte subjetivo de interpretación, tanto el
del artista como el de su receptor. La mens auctoris no es un baremo viable
para el significado de una obra de arte. Más aún, incluso el hablar de la obra
en sí, con independencia de la realidad siempre renovada de sus nuevas
experiencias, tiene algo de abstracto. Creo haber mostrado hasta qué punto
esta forma de hablar sólo hace referencia a una intención, y no permite
ninguna conclusión dogmática. En cualquier caso el sentido de mi
investigación no era proporcionar una teoría general de la interpretación y
una doctrina diferencial de sus métodos, como tan atinadamente ha hecho E.
Betti, sino rastrear y mostrar lo que es común a toda manera de comprender:
que la comprensión no es nunca un comportamiento subjetivo respecto a un
«objeto» dado, sino que pertenece a la historia efectual, esto es, al ser de lo
que se comprende.
¿Y qué es la investigación histórica sin la «pregunta histórica»? En el
lenguaje que yo he empleado, y que he justificado con mi propia
investigación de la historia terminológica, esto significa que la aplicación es
un momento de la comprensión misma. Y si en este contexto pongo en el
mismo nivel al historiador del derecho y al jurista práctico, esto no significa
ignorar que el primero se ocupa de una tarea exclusivamente
«contemplativa» y el segundo de una tarea exclusivamente práctica. Sin
embargo la aplicación existe en el quehacer de ambos. ¡Y cómo habría de
ser distinta la comprensión del sentido jurídico de una ley en uno y otro!
indudablemente el juez se plantea por ejemplo la tarea práctica de dictar una
sentencia, en lo que pueden desempeñar algún papel consideraciones
jurídico-políticas que no se plantearía un historiador del derecho frente a la
misma ley. Sin embargo ¿hasta qué punto implicaría esto una diferencia en
la comprensión jurídica de la ley? La decisión del juez, que «interviene
prácticamente en la vida», pretende ser una aplicación correcta y no
arbitraria de las leyes, esto es, tiene que reposar sobre una interpretación
Por eso no puedo darme por convencido cuando se me objeta que la
reproducción de una obra de arte musical interpretación en un sentido
distinto del de la realización de la comprensión, por ejemplo, en la lectura de
un poema o en la contemplación de un cuadro. Pues toda reproducción es en
principio interpretación, y como tal quiere ser correcta. En este sentido es
también «comprensión» 8.
3
«correcta», y esto implica necesariamente que la comprensión misma medie
entre la historia v el presente.
comprender la sagrada Escritura desde sí misma (sola scriptura) frente al
principio de la tradición de la iglesia romana.
Por supuesto que el historiador del derecho añadirá una ley, entendida
correctamente en este sentido, una valoración «histórica», y esto significa
siempre que tiene que evaluar su significado histórico; y que como estará
guiado por sus propias opiniones preconcebidas sobre la historia y sus
prejuicios vivos, lo hará «erróneamente». Lo que a su vez no significa sino
que nos encontramos de nuevo ante una mediación de pasado y presente:
aplicación. El decurso de la historia, al que pertenece también la historia de
la investigación, suele enseñar esto. Sin embargo ello no implica que el
historiador haya hecho algo que no «le estuviera permitido» o que no
hubiera debido hacer, algo que se le hubiera podido o debido prohibir de
acuerdo con un canon hermenéutico. No estoy hablando de los errores en la
historiografía jurídica, sino de sus verdaderos conocimientos. La praxis del
historiador del derecho, igual que la del juez, tiene sus «métodos» para
evitar el error; en esto estoy enteramente de acuerdo con las consideraciones
del historiador del derecho 10. Sin embargo el interés hermenéutico del
filósofo empieza justamente allí donde se ha logrado evitar el error, pues
éste es el punto en el que tanto el historiador como el dogmático atestiguan
una verdad que está más allá de lo que ellos conocen, en cuanto que su
propio presente efímero es reconocible en su hacer y en sus hechos.
Sin embargo la comprensión sólo se convierte en una tarea necesitada de
dirección metodológica a partir del momento en que surge la conciencia
histórica, que implica una distancia fundamental del presente frente a toda
trasmisión histórica. La tesis de mi libro es que en toda comprensión de la
tradición; opera el momento de la historia efectual, y que sigue siendo
'operante allí donde se ha afirmado ya la metodología de la moderna ciencia
histórica, haciendo de lo que ha devenido históricamente, de lo trasmitido
por la historia, un «objeto» que se trata de «establecer» igual que un dato
experimental; como si la tradición fuese extraña en el mismo sentido, y
humanamente hablando tan incomprensible, como lo es el objeto de la
física.
Es esto lo que legitima la cierta ambigüedad del concepto a de la conciencia
de la historia efectual tal como yo lo empleo. Esta ambigüedad consiste en
que con él se designa por una parte lo producido por el curso de la historia y
a la conciencia determinada por ella, y por la otra a la conciencia de este
mismo haberse producido y' estar determinado. El sentido de mis propias
indicaciones es evidentemente que la determinación por la historia efectual
domina también a la moderna conciencia histórica y científica, y que lo hace
más allá de cualquier posible saber sobre este dominio. La conciencia de la
historia efectual es finita en un sentido tan radical que nuestro ser, tal como
se ha configurado en el conjunto de nuestros destinos, desborda
esencialmente su propio saber de sí mismo. Y ésta es una perspectiva
fundamental, que no debe restringirse a una determinada situación histórica;
aunque evidentemente es una perspectiva, que está tropezando con la
resistencia de la auto acepción de la ciencia cara a la moderna investigación
científica y al ideal metodológico de la objetividad de aquélla.
Bajo el punto de vista de una hermenéutica filosófica la oposición entre
método histórico y dogmático no posee validez absoluta. Y en consecuencia
hay que plantearse hasta qué punto posee a su vez validez histórica o
dogmática el propio punto de vista hermenéutico 11. Si se hace valer el
principio de la historia efectual como un momento estructural general de la
comprensión, esta tesis no encierra con toda seguridad ningún
condicionamiento histórico y afirma de hecho una validez absoluta; y sin
embargo la conciencia hermenéutica sólo puede darse bajo determinadas
condiciones históricas. La tradición, a cuya esencia pertenece naturalmente
el seguir trasmitiendo lo trasmitido, tiene que haberse vuelto cuestionable
para que tome forma una conciencia expresa de la tarea hermenéutica que
supone apropiarse la tradición. Por ejemplo en san Agustín es posible
apreciar una conciencia de este género frente al antiguo testamento, y en la
Reforma se desarrolla una hermenéutica protestante a partir del intento de
Desde luego que por encima de esto cabría plantearse también la cuestión
histórica reflexiva de por qué se ha hecho posible justamente en este
momento histórico la perspectiva fundamental sobre el momento de historia
efectual de toda comprensión. Indirectamente mis investigaciones contienen
una respuesta a esto. Sólo con el fracaso del historicismo ingenuo del siglo
historiográfico se ha hecho patente que la oposición entre a históricodogmático e histórico, entre tradición y ciencia histórica, entre antiguo y
4
moderno, no es absoluta. La famosa querelle des anciens et des modernes ha
dejado de plantear una verdadera alternativa. Esto que intentamos presentar
como la universalidad del aspecto hermenéutico, y en particular lo que
exponemos sobre la linguisticidad como forma de realización de la
comprensión, abarca por lo tanto por igual a la conciencia «pre
hermenéutica» y a todas las formas de conciencia hermenéutica. Incluso la
apropiación más ingenua de la tradición es un «seguir diciendo», aunque
evidentemente no se la pueda describir como «fusión horizóntica».
sentido que se trata de comprender en la historia o en la tradición no se
refiere en ningún caso al sentido-de la totalidad de la historia. Creo que los
peligros del docetismo* quedan conjurados desde el momento en que la
tradición histórica se piensa, no como objeto de un saber histórico o de un
concebir filosófico, sino como momento efectual del propio ser. La finitud
de la propia comprensión es el modo en el que afirman su validez la
realidad, la resistencia, lo absurdo e incomprensible. El que toma en serio
esta finitud tiene que tomar también en serio la realidad de la historia.
Pero volvamos ahora a la cuestión fundamental: ¿Hasta dónde llega el
aspecto de la comprensión y de su lingüisticidad? ¿Está en condiciones de
soportar la consecuencia filosófica general implicada en el lema «un ser que
puede comprenderse es lenguaje»? Frente a la universalidad del lenguaje,
¿no conduce ésta frase a la consecuencia metafísicamente insostenible de
que «todo» no es más que lenguaje y acontecer lingüístico? Es verdad que
la alusión, tan cercana, a lo inefable no necesita causar menoscabo a la
universalidad de lo lingüístico. La infinitud de la conversación en la que se
realiza la comprensión hace relativa la validez que alcanza en cada caso lo
indecible. ¿Pero es la comprensión realmente el único acceso adecuado a la
realidad de la historia? Es evidente que desde este aspecto amenaza el
peligro de debilitar la verdadera realidad del acontecer, particularmente su
absurdo y contingencia y falsearlo como una forma de la experiencia
sensorial.
Es el mismo problema que hace tan decisiva la experiencia del tú para
cualquier auto-comprensión. En mis investigaciones el capítulo sobre la
experiencia detenta una posición sistemática clave. En él se ilustra desde la
experiencia del tú también el concepto de la experiencia de la historia
efectual. Pues también la experiencia del tú muestra la paradoja de que algo
que está frente a mi haga valer su propio derecho y me obligue a su total
reconocimiento; y con ello a que le «comprenda». Pero creo haber mostrado
correctamente que esta comprensión no comprende al tú sino la verdad que
nos dice. Me refiero con esto a esa clase de verdad que sólo se hace visible a
través del tú, y sólo en virtud del hecho de que uno se deje decir algo por él.
Y esto es exactamente lo que ocurre con la tradición histórica. No merecería
en modo alguno el interés que mostramos por ella si no tuviera algo que
enseñarnos y que no estaríamos en condiciones de conocer a partir de
nosotros mismos. La frase «un ser que se comprende es lenguaje» debe
leerse en este sentido. No hace referencia al dominio absoluto de la
comprensión sobre el ser, sino que por el contrario indica que no se
experimenta el ser allí donde algo puede ser producido y por lo tanto
concebido por nosotros, sino sólo allí donde meramente puede
comprenderse lo que ocurre.
De este modo la intención de mi propia investigación ha sido mostrar a la
teoría histórica de Droysen y de Dilthey que, a pesar de toda la oposición de
la escuela histórica contra el espiritualismo de Hegel, el entronque
hermenéutico ha inducido a leer la historia como un libro, esto es, a creerla
llena de sentido hasta en sus últimas letras. Con todas sus protestas contra
una filosofía de la historia en la que el núcleo de todo acontecer es la
necesidad del concepto, la hermenéutica histórica de Dilthey no pudo evitar
hacer culminar a la historia en una historia del espíritu. Esta ha sido mi
crítica. Y sin embargo: ¿no amenaza este peligro también al intento actual?
*Docetismo: Doctrina religiosa de los primeros siglos del cristianismo que
enseñaba que el cuerpo de Cristo no era más que una apariencia y que la
pasión y muerte de Jesús no tiene ninguna necesidad.
Todo esto suscita una cuestión de metodología filosófica que ha surgido
también en toda una serie de manifestaciones críticas respecto a mi libro.
Quisiera referirme a ella como el problema de la inmanencia
fenomenológica. Esto es efectivamente cierto,
mi libro se asienta
No obstante, ciertos conceptos tradicionales, y en particular el del círculo
hermenéutico del todo y las partes, del que parte mi intento de fundamentar
la hermenéutica, no necesitan abocar a esta consecuencia. El mismo
concepto del todo sólo debe entenderse como relativo. La totalidad de
5
metodológicamente sobre una base fenomenológica.
Puede resultar
paradójico el que por otra parte subyazga al desarrollo del problema
hermenéutico universal que planteo precisamente la crítica de Heidegger al
enfoque trascendental y su idea de la «conversión». Sin embargo creo que el
principio del desvelamiento fenomenológico se puede aplicar también a este
giro de Heidegger, que es el que en realidad libera la posibilidad del
problema hermenéutico. Por eso he retenido el concepto de «hermenéutica»
que empleó Heidegger al principio, aunque no en el sentido de una
metodología, sino en el de una teoría de la experiencia real que es el pensar.
Tengo que destacar, pues, que mis análisis del juego o del lenguaje están
pensados como puramente fenomenológicos 12. El juego no se agota en la
conciencia del jugador, y en esta medida es algo más que un
comportamiento subjetivo. El lenguaje tampoco se agota en la conciencia
del hablante y es en esto también más que un comportamiento subjetivo.
Esto es precisamente lo que puede describirse como una experiencia del
sujeto, y no tiene nada que ver con «mitología» o «mistificación» 13. Esta
actitud metodológica de base se mantiene más acá de toda conclusión
realmente metafísica. En algunos trabajos que han aparecido entre tanto,
sobre todo mis trabajos sobre el estado de la investigación en Hermenéutica
e historicismo y Die phanomenologische Bewegung («El movimiento
fenomenológico»),
publicado
en
Philosophische Rundschau, he
destacado que sigo considerando vinculante la crítica kantiana de la razón
pura, y que las proposiciones que sólo añaden dialécticamente a lo finito lo
infinito, a lo experimentado por el hombre lo que es en sí, a lo temporal lo
eterno, me parecen únicamente determinaciones liminares de las que no
puede deducirse un conocimiento propio en virtud de la fuerza de la
filosofía. No obstante la tradición de la metafísica y sobre todo su última
gran figura, la dialéctica especulativa de Hegel, mantiene una cercanía
constante. La tarea, la «referencia inacabable», permanece. Pero el modo de
ponerla de manifiesto intenta sustraerse a su demarcación por la fuerza
sintética de la dialéctica hegeliana e incluso de la Lógica nacida de la
dialéctica de Platón, y ubicarse en el movimiento de la conversación, en el
que únicamente llegan a ser lo que son la palabra y el concepto 15.
nosotros mismos somos en cuanto que filosofamos, carece de fundamento?
¿Hace falta fundamentar lo que de todos modos nos está sustentando desde
siempre?
Con esto nos acercamos a una última pregunta, que se refiere menos a un
rasgo metodológico que a un rasgo de contenido del universalismo
hermenéutico que he desarrollado. ¿La universalidad de la comprensión no
significa una parcialidad de contenido, en cuanto que le falta un principio
crítico frente a la tradición y anima al mismo tiempo un optimismo
universal? Si forma parte de la esencia de la tradición el que sólo exista en
cuanto que haya quien se la apropie, entonces forma parte seguramente de la
esencia del hombre poder romper, criticar y deshacer la tradición. En nuestra
relación con el ser ¿no es mucho más originario lo que se realiza en el modo
del trabajo, de la elaboración de lo real para nuestros propios objetivos? ¿La
universalidad ontológica de la comprensión no induce en este sentido a una
actitud unilateral?
Comprender no quiere decir seguramente tan sólo apropiarse una opinión
trasmitida o reconocer lo consagrado por la tradición. Heidegger, que es el
primero que cualificó el concepto de la comprensión como determinación
universal de estar ahí se refiere con él precisamente al carácter de proyecto
de la comprensión, esto es, a la futuridad del estar ahí.
Tampoco yo quiero negar que por mi parte, y dentro del nexo universal de
los momentos del comprender, he destacado a mi vez más bien la dirección
de apropiación de lo pasado y trasmitido. También Heidegger, como
algunos de mis críticos, podría echar aquí de menos una radicalidad última
al extraer consecuencias. ¿Qué significa el fin de la metafísica como
ciencia? ¿Qué significa su acabar en ciencia? Si la ciencia crece hasta la
total tecnocracia y concita así la «noche mundial» del «olvido del ser», el
nihilismo predicho por Nietzsche, ¿está uno todavía autorizado a seguir
mirando los últimos resplandores del sol que se ha puesto en el cielo del
atardecer, en vez de volverse y empezar a escudriñar los primeros atisbos de
su retorno?
Con ello sigue sin satisfacerse el requisito de la auto-fundamentación
reflexiva tal como se plantea desde la filosofía trascendental, especulativa de
Fichte, Hegel y Husserl. Pero ¿puede considerarse que la conversación con
el conjunto de nuestra tradición filosófica, en la que nos encontramos y que
Y sin embargo creo que la unilateralidad del universalismo histórico tiene en
su favor la verdad de un correctivo. Al moderno punto de vista del hacer, del
producir, de la construcción, le proporciona alguna luz sobre condiciones
6
necesarias bajo las que él mismo se encuentra. Esto limita en particular la
posición del filósofo en el mundo moderno. Por mucho que se sienta
llamado a ser el que extraiga las consecuencias más radicales de todo: el
papel de profeta, de amonestador, de predicador o simplemente de
sabelotodo no le va.
herméneutique de V herméneutique; Revuc philosophique de Louvain 60
(1962) 573-591; Fr. Wieacker, Notizen zur rechtshislorischen Hermeneutik:
Nachrichten der Akademie der Wissenschaften, Gottingen, phil.-hist. Kl
(1963) 1-22.
2.
Cf. Epílogo a M. Heideggcf, Der XJrsprung des Kunstwerks, Stuttgart 1960; Hegel und die antike Dialektik: Hegel Studien I (1961) 173-199;
Zur Problematik des Selbstverstandnisses. en Einsichten, Frankfurt 1962,
71-85; Dichten Deuten Jahrbuch der deutschen Akademie für Sprache und
Dichtung (1960) 13-21; Hermeneuiik und Historidmus- Philosophische
Rundschau 9 (1961), recogido ahora como apéndice en este mismo
volumen; 1 Die Phenomenoloische Bewegung: Philosophische Rundschau
11 (1963) 1 Die Nutiir der Suche und die Sprache der Dinge en Problem der
Ordung, Meisenheim 1962; Uber die Möglishkeit einner philosophischen
Ethik, Sein und Ethos: Walherbergcr Studicn I (1963) 11-24; Mensch und
Sprache, en Festscbrift D, Tschizewski, M linchen 1964; Martín Heidegger
und die margurber Theologie, en Festschrftl R. Bultmann, Tübingen 1964;
Aesthetik und Hermeutik - Conferencia en el congreso sobre estética,
Amsterdam 1964.
Lo que necesita el hombre no es sólo un planteamiento inapelable de las
cuestiones íntimas, sino también un sentido para lo hacedero, lo posible, lo
que está bien aquí y ahora, y el que filosofa me parece que es justamente el
que debiera ser consciente de la tensión entre sus pretensiones y la realidad
en la que se encuentra.
La conciencia hermenéutica que se trata de despertar y mantener despierta
reconoce pues que en la era de la ciencia la pretensión de dominio de las
ideas filosóficas tendría algo de fantasmagórico e irreal. Sin embargo, frente
al querer de los hombres que cada vez se eleva más desde la crítica de lo
anterior hasta una conciencia utópica o escatológica, quisiera oponer desde
la verdad de la rememoración algo distinto: lo que sigue siendo y seguirá
siendo lo real.
He añadido al libro como apéndice, con algunas modificaciones, el artículo
«Hermenéutica e historicismo», que apareció después de la primera edición
y que compuse con el fin de liberara al cuerpo de la obra de una
confrontación con la bibliografía.
3.
4.
Cf. B. Betti, a, c. Pf, Wieacker, o. c.
Cf. O. Becke? o. c.
5.
Kurt Riezler ha intentado desde entonces en su Traktat von
Schonen, Frankfurt 1935, una deducción trascendental del «sentido de la
cualidad».
Notas:
1.
Tengo presente sobre todo las siguientes tomas de posición, a las
que se añaden algunas manifestaciones epistolares y orales: K. O. Apel,
Hegelstudien II, Bonn 1963, 314-322; O. Becker, Die Fragwürdigkeit der
Transzendierung der asthetiseber Dimensión der Kunst: Phil. Rundschau, 10
(1962) 225-238; E. Betti, Die Hermeneutik ais aligemeine Methodik der
Geisteswissenschajten, Tübingen 1962; W. Hellebrand. Der Zeitbogen:
Arch. f. Rechtsu. Sozialphillosophie, 49 (1963) 57-76; H. Kuhn, Wahrheit
und gescbicbtliches Versteben: Historische Zeitschrift 193/2 (1961) 376389; J. Móller: Tübinger Theologische Quartalschrift 5 (1961) 467-471; W.
Pannenberg, Hermeneutik und Universalgeschicbte: Zeitschrift für Theologie und Kirche 60 (1963) 90-121, sotre todo 94 y s; O. Poggeler: Philosophischer Literaturanzeiger 16, 6-16; A. de Waelhens, Sur une
6.
Cf. más recientemente respecto a esto H. Kuhn, Vom Weseti des
Kitnstiverkes, 1961.
7.
La rehabilitación de la alegoría que aparece en este contexto (p.
108 s) empezó hace ya algunos decenios con el importante libro de W.
Benjamín, Der Ursprtmg des dentschen Trauerspiel, 1927.
8.
En este punto puedo remitirme a las exposiciones de H. Sedlmayr,
que por supuesto tienen una orientación distinta, y que ahora han sido
reunidas bajo el título Kunst und Wahrbeit. Cf. sobre todo pp. 87 s.
7
9.
Cf. H. Kuhn, o. c.
10.
Betti, Wieacker, Hellebrand, o. c.
11.
Cf. O. Apel, o. c.
Introducción.
La presente investigación trata del problema hermenéutico. El fenómeno de
la comprensión y de la correcta interpretación de lo comprendido no es sólo
un problema específico de la metodología de las ciencias del espíritu.
Existen desde antiguo también una hermenéutica teológica y una
hermenéutica jurídica, aunque su carácter concerniera menos a la teoría de
la ciencia que al comportamiento práctico del juez o de los sacerdotes
formados en una ciencia que se ponía a su servicio. De este modo ya desde
su origen histórico el problema de la hermenéutica va más allá de las
fronteras impuestas por el concepto de método de la ciencia moderna.
Comprender e interpretar textos no es sólo una instancia científica, sino que
pertenece con toda evidencia a la experiencia humana del mundo. En su
origen el problema hermenéutico no es en modo alguno un problema
metódico. No se interesa por un método de la comprensión que permita
someter los textos, igual que cualquier otro objeto de la experiencia, al
conocimiento científico. Ni siquiera se ocupa básicamente de constituir un
conocimiento seguro y acorde con el ideal metódico de la ciencia. Y sin
embargo trata de ciencia, y trata también de verdad. Cuando se comprende
la tradición no 'sólo se comprenden textos, sino que se adquieren
perspectivas y se conocen verdades. ¿Qué clase de conocimiento es éste, y
cuál es su verdad?
12.
Este es el motivo por el que el concepto de los «juegos
lingüísticos» de L. Wittgcnstein me resultó muy natural cuando tuve noticia
de él. Cf. Die phanomenologische Bewegung, 37 s.
13.
Cf. mi epílogo a la edición del articulo de Heidegger sobre la obra
de arte (p. 158 s) y más recientemente el artículo en Frankfurter Allgemeine
Zeitung del 26-9-1964, publicado luego en Die Sammlung, 1965/1. Ahora
también en Kleine Schriften III, 202 s.
14.
Cf. infra, 599-640.
15. O. Pöggeler proporciona en o. c, 12 s, una interesante referencia sobre lo
que hubiese dicho Hegel por boca de Rosenkranz.
Prólogo a la tercera edición.
El texto está revisado y he renovado algunas citas bibliográficas. El epílogo
extenso toma posición respecto a la discusión que ha desencadenado este
libro. Particularmente frente a la teoría de la ciencia y a la crítica ideológica
vuelvo a subrayar la pretensión filosófica abarcante de la hermenéutica, y
recibo como complemento a una serie de nuevas publicaciones propias, en
particular a Hegels Dialektik (1971) y a Kleine Schriften III. Idee und
Sprache (1971).
Teniendo en cuenta la primacía que detenta la ciencia moderna dentro de la
aclaración y justificación filosófica de los conceptos de conocimiento y
verdad, esta pregunta no parece realmente legítima. Y sin embargo ni
siquiera dentro de las ciencias es posible eludirla del todo. El fenómeno de
la comprensión no sólo atraviesa todas las referencias humanas al mundo,
sino que también tiene valide^ propia dentro de la ciencia, y se resiste a
cualquier intento de transformarlo en un método científico. La presente
investigación toma pie en esta resistencia, que se afirma dentro de la ciencia
moderna frente a la pretensión de universalidad de la metodología científica.
Su objetivo es rastrear la experiencia de la verdad, que el ámbito de control
de la metodología científica, allí donde se encuentre, e indagar su
legitimación. De este modo las ciencias del espíritu vienen a confluir con
formas de la experiencia que quedan fuera de la ciencia con la experiencia
de la filosofía, con la del arte con la de la misma historia. Son formas de
8
experiencia en las que se expresa una verdad que no puede ser verificada
con los medios de que dispone la metodología científica.
Esta es la razón por la que la presente investigación comienza con una
crítica de la conciencia estética, encaminada a defender la experiencia de
verdad que se nos comunica en la obra de arte contra una teoría estética que
se deja limitar por el concepto de verdad de la ciencia. Pero no nos
quedaremos en la justificación de la verdad del arte. Intentaremos más bien
desarrollar desde este punto de partida un concepto de conocimiento y de
verdad que responda al conjunto de nuestra experiencia hermenéutica'. Igual
que en la experiencia del arte tenemos que ver con verdades que superan
esencialmente ti ámbito del conocimiento metódico, en el conjunto de las
ciencias del espíritu ocurre análogamente que nuestra tradición histórica, si
bien es convertida en todas sus formas en objeto de investigación, habla
también de lleno desde su propia verdad. La experiencia de la tradición
histórica va fundamentalmente más allá de lo que en ella es investigable.
Ella no es sólo verdad o no verdad en el sentido en el que decide la crítica
histórica; ella proporciona siempre verdad, una verdad en la que hay qué
lograr participar.
La filosofía de nuestro tiempo tiene clara conciencia de esto. Pero es una
cuestión muy distinta la de basta qué punto se legítima filosóficamente la
pretensión de verdad de estas formas de conocimiento exteriores a la
ciencia. La actualidad del fenómeno hermenéutico reposa en mi opinión en
el hecho de que sólo una profundización en el fenómeno de la comprensión
puede aportar una legitimación de este tipo. Esta convicción se me ha
reforzado, entre otras cosas, en vista del peso que en el trabajo filosófico del
presente ha adquirido el tema de la historia de la filosofía. Frente a la
tradición histórica de la filosofía, la comprensión se nos presenta como una
experiencia superior, que ve fácilmente por detrás de la apariencia de
método histórico que posee la investigación de la historia de la filosofía.
Forma parte de la más elemental experiencia del trabajo filosófico el que,
cuando se intenta comprender a los clásicos de la filosofía, éstos plantean
por sí mismos una pretensión de verdad que la conciencia contemporánea no
puede ni rechazar ni pasar por alto. Las formas más ingenuas de la
conciencia del presente pueden sublevarse contra el hecho de que la ciencia
filosófica se haga cargo de la posibilidad de que su propia perspectiva
filosófica esté por debajo de la de un Platón, Aristóteles, un Leibniz, Kant o
Hegel. Podrá tenerse por debilidad de la actual filosofía el que se aplique a
la interpretación y elaboración de su tradición clásica admitiendo su propia
debilidad. Pero con toda seguridad el pensamiento sería mucho más débil si
cada uno se negara a exponerse a esta prueba personal y prefiriese hacer las
cosas a su modo y sin mirar atrás. No hay más remedio que admitir que en la
comprensión de los textos de estos grandes pensadores se conoce una verdad
que no se alcanzaría por otros caminos, aunque esto contradiga al patrón de
investigación y progreso con que la ciencia acostumbra a medirse. Lo
mismo vale para la experiencia del arte. La investigación científica que lleva
a cabo la llamada ciencia del arte sabe desde el principio que no le es dado
ni sustituir ni pasar por alto la experiencia del arte. El que en la obra de arte
se experimente una verdad que no se alcanza por otros caminos es lo que
hace el significado filosófico del arte, que se afirma frente a todo
razonamiento, frente a la experiencia de la filosofía, la del arte representa el
más claro imperativo de que la conciencia científica reconozca sus limites.
De este modo nuestro estudio sobre la hermenéutica intenta hacer
comprensible el fenómeno hermenéutico en todo su alcance partiendo de la
experiencia del arte y de la tradición histórica. Es necesario reconocer en él
una experiencia de verdad que no sólo ha de ser justificada filosóficamente,
sino que es ella misma una forma de filosofar. Por eso la hermenéutica que
aquí se desarrolla no es tanto una metodología de las ciencias del espíritu
cuanto el intento de lograr acuerdo sobre lo que son en verdad tales ciencias
más allá de su autoconciencia metodológica, y sobre lo que las vincula con
toda nuestra experiencia del mundo. Si hacemos objeto de nuestra reflexión
la comprensión, nuestro objetivo no será una preceptiva del comprender,
como pretendían ser la hermenéutica filológica y, teológica tradicionales.
Tal preceptiva pasaría por alto el que, cara a la verdad de aquello que nos
habla desde la tradición, el formalismo de un saber «por regla y artificio» se
arrogaría una falsa superioridad. Cuando en lo que sigue se haga patente
cuánto acontecer es operante en todo comprender, y lo poco que la moderna
conciencia histórica ha logrado debilitar las tradiciones en las que estamos,
no se harán con ello prescripciones a las ciencias o a la práctica de la vida,
sino que se intentará corregir una falsa idea de lo que son ambas.
La presente investigación entiende que con ello sirve a un objetivo
amenazado de ocultamiento por una época ampliamente rebasada por
9
trasformaciones muy rápidas. Lo que se trasforma llama sobre sí la atención
con mucha más eficacia que lo que queda como estaba. Esto es una ley
universal de nuestra vida espiritual. Las perspectivas que se configuran en la
experiencia del cambio histórico corren siempre peligro de desfigurarse
porque olvidan la latencia de lo permanente.
graves en consecuencias que hayan sido las trasformaciones del
pensamiento occidental que tuvieron lugar con la latinización de los
conceptos griegos y con la adaptación del lenguaje conceptual latino a las
nuevas lenguas, la génesis de la conciencia histórica en los últimos siglos
representa una ruptura de tipo mucho más drástico todavía. Desde entonces
la continuidad de la tradición del pensamiento occidental sólo ha operado en
forma interrumpida. Pues se ha perdido la inocencia ingenua con que antes
se adaptaban a las propias ideas los conceptos de la tradición. Desde
entonces la relación de la ciencia con estos conceptos se ha vuelto
sorprendentemente poco vinculante, ya sea su trato con tales conceptos del
tipo de la recepción erudita, por no decir arcaizante, ya del tipo de una
apropiación técnica que se sirve de los conceptos como de herramientas. Ni
lo uno ni lo otro puede hacer justicia real a la experiencia hermenéutica. La
conceptualidad en la que se desarrolla el filosofar nos posee siempre en la"
misma medida en que nos determina el lenguaje en el que vivimos. Y forma
parte de un pensamiento honesto el hacerse consciente de estos
condicionamientos previos. Se trata de una nueva conciencia crítica que
desde entonces debe acompañar a todo filosofar responsable, y que coloca a
los hábitos de lenguaje y pensamiento, que cristalizan en el individuo a
través de su comunicación con el entorno, ante el foro de la tradición
histórica a la que todos pertenecemos comunitariamente.
Tengo la impresión de que vivimos en una constante sobreexcitación de
nuestra conciencia histórica. Pero sería una consecuencia de esta
sobreexcitación y, como espero mostrar, una brutal reducción, si frente a
esta sobreestimación del cambio histórico uno se remitiera a las
ordenaciones eternas de la naturaleza y adujera la naturalidad del hombre
para legitimar la idea del derecho natural. No es sólo que la tradición
histórica y el orden de vida natural formen la unidad del mundo en que
vivimos como hombres; el modo como nos experimentamos unos a otros y
como experimentamos las tradiciones históricas y las condiciones naturales
de nuestra existencia y de nuestro mundo forma un auténtico universo
hermenéutico con respecto al cual nosotros no estamos encerrados entre
barreras insuperables sino abiertos a él.
La reflexión sobre lo que verdaderamente son las ciencias del espíritu no
puede querer a su vez creerse fuera de la tradición cuya vinculatividad ha
descubierto. Por eso tiene que exigir a su propio trabajo tanto auto
trasparencia histórica como le sea posible. En su esfuerzo por entender el
universo de la comprensión mejor de lo que parece posible bajo el concepto
de conocimiento de la ciencia moderna, tiene que ganar una nueva relación
con los conceptos que ella misma necesita. Por eso tiene que ser consciente
de que su propia comprensión e interpretación no es una construcción desde
principios, sino la continuación de un acontecer que viene ya de antiguo.
Esta es la razón por la que no podrá apropiarse acríticamente los conceptos
que necesite, sino que tendrá que adoptar lo que le haya llegado del
contenido significativo original de sus conceptos.
La presente investigación intenta cumplir esta exigencia vinculando lo más
estrechamente posible los planteamientos de la historia de los conceptos con
la exposición objetiva de su tema. La meticulosidad de la descripción
fenomenológica, que Husserl convirtió en un deber, la amplitud del
horizonte histórico en el que Dilthey ha colocado todo filosofar, así como la
interpenetración de ambos impulsos en la orientación recibida de Heidegger
hace varios decenios dan la medida que el autor desea aplicar a su trabajo y
cuya vinculatividad no debería oscurecerse por las imperfecciones de su
desarrollo.
Los esfuerzos filosóficos de nuestro tiempo se distinguen de la tradición
clásica de la filosofía en que no representan una continuación directa y sin
interrupción de la misma. Aun con todo lo que la une a su procedencia
histórica, la filosofía actual es consciente de la distancia histórica que la
separa de sus precedentes clásicos. Esto se refleja sobre todo en la
trasformación de su relación con el concepto. Por muy fundamentales y
Elucidación de la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte
I. LA SUPERACIÓN DE LA DIMENSIÓN ESTÉTICA
10
completamente indiferente que se crea por ejemplo en el libre albedrío o no;
en el ámbito de la vida social pueden hacerse en cualquier caso
predicciones. El concluir expectativas de nuevos fenómenos a partir de las
regularidades no implica presuposiciones sobre el tipo de nexo cuya
regularidad hace posible la predicción. La aparición de decisiones libres,
si es que las hay, no interrumpe el decurso regular, sino que forma parte de
la generalidad y regularidad que se gana mediante la inducción. Lo que aquí
se desarrolla es el ideal de una ciencia natural de la sociedad, y en ciertos
ámbitos esto ha dado lugar a una investigación con resultados. Piénsese por
ejemplo en la psicología de masas.
1. Significación de la tradición humanística para las
ciencias del espíritu.
1.
El problema del método
La autor reflexión lógica de las ciencias del espíritu, que en el siglo XIX
acompaña a su configuración y desarrollo, está dominada enteramente por el
modelo de las ciencias naturales. Un indicio de ello es la misma historia de
la palabra «ciencia del espíritu», la cual sólo obtiene el significado habitual
para nosotros en su forma de plural. Las ciencias del espíritu se comprenden
a sí mismas tan evidentemente por analogía con las naturales que incluso la
resonancia idealista que conllevan el concepto de espíritu y la ciencia del
espíritu retrocede a un segundo plano. La palabra «ciencias del espíritu» se
introdujo fundamentalmente con la traducción de la lógica de J. S. Mili. Mili
intenta esbozar, en un apéndice a su obra, las posibilidades de aplicar la
lógica de la inducción a la «moral sciences». El traductor propone el
término Geisteswissenschaften 1. El contexto de la lógica de Mili permite
comprender que no se trata de reconocer una lógica propia de las ciencias
del espíritu, sino al contrario, de mostrar que también en este ámbito tiene
validez única el método inductivo que subyace a toda ciencia empírica. En
esto Mili forma parte de una tradición inglesa cuya formulación más
operante está dada por Hume en su introducción al Treatise 2. También en
las ciencias morales se trataría de reconocer analogías, regularidades y
legalidades que hacen predecibles los fenómenos y decursos
individuales. Tampoco este objetivo podría alcanzarse por igual en
todos los ámbitos de fenómenos naturales; sin embargo la razón de ello
estribaría exclusivamente en que no siempre pueden
elucidarse
satisfactoriamente los datos que permitan reconocer las analogías. Así
por ejemplo la meteorología trabajaría por su método igual que la física,
sólo que sus datos serían más fragmentarios y en consecuencia sus
predicciones menos seguras. Y lo mismo valdría para el ámbito de los
fenómenos morales y sociales. La aplicación del método inductivo estaría
también en ellos libre de todo supuesto metafísico, y
permanecería
completamente independiente de cómo se piense la génesis de los
fenómenos que se observan. No se aducen por ejemplo causas para
determinados efectos, sino que simplemente se constatan regularidades. Es
Sin embargo el verdadero problema que plantean las ciencias del espíritu al
pensamiento es que su esencia no queda correctamente aprehendida si se las
mide según el patrón del conocimiento progresivo de leyes. La experiencia
del mundo socio-histórico no se eleva a ciencia por el procedimiento
inductivo de las ciencias naturales. Signifique aquí ciencia lo que signifique,
y aunque en todo conocimiento histórico esté implicada la aplicación de la
experiencia general al objeto de investigación en cada caso, el conocimiento
histórico no obstante no busca ni pretende tomar el fenómeno concreto
como caso de una regla general. Lo individual no se limita a servir de
confirmación a una legalidad a partir de la cual pudieran en sentido práctico
hacerse predicciones. Su idea es más bien comprender el fenómeno mismo
en su concreción histórica y única. Por mucho que opere en esto la
experiencia general, el objetivo no es confirmar y ampliar las experiencias
generales para alcanzar el conocimiento de una ley del tipo de cómo se
desarrollan los hombres, los pueblos, los estados, sino comprender cómo es
tal hombre, tal pueblo, tal estado, qué se ha hecho de él, o formulado muy
generalmente, cómo ha podido ocurrir que sea así.
¿Qué clase de conocimiento es éste que comprende que algo sea como es
porque comprende que así ha llegado a ser? ¿Qué quiere decir aquí ciencia?
Aunque se reconozca que el ideal de este conocimiento difiere
fundamentalmente del modo e intenciones de las ciencias naturales, queda la
tentación de caracterizarlos en forma sólo privativa, como «ciencias
inexactas». Incluso cuando en su conocido discurso de 1862 Hermann
Helmholtz realizó su justísima ponderación de las ciencias naturales y las
del espíritu, poniendo tanto énfasis en el superior significado humano de las
segundas, la caracterización lógica de éstas siguió siendo negativa, teniendo
11
como punto de partida el ideal metódico de las ciencias naturales 3.
Helmholtz distinguía dos tipos de inducción: inducción lógica e inducción
artístico-instintiva. Pero esto significa que no estaba distinguiendo estos
métodos en forma realmente lógica sino psicológica. Ambas ciencias se
servirían de la conclusión inductiva, pero el procedimiento, de
conclusión de las ciencias del espíritu sería el de la conclusión inconsciente.
Por eso el ejercicio de la inducción espiritual-científica estaría vinculado a
condiciones psicológicas especiales. Requeriría un cierto tacto, y además
otras capacidades espirituales como riqueza de memoria y reconocimiento
de autoridades, mientras que la conclusión autoconsciente del científico
natural reposaría íntegramente sobre el ejercicio de la propia razón. Aunque
se reconozca que este gran científico natural ha resistido a la tentación de
hacer de su tipo de trabajo científico una norma universal, él no disponía
evidentemente .de ninguna otra posibilidad lógica de caracterizar el
procedimiento de las ciencias naturales que el concepto de inducción que le
era familiar peor la lógica de Mili. La efectiva ejemplaridad que tuvieron la
nueva mecánica y su triunfo en la mecánica celeste newtoniana para las
ciencias del XVIII seguía siendo para Helmholtz tan natural que le hubiera
sido muy extraña la cuestión de qué presupuestos filosóficos hicieron
posible la génesis de esta nueva ciencia en el XVII. Hoy sabemos cuánto
significó en este sentido la escuela parisina de los occamistas 4. Para
Helmholtz el ideal metódico de las ciencias naturales no necesitaba ni
derivación histórica ni restricción epistemológica, y por eso no podía
comprender lógicamente de otro modo el trabajo de las ciencias del espíritu.
El que Droysen invoque aquí el modelo de las ciencias naturales no es un
postulado de contenido, ni implica que las ciencias del espíritu deban
asimilarse a la teoría de la ciencia natural, sino que significa como un grupo
científico igualmente autónomo. La «Historik» de Droysen es un intento de
dar cumplimiento a esta tarea.
También Dilthey, en el que la influencia del método natural-científico y del
empirismo de la lógica de Mili es aún mucho más intensa, mantiene sin
embargo la herencia romántico-idealista en el concepto del espíritu. El
siempre se consideró por encima del empirismo inglés, ya que vivía en la
viva contemplación de lo que destacó a la escuela histórica frente a todo
pensamiento natural-científico y iusnatutalista. En su ejemplar de la Lógica
de Mili, Dilthey escribió la siguiente nota. «Sólo de Alemania puede venir el
procedimiento empírico auténtico en sustitución de un empirismo dogmático
lleno de prejuicios. Mili es dogmático por falta de formación histórica» 6.
De hecho todo el largo y laborioso trabajo que Dilthey dedicó a la
fundamentación de las ciencias del espíritu es una continuada confrontación
con la exigencia lógica que planteó a las ciencias del espíritu el
conocimiento epílogo de Mili.
Sin embargo Dilthey se dejó influir muy ampliamente por el modelo de las
ciencias naturales, a pesar de su empeño en justificar la autonomía metódica
de las ciencias del espíritu. Pueden confirmarlo dos testimonios que servirán
a la par para mostrar el camino a las consideraciones que siguen. En su
respuesta a W. Scherer, Dilthey destaca que fue el espíritu de las ciencias
naturales el que guió el procedimiento de éste, e intenta fundamentar por
qué Scherer se situó tan de lleno bajo le influencia del empirismo inglés:
«Era un hombre moderno, y ya el mundo de nuestros predecesores no era la
patria de su espíritu ni de su corazón, sino su objeto histórico» 7. En este
giro se aprecia cómo para Dilthey el conocimiento científico implica la
disolución de ataduras vitales, la obtención de una distancia respecto a la
propia historia que haga posible convertirla en objeto. Puede reconocerse
que el dominio de los métodos inductivo y comparativo tanto en Scherer
como en Dilthey estaba guiado por un genuino tacto individual, y que
semejante tacto presupone en ambos una cultura espiritual que
verdaderamente demuestra una pervivencia del mundo de la formación
clásica y de la fe romántica en la individualidad. No obstante el modelo de
Y sin embargo la tarea de elevar a la autoconciencia lógica una
investigación tan floreciente como la de la «escuela histórica» era ya más
que urgente. Ya en 1843 J. G. Droysen, el autor y descubridor de la historia
del helenismo, había escrito: «No hay ningún ámbito científico tan alejado
de una justificación, delimitación y articulación teóricas como la historia».
Ya Droysen había requerido un Kant que mostrase en un imperativo
categórico de la historia «el manantial vivo del que fluye la vida histórica de
la humanidad». Droysen expresa su esperanza «de que un concepto más
profundamente aprehendido de la historia llegue a ser el centro de gravedad
en que la ciega oscilación de las ciencias del espíritu alcance estabilidad y la
posibilidad de un nuevo progreso» 5.
12
las ciencias naturales sigue siendo el que anima su auto concepción
científica.
según el cual «las ciencias in-ductivas de los últimos tiempos» habrían
«hecho más por el progreso de los métodos lógicos que todos los filósofos
de oficio» 10. Para él estas ciencias son el modelo de todo método científico.
Esto se hace particularmente evidente en un segundo testimonio en que
Dilthey apela a la autonomía de los métodos espiritual-científicos y
fundamenta ésta por referencia a su objeto 8. Esta apelación suena a primera
vista aristotélica, y podría atestiguar un auténtico distanciamiento respecto
al modelo natural-científico. Sin embargo Dilthey aduce para esta
autonomía de los métodos espirituales-científicos el viejo Natura parendo
vincitur de Bacon 9, postulado que se da de bofetadas con la herencia clásico
romántica que Dilthey pretende administrar. Y hay que decir que el propio
Dilthey, cuya formación histórica es la razón de su superioridad frente al
neo-kantismo de su tiempo, no llega en el fondo en sus esfuerzos lógicos
mucho más allá de las escuetas constataciones de Helmholtz. Por mucho que
Dilthey defendiera la autonomía epistemológica de las ciencias del espíritu,
lo que se llama método en la ciencia moderna es en todas partes una sola
cosa, y tan sólo se acuña de una manera particularmente ejemplar en las
ciencias naturales. No existe un método propio de las ciencias del espíritu.
Pero cabe desde luego preguntarse con Helmholtz qué peso tiene aquí el
método, y si las otras condiciones que afectan a las ciencias del espíritu no
serán para su trabajo tal vez más importantes que la lógica inductiva.
Helmholtz había apuntado esto correctamente cuando, para hacer justicia a
las ciencias del espíritu, destacaba la memoria y la autoridad y hablaba del
tacto psicológico que aparece aquí en lugar de la conclusión consciente. ¿En
qué se basa este tacto? ¿Cómo se llega a él? ¿Estará lo científico de las
ciencias del espíritu, a fin de cuentas, más en él que en su método?
Ahora bien, Helmholtz sabe que para el conocimiento histórico es
determinante una experiencia muy distinta de la que sirve a la investigación
de las leyes de la naturaleza. Por eso intenta fundamentar por qué en el
conocimiento histórico el método inductivo aparece bajo condiciones
distintas de las que le afectan en la investigación de la naturaleza. Para este
objetivo se remite a la distinción de naturaleza y libertad que subyace a la
filosofía kantiana. El conocimiento histórico sería diferente porque en su
ámbito no hay leyes naturales sino sumisión voluntaria a leyes prácticas, es
decir, a imperativos. El mundo de la libertad humana no conocería la falta
de excepciones de las leyes naturales.
Sin embargo este razonamiento es poco convincente. Ni responde a la
intención de Kant fundamentar una investigación inductiva del mundo de la
libertad humana en su distinción de naturaleza y libertad, ni ello es
enteramente acorde con las ideas propias de la lógica de la inducción. En
esto era más consecuente Mili cuando excluía metodológicamente el
problema de la libertad. La inconsecuencia con la que Helmholtz se remite a
Kant para hacer justicia a las ciencias del espíritu no da mayores frutos.
Pues también para Helmholtz el empirismo de las ciencias del espíritu
tendría que ser enjuiciado como el de la meteorología: como renuncia y
resignación.
Pero en realidad las ciencias del espíritu están muy lejos de sentirse
simplemente inferiores a las ciencias naturales. En la herencia espiritual del
clasicismo alemán desarrollaron más bien una orgullosa conciencia de ser
los verdaderos administradores del humanismo. La época del clasicismo
alemán no sólo había aportado una renovación de la literatura y de la crítica,
estética, con la que había superado el obsoleto ideal del gusto barroco y del
racionalismo de la Ilustración, sino que al mismo tiempo había dado al
concepto de humanidad, a este ideal de la razón ilustrada, un contenido
enteramente nuevo. Fue sobre todo Herder el que intentó vencer el
perfeccionismo de la Ilustración mediante el nuevo ideal de una «formación
del hombre», preparando así el suelo sobre el que podrían desarrollarse en el
siglo XIX las ciencias del espíritu históricas. El concepto de la formación
En la medida en que las ciencias del espíritu motivan esta pregunta y se
resisten con ella a su inclusión en el concepto de ciencia de la edad
moderna, ellas son y siguen siendo un problema filosófico. I -as respuestas
de Helmholtz y de su siglo no pueden bastar. Siguen a Kant en cuanto que
orientan el concepto de la ciencia y del conocimiento según el modelo de las
ciencias naturales y buscan la particularidad específica de las ciencias del
espíritu en el momento artístico (sentimiento artístico, inducción artística).
Y la imagen que da Helmholtz del trabajo en las ciencias naturales es muy
unilateral cuando tiene en tan poco las «súbitas chispas del espíritu» (lo que
se llama ocurrencias) y no valora en ellas más que «el férreo trabajo de la
conclusión autoconsciente». Apela para ello al testimonio de J. S. Mili,
13
que entonces adquirió su preponderante validez fue sin duda el más grande
pensamiento del siglo XVIII, y es este concepto el que designa el elemento
en el que viven las ciencias del espíritu, en el XIX, aunque ellas no acierten
a justificar esto epistemológicamente.
2.
Conceptos básicos del humanismo
a)
Formación11
los miembros, o una figura bien formada) y en general toda configuración
producida por la naturaleza (por ejemplo formación orográfica), se quedó
entonces casi enteramente al margen del nuevo concepto. La formación pasa
a ser algo muy estrechamente vinculado al concepto de la cultura, y designa
en primer lugar el modo específicamente humano de dar forma a las
disposiciones y capacidades naturales del hombre. Entre Kant y Hegel se
lleva a término esta acuñación herderiana de nuestro concepto. Kant no
emplea todavía la palabra formación en este tipo de contextos. Habla de la
«cultura» de la capacidad (o de la «disposición natural»), que como tal es un
acto de la libertad del sujeto que actúa. Así, entre las obligaciones para con
uno mismo, menciona la de no dejar oxidar los propios talentos, y no emplea
aquí la palabra formación 13. Hegel en cambio habla ya de «formarse» y
«formación», precisamente cuando recoge la idea kantiana de las
obligaciones para consigo mismo 14, y ya W. von Humboldt percibe con el
fino sentido que le caracteriza una diferencia de significado entre cultura y
formación: «Pero cuando en nuestra lengua decimos «formación» nos
referimos a algo más elevado y más interior, al modo de percibir que
procede del conocimiento y del sentimiento de toda la vida espiritual y ética
y se derrama armoniosamente sobre la sensibilidad y el carácter» 18. Aquí
formación no quiere decir ya cultura, esto es, desarrollo de capacidades o
talentos. El resurgimiento de la palabra «formación» despierta más bien la
vieja tradición mística según la cual el hombre lleva en su alma la imagen de
Dios conforme la cual fue creado, y debe reconstruirla en sí. El equivalente
latino para formación es formatio, a lo que en otras lenguas, por ejemplo en
inglés (en Shaftesbury) corresponden form y formation. También en alemán
compiten con la palabra Bildung las correspondientes derivaciones del
concepto de la forma, por ejemplo Formierung y Formation. Desde el
aristotelismo del renacimiento la forma se aparta por completo de su sentido
técnico y se interpreta de manera puramente dinámica y natural.
En el concepto de formación es donde más claramente se hace perceptible lo
profundo que es el cambio espiritual que nos permite sentirnos todavía en
cierto modo contemporáneos del siglo de Goethe, y por el contrario
considerar la era barroca como una especie de prehistoria. Conceptos y
palabras decisivos con los que acostumbramos a trabajar obtuvieron
entonces su acuñación, y el que no quiera dejarse llevar por el lenguaje sino
que pretenda una auto-comprensión histórica fundamentada se ve obligado a
moverse incesantemente entre cuestiones de historia de las palabras y
conceptos. Respecto a la ingente tarea que esto plantea a la investigación no
podremos sino intentar en lo que sigue poner en marcha algunos entronques
que sirvan al planteamiento filosófico que nos mueve. Conceptos que nos
resultan tan familiares y naturales como «arte», «historia», «lo creador»,
Weltanschauung, «vivencia», «genio», «mundo exterior», «interioridad»,
«expresión», «estilo», «símbolo», ocultan en sí un ingente potencial de
desvelamiento histórico.
Si nos centramos en el concepto de formación, cuyo significado para las
ciencias del espíritu ya hemos destacado, nos encontraremos en una
situación bastante feliz. Una investigación ya realizada 12 permite rehacer
fácilmente la historia de la palabra: su origen en la mística medieval, su
pervivencia en la mística del barroco, su espiritualización, fundada
religiosamente, por el Mesías de Klopstock, que acoge toda una época, y
finalmente su fundamental determinación por Herder como ascenso a la
humanidad. La religión de la formación en el siglo XIX ha guardado la
profunda dimensión de esta palabra, y nuestro concepto de la formación
viene determinado desde ella.
Realmente la victoria de la palabra Bildung sobre la de Form no es casual,
pues en Bildung está contenido «imagen» (Bild). El concepto de «forma»
retrocede frente a la misteriosa duplicidad con la que Bild acoge
simultáneamente «imagen imitada» y «modelo por imitar» (Nachbild y
Vorbild).
Respecto al contenido de la palabra «formación» que nos es más familiar, la
primera comprobación importante es que el concepto antiguo de una
«formación natural», que designa la manifestación externa (la formación de
Responde a una habitual traspolación del devenir al ser el que Bildung
(como también el actual Formación) designe más el; resultado de este
14
proceso del devenir que el proceso mismo. La traspolación es aquí
particularmente parcial, porque el resultado de la formación no se produce al
modo de los objetivos técnicos, sino que surge del proceso interior de la
formación y conformación y se encuentra por ello en un constante desarrollo
y progresión. No es casual que la palabra formación se parezca en esto al
griego physis. Igual que la naturaleza, la formación no conoce objetivos que
le sean exteriores. (Y frente a la palabra y la cosa: «objetivo de la
formación», habrá de mantenerse toda la desconfianza que recaba una
formación secundaria de este tipo. La formación no puede ser un verdadero
objetivo; ella no puede ser querida como tal si no es en la temática reflexiva
del educador). Precisamente en esto el concepto de la formación va más allá
del mero cultivo de capacidades previas, del que por otra parte deriva.
Cultivo de una disposición es desarrollo de algo dado, de modo que el
ejercicio y cura de la misma es un simple medio para el fin. La materia
docente de un libro de texto sobre gramática es medio y no fin. Su
apropiación sirve tan sólo para el desarrollo del lenguaje. Por el contrario en
la formación uno se apropia por entero aquello en lo cual y a través de lo
cual uno se forma. En esta medida todo lo que ella incorpora se integra en
ella, pero lo incorporado en la formación no es como un medio que haya
perdido su función. En la formación alcanzada nada desaparece, sino que
todo se guarda. Formación es un concepto genuinamente histórico, y
precisamente de este carácter histórico de la «conservación» es de lo que se
trata en la comprensión de las ciencias del espíritu.
logra concebir unitariamente lo que su época entendía bajo formación. Este
ascenso a la generalidad no está simplemente reducido a la formación
teórica, y tampoco designa comportamiento meramente teórico en oposición
a un comportamiento práctico, sino que acoge la determinación esencial de
la racionalidad humana en su totalidad. La esencia general de la formación
humana es convertirse en un ser espiritual general. El que se abandona a la
particularidad es «inculto»; por ejemplo el que cede a una ira ciega sin
consideración ni medida. Hegel muestra que a quien así actúa lo que le falta
en el fondo es capacidad de abstracción: no es capaz de apartar su atención
de sí mismo y dirigirla a una generalidad desde la cual determinar su
particularidad con consideración y medida.
En este sentido la formación como ascenso a la generalidad es una tarca
humana. Requiere sacrificio de la particularidad en favor de la generalidad.
Ahora bien, sacrificio de la particularidad significa negativamente inhibición
del deseo y en consecuencia libertad respecto al objeto del mismo y libertad
para su objetividad. En este punto las deducciones de la dialéctica
fenomenológica vienen a completar lo que se introdujo en la propedéutica.
En la Fenomenología del espíritu Hegel desarrolla la génesis de una
autoconciencia verdaderamente libre «en y para sí» misma, y muestra que la
esencia del trabajo no es consumir la cosa, sino formarla 17. En la
consistencia autónoma que el trabajo da a la cosa, la conciencia que trabaja
se reencuentra a sí misma como una conciencia autónoma. El trabajo es
deseo inhibido. Formando al objeto, y en la medida en que actúa
ignorándose y dando lugar a una generalidad, la conciencia que trabaja se
eleva por encima de la inmediatez de su estar ahí hacia la generalidad; o
como dice Hegel, formando a la cosa se forma a sí misma. I .a idea es que
en cuanto que el hombre adquiere un «poder», una habilidad, gana con ello
un sentido de sí mismo. Lo que en la auto ignorancia de la conciencia como
sierva parecía estarle vedado por hallarse sometido a un sentido enteramente
ajeno, se le participa en cuanto que deviene concierna que trabaja. Como tal
se encuentra a sí misma dentro de un sentido propio, y es completamente
correcto afirmar que el trabajo forma. El sentimiento de sí ganado por la
conciencia que trabaja contiene todos los momentos de lo que constituye la
formación práctica: distanciamiento respecto a la inmediatez del deseo, de la
necesidad personal y del interés privado, y atribución a una generalidad.
En este sentido ya una primera ojeada a la historia etimológica de,
«formación» nos lleva al ámbito de los conceptos históricos, tal como Hegel
los hizo familiares al principio en el ámbito de la «primera filosofía». De
hecho es Hegel el que con más agudeza ha desarrollado lo que es la
formación, y a él seguiremos ahora 16. También él vio que la filosofía «tiene
en la formación la condición de su existencia», y nosotros añadimos: y con
ella las ciencias del espíritu. Pues el ser del espíritu está esencialmente unido
a la idea de la formación.
El hombre se caracteriza por la ruptura con lo inmediato y natural que le es
propia en virtud del lado espiritual y racional de su esencia. «Por este lado él
no es por naturaleza lo que debe ser»; por eso necesita de la formación. Lo
que Hegel llama la esencia formal de la formación reposa sobre su
generalidad. Partiendo del concepto de un ascenso a la generalidad, Hegel
15
En la Propedéutica Hegel muestra de la mano de una serie de ejemplos esta
esencia de la formación práctica que consiste en atribuirse a sí mismo una
generalidad. Algo de esto hay en la mesura que limita la falta de medida en
la satisfacción de las necesidades y en el uso de las propias fuerzas según
algo más general: la atención a la salud. Algo de esto hay también en aquella
reflexión que, frente a lo que constituye la circunstancia o negocio
individual, permanece abierta a la consideración de lo que aún podría venir a
ser también necesario. También una elección profesional cualquiera tiene
algo de esto, pues cada profesión es en cierto modo un destino, una
necesidad exterior, e implica entregarse a tareas que uno no asumiría para
sus fines privados. La formación práctica se demuestra entonces en el hecho
de que se desempeña la profesión en todas las direcciones. Y esto incluye
que se supere aquello que resulta extraño a la propia particularidad que uno
encarna, volviéndolo completamente propio. La entrega a la generalidad de
la profesión es así al mismo tiempo «un saber limitarse, esto es, hacer de la
profesión cosa propia. Entonces ella deja de representar una barrera».
halla la esencia general del espíritu. Pero la idea básica sigue siendo
correcta. Reconocer en lo extraño lo propio, y hacerlo familiar, es el
movimiento fundamental del espíritu, cuyo ser no es sino retorno a sí mismo
desde el ser otro. En esta medida toda formación teórica, incluida la
elaboración de las lenguas y los mundos de ideas extraños, es mera
continuación de un proceso formativo que empieza mucho antes. Cada
individuo que asciende desde su ser natural hacia lo espiritual encuentra en
el idioma, costumbres e instituciones de su pueblo una sustancia dada que
debe hacer suya de un modo análogo a como adquiere el lenguaje. En este
sentido el individuo se encuentra constantemente en el camino de la
formación y de la superación de su naturalidad ya que el mundo en el que va
entrando está conformado humanamente en lenguaje y costumbres. Hegel
acentúa el hecho de que es en éste su mundo donde un pueblo se da a sí
mismo la existencia. Lo que él es en sí mismo lo ha elaborado y puesto
desde sí mismo.
Con ello queda claro que no es la enajenación como tal, sino el retorno a sí,
que implica por supuesto enajenación, lo que constituye la esencia de la
formación. La formación no debe entenderse sólo como el proceso que
realiza el ascenso histórico del espíritu a lo general, sino también como el
elemento dentro del cual se mueve quien se ha formado de este modo. ¿Qué
clase de elemento es éste? En este punto toman su arranque las cuestiones
que debíamos plantear a Helmholtz. La respuesta de Hegel no podrá
satisfacernos del todo, pues para Hegel la formación como movimiento de
enajenación y apropiación se lleva a término en un perfecto dominio de la
sustancia, en la disolución de todo ser objetivo que sólo se alcanza en el
saber absoluto de la filosofía.
En esta descripción de la formación práctica en Hegel puede reconocerse ya
la determinación fundamental del espíritu histórico: la reconciliación con
uno mismo, el reconocimiento de sí mismo en el ser otro. Esto se hace aún
más claro en la idea de la formación teórica; pues comportamiento teórico es
como tal siempre enajenación, es la tarea de «ocuparse de un no-inmediato,
un extraño, algo perteneciente al recuerdo, a la memoria y al pensamiento».
La formación teórica lleva más allá de lo que el hombre sabe y experimenta
directamente. Consiste en aprender a aceptar la validez de otras cosas
también, y en encontrar puntos de vista generales para aprehender la cosa,
«lo objetivo en su libertad», sin interés ni provecho propio 18. Precisamente
por eso toda adquisición de formación pasa por la constitución de intereses
teóricos, y Hegel fundamenta la apropiación del mundo y del lenguaje de
Tos antiguos con la consideración de que este mundo es suficientemente
lejano y extraño como para operar la necesaria escisión que nos separe de
nosotros mismos. «Pero dicho mundo contiene al mismo tiempo todos los
puntos de partida y todos los hilos del retorno a sí mismo, de la
familiarización con él y del reencuentro de sí mismo, pero de sí mismo
según la esencia verdaderamente general del espíritu» 19.
Pero reconocer que la formación es como un elemento del espíritu no obliga
a vincularse a la filosofía hegeliana del espíritu absoluto, del mismo modo
que la percepción de la historicidad de la conciencia no vincula tampoco a
su propia filosofía de la historia del mundo: Precisamente importa dejar en
claro que la idea de una formación acabada sigue siendo también un ideal
necesario para las ciencias históricas del espíritu que se apartan de Hegel.
Pues la formación es el elemento en el que se mueven también ellas.
Tampoco lo que el lenguaje habitual designa como la «formación completa»
en el ámbito de los fenómenos corporales es tanto la última fase de un
desarrollo como más bien el estado de madurez que ha dejado ya tras de sí
Podrá reconocerse en estas palabras del director de instituto que era Hegel
el prejuicio clasicista de que es en los antiguos donde más fácilmente se
16
una condición de la vida del espíritu 21. Sólo por el olvido obtiene el espíritu
la posibilidad de su total renovación, la capacidad de verlo todo con ojos
nuevos, de manera que lo que es de antiguo familiar se funda con lo recién
percibido en una unidad de machos estratos. «Retener» es ambiguo. Como
memoria (µνηµη), contiene la relación con el recuerdo (αναµϖησιω) 22. Y
esto mismo vale para el concepto de «tacto» que emplea Helmholtz. Bajo
«tacto» entendemos una determinada sensibilidad y capacidad de percepción
de situaciones así como para el comportamiento dentro de ellas cuando no
poseemos respecto a ellas ningún saber derivado de principios generales. En
este sentido el tacto es esencialmente inexpresado e inexpresable. Puede
decirse algo con tacto, pero esto significará siempre que se rodea algo con
mucho tacto, que se deja algo sin decir, y «falta de tacto» es expresar lo que
puede evitarse. «Evitar» no es aquí sin embargo apartar la mirada de algo,
sino atender a ello en forma tal que no se choque con ello sino que se pueda
pasar al lado. Por eso el tacto ayuda a mantener la distancia, evita lo
chocante, el acercamiento excesivo y la violación de la esfera íntima de la
persona.
todo desarrollo y que hace posible el armonioso movimiento de todos los
miembros. Es en este preciso sentido como las ciencias del espíritu
presuponen que la conciencia científica está ya formada, y posee por lo tanto
ese tacto verdaderamente inaprensible e inimitable que sustenta como un
elemento la formación del juicio y el modo de conocer de las ciencias del
espíritu.
Lo que Helmholtz describe como forma de trabajar de las ciencias del
espíritu, y en particular lo que él llama sensibilidad y tacto artístico,
presupone de hecho este elemento de la formación dentro del cual le es dada
al espíritu una movilidad especialmente libre. Helmholtz menciona por
ejemplo la «facilidad con que las más diversas experiencias deben fluir a la
memoria del historiador o del filólogo» 20. Desde el punto de vista de aquel
ideal de «férreo trabajo del concluir autoconsciente», bajo el cual se piensa a
sí mismo el científico natural, esta descripción ha de aparecer como muy
externa. El concepto de la memoria tal como él lo emplea no explica
suficientemente aquello de lo que aquí se trata. En realidad este tacto o
sensibilidad no está bien comprendido si se lo piensa como una capacidad
anímica adicional, que se sirve de una buena memoria y llega de este modo
a conocimientos no estrictamente evidentes. Lo que hace posible esta
función del tacto, lo que conduce a su adquisición y posesión, no es
simplemente una dotación psicológica favorable al conocimiento espiritualcientífico.
Ahora bien, el tacto de que habla Helmholtz no puede identificarse
simplemente con este fenómeno ético que es propio del trato en general.
Existen sin embargo puntos esenciales que son comunes a ambos. Por
ejemplo, tampoco el tacto que opera en las ciencias del espíritu se agota en
ser un sentimiento inconsciente, sino que es al mismo tiempo una manera de
conocer y una manera de ser. Esto puede inferirse del análisis presentado
antes sobre el concepto de la formación. Lo que Helmholtz llama «tacto»
incluye la formación y es una función de la formación tanto estética como
histórica. Si se quiere poder confiar en el propio tacto para el trabajo
espiritual-científico hay que tener o haber formado un sentido tanto de lo
estético como de lo histórico. Y porque este sentido no es una mera dotación
natural es por lo que hablamos con razón de conciencia estética o histórica
más que de sentido de lo uno o de lo otro. Sin embargo tal conciencia se
conduce con la inmediatez de los sentidos, esto es, sabe en cada caso
distinguir y valorar con seguridad aun sin poder dar razón de ello. El que
tiene sentido estético sabe separar lo bello de lo feo, la buena de la mala
calidad, y el que tiene sentido histórico sabe lo que es posible y lo que no lo
es en un determinado momento, y tiene sensibilidad para tomar lo que
distingue al pasado del presente.
Por otra parte tampoco se concibe adecuadamente la esencia de la memoria
cuando se la considera meramente como una disposición o capacidad
general. Retener, olvidar y recordar pertenecen a la constitución histórica
del hombre y forman parte de su historia y de su formación. El que emplea
su memoria como una mera habilidad —y toda técnica memorística es un
ejercicio de este tipo— sigue sin tener aquello que le es más propio. La
memoria tiene que ser formada; pues memoria no es memoria en general y
para todo. Se tiene memoria para unas cosas, para otras no, y se quiere
guardar en la memoria unas cosas, mientras se prefiere excluir otras. Sería
ya tiempo de liberar al fenómeno de la memoria de su nivelación dentro de
la psicología de las capacidades, reconociéndolo como un rasgo esencial del
ser histórico y limitado del hombre. A la relación de retener y acordarse
pertenece también de una manera largo tiempo desatendida el olvido, que no
es sólo omisión y defecto sino, como ha destacado sobre todo Fr. Nietzsche,
17
El que todo esto implique formación quiere decir que no se trata de
cuestiones de procedimiento o de comportamiento, sino del ser en cuanto
devenido. La consideración atenta, el estudio concienzudo de una tradición
no pueden pasarse sin una [receptividad para lo distinto, de la obra de arte o
del pasado. Y esto es precisamente lo que, siguiendo a Hegel, habíamos
destacado como característica general de la formación, este mantenerse
abierto hacia lo otro, hacia puntos de vista distintos y más generales. La
formación comprende un sentido general de la mesura y de la distancia
respecto a sí mismo, y en esta misma medida un elevarse por encima de sí
mismo hacia la generalidad. Verse a sí mismo y ver los propios objetivos
privados con distancia quiere decir verlos como los ven los demás. Y esta
generalidad no es seguramente una generalidad del concepto o de la razón.
No es que lo particular se determine desde lo general; nada puede aquí
demostrarse concluyentemente. Los puntos de vista generales hacia los
cuales se mantiene abierta la persona formada no representan un
baremo fijo que tenga validez, sino que le son actuales como posibles puntos
de vista de otros. Según esto la conciencia formada reviste de hecho
caracteres análogos a los de un sentido, pues todo sentido, por ejemplo, el de
la vista, es ya general en cuanto que abarca su esfera y se mantiene abierto
hacia un campo, y dentro de lo que de este modo le queda abierto es capaz
de hacer distinciones. La conciencia formada supera sin embargo a todo
sentido natural en cuanto que éstos están siempre limitados a una
determinada esfera. La conciencia opera en todas las direcciones y es así un
sentido general.
Merecería la pena dedicar alguna atención a cómo ha ido adquiriendo
audiencia desde los días del humanismo la crítica a la ciencia de «escuela»,
y cómo se ha ido trasformando esta crítica al paso que se trasformaban sus
adversarios. En origen lo que aparece aquí son motivos antiguos: el
entusiasmo con que los humanistas proclaman la lengua griega y el camino
de la erudición significaba algo más que una pasión de anticuario. El
resurgir de las lenguas clásicas trajo consigo una nueva estimación de la
retórica, esgrimida contra la «escuela», es decir, contra la ciencia
escolástica, y que servía a un ideal de sabiduría humana que no se
alcanzaba en la «escuela»; una oposición que se encuentra realmente
desde el principio de la filosofía. La crítica de Platón a la sofística y aún más
su propia actitud tan peculiarmente ambivalente hacia Sócrates apunta al
problema filosófico que subyace aquí. Frente a la nueva conciencia
metódica de la ciencia natural del XVII este viejo problema tenía que
ganar una mayor agudeza crítica. Frente a las pretensiones de exclusividad
de esta nueva ciencia tenía que plantearse con renovada urgencia la cuestión
de si no habría en el concepto humanista de la formación una fuente propia
de verdad. De hecho veremos cómo las ciencias del espíritu del XIX extraen
su vida de la pervivencia de la idea humanista de la formación, aunque no lo
reconozcan.
En el fondo es natural que en este terreno los estudios determinantes no sean
los matemáticos sino los humanísticos. ¿Pues qué podría significar la nueva
metodología del XVIII para las ciencias del espíritu? Basta leer los capítulos
correspondientes de la Logique de Port-Royal sobre las reglas de la razón
aplicadas a las verdades históricas para reconocer la precariedad de lo que
puede hacerse en las ciencias del espíritu partiendo de esta idea del
método23. Son verdaderas trivialidades las que aparecen cuando se afirma
por ejemplo que para juzgar un acontecimiento en su verdad hay que atender
a las circunstancias (circonstances) que le acompañan.
Un sentido general y comunitario: bajo esta formulación la esencia de la
formación se presenta con la resonancia de un amplio contexto histórico. La
reflexión sobre el concepto de la formación, tal corno subyace a las
consideraciones de Helmholtz, nos remite a fases lejanas de la historia de
este concepto, y convendrá que repasemos este contexto durante algún
trecho si queremos que el problema que las ciencias del espíritu representan
para la filosofía rompa con la estrechez artificial que afecta a la metodología
del XIX. Ni el moderno concepto de la ciencia ni el concepto de método que
le es propio pueden bastar. Lo que convierte en ciencias a las del espíritu se
comprende mejor desde la tradición del concepto de formación que desde la
idea de método de la ciencia moderna. En este punto nos vemos remitidos a
la tradición humanista, que adquiere un nuevo significado en su calidad de
resistencia ante las pretensiones de la ciencia moderna.
Los jansenistas pretendían ofrecer con estas reglas de la demostración una
orientación metódica para la cuestión de hasta qué punto merecen crédito los
milagros. Frente a una creencia incontrolada en los milagros intentaban
ofrecer el espíritu del nuevo método, y creían poder legitimar de esta manera
los verdaderos milagros de la tradición bíblica y eclesiástica. La nueva
ciencia al servicio de la vieja iglesia: es demasiado claro que una relación
como ésta no podía ser duradera, y no cuesta imaginar lo que habría de
18
suceder si se llegaban a poner en cuestión los propios presupuestos
cristianos. El ideal metódico de la ciencia natural aplicado a la credibilidad
de los testimonios históricos de la tradición bíblica tenía que conducir a
resultados muy distintos y, para el cristianismo, catastróficos. El camino de
la crítica de los milagros al modo jansenista hacia la crítica histórica de la
Biblia no es muy largo. Spinoza es un buen ejemplo de ello. Más adelante
mostraremos que una aplicación consecuente de esta metodología como
norma única de la verdad espiritual-científica representaría tanto como una
auto cancelación.
b)
además del momento retórico, el de la oposición entre el erudito de escuela
y el sabio; esta oposición, que le sirve de fundamento, encuentra su primera
figura en la imagen cínica de Sócrates, tiene su base objetiva en la oposición
conceptual de sophía y phrónesis, elaborada por primera vez por Aristóteles,
desarrollada luego en el Perípato hacia una crítica del ideal teórico de vida
25
, y que en la época helenística determinaría ampliamente la imagen del
sabio, sobre todo desde que el ideal griego de la formación se funde con la
autoconciencia del estrato políticamente dominante de Roma. Es sabido que
por ejemplo también la ciencia jurídica romana de época tardía se levanta
sobre el fondo de un arte y una praxis jurídicas que tienen más que ver con
el ideal práctico de la parénesis que con el teórico de la sophía 26.
Sensus communis
Así las cosas resulta bastante cercano volverse a la tradición humanista e
indagar qué se puede aprender de ella para la forma de conocimiento de las
ciencias del espíritu. El escrito de Vim De nostri temporis studiorum ratione
representa para ello un valioso eslabón 24. La defensa del humanismo
emprendida por Vico está mediada, como se ve ya por el título, por la
pedagogía jesuítica, y se dirige tanto contra Descartes como contra el
jansenismo. Este manifiesto pedagógico de Vico, igual que su esbozo de una
«nueva ciencia», tiene su fundamento en viejas verdades; se remite por ello
al sensus communis, al sentido comunitario, y al ideal humanístico de la
eloquentia, momentos que aparecen ya en el concepto clásico del sabio. El
«hablar bien» (ευ λεγειν) ha sido siempre una fórmula de dos caras, y no
meramente un ideal retórico. Significa también decir lo correcto, esto es, lo
verdadero, y no sólo el arte de hablar o el arte de decir algo bien.
Sobre todo desde el renacimiento de la filosofía y retórica antiguas la
imagen de Sócrates gana su perfil de oposición a la ciencia, como muestra
sobre todo la figura del idiotes, el lego, que asume un papel completamente
nuevo entre el erudito y el sabio 27. También la tradición retórica del
humanismo se remite a Sócrates y a la crítica escéptica contra los
dogmáticos. En Vico encontramos una crítica a los estoicos porque creen en
la razón como regula veri, y a la inversa un elogio de los antiguos
académicos que sólo afirmaban el saber del no saber, así como aún más de
los nuevos académicos por- su grandeza en el arte de la argumentación (que
forma parte del arte de hablar).
Desde luego que el recurso de Vico al sensus communis muestra
dentro de esta tradición humanística una matización muy peculiar. Y es que
también en el ámbito de las ciencias se produce entonces la querelle des
anciens et des modernes. A lo que Vico se refiere no es a la oposición contra
la «escuela» sino más bien a una oposición concreta contra la ciencia
moderna. A la ciencia crítica de la edad moderna Vico no le discute sus
ventajas, sino que le señala sus límites. La sabiduría de los antiguos, el
cultivo de la prudentia y la eloquentia, debería seguir manteniéndose frente
a esta nueva ciencia y su metodología matemática. El tema de la educación
también sería ahora otro: el de la formación del sensus communis, que se
nutre no de lo verdadero sino de lo verosímil. Lo que a nosotros nos interesa
aquí es lo siguiente: sensus communis no significa en este caso
evidentemente sólo cierta capacidad general sita en todos, los hombres, sino
al mismo tiempo el sentido que funda la comunidad. Lo que orienta la
voluntad humana no es, en opinión de Vico, la generalidad abstracta de la
Por eso en la antigüedad clásica este ideal era proclamado con el mismo
énfasis por los profesores de filosofía que por los de retórica. La retórica
estaba empeñada en una larga lucha con la filosofía y tenía la pretensión de
proporcionar, frente a las gratuitas especulaciones de los sofistas, la
verdadera sabiduría sobre la vida, Vico, él mismo profesor de retórica, se
encuentra pues en una tradición humanística que viene desde la antigüedad.
Evidentemente esta tradición es también importante para la autocomprensión de las ciencias del espíritu, y lo es en particular la positiva
ambigüedad del ideal retórico, relegado tanto por el veredicto de Platón
como por el metodologismo anti retórico de la edad moderna. En este
sentido resuenan en Vico muchas de las cosas que habrán de ocuparnos
ahora. Su remisión al sensus communis recoge de la tradición antigua,
19
razón, sino la generalidad concreta que representa la comunidad de un
grupo, de un pueblo, de una nación o del género humano en su conjunto. La
formación de tal sentido común sería, pues, de importancia decisiva para
la vida.
simple habilidad (dynamis), sino una manera de estar determinado el ser
ético que no es posible sin el conjunto de las «virtudes éticas», como a la
inversa tampoco éstas pueden ser sin aquélla. Y aunque en su ejercicio esta
virtud tiene como efecto el que distinga lo conveniente de lo inconveniente,
ella no es simplemente una astucia práctica ni una capacidad general de
adaptarse. Su distinción entre lo conveniente y lo inconveniente implica
siempre una distinción de lo que está bien y lo que está mal, y presupone
con ello una actitud ética que a su vez mantiene y continúa.
Vico fundamenta el significado y el derecho autónomo de la elocuencia
sobre este sentido común de lo verdadero y lo justo, qué no es un saber por
causas pero que permite hallar lo evidente (verisimile). La educación no
podría seguir el camino de la investigación crítica. La juventud pedirla
imágenes para la fantasía y para la formación de su memoria. Y esto no lo
lograría el estudio de las ciencias con el espíritu de la nueva crítica. Por eso
Vico coloca junto a la crítica del cartesianismo, y como complemento suyo,
la vieja tópica. Ella serla el arte de encontrar argumentos y contribuiría a la
formación de un sentido para lo convincente que trabaja instintivamente y ex
l'empore y que precisamente por eso no puede ser sustituido por la ciencia.
Estas determinaciones de Vico se presentan como apologéticas.
Indirectamente reconocen el nuevo concepto de verdad de la ciencia cuando
defienden simplemente el derecho de lo verosímil. En esto, como ya vimos,
Vico continúa una vieja tradición retórica que se remonta hasta Platón. La
idea de Vico va sin embargo mucho más allá de una defensa de la peithó
retórica. Objetivamente lo que opera aquí es la vieja oposición aristotélica
entre saber técnico y práctico» una oposición que no se puede reducir a la de
verdad y verosimilitud. El saber práctico, la phrónesis, es una forma de
saber distinta 28. En primer lugar está orientada hacia la situación concreta;
en consecuencia tiene que acoger las «circunstancias» en toda su infinita
variedad. Y esto es también lo que Vico destaca explícitamente. Es claro
que sólo tiene en cuenta que este saber se sustrae al concepto racional del
saber. Pero en realidad esto no es un mero ideal resignado. La oposición
aristotélica aún quiere decir algo más que la mera oposición entre un saber
por principios generales y el saber de lo concreto. Tampoco se refiere sólo a
la capacidad de subsumir lo individual bajo lo general que nosotros
llamamos «capacidad de juicio». Más bien se advierte en ello un motivo
positivo, ético, que entra también en la teoría estoico-romana del sensus
communis. Acoger y dominar éticamente una situación concreta requiere
subsumir lo dado bajo lo general, esto es, bajo el objetivo que se persigue:
que se produzca lo correcto. Presupone por lo tanto una orientación de la
voluntad, y esto quiere decir un ser ético (εξις). En este sentido la phrónesis
es en Aristóteles una «virtud dianoética». Aristóteles ve en ella no una
En la escolástica —así por ejemplo en Tomás de Aquino— el sensus
communis es, a tenor del De anima 29, la raíz común de los sentidos externos
o también la capacidad de combinarlos que juzga sobre lo dado, una
capacidad que ha sido dada a todos los hombres 30. Para Vico en cambio el
sensus communis es el sentido de lo justo y del bien común que vive en
todos los hombres, más aún, un sentido que se adquiere a través de la
comunidad de vida y que es determinado por las ordenaciones y objetivos de
ésta. Este concepto tiene una resonancia iusnaturalista, como la tienen
también las κοινη δυναµις de la stoa. Pero el sensus communis no es en
este sentido un concepto griego ni se refiere a la koiné dynamis; de la que
habla Aristóteles en De anima, cuando intenta equiparar la teoría de los
sentidos específicos αιδρησις ιδια con el descubrimiento fenomenológico
que considera toda percepción como un distinguir y un mentar lo general.
Vico retrocede más bien al concepto romano antiguo del sensus communis
tal como aparece sobre todo en los clásicos romanos que, frente a la
formación griega, mantienen el valor y el sentido de sus propias tradiciones
de vida estatal y social. Es por lo tanto un tono crítico, orientado contra la
especulación teórica de los filósofos, el que se percibe ya en el concepto
romano del sensus communis y que Vico vuelve a hacer resonar en su nueva
posición contra la ciencia moderna (la «crítica»).
Resulta tanto como evidente, por lo menos a primera vista, fundamentar los
estudios filológicos-históricos y la forma de trabajar de las ciencias del
espíritu en este concepto del sensus communis. Pues su objeto, la existencia
moral e histórica del hombre tal como se configura en sus hechos y obras,
está a su vez decisivamente determinado por el mismo sensus communis. La
conclusión desde lo general y la demostración por causas no pueden bastar
porque aquí lo decisivo son las circunstancias.
20
Sin embargo esto sólo está formulado negativamente; y lo que el sentido
común proporciona es un conocimiento positivo propio. La forma de
conocer del conocimiento histórico no se agota en modo alguno en la
necesidad de admitir la «fe en los testimonios ajenos» (Tetens) 31 en lugar de
la «conclusión auto-consciente» (Helmholtz). Tampoco puede decirse que a
un saber de esta clase sólo le convenga un valor de verdad disminuido.
D'Alembert escribe con razón:
pueden agotar por entero el ámbito del conocimiento. En este sentido la
apelación de Vico al sensus communis entra, como ya hemos visto, en un
amplio contexto que llega hasta la antigüedad y cuya pervivencia hasta el
presente es nuestro tema 35.
En cambio nosotros tendremos que abrirnos penosamente el camino hasta
esta tradición, mostrando en primer lugar las dificultades que ofrece a las
ciencias del espíritu la aplicación, del moderno concepto de método. Con
vistas a este objetivo perseguiremos la cuestión de cómo se llegó a atrofiar
esta tradición y cómo las pretensiones de verdad del conocimiento
espiritual-científico cayeron con ello bajo el patrón del pensamiento
metódico de la ciencia moderna, un patrón que les era esencialmente
extraño.
La probabilité a principalement lieu pour les faits historiques,
et en général pour tour les événements passés, présents et á
venir, que nous attribuons á une sorte de hasard, parce que
nous n'on démêlons pas les causes. La partie de cette
connaissance qui a pour objet le présent ct le passé, quoi
qu’elle ne soit fondée que sur le simple témoignage, produit
souvent en nous une persuasion aussi forte que Célie qui nait
des axiomes 32.
Para este desarrollo, determinado esencialmente por la «escuela histórica»
alemana, ni Vico ni la ininterrumpida tradición retórica italiana son
decisivos de una manera directa.
La historia representa desde luego una fuente de verdad muy distinta de la
de la razón teórica. Ya un Cicerón tiene esto presente cuando la llama vita
memoriae33. Su derecho propio reposa sobre el hecho de que las pasiones
humanas no pueden regirse por las prescripciones generales de la razón.
Para esto hacen falta ejemplos convincentes como sólo los proporciona la
historia. Por eso Bacon llama a la historia que proporciona tales ejemplos el
otro camino del filosofar (alia ratio philosophandi) 34.
En el siglo XVIII no se aprecia prácticamente ninguna influencia de Vico.
Sin embargo Vico no estaba solo en su apelación al sensus communis; tiene
un importante paralelo en Shaftesbury, cuya influencia en el XVIII sí que
fue realmente potente. Shaftesbury sitúa la apreciación del significado social
de wit y humour bajo el título de sensus communis, y apela explícitamente a
los clásicos romanos y a sus intérpretes humanistas 36. Es cierto que, como
ya advertíamos, el concepto de sensus communis tiene entre nosotros
también una resonancia estoico-iusnaturalista. Sin embargo, tampoco
podremos discutir su razón a la interpretación humanística que se apoya en
los clásicos romanos y a la que sigue Shaftesbury. Según éste, los
humanistas entendían bajo sensus communis el sentido del bien común, pero
también el «love of the community or society, natural affection, humanity,
obligingness». En esto tomarían pie en un término de Marco Aurelio 37,
κοινονοηµοσυνη, palabra extraña y artificiosa, lo que atestigua en el
fondo que el concepto de sensus communis no es de origen filosófico
griego, sino que sólo deja percibir la resonancia estoica como un mero
armónico. El humanista Salmasius circunscribe el contenido de esta palabra
como «moderatam, usitatam et ordinariam hominis mentem, que in
commune quodam modo consulit nec omnia ad commodum suum referí,
respectunque etiam habet eorum, cum quibus versatur, modeste, modiceque
También esto está formulado demasiado negativamente. Pero ya veremos
cómo en todos estos giros sigue operando la forma de ser del conocimiento
ético reconocida por Aristóteles. Y el recuerdo de esto será importante para
la adecuada auto-comprensión de las ciencias del espíritu.
El recurso de Vico al concepto romano del sensus communis y su defensa de
la retórica humanística frente a la ciencia moderna reviste para nosotros un
interés especial, pues nos acerca a un momento de la verdad del
conocimiento espiritual-cien-tífico que ya no fue asequible a la autoreflexión de las ciencias del espíritu en el XIX. Vico vivió en una tradición
ininterrumpida de formación retórico-humanística y le bastó con hacer valer
de nuevo su no periclitado derecho. Después de todo ya se sabía desde
siempre que las posibilidades de la demostración y de la teoría racional no
21
de se sentiens». No es por lo tanto en realidad una dotación del derecho
natural conferida a todos los hombres, sino más bien una virtud social, una
virtud más del corazón que de la cabeza, lo que Shaftesbury tiene presente.
Y cuando concibe wit y humour desde esto se guía también por viejos
conceptos romanos, que incluían en la humanitas un estilo del buen vivir,
una actitud del hombre que entiende y hace bromas porque está seguro de la
existencia de una profunda solidaridad con el otro (Shaftesbury limita wit y
humour explícitamente al trato social con amigos). Y aunque en este punto
sensus communis parezca casi una virtud del trato social, lo que de hecho
implica sigue siendo una base moral e incluso metafísica.
bello discurso pronunciado por Henri Bergson en 1895 en la Sorbona sobre
el bon sens con ocasión de la gran concesión de premios40. Su crítica a las
abstracciones tanto de la ciencia natural como del lenguaje y del
pensamiento jurídico, su impetuosa apelación a la «énergie intérieure d'une
intelligence qui se reconquiert á tout moment sur elle-même, éliminant les
idées faites pour laisser la place libre aux idées qui se font», pudo
bautizarse en Francia con el nombre de bon sense. Es natural que la
determinación de este concepto contenga una referencia a los sentidos. Pero
para Bergson es evidente que, a diferencia de los sentidos, bon sens se
refiere al milieu social: «Tandis que les autres sens nous mettent en rapport
avec des choses, le bon sens préside á nos relations avec des personnes». Se
trata de una especie de genio para la vida práctica, menos un don que la
constante tarea del «ajustement toujours renouvelé des situations toujours
nouvelles», un trabajo de adaptación de los principios generales a la realidad
mediante la cual se realiza la justicia, un «tact de la vélite practique», una
«rectitude du jugement, qui vient de la droiture de l’âme”-Según Bergson el
bon sens, como fuente común de pensamiento y voluntad, es un sens social
que evita tanto las deficiencias del dogmático científico .que busca leyes
sociales como del utopista metafísico. «Peut-être n'a-i-il pas de méthode à
proprement parler, mais plutôt une certaine manière de faire». Bergson
habla desde luego también de la importancia de los estudios clásicos para la
formación de este bon sens —ve en ellos el esfuerzo por romper el «hielo de
las palabras» y descubrir por debajo el libre caudal del pensamiento—, pero
no plantea desde luego la cuestión inversa de hasta qué punto es necesario
este mismo bon sens para los estudios clásicos, es decir, no habla de su
función hermenéutica.
A lo que Shaftesbury se refiere es a la virtud intelectual y social de la
sympaty, sobre la cual basa tanto la moral como toda una metafísica estética.
Sus seguidores, sobre todo Hutcheson 38 y Hume, desarrollaron sus
sugerencias para una teoría del moral sense que más tarde habría de servir
de falsilla a la ética kantiana.
El concepto del common sense gana una función verdaderamente central y
sistemática en la filosofía de los escoceses, orientada polémicamente tanto
contra la metafísica como contra su disolución escéptica, y que construye su
nuevo sistema sobre el fundamento de los juicios originales y naturales del
common sense (Thomas Reid) 39. No hay duda de que aquí vuelve a operar
la tradición conceptual aristotélica-escolástica del sensus communis. El
examen de los sentidos y de su rendimiento cognitivo está extraído de esta
tradición y servirá en última instancia para corregir las exageraciones de la
especulación filosófica. Pero al mismo tiempo se mantiene la referencia del
common sense a la society: «They serve to direct us in the common affairs
of life, where our reasoning faculty would leave us in the dark». La filosofía
del sano entendimiento humano, del good sense, es a sus ojos no sólo un
remedio contra una metafísica «lunática» sino que contiene también el
fundamento de una filosofía moral que haga verdaderamente justicia a la
vida de la sociedad.
Su pregunta no está dirigida en modo alguno a la ciencia, sino al sentido
autónomo del bon sens para la vida. Quisiéramos subrayar aquí únicamente
la naturalidad con que se mantiene dominante en él y en su auditorio el
sentido moral y político de este concepto.
Resulta harto significativo comprobar que para la auto-reflexión de las
modernas ciencias del espíritu en el XIX fue menos decisiva la tradición
moralista de la filosofía a la que pertenecieron tanto Vico como Shaftesbury
—y que está representada sobre todo por Francia, el país clásico del bon
sens— que la filosofía alemana de la época de Kant y de Goethe. Mientras
en Inglaterra y en los países románicos el concepto de sensus communis
“usitatam” – de acuerdo a las costumbres.
El motivo moral que contiene el concepto del common sense o del bon sens
se ha mantenido operante hasta hoy, y es lo que distingue a estos conceptos
del nuestro del «sano entendimiento humano». Remito como muestra al
22
sigue designando incluso ahora no sólo un lema crítico sino más bien una
cualidad general del ciudadano, en Alemania los seguidores de Shaftesbury
y de Hutcheson no recogen ya en el XVIII el contenido político-social al que
hacía referencia el sensus communis. La metafísica escolar y la filosofía
popular del XVIII, por mucho que intentaran imitar y aprender de los países
clave de la Ilustración, Inglaterra y Francia, no pudieron sin embargo
consumar del todo su propia trasformación porque faltaban por completo las
correspondientes condiciones sociales y políticas. Sí que se adoptó el
concepto del sentido común, pero al despolitizarlo por completo quedó
privado de su verdadero significado crítico. Bajo el sentido común se
entendía meramente una capacidad teórica, la de juzgar, que aparecía al lado
de la conciencia moral (Gewissen) y del gusto estético. De este modo se lo
encasilló en una escolástica de las capacidades fundamentales cuya crítica
realiza entonces Herder (en el cuarto Wä ldeben crítico dirigido contra
Riedel), convirtiéndose así, en el terreno de la estética, en un precedente del
historicismo.
arrastra muchas veces al corazón, contra toda razón, contra el
reproche amado.
La apelación de Oetinger al sentido común contra el racionalismo de la
«escuela» nos resulta ahora tanto más interesante cuanto que en este autor se
hace de ella una aplicación hermenéutica expresa. El interés del prelado
Oetinger se centra en la comprensión de la sagrada Escritura, y, puesto que
éste es un campo en el que el método matemático y demostrativo no puede
aportar nada, exige un método distinto, el «método generativo», esto es,
«exponer la Escritura al modo de una siembra, con el fin de que la justicia
pueda ser implantada y crecer».
Oetinger somete el concepto de sentido común a una investigación
verdaderamente extensa y erudita, orientada al mismo tiempo contra el
racionalismo 42. En dicho concepto contempla el autor el origen de todas las
verdades, la auténtica ars inveniendi, en oposición a Leibniz que fundaba
todo en un mero calculus metaphysicus (excluso omni gusto interno).
Existe sin embargo una excepción significativa: el pietismo. No sólo
hombres de mundo como Shaftesbury tenían que estar interesados en limitar
frente a la «escuela» las pretensiones de la ciencia, esto es, de la
demostratio, y apelar al sensus communis; otro tanto tenía que ocurrirle al
predicador que intenta llegar al corazón de su comunidad. El pietista suavo
Oetinger, por ejemplo, se apoya expresamente en la apología del sentido
común de Shaftesbury. El sensus communis aparece incluso traducido como
«corazón», y circunscrito como sigue:
Para Oetinger el verdadero fundamento del sentido común es el concepto de
la vita, de la vida (sensus communis vitae gaudens). Frente la violenta
disección de la naturaleza con experimentos y cálculos, entiende el
desarrollo natural de lo simple a lo compuesto como la ley universal de
crecimiento de la creación divina y por lo tanto también del espíritu
humano. Por lo que se refiere al origen de todo saber en el sentido común, se
remite a Wolff, Bernoulli y Pascal, al estudio de Maupertuis sobre el origen
del lenguaje, a Bacon, a Fenelon y otros, y define el sentido común como
«viva et penetrans perceptio obiectorum toti humanitati obviorum, ex
inmediato tactu et intuí tu eorum, quae sunt simplicisima...».
El sensus communis tiene que ver... con tantas cosas que los hombres tienen
a diario ante sus ojos, que mantienen unida a una sociedad entera, que
conciernen tanto a las verdades y a las frases como a las instituciones y a las
formas de comprender las frases 41.
Ya esta segunda frase permite concluir que Oetinger reúne desde el
principio el significado humanístico-político de la palabra con el concepto
peripatético común. La definición anterior recuerda en algunos de sus
términos (inmediato tactu et intuí tu) a la doctrina aristotélica del noüs; la
cuestión aristotélica de la διναµις común que reúne al ver, al oír, etc., es
recogida por él al servicio de la confirmación del verdadero misterio de la
vida. El misterio divino de la vida es su sencillez; y si el hombre la ha
perdido al caer en el pecado, le es posible sin embargo volver a encontrar la
unidad y sencillez en virtud de la voluntad de la gracia divina: «operario
Oetinger está interesado en mostrar que el problema no es sólo la nitidez de
los conceptos, que ésta «no es suficiente para el conocimiento vivo». Hacen
falta también «ciertos sentimientos previos, ciertas inclinaciones».
Aun sin demostración alguna todo padre se siente inclinado a
cuidar de sus hijos: el amor no hace demostraciones sino que
23
Λογους s. praesentia Dei simplificat diversa un unum». Más aún, la
presencia de Dios consiste justamente en la vida misma, en este «sentido
compartido» que distingue a todo cuanto está vivo de _ todo cuanto está
muerto, y no es casual que Oetinger mencione al pólipo y a la estrella de
mar que se regeneran en nuevos individuos a partir de cualquier sección. En
el hombre opera esta misma fuerza de Dios como instinto y como estímulo
interno para sentir las huellas de Dios y reconocer lo que es más cercano a la
felicidad y a la vida del hombre. Oetinger distingue expresamente la
sensibilidad para las verdades comunes, que son útiles para todos los
hombres en todo tiempo y lugar, como verdades «sensibles» frente a las
racionales. El sentido común es un complejo de instintos, un impulso natural
hacia aquello que fundamenta la verdadera felicidad de la vida, y es en esto
efecto de la presencia de Dios. Instinto no significa aquí como en Leibniz
una serie de afectos, confusae repraesentationes, porque no se trata de
tendencias pasajeras sino enraizadas, dotadas de un poder dictatorial, divino,
irresistible 43. El sentido común que se apoya sobre ellas reviste un
significado particular para nuestro conocimiento 44 precisamente porque
estas tendencias son un don de Dios. Oetinger escribe: la ratio se rige por
reglas y muchas veces incluso sin Dios, el sentido, en cambio, siempre con
Dios. Igual que la naturaleza se distingue del arte, así se distingue el sentido
de la ratio. A través de la naturaleza Dios obra con un progreso de
crecimiento simultáneo que se extiende regularmente por todo; el arte en
cambio empieza siempre por alguna parte determinada... El sentido imita a
la naturaleza, la ratio en cambio imita al arte.
En este punto, lo que en el XIX y en el XX gustará de llamarse intuición, se
reconduce a su fundamento metafísico, a la estructura del ser vivo y
orgánico, según la cual el todo está en cada individuo: «Cyclus vitae
centrum suum in corde habet, quod infinita simul percipit per sensum
communem».
Lo que caracteriza a toda la sabiduría regulativa hermenéutica es la
aplicación a sí misma: «Applicentur regulae ad se ipsum ante omnia et tum
habebitur clavis ad intelligentiam proverbiorum Salomonis» 46. Oetinger
acierta a establecer aquí la unidad de sentido con las ideas de Shaftesbury,
que, como él dice, sería el único que habría escrito sobre el sentido común
bajo este título. Sin embargo se remite también a otros autores que han
comprendido la unilateralidad del método racional, por ejemplo, a la
distinción de Pascal entre esprit geometrique y esprit de finesse. Pero el
interés que cristaliza en torno al concepto de sentido común es en el pietista
suavo más bien teológico que político o social.
También otros teólogos pietistas oponen evidentemente al racionalismo
vigente una atención más directa a la Applicatio en el mismo sentido que
Oetinger, como muestra el ejemplo de Rambach, cuya hermenéutica, que
por aquella época ejerció una amplia influencia, trata también de la
aplicación. Sin embargo la regresión de las tendencias pietistas a fines del
XVIII acabó degradando la función hermenéutica del sentido común a un
concepto meramente correctivo: lo que repugna al con-sensus en
sentimientos, juicios y conclusiones, esto es, al sentido común, no puede ser
correcto 47. Si se compara esto con el significado que atribuye Shaftesbury al
sentido común respecto a la sociedad y al estado, se hará patente hasta qué
punto esta función negativa del sentido común refleja el despoja-miento de
contenido y la intelectualización que la ilustración alemana imprimió a este
concepto.
Es interesante comprobar que esta frase aparece en un contexto
hermenéutico, así como que en este escrito erudito la sapientia Salomonis
representa el último objeto y la más alta instancia del conocimiento. Se trata
del capítulo sobre el empleo (usus) del sentido común. Oetinger se vuelve
aquí contra la teoría hermenéutica de los seguidores de Wolff. Más
importante que cualquier regla hermenéutica sería el que uno mismo esté
sensu plenus. Sin duda, esta tesis representa un espiritualismo extremo; tiene
no obstante su fundamento lógico en el concepto de la vita o en el del sensus
communis. Su sentido hermenéutico puede ilustrarse con la frase siguiente:
c)
La capacidad de juicio (Urteilskraft)
Puede que este desarrollo del concepto en el XVIII alemán se base en la
estrecha relación del concepto de sentido común con el concepto de la
capacidad de juicio. Pues «el sano sentido común», llamado también
«entendimiento común» (gemeine Verstand), se caracteriza de hecho de una
manera decisiva por la capacidad de juzgar. Lo que- constituye la diferencia
Las ideas que se encuentran en la sagrada Escritura y en las obras de Dios
serán tanto más fecundas y puras cuanto más se reconozcan cada una de
ellas en el todo y todas en cada una de ellas 45.
24
entre el idiota y el discreto es que aquél carece de capacidad de juicio, esto
es, no está en condiciones de subsumir correctamente ni en consecuencia de
aplicar correctamente lo que ha aprendido y lo que sabe. La introducción del
término «capacidad de juicio» (Urteilskraft) en el VIII intenta, pues,
reproducir adecuadamente el concepto del judicium, que debe considerarse
como una virtud espiritual fundamental. En este mismo sentido destacan los
filósofos moralistas ingleses que los juicios morales y estéticos no obedecen
a la reason sino que tienen el carácter del sentiment (o también taste), y de
forma análoga uno de los representantes de la Ilustración alemana, Tetens,
ve en el sentido común un «judicium sin reflexión» 48. De hecho la actividad
del juicio, consistente en subsumir algo particular bajo una generalidad, en
reconocer algo de una regla, no es lógicamente demostrable. Esta es la razón
por la que la capacidad de juicio se encuentra siempre en una situación de
perplejidad fundamental debido a la falta de un principio que pudiera
presidir su aplicación. Como atinadamente observa Kant 49, para poder
seguir este principio haría falta sin embargo de nuevo una capacidad de
juicio. Por eso ésta no puede enseñarse en general sino sólo ejercerse una y
otra vez, y en este sentido es más bien una actitud al modo de los sentidos.
Es algo que en principio no se puede aprender, porque la aplicación de
reglas no puede dirigirse con ninguna demostración conceptual.
individual es juzgado «inmanentemente». A esto Kant le llama
enjuiciamiento estético, e igual que Baumgarten había denominado A
judicium sensitivum «gustus», Kant repite también que «un enjuiciamiento
sensible de la perfección se llama gusto» 51.
Más tarde veremos cómo este giro estético del concepto dejudicium,
estimulado en el XVIII sobre todo por Gottsched, alcanza en Kant un
significado sistemático; podremos comprobar también hasta qué punto
puede ser dudosa la distinción kantiana entre una capacidad de juicio
determinativa y otra reflexiva. Ni siquiera el contenido semántico del sensus
communis se reduce sin dificultades al juicio estético. Pues si se atiende al
uso que hacen de este concepto Vico y Shaftesbury, se concluye que el
sensus communis no es primariamente una aptitud formal, una capacidad
espiritual que hubiera que ejercer, sino que abarca siempre el conjunto de
juicios y haremos de juicios que lo determinan en cuanto a su contenido.
La sana razón, el common sense, aparece sobre todo en los juicios sobre
justo e injusto, correcto e incorrecto. El que posee un sano juicio no está
simplemente capacitado para juzgar lo particular según puntos de vista
generales, sino que sabe también qué es lo que realmente importa, esto es,
enfoca las cosas desde los puntos de vista correctos, justos y sanos. El
trepador que calcula atinadamente las debilidades de los hombres y da
siempre en el clavo con sus engaños no es alguien de quien pueda decirse,
en el sentido eminente de la palabra, que posea un «sano juicio». La
generalidad que se atribuye a la capacidad de juicio no es pues algo tan
«común» como lo ve Kant. En general, la capacidad de juicio es menos una
aptitud que una exigencia que se debe plantear a todos. Todo el mundo tiene
tanto «sentido común», es decir, capacidad de juzgar, como para que se le
pueda pedir muestra de su «sentido comunitario», de una auténtica
solidaridad ética y ciudadana, lo que quiere decir tanto como que se le pueda
atribuir la capacidad de juzgar sobre justo e injusto, y la preocupación por el
«provecho común». Esto es lo que hace tan elocuente la apelación de Vico a
la tradición humanista: el que frente a la logificación del concepto de
sentido común él retenga toda la plenitud de contenido que se mantenía viva
en la tradición romana de la palabra (y que sigue caracterizando hasta
nuestros días a la raza latina). También la vuelta de Shaftesbury a este
concepto supone, como hemos visto, enlazar con la tradición político-social
del humanismo. El sensus communis es un momento del ser ciudadano y
Es pues, consecuente, que la filosofía ilustrada alemana no incluyese la
capacidad de juicio entre las capacidades superiores del espíritu sino en la
inferior del conocimiento. Con ello esta filosofía toma una dirección que se
aparta ampliamente del sentido originario romano del sensus communis y
que continúa más bien a la tradición escolástica. Para la estética esto puede
revestir una significación muy particular. Baumgarten, por ejemplo, sostiene
que lo que conoce la capacidad de juicio es lo individual-sensible, la cosa
aislada, y lo que esta capacidad juzga en ella es su perfección o
imperfección50. Sin embargo, no se puede olvidar en relación con esta
determinación del juzgar que aquí no se aplica simplemente un concepto
previo de la cosa, sino que lo individual-sensible accede por sí mismo a la
aprehensión en cuanto que se aprecia en ello la congruencia de muchas
cosas con una. En consecuencia lo decisivo no es aquí la aplicación de una
generalidad sino la congruencia interna. Es evidente que en este punto nos
encontramos ya ante lo que más tarde Kant denominará «capacidad de juicio
reflexiva», y que él entenderá como enjuiciamiento según el punto de vista
de la finalidad tanto real como formal. No está dado ningún concepto: lo
25
ético. Incluso cuando, como en el pietismo o en la filosofía escocesa, este
concepto se planteó como giro polémico contra la metafísica, siguió estando
en la línea de su función crítica original.
hombres, y pretende ejercitar y formar la capacidad práctica de juicio, en la
que sin duda operan también momentos estéticos 54. Pero el que pueda haber
una cultura del sentimiento moral en este sentido no es cosa que concierna
en realidad a la filosofía moral, y desde luego no forma parte de los
fundamentos de la misma. Kant exige que la determinación de nuestra
voluntad se determine únicamente por los vectores que reposan sobre la auto
legislación de la razón pura práctica. La base de esto no puede ser una mera
comunidad del sentimiento, sino únicamente «una actuación práctica de la
razón que, por oscura que sea, oriente sin embargo con seguridad»; iluminar
y consolidar ésta es justamente la tarea de la crítica de la razón práctica.
En cambio la recepción kantiana de este concepto en la Crítica de la
capacidad de juicio tiene acentos muy distintos 52. El sentido moral
fundamental de este concepto ya no detenta en él ningún lugar sistemático.
Es bien sabido que su filosofía moral está concebida precisamente como
alternativa a la doctrina inglesa del «sentimiento moral». De este modo el
concepto del sensus communis queda en él enteramente excluido de la
filosofía moral.
El sentido común no desempeña en Kant tampoco el menor papel en el
sentido lógico de la palabra. Lo que trata Kant en la doctrina trascendental
de la capacidad de juicio, la teoría del esquematismo y de los fundamentos
55
, no tiene nada que ver con el sentido común. Pues se trata conceptos que
deben referirse a priori a sus objetos, no de una subsunción de lo individual
bajo lo general. Por el contrario allí donde se trata realmente de la capacidad
de reconocer lo individual como caso de lo general, y donde nosotros
hablamos de sano entendimiento, es donde según Kant tendríamos que ver
con algo «común» en el sentido más verdadero de la palabra: «Poseer lo que
se encuentra en todas partes no es precisamente una ganancia o una ventaja»
56
. Este sano entendimiento no tiene otro significado que ser una primera
etapa previa del entendimiento desarrollado e ilustrado. Se ocupa
ciertamente de una oscura distinción de la capacidad de juicio que llamamos
sentimiento, pero juzga de todos modos siempre según conceptos, «como en
general sólo según principios representados confusamente» 57, y no puede en
ningún caso ser considerado como un sentido común por sí mismo. El uso
lógico general de la capacidad general de juicio que se reconduce al sentido
común no contiene ningún principio propio 58.
Lo que surge con la incondicionalidad de un mandamiento moral no puede
fundarse en un sentimiento, ni siquiera aunque uno no se refiera con ello a la
individualidad del sentimiento sino al carácter común de la sensibilidad
ética. Pues el carácter de los mandamientos que conciernen a la moralidad
excluye por completo la reflexión comparativa respecto a los demás. La
incondicionalidad del mandamiento moral no significa para la conciencia
moral en ningún caso que tenga que ser rígida juzgando a los demás. Al
contrario, éticamente es obligado abstraer de las condiciones subjetivas del
propio juicio y ponerse en el punto de vista del otro. Sin embargo lo que sí
significa esta incondicionalidad es que la conciencia moral no puede
eximirse a sí misma de la apelación al juicio de los demás. La vinculatividad
del mandamiento es general en un sentido mucho más estricto del que
podría alcanzar la generalidad de un sentimiento. La aplicación de la ley
moral a la determinación de la voluntad, es cosa de la capacidad de juicio.
Pero puesto que aquí se trata de la capacidad de juicio bajo las leyes de la
razón pura práctica, su tarea consiste en preservar del «empirismo de la
razón práctica, que pone los conceptos prácticos del bien y del mal... sólo en
series de experiencias» 53. Y esto es lo que produce la «típica» de la razón
pura práctica.
De este modo, y de entre todo el campo de lo que podría llamarse una
capacidad de juicio sensible, para Kant sólo queda el juicio estético del
gusto. Aquí sí que puede hablarse de un verdadero sentido comunitario. Y
por muy dudoso que sea si en el caso del gusto estético puede hablarse de
conocimiento, y por seguro que sea el que en el juicio estético no se juzga
por conceptos, sigue en pie que en el gusto estético está pensada la
necesidad de la determinación general, aunque él sea sensible y no
conceptual. Por lo tanto el verdadero sentido común es para Kant el gusto.
Secundariamente también Kant dedica alguna atención al modo como puede
darse acceso a la ley estricta de la razón pura práctica al ánimo humano. Es
el tema que trata en la Methodenlehre der reinen, praktischen Vernunft
(Metodología de la razón pura práctica), que «intenta esbozar someramente
el método de la fundamentación y cultivo de los auténticos sentimientos
morales». Para esta tarea Kant se remite de hecho a la razón común de los
26
Esta es una formulación paradójica si se tiene en cuenta la preferencia con
que se hablaba en el XVIII de la diversidad del gusto humano. Y aunque de
la diversidad del gusto no se extraigan consecuencias escépticas o
relativistas y se mantenga la idea de un buen gusto, sin embargo suena
paradójico llamar sentido común al «buen gusto», esta rara cualidad que
distingue de los demás hombres a los miembros de una sociedad cultivadaDe hecho esto no tendría ningún sentido si se entendiera como una
afirmación empírica; por el contrario, veremos cómo para Kant esta
denominación adquiere su sentido en la intención trascendental, esto es,
como justificación a priori de su propia crítica del gusto. Tendremos que
preguntarnos también qué significado tiene la reducción del concepto de
sentido común al juicio de gusto sobre lo bello para la pretensión de verdad
de este sentido común, y cuál ha sido el efecto del apriori subjetivo kantiano
del gusto para la auto-comprensión de la ciencia.
d)
razón que la cultura (Bildung) no sólo se debe al ingenio (Geist) sino
también al gusto (Geschmack). Es sabido que esto puede decirse ya del
gusto sensorial. Hay hombres con buen paladar, gourmets que cultivan
este género de disfrute. Pues bien, este concepto del gusto es para Gracián el
punto de partida de su ideal de la formación social. Su ideal del hombre
culto (el discreto) consiste en que éste sea el «hombre en su punto» 60, esto
es, aquél que alcanza en todas las cosas de la vida y de la sociedad la justa
libertad de la distancia, de modo que sepa distinguir y elegir con
superioridad y conciencia.
El ideal de formación que plantea Gracián haría época. Logró de hecho
sustituir el del cortesano cristiano (Castiglione). En el marco de la historia
de los ideales de formación occidentales se caracteriza por su independencia
respecto a la situación estamental. Se trata del ideal de una sociedad
cultivada 61. Parece que esta formación social ideal se realiza en todas partes
bajo el signo del absolutismo y su represión de la nobleza de sangre. La
historia del concepto del gusto sigue a la historia del absolutismo desde
España hasta Francia e Inglaterra, y coincide con la prehistoria del tercer
estado. El gusto no sólo representa el ideal que plantea una nueva sociedad,
sino que bajo el signo de este ideal (del buen gusto) se plantea por primera
vez lo que desde entonces recibirá el nombre de «buena sociedad». Esta ya
no se reconoce ni legitima por nacimiento y rango, sino fundamentalmente
sólo por la comunidad de sus juicios, o mejor dicho por el hecho de que
acierta a erigirse por encima de la estupidez de los intereses y de la
privaticidad de las preferencias, planteando la pretensión de juzgar.
El gusto (Geschmack)
En este punto convendrá de nuevo retroceder un poco. Nuestro tema no es
sólo la reducción del sentido común al gusto, sino también la restricción del
concepto mismo del gusto. La larga historia de este concepto que precede a
su utilización por Kant como fundamento de su crítica de la capacidad de
juicio permite reconocer que originalmente el concepto del gusto es más
moral que estético. Describe un ideal de humanidad auténtica, y debe su
acuñación a los esfuerzos por separarse críticamente del dogmatismo de la
«escuela». Sólo bastante más tarde se restringe el uso de este concepto a las
«bellas artes».
Por lo tanto no cabe duda de que con el concepto del gusto está dada una
cierta referencia a un modo de conocer. Bajo el signo del buen gusto se da la
capacidad de distanciarse respecto a uno mismo y a sus preferencias
privadas. Por su esencia más propia el gusto no es pues cosa privada sino un
fenómeno social de primer rango. Incluso puede oponerse a las inclinaciones
privadas del individuo como instancia arbitral en nombre de una generalidad
que él representa y a la que él se refiere. Es muy posible que alguien tenga
preferencia por algo que sin embargo su propio gusto rechaza. En esto las
sentencias del gusto poseen un carácter decisorio muy peculiar. En
cuestiones de gusto ya se sabe que no es posible argumentar (Kant dice con
toda razón que en las cuestiones del gusto puede haber riña pero no
discusión 62. Y ello no sólo porque en este terreno no se puedan encontrar
En el origen de su historia se encuentra Baltasar Gradan 59. Gracián
empieza considerando que el gusto sensorial, el más animal e interior de
nuestros sentidos, contiene sin embargo ya el germen de la distinción que se
realiza en el enjuiciamiento espiritual de las cosas. El discernimiento
sensible que opera el gusto, como recepción o rechazo en virtud del disfrute
más inmediato, no es en realidad mero instinto, sino que se encuentra ya a
medio camino entre el instinto sensorial y la libertad espiritual. El gusto
sensorial se caracteriza precisamente porque con su elección y juicio logra
por si mismo distanciarse respecto a las cosas que forman parte de las
necesidades más urgentes de la vida. En este sentido Gracián considera el
gusto como una primera «espiritualización de la animalidad» y apunta con
27
haremos conceptuales generales que tuvieran que ser reconocidos por todos,
sino más bien porque ni siquiera se los busca, incluso porque tampoco se los
podía encontrar aunque los hubiese. El gusto es algo que hay que tener; uno
no puede hacérselo demostrar, ni tampoco suplirlo por imitación. Pero por
otra parte el gusto no es una mera cualidad privada, ya que siempre intenta
ser buen gusto. El carácter decisivo del juicio de gusto incluye su pretensión
de validez. El buen gusto está siempre seguro de su juicio, esto es, es
esencialmente gusto seguro; un aceptar y rechazar que no conoce
vacilaciones, que no está pendiente de los demás y que no sabe nada de
razones.
desplazarse a un punto de vista general. En este sentido la moda crea una
dependencia social a la que es difícil sustraerse. Kant tiene toda la razón
cuando considera mejor ser un loco en la moda que contra la moda 63,
aunque por supuesto sea también locura tomarse las cosas de la moda
demasiado en serio.
Frente a esto, el fenómeno del gusto debe determinarse como una capacidad
de discernimiento espiritual. Es verdad que el gusto se ocupa también de
este género de comunidad pero no está sometido a ella; al contrario, el buen
gusto se caracteriza precisamente porque sabe adaptarse a la línea del gusto
que representa cada moda, o, a la inversa, que sabe adaptar las exigencias de
la moda al propio buen gusto. Por eso forma parte también del concepto del
gusto el mantener la mesura dentro de la moda, el no seguir a ciegas sus
exigencias cambiantes y el mantener siempre en acción el propio juicio. Uno
mantiene su «estilo», esto es, refiere las exigencias de la moda a un todo que
conserva el punto de vista del propio gusto y sólo adopta lo que cabe en él y
tal como quepa en él.
De algún modo el gusto es más bien algo parecido a un sentido. No dispone
de un conocimiento razonado previo. Cuando en cuestiones de gusto algo
resulta negativo, no se puede decir por qué; sin embargo se experimenta con
la mayor seguridad. La seguridad del gusto es también la seguridad frente a
lo que carece de él. Es muy significativo comprobar hasta qué punto
solemos ser sensibles a este fenómeno negativo en las elecciones y
discernimientos del gusto. Su correlato positivo no es en realidad tanto lo
que es de buen gusto como lo que no repugna al gusto. Lo que juzga el gusto
es sobre todo esto. Este se define prácticamente por el hecho de sentirse
herido por lo que le repugna, y de evitarlo como una amenaza de ofensa. Por
lo tanto el concepto del «mal gusto» no es en origen el fenómeno contrario
al «buen gusto». Al contrario, su opuesto es «no tener gusto». El buen gusto
es una sensibilidad que evita tan naturalmente lo chocante que su reacción
resulta completamente incomprensible para el que carece de gusto.
Esta es la razón por la que lo propio del gusto no es sólo reconocer como
bella tal o cual cosa que es efectivamente bella, sino también tener puesta la
mirada en un todo con el que debe concordar cuanto sea bello M. El gusto
no es, pues, un sentido comunitario en el sentido de que dependa de una
generalidad empírica, de la evidencia constante de los juicios de los demás.
No dice que cualquier otra persona vaya a coincidir con nuestro juicio, sino
únicamente que no deberá estar en desacuerdo con él (como ya establece
Kant) 65. Frente a la tiranía de la moda la seguridad del gusto conserva así
una libertad y una superioridad específicas. En ello estriba la verdadera
fuerza normativa que le es propia, en que se sabe seguro del asentimiento de
una comunidad ideal. La idealidad del buen gusto afirma así su valor en
oposición a la regulación del gusto por la moda. Se sigue de ello que el
gusto conoce realmente algo, aunque desde luego de una manera que no
puede independizarse del aspecto concreto en el que se realiza ni
reconducirse a reglas y conceptos.
Un fenómeno muy estrechamente conectado con el gusto es la moda. En ella
el momento de generalización social que contiene el concepto del gusto se
convierte en una realidad determinante. Sin embargo en el destacarse frente
a la moda se hace patente que la generalización que conviene al gusto tiene
un fundamento muy distinto y no se refiere sólo a una generalidad empírica
(para Kant éste es el punto esencial). Ya lingüísticamente se aprecia en el
concepto de la moda que se trata de una forma susceptible de cambiar
(modus) en el marco del todo permanente del comportamiento sociable. Lo
que es puro asunto de la moda no contiene otra norma que la impuesta por el
hacer de todo el mundo. La moda regula a su capricho sólo las cosas que
igual podrían ser así que de otra manera. Para ella es constitutiva de hecho la
generalidad empírica, la atención a los demás, el comparar, incluso el
Lo que confiere su amplitud original al concepto
evidentemente que con él se designa una manera
Pertenece al ámbito de lo que, bajo el modo de la
reflexiva, comprende en lo individual lo general
28
del gusto es pues
propia de conocer.
capacidad de juicio
bajo lo cual debe
subsumirse. Tanto el gusto como la capacidad de juicio son maneras de
juzgar lo individual por referencia a un todo, de examinar si concuerda con
todo lo demás, esto es, si es «adecuado» 66. Y para esto hay que tener un
cierto «sentido»: pues lo que no se puede es demostrarlo.
cierto enjuiciamiento estético. Esto obtiene en Kant un reconocimiento
indirecto cuando reconoce la utilidad de los ejemplos para el afinamiento de
la capacidad de juicio. Es verdad que a continuación introduce la siguiente
observación restrictiva: «Por lo que hace a la corrección y precisión de la
comprensión por el entendimiento, en general se acostumbra a hacerle un
cierto menoscabo por el hecho de que salvo muy raras veces, no satisface
adecuadamente la condición de la regla (como casus in terminis)» 68. Sin
embargo la otra cara de esta restricción es con toda evidencia que el caso
que funciona como ejemplo es en realidad algo más que un simple caso de
dicha regla. Para hacerle justicia de verdad —aunque no sea más que en un
enjuiciamiento puramente técnico o práctico— hay que incluir siempre un
momento estético. Y en esta medida la distinción entre capacidad de juicio
determinante y reflexiva, sobre la que Kant fundamenta la crítica de la
capacidad de juicio, no es una distinción incondicional 69.
Es claro que este cierto sentido hace falta siempre que existe alguna
referencia a un todo, sin que este todo esté dado como tal o pensado en
conceptos de objetivo o finalidad: de este modo el gusto no se limita en
modo alguno a lo que es bello en la naturaleza y en el arte, ni juzgar sobre
su calidad decorativa, sino que abarca todo el ámbito de costumbres y
conveniencias. Tampoco el concepto de costumbre está dado nunca como un
todo ni bajo una determinación normativa univoca. Más bien ocurre que la
ordenación de la vida a lo largo y a lo ancho a través de las reglas del
derecho y de la costumbre es algo incompleto y necesitado siempre de una
complementación productiva. Hace falta capacidad de juicio para valorar
correctamente los casos concretos. Esta función de la capacidad de juicio
nos es particularmente conocida por la jurisprudencia, donde el rendimiento
complementador del derecho que conviene a la «hermenéutica» consiste
justamente en operar la concreción del derecho.
De lo que aquí se está tratando todo el tiempo es claramente de una
capacidad de juicio no lógica sino estética. El caso individual sobre el que
opera esta capacidad no es nunca un simple caso, no se agota en ser la
particularización de una ley o concepto general. Es por el contrario siempre
un «caso individual», y no deja de ser significativo que llamemos a esto un
caso particular o un caso especial por el hecho de que no es abarcado por la
regla. Todo juicio sobre algo pensado en su individualidad concreta, que es
lo que las situaciones de actuación en las que nos encontramos requieren de
nosotros, es en sentido estricto un juicio sobre un caso especial. Y esto no
quiere decir otra cosa sino que el enjuiciamiento del caso no aplica
meramente el baremo de lo general, según el que juzgue, sino que
contribuye por sí mismo a determinar, completar y corregir dicho baremo.
En última instancia se sigue de esto que toda decisión moral requiere gusto
(no es que esta evaluación individualísima de la decisión sea lo único que
la determine, pero sí que se trata de un momento ineludible).
Verdaderamente implica un tacto indemostrable atinar con lo correcto y dar
a la aplicación de lo general, de la ley moral (Kant), una disciplina que la
razón misma no es capaz de producir. En este sentido el gusto no es con
toda seguridad el fundamento del juicio moral, pero sí es su realización más
acabada. Aquél a quien lo injusto le repugna como ataque a su gusto, es
también el que posee la más elevada seguridad en la aceptación de lo bueno
y en el rechazo de lo malo, una seguridad tan firme como la del más vital de
nuestros sentidos, el que acepta o rechaza el alimento.
En tales casos se trata siempre de algo más que de la aplicación correcta de
principios generales. Nuestro conocimiento del derecho y la costumbre se ve
siempre complementado e incluso determinado productivamente desde los
casos individuales. El juez no sólo aplica el derecho concreto sino que con
su sentencia contribuye por sí mismo al desarrollo del derecho
(jurisprudencia). E igual que el derecho, la costumbre se desarrolla también
continuamente por la fuerza de la productividad de cada caso individual. No
puede por lo tanto decirse que la capacidad de juicio sólo sea productiva en
el ámbito de la naturaleza y el arte como enjuiciamiento de lo bello y
elevado, sino que ni siquiera podrá decirse con Kant 67 que es en este campo
donde se reconoce «principalmente» la productividad de la capacidad de
juicio. Al contrario, lo bello en la naturaleza y en el arte debe completarse
con el ancho océano de lo bello tal como se despliega en la realidad moral
de los hombres.
De subsunción de lo individual bajo lo general (la capacidad de juicio
determinante en Kant) sólo puede hablarse en el caso del ejercicio de la
razón pura tanto teórica como práctica. En realidad también aquí se da un
29
La aparición del concepto del gusto en el XVII, cuya función social y
vinculadora ha hemos mencionado, entra así en una línea de filosofía moral
que puede perseguirse hasta la antigüedad.
cuyo cultivo y estudio se ocupaban estas ciencias en su pretensión específica
de verdad.
Y en el fondo esto hizo que se perdiese la legitimación de la peculiaridad
metodológica de las ciencias del espíritu.
Esta representa un componente humanístico y en última instancia griego,
que se hace operante en el marco de una filosofía moral determinada por el
cristianismo. La ética griega —la ética de la medida de los pitagóricos y de
Platón, la ética de la mesotes creada por Aristóteles— es en su sentido más
profundo y abarcante una ética del buen gusto 70.
Lo que Kant legitimaba y quería legitimar a su vez con su crítica de la
capacidad de juicio estética era la generalidad subjetiva del gusto estético en
la que ya no hay conocimiento del objeto, y en el ámbito de las «bellas
artes» la superioridad del genio sobre cualquier estética regulativa. De este
modo la hermenéutica romántica y la historiografía no encuentran un punto
donde poder enlazar para su auto-comprensión más que en el concepto del
genio que se hizo valer en la estética kantiana. Esta fue la otra cara de la
obra kantiana. La justificación trascendental de la capacidad de juicio
estética fundó la autonomía de la conciencia estética, de la que también
debería derivar su legitimación la conciencia histórica. La subjetivización
radical que implica la nueva fundamentación kantiana de la estética logró
verdaderamente hacer época. Desacreditando cualquier otro conocimiento
teórico que no sea el de la ciencia natural, obligó a la autor reflexión de las
ciencias del espíritu a apoyarse en la teoría del método de las ciencias
naturales. Al mismo tiempo le hizo más fácil este apoyo ofreciéndole como
rendimiento subsidiario el «momento artístico», el «sentimiento» y la
«empatía». La caracterización de las ciencias del espíritu por Helmholtz que
hemos considerado antes representa un buen ejemplo de los efectos de la
obra kantiana en ambas direcciones.
Claro que una tesis como ésta ha de sonar extraña a nuestros oídos. En parte
porque en el concepto del gusto no suele reconocerse su elemento ideal
normativo, sino más bien el razonamiento relativista y escéptico sobre la
diversidad de los gustos. Pero sobre todo es que estamos determinados por
la filosofía moral de Kant, que limpió a la ética de todos sus momentos
estéticos y vinculados al sentimiento. Si se atiende al papel que ha
desempeñado la crítica kantiana de la capacidad de juicio en el marco de la
historia de las ciencias del espíritu, habrá que decir que su fundamentación
filosófica trascendental de la estética tuvo consecuencias en ambas
direcciones y representa en ellas una ruptura. Representa la ruptura con una
tradición, pero también la introducción de un nuevo desarrollo: restringe el
concepto del gusto al ámbito en el que puede afirmar una validez autónoma
e independiente en calidad de principio propio de la capacidad de juicio; y
restringe a la inversa el concepto del conocimiento al uso teórico y práctico
de la razón. La intención trascendental que le guiaba encontró su
satisfacción en el fenómeno restringido del juicio sobre lo bello (y lo
sublime), y desplazó el concepto más general de la experiencia del gusto, así
como la actividad de la capacidad de juicio estética en el ámbito del derecho
y de la costumbre, hasta apartarlo del centro de la filosofía 71.
Si queremos mostrar la insuficiencia de esta auto interpretación de las
ciencias del espíritu y abrir para ellas posibilidades más adecuadas
tendremos que abrirnos camino a través de los problemas de la estética. La
función trascendental que asigna Kant a la capacidad de juicio estética
puede ser suficiente para delimitarla frente al conocimiento conceptual y por
lo tanto para determinar los fenómenos de lo bello y del arte. ¿Pero merece
la pena reservar el concepto de la verdad para el conocimiento conceptual?
¿No es obligado reconocer igualmente que también la obra de arte posee
verdad? Todavía hemos de ver que el reconocimiento de este lado de la
cuestión arroja una luz nueva no sólo sobre el fenómeno del arte sino
también sobre el de la historia 72.
Esto reviste una importancia que conviene no subestimar. Pues lo que se vio
desplazado de este modo es justamente el elemento en el que vivían los
estudios filológico-históricos y del que únicamente hubieran podido ganar
su
plena
auto-comprensión
cuando
quisieron
fundamentarse
metodológicamente bajo el nombre de «ciencias del espíritu» junto a las
ciencias naturales. Ahora, en virtud del planteamiento trascendental de Kant,
quedó cerrado el camino que hubiera permitido reconocer a la tradición, de
30
12.
Cf. I. Schaarschmidt, Der Bedeutungswandel der Worte Bilden und
Bildung, Diss. Königsberg 1931.
Notas:
1.
J. Se. Mili, Sysíem der deduktiven und ¡nduktiven Logik, traducido
por Schiel, 21863, libro VI: «Von der Logik der Geisteswissenschaften».
2.
D. Hume, Treatise on human nature», Introduction.
3.
H. Helmholtz, Vorírage und Reden I, 4." ed. 167 s
13.
I. Kant, Metapbysik der Sitien, Metaphysische Anfangsgründe der
Tugendlebre, § 19 (Cimentación para la metafísica de las
costumbres, Buenos Aires 1968).
14.
G. W. Fr. Hegel, Werke XVIII, 1.832 s, Philosophiscbe Propddeutik, Erster Cursus, § 41 s.
4.
Sobre todo desde los estudios de P. Duhem, cuya gran obra Eludes
sur Léonard de Vinci, en 3 vols. (1.907 s), entre tanto ha sido completado
con la obra postuma que cuenta ya con 10 volúmenes, Le systeme du
monde, Histoire des doctrines cosmologiques de Platón á Copernic, 1913 s.
15.
W. v. Humboldt, Gesammelte Schriften VII, 1, 30.
16.
G. W. Fr. Hcgcl, Philosophiscbe Propókkutik, § 41-45. 40
17.
G.
W. Fr. Hegel, Phdnomenologie des
Geistes,
ed.
Hoffmeister, 148 s (Fenomenología del espíritu, México-Buenos
Aires 1966).
18.
G. W. Fr. Hegel, Werke XVIII, 62.
5.
97.
J. G. Droysen, Historik, reimpresión de 1925, ed. por E. Rothacker,
6.
W. Dilthey, Gesammelte Scbriften V, LXXIV.
7.
Ibid. XI, 244.
8.
Ibid. I, 4.
19.
G. W. Fr. Hegel, Nürnberger Schriften, ed. J. Hoffmeister, 312
(discurso de 1809).
9.
Ibid. I, 20.
20.
10.
H. Helmholtz, o. c, 178.
11.
El término alemán Bildung, que traducimos como «formación»,
significa también la cultura que posee el individuo corrió resultado
de su formación en los contenidos de la tradición de su entorno.
Bildung es, pues tanto el proceso por el que se adquiere cultura,
como esta cultura ' misma en cuanto patrimonio personal del
hombre culto. No traducimos dicho término por «cultura» porque la
palabra española significa también la cultura como conjunto de
realizaciones objetivas de una civilización, al margen de la
personalidad del individuo culto, y esta supra subjetividad es
totalmente ajena al concepto de Bildung, que está estrechamente
vinculado a las ideas de enseñanza, aprendizaje y competencia
personal (N. del T.).
21.
Fr. Nietzsche, Unzeitgemässe Betracbtungen, Zweites Stück: «Vom
Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben», 1 (Consideraciones
intempestivas, Madrid-Buenos Aires-México 1967, 54 s).
22.
31
H. Helmholtz, o. c, 178.
La historia de la memoria no es la historia de su ejercicio. Es cierto
que la mnemotecnia determina una parte de esta historia, pero la
perspectiva pragmática en la que aparece allí el fenómeno de la
memoria implica una reducción del mismo. En el centro de la
historia de este fenómeno debiera estar san Agustín, que trasforma
por completo la tradición pitagórico-platónica que asume. Más
tarde volveremos sobre la función de la mnéme en la problemática
de la inducción (Cf. en Umanesimo e simbolismo, 1858, cd.
Castelli, los trabajos de P. Rossi, La cüstrttiione delli imagini nei
traltadi di memoria artificíale del rinascimento, y C. Vasoli,
Umanesimo e simboligio nei primi scritti lulliani e moemotecnici
del Bruno).
36.
Shaftesbury, Characteristics, Treatise II, sobre todo Part. III,
Sect. I.
23.
Logique de Port-Royal, 4.e Partic, chap. 13 s.
37.
Marc Ant. I, 16.
24.
J. B. Vico, De nostri temporis studiorum ratione.
38.
Hutcheson ilustra el sensus communis justamente con sympathy.
39.
Th. Reid, The philosophical works II, 81895, 774 s, aparece una
amplia anotación de Hamilton sobre el sensus communis, que
desde luego elabora su amplio material de una manera más
clasificatoria que histórica. Según una amable indicación de
Günther Pflug, la función sistemática del sensus communis en la
filosofía aparece por primera vez en Cl. Buffier (1704). El que el
conocimiento del mundo por los sentidos se eleve y legitime
pragmáticamente por encima de todo problema teórico representa
en sí mismo un viejo motivo escéptico. Pero Buffier otorga al
sensus communis el rango de un axioma que debe servir de base al
conocimiento del mundo exterior, de la res extra nos, igual que el
cogito cartesiano al mundo de la conciencia. Buffier tuvo influencia
sobre Reid.
25.
W. Jacger, Uber Ursprung und Kreislauf des pbilosophischen
Lebens-ideal, Berlín 1928.
26.
F. Wieackcr, l'om romischen Recht, 1945.
27.
Cf. N. de Cusa, que introduce cuatro diálogos: de sapientia I, II, de
mente, de staticis experimentis, como escritos de un «idiota»,
Heidelberger Akadcmie-Ausgabe V, 1937.
28.
Aristóteles, Eth. Nic, Z. 9, 1141b
33:
Ειδος µεν ουν τι αν ειη γνωσεως το αυτω ειδεναι. La apelación
de Vico al sensus communis remite objetivamente a este motivo
desarrollado por Aristóteles en contra de la idea platónica del
«bien».
29.
Aristóteles, De Anima, 425 a 14 s.
30.
Tomás de Aquino, S. Th. Iq, 1, 3 ad 2 ct q.78, 4 ad 1.
31.
Tetens, Philosopbische
Kant-Gesellschaft, 515.
Versuche,
1777,
40.
41.
reimpresión de la
32.
Discours préliminaire de l'Encyclopédie, Meiner 1955, 80.
33.
Cicerón, De oratore II, 9. 36.
34.
Cf. L. Strauss, The political philosophy of Hobbes, 1936, caps. VI.
35.
Evidentemente Castiglione ha desempeñado un papel importante en
la trasmisión de este motivo aristotélico; cf. E. Loos, Baldassare,
Castigliones «Libro del cortegiano» en Analecta románica II, ed. Por F.
Schalk.
32
H. Bergson, Ecrits et paroles I, 1957-1959, 84 s.
Las citas proceden de Die Wabrheií des sensus communis oder des
allgememen Sinnes, in den nach dem Grundtext erkldrten Sprücben
und Pre-digtr Salomo oder das beste Haus-und Stttenbuch für
Gtlebrte und Ungelebrte de F. Ch. Oetinger (reeditado por Ehmann,
1861). Oetinger apela para su método generativo a la tradición
retórica, y cita también a Shaftesbury, Fenelon y Fleury. Según
Flexura (Discours sur Platón) la excelencia del método del orador
consiste «en deshacer los prejuicios», y Oetinger le da razón
cuando dice que los oradores comparten este método con Tos
filósofos. Según Oetinger la Ilustración comete un error cuando se
cree por encima de este método. Nuestra propia investigación nos
permitirá más tarde confirmar este juicio de Oetinger. Pues si él se
vuelve contra una forma del mos geometricus que hoy ya no es
actual, o que tal vez empieza otra vez a serlo, esto es, contra el
ideal de la demostración en la Ilustración, esto mismo vale en
realidad también para las modernas ciencias del espíritu y su
relación con la lógica.
42.
F. Ch. Oetinger, Inquisitio in sensum communen et rationem...,
Tübin-gen 1753. Cf. Oentinger ais Pbilosopb, en Kleine Scbriften
III, Idee und Spra-che, 89-100.
46.
P. 207. En ese mismo lugar Oetinger recuerda el escepticismo
aristotélico respecto a oyentes demasiado jóvenes en materia de
investigaciones de filosofía moral. También esto es un signo de hasta qué
punto es consciente del problema de la aplicación.
I. Kant, Kritik der Urteilskraft, 31799, Vil.
606:
perfectionem
51.
34.
Eine Vorlesung Kants über Btbik, ed. por Mentzer, 1924,
52.
Krilik der UrleÜskraft, § 40.
55.
Kritik der reinen Vernunft, B 171 s.
56.
Kritik der Urteilskraft, 157.
57.
Ibid., 64.
En castellano en el original.
61.
Considero que F. Heer tiene razón cuando ve el origen del moderno
concepto de la formación cultural en la cultura escolar del renacimiento, de
la reforma y de la contra reforma. Cf. Der Aufgang Buropas, 82 y 570.
Me remito a Morus, Hermenéutica I, II, II, XXIII.
50.
Baumgarten,
Metaphysica,
par.
imperfectionemque rerum percipio, i.e. diiudico.
0>, c, 272; Kritik der UrleÜskraft, § 60.
60.
48.
Tetens, Pbüosophiscbe Versucbe über die menscblicbe Natur und
ibre lintwuklung I, Leipzig 1777, 520.
49.
54.
59.
Sobre Gracián y su influencia, sobre todo en Alemania, es
fundamental K. Borinski, Balthasar Gradan und die Hofliteratur in
Deutschland, 1894; y más recientemente F. Schummer, Die Entwicklung
des Geschmacksbegríffs in der Philosophie des 17. und 18. Jahrbunderts:
Archiv für Begriffs-gesebichte I (1955).
In investigandis ideis usum habet insignem.
45.
Sunt foecundiores et defaecatiores, quo magis intelliguntur singulae in ómnibus et omites in singulis.
47.
Kritik der praktischen Vernunft, .1787', 124.
58.
Cf., el reconocimiento kantiano de la importancia de los ejemplos
(y por lo tanto de la historia) como «andaderas» de la capacidad de juicio
(Kritik der reinen Vernunft, B 173).
43.
Radicatae tendentiae... Habent vim dictatoriam divinam, irresistibilem.
44.
53.
62.
I. Kant, Kritik der Urteilskraft, 253.
63.
Antbropologie in pragmatiseber Hinsicht, § 71.
64.
280 s.
Cf. A. Baeumler, Einieitung in die Kritik der Urteilskraft, 1923
65.
Kritik der Urteilskraft, 67.
66.
Aquí tiene su lugar el concepto de «estilo». Como categoría
histórica se origina en el hecho de que lo decorativo afirma su validez frente
a lo «bello». Cf. infra. Excurso I.
67.
33
Kritik der Urteilskraft VII.
68.
Kritik der reinen Vernunft, B 173.
2. La subjetivización de la estética por la crítica kantiana.
69.
Evidentemente Hegel toma pie en esta reflexión para ir a su vez
más allá de la distinción kantiana entre capacidad de juicio determinante y
reflexiva. Reconoce el sentido especulativo de la teoría kantiana de la
capacidad de juicio en cuanto que en ella lo general es pensado
concretamente en sí mismo, pero al mismo tiempo introduce la restricción
de que en Kant la relación entre lo general y lo particular todavía no se hace
valer como la verdad sino que se trata como algo subjetivo (Enzyklopädie, §
55 s, y análogamente Logik II, 19; en castellano, Ciencia de la lógica,
Buenos Aires 1956). Kuno Fischer afirma incluso que en la filosofía de la
identidad se supera la oposición entre lo general dado y lo general que se
trata de hallar (Logik und Wissenschaftslehre, 1852, 148).
1.
La doctrina kantiana del gusto y del genio a)
trascendental del gusto
La cualificación
El propio Kant consideró como una especie de sorpresa espiritual que en el
marco de lo que tiene que ver con el gusto apareciera un momento apriorista
que va más allá de la generalidad empírica1. La Crítica de la capacidad de
juicio surgió de esta perspectiva. No se trata ya de una mera crítica del gusto
en el sentido en el que éste es objeto de un enjuiciamiento crítico por parte
de otros. Por el contrario es crítica de la crítica, esto es, se plantea el derecho
de este comportamiento crítico en cuestiones de gusto. Y no se trata aquí
simplemente de principios empíricos que debieran legitimar una
determinada forma extendida y dominante del gustó: no se trata por ejemplo
del tema favorito de las causas que motivan los diversos gustos, sino que se
trata de un auténtico apriori, el que debe justificar en general y para siempre
la posibilidad de la crítica. ¿Y dónde podría encontrarse éste?
70. La última palabra de Aristóteles al caracterizar más específicamente
las virtudes y el comportamiento correcto es por eso siempre:
ως δει ως ο ορθος Λογος: Lo que se puede enseñar en la Pragmatia ética
es desde luego también λογος, pero éste no es ακριβης más allá de un
esbozo de carácter general. Lo decisivo sigue siendo atinar con el matiz
correcto. La φρονησις que lo logra es una εξις του αλεθευειν , una
constitución del ser en la que algo oculto se hace patente, en la que por lo
tanto se llega a conocer algo. N. Hartmann, en su intento de comprender
todos los momentos normativos de la ética por referencia a «valores» ha
configurado a partir de esto el «valor de la situación», una ampliación un
tanto sorprendente de la tabla de los conceptos aristotélicos sobre la virtud.
Es bien claro que la validez de lo bello no se puede derivar ni demostrar
desde un principio general. A nadie le cabe duda de que las disputas sobre
cuestiones de gusto no pueden decidirse por argumentación ni por
demostración. Por otra parte es igualmente claro que el buen gusto no
alcanzará jamás una verdadera generalidad empírica, lo que constituye la
razón de que las apelaciones al gusto vigente pasen siempre de largo ante la
auténtica esencia del gusto. Ya hemos visto que en el concepto de éste está
implicado el no someterse ciegamente ni limitarse a imitar el promedio de
los haremos vigentes y de los modelos elegidos. Es verdad que en el ámbito
del gusto estético los modelos y los patrones detentan alguna función
preferente, pero Kant lo expresa bien cuando dice que esto no ocurre al
modo de la imitación, sino al del seguimiento 2. Los modelos y ejemplos
proporcionan al gusto una pista para su propia orientación, pero no le
eximen de su verdadera tarea. «Pues el gusto tiene que ser una capacidad
propia y personal» 3.
71. Evidentemente Kant no ignora que el gusto es determinante para la
moral como «moralidad en la manifestación externa» (cf. Anthropologie, §
69), pero no obstante lo excluye de la determinación radical pura de la
voluntad.
72. El magnífico libro Kants Kritik der Urtetlskraft, que tenemos que
agradecer a Alfred Baeumler, se orienta hacia el aspecto positivo del nexo
entre la estética de Kant y el problema de la historia de una manera muy rica
en sugerencias. Sin embargo ya va siendo hora de abrir también la cuenta de
las pérdidas.
Por otra parte nuestro esbozo de la historia del concepto habrá mostrado con
suficiente claridad que en cuestiones de gusto no deciden las preferencias
particulares, sino que desde el momento en que se trata de un enjuiciamiento
34
estético se eleva la pretensión de una norma supra empírica. Habrá que
reconocer que la fundamentación kantiana de la estética sobre el juicio de
gusto hace justicia a las dos caras del fenómeno, a su generalidad empírica y
a su pretensión apriorista de generalidad.
generalidad de este «sentido» se determina así en ambas direcciones de
manera privativa según aquello de lo que se abstrae, y no positivamente
según aquello que fundamenta el carácter comunitario y que funda la
comunidad.
Sin embargo el precio que paga por esta justificación de la crítica en el
campo del gusto consiste en que arrebata a éste cualquier significado
cognitivo. El sentido común queda reducido a un principio subjetivo. En él
no se conoce nada de los objetos que se juzgan como bellos, sino que se
afirma únicamente que les corresponde a priori un sentimiento de placer en
el sujeto. Es sabido que Kant funda este sentimiento en la idoneidad que
tiene la representación del objeto para nuestra capacidad de conocimiento.
El libre juego de imaginación y entendimiento, una relación subjetiva que es
en general idónea para el conocimiento, es lo que representa el fundamento
del placer que se experimenta ante el objeto. Esta relación de utilidad
subjetiva es de hecho idealmente la misma para todos, es pues comunicable
en general, y fundamenta así la pretensión de validez general planteada por
el juicio de gusto.
Es cierto que también para Kant sigue vigente el viejo nexo entre gusto y
socialidad. Sin embargo sólo trata de la «cultura del gusto» en un apéndice
bajo el término «teoría metódica del gusto» 5. En este lugar se determinan
los humaniora tal como están representados en el modelo de los griegos,
como la forma de socialidad que es adecuada a los hombres, y la cultura del
sentimiento moral es entendida como el camino por el que el verdadero
gusto puede alcanzar una determinada forma invariable6. La determinación
de contenido del gusto cae de este modo fuera del ámbito de su función
trascendental. Kant sólo muestra interés allí donde aparece un principio de
la capacidad de juicio estética, y por eso sólo le preocupa el juicio de gusto
puro.
A su intención trascendental se debe que la «analítica del gusto» tome sus
ejemplos de placer estético de una manera enteramente arbitraria tanto de la
belleza natural como de la decorativa o de la representación artística. El
modo de existencia de los objetos cuya representación gusta es indiferente
para la esencia del enjuiciamiento estético. La «crítica de la capacidad de
juicio estética» no pretende ser una filosofía del arte, por más que el arte sea
uno de los objetos de esta capacidad de juicio. El concepto del «juicio de
gusto estético puro» es una abstracción metodológica que se cruza con la
distinción entre naturaleza y arte. Esta es la razón por la que convendrá
examinar atentamente la estética kantiana, para devolver a su verdadera
medida las interpretaciones de la misma en el sentido de una filosofía del
arte, que enlazan sobre todo con el concepto del genio. Con este fin nos
volveremos ahora hacia la sorprendente y discutida teoría kantiana de la
belleza libre y la belleza dependiente 7.
Este es el principio que Kant descubre en la capacidad de juicio estética.
Esta es aquí ley para sí misma. En este sentido se trata de un efecto
apriorista de lo bello, a medio camino entre una mera coincidencia
sensorial-empírica en las cosas del gusto y una generalidad regulativa
racionalista. Por supuesto que al gusto ya no se le puede dar el nombre de
una cognitio sensitiva cuando se afirma la relación con el «sentimiento
vital» como su único fundamento. En él no se conoce nada del objeto, pero
tampoco tiene lugar una simple reacción subjetiva como la que desencadena
el estímulo de lo sensorialmente grato. El gusto es un «gusto reflexivo».
Cuando Kant llama así al gusto el verdadero «sentido común» 4, está
abandonando definitivamente la gran tradición político-moral del concepto
de sentido común que hemos desarrollado antes. Para él son dos los
momentos que se reúnen en este concepto: por una parte la generalidad que
conviene al gusto en cuanto éste es efecto del libre juego de todas nuestras
capacidades de conocer y no está limitado a un ámbito específico como lo
están los sentidos externos; pero por la otra el gusto contiene un carácter
comunitario en cuanto que según Kant abstrae de todas las condiciones
subjetivas privadas representadas en las ideas de estímulo o conmoción. La
b)
La teoría de la belleza libre y dependiente
Kant discute aquí la diferencia entre el juicio de gusto «puro» y el
«intelectuado», que se corresponde con la oposición entre una belleza
«libre» y una belleza «dependiente» (respecto a un concepto). Es una teoría
verdaderamente fatal para la comprensión del arte, pues en ella aparecen la
35
libre belleza de la naturaleza y la ornamentación —en el terreno del arte—
como la verdadera belleza del juicio de gusto puro, porque son bellos «por sí
mismos». Cada vez que se «pone en juego» el concepto -—lo que ocurre no
sólo en el ámbito de la poesía sino en general en todas las artes
representativas—, la situación se configura igual que en los ejemplos que
aduce Kant para la belleza «dependiente». Los ejemplos de Kant: hombre,
animal, edificio, designan objetos naturales, tal como aparecen en el mundo
dominado por los objetivos humanos, o bien objetos producidos ya para
fines humanos. En todos estos casos la determinación teleológica significa
una restricción del placer estético. Por eso opina Kant que los tatuajes, la
ornamentación de la figura humana, despiertan más bien repulsión, aunque
«inmediatamente» podrían gustar. Kant no habla desde luego del arte como
tal (no habla simplemente de la «representación bella de un objeto») sino
también en general de las cosas bellas (de la naturaleza, de la
arquitectura...). La diferencia entre la belleza de lo natural y del arte, que él
mismo ilustra más tarde (§ 48), no tiene aquí mayor importancia; pero
cuando entre los ejemplos de la belleza libre incluye no sólo las flores sino
también los tapices de arabesco y la música («sin tema» o incluso «sin
texto»), esto implica acoger indirectamente todo lo que representa «un
objeto bajo un determinado concepto», y por tanto todo lo que debiera
contarse entre las bellezas condicionadas y no libres: todo el reino de la
poesía, de las artes plásticas y de la arquitectura, así como todos los objetos
naturales respecto a los cuales no nos fijamos únicamente en su belleza,
como ocurre con las flores de adorno. En todos estos casos el juicio de gusto
está enturbiado y restringido. Desde la fundamentación de la estética en el
«juicio de gusto puro» el reconocimiento del arte parece imposible, a no ser
que el baremo del gusto se degrade a una mera condición previa. A esto
parece responder la introducción del concepto del genio en las partes
posteriores de la Crítica de la capacidad de juicio. Pero esto significaría
desplazar las cosas, ya que en principio no es ése el tema. En el § 16 el
punto de vista del gusto no sólo no parece en modo alguno una simple
condición previa sino que por el contrario pretende agotar la esencia de la
capacidad de juicio estética y protegerla frente a cualquier reducción por
haremos «intelectuales». Y aun cuando Kant se da cuenta de que muy bien
puede juzgarse un mismo objeto desde los dos puntos de vista diferentes, el
de la belleza libre y el de la belleza dependiente, sin embargo, el arbitro
ideal del gusto parece seguir siendo el que juzga según lo que tiene ante sus
sentidos, no según lo que «tiene en el pensamiento». La verdadera belleza
sería la de las flores y la de los adornos, que en nuestro mundo dominado
por los objetivos se representan desde el principio y por sí mismos como
bellezas, y que en consecuencia hacen innecesario un rechazo consciente de
algún concepto u objetivo.
Y sin embargo, si se mira más atentamente, esta acepción no concuerda ni
con las palabras de Kant ni con las cosas a las que se refiere. El presunto
desplazamiento del punto de vista kantiano desde el gusto al genio no
consiste en esto; simplemente hay que darse cuenta desde el principio de
cómo se va preparando lo que será el desarrollo posterior. Para empezar es
ya incuestionable que las restricciones que se imponen a un hombre con el
tatuaje o a una iglesia con una determinada ornamentación no son para Kant
motivo de queja, sino que él mismo las favorece; que por lo tanto Kant
valora moralmente como una ganancia la ruptura que experimenta en estos
casos el placer estético. Los ejemplos de belleza libre no deben
evidentemente representar a la auténtica belleza sino únicamente confirmar
que el placer como tal no es un enjuicia-miento de la perfección del objeto.
Al final del parágrafo, Kant considera que con su distinción de las dos
formas de belleza, o mejor, de comportamiento respecto a lo bello, podría
dirimirse más de una disputa sobre la belleza entre árbitros del gusto; sin
embargo esta posibilidad de dirimir una cuestión de gusto no es más que una
consecuencia secundaria que subyace a la cooperación entre las dos formas
de consideración, de manera que el caso más frecuente será la conformidad
de ambas.
Esta conformidad se dará siempre que el «levantar la mirada hacia un
concepto» no cancele la libertad de la imaginación. Sin contradecirse, Kant
puede considerar también como una condición justificada del placer estético
el que no surja ninguna disputa sobre determinación de objetivos. Y así
como el aislamiento de una belleza libre y para sí era un acto artificial (de
todos modos el «gusto» parece mostrarse sobre todo allí donde no sólo se
elige lo que es correcto, sino más bien lo que es correcto en un lugar
adecuado), se puede y se debe superar el punto de vista de aquel juicio de
gusto puro diciéndose que seguramente no es la belleza lo que está en
cuestión cuando se intenta hacer sensible y esquemático un determinado
concepto del entendimiento a través de la imaginación, sino únicamente
cuando la imaginación concuerda libremente con el entendimiento, esto es,
cuando puede ser productiva. No obstante, esta acción productiva de la
36
imaginación no alcanza su mayor riqueza allí donde es completamente libre,
como ocurre con los entrelazados de los arabescos, sino allí donde vive en
un espacio que instaura para ella el impulso del entendimiento hacia la
unidad, no tanto en calidad de barrera como para estimular su propio juego.
c)
todas las especies de la naturaleza. El aspecto que debe tener un animal
bello (por ejemplo, una vaca: Mirón) es un baremo para el enjuiciamiento
del ejemplar individual. Esta idea normal es, pues, una contemplación
aislada de la imaginación, como «una imagen de la especie que se cierne
sobre todos sus individuos». Sin embargo la representación de tal idea
normal no gusta por su belleza sino simplemente «porque no contradice a
ninguna de las condiciones bajo las cuales puede ser bello un objeto de esta
especie». No es la imagen originaria de la belleza sino meramente de lo que
es correcto.
La teoría del ideal de la belleza
Con estas últimas observaciones vamos desde luego bastante más lejos que
el propio texto kantiano; sin embargo la prosecución del razonamiento en el
§ 17 justifica esta interpretación. Por supuesto que la distribución de los
centros de gravedad de este parágrafo sólo se hace patente a una
consideración muy detenida. Esa idea normal de la belleza, de la que se
habla tan por extenso, no es en realidad el tema fundamental ni representa
tampoco el ideal de la belleza hacia el que tendería el gusto por su esencia
misma. Un ideal de la belleza sólo podría haberlo respecto a la figura
humana, en la «expresión de lo moral», «sin la cual el objeto no gustaría de
un modo general». Claro que entonces el juicio según un ideal de la belleza
ya no sería, como dice Kant, un mero juicio de gusto. Sin embargo, veremos
cómo la, consecuencia más significativa de esta teoría es que para que algo
guste como obra de arte tiene que ser siempre algo más que grato y de buen
gusto.
Y lo mismo vale para la idea normal de la figura humana. Sin embargo para
ésta existe un verdadero ideal de la belleza en la «expresión de lo moral». Si
la frase «expresión de lo moral» se pone en relación con la teoría posterior
de las ideas estéticas y de la belleza como símbolo de la moralidad, se
reconocerá enseguida que con la teoría del ideal de la belleza está preparado
en realidad el lugar para la esencia del arte 9. La aplicación de esta teoría a
la teoría del arte en el sentido del clasicismo de un Winckelmann se sugiere
por sí misma10. Lo que quiere decir Kant es evidentemente que en la
representación de la figura humana se hacen uno el objeto representado y lo
que en esta representación nos habla como forma artística. No puede haber
otro contenido de esta representación que lo que se expresa en la forma y en
la manifestación de lo representado. Dicho en términos kantianos: el placer
«intelectuado» e interesado en este ideal representado de la belleza no aparta
del placer estético sino que es uno con él. Sólo en la representación de la
figura humana nos habla todo el contenido de la obra simultáneamente como
expresión de su objeto 11.
No deja de ser sorprendente que un momento antes se haya excluido de la
belleza auténtica toda fijación a conceptos te-teológicos, y que ahora se diga
en cambio incluso de una vivienda bonita, de un árbol bonito, de un jardín
bonito, etc., que no es posible representarse ningún ideal de tales cosas
«porque estos objetivos no están suficientemente determinados y fijados por
su concepto (subrayado mío), y en consecuencia la libertad ideológica es
casi tan grande como la de la belleza vaga». Sólo de la figura humana existe
un ideal de la belleza, porque sólo ella es susceptible de una belleza fijada
por algún concepto teleológico. Esta teoría, planteada' por Winckelmann y
Lessing 8, detenta una posición clave en la fundamentación kantiana de la
estética. Pues precisamente en esta tesis se hace patente hasta qué punto el
pensamiento kantiano es inconciliable con una estética formal del gusto (una
estética arabesca).
De este modo el formalismo del «placer seco» acaba decisivamente no sólo
con el racionalismo en la estética sino en general con cualquier teoría
universal (cosmológica) de la belleza. Con la distinción clasicista entre idea
normal e ideal de la belleza, Kant aniquila la base desde la cual la estética de
la perfección encuentra la belleza individual e incomparable de un ser en el
agrado perfecto que éste produce a los sentidos. Desde ahora el «arte» podrá
convertirse en un fenómeno autónomo. Su tarea ya no será la representación
de los ideales de la naturaleza, sino el encuentro del hombre consigo mismo
en la naturaleza y en el mundo humano e histórico. La idea kantiana de que
lo bello gusta sin conceptos no impide en modo alguno que sólo nos
sintamos plenamente interesados por aquello que siendo bello nos habla con
La teoría del ideal de la belleza se basa en la distinción entre idea normal e
idea racional o ideal de la belleza. La idea estética normal se encuentra en
37
sentido. Justamente el conocimiento de la falta de conceptos del gusto es lo
que puede llevarnos más allá de una mera estética del gusto.
d)
Pero esta superioridad metodológica no es su única ventaja: según Kant,
posee también una superioridad de contenido, y es evidente que Kant pone
un interés especial en este punto de su teoría. La naturaleza bella llega a
suscitar un interés inmediato: un interés moral. El encontrar bellas las
formas bellas de la naturaleza conduce finalmente a la idea «de que la
naturaleza ha producido esta belleza». Allí donde esta idea despierta un
interés puede hablarse de un sentimiento moral cultivado. Mientras un Kant,
adoctrinado por Rousseau, rechaza el paso general del afinamiento del gusto
por lo bello al sentimiento moral, en cambio el sentido para la belleza de la
naturaleza es para Kant una cosa muy distinta. El que la naturaleza sea bella
sólo despierta algún interés en aquél que «ya antes ha fundamentado
ampliamente su interés por lo moralmente bueno». El interés por lo bello en
la naturaleza es, pues, «moral por parentesco». En cuanto que aprecia la
coincidencia no intencionada de la naturaleza con nuestro placer
independiente de todo interés, y en cuanto que concluye así una maravillosa
orientación final de la naturaleza hacia nosotros, apunta a nosotros como al
fin último de la creación, i nuestra «determinación moral».
El interés por lo bello en la naturaleza y en el arte
Cuando Kant se pregunta por el interés que suscita lo bello no
empíricamente sino a priori, esta pregunta por lo bello supone frente a la
determinación fundamental de la falta de interés propia del placer estético
un planteamiento nuevo, que realiza la transición del punto de vista del
gusto al punto de vista del genio. Es una misma teoría la que se desarrolla en
el nexo de ambos fenómenos. Al asegurar los fundamentos se acaba
liberando la «crítica del gusto» de todo prejuicio tanto sensualista como
racionalista. Por eso está enteramente en la lógica de las cosas que Kant no
plantee aquí todavía ninguna cuestión relacionada con el modo de existencia
de lo que se juzga estéticamente (ni en consecuencia lo concerniente a la
relación entre lo bello en la naturaleza y en el arte). En cambio esta
dimensión del planteamiento se presenta con carácter de necesidad desde el
momento en que se piensa el punto de vista del gusto hasta el final, esto es,
desde el momento en que se lo supera u. La significatividad de lo bello, que
es capaz de despertar interés, es la problemática que realmente impulsa a la
estética kantiana. Esta problemática es distinta según que se plantee en el
arte o en la naturaleza, y precisamente la comparación de lo que es bello en
la naturaleza con lo que es bello en el arte es lo que promueve el desarrollo
de estos problemas.
En sí misma la esencia de todo arte consiste, como formula Hegel, en que
«pone al hombre ante sí mismo»n. También otros objetos de la naturaleza,
no sólo la figura humana, pueden expresar ideas morales en la
representación" artística. En realidad es esto lo que hace cualquier
representación artística, tanto de paisajes como de naturalezas muertas; es lo
que hace incluso cualquier consideración de la naturaleza que ponga alma en
ella. Pero entonces sigue teniendo razón Kant: la expresión de lo moral es en
tal caso prestada. El hombre, en cambio, expresa estas ideas en su propio
ser, y porque es lo que es. Un árbol a quien unas condiciones desfavorables
de crecimiento hayan dejado raquítico puede darnos una impresión de
miseria, pero esta miseria no es expresión de un árbol que se siente
miserable y desde el ideal del árbol el raquitismo no es «miseria». En
cambio el hombre miserable lo es medido según el ideal moral humano; y
no porque le asignemos un ideal de lo humano que no valga para él y que le
haría aparecer miserable ante nosotros sin que lo sea él mismo. Hegel ha
comprendido esto perfectamente en sus lecciones sobre estética cuando
denomina a la expresión de la moralidad «manifestación de
la
espiritualidad»13.
En este punto alcanza expresión el núcleo más genuino de Kant15. Pues a la
inversa de lo que esperaríamos, no es el arte el motivo por el que Kant va
más allá del «placer sin interés» y pregunta por el interés por lo bello.
Partiendo de la teoría del ideal de la belleza habíamos concluido en una
superioridad del arte frente a la belleza natural: la de ser el lenguaje más
inmediato de la expresión de lo moral. Kant, por el contrario, destaca para
empezar (en el § 42) la superioridad de la belleza natural respecto a la del
arte. La primera no sólo tiene una ventaja para el juicio estético puro, la de
hacer patente que lo bello reposa en general sobre la idoneidad del objeto
representado para nuestra propia capacidad de conocimiento. En la belleza
natural esto se hace tan claro porque no tiene significado de contenido,
razón por la cual muestra la pureza no intelectuada del juicio de gusto.
38
En este punto tenemos espléndidamente reunido el rechazo de la estética de
la perfección con la significatividad moral de la belleza natural.
Precisamente porque en la naturaleza no encontramos objetivos en sí, y sin
embargo encontramos belleza, esto es, algo idóneo para el objetivo de
nuestro placer, la naturaleza nos hace con ello una «señal» de que realmente
somos el fin último, el objetivo final de la creación. La disolución de la idea
antigua del cosmos, que otorgaba al hombre un lugar en la estructura total
de los entes, y a cada ente un objetivo de perfección, otorga al mundo, que
ha dejado de ser bello como ordenación de objetivos absolutos, la nueva
belleza de tener una orientación final hacia nosotros. Se convierte así en
«naturaleza»; su inocencia consiste en que no sabe nada del hombre ni de
sus vicios sociales. Y al mismo tiempo tiene algo que decirnos. Por
referencia a la idea de una determinación inteligible de la humanidad, la
naturaleza gana como naturaleza bella un lenguaje que la conduce a
nosotros.
sin embargo una atadura para nuestro ánimo, sino precisamente lo que abre
un campo de juego a la libertad para el desarrollo de nuestra capacidad de
conocer. El propio Kant hace justicia a este hecho cuando dice16 que el arte
debe «considerarse como naturaleza», esto es, que debe gustar sin que se
advierta la menor coacción por reglas cualesquiera. En el arte no atendemos
a la coincidencia deliberada de lo representado con alguna realidad
conocida; no miramos para ver a qué se parece, ni medimos el sentido de sus
pretensiones según un patrón que nos sea ya conocido, sino que por el
contrario este patrón, el «concepto», se ve «ampliado estéticamente» de un
modo ilimitado 17.
La definición kantiana del arte como «representación bella de una cosa» 18
tiene esto en cuenta en cuanto que en la representación del arte resulta bello
incluso lo feo. Sin embargo, la esencia del arte no se pone suficientemente al
descubierto por el mero contraste con la belleza natural. Si sólo se
representase bellamente el concepto de una cosa, esto volvería a no ser más
que una representación «escolar», y no satisfaría más que una condición
ineludible de toda belleza. Pero precisamente también para Kant el arte es
más que «representación bella de una cosa»: es representación de ideas
estéticas, esto es, de algo que está más allá de todo concepto. En la idea de
Kant es el concepto del genio el que formula esta perspectiva.
Naturalmente el significado del arte tiene también que ver con el hecho de
que nos habla, de que pone al hombre ante sí mismo en su existencia
moralmente determinada. Pero los productos del arte sólo están para eso,
para hablarnos; los objetos naturales en cambio no están ahí para hablarnos
de esta manera. En esto estriba precisamente el interés significativo de la
belleza natural, en que no obstante es capaz de hacernos consciente nuestra
determinación moral. El arte no puede proporcionarnos este encuentro del
hombre consigo mismo en una realidad no intencionada. Que el hombre se
encuentre a sí mismo en el arte no es para él una confirmación precedente de
algo distinto de sí mismo.
No se puede negar que la teoría de las ideas estéticas, esta representación
permitiría al artista ampliar ilimitadamente el concepto dado y dar vida al
libre juego de las fuerzas del ánimo, tiene para el lector actual una
resonancia poco feliz. Parece como si estas ideas se asociasen a un concepto
que ya era dominante, como los atributos de una divinidad se asocian a su
figura. La primacía tradicional del concepto racional frente a la
representación estética inefable es tan fuerte que incluso en Kant surge la
falsa apariencia de que el concepto precede a la idea estética, siendo así que,
la capacidad que domina en este caso no es en modo alguno el
entendimiento sino la imaginación 19. El teórico del arte encontrará por lo
demás testimonios suficientes de las dificultades que encontró Kant para que
su idea básica de la inconcebibilidad de lo bello, que es la que asegurarla su
vinculatividad, se sostuviese sin por eso tener que introducir sin quererlo la
primacía del concepto.
En sí mismo esto es correcto. Pero por impresionante que resulte la trabazón
de este razonamiento kantiano, su manera de presentar el fenómeno del arte
no aplica a éste el patrón adecuado. Podemos iniciar un razonamiento sobre
bases inversas. La superioridad de la belleza natural frente a la del arte no es
más que la otra cara de la deficiencia de una fuerza expresiva determinada
en la belleza natural. De este modo se puede sostener a la inversa la
superioridad del arte frente a la belleza natural en el sentido de q»e el
lenguaje del arte plantea determinadas pretensiones: el arte no se ofrece libre
e indeterminadamente a una interpretación dependiente del propio estado de
ánimo, sino que nos habla con un significado bien determinado. Y lo
maravilloso y misterioso del arte es que esta pretensión determinada no es
39
Sin embargo, las líneas fundamentales de su razonamiento están libres de
este género de deficiencias, y muestran una notable coherencia que culmina
en la función del concepto del genio' para la fundamentación del arte. Aun
sin entrar en una interpretación demasiado detenida de esta «capacidad para
la representación de las ideas estéticas», puede apuntarse que Kant no se ve
aquí desviado por su planteamiento filosófico trascendental, ni forzado a
tomar el atajo de una psicología de la producción artística. La irracionalidad
del genio trae por el contrario, a primer plano, un momento productivo de la
creación de reglas, que se muestra de la misma manera tanto al que crea
como al que disfruta: frente a la obra de arte bella no deja libre ninguna
posibilidad de apresar su contenido más que bajo la forma única de la obra y
en el misterio de su impresión, que ningún lenguaje podrá nunca alcanzar
del todo. El concepto del genio se corresponde, pues con lo que Kant
considera decisivo en el gusto estético: el juego aliviado de las fuerzas del
ánimo, el acrecentamiento del sentimiento vital que genera la congruencia
de imaginación y entendimiento y que invita al reposo ante lo bello. El
genio es el modo de manifestarse este espíritu vivificador. Pues frente a la
rígida regulatividad de la maestría escolar el genio muestra el libre empuje
de la invención y una originalidad capaz de crear modelos.
e)
tanto en relación con la belleza natural como con la del arte. El significado
sistemático del concepto del genio queda así restringido al caso especial de
la belleza en el arte, en tanto que el concepto del gusto sigue siendo
universal.
El que Kant ponga el concepto de genio tan por completo al servicio de su
planteamiento trascendental y no derive en modo alguno hacia la psicología
empírica se hace particularmente patente en su restricción del concepto del
genio a la creación artística. Desde un punto de vista empírico y psicológico
parece injustificado que reserve esta denominación para los grandes
inventores y descubridores en el campo de la ciencia y de la técnica 20.
Siempre que hay que «llegar a algo» que no puede hallarse ni por
aprendizaje ni por trabajo metódico solo, por lo tanto siempre que se da
alguna inventio, siempre que algo se debe a la inspiración y no a un cálculo
metódico, lo que está en juego es el ingenium, el genio. No obstante, lo cual,
la intención de Kant es correcta: sólo la obra de arte está determinada en su
sentido mismo por el hecho de que no puede ser creada más que desde el
genio. Sólo en el artista ocurre que su «invento», su obra, mantiene en su ser
una referencia al espíritu, tanto al que la ha creado como al que la juzga y
disfruta. Sólo esta clase de inventos no pueden imitarse, y por eso es
correcto, al menos trascendentalmente, que Kant sólo hable de genio en este
caso y que defina las bellas artes como artes del genio. Todos los demás
logros e inventos geniales, por grande que sea la genialidad de su invención,
no están determinados por ésta en su esencia propia.
La relación entre gusto y genio
Así las cosas, habrá que preguntarse cómo determina Kant la relación
recíproca de gusto y genio. Kant retiene la primacía de principio del gusto,
en cuanto que también las obras de las bellas artes, que son arte del genio, se
encuentran bajo la perspectiva dominante de la belleza. Podrán considerarse
penosos, frente a la invención del genio, los esfuerzos por mejorar que pide
el gusto: éste seguirá siendo, sin embargo, la disciplina necesaria que debe
atribuirse al genio. En este sentido, Kant entiende que en caso de conflicto
es el gusto el que detenta la primacía; sin embargo ésta no es una cuestión
de significado demasiado fundamental. Básicamente, el gusto se asienta
sobre las mismas bases que el genio. El arte del genio consiste en hacer
comunicable el libre juego de las fuerzas del conocimiento. Esto es lo que
hacen las ideas estéticas que él inventa. Ahora bien, la comunicabilidad del
estado de ánimo, del placer, caracterizaba también al disfrute estético del
gusto. Este es una capacidad de juicio, y en consecuencia es gusto reflexivo;
pero aquello hacia lo que proyecta su reflexión es precisamente aquel estado
de ánimo en el que cobran vida las fuerzas del conocimiento y que se realiza
Retengamos, pues, que para Kant el concepto de genio significa realmente
sólo una complementación de lo que le interesa en la capacidad de juicio
estética «desde una perspectiva trascendental». No se debe olvidar que en la
segunda parte de la Crítica de la capacidad de juicio sólo se trata de la
naturaleza (y de su enjuiciamiento desde conceptos teleológicos), y no del
arte. Para la intención sistemática del conjunto, la aplicación de la capacidad
de juicio estética a lo bello y a lo sublime en la naturaleza es más importante
que la fundamentación trascendental del arte. La «idoneidad de la naturaleza
para nuestra capacidad de conocimiento», que sólo puede aparecer en la
belleza natural como ya hemos visto (y no en la belleza del arte), tiene,
como principio trascendental de la capacidad de juicio estética, el
significado complementario de preparar al entendimiento para aplicar a la
naturaleza un concepto de objetivo H En este sentido la crítica del gusto,
40
esto es, la estética, es una preparación para la teleología. La intención
filosófica de Kant, que redondea sistemáticamente el conjunto de su
filosofía, consiste en legitimar como principio de la capacidad de juicio a
esta teleología cuya pretensión constitutiva para el conocimiento natural
había ya destruido la crítica de la razón pura. La capacidad de juicio
representa el puente entre el entendimiento y la razón. Lo inteligible hacia lo
que apunta el gusto, el sustrato suprasensible de la humanidad, contiene al
mismo tiempo la mediación entre los conceptos naturales y los de la
libertad22. Este es el significado sistemático que reviste para Kant el
problema de la belleza natural: ella fundamenta la posición central de la
teleología. Sólo ella, y no el arte, puede servir para legitimar el concepto
ideológico en el marco del enjuiciamiento de la naturaleza. Ya por esta
razón sistemática el juicio de gusto «puro» sigue siendo el fundamento
ineludible de la tercera crítica.
ámbito de validez autónomo para los objetos bellos. La reflexión
trascendental de Kant sobre un a priori, de la capacidad de juicio justifica la
pretensión del juicio estético, pero no admite una estética filosófica en el
sentido de una filosofía del arte (el propio Kant dice que a la crítica no le
corresponde aquí ninguna doctrina o metafísica) 25.
2.
La estética del genio y el concepto de vivencia
a) El paso a primer plano del concepto del genio
La fundamentación de la capacidad de juicio estética en un a priori de la
subjetividad obtendría un significado completamente nuevo al alterarse el
sentido de la reflexión filosófica trascendental en los seguidores de Kant.
Desde el momento en que no se sostiene ya el trasfondo metafísico que
fundaba en Kant la primacía de la belleza natural y que mantenía vinculado
el concepto del genio a la naturaleza, el problema del arte se plantea con un
sentido nuevo y distinto. La manera como recibe Schiller la Crítica de la
capacidad de juicio de Kant, y el enorme empuje con que pone su
temperamento moral-pedagógico al servicio de la idea de «una educación
estética», permitió que pasara a primer plano el punto de vista del arte frente
a la perspectiva kantiana del gusto y de la capacidad de juicio.
Pero tampoco en el marco de la crítica de la capacidad de juicio estética se
habla en ningún momento de que el punto de vista del genio tenga que
desplazar en último estremo al del gusto. Basta con fijarse en la manera
como Kant describe el genio: el genio es un favorito de la naturaleza, igual
que la belleza natural se considera como un favor de aquélla. El arte bello
debe ser considerado como naturaleza. La naturaleza impone sus reglas al
arte a través del genio. En todos estos giros w es el concepto de la naturaleza
el que representa el baremo de lo indiscutible.
Desde el punto de vista del arte la relación de los conceptos kantianos del
gusto y del genio se altera por completo. El concepto de genio habrá de
convertirse en el más comprensivo, al tiempo que se desprecia el fenómeno
del gusto.
De este modo, lo único que consigue el concepto del genio es nivelar
estéticamente los productos de las bellas artes con la belleza natural.
También el arte es considerado estéticamente, esto es, también él representa
un caso para la capacidad de juicio reflexiva. Lo que se produce
deliberadamente, y por lo tanto con vistas a algún objetivo, no tiene que ser
referido sin embargo a un concepto, sino que lo que desea es gustar en su
mero enjuiciamiento, exactamente igual que la belleza natural. El que «las
bellas artes sean artes del genio» no quiere, pues, decir sino que para lo
bello en el arte no existe tampoco ningún otro principio de enjuiciamiento,
ningún otro patrón del concepto y del conocimiento que el de la idoneidad
para el sentimiento de la libertad en el juego de nuestra capacidad de
conocer. Lo bello en la naturaleza o en el arte M posee un mismo y único
principio a priori, y éste se encuentra enteramente en la subjetividad. La
heautonomía de la capacidad de juicio estética no funda en modo alguno un
Bien es verdad que no faltan posibilidades de apoyar esta trasformación en
el propio Kant. En su opinión tampoco es indiferente para la capacidad de
juicio del gusto que las bellas artes sean artes del genio. El gusto juzga
precisamente de esto, de si una obra de arte tiene verdaderamente espíritu o
carece de él. Kant llega incluso a decir de la belleza en el arte que «en el
enjuiciamiento de un objeto de este tipo debe atenderse también» 28 a su
posibilidad, y en consecuencia al genio que pueda contener; y en otro pasaje
dice con toda naturalidad que sin el genio no sólo no serían posibles las
bellas artes, sino ni siquiera un gusto propio capaz de juzgarlas
correctamente 27. Por eso el punto de vista del gusto pasa por sí mismo al
del genio en cuanto se ejerce en su objeto más noble, las bellas artes. A la
genialidad de la creación responde una genialidad de la comprensión. Kant
41
no lo expresa así, pero el concepto de espíritu que emplea aquí 28 vale del
mismo modo para una y otra perspectiva. Y ésta es la base sobre la que se
había de seguir construyendo con posterioridad a él.
jardinería, pero el propio Kant considera a éste entre las bellezas del arte30.
Sin embargo, frente a la belleza de la naturaleza, por ejemplo de un paisaje,
la idea de un gusto perfecto resulta bastante poco adecuada. ¿Consistiría,
quizá, en saber apreciar debidamente todo cuanto en la naturaleza es bello?
¿Pero es que puede haber aquí alguna elección? ¿Puede suponerse en este
terreno algún tipo de jerarquía? ¿Es más bonito un paisaje soleado que un
pasaje velado por la lluvia? ¿Es que hay algo feo en la naturaleza? ¿Hay
algo más que cosas que nos hablan de manera distinta según el estado de
ánimo en el que nos encontremos, cosas que gustan a unos sí y a otros no, a
cada cual según su gusto? Puede que Kant tenga razón cuando otorga un
cierto peso moral al hecho de que a alguien le pueda simplemente gustar la
naturaleza. ¿Pero puede distinguirse respecto a ella el buen gusto del mal
gusto? Allí donde esta distinción no ofrece dudas, es decir, en lo que
concierne al arte y a lo artístico, ya hemos visto que el gusto no representa
más que una condición restrictiva de lo bello, y que no contiene su auténtico
principio. La idea de un gusto perfecto se vuelve así dudosa tanto frente a la
naturaleza como frente al arte. En realidad se hace violencia al concepto del
gusto cuando no se incluye en él su carácter cambiante. Si hay algo que
atestigüe lo cambiantes que son las cosas de los hombres y lo relativos que
son sus valores, ello es sin duda alguna el gusto.
De hecho resulta evidente que con el paso a primer plano del fenómeno del
arte el concepto del gusto tiene que perder su significado. Frente a la obra de
arte el punto de vista del gusto es secundario. La sensibilidad selectiva que
lo constituye tiene con frecuencia un efecto nivelador respecto a la
originalidad de la obra de arte genial. El gusto evita en general lo que se sale
de lo habitual, todo lo excesivo. Es un sentido superficial, que no desea
entrar en lo original de una producción artística. La mera irrupción del
concepto de genio en el siglo XVII íes ya una lanza polémica contra el
concepto del gusto. De hecho habla sido ya orientado contra la estética
clasicista desde el momento en que se atribuyó al ideal del gusto del
clasicismo francés el reconocimiento de un Shakespeare (Lessing). En este
sentido Kant resulta anticuado, y adopta una posición mediadora, cuando en
virtud de su intención trascendental se mantiene en el concepto del gusto
que el Sturm und Drangno sólo había recusado con vigor, sino que incluso
había atacado ferozmente.
Sin embargo, cuando Kant pasa de esta fundamentación general a los
problemas especiales de la filosofía del arte, él mismo apunta a la
superación del punto de vista del gusto. Habla entonces de la idea de una
perfección del gusto 29. ¿Pero en qué consiste esto? El carácter normativo
del gusto implica la posibilidad de su formación y perfeccionamiento: el
gusto más perfeccionado, de cuya fundamentación se trata aquí, habrá de
adoptar según Kant una forma determinada e inalterable. Y lo cierto es que,
por absurdo que esto suene a nuestros oídos, la idea está pensada con toda
consecuencia. Pues si por sus pretensiones el gusto ha de ser buen gusto, el
cumplimiento de tal pretensión tendría que acabar de hecho con todo el
relativismo del gusto al que apela normalmente el escepticismo estético.
Acabaría por abarcar todas las obras del arte que poseen «calidad», y desde
luego todas las que están hechas con genio.
Desde este punto de vista la fundamentación kantiana de la estética sobre el
concepto del gusto no puede satisfacer realmente. Resulta mucho más
cercano emplear como principio estético universal el concepto del genio,
que Kant desarrolla como principio trascendental para la belleza en el arte.
Este satisface mucho mejor que el concepto del gusto el requisito de
permanecer invariable con el paso del tiempo. El milagro del arte, la
misteriosa perfección inherente a las creaciones más logradas del arte, se
mantiene visible en todos los tiempos. Parece posible someter el concepto
del gusto a la fundamentación trascendental del arte, y entender bajo él el
seguro sentido de lo genial en el arte. La frase kantiana de que «las bellas
artes son artes del genio» se convierte entonces en el axioma básico
trascendental de toda estética. En última instancia la estética misma sólo se
hace posible como filosofía del arte.
De este modo podemos concluir que la idea de un gusto perfecto que
desarrolla Kant se definiría objetivamente mejor a través del concepto del
genio. Sería evidentemente erróneo aplicar ésta idea del gusto perfecto al
ámbito de la belleza natural. Sí que valdría tal vez para el arte de la
Fue el idealismo alemán el que extrajo esta consecuencia. Si bien Fichte y
Schelling se adhieren en general a la teoría kantiana de la imaginación
trascendental, sin embargo para la estética hacen un uso nuevo de este
42
concepto. A diferencia de Kant el punto de vista del arte se convierte así en
el que abarca a toda producción inconscientemente genial e incluye también
la naturaleza entendida como producto del espíritu 31.
verdadero retroceso y recuperación del horizonte que envuelve a las críticas
kantianas. Al contrario, el fenómeno del arte y el concepto del genio
quedaron como centrales en la estética, y el problema de la belleza natural, y
también el concepto del gusto, continuaron ampliamente al margen.
Pero con esto se han desplazado los fundamentos de la estética. Junto al
concepto del gusto se deprecia también el de la belleza natural, o al menos
se lo entiende de forma distinta. El interés moral por la belleza en la
naturaleza, que Kant había descrito en tonos tan entusiastas, retrocede ahora
ante el encuentro del hombre consigo mismo en las obras de arte. En la
grandiosa estética de Hegel la belleza natural sólo aparece ya como «reflejo
del espíritu». En el fondo ya no se trata de un momento autónomo en el
conjunto sistemático de la estética 32.
Y sus seguidores y que he intentado caracterizar con la fórmula «punto tic
vista del arte»: «Se llama artistas a muchos que en realidad son obras de arte
de la naturaleza». En esta manera de expresarse resuena la fundamentación
kantiana del concepto del genio en los dones de la naturaleza, pero se la
aprecia tan poco que se convierte a la inversa en una objeción contra un tipo
de artista excesivamente poco consciente de sí mismo.
Esto se aprecia también en el uso lingüístico. La restricción kantiana del
concepto del genio al artista, que ya hemos tratado antes, no llegó a
imponerse. En el siglo XIX el concepto del genio se eleva a un concepto de
valor universal y experimenta, junto con el concepto de lo creador, una
genuina apoteosis. El concepto romántico e idealista de la producción
inconsciente es el que soporta este desarrollo; con Schopenhauer y con la
filosofía del inconsciente ganará una increíble difusión. Hemos mostrado
que esta primacía sistemática del concepto del genio frente a del gusto no
convenía en ningún caso a la estética kantiana. Sin embargo el interés
esencial de Kant era lograr una fundamentación de la estética autónoma y
libre del baremo del concepto; no plantear la cuestión de la verdad en el
ámbito del arte, sino fundamentar el juicio estético en el apriori subjetivo del
sentimiento vital, en la armonía de nuestra capacidad de «conocimiento en
general», que constituye la esencia común a gusto y genio, en contra del
irracionalismo y del culto decimonónico al genio. La teoría kantiana del
«acrecentamiento del sentimiento vital» en el placer estético favoreció el
desarrollo del concepto del «genio» hasta convertirlo en un concepto vital
abarcante, sobre todo desde que Fichte elevó el punto de vista del genio y de
la producción genial a una perspectiva trascendental universal. Y es así
como el neokantismo, intentando derivar de la subjetividad trascendental
toda validez objetiva, destacó el concepto de la vivencia como el verdadero
hecho de la conciencia 34.
Evidentemente es la indeterminación con que la naturaleza bella se presenta
al espíritu que la interpreta y comprende lo que justifica que, en palabras de
Hegel, ella «esté contenida por su sustancia en el espíritu»33. Estéticamente
hablando, Hegel extrae aquí una consecuencia absolutamente correcta y que
ya se nos habla sugerido también a nosotros al hablar de lo inadecuado que
resulta aplicar la idea del gusto a la naturaleza. Pues el juicio sobre la
belleza de un paisaje depende innegablemente del gusto artístico de cada
época. Recuérdese, por ejemplo, una descripción de la fealdad del paisaje
alpino que todavía encontramos en el siglo XVIII: claro reflejo del espíritu
de la simetría artificial que domina a todo el siglo del absolutismo. La
estética de Hegel se plantea pues, por entero, desde el punto de vista del
arte. En el arte se encuentra el hombre a sí mismo, encuentra el espíritu al
espíritu.
Para el desarrollo de la nueva estética es decisivo que también aquí, como
en el conjunto de la filosofía sistemática, el idealismo especulativo haya
tenido efectos que van mucho más allá de su validez reconocida. Es sabido
que el aborrecimiento del esquematismo dogmático de la escuela de Hegel a
mediados del XIX estimuló una revitalización de la crítica bajo el lema de la
«vuelta a Kant». Y esto vale también para la estética. El empleo que del arte
hace Hegel en su estética para la historia de las concepciones del mundo
podrá considerarse grandioso; ello no impidió que tal construcción histórica
apriorista, que tuvo más de una aplicación entre los hegelianos (Rosenkranz,
Schasler, y otros) se desacreditase rápidamente. Sin embargo la exigencia de
volver a Kant que se planteó frente a ellos no podía significar ya un
b)
43
Sobre la historia del término «vivencia»**
Si se rastrea la aparición del término «vivencia» (Erlebnis) en el ámbito
alemán se llega al sorprendente resultado de que, a diferencia del término de
base erleben, sólo se hace habitual en los años 70 del siglo pasado. Falta por
completo en el XVIII, pero tampoco Schiller ni Goethe lo conocen aún. El
testimonio más antiguo w parece ser el de una carta de Hegel37. También en
los años 30 y 40 he encontrado algunas ocurrencias aisladas, en Tieck,
Alexis y Gutzkow. En los años 50 y 60 el término sigue siendo enteramente
inhabitual, y es en los 70 cuando de repente se hace frecuente38. Parece que
su introducción general en el habla tiene que ver con su empleo en la
literatura biográfica.
convierte en una vivencia en cuanto que no sólo es vivido sino que el hecho
de que lo haya sido ha tenido algún efecto particular que le ha conferido un
significado duradero. Lo que es «vivencia» de este modo adquiere una
posición óntica completamente nueva en la expresión del arte. Él conocido
título de la obra de Dilthey Das Erlebnis und die Dicbtung 39 da a esta
conexión una fórmula muy patente. De hecho Dilthey es el primero que dio
a la palabra una función conceptual a partir de él se convertiría pronto en un
término de moda, viniendo a designar un concepto valorativo tan inmediatamente evidente que muchas lenguas europeas lo adoptaron en seguida cómo
préstamo. Sin embargo cabe suponer que el verdadero proceso sólo se
refleja en la vida lingüística misma de la palabra, con la matización
terminológica que ésta tiene en Dilthey.
Como se trata de una formación secundaria sobre la palabra erleben, que es
más antigua y que se encuentra con frecuencia en tiempos de Goethe, la
motivación de esta nueva formación lingüística debe buscarse en el análisis
del significado de erleben. Erleben significa para empezar «estar todavía en
vida cuando tiene lugar algo». A partir de aquí la palabra erleben adquiere
un matiz de comprensión inmediata de algo real, en oposición a aquello de
lo que se cree saber algo, pero a lo que le falta es garantía de una vivencia
propia, bien por haberlo tomado de otros, o por haberlo simplemente oído,
bien por ser inferido, supuesto o imaginado. Lo vivido (das Erlebte) es
siempre lo vivido por uno mismo.
Y para Dilthey pueden aducirse de una manera particularmente fácil los
motivos que operan en su acuñación lingüística y conceptual del término
«vivencia». El título Das Erlebnis und die Dichtung es bastante tardío
(1905). La primera versión del artículo sobre Goethe que contiene, y que
Dilthey había publicado ya en 1877, muestra un cierto uso de la palabra en
cuestión, pero aún no aparece en ella la futura firmeza terminológica del
concepto. Merece la pena examinar con alguna atención estos precedentes
del sentido de «vivencia» que más tarde se fijaría conceptualmente. No nos
parece casual que la palabra se haga de pronto frecuente, precisamente en
una biografía de Goethe (y en un artículo sobre ésta). Goethe puede inducir
más que ningún otro a la formación de esta palabra, porque su poesía es
comprensible en un sentido bastante nuevo precisamente a partir de sus
vivencias. El mismo llegó a decir de sí que todos sus poemas revisten el
carácter de una gran confesión40. La biografía de Goethe escrita por
Hermann Grimái se sirve de esta frase como de un principio metodológico,
y hace de la palabra «vivencias» un uso muy frecuente.
Pero al mismo tiempo la forma das Erlebte se emplea también en el sentido
de designar el contenido permanente de lo que ha sido vivido. Este
contenido es como un resultado o efecto, que ha ganado permanencia, peso
y significado respecto a los otros aspectos efímeros del vivir. Es claro que
estas dos direcciones de significado subyacen simultáneamente a la
formación Erlebnis: por una parte la inmediatez que precede a toda
interpretación, elaboración o mediación, y que ofrece meramente el soporte
para la interpretación y la materia para su configuración; por la otra, su
efecto, su resultado permanente.
Pues bien, el trabajo de Dilthey sobre Goethe nos permite echar una ojeada a
la prehistoria inconsciente de la palabra, ya que disponemos de él tanto en la
versión de 1877 41 como en su elaboración posterior en Das Erlebnis und
die Dichtung (1905). En él Dilthey compara a Goethe con Rousseau, y para
describir la nueva manera de hacer poesía de este último a partir del mundo
de sus experiencias internas emplea la expresión das Erleben («el vivir
[algo»]). En una paráfrasis de un texto de Rousseau se encuentra también el
Esta doble vertiente del significado de erleben puede ser el motivo de que la
palabra Erlebnis se introdujese al principio en la literatura biográfica. La
esencia de la biografía, en particular de artistas y poetas en el siglo XIX,
consiste en entender la obra desde la vida. Su objetivo es en realidad mediar
entre las dos vertientes significativas que distinguimos en el término
Erlebnis, o al menos reconocer su conexión como productiva: algo se
44
giro die Erlebnisse früherer Tage 42 («las vivencias de los días más
tempranos»).
Stefan George, e incluso la figura sismográfica con la que la filosofía de
Georg Simmel reaccionó ante estos procesos, son también un testimonio de
lo mismo. De este modo la filosofía de la vida en nuestra época enlaza con
sus propios precedentes románticos. La repulsa frente a la mecanización de
la vida en la existencia masiva del presente confiere a la palabra todavía hoy
un énfasis tan natural que sus implicaciones conceptuales quedan
ampliamente veladas46.
Sin embargo, en esta primera época de la obra de Dilthey, el significado de
«vivencia» reviste aún una cierta inseguridad. Esto se percibe con toda
claridad en un pasaje en el que en ediciones posteriores el mismo autor ha
suprimido la palabra Erlebnis: «...en correspondencia con lo que él vivió y
que más tarde recompuso en sus fantasías como vivencia, de acuerdo con su
propia ignorancia del mundo» 43. El texto trata nuevamente de Rousseau.
Pero esto de una vivencia recompuesta en la fantasía parece que no se
aviene demasiado bien con el sentido original de erleben; tampoco cuadra
con el uso lingüístico científico del propio Dilthey en fases más tardías,
donde «vivencia» significará precisamente lo que está dado de manera
inmediata y que es la materia última para toda configuración por la fantasía
44. La misma acuñación del término «vivencia» evoca claramente la crítica
al racionalismo de la Ilustración, que partiendo dé Rousseau dio una nueva
validez al concepto de la vida. La influencia de Rousseau sobre el
clasicismo alemán podría haber sido lo que puso en vigor el baremo del
«haber sido vivido» y que en consecuencia hizo posible la formación de
«vivencia»45. Sin embargo el concepto de la vida constituye también el
trasfondo metafísico que sustenta el pensamiento especulativo del idealismo
alemán, y que desempeña un papel fundamental tanto en Fichte y en Hegel
como en el propio Schleiermacher. Frente a la abstracción del
entendimiento, así como frente a la particularidad de la sensación o de la
representación, este concepto implica su vinculación con la totalidad, con la
infinitud. Y en el tono que ha conservado la palabra «vivencia» hasta
nuestros días esto es algo que se aprecia claramente.
De este modo convendrá entender la acuñación diltheyana del concepto
desde la prehistoria romántica de la palabra y recordar también que Dilthey
fue el biógrafo de Schleiermacher. Por supuesto que en éste no aparece
todavía la palabra Erlebnis, y al parecer ni siquiera el sustantivo Erleben.
Sin embargo no faltan sinónimos que entren en el campo semántico de
«vivencia» 47, y en todos estos casos se aprecia claramente un tras-fondo
panteísta. Todo acto permanece unido, como momento vital, a la infinitud
de la vida que se manifiesta en él. Todo lo finito es expresión,
representación de lo infinito.
De hecho en la biografía de Schleiermacher por Dilthey, en la descripción
de la contemplación religiosa, encontramos un uso de la palabra «vivencia»
particularmente pregnante y que apunta ya a su ulterior contenido
conceptual: «Cada una de sus vivencias con una consistencia propia; una
imagen del universo específica, extraída del contexto explicativo»48.
c)
El concepto de vivencia
Si de la mano de la historia del término investigamos también la historia
conceptual de «vivencia», de lo que llevamos dicho podemos ya concluir
que el concepto diltheyano de vivencia contiene claramente ambos
momentos, el panteísta y aún más el positivista, la vivencia y aún más su
resultado. Seguramente esto no es casual, sino consecuencia de su propia
posición ambigua entre especulación y empirie, a la que más tarde
tendremos que volver a dedicar alguna atención. En la medida en que su
interés se centra en justificar epistemológicamente el trabajo de las ciencias
del espíritu, por todas partes se aprecia en él el dominio del motivo de lo
verdaderamente dado. De este modo lo que motiva la formación de sus
conceptos, y que responde al proceso lingüístico que hemos rastreado más
arriba, es un motivo epistemológico, o mejor dicho el motivo de la teoría del
La apelación de Schleiermacher al sentimiento vivo frente al frío
racionalismo de la Ilustración, el llamamiento de Schiller hacia una libertad
estética frente al mecanismo de la sociedad, la oposición hegeliana de la
vida (más tarde: del espíritu) frente a la «positividad» son los precedentes de
una protesta contra la moderna sociedad industrial que convirtió a
comienzos de nuestro siglo las palabras vivir y vivencia en palabras
redentoras de resonancia casi religiosa. La irrupción del movimiento juvenil
frente a la cultura burguesa y sus formas de vida estuvo bajo este signo, y la
influencia de Nietzsche y Bergson se orientó también en esta dirección; pero
también un «movimiento espiritual» como el que se organizó en torno a
45
conocimiento. Así como la lejanía y el hambre de vivencias, que proceden
del sufrimiento bajo el complicado aparato de una civilización trasformada
por la revolución industrial, hicieron emerger la palabra vivencia hasta
convertirse en un uso lingüístico general, también la nueva distancia que
adopta la conciencia histórica frente a la tradición orienta el concepto de la
vivencia hacia su propia función epistemológica. Es esto lo que caracteriza
precisamente el desarrollo de las conciencias del espíritu en el siglo XIX:
que no sólo reconocen externamente a las ciencias naturales como modelo,
sino que, procediendo ellas mismas del mismo fundamento del que vive la
ciencia natural moderna, desarrollan el mismo pathos de experiencia e
investigación que ella. Si el extrañamiento que la era de la mecánica debía
experimentar frente a la naturaleza como mundo natural halló su expresión
epistemológica en el concepto de la autoconciencia y en la regla
metodológica de la certeza en la «percepción clara y distinta», las ciencias
del espíritu del XIX experimentaron un extrañamiento semejante frente al
mundo histórico. Las creaciones espirituales del pasado, el arte y la historia,
no pertenecen ya al contenido habitual del presente sino que son objetos que
se ofrecen a la investigación, datos a partir de los cuales puede actualizarse
un pasado. Por eso es el concepto de lo dado el que dirige la acuñación
diltheyana del concepto de vivencia. En el ámbito de las ciencias del espíritu
los datos revisten un carácter bastante especial, y es esto lo que Dilthey
intenta formular en el concepto de la vivencia. Enlazando con la
caracterización cartesiana de la res cogitans determina el concepto de la
vivencia por la reflexividad, por la interiorización, e intenta justificar
epistemológicamente el conocimiento del mundo histórico a partir de este
modo particular de estar dados sus datos. Los datos primarios a los que se
reconduce la interpretación de los objetos históricos no son datos de
experimentación y medición, sino unidades de significado. Esto es lo que
quiere decir el concepto de la vivencia: las formaciones de sentido que nos
salen al encuentro en las ciencias del espíritu pueden aparecérsenos como
muy extrañas e incomprensibles; no obstante cabe reconducirlas a unidades
últimas de lo dado en la conciencia, unidades que ya no contengan nada
extraño, objetivo ni necesitado de interpretación. Se trata de las unidades
vivenciales, que son en sí mismas unidades de sentido.
epistemología positivista del siglo XIX hasta Ernst Mach, sino que Dilthey
llame a esto vivencia. Limita así el ideal constructivo de un conocimiento
montado sobre átomos de la sensación, y opone a él una versión más aguda
del concepto de lo dado. La verdadera unidad de lo dado es la unidad
vivencial, no los elementos psíquicos en que ésta podría analizarse. En la
teoría del conocimiento de las ciencias del espíritu se enuncia así un
concepto de la vida que restringe ampliamente la validez del modelo
mecanicista.
'
Este concepto de la vida está pensado teleológicamente: para Dilthey la vida
es tanto como productividad. En cuanto que la vida se objetiva en
formaciones de sentido, toda comprensión de sentido es «una re traducción
de las objetivaciones de la vida a la vitalidad espiritual de la que han
surgido». De este modo el concepto de la vivencia constituye la base
epistemológica para todo conocimiento de cosas objetivas.
Una universalidad análoga revestirá la función epistemológica que posee el
concepto de la vivencia en la fenomenología de Husserl. En la quinta
investigación lógica (segundo capítulo) se distingue expresamente el
concepto fenomenológico de vivencia de su concepto popular. La unidad
vivencial no se entiende aquí como un sub-segmento de la verdadera
corriente vivencial de un yo sino como una referencia intencional. También
aquí la unidad de sentido «vivencia» es ideológica. Sólo hay vivencias en
cuanto que en ellas se vive y se mienta algo. Es verdad que Husserl
reconoce también vivencias no intencionales. Pero éstas acaban entrando
también en la unidad de sentido de las vivencias intencionales en calidad de
momentos materiales. De esta forma en Husserl el concepto de la vivencia
se convierte en el titulo que abarca todos los actos de la conciencia cuya
constitución esencial es la intencionalidad49. Tanto en Dilthey como en
Husserl, tanto en la filosofía de la vida como en la fenomenología, el
concepto de vivencia se muestra así en principio como un concepto
puramente epistemológico. Ambos autores asumen su significado
teleológico, pero no lo determinan conceptualmente. El que lo que se
manifiesta en la vivencia sea vida sólo quiere decir que se trata de lo último
a lo que podemos retroceder. La misma historia de la palabra proporciona
una cierta legitimación para esta acuñación conceptual fijada al rendimiento
del término. Ya hemos visto que la formación de la palabra vivencia reviste
un significado más denso e intensivo. Cuando algo es calificado o valorado
Más tarde se nos hará patente el significado decisivo que posee para el
pensamiento de Dilthey el que la última unidad de la conciencia no se llame
«sensación», como era habitual en el kantismo y también en la
46
como vivencia se lo piensa como vinculado por su significación a la unidad
de un todo de sentido. Lo que vale como vivencia es algo que se destaca y
delimita tanto frente a otras vivencias —en las que se viven otras cosas—
como frente al resto del decurso vital —en el que no se vive «nada»—. Lo
que vale como vivencia no es algo que fluya y desaparezca en la corriente
de la vida de la conciencia: es algo pensado como unidad y que con ello
gana una nueva manera de ser uno. En este sentido es muy comprensible
que la palabra surja en el marco de la literatura biográfica y que en última
instancia proceda de contextos autobiográficos. Aquello que puede ser
denominado vivencia se constituye en el recuerdo. Nos referimos con esto al
contenido de significado permanente que posee una experiencia para aquél
que la ha vivido. Es esto lo que legitima aún que se hable de la vivencia
intencional y de la estructura teleológica que posee la conciencia. Pero por
otra parte en el concepto de la vivencia está implicada también la oposición
de la vida respecto al concepto. La vivencia se caracteriza por una marcada
inmediatez que se sustrae a todo intento de referirse a su significado. Lo
vivido es siempre vivido por uno mismo, y forma parte de su significado el
que pertenezca a la unidad de este «uno mismo» y manifieste así una
referencia inconfundible e insustituible el todo de esta vida una. En esta
medida no se agota esencialmente en lo que puede decirse de ello ni en lo
que pueda retenerse como su significado. La reflexión autobiográfica o
biográfica en la que se determina su contendió significativo queda fundida
en el conjunto del movimiento total al que acompaña sin interrupción.
Incluso lo específico del modo de ser de la vivencia es ser tan determinante
que uno nunca pueda acabar con ella. Nietzsche dice que «en los hombres
profundos todas las vivencias duran mucho tiempo»50. Con esto quiere
decir que esta clase de hombres no las pueden olvidar pronto, que su
elaboración es un largo proceso, y que precisamente en esto está su
verdadero ser y su significado, no sólo en el contenido experimentado
originalmente como tal. Lo que llamamos vivencia en sentido enfático se
refiere pues a algo inolvidable e irremplazable, fundamentalmente
inagotable para la determinación comprensiva de su significado 51.
completamente distinto que pide ser reconocido y que apunta a una
problemática no dominada: su referencia interna a la vida52.
Hay en particular dos entronques a partir de los cuales se nos había
planteado esta temática más amplia, relacionada con el nexo de vida y
vivencia; más tarde veremos cómo tanto Dilthey como más aún Husserl
quedarán enredados en esta problemática. Está por una parte el significado
fundamental que posee la crítica kantiana a toda psicología sustancialista,
así como la unidad trascendental, distinta de ésta, de la auto-conciencia, la
unidad sintética de la apercepción. Con esta crítica de la psicología
racionalista enlazaba la idea de una psicología realizada según un método
crítico, cosa que ya emprendió Paul Natorp en 1853, y sobre la cual funda
más tarde Richard Honigswald el concepto de la psicología del pensamiento
M. Natorp designa el objeto de la psicología crítica mediante el concepto del
carácter consciente que enuncia la inmediatez de la vivencia, y desarrolla el
método de una subjetivización universal como forma de investigación de la
psicología reconstructiva. Más tarde Natorp consolidarla y continuaría su
entronque fundamental con una crítica muy detenida de los conceptos de la
investigación psicológica contemporánea; sin embargo ya para 1888 estaba
configurada su idea fundamental de que la concreción de la vivencia
originaria, esto es, la totalidad de la conciencia, representa una unidad no
escindida que sólo se diferencia y se determina en el método objetivador del
conocimiento. «Pero la conciencia significa vida, esto es, relaciones
recíprocas ininterrumpidas». Esto se hace particularmente claro en la
relación de conciencia y tiempo: «Lo que está dado no es la conciencia
como proceso en el tiempo, sino el tiempo como forma de la conciencia»55.
En el mismo año 1888, en el que Natorp se opone así a la psicología
dominante, aparece también el primer libro de Henri Bergson, Les dotmées
inmédiates de la conscience, un ataque crítico a la psicofísica del momento,
en el que aparece tan decididamente como en Natorp el concepto de la vida
como opuesto a la tendencia objetivadora, sobre todo espacializadora, de los
conceptos psicológicos. Se encuentran aquí frases muy parecidas a las de
Natorp sobre la «conciencia» y su concreción unitaria y no dislocada.
Bergson acuñó para esto su famosa expresión de la durée, que enuncia la
continuidad absoluta de lo psíquico. Bergson concibe ésta como
organisation, esto es, la determina desde el modo de ser de lo vivo (étre
vivant) en el que cada elemento es representativo del todo (représentativ du
Filosóficamente hablando las dos caras que hemos descubierto en el
concepto de la vivencia significan que este concepto tampoco se agota en el
papel que se le asignó, el de ser el dato y el fundamento último de todo
conocimiento. En el concepto de la vivencia hay algo más, algo
47
tout). La interpenetración interna de todos los elementos en la conciencia se
compara aquí con el modo como se interpenetran todos los tonos al escuchar
una melodía. También en Bergson es el momento anti cartesiano del
concepto de la vida el que se defiende frente a la ciencia objetivadora 56.
Pero al mismo tiempo, la aventura conoce el carácter excepcional que le
conviene y queda así referida al retorno a lo habitual, en lo cual ya no va a
poder ser incluida. En este sentido la aventura, queda superada, igual que se
supera una prueba o un examen del que se sale enriquecido y madurado.
Si se examina la determinación más precisa de .lo que quiere decir aquí
vida, y de lo que opera en el concepto de la vivencia, no será difícil concluir
que la relación entre vida y vivencia no es en este caso la de algo general
respecto a lo particular. La unidad determinada de la vivencia en virtud de
su contenido intencional se encuentra por el contrario en una relación
inmediata con el todo, con la totalidad de la vida. Bergson habla de
representado» del todo, y el concepto de las relaciones recíprocas, que había
empleado Natorp, es también expresión de la relación «orgánica» del todo y
las partes, que tiene lugar aquí. Georg Simmel, sobre todo, analiza en este
aspecto el concepto de la vida como «un estar volcada la vida hacia algo que
va más allá de sí misma» 67.
De hecho algo de esto se da también en toda vivencia. Toda vivencia está
entresacada de la continuidad de la vida y referida al mismo tiempo al todo
de ésta. No es sólo que como vivencia sólo permanezca viva mientras no ha
sido enteramente elaborada en el nexo de la propia conciencia vital; también
el modo como se «supera» en su elaboración dentro del todo de la
conciencia vital es algo que va fundamentalmente más allá de cualquier
«significado» del que uno cree saber algo. En cuanto que la vivencia queda
integrada en el todo de la vida, este todo se hace también presente en ella.
Llegados así al fin de nuestro análisis conceptual de la vivencia se hace
patente la afinidad que hay entre su estructura y el modo de ser de lo estético
en general. La vivencia estética no es sólo una más entre las cosas, sino que
representa la forma esencial de la vivencia en general. Del mismo modo que
la obra de arte en general es un mundo para sí, también lo vivido
estéticamente se separa como vivencia de todos los nexos de la realidad.
Parece incluso que la determinación misma de la obra de arte es que se
convierta en vivencia estética, esto es, que arranque al que la vive del nexo
de su vida por la fuerza de la obra de arte y que sin embargo vuelva a
referirlo al todo de su existencia. En la vivencia del arte se actualiza una
plenitud de significado que no tiene que ver tan sólo con este o aquel
contenido u objeto particular, sino que más bien representa el conjunto del
sentido de la vida. Una vivencia estética contiene siempre la experiencia de
un todo infinito. Y su significado es infinito precisamente porque no se
integra con otras cosas en la unidad de un proceso abierto de experiencia,
sino que representa inmediatamente el todo.
Y es claro que la representación del todo en la vivencia de cada momento va
mucho más lejos que el mero hecho de su determinación por su propio
objeto. Por decirlo en palabras de Schleiermacher, cada vivencia es «un
momento de la vida infinita»68. Georg Simmel, que no sólo utiliza el
término «vivencia», sino que es también ampliamente responsable de su
conversión en palabra de moda, entiende que lo característico del concepto
de la vivencia es precisamente que «lo objetivo no sólo se vuelve imagen y
representación como en el conocimiento, sino que se convierte por sí mismo
en momento del proceso vital»59. En algún momento alude incluso al hecho
de que toda vivencia tiene algo de aventura60. Pero ¿qué es una aventura?
La aventura no es en modo alguno un episodio. Son episodios los detalles
sucesivos, que no muestran ningún nexo interno ni adquieren un significado
duradero precisamente por eso, porque son sólo episodios. La aventura en
cambio, aunque interrumpe también el decurso habitual de las cosas, se
relaciona, sin embargo, positiva y significativamente con el nexo que viene
a interrumpirá La aventura vuelve sensible la vida en su conjunto, en su
extensión y en su fuerza. En esto estriba el encanto de la aventura. De algún
modo le sustrae a uno a los condicionamientos y vinculaciones bajo los que
discurre la vida habitual. Se aventura hacia lo incierto.
En cuanto que, como ya hemos dicho, la vivencia estética representa
paradigmáticamente el contenido del concepto de vivencia, es comprensible
que el concepto de ésta sea determinante para la fundamentación de la
perspectiva artística. La obra de arte se entiende como realización plena de
la representación simbólica de la vida, hacia la cual toda vivencia se
encuentra siempre en camino. Por eso se caracteriza ella misma como objeto
48
de la vivencia estética. Para la estética esto tiene como consecuencia que el
llamado arte vivencial aparezca como el arte auténtico.
3.
convierte en vivencia no estaba determinada para una acepción como ésta.
Nuestros conceptos valorativos de genio y vivencialidad no resultan aquí
adecuados. Podríamos también acordarnos de baremos muy distintos, y
decir, por ejemplo, que lo que hace que la obra de arte sea tal obra de arte no
es la autenticidad de la vivencia o la intensidad de su expresión sino la
estructuración artística de formas y modos de decir fijos. Esta oposición
entre los baremos, vale para todas las formas del arte, pero se revela con
particular claridad en las artes lingüísticas62. Todavía en el XVIII se da una
coexistencia de poesía y retórica que resulta sorprendente para nuestra
conciencia moderna. En una y otra Kant percibe «un juego libre de la
imaginación y un negocio del entendimiento»63. Tanto la poesía como la
retórica son para él bellas artes, y se consideran «libres» porque la armonía
de las dos capacidades del conocimiento, sensibilidad y entendimiento, se
logra en ambas de manera no deliberada. El baremo de la vivencialidad y de
la inspiración genial tenía que erigir frente a esta tradición un concepto muy
distinto de arte «libre», al que sólo respondería la poesía en cuanto que en
ella se ha suprimido todo lo ocasional, y del cual debería excluirse por
entero la retórica.
Los límites del arte vivencial. Rehabilitación de la alegoría
El concepto del arte vivencial contiene una ambigüedad significativa. «Arte
vivencial» quiere decir en principio que el arte procede de la vivencia y es
su expresión. Pero en un sentido secundario se emplea el concepto del arte
vivencial también para aquellas formas del arte que están determinadas para
la vivencia estética. Ambas cosas están en evidente conexión. Cuando algo
posee como determinación óntica el ser expresión de una vivencia, tampoco
será posible comprenderlo en su significado si no es en una vivencia.
El concepto de «arte vivencial», como casi siempre en estos casos, está
acuñado desde la experiencia del límite con que tropieza su pretensión. Las
dimensiones mismas del concepto del arte vivencial sólo se hacen
conscientes cuando deja de ser lógico y natural que una obra de arte
represente una traducción de vivencias, cuando deja de entenderse por sí
mismo que esta traducción se debe a la vivencia de una inspiración genial
que, con la seguridad de un sonámbulo, crea la obra de arte que a su vez se
convertirá en una vivencia para el que la reciba. Para nosotros el siglo
caracterizado por la naturalidad de estos supuestos es el de Goethe, un siglo
que es toda una era, toda una época. Sólo porque para nosotros está ya
cerrado, y porque esto nos permite ver más allá de sus límites, podemos
apreciarlo dentro de ellos y tener de él un concepto.
La decadencia del valor de la retórica en el XIX es, pues, consecuencia
necesaria de la aplicación de la teoría de la producción inconsciente del
genio. Perseguiremos esto con un ejemplo determinado, la historia de los
conceptos de símbolo y alegoría, cuya relación interna se ha ido alterando a
lo largo de la edad moderna.
Incluso investigadores interesados por lo demás en la historia de las palabras
suelen dedicar sin embargo poca atención al hecho de que la oposición
artística, para nosotros tan natural, entre alegoría y símbolo es sólo resultado
del desarrollo filosófico de los dos últimos siglos; al comenzar este
desarrollo, este fenómeno era tan poco de esperar que más bien habría que
preguntarse cómo se pudo llegar a necesitar semejante distinción y aún
oposición. No se puede ignorar que Winckelmann, cuya influencia fue
decisiva para la estética y para la filosofía de la historia en su momento,
emplea los dos conceptos como sinónimos, y que esto ocurre en realidad en
toda la literatura estética del XVIII. De hecho los significados de ambas
palabras tienen desde el principio una cosa en común: en ambas se designa,
algo cuyo sentido no consiste en su mera manifestación, en su aspecto o en
su sonido, sino en un significado que está puesto más allá de ellas mismas.
Poco a poco logramos hacernos conscientes de que esta época no es más que
un episodio en el conjunto de la historia del arte y de la literatura. Las
espléndidas investigaciones sobre estética literaria en la edad media que ha
realizado Ernst Robert Curtius dan buena idea de ello 61. Cuando se
empieza a mirar más allá de los límites del arte vivencial y se dejan valer
también otros baremos, se vuelven a abrir espacios amplios dentro del arte
occidental, un arte que ha estado dominado desde la antigüedad hasta el
barroco por patrones de valor distintos del de lo «vivido»; con esto se abre
también la perspectiva a mundos enteros de arte extraño.
Ciertamente todo esto puede convertírsenos también en «vivencia». Esta
auto-comprensión estética está siempre disponible. Sin embargo, uno no
puede ya engañarse sobre el hecho de que la obra de arte que se nos
49
Común a ambas, es que algo esté por otra cosa. Y esta referencia tan
cargada de significado, en la que se hace sensible lo insensible, se encuentra
tanto en el campo de la poesía y de las artes plásticas como en el ámbito de
lo religioso-sacramental.
ello) 66, sobre todo por razón de la trasformación cristiana del
neoplatonismo. El Pseudo-Dionisio justifica directamente al comienzo de su
obra principal la necesidad de proceder simbólicamente (συµβολικως) y
aduce como argumento la inadecuación del ser suprasensible de
Dios para nuestro espíritu habituado a lo sensible. Symbolon adquiere
aquí una función anagógica 67; ayuda a ascender hacia el conocimiento de
lo divino, del mismo modo que las formas alegóricas del hablar conducen a
un significado «más elevado». El procedimiento alegórico de la
interpretación y el procedimiento simbólico del conocimiento basan su
necesidad en un mismo fundamento: no es posible conocer lo divino más
que a partir de lo sensible.
Merecería la pena reservar una investigación detenida al problema de hasta
qué punto puede suponerse en el uso antiguo de las palabras «símbolo» y
«alegoría» un cierto germen de lo que sería su futura y para nosotros
familiar oposición. Aquí sólo podremos destacar algunas líneas
fundamentales. Sin duda los dos conceptos no tienen en principio nada que
ver el uno con el otro. En su origen la alegoría forma parte de la esfera del
hablar, del logos, y es una figura retórica o hermenéutica. En vez de decir lo
que realmente se quiere significar se dice algo distinto y más
inmediatamente aprehensible, pero de manera que a pesar de todo esto
permita comprender aquello otro 64. En cambio, el símbolo no está
restringido a la esfera del logos, pues no plantea en virtud de su significado
una referencia a un significado distinto, sino que es su propio ser sensible el
que tiene «significado». Es algo que se muestra y en lo cual se reconoce otra
cosa; tal es la función de la tessera hospitalis y cosas semejantes.
Evidentemente se da el nombre de símbolo a aquello que vale no sólo por su
contenido sino por su capacidad de ser mostrado, esto es, a aquello que es
un documento 65 en el que se reconocen los miembros de una comunidad:
ya aparezca como símbolo religioso o en sentido profano, ya se trate de una
señal, de una credencial o de una palabra redentora, el significado del
symbolon reposa en cualquier caso en su presencia, y sólo gana su función
representadora por la actualidad de su ser mostrado o dicho.
Sin embargo en el concepto del símbolo resuena un tras-fondo metafísico
que se aparta por completo del uso retórico de la alegoría. Es posible ser
conducido a través de lo sensible hasta lo divino; lo sensible no es al fin y al
cabo pura nada y oscuridad, sino emanación y reflejo de lo verdadero. El
moderno concepto de símbolo no se entendería sin esta subsunción gnóstica
y su trasfondo metafísico. La palabra «símbolo» sólo pudo ascender desde
su aplicación original como documento, distintivo o credencial hasta el
concepto filosófico de un signo misterioso, y sólo pudo acercarse a la
naturaleza del jeroglífico, cuyo desciframiento sólo es posible al
iniciado, porque el símbolo no es una mera señalización o fundación
arbitraria de signos, sino que presupone un nexo metafísico de lo visible con
lo invisible. El que la contemplación visible y el significado invisible no
puedan separarse uno de otro, esta «coincidencia» de las dos esferas, es algo
que subyace a todas las formas del culto religioso. Y esto mismo hace
cercano el giro hacia lo estético. Según Solger 08 lo simbólico designa «una
existencia en la que de algún modo se reconoce la idea», por lo tanto la
unidad íntima de ideal y manifestación que es específica de la obra de arte.
En cambio lo alegórico sólo hace surgir esta unidad significativa apuntando
más allá de sí mismo hacia algo distinto.
Aunque los conceptos de alegoría y símbolo pertenecen a esferas diferentes
son, sin embargo, cercanos entre sí, no sólo por su estructura común de
representar algo a través de otra cosa, sino también por el hecho de que uno
y otro se aplican preferentemente en el ámbito religioso. La alegoría procede
para nosotros de la necesidad teológica de eliminar lo chocante en la
tradición religiosa —así originalmente en Homero— y reconocer detrás de
ello verdades válidas. En el uso retórico la alegoría tiene una función
correspondiente, siempre que parezca más adecuado hacer rodeos o utilizar
expresiones indirectas. También el concepto de símbolo se acerca a este
concepto retórico-hermenéutico de la alegoría (Crisipo es el primero que lo
emplea con el significado de alegoría, o al menos es el primer testimonio de
A su vez el concepto de la alegoría experimentó una interesante expansión
desde el momento en que designa no sólo una figura de dicción y un sentido
de la interpretación (sensus allegoricus) sino también representaciones de
conceptos abstractos a través de imágenes en el arte. Evidentemente los
conceptos de retórica y poética están sirviendo aquí también de modelo para
la formación de conceptos estéticos en el terreno de las artes plásticas 69. La
50
referencia retórica del concepto de alegoría sigue siendo operante en este
desarrollo de su significado en cuanto que no supone una especie de
parentesco metálico originario como el que conviene al símbolo, sino sólo
una asignación fundada por convención y por fijación dogmática, que
permite de este modo emplear imágenes como representación de lo que
carece de imagen.
la idea de la analogía entis; mantiene también los conceptos humanos
alejados de Dios. Más allá de esto —y apuntando expresamente a que este
«negocio» «merece una investigación más profunda», descubre— que el
lenguaje trabaja simbólicamente (descubre su continuado metaforismo), y
finalmente aplica el concepto de la analogía en particular para describir la
relación de lo bello con lo éticamente bueno, que no puede ser ni de
subordinación ni de equiparación. «Lo bello es el símbolo de lo moralmente
bueno»: en esta fórmula tan prudente como pregnante Kant reúne la
exigencia de la plena libertad de reflexión de la capacidad de juicio estética
con su significación humana; es una idea que estará llena de importantes
consecuencias históricas.
En esto Schiller fue su sucesor 70. Al
fundamentar la idea de una educación estética del género humano en la
analogía de belleza y moralidad que había formulado Kant, pudo seguir una
indicación expresa de éste: «El gusto hace posible la transición de la
estimulación de los sentidos al interés moral habitual sin necesidad de un
salto demasiado violento» 71.
Más o menos de este modo pueden resumirse las tendencias del significado
lingüístico que a comienzos del XVIII conducen a que el símbolo y lo
simbólico se opongan como interna y esencialmente significativos a las
significaciones externas y artificiales de la alegoría. Símbolo es la
coincidencia de lo sensible y lo insensible, alegoría es una referencia
significativa de lo sensible a lo insensible.
Bajo la influencia del concepto del genio y de la subjetivización de la
«expresión», esta diferencia de significados se convierte en una oposición de
valores. El símbolo aparece como aquello que, debido a su indeterminación,
puede interpretarse inagotablemente, en oposición a lo que se encuentra en
una referencia de significado más precisa y que por lo tanto se agota en ella,
como ocurre en la alegoría; esta oposición es tan excluyente como la de
artístico e in-artístico. Justamente es la indeterminación de su significado lo
que permite y favorece el ascenso triunfal de la palabra y el concepto de lo
simbólico, en el momento en que la estética racionalista de la época de la
ilustración sucumbe a la filosofía crítica y a la estética del genio. Merece la
pena actualizar este contexto con detalle.
Queda ahora en pie la pregunta de cómo se ha podido convertir este
concepto del símbolo en lo contrario de la alegoría, que es la oposición para
nosotros más familiar. De esto no se encuentra en principio nada en Schiller,
aunque comparta la crítica a la alegoría fría y artificial que por aquella época
estaban oponiendo a Winckelmann tanto Klopstock y Lessing, como el
joven Goethe, Karl Philipp Moritz y otros72. Parece que sólo en la
correspondencia entre Schiller y Goethe empieza a perfilarse la nueva
acuñación del concepto de símbolo. En la famosa carta del 17-8-97 Goethe
habla del estado de ánimo sentimental que le producen sus impresiones de
Frankfurt, y dice los objetos que producen en él este efecto que «en realidad
son simbólicos, es decir, y ni haría falta decirlo: son casos eminentes, que
aparecen con una variedad característica como representantes de otros
muchos, y que encierran en sí una cierta totalidad...». Goethe concede peso
a esta experiencia porque debe ayudarle a sustraerse a la «hidra de millones
de cabezas de la empine». Schiller le confirma este punto de vista y
considera que esta forma de sensibilidad sentimental está completamente de
acuerdo con «lo que ya hemos comprobado ambos». Sin embargo, es
evidente que para Goethe no se trata en realidad de una experiencia estética
sino más bien de una experiencia de la realidad. El que para ésta última
aduzca el concepto de lo simbólico podría deberse a un uso lingüístico del
viejo protestantismo.
En él adquiere un carácter decisivo el que en el § 59 de la Crítica de la
capacidad de juicio Kant proporcionara un análisis lógico del concepto de
símbolo que enfoca con particular intensidad este punto: la representación
simbólica aparece en él confrontada y delimitada frente a la representación
esquemática. Es representación (y no mera designación, como en el llamado
«simbolismo» lógico); sólo que la representación simbólica no representa
inmediatamente un concepto (como hace en la filosofía kantiana el
esquematismo trascendental), sino que lo hace indirectamente, «con lo que
la expresión contiene no el verdadero esquema del concepto sino meramente
un símbolo para la reflexión». Este concepto de la representación simbólica
es uno de los resultados más brillantes del pensamiento kantiano. Con él
Kant hace justicia a la verdad teológica que recibió su forma escolástica en
51
Frente a esta acepción del simbolismo de la realidad Schiller opone sus
argumentos idealistas y desplaza así el concepto de símbolo en dirección a
la estética. También el amigo artístico de Goethe, Meyer, sigue esta
aplicación estética del concepto de signo para delimitar a la verdadera obra
de arte frente a la alegoría. En cambio, para el propio Goethe, esta oposición
de la teoría del arte entre símbolo y alegoría sigue siendo no más que un
fenómeno especial de la orientación general hacia lo significativo que él
busca en todos los fenómenos. Por ejemplo, emplea el concepto de símbolo
también para los colores, porque también allí «la verdadera relación expresa
al mismo tiempo el significado»; en pasajes como este se trasparenta
una cierta cercanía al esquema hermenéutico tradicional de allegorice,
symbolice, mystice73, hasta que acaba escribiendo estas palabras tan
características de él: «Todo lo que ocurre es símbolo, y en cuanto que se
representa por completo a sí mismo apunta también a lo demás» 74.
característico de la obra de arte, de la creación del genio, es que su
significado esté en su manifestación misma, no que éste se introduzca en
ella arbitrariamente. Schelling apela a la germanización del «símbolo» como
Sinnbild (imagen de sentido): «Tan concreto, y tan idéntico sólo a sí mismo,
como la imagen, y sin embargo tan general y lleno de sentido como el
concepto» 77. Ya en la caracterización del concepto de símbolo por Goethe
el acento más decisivo está en que es la idea misma la que se otorga
existencia a sí misma en él. Sólo porque en el concepto del símbolo está
implicada la unidad interna de símbolo y simbolizado, podría este concepto
erigirse en concepto estético universal básico. El símbolo significa la
coincidencia de manifestación sensible y significado suprasensible, e igual
que el sentido original del symbolon griego y su continuación en el uso
terminológico de las Confesiones, esta coincidencia no es una asignación a
posteriori, como cuando se adopta un signo, sino que es la reunión de lo que
debe ir junto: todo simbolismo a través del cual «el sacerdocio refleja un
saber superior» reposa más bien sobre aquella «unión inicial» de hombres y
dioses: así escribe Friedrich Creuzer 78, cuya Sjmbolik se plantea la
discutida tarea de hacer hablar al enigmático simbolismo de los tiempos
anteriores.
En la estética filosófica este uso lingüístico puede haberse introducido sobre
todo por la vía de la «religión dcl arte» griega. EJ desarrollo de Schelling
desde la mitología hasta la filosofía del arte muestra esto con bastante
claridad. Es verdad que Cari Philipp Moritz, al que se remite Schelling,
había ya rechazado en el marco de su «teoría de los dioses»; la «resolución
en mera alegoría» de los poemas mitológicos; sin embargo, no emplea
todavía la expresión «símbolo» para este «lenguaje de la fantasía».
Schelling, en cambio, escribe:
La expansión del concepto de símbolo a un principio estético universal no se
realizó desde luego sin resistencias. Pues la unidad de imagen y significado
en la que consiste el símbolo no es del todo absoluta. El símbolo no supera
sin más la tensión entre el mundo de las ideas y el mundo de los sentidos:
permite precisamente pensar también una relación incorrecta entre forma y
esencia, entre expresión y contenido. En particular la función religiosa del
símbolo vive de esta tensión. El que sobre la base de esta tensión se haga
posible en el culto la coincidencia momentánea y total de la manifestación
con lo infinito presupone que lo que llena de significado al símbolo es una
mutua pertenencia interna de lo finito y de lo infinito. De este modo la
forma religiosa del símbolo responde exactamente a la determinación
original del symbolon de ser escisión de lo uno y nueva reunión desde la
dualidad.
La mitología en general, y cualquier forma literaria de la misma en
particular, no debe comprenderse ni esquemática ni alegóricamente, sino
simbólicamente. Pues la exigencia de la representación artística absoluta es
la representación en completa indiferencia, de manera que lo general sea por
entero lo particular, y lo particular sea al mismo tiempo lo general todo
entero, no que lo signifique 75.
Cuando Schelling establece así la verdadera relación entre mitología y
alegoría (en su crítica a la interpretación de Homero por Heyne), está
preparando de hecho al concepto del símbolo su futura posición central en la
filosofía del arte. También en Solger encontramos la frase de que todo arte
es símbolo 70. Con esto Solger quiere decir que la obra de arte es la
existencia de la «idea» misma; no por ejemplo que su significado sea «una
idea buscada al margen de la verdadera obra de arte». Precisamente lo
La inadecuación de forma y esencia es esencial al símbolo en cuanto que
éste apunta por su propio significado más allá de su mismo carácter
sensorial. De esta inadecuación surge el carácter fluctuante e indeciso entre
forma y esencia que es propio del .símbolo; ella es evidentemente tanto más
52
intensa cuanto más oscuro y significativo es éste; es menor cuanto más
penetra el significado a la forma. Esta era la idea por la que se guiaba
Creuzer79. La restricción hegeliana del uso de lo simbólico al arte simbólico
de oriente reposa en el fondo sobre esta relación inadecuada de imagen y
sentido. El exceso del significado al que hace referencia el símbolo
caracterizaría a una forma de arte 80 que se distinguiría de la clásica en que
esta última estaría por encima de dicha inadecuación. Sin embargo, es
evidente que esto representa una fijación consciente y una restricción
artificial del concepto, el cual, como ya hemos visto, intenta dar expresión
no tanto a la inadecuación como también a la coincidencia de imagen, y
sentido. Hay que admitir también que la restricción hegeliana del concepto
de lo simbólico (a pesar de los muchos partidarios que encontró) marcha a
contracorriente de las tendencias de la nueva estética, que desde Schelling
intentaba buscar precisamente en este concepto la unidad de fenómeno y
significación, con el fin de justificar a través de ella la autonomía estética
frente a las pretensiones del concepto 81.
ocurrió en la ilustración griega) o con la interpretación cristiana de la
sagrada Escritura hacia una doctrina unitaria (así en la patrística), y
finalmente con la reconciliación de la tradición cristiana y la cultura antigua
que subyace al arte y a la literatura de los nuevos pueblos y cuya última
forma mundial fue el barroco. La ruptura de esta tradición fue también el fin
de la alegoría. En el momento en que la esencia del arte se apartó de todo
vínculo dogmático y pudo definirse por la producción inconsciente del
genio, la alegoría tenía que volverse estéticamente dudosa.
Los mismos esfuerzos de Goethe en la teoría del arte ejercen evidentemente
una intensa influencia en dirección a una valoración positiva de lo simbólico
y a un concepto artísticamente negativo de lo alegórico. En particular su
propia poesía tuvo trascendencia en este sentido, en cuanto que en ella se
vio una confesión vital, la conformación literaria de la vivencia: el baremo
de la vivencialidad, erigido por él mismo, se convierte en el siglo XIX en el
concepto valorativo dominante. Lo que en la misma obra de Goethe no se
ajusta a él —por ejemplo, sus poemas de última época— se vio relegado por
el espíritu realista del siglo como «sobrecargado» alegóricamente.
Volvamos ahora nuestra atención hacia la depreciación de la alegoría que
implica este desarrollo. Puede que en este proceso haya desempeñado desde
el principio un cierto papel el rechazo del clasicismo francés en la estética
alemana a partir de Lessing y Herder 82. De todos modos Solger sostiene el
concepto de lo alegórico en un sentido muy elevado ante el conjunto del arte
cristiano, y Friedrich Schlegel va todavía mucho más lejos. Este dice: toda
belleza es alegoría (en el Gesprdch über Poesie). También el uso hegeliano
del concepto de «simbólico» (igual que el de Creuzer) es todavía muy
cercano a este concepto de lo alegórico. Sin embargo, esta manera de hablar
de los filósofos, a la que subyacen ciertas ideas románticas sobre la relación
de lo inefable con el lenguaje así como el descubrimiento de la poesía
alegórica de oriente, no se mantuvo sin embargo en el humanismo cultural
del XIX. Se apelaba al clasicismo de Weimar, y de hecho la depreciación de
la alegoría fue un interés dominante en el clasicismo alemán, consecuencia
verdaderamente necesaria del deseo de liberar al arte de las cadenas del
racionalismo y de destacar el concepto del genio. La alegoría no es con toda
seguridad cosa exclusiva del genio. Reposa sobre tradiciones muy firmes, y
posee siempre un significado determinado y reconocible que no se opone en
modo alguno a la comprensión racional en conceptos; todo lo contrario,
tanto el concepto como el asunto de la alegoría están estrechamente
vinculados con la dogmática: con la racionalización de lo mítico (como
Todo esto acabó teniendo efecto también en el desarrollo de la estética
filosófica, que recoge desde luego el concepto de símbolo en el sentido
universal de Goethe, pero piensa por completo desde la oposición entre
realidad y arte, esto es, desde el «punto de vista del arte» y de la religión
estética de la formación en el siglo XIX. Característico de este hecho es la
obra tardía de F. Th. Vischer, que cuanto más se va apartando de Hegel, más
amplía el concepto de símbolo de éste, viendo en él uno de los rendimientos
fundamentales de la subjetividad. El «simbolismo oscuro del ánimo»
confiere alma y significado a lo que en sí mismo era inanimado (a la
naturaleza o a los fenómenos que afectan a los sentidos). Como la
conciencia estética se sabe libre frente a lo mítico-religioso, también el
simbolismo que ella confiere a todo es «libre». Por mucho que lo adecuado
al símbolo siga siendo una amplia indeterminación, ya no se lo puede
caracterizar, sin embargo, por su referencia privativa al concepto. Tiene por
el contrario su propia positividad como creación del espíritu humano. Lo
que finalmente se piensa con el concepto de símbolo —con Schelling— es
la perfecta coincidencia de fenómeno e idea, mientras que la no coincidencia
queda reservada a la alegoría o a la conciencia mítica83. Todavía en
Cassirer encontramos caracterizado el simbolismo estético de manera
53
análoga por oposición al mítico: en el símbolo estético estaría compensada
la tensión de imagen y significado; es una última resonancia del concepto
clasicista de la «religión del arte» 84.
la vida era comprensible para todos y que nadie disfrutaba de manera
puramente estética. ¿Puede en realidad aplicarse a estos tiempos el concepto
de la vivencia estética sin hacer con ello violencia a su verdadero ser?
De esta panorámica sobre la historia de los términos símbolo y alegoría
podemos sacar una conclusión objetiva. La firmeza de la oposición
conceptual entre el símbolo, que se ha desarrollado «orgánicamente» y la
fría y racional alegoría, pierde su vinculatividad en cuanto se reconoce su
relación con la estética del genio y de la vivencia. El redescubrimiento del
arte barroco (proceso que sin duda pudo detectarse en el mercado de
antigüedades), pero sobre todo en los últimos decenios el rescate de la
poesía barroca y la nueva investigación de la ciencia del arte han conducido
ya a una especie de salvación de la honra de la alegoría; ahora estamos en
condiciones de comprender también la razón teórica de este proceso. La
base de la estética del siglo XIX era la libertad de la actividad simbolizadora
del ánimo. ¿Pero es ésta una base realmente sólida? ¿No se encuentra esta
misma actividad simbolizadora todavía hoy limitada en realidad por la
pervivencia de una tradición mítico-alegórica? Si se reconoce esto hay que
volver a relativizar la oposición de símbolo y alegoría, que bajo el prejuicio
de la estética vivencial parecía absoluta; tampoco la diferencia entre
conciencia estética y mítica podrá seguir valiendo como absoluta.
Notas:
Y hay que hacerse consciente de que la irrupción de estas cuestiones implica
una revisión fundamental de los conceptos estéticos de base. Es claro que lo
que aquí está en juego es algo más que un nuevo cambio del gusto y de la
valoración estética. Es el concepto mismo de la conciencia estética el que se
vuelve ahora dudoso, y con él el punto de vista del arte al que pertenece. ¿Es
el comportamiento estético en realidad una actitud adecuada hacia la obra de
arte? ¿O lo que nosotros llamamos «conciencia estética» no será más bien
una abstracción? La nueva valoración de la alegoría de que ya hemos
hablado parece apuntar a que en realidad también en la conciencia estética
intenta hacerse valer un momento dogmático. Y si la diferencia entre
conciencia mítica y estética no ha de ser absoluta, ¿no se vuelve entonces
dudoso el concepto mismo del arte que, como ya hemos visto, es una
creación de la conciencia estética? En cualquier caso no cabe duda de que
las grandes épocas en la historia del arte fueron aquéllas en las que la gente
se rodeó, sin ninguna conciencia estética y sin nada parecido a nuestro
concepto del «arte», de configuraciones cuya función religiosa o profana en
7. Kritik der Urteilskrafí, § 16 s.
1.
Cf. P. Menzer, Kants Aesthetik in ihrer Entwicklung, 1952.
2.
Kritik der ürteihkraft, 139, cf. 200.
3.
Kritik der Urteilskraft, 54.
4.
Kritik der Urteilskraft, 64.
5.
Kritik der Urteilskraft, § 60.
6.
Kritik der Urteilskraft, 264. De tóelos modos, y a esperar de su
crítica a la filosofía inglesa del sentimiento moral, no podía desconocer que
este fenómeno del sentimiento moral está emparentado con lo estético. En
cualquier caso allí donde llama al placer por la belleza de la naturaleza
«moral por parentesco», puede decir del sentimiento moral, de este efecto de
la capacidad de juicio práctico, que es una complacencia a priori p. 169.
8. Lessing, Entwürfe %um Laokoon, n. 20 b; en Lessings samíl. Schriften
XIV, 1.886 s, 415.
9.
Téngase también en cuenta que a partir de ahora Kant piensa
evidentemente en la obra de arte y ya no tanto en lo bello por naturaleza.
10.
Cf. Lessing, o. c, respecto al «pintor de flores y paisajes»: «Imita
bellezas que no son susceptibles de ningún ideal», y positivamente con
cuerda con esto la posición dominante que ocupa la plástica dentro del rango
de las artes plásticas.
11.
En esto Kant sigue a Sulzer, que en el artículo Schonheit de su
Allgemeine Theorie der schonen Künste destaca la figura humana de
manera análoga. Pues el cuerpo humano no sería «sino el alma hecha
54
visible». También Schiller, en su tratado Über Matthissons Gedicbte escribe
—en este mismo sentido— «el reino de las formas determinadas no va más
allá del cuerpo animal y del corazón humano, ya que sólo en estos dos
(como se infiere por el contexto Schiller se refiere aquí a la unidad de
ambos, de la corporeidad animal y del corazón, que son la doble esencia del
hombre) puede establecerse un ideal». Sin embargo el trabajo de Schiller es
en lo demás una justificación de la pintura y poesía de paisajes con ayuda
del concepto de símbolo, y preludia con ello la futura estética del arte.
21.
Ibid., LI.
22.
Ibid., LV s.
23.
Ibid., 181.
24.
Es característico de Kant preferir el «o» al «y».
25.
Kritik der Urteiiskraft, X y LII.
26.
Ibid., § 48.
27.
Ibid., § 60.
(trad. esp.).
28.
Kritik der Urteislkraft, § 49.
13.
29.
En alemán Vollendung, literalmente: acceso a la perfección (N. del
T.). Kritik der Urteihkraft, 264.
12.
Vorlesungen über die Aestheiik, ed. Lasson, 57: «Por lo tanto la
necesidad general de la obra de arte debe buscarse en el pensamiento del
hombre, ya que es un modo de poner ante el hombre lo que éste es»
Vorlesungen über die Aestheiik, 213.
14.
Es mérito de R. Odebrecht en Form und Geist. Der Aufstieg des
dialektischen Gedankens in Kants Aesthetik, Berlin 1930, haber reconocido
estas relaciones.
30.
Y curiosamente la refiere a la pintura en vez de a la arquitectura
(Ibid., 205j, clasificación que presupone la trasformación del gusto del ideal
de la jardinería francesa al de la inglesa. Cf. el tratado de Schiller Über den
Gartenkalender auf das Jahr 1795. Por el contrario Schleiermacher
(Aestheiik, 204), vuelve a asignar la jardinería inglesa a la arquitectura,
como «arquitectura horizontal».
15.
Schiller sintió esto atinadamente cuando escribía: «El que sólo ha
aprendido a admirar al autor como un gran pensador se alegrará de encontrar
aquí un rastro de su corazón» (Über naive und sentimenlaltsche Dkhtung, en
Werke, Leipzig 1910 s, parte 17, 480).
16.
Kritik der Urteilskraft, 179 s.
17.
Ibid., 194.
18.
Ibid., 188.
31. El primer fragmento de Schlegel (F. Schlegel, Fragmente, «Aus dem
"Lyceum"», 1797) puede mostrar hasta qué punto oscurece el fenómeno
universal de lo bello la trasformación que aparece entre Kant
32.
La forma como Hothos redacta las lecciones sobre estética confiere
a la belleza natural una posición quizá excesivamente autónoma, cosa que
demuestra la articulación original de Hegel reproducida por Lasson a partir
de los materiales de éste. Cf. G. W. Fr. Hegel, Sámtl. Werke, Xa/I, XII s.
19. Kritik der Urteilskraft, 161: «Donde la imaginación en su libertad
despierta al entendimiento»; también 194: «De este modo la imaginación es
aquí creadora y pone en movimiento a la capacidad de las idea»
intelectuales (la razón)».
20.
33.
Id., Vorlesungen über die A.esthetik.
34. Es mérito de la obra de L. Pareison, L'estética del idealismo tedesco,
1952, haber puesto de relieve el significado de Fichte para la estética
Kritik der l'rteilskraft, 183 s.
55
idealista. También en el conjunto del movimiento neokantiano podría
reconocerse la oculta influencia de Fichte y de Hegel.
42.
Das Erlebnis und die Dichtung, 6." ed., 219; cf. J. J. Rousseau, he
confessions II, Livre 9. Pero no puede demostrarse una correspondencia
exacta. Evidentemente no se trata de una traducción, sino que es una
paráfrasis de lo que aparece descrito en Rousseau.
35.
«Vivencia» es el neologismo que propuso Ortega para traducir el
término alemán «Erlebnis», el cual es la forma sustantivada del verbo
«erleben». Este verbo representa la forma transitiva del verbo «vivir» (N.
del T.).
43.
44.
Puede compararse por ejemplo con la versión posterior del artículo
sobre Goethe en Das Erlebnis und die Dichtung, \11: «Poesía es
representación y expresión de la vida. Expresa la vivencia y representa la
realidad externa de la vida».
36.
Según una amable comunicación de la Deutsche Akademie de
Berlin, que de todos modos todavía no ha completado los materiales para el
término Erlebnis.
37.
En el relato de su viaje Hegel escribe: «meine granze Erlebnis»
(«toda mi vivencia»; sorprende el género femenino ya que en la tradición
posterior Erlebnis es neutro, N. del T.), Briefe III, 179. Hay que tener en
cuenta que se trata de una carta, y que éste es un género en el que se adoptan
expresiones poco habituales procedentes del lenguaje hablado sin mayores
cuidados, en cuanto no se encuentra una palabra mejor. El mismo Hegel
emplea algo antes un giro semejante (Briefe III, 55): «nun von meinem
Lebewesen in Wicn» (aproximadamente «finalmente de mi vida en Viena»;
el término Eebewesen significa luego genéricamente «ser vivo» frente a lo
inorgánico, N. del T.). Evidentemente estaba buscando un concepto genérico
del que aún no se disponía (es índice de ello el uso del femenino en el
primer pasaje citado).
45.
Sin duda el uso del término por Goethe fue en esto decisivo.
«Preguntaos en cada poema si contiene algo vivido» (Jubiláumsausgabe,
vol. 38, 326); o también: «Todos los libros tienen algo de vivido» (Ibíd., vol.
38, 257). Cuando el mundo de la cultura y de los libros se mide con este
baremo, él mismo se comprende también como objeto de una vivencia.
Ciertamente no es casual que de nuevo en una biografía de Goethe, el libro
de F. Gundolf, el concepto de la vivencia experimente un amplio desarrollo
terminológico. La distinción de vivencia original y de vivencias de la
formación cultural es una continuación consecuente de la formación de
conceptos propia de la biografía, que es la que confirió al término Erlebnis
su mayor auge.
46.
Cf., por ejemplo, la extrañeza de Rothacker ante la crítica al
Erleben de Heidegger, enteramente orientada hacia las implicaciones
conceptuales del cartesianismo: E. Rothacker, Die dogmatische Denkjorm in
den Geisteswissenschajten und das Problem des Historismus, 1954, 431.
38.
En la biografía de Schleiermacher escrita por Dilthey (1870), en la
biografía de Winckelmann por Justi (1872), en el Goethe de Her-mann
Grimm (1877), y probablemente también en otros lugares.
39.
Literalmente Vivencia y poesía. La traducción castellana lleva sin
embargo el título Vida y poesía.
40.
110.
Zeiischrift für Vólkerpsycbologie.
47.
Acto vital, acto del ser comunitario, momento, sentimiento propio,
sensación, influjo, estimulación como libre determinación del ánimo, lo
originalmente interior, excitación, etc.
Dichtung und Wahrheit, segunda parte, libro 7.°; en Werke XXVII,
48.
Dilthey, Das Leben Schleiermacbers, 2.a ed., 341. Pero
significativamente la lectura Erlebnisse (que me parece la correcta) es una
corrección de la segunda edición (1922, por Mulert) de un Ergebnisse que se
encuentra en la impresión original de 1870 (p. 305). Si la primera edición
contiene aquí una errata, esto expresaría el parentesco de significado que ya
hemos establecido antes entre Erlebnis y Ergebnis (vivencia y resultado). Un
41.
Zeiischrift Jür Vólktrpsychologit X; cf. la nota de Dilthey a Goethe
und die dicterische Phantasie, en Das Erlebnis und die Dichtung, 468 ss.
56
nuevo ejemplo podría ilustrarlo también. En Hotho (Corstudien für Leben
und Kunst, 1835) leemos: «Sin embargo esta forma de imaginación debe
considerarse más como apoyada en el recuerdo de estados vividos, de
experiencias ya hechas, que como dotada de una productividad propia. El
recuerdo conserva y renueva los detalles individuales y la forma externa del
acontecer de estos resultados con todas sus circunstancias, y en cambio no
deja aparecer lo general en sí mismo». Ningún lector se extrañaría de que en
un texto como éste se lea Erlehnisse en vez de Ergebnisse (resultados).
59.
G. Simmel, Brücke und Tur, 1957, 8.
60.
Cf. G. Simmel, Philosopbische Kultur. Gesammelte Essays 1911,
49. Cf. E. Husserl, JLogische Untersucbungen II, 365, nota; Ideen
%jt r reinen Phanomenologie tmei pbanomenologischeii Philosophie I, 65.
62.
Cf. la oposición entre el lenguaje por imágenes significativas y el
lenguaje de la expresión que Paul Bockmann toma como base para su
Formgesehichte der deutschen Dicbtung.
50.
Gesammelte Werke XIV, 50.
51.
Cf. W. Dilthey VII, 29 s.
11-28.
61. E. R. Curtius, Europaische Liíeratur und lateinisebes Mitlelalter, Berna
1948.
63.
Kritik der Urteilskrafí, § 51.
64.
52.
Por eso Dilthey restringe más tarde su propia definición de vivencia
cuando escribe: «La vivencia es un ser cualitativo = una realidad que no
puede definirse por el "hacerse cargo", sino que también alcanza a aquello
que poseemos de una manera diferenciada» (VII, 230). El mismo no
comprende hasta qué punto resulta aquí escaso tomar la subjetividad como
punto de partida,' y sin embargo algo de ello se le hace consciente bajo la
forma de una reserva lingüística: «Puede decirse: ¿poseemos?».
αλληγορια απαρεχε εν λυγαρ δελ οριγιναλ υπονοια: Πλυτ.
δε αυδ. ποετ. 19ε.
65.
∆εϕο εν συσπενσο σι ελ σιγνιφιχαδο δε συµβολον χοµο ↔χο
ντρατο≈ ρεποσα σοβρε ελ χαρ⟨χτερ δε ↔χονϖενχι⌠ν≈ ο σοβρε συ δο
χυµενταχι⌠ν.
66.
St. Vet. Fragm. II, 257.
53.
Einkitung in die Psychologie nacb kritischer Methode, 1888;
Allgemeine
Psychologie
nacb
kritischer
Methode,
1912
(reelaboración).
67.
68.
54.
Die Grundlagen der Denkpsycbologie, 21921, 1925.
55.
Liinleitung in die Psychologie nacb kritischer Methode, 32.
56.
H. Bergson, Les données immédiates de la conscience, 1889, 76 s.
69. Habria que investigar cuándo se produce en realidad la traslación del
término de la alegoría de la esfera de lo lingüístico a la de las artes plásticas.
¿Será como consecuencia de la emblemática? (Cf. P. Mesnard, Symboiisme
et Humanisme, en Umanesimo e Simbolismo, 1958). En cambio en el XVIII
cuando se habla de alegoría se piensa siempre en primer lugar en las artes
plásticas. Y la idea de Lessing de liberar a la poesía de la alegoría se refiere
fundamentalmente a liberarla del modelo de las artes plásticas. Por otra
parte la actitud positiva de Winckelmann hacia el concepto de la alegoría no
está de acuerdo ni con el gusto de su tiempo ni con las ideas de los teóricos
contemporáneos como Dubos y Algaroti. Parece más bien influido por
Wolff-Baumgarten cuando pide que el pincel del pintor «moje en la razón».
57.
G. Simmel, Lebensanscbauung, 21922, 13- Más tarde veremos
cómo fue Heidegger quien dio el paso decisivo de tomar ontológicamente en
serie la circunscripción dialéctica del concepto de la vida.
58.
συµβολικως και αναγωγικως, δε, Χοελ. ηιερ. Ι, 2.
Vorlesungen über Aestbetik, 1829, 127.
F. Schleiermacher, Über die Religión II, Abschnitt.
57
No rechaza pues la alegoría sino que apela a la antigüedad clásica para
depreciar desde ella las alegorías más recientes. El ejemplo de Justi (I, 430
s) muestra lo poco que Winckelmann se orienta según el anatema general
que pesa sobre la alegoría en el siglo XIX, igual que la naturalidad con que
se le opone el concepto de lo simbólico.
76.
Ermin, Vier Cesprdcbe iiber das Schone und die Ktmst II, 41.
77.
O. c. V, 412.
78.
Fr. Creuzer, Symbolik I, § 19.
70.
En Anmut und Wiirde dice que el objeto bello sirve de «símbolo» a
una idea (Werke, part. 17, 1.910 s, 322.
79.
Ibíd., § 30.
80.
Aesthetik I, 403 s (Werke X, 1.832 s, 1).
71.
I. Kant, Kritik der Urteilskraft, 260.
81.
En cualquier caso el ejemplo de Schopenhauer muestra que un uso
lingüístico que en 1818 consideraba el símbolo como caso especial de una
alegoría puramente convencional seguía siendo posible en 1859: Welt ais
Wille und Vorstellung, § 50.
72. Las cuidadosas investigaciones que ha realizado la filología sobre
Goethe en torno a su empleo del término «símbolo» (C. Müller, Die
gescbichchtlichen Vorattsseteimgen des Symbolgegriffs in Goetbes
Kunstanschauung, 1933) muestran lo importante que era para sus
contemporáneos la confrontación con la estética de la alegoría de
Winckelmann, así como la importancia que alcanzó la concepción del arte
de Goethe. En la edición de Winckelmann, Fernow (I, 219) y H. Meyer (II,
675 s) dan como ya establecido el concepto de símbolo elaborado en el
clasicismo de Weimar. Por rápida que fuera en esto la penetración de los
usos lingüísticos de Schiller y Goethe, antes de este último el término no
parece haber tenido ningún significado estético. La aportación de Goethe a
la acuñación del concepto de símbolo tiene evidentemente un origen
distinto, la hermenéutica y doctrina sacramental del protestantismo, que
Looff (Der Sytn-tbolgegriff, 195) hace verosímil citando a Gerhard. KarlPhilipp Moritz hace esto particularmente conspicuo. Aunque su concepción
del arte está enteramente penetrada del espíritu de Goethe, puede sin
embargo escribir en su crítica a la alegoría que ésta «se acerca al mero
símbolo en el que lo que importa no es ya la belleza» (citado por Müller, o.
c, 201).
73.
82.
Incluso Winckelmann le parece a Klopstock (X, 254 s) situado en
una dependencia falsa: «Los dos fallos principales de la mayor parte de las
pinturas alegóricas es que la mayor parte de las veces no se entienden o sólo
se entienden con mucha dificultad, y que por su naturaleza carecen por
completo de interés... La verdadera historia sagrada y mundana seria el tema
preferido de los grandes maestros... Los demás que se dediquen a elaborar la
historia de su patria. ¿Qué me importa a mí, por interesante que sea, la
historia de los griegos y los romanos?». Hay un rechazo expreso del escaso
sentido de la alegoría (alegoría racional) sobre todo en los franceses más
recientes: Solger, Vorlesungen zur Aestbttik, 133 s; análogamente Erivin II,
49; Nacbluss I, 525.
83.
F. Th. Vischer, Kritische Gatige: Das Symbol. Cf. el excelente
análisis de E. Volhard, Zivischen Hegel und Niet^scbe, 1932, 157 s, así
como la exposición histórica de W. Oelmüller, F. Th. Vischer und das
Problem der nachhegelschen A.esthetik, 1959.
Farbenlebre, Des ersten Bandes erster, didaktischer Tcil, n. 916.
84.
E. Cassirer, Der Begriff der symbolischen Form ¡m A.ufbau der
Geis-teswissenschaften.
74.
Carta a Schubart del 3-4-1818. También el joven F. Schlegel (Nene
philosophische Schriften, 1935, 123) dice de una manera parecida: «Todo
saber es simbólico».
75.
F. W. J. Schclling, Pbilosopbie der Ktmst, 1802 (en Werke V, 411).
58
naturaleza3. También las «bellas artes», vistas desde este horizonte, son un
perfeccionamiento, de la realidad y no un enmascaramiento, una ocultación
o incluso una deformación de la misma. Pero desde el momento en que lo
que acuña al concepto del arte es la oposición entre realidad y apariencia
queda roto aquel marco abarcante que constituía la naturaleza. El arte se
convierte en un punto de vista propio y funda una pretensión de dominio
propia y autónoma.
3. Recuperación de la pregunta por la verdad del arte.
1.
Los aspectos cuestionables de la formación estética
Con el fin de medir correctamente el alcance de esta pregunta empezaremos
con una reflexión histórica que permita determinar el concepto de la
«conciencia estética» en su sentido específico y acuñado históricamente. Es
claro que hoy día «estético» no quiere decir exactamente lo que Kant
entendía bajo este término cuando llamó a la teoría de espacio y tiempo
«estética trascendental», y cuando consideró la teoría de lo bello y de lo
sublime en la naturaleza y en el arte como una «crítica de la capacidad de
juicio estético». Schiller parece ser el punto en el que la idea trascendental
del gusto se convierte en una exigencia moral y se formula como
imperativo: compórtate estéticamente 1 En sus escritos estéticos Schiller
trasforma la subjetivización radical, con la que Kant había justificado
trascendentalmente el juicio de gusto y su pretensión de validez general,
convirtiéndola de presupuesto metódico en presupuesto de contenido.
Allí donde domina el arte rigen las leyes de la belleza, y los limites de la
realidad son trasgredidos. Es el «reino ideal» que hay que defender contra
toda limitación, incluso contra la tutela moralista del estado y de la
sociedad. Este desplazamiento interno de la base ontológica de la estética de
Schiller no es ajeno al hecho de que también su grandioso comienzo en las
Car/as sobre la educación estética se trasforme ampliamente a lo largo de su
exposición. Es conocido que de la idea primera de una educación a través
del arte se acaba pasando a una educación para el arte. En lugar de la
verdadera libertad moral y política, para la que el arte debía representar una
preparación, aparece la formación de un «estado estético», de una sociedad
cultural interesada por el arte4. Pero con esto se coloca también en una
nueva oposición a la superación del dualismo kantiano entre el mundo de los
sentidos y el mundo de las costumbres, que estaba representada por la
libertad del juego estético y por la armonía de la obra de arte. La
reconciliación de ideal y vida en el arte es meramente una conciliación
particular. Lo bello y el arte sólo confieren a la realidad un brillo efímero y
deformante. La libertad del ánimo hacia la que conducen ambos sólo es
verdadera libertad en un estado estético, no en la realidad- Sobre la base de
la reconciliación estética del dualismo kantiano entre el ser y el deber se
abre así un dualismo más profundo e insoluble. Es frente a la prosa de la
realidad enajenada, donde la poesía de la conciliación estética tiene que
buscar su propia autoconciencia.
Es cierto que en esto podía enlazar con el propio Kant en cuanto que ya éste
había atribuido al gusto el significado de representar la transición del
disfrute sensorial al sentimiento moral 2. Pero desde el momento en que
Schiller proclama el arte como una introducción a la libertad, se remite más
a Fichte que a Kant. El libre juego de la capacidad de conocimiento, en el
que Kant había basado el apriori del gusto y del genio, se entiende en
Schiller antropológicamente desde la base de la teoría de los instintos de
Fichte: el instinto lúdico obraría la armonía entre el instinto de la forma y el
instinto de la materia. El objetivo de la educación estética es el cultivo de
este instinto.
Y esto tuvo amplias consecuencias. Ahora el arte se opone a la realidad
práctica como arte de la apariencia bella, y se entiende desde esta oposición.
En el lugar de la relación de complementación positiva que había
determinado desde antiguo las relaciones de arte y naturaleza, aparece ahora
la oposición entre apariencia y realidad. Tradicionalmente el «arte», que
abarca también toda trasformación consciente de la naturaleza para su uso
humano, se determina como ejercicio tic una actividad complementadora y
enriquecedora en el marco de los espacios dados y liberados por la
El concepto de realidad, al que Schiller opone la poesía no es desde luego ya
kantiano. Pues, como ya vimos, Kant parte siempre de la belleza natural.
Pero en cuanto que el mismo Kant, por mor de su crítica a la metafísica
dogmática, habla restringido el concepto del conocimiento a la posibilidad
de la «ciencia natural pura», otorgando así validez indiscutible al concepto
nominalista de la realidad, la perplejidad ontológica en la que se encuentra
la estética del XIX se remite en realidad en última instancia al propio Kant.
59
Bajo el dominio del prejuicio nominalista el ser estético no se puede
concebir más que de una manera insuficiente e incorrecta.
de la «bella apariencia» se opone a la realidad, la conciencia estética implica
una enajenación de ésta; es una figura del «espíritu enajenado», como Hegel
reconoce y caracteriza a la formación (Bidung) 6. El poder comportarse
estéticamente es un momento de la conciencia culta. En la conciencia
estética encontramos los rasgos que caracterizan a esta conciencia culta:
elevación hacia la generalidad, distanciamiento respecto a la particularidad
de las aceptaciones o rechazos inmediatos, el dejar valer aquello que no
responde ni a las propias expectativas ni a las propias preferencias.
En el fondo la liberación respecto a los conceptos que más estaban
obstaculizando una comprensión adecuada del ser estético se la debemos a
la crítica fenomenológica contra la psicología y la epistemología del siglo
XIX. Esta crítica logró mostrar lo erróneos que son todos los intentos de
pensar el modo de ser de lo estético partiendo de la experiencia de la
realidad, y de concebirlo como una modificación de ésta 5. Conceptos como
imitación, apariencia, des realización, ilusión, encanto, ensueño, están
presuponiendo la referencia a un ser auténtico del que el ser estético sería
diferente. En cambio la vuelta fenomenológica a la experiencia estética
enseña que ésta no piensa en modo alguno desde el marco de esta referencia
y que por el contrario ve la auténtica verdad en lo que ella experimenta. Tal
es la razón de que por su esencia misma la experiencia estética no se pueda
sentir decepcionada por una experiencia más auténtica de la realidad. Al
contrario, es común a todas las modificaciones mencionadas de la
experiencia de la realidad el que a todas ellas les corresponda esencial y
necesariamente la experiencia de la decepción. Lo que sólo era aparente se
ha revelado por fin, lo que estaba desrealizado se ha vuelto real, lo que era
encantamiento pierde su encanto, lo que era ilusión es ahora penetrado, y lo
que era sueño, de esto ya hemos despertado. Si lo estético fuera apariencia
en este sentido, su validez —igual que los terrores del sueño sólo podría
regir mientras no se dudase de la realidad de la apariencia; con el despertar
perderla toda su verdad.
Un poco más arriba hemos ilustrado el significado del concepto de gusto en
este contexto. Y sin embargo la unidad de un ideal del gusto, que caracteriza
y une a una sociedad, se distingue característicamente de todo lo que
constituye la figura de la formación estética. Todavía el gusto se rige por un
baremo de contenido. Lo que es vigente en una sociedad, el gusto que
domina en ella, todo esto acuña la comunidad de la vida social. La sociedad
elige y sabe lo que le pertenece y lo que no entra en ella. La misma posesión
de intereses artísticos no es para ella ni arbitraria ni universal por su idea,
sino que lo que crean los artistas y lo que valora la sociedad forma parte en
conjunto de la unidad de un estilo de vida y de un ideal de gusto.
En cambio la idea de la formación estética tal como procede de Schiller
consiste precisamente en no dejar valer ningún baremo de contenido, y en
disolver toda unidad de pertenencia de una obra de arte respecto a su
mundo. Esto está expresado en la expansión universal de la posesión que se
atribuye a sí misma la conciencia formada estéticamente. Todo aquello a lo
que atribuye «calidad» es cosa suya. Y de entre este conjunto ella ya no es
capaz de elegir nada, porque no es ni quiere ser nada por referencia a lo cual
pudiera valorarse una selección. Como conciencia estética ha reflexionado
hasta saltar los límites de todo gusto determinante y determinado, y
representa en esto un grado cero de determinación. Para ella la obra de arte
no pertenece a su mundo, sino que a la in-versa es la conciencia estética la
que constituye el centro vivencial desde el cual se valora todo lo que vale
como arte.
El relegamiento de la determinación ontológica de lo estético al concepto de
la apariencia estética tiene pues su fundamento teórico en el hecho de que el
dominio del modelo cognoscitivo de la ciencia natural acaba desacreditando
todas las posibilidades de conocer que queden fuera de esta nueva
metodología.
Quisiera recordar aquí que en el pasaje de Helmholtz del que hemos partido,
ese momento distinto que caracteriza al trabajo de las ciencias del espíritu
frente a las de la naturaleza no encuentra mejor caracterización que el
adjetivo «artístico». Con esta relación teórica se corresponde positivamente
lo que podríamos llamar la conciencia estética. Esta está dada con el «punto
de vista del arte» que Schiller fundó por primera vez. Pues así como el arte
Lo que nosotros llamamos obra de arte y vivimos como estético, reposa,
pues, sobre un rendimiento abstractivo. En cuanto que se abstrae de todo
cuanto constituye la raíz de una obra como su contexto original vital, de
toda función religiosa o profana en la que pueda haber estado y tenido su
60
significado, la obra se hace patente como «obra de arte pura». La
abstracción de la conciencia estética realiza pues algo que para ella misma
es positivo. Descubre y permite tener existencia por sí mismo a lo que
constituye a la obra de arte pura. A este rendimiento suyo quisiera llamarlo
«distinción estética».
que se vuelven hacia la historia. La pintura histórica, que no debe su origen
a una necesidad contemporánea de representación sino a la representación
desde una reflexión histórica; la novela histórica, así como sobre todo las
formas historizantes que adopta la arquitectura del XIX con sus inacabables
reminiscencias de estilo, todo esto muestra hasta qué punto están unidos el
momento estético y el histórico en la conciencia de la formación.
Con este nombre —ya diferencia de la distinción que realiza en sus
elecciones y rechazos el gusto determinado y lleno de contenido—
queremos designar la abstracción que sólo elige por referencia a la calidad
estética como tal. Esta tiene lugar en la autoconciencia de la «vivencia
estética». La obra auténtica es aquélla hacia la que se orienta la vivencia
estética; lo que ésta abstrae son los momentos no estéticos que le son
inherentes: objetivo, función, significado de contenido. Estos momentos
pueden ser muy significativos en cuanto que in-cardinan la obra en su
mundo y determinan así toda la plenitud de significado que le es
originalmente propia. Pero la esencia artística de la obra tiene que poder
distinguirse de todo esto. Precisamente lo que define a la conciencia estética
es su capacidad de realizar esta distinción de la intención estética respecto a
todo lo extra estético. Lo suyo es abstraer de todas las condiciones de acceso
bajo las cuales se nos manifiesta una obra. Es, pues, una distinción
específicamente estética. Distingue la calidad estética de una obra respecto a
todos los momentos de contenido que nos determinan a tomar posiciones de
contenido, morales o religiosas, y sólo se refiere a la obra en su ser estético.
En las artes reproductivas distingue también el original (la poesía, la
composición) de su ejecución, y lo hace de manera que la intención estética
pueda ser tanto el original frente a su reproducción como la reproducción en
sí misma, a diferencia del original o de otras posibles acepciones de éste. La
soberanía de la conciencia estética consiste en hacer por todas partes esta
clase de distinciones estéticas y en poder verlo todo «estéticamente».
Podría argüirse que la simultaneidad no se origina sólo en la distinción
estética sino que es desde siempre un producto integrador de la vida
histórica. Al menos las grandes obras arquitectónicas se adentran en la vida
del presente como testimonios vivos del pasado, y toda conservación de lo
antiguo en usos y costumbres, en imágenes y adornos, hace otro tanto en
cuanto que proporciona a la vida actual algo que procede de épocas
anteriores. Sin embargo, la conciencia de la formación estética es muy
distinta de esto. No se entiende a sí misma como este género de integración
de los tiempos, sino que la simultaneidad que le es propia tiene su base en la
relatividad histórica del gusto, de la que ella guarda conciencia. La
contemporaneidad fáctica sólo se convierte en una simultaneidad de
principio cuando aparece una disposición fundamental a no rechazar
inmediatamente como mal gusto cualquier gusto que difiera del propio que
uno entiende como «bueno». En el lugar de la unidad de un solo gusto
aparece así un sentimiento dinámico de la calidad 8.
La «distinción estética» que activa a la conciencia estética como tal, se
otorga entonces a sí misma una existencia propia exterior. Demuestra su
productividad disponiendo para la simultaneidad sus propios locales: la
«biblioteca universal» en el ámbito de la literatura, el museo, el teatro
permanente, la sala de conciertos... Pero conviene poner en claro la
diferencia de estos nuevos fenómenos frente a lo antiguo: el museo, por
ejemplo, no es simplemente una colección que se abre al público. Las viejas
colecciones (tanto en la corte como en las ciudades) reflejaban la elección
de un determinado gusto y contenían preferentemente los trabajos de una
misma «escuela» a la que se atribuía una cierta ejemplaridad. El museo, en
cambio, es una colección de tales colecciones; su perfección estriba, y esto
es significativo, en ocultar su propia procedencia de tales colecciones, bien
reordenando históricamente el conjunto, bien completando unas cosas con
otras hasta lograr un todo abarcante. Los teatros permanentes o la
organización de conciertos en el siglo pasado muestran también cómo los
La conciencia estética posee así el carácter de la simultaneidad, pues
pretende que en ella se reúne todo lo que tiene valor artístico. La forma de
reflexión en la que ella se mueve en calidad de estética es, pues, sólo
presente. En cuanto que la conciencia estética atrae a la simultaneidad todo
aquello cuya validez acepta, se determina a sí misma al mismo tiempo como
histórica. Y no es sólo que incluya conocimiento histórico y lo use como
distintivo 7; la disolución de todo gusto con un contenido determinado, que
le es propia por ser estética, se expresa también en la creación de los artistas
61
programas se van alejando cada vez más de las creaciones contemporáneas y
adaptándose a la necesidad de auto confirmación que caracteriza a la
sociedad cultural que soporta tales instituciones. Incluso formas artísticas
que parecen oponerse tan palmariamente a la simultaneidad de la vivencia
estética, como es la arquitectura, se ven sin embargo atraídas a ella por la
moderna técnica reproductiva que convierte los edificios en imágenes por el
moderno turismo que trasforma el viajar en un hojear libros ilustrados 9.
determinado desde entonces la tragedia del artista en el mundo. Pues el
cumplimiento que encuentra esta pretensión no es nunca más que particular.
Y en realidad esto significa su refutación. La búsqueda experimental de
nuevos símbolos o de una nueva «leyenda» capaz de unir a todos puede
desde luego reunir un público a su alrededor y crear una comunidad. Pero
como cada artista encuentra así su comunidad, la particularidad de la
formación de tales comunidades no atestigua sino la realización de la
disgregación. Sólo la figura universal de la formación estética une a todos.
De este modo, en virtud de la «distinción estética» por la que la obra se hace
perteneciente a la conciencia estética, aquélla pierde su lugar y el mundo al
que pertenece. Y a esto responde en otro sentido el que también el artista
pierda su lugar en el mundo. Esto se hace muy patente en el descrédito en
que ha caído lo que se llama «arte por encargo». En la conciencia pública
dominada por la era del arte vivencial, hace falta recordar expresamente que
la creación por inspiración libre, sin encargo, sin un tema prefijado y sin una
ocasión determinada, ha sido en épocas pasadas más bien el caso
excepcional en la creación artística, mientras que hoy día consideramos al
arquitecto como un fenómeno sui generis por el hecho de que en su
producción no está tan libre de encargo y ocasión como el poeta, el pintor, o
el músico. El artista libre crea sin encargo. Incluso se diría que su
característica es la total independencia de su creación, y esto es lo que le
confiere socialmente los rasgos del marginado, cuyas formas de vida no se
miden según los patrones de la moralidad pública. El concepto de la
bohemia, procedente del XIX, refleja bien este proceso. La patria de las
gentes itinerantes se convierte en el concepto genérico de estilo de vida del
artista.
El verdadero proceso de formación, esto es, de la elevación hacia la
generalidad, aparece aquí disgregado en sí mismo. La «habilidad de la
reflexión pensante para moverse en generalidades y colocar cualquier
contenido bajo puntos de vista aducidos y revestirlo así con ideas», es según
Hegel el modo de no entrar en el verdadero contenido de las ideas. A este
libre desparramarse del espíritu en sí mismo Immermann le llama
«dilapidador» u. Con ello describe la situación creada por la literatura
clásica y la filosofía de la época de Goethe, en la que los epígonos
encontraron hechas todas las formas del espíritu y confundieron con ello el
verdadero rendimiento de la formación, el trabajo de eliminar lo extraño y
rudo, con el disfrute de la misma. Se había vuelto fácil hacer buena poesía, y
por eso era tanto más difícil convertirse en un buen poeta.
2.
Critica de la abstracción de la conciencia estética.
Volvámonos ahora al concepto de la distinción estética, del que ya hemos
descrito la imagen de su formación, y desarrollemos las dificultades teóricas
que contiene el concepto de lo estético. Es evidente que la abstracción que
produce lo «puramente estético» se cancela a sí misma. Creo que esto queda
claro en el intento más consecuente de desarrollar una estética sistemática
partiendo de las distinciones kantianas, intento que debamos a Richard
Hamann12. El intento de Hamann se caracteriza porque retrocede realmente
a la intención trascendental de Kant y desmonta con ello el patrón unilateral
del arte vivencial. Al elaborar por igual el momento estético en todos los
lugares en que aparece, adquieren rango estético también las formas
especiales que están vinculadas a algún objetivo, como el arte monumental o
el de los carteles. Pero también aquí retiene Hamann la tarea de la distinción
estética, pues distingue en ellos lo que es estético de las referencias
extraestéticas en las que se encuentran, igual que nosotros podemos hablar,
Pero al mismo tiempo este artista que es «tan libre como el pájaro o como el
pez» se carga con una vocación que le convierte en una figura ambigua.
Pues una sociedad culta, separada ya de sus tradiciones religiosas, espera del
arte más de lo que corresponde a la conciencia estética desde el «punto de
vista del arte». La exigencia romántica de una nueva mitología, tal como
resuena en F. Schlegel, Schelling, Hölderlin y el joven Hegel10, pero que
vive también por ejemplo en los ensayos y reflexiones artísticos del pintor
Runge, confiere al artista y a su tarea en el mundo la conciencia de una
nueva consagración. Se convierte en algo así como un «redentor mundano»
(Immermann), cuyas creaciones en lo pequeño deben lograr la redención de
la perdición en la que espera un mundo sin salvación. Esta pretensión ha
62
al margen de la experiencia del arte, de que alguien se comporta
estéticamente. De este modo se devuelve a la estética toda su extensión y se
reinstaura el planteamiento trascendental que había sido abandonado por el
punto de vista del arte y por su escisión entre la apariencia bella y la ruda
realidad. La vivencia estética es indiferente respecto a que su objeto sea real
o no, respecto a que la escena sea el escenario o la vida. La conciencia
estética posee una soberanía sin restricciones sobre todo.
dato sensible como tal es una abstracción. En realidad lo que nos está dado
sensiblemente sólo lo vemos cada vez por referencia a una generalidad.
Reconocemos, por ejemplo, cierto fenómeno blanco como una persona14.
Es seguro que el ver «estético» se caracteriza porque no refiere rápidamente
su visión a una generalidad, al significado que conoce o al objetivo que tiene
planeado o cosa parecida, sino que se detiene en esta visión como estética.
Sin embargo, no por eso dejamos de establecer esta clase de referencias
cuando vemos, esto es, ese fenómeno blanco que admiramos como estético
no dejamos por eso de verlo como una persona. Nuestra percepción no es
nunca un simple reflejo de lo que se ofrece a los sentidos.
Sin embargo, el intento de Hamann fracasa en el lugar inverso: en el
concepto del arte, que él saca tan consecuentemente del ámbito de lo
estético que acaba haciéndolo coincidir con el del virtuosismo13. La
«distinción estética» se ve llevada aquí hasta el extremo; acaba abstrayendo
incluso el arte.
Por el contrario la psicología más reciente, sobre todo la aguda crítica que
plantea Scheler contra el concepto de la pura percepción «de estimulación
recíproca»15, enlazando con W. Koehler, E. Strauss y M. Wertheimer, entre
otros, ha venido a mostrar que este concepto procede de un dogmatismo
epistemológico. Su verdadero sentido es únicamente normativo, ya que la
reciprocidad de la estimulación representaría el resultado final ideal de la
reducción de todas las fantasías instintivas, la consecuencia de una enorme
sobriedad que permitiría al final percibir exactamente lo que hay —en vez
de las representaciones meramente supuestas por la fantasía instintiva—.
Pero esto significa que la percepción pura, definida por el concepto de la
adecuación al estímulo, sólo representaría un caso límite ideal.
El concepto estético fundamental del que parte Hamann es el de la
«significatividad propia de la percepción». Con este concepto se quiere decir
evidentemente lo mismo que con la teoría kantiana de la coincidencia,
adecuada al fin, con el estado de nuestra capacidad de conocimiento en
general. Igual que para Kant, también para Hamann debe quedar con ello en
suspenso el patrón, tan esencial para el conocimiento, del concepto o del
significado. Lingüísticamente hablando, la «significatividad» es una
formación secundaria de «significado», que desplaza significativamente la
referencia a un significado determinado hacia lo incierto. Lo que es
«significativo» es algo que posee un significado desconocido (o no dicho).
Pero «significatividad propia» es un concepto que va aún más lejos. Lo que
es significativo por sí mismo —auto significativo— en vez de
heterosignificativo pretende cortar toda referencia con aquello que pudiera
determinar su significación. ¿Pero puede un concepto como éste
proporcionar a la estética una sustentación firme? ¿Puede usarse el concepto
de «autosignificatividad» para una percepción en general? ¿No hay que
conceder también al concepto de la «vivencia» estética lo que conviene
igualmente a la percepción: que percibe lo verdadero y se refiere así al
conocimiento?
A esto se añade, sin embargo, otra cuestión más. Tampoco una percepción
pensada como adecuada podría ser nunca un mero reflejo de lo que hay;
seguiría siendo siempre su acepción como tal o cual cosa. Toda acepción
como... articula lo que hay abstrayendo de... y atendiendo a..., reuniendo su
visión como...; y todo esto puede a su vez estar en el centro de una
observación o bien ser meramente «co-percibido», quedando al margen o
por detrás. No cabe duda de que el ver es siempre una lectura articulada de
lo que hay, que de hecho no ve muchas de las cosas que hay, de manera que
éstas acaban no estando ahí para la visión; pero además, y guiado por sus
propias anticipaciones, el ver «pone» lo que no está ahí. Piénsese, por
ejemplo, en la tendencia inercial que opera en la misma visión, que hace que
en general las cosas se vean siempre en lo posible de la misma manera.
De hecho será bueno recordar en este punto a Aristóteles, que mostró que
toda αισθησις. tiene que ver con una generalidad aunque cada sentido
tenga su campo específico y en consecuencia lo que está dado en él
inmediatamente no sea general. Sin embargo, la percepción específica de un
63
Esta crítica a la teoría de la percepción pura, que ha tomado cuerpo en la
experiencia pragmática, ha recibido luego de Heidegger una consideración
fundamental. Con ello ha adquirido también validez para la conciencia
estética, aunque en ella la visión no se limite a «mirar más allá» de lo que
ve, buscando por ejemplo su utilidad general para algo, sino que se detiene
en la misma visión. El mirar y percibir con detenimiento no es ver
simplemente el puro aspecto de algo, sino que es en sí mismo una acepción
de este algo como... El modo de ser de lo percibido «estéticamente» no es un
estar dado. Allí donde se trata de una representación dotada de significado
—así por ejemplo en los productos de las artes plásticas— y en la medida en
que estas obras no son abstractas e inobjetivas, su significa-tividad es
claramente directriz en el proceso de la lectura de su aspecto. Sólo cuando
«reconocemos» lo representado estamos en condiciones de «leer» una
imagen; en realidad y en el fondo, sólo entonces hay tal imagen. Ver
significa articular. Mientras seguimos probando o dudando entre formas
variables de articulación, como ocurre con ciertas imágenes que pueden
representar varias cosas distintas, no estamos viendo todavía lo que hay.
Este tipo de imágenes son en realidad una perpetuación artificiosa de esta
vacilación, el «tormento» del ver. Algo parecido ocurre con las obras de arte
lingüísticas. Sólo cuando entendemos un texto —cuando por lo menos
dominamos el lenguaje en el que está escrito— puede haber para nosotros
una obra de arte lingüística. Incluso cuando oímos música absoluta tenemos
que «comprenderla». Sólo cuando la comprendemos, cuando es «clara» para
nosotros, se nos aparece como una construcción artística. Aunque la música
absoluta sea como tal un puro movimiento de formas, una especie de
matemática sonora, y no existan contenidos significativos y objetivos que
pudiéramos percibir en ella, la comprensión mantiene no obstante una
referencia con lo significativo. Es la indeterminación de esta referencia la
que constituye la relación significativa específica de esta clase de música16.
material17. El llamado contenido objetivo no es una materia que esté
esperando su conformación posterior, sino que en la obra de arte el
contenido está ya siempre trabado en la unidad de forma y significado.
Él término «motivo», tan usual en el lenguaje de la pintura, puede ilustrar
esto. El motivo puede ser tanto objetivo como abstracto; en cualquier caso, y
desde el punto de vista ontológico, es inmaterial (ανευ υλης). Esto no
significa en modo alguno que carezca de contenido. Algo es un motivo por
el hecho de que posee unidad de una manera convincente y de que el artista
la ha llevado a cabo como unidad de un sentido, igual que el que la percibe
la comprende también como unidad. Kant habla en este contexto de «ideas
estéticas», en las cuales se piensan «muchas cosas innombrables» allá de
esto tampoco puede llegar, ya que nuestro ver es y seguirá siendo un «ver
objetos»; una visión estética sólo puede darse apartándose de los hábitos de
la visión de «objetos» orientada siempre hacia lo práctico; y cuando uno se
aparta de algo tiene que verlo, tiene que seguir teniéndolo presente. Algo
parecido expresan las tesis de Bcrnhard Berenson: «Lo que designamos en
general coa el término "ver" es una confluencia orientada hacia algún
objetivo...». «Las artes plásticas son un compromiso entre lo que vemos y lo
que sabemos» (Sehen und Wissen: Die Neue Rundschau (1959) 55-57).
Es su manera de ir más allá de la pureza trascendental de lo estético y de
reconocer el modo de ser del arte. Ya antes hemos podido mostrar lo lejano
que le hubiera resultado querer evitar la «intelectuación» del puro placer
estético en sí. Los arabescos no son en modo alguno su ideal estético sino
meramente un ejemplo, metódico eminente. Para poder hacer justicia al arte,
la estética tiene que ir más allá de sí misma y renunciar a la «pureza»
19 de lo estético. ¿Pero encuentra con ello una posición realmente firme? En
Kant el concepto del genio había poseído una función trascendental con la
que se fundamentaba el concepto del arte. Ya hablamos visto cómo este
concepto del genio se amplía en sus sucesores hasta convertirse en la base
universal de la estética. ¿Pero es realmente adecuado el concepto del genio
para esta función?
El mero ver, el mero oír, son abstracciones dogmáticas que reducen
artificialmente los fenómenos. La percepción acoge siempre significación.
Por eso es un formalismo invertido, y que desde luego no puede remontarse
a Kant, querer ver la unidad de la construcción estética únicamente en su
forma y por oposición a su contenido. Con el concepto de la forma Kant
tenía presente algo muy distinto. En él el concepto de forma designa la
constitución de la formación estética, pero no frente al contenido lleno de
significado de una obra de arte, sino frente al estímulo sólo sensorial de lo
Ya la conciencia del artista actual parece contradecir esto. En los últimos
tiempos se ha producido una especie de ocaso del genio. La image de la
inconsciencia sonambulesca con la que crea el genio —una idea que de
64
todos modos puede legitimarse por la auto-descripión de Goethe en su modo
de producción poética— nos parece hoy día de un romanticismo falso. Un
poeta como Paul Valéry le ha opuesto el patrón de un artista e ingeniero
como Leonardo da Vinci, en cuyo ingenio total no se podían distinguir aún
la artesanía, la invención mecánica y la genialidad artística20. En cambio la
conciencia más general sigue estando determinada por los efectos del culto
al genio en el siglo XVIII y de la sacralización de lo artístico que, según
hemos visto, caracterizaba a la sociedad burguesa del XIX. Se confirma aquí
que el concepto del genio está concebido en el fondo desde el punto de vista
del observador. Este viejo concepto parece convincente no al espíritu
creador, sino al espíritu que juzga. Lo que se le presenta al observador como
un milagro del que es imposible comprender que alguien haya podido
hacerlo, se proyecta en el carácter milagroso de una creación por inspiración
genial. Los creadores mismos pueden, al observarse, hacer uso de esta
misma concepción, y es seguro que el culto al genio que caracteriza al
XVIII fue también alimentado por los creadores mismos u. Sin embargo,
ellos no llegaron nunca tan lejos en su autoapoteosis como les reconoció la
sociedad burguesa. La auto-comprensión de los creadores siempre ha sido
mucho más sobria. El que crea sigue viendo posibilidades de hacer y poder,
y cuestiones de «técnica», allí donde el observador busca inspiración,
misterio y profundo significado22.
¿Cómo puede pensarse aunque no sea más que la perfección de una obra de
arte, su acabamiento? Lo que se hace y se produce en otros terrenos tiene el
patrón de su perfección en su propio objetivo, esto es, se determina por el
uso que ha de hacerse de ello. La producción toca a su fin y lo hecho está
acabado cuando puede satisfacer al objetivo para el que está determinado
23. ¿Cómo pensar en cambio el patrón del acabamiento de una obra de arte?
Por muy racional y sobriamente que se considere la «producción» artística,
mucho de lo que llamamos obra de arte no está determinado para uso alguno
y desde luego ninguna obra de arte se mide por su estar lista para tal o cual
objetivo. ¿Habrá que imaginar entonces el ser de dicha obra como la
interrupción de un proceso de configuración que virtualmente apunta aún
más lejos? ¿Es que la obra de arte no es en principio acabable?
De hecho Paul Valéry veía las cosas de este modo. Tampoco retrocedió ante
la consecuencia que se sigue de ello para el que se enfrenta con una obra de
arte e intenta comprenderla. Pues si ha de ser verdad que la obra de arte no
es aca-bable en sí misma, ¿con qué podría medirse la adecuación de su
percepción y comprensión? La interrupción casual y arbitraria de un proceso
de configuración no puede contener por sí misma nada realmente
vinculante24. En consecuencia debe quedar en manos del receptor lo que
éste haga con lo que tiene delante. Una manera de comprender una
construcción cualquiera no será nunca menos legítima que otra. No existe
ningún baremo de adecuación. No es sólo que el poeta mismo carezca de él;
con esto estarla también de acuerdo la estética del genio. Es que de hecho
todo encuentro con una obra posee el rango y el derecho de una nueva
producción.
Si tenemos en cuenta esta crítica a la teoría de la productividad inconsciente
del genio, volvemos a encontrarnos con la problemática que Kant resolvió
con la función trascendental que atribuyó al concepto del genio. ¿Qué es una
obra de arte, y cómo se distingue de un producto artesanal o incluso de una
«chapuza», es decir, de algo estéticamente despreciable? Para Kant y para el
idealismo la obra de arte se definía como la obra del genio. Su carácter de
ser lo perfectamente logrado y ejemplar se avalaba en el hecho de que
ofrecía al disfrute y a la observación un objeto inagotable para detenerse en
él e interpretarlo. El que a la genialidad de la creación le corresponda una
genialidad de su disfrute es algo que está ya en la teoría kantiana del gusto y
del genio, y que aparece más expresamente en las doctrinas de K. Ph. Moritz
y de Goethe.
Esto me parece de un nihilismo hermenéutico insostenible. Cuando Valéry
extrae en alguna ocasión este tipo de consecuencias para su propia obra ^
con el fin de oponerse al mito de la producción inconsciente del genio, creo
que es él el que de hecho queda preso en él; en ello trasfiere al lector e
intérprete los plenos poderes de la creación absoluta que él mismo no desea
ejercer. La genialidad de la comprensión no proporciona en realidad una
información mucho mejor que la genialidad de la creación.
Esta misma aporía se presenta cuando en vez de partir del concepto del
genio se parte del concepto de la vivencia estética. Este problema ha sido
puesto de manifiesto por el artículo verdaderamente básico de G. Lukács,
¿Cómo podría pensarse ahora la diferencia entre el producto artesano y la
creación artística, así como la esencia del disfrute artístico, sin recurrir al
concepto del genio?
65
Die Subjekt-Objekt-Beziehung in der Asthetik 26. El autor atribuye a la
esfera estética una estructura heraclítea, y quiere decir con ello que la unidad
del objeto estético no es realmente un dato. La obra de arte es sólo una
forma vacía, un mero punto crucial en la posible multiplicidad de las
vivencias estéticas; sólo en ellas «está ahí» el objeto estético. Como puede
verse, la consecuencia necesaria de la estética vivencia! es la absoluta
discontinuidad, la disgregación de la unidad del objeto estético en la
pluralidad de las vivencias. Enlazando con las ideas de Lukács formula
Oskar Becker: «Hablando temporalmente la obra sólo es en un momento
(esto es, ahora), es «ahora» esta obra y ya ahora mismo ha dejado de serlo»
27. Y efectivamente, esto es consecuente. La fundamentación de la estética
en la vivencia conduce al absoluto puntualismo que deshace tanto la unidad
de la obra de arte como la identidad del artista consigo mismo y la del que
comprende o disfruta 28.
consciente—, sin embargo con ello no nos está dado ningún lugar desde el
cual pudiésemos ver desde fuera lo que nos limita y condiciona, y en
consecuencia vernos a nosotros desde fuera como limitados y
condicionados. Más aún, lo que queda cerrado a nuestra comprensión es
experimentado por nosotros como limitador, y forma parte así de la
continuidad de la auto-comprensión en la que el estar ahí humano se mueve.
Con el conocimiento de la «caducidad de lo bello y el carácter aventurero
del artista» no se caracteriza pues en realidad una constitución óntica
exterior a la «fenomenología hermenéutica» del estar ahí, sino que más bien
se formula la tarea, cara a esta discontinuidad del ser estético y de la
experiencia estética, de hacer valer la continuidad hermenéutica que
constituye nuestro ser 30.
El pantheón del arte no es una actualidad intemporal que se represente a la
pura conciencia estética, sino que es la obra de un espíritu que se colecciona
y recoge históricamente a sí mismo. También la experiencia estética es una
manera de auto-comprenderse. Pero toda auto-comprensión se realiza al
comprender algo distinto, e incluye la unidad y la mismidad de eso otro. En
cuanto que en el mundo nos encontramos con la obra de arte y en cada obra
de arte nos encontramos con un mundo, éste no es un universo extraño al
que nos hubiera proyectado momentáneamente un encantamiento. Por el
contrario, en él aprendemos a conocernos a nosotros mismos, y esto quiere
decir que superamos en la continuidad de nuestro estar ahí la discontinuidad
y el puntualismo de la vivencia. Por eso es importante ganar frente a lo bello
y frente al arte un punto de vista que no pretenda la inmediatez sino que
responda a la realidad histórica del hombre. La apelación a la inmediatez, a
la genialidad del momento, al significado de la «vivencia» no puede
mantenerse frente a la pretensión de continuidad y unidad de autocomprensión que eleva la existencia humana. La experiencia del arte no
debe ser relegada a la falta de vinculati-vidad de la conicencia estética.
En mi opinión el propio Kierkegaard habla demostrado ya que esta posición
es insostenible al reconocer las consecuencias destructivas del subjetivismo
y al describir por primera vez la auto-aniquilación de la inmediatez estética.
Su teoría del estadio estético de la existencia está esbozada desde el punto
de vista del moralista que ha descubierto lo insalvable e insostenible de una
existencia reducida a la pura inmediatez y discontinuidad. Por eso su intento
crítico reviste un significado tan fundamental, porque esta crítica de la
conciencia estética revela las contradicciones internas de la existencia
estética y obliga así a ésta a ir más allá de sí misma. Al reconocer que el
estado estético de la existencia es en sí mismo insostenible se reconoce que
también el fenómeno del arte plantea a la existencia una tarea: la de ganar,
cara a los estímulos y a la potente llamada de cada impresión estética
presente, y a pesar de ella, la continuidad de la auto-comprensión que es la
única capaz de sustentar la existencia humana 29.
Si se intentase proceder a una determinación óntica de la existencia estética
construyéndola al margen de la continuidad hermenéutica de la existencia
humana, creo que se malinterpretaría la verdad de la crítica de Kierkegaard.
Aunque se puede reconocer que en el fenómeno estético se hacen patentes
ciertos límites de la auto-comprensión histórica de la existencia, que se
corresponden con los límites que impone lo natural —lo cual, impuesto al
espíritu como condición suya bajo formas como el mito, el sueño, emerge
sin embargo hacia lo espiritual como prefiguración inconsciente de la vida
Positivamente esta concepción negativa significa que el arte es
conocimiento, y que la experiencia de la obra de arte permite participar en
este conocimiento.
Con ello queda planteada la cuestión de cómo se puede hacer justicia a la
verdad de la experiencia estética y superar la subjetivización radical de lo
estético que se inicia con la Critica de la capacidad de juicio estética de
66
Kant. Ya hemos mostrado que lo que movió a Kant a referir la capacidad de
juicio estética íntegramente a un estado del sujeto fue una abstracción
metodológica encaminada a lograr una fundamentación trascendental muy
concreta. Esta abstracción estética se entendió sin embargo, más tarde, como
cosa de contenido y se trasformó en la exigencia de comprender el arte «de
manera puramente estética»; ahora podemos ver que esta exigencia
abstractiva entra en una contradicción irreductible con la verdadera
experiencia del arte.
experiencia moral básica a una ordenación moral del mundo mismo,
preconizada como postulado por Kant y Fichte. Es la multiplicidad y el
cambio de las concepciones del mundo lo que ha conferido a este concepto
la resonancia que nos es más cercana 32. Y para esto el modelo más
decisivo es la historia del arte, porque esta multiplicidad histórica no se deja
abolir en la unidad del objetivo de un progreso hacia el arte verdadero. Por
supuesto, Hegel sólo puede reconocer la verdad del arte superándola en el
saber conceptual de la filosofía y construyendo la historia de las
concepciones del mundo, igual que la historia del mundo y de la filosofía, a
partir de la autoconciencia completa del presente. Pero tampoco aquí es
conveniente ver sólo un camino erróneo, ya que con ello se supera
ampliamente el ámbito del espíritu subjetivo. En esta superación está
contenido un momento de verdad no caducada del pensamiento hegeliano.
Es verdad que, en cuanto que la verdad del concepto se vuelve con ello
todopoderosa y supera en sí cualquier experiencia, la filosofía de Hegel
vuelve a negar el camino 'de la verdad que había reconocido en la
experiencia del arte. Si intentamos defender la razón propia de éste,
tendremos que dar cuenta por principio de lo que en este contexto quiere
decir la verdad. Y son las ciencias del espíritu en su conjunto las que tienen'
que permitirnos hallar una respuesta a esta pregunta. Pues la tarea de éstas
no es cancelar la multiplicidad de las experiencias, ni las de la conciencia
estética ni las de la histórica, ni las de la conciencia religiosa ni las de la
política, sino que tratan de comprenderlas, esto es, reconocerse en su verdad.
Más tarde tendremos que ocuparnos de la relación entre Hegel y la autocomprensión de las ciencias del espíritu que representa la «escuela
histórica», y cómo se reparte entre ambas lo que podría hacer posible una
comprensión adecuada de lo que quiere decir la verdad en las ciencias del
espíritu. En cualquier caso al problema del arte no podremos hacerle justicia
desde la conciencia estética, sino sólo desde este marco más amplio.
¿No ha de haber, pues, en el arte conocimiento alguno? ¿No se da en la
experiencia del arte una pretensión de verdad diferente de la de la ciencia
pero seguramente no subordinada o inferior a ella? ¿Y no estriba justamente
la tarea de la estética en ofrecer una fundamentación para el hecho de que la
experiencia del arte es una forma especial de conocimiento? Por supuesto
que será una forma distinta de la del conocimiento sensorial que proporciona
a la ciencia los últimos datos con los que ésta construye su conocimiento de
la naturaleza; habrá de ser también distinta de todo conocimiento racional de
lo moral y en general de todo conocimiento conceptual. ¿Pero no será a
pesar de todo conocimiento, esto es, mediación de verdad?
Es difícil hacer que se reconozca, esto si se sigue midiendo con Kant la
verdad del conocimiento según el concepto de conocimiento de la ciencia y
según el concepto de realidad que sustentan las ciencias de la naturaleza. Es
necesario tomar el concepto de la experiencia de una manera más amplia
que Kant, de manera que la experiencia de la obra de arte pueda ser
comprendida también como experiencia. Y para esto podemos echar mano
de las admirables lecciones de Hegel sobre estética. El contenido de verdad
que posee toda experiencia del arte está reconocido aquí de una manera
soberbia, y al mismo tiempo está desarrollada su mediación con la
conciencia histórica. De este modo la estética se convierte en una historia de
las concepciones del mundo, esto es, en una historia de la verdad tal y como
ésta se hace visible en el espejo del arte. Con ello obtiene también un
reconocimiento de principio la tarea que hemos formulado antes, la de
justificar en la experiencia del arte el conocimiento mismo de la verdad.
Para empezar sólo hemos dado un primer paso en esta dirección al intentar
corregir la auto-interpretación de la conciencia estética y renovar la pregunta
por la verdad del arte, pregunta en favor de la cual habla' la experiencia
estética. Se trata, pues, de ver la experiencia del arte de manera que pueda
ser comprendida como experiencia. La experiencia del arte no debe falsearse
como la posesión de una posición de formación estética, ni neutralizar con
ello la pretensión que le es propia. Veremos más tarde que aquí está
contenida una consecuencia hermenéutica de gran alcance, ya que todo
Sólo en la estética gana su verdadera acuñación el para nosotros ya familiar
concepto de la concepción del mundo, que aparece en Hegel por primera vez
en la Fenomenología- del espíritu31 para caracterizar la expansión de la
67
encuentro con el lenguaje del arte es encuentro con un acontecer inconcino y
es Mi su vez parte de este acontecer. A esto es a lo que se trata de dar
vigencia frente a la conciencia estética y su neutralización del problema de
la verdad.
como ya hemos visto, bajo la forma de la discontinuidad de las vivencias. Y
esta consecuencia nos ha resultado insostenible.
En lugar de esto preguntaremos a la experiencia del arte qué es ella en
verdad y cuál es su verdad, aunque ella no sepa lo que es y aunque no pueda
decir lo que sabe; también Heidegger planteó la cuestión de qué es la
metafísica en oposición a lo que ésta opina de sí misma. En la experiencia
del arte vemos en acción a una auténtica experiencia, que no deja inalterado
al que la hace, y preguntamos por el modo de ser de lo que es
experimentado de esta manera.
Cuando el idealismo especulativo intentó superar el subjetivismo y
agnosticismo estéticos fundados en Kant elevándose al punto de vista del
saber infinito, ya hemos visto que esta autorredención gnóstica de la finitud
incluía la cancelación del arte en la filosofía. Por nuestra parte intentaremos
retener el punto de vista de la finitud. En mi opinión lo que hace productiva
la crítica de Heidegger contra el subjetivismo de la edad moderna es que su
interpretación temporal del ser abre para ello algunas posibilidades nuevas.
La interpretación del ser desde el horizonte del tiempo no significa, como se
malinterpreta una y otra vez, que el estar ahí se temporalizase tan
radicalmente que ya no se pudiera dejar valer nada eterno o perdurable, sino
que habría de comprenderse a sí mismo enteramente por referencia al propio
tiempo y futuro. Si fuera ésta la intención de Heidegger, no estaríamos ante
una crítica y superación del subjetivismo sino meramente ante una
radicalización «existencialista» del mismo, radicalización a la que podría
profetizarse con toda certeza un futuro colectivista. Sin embargo la cuestión
filosófica de la que se trata aquí es la que se plantea precisamente a este
subjetivismo. Y éste sólo es llevado hasta su última consecuencia, con el fin
de ponerlo en cuestión. La pregunta de la filosofía plantea cuál es el ser del
comprenderse. Con tal pregunta supera básicamente el horizonte de este
comprenderse. Poniendo al descubierto el fundamento temporal que se
oculta no está predicando un compromiso ciego por pura desesperación
nihilista, sino que abre una experiencia hasta entonces cerrada y que está en
condiciones de superar el pensamiento desde la subjetividad; a esta
experiencia Heidegger le llama el ser.
Veremos que con ello se nos abrirá también la dimensión en la que se
replantea la cuestión de la verdad en el marco del «comprender» propio de
las ciencias del espíritu.
Si queremos saber qué es la verdad en las ciencias del espíritu, tendremos
que dirigir nuestra pregunta filosófica al conjunto del proceder de estas
ciencias, y hacerlo en el mismo sentido en que Heidegger pregunta a la
metafísica y en que nosotros mismos hemos interrogado a la conciencia
estética. Tampoco nos estará permitido aceptar la respuesta que ofrezca la
auto-comprensión de las ciencias del espíritu, sino que tendremos que
preguntarnos qué es en verdad su comprender. A la preparación de esta
pregunta, tendrá que poder servir en particular la pregunta por la verdad del
arte, ya que la experiencia de la obra de arte implica un comprender, esto es,
representa por sí misma un fenómeno hermenéutico y desde luego no en el
sentido de un método científico. Al contrario, el comprender forma parte del
encuentro con la obra de arte, de manera que esta pertenencia sólo podrá ser
iluminada partiendo del modo de ser de la obra de arte.
Notas:
Para poder hacer justicia a la experiencia del arte hemos empezado
criticando a la conciencia estética. Después de todo la misma experiencia
del arte reconoce que no puede aportar, en un conocimiento concluyente, la
verdad completa de lo que experimenta. No hay aquí ningún progreso
inexorable, ningún agotamiento definitivo de lo que contiene la obra de arte.
Ia experiencia del arte lo sabe bien por sí misma. Y sin embargo, importa al
mismo tiempo no tomar de la conciencia estética simplemente el modo
como ella piensa su experiencia. Pues en última consecuencia ella la piensa,
1. Puede resumirse de este modo lo que aparece fundamentado en las cartas
Über die ästhelik Erziebung des Menscben, por ejemplo en la carta 15:
«debe ser algo común entre instinto formal e instinto material, esto es, debe
ser un instinto lúdico».
2.
68
I. Kant, Kritik der Urtetlskraft, 31799, 164.
3.
η τεκνη τα µεν επιτελει α η ϕυσις αδυνα τει απεργασασθαι, τα δε µιµ
ειται. Aristóteles, Phys. B 8, 199 a 15.
16. Las nuevas investigaciones sobre la relación entre música vocal y
música absoluta que debemos a Georgiades (Musik und Spracbe, 1954) me
parecen confirmar este nexo. Tengo la impresión de que la discusión
contemporánea sobre el arte abstracto está a punto de perderse en una
oposición abstracta entre «objctivjaáad» c «inobjetividad». En el concepto
de la abstracción se pone actualmente de hecho un acento verdaderamente
polémico. Sin embargo lo polémico presupone siempre una cierta
comunidad. El arte abstracto nunca se deshace por completo de la referencia
a la objetividad, sino que la mantiene bajo la forma de la privación. Más
4.
Über die asthetisebe Er^iebung des Menscben, carta 27. Cf. la
todavía excelente exposición de este proceso por H. Kuhn, Die Vollendung
der klassiseben deutseben Aesthetik durch Hegel, Berlin 1931.
5.
Cf. E. Fink, Vergegenwartigung und Bild: Jahrbuch für Philosophie
und phánomenologische Forschung XI (1930).
6.
En Hegel esta «Bildung» abarca todo lo que es formación del
individuo en contenidos supraindividuales, incluso la capacitación
profesional intelectual y científica (N. del T.).
17.
Cf. R. Odebrecht, o. c. El que Kant, siguiendo un prejuicio clasicista, oponga el color a la forma y lo cuente entre los estímulos no debe
inducir a ¿rror a nadie que conozca la pintura moderna en la que se
construye con colores.
7.
18.
La ilusión de hacer citas como juego social es característico de esto.
8.
Cf. ahora la magistral exposición de esta evolución en W. Weidlé,
Die Síerblichkeit der Musen.
19.
Algún día habría que escribir la historia de la «pureza». H. Sedlmayr, Dit Revolutionen der modernen Kunst, 1955, 100, remite al purismo
calvinista y al deísmo de la Ilustración. Kant, que ejerció una influencia
decisiva en el lenguaje conceptual de la filosofía del siglo XIX, enlaza
directamente con la teoría pitagórico-platónica de la pureza en la antigüedad
(Cf. G. Mollowitz, Kants Platoauffassung, en Kantstudien, 1935). ¿Es el
platonismo la raíz común de todos los «purismos» modernos? Respecto a la
catharsis en Platón cf. la tesis doctoral de W. Schmitz presentada en
Hcidelberg, Elentik und Diakklik ais Katbarsis, 1953.
9.
Cf. A. Malraux, Le musée imaginare, y W. Weidlé, Les abeüles d'
Aristée, Paris 1954. Sin embargo aquí no aparece la verdadera consecuencia
que atrae nuestro interés hermenéutico, ya que Weidlé —en la crítica de lo
puramente estético— retiene el acto creador como norma, como un acto
«que precede a la obra pero que penetra por completo en la obra misma y
que yo concibo y contemplo cuando concibo y contemplo la obra» (citado
según la traducción alemana, Die Sterblichkett der Musen, 181). 10. Cf. F.
Rosenzweig, Das alteste Systemprogramm des deutseben Idealismo, 1917,
7.
20.
P. Valéry, Introduction a la méthode de Léonard de Vinci et son
anno-tation margínale, en Variété I.
11. Por ejemplo en sus Epigonen.
12.
R. Hamann, Aestbetik, 21921.
13.
Kunst und Konnen, en JLogos, 1933.
14.
Aristóteles, De anima, 425 a 25.
15.
M. Scheler, Dte Wissensformcn und die Gesellschaft, 1926, 397 s.
Kritik der Urteilskraft, 197.
21.
Cf. mi estudio sobre el símbolo de Prometeo, Vom geistigen Lauf
des Menseben, 1949.
22.
En este punto estriba la razón metodológica de la «estética de los
artistas» exigida por Dessoir y otros.
23.
Cf. las observaciones de Platón sobre la primacía cognitiva que
detenta el usuario frente al productor: liep. X, 601 c.
69
24.
Fue el interés por esta cuestión lo que me guió en mis propios
estudios sobre Goethe. Cf. Vom geistigen Lauf des Menscben: También mi
conferencia Zur Fragwürdigkeit des ástbettschen Bervusstseins: Rivista di
Estética III-A III 374-383.
31.
32.
Lil término Weltanscbauung (cf. A. Gotzc, Btipborion, 1924)
retiene al principio todavía su referencia al mundus sensibilis, incluso en
ilegel, en cuanto que es en el arte donde se encuentran las
Weltanschauungen esenciales (Aestb. 11, 131). Pero como para Hegel la
determinatividad de la acepción del mundo es para el artista actual algo
pasado, la pluralidad y relatividad de las acepciones del mundo se han
vuelto cosa de la reflexión y de la interioridad.
25.
Varíete III, Commentaires de Charmes: «Mis versos tienen el
sentido que se les dé».
26.
En Logos VII, 1917-1918. Valéry compara la obra de arte
ocasionalmente con un catalizador químico (o. c, 83).
27.
O. Becker, Di» Hinfülligkeit des Schónen und
Abenteuerlichkeit des Künstlers, en Husserl-Festscbrift, 1928, 51.
Ed. I loffmcister, 424 s.
II. LA ONTOLOGIA DE LA OBRA DE ARTE Y SU SIGNIFICADO
HERMENÉUTICO
die
28.
Ya en K. Ph. Moritz, Von der bildenden Nacbahmung des Scbonen,
1788, 26 leemos: «En su génesis, en su devenir, la obra ha alcanzado ya su
objetivo supremo».
4. El juego como hilo conductor de la explicación
29.
Cf. H. Sedlmayr, Kierkegaard über Picasso, en Wort und Wabrbeit
V 256 s.
ontológica.
30. En mi opinión las ingeniosas ideas de O. Becker sobre la «paraontología» entienden la «fenomenología hermenéutica» de Heidegger
demasiado poco como una tesis metodológica y excesivamente como una
tesis de contenido. Y desde el punto de vista del contenido la superación de
esta para-ontología que intenta el propio O. Becker reflexionando
consecuentemente sobre esta problemática, vuelve exactamente al mismo
punto que Heidegger había fijado metodológicamente. Se repite aquí la
controversia sobre la «naturaleza», en la que Schclling quedó por debajo de
la consecuencia metodológica de l'ichte en su teoría de la ciencia. Si el
proyecto de la para-ontología se admite a sí mismo su carácter
complementario, entonces tiene que ascender a un plano que abarque ambas
cosas, a un esbozo dialéctico de la verdadera dimensión de la pregunta por
el ser inaugurada por Heidegger; el propio Becker no reconoce esta
dimensión como tal cuando pone como ejemplo de la dimensión
«hiperontológica» el problema estético con el fin de determinar
ortológicamente la subjetividad del genio artístico (Cf. más recientemente su
artículo Kiinstler und Philosoph en Konkrete Vernnn/t, Festschrift für E.
Rothacker, 1958).
1.
El concepto del juego
Para ello tomaremos como primer punto de partida un concepto que ha
desempeñado un papel de la mayor importancia en la estética: el concepto
del Juego. Sin embargo nos interesa liberar a este concepto de la
significación subjetiva que presenta en Kant y en Schiller y que domina a
toda la nueva estética y antropología. Cuando hablamos del juego en el
contexto de la experiencia del arte, no nos referimos con él al
comportamiento ni al estado de ánimo del que crea o del que disfruta, y
menos aún a la libertad de una subjetividad que se activa a sí misma en el
juego, sino al modo de ser de la propia obra de arte. Al analizar la
conciencia estética ya habíamos visto que oponiendo la conciencia estética
al objeto no se hace justicia a la verdadera situación. Esta es la razón por la
que cobra importancia el concepto del juego.
70
Es posible distinguir el juego mismo del comportamiento del jugador, el
cual forma parte como tal de toda una serie de otros comportamientos de la
subjetividad. Puede decirse por ejemplo que para el jugador el juego no es
un caso serio, y que ésta es precisamente la razón por la que juega.
Podríamos pues intentar determinar desde aquí el concepto del juego. Lo
que no es más que juego no es cosa seria. El jugar está en una referencia
esencial muy peculiar a la seriedad. No es sólo que tenga en esta relación su
«objetivo». Como dice Aristóteles, el juego es para «distraerse» 2. Mucho
más importante es el hecho de que en el jugar se da una especie de seriedad
propia, de una seriedad incluso sagrada. Y sin embargo en el
comportamiento lúdico no se produce una simple desaparición de todas las
referencias finales que determinan a la existencia activa y preocupada, sino
que ellas quedan de algún modo muy particular en suspenso. El jugador sabe
bien que el juego no es más que juego, y que él mismo está en un mundo
determinado por la seriedad de los objetivos. Sin embargo no sabe esto de
manera tal que como jugador mantuviera presente esta re-ferencia a la
seriedad. De hecho el juego sólo cumple el objetivo que le es propio cuando
el jugador se abandona del todo al juego. Lo que hace que el juego sea
enteramente juego no es una referencia a la seriedad que remita al
protagonista más allá de él, sino únicamente la seriedad del juego mismo. El
que no se toma en serio el juego es un aguafiestas. El modo de ser del juego
no permite que el jugador se comporte respecto a él como respecto a un
objeto. El jugador sabe muy bien lo que es el juego, y que lo que hace «no
es más que juego»; lo que no sabe es que lo «sabe».
precisamente el punto en el que se vuelve significativo el modo de ser del
juego. Pues éste posee una esencia propia, independiente de la conciencia de
los que juegan. También hay juego, e incluso sólo lo hay verdaderamente,
cuando ningún «ser para sí» de la subjetividad limita el horizonte temático y
cuando no hay sujetos que se comporten lúdicamente.
El sujeto del juego no son los jugadores, sino que a través de ellos el juego
simplemente accede a su manifestación. Esto puede apreciarse incluso en el
uso mismo de la palabra, sobre todo en sus muchas aplicaciones metafóricas
que ha considerado en particular Buytendijk 4.
Como en tantas otras ocasiones, también aquí el uso metafórico detenta una
cierta primacía metodológica. Cuando una palabra se transfiere a un ámbito
de aplicación al que no pertenece en origen, cobra relieve su auténtico
significado «original». El lenguaje ha realizado entonces una abstracción
que en sí misma es tarea del análisis conceptual. Al pensamiento le basta
ahora con valorar esta especie de rendimiento anticipado.
Por otra parte podría decirse algo parecido de las etimologías. Sin duda éstas
son mucho menos fiables porque no son abstracciones realizadas por el
lenguaje sino por la lingüística, y porque nunca pueden ser verificadas por
completo -con el lenguaje mismo, con su uso real. Por eso, aunque sean
acertadas, no tienen en realidad valor probatorio, sino que son rendimientos
que anticipan un análisis conceptual, y sólo éste podrá proporcionarles un
fundamento sólido 6.
Nuestra pregunta por la esencia misma del juego no hallará por lo tanto
respuesta alguna si la buscamos en la reflexión subjetiva del jugador 3. En
consecuencia tendremos que preguntar por el modo de ser del juego como
tal. Ya hemos visto que lo que tenia que ser objeto de nuestra reflexión no
era la conciencia estética sino la experiencia del arte, y con ello la pregunta
por el modo de ser de la obra de arte. Y sin embargo la experiencia del arte
que intentábamos retener frente a la nivelación de la conciencia estética
consistía, precisamente en esto, en que la obra de arte no es ningún objeto
frente al cual se encuentre un sujeto que lo es para sí mismo. Por el contrario
la obra de arte tiene su verdadero ser en el hecho de que se convierte en una
experiencia que modifica al que la experimenta. El «sujeto» de la
experiencia del arte, lo que permanece y queda constante, no es la
subjetividad del que experimenta sino la obra de arte misma. Y éste es
Si atendemos al uso lingüístico del término «juego», considerando con
preferencia los mencionados significados metafóricos, podemos encontrar
las siguientes expresiones: hablamos de juegos de luces, del juego de las
olas, del juego de la parte mecánica en una bolera, del juego articulado de
los miembros, del juego de fuerzas, del «juego de las moscas», incluso de
juegos de palabras. En todos estos casos se hace referencia a un movimiento
de vaivén que no está fijado a ningún objeto en el cual tuviera su final. A
esto responde también el significado original de la palabra Spiel como
danza, que pervive todavía en algunos compuestos (por ejemplo en
Spielmann, juglar) 6. El movimiento que en estas expresiones recibe el
nombre de juego no tiene un objetivo en el que desemboque, sino que se
renueva en constante repetición. El movimiento de vaivén es para la
71
determinación esencial del juego tan evidentemente central que resulta
indiferente quien o qué es lo que realiza tal movimiento. El movimiento del
juego como tal carece eh realidad de sustrato. Es el juego el que se juega o
desarrolla; no se retiene aquí ningún sujeto que sea el que juegue. Es juego
la pura realización del movimiento. En este sentido hablamos por ejemplo
de juego de colores, donde ni siquiera queremos decir que haya un
determinado color que en parte invada a otro, sino que nos referimos
meramente al proceso o aspecto unitario en el que aparece una cambiante
multiplicidad de colores.
En nuestro concepto del juego se deshace también la distinción entre
creencia y simulación 8.
En este pasaje está reconocido fundamentalmente el primado >del juego
frente a la conciencia del jugador, y de hecho son precisamente las
experiencias de juego que describen el psicólogo y el antropólogo las que se
muestran a una luz nueva y más ilustradora si se parte del sentido medial del
jugar. El juego representa claramente una ordenación en la que el vaivén del
movimiento lúdico aparece como por sí mismo. Es parte del juego que este
movimiento tenga lugar no sólo sin objetivo ni intención, sino también sin
esfuerzo. Es como si marchase solo. La facilidad del juego, que desde luego
no necesita ser siempre verdadera falta de esfuerzo, sino que significa
fenomenológicamente sólo la falta de un sentirse esforzado 9, se
experimenta subjetivamente como descarga. La estructura ordenada del
juego permite al jugador abandonarse a él y le libra del deber de la
iniciativa, que es lo que constituye el verdadero esfuerzo de la existencia.
Esto se hace también patente en el espontáneo impulso a la repetición que
aparece en el jugador, asi como en el continuo renovarse del juego, que es lo
que da su forma a éste (por ejemplo el estribillo).
Por lo tanto el modo de ser del juego no es tal que, para que el juego sea
jugado, tenga que haber un sujeto que se comporte como jugador. Al
contrario, el sentido más original de jugar es el que se expresa en su forma
de voz media. Así por ejemplo decimos que algo «juega» en tal lugar o en
tal momento, que algo está en juego 7.
Estas observaciones lingüísticas parecen un testimonio indirecto de que el
jugar no debe entenderse como el desempeño de una actividad.
Lingüísticamente el verdadero sujeto del juego no es con toda evidencia la
subjetividad del que, entre otras actividades, desempeña también la de jugar;
el sujeto es más bien el juego mismo. Sin embargo estamos tan habituados a
referir fenómenos como el juego a la subjetividad y a sus formas de
comportarse que nos resulta muy difícil abrimos a estas indicaciones del
espíritu de la lengua.
El que el modo de ser del juego esté tan cercano a la forma del movimiento
de la naturaleza nos permitirá sin embargo una conclusión metodológica de
importancia. Con toda evidencia no se puede decir que también los animales
jueguen y que en un sentido figurado jueguen también el agua y la luz. Al
contrario,-habría que decir a la inversa que también el hombre juega.
También su juego es un proceso natural. También el sentido de su juego es
un puro auto-manifestarse, precisamente porque es naturaleza y en cuanto
que es naturaleza. Y al final acaba no teniendo el menor sentido querer
destinguir en este ámbito un uso auténtico y un uso metafórico.
De todos modos las nuevas investigaciones antropológicas han tratado el
tema del juego tan ampliamente que con ello han llegado prácticamente ai
límite mismo de cualquier enfoque que parta de la subjetividad. Huizinga ha
rastreado el momento lúdico que es inherente a toda cultura y ha elaborado
sobre todo las conexiones entre el juego infantil y animal y ese otro «jugar
sagrado» del culto. Esto le ha llevado a reconocer en la conciencia lúdica
esa peculiar falta de decisión que hace prácticamente imposible distinguir en
ella el creer del no creer.
El sentido medial del juego permite sobre todo que salga a la luz la
referencia de la obra de arte al ser. En cuanto que la naturaleza es un juego
siempre renovado, sin objetivo ni intención, sin esfuerzo, puede
considerarse justamente como un modelo del arte. Friedrich Schlegel por
ejemplo escribe: «Todos los juegos sagrados del arte no son más que
imitaciones lejanas del juego infinito del mundo, de la obra de arte que
eternamente se está haciendo a sí misma» 10.
Los mismos salvajes no conocen distinción conceptual alguna entre ser y
jugar, no tienen el menor concepto de identidad, de imagen o símbolo. Por
eso se hace dudoso si ci estado espiritual del salvaje en sus acciones sacralcs
no nos resultará más asequible ateniéndonos al término primario de «jugar».
72
Este papel fundamental que desempeña el vaivén del movimiento del juego
explica también una segunda cuestión considerada por Huizinga: el carácter
de juego de las competiciones. Para la conciencia del competidor éste no
está jugando. Sin embargo en la competición se produce ese tenso
movimiento de vaivén que permite que surja el vencedor y que se cumpla el
conjunto del juego. Él vaivén pertenece tan esencialmente al juego que en
último extremo no existe el juego en solitario. Para que haya juego no es
necesario que haya otro jugador real, pero siempre tiene que haber algún
«otro» que juegue con el jugador y que responda a la iniciativa del jugador
con sus propias contrainiciativas. Por ejemplo el gato elige para jugar una
pelota de lana porque la pelota de algún modo juega con él, y el carácter
inmortal de los juegos de balón tiene que ver con la ilimitada y libre
movilidad del balón, que es capaz de dar sorpresas por sí mismo.
Todo esto permite destacar un rasgo general en la manera como la esencia
del juego se refleja en el comportamiento lúdico: todo jugar es un ser
jugado. La atracción del juego, la fascinación que ejerce, consiste
precisamente en que ei juego se hace dueño de los jugadores. Incluso
cuando se trata de juegos en los que uno debe cumplir tareas que él mismo
se ha planteado, lo que constituye la atracción del juego, es el riesgo de si
«se podrá», si «saldrá» o «volverá a salir». El que tienta así es en realidad
tentado. Precisamente las experiencias en las que no hay más que un solo
jugador hacen evidente hasta qué punto el verdadero sujeto del juego no es
el jugador sino el juego mismo. Es éste el que mantiene hechizado al
jugador, el que le enreda en el juego y le mantiene en él.
Esto se refleja también en el hecho de que los juegos tienen un espíritu
propio y peculiar u. Tampoco esto se refiere al estado de ánimo o a la
constitución espiritual de los que lo juegan. Al contrario, la diversidad de
estados de ánimo al jugar diversos juegos o en la ilusión de jugarlos es más
una consecuencia que la causa de la diversidad de los juegos mismos. Estos
se distinguen unos de otros por su espíritu. Y esto no tiene otro fundamento
sino que en cada caso prefiguran y ordenan de un modo distinto el vaivén
del movimiento lúdico en el que consisten. Las reglas e instrucciones que
prescriben el cumplimiento del espacio lúdico constituyen la esencia de un
juego. Y esto vale en toda su generalidad siempre que haya alguna clase de
juego. Vale también, por ejemplo, para los juegos de agua o para los juegos
de animales. El espacio de juego en el que el juego se desarrolla es medido
por el juego mismo desde dentro, y se delimita mucho más por el orden que
determina el movimiento del juego que por aquello con lo que éste choca,
esto es, por los límites del espacio libre que limitan desde fuera el
movimiento.
El primado del juego frente a los jugadores que lo realizan es experimentado
por éstos de una manera muy especial allí donde se trata de una subjetividad
humana que se comporta lúdicamente. También en este caso resultan
doblemente iluminadoras las aplicaciones inauténticas de la palabra respecto
a su verdadera esencia. Por ejemplo decimos de alguien que juega con las
posibilidades o con planes. Y lo que queremos decir en estos casos es muy
claro. Queremos decir que el individuo en cuestión todavía no se ha fijado a
estas posibilidades como a objetivos realmente serios. Retiene la libertad de
decidirse por esto o lo otro. Pero por otra parte esta libertad no carece de
riesgos. El juego mismo siempre es un riesgo para el jugador. Sólo se puede
jugar con posibilidades se-serias. Y esto significa evidentemente que uno
entra en ellas hasta el punto de que ellas le superan a uno e incluso pueden
llegar a imponérsele. La fascinación que ejerce el juego sobre el jugador
estriba precisamente en este riesgo. Se disfruta de una libertad de decisión
que sin embargo no carece de peligros y que se va estrechando
inapelablemente. Piénsese por ejemplo en los juegos de paciencia y otros
semejantes. Pero esto mismo vale también para el ámbito de lo realmente
serio. El que por disfrutar la propia capacidad de decisión evita aquellas
decisiones que puedan resultarle coactivas, o se entrega a posibilidades que
no desea seriamente y que en consecuencia no contienen en realidad el
riesgo de ser elegidas y de verse limitado por ellas, recibe el calificativo de
frivolo.
Frente a todas estas determinaciones generales creo que el jugar humano se
caracteriza además porque siempre se juega a algo. Esto quiere decir que la
ordenación de movimientos a la que se somete posee una determinación que
«es elegida» por el jugador. Este delimita para empezar su comportamiento
lúdico expresamente frente a sus otras formas de comportamiento por el
hecho de que quiere jugar. Pero inlcuso dentro ya de la decisión de jugar
sigue eligiendo. Elige tal juego en vez de tal otro. A esto responde que el
espacio del movimiento de juego no sea meramente el libre espacio del
propio desarrollo, sino un espacio delimitado y liberado especialmente para
73
el movimiento del juego. El juego humano requiere su propio espacio de
juego. La demarcación del campo de juego —igual que la del ámbito
sagrado, como destaca con razón Huizinga12— opone, sin transición ni
mediaciones, el mundo del juego, como un mundo cerrado, al mundo de los
objetivos. El que todo juego sea jugar a algo vale en realidad aquí, donde el
ordenado vaivén del juego está determinado como un comportamiento que
se destaca frente a las demás formas de conducta. El hombre que juega sigue
siendo en el jugar un hombre que se comporta, aunque la verdadera esencia
del juego consista en liberarse de la tensión que domina el comportamiento
cuando se orienta hacia objetivos. Esto nos permitirá determinar mejor en
qué sentido jugar es jugar a algo. Cada juego plantea una tarea particular al
hombre que lo juega. Este no puede abandonarse a la libertad de su propia
expansión más que trasformando los objetivos de su comportamiento en
meras tareas del juego. Los mismos niños se plantean sus propias tareas
cuando juegan al balón, y son tarcas lúdicas, porque el verdadero objetivo
del juego no consiste en darles cumplimiento sino en la ordenación y
configuración del movimiento del juego.
tareas del juego es en realidad una expansión de uno mismo. La
autorrepresentación del juego hace que el jugador logre al mismo tiempo la
suya propia jugando a algo, esto es, representándolo. El juego humano sólo
puede hallar su tarea en la representación, porque jugar es siempre ya un
representar. Existen juegos que hay que llamar representativos, bien porque
conllevan una cierta representación en las difusas referencias de las
alusiones (por ejemplo en «sota, caballo y rey»), bien porque el juego
consiste precisamente en representar algo (por ejemplo, cuando los niños
juegan a los coches).
Toda representación es por su posibilidad representación para alguien. La
referencia a esta posibilidad es lo peculiar del carácter lúdico del arte. En el
espacio cerrado del mundo del juego se retira un tabique14. El juego cultual
y el drama no representan desde luego en el mismo sentido en el que
representa un niño al jugar; no se agotan en el hecho de que representan,
sino que apuntan más allá de sí mismos a aquéllos que participan como
espectadores. Aquí el juego ya no es el mero representarse a sí mismo de un
movimiento ordenado, ni es tampoco la simple representación en la que se
agota el juego infantil, sino que es «representación para...». Esta remisión
propia de toda representación obtiene aquí su cumplimiento y se vuelve
constitutiva para el ser del arte.
Evidentemente la facilidad y el alivio que caracterizan al comportamiento en
el juego reposan sobre este carácter especial que revisten las tareas propias
de él, y tienen su origen en el hecho de que se logre resolverlas.
Podría decirse que el cumplimiento de una tarea «la representa». Es una
manera de hablar que resulta particularmente plausible cuando se trata de
juegos, pues éste es un campo en el que el cumplimiento de la tarea no
apunta a otros nexos de objetividad. El juego se limita realmente a
representarse. Su modo *de ser es, pues, la auto-representación. Ahora bien,
autorrepresentación es un aspecto óntico universal de la naturaleza. Hoy día
sabemos que en biología basta con una reducida representación de objetivos
para hacer comprensible la forma de los seres vivos 13. Y también es cierto
para el juego que la pregunta por su función vital y su objetivo biológico es
un planteamiento demasiado corto. El juego es en un sentido muy
característico autorrepresentación.
En general, a pesar de que los juegos son esencialmente representaciones y
de que en ellos se representan los jugadores, el juego no acostumbra a
representarse para nadie, esto es, no hay en él una referencia a los
espectadores. Los niños juegan para ellos solos, aunque representen. Ni
siquiera los juegos deportivos, que siempre tienen lugar ante espectadores,
se hacen por referencia a éstos. Es más, su verdadero carácter lúdico como
competición estaría amenazado si se convirtieran en juegos de exhibición. Y
en el caso de las procesiones, que son parte de acciones cultuales, es donde
resulta más claro que hay algo más que exhibición, ya que está en su sentido
el que abarquen a toda la comunidad relacionada con el culto. Y sin
embargo el acto cultual es verdadera representación para la comunidad,
igual que la representación teatral 15 es un proceso lúdico que requiere
esencialmente al espectador. La representación del-dios en el culto, la
representación del mito en el juego, no son, pues, juegos en el sentido de
que los jugadores que participan se agoten por así decirlo en el juego
representador y encuentren en él una auto-representación acrecentada; son
Hemos visto desde luego que la autorrepresentación del jugar humano
reposa sobre un comportamiento vinculado a los objetivos aparentes del
juego; sin embargo, el «sentido» de éste no consiste realmente en la
consecución de estos objetivos. Al contrario, la entrega de sí mismo a las
74
formas en las que los jugadores representan una totalidad de sentido para los
espectadores. Por eso lo que trasforma al juego en una exhibición no es
propiamente la falta de un tabique. Al contrario, la apertura hacia el
espectador forma parte por sí misma del carácter cerrado del juego. El
espectador sólo realiza lo que el juego es como tal.
metodológica: en cuanto que el juego es para él, es claro que el juego posee
un contenido de sentido que tiene que ser comprendido y que por lo tanto
puede aislarse de la conducta de los jugadores. Aquí queda superada en el
fondo la distinción entre jugador y espectador. El requisito de referirse al
juego mismo en su contenido de sentido es para ambos el mismo.
Este es el punto en el que se hace patente la importancia de la determinación
del juego como un proceso medial. Ya habíamos visto que el juego no tiene
su ser en la conciencia o en la conducta del que juega, sino que por el
contrario atrae a éste a su círculo y lo llena de su espíritu. El jugador
experimenta el juego como una realidad que le supera; y esto es tanto más
cierto cuando que realmente hay «referencia» a una realidad de este género,
como ocurre cuando el juego parece como representación para un
espectador.
Esto es indiscutible incluso cuando la comunidad del juego se cierra frente a
todo espectador, por ejemplo, porque combate la institucionalización social
de la vida artística; así ocurre por ejemplo, cuando se hace música
privadamente: se trata de hacer música en un sentido más auténtico porque
los protagonistas lo hacen para ellos mismos y no para un público. El que
hace música de este modo se esfuerza también por que la música «salga»
bien, esto es, por que resulte correcta para alguien que pudiera estar
escuchándola. La representación del arte implica esencialmente que se
realice para alguien, aunque de hecho no haya nadie que lo oiga o que lo
vea.
También la representación dramática es un juego, es decir, tiene esa
estructura del juego consistente en ser un mundo cerrado en sí mismo. Pero
el drama cultual o profano, aunque lo que representa sea un mundo
completamente cerrado en sí mismo, está como abierto hacia el lado del
espectador. Sólo en él alcanza su pleno significado. Los actores representan
su papel como en cualquier juego, y el juego accede así a la representación;
pero el juego mismo es el conjunto de actores y espectadores. Es más, el que
lo experimenta de manera más auténtica, y aquél para quien el juego se
representa verdaderamente conforme a su «intención», no es el actor sino el
espectador. En él es donde el juego se eleva al mismo tiempo hasta su propia
idealidad.
2.
La trasformación del juego en construcción16 y la mediación total
A este giro por el que el juego humano alcanza su verdadera perfección, la
cíe ser arte, quisiera darle el nombre de trasformación en una construcción.
Sólo en este giro gana el juego su idealidad, de forma que pueda ser pensado
y entendido como él mismo. Sólo aquí se nos muestra separado del hacer
representativo de. los jugadores y consistiendo en la pura manifestación de
lo que ellos juegan. Como tal, el juego —incluso con lo imprevisto de la
improvisación— se hace en principio repetible, y por lo tanto permanente.
Le conviene el carácter de obra, de ergon, no sólo el de enérgeia 17. Es en
este sentido como lo llamo «construcción».
Para los actores esto significa que no cumplen su papel simplemente como
en cualquier juego, sino que más bien lo ejecutan para alguien, lo
representan para el espectador. El modo de su participación en el juego no
se determina ya porque ellos se agotan en él, sino porque representan su
papel por referencia y con vistas al conjunto del drama, en el que deben
agotarse no ellos sino los espectadores. Lo que ocurre al juego como tal
cuando se convierte en juego escénico es un giro completo. El espectador
ocupa el lugar del jugador. El, y no el actor, es para quien y en quien se
desarrolla el juego. Desde luego que esto no quiere decir que el actor no
pueda experimentar también el sentido del conjunto en el que él desempeña
su papel representador. Pero el espectador posee una primacía
Sin embargo, aunque quede aislado de esta manera respecto al hacer
representador de los jugadores, sigue estando referido a la representación.
Esta referencia no significa dependencia en el sentido de que el juego reciba
su determinación de sentido sólo del que lo represente en cada caso, esto es,
del representador o del espectador; tampoco en el sentido de que lo reciba
únicamente del artista que, como origen de la obra, es considerado su
verdadero creador. Por el contrario, el juego mantiene frente a todos ellos
una completa autonomía, y es a esto a lo que se refiere el concepto de su
trasformación.
75
La relevancia que tiene esto para la determinación del ser del arte se hará
más patente si se toma en serio el sentido de esta «trasformación».
Trasformación no quiere decir alteración, por ejemplo, una alteración
particularmente profunda. Cuando se habla de alteración se piensa siempre
que lo que se altera sigue siendo, sin embargo, lo mismo y sigue
manteniéndose como tal. Por mucho que una cosa se altere, lo que se altera
en ella es una parte de ella. Categorialmente hablando toda alteración
(αλλοιωσις) pertenece al ámbito de la cualidad, esto es, al de un accidente
de la sustancia. En cambio «trasformación» quiere decir que algo se
convierte de golpe en otra cosa completamente distinta, y que esta segunda
cosa en la que se ha convertido por su trasformación es su verdadero ser,
frente al cual su ser anterior no era nada. Cuando decimos que hemos
encontrado a alguien como trasformado, solemos querer decir justamente
eso, que se ha convertido en una persona distinta. No se puede pensar aquí
en una transición por alteraciones pau-latinas, que condujera de lo uno a lo
otro siendo lo otro la negación de lo primero. Nuestro giro «trasformación
en una construcción» quiere decir que lo que había antes ya no está ahora.
Pero quiere decir también que lo que hay ahora, lo que se representa en el
juego del arte, es lo permanentemente verdadero.
De acuerdo con todo lo que ya hemos visto sobre la esencia del juego, esta
distinción subjetiva entre uno mismo y el juego en el que consiste su
representación no constituye el verdadero ser del juego. Este es, por el
contrario, una trasformación en el sentido de que la identidad del que juega
no se mantiene para nadie. Lo único que puede preguntarse es a qué «hace
referencia» lo que está ocurriendo. Los actores (o poetas) ya no son, sino
que sólo es lo que ellos representan.
Pero lo que ya no hay sobre todo es el mundo en el que vivimos como
propio. La trasformación en una construcción no es un simple
desplazamiento a un mundo distinto. Desde luego que el mundo en el que se
desarrolla el juego es otro, está cerrado en sí mismo. Pero en cuanto que es
una construcción ha encontrado su patrón en sí mismo y no se mide ya con
ninguna otra cosa que esté fuera de él. La acción de un drama, por ejemplo
—y en esto es enteramente análoga a la acción cultual—, está ahí como algo
que reposa sobre sí mismo. No admite ya ninguna comparación con la
realidad, como si ésta fuera el patrón secreto para toda analogía o copia. Ha
quedado elevada por encima de toda comparación de este género —y con
ello también por encima del problema de si lo que ocurre en ella es o no real
— porque desde ella está hablando una verdad superior. Incluso Platón, el
crítico más radical del rango óntico del arte que ha conocido la historia de la
filosofía, habla en ocasiones de la comedia y la tragedia de la vida como de
la del escenario, sin distinguir entre lo uno y lo otro 18. Pues en cuanto se
está en condiciones de percibir el sentido del juego que se desarrolla ante
uno, esta distinción se cancela a sí misma. El gozo que produce la
representación que se ofrece es en ambos casos el mismo: es el gozo del
conocimiento.
En principio también aquí parece claro hasta qué punto falsea las cosas el
partir de la subjetividad. Lo que ya no está son para empezar los jugadores
—teniendo en cuenta que el poeta o el compositor deben incluirse entre
ellos—. Ninguno de ellos tiene un «ser para sí» propio que se mantuviera en
el sentido de que su juego significase que ellos «sólo juegan». Si se describe
a partir del jugador lo que es su juego, entonces no nos encontramos ante
una trasformación sino ante un cambio de ropaje. El que se disfraza no
quiere que se le reconozca sino que pretende parecer otro o pasar por otro. A
los ojos de los demás quisiera no seguir siendo él mismo, sino que se le
tome por algún otro. No quiere por lo tanto que se le adivine o se le
reconozca. Juega a ser otro, pero sólo en el sentido en el que uno juega a
algo en su vida práctica, esto es, en el sentido de aparentar algo, colocarse
en una posición distinta y suscitar una determinada apariencia.
Aparentemente el que juega de este modo está negando su continuidad
consigo mismo. Pero en realidad esto significa que sostiene esta continuidad
consigo y para sí, y que sólo se la está sustrayendo a aquéllos ante los que
está representando. •
Bs así como adquiere todo su sentido lo que antes hemos llamado
trasformación en una construcción. La trasformación lo es hacia lo
verdadero. No es un encantamiento en el sentido de un hechizo que espere a
la palabra que lo deshaga, sino que se trata de la redención misma y de la
vuelta al ser verdadero. En la representación escénica emerge lo que es. En
ella se recoge y llega a la luz lo que de otro modo está siempre oculto y
sustraído. El que sabe apreciar la comedia y la tragedia de la vida es el que
sabe sustraerse a la sugestión de los objetivos que ocultan el juego que se
juega con nosotros.
76
«La realidad» se encuentra siempre en un horizonte futuro de
posibilidadades deseadas y temidas, en cualquier caso de posibildades
todavía no dirimidas. Por eso ocurre siempre que una y otra vez se suscitan
expectativas que se excluyen entre sí y que por lo tanto no pueden cumplirse
todas. Es la indecisión del futuro la que permite un exceso tal de
expectativas que la realidad siempre queda por detrás de éstas. Y cuando en
un caso particular se cierra y cumple en la realidad un nexo de sentido de
manera que todo este curso infinito de las líneas de sentido se detenga,
entonces una realidad de este tipo se convierte en algo parecido a una
representación escénica. Igualmente el que está en condiciones de ver el
conjunto de la realidad como un círculo cerrado de sentido en el que todo se
cumple, hablará por sí mismo de la comedia y la tragedia de la vida. En
estos casos en los que la realidad se entiende como juego se hace patente
cuál es la realidad del juego que hemos caracterizado como «juego del arte».
El ser de todo juego es siempre resolución, puro cumplimiento, enérgeia que
tiene en sí misma su télos. El mundo de la obra de arte, en el que se enuncia
plenamente el juego en la unidad de su decurso, es de hecho un mundo
totalmente trasformado. En él cualquiera puede reconocer que las cosas son
así.
su disfraz. No debe haber más que lo que él representa, y si se trata de
adivinar algo, es qué «es» esa representación 20.
Esta reflexión nos permite retener que el sentido cognitivo de la mimesis es
el reconocimiento. ¿Pero qué es el reconocimiento? Un análisis más
detenido del fenómeno pondrá enteramente al descubierto el sentido óntico
de la representación, que es el tema que nos ocupa. Es sabido que ya
Aristóteles había destacado cómo la representación artística logra incluso
hacer agradable lo desagradable 21, y Kant define el arte como
representación bella de una cosa porque es capaz de hacer aparecer como
bello incluso lo feo 22. Y es claro que con esto no se está haciendo
referencia ni a la artificiosidad ni a la habilidad artística. Aquí no se admira,
corno en el caso del artesano, con cuánto arte están hechas las cosas. Esto
sólo suscita un interés secundario. Lo que realmente se experimenta en una
obra de arte, aquello hacia lo que uno se polariza en ella, es más bien en qué
medida es verdadera, esto es, hasta qué punto uno conoce y reconoce en ella
algo, y en este algo a sí mismo.
Sin embargo, tampoco se comprende la esencia más profunda del
reconocimiento si se atiende sólo al hecho de que algo que ya se conocía es
nuevamente reconocido, esto es, de que se reconoce lo ya conocido. Por el
contrario, la alegría del reconocimiento consiste precisamente en que se
conoce algo más que lo ya conocido. En el reconocimiento emerge lo que ya
conocíamos bajo una luz que lo extrae de todo azar y de todas las
variaciones de las circunstancias que lo condicionan, y que permite
aprehender su esencia. Se lo reconoce como algo.
De este modo el concepto de la trasformación se propone caracterizar esa
forma de ser autónoma y superior de lo que llamamos una construcción. A
partir de ella la llamada realidad se determina como lo no trasformado, y el
arte como la superación de esta realidad en su verdad. La teoría antigua del
arte, según la cual a todo arte le subyace el concepto de la mimesis, de la
imitación, partía también evidentemente del juego que, como danza, es la
representación de lo divino 19.
Nos encontramos aquí ante el motivo central del platonismo. En su doctrina
de la anámnesis Platón piensa la representación mítica de la rememoración
juntamente con el camino de su dialéctica, que busca la verdad del ser en los
logoi, esto es, en la idealidad del lenguaje 23. De hecho el fenómeno del
reconocimiento apunta a este idealismo de la esencia. Sólo en su
reconocimiento accede lo «conocido» a su verdadero ser y se muestra como
lo que es. Como reconocido se convierte en aquello que es ya retenido en su
esencia, liberado de la casualidad de sus aspectos. Y esto tiene plena validez
para el género de reconocimiento que tiene lugar frente a la representación
escénica. Esta representación deja tras sí todo cuanto es casual e in-esencial,
por ejemplo, todo lo que constituye el ser propio y particular del actor. Este
Sin embargo, 'el concepto de la imitación sólo alcanza a describir el juego
del arte si se mantiene presente el sentido cognitivo que existe en la
imitación. Lo representado está ahí ésta es la relación mímica original. El
que imita algo, hace que aparezca lo que él conoce y tal como lo conoce. El
niño pequeño empieza a jugar imitando, y lo hace poniendo en acción lo que
conoce y poniéndose así en acción a sí mismo. La misma ilusión con que los
niños se disfrazan, a la que apela ya Aristóteles, no pretende ser un
ocultarse, un aparentar algo para ser adivinado y reconocido por detrás de
ello, sino al contrario, se trata de representar de manera que sólo haya lo
representado. El niño no quiere ser reconocido a ningún precio por detrás de
77
desaparece por entero tras el conocimiento de lo que representa. Pero
también lo representado, el proceso ya conocido de la tradición mitológica,
es elevado por la representación a su verdad y validez. Cara al conocimiento
de la verdad el ser de la representación es más que el ser del material
representado, el Aquiles de Homero es más que su modelo original.
Una vez que se nos han hecho patentes las apodas de este giro 'subjetivo de
la estética, nos vemos sin embargo devueltos otra vez a la tradición más
antigua. Si el arte no es la variedad de las vivencias cambiantes, cuyo objeto
se llena subjetivamente de significado en cada caso como si fuera un molde
vacío, la «representación» tiene que volver a reconocerse como el modo de
ser de la obra de arte misma. Esta conclusión estaba ya preparada desde el
momento en que el concepto de la representación se habla derivado del del
juego, en el sentido de que la verdadera esencia de éste —y por lo tanto
también de la obra de arte— es la autorrepresentación. El juego
representado es el que habla al espectador en virtud de su representación, de
manera que el espectador forma parte de él pese a toda la distancia de su
estar enfrente.
La relación mímica original que estamos considerando contiene, pues, no
sólo el que lo representado esté ahí, sino también que haya llegado al ahí de
manera más auténtica. La imitación y la representación no son sólo repetir
copiando, sino que son conocimiento de la esencia, En cuanto que no son
mera repetición sino verdadero «poner de relieve», hay en ellas al mismo
tiempo una referencia al espectador^ Contienen en sí una referencia a todo
aquél para quien pueda darse la representación.
El tipo de representación, que es la acción cultual, es el que mostraba esto
con más claridad. En él la referencia a la comunidad está enteramente al
descubierto. Por muy reflexiva que sea la conciencia estética, ésta no podría
pensar que sólo la distinción estética, que es la que aisla al objeto estético,
alcanza el verdadero sentido de la imagen cultual o de la representación
religiosa. Nadie puede pensar que para la verdad religiosa la ejecución de la
acción cultual sea algo in-esencial.
Se puede ir aún más lejos: la representación de la esencia es tan poco mera
imitación que es necesariamente mostrativa. El que reproduce algo está
obligado a dejar unas cosas y destacar otras. Al estar mostrando: tiene que
exagerar, lo quiera o no. Y en este sentido se produce una desproporción
óntica insuperable entre lo que «es como» algo y aquello a lo que quiere
asemejarse. Es sabido que Platón tuvo en cuenta esta distancia ontológica,
este hecho de que la copia queda siempre más o menos por detrás de su
modelo original, y que es ésta la razón por la que consideró la imitación de
la representación en el juego y en el arte como una imitación de imitaciones
y la relegó a. un tercer rango 24. Al mismo tiempo en la representación, del
arte tiene lugar un reconocimiento que posee el carácter de un auténtico
conocimiento esencial, y esto tuvo un fundamento en el hecho de que Platón
comprendiese precisamente todo conocimiento esencial como un
reconocimiento; un Aristóteles pudo llamar a la poesía más filosófica que la
historia 25. Como representación, la imitación posee una función cognitiva
muy destacada. Tal es la razón por la que el concepto de la imitación pudo
bastar a la teoría del arte mientras no se discutió el significado cognitivo de
éste. Y esto sólo se mantuvo mientras se identificó el conocimiento de la
verdad con el conocimiento de la esencia 26, pues el arte sirve a este tipo de
conocimiento de manera harto convincente. En cambio, para el nominalismo
de la ciencia moderna y su concepto de la realidad, del que Kant extrajo sus
consecuencias agnósticas para la estética, el concepto de la mimesis ha
perdido su vinculatividad estética.
Esto mismo vale de manera análoga para la representación escénica en
general y para lo que ésta es como poesía. La representación de un drama
tampoco puede aislarse simplemente de éste, como algo que no forma parte
de su ser más esencial sino que es tan subjetivo y efímero como las
vivencias estéticas en las que se experimenta. Por el contrario, es en la
representación y sólo en ella —esto es particularmente evidente en la
música— donde se encuentra la obra misma, igual que en el culto se
encuentra lo divino. Se hace aquí visible la ventaja metodológica de haber
partido del concepto del juego. La obra de arte no puede aislarse sin más de
la «contingencia» de las condiciones de acceso bajo las que se muestra, y
cuando a pesar de todo se produce este aislamiento, el resultado es una
abstracción que reduce el auténtico ser de la obra. Esta pertenece realmente
al mundo en el que se representa. Sólo hay verdadero drama cuando se lo
representa, y desde luego la música tiene que sonar.
Nuestra tesis es, pues, que el ser del arte no puede determinarse como objeto
de una conciencia estética, porque a la inversa el comportamiento estético es
78
más que lo que él sabe de sí mismo. Es parte del proceso óntico de la
representación, y pertenece esencialmente al juego como tal.
actor. Pero precisamente esta doble mimesis es una: lo que gana existencia
en una y en otra es lo mismo.
¿Qué consecuencias ontológicas podría tener esto? Si partimos del carácter
lúdico del juego, ¿cuál será el resultado para la determinación del modo de
ser del ser estético? Por lo menos esto es claro: la representación escénica y
la obra de arte entendida desde ella no se reducen a un simple esquema de
reglas o prescripciones de comportamiento en el marco de las cuales el
juego podría realizarse libremente. El juego que se produce en la
representación escénica no desea ser entendido como satisfacción de una
necesidad de jugar, sino como la entrada en la existencia de la poesía
misma. Se plantea así qué es esta obra poética según su ser más auténtico,
ya que sólo existe al ser representada, en su representación como drama, y
sin embargo lo que de este modo accede a la representación es su propio ser.
Esto puede precisarse algo más diciendo que la representación mímica de la
puesta en escena confiere su «estar ahí» a aquello que en realidad pretendía
la poesía. A la doble distinción entre poesía y materia por un lado y poesía y
ejecución por el otro corresponde una doble indistinción, como la unidad de
la verdad que se reconoce en el juego del arte. La verdadera experiencia de
una poesía resulta desvirtualizado si se considera el asunto que contiene por
ejemplo por referencia a su origen, y por la misma razón el espectador de un
drama se aparta de la verdadera experiencia de éste cuando empieza a
reflexionar sobre la acepción que subyace a una determinada puesta en
escena o sobre el trabaje; de los que están representando. Este género de
reflexiones contienen ya la distinción estética de la obra misma respecto a su
representación. Y sin embargo, para el contenida de la experiencia es
incluso indi-ferente, como ya hemos visto, que la escena trágica o cómica
que se desarrolla ante uno ocurra en un escenario o en la vida... cuando se es
sólo espectador. Lo que hemos llamado una construcción lo es en cuanto
que se presenta a sí misma como una totalidad de sentido, No es algo que
sea en sí y que se encuentre además en una mediación que le es accidental,
sino que sólo en la mediación alcanza su verdadero ser.
En este punto habremos de volver a la fórmula que hemos empleado antes,
la de la «trasformación en una construcción». El juego es una construcción;
esta tesis quiere decir que a pesar de su referencia a que se lo represente se
trata de un todo significativo, que como tal puede ser representado
repetidamente y ser entendido en su sentido. Pero la construcción es también
juego, porque, a pesar de esta su unidad ideal, sólo alcanza su ser pleno
cuando se lo juega en cada caso. Es la correspondencia recíproca de ambos
aspectos lo que intentamos destacar frente a la abstracción de la distinción
estética.
Por mucho que la variedad de las ejecuciones o puestas en escena de
semejantes construcciones se reconduzcan a la acepción de los actores,
tampoco esta diversidad se mantiene encerrada en la subjetividad de su
intención, sino que tiene una existencia corpórea. No se trata, pues, de una
mera variedad subjetiva de acepciones, sino de posibilidades de ser que son
propias de la obra; ésta se interpreta a sí misma en la variedad de sus
aspectos.
Podemos dar ahora forma a todo esto oponiendo a la distinción estética —el
verdadero constituyente de la conciencia estética— la «.no-distinción
estética». Esto ya había quedado claro: lo imitado en la imitación, lo
configurado por el poeta, lo representado por el actor, lo reconocido por el
espectador es hasta tal punto la intención misma, aquello en lo que estriba el
significado de la representación, que la conformación poética o la
representación como tal no llegan a destacarse. Cuando a pesar de todo se
hace esta distinción, se distingue la configuración de su material, la
«acepción» de la poesía. Sin embargo, estas distinciones son de naturaleza
secundaria. Lo que representa el actor y lo que reconoce el espectador son
las formas y la acción misma, tal como estaban en la intención del poeta.
Tenemos pues, aquí una doble mimesis: representa el poeta y representa el
No queremos negar con ello que en este punto haya un posible entronque
para una reflexión estética. Cuando hay diversas realizaciones de una misma
pieza siempre es posible distinguir cada forma de mediación respecto a las
demás; también las condiciones de acceso a obras de arte de otro género
pueden pensarse como modificables, por ejemplo, cuando frente a una obra
arquitectónica uno se pregunta qué efecto haría «en aislado» o cómo debiera
ser su contexto. O cuando uno se plantea el problema de la restauración de
un cuadró. En todos estos casos se está distinguiendo la obra de su
79
«representación» 27, pero si se considera que las variaciones de la
representación son libres y arbitrarias, se está ignorando la vinculatividad
que conviene a la obra de arte. En realidad todas estas variaciones se
someten al baremo crítico de la representación «correcta» 28.
y, a la inversa,* todos consideraríamos que se entiende mal la verdadera
tarea de la interpretación si se acepta la canonización de una determinada
interpretación, por ejemplo, por una versión discográfica dirigida por el
compositor, o por el detalle de las indicaciones escénicas que proceden de la
primera puesta en escena. Una «corrección» buscada de este modo no haría
justicia a la verdadera vinculatividad de la obra, que ata a cada intérprete de
una manera propia e inmediata y le sustrae la posibilidad de descansar en la
mera imitación de un modelo.
Este hecho nos es familiar, por ejemplo, en el teatro moderno, como la
tradición que parte de una determinada escenificación, de la creación de un
papel o de la ejecución de una determinada interpretación musical. Aquí no
se da una coexistencia arbitraria, una simple variedad de acepciones; al
contrario, por el hecho de que unas cosas están sirviendo continuamente de
modelo a las siguientes, y por las trasformaciones productivas de éstas, se
forma una tradición con la que tiene que confrontarse cualquier intento
nuevo. Los mismos artistas-intérpretes poseen una cierta conciencia de ello.
La manera como se enfrentan con una obra o con un papel se encuentra
siempre referida de un modo u otro a los que ya hicieron lo mismo en otras
ocasiones. Y no es que se trate de imitaciones a ciegas. La tradición que crea
un gran actor, un gran director de cine o un músico, mientras su modelo
sigue operante no tiene por qué ser un obstáculo para que los demás creen
libremente sus formas; lo que ocurre es que esta tradición se ha fundido con
la obra misma hasta tal punto que la confrontación con su modelo estimula
la recreación de cada artista no menos que la confrontación con la obra en
cuestión. Las artes interpretativas poseen precisamente esta peculiaridad,
que las obras con las que operan permiten expresamente esta libertad de
configuración, con lo que mantienen abierta hacia el futuro la identidad y la
continuidad de la obra de arte29.
También sería evidentemente falso querer limitar la «libertad» de la
arbitrariedad interpretativa a las cuestiones puramente externas o a los
fenómenos marginales, en vez de pensar el todo de una reproducción al
mismo tiempo como vinculante y como libre. La interpretación es en cierto
sentido una recreación, pero ésta no se guía por un acto creador precedente,
sino por la figura de la obra ya creada, que cada cual debe representar del
modo como él encuentra en ella algún sentido. Las representaciones
reconstructivas, por ejemplo, la música con instrumentos antiguos, no
resultan por eso tan fieles como creen. Al contrario, corren el peligro de
«apartarse triplemente de la verdad», como imitación de imitación (Platón).
La idea de la única representación correcta tiene incluso algo de absurdo
cara a la finitud de nuestra existencia histórica. Volveremos a hablar de ello
en otro contexto. En este punto el hecho evidente de que cada representación
intenta ser correcta nos servirá sólo como confirmación de que la nodistinción de la mediación respecto a la obra misma es la verdadera
experiencia de ésta. Coincide con esto el que la conciencia estética sólo está
en condiciones de realizar en general su distinción estética entre la obra y su
mediación bajo el modo de la crítica, es decir, cuando la mediación fracasa.
Por su idea, la mediación ha de ser total
Sigue pareciéndome un residuo de falso psicologismo procedente de la
estética del gusto y del genio el que se haga coincidir en la idea el proceso
de producción y el de reproducción. Con ello se ignora ese acontecimiento
que representa el que se logre una obra, que va más allá de la subjetividad
tanto del creador como del que la disfruta.
Mediación total significa que lo que media se cancela a sí mismo como
mediador. Esto quiere decir que la reproducción (en el caso de la
representación escénica o en la música, pero también en la declaración épica
o lírica) no es temática como tal, sino que la obra accede a su representación
a través de ella y en ella. Más tarde veremos que esto mismo se aplica
también al carácter de acceso y encuentro con el que se aparecen las obras
arquitectónicas y plásticas. Tampoco en ellas es temático el acceso como tal,
y sin embargo no se debe a la inversa abstraer estas referencias vitales para
Lis probable que el baremo que se aplica aquí, el que algo sea la
«representación correcta», sea extremadamente móvil y relativo. Pero la
vinculatividad de la representación no resulta aminorada por el hecho de que
tenga que prescindir de un baremo fijo. Es seguro que nadie atribuirá a la
interpretación de una obra musical o de un drama la libertad de tomar el
«texto» fijado como ocasión para la creación de unos efectos cualesquiera;
80
poder aprehender la obra misma. Esta existe en ellas. El que estas obras
procedan de un pasado desde el cual acceden al presente como monumentos
perdurables no convierte en modo alguno su ser en objeto de la conciencia
estética o histórica. Mientras mantengan sus funciones serán
contemporáneas de cualquier presente. Incluso aunque no tengan otro lugar
que el de obras de arte en un museo nunca están completamente enajenadas
respecto a sí mismas. Y no sólo porque la huella de la función originaria de
una obra de arte no se borra nunca del todo y permite así, al que sabe,
reconstruirla con su conocimiento: la obra de arte a la que se le ha asignado
un lugar dentro de una serie en una galería sigue teniendo pese a todo un
origen propio. Ella misma pone su validez, y la forma como lo haga —
«matando» a lo demás o acordándose bien con ello— sigue siendo algo suyo
y propio.
cuanto se reconoce, mirando objetivamente, que «el tiempo verdadero»
emerge hasta el «tiempo aparente» histórico-existencial. Este emerger
tendría claramente el carácter de una epifanía, lo que significaría, sin
embargo, que para la conciencia que lo experimenta carecería de
continuidad.
Con ello se reproducen objetivamente las apodas de la conciencia estética
que ya hemos expuesto antes. Pues lo que tiene que lograr cualquier
comprensión del tiempo es precisamente la continuidad, aunque se trate de
la temporalidad de la obra de arte. En esto asoma la venganza del
malentendido con que tropezó la exposición ontológica del horizonte
temporal en Heidegger. En vez de retener el sentido metodológico de la
analítica existencial del estar ahí, esta temporalidad existencial e histórica
del estar ahí - determinado por la preocupación, el curso hacia la muerte,
esto es, la iinitud radical
se trata como una posibilidad entre otras para la
comprensión de la existencia; se olvida con ello que lo que aquí se descubre
como temporalidad es el modo de ser de la comprensión misma. El destacar
la verdadera temporalidad de la obra de arte como «tiempo redimido»,
frente al tiempo histórico efímero, no es en realidad más que un simple
reflejo de la experiencia humana y finita del arte. Sólo una teología bíblica
del tiempo, que extrajera su conocimiento no del punto de vista de la
autocom-prensión humana sino del de la revelación divina, podría hablar de
un «tiempo redimido», y legitimar teológicamente la analogía entre la
intemporalidad de la obra de arte y este «tiempo redimido». Si se carece de
una legitimación teológica como ésta, hablar del «tiempo redimido» no será
más que una manera de ocultar el verdadero problema, que no está en que la
obra de arte se sustraiga al tiempo sino en su temporalidad.
Nos preguntarnos ahora por la identidad de este «sí mismo» que en el curso
de los tiempos y de las circunstancias se representa de maneras tan distintas.
Es claro que pese a los aspectos cambiantes de sí mismo no se disgrega
tanto que llegara a perder su identidad, sino que está ahí en todos ellos.
Todos ellos le pertenecen. Son coetáneos suyos. Y esto plantea la necesidad
de una interpretación temporal de la obra de arte.
3.
La temporalidad de lo estético
¿Qué clase de simultaneidad es ésta? ¿Qué clase de temporalidad es la que
conviene al ser estético? A esta simultaneidad y actualidad del ser estético
en general acostumbra a llamársele su intemporalidad. Sin embargo, nuestra
tarea es precisamente pensar juntas la intemporalidad y la temporalidad, ya
que aquélla está esencialmente vinculada a ésta. En principio la
intemporalidad río es más que una determinación dialéctica que se eleva
sobre la base de la temporalidad y sobre la oposición a ésta. Incluso la idea
de dos temporalidades, una histórica y otra supra-histórica, con la que
Sedlmayr intenta determinar la temporalidad de la obra de arte enlazando
con Baader y remitiéndose a Bollnow 30, tampoco logra ir más allá del nivel
de una contraposición dialéctica. ¡ El tiempo suprahistórico «rechinido»,
en el que «el presente» no es el momento efímero sino la plenitud del
tiempo, es descrito desde la temporalidad «existencial», aunque lo que
caracterice a ésta sea el ser llevada pasivamente, la facilidad, la inocencia o
lo que se quiera. Lo insatisfactorio de esta contraposición sale ala luz en
Recojamos, pues, de nuevo nuestra pregunta: ¿Qué clase de temporalidad
es ésta? 31.
Hemos partido de que la obra de arte es juego, esto es, que su verdadero ser
no se puede separar de su representación y que es en esta donde emerge la
unidad y mismidad de una construcción. Está en su esencia el que se
encuentre referida a su propia representación; sin embargo, esto significa
que por muchas trasformaciones y desplazamientos que experimente en sí,
no por eso deja de seguir siendo ella misma. En esto estriba precisamente la
vinculatividad de toda representación: en que contiene en sí la referencia a
81
la construcción y se somete dé este modo al baremo de corrección que puede
extraerse de ello. Incluso el caso privativo extremo de una representación
absolutamente deformadora lo confirma. Se hace consciente como
deformación, pues la representación se piensa y juzga como representación
de la construcción misma. A ésta le conviene de manera indisoluble e
inextinguible el carácter de repetición de lo igual. Por supuesto, en este
contexto repetición no quiere decir que algo se repita en sentido estricto,
esto es, que se lo reconduzca a una cierta forma original. Al contrario, cada
repetición es tan originaria como la obra misma.
que sólo es en cuanto que continuamente es otro, es temporal en un sentido
más radical que todo el resto de lo que pertenece a la historia. Sólo tiene su
ser en su devenir y en su retornar 33.
Sólo hay fiesta en cuanto que se celebra. Con esto no está dicho en modo
alguno que tenga un carácter subjetivo y que su ser sólo se dé en la
subjetividad del que la festeja. Por el contrario se celebra la fiesta porque
está ahí. Algo parecido podría decirse de la representación escénica, que
tiene que representarse para el espectador y que sin embargo no tiene su ser
simplemente en el punto de intersección de las experiencias de los
espectadores. Es a la inversa el ser del espectador el que está determinado
por su «asistencia». La asistencia es algo más que la simple co-presencia
con algo que también está ahí. Asistir quiere decir participar. El que ha
asistido a algo sabe en conjunto lo que pasó y cómo fue. Sólo
secundariamente significa la asistencia también un modo de
comportamiento subjetivo, «estar en la cosa». Mirar es, pues, una forma de
participar. Puede recordarse aquí (el concepto de la comunión sacral que
subyace al concepto griego original de la teoría. Tbeorós significa, como es
sabido, el que participa en una embajada festiva. Los que participan en esta
clase de embajadas" no tienen otra cualificación y función que la de estar
presentes. El tbeorós es, pues, el espectador en el sentido más auténtico de
la palabra, que participa en el acto festivo por su presencia y obtiene así su
caracterización jurídico-sacral, por ejemplo, su inmunidad.
La enigmática estructura temporal que se manifiesta aquí nos es conocida
por el fenómeno de la fiesta32. Al menos las fiestas periódicas se
caracterizan porque se repiten. A esto se le llama el retorno de la fiesta. La
fiesta que retorna no es ni otra distinta ni tampoco la simple rememoración
de algo que se festejó en origen. El carácter originariamente sacral de toda
fiesta excluye evidentemente esta clase de distinciones, que nos son sin
embargo habituales en la experiencia temporal del presente, en el recuerdo y
en las espectativas. En cambio, la experiencia temporal de la fiesta es la
celebración, un presente muy suigeneris.
El carácter temporal de la celebración se comprende bastante mal si se parte
de la experiencia temporal de la sucesión. Si el retorno de la fiesta se refiere
a la experiencia normal del tiempo y sus dimensiones, entonces aparece
como una temporalidad histórica. La fiesta se modifica de una vez para otra;
pues en cada caso es algo distinto lo que se le presenta como simultáneo. Y
sin embargo también bajo este aspecto histórico seguiría siendo una y la
misma fiesta la que padece estos cambios. En origen era así y se festejaba
;así, luego se hizo de otro modo y cada vez de una manera distinta.
De un modo análogo toda la metafísica griega concibe aún la esencia de la
theoría y del noüs como el puro asistir a lo que verdaderamente es34, y
también a nuestros propios ojos la capacidad de poder comportarse
teóricamente se define por el hecho de que uno pueda olvidar respecto a una
cosa sus propios objetivos. Sin embargo, la theoria no debe pensarse
primariamente como un comportamiento de la subjetividad, como una
autodeterminación del sujeto, sino a partir de lo que es contemplado.
Theoria es verdadera participación, no hacer sino padecer (pathos), un
sentirse arrastrado y poseído por la contemplación. En los últimos tiempos
se han tratado de comprender desde este contexto el trasfondo religioso del
concepto griego de la razón 35.
Y sin embargo, este aspecto no acoge en absoluto el carácter temporal de la
fiesta, que consiste en el hecho de que se la celebre. Para la esencia de la
fiesta sus referencias históricas son secundarias. Como fiesta no posee la
identidad de un dato histórico, pero tampoco está determinada por su origen
de tal manera que la verdadera fiesta fuese la de entonces, a diferencia del
modo como luego se ha venido celebrando a lo largo del tiempo. Al
contrario, ya en su origen, en su fundación o en su paulatina introducción
estaba dado el que se celebrase regularmente. Por su propia esencia original
es tal que cada vez es otra (aunque se celebre «exactamente igual»). Un ente
Cuando nuestra investigación reflexiona sobre la experiencia del arte, frente
a la subjetivización de la estética filosófica, no se orienta sólo hacia un
82
problema de la estética, sino hacia una auto-interpretación más adecuada del
pensamiento moderno en general; ésta abarca ciertamente mucho más que lo
que reconoce el moderno concepto del método.
teología dialéctica, este concepto hace posible, y no casualmente, una
explicación teológica de lo que mienta el concepto de la simultaneidad en
dicho autor. Una pretensión es algo que se sostiene. Lo primero es su
justificación (o la presunción de la misma). Precisamente porque se
mantiene una pretensión es por lo que ésta puede hacerse valer en cualquier
momento. La pretensión se mantiene frente a alguien, y es frente a éste
como debe hacerse válida. Sin embargo, el concepto de la pretensión incluye
también que no se trata de
una exigencia
establecida,
cuyo
cumplimiento estuviera acordado inequívocamente, sino que más bien
intenta fundar una exigencia de este género. Una pretensión representa la
base jurídica para una exigencia indeterminada. Si se responde a ella de
manera que se Te otorgue razón, para darle vigencia hay que adoptar
entonces la forma de una exigencia. Al mantenimiento de una pretensión le
corresponde el que se concrete en una exigencia.
Hemos partido de que el verdadero ser del espectador, que forma parte del
juego del arte, no se concibe adecuadamente desde la subjetividad como una
forma de comportamiento de la conciencia estética. Sin embargo, esto no
debe implicar que la esencia del espectador no pueda describirse pese a todo
a partir de aquel asistir que hemos puesto de relieve. La asistencia como
actitud subjetiva del comportamiento humano tiene el carácter de un
«estar fuera de sí». El mismo Platón caracteriza en el Fedro la
incomprensión que supone querer entender la estática del estar fuera de si a
partir del entendimiento racional, ya que entonces se ve en ella una mera
negación del estar en uno mismo, esto es, una especie de desvario. En
realidad el estar fuera de sí es Ja posibilidad positiva de asistir a algo por
entero. Esta asistencia tiene el carácter del auto-olvido, y la esencia del
espectador consiste en entregarse a la contemplación olvidándose de sí
mismo. Sin embargo, este auto-olvido no tiene aquí nada que ver con un
estado privativo, pues su origen está en el volverse hacia la cosa, y el
espectador lo realiza como su propia acción positiva36.
La aplicación de esto a la teología luterana consiste en que la pretensión de
la fe se mantiene desde su proclamación, y su vigencia se renueva cada vez
en la predicación. La palabra <de la predicación obra así la misma
mediación total que en otro caso incumbe a la acción cultual, por ejemplo,
en la misa. Más tarde veremos que la palabra está llamada también a mediar
la simultaneidad, y que por eso le corresponde un papel dominante en el
problema de la hermenéutica.
Evidentemente existe una diferencia esencial entre el espectador que se
entrega del todo al juego del arte y las ganas de mirar del simple curioso.
También es característico de la curiosidad el verse como arrastrada por lo
que ve, el olvidarse por completo de sí y el no poder apartarse de lo que
tiene delante. Sin embargo, lo que caracteriza al objeto de la curiosidad es
que en el fondo le es a uno completamente indiferente. No tiene el menor
sentido para el espectador. No hay nada en él hacia lo cual uno deseara
realmente retornar y reencontrarse en ello. Pues lo que funda el encanto de
la contemplación es la cualidad formal de su novedad, esto es, de su
abstracta alteridad. Esto se hace patente en el hecho de que su complemento
dialéctico sea el aburrimiento y el abotagamiento. En cambio, lo que se
muestra al espectador como juego del arte no se agota en el momentáneo
sentirse arrastrado por ello, sino que implica una pretensión de permanencia
y la permanencia de una pretensión.
En cualquier caso al ser de la obra de arte le conviene el carácter de
«simultaneidad». Esta constituye la esencia del «asistir». No se trata aquí de
la simultaneidad de la conciencia estética, pues ésta se refiere al «ser al
mismo tiempo» y a la indiferencia de los diversos objetos de la vivencia
estética en una conciencia. En nuestro sentido «simultaneidad» quiere decir
aquí, en cambio, que algo único que se nos representa, por lejano que sea su
origen, gana en su representación una plena presencia. La simultaneidad no
es, pues, el modo como algo está dado en la conciencia, sino que es una
tarea para ésta y un rendimiento que se le exige. Consiste en atenerse a la
cosa de manera que ésta se haga «simultánea», lo que significa que toda
mediación quede cancelada en una actualidad total.
Es sabido que este concepto de la simultaneidad procede de Kierkegaard, y
que éste le confirió un matiz teológico muy particular38. En Kierkegaard
«simultáneo» no quiere decir «ser al mismo tiempo», sino que formula la
El término «pretensión»37 no aparece aquí por
casualidad. En la
reflexión teológica impulsada por Kierkegaard, a la que damos el nombre de
83
tarea planteada al creyente de mediar lo que no es al mismo tiempo el propio
presente la acción redentora de Cristo, de una manera tan completa que esta
última se experimente a pesar de todo como algo actual (y no en la distancia
del entonces) y que se la tome en serio como tal. A la inversa, la sincronía
de la conciencia estética se basa en el ocultamiento de la tarea que se plantea
con esta simultaneidad.
El que cl ser estético esté referido a la representación no significa, pues, una
indigencia, una falta de determinación autónoma de sentido. Al contrario,
forma parte de su verdadera esencia. El espectador es un momento esencial
de ese mismo juego que hemos llamado estético. Podemos recordar aquí la
famosa definición de la tragedia que se encuentra en la Poética de
Aristóteles. La definición de la esencia de la tragedia que aparece en este
texto incluye expresamente la constitución propia del espectador.
En este sentido la simultaneidad le conviene muy particularmente a la
acción cultual, y también a la proclamación en la predicación. El sentido del
estar presente es aquí una auténtica participación en el acontecer salvífico.
Nadie puede dudar de que la distinción estética, por ejemplo, de una
ceremonia «bonita» o de una predicación «buena», está completamente
fuera de lugar respecto a la pretensión que se nos plantea en tales actos. Pues
bien, en este punto quisiera afirmar que en el fondo para la experiencia del
arte vale exactamente lo mismo. También aquí tiene que pensarse la
mediación como total. Cara al ser de la obra de arte no tiene una
legitimación propia ni el ser para sí del artista que la crea —por ejemplo, su
biografía— ni el del que representa o ejecuta la obra, ni el del espectador
que la recibe.
4.
El ejemplo de lo trágico
La teoría aristotélica de la tragedia nos servirá, pues, como ejemplo para
ilustrar la estructura del ser estético en general. Es sabido que esta teoría se
encuentra en el marco de una poética, y que sólo parece tener validez para la
literatura dramática. No obstante, lo trágico es un fenómeno fundamental,
una figura de sentido, que en modo alguno se restringe a la tragedia o a la
obra de arte trágica en sentido estricto, sino que puede aparecer también en
otros géneros artísticos, sobre todo en la épica. Incluso ni siquiera puede
decirse que se trate de un fenómeno específicamente artístico por cuanto se
encuentra también en la vida. Esta es la razón por la que los nuevos
investigadores (Richard Hamann, Max Scheler39 consideran lo trágico como
un momento extraestético; se tratarla de un fenómeno ético-metafísico que
sólo accedería desde fuera al ámbito de la problemática estética.
Lo que se desarrolla ante él resulta para cualquiera tan distinto y destacado
respecto a las líneas permanentes del mundo, tan cerrado en un círculo
autónomo de sentido, que nadie tendría motivo para salirse de ello hacia
cualquier otro futuro y realidad. El receptor queda emplazado en una
distancia absoluta que le prohibe cualquier participación orientada a fines
prácticos. Sin embargo, esta distancia es estética en sentido auténtico, pues
significa la distancia respecto al ver, que hace posible una participación
auténtica y total en lo que se representa ante uno. El auto-olvido estático del
espectador se corresponde así con su propia continuidad consigo mismo. La
continuidad de sentido accede a él justamente desde aquello a lo que se
abandona como espectador. Es la verdad de su propio mundo, del mundo
religioso y moral en el que vive, la que se representa ante él y en la que él se
reconoce a sí mismo. Del mismo modo que la parusía, la presencia absoluta,
designaba el modo de ser del ser estético, y la obra de arte es la misma cada
vez que se convierte en un presente de este tipo, también el momento
absoluto en el que se encuentra el espectador es al mismo tiempo autoolvido y mediación consigo mismo. Lo que le arranca de todo lo demás le
devuelve al mismo tiempo el todo de su ser.
Ahora bien, desde cl momento en que el concepto de lo estético se nos ha
mostrado como dudoso no podremos evitar a la inversa preguntarnos si lo
trágico no será más bien un fenómeno estético fundamental. El ser do lo
estético se nos había hecho visible como juego y como representación. En
este sentido nos es lícito preguntar también por la esencia de lo trágico a la
teoría del juego trágico, a la poética de la tragedia.
Lo que se refleja en la tradición de la reflexión sobre lo trágico que abarca
desde Aristóteles hasta el presente no es desde luego una esencia inmutable.
No cabe duda de que la esencia de lo trágico se manifiesta de una manera
excepcional en la tragedia ática, teniendo en cuenta que para Aristóteles el
«más trágico» es Eurípides4I, en tanto que para otros es Esquilo el que revela
mejor la profundidad del fenómeno trágico; y la cosa se plantea a su vez de
manera distinta para el que esté pensando en Shakespeare o en Hebbel. Estas
trasformaciones no significan meramente que carezca de sentido preguntarse
84
por una esencia unitaria de lo trágico, sino al contrario, que el fenómeno se
muestra bajo el aspecto de una unidad histórica. El reflejo de la tragedia
antigua en la tragedia moderna del que habla Kierkegaard está siempre
presente en las nuevas reflexiones sobre lo trágico. Por eso, empezando con
Aristóteles, alcanzaremos una panorámica más completa sobre el
conjunto del fenómeno trágico. En su famosa definición de la tragedia
Aristóteles proporciona una indicación que, como ya hemos empezado a
exponer, es decisiva para el problema de lo estético: cuando al determinar la
esencia de lo trágico recoge también su efecto sobre el espectador.
le invade a uno frente a lo que llamamos desolador. Resulta, por ejemplo,
desolador el destino de un Edipo (el ejemplo, al que una y otra vez se remite
Aristóteles).
La palabra alemana Jammer es un buen equivalente porque tampoco se
refiere a la mera interioridad sino que abarca también su expresión. En el
mismo sentido tampoco phóbos es sólo un estado de ánimo, sino, como dice
Aristóteles, un escalofrío 42: se le hiela a uno la sangre, y uno se ve
sacudido por el estremecimiento. En el modo particular como se relacionan
aquí phóbos y éleos al caracterizar la tragedia, phóbos significa el
estremecimiento del terror que se apodera de uno cuando ve marchar hacia
el desastre a alguien por quien uno está aterrado. Desolación y terror son
formas del éxtasis, del estar fuera de sí, que dan testimonio del hechizo
irresistible de lo que se desarrolla ante uno.
No podemos proponernos aquí tratar por extenso esta definición de la
tragedia tan conocida como discutida. Pero cl simple hecho de que se
incluya en la determinación de la esencia de la tragedia al espectador hace
patente lo que hemos dicho más arriba sobre la pertenencia esencial del
espectador al juego. El modo como el espectador pertenece a él pone al
descubierto la clase de sentido que es inherente a la figura del juego. Por
ejemplo, la distancia que mantiene el espectador respecto a la representación
escénica no obedece a una elección arbitraria de comportamiento, sino que
es una relación esencial que tiene su fundamento en la unidad de sentido del
juego. La tragedia es la unidad de un decurso trágico que es experimentado
como tal. Sin embargo, lo que se experimenta como decurso trágico
constituye un círculo cerrado de sentido que prohibe desde sí cualquier
ingerencia o intervención en él, y esto no sólo cuando se trata de una pieza
que se representa en el escenario sino también cuando se trata de una
tragedia «en la vida». Lo que se entiende como trágico sólo se puede
aceptar. En este sentido se trata de hecho de un fenómeno «estético»
fundamental.
En Aristóteles se afirma que son estos afectos los que hacen que la
representación escénica purifique al espectador de este género de pasiones.
Es bien conocido que la traducción de este pasaje plantea bastantes
problemas, sobre todo el sentido del genitivo43. Pero el asunto al que se
refiere Aristóteles me parece enteramente independiente de ello, y creo que
es su conocimiento lo que en definitiva tiene que hacer comprensible por
qué dos acepciones gramaticalmente tan distintas pueden aparecer en una
oposición tan drástica. Me parece claro que Aristóteles piensa en la
abrumación trágica que invade al espectador frente a una tragedia. Sin
embargo, la abrumación es una especie de alivio y solución, en la que se da
una mezcla característica de dolor y placer. ¿Y cómo puede llamar
Aristóteles a este estado «purificación»? ¿Qué es lo impuro que lastra a
estos afectos o en lo que ellos consisten, y por qué habría de verse esto
eliminado en el estremecimiento trágico? En mi opinión la respuesta podría
ser la siguiente: el verse sacudido por la desolación y el estremecimiento
representa un doloroso desdoblamiento. En él aparece la falta de unidad con
lo que ocurre, un no querer tener noticia de las cosas porque uno se subleva
frente a la crueldad de lo que ocurre. Y éste es justamente el efecto de la
catástrofe trágica, el que se resuelva este desdoblamiento respecto a lo que
es. En este sentido la tragedia opera una liberación universal del alma
oprimida. No sólo queda uno libre del hechizo que le mantenía atado a la
desolación y al terror de aquel destino, sino que al mismo tiempo queda uno
libre de todo lo que le separaba de lo que es. La abrumación trágica refleja
Pues bien, por Aristóteles sabemos que la representación de la acción trágica
ejerce un efecto específico sobre el espectador. La representación opera en
él por éleos y phóbos. La traducción habitual de estos afectos como
«compasión» y «temor» les proporciona una resonancia demasiado
subjetiva. En Aristóteles no se trata en modo alguno de la compasión o de su
valoración tal como ésta ha ido cambiando a lo largo de los siglos 41; y el
temor tampoco puede entenderse en este contexto como un estado de ánimo
de la interioridad. Una y otro son más bien experiencias que le llegan a uno
de fuera, que sorprenden al hombre y lo arrastran. Eleos es la desolación que
85
en este sentido una especie de afirmación, una vuelta a sí mismo, y cuando,
como ocurre tantas veces en la tragedia moderna, el héroe está afectado en
su propia conciencia por esta misma abrumación trágica, él mismo participa
un poco de esta afirmación al aceptar su destino.
ejemplar. El asentimiento de la abrumación trágica no se refiere al decurso
trágico ni a la justicia del destino que sale al encuentro del héroe, sino a una
ordenación metafísica del ser que vale para todos. El «así es» es una especie
de autoconocimiento del es-pectador, que retorna iluminado del cegamiento
en el que vivía como cualquier otro. La afirmación trágica es iluminación en
virtud de la continuidad de sentido a la que el propio espectador retorna por
si mismo.
Pero ¿cuál es el verdadero objeto de esta afirmación? ¿Qué es lo que se
afirma aquí? Con toda seguridad no la justicia de un ordenamiento moral del
mundo. La desprestigiada teoría de la culpa trágica, que en Aristóteles
apenas desempeña todavía papel alguno, no es una explicación adecuada ni
siquiera para la tragedia moderna. Pues no hay tragedia allí donde la culpa y
la expiación se corresponden la una a la otra en una justa proporción, donde
una cuenta de culpa ética se salda por completo. Tampoco en la tragedia
moderna puede ni debe darse una completa subjetivización de la culpa y el
destino. Al contrario, lo característico de la esencia de lo trágico es más bien
el carácter excesivo de las consecuencias trágicas. Aun a pesar de toda la
subjetivización de la culpabilidad, incluso en la tragedia moderna sigue
operando siempre ese momento de la prepotencia antigua del destino que
se revela en la desigualdad de culpa y destino como lo que afecta a todos por
igual. El propio Hebbel se situaría en la frontera misma de lo que todavía
puede llamarse tragedia: hasta tal punto está en él acoplada la culpabilidad
subjetiva al progreso del acontecer trágico. Por este mismo motivo resulta
tan cuestionable la idea de una tragedia cristiana, ya que a la luz de la
historia de la salvación divina las magnitudes de gracia y desgracia que
constituyen al acontecer trágico no son ya determinantes del destino
humano. También está cerca del límite mismo de lo trágico la interesante
contraposición que ofrece Kierkegaard 44 del sufrimiento de la antigüedad,
que es consecuencia de una maldición que pesa sobre un linaje, y el dolor
que desgarra a la conciencia desunida consigo misma e inmersa en su propio
conflicto. Su propia versión de la Antígona 45 no era ya una tragedia.
De este análisis de lo trágico no sólo extraemos la conclusión de que se trata
de un concepto estético fundamental en cuanto' que la distancia del ser
espectador pertenece a la esencia de lo trágico; más importante todavía nos
parece que la distancia del ser espectador, que determina el modo de ser de
lo estético no encierra en sí por ejemplo la «distinción estética» que
habíamos reconocido como rasgo esencial de la «conciencia estética». El
espectador no se comporta con la distancia con que la conciencia estética
disfruta del arte de la representación46, sino al modo de la comunión del
asistir. En última instancia la verdadera gravedad del fenómeno trágico está
en lo que se representa y se reconoce, y participar en ello no es
evidentemente producto de una decisión arbitraria. Por mucho que el drama
trágico que se representa solemnemente en el teatro represente una situación
excepcional en la vida de cada uno, esto no tiene sin embargo nada de una
vivencia aventurera, ni opera el delirio de la inconsciencia, del que luego
hay que volver a despertar al verdadero ser, sino que la elevación y el
estremecimiento que invaden al espectador ahondan en realidad su
continuidad consigo mismo. La abrumación trágica tiene su origen en el
conocimiento de sí que se participa al espectador. Este se reencuentra a sí
mismo en el acontecer trágico, porque lo que le sale al encuentro es su
propio mundo, que le es conocido por la tradición religiosa e histórica; y
aunque esta tradición ya no sea vinculante para una conciencia posterior —
lo que ocurre ya con Aristóteles, pero mucho más con un Séneca o un
Corneille—, sin embargo, en la influencia perma-nente de estos materiales y
estas obras trágicas hay siempre algo más que la pura pervivencia de un
modelo literario. No sólo presupone que el espectador está familiarizado en
la leyenda, sino que implica también que su lenguaje le alcanza todavía.
Sólo así puede convertirse en un encuentro consigo mismo el encuentro con
el material trágico o con la obra trágica.
Tendremos, pues, que repetir nuestra pregunta: ¿Qué es lo que el espectador
afirma aquí? Evidentemente es la inadecuación y la terrible magnitud de las
consecuencias que siguen a un hecho culpable lo que representa el
verdadero desafío para el espectador. La afirmación trágica es el dominio de
este desafío. Tiene el carácter de una verdadera comunión. Lo que se
experimenta en este exceso del desastre trágico es algo verdaderamente
común. Frente al poder del destino el espectador se reconoce a sí mismo y a
su propio ser finito. Lo que ocurre a los más grandes posee un significado
86
Pero lo que puede afirmarse asi de lo trágico vale en realidad también para
un ámbito mucho más abarcante. Para el poeta la invención libre no es
nunca más que uno de los lados de una actividad mediadora sujeta a una
validez previa. No inventa libremente su fábula, aunque realmente imagine
estar haciéndolo. Al contrario, algo del viejo fundamento de la teoría de la
mimesis sigue operando hasta nuestros días. La libre invención del poeta es
representación de una verdad común que vincula también al poeta.
tiene su ser en el representarse, se vuelve existente, en el caso de la
reproducción como manifestaciones autónoma y con relieve propio.
Habría que preguntarse ahora si puede concederse a esto una validez
general, de manera que el carácter óntico del ser estético pueda
determinarse desde ello. ¿Cabe por ejemplo aplicarlo a obras de arte de
carácter estatuario? Planteamos esta cuestión en principio sólo para las
llamadas artes plásticas; pero más tarde mostraremos cómo el arte más
estatuario de todos, la arquitectura, es también el que ofrece claves más
claras para nuestro planteamiento.
En las otras artes, particularmente en las plásticas, las cosas no son muy
diferentes. El mito estético de la fantasía que crea libremente, que trasforma
su vivencia en poesía, así como el culto del genio que se corresponde con él,
no es sino un testimonio de que en el siglo XIX el acervo de la tradición
mítico-histórica ya no constituye una posesión natural. Pero aun entonces
puede considerarse que el mito estético de la fantasía y de la invención
genial es una exageración que no se sostiene frente a lo que realmente
ocurre. La elección del material y la configuración de la materia elegida no
son producto de la libre arbitrariedad del artista, ni pura y simple expresión
de su interioridad. Por el contrario, el artista habla a ánimos ya preparados, y
elige para ello lo que le parece prometer algún efecto. EJ mismo se
encuentra en el interior de las mismas tradiciones que el público al que se
refiere y que se reúne en torno a él. En este sentido es cierto que él no
necesita como individuo, como conecincia pensante, saber expresamente lo
que hace y lo que su obra va a decir. Tampoco es un mundo extraño de
encantamiento, de delirio, de sueño, el que arrastra al actor, al escultor o al
espectador, sino que sigue siendo el propio mundo el que uno se apropia
ahora de una manera más auténtica al reconocerse más profundamente en él.
Sigue dándose una continuidad de sentido que reúne a la obra de arte con el
mundo de la existencia y del que no logra liberarse ni siquiera la conciencia
enajenada de una sociedad de cultura.
Notas:
1. El término alemán correspondiente, das Spiel, posee una serie compleja
de asociaciones semánticas que no tienen correlato en español, y que hacen
difícil seguir el razonamiento que se plantea en los capítulos siguientes. La
principal de estas asociaciones es la que lo une al mundo del teatro: una
pieza teatral también es un Spiel, juego; los actores son Spieler, jugadores;
la obra no se «interpreta» sino que se «juega»: es wird gespielt. De este
modo el alemán sugiere inmediatamente la asociación entre las ideas de
«juego» y «representación», ajena al español (N. del T.).
2.
Aristóteles, Pol. VIH, 3, 1337 h 39 pussim. Cf. Eth. Nfc. X 6, 1176
b 33: παιζειν οπωσ σπουδαζη κατ Αναγαρσιν ορθωσ εξχειν δοκειν.
3.
K. Riezlcr, en su agudo «Traktat vom Scbónen, retiene el punto de
partida de la subjetividad del jugador y con ello la oposición entre juego y
seriedad, con lo que el concepto del juego se le queda muy estrecho y tiene
que decir que «dudamos de si el juego de los niños será sólo juego», y
también: «el juego del arte no es sólo juego» (p. 189).
Hagamos, pues, el balance. ¿Qué quiere decir el ser estético? En el concepto
del juego y su trasformación en una construcción como característica del
juego del arte hemos intentado mostrar algo más general: que la
representación o la ejecución de la poesía y de la música son algo esencial y
en modo alguno accidental. Sólo en ellas se realiza por completo lo que las
obras de arte son por sí mismas: el estar ahí de lo que se representa a través
de ellas. La temporalidad específica del ser estético, que consiste en que
4.
F. J. J. Buytendijk, Wesen muí Sin» des Spie/s, 1933.
5.
Esta naturalidad debe sostenerse frente a quienes pretenden criticar
el contenido de verdad de las proposiciones de Heidcgger a partir de su
hábito etimologizante.
87
6.
Cf. J. Trier, Beitrage zur Gecbichte der deutschen Spracbe und
Litteratur 1947, 67 (En cambio la etimología del término español es el verbo
latino jocari, cuyo significado es «hablar en broma». N. del T.).
cuarta pared del espectador la que ci'erra el mundo de juego de la obra de
arte.
15.
Scbanspiel, término alemán para la pieza teatral y su
representación, significa etimológicamente «juego para exhibir». Los
actores son Scbauspieler, literalmente «jugadores que se exhiben», y en
forma abreviada simplemente Spieler, «jugadores».
7.
Huizinga, en Horno ludens. Vom Ursprung der Kultur im Spicl, 43,
llama la atención sobre los siguientes hechos lingüísticos: «En alemán se
puede ein Spiel treiben (llevar un juego), y en holandés een spellelje doen,
pero el verbo que realmente corresponde a esto es el mismo, spielen (jugar).
Se juega un juego, En otras palabras: para expresar el género de actividad tic
que se trata tiene que repetirse en el verbo el concepto que contiene el
sustantivo. Da toda la impresión de que esto significa que se trata de una
acción de carácter tan especial y particular que cae fuera de las formas
habituales de ocupación. Jugar no es un hacer en el sentido usual de la
palabra». Por lo mismo el giro ein Spielcben machen («hacer un
jueguecito») es síntoma de una forma de disponer del propio tiempo que
todavía no es propiamente un juego (El autor añade la expresión etwas spielt
sicb ab, cuya traducción española sería «algo se está desarrollando o está en
curso»; nuestra lengua no aplica en esta expresión el término de «juego» que
está presente en la expresión alemana, N. del T.). 8. Huizinga, o. c, 32.
16.
Con el termino «construcción» traducimos al alemán Gebitde, cuyo
significado literal es «una formación ya hecha o consolidada», y que está en
relación etimológica con el verbo bildcn, «formar», y con el sustantivo Btld,
«imagen, figura». Nos impide traducirlo por «formación» el carácter de
nomen actionis de este término, así como el haberlo utilizado ya para
traducir Bildimg, que es también el nomen actionis de la misma raíz. En este
contexto «construcción» debe entenderse pues en parte como «constructo»,
en parte como «configuración», en cualquier caso como el producto acabado
de este género de actividades formadoras y conforma-doras (N. del T.).
17.
Me sirvo aquí de la distinción clásica por la que Aristóteles (Eth.
Eud. B 1; Eth. Nic. A 1) destaca la ποιησις de la πραξις
9. Rilke en la quinta Duineser Jllegie: «...wo sich das reine Zuwenig
unbegreiflich vcrwandelt — umspringt in jener leeré Zuviel» («donde el
demasiado poco se trasfotma incomprensiblemente, y salta a esc vacío
demasiado»).
18.
19. Cf. el nuevo trabajo de Kollcr, en Mimesis, 1954, que revela Ja relación
originaria de mimesis y danza.
10. Fr. Schlegel, Gesprách über die Poesie, en Friedrkbs Scblegels Jugendschriftm II, 1882, 364.
11.
Cf. F. G. Junger, Die Spiele.
12.
Huizinga, o. c, 17.
Platón, Phileb. 50 b.
20.
Aristóteles,
Poet.
4,
en
particular
τυλλογιζεσθαι τι εξαστον οιον ουτοσ εκεινοσ;.
13.
Adolf Portmann ha planteado esta crítica en numerosos trabajos,
fundando nuevamente el derecho a la concepción morfológica.
14.
Cf. R. Kassncr, Zabl mid Cesicbt, 161 s. Kassncr apunta que «la
notable unidad y dualidad de niño y muñeca» está en relación con el hecho
de que aquí falta esa «cuarta pared siempre abierta del espectador» (igual
que en el acto cultual). A la inversa, yo opino que es precisamente esta
88
21.
O. c, 1448, b 10.
22.
I. Kant, kritik der Urleilskraft, § 48.
23.
Platón, Phaid., 73 s.
24.
Platón, Rep. X.
25.
Aristóteles, Poet. 9, 1451 b 6.
1448
b
16:
26.
Anna Tumarkin ha podido mostrar con gran precisión en la teoría
del arte del siglo xvm el paso de la «imitación» a la «expresión» (Festschrijt
für Samuel Singer, 1930).
cuando su propio trabajo estaba ya concluido. Cf. la recensión en
Pililosophische Rundschau 7, 79.
32.
W. F. Otto y K. Kerényi tienen el mérito de haber reconocido el
significado de la tiesta en la historia de la religión y en la antropología. Cf.
K. Kerenyi, Vom Wesen des Pestes, 1938.
27. Un problema de carácter especial es si en el proceso de la configuración
misma debe considerarse que opera ya en el mismo sentido la reflexión
estética. lis innegable i|uc al observar la ¡dea de su obra el creador está en
condiciones de sopesar diversas posibilidades de darle forma, y de
compararlas y juzgarlas críticamente. Sin embargo creo que esta sobria
lucidez que es inherente a la creación misma es cosa muy distinta de la
reflexión estética y de la crítica estética que puede prender en la obra
misma. Puede que lo que para el creador fue objeto de reflexión, las
posibilidades de configuración por lo tanto, se convierta también en punto
de engarce para una crítica estética. Sin embargo en el caso de esta
coincidencia de contenido entre la reflexión creadora y la reflexión crítica el
baremo es distinto. El fundamento de la crítica estética es una distorsión de
la comprensión unitaria, en tanto que la reflexión estética del creador se
orienta precisamente hacia la consecución de la unidad de la obra. Más tarde
veremos qué consecuencias hermenéuticas posee esta comprobación.
33.
Aristóteles, en su caracterización del modo de ser del apeiron, por
lo tanto en relación con Anaximandro, se refiere al ser del día y de la
competición, por lo tanto de la fiesta (Phys. 111, 6, 206 a 220). ¿Puede
considerarse que el propio Anaximandro intentó ya determinar la
inacababilidad del apeiron por referencia a estos fenómenos puramente
temporales? ¿No es posible que se estuviera refiriendo a algo más que lo que
se percibe en los conceptos aristotélicos de devenir y ser? Pues la imagen
del día reviste una función destacada en otro contexto distinto: en el
Parménides de Platón (Parm. 131 b) Sócrates intenta ilustrar la relación de la
idea con las cosas con la presencia del día que es para todos. Lo que se
demuestra aquí con el ser del día no es lo único que sigue siendo en el pasar
de todo lo demás, sino la indivisible presencia y parusia de lo mismo, sin
perjuicio de que el día sea en cada caso otro distinto. Cuando los pensadores
arcaicos pensaban el ser, esto es, la presencia, ¿podía aparecérscles lo que
era su objeto a la luz de la comunicación sacral en la que se muestra lo
divino? Para el propio Aristóteles la parusia de lo divino es todavía el ser
más auténtico, la energeia no restringida por ninguna dynamis (Met. XIII,
7). Este carácter temporal no es concebible a partir de la experiencia
habitual del tiempo como sucesión. Las dimensiones del tiempo y la
experiencia del mismo sólo permiten comprender el retorno de la fiesta
como histórico: una misma cosa se trasforma sin embargo de una vez a otra.
Sin embargo, una fiesta no es en realidad siempre la misma cosa, sino que es
en cuanto que es siempre distinta. Un ente que sólo es en cuanto que es
siempre distinto es un ente temporal en un sentido radical: tiene su ser en su
devenir. Sobre el carácter óntíco de la Weile (pausa, momento de reposo) cf.
M. Heidegger, Holzwefe, 322 s.
28. No puedo considerar correcto que R. Ingarden, en sus Bemerkungen gtm
Problem des üsthetischen Werturteils: Rivista di Kstctica (1959), cuyos
análisis del «esquematismo» de la obra de arte literaria suelen tenerse
demasiado poco en cuenta, vea el campo de juego de la valoración estética
de la obra de arte en su concreción como «objeto estético». El objeto
estético no se constituye en la vivencia de la recepción estética, sino que en
virtud de su concretización y constitución es la obra de arte misma la que se
experimenta en su cualidad estética. En esto estoy de acuerdo con la estética
de la formativita de L. Pareyson.
29. Más tarde veremos que esto no se restringe a las artes reproductivas sino
que abarca toda obra de arte, incluso toda construcción de sentido que se
abre a una nueva comprensión.
30.
II. Sedlmayr; Ktitist und Wahrlmt, 1958, 140 s.
34.
Respecto a la relación de «ser» y «pensamiento» en Parménides cf.
mi artículo Zur X'orgescbicbte der Aíetapbysik: Anteile (1949).
31.
Respecto a lo que sigue consúltese el acabado análisis de R. y Ci.
Koebner, Vom Schónen und seiner Wabrheit, 1957, que el amor conoció
89
35.
Cf. G. Krüger, Hinsicbt und Leidenscbaft. Das Wesen des platonischen Denkens, 1940. Particularmente la introducción de este libro
contiene ideas muy importantes. Un curso publicado entre tanto por Krüger
(Crundfragen der Pbilosopbie, 1958) ha puesto más en claro las intenciones
sistemáticas del autor. Apuntaremos aquí algunas observaciones. La crítica
de Krüger al pensamiento moderno y a su emancipación respecto a todas las
ataduras a la «verdad óntica» me parece ficticia. La propia filosofía de la
edad moderna no ha podido olvidar nunca que por muy constructivos que
sean sus procedimientos la ciencia moderna no ha renunciado ni podrá
renunciar a su vinculación fundamental a la experiencia. Basta pensar en el
planteamiento kantiano de cómo es posible una ciencia natural pura. Sin
embargo tampoco se hace justicia al idealismo especulativo cuando se lo
interpreta de una manera tan parcial como lo hace Krüger. Su construcción
de la totalidad de todas las determinaciones del pensar no es en modo alguno
la elaboración reflexiva de una imagen del mundo arbitraria e inventada,
sino que pretende involucrar en el pensamiento la absoluta «aposterioridad»
de la experiencia. Este es el sentido exacto de la reflexión trascendental, El
ejemplo de Hegel puede enseñar que Con esto puede pretenderse incluso la
renovación del antiguo realismo conceptual. El modelo de Krüger sobre el
pensamiento moderno se orienta enteramente según el extremismo
desesperado de Nietzschc. Su perspectivismo de la voluntad de poder no
nace sin embargo en concordancia con la filosofía idealista, sino por el
contrario sobre un suelo que había preparado el historicismo del siglo XIX
tras el hundimiento de ln filosofía del idealismo. Esta es también la razón
por la que yo no valoraría la teoría diltheyana del conocimiento en las
ciencias del espíritu como quisiera Krüger. Creo por el contrario que lo que
importa es corregir la interpretación filosófica de las modernas ciencias del
espíritu que se ha realizado hasta ahora y que en el propio Dilthey aparece
todavía demasiado fijada al pensamiento metodológico unilateral de las
ciencias naturales exactas. Desde luego, estoy de acuerdo con Krüger
cuando apela a la experiencia vital y a la experiencia del artista. Sin
embargo; la continuada validez de estas instancias en nuestro pensamiento
me parece demostrar más bien que la oposición entre pensamiento antiguo y
moderno, tan aguzada por Krüger, es a su vez una construcción moderna.
determina la distinción como diferencia entre la demencia buena y
mala, en Fink falta un criterio correspondiente cuando contrasta el
«entusiasmo puramente humano» con el εντηουσιασµος por el que el
hombre está en el dios. Pues en definitiva también el «entusiasmo
puramente humano» es un estar fuera y estar presente que no es «capacidad»
del hombre, sino que adviene a él, razón por la que no me parece que se lo
pueda separar del entbousiasmós. El que exista un entusiasmo sobre el cjiic
el hombre mantendría su poder y el que a la inversa el entbousiasmós vaya a
ser la experiencia de un poder superior y que nos supera en todos los
sentidos, semejantes distinciones entre el dominio sobre sí mismo y el estar
dominado están pensadas a su vez desde la idea del poder y no hacen
justicia por lo tanto a la mutua imbricación del estar fuera de sí y del estar
en algo que tiene lugar en toda forma de entusiasmo. Las formas de
«entusiasmo puramente humano» que describe Fink, si no se las malinterpreta en forma «narcisista-psicológica», son a su vez formas de la
«autosuperación finita» de la finitud. Cf. E. Fink, Vom Wesen des
Bntbusias-mus, sobre todo 22-25.
37. Aunque el español «pretensión» traduce bastante literalmente al término
alemán Ansprtich, sin embargo, el termino español posee ciertas
connotaciones de gratuidad que están excluidas del original alemán. Giros
como «una obra pretenciosa», o «un hombre con muchas pretcnsiones», con
su indudable matiz peyorativo, no tendrían correlato en el término
Ansprucb, el cual incluye una cierta idea de legitimidad de lo pretendido, y
es en esto un término de valoración positiva. Su etimología es an-sprecben,
literalmente «hablar a», esto es, implica una petición de reconocimiento
expreso de su contenido (N. del T.).
38.
S. Kierkegaard, Pbilosopbiscbe Brochen, cap. 4 passim.
39.
R Hamann, Aesíbeük, 1911, 97: «Lo trágico no tiene pues nada que
ver con la estética»; M. Scheler, Vom Ur/istnrv^ der Wer/e, 1919; «Es
dudoso que lo trágico sea un fenómeno esencialmente "estético"». Sobre la
acuñación del concepto de «tragedia» cf. li. Staiger, Die Kunst der
Interpretaron, 1955, 132 s.
36. E. Fink intenta explicar el sentido de la extroversión entusiástica del
hombre a través de una distinción que se inspira evidentemente en el Fedro
platónico. Pero mientras en éste el ideal contrario a la pura racionalidad
40.
90
Aristóteles, Poet. 13, 1453 a 29; S. Kierkegaard, Entwer-Oder I.
41.
M. Kommercll, Lessing und Aristóteles, 1940, ha escrito en forma
muy meritoria esta historia de la compasión, pero no distingue
suficientemente el sentido original de ελεος. Cf. entre tanto W.
Schadcwaldt, l-'urcbt und Mitleid?: Hermes 83 (1955) 129 s., y la
complementación de H. Flashar: Hermes (1956) 12-48.
42.
quiere experimentar esta en sí misma. Estamos pues ante un terreno en el
que la distinción estética parece estar plenamente legitimada.
Esta puede apoyarse sobre todo en lo que acostumbra a llamarse un
«cuadro». Entendemos bajo este término la pintura moderna sobre lienzo o
tabla, cjuc no está vinculada a un lugar fijo y que se ofrece enteramente por
sí misma en virtud del marco que la encuadra; con ello hace posible que se
la ponga junto a cualquier otra obra, que es lo que ocurre en las modernas
galerías. Imágenes como éstas no parecen tener nada de la referencia
objetiva a la mediación que hemos puesto de relieve a propósito de la poesía
y de la música. Y el cuadro pintado para una exposición o para una galería,
que con el retroceso del arte por encargo se convierte en el caso normal,
apoya evidentemente la pretensión de abstracción de la conciencia estética
así como la teoría de la inspiración que se formuló en la estética del genio.
El cuadro parece dar toda la razón a la inmediatez de la conciencia estética.
Es una especie de testigo de cargo para su pretensión universal, y
seguramente no es casual que la conciencia estética, que desarrolla el
concepto del arte y de lo artístico como forma de recepción de las
construcciones trasmitidas y realiza así la distinción estética, se dé al mismo
tiempo que la creación de colecciones que reúnen en un museo todo lo que
estamos acostumbrados a ver en él. De esta forma cualquier obra de arte se
convierte en un cuadro. Al sacarla de toda sus referencias vitales y de toda la
particularidad de sus condiciones de acceso, es como si la pusiéramos en un
marco y la colgásemos.
Arist., Rhct. II, 13, 1389 h 32.
43. Cf. M. Kommerell que da una panorámica de las concepciones más
antiguas: o. c, 262-272; también recientemente se encuentran defensores del
genitivo objetivo: últimamente K. II. Volkniann-Schluck en Varia
l^arioruM, Festschrift für K. Reinhardt, 1952.
44.
S. Kierkegaard, Entweder-Oder I, 133 (Dicderichs).
45.
Ibid., 139 s.
46.
Aristóteles,
Poet.
4,
1448
b
18
δια τηϖ απεργασιαν ε την χοαν η δια τοιαυτην τιϖα αλλην αιτιαν,
en oposición al «conocer» del mimema.
5. Conclusiones estéticas y hermenéuticas.
1.
Será pues obligado examinar con un poco de detenimiento el modo de ser
del cuadro y preguntarse si la constitución óntica de lo estético que hemos
descrito partiendo del juego, sigue siendo fluida en relación con el ser del
cuadro.
La valencia óntica de la imagen1
A primera vista las artes plásticas parecen dotar a sus obras de una identidad
tan inequívoca que sería impensable la menor variabilidad en su
representación. Lo que podría variar no parece pertenecer a la obra misma y
posee en consecuencia carácter subjetivo. Por el lado del sujeto pueden
introducirse restricciones que limiten la vivencia adecuada de la obra, pero
por principio estas restricciones subjetivas tienen que poder superarse.
Cualquier obra plástica tiene que poder experimentarse como ella misma
«inmediatamente», esto es, sin necesidad de más mediaciones. Si existen
reproducciones de cuadros y estatuas, éstas no forman parte de la obra de
arte misma. Y en cuanto que siempre son condiciones subjetivas las que
permiten >el acceso a una obra plástica, hay que poder abstraer de ellas si se
La pregunta por el modo de ser del cuadro que intentamos plantearnos ahora
se refiere a lo que es común a las más diversas formas de manifestación de
un cuadro. Con ello asume una abstracción que no es sin embargo pura
arbitrariedad de la reflexión filosófica sino algo que ésta encuentra ya
realizado por la conciencia estética; para ésta todo lo que se deja someter a
la técnica pictórica del presente es en el fondo un cuadro. Y esta aplicación
del concepto del cuadro no posee desde luego verdad histórica. La moderna
investigación de la historia del arte puede instruirnos más que
91
abundantemente sobre la diferenciadísima historia que posee lo que ahora
llamamos un cuadro 2. En realidad la rílena «excelsitud pictórica» (Theodor
Hetzer) sólo se le concede a la pintura occidental con el contenido
imaginativo desarrollado por ésta en el primer renacimiento. Sólo entonces
nos encontramos con verdaderos cuadros, que están ahí por sí mismos y que
constituyen formas unitarias y cerradas incluso sin marco y sin un contexto
que los enmarque. En la exigencia de la concinnilas que L. B. Alberti
plantea al «cuadro» puede reconocerse una buena expresión teórica del
nuevo ideal artístico que determina la configuración del cuadro en el
Renacimiento.
pensamiento de la historia del arte. Tanto a la investigación de la ciencia del
arte como a la reflexión filosófica le subyace la misma crisis del cuadro,
concitada en el presente por el moderno estado industrial y administrativo y
su publicidad funcionalizada. Sólo desde que ya no tenemos sitio para
cuadros volvemos a saber que los cuadros no son sólo cuadro sino que
necesitan espacio 6.
Sin embargo la intención del análisis conceptual que sigue no es la de una
aportación a la teoría del arte sino que es de naturaleza ontológica. La crítica
de la estética tradicional que nos ha ocupado al principio no es para nosotros
más que el acceso a un horizonte que abarque por igual al arte y a la historia.
Al analizar el concepto del cuadro sólo tenemos iti mente dos. preguntas: en
qué sentido se distingue el cuadro de la copia (la problemática de la imagen
original) y cómo se produce en este sentido la referencia del cuadro a su
mundo.
Pues bien, me parece significativo que lo que expresa aquí el teórico del «cuadro» sean las determinaciones conceptuales clásicas de lo bello en
general. Que lo bello sea tal que no se le pueda añadir ni quitar nada sin
destruirlo es algo que ya sabía Aristóteles, para quien seguramente no
existía el cuadro en el sentido de Alberti 3. Esto apunta al hecho de que el
concepto del «cuadro» puede tener un sentido general que no se limita sólo a
una determinada fase de la historia del cuadro. También la miniatura atónica
o el icono bizantino son cuadros en un sentido más amplio, aunque su
configuración siga en estos casos a principios muy distintos y pueda
caracterizarse mejor con el concepto del «signo pictórico» 4. En el mismo
sentido el concepto estético del cuadro o de la imagen tendría que abarcar
también a la escultura, que también forma parte de las artes plásticas. Esto
no es una generalización arbitraria, sino que se corresponde con un estado
histórico del problema de la estética filosófica que se remonta en último
término al papel de la imagen en el platonismo, y que tiene su reflejo en' el
uso lingüístico de «imagen» 5.
De este modo el concepto del cuadro va más allá del concepto de
representación empleado hasta ahora, precisamente por el hecho de que un
cuadro está referido esencialmente a su imagen original.
Por lo que se refiere a nuestra primera pregunta, es aquí donde el concepto
de la representación viene a imbricarse con el del cuadro que se refiere a su
imagen original. En las artes procesuales de las que hemos partido hemos
hablado de representación, pero no de imagen. La representación se nos
había presentado como doble. Tanto la poesía como su reproducción, por
ejemplo en el escenario, son representación, y para nosotros ha revestido un
significado decisivo el hecho de que la verdadera experiencia del arte pase
por esta duplicación de las representaciones, en la que éstas no se
distinguen. El mundo que aparece en el juego de la representación no está
ahí como una copia al lado del mundo real, sino que es ésta misma en la
acrecentada verdad de su ser. Y en cuanto a la reproducción, por ejemplo a
la representación en el teatro, ésta es menos aún una copia frente a la cual la
imagen original del drama pudiera mantener su ser-para-sí. El concepto de
la mimesis que hemos empleado para estas dos formas de representación no
tenía que ver tanto con la copia como con la manifestación de lo
representado. Sin la mimesis de la obra, el mundo no estaría ahí tal como
está en ella, y sin la reproducción es la obra la que no está. En la
representación se cumple así la presencia de lo representado.
Desde luego el concepto de imagen de los últimos siglos no puede tomarse
como un punto de partida evidente. La presente investigación intentará
liberarse de este presupuesto, proponiendo para el modo de ser de la imagen
una acepción que la libere de su referencia a la conciencia estética y al
concepto del cuadro al que nos ha habituado la moderna galería, y la reúna
de nuevo con el concepto de lo decorativo, tan desacreditado por la estética
de la vivencia. Con toda seguridad no será casual que en esto nos
acerquemos a la nueva investigación de la historia del arte, que ha acabado
con los conceptos ingenuos de cuadro y escultura que han dominado en la
era del arte vivencial no sólo a la conciencia histórica sino también al
92
Reconoceremos la justificación del significado básico de esta imbricación
ontológica de ser original y ser reproductivo, así como la primacía
metodológica que hemos dado a las artes procesuales, cuando se demuestre
que las ideas que hemos ganado en aquel ámbito se muestran adecuadas
también para las artes plásticas. Por supuesto, en este segundo caso no podrá
hablarse de la reproduc-ción como del verdadero ser de la obra. Al
contrario, el cuadro como original repele la idea de su reproducción. Y por
lo mismo es claro que lo que se copia posee un ser independiente de la
imagen, hasta el extremo de que parece, frente a lo representado, un ser de
menor categoría. Con esto nos vemos implicados en la problemática
ontológica de imagen original y copia.
copia con el original, juzgar sobre su semejanza y por lo tanto distinguirla
de él, entonces pasa a primer plano su propia manifestación, como ocurre
con cualquier medio o instrumento cuando no se trata de utilizarlo sino de
examinarlo. Pero su verdadera función no es desde luego la de la reflexión
para compararlo o distinguirlo, sino la de apuntar a lo copiado en virtud de
su semejanza con ello. En consecuencia se cumple a sí misma en su
auto*cancelación.
En cambio lo que es una imagen no se determina en modo alguno en su
auto-cancelación, porque no es un medio para un fin. Hay aquí una
referencia a la imagen misma en cuanto que lo que importa es precisamente
cómo se representa en ella la representado. Esto significa para empezar que
la imagen no le remite a uno directamente a lo representado. Al contrario, la
representación sostiene una vinculación esencial con lo re-presentado, más
aún, pertenece a ello. Esta es también la razón por la que el espejo devuelve
la imagen y no una copia: es la imagen de lo que se representa en el espejo,
indiscernible de su presencia. Por supuesto, el espejo puede devolver una
imagen deformada, pero esto no sería más que su defecto: significaría que
no cumple adecuadamente su función. En este sentido el espejo confirma lo
que pretendíamos decir por principio: que cara a la imagen la intención se
dirige hacia la unidad originaria y hacia la no distinción entre representación
y representado. Lo que se muestra en el espejo es la imagen de la
representado, «su» imagen (no la del espejo).
Esto podría ilustrarse con un análisis más detenido, poniendo en primer
plano la vieja primacía de lo vivo, de lo ζωον y en particular de la persona
7. Lo esencial de la copia es que no tenga otra finalidad que parecerse a la
imagen original. El baremo de su adecuación es que en ella se reconozca
ésta. Esto significa que su determinación es la cancelación de su propio ser
para sí al servicio de la total mediación de lo copiado. La copia ideal sería
en este sentido la imagen de un espejo, pues ésta posee realmente un ser
evanescente; sólo está ahí para el que mira al espejo, y más allá de su mera
apariencia no es nada en absoluto. Sin embargo la realidad es que esta
imagen no es ningún cuadro o copia, pues no tiene ningún ser para sí; el
espejo devuelve la imagen, esto es, hace visible lo que refleja para alguien
sólo mientras se mira al espejo y mientras se ve en él la propia imagen o
cualquier otra cosa. No es casual que en este caso hablemos justamente de
imagen y no de copia o reproducción. En la imagen reflejada es el ente
mismo el que aparece en la imagen, de manera que se tiene a sí mismo en su
imagen. En cambio la copia sólo pretende ser observada por referencia a
aquello a lo que se refiere. Es copia en el sentido de que no pretende ser más
que la reproducción de algo, y su única función consiste en la identificación
de ello (por ejemplo en una foto de pasaporte o en las reproducciones de un
catálogo).
El que la magia de las imágenes, que reposa sobre la identidad y la no
distinción de la imagen y lo que ésta reproduce, sólo aparezca al comienzo
de la historia del cuadro, como quien dice como parte de su prehistoria, no
significa que se haya ido diferenciando progresivamente una conciencia de
la imagen cada vez más alejada de la identidad mágica, y que pueda acabar
por liberarse enteramente de ella 8. Por el contrario, la no distinción sigue
siendo un rango esencial de toda experiencia relacionada con imágenes.
La in-sustituibilidad de un cuadro, su vulnerabilidad, su «santidad»
encuentra en mi opinión un fundamento adecuado en la ontología de la
imagen que acabamos de exponer. Incluso la sacralización del «arte» en el
siglo XIX que hemos descrito antes vive todavía de este fundamento.
La copia se cancela a sí misma en el sentido de que funciona como un
medio, y que como cualquier medio pierde su función en cuanto alcanza su
objetivo. Su ser para sí consiste en auto*suprimirse de esta forma. Esta autosupresión de la copia constituye un momento intencional de su propio ser.
Cuando se altera la intención, por ejemplo cuando se quiere comparar una
Sin embargo el concepto estético del cuadro no queda aprehendido en
su plena esencia si nos restringimos al modelo de la imagen en el espejo. Lo
93
que ilustra este modelo es sólo la imposibilidad ontológica de escindir el
cuadro de lo «representado». Esto es desde luego suficientemente
importante, ya que aclara que la intención primaria respecto al cuadro no
distingue entre la representación y lo representado. Sólo secundariamente se
monta sobre ella esa nueva intención de distinguir que hemos llamado la
distinción «estética». Esta considera entonces la representación como tal,
destacándola frente a lo representado. No lo hace desde luego considerando
la copia de lo copiado en la representación de la misma manera como se
suelen considerar en general las copias. No pretende en ningún caso que ei
cuadro se cancele a sí mismo para dejar vivir lo que reproduce. Al contrario,
el cuadro hace vigente su propio ser con el fin de dejar que viva lo que
representa. Este es pues el punto en el que la imagen del espejo pierde su
función directriz. Ella no es más que una pura apariencia; no tiene verdadero
ser y se comprende en su efímera existencia como dependiente del hecho del
reflejo. Sin embargo la imagen en el sentido estético de la palabra sí que
tiene un ser propio. Este su ser como representación, es decir, precisamente
aquello que hace que no sea lo mismo que lo representado, es lo que le
confiere frente a la mera copia su caracterización positiva de ser una
imagen. Incluso las modernas técnicas mecánicas de la imagen pueden
utilizarse artísticamente por ejemplo destacando de entre lo reproducido
algo que a una primera mirada no aparecería así. Una imagen de este género
no es una copia porque representa algo que sin ella no se representaría así.
Está diciendo por sí misma algo sobre la imagen original.
constituir el rango óntico de lo representado. La representación supone para
ello un incremento de ser. El contenido propio de la imagen se determina
ontológicamente como emanación de la imagen original.
Está en la esencia de la emanación el que lo emanado sea un exceso.
Aquello de lo que excede no se vuelve menos por ello. El desarrollo de esta
idea en la filosofía neoplatónica, que salta así el marco de la ontología
griega de la sustancia, fundamenta el rango óntico positivo de la imagen.
Pues si lo originariamente uno no se vuelve menos porque de ello exceda lo
mucho, esto significa que el ser se acrecienta.
Parece que ya la patrística griega se sirvió de estos razonamientos
neoplatónicos para rechazar la hostilidad veterotestamentaria frente a las
imágenes en relación con la cristología. Ellos consideraban que el que Dios
se hiciera hombre representaba el reconocimiento fundamental de la
manifestación visible, con lo cual ganaron una legitimación para las obras
de arte. En esta superación de la prohibición de las imágenes puede verse el
acontecimiento decisivo que hizo posible el desarrollo de las artes plásticas
en el occidente cristiano 9.
A la realidad óntica de la imagen le subyace pues la relación ontológica de
imagen originaria y copia. Sin embargo lo que realmente interesa es que la
relación conceptual platónica entre copia e imagen originaria no agota la
valencia óntica de lo que llamamos una imagen. Mi impresión es que el
modo de ser de ésta se caracteriza óptimamente recurriendo a un concepto
jurídico-sacral, el de la repraesentatio10.
En consecuencia la representación permanece referida en un sentido esencial
a la imagen originaria que se representa en ella. Pero es más que una copia.
El que la representación sea una imagen —y no la imagen originaria
misma— no significa nada negativo, no es que tenga menos ser, sino que
constituye por el contrario una realidad autónoma. La referencia de la
imagen a su original se representa así de una manera completamente distinta
a como ocurre con la copia. No es ya una relación unilateral. Que la imagen
posea una realidad propia significa a la inversa para el original que sólo
accede a la representación en la representación. En ella se representa a sí
mismo. Esto no tiene por qué significar que el original quede remitido
expresamente a esa representación para poder aparecer. También podría
representarse, tal como es, de otro modo. Pero cuando se representa así, esto
deja de ser un proceso accidental para pasar a pertenecer a su propio ser.
Cada representación viene a ser un proceso óntico que contribuye a
Desde luego no es casual que el concepto de la repraesentatio aparezca al
querer determinar el rango óntico de la imagen frente a la copia. Si la
imagen es un momento de la repraesentatio y posee en consecuencia una
valencia óntica propia, tiene que producirse una modificación esencial e
incluso una completa inversión de la relación ontológica de imagen
originaria y copia. La imagen adquiere entonces una autonomía que se
extiende sobre el original. Pues en sentido estricto éste sólo se convierte en
originario en virtud de la imagen, esto es, lo representado sólo adquiere
imagen desde su imagen.
Esto puede ilustrarse muy bien con el caso especial del cuadro
representativo. Lo que éste muestra y representa es el modo como se
94
muestra y representa el gobernante, el hombre de estado, el héroe. Pero ¿qué
quiere decir esto? No desde luego que en virtud del cuadro el representado
adquiera una forma nueva y más auténtica de manifestarse. La realidad es
más bien inversa: porque el gobernante, el hombre de estado, el héroe tienen
que mostrarse y representarse ante los suyos, porque tienen que representar,
es por lo que el cuadro adquiere su propia realidad. Y sin embargo aquí se
da un cambio de dirección. El protagonista mismo tiene que responder,
cuando se muestra, a la expectativa que el cuadro le impone. En realidad
sólo se lo representa en el cuadro porque tiene su ser en este su mostrarse.
En consecuencia lo primero es el representarse, y lo segundo la
representación que este representarse obtiene en el cuadro. La
repraesentatio del cuadro es un caso especial de la representación como, un
acontecimiento público. Sólo que lo segundo influye a su vez de nuevo
sobre lo primero. Aquél, cuyo ser implica tan esencialmente el mostrarse, no
se pertenece ya a sí mismo p No puede, por ejemplo, evitar que se le
represente en el cuadro; y en cuanto que estas representaciones determinan
la imagen que se tiene de él, acaba por tener que mostrarse como se lo
prescribe el cuadro. Por paradójico que suene, lo cierto es que la imagen
originaria sólo se convierte en imagen desde el cuadro, y sin embargo el
cuadro no es más que la manifestación de la imagen originaria
tradición poético-religiosa lo que ésta misma ya ha realizado. La famosa
afirmación de Herodoto de que Homero y Hesíodo habían proporcionado
sus dioses a los griegos se refiere a que éstos introdujeron en la variopinta
tradición religiosa de los griegos la sistemática teológica de una familia
divina, fijando así por primera vez figuras perfiladas por su forma (ειδος) y
por su función (τιµη)14. En esto la poesía realizó un trabajo teológico. Al
enunciar las relaciones de los dioses entre sí consiguió que se consolidara un
todo sistemático.
De este modo esta poesía hizo posible que se crearan tipos fijos, aportando y
liberando para las artes plásticas su conformación y configuración. Así
como la palabra poética había aportado una primera unidad a la conciencia
religiosa, superando los cultos locales, a las artes plásticas se les plantea una
tarea nueva; pues lo poético siempre retiene una cierta falta de fijeza, ya que
representa en la generalidad espiritual del lenguaje algo que sigue abierto a
su acabamiento por la libre fantasía. En cambio las artes plásticas hacen
formas fijas y crean de este modo los tipos. Y esto sigue siendo válido
aunque no se confunda la creación de la «imagen» de lo divino con la
invención de los dioses, y aunque se rechace la inversión feuerbachiana
de la tesis de la ¿mago Dei sobre el Génesis 16. Esta inversión y
reinterpretación antropológica de la experiencia religiosa, dominante en el
siglo XIX, procede en realidad del mismo subjetivismo que subyace también
a la forma de pensar de la nueva estética.
Hasta ahora hemos verificado esta «ontología» de la imagen en relaciones
profanas. Sin embargo, es evidente que sólo la imagen religiosa permitirá
que aparezca plenamente el verdadero poder óntico de la imagen13. Pues de
la manifestación de lo divino hay que decir realmente que sólo adquiere su
«imaginabilidad» en virtud de la palabra y de la imagen. El cuadro religioso
posee así un significado ejemplar. En él resulta claro y libre de toda duda
que la imagen no es copia de un ser copiado, sino que comunica
ónticamente con él. Si se lo toma como ejemplo se comprende finalmente
que el arte aporta al ser, en general y en un sentido universal, un incremento
de imaginabilidad. La palabra y la imagen no son simples ilustraciones
subsiguientes, sino que son las que permiten que exista enteramente lo que
ellas representan.
Oponiéndonos a este pensamiento subjetivista de la nueva estética hemos
desarrollado más arriba el concepto del juego como el que caracteriza de
manera más auténtica al acontecer artístico. Este entronque se ha visto
confirmado en cuanto que también la imagen —y con ella el conjunto de las
artes que no están referidas a su reproducción— es un proceso óntico que no
puede por tanto comprenderse adecuadamente como objeto de una
conciencia estética, sino que su estructura ontológica es mucho más
aprehensible partiendo de fenómenos como el de la repraesentatio. La
imagen es un proceso óntico; en ella accede el ser a una manifestación
visible y llena de sentido. El carácter de imagen originaria no se restringe así
a la función «copiadora» del cuadro, ni en consecuencia al ámbito particular
de la pintura y plástica de «objetos», de la que la arquitectura quedaría
completamente excluida. El carácter de imagen originaria es por el contrario
un momento esencial que tiene su fundamento en el carácter representativo
En la ciencia del arte el aspecto ontológico de la imagen se plantea en el
problema especial de la génesis y del cambio de los tipos. La peculiaridad
de estas relaciones estriba a mi parecer en que nos encontramos ante una
doble imaginario, ya que las artes plásticas vuelven a realizar sobre la
95
del arte. La «idealidad» de la obra de arte no puede determinarse por
referencia a una idea, la de un ser que se trataría de imitar o reproducir; debe
determinarse por el contrario como el «aparecer» de la idea misma, como
ocurre en Hegel. Partiendo de esta ontología de la imagen se vuelve dudosa
la primacía del cuadro de pinacoteca que es el que responde a la conciencia
estética. Al contrario, el cuadro contiene una referencia indisoluble a su
propio mundo.
2.
Esto puede ilustrarse muy bien si se piensa en el diferente papel que
desempeña el modelo del pintor, por ejemplo, en una pintura de género o en
una composición de figuras. En el retrato, lo que se representa es la
individualidad del retratado. En cambio cuando en un cuadro el modelo
resulta operante como individualidad, por ejemplo, por tratarse de un tipo
interesante que al pintor se le ha puesto delante del pincel, esto puede llegar
a ser incluso una objeción contra el cuadro. En él ya no se ve lo que el pintor
quería representar, sino una porción de material no trasformado. Por
ejemplo, resulta distorsionante para el sentido de una composición de
figuras que en ella se reconozca a un modelo conocido del pintor. Un
modelo es un esquema que debe desaparecer. La referencia al original del
que se ha servido el pintor tiene que extinguirse en el contenido del cuadro.
El fundamento ontológico de lo ocasional y lo decorativo
Si se parte de que la obra de arte no debe comprenderse desde la
«conciencia estética», dejan de ser problemáticos ciertos fenómenos que en
la nueva estética habían quedado marginados; más aún, pueden llegar a
situarse en el centro mismo de un planteamiento «estético» no reducido
artificiosamente.
De hecho también en otros ámbitos se entiende así el concepto del
«modelo»: es algo a través de lo cual se visualiza algo distinto, que en sí
mismo no serla visible; piénsese, por ejemplo, en el modelo de una casa en
proyecto, o en el modelo del átomo. Tampoco el modelo del pintor está
tomado por sí mismo. Sólo sirve como soporte de determinados ropajes,
o para dar expresión a ciertos gestos, como lo haría una muñeca disfrazada.
En cambio, la persona a quien se representa en un retrato resulta tan ella
misma que no parece disfrazada aunque las ropas con las que aparezca sean
tan espléndidas que puedan llamar la atención sobre sí: el esplendor de su
aparición le pertenece a él mismo. El es exactamente lo que es para los
demás 17. La interpretación de un poema a partir de las vivencias o de las
fuentes que le subyacen, tarea tan habitual en la investigación literaria,
biográfica o de fuentes, no hace muchas veces más que lo que haría la
investigación del arte si ésta examinase las obras de un pintor por referencia
a quienes le sirvieron de modelo.
Me estoy refiriendo a fenómenos como el retrato, la dedicatoria poética o
incluso las alusiones indirectas en la comedia contemporánea. Los
conceptos estéticos del retrato, de la dedicatoria poética o de la alusión no
están formados desde luego a partir de la conciencia estética. Para ésta lo
que reúne a estos fenómenos es su carácter de ocasionalidad, que
efectivamente estas formas artísticas recaban por sí mismas. Ocasionalidad
quiere decir que el significado de su contenido se determina desde la
ocasión a la que se refieren, de manera que este significado contiene
entonces más de lo que contendría si no hubiese tal ocasión 16. El retrato,
por ejemplo, contiene una referencia a h persona a la que representa,
relación que uno no pone a posterior! sino que está expresamente intentada
.por la representación misma, y es esto lo que la caracteriza como retrato.
En todo esto es decisivo que la ocasionalidad está inserta en la pretensión
misma de la obra, que no le viene impuesta, por ejemplo, por su intérprete.
Este es el motivo por el que formas artísticas como el retrato, a las que
afecta por entero este carácter, no acaban de encontrar su puesto en una
estética fundada sobre el concepto de la vivencia. Un retrato tiene en su
mismo contenido plástico su referencia al original. Con ello no sólo queda
dicho que la imagen está pintada efectivamente según el original, sino
también que se refiere a él.
Esta diferencia entre modelo y retrato contribuye a aclarar lo que significa
aquí ocasionalidad. En el sentido que le damos, ésta se encuentra
inequívocamente en la pretensión de sentido de* la obra misma, a diferencia
de todas esas otras cosas que pueden observarse en la obra, o que pueden
inferirse de ella, en contra de lo que ella misma pretende. Un retrato quiere
ser entendido como retrato, incluso aunque la referencia al original esté casi
ahogada por la forma misma de la imagen del cuadro. Esto se ve con tanta
mayor claridad en ese tipo de cuadros que sin ser retratos contienen sin
embargo rasgos de retrato. También ellos sugieren la pregunta por el
96
original que se reconoce a través del cuadro, y en esto son algo más que el
simple modelo, que debía ser un mero esquema evanescente. Algo parecido
ocurre en las obras literarias, en las cuales pueden estar involucrados
retratos literarios sin que por ello hayan de caer en la indiscreción pseudoartística de la novela alusiva 18.
retratado. En el cuadro hay entonces algo que uno no puede resolver,
justamente su ocasionalidad. Pero esto que uno no puede resolver no deja
por eso de estar ahí; más aún, está ahí de una manera absolutamente
inequívoca. Y lo mismo puede decirse de ciertos fenómenos literarios. Los
epinicios de Píndaro, la comedia que siempre es crítica de su tiempo e
incluso construcciones tan literarias como las odas y sátiras de Horacio, son
íntegramente de naturaleza ocasional. En estas obras de arte lo ocasional se
ha convertido en una forma tan duradera que contribuye a soportar el
sentido del conjunto aunque no se lo comprenda ni se lo pueda resolver. La
referencia histórica real que el intérprete estaría en condiciones de
proporcionar es para el poema como conjunto sólo secundario. Se limita a
rellenar una prescripción de sentido que estaba puesta en él.
Por difusa y discutible que sea la frontera que separa estas alusiones
ocasionales de lo que en general llamamos el contenido documental e
histórico de una obra, lo que en cambio sí es una cuestión fundamental es la
de si uno se somete a la pretensión de sentido que plantea una obra o si uno
no ve en ella más que un documento histórico al que se trata de interrogar.
El historiador intentará buscar en todas partes, aun contradiciendo el sentido
de las pretensiones de una obra, todas las referencias que estén en
condiciones de proporcionarle alguna noticia sobre el pasado. En las obras
de arte buscará siempre los modelos, esto es, perseguirá las referencias
temporales imbricadas en las obras de arte", aunque éstas no fuesen
reconocidas por sus observadores contemporáneos y desde luego no
soporten en modo alguno el sentido del conjunto. Ocasionalidad en el
sentido que le damos aquí no es esto, sino únicamente cuando la referencia a
un determinado original está contenida en la pretensión de sentido de la obra
misma. En tal caso no está en manos de la arbitrariedad del observador el
que la obra contenga o no tales momentos ocasionales. Un retrato es un
retrato, y no lo es tan sólo en virtud de los que reconocen en él al retratado
ni por referencia a ellos. Aunque esta relación con el original esté en la obra
misma, sin embargo, sigue siendo correcto llamarla ocasional. Pues el
retrato no dice por sí mismo quién es la persona a la que representa, sino
únicamente que se trata de un determinado individuo (y no por ejemplo de
un tipo). Pero quien es el representado, eso sólo se puede «reconocer»
cuando uno conoce a la persona en cuestión o cuando se proporciona esta
información en alguna nota aneja. En cualquier caso existe en la imagen
misma una alusión que no está explicitada pero que es explicitable por
principio, y que forma parte de su significado. Esta ocasionalidad pertenece
al núcleo mismo del contenido significativo de la «imagen»,
independientemente de que se la explicite o no.
Es importante reconocer que lo que llamamos aquí ocasionalidad no
representa en ningún caso la menor disminución de la pretensión y de la
univocidad artísticas de este género de obras. Lo que se representa a la
subjetividad estética como «irrupción del tiempo en él juego» 10, y que a la
era del arte vivencial le parecía una degradación del significado estético de
una obra, no es en realidad más que el reflejo subjetivo de la relación
ontológica que hemos desarrollado más arriba. Una obra de arte está tan
estrechamente ligada a aquello a lo que se refiere que esto enriquece su ser
como a través de un nuevo proceso óntíco. Ser retenido en un cuadro, ser
interpelado en un poema, ser objetivo de una alusión desde la escena, todo
esto no son pequeños accidentes lejanos a la esencia, sino que son
.representaciones de esta misma esencia. Lo que hemos dicho antes en
general sobre la valencia óntica de la imagen afecta también a estos
momentos ocasionales. De este modo, el momento de la ocasionalidad que
se encuentra en los mencionados fenómenos se nos muestra como caso
especial de una relación más general que conviene al ser de la obra de arte:
experimentar la progresiva determinación de su significado desde la
«ocasionalidad» del hecho de que se la represente.
El ejemplo más claro lo constituyen, sin duda, las artes reproductivas, sobre
todo la representación escénica y la música, que literalmente están
esperando la ocasión para poder ser, y que sólo se determinan en virtud de la
ocasión que encuentran.
Esto se reconoce por el hecho de que un retrato siempre parece retrato
(como ocurre también con la representación de una determinada persona en
el marco de una composición de figuras), aunque uno no conozca al
97
El escenario es en este sentido una instancia política particularmente
destacada, pues sólo en la representación sale a flote todo lo que había en la
pieza, a lo que ésta aludía, todo cuando en ella esperaba encontrar eco.
Antes de empezar nadie sabe lo que va a «venir», ni lo que de un modo u
otro va a caer en vacío. Cada sesión es un acontecimiento, pero no un suceso
que se enfrente o aparezca al lado de la obra poética como cosa propia: es la
obra misma la que acontece en el acontecimiento de su puesta en escena. Su
esencia es ser «ocasional», de modo que la ocasión de la escenificación la
haga hablar y permita que salga lo que hay en ella. El director que monta la
escenificación de una obra literaria muestra hasta qué punto sabe percibir la
ocasión. Pero con ello actúa bajo la dirección del autor, cuya obra es toda
ella una indicación escénica. Y todo esto reviste una nitidez particularmente
evidente en la obra musical: verdaderamente la partitura no es más que
indicación. La distinción estética podrá medir la música ejecutada por
relación con la imagen sonora interior, leída, de la partitura misma; sin
embargo no cabe duda de que oír música no es leer.
carácter único de la referencia a la ocasión se vuelve con el tiempo desde
luego irresoluble, pero esta referencia ya irresoluble queda en la obra como
siempre presente y operante. En este sentido también el retrato es
independiente del hecho único de su referencia al original, y contiene éste en
sí mismo precisamente en cuanto que lo supera.
El caso del retrato no es más que una forma extrema de algo que constituye
en general la esencia del cuadro. Cada cuadro representa un incremento de
ser, y se determina esencialmente como repraesentatio, como un acceder a
la representación. En el caso especial del retrato esta repraesentatio
adquiere un sentido personal en cuanto que se trata^-de representar
representativamente una individualidad. Pues esto significa que el
representado se representa a sí mismo en su retrato, y ejerce en él su propia
representación. El cuadro ya no es sólo cuadro ni mera copia, sino que
pertenece a la actualidad o a la memoria actual del representado. Esto es lo
que constituye su verdadera esencia. Y en este sentido el caso del retrato es
un caso especial de la valencia óntica general que hemos atribuido a la
imagen como tal. Lo que en ella accede al ser no estaba ya contenido en lo
que sus conocidos ven en lo copiado: los que mejor pueden juzgar un retrato
no son nunca ni sus parientes más cercanos ni desde luego el retratado
mismo.
En consecuencia forma parte de la esencia de la obra musical o dramática
que su ejecución en diversas épocas y con diferentes ocasiones sea y tenga
que ser distinta. Importa ahora comprender hasta qué punto, mutatis
mutandis, esto puede ser cierto también para las artes estatuarias. Tampoco
en ellas ocurre que la obra sea «en sí» y sólo cambie su efecto: es la obra
misma la que se ofrece de un modo distinto cada vez que las condiciones
son distintas. El espectador de hoy no sólo ve de otra manera, sino que ve
también otras cosas. Basta con recordar hasta qué punto la imagen del
mármol blanco de la antigüedad domina nuestro gusto y nuestro
comportamiento conservador desde la época del Renacimiento, o hasta
qué punto la espiritualidad purista de las catedrales góticas representa un
reflejo de sensibilidad clasicista en el norte romántico. Pero en principio
también las formas artísticas específicamente ocasionales, por ejemplo, la
parábasis en la comedia antigua, o la caricatura en la lucha política,
orientadas hacia una «ocasión» muy concreta —y en definitiva esto afecta
también al retrato—, son maneras de presentarse esa ocasionalidad general
que conviene a la obra de arte en cuanto que se determina de una forma
nueva de una ocasión para otra. Incluso la determinación única en el
«tiempo, en virtud de la cual se cumple este momento ocasional en sentido
estricto que conviene a la obra de arte, participa, dentro del ser de la obra de
arte, de una generalidad que la hace capaz de un nuevo cumplimiento; el
En realidad el retrato no pretende reproducir la individualidad que
representa del mismo modo que ésta vive a los ojos de éste o aquél de los
que le rodean. Muestra por el contrario, necesariamente, una idealización
que puede recorrer una gradación infinita desde lo puramente representativo
hasta lo más íntimo. Esta idealización no altera nada en el hecho de que en
el retrato el representado sea una individualidad y no un tipo, por mucho que
la individualidad retratada aparezca despojada; de lo casual y privado y
trasportada a lo más esencial de su manifestación válida.
Por eso las imágenes que representan monumentos religiosos o profanos dan
fe de la valencia óntica general de la imagen con más nitidez que el retrato
íntimo. Pues su función pública reposa sobre esa valencia. Un monumento
mantiene lo que se representa en él en una actualidad específica que es
completamente distinta de la de la conciencia estética. No vive sólo de la
capacidad autónoma de hablar de la imagen. Esto nos lo™ enseña ya el
hecho de que esta misma función puede cumplirse no sólo con obras
98
imaginativas sino también con cosas muy_ distintas, por ejemplo, con
símbolos e inscripciones. Lo que' se presupone en todos estos casos es que
aquello que debe recordar el monumento es conocido: se presupone su
actualidad « potencial. La imagen de un dios, el cuadro de un rey, el
monumento que se levanta a alguien, implican que el dios, el rey, el héroe o
el acontecimiento, la victoria o el tratado de paz,— poseen ya una actualidad
que es determinante para todos. La obra que los representa no hace entonces
más que lo que haría m una inscripción: mantenerlos actuales en lo que
constituye su significado general. Sea como fuere, cuando algo es una obra
— de arte esto no sólo significa que aporta algo más a este significado que
se presupone, sino que además es capaz de hablar por sí mismo y hacerse así
independiente de ese conocimiento previo que lo soporta.
encuentra delante del santuario. El concepto de lo profano y su derivado, la
profanación, presupone pues, siempre, la sacralidad. De hecho la oposición
entre profano y sagrado, en el mundo antiguo del que procede, sólo podía
ser relativa, ya que todo el ámbito de la vida estaba ordenado y determinado
conforme a 16 sacral. Sólo a partir del cristianismo se hace posible entender
la profanidad en un sentido más estricto, pues sólo el nuevo testamento logra
des-demonizar el mundo hasta el punto de que quepa realmente oponer por
completo lo profano a lo religioso. La promesa de salvación de la iglesia
significa que el mundo no es ya más que «este mundo». La particularidad de
esta pretensión funda al mismo tiempo la tensión entre iglesia y estado que
aparece al final de la antigüedad; es entonces cuando el concepto de lo
profano adquiere su verdadera actualidad. Es sabido hasta qué punto la
historia entera de la edad media está dominada por la tensión entre iglesia y
estado. La profundización espiritualista en la idea de la iglesia cristiana
acaba por liberar la posibilidad del estado mundano. Tal es el significado
histórico universal de la alta edad media: que en ella se constituye el mundo
profano capaz de dar al concepto de lo profano toda su importancia
moderna2I. Pero esto no cambia el hecho de que la profanidad siga siendo
un concepto jurídico-sacral y que sólo se pueda determinar desde lo sagrado.
Una profanidad absoluta sería un concepto absurdo 22.
A despecho de toda distinción estética, una imagen sigue siendo una
manifestación de lo que representa, aunque ello sólo se-manifieste en virtud
de la capacidad autónoma de hablar de la imagen. En la imagen cultural esto
es indiscutible. Sin embargo, la diferencia entre sagrado y profano es en la
obra de arte bastante relativa. Incluso el retrato individual, cuando es una
obra de arte, participa de algún modo de esa misteriosa emanación óntica
que se corresponde con el rango óntico de lo representado.
Un ejemplo podrá ayudarnos a ilustrar esto: Justi 20 calificó una vez de una
manera muy aceitada la «Rendición de Breda» de Velázquez como «un
sacramento militar». Quería decir con esto que el cuadro no es un retrato de
grupo ni tampoco una simple pintura histórica. Lo que se ha fijado en el
cuadro no es sólo un proceso solemne como tal. Al contrario, la solemnidad
de esta ceremonia resulta tan actual en el cuadro porque ella misma posee»el
carácter de la imaginatividad y se realiza como un sacramento. Hay cosas
que necesitan de imagen y que son dignas de imagen, y su esencia sólo se
cumple del todo cuando se representan en una imagen.
El carácter relativo de profano y sagrado no sólo pertenece a la dialéctica de
los conceptos, sino que se hace perceptible en el fenómeno de la imagen en
su calidad de referencia real. Una obra de arte siempre lleva en sí algo
sagrado. Es verdad que una obra de arte religiosa que se expone en su
museo, o una estatua conmemorativa colocada en una galería, ya no
pueden ser profanadas en el mismo sentido en que lo serían si hubiesen
permanecido en su lugar de origen. Pero también es evidente que esto no
sólo vale para las obras de arte religiosas. Algo parecido sentimos a veces
en las tiendas de antigüedades, cuando encontramos a la venta piezas que
todavía parecen conservar un cierto hálito de vida íntima; uno experimenta
una cierta vergüenza, una especie de lesión de la piedad o incluso de
profanación. -Y en última instancia toda obra de arte lleva en sí algo que se
subleva frente a su profanación. Una de las pruebas más decisivas de esto es
en mi opinión el hecho de que incluso la conciencia estética pura conoce el
concepto de la profanación. Incluso ella siente la destrucción de una obra de
arte como un atentado (La palabra alemana Frevel —«atentado»,
«desmán», incluso «sacrilegio»— no se emplea actualmente casi más que
No es casual que en cuanto se quiere hacer valer el rango óntico de la obra
de arte frente a su nivelación estética aparezcan siempre conceptos
religiosos.
Y el que bajo nuestros presupuestos la oposición entre profano y sagrado
aparezca como relativa es perfectamente congruente. Basta con recordar el
significado y la historia del concepto de la profanidad: es profano lo que se
99
en relación con obras de arte: Kunst-Frevel). Es un rasgo muy característico
de la moderna religión de la cultura estética, y se le podrían añadir algunos
otros testimonios. Por ejemplo, el término «vandalismo», que se remonta
hasta la edad media, sólo encuentra una verdadera recepción en la reacción
frente a las destrucciones jacobinas durante la revolución francesa. La
destrucción de obras de arte es como el allanamiento de un mundo
protegido por la santidad. Por eso ni siquiera una conciencia estética que se
haya vuelto autónoma podría negar que el arte es más de lo que ella misma
pretende que percibe.
Por supuesto que no se trata ahora de hacer confluir el sentido especial de la
representación que conviene a la obra de arte con la representación sagrada
que conviene, por ejemplo, al símbolo. No todas las formas de
«representación» son «arte». También son formas de representación los
símbolos, e incluso las señales: también ellas poseen la estructura referencial
que las convierte en representaciones.
La esencia de la imagen se encuentra más o menos a medio camino entre
dos extremos. Estos extremes de la representación son por una parte Impura
referencia a algo —que es la esencia del signo— y por la otra ó. puro estar
por otra cosa —que es la esencia del símbolo—. La esencia de la imagen
tiene algo de cada uno de ellos. Su manera de representar contiene el
momento de la referencia a lo que se representa en él. Ya hemos visto que
esto se comprueba con gran claridad en formas especiales como el retrato, al
que es esencial la referencia a su original. Sin embargo, la imagen no es un
signo. Un signo no es nada más que lo que exige su función, y ésta consiste
en apuntar fuera de sí. Para poder cumplir esta función tiene que empezar
desde luego atrayendo la atención hacia sí. Tiene que llamar la atención,
esto es, destacarse con claridad y mostrar su contenido referencial, como lo
hace un cartel. Sin embargo, un signo, igual que una imagen, no es un cartel.
No debe atraer tanto que la atención permanezca en él, ya que sólo debe
hacer actual lo que no lo es, y hacerlo de manera que sólo se apunte a lo
ausente **. Por lo tanto su propio contenido como imagen no debe invitar a
demorarse en él. Y esto mismo vale para toda clase de signos, tanto para las
señales de tráfico como para las llamadas de atención y otras semejantes.
Todas ellas suelen tener algo de esquemáticas y abstractas, porque no
intentan mostrarse a sí mismas sino mostrar lo que no está presente, una
curva que va a venir o la página hasta la que hemos llegado en un libro
(Incluso de los signos naturales, por ejemplo, de los que anuncian algo
respecto al tiempo, hay que decir que sólo adquieren su función referencial
por abstracción. Si al mirar al cielo nos sentimos poseídos por la belleza de
un fenómeno celeste y nos quedamos contemplándolo, experimentamos un
desplazamiento de nuestra intención que hace que su carácter de signo se
desvanezca).
En el, marco de las investigaciones lógicas de los últimos decenios sobre la
esencia de la expresión y el significado se ha desarrollado de manera
particularmente intensiva la estructura de la referencia que contienen todas
estas formas de representación28. Sin embargo, nuestra mención de estos
análisis está soportada aquí por una intención distinta. Nuestro interés no se
dirige al problema del significado sino a la esencia de la imagen. Intentamos
hacernos cargo de su peculiaridad sin dejarnos extraviar por las
abstracciones que acostumbra a ejercer la conciencia estética. Por eso
intentamos ilustrar estos fenómenos de referencia, con el fin de elucidar
tanto lo común como las diferencias.
Entre todos los signos el que posee más cantidad de realidad propia es el
objeto de recuerdo. El recuerdo se refiere a lo pasado y es en esto un
verdadero signo, pero para nosotros es valioso por sí mismo, porque nos
hace presente lo pasado como un fragmento que no pasó del todo. Al mismo
tiempo es claro que esto no se funda en el ser mismo del objeto en cuestión.
Un recuerdo sólo tiene valor como tal para aquél que de todos modos está
pendiente del pasado, todavía. Los recuerdos pierden su valor en cuanto deja
de tener significado el pasado que nos recuerdan. Y a la inversa, cuando
alguien no sólo cultiva estos recuerdos sino que incluso los hace objeto de
un verdadero culto y vive con el pasado como si éste fuera el presente,
Todas estas reflexiones justifican que caractericemos el modo de ser del arte
en conjunto mediante el concepto de la representación, que abarca tanto al
juego como a la imagen, tanto la comunión como la repraesentatio. La obra
de arte es pensada entonces como un proceso óntico, y se deshace la
abstracción a la que la había condenado la distinción estética. También la
imagen es un proceso de representación. Su referencia al original no
representa ninguna disminución de su autonomía ón-tica, hasta el punto de
que por el contrraio hemos tenido ocasión de hablar, por referencia a la
imagen, de un incremento de ser. En este sentido la aplicación de conceptos
jurídico-sacrales ha parecido realmente aconsejada.
100
entendemos que su relación con la realidad está de algún modo
distorsionada.
deja que el pasado se vuelva presente y se reconozca como válido. Tanto
más valdrá esto para los símbolos religiosos, qué no sólo funcionan como
se-señales sino cuyo sentido es ser comprendidos por todos, unir a todos y
asumir de este modo también la función de un signo. Lo que se simboliza
requiere ciertamente alguna representación, ya que por sí mismo es
insensible, infinito e irrepresentable; pero es que también es susceptible de
ella, pues sólo porque es actual por sí mismo puede actualizarse en el
símbolo.
Una imagen no es por lo tanto un signo. Ni siquiera un recuerdo invita a
quedarse en él, sino que remite al pasado que representa para uno. Un
cambio, la imagen sólo cumple su referencia a lo representado en virtud de
su propio contenido. Profundizando en ella se está al mismo tiempo en lo
representado. La imagen remite a otra cosa, pero invitando a demorarse en
ella. Pues lo que constituye aquella valencia óntica de la que ya hemos
hablado es el hecho de que no está realmente escindida de lo que representa,
sino que participa de su ser. Ya hemos visto que en la imagen lo
representado vuelve a sí mismo. Experimenta un incremento de ser. Y esto
quiere decir que lo representado está por sí mismo en su imagen. Sólo una
reflexión estética, la que hemos denominado distinción estética, abstrae esta
presencia del original en la imagen.
En este sentido un símbolo no sólo remite a algo, sino que lo representa en
cuanto que está en su lugar, lo sustituye. Pero sustituir significa hacer
presente algo que está ausente. El símbolo sustituye en cuanto que
representa, esto es, en cuanto que hace que algo esté inmediatamente
presente. Sólo en cuanto que el símbolo representa así la presencia de
aquello en cuyo lugar está, atrae sobre sí la veneración que conviene a lo
simbolizado por él. Símbolos como los religiosos, las banderas, los
uniformes, son tan representativos de lo que se venera en ellos que ello está
ahí, en ellos mismos.
La diferencia entre imagen y signo posee en consecuencia un fundamento
ontológico. La imagen no se agota en su función de remitir a otra cosa, sino
que participa de algún modo en el ser propio de lo que representa.
El concepto de la repraesentatio, que antes hemos empleado para
caracterizar a la imagen, tiene aquí su lugar originario; esto demuestra lacercanía objetiva en que se encuentran la representación en la imagen y la
función representativa del símbolo. En ambas está presente por sí mismo lo
que representa. Y sin embargo, la imagen como tal- no es un símbolo. No
sólo porque los símbolos no necesitan en sí mismos ser o llevar alguna
imagen: cumplen su función sustitutiva por su mero estar ahí y mostrarse,
pero por sí mismos no dicen nada sobre lo simbolizado. Para poder hacerse
cargo de su referencia hay que conocerlos igual que hay que conocer un
signo. En esto no suponen ningún incremento del ser de lo representado. Es
verdad que el ser de esto implica su hacerse presente en símbolos. Pero por
el hecho de que los símbolos estén ahí y se muestren no se sigue
determinando el contenido de su propio ser. Cuando el símbolo está ahí, lo
simbolizado no lo está en un-grado superior. Ellos se limitan a sustituirlo.
Por eso no importa cuál pueda ser su significado, si es que tienen alguno.
Son representantes, y reciben su función óntica representativa de aquello a
lo que han de representar. En cambio la imagen representa también, pero lo
hace por sí misma. Por el plus de significado que ofrece. Y esto significa
que en ella lo representado, la «imagen original», está ahí en un grado más
Naturalmente, esta participación ontológica no conviene sólo a la imagen,
sino también a lo que llamamos símbolo. Del símbolo, como de la imagen,
hay que decir que no apunta a algo que no estuviera simultáneamente
presente en él mismo. Se nos plantea, pues, la tarea de distinguir entre el
modo de ser de la imagen y el del símbolo.
El símbolo se distingue fácilmente del signo, acercándose con ello por otra
parte al concepto de la imagen. La función representativa del símbolo no se
reduce a remitir a lo que no está presente. Por el contrario el Símbolo hace
aparecer como presente algo que en el fondo lo está siempre. Es algo que el
propio sentido originario del término «símbolo» muestra con claridad. Si en
otro tiempo se llamó símbolo al signo que permitía reconocerse a dos
huéspedes separados, o a los miembros dispersos de una comunidad
religiosa, porque este signo demostraba su comunidad, un símbolo de este
género poseía con toda certeza función de signo. Sin embargo, se trata de
algo más que un signo. No sólo apunta a una comunidad, sino que la expresa
y la hace visible. La tessera hospitalis es un resto de una vida vivida en otro
tiempo, y atestigua con su existencia aquello a lo que se refiere, es decir,
101
perfecto, de una manera más auténtica, es decir, tal como verdaderamente
es.
de una función significativa propia, como representación plástica o no
plástica. La fundación y dedicación de un monumento —y no es casual que
a los edificios religiosos y a los profanos se les llame monumentos
arquitectónicos en cuanto los consagra la simple distancia histórica— sólo
realiza en consecuencia una función que estaba ya implicada en el contenido
propio de la obra misma.
Este es el sentido en el que de hecho la imagen está a medio camino entre el
signo y el símbolo. Su manera de representar no es ni pura referencia ni pura
sustitución. Y esta posición media que le conviene lo eleva a un rango
óntico que le es enteramente peculiar. Los signos artificiales, igual que los
símbolos, no reciben el sentido de su función desde su propio contenido,
como la imagen, sino que tienen que adaptarse como signos o como
símbolos. A este origen de su sentido y de su función le llamamos su
fundación. Para la determinación de la valencia óntica de la imagen en la
que se centra nuestro interés lo decisivo es que en la imagen no existe la
fundación en este sentido.
Esta es la razón por la que las obras de arte pueden asumir una determinada
función real y rechazar otra, tanto religiosa como profana, tanto pública
como íntima. El que se los funde y erija como monumentos para el recuerdo,
la veneración o la piedad, sólo es posible porque ellos mismos prescriben y
conforman desde sí un cierto nexo funcional. Ellos buscan por sí mismos su
lugar, y cuando se los desplaza, por ejemplo, integrándoles en una
colección, no se borra sin embargo el rastro que apunta a su determinación
de origen. Esta pertenece a su propio ser porque su ser es representación.
Por fundación entendemos el origen de la adopción de un signo o de una
función simbólica. Incluso los símbolos naturales, por ejemplo, todos los
indicios y presagios de un suceso natural, están fundados en este sentido
fundamental. Esto significa que sólo tienen función de signo cuando se los
toma como signos. Pero sólo se los toma como signos en base a una
percepción previa simultánea del signo y de su designado. Y esto vale
también para todos los signos artificiales. Su adopción, como signos, se
produce por convención, y el lenguaje da el nombre de fundación al acto
original por el que se los introduce. La fundación del signo es lo que
sustenta su sentido referencial, por ejemplo, el de una señal de tráfico que
depende de la promulgación del correspondiente ordenamiento de tráfico, o
el del objeto de recuerdo, que reposa sobre el sentido que se confirió al acto
de conservarlo, etc. También el símbolo se remonta a su fundación, que es la
que le confiere su carácter representativo, pues su significado no le viene de
su propio contenido óntico, sino que es un acto de fundación, de imposición,
de consagración, lo que da significado a algo que por sí mismo carece de
ella, una enseña, una bandera, un símbolo cultural.
Si se reflexiona sobre el significado ejemplar de estas formas especiales se
comprende que puedan asumir una posición central las formas del arte que
desde el punto de vista del arte vivencial representaban más bien casos
marginales: todas aquellas cuyo contenido apunta más allá de sí mismas al
conjunto de un nexo determinado por ellas y para ellas. La forma artística
más noble y grandiosa que se integra en este punto de vista es la
arquitectura.
Una obra arquitectónica remite más allá de sí misma en una doble dirección.
Está determinada tanto por el objetivo al que debe servir como por el lugar
que ha de ocupar en el ^conjunto de un determinado contexto espacial. Todo
arquitecto debe contar con ambos factores. Su propio proyecto estará
determinado por el hecho de que la obra deberá servir a un determinado
comportamiento vital y someterse a condiciones previas tanto naturales
como arquitectónicas. Esta es la razón por la que decimos de una obra
lograda que representa una «solución feliz», queriendo decir con ello tanto
que cumple perfectamente la determinación de su objetivo como que aporta
por su construcción algo nuevo al contexto espacial urbano o paisajístico.
La misma obra arquitectónica representa por ésta su doble in-ordinación un
verdadero incremento de ser, es decir, es una obra de arte.
Pues bien, se trata ahora de comprobar que la obra de arte no debe su
significado auténtico a una fundación, ni siquiera cuando de hecho se ha
fundado como imagen cultual o como monumento profano. No es el acto
oficial de su consagración o descubrimiento, que lo entrega a su
determinación, lo que le confiere su significado. Al contrario, antes de que
se le señale una función como recordatorio era ya una construcción dotada
102
No lo sería si estuviera en un sitio cualquiera, si fuese un edificio que
destrozara el paisaje; sólo lo es cuando representa la solución de una «tarea
arquitectónica». Por eso la ciencia del arte sólo contempla los edificios que
contienen algo que merezca su reflexión, y es a éstos a los que llama
«monumentos arquitectónicos». Cuando un edificio es una obra de arte no
sólo representa la solución artística de una tarea arquitectónica planteada por
un nexo vital y de objetivos al que pertenece originalmente, sino que de
algún modo retiene también este nexo de manera que su emplazamiento en
él tiene algún sentido especial, aunque su manifestación actual esté ya muy
alejada de su determinación de origen. Hay algo en él que remite a lo
original. Y cuando esta determinación original se ha hecho completamente
irreconocible, o su unidad ha acabado por romperse al cabo de tantas
trasformaciones en los tiempos sucesivos, el edificio mismo se vuelve
incomprensible. El arte arquitectónico, el más estatuario de todos, es el que
hace más patente hasta qué punto es secundaria la «distinción estética». Un
edificio no es nunca primariamente una obra de arte. La determinación del
objetivo por el que se integra en el contexto de la vida no se puede separar
de él sin que pierda su propia realidad. En tal caso se reduce a simple objeto
de una conciencia estética; su realidad es pura sombra y ya no vive más que
bajo la forma degradada del objeto turístico o de la reproducción
fotográfica. La «obra de arte en sí» se muestra como una pura abstracción.
obra de arte se da una mediación entre pasado y presente. El que cada obra
de arte tenga su mundo no significa que, una vez que su mundo original ha
cambiado, ya no pueda tener realidad más que en una conciencia estética
enajenada. Esta es algo sobre lo que la arquitectura nos puede ilustrar con
particular claridad, ya que en ella permanece indesplazable la
pertenencia a su propio mundo.
Pero con esto está dado algo más también. La arquitectura es una forma de
arte que da forma al espacio. Espacio es lo que abarca a cuanto está en el
espacio. Por eso la arquitectura abarca a todas las demás formas de
representación: a todas las obras de las artes plásticas, a toda ornamentación.
Proporciona además el lugar para la representación de la poesía, de la
música, de la mímica y de la danza. En cuanto que abarca al conjunto de
todas las artes hace vigente en todas partes su propio punto de vista. Y éste
es el de la decoración. La arquitectura conserva éste incluso frente a las
formas artísticas, cuyas obras no deben ser decorativas sino que deben atraer
hacia sí en el carácter cerrado de su sentido. La investigación más reciente
está empezando a recordar que esto vale para todas las obras imaginativas
cuyo lugar estaba ya previsto cuando se encargaron. Ni siquiera la escultura
libre colocada sobre un podium, se sustrae al contexto decorativo, pues sirve
al ensalzamiento representativo de un nexo vital en el que se integra
adornándolo 25. Incluso la poesía y la música, dotadas de la más libre
movilidad y susceptibles de ejecutarse en cualquier sitio, no son sin
embargo adecuadas para cualquier espacio, sino que su lugar propio es éste
o aquél, el teatro, el salón o la iglesia. Esto tampoco es una búsqueda
posterior y externa de sitio para una construcción ya acabada, sino que es
necesario obedecer a la potencia configuradora del espacio que guarda la
obra misma; ésta tiene que adaptarse a lo que ya esté dado y plantear a su
vez sus propias condiciones (piénsese, por ejemplo, en el problema de la
acústica, que representa una tarea no sólo técnica sino también del arte
arquitectónico).
En realidad, la supervivencia de los grandes monumentos arquitectónicos
del pasado en la vida del tráfico moderno y de sus edificios plantea la tarea
de una integración pétrea del antes y el ahora. Las obras arquitectónicas no
permanecen impertérritas a, la orilla del río histórico de la vida, sino que
éste las arrastra consigo. Incluso cuando épocas sensibles a la historia
intentan reconstruir el estado antiguo de un edificio no pueden querer dar
marcha atrás a la rueda de la historia, sino que tienen que lograr por su parte
una mediación nueva y mejor entre el pasado y el presente. Incluso el
restaurador o el conservador de un monumento siguen siendo artistas de su
tiempo.
Estas reflexiones permiten concluir que la posición abarcante que conviene
a la arquitectura frente a todas las demás artes implica una mediación de dos
caras. Como arte configurador del espacio por excelencia opera tanto la
conformación del espacio como su liberación. No sólo comprende todos los
puntos de vista decorativos de la conformación del espacio hasta su
ornamentación, sino que ella es por su esencia decorativa. Y la esencia de la
El significado especial que reviste la arquitectura para nuestro planteamiento
consiste en que también en ella puede ponerse de manifiesto el género de
mediación sin el cual una obra de arte no posee verdadera actualidad.
Incluso allí donde la representación no ocurre en virtud de la reproducción
(de la que todo el mundo sabe que pertenece a su propio presente), en la
103
decoración consiste en lograr esa doble mediación, la de atraer por una parte
la atención del observador sobre sí, satisfacer su gusto, y al mismo tiempo
apartarlo de sí remitiéndolo al conjunto más amplio del contexto vital al que
acompaña.
Es evidente que el concepto de lo decorativo está pensado por oposición a la
«obra de arte auténtica» y su origen en la inspiración genial. Se argumenta,
por ejemplo, así: lo que sólo es decorativo no es arte del genio sino
artesanía. Está sometido como medio a aquello que debe adornar, e igual
que cualquier otro medio sometido a un fin podría sustituirse por cualquier
otro que lo cumpliese igualmente. Lo decorativo no participa del carácter
único de la obra de arte.
Y esto puede afirmarse para toda la gama de lo decorativo, desde la
construcción de las ciudades hasta los adornos individuales. Una obra
arquitectónica supone desde luego la solución de una tarea artística y atrae
por ello la admiración del observador. Al mismo tiempo debe someterse a
una forma de comportamiento en la vida y no pretender ser un fin en sí.
Debe intentar responder a este comportamiento como adorno, como
trasfondo ambientador, como marco integrador. Pero esto mismo vale para
cada una de las configuraciones que emprende el arquitecto, incluso hasta el
pequeño adorno que no debe atraer ninguna atención, sino desaparecer por
completo en su función decorativa sólo concomitante.
En realidad el concepto de la decoración debiera liberarse de esta oposición
al concepto del arte vivencial y encontrar su fundamento en Ja estructura
ontológica de la representación que ya hemos elaborado como modo de ser
de la obra de arte. Bastará con recordar que los adornos, lo decorativo, es
por su sentido esencial, precisamente lo bello. Merece la pena reconstruir
esta vieja idea. Todo lo que es adorno y adorna está determinado por su
relación con lo que adorna, por aquello a lo que se aplica y es su soporte. No
posee un contenido estético propio que sólo a posteriori padecería las
condiciones reducto-ras de la referencia a su soporte. Incluso Kant, que
pudo haber alentado una opinión como ésta, tiene en cuenta en su conocido
alegato contra los tatuajes que un adorno sólo lo es cuando es adecuado al
portador y le cae bien 26. Forma parte del gusto el que no sólo se sepa
apreciar que algo es bonito, sino que se comprenda también donde va bien y
donde no. El adorno no es primero una cosa en sí, que más tarde se adosa a
otra, sino que forma parte del modo de representarse de su portador.
También del adorno hay que decir que pertenece a la representación; y ésta
es un proceso óntico, es repraesentatio. Un adorno, un ornamento, una
plástica colocada en un lugar preferente, son representativos en el mismo
sentido en que lo es, por ejemplo, la iglesia en la que están colocados.
Pero hasta el caso extremo de los adornos conserva algo de la duplicidad de
la mediación decorativa. Es verdad que no debe invitar a demorarse en él, y
que como motivo decorativo no debe llegar a ser observado, sino que ha de
tener un efecto de mero acompañamiento. Por eso no tendrá en general
ningún contenido objetivo propio, y si lo tiene estará tan nivelado por la
estilización o por la repetición que la mirada pasará •sobre él sin detenerse.
El que las formas naturales empleadas en una ornamentación se
«reconozcan» no es intencionado. Y si el modelo reiterado es observado en
lo que representa objetivamente, su repetición se convierte en penosa
monotonía. Pero por otra parte tampoco debe resultar cosa muerta ni
monótona, sino que en su labor de acompañamiento debe tener un efecto
vivaz, esto es, de algún modo debe atraer un poco la mirada sobre sí.
El concepto de lo decorativo resulta, pues, apropiado para redondear
nuestro planteamiento del modo de ser de Jo estético. Más tarde veremos
que la recuperación del viejo sentido trascendental de lo belfo es aconsejable
también desde otro punto de vista distinto. En cualquier caso lo que
queremos significar bajo el término de «representación» es un momento
estructural, universal y ontológico de lo estético, un proceso óntico, y no por
ejemplo un acontecer vivencial que suceda sólo en el momento de la
creación artística y que el ánimo que lo recibe en cada caso sólo pueda
repetirlo. Al final del sentido universal del juego habíamos reconocido el
sentido ontológico de la representación en el hecho de que la
Si se observa la gama completa de las tareas decorativas que se plantean a la
arquitectura, no será difícil reconocer que el prejuicio de la conciencia
estética está condenada en ellas al fracaso más evidente, ya que según ella,
la verdadera obra de arte sería la que pudiera convertirse en objeto de una
vivencia estética fuera de todo tiempo y lugar y en la pura presencia del
vivirla. En la «arquitectura se hace incuestionable hasta qué punto es
necesario revisar la distinción habitual entre la obra de arte auténtica y la
simple decoración.
104
«reproducción» es el modo de ser originario del. arte original mismo. Ahora
se nos ha confirmado que también la imagen pictórica y las artes estatuarias
en general poseen, ontológicamente hablando, el mismo modo de ser. La
presencia específica de la obra de arte es un acceso-a-la-representación del
ser.
3.
silencio; toda lectura comprensiva es siempre también una forma de
reproducción e interpretación. La entonación, la articulación rítmica y
demás pertenecen también a la lectura más silenciosa. Lo significativo y su
comprensión está tan estrechamente vinculados a lo lingüístico-corporal,
que la comprensión siempre contiene un hablar interior. Y si esto es así, ya
no puede eludirse la consecuencia de que la literatura —por ejemplo, en esa
forma artística tan peculiar suya que es la novela— tiene en la lectura una
existencia tan originaria como la épica en la declamación del rapsoda o el
cuadro en la contemplación de su espectador. Y también la lectura de un
libro sería entonces un acontecer en el que el contenido leído accedería a la
representación. Es verdad que la literatura, igual que su recepción en la
lectura, muestran un grado máximo de desvinculación y movilidad 28. De
ello es índice incluso el hecho de que no es necesario leer un libro de un
tirón; el permanecer en ello no es aquí una tarea ineludible de la recepción,
cosa que no posee correlato en el escuchar o en el contemplar. Pero esto
permite apreciar también que la «lectura» se corresponde con la unidad del
texto.
La posición límite de la literatura
La piedra de toque de este desarrollo será finalmente si el aspecto
ontológico que hemos elucidado hasta aquí se aplica también al modo de ser
de la literatura. Aquí ya no parece haber ninguna representación que pudiera
pretender la menor valencia óntica propia. La lectura es un proceso de la
pura interioridad. En ella parece llegar a su extremo la liberación respecto a
toda ocasión y contingencia que aún afectaba a la declaración pública o a la
puesta en escena. La única condición bajo la que se encuentra la literatura es
la trasmisión lingüística y su cumplimiento en la lectura. ¿No encontrará la
distinción estética, con la que la conciencia estética se afirma a sí misma
frente a la obra, una legitimación en la autonomía de la conciencia lectora?
La literatura parece la poesía despojada de su valencia ontológica. De
cualquier libro —no sólo de aquel único27 —, puede decirse que es para
todos y para ninguno.
En consecuencia la forma de arte que es la literatura sólo puede concebirse
adecuadamente desde la ontología de la obra de arte, no desde las vivencias
estéticas que van apareciendo a lo largo de la lectura. A la obra de arte
literaria le pertenece la lectura de una manera esencial, tanto como la
declamación o la ejecución. Todo esto son grados de lo que en general
acostumbra a llamarse reproducción, pero que en realidad representa la
forma de ser original de todas las artes procesuales y que se ha mostrado
ejemplar para la determinación del modo de ser del arte en general.
¿Pero es éste un concepto correcto de la literatura? ¿No procederá en
definitiva de una romántica proyección hacia atrás de la conciencia cultural
enajenada? Pues la literatura como objeto de lectura es efectivamente un
fenómeno tardío; no así en cambio su carácter escrito. Esto pertenece en
realidad a los datos primordiales de todo el gran hacer literario. La
investigación más reciente ha abandonado la idea romántica del carácter oral
de la poesía épica, por ejemplo, la de Homero. La escritura es mucho más
antigua de lo que creíamos y parece haber pertenecido desde siempre al
elemento espiritual de la poesía. La poesía existe como «literatura» aunque
todavía no se consuma como material de cultura. En este sentido el
predominio de la lectura frente al de la declamación, que encontramos en
épocas más tardías (piénsese, por ejemplo, en la repulsa aristotélica del
teatro), no es nada realmente nuevo.
Pero de aquí se sigue también algo más. El concepto de la literatura no deja
de estar referido a su receptor. La existencia de la literatura no es la
permanencia muerta de un ser enajenado que estuviera entregado a la
realidad vivencial de una época posterior, en simultaneidad con ella. Por el
contrario, la literatura es más bien una función de la conservación y de la
trasmisión espiritual, que aporta a cada presente la historia que se oculta en
ella. Desde la formación de cánones de la literatura antigua que debemos a
los filólogos alejandrinos, toda la sucesión de copia y conservación de los
«clásicos» constituye una tradición cultural viva que no se limita a conservar
lo que hay sino que lo reconoce como patrón y lo trasmite como modelo. A
lo largo de los cambios del gusto se va formando así esa magnitud operante
Esto resulta inmediatamente evidente mientras la lectura lo es en voz alta.
Sin embargo, no puede trazarse una distinción neta respecto a la lectura en
105
que llamamos «literatura clásica», como modelo permanente para los que
vengan más tarde, hasta los tiempos de la ambigua disputa de anciens et
modernes y aún más allá.
interpretan científicamente estos otros textos trasmitidos, y en consecuencia
todo el conjunto de las ciencias del espíritu. Es más, la forma de la literatura
conviene en general a toda investigación científica por el mero hecho de
encontrarse esencialmente vinculada a la lingüisticidad. La capacidad de
escritura que afecta a todo lo lingüístico representa el límite más amplio del
sentido de la literatura.
Sólo el desarrollo de la conciencia histórica pudo trasformar esta unidad
viva de la literatura universal, extrayéndola de la inmediatez de su
pretensión normativa de unidad e integrándola en el planteamiento histórico
de la historia de la literatura. Pero éste es un proceso no sólo inconcluso sino
que probablemente no se concluirá nunca. Es sabido que Goethe fue el
primero que dio al concepto de la literatura universal su sentido en la lengua
alemana 29, pero para Goethe el sentido normativo de este concepto era algo
completamente natural. Tampoco ahora ha muerto del todo, ya que cuando
atribuimos a una' obra un significado realmente duradero decimos que forma
parte de la literatura universal.
Habrá que preguntarse, sin embargo, si para este sentido tan extenso de
literatura sigue siendo aplicable lo que hemos elucidado sobre el modo de
ser del arte. El sentido normativo de la literatura que hemos desarrollado
más arriba, ¿no debiera reservarse a las obras literarias que pueden
considerarse como obras de arte? ¿No merecería la pena decir sólo de ellas
que participan en la valencia óntica del arte? ¿O cualquier otra forma de ser
literario participaría por principio en ella?
Lo que se incluye en la literatura universal tiene su lugar en la conciencia de
todos. Pertenece al «mundo»30. Ahora bien, el mundo que se atribuye a sí
mismo una obra de la literatura universal puede estar separado por una
distancia inmensa respecto al mundo original al que habló dicha obra. En
consecuencia no se trata con toda seguridad del mismo «mundo». Sin
embargo, el sentido normativo contenido en el concepto de la literatura
universal sigue queriendo decir que las obras que pertenecen a ella siguen
diciendo algo, aunque el mundo al que hablan sea completamente distinto.
La misma existencia de una literatura traducida demuestra que en tales obras
se representa algo que posee verdad y validez siempre y para todos. Por lo
tanto, la literatura universal no es en modo alguno una figura enajenada de
lo que constituye el modo de ser de una obra según su determinación
original. Por el contrario, es el modo de ser histórico de la literatura en
general lo que hace posible que algo pertenezca a la literatura universal.
¿O tal vez no existe un límite tan estricto entre lo uno y lo otro? Hay obras
científicas cuya calidad literaria ha justificado la pretensión de que se las
honre como obras de arte literarias y se las incluya en la literatura universal.
Desde el punto de vista de la conciencia estética esto es evidente, ya que
dicha conciencia considera decisivo en la obra de arte no el significado de su
contenido sino únicamente la calidad de su forma. Pero en la medida en que
nuestra crítica a la conciencia estética ha restringido drásticamente el
alcance de este punto de vista, este principio de delimitación entre arte
literario y literatura tendrá que resultarnos más que dudoso. Ya habíamos
visto que ni siquiera la obra de arte poética podrá concebirse en su verdad
más esencial aplicándole el patrón de la conciencia estética. Lo que la obra
poética tiene en común con todos los demás textos literarios es que nos
habla desde el significado de su contenido. Nuestra comprensión no se
vuelve específicamente al rendimiento configurador que le conviene como
obra de arte, sino a lo que nos dice.
La cualificación normativa que implica la pertenencia a la literatura
universal sitúa el fenómeno de la literatura bajo un nuevo punto de vista.
Pues si esta pertenencia sólo se le reconoce a una obra literaria que posee un
cierto rango propio como poesía o como obra de arte lingüística, por otra
parte el concepto de la literatura es mucho más amplio que el de la obra de
arte literaria. Del modo de ser de la literatura participa toda tradición
lingüística, no sólo los textos religiosos, jurídicos, económicos, públicos y
privados de toda clase, sino también los escritos en los que se elaboran e
En esta medida la diferencia entre una obra de arte literaria y cualquier otro
texto literario no es ya tan fundamental. Por supuesto, hay diferencias entre
el lenguaje de la poseía y el de la prosa, y las hay desde luego entre el
lenguaje de la prosa poética y el de la «científica». Estas diferencias pueden
considerarse también con seguridad desde el punto de vista de la forma
literaria. Sin embargo, la diferencia esencial entre estos «lenguajes»
distintos reside evidentemente en otro aspecto, en la diversidad de la
106
pretensión de verdad que plantea cada una de ellas. Existe, no obstante, una
profunda comunidad entre todas las obras literarias en cuanto que es la
conformación lingüística la que permite que llegue a ser operante el
significado de contenido que ha de ser enunciado. Visto así, la comprensión
de textos que practica, por ejemplo, el historiador no difiere tanto de la
experiencia del arte. Y no es una simple casualidad que en el concepto de la
literatura queden comprendidas no sólo las obras de arte literarias sino en,
general todo lo que se trasmite literariamente.
huella de sentido muerta en un sentido vivo. Es por lo tanto necesario
preguntarse si lo que hemos mostrado en relación con la experiencia del arte
puede afirmarse también para la comprensión de los textos en general,
incluso de los que no son obras de arte. Ya habíamos visto que la obra de
arte sólo alcanza su cumplimiento cuando encuentra su representación, y
esto nos había obligado a concluir que toda obra de arte literario sólo se
realiza del todo en su lectura. Pues bien, ¿vale esto también para la
comprensión de cualquier texto? ¿El sentido de cualquier texto se realiza
sólo en su recepción por el que lo comprende? ¿Pertenece la comprensión al
acontecer de sentido de un texto —por decirlo de otro modo— igual que
pertenece a la música el que se la vuelva audible? ¿Puede seguir hablándose
de comprensión cuando uno se conduce respecto al sentido de un texto con
la misma libertad que el artista reproductivo respecto a su modelo?
En cualquier caso no es casual que en el fenómeno de la literatura se
encuentre el punto en el que el arte y la ciencia se invaden el uno al otro. El
modo de ser de la literatura tiene algo peculiar e incomparable, y plantea
una tarea muy específica a su trasformación en comprensión. No hay nada
que sea al mismo tiempo tan extraño y tan estimulado de la comprensión
como la escritura. Ni siquiera el encuentro con hombres de lengua extraña
puede compararse con esta extrañeza y extrañamiento, pues el lenguaje de
los gestos y del tono contiene ya siempre un momento de comprensión
inmediata. La escritura, y la literatura en cuanto que participa de ella, es la
comprensibilidad del espíritu más volcada hacia lo extraño. No hay nada
que sea una huella tan pura del espíritu como la escritura, y nada está tan
absolutamente referido al espíritu comprendedor como ella. En su
desciframiento e interpre-tación ocurre un milagro: la trasformación de algo
extraño y muerto en un ser absolutamente familiar y coetáneo. Ningún otro
género de tradición que nos llegue del pasado se parece a éste. Las reliquias
de una vida pasada, los restos de edificios, instrumentos, el contenido de los
enterramientos, han sufrido la erosión de los vendavales del tiempo que han
pasado por ellos; en cambio la tradición escrita, desde el momento en que se
descifra y se lee, es tan espíritu puro que nos habla como si fuera actual. Por
eso la capacidad de lectura, que es la de entenderse con lo escrito, es como
un arte secreto, como un hechizo que nos ata y nos suelta. En él parecen
cancelados el espacio y el tiempo. El que sabe leer lo trasmitido por escrito
atestigua y realiza la pura actualidad del pasado.
4.
La reconstrucción y la integración como tareas hermenéuticas
La disciplina que se ocupa clásicamente del arte de comprender textos es la
hermenéutica. Si nuestras reflexiones son correctas, el verdadero problema
de la hermenéutica tendrá que plantearse sin embargo de una manera
bastante diferente de la habitual. Apuntará en la misma dirección hacia la
que nuestra crítica a la conciencia estética había desplazado el problema de
la estética. Más aún, la hermenéutica tendría que entenderse entonces de una
manera tan abarcante que tendría que incluir en sí toda la esfera del arte y su
planteamiento. Cualquier o obra de arte, no sólo las literarias, tiene que ser
comprendida en el mismo sentido en que hay que comprender todo texto, y
es necesario saber comprender así. Con ello la conciencia hermenéutica
adquiere una extensión tan abarcante que llega incluso más lejos que la
conciencia estética. La estética debe subsumirse en la hermenéutica. Y este
enunciado no se refiere meramente a las dimensiones formales del
problema, sino que vale realmente como afirmación de contenido. Y a la
inversa, la hermenéutica tiene que determinarse en su conjunto de manera
que haga justicia a la experiencia del arte. La comprensión debe entenderse
como parte de un acontecer de sentido en el que se forma y concluye el
sentido de todo enunciado, tanto del arte como de cualquier otro género de
tradición.
Por eso, y a despecho de todas las fronteras que trace la estética, en nuestro
contexto es el concepto más amplio de literatura el que se hace vigente. Así
como hemos podido mostrar que el ser de la obra de arte es un juego que
sólo se cumple en su recepción por el espectador, de los textos en general
hay que decir que sólo en su comprensión se produce la reconversión de la
En el siglo XIX la hermenéutica experimentó, como disciplina auxiliar de la
teología y la filosofía, un desarrollo sistemático que la convirtió en
107
fundamento para todo el negocio de las ciencias del espíritu. Con ello se
elevó por encima de todos sus objetivos pragmáticos originales de hacer
posible o facilitar la comprensión de los textos literarios. No sólo la
tradición literaria es espíritu enajenado y necesitado de una nueva y más
correcta apropiación; todo lo que ya no está de manera inmediata en su
mundo y no se expresa en él, en consecuencia toda tradición, el arte igual
que todas las demás creaciones espirituales del pasado, el derecho, la
religión, la filosofía, etc., están despojadas de su sentido originario y
referidas a un espíritu que las descubra y medie, espíritu al que con los
griegos dieron el nombre de Hermes, el mensajero de los dioses. Es a la
génesis de la conciencia histórica a la que debe la hermenéutica su función
central en el marco de las ciencias del espíritu. Sin embargo, queda en pie la
cuestión de si el alcance del problema que se plantea con ella puede
apreciarse correctamente des4e los presupuestos de la conciencia histórica.
El trabajo que se ha realizado hasta ahora en este terreno, determinado sobre
todo por la fundamentación hermenéutica de las ciencias del espíritu por
Wilhelm Dilthey 31 y sus investigaciones sobre la génesis de la
hermenéutica 32, ha fijado a su manera las dimensiones del problema
hermenéutico. Nuestra tarea actual podría ser la de intentar sustraernos a la
influencia dominante del planteamiento diltheyano y a los prejuicios de la
«historia del espíritu» fundada por él.
Schleiermacher y Hegel podrían representar las dos posibilidades extremas
de responder a esta pregunta. Sus respuestas podrían designarse con los
conceptos de reconstrucción e integración. En el comienzo está, tanto para
Schleiermacher como para Hegel, la conciencia de una pérdida y
enajenación frente a la tradición, que es la que mueve a la reflexión
hermenéutica. Sin embargo uno y otro determinan la tarea de ésta de
maneras muy distintas.
Schleiermacher, de cuya teoría hermenéutica nos ocuparemos más tarde,
intenta sobre todo reconstruir la determinación original de una obra en su
comprensión. Pues el arte y la literatura, cuando se nos trasmiten desde el
pasado, nos llegan desarraigados de su mundo original. Nuestros análisis
han mostrado ya que esto vale para todas las artes, y por lo tanto también
para la literatura, pero que es particularmente evidente en las artes plásticas.
Schleiermacher escribe que lo natural y original se ha perdido ya «en cuanto
las obras de arte entran en circulación. Pues cada una tiene una parte de su
comprensibilidad en su determinación original». «Por eso la obra de arte
pierde algo de su significatividad cuando se la arranca de su contexto
originario y éste no se conserva históricamente». Incluso llega a decir:
Una obra de arte está en realidad enraizada en su suelo, en su contexto.
Pierde su significado en cuanto se la saca de lo que le rodeaba y entra en el
tráfico; es como algo que hubiera sido salvado del fuego pero que conserva
las marcas del incendio 33.
Con el fin de dar una idea anticipada de la cuestión y de relacionar las
consecuencias sistemáticas de nuestro razonamiento anterior con la
ampliación que experimenta ahora nuestro planteamiento, haremos bien en
atenernos de momento a la tarea hermenéutica que nos plantea el fenómeno
del arte. Por muy evidente que hayamos logrado hacer la idea de que la
«distinción estética» es una abstracción que no está en condiciones de
suprimir la pertenencia de la obra de arte a su mundo, sigue siendo
incuestionable que el arte no es nunca sólo pasado, sino que de algún modo
logra superar la distancia del tiempo en virtud de la presencia de su propio
sentido. De este modo el ejemplo del arte nos muestra un caso muy
cualificado de la comprensión en ambas direcciones. El arte no es mero
objeto de la conciencia histórica, pero su comprensión implica siempre una
mediación histórica. ¿Cómo se determina frente a él la tarea de la
hermenéutica?
¿No implica esto que la obra de arte sólo tiene su verdadero significado allí
donde estuvo en origen? ¿No es la comprensión de su significado una
especie de reconstrucción de Jo originario? Si se comprende y reconoce que
la obra de arte no es un objeto intemporal de la vivencia estética, sino que
pertenece a un mundo y que sólo éste acaba de determinar su significado,
parece ineludible concluir que el verdadero significado de la obra de arte
sólo se puede comprender a partir de este mundo, por lo tanto, a partir de su
origen y de su génesis. La reconstrucción del «mundo» al que pertenece, la
reconstrucción del estado originario que había estado en la «intención» del
artista creador, la ejecución en el estilo original, todos estos medios de
reconstrucción histórica tendrían entonces derecho a pretender para sí que
sólo ellos hacen comprensible el verdadero significado de la obra de arte y
108
que sólo ellos están en condiciones de protegerla frente a malentendidos y
falsas actualizaciones.
clara conciencia de la impotencia de cualquier restauración, y lo dice en
relación con el ocaso de la vida antigua y de su «religión del arte»: (Las
obras de la musa) no son más que lo que son para nosotros: bellos frutos
caídos del árbol. Un destino amable nos lo ha ofrecido como ofrece una
muchacha estos frutos. No hay ya la verdadera vida de su existencia, no. hay
el árbol que los produjo, no hay la tierra ni los elementos que eran su
sustancia, ni el clima que constituía su determinación, ni el cambio de las
estaciones que dominaba el proceso de su llegar a ser. Con las obras de
aquel arte el destino no nos trae su mundo, ni la primavera ni el verano de la
vida moral en la que florecieron y maduraron, sino sólo el recuerdo velado
de aquella realidad 34.
Y tal es efectivamente la idea de Schleiermacher, el presupuesto tácito de
toda su hermenéutica. Según él, el saber histórico abre el camino que
permite suplir lo perdido y reconstruir la tradición, pues nos devuelve lo
ocasional y originario. El esfuerzo hermenéutico se orienta hacia la
recuperación del «punto de conexión» con el espíritu del artista, que es el
que hará enteramente comprensible el significado de una obra de arte; en
esto procede igual que frente a todas las demás clases de textos, intentando
reproducir lo que fue la producción original de su autor.
Es evidente que la reconstrucción de las condiciones bajo las cuales una
obra trasmitida cumplía su determinación original constituye desde luego
una operación auxiliar verdaderamente esencial para la comprensión.
Solamente habría que preguntarse si lo que se obtiene por ese camino es
realmente lo mismo que buscamos cuando buscamos el significado de la
obra de arte; si la comprensión se determina correctamente cuando se la
considera como una segunda reacción, como la reproducción de la
producción original. En último extremo esta determinación de la
hermenéutica acaba tiñéndose del mismo absurdo que afecta a toda
restitución y restauración de la vida pasada. La reconstrucción de las
condiciones originales, igual que toda restauración, es, cara a la historicidad
de nuestro ser, una empresa impotente. Lo reconstruido, la vida recuperada
desde esta lejanía, no es la original. Sólo obtiene, en la pervivencia del
extrañamiento, una especie de existencia secundaria en la cultura. La
tendencia que se está imponiendo en los últimos años de devolver las obras
de arte de los muscos al lugar para el que estuvieron determinadas en origen,
o de devolver su aspecto original a los monumentos arquitectónicos, no
puede sino confirmar este punto de vista. Ni siquiera la imagen devuelta del
museo a la iglesia, ni el edificio reconstruido según su estado más antiguo,
son lo que fueron; se convierten en un simple objetivo para turistas. Y un
hacer hermenéutico para el que la comprensión significase reconstrucción
del original no sería tampoco más que la participación en un sentido ya
periclitado.
Y al comportamiento de las generaciones posteriores
de arte trasmitidas le llama:
respecto a las obras
(Un «hacer exterior») que tal vez arrastra una gota de lluvia o una mota de
polvo de estos frutos, y que en lugar de los elementos interiores de la
realidad moral que los rodeaba, que los produjo* y les dio alma, erige el
complicado aparato de los elementos muertos de su existencia externa, del
lenguaje, de lo histórico, para no tener que introducirse en ellos sino
simplemente imaginárselos 35.
Lo que describe Hegel con estas palabras es exactamente a lo que se refería
la exigencia de Schleiermacher de conservar lo histórico, pero en Hegel está
matizado desde el principio con un acento negativo. La investigación de lo
ocasional que complementa el significado de las obras de arte no está en
condiciones de reconstruir éste. Siguen siendo frutos arrancados del árbol.
Rehaciendo su contexto histórico no se adquiere ninguna relación vital con
ellos sino sólo el poder de imaginárselos. Hegel no discute que sea legítimo
adoptar este comportamiento histórico frente al arte del pasado; lo que hace
es expresar el principio de la investigación de la historia del arte, que como
todo comportamiento «histórico» no es a los ojos de Hegel más que un hacer
externo.
La verdadera tarea del espíritu pensante frente a la historia, incluso frente a
la historia del arte, no debiera ser para Hegel externa, ya que el espíritu se ve
representado en ella de una forma superior. Continuando con la imagen de la
muchacha que ofrece las frutas arrancadas del árbol Hegel escribe:
Frente a esto Hegel ofrece una posibilidad distinta de compensar entre sí la
ganancia y la pérdida de la empresa hermenéutica. Hegel representa la más
109
Pero igual que la muchacha que nos ofrece la fruta cogida es más que su
naturaleza, sus condiciones y elementos, más que el árbol, que el aire, la luz,
etc., que se ofrecen inmediatamente; pues ella, en el rayo de la mirada
autoconsciente y del gesto oferente, reúne todo esto de una manera superior;
así también el espíritu del destino que nos ofrece aquellas obras de arte es
más que la vida moral y la realidad de aquel pueblo, pues es la
rememoración 36 del espíritu que en ellas aún estaba fuera de si: es el
espíritu del destino trágico que reúne a todos aquellos dioses y atributos
individuales de la sustancia en el pantheón uno, en el espíritu autoconsciente de sí mismo como espíritu.
una serie de conexiones como Abbild (copia), etc. Secundariamente
significa «cuadro», y también «fotografía»; b) Como sustantivo del verbo
bilden está en relación con las siguientes grandes líneas del significado de
este verbo 1) «construir»: bajo este significado se relaciona con términos
como Gebilde, que ya antes hemos traducido come «construcción»; 2)
«formar»; bajo este significado se relaciona con el sustantivo Bildung en su
doble sentido de «formación» y de «cultura»; c) Está también en relación
con el adjetivo bildend que forma el término técnico bildende Kunst, cuya
traducción española es «artes plásticas». La presente traducción intentará,
cuando sea posible, destacar estas diferentes conexiones de sentido a través
del contexto o de traducciones menos literales. Sin embargo no es posible
evitar un cierto deterioro de la complejidad de asociaciones semánticas del
original (N. del T.).
En este punto Hegel apunta más allá de la dimensión en la que se había
planteado el problema de la comprensión en Schleiermacher. Hegel lo eleva
a la base sobre la que él funda-menta la filosofía como la forma más alta del
espíritu absoluto. En el saber absoluto de la filosofía se lleva a cabo aquella
auto-conciencia del espíritu, que, como dice el texto, reúne en sí «de un
modo superior» también la verdad del arte. De este modo para Hegel es la
filosofía, esto es, la auto-penetración histórica del espíritu, la que puede
dominar la tarea hermenéutica. Su posición representa el extremo opuesto
del auto-olvido de la conciencia histórica. En ella el comportamiento
histórico de la imaginación se trasforma en un comportamiento reflexivo
respecto al pasado. Hegel expresa así una verdad decisiva en cuanto que la
esencia del espíritu histórico no consiste en la restitución del pasado, sino en
la mediación del pensamiento con la vida actual. Hegel tiene razón cuando
se niega a pensar esta mediación del pensar como una relación externa y
posterior, y la coloca en el mismo nivel que la verdad del arte. Con esto se
sitúa realmente en un punto de vista superior al de la idea de la
hermenéutica de Schleiermacher. También a nosotros la cuestión de la
verdad del arte nos ha obligado a criticar a la conciencia tanto estética como
histórica, en cuanto que preguntábamos por la verdad que se manifiesta en el
arte y en la historia.
2.
Debo una valiosa confirmación y enseñanza a una discusión que
sostuve con W. Schone con ocasión de las conversaciones de historiadores
del arte de las Academias evangélicas (Christophorus-Stift) en Münstcr
1956.
3.
Cf. Eth. Nic. II, 5, 1106 b 10.
4.
La expresión procede de Dagobcrt Frcy. cf. su aportación a la
l'estschrift Jant^en.
5.
Cf. W. Paatz, Von den Gal tangen und vom sinn der gotiseben
Rund-tigur, en Abbandlungen der Hidelberger Akademie der
Wissenscbaften, 1951, 24 s.
6.
s.
Cf. W. Weischedel, Wirklichkeit und Wirklicbkeiten, 1960, 158
Partimos del hecho de que el modo de ser de la obra de arte es la
representación, y nos preguntamos cómo se verifica el sentido de la
representación en lo que llamamos un cuadro. Aquí representación no puede
querer decir copia. Tendremos ue determinar el modo de ser del cuadro con
un poco más e detalle, distinguiendo el modo como en él se refiere la
representación a una imagen original, y la relación del copiar, de la
referencia de la copia, a la imagen original.
Notas:
1. Traducimos con «imagen» el término alemán Bid, que en su idioma está
conectado etimológicamente y por el uso con toda una serie de conceptos
para los que no hay correlato en el término español, y que pasamos a
enumerar: a) Bild significa genéricamente «imagen», de donde salen toda
110
7. No en vano ζψον significa también simplemente «imagen». Más tarde
examinaremos los resultados obtenidos para ver si han logrado eliminar la
vinculación a este modelo. De manera análoga destaca también Bauch
respecto a ¡mago: «En cualquier caso se trata siempre de la imagen de la
figura humana. ¡Es el único tema del arte medieval 1».
representante que ejerce sus derechos depende de ella. Resulta sorprendente
que este sentido jurídico de la repraesentatio no parezca haber desempeñado
ningún papel en el concepto leibniziano de la representación. Por el
contrario la profunda doctrina metafísica de Leibniz de la repraesentatio
universi, que tiene lugar en cada mónada, enlaza evidentemente con el
empleo matemático del concepto; repraesentatio significa aquí pues la
«expresión» matemática de algo, la asignación unívoca como tal. El giro
subjetivo que es tan natural a nuestro concepto de la Vors-tellung (la
representación interna de algo, su imagen o idea. N. del T.) procede en
cambio de la subjetivización del concepto de la idea en el siglo XVII, en lo
que Malebranche pudo haber sido determinante para Leibniz. Cf. Mahnke,
Pbánomenologisches Jabrbuch Vil, 519 s, 589 s.
8. Cf. la historia del concepto de ¡mago en el paso de la edad antigua a la
edad media en K. Bauch, Beiträge xur Philosophie und Wissenschaft, 1959
9-28.
9. Cf. Joh. Damascenus según Campenhausen, Zeitschrift %ur Tbeo-logie
und Kircbe, 1952, 54 s, y H. Schrade, Der verborgene Cotí, 1949, 23.
10. (Recurrimos al término latino para traducir al alemán Reprásen-tation,
ya que el término español «representación» ha tenido que ser empleado
regularmente para traducir al alemán Darstellung, que ha desempeñado un
papel muy amplio en lo que precede. El autor distingué las siguientes formas
representativas: el signo, cuya función es verweisen, «referencia»; el
símbolo, cuya función es vertreten, «sustituir»; y la imagen, cuya función es
Reprásentation, repraesentatio. Sin embargo todas estas formas tienen en
común ser formas de Darstellung, que hemos traducido por
«representación», N. del T.). La historia del significado de este término es
muy instructiva. Un término familiar a los romanos adquiere un giro
semántico completamente nuevo a la luz de la idea cristiana de la cncar-ción
y del corpus mysticum. Repraesentatio ya no significa sólo copia o
figuración plástica, ni «señal en el sentido comercial de satisfacer el importe
de la compra, sino que ahora significa «representación» (en sentido del
representante). El término puede adoptar este significado porque lo copiado
está presente por si mismo en la copia. Repraesentare significa hacer que
algo esté presente. El derecho canónico ha empleado este término en el
sentido de la representación jurídica, Nicolás de Cusa lo toma én este mismo
sentido y le confiere tanto a él como al concepto de la imagen un nuevo
acento sistemático. Cf. G. Kallen, Die politische Tbeo-rie im
philosophischen System des Nikolaus von Cues; Historische Zeitschrift 165
(1942) 275 s, así como sus explicaciones sobre De autoritate presidendi;
Sitzungsberichte der Heidelberger Akademie, phil.-hist. Klasse 31935 64 s.
Lo importante en el concepto jurídico de la representación es que la persona
representada es sólo lo presentado y expuesto, y que sin embargo el
11.
El concepto jurídico público de la representación toma aquí un giro
peculiar. Es evidente que el significado de representación que se determina
en ¿1 se refiere en el fondo siempre a una presencia representativa. Del
portador de una función pública, gobernante, funcionario, etc. sólo puede
decirse que representa en cuanto que allí donde se muestra no aparece como
hombre privado sino en su función —representando ésta —.
12.
Sobre la polisemia productiva del concepto de la imagen (Bild) y su
trasfondo histórico, cf. supra pp. 38-39. El que para nuestro sentimiento
lingüístico actual el Urbild (imagen originaria) no sea una imagen es claramente una consecuencia tardía de una comprensión nominalista del ser;
nuestro propio análisis muestra que en ello aparece un aspecto esencial de la
«dialéctica» de la imagen.
13.
Parece comprobado que a.a.a. bilidi significa en principio siempre
«poder». Cf. Kluge-Goervx s.v.
14.
Herodoto, Hist. II 53.
15.
Cf. K. Barth, Ludwig Feuerbach: Zwischen den Zeiten V (1927).
16.
Este es el sentido habitual en la nueva lógica del término de
ocasionalidad, con el que enlazamos nosotros. Un buen ejemplo del
descrédito de la ocasionalidad operado por la estética de la vivencia son las
corrupciones de la edición de 1826 de los Himnos al Rin de Hólderlin. La
111
dedicatoria a Sinclair resultaba tan extraña que se prefirió tachar las dos
últimas estrofas y calificar el conjunto como un fragmento.
26. I. Kant, Kritik der Urteihkrafí, 1799, 50.
27. Ff. Nictzschc, A/so sprach Zarathustra. Ein Buch für alie und klctncn
(Así habló Zaratustra, en Obras completas III, Madrid-Buenos Aires-Méjico,
1932).
17.
Platón habla de la cercanía de lo conveniente (xpéicov) respecto a
lo bello (xccXóv), Hipp. maj. 293 e.
18.
El meritorio libro de J. Bruns, Das literaíische Portrüt bei din
Griechen, adolece sin embargo de falta de claridad en este punto.
19.
Cf. Excurso II.
20.
C. Justi, Diego Vela^que^ und sein Jahrhtmdert I, 1888, 366.
21.
28. R. Ingarden, Das literarisebe Kimstwerk, 1931, ofrece un acertado
análisis de la estratificación lingüística de la obra literaria así como de la
movilidad de la realización intuitiva que conviene a la palabra literaria.
29.
Goethe, Kunst und Altertum, Jubilnums Ausgabe XXXVIII 97, así
como la conversación con Eckermann del 31 de enero de 1927.
Cf. F. Heer, Der Aufgang huropas.
30.
El término alemán correspondiente a «literatura universal» es
WeltlUeratur, literalmente «literatura mundial». De ahí la referencia al
«mundo».
22.
W. Kamlah, Der Menscb in der Profaniidt, 1948, ha intentado dar
este sentido al concepto de la profanidad con el fin de caracterizar la esencia
moderna, pero también para él el concepto se determina por su contrario: la
«recepción de lo bello».
23. Sobre todo en la primera de las Logische Untersuchungen de Husserl, en
los estudios de Dilthey sobre el Aufbau der geschichtlichen Welt, que
muestran influencia del anterior, así como el análisis de la mundanidad del
mundo de M. Heidegger (Sein und Zeit, § 17 y 18).
31.
W. Dilthey, Gesammelte Schriften VII y VIII.
32.
Ibid. V.
33.
Fr. Schleiermacher, Aesthetik, ed. R. Odebrecht, 84 s.
34.
G. W.
Hoffmeistcr,524.
Fr.
Hegel,
Pbánomenologie
des
Geistes,
ed.
24. Ya hemos destacado más arriba que el concepto de imagen que
empicamos aquí tiene su cumplimiento histórico en la pintura moderna
sobre tabla. Sin embargo su empleo «trascendental» no me parece que
plantee dificultades. Si con el concepto de Bildeichen (signo-imagen) se han
destacado las representaciones mediavales en un sentido histórico frente al
«cuadro» posterior (D. Frey), de tales representaciones pueden decirse
algunas de las cosas que en el texto se predican del «signo», pero la
diferencia respecto al mero signo es inconfundible. Los signos-imagen no
son una clase de signos sino una clase de imágenes.
35.
Una frase de la Aesíhetik II, 233 puede ¡lustrar hasta qué punto este
«introducirse en» (sich hineinleben) representaría para Hegel una solución
poco satisfactoria: «Aquí no sirve de nada querer apropiarse nuevamente
concepciones pasadas del mundo, y hacerlo de una manera por así decirlo
sustancial: no serviría querer implicarse por completo en una de estas
maneras de comprender, por ejemplo, haciéndose católico, como en los
últimos tiempos han hecho muchos por amor del arte, para fijar su propio
ánimo...».
25. Por este motivo Schleiermacher destaca correctamente frente a Kant que
la jardinería no forma parte de la pintura sino de la arquitectura. (Aestheiik,
201)
36. Erinnerung, que significa «recuerdo», «rememoración», es
etimológicamente «interiorización». Hegel hace un empleo sistemático de
esta etimología (N. del T.).
112
La preceptiva de la comprensión y de la interpretación se había desarrollado
por dos caminos distintos, el teológico y el filológico, a partir de un estímulo
análogo: la hermenéutica teológica, como muy bien muestra Dilthey2, se
desarrolló para la autodefensa de la comprensión reformista de la Biblia
contra el ataque de los teólogos tridentinos y su apelación al carácter
ineludible de la tradición; la hermenéutica filológica apareció como
instrumental para los intentos humanísticos de redescubrir la literatura
clásica. En uno y otro caso se trata de redescubrimientos, pero no de algo
que fuera totalmente desconocido, sino únicamente de algo cuyo sentido se
había vuelto extraño e inasequible. La literatura clásica no había dejado de
ser actual como material educativo, pero se había amoldado por completo al
mundo cristiano; también la Biblia era sin duda alguna el libro sagrado que
se leía ininterrumpidamente en la iglesia, pero su comprensión estaba
determinada por la tradición dogmática de la iglesia, y según la convicción
de los reformadores quedaba oculta por ella. En ambas tradiciones se
encuentran, pues, lenguajes extraños, no el lenguaje universal de los eruditos
del medievo latino, de manera que el estudio de la tradición, cuyo origen se
intenta recuperar hace necesario tanto aprender griego y hebreo como
purificar el latín. La hermenéutica intenta en ambos terrenos, tanto en la
literatura humanística como en la Biblia, poner al descubierto el sentido
original de los textos a través de un procedimiento de corrección casi
artesana, y cobra una importancia decisiva el hecho de que en Lutero y
Melanchthon se reúnan la tradición humanística y el impulso reformador.
II Expansión de la cuestión de la verdad a la comprensión en las
ciencias del espíritu
I. PRELIMINARES HISTÓRICOS
6. Lo cuestionable de la hermenéutica entre la Ilustración y
el romanticismo.
«Qui non intelligit res, non potest ex verbis sensum elicere».
M. LUTHER
1. Trasformación de la esencia de la hermenéutica entre la ilustración
y el romanticismo
Si consideramos conveniente guiarnos más por Hegel que por
Schleiermacher, tendremos que acentuar de una manera distinta toda la
historia de la hermenéutica. Esta no tendrá ya su realización completa en
liberar a la comprensión histórica de todos los prejuicios dogmáticos, y ya
no se podrá considerar la génesis de la hermenéutica bajo el aspecto que la
representa Dilthey siguiendo a Schleiermacher. Por el contrario nuestra tarea
será rehacer el camino abierto por Dilthey atendiendo a objetivos distintos
de los que tenía éste in mente con su autoconciencia histórica. En este
sentido dejaremos enteramente de lado el interés dogmático por el problema
hermenéutico que el antiguo testamento despertó tempranamente en la
iglesia L y nos contentaremos con perseguir el desarrollo del método
hermenéutico en la edad moderna, que desemboca en la aparición de la
conciencia histórica.
a)
El presupuesto de la hermenéutica bíblica —en la medida en que la
hermenéutica bíblica interesa como prehistoria de la moderna hermenéutica
de las ciencias del espíritu— es el nuevo principio que introduce la reforma
respecto a las Escrituras. El punto de vista de Lutero3 es más o menos el
siguiente: la sagrada Escritura es sui ipsius interpres. No hace falta la
tradición para alcanzar una comprensión adecuada de ella, ni tampoco una
técnica interpretativa al estilo de la antigua doctrina del cuádruple sentido de
la Escritura, sino que la literalidad de ésta posee un sentido inequívoco que
ella misma proporciona, el sensus literalis. En particular, el método
alegórico, que hasta entonces parecía ineludible para alcanzar una unidad
dogmática en la doctrina bíblica, sólo le parece legítimo cuando la intención
alegórica está dada en la Escritura misma. Por ejemplo, es correcto aplicarla
cuando se trata de parábolas. En cambio, el antiguo testamento no debe
querer ganar su relevancia específicamente cristiana a través de
Prehistoria de la hermenéutica romántica
113
interpretaciones alegóricas. Debe entenderse al pie de la letra, y sólo
entendiéndolo así y reconociendo en él el punto de vista de la ley que había
de superar la acción salvífica de Cristo es como adquiere su significado
cristiano.
teológico de la exégesis bíblica—, y si el postulado fundamental filológicohermenéutico de comprender los textos desde sí mismos no llevará en sí una
cierta insuficiencia y no necesitará, aunque no lo reconozca, ser completado
por un hilo conductor de carácter dogmático.
Naturalmente, el sentido literal de la Escritura no se entiende
inequívocamente en todos sus pasajes ni en todo momento. Es el conjunto
de la sagrada Escritura el que guía la comprensión de lo individual, igual
que a la inversa este conjunto sólo puede aprehenderse cuando se ha
realizado la comprensión de lo individual. Esta relación circular del todo y
sus partes no es en sí misma nada nuevo. Era un hecho bien conocido para la
retórica antigua, que comparaba el discurso perfecto con el cuerpo orgánico,
con la relación entre la cabeza y los miembros. Lutero y sus seguidores 4
trasladaron esta imagen de la retórica clásica al procedimiento de la
comprensión, y desarrollaron como principio fundamental y general de la
interpretación de un texto el que sus aspectos individuales tle-ben
entenderse a partir del contextus, del conjunto, y a partir del sentido unitario
hacia el que está orientado éste, el scopus 6.
Cuando la teología de la Reforma apela a este principio para su
interpretación de la sagrada Escritura, sigue de hecho vinculada a un
presupuesto cuyo fundamento es dogmático. Presupone que la Biblia misma
es una unidad. Si se juzga desde el punto de vista histórico alcanzado en el
siglo XVIII, también la teología de la Reforma es dogmática y cierra el
camino a una sana interpretación de los detalles de la sagrada Escritura,
capaz de tener presente el contexto relativo de cada escrito, su objetivo y su
composición.
Sin embargo, una pregunta como ésta sólo puede plantearse ahora, después
de que la ilustración histórica ha desplegado ya la totalidad de sus
posibilidades. Los estudios de Dilthey sobre la génesis de la hermenéutica
desarrollan un • nexo muy congruente consigo mismo y francamente
convincente si se lo mira desde los presupuestos del concepto de ciencia
dominante en la edad moderna. La hermenéutica tuvo que empezar por
sacudirse todas las restricciones dogmáticas y liberarse a sí misma para
poder elevarse al significado universal de un organon histórico. Esto
ocurrió en el XVIII, cuando hombres como Semlcr y Ernesti reconocieron
que para comprender adecuadamente la Escritura hay que reconocer la
diversidad de sus autores, y hay que abandonar en consecuencia la unidad
dogmática del canon. Con esta «liberación de la interpretación respecto al
dogma» (Dilthey) el trabajo de reunión de las sagradas Escrituras de la
cristiandad se trasforma en el papel de reunir fuentes históricas que, en su
calidad de textos escritos, tienen que someterse a una interpretación no sólo
gramatical sino también histórica 7. La idea de entender desde el contexto
del conjunto requería ahora necesariamente también una restauración
histórica del nexo vital al que pertenecieron los documentos. El viejo
postulado interpretativo de entender los detalles por referencia al todo ya
no podía remitirse ni limitarse a la unidad dogmática del canon, sino que
tenía que acceder al conjunto más abarcante de la realidad histórica, a
cuya totalidad pertenece cada documento histórico individual.
Más aún, la teología protestante ni siquiera resulta consecuente. Al tomar
como hilo conductor para la comprensión de la unidad de la Biblia la
fórmula protestante de la fe, también ella deroga el principio de la Escritura
en favor de una tradición, por lo demás todavía bastante breve, de la propia
Reforma. Sobre esto han emitido su juicio no sólo la teología
contrarreformista, sino también el propio Dilthey6. Este glosa estas
contradicciones de la hermenéutica protestante partiendo, íntegramente de la
conciencia que las ciencias del espíritu históricas han desarrollado sobre
sí mismas. Más tarde tendremos que preguntarnos hasta qué punto se
justifica esta auto-conciencia — precisamente en relación con el sentido
Y así como desde este momento ya no existe ninguna diferencia entre la
interpretación de escritos sagrados y profanos, y por lo tanto no hay ya más
que una hermenéutica, ésta acaba siendo no sólo una función propedéutica
de toda historiografía — como el arte de la interpretación correcta de las
fuentes escritas— sino que abarca en realidad todo el negocio de la
historiografía. Pues lo que se afirma de las fuentes escritas, que en ellas cada
frase no puede entenderse más que desde su contexto, vale también para los
contenidos sobre los que dan noticia. Tampoco el significado de éstos está
fijo en sí mismo. El nexo de la historia universal, en el marco del cual se
muestran en su verdadero y relativo significado los objetos individuales de
114
la investigación histórica, tanto los grandes como los pequeños, es a su vez
un todo; sólo a partir de él puede entenderse plenamente cada detalle en su
sentido. Y el a su vez sólo puede entenderse desde estos detalles: la historia
universal es en cierto modo el gran libro oscuro, la obra completa del
espíritu humano, escrita en las lenguas del pasado, cuyo texto ha de ser
entendido. La investigación histórica se comprende a sí misma según el
modelo de la filología del que se sirve. Más tarde veremos que de hecho es
éste el modelo por el que se gula Dilthey para fundamentar la concepción
histórica del mundo.
esta historia de la comprensión ha estado acompañada por la reflexión
teórica desde los tiempos de la filología antigua. Pero estas reflexiones
tenían el carácter de una «preceptiva», esto es, pretendían servir al arte de la
comprensión del mismo modo que la retórica sirve al arte de hablar y la
poética al arte de versificar y a su enjuiciamiento. En este sentido también la
hermenéutica teológica de la patrística y la Reforma es una preceptiva. Sin
embargo, ahora es la comprensión misma Ja que se convierte en problema.
La generalidad de este problema es un testimonio de que la comprensión se
ha convertido en una tarea en un sentido nuevo, y que con ello lo adquiere
también ¡a reflexión teórica. Esta ya no es una preceptiva al servicio de la
praxis del filólogo o del teólogo. Es verdad que el propio Schleiermacher
acaba dando a su hermenéutica el nombre de preceptiva (Kunstlehre), pero
lo hace con un sentido sistemático completamente distinto. Lo que él
intenta es fundamentar teóricamente el procedimiento que comparten
teólogos y filólogos, remontándose, más allá de la intención de unos y otros,
a una relación más originaria de la comprensión de las ideas. Los filólogos,
que son sus precedentes más inmediatos, se encontraban todavía en una
posición distinta. Para ellos la hermenéutica estaba determinada por el
contenido de lo que se trataba de comprender; en esto consistía la unidad
indiscutible de la literatura cristiana antigua. Lo que Ast propone como
objetivo de una hermenéutica universal, «el lograr la unidad de la vida
griega y cristiana», no hace sino expresar lo que piensan en el fondo todos
los «humanistas cristianos» 8. Schleiermacher, en cambio, la no busca la
unidad de la hermenéutica en la unidad de contenido de la tradición a la que
había de aplicarse la comprensión, sino que la busca, al margen de toda
especificación de contenido, en la unidad de un procedimiento que no se
diferencia ni siquiera por el modo como se han trasmitido las ideas, si por
escrito u oralmente, si en una lengua extraña o en la propia y
contemporánea. El esfuerzo de la comprensión tiene lugar cada vez que por
una u otra razón no existe una comprensión inmediata, esto es, cada vez
que hay que contar con la posibilidad de un malentendido. Este es el
contexto desde el que se determina la idea de Schleiermacher de una
hermenéutica universal. Su punto de partida es la idea de que la experiencia
de lo ajeno y la posibilidad del malentendido son universales. Por supuesto
que esta extrañeza resulta mayor en el discurso artístico, y que en él es más
probable el malentendido que en el hablar sin arte; que es más fácil entender
mal un lenguaje fijado por escrito que la palabra oral que constantemente se
está interpretando también en virtud de la viva voz. Pero precisamente esta
A los ojos de Dilthey la hermenéutica no llega pues a su verdadera esencia
más que cuando logra trasformar su posición, al servicio de una tarea
dogmática —que para el teólogo cristiano es la correcta proclamación del
evangelio—, en la función de un órgano» histórico. Y si no obstante el ideal
de la ilustración histórica al que se adhiere Dilthey se revelase como una
ilusión, entonces toda la prehistoria de la hermenéutica esbozada por él
tendría que adquirir también un significado muy distinto; su giro hacia la
conciencia histórica no sería ya su liberación respecto a las ataduras del
dogma sino un cambio de su esencia. Y exactamente lo mismo vale para la
hermenéutica filológica. La ars crítica de la filología tenía en principio como
presupuesto el carácter irreflexivamente modélico de la antigüedad clásica,
de cuya trasmisión se cuidaba. Por lo tanto, también ella tendrá que
trasformarse en su esencia, si entre la antigüedad y el propio presente no
existe ya ninguna relación inequívoca de modelo y seguimiento. Un índice
de ello es la querelle des anciens et des modernes, que proporciona el tema
general a toda la época comprendida entre el clasicismo francés y el alemán.
Este sería también el tema en torno al cual se desarrollaría la reflexión
histórica que acabaría con la pretensión normativa de la antigüedad clásica.
Todo esto confirma, pues, que en los dos caminos de la filología y la
teología, es un mismo proceso el que al final desemboca en la concepción de
una hermenéutica universal, cuya tarea ya no tiene como presupuesto un
carácter modélico especial de la tradición.
La formación de una ciencia de la hermenéutica, desarrollada en parte por
Schleiermacher en su confrontación con los filólogos F. A. Wolf y F. Ast, y
en la secuencia de la hermenéutica teológica de Ernestino representa, pues,
un mero paso adelante en la historia del arte de la comprensión. En sí misma
115
expansión de la tarea hermenéutica hasta el «diálogo significativo», tan
característica de Schleiermacher, muestra hasta qué punto se ha trasformado
el sentido de la extrañeza cuya superación es asunto de la hermenéutica,
frente a lo que hasta entonces había sido el planteamiento de las tareas de
ésta. En un sentido nuevo y universal, la extrañeza está dada
indisolublemente con la individualidad del tú.
objetivo del comprenderse. Y cuando puede decirse de dos personas que se
entienden, al margen de en qué y sobre qué, esto quiere decir que no sólo se
entienden en esto y lo otro, sino en todas las cosas esenciales que unen a los
hombres. La comprensión sólo se convierte en una tarea especial en el
momento en que esta vida natural en el referirse conjuntamente a las mismas
cosas, que es un referirse a una cosa común, experimenta alguna distorsión.
Este sentido tan vivo e incluso genial que desarrolla Schleiermacher para la
individualidad humana no debe tomarse como una característica individual
que estuviera influyendo su teoría. Es más bien la repulsa crítica contra todo
lo que en la era de la Ilustración se hacía pasar por esencia común de la
humanidad, bajo el título de «ideas racionales», lo que fuerza a determinar
de una manera radicalmente nueva la relación con la tradición 9. Él arte del
comprender es honrado con una atención teórica de principio y con un
cultivo universal porque no existe ya un consenso ni bíblico ni
fundamentado racionalmente que guíe dogmáticamente la comprensión de
cualquier texto. Por eso importa a Schleiermacher proporcionar a la
reflexión hermenéutica una motivación fundamental, que sitúe al problema
de la hermenéutica en un horizonte que ésta no había conocido hasta
entonces.
En el momento en que se introduce un malentendido, o alguien manifiesta
una opinión que choca por lo incomprensible, es cuando la vida natural
queda tan inhibida respecto al asunto en cuestión que la opinión se convierte
en un dato fijo como opinión, esto es, como la opinión del otro, del tú o del
texto. Pero aún así se intenta en general llegar a un acuerdo, no sólo
comprender. Y se hace rehaciendo el camino hacia la cosa. Sólo cuando se
muestran vanos todos estos caminos y rodeos, en los que consiste el arte de
la conversación, de la argumentación, del preguntar y el contestar, del
objetar y el refutar, y que se realizan también frente a un texto como diálogo
interior del alma que busca la comprensión, sólo entonces se dará un giro
distinto al planteamiento. Sólo entonces volverá el esfuerzo de la
comprensión su atención a la individualidad del tú para considerar su
peculiaridad. Cuando se trata de una lengua extraña el texto habrá sido ya
por supuesto objeto de una interpretación lingüístico-gramatical, pero esto
no es más que una condición previa. El verdadero problema de la
comprensión aparece cuando en el esfuerzo por comprender un contenido se
plantea la pregunta reflexiva de cómo ha llegado el otro a su opinión. Pues
es evidente que un planteamiento como éste anuncia una forma de alienidad
muy distinta, y significa en último extremo la renuncia a un sentido
compartido.
Para poder situar en su trasfondo correcto el verdadero giro que da
Schleiermacher a la historia de la hermenéutica empezaremos con una
reflexión que en él no desempeña el menor papel, y que desde él ha
desaparecido por completo de los planteamientos de la hermenéutica (cosa
que restringe también de una manera muy peculiar el interés histórico de
Dilthey por la hermenéutica), pero que en realidad domina al problema de la
hermenéutica y es la que hace realmente comprensible la posición que ocupa
Schleiermacher en la historia de ésta. Partiremos del lema de que en
principio comprender significa entederse unos con otros. Comprensión es,
para empezar, acuerdo.
La crítica bíblica de Spinoza es un buen ejemplo de ello (y al mismo tiempo
uno de los documentos más tempranos). En el capítulo 7 del Tractatus
Philolosophico-politicus 10 Spinoza des-arrolla su método interpretativo de
la sagrada Escritura, enlazando con la interpretación de la naturaleza:
partiendo de los datos históricos hay que inferir el sentido (mens) de los
autores, en cuanto que en estos libros se narran cosas (históricas de milagros
y revelaciones) que no son derivables de los principios conocidos para la
razón natural. También en estas cosas, que en sí mismas son
incomprensibles (imperceptibles), y con independencia de que en su
conjunto la Escritura posee indiscutiblemente un sentido moral, puede
En general, los hombres se entienden entre sí inmediatamente, esto es, se
van poniendo de acuerdo hasta llegar a un acuerdo. Por (lo tanto, el acuerdo
es siempre acuerdo sobre algo. Comprenderse es comprenderse respecto a
algo. Ya el lenguaje muestra que el «sobre qué» y el «en qué» no son
objetos del hablar en sí mismos arbitrarios de los que la comprensión mutua
pudiera prescindir al buscar su camino, sino que son más bien el camino y el
116
comprenderse todo lo que tiene algún interés con que sólo se conozca
«históricamente» el espíritu del autor, esto es, superando nuestros prejuicios
y no pensando en otras cosas que las que pudo tener in mente el autor.
natural la tarea de descifrar el «libro de la naturaleza»12. En esta medida el
modelo de la filología puede guiar al método de la ciencia natural.
En esto se refleja el hecho de que el saber adquirido por la sagrada Escritura
y por las autoridades es el enemigo contra el que tiene que imponerse la
nueva ciencia de la naturaleza. Esta tiene su esencia, a diferencia de aquélla,
en una metodología propia que la conduce a través de la matemática y de la
razón a la percepción de lo que en sí mismo es comprensible. La crítica
histórica de la Biblia, que logra imponerse ampliamente en el siglo XVIII,
posee, como muestra este examen de Spinoza, un fundamento ampliamente
dogmático en la fe ilustrada en la razón, y de un modo análogo hay toda otra
serie de precursores del pensamiento histórico, entre los cuales hay en el
siglo XVIII nombres olvidados hace tiempo, que intentan proporcionar
algunas indicaciones para la comprensión e interpretación de los libros
históricos. Entre ellos se cuenta particularmente Chladenius13 como un
precursor de la hermenéutica romántica 14, y de hecho se encuentra en él el
interesante concepto del «punto de vista» como fundamento de que
«conozcamos una cosa así y no de otro modo»; es un concepto procedente
de la óptica y que el autor toma expresamente de Leibniz.
La necesidad de la interpretación histórica «en el espíritu del autor» es aquí
consecuencia del carácter jeroglífico e inconcebible del contenido. Nadie
interpretarla a Euclides atendiendo a la vida, al estudio y a las costumbres
(vita, studium et mores) del autor u, y esto valdría también para el espíritu
de la Biblia en las cosas morales (circa documenta moralia). Sólo porque en
las narraciones de la Biblia aparecen cosas inconcebibles (res
imperceptibles), su comprensión depende de que logremos elucidar el
sentido del autor a partir del conjunto de su obra (ut merttem auctoris
percipiamus). Y aquí si que es efectivamente indiferente el que su intención
responda a nuestra perspectiva; pues nosotros intentamos conocer
únicamente el sentido de las frases (el sensus orationum), no su verdad
(veri-tas). Para esto hay que desconectar cualquier clase de actitud previa,
incluso la de nuestra razón (y por supuesto, tanto más la de nuestros
prejuicios).
La «naturalidad» de la comprensión de la Biblia reposa, por lo tanto, sobre
el hecho de que se vuelva accesible lo comprensible, y que se comprenda
«históricamente» lo no evidente. La destrucción de la comprensión
inmediata de las cosas en su verdad es lo que motiva el rodeo por lo
histórico. Una cuestión distinta sería la de qué es lo que significa este
principio interpretativo para el comportamiento propio de Spinoza respecto
a la tradición bíblica. En cualquier caso a los ojos de Spinoza la amplitud de
lo que en la Biblia sólo puede comprenderse de esta manera histórica es muy
grande, aunque el espíritu del conjunto (quod ipsa veram virtutem doceat)
sea evidente, y aun-que lo evidente posea el significado predominante.
Sin embargo, y para esto basta con atender al título de su escrito, se enfoca a
Chladenius desde una perspectiva falsa si se entiende su hermenéutica como
una primera forma de la metodología histórica. No sólo porque el caso de la
«interpretación de los libros históricos» no es para él el punto más
importante —en cualquier caso se trata siempre del contenido objetivo de
los escritos —, sino porque para él todo el problema de la interpretación se
plantea en el fondo como pedagógico y de naturaleza ocasional. La
interpretación se ocupa expresamente de «discursos y escritos racionales».
Interpretar significa para él «aducir los conceptos que sean necesarios para
la comprensión completa de un pasaje». Por lo tanto la interpretación no
debe «indicar la verdadera comprensión de un pasaje», sino que lo suyo es
expresamente resolver las oscuridades que impiden al escolar la
«comprensión completa de los textos» (Prefacio). En la interpretación hay
que guiarse por la perspectiva del escolar (§ 102).
Si se retrocede pues, así, a la prehistoria de la hermenéutica histórica, hay
que destacar en primer lugar que entre la filología y la ciencia natural en su
auto-reflexión más temprana se da una correlación muy estrecha y que
reviste un doble sentido. En primer lugar la «naturalidad» del procedimiento
científico-natural debe valer también para la actitud que se adopte respecto a
la tradición bíblica, y a esto sirve el método histórico; pero también, a la
inversa, la naturalidad del arte filológico que se practica en la exégesis
bíblica, del arte de comprender por el contexto, plantea al conocimiento
Comprender e interpretar no son para Chladenius lo mismo. Es claro que
para él el que un pasaje necesite interpretación es por principio un caso
especial, y que en general los pasajes se entienden inmediatamente cuando
117
se conoce el asunto de que tratan, bien porque el pasaje en cuestión le
recuerde a uno dicho asunto, bien porque sea él el que nos dé acceso al
conocimiento de tal asunto. No cabe duda de que para el comprender lo
decisivo sigue siendo entender la cosa, adquirir una percepción objetiva; no
se trata ni de un procedimiento histórico ni de un procedimiento
psicológico-genético.
conocimiento objetivo — es necesario llegar a una interpretación correcta:
«Pasajes estériles pueden hacérsenos fecundos», esto es, «dar ocasión a
nuevas ideas».
Téngase en cuenta que en todo esto Chladenius no está pensando
seguramente en la exégesis bíblica edificante, sino que expresamente ignora
las «escrituras sagradas», para las cuales «el arte de la interpretación
filosófica» no sería más que una antesala. Seguramente tampoco intenta con
sus razonamientos dar legitimidad a la idea de que todo lo que a uno se le
pueda ocurrir (todas las «aplicaciones») pertenezca a la comprensión de un
libro, sino únicamente lo que responda a las intenciones de su autor. Sin
embargo, esto no posee para él con toda evidencia el sentido de una
restricción histórico-psicológica, sino que tiene que ver con una adecuación
objetiva, de la que afirma explícitamente que la nueva teología la contempla
exegéticamente.15
Al mismo tiempo, el autor tiene clara conciencia de que el arte de la
interpretación ha alcanzado una especie de urgencia nueva y particular, ya
que el arte de la interpretación proporciona al mismo tiempo la justificación
de ésta. Esta no hace ninguna falta mientras «el escolar tenga el mismo
conocimiento que el intérprete» (de manera que la «comprensión» le resulte
evidente «sin demostración»), ni tampoco «cuando existe una fundada
confianza en él». Ninguna de estas dos condiciones le parecen cumplirse en
su tiempo, la segunda por el hecho de que (bajo el signo de la Ilustración)
«los alumnos quieren ver con sus propios ojos», y la primera porque al
haberse incrementado el conocimiento de las cosas —se refiere al progreso
de la ciencia— la oscuridad de los pasajes que se trata de comprender se
hace cada vez mayor. La necesidad de una hermenéutica aparece, pues, con
la desaparición del entenderse por sí mismo.
b)
El proyecto de una hermenéutica universal de Schleiermacher
Parece claro que la prehistoria de la hermenéutica del siglo XIX adquiere un
aspecto bastante distinto si se la considera al margen de los presupuestos de
Dilthey. Qué diferencia entre Spinoza y Chladenius por una parte y
Schleiermacher por la otra! La incomprensibilidad que motivaba para
Spinoza el rodeo histórico y que Chladenius llama al arte de la
interpretación hacia un sentido de orientación mucho más objetivo, adquiere
en Schleiermacher un significado completamente distinto y universal.
De este modo lo que era motivación ocasional de la interpretación acaba
adquiriendo un significado fundamental. Chladenius llega en efecto a una
conclusión interesantísima: constata q«e comprender por completo a un
autor no es lo mismo que comprender del todo un discurso o un escrito. La
norma para la comprensión de un libro no sería en modo alguno la intención
del autor. «Como los hombres no son capaces de abarcarlo todo, sus
palabras, discursos y escritos pueden significar algo que ellos mismos no
tuvieron intención de decir o de escribir» y por lo tanto «cuando se intenta
comprender sus escritos puede llegar a pensarse, y con razón, en cosas que a
aquellos autores no se les ocurrieron».
Para empezar es ya una diferencia interesante, si mi impresión es correcta,
que Schleiermacher hable menos de incomprensión que de malentendido.
Lo que tiene ante sus ojos no es ya la situación pedagógica de la
interpretación, que trata de ayudar a la comprensión de otro, del discípulo; al
contrario, en él la interpretación y la comprensión se interpenetran tan
íntimamente como la palabra exterior e interior, y todos los problemas de la
interpretación son en realidad problemas de la comprensión. Se trata
únicamente de la subtilitas intelligendi, no de la subtilitas explicandi 16 (por
no hablar de la applicatio17. Pero por encima de todo, Schleiermacher hace
una distinción expresa entre la praxis relajada de la hermenéutica, según la
cual la comprensión se produce por sí misma, y esa praxis más estricta que
parte de la idea de que lo que se produce por sí mismo es el malentendido 18.
Aunque también se da el caso inverso de que «un autor tuvo en las mientes
más de lo que se puede comprender», para él la verdadera tarea de la
hermenéutica no es aportar por fin a la comprensión este «más», sino los
libros mismos en su significación verdadera, objetiva. Como «todos los
libros de los hombres y todos sus discursos contienen en sí algo
incomprensible» —las oscuridades que proceden de la falta de un
118
Sobre esta diferencia fundamenta lo que será su rendimiento propio:
desarrollar, en lugar de una «acumulación de observaciones», una verdadera
preceptiva del comprender. Y esto significa algo fundamentalmente nuevo.
Las dificultades de la comprensión y los malentendidos no se tienen en
cuenta ya sólo como momentos ocasionales, sino que aparecen como
momentos integradores que se trata de desconectar desde el principio.
Schleiermacher llega incluso a definir que «la hermenéutica es el arte do
evitar el malentendido». Por encima de la ocasionalidad pedagógica de la
práctica de la investigación, la hermenéutica accede a la autonomía de un
método por cuanto «el malentendido se produce por sí mismo, y la
comprensión tiene que quererse y buscarse en cada punto» 19. Evitar el
malentendido: «todas las tareas están contenidas en esta expresión
negativa». Su cumplimiento positivo está para Schleiermacher en un canon
de reglas de interpretación gramaticales y psicológicas que se aparten por
completo de cualquier atadura dogmática de contenido, incluso en la
conciencia del intérprete.
pudiera ocurrir igual en la conversación y en la percepción inmediata del
hablar» 20.
Desde luego, Schleiermacher no es el primero que restringe la tarea de la
hermenéutica al hacer comprensible lo que los demás han querido decir,
hablando o en textos. El arte de la hermenéutica no ha sido nunca el organon
de la investigación de las cosas. Esto la distingue desde siempre de lo que
Schleiermacher llama dialéctica. Sin embargo, siempre que alguien se
esfuerza por comprender —por ejemplo, respecto a la sagrada Escritura o
respecto a los clásicos— está operando indirectamente una referencia a la
verdad que se oculta en el texto y que debe llegar a la luz. Lo que se trata de
comprender es en realidad la idea no como un momento vital, sino como
una verdad. Este es el motivo por el que la hermenéutica posee una función
auxiliar y se integra en la investigación de las cosas. Schleiermacher tiene
esto en cuenta desde el momento en que de todos modos refiere la
hermenéutica por principio —en el sistema de las ciencias— a la dialéctica.
Por este motivo coloca frente a la interpretación gramatical la psicológica
(técnica); en ésta es donde se encuentra lo más propio de él. En lo que sigue
dejaremos de lado todas las ideas de Schleiermacher sobre la interpretación
gramatical, que en sí mismas son de la mayor agudeza. Hay en ellas
desarrollos espléndidos sobre el papel que desempeña para el autor, y por lo
tanto también para su intérprete, la totalidad ya dada del lenguaje, así como
sobre el significado del conjunto de una literatura para cada obra individual.
Bien pudiera ser —y una nueva investigación del legado de Schleiermacher
lo ha hecho verosímil21—, que la interpretación psicológica haya ido adquiriendo sólo paulatinamente su posición de primer plano, a lo largo del
desarrollo de todas estas ideas de Schleiermacher. En cualquier caso esta
interpretación psicológica ha sido la más determinante para la formación de
las teorías del siglo XIX, para Savigny, Boeckh, Steinthal, y sobre todo
Dilthey.
Al mismo tiempo, la tarea que él se plantea es precisamente la de aislar el
procedimiento del comprender. Se trata de autonomizarlo como una
metodología especial. A esto va unida también para Schleiermacher la
necesidad de liberarse de los planteamientos reductores que habían
determinado en predecesores como Wolf y Ast la esencia de la
hermenéutica. El no acepta ni la restricción al terreno de las lenguas
extrañas, ni siquiera la restricción a escritores, «como si esto mismo no
Para Schleiermacher la escisión metodológica de filología y dogmática sigue
siendo esencial incluso frente a la Biblia, donde la interpretación
psicológico-individual de cada uno de sus autores retrocede ampliamente 22
tras el significado de lo que dogmáticamente es unitario y común a todos
ellos 23. La hermenéutica abarca el arte de la interpretación tanto gramatical
como psicológica. Pero lo más genuino de Schleiermacher es la
Esto implica bastante más que una expansión del problema hermenéutico
desde la comprensión de lo fijado por escrito hasta la de cualquier hablar en
general; se advierte aquí un desplazamiento de carácter muy fundamental.
Lo que se trata de comprender no es la literalidad dé las palabras y su
sentido objetivo, sino también la individualidad del hablante o del autor.
Schleiermacher entiende que ésta sólo se comprende adecuadamente
retrocediendo hasta la génesis misma de las ideas. Lo que para Spinoza
representaba un caso extremo de la comprensibilidad, obligando a un rodeo
histórico, se convierte para él en el caso normal y en el presupuesto desde el
que desarrolla su teoría de la comprensión. Lo que encuentra «más relegado
e incluso completamente descuidado» es «el comprender una serie de ideas
al mismo tiempo como un momento vital que sale a la luz, como un acto que
está en conexión con muchos otros, incluso de naturaleza diferente».
119
interpretación psicológica; es en última instancia un comportamiento
divinatorio, un entrar dentro de la constitución completa del escritor, una
concepción del «decurso interno» de la confección de una obra 25, una
recreación del acto creador. La comprensión es, pues, una reproducción
referida a la producción original, un conocer lo conocido (Boeckh) m, una
reconstrucción que parte del momento vivo de la concepción, de la
«decisión germinal» como del punto de organización de la composición 26.
Una de las características de Schleiermacher es que se dedica a buscar en
todas partes este momento de la producción libre. También la conversación,
a la que ya nos hemos referido, obtiene en Schleiermacher esta misma
distinción; junto al «verdadero diálogo», que intenta realmente conocer en
comunidad un determinado sentido y que constituye la forma original de la
dialéctica, se reconoce la «conversación libre», que queda adscrita al
pensamiento artístico. En ella las ideas «prácticamente no cuentan» por su
contenido. La conversación no es más que una estimulación recíproca de la
producción de ideas («y su fin natural no es otro que el progresivo
agotamiento del proceso descrito») 29, una especie de construcción artística
en la relación recíproca de la comunicación.
Sin embargo, semejante descripción de la comprensión en aislado significa
que el conjunto de ideas que intentamos comprender como discurso o como
texto es comprendido no por referencia a su contenido objetivo sino como
una construcción estética, como una obra de arte o un «pensamiento
artístico». Sí se retiene esto se entenderá por qué no interesa aquí la relación
con la cosa (en Schleiermacher «el ser»), Schleiermacher continúa las
determinaciones fundamentales de Kant cuando dice que el «pensamiento
artístico» «sólo se distingue por el mayor o menor placer», y en realidad es
«sólo el acto momentáneo del sujeto» 27. Naturalmente, el presupuesto bajo
el que se sitúa la tarea de la comprensión es que este «pensamiento artístico»
no es un simple acto momentáneo sino que se exterioriza. Schleiermacher ve
en el «pensamiento artístico» momentos destacados de la vida en los que se
da un placer tan grande que llegan a exteriorizarse, pero que aún entonces
—y por mucho que susciten el placer en «imágenes originales de las obras
de arte»— siguen siendo un pensamiento individual, libre combinación no
atada por el ser. Esto es exactamente lo que distingue a los textos poéticos
de los científicos 28.
En cuanto que el habla no es sólo producto interno de la producción de
ideas, sino también comunicación, y como tal posee una forma externa, no
es sólo manifestación inmediata de la idea, sino que presupone ya una cierta
reflexión. Y esto valdrá naturalmente tanto más para lo que está fijado por
escrito, para los textos. Estos son siempre representación mediante arte 30.
Y allí donde el hablar es arte lo es también el comprender. Todo hablar y
todo texto están pues referidos fundamentalmente al arte del comprender, a
la hermenéutica, y es así como se explica la comunidad de la retórica (que es
parte de la estética), y la hermenéutica: cada acto de comprender es para
Schleiermacher la inversión de un acto de hablar, la reconstrucción de una
construcción. En correspondencia la hermenéutica es una especie de
inversión de la retórica y de la poética.
Para nosotros resulta un poco chocante esta manera de reunir la poesía con
el arte de hablar 81. Para nuestra sensibilidad lo que caracteriza y da su
dignidad al arte de la poesía es justamente que en ella el lenguaje no es
hablar, esto es, que posee una unidad de sentido y de forma que es
independiente de toda relación de hablar y de ser interpelado o persuadido.
El concepto de Schleiermacher del «pensamiento artístico», bajo el cual
reúne el arte de la poesía y el arte de hablar, contempla en cambio no el
producto sino la forma de comportamiento del sujeto. De este modo también
el hablar es pensado aquí puramente como arte, esto es, al margen de toda
referencia a objetos y objetivos, como expresión de una productividad
plástica; y naturalmente la frontera entre lo artístico y lo carente de arte se
diluye hasta cierto punto, como se diluye también la diferencia entre una
Es seguro que con esto Schleiermacher quiere decir que el discurso poético
no se somete al patrón del acuerdo sobre las cosas tal como lo hemos
ilustrado antes, porque lo que se dice en él no puede separarse de la manera
como se dice. Por ejemplo, la guerra de Troya está en el poema homérico; el
que lo lee por referencia a la realidad histórica objetiva no está leyendo a
Homero como discurso poético. Nadie podría afirmar que el poema
homérico haya ganado realidad artística por las excavaciones de los
arqueólogos. Lo que se trata de comprender aquí no es precisamente un
pensamiento objetivo común sino un pensamiento individual que es por su
esencia combinación libre, expresión, libre exteriorización de una esencia
individual.
120
comprensión sin arte, inmediata, y la operada a través de un procedimiento
lleno de arte.
particular. Schleiermacher sigue a Friedrich Ast y a toda la tradición
hermenéutico-retórica cuando reconoce como un rasgo básico y esencial del
comprender que el sentido de los detalles resulta siempre del contexto, y en
última instancia del conjunto. Este postulado vale naturalmente para una
gama que va desde la comprensión gramatical de cada frase hasta su
integración en el nexo del conjunto de una obra literaria, incluso del
conjunto de la literatura o del correspondiente género literario. Ahora bien,
Schleiermacher lo aplica ahora a la comprensión psicológica, que tiene que
entender cada construcción del pensamiento como un momento vital en el
nexo total de cada hombre.
En cuanto que esta producción ocurre mecánicamente según leyes y reglas y
no de una manera inconscientemente genial, el intérprete puede reproducir
conscientemente la composición. Pero cuando se trata de un rendimiento
individual del genio, creador en el sentido más auténtico, ya no puede
realizarse esta recreación por reglas. El genio mismo es el que forma los
patrones y hace las reglas: crea formas nuevas del uso lingüístico, de la
composición literaria, etc. Y Schleiermacher tiene muy en cuenta esta
diferencia. Por el lado de la hermenéutica a esta producción genial le
corresponde la necesidad de la adivinación, del acertar inmediato que en
última instancia presupone una especie de congenialidad. Ahora bien, si los
límites entre la producción sin arte y con arte, mecánica y genial, son
borrosos en cuanto que lo que se expresa es siempre una individualidad, y
en cuanto que siempre opera un momento de genialidad no sometida a
reglas —como ocurre con los niños que van aprendiendo una lengua—,
entonces el fundamento último de toda comprensión tendrá que ser siempre
un acto adivinatorio de la congenialidad, cuya posibilidad reposará sobre la
vinculación previa de todas las individualidades.
Naturalmente, siempre ha sido claro que desde el punto de vista lógico nos
encontramos ante un razonamiento circular, ya que el todo desde el que debe
entenderse lo individual no debe estar dado antes de ello, a no ser bajo la
forma de un canon dogmático (como el que guía la comprensión católica de
la Escritura, y en parte, como ya hemos visto, también la protestante) o de
una preconcepción análoga del espíritu de una época (como Así presupone
el espíritu de la antigüedad al modo de una intuición).
Sin embargo, Schleiermacher declara que estas orientaciones dogmáticas no
pueden pretender ninguna valido previa, y que en consecuencia sólo
constituyen restricciones relativas del mencionado círculo. En principio
comprender es siempre moverse en este círculo, y por eso es esencial el
constante retorno del todo a las partes y viceversa. A esto se añade que este
círculo se está siempre ampliando, ya que el concepto del todo es relativo, y
la integración de cada cosa en nexos cada vez mayores afecta también a su
comprensión. Schleiermacher aplica a la hermenéutica ese procedimiento
suyo tan habitual de una descripción dialéctica polar, y con ello da cuenta
del carácter interno de provisionalidad e inconclusión de la comprensión, ya
que lo desarrolla a partir del viejo principio hermenéutico del todo y las
partes. Sin embargo, la relativización especulativa que le caracteriza
representa un esquema descriptivo de ordenación para el proceso del
comprender, más que una referencia de principio. Es un Índice de ello el
hecho e que, al introducir la trasposición adivinatoria, crea poder llegar a
asumir poco menos que una comprensión completa: «Hasta que al nnal cada
detalle adquiere como de pronto toda su luz».
Este es efectivamente el presupuesto de Schleiermacher: que cada
individualidad es una manifestación del vivir total y que por eso «cada cual
lleva en sí un mínimo de cada uno de los demás, y esto estimula la
adivinación por comparación consigo mismo». Puede decir así que se debe
concebir inmediatamente la individualidad del autor «transformándose uno
directamente en el otro». Al agudizar de este modo la comprensión
llevándola a la problemática de la individualidad, la tarea de la hermenéutica
se le plantea como universal. Pues ambos extremos dé extrañeza y
familiaridad están dados con la diferencia relativa de toda individualidad. El
«método» del comprender tendrá presente tanto lo común - por
comparación— como lo peculiar —por adivinación—, esto es, habrá de ser
tanto comparativo como adivinatorio. En uno y otro sentido seguirá siendo
sin embargo “arte”: porque no puede mecanizarse corno aplicación de
reglas. Lo adivinatorio seguirá siendo imprescindible 32.
Sobre la base de esta metafísica estética de la individualidad los preceptos
hermenéuticos usuales a filólogos y teólogos experimentan un giro muy
121
Cabría preguntarse si estas formas de hablar (que aparecen con un sentido
bastante parecido también en Boeckh) deben tomarse muy estrictamente o si
se trata meramente de describir sólo una perfección relativa de la
comprensión. Es cierto que Schleiermacher —como de una manera todavía
más decidida Wilhelm von Humboldt— considera la individualidad como
un misterio que nunca se abre del todo. Sin embargo, esta misma tesis sólo
pretende ser entendida como relativa. La barrera que se erige aquí frente a la
razón y a los conceptos no es absolutamente insuperable. Cabría traspasarla
con el sentimiento, con una comprensión inmediata, simpatética y
congenial: la hermenéutica es justamente arte y no un procedimiento
mecánico. Lleva a cabo su obra, la comprensión, tal como se lleva a cabo
una obra de arte hasta su perfección.
lengua extraña o un pasado extraño. Es un movimiento circular «porque
nada de lo que se intenta interpretar puede ser comprendido de una sola vez»
33
. Aun dentro de la propia lengua lo cierto es que el lector tiene que
empezar por hacer suyo el acervo lingüístico del autor a partir de sus obras,
y aún más las peculiaridades de su intención. Pero de estas constataciones
que se encuentran en el propio Schleiermacher se sigue que la equiparación
con el lector original de la que habla no es una operación precedente, ni se
puede aislar del esfuerzo de la comprensión propiamente dicha, que para él
equivale a la equiparación con el autor.
Examinemos ahora con un poco más de detenimiento lo que Schleiermacher
quiere decir con esta equiparación. Desde luego no puede tratarse de pura y
simple identificación. La reproducción siempre es esencialmente distinta de
la producción. Es así como llega a la idea de que se trata de comprender a un
autor mejor de lo que él mismo se habría comprendido; una fórmula que
desde entonces se ha repetido incesantemente y cuyas interpretaciones
cualifican todo lo que ha ido siendo la historia de la hermenéutica moderna.
De hecho, en ella se encierra el verdadero problema de ésta. Por eso
merecerá la pena acercarse un poco más a lo que puede ser su sentido.
El límite de esta hermenéutica fundada en el concepto de la individualidad
se muestra en el hecho de que Schleiermacher no considera más
problemática que cualquier otra comprensión la tarea de la filología y de la
exégesis bíblica: la de comprender un texto compuesto en una lengua
extraña y procedente de una época pasada. Desde luego, que para él se
plantea una tarea especial cada vez que hay que superar una distancia en el
tiempo. A esto le llama Schleiermacher la «equiparación con el lector
original». Pero esta «operación de la equiparación», la producción
lingüística e histórica de esta igualdad, no es para él más que una condición
previa ideal para el verdadero acto del comprender, que no sería la
equiparación con el lector original sino con el autor; ésta pondría al
descubierto el texto como una manifestación vital genuina de su autor. El
problema de Schleiermacher no es el de la oscuridad de la historia, sino el
de la oscuridad del tú.
Lo que esta fórmula quiere decir en Schleiermacher es bastante claro. Para
él el acto de la comprensión es la realización reconstructiva de una
producción. Tiene que hacer conscientes algunas cosas que al productor
original pueden haberle quedado inconscientes. Lo que Schleiermacher
introduce aquí en su hermenéutica general es evidentemente la estética del
genio. El modo de crear que es propio del artista genial constituye el caso
modelo al que se remite la teoría de la producción inconsciente y de la
conciencia que es necesario alcanzar en la reproducción 34.
Habría que plantearse ahora si se puede hacer en realidad esta distinción
entre la comprensión y la producción de una igualdad con el lector original.
Pues de hecho, esta condición previa ideal de la equiparación con el lector
no se puede realizar con anterioridad al esfuerzo de la comprensión pro
piamente dicha, sino que está absolutamente involucrada en éste. La misma
intención de un texto contemporáneo, cuyo lenguaje no nos resulte
enteramente familiar o cuyo contenido nos sea extraño, sólo se nos descubre
del modo ya descrito, en el vaivén del movimiento circular entre el todo y
las partes. También Schleiermacher lo reconoce. Siempre se da este
movimiento en el que se aprende a comprender una opinión extraña, una
De hecho, y entendida así, esta fórmula puede considerarse como un
postulado fundamental de toda filología, siempre que ésta se entienda como
la comprensión del hablar artístico. Ésa mejor comprensión que caracteriza
al intérprete frente al autor no se refiere, por ejemplo, a la comprensión de
las cosas de las que habla el texto, sino meramente a la comprensión del
texto, esto es, de lo que el autor tuvo en la mente y a lo que dio expresión.
Esta comprensión puede considerarse como mejor en cuanto que la
comprensión expresa —y en consecuencia creadora de relieves—- de una
opinión frente a la realización del contenido de la misma encierra un plus de
122
conocimiento. En este sentido, la fórmula en cuestión sería casi una
perogrullada. El que aprende a comprender lingüísticamente un texto
compuesto en una lengua extraña tendrá que adquirir conciencia expresa de
las reglas gramaticales y de la forma de composición que el autor ha
aplicado sin darse cuenta, porque vive en este lenguaje y en sus medios
artísticos. Y lo mismo puede decirse en principio respecto a cualquier
producción genial y su recepción por otros. En particular, conviene recordar
esto para la interpretación de la poesía. También aquí es verdad que
necesariamente hay que comprender a un poeta mejor de lo que se
comprendió él mismo, pues él no «se comprendió» en absoluto cuando tomó
forma en él la construcción de su texto.
libre; conserva con más fuerza la conexión con la estética del genio. El
aplica la fórmula en cuestión particularmente a la interpretación de los
poetas. Comprender la «idea» de un poema desde su «forma interior» puede
considerarse desde luego que es «comprenderla mejor». Dilthey ve en esto
poco menos que «el supremo triunfo de la hermenéutica» 37, ya que el
contenido filosófico de la gran poesía se pone aquí al descubierto en cuanto
que se la comprende como creación libre. La creación libre no está
restringida por condiciones externas o materiales, y en consecuencia sólo
puede concebirse como «forma interior».
La cuestión es la de si este caso ideal de la «creación libre» debe tomarse
realmente como patrón para el problema de la hermenéutica, e incluso si en
general la comprensión de las obras de arte puede concebirse
adecuadamente según él. Hay que plantearse también si la idea de que se
trata de comprender al autor mejor de lo que se comprendió él mismo
conserva su sentido original bajo al presupuesto de la estética del genio o si
ésta no la habrá convertido más bien en algo completamente nuevo.
Esto tiene también como consecuencia —y la hermenéutica no debiera
olvidarlo nunca— que el artista que crea una forma no es el intérprete
idóneo para la misma. Como intérprete no le conviene ninguna primacía
básica de autoridad frente al que meramente la recibe. En el momento en
que reflexiona por sí mismo se convierte en su propio lector. Su opinión,
como producto de esta reflexión, no es decisiva. El único baremo de la
interpretación es el contenido de sentido de su creación, aquello a lo que
ésta «se refiera» 35. La teoría de la producción genial aporta aquí un
importante rendimiento teórico al cancelar la diferencia entre el intérprete y
el autor. Legitima la equiparación de ambos en cuanto que lo que tiene que
ser comprendido no es desde luego la auto-interpretación reflexiva del autor,
pero sí su intención inconsciente. Y no otra cosa es lo que Schleiermacher
quiso decir con su paradójica fórmula.
De hecho la fórmula en cuestión tiene su prehistoria. Bollnow, que ha hecho
algunas pesquisas en esta dirección 38, aduce dos pasajes en los que se
encuentra esta fórmula antes de Schleiermacher: en Fichte39 y en Kant40.
En cambio no ha logrado encontrar testimonios más antiguos. Esto hace
suponer a Bollnow que tal vez se trate de una tradición oral, de una especie
de regla de trabajo filológica que probablemente se trasmitía de unos a otros
y que finalmente hace suya Schleiermacher.
Sin embargo, hay motivos externos e internos por los que esta hipótesis me
parece muy poco verosímil. Esta refinada regla metódica, que todavía hoy se
está malempleando tanto como cheque en blanco para las interpretaciones
más arbitrarias, y que en consecuencia está concitando sobre sí toda clase de
embates, cuadra poco al gremio de los filólogos. Ellos, los «humanistas»,
cultivan más bien en su autoconciencia la idea de reconocer en los textos
clásicos verdaderos y genuinos modelos. Para el verdadero humanista su
autor no es en modo alguno tal que él pueda querer comprender su obra
mejor de lo que la comprendió él mismo. No hay que olvidar que el objetivo
supremo del humanista no ha sido en principio nunca «comprender» a sus
modelos, sino asemejarse a ellos o incluso superarlos. Por eso el filólogo
está atado a sus modelos en principio no sólo como intérprete sino también
Con posterioridad a Schleiermacher han empleado también otros su fórmula
en el mismo sentido, por ejemplo, August Boeckh, Steinthal y Dilthey: «El
filólogo entiende al orador y al poeta mejor de lo que éste se entendió a sí
mismo y mejor de lo que le entendieron los que eran sus rigurosos
contemporáneos. Pues él aclara y hace consciente lo que en aquél sólo
existía de manera inconsciente y fáctica» 30. A través del «conocimiento de
la regularidad psicológica» el filólogo puede dar profundidad a la
comprensión conocedora hasta convertirla en conceptual, llegando hasta el
fondo de la causalidad, de la génesis de la obra hablada, de la mecánica del
espíritu literario. La repetición de la frase de Schleiermacher por Steinthal
muestra ya los efectos de la investigación de las leyes psicológicas, que
había tomado como modelo la investigación natural. En esto Dilthey es más
123
como imitador, cuando no incluso como rival. Igual que la vinculación
dogmática a la Biblia, también la de los humanistas a sus clásicos tuvo que
empezar por hacer sitio a una relación más distanciada para que el negocio
de la interpretación llegase a un grado de auto-conciencia como el que
expresa la fórmula que nos ocupa.
como una producción libre. A esto responde el que la hermenéutica, que en
su opinión ha de orientarse hacia la comprensión de todo lo que es
lingüístico, se oriente de hecho según el modelo standard del lenguaje
mismo. El hablar del individuo representa efectivamente un hacer libre y
configurador, por mucho que sus posibilidades estén restringidas por la
estructura fija de la lengua. El lenguaje es un campo expresivo, y su
primacía en el campo de la hermenéutica significa para Schleiermacher que,
como intérprete, puede considerar sus textos como puros fenómenos de la
expresión, al margen de sus pretensiones de verdad.
Por eso resulta desde un principio verosímil que sólo para Schleiermacher,
que autonomiza la hermenéutica hasta hacer de ella un método al margen de
cualquier contenido, pueda entrar en consideración un cambio que afirme
tan por principio la superioridad del intérprete respecto a su objeto. Y si se
mira con detenimiento, se comprenderá que la aparición de la fórmula en
Fichte y Kant tiene que ver con esto. Pues el contexto en el que aparece en
uno y otro esta supuesta regla de trabajo de los filólogos muestra que tanto
Fichte como Kant se estaban refiriendo a algo 'muy distinto. En ellos no se
trata de un postulado básico de la filología, sino de una pretensión de la
filosofía, la de superar las contradicciones que puedas encontrarse en una
tesis a través de una mayor claridad conceptual. Es pues un postulado que
expresa, muy en consonancia con el espíritu del racionalismo, el requisito de
llegar a una comprensión que responda a la verdadera intención del autor —
y que éste tendría que haber compartido si hubiera pensado con suficiente
claridad y nitidez— sólo por el pensamiento, desarrollando las
consecuencias implicadas en los conceptos de aquél. La misma tesis
hermenéuticamente absurda a la que viene a parar Fichte en su polémica
contra la interpretación kantiana dominante, la de que «una cosa es el
inventor de un sistema y otra sus intérpretes y seguidores» m así como su
pretensión de «explicar a Kant según el espíritu» 42, están enteramente
impregnadas de las pretensiones de la crítica objetiva. La discutida fórmula
no expresa, pues, más que la necesidad de una crítica filosófica objetiva. El
que esté en condiciones de pensar mejor aquello sobre lo que habla el autor,
estará también capacitado para ver lo que éste dice a la luz de una verdad
que habría permanecido todavía oculta para él. Y en este sentido el
postulado de que hay que comprender a un autor mejor de lo que se
comprendió él mismo es uno de los más viejos, tanto como la crítica
científica en general43.
Sin embargo, sólo adquiere su acuñación como fórmula para la crítica
filosófica objetiva bajo el signo del espíritu racionalista. Y es natural que
entonces tenga un sentido muy distinto del que puede atribuirse a la regla
filológica de Schleiermacher. Es de suponer que éste se limitó a reinterpretar
este postulado de la crítica filosófica transformándolo en un axioma del arte
de la interpretación filológica 44. Y con ello se designaría de una manera
muy inequívoca la posición exacta en la que se encuentran Schleiermacher y
el romanticismo. Al crear una hermenéutica universal fuerzan a una critica
montada sobre la> comprensión de las cosas a abandonar el ámbito de la
interpretación científica.
Ésta nota demuestra para empezar que el comprender mejor se refiere aquí
todavía por completo al contenido. «Mejor» significa «de una manera no
confusa». Pero en cuanto que a continuación es la confusión misma la que
se constituye en objeto de la comprensión y del «construir», se anuncia aquí
el giro que condujo al nuevo postulado hermenéutico de Schleiermacher.
Tenemos aquí justamente el punto de inflexión entre el significado general
ilustrado y el nuevo significado romántico de la frase. Esta misma posición
de transmisión puede leerse en Schelling, System des trans^endentalen
Idealtsmus, Werke III, 623, donde dice «Cuando uno dice y afirma cosas
cuyo sentido no puede en modo alguno penetrar, bien por el tiempo en el
que ha vivido, bien por el resto de sus afirmaciones, allí donde enuncia
aparentemente con conciencia lo que en realidad sólo pudo haber enunciado
inconscientemente...». Cf. También la distinción de Chladenius, ya citada,
entre comprender a un autor y comprender un texto. Como testimonio del
sentido originalmente ilustrador de la fórmula puede servir también el que
en tiempos más recientes encontremos un acercamiento semejante a esta
La fórmula de Schleiermacher tal como él la entiende no implica ya el
asunto mismo del que se está hablando, sino que considera la expresión que
representa un texto con entera independencia de su contenido cognitivo,
124
fórmula en un pensador enteramente no romántico, que reúne con ello
ciertamente el baremo de la crítica objetiva: Husserliana VI, 74.
Incluso, la historia no es para él más que un drama en el que se va
mostrando esta libre creación, por supuesto la de una productividad divina, y
entiende el comportamiento histórico como la contemplación y el disfrute de
este grandioso teatro. Este disfrute reflexivo romántico de la historia aparece
muy bien descrito en un pasaje del Diario de Schleiermacher que recoge
Dilthey45: «El verdadero sentido histórico se eleva por encima de la
historia. Todos los fenómenos están ahí tan sólo como milagros sagrados,
que orientan la consideración hacia el espíritu que los ha producido en su
juego».
2.
La conexión de la escuela histórica con la hermenéutica romántica
a)
La perplejidad frente al ideal de la historia universal
Tendremos que preguntarnos hasta qué punto podría resultarles
comprensible a los historiadores su propio trabajo partiendo de su teoría
hermenéutica. Su tema no es el texto aislado, sino la historia universal. Lo
que hace al historiador es el intento de comprender el todo del nexo de la
historia de la humanidad. Cada texto individual no posee para él un valor
propio, sino que le sirve meramente como fuente, esto es, como un material
mediador para el conocimiento del nexo histórico, exactamente igual que
todas las reliquias mudas del pasado. Esta es la razón por la que la escuela
histórica no podrá en realidad seguir edificando sobre la hermenéutica de
Schleiermacher.
Leyendo un testimonio como éste, puede medirse hasta qué punto es potente
el paso que conduciría de la hermenéutica de Schleiermacher a una
comprensión universal de las ciencias del espíritu históricas. Por universal
que fuese la hermenéutica desarrollada por Schleiermacher, se trataba de
una universalidad limitada por una barrera muy sensible. Era una
hermenéutica referida en realidad a textos cuya autoridad estaba en pie.
Representa desde luego un paso importante en el desarrollo de la conciencia
histórica el que con ello se liberasen de todo interés dogmático la
comprensión y la interpretación, tanto de la Biblia como de la literatura de la
antigüedad clásica. Ni la verdad salvífica de la sagrada Escritura ni el
carácter modélico de los clásicos debían influir en un procedimiento que era
capaz de comprender cada texto como una expresión vital, dejando en
suspenso la verdad de lo que dice.
Y sin embargo, lo cierto es que la concepción histórica del mundo, cuya
gran meta era comprender la historia universal, se apoyó de hecho en la
teoría romántica de la individualidad y en su correspondiente hermenéutica.
Esto puede expresarse también negativamente: tampoco entonces se
introdujo en la reflexión metodológica el carácter pasado de los nexos de
vida históricos que representa la tradición para el presente. Por el contrario
se veía la propia tarea en un acercamiento del pasado al presente a través de
la investigación de la tradición. El esquema fundamental, según el que
concibe la escuela histórica la metodología de la historia universal no es
pues realmente ningún otro que el que es válido frente a cualquier texto. Es
el esquema del todo y sus partes. Hay, sin duda, una cierta diferencia entre
que se intente comprender un texto como construcción literaria y por
referencia a su intención y composición, o que se lo intente emplear como
documento para el conocimiento de un nexo histórico más amplio, sobre el
cual ha de proporcionar alguna clave que requiere todavía examen crítico.
Sin embargo, estos intereses filológico e iústórico se someten
recíprocamente el uno al otro. La interpretación histórica puede servir
como medio para comprender el conjunto de un texto, aunque variando el
interés de referencia, puede verse en ella no más que una fuente que se
integra en el conjunto de la tradición histórica.
Sin embargo, el interés que motivaba en Schleiermacher esta abstracción
metodológica no era el del historiador sino el del teólogo. Intentaba enseñar
cómo debe entenderse el hablar y la tradición escrita porque su interés
estaba en una tradición, la de la Biblia, que es la que interesa a la doctrina de
la fe. Por eso su teoría hermenéutica estaba todavía muy lejos de una
historiografía que pudiese servir de organon metodológico a las ciencias del
espíritu. Su objetivo era la recepción concreta de textos, a lo cual debía
servir también el aspecto más general de los nexos históricos. Esta es la
barrera de Schleiermacher que la concepción histórica del mundo no podría
dejar en pie.
Una reflexión clara y metódica, sobre esto, no se encuentra desde luego
todavía ni en Ranke ni en el agudo metodólogo que fue Droysen, sino sólo
125
en Dilthey, que toma conscientemente la hermenéutica romántica y la
amplía hasta hacer de ella una metodología histórica, más aún, una teoría del
conocimiento de las ciencias del espíritu. El análisis lógico diltheyano del
concepto del nexo de la historia representa objetivamente la aplicación del
postulado hermenéutico de que los detalles de un texto sólo pueden
entenderse desde el conjunto, y éste sólo desde aquéllos, .pero
proyectándolo ahora sobre el mundo de la historia. No sólo las fuentes
llegan a nosotros como textos, sino que la realidad histórica misma es un
texto que pide ser comprendido. Con esta proyección de la hermenéutica a la
historiografía Dilthey no hace sino interpretar a la escuela histórica. Formula
lo que Ranke y Droysen pensaban en el fondo.
mismo. En consecuencia el fundamento de la historiografía, es la
hermenéutica.
Naturalmente, el ideal de la historia universal tenía que plantear a la
concepción histórica del mundo una problemática muy particular en cuanto
que el libro de la historia es para cada presente un fragmento que se
interrumpe en la oscuridad. Al nexo universal de la historia le falta el
carácter acabado que posee un texto para el filólogo, y que hace que para el
historiador se convierta en un conjunto acabado de sentido, en un texto
comprensible, tanto una biografía como por ejemplo la historia de una
nación pasada, separada del escenario de la historia universal, incluso la
historia de una época ya cerrada y que quedó atrás.
De este modo, la hermenéutica romántica y su trasfondo, la metafísica
panteísta de la individualidad, son determinantes para la reflexión teórica de
la investigación de la historia en el siglo XXx. Para el destino de las ciencias
del espíritu y para la concepción del mundo de la escuela histórica esto ha
revestido una importancia esencial. Más tarde veremos cómo la filosofía
hegeliana de la historia universal, contra la que protesta la escuela histórica,
comprendió el significado de la historia para el ser del espíritu y para el
conocimiento de la verdad con una profundidad incomparablemente mayor
que aquellos grandes historiadores que no quieren reconocer su dependencia
respecto a él. El concepto de la individualidad de Schleiermacher, que iba
parejo con los intereses de la teología, de la estética y de la filología, no sólo
era una instancia crítica contra la construcción apriorista de la filosofía de la
historia, sino que ofrecía al mismo tiempo a las ciencias históricas una
orientación metodológica que las remitía, en un grado no inferior a las
ciencias de la naturaleza, a la investigación, esto es, a la única base que
sustenta una experiencia progresiva. De este modo la resistencia contra la
filosofía de la historia universal les acabó llevando hacia los cauces de la
filología. Su orgullo estaba en que tal metodología no pensaba el nexo de la
historia universal teleológicamente, desde un estado final, como era el estilo
de la Ilustración prerromántica o postromántica, para la cual el final de la
historia sería el día final de la historia universal. Por el contrario, para ella
no hay ningún final ni ningún fuera de la historia. La comprensión del
decurso total de la historia universal no puede obtenerse pues más que desde
la tradición histórica. Y ésta era justamente la pretensión de la hermenéutica
filológica, el que el sentido de un texto tenía que comprenderse desde él
Más tarde veremos cómo el propio Dilthey piensa también partiendo de
estas unidades relativas, edificando así enteramente sobre la base de la
hermenéutica romántica. Tal como se comprende en uno y otro caso, hay
siempre un conjunto de sentido que se ofrece como perfectamente distinto
del que intenta .comprenderlo: siempre hay una individualidad extraña que
debe ser juzgada desde los propios conceptos, haremos, etcétera, y a pesar
de todo comprendida, porque el yo y el tú son «momentos» de la misma
vida.
Tan lejos era capaz de llegar el fundamento hermenéutico. Sin embargo, ni
esta neta distinción del objeto respecto a su intérprete, ni tampoco el
contenido cerrado de un conjunto de sentido podían sustentar de hecho la
tarea más auténtica del historiador, la historia universal. Pues no sólo la
historia no se ha acabado todavía; en calidad de comprendedores suyos nos
encontramos dentro de ella, como un miembro condicionado y finito de una
cadena que no cesa de rodar. Y si se tiene en cuenta esta notable situación
del problema de la historia universal, parece ofrecerse por sí misma la duda
de si la hermenéutica está realmente en condiciones de ser el fundamento de
la historiografía. La historia universal no es un problema ni marginal ni
residual del conocimiento histórico, sino que es su verdadero meollo.
También la «escuela histórica» sabía que en el fondo no puede haber otra
historia que la universal, porque lo individual sólo se determina en su
significado propio desde el conjunto. ¿Y qué podría ayudar al investigador
empírico, al que nunca podrá ofrecerse este conjunto, para que no pierda sus
derechos frente al filósofo y su arbitrariedad apriorista?
126
Dediquemos pues nuestra atención a la manera como la «escuela histórica»
intenta resolver el problema de la historia universal. Para esto tendremos
que volver un poco más atrás; sin embargo, dentro del nexo teórico que
representa la escuela histórica, aquí nos limitaremos sólo a perseguir el
problema de la historia universal y nos fijaremos en consecuencia sólo en
Ranke y Droysen.
Hay muchas formas de pensar la historia desde un patrón situado más allá de
ella. El clasicismo de un Wilhelm von Humboldt considera la historia como
la pérdida y decadencia de la perfección de la vida griega. La teología
histórica gnóstica de la época de Goethe, cuya influencia sobre el joven
Ranke ha sido expuesta hace poco *8, piensa el futuro como la restauración
de una pasada perfección de los tiempos originales. Hegel reconcilió el
carácter estéticamente modélico de la antigüedad clásica con la
autoconciencia del presente considerando la «religión del arte» de los
griegos como una figura ya superada del espíritu, y proclamando en la
autoconciencia filosófica de la libertad la perfección de la historia en el
presente. Todo esto son maneras de pensar la historia que implican un
baremo situado fuera de ella.
Debe recordarse cómo la escuela histórica se delimita a sí misma frente a
Hegel. De algún modo su carta de nacimiento es su repulsa de la
construcción apriorista de la historia del mundo. Su nueva pretensión es que
lo que puede conducir a una comprensión histórica universal no es la
filosofía especulativa sino únicamente la investigación histórica.
El presupuesto decisivo para este cambio de sentido lo estableció Herder
con su crítica al esquema de la filosofía de la historia. Su ataque al orgullo
racional de la Ilustración se sirvió del carácter modélico de la antigüedad
clásica, proclamado sobre todo por Winckelmann, como de su arma más
eficaz. La Historia del arte de la antigüedad era sin ningún género de iludas
bastante más que una exposición histórica: era una crítica del presente y un
programa. Y sin embargo, por la ambigüedad inherente a cualquier crítica
del presente, la proclamación del carácter modélico del arte griego, que
debía plantear un nuevo ideal al propio presente, significaba sin embargo un
verdadero paso adelante hacia el conocimiento histórico. El pasado que se
presenta aquí como modelo para el presente se muestra como irrepetible y
único desde el momento en que se investigan y reconocen las causas de que
fuera como fuera. Herder no necesitaba ir mucho más allá de la base puesta
por Winckelmann; le bastaba reconocer la relación dialéctica entre lo
modélico y lo irrepetible de todo pasado para oponer a la consideración
teleológica de la historia en la Ilustración una concepción histórica universal
del mundo. Pensar históricamente significa ahora conceder a cada época su
propio derecho a la existencia e incluso su propia perfección. Y este es un
paso que Herder da plenamente. La concepción histórica del mundo no
podría desde luego desarrollarse del todo mientras los prejuicios clasicistas
siguieran atribuyendo a la antigüedad clásica una especie de posición
modélica especial. Pues no sólo una teleología al modo de la que cultivaba
la fe ilustrada en la razón, sino también una teleología invertida que reserve
la perfección a un pasado o a un comienzo de la historia siguen aplicando y
reconociendo un patrón que está más allá de la historia.
Sin embargo tampoco la negación de baremos aprioristas y a-históricos que
acompaña a los comienzos de la investigación histórica en el XIX está tan
libre de presupuestos meta-físicos como ésta cree y afirma cuando se
comprende a sí misma como investigación científica. Esto puede rastrearse
analizando los conceptos dominantes de esta concepción histórica del
mundo. Es verdad que por su intención estos conceptos están orientados
precisamente a corregir la anticipación de una construcción apriorista de la
historia. Pero en la misma medida en que polemizan con el concepto
idealista del espíritu mantienen su referencia a él. La muestra más clara de
esto es la reflexión filosófica que realiza Dilthey sobre esta concepción del
mundo.
Su punto de partida está determinado desde luego enteramente por la
oposición a la «filosofía de la historia». El presupuesto que comparten todos
los representantes de esta concepción histórica del mundo, tanto Ranke
como Droysen como Dilthey, consiste en que la idea, la esencia, la libertad
no encuentran una expresión completa y adecuada en la realidad histórica.
Pero esto no debe entenderse en el sentido de una mera deficiencia o de un
quedarse atrás. Al contrario, en ello descubren estos autores el principio
constitutivo de la historia misma, el de que en ella la idea no posee nunca
más que una representación imperfecta. Y sólo porque esto es así hace falta,
en vez de filosofía, una investigación histórica que instruya al hombre sobre
sí mismo y sobre su posición en el mundo. La idea de una historia que fuera
pura representación de la idea significaría al mismo tiempo la renuncia a ella
como camino propio hacia la verdad.
127
Sin embargo la realidad histórica no es por otra parte un simple médium
difuso, una materia contraria al espíritu, rígida necesidad ante la que
sucumbiría el espíritu y en cuyos lazos se ahogaría. Esta evaluación
gnóstico-neoplatónica del acontecer como un emerger al mundo de los
fenómenos exteriores no hace justicia al valor óntico metafísico de la
historia, y por lo tanto tampoco al rango cognitivo de la ciencia histórica.
Precisamente el desarrollo de la esencia humana en el tiempo posee una
productividad propia. Es la plenitud y multiplicidad de lo humano, que a
través del cambio inacabable de los destinos humanos se conduce a sí
misma a una realidad cada vez mayor. Esta podría ser una manera de
formular el supuesto fundamental de la .escuela histórica. No es difícil
reconocer en ello una relación con el clasicismo de la época de Goethe.
bajo este patrón e ideal formal de la historia la unidad de la historia
universal, y cómo puede justificarse el conocimiento de la misma.
Acerquémonos primero a Ranke:
Toda acción que verdaderamente forme parte de la historia universal, que
nunca consistirá unilateralmente en pura destrucción sino que en el
momento pasajero del presente acierta a desarrollar un porvenir, encierra en
sí un sentimiento pleno e inmediato de su valor indestructible 47.
Ni la posición preferente de la antigüedad clásica ni la del presente o la de
un futuro al que éste nos vaya a llevar, ni la decadencia ni el progreso, estos
esquemas básicos tradicionales de la historia universal, son compatibles con
un pensamiento auténticamente histórico. A la inversa, la famosa inmediatez
de todas las épocas respecto a Dios se lleva muy bien con la idea de un nexo
histórico universal. Pues este nexo —Herder decía «orden esencial»
(Folgeordnung) — es manifestación de la realidad histórica misma. Lo que
es realmente histórico surge «según leyes causales estrictas: lo que se ha
seguido representa el efecto y el modo de lo que le ha precedido, en una luz
clara y común» 48. Que lo que se mantiene a lo largo del cambio de los
destinos humanos es un nexo ininterrumpido de la vida, tal es el primer
enunciado sobre la estructura formal de la historia, que es devenir en el
pasar.
Lo que domina aquí es en el fondo un ideal humanístico. Wilhelm von
Humboldt había visto la perfección específica de lo griego en la riqueza de
grandes formas individuales que nos muestra. Ahora bien, los grandes
historiadores no pueden restringirse ciertamente a un ideal clasicista de este
género. El ejemplo que siguen es más bien el de Herder. Pero esta
concepción histórica del mundo que enlaza con Herder y que no concede ya
primacía especial alguna a una era clásica, ¿qué hace más que considerar el
conjunto de la historia universal bajo el mismo baremo que empleó
Humboldt para fundamentar la primacía de la antigüedad clásica ? La
riqueza en manifestaciones individuales no es sólo lo que caracteriza a la
vida griega; es la característica de la vida histórica en general, y es esto lo
que constituye el valor y el sentido de la historia. La estremecedora pregunta
por el sentido de este drama de esplendorosos triunfos y crueles
hundimientos que oprimen al corazón humano debiera hallar aquí una
respuesta.
De todos modos sólo desde aquí resulta comprensible lo que es "para Ranke
«una acción que verdaderamente forma parte de la historia universal», así
como lo que sustenta en realidad el nexo de la historia universal. Esta no
tiene ningún telos que se pueda descubrir y fijar fuera de ella. Por lo tanto en
la historia no domina ninguna necesidad que pueda percibirse a priori. Y no
obstante la estructura del nexo histórico es pese a todo teleológica. Su patrón
es el éxito. Ya hemos visto que lo que sigue es lo que decide sobre el
significado de lo que le ha precedido. Ranke pudo haber entendido esto
como una simple condición del conocimiento histórico. Pero en realidad
también reposa sobre esto el peso especial que conviene al ser mismo de la
historia. El que algo se logre o fracase no sólo decide sobre el sentido de
este hacer, permitiéndole engendrar un efecto duradero o pasar sin dejar
huella, sino que este éxito o fracaso hace que nexos completos de hechos y
acontecimientos queden como llenos de sentido o carentes de él. Por lo tanto
la estructura ontológica de la historia, aunque no tenga telos, es en sí misma
La ventaja de esta respuesta es que con su ideal humanístico no piensa
ningún contenido concreto sino que le subyace la idea formal de la máxima
multiplicidad. Un ideal de esta clase es genuinamente universal. No puede
ser sacudido por ninguna experiencia de la historia, por ninguna fragilidad
de las cosas humanas, por acongojante que ésta pueda ser. La historia tiene
un sentido en sí misma. Lo que parece hablar contra este sentido —el
carácter efímero de todo lo terreno— es en realidad su verdadero
fundamento, pues en el mismo pasar está el misterio de la inagotable
productividad de la vida histórica. La cuestión es sólo cómo puede pensarse
128
ideológica49. El concepto de la acción que verdaderamente forma parte de
la historia universal, tal como lo usa Ranke, se define precisamente por esto.
Una acción lo es cuando hace historia, esto es, cuando tiene un efecto que le
confiere un significado histórico duradero. Los elementos del nexo histórico
se determinan pues de hecho en el sentido de una teleología inconsciente
que los reúne y que excluye de él lo que no tiene significado.
b)
luego a una necesidad absoluta. Lo grande es más bien que en todas partes
cuenta la libertad humana: la historiografía rastrea las escenas de la libertad;
esto es lo que la hace tan apasionante. Pero con la libertad se asocia la
fuerza, una fuerza original; sin ella la libertad se acaba tanto en los
acontecimientos mundiales como en el terreno de las ideas. En cada
momento puede empezar algo nuevo que sólo podría reconducirse a la
fuente primera y común de todo hacer y omitir humano; nada está ahí
enteramente en virtud de lo demás; nada se agota del todo en la realidad de
lo otro. Y sin embargo en todo esto gobierna una profunda conjunción
interna de la que nadie es completamente independiente y que lo penetra
todo. Junto a la libertad está siempre la necesidad. Ella está ahí en lo que ya
se ha formado y que no será abatido, en lo que será la base de toda nueva
actividad emergente. Lo que ya ha sido constituye el nexo con lo que será.
Pero este mismo nexo no es algo que deba tomarse arbitrariamente, sino
que ha sido de una determinada manera, así y no de otro modo. Es
también un objeto del conocimiento. Una larga serie de acontecimientos,
uno tras otro y uno al lado del otro, unidos entre sí de esta manera, forma un
siglo, una época... 51
La concepción histórica del mundo de Ranke
Naturalmente una teleología como esta no puede elucidarse partiendo del
concepto filosófico. No convierte a la historia universal en un sistema
apriorista en el que los actores estarían insertados como en un mecanismo
que los controlase sin que ellos lo supiesen. Es por el contrario
perfectamente compatible con la libertad de la acción. Ranke puede incluso
decir que los miembros constructivos del nexo histórico son «escenas de la
libertad» 50. Este giro quiere decir que en la trama infinita de los
acontecimientos existen sucesos destacados en los que de ningún modo se
concentran las decisiones históricas. Es verdad que hay decisión cada vez
que se actúa libremente, pero lo que caracteriza a los momentos
verdaderamente históricos es que con estas decisiones se decide
verdaderamente algo, esto es, que una decisión hace historia, y que en su
efecto se manifiesta su significado pleno y duradero. Tales momentos
confieren su articulación al nexo histórico. Porque en ellos una acción libre
se vuelve históricamente decisiva es por lo que solemos llamarlos momentos
que hacen época, o también crisis, y a los individuos cuya acción ha
resultado tan decisiva puede dárseles con Hegel el nombre de «individuos de
la historia universal». Ranke los llama «espíritus originales que irrumpen
autónomamente en la lucha de las ideas y de las potencias del mundo y
aunan las más potentes de entre ellas, aquellas sobre las que reposa el
futuro». Esto es espíritu del espíritu de Hegel.
En esta exposición resulta significativo que junto al concepto de la libertad
se ponga el de la fuerza. La fuerza es evidentemente la categoría central de
la concepción histórica del mundo. Ya Herder la tuvo en cuenta como tal,
cuando se trataba de liberarse del esquema progresivo de la Ilustración y de
superar en particular el concepto de razón que le subyacía52. Al concepto de
la fuerza le conviene una posición tan central en la concepción histórica del
mundo porque en él se dan unidas la interioridad y la exterioridad en una
unidad particularmente tensa. Cada fuerza no es más que en su
exteriorización. La exteriorización no es sólo la aparición de la fuerza, sino
su realidad. Hegel tenía toda la razón cuando desarrolló dialécticamente la
pertenencia recíproca de fuerza y exteriorización. Sin embargo en esta
misma dialéctica está implicado por otra parte que la fuerza es más que su
exteriorización. A ella le conviene la posibilidad de un efecto, esto es, no es
sólo causa de un determinado efecto sino la capacidad de tener tal efecto
cada vez que se la desencadene. Su modus es «permanencia», una palabra
adecuada porque expresa evidentemente el ser para sí de la fuerza frente a la
indeterminación de todo aquello en lo que puede exteriorizarse. Pero de esto
se sigue que la fuerza no puede conocerse o medirse a partir de sus
exteriorizaciones, sino que sólo puede experimentarse en el recogerse sobre
En Ranke aparece una reflexión muy instructiva sobre el problema de cómo
surge el nexo histórico a partir de estas decisiones de la libertad:
Reconozcamos que la historia no puede tener nunca la unidad de un
sistema filosófico; pero tampoco carece de unidad interna. Tenemos
ante nosotros una serie de acontecimientos que se siguen y se condicionan
unos a otros. Cuando digo que se condicionan, esto no hace referencia desde
129
sí misma. La observación de un efecto hace asequible únicamente su causa,
no la fuerza, ya que la fuerza representa siempre un plus respecto a la causa
perteneciente al efecto. Este plus que se percibe en lo causante puede
experimentarse desde luego también a partir del efecto, en la resistencia, en
cuanto que el ofrecer resistencia es a su vez una exteriorización de fuerza.
Pero sin embargo también entonces es el recogimiento53 el que permite
experimentar la fuerza. Recogimiento es el modo de experimentar la
experiencia, porque ésta se refiere por su misma esencia a si misma. Hegel
demuestra convincentemente la superación dialéctica de la idea de la fuerza
en la infinitud de la vida que se refiere a sí misma y se recoge sobre sí.
poder, tendencia determinante, etc., intentan en general hacer patente la
esencia del ser histórico en cuanto que implican que en la historia la idea no
encuentra nunca más que una representación imperfecta. No son los planes
ni las concepciones de los que actúan lo que representa el sentido del
acontecer, sino los efectos históricos que hacen reconocibles las fuerzas
históricas. Las fuerzas históricas que forman el verdadero sustento del
desarrollo histórico no son la subjetividad monádica del individuo, al
contrario, toda individuación está siempre acuñada también en parte por la
realidad que se le opone, y por eso la individualidad no es subjetividad sino
fuerza viva.
No es contradictorio con la libertad el que esté limitada y restringida. Esto
se hace patente en la esencia de la fuerza que acierta a imponerse. Por eso
puede decir Ranke que «junto a la libertad se encuentra siempre la
necesidad». Necesidad no significa aquí una causalidad que excluya la
libertad, sino la resistencia que encuentra la fuerza libre. He aquí la verdad
de la dialéctica de la fuerza puesta al descubierto por I íegel60. La
resistencia que encuentra la fuerza libre procede ella misma de la libertad.
La necesidad de la que se trata aquí es el poder de lo sobrevenido y de los
otros que actúan en contra, y esto es algo que precede al comienzo de
cualquier actividad. En cuanto que excluye muchas cosas como imposibles,
restringe la acción a las posibilidades que aún están abiertas. La necesidad
procede ella misma de la libertad y está determinada a su vez por la libertad
que cuenta con ella. Desde el punto de vista lógico se trata de una necesidad
hipotética (εξ υποθεσεως αναγκαιον); desde el punto de vista del
contenido se trata de un modo de ser no de la naturaleza sino del ser
histórico: lo que ha devenido no se puede suprimir sin más. En este sentido
se trata de «el fundamento de toda nueva actividad emergente», como dice
Ranke, y sin embargo procede a su vez de la actividad. En cuanto que lo
devenido se mantiene como fundamento, amolda la nueva actividad en la
unidad de un nexo. Ranke dice: «Lo que ya ha sido constituye el nexo con lo
que será».
El empleo de la categoría de la fuerza permite, pues, pensar la trabazón en la
historia como un dato primario. La fuerza sólo es real como juego de
fuerzas, y la historia es uno de estos juegos de fuerzas que produce
continuidad. En este contexto tanto Ranke como Droysen hablan de que la
historia es una «suma en curso», con el fin de desconectar cualquier
pretensión de construir apriorísticamente la historia del mundo; con ello
entienden estar absolutamente en el terreno de la experiencia 68.
Habría que preguntarse, sin embargo, si no hay aquí bastantes más
presupuestos de lo *que ellos creen. El que la historia universal sea una
suma en curso quiere decir en último término que es un todo, aunque
todavía no esté completo. Y esto no es tan evidente. Cantidades
cualitativamente heterogéneas no se pueden sumar. La suma implica que la
unidad bajo la que se han de reunir está guiando su reunión desde el
principio. Y este presupuesto es una simple afirmación. La idea de la unidad
de la historia no es en realidad ni tan formal ni tan independiente de una
comprensión de contenido de «la» historia como parece 69.
El mundo de la historia no se ha pensado siempre bajo el aspecto de la
unidad de la historia del mundo. Cabe considerarla también —que es, por
ejemplo, lo que hace Herodoto como un fenómeno moral, que ofrecería una
gran cantidad de ejemplos pero no una unidad. ¿Qué es lo que legitima en
realidad para hablar de una unidad de la historia del mundo? Esta pregunta
obtenía una fácil respuesta cuando se daba por supuesta , la unidad de un
objetivo y en consecuencia de un plan en la historia. Pero si ya no se admite
ni este objetivo ni este plan, ¿cuál es entonces el denominador común que
permitiría sumar?
Esta frase bastante oscura pretende expresar evidentemente lo que
constituye la realidad histórica: que lo que está en camino de ser es desde
luego libre, pero la libertad por la que llegará a ser encuentra en cada caso
su restricción en lo que ya ha sido, en las circunstancias hacia las que se
proyectará su acción. Los conceptos que emplean los historiadores, fuerza,
130
Si se piensa la realidad de la historia como juego de fuerzas, esta idea no
basta evidentemente para hacer necesaria su unidad. Lo que guiaba a Herder
y Humboldt, el ideal de la riqueza de manifestaciones de lo humano, no
fundamenta como tal una verdadera unidad. Tiene que haber algo que se
muestre como objetivo orientador en la continuidad del acontecer. Y de
hecho el lugar que en las escatologías de la filosofía de la historia de origen
religioso y en sus derivaciones secularizadas estaba ocupado, ahora se
encuentra vacío 60. Ninguna opinión previa sobre el sentido de la historia
debe predeterminar la investigación de la misma. Y sin embargo, el
presupuesto natural de su investigación es que ella forma una unidad. El
mismo Droysen podrá reconocer como idea regulativa expresamente el
pensamiento de la unidad de la historia del mundo, aunque no muestre una
imagen de contenido del plan de la providencia. Pero además, hay en este
postulado otro presupuesto que determina su contenido. La idea de la unidad
de la historia del mundo implica la continuidad ininterrumpida del
desarrollo histórico universal. También esta idea de la continuidad es en
principio de naturaleza formal y no implica ningún contenido concreto;
también ella es una especie de apriori de la investigación que invita a
una penetración cada vez más profunda en las imbricaciones de los nexos
históricos universales. En este sentido, puede considerarse una ingenuidad
metodológica por parte de Ranke el hablar de la «admirable constancia» del
desarrollo histórico 61. A lo que realmente se refiere no es a esta estructura
de la constancia, sino al contenido que toma forma en este desarrollo
constante. Lo que despierta su admiración es que lo que en definitiva
emerge del conjunto inabarcablemente variado del desarrollo de la historia
universal sea una única cosa, la unidad del mundo cultural occidental
producido por los pueblos germano-románicos y extendido por todo el
mundo.
una conciencia de la historia universal plantear en general la pregunta por el
sentido de la historia, y referirse a la unidad de su constancia.
Para esto se puede apelar de nuevo a Ranke. Este considera que la diferencia
más excelsa entre los sistemas oriental y occidental reside en que en
occidente la continuidad histórica constituye la forma de existencia de la
cultura 62. En este sentido no es arbitrario que la unidad de la historia del
mundo repose sobre la unidad del mundo cultural occidental, a la que
pertenece la ciencia occidental en general y la historia como ciencia
particular. Tampoco es arbitrario que esta cultura occidental esté acuñada
por el cristianismo, que tiene su punto temporal absoluto en el carácter único
del acontecer redentor. Ranke reconoce algo de esto cuando ve en la religión
cristiana la restauración del hombre en la «inmediatez respecto a Dios», que
él sitúa en el comienzo originario de toda historia, al modo romántico 63.
Sin embargo, aún habremos de ver que el significado fundamental de este
hecho no ha alcanzado toda su validez en la reflexión filosófica de la
concepción histórica del mundo.
En este sentido tampoco los sentimientos empíricos de la escuela histórica
carecen de presupuestos filosóficos. Sigue siendo mérito del agudo
metodólogo Droysen el haberlos despojado de sus revestimientos empiristas
reconociendo su significación fundamental. Su punto de vista básico es el
siguiente. La continuidad es la esencia de la historia porque a diferencia de
la naturaleza la historia implica el momento del tiempo. Droysen cita para
esto una y otra vez la frase aristotélica de que el alma es una adopción para
sí misma (επιδοσις εις αυτο). En oposición a las meras formas reiterativas
de la naturaleza la historia se caracteriza por esta su auto-superación. Pero
esto significa conservar y pasar por encima de lo conservado. Una y otra
cosa implican conocerse. La historia no es por lo tanto sólo un objeto de
conocimiento sino que está determinada en su mismo ser por el «saberse».
«El conocimiento de sí misma es ella misma» M. La admirable constancia
del desarrollo de la historia universal de que habla Ranke está fundada en la
con-ciencia de la continuidad, una conciencia que es la que convierte a la
historia en historia.
Sin embargo, aunque se reconozca el sentido de contenido en ésta su
admiración de la «constancia», a pesar de todo, lo de Ranke sigue siendo
ingenuidad. El que la historia del mundo, a lo largó de un desarrollo
continuo, haya producido este mundo cultural occidental no es un mero
hecho de la experiencia que comprueba la conciencia histórica, sino una
condición de la conciencia histórica misma, es decir, no es algo que podría
también no haber sido, o que una nueva experiencia podría eliminar. Al
contrario, sólo porque la historia del mundo ha hecho este camino, puede
131
Sería completamente falso ver aquí tan sólo un prejuicio idealista. Este
apriori del pensamiento histórico es por el contrario a su vez una realidad
histórica. Jacob Burckhardt tiene toda la razón cuando ve en la continuidad
de la trasmisión de la cultura occidental la condición misma de la existencia
de esta cultura 65. El hundimiento de esta tradición, la irrupción de una
nueva barbarie sobre la que Jacob Burckhardt hizo más de una sombría
profecía, sería para la concepción histórica del mundo no una catástrofe
dentro de la. historia universal, sino el final mismo de esta historia; al menos
en cuanto que ésta intenta comprenderse a sí misma como unidad histórica
universal. Es importante representarse con claridad este presupuesto del
contenido del planteamiento histórico universal de la escuela histórica,
precisamente porque ella lo rechaza por principio. De este modo la autocomprensión hermenéutica de la escuela histórica que hemos podido
rastrear en Ranke y Droysen encuentra su fundamentación última en la idea
de la historia universal. En cambio la escuela histórica no podía aceptar la
fundamentación hegeliana de la unidad de la historia universal a través del
concepto del espíritu. La idea de que en la plena autoconciencia del
presente histórico se consuma el camino del espíritu hacía sí mismo, que
es el que hace el sentido de la historia, no es más que una manera escatológica de interpretarse a sí mismo que en el fondo cancela la historia en el
concepto especulativo. En lugar de esto la escuela histórica se vio
acorralada hacia una comprensión teológica de sí misma. Si no quería
abolir su propia esencia, la de pensarse a sí misma como una investigación
progresiva, no tenia más remedio que referir su propio conocimiento
finito y limitado a un espíritu divino al que las cosas le serían conocidas en
su pleno cumplimiento. Es el viejo ideal del entendimiento infinito, que se
aplica aquí todavía al conocimiento de la historia. Dice Ranke: «La
divinidad, si es que se me permite esta observación, la concibo como
dominando a toda la humanidad histórica en su conjunto y considerándola
toda igual de valiosa, ya que antes de ella no hay tiempo alguno» 66.
pensar, pensará a mayor semejanza de Dios"7. Por eso compara Ranke el
oficio del historiador con el sacerdocio. Para el luterano Ranke el verdadero
contenido del mensaje cristiano es la inmediatez respecto a Dios. La
restauración de esta inmediatez que precedió a la caída en el pecado no sólo
se produce a través de los medios de la gracia en la iglesia, también el
historiador participa de ella al hacer objeto de su investigación a esta
humanidad caída en la historia y al reconocer la inmediatez hacia Dios que
nunca perdió del todo.
Historia universal, historia del mundo, todo esto no son en realidad
conceptos de naturaleza formal que hagan referencia al conjunto del
acontecer, sino que en el pensamiento histórico el universo está elevada
como creación divina hasta la conciencia de sí mismo. Por supuesto que no
se trata de una conciencia conceptual: el resultado último de la ciencia
histórica es «simpatía, con-ciencia del todo» 68. Sobre este tras-fondo
panteísta se entiende bien la famosa frase de Ranke según la cual él mismo
desearía acabar apagándose. Desde luego este auto-apagamiento, como
objeta Dilthey 69, representa la ampliación del yo a un universo interior. Sin
embargo, no es casual que Ranke no realice esta reflexión, que conduce a
Dilthey a su fundamentación psicológica de las ciencias del espíritu. Para
Ranke el auto-apagamiento sigue siendo una forma de participación real. El
concepto de la participación no debe entenderse como psicológico y
subjetivo, sino que se lo debe concebir desde el concepto de la vida que le
subyace. Porque todos los fenómenos históricos son manifestaciones de la
vida del todo, es por lo que participar en ellas es participar en la vida.
El concepto de la comprensión adquiere desde aquí resonancia
casi
religiosa. Comprender es participar inmediatamente en la vida, sin la
mediación del pensamiento a través del concepto. Lo que le interesa al
historiador no es referir la realidad a conceptos sino llegar en todas partes al
punto en el que «la vida piensa y el pensamiento vive». Los fenómenos de la
vida histórica se entienden en la comprensión como manifestaciones de la
vida del todo, de la divinidad. Esta penetración comprensiva de las mismas
significa de hecho más que un rendimiento cognitivo humano, y más
también que la mera configuración de un universo interior, tal como
reformuló Dilthey el ideal del historiador frente a Ranke. Se trata de un
enunciado metafísico, con el que Ranke se acerca enormemente a Fichte y
La idea del entendimiento infinito (intellectus infinitus) para el que todo es
al mismo tiempo (omnia simul), aparece aquí reformulada como imagen
original de la justicia histórica. El historiador se le acerca cuando sabe que
todas las épocas y todos los fenómenos históricos se-justifican por igual ante
Dios. De este modo la conciencia del historiador representa la perfección de
la autoconciencia humana. Cuanto mejor logre reconocer el valor propio e
indestructible de cada fenómeno, esto es, cuanto más históricamente logre
132
Hegel, cuando dice: «La percepción clara, plena, vivida, tal es la marca del
ser que se ha vuelto trasparente y que mira a través de sí mismo» 70.
Pues bien, la comprensión histórica no es en principio de de una naturaleza
distinta de la de la comprensión lingüística. Como el lenguaje, tampoco el
mundo de la historia posee el carácter de un ser puramente espiritual:
«Querer comprender el mundo ético, histórico, significa sobre todo
reconocer que no es ni sólo docético ni sólo metabolismo» 73. Esto está
dicho en contra del empirismo plano de un Buckle, pero vale también a la
inversa frente al espiritualismo de la filosofía de la historia de un Hegel.
Droysen considera que la doble naturaleza de la historia está fundada «en el
carisma peculiar de una naturaleza humana tan felizmente imperfecta que
tiene que comportarse éticamente al mismo tiempo con su espíritu y con su
cuerpo»74.
En esta manera de hablar sigue advirtiéndose hasta qué punto Ranke
continúa en el fondo vinculado al idealismo alemán. La plena autotrasparencia del ser, que Hegel pensó en el saber absoluto de la filosofía,
sigue legitimando todavía la auto-conciencia de Ranke como historiador,
por mucho que rechace las pretensiones de la filosofía especulativa. Esta es
también la razón por la que le resulta tan cercano el modelo del poeta, y por
lo que no experimenta la menor necesidad de delimitarse como historiador
(rente a él. Pues lo que el historiador y el poeta tienen en común es que uno
y otro logran representar el elemento en el que viven todos «como algo que
está fuera de ellos» 71. Este puro abandono a la contemplación de las cosas,
la actitud ética del que busca la leyenda de la historia del mundo 72, tiene
derecho a llamarse poética, en cuanto que para el historiador Dios está
presente en todo no bajo la figura del concepto sino bajo la de la
«representación externa». No es posible describir mejor la auto-comprensión
de Ranke que con estos conceptos de Hegel. El historiador, tal como lo
entiende Ranke, pertenece a la forma del espíritu absoluto que Hegel
describe como «religión del arte».
3.
Con estos conceptos tomados de Wilhelm von Humboldt, Droysen no
intenta decir otra cosa que lo que había tenido presente Ranke al poner tanto
énfasis en la fuerza. Tampoco él considera la realidad de la historia como
espíritu puro. Comportarse éticamente implica más bien que el mundo de la
historia no conoce una acuñación pura de la voluntad en una materia que se
deja acuñar sin resistencia. Su realidad consiste en una concepción y
configuración, que el espíritu debe rendir siempre de nuevo, de las
«finitudes incesantemente cambiantes» a las que pertenece todo el que
actúa. Droysen logra extraer consecuencias para el comportamiento
histórico a partir de esta doble naturaleza de la historia en un grado muy
distinto del de Ranke.
La relación entre historiografía y hermenéutica en J. G. Droysen
A los ojos de un historiador más agudo no podía pasar inadvertida la
problemática que contiene esta manera de entenderse a sí mismo. El
significado filosófico de la historiografía de Droysen estriba en que intenta
extraer el concepto de la comprensión de la indeterminación en que lo había
sumido la comunión estético-panteísta de un Ranke, y en que formula sus
presupuestos conceptuales. El primero de ellos es el concepto de la
expresión. Comprender es emprender una expresión. En la expresión se da
algo interior en una actualidad inmediata. Pero esta interioridad, «la esencia
interna», es la primera y más auténtica realidad. Droysen se mueve aquí en
un suelo enteramente cartesiano, y sigue a Kant y a Wilhelm von Humboldt.
El yo individual es como un punto solitario en el mundo de los fenómenos.
Pero en sus exteriorizaciones, sobre todo en el lenguaje, y en principio en
cualquiera de las formas en las que acierta a darse expresión, deja de ser tal
punto solitario. Pertenece al mundo de lo comprensible.
Por ejemplo, no puede bastarle el apoyo que buscaba éste en el
comportamiento del poeta. El auto-extrañamiento en la contemplación en la
narración le acerca a uno a la realidad histórica. Pues los poetas «componen
para los acontecimientos una interpretación psicológica de los mismos. Pero
en las realidades no operan sólo las personalidades sino también otros
momentos» 75. Los poetas tratan la realidad histórica como si hubiera sido
querida y planeada tal como es por las personas que actuaron en ella. Sin
embargo, -la realidad de la historia no es haber sido «intentada» de esta
manera. Por eso el verdadero querer y planear de los hombres que actúan no
es el objeto auténtico de la comprensión histórica. La interpretación
psicológica de los individuos aislados no está en condiciones de alcanzar la
interpretación del sentido de los acontecimientos históricos mismos. «Ni el
sujeto que quiere se agota en esta constelación, ni lo que llegó a ser lo fue
133
por la fuerza de su voluntad, por su inteligencia; no es la expresión pura ni
completa de esta personalidad».
exteriorizaciones de la fuerza moral con la que cada uno forma parte de la
esfera moral.
La interpretación psicológica no es por lo tanto más que un momento
subordinado en la comprensión histórica. Y esto no sólo porque no alcance
realmente su objetivo. No es sólo que aquí se experimente una barrera. La
interioridad de la persona, el santuario de la conciencia, no sólo no es
asequible para el historiador. Al contrario, el objetivo al que tienden la
simpatía y el amor no es en modo alguno ni el objetivo ni el objeto de su
investigación. No tiene por qué querer entrar en los secretos de las personas
individuales. Lo que él investiga no son los individuos como tales, sino lo
que ellos significan en el movimiento de los poderes morales.
El concepto de la fuerza es, pues, también para Droysen el que hace visible
el límite de la metafísica especulativa de la historia. En este sentido critica el
concepto hegeliano del desarrollo — igual que Ranke— en cuanto que en el
curso de la historia no se da meramente el despliegue de una disposición
cuyo germen estaría en ella. Pero determina con más nitidez lo que debe
significar «fuerza» en este contexto: «Con el trabajo crecen también las
fuerzas». La fuerza moral del individuo se convierte en, un poder histórico
en la medida en que participa en el trabajo para los grandes objetivos
comunes. Se convierte en un poder histórico en cuanto que la esfera moral
es lo permanente y poderoso en el curso de las cosas. La fuerza ya no es,
pues, como en Ranke una manifestación originaria e inmediata de la vida del
todo, sino que sólo existe en esta mediación y sólo a través de estas
mediaciones llega a ser realidad histórica.
Este concepto de los poderes morales ocupa en Droysen una posición
central. Funda tanto el modo de ser de la historia como la posibilidad de su
conocimiento histórico. Las indeterminadas reflexiones de Ranke sobre
libertad, fuerza y necesidad adquieren ahora una configuración más objetiva.
También su empleo del concepto del hecho histórico es corregido por
Droysen. El individuo aislado, en el azar de sus impulsos y objetivos
particulares, no es un momento de la historia; sólo lo es cuando se eleva
hasta los aspectos morales comunes y participa en ellos. El curso de las
cosas consiste en el movimiento de estos poderes morales operado por el
trabajo común de los hombres.
El mundo moral mediador se mueve de manera que todos participan en él,
pero de maneras diversas; los unos soportan el estado vigente en cuanto que
siguen ejerciendo lo habitual, los otros intuyen y pronuncian ideas nuevas.
En esta constante superación de lo que es partiendo de la crítica de cómo
debiera ser consiste la continuidad del proceso histórico. Por eso no hablaría
Droysen de meras «escenas de la libertad». La libertad es el pulso
fundamental de la vida histórica, y no sólo es real en los casos
excepcionales. Las grandes personalidades de la historia sólo son un
momento en el movimiento continuado del mundo moral, que es un mundo
de la libertad tanto en su conjunto como en cada aspecto.
Y es completamente cierto que con esto lo que sería posible experimenta
restricciones. Sin embargo, sería querer salirse de la propia finitud histórica
en la reflexión hablar por ello de un antagonismo entre la libertad y la
necesidad. El hombre que actúa se encuentra siempre bajo el apostolado de
la libertad. El curso de las cosas no es una barrera que se impone desde
fuera a su libertad, pues no reposa sobre una necesidad rígida sino sobre el
movimiento de los poderes morales por referencia a los cuales se comporta
uno siempre. El curso de las cosas es el que plantea las tareas ante las que ha
de ponerse a prueba la energía moral del que actúa 78. Por eso Droysen
determina la relación de necesidad y libertad que domina la historia de una
manera mucho más adecuada, determinándola íntegramente a partir del
hombre que actúa históricamente. Atribuye a la necesidad el deber
incondicional, y a la libertad el querer incondicional: uno y otro son
Coincide con Ranke y frente al apriorismo histórico en la idea de que no
está en nuestras manos conocer el objetivo, sino sólo la orientación de este
movimiento. El objetivo de los objetivos, al que está referido el trabajo
incesante de la humanidad histórica, no puede elucidarse desde el
conocimiento histórico. Sólo puede ser objeto de nuestra intuición y nuestra
fe.
A esta imagen de la historia responde también la posición que obtiene el
conocimiento histórico. Tampoco éste puede comprenderse como lo hizo
Ranke, como un auto-olvido es-tético y» un auto-apagamiento al modo de la
134
gran poesía épica. El rasgo panteísta de Ranke permitía aquí la pretensión de
una participación al mismo tiempo universal e inmediata, de una «conciencia» del todo. En cambio Droysen piensa las mediaciones en las que se
mueve la comprensión. Los poderes morales no sólo son la auténtica
realidad de la historia a la que se eleva el individuo cuando actúa; son al
mismo tiempo el nivel al que se eleva el que pregunta e investiga
históricamente por encima de su propia particularidad. El historiador está
determinado y limitado por su pertenencia a determinadas esferas morales, a
su patria, a sus convicciones políticas y religiosas. Sin embargo, su
participación reposa precisamente sobre esta unilateralidad inabolible.
Bajo las condiciones concretas de su existencia histórica propia —y no
flotando por encima de las cosas— se le plantea la justicia como su tarea.
«Su justicia es intentar comprender».
concepto de la «investigación» frente a la «ciencia» del siglo XVIII y a la
«doctrina» de los siglos anteriores. Este nuevo concepto de «investigación»,
que toma pie en el concepto del viajero científico que se arriesga a zonas
desconocidas, abarca por igual el conocimiento de la naturaleza y el del
mundo histórico. Cuanto más palidece el trasfondo teológico y filosófico del
conocimiento del mundo, más se abre paso la idea de la ciencia como
avance hacia lo desconocido, y por eso se le llama investigación.
Sin embargo, estas reflexiones no bastan para explicar cómo puede Droysen
destacar el método histórico en la forma expuesta frente al método del
experimento en las ciencias natura-íes, cuando dice que la historiografía es
«investigar y nada más que investigar». Lo que a los ojos de Droysen
caracteriza al conocimiento histórico como investigación tiene que ser una
infinitud distinta de la del mundo desconocido. Su idea parece ser la
siguiente: a la investigación le conviene una infinitud distinta y cualitativa
cuando lo investigado no ha de poder ser nunca contemplado por sí mismo.
Naturalmente, esto vale para el pasado histórico, a diferencia de la manera
de estar dadas las cosas propia del experimento en la investigación natural.
Para poder conocer, la investigación histórica sólo puede preguntar a otros, a
la tradición, a una tradición siempre nueva, y preguntarle siempre de nuevo.
Su respuesta no tendrá nunca, como el experimento, la univocidad de lo que
uno ha visto por sí mismo.
La fórmula de Droysen para el conocimiento histórico es, pues,
«comprender investigando», fin esto se oculta tanto una mediación infinita
como una inmediatez última. El concepto de la investigación que Droysen
vincula aquí tan significativa-mente con el del comprender debe marcar lo
inacabable de la tarea que separa al historiador tan por completo de las
perfecciones de la creación artística como de la perfecta armonía que
instauran la simpatía y el amor entre el yo y el tú. Sólo investigando «sin
descanso» la tradición, descifrando siempre nuevas fuentes y
reinterpretándolas sin cesar, se va acercando la investigación poco a poco a
la «idea». Esto suena como un acercamiento al procedimiento de* las
ciencias naturales y como una asunción de la interpretación neokantiana de
la «cosa en si» como «tarea inacabable». Pero una mirada más atenta
descubrirá que hay algo más en ello. La fórmula de Droysen no sólo
delimita el quehacer del historiador frente a la idealidad total del arte y
frente a la comunión íntima de las almas, sino también al parecer frente al
procedimiento de las ciencias naturales.
Si se pregunta ahora cuál es el origen de este momento de significado en el
concepto de la investigación, que Droysen rastrea con su sorprendente
confrontación de investigación y experimento, tengo la impresión de que
uno se ve llevado al concepto de la investigación de la conciencia moral. El
mundo de la historia reposa sobre la libertad, y ésta es un misterio
inescrutable de la persona. Sólo la auto-investigación de la propia
conciencia moral podría acercarse a él, y en esto sólo Dios puede saber. Esta
es la razón por la que la investigación histórica no pretenderá nunca conocer
leyes, y por la que en cualquier caso no podrá apelar nunca al arbitraje del
experimento. Pues el historiador está separado de su objeto por la mediación
infinita de la tradición.
Al final de sus lecciones de 1882 77 se encuentra la expresión de que «no
tenemos como las ciencias naturales el instrumento de la experimentación,
no podemos más que investigar y seguir investigando». Por lo tanto, para
Droysen, tiene que haber en el concepto de la investigación otro momento
importante, no sólo la infinitud de la tarea que compartirían la investigación
de la historia y la de la naturaleza, como el distintivo de un progreso
inacabable; de hecho es éste el que en el siglo XIX ayudó en su ascenso al
Sin embargo esta lejanía es, por otra parte, también cercanía. El historiador
está unido con su «objeto», no desde luego al modo de la constatación
inequívoca de un experimento, que lo tiene a la vista, pero sí en cambio de
135
un modo especial, a través «del carácter comprensible y familiar del mundo
moral; esto lo reúne con su objeto de una manera completamente distinta de
la que une al investigador natural con el suyo. El «haber oído decir» no es
aquí una mala credencial sino la única posible.
historiografía más que en categorías estético-hermenéuticas. Lo que
pretende la historiografía es, también según Droysen, reconstruir desde los
fragmentos de la tradición el gran texto de la historia.
Notas:
«Cada yo encerrado en sí mismo, cada uno abriéndose al otro en sus
exteriorizaciones». En correspondencia, lo que se conoce en uno y otro caso
es básicamente diferente: lo que las leyes son para el conocimiento natural,
son para el historiador los poderes morales. En ellos encuentra él su verdad.
1.
Piénsese por ejemplo en el De doctrina christiana de san Agustín.
Cf. recientemente el artículo Hermeneutik de G. Ebcling en Die Religión in
Geschichle und Gegenwart III, 1959 (Citado en adelante como RGG).
2.
W. Dilthey, Pie Iintstebung der Ilermeneulik, en Gesammelte
Schrijten V, 317-338.
En la investigación incesante de la tradición se logra al final siempre
comprender. Para Droysen el concepto de la comprensión retiene pese a
toda mediación siempre la marca de una inmediatez última. «La posibilidad
de comprender estriba en la forma, congenial con nosotros, de las
exteriorizaciones que tenemos ante nosotros como material histórico».
«Frente a los hombres, frente a las exteriorizaciones y configuraciones
humanas, nos encontramos y nos sentimos en una homogeneidad y
reciprocidad esenciales». E igual que la comprensión vincula al yo
individual con las comunidades morales a las que pertenece, estas mismas
comunidades, familia, pueblo, estado, religión, son comprensibles porque
son expresión.
3.
Los principios hermenéuticos de la explicación bíblica luterana han
sido investigados después de K. Holl sobre todo por G. Ebeling,
Hvangelische livangelienauslegung. Eine Untcrsuchung zu Luthcrs llermcneutik, 1942; Id., Die Anjánge von Lutbers Hermeneutik: Zeitschrift für
Theologie und Kirchc 48 (1951) 172-230; Id., Wort Cotíes und
Hermeneutik: Z'ThK 56 (1959). Aquí habremos de contentarnos con una
exposición sumaria destinada únicamente a presentar el problema y a poner
en claro el giro de la hermenéutica hacia la historia que aporta el siglo
XVIII. Respecto a la problemática propia del sota scriptura cf. también G.
Ebeling, Hermeneutik, en R.GG 111.
De este modo, y a través del concepto de la expresión, la realidad histórica
se eleva a la esfera de lo que tiene «sentido», y con ello también en la autoreflexión metodológica de Droysen la hermenéutica se convierte en señor de
la historiografía: «Lo individual se comprende en el conjunto, y el conjunto
se comprende desde lo individual». Esta es la vieja regla retóricohermenéutica fundamental, que ahora se aplica a lo interior: «El que
comprende, en cuanto que es un yo, una totalidad en si, igual que aquél a
quien "intenta comprender, completa su comprensión de la totalidad de éste
a partir de la exteriorización individual, y ésta a partir de aquélla». Es la
fórmula de Schleiermacher. Al aplicarla Droysen está compartiendo su
presupuesto; esto es, la historia, que considera como acciones de la libertad,
le es tan profundamente comprensible y cargada de sentido como un texto.
El pleno cumplimiento de la comprensión de la historia es, como la
comprensión de un texto, «actualidad espiritual». Droysen determina pues
con más rigor que Ranke las mediaciones que encierran la investigación y ia
comprensión, pero tampoco él logra al final pensar la tarea de la
4.
La comparación con caput y membra se encuentra también en
Tíacius.
5.
La génesis del concepto de sistema se funda evidentemente en la
misma situación teológica que la de la hermenéutica. Respecto a esto es muy
instructivo el trabajo de ü. Ritschl, System und systematische Methode in
der Gescbichte des wissenschajtlichen Sprachgebrauch und in der
philosopbiscben Metbodologie, Bonn 1906. Muestra cómo la teología de la
reforma se orientó hacia la sistemática porque no quería seguir siendo una
elaboración enciclopédica de la tradición dogmática, sino que intentaba
reorganizar toda la doctrina cristiana a partir de los pasajes decisivos de la
Biblia (loci communes); es una comprobación doblemente instructiva si se
piensa en-la tardía irrupción del termino de sistema en la filosofía del siglo
XVII. También en ella se había introducido algo nuevo en la estructura
tradicional de la ciencia escolástica: la nueva ciencia natural. Este nuevo
136
elemento obligó a la filosofía a elaborar una sistemática, esto es, a
armonizar lo viejo y lo nuevo. El concepto de sistema, que desde entonces
se ha convertido en un requisito metodológicamente ineludible de la
filosofía, tiene pues su raíz histórica en la divergencia de filosofía y ciencia
a comienzos de la edad moderna, y el que se convierta' en una exigencia
lógica y natural de la filosofía se debe a que esta divergencia de filosofía y
ciencia ha sido la que desde entonces ha estado planteando continuamente a
la filosofía su tarea.
12.
Bacon entiende su nuevo método como interpretatio naturae.
Cf. infra, p. 423.
6.
Cf. W. Dilthey, II, 126, nota 3, sobre la crítica de Richard Simón a
Flacius.7. Semlcr, que plantea esta exigencia, cree por supuesto que con ello
está sirviendo al sentido salvífico de-la Biblia, ya que quien comprende
históricamente «está también en condiciones de hablar sobre estas cosas de
una manera que es la exigida por un tiempo que ha cambiado y por las
nuevas circunstancias en que se encuentran los hombres que nos rodean»
(cit. según Ebeling, /hrmeneutik, en RGG III): luego historiografía al
servicio de la applicatio.
15. Esto afectaría sin duda a Semler, cuya declaración ya citada muestra la
intención teológica de su exigencia de una interpretación histórica.
8. Dilthey, que también observa esto pero lo valora de una manera distinta,
escribe ya en 1859: «Hay que tener en cuenta que filología, teología, historia
y filosofía... no estaban en modo alguno tan escindidas entre sí como es
costumbre ahora. Hay que recordar que Heyne es el primero que hace sitio a
la filología como disciplina autónoma y que Wolf fue el primero que se
inscribió como estudiante de filología» (Der junei Dilthey, 1933, 88).
13.
Einleitung zur richtigen Auslegimg vernünftiger Reden und
Scbrtften, 1742.
14.
Por J. Wach, cuya obra Das Versteben se mueve íntegramente
dentro de los horizontes de Dilthey.
16.
Que Erncsti, Institutio interpretis NT, 1761, 7 no separa de la
anterior.
J. J. Rambach, Institutiones hermeneuticae sacrae, 1723, 2.
18.
Htrmenettttk, § 15 y 16, en Werke I, 7, 29 s.
19.
IbicL, 30.
20.
Fr. Schleiermacher, Werke III, 3, 390.
21.
Hasta ahora nuestro conocimiento de Schleiermacher se basaba en
sus discursos en la academia del año 1829 así como en la edición del curso
sobre hermenéutica compuesto por Lücke. Esta última se basa en un
manuscrito de 1819 así como en apuntes tomados a Schleiermacher sobre
todo en el último decenio. Este simple hecho externo muestra que la teoría
hermenéutica que nos ha llagado de él pertenece a su fase más tardía y no a
los tiempos de sus comienzos más fecundos en el trato con F. Schiegel. Son
también del tiempo que ha tenido más influencia histórica, sobre todo a.
través de Dilthey. Nuestra propia discusión anterior parte de estos textos c
intenta desarrollar sus tendencias esenciales. Sin embargo la misma
elaboración de Lücke no está enteramente libre de motivos que apuntan a un
desarrollo de las ideas hermenéuticas de Schleiermacher y que merecen un
interés propio. A instancias mías H. Kimmerle ha elaborado de nuevo los
materiales postumos que se conservan en la Deutsche Akadcmie en Berlín y
ha publicado un texto revisado críticamente en las Abhandlungen der
Heidclberger Akadcmie der Wissenschaften (1959, 2. Abhandkmg). En su
9. Cf. Wolff y su escuela asignaban consecuentemente el «arte de la
interpretación general» a la filosofía, ya que «en última instancia todo tiende
a que se puedan conocer y examinar verdades de otros una vez
comprendidos sus discursos» (Walch, 165). Algo parecido piensa Bentley
cuando pide al filólogo «que sus únicos guías sean la razón, la luz de las
ideas del autor y su fuerza vinculante» (cit. según Wegner, altertumskunde,
94).
10.
17.
B. Spinoza, Tratado teológico-político, Salamanca 1976, 154 s.
11. Es sintomático del triunfo del pensamiento histórico el que en su
hermenéutica Schleiermacher considere siempre la posibilidad de interpretar
incluso a un Euclides según el «lado subjetivo» de la génesis de sus ideas (p.
151).
137
tesis doctoral sobre Die Hermeneiilik Schleiermuchcrs im Zusammenbaug
seines spckitlativen Dcnkens, 1957, Kimmcrle realiza el interesante intento
de determinar el sentido de la evolución de Schleiermacher. Cf. su artículo
Das Verbüllnis Schleiermachers zum tranzendentalen Idechismus:
Kantstudien 51, 410 s.
34.
H. Patsch ha ilustrado entre tanto de una manera más precisa la
historia temprana de la hermenéutica romántica, en F. Schlegels «p/ji'/osophie der Pbifclogiev> und Schleiermachers jriiher Eníivürfe ^ur
Hermeneutik: Zeitschrift für Theologie und Kirche (1966) 434-472.
35.
La moda moderna de tomar la auto-interpretación como canon de
su interpretación es consecuencia de un falso psicologismo. Pero por otra
parte la «teoría», por ejemplo, de la música o de la poética u oratoria, puede
muy bien ser un canon legítimo de la interpretación.
22.
I, 7, 262: «Aunque no lleguemos a comprender nunca por completo
cada una de las peculiaridades personales de los pasajes neotestamentarios,
no obstante lo más importante de esta tarea sí es posible: ir conociendo de
una manera cada vez más amplia la vida común... que aparece en ellos».
23.
Werke 1, 7, 83.
36.
H.
Steinthal,
Hinlettutiü,
Spracbwissenschaft, Berlín 1881.
24.
Werke III, 3, 355, 358, 364.
37.
V, 335.
38.
O. F. Bollnow, Das Verstehen, 1949.
39.
Werke VI, 337.
40.
Kritik der reinen Vernunft, B 370.
41.
Ziveite Einleitung in die Wissenschaftslehre, en Werke I, 485.
42.
Ibid., 479, nota.
25.
Enzyklopädie
und
Wissenschaften, 21886, 10.
Methodologie
der
philologiscben
26.
En el contexto de sus estudios sobre la imaginación poética Dilthey
introduce la expresión «punto impresivo» (Eindruckspunkt), trasladándolo
expresamente del artista al historiógrafo (VI, 283). Más tarde examinaremos
el significado de esta traspolación desde el punto de la historia del espíritu.
Su fundamento es el concepto de la vida en Schleiermacher: «Pero allí
donde hay vida, las funciones y las partes se sostienen mutuamente». El
término Keimentscblitss (decisión germinal) aparece en Werke I, 7, 168.
27.
Fr. Schleiermacher, Dialekttk, 1942, 569 s.
28.
Dialektik, 470.
29.
Ibid., 572.
30.
Atsthettk, 269.
31.
Ibid., 384.
32.
ir. Schleiermacher, IV'erke I, 7, 146 s. 244
33.
Wtrkt I, 7, 33.
in
die
Psychologie
toid
43.
Debo a H. Bornkamm un simpático ejemplo de cómo aparece por si
misma esta supuesta fórmula de la artesanía filológica en cuanto se ejerce
una crítica polémica. A continuación de una aplicación del concepto
aristotélico del movimiento a la Trinidad dice Lutero (Homilía del 25-XII1514, cd. Weimar I, 28): «Vide quam apte serviat Aristóteles in philosophia
sua theologiae, si non ut ipse voluit, sed melius intelligitur et applicatur.
Nam res veré est elocutus et credo quod aliunde furatus sit, quae tanta
pompa profert et jactat». No puedo imaginarme que el oficio filológico se
reconozca a sí mismo en esta aplicación de su «regla».
44.
En favor de esto habla también la introducción de este giro por
Schleiermacher: «En fin, si hay algo de verdad en esta fórmula...: entonces
seguro que con ella sólo se ha podido querer decir...». También en el
discurso de la Academia (Werke III, 3, 362) elude la paradoja escribiendo:
138
«Como si él pudiera dar cuenta de sí mismo». En el manuscrito de sus
lecciones dice, más o menos en la misma época (1828), que «el discurso
puede entenderse primero tan bien y luego aún mejor que su autor»
(Abhandlungen der Hcidelberger Akademie 1959, 2. Abhandlung, 87). Los
aforismos de F. Schlegel de sus «años de aprendizaje filosófico» publicados
por primera vez también en esa época, ofrecen la deseada confirmación de
nuestra suposición anterior. Justamente en el tiempo de sus relaciones más
estrechas con Schleiermacher, Schlegel anota: «Para poder comprender a
alguien hay que ser en primer lugar más listo que él, luego igual de listo que
él, y finalmente también igual de tonto. No basta con comprender el sentido
auténtico de una obra confusa mejor de lo que lo entendió su autor. Hay que
conocer también la confusión misma hasta sus principios. Hay que poder
caracterizarla y construirla» (Schriften und Fragmente, 158).
«interioridad». En este sentido es absolutamente correcto que Ranke escriba:
«a la libertad se asocia la fuerza». Pues la fuerza, que es más que su
exteriorización, es siempre ya libertad. Para el historiador esto reviste una
importancia decisiva. Sabe que todo hubiera podido ser distinto, que cada
individuo que actúa hubiera podido también actuar de otra manera. La
fuerza que hace historia no es un momento mecánico. Con el fin de excluir
esto Ranke dice expresamente «una fuerza original», y habla de la «fuente
primera y común de todo hacer y omitir humano»: esto es para Ranke la
libertad.
47.
H Ranke Weltgeschichte IX, 270.
48.
H. Ranke, Lutherfragmente 1.
53.
Traducimos por «recogimiento» la compleja expresión alemana
inne sein o inne werden, cuyo sentido literal es «la vuelta sobre sí mismo
que permite conocer el contenido de la propia interioridad». Según los
contextos el acento estará situado en el puro hecho del recogerse sobre sí o
en su efecto cognitivo de autoconciencia, efecto que permite al término
alemán usos transitivos, a pesar de ser un compuesto del verbo «ser» o
«devenir». En este párrafo predomina el primer aspecto, pero el segundo no
deja de resonar, y da a este desarrollo de la fuerza y su exteriorización vina
dimensión cognitiva secundaria difícil de conservar en la traducción.
Secundariamente este componente cognitivo puede exceder el terreno de la
pura interioridad y referirse también a aspectos exteriores, permitiendo
entonces la traducción «percibir» (N. del T.).
49.
Cf. G. Masur, Rankes Begriff der Weltgescbichte, 1926.
54.
G. Fr. W. Hegel, Pbánomenologie des Geistes, 120 s.
50.
H. Ranke, Weltffscbicbte IX, XIV.
55.
Platón, Charro. 169 a.
51.
Ibid. XIII s.
56.
G. Fr. W. Hegel, Enzykiopadie, § 136 s; también Pbánomenologie,
105 s; Logik, 144 s.
45
Das Leben Scbleiermacbers, apéndice, 117.
46. C. Hinrichs, Ranke und die Geschichtstheologie der Goethe^eit, 1954.
Cf. mi recensión: Phil. Rundschau 4, 123 s.
52.
En mi escrito Volk und Geschicbte im Denken Herders (1942) hedemostrado que Herder realiza la traslación del concepto leibniziano de
fuerza al mundo histórico.
La formulación de Ranke gana con ello a su vez un perfil histórico
universal, en el marco de la historia universal del pensamiento y de la
filosofía. En este mismo contexto ya Platón había enfocado por primera vez
la estructura reflexiva de la dynamis, haciendo posible su traspolación a la
esencia del alma, que Aristóteles encara con la teoría de las dynameis, las
potencias del alma55. La fuerza es, por su esencia ontológica,
57.
H. Ranke, Das polttische Gesprách, 19, 22, 25.
58.
Ibid., 163; Droysen, Historik, 72.
59.
Es muy significativo para la tendencia secreta de la escuela
histórica que Ranke y no sólo él piense y escriba «subsumir» con el valor de
«sumar» (por ejemplo, o. c, 63).
139
60.
Cf. K. Lówith, Weltgescbicbte und Heilsgescbeben, 1953, así corno
mi artículo Gescbicbtspbilosopbie, en RGG III.
76.
Cf. la confrontación de Droysen con liuckle (en la reimpresión por
Rothackcr, 61).
61.
H. Ranke, Weltgescbicbte IX, 2 XIII.
77.
J. G. Droysen, Historik, ed. R. Hübner, 1935, 316, según un escrito
de F. Meincke
62.
H. Ranke, Weltgeschtchte IX, 1, 270 s.
63.
Cf. C. Hinrichs, o. c, 239 s.
64.
I. G. Droysen, Historik, § 15.
65.
Cf. por ejemplo K. Lowith, o. c, cap. I.
7. La fijación de Dilthey a las aporías del historicismo.
1.
66.
H. Ranke, Weltgeschicbte IX, 2, 5-7.También los estados son
para Ranke fuerzas vivas de esta clase. De ellos dice explícitamente que no
son «compartimentos de lo general», sino individualidades, «seres
espirituales reales» B7. Ranke los llama «ideas de Dios», para apuntar con
ello que lo que permite a estas construcciones existir realmente es su propia
fuerza vital, no alguna imposición o voluntad humana, o un plan evidente
para los hombres.
a la fundamentación hermenéutica de las ciencias del espíritu
La tensión entre el motivo estético-hermenéutico y el planteamiento de la
filosofía de la historia en la escuela histórica alcanza su punto culminante en
Wilhelm Dilthey. Su rango se debe a que reconoce realmente el problema
epistemológico que implica la concepción histórica del mundo frente al
idealismo. Como biógrafo de Schleiermacher, como historiador que plantea
a la teoría romántica de la comprensión la pregunta histórica por la génesis y
la esencia de la hermenéutica y que escribe la historia de la metafísica
occidental, Dilthey se mueve desde luego en el horizonte de problemas del
idealismo alemán; pero como alumno de Ranke y de la nueva filosofía de la
experiencia propia de su siglo, se encuentra simultáneamente en un v suelo
tan distinto que ya no puede aceptar la validez ni de la filosofía de la
identidad estético-panteísta de Schleiermacher ni de la metafísica hegeliana
integrada como filosofía de la historia. Indudablemente también en Ranke y
Droysen se da una ambivalencia análogos en su actitud entre idealismo y
pensamiento empírico, pero en Dilthey esta ambivalencia se hace
particularmente aguda. Pues lo suyo no es ya una mera continuación del
espíritu clásico-romántico dentro de una reflexión sobre la investigación
empírica, sino que esta tradición aún operante se verá rebasada por una
nueva recepción consciente de las ideas primero de Schleiermacher y luego
de Hegel.
67.
«Pues esto es al mismo tiempo una parte del saber divino» (Ranke,
Das politisebe Gesprach, 43; análogamente, 52).
68.
H. Ranke, 52.
69.
W. Dilthey, Gesammelte Scbriften V, 281.
70.
Luíberfragmení, 13.
71.
Ibid., 1.
72.
An Heinricb
Lebensgeschicbte, 162.
Ranke,
noviembre
73.
J. G. Droysen, llistorik, 65.
74.
Ibid., 65.
75.
Ibid., § 41.
1828,
cu
Zur
Del problema epistemológico de la historia
eigenen
Por eso, aunque se haga abstracción de la enorme influencia que ejercen al
principio sobre Dilthey el empirismo inglés y la teoría del conocimiento de
las ciencias naturales, por contribuir estos factores más bien a ocultar sus
140
verdaderas intenciones, es muy difícil entender estas coherentemente. A
Georg Misch le debemos un paso importante en esta dirección 1. Pero como
el propósito de Misch era confrontar la posición de Dilthey con la
orientación filosófica de la fenomenología de Husserl y de la ontología
fundamental de Heidegger, es desde estas posiciones contemporáneas desde
donde describe la ambigüedad interna de la orientación de Dilthey hacia una
«filosofía de la vida». Y lo mismo puede decirse de la meritoria exposición
de Dilthey por O. F. Bollnow2.
involucrado el mundo de la historia en la auto-explicación de la razón, y
había logrado además, sobre todo en Hegel, resultados geniales
precisamente en el terreno histórico. Con ello la pretensión de una ciencia
racional pura quedaba extendida en principio al conocimiento histórico; éste
formaba parte de la enciclopedia del espíritu.
Sin embargo, a los ojos de la escuela histórica, la filosofía especulativa de la
historia representaba un dogmatismo tan craso como el de la metafísica
racional. Dicha escuela tenía, por lo tanto, que pedir a la fundamentación
filosófica del conocimiento histórico lo mismo que había hecho Kant para el
conocimiento de la naturaleza.
Las raíces de la dualidad que detectaremos en Dilthey se hunden en la ya
caracterizada posición de la escuela histórica, a medio camino entre filosofía
y experiencia. El intento de Dilthey de elaborar una fundamentación
epistemológica no resolverá esta ambivalencia sino que más bien la llevará a
su formulación más extremada. En su esfuerzo por fundamentar
filosóficamente las ciencias del espíritu, Dilthey intentará extraer las
consecuencias epistemológicas de lo que Ranke y Droysen habían hecho
valer frente al idealismo alemán. Y el mismo Dilthey era perfectamente
consciente de ello. Para él la debilidad de la escuela histórica estaba en la
falta de consecuencia de sus reflexiones: ¿En vez de retornar a los
presupuestos epistemológicos de la escuela histórica y a los del idealismo
desde Kant hasta Hegel y reconocer así la incompatibilidad de estos
presupuestos, unieron sin crítica los dos puntos de vista» 3. De este modo él
pudo fijarse el objetivo de construir un fundamento epistemológico sólido
entre La experiencia histórica y la herencia idealista de la escuela histórica.
Tal es el sentido de su propósito de completar la crítica kantiana de la razón
pura con una crítica de la razón histórica.
Esta exigencia no podía ser satisfecha con una mera vuelta a Kant, que era
sin embargo el camino que se ofrecía por sí solo frente a las divagaciones de
la filosofía de la naturaleza. (Kant lleva a su conclusión los esfuerzos en
torno al problema del conocimiento planteados por la aparición de la nueva
denuda del XVII. La construcción matemático-natural-científica de que se
servía la nueva ciencia encontró en él la justificación de su valor cognitivo,
una justificación de la que estaba necesitada porque sus conceptos no
aportaban otra pretensión de ser que la de entia rationis. La vieja teoría de la
verdad como copia de la realidad ya no bastaba evidentemente para su
legitimación 4. La inconmensurabilidad de pensamiento y ser había
planteado el problema del conocimiento de una manera completamente
nueva. Dilthey se da cuenta de ello y en su correspondencia con el conde
York se habla ya del trasfondo nominalista de los planteamientos
epistemológicos del XVII, brillantemente confirmados por la nueva
investigación de Duhem 5.
Ya esta manera de plantearse los objetivos hace patente el rechazo del
idealismo especulativo. Plantea una analogía que debe ser entendida en
sentido completamente literal. Dilthey quiere decir que la razón histórica
necesita de una justificación igual que la razón pura. Si la crítica de la razón
pura hizo época no fue por haber destruido la metafísica como pura ciencia
racional del mundo, del alma y de Dios, sino porque al mismo tiempo
apuntaba a un ámbito dentro del cual el empleo de conceptos aprióricos
estaba justificado y hacía posible el conocimiento. La crítica de la razón
pura no sólo destruía los sueños de un espiritualismo visionario, sino que al
mismo tiempo respondía a la pregunta de cómo es posible una ciencia
natural pura. Ahora bien, entre tanto el idealismo especulativo había
Las ciencias históricas confieren ahora al problema del conocimiento una
nueva actualidad. Esto puede comprobarse ya en la historia del término, en
la medida en que el término «teoría del conocimiento» (Enkenntnistheorie)
aparece sólo en la época posthegeliana. Empezó a usarse cuando ya la
investigación empírica había desacreditado el sistema hegeliano. El siglo
XIX se convirtió en el siglo de la teoría del conocimiento, pues sólo con la
disolución de la filosofía hegeliana quedó definitivamente destruida la
correspondencia natural e inmediata de logos y ser. En la medida en que
Hegel mostraba la razón en todo, incluso en la historia, fue él el último y
más universal representante de la filosofía antigua del logos. Ahora, cara a
141
la crítica de la filosofía apriorista de la historia, se volvía a entrar en el
campo de fuerzas de la crítica kantiana, cuya problemática se planteaba
ahora también para el mundo histórico, una vez rechazada la pretensión de
una construcción racional pura de la historia del mundo y una vez limitado
también el conocimiento histórico a la experiencia. Si, del mismo modo que
la naturaleza, tampoco la historia puede ser pensada como una forma de
manifestarse el espíritu, entonces se hace problema para el espíritu humano
el modo como ha de conocer la historia, igual que el conocimiento de la
naturaleza se le había vuelto problemático en virtud de las construcciones
del método matemático. Así, junto a la respuesta kantiana sobre cómo es
posible una ciencia pura de la naturaleza, Dilthey tenía que hallar la suya a
la pregunta de cómo puede convertirse en ciencia la experiencia histórica.
En clara analogía con el planteamiento kantiano, también él preguntará por
las categorías del mundo histórico que pueden sustentar la construcción del
mundo histórico en las ciencias del espíritu.
hacen experiencias. Lo que prefigura el modo de conocimiento de las
ciencias históricas es en particular el sufrimiento y la enseñanza que de la
dolorosa experiencia de la realidad resulta para el que madura hacia la
comprensión. Las ciencias históricas tan sólo continúan el razonamiento
empezado en la experiencia de la vida 7.
En este sentido el planteamiento epistemológico tiene aquí un comienzo
distinto. De algún modo su tarea es más sencilla. No necesita empezar por el
fundamento de la posibilidad de que nuestros conceptos coincidan con el
«mundo exterior». Pues el mundo histórico de cuyo conocimiento se trata
aquí es ya siempre un mundo formado y conformado por el espíritu humano.
Es por esta razón por lo que Dilthey entiende que los juicios sintéticos
universalmente válidos de la historia no son aquí un problema 8; para esto se
remite a Vico. Recordaremos aquí que, en oposición a la duda cartesiana y a
la certeza del conocimiento matemático de la naturaleza fundado sobre
aquélla, Vico había afirmado el primado epistemológico del mundo de la
historia hecho por el hombre. Dilthey repetirá el mismo argumento: «La
primera condición de la posibilidad de la ciencia de la historia consiste en
que yo mismo soy un ser histórico, en que el que investiga la historia es el
mismo que el que la hace» 9. Lo que hace posible el conocimiento histórico
es la homogeneidad de sujeto y objeto.
En esta constelación hay algo que le distingue frente al neokantismo, que
intentaba a su vez implicar a las ciencias del espíritu en la renovación de la
filosofía crítica, y que es lo que realmente define su rango: que no olvida
que la experiencia es este terreno algo fundamentalmente distinto que en el
ámbito del conocimiento de la naturaleza. En éste se trata sólo de
comprobaciones verificables surgidas de la experiencia, esto es, de lo que se
aparta de la experiencia del individuo y constituye un acervo permanente
y acreditado de conocimiento empírico. A los ojos del neokantismo el
resultado positivo de la filosofía trascendental había sido justamente el
análisis categorial de este «objeto del conocimiento»6.
Sin embargo, esta constatación no es todavía una solución al problema
epistemológico tal como se lo planteaba Dilthey. En esta condición de
homogeneidad el problema epistemológico específico de la historia queda
aún oculto. Pues la pregunta es cómo se eleva la experiencia del individuo y
su conocimiento a experiencia histórica. En la historia no se trata ya de
nexos que son vividos por el individuo como tal o que como tales pueden
ser revividos por otros. Y la argumentación de Dilthey vale en principio para
este vivir y revivir del individuo. Por eso empieza aquí la reflexión
epistemológica. Dilthey desarrolla cómo adquiere el individuo un contexto
vital, e intenta ganar desde aquí los conceptos constitutivos capaces de
sustentar al mismo tiempo el contexto histórico y su conocimiento.
Pero lo que no podía satisfacer a Dilthey era la mera remodelación de esta
construcción y su traspolación al terreno del conocimiento histórico
emprendida por el neokantismo, por ejemplo, bajo la forma de la filosofía de
los valores. El criticismo neokantiano le parecía dogmático, y en esto le
asistía la misma razón que cuando llamaba dogmático al empirismo inglés.
Pues lo que soporta la construcción del mundo histórico no son los hechos
ganados por la experiencia e incluidos luego en una referencia valorativa,
sino que su base es más bien la historicidad interna propia de la misma
experiencia. Esta es un procesó vital e histórico, y su modelo no es la
constatación de hechos sino la peculiar fusión de recuerdo y expectativa en
todo que llamamos experiencia y que se adquiere en la medida en que se
Estos conceptos, a diferencia de las categorías del conocimiento de la
naturaleza, son conceptos vitales. Pues el último presupuesto para el
conocimiento del mundo histórico, aquél en que sigue teniendo realidad
palpable la identidad de conciencia y objeto, este postulado especulativo del
142
idealismo, es en Dilthey la vivencia. Aquí hay certeza inmediata. Pues lo
que es vivencia no se distingue ya en un acto, por ejemplo, el hacerse cargo
de algo, y un contenido, aquello de lo que uno se hace cargo 10. Por el
contrario, se trata de un hacerse cargo ya no analizable. Incluso el giro de
que en la vivencia algo es poseído resulta todavía demasiado diferenciador.
Dilthey persigue ahora cómo se configura un nexo a partir de este elemento
del mundo espiritual que es inmediatamente cierto, y cómo es posible un
conocimiento de tal nexo.
una cierta relación entre el todo y las partes. Cada parte expresa algo del
todo de la vida, tiene por lo tanto una significación para el todo del mismo
modo que su propio significado está determinado desde este todo. Es el
viejo principio hermenéutico de la interpretación de los textos que vale
también para el nexo de la vida porque en él se presupone de un modo
análogo la unidad de un significado que se expresa en todas sus partes.
El paso decisivo que deberá dar Dilthey en su fundamentación
epistemológica de las ciencias del espíritu será emprender, a partir de la
construcción de un nexo propio en la experiencia vital del individuo, la
transición a un nexo histórico que la no es vivido ni experimentado por
individuo alguno. Aun con toda crítica a la especulación, es necesario en
este punto poner en el lugar de los sujetos reales «sujetos lógicos». Dilthey
ve claramente esta aporía. Pero se responde a sí mismo que en realidad esto
no debiera ser enteramente ilegítimo, en cuanto que la pertenencia de los
individuos a un todo —por ejemplo, en la unidad de una generación o de
una nación— representa una realidad psíquica, que hay que reconocer como
tal precisamente porque uno no puede trascenderla en sus explicaciones. Es
verdad que aquí no se trataría de sujetos reales. La misma fluidez de sus
fronteras sería muestra de ello; ni tampoco los individuos concretos
participarían en ello cada uno con una parte de su ser. Sin embargo, para
Dilthey no es problema el que puedan hacerse afirmaciones sobre tales
sujetos. El historiador lo hace continuamente cuando habla de los hechos y
destinos de los pueblos 12. El problema es sólo cómo se justifican
epistemológicamente estas afirmaciones.
Ya en sus ideas «para una psicología descriptiva y analítica» Dilthey había
distinguido por un lado la tarea de deducir «el adquirido nexo de la vida del
alma», y por el otro las formas de explicación propias del conocimiento de
la naturaleza 11. Había empleado el concepto de estructura para destacar con
él el carácter vivido de los nexos psicológicos respecto a los nexos causales
del acontecer natural. Lo que caracteriza lógicamente a esta «estructura»
consistía en la referencia a un todo de relaciones que no reposa sobre la
sucesión temporal del haberse producido, sino sobre relaciones internas.
Sobre esta base Dilthey entendía haber ganado un entronque propio y
operante, y haber superado con ello los escollos que obstaculizaban las
reflexiones metodológicas de Ranke y Droysen. Daba razón a la
escuela histórica en que no existe un sujeto general, sino sólo individuos
históricos. La idealidad del significado no puede asignarse a un sujeto
trascendental, sino que surge de la realidad histórica de la vida. Es la vida
misma la que se desarrolla y conforma hacia unidades comprensibles, y es el
individuo concreto el que comprende estas unidades como tales. Este es el
punto de partida autoevidente para el análisis de Dilthey. El nexo de la vida
tal como se le ofrece al individuo (y como es revivido y comprendido en el
conocimiento biográfico de los demás) se funda en la significatividad de
determinadas vivencias. A partir de ellas, como a partir de un centro
organizadores como se constituye la unidad de un decurso vital, igual que se
constituye la forma sensible de una melodía: no desde la mera .sucesión de
tonos pasajeros, sino desde los motivos musicales que determinan la unidad
de su forma.
No se puede afirmar que en este punto las ideas de Dilthey alcancen
completa claridad, a pesar de que el autor ve en ello el problema decisivo.
Lo propiamente decisivo es aquí el problema del paso de la fundamentación
psicológica a la fundamentación hermenéutica de las ciencias del espíritu.
En esto Dilthey no pasó nunca de simples esbozos. En el mencionado pasaje
del Aufbau13 la autobiografía y la biografía —dos casos especiales de
experiencia y conocimiento históricos— conservan una preponderancia no
enteramente fundamentada. Pues ya hemos visto que el problema de la
historia no es cómo puede ser vivido y conocido el nexo general, sino cómo
pueden ser conocibles también aquellos nexos que ningún individuo como
tal ha podido vivir. De todos modos no hay muchas dudas sobre cómo
imaginaba Dilthey la ilustración de este problema partiendo del fenómeno
Aquí se percibe, como en Droysen, un reflejo del procedimiento de la
hermenéutica romántica, que experimentará ahora una expansión universal.
El nexo estructural de la vida, igual que el de un texto, está determinado por
143
de la comprensión. Comprender es comprender una expresión. En la
expresión lo expresado aparece de una manera distinta que la causa en el
efecto. Lo expresado mismo está presente en la expresión y es comprendido
cuando se comprende ésta.
Dilthey podrá decir ahora también hasta qué punto este nexo estructural está
dado (su principal punto de fricción con Ebbinghaus): no está dado en la
inmediatez de una vivencia, pero tampoco se construye simplemente como
resultante de factores operativos sobre base del «mecanismo» de la vida
psíquica. La teoría de la intencionalidad de la conciencia permite ahora una
nueva fundamentación del concepto de lo dado. Ya no puede plantearse
como tarea el derivar los nexos a partir de vivencias atómicas y explicarlos
desde ellas. Al contrario, la conciencia se encuentra ya siempre en tales
nexos y tiene su propio ser en la referencia a ellos. Dilthey entendía que las
investigaciones lógicas de Husserl hicieron época 14, porque legitimaban
conceptos como estructura y significado aunque no fuesen deducibles a
partir de elementos. Quedaban así caracterizados como más originarios que
estos supuestos elementos, a partir de los cuales y sobre los cuales deberían
construirse.
Dilthey intenta desde el principio diferenciar las relaciones del mundo
espiritual respecto a las relaciones causales en el nexo de la naturaleza, y
ésta es la razón por la que el concepto de la expresión y de la comprensión
de la expresión ocupan en él desde el principio una posición central.
Designan la nueva claridad metódica, ganada mediante un acercamiento a
Husserl, que se refleja en que al final acaba integrando en el contexto de las
Investigaciones lógicas de éste el concepto del significado que se eleva por
encima de los nexos efectúales. En este sentido el concepto diltheyano del
carácter estructurado de la vida psíquica se corresponde con la teoría de la
intencionalidad de la conciencia en cuanto que ésta describe
fenomenológica-mente no sólo un hecho psicológico sino una determinación
esencial de la conciencia. Toda conciencia es conciencia de algo; todo
comportamiento es comportamiento respecto a algo. El te/os de esta
intencionalidad, el objeto intencional, no es para Husserl un componente
psíquico real, sino una unidad ideal, una referencia como tal. En este sentido
Husserl había defendido en la primera investigación lógica el concepto de
un significado ideal-unitario frente a los prejuicios del psicologismo lógico.
Esta indicación tuvo para Dilthey una importancia decisiva; del análisis de
Husserl aprendió a decir por fin verdaderamente lo que distingue a la
«estructura» del nexo causal.
Por supuesto, que la demostración husserliana de la idealidad del significado
era el resultado de investigaciones puramente lógicas. Lo que Dilthey hace
de ello es algo completamente distinto. Para él el significado no es un
concepto lógico, sino que se entiende como expresión de la vida. La vida
misma, esta temporalidad en constante fluir, está referida a la configuración
de unidades de significado duraderas. La vida misma se auto-interpreta.
Tiene estructura hermenéutica. Es así como la vida constituye la verdadera
base de las ciencias del espíritu. La hermenéutica no es una herencia
romántica en el pensamiento de Dilthey, sino que se concluye
consistentemente a partir de la fundamentación de la filosofía en la «vida».
Dilthey se entiende a sí mismo como fundamentalmente superior al
«intelectualismo» de Hegel precisamente por esto. Por la misma razón no
podía satisfacerle el concepto de individualidad romántico-panteísta de
origen leibniziano. La fundamentación de la filosofía en la vida se vuelve
también contra una metafísica de la individualidad y se sabe muy lejana a la
mónada sin ventanas que desarrolla su propia ley, según el aspecto
destacado por Leibniz. Para ella la individualidad no es una idea originaria
enraizada en el fenómeno. Dilthey se mantiene más, bien en que toda
«vitalidad psíquica» se encuentra «bajo circunstancias» 15. No hay una
fuerza originaria de la individualidad. Esta es lo que es en cuanto que se
impone. La limitación por e) decurso de los progresivos efectos es parte de
la esencia de la individualidad, como de todo concepto histórico. Tampoco
conceptos como objetivo y significado se refieren en Dilthey a ideas en el
Un ejemplo lo hará más claro: una estructura psíquica, por ejemplo, un
individuo desarrolla su individualidad en tanto en cuanto desarrolla su
disposición y experimenta así el efecto condicionador de las circunstancias.
Lo que saldrá de ahí, la verdadera «individualidad», esto es, el carácter del
individuo, no es una mera consecuencia de los factores causales ni puede
entenderse meramente desde esta causatividad, sino que representa una
unidad comprensible en sí misma, una unidad vital que se expresa en cada
una de sus manifestaciones y puede por eso ser comprendida desde ellas.
Independientemente del orden de los efectos algo se integra aquí en una
configuración propia. listo es lo que quería decir Dilthey con el nexo
estructural y que ahora, apoyándose en Husserl llamará significado.
144
sentido del platonismo o de la escolástica. También ellos son conceptos
históricos en cuanto referidos a una limitación por el decurso de los efectos:
tienen que ser conceptos «enérgicos». Para ello Dilthey se remite a Fichte 16
que también había ejercido una influencia determinante sobre Ranke. En
este sentido su hermenéutica de la vida intenta permanecer sobre el suelo de
la concepción histórica del mundo 17. La filosofía le proporciona únicamente
las posibilidades conceptuales de expresar la verdad de aquélla.
problemas que le lleven a una cercanía tan poco deseada como confesada
respecto al idealismo especulativo.En los pasajes citados se percibe no sólo a Fichte sino, hasta en los términos,
al propio Hegel. Su critica a la «positividad» 20, el concepto de la autoenajenación, la determinación del espíritu como conocimiento de sí mismo
en el ser otro, todo esto se deduce sin dificultad de esta frase de Dilthey, y
habrá que preguntarse en qué queda realmente la diferencia que la
concepción histórica del mundo pretendía frente al idealismo y que Dilthey
intentaba legitimar epistemológicamente.
Sin embargo, estas delimitaciones así explicadas no permiten decidir todavía
si la fundamentación de la hermenéutica en la «vida» por Dilthey logra
también sustraerse de verdad a las consecuencias implícitas de la metafísica
idealista18. El se plantea esta cuestión como sigue: ¿cómo se vincula la
fuerza del individuo con aquello que está más allá de él y que le es previo, el
espíritu objetivo? ¿Cómo debe pensarse la relación de fuerza y significado,
de poderes e ideas, de facticidad e idealidad de la vida? Con esta cuestión se
decidirá en último extremo también cómo es posible el conocimiento de la
historia. Pues el hombre en la historia está determinado también,
fundamentalmente, por la relación de individualidad y espíritu objetivo.
Ahora bien, tampoco esta relación es evidente. En primer lugar es a través
de la experiencia de barreras, presión, resistencia, como el individuo se hace
cargo de su propia fuerza. Sin embargo, lo que experimenta no son sólo las
duras pare-des de la facticidad. Como ser histórico experimenta más bien
realidades históricas, y éstas son siempre al mismo tiempo algo que sustenta
al individuo y en lo cual él se da expresión a sí mismo y así se reencuentra.
En este sentido no son ya «duras paredes» sino objetivaciones de la vida
(Droysen había hablado de «poderes morales»).
Esta cuestión se refuerza si se considera aquel giro central con el que
caracteriza Dilthey la vida, este hecho básico de la historia. Es sabido que él
habla del «trabajo formador de las ideas propio de la vida» 21. No sería fácil
precisar en qué se distingue esto de Hegel. Por muy «insondable» que sea la
«fisonomía» de la vida 22, por mucho que Dilthey se burle de ese aspecto
demasiado amable de la vida que sólo ve en ella progreso de la cultura, en lo
que se refiere a las ideas que la forman la vida es colocada aquí en un
esquema de interpretación teleológica y es pensada como espíritu.
Concuerda con esto el hecho de que en sus últimos años Dilthey se acerca
cada vez más a Hegel y empieza a hablar de espíritu donde antes decía
«vida». Con ello repite un desarrollo conceptual también realizado por
Hegel. Y a la luz de este hecho resultará significativo que debamos a
Dilthey el conocimiento de los llamados escritos teológicos de juventud de
Hegel. En estos materiales para la historia del desarrollo del pensamiento
hegeliano aparece muy claramente que al concepto hegeliano del espíritu le
subyace un concepto pneumático de la vida 23.
Esto es de esencial importancia metódica para la peculiaridad de las ciencias
del espíritu. El concepto de lo dado tiene aquí una estructura completamente
distinta. Lo que caracteriza a los datos de las ciencias del espíritu frente a los
de las ciencias de la naturaleza es que «hay que apartar del concepto de lo
dado en este terreno todo lo fijo, todo lo extraño que es propio de las
imágenes del mundo físico» 19. Todo lo dado es aquí producido. La vieja
ventaja atribuida ya por Vico a los objetos históricos es lo que fundamenta
según Dilthey la universalidad con que la comprensión se apropia el mundo
histórico. La cuestión es, sin embargo, si 'el paso de la posición psicológica
a la hermenéutica se logra sobre esta base o si Dilthey se enreda en nexos de
El propio Dilthey intentó dar cuenta de lo que le unía con Hegel y de lo que
le separaba de él 24. ¿Pero qué puede significar su crítica a la fe de Hegel en
la razón, a su construcción especulativa de la historia del mundo, a su
deducción apriorista de todos los conceptos desde el autodesarrollo
dialéctico de lo absoluto, cuando el mismo confiere una posición tan central
al concepto del «espíritu objetivo»? Es verdad que Dilthey se vuelve contra
la construcción ideal de este concepto hegeliano. «Tenemos hoy día que
partir de la realidad de la vida»25. Y en otro punto:
145
Intentamos comprender ésta y presentarla en conceptos adecuados.
Absolviendo así al espíritu objetivo de una fundamentación unilateral en la
razón general que. expresa la esencia del espíritu del mundo, absolviéndolo
así también de la construcción ideal, se hace posible un nuevo concepto del
mismo: en él quedan acogidos lenguaje, costumbres, todo tipo de formas de
vida y de estilos de vida, del mismo modo que familia, sociedad civil, estado
y derecho. Finalmente cae también bajo este concepto lo que en Hegel
distinguía al espíritu absoluto del objetivo: arte, religión y filosofía...
del auto-conocimiento de este espíritu. La conciencia histórica se extiende a
lo universal en cuanto que entiende todos los datos de la historia como
manifestación de la vida de la que proceden; «la vida comprende aquí a la
vida» 27. En esta medida toda la tradición se convierte para la conciencia
histórica en auto-encuentro del espíritu humano. Con ello atrae hacia sí lo
que parecía reservado a las creaciones específicas del arte, la religión y la
filosofía. No es en el saber especulativo del concepto sino en la conciencia
histórica donde se lleva a término el saber de sí mismo del espíritu. Este
percibe por todas partes espíritu histórico. La misma filosofía no vale sino
como expresión de la vida. Y en la medida en que ella es consciente de esto,
renuncia también a su antigua pretensión de ser conocimiento por conceptos.
Se vuelve así filosofía de la filosofía, una fundamentación filosófica de que
en la vida —y junto a la ciencia— hay filosofía. En sus últimos trabajos
Dilthey esboza una filosofía de la filosofía en este sentido, y reconduce los
diversos tipos de concepción del mundo al polifacetismo de la vida que se
desarrolla en ellos 28.
Indudablemente, esto es una trasformación del concepto hegeliano. Pero
¿qué significa? ¿Hasta qué punto tiene en cuenta la «realidad de la vida»?
Lo más significativo es evidentemente la expansión del concepto del espíritu
objetivo al arte, la religión y la filosofía; pues esto significa que Dilthey ve
en ellos no verdad inmediata sino formas de expresión de la vida.
Equiparando el arte y la religión a la filosofía rechaza simultáneamente las
pretensiones del concepto especulativo. No es que Dilthey niegue que estas
formas tienen primacía frente las otras formas del espíritu objetivo,
precisamente en cuanto que es «en sus poderosas formas» donde el espíritu
se objetiva y es conocido. Ahora bien, esta primacía del acabado
autoconocimiento del espíritu es lo que llevó a Hegel a comprender estas
formas como formas del espíritu absoluto. En ellas ya no habría nada
extraño y el espíritu estaría enteramente consigo mismo, en casa. También
para Dilthey las objetivaciones del arte representaban, como ya vimos, el
verdadero triunfo de la hermenéutica. Y entonces la oposición a Hegel se
reduce a este único aspecto: que según Hegel en el concepto filosófico se
lleva a término el retorno del espíritu a sí mismo, mientras que para Dilthey
el concepto filosófico no tiene significado cognitivo sino expresivo.
Junto a esta superación histórica de la metafísica aparece la interpretación
espiritual-científica de la gran literatura, en la que Dilthey ve el triunfo de la
hermenéutica. Pero la primacía e la filosofía y del arte para la conciencia
que comprende históricamente queda como una primacía relativa. Estas
pueden mantener un cierto rango preferente, por cuanto en ellas no es
necesario rastrear el espíritu porque ellas son «expresión pura» y no quieren
ser otra cosa. Pero tampoco así son verdad inmediata, sino órgano que sirve
a la comprensión de la vida. Igual que ciertas épocas de esplendor de una
cultura son preferidas para el conocimiento de su «espíritu», o igual que lo
que caracteriza a las grandes personalidades es que representan en sus
planes y en sus hechos Jas verdaderas decisiones históricas, del mismo
modo la filosofía y el arfe resultan particularmente asequibles a la
comprensión interpretadora.
Y así tendremos que preguntarnos si no habrá también para Dilthey una
forma del espíritu que sea verdadero «espíritu absoluto», esto es, plena autotrasparencia, total cancelación de toda extrañeza y de todo ser otro. Para
Dilthey no representa problema el que esto exista y que sea la conciencia
histórica la que responde a este ideal, no la filosofía especulativa. Esta
conciencia ve todos los fenómenos del mundo humano e histórico, tan sólo
como objetos en los que el espíritu se conoce más profundamente a sí
mismo. Y en cuanto que los entiende como objetivaciones del espíritu, los
retraduce «a la vitalidad espiritual de la que proceden»26. Las
conformaciones del espíritu objetivo son para la conciencia histórica objetos
En esto la historia del espíritu se guía por la preferencia de la forma, de la
pura conformación de conjuntos significativos que se han destacado del
devenir. En su introducción a la biografía de Schleiermacher, escribe
Dilthey: «La historia de los movimientos espirituales tiene la ventaja de los
monumentos veraces. Podrá uno equivocarse respecto a sus intenciones,
pero no respecto al contendió de la propia interioridad que está contenido en
las obras» 29. No es casual que Dilthey nos haya proporcionado esta
146
anotación de Schleiermacher: «La flor es la verdadera madurez. El fruto no
es más que la caótica funda de lo que ya no pertenece al individuo
orgánico»30. Dilthey comparte evidentemente esta tesis de una metafísica
estética, que es la que subyace a su relación con la historia.
patrón de un presente extraño a ella. Según este esquema —así Dilthey31 —
podría pensarse el conocimiento de nexos históricos cada vez más amplios y
extenderlo hasta un conocimiento histórico universal, del mismo modo que
una palabra sólo se comprende desde la frase entera y ésta sólo desde el
contexto del texto entero e incluso desde la totalidad de la literatura
trasmitida.
A ella responde también su trasformación del concepto del espíritu objetivo,
que coloca a la conciencia histórica en el lugar de la metafísica. Pero se
plantea la cuestión de si la conciencia histórica está realmente en
condiciones de ocupar este puesto, que en Hegel estaba ocupado por el saber
absoluto del espíritu que se concibe a sí mismo en el concepto especulativo.
El propio Dilthey apunta al hecho de que sólo conocemos históricamente
porque nosotros mismos somos históricos. Esto debiera representar un alivio
epistemológico. Pero ¿puede serlo? ¿Es realmente correcta la fórmula de
Vico tantas veces aducida? ¿No es esto una traspolación de la experiencia
del espíritu artístico del hombre al mundo histórico, en el que ya no se puede
hablar de «hacer», esto es, de planes y ejecuciones cara al decurso de las
cosas? ¿De dónde puede venir aquí el alivio epistemológico? ¿No nos
encontramos más bien ante una nueva dificultad? ¿El condicionamiento
histórico de la conciencia no debiera representar más bien una barrera
infranqueable para su propia consumación como saber histórico? Hegel
podía creer que había superado esta barrera con su superación de la historia
en el saber absoluto. Pero si la vida es la realidad creadora e inagotable, tal
como la piensa Dilthey, la constante trasformación del nexo de significados
que es la historia ¿no implicará la exclusión de un saber que pueda alcanzar
objetividad? La conciencia histórica ¿no será en última instancia un ideal
utópico, que contiene en sí mismo una contradicción?
Naturalmente la aplicación de este esquema presupone que es posible
superar la vinculación a un punto de partida por parte del observador
histórico. Sin embargo es ésta precisamente la pretensión de la conciencia
histórica, lograr para todo un punto de vista verdaderamente histórico. En
ello tiene su perfección. Por eso centra sus esfuerzos en desarrollar un
«sentido histórico» con el fin de aprender a elevarse por encima de los
prejuicios del propio presente. Así Dilthey se consideró el auténtico
realizador de la concepción histórica del mundo porque intentó legitimar la
elevación de la conciencia a conciencia histórica. En que pretendía justificar
su reflexión epistemológica no era en el fondo más que el grandioso autoolvido épico de un Ranke. Sólo que en lugar del auto-olvido estético aparece
aquí la soberanía de una comprensión polifacética e inagotable. La
fundamentación de la historia en una psicología de* la comprensión, tal
como Dilthey la tenía in mente, desplaza al historiador a esa simultaneidad
ideal con su objeto que llamamos estética y que admiramos en Ranke.
Claro que la cuestión decisiva sigue siendo la de cómo es posible tal
comprensión inagotable para la naturaleza humana limitada. ¿Puede esto
representar realmente la opinión de Dilthey? ¿No es Dilthey precisamente el
que afirma frente a Hegel la necesidad de mantener la conciencia de la
propia finitud} Sin embargo, convendrá examinar este punto con algún
detenimiento. Su crítica al idealismo racional de Hegel se refería meramente
al apriorismo de su especulación conceptual; la infinitud interna del espíritu
no despertaba en él ninguna reserva de principio, sino que se llenaba
positivamente con el ideal de una razón ilustrada históricamente que
maduraría así hacia la genialidad de la comprensión total. Para Dilthey la
conciencia de la finitud no significaba una limitación ni un estrechamiento
de la conciencia. Más bien atestiguarla la capacidad de la vida de elevarse
con su energía y actividad por encima de toda barrera. En este sentido
aparece en él precisamente la infinitud potencial del espíritu. Por supuesto
que no es en la especulación sino en la razón histórica donde se actualiza
2.
Escisión de ciencia y filosofía de la vida en el análisis de la
conciencia histórica de Dilthey
Dilthey ha reflexionado incansablemente sobre este problema. Su reflexión
estuvo orientada siempre hacia el objetivo de legitimar el conocimiento de
lo condicionado históricamente como rendimiento de la ciencia objetiva a
pesar del propio condicionamiento. A esto debía servir también la teoría de
la estructura que construye su unidad desde su propio centro. El que un nexo
estructural se comprenda desde su propio centro es algo que responde "al
viejo postulado de la hermenéutica y a la exigencia del pensamiento
histórico de comprender cada época desde sí misma y de no medirla con el
147
esta infinitud. La comprensión histórica se extiende sobre todo lo que está
dado históricamente y es verdaderamente universal porque tiene su sólido
fundamento en la totalidad e infinitud interna del espíritu. En esto Dilthey
se adhiere a la vieja doctrina que deriva la posibilidad de la comprensión de
la semejanza natural entre los hombres. Entiende el mundo de las propias
vivencias como mero punto de partida para una ampliación que
complementa en viva trasposición la estrechez y contingencia de las propias
vivencias con la infinitud de lo que le es asequible reviviendo el mundo
histórico.
condicionamiento de la propia vitalidad otra cosa que una condición
subjetiva del conocimiento.
Algunos ejemplos lo confirmarán. Cuando Dilthey menciona la relación de
Tucídides con Pericles o la de Ranke con Lutero se refiere a una vinculación
congenial e intuitiva que hace espontáneamente posible para el historiador
una comprensión que de otro modo sería tan difícil como laboriosa de
alcanzar. Pero él considera una relación de este tipo, que en los casos
excepcionales se produce de una manera genial, como asequible siempre en
virtud de la metodología de la ciencia. El que las ciencias del espíritu se
sirvan de los métodos comparativos es fundamentado por él explícitamente
con la tarea de superar las barreras contingentes que representa el círculo de
las propias experiencias y «ascender así a verdades de mayor
generalidad»37.
De este modo las barreras que impone a la universalidad de la comprensión
la finitud histórica de nuestro ser son para Dilthey de naturaleza sólo
subjetiva. Claro que a pesar de todo puede reconocer en ellas algo positivo
que puede hacerse fecundo para el conocimiento; es en este sentido como
afirma que sólo la simpatía hace posible una verdadera comprensión 32.
Pero habría que preguntarse si esto reviste una significación fundamental.
Hay que constatar en primer lugar que Dilthey considera, la simpatía
únicamente como condición del conocimiento. Y cabe preguntar con
Droysen si la simpatía, que es una forma del amor, no representa algo muy
distinto de una condición afectiva del conocimiento. La simpatía forma parte
de las formas de relación entre yo y tú. Desde luego que en esta clase de
relaciones éticas reales opera también el conocimiento, y en esta medida se
demuestra de hecho que el amor ayuda a ver 33. Pero la simpatía es en todo
caso mucho más que una simple condición del conocimiento. A través de
ella el tú se trasforma también. En Droysen se lee la profunda frase «así has
de ser porque así te quiero: el misterio de toda educación» 34.
Y éste es uno de los puntos más discutibles de su teoría. Esencialmente la
comparación presupone la libertad de la subjetividad conocedora, que
dispone por igual de lo uno o de lo otro. La comparación hace las cosas
explícitamente simultáneas. Y entonces se plantea la duda de si el método
comparativo hace realmente justicia a la idea del conocimiento histórico.
Este procedimiento, completamente habitual en ciertos ámbitos de la ciencia
natural y que celebra ya triunfos en otros de las ciencias del espíritu como la
lingüística, la ciencia jurídica, la ciencia del arte 38. ¿no resulta aquí
extraído de una posición subordinada de mero instrumento y elevado a un
puesto de significación central para la esencia del conocimiento histórico?
¿No se corre con ello el riesgo de proporcionar a una reflexión superficial y
poco vinculante una legitimación falsa? En esto no podemos menos de dar
la razón al conde York cuando escribe que «la comparación es siempre
estética, opera siempre con la forma» 39; y será oportuno recordar que antes
de él Hegel había desarrollado ya una crítica genial al método comparativo
40
.
Cuando Dilthey habla de simpatía universal pensando en la ilustrada
madurez de la edad avanzada, no se refiere sin duda a este fenómeno ético
de la simpatía sino al ideal de la conciencia histórica acabada que supera por
principio los límites que impone a la comprensión la casualidad subjetiva de
las preferencias y de las afinidades respecto a algún objeto. En esencia
Dilthey sigue aquí a Ranke, que veía en la compasión y con-ciencia del todo
la dignidad del historiador 35. Pero parece restringir su entronque cuando
destaca como condiciones preferentes de la comprensión histórica aquéllas
en que se da «un condicionamiento duradero de la propia vitalidad por el
gran objeto», así como cuando ve en ellas la suma posibilidad de la
comprensión 36. Sin embargo sería erróneo entender bajo este
En cualquier caso parece claro que en principio Dilthey no considera la
vinculación del hombre finito e histórico a su punto de partida como una
restricción básica de las posibilidades del conocimiento espiritual-científico.
La conciencia histórica tendría que realizar en sí misma una superación de la
propia relatividad tal que con ello se hiciera posible la objetividad del
conocimiento espiritual-científico. Y hay que preguntarse cómo se podría
148
justificar esta pretensión sin implicar un concepto del saber absoluto,
filosófico, por encima de toda conciencia histórica. Pues ¿en qué se elevaría
la conciencia histórica por encima de todas las demás formas de conciencia
de la historia, para que sus propios condicionamientos no necesiten afectar a
su pretensión fundamental de alcanzar un conocimiento objetivo?
Una respuesta como ésta podría mostrar un camino a la necesidad de
determinar más profundamente la esencia del autoconocimiento. Y de hecho
los —como veremos— fracasados intentos de Dilthey se encaminan
finalmente a hacer comprensible «desde la vida» cómo surge la conciencia
científica desde el autoconocimiento.
No podremos suponer que la marca distintiva de la conciencia histórica
consista en ser realmente «saber absoluto» en sentido hegeliano, esto es, en
que reúna en una autoconciencia presente el todo del espíritu devenido. Pues
la concepción histórica del mundo discute precisamente la pretensión de la
conciencia filosófica de contener en sí la verdad entera de la historia del
espíritu. Esta era la razón por la que hacía falta experiencia histórica: que la
conciencia humana no es un intelecto-infinito para el que todo sea
simultáneo y presente por igual. La identidad absoluta de conciencia y
objeto es por principio inasequible a la conciencia histórica y finita. No le es
dado desembarazarse del nexo de efectos que es la historia. Y entonces ¿en
qué estribaría su distinción? ¿Cómo podría elevarse sobre sí misma y
hacerse así capaz de un conocimiento histórico objetivo?
Dilthey parte de la vida: la vida misma está referida a la reflexión. Es a
Georg Misch a quien debemos una enérgica elaboración de la tendencia
hacia la filosofía de la vida en el filosofar de Dilthey. Su fundamento es que
la vida misma contiene saber. Ya la mera «interiorización» que caracteriza a
la vivencia contiene una especie de vuelta de la vida sobre sí misma. «El
saber está ahí, unido a la vivencia sin' saberlo». Esta misma reflexividad
inmanente de la vida determina también el modo como según Dilthey el
significado se explica por el nexo vital. El significado sólo se conoce
cuando se sale de la «caza de los objetivos». Lo que hace posible esta
reflexión es el distanciamiento, una cierta lejanía respecto al nexo de nuestro
propio hacer. Dilthey destaca, y sin duda con razón, que antes de toda
objetivación científica lo que se forma es una concepción natural de la vida
sobre sí misma. Esta se objetiviza en la sabiduría de refranes y leyendas,
pero sobre todo en las grandes obras del arte, en las que «algo espiritual se
desprende de su creador» 41. Por eso el arte es un órgano especial de Ja
comprensión de la vida, porque en sus «confines entre el saber y la acción»
la vida se abre con una profundidad que no es asequible ni a la observación,
ni a la meditación, ni a la teoría.
En Dilthey no se encuentra respuesta explícita a esta pregunta. Sin embargo
toda su obra responde indirectamente a ella. Podría quizá formularse así: la
conciencia histórica no es tanto un apagarse a sí mismo como una
progresiva posesión de sí mismo, y es esto lo que distingue a la conciencia
histórica de todas las demás formas del espíritu. Por indisoluble que sea el
fundamento de la vida histórica sobre la cual se eleva, la conciencia
histórica es capaz de comprender históricamente su propia posibilidad de
comportarse históricamente.
Y si la vida misma está referida a la reflexión, entonces conviene un rango
especial a la pura expresión vivencial que es el arte. Pero esto no excluye
que en cualquier expresión de la vida opere ya un cierto saber y en
consecuencia sea reconocible una cierta verdad. Pues todas las formas de
expresión que dominan la vida humana son en su conjunto conformaciones
del espíritu objetivo. En el lenguaje, en las costumbres, en las normas
jurídicas el individuo está ya siempre elevado por encima de su
particularidad. Las grandes comunidades éticas en las que vive representan
un punto fijo dentro del cual se comprende a sí mismo frente a la fluida
contingencia de sus movimientos subjetivos. Precisamente la entrega a
objetivos comunes, el agotarse en una actividad para la comunidad «libera al
hombre de la particularidad y de lo efímero».
En este sentido, y a diferencia de la conciencia del propio desarrollo
victorioso hacia la conciencia histórica, no es expresión inmediata de una
realidad vital. Ya no se limita a aplicar los patrones de su propia
comprensión de la vida a la tradición en la que se encuentra, ni a continuar
así, en ingenua apropiación de la tradición, esta misma tradición. Por el
contrario, se sabe en una relación reflexiva consigo misma y con la tradición
en la qué se encuentra. Se comprende a sí misma desde su historia. La
conciencia histórica es una forma del auto-conocimiento.
149
relativos de valor de las diversas épocas a algo absoluto» 43. Sin embargo en
Dilthey se buscará en vano una respuesta real a este problema del
relativismo, no tanto porque no encuentran la respuesta como porque ésta no
era su verdadera pregunta. En el desarrollo de la auto-reflexión histórica que
le llevaba de relatividad en relatividad, él se supo siempre en camino hacia
lo absoluto. En este sentido Ernst Troeltsch ha resumido perfectamente el
trabajo de toda la vida de Dilthey en su frase «de la relatividad a la
totalidad». La fórmula literal de Dilthey era «ser conscientemente un ser
condicionado» **, fórmula orientada abiertamente contra la pretensión de la
filosofía de la reflexión de dejar atrás todas las barreras de la finitud en el
ascenso a lo absoluto e infinito del espíritu y en la realización y verdad de la
autoconciencia. Sin embargo, toda su incansable reflexión sobre la objeción
del «relativismo» muestra que no podía mantener por entero la consecuencia
de su filosofía de la vida frente a la filosofía de la reflexión del idealismo.
De otro modo hubiera tenido que reconocer en la objeción del relativismo el
«intelectualismo» al que su propio punto de partida en la inmanencia del
saber en la vida pretendía minar la base. Esta ambigüedad tiene su
fundamento último en la falta de unidad interna de su pensamiento, en el
residuo de cartesianismo inherente a su punto de partida. Sus reflexiones
epistemológicas sobre la fundamentación de las ciencias del espíritu no son
del todo congruentes con su enraizamiento en la filosofía de la vida. En sus
notas más tardías se encuentra un testimonio elocuente. Dilthey exigirá a
toda fundamentación filosófica que sea extensible a todo campo en el que
«la conciencia se haya sacudido toda autoridad e intente llegar a un saber
válido desde el punto de vista de la reflexión y de la duda» 45. Esta frase
parece una afirmación inocente sobre la esencia de la ciencia y de la
filosofía en la edad moderna. No se puede menos de percibir una resonancia
cartesiana. Sin embargo, la aplicación de esta frase va en una dirección muy
distinta, cuando Dilthey continúa: «En todas partes la vida lleva a
reflexionar sobre lo que hay en ella, y la reflexión a la duda, y sólo si la vida
quiere afirmarse frente a ésta, entonces y sólo entonces puede el
pensamiento acabar en saber válido». Aquí no son ya los prejuicios
filosóficos los que tienen que ser superados al estilo de Descartes, sino que
se trata de realidades de la vida, de tradiciones en las costumbres, en la
religión y en el derecho positivo que quedan desintegrados por la reflexión y
necesitan de una nueva ordenación 40. Cuando Dilthey habla aquí de saber y
reflexión no se refiere a la inmanencia general del saber en la vida, sino a un
movimiento orientado frente a la vida. La tradición de costumbre, religión y
Frases como éstas podrían haberse encontrado también en Droysen,
pero en Dilthey poseen una matización particular. En estas dos direcciones
de la contemplación y de la reflexión práctica se muestra según Dilthey la
misma tendencia de la vida: la «aspiración a la estabilidad» 42. Desde esto se
comprende que Dilthey pudiera entender la objetividad del conocimiento
científico y de la auto-reflexión filosófica como una realización suprema de
la tendencia natural de la vida. Lo que aquí opera la reflexión de Dilthey no
es una adaptación externa del método espiritual-científico a los
procedimientos de las ciencias naturales, sino que detecta en ambas una
comunidad genuina. La esencia del método experimental es elevarse por
encima de la contingencia subjetiva de la observación, y con ayuda de
esto se llega a conocer la regularidad de la naturaleza-. Las ciencias del
espíritu intentan también elevarse metódicamente por encima de la
contingencia subjetiva del propio punto de partida y de la tradición que le es
asequible, y alcanzar así la objetividad del conocimiento histórico. La
misma auto-reflexión filosófica trabaja en la misma dirección en cuanto que
«se hace objetiva a sí misma como hecho humano e histórico» y renuncia a
la pretensión de alcanzar un conocimiento puro desde conceptos.
El nexo de vida y saber es pues para Dilthey un dato originario. Es esto lo
que hace invulnerable a la posición de Dilthey frente a toda objeción que
pudiera hacerse al «relativismo» histórico desde la filosofía y
particularmente desde los argumentos de la filosofía idealista de la reflexión.
Su fundamentación de la filosofía en el hecho más originario de la vida no
pretende un nexo no contradictorio de frases que sustituyera a los sistemas
de ideas de la filosofía anterior. Para la auto-reflexión filosófica vale lo
mismo que Dilthey hizo patente para el papel de la reflexión en Ja vida. Ella
piensa hasta el final la propia vida, comprendiendo a la propia filosofía con
una objetivación de la vida. Se convierte así en filosofía de la filosofía, pero
no en el sentido ni con la pretensión del idealismo: no intenta fundamentar
la única filosofía posible desde la unidad de un principio especulativo, sino
que continúa simplemente el camino de la auto-reflexión histórica. Y en esta
medida no le afecta la objeción del relativismo.
El propio Dilthey ha tenido siempre en consideración esta objeción, y ha
buscado la respuesta a la cuestión de cómo es posible la objetividad dentro
de la relatividad y de cómo puede pensarse la relación de lo finito con lo
absoluto. «Nuestra tarea es exponer cómo se han extendido estos conceptos
150
derecho reposa, sin embargo, a su vez, en un saber de la vida sobre sí
misma. Incluso hemos visto que en la entrega a la tradición, en la que
ciertamente está involucrado algún saber, se realiza el ascenso del individuo
al espíritu objetivo. Concederemos gustosos a Dilthey que la influencia del
pensamiento sobre la vida «surge de la necesidad interna de estabilizar en
medio del cambiar incesante de las percepciones sensoriales, de los deseos y
sentimientos, algo fijo y estable que haga posible un modo de vida
continuado y unitario» 47. Pero este rendimiento del pensar es inmanente a la
vida y se realiza en las objetivaciones del espíritu, que, bajo la forma de
costumbre, derecho y religión, sustentan al individuo en la medida en que
este se entrega a la objetividad de la sociedad. El que respecto a esto haya
que adoptar «el punto de vista de la reflexión y de la duda» y el que este
trabajo se realice (únicamente) «en todas las formas de reflexión científica»
no se compagina en absoluto con las ideas de la filosofía de la vida de
Dilthey 4S. Aquí se describe más bien el ideal específico de la ilustración
científica, que no concuerda con la reflexión inmanente a la vida, del mismo
modo que es precisamente el «intelectualismo» de la Ilustración contra lo
que se orienta la fundamentación diltheyana en el hecho de la filosofía de la
vida.
perfección de la certeza vital. Pero esto no quiere decir que no entendiera la
incertidumbre de la vida en la plena pujanza de la concreción histórica. Al
contrario, cuanto más se introducía en la ciencia moderna percibía con tanta
más fuerza la tensión entre su procedencia de la tradición cristiana y los
poderes históricos liberados por la vida moderna. La necesidad de algo
estable tiene en Dilthey el carácter de una extraordinaria necesidad de
protección frente a las tremendas realidades de la vida. Pero espera la
superación de la incertidumbre y de Ja inseguridad de la vida menos de esta
estabilización que proporciona la experiencia de la vida que de la ciencia.
La forma cartesiana de alcanzar la seguridad por la duda es, para Dilthey, de
evidencia inmediata en cuanto que él mismo es un hijo de la Ilustración.
Este «sacudirse las autoridades» de que habla no responde sólo a la
necesidad epistemológica de fundamentar las ciencias naturales, sino que
concierne también al saber de valores y objetivos. Tampoco éstos son ya
para él un todo fuera de duda, compuesto de tradición, costumbre, derecho y
religión, sino que «también aquí el espíritu tiene que producir por sí mismo
un saber válido»49.
El proceso privado de secularización que condujo al Dilthey estudiante de
teología hacia la filosofía coincide asi con el proceso mundial de la génesis
de las ciencias modernas. Igual que la investigación natural moderna no
considera la naturaleza como un todo comprensible sino como un
acontecimiento extraño al yo, en cuyo decurso ella introduce una luz
limitada pero fiable y cuyo dominio se hace así posible, del mismo modo el
espíritu humano que busca protección y seguridad debe oponer a la
«insondabilidad» de la vida, a este «rostro temible», la capacidad
formada científicamente de la comprensión. Esta debe abrir la vida en su
realidad socio-histórica tan por completo que, a pesar de la insondabilidad
de la vida, el saber proporcione protección y seguridad. La Ilustración se
realiza como ilustración histórica.
En realidad hay muchas formas de certeza. Aquélla que se busca a través de
un cercioramiento pasado por la duda es distinta de esa certeza vital
inmediata de que se revisten todos los objetivos y valores de la conciencia
humana cuando elevan una pretensión de incondicionalidad. Pero aún hay
que distinguir mejor de esta certeza alcanzada en la vida misma aquélla que
es propia de la ciencia. La certeza científica tiene siempre un rasgo
cartesiano. Es el resultado de una metodología crítica que intenta retener
sólo lo indudable. En este sentido esta certeza no procede de la duda y de su
superación, sino que se adelanta desde un principio a la posibilidad de
sucumbir a la duda. Así como en Descartes y su conocida meditación sobre
la duda se propone una duda artificial e hiperbólica —como un
experimento— que lleve al fundamenta inconcussur de la ciencia, la ciencia
metódica pone en duda fundamentalmente todo aquello sobre lo que es
posible dudar, con el fin de llegar por este camino a resultados seguros.
Desde esto podrá entenderse mejor lo que vincula a Dilthey con la
hermenéutica romántica50. Con su ayuda consigue velar la diferencia entre
la esencia histórica de la experiencia y la forma de conocimiento de la
ciencia, o mejor, poner en consonancia la forma de conocimiento de las
ciencias del espíritu con los patrones metodológicos de las de la naturaleza.
Ya hemos visto más arriba que lo que le llevó a esto no fue una adaptación
Es característico de la problemática diltheyana de la fundamentación de las
ciencias del espíritu que no distingue entre esta duda metódica y las dudas
que «aparecen solas». La certeza de las ciencias significa para él la
151
externa. Ahora podemos reconocer que no lo logró sin descuidar la propia y
esencial historicidad de las ciencias del espíritu. Esto aparece muy claro en
el concepto de objetividad que retiene para ellas; c'omo ciencia tiene que
ponerse a la altura de la objetividad válida en las ciencias de la naturaleza.
Por eso gusta Dilthey de emplear el término «resultados» y de demostrar
con su descripción de los métodos espiritual-científicos su igualdad de rango
con las ciencias de la naturaleza. Para esto la hermenéutica romántica se le
ofrecía tanto más convenientemente cuanto que, como ya hemos visto, ésta
no tenía en cuenta la esencia histórica de la experiencia. Presuponía que el
objeto de la comprensión es el texto que hay que descifrar y comprender en
su propio sentido. El encuentro con el texto es para ella un autoencuentro
del espíritu. Todo texto es tan extraño como para representar una tarca, pero
tan familiar como para poder mantener su esencial resolubilidad aun
cuando no se sepa de un texto sino que es texto, escritura, espíritu.
medida en que la hermenéutica le estaba sirviendo de modelo. El resultado
fue que al final la historia quedó reducida a historia del espíritu, reducción
que Dilthey admite de hecho en su media negación y media afirmación de la
filosofía hegeliana del espíritu. Mientras la hermenéutica de Schleiermacher
reposaba sobre una abstracción metodológica artificial que intentaba
producir una herramienta universal para el espíritu, pero se proponía como
objetivo dar expresión, con ayuda de esta herramienta, a la fuerza salvadora
de la fe cristiana, para la fundamentación de las ciencias del espíritu por
Dilthey la hermenéutica era más que un instrumento. Era el medium
universal de la conciencia histórica, para la cual no hay otro conocimiento
de la verdad que el comprender la expresión, y en la expresión la vida. Todo
en la historia es comprensible, pues todo en ella es texto. «Como las letras
de una palabra, también la vida y la historia tienen un sentido» 61. De este
modo Dilthey acaba pensando la investigación del pasado histórico como
desciframiento y no como experiencia histórica.
Como ya vimos en Schleiermacher, el modelo de su hermenéutica es la
comprensión congenial que se alcanza en la relación entre el yo y el tú. La
comprensión de los textos tiene las mismas posibilidades de adecuación
total que la comprensión de un tú. La idea del autor puede leerse
directamente de su texto. El intérprete es absolutamente coetáneo con su
autor. Tal es el triunfo del método filológico: concebir el espíritu pasado
como presente, el espíritu extraño como familiar. Dilthey está intensamente
penetrado de este triunfo. Sobre él pone los cimientos de la dignidad de las
ciencias del espíritu. Igual que el conocimiento natural-científico examina
algo presente en relación a una explicación que debe encontrarse en ello, así
también examina el científico espiritual sus textos.
Es indudable que con esto no se hacía justicia a la verdad de la escuela
histórica. La hermenéutica romántica y el método filológico sobre los que se
eleva la historia no bastan como base para ella; tampoco es suficiente el
concepto del procedimiento inductivo tomado por Dilthey de las ciencias
naturales. La experiencia histórica tal como él la entiende en el fondo no es
un procedimiento, y no le es propio el anonimato de un método. Cierto que
se pueden deducir de ella reglas generales de la ex-periencia, pero su valor
metodológico no será el de un cono-cimiento de leyes bajo las cuales se
dejen subsumir unívocamente los casos que aparezcan.' Las reglas de la
experiencia requieren más bien un uso experimentado y en el fondo sólo son
lo que son en este uso personal. Cara a esta situación hay que admitir que el
conocimiento espiritual-científico no es el de las ciencias inductivas, sino
que posee una objetividad muy distinta y se adquiere también de una forma
muy distinta. La fundamentación de las ciencias del espíritu en la filosofía
de la vida por Dilthey, así como su crítica a todo dogmatismo, incluido el
empirista, había intentado hacer valer precisamente esto. Pero el
cartesianismo epistemológico, al que no logra escapar, acaba siendo el más
fuerte, y la historicidad de la experiencia histórica no llega a ser realmente
determinante. A Dilthey no se le escapa la significación que tiene la
experiencia vital tanto individual como general para el conocimiento
espiritual-científico; pero ni lo uno ni lo otro alcanza en él más que una
Con ello Dilthey entiende haber cumplido la tarea que consideró suya' de
justificar epistemológicamente las ciencias del espíritu pensando el mundo
histórico como un texto que hay que descifrar. Llegaba así a una
consecuencia que, como ya hemos visto, la escuela histórica nunca quiso
admitir por completo. Es verdad que Ranke designa el desciframiento de los
jeroglíficos de la historia como la tarea sagrada del historiador. Pero el que
la realidad histórica represente un rastro de sentido tan puro que baste con
descifrarlo como si fuera un texto, esto no se corresponde realmente con las
tendencias más profundas de la escuela histórica. Dilthey, el intérprete de
esta concepción histórica del mundo, se vio sin embargo obligado a esta
consecuencia (como también Ranke y Droysen en algún momento) en la
152
determinación privativa. Son inducción a-metódica e incapaz de
verificación, que apunta ya a la inducción metódica de la ciencia.
9. Ibid.
Si recordamos ahora el estado de la auto-reflexión espiritual-científica del
que, habíamos partido, reconoceremos que la aportación de Dilthey es
particularmente característica. La escisión interna que domina sus esfuerzos
nos hace patente hasta qué punto es intensa la coacción que ejerce el
pensamiento metódico de la ciencia moderna, y que la tarea no puede ser
otra que describir más adecuadamente la experiencia operante en las
ciencias del espíritu y la objetividad que en ellas puede alcanzarse.
10.
Ibid., 27 s, 230.
11.
¡m. V, 177.
12.
Ibid. VII, 282 s. G. Simmel intenta resolver este mismo problema a
través de la dialéctica de subjetividad vivencial y nexo objetivo en última
instancia psicológicamente. Cf. Brücke und Tor, 82 s.
13.
Der Aujbau der geschicbtlicben Welt in den Geisteswissenschaften,
en Ges. Schriften VII.
Notas:
1.
Tanto por su extensa introducción al vol. V de las obras completas
de Dilthey como también por su exposición de este autor en el libro
Lebensphiíosopbie und Pbanomenologie, 1930.
14. Ibid., B a.
15.
lbid. V, 266.
2.
O. F'. Bollnow, Dilthey, 1936.
16.
lbid. Vil, 157, 280, 333.
3.
Gesammclte Scbriften VII, 281.
17.
lbid., 280.
18.
O. F. Bollnow, Dilthey, 168 s., ha visto correctamente que en
Dilthey el concepto de la fuerza queda excesivamente en segundo plano. En
ello se expresa el triunfo de la hermenéutica romántica sobre el pensamiento
de Dilthey.
4. LHS primeras formas antiguas del problema del conocimiento tal como se
encuentran por ejemplo en Dcmócrito, y que la historiografía neokantiana
pretende leer también en Platón, se movían sobre una base distinta. La
discusión del problema del conocimiento que hubiera podido realizarse a
partir de Demócrito desembocaba en realidad en el escepticismo antiguo.
Cf. P. Natorp, Studien Zur Erkenntnisproblem im Altertum, 1892, así como
mi artículo lAntike Atomiheorie, en Um die Begriffswelt der Vorsokratiker,
1968, 512-533.
5.
P. Duhem, Eludes sur Léonard de Vinci, París 1955; Id., Le
systéme du monde X.
6.
Cf. el libro del mismo título de II. Rickert, Der Geeenstand der
Erkenntis, 1892.
7.
Cf. infra el análisis de la historicidad de la experiencia cap 11 2
8.
Gesammelte Schriften Vil, 278.
19.
Ges. Schriften VII, 148.
20.
Hegels theologiscbe Jugendschriften, cd. Noyl, 1907, 139 s.
21.
Ges. Schrijten VII, 136.
22.
Ibid. VIH, 224.
23.
El fundamental trabajo de Dilthey Die Jugendgescbichte Hegels,
publicado por primera vez en 1906 y aumentado en el cuarto volumen de sus
obras completas (1921) con manuscritos póstumos, abrió una nueva época
en los estudios sobre Hegel,«menos por sus resultados que por su modo de
plantear la tarca. A 61 se añadió pronto (1911) la edición de las
Tbeologiscben Jngendscbri/ten por 11. Nohl, introducida por los agudos
153
comentarios de Th. Haering (Hegel 1, 1928). Cf. H.-G. Gadamer, Hegel und
der geschicbtliche Geist: /.eitschrift für die gcsammte Staatswisscnschaft
(1939), y 11. Marcusc, Hegelsonlologie und die Grundlegung einer Tbeorie
der Gescbicbtlicbkeit, 1932 (trad. cast., ontología de Hegel, Barcelona 19),
que muestra la función modélica del concepto de la vida en la construcción
de la Fenomenología del espíritu.
incomprensión de la juventud y de su alegría, que tampoco se mueve en el
mundo real. El rechazo de las nuevas épocas por la ancianidad forma parte
de la elegía. Por eso el sentido histórico es muy necesario para alcanzar la
eterna juventud, que no debe ser un don de la naturaleza sino una conquista
de la libertad».
24.
Por extenso en las anotaciones postumas a la Jugendgcschichte
Hegels, en Ges. Scbrijten IV, 217-258, y con más profundidad en el tercer
capitulo del Aussbau, 146 s.
36.
Gas. Scbrijten V, 278.
37.
Ibid. VII, 99.
26.
lbid. V, 265.
38.
Un abogado elocuente de este «método» es E. Rothacker, cuyas
aportaciones propias a la cuestión atestiguan desde Juego con ventaja lo
contrario: la falta de método de las ocurrencias ingeniosas y de las síntesis
audaces.
27.
lbid. Vil, 136.
39.
Briefwchsel, 1923, 193.
28.
lbid. V, 339 s, y VIII.
40.
Wissenschaft der Logik II, 1934, 36 s.
29.
W. Dilthey, Lebens Schletermachers, ed. Mulert 1922, XXXI.
41.
Ges. Schriften VII, 207.
42.
Ibid., 347.
25.
Ges. Scbrijten VII, 150.
30.
W. Dilthey, Leben Schletermachers,
inneren Entwhklung, 118. Cf. Monologen, 417.
11870; Denkmale der
43.
Ibid., 290.
31. Ges. Schrijten Vil, 291: «Como las letras de una palabra tienen sentido
la vida y la historia».
44.
Ibid. V, 364.
32.
45.
Ibid. VII, 6.
33.
Cf. sobre todo las indicaciones correspondientes en M. Srhelcr, Zur
Phanomenologie und Theorie der Sympathiesfifiihle und von Liebe und
Hass, 1913.
46.
Ibid., 6.
47.
Ib id., 3.
34.
48.
A esto ha apuntado también (i. Misch, Lebenspbüosopbie und
Phenomenologie, 295 y sobre todo 312 s. Misch distingue entre el hacerse
consciente y el hacer consciente. La reflexión filosófica sería ambas cosas
simultáneamente, pero Dilthey intentaría erróneamente una transición
continuada de lo uno a lo otro. «La orientación esencialmente teórica hacia
la objetividad no puede extraerse únicamente del concepto de la
objetivación de la vida» (298). La presente investigación da a esta crítica de
Ibid. V, 277.
Historik, § 41.
35.
Pero también Schleiermacher que sólo admite la validez de la
senectud como modelo en forma muy restringida. Cf. la siguiente nota de
Schleiermacher (tomada de W. Dilthey, Leben Scbleiermachers, 417): «El
malhumor de la ancianidad sobre todo frente al mundo real representa una
154
Misch un perfil algo distinto descubriendo ya en la hermenéutica romántica
el cartesianismo que hace en este punto ambiguo el razonamiento de
Dilthey.
49.
Del mismo modo Dilthey acaba reconociendo en el concepto hegeliano del
espíritu la vitalidad de un genuino concepto histórico 2. Y en la misma
dirección se mueven algunos de sus contemporáneos, como ya hemos
destacado en el análisis del concepto de vivencia: Nietzsche, Bergson —éste
tardío seguidor de la crítica romántica contra la forma de pensar de la
mecánica— y Georg Simmel. Ahora bien, sólo Heidegger ha llegado a hacer
consciente de una manera general la radical exigencia que se plantea al
pensamiento con la inadecuación del concepto de sustancia para el ser y el
conocimiento históricos 3. Sólo a través de él alcanza vía libre la intención
filosófica de Dilthey. Heidegger toma pie para su trabajo en la investigación
de la intencionalidad por la Fenomenología de Husserl, que representa la
ruptura más decisiva en la medida en que no es el platonismo extremo que
imaginaba Dilthey4.
Ges. Schriften VII, 6.
50.
En los materiales que dejó Dilthey relativos al Aujbau (vol. Vil)
pudo introducirse inopinadamente un texto original de Schlcícrmacher, la p.
225 de Hermemutik, que Dilthey había publicado ya en el apéndice a su
biografía de Schleiermacher; es un testimonio indirecto de que Dilthey no
llegó a superar realmente su entronque romántico. En general es difícil
distinguir en él lo que es resumen de otros y lo que es exposición propia.
51.
Ges. Schriften Vil, 291.
Al contrario, cuanto mejor se comprende el lento crecimiento de la idea
husserliana a través de la evolución de su gran tarea, se va haciendo más
claro que con el tema de la intencionalidad se inicia una crítica cada vez más
radical al «objetivismo» de la filosofía anterior —también de Dilthey5—,
que había de culminar en la pretensión de que «la fenomenología intencional
ha llevado por primera vez el espíritu como espíritu al campo de la
experiencia sistemática y de la ciencia, y ha dado con ello un giro total a la
tarea del conocimiento. La universalidad del espíritu absoluto comprende
todo el ser en una historicidad absoluta en la cual se incluye la naturaleza
como una construcción del espíritu»6. No es casual que el espíritu se
oponga aquí como lo único absoluto, esto es, no relativo, a la relatividad de
todo lo que se le manifiesta; Husserl mismo reconoce la continuidad entre su
fenomenología y el planteamiento trascendental de Kant y de Fichte:
8. Superación del planteamiento epistemológico en la
investigación fenomenológica.
1.
El concepto de la vida en Husserl y en York
Está cu la lógica de las cosas el que para la tarea que se nos plantea el
idealismo especulativo ofrezca mejores posibilidades que Schleiermacher y
la hermenéutica que toma pie en él. Pues en el idealismo especulativo el
concepto de lo dado, de la positividad, había sido sometido a una profunda
crítica, y a ella 'había intentado Dilthey apelar para su filosofía de la vida.
En palabras suyas:
Pero hay que añadir que el idealismo alemán que parte de Kant estuvo desde
un principio apasionadamente preocupado por superar una ingenuidad que
se había hecho ya muy sensible (se. del objetivismo) 7.
¿Cómo caracteriza Fichte el comienzo de algo nuevo? Porque parte de la
contemplación intelectual del yo, pero considera a éste no como una
sustancia, un ser, un dato, sino que precisamente a través de esta
contemplación, de este esforzado profundizar del yo en sí mismo, lo concibe
como vida, actividad, energía, y muestra en él en consecuencia conceptos
energéticos como oposición, realización.
Estas declaraciones del Husserl tardío pueden estar ya motivadas por la
confrontación con El ser y el tiempo, pero les preceden innumerables
intentos de Husserl que demuestran que éste tenía siempre presente la
aplicación de sus ideas a los problemas de las ciencias del espíritu históricas.
No es éste por lo tanto un punto de conexión superficial con el trabajo de
Dilthey (o con el de Heidegger más tarde), sino la consecuencia de su propia
155
crítica a la psicología objetivista y al objetivismo de la filosofía anterior.
Esto se hace completamente claro a partir de la publicación de las Ideen II8.
trascendental. Frente al mero estar dado de los fenómenos de la conciencia
objetiva, de un estar dado en vivencias intencionales, esta reflexión
representa la aparición de una nueva dimensión. Pues hay un modo de estar
ciado que no es a su vez objeto efe actos intencionales. Toda vivencia
implica horizontes anteriores y posteriores y se funde en última instancia
con el continum de las vivencias presentes de antes y después, en la unidad
de la corriente vivencial.
A la luz de estas consideraciones parece conveniente explicitar el lugar de la
fenomenología de Husserl en nuestras consideraciones.
El momento en que Dilthey enlaza con las investigaciones lógicas de
Husserl afecta sin duda al tema nuclear. Husserl mismo admite 9 que el
trabajo de toda su vida está dominado, desde las Investigaciones lógicas, por
el a priori de la correlación de objeto de la experiencia y forma de los datos.
Ya en la quinta investigación lógica desarrolla la peculiaridad de las
vivencias intencionales y distingue la conciencia, tal como él la convierte en
tema de la investigación, como «vivencia intencional» (así dice el título del
segundo capítulo), de la unidad real de la conciencia de las vivencias y de su
percepción interna. En este sentido ya entonces la conciencia no es para él
un «objeto» sino una atribución esencial: he aquí el punto que tan evidente
resultaba para Dilthey. Lo que se manifestaba en el examen de esta
atribución era una primera superación del «objetivismo» en cuanto que, por
ejemplo, el significado de las palabras no puede seguir siendo confundido
con el contenido psíquico real de la conciencia, o sea, con las
representaciones asociativas que despierta una palabra.
La intención
significativa y el cumplimiento significativo pertenecen esencialmente a la
unidad del significado, e igual que los significados de los términos que
empleamos, todo ser que tenga validez para mí posee correlativamente y con
necesidad esencial «una generalidad ideal, la de los modos reales y posibles
de estar dadas las cosas que poseen experiencia» 10.
Las investigaciones de Husserl dedicadas a la constitución de la conciencia
del tiempo proceden de la necesidad de comprender el modo de ser de esta
corriente y de incluir así la subjetividad en la investigación intencional de la
correlación. Desde ahora toda otra investigación fenomenológica se
entenderá como investigación de la constitución de unidades de y en la
conciencia del tiempo, las cuales presuponen a su vez la constitución de esta
conciencia temporal. Con ello se hace claro que el carácter único de 4a
vivencia —por mucho que mantenga su significado metódico como
correlato intencional tic una validez de sentido constituida— no es ya un
dato fenomenológico último. Toda vivencia intencional implica más bien un
horizonte vacío de dos caras, constituido por aquello a lo que la vivencia no
se refiere pero á lo que en cualquier momento puede orientarse
esencialmente una referencia actual, y en último extremo es evidente que la
unidad de la corriente vivencial abarca el todo de tales vivencias
tematizables. Por eso la constitución de la temporalidad de la conciencia
está en el fondo y es soporte de toda problemática de constitución. La
corriente vivencial posee el carácter de una conciencia universal del
horizonte, del cual realmente sólo están dados momentos individuales —
como vivencias—.
Con esto se ganaba la idea de la «fenomenología», esto es, la desconexión
de toda forma de «poner el ser» y la investigación de los modos subjetivos
de estar dadas las cosas, y se hacía de esto el programa universal de trabajo,
encaminado a hacer comprensible toda objetividad, todo sentido óntico. Sin
embargo, también la subjetividad humana posee validez óntica. En
consecuencia debe ser considerada también como «fenómeno», es decir,
también ella debe ser investigada en toda la variedad de sus modos de estar
dada. Esta investigación del yo como fenómeno no es «percepción interna»
de un yo real, pero tampoco es mera reconstrucción del «ser consciente», es
decir, remisión de los contenidos de la conciencia a un polo trascendental
del yo (Natorp) u, sino un tema muy diferenciado de la reflexión
El concepto y el fenómeno del horizonte posee un significado fundamental
para la investigación fenomenológica de Husserl. Con este concepto, que
nosotros también tendremos ocasión de emplear, Husserl intenta acoger el
paso de toda intencionalidad limitada de la referencia a la continuidad
básica del todo. Un horizonte no es una frontera rígida sino algo que se
desplaza con uno y que invita a seguir entrando en él. De este modo a la
intencionalidad «horizóntica» que constituye la unidad de la corriente
vivencial le corresponde una intencionalidad horizóntica igualmente
abarcante por el lado de los objetos. Pues todo lo que está dado como ente,
está dado como inundo, y lleva consigo el horizonte del mundo, En su
156
retractación en Ideen I Husserl destaca en explícita autocrítica que en
aquella época (1913) no había comprendido todavía suficientemente el
significado del fenómeno del mundo. La teoría de la reducción trascendental
que había publicado en las Ideen tenía que complicarse así más y más. Ya
no podía bastar la mera cancelación de la validez de las ciencias objetivas,
pues también en la realización de la epojé, en la superación de la manera
como el conocimiento científico pone el ser, el mundo mantiene su validez
como dado previamente. Y en esta medida la auto-reflexión epistemológica
que se pregunta por el a priori, por las verdades eidéticas de las ciencias, no
es suficientemente radical. Este es el punto en el que Husserl podía
suponerse hasta cierto punto en consonancia con las intenciones de Dilthey.
Dilthey había combatido de un modo análogo el criticismo de los
neokantianos porque no le satisfacía el retroceso al sujeto epistemológico.
«En las venas del sujeto conocedor que construyeron Locke, Hume y Kant
no corre verdadera sangre». El propio Dilthey retrocede hasta la unidad de la
vida, al «punto de vista de la vida», y de una forma muy parecida la «vida
de la conciencia» de Husserl —la palabra parece tomada de Natorp— es ya
un índice de la futura tendencia a estudiar no sólo vivencias individuales de
la conciencia sino también las intencionalidades ocultas, anónimas e
implícitas de la conciencia, haciendo así comprensible el todo de cualquier
validez óntica objetiva. Más tarde a esto se le llamará ilustrar los
rendimientos de la «vida productiva».
toda experiencia. Este horizonte del mundo está presupuesto también en
toda ciencia y es por eso más originario que ellas. Como fenómeno
horizóntico este «mundo» está esencialmente referido a la subjetividad, y
esta referencia significa al mismo tiempo que «tiene su ser en la corriente de
los "en cada caso"» 14. El mundo vital se encuentra en un movimiento de
constante relativización de la validez.
Como se verá, el concepto de mundo vital se opone a todo objetivismo. Es
un concepto esencialmente histórico, que no se refiere a un universo del ser,
a un «mundo que es». Ni siquiera la idea infinita de un mundo verdadero
tiene sentido si se parte del proceso infinito de los mundos humanohistóricos en la experiencia histórica. Cierto que se puede preguntar por la
estructura de lo que abarca a todos los contextos experimentados alguna vez
por los hombres, que representa con ello la posible experiencia del mundo
como tal; en este sentido puede desde luego hablarse de una ontología
del mundo. Una ontología del mundo de este tipo seguiría siendo, sin
embargo, muy distinta de lo que podrían producir las ciencias naturales si se
las piensa en el estadio más acabado. Representaría una tarea filosófica que
convertiría en objeto la estructura esencial del mundo. Pero mundo vital
hace referencia a otra cosa, al todo en el que entramos viviendo los que
vivimos históricamente. Y aquí no se puede evitar ya la conclusión de que,
cara a la historicidad de la experiencia implicada en ella, la idea de un
universo de posibles mundos vitales históricos es fundamentalmente
irrealizable. La infinitud del pasado, pero sobre todo el carácter abierto del
futuro histórico no es conciliable con esta idea del universo histórico.
Husserl saca explícitamente esta conclusión sin retroceder ante el
«fantasma» del relativismo 15. Es claro que el mundo vital es siempre al
mismo tiempo un mundo comunitario que contiene la coexistencia de otros.
Es el mundo personal, y tal mundo personal está siempre presupuesto como
válido en la actitud natural. Pero ¿cómo se fundamenta esta validez
partiendo de un rendimiento de la subjetividad? Esta es la tarea más difícil
que se plantea al análisis fenomenológico de la constitución, y Husserl ha
reflexionado incansablemente sobre sus paradojas. ¿Cómo puede surgir en
el «yo puro» algo que no posea validez de objeto, sino que quiere ser ello
mismo «yo»?
El que Husserl tenga presente en todo momento el «rendimiento» de la
subjetividad trascendental responde sencillamente a la tarea de la
investigación fenomenológica de la constitución. Pero lo que es significativo
respecto a su verdadero propósito es que ya no habla de conciencia, ni
siquiera de subjetividad, sino de «vida». Pretende retroceder, más atrás de la
actualidad de la conciencia referente y también más atrás de la potencialidad
de la connotación hasta la universalidad de una producción que es la única
que puede medir la universalidad de lo producido, esto es, de lo constituido
en su validez. Es una intencionalidad básicamente anónima, no producida ya
nominalmente por nadie, la que constituye el horizonte del mundo que lo
abarca todo. En consciente contrapropuesta a un-concepto del mundo que
abarca el universo de lo que es objetivable por las ciencias, Husserl llama a
este concepto fenomenológico del mundo «mundo vital», es decir, el mundo
en el que nos introducimos por el mero vivir nuestra actitud natural, que no
nos es objetivo como tal, sino que representa en cada caso el suelo previo de
El postulado básico del idealismo «radical» de retroceder siempre a los actos
constituyentes de la subjetividad trascendental tiene que ilustrar
157
evidentemente la conciencia horizóntica universal «mundo», y sobre todo la
intersubjetividad de este mundo, aunque lo así constituido, el mundo como
lo que es común a muchos individuos, abarque a su vez a la subjetividad. La
reflexión trascendental que pretende superar toda validez mundanal y todo
dato previo de cuanto sea distinto de ella está obligada a pensarse a sí misma
como circundada por el mundo vital. El yo que reflexiona sabe que vive en
determinaciones de objetivos respecto a los cuales el mundo vital es la base
y fundamento. En este sentido la tarea de una constitución del mundo vital
(igual que la de la Intersubjetividad) es paradójica. Pero Husserl considera
que todo esto son paradojas sólo aparentes. Está convencido de que para
deshacerlas basta mantener en forma verdaderamente consecuente el sentido
trascendental de la reflexión fenomenológica y no tenerle miedo al coco de
un solipsismo trascendental. En vista de esta clara tendencia de las ideas
husserlianas me parecería erróneo acusar a Husserl de ambigüedad en el
concepto de la constitución, atribuirle un ten con ten entre determinación de
sentido y creación 18. El mismo asegura haber superado por completo en el
curso de su pensamiento el miedo a cualquier idealismo generativo. Su
teoría de la reducción fenomenológica pretende más bien llevar a término
por primera vez el verdadero sentido de este idealismo. La subjetividad
trascendental es el «yo originario» y no «un yo». Para ella el suelo del
mundo previo está ya superado. Ella es lo absolutamente no relativo, aquello
a que está referida toda relatividad, incluida la del yo investigador.
puede observar y analizar desde fuera, pero que sólo se puede comprender si
se retrocede hasta sus raíces ocultas...»19. El mismo comportamiento
mundano del sujeto tampoco es com-prensible en las vivencias conscientes
y en su intencionalidad, sino en los «rendimientos» anónimos de la vida. La
comparación del organismo que aduce aquí Husserl es algo más que un
símil. Como él mismo dice explícitamente, se puede tomar perfectamente al
pie de la letra.
Si, se persiguen estas y otras indicaciones lingüísticas y conceptuales
parecidas que se encuentrarLftquí y allá en Husserl, se ve uno acercado al
concepto especulativo de la «vida» del idealismo alemán. Lo que Husserl
quiere decir es que no se debe pensar la subjetividad como opuesta a la
objetividad, porque este concepto de subjetividad estaría entonces pensado
de magera objetivista. Su fenomenología trascendental pretende ser en
cambio una «investigación de correlaciones». Pero esto quiere decir que lo
primario es la relación, y que Jos «polos» en los que se despliega están
circunscritos por ella, del mismo modo que lo vivo circunscribe todas sus
manifestaciones vitales en la unidad de su ser orgánico. Cómo escribe
Husserl en relación con Hume:
La ingenuidad de la manera habitual de hablar de la «objetividad» que
excluye por completo a la subjetividad que experimenta y conoce, a la única
que produce tic un.t manera verdaderamente concreta; la ingenuidad del
científico de la naturaleza y del inundo en general, que es ciego para el
hecho de que todas las verdades que él gana como objetivas, y aún el propio
mundo objetivo que es el sustrato de sus fórmulas, es el constructo de su
propia vida, que se ha formado en él mismo; esta ingenuidad deja de ser
posible en cuanto se introduce la vida -como objeto de consideración 20.
Sin embargo, ya en Husserl se detecta un momento que de hecho amenaza
siempre con saltar este marco. Su posición es en verdad algo más que una
mera radicalización del idealismo trascendental, y este plus queda bien
caracterizado por la función que desempeña en él el concepto de «vida».
«Vida» no es sólo el «ir viviendo» de la actitud natural. «Vida» es también
por lo menos la subjetividad trascendentalmente reducida que es la fuente de
toda objetivación. Bajo el título de «vida» se acoge, pues, lo que Husserl
destaca como contribución propia a la crítica de la ingenuidad objetivista de
toda la filosofía anterior. A sus ojos esta contribución consiste en haber
desvelado el carácter aparente de la controversia epistemológica habitual
entre idealismo y realismo y en haber tematizado por su parte la atribución
interna de subjetividad y objetividad 17. Es así como se explica el giro de
«vida productiva». «La consideración radical del mundo es pura y
sistemática consideración interior de la subjetividad que se exterioriza a sí
misma en el "fuera" 18. Es como la unidad de un organismo vivo que se
El papel que desempeña aquí el concepto de la vida tiene una clara
correspondencia en las investigaciones de Dilthey sobre el nexo vivencial.
Del mismo modo que Dilthey no partía allí de la vivencia más que para
ganar el concepto del nexo psíquico, Husserl muestra la unidad de la
corriente vivencial como previa y esencialmente necesaria frente a la
individualidad de las vivencias. La investigación temática de la vida de la
conciencia está obligada a superar, igual que en Dilthey, la vivencia
individual como punto de partida. En esta medida existe entre ambos
158
pensadores una estrecha comunidad. Los dos se remiten a la concreción de
la vida.
En este punto resulta sorprendentemente actual el escrito recién publicado, y
lamentablemente muy fragmentario, del conde York 23. Aunque Heidegger
se había referido explícitamente a las geniales indicaciones de este
interesante personaje y había reconocido a sus ideas una cierta primacía
sobre los trabajos de Dilthey, a pesar de todo está contra él el hecho de que
Dilthey dejó una obra ingente, mientras que las manifestaciones epistolares
del conde no llegan a desarrollar nunca un nexo realmente sistemático. Sin
embargo, este último escrito procedente de sus años más avanzados y ahora
por fin editado da un vuelco a esta situación. Aunque se trate de un
fragmento, su intención sistemática está desarrollada con suficiente
consecuencia como para que ya no queden dudas sobre el topos teórico de
este intento.
Sin embargo, queda la duda de si ambos llegan a hacer justicia a las
exigencias especulativas contenidas en el concepto de la vida. Dilthey
pretende derivar Ja construcción del mundo histórico a partir de la
reflexividad que es inherente a la vida, mientras Husserl intenta derivar la
constitución del mundo histórico a partir de la «vida de la conciencia». Y
habría que preguntarse si en ambos casos el auténtico contenido del
concepto de vida no queda ignorado al asumir el esquema epistemológico de
una derivación a partir de los datos últimos de la conciencia. Lo que suscita
esta cuestión es sobre todo las dificultades que plantean el problema de la
intersubjetividad y la comprensión del yo extraño. En esto aparece una
misma dificultad tanto en Husserl como en Dilthey. Los datos inmanentes
de la conciencia examinada reflexivamente no contienen el tú de manera
directa y originaria. Husserl tiene toda la razón cuando destaca que el tú no
posee esa especie de trascendencia inmanente que revisten los objetos del
mundo de la experiencia interna. Pues todo tú es un alter ego, es decir, es
comprendido desde el ego y no obstante es comprendido como libre de él y
tan autónomo como el mismo ego. Husserl ha intentado en laboriosas
investigaciones ilustrar la analogía de yo y tú —que Dilthey interpreta de
una manera puramente psicológica con la analogía de la empatía— por el
camino de la intersubjetividad de un mundo compartido. Fue
suficientemente consecuente como para no restringir lo más mínimo la
primacía epistemológica de la subjetividad trascendental. Sin embargo, el
recurso ontológico es en él el mismo que en Dilthey. El «otro» aparece al
principio como objeto de la percepción, que más tarde «se convierte» por
empatía en un tú. Cierto que en Husserl este concepto de la empatía tiene
una referencia puramente trascendental21; no obstante, está orientado desde
la interiorización de la autoconciencia y no explícita la orientación según el
ámbito funcional de la vida 22, que tan ampliamente rebasa a la conciencia y
al que él mismo pretende haberse remitido.
Este escrito lleva a cabo exactamente lo que echábamos en falta en Dilthey y
Husserl: entre el idealismo especulativo y el nuevo nivel de experiencia de
su siglo se tiende un puente en el sentido de que el concepto de la vida es
desarrollado en ambas direcciones como el más abarcante. El análisis de la
vitalidad que constituye el punto de partida de York, por especulativo que
suene, incluye el pensamiento natural-científico del siglo, y explícitamente
el concepto de la vida de Darwin. Vida es autoafirmación. Esta es la base.
La estructura de la vitalidad consiste en analizar24, esto es, afirmarse a sí
mismo como unidad en la partición y articulación de sí mismo. Pero el
analizar se muestra también como la esencia de la autoconciencia, pues aún
cuando ésta se está constantemente auto-dirimiendo en ella misma y lo otro,
se mantiene sin embargo —como ser vivo— en el juego y contrajuego de
éstos sus factores constitutivos. De ella puede decirse lo que de toda ¡a vida,
que es prueba, experimento.
Espontaneidad y dependencia son los caracteres básicos de la conciencia,
son constitutivos en el ámbito tanto de la articulación somática como de la
psíquica, del mismo modo que sin objetividad no habría ni ver ni sentir
corporal, ni tampoco imaginar, querer o experimentar 25.
También la conciencia debe entenderse como comportamiento vital.
En realidad el contenido especulativo del concepto de vida en ambos autores
queda sin desarrollar. Dilthey pretende sólo oponer polémicamente el punto
de vista de la vida al pensamiento metafísico, y Husserl no tiene la más
mínima noción de la conexión de este concepto con la tradición metafísica,
en particular con el idealismo especulativo.
Esta es la exigencia metódica más fundamental que plantea York a la
filosofía y en la cual se considera uno con Dilthey. Y es a este trasfondo
escondido (Husserl hubiera dicho: a este rendir escondido) a donde hay que
159
reconducir el pensamiento. Para ello hace falta el esfuerzo de la reflexión
filosófica. Pues la filosofía trabaja en contra de la tendencia de la vida. York
escribe: «Ahora bien, nuestro pensamiento se mueve en el terreno de los
resultados de la conciencia» (es decir, el pensamiento no es consciente de la
relación real de estos «resultados» con el comportamiento vital sobre el que
reposan los mismos). «La lograda dirección es aquel presupuesto» 2(i. York
quiere decir con esto que los resultados del pensamiento sólo son resultados
en cuanto que se han separado y se dejan separar del comportamiento vital.
York concluye entonces que la filosofía tiene que recuperar esta división.
Tiene que repetir en dirección inversa el experimento de la vida «con el fin
de reconocer las relaciones que condicionan los resultados de la vida». Esto
puede estar formulado de una manera muy objetivista y natural-científica, y
la teoría husserliana de la reducción podría apelar frente a esto a su forma de
pensar estrictamente trascendental. Sin embargo, en las audaces y por lo
demás muy conscientes reflexiones de York no sólo se muestra con gran
claridad la tendencia común a Dilthey y a Husserl, sino que en ellas aparece
como netamente superior a éstos. Pues York se mueve realmente al nivel de
la filosofía de la identidad del idealismo alemán y con ello hace patente la
procedencia oculta del concepto de la vida que buscan Dilthey y Husserl.
mismo en todo lo que sabe. Es por lo tanto, como saber, un distinguirse de
sí, y como autoconciencia es al mismo tiempo un rebasarse,
consiguiendo su unidad consigo mismo.
Evidentemente, se trata de algo más que de una pura correlación estructural
de vida y autoconciencia. Hegel tiene toda la razón cuando deriva
dialécticamente la autoconciencia a partir de la vida. Lo que está vivo no es
de hecho nunca verdaderamente conocible para la conciencia objetiva, para
el esfuerzo del entendimiento por penetrar en la ley de los fenómenos. Lo
vivo no es algo a ¡o que se pueda acceder desde fuera y contemplar en su
vitalidad, la única manera como se puede concebir la vitalidad es hacerse
cargo de ella. Hegel alude indirectamente a la imagen oculta de Sais cuando
describe la auto-objetivación interna de la vida y de la autoconciencia: lo
interior mira aquí a lo interior 27. La vida sólo se experimenta en esta forma
de sentirse a si mismo, en este hacerse cargo de la propia vitalidad, Hegel
muestra cómo esta experiencia prende y se apaga bajo la forma de deseo y
satis-facción de deseo. Este sentimiento de la propia vitalidad, en el que ésta
se hace consciente de sí misma, es desde luego una primera forma falsa, una
figura ínfima de la autoconciencia en la medida en que este hacerse
consciente de sí mismo en el deseo se anula en la satisfacción del deseo. No
obstante, por pequeña que sea su verdad, este sentimiento vital es aún frente
a la verdad objetiva, frente a la conciencia de lo extraño, la primera verdad
de la autoconciencia.
Si continuamos persiguiendo esta idea de York, se hará aún más clara la
pervivencia de los motivos idealistas. Lo que York expone aquí es la
correspondencia estructural de vida y auto-conciencia desarrollada ya en la
Fenomenología de Hegel. Ya en los últimos años de Hegel en Frankfurt, en
los restos de manuscritos conservados, puede mostrarse la importancia
central que posee el concepto de la vida para su filosofía. En su
Fenomenología es el fenómeno de la vida el que encamina la decisiva
transición de conciencia a autoconciencia; y éste no es ciertamente un nexo
artificial. Pues es verdad que vida y autoconciencia tienen una cierta
analogía. La vida se determina por el hecho de que lo vivo se distingue a sí
mismo del mundo en el que vive y al que permanece unido, y se mantiene
en ésta su auto-distinción. La conservación de la vida implica incorporar en
sí lo que existe fuera de ella. Todo lo vivo se nutre de lo que le es extraño.
El hecho fundamental del estar vivo es la asimilación. En consecuencia la
distinción es al mismo tiempo una no distinción; lo extraño se hace propio.
Esta estructura de lo vivo, como ya mostró Hegel y retuvo York, tiene su
correlato en la esencia de la autoconciencia. Su ser consiste en que sabe
convertirlo todo en objeto de su saber y en que a pesar de todo se sabe a sí
Este es en mi opinión el punto con el que enlaza de manera particularmente
fecunda la investigación de York. De la co-rrespondencia de vida y
autoconciencia se gana una directriz metódica a partir de la cual se
determina la esencia y la tarea de la filosofía. Sus conceptos clave son
proyección y abstracción. Proyección y abstracción constituyen el
comportamiento vital primario. Pero valen también para el comportamiento
histórico recurrente. Y la reflexión filosófica sólo accede a su propia
legitimación en cuanto que también ella responde a esta estructura de la
vitalidad. Su tarea es comprender los resultados de la conciencia desde su
origen, comprendiéndolos como resultados, esto es, como proyección de la
vitalidad originaria y de su analizar.
York eleva así al rango de principio metódico lo que Husserl desarrollará
más tarde con amplitud en su fenomenología. Se comprende así cómo
160
pudieron llegar a coincidir de algún modo pensadores tan distintos como
Husserl y Dilthey. La vuelta a posiciones anteriores a la abstracción del
neokantismo es común a ambos. En esto York coincide con ellos pero llega
más lejos. Pues no sólo retrocede hasta la vida con intención epistemológica,
sino que retiene también la relación metafísica de vida y autoconciencia tal
como había sido elaborada por Hegel. Y es en esto en lo que York supera a
Husserl y a Dilthey.
El aspecto crítico de esta idea no era seguramente nuevo del todo. Bajo la
forma de una crítica al idealismo ya había aparecido en los neohegelianos, y
en este sentido rio es casual que tanto los demás críticos del idealismo
neokantiano como el propio Heidegger recojan en este momento a un
Kierkegaard procedente de la crisis espiritual del hegelianismo. Pero por
otra parte esta crítica al idealismo tropezaba, entonces como ahora, con la
muy abarcante pretensión del planteamiento trascendental. En cuanto que la
reflexión trascendental no quería dejar sin pensar ninguno de los posibles
motivos de la idea en su desarrollo del contenido del espíritu —y desde
Hegel es ésta la pretensión de la filosofía trascendental—, ésta tiene ya
siempre incluida toda posible objeción en su reflexión total del espíritu. Y
esto vale también para el planteamiento trascendental a cuya sombra había
formulado Husserl la tarea universal de la fenomenología: la constitución de
toda validez óntica. Evidentemente esta tarea tenía que incluir también la
facticidad que Heidegger pone en primer plano. De este modo, Husserl
podría reconocer el ser-en-el-mundo como un problema de la
intencionalidad horizóntica de la conciencia trascendental, y la historicidad
absoluta de la subjetividad trascendental tenía que poder mostrar también
el sentido de la facticidad. Por eso Husserl pudo argüir en seguida contra
Heidegger, manteniéndose consecuentemente en su idea central del yo
originario, que el sentido de la facticidad misma es un eidos y pertenece por
lo tanto esencialmente a la esfera eidética de las generalidades esenciales. Si
se examinan en esta dirección los esbozos contenidos en los últimos trabajos
de Husserl, sobre todo los reunidos bajo el título de «Crisis» en el Vil tomo,
se encontrarán en ellos numerosos análisis de la «historicidad absoluta», en
consecuente prosecución de la problemática de las «Ideen» y que se
corresponden ampliamente con el nuevo entronque, tan polémico como
revolucionario, dé Heidegger. 30
Las reflexiones epistemológicas de Dilthey, como hemos visto, entraron en
vía muerta en el momento en que derivó la objetividad de la ciencia, en un
razonamiento excesivamente corto, desde el comportamiento vital y su
búsqueda de lo estable. En cuanto a Husserl, carece en absoluto de cualquier
determinación mínimamente desarrollada de lo que es la vida, a pesar de que
el núcleo mismo de la fenomenología, la investigación de las correlaciones,
sigue en el fondo el modelo estructural de la relación vital. York en cambio
tiende, por fin, el deseado puente entre la fenomenología del espíritu de
Hegel y la fenomenología de la subjetividad trascendental de Husserl26. Sin
embargo, el fragmento que nos ha llegado no muestra cómo pensaba evitar
la metafisización dialéctica de la vida que él mismo reprocha a Hegel.
2.
El proyecto heideggeriano de una fenomenología hermenéutica
También Heidegger está determinado en sus comienzos por aquella
tendencia común a Dilthey y a York, que uno y otro formularon como
«concebir desde la vida», así como por la que se expresa en ia vuelta de
Husserl, por detrás de la objetividad de la ciencia, al mundo vital. Sin
embargo, Heidegger no se ve alcanzado por las implicaciones
epistemológicas según las cuales la vuelta a la vida (Dilthey), igual que la
reducción trascendental (la auto-reflexión radical de Husserl), tienen su
fundamento metódico en la forma como están dadas las vivencias por si
mismas. Esto es más bien el objeto de su crítica. Bajo el término clave de
una «hermenéutica de la facticidad» Heidegger opone a la fenomenología
eidética de Husserl, y a la distinción entre hecho y esencia sobre la que
reposa, una exigencia paradójica. La facticidad del estar ahí29, la existencia,
que no es susceptible ni de fundamentación ni de deducción, es lo que debe
erigirse en base ontológica del planteamiento fenomenológico, y no el puro
«cogito» como constitución esencial de una generalidad típica: una idea tan
audaz como comprometida.
Quisiera recordar que el propio Husserl se había planteado ya la
problemática de las paradojas que surgen en el desarrollo de su solipsismo
trascendental. Por eso no es objetivamente fácil señalar el punto desde el
que Heidegger podía plantear su ofensiva al idealismo fenomenológico de
Husserl. Incluso hay que admitir que el proyecto heideggeriano de Ser y
tiempo no escapa por completo al ámbito de la problemática de la reflexión
trascendental. La idea de la ontología fundamental, su fundamentación sobre
el «estar ahí», que se pregunta por el ser, así como la analítica de esle estar
ahí, parecían en principio desarrollar tan sólo una nueva dimensión de
161
cuestiones dentro de la fenomenología trascendental 31. También Husserl
había pretendido que todo sentido del ser y de la objetividad sólo se hace
comprensible y demostrable desde la temporalidad e historicidad del estar
ahí —una fórmula perfectamente posible para la misma tendencia de Ser j
tiempo—, y lo había hecho en su propio sentido, esto es, desde la base de la
historicidad absoluta del yo originario. Y cuando el programa metódico de
Heidegger se orienta críticamente contra el concepto de la subjetividad
trascendental al que Husserl remitía toda fundamentación última, Husserl
podía haber calificado esto de ignorancia de la radicalidad de la reducción
trascendental. Hubiera podido afirmar que la subjetividad trascendental
supera y excluye siempre toda implicación de una ontología de la sustancia
y con ello también todo objetivismo de la tradición. Pues también Husserl se
sentía en oposición a toda ¿a metafísica.
entonces las investigaciones de Dilthey y las ideas de York en su propia
continuación de la filosofía fenomenológica32. El problema de la facticidad
era de hecho también el problema central del historicismo, al menos bajo la
forma de la critica a los presupuestos dialécticos de la razón en la historia
elaborados por Hegel.
Por lo tanto claro que el proyecto heideggeriano de una ontología
fundamental tenía que traer a primer plano el problema de la historia. Sin
embargo, no tardaría en mostrarse que ni la solución al problema del
historicismo, ni en general ninguna fundamentación originaria de las
ciencias incluida la autofundamentación ultrarradical de la filosofía en
Husserl, constituirían el sentido de esta ontolología fundamental; es la idea
misma de la fundamentarían la que experimenta ahora un giro total. Cuando
Heidegger emprende la interpretación de ser, verdad e historia a partir de la
temporalidad absoluta, el planteamiento ya no es igual que en Husserl. Pues
esta temporalidad no es ya la 'de la «conciencia» o la del yo originario
trascendental. Es verdad que en el ductus de Ser y tiempo todavía suena
como un reforzamiento de la reflexión trascendental, como la conquista de
una etapa más alta de la reflexión, cuando el tiempo se revela como el
horizonte del ser. Pues es la falta de una base ontológica propia de la
subjetividad trascendental, que ya Heidegger había reprochado a la
fenomenología de Husserl, lo que parece quedar superado en la resurrección
del problema del ser. Lo que el ser significa debe ahora determinarse desde
el horizonte del tiempo. La estructura de la temporalidad aparece así como
la determinación ontológica de la subjetividad. Pero es algo más. La tesis de
Heidegger es que el ser mismo es tiempo. Con esto se rompe todo el
subjetivismo de la nueva filosofía, incluso, como se verá más tarde, todo el
horizonte de problemas de la metafísica, encerrado en el ser como lo
presente. El que el estar ahí se pregunte por su ser, y el que se distinga de
todo otro ente por su comprensión del ser, esto no representa, como parece
en Ser y tiempo, el fundamento último del que debe partir un planteamiento
trascendental. El fundamento que aquí está en cuestión, el que hace posible
toda comprensión del ser, es uno muy distinto, es el hecho mismo de que
exista un «ahí», un claro en el ser, esto es, la diferencia entre ente y ser.
Cuando el preguntar se orienta hacia este hecho básico de que «hay» tal
cosa, entonces se orienta hacia el ser, pero en una dirección que tuvo que
quedar al margen del pensamiento en todos los planteamientos anteriores
sobre el ser de los entes, y que incluso fue ocultada y silenciada por la
De todos modos es significativo que Husserl considerara esta oposición
como menos aguda allí donde se trata del planteamiento trascendental
emprendido por Kant e igualmente por sus predecesores y sucesores. Aquí
Husserl reconocía a sus verdaderos precedentes y precursores. La
autorreílexión radical, cjuc constituía su más profundo impulso y que él
consideraba como la esencia de la filosofía moderna, le permitió apelar a
Descartes y a los ingleses y seguir el modelo metódico de la crítica kantiana.
Su fenomenología «constitutiva» se caracterizaba sin embargo por una
universalidad en el planteamiento de sus tareas que era extraña a Kant y que
tampoco alcanzó el neokantismo, el cual deja sin cuestionar el «factum de la
ciencia».
Sin embargo, en esta apelación de Husserl a sus precedentes se hace
particularmente clara su diferencia respecto a Heidegger. La crítica de
Husserl al objetivismo de la filosofía anterior representaba una prosecución
metódica de las tendencias modernas y se entendía como tal. Por el
contrario, lo que Heidegger intenta tiene más bien que ver desde el principio
con una teleología de signo inverso. En su propio entronque él mismo ve
menos el cumplimiento de una tendencia largo tiempo preparada y dispuesta
que un recurso al primer comienzo de la filosofía occidental y a la vieja y
olvidada polémica griega entorno al «ser». Por supuesto que ya para cuando
aparece Ser y tiempo estaba admitido que este recurso a lo más antiguo era
al mismo tiempo un progreso respecto a la posición de la filosofía
contemporánea. Y no es sin duda arbitrario el que Heidegger asuma
162
pregunta metafísica por el ser. Es sabido que Heidegger pone de manifiesto
este olvido esencial del ser que domina al pensamiento occidental desde la
metafísica griega, apuntando al malestar ontológico que provoca en este
pensamiento el problema de la nada. Y en cuanto que pone de manifiesto
que esta pregunta por el ser es al mismo tiempo la pregunta por la nada,
reúne el comienzo y el final de la metafísica. El que la pregunta por el ser
pueda plantearse desde la pregunta por la nada presupone ya ese
pensamiento de la nada ante el que había fracasado la metafísica.
La fenomenología hermenéutica de Heidegger y el análisis de la historicidad
del estar ahí se proponían una renovación general del problema del ser, más
que una teoría de las ciencias del espíritu o una superación de las aporías del
his-toricismo. Estos eran simplemente problemas actuales en los que
pudieron demostrarse las consecuencias de su renovación radical del
problema del ser. Pero gracias precisamente a la radicalidad de su
planteamiento pudo salir del laberinto en el que se habían dejado atrapar las
investigaciones de Dilthey y Husserl sobre los conceptos fundamentales de
las ciencias del espíritu.
Esta es la razón por la que el verdadero precursor de la posición
heideggeriana en la pregunta por el ser y en su remar contra la corriente de
los planteamientos metafísicos occidentales no podían ser ni Dilthey ni
Husserl, sino en todo caso Nietzsche. Puede que Heidegger mismo sólo lo
comprendiera más tarde. Pero retrospectivamente puede decirse que la
elevación de la crítica radical de Nietzsche contra el «platonismo» hasta la
altura de la tradición criticada por él, así como el intento de salir al
encuentro de la metafísica occidental a su misma altura y de reconocer y
superar el planteamiento trascendental como consecuencia del subjetivismo
moderno, son tareas que están de un modo u otro ya esbozadas en Ser y
tiempo.
El intento de Dilthey de hacer comprensibles las ciencias del espíritu desde
la vida y de partir de la experiencia vital no había llegado nunca a
compensar realmente el concepto cartesiano de la ciencia al que se mantenía
apegado. Por mucho que acentuase la tendencia contemplativa de la vida y
el «impulso a la estabilidad» que le es inherente, la objetividad de la ciencia
tal como él la entendía, esto es, como una objetividad de los resultados,
tiene un origen distinto. Por eso no pudo superar el planteamiento que él
mismo había elegido y que consistía en justificar epistemológicamente la
peculiaridad metódica de las ciencias del espíritu y equipararlas así en
dignidad a las de la naturaleza.
En definitiva lo que Heidegger llama la «conversión» no es un nuevo giro en
el movimiento de la reflexión trascendental sino la liberación y realización
de esta tarea. Aunque Ser y tiempo pone críticamente al descubierto la
deficiente determinación ontológica del concepto husserliano de la
subjetividad trascendental, la propia exposición del problema del ser está
formulada todavía con los medios de la filosofía trascendental. Sin embargo,
la renovación de este problema, que Heidegger convierte en su objetivo,
significa que en medio del «positivismo» de la fenomenología Heidegger ha
reconocido el problema básico aún no dominado de la metafísica, problema
que en su culminación extrema se oculta en el concepto del espíritu tal como
éste fue pensado por el idealismo especulativo. En este sentido, Heidegger
orienta su crítica contra el idealismo especulativo a través de la crítica a
Husserl. En su fundamentación de la hermenéutica de la «facticidad»
sobrepasa tanto el concepto del espíritu desarrollado por el idealismo clásico
como el campo temático de la conciencia trascendental, purificado por la
reducción fenomenológica.
Frente a esto, Heidegger podría tomar un comienzo completamente distinto,
por cuanto ya Husserl había convertido el recurso a la vida en un tema de
trabajo prácticamente universal, dejando así atrás la reducción a la cuestión
del método de las ciencias del espíritu. Su análisis del mundo vital y de la
fundación anónima de sentido, que constituye el suelo de toda experiencia,
proporcionó al problema de la objetividad en las ciencias del espíritu un
nuevo contexto, El concepto de la objetividad de la ciencia podía aparecer
desde él como un caso especial. La ciencia es cualquier cosa menos un
factum del que hubiera que partir. La constitución del mundo científico
representa más bien una tarea propia, la de ilustrar la idealización que está
dada con toda ciencia. Pero ésta no es la primera tarea. Por referencia a la
«vida productiva» la oposición entre naturaleza y espíritu no posee una
validez última. Tanto las ciencias del espíritu como las de la naturaleza
deberán derivarse del rendimiento de la intencionalidad de la vida universal,
por lo tanto de una historicidad absoluta. Esta es la única forma de
comprender en la que la auto-reflexión de la filosofía se hace justicia a sí
misma.
163
Esto representa una exigencia para la hermenéutica tradicional 34. Es verdad
que en la lengua alemana la comprensión, Verstehen, designa también un
saber hacer práctico: er versteht nicht zu lesen, literalmente «él no entiende
leer», significa tanto como «no se orienta en la lectura», esto es, no sabe
hacerlo. Pero esto parece muy distinto del comprender orientado
cognitivamente en el ejercicio de la ciencia. Por supuesto, que si se mira
más atentamente aparecen rasgos comunes: en los dos significados aparece
la idea de conocer, reconocer, desenvolverse con conocimiento en algo. El
que «comprende» un texto (o incluso una ley) no sólo se proyecta a sí
mismo, comprendiendo, por referencia a un sentido —en el esfuerzo del
comprender—, sino que la comprensión lograda representa un nuevo estadio
de libertad espiritual. Implica la posibilidad de interpretar, detectar
relaciones, extraer conclusiones en todas las direcciones, que es lo que
constituye al «desenvolverse con conocimiento» dentro del terreno de la
comprensión de los textos. Y esto vale también para el que se desenvuelve
adecuadamente con una máquina, esto es, el que entiende su
funcionamiento, o el que se maneja concretamente con una herramienta:
supuesto que la comprensión basada en la racionalidad de la relación entre
medios y fines está sujeta a una normativa distinta de la que preside la
comprensión de expresiones vitales y de textos, lo que es verdad es que en
último extremo toda comprensión es un comprenderse. También la
comprensión de expresiones se refiere en definitiva no sólo a la captación
inmediata de lo que contiene la expresión, sino también al descubrimiento
de la interioridad oculta que la comprensión permite realizar, de manera que
finalmente se llega a conocer también lo oculto. Pero esto significa que uno
se entiende con ello. En este sentido vale para todos los casos que el que
comprende se comprende, se proyecta a sí mismo hacia posibilidades de sí
mismo 35. La hermenéutica tradicional había estrechado de una manera
inadecuada el horizonte de problemas al que pertenece la comprensión. La
ampliación que Heidegger emprende más allá de Dilthey será por esta
misma razón particularmente fecunda para el problema de la hermenéutica.
Es verdad que ya Dilthey había rechazado para las ciencias del espíritu los
métodos natural-científicos, y que Husserl había llegado a calificar de
«absurda» la aplicación del concepto natural-científico de objetividad a las
ciencias del espíritu, estableciendo la relatividad esencial de todo mundo
histórico y de todo conocimiento histórico. Pero ahora se hace visible la
estructura de la comprensión histórica en toda su fundamentación
ontológica, sobre la base de la futuridad existencial del estar ahí humano
A la luz de la resucitada pregunta por el ser Heidegger está en condiciones
de dar a todo esto un giro nuevo y radical. Sigue a Husserl en que el ser
histórico no necesita destacarse como en Dilthey frente al ser natural para
legitimar epistemológicamente la peculiaridad metódica de las ciencias
históricas. Al contrario, se hace patente que la forma de conocer de las
ciencias de la naturaleza no es sino una de las maneras de comprender,
aquélla que «se ha perdido en la tarea regulada de acoger lo dado en su
incomprensibilidad esencial» 33. Comprender no es un ideal resignado de la
experiencia vital humana en la senectud del espíritu, como en Dilthey, pero
tampoco, como en Husserl, un ideal metódico último de la filosofía
frente a la ingenuidad del ir viviendo, sino que por el contrario es la forma
originaria de realización del estar ahí, del ser-en-el-mundo. Antes de toda
diferenciación de la comprensión en las diversas direcciones del interés
pragmático o teórico, la comprensión es el modo de ser del estar ahí en
cuanto que es poder ser y «posibilidad».
Sobre el trasfondo de este análisis existencial del estar ahí, con todas sus
amplias y apenas explotadas consecuencias para las instancias de la
metafísica general, el ámbito de problemas de la hermenéutica espiritualcientífica se presenta de pronto con tonos muy distintos. Nuestro trabajo
tiene por objeto desarrollar este nuevo aspecto del problema hermenéutico.
En cuanto que Heidegger resucita el tema del ser y rebasa con ello a toda la
metafísica anterior —y no sólo a su exacerbación en el cartesianismo de la
ciencia moderna y de la filosofía trascendental—, gana frente a las aporías
del historicismo una posición fundamentalmente nueva. El concepto de la
comprensión no es ya un concepto metódico como en Droysen. La
comprensión no es tampoco, como en el intento de Dilthey de fundamentar
hermenéuticamente las ciencias del espíritu, una operación que seguiría, en
dirección inversa, al impulso de la vida hacia la idealidad. Comprender es el
carácter óntico original de la vida humana misma. Si, partiendo de Dilthey,
Misch había reconocido en la «libre lejanía respecto a sí mismo» una
estructura fundamental de la vida humana sobre la que reposa toda
comprensión, la reflexión ontológica radical de Heidegger intenta cumplir la
tarea de ilustrar esta estructura del estar ahí mediante una «analítica
trascendental del estar ahí». Descubre así el carácter de proyecto que reviste
toda * comprensión y piensa ésta misma como el movimiento de la
trascendencia, del ascenso por encima de lo que es.
164
En consecuencia, y porque el conocimiento histórico recibe su legitimación
de la pre-estructura del estar ahí, nadie querrá ya atacar los criterios
inmanentes de lo que quiere decir conocimiento. Tampoco para Heidegger
el conocimiento histórico es un proyectar planes, ni un extrapolar objetivos
de la propia voluntad, ni un amañar las cosas según los deseos, prejuicios o
sugerencias de los poderosos, sino que es y sigue siendo una adecuación a la
cosa, una mensuratio ad rem. Sólo que la cosa no es aquí un factum brutum,
un simple dato simplemente constatable y medible, sino que es en definitiva
algo cuyo modo de ser es el estar ahí.
«arrojamiento»38, y lo que es «proyecto», está lo uno en función de lo otro
39. No hay comprensión ni interpretación en la que no entre en
funcionamiento la totalidad de esta estructura existencial, aunque la
intención del conocedor no sea otra que leer «lo que pone», y tomarlo de las
fuentes «como realmente ha sido»40.
Nos planteamos aquí la cuestión de si puede ganarse algo para la
construcción de una hermenéutica histórica a partir de la radicalización
ontológica que Heidegger lleva aquí a cabo. Es seguro que la intención de
Heidegger era otra, y no sería correcto extraer consecuencias precipitadas de
su análisis existencial de la historicidad del estar ahí. La analítica existencial
del estar ahí no implica según Heidegger ningún ideal existencial histórico
determinado. En esta medida ella misma pretende una validez aprióriconeutral, incluso para una proposición teológica sobre el hombre y su
existencia en la fe. Esta puede ser <^~ una pretensión que cree problemas a
la auto-comprensión de la fe, como muestra, por ejemplo, la polémica en
torno a Bultmann. Y a la inversa, con ello no se excluye en modo alguno
que tanto para la teología cristiana como para la ciencia espiritual de la
historia existan presupuestos (existenciales), determinados en cuanto a su
contenido y a los cuales estén sometidas. Pero precisamente por eso habrá
que otorgar reconocimiento al hecho de que la analítica existencial misma
no contiene, según su propósito, una formación «existencial» de ideales, y
no es por lo tanto criticable en esta dirección (por mucho y muy
frecuentemente que se haya intentado).
Naturalmente de lo que ahora se trata es de comprender correctamente esta
tan reiterada constatación. Ella no significa una mera «homogeneidad» de
conocedor y conocido, sobre la que podría cimentarse lo específico de la
trasposición psíquica como «método» de las ciencias del espíritu. Pues en tal
caso la hermenéutica histórica se reduciría a una parte de la psicología
(como de hecho parecía pensar en parte Dilthey). En realidad, la adecuación
de todo conocedor a lo conocido no se basa en que ambos posean el mismo
modo de ser, sino que recibe su sentido de la peculiaridad del modo de ser
que es común a ambos. Y ésta consiste en que ni el conocedor ni lo
conocido «se dan» «ónticamente» sino «históricamente», esto es, participan
del modo de ser de. la historicidad. En este sentido, como decía York, todo
depende «de la diferencia genérica entre lo óntico y lo histórico» 38.
Cuando York opone a la «homogeneidad» la «pertenencia» se hace claro el
problema 37 que sólo Heidegger ha desarrollado en toda su radicalidad: el
que sólo hagamos historia en cuanto que nosotros mismos somos
«históricos» significa que la historicidad del estar-ahí humano en toda su
movilidad del esperar y el olvidar es la condición de que podamos de algún
modo actualizar lo pasado. Lo que al principio parecía sólo una barrera que
estrechaba el viejo concepto de ciencia y método, o una condición subjetiva
del acceso al conocimiento histórico, pasa ahora a ocupar el lugar central de
un escrupuloso planteamiento. La pertenencia es condición para el sentido
originario del interés histórico, no porque la elección de temas y el
planteamiento estén sometidos a moti-vaciones subjetivas y extracientíficas
(en cuyo caso la pertenencia no sería más que un caso especial de
dependencia emocional, del tipo de la simpatía), sino porque la pertenencia
a tradiciones pertenece a la finitud histórica del estar ahí tan originaria y
esencialmente como su estar proyectado hacia posibilidades futuras de sí
mismo. Heidegger se mantiene con razón en que lo que él llama
Es un puro malentendido ver en la estructura de la temporalidad de la
«preocupación» un determinado ideal existencial al que pudieran oponerse
estados de ánimo más amables (Bollnow)41, por ejemplo, el ideal de la
despreocupación, o en el sentido de Nietzsche la inocencia natural de los
animales y de los niños. Sin embargo, no se puede negar que también éste es
un ideal existencial, de modo que habrá que decir de él que su estructura es
la existencial, tal como Heidegger la ha puesto de manifiesto.
Otra cuestión distinta es que el ser de los niños o de los mismos animales —
en oposición a aquel ideal de la «inocencia»— sigue siendo un problema
ontológico. Por lo menos su modo de ser no es existencia e historicidad tal
como Heidegger concibe lo uno y lo otro para el estar ahí humano. Cabría
preguntarse también qué significa que la existencia humana se sustente a su
165
vez en algo extrahistórico y natural. Si se quiere romper el cerco de la
especulación idealista, no se puede evidentemente pensar el modo de ser de
la «vida» desde la autoconciencia. Cuando Heidegger emprendió la revisión
de su auto-concepción filosófica trascendental de Ser y tiempo tenía que
volver a atraer su atención el problema de la vida. Así, en la Carta sobre el
humanismo, habla del abismo que media entre el hombre y el animal42. No
hay duda de que la fundamentación trascendental de la ontología
fundamental realizada por Heidegger en la analítica del estar ahí no permitía
un desarrollo positivo del modo de ser de la vida. Quedaban aquí cuestiones
abiertas. Sin embargo, todo esto no cambia nada en el hecho de que se
pierde completamente el sentido de lo que Heidegger llama «existencial»
cuando se cree poder oponer al factum existencial de la «preocupación» un
determinado ideal existencial, sea cual fuere. Si así se hace, se equivoca la
dimensión del planteamiento que abre Ser j tiempo desde el principio.
Frente a estas polémicas miopes Heidegger podía apelar con razón a su
intención trascendental en el mimso sentido en que era trascendental el
planteamiento kantiano. El suyo estaba desde sus comienzos por encima de
toda distinción empírica y en consecuencia también de toda configuración
de un ideal de contenido.
su oposición a la investigación trascendental de la constitución en la
fenomenología de Husserl. El estar ahí encuentra como un presupuesto
irrebasable todo lo que al mismo tiempo hace posible y limita su proyectar.
Esta estructura existencia! del estar ahí tiene que hallar su expresión también
en la comprensión de la tradición histórica, y por eso seguiremos en primer
lugar a Heidegger43.
Notas:
1
2.
W. Dilthey, Ges, Schiƒten VII, 333.
Ibid., 148.
3.
Frente a mis propias ideas, Heidegger habla ya en 1923 con
admiración de los escritos tardíos de G. Simmel. Que esto es no sólo un
reconocimiento general de la personalidad filosófica de Simmel, sino que
apunta también a cuestiones de contenido en las que Heidegger tomó
impulso se hará patente para cualquiera que lea hoy día el primero de los
cuatro Metaphysiscbe Kapitel que reúnen bajo el título Lebensanschauung la
idea de la tarea filosófica que tuvo un G. Simmel consagrado sólo después
de su muerte. Dice por ejemplo: «La vida es realmente pasado y futuro»;
califica a la «trascendencia de la vida como lo realmente absoluto», y el
artículo concluye: «Sé muy bien cuáles son las dificultades lógicas que se
oponen a la expresión conceptual de este modo de mirar la vida. He
intentado formularlo con plena conciencia del peligro lógico, ya que
probablemente se alcanza aquí el estrato en el que las dificultades lógicas no
recomiendan sin embargo un simple silencio; es el estrato del que se nutre la
raíz metafísica de la lógica misma».
Y en este sentido también nosotros nos remitimos al sentido trascendental
del planteamiento heideggeriano. En la interpretación trascendental de la
comprensión por Heidegger el problema de la hermenéutica gana un rasgo
universal, más aún, gana toda una dimensión nueva. La pertenencia del
intérprete a su objeto, que no lograba encontrar una legitimación correcta en
la reflexión de la escuela histórica, obtiene ahora por fin un sentido concreto
y perceptible, y es tarea de la hermenéutica mostrar este sentido. También
para la realización de la comprensión que tiene lugar en las ciencias del
espíritu vale la idea de que la estructura del estar ahí es proyecto arrojado, y
que el estar ahí es, en la realización de su propio ser, comprender. La
estructura general de la comprensión alcanza su concreción en la
comprensión histórica en cuanto que en la comprensión misma son
operantes las vinculaciones concretas de costumbre y tradición y las
correspondientes posibilidades del propio futuro. El estar ahí que se
proyecta hacia su poder ser es ya siempre «sido». Este es el sentido del
factum existencial del arrojamiento. El que todo comportarse libremente
respecto a su ser carezca de la posibilidad de retroceder por detrás de la
facticidad de este ser, tal es el quid de la hermenéutica de la facticidad y de
4.
Cf. la crítica de Natorp a las Ideen (1914) de Husserl, en Logos,
1917, asi como el siguiente texto del propio Husserl en una carta privada a
Natorp el 29-6-1918: «y aún quisiera destacar que hace ya más de un
decenio que yo superé la etapa del platonismo estático y planteé como tema
básico de la fenomenología la idea de la génesis trascendental». En esta
misma dirección apunta la nota de O. Becker en el homenaje a Husserl, p.
39.
166
5.
Ges. Scbriften VI, 344.
6.
Ibid., 346.
7.
Ibid., 339 y 271.
8.
Husserliana IV, 1952.
9.
Op. cit., VI, 169, nota 1.
10.
Ibid.
de La Einfüblung (empatia) que soporta la constitución de la
intersubjetividad, cosa que había escapado a A. Schuetz, Das Problem des
trans^enden-talen Intersubjektivitát bei Husserl: Philos. Rundschau V
(1957).
22.
Me refiero aquí a las amplias perspectivas que ha abierto el concepto de Gestaltkreis (ámbito de la configuración) de V. von Weizsácker.
11.
Iiinkitung in dit I-'sycbologie tuich kriliseber Ale/bode,
1888; .-I// gtmtií$$ Psycbologie nmh kri/iscbcr Álclhodc, 1912.
23.
12.
Hasserliana III, 390: «El gran error de partir del mundo natural (sin
caracterizarlo como mundo)» (1922), y la autocrítica más extensa en 111,
399 (1929). ül concepto de «horizonte» y de la conciencia horizóntica
obedece también, según Husserliana VI, 267, al estímulo del concepto de
fringes de W. James.
24.
Con el término «analizar» traducimos un juego de palabras del
original: Urteilung, literalmente «enjuiciamiento», es aquí reconducido a sus
componentes etimológicos ur—, «originario», y —teilung, «partición». De
este modo el término de «partición» se integra en el significado
epistemológico del «juicio», lo que no tiene correlato en nuestro idioma.
«Análisis» es el único término que reúne en español un significado cognitivo y una etimología relacionada con «partir», «dirimir» (N. del T.).
13.
Ges. Scbriften 1, XV111.
14.
Husseriiana VI, 148.
15.
Ibid., 501.
25. Ibid., 39.
26. Ibid.
27. Pbanomenologie des Geisies, ed. iloffmeister, 128.
16.
Como E. Fink en su conferencia I.'analyse intentionnelle el le
probléme de la pensée spéculative, en Problémes actuéis de la
phénoménologie, 1952.
17.
Husser liana VI, 265 s.
18.
Ibid., 116.
28. Respecto a este nexo objetivo cf. las excelentes observaciones de A. de
Waclhens, Existence et signification, Louvain 1957, 7-29.
29. Preferimos la fórmula «estar ahí» a la de «ser ahí», propuesta por J.
Gaos, porque no infringe ninguna regla sintáctica del español, lo que sí hace
la otra alternativa, así como porque «estar ahí» es una forma habitual de
expresarse en nuestro idioma, como lo es en alemán Dasein; una traducción
estilística y lingüísticamente tan forzada e inhabitual como «ser ahí»
confiere al término un esoterismo, y un aura de concepto extraño, que es
completamente ajena al original alemán. Sin embargo es también una
traducción parcial e inevitablemente deficiente, pues en ella se pierde la
resonancia ontológica del segundo término del compuesto Dasein, aunque se
conserva su significado estricto y su connotación habitual (N. del T).
19.
No se entiende cómo pretenden mantenerse frente a este veredicto
de intención metodológica los nuevos intentos de enfrentar el ser de la
«naturaleza» con la historicidad. »
20.
Bewusstseinsstellung und Gescbichte, Tübingen 1956.
Husserliana VI, 99.
21.
Es mérito de la tesis doctoral de D. Sino, Die trans^endentale
Intersubjektivitát mil ihren Seinshori%pnten bei E. Husserl, Heidelberg
1958, haber reconocido el sentido metodológico trascendental del concepto
167
30.
Es significativo 'que en todos los Ilusserliana aparecidos hasta
ahora falte toda confrontación expresa con Heidegger. Los motivos no son
seguramente sólo de tipo biográfico. Husserl parece más bien haberse visto
siempre complicado en la ambigüedad que le hacía considerar el entronque
heideggeriano de Ser y Tiempo ora como fenomenología trascendental ora
como crítica de la misma. En esto podía reconocer sus propias ideas, y sin
embargo éstas aparecían en un frente completamente distinto, a sus ojos en
una distorsión polémica.
40.
O. Vossler, Rankes historisches Problem, ha mostrado que este giro
de F.ankc no es tan ingenuo como parece sino que se vuelve contra la
petulancia de la historiografía moralista.
31.
43.
32.
41.
O. F. Bollnow, Das Wesen der Stimmtmpen, 1943.
42. Über den Humanismns, Bern 1947, 69 {Carta sobre el humanismo
Madrid 1966).
Como pronto destacó O. Becker en Husserlfestschrift, 39.
Cf. irtfra. Excurso III.
II. FUNDAMENTOS PARA UNA TEORÍA DE LA EXPERIENCIA
HERMENÉUTICA
Sem wid Zeit, 91960, § 77.
33. Ibid., 153.
34. Cf. la polémica casi airada de E. Bctti en su erudito e inteligente tratado
Zur Grundlegimg eirter allgemeinen Auslegtmgslehre, 91, nota 14 b.
9. La historicidad de la comprensión como principio
35. Por lo demás también la historia del significado de comprender apunta
en esta misma dirección. El sentido jurídico de Versteben (aquí más bien
entender), esto es, representar una causa ante un tribunal, parece ser el
significado original. El que a partir de esto el término se aplicase a lo
espiritual se explica evidentemente porque la representación de una causa en
un juicio implica que se la comprenda, esto es, que se la domine hasta el
punto de que uno pueda hacer frente a toda posible objeción de la pxrtc
contraria y pueda hacer valer el propio derecho.
36.
hermenéutico.
1.
a)
El descubrimiento de la pre-estructura de la comprensión por
Heidegger
Heidegger sólo entra en la problemática de la hermenéutica y críticas
históricas con el fin de desarrollar a partir de ellas, desde el punto de vista
ontológico, la pre-estructura de la comprensión 1. Nosotros, por el contrario,
perseguiremos la cuestión de cómo una vez liberada de las inhibiciones
ontológicas del concepto científico de la verdad, la hermenéutica puede
hacer justicia a la historicidad de la comprensión? La auto-comprensión
tradicional de la hermenéutica reposaba sobre su carácter de preceptiva 2.
Esto vale incluso para la extensión diltheyana de la hermenéutica como
organon de las ciencias del espíritu. Puede parecer dudoso que exista
siquiera tal preceptiva de la comprensión; sobre esto volveremos más tarde.
En todo caso cabe preguntarse qué
consecuencias tiene para la
hermenéutica espiritual-científica que Heidegger derive la estructura circular
de la comprensión" a partir de la temporalidad del estar ahí. Estas
Briefwechsel mtt Dilthey, 191.
37.
Cf. F. Kaufmann, Dit Pbilasophie des Crujen Paul York von Waríenburg: Jb. für Philosophie und phánomcnol. Forschung IX (1928) 50 s.
38.
Geworfenbcit, literalmente «hecho de estar arrojado», j. Gaos
traduce este término heidcggcriano con el poco inteligible «estado de yecto»
(N. del T.).
39.
El círculo hermenéutico y el problema de los prejuicios
Sein und Zei/, 181, 192 passim.
168
consecuencias no necesitan ser tales que una nueva teoría sea aplicada a la
praxis y ésta se ejerza por fin de una manera distinta, adecuada a su arte.
Podrían también consistir en que la auto-comprensión de la comprensión
ejercida normalmente sea corregida y depurada de adaptaciones
inadecuadas: un proceso que sólo indirectamente beneficiaría al arte del
comprender.
uno lee el texto desde determinadas expectativas relacionadas a su vez con
algún sentido determinado. La comprensión de lo que pone en el texto,
consiste-.precisamente-en-la elaboración de este proyecto previo, que por
supuesto tiene que ir siendo constantemente revisado en base a lo que vaya
resultando conforme se avanza en la penetración del sentido.
Esta descripción es, desde luego, una abreviación simplista. Pues toda
revisión del primer proyecto estriba en la posibilidad de anticipar un nuevo
proyecto de sentido; es muy posible que diversos proyectos de elaboración
rivalicen unos con otros hasta que pueda establecerse unívocamente la
unidad del sentido; la interpretación empieza siempre con conceptos previos
que tendrán que ser sustituidos progresivamente por otros más adecuados. Y
es todo, este constante re-proyectar, en el cuál consiste el movimiento dé
sentido del comprender e interpretar, lo que constituye el proceso que
describe Heidegger. El que intenta comprender está expuesto a los errores
de opiniones previas que no se comprueban en las cosas mismas. Elaborar
los proyectos correctos y adecuados a las cosas, que como proyectos son
anticipaciones que deben confirmarse «en las cosas», tal es la, tarea
constante de la comprensión. Aquí no hay otra objetividad que la
convalidación que obtienen las opiniones previas a lo largo de su
elaboración. Pues ¿qué otra cosa os la arbitrariedad-de las opiniones previas
inadecuadas sino que en el procesó de su aplicación acaban aniquilándose?
La comprensión sólo alcanza sus verdaderas posibilidades cuando las
opiniones previas con las que se inicia no son arbitrarias. Por eso es
importante que el intérprete no se dirija hacia los textos directamente, desde
las opiniones previas que le subyacen, sino que examine tales opiniones en
cuanto a su legitimación, esto es, en cuanto a su origen y validez.
Por ello volveremos ahora a la descripción de Heidegger del círculo
hermenéutico, con el fin de hacer fecundo para nuestro propósito el nuevo y
fundamental significado que gana aquí la estructura circular. Heidegger
escribe:
El círculo no debe ser degradado a círculo vicioso, ni siquiera a uno
permisible. En el yace una posibilidad positiva del conocimiento más
originario, que por supuesto sólo se comprende realmente cuando la
interpretación ha comprendido que su tarca primera, última y constante
consiste en no dejarse imponer nunca por ocurrencias propias o por
conceptos populares ni la posición, ni la previsión ni la anticipación \ sino
en asegurar la elaboración del tema científico desde la cosa misma.
Lo que dice aquí Heidegger no es realmente una exigencia a la praxis de la
comprensión,» sino que más bien describe la forma de realizar la misma
interpretación comprensiva. La reflexión hermenéutica de Heidegger
culmina menos en demostrar que aquí está contenido un círculo que en
hacer ver que este círculo tiene un sentido ontológico positivo. La
descripción como tal será evidente para cualquier intérprete que sepa lo que
hace 4. Toda interpretación correcta tiene que protegerse contra la
arbitrariedad de las ocurrencias, y contra la limitación de los hábitos
imperceptibles del pensar, y orientar su mirada «a la cosa misma» (que en el
filólogo son textos con sentido, que tratan a su vez de cosas). Este dejarse
determinar así por la cosa misma no es evidentemente para el intérprete
una«buena» decisión inicial, sino verdaderamente «la tarea primera,
constante y última». Pues lo que importa es mantener la mirada atenta a la
cosa aún a través de todas las desviaciones a que se ve constantemente
sometido el intérprete en virtud de sus propias ocurrencias. El que quiere
comprender un texto Realiza siempre un proyectar. Tan pronto como
aparece en el texto un primer sentido, el intérprete proyecta enseguida un
sentido del todo. Naturalmente que el sentido sólo se manifiesta porque ya
Esta exigencia fundamental debe pensarse como la radicalizaron de un
procedimiento que en realidad siempre estamos desarrollando cuando
comprendemos algo. Frente a todo texto nuestra tarea es no introducir
directa y acríticamente nuestros propios hábitos lingüísticos —o en el caso
de las lenguas extranjeras aquél que se nos haya hecho familiar a través de
autores o de un ejercicio más o menos cotidiano—. Por el contrario,
reconocemos como tarea nuestra el ganar la comprensión del texto sólo
desde el hábito lingüístico de su tiempo o de autor. Naturalmente, el
problema es cómo puede satisfacerse esta exigencia general. Concretamente
en el ámbito de la teoría del significado hay que contar como factor de
169
resistencia con el carácter inconsciente de los propios hábitos lingüísticos.
¿Cómo es posible hacerse cargo de las diferencias entre el uso lingüístico
acostumbrado y el del texto?
sin que se destruya el sentido del conjunto, tampoco se pueden mantener a
ciegas las propias opiniones previas sobre las cosas cuando se comprende la
opinión de otro. Cuando se oye a alguien o cuando se emprende una lectura
no es que se vayan a olvidar todas las opiniones previas sobre su contenido,
o todas las posiciones propias. Lo qué sé exige es simplemente estar abierto
a la opinión del otro o a la del texto. Pero esta apertura implica siempre que
se pone la opinión del otro en alguna clase de relación con el conjunto de las
opiniones propias, o que uno se pone en cierta relación con las del otro.
Claro que las opiniones son posibilidades variadas y cambiantes (en
comparación con la univocidad de un lenguaje o de un vocabulario), pero
dentro de esta multiplicidad de lo opinable, esto es, , de aquello a lo que un
lector puede encontrar sentido y que en ] consecuencia puede esperar, no
todo es posible, y el que pasa de largo por lo que el otro está diciendo
realmente tampoco ; podrá en último extremo integrar por entero lo que
entendió i mal en sus propias y variadas expectativas de sentido. Por eso
también operan unos ciertos patrones. La tarea hermenéutica se convierte
por sí misma en un planteamiento objetivo, y está siempre determinada en
parte por éste. Con elIo la empresa hermenéutica gana un suelo firme bajo
sus pies. El que que comprender no puede entregarse desde el principio al
azar de sus propias opiniones previas e ignorar lo más obstinada y
consecuentemente posible la opinión del texto... hasta que éste finalmente ya
no pueda ser ignorado y dé al traste con su supuesta comprensión. El que
quiere comprender un texto "tiene que estar el principio supuesto a dejarse
decir algo por él. Una conciencia formada hermenéuticamente tiene que
mostrarse receptiva desde el principio para la alteridad del texto. Pero esta
receptividad no presupone ni «neutralidad» frente a las cosas ni tampoco
auto cancelación, sino que incluye una matizada in-corporación de las
propias opiniones previas y prejuicios. Lo que importa es hacerse cargo de
las propias anticipaciones, con el fin de que el texto mismo pueda
presentarse en su alteridad y obtenga así la posibilidad de confrontar su
verdad objetiva pon las propias opiniones previas.
En general podrá decirse que ya la experiencia del choque con un texto —
bien porque en principio no da sentido, bien porque su sentido no concuerda
con nuestras propias expectativas— es lo que nos hace detenernos y atender
a la posibilidad de una diferencia en el uso del lenguaje. Es una
presuposición general que todo el que habla la misma lengua emplea las
palabras, en el sentido que a uno le es familiar; esta presuposición sólo se
vuelve dudosa en determinados casos concretos. Y lo mismo ocurre en el
caso de las lenguas extranjeras: en general uno supone que las conoce en su
uso más o menos generalizado, y tiende a presuponer la constancia de este
uso cuando se acerca a un texto cualquiera.
Y lo que afirmamos respecto a las opiniones previas contenidas en el hábito
lingüístico vale también para las opiniones de contenido con las que nos
acercamos a los textos y que constituyen nuestra comprensión de los
mismos. También. aquí se plantea el problema de cómo hallar la salida del
circulo de las propias posiciones preconcebidas. No se puede en modo
alguno presuponer como dato general que lo que se nos dice desde un texto
tiene que poder integrarse sin problemas en las propias opiniones y
expectativas. Por el contrario, lo que nos es dicho por alguien, en
conversación, por carta, a través de un libro o por cualquier otro canal, se
encuentra por principió bajo la presuposición opuesta de que aquélla es su
opinión |y no la mía, y que se trata de que yo tome conocimiento de la
misma pero no necesariamente de que la comparta. Sin embargo esta
presuposición no representa una condición que facultad la comprensión,
sino más nien una nueva dificultad ya que las opiniones previas que
determinan mi comprensión pueden continuar completamente inadvertidas.
Y si mitivan malentendidos, ¿cómo sería posible llegar siquiera a percibir
éstos en relación con un texto que no está capacitado para responder ni
objetar? ¿Cómo puede protegerse a un texto previamente respecto a los
malentendidos?
Heidegger ofrece una descripción fenomenológica completamente correcta
cuando descubre en el presunto «leer lo que pone» la pre-estructura de la
comprensión. Ofrece también un ejemplo para el hecho de que de ello se
sigue una tarca. En Ser y tiempo concreta la proposición universal, que él
convierte 'en problema hermenéutico, trasportándola al problema del ser 6.
Con el fin de explicitar la situación hermenéutica del problema del ser según
Sin embargo, examinándolo más de cerca, tampoco las opiniones pueden ser
entendidas de una manera completamente arbitraria. Igual que no es posible
mantener mucho tiempo una comprensión incorrecta de un hábito lingüístico
170
posición, previsión y anticipación, examina la cuestión que él plantea a la
metafísica confrontándola críticamente con hitos esenciales de la historia de
la metafísica. Con ello no hace en el fondo sino lo que requiere la conciencia
histórico-hermenéutica en cualquier caso. Una comprensión llevada a cabo
desde una conciencia metódica intentará siempre no llevar á termino
directamente sus anticipaciones sino más bien hacerlas conscientes para
poder controlarlas y ganar así una comprensión correcta desde las cosas
mismas. Esto es lo que Heidegger quiere decir cuando requiere que el tema
científico se «asegure» en las cosas mismas mediante la elaboración /de
posición, previsión y anticipación.
Un análisis de la historia del concepto muestra que sólo en la Ilustración
adquiere el concepto del prejuicio .el matiz negativo que ahora tiene En sí
mismo «prejuicio» quiere decir un juicio que sé forma antes de la
convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente
determinantes. En el procedimiento jurisprudencial un prejuicio es una
predecisión jurídica antes del fallo de una sentencia definitiva. Para el que
participa en el proceso judicial un prejuicio de este tipo representa
evidentemente una reducción de sus posibilidades. Por eso en francés
«préjudice», igual que «praejudicium», significa también simplemente
perjuicio, desventaja, daño. Sin embargo esta negativa es sólo secundaria, es
la consecuencia negativa de una validez positiva, el valor prejudicial de una
predecisión, igual que el de cualquier precedente.
En consecuencia no se trata en modo alguno de asegurarse a sí mismo contra
la tradición que hace oír su voz desde el texto, sino, por el contrario, de
mantener alejado todo lo que pueda dificultar el comprenderla desde la cosa
misma. Son lo prejuicios no percibidos los que con su dominio nos vuelven
sordos hacia la cosa de que nos hablarla tradición. El razonamiento de
Heidegger, según el cual en el concepto de la con-\ ciencia de Descartes y en
el del espíritu de Hegel sigue dominando la ontología griega de la sustancia,
que interpreta el ser como ser actual y presente, va desde luego más allá de
la auto-' comprensión de la metafísica moderna, pero no arbitrariamente,
sino desde una «posición» que en realidad hace comprensible esta tradición
porque descubre las premisas ontológicas del concepto de subjetividad. Y a
la inversa Heidegger descubre en la crítica kantiana a la metafísica
«dogmática» la idea de una metafísica de la finitud en la que debe
convalidarse su propio proyecto ontológico. De este modo «asegura» el
tema científico introduciéndolo y poniéndolo en juego en la comprensión de
la tradición. En esto consiste la concreción de la conciencia histórica de la
que se trata en el comprender.
«Prejuicio» no significa pues en modo alguno juicio, falso, sino que está en
su concepto el que pueda ser valorado positivamente o negativamente. La
vecindad con el «praejudicium» latino es suficientemente operante como
para que pueda haber en la palabra, junto al matiz negativo, también un
matiz positivo. Existen «préjugés legitimes». Esto está ahora muy lejos de
nuestro actual sentimiento lingüístico. La palabra alemana para prejuicio,
(Vorurteil), — igual que el francés préjuge, pero quizá aún más
pregnantemente— parece haberse restringido desde la Ilustración y su
crítica religiosa al significado de «juicio no fundamentado» (i. Sólo la
fundamentación, la garantía del método (y no el acierto objetivo como tal)
confiere al juicio su dignidad. A los ojos de la Ilustración la falta de una
fundamentación no deja espacio a otros modos de certeza sino que significa
que el juicio no tiene un fundamento en la cosa, que es «un juicio sin
fundamento». Esta es una conclusión típica del espíritu del racionalismo.
Sobre el reposa el descrédito de los prejuicios en general y la pretensión del
conocimiento científico de excluirlos totalmente.
Sólo este reconocimiento del carácter esencialmente prejuicioso de toda
comprensión confiere al problema hermenéutico toda la agudeza de su
dimensión. Medido por este patrón se vuelve claro que el historicismo, pese
a toda crítica al racionalismo y al pensamiento iusnaturalista, se encuentra
él mismo sobre el suelo de la moderna Ilustración y comparte
impensadamente sus prejuicios. Pues existe realmente un prejuicio de la
Ilustración, que es el que soporta y determina su esencia: este prejuicio
básico de la Ilustración es el prejuicio contra todo prejuicio y con ello la
desvirtuación de la tradición.
La ciencia moderna, que hace suyo este lema, sigue así el principio de la
duda cartesiana de "no tomar por" cierto nada sobre lo que quepa alguna
duda, y la concepción del método que tiene en cuenta esta exigencia. Ya en
nuestras consideraciones iníciales habíamos apuntado a lo difícil que es
poner en consonancia con este ideal el conocimiento histórico que conforma
a nuestra conciencia histórica, y lo difícil que es en consecuencia
comprender su verdadera esencia desde el moderno concepto del método.
Este es finalmente el momento de volver positivas aquellas consideraciones
171
negativas. El concepto de prejuicio nos ofrece un buen punto de partida para
ello.
b)
es ya la tradición sino la razón. Lo que esta escrito no necesita ser verdad.
Nosotros podemos llegar a saberlo mejor. Esta es la máxima general con la
que la Ilustración moderna se enfrenta a la tradición y en virtud de la cual
acaba ella misma convirtiéndose en investigación histórica 11. Convierte a la
tradición en objeto de crítica igual que lo hace la ciencia natural con los
testimonios de los sentidos. Esto no tiene por qué significar que el «prejuicio
contra los prejuicios» se llevara en todo hasta las últimas consecuencias del
librepensamiento y del ateísmo, como en Inglaterra y en Francia. La
Ilustración alemana reconoció siempre «los prejuicios verdaderos» de la
religión cristiana. Puesto que la razón humana sería demasiado débil como
para pasarse sin prejuicios, sería una suerte haber sido educado en los
prejuicios verdaderos.
La depreciación del prejuicio en la Ilustración
Siguiendo a la teoría ilustrada de los prejuicios puede hallarse la siguiente
división básica de los mismos: hay que distinguir los prejuicios por respeto
humano de los prejuicios por precipitación 7. Esta división tiene su
fundamento en el origen de los prejuicios respecto a las personas que los
concitan. Lo que nos induce a error es bien el respeto a otros, su autoridad, o
bien la precipitación sita en uno mismo. El que la autoridad sea una fuente
de prejuicios coincide con el conocido postulado de la Ilustración tal como
lo formula todavía Kant: ten el valor de servirte de tu propio entendimiento.
Aunque la citada división no se refiera sólo al papel que desempeñan los
prejuicios en la comprensión de los textos, sin embargo encuentra /en el
ámbito hermenéutico su campo de aplicación preferente. Pues la crítica de la
Ilustración se dirige en primer lugar contraía tradición religiosa del
cristianismo, la sagrada Escritura.
Tendría interés investigar hasta qué punto esta modificación y moderación
de la Ilustración preparó el camino al movimiento romántico alemán, como
sin duda lo hizo la crítica a la Ilustración y a la revolución de E. Burke. Pero
todo esto no supone ningún cambio esencial. Pues los prejuicios verdaderos
tienen que justificarse en último término por el conocimiento racional,
aunque esta tarea no pueda ser nunca realizada del todo.
En cuanto que esta es comprendida como un documento histórico, la crítica
bíblica pone en peligro su pretensión dogmática. En esto estriba la
radicalidad peculiar de la Ilustración moderna frente a todos los otros
movimientos ilustrados: en que tiene que imponerse frente a la sagrada
Escritura y su interpretación dogmática 9. Por eso el problema hermenéutico
le es particularmente central. Intenta comprender la tradición correctamente,
esto es racionalmente y fuera de todo prejuicio. Pero esto entraña una
dificultad muy especial por el mero hecho de que la fijación por escrito
contiene en sí misma un momento de autoridad que tiene siempre mucho
peso. No es fácil realizar la posibilidad de que lo escrito no sea verdad. Lo
escrito tiene la estabilidad de una referencia, es como una pieza de
demostración. Hace falta un esfuerzo crítico muy grande para liberarse del
prejuicio generalizado a favor de lo escrito y distinguir también aquí, cómo
en cualquier afirmación oral, lo que es opinión de lo que es verdad 10. Ahora
bien, la tendencia general de la Ilustración es no dejar valer autoridad alguna
y decidirlo todo desde la cátedra de la razón. Tampoco la tradición escrita, la
dé la sagrada Escritura, como la de cualquier otra instancia histórica, puede
valer por sí misma, sino que la posibilidad de que la tradición sea verdad
depende del crédito que concede la razón. La fuente última de autoridad no
Es así como los patrones de la Ilustración moderna siguen determinando la
auto-comprensión del historicismo. Por supuesto no inmediatamente, sino a
través de una ruptura peculiar originada por el romanticismo. Esto se
advierte muy claramente en el esquema básico de la filosofía de la historia
que el romanticismo comparte con la Ilustración y que llega a ser premisa
intocable precisamente por la reacción romántica contra la Ilustración: el
esquema de la superación del mythos por el logos. Este esquema gana su
validez a través del presupuesto del progresivo «desencantamiento» del
mundo. Representa la ley progresiva de la historia del espíritu mismo y,
precisamente porque el romanticismo valora negativamente este desarrollo,
el esquema mismo se acepta como inconmoviblemente evidente. El
romanticismo comparte el prejuicio de la Ilustración y se limita a invertir su.
valoración intentando hacer valer lo viejo como viejo: el medievo «gótico»,
la comunidad estatal cristiana de Europa, la construcción estamental de la
sociedad, pero también la sencillez de la vida campesina y la cercanía a la
naturaleza.
172
Ante a la creencia ilustrada en la perfección, que sueña con la realización de
la liberación de toda «superstición» y de todo prejuicio del pasado, ahora los
primeros tiempos, el mundo mítico, la vida no analizada ni rota por la
conciencia en una «sociedad natural», el mundo de la caballería cristiana,
alcanzan un hechizo romántico e incluso preferencia respecto a la verdad 13.
La inversión del presupuesto de la Ilustración tiene como consecuencia una
tendencia paradójica a la restauración, esto es, una tendencia a reponer lo
antiguo porque es lo antiguo, a volver conscientemente a lo inconsciente,
etc., lo cual culmina en el reconocimiento de una sabiduría superior en los
tiempos originarios del mito. Y esta inversión romántica del patrón
valorador de la Ilustración logra justamente perpetuar el presupuesto de la
Ilustración, la oposición abstracta de mito y razón. Toda crítica a la
Ilustración seguirá ahora el camino de esta reconversión romántica de la
Ilustración. La creencia en la perfectibilidad de la razón se convierte en la
creencia en la perfección de la conciencia «mítica», y se refleja en el estado
originario paradisíaco anterior a la caída en el pecado del pensar.
estético y sólo pretenden estimular a través de las creaciones de su propia
fantasía.
Otro caso de inversión romántica es el que aparece en el concepto del
«desarrollo natural de la sociedad», cuyo origen debiera volver a rastrearse.
En Marx aparece como una especie de reliquia iusnaturalista cuya validez
queda restringida por su propia teoría social y económica de la lucha de
clases 15. Cabría preguntarse si este concepto no se remonta a la descripción
de Rousseau de. la sociedad antes de la división del trabajo y de la
introducción de la propiedad 16. En todo caso ya Platón desenmascara el
ilusionismo de esta teoría del estado en la descripción irónica de un estado
natural que ofrece en el tercer libro de la república 17.
De estas inversiones del romanticismo sale la actitud de la ciencia histórica
del siglo XIX, que no mide ya el pasado según los patrones del presente,
como si éstos fueran absolutos, sino que otorga a los tiempos pasados su
propio valor y es capaz incluso de reconocerles su superioridad en ciertos
aspectos. Las grandes obras del romanticismo, el despertar a la percepción
de los primeros tiempos, de la voz de los pueblos en sus canciones, las
colecciones de cuentos y leyendas, el cultivo de los usos más antiguos, el
descubrimiento de las lenguas como concepciones del mundo, el estudio de
la «religión y sabiduría de los indios», todo esto desencadenó una
investigación histórica que fue convirtiendo poco a poco, paso a paso, este
intuitivo despertar en un conocimiento histórico con distancia. La conexión
de la escuela histórica con el romanticismo confirma así que la recuperación
romántica de lo originario se asienta ella misma sobre el suelo de la
Ilustración. La ciencia histórica del XIX es su fruto más soberbio, y se
entiende a sí misma precisamente como realización de la Ilustración, como
el último paso en la liberación del espíritu de sus cadenas dogmáticas, como
el paso al conocimiento objetivo del mundo histórico, capaz de igualar en
dignidad al conocimiento de la naturaleza de la ciencia moderna.
En la realidad el presupuesto de la misteriosa oscuridad en la que vive una
conciencia colectiva mítica anterior a todo pensar es tan abstracto y tan
dogmático como el de un estado perfecto de ilustración total o de saber
absoluto. La sabiduría originaria no es más que la otra cara de la «estupidez
originaria». Toda conciencia mítica es también siempre un saber, y en
cuanto que sabe de poderes divinos está ya más allá del simple estremecerse
ante el poder (si es que puede suponerse tal cosa en un estadio originario),
pero también más allá de una vida colectiva atenazada en rituales mágicos
(como se encuentra por ejemplo en el antiguo oriente). La conciencia mítica
sabe de sí misma, y en este saber ya no está enteramente fuera de sí misma
li.
En relación con esto está también el hecho de que la oposición entre un
auténtico pensamiento mítico y un pensamiento poético Pseudo-mítico sea
una ilusión romántica montada sobre un prejuicio de la Ilustración: el de que
el hacer poético, como creación de la libre capacidad de imaginar, no
participa de la vinculatividad religiosa del mythos. Es la vieja polémica entre
el poeta y el filósofo, que entra ahora en su estadio moderno de fe en la
ciencia. Ahora ya no se dice que los poetas mienten mucho, sino que ni
siquiera tienen por qué decir la verdad, puesto que sólo producen un efecto
El que la actitud restauradora del romanticismo pudiera unirse a la tendencia
básica de la Ilustración en la unidad productiva de las ciencias históricas del
espíritu, tan sólo expresa que lo que subyace a ambas es una misma ruptura
con la continuidad de sentido de la tradición. Si para la Ilustración es cosa
firme que toda tradición que se revela ante la razón como imposible o
absurda sólo puede ser entendida como histórica, esto es, retrocediendo a las
173
formas de comprensión del pasado, la conciencia histórica que aparece con
el romanticismo es en realidad una radicalización de la Ilustración. Pues
para la con-ciencia histórica el caso excepcional de una tradición contraria a
la razón se convierte en el caso normal. Se cree tan poco en un sentido
asequible en general a la razón que todo el pasado, y al final incluso todo el
pensamiento de los contemporáneos, no puede ser ya comprendido más que
como «histórico». La crítica romántica a la Ilustración desemboca así ella
misma en ilustración, pues al desarrollarse como ciencia histórica lo engulle
todo en el remolino del historicismo. La depreciación fundamental de todo
prejuicio, que vincula al pathos empírico de la nueva ciencia natural con la
Ilustración, se vuelve, en la ilustración histórica, universal y radical.
del conocimiento tradicional. Su punto de partida, la interiorización de las
«vivencias», no podía tender el puente hacia las realidades históricas,
porque las grandes realidades históricas, sociedad y estado, son siempre en
realidad determinantes previos de toda «vivencia». La auto-reflexión y la
autobiografía —los puntos de partida de Dilthey— no son hechos primarios
y no bastan como base para el problema hermenéutico porque han sido
reprivatizados por la historia. En realidad no es la historia la que nos
pertenece, sino que somos nosotros los que pertenecemos a ella. Mucho
antes de que nosotros nos comprendamos a nosotros mismos en la reflexión,
nos estamos comprendiendo ya de una manera autoevidente en la familia, la
sociedad y el estado en que vivimos. La lente deja subjetividad es un espejo
deformante. La auto-reflexión del individuo no" es más que una chispa en la
corriente cerrada de la vida histórica. Por eso los prejuicios de un "individuo
son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser.
Este es precisamente el punto con el que debe enlazar críticamente el intento
de una hermenéutica histórica. La superación de todo prejuicio, esta
exigencia global de la Ilustración, revelará ser ella misma un prejuicio cuya
revisión hará posible una comprensión adecuada de la finitud que domina no
sólo nuestro ser hombres sino también nuestra conciencia histórica.
2.
Los prejuicios como condición de la comprensión a)
Rehabilitación de autoridad y tradición
¿Estar inmerso en tradiciones significa real y primariamente estar sometido
a prejuicios y limitado en la propia libertad? ¿No es cierto más bien que toda
existencia humana, aún la más libre, está limitada y condicionada de muchas
maneras? Y si esto es así, entonces la idea de una razón absoluta no es una
posibilidad de la humanidad histórica. Para nosotros la razón sólo existe
como real e histórica, esto es la razón no es dueña de sí misma sino que está
siempre referida a lo dado en lo cual se ejerce. Esto vale no sólo" en el
sentido en el que Kant limitaba las pretensiones del racionalismo, bajo la
influencia de la crítica escéptica de Hume, al momento apriórico en el
conocimiento de la naturaleza; vale aún más decisivamente para la
conciencia histórica y para la posibilidad del conocimiento histórico. Pues el
que el hombre tenga que ver aquí consigo mismo y con sus propias
creaciones (Vico) sólo es una solución aparente al problema que nos plantea
el conocimiento histórico. El hombre es extraño a sí mismo y a su destino
histórico de una manera muy distinta a como le es extraña la naturaleza, la
cual no sabe nada de él.
Este es el punto del que parte el problema hermenéutico. Por eso habíamos
examinado la depreciación del concepto de prejuicio en la Ilustración. Lo
que bajo la idea de una autoconstrucción absoluta de la razón" se presenta
como un prejuicio limitador forma parte en verdad de la realidad histórica
misma. Si se quiere hacer justicia al modo de ser finito e histórico del
hombre es necesario llevar a cabo una drástica rehabilitación del concepto
del prejuicio y reconocer que existen prejuicios legítimos. Con ello se
vuelve formulable la pregunta central de una hermenéutica que quiera ser
verdaderamente histórica, su problema epistemológico clave: ¿en qué puede
basarse la legitimidad de los prejuicios? ¿En qué se distinguen los prejuicios
legítimos de todos los innumerables prejuicios cuya superación representa la
incuestionable tarea de toda razón crítica?
Para acercarnos a este problema intentaremos ahora desarrollar en forma
positiva la teoría de los prejuicios que la Ilustración elaboró desde un
propósito crítico. Por lo que se refiere a la división de los prejuicios en
prejuicios de autoridad y por precipitación, es claro que en la base de esta
distinción está el presupuesto fundamental de la Ilustración según el cual un
uso metódico y disciplinado de la razón es suficiente para proteger de
cualquier error. Esta era la idea" cartesiana del método. La precipitación es
El problema epistemológico debe plantearse aquí de una forma
fundamentalmente diferente. Ya vimos más arriba que Dilthey comprendió
esto pero que no fue capaz de superar las ataduras que lo fijaban a la teoría
174
la fuente de equivocación que induce a error en el uso de la propia razón; la
autoridad en cambio es ¿y culpable de que no se llegue siquiera a emplear la
propia razón. La distinción se basa por lo tanto en una oposición excluyente
de autoridad y razón. Lo que se trata de combatir es la falsa inclinación
preconcebida en favor de lo antiguo, de las autoridades. La Ilustración
considera, por ejemplo que la gran gesta reformadora de Lutero consiste en
que «el prejuicio del respecto humano, y en particular del papa filosófico (se
refiere a Aristóteles) y del romano, quedó profundamente debilitado»...18. La
reforma prepara así el florecimiento de la hermenéutica que enseñará a usar
correctamente la razón en la comprensión de la tradición. Ni la autoridad del
magisterio papal ni la apelación a la tradición pueden hacer superfluo el
quehacer hermenéutico, cuya tarea es defender el sentido razonable del texto
contra toda imposición.
distingue como causas de los malentendidos las sujeciones y la
precipitación20. Junto a los prejuicios constantes que proceden.de las
diversas sujeciones a que está uno sometido aparecen los juicios
equivocados momentáneos debidos a la precipitación. Pero al que trata del
método científico sólo le interesan realmente los primeros. A
Schleiermacher no se le llega a ocurrir siquiera que entre los prejuicios que
afectaban al que se encuenta vinculado a autoridades puede haberlos
también que contengan una parte de verdad, lo que desde siempre estaba
incluido en el concepto mismo de autoridad. Su propia reformulación de la
división tradicional de los prejuicios es un claro testimonio del triunfo de la
Ilustración: las sujeciones se refieren tan sólo a una barrera individual que se
opone a la comprensión, «la preferencia unilateral por aquello que está más
cercano al propio círculo de ideas».
Las consecuencias de una hermenéutica así no necesitan ser una crítica
religiosa tan radical como la que se encuentra en un Spinoza. La posibilidad
de una verdad sobrenatural queda abierta en cualquier caso. En este sentido,
y sobre todo dentro de la filosofía popular alemana, la Ilustración ha
limitado con frecuencia las pretensiones de la razón reconociendo la
autoridad de la Biblia y de la iglesia. Así, por ejemplo, en Walch aparece "la
distinción entre las dos clases de prejuicios —autoridad y precipitación—,
pero en ellos el autor ve dos extremos entre los cuales es necesario hallar el
correcto camino medio: la mediación entre razón y autoridad bíblica. A esto
responde su comprensión del prejuicio de la precipitación como prejuicio a
favor de lo nuevo, como una inclinación a rechazar de inmediato las
verdades sin otro motivo que el ser antiguas y estar atestiguadas en
autoridades 19. De este modo se confronta con los librepensadores ingleses
(como Collins y otros) y defiende la fe histórica frente a la norma de la
razón. El prejuicio de precipitación se reinterpreta aquí evidentemente en un
sentido conservador.
Sin embargo, es precisamente en el concepto de las sujeciones donde se
oculta la cuestión esencial. La idea de que los prejuicios que me determinan
se deben a mi sujeción está fórmulada en realidad ya desde eI punto de vista
de la disolución o Ilustración de todo prejuicio, y en consecuencia sólo tiene
valor para los prejuicios no justificados. Si existen también prejuicios
justificados y pueden ser productivos para el conocimiento, entonces el
problema de la autoridad se nos vuelve a plantear de nuevo. Las
consecuencias radicales de la Ilustración que aparecen todavía en la fe
metódica de Schleiermacher no son tan sostenibles como pudieran parecer.
La oposición entre fe en la autoridad y uso de la propia razón, instaurada por
la Ilustración, tiene desde luego razón de ser. En la medida en que la validez
de la autoridad usurpa el lugar del propio juicio, la autoridad es de hecho
una fuente de prejuicios. Pero esto no excluye que pueda ser también que
pueda ser una fuente de verdad, cosa que la Ilustración ignoró
sistemáticamente en su repulsa generalizada contra toda autoridad. Para
cerciorarse de ello basta remontarse a uno de los mayores precursores de la
Ilustración europea: Descartes. Pese a todo el radicalismo de su pensamiento
metódico es sabido que Descartes excluye las cosas de la moral de la
pretensión de una re-construcción completa de todas las verdades desde la
razón. Este era el sentido de su moral provisional. Y me resulta un hecho
por lo menos sintomático el que Descartes no llegara a desarrollar su moral
definitiva, y que los fundamentos de la misma, en lo que puede apreciarse
por sus cartas a Isabel, apenas contienen nada nuevo. Y es que resulta
Sin embargo, no hay duda de que la verdadera consecuencia de la
Ilustración no es ésta sino más bien su contraria: la sumisión de toda
autoridad a la razón. El prejuicio de precipitación ,há~TÍe~Tíñté7ícíérse en
consecuencia más bien al modo de Des-cartes, como fuente de errores en el
uso de la razón. Concuerda con esto el que la vieja distinción retorna, con un
sentido alterado tras la victoria de la Ilustración, cuando la hermenéutica se
libera de todo vínculo dogmático. Así, por ejemplo, Schleiermacher
175
evidentemente impensable querer esperar a la ciencia moderna y sus
progresos para fundamentar entonces una moral nueva. De hecho, el rechazo
de toda autoridad no sólo se convirtió en un prejuicio sonsolidado por la
Ilustración; sino que condujo también a una grave deformación del concepto
mismo de autoridad. Sobre la base de un concepto ilustrado de razón y
libertad, el concepto de autoridad pudo convertirse simplemente en lo
contrario de la razón y la libertad, en el concepto de la obediencia ciega.
Este es el significado que nos es familiar en el ámbito lingüístico de la
crítica a las modernas dictaduras.
prejuicios objetivos, pues operan la misma inclinación hacia la cosa, y esta
inclinación puede producirse también por otros caminos, por ejemplo, por
motivos aducidos por la razón. En esta medida la esencia de la autoridad
debe tratarse en el contexto de una teoría de los prejuicios que busque
liberarse de los extremismos de la Ilustración.
Para ello puede buscarse apoyo en la crítica romántica a la Ilustración. Hay
una forma de autoridad que el romanticismo defendió con un énfasis
particular: la tradición. Lo consagrado por la tradición y por el pasado posee
una autoridad que se ha hecho anónima, y nuestro ser histórico y finito está
determinado por el hecho de que la autoridad de lo trasmitido, y no sólo lo
que se acepta razonadamente, tiene poder sobre nuestra acción y sobre
nuestro comportamiento. Toda educación reposa sobre esta base, y aunque
en el caso de la educación la «tutela» pierde su función con la llegada a la
madurez, momento en que las propias perspectivas y decisiones asumen
finalmente la posición que detentaba la autoridad del educador, este acceso a
la madurez biográfica no implica en modo alguno que uno se vuelva señor
de si mismo en el sentido de haberse liberado de toda tradición y de todo
dominio por el pasado. La realidad de las costumbres es y sigue siendo
ampliamente algo válido por tradición y procedencia. Las Costumbres se
adoptan libremente, pero ni se crean por libre determinación .ni su validez
se fundamenta, en ésta. Precisamente es esto lo que llamamos tradición: el
fundamento de su validez. Y nuestra deuda con el romanticismo es
justamente esta corrección de la Ilustración en el sentido de reconocer que,
al margen de los fundamentos de la razón, la tradición conserva algún
derecho y determina "ampliamente" nuestras instituciones y
comportamiento. La superioridad de la ética antigua sobre la filosofía moral
de la edad moderna se caracteriza precisamente por el hecho de que
fundamenta el paso de la ética a la «política», al arte de la buena legislación,
en base a la ineludibilidad de la tradición 23. En comparación con esto la
Ilustración moderna es abstracta y revolucionaria.
Sin embargo, la esencia de la autoridad no es esto. Es verdad que la
autoridad es en primer lugar un atributo de personas. Pero la autoridad de las
personas no tiene su fundamento último en un acto de sumisión y de
abdicación de la razón, sino en un acto de reconocimiento y de
conocimiento; se reconoce que el otro está por encima de uno en juicio y
perspectiva y que en consecuencia su juicio es preferente o tiene primacía
respecto al propio. La autoridad no se otorga sino que se adquiere, y tiene
que ser adquirida si se quiere apelar a ella. Reposa sobre el reconocimiento
y en consecuencia sobre una acción de la razón misma que, haciéndose
cargo de sus propios límites, atribuye al otro una perspectiva más acertada.
Este sentido rectamente entendido de autoridad no tiene nada que ver con
una obediencia ciega de comando. En realidad no tiene nada que ver con
obediencia no con el conocimiento 21. Cierto que forma parte de la autoridad
el poder dar órdenes y el encontrar obediencia. Pero esto sólo se sigue de la
autoridad que uno tiene. Incluso la autoridad anónima e impersonal del
superior, que deriva de las órdenes, no procede en último término de éstas
sino que las hace posibles. Su verdadero fundamento es también aquí un
acto de la libertad y la razón, que concede autoridad al superior básicamente
porque tiene una visión más amplia o está más consagrado, esto es, porque
sabe más 22.
De este modo el reconocimiento de la autoridad está siempre relacionado
con la idea de que lo que dice la autoridad no es irracional ni arbitrario, sino
que en principio puede ser reconocido como cierto. En esto consiste la
esencia de la autoridad que conviene al educador, al superior, al especialista.
Es verdad que los prejuicios que ellos implantan están legitimados por la
persona, y que su validez requiere una inclinación en favor de la persona
que los representa. Pero precisamente así es como se convierten en
Sin embargo, el concepto de la tradición se ha vuelto no menos ambiguo que
el de la autoridad, y ello por la misma razón, porque lo que condiciona la
comprensión romántica de la tradición es la oposición abstracta al principio
de la Ilustración. El romanticismo entiende la tradición como lo contrario de
la libertad racional, y ve en ella un dato histórico como pueda serlo la
naturaleza. Y ya se la quiera combatir revolucionariamente, ya se pretenda
176
conservarla, la tradición aparece en ambos casos como la contrapartida
abstracta de la libre autodeterminación, ya que su validez no necesita
fundamentos racionales sino que nos determina mudamente.\Por supuesto
que el caso de la crítica romántica a la Ilustración no es un ejemplo de
dominio espontáneo de la tradición, de trasmisión y conservación sin
rupturas a despecho de las dudas y las críticas. Es más bien una reflexión
crítica propia la que aquí intenta volverse de nuevo hacia la verdad de la
tradición para renovarla, y que podrá recibir el nombre de tradicionalismo.
constantemente, la actitud real no es la distancia ni la libertad respecto a lo
trasmitido. Por el contrario nos encontramos siempre en tradiciones, y éste
nuestro estar dentro de ellas no es un comportamiento objetivador que
pensara como extraño o ajeno lo que dice la tradición; ésta es siempre más
bien algo propio, ejemplar o aborrecible, es un reconocerse en el que para
nuestro juicio histórico posterior no se aprecia apenas conocimiento, sino un
imperceptible ir trasformándose al paso dé la misma tradición.
En consecuencia, es importante preguntarse, frente al me-todologismo
epistemológico que domina actualmente, si el surgir de la Conciencia
histórica ha logrado distinguir de verdad y por entero nuestro
comportamiento científico respecto a aquel comportamiento natural hacia el
pasado. ¿Es correcta la auto-acepción de las ciencias del espíritu cuando
desplazan el conjunto de su propia historicidad hacia el lado de los
prejuicios de los que hay que liberarse? Esta «ciencia libre de prejuicios»
¿no estará compartiendo, mucho más de lo que ella misma cree, aquella
recepción y reflexión ingenua en la que viven las tradiciones y en la que está
presente el pasado?
No creo, sin embargo, que entre tradición y razón haya que suponer una
oposición tan incondicional e irreductible. Por problemática que sea la
restauración consciente de tradiciones o la creación consciente de otras
nuevas, la fe romántica en las «tradiciones que nos han llegado», ante las
que debería callar toda razón, es en el fondo igual de prejuiciosa e ilustrada.
En realidad la tradición siempre es también un momento de la libertad y de
la historia. Aun la tradición más autentica y venerable no se realiza
naturalmente, en virtud de la capacidad de permanencia de lo que de algún
modo ya está dado, sino que necesita ser afirmada, asumida y cultivada. La
tradición es esencialmente conservación, y como tal nunca deja de estar
presente en los cambios históricos. Sin embargo, la conservación es un acto
de la razón, aunque caracterizado por el hecho de no atraer la atención sobre
sí. Ésta es la razón de que sean las innovaciones, los nuevos planes, lo que
aparece como única acción y resultado de la razón. Pero esto es sólo
aparente. Incluso cuando la vida sufre sus trasformaciones más tumultuosas,
como ocurre en los tiempos revolucionarios, en medio del aparente cambio
de todas las cosas se conserva mucho más legado antiguo de lo que nadie
creería, integrándose con lo nuevo en una nueva forma de validez, En todo
caso la conservación representa una conducta tan libre como la
trasformación y la innovación. La crítica ilustrada a la tradición, igual que
su rehabilitación romántica, queda por lo tanto muy por detrás de su
verdadero ser histórico.
En cualquier caso la comprensión en las ciencias del espíritu comparte con
la pervivencia de las tradiciones un presupuesto fundamental, el de sentirse
interpelado por la tradición misma. ¿Pues no es cierto que sólo así resultan
comprensibles en su significado los objetos de su investigación, igual que
los contenidos de la tradición? Por muy mediado que esté este significado,
por mucho que su origen se sitúe en un interés histórico que no parezca
contener la menor relación con el presente, aún en el caso extremo de la
investigación histórica «objetiva», el determinar de nuevo el significado de
lo investigado es y sigue siendo la única realización auténtica de la tarea
histórica. Sin embargo, el significado se encuentra no sólo al final de tal
investigación sino también en su comienzo: como elección del tema de
investigación, como estímulo del interés investigador, como obtención de un
nuevo planteamiento.
Estas consideraciones nos inducen a preguntarnos si en la hermenéutica
espiritual-científica no se debiera intentar reconocer todo su derecho al
momento de la tradición. La investigación espiritual-científica no puede
pensarse a sí misma en oposición absoluta al modo como nos comportamos
respecto al pasado en nuestra calidad de vivientes históricos. En nuestro
comportamiento respecto al pasado, que estamos confirmando-
En el comienzo de toda hermenéutica histórica debe hallarse por lo tanto la
resolución de la oposición abstracta entre tradición e investigación histórica,
entre historia y conocimiento de la misma. Por tanto, el efecto de la
tradición que: pervive el efecto de la investigación histórica forman una
unidad efectual cuyo análisis sólo podría hallar un entramado de efectos
177
recíprocos 24. En este sentido haremos bien en no entender la conciencia
histórica —como podría sugerirse a primera vista— como aigo radicalmente
nuevo sino más bien como un momento nuevo dentro de lo que siempre ha
sido la relación humana con el pasado. En otras palabras, hay que reconocer
el momento de la tradición en el comportamiento histórico y elucidar su
propia productividad hermenéutica.
desciframiento difícil, en el que lo único que interesa es alcanzar finalmente
un resultado concluyente. Si no fuera así tampoco hubiera sido posible el
acercamiento metodológico de las ciencias del espíritu a las de la naturaleza
que vimos realizarse en el siglo pasado. Sin embargo, la analogía entre la
investigación natural y la espiritual-científica sólo representa un estrato
secundario dentro del trabajo de las ciencias del espíritu.
El que en las ciencias del espíritu sea operante un momento de tradición que
incluso constituye su verdadera esencia y su característica, a despecho de
toda la metodología inherente a su procedimiento, es algo que se hace tanto
más patente si se atiende a la historia de la investigación y a la diferencia
entre la historia de la ciencia dentro de las ciencias del espíritu y en el
ámbito de las ciencias de la naturaleza. Por supuesto que ningún esfuerzo
histórico y finito del hombre podría llegar a borrar del todo las huellas de
esta finitud. También la historia de la matemática o de las ciencias naturales
es una porción de historia del espíritu humano y reflejo de sus destinos. Pero
por otra parte no es simple ingenuidad histórica que el investigador de la
naturaleza escriba la historia de su ciencia desde el estado actual de sus
conocimientos. Los errores y las vías muertas no tienen para él otro interés
que el meramente histórico, pues el patrón de su consideración es
evidentemente el progreso de la investigación. En consecuencia sólo existe
un interés secundario en la consideración de los progresos de la ciencia
natural o de la matemática como parte de un determinado momento
histórico. El valor cognitivo de los conocimientos natural-científicos o
matemáticos no es siquiera rozado por este otro interés.
Esto se hace patente ya en el hecho de que los grandes logros de la
investigación espiritual-científica no llegan como quien dice a pasarse. El
lector actual puede abstraer con facilidad el hecho de que un historiador de
hace cien años disponía de un estado de conocimientos inferior y en
consecuencia tuvo que ser inducido a juicios equivocados en algunas
cuestiones de detalle. Pero en conjunto leerá siempre con más agrado a
Droysen o a Mommsen que a los tratamientos más recientes de la materia
salidos de la pluma de un historiador actual. ¿Qué patrón es el que se está
aplicando entonces? Es claro que aquí no se puede aplicar simplemente el
patrón de la materia misma, que es el que acostumbra a decidir sobre el
valor y el peso de una investigación. Por el contrario, la materia sólo se nos
antoja realmente significativa a la luz de aquél que ha acertado a mostrarla
adecuadamente. Es verdad que nuestro interés se orienta hacia la cosa, pero
ésta sólo adquiere vida a través del aspecto bajo el cual nos es mostrada.
Admitimos que en diferentes momentos o desde puntos de vista diferentes la
cosa se representa históricamente bajo aspectos también distintos. Aceptamos también que estos aspectos no son meramente superados en el curso
continuado de la investigación progresiva, sino que son como condiciones
que se excluyen entre sí y que existen cada una por su lado, pero que sólo en
nosotros llegan a convergir. Lo que satisface a nuestra conciencia histórica
es siempre una pluralidad de voces en las cuales resuena el pasado. Este sólo
aparece en la multiplicidad de dichas voces: tal es la esencia de la tradición
de la que participamos y queremos participar. La moderna investigación
histórica tampoco es sólo investigación, sino en parte también mediación de
la tradición. No podemos verla sólo bajo la ley del progreso y de los
resultados asegurados; también en ella realizamos nuestras experiencias
históricas en cuanto que ella hace oír cada vez una voz nueva en la que
resuena el pasado.
En consecuencia no es necesario discutir que también en las ciencias
naturales puedan continuar siendo operantes momentos tradicionales, por
ejemplo, bajo la forma de una cierta preferencia por determinadas
orientaciones de la investigación en uno u otro lugar. Lo que ocurre es que
la investigación científica como tal no recibe las leyes de su progreso desde
este tipo de circunstancias, sino únicamente desde la ley del objeto que se
abre a sus esfuerzos metódicos.
Es claro que las ciencias del espíritu no se describen de manera satisfactoria
desde este concepto de investigación y progreso. Claro que este concepto
tiene también su aplicación dentro de ellas, en el sentido de que es posible,
por ejemplo, describir la historia de la solución de un problema, de un
¿Qué es lo que subyace a todo esto? Evidentemente en las ciencias del
espíritu no puede hablarse de un «objeto idéntico» de la investigación, del
178
mismo modo que en las ciencias de la naturaleza, donde la investigación va
penetrando cada vez más profundamente en ella.
extensos, se vuelve ahora con planteamientos cada vez más afinados hacia
los viejos objetos preferentes de su ciencia. Con ello ha introducido una
especie de autocrítica, de reflexión sobre en qué consiste realmente la
excelencia de sus objetos más excelentes. El concepto de lo clásico, que en
el pensamiento histórico a partir del descubrimiento del helenismo por
Droysen se había degradado a un mero concepto estilístico, obtiene ahora en
la ciencia un nuevo derecho de ciudadanía.
En las ciencias del espíritu el interés investigador que se vuelve hacia la
tradición está motivado de una manera especial por el presente y sus
intereses. Sólo en la motivación del planteamiento llegan a constituirse el
tema y el objeto de la investigación. La investigación histórica está
soportada por el movimiento histórico en que se encuentra la vida misma, y
no puede ser comprendida ideológicamente desde el objeto hacia el que se
orienta la investigación. Incluso ni siquiera existe realmente tal objeto. Es
esto lo que distingue a las ciencias del espíritu de las de la naturaleza.
Mientras el objeto de las ciencias naturales puede determinarse idealiter
como aquello que sería conocido en un conocimiento completo de la
naturaleza, carece de sentido hablar de un conocimiento completo de la
historia. Y por eso no es adecuado en último extremo hablar de un objeto en
sí hacia el que se orientase esta investigación.
b)
Naturalmente, será necesaria una reflexión hermenéutica muy depurada para
hacer comprensible la posibilidad de que un concepto normativo como el de
lo clásico obtenga o recupere un derecho científico. Pues en la consecuencia
de la auto-comprensión de la conciencia histórica está el que en último
extremo todo el significado normativo del pasado sea ya sólo objeto de
análisis para una razón histórica que se ha vuelto soberana. Sólo en los
comienzos del historicismo, por ejemplo, en la obra de Winckelmann, que
realmente hizo época, el momento normativo representaba todavía un
verdadero impulso para la investigación histórica.
El modelo de lo clásico
El concepto de la antigüedad clásica y de lo clásico, tal como viene
dominando sobre todo al pensamiento pedagógico desde los tiempos del
clasicismo alemán, reunía un aspecto normativo y un aspecto histórico. Una
determinada fase evolutiva del devenir histórico de la humanidad habría
tenido por efecto simultáneamente una conformación más madura y más
completa de lo humano. Esta mediación entre el sentido normativo y el
sentido histórico del concepto se remonta ya a Herder. Pero incluso el
propio Hegel se atiene a ella, si bien lo hace con un acento filosófico e
histórico algo distinto: el arte clásico conserva en él su excelencia, pero
entendido como «religión del arte». Puesto que esta forma del espíritu es ya
pasada, sólo puede ser ejemplar en un sentido limitado. Como arte pasado
atestigua el carácter de pasado del arte mismo. Con esto Hegel justifica
sistemáticamente la historización del concepto de lo clásico e introduce una
tendencia que acabaría concibiendo lo clásico como un concepto estilístico y
descriptivo, el de una armonía relativamente efímera de mesura y plenitud,
media entre la rigidez arcaica y la disolución barroca. Y desde que este
concepto se incorporó al vocabulario estilístico de la investigación histórica,
lo clásico ya no conservó el reconocimiento de un contenido normativo más
que implícita o inconfesadamente.
Indudablemente, a la auto-comprensión de las ciencias del espíritu se le
plantea la exigencia de liberarse, en el conjunto de su hacer, del modelo de
las ciencias naturales, y considerar la movilidad histórica de su tema no sóio
como restrictiva de su objetividad sino también como algo positivo. Ahora
bien, en el nuevo desarrollo de las ciencias del espíritu han aparecido
sugerencias para un género de reflexión que verdaderamente puede hacer
frente al estado del problema con justicia y competencia. El metodologismo
ingenuo de la investigación histórica ya no domina solo el campo. El
progreso de la investigación ya no se entiende en todas partes únicamente
como expansión y penetración en nuevos ámbitos o materiales, sino que en
vez de esto se atiende más bien a la configuración de etapas de reflexión
más depuradas dentro de los correspondientes planteamientos. Por supuesto
que aun desde este punto de vista sigue pensándose ideológicamente, bajo el
patrón del progreso de la investigación, como conviene al investigador
desde siempre. Pero junto a ello empieza a entreverse una conciencia
hermenéutica que se vuelve hacia la investigación con un interés más
autorreflexivo. Esto ocurre sobre todo en las ciencias del espíritu que
disponen de una tradición más antigua. La filología clásica, por ejemplo,
una vez que ha ido elaborando su propia tradición en ámbitos cada vez más
179
Fue un síntoma del comienzo de la autocrítica histórica el que a partir de la
primera guerra mundial la «filología clásica» se volviese sobre sí misma
bajo el signo de un nuevo humanismo y reconociese, entre vacilaciones y
titubeos, la relación entre los momentos de sentido normativo y sentido
histórico en este concepto 28. Desde luego no tardó en demostrarse la
imposibilidad de interpretar —aunque se intentó— este viejo concepto de lo
clásico, surgido en la antigüedad y confirmado en la canonización de
determinados escritores, como si él mismo pudiese expresar la unidad de un
ideal de estilo 26. Como designación de un estilo el concepto antiguo era
cualquier cosa menos unívoco. Y cuando empleamos actualmente «clásico»
como concepto histórico de un estilo que se determina unívocamente por su
confrontación con lo de antes y lo de después, este concepto, ya
históricamente consecuente, es sin embargo definitivamente ajeno al de la
antigüedad. El concepto de 10 clásico designa hoy una fase temporal del
desarrollo histórico, no un valor supra-histórico.
bien en esta crítica su nueva, su auténtica legitimación: es clásico lo que se
mantiene frente a la crítica histórica porque su dominio histórico, el poder
vinculante de su validez trasmitida y conservada, va por delante de toda
reflexión histórica y se mantiene en medio de ésta.
Por ilustrar el asunto directamente con el ejemplo del concepto global de la
«antigüedad clásica», es desde luego a-histórico depreciar el helenismo
como la época del ocaso y decadencia del clasicismo, y Droysen acentúa
con razón la continuidad histórica y el significado del helenismo para el
nacimiento y expansión del cristianismo. Pero no le hubiera hecho falta
llevar a cabo esta especie de teodicea histórica si no hubiera sido vigente
todavía un prejuicio a favor de lo clásico, y si el poder educativo del
«humanismo» no se hubiese atenido a la «antigüedad clásica»
conservándola como la herencia imperecedera de la cultura occidental. En el
fondo lo clásico no es realmente un concepto descriptivo en poder de una
conciencia histórica objetivadora; es una realidad histórica a la que sigue
perteneciendo y estando sometida la conciencia histórica misma. Lo clásico
es lo que se ha destacado a diferencia de los tiempos cambiantes y sus
efímeros gustos; es asequible de un modo inmediato, pero no al modo de ese
contacto como eléctrico que de vez en cuando caracteriza a una producción
contemporánea, en la que se experimenta momentáneamente la satisfacción
de una «intuición de sentido que supera i toda expectativa consciente. Por el
contrario es una conciencia de lo permanente, de lo imperecedero, de un
significado independiente de toda circunstancia temporal, la que nos induce
a llamar «clásico» a algo; una especie de presente intemporal que significa
simultaneidad con cualquier presente.
Sin embargo, el elemento normativo del concepto de lo clásico nunca llegó a
desaparecer por completo. Incluso hoy día sigue viviendo en el fondo de la
idea del «gimnasio humanístico» 27. El filólogo tiene razón en no
contentarse con aplicar a sus textos el concepto histórico de estilo
desarrollado en la historia de las artes plásticas. Ya la cuestión de si el
mismo Homero es «clásico» hace vacilar a la categoría histórico-estilística
de lo clásico usada por analogía con la historia del arte; un nuevo ejemplo
de cómo la conciencia histórica comprende siempre algo más de lo que ella
misma admitiría.
Para intentar hacer conscientes estas implicaciones se podría decir quizá lo
siguiente: lo clásico es una verdadera categoría histórica porque es algo más
que el concepto de una época o el concepto histórico de un estilo, sin que
por ello pretenda ser un valor supra-histórico. No designa una cualidad que
se atribuya a determinados fenómenos históricos, sino un modo
característico del mismo ser histórico, la realización de una conservación
que, en una confirmación constantemente renovada, hace posible la
existencia de algo que es verdad 28. Desde luego no es como pretendía
hacer creer un cierto pensamiento histórico: que el juicio de valor por el que
algo es llamado clásico quede realmente desarticulado por la reflexión
histórica y su crítica a todas las construcciones teleológicas en el paso de la
historia. El juicio valorativo implicado en el concepto de lo clásico gana más
Por lo tanto, el primer aspecto del concepto de lo «clásico» es el sentido
normativo, y esto responde por igual al uso lingüístico antiguo y moderno.
Pero en la medida en que esta norma es puesta en relación
retrospectivamente con una magnitud única y ya pasada, que logró satisfacer
y representar a la norma en cuestión, ésta contiene siempre un registro
temporal que la articula temporalmente, Por eso no es demasiado extraño
que al comienzo de la reflexión histórica (para la que como ya vimos el
clasicismo de un Winckelmann fue determinante de su orientación en
Alemania) se destacase, frente a a lo que era vigente como clásico en el
mencionado sentido, un concepto histórico de un tiempo o una época que
designaba tanto un ideal estilístico con un determinado contenido como un
180
tiempo o una época, comprendidos histórico-descriptiva-mente, que
precisamente satisfacían este ideal. Con la distancia del epígono que erige
los patrones se hace claro que la satisfacción de este ideal estilístico designa
un momento histórico que pertenece al pasado. Con esto concuerda el que
en el pensamiento moderno el concepto de lo clásico viniese a usarse para el
conjunto de la «antigüedad clásica», en un momento en que el humanismo
proclama de nuevo el carácter modélico de esta antigüedad. Con ello
recogía, no sin razón, un viejo uso lingüístico. Pues los escritores antiguos,
cuyo «descubrimiento» realizó el humanismo, eran los mismos autores que
habían constituido el canon de lo clásico en la antigüedad tardía.
atestigua producciones especiales en ámbitos muy diversos. De este modo, y
pasando por su realización histórica particular, el concepto valorativo
general de lo clásico se convierte de nuevo en un concepto histórico general
de estilo.
Por muy comprensible que sea este desarrollo, lo cierto es que la
historización del concepto significa al mismo tiempo su desarraigo, y no
carece de motivos el que la incipiente autocrítica de la conciencia histórica
haya vuelto por los fueros del elemento normativo en el concepto de lo
clásico y del carácter históricamente único de su cumplimiento. Todo
«nuevo humanismo» comparte con el primero y más antiguo la conciencia
de su pertenencia inmediata y vinculante a su modelo que, como pasado, es
insasequible y sin embargo presente. En lo «clásico» culmina un carácter
general del ser histórico: el de ser conservación en la ruina del tiempo. Claro
que la esencia general de la tradición es que sólo hace posible el
conocimiento histórico aquello que se conserva del pasado como lo no
pasado. Sin embargo, y como dice Hegel, lo clásico es «lo que se significa y
en consecuencia se interpreta a sí mismo» 30.
La historia de la cultura y educación occidentales guardó y mantuvo a estos
autores porque, en su calidad de autores de la «escuela», se habían
convertido en canon. Es muy fácil comprender cómo el concepto histórico
de estilo pudo acercarse a este uso lingüístico. Pues aunque la conciencia
que acuña este concepto sea una conciencia normativa, hay en ella al mismo
tiempo un rasgo retrospectivo. La conciencia ante la que se destaca la norma
clásica es una conciencia de decadencia y lejanía. No es casual que el
concepto de lo clásico y del estilo clásico se deba a épocas tardías. Calimaco
y el Dialogus de Tácito han desempeñado en este contexto un papel decisivo
29. Pero aún, hay algo más. Es sabido que los autores considerados como
clásicos representan en cada caso a un determinado género literario. Fueron
en su momento el cumplimiento perfecto de la norma correspondiente a este
género, un ideal que se hizo visible en la retrospección de la crítica literaria.
Si frente a estas normas de los géneros literarios se vuelve a un pensamiento
histórico, esto es, si se piensa la historia de estos géneros, entonces lo
clásico se convierte en el concepto de una fase estilística, de un punto
culminante que articula la historia del género en lo de antes y lo de después.
Y en cuanto que los puntos culminantes en la historia de los géneros
literarios pertenecen en buena parte a un mismo espacio de tiempo bastante
restringido, lo clásico designa una determinada fase dentro del conjunto del
desarrollo histórico de la antigüedad clásica, convirtiéndose así en el
concepto de una época fundido con el de un estilo.
Pero en último extremo esto quiere decir que lo clásico es lo que se conserva
porque se significa e interpreta a sí mismo; es decir, aquello que es por sí
mismo tan elocuente que no constituye una proposición sobre algo
desaparecido, un mero testimonio de algo que requiere todavía
interpretación, sino que dice algo a cada presente como si se lo dijera a él
particularmente. Lo que se califica de «clásico» no es algo que requiera la
superación de la distancia histórica; ello mismo está constantemente
realizando esta superación con su propia mediación. En este sentido lo que
es clásico es sin duda «intemporal», pero esta intemporalidad es un modo
del ser histórico.
Por supuesto que esto no excluye que obras que valen como clásicas
planteen problemas de conocimiento histórico a una conciencia histórica
suficientemente desarrollada como para ser consciente de la distancia. Pues
para la conciencia histórica ya no se trata, como para Palladio o para
Corneille, de tomar inmediatamente el modelo clásico, sino de saberlo como
un fenómeno histórico que sólo se comprende desde su propio momento.
Pero en esta comprensión habrá siempre algo más que la reconstrucción
histórica del «mundo» pasado al que perteneció la obra. Nuestra
Como concepto estilístico e histórico, el de lo clásico se hace entonces
susceptible de una expansión universal para cualquier «desarrollo» al que un
telos inmanente confiera alguna unidad. Y es verdad que en todas las
culturas hay su momento de esplendor, en el que la cultura correspondiente
181
comprensión contendrá siempre al mismo tiempo la conciencia de la propia
pertenencia a ese mundo. Y con esto se corresponde también la pertenencia
de la obra a nuestro propio mundo.
a través del hecho de que las partes que se determinan desde el todo
determinan a su vez a este todo.
Este hecho nos es familiar por el aprendizaje de las lenguas antiguas.
Aprendemos que es necesario «construir» una frase antes de intentar
comprender el significado lingüístico de cada parte de dicha frase. Este
proceso de construcción está sin embargo ya dirigido por una expectativa de
sentido procedente del contexto de lo que le precedía. Por supuesto que esta
expectativa habrá de corregirse si el texto lo exige. Esto significa entonces
que la expectativa cambia y que el texto se recoge en la unidad de una
referencia bajo una expectativa de sentido distinta. El movimiento de la
comprensión^ va constantemente del todo a Tacarte yi3e ésta al todo. La
tarea es ampliar la unidad del sentido-comprendido en círculos concéntricos.
Es criterio para la corrección de la comprensión es siempre la congruencia
de cada detalle que el todo. Cuando no hay tal congruencia, esto significa
que la comprensión ha fracasado.
Esto es justamente lo que quiere decir la palabra «clásico»: que la
pervivencia de la elocuencia inmediata de una obra es fundamentalmente
ilimitada31. Por mucho que el concepto de lo clásico quiera decir también
distancia e inasequibilidad y pertenezca así a la forma de la conciencia que
es la «formación», la «formación clásica» seguirá conteniendo siempre algo
de la validez permanente de lo clásico. Incluso la forma de la conciencia
llamada «formación» atestigua todavía una última comunidad y pertenencia
al mundo desde el que habla la obra clásica. Esta elucidación del concepto
de lo clásico no pretende para sí un significado autónomo, sino que intenta
suscitar la pregunta de si esta mediación histórica del pasado con el
presente, tal como la realiza el concepto de lo clásico, no estará presente en
todo comportamiento histórico como sustrato operante. Así como la
hermenéutica romántica pretendía ver en la homogeneidad de la naturaleza
humana un sustrato a-histórico para su teoría de la comprensión,
absolviendo con ello de todo condicionamiento histórico al que comprende
«con-genialmente», la autocrítica de la conciencia histórica llega al cabo a
reconocer movilidad histórica no sólo en el acontecer sino también en el
propio comprender. El comprender debe pensarse menos como una acción
de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer
de la tradición, en el que el pasado ' y el presente se hallan en continua
mediación. Esto es lo que tiene que hacerse oír en la teoría hermenéutica,
demasiado dominada hasta ahora por la idea de un procedimiento, de un
método.
3.
Schleiermacher distingue en -este círculo "hermenéutico del todo y la parte
un aspecto objetivo y un aspecto subjetivo. Igual que cada palabra forma
parte del nexo de la frase, cada texto forma parte del nexo de la obra de un
autor, y éste forma parte a su vez del conjunto del correspondiente género
literario y aún de la literatura entera. Pero por otra parte el mismo texto
pertenece, como manifestación de un momento creador, al todo de la vida
psíquica de su autor. La comprensión sólo se lleva a término en cada caso
desde este todo de naturaleza tanto objetiva como subjetiva. En relación con
esta teoría Dilthey hablará de «estructura» y de la «concentración en un
punto central» desde el cual se produce la comprensión del todo. Con ello
aplica al mundo histórico, como ya declamos lo que desde siempre ha sido
un fundamento de toda interpretación textual: que cada texto debe ser
comprendido desde sí mismo.
El significado hermenéutico de la distancia en el tiempo
He aquí nuestra primera pregunta: ¿Cómo se inicia el esfuerzo
hermenéutico? ¿Qué consecuencias tiene para la comprensión la condición
hermenéutica de la pertenencia a una tradición? En este punto recordaremos
la regla hermenéutica de comprender el todo desde la individual y lo
individual desde el todo. Es una regla que procede de la antigua retórica y
que la hermenéutica moderna ha trasladado del arte de hablar al arte de
comprender. Aquí como allá subyace una relación circular. La anticipación
de sentido que hace referencia al todo sólo llega a una comprensión explícita
Sin embargo, es obligatorio preguntarse si ésta es una manera adecuada de
entender el movimiento circular de la comprensión. Tendremos que
remitirnos aquí al resultado de la hermenéutica de Schleiermacher, aunque
dejando de momento totalmente de lado, lo que éste desarrolla bajo el
nombre de interpretación subjetiva. Cuando intentamos entender un texto no
nos desplazamos hasta la constitución psíquica del autor, sino que, ya que
hablamos de desplazarse, lo hacemos hacia la perspectiva bajo la cual el otro
182
ha ganado su propia opinión. Y ésto no quiere decir sino que intentamos que
se haga valer el derecho de-lo que el otro dice. Cuando intentamos
comprenderle hacemos incluso lo posible por reforzar sus propios
argumentos. Así ocurre también en la conversación. Pero donde se hace más
patente es en la comprensión de~1o escrito. Aquí nos movemos en una
dimensión de sentido que es comprensible en sí misma y que como tal no
motiva ün retroceso ala subjetividad del otro. Es tarea de la hermenéutica
explicar este milagro de la comprensión, que no es una comunión misteriosa
de las almas sino participación en un sentido comunitario.
Cuando Schleiermacher, y siguiendo sus pasos la ciencia del XIX, van más
allá de la «particularidad» de esta reconciliación de antigüedad clásica y
cristianismo y conciben la tarea de la hermenéutica desde una generalidad
formal, logran \ desde luego establecer la concordancia con el ideal de
objetividad propio de las ciencias naturales, pero sólo al precio de renunciar
a hacer valer la concreción de la conciencia histórica j dentro de la teoría
hermenéutica.
Frente a esto la descripción y fundamentación existencial del círculo
hermenéutico por Heidegger representa un giro decisivo. Por supuesto que
en la teoría hermenéutica del XIX se hablaba ya de la estructura circular de
la comprensión, pero siempre en el marco de una relación formal entre lo
individual y el todo, así como de su reflejo subjetivo, la anticipación
intuitiva del todo y su explicación subsiguiente en lo individual. Según esta
teoría el movimiento circular de la comprensión va y viene por los textos y
acaba superándose en la comprensión completa de los mismos. No es sino
muy consecuente que la teoría de la comprensión culmine, en
Schleiermacher, en una teoría del acto adivinatorio mediante el cual el
intérprete entra de lleno en el autor y resuelve desde allí todo lo extraño y
extrañante del texto. Heidegger, por el contrario, describe este círculo en
forma tal que la comprensión del texto se encuentre determinada
continuadamente por el movimiento anticipatorio de la pre-comprensión. El
círculo del todo y las partes no se anula en la comprensión total, sino que
alcanza en ella su realización más auténtica.
Pero tampoco, el lado objetivo de este círculo, tal como lo describe
Schleiermacher, acierta con el núcleo del asunto. Ya hemos visto que el
objetivo de toda comprensión y de todo consenso montado sobre ella es el
acuerdo en la cosa misma. La hermenéutica siempre se propuso como tarea
restablecer un acuerdo alterado o inexistente. La historia de la hermenéutica
es buen testimonio de ello, por ejemplo, si se piensa en san Agustín y su
intento de mediar el antiguo testamento con el mensaje cristiano, o en el
primer protestantismo, ocupado en un empeño similar, o finalmente en la era
de la Ilustración, donde desde luego se produce casi la renuncia al acuerdo
cuando se postula que «el entendimiento completo» de un texto sólo debe
alcanzarse por el camino de la interpretación histórica. Ahora bien, cuando
el romanticismo y Schleiermacher fundan una conciencia histórica de
alcance universal prescindiendo de la forma vinculante de la tradición, de la
que proceden y en la que se encuentran, como fundamento de todo esfuerzo
hermenéutico, esto representa una verdadera innovación cualitativa.
El círculo no es, pues, de naturaleza formal; no es subjetivo ni objetivo, sino
que describe la comprensión como la i interpenetración del movimiento de
la tradición y del movimiento del intérprete. La anticipación de sentido
que guía nuestra comprensión de un texto no es un acto de la subjetividad
sino que se determina desde la comunidad que nos une con la tradición. Pero
en nuestra relación con la tradición, esta ' comunidad está sometida a un
proceso de continua formación. No es simplemente un presupuesto bajo el
que nos encontramos siempre, sino que nosotros mismos la instauramos en '
cuanto que comprendemos; participamos del acontecer, de la tradición y
continuamos determinándolo así desde nosotros mismos. El círculo de la
comprensión no es en este sentido un círculo «metodológico» sino que
describe un momento estructural ontológico de la comprensión.
Incluso, un precedente inmediato de Schleiermacher, el filólogo Friedrich
Ast, mantenía una comprensión decididamente material de la tarea de la
hermenéutica cuando presentaba como su tarea específica la reconstrucción
del acuerdo entre antigüedad clásica y cristianismo, entre una antigüedad
clásica verdadera, percibida con ojos nuevos, y la tradición cristiana. Frente
a la Ilustración esto es algo nuevo en el sentido de que una hermenéutica así
no mide y condena ya la tradición desde el patrón de la razón natural. Pero
en cuanto que intenta una concordancia llena de sentido entre las dos
tradiciones en las que se encuentra, esta hermenéutica continúa
esencialmente la generalizada idea anterior de ganar en la comprensión un
acuerdo de contenido.
183
Sin embargo, el sentido de este círculo que subyace a toda comprensión
posee una nueva consecuencia hermenéutica que me gustaría llamar
«anticipación de la perfección». También esto es evidentemente un
presupuesto formal que guía toda comprensión. Significa que sólo es
comprensible lo que representa una unidad perfecta de sentido. Hacemos
esta presuposición de la perfección cada vez que leemos un texto, y sólo
cuando la presuposición misma se manifiesta como insuficiente, esto es,
cuando el texto no es comprensible, dudamos de la trasmisión e intentamos
adivinar cómo puede remediarse. Las reglas que seguimos en estas
consideraciones de la crítica textual pueden dejarse ahora de lado, pues de
lo que se trata también aquí es del hecho de que su aplicación correcta no
puede ser separada de la comprensión del contenido del texto.
mismo asunto. Desde esto se determina lo que puede ser considerado como
sentido unitario, y en consecuencia la aplicación de la anticipación de la
perfección 33.
De este modo el sentido de la pertenencia, esto es, el momento de la
tradición en el comportamiento histórico-hermenéutico, se realiza a través
de la comunidad de prejuicios fundamentales y sustentadores. La
hermenéutica tiene que partir de que el que quiere comprender está
vinculado al asunto que 1 se expresa en la tradición, y que tiene o logra una
determinada conexión con la tradición desde la que habla lo trasmitido. Por I
otra parte la conciencia hermenéutica sabe que no puede estar vinculada al
asunto al modo de una unidad incuestionable y natural, como ocurre en la
pervivencia de una tradición sin solución de continuidad. Existe una
verdadera polaridad de familiaridad y extrañeza, y en ella se basa la tarea de
la hermenéutica, pero no en el sentido psicológico de Schleiermacher, como
el ámbito que oculta el misterio de la individualidad, sino en un sentido
verdaderamente hermenéutico, esto es, con la atención puesta en algo dicho:
el lenguaje en el que nos habla la tradición, la leyenda que leemos en ella.
También aquí se manifiesta una tensión. La posición entre extrañeza y
familiaridad que ocupa para nosotros la tradición es el punto medio entre la
objetividad de la distancia histórica y la pertenencia a una tradición. Y este
punto medio es el verdadero topos de la hermenéutica.
La anticipación de perfección que domina nuestra comprensión está sin
embargo en cada caso determinada respecto a algún contenido. No sólo se
presupone una unidad inmanente de sentido que pueda guiar al lector, sino
que la comprensión de éste está guiada constantemente por expectativas de
sentido trascendentes que surgen de su relación con la verdad de lo referido
por el texto. Igual que el receptor de una carta emprende las noticas que ésta
contiene y empieza por ver las cosas con los ojos del que la escribió,
teniendo por cierto lo que éste escribe, y no intenta, por ejemplo,
comprender las opiniones peregrinas del escritor como tales, también
nosotros entendemos los textos trasmitidos sobre la base de expectativas de
sentido que extraemos de nuestra propia relación precedente con el asunto.
E igual que damos crédito a las noticias de nuestro corresponsal porque éste
estaba presente o porque en general entiende de la cuestión, estamos
básicamente abiertos a la posibilidad de que un texto trasmitido entienda del
asunto más de lo que nuestras opiniones previas nos inducirían a suponer.
Sólo el fracaso del intento de considerar verdadero lo dicho conduce al
esfuerzo de «comprender» el texto como la opinión de otro, psicológica o
históricamente 32. El prejuicio de la perfección contiene pues no sólo la
formalidad de que un texto debe expresar perfectamente su opinión, sino
también de que lo que dice es una perfecta verdad.
De esta posición intermedia que está obligada a ocupar la hermenéutica se
sigue que su tarea no es desarrollar un procedimiento de la comprensión,
sino iluminar las condiciones bajo las cuales se entiende. Pero estas
condiciones no son todas del tipo de los «procedimientos» o métodos, ni el
que comprende podría ponerlas por sí mismo en aplicación; estas
condiciones tienen que estar dadas. Los prejuicios y opiniones previos que
ocupan la conciencia del intérprete no están a su disposición; éste no está en
condiciones de distinguir por sí mismo los prejuicios productivos que hacen
posible la comprensión de aquellos otros que la obstaculizan y producen los
malentendidos.
Realmente, esta distinción sólo puede tener lugar en la comprensión misma,
y por eso es cosa de la hermenéutica preguntarse cómo se realiza. Pero esto
implica traer a primer
También aquí se nos confirma que comprender significa primariamente
entenderse en la cosa, y sólo secundariamente destacar y comprender la
opinión del otro como tal. Por eso |la primera de todas las condiciones
hermenéuticas es la pre-comprensión que surge del tener que ver con el
184
lo hace la crítica histórica de las fuentes cuando busca por detrás de la
tradición. Aunque aquí se trate de una tarca no histórica sino hermenéutica,
ésta sólo es soluble cuando se aplica como clave un conocimiento objetivo.
Sólo entonces puede descifrarse la desfiguración; también en la
conversación se entiende la ironía en la medida en que uno mantiene un
acuerdo objetivo con el otro. En este sentido la que parecía una excepción
viene a ser una verdadera confirmación de que la comprensión implica
siempre acuerdo.
sino siempre. Por eso la comprensión no es nunca un comportamiento sólo
reproductivo, sino que es a su vez siempre productivo. Quizá no es correcto
hablar de «comprender mejor» en relación con este momento productivo
inherente a la comprensión. Pues ya hemos visto que esta fórmula es la
adaptación de un postulado básico de la crítica objetiva de la época de la
Ilustración a los fundamentos de la estética del genio. Comprender no es
comprender mejor, ni en el sentido objetivo de saber más en virtud de
conceptos más claros, ni en el de la superioridad básica que posee lo
consciente respecto a lo in-consciente de la producción. Bastaría decir que,
cuando se comprende, se comprende de un modo diferente. Este concepto de
la comprensión rompe desde luego el círculo trazado por la hermenéutica
romántica.
Importa destacar esto sobre todo frente a la teoría hermenéutica del
romanticismo. Recordaremos que ésta pensaba la comprensión como la
reproducción de una producción originaria. Por eso podía colocarse bajo la
divisa de que hay que llegar a comprender a un autor mejor de lo que él
mismo se comprendía. Ya hemos investigado el origen de esta frase y su
relación con la estética del genio, pero tendremos que volver ahora sobre
ello por el nuevo significado que obtiene la misma a la luz de nuestras
últimas consideraciones.
En cuanto que ya no se refiere a la individualidad y sus opiniones sino a la
verdad objetiva, el texto no es entendido como mera expresión vital sino que
se toma en serio su propia pretensión de verdad. El que también esto, o
mejor dicho, precisamente esto se llame «comprender» era antes algo lógico
y natural; baste como muestra la cita de Chladenius. Sin embargo, la
conciencia histórica y el giro psicológico que dio Schleiermacher han
desarrollado esta dimensión del problema hermenéutico, que sólo ha podido
ser recuperada cuando se hicieron patentes las aporías del historicismo y
cuando éstas condujeron finalmente a aquel giro nuevo y fundamental que
dio en mi opinión el impulso más decisivo al trabajo de Heidegger. Pues la
productividad hermenéutica de la distancia en el tiempo sólo pudo ser
pensada desde el giro ontológico que dio Heidegger a la comprensión como
«factum existencial» y desde la interpretación temporal que ofreció para el
modo de ser del estar ahí.
El que la comprensión ulterior posea una superioridad de principio frente a
la producción originaria y pueda formularse como un «comprender mejor»
no reposa en realidad sobre un hacer consciente posterior, capaz de
equiparar al intérprete con el autor original (como apiñaba Schleiermacher),
sino que por el contrario remite a una diferencia insuperable entre el
intérprete y el autor, diferencia que está dada por la distancia histórica. Cada
época entiende un texto trasmitido de una manera peculiar, pues el texto
forma parte del conjunto de una tradición por la que cada época tiene un
interés objetivo y en la que intenta comprenderse a sí misma. El verdadero
sentido de un texto tal como éste se presenta a su intérprete no depende del
aspecto puramente ocasional que representan el autor y su público
originario. O por lo menos no se agota en esto. Pues este sentido está
siempre determinado también por la situación histórica del intérprete, y en
consecuencia por el todo del proceso histórico. Un autor como Chladenius,
que no ha relegado todavía la comprensión a la historia, tiene esto en cuenta
de una manera completamente espontánea e ingenua cuando opina que un
autor no necesita haber reconocido por sí mismo todo el verdadero sentido
de su texto, y que en consecuencia el intérprete puede y debe entender con
frecuencia más que aquél. Sin embargo, esto tiene un significado realmente
fundamental. El sentido de un texto supera a su autor no ocasionalmente
El tiempo ya no es primariamente un abismo que hubiera de ser salvado
porque por sí mismo sería causa de división y lejanía, sino que es en
realidad el fundamento que sustenta el acontecer en el que tiene sus raíces el
presente. La distancia en el tiempo no es en consecuencia algo que tenga
que ser superado. Este era más bien el presupuesto ingenuo del historicismo:
que había que desplazarse al espíritu de la época, pensar en sus conceptos y
representaciones en vez de en las propias, y que sólo así podría avanzarse en
el sentido de una objetividad histórica. Por el contrario de lo que se trata es
de reconocer la distancia en él tiempo ~ como una posibilidad positiva y
productiva del comprender No es un abismo devorador, sino que está
185
cubierto 'por la continuidad de la procedencia y de la tradición, a cuya luz se
nos muestra todo lo trasmitido. Ño será aquí exagerado hablar de una
genuina productividad del acontecer. Todo el mundo conoce esa peculiar
impotencia de juicio allí donde no hay una distancia en el tiempo que nos
proporciona patrones seguros. El juicio sobre el arte contemporáneo reviste
para la conciencia científica una desesperante inseguridad. Cuando nos
acercamos a este tipo de creaciones lo hacemos evidentemente desde
prejuicios incontrolables, desde presupuestos que tienen demasiado poder
sobre nosotros como para que podamos conocerlos, y que confieren a la
creación contemporánea una especie de hiperresonancia que no se
corresponde con su verdadero contenido y significado. Sólo la paulatina
extinción de los nexos actuales va haciendo visible su verdadera forma y
posibilita una comprensión de lo que se dice en ellos que pueda pretender
para sí una generalidad vinculante.
agota realmente el problema hermenéutico. La distancia en el tiempo tiene
evidentemente más sentido que la mera desconexión de los propios intereses
sobre el objeto. La distancia es la única que permite una expresión completa
del verdadero sentido que hay en las cosas. Sin embargo, el verdadero
sentido contenido en un texto o en una obra de arte no se agota al llegar a un
determinado punto final, sino que es un proceso infinito. No es sólo que
cada vez se vayan desconectando nuevas fuentes de error y filtrando así
todas las posibles distorsiones del verdadero sentido, sino que
constantemente aparecen nuevas fuentes de comprensión que hacen patentes
relaciones de sentido insospechadas. La distancia en el tiempo que hace
posible este filtraje no tiene una dimensión concluida, sino que ella misma
está en constante movimiento y expansión. Junto al lado negativo del filtraje
que opera la distancia en el tiempo aparece simultáneamente su aspecto
positivo para la comprensión. No sólo ayuda a que vayan muriendo los
prejuicios de naturaleza particular, sino que permite también que vayan
apareciendo aquéllos que están en condiciones de guiar una comprensión
correcta.
Esta experiencia ha traído a primer plano de la investigación histórica el
hecho de que un conocimiento objetivo sólo puede ser alcanzado desde una
cierta distancia histórica. Es verdad que lo que una cosa es, el contenido que
les es propio, sólo se distingue desde la distancia respecto a la actualidad y
sus efímeras circunstancias. La posibilidad de adquirir una cierta
panorámica sobre un proceso histórico en virtud de su carácter relativamente
cerrado sobre sí, de su lejanía respecto a las opiniones objetivas qué
dominan en el presente, todo esto son hasta cierto punto condiciones
positivas de la comprensión histórica. Un presupuesto tácito del método
histórico es en general que el significado objetivo y permanente de algo sólo
-se hace verdaderamente reconocible cuando pertenece a un nexo más o
menos concluido. En otras palabras: cuando está suficientemente muerto
como para que ya sólo interese históricamente. Sólo entonces parece posible
desconectar la participación subjetiva del observador. En realidad esto es
una paradoja; es el correlato, en la teoría de la ciencia, del viejo problema
moral de si alguien puede ser llamado feliz antes de su muerte. Igual que
Aristóteles mostró hasta qué punto un problema de este tipo logra aguzar las
posibilidades de juicio humanas M, la reflexión hermenéutica tiene que
establecer aquí una análoga agudización de la autoconciencia metódica de la
ciencia. Es enteramente cierto que determinados requisitos hermenéuticos se
satisfacen sin dificultad allí donde un nexo histórico ya sólo interesa
históricamente. Pues en tal caso hay ciertas fuentes de error que se
desconectan por sí solas. Pero queda en pie la cuestión de si con esto se
Sólo la distancia en el tiempo hace posible resolver la verdadera cuestión
crítica de la hermenéutica, la de distinguir los prejuicios verdaderos bajo los
cuales comprendemos, de los prejuicios falsos que producen los
malentendidos. En este sentido, una conciencia formada hermenéuticamente
tendrá que ser hasta cierto punto también conciencia histórica, y. hacer
conscientes los propios prejuicios que le guían en la comprensión con el fin
de que la tradición se destaque a su vez como opinión distinta y acceda así a
su derecho. Es claro que el hacer patente un prejuicio implica poner en
suspenso su validez. Pues mientras un prejuicio nos está determinando, ni lo
conocemos ni lo pensamos como juicio. ¿Cómo podría entonces llegar a
hacerse visible? Poner ante sí un prejuicio es imposible mientras él continúe
su obra imperceptible; sólo se logra cuando de algún modo se lo «estimula».
Este estímulo procede precisamente del encuentro con la tradición. Pues lo
que incita a la comprensión tiene que haberse hecho valer ya de algún modo
en su propia alteridad. Ya hemos visto que la comprensión comienza allí
donde algo nos interpela. Esta es la condición hermenéutica suprema. Ahora
sabemos cuál es su exigencia: poner en suspenso por completo los propios
prejuicios. Sin embargo, la suspensión de todo juicio, y, a fortiori, la de todo
prejuicio, tiene la estructura lógica de la pregunta.
186
La esencia de la pregunta es el abrir y mantener abiertas posibilidades.
Cuando un prejuicio se hace cuestionable, en base a lo que nos dice otro o
un texto, esto no quiere decir que se lo deje simplemente de lado y que el
otro o lo otro venga a sustituirlo inmediatamente en su validez. Esta es más
bien la ingenuidad del objetivismo histórico, la pretensión de que uno puede
hacer caso omiso de sí mismo. En realidad el propio prejuicio sólo entra
realmente en juego en cuanto que está ya metido en él. Sólo en la medida en
que se ejerce puede llegar a tener noticia de la pretensión de verdad del otro
y ofrecerle la posibilidad de que éste se ejercite a su vez.
dirige tanto a la investigación como a la conciencia metódica de la misma,
es consecuencia obligada de toda reflexión a fondo de la conciencia
histórica.
Por supuesto que no es una exigencia hermenéutica en el sentido tradicional
del concepto de hermenéutica; pues no quiere decir que la investigación
tenga que desarrollar un planteamiento de historia efectual paralelo al
planteamiento directo de la comprensión de la obra. Se trata más bien de una
exigencia teórica. La conciencia histórica tiene que hacerse consciente de
que en la aparente inmediatez con que se orienta hacia la obra o la tradición
está siempre en juego este otro planteamiento, aunque de una manera
imperceptible y en consecuencia incontrolada. Cuando intentamos
comprender un fenómeno histórico desde la distancia histórica que
determina nuestra situación hermenéutica en general, nos hallamos siempre
bajo los efectos de esta historia efectual. Ella es la que determina por
adelantado lo quejaos ya a parece cuestionable y olvidamos normalmente
olvidamos la mitad de lo que es real, más aún, olvidamos toda la verdad de
este fenómeno cada vez que tomamos el fenómeno inmediato como toda la
verdad.
La ingenuidad del llamado historicismo consiste en que se sustrae a una
reflexión de este tipo y olvida su propia historicidad con su confianza en la
metodología de su procedimiento. En este punto conviene dejar de lado este
pensamiento histórico mal entendido y apelar a uno mejor entendido. Un
pensamiento verdaderamente histórico tiene que ser capaz de pensar al
mismo tiempo su propia historicidad. Sólo entonces dejará de perseguir el
fantasma de un objeto histórico que lo sea de una investigación progresiva,
aprenderá a conocer en el objeto lo diferente de lo propio, y conocerá así
tanto lo uno como lo otro. El verdadero objeto histórico no es un objeto,
sino que es la unidad de lo uno y de lo otro, una relación en la que la
realidad de la historia persiste igual que la realidad del comprender
histórico. Una hermenéutica adecuada debe mostrar en la comprensión
misma la realidad de la historia. Al contenido de este requisito yo le llamaría
«historia efectúa!». Entender es, esencialmente, un proceso de historia
efectual.
4.
En la aparente ingenuidad de nuestra comprensión, en la que nos guiamos
por el patrón de la comprensibilidad, lo otro se muestra tan a la luz de lo
propio que ni lo propio ni lo otro llegan realmente a expresarse como tales.
El objetivismo histórico que se remite a su propio método crítico oculta la
trabazón efectual en la que se encuentra la misma conciencia histórica. Es
verdad que gracias a su método crítico se sustrae a la arbitrariedad y
capricho de ciertas actualizaciones del pasado, pero con esto se crea una
buena conciencia desde la que niega aquellos presupuestos que no son
arbitrarios ni caprichosos, sino sustentadores de todo su propio comprender;
de esta forma se yerra al mismo tiempo la verdad que sería accesible a la
finitud de nuestra comprensión. En esto el objetivismo histórico se parece a
la estadística, que es tan formidable medio propagandístico porque deja
hablar al lenguaje de los hechos y aparenta así una objetividad que en
realidad depende de la legitimidad de su planteamiento.
El principio de la historia efectual
El interés histórico no se orienta sólo hacia los fenómenos históricos o las
obras trasmitidas, sino que tiene como temática secundaria el efecto de los
mismos en la historia (lo que implica también a la historia de la
investigación); esto es considerado, generalmente, como una mera extensión
del planteamiento histórico que, desde el Raffael de Hermann Grimm hasta
Gundolf y más allá de él, ha dado como fruto toda una serie de valiosas
perspectivas históricas. En este sentido la historia efectual no es nada nuevo.
Sí es nueva, en cambio, la exigencia de un planteamiento histórico-efectual
cada vez que una obra o una tradición ha de ser extraída del claroscuro entre
tradición e historiografía y puesta a cielo abierto; esta exigencia, que no se
No se exige, por lo tanto, un desarrollo de la historia efectual como nueva
disciplina auxiliar de las ciencias del espíritu, sino que éstas aprendan a
comprenderse mejor a sí mismas y reconozcan que los efectos de la historia
187
efectual operan en toda comprensión, sea o no consciente de ello. Cuando se
niega la historia efectual en la ingenuidad de la fe metodológica, la
consecuencia puede ser incluso una auténtica deformación del
conocimiento. Esto nos es conocido a través de la historia de las ciencias, en
la que aparecen demostraciones irrefutables de cosas evidentemente falsas.
Pero en su conjunto el poder de la historia efectual no depende de su
reconocimiento. Tal es precisamente el poder de la historia sobre la
conciencia humana limitada: que se impone incluso allí donde la fe en el
método quiere negar la propia historicidad. De aquí la urgencia con que se
impone la necesidad de hacer consciente la historia efectual: lo necesita la
propia conciencia científica, aunque por otra parte esto no significa en modo
alguno que sea un requisito que se pueda satisfacer plenamente. La
afirmación de que la historia efectual puede llegar a hacerse completamente
consciente es tan híbrida como la pretensión hegeliana de un saber absoluto
en el que la historia llegaría a su completa auto-trasparencia y se elevaría así
hasta la altura del concepto. Por el contrario la conciencia histórico-efectual
es un momento de la realización de la comprensión, y más adelante veremos
que opera ya en la obtención de la pregunta correcta.
del Espíritu hegeliana en cuanto que en toda subjetividad se muestra la
sustancialidad que la determina.
Todo presente finito tiene sus límites. El concepto de la situación se
determina justamente en que representa una posición que limita las
posibilidades de ver. Al concepto de Ja situación le pertenece esencialmente
el concepto del horizonte. Horizonte es el ámbito de visión que abarca y
encierra todo lo que es visible desde un determinado punto. Aplicándolo a la
conciencia pensante hablamos entonces de la estrechez del horizonte, de la
posibilidad de ampliar el horizonte, de la apertura de nuevos horizontes. La
lengua filosófica ha empleado esta palabra, sobre todo desde Nietzsche y
Husserl, para caracterizar la vinculación de1 pensamiento a su
determinatividad finita y la ley del progreso de ampliación del ámbito
visual. El que no tiene horizontes es un hombre que no ve suficiente y que
en consecuencia supervalora lo que le cae más cerca. En cambio tener
horizontes significa no estar limitado a lo más cercano sino poder ver por
encima de ello. El que tiene horizontes puede valorar correctamente el
significado de todas las cosas que caen dentro de ellos según los patrones de
cerca y lejos, grande y pequeño. La elaboración de la situación hermenéutica
significa entonces la obtención del horizonte correcto para las cuestiones
que se nos plantean cara a la tradición.
La conciencia de la historia efectual es en primer lugar conciencia de la
situación hermenéutica. Sin embargo, el hacerse consciente de una situación
es una tarea que en cada caso reviste una dificultad propia. El concepto de la
situación se caracteriza por que uno no se encuentra frente a ella y por lo
tanto no puede tener un saber objetivo de ella35. Se está en ella, uno se
encuentra siempre en una situación cuya iluminación es una tarea a la que
nunca se puede dar cumplimiento por entero. Y esto vale también para la
situación hermenéutica, esto es, para la situación en la que nos encontramos
frente a la tradición que queremos comprender. Tampoco se puede llevar a
cabo por completo la iluminación de esta situación, la reflexión total sobre
la historia efectual; pero esta inacababilidad no es defecto de la reflexión
sino que está en la esencia misma del ser histórico que somos. Ser histórico
quiere decir no agotarse nunca en el saberse. Todo saberse procede de una
predeterminación histórica que podemos llamar con Hegel «sustancia»,
porque soporta toda opinión y comportamiento subjetivo y en consecuencia
prefigura y limita toda posibilidad de comprender una tradición en su
alteridad histórica. Desde esto la tarea de la hermenéutica filosófica puede
caracterizarse como sigue: tiene que rehacer el camino de la fenomenología
Es también interesante hablar de horizonte en el marco de la comprensión
histórica, sobre todo cuando nos referimos a la pretensión de la conciencia
histórica de ver el pasado en su propio ser, no desde nuestros patrones y
prejuicios contemporáneos sino desde su propio horizonte histórico. La tarea
de la comprensión histórica incluye la exigencia de ganar en cada caso el
horizonte histórico, y representarse así lo que uno quiere comprender en sus
verdaderas medidas. El que omita este desplazarse al horizonte histórico
desde el que habla la tradición estará abocado a malentendidos respecto al
significado de los contenidos de aquélla. En este sentido parece una
exigencia hermenéutica justificada el que uno se ponga en el lugar del otro
para poder entenderle. Sólo que habrá que preguntarse entonces si este lema
no se hace deudor precisamente de la comprensión que le exige a uno.
Ocurre como en el diálogo que mantenemos con alguien con el único
propósito de llegar a conocerle, esto es, de hacernos idea de su posición y
horizonte. Este no es un verdadero diálogo; no se busca el consenso sobre
un tema, sino que los contenidos objetivos de la conversación no son más
188
que un medio para conocer el horizonte del otro (Piénsese, por ejemplo, en
la situación de examen o en determinadas formas de conversación
terapéutica). La conciencia histórica opera de un modo análogo cuando se
coloca en la situación de un pasado e intenta alcanzar así su verdadero
horizonte histórico. E igual que en esta "forma de diálogo el otro se hace
comprensible en sus opiniones desde el momento en que se ha reconocido
su posición y horizonte, sin que esto implique sin embargo que uno llegue a
entenderse con él, para el que piensa históricamente la tradición se hace
comprensible en su sentido sin que uno se entienda con ella ni en ella.
¿O no será esto un nuevo reflejo romántico, una especie de robinsonada de
la Ilustración histórica, la ficción de una isla inalcanzable tan artificiosa
como el propio Robinson, el presunto fenómeno originario del solus ipse?
Igual que cada individuo no es nunca un individuo solitario porque está
siempre entendiéndose con otros, del mismo modo el horizonte cerrado que
cercaría a las culturas es una abstracción. La movilidad histórica de la
existencia humana estriba precisamente en que no hay una vinculación
absoluta a una determinada posición, y en este sentido tampoco hay
horizontes realmente cerrados.
En uno y otro caso el que busca comprender se coloca a sí mismo fuera de la
situación de un posible consenso; la situación no le afecta. En la medida en
que atiende no sólo a lo que el otro intenta decirle sino también a la posición
desde la que lo hace, retrotrae su propia posición a la inmunidad de lo
inasequible. Ya hemos visto en la génesis del pensamiento histórico que éste
asume efectivamente esta ambigua transición del medio al fin, convirtiendo
en un fin lo que es sólo un medio. El texto que se intenta comprender
históricamente es privado de su pretensión de decir la verdad. Se cree
comprender porque se mira la tradición desde el punto de vista histórico,
esto es, porque uno se desplaza a la situación histórica e intenta reconstruir
su horizonte. De hecho se ha renunciado definitivamente a la pretensión de
hallar en la tradición una verdad comprensible que pueda ser válida para uno
mismo. Este reconocimiento de la alteridad del otro, que convierte a ésta en
objeto de conocimiento objetivo, lo que hace es poner en suspenso todas sus
posibles pretensiones.
El horizonte es más bien algo en lo que hacemos nuestro camino y que hace
el camino con nosotros. El horizonte se desplaza al paso de quien se mueve.
También el horizonte del pasado, del que vive toda vida humana y que está
ahí bajo la forma de la tradición, se encuentra en un perpetuo movimiento.
No es la conciencia histórica la que pone en movimiento al horizonte
limitador; sino que en la conciencia histórica este movimiento tan sólo se
hace consciente de sí mismo.
Cuando nuestra conciencia histórica se desplaza hacia horizontes históricos
esto no quiere decir que se traslade a mundos extraños, a los que nada
vincula con el nuestro; por el contra-1 rio todos ellos juntos forman ese gran
horizonte que se mueve por sí mismo y que rodea la profundidad histórica
de nuestra autoconciencia más allá de las fronteras del presente. En realidad
es un único horizonte el que rodea cuanto contiene en sí misma la
conciencia histórica. El pasado propio y extraño al que se vuelve la
conciencia histórica forma parte del horizonte móvil desde el que vive la
vida humana y que determina a ésta como su origen y como su tradición.
Surge entonces la cuestión de si esta descripción alcanza realmente al
fenómeno hermenéutico. ¿Existen realmente dos horizontes distintos, aquél
en el que vive el que comprende y el horizonte histórico al que éste pretende
desplazarse? ¿Es una descripción correcta y suficiente del arte de la
comprensión histórica la de que hay que aprender a desplazarse a horizontes
ajenos? ¿Puede decirse en este sentido que hay horizontes cerrados?
Recuérdese el reproche que hace Nietzsche al historicismo, de romper los
horizontes circunscritos por el mito, únicos en los que puede vivir una
cultura 38. ¿Puede decirse que el horizonte del propio presente es algo tan
cerrado? ¿Es siquiera pensable una situación histórica limitada por un
horizonte cerrado?
En este sentido, comprender una tradición requiere sin duda un horizonte
histórico. Pero lo que no es verdad es que este horizonte se gane
desplazándose a una situación histórica. Por el contrario, uno tiene que tener
siempre su horizonte para poder desplazarse a una situación cualquiera.
¿Qué significa en realidad este desplazarse? Evidentemente no algo tan
sencillo como «apartar la mirada de sí mismo». Por supuesto que también
esto es necesario en cuanto que se intenta dirigir la mirada realmente a una
situación distinta. Pero uno tiene que traerse a sí mismo hasta esta otra
situación. Sólo así se satisface el sentido del «desplazarse». Si uno se
desplaza, por ejemplo, a la situación de otro hombre, uno le comprenderá,
189
esto es, se hará consciente de su alteridad, de su individualidad irreductible,
precisamente porqué es uno el que se desplaza a su situación.
presente, pues representan aquello más allá de lo cual ya no se alcanza a ver.
Importa sin embargo mantenerse lejos del error de que lo que determina y
limita el horizonte del presente es un acervo fijo de opiniones y
valoraciones, y de que frente a ello la alteridad del pasado se destaca como
un fundamento sólido.
Este desplazarse no es ni empatía de una individualidad en la otra, ni
sumisión del otro bajo los propios patrones; por el contrario, significa
siempre un ascenso hacia una generalidad superior, que rebasa tanto la
particularidad propia como la del otro. El concepto de horizonte se hace aquí
interesante porque expresa esa panorámica más amplia que debe alcanzar el
que comprende. Ganar un horizonte quiere decir siempre aprender a ver más
allá de lo cercano y de lo muy cercano, no desatenderlo, sino precisamente
verlo mejor integrándolo en un todo más grande y en patrones más
correctos. Tampoco es una buena descripción de la conciencia histórica la
que habla con Nietzsche de los muchos horizontes cambiantes a los que ella
enseña a desplazarse. El que aparta la mirada de sí mismo se priva
justamente del horizonte histórico, y la idea de Nietzsche de las desventajas
de la ciencia histórica para la vida no concierne en realidad a la conciencia
histórica como tal, sino a la auto-enajenación de que es víctima cuando
entiende la metodología de la moderna ciencia de la historia como su propia
esencia. Ya lo hemos puesto de relieve en otro momento: una conciencia
verdaderamente histórica aporta siempre su propio presente, y lo hace
viéndose tanto a sí misma como a lo históricamente otro en sus verdaderas
relaciones. Por supuesto que ganar para sí un horizonte histórico requiere un
intenso esfuerzo. Uno no se sustrae a las esperanzas y temores de lo que le
es más próximo, y sale al encuentro de los testimonios del pasado desde esta
determinación. Por eso es una tarea tan importante como constante impedir
una asimilación precipitada del pasado con las propias expectativas de
sentido. Sólo entonces se llega a escuchar la tradición tal como ella puede
hacerse oír en su sentido propio y diferente.
En realidad el horizonte del presente está en un proceso de constante
formación en la medida en que estamos obligados a poner a prueba
constantemente todos nuestros prejuicios. Parte de esta prueba es el
encuentro con el pasado y la comprensión de la tradición de la que nosotros
mismos procedemos. El horizonte del presente no se forma pues al margen
del pasado. Ni existe un horizonte del presente en sí mismo ni hay
horizontes históricos que hubiera que ganar. Comprender es siempre el
proceso de fusión de estos presuntos «horizontes para sí mismos». La fuerza
de esta fusión nos es bien conocida por la relación ingenua de los viejos
tiempos consigo mismo y con sus orígenes. La fusión tiene lugar
constantemente en el dominio de la tradición; pues en ella lo viejo y lo
nuevo crecen siempre juntos hacia una validez llena de vida, sin que lo uno
ni lo otro lleguen a destacarse explícitamente por sí mismos.
Pero si en realidad no existen estos horizontes que se destacan los unos de
los otros, ¿por qué hablamos entonces de fusión de horizontes y no
sencillamente de la formación de ese horizonte único que va remontando su
frontera hacia las profundidades de la tradición? Plantear esta cuestión
implica admitir la peculiaridad de la situación en la que la comprensión se
convierte en tarea científica, y admitir que es necesario llegar a elaborar esta
situación como hermenéutica. Todo encuentro con la tradición realizado con
conciencia histórica experimenta por sí mismo la relación de tensión entre
texto y presente. La tarea hermenéutica consiste en no ocultar esta tensión
en una asimilación ingenua, sino en desarrollarla conscientemente. Esta es la
razón por la que ^comportamiento hermenéutico está obligado a proyectar
un horizonte histórico que se distinga del presente, La conciencia histórica
es consciente de su propia alteridad y por eso destaca el horizonte de la
tradición respecto al suyo propio. Pero por otra parte ella misma no es, como
hemos intentado mostrar, sino una especie de superposición sobre una
tradición que pervive, y por eso está abocada a recoger enseguida lo que
acaba de destacar, con el fin de medirse consigo misma en la unidad del
horizonte histórico que alcanza de esta manera.
Ya hemos visto antes cómo todo esto tiene lugar bajo la forma de un
proceso de ir destacando aspectos. Consideremos un momento cuál es el
contenido de este concepto de «destacan). Destacar es siempre una relación
recíproca. Lo que debe destacarse tiene que destacarse frente a algo que a su
vez deberá destacarse de aquello. Todo destacar algo vuelve
simultáneamente visible aquello de lo que se destaca. Es lo mismo que
hemos descrito antes como el «poner en juego» los prejuicios. Partíamos
entonces de que una situación hermenéutica está determinada por los
prejuicios que nosotros aportamos. Estos forman así el horizonte de un
190
El proyecto de un horizonte histórico es, por lo tanto, una fase o momento
en la realización de la comprensión, y no se consolida en la autoenajenación de una conciencia pasada, sino que se recupera en el propio
horizonte comprensivo del presente. En la realización de la comprensión
tiene lugar una verdadera fusión horizóntica que con el proyecto del
horizonte histórico lleva a cabo simultáneamente su superación. A la
realización controlada de esta fusión le dimos ya el nombre de «tarea de la
conciencia histórico-efectual». Así como en la herencia de la hermenéutica
romántica el positivismo estético-histórico llegó a ocultar por completo esta
tarea, el problema central de la hermenéutica estriba precisamente en ella.
Es el prnhiema de la aplicació'n que está contenida en toda comprensión.
5.
6. Cf. L. Strauss, Die lieligionskrilik Spinosas, 163: «Lil término "prejuicio"
es la expresión más adecuada para la gran voluntad de la Ilustración, la
voluntad de un examen libre y sin constricciones. Prejuicio es el correlato
polémico inequívoco de ese término tan excesivamente equívoco que es
"libertad ».
7.
Praeitidicium auctoritatis it precipitantiae: Así ya Christian
Thomasius en sus JLectiones de praeiudiciis (1689-1690) y en su Einleitung
der Vertiun-fliebre, cap. 13, § 39-40. Cf. el artículo en Walch,
Pbilosopbiscbes Lexikon, 1726, 2.794 s.
Notaa:
1.
Sein und Zeit, 312 s.
8.
Al comienzo de su artículo «Beantwortung der Frage: Was ist
Aufklárung?», 1784 («Respuesta a la pregunta ¿Que cs Ia Ilustración?» en I.
Kant, Filosofía de la historia, Buenos Aires 1964, 58-68).
M. Heidegger, Sein und Zett, p. 312 s.
2.
Cf. Fr. Schleiermacher, Hermeneutik: Abhandlungen der
Heldelberger Akademie 2 (1959), que confiesa expresamente su adhesión al
viejo ideal de la teoría del arte. Cf. p. 127, nota: «...detesto el que la teoría se
quede simplemente en la naturaleza y en los fundamentos del arte del que
ella es objeto».
9. La ilustración antigua cuyo fruto fue la filosofía griega y cuya
manifestación más extremada fue la sofística fue de un género muy dis tinto
y permitió por eso a un pensador como Platón mediar con mitos filosóficos
entre la tradición religiosa y el camino dialéctico del filosofar. Cf. E. Frank,
Pbilosopbiscbe Hrkenntnis und religióse Wahrbéit, 31 s, asi como mi
recensión en Theologische Rundschau (1950) 260-266, y sobre todo G.
Krügcr, Einsicht und Leidenscbaft, 1951.
3, Varhabe, Vorsicbt ntid Vorgriff, literalmente «lo que se tiene previamente
como dato y proyecto, lo que se prevé, y el modo como se proyecta encarar
el tema o los conceptos desde los que se pretende acercarse a él». El
original, en aras del juego de palabras planteado por la reiteración del prefijo
vor , «pre- », presenta una cierta indeterminación del sentido concreio en
que deben tomarse estos términos. Nuestra traducción no ha podido evitar
alguna parcialidad al conservar siquiera una resonancia de la literalidad de
1¡» expresión (N. del 'I'.).
10.
Un buen ejemplo de ello es la lentitud con que se desmontó la
autoridad de la historiografía antigua en la investigación histórica y el ™
modo paulatino como fueron imponiéndose la investigación de archivos y
de campo. Cf. por ejemplo R. G. Collingwood, Denken. Eine Autobiographie, cap. XI, que traza un paralelo entre el giro hacia la investigación de
campo y la revolución baconiana de la investigación de la naturaleza.
4. Cf. por ejemplo la descripción de E. Staiger, en Die Kunst der
inlerpretation, 11 s, que concuerda con esto. Sin embargo no podría estar de
acuerdo con su formulación de que el trabajo de la ciencia de la literatura
Sí>lo comienza «cuando estamos ya dezplazados a la situación de un lector
contemporáneo». Esto no lo estaremos nunca, y sin embargo podremos
siempre entender aunque-no realicemos jamás una «asimilación persopal o
temporal» firme. Cf. también infra, Excurso IV.
11.
Cf. lo dicho supra respecto al Tratado teológico-político de
Spinoza.
flj
12.
Como se encuentra por ejemplo en G. F. Meier, Beitrage %itr der
l.ihri ruti deti l 'orurtetlen des menscblicben Gescblecbls, 1766.
191
13,
podría ser verdadera. La verdadera autoridad no necesita mostrarse
autoritaria.
En un pequeño trabajo sobre los Cbiliastiscbe Sonelle de Immcr-
iii.mu, en Kleiue Scbriflen 11, 136 s, he analizado un ejemplo de este
proceso.
23.
14. Entiendo que Horkhcimer y Adorno tienen toda la razón en su análisis
de la Dialektik der Aufklarung (Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires
1969), si bien considero que la aplicación de conceptos sociológicos como
«burgués» a Ulises representa un defecto de reflexión histórica cuando no
incluso una confusión de Homero con J. II. Voss, como la que ya criticó
Goethe (J. H. Voss es el autor de la traducción standard de Homero al
alemán, N. del T.).
Cf. Aristóteles Eth. Nic. K 10.
24. No creo que Scheler tenga razón cuando opina que con la ciencia de la
historia tiende a disminuir la presión preconsciente de la tradición (Stellung
des Menschen ¡m Kosmos, 37 La independencia de la ciencia de la historia
que esto implica me parece una ficción liberal de la que en general Scheler
no deja de darse cuenta. Análogamente Nachlass I, en Gis. Werke X, 228 s,
con su adhesión a la ilustración histórica y a la sociología del saber.
15.
Cf. las reflexiones que dedicó en su día a esta importante cuestión
G. von Lukács en Gescbicbte und Klassenbewusstsein, 1923 (Historia y
conciencia de clase, México 1969).
25. La jornada de Naumburg sobre Jo clásico (1930), que estuvo
enteramente determinada por W. Jaeger, así como la fundación de la revista
Die Antike son buenos ejemplos de ello. Cf. Das problem des Klas-siseben
und die A.ntike, 1931.
16.
J. J. Rousseau, Discours sur ¡'origine et les fondements de
Pinégalité par mi les hommes {Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres, Madrid 1966).
26. Cf. la justificada crítica que hizo A. Kórte a la ponencia de J. Stroux en
Naumburg (Berichte der Sücbsiscben Akademie der WissenscbaftM 86,
1934) y mi recensión en Gnomon 11 (1935) 612 s.
17.
Cf. H.-G. Gadamer, Plato und die Dicbter, 1934, 12 s; 2.» edición
bajo el titulo Platos dialektische Ethik, 1968,
27.
lil Gymnasium es la institución de la enseñanza media en Alemania
y conoce varias orientaciones de base: humanística, natural-científica,
etcétera. La enseñanza de la filosofía clásica está restringida a los gimnasios
humanísticos (N. del T.).
18.
Walch, Philosopbisches Lexicón, 1726, 1013.
19.
Walch, 1006 s, cu el artículo Freiheit x/t gedenken.
20.
28.
Los términos que reproducimos como «conservación, confirmación
y verdad» forman en alemán un juego de palabras intraducibie: Bewabrung,
Bewahrung, Wabres (N. del T.).
Fr. Schleiermacher, Werke I, 7, 31.
21. Tengo la impresión de que la tendencia al reconocimiento de la
autoridad tal como aparece en K. Jaspers, Von der Wahrheit, 766 s y en G.
Krüger, Fkeiheit und Weltverwaltung, 231 s, carece de un fundamento
suficientemente claro en la medida en que no reconoce esta idea.
29. En la discusión de Naumburg sobre lo clásico se atendió, no por azat,
muy particularmente'al Dialogus de oratoribus. Las causas de la decadencia
de la oratoria implican el reconocimiento de su antigua magnitud, por lo
tanto una conciencia normativa. B. Snell apunta con razón al hecho de que
los conceptos estilísticos históricos como barroco, arcaico, etc., presuponen
todos una referencia al concepto normativo de lo clásico y que sólo poco a
poco fueron deponiendo por sí mismos su sentido peyorativo (Wesen und
WirkHchkeit des Menschen. Festschrift für H. Plcssner, 333 s).
22. La fatídica frase «el partido (o el Führer) siempre tiene razón» no es
falsa porque asuma la superioridad del dirigente, sino porque sirve para
proteger la dirección por decisión del poder contra cualquier crítica que
192
30.
problema no había tenido un desarrollo sistemático. El problema
hermenéutico se dividía como sigue: se distinguía una subtilitas intelligendi,
la comprensión, de una subtilitas explicandi, la interpretación, y durante el
pietismo se añadió como tercer componente la subtilitas applicatidi, la
aplicación (por ejemplo, en J. J. Rambach). Estos tres momentos debían
caracterizar a la realización de la comprensión. Es significativo que los tres
reciban el nombre de subtilitas, esto es que se comprendan menos como un
método disponible que como un saber hacer que requiere una particular
finura de espíritu1.
G. W. Fr. Hegel, Aesthetik II, 3.
31.
F. Schlegel (en Fragmente, ed. Minor, 20) extrae la consecuencia
hermenéutica de que «un escrito clásico no tiene que poder ser nunca
comprendido del todo. Pero los que son cultos y se cultivan tienen que
querer aprender de él cada vez más».
32.
En una ponencia para el congreso de Venecia de 1958 intenté
mostrar respecto al juicio estético que, igual que el histórico, posee un
carácter secundario y confirma la «anticipación de la perfección» (publicado
bajo el título Zur Fragwiirdigkeit des ¿islhetiscben Bewusstseins; Rivista di
Estética III, A. III [1958]).
Ahora bien, ya hemos visto que al problema hermenéutico se le confiere un
significado sistemático en el momento en que romanticismo reconoce la
unidad interna de intelligere y explicare. La interpretación no es un acto
complementario y posterior al de la comprensión, sino que comprender es
siempre interpretar, y en consecuencia la interpretación es la forma explícita
de la comprensión. En relación con esto está también el que el lenguaje y los
conceptos de la interpretación fueran reconocidos como un momento
estructural interno de la comprensión, con lo que el problema del lenguaje
en su conjunto pasa de su anterior posición más bien marginal al centro
mismo de la filosofía. Pero sobre esto volveremos más tarde.
33.
Hay una excepción a esta anticipación de la perfección: el caso de
la escritura desfigurada o en clave. Este caso plantea los más complicados
problemas hermenéuticos. Cf. las instructivas observaciones de L. Strauss
en Perseculion and the art of writing. Esta excepción del comportamiento
hermenéutico posee un significado ejemplar en cuanto que aquí se supera la
pura interpretación del sentido en la misma dirección en que plano lo que en
la hermenéutica anterior siempre quedaba al margen: la distancia en el
tiempo y su significación para la comprensión.
34.
Sin embargo, la fusión interna de comprensión e interpretación trajo como
consecuencia la completa desconexión del tercer momento de la
problemática hermenéutica, el de la aplicación, respecto al contexto de la
hermenéutica. La aplicación edificante que permite, por ejemplo, la sagrada
Escritura en el apostolado y predicación cristianas parecía algo completamente distinto de su comprensión histórica y teológica. Sin embargo,
nuestras consideraciones nos fuerzan a admitir que en la comprensión
siempre tiene lugar algo así como una aplicación del texto que se quiere
comprender a la situación actual del intérprete. En este sentido nos vemos
obligados a dar un paso más allá de la hermenéutica romántica,
considerando como un proceso unitario no sólo el de comprensión e interpretación, sino también el de la aplicación. No es que con esto volvamos a la
distinción tradicional de las tres habilidades de que hablaba el pietismo, sino
que pensamos por el contrario que la aplicación es un momento del proceso
hermenéutico tan esencial e integral como la comprensión y la
interpretación.
Eth. Nic. A 7.
35. La estructura del concepto de la situación lia sido explicada sobre todo
por K. Jaspcrs en Die geistige Sitiuition cler Zeit y por E. Rothacker.
36.
Ft. Nietzsche, comienzo de Unzeitgemässe Betracbtungen II (Consideraciones intempestivas).
10. Recuperación del problema hermenéutico fundamental.
1.
El problema hermenéutico de la aplicación
En la vieja tradición de la hermenéutica, que se perdió completamente en la
autoconciencia histórica de la teoría post-romántica de la ciencia, este
193
El estado actual de la discusión hermenéutica nos da pie para devolver a este
punto de vista su significación de principio. Para empezar, podemos apelar a
la historia olvidada de la hermenéutica. Antes era cosa lógica y natural el
que la tarea de la hermenéutica fuese adaptar el sentido de un texto a la
situación concreta a la que éste habla. El intérprete de la voluntad divina, el
que sabe interpretar el lenguaje de los oráculos, representa su modelo
originario. Pero aún hoy día el trabajo del intérprete no es simplemente
reproducir lo que dice en realidad el interlocutor al que interpreta, sino que
tiene que hacer valer su opinión de la manera que le parezca necesaria
teniendo en cuenta cómo es auténticamente la situación dialógica en la que
sólo él se encuentra como conocedor del lenguaje de las dos partes.
Sin embargo habíamos partido de la idea de que la comprensión que se
ejerce en las ciencias del espíritu es esencialmente histórica, esto es, que
también en ellas un texto sólo es comprendido cuando es comprendido en
cada caso de una manera distinta. Este era precisamente el carácter que
revestía la misión de la hermenéutica histórica, el reflexionar sobre la
relación de tensión entre la identidad del asunto compartido y la de la
situación cambiante en la que se trata de entenderlo. Hablamos partido de
que la movilidad histórica de la comprensión, relegada a segundo plano por
la hermenéutica romántica, representa el verdadero centro de un
planteamiento hermenéutico adecuado a la conciencia histórica. Nuestras
consideraciones sobre el significado de la tradición en la conciencia
histórica están en relación con el análisis heideggeriano de la hermenéutica
de la facticidad, y han intentado hacer ésta fecunda para una hermenéutica
espiritual-científica. Hablamos mostrado que la compresión es menos un
método a través del cual la conciencia histórica se acercaría al objeto
elegido para alcanzar su conocimiento objetivo que un proceso que tiene
como presupuesto el estar dentro de un acontecer tradicional. La
comprensión misma se mostró como un acontecer, y filosóficamente la tarea
de la hermenéutica consiste en inquirir qué clase de comprensión, y para qué
clase de ciencia, es ésta que es movida a su vez por el propio cambio
histórico.
La historia de la hermenéutica nos enseña también que junto a la
hermenéutica filológica existieron una teológica y otra jurídica, las cuales
comportan junto con la primera el concepto pleno de hermenéutica. Es una
consecuencia del desarrollo de la conciencia histórica en los siglos XVIII y
XIX el que la hermenéutica filológica y la historiografía se separasen de su
sociedad con las otras disciplinas hermenéuticas y obtuviesen un lugar de
excepción como teoría metodológica de la investigación espiritualcientífica.
El estrecho parentesco que unía en su origen a la hermenéutica filológica
con la jurídica y la teológica reposaba sobre el reconocimiento de la
aplicación como momento integrante de toda comprensión. Tanto para la
hermenéutica jurídica como para la teológica es constitutiva la tensión que
existe entre el texto —de la ley o la revelación— por una parte, y el sentido
que alcanza su aplicación al momento concreto de la interpretación, en el
juicio o en la predicación, por la otra. Una ley no pide ser entendida
históricamente sino que la interpretación debe concretarla en su validez
jurídica. Del mismo modo el' texto de un mensaje religioso no desea ser
comprendido como un mero documento histórico sino de manera que pueda
ejercer su efecto redentor. En ambos casos esto implica que si el texto, ley o
mensaje de salvación, ha de ser entendido adecuadamente, esto es, de
acuerdo con las pretensiones que él mismo mantiene, debe ser comprendido
en cada momento y en cada situación concreta de una manera nueva y
distinta. Comprender es siempre también aplicar.
Seguiremos siendo conscientes de que con esto se exige algo bastante
inhabitual a la auto-comprensión de la ciencia moderna. Hemos intentado a
lo largo de nuestras reflexiones hacer esta exigencia más plausible al ir
mostrándola como el resultado de la convergencia de toda una serie de
problemas. De hecho, la teoría de la hermenéutica se ha disgregado hasta
ahora en distinciones que ella misma no es capaz de sostener. Esto se hace
tanto más patente allí donde se intenta formular una teoría general de la
interpretación. Si se distingue, por ejemplo, entre interpretación cognitiva,
normativa y reproductiva, tal como lo hace E. Betti en su Allgemeine
Theorie der Interpretation 2, montada sobre un admirable conocimiento y
dominio del tema, las dificultades aparecen en el momento de inscribir los
fenómenos en las casillas de esta división. Es lo que ocurre, por ejemplo, en
la interpretación científica. Si se juntan la interpretación teológica y la
jurídica y se asignan ambas a la función normativa, entonces habrá que
recordar que Schleiermacher relaciona a la inversa, y de la forma más
estrecha, la interpretación teológica con la interpretación general, que para
194
él es la histórico-filológica. De hecho la falla entre las funciones cognitiva y
normativa atraviesa por entero a la hermenéutica teológica, y no se la
compensa distinguiendo el conocimiento científico de una ulterior
aplicación edificante. Es la misma falla que atraviesa la interpretación
jurídica en la medida en que el conocimiento de un texto jurídico y su
aplicación a un caso concreto no son dos actos separados sino un proceso
unitario.
que se trata de comprender. Este procedimiento partiría de una falsa
contraposición que tampoco se supera en el reconocimiento de la dialéctica
de lo subjetivo y lo objetivo. La distinción entre una función normativa y
una función cognitiva escinde definitivamente lo que claramente es uno. El
sentido de la ley tal como se muestra en su aplicación normativa no es en
principio algo distinto del sentido de un tema tal como se hace valer en la
comprensión de un texto. Es completamente erróneo fundamentar la
posibilidad de comprender textos en el presupuesto de la «congenialidad»
que aunaría al creador y al intérprete de una obra. Si esto fuera así, mal les
iría a las ciencias del espíritu. El milagro de la comprensión consiste más
bien en que no es necesaria la congenialidad para reconocer lo que es
verdaderamente significativo, el sentido originario en una tradición. Antes
bien, somos capaces de abrirnos a la pretensión de superioridad de un texto
y responder comprensivamente al significado con que nos habla. La
hermenéutica en el ámbito de la filología y de la ciencia espiritual de la
historia no es un «saber dominador» 3, no es apropiación como conquista,
sino que ella misma se somete a la pretensión dominante del texto. Pero para
esto el verdadero modelo lo constituyen la hermenéutica jurídica y la
teológica. La inter-pretación de la voluntad jurídica o de la promesa divina
no son evidentemente formas de dominio sino más bien de servidumbre. Al
servicio de aquello cuya validez debe ser mostrada, ellas son
interpretaciones que comprenden su aplicación. Nuestra tesis es pues que
también la hermenéutica histórica tiene que llevar a cabo una cierta
aplicación, pues también ella sirve a la validez de un sentido en la medida en
que supera expresa y conscientemente la distancia en el tiempo que separa al
intérprete del texto, superando así la enajenación de sentido que el texto ha
experimentado.
Pero incluso aquella interpretación que parece más alejada de los tipos
mencionados hasta ahora, la interpretación reproductiva, en la que consiste
la ejecución de música y poesía —pues una y otra sólo tienen verdadera
existencia en el acto de su reproducción— no puede ser en modo alguno
considerada como una forma autónoma de la interpretación. También ella
está atravesada por la falla entre función cognitiva y normativa. Nadie
escenificará un drama, recitará un poema o ejecutará una composición
musical si no es comprendiendo el sentido originario del texto y
manteniéndolo como referencia de su reproducción e interpretación. Pero
por lo mismo nadie podría realizar esta interpretación reproductiva sin tener
en cuenta en esta trasposición del texto a una forma sensible aquel momento
que limita las exigencias de una reproducción estilísticamente justa en virtud
de las preferencias de estilo del propio presente. Si nos hacemos cargo por
entero de hasta qué punto la traducción de textos extranjeros o incluso su
reconstrucción poética, así como también la correcta declamación, realizan
por sí mismas un rendimiento explicativo parecido al de la interpretación
filológica, de manera que no existen de hecho fronteras nítidas entre lo uno
y lo otro, entonces ya no podrá demorarse por más tiempo la conclusión de
que la distinción entre la interpretación cognitiva, normativa y reproductiva
no puede pretender una validez de principio sino que tan sólo circunscribe
un fenómeno en sí mismo unitario.
En este punto de nuestra investigación se ofrece por sí mismo un nexo de
problemas al que ya hemos apuntado en más de una ocasión. Sí el núcleo
mismo del problema hermenéutico es que la tradición como tal tiene sin
embargo que entenderse cada vez de una manera diferente, lógicamente esto
nos sitúa en la problemática de la relación entre lo general y lo particular.
Comprender es, entonces, un caso especial de la aplicación de algo general a
una situación concreta y determinada. Con ello gana una especial relevancia
la ética aristotélica que ya habíamos aducido en nuestras consideraciones
introductorias a la teoría de las ciencias del espíritu. Es verdad que
Aristóteles no trata del problema hermenéutico ni de su dimensión histórica,
Y si esto es correcto, entonces se plantea la tarea de volver a determinar la
hermenéutica espiritual-científica a partir de la jurídica y la teológica. Para
ello habrá que poner en juego la idea recién alcanzada de que la
hermenéutica romántica y su culminación en la interpretación psicológica,
esto es, en el desciframiento y fundamentación de la individualidad del otro,
toma el problema de la comprensión de un modo excesivamente parcial.
Nuestras consideraciones no nos permiten dividir el planteamiento
hermenéutico en la subjetividad del intérprete y la objetividad del sentido
195
sino únicamente de la adecuada valoración del papel que debe desempeñar
la razón en la actuación moral. Pero es precisamente esto lo que nos
interesa aquí, que se habla de razón y de saber no al margen del ser tal como
ha llegado a ser sino desde su determinación y como determinación suya. En
virtud de su limitación del intelectualismo socrático-platónico en la cuestión
del bien, Aristóteles funda como es sabido la ética como disciplina
autónoma frente a la metafísica. Criticando como una generalidad vacía la
idea platónica del bien, erige frente a ella la cuestión de lo humanamente
bueno, de lo que es bueno para el hacer humano 4. En la línea de esta
crítica resulta exagerado equiparar virtud y saber, arete y logos, cómo
ocurría en la teoría socrático-platónica de las virtudes. Aristóteles devuelve
las eosas a su verdadera medida mostrando que el elemento que sustenta el
saber ético del hombre es la orexis, el «esfuerzo», y su elaboración hacia
una actitud firme (hexis). El concepto de la ética lleva ya en su nombre la
relación con esta fundamentación aristotélica de la arete en el ejercicio y en
el ethos.
2.
reflexión moral, no sólo convierte a la ética filosófica en un problema
metódico difícil sino que al mismo tiempo da relevancia moral al problema
del método. Frente a la teoría del bien determinada por la idea platónica de
las ideas, Aristóteles pone énfasis en que en el terreno del problema ético no
puede hablarse de una exactitud máxima como la que conviene al
matemático. Este requisito de exactitud sería más bien contrario a la cosa.
Aquí se trata tan sólo de hacer visible el perfil de las cosas y ayudar a la
conciencia moral con este esbozo del mero perfil6. Pero el problema de
cómo sería posible esta ayuda es ya un problema moral. Pues forma parte de
los rasgos esenciales del fenómeno ético que el que actúa debe saber y
decidir por sí mismo y no dejarse arrebatar esta autonomía por nada ni por
nadie. En consecuencia lo decisivo para un arranque correcto de la ética
filosófica g^-que no intente subrogarse en el lugar de la conciencia moral, ni
tampoco ser un conocimiento puramente teórico, «histórico», sino que
tiende a ayudar a la conciencia moral a ilustrarse a sí misma gracias a esta
aclaración a grandes rasgos de los diversos fenómenos. En el que ha de
recibir esta ayuda —el oyente de la lección aristotélica— esto presupone un
montón de cosas. Tiene que poseer al menos tanta madurez como para no
esperar de la indicación que se le ofrece más de lo que ésta puede y debe
dar. O formulado positivamente, por educación y ejercicio él debe haber
desarrollado ya una determinada actitud en sí mismo, y su empeño constante
debe ser mantenerla a lo largo de las situaciones concretas de su vida y
avalarla con un comportamiento correcto 8.
La actualidad hermenéutica de Aristóteles
La moralidad humana se distingue de la naturaleza esencialmente en que en
ella no sólo actúan simplemente capacidades -O, fuerzas, sino que el hombre
se convierte en tal sólo a través de lo que hace y como se comporta, y llega a
ser el que es en el sentido de que siendo así se comporta de una determinada
manera. Aristóteles opone el ethos a la physis como un ámbito en el que no
es que se carezca de reglas, pero que desde luego no conoce las leyes de la
naturaleza sino la mutabilidad y regularidad limitada de las posiciones
humanas y de sus formas de comportamiento.
Como vemos, el problema del método está enteramente determinado por el
objeto —lo que constituye un postulado aristotélico general yjpndamental—
, y en relación con nuestro interés merecerá la pena considerar con algún
detenimiento la relación entre ser moral y conciencia moral tal como
Aristóteles la desarrolla en su Etica. Aristóteles se mantiene socrático en
cuanto que retiene el conocimiento como momento esencial del ser moral, y
lo que a nosotros nos interesa aquí es el equilibrio entre la herencia
socrático-platónica y este momento del ethos que él mismo pone en primer
plano. Pues también el problema hermenéutico se aparta evidentemente de
un saber puro, separado del ser. Hablábamos antes de la pertenencia del
intérprete a la tradición con la que se confronta, y veíamos en la
comprensión misma un momento del acontecer. El enorme extrañamiento
que caracteriza a la hermenéutica y a la historiografía del XIX por razón del
método objetivador de la ciencia moderna se nos había mostrado como
El problema es ahora cómo puede existir un saber filosófico sobre el ser
moral del hombre y qué papel desempeña el saber respecto a este ser moral
en general. Si lo bueno para el hombre sólo aparece en la concreción de la
situación práctica en la que él se encuentra, entonces el saber moral debe
comprender en la situación concreta qué es lo que ésta pide de él, o dicho de
otro modo, el que actúa debe ver la situación concreta a la luz de lo que se
exige de él en general. Negativamente esto significa que un saber general
que no sepa aplicarse a la situación concreta carecería de sentido, e incluso
amenazaría con ocultar las exigencias concretas que emanan de una
determinada situación. Este hecho, que expresa la esencia misma de la
196
consecuencia de una falsa objetivación. El ejemplo de la ética aristotélica
podrá ayudarnos a hacer patente y evitar esta objetivación, pues el saber
moral tal como lo describe Aristóteles no es evidentemente un saber
objetivo, esto es, el que sabe no se enfrenta con una constelación de hechos
que él se limitase a constatar, sino que lo que conoce le afecta
inmediatamente. Es algo que él tiene que hacer 7.
ciudadano, se considera siempre suficientemente iniciado. Es significativo
que el saber del artesano sea lo único que Sócrates, en la descripción de la
experiencia que hace ante sus paisanos, reconoce como verdadero saber en
su ámbito 8. Pero naturalmente también los artesanos le defraudan. Su saber
no es el verdadero saber que hace al hombre y al ciudadano como tales. Y
sin embargo, es verdadero saber. Es un verdadero arte y habilidad, no sólo
una gran acumulación de experiencia. Y en esto coincide, evidentemente,
con el verdadero saber moral que Sócrates busca. Ambos son un saber
previo que determina y guía la actuación. Tienen que contener en sí mismos
la aplicación del saber a cada situación concreta.
Es claro que éste no es el saber de la ciencia. En este sentido la delimitación
de Aristóteles entre el saber moral de la phrónesis y el saber teórico de la
episteme es bien sencilla, sobre todo si se tiene en cuenta que para los
griegos la ciencia paradigmática son las matemáticas, un saber de lo
inalterable que reposa sobre la demostración y que en consecuencia
cualquiera puede aprender. Es verdad que una hermenéutica espiritualcientífica no tendría nada que aprender de esta delimitación del saber moral
frente a un saber como la matemática. Por el contrario, frente a esta ciencia
«teórica» las ciencias del espíritu forman parte más bien del saber moral.
Son «ciencias morales». Su objeto es el hombre y lo que éste sabe de sí
mismo. Ahora bien, éste se sabe a sí mismo como ser que actúa, y el saber
que tiene de sí mismo no pretende comprobar lo que es. El que actúa trata
más bien con cosas que no siempre son como son, sino que pueden ser
también distintas. En ellas descubre en qué punto puede intervenir su
actuación; su saber debe dirigir su hacer.
Este es el punto en el que se relacionan el análisis aristotélico del saber
moral y el problema hermenéutico de las modernas ciencias del espíritu. Es
verdad que en la conciencia hermenéutica no se trata de un saber técnico ni
moral. Pero estas dos formas del saber contienen la misma tarea de la
aplicación que hemos reconocido como la dimensión problemática central
de la hermenéutica. También es claro que «aplicación» no significa lo
mismo en ambos casos. Existe una peculiarísima tensión entre la τεκνη que
se enseña y aquella que se adquiere por experiencia. El saber previo que uno
posee cuando uno ha aprendido un oficio no es necesariamente superior en
la praxis al que posee un no iniciado pero muy experimentado. Pero aunque
esto sea así, no por eso se llamará «teórico» al saber previo de la τεκνη,
menos aún si se tiene en cuenta que la adquisición de experiencia aparece
por sí sola en el uso de ese saber. Pues como saber tiene siempre una
referencia a la praxis, y aunque la materia bruta no siempre obedezca al que
ha aprendido su oficio, Aristóteles cita con razón las palabras del poeta:
τεκηνε ama a tykhe, y tykhe ama a τεκηνε. Esto quiere decir que, en
general, el éxito acompaña al que ha aprendido su oficio. Lo que se adquiere
por adelantado en la τεκνη es una auténtica superioridad sobre la cosa, y
esto es exactamente lo que representa un modelo para el saber moral. Pues
también para éste es claro que la experiencia nunca basta para una decisión
moralmente correcta. También aquí se exige que la actuación esté guiada
desde la conciencia moral; ni siquiera será posible contentarse con la
relación insegura entre saber previo y éxito final que existe en el caso de la
τεκηνε. Hay una correspondencia entre la perfección de la conciencia moral
y la de saber producir, la de la τεκηνε, pero desde luego no son la misma
cosa.
Aquí estriba el verdadero problema del saber moral que ocupa a Aristóteles
en su ética. Pues la dirección del hacer por el saber aparece sobre todo, y de
manera ejemplar, allí donde los griegos hablan de τεκνη. Esta es habilidad,
es el saber del artesano que sabe producir determinadas cosas. La cuestión
es si el saber moral es un saber de este tipo. Esto significaría que sería un
saber cómo debe uno producirse a sí mismo. ¿Debe el hombre aprender a
hacerse a sí mismo lo que debe ser, igual que el artesano aprende a hacer lo
que según su plan y voluntad debe ser? ¿Se proyecta el hombre a sí mismo
conforme a su propio eidos igual que el artesano lleva en sí el eidos de lo
que quiere fabricar y sabe reproducirlo en su material? Es sabido que
Sócrates y Platón aplicaron de hecho el concepto de la τεκνη al concepto
del ser humano, y no se puede negar que con ello descubrieron una cierta
verdad. El modelo de la τεκνη tiene al menos en el ámbito político una
función eminentemente crítica. Pues muestra la falta de base de lo que se
suele llamar el arte de la política, en la que todo el que hace política, todo
197
Por el contrario, las diferencias se sugieren por sí solas. Es completamente
evidente que el hombre no dispone de sí mismo como el artesano dispone de
la materia con la que trabaja. No puede producirse a sí mismo igual que
puede producir otras cosas. En consecuencia el saber que tenga de si mismo
en su ser moral será distinto, y se destacará claramente del saber que guía un
determinado producir. Aristóteles formula esta diferencia de un modo audaz
y único, llamando a este saber un saberse, esto es, un saber para sí 9. De este
modo el saberse de la conciencia moral se destaca del saber teórico de un
modo que para nosotros resulta particularmente iluminador. Pero también
aparece una delimitación frente al saber técnico, y si Aristóteles arriesga la
extraña expresión de «saberse» es con el fin de formular de algún modo esta
doble delimitación.
manera que uno se lo pueda apropiar o no apropiar, igual que se elige un
saber objetivo, una τεκνη. Por el contrario, uno se encuentra ya siempre en
la situación del que tiene que actuar (si se prescinde de la fase infantil en la
que la obediencia al educador sustituye a las decisiones propias), en
consecuencia uno tiene que poseer y aplicar siempre el saber moral. Por eso
el concepto de la aplicación es tan problemático; sólo se puede aplicar algo
cuando se posee previamente. Sin embargo, el saber moral no se posee en
forma tal que primero se tenga y luego se aplique a una situación concreta.
Las imágenes que el hombre tiene sobre lo que debe ser, sus conceptos de
justo e injusto, de decencia, valor, dignidad, solidaridad, etc. (todos ellos
tienen su correlato en el catálogo de las virtudes de Aristóteles) son en cierto
modo imágenes directrices por las que se guía. Pero hay una diferencia
fundamental entre ellas y la imagen directriz que representa, por ejemplo,
para un artesano el diseño del objeto que pretende fabricar. Por ejemplo, lo
que es justo no se determina por entero con independencia de la situación
que me pide justicia, mientras que el eidos de lo que quiere fabricar el
artesano está enteramente determinado por el uso para el que se determina.
La delimitación frente al saber técnico es la más difícil si, como Aristóteles,
se toma el «objeto» de este saber ontológica-mente, no como algo general
que siempre es como es, sino como algo individual que también puede ser
de otra manera. Pues a primera vista parecen tareas análogas. El que sabe
producir algo, sabe algo bueno, y lo sabe «para sí» en cuanto que siempre
que se den las posibilidades correspondientes él podrá producirlo de hecho.
Echará mano del material adecuado y elegirá los medios correctos para la
realización. Debe saber aplicar a la situación concreta lo que ha aprendido
en general. ¿Y no ocurre lo mismo en el caso de la conciencia moral? El que
debe tomar decisiones morales es alguien que ha aprendido algo. Por
educación y procedencia está determinado de modo que en general sabe qué
es lo correcto. La tarea de la decisión moral es acertar con lo adecuado en
una situación concreta, esto es, ver lo que en ella es correcto y hacerlo.
También el que actúa moralmente tiene que echar mano de algo y elegir los
medios adecuados, y su hacer tiene que estar guiado tan reflexivamente
como el del artesano. ¿En qué consiste entonces la diferencia? Del análisis
aristotélico de la phronesis podemos ganar toda una serie de momentos que
dan respuesta a esta pregunta. Pues el genio de Aristóteles está precisamente
en la cantidad de aspectos que tiene en cuenta al describir cada fenómeno.
«Lo empírico, concebido en su síntesis, es el concepto especulativo»
(Hegel) 10. En este punto nos contentaremos con algunos aspectos que
pueden ser significativos en relación con nuestro problema.
Por supuesto que lo justo está también determinado en un sentido absoluto,
pues está formulado en las leyes y contenido en las reglas de
comportamiento generales de la moral, que no por no estar codificadas dejan
de ser muy determinadas y vinculantes. El mismo cultivo de la justicia es
una tarea propia que requiere saber y poder. ¿No es ella, entonces, τεκνη?
¿No consiste también ella en la aplicación de las leyes y las reglas a un caso
concreto? ¿No hablamos del «arte» del juez» ¿Por qué lo que Aristóteles
llama la forma jurídica de la phronesis (δικαστικη ϕρονεσις) no es una
tekhne? 11.
Naturalmente, la reflexión nos enseña que a la aplicación de las leyes le
afecta una cuestionabilidad jurídica peculiar. La situación del artesano es en
esto muy distinta. El que posee el diseño del objeto y las reglas de su
ejecución, y se aplica a ésta, puede verse obligado a adaptarse a
circunstancias y datos concretos, por ejemplo, renunciando a ejecutar su
plan enteramente como estaba pensado. Pero esta renuncia no implica en
modo alguno que con ello se perfeccione su saber de lo que busca.
Simplemente va eliminando aspectos durante la ejecución. Esto es una
a) Una τεκνη se aprende, y se puede también olvidar. En cambio, el saber
moral, una vez aprendido, ya no se olvida. No se confronta uno con él de
198
verdadera aplicación de su saber, vinculada a una imperfección que se
experimenta como dolorosa.
el natural. Esta amovilidad es según Aristóteles perfectamente compatible
con el carácter «natural» de este derecho. El sentido de esta afirmación me
parece el siguiente: existen efectivamente imposiciones jurídicas que son
por entero cosa de la convención (por ejemplo, reglas de tráfico como la de
conducir por la derecha); pero existen también cosas que no permiten por sí
mismas una convención humana cualquiera, porque «la naturaleza de las
cosas» tiende a imponerse constantemente. A esta clase de imposiciones
puede llamársele justificadamente «derecho natural»17. En la medida en que
la naturaleza de las cosas deja un cierto margen de movilidad para la
imposición, este derecho natural puede cambiar. Los ejemplos que aporta
Aristóteles desde otros terrenos son muy ilustrativos. La mano derecha es
por naturaleza más fuerte, pero nada impide entrenar a la izquierda hasta
igualarla en fuerza con la derecha (Aristóteles aporta evidentemente este
ejemplo porque era una de las ideas preferidas de Platón). Más iluminador
es un segundo ejemplo tomado de la esfera jurídica: se usa más
frecuentemente una determinada medida para comprar vino que para
venderlo. Aristóteles no quiere decir con esto que en el comercio del vino se
intente normalmente engañar a la otra parte, sino que esta conducta se
corresponde con el margen de justicia permitido dentro de los límites
impuestos. Y claramente opone a esto que el mejor estado «es en todas
partes uno y el mismo», pero no de la misma manera «en que el fuego arde
en todas partes igual, tanto en Grecia como en Persia».
Por el contrario, el que «aplica» el derecho se encuentra en una posición
muy distinta. En una situación concreta se verá obligado seguramente a
hacer concesiones respecto a la ley en sentido estricto, pero no porque no
sea posible hacer las cosas mejor, sino porque de otro modo no sería justo.
Haciendo concesiones frente a la ley no elimina aspectos de la justicia, sino
que por el contrario, encuentra un derecho mejor. En su análisis de la
epieikeia 12, la «equidad», Aristóteles da a esto una expresión muy precisa:
epieikeia es la corrección de la ley 13. Aristóteles muestra que toda ley se
encuentra en una tensión necesaria respecto a la concreción del actuar,
porque es general y no puede contener en sí la realidad práctica en toda su
concreción. Ya hemos apuntado a esta problemática al principio, a propósito
del análisis de la capacidad de juicio. Es claro que el problema de la
hermenéutica jurídica tiene aquí su verdadero lugar14. La ley es siempre
deficiente, no porque lo sea en sí misma sino porque frente a la ordenación a
la que se refieren las leyes, la realidad humana es siempre deficiente y no
permite una aplicación simple de las mismas.
Estas consideraciones permiten comprender hasta qué punto es sutil la
posición de Aristóteles frente al problema del derecho natural, así como que
no se la puede identificar sin más con la tradición iusnaturalista de los
tiempos posteriores. Nos contentaremos aquí con un pequeño esbozo que
permita poner en primer plano la relación que existe entre la idea del
derecho natural y el problema hermenéutico 15. Que Aristóteles no se limita
a rechazar la cuestión del derecho natural puede concluirse de lo que
acabamos de ver. En el derecho positivo él no reconoce el derecho
verdadero en sí mismo sino que, al menos en la llamada ponderación de la
equidad, ve una tarea complementaria del derecho. Se vuelve así contra el
convencionalismo extremo o positivismo jurídico, y distingue entre lo que
es justo por naturaleza y lo que lo es por leyI6. Pero la diferencia que él
tiene en cuenta no es simplemente la de la inalterabilidad del derecho
natural y la alterabilidad del derecho positivo. Es verdad que en general se
ha entendido a Aristóteles en este sentido; pero con esto se pasa por alto la
verdadera profundidad de su idea. Aristóteles conoce- efectivamente la idea
de un derecho inalterable, pero la limita expresamente a los dioses y declara
que entre los hombres no sólo es alterable el derecho positivo sino también
La teoría iusnaturalista posterior se remite a este pasaje, a pesar de la clara
intención de Aristóteles, interpretándolo como si él comparase aquí la
inamovilidad del derecho con la de las leyes naturales 18. Pero lo cierto es,
exactamente, lo contrario. Como muestra precisamente este pasaje, la idea
del derecho natural en Aristóteles sólo tiene una función crítica. No se la
puede emplear en forma dogmática, esto es, no es lícito otorgar la dignidad e
invulnerabilidad del derecho natural a determinados contenidos jurídicos
como tales. También para Aristóteles la idea del derecho natural es
completamente imprescindible frente a la necesaria deficiencia de toda ley
vigente, y se hace particularmente actual allí donde se trata de la
ponderación de la equidad, que es la que realmente halla el derecho. Pero la
suya es una función crítica en cuanto que legitima la apelación al derecho
natural sólo allí donde surge una discrepancia entre dos derechos.
199
Este caso especial del derecho natural, desarrollado in extenso por
Aristóteles, no nos interesa aquí tanto por sí mismo como por su
significación fundamental. Lo que muestra aquí Aristóteles vale para todos
los conceptos que tiene el hombre respecto a lo que él debe ser, no sólo para
el problema del derecho. Todos estos conceptos no constituyen un ideal
convencional arbitrario, sino que en medio de toda la enorme variedad que
muestran los conceptos morales entre los diversos tiempos y poblaciones
también aquí hay algo así como una naturaleza de las cosas. Esto no quiere
decir que esta naturaleza de las cosas, por ejemplo, el ideal de la valentía,
sea un patrón fijo que se pudiera conocer y aplicar por sí mismo. Aristóteles
reconoce que también el profesor de ética —y en su opinión esto vale para
todo hombre como tal— se encuentra siempre en una determinada
vinculación moral y política desde la cual gana su imagen de las cosas. En
las imágenes directrices que describe tampoco él ve un saber que se pueda
enseñar. Estas valdrían también, tínicamente, como esquemas, que sólo se
concretan en la situación particular del que actúa. No son por lo tanto
normas escritas en las estrellas o que tuvieran su lugar inalterable en algún
mundo natural moral, de modo que sólo hubiera que percibirlas. Pero por
otra parte tampoco son meras convenciones, sino que reflejan realmente la
naturaleza de las cosas; sólo que ésta sólo se determina a su vez a través de
la aplicación a que la conciencia moral somete a aquéllas.
Esta es, pues, una relación verdaderamente fundamental. La expansión del
saber técnico no logrará nunca suprimir la necesidad del saber moral, del
hallar el buen consejo. El saber moral no podrá nunca revestir el carácter
previo propio de los saberes susceptibles de ser enseñados. La relación entre
medios y fines no es aquí tal que pueda disponerse con anterioridad de un
conocimiento de los medios idóneos, y ello por la razón de que el saber del
fin idóneo no es a su vez mero objeto de conocimiento. No existe una
determinación, a priori, para la orientación de la vida correcta como tal. Las
mismas determinaciones aristotélicas de la phrónesis resultan fluctuantes,
pues este saber se atribuye ora al fin, ora al medio para el fin 19. En
realidad, esto significa que el fin para el que vivimos, igual que su desarrollo
en las imágenes directrices de la actuación tal como las describe Aristóteles
en su Ética, no puede ser objeto de un saber simplemente enseñable. Bs tan
absurdo un uso dogmático de la ética como lo sería un uso dogmático del
derecho natural. De hecho, la doctrina de las virtudes de Aristóteles presenta
formas típicas del justo medio que conviene adoptar en el ser y en el
comportamiento humano, pero el saber moral que se guía por estas
imágenes directrices es el mismo saber que debe responder a los estímulos
de cada momento y de cada situación.
Por otra parte, tampoco se sirve a la consecución de los fines morales con
meras elucubraciones sobre la idoneidad de los medios, sino que la
ponderación de los medios es ella misma una ponderación moral, y sólo a
través de ella se concreta a su vez la corrección moral del fin al que se sirve.
El saberse del que habla Aristóteles se determina precisamente porque
contiene su aplicación completa y porque confirma su saber en la inmediatez
de cada situación dada. Lo que completa al saber moral es, pues, un saber de
lo que es en cada caso, un saber que no. es visión sensible. Pues aunque uno
deba ser capaz de ver en cada situación lo que ésta pide de uno, este ver no
significa que deba percibirse lo que en cada situación es lo visible como tal,
sino que se aprende a verlo como situación de la actuación y por lo tanto a la
luz de lo que es correcto. E igual que en el análisis geométrico de superficies
«vemos» que el triángulo es la figura plana más simple y que ya no se puede
dividir, sino que obliga a detenerse en ello como en un paso último, en la
reflexión moral el «ver» lo inmediatamente correcto, tampoco es un mero
ver sino «noüs». Esto se confirma también desde lo que podría denominarse
lo contrario de este ver 20. Lo contrario de la visión de lo correcto no es el
error ni el engaño, sino la ceguera. El que está dominado por sus pasiones se
b) En esto se hace patente una modificación fundamental de la relación
conceptual entre medios y fines, que es la que constituye la diferencia entre
el saber moral y el saber técnico. El saber moral no está restringido a
objetivos particulares, sino que afecta al vivir correctamente en general; el
saber técnico, en cambio, es siempre particular y sirve a fines particulares.
Tampoco puede decirse que el saber moral deba hacer su entrada allí donde
sería deseable un saber técnico que sin embargo no está disponible. Es
verdad que el saber técnico, allí donde está disponible, hace innecesario el
buscar consejo consigo mismo respecto a su objeto. Cuando hay una tekhne,
hay que aprenderla, y entonces se podrán también elegir los medios idóneos.
En cambio, el saber moral requiere siempre ineludiblemente este buscar
consejo en uno mismo. Aunque se pensase este saber en un estado de
perfección ideal, ésta consistiría precisamente en el perfecto saber
aconsejarse a sí mismo (ευβουλια) no en un saber de tipo técnico.
200
encuentra con que de pronto no es capaz de ver en una situación dada lo que
seria correcto. Ha perdido el control de sí mismo y en consecuencia la
rectitud, esto es, el estar correctamente orientado en sí mismo, de modo que,
zarandeado en su interior por la dialéctica de la pasión, le parece correcto lo
que la pasión le sugiere. El saber moral es verdaderamente un saber
peculiar. Abarca de una manera particular los medios y los fines y es en esto
distinto del saber técnico. Por eso no tiene demasiado sentido distinguir aquí
entre saber y experiencia, lo que en cambio conviene perfectamente a la
tekhne. El saber moral contiene por sí mismo una cierta clase de experiencia
incluso veremos que ésta es seguramente la forma fundamental de la
experiencia, frente a la cual toda otra experiencia es desnaturalizada por no
decir naturalizada.
Esto se hace tanto más claro en los otros tipos de reflexión moral que
presenta Aristóteles: buen juicio y compasión22. «Buen juicio» se refiere
aquí a un atributo: es juicioso el que juzga recta y equitativamente. El que
posee buen juicio está dispuesto a reconocer el derecho de la situación
concreta del otro y por eso se inclina en general a la compasión o al perdón.
Es claro que aquí no se trata tampoco de un saber técnico.
Aristóteles ilustra de nuevo la peculiaridad del saber moral y de su virtud
con' la descripción de un sucedáneo natural y degenerado de este saber
moral23. Habla del deinós como del hombre que dispone de todas las
condiciones y dotes naturales de este saber moral, que en todas partes es
capaz de percibir su ventaja y de ganar a cada situación sus posibilidades
con increíble habilidad, y que en todo momento sabe encontrar una salida 24.
Pero esta contra imagen natural de la phrónesis se caracteriza porque el
deinós ejerce su habilidad sin guiarse por un ser moral, y en consecuencia
desarrolla su poder sin trabas y sin orientación hacia fines morales. Y no
puede ser casual que el que es hábil en este sentido sea nombrado con una
palabra que significa también «terrible». Nada es en efecto tan terrible ni tan
atroz como el ejercicio de capacidades geniales para el mal.
c) El saberse en el que consiste la reflexión moral está de hecho referido a sí
mismo de una manera muy particular. Las modificaciones que aporta
Aristóteles en el contexto de su análisis de la phrónesis son buena muestra
de ello. Junto a la phrónesis, la virtud de la consideración reflexiva, aparece
la comprensión 21. La comprensión es una modificación de la virtud del
saber moral. Está dada por el hecho de que en ella ya no se trata de uno
mismo sino de otro. Es en consecuencia una forma del juicio moral. Se
habla de comprensión cuando uno ha logrado desplazarse por completo en
su juicio a la plena concreción de la situación en la que tiene que actuar el
otro. Por lo tanto, tampoco aquí se trata de un saber en general, sino de algo
concreto y momentáneo. Tampoco este saber es en ningún sentido razonable
un saber técnico o la aplicación del mismo. El hombre muy experimentado,
el que está iniciado en toda clase de tretas y prácticas y tiene experiencia de
todo lo existente, sólo alcanzará una comprensión adecuada de la actuación
de otro en la medida en que satisfaga también el siguiente presupuesto: que
él mismo desee también lo justo, que se encuentre por lo tanto en una
relación de comunidad con el otro. Esto tiene su concreción en el fenómeno
del consejo en «problemas de conciencia». El que pide consejo, igual que el
que lo da, se sitúa bajo el presupuesto de que el otro está con él en una
relación amistosa. Sólo un amigo puede aconsejar a otro, o dicho de otro
modo, sólo un consejo amistoso puede tener sentido para el aconsejado.
También aquí se hace claro que el hombre comprensivo no sabe ni juzga
desde una situación externa y no afectada, sino desde una pertenencia
específica que le une con el otro, de manera que es afectado con él y piensa
con él.
A modo de conclusión podemos poner en relación con nuestro
planteamiento la descripción aristotélica del fenómeno ético y en particular
de la virtud del saber moral; el análisis aristotélico se nos muestra como una
especie de modelo de los problemas inherentes a la tarea hermenéutica.
También nosotros habíamos llegado al convencimiento de que la aplicación
no es una parte última y eventual del fenómeno de la comprensión, sino que
determina a éste desde el principio y en su conjunto. Tampoco aquí la
aplicación consistía en relacionar algo general y-previo con una situación
particular. El intérprete que se confronta con una tradición intenta
aplicársela a sí mismo. Pero esto tampoco significa que el texto trasmitido
sea para él algo general que pudiera ser empleado posteriormente para una
aplicación particular. Por el contrario, el intérprete no pretende otra cosa que
comprender este asunto general, el texto, esto es, comprender lo que dice la
tradición y lo que hace el sentido y el significado del texto. Y para
comprender esto no le es dado querer ignorarse a sí mismo y a la situación
hermenéutica concreta en la que se encuentra. Está obligado a relacionar el
texto con esta situación, si es que quiere entender algo en él.
201
comprendido históricamente. Se trata de investigar el comportamiento del
historiador jurídico y del jurista respecto a un mismo texto vigente. Para ello
podemos tomar como base los excelentes trabajos de E. Betti añadiendo
nuestras consideraciones a las suyas. Nuestra pregunta es si existe una
diferencia unívoca entre el interés dogmático y el interés histórico.
3. El significado paradigmático de la hermenéutica jurídica
Y si esto es así, entonces la distancia entre la hermenéutica espiritualcientífica y la hermenéutica jurídica no es tan grande como se suele suponer.
En general se tiende a suponer que sólo la conciencia histórica convierte a la
comprensión en método de una ciencia objetiva, y que la hermenéutica
alcanza su verdadera determinación sólo cuando llega- a desarrollarse como
teoría general de la comprensión y la interpretación de los textos. La
hermenéutica jurídica no tendría que ver con este nexo, pues no intenta
comprender textos dados sino que es un simple medio auxiliar de la praxis
jurídica encaminado a subsanar ciertas deficiencias y casos excepcionales en
el sistema de la dogmática jurídica. En consecuencia, no tendría la menor
relación con la tarea de comprender la tradición, que es lo que caracteriza a
la hermenéutica espiritual-científica.
Que existe una diferencia es evidente. El jurista toma el sentido de la ley a
partir de y en virtud de un determinado caso dado. El historiador, en cambio,
no tiene ningún caso del que partir, sino que intenta determinar el sentido de
la ley representándose constructivamente la totalidad del ámbito de
aplicación de ésta; pues sólo en el conjunto de sus aplicaciones se hace
concreto el sentido de una ley. El historiador no puede limitarse a aducir la
aplicación originaria de la ley para determinar su sentido originario.
Precisamente como historiador está obligado a hacer justicia a los cambios
históricos por los que la ley ha pasado. Su tarea es mediar
comprensivamente la aplicación originaria de la ley con la actual.
Pero según esto, tampoco la hermenéutica teológica podría entonces
arrogarse un significado sistemático y autónomo. Schleiermacher la había
reconducido conscientemente a la hermenéutica general considerándola
simplemente como una aplicación especial de ésta. Pero desde entonces la
teología científica afirma su capacidad de competir con las modernas
ciencias históricas sobre la base de que la interpretación de la sagrada
Escritura no debe guiarse por leyes ni reglas distintas de las que presiden la
comprensión de cualquier otra tradición. En este sentido no tendría por qué
haber una hermenéutica específicamente teológica.
Creo que sería del todo insuficiente limitar la tarea del historiador del
derecho a la «reconstrucción del sentido original del contenido de la fórmula
legal», y calificar por el contrario al jurista como «el que debe poner en
consonancia aquel contenido con la actualidad presente de la vida». Una
cualilica-ción de este tipo implicaría que la labor del jurista es la más
amplia, pues incluiría en sí también la del historiador. Si se quiere adaptar
adecuadamente el sentido de una ley es necesario conocer también su
sentido originario. El jurista tiene que pensar también en términos
históricos; sólo que la comprensión histórica no sería en su caso más que un
medio. A la inversa al historiador no le interesaría para nada la tarea jurídico
dogmática como tal. Como historiador trabaja en una continuada
confrontación con la objetividad histórica a la que intenta ganar su valor
posicional en la historia, mientras que el jurista intenta reconducir esta
comprensión hacia su adaptación al presente jurídico. La descripción de
Betti lleva más o menos este camino.
Hoy día parece una tesis paradójica intentar renovar la vieja verdad y la
vieja unidad de las disciplinas hermenéuticas en el nivel de la ciencia
moderna. El paso que llevó a la moderna metodología espiritual-científica se
supone que era precisamente su desvinculación respecto a cualquier lazo
dogmático. La hermenéutica jurídica se había escindido del conjunto de una
teoría de la comprensión porque tenía un objetivo dogmático, mientras que a
la inversa, la hermenéutica teológica se integró en la unidad del método
histórico-filológico precisamente al deshacerse de su vinculación dogmática.
El problema es ahora hasta qué punto es ésta una descripción suficiente del
comportamiento del historiador. Volviendo a nuestro ejemplo ¿cómo se
produce aquí el giro hacia lo histórico? Frente a la ley vigente uno vive en la
idea natural de que su sentido jurídico es unívoco y que la praxis jurídica del
presente se limita a seguir simplemente su sentido original. Y si esto fuese
Así las cosas, es razonable que nos interesemos ahora en particular por la
divergencia entre hermenéutica jurídica y hermenéutica histórica,
estudiando los casos en que una y otra se ocupan de un mismo objeto, esto
es, los casos en que un texto jurídico debe ser interpretado jurídicamente y
202
siempre así no habría razón para distinguir entre sentido jurídico y sentido
histórico de una ley. El mismo jurista no tendría como tarea hermenéutica
sino la de comprobar el sentido originario de la ley y aplicarlo como
correcto. El propio Savigny en 1840 entiende la tarea de la hermenéutica
jurídica como puramente histórica (en el System des römischen Rechts).
Igual que Schleiermacher no veía problema alguno en que el intérprete se
equipare con el lector originario, también Savigny ignora la tensión entre
sentido jurídico originario y actual 25.
expectativa de sentido inmediata. No hay acceso inmediato al objeto
histórico, capaz de proporcionarnos objetivamente su valor posicional. El
historiador tiene que realizar la misma reflexión que debe guiar al jurista.
En esta medida el contenido fáctico de lo que comprenden uno y otro, cada
uno a su modo, viene a ser el mismo. La descripción que dábamos antes del
comportamiento del historiador es insuficiente. Sólo hay conocimiento
histórico cuando el pasado es entendido en su continuidad con el presente, y
esto es lo que realiza el jurista en su labor práctico-normativa cuando intenta
«realizar la pervivencia del derecho como un continuum y salvaguardar la
tradición de la idea jurídica» 27.
El tiempo se ha encargado de demostrar con suficiente claridad hasta qué
punto esto es jurídicamente una ficción insostenible. Ernst Forsthoff ha
mostrado en una valiosa investigación que por razones estrictamente
jurídicas es necesario reflexionar sobre el cambio histórico de las cosas,
pues sólo éste permite distinguir entre sí el sentido original del contenido de
una ley y el que se aplica en la praxis jurídica 26. Es verdad que el jurista
siempre se refiere a la ley en sí misma. Pero su contenido normativo tiene
que determinarse respecto al caso al que se trata de aplicarla. Y para
determinar con exactitud este contenido normativo no se puede prescindir de
un conocimiento histórico del sentido originario; por eso el intérprete
jurídico tiene que implicar el valor posicional histórico que conviene a una
ley en virtud del acto legislador. Sin embargo no puede sujetarse a lo que,
por ejemplo, los protocolos parlamentarios le enseñarían respecto a la
intención de los que elaboraron la ley. Por el contrario está obligado a
admitir que las circunstancias han ido cambiando y que en consecuencia la
función normativa de la ley tiene que ir determinándose de nuevo.
Naturalmente habría que preguntarse si el caso que hemos analizado como
modelo caracteriza realmente la problemática general de la comprensión
histórica. El modelo del que partíamos era la comprensión de una ley aún en
vigor. El historiador y el dogmático se confrontaban, pues, con un mismo
objeto. Pero ¿no es éste un caso demasiado especial? El historiador del
derecho que se enfrenta con culturas jurídicas pasadas, del mismo modo que
cualquier otro historiador que intenta conocer el pasado y cuya continuidad
con el presente no es inmediata, no se reconocerá seguramente a sí mismo
en el caso de la pervivencia de una ley. Dirá que la hermenéutica jurídica
posee una tarea dogmática especial que es completamente ajena al nexo de
la hermenéutica histórica.
En realidad creo que es exactamente lo contrario. La hermenéutica jurídica
recuerda por sí misma el auténtico procedimiento de las ciencias del
espíritu. En ella tenemos el modelo de relación entre pasado y presente que
estábamos buscando. Cuando el juez intenta adecuar la ley trasmitida a las
necesidades del presente tiene claramente la intención de resolver una tarea
práctica. Lo que en modo alguno quiere decir que su interpretación de la ley
sea una traducción arbitraria. También en su cgsn comprender e interpretar
significa conocer y reconocer un sentido vigente. El juez intentará responder
a la «idea jurídica» de la ley mediándola con el presente. Es evidente una
mediación jurídica. Lo que intenta reconocer es el significado jurídico de la
ley, no el significado histórico de su promulgación o unos cuantos casos
cualesquiera de su aplicación. No se comporta, pues, como historiador, pero
sí se ocupa de su propia historia, que es su propio presente. En consecuencia
Muy otra es la función del historiador del derecho. En apariencia lo único
que le ocupa es el sentido originario de la ley, a qué se refería y cuál era su
intención en el momento en que se promulgó. Pero ¿cómo accede a esto?
¿Le sería posible comprenderlo sin hacer primero consciente el cambio de
circunstancias que separa aquel momento de la actualidad? ¿No estaría
obligado a hacer exactamente lo mismo que el juez, esto es, distinguir el
sentido originario del contenido de un texto legal en ese otro contenido
jurídico en cuya pre-comprensión vive como hombre actual? En esto me
parece que la situación hermenéutica es la misma para el historiador que
para el jurista: Frente a un texto todos nos encontramos en una determinada
203
puede en todo momento asumir la posición del historiador frente a las
cuestiones que implícitamente le han ocupado ya como juez.
está dado con anterioridad. Para la posibilidad de una hermenéutica jurídica
es esencial que la ley vincule por igual a todos los miembros de la
comunidad jurídica. Cuando no es éste el caso, como ocurría, por ejemplo,
en el absolutismo, donde la voluntad del señor absoluto estaba por encima
de la ley, ya no es posible hermenéutica alguna, «pues un señor superior
puede explicar sus propias palabras incluso en contra de las reglas de la
interpretación usual» 28. En este caso ni siquiera se plantea la tarea de
interpretar la ley de modo que el caso concreto se decida con justicia dentro
del sentido jurídico de la ley. La voluntad del monarca no sujeto a la ley
puede siempre imponer lo que le parece justo sin atender a la ley, esto es, sin
el esfuerzo de la interpretación. La tarea de comprender e interpretar sólo se
da allí donde algo está impuesto de forma que, como tal, es no abolible y
vinculante.
A la inversa el historiador que no tiene ante sí ninguna tarea jurídica sino
que pretende simplemente elucidar el significado histórico de la ley como lo
haría con el contenido de cualquier otra tradición histórica, no puede ignorar
que su objeto es una creación de derecho que tiene que ser entendida
jurídicamente. Es verdad que la consideración de un texto jurídico todavía
vigente es para el historiador un caso especial. Pero en cambio sirve para
hacer tanto más claro qué es lo que determina nuestra relación con una
tradición cualquiera. El historiador que pretende comprender la ley desde su
situación histórica original no puede ignorar su pervivencia jurídica: ella es
la que le proporciona los problemas que a su vez él debe plantearse respecto
a la tradición histórica. ¿Y no vale esto en realidad para cualquier texto que
tenga que ser comprendido precisamente en lo que dice? ¿No implica esto
que siempre es necesaria una traducción? ¿Y no es esta traducción siempre y
en cualquier caso una mediación con el presente? En la medida en que el
verdadero objeto de la comprensión histórica no son eventos sino sus
«significados», esta comprensión no se describe correctamente cuando se
habla de un objeto en sí y de un acercamiento del sujeto a él. En toda
comprensión histórica está implicado que la tradición que nos llega habla
siempre al presente y tiene que ser comprendida en esta mediación, más aún,
como esta mediación. El caso de la hermenéutica jurídica no es por lo tanto
un caso especial, sino que está capacitado para devolver a la hermenéutica
histórica todo el alcance de sus problemas y reproducir así la vieja unidad
del problema hermenéutico en la que vienen a encontrarse el jurista, el
teólogo y el filólogo.
La tarea de la interpretación consiste en concretar la ley 29 en cada caso, esto
es, en su aplicación. La complementación productiva del derecho que tiene
lugar en ella está desde luego reservada al juez, pero éste está a su vez sujeto
a la ley exactamente igual que cualquier otro miembro de la comunidad
jurídica. En la idea de un ordenamiento jurídico está contenido el que la
sentencia del juez no obedezca a arbitrariedades imprevisibles sino a una
ponderación justa del conjunto. Todo el que haya profundizado en toda la
concreción de la situación estará en condiciones de realizar esta
ponderación. En esto consiste, precisamente, la seguridad jurídica de un
estado de derecho: uno puede tener idea de a qué atenerse. Cualquier
abogado y consejero está en principio capacitado para aconsejar
correctamente, esto es, para predecir correctamente la decisión del juez
sobre la base de las leyes vigentes. Claro que esta tarea de la concreción no
consiste únicamente en un conocimiento de los artículos correspondientes.
Hay que conocer también la judicatura y todos los momentos que la
determinan si se quiere juzgar jurídicamente un caso determinado. Sin
embargo, la única pertenencia a la ley que aquí se exige es que el
ordenamiento jurídico sea reconocido como válido para todos y que en
consecuencia no existan excepciones respecto a él. Por eso siempre es
posible por principio concebir el ordenamiento jurídico vigente como tal, lo
cual significa poder elaborar dogmáticamente cualquier complementación
jurídica realizada. Entre la hermenéutica jurídica y la dogmática jurídica
existe así una relación esencial en la que la hermenéutica detenta una
posición predominante. Pues no es sostenible la idea de una dogmática
Ya hemos señalado antes que la pertenencia a la tradición es una de las
condiciones de la comprensión espiritual-científica. Ahora podemos hacer la
prueba examinando cómo aparece este momento estructural de la
comprensión en el caso de la hermenéutica teológica y de la hermenéutica
jurídica. Evidentemente no se trata de una condición restrictiva de la
comprensión sino más bien de una de las condiciones que la hacen posible.
La pertenencia del intérprete a su texto es como la del ojo a la perspectiva de
un cuadro. Tampoco se trata de que este punto de mira tenga que ser
buscado como un determinado lugar para colocarse en él, sino que el que
comprende no elige arbitrariamente su punto de mira sino que su lugar le
204
jurídica total bajo, la que pudiera fallarse cualquier sentencia por mera
subsunción30.
diferencia. A la inversa de lo que ocurre en el juicio jurídico, la predicación
no es una complementación productiva del texto que interpreta. El mensaje
de salvación no experimenta en virtud de la predicación ningún incremento
de contenido que pudiera compararse con la capacidad complementadora del
derecho que conviene a la sentencia del juez. Ni siquiera puede decirse que
el mensaje de salvación sólo obtenga una determinación precisa desde la
idea del predicador. Al revés de lo que ocurre con el juez, el predicador no
habla ante la comunidad con autoridad dogmática. Es verdad que en la
predicación se trata de interpretar una verdad vigente. Pero esta verdad es
mensaje, y el que se logre no depende de la idea del predicador sino de la
fuerza de la palabra misma, que puede llamar a la conversión incluso a
través de una mala predicación. El mensaje no puede separarse de su
realización. Toda fijación dogmática de la doctrina pura es secundaria. La
sagrada Escritura es la palabra de Dios y esto significa que la Escritura
mantiene una primacía inalienable frente a la doctrina de los que la
interpretan.
Esto es algo que la interpretación no debe perder nunca de vista. Aun en la
interpretación científica del teólogo tiene que mantenerse la convicción de
que la sagrada Escritura es el mensaje divino de la salvación. Su
comprensión no se agota por lo tanto en la investigación científica de su
sentido. En cierta ocasión Bultmann escribió que «la interpretación de los
escritos bíblicos no está sometida a condiciones distintas de las de la
comprensión de cualquier otra literatura» 82. Sin embargo, el sentido de esta
frase es ambiguo. De lo que se trata es de si toda literatura no está sometida
también en realidad a condiciones de la comprensión distintas de las que de
manera puramente formal y general deben satisfacerse frente a cualquier
texto. Bultmann mismo destaca que en toda comprensión se presupone una
relación vital del intérprete con el texto, así como su relación anterior con el
tema. A este presupuesto hermenéutico le da el nombre de pre comprensión,
porque evidentemente no es producto del procedimiento comprensivo sino
que es anterior a él. Hofmann, al que Bultmann cita ocasionalmente, escribe
que una hermenéutica bíblica presupone siempre una determinada relación
con el contenido de la Biblia. La cuestión que se nos plantea ahora, sin
embargo, es qué quiere decir aquí «presupuesto». ¿Se refiere al presupuesto
que está dado con la existencia humana como tal? ¿Puede asumirse que en
todo hombre existe una relación previa con la verdad de la revelación divina
por el hecho de que el hombre como tal es movido por el problema de Dios?
¿O habrá que decir más bien que la existencia humana sólo se experimenta a
sí misma en este estar movida por el problema de Dios a partir de Dios
mismo, esto es, a partir de la fe? Pero entonces el sentido del «presupuesto»
implicado en el concepto de la pre-comprensión se vuelve dudoso. Al menos
éste no es un presupuesto que valga en general, sino sólo desde el punto de
vista de la fe verdadera.
En relación con el antiguo testamento, éste es un viejo problema
hermenéutico. ¿Cuál es su interpretación correcta: la cristiana que parte del
nuevo testamento o la judaica? ¿O ambas son interpretaciones justificadas
en el sentido de que hay algo común a ambas y es esto lo que en realidad
comprende la interpretación? El judío que comprende el texto bíblico
veterotestamentario de manera distinta que el cristiano comparte con éste el
presupuesto de que también a él le mueve el problema de Dios. Al mismo
tiempo entenderá frente a las afirmaciones del teólogo cristiano que éste no
comprende adecuadamente porque limita las verdades de su libro sagrado
desde el nuevo testamento. En este sentido el presupuesto de que uno es
movido por el problema de Dios contiene por sí mismo la pretensión de
conocer al Dios verdadero y su revelación, incluso el significado del
«descreimiento» se determina desde la creencia que esto exige La precomprensión existencial de la que parte Bultmann no puede ser otra que la
cristiana.
Veamos ahora el caso de la hermenéutica teológica tal como fue
desarrollada por la teología protestante, y examinemos su relación con
nuestro problema 31. Aquí se puede apreciar claramente una auténtica
correspondencia con la hermenéutica jurídica, ya que tampoco aquí la
dogmática reviste ningún carácter de primacía. La verdadera concreción de
la revelación tiene lugar en la predicación, igual que la del ordenamiento
legal tiene lugar en el juicio. Sin embargo, persiste una importante
Claro que se podría intentar eludir esta consecuencia diciendo que basta
saber que los textos religiosos sólo deben entenderse como textos que
responden al problema de Dios. El interprete no necesita integrar a su vez en
el trabajo su propia motivación religiosa. Ahora bien, ¿cuál sería la opinión
de un marxista, que considera que toda afirmación religiosa es
205
suficientemente comprendida cuando se la revela como el reflejo de los
intereses involucrados en las relaciones de dominio social? Evidentemente
el marxista no aceptará el presupuesto de que la existencia humana como tal
es movida por el problema de Dios. 1 iste presupuesto sólo vale para el que
ha reconocido ya en ello la alternativa de creencia o no creencia frente al
Dios verdadero. Por eso tengo la impresión de que el sentido hermenéutico
de la pre-comprensión teológica es a su vez teológico, y la misma historia de
la hermenéutica ofrece pruebas sobradas de hasta qué punto el acercamiento
a un texto está determinado désele una pre-comprensión enorme-mente
concreta. La hermenéutica moderna como disciplina protestante defiende
polémicamente el arte de la interpretación de la Escritura frente a la
tradición dogmática de la iglesia católica y su doctrina de la
Werkgerechtigkeit. Tiene, pues, un sentido claramente dogmático y
confesional a su vez. Esto no quiere decir que una hermenéutica teológica de
este tipo parta de prejuicios dogmáticos que sólo le permitan leer en el texto
lo que ella misma ha puesto por delante. Lo cierto es que ella misma se pone
realmente en juego. Pero lo que presupone es que la palabra de la Escritura
es verdad, y que sólo la comprende aquél a quien afecta su verdad, en la fe o
en la duda. En este sentido la aplicación es lo primero.
lector que intenta comprenderlos una actividad propia y que frente a ellos no
se está en libertad para mantenerse en una distancia histórica, f labra que
admitir que la comprensión implica aquí siempre la aplicación del sentido
comprendido.
¿Pero forma la aplicación esencial y necesariamente parte del comprender?
Desde c! punto de vista de la ciencia moderna habría que decir que no, que
esta aplicación que coloca al intérprete más o menos en el lugar del
destinatario original de un texto no forma parte de la ciencia'. En las ciencias
del espíritu históricas está excluida por principio. La cientificidad de la
ciencia moderna consiste en que precisamente objetiva la tradición y elimina
metódicamente cualquier influencia del presente del intérprete sobre su
comprensión. A veces podrá ser difícil alcanzar esta meta, y aquellos textos
que carecen de un determinado destinatario y pretenden valer para todo el
que acceda a la tradición no permitirán mantener con nitidez esta escisión
entre interés histórico e interés dogmático. Un buen ejemplo de ello es el
problema de la teología científica y su relación con la tradición bíblica.
Podría parecer que en este caso lo importante sería; hallar el equilibrio entre
la instancia histórico-científica y la instancia dogmática dentro de la esfera
privada de la persona. Algo parecido puede ocurrir con el filósofo, y
también con nuestra conciencia artística, cuando nos sentimos interpelados
por una obra de arte. Sin embargo, la pretensión constitutiva de la ciencia
sería mantenerse independiente de toda aplicación subjetiva en virtud de su
metodología.
En consecuencia podemos considerar que lo que es verdaderamente común
a todas las formas de la hermenéutica es que el sentido que se trata de
comprender sólo se concreta y se completa en la interpretación, pero que al
mismo tiempo esta acción interpretadora se mantiene enteramente atada al
sentido del texto. Ni el jurista ni el teólogo ven en la tarea de la aplicación
una libertad frente al texto.
Desde el punto de vista de la moderna teoría de la ciencia habría que
argumentar más o menos así. Se podría apelar también al valor
paradigmático de los casos en los que no es posible una sustitución
inmediata del destinatario original por el intérprete, por ejemplo, cuando un
texto se dirige a una persona determinada, a la otra parte de un contrato o al
destinatario de una cuenta o de una orden. Para entender el sentido de un
texto de este tipo uno podría ponerse en el lugar de este destinatario, y en la
medida en que este desplazamiento lograse dar al texto toda su concreción
podría reconocérselo como un verdadero logro de la interpretación. Pero
este desplazarse al lugar del lector original (Schleiermacher) es cosa muy
distinta de la aplicación. Implica saltarse la tarea de mediar el entonces y el
ahora, el tú y el yo, que es a lo que se refiere la aplicación y que también la
hermenéutica jurídica reconoce como su tarea.
Sin embargo, la tarea de concretar una generalidad y de aplicársela parece
tener en las ciencias del espíritu históricas una función muy distinta. Si se
pregunta qué significa en ellas la aplicación y cómo tiene lugar en el tipo de
comprensión que ejercen las ciencias del espíritu, podrá admitirse como
mucho que hay un determinado tipo de tradición respecto al cual nos
comportamos al modo de la aplicación del mismo modo que el jurista
respecto al derecho y el teólogo respecto al mensaje de la Escritura. Igual
que el juez intenta hallar el derecho y el predicador anunciar la salvación, e
igual que en ambos casos el sentido de la doctrina sólo se completa en el
fallo y en la predicación respectivamente, también respecto a un texto
filológico o literario habrá que reconocer que esta clase de textos exigen del
206
Tomemos el ejemplo de la comprensión de una orden. Ordenes sólo las hay
allí donde hay alguien que esté obligado a cumplirlas. La comprensión
forma aquí parte de una relación entre personas, una de las cuales ordena.
Comprender la orden significa aplicarla a la situación concreta a la que se
refiere. Es verdad que a veces se hace repetir la orden como manera de
controlar que se había entendido bien, pero esto no cambia el hecho de que
su verdadero sentido sólo se determina en la concreción de su ejecución
«adecuada». Esta es la razón por la que existe también una negativa
explícita a la obediencia, lo que no quiere decir simplemente desobediencia,
sino que se legítima por el sentido de la orden y la concreción de la misma
que queda a cargo de uno. El que se niega a obedecer una oren la ha
entendido. Se niega a hacerlo porque es él el que la aplica a la situación
concreta, y sabe lo que su obediencia implicaría para ésta. Evidentemente, la
comprensión se mide según un patrón que no está contenido ni en la
literalidad de la orden ni en la verdadera intención del que la da, sino
únicamente en la comprensión de la situación y en la responsabilidad del
que obedece. Incluso cuando una orden se da por escrito, o se pide por
escrito, con el fin de hacer controlable la corrección de su comprensión y
ejecución, tampoco por este procedimiento queda dicho todo. Una forma de
picaresca es ejecutar las órdenes de manera que se cumpla su literalidad
pero no su sentido. Por eso no hay duda de que el receptor de una orden
tiene que comprender a su vez productivamente el sentido de la misma.
Según la auto-comprensión de la ciencia no debe haber la menor diferencia
entre un texto con un destinatario determinado y un texto escrito ya como
«adquisición para siempre». La generalidad de la tarea hermenéutica estriba
más bien en que cada texto debe ser comprendido bajo la perspectiva que le
sea más adecuada. Pero esto quiere decir que la ciencia histórica intenta en
principio comprender cada texto por sí mismo, no reproduciendo a su vez
las ideas de su contenido sino dejando en suspenso su posible verdad.
Comprender es desde luego concretar, pero un concretar vinculado a la
actitud básica de la distancia hermenéutica. Sólo comprende el que sabe
mantenerse personalmente fuera de juego. Tal es el requisito de la ciencia.
Si nos imaginamos ahora a un historiador que encuentra en la tradición una
orden de este tipo e intenta comprenderla, es claro que su posición será muy
distinta de la del destinatario original. En la medida en que la orden no se
refería a él, él tampoco puede referirla a sí mismo. Y sin embargo, si quiere
entender de verdad la orden en cuestión, tiene que realizar idealiter la misma
actividad que el destinatario al que se refería la orden. También este último,
que refiere la orden a sí misino, está en condiciones de distinguir entre
comprender la orden y ejecutarla. Le cabe la posibilidad de no hacerlo
aunque la haya comprendido, o precisamente por eso.
Y, sin embargo, es evidente que hermenéutica e historiografía no son
enteramente lo mismo. Si profundizamos un poco en las diferencias
metodológicas que las separan podremos discernir las comunidades sólo
aparentes de su verdadera comunidad. El historiador se dirige a los textos
trasmitidos intentando conocer a través de ellos un trozo del pasado. Por eso
intenta completar y controlar cada texto con otras tradiciones paralelas. Para
él el hecho de que el filólogo considere su texto como una obra de arte sería
algo así como la debilidad de éste. Una obra de arte es un mundo completo
que se basta a sí mismo; el interés histórico
no
conoce esta
autosuficiencia. Ya Dilthey había comprendido frente a Schleiermacher que
«la filología quisiera encontrar en todas partes una existencia acabada en sí
misma» 33. Cuando una obra literaria trasmitida llega a impresionar al
historiador este hecho no puede tener para él significado hermenéutico
alguno.
Básicamente él
no
puede entenderse a sí mismo como
destinatario del texto ni sujetarse a su pretensión. Las preguntas que dirige al
De acuerdo con esta auto-interpretación de la metodología espiritualcientífica puede decirse en general que el intérprete asigna a cada texto un
destinatario, con independencia de que el texto se haya referido
explícitamente a él o no. En cualquier caso, este destinatario es el lector
original, y el intérprete se sabe distinto de él. Negativamente esto es claro.
El que intenta comprender un texto en calidad de filólogo o historiador no se
pone a sí mismo como referencia de su contenido. El sólo intenta
comprender la opinión del autor. En cuanto que sólo intenta comprender no
se interesa por la verdad objetiva de esta opinión como tal, ni siquiera
cuando el texto pretende a su vez enseñar la verdad. En esto el filólogo y el
historiador coinciden.
Para el historiador puede resultar difícil reconstruir la situación para la que
se emitió la orden en cuestión. Pero tampoco él la habrá entendido del todo
hasta que haya realizado por su parte la tarea de esta concreción. Esta es la
exigencia hermenéutica más clara: comprender lo que dice un texto desde la
situación concreta en la que se produjo.
207
texto se refieren, más bien a algo que el texto no ofrece por sí mismo, y esto
vale incluso para aquellas formas de tradición que pretenden ser por sí
mismas representación histórica. También el historiador ha de ser sometido
a la crítica histórica.
Para el historiador es un supuesto fundamental que la tradición debe ser
interpretada en un sentido distinto del que los textos pretenden por sí
mismos. Por detrás de ellos y por detrás de la referencia de sentido a la que
dan expresión el historiador buscará la realidad de la que son expresión
involuntaria. Los textos aparecen junto a toda otra clase de materiales
históricos, por ejemplo, de los llamados restos. Y también estas reliquias
tienen que ser interpretadas, no sólo entendiendo ¡o que dicen sino
comprendiendo también lo que se atestigua en ellas.
En este sentido el historiador va de algún modo más allá del negocio
hermenéutico, y a esto responde el que en él el concepto de la interpretación,
obtenga un sentido nuevo y exacerbado. No se refiere sólo a la realización
expresa de.la comprensión de un determinado texto como es tarea del
filólogo llevarla a calió. El concepto de la interpretación histórica tiene más
bien su correlato en el concepto de la expresión, concepto que la
hermenéutica histórica no entiende en su sentido clásico tradicional como
término retórico referido a la relación del lenguaje con la idea. Lo que
expresa la «expresión» no es sólo lo que en ella debe hacerse expreso, su
referencia, sino preferentemente aquello que llega a expresarse a través de
este decir y referirse a algo, sin que a su vez se intente expresarlo; es algo
así como lo que la expresión «traiciona». En este sentido amplio el concepto
de «expresión» no se restringe al ámbito lingüístico, sino que abarca todo
aquello detrás de lo cual merece la pena llegar a situarse para poder
abarcarlo, y que al mismo tiempo es tal que no resulte imposible este rodeo.
La inter-pretación tiene que ver aquí no tanto con el sentido intentado, sino
con el sentido oculto que hay que desvelar. Y en este sentido cada texto
representa no sólo un sentido comprensible, sino también un sentido
necesitado de interpretación. En primer lugar él mismo es un fenómeno
expresivo, y es comprensible que el historiador se interese precisamente por
este aspecto. El valor testimonial de un informe, por ejemplo, depende
efectivamente de lo que representa el texto como fenómeno expresivo. En él
puede llegar a adivinarse lo que quería el escritor sin llegar a decirlo, por
quién tomaba partido, con qué convicciones se acercaba al asunto o incluso
qué grado de insinceridad o de falta de conciencia habrá que atribuirle.
Evidentemente no se pueden dejar de lado estos momentos subjetivos de la
credibilidad de un testigo. Pero sobre todo hay que tener en cuenta que el
contenido de la tradición, aún suponiendo asegurada su credibilidad
subjetiva, tiene que ser a su vez interpretado, esto es, el texto se entiende
como un documento cuyo sentido real tiene que ser elucidado más allá de su
sentido literal, por ejemplo, comparándolo con otros datos que permiten
evaluar el valor histórico de una tradición.
Es aquí donde el concepto de la interpretación llega a su plenitud. La
interpretación se hace necesaria allí donde e! sentido de un texto no se
comprende inmediatamente, allí donde no se quiere confiar en lo que un
fenómeno representa inmediatamente. El psicólogo interpreta porque no
puede dejar valer determinadas expresiones vitales en el sentido en el que
éstas ponen su referencia, sino que intenta reconstruir lo que ha tenido lugar
en el inconsciente. Y el historiador interpreta los datos de la tradición para
llegar al verdadero sentido que a un tiempo se expresa y se oculta en ellos.
En esta medida existe una 'cierta tensión natural entre el historiador y el
filólogo que quiere comprender un texto por su belleza y verdad. El
historiador interpreta las cosas en una dirección que el texto mismo no
enuncia y que ni siquiera tiene por qué estar en su presunta orientación de
sentido. La conciencia histórica y la conciencia filológica entran aquí en el
fondo en conflicto. Claro que esta tensión está casi anulada desde que la
conciencia histórica ha llegado a modificar también la actitud del filólogo.
También éste ha acabado por renunciar a la idea de que sus textos tengan
para él alguna validez normativa. Ya no los considera como modelos del
decir ni desde la ejemplaridad de lo que dicen, sino que también él los
contempla por referencia a algo a lo que ellos mismos no se refieren: los
considera como historiador. Y la filología se ha convertido así en una
disciplina auxiliar de la historiografía. Esto es muy claro en la filología
clásica en el momento en que ella misma empieza a llamarse ciencia de la
antigüedad, en Wilamowitz, por ejemplo. Es una sección de la investigación
histórica que* trata sobre todo de lengua y literatura. El filólogo es
historiador porque intenta ganar a sus fuentes literarias una dimensión
histórica propia. Para él, comprender quiere decir integrar un determinado
texto en el contexto de la historia de la lengua, de la forma literaria, del
estilo, etc., y finalmente, en el todo del nexo vital histórico. Sólo de vez en
208
cuando vuelve a' salir algo de su antigua naturaleza. Por ejemplo, cuando
enjuicia a los historiadores antiguos se inclinará a conceder a estos grandes
autores más crédito de lo que un historiador consideraría correcto. En esta
especie de credulidad ideológica con la que el filólogo sobrevalora a veces
el valor testimonial de sus textos aparece un resto último de la vieja
pretensión del filólogo de ser amigo de los «bellos discursos» y mediador de
la literatura clásica.
su parte en la vasta trama de procedencia y tradición que nos sustenta a
todos.
Pero si reconocemos esto, entonces la mejor manera de llevar a la filología a
su verdadera dignidad y a una adecuada comprensión de sí misma sería
liberarla de la historiografía. Sólo que esto me parece una verdad a medias.
Habría que preguntarse también si la idea de comportamiento histórica que
ha dominado en esta descripción no estaría ella misma deformada. Tal vez
no sea sólo el filólogo sino también el historiador el que deba orientar su
comportamiento menos según el ideal metodológico de las ciencias
naturales que según el modelo que nos ofrecen la hermenéutica jurídica y la
hermenéutica teológica. Puede ser cierto que el tratamiento histórico de los
textos sea específicamente distinto de la vinculación original del filólogo
con sus textos. Puede ser cierto también que el historiador intente ir más allá
de sus textos con el fin de obtener de ellos una información que ellos no
quieren dar y que por sí mismos tampoco podrían hacerlo. Si se mide según
el patrón de un solo texto, las cosas son efectivamente así. El historiador se
comporta con sus textos como el juez de instrucción en el interrogatorio de
los testigos. Sin embargo, la mera constatación de hechos que éste logra
extraer desde las actitudes preconcebidas de un testigo no agota la tarea del
historiador; ésta sólo llega a su acabamiento cuando se ha comprendido el
significado de estas constataciones. Con los testimonios históricos ocurre
algo parecido a lo que pasa con las afirmaciones de los testigos en un juicio.
El que ambos términos contengan una misma raíz no es pura casualidad. En
ambos casos el testimonio es un medio para establecer hechos. Sin embargo,
tampoco éstos son el verdadero objeto sino únicamente el material para la
verdadera tarea: en el juez, hallar el derecho; en el historiador, determinar el
significado histórico de un proceso en el conjunto de su autoconciencia
histórica.
Es el momento de preguntarse hasta qué punto es correcta esta descripción
del procedimiento espiritual-científico en el que viene» a encontrarse el
historiador y el filólogo actual, y si hay razón en la pretensión universal que
eleva aquí la conciencia histórica. Desde el punto de vista de la filología
esto parece a primera vista dudoso M. Cuando el filólogo se somete al
patrón de la investigación histórica acaba malentendiéndose a sí mismo, él
que era el amigo de los bellos discursos. Parecería que la cosa tiene que ver
más bien con la forma cuando el filólogo reconoce en sus textos una cierta
ejemplaridad. El viejo pathos del humanismo consistía en que en la
literatura clásica todo estaría dicho de manera ejemplar. Sin embargo lo que
se decía de esta manera ejemplar es en realidad algo más que un modelo
formal. Los bellos discursos no llevan este nombre sólo porque lo que se
dice en ellos está bellamente dicho, sino también porque es bello lo que en
ellos se dice. De hecho ellos no pretenden ser sólo «hermosa palabrería».
Respecto a la tradición poética de los pueblos hay que reconocer que no
admiramos en ella sólo la fuerza poética, la fantasía y el arte de la expresión,
sino también y sobre todo la verdad superior que habla desde ella.
Los restos de reconocimiento de la ejemplaridad que todavía quedan en el
hacer del filólogo quieren decir que éste ya no refiere sus textos tan sólo a
un destinatario reconstruido sino también a sí mismo (sin que se dé cuenta,
por supuesto). Deja que lo ejemplar valga como modelo. Cada vez que se
acepta un modelo entra en acción una manera de comprender que no deja las
cosas como están, sino que toma decisiones y se sabe obligado. Por eso esta
referencia de sí mismo a un modelo reviste siempre un cierto carácter de
seguimiento. Igual que el seguimiento es algo más que una simple imitación,
su comprensión es también una forma siempre renovada de encuentro y
reviste por sí misma un carácter de acontecer, precisamente porque no deja
las cosas como están sino que encierra aplicación. También el filólogo teje
De este modo la diferencia no es quizá más que un problema del patrón que
se aplica. Si se quiere llegar al verdadero meollo no se puede elegir un
patrón demasiado estrecho. Y si ya hemos mostrado que la hermenéutica
tradicional había recortado artificialmente las dimensiones del fenómeno,
posiblemente esto valga también para el comportamiento histórico. ¿No
ocurre también aquí que al aplicar un método histórico las cosas
verdaderamente decisivas están ya dadas de antemano? Una hermenéutica,
histórica que no otorgue una posición central a la esencia de la cuestión
209
histórica y no tenga en cuenta los motivos por los que un historiador se
vuelve hacia la tradición es una hermenéutica recortada en su auténtico
momento nuclear.
historia como realidad y no como mero desarrollo de nexos de ideas no pudo
imponerse con fuerza suficiente. Por nuestra parte nosotros no estamos en
absoluto de acuerdo con Dilthey en que todo acontecer componga una
constelación' de sentido tan acabada como la de un texto legible. Si
llamamos a la historiografía una filología a gran escala, esto no quiere decir
que aquélla deba ser entendida como historia del espíritu.
Admitir esto supone tener que plantear de golpe toda la relación entre
filología e historiografía de una manera distinta. Nuestra misma idea del
extrañamiento a que se ha visto inducida la filología por la historiografía
tampoco representa el aspecto definitivo del asunto. Por el contrario lo que
me parece determinante también para la complicada situación objetiva de la
comprensión histórica es el problema de la aplicación, que en su momento
hemos querido hacer presente al filólogo. Es verdad que todas las
apariencias están en contra de este planteamiento, pues la comprensión
histórica parece resistirse por principio a todo intento de aplicación que
pudiera sugerirle la tradición. Ya habíamos visto que el historiador, en
virtud de un desplazamiento peculiar de las intenciones, no deja valer la
intención propia del texto, sino que considera a éste como fuente histórica,
obteniendo de él la comprensión de algo que no estaba en él y que sólo para
nosotros se expresa a través de él.
Nuestras consideraciones llevan más bien una orientación contraria.
Creemos haber llegado a alcanzar una comprensión más acabada de lo que
es en realidad la lectura de un texto. Si no existirá nunca un lector ante el
que se encuentre simplemente desplegado el gran libro de la historia del
mundo, tampoco hay ni habrá nunca un lector que, con un texto ante sus
ojos, lea simplemente lo que pone en él. En toda lectura tiene lugar una
aplicación, y el que lee un texto se encuentra también él dentro del mismo
conforme al sentido que percibe. El mismo pertenece también al texto que
entiende. Y siempre ocurrirá que la línea de sentido que se demuestra a lo
largo de la lectura de un texto acabe abruptamente en una indeterminación
abierta. El lector puede y debe reconocer que las generaciones venideras
comprenderán lo que él ha leído en este texto de una manera diferente. Y lo
que vale para cada lector vale también para el historiador, sólo que para él
de lo que se trata es del conjunto de la tradición histórica que él está
obligado a mediar con el presente de su propia vida si es que quiere
comprenderlo; con elfo lo mantiene simultáneamente abierto hacia el futuro.
También nosotros reconocemos, pues, una unidad interna de filología e
historiografía, pero esta unidad no estribaría ni en la universalidad del
método histórico ni en la sustitución objetiva-dora del intérprete por el lector
original, ni en la crítica histórica de la tradición como tal, sino que a la
inversa la unidad consiste en que ambas disciplinas llevan a cabo una tarea
de aplicación que sólo difiere en cuanto a su patrón. Si el filólogo
comprende un texto dado, o lo que es lo mismo, si se comprende a sí mismo
en el texto, en el sentido mencionado, el historiador comprende también el
gran texto de Ja historia del mundo que él más bien adivina, y del que cada
texto trasmitido no es sino un fragmento, una letra; y también él se
comprende a sí mismo en este gran texto. Tanto el filólogo como el
historiador retornan así del auto-olvido en el que los mantenía aherrojados
un pensamiento afijado a la conciencia metodológica de la ciencia moderna
como a un patrón único. Es la conciencia de la historia efectual la que
Sin embargo, una mirada más atenta puede justificar la duda de si la
diferencia entre la comprensión del historiador y la del filólogo es
verdaderamente estructural. Es cierto que el historiador contempla los textos
desde un punto de vista distinto, pero esta modificación de la intención sólo
se refiere al texto individual como tal. También para el historiador cada
texto individual se conjunta con otras fuentes y testimonios formando la
unidad de la tradición total. La unidad de esta tradición total es su verdadero
objeto hermenéutico. Y ésta tiene que ser comprendida por él en el mismo
sentido en el que el filólogo comprende su texto bajo la unidad de su
referencia. También él tiene ante sí una tarea de aplicación. Este es el punto
decisivo. La comprensión histórica se muestra como una especie de filología
a gran escala.
Esto no quiere decir de todos modos que compartamos la actitud
hermenéutica de la escuela histórica, cuyos planteamientos ya hemos
revisado más arriba. Ya entonces habíamos mencionado el predominio del
esquema filológico en la auto-comprensión histórica, y la fundamentación
diltheyana de las ciencias del espíritu nos había dado ocasión de mostrar
hasta qué punto la verdadera intención de la escuela histórica de conocer la
210
constituye el centro en el que uno y otro vienen a confluir como en su
verdadero fundamento.
7.
Salvo indicación en contra nos guiaremos en lo que sigue por el
sexto libro de la Ética a Nicómaco.
El modelo de la hermenéutica jurídica se ha mostrado, pues, efectivamente
fecundo. Cuando el juez se sabe legitimado para realizar la
complementación del derecho dentro de la función judicial y frente al
sentido original de un texto legal, lo que hace es lo que de todos modos tiene
lugar en cualquier forma de comprensión. La vieja unidad de las disciplinas
hermenéuticas recupera su derecho si se reconoce la conciencia de la
historia efectual en toda tarea hermenéutica, tanto en la del filólogo como
en la del historiador.
8. Platón, Apol. 22 cd.
9.
10.
Ahora está finalmente claro el sentido de la aplicación que aparece en toda
forma de comprensión. La aplicación no quiere decir aplicación ulterior de
una generalidad dada, comprendida primero en sí misma, a un caso
concreto; ella es más bien la primera verdadera comprensión de la
generalidad que cada texto dado viene a ser para nosotros. La comprensión
es una forma de efecto, y se sabe a sí misma como efectual.
Eth. Nic. A 4.
5.
Cf. Ibid., A 7 y B 2.
Eth. Nic. Z 8.
12.
Ibid., E 14.
15.
Cf. la excelente crítica de H. Kuhn a L. Strauss, Naturrecbt und
Gescbichte, 1953, publicada en Zeitschrift für Politik 3-4 (1956).
16.
Eth. Nic. E. 10. Es sabido que esta distinción es de origen sofístico
pero que pierde su sentido destructivo mediante su «vinculación» platónica
con el logos; su significado intra-jurídico positivo sólo queda claro en el
Político de Platón (294 s) y en Aristóteles.
2. Cf. el tratado de E. Betti, Zur Grundlegung einer allgemeinen Auskgungslebre, ya citado y su monumental obra Teoría genérale dell'interpretalione, 1956.
4.
11.
14.
Ideo adhibenda est ad omnes leges interpretado quae flectat eas ad
humaniorem ac.leniorem sententiam. (O. c, 29,1.
1. Las Institutiones hermemuticae sacras (1723) de Rambach sólo me son
conocidas por el resumen de Morus donde dice: «Solemus autem
intelligendi explicandique subtilitatcm (soliditatem vulgo vowerk)»: Ailgemeine Auslegungslehe, 1967.
Cf. las distinciones en M. Scheller, Wtssen und Bildung, 1921, 26.
Werke XIV, 1832, 341. }88
13.
«Lex superior preferencia est inferiori» a cribe Melanchthon como
explicación de la ratio de la Idpieikeia (cf. Die iilteste Fassmtg von
Melamhthons Ethik, editada por H. Heineck, Berlín 1893, 29).
Notas:
3.
Eth. Nic. Z 8, 1141 b33, 1142 >30; Eth. Eud 0 2, 1246 b36.
17.
El razonamiento del pasaje paralelo de Magn. Mor. A 33, 1194
b30-95
a7
sólo
resulta
comprensible
si
se hace
esto:
µη εµετετεραν δια τουτ ουκ εστι δικαιον ϕυσει.
18.
Cf. Ph. Melanchthon, o. c, 28.
19. Aristóteles destaca en general que la ϕρονησις tiene que ver con los
medios (τα προσ το τελος) no con el τελος mismo. Lo que !e hace poner
tanto énfasis en esto pudiera ser la oposición a la doctrina platónica de la
idea del bien. Sin embargo si se atiende al lugar sistemático que ocupa en el
marco de la ética aristotélica resulta inequívoco que la ϕρονησις; no es una
6.
El capítulo final de la Ética a Nicómaco da amplia expresión a esta
exigencia y fundamenta con ello el paso al planteamiento de la Política.
211
mera capacidad de elegir los medios correctos, sino que es realmente una
hexis ética que atiende también al τελος al que se orienta el que actúa en
virtud de su ser ético. Cf. en particular Eth. Nic. Z 1Ü, 1142 b33; 1140 bl3;
1141 bl5. Observo con satisfacción que H. Kuhn, en su aportación a Die
Gegenwart der Griechen 1960, 134 s, aunque pretende mostrar una frontera
última de la «elección de preferencias» que dejaría a Aristóteles por detrás
de Platón, hace sin embargo plena justicia a este nexo objetivo.
30.
Cf. por ejemplo F. Wieacker, Gesetz und Zichterkunst, 1957, que
ha expuesto el problema del ordenamiento jurídico extralegal partiendo del
arte de juzgar propio del juez así como de los momentos que lo determinan.
20.
Eth. Nic. Z 9 1142 a 25 s.
31.
Más allá del punto de vista desarrollado aquí la superación del
historicismo por la hermenéutica, a la que están consagradas mis
investigaciones en su totalidad, tiene consecuencias teológicas decisivas que
me parecen .acercarse a las tesis de E. Fuchs, Hermeneutik, 21960 y G.
Ebeling, Art. Hermineuttk en RGG, III.
21.
Συνεησις, Eth. Nic. Z 11.
32.
R. Bultmann, Glauben und Verstehen II, 1933-1965, 231.
33.
Der jtmge Dilthey, 1933, 94.
22.
Los términos correspondientes, tanto en griego como en alemán
hacen un juego etimológico: γνοµη, συγγνοµη, Einstcht- Nacbsicht, sin
correlato en español (N. del T.).
23.
Eth. Nic. Z 13, 1144 a 23 s.
24.
Es un πανουργοι, esto es, competente para todo.
34.
Cf. por ejemplo el artículo de H. Patzer, Der Humanismus ais
Methodenprobhm der klassischen Philologie: Studium Genérale (1948).
11. Análisis de la conciencia de la historia efectual.
25.
¿Es casual que el curso de Schleiermacher sobre hermenéutica sólo
haya aparecido por primera vez en la edición de sus trabajos postumos
justamente dos años antes del libro de Savigny? Habría que estudiar el
desarrollo de la teoría hermenéutica en Savigny, que Forsthoff deja fuera de
su investigación. Cf. respecto a Savigny recientemente las observaciones de
F. wicacker en Gründer und Bewahrer, 110.
Los límites de la filosofía de la reflexión
Ahora bien, ¿cómo hay que entender aquí la unidad de saber y efecto? Ya
antes hemos desarrollado suficientemente que la conciencia de la historia
efectual es distinta de Ja investigación de la historia efectual de una
determinada obra, del rastro que una determinada obra va dejando tras sí;
que es más bien una conciencia de la obra misma y que en este sentido ella
misma produce el efecto. Nuestra consideración sobre la formación y fusión
de horizontes intentaba precisamente describir la manera como se realiza la
conciencia de la historia efectual. ¿Pero qué clase de conciencia es ésta? He
aquí el problema decisivo. Por mucho que se ponga de relieve que la
conciencia de la historia efectual forma parte ella misma del efecto, hay que
admitir que toda conciencia aparece esencialmente bajo la posibilidad de
elevarse por encima de aquello de lo que es conciencia. La estructura de la
reflexividad está dada por principio en toda forma de conciencia. Debe
valer, por lo tanto, también para la conciencia de la historia efectual.
26.
Rtcbt und Sprache, Abhandlung der Kónigsberger Gelehrten
Gescllschaft, 1940.
27.
E. Betti, o. c, nota 62a.
28.
Walch, o. c, 158.
29.
El significado de la concreción es un tema tan central en la
jurisprudencia que se le ha dedicado ya una bibliografía inabarcable. Cf. por
ejemplo el trabajo de K. Engisch, Die Idee der Konkreiisiernng, Abhandlung der Heidelberger Akademie, 1953.
212
Podemos formularlo también de esta otra manera: cuando hablamos de la
conciencia de la historia efectual ¿no nos encontramos necesariamente
presos en la ley inmanente de la reflexión, que rompe toda afección
inmediata como la que entendemos bajo el nombre de «efecto»? ¿No nos
obliga esto a dar razón a Hegel? ¿No tendremos que admitir como
fundamento de la hermenéutica la mediación absoluta de historia y verdad
tal como la pensaba Hegel?
y justificar la legitimidad de la experiencia hermenéutica asintiendo a la
poderosa crítica histórica de los neo-hegelianos contra Hegel.
Pero será necesario ante todo hacer consciente en primer lugar la tremenda
fuerza de la filosofía de la reflexión y admitir que los críticos de Hegel
tampoco han sido capaces de romper el círculo mágico de esta reflexión.
Sólo estaremos en condiciones de liberar al problema de la hermenéutica
histórica de las consecuencias híbridas del. idealismo especulativo, si ni
lugar ele- contentarnos con un rechazo irracional de éste intentamos retener
toda la verdad del pensamiento hegeliano.
No podemos menos de conceder a esta cuestión la máxima importancia,
sobre todo si recordamos la concepción histórica del mundo y su desarrollo
desde Schleiermacher hasta Dilthey. El fenómeno es siempre el mismo. La
exigencia de la hermenéutica sólo parece satisfacerse en la infinitud del
saber, de la mediación pensante de la totalidad de la tradición con el
presente. Esta se presenta como basada en el ideal de una ilustración total,
de la ruptura definitiva de los límites de nuestro horizonte histórico, de la
superación de la finitud propia en la infinitud del saber, en una palabra, en la
omnipresencia del espíritu que sabe históricamente. No tiene mayor
importancia que en el siglo XIX el historicismo no haya reconocido
expresamente esta consecuencia. En última instancia el historicismo sólo
encuentra su legitimación en la posición de Hegel, aunque los historiadores,
animados por el pathos de la experiencia, hayan preferido apelar a
Schleiermacher y a Wilhelm von Humboldt. Pero ni uno ni otro pensaron
realmente hasta el final su propia posición. Por mucho que acentuasen la
individualidad, la barrera de la extrañeza que nuestra comprensión tiene que
superar, en definitiva la comprensión sólo alcanza su perfección, y la idea de
la individualidad sólo encuentra su fundamentación, en una conciencia
infinita. Es la involucración panteísta de toda individualidad en lo
absoluto lo que hace posible el milagro de la comprensión; también aquí el
ser y el saber se inter-penetran mutuamente en lo absoluto. Ni el kantismo
de Schleiermacher ni el de Humboldt representan, pues, una afirmación
autónoma y sistemática frente a la perfección especulativa del idealismo en
la dialéctica absoluta de Hegel. La crítica a la filosofía de la reflexión, por lo
mismo que alcanza a Hegel, les alcanza también a ellos.
Lo que nos importa en este momento es pensar la conciencia de la historia
efectual de manera que en la conciencia del efecto la inmediatez y
superioridad de la obra que lo provoca no vuelva a resolverse en una simple
realidad reflexiva; importa pensar una realidad capaz de poner límites a la
omnipotencia de la reflexión. Este era justamente el punto contra el que se
dirigía la crítica a Hegel y en el que sin embargo la verdad del principio de
la filosofía de la reflexión había seguido afirmando su superioridad frente a
todos sus críticos.
La conocida polémica de Hegel contra la «cosa en sí» kantiana puede hacer
esto más claro 1. La delimitación crítica de la razón por Kant había
restringido la aplicación de las categorías a los objetos de la experiencia
posible declarando incognoscible por principio a la cosa en sí que subyace a
los fenómenos. La argumentación dialéctica de Hegel arguye contra esto que
la razón, al poner este límite y distinguir el fenómeno de la cosa en sí,
manifiesta en realidad esta diferencia como suya propia. Con ello no accede
pues al límite de sí misma sino que, cuando establece este límite, sigue,
estando por entero dentro de sí. Pues el mero hecho de ponerlo implica que
ya lo ha superado. Lo específico de un límite es que implica siempre
simultáneamente aquello respecto a lo cual se delimita lo que encierra dicho
límite. La dialéctica del límite es que sólo es en cuanto que se supera. Del
mismo modo el ser en sí que caracteriza a la cosa en sí a diferencia de su
manifestación sólo es en sí para nosotros. Lo que en la dialéctica del límite
aparece en su generalidad lógica se especifica para la conciencia en la
experiencia de que el ser en sí diferenciado por ella es lo otro de sí misma, y
que sólo es conocido en su verdad cuando es conocido como sí mismo, es
decir, cuando en la acabada auto-conciencia absoluta viene a saberse a sí
Habrá, pues, que preguntarse si nuestro propio intento de una hermenéutica
histórica puede ser también blanco de esta misma crítica o si hemos logrado
mantenernos libres de la pretensión metafísica de la filosofía de la reflexión
213
mismo. Más tarde examinaremos la razón y los límites de esta
argumentación.
Y así surge la pregunta de hasta qué punto la superioridad dialéctica de la
filosofía de la reflexión se corresponde con una verdad objetiva o hasta qué
punto genera tan sólo una apariencia formal. Pues la argumentación de la
filosofía de la reflexión tampoco puede ocultar en último extremo la
cantidad de verdad contenida en la crítica contra el pensamiento
especulativo desde el punto de vista de la limitada conciencia humana. Esto
se aprecia muy particularmente en las formas epigónicas del idealismo, por
ejemplo, en la crítica neokantiana a la filosofía de la vida y a la filosofía
existencia]. En 1920 Heinrích Rickert, discutiendo por extenso la «filosofía
de la vida», no fue capaz de conseguir ni de lejos el efecto de Nietzsche y de
Dilthey, que entonces empezaba a ejercer su gran influencia. Por mucha
claridad que se arroje contra la contradictoriedad interna de cualquier
relativismo, las cosas no dejan de ser como las describe Heidegger: todas
estas argumentaciones triunfales tienen siempre algo de ataque por sorpresa
3
. Parecen tan convincentes, y sin embargo pasan de largo ante el verdadero
núcleo de las cosas. Sirviéndose de ellas se tiene razón, y sin embargo no
expresan una perspectiva superior ni fecunda. Es un argumento irrefutable
que la tesis del escepticismo o del relativismo pretende ser verdad y en
consecuencia se auto-suprime. Pero ¿qué se logra con esto? El argumento de
la reflexión que alcanza este fácil triunfo se vuelve, sin embargo, contra el
que lo emplea porque hace sospechoso el mismo valor de verdad de la
reflexión. Lo que es alcanzado por esta argumentación no es la realidad del
escepticismo o de un relativismo capaz de disolver cualquier verdad, sino la
pretensión de verdad del argumentar formal en general.
Contra esta filosofía de la razón absoluta los críticos de Hegel han
presentado sus objeciones desde las posiciones más diversas; su crítica no
logra sin embargo afirmarse frente a la consistencia de la auto-mediación
dialéctica total tal como Hegel la describe sobre todo en su fenomenología,
la ciencia del saber tal como se manifiesta. El argumento de que el otro no
debe ser experimentado como lo otro de mí mismo, abarcado por mi pura
autoconciencia, sino como el otro, como el tú — tal es la objeción
prototípica contra la infinitud de la dialéctica hegeliana— no alcanza
seriamente a la posición de Hegel. Quizá no hay nada tan decisivo y
determinante del proceso dialéctico de la Fenomenología del espíritu como
el problema del reconocimiento del tú. Por no mencionar más que alguna de
las etapas de está historia: la autoconciencia propia sólo alcanza en Hegel la
verdad de su autoconciencia en la medida en que lucha por obtener su
reconocimiento en el otro; la relación inmediata de hombre y mujer es el
conocimiento natural del mutuo ser reconocido. Más aún, la conciencia
moral representa el elemento espiritual del llegar a ser reconocido, y el
reconocimiento mutuo en el que el espíritu es absoluto sólo se alcanza a
través del reconocimiento de la propia posición y a través del perdón. No
hay duda de que en estas formas del espíritu descritas por Hegel está ya
pensado lo que habría de ser el contenido de las objeciones de Feuerbach y
Kierkegaard.
La polémica contra el pensador absoluto carece a su vez de posición. El
punto arquimédico capaz de mover a la filosofía hegeliana no podrá ser
hallado nunca en la reflexión, que no puede haber ninguna posición que no
esté ya implicada en el movimiento reflexivo de la conciencia que va
llegando a sí misma. Las apelaciones a la inmediatez —por ejemplo, la de la
naturaleza corporal, la del tú y sus pretensiones, la de la facticidad
impenetrable del azar histórico o la de la realidad de las relaciones de
producción— se refutan siempre solas porque aluden a algo que no es un
comportamiento inmediato sino un hacer reflexivo. La crítica de la izquierda
hegeliana contra la supuesta reconciliación sólo en la idea, que dejaría en
suspenso la trasformación real del mundo, y en general toda la teoría de la
conversión de la filosofía en política acaba equivaliendo, sobre la base de la
filosofía, a una cancelación de sí misma2.
En este sentido la legitimidad filosófica del formalismo de estos argumentos
de la reflexión es sólo aparente. En realidad con ellos no llega a conocerse
nada. La legitimidad sólo aparente de esta manera de argumentar nos es
conocida ya desde la antigua sofística, cuya vaciedad puso Platón al
descubierto. Platón vio también con claridad que no existe ningún criterio
argumentativamente suficiente para distinguir el uso verdaderamente
filosófico del discurso respecto del sofístico. En la séptima carta, sobre todo,
viene a demostrar que la refutabilidad formal de una teoría no excluye
necesariamente su verdad 4.
El modelo clásico de la argumentación en vacío es la pregunta sofística de
cómo se puede preguntar por algo que no se conoce. Esta objeción sofística
formulada por Platón en el Menon 5 no es sin embargo objeto en este caso
214
de una refutación argumentativamente superior, cosa harto significativa,
sino que frente a ella Platón apela al mito de la preexistencia del alma. Es
una apelación bastante irónica, pues el mito de la preexistencia y de la
anamnesis, destinado a resolver el enigma del preguntar y el buscar, no
introduce en realidad una certeza religiosa, sino que reposa sobre la certeza
del alma que busca el conocimiento y que se impone frente a la vaciedad de
las argumentaciones formales. Por otra parte es un claro índice de la
debilidad reconocida por Platón en el Logos el que la crítica a la
argumentación sofística se fundamente no lógica sino míticamente. Igual
que la opinión verdadera es un don y un favor divinos, la búsqueda y el
conocimiento del logos verdadero no es una libre auto-posesión del espíritu.
Más tarde tendremos ocasión de reconocer hasta qué punto es fundamental y
significativo el que Platón legitime aquí míticamente la dialéctica socrática.
Si el sofisma quedase sin refutar —y argumentativamente
no es
refutable— este argumento desembocaría en resignación. Es el argumento
de la «razón perezosa» y posee un alcance verdaderamente simbólico en la
medida en que la reflexión vacía conduce pese a su triunfo aparente al
descrédito de cualquier reflexión.
determina la esencia del espíritu no resulta afectada por la objeción de que
en ella apenas quedaría espacio para la experiencia de lo otro y de la
alteridad de la historia. La vida del espíritu consiste más bien en reconocerse
a sí mismo en el ser otro. El espíritu orientado hacia el conocimiento de sí
mismo se ve enfrentado a lo «positivo» que se le aparece como extraño, y
tiene que aprender a reconciliarse con ello reconociéndolo como propio y
familiar. Resolviendo la dureza de la positividad se reconcilia consigo
mismo. Y en cuanto que esta reconciliación es la tarea histórica del espíritu,
el comportamiento histórico del espíritu no es ni un auto-reflejarse ni una
superación sólo formalmente dialéctica de la auto-enajenación que le ha
ocurrido, sino una experiencia, que experimenta realidad y es ella misma
real.
2.
El concepto de la experiencia y la esencia de la experiencia
hermenéutica
Esto es exactamente lo que importa retener para el análisis de la conciencia
de la historia efectual: que tiene la estructura de la experiencia. Por
paradójico que suene, el concepto de la experiencia me parece uno de los
menos ilustrados y aclarados. Debido al papel dominante que desempeña en
la lógica de la inducción para las ciencias naturales, se ha visto sometido a
una esquematización epistemológica que me parece recortar ampliamente su
contenido originario. Quisiera recordar que ya Dilthey reprochaba al
empirismo inglés una cierta falta de formación histórica. Para nosotros, que
hemos detectado en Dilthey una vacilación no explicitada entre el motivo de
la «filosofía de la vida» y el de la teoría de la ciencia, ésta nos parece sólo
una crítica a medias. De hecho, la deficiencia de la teoría de la experiencia
que afecta también a Dilthey consiste en que ha estado íntegramente
orientada hacia la ciencia y en consecuencia ha desatendido la historicidad
interna de la experiencia. El objetivo de la ciencia es objetivar la experiencia
hasta que quede libre de cualquier momento histórico. En el experimento
natural-científico esto se logra a través de su organización metodológica.
Algo parecido ha ocurrido también en el método histórico y crítico de las
ciencias del espíritu. En uno y otro caso la objetividad quedaría garantizada
por el hecho de que las experiencias subyacentes podrían ser repetidas por
cualquiera. Igual que en la ciencia natural los experimentos tienen que ser
revisables, también en las ciencias del espíritu el procedimiento completo
Sin embargo, la refutación mítica del sofisma dialéctico, por evidente que
resulte, no puede satisfacer a un pensamiento moderno. Para Hegel ya no
hay fundamentación mítica de la filosofía. El mito forma en él más bien
parte de la pedagogía. En último extremo es la razón la que se fundamenta a
sí misma. Y cuando Hegel elabora la dialéctica de la reflexión como la automediación total de la razón se eleva también él por encima del formalismo
argumentativo que con Platón llamamos sofístico. Su dialéctica no es
menos polémica que la del Sócrates platónico contra la argumentación
vacía del entendimiento que él llama «la reflexión externa». Por eso la
confrontación con él es tan importante para el problema hermenéutico. La
filosofía del espíritu de Hegel pretende lograr una mediación total de
historia y presente. En ella no se trata de un formalismo de la reflexión sino
del mismo tema al que debemos atenernos nosotros. Hegel pensó hasta el
final la dimensión histórica en la que tiene sus raíces el problema de la
hermenéutica.
En consecuencia nos veremos obligados a determinar la estructura de la
conciencia, de la historia efectual en relación con Hegel y en confrontación
con él. La interpretación espiritual del cristianismo a través de la cual Hegel
215
tiene que estar sometido a control. En la ciencia no puede quedar lugar para
la historicidad de la experiencia.
inherente siempre a toda adquisición de experiencia, y en la que opera la
pertenencia del yo individual a una comunidad lingüística.
En esto la ciencia moderna no hace sino continuar con sus propios métodos
lo que de un modo u otro es siempre objetivo de cualquier experiencia. Una
experiencia sólo es válida en la medida en que se confirma; en este sentido
su dignidad reposa por principio en su reproducibilidad. Pero esto significa
que por su propia esencia la experiencia cancela en sí misma su propia
historia y la deja desconectada. Esto vale desde luego para la experiencia
cotidiana, y en tanta mayor medida para cualquier organización científica de
la misma.
Y de hecho, si retrocedemos hasta los comienzos de la moderna teoría de la
ciencia y de la lógica, el problema es justamente hasta qué punto es posible
un empleo puro de nuestra razón,
procediendo
según
principios
metodológicos
y
por encima de cualquier prejuicio o actitud
preconcebida, sobre todo de la «verbalista». El gran logro de Bacon en este
terreno es que no se contentó con la tarea lógica inmanente de desarrollar la
teoría de la experiencia como teoría de una inducción verdadera, sino que
dio cauce a toda la dificultad moral y cuestionabilidad antropológica de este
tipo de rendimiento de la experiencia. Su método de la inducción intenta
superar la forma azarosa e irregular bajo la que se produce la experiencia
cotidiana, y por supuesto ir más allá del empleo dialéctico de ésta. En este
contexto, y de una manera que anuncia ya la nueva era de la investigación
metódica, Bacon destruye la teoría de la inducción basada en la enumera fio
simplex, representada todavía en la escolástica humanística. El concepto de
la inducción implica la generalización sobre base de observaciones casuales,
y pretende validez en tanto no aparezca alguna instancia contraria. A
esta anticipatio, generalización prematura de la experiencia cotidiana,
Bacon opondrá la interprctatio naturae, la explicación perita del verdadero
ser de la naturaleza 8. Esta deberá hacer posible un acceso gradual hacia las
generalidades verdaderas y sostenibles que son las formas simples de la
naturaleza a través de experimentos organizados metódicamente. Este
método verdadero se caracteriza por el hecho de que en él el espíritu no está
meramente confiado a sí mismo n. No le es dado volar como quisiera. Se ve
obligado a ir ascendiendo gradatim desde lo particular hacia lo general, con
el fin de ir adquiriendo una experiencia ordenada y capaz de evitar cualquier
precipitación 10.
El que la teoría de la experiencia se refiera de una manera completamente
ideológica a la adquisición de verdad que se alcanza en ella no es en
consecuencia una parcialidad casual de la moderna teoría de la ciencia, sino
que posee un fundamento en 'las cosas mismas.
En los últimos tiempos Edmund Husserl ha dedicado particular atención a
esta cuestión, emprendiendo una y otra vez la tarea de ilustrar la parcialidad
inherente a la idealización de la experiencia que subyace a las ciencias °
Con esta intención Husserl ofrece una genealogía de la experiencia que,
como experiencia del mundo vital, antecede a su idealización por las
ciencias. Sin embargo, el propio Husserl me parece también dominado por
la parcialidad que critica; Husserl sigue proyectando el mundo idealizado de
la experiencia científica exacta sobre la experiencia original del mundo en
cuanto que hace de la percepción, como cosa externa y orientada a la mera
corporalidad, el fundamento de toda experiencia ulterior. Cito literalmente:
«Aun cuando unas veces atrae nuestro interés práctico o anímico en base a
esta presencia sensible, otras se nos ofrece como algo utilizable, atractivo o
repulsivo..., sin embargo, todo esto se funda en que es un sustrato con
cualidades que se perciben de una manea simplemente sensible y a las
cuales lleva siempre un camino de posible interpretación» 7. El intento de
Husserl de retroceder por la génesis del sentido al Origen de la experiencia,
y de superar así su idealización por la ciencia, tiene que combatir duramente
con la dificultad de que la pura subjetividad trascendental del ego no está
dada realmente como tal sino siempre en la idealización del lenguaje que es
Bacon mismo da al método que preconiza el título de experimental u. Pero
conviene recordar que en Bacon el término de experimento no se refiere
siempre sólo a la organización técnica del investigador naturalista que aduce
artificialmente y hace medibles determinados procesos bajo condiciones de
aislamiento. Experimento es también y sobre todo una hábil dirección de
nuestro espíritu que le impida abandonarse a generalizaciones prematuras
enseñándole a ir alterando conscientemente los casos más lejanos y en
apariencia menos relacionados, y de este modo ir accediendo gradual y
216
continuamente hasta los axiomas por el camino de un procedimiento de
exclusión 12.
la esencia de la esperanza caracteriza tan evidentemente a la experiencia
humana que, cara, a su significado antropológico, no hay más remedio que
considerar parcial el principio de no dar validez más que al patrón
teleológico de la producción cognoscitiva. Algo semejante se nos mostrará
en relación con el significado del lenguaje que guía por anticipado a toda
experiencia; y tan cierto como es el que muchos Pseudo-problemas
verbalistas pueden proceder del dominio de las convenciones lingüísticas,
igualmente cierto es que el lenguaje es simultáneamente condición y guía
positiva de la misma experiencia. Por otra parte también Husserl tiene en
cuenta, como Bacon, más lo negativo que lo positivo en la esfera de la
expresión lingüística.
En líneas generales habrá que asentir a la crítica habitual a Bacon;
ciertamente sus propuestas metodológicas defraudan. Son demasiado
indeterminadas y generales, y no han producido mayores frutos en su
aplicación a la investigación natural, como se ha mostrado con el tiempo. Es
verdad que este adversario de las sutilezas dialécticas en vacío se queda a su
vez dentro de la tradición metafísica y atado a las formas de argumentación
dialéctica que él mismo combate. Su objetivo de vencer a la naturaleza
obedeciéndole, su nueva actitud de recurrir a la naturaleza para dominarla,
en suma, todo lo que le ha convertido en el paladín de la ciencia moderna,
no deja de ser más que el lado programático de su obra, y su propia
aportación a este programa es muy poco consistente. Su verdadera
aportación consiste más bien en una investigación abarcante de los
prejuicios que ocupan al espíritu humano y lo mantienen separado del
verdadero conocimiento de las cosas, una investigación que lleva a cabo
una especie de limpieza metódica del espíritu mismo y que es más una
«disciplina» que una metodología. La conocida teoría baconiana de los
«prejuicios» tiene el sentido de hacer simplemente posible un empleo
metódico de la razón13. Y en esto resulta para nosotros singularmente
interesante porque se expresan, aunque críticamente y con una intención
excluyente, momentos de la vida de la experiencia que no están referidos
ideológicamente al objetivo de la ciencia. Es lo que ocurre, por ejemplo,
cuando entre los ido/a tribus Bacon menciona la tendencia del espíritu
humano a retener en la memoria únicamente lo positivo y a olvidar las
instantiae negativae. La fe en los oráculos, por ejemplo, se nutriría de este
carácter olvidadizo de los hombres que se acuerdan de los vaticinios
acertados y no tienen en cuanta los equivocados. Del mismo modo la
relación del espíritu humano con las convenciones del lenguaje es a los ojos
de Bacon una forma de extravío del conocimiento por formas
convencionales vacías. Pertenece a los idola fori.
En consecuencia a la hora de analizar el concepto de la experiencia no
podremos dejarnos guiar por estos modelos, pues no deseamos limitarnos al
aspecto teleológico que ha venido dominando hasta ahora el planteamiento
del problema. Esto no quiere decir que bajo este aspecto no se haya
comprendido correctamente un momento verdadero de la estructura de la
experiencia. El que la experiencia es válida en tanto en cuanto no sea
refutada por una nueva experiencia ' (ubi non reperitur instantia
contradictoria) caracteriza evidentemente a la esencia general de la
experiencia, con independencia de que se trate de su organización científica
en sentido moderno o de la experiencia de la vida cotidiana tal como se ha
venido realizando desde siempre.
Esta caracterización se corresponde perfectamente con el análisis
aristotélico de la inducción en el apéndice a las Analytica posteriora 14. De
una manera muy semejante a la del primer capítulo de la Metafísica,
Aristóteles describe aquí cómo acaba produciéndose experiencia, la unidad
una de la experiencia, a partir de muchas percepciones diversas y reteniendo
muchas cosas individuales. ¿Qué clase de unidad es ésta? Evidentemente se
trata de la unidad de algo general. Sin embargo, la generalidad de la
experiencia no es todavía la generalidad de la ciencia; en Aristóteles adopta
más bien una posición media, sorprendentemente indeterminada, entre las
muchas percepciones individuales y la generalidad verdadera del concepto.
La ciencia y la técnica tienen su comienzo en la generalidad del concepto.
¿Pero en qué consiste la generalidad de la experiencia y cómo pasa a la
nueva generalidad del logos? Cuando nuestra experiencia nos enseña que un
determinado medio curativo tiene un determinado efecto, esto significa que
Los ejemplos mencionados muestran ya suficientemente que el aspecto
teleológico que domina la cuestión en Bacon no es el único posible. Habría
que preguntar también si en todos los sentidos es válido al predominio de lo
positivo en el recuerdo y si en todos los sentidos debe tratarse críticamente
la tendencia de la vida a olvidar lo negativo. Desde el Prometeo de Esquilo
217
desde un conjunto de observaciones se ha detectado algo común, y es claro
que la verdadera cuestión médica, la cuestión científica, sólo se hace posible
a partir de una observación garantizada de esta manera: sólo así puede llegar
a plantearse la cuestión del logos. La ciencia sabe por qué, en virtud de qué
razón tiene este medio su efecto curativo. La experiencia no es la ciencia
misma, pero es su presupuesto necesario. A su vez tiene que estar ya
asegurada, esto es, las observaciones individuales deben mostrar
regularmente los mismos resultados. Sólo cuando se ha alcanzado ya la
generalidad de la que se trata en la experiencia puede plantearse la pregunta
por la razón y en consecuencia el planteamiento que conduce a la ciencia.
Así, pues, repetimos nuestra pregunta: ¿qué clase de generalidad es ésta?
Evidentemente tiene que ver con lo común e indiferenciado de muchas
observaciones individuales. Sólo reteniendo éstas se hace posible una cierta
capacidad de previsión.
alude Aristóteles no es la generalidad del concepto ni la de la ciencia (El
círculo de problemas al que nos remite esta teoría podría ser el de la idea
sofística de la formación, pues en todos nuestros testimonios se detecta una
conexión entre la caracterización del hombre de la que aquí se trata y la
organización general de la naturaleza. Y es precisamente este motivo de la
contraposición de hombre y animal el que constituyó el punto de partida
natural del ideal de la formación sofística). La experiencia sólo se da de
manera actual en las observaciones individuales. No se la sabe en una
generalidad precedente. En esto justamente estriba la apertura básica
de la experiencia hacia cualquier nueva experiencia; esto no sólo se
refiere a la idea general de la corrección de los errores, sino que la
experiencia está esencialmente referida a su continuada confirmación, y
cuando ésta falta ella se convierte necesariamente en otra distinta (ubi
reperitur instantia contradictoria).
Salta a la vista la escasa claridad que proyecta este tratamiento sobre la
relación entre experimentar, retener, y la unidad de la experiencia que
producirían ambas cosas. Evidentemente Aristóteles se apoya aquí en un
razonamiento que en su tiempo debía revestir ya un cierto carácter de
clásico. El testimonio más antiguo que nos ha llegado de él es de
Anaxágoras; de él refiere Plutarco que lo que caracteriza al hombre frente a
los animales se determinaría por empeiría, mneme, sophía y tekjne 15. Un
nexo parecido se muestra cuando Esquilo destaca en el Prometeo el papel de
la mnéme 16, y aunque en el mito del Protágoras platónico echemos de
menos una acentuación correspondiente de la mneme, Platón 17 muestra
igual que Aristóteles que esto es ya en su momento una teoría firme. La
permanencia de percepciones importantes (µονη) es claramente el motivo
intermedio a través del cual puede elevarse el saber de lo general sobre la
experiencia de lo individual. En esto están cerca del hombre todos los
animales que poseen mneme en este sentido, esto es, que tienen sentido del
pasado y del tiempo. Haría falta una investigación pormenorizada para
descubrir hasta qué punto podía ser ya operante el nexo entre retención
(mneme) y lenguaje en esta temprana teoría de la experiencia cuyas huellas
estamos rastreando. Pues es completamente claro que el aprendizaje de los
nombres y del hablar acompaña a esta adquisición de conceptos generales, y
Temistio ilustra el análisis aristotélico de la inducción directamente con
el ejemplo del aprender a hablar y de la formación de las palabras. En
cualquier caso importa retener que la generalidad de la experiencia a que
Aristóteles inventa una espléndida imagen para la lógica de este
procedimiento. Las diversas observaciones que uno hace son comparadas
con un ejército en fuga. También ellas son fugaces, no se quedan donde
estaban. Pero cuando en esta fuga generaliz
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