Extendió sus alas y voló. Toda historia tiene un principio y, un final. Finales hay muchos, este no iba a ser de cuento. Ese invierno heló más de lo habitual. Era un pueblo acostumbrado al frío, a las estalactitas adornando las tejas de los edificios. La neblina era una paisana más, no bien recibida cuando se quedaba más de un mes. Sin embargo, aquellas casas de piedra, los adoquines del suelo, el nido de cigüeña en lo alto del campanario y, esa campana sorda, hacían, de aquel lugar, un lugar para perderse, encontrarse y quedarse. Puede que no para siempre, pero sí una buena temporada.