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CP MARTINEZ INGLES LA CONSPIRACION DE MAYO 1

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1981
España, al borde de
una nueva guerra civil
a Conjura
de mayo
(La rebelión de los generales
franquistas)
Amadeo Martínez Inglés
Todo sobre el nuevo «Alzamiento Nacional»
que preparaba la derecha castrense española
para el 2 de mayo de 1981
y que frustró el 23-F
Milans del Bosch, el general que no quiso ser
un nuevo Franco
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SUMARIO
Introducción
Capítulo uno
Los pactos de La Zarzuela
Torcuato Fernández Miranda y su «modélica» transición. La designación de Juan Carlos
como heredero de Franco a título de rey. Sus problemáticas jefaturas de Estado
interinas. Noviembre de 1975: Pactar para sobrevivir. Con los norteamericanos: Entrega
del Sahara Occidental. Con los partidos políticos españoles: La futura Constitución. Con
los militares: España seguirá siendo Una, Grande y Libre. Su ascensión al trono. Su
juramento ante Las Cortes.
Capítulo dos
Tres golpes, tres
El primer Gobierno del rey. La legalización del PCE. Las primeras elecciones
democráticas del 15-J-77. El Ejército se siente traicionado. La reunión de Játiva. El
mapa involucionista en la España convulsa del otoño de 1980: El golpe duro o a la turca
de los generales franquistas. El golpe de «los espontáneos». La apuesta
«primorriverista» de Milans. El contragolpe borbónico o «Solución Armada». Milans
del Bosch, Armada, Tejero, los capitanes generales franquistas, los líderes políticos…
conspira que algo queda.
Capítulo tres
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El golpe duro de los capitanes generales franquistas
Un nuevo «Alzamiento Nacional» en plena transición democrática, esta vez en mayo y
contra la Corona. «El rey es un traidor, lo fusilamos y en paz». El «Plan Móstoles»
(Plan Mola II): Madrid, de nuevo primer objetivo estratégico. General Elícegui: «Esta
vez la capital debe caer la primera y sin disparar un solo tiro». Los príncipes de la
milicia buscan un nuevo Franco. «Sólo Milans del Bosch puede liderar esto».
Capítulo cuatro
Al servicio de la Corona
La «Solución Armada»: El golpe blando del rey. Las confidencias de su antiguo
secretario general ponen nervioso al monarca: «Majestad, están en juego la Corona, la
democracia y su propia vida. Es urgente y totalmente necesario parar a los capitanes
generales. Y para ello debemos contar con el teniente general Milans. Sin él, todo estará
perdido.» La compleja gestación y la chapucera ejecución del 23-F. Del fracaso inicial
al éxito final: La Conjura de mayo quedará desactivada.
Capítulo cinco
Milans, el general que no quiso ser un nuevo Franco
El sueño primorriverista del general Milans del Bosch. La «Solución Armada».
Los «pactos de Valencia» con el enviado del rey. Las tentaciones de los golpistas de
mayo: Director del Alzamiento, Generalísimo y Jefe del nuevo Estado nacional.
Las ofertas del monarca: Jefe del Ejército (PREJUJEM) y, después, presidente de
un Gobierno de autoridad bajo el manto de la Corona. El general en su laberinto.
Su acendrado monarquismo lo empujará al final al bando del rey, pero los
supremos intereses de la Institución lo llevarán finalmente al deshonor y la prisión.
Capítulo seis
Entre servicios secretos anduvo el juego
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El doble juego del CESID: Primero, bajo las órdenes directas del rey y la JUJEM,
coopera con Armada, le informa de la existencia y progresos del golpe duro de los
generales franquistas y le apoya en la planificación del 23-F. Después, cumple las
órdenes de arruinar definitivamente la fracasada operación del marqués de
Rivadulla. El Servicio de Información de la Guardia Civil, por su parte, ayuda en
todo momento a Tejero. Agentes del SIGC cercan con antelación el Congreso para
facilitar su llegada. Los Servicios de Inteligencia del Ejército de Tierra (Estado
Mayor y Capitanías) cooperaron en todo momento con los conjurados de mayo.
Capítulo siete
Y después de la tormenta castrense… la transición siguió su camino
El 23-F puso fin a la Conjura de mayo y, en consecuencia, al poder militar en
España. También, a cuatro años de enfrentamientos soterrados entre los generales
franquistas y el rey. Se salvó así el delicado proceso político de la transición, pero
el fin nunca puede justificar los medios empleados para conseguirlo; sobre todo si
esos medios constituyen un peligro cierto de guerra civil. Los méritos y las
responsabilidades del monarca español en los hechos político-militares más
emblemáticos de la transición española: el «Sábado Santo rojo”, el contubernio
castrense de la primera noche electoral, el 23-F, la Conjura de mayo…
Conclusión
Anexos
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Introducción
El día 2 de mayo de 1981, a diferencia de idéntica fecha de 1808 en la que un puñado de
madrileños se echó a la calle en lucha desigual con el Ejército de ocupación francés, no
ha pasado a la Historia con mayúsculas de este país. Afortunadamente. Aunque en la
otra historia de España, en la que se escribe con minúsculas, en la desgraciada de las
endémicas asonadas militares y los golpes de Estado más o menos cruentos, sí tuvo
reservadas, y durante bastante tiempo, abundantes páginas en blanco para poder recoger
en ellas uno de los terremotos castrenses más devastadores desde que el general Franco,
en julio de 1936, se levantara en armas contra la Segunda República.
Seísmo castrense, político y social que, largamente preparado en los más altos
despachos del Ejército de Tierra español de la época y con su epicentro en los cuarteles
y unidades militares más operativas del mismo, estaba previsto hiciera sentir todo su
arrollador poder en la capital de la nación, Madrid, provocando, en esa emblemática
fecha en la que 173 años antes los patriotas madrileños hicieran gala de un heroísmo sin
límites, un cambio substancial en el devenir político de España.
Efectivamente, en los reservados y supersecretos papeles del todavía Ejército
franquista de la época estaba ya escrito con letras gruesas, al comienzo del mes de
febrero de 1981 (la siniestra Directiva de Planeamiento que iba a poner en marcha la
denominada por los golpistas «Operación Móstoles» se redactó a lo largo del otoño de
1980 y vio la luz definitiva el 13 de febrero de 1981), que en la madrugada del día 2 de
mayo de tan fatídico año, a las 03:00 horas para ser exactos, como es costumbre en la
práctica totalidad de los ejércitos cuando, olvidándose de las leyes y de la lealtad que
deben a sus conciudadanos, pretenden cambiar el orden político establecido en sus
respectivos países, 50.000 soldados apoyados por 200 carros de combate, 300 vehículos
blindados, 200 piezas de artillería y toda la parafernalia logística necesaria para mover
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semejante músculo militar, se pondrían en marcha desde sus campamentos y vivaques
de maniobras repartidos por toda España (unas maniobras planificadas ad hoc) hacia la
capital de la nación con la finalidad de cercarla a distancia y provocar en cuestión de
horas la caída del Gobierno y de la Jefatura del Estado.
Pero, afortunadamente, como todos sabemos, ese fatídico golpe militar, ese nuevo
«Alzamiento» de corte totalmente franquista, ese oscuro órdago castrense lanzado a la
cara de las más altas instituciones del Estado español por parte de los más poderosos
prebostes del Ejército español, no llegaría nunca a materializarse; sería abortado,
parado, desmantelado, desactivado… antes de que pudiera pasar a la pequeña y
desgraciada historia de este país. Y ello sería así no por la reacción unánime del pueblo
español que, como siempre ocurre en estos casos, no se enteró de nada, sino ¡atento
amigo lector!, porque otro «golpe militar» se cruzó en su camino; éste blando,
institucional, palaciego, intramuros del sistema: el conocido popularmente como «23F». Fue tachado desde el principio por los poderes públicos españoles de «intentona
involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del
anterior régimen», y que en realidad sólo fue una maniobra político-militarinstitucional, nacida en los aledaños de la primera magistratura de la nación, para parar
como fuera el tremendo peligro de mayo.
En las páginas que siguen, y como absoluta primicia informativa (que yo me
atrevería a calificar de histórica puesto que este nuevo «Alzamiento Nacional»,
planificado en su día por los más altos jerarcas de la extrema derecha franquista, ha
constituido durante casi treinta años el secreto mejor guardado por el «gran mudo»
castrense español), voy a presentar al lector con todo detalle cómo nació y cómo se
preparó, estudió y organizó el golpe duro «a la turca», la gran apuesta golpista
denominada «Operación Móstoles» dentro del gran movimiento de corte franquista (la
Conjura de mayo) que empezó a gestarse dentro del Ejército tras la clandestina reunión
de Játiva del otoño de 1977 y que viviría su climax a finales del otoño de 1980 y
primeros meses de 1981.
Estamos hablando, sin lugar a dudas, del más peligroso de cuantos episodios
castrenses de tipo involucionista vivió la transición democrática española en su largo
caminar desde la muerte de Franco.
También incidiré de nuevo, por enésima y sin duda última vez, en el ya
investigado y largamente tratado por mí en diferentes trabajos «23-F»; curioso,
dramático y chapucero evento que, como acabo de exponer y espero que asuma
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definitivamente la sociedad española después de publicarse el presente libro, no tuvo
nada de golpe militar (por lo menos a la antigua usanza) y fue planificado, preparado,
coordinado y finalmente ejecutado por el propio régimen político de la transición para
desactivar el golpe militar (éste ya real y clásico) que lo amenazaba de muerte el 2-M
Y es que, vuelvo a insistir, dejando de lado cualquier otro condicionamiento, los
sucesos desencadenados en España durante la tarde/noche del 23 de febrero de 1981
nunca constituyeron en sí mismos un verdadero golpe militar. Los profesionales de las
armas de este país lo supimos desde el primer momento porque, al margen de la
información reservada o privilegiada de la que cada uno pudiera disponer en virtud de
su destino o estatus personal, los parámetros tácticos, estratégicos, logísticos e, incluso,
políticos, con los que se planificó, preparó, coordinó y ejecutó, no encajaban en
absoluto con los mínimos exigidos en una operación de estas características
(perfectamente conocidos y estudiados, por lo demás, en los centros militares de
enseñanza de los ejércitos del mundo entero) que, como es de general conocimiento,
tienen por finalidad cambiar abrupta e ilegalmente el curso político de un Estado, sea de
un signo u otro.
Este falso golpe militar ideado por el general Armada (denominado incluso en la
prensa oficial «Solución Armada») tuvo desde el principio todas las singularidades,
sobre todo para los profesionales de Estado Mayor destinados en la cúpula militar y en
los cuarteles generales del Ejército en la época de su planificación inicial y posterior
preparación operativa (otoño de 1980), de constituir una subterránea maniobra políticomilitar-institucional de altos vuelos con el fin de desactivar el inmenso peligro que, para
el sistema político instaurado en España en noviembre de 1975, representaba el todavía
poderoso Ejército franquista, con la mayoría de sus capitanes generales conspirando en
secreto contra el rey y contra la «modélica» transición democrática protagonizada por el
rey Juan Carlos y su acólito, el presidente Adolfo Suárez.
Estas sospechas, y en mi caso y en el de muchos compañeros destinados en el
Estado Mayor del Ejército y en altos puestos de la jerarquía castrense, absoluta
certidumbre, fue el acicate personal que me empujó, en el otoño del año 1983, a iniciar
una profunda investigación sobre éste y otros importantes hechos históricos
relacionados con él, que se ha prolongado durante más de veinticinco años. Y de cuyas
escandalosas conclusiones ya tienen plena constancia el país entero y las más altas
instituciones del Estado (incluido el Congreso de los Diputados) a través de mis libros e
informes personales y reservados.
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Este libro que tiene en sus manos, amigo lector: La conjura de mayo, es, en cierta
medida, un compendio o resumen de todos mis trabajos anteriores, tanto sobre el
histórico suceso que tuvo lugar en España el 23 de febrero de 1981 como sobre los
principales episodios de raíz castrense que tuvieron una muy clara y flagrante vocación
de representar un cambio profundo en el rumbo de la transición española. El más
peligroso de todos ellos, el preparado para estallar el 2 de mayo de 1981 y que
afortunadamente no llegó a ponerse marcha, ve la luz por primera vez en este país
después de permanecer en los oscuros anaqueles del secreto militar casi treinta años. En
sus páginas encontrará, desde luego, muchas informaciones ya publicadas por mí, pero
también, como digo, revelaciones inéditas y sensacionales sobre lo que preparaba la
extrema derecha castrense para la primavera de 1981. Y que propició la reacción, sin
duda inconveniente y rechazable, del rey Juan Carlos I. El fin, obviamente, no puede
nunca justificar los medios empleados y en España, por muy difíciles que fueran las
circunstancias políticas y sociales en aquellos tremendos meses del otoño de 1980,
existían otros mecanismos legales y otras resoluciones de alto nivel acordes con el
Estado de derecho, que debieron ser puestos en marcha antes de autorizar al factotum
del palacio de La Zarzuela, el marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de
División del Ejército de Tierra, don Alfonso Armada y Comyn, a idear, planificar,
preparar, coordinar y finalmente ejecutar la sutil maniobra político-militar que debía
salvar como fuera la monarquía borbónica y enderezar una transición democrática que,
efectivamente, hacía agua por todas partes.
Y también he querido, como parte substancial de este mi último trabajo,
reivindicar todo lo posible la denostada figura del teniente general Milans del Bosch
(parte de mis conversaciones con él en la prisión militar de Alcalá de Henares ya fueron
transcritas en uno de mis libros y las vuelvo a reproducir por su marcado interés en
éste), sin duda el profesional de las armas más importante de la transición española, que
desde la madrugada del 24 de febrero de 1981 sería tachado pública y judicialmente,
siempre sin el debido conocimiento de causa, de golpista y traidor. Este veterano
general (muy mayor ya cuando se desarrollaron los hechos que lo llevarían a prisión por
nada menos que treinta años), que pudo ser y no quiso serlo, un nuevo dictador de
España, un nuevo Franco. Y nunca fue ni lo uno ni lo otro. Y esto lo dice ¡ojo! un
militar demócrata de toda la vida, que pasó muy malos momentos durante el franquismo
y que, finalmente, se dejó la piel y su carrera luchando por modernizar y profesionalizar
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las Fuerzas Armadas españolas y para que los derechos humanos más elementales
fueran por fin respetados en los cuarteles españoles.
Yo, desde luego, nunca comulgué con las teorías autoritarias del general Milans
del Bosch, ni con su visión «primorriverista» de la política española, ni con su
acendrado monarquismo, ni con su visión de una España centralista y trasnochada que
ya no tenía ningún futuro… Pero lo que me contó en el invierno de 1990 en la soledad
de una prisión castrense, enfermo, deprimido, abandonado por todos, en espera solo ya
de una muerte digna, me impresionó para el resto de mi vida y jamás lo olvidaré. Aquel
hombre, aquel carismático militar, aquel anciano que en su vida profesional siempre
actuó con extrema dureza pero con honor y justicia, aún equivocado y después de
cometer sin duda importantes errores, no se merecía aquello: el deshonor, la prisión, la
soledad, el abandono por parte de todos… y, sobre todo, de su rey y señor. De esto
último tuve puntual conocimiento a través de sus propias palabras, entrecortadas y
tenues, en respuesta a unos comentarios míos muy críticos con la figura del monarca al
que, basándome en mis investigaciones y en los claros indicios racionales de
culpabilidad que de ellas se desprendían, le imputé en su presencia la responsabilidad
máxima del 23-F y una despreciable deslealtad con sus subordinados:
—Sí, coronel, tiene usted razón —me señaló Milans del Boch en tono
confidencial—. El rey, probablemente, se asustó y abandonó precipitadamente el
proyecto político en el que tanto Armada como yo llevábamos meses trabajando. Sí, sí,
se puede afirmar que en cierta medida nos abandonó; nos traicionó. Y, como usted sabe,
no sólo a nosotros, sino a un puñado de buenos profesionales que arriesgaron sus vidas
y sus carreras por él. Desde luego, aquel 23 de febrero de 1981 no fue un buen día ni
para el Ejército, ni para España, ni para la Corona. Aunque debo decirle, en honor a la
verdad, que pudo ser mucho peor si los altos mandos militares regionales involucrados
en la operación de mayo (que recibieron las llamadas del rey para que permanecieran
fieles a su persona) o los que desde el principio estábamos con el monarca, hubiéramos
perdido los nervios. No fue así, afortunadamente. Todos actuamos con responsabilidad
y espíritu de sacrificio, aunque no cabe duda que algunas posturas personales eran en sí
mismas rechazables e, incluso, ilegales. No obstante, al final la situación pudo
recomponerse.
Efectivamente, amigo lector, gracias a la responsable actuación de este hombre (el
23 de febrero de 1981 era capitán general de Valencia, al mando de una de las
Divisiones de Intervención Inmediata más poderosas del Ejército español) que, lisa y
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llanamente salvó a este país de una guerra civil al renunciar a cooperar con los golpistas
de mayo a pesar de sus cantos de sirena, a la de muchos mandos intermedios de las
Fuerzas Armadas y Guardia Civil que supieron permanecer fieles a las leyes y los
reglamentos militares e, incluso, a la de altos responsables de los servicios secretos que
tuvieron que hacer increíbles esfuerzos para adaptarse a una situación que cambiaba por
momentos, pudo desactivarse la peligrosa pirueta borbónica ideada para desmontar el
peligroso órdago de los poderosos generales franquistas y que había puesto a la nación,
durante bastantes horas, al borde de una nueva confrontación armada.
Como experto conocedor del Ejército y estudioso de todos los acontecimientos
que éste protagonizó a lo largo de la transición española, tanto en la superficie de los
hechos como en la profundidad de sus secretas tramas, prefiero no pensar ni un solo
segundo, pero ni uno solo, en lo que pudo pasar en este país durante la noche del 23-F y
jornadas posteriores si el entonces laureado, envidiado, galardonado, jaleado por todos
(incluso por el rey), endiosado por sus compañeros de profesión… capitán general de de
la III Región Militar, don Jaime Milans del Bosch, tras darse cuenta del abandono real y
harto de todos y de todo, desoye sus sutiles recomendaciones de marcha atrás, se viste la
toga de Julio César y, solo o acompañado de otros (los generales franquistas de mayo
que le ofrecían su liderazgo), inicia una rápida marcha hacia Madrid al frente de sus
quince mil «legionarios».
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Capítulo uno
Los Pactos de la Zarzuela
Torcuato Fernández Miranda y su «modélica» transición. La
designación de Juan Carlos como heredero de Franco a título de rey.
Sus problemáticas jefaturas de Estado interinas. Noviembre de 1975:
Pactar para sobrevivir. Con los norteamericanos: Entrega del Sahara
Occidental.
Con
los
partidos
políticos
españoles:
La
futura
Constitución. Con los militares: España seguirá siendo Una, Grande y
Libre. Su ascensión al trono. Su juramento ante Las Cortes.
Para poder llegar a desentrañar el cúmulo de conspiraciones, conjuras, golpes de Estado
en preparación, maniobras político-militares, chantajes, apaños institucionales… y
demás hechos despreciables que tuvieron lugar en España en los últimos meses del año
1980 y primeros de 1981(entre ellos el famosísimo 23-F y la peligrosísima Conjura de
mayo que da título al presente libro) y que estuvieron a punto de arrojar de nuevo a este
país a las tinieblas de una nueva guerra civil, no nos queda más remedio que
remontarnos en la historia de la transición y acudir, no ya sólo a la fecha, ciertamente
emblemática, del 22 de noviembre de 1975 en la que el príncipe Juan Carlos accede al
trono, o a la también muy importante históricamente del 23 de julio de 1969 en la que es
nombrado por Franco su heredero a título de rey, sino a la todavía mucho más lejana en
el tiempo de finales del año 1959, momento en el que, terminados sus estudios de cuatro
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años de duración en las Academias Militares de los tres Ejércitos, se abre un acalorado
debate entre su familia y el Régimen franquista sobre la preparación universitaria que
debe recibir de cara a completar su formación como futuro rey.
Porque será en esta etapa de contacto del príncipe Juan Carlos con renombradas
personalidades del saber político, científico y social de la Universidad española, cuando
se irá abriendo paso en su mente, a lo largo de clases y conversaciones privadas y
confidenciales (la mayoría de ellas a cargo de su profesor principal, el catedrático de
Derecho Político Torcuato Fernández Miranda), la necesidad de un cambio profundo en
la estructura política y social del Estado franquista, tras la muerte del dictador, si quiere
que su futuro reinado (para el que lleva ya varios años preparándose, siguiendo los
deseos de Franco) eche raíces y se fortalezca tras un largo régimen autoritario que de
ninguna de las maneras podrá sucederse a sí mismo en el marco de una Europa
democrática que camina sin prisa pero sin pausa hacia una plena integración económica
y una muy deseable unión política. Convicción plenamente asumida al final de sus dos
años largos de docencia universitaria y que se irá asentando y madurando en la etapa,
ciertamente difícil de la década de los sesenta, hasta que en julio de 1969, nombrado por
fin sucesor a la Jefatura del Estado español a título de rey, establezca ya, tanto con su
gabinete político personal y secreto, dirigido por don Torcuato, como con el militar,
presidido por Armada, planes muy definidos de actuación política y castrense para
ponerlos en marcha tras su previsible ascensión al trono de España.
Retrocedamos pues, sin más dilación, al último año de la década de los cincuenta
del siglo pasado. El 19 de diciembre de 1959 tiene lugar en Villa Giralda (Estoril) un
duro enfrentamiento dialéctico entre el aspirante al trono de España, don Juan de
Borbón, y el todavía preceptor del infante Juan Carlos, el general Martínez Campos,
duque de la Torre, en el curso de una delicada conversación privada, ordenada por
Franco, con el fin de concretar los futuros estudios universitarios del joven Borbón. El
conde de Barcelona rechaza de plano la idea, auspiciada por el régimen, de que Juan
Carlos estudie en Salamanca y propone como alternativa la Universidad de Lovaina,
más que nada para incordiar al autócrata español y hacer valer sus derechos familiares.
La discusión sube de tono tan rápidamente y el encontronazo personal es de tal
magnitud, que el duque llega a amenazar a su anfitrión con enviar de manera fulminante
al infante a un destino militar forzoso puesto que no deja de ser un oficial de los tres
Ejércitos en activo.
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El general, de regreso en Madrid, acude directamente a El Pardo a contarle a
Franco (que es en definitiva el responsable del desencuentro portugués) su frustrada
embajada y como consecuencia de la misma, será finalmente el autócrata gallego el que,
tras algunos improperios de corte castrense y después de tachar definitivamente in
mente al conde de Barcelona de su lista de futuros herederos, pronuncie su salomónica
decisión: Ni a la Universidad de Lovaina, ni a la de Salamanca, ni a la de Navarra,
opción por la que habían apostado a última hora determinados jerarcas del Opus Dei. El
hijo mayor de don Juan de Borbón estudiaría por libre en Madrid, acudiendo a
determinadas clases en la Universidad Complutense y siendo asistido por un grupo de
profesores elegidos por las autoridades competentes del régimen; oídos, eso sí, su padre
y los altos prebostes de la Orden que no paraban de incordiar sobre tan espinoso tema.
En esa lista serían incluidos nombres con gran prestigio profesional como Jesús Pavón,
Antonio Fontán, Laureano López Rodó, Enrique Fuentes Quintana, etc., etc; todos ellos
bajo la dirección y supervisión de Torcuato Fernández Miranda, profesor de Derecho
Político.
El príncipe residiría en la «Casita de Arriba» de El Escorial, un pequeño palacete
situado en las afueras del real sitio y acondicionado por Franco durante la Segunda
Guerra Mundial por si necesitaba usarlo como refugio antiaéreo, hasta que estuviera
renovado y en condiciones de uso el palacio de La Zarzuela, lugar elegido para su
residencia oficial en la capital de España
De entre el elitista plantel de profesores que a partir de abril de 1960 empezarían a
acudir a El Escorial para impartir clases particulares a Juan Carlos, el más asiduo,
responsable, de mayor peso específico, y el que demostraría un interés más especial por
su educación (y adoctrinamiento) sería siempre Torcuato Fernández Miranda, quien,
con una puntualidad británica, llegaría todas las mañanas, durante meses, a la Casita de
Arriba para transmitirle sus conocimientos en Derecho Político de una forma un tanto
atípica para la época (sin libros, sin papeles, sin notas...), no desaprovechando ocasión
alguna para hacer partícipe a su distinguido alumno de sus ideas en la materia (en
aquellos momentos esencialmente franquistas, aunque con una visión muy especial y
pragmática de cómo debía evolucionar el régimen en el marco de una transición
controlada a la democracia). Una y otra vez le mostró el camino que debería recorrer en
los años venideros para, en primer lugar, conseguir su ansiada meta de ceñir la corona
de sus antepasados y, más tarde, lo que a su juicio le podía resultar mucho más difícil:
mantenerla dentro de la convulsa España del posfranquismo
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Pero el bienio universitario del infante Juan Carlos, aunque casi totalmente
privado, no le iba a resultar precisamente un camino de rosas en cuanto acudiera, más
que nada para cubrir las apariencias y dar un cierto aire de oficialidad a sus estudios, a
determinadas clases en la Ciudad Universitaria de Madrid. El 19 de octubre de 1960, día
en el que hace su entrada por primera vez en la Facultad de Derecho de la Complutense,
es recibido con grandes gritos como: «¡Fuera el príncipe! ¡No queremos reyes idiotas!
¡Abajo el príncipe tonto!» Eran lanzados al aire por grupos de alborotados estudiantes
capitaneados por falangistas y carlistas.
Juan Carlos tiene que regresar precipitadamente a su residencia de El Escorial y
permanecer recluido allí durante bastantes días, dado que la tensión generada en la
Universidad con su visita, lejos de disminuir con esa huida, no pararía de aumentar en
las jornadas siguientes. Para atajarla, el régimen tendría que pedir ayuda a las JUME
(Juventudes Monárquicas Españolas), lideradas por Luis María Ansón; a las Falanges
Universitarias de Martínez Lacaci; a la ASU (Asociación Socialista Universitaria) e,
incluso, a algunas células comunistas clandestinas especialmente beligerantes dentro de
la Universidad, logrando con ello un cierto consenso para que el infante asistiera a
algunas clases como un estudiante más.
La etapa universitaria del teniente Borbón sería, pues, más bien protocolaria,
anodina desde el punto de vista académico, poco rentable intelectualmente para él (que
apenas recibiría, en sus dos años de duración, unos meros retazos inconexos de un sinfín
de materias a cargo de unos profesores designados a dedo), y hasta perjudicial desde el
punto de vista psicológico y moral, ya que pasar, casi sin solución de continuidad, del
ambiente de compañerismo y amistad en el que se había desenvuelto durante los cuatro
largos años de permanencia en las tres Academias militares españolas a la cartujana
soledad del palacete de El Escorial y al degradado y hostil campus universitario
madrileño, iba a representar para él un cambio personal muy profundo y difícil de
asumir psíquicamente. Situación personal, harto difícil y que ya no abandonaría, a pesar
de la inyección de moral, estatus social y reafirmación de sus expectativas como futuro
heredero de la Corona de España que representaría para él su boda con la princesa Sofía
de Grecia (celebrada en Atenas el 14 de mayo de 1962, siguiendo, ¡cómo no!, las
expresas directrices de Franco), hasta el 23 de julio de 1969, fecha rutilante en su
todavía inmadura biografía y en la que sería nombrado por el dictador español heredero
suyo a título de rey.
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Efectivamente, el 23 de julio de 1969, el esperado día «D» para el flamante
heredero y, sin duda, una jornada de tristeza y desolación para infinidad de ciudadanos
españoles que ansiaban recobrar cuanto antes la legalidad y legitimidad política
perdidas con el cruento golpe militar de Franco en julio de 1936, representaría
obviamente un importante hito en su carrera hacia la Corona pues, además de ser
nombrado sucesor del dictador a título de rey, sería ascendido a general de Brigada del
Ejército y revestido del título de príncipe de España. Carrera que completaría seis años
después, en noviembre de 1975, cuando, muerto el tirano, accediera al trono de España
después de cerrar, bien es cierto que con la complicidad y asesoramiento de sus
primeros validos (Torcuato Fernández Miranda en la política, y Armada y Milans en la
milicia), tres rebuscados pactos secretos entre caballeros que le despejaran el peligroso
camino con el que iniciaba su reinado: el primero, con el secretario de Estado
norteamericano, Henry Kissinger, por el que se quitaba de encima la amenaza cierta de
una guerra colonial con Marruecos a costa, eso sí, de entregar vergonzantemente a
Marruecos el Sahara Español; el segundo, con los altos jerarcas militares del régimen
para asegurarse su lealtad y colaboración después de la debacle del Sahara,
prometiéndoles la permanencia sine die de los sagrados Principios del Movimiento
Nacional, aunque con algunos cambios cosméticos que no lo pusieran en peligro y
permitieran fuera aceptado por un pueblo español sediento de libertades y derechos en
el marco de una transición controlada y controlable; y el tercero, en franca contradicción
con el segundo, con las fuerzas políticas de la derecha (provenientes del franquismo) y
de la izquierda (que habían luchado contra Franco), por el que se comprometía a
conceder la ansiada libertad y el Estado de derecho a sus nuevos súbditos,
desprendiéndose formalmente de alguno de los poderes que el régimen franquista le
había transmitido.
Esto último a cambio, eso sí, de sustanciosas contrapartidas personales,
institucionales, políticas y sociales entre las que ocuparían un lugar de honor las
siguientes: aceptación plena por parte de todos de la nueva monarquía que él
representaba, así como de todos sus símbolos (la bandera rojo y gualda, entre ellos); el
blindaje de la misma a través de una Constitución, pactada y consensuada, con la que
prácticamente resultara imposible que una nueva República pudiera resurgir algún día
en nuestro país; la divinización, también constitucional, de su figura (inviolable y no
sujeta a responsabilidad alguna); y el mantenimiento en su persona de la Jefatura
Suprema de las Fuerzas Armadas, heredada asimismo del Generalísimo Franco, lo que
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unido al mandato testamentario del dictador a sus Ejércitos y al control de los Servicios
de Inteligencia de los mismos, suponía dotarle de un poder personal inmenso;
facultándole de facto para, al margen de cualquier Gobierno elegido democráticamente
en las urnas, ejercer de perpetuo dictador coronado en la sombra.
Y todo esto al margen de otras concesiones menores, como la asignación de una
muy substancial partida presupuestaria para su Casa sin ningún tipo de control en su
distribución y sin tener que rendir cuentas a nadie, la puesta en marcha otra vez (aunque
sin una Corte tradicional de nobles y grandes de España que pudiera afearle algún día
sus orígenes franquistas) de toda la parafernalia palaciega de la antigua monarquía
borbónica: Regimiento de la Guardia Real, Unidad de Alabarderos del rey, concesión de
títulos nobiliarios, representación del Estado español ante el mundo entero... etc., etc. Y
una muy sutil componenda, aparentemente baladí, y que con el paso de los años se
revelaría como sumamente eficiente para la pervivencia de la Institución monárquica
dados los vicios personales con los que estaba «adornado» el nuevo rey: un pacto de
silencio, de respeto y de suma consideración por parte de todos los medios de
comunicación nacionales en relación con aquellas informaciones, noticias, sucedidos o
revelaciones que pudieran afectar a la persona del monarca y a su entorno familiar y
social. Y que ha sido pulcramente respetado (salvo algunas clamorosas excepciones)
con total subordinación y un malsano peloteo cortesano hasta octubre de 2006, cuando
los responsables de algunos distinguidos rotativos, cadenas de televisión y periódicos
digitales españoles, hartos de las sonoras andanzas cinegéticas del rey, decidieron sacar
a la luz pública la última de ellas (la del oso Mitrofan en Rusia, emborrachado con
vodka y miel para que pudiera ser abatido sin ningún peligro por el coronado Jefe del
Estado español) que había dado ya la vuelta al mundo a través de Internet.
Pero dejemos el año 1975, cuando Juan Carlos de Borbón será proclamado y
coronado como rey de España (ya hablaremos en su momento con toda profundidad de
estos tres pactos secretos que propiciaron, y de cierta manera, conformaron la
«modélica» transición y la Constitución del 78) y retrocedamos de nuevo a 1969,
concretamente al 23 de julio. Fe cuando en una teatral ceremonia de las Cortes
franquistas, después de la insulsa y predeterminada votación del día anterior sobre la
propuesta presentada por Franco, se le elige oficialmente como sucesor de éste en la
Jefatura del Estado español, a título de rey. En esta solemne sesión de las Cortes
elegidas a dedo por el autócrata gallego, al primogénito del conde de Barcelona no le
quedó más remedio que cumplir con su amo y señor, el general/dictador que le hacía
17
heredero de su feudo particular (la España del yugo y las flechas), y agradecerle su
designación a través de un patético discurso que a mí, debo confesarlo con toda
honestidad, con la información reservada sobre el personaje que en aquellos momentos
ya obraba en mi poder, me produjo una enorme inquietud y un agudo ataque de
vergüenza ajena.
Aunque sin duda de un calibre menor que el que experimentaría seis años
después, el 22 de noviembre de 1975, cuando el nuevo rey, sin duda por aquello tan
pragmático y tan regio del «París bien vale una misa», se permitiría jurar ante las Cortes
franquistas, presididas por el falangista Rodríguez de Valcárcel, aquello tan sonoro y
falso de «guardar y hacer guardar los sagrados Principios del Movimiento Nacional y
sus Leyes Fundamentales», cuando ya tenía en su democrática mente la idea de
regalarnos bondadosamente a todos los españoles las libertades y los derechos que tan
abruptamente nos había arrebatado su sanguinario mentor. El trono de España
evidentemente bien valía una misa. Y un perjurio... Y lo que hiciera falta. Ya había
negociado en la sombra con los que tenían el verdadero poder en España (los militares),
haciendo las concesiones necesarias con la vista puesta en que la amada Corona que iba
a recibir a cambio de su falso juramento no se cayera de sus sienes en mucho tiempo. Y
también, con los políticos de ambos bandos enfrentados en la Guerra Civil para que,
¡pelillos a la mar!, aceptaran el particular cambio de cromos que él les ofrecía y que
permitiera la puesta en marcha de la tan cacareada transición. Sin exigencia de
responsabilidades para nadie, sin traumas, como si nada hubiera pasado en este país
desde 1936 a 1945, con grandes dosis de amnesia política y judicial, presidiéndolo todo
y con el aparato del sistema franquista, intacto y hasta reconfortado, al frente de las
nuevas instituciones de la democracia…
Pero seguimos en el 23 de julio de 1969, fecha de la elección de Juan Carlos de
Borbón como sucesor de Franco a título de rey. El elegido, después de la parodia de
votación en las Cortes del día anterior, lanza a los presentes y al pueblo español un
sorprendente discurso del que me gustaría recordar algunos párrafos como los
siguientes:
Mi general, señores ministros, señores procuradores:
Plenamente consciente de la responsabilidad que asumo, acabo de jurar,
como sucesor, a título de rey, lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado y
18
fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y Leyes Fundamentales del
reino.
Quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe
del Estado y Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida el 18 de julio
de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero
necesarios, para que nuestra patria encauzase de nuevo su destino.
España, en estos últimos años, ha recorrido un importantísimo camino
bajo la dirección de Vuestra Excelencia. La paz que hemos vivido, los grandes
progresos que en todos los órdenes se han realizado, el establecimiento de los
fundamentos de una política social, son cimientos para nuestro futuro. El haber
encontrado el camino auténtico y el marcar la clara dirección de nuestro
porvenir son la obra del hombre excepcional que España ha tenido la inmensa
fortuna de que haya sido y siga siendo por muchos años, el rector de nuestra
política.
(…)
Nuestra concepción cristiana de la vida, la dignidad de la persona
humana como portadora de valores eternos, son base y, a la vez, fines de la
responsabilidad del gobernante en los distintos niveles de mando.
(…)
A las Cortes españolas, representación de nuestro pueblo y herederas
del mejor espíritu de participación popular en el Gobierno, les expreso mi
gratitud. El juramento solemne ante vosotros de cumplir fielmente con mis
deberes constitucionales es cuanto puedo hacer en esta hora de la Historia de
España.
Mi general: Desde que comencé mi aprendizaje de servicio a la patria
me he comprometido a hacer del cumplimiento del deber una exigencia
imperativa de conciencia. A pesar de los grandes sacrificios que esta tarea
pueda proporcionarme, estoy seguro que mi pulso no temblará para hacer
cuanto fuere preciso en defensa de los principios y leyes que acabo de jurar.
En esta hora pido a Dios su ayuda, y no dudo que Él nos la concederá
si, como estoy seguro, con nuestra conducta y nuestro trabajo nos hacemos
merecedores de ella.
Un discurso de poco más de cinco minutos de duración en el que el ya sucesor
de Franco, a título de rey, se reclamaba inequívocamente como franquista de pro y
como admirador entusiasta de la figura «histórica y providencial» del dictador. Al que
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evidentemente satisfaría en grado sumo la intervención de su protegido, desconocedor
como debía estar en aquellos momentos del «contubernio» ya existente entre éste y su
profesor de Derecho Político, el taimado e inteligentísimo Torcuato Fernández Miranda,
para desmontar en cuanto fuera posible el tinglado político levantado por la dictadura en
aras de consolidar como fuera la nueva monarquía salida de sus pechos. Aunque, al que
esto escribe, conociendo la «profesionalidad» y el savoir faire de los poderosos
servicios secretos militares franquistas (que pincharon sistemáticamente durante años
todas las conversaciones del infante llamado a ser rey algún día, hasta el punto de que
algunas de ellas servirían de mofa y escarnio en ambientes nada monárquicos del
Cuartel General del Ejército) le cuesta mucho creer que Franco no conociera nada de
esos proyectos del tándem Juan Carlos- Torcuato, y más bien pensara para sus adentros
aquello tan socorrido de «Después de mí, el diluvio» o «Que se apañen estos cretinos
cuando yo no esté». Hipótesis muy personal ciertamente arriesgada pero que, sin
embargo, ha sido confirmada recientemente tras la aparición de un libro de memorias de
la hija del autócrata, en el que da como seguro que su padre estuvo siempre al tanto de
los planes políticos de su heredero para cuando él hubiera fallecido.
Nombrado pues Juan Carlos sucesor de Franco, con el consiguiente poder (más
moral que personal o político, por el momento) que ello representaba a nivel nacional e
internacional, empezaría, no obstante, para el nuevo príncipe de España (el dictador no
quiso de ninguna de las maneras concederle el título de príncipe de Asturias, que ya le
había negado repetidas veces en el pasado) una época difícil, oscura y desagradable, en
la que tendría que batallar con abundantes enemigos: el clan de los Franco, que no había
tirado todavía la toalla de la sucesión y conspiraba con todas sus fuerzas contra el ya
nombrado heredero; la Falange, profundamente antimonárquica y beligerante; los
propios monárquicos donjuanistas, que desde el principio mostraron su total desacuerdo
con su elección como futuro rey en detrimento de los derechos de su padre; y hasta con
su mismo progenitor que, incapaz de perdonarle «la traición dinástica» cometida al
acceder a los deseos del tirano en su perjuicio, prácticamente rompería toda relación
amable con su hijo después de los actos del 22 y 23 de julio de 1969.
Es la época de su vida que el propio heredero de la Corona tacharía después
como de «muy dura y desagradable», debido al silencio y la mansedumbre que tendría
que derrochar ante unos y otros, siempre con la vista puesta en que no se torciera el
proceso político abierto por su mentor, el general Franco, accediendo así al trono del
Reino de España a la muerte de éste.
20
En el verano de 1974 surgiría, no obstante, algo muy importante e imprevisto en
la vida política española que le haría adquirir un protagonismo personal muy acusado,
aunque efímero. A mediados de julio el dictador es ingresado, por primera vez desde la
Guerra Civil, en un hospital (la ciudad sanitaria que llevaba su nombre) aquejado de una
tromboflebitis. A las cuatro de la madrugada del 19 de julio, una fuerte hemorragia lo
pone a las puertas de la muerte y al presidente Arias no le queda más remedio que hacer
uso del artículo 11 de la Ley Orgánica del Estado, transfiriendo la Jefatura del mismo,
con carácter interino, al príncipe. La conmoción a nivel nacional es máxima y los
cancerberos del sistema, encabezados por Arias Navarro, no se ahorran sobrenombres
injuriosos para referirse a él en privado como «el sobrero», «el niñato», «el creído», «el
cretino»… Juan Carlos se las ve y se las desea para hacer como que controla la situación
en aquella guerra de todos contra todos en la que parece haberse instalado el débil
régimen franquista.
No obstante, el príncipe de España, revestido de la púrpura de un puesto que le
viene excesivamente grande, convoca durante el verano de 1974 algún que otro Consejo
de Ministros en el Pazo de Meirás, donde convalece el dictador, y hasta se permite
firmar el Convenio de Ayuda y Cooperación con EE.UU. en nombre de Francisco
Franco. Pero el entorno del augusto enfermo no está por la labor de que el inexperto
muchacho le coja gusto al puesto y les haga, de paso, alguna barrabasada política y en
los últimos días de agosto consigue que el achacoso Caudillo, con cara hosca y sin
agradecerle al «niñato» los escasos servicios prestados durante los 43 días que ha
durado su experiencia, retome las riendas del poder absoluto.
Meses después, el 1 de octubre de 1975 (en unos momentos especialmente
dramáticos para el Régimen, que acaba de fusilar a cinco activistas antifranquistas),
Juan Carlos acompaña a Franco, acabado y enfermo, en su última salida al balcón de la
Plaza de Oriente para saludar a los miles de ciudadanos madrileños que en
«espontánea» manifestación han acudido en apoyo de su Caudillo, vilmente insultado
por las democracias de todo el mundo. El 16 de ese mismo mes de octubre se le detecta
un infarto silente de miocardio y aunque al día siguiente todavía se permitirá presidir su
último Consejo de Ministros (monitorizado y asistido médicamente desde la habitación
contigua), todo indica que se ha abierto el proceso de abandono definitivo por parte del
dictador de la poltrona de poder omnímodo que ha ocupado durante casi cuarenta años.
Pero sus últimos días serán terribles para él y para millones de españoles que
viviremos el infierno del cambio con preocupación, angustia, y hasta con pánico
21
medianamente contenido. A las incertidumbres de dentro, muy pronto se unirán las de
fuera y así, enseguida, nos enteraremos con suma preocupación de los planes del rey de
Marruecos, Hassan II, para hacerse con el Sahara Español (un extenso territorio africano
de casi 300.000 km2, rico en toda clase de minerales, fosfatos, petróleo y gas, que
Franco convirtió en flamante provincia española) mediante la movilización hacia el sur
de una impresionante muchedumbre de 300.000 hombres, mujeres y niños (la llamada
Marcha Verde) que intentarán ocuparlo «pacíficamente» con apoyo político, militar y
logístico norteamericano. Atípico ejército civil, ciertamente, al que seguirá muy de
cerca la élite de las Fuerzas Armadas marroquíes con el claro propósito de presionar a
España con una guerra total si osa abatir a uno sólo de sus ciudadanos invasores.
El 26 de octubre Franco sufre una peligrosa crisis en su enfermedad y Juan
Carlos, consciente del grave problema de política exterior que va a tener que enfrentar
en los siguientes días a cuenta del órdago marroquí, envía a su hombre de confianza,
Manuel Pardo y Colón de Carvajal, a Washington, D.C., para solicitar urgente ayuda al
secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. Escasas jornadas después, el 30
de octubre, y dados los acuciantes problemas con los que se enfrenta el país, no le queda
más remedio a Juan Carlos de Borbón que aceptar definitivamente la Jefatura del Estado
con carácter interino, lo que había rechazado apenas una semana antes. Si en julio de
1974 fue el propio dictador el que pidió la aplicación del artículo 11 de la Ley Orgánica,
en esta ocasión no se entera de nada. Está prácticamente en coma y es Arias Navarro el
que ahora toma la iniciativa. Desde bastantes horas antes, no obstante, tenía redactadas
ya, a modo de testamento político, su despedida a los españoles y sus particulares
consignas al Ejército para que acatara la autoridad del sucesor.
Sin embargo, y debido a las especiales circunstancias que concurren en la nueva
toma del poder por parte de Juan Carlos (a todas luces la definitiva, pues a Franco le
quedan muy pocos días de vida), esta vez la moral del nuevo Jefe del Estado en
funciones es muy alta y, tras la máscara de preocupación y pena que intenta transmitir
en público, los que le rodean pueden apreciar una «autoritas» desconocida hasta el
momento en él. Tanta, que en el plazo de muy pocas horas le llevará a tomar una
decisión tan importante y arriesgada como la de establecer un personal y secretísimo
pacto con el responsable de la política exterior yanqui, Henry Kissinger, por el que se
comprometerá a entregar el Sahara Occidental a Marruecos a cambio de la inmediata
desmovilización de la Marcha Verde y del total apoyo estadounidense a su incipiente
reinado.
22
Pero este espinoso, delicado, humillante y desconocido asunto de la entrega en
noviembre de 1975 de la antigua provincia africana española del Sahara al rey de
Marruecos, Hassan II, tras un pacto secreto con los norteamericanos, es de tal
importancia histórica y encierra en su interior tan altas responsabilidades políticas y
personales, que me voy a detener en él, exponiendo a continuación, en un minucioso
relato cronológico, su intrigante planificación y su espuria ejecución. Merece la pena.
Veamos:
21 de agosto de 1975
El Departamento de Estado norteamericano da luz verde a un proyecto estratégico
secreto de la CIA, financiado por Arabia Saudí, para arrebatar la antigua provincia del
Sahara Occidental (270.000 kilómetros cuadrados) a España. Un territorio vital desde el
punto de vista geoestratégico, rico en fosfatos, hierro, petróleo y gas, que EE.UU. no
está dispuesto a dejar en manos de España dada la situación en que se encuentra el
régimen franquista. El plan consiste en invadir la zona mediante una marcha «pacífica»
de unos 300.000 ciudadanos marroquíes (Marcha Verde), que se harán pasar por
antiguos habitantes de la zona.
6 de octubre de 1975
El Servicio de Inteligencia del Ejército español informa a Franco, ya muy enfermo, de
los planes de EE.UU. en relación con el Sahara Occidental.
16 de octubre de 1975
La Marcha Verde es anunciada por Hassan II al mismo tiempo que el Tribunal
Internacional de Justicia de la ONU rechaza las pretensiones de Marruecos sobre ese
territorio.
20 de octubre de 1975
Franco empeora ostensiblemente. Sufre un nuevo ataque al corazón.
21 de octubre de 1975
El príncipe Juan Carlos de Borbón, heredero del dictador, se niega a aceptar la Jefatura
del Estado con carácter interino. Quiere plenos poderes para poder actuar en el Sahara
Occidental.
23
22 de octubre de 1975
El presidente del Gobierno español, Arias Navarro, con conocimiento de Franco, manda
a José Solís Ruiz (apodado La sonrisa del Régimen, quien dirigía la Secretaría General
del Movimiento) a Rabat para tratar de parar el órdago marroquí, prometiendo
negociaciones sobre el tema en cuanto la situación del autócrata mejore.
26 de octubre de 1975
Comienza la denominada Marcha Verde en territorio marroquí. Toda la planificación
operativa y la organización logística han corrido a cargo de técnicos norteamericanos.
30 de octubre de 1975
Juan Carlos de Borbón se hace cargo de la Jefatura del Estado español (artículo 11 de la
ley Orgánica del Estado). Está muy preocupado por la situación en el Sahara
Occidental, pues tiene muy presente el caso portugués. No quiere que aquélla le
desborde.
31 de octubre de 1975
El príncipe preside un Consejo de Ministros en La Zarzuela. Cuestión prioritaria: el
Sahara. Asiste, como invitado, el jefe del Alto Estado Mayor del Ejército, Carlos
Fernández Vallespín. Juan Carlos manifiesta su férrea determinación de ponerse al
frente de la situación. Sin embargo, no les dice a los reunidos que él ya ha enviado a su
hombre de confianza, Manuel Prado y Colón de Carvajal, a Washington, D.C., para
solicitar la ayuda de Henry Kissinger. Es consciente de que una guerra colonial con
Marruecos en aquellos momentos podría precipitar los acontecimientos al estilo de lo
acaecido en Portugal, con el riesgo añadido de perder su corona antes de ceñirla.
El secretario de Estado norteamericano acepta la mediación solicitada por el
nuevo Jefe del Estado español, intercede ante Hassan II, y en las siguientes horas se
pergeña un pacto secreto por el que Juan Carlos se compromete a entregar el Sahara
Español a Marruecos (vistiendo el muñeco de la rendición con unas amañadas
conversaciones políticas a celebrar en Madrid), a cambio del total apoyo político
estadounidense en su próxima andadura como rey de España.
2 de noviembre de 1975
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Juan Carlos de Borbón, a pesar de los consejos del presidente Arias Navarro, del jefe
del Alto Estado Mayor, general Vallespín, y del marqués de Mondéjar, visita las tropas
destacadas en El Aaium en un viaje sorpresa para, según él y su pequeño séquito,
«levantar la moral» de las tropas españolas de guarnición en aquel árido territorio. Éstas
enfrentaban, es cierto, una preocupante situación estratégica, táctica, logística, política y
de todo orden al venírseles encima la maquiavélica «invasión pacífica» diseñada por
Hassan II de Marruecos. El Borbón está en trato secretos con los estadounidenses para
la entrega del territorio, pero no tendrá ningún reparo moral en escenificar un «teatrillo
castrense» con los militares españoles, a los que «traicionará» alevosamente en las
siguientes horas, echando mano de la consabida parafernalia militar propia de estos
actos
Los hechos, que no tuvieron apenas eco en la prensa española, se sucedieron así:
En la mañana del 1 de noviembre, durante el despacho de Juan Carlos con sus más
inmediatos colaboradores militares, alguien plantea la difícil situación política y militar
que se vive en el Sahara Occidental y al príncipe, revestido ya con la púrpura suprema
del Estado, se le ocurre la peregrina idea, enseguida asumida con vehemencia por casi
todo su equipo (con la excepción de Móndejar), de presentarse por sorpresa en El
Aaium para saludar a las tropas españolas destacadas allí y elevar su moral de combate.
Alfonso Armada contacta enseguida con el presidente Arias Navarro, quien, impactado
como está por las últimas noticias sobre el Caudillo, no se entera de nada y opta por
presentarse en La Zarzuela acompañado del ministro del Ejército (Coloma) y del jefe
del Alto Estado Mayor (Vallespín). A Arias, en principio, no le gusta para nada la idea y
trata de disuadir al príncipe de que realice un viaje tan arriesgado y sin ninguna
finalidad clara. En esta imposible misión es apoyado por general Vallespín, pero no por
el ministro del Ejército, que se suma eufórico a la escapada sahariana. Hasta la princesa
Sofía, que es llamada con urgencia al improvisado «cónclave», acaba poniéndose del
lado de su esposo en la aventura.
Resulta evidente que al nuevo jefe del Estado en funciones le ha salido de pronto
a la superficie la vena de general de guadarropía que llevaba dentro desde su salida de
las academias militares de los tres Ejércitos y que, por otra parte, quiere rentabilizar
políticamente una arriesgada visita a sus tropas en pie de guerra (en realidad, unos 6.000
legionarios, nómadas y soldados de reemplazo dotados con material escaso y anticuado,
frente a los 120.000 efectivos del Ejército marroquí). La decisión se toma allí mismo y
el viaje se inicia al día siguiente, 2 de noviembre de 1975, utilizando dos aviones
25
Mystère del Ejército del Aire español que reciben escolta de algunos cazas con base en
Morón (Sevilla) y Gando (Canarias).
La improvisada legación castrense llega pues por sorpresa a El Aaium (capital
del Sahara Español) y en el primer acto oficial, una parada castrense en el
acuartelamiento del Tercio de La Legión, el príncipe, revestido con la toga de Escipión
el Africano, les espeta a los militares allí congregados:
—España no dará un paso atrás. Cumplirá todos sus compromisos
y respetará el derecho de los saharauis a ser libres, utilizando para ello
todos los medios disponibles.
No menciona expresamente la palabra «guerra», pero la cosa parece quedar muy
clara para los miembros de las Fuerzas Armadas allí presentes. España no va a claudicar
ante el órdago de Hassan II, y no va a permitir la violación de su frontera norte por parte
de la llamada Marcha Verde o las Fuerzas Armadas alauíes.
Juan Carlos, lego en estrategia, en táctica y en orgánica militar, y seguramente
arrastrado por el patriótico ambiente que, después de la recepción oficial en el Tercio,
reina en el lujoso Casino de Oficiales de El Aaium, donde asiste a una larga y bien
regada copa de vino español, se va de la lengua en todos los sentidos. Por eso sacando
pecho y subiendo su regia barbilla, les dice sin sonrojarse a los generales, jefes y
oficiales que lo rodean:
—No dudéis un solo instante que vuestro comandante en jefe estará aquí,
con todos vosotros, en cuanto suene el primer disparo.
La euforia que estas palabras (y la visita en general, que apenas dura unas diez
horas) desata en las unidades saharianas en particular y en el Ejército español en
general, en unos momentos especialmente dramáticos y de moral dubitativa, es enorme
y traspasa las fronteras. En el Ejército (el que esto escribe es, en aquellos momentos,
jefe de Operaciones en el Estado Mayor de la Brigada XXXI, de Intervención Inmediata
y con acuartelamientos en Valencia y Castellón), la excursión dominguera de su general
en jefe eleva hasta la estratosfera la moral imperial y el deseo de lucha de unos
profesionales alicaídos, mal pagados, mal equipados, dotados del mismo material
anticuado con el que acabaron la Guerra Civil (a excepción de unos pocos carros de
26
combate y camiones cedidos en 1953 por el Ejército norteamericano y que no podrían
ser usados en una hipotética contienda con Marruecos), pero que ven en el joven
heredero del dictador la reencarnación de su invencible Caudillo. Se empieza a hablar
con apasionamiento en los cuarteles de ir a la guerra, de darle una lección al moro, de
defender con uñas y dientes, hasta la muerte si es preciso, el desértico territorio que
Franco elevó en su día a la categoría de provincia española. La mayoría no saben,
excepto los que prestamos servicio en Secciones de Inteligencia o Estados Mayores, que
el Ejército español se encuentra bajo mínimos, que apenas dispone de munición para
poder aguantar más de un día de combate en el Sahara Occidental y que carece de
barcos y aviones para abastecer a las tropas allí desplegadas; y no digamos para las que
habría que transportar con toda urgencia desde la Península Ibérica en caso de guerra
total con nuestro incómodo vecino del sur.
Así las cosas, el hechizo castrense, el subidón de adrenalina del Ejército de
Franco, se vendrá abajo con estrépito escasos días después de la visita de Juan Carlos a
El Aaium. Será cuando la realidad se imponga abruptamente y el humillante y
bochornoso «Pacto de Madrid» paralice con estrépito todos los planes de guerra de un
Ejército que se sentirá traicionado por su propio comandante en jefe y al que no dudará
en pedirle cuentas por ello en el futuro cercano.
6 de noviembre de 1975
La Marcha Verde invade la antigua provincia africana española. En virtud del pacto
secreto entre Kissinger, Hassan II y el flamante nuevo Jefe del Estado español (el viejo
se está muriendo en el hospital, hecho un guiñapo entre monitores y sondas), los
campos de minas de la frontera han sido levantados y los legionarios españoles
prudentemente retirados. España hasta se permite la desvergüenza de enviar al ministro
de la Presidencia, señor Carro, para que gire una visita de cortesía a los campamentos
marroquíes. La ONU, incómoda y sin saber de qué va la cosa, urge a Hassan II a
retirarse y a respetar la legalidad internacional. España mira para otro lado. ¡Bastante
tiene el principito con asegurar su corona! Y el tirano alauí no hace el menor caso.
9 de noviembre de 1975
Hassan II da por alcanzados todos sus objetivos en el Sahara Occidental y en espera de
las conversaciones de Madrid (ya tiene asegurada su presa), retira los campamentos de
27
la Marcha Verde a Tarfaya. Argelia protesta y retira su embajador en Rabat. Los
miembros del Frente Polisario, traicionados por España, se aprestan a la desigual lucha.
12 de noviembre de 1975
Comienza la Conferencia de Madrid entre España, Marruecos y Mauritania, con
EE.UU. de mandamás en la sombra.
14 de noviembre de 1975
Declaración de Madrid sobre el Sahara Occidental. Se entrega a Marruecos toda la parte
norte de la antigua provincia española: 200.000 kilómetros cuadrados de gran
importancia geoestratégica, muy ricos en toda clase de minerales, gas y petróleo
(descubierto por petrolíferas yanquis y en reserva estratégica). A Mauritania (que los
abandonará enseguida en beneficio de su poderoso vecino del norte) se le transfieren
70.000 km2 cuadrados del sur, los más pobres e improductivos. Las Cortes y el pueblo
español no saben nada del asunto. Todo se ha tejido entre bastidores, con la CIA, el
Departamento de Estado norteamericano y los servicios secretos marroquíes como
maestros de una ceremonia bochornosa en la que el príncipe Juan Carlos ha movido sus
hilos a través de sus validos y hombres de confianza: Armada, Mondéjar, Torcuato
Fernández Miranda… mientras el Gobierno del anonadado Arias Navarro, con Franco
moribundo y su porvenir político en el alero, se ha limitado a ejercer de convidado de
piedra en la mayor vergüenza política y militar de España en toda su historia. Porque sí,
efectivamente, este país, después de su flash imperial, ha padecido en diferentes épocas
derrotas sin cuento, descalabros memorables y renuncios espectaculares, pero nunca
jamás había traicionado de una forma tan perversa a sus propios ciudadanos (los
saharauis lo eran de hecho en el otoño de 1975), se había humillado de tal manera ante
un pueblo más débil que él pactando en secreto su rendición, y abandonado
cobardemente el campo de batalla sin pegar un solo tiro. Todo ello después de entregar
a su envalentonado enemigo acuartelamientos, armas y bagajes.
La estupefacción que el Pacto de Madrid (realizado con nocturnidad y alevosía)
produce en el Ejército español, que había empezado ya a movilizar a sus mejores
unidades operativas, las denominadas de Intervención Inmediata, con vistas a la guerra
total con Marruecos, es de antología. Se culpa de inmediato al Gobierno de entreguismo
y traición, pero también de estúpido, frívolo, indocumentado y figurón a su nuevo
comandante en jefe, el príncipe Juan Carlos, que según el clamor de las salas de
28
banderas, ha cedido a las presiones de los políticos y ha abandonado a las tropas
destacadas en el Sahara Occidental. Mal empieza, desde luego, su andadura como jefe
Supremo de las Fuerzas Armadas el general Borbón, heredero de Franco y Jefe de
Estado en funciones que, ante la reacción del Gobierno de su odiado Arias echándole las
culpas del sonoro fracaso internacional, el Pacto que se ha sacado de la manga para
contrarrestar las amenazas de guerra de Hassan II, y la crítica acerba de los militares que
se substancia en unos «estados de opinión» explosivos, desaparece de la escena política
durante varios días sin decir esta boca es mía.
Jamás le perdonará ya el Ejército (todavía franquista hasta la médula) el ridículo
sufrido ante el sátrapa alauí y el humillante abandono de casi 300.000 km2 de suelo
patrio ante una nación como la marroquí, que ya nos había tendido a los españoles en el
pasado emboscadas políticas y militares sin cuento, siempre saldadas en su absoluto
beneficio. Tanta será la animadversión castrense que aflore contra el nuevo comandante
en jefe de las FAS españolas, a cuenta de su aventura bochornosa sahariana, que a éste
no le quedará más remedio que enviar en las siguientes jornadas, en maratonianos y
agotadores periplos de semanas de duración, a sus militares cortesanos, encabezados por
Armada, para pedir árnica a los capitanes generales de las distintas circunscripciones
militares; cerrando un pacto secreto con ellos por el que se comprometerá a proteger
contra viento y marea y, sobre todo, contra los partidos políticos emergentes, la
integridad futura de la patria y los sagrados principios del Movimiento Nacional
heredados del supremo Caudillo. Segundo pacto de La Zarzuela que, como veremos
más adelante, acabaría por incumplir el nuevo rey, generando con ello gravísimos
problemas futuros con los altos jerarcas militares, y que estarían a punto de acabar con
la transición democrática y sumir al país en una nueva guerra civil.
Pero dejemos, por el momento, la primera aventura castrense del todavía príncipe
Juan Carlos, que despertará, como acabamos de ver, abundantes rechazos en las FAS y
enturbiará su relación futura con muchos generales franquistas, a pesar del testamento
del dictador, y sigamos con los últimos momentos del moribundo Caudillo.
El 3 de noviembre de 1975 Franco es operado de urgencia en un antiguo botiquín
del complejo de El Pardo, adonde es llevado en circunstancias lamentables ante la
oposición de su yerno, el marqués de Villaverde, a trasladarlo al hospital La Paz de
Madrid. Y escasos días después, el 7 de noviembre, es operado de nuevo a vida o
muerte en ese centro sanitario e ingresado en la UVI, de donde ya no saldrá con vida.
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Muere el 19 de noviembre, a las diez de la noche, aunque la noticia de su desaparición
física se dará, por razones obvias, bastantes horas después.
Con el cadáver de Franco todavía caliente y expuesto a la veneración popular en
un inmenso salón del Palacio Real de Madrid, el día 22 de noviembre de 1975 será
proclamado rey de España (de la España aún franquista) el entonces príncipe y general
de Brigada del Ejército español Juan Carlos de Borbón y Borbón. La llamada por el
dictador «instauración» monárquica se llevará a cabo, pues, como él mismo había
diseñado y como el heredero había perseguido con todas sus fuerzas. En el hemiciclo
del Palacio del Congreso de los Diputados, en la Carrera de San Jerónimo de la capital
de España, soberbiamente engalanado para la ocasión, con la presencia del Gobierno en
pleno, todos los procuradores franquistas y con abundantes invitados de postín (entre
ellos, la propia hija de Franco, la duquesa de Villaverde), se celebra la imponente
ceremonia de juramento del nuevo rey ante el presidente de las Cortes y del Consejo del
Reino, Agustín Rodríguez de Valcárcel, que textualmente afirma:
—Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las
Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el
Movimiento Nacional.
Nuevo y solemne compromiso del asustado y nervioso príncipe ante todos los
españoles que será contestado a grito pelado, en una sobreactuación manifiesta, por el
presidente de las Cortes franquistas:
—Si así lo hacéis, que Dios os lo premie, y si no, que os lo demande.
Las palabras del falangista Rodríguez de Valcárcel resuenan como un trallazo en
los oídos de los cientos de procuradores presentes en la ceremonia, pero también, al hilo
de lo acontecido después, en los del joven general que, impecablemente vestido de
uniforme de gala, acaba de jurar en falso. «¡Que Dios os lo demande!» Treinta y cuatro
años después, todavía muchos historiadores no acabamos de comprender aquel perjurio
sin sentido del desahogado príncipe (hoy todavía rey de España) el 22 de noviembre de
1975. Fue algo que, por otra parte, muchos demócratas españoles valorarían después
muy positivamente, ya que gracias a él recibimos el inconmensurable regalo de algunas
libertades y derechos (casi todos parciales) por parte de su nueva y graciosa majestad
borbónica.
Y es que el pueblo español, que después de casi cuarenta años de feroz dictadura
militar veía por fin la posibilidad de disfrutar de alguna de las mieles democráticas tan
abundantes en los países de su entorno europeo, enseguida le quitaría importancia a ese
30
pequeño e intrascendente pasaje de la ceremonia de la proclamación en el que el nuevo
rey, ante un falangista de postín, se permitió tomar a chacota al mismo Dios, a sus
Santos Evangelios, a los cientos de procuradores franquistas presentes en el acto, y a
todos los ciudadanos españoles que veían el evento a través de la televisión. Le
perdonaron tamaño desliz en beneficio de la convivencia pacífica entre españoles
(históricamente bastante difícil de conseguir y todavía mucho más de mantener), la
democracia en general, y la llamada «modélica transición española» en particular.
Enterrado el cadáver de Franco en el Valle de los Caídos, el 23 de noviembre de
1975, la faraónica obra mortuoria de su Régimen, y celebrada cuatro días después la
solemne ceremonia religiosa de su coronación en la iglesia de los Jerónimos de Madrid,
comenzaría el largo reinado de Juan Carlos I. Se inició así una época harto engañosa y
equívoca de la historia de España, en la que conceptos tan nobles, bellos y deseables
como transición política, democracia, libertad, Constitución, soberanía del pueblo,
prosperidad económica, solidaridad social… han tapado otros tan absolutamente
rechazables como corrupción generalizada, nepotismo, oligarquía política, censura
mediática, pelotazos financieros, terrorismo de Estado y envilecimiento general de las
instituciones más representativas. Eso ha llevado a este país, a pesar del indiscutible
salto en su riqueza (propiciado en gran parte, no conviene olvidarlo, por su entrada en la
Comunidad Europea y la consiguiente ayuda de la misma en fondos de cohesión y
desarrollo) a la preocupante situación que ahora padece, a finales de la primera década
del siglo XXI, con una fuerte crisis en su entramado político, social e institucional,
agotamiento del consenso tan trabajosamente conseguido en la transición, una tremenda
crisis en el terreno económico y financiero, e impotencia de los poderes públicos para
resolver definitivamente el endémico problema del terrorismo.
El nuevo rey que asume la Jefatura del Estado español el 22 de noviembre de
1975 no deja de ser, teórica y políticamente hablando, un dictador en toda regla,
heredero de un autócrata, que ha recibido con su herencia todos los poderes
excepcionales que ostentó Franco durante los casi cuarenta años que permaneció al
frente del inmenso cuartel en el que convirtió España tras su sublevación y la Guerra
Civil consiguiente. Tutelado en la sombra, dirigido en secreto desde hace años por su
antiguo profesor de Derecho Político, mentor, ídolo personal y primer valido in pectore,
Torcuato Fernández Miranda, Juan Carlos se encontrará cómodo desde el principio con
ese poder absoluto. Y hasta es muy posible que, siguiendo sus impulsos personales
expresados ya con toda claridad en sus años mozos de cadete en la Academia General
31
Militar de Zaragoza, se hubiera decantado por continuar sine die con una dictadura
militar coronada, explícita y tradicional, si no hubiera sido por la inteligencia
privilegiada de don Torcuato, que no dejó nunca de recordarle con vehemencia que el
futuro de la nueva monarquía «instaurada» por Franco en su persona, pasaba
indefectiblemente por pactar con los partidos políticos que lucharon contra el dictador
en la guerra civil e ir a un régimen de libertades consensuado y respetuoso con el
pasado, homologable (por lo menos en sus formas externas) con los sistemas
democráticos imperantes en Europa
Juan Carlos de Borbón se decidirá finalmente por esa transición a la democracia
pactada y consensuada, pero, obviamente, querrá sacar la máxima tajada de esa «real
concesión a sus nuevos súbditos», obteniendo las máximas contrapartidas de los líderes
políticos de la izquierda que, desde la clandestinidad, el olvido o el exilio, se aprestaban
a hacer valer sus derechos en la nueva etapa que se abría tras la muerte de Franco. El
bisoño monarca es de todas formas consciente de que el poder real en España en esos
momentos recae en el todavía poderoso Ejército franquista, que ha recibido un mandato
testamentario de su Generalísimo para que obedezca y apoye a su sucesor, pero
desconfía de lo que la institución monárquica pueda hacer en el medio y largo plazo.
Por eso una de las primeras medidas de Juan Carlos ha sido, antes incluso de ceñir la
corona y contactar con los dirigentes políticos, el conseguir de los generales su apoyo
incondicional a una transición suave, hacia una monarquía parlamentaria respetuosa con
los principios generales del antiguo Régimen y las Leyes Fundamentales del
Movimiento Nacional.
Con ese apoyo inicial, y dirigido siempre desde la sombra por don Torcuato
Fernández Miranda, empezará inmediatamente a negociar con socialistas y comunistas
su adhesión al nuevo sistema político que él quiere liderar como «rey de todos los
españoles», prometiéndoles una Constitución y un régimen de libertades de corte
europeo a cambio de substanciales concesiones por parte de ellos. Sus emisarios
políticos, entre los que sobresaldrá el confidente, amigo y testaferro financiero, Prado y
Colón de Carvajal, no perderán demasiado tiempo en circunloquios con sus
interlocutores del PCE y PSOE: o la nueva monarquía de Juan Carlos I con libertad de
partidos, pero respetando todos sus símbolos, o una nueva dictadura militar de
consecuencias realmente imprevisibles.
El inefable heredero de Francisco Franco conseguirá así, no sin serias
dificultades con los comunistas de Santiago Carrillo (que aún estando de acuerdo en
32
principio con el pacto pedirán tiempo para que sus bases lo asimilen sin demasiados
sobresaltos), que ambos partidos se comprometan a aceptar unos postulados políticos
que muy pocos años antes nadie se hubiera atrevido ni a formular. Pero las
circunstancias eran las que eran y había que coger el tren de la Historia antes de que éste
descarrilara de nuevo. En principio, ambos partidos de izquierdas se comprometerán a
aceptar la nueva monarquía juancarlista y todos sus símbolos; el blindaje de la misma
en una futura y consensuada Constitución española; la inmunidad personal del nuevo
monarca y su familia; una transición sin ruptura ni revanchismo con el anterior régimen
autoritario, y una ley electoral que garantice el control de los nuevos partidos que
pudieran «querer tocar poder» en la nueva etapa política, primando así la supremacía de
las organizaciones tradicionales.
Ésta es la tan cacareada «modélica transición», el cambio político que diseñaron
los primeros validos de la nueva monarquía borbónica, y que enseguida asumiría con
entusiasmo, alegría contenida, y hasta con agradecimiento el pueblo español de la
época: una democracia formal, aparente, con ciertas libertades para los nuevos súbditos
de un trasnochado reino ibérico «instaurado» a título personal por un dictador militar
que, no lo olvidemos, acabó a sangre y fuego con un régimen democrático en 1939… a
cambio de un rey cuasi divino, por encima de las leyes, inviolable, no sujeto a
responsabilidad alguna, y, además, con los poderes ocultos necesarios y suficientes
para, a pesar de la nueva democracia y el Estado de derecho consiguiente, seguir
ostentando el auténtico poder, esta vez en la sombra, desde bastidores.
Con el presidente del Gobierno, asimismo heredado del dictador, el trasnochado
falangista Arias Navarro, Juan Carlos chocará de inmediato. Arias, que no está al
corriente de los planes diseñados por Torcuato Fernández Miranda, quiere seguir
gobernando como si tal cosa, al viejo estilo franquista, y sin darse cuenta que las
circunstancias políticas son muy otras. Su relevo al frente del Gobierno estaba cantado
desde mucho antes del 22 de noviembre de 1975, pero en los primeros momentos de la
todavía nonata transición política del franquismo a la democracia había que actuar con
sumo sigilo y el nuevo monarca se tomaría el relevo sin prisas. Todavía el viejo político,
que acababa de hacer llorar a medio país con sus propias lágrimas de cocodrilo en el
momento de comunicarle la muerte de Franco, «la espada más limpia de Europa» (pocas
veces se ha oído en TVE un disparate más vergonzoso), le podía hacer algún importante
favor antes de ser sacrificado.
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El rey quiere a su valido, don Torcuato, como presidente de las Cortes
franquistas y del Consejo del Reino, un puesto absolutamente imprescindible para
empezar a acometer sin estridencias de ninguna clase las reformas urgentes que la
monarquía recién instaurada necesita para que sus débiles raíces se fortalezcan. Le pide
pues al presidente Arias, que no le ha presentado su renuncia y aspira a continuar en su
alto puesto, que consiga del Consejo de Estado la inclusión en la terna para la elección
de presidente de ese alto organismo a su antiguo profesor de Derecho Político. Arias lo
logra, no sin algunas dificultades, seguro de que ese favor inicial al nuevo monarca, a
pesar de sus desencuentros pasados, influirá positivamente en su porvenir político. No
será así, obviamente, y una vez que el entorno del cambio (con Juan Carlos I como
locomotora del mismo, según la propaganda oficial del momento) se encuentre seguro y
dominando importantes parcelas de poder, será defenestrado sin contemplaciones. Esto
ocurrirá el 1 de julio de 1976 bajo la consabida y manoseada fórmula de «dimisión
voluntaria» del interesado, escasas semanas después de que el rey se permitiera, en una
entrevista a la revista norteamericana Newsweek, tachar de «desastre sin paliativos» a su
jefe de Gobierno.
Éste será, sin duda, el primer acto de fuerza del heredero del dictador Franco a
título de rey. Después vendrán otros y otros… todos los que sean necesarios para
asentar su corona y su «democratizado» poder. Pero no le será nada fácil al joven
Borbón lograrlo. Y el mayor de los peligros le vendrá precisamente de donde menos lo
podía esperar, del propio Ejército franquista que le había jurado fidelidad y acatamiento,
y con el que precisamente había pactado una transición moderada y sin traumas.
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Capítulo dos
Tres golpes, tres
El primer Gobierno del rey. La legalización del PCE. Las primeras
elecciones democráticas del 15-J-77. El Ejército se siente traicionado.
La reunión de Játiva. El mapa involucionista en la España convulsa del
otoño de 1980: El golpe duro o a la turca de los generales franquistas.
El golpe de «los espontáneos». La apuesta «primorriverista» de Milans.
El contragolpe borbónico o «Solución Armada». Milans del Bosch,
Armada, Tejero, los capitanes generales franquistas, los líderes
políticos… conspira que algo queda.
Tras la abrupta salida del falangista Carlos Arias Navarro de la Presidencia del
Gobierno español, el rey Juan Carlos empezaría a mover sus hilos con presteza para
colocar en su lugar a un hombre de su entera confianza que pudiera asumir sobre sus
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espaldas la ardua y peligrosa tarea de iniciar la apertura democrática pactada en su día
con el ya flamante presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, su preclaro
profesor de Derecho Político, don Torcuato Fernández Miranda.
Tanto profesor como alumno hacía ya tiempo que habían hablado con profusión
de este asunto y se habían puesto de acuerdo en la persona idónea para llevar a cabo tan
importante labor: Adolfo Suárez, un político joven, ambicioso, muy inteligente,
procedente de las filas del Régimen y con un carisma incuestionable. Y que, además,
condición muy relevante a tener en cuenta en aquellas especiales circunstancias, carecía
en sí de proyecto político propio, por lo que era previsible no pusiera demasiados
inconvenientes en asumir el de ellos.
El nuevo presidente de las Cortes franquistas actuó como siempre, con suma
previsión, profesionalidad, orden y discreción. Movería sus influencias en el Consejo
del Reino, y conseguiría sin mucha dificultad que en la terna a presentar al rey para que
éste designase un nuevo presidente del Gobierno figurase, acompañado de Silva Muñoz
y Gregorio López Bravo, el desconocido político de Cebreros. Así pues, la operación
planificada en secreto por Juan Carlos y su valido político funcionaría a la perfección y
el 2 de julio de 1976, apenas veinticuatro horas después de que el presidente Arias
presentase su dimisión al rey, con sorpresa mayúscula y bastantes descalificaciones por
parte de una parte importante de la clase política y periodística era nombrado Adolfo
Suárez nuevo jefe del Ejecutivo español.
Sin embargo, no iba a ser en el terreno político donde la nueva monarquía
española, con su joven presidente del Gobierno al frente, tendría que afrontar muy
pronto graves problemas, sino de los militares franquistas que, a pesar del testamento
del dictador y el pacto entre caballeros suscrito con Juan Carlos tras su ascensión al
trono, enseguida serían conscientes de que su bisoño comandante en jefe, el nuevo
Caudillo que debía continuar la ardua labor de su insigne predecesor, iniciaba un
peligrosísimo camino que podía llevar de nuevo al país a los preocupantes momentos
anteriores al «heroico» Alzamiento Nacional del 18 de julio de 1936; invalidando con
ello su victoria del 1 de abril de 1939 sobre «las hordas rojas» y dando de facto la vuelta
a la tortilla política cocinada durante los casi tres años de cruzada contra el comunismo,
la masonería, el separatismo, el liberalismo, y, en definitiva, contra todo el amplio
abanico de enemigos de la patria que en su día se atrevieron a enfrentarse a legionarios
y regulares
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En consecuencia, así como en el terreno político y social la transición hacia el
nuevo régimen de libertades pergeñado por sus asesores iba a resultar incluso mucho
más cómoda y sencilla de lo previsto (el rey, como acabamos de ver, en connivencia
con el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández Miranda,
no tuvo el más mínimo inconveniente para nombrar presidente del Gobierno a Adolfo
Suárez), en el militar, aparentemente más fácil y predecible al ostentar el monarca la
suprema Jefatura de las Fuerzas Armadas, los problemas, algunos de ellos muy graves,
iban a aparecer en el corto plazo, poniendo en serio peligro todo el proceso en marcha e,
incluso, la pervivencia de la propia institución monárquica. Ésta no vería resueltas sus
dificultades con los militares hasta el 23 de febrero de 1981, fecha en la que,
desmontado el peligrosísimo órdago castrense franquista previsto para el 2 de mayo de
ese mismo año 1981 (y que da nombre al presente libro) a través de la chapucera (pero
efectiva) maniobra político-militar borbónica cocinada en La Zarzuela y que todos los
españoles conocemos como «23-F», las nuevas autoridades militares subordinadas al
poder
emergente
socialista
aceptarían
ya
como
un
hecho
irreversible
el
desmantelamiento del franquismo en los cuarteles y la mayoría de edad de la nueva
monarquía «juancarlista».
Tres serán los momentos especialmente graves con los tendrán que lidiar Juan
Carlos I y su pléyade de asesores militares y validos civiles si despreciamos el ya
mencionado 23-F que no fue, como el poder político ha querido hacer ver a los
ciudadanos españoles durante la etapa más dura de la transición, ni el instante más
dramático y peligroso en el devenir de la misma, ni, por supuesto, aquel grave
«movimiento involucionista contra las libertades y la democracia a cargo de un pequeño
grupo de militares y guardias civiles nostálgicos del anterior régimen». Más bien fue
todo lo contrario: una operación político-militar montada desde la cúspide del Estado
para defenderse in extremis del golpe letal que preparaban para primeros de mayo de
1981 (La Conjura de mayo), los jerarcas más extremistas y poderosos de la
organización castrense franquista. Es algo que afortunadamente terminaría bien para la
causa del nuevo Borbón en el trono, y de todos sus nuevos súbditos, aunque no por ello
los españoles deberemos de dejar de reprobar siempre, y con todas nuestras fuerzas,
tamaña insensatez, porque ésta estuvo a punto de costarnos una nueva guerra civil y
porque, como es bien sabido, el fin nunca puede justificar los medios empleados para
conseguirlo
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Estos tres momentos especialmente graves para la democracia y el régimen de
libertades que, mediado ya el año 1976, iniciaba con timidez manifiesta su andadura
entre los españoles, serían cronológicamente hablando los siguientes: el Sábado Santo
«rojo» de la Semana Santa de 1977, en el que el presidente Adolfo Suárez legalizó el
PCE desafiando al Ejército franquista; el 15 de junio del mismo año 1977, día en el que
se celebraron las primeras elecciones generales de la nueva etapa democrática y en el
que la cúpula militar vigiló con lupa el proceso electoral acuartelada en la sede del
Estado Mayor del Ejército en Madrid, para actuar de inmediato si las urnas se escoraban
demasiado hacia la izquierda; y por último, el otoño de 1980, con los capitanes
generales franquistas todavía en la cúspide del poder militar, conspirando abiertamente
contra la democracia y la Corona, y exigiéndole al rey que defenestrara a Suárez si no
quería que los carros de combate mandaran todo al infierno.
De todo esto voy a hablar en las páginas que siguen (ya lo he hecho con mucha
amplitud y detenimiento en trabajos anteriores) porque es absolutamente necesario para
que el lector pueda entender el brutal golpe militar que preparaban los generales
franquistas contra el rey (al que tachaban de traidor al sagrado legado del Generalísimo)
para mayo de 1981, y que por fortuna, sería abortado en última instancia con la
subterránea maniobra puesta en marcha por los militares cortesanos Armada y Milans
del Bosch algunas semanas antes. Son situaciones y hechos de los que sólo tuvimos
constancia algunos militares situados a la vera de los altos jerarcas castrenses de la
época y de sus servicios de Información. Sin recordarlos con detalle, sin sacarlos a la
luz pública con toda nitidez, nunca se podrá entender lo que fue la transición política en
este país ni lo que pasó en el Congreso de los Diputados aquella recordada tarde de
finales de febrero de 1981 en la que un polémico e indisciplinado teniente coronel de la
Guardia Civil, al frente de medio millar de hombres armados, penetró en su hemiciclo
humillando gravemente a los legítimos representantes del pueblo español para montar
un esperpento.
El primero de estos hitos históricos de la transición democrática que acabo de
señalar es el conocido popularmente como el «Sábado Santo rojo» de la democracia
española. Veamos con todo detalle su desarrollo:
En los primeros meses de 1977 la situación en el Ejército español era de tan gran
inquietud y de tan auténtico malestar interno que empezaba ya a preocupar seriamente
no sólo a las altas autoridades «aperturistas» de la Vicepresidencia del Gobierno para
Asuntos de la Defensa, con su titular, el teniente general Gutiérrez Mellado a la cabeza,
38
sino a los propios altos mandos franquistas de su Cuartel General ubicado en el soberbio
edificio del palacio de Buenavista, en la plaza de la Cibeles de Madrid.
Los estados de opinión que en las últimas semanas habían ido llegando a la
cúpula del Ejército de Tierra procedentes de las Secciones de Inteligencia de los Estados
Mayores de las distintas Capitanías Generales eran tajantes: la inquietud, el desasosiego,
la incertidumbre sobre lo que pudiera traer consigo el camino a la democracia
emprendido en España, las dudas sobre la actuación en tal sentido del propio rey y de su
nuevo presidente de Gobierno, Adolfo Suárez, y el rechazo generalizado a una
transición que empezaba a poner en serio peligro las más profundas esencias del
Régimen instaurado por Franco en octubre de 1936, estaban presentes, y en
proporciones cada vez más alarmantes, en los comentarios y charlas que a diario se
suscitaban en las salas de banderas y en los clubes de oficiales. Eso sucedía sobre todo
en las unidades más inquietas y con más poder real con las que contaba el Ejército
español: la Brigada Paracaidista y la División Acorazada Brunete nº 1.
Si bien era cierto que ese malestar y esa inquietud no eran nuevas en las Fuerzas
Armadas, sobre todo en el entonces muy politizado Ejército de Tierra en el que habían
empezado ya a aflorar con fuerza en el verano del año anterior cuando el rey nombró,
con abundantes reticencias en algunos círculos políticos y sociales, a Adolfo Suárez
como presidente del Gobierno, también era del todo punto cierto que las aguas de la
institución castrense española empezaron a bajar mucho más tranquilas a partir de la
famosa reunión de Suárez con las más altas autoridades militares (vicepresidente del
Gobierno para Asuntos de la Defensa, ministros del Ejército, Marina y Aire, jefes de
Estado Mayor, capitanes generales...) celebrada el 8 de septiembre de 1976 en la sede de
Presidencia de Gobierno (Castellana n.º 3) donde, según la mayoría de los jerarcas
castrenses que acudieron a la cita, el jefe del Ejecutivo les había prometido («puedo
prometer y prometo») que jamás legalizaría al Partido Comunista de Santiago Carrillo.
Tan rotunda aseveración política, que meses después sería si no negada, sí
matizada por el general Gutiérrez Mellado, en el sentido de que Adolfo Suárez hizo esa
promesa a los allí reunidos en el supuesto de que el líder del PCE no se aviniera a
aceptar las reglas del juego democrático, produjo de inmediato un efecto balsámico y
reparador en las Fuerzas Armadas. Todo lo relacionado con el Partido Comunista de
Santiago Carrillo, y en especial con su hipotética legalización, seguía siendo un tema
tabú para los militares ganadores de la Guerra Civil que, controlando la práctica
totalidad de las capitanías generales y sus grandes unidades operativas, no estaban
39
dispuestos a permitir que unos acomodaticios y ambiciosos políticos les ganaran
finalmente la partida. Por eso, las palabras del presidente del Gobierno a sus máximos
representantes, en las postrimerías del verano de 1976, serían absolutamente
bienvenidas y elevadas a la categoría de juramento solemne.
Pero a partir de primeros de marzo de 1977 las cosas empezarían a cambiar
drásticamente en los cuarteles, en las capitanías generales y, sobre todo, en el abigarrado
laberinto de pasillos y despachos que conformaban el máximo órgano de planeamiento,
mando y control del Ejército de Tierra español: el palacio de Buenavista de Madrid,
donde se ubicaba el Ministerio del Ejército y su recientemente remodelado Estado
Mayor. Los rumores sobre una hipotética «traición» del presidente Suárez, en el sentido
de que podía legalizar en las próximas semanas al Partido Comunista de España,
comenzaron a hacer mella, vía Secciones de Inteligencia, en las más altas autoridades
militares del ministerio y del EME (Estado Mayor del Ejército). El ambiente empezó a
enrarecerse con rapidez y los informes reservados sobre próximas e importantes
decisiones del Ejecutivo contra el Ejército y contra la patria, se como una peligrosa
mancha de aceite por cuarteles generales, capitanías, estados mayores y salas de
banderas.
El grado de información sobre lo que se preparaba desde el Gobierno era,
lógicamente, mucho más intenso y preciso en la cúpula del Ejército, en la sede del
Ministerio y Estado Mayor. En este último centro, aunque existía un riguroso cinturón
de seguridad informativo alrededor de sus cinco Divisiones operativas para que todas
estas informaciones y análisis sobre la situación política del país y las hipotéticas
intenciones del Ejecutivo no trascendieran en demasía a los cuarteles, la tozuda realidad
era que el propio grado de tensión que se vivía en el Ministerio (donde trabajábamos en
aquellas fechas más de dos mil uniformados y casi medio millar de funcionarios civiles)
y el agudo malestar que evidenciaban sus más altos dirigentes, hacían muy difícil que
los informes reservados y los comentarios de todo tipo sobre la tensa situación que
vivían las Fuerzas Armadas no trascendiera a los militares de a pie de las unidades.
A ello contribuía especialmente, como acabo de señalar, el supino malestar de
los generales y altos cargos del Ministerio y Estado Mayor, que no se recataban lo más
mínimo de comentar con sus subordinados de cierto nivel la oscura maniobra que en las
más altas esferas del Gobierno se estaba tramando contra los sagrados valores del
Ejército y de la patria. Deleznable actuación (la legalización del PCE) que, de
concretarse, tendría que ser considerada sin ninguna duda por el Ejército como una
40
auténtica declaración de guerra por parte del Ejecutivo; debiendo actuar en
consecuencia con todos sus medios y todo su poder en defensa de esos sagrados
intereses colectivos.
Toda esta inquietud y todo este malestar y desasosiego que, como digo, empezó
a materializarse con toda nitidez a lo largo de las primeras semanas de marzo de 1977,
no podían dejar indiferentes, aunque por motivos bien distintos, a las altas autoridades
militares del Gobierno (reformistas) con el general Gutiérrez Mellado al frente, y a los
altos mandos del propio Ejército (franquistas) ubicados en su sede de Buenavista. Por
eso, y a las puertas ya de la famosa Semana Santa de ese trascendental año de 1977,
tanto las primeras, con sus reiteradas promesas de que el Gobierno no contemplaba a
corto plazo la legalización del PCE y que lo único que había hecho sobre el tema era
encargar un informe técnico a sus expertos, como los segundos, los generales
franquistas que conspiraban descaradamente en sus despachos pero que no querían ser
los primeros en actuar, no se recataban de enviar mensajes tranquilizadores a los
cuarteles generales, a las salas de banderas y a los numerosos centros de reunión de
oficiales y suboficiales.
El pulso entre ambas fuerzas estaba en el aire y se venía venir; lo veíamos con
meridiana claridad todos los que estábamos destinados en los centros informados del
todavía entonces «poder militar», existiendo muchas posibilidades de que ese pulso se
ventilara a lo largo de las jornadas de ocio y religiosidad próximas a llegar. El
Gobierno, que en aquellos momentos tenía tomada ya su decisión de legalizar al PCE a
pesar de los temores y recelos que suscitaba la posterior reacción del Ejército (los
oficiales de Estado Mayor destinados en el Cuartel General teníamos información muy
precisa sobre los contactos del rey con Santiago Carrillo a través de su embajador
personal, Prado y Colón de Carvajal), no podía dejar de desaprovechar una ocasión
como la que le brindaba las vacaciones de Pascua a punto de comenzar; con medio país
fuera de sus lugares habituales de trabajo y los canales de reacción castrenses bajo
mínimos.
Efectivamente, el día 9 de abril, Sábado Santo, el Gobierno de Adolfo Suárez,
con la expresa autorización del rey Juan Carlos que ya había negociado con el líder de
los comunistas españoles las condiciones expresas de tan arriesgada operación, da el
temido paso al frente y legaliza el Partido Comunista de España. A las cuatro de la
tarde, horas antes de que la espectacular noticia se difunda por los medios de
comunicación, la confirmación de la misma llega a la sede suprema del Ejército en
41
Cibeles, provocando un auténtico escándalo institucional que nadie parece querer
reprimir o por lo menos, controlar. Por los canales internos de la Institución el
aldabonazo gubernamental corre con estrépito: «El PCE ha sido legalizado»… «El PCE
ha sido legalizado»… Con el paso de las horas el escándalo inicial se va convirtiendo en
un estruendo que nadie sabe cómo acabará.
Una prueba fehaciente de la crispación y desasosiego que se vivía en aquellos
momentos en el Ejército y de que sus más altos mandos se preparaban para lo peor, lo
constituye el hecho, insólito en esta Institución desde la Guerra Civil, de que la práctica
totalidad de los jefes y oficiales diplomados de Estado Mayor destinados en el Cuartel
General fuéramos requeridos con toda urgencia para incorporarnos, esa misma tarde, a
nuestros despachos, independientemente de que estuviéramos o no en la capital de la
nación. Concretamente, en mi caso particular, logré presentarme a las diez de la noche
en el palacio de Buenavista de Madrid, después de más de seis horas de viaje en mi
coche particular, permaneciendo en mi lugar de trabajo hasta las tres de la madrugada al
objeto de ultimar con toda urgencia, como jefe de Movilización del Estado Mayor del
Ejército, las órdenes oportunas para movilizar de inmediato a 150.000 reservistas del
Ejército de Tierra, así como para militarizar todo tipo de empresas de transporte,
comunicaciones, servicios, energía, televisión, radio… y demás organizaciones civiles
esenciales para la vida del país. Afortunadamente, estas órdenes excepcionales, como
todos sabemos, no se pondrían finalmente en ejecución.
Al día siguiente de la legalización gubernamental del Partido de Santiago
Carrillo, el domingo 10 de abril de 1977 (Pascua de Resurrección) la prensa y la radio
recogían ya ampliamente y con toda clase de comentarios y editoriales, el trascendental
hecho político. Pero «el gran mudo», el Ejército español, permanecía callado. Sin
embargo, el lunes 11 de abril la situación parece agravarse súbitamente. En algunos
diarios de la capital se habla ya sin tapujos de una dimisión en bloque de los tres
ministros militares, a substanciarse en las próximas veinticuatro horas, lo que podría
abrir una grave crisis institucional y de Gobierno de consecuencias imprevisibles. En los
Estados Mayores de los tres Ejércitos la situación es asimismo muy delicada. Durante el
domingo, la División de Inteligencia del Ejército de Tierra ha estado en contacto
permanente con las capitanías generales, los sectores aéreos y los departamentos
marítimos, y sus informes son preocupantes. Las primeras autoridades militares
regionales controlan de momento la situación y han evitado hacer declaraciones fuera de
los canales reservados de mando, pero en los cuerpos y unidades la preocupación es
42
creciente, y a lo largo del día las salas de banderas pueden hervir... En Madrid, el suceso
del sábado ha caído como una bomba en las dos unidades más operativas y conflictivas
de la región: la BRIPAC (Brigada Paracaidista) y la DAC (División Acorazada). Y los
problemas pueden empezar precisamente por ahí.
A las nueve horas se reúne el teniente general Vega, jefe del Estado Mayor del
Ejército, con un numeroso grupo de generales de su Cuartel General para analizar la
preocupante situación. La reunión durará toda la mañana del día 11, pero antes de que
termine, sobre las doce horas, la cúpula del EME conoce, a través de la División de
Inteligencia, la dimisión irrevocable como ministro de Marina del almirante Gabriel Pita
da Veiga. Se espera, asimismo, que le secunden en las próximas horas los generales
Félix Álvarez-Arenas y Carlos Franco, ministros respectivos del Ejército y del Aire.
Los medios de comunicación de esa misma mañana ya habían recogido con
cierta alarma, en sus primeras ediciones, que los tres altos militares (especialmente el
almirante Pita da Veiga, quien, según esos medios, se enteró de la noticia a través de la
televisión) habían sido cogidos por sorpresa ante la histórica decisión gubernamental.
Esto no fue así obviamente. Antes de emprender vuelo a Canarias, en los primeros días
de la Semana Santa, el vicepresidente del Gobierno, Gutiérrez Mellado, había llamado
por teléfono a los tres ministros militares alertándoles de una posible decisión del
presidente Suárez en el sentido de legalizar el PCE, si los informes jurídicos en marcha
y las negociaciones secretas con Santiago Carrillo resultaban positivas. Y no sólo se
enteraron los ministros (el de Marina pidió, incluso, explicaciones a Gutiérrez Mellado
sobre esos informes en preparación) sino que, a través de las oportunas notas
informativas de la División de Inteligencia del EME, la mayoría de los componentes de
los Estados Mayores de los tres Ejércitos recibimos precisa información paralela.
Sin embargo, a pesar del impacto de la dimisión del almirante Pita, que
inmediatamente trasciende a la opinión pública, los generales Álvarez-Arenas, que no se
deja ver por su despacho alegando enfermedad, y Franco, no le siguen los pasos. El
general Gutiérrez Mellado, al conocer la decisión del ministro de Marina, regresa
precipitadamente a Madrid y trata de contener la cadena de dimisiones. Los capitanes
generales del Ejército de Tierra son convocados urgentemente a una reunión
extraordinaria del Consejo Superior del Ejército, a celebrar el día siguiente en Madrid, y
sin que se sepa muy bien de qué autoridad ha partido la convocatoria.
El martes 12 de abril por la tarde se reúne el citado Consejo Superior del Ejército
bajo la presidencia del teniente general Vega Rodríguez, jefe del Estado Mayor. El
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ministro del departamento continúa con su extraña enfermedad. En principio, la reunión
estaba convocada para las 11 de la mañana de ese día y todos, en la gran casa de
Cibeles, pensamos que sería el teniente general Álvarez-Arenas, como ministro del
Ejército, el que finalmente tomara las riendas de la misma. No obstante, las horas han
ido pasando y la reunión retrasándose una y otra vez, mientras los rumores y las cábalas
aumentaban en intensidad y frecuencia. A pesar de que antes del almuerzo habían tenido
lugar encuentros informales entre los distinguidos «príncipes de la milicia»
protagonistas del extraordinario evento, hasta bien entrada la tarde los jefes y oficiales
del Ministerio y Estado Mayor no hemos tenido acceso a alguna información relevante
con que alimentar nuestra ansiedad profesional. Sabemos entonces que el general
Álvarez Zalba, secretario del ministro, auxiliado por los tenientes coroneles de EM
Quintero y Ponce de León (ambos destinados en la secretaría general del EME), está
redactando una nota oficial sobre el «cónclave» recién finalizado. Se asegura «en
pasillos» que éste ha sido muy tenso y duro, con intervenciones personales crispadas a
favor de plantar cara al Gobierno de una vez por todas, de frenar como sea la
excepcional medida política que ha tomado.
El malestar, la indignación en la cúpula militar, alcanzan cotas inimaginables
según los oficiales mejor enterados de la División de Inteligencia. A pesar de ello,
termina la jornada en el EME sin que ese grave malestar trascienda a la esfera civil más
allá de ciertos comentarios, recogidos en determinados medios de comunicación, sobre
la dimisión del almirante Pita da Veiga, ocurrida el día anterior. Dimisión que, según
esas mismas informaciones, puede contagiarse a los ministerios de Tierra y Aire en
cualquier momento.
Se especula también en algunos medios, emisoras de radio y televisión
preferentemente, sobre el «ruido de sables» detectado en algunas unidades militares a
raíz de la decisión política tomada por Suárez; pero las informaciones son escasas,
erráticas, sin mucho conocimiento de causa. La efervescencia militar interior es mucho
más elevada que todo eso, aunque circunscrita, de momento, al área de la capital de la
nación: Ministerio del Ejército, de Marina, Estado Mayor del Ejército y grandes
unidades operativas de la Primera Región militar.
El Ejército, a todas luces, se presenta mayoritariamente unido frente al
Gobierno. El verdadero peligro de que pueda iniciar en las próximas horas alguna
extraña maniobra de corte involucionista hay que situarlo en el grupo de tenientes
generales que acaba de reunirse en Madrid. Las capitanías generales se han quedado sin
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sus máximos responsables, al salir éstos precipitadamente hacia la capital de la nación,
y sus mandos interinos obedecerán ciegamente las directrices que puedan dictarse desde
Cibeles. El Ministerio de Marina, donde los almirantes en activo se han conjurado para
que ninguno de ellos ocupe la vacante dejada por Pita da Veiga, y el del Aire, con
mucho menor peso específico, secundarán con toda probabilidad cualquier medida
antigubernamental tomada por el de Tierra. Y no olvidemos que en éste, ante la
sospechosa enfermedad de Álvarez-Arenas, ha tomado las riendas del poder un general
como Vega Rodríguez, con fama de duro y decidido.
El miércoles 13 de abril, a primera hora de la mañana, corre con rapidez por los
despachos y pasillos de Buenavista la minuta de la nota redactada por el general Álvarez
Zalba y sus dos auxiliares en la tarde/noche anterior. Es explosiva, y va dirigida a
«todos los generales, jefes, oficiales y suboficiales del Ejército». Constituye en sí misma
un claro desafío al Gobierno al rechazar de plano la legalización del PCE y amenazar
descaradamente con tomar las medidas necesarias para anularla. Frases como éstas: «El
Consejo Superior del Ejército exige que el Gobierno adopte, con firmeza y energía,
todas cuantas disposiciones y medidas sean necesarias para garantizar los principios
reseñados (unidad de la patria, honor y respeto a la Bandera, solidez y permanencia de
la Corona, prestigio de las Fuerzas Armadas...)»; o «El Ejército se compromete a, con
todos los medios a su alcance, cumplir ardorosamente con sus deberes para con la patria
y la Corona», no dejan dudas sobre las intenciones de los máximos jerarcas militares.
El escrito, aparte de su total improcedencia legal y desfachatez política (olvida
que en un Estado de derecho las Fuerzas Armadas deben estar subordinadas al poder
civil que emana del pueblo soberano), presenta abundantes irregularidades de forma y
errores de redacción. Manifiesta, por ejemplo, que el Consejo se ha reunido bajo la
presidencia del teniente general Vega Rodríguez y, sin embargo, aparece con la
antefirma del ministro del Ejército, Félix Álvarez-Arenas Pacheco; aunque en el
borrador y en los miles de copias que se difundirán horas después por canales nada
reglamentarios, resulta la rúbrica del jefe del departamento brilla por su ausencia. El
documento dice también, al referirse a la ausencia del ministro, que «por enfermedad de
aquél», cuando es él mismo el que redacta el manifiesto.
No cabe la menor duda de que este incendiario panfleto golpista ha nacido del
nerviosismo y la impotencia imperantes en la cúpula militar desde bastante antes de la
tensa reunión del Consejo Superior del Ejército, desde el mismo instante en que sus
miembros, incrédulos y perplejos, recibieron por los medios de comunicación (los
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menos) o a través de sus secciones de Inteligencia (los más) la traumática noticia de que
el presidente Suárez, a pesar de sus promesas, «sí se había atrevido» a legalizar el PCE.
La crisis es tan grave en esas primeras horas del miércoles de Pascua que parece
desbordar a las autoridades de Defensa, Presidencia del Gobierno, y hasta al propio rey
Juan Carlos, bajo cuya dirección se ha tejido toda la maniobra para sacar al PCE a la
superficie electoral. Los generales franquistas, convencidos de que el monarca no ha
respetado el compromiso pactado con ellos, parecen decididos a romper la baraja y a
detener como sea el proceso democratizador puesto en marcha por el Borbón. Éste,
mientras tanto, ausente, sumamente preocupado, y no muy dispuesto a reprimir por la
fuerza este primer y grave órdago militar franquista contra su persona y su proyecto
político, reaccionará por fin (como hará a partir de ese momento repetidas veces en el
futuro) echando mano de los militares monárquicos más fieles a su persona, entre los
que se encuentra el general de División Jaime Milans del Bosch, jefe de la División
Acorazada Brunete, la gran Unidad operativa más poderosa del Ejército español, con
sus acuartelamientos a muy pocos kilómetros de la capital de España. Lo llama por
teléfono. Son exactamente las diez horas del miércoles 13 de abril de 1977
—Jaime, escúchame bien. No debes ni puedes intervenir en estos momentos. La
decisión que ha tomado Suárez era absolutamente necesaria para dar credibilidad al
proceso de apertura democrática en España. Yo he sido informado de todo desde el
principio y el presidente del Gobierno ha actuado con arreglo a mis instrucciones. El
PCE debe involucrarse en la transición que hemos emprendido y para ello, es
absolutamente necesario que pueda concurrir a las próximas elecciones generales.
Tengo amplias seguridades de Santiago Carrillo de que su partido respetará el juego
democrático, la monarquía y el nuevo régimen que ésta representa. No hay peligro
alguno para España; créeme, Jaime. Todo está bien pensado. Confía en mí. Pero, por
favor, no te muevas, no tomes ninguna decisión precipitada.
La conversación telefónica entre el rey Juan Carlos y el general Milans actuará
como un bálsamo sobre la gravísima crisis militar desatada en el país con motivo de la
sorpresiva legalización, por parte del Gobierno de Adolfo Suárez, del Partido
Comunista de España; pero no la desactivará por completo, ya que algunos de sus flecos
permanecerán todavía algunas jornadas más. El jueves 14 de abril transcurre sin
novedad importante, aunque con el mismo clima de incertidumbre y desasosiego de
jornada anteriores. La nota del Consejo Superior del Ejército ha transcendido integra a
la opinión pública y a los medios de comunicación. El Gobierno acusa un fuerte
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impacto pero reacciona. Gutiérrez Mellado, con autoridad y firmeza, llama al orden al
ministro Álvarez-Arenas (restablecido milagrosamente de su enfermedad) y al jefe del
Estado Mayor del Ejército, general Vega Rodríguez.
Así las cosas, el panfleto involucionista es desautorizado; se retiran los
ejemplares que circulan por el Ministerio de l Ejército y se anulan los envíos previstos a
las Regiones Militares, vía cadena de mando. Nadie parece saber de dónde ha salido el
maldito escrito; el ministro niega haberlo firmado; el general Vega dice que él no
ordenó su redacción. Se buscan responsables. El general Álvarez Zalba y sus dos
colaboradores, tenientes coroneles Quintero (famoso después por su conocido informe
sobre el golpe de Estado turco del 12 de septiembre de 1980, que inspirará aquí
aventuras involucionistas) y Ponce de León, son cesados y trasladados a otros destinos.
La rápida contraofensiva de Suárez y de su fiel vicepresidente para Asuntos de la
Defensa, Gutiérrez Mellado, tiene éxito. Los capitanes generales, pillados en «fuera de
juego», miran para otro lado. La falta de un líder de confianza los paraliza. La
inoperancia del ministro del Ejército y del jefe del Estado Mayor los desconcierta. A
media tarde lo peor parece haber pasado y el plante militar se desinfla. Subsiste todavía
el malestar en las unidades operativas de Madrid, pero por lo que respecta al Ministerio,
Estado Mayor y capitanías generales, el movimiento de reacción ante la medida tomada
por el Gobierno se ha detenido en seco.
El peligro, sin embargo, no ha remitido del todo, aunque si se produce alguna
acción violenta por parte de alguna Unidad ya no tendrá el respaldo explícito de la
cúpula militar, de los «príncipes de la milicia», que han optado por esperar mejor
ocasión. Continúan, no obstante, las presiones sobre Milans del Bosch para que actúe
sin contemplaciones. Pero con la secreta recomendación de que «no se mueva»
(realizada el día anterior por el rey Juan Carlos), es ya muy poco probable que lo haga y
que uno solo de los doscientos carros de combate que manda (y que llevan bastantes
días con sus motores al rojo vivo) inicie su cabalgada golpista.
La tragedia no llegó a estallar, como todos los españoles sabemos, ni en el
famoso «Sábado Santo rojo» de aquel azaroso 1977, ni en los terribles días que le
sucedieron. No obstante, seguiría larvada en el difícil camino de la transición política
española. Los generales franquistas no se atrevieron a dar el paso al frente en esa
ocasión, pero no por ello arriaron sus nostálgicas banderas ni enfundaron sus viejas
espadas. Simplemente, decidieron esperar su día «D» o tomarse tiempo para templar sus
indecisos espíritus de cara a un nuevo pulso al Estado. De todas formas, Adolfo Suárez
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había sido ya sentenciado, pues se había convertido con su «traición» en enemigo
número uno del Ejército español. Había despreciado valores tan caros a sus miembros
como la unidad de la patria, el honor, la Bandera o el respeto a la palabra dada… Había
lanzado una terrible afrenta a aquellos que ganaron una sangrienta «cruzada» contra el
comunismo internacional. Su suerte, evidentemente, estaba echada. Esta vez se salvará
del peligro, y hasta conseguirá abundantes éxitos políticos en el futuro en su lucha por
convertir España en una democracia real y avanzada; pero un todavía lejano día de
enero de 1981, abandonado políticamente por todos, incluso por el rey (que ofrecerá en
bandeja su cabeza política a los generales ante el temor de un golpe de Estado), caerá
abatido por los que ahora lo amenazan.
Y sigamos con el recordatorio histórico de los momentos más difíciles de los
primeros años del reinado de Juan Carlos I para poder comprender después los oscuros
episodios que convulsionaron a este país en los últimos meses de 1980 y primeros de
1981, y que estuvieron a punto de arrojarlo nuevamente a las cavernas de una cruenta
guerra civil. Si peligroso fue el devenir de los acontecimientos castrenses en la Semana
Santa de 1977, de cara a la salud del delicado proceso de democratización de la vida
política española emprendido en noviembre de 1975, no menos inquietante iba a
resultar, dos meses después, la histórica jornada en la que por primera vez en muchos
años iban a celebrarse en nuestro país unas elecciones democráticas. Porque a lo largo
de aquel 15 de junio de 1977 (más bien de la larga noche que le siguió) la transición
española vivió uno de sus peores momentos, uno de sus más preocupantes puntos de
inflexión o «no retorno». Fueron unas horas cruciales en su «ser o no ser» por culpa de
los más poderosos tribunos del Ejército español que, sin autorización alguna del
Gobierno legítimo de la nación, permanecieron horas y horas reunidos en «cónclave»
secreto en la sede del Cuartel General del Ejército en Madrid, dispuestos a saltar con
todas sus fuerzas y todos sus medios sobre la naciente libertad de los ciudadanos
españoles si éstos, en el uso de su libre albedrío político, decidían que tenía que ser la
izquierda de este país (socialistas y comunistas) los que debían gobernarles en el futuro.
En efecto, en esa larga noche electoral del 15 al 16 de junio de 1977 un nutrido
grupo de generales del Ejército español, en el que se integraban los jefes de las
Divisiones operativas del Estado Mayor del Ejército con su general en jefe a la cabeza,
los máximos representantes de las Direcciones Generales y de Servicios del Ministerio
del Ejército y otros altos generales de la cúpula militar en Madrid (Estado Mayor
Conjunto de la Junta de Jefes de EM, Capitanía General...) se reunieron en el más
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absoluto de los secretos en el palacio de Buenavista de la madrileña plaza de Cibeles
para vigilar al segundo el escrutinio en marcha y, si éste no finalizaba con arreglo a sus
deseos y las fuerzas políticas de izquierdas salían de él victoriosas, actuar en
consecuencia, frenando en seco el proceso político democrático iniciado en España dos
años antes.
Esta atípica e ilegal reunión, que se inicio sobre las nueve de la noche del 15-J y
no se dio por finalizada hasta las siete de la madrugada del día siguiente (cuando ya se
tuvieron noticias oficiosas fiables sobre el triunfo, aunque pírrico, de la UCD), fue
convocada de la forma más reservada posible (por no enterarse de ella, no se enteraron
ni el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, ni, en principio, el propio rey Juan Carlos)
y ha permanecido celosamente ignorada por la Institución castrense española
(oficialmente, nunca existió) durante muchos años, hasta que en marzo de 1994 el que
esto escribe, jefe de Servicio en el Estado Mayor del Ejército en aquel importante día y
colaborador obligado de los participantes en tan oscuro evento, la sacó a la luz en un
libro sobre la transición política española que, ¡ como no!, sería parcialmente censurado
por el poder.
Hasta ese año 1994, la mayoría de los españoles ignoraba que el 15-J de 1977
fue una jornada especialmente difícil para la naciente democracia española, un día de
los llamados «históricos» en la vida de la nación, en el que otra vez los carros de
combate de la División Acorazada Brunete nº 1, los «paracas» de Alcalá de Henares, los
escuadrones de Caballería de Retamares o los batallones de Infantería de Leganés y
Campamento, pudieron terminar de un solo golpe, como meses atrás, con el sueño de
las urnas y la libertad. Hubiera bastado una victoria moderada de la izquierda, un pálido
anticipo de lo que sería después el aplastante triunfo socialista de 1982, para que la
cúpula de generales que se pasó toda la noche del 15 al 16 de junio reunida en secreto
en el palacio de La Cibeles de Madrid (revisando minuciosamente los informes sobre el
recuento de votos que llegaban periódicamente a mi despacho de jefe de Servicio del
EME), pisara en bloque el freno de emergencia castrense.
Todo estuvo preparado aquella larga noche para que ese freno de emergencia
pudiera ser pisado. Nadie durmió en el Cuartel General del Ejército hasta que en la
madrugada del 16 de junio los canales reservados de información del Ejército
adelantaron datos fidedignos sobre resultados casi definitivos de la consulta electoral;
con el triunfo de la UCD, aunque sin llegar a alcanzar la mayoría absoluta.
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Pero veamos ya cómo se preparaba la cúpula militar para hacer frente a tan
trascendental momento de la vida política nacional, en el que voy a entrar con todo
detalle para que el lector español se dé cuenta del peligro real que corrimos a lo largo de
muchas horas todos los ciudadanos de este país; así como de la nuevamente anómala
actuación del rey Juan Carlos que, enterado (aunque tarde) de lo que ocurría en el
Cuartel General del Ejército, miró para otro lado, dejó hacer, y no se atrevió a llamar al
orden a los generales franquistas que conspiraban en secreto. Voy a echar mano para
ello, faltaría más, de mis vivencias personales como inesperado notario de esa secreta
conspiración del franquismo castrense. ya que aquel tenso día, desde mi puesto de jefe
de Servicio en el Estado Mayor del Ejército, tuve bajo mi control personal y mi
coordinación directa tanto ese alto organismo de mando y planeamiento de las Fuerzas
Armadas como todas las capitanías generales y Unidades operativas de intervención
inmediata.
Nombrado para tan importante servicio en un día tan especial y con tan marcada
responsabilidad personal y profesional por riguroso turno entre más de cien jefes y
oficiales diplomados de Estado Mayor, a las nueve en punto de la mañana del 15 de
junio de 1977 me hago cargo de la delicadísima tarea de controlar durante las
veinticuatro horas siguientes todo el complejo entramado de la institución castrense
española. Como es preceptivo, nada más quedarme solo en mi despacho llamo por
teléfono al jefe operativo del Ejército, el general jefe de su Estado Mayor (JEME). Sin
duda estaba esperando mi llamada, pues apenas tarda unos segundos en ponerse al
aparato. Sin hacer mucho caso a mi saludo reglamentario y al consabido «Sin novedad»
que le transmito, me espeta con voz fuerte y autoritaria:
—Quiero estar informado al segundo de cualquier circunstancia que pueda
producirse en relación con la jornada electoral que comienza, por pequeña que ésta sea.
Por la mañana, puede localizarme en mi despacho oficial, y por la tarde, a partir de la
siete, no me moveré de mi pabellón. Entrevístese enseguida con el G-2 (general jefe de
la División de Inteligencia) con el que deberá coordinar todo lo referente al recibo de
información procedente de las capitanías, los medios de comunicación y los organismos
oficiales. A partir del cierre de los colegios electorales, deberán estar los dos en
permanente contacto con las capitanías generales y pasarme datos concretos cada media
hora.
El jefe del Ejército de Tierra da por terminada su conversación después de
repetirme, varias veces, que deberé informarle rápida y puntualmente de todo lo que
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ocurra en la geografía nacional relacionado directa o indirectamente con el histórico día
electoral a punto de iniciar su andadura. La jornada se me presenta angustiosa y
agotadora. Por la mañana, día de trabajo normal en el EME, procuraré apoyarme todo lo
que pueda en la sección de «Interior» de la División de Inteligencia, lo que me impedirá
sin duda acudir a mi trabajo habitual en la División de Organización. No debo
desconectarme del tema ni un solo segundo. A partir de las siete de la tarde me
encontraré solo ante el peligro, pues seré el único jefe de Estado Mayor a cargo de las
cinco divisiones operativas, debiendo centralizar toda la información que llegue al
Cuartel General desde los servicios secretos, los organismos oficiales, los otros
ministerios militares, las diferentes guarniciones del país... para después elaborar
rápidas evaluaciones sobre la situación y pasárselas en el menor tiempo posible al
general de Inteligencia y al JEME. Con la tensión y el nerviosismo que ya se intuyen en
el palacio de Buenavista, la tarea no va a resultar nada fácil.
El general G-2 (el hombre mejor informado del Ejército y posiblemente del país)
me recibe en su despacho oficial unos minutos después de las diez de la mañana. Nada
más presentarme me susurra con voz tenue pero firme:
—Comandante, el momento nacional es muy grave y de los resultados de los
comicios de hoy va a depender en gran medida el futuro de España. El JEME quiere
estar informado al segundo durante todo el día y, sobre todo, a lo largo de la noche, de
la marcha de las elecciones y de la situación política, social y militar en las distintas
capitanías generales.
Y acercándose más a mí y bajando aún más el tono de su voz continúa:
—Quiere tener la capacidad de maniobra suficiente para reaccionar con rapidez
ante cualquier contingencia que se presente. Durante la mañana deberá usted estar en
contacto permanente con la Sección de Información Interior de mi División, que tiene
órdenes precisas sobre el particular, y a partir de las seis de la tarde deberá montar un
puesto de mando informativo en su despacho de jefe de Servicio del EME. Yo mismo
acudiré allí a esa hora, y entre los dos elaboraremos los informes periódicos que el
general Vega quiere recibir cada media hora hasta que los resultados de la consulta
electoral estén en la calle.
Me despido de mi interlocutor, después de haber recibido algunas consignas
técnicas más relacionadas con la tarea que me espera en las próximas horas y después
de degustar, por necesidades del guión, un insípido café cuartelero que el ordenanza del
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general, exagerando los taconazos y los saludos a mi persona, ha tenido a bien servirnos
en el monumental sofá de piel anejo a la abarrotada mesa de su jefe.
Las horas de la mañana y las primeras de la tarde, en las que permanezco
enclaustrado en los altos despachos informativos de la División de Inteligencia del
EME, al tanto de lo que ocurre en toda la geografía nacional, discurren tranquilas y
hasta aburridas. Normal. Es bien sabido que en las horas dedicadas a las urnas es raro
que acontezcan hechos graves de orden público, sea cual sea el régimen político y el
grado de libertad del país en el que se celebren los comicios. A las seis de la tarde,
después de acumular en mi carpeta abundantes informes de las capitanías generales
sobre el desarrollo de las votaciones (porcentajes de participación, encuestas, análisis
sobre tendencias de voto, comportamiento ciudadano, estado de ánimo en los
cuarteles...) abandono la División de Inteligencia y me encierro para el resto de la tarde
y noche en el despacho del jefe de Servicio del Estado Mayor. El oficial auxiliar a mis
órdenes me transmite el reglamentario «Sin novedad» y me presenta al suboficial de
cifra, que acaba de incorporarse procedente del gabinete de la División de Inteligencia.
Todo parece estar listo para hacer frente a la avalancha informativa que, con toda
seguridad, se desencadenará a partir de las ocho de la tarde (hora de cierre de los
colegios electorales) y a cualquier hipotética reacción operativa del mando del Ejército,
del que yo me acabo de constituir en el primer y casi único apoyo durante las próximas
doce/catorce horas.
Conecto la radio y la televisión, y ordeno al oficial de servicio que me entregue
cada quince minutos los télex y partes no urgentes o cifrados. Tomo asiento
relajadamente en la butaca situada frente al televisor con la finalidad de aprovechar
unos minutos de cierta tranquilidad...
No son muchos, desgraciadamente. Sobre las seis y media, precedido de un par
de fuertes taconazos a cargo de los dos policías militares que hacen guardia en el
pasillo, entra decidido en mi despacho el general G-2. Sus acelerados movimientos
reflejan un exagerado nerviosismo y una fuerte preocupación. Me pide los últimos datos
que poseo procedentes de las distintas capitanías generales. Se los resumo rápidamente
en dos palabras: tranquilidad y orden. Charlamos unos minutos sin quitar la mirada de la
pantalla del televisor. Están dando una somera información sobre el desarrollo de los
comicios en toda España. La gente, después de cuarenta años de dictadura, está
respondiendo a esta primera llamada a las urnas con orden, civismo y responsabilidad.
Todavía es pronto para adelantar resultados, pero se espera, según las encuestas, un
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triunfo importante de la UCD de Adolfo Suárez. Es previsible que alcance incluso la
mayoría absoluta o se quede a muy pocos escaños de ella. Se espera, también, una
buena posición para la derecha de Fraga, mientras que los resultados electorales de
socialistas y comunistas son una incógnita. Muchos hablan de que éstos van a ser más
bien modestos y de que el techo electoral de ambos partidos es relativamente bajo, sobre
todo el de los comunistas, recién legalizados. Sin embargo, una posible unión de
socialistas y comunistas podría resucitar nuevamente el tristemente célebre Frente
Popular. Y aunque esta hipótesis no es la más probable, según los servicios de
Inteligencia, sí es la más peligrosa para el Ejército, que bajo ningún concepto está
dispuesto a aceptarla. De ello estoy cada vez más seguro conforme pasan las horas y
voy conociendo en profundidad los todavía inconcretos planes de mis superiores en el
Estado Mayor del Ejército. Uno de los cuales, el todopoderoso general de Inteligencia,
está en estos momentos a mi lado, viendo la televisión con la mirada torva y
preocupada.
El jefe de los espías de la Casa intenta de nuevo explicarme lo que bulle en su
cabeza (y al parecer, en la de nuestro jefe supremo, el JEME) salpicando sus juicios con
continuas alusiones a la estabilidad de la nación y al incierto porvenir de nuestros hijos
y de la civilización occidental en su conjunto. De todas formas, procura no ser pesimista
en demasía:
—Lo más seguro es que todo discurra por los cauces previstos, como ha sido
diseñado en las altas instancias y como conviene al Estado; pero existe una mínima
posibilidad de sorpresa electoral y si ésta se produce, deberá ser anulada o reconducida
de inmediato. Debemos estar preparados en las próximas horas. España se juega su
futuro en las puñeteras urnas —sentencia con cierta gravedad, antes de levantarse
trabajosamente para poner fin a este primer encuentro de trabajo.
Acompaño hasta la puerta al pequeño burócrata castrense, el poderoso G-2 de la
División de Inteligencia, el militar mejor informado del Ejército español, que se aleja
por el largo pasillo de la segunda planta del palacio de Buenavista, haciéndolo con su
inseparable ordenanza/escolta pisándole los talones. Entro de nuevo en mi despacho. El
reloj de la mesa marca exactamente las 18:53 horas. Tengo por delante una hora larga
de tranquilidad relativa, pues hasta las ocho no empezará la «movida castrense». A
partir de ese momento, con toda seguridad, tendré permanentemente pegados a mi
teléfono al JEME, a su segundo en el mando, al general G-2, y a los máximos
responsables de información de todas las capitanías generales. No va a ser fácil la tarea.
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Tendré que emplearme a fondo si no quiero que la situación me desborde. Bien es cierto
que a lo largo de mi carrera he estado en sitios cien veces más comprometidos que éste
y, además, en peores momentos. Sin embargo, no puedo engañarme. Ahora me
encuentro en la cúpula del Ejército, y con la delicada tarea por delante de tener que
controlar toda esta enorme institución durante diez o doce horas dramáticas. Un informe
mío precipitado o equivocado a un JEME muy preocupado en estos momentos o una
orden no excesivamente clara a un inquieto capitán general, pueden desencadenar
decisiones muy peligrosas o inconvenientes.
A las siete y media de la tarde, después de ordenar mis papeles y de colocar
encima de la mesa el listado de teléfonos de las principales autoridades con las que me
puedo ver obligado a establecer contacto, ordeno al oficial auxiliar que establezca un
primer contacto con las diferentes capitanías y que me dé la novedad. Los reglamentos y
la historia militar son tajantes en este aspecto: «Antes de la hora H del día D, es muy
conveniente tener siempre una panorámica informativa general del teatro de
operaciones.»
Estoy seguro de que la situación general del país en esos últimos momentos de la
jornada electoral es de calma total, pero me interesa saber cómo afrontan estas primeras
horas cada una de las autoridades regionales. Sé que todas ellas están ya en sus
despachos oficiales, pendientes de Madrid, y quiero conocer sus estados de ánimo a
través de los partes de novedades que transmitan al Cuartel General. La simple
redacción de unas pocas líneas, que el jefe de Servicio de cada uno de los Estados
Mayores regionales consultará escrupulosamente con su capitán general ante una
situación política tan importante como la que estamos viviendo, me permitirá pergeñar
un primer análisis personal sobre la moral, la disposición y la capacidad de reflejos de
los mandos periféricos del Ejército. El llamado «Ejército de Madrid», el más numeroso
e importante, me resulta ya suficientemente conocido.
Las contestaciones que en pocos minutos recibo a través del télex me defraudan
un poco. Los capitanes generales no se «mojan» en estos primeros minutos de
desinformación manifiesta. Casi todos contestan con el reglamentario «Sin novedad en
la región», y sólo alguno añade su total predisposición a enviar la información que
pueda en cuanto la tenga disponible. A su vez, un par de capitanes generales solicitan al
JEME información descendente en cuanto sea posible. En suma, los «príncipes de la
milicia» con mando en región militar demuestran, por un lado, mucha prudencia y cierto
recelo y, por otro, un notable afán de noticias e incluso de órdenes.
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Está claro que por lo menos en estas primeras horas poca información me va a
llegar desde dentro del Ejército. Tendré que procurármela a través de la Administración
y de los canales de información propios, y para ello deberé movilizar a algunos amigos
de la División de Inteligencia del EME (Sección de Información Interior) que, con
carácter muy reservado, se ofrecieron personalmente días atrás. Debo moverme
rápidamente. No puedo contestar con el silencio o con imprecisas apreciaciones
personales a las preguntas que, dentro de muy pocos minutos, empezará a formularme
de manera inmisericorde un JEME preocupado, ávido de saber y de controlar la
situación.
En consecuencia, cojo el teléfono y me pongo en comunicación directa con un
chalet de la colonia de El Viso, en Madrid, donde mis compañeros «espías» de la
Sección de Información Interior tienen una de sus bases secretas urbanas. Hablo con su
máximo responsable, un teniente coronel antiguo superior mío, que me asegura que la
situación hasta el momento es de absoluta normalidad. El Ejecutivo está tranquilo y las
votaciones se han realizado sin apenas incidentes. De cifras, todavía nada ni siquiera
datos aproximados, aunque algunos sondeos reservados a los que ha tenido acceso su
servicio indican que la izquierda, en su conjunto, se mueve sobre el 35% del total de
votos emitidos, y también que la UCD roza la mayoría absoluta, pero sin alcanzarla
hasta el momento. Nada hay seguro, pues, a esa hora, ocho y cuarto de la tarde del
miércoles 15 de junio de 1977.
Acabo de colgar el teléfono cuando aparece nuevamente ante mi, bastante más
alterado que en su visita anterior, el general G-2. Me hace una autoritaria seña para que
continúe sentado y él hace lo propio en el sillón colocado enfrente de la mesa.
—El JEME ha citado en su despacho, para una reunión urgente, al general
segundo JEME, a los generales jefes de las cinco divisiones del Estado Mayor del
Ejército y a los generales de las direcciones del Mando Superior de Personal y de
Apoyo Logístico —me espeta con rapidez—. También están convocados otros
generales de la guarnición de Madrid, entre ellos el jefe de Estado Mayor de Capitanía y
algunos comandantes de las Grandes Unidades operativas de la región. Es probable que
todos pasemos la noche con él en sesión de trabajo y pendientes de los resultados de las
elecciones. Encárguese de pedir mantas en la unidad de tropa del Cuartel General y de
que preparen algo de cena en la residencia de oficiales. El suboficial de servicio puede
hacer la gestión y llevar todo al despacho de ayudantes del JEME. A partir de este
momento, prepare cada media hora rápidos informes sobre las últimas noticias recibidas
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de Inteligencia, organismos oficiales, capitanías y medios de comunicación para
presentárselos directamente al JEME en su despacho. Yo procuraré estar con usted el
mayor tiempo posible para ayudarle en la elaboración de esos informes; pero si al
terminar alguno de ellos no estoy presente, se lo entrega directamente sin ningún
problema al general Vega. Quiero que sepa, también, que el JEME ha pedido soldados
armados a la Agrupación de Tropas del Cuartel General y un retén de vehículos a
disposición de los ayudantes. Le darán novedades cuando todo esté listo
La situación interna en el Cuartel General del Ejército va subiendo de tono a
medida que pasan las horas. Yo esperaba, desde luego, momentos tensos y difíciles para
mi persona en la tarde/noche del 15-J, al tener que desempeñar la Jefatura de Servicio
en el Estado Mayor del Ejército en un día tan señalado e histórico. Imaginé
interminables horas de teléfono con continuas llamadas del JEME, del segundo JEME,
de los capitanes generales, de los servicios de información... alternadas con gestiones
mías urgentes y rápidas para recabar datos en organismos oficiales, agencias de noticias,
medios de comunicación, servicios de Inteligencia del Estado y de otros ministerios,
etc., etc. Pero la verdad, habituado a trabajar en Estados Mayores y órganos de decisión
de grandes unidades operativas en situaciones muchos más preocupantes que la actual,
incluso de guerra, nunca llegué a pensar que nada menos que el jefe del Ejército y toda
la cúpula militar se acuartelaran por su cuenta en el Cuartel General durante la larga
noche de la primeras elecciones democráticas en España después de cuarenta años de
dictadura.
La decisión tomada por el jefe del Ejército era, además, muy peligrosa e
inquietante. ¿A qué venía este «cónclave» militar de alto nivel, con todos los generales
del Estado Mayor del Ejército, de las direcciones operativas del Cuartel General y de la
guarnición de Madrid, reunidos para recabar información precisa y continuada del
resultado de las votaciones? ¿Sabía el Gobierno que los altos mandos del Ejército iban a
seguir el escrutinio en asamblea permanente? ¿Estaba el rey, jefe Supremo de las
Fuerzas Armadas, al tanto de esta insólita reunión vespertina? ¿Era consecuencia esta
singular reunión del supuesto contemplado por el general de Inteligencia, quien
sucintamente me había adelantado horas antes sobre que un triunfo claro de los partidos
de izquierda debería poner en marcha una reacción militar inmediata y contundente?
Para mí resultaba meridianamente claro que la respuesta a esta última pregunta
era «Sí», aunque yo nunca asumí del todo que de las opiniones personales del general
tuviera que desprenderse a corto plazo una acción involucionista del Ejército en toda
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regla. Pero ahora ya no se trataba de opiniones de un alto cargo del Cuartel General o de
charlas de despacho de jefes u oficiales de categoría media. Yo era en esos momentos el
jefe de Servicio del EME y mi misión principal era controlar durante unas horas
cruciales la totalidad del Ejército de Tierra; y dentro de unos minutos iba a tener
pegados a mí a los generales con más poder de la cúpula militar, esperando mis
informes para obrar en consecuencia. Preocupante, sin duda.
«¡Que todo salga bien y que el pueblo español no se equivoque!», me digo a mi
mismo. Los militares, los altos mandos franquistas, han «autorizado» las elecciones y
una transición política consensuada, pero a la vez desconfían y no están dispuestos a
dejarse «engañar» otra vez por Adolfo Suárez. Si las elecciones no discurren por los
cauces previstos por ellos y hay peligro real de ruptura con el antiguo Régimen,
actuarán de inmediato. En el pasado mes de abril, cuando el PCE fue legalizado, no se
atrevieron a reaccionar, a romper la baraja de la transición a golpe de cañón de los
carros de combate de la División Acorazada de Milans del Bosch. Hoy, 15 de junio, se
encuentran preparados. Están decididos a todo. Y a mí, humilde comandante de Estado
Mayor, me puede pillar el terremoto en su epicentro si, desgraciadamente, éste se
produce.
La grave voz del oficial de servicio, que pide permiso para entrar en el despacho,
me saca de golpe de mis pensamientos. Se me presenta extraordinariamente respetuoso
y me dice en una impecable posición de firmes:
—Mi comandante, acaban de presentarse diez soldados armados de la
Agrupación de Tropas del Cuartel General al mando de un sargento. Los he mandado al
despacho de Ayudantes. También he remitido allí veinte mantas y unos bocadillos y
bebidas, procedente todo ello de la Residencia de Oficiales. Le traigo los últimos télex
de las capitanías. Todas sin novedad.
Reviso los télex. Nada nuevo todavía. Meras especulaciones sobre imprecisas
encuestas. No puedo confeccionar nada riguroso con estos datos. Redacto, no obstante,
un escueto parte informativo al JEME, recalcándole que no me ha llegado ninguna
novedad importante, ni de tipo general ni relacionada con el evento político que estamos
viviendo. Con arreglo a mis propósitos, voy a tratar de ser prudente al máximo porque
la situación no permite alegrías ni irresponsabilidades.
Sobre las ocho y media de la tarde, y con arreglo a las instrucciones recibidas,
me dirijo al despacho del JEME, situado a no más de veinte metros del mío, en la
misma planta. Entro en el despacho de Ayudantes, anejo al del JEME. En la puerta,
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siete u ocho soldados con uniforme de campaña, casco de guerra, y armados con el fusil
de asalto Cetme reglamentario charlan despreocupadamente. En el interior hay bastante
gente: los dos ayudantes (un teniente coronel y un comandante), tres o cuatro generales
de la Casa (entre ellos el «G-2»), un par de jefes de Estado Mayor de la Secretaría del
EME, un circunspecto camarero repartiendo bocadillos y cervezas, el oficial de guardia
del Cuartel General, algunas personas más vestidas de paisano...
El general «G-2» parece respirar aliviado al verme y se dirige hacia mí como
una exhalación. Enseguida me pregunta:
—¿Trae el parte? ¿Alguna novedad?
Lee el escrito con rapidez y parece desilusionarse un poco. Como antes en mi
despacho, susurra nuevamente:
—Todavía es pronto, claro. Muy pronto. Yo se lo pasaré al JEME.
Y con el papel en la mano, sorteando a los hombres que de pie, bocadillo en
mano, intentan alimentarse un poco de cara a las horas que se avecinan, se introduce
decidido en el santa santorun del Ejército español.
De nuevo en mi despacho, recibo una sorprendente llamada. Un teniente coronel
del Cuarto Militar de la Casa Real, que parece ser ha recibido información parcial sobre
lo que esta ocurriendo en el Cuartel General del Ejército a través de algún canal
reservado de Inteligencia, quiere datos precisos sobre la reunión de alto nivel que allí se
está celebrando: autoridad que la ha convocado, participantes, orden del día, medidas
extraordinarias adoptadas… Reacciono de inmediato. Le contestó que no estoy
autorizado para facilitarle semejante información. Después le aconsejo que se dirija a la
División de Inteligencia del EME para obtenerla y sin mayores explicaciones cuelgo el
aparato. «Con el rey hemos topado. No seré yo quien se vaya de la lengua en un
momento como éste», mascullo para mis adentros. Además, soy consciente de que la
Casa Real, que mantiene un contacto permanente con los servicios secretos castrenses,
del Estado, de la Policía y de la Guardia Civil, está ya al tanto de lo que ocurre en la
plaza de la Cibeles de Madrid. Otra cosa será que se atreva o no a intervenir. El que no
podrá hacerlo, estoy seguro, será el Gobierno de Adolfo Suárez, quien, nuevamente
«puenteado» por todos sus subordinados militares, no se enterará de nada.
Desde las 22 a las 24 horas me dedico, sin perder un segundo, a la monótona
tarea de confeccionar partes de novedades electorales. Todo lo que la televisión, las
radios más importantes del país y del extranjero, los teletipos, los teléfonos (de mi
despacho y de los dos auxiliares) dejan caer en mis oídos, mis ojos y mi mesa, queda
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automáticamente reflejado en los folios de mi carpeta de órdenes. Resumo con rapidez
datos, rumores, noticias más o menos contrastadas, pronósticos, comentarios... Los
agrupo por grados de fiabilidad: de mayor a menor. A medida que pasan las horas,
algunas cifras, muy pocas, van pasando a los primeros puestos; pero, en general, soy
escéptico. No quiero pillarme los dedos y, además, el tiempo trabaja a favor de la
sensatez. Si llegamos al amanecer sin que algo irreparable se allá producido, habrá
muchas menos probabilidades de que ese «algo» tenga lugar a lo largo del nuevo 16-J;
por muy desfavorables que hayan resultado las urnas.
El general «G-2» no se separa ni un solo instante de mi lado. Sólo al dar las
medias horas, con el último parte redactado a mano, abandona mi despacho y se va al
del JEME. Regresa a los pocos minutos y vuelta a empezar. Una y otra vez. Él no
colabora mucho en la redacción de los informes. Bastante nervioso, se limita a escuchar
la radio y la televisión, y a hacer comentarios en voz baja. Pero, por lo menos, respeta
mi labor. Los datos no llegan, obviamente, con la rapidez deseada por el mando y
algunos partes se repiten. Sin embargo, procuro siempre que algo nuevo, un juicio
personal o un comentario, desarrollen el anterior.
El parte de las doce de la noche es bastante más amplio que los precedentes.
Recoge ya algunos datos fiables, aunque todavía incompletos. La UCD aparece en
primera posición con un numero de sufragios favorables en torno al 30% y tendencia a
estabilizarse; la derecha de Fraga, semihundida, no llega al 7% y con tendencia a la
baja; los socialistas del PSOE se sitúan alrededor del 18% de los votos emitidos, y los
comunistas, muy cerca del 13%, con tendencia a una ligera subida en algunos de sus
feudos tradicionales. Nada preocupante de momento, aunque estos primeros resultados
oficiosos se apartan bastante de lo pronósticos oficiales, que asignaban una casi segura
mayoría absoluta a la coalición liderada por Adolfo Suárez, unos buenos resultados al
partido de Manuel Fraga y un techo sensiblemente menor a las formaciones
tradicionales de la izquierda.
Esta vez, el general de Inteligencia no vuelve enseguida de su entrevista con el
JEME. Sobre las doce y veinte me llama por teléfono y me comunica que está reunido
con el general Vega y con los demás generales del Cuartel General. No cree que la
reunión termine antes de las doce y media, por lo que si a esa hora no ha regresado,
deberé personarme en la misma con los últimos informes. Efectivamente, el «G-2» no
aparece a las doce y media, y un manto de silencio envuelve a esa hora pasillos y
despachos. La actividad en Estado Mayor del Ejército parece haber decaído
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espectacularmente en los últimos minutos, como si la hora mágica de la media noche,
por un lado, y la secreta reunión de alto nivel que tiene lugar en el despacho del jefe del
Ejército, por otro, hubieran invitado a oficiales, suboficiales y soldados a dar por
finalizada, por lo menos aparentemente, su jornada laboral.
Espero unos minutos más y con un par de télex recién descifrados, procedentes
de dos importantes capitanías generales, encamino mis pasos hacia el despacho del
general Vega. A unos tres o cuatro metros de la amplia entrada a la oficina de
Ayudantes del JEME la sorpresa me obliga a quedarme quieto. Poco a poco mi rostro se
relaja en una sonrisa: el pelotón de soldados en uniforme de campaña que montaban
guardia en la puerta duermen plácidamente en el suelo, en atípica formación, y con los
fusiles de asalto pegados a sus cuerpos. Paso por encima de ellos sin dejar de sonreír.
Casi río abiertamente cuando, atravesado el corpóreo obstáculo, saludo con un «Buenas
noches» a los dos jefes ayudantes que, solos en la madrugada, permanecen sentados
impecablemente en sus sillas, como si en esos momentos el reloj marcara las once de la
mañana.
Intuyendo mi sorpresa por lo que acabo de ver el teniente coronel ayudante
inicia una justificación:
—El JEME, ante la larga noche que nos espera, ha autorizado a los soldados de
la escolta a sentarse en la puerta. A los pocos minutos estaban durmiendo. Están mejor
así.
No tengo nada que objetar, por supuesto, pero las preguntas que me formulo a
mí mismo son obvias: «¿Qué hacen una decena de soldados armados durmiendo en la
puerta del puesto de mando del jefe del Ejército de Tierra a la una de la madrugada del
16 de junio de 1977, escasas horas después del cierre de los colegios electorales en la
primera llamada a las urnas tras cuarenta años de dictadura? ¿De qué peligro defienden
a su amo y señor? ¿Por qué han sido llamados a este servicio armado cuando a pocos
metros de distancia, en las compañías de la Agrupación de Tropas del Cuartel General,
más de mil hombres permanecen acuartelados? ¿Entra dentro de los planes del JEME
ausentarse próximamente de su puesto de mando y necesita para ello una fuerte escolta
personal?»
No lo comprendo, la verdad. Pero a estos interrogantes seguirán otros en la larga
noche que nos espera. Pido permiso al teniente coronel ayudante para entrar
directamente al despacho del JEME. Abro la pesada puerta que separa la oficina de
Ayudantes del amplio despacho del jefe operativo del Ejército. En voz alta solicito
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autorización para entrar en él. El batiburrillo imperante en su interior casi me impide oír
la rápida invitación del JEME para que pase. Reacciono. Sorteando las inmóviles
figuras que de pie departen entre sí, me acerco a la mesa de operaciones donde el
general Vega y dos de sus colaboradores más cercanos (a uno de ellos lo reconozco
enseguida como el general «G-2») charlan en voz muy baja, inclinados sobre papeles y
mapas. Me presento de manera reglamentaria. El JEME se levanta visiblemente
complacido por mi presencia y me tiende la mano.
—¿Cómo va todo, comandante? —me pregunta—. ¿Alguna novedad? ¿Datos
concretos?
—Sin novedad, mi general. Traigo datos contrastados, pero en porcentajes
todavía no significativos —le contesto mientras le entrego el informe de las 00:30
horas.
El jefe del Ejército se vuelve hacia la mesa y coge unos papeles que tiene sobre
ella. El general «G-2» se acerca a él con otros parecidos. De pie, a mi lado, los dos
confrontan mis números con los suyos, recibidos sin duda a través de la División de
Inteligencia. Ponen buena cara; los números parecen coincidir y no son preocupantes.
Me da la impresión de que ambos se relajan bastante con este rápido chequeo electoral.
El jefe del Ejército se dirige de nuevo a mí:
—Gracias, comandante, vuelve en cuanto tengas algo nuevo. El general jefe de
Inteligencia va a permanecer conmigo hasta que haya algo oficial. Si se produce una
novedad importante, quiero saberla al segundo.
Salgo del despacho de Ayudantes, pasando otra vez por encima de los cuerpos
de los soldados que duermen en el pasillo. Ninguno se ha movido de su sitio y ninguno
ha soltado su Cetme. «¡Pobres muchachos, obligados a ser soldados contra su
voluntad!», pienso. Son casi protagonistas de una historia que ellos seguramente ni
siquiera saben que están viviendo. Por eso nunca podrán contar a nadie que la transición
política española, la mágica, la increíble, la exportable transición española, estuvo
durante bastantes horas de un día de junio de 1977 en el punto de mira del Ejército al
que ellos pertenecían por culpa de la «mili» forzosa.
Mis constantes paseos al despacho del JEME continuaron durante toda la noche.
Los centinelas siguieron durmiendo beatíficamente en el pasillo; los generales allí
reunidos continuaron durante bastantes horas arropando a su jefe entre canapés, cafés
bien cargados y alguna que otra cervecilla; los ayudantes estuvieron impertérritos en sus
puestos, con el retrato de Franco enfrente de sus ojos; y el todopoderoso JEME, el
61
hombre que podía cambiar la historia de España en cualquier segundo de aquella pesada
noche electoral, no paró de acumular informes, partes, télex y telefonemas, con la moral
muy alta e inasequible al desaliento.
A las seis de la mañana, con datos ya fiables y seguros sobre el triunfo (aunque
no por mayoría absoluta) de la UCD, el hundimiento de Fraga con su Alianza Popular y
los moderados resultados del PSOE y del PCE (más importantes, no obstante, de lo que
deseaban los jerarcas castrenses reunidos en Madrid alrededor de su jefe), después de
una exhaustiva ronda de contactos con todas las capitanías generales que llevé
personalmente, el JEME ordenó desmontar el operativo instalado en su despacho y en el
mío. Los «guardias de corps» de la puerta de Ayudantes, fueron despertados
amablemente por el sargento que los mandaba y que controlaba sus sueño desde un
sillón estratégicamente situado en el pasillo; la alerta máxima en la que permanecían los
mil soldados de la Agrupación de Tropas del Cuartel General fue desactivada; la orden
de «prevención para la acción», cursada reservadamente en las primeras horas de la
mañana a las principales Unidades operativas de Madrid: Brigada Paracaidista, División
Acorazada, Caballería... etc., etc., fue anulada; los generales de las divisiones del Estado
Mayor, del Mando Superior de Personal, de Apoyo Logístico del Ejército, de la
Capitanía General de Madrid, de las grandes Unidades de la capital... abandonaron el
palacio de Buenavista en pocos minutos a bordo de sus coches oficiales. El JEME,
agradeciendo los servicios prestados a todo el mundo, se retiró visiblemente cansado a
su pabellón del palacio. El inquieto «G-2» todavía tuvo energía personal suficiente
como para, sobre mi mesa, tomar bastantes apuntes finales, y darme un abrazo de
compañero y amigo antes de despedirse. El oficial de cifra y mis dos auxiliares directos
(oficial y suboficial), con evidente profesionalidad, me pidieron instrucciones para el
resto de la noche; proposición que yo, en aquellos momentos y en mi fuero interno,
tomé como un autentico sarcasmo.
Así terminó la peculiar, y sin duda harto peligrosa, reunión de la cúpula militar
del Ejército de Tierra español en la tarde/noche del 15 de junio de 1977, primer día
electoral en este país después de cuarenta años de dictadura. Fue el segundo momento
especialmente difícil de la transición española a la democracia y el segundo pulso de los
generales franquistas a su jefe supremo, el rey Juan Carlos, quien de nuevo en esta
nueva ocasión, a pesar de recibir información precisa y en tiempo real de todo lo que
estaba ocurriendo en el despacho del jefe operativo del Ejército, optaría otra vez por no
actuar, por callar, otorgar y dejar hacer; consiguiendo con ello de nuevo el éxito gracias
62
sobre todo al pueblo español, que acudió a las urnas con gran serenidad y prudencia,
después de tantos años de no poder hacerlo.
Pero a pesar de este triunfo, todavía tendría que enfrentar el heredero de Franco
algunos importantes retos futuros por parte del antiguo poder castrense franquista, tal
como la conspiración que en su contra empezaría a tejerse en el otoño de 1980 y que
amenazó con hacer saltar todo el tinglado por los aires. Y para contrarrestar la cual (la
peligrosísima Conjura de mayo que da título al presente libro) esta vez sí que actuaría,
desde bastidores como siempre, saltándose a la torera la Constitución y las leyes, y
autorizando así una chapucera maniobra palaciega (a cargo de sus cortesanos militares)
que le saldría aparentemente mal, pero que, curiosamente, reforzaría su poder y
predicamento entre unos incautos ciudadanos españoles que desconocían (y en gran
medida todavía desconocen a día de hoy) los entresijos de tan nefasta operación real: la
popularmente conocida desde entonces como «23-F». Hablamos de algo muy grave,
desde luego, y cuyas responsabilidades políticas e históricas todavía no ha pagado el
Borbón porque, haciendo gala de unos muy buenos reflejos personales, las derivaría a
sus colaboradores más cercanos, enviándolos a la cárcel durante treinta años.
Contemplados con todo detalle en las páginas anteriores los dos importantes y graves
episodios del inicio de la transición española que acabo de relatar, ha debido quedar ya
muy claro para el lector que, aún después del indudable éxito que para el nuevo régimen
monárquico supuso la legalización del Partido Comunista de España y la ejemplar y
cívica respuesta electoral del pueblo español tras cuarenta años de dictadura, la relación
entre el nuevo rey y las Fuerzas Armadas había entrado en una indeseable fase de
prevención y mutuo recelo, algo que en sí que no auguraba nada bueno para el futuro.
Ello sin que, por el momento, la cosa trascendiera a la opinión pública más allá de
algunos medios de comunicación especialmente conocedores de los entresijos
castrenses de nuestro país.
Pero esta especial situación, que como acabamos de ver tenía su origen en la ya
comentada Semana Santa de 1977 en la que el presidente Suárez se atrevió a dar carta
de naturaleza electoral a los discípulos de Santiago Carrillo, tomaría un nuevo sesgo,
mucho más preocupante para todos, a partir de la semiclandestina reunión de Játiva de
septiembre de ese mismo año. En ella la cúpula del franquismo militar español, ante la
pasividad a la que de momento le condenaban los acontecimientos, decidió al unísono
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vigilar muy de cerca el proceso democratizador español en marcha para evitar en el
futuro cualquier desviación del camino pactado. Tras este «cónclave» castrense, bajo
todos los puntos de vista ilegal y antirreglamentario, y al que acudieron la mayor parte
de capitanes generales en activo (entre ellos Milans del Bosch) y otros muchos en la
reserva, tomaría ya cuerpo y se extendería como la pólvora por cuarteles generales,
estados mayores y unidades operativas toda la inquietud y todo el desasosiego de un
Ejército que se sentía arrinconado y traicionado por su propio comandante en jefe: el
rey. Ese malestar y ese desasosiego se concretaron enseguida en algo tangible,
organizado y con poder real dentro de la propia Institución.
La democracia española quedaría pues internada, a partir de esta última fecha, en
una especie de UVI política en la que todo el complejo sistema de mantenimiento de su
vida estaría permanentemente sometido al subjetivo análisis de un pequeño grupo de
«salvadores de la patria» vestidos de uniforme; grupo «mafioso» que, en el momento
más inesperado, podría ordenar la desconexión del enmarañado manojo de cables, tubos
clínicos y monitores de control que componían ese sistema de mantenimiento si, sobre
la base de su interesado criterio, los supuestos intereses de la patria recomendaban la
muerte eutanásica de la enferma.
Adolfo Suárez, que en su momento tuvo puntual conocimiento de la subversiva
jornada de Játiva (en el Ejército llego la información hasta los más modestos escalones),
no reaccionó con la prontitud y autoridad necesarias, convirtiéndose así por dejación en
una especie de rehén político en manos del poder militar que, poco a poco y en la
sombra, le iba a ir comiendo el espacio de maniobra del que había disfrutado hasta
entonces e, incluso, la confianza regia y el apoyo de los demás partidos políticos y del
suyo propio. Un poder militar que terminaría finalmente con él en los últimos días de
enero de 1981.
Así pues, la transición política emprendida en España tras la muerte de Franco,
entró en septiembre de 1977, tras la legalización del PCE y las primeras elecciones
libres del 15 de junio (pero, sobre todo, después de la recién comentada reunión de
jerarcas militares celebrada en Játiva), en una fase clarísima de vigilancia existencial a
cargo del Ejército. Resultaba sumamente diáfano que éste no estaba dispuesto a permitir
otra «traición» de su jefe supremo, ni a que se torciera el rumbo pactado con él y con las
principales fuerzas democráticas autorizadas al juego político, siempre que no
cuestionaran las esencias irrenunciables de la patria garantizadas por el Caudillo del
régimen anterior: unidad entre los hombres y las tierras que la conformaban, unidad de
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destino en lo universal, nacional-catolicismo, valores morales tradicionales, familia... y
también (aunque esto no se dijera), capitalismo sangrante y rampante, sindicalismo
domesticado, dominio de las oligarquías, etc., etc.
Pero para entender el misterio que durante tantos años ha representado el
revulsivo político-militar-institucional acaecido en España el 23 de febrero de 1981, es
necesario sacar cuanto antes a la superficie del relato el conglomerado de
conspiraciones o golpes cívico-militares que empezaron a gestarse en este país tras el
verano del año anterior. Después de más de un cuarto de siglo de analizar múltiples
informes secretos de los Servicios de Inteligencia de aquella época, de recabar
centenares de testimonios personales directos de numerosos compañeros de las FAS y
de sintetizar toda la confusa información que durante todo ese tiempo ha ido llegando a
mis manos procedente en su mayoría de los Estados Mayores de las Unidades
operativas que intervinieron de una u otra forma en aquel evento, puedo entrar a diseñar,
sin temor a equivocarme, lo que era el «mapa golpista» español a punto de comenzar el
fatídico año 1981:
A) GOLPE DURO A LA TURCA
Su nacimiento o sus orígenes hay que buscarlos en la ya comentada reunión de
Játiva de septiembre de 1977, donde la cúpula militar, después de la legalización del
Partido Comunista (9 de abril) y de las primeras elecciones democráticas (15 de junio),
sienta las bases (su peculiar doctrina golpista salvadora de la patria en peligro) para un
eventual frenazo a la transición política española en el momento que considere más
oportuno. A aquella reunión asistieron, entre otros, los generales De Santiago, Milans
del Bosch, Álvarez-Arenas, Pita da Veiga (éste, vicealmirante), Prada Canillas, Coloma
Gallegos... Ese «espíritu de Játiva» no se perdería ya en los meses y años siguientes;
antes al contrario, se afianzaría y fortalecería con el aporte ideológico de la trama civil
(el aparato franquista todavía muy importante en aquellos momentos) y su entramado
periodístico y de propaganda.
Este movimiento involucionista, el más importante y peligroso de todos los que
intentaban abrirse camino en la atormentada España del otoño de 1980, recibe nuevos
bríos e ideas operativas con el golpe de Estado en Turquía (septiembre de 1980),
plasmado por el coronel Quintero, agregado militar en Ankara, en su ya famoso Informe
de noviembre de ese mismo año. De ahí que haya sido bautizado con el sobrenombre de
«golpe a la turca», aunque también se le conoció inicialmente como «Operativo
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Almendros» (pseudónimo con el que publicaba sus arengas panfletarias en el periódico
El Alcázar) o «golpe de los capitanes generales».
En algunos textos, investigaciones e incluso informes reservados de los servicios
de Inteligencia del Estado (Panorámica de las operaciones en marcha, CESID,
noviembre de 1980) se habla de un «golpe de los coroneles», independiente de la trama
general que estudiamos. No es exacta la información. El movimiento de los coroneles
existía, desde luego, con la mayoría de sus componentes localizados en el Estado Mayor
del Ejército y Estados Mayores de capitanías generales, pero más bien como colectivo
auxiliar y pensante desde el punto de vista ideológico y de la planificación operativa,
subordinado totalmente a la autoridad de la «cúpula de Játiva», en cuyo marco trabajaba
tanto en el campo legal y reglamentario como en ilegal o subversivo.
Bien es cierto que algunos de los personajes integrados en este grupo de altos
oficiales tenían suficiente personalidad y luz propia como para brillar por sí mismos en
el universo golpista y poder encabezar en su día algún eventual asalto táctico contra el
sistema; pero en el complejo mundo político-militar español de finales del año 1980 y
principios de 1981 se necesitaba mucho poder dentro del Ejército (a nivel político,
orgánico u operativo) para poder pensar en serio en algo capaz de reconducir la
situación política o, más radicalmente aún, de retrotraerla a 1975.
Así, algunos coroneles y tenientes coroneles que parecían trabajar «por libre»
para actuar en su momento, en realidad lo hacían dentro del staff o núcleo técnico del
macro golpe duro o «a la turca» que contemplamos (la denominada por mí Conjura de
mayo, y que va a constituir la almendra del presente libro), cuyo objetivo inmediato era
la aniquilación de la monarquía instaurada por Franco, la asunción del poder político
por parte de las Fuerzas Armadas y, con ello, la vuelta al franquismo puro y duro.
En su cúpula militar figuraron desde el principio dos clases de jefes militares:
generales de gran prestigio e importante currículo profesional, ya en la reserva, como
los tenientes generales De Santiago, Álvarez-Arenas, Cabezas Calahorra, vicealmirante
Pita da Veiga, general de División Iniesta Cano, general de Brigada Cano Portal... y
otros en activo, con mando de capitanía general, como Elícegui Prieto, Merry Gordon,
Campano, González del Yerro, Fernández Posse, Manuel de la Torre, etc.; algunos de
los cuales todavía no habían dado su placet definitivo a lo que se preparaba, pero
colaboraban activamente en su planificación a nivel reservado.
El aparato político (por mucho que en medios de comunicación y en libros se
haya especulado con que este aparato civil era fundamental en el conjunto de la trama y
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el que planificó en definitiva la operación) tenía escaso poder real y estaba compuesto
por un número importante de personas pertenecientes a la Confederación Nacional de
Combatientes y a la organización político-sindical del antiguo Régimen.
Dentro del aparato periodístico y de propaganda del movimiento que estudiamos
habría que citar a periódicos o revistas como El Alcázar, El Imparcial, El Heraldo
español, Fuerza Nueva, etc, etc. Todos ellos se alineaban dentro de lo que vino a
denominarse «Colectivo Almendros», que trascendió a la opinión pública después de
una reunión celebrada el 19 de noviembre de 1980 en un piso sito en la calle San
Romualdo número 26 de Madrid, presidida por José Antonio Girón de Velasco, y la que
asistió un nutrido grupo de representantes de la Confederación Nacional de
Combatientes y periodistas de El Alcázar. Un mes antes, el 17 de octubre, ya se había
producido otra importante cita de la trama civil del movimiento en una vivienda de la
calle Islas Filipinas, a la que habían concurrido una treintena de personas.
Todo este conglomerado político-militar, cuyo liderazgo ostentaba, por lo menos
en los campo ideológico y moral, el teniente general en la reserva De Santiago y Díaz
de Mendivil, trataba por todos los medios de atraer a su seno a la totalidad de tenientes
generales en activo con mando de región militar (los hombres con verdadero poder
fáctico), teniendo fijada en principio su fecha probable de actuación para la primavera
de 1981 (más tarde los medios de información militar se atreverían a precisar el día
exacto: el 2 de mayo de ese año), dato importantísimo que no se molestaban en ocultar
sus órganos de expresión periodística: «cuando los almendros florezcan...»; «cuando
vuelva a reír la primavera...»
En resumen, este golpe «duro a la turca», en planificación adelantada a últimos
de enero de 1981, contaba con una importante trama militar, un aceptable apoyo civil e
ideológico, era de corte totalmente franquista y aspiraba a mover hacia atrás, como en
una moviola, la vida del país. Hasta 1936, para ser exactos.
B) GOLPE «PRIMORRIVERISTA» DE MILANS
Desgajado del anterior por las ideas férreamente monárquicas del general Milans
del Bosch, toma carta de naturaleza a partir de mediados de 1980. Milans acude en
septiembre de 1977 a la reunión de Játiva y es, por lo tanto, «socio fundador» del gran
movimiento franquista que se pone en marcha desde ese momento. Pero no está de
acuerdo en prescindir del rey. Desde meses atrás, desde el 9 de abril de ese mismo año
(«Sábado Santo rojo») no había dejado de acariciar la idea de una acción contundente
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del Ejército para modificar en ciento ochenta grados el rumbo político del país, siempre
respetando la institución monárquica. En aquella ocasión, a pesar de tener todas las
bazas en su mano al estar al mando de la unidad operativa más poderosa del Ejército
español (la División Acorazada Brunete n.º 1), no se atrevió, tras las sutiles
recomendaciones del rey que ya conocemos, a dar el gran salto hacia adelante. Después
de Játiva, impulsó decididamente una acción fuerte y coordinada contra la nueva
democracia española, pero dejando siempre bien patente su oposición a una hipotética
república presidencialista aunque ésta fuera dirigida por un militar. Su pensamiento
aparece muy claro en los círculos de la conspiración: el Ejército debe «salvar» a la
patria una vez más, pero con la efigie del monarca elegido por Franco presidiendo las
salas de banderas.
En el verano de 1980, Milans encarga a Tejero el asalto al Congreso de los
Diputados (más bien acepta los planteamientos de éste sobre dicha acción), fundiendo
en el suyo el «golpe de mano de los espontáneos» (Tejero e Inestrillas) de la antigua
»Operación Galaxia». El general buscaba una acción espectacular contra el sistema
como punto de partida de las medidas a tomar por el Ejército en su momento, y al tener
conocimiento, a través de sus enlaces en Madrid, de la contumacia golpista de Tejero y
de sus preparativos para relanzar la desmantelada operación de noviembre de 1978,
ocupando ahora el Congreso de los Diputados en lugar de La Moncloa, no dudó en darle
luz verde para que completase la planificación de tan arriesgada acción con vistas a
ponerla en práctica cuando él así lo ordenara.
D) GOLPE DE “LOS ESPONTÁNEOS”
Llamado también «golpe primario» por el CESID y los Servicios de Inteligencia
Militar, salió a la luz pública en noviembre de 1978 al desmantelar la policía la
«Operación Galaxia», denominada así por ser en la cafetería madrileña del mismo
nombre donde sus dos principales promotores, el teniente coronel de la Guardia Civil
Antonio Tejero y el comandante del Ejército destinado en la Policía Nacional, Ricardo
Sáenz de Inestrillas, planificaban sus acciones.
Estos militares pretendían, antes de que en España se votase la Constitución,
asaltar el palacio de La Moncloa mediante una acción espectacular (al estilo de la
realizada en Nicaragua por Edén Pastora, el Comandante Cero) para secuestrar al
Gobierno en pleno y provocar con ello una reacción en cadena dentro del Ejército, muy
sensibilizado por aquellas fechas. Contaban para ello con tres centenares de guardias
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civiles y policías, mandados por algunas decenas de oficiales y suboficiales de plena
confianza.
La detención y posterior procesamiento en consejo de guerra de ambos
implicados, que se saldó por presiones corporativas con unos pocos meses de condena
testimonial, no lograron, más bien al contrario, paralizar los planes golpistas de este
reducido colectivo desestabilizador. Es más, a lo largo de los años 1979 y 1980 siguió
conspirando con la idea de llevar adelante sus esperpénticos deseos.
El teniente coronel Tejero, sobre la base de rudimentarios análisis de los planes
estratégicos del general Mola para ocupar Madrid en 1936, y también, sin duda,
obedeciendo a irrefrenables deseos de protagonismo personal y a ancestrales resabios
del estamento castrense española, presto a humillar y meter en cintura a los políticos en
cuanto la ocasión se presentara favorable (dentro de los escasos períodos democráticos
que ha disfrutado a lo largo de la historia este bendito país), decidió preparar, sin prisas
pero con determinación absoluta de llevarlo a cabo en el medio plazo, algo tan sonado o
más que lo del palacio de La Moncloa: asaltar el Congreso de los Diputados y encerrar
entre sus muros al Gobierno y a los tres centenares largos de diputados. Como todos
sabemos, lograría por fin ejecutar semejante acción el día 23 de febrero de 1981, pero
no de una forma autónoma y como jefe supremo de lo operación. Captado por el general
Milans del Bosch en julio de 1980 para su golpe «primorriverista», fue este impetuoso
jefe de la Guardia Civil el que con su rocambolesca entrada en el hemiciclo del
Congreso, pistola en mano y al son de burdos gritos cuarteleros, desbarató los
sofisticados designios de un numeroso grupo de políticos y militares que habían
previsto un 23-F muy distinto del que vivimos.
D) «SOLUCIÓN ARMADA»
Planificada por el general Armada, asumida por el rey Juan Carlos, consultada y
después aceptada por la JUJEM (Junta de Jefes de Estado Mayor) y por los principales
partidos políticos del arco parlamentario español de la época (PSOE, sector crítico de la
UCD, PCE...) nace con la finalidad de desactivar el grave peligro militar que se cierne
sobre la Corona y la democracia españolas a mediados del año 1980, reconduciendo la
situación política hacia un Gobierno de coalición o de concentración presidido por un
alto militar de prestigio.
Los planes en marcha contemplaban el máximo respeto posible a la Constitución
y a las normas democráticas vigentes en España y consistían, en esencia, en que
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inmediatamente después de la previsible dimisión de Adolfo Suárez (en cuya
consecución se trabajaría coordinadamente en aras de buscar una rápida solución a la
crisis), el rey, en uso de sus atribuciones constitucionales, presentaría al Congreso una
reconocida personalidad de las Fuerzas Armadas, de talante abierto y conciliador, que
obtuviera de inmediato el respaldo suficiente de la Cámara como futuro presidente de
un Gobierno de concentración o salvación nacional.
Armada, hombre de la máxima confianza del monarca, empieza a mover los
hilos de esta solución político-militar a partir del verano de 1980. Patrocina contactos
con conocidos dirigentes políticos de UCD (sector crítico), del PSOE, de Alianza
Popular, del PCE... y, por supuesto, con generales de la cúpula militar fieles a la
monarquía, incluido el capitán general de Valencia, Milans del Bosch. Armada conoce
muy bien tanto lo que prepara el grupo de tenientes generales contrarios al sistema (el
golpe duro o «a la turca»), como la variante involucionista auspiciada por este general
monárquico de tradición familiar proclive a la asonada.
Sabe mucho también del profundo malestar reinante en el Ejército a través de
sus estrechos contactos con el CESID, la JUJEM y Servicios de Inteligencia de los tres
cuarteles generales de las Fuerzas Armadas. Mantiene puntualmente informado de todo
ello a La Zarzuela, de la que obtiene su plena confianza para, «respetando todo lo
posible» los cauces constitucionales, poner en marcha una solución política capaz de
frenar en seco o desactivar de una manera importante los graves pronunciamientos en
preparación, sobre todo el previsto para la primavera, satisfaciendo, de paso, las
«comprensibles» aspiraciones de las Fuerzas Armadas.
Para adelantarse a las maniobras involucionistas, Alfonso Armada decide poner
en ejecución su plan a mediados del mes de marzo de 1981. Concretamente baraja en su
mente una fecha: el día 21 de ese mes. Día «D» que, posteriormente, por
recomendaciones de los Servicios de Inteligencia del Estado, que siguen de cerca la
planificación del movimiento sedicioso de los capitanes generales franquistas contrarios
al sistema, adelantará al 23 de febrero (el famosísimo 23-F de nuestra reciente historia).
Con resultado, como todos conocemos, ciertamente negativo para su persona aunque
no, desde luego, para la de su regio mentor, el rey Juan Carlos, que salvará con su
chapucera puesta en escena su régimen, su Corona y hasta su propia vida.
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Capítulo tres
El golpe duro de los capitanes
generales franquistas
Un nuevo «Alzamiento Nacional» en plena transición democrática, esta
vez en mayo y contra la Corona. «El rey es un traidor, lo fusilamos y
en paz». El «Plan Móstoles» (Plan Mola II): Madrid, de nuevo primer
objetivo estratégico. General Elícegui: «Esta vez la capital debe caer la
primera y sin disparar un solo tiro». Los príncipes de la milicia buscan
un nuevo Franco. «Sólo Milans del Bosch puede liderar esto».
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Presentados en el capítulo anterior los distintos movimientos involucionistas que
empezaron a gestarse en España a principios del otoño de 1980, con su poder militar
real, vamos a intentar analizar ahora, en toda su preocupante dimensión, el oscuro
vertebramiento y el desarrollo planificador del primero y más importante de ellos, el que
preparaban los generales franquistas más radicales del Ejército de Tierra español, la
mayoría de ellos encumbrados en lo más alto de su organigrama.
Nacido en la ciudad valenciana de Játiva en septiembre de 1977, en la fecha que
acabo de señalar (primeros de octubre de 1980) se encaminaba ya decididamente hacia
el golpe militar puro y duro, hacia un nuevo y espeluznante «Alzamiento Nacional» de
nuevo cuño, con la vista puesta en frenar como fuera la aventura democrática
emprendida por la monarquía juancarlista y en instaurar de nuevo en este país una
dictadura castrense similar a la puesta en marcha en el pasado por su añorado Caudillo.
Y de paso, castigar duramente a su titular, el rey Juan Carlos I, que no sólo no había
sabido dar continuidad a la magistral obra de aquél sino que se había permitido
traicionar su legado y su testamento político.
Una conjura franquista castrense en toda regla (de la que este historiador tuvo
personal referencia por razones de su cargo al recibir profusa información, que en su día
puso a disposición del alto mando militar, y que va a salir a la luz pública por primera
vez en el presente capítulo, constituyendo en sí la almendra del libro) que iría
adquiriendo fuerza y apoyos a lo largo de todo el otoño de 1980. Fue la que finalmente
acabaría decantándose en un proyecto claro y preciso de golpe militar contra la
democracia y la Corona, planificado hasta en sus más nimios detalles operativos.
Aunque, afortunadamente, su ejecución sería poco a poco pospuesta por sus promotores
hasta la primavera del año siguiente (la fecha finalmente decidida se fijó en el 2 de
mayo de 1981) ante la atrevida y esperanzadora posición adoptada por el grupo más
moderado y aperturista del Ejército español que, fiel a la nueva monarquía y al recién
nacido régimen parlamentario, aceptaba de buen grado, aunque con carácter temporal,
un cierto cambio de rumbo político, un «golpe de timón» institucional que aliviara la
grave situación por la que atravesaba el país. La escenificación última de este cambio,
de esta corrección de rumbo, de este paso atrás de los demócratas para coger fuerzas,
terminaría sin embargo en un auténtico fiasco, en una impresentable chapuza, el 23 de
febrero de 1981; aunque, eso sí, supondría una conmoción social y política de tal
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envergadura que pondría a salvo de una vez por todas a la por entonces débil y vigilada
democracia española.
En el inicio del otoño de 1980 la temperatura de la institución castrense española
era tan elevada, la fiebre corporativa en la misma era de tal intensidad, que casi me
atrevería a asegurar que sobrepasaba en algunos grados la que, según testimonios
relevantes de la historia, sufría la misma corporación allá por la primavera de 1936.
Además, ese estado febril colectivo de los militares españoles obedecía a causas muy
parecidas a las de entonces: frustración generalizada (a nivel personal y corporativo),
escalada terrorista (más de 120 asesinatos en lo que iba de año), peligro de
desmembración de la patria, delincuencia incontrolada, debilidad del Gobierno,
situación económica preocupante... Eran causas reales unas, imaginarias o desenfocadas
otras, pero percibidas en la peor de sus dimensiones por unos altos mandos de ideología
totalmente franquista, nostálgicos de un caudillaje carismático ya fenecido, y nada
dispuestos a entregar la aplastante victoria militar conseguida en la «cruzada» de 19361939 a los enemigos de antaño.
En ese estado de angustia colectiva empezaron a circular por los cuarteles, y con
gran permisividad por parte de los altos mandos, toda suerte de panfletos en los que con
total desfachatez se propalaba la idea de que el barco de la patria peligraba, necesitaba
enderezar su rumbo con toda urgencia, y que para ello, era absolutamente prioritario
cambiar de capitán, ya que el que lo venía dirigiendo en los últimos años era incapaz de
llevarlo a buen puerto en un clima tan enrarecido y difícil. La hostilidad castrense contra
Adolfo Suárez, que vio la luz en las altas esferas del poder militar aquél Sábado Santo
de 1977 en el que legalizó al PCE de Santiago Carrillo, empezaba a llegar, incluso por
vía jerárquica, a las salas de oficiales y suboficiales de Unidades y Estados Mayores.
Resultaba meridianamente claro en esos momentos para los profesionales mejor
informados de las Fuerzas Armadas que los generales con más poder, los tenientes
generales con mando de Región Militar, estaban consiguiendo poner a la disciplinada
clase militar española a sus órdenes en contra del hombre que, con dificultades
crecientes, gobernaba el país.
Las Fuerzas Armadas españolas, empezamos a verlo con claridad los que en
puestos modestos pero de responsabilidad nos encontramos encuadrados en ellas en este
importante otoño político de 1980, se preparaban nuevamente para intervenir en la
historia; como tantas veces y de manera tan desafortunada hicieron a lo largo de los
últimos ciento cincuenta años. Se palpaba en el ambiente, se veía venir, pero iba a ser
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muy difícil que alguien desde dentro de la Institución pudiera hacer algo por evitarlo. La
disciplina prusiana todavía reinante en su seno, la ausencia de canales de expresión
adecuados, la penuria económica y social de sus miembros, la endogamia, el
autorreclutamiento... eran frenos demasiados potentes como para que alguien pudiera
lanzarse a intentar parar lo que se avecinaba. Como el monstruo dormido que huele el
peligro, la envejecida máquina militar española parecía dispuesta, otra vez, a lanzar su
terrible zarpa sobre un país asustado y expectante.
Todo este malestar del Ejército español, que en la época que estamos
comentando (otoño de 1980) empezaba a emerger con fuerza pero que aún no llegaba en
toda su preocupante dimensión a los medios de comunicación y a la opinión pública
española, tenía su origen en la ya tantas veces comentada Semana Santa de 1977 en la
que el presidente Suárez legalizó el PCE de Carrillo, pero sería en la semiclandestina
reunión de Játiva de septiembre de ese mismo año, en la que los tenientes generales
franquistas decidieron al unísono vigilar de cerca el proceso político español y evitar en
el futuro cualquier desviación del camino pactado, cuando se concretaría esa inquietud y
ese desasosiego castrense en algo organizado y con poder real dentro de la propia
Institución.
Adolfo Suárez que, aunque era continuamente «puenteado» por los servicios
secretos castrenses, tuvo puntual conocimiento de la subversiva jornada de Játiva (en el
Ejército llego la información hasta los más modestos escalones), no reaccionó con la
prontitud y autoridad necesarias, convirtiéndose así en una especie de rehén político en
manos del poder militar que, poco a poco y en la sombra, le iba a ir comiendo el espacio
de maniobra del que había disfrutado hasta entonces e, incluso, la confianza del rey y el
apoyo de los demás partidos políticos y del suyo propio. Un poder militar que
terminaría finalmente con él en los últimos días de enero de 1981.
En los últimos días de septiembre de 1980 tendré personal y puntual referencia
de la peligrosa situación en la que se debate España en general y sus Fuerzas Armadas
en particular al incorporarme a mi despacho de jefe de Estado Mayor de la Brigada de
Infantería de Defensa del Territorio de la V Región militar (DOT V) después del
paréntesis vacacional. Repentinamente soy convocado, con bastantes dosis de misterio,
a una reunión de jefes de Cuerpo con el capitán general de la Región a celebrar unos
días antes de que comiencen las fiestas del Pilar. La cita se hace telefónicamente por la
Sección de Operaciones (G-3) de Capitanía General, ello sin que el general de la
Brigada sepa nada y sin especificar orden del día alguno; sólo se hace referencia a unas
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posibles maniobras, no programadas, a realizar próximamente. Los generales de la
guarnición, curiosamente, no han sido llamados al «cónclave» so pretexto de que se
trata de una reunión previa a la decisión definitiva que, en caso de concretarse, se
tramitará por los cauces habituales.
La convocatoria me parece totalmente atípica, tanto por la ausencia de los
generales con mando en plaza (gobernador militar, jefe de la Brigada, jefe de
Artillería...) como por el método empleado para anunciarla y la falta de temario previo.
Sin embargo, tengo que reconocer que ni el general de la Brigada, ni yo mismo, le
damos especial importancia puesto que ya en ocasiones anteriores los compañeros de
Capitanía se habían saltado el orden jerárquico a la torera improvisando reuniones de
trabajo directamente con los mandos intermedios de la guarnición.
El ambiente que se respira en la guarnición de Zaragoza, como en el resto del
Ejército, en estos primeros días de octubre de 1980 es de tensión máxima y profundo
malestar. En las salas de banderas no se habla de otra cosa que de terrorismo, de los
últimos atentados de ETA (la mayoría de los cuales han tenido al Ejército y a la Guardia
Civil como objetivos), de la «traición» de Adolfo Suárez y de su subordinado políticomilitar Gutiérrez Mellado, de la inminente desmembración de la patria a causa del
separatismo, de la excesiva velocidad que se está imprimiendo al proceso
democratizador, de la inseguridad ciudadana, de la crisis de UCD, de la debilidad de un
Gobierno que parece haber perdido el norte... Además, en los círculos más
conservadores, se expone sin tapujos el «cambio de chaqueta» del rey y de la encubierta
operación en marcha para desmantelar lo que queda del antiguo Régimen.
En la prensa franquista, cuyo órgano emblemático, El Alcázar, no falta en
ningún cuartel, junto al monárquico ABC, las denuncias contra tal estado de cosas se
suceden a diario, alimentando así la frustración y el desasosiego de los uniformados. Se
empieza a hablar y a escribir sobre el «Colectivo Almendros», que, con absoluto
descaro, pone en letras de molde que algo grave sucederá en este país (en la patria en
peligro) cuando en la próxima primavera los almendros se vistan de flor. Sin embargo,
el ruido de sables en este otoño de 1980 que comienza no parece ser superior, por lo
menos oído desde fuera, desde la calle, al nivel detectado en épocas recientes.
La cita con el capitán general, no obstante, dispara mi inquietud. Si la situación
en los cuarteles es de preocupación pero de relativa calma (los «estados de opinión»
recibidos a lo largo de las últimas semanas así lo atestiguan), las palabras de la primera
autoridad regional castrense, el teniente general Elícegui Prieto, me sumergen desde el
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principio en un mar de dudas y malos augurios. Bien es cierto que yo había recibido
abundante información, a su debido tiempo, sobre la famosa reunión de Játiva antes
mencionada y en virtud de la cual la práctica totalidad de los «príncipes de la milicia»
habían sellado un pacto no escrito contra el desmantelamiento del sistema político
franquista. Conocía, por lo tanto, la aceptación del mismo por parte del general Elícegui
y hasta su compromiso claro con las fuerzas más conservadoras del Ejército; pero no
esperaba oír ni remotamente lo que con claridad meridiana escuché de sus labios junto a
una veintena larga de coroneles y tenientes coroneles, jefes de Cuerpo de la V Región
Militar.
A las doce en punto del día señalado (faltan muy pocas fechas para la
emblemática jornada del 12 de octubre), nos encontramos el numeroso grupo de jefes de
Unidad operativa en una espaciosa sala del viejo palacio que alberga a la Capitanía
General de Aragón, en la plaza del mismo nombre de la capital maña. Preside el acto el
general Elícegui y a su derecha se sitúa el general jefe del Estado Mayor. Después de
los saludos de rigor y de una rápida ronda de intervenciones centrada en las últimas
novedades ocurridas en las distintas unidades allí representadas, el general Elícegui
toma la palabra y con voz tranquila y un profundo tono de dramatismo comienza a
analizar la situación general del país. Sin detenerse demasiado en ningún aspecto
concreto, ni siquiera en el terreno estrictamente militar, el capitán general va
proyectando ante nuestros ojos una panorámica ciertamente preocupante: terrorismo,
separatismo, degradación moral, inquietud social e institucional, pérdida de rumbo del
Gobierno de la nación, peligro de nuevo enfrentamiento entre españoles, penuria
económica... Compara, sin citarlo expresamente, el momento actual de España con
aquel otro especialmente dramático de la primavera/verano de 1936, que desembocó en
una «heroica cruzada» contra los enemigos de la patria. No se anda con rodeos. Nos
espeta con rotundidad que quizás en los próximos meses los militares españoles
debamos dar de nuevo un paso al frente para tratar de enderezar, con nuestro sacrificio,
el peligroso rumbo por el que camina la nave del Estado. Debemos estar preparados por
si la nación nos necesita otra vez y, si es así, ofrecer nuestras vidas como en años no
excesivamente lejanos hicieron nuestros compañeros.
Los jefes militares que le escuchamos, sorprendidos e incrédulos, guardamos un
profundo silencio. Nadie hace el menor comentario y nuestros cuerpos permanecen
inmóviles, como estatuas de cera. Todos habíamos entrado a la reunión convencidos de
que aquel momento era trascendente y que la cita, convocada de manera tan atípica,
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obedecía sin duda a un deseo de la primera autoridad regional de informarnos
personalmente de alguna cuestión delicada relacionada con la inquietud que se vivía en
los cuarteles, en la clase política y en la sociedad en general. Pero nadie alcanzó a
prever que el general Elícegui se atreviera a plantear descaradamente ante sus jefes de
Unidad la posibilidad real y concreta de una próxima intervención del Ejército en la
política nacional.
El capitán general continúa con su exposición, pero quizá por nuestras caras de
sorpresa y nuestro envaramiento corporal, intenta desdramatizar sus primeras palabras.
Nos dice que, como todos sabemos, existe una gran preocupación en los altos mandos
del Ejército por el momento político que vive el país, que esta preocupación se la han
hecho llegar varias veces, por conducto reglamentario, tanto al presidente del Gobierno
como a su majestad el rey; que a juicio del Consejo Superior del Ejército es urgente un
«golpe de timón» que vuelva a situar a España en el buen camino; que se intentará por
todos los medios que este cambio de rumbo, absolutamente imprescindible, se haga
dentro del marco constitucional y respetando la monarquía instaurada por Franco; que
no es intención del Ejército suplantar al poder civil, sino simplemente colaborar con él
en el arreglo de una situación nacional insostenible; que todos los mandos de la región
militar debemos permanecer vigilantes, obedientes a las órdenes de su autoridad y
seguros de que él actuará siempre, aún en los momentos más difíciles, en orden a los
supremos intereses de la patria... Por último, nos recomienda que guardemos discreción
absoluta sobre sus palabras, y que evitemos hacer cualquier comentario relacionado con
lo tratado allí o con el posible malestar en las Fuerzas Armadas:
—El Ejército no debe contribuir a generalizar la sensación de desasosiego e
incertidumbre entre los ciudadanos. Todo lo contrario. Debe ser capaz de asegurarles la
serenidad que necesitan y de ayudarles a que recuperen la máxima confianza en ellos
mismos y en las instituciones —sentencia con voz firme y emocionada.
Termina el general Elícegui su monólogo ofreciendo un turno de palabra a los
presentes. Pero nadie se mueve; nadie levanta el brazo; nadie pestañea. Yo, anonadado,
como si estuviera asistiendo a través del túnel del tiempo a una reunión del general
Mola con sus colaboradores más cercanos, allá por la primavera de 1936, procuro
guardar en mi mente todo lo dicho por el capitán general de la V Región Militar. Es
muy grave lo que he oído. Me ha cogido por sorpresa, no porque no hubiera podido
prever que algo así podía plantearse en la guarnición de Zaragoza, sino por la claridad y
falta de pudor con las que se había expresado el más alto escalón de su jerarquía. Muy
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adelantado debe estar todo, pienso, cuando nada menos que el capitán general se atreve
a comunicar a los mandos de la Región, reunidos en torno a su persona, que el Ejército
se prepara para enmendarle la plana, una vez más, al poder civil.
Escasos días después de la reunión en la Capitanía General de Aragón que acabo
de relatar, pasadas ya las fiestas del Pilar, me llegan a través del «G-2» (Información) de
la Brigada noticias fidedignas y contrastadas de que actos similares se han sucedido en
otras Regiones Militares. Tenientes generales como Campano, en Valladolid; Merry
Gordon, en Sevilla; De la Torre Pascual, en Baleares; González del Yerro, en Canarias;
Martínez Posse, en La Coruña; Milans del Bosch en Valencia... han protagonizado en
sus respectivas circunscripciones, en fechas recientes y con mayor o menor
confidencialidad, análogas reuniones con sus jefes de Unidad. Después de la honda
preocupación que habían generado en mí las palabras del general Elícegui en Zaragoza,
estas informaciones reservadas acrecientan mi inquietud y me confirman totalmente que
la cosa va en serio y que, con el concurso de la mayoría de las capitanías generales se
está empezando a gestar dentro del Ejército una maniobra involucionista de altos vuelos
contra el proceso democratizador en marcha.
Efectivamente, después de la reunión claramente pregolpista de primeros de
octubre de 1980 en la Capitanía General de Aragón, se sucedieron otras dos del mismo
estilo, una a mediados de noviembre del mismo año y otra en los primeros días del
nuevo año 1981, concretamente el 9 de enero, escasas fechas después de la Pascua
Militar. Ambas citas, que se justificaron como dos encuentros reglamentarios más
dentro de los contactos que periódicamente mantenía la primera autoridad regional
castrense con sus jefes operativos subordinados, no despertaron inquietud especial en la
guarnición ni, por supuesto, fuera de ella. Además, era muy difícil, por no decir
imposible, que trascendiera nada de lo allí tratado puesto que la orden de
confidencialidad era tajante y los que asistiendo a ellas por obligación del cargo
pudiéramos estar en desacuerdo con la visión catastrofista que del país nos presentaba el
capitán general y, por ende, con la drástica receta que él defendía para regenerarlo,
teníamos el camino cerrado para cualquier reacción en contra. Por una sencilla razón,
porque, a pesar de la claridad meridiana con que se expresaba, sus palabras, de
momento, no pedían otra cosa que la plena disponibilidad de los presentes para
sacrificarse por la patria, estar vigilantes para defenderla en todo momento y trabajar sin
descanso para no permitir su desmembración. Tareas todas ellas que, dejando fuera
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segundas
intenciones,
se
encuadraban
perfectamente
entre
las
obligaciones
profesionales de cualquier militar.
En una de sus intervenciones en la última reunión del 9 de enero en el Centro
Regional de Mando de la capital aragonesa, el capitán general nos dijo con toda claridad
que la única legitimidad política aceptable para nosotros, los militares españoles, era la
que provenía del 18 de Julio de 1936, encarnada durante casi cuarenta años por el
Generalísimo Franco y que había sido legada a su sucesor en la Jefatura del Estado, don
Juan Carlos de Borbón. Era éste el responsable de continuarla en el tiempo sin que
perdiera sus esencias básicas y, el Ejército, el garante de que todo discurriera con
arreglo al testamento político y a los deseos del Caudillo. También hizo referencia el
general Elícegui en esa reunión, aunque sin nombrarlo, al presidente del Gobierno,
Adolfo Suárez, del que dijo estaba poniendo en serio peligro de desmembración a la
patria, siendo por ello responsable ante el pueblo español y ante la historia. Por cierto,
en esta tercera reunión de los jefes de Cuerpo de la guarnición de Zaragoza con la
primera autoridad regional militar llegaría a mí con toda nitidez, puesto que presencié la
escena, el exabrupto lanzado contra el rey de España, y comandante supremo de sus
Ejércitos. Lo protagonizó un coronel al mando de uno de los regimientos ubicados en la
capital aragonesa, quien, formando parte de uno de los corrillos formados en la sala al
término del «cónclave» castrense pero todavía en presencia del capitán general, no tuvo
ningún reparo en lanzar en voz alta, dirigida a otro compañero que defendía, con
matices, la labor del monarca, la lapidaria frase que todos los reunidos escuchamos con
sorpresa, incluido el general Elícegui:
—El rey es un traidor. Lo fusilamos y en paz.
Y es que los ánimos de los allí reunidos estaban, obviamente, bastante exaltados
después de las palabras escuchadas al capitán general y porque, además, en el transcurso
de la reunión, aunque con carácter informal, los Servicios de Inteligencia de Capitanía
habían trasladado a los presentes las últimas informaciones procedentes del CESID
(Centro Superior de Información de la Defensa) y de la DIEME (División de
Inteligencia del Estado Mayor del Ejército) relacionadas con las maniobras subterráneas
del rey para contrarrestar su movimiento involucionista. En concreto, sobre las
fructíferas andanzas del general Armada en sus contactos con el PSOE (reuniones con
Felipe González y Enrique Múgica) y demás grupos políticos del arco parlamentario
español, así como sobre las presiones del citado alto militar para llevar definitivamente
al general Milans del Bosch al redil de la famosa Solución político-militar que llevaba
79
su nombre. Aunque, en aquel momento, todo hay que decirlo, nadie tenía ni idea de la
fecha en que tal maniobra político-militar de La Zarzuela pudiera ponerse en marcha, ni
nadie estaba seguro de que ésta llegara a materializarse de verdad algún día. Por los
comentarios que pude oír, tras conocerse esas últimas informaciones, se traslucía con
toda claridad que la mayoría de los jefes y oficiales con mando de Unidad operativa que
asistían al encuentro no se creían mucho que ese salto en el vacío del monarca español
pudiera siquiera iniciarse, dado el enorme potencial militar que poseía el incipiente
movimiento castrense que allí se estaba gestando.
Terminada la importante reunión de jefes de Cuerpo de la guarnición de
Zaragoza, oída con toda claridad la grave diatriba lanzada contra el rey sin que nadie se
diera por aludido y tras las consideraciones vertidas en la misma por el capitán general
que, desde luego, no eran nuevas puesto que ya se habían escuchado, siquiera
parcialmente, en anteriores encuentros, yo deduje en aquellos momentos, con unos
conocimientos ciertamente limitados sobre la situación real en las altas esferas del
Ejército, que el capitán general Elícegui apostaba claramente porque la Institución, si las
cosas seguían degradándose en el terreno político, actuara sin contemplaciones para
reconducirlas. Parecía contar, en principio, con el rey, puesto que había sido nombrado
como sucesor en la Jefatura del Estado por el propio Caudillo de España, pero de sus
palabras, y sobre todo de su inacción ante el exceso verbal del osado coronel, parecía
desprenderse la idea de que la hipótesis de trabajo que contemplaba el ataque directo y
personal contra el monarca figuraba ya en un lugar preferente de sus planes «si su
actuación seguía poniendo en peligro los sagrados intereses de la patria.»
Me vinieron también a la memoria, tras los acontecimientos vividos en esta
movida tercera reunión en la Capitanía General de Aragón, las soflamas de algunos
compañeros del Estado Mayor del Ejército vertidas en tropel después del funeral por el
comandante Imaz, primer caído militar en la lucha contra el terrorismo, asesinado por
ETA en 1977:
—El Ejército no debe permitir la muerte de ninguno más de sus miembros a
manos de esos asesinos. Si algo así vuelve a ocurrir, ese acto debería ser considerado
casus belli y habría que actuar de inmediato en el País Vasco, con o sin el permiso del
Gobierno.
Recordé asimismo la sangrienta lista de atentados realizados por esa
organización contra miembros de las Fuerzas Armadas desde el año 1977 sin que éstas,
finalmente, llegaran a intervenir; aunque sí fueron «cargando sus baterías» de
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insatisfacción, ansiedad, odio y complejo colectivo de haber sido engañadas. Y, ¡como
no!, las confidencias y comentarios de bastantes compañeros de otras Regiones
Militares sobre tomas de postura claramente involucionistas por parte de las primeras
autoridades regionales de Sevilla, Valladolid, La Coruña, Baleares, Barcelona y, por
supuesto, Valencia (donde mandaba el general Milans del Bosch), cabezas rectoras del
llamado «espíritu castrense de Játiva».
El último contacto personal de los jefes de Cuerpo de la guarnición de Zaragoza
con el capitán general, celebrado en un momento (viernes 9 de enero de 1981) en el que
la situación parecía empeorar por momentos, me preocupó sobremanera. Tras su
término, la situación aparecía totalmente diáfana para mí. Sin embargo, ¿qué podía
hacer yo a título personal? Zaragoza no era Madrid y mi pequeña Brigada de Infantería,
en la que, por mi puesto, «disfrutaba» de la soledad de un minúsculo poder, no era el
Estado Mayor del Ejército ni nada que se le pareciera. Mi superior jerárquico, el general
en jefe de la Brigada, se encontraba enfermo y sólo pensaba en su próximo pase a la
reserva. La inmensa mayoría de los jefes de Cuerpo que asistían a las reuniones de
Capitanía eran disciplinados profesionales que oían al general Elícegui como si fuera el
Espíritu Santo vestido de capitán general. Y el resto de jefes y oficiales de la guarnición
despotricaba en silencio en las salas de banderas sobre la desastrosa situación a la que
nos abocaban los políticos sin que el rey hiciera nada por evitarlo, pero poco más.
Obedecerían ciegamente al capitán general y a sus mandos naturales, fueran cuales
fueran las órdenes que éstos pudieran dar contra el sistema. No tenían conciencia
democrática arraigada ni, como resulta obvio, habían sido educados para pensar al
margen de las consignas que recibieran de sus superiores.
Como
consecuencia
de
las
reuniones
que,
con
carácter
claramente
involucionista, tuvieron lugar en todas las capitanías generales del país en las que
ejercían el mando militares franquistas de la rama más radical (algunas de las cuales, las
llevadas a cabo en la V Región Militar, acabo de trasladar al lector con detalle puesto
que las viví personalmente), resultaba meridianamente claro para los que de alguna
forma vivíamos el problema a mediados del mes de enero de 1981 que la probabilidad
de que se desatara en España en los meses siguientes un golpe de Estado en toda regla
era altísima, casi rozando la certeza absoluta. Es más, ya se barajaba incluso en los
ambientes más restringidos de los Estados Mayores una probable fecha: últimos días de
abril o primeros de mayo de ese mismo año 1981.
81
Y para completar todavía más el círculo de preocupación y tristeza en el que nos
debatíamos las escasas personas que en la Brigada estábamos al tanto de lo que se
tramaba entre bastidores, pocos días después de la última reunión en el Centro Regional
de mando de Zaragoza recibimos en la Unidad, por conducto reglamentario y con la
máxima confidencialidad, una orden de Capitanía para que con toda urgencia se
empezara a acumular en sus depósitos de campaña «cinco días» de abastecimientos de
todo orden (munición, carburantes, comida, repuestos... etc.) ante la eventualidad de que
muy pronto pudieran tener lugar unas grandes maniobras en la zona del pantano de la
Cuerda del Pozo, en Soria. Maniobras que podrían ponerse en marcha, con un preaviso
de cuarenta y ocho horas, en cualquier momento a partir del día «D+15» de recibido el
documento.
La recepción de este escrito supuso para mí, jefe de Estado Mayor de la única
Brigada operativa desplegada en Zaragoza, la suprema confirmación de que el día «D»
de la operación había sido ya elegido así como decididas las acciones tácticas que lo
tendrían como fecha inicial. Sin embargo, vuelvo a repetir, a los escasos demócratas que
por aquellas fechas estábamos destinados en las diferentes Unidades del Ejército
español, tanto en Zaragoza como en otras guarniciones, no nos quedaba otra opción que
esperar. Nada se podía hacer. Ninguna orden ilegal se había impartido hasta la fecha. Lo
único que empezaba a detectarse tenuemente en la calle era lo que los periodistas
calificaban, una y otra vez, como incipiente «ruido de sables»; un ingenuo eufemismo
para disfrazar pesimismos y zozobras colectivos. Por eso los que formábamos parte del
pequeño grupo de demócratas de uniforme destinados en la capital del Ebro,
preocupados sobremanera viendo cernirse la tragedia sobre nuestras propias cabezas y
sobre las de nuestros conciudadanos, no dejábamos de preguntarnos con insistencia un
día sí y otro también: ¿Pero es que no oyen nada en Madrid? ¿Es que el Gobierno no se
entera de nada? Y en La Zarzuela, ¿qué piensan?
Pero se enteraran o no las altas autoridades del Estado español (que sí se
enteraron, como veremos más adelante), los terribles días de incertidumbre continuaron
su negro devenir y los preparativos para el macrogolpe militar de la primavera siguieron
su ritmo implacable. Quiero volver a señalar al lector antes de proseguir con mi relato
que, como acabo de especificar, muy poco era lo que realmente podíamos hacer en
aquellos momentos los profesionales de grado medio del Ejército español, abocados a
callar y otorgar, tanto a nivel nacional como en el mucho mas modesto de la Capitanía
General de Aragón donde, aparte de mi humilde persona, eran muy pocos (poquísimos)
82
los militares demócratas, la mayoría adscritos al Estado Mayor del general Elícegui (el
nuevo «Director», el nuevo Mola del nuevo Alzamiento en preparación) que tenían
conocimiento del operativo ilegal que se estaba fraguando en las catacumbas de la
Sección de Operaciones regional (G-3). Cualquiera que conozca un poco como se las
gastan los Ejércitos de cualquier parte del mundo cuando entran en situación de guerra o
de emergencia nacional, sabrá de lo que estoy hablando. Los códigos de justicia militar,
las todopoderosas patentes de corso que incluso regímenes plenamente democráticos
aceptan en su ordenamiento legal, permiten a los altos mandos castrenses ejercer de
supremos e inviolables jueces y, en consecuencia, cometer crímenes execrables sin
ningún miedo a rendir cuentas ante nadie. Así, por lo menos, ha ocurrido hasta épocas
muy recientes en las que el Tribunal Penal Internacional parece haber empezado a
perseguir delincuentes, genocidas y criminales de lesa humanidad, vestidos de
uniforme, con resultados más bien modestos pero esperanzadores.
En la situación golpista o de preguerra civil que empezamos a vivir los militares
españoles en el otoño de 1980 (fuera, en la sociedad civil, apenas se oían, como ya he
comentado, unos ligerísimos «ruidos de sables»), cualquier desliz de un mando
intermedio que hubiera podido poner en peligro el tremendo operativo en marcha,
aunque procediera de un distinguido jefe u oficial diplomado de Estado Mayor, habría
devenido sin duda en una gravísima e inmediata reacción jerárquica contra el incauto de
turno. Y no estoy hablando de ningún arresto cuartelero, retroceso en el escalafón o
pérdida de la carrera, aunque fuera con procesamiento penal incluido. No, no, estoy
hablando de la desaparición física pura y dura del «indeseable» profesional que, con su
acción, hubiera traicionado y puesto en peligro a sus compañeros, a la causa, a la patria
en peligro y al honor de propia la Institución militar.
Pues al hilo de lo que acabo de exponer sobre lo peligroso que en el otoño de
1980 y primeros meses de 1981 hubiera resultado para cualquier profesional del Ejército
español el adoptar una postura abierta contra lo que se preparaba en varias Capitanías
Generales, con Zaragoza y Sevilla a la cabeza, puede resultar muy clarificadora, y por
eso me permito sacarla a colación, la dramática experiencia personal que viví algunos
años después, concretamente en 1990, cuando por enfrentarme a los generales
franquistas de la cúpula militar (Consejo Superior del Ejército), al propugnar la
desaparición del servicio militar obligatorio y la creación de unas Fuerzas Armadas
totalmente profesionales, éstos, abandonados a la prepotencia, a la ira jerárquica y a un
ridículo afán de suicidio colectivo (el chispazo inicial promovido dentro de la
83
Institución provocaría un monumental debate mediático a nivel nacional que llevaría
finalmente al Gobierno de Aznar a suprimir la mili en 1996), reaccionaron
violentamente contra mi persona metiéndome ipso facto en prisión y queriendo
procesarme en vía penal militar nada menos que por «desvelar secretos de Estado que
ponían en peligro la seguridad nacional». Delito flagrante que me hubiera podido
suponer muchos años de reclusión e, incluso, algo mucho peor si, convertido ya ad
eternum en chivo expiatorio del Ejercito franquista (todavía con ínfulas en España en
aquellas fechas a pesar del felipismo en el poder), se le ocurría al sultán de Marruecos
atacar Ceuta y Melilla en el corto plazo y, decretado el estado de guerra, al máximo
jerifalte castrense español, en búsqueda urgente de un cabeza de turco ad hoc, se le
ocurría la peregrina idea de echarme la culpa de la debacle guerrera resultante por haber
sacado a la luz pública las miserias de nuestras Fuerzas Armadas.
Al final la cosa se quedaría en «sólo» cinco meses de prisión militar y la pérdida
de mi carrera que, desde luego, no está nada mal por unas simples declaraciones
profesionales a un periodista especializado en temas de defensa que quería saber de mis
estudios sobre la obsolescencia de la mili forzosa y la absoluta necesidad de
profesionalizar las FAS españolas. Pero la cosa llegó a estar muy fea, pero que muy fea
para mí, por el empecinamiento de unos generales franquistas retrógrados y deseosos de
no quedarse sin la bicoca de un servicio militar obligatorio que les proporcionaba cada
año doscientos mil «esclavos sociales» para sus trapicheos y servicios personales y,
también, por la cabezonería del ministro de Defensa, Narcís Serra, y del propio
Gobierno socialista en el poder que, ciegos ante las necesidades futuras de la defensa de
este país, defendían a ultranza la pervivencia de la conscripción obligatoria como
sistema de reclutamiento para las Fuerzas Armadas.
Pero, evidentemente, aunque decía líneas arriba que era muy poco lo que un
militar profesional de grado medio podía hacer ante el grave caso de involución que se
estaba gestando en España, aunque poco, algo se podía hacer; arriesgando mucho y,
desde luego, con inteligencia, sentido común, precaución infinita y echando mano de los
canales informativos internos del propio Ejército que permitían (y todavía permiten,
pues para eso se crearon, para que la información paralela a la cadena de mando, muy
útil y provechosa para la cúpula militar, pueda fluir en determinadas circunstancias)
ciertas confidencias secretas y directas, ascendentes y descendentes, sin necesidad de
que ninguna firma, ni ningún remitente, avalara el contenido de los informes, sólo la
credibilidad de la fuente. Por todo ello, a través de la Segunda Sección de la Brigada y
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desde mediados de octubre de 1980 hasta finales de enero de 1981 (fecha en la que
después de la tercera entrevista con el capitán general Elícegui Prieto y la primera
reunión secreta con responsables de la Capitanía General de Sevilla, se dieron por
terminados los encuentros personales directos de la primera autoridad regional con sus
jefes de Cuerpo y se entró ya decididamente en la senda del mutismo oficial, la super
confidencialidad y el «máximo secreto») envié al Cuartel General del Ejército en
Madrid, por vías ciertamente aleatorias o heterodoxas, puntuales y repetidas referencias
sobre lo tratado en las reuniones llevadas a cabo en el seno del palacio castrense de la
plaza de Aragón de la capital del Ebro durante los meses de octubre y noviembre de
1980 y enero de 1981. Y desde esa segunda fecha (finales de enero) hasta el 11 de
febrero de 1981 (escasas jornadas antes del 23-F), día en el que emprendí viaje a
Buenos Aires por motivos profesionales, todavía me permití jugar con mi destino (y con
mi propia vida) remitiendo al Estado Mayor del Ejército, por la misma vía reservada,
hipótesis personales documentadas sobre la planificación operativa que, al hilo de las
informaciones que recibía de mis compañeros de Capitanía, se estaba alumbrando en la
Sección de Operaciones de la misma.
Era mi obligación moral y profesional y desde luego la cumplí, como creo ha
asumido ya el lector, con bastante riesgo por mi parte. Nunca tuve conocimiento (ni
oficioso ni, por supuesto, oficial) de que la cúpula militar o el Gobierno de la nación
tomaran alguna medida especial para contrarrestar, o por lo menos dificultar, el a todas
luces movimiento sedicioso castrense en marcha, que seguiría su curso planificador sin
ningún problema o injerencia de Madrid. Aunque estoy seguro de que la información
sensible remitida a la capital del Estado sobre lo que se preparaba (en Zaragoza y
Sevilla, preferentemente) llegó a las más altas autoridades militares y políticas de la
nación, ya que los acontecimientos posteriores y las actuaciones políticas relacionadas
con el mismo (la llamada «Solución Armada») han demostrado que, efectivamente, se
preparó el contragolpe (23-F) que finalmente lo abortó.
De toda la compleja y amplia planificación operativa que se iría redactando,
desde mediados de enero de 1981 (recién terminada la última reunión del general
Elícegui con sus jefes de Cuerpo) hasta prácticamente la tarde/noche del 23 de febrero
de 1981, en un círculo muy restringido de la Sección de Operaciones de la Capitanía
General de Aragón (el general Elícegui, el nuevo Mola, había tomado en sus manos la
planificación operativa del golpe a nivel nacional, complementando su trabajo con el
producido por una célula secreta análoga en el G-3 de la Capitanía General de Sevilla)
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en relación con la denominada por mí Conjura de mayo o nuevo «Alzamiento
Nacional» del 2 de mayo de 1981 (Plan Móstoles M-1, M-2 y M-3), la mayoría de ella
llegaría a mí (como acabo de señalar) por confidencias reservadísimas e interesadas de
compañeros destinados en la misma. Éstos, sin confesarme abiertamente que los datos e
informes profesionales que les facilitaba tras sus preguntas y dudas metódicas iban a ser
volcados en su confidencial trabajo (en principio me hablaron de un Tema didáctico de
Planeamiento Operativo Estratégico o Juego de la Guerra que quería desarrollar el
capitán general con carácter meramente teórico), me pidieron en repetidas ocasiones
asesoramiento personal sobre cuestiones profesionales y operativas tan concretas como
las siguientes:
• Movimiento de Grandes Unidades moto-acorazadas en la Segunda Guerra
Mundial y Guerra de los Seis Días.
• Control por las mismas de grandes núcleos urbanos.
• Cerco a distancia de poblaciones importantes.
• Acciones mecanizadas en zonas desérticas.
• Envolvimientos verticales con tropas paracaidistas.
• Enfrentamientos de unidades acorazadas con unidades paracaidistas.
• Lucha de guerrillas.
• Golpes de mano nocturnos y diurnos.
• Movilización inmediata de reservistas.
• Control del terreno propio y enemigo mediante Unidades DOT (Defensa
Operativa del Territorio).
Conocimientos sobre los que este profesional podía opinar con algún
conocimiento de causa tras bastantes años de estudio en centros militares de todo tipo,
cursos de especialización, permanencia en Unidades de élite del Ejército español,
destinos en la cúpula militar y en Estados Mayores operativos y, sobre todo, después de
mandar durante todo un año una unidad de asalto (comandos especiales) en la Guerra de
Ifni.
Dejando la falsa modestia a un lado, pues lo que quiero es que llegue al lector el
por qué unos cuantos oficiales de Estado Mayor del Ejército español, involucrados en
un macrogolpe militar, se permitieron pedir asesoramiento repetidas veces a un
compañero de fuera de su círculo operativo íntimo y con el riesgo que esa actitud podía
representar, muy pocos éramos ciertamente los profesionales del Ejército de Tierra
español que poseíamos, en aquellas preocupantes fechas de finales de 1980 y principios
86
del año 1981, estudios profundos y reconocidos sobre los mejores Ejércitos del mundo,
sobre la última confrontación mundial o sobre las guerras limitadas o de «baja
intensidad» desatadas en el mundo tras aquella locura bélica y que aportaron, tanto a la
Estrategia como a la Táctica y la Logística, importantes novedades. Baste un ejemplo: la
conferencia que impartí a profesores y alumnos de la Escuela de Estado Mayor en junio
de 1967, siendo alumno de la misma y escasas jornadas después de que finalizara la
famosa Guerra de los Seis Días, sobre las enseñanzas de ese conflicto armado y en
particular sobre la nueva estrategia israelí de agrupar Brigadas acorazadas muy móviles
en detrimento de las antiguas y pesadas Divisiones, tendría que repetirla año tras año y
en todo tipo de destinos durante el resto de mi carrera profesional, dado el impacto que
tuvo tanto en los centros de Enseñanza como en todo tipo de Unidades de nuestras
Fuerzas Armadas.
Y si éramos pocos, desgraciadamente, los profesionales del Ejército español que,
en aquella turbulenta etapa política que vivía nuestro país, dedicábamos una gran parte
de nuestro tiempo a estar al día sobre las últimas tendencias en el difícil «arte de la
guerra», menos éramos, todavía, los que, estando en posesión de hojas de servicio
adornadas con acciones de guerra, conocíamos al detalle las diversas Divisiones y
Brigadas que estaban condenadas a ser protagonistas en el ilegal operativo castrense que
se preparaba. Y prácticamente uno, uno sólo (el modesto investigador militar que le
habla, amigo lector) el que se había permitido publicar en los años setenta, en pleno
franquismo y en una afamada revista profesional, extensos estudios críticos sobre la
planificación operativa del bando nacional antes y durante la Guerra Civil. En ellos
arremetía ferozmente contra los errores de planificación del «Plan Mola» de 1936
(voluntarismo, falta de rigor estratégico, indeterminación táctica y logística,
prepotencia, hipótesis alejadas de la realidad… etc., etc.) al dar por sentado que el débil
Ejército metropolitano español de la época, con cuatro pequeñas columnas de escasos e
indeterminados efectivos y sin apenas «cola logística» (aunque fuera ayudado por la
imprecisa «quinta columna» de dentro de la capital), iba a ser capaz de ocupar Madrid,
defendida por 80.000 milicianos, en cuestión de horas. Error mayúsculo que también
cometería Franco, algunas semanas después, cuando decidió marchar sobre la capital de
la nación (en lugar de maniobrar desde Andalucía para cercarla a una distancia
estratégica adecuada), para ser frenado en seco en las afueras de la misma por una masa
de defensores muy superior numéricamente a sus legionarios y regulares; mejor
instruidos, desde luego, pero agotados por la larga marcha realizada y sin el equipo y
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armamento necesarios para acometer, con garantías de éxito, el cerco táctico y la
ocupación de una gran ciudad de un millón de habitantes.
Mis compañeros de la Capitanía General de Aragón conocían, obviamente, mis
estudios sobre la Guerra Civil Española, así como el revuelo que se formó en su día al
ser conocidos por el mando (estos informes analíticos sobre la incompetencia e
ignorancia de Franco los volvería a sacar a la luz pública desde mi cátedra de Estrategia
e Historia Militar en la Escuela de Estado Mayor a mediados de los años ochenta,
también con el consiguiente revuelo entre profesores y alumnos y la sutil reprobación
personal del general director de la misma). Pienso que esta circunstancia, junto a las
otras consideraciones que he expuesto con anterioridad, fue lo que debió pesar
fundamentalmente en el ánimo de unos jefes y oficiales de Estado Mayor, la mayoría de
ellos buenos profesionales «de despacho» que apenas se habían «movido» a lo largo de
su carrera de su cómodo destino en Zaragoza y que, a todas luces, querían informarse
adecuadamente antes de acometer su delicada labor. Ya que por una ironía del destino y
de la historia, se encontraban en aquellos dramáticos momentos ante dos únicos y
espeluznantes caminos a recorrer: cooperar con su jefe supremo, el capitán general de la
Región, en la planificación de una nueva rebelión militar, un nuevo Alzamiento
Nacional contra el pueblo español, de consecuencias claramente previsibles; o tirarse al
monte de la deserción y la huida, con el deshonor, la vergüenza, la cobardía y la traición
pegadas ya para siempre a su triste recuerdo.
Por todo ello, desde mediados de enero de 1981 hasta el 11 de febrero de 1981,
fecha en la que, como he señalado anteriormente, emprendí viaje a Buenos Aires para
realizar el Curso de Comando y Estado Mayor del Ejército argentino (la tarde/noche del
23-F la viviría en el aeropuerto internacional de Ezeiza en espera un vuelo para regresar
urgentemente a Zaragoza y ponerme al frente del Estado Mayor de mi Brigada), llegaría
a mí abundante información sobre los planes operativos (Plan Móstoles) que preparaba
el nuevo general Mola español, el teniente general Elícegui Prieto, en Zaragoza, al
alimón con su colega de la II Región Militar, el teniente general Merry Gordon. Ahora
bien, a partir del 7 u 8 de febrero de 1981, con mis compañeros de Capitanía ya en uso y
disfrute de una buena parte de mis conocimientos profesionales tras larguísimas
sesiones de trabajo iniciadas a instancias suyas, y conociendo, como ya conocían, mi
próxima marcha fuera de España, las filtraciones sobre los planes en marcha del clan de
alto nivel Elícegui-Merry y que luego deberían concretarse en una DIPLAN (Directiva
de Planeamiento) para la totalidad de las Capitanías Generales conjuradas (en principio
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las Regiones II, IV, V, VII, VIII, Baleares y, con toda probabilidad, la III de Milans)
disminuirían drásticamente. Y sería en los meses siguientes a la famosa jornada del 23
de febrero de 1981, concretamente en el mes de julio de ese mismo año en que regresé a
Zaragoza de vacaciones de verano y, sobre todo, a partir del mes de diciembre de ese
año en que volví definitivamente a España y me puse a investigar todo lo sucedido en el
círculo más intimo de la conspiración (zaragozana, sevillana y valenciana,
preferentemente), cuando pude completar al detalle y plasmar en documentos y gráficos
toda la trama operativa que la rama más radical del franquismo castrense había ideado
para asestar un golpe de muerte a la transición emprendida por el rey Juan Carlos,
heredero de su amado Generalísimo.
En las páginas que siguen voy a poner negro sobre blanco todos los
conocimientos que adquirí, pegado a la vera de sus planificadores, sobre la terrorífica
rebelión militar (en puridad, un nuevo Alzamiento Nacional al estilo del desatado en
julio de 1936 y que derivó en una sangrienta guerra civil) que preparaban los generales
franquistas más radicales para poner en marcha en la madrugada del 2 de mayo de 1981.
Entre esos conocimientos adquiere especial relevancia la supersecreta planificación
operativa pensada y redactada para que el citado órdago castrense, como digo, un golpe
de Estado en toda regla, llegara a conseguir todos sus objetivos políticos y militares.
También compararé esos planes (para que el lector compruebe, una vez más, que la
historia se repite) con los ideados por el general Mola en la primavera/verano de 1936
(sus famosas 13 instrucciones reservadas) que sirvieron de pauta para la actuación de
los golpistas del 18 de julio de 1936. Pero antes de hablar de planes consolidados y
proyectos escritos, quiero trasladar al lector la secuencia detallada de cómo se fraguaron
estos y el modo en que se relacionaron entre sí los potenciales y presuntos golpistas para
que los documentos precisos y detallados necesarios para la puesta en marcha de su
aventura se fueran confeccionando en el más absoluto secreto y sin que apenas nada
trascendiera al resto del Ejército y, menos aún, a la opinión pública.
Circunstancia esta última, por lo demás, nada infrecuente en «el gran mudo»
que, como la inmensa mayoría de los Ejércitos, era y es la Institución castrense
española. Y a las pruebas me remito. En la famosa noche electoral española del 15 de
junio de 1977, nada más cerrar los colegios electorales tras las primeras elecciones
democráticas en España después de cuarenta años de dictadura, tuvo lugar en Madrid,
en el palacio de Buenavista de la plaza de Cibeles, sede del Cuartel general del Ejército
de Tierra español, una reunión secreta de prácticamente toda la cúpula militar del
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momento («cónclave» castrense del que ya tiene constancia el lector pues lo he
detallado con pelos y señales en el capítulo precedente), con vistas a vigilar el escrutinio
en marcha y actuar rápida y contundentemente si los resultados del mismo daban la
vuelta a la tortilla política del franquismo, todavía latente, y el fantasma de un nuevo
Frente Popular asomaba por el horizonte.
Pues bien, esta importantísima y secreta reunión de alto nivel en la sede del
Cuartel general del Ejército, claramente pregolpista, nunca trascendió ni al resto del
Ejército (salvo a unos pocos, poquísimos, representantes de los servicios de
Inteligencia, de la Casa Real, del Estado Mayor del Ejército y de algunos Estados
Mayores regionales) ni, mucho menos, a los medios de comunicación o a la clase
política española. Permanecería en el más absoluto de los secretos durante diecisiete
largos años, a pesar de los numerosos trabajos e investigaciones periodísticas publicadas
durante ese tiempo sobre la transición democrática española. Y fue así hasta marzo de
1994 en el que, conociéndola al detalle, ya que fui colaborador necesario de la misma al
ejercer ese señalado día como jefe de Estado Mayor de servicio en el citado Cuartel
General, me permití sacarla a la luz pública en un libro titulado La transición vigilada.
E igualmente ocurriría en épocas más o menos recientes con otros importantes
episodios, políticos o profesionales, en el que estuvieran involucrados, para bien o para
mal (normalmente para mal) altos cargos militares o distinguidos funcionarios políticos
del Ministerio de Defensa o del Gobierno, y que no procediera airear en beneficio de la
Institución o para evitar claras responsabilidades personales, políticas o penales. Como
han sido los casos del terrible accidente del Yak 42 o el derribo, en acción de guerra, de
un helicóptero Cougar de las Fuerzas Aeromóviles del Ejército de Tierra; en Turquía y
Afganistán respectivamente.
En el primero de ellos, el inefable ministro de Defensa, Federico Trillo,
responsable último junto con el presidente del Gobierno en aquellas fechas, señor
Aznar, de la chapucera identificación de los militares fallecidos en el mismo al haber
ordenado la urgente repatriación de los cadáveres y, por supuesto, de que las Fuerzas
Armadas españolas utilizaran para el desplazamiento de sus soldados aviones inseguros
pertenecientes a líneas aéreas tercermundistas. Así, Trillo se salvó de un seguro
procesamiento penal gracias a la estupidez de unos subordinados (médicos, en este
caso) que prefirieron callar y asumir responsabilidades ajenas antes que romper el
silencio ordenado desde la cúspide jerárquica de la Institución. Y en el segundo,
obedeciendo también la consigna de«callas o te vas a la calle», tanto los pilotos del
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segundo helicóptero atacado (que se salvó del derribo gracias a la urgente y certera
«maniobra de evasión» de su comandante) como los responsables militares de la zona
de operaciones en Afganistán y los altos mandos de la cúpula militar en Madrid,
guardarían un escrupuloso silencio, producto también de la estupidez y del miedo a
perder sus carreras, sobre las «perlas» vertidas a los medios de comunicación por parte
del siguiente ministro de Defensa, señor Bono; quien para justificar lo injustificable
llegaría a echar la culpa del supuesto accidente al «impresionante» viento de 18 nudos
que reinaba en la zona y, también, faltaría más, a la impericia del piloto fallecido que no
supo realizar adecuadamente una sencillísima maniobra de «descreste táctico» con
semejante vendaval pegado a su rotor de cola. Para ser sinceros, en este triste episodio
del helicóptero abatido en Afganistán, con 17 muertos en acción de guerra, que todavía
colea en los juzgados y que levanta ampollas en las familias de los fallecidos, el único
que habló para contar la verdad fue un simple soldado que viajaba en el helicóptero que
se salvó por los pelos del ataque talibán, quien inmediatamente sería reprobado,
silenciado y descalificado por sus propios mandos.
Pues bien, la realidad es que, por miedo puro y duro o por una mala asimilación
de lo que debe ser la disciplina en una Institución castrense como la española, todavía
con muchos resabios del franquismo, en el Ejército español no habla nadie y los
secretos de la Institución (los suyos propios y aquellos episodios nacionales, casi todos
negativos, en los que ha intervenido muy directamente) duermen durante años y años el
sueño de los justos sin que nadie, salvo algún lenguaraz historiador como el que escribe
estas líneas, ose sacarlos a la palestra para conocimiento de los ciudadanos y juicio de la
historia. Y yo diría, con riesgo de pecar nuevamente de narcisismo profesional, que esta
mudez congénita de los militares españoles se ha exacerbado todavía más desde el año
1990, cuando a este «rebelde» (este sambenito, obviamente, no es mío) y modesto
investigador (entonces un coronel de Estado Mayor «con horizonte profesional lejano»,
dado su currículo, y el curso de ascenso a general ya aprobado con nota) se le abortó su
carrera y se le metió en prisión por manifestarle a un periodista especializado que, con
la mili forzosa abasteciendo a nuestros empobrecidos Ejércitos de soldados de atrezzo y
con un material de guerra (pura chatarra) que no aguantaba ya ni los desfiles anuales por
La Castellana, convenía llevarse bien con el sultán de Marruecos si no queríamos, en el
corto plazo, vernos abocados a volver a vivir, en esta Península Ibérica tan machacada
por la historia, un episodio tan bochornoso como el que sufrieron nuestros visigóticos
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predecesores cerca del río Guadalete en el año 711. Esta vez en el Guadalquivir, por eso
de El Andalus y el califato cordobés.
Y después de la pequeña digresión que antecede sobre el incuestionable
«silencio de los corderos» de los uniformados españoles (que afectaría también, ¡faltaría
más!, al terrible caso de involución que estamos tratando) por mor de las tajantes
órdenes que recibe de sus amos civiles y de los claros miedos personales, voy a retomar
el importante asunto de la preparación del golpe duro (El nuevo «Alzamiento
Nacional», La Conjura de mayo) con el que los militares franquistas ansiaban mover
hacia atrás la moviola política del país, concretamente a julio de 1936 o quizá antes,
echando a patadas al rey «perjuro y traidor» y colocando en la cúspide del Estado a un
nuevo Franco, a un carismático general con apellido ilustre y autoritario: el teniente
general Milans del Bosch y Ussía, capitán general de Valencia.
Pero antes de hacerlo en toda su profundidad y detalle (el lector sabrá
perdonarme si en algún momento del relato se me nota en demasía mis orígenes de
oficial de Estado Mayor) debo precisar que esta Conjura de mayo, que voy a intentar
llegue al lector en toda su preocupante e importante dimensión histórica (aunque
afortunadamente no llegara a ponerse en práctica por una chapucera pero efectiva
pirueta borbónica), a pesar de permanecer muchos años en el más absoluto de los
secretos, debido fundamentalmente a ese pacto de silencio del que acabo de hablar, sí
llegaría a oídos del todopoderoso CESID (Centro Superior de Información de la
Defensa) que recibiría y «procesaría» algunas referencias sobre lo que preparaba la
cúpula castrense de Játiva para cuando «volviera a reír la primavera», ciertamente
preocupante, del año 1981; pero sin llegar a determinar en toda su gravísima dimensión
ni la autoría real ni la magnitud del órdago franquista.
Así, en el informe confidencial de ese Órgano de Inteligencia del Estado de
noviembre de 1980, del que ya he hablado en algún capítulo precedente, denominado
Panorámica de las Operaciones en marcha y en el que se presentaban los diferentes
movimientos sediciosos que registraban alguna actividad en el otoño de 1980, se habla
indebidamente de un «Golpe de los coroneles» (el mimetismo profesional con golpes
similares en otros países les jugó, sin duda, una mala pasada a los ejecutivos del
CESID) al referirse a un macrogolpe franquista en fase inicial de preparación y que
ahondaba sus raíces en la conocida reunión de Játiva de septiembre de 1977. La
información, a pesar de proceder del costoso y tantas veces cuestionado Servicio de
Inteligencia del Estado (servido casi en su totalidad por profesionales del Ejército y
92
Guardia Civil), era errónea, desenfocada e incompleta porque aunque, obviamente, los
planificadores y «cabezas pensantes» de esta conjura involucionista eran, en su mayoría,
coroneles, tenientes coroneles y comandantes diplomados de Estado Mayor, actuaban en
todo lo concerniente a la misma bajo las órdenes rigurosas y directas de sus jefes
supremos, los capitanes generales con mando de Región Militar, y no por su cuenta y
riesgo encabezando un movimiento autónomo de segundo nivel.
Por cierto, en referencia a este documento reservado del CESID, que
oportunamente recibimos tanto en el Estado Mayor de la Capitanía General de Aragón
como yo mismo, en mi calidad de jefe de Estado Mayor de la Brigada DOT V, recuerdo
que me quedé bastante sorprendido al estudiarlo con todo detenimiento y constatar las
deficiencias que presentaba y el grado de desconocimiento que evidenciaba en relación
con la trama que en él se denominaba de «los coroneles». Y enseguida me enteré que,
asimismo, los planificadores y ayudantes del general Elícegui también se habían
abandonado a la sorpresa e, incluso, a la chanza profesional al comprobar que los bien
pagados ejecutivos de La Casa (CESID) le cargaban el sambenito de la importante
trama involucionista que se estaba perfilando a nivel nacional a un pequeño e
indeterminado colectivo castrense de nivel medio (los coroneles), en lugar de imputar la
última y suprema responsabilidad de la misma a la práctica totalidad de capitanes
generales del Ejército español con mando en plaza.
Y es que en España, y parece mentira que los militares que en aquellos
momentos prestaban su servicio en el supremo órgano de espionaje del Estado no lo
supieran, es prácticamente imposible que un coronel o grupo de coroneles, por
inteligentes y osados que sean, puedan llevar a cabo ellos solitos un golpe militar en
toda regla. Todo está perfectamente planificado (desde los tiempos álgidos del
franquismo) para que ninguna Unidad militar de tipo medio (Regimiento, Batallón e,
incluso, Brigada) pueda ejecutar movimiento o acción operativa alguna que no haya
sido previamente aceptada y autorizada por el Estado Mayor del Ejército y sin que su
comandante tenga en su poder la correspondiente orden escrita procedente de su jefe
natural. ¿Y cómo se consigue esto? Pues muy sencillo. Centralizando en los más altos
escalones de mando del Ejército todos los pertrechos guerreros que las Unidades
militares necesitan para poder moverse, vivir y combatir, es decir, la gasolina, los
repuestos, los alimentos preparados, los uniformes de campaña… etc, etc. Nadie puede
extraer nada de los correspondientes almacenes, depósitos y polvorines (en cantidades
importantes, se entiende) si no tiene con antelación de meses las oportunas órdenes de la
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superioridad (Estado Mayor del Ejército); órdenes que, dada la permanente miseria de
las Fuerzas Armadas españolas, se conceden siempre con cuentagotas y después de
mirar con lupa la misión a la que van dirigidos. Los mandos superiores (generales de
Brigada y División) lo tienen también muy difícil, por no decir imposible, si quieren
mover intempestivamente, y no digamos con nocturnidad y alevosía que es como se
realizan los órdagos castrenses contra el sistema en todo el mundo, las tropas bajo su
mando, sin haber solicitado, desde mucho tiempo atrás, los correspondientes permisos y
las oportunas dotaciones logísticas para las mismas.
Porque aquí está la madre del cordero del antigolpismo castrense desde dentro
de la propia Institución militar española, puesto en marcha en su día por el mismísimo
Franco (que era un completo analfabeto funcional en cuanto a Táctica y Estrategia se
refiere, pero todo un experto en levantamientos militares, golpismo institucional y
control de sus mandos subordinados) y que desconocía (y desconoce) la ciudadanía de
este país que, evidentemente, ha pasado mucho miedo durante los últimos años a cuenta
del previsible (y real) afán involucionista de los militares españoles: sin armamento,
municiones, equipo, gasolina, comida… etc, etc. no hay golpismo que valga. Es que no
existe mando militar, por muchos genes sediciosos que lleve en sus venas, que se
arriesgue a sacar sus soldados a la calle para intentar cambiar el equivocado derrotero
que, según su particular criterio, puede llevar su patria querida (por culpa, claro está, de
los corruptos, ineptos, vagos, ambiciosos, traidores e indocumentados políticos que la
gobiernan), si no tiene los medios logísticos necesarios para la completa operatividad de
los mismos. Por eso, como comprobará enseguida el lector, los sesudos planificadores
de la Conjura de mayo de 1981, a pesar de trabajar en muy altos escalones de la
orgánica militar de las FAS españolas, se cuidaron muy mucho de aprovechar los planes
de maniobras periódicos del Ejército de Tierra español para poder mover llegado el
momento, sin despertar sospechas, las diferentes grandes Unidades involucradas en la
misma; así como para poder dotarlas con antelación suficiente de todo tipo de
armamento y material.
Pero dejo ya de elucubrar sobre las sutiles añagazas puestas en marcha durante
años por el dictador Franco (y que todavía subsisten en los cuarteles españoles,
contribuyendo a la ineficacia y falta de operatividad del Ejército de este país, que sigue
necesitando de semanas o meses para empezar a mover sus atróficos músculos) para
evitar que sus subordinados castrenses se la «pegaran» como se la pegó él al sufrido
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pueblo español en 1936, y retomo de una vez el relato de la oscura gestación del gran
golpe militar de la primavera de 1981 que estamos tratando.
El miércoles 14 de enero de 1981, escasos días después de la tercera reunión de
los jefes de Cuerpo de la guarnición de Zaragoza con el capitán general de la Región,
señor Elícegui, tiene lugar en la sede de Capitanía General, con absoluto secreto, la que
yo voy a denominar, para que nos entendamos todos y no confundamos con las tres
anteriores (en principio, legales y contempladas en los reglamentos militares), «primera
reunión secreta planificadora» del golpe duro o «a la turca» que, en fase de decisión
hasta entonces por parte de sus máximos dirigentes (los capitanes generales de las
Regiones II, III, IV, V, VII, VIII y Baleares), entraría tras ella en otra importante etapa
de planeamiento operativo de alto nivel a cargo de personal cualificado de los Estados
Mayores de Zaragoza y Sevilla, con el fin último de confeccionar una rigurosa
DIPLANE (Directiva de Planeamiento Estratégico) que la pusiera definitivamente en
marcha con las debidas garantías de éxito.
De este primer «cónclave» secreto de los equipos planificadores de las
Capitanías de Aragón y Sevilla (con un observador de la de Valencia), que tuvo lugar en
la Sección de Operaciones de la primera y bajo la supervisión del general Elícegui, me
enteré, escasas horas después de que hubiera finalizado, a través de la «antena» que la
Sección de Inteligencia de la Brigada DOT V tenía en el Cuartel General regional.
Aunque muy poca fue, desde luego, la información que el modesto suboficial que
ejercía como tal (un antiguo componente de de la 2.ª Sección del Estado Mayor de la
Brigada) nos pudo suministrar, si exceptuamos algunos datos ciertamente importantes
como la hora de su inicio: 19:00 horas; la de su finalización: 05:00 horas del día
siguiente; y el número y la identidad de los asistentes: capitán general de la Región,
general jefe del Estado Mayor, coronel segundo jefe del Estado Mayor, tres
componentes de la 3.ª Sección de Operaciones de Capitanía, otros dos de la Sección de
Inteligencia, uno de Logística, dos jefes del Estado Mayor de la Capitanía de Sevilla y
uno de la Capitanía de Valencia. De todo lo demás, de lo que se trató allí, de lo que se
debatió durante horas, de las importantes decisiones tomadas y de los comentarios,
algunos espectaculares, que se oyeron (y que voy a poner a continuación a disposición
del lector) me enteraría algunos meses después, concretamente en el mes de julio de ese
mismo año 1981 en el que, de vacaciones en Zaragoza procedente de Buenos Aires, uno
de los protagonistas de la reunión, agradeciendo sin duda antiguos favores y totalmente
desbaratado ya el siniestro operativo del 2-M en el que había estado metido hasta el
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cuello por los sorprendentes acontecimientos del 23-F, tuvo a bien contarme los
entresijos de ese contubernio de alto nivel con pelos y señales.
Y lo primero que me contó, con lo que «abrió el fuego» mi antiguo compañero
de la Capitanía General de Aragón, si me permite el lector una pizca de ironía con estas
cosas del golpismo militar que, evidentemente, no tienen ninguna gracia, resultó tan
interesante para mí como eficaz para calmar mis desbocadas ansias por conocer la
intrahistoria militar de este país. En concreto, se refirió a las solemnes palabras con las
que, tras los saludos de rigor y después de una detallada exposición personal de lo que
perseguía con aquella atípica reunión y lo que quería le presentaran a muy corto plazo
los planificadores militares a sus órdenes allí reunidos, se destapó el general Elícegui:
—Aprendamos de los errores de Mola y Franco en 1936. Esta vez Madrid debe
caer la primera y sin disparar un solo tiro.
Palabras de la primera autoridad militar zaragozana que, sin duda, podrían haber
llegado a los allí reunidos con voz mucho más potente de lo que llegaron (en tono
paternalista y con escasa potencia decibélica, según el confidencial relator), pero nunca
jamás más claras y contundentes de lo que lo hicieron. Porque, evidentemente, el
capitán general no se anduvo por las ramas al elegirlas para imprimir su impronta
personal en el arduo y difícil trabajo planificador que tenían por delante sus
subordinados castrenses y futuros compañeros de fatigas golpistas.
En esta reunión, totalmente ilegal ya, de la Capitanía General de Aragón del 14
de enero de 1981, se suscitaría enseguida el tema de la colaboración del general Milans
del Bosch y su posible liderazgo. Se conocía ya lo tratado escasos días antes,
concretamente el 10 de enero, en Valencia, entre el general Armada y el capitán general
de la Región de Levante, pues al Estado Mayor de este último le faltó tiempo para
informar con todo detalle de esa importante entrevista y del posible acuerdo al que
podían llegar en las siguientes horas el general Milans y el enviado del rey Juan Carlos.
Pero, según la información facilitada por mi interlocutor (que rimaba al milímetro con la
que obraba en mi poder, procedente de otras fuentes y referida a la totalidad de los altos
conjurados de mayo), la realidad era que en aquellos momentos la totalidad de los
asistentes al secreto conciliábulo no sólo estaban convencidos de que Milans daría muy
pronto su placet al 2-M, sino que se convertiría, con todos los honores y todas las
prerrogativas, en su jefe supremo. Y ello era así porque todos, absolutamente todos, los
generales que en las últimas fechas se habían manifestado al respecto a través de los
canales reservados interregionales, a excepción del capitán general de Canarias,
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González del Yerro, que se había desmarcado del sentir general por celos con Milans
tras un brusco giro copernicano, deseaban fervientemente y trabajaban sin descanso para
conseguir como fuera el compromiso y la dirección suprema del antiguo jefe de la
División Acorazada Brunete, y en aquellos momentos capitán general de Valencia.
Tan asumida estaba esta cuestión, a nivel nacional, tanto por los altos mandos
implicados en la conjura como por los distinguidos auxiliares de Estado Mayor
encargados de dar forma operativa a la misma (una importante y cualificada parte de los
cuales estaba allí representada), que el general Elícegui se vio en la tesitura de
pronunciar una pequeña disertación sobre el estado de las conversaciones con el general
Milans y que, a su juicio, caminaban por la esperanzadora senda de la colaboración, el
compromiso, la lealtad y el trabajo por el bien de la patria. Debiendo escuchar a su
término la ardiente y conminatoria frase con la que, tras pedir el correspondiente turno
de palabra, se despachó un alto oficial (antiguo jefe de Batallón de Carros en la División
Acorazada, bajo las órdenes de Milans) presente en la reunión:
—Mi general: Si queremos triunfar en toda la línea, nuestro comandante en jefe
debe ser el general Milans. Sólo el general Milans del Bosch puede liderar esto.
En esta reunión «de trabajo» del máximo staff del movimiento de mayo también
se debatió, lógicamente, y en toda su profundidad, el principal punto del orden del día
no escrito de la misma, que no era otro que el de dar luz verde definitiva, después de
bastantes meses de vagar exclusivamente por terrenos políticos e institucionales, a la
planificación organizativa, operativa y logística del mismo; es decir, a la redacción
minuciosa y técnicamente impecable de una DIPLANE que permitiera la puesta en
ejecución, de una manera totalmente coordinada y automática, del plan sobre el terreno;
un plan ya bautizado en el reservado ambiente de sus más altos dirigentes y sus Estados
Mayores como «Operación Móstoles» o «Plan 2-M».
En consecuencia, la célula operativa de la 3.ª Sección de Capitanía presentó con
todo detalle a los reunidos sus propuestas e hipótesis de trabajo, arduamente estudiadas,
conocidas ya por el general Elícegui y pergeñadas durante meses con «apoyos técnicos»
procedentes de algunos profesionales cualificados ajenos al Estado Mayor regional, con
el fin de recabar la aprobación de los presentes a una espectacular maniobra estratégica
centrípeta de altos vuelos sobre Madrid, tomando como base (pero anulando los
importantes errores y deficiencias de ejecución que presentó en su día) la operación
sobre la capital de la nación del 18 de julio de 1936 (Plan Mola).
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La importante reunión terminaría, bastantes horas después de comenzada y tras
un corto plenario que aprobaría y resumiría las conclusiones de las tres ponencias que
presentaron y discutieron diferentes «Ideas de Maniobra» capaces por sí mismas de dar
una solución adecuada y brillante al problema estratégico general planteado. Que, en
palabras del propio capitán general Elícegui, era el siguiente:
—Copar rápidamente y sin derramamiento de sangre, a partir de las 03:00 horas
del día 2 de mayo de 1981, la capital de la nación y todo su entorno de poder político,
mediático, económico y social, posibilitando con ello el fin de régimen establecido en
España el 22 de noviembre de 1977 y el nacimiento de un nuevo Estado nacional que,
con autoridad, dignidad, lealtad, trabajo y espíritu de sacrificio, recobrara las esencias
del glorioso Movimiento del 18 de julio de 1936 que tanta paz, bienestar y progreso
social había dado a los españoles.
Los allí reunidos serían, finalmente, convocados para otra Comisión de trabajo,
sin fecha concreta, a celebrar en el plazo de un mes, en la que debía ser presentado
(redactado ya en su totalidad en la vertiente operativa estratégica y con planes logísticos
estudiados para satisfacer cualquiera de la hipótesis presentadas) el «Plan Móstoles» en
sus tres fases de ejecución, para, una vez aprobado por la Comisión, ser enviado para su
conocimiento y estudio, tanto al general Milans del Bosch como al resto de los
capitanes generales comprometidos. La fecha tope para que el importante documento
fuera remitido a esas autoridades fue asimismo dada por el general Elícegui: 1 de marzo
de 1981.
Efectivamente, con arreglo a los planes del capitán general de Aragón, general
Elícegui, con el visto bueno de las primeras autoridades militares de Sevilla, La Coruña,
Barcelona, Valladolid y Baleares, y con el dejar hacer político y estratégico, con el «Sí,
pero no», de la de Valencia (general Milans), antes de que se cumpliera un mes desde la
primera reunión secreta planificadora del movimiento de mayo de 1981, el viernes 13 de
febrero de 1981 se constituiría de nuevo la Comisión de trabajo de la DIPLANE 02-M o
«Plan Móstoles», con una composición idéntica a la anterior, pero que en esta ocasión
se vería incrementada sustancialmente pues a ella se sumaron en el último momento, sin
duda por presiones de los otros dirigentes del Plan, un representante de la Capitanía
General de Valladolid, otro de la de Galicia, un tercero de la de Cataluña y otro de la de
Baleares.
La Comisión, presidida como en la anterior ocasión por el general Elícegui,
recibiría con grandes muestras de satisfacción y orgullo el sin duda meritorio trabajo de
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los ponentes que durante más de dos horas expusieron ante los presentes, con todo lujo
de detalles, el minucioso trabajo de Estado Mayor realizado. Éste sería aprobado con
todos los honores por el capitán general que, obviamente, había intervenido
personalmente en su redacción y lo conocía al detalle, y jaleado y comentado durante
muchos minutos por el conjunto de los presentes que, como es norma en el Ejército
español, agradecieron con sonoros abrazos y repetidas palmadas la labor de sus
compañeros. La DIPLANE (Directiva de Planeamiento Estratégico) 02-M-1981, de la
que a través de las páginas que siguen va a tener cumplida referencia, por primera vez,
la ciudadanía de este país (que va a poder conocer a través de ella, de una vez por todas,
el por qué, la razón oculta, de aquel famoso 23-F), fechada en Zaragoza a 13 de febrero
de 1981, nacida con la clasificación de «máximo secreto» en las catacumbas de la
Sección de Operaciones de la Capitanía General de Aragón, de la mano de unos pocos
militares españoles que, por mucho que vivan, nunca admitirán haberla conocido, era ya
una realidad, una preocupante y mortífera realidad. De su existencia real yo me enteré,
amigo lector, escasos días después de esa reunión del 13 de febrero que acabo de
comentar (de la que tuve puntual referencia por valija diplomática. a través de la
Sección de Inteligencia de mi Brigada), pero muy lejos de España, en Buenos Aires. Me
mantuvo con el corazón preocupado y la mente alerta. Aunque de su letal contenido, de
su impecable pero macabra maniobra estratégica que, afortunadamente, nunca llegaría a
materializarse, no tendría constancia detallada hasta algunos meses después,
concretamente hasta el mes de julio de ese fatídico año de 1981 cuando, desaparecido
ya el peligro de su puesta en ejecución gracias al contragolpe borbónico del 23-F, pude
por fin conocer con precisión todos sus datos técnicos y su planeamiento profesional.
Pero a pesar de estar perfectamente redactada y consensuada, la DIPLANE 02M («Plan Móstoles») de febrero de 1981, nunca llegaría a ser distribuida «oficialmente»
a los capitanes generales comprometidos con el «espíritu de mayo»”, aunque sí sería
conocida por todos ellos en sus líneas maestras muy pocas horas después de finalizado
el reservado «cónclave» zaragozano del 13 de febrero, gracias a los informes personales
y secretos que les transmitieron sus respectivos representantes en el mismo. Éstos, no
obstante, antes de la partida de la capital maña serían alertados por el mismísimo
capitán general de la enorme responsabilidad que se verían obligados a asumir si
cualquier dato de la Directiva, por pequeño e intrascendente que pudiera parecer,
llegaba a alguien que no fuera, única y exclusivamente, su jefe supremo regional.
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Y ello sería así porque unos cuantos días antes de la fecha prevista de su difusión
(1 de marzo), el general Armada, alertado por los servicios secretos, con todas las
alarmas provenientes de los estamentos militar y civil sonando con fuerza en sus oídos,
consciente del peligro que se cernía sobre el régimen político instaurado por su señor, el
rey Juan Carlos I, sobre su regia persona y sobre la institución que representaba, y con
la certeza absoluta de que el movimiento involucionista de los generales más radicales
del franquismo castrense caminaba ya a pasos agigantados hacia el asalto final contra el
sistema… decidiría, con el apoyo solapado del CESID y la JUJEM (Junta de Jefes de
Estado Mayor), el plácet, aunque a regañadientes, del general Milans (que alegaría no
estar suficientemente preparado) y la autorización del rey Juan Carlos, adelantar su
órdago personal, profesional y político-militar. Lo tenía preparado para una fecha
todavía sin concretar de últimos de marzo de 1981 (siempre barajó una horquilla del 20
al 25 de ese mes), al 23 de febrero de ese mismo año (el luego famosísimo 23-F)
pillando por sorpresa y colocando en una situación harto embarazosa a los orgullosos
generales del 2 de mayo, que nunca se habían creído del todo sus ambiciosas propuestas
personales y sus proyectos políticos reformistas. Ello los llevaría, en las horas de vacío
de poder, de pánico ciudadano y de incertidumbre política y social que se sucedieron en
España en la tarde/noche del 23 de febrero y madrugada del 24, a intentar por todos los
medios poner en marcha su todavía no preparado operativo («Plan Móstoles») y a
conseguir del general Milans que asumiera de una vez por todas la dirección del mismo.
Resulta meridianamente claro a estas alturas de la historia que los confiados
jerarcas del golpe de mayo no dieron demasiado crédito a las informaciones que
recibieron sobre esta última jugada del antiguo secretario general de la Casa Real y
marqués de Santa Cruz de Rivadulla, señor Armada (nunca es aconsejable despreciar al
enemigo), adelantando su operación político-militar-institucional, en contacto íntimo
con el rey y el CESID, a la tarde del 23 de febrero de 1981. Siempre fueron escépticos.
De hecho nunca se creyeron demasiado, como acabo de comentar, que esa «rata de
palacio con ambiciones» (según el peyorativo comentario de un alto militar de la época
comprometido con el movimiento de mayo, que correría con profusión por ciertos
ambientes restringidos de la conjura) fuera finalmente capaz de poner en marcha su, por
otra parte, conocidísima «Solución Armada» y, todavía menos, que consiguiera
«llevarse al huerto» al capitán general de Valencia, general Milans; sobre todo después
de las irrechazables propuestas cursadas a este último, a mediados de enero de 1981, por
los máximos responsables de la futura Junta Militar (los capitanes generales de las
100
Regiones II, IV, V, VII, VIII y Baleares) en las que, ante las alarmantes noticias
llegadas desde Valencia en relación con la entrevista Milans-Armada del 10 de enero, le
ofrecían ya sin ambages la dirección suprema del «Alzamiento» de mayo, el honroso
título de «Generalísimo» y la jefatura del futuro Estado nacional.
Pero durante el desarrollo de aquel precipitado y chapucero 23-F (desatado un
tanto irresponsablemente por el general Armada, apoderado del rey), ni los implicados
en el golpe duro de mayo conseguirían adelantar sus planes ni el general Milans
asumiría finalmente su liderazgo. Cualquiera de estos dos supuestos nos habría llevado
a los españoles irremediablemente al desastre y el monarca español, obligado por la
demencial actuación del teniente coronel Tejero en el Congreso de los Diputados, a
abandonar a sus validos, los generales Armada y Milans, conseguiría en una dramática
ronda telefónica de más de siete horas de duración (auspiciada y moderada por el
general Sabino Fernández Campo), enderezar in extremis el rumbo de la delicada
situación, atrayendo finalmente a su campo a los poderosos generales de mayo que,
sorprendidos y sin un claro liderazgo (el general Milans, actuando con suma prudencia y
lealtad nunca llegaría a atravesar ese peligroso Rubicón cesárico que hubiera supuesto
de inmediato una nueva guerra civil), no tendrían más remedio que prometer fidelidad y
acatamiento a su comandante en jefe. Así se desmoronó con ello, de un solo golpe, la
terrorífica conjura castrense que perseguía hundir de nuevo a la nación española en las
catacumbas de otra dictadura militar.
En las líneas que siguen voy a presentar al lector, y con ello a todo el país, la
detallada planificación del desconocido y durísimo golpe militar previsto para el 2 de
mayo de 1981 (objetivo último y prioritario del presente libro) contra la recién nacida
democracia española. Un nuevo Alzamiento Nacional en toda regla, al estilo franquista
de 1936 que, afortunadamente, no llegaría a estallar, aunque muy poco, pero que muy
poco (sólo escasas semanas) faltó para ello. Y no estalló (perdón por la reiteración, pero
creo que esta afirmación es sumamente importante) gracias al contragolpe, al golpe
blando, al «golpe de timón», a la contraofensiva de La Zarzuela (al 23-F, vamos)
autorizada por el rey, dirigida políticamente por el general Armada y militarmente por el
teniente general Milans del Bosch. Maniobra político-militar-institucional esta última,
que he investigado durante más de veinticinco años a título personal, sobre la que he
escrito tres libros y a la que me tendré que referir nuevamente en el presente (ello será
en el capítulo siguiente) si quiero dejar bien claro al lector, y a la historia de este país,
101
como se gestó y planificó el duro, clásico, decimonónico y presumiblemente cruento
órdago de los generales más radicales del fascismo español.
Pero antes de profundizar con todo detalle en lo que se estaba preparando para
salir a la superficie, con todo estrépito, en la madrugada del día dos de mayo de 1981,
deberé recordar también, siquiera muy sucintamente, aquella otra conspiración militar
que sí estalló, que sí se materializó, que degeneró en una cruenta guerra civil que llevó a
la nación española a la barbarie y a la sinrazón, al odio y a la destrucción. Aquel golpe
del 18 de julio de 1936, diseñado por el general Mola, fue una auténtica chapuza, un
despropósito, una operación precipitada, voluntarista, errónea, técnicamente imperfecta.
Este otro, el previsto para el 2 de mayo de 1981, sí fue planificado con todo detalle por
auténticos (aunque equivocados) profesionales de las armas, con toda clase de apoyos
técnicos, usando al máximo los últimos conocimientos en Estrategia militar, Táctica,
Logística… con el fin de que la involución política que perseguían sus poderosos
promotores fuera alcanzada en todos sus objetivos, en el menor tiempo posible y con el
mínimo coste.
Conociendo ambos proyectos involucionistas (el uno, el del 18 de julio de 1936,
histórico ya, aunque todavía levante ampollas sociales; el otro, el del 2 de mayo de
1981, todavía bajo el secreto y la alfombra de la historia) el ciudadano español va a
poder disponer de los datos necesarios para comprender definitivamente el porqué, la
razón última de ese hecho tan trascendente en la historia española de la segunda mitad
del siglo XX (y tan íntimamente relacionado con el segundo de ellos) como ha sido la
llamada «intentona militar del 23-F», uno de los secretos institucionales mejor
guardados en la ya larga etapa democrática que ha vivido este país tras la dictadura de
Franco y que ha propiciado toneladas de tinta en los medios de comunicación.
Porque aquella burda patraña institucional del 23-F, aquel falso golpe militar,
aquella ridícula mascarada, aquella chapuza palaciega de altos vuelos montada sobre la
difusa línea que separa la legalidad del delito de Estado, sólo tuvo un único fin, una
única razón de existir, un perentorio objetivo: parar como fuera el tremendo golpe
militar (éste de verdad, éste clásico, con las previsibles consecuencias de todo orden que
este tipo de intervenciones castrenses han tenido en este país a lo largo de los últimos
doscientos años) que preparaba la extrema derecha castrense para poner en práctica
apenas un par de meses después (2 de mayo de 1981) con el fin de acabar manu militari
con la monarquía y el régimen juancarlista instaurados en España en noviembre de
1975.
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Esta finalidad estratégica y política de desmontar el peligro franquista de mayo
de 1981 sería conseguida finalmente por el equipo de emergencia de La Zarzuela que,
en los dramáticos momentos posteriores a la entrada de Tejero en el Congreso de los
Diputados, acudió de inmediato en defensa de un rey rebasado por los acontecimientos
y también al borde del colapso físico y moral. Pero ello sería así tras bastantes horas de
vacío de poder, de dudas y vacilaciones regias, de pactos reservados y transacciones
personales y políticas con unos generales que, aunque no tuvieran nada que ver con el
ridículo órdago bananero del teniente coronel Tejero en el emblemático edificio de la
Carrera de San Jerónimo de Madrid, constituían el verdadero peligro oculto para la
joven monarquía instaurada por el extinto dictador.
El golpismo militar blando y descafeinado, el golpismo de salón, el
intervencionismo regio, el golpismo palaciego de validos y generales cortesanos…
ganaría por fin la partida, y parece ser que para siempre, al golpismo tradicional
español, al golpismo puro y duro, al involucionismo cruento, al pronunciamiento
decimonónico de caballo, sable y proclama. Bueno está lo que bien acaba y mucha
gente en este país, mucha ciudadanía desinformada y con el pánico pegado a su cuerpo
desde décadas, mucho demócrata advenedizo, mucho amante de pacotilla de la libertad
y de los derechos fundamentales de la persona que, seguramente, durante los cuarenta
años de dictadura eran asiduos visitantes de la plaza de Oriente, pueden verse tentados
(sobre todo después de conocer en profundidad la alocada trama de mayo de 1981 que
estoy sacando a la luz) a aplaudir con las orejas la aparentemente valiente y patriótica
actitud del rey Juan Carlos en aquella tremenda tarde/noche del 23-F; que, en realidad,
no tuvo nada de valiente y menos de patriótica. Lo digo por la sencilla razón de que él
era el responsable último de la alocada y chapucera planificación del remedio recetado
por su valido y confidente, el general Armada y, por lo tanto de las previsibles y
funestas consecuencias del mismo; y, además, por otra sencilla y admitida razón ética y
política: el fin nunca puede justificar los medios empleados para conseguirlo. Por muy
loable que sea el primero y muy inocuos e, incluso, aparentemente beneficiosos, que
sean los segundos.
Veamos pues, amigos, sin más preámbulos, cómo se planificaron los dos últimos
golpes militares más importantes de la historia de España y, ya en el capítulo siguiente,
el contragolpe, el golpe blando, el golpe de salón, la subterránea maniobra borbónica
que destruyó al último de ellos, la Conjura del 2 de mayo de 1981.
103
«PLAN MOLA»
(Julio de 1936)
En el levantamiento contra la Segunda República española del 18 de julio de 1936
concurrieron dos procesos muy claros y definidos: el civil, de inspiración monárquica y
que ya había protagonizado el fracasado golpe militar de agosto de 1932 dirigido por el
general Sanjurjo; y el castrense, que no poseía un marcado carácter ideológico y que
perseguía restaurar el orden social perdido, erradicando de paso los peligros de todo
orden que, según este estamento crucial en la vida política y social de entonces,
acechaban a la patria sagrada.
A partir de febrero de 1936, con el triunfo del Frente Popular, la trama militar se
impondría clarísimamente sobre la civil, que ya contaba en aquellos momentos con
fuerzas paramilitares muy importantes como las del Requeté y la Falange. Esta trama
castrense, inicialmente sustentada en la UME (Unión Militar Española), una
organización clandestina nacida en 1933 y formada por oficiales conservadores y
antiazañistas, se vería sumamente fortalecida con la salida a escena de la Junta de
generales, constituida a finales de 1935 por un nutrido grupo de generales «africanistas»
y que, a partir de marzo de 1936, tomaría especial protagonismo dentro de un Ejército
conmocionado por la victoria frentepopulista.
Los máximos dirigentes de esta Junta de generales (Sanjurjo, Mola, Franco,
Saliquet, Fanjul, Ponte, Orgaz y Varela), con la UME ya bajo su mando, fijaron para el
20 de abril un primer intento de derribar al Gobierno republicano, pero éste detectó a
tiempo el movimiento involucionista deteniendo a Orgaz y Varela, y alejando de los
centros de poder militar a los generales considerados más peligrosos: Goded fue
destinado a Baleares; Franco, a Canarias, y Mola, a Pamplona. Este último, a finales de
abril y tras el fracaso del golpe del día 20, decidió asumir personalmente la dirección de
la trama golpista, acción que sería aceptada por el resto de sus compañeros que no
dudaron en nombrarlo jefe del Estado Mayor de Sanjurjo, auténtico líder de la
conspiración.
Pues bien, desde primeros de mayo de 1936 el general Mola, convertido ya en
«el Director» o jefe operativo máximo del movimiento golpista (aunque en realidad
continuara admitiendo el teórico liderazgo de Sanjurjo), se dedicó en cuerpo y alma a
104
preparar el levantamiento militar contra la República desde su puesto, no especialmente
brillante, de jefe de la XII Brigada de Infantería y comandante militar de Pamplona.
Comienza a redactar y distribuir en secreto sus famosas Instrucciones reservadas de
carácter político-militar que, hasta la número trece (impartida el 14 de julio, tres días
antes del desencadenamiento del golpe militar), irán llegando puntualmente a sus
destinatarios, convirtiéndose de facto en la doctrina que necesitaba el numeroso grupo
de generales, jefes y oficiales del Ejército (la mayoría «africanistas», pero sin una
preparación académica adecuada) confabulados para cambiar alocadamente el curso de
la historia.
A principios de julio de 1936 la escueta y pedestre planificación del golpe
realizada personalmente por el inquieto comandante militar de Pamplona estaba
prácticamente terminada. El denominado «Plan Mola» preveía el levantamiento
coordinado de todas las guarniciones militares comprometidas que, como primera
medida, implantarían el estado de guerra en sus demarcaciones y después cooperarían
en la conquista de Madrid; acción esta última que se consideraba esencial para el éxito
final de la operación. Las primeras en actuar serían las Unidades de África, que
previamente iban a ser concentradas, con la excusa de realizar unas grandes maniobras,
en el Llano Amarillo, en Ketama, entre el 5 y el 12 de julio. Allí se produciría el
consabido pronunciamiento que sería seguido por el resto de las guarniciones insulares
y peninsulares. Luego Mola, al mando de las fuerzas del norte, se dirigiría hacia la
capital de la nación, donde el general Villegas habría sublevado los cuarteles. La
Constitución republicana de 1931 sería suspendida, se disolverían las Cortes y se
produciría una breve pero intensa etapa de represión político- militar con depuraciones,
encarcelamientos y fusilamientos de elementos izquierdistas y de militares no
comprometidos con el Alzamiento. En esto, «el Director» no se anduvo por las ramas en
sus voluntaristas y siniestras Instrucciones:
La acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible a
un enemigo que es fuerte y bien organizado. Que sepan los tímidos y vacilantes
que el que no esté con nosotros estará contra nosotros y como enemigo será
tratado.
105
El operativo contra el Gobierno de la República finalizaría con la vuelta del
general Sanjurjo, desde su exilio en Portugal, y la creación de un Directorio militar de
cinco miembros que establecería las bases para la creación de un nuevo Estado.
Los españoles ya sabemos, desgraciadamente, cómo terminaría toda esta historia
de deslealtad y traición de una gran mayoría del Ejército español a los más sagrados
principios de la ética y la moral militar, pergeñada durante meses por la mente
ciertamente calenturienta del general Mola: en una cruenta guerra civil de casi tres años
de duración que se saldaría con más de medio millón de muertos. Ahora bien, si
políticamente los preparativos de la insurrección fueron siempre temperamentales y
caóticos (las relaciones de Mola con monárquicos, tradicionalistas y falangistas se
plantearon desde el principio, salvo en las últimas jornadas anteriores al levantamiento,
como un pulso inmisericorde por adquirir el máximo poder en el mismo) en el terreno
militar, en el estrictamente técnico u operativo, la cosa fue mucho más allá revistiendo
el carácter de una gran chapuza planificadora de la que este historiador, demócrata y
republicano, no sabe a ciencia cierta si a día de hoy debemos alegrarnos o lamentarnos
los ciudadanos españoles, pues su evidente fracaso inicial (al no conseguir sus objetivos
iniciales, con Madrid a la cabeza) degeneró en un largo enfrentamiento civil (para el que
la República no estaba preparada militarmente) y, en consecuencia, en una tremenda
carnicería; circunstancias estas que no se habrían producido, aunque tampoco conviene
minusvalorar la capacidad de represión de los milites «africanistas »que mandaban en el
subdesarrollado Ejército español de la época, en el caso de que el levantamiento militar
se hubiera planificado adecuadamente desde el punto de vista técnico y, dada la absoluta
desproporción de fuerzas regulares, finalizado en cuestión de horas o de días con el
pronto triunfo de la sedición. La Segunda República hubiera caído igualmente, sí, pero
sin apenas víctimas y con todo su poder (cívico, legal, institucional…) y su legitimidad
internacional intactos. Con lo que su resurgimiento, tras la Segunda Guerra Mundial,
hubiera sido sin duda más viable.
Pero dejémonos ya de lucubraciones históricas y vayamos al grano de lo que este
modesto investigador pretende en este momento, que no es otra cosa que dejar pública
constancia (prácticamente nadie lo ha hecho hasta ahora) de la descomunal chapuza
técnica que presidió la innoble y cruenta sublevación militar del 18 de julio de 1936,
que tuvo como supremo planificador a un hombre, el general Mola, que, dejando al
margen sus ya conocidas ideas ultraconservadoras y fascistoides y aún sobresaliendo
culturalmente del conjunto de sus analfabetos compañeros de profesión y generalato, no
106
tenía los suficientes conocimientos profesionales para dirigir y planificar en solitario
una operación de aquellas características; nada menos que un asalto al Estado de
carácter nacional. Fue lo que después propició su fracaso, la muerte violenta de miles de
sus subordinados, de cientos de miles de ciudadanos inocentes y la destrucción del país
entero.
Mola diseñó un golpe de Estado que en principio, dejando aparte sus
rudimentarios planteamientos políticos y su prepotente relación con los partidos y
organizaciones que debían secundarlo, hubiera resultado no solo aceptable para
cualquier estratega castrense de postín de la época sino incluso brillante. Conviene
recordar que hasta entonces los golpes tradicionales en España siempre se habían
escenificado: bien usando el «modelo Pavía», o sea entrando a saco con la tropa en el
corazón político de Madrid; o a través del consabido pronunciamiento tipo «Martínez
Campos». Es decir, lejos de la capital de la nación y a cargo de general con prestigio
que, aprovechando la maniobrita castrense de turno, se subía al caballo y lanzaba su
proclama a pulmón abierto, con éxito garantizado casi siempre, por lo menos en el corto
plazo. Existía, ciertamente, otra variante de la anterior: la puesta en marcha en el año
1923 por el general Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, quien en su despacho,
sin necesidad de caballo y sin que las fuerzas a sus órdenes estuvieran de maniobras,
soltó de nuevo aquello que tan bien resultó históricamente puesto en la boca del Rey Sol
casi cuatro siglos antes: «El Estado (el español en este caso) soy yo». Pero claro, este
caso se salía mucho de la norma. Era muy especial porque el rey Alfonso XIII estaba en
el ajo y avalaba la operación de los militares.
De todas formas, estos sistemas, estas variantes de golpismo castrense, con el
paso de tiempo, la lógica transformación del Estado y, sobre todo, tras el nuevo sistema
de comunicaciones de tipo radial con centro en Madrid auspiciado y construido casi en
su totalidad por el dictador Primo de Rivera, deberían dejarse de lado pues a ningún
estratega militar se le escapaba ya, comenzada la década de los treinta del siglo pasado,
que la premisa indiscutible para dominar el Estado español era sin duda la de controlar
por la fuerza, y lo más rápidamente posible, su capital. Es por ello por lo que acabo de
decir que, en principio, la idea del general Mola de controlar cuanto antes Madrid por
medio de un movimiento coordinado y centrípeto de varias columnas militares, no era
en absoluto descabellado sino todo lo contrario: brillante y sujeto a las normas y
principios estratégicos de la época.
107
Pero una cosa es que la idea estratégica de «el Director» fuera brillante y la
única que podía garantizar el éxito a corto plazo, y otra muy distinta que pudiera
desarrollarse táctica y técnicamente sobre el terreno a mediados de julio de 1936, dado
el lamentable estado en el que se encontraba el Ejército metropolitano español de le
época, prácticamente en cuadro, sin soldados, sin medios materiales y con la moral de
sus mandos bajo mínimos. Si bien es cierto que el 80% de los jefes, oficiales y
suboficiales profesionales se había adherido al levantamiento, el poder operativo real de
las Unidades acuarteladas en la Península era ínfimo, cercano al cero absoluto, y sólo el
Ejército de África, con 25.000 soldados profesionales y Unidades de élite como La
Legión y Regulares, constituía el verdadero «músculo militar» capaz de golpear
mortalmente al Gobierno. Máxime teniendo en cuenta que éste, alertado desde meses
atrás, seguía muy de cerca el desarrollo de la sedición castrense y no era un secreto para
nadie que, en caso de necesidad, no dudaría un instante en armar a decenas de miles de
milicianos en defensa de la República. Por cierto, de esto que acabo de afirmar en
relación con el poder casi único de las Unidades militares desplegadas en el
Protectorado de Marruecos era muy consciente, pero que muy consciente, el ambicioso
general Franco, desterrado a la sazón en Canarias, que exigiría (y conseguiría) como
moneda de cambio de su participación en el golpe militar el mando supremo de este
poderoso Cuerpo de Ejército colonial para así poder intervenir en la Península «a lo
Julio César» y hacerse con el poder absoluto, militar y civil.
Pues bien, increíblemente, a pesar del lamentable estado operativo en el que se
encontraba el Ejército desplegado en la Península y de su absoluta impotencia para
ocupar Madrid por la fuerza (los servicios secretos militares debían estar al tanto del
espectacular incremento de poder de las organizaciones izquierdistas y de que el
Gobierno del Frente Popular podía armar a 60.000-80.000 milicianos en cuestión de
horas, como así ocurrió en cuanto el alzamiento se produjo), el inquieto, ambicioso,
iluminado e irreflexivo Mola no dudó un instante en planificar su particular operación
estratégica sobre la capital de la nación contando sólo con las guarniciones
metropolitanas. Aunque al final, el 24 de junio, cuando Franco dio su definitivo plácet
personal a la rebelión tras recibir como un regalo de Navidad el mando de los 25.000
soldados profesionales de guarnición en el norte de África, no dudaría en sacarlos de la
reserva estratégica en la que, en sus primigenias directivas había metido a esos cuerpos
de élite del Ejército español, y a través de una de sus últimas instrucciones reservadas
dar «la orden» a Franco de que también acudiera con ellos a la fiesta guerrera contra la
108
República prevista en los alrededores de Madrid. Lo haría por Córdoba y el desfiladero
de Despeñaperros, tras pasar el Estrecho de Gibraltar desde Ceuta y Mellilla «con un
par», y con el apoyo logístico y material de los nazis alemanes y los fascistas italianos,
naturalmente.
Ni que decir tiene que el nuevo «Julio César» nacido en Galicia (Franquito para
los íntimos, Generalísimo para sus partidarios y «el genocida y rebelde Franco» para los
demás) se pasaría la citada orden de Mola por el forro… de su gorro legionario,
emprendiendo por su cuenta una larga y demencial marcha sobre Madrid a través de
Badajoz (fusilando de paso a centenares de defensores de esta última ciudad a golpe de
ametralladora), recuperando las ruinas del Álcazar de Toledo por aquello de la imagen,
y perdiendo el tiempo todo lo necesario para que Mola acabara cociéndose en su propio
fracaso y no le quedara más remedio que dejarle a él el mando absoluto de la
insurrección. En lugar de maniobrar rápidamente desde Andalucía sobre el sur y el este
de la capital de la nación, para completar el cerco estratégico de la misma (que de forma
precaria había establecido Mola por el norte) a una distancia prudencial de 100-150
kilómetros, con el fin de conseguir la rendición gubernamental en muy pocas semanas.
Entre pillos e ineptos andaba el siniestro juego de los rebeldes no cabe duda.
En concreto, y ciñéndonos exclusivamente al campo militar, el «Plan Mola»
contemplaba la acción coordinada sobre Madrid de cuatro columnas integradas por
efectivos de Valencia (3.ª Región Militar), Zaragoza (5.ª), Burgos (6.ª) y Valladolid (7.ª)
que se pondrían en marcha una vez decretado el estado de guerra, mientras la decisiva
guarnición del Protectorado de Marruecos permanecería en reserva a las órdenes de «el
Director». Esto último no dejaba de ser una monumental insensatez estratégica; para
explicar la cual a este profesional de Estado Mayor sólo se le ocurre, a estas alturas, una
razón plausible: que las primeras lecciones de Táctica recibidas como cadete por el
general Mola, en las que como norma general se imparte la idea de que nunca, bajo
ningún concepto, un jefe militar debe quedarse sin algunos medios en reserva al
emprender cualquier acción, le jugaran una mala pasada al diseñar su operativo golpista.
Lo afirmo porque el dejar el 80% de los efectivos de la rebelión en reserva en
Marruecos, viéndolas venir, cuando decenas de miles de potenciales enemigos armados
se aprestaban a la lucha en Madrid, no era desde luego una idea brillante. De todas
formas, esta última decisión estratégica de Mola sería modificada al final, en cuanto
Franco, con el mando del Ejército de África a buen recaudo, exigió al todavía
109
«Director» acudir con sus tropas al teórico y rápido festín golpista madrileño. ¡Faltaría
más!
En los planes del general Mola se contaba también con otra «quinta columna»
(denominación que luego ha hecho fortuna a nivel internacional, quedando contemplada
hasta en muchos reglamentos militares que tratan de la guerra irregular, de guerrillas o
en conflictos de baja intensidad) formada por las Unidades militares (más bien sus
mandos) de guarnición en Madrid y sus alrededores. Hipótesis descabellada también si
el Gobierno republicano cumplía sus promesas y movilizaba y armaba a las
organizaciones políticas y sindicales capitalinas afines a su causa.
Este «Plan Mola», como me imagino va captando el lector (aunque no sepa
nada, ni falta que le hace, de Táctica o Estrategia) al hilo de los comentarios que a vuela
pluma voy soltando sobre él, desarrollado en trece Instrucciones Reservadas de «el
Director» e impartidas desde mayo a julio de 1936 a unos mandos militares de una muy
baja cualificación profesional (incluidos, obviamente, los generales «africanistas» de la
época) y de ideas monárquicas y ultraconservadoras, no dejaba de ser una mezcla
infumable de preceptos políticos de medio pelo, consignas golpistas para masacrar a
cuantos más enemigos mejor y escuetas e irrealizables órdenes operativas. A todas luces
un bodrio castrense de primera fila que este profesional en su etapa de profesor de
Historia Militar y Estrategia en la Escuela de Estado Mayor, a mediados de los años
ochenta, se permitió destapar ante sus alumnos, algunos de ellos extranjeros,
provocando el rechazo absoluto del general director de la misma (franquista de pro,
¡como no!), que incluso acudió a algunas de mis clases para tratar, con dificultad
manifiesta, pues el pobre hombre tampoco es que dominara demasiado el pensamiento
estratégico de Mola, de quitar hierro al asunto. Lo hizo apoyándose en juicios tan
personales (y algunos tan obvios) como que aquellos tiempos del 36 eran otros tiempos,
que el Ejército, efectivamente, no pasaba entonces por su mejor momento a cuenta del
azañismo rampante que lo había «triturado» y reducido a la mínima expresión, y que, en
definitiva, bastante hizo con ganar una difícil y sangrienta «cruzada» contra el
comunismo internacional con los escasos medios de que disponía. O sea puntualizando,
cuarenta y cinco años después y en plena democracia sobrevenida, que Mola era un
buen muchacho, que hizo lo que pudo y que Franco, asimismo un buen profesional de
las armas celtibéricas, tuvo que luchar como un jabato durante casi tres años contra
centenares de miles de milicianos republicanos y contra la masonería y el comunismo
internacionales, logrando salvar por los pelos a España y de paso, también a la
110
civilización occidental. Le aseguro al lector que oír todas estas mamarrachadas en una
cátedra de Historia y Estrategia del centro más elitista del Ejército español, en 1985 y
con muchos años ya de supuesta democracia en España, me resultó especialmente
enriquecedor de cara a formar mi personal visión de la transición española y de la
supuesta erradicación del franquismo en nuestro país.
Como todos sabemos, el general Mola y demás generales comprometidos con el
Alzamiento del 18 de julio de 1936 fracasaron estrepitosamente en el terreno militar al
poner en ejecución lo que, repito, visto ahora con espíritu crítico, no iba más allá de
constituir una chapucera planificación operativa del mismo. La cosa era tan burda, que
las columnas que teóricamente debían desplazarse a Madrid para conquistarla ni
siquiera existían de verdad, sólo en la mente calenturienta de «el Director». Los
cuarteles de las distintas Regiones Militares estaban en cuadro, casi sin soldados y las
directivas de Mola nunca se adentraron en el resbaladizo tema del número de efectivos
que debían componer las «columnas libertadoras» y, además, de dónde sacarlos. Y es
que las distintas guarniciones implicadas en el golpe, sobre todo las de Valencia y
Zaragoza (dada la implantación de organizaciones republicanas en la primera y obreras
en la segunda), no estaban en condiciones de garantizar ni el control de sus respectivas
circunscripciones ¿Cómo se les podía pedir que lanzaran sus escasos efectivos sobre
Madrid?
Así pues, dada la megalomanía, el voluntarismo, la incompetencia profesional y
el afán de protagonismo del general Mola, reflejado todo ello en sus imprecisas y
visionarias Instrucciones reservadas a los golpistas de julio de 1936, y al analfabetismo
(funcional y profesional), el egoísmo y la ambición personal de Franco, la conjura
monárquica contra la Segunda República, que se inició en las llanuras magrebíes de El
Llano Amarillo en la tarde del 17 de julio de 1936 (el 17 a las 17, según las pedestres
consignas cuarteleras de última hora), fracasaría estrepitosamente en el terreno militar.
En sus momentos iniciales falló todo, absolutamente todo, para unos rebeldes mal
armados, mal organizados, mal abastecidos y peor dirigidos: Los mandos de la
guarnición de Madrid, sin tropas y sin un liderazgo competente (que ante la desigualdad
de fuerzas hubiera debido ordenar el abandono preventivo de la ciudad y el pase a la
clandestinidad) fueron derrotados por las milicias republicanas auxiliadas por militares
fieles a la legalidad constitucional; Barcelona, Valencia, otras muchas ciudades
importantes del país, grandes núcleos industriales y más del 50% del territorio nacional
siguieron bajo la férula del Gobierno legítimo de España, aunque el masivo apoyo
111
inicial de los Gobiernos totalitarios de Alemania e Italia a los rebeldes no hacía
presagiar nada bueno si la República no conseguía apoyos urgentes de las democracias
occidentales en el terreno militar.
A Franco, golpista de última hora (aunque durante meses había estado mareando
la perdiz de su apoyo a la rebelión) hay que cargarle, históricamente, la suprema
responsabilidad del terrible holocausto en el que derivó la trama golpista de
monárquicos y militares para restaurar la monarquía borbónica, de julio de 1936. Dueño
del único puño militar que podía blandir el disminuido Ejército español de la época (los
25.000 soldados profesionales de guarnición en África), conocedor de las dificultades
que sufría el llamado pomposamente «Ejército del Norte» del general Mola, después de
que su afamado Plan de Operaciones inicial fracasara estrepitosamente (por no tener, no
tenían ni municiones para los fusiles de sus escasos soldados) creyó llegado el momento
de asumir el papel de Julio César (de medio pelo), con el que llevaba años soñando
despierto. En consecuencia, ni corto ni perezoso, rompió toda vinculación operativa o
de subordinación teórica con el todavía líder de la rebelión, el general Sanjurjo, y
también con su jefe de Estado Mayor, el general Mola, y al frente de sus legionarios y
regulares emprendió un alocado y cruento avance sobre la capital de España, desoyendo
de tal forma las órdenes que le obligaban a acudir rápidamente a Madrid por el camino
más corto.
Alargaría más y más su excéntrica marcha a sangre y fuego hacia su particular
Capitolio madrileño, con el fin de agotar a su compañero del norte, el general Mola,
virtual comandante en jefe después de la muy sospechosa muerte de Sanjurjo, y
quedarse él con el mando supremo de las Unidades movilizadas contra la República.
Todo ello mientras recibía, eso sí, a través de la trama civil de la insurrección
(monárquicos y tradicionalistas, sobre todo) sustanciosos donativos en armas y
municiones procedentes de nazis y fascistas europeos. Lo que no impediría, a pesar de
todo, que su tardío intento de ocupar Madrid por la fuerza terminara en un rotundo
fracaso al ser frenado en seco en la Ciudad Universitaria por miles de combatientes
republicanos, respaldados por una ciudadanía con gran moral de victoria y dispuesta a
morir por defender la libertad y la democracia. Primer gran fracaso en el terreno militar
que Franco no lograría enmendar hasta casi tres años después, hasta el final de la
estúpida guerra de desgaste que él mismo y su absoluta incompetencia profesional
hicieron inevitable. Cuando lo lógico hubiera sido, una vez dibujado el terrorífico
escenario geoestratégico que el fracaso de la sublevación trajo consigo, ahorrar tiempo
112
y, sobre todo, un gran número de vidas humanas acortando todo lo posible esa fratricida
confrontación entre españoles.
Porque aun contando, resulta obvio, con que este general rebelde ansiaba
conquistar el poder sobre todas las cosas derrotando al legítimo Gobierno republicano,
no resulta comprensible, y más para un militar profesional, que no le interesara, o no
supiera (aunque él era un lerdo en conocimientos militares ,al igual que la mayoría de
los altos mandos sublevados, si disponía en su Cuartel General de algunos jefes y
oficiales de Estado Mayor capacitados), o no fuera capaz de aprovechar su superioridad
estratégica, operativa y logística sobre la parte del Ejército que había permanecido fiel a
la República para, como ya he esbozado hace algunas líneas, partiendo de Andalucía y
atravesando Despeñaperros, rodear Madrid por el sur y el este a una distancia
estratégica prudencial (100-150 kilómetros), cerrando así la pinza establecida por Mola
desde el norte. Acción a distancia que, obviando el choque frontal entre los dos
desiguales Ejércitos en el teatro de operaciones de Madrid, hubiera puesto al Gobierno
republicano en la tesitura de establecer unas negociaciones que, con todas las reservas
históricas que se quieran, hubieran podido llevar a este país a un pronto final de la
contienda o, por lo menos, a un armisticio intervenido y vigilado por la comunidad
internacional; con la drástica disminución del número de víctimas que ello podría haber
propiciado.
Pero no, a este carnicero gallego vestido de uniforme militar, a este Julio César
de pacotilla, a este Franco al mando de una horda de legionarios y regulares, le
interesaba alargar la guerra lo máximo posible, ganarla como fuera y sin importarle lo
más mínimo el coste en vidas humanas. No entraba en sus interesados cálculos que ésta
terminara antes de que él pudiera acabar, hasta el último hombre, en primer lugar con
sus enemigos republicanos pero, también, con todos y cada uno de los antiguos
compañeros y amigos que pudieran hacerle sombra en el futuro o disputar su liderazgo.
Aspiración que finalmente conseguiría después de masacrar y asesinar a medio país.
Hasta los verdaderos líderes de la rebelión, Sanjurjo y Mola, morirían enseguida como
consecuencia de lo que muy pocos historiadores militares dudamos a día de hoy: de
sendos sabotajes cometidos por los servicios secretos del futuro dictador y generalísimo
de todas las fuerzas sublevadas, Francisco Franco Bahamonde. Y es que la historia es
sabia en este punto, como en casi todos: las revoluciones devoran a sus propios hijos.
113
«PLAN MÓSTOLES»
(Mayo de 1981)
Analizado bajo todos los puntos de vista posibles aquel terrorífico y chapucero golpe
militar contra la Segunda República española del 18 de julio de 1936, que trajo a este
país años de guerra, muerte y destrucción (y que he tratado de desmenuzar hasta en las
más discutibles decisiones de sus máximos dirigentes, para que el lector pueda descubrir
las similitudes que presenta con el acontecimiento histórico que, como primicia, estoy a
punto de servirle), voy a presentar y estudiar a continuación otro no menos terrorífico
golpe, otro nuevo «Alzamiento Nacional» según la consabida, patriótica y particular
visión que sobre sus indeseables actos golpistas tienen siempre los militares españoles
que atentan contra el orden político establecido, Hablamos de algo técnicamente mucho
más perfecto que el anterior del verano de 1936 y que, exhaustivamente planificado y
preparado hasta en sus más nimios detalles para ponerse en ejecución el día 2 de mayo
de 1981, en plena transición democrática aún del franquismo a la democracia, no
llegaría afortunadamente a estallar. Fue por una serie de circunstancias que el lector va a
conocer enseguida y que tienen mucho que ver, pero mucho, muchísimo… con los
tristes acontecimientos que se sucedieron en España escasas semanas antes de que esa
emblemática fecha, de honda raigambre madrileña, apareciera de nuevo en los
calendarios, concretamente en la tarde/noche del 23 de febrero de ese mismo año 1981,
y que los ciudadanos de este país conocemos como la famosa «intentona involucionista
del 23-F». Falsa intentona (en realidad, una sutil, peligrosa y chapucera maniobra
institucional de altos vuelos que a este historiador le ha costado lustros de estudio y
esfuerzo esclarecer) que serviría al menos, en última instancia, para desmontar el
peligrosísimo órdago que, como acabo de señalar, los generales más radicales del
Ejercito español tenían previsto lanzar cuando empezara a despuntar el mes de mayo de
1981.
Entremos, pues, en el estudio del llamado por los servicios secretos militares
españoles «Golpe duro de los coroneles»; «Nuevo Alzamiento Nacional», por los altos
mandos castrenses implicados en él; “Golpe de los capitanes generales», por el
historiador que esto escribe después de estudiarlo y conocerlo a fondo, y «DIPLANE
CGA 02-M-1981» o «Plan Móstoles», por los técnicos de Estado Mayor que lo
planificaron en secreto.
114
En esta gravísima conspiración castrense contra la monarquía, contra el régimen
político instaurado en la transición y, en definitiva, contra el pueblo español que,
asustado y expectante, asistía a un cambio de ciclo histórico, estaban involucradas seis
Capitanías Generales del Ejército español, es decir casi el 80% del poder operativo real
del mismo. Eran éstas las circunscripciones militares de Sevilla, Zaragoza, Barcelona,
Valladolid, La Coruña y Baleares. La de Valencia, bajo el mando del teniente general
Milans del Bosch, también podía ser considerada como adicta a este movimiento, pues
su titular había abrazado desde el primer momento la doctrina involucionista impartida
en la reunión semiclandestina de Játiva del otoño de 1977, en la que los más altos
jerarcas de la Institución castrense se juramentaron para parar como fuera una transición
que amenazaba las esencias más profundas del franquismo y del «Glorioso Movimiento
Nacional». Pero las ideas profundamente monárquicas del teniente general Milans le
hacían discrepar en puntos importantes del ideario golpista en el que se habían instalado
sus compañeros de aventura, y que contemplaba sin ninguna clase de remilgos al rey
Juan Carlos como primer objetivo a batir.
Bajo el punto de vista de la planificación operativa, el nuevo Alzamiento militar
previsto para el 2 de mayo de 1981 o «Plan Móstoles» constaba de tres fases
perfectamente diferenciadas. Contemplaba un cerco estratégico por sorpresa de la
capital de la nación, a una jornada de marcha/combate de Unidades motoacorazadas
(100-120 kilómetros, 2-4 horas de marcha), a cargo de columnas (Agrupaciones
Tácticas o Brigadas) de las Regiones Militares II, III, V, VII y VIII, que a las 03:00
horas del día 2 de mayo de 1981 se pondrían en marcha para ocupar sus objetivos
cercanos a Madrid, y desde unas bases de partida ocupadas con anterioridad en el marco
de unas maniobras regionales de ocho días de duración; perfectamente legales y
contempladas en el Plan General de Instrucción del Ejército de Tierra. Las distintas
Unidades involucradas en la operación habrían salido de sus acuartelamientos hacia
estas zonas de maniobras a partir de las 07:00 horas del 25 de abril de 1981 (D-8).
Estas maniobras regionales, programadas para realizarse al unísono en estas
fechas concretas por presiones de la cúpula del movimiento involucionista ante la
División de Operaciones del Estado Mayor del Ejército (que a mediados del mes de
enero de 1981 cursó ya su conformidad con una actuación que en absoluto era
excepcional, dado que en épocas recientes se habían desarrollado diversas maniobras
interregionales con éxito notable), recibieron distintas denominaciones con arreglo a las
propuestas que en su día elevaron las diferentes autoridades regionales. En el «Plan
115
Móstoles» se volcaron pues con todo detalle, como primera fase del mismo (Fase legal,
Fase 1 ó M-1), el conjunto de planes regionales para esas maniobras tipo «Gran Unidad
Brigada» (Zona de maniobras, efectivos implicados, actuaciones a realizar…), pero sin
perder nunca de vista el verdadero fin de las mismas; que no era otro que el de servir de
trampolín («Bases de Partida», según la reglamentaria definición táctica) para lanzar la
maniobra de altos vuelos que consiguiera el objetivo supremo de la operación: copar a
distancia la capital de la nación.
En terminología estrictamente militar, el «Plan Móstoles» estaba redactado, por
lo que se refiere a su planteamiento y finalidad, de la siguiente manera:
Objeto:
Establecer un cerco estratégico sobre la capital de la nación y su área de influencia a una
distancia media de 100-120 kilómetros de la misma, con la finalidad política de
controlar todos los órganos del Gobierno de la nación, sus instituciones y
organizaciones políticas, económicas, sociales, financieras, de comunicaciones… etc.,
etc., imposibilitando cualquier reacción en fuerza de la Capitanía General de Madrid y
de los centros superiores de mando y planeamiento de las FAS.
Realizar una serie de acciones secundarias sobre Salamanca, Aranda de Duero,
Tudela, Teruel y Bailén, con el fin de neutralizar posibles reacciones ofensivas de las
Capitanías Generales VI y IX que pudieran afectar a la acción principal contra Madrid.
Fases:
1.ª Fase: Operativos regionales con arreglo al PGI (Plan General de Instrucción).
2.ª Fase: Operaciones coordinadas fuera del PGI (Cerco estratégico y acciones
secundarias) para conseguir la finalidad política del Plan.
3.ª Fase: Cerco táctico de Madrid a una distancia media de 30-40 kilómetros, con
la finalidad de colapsar la capital de la nación ante una necesidad política derivada del
fracaso total o parcial de la Fase 2.
Para mejor comprensión del lector, voy a incidir con más detalle en las distintas
fases del plan involucionista que nos ocupa:
Fase 1:
Los planes regionales para las distintas maniobras contempladas en el PGI (Plan
General de Instrucción) a desarrollar a partir del 25 de abril de 1981, pacíficas en
116
principio y sin las cuales hubiera resultado de todo punto imposible poner «en pie de
guerra» a las diferentes Unidades actuantes (la doctrina franquista contra el golpismo
interno mantenía a los cuarteles en la más absoluta miseria operativa, algo que incluso a
día de hoy podría parecer conveniente al ciudadano de a pie de un país como el nuestro,
abocado al intervencionismo castrense pero totalmente inaceptable en el marco de unas
Fuerzas Armadas pertenecientes a una nación democrática y europea), eran los
siguientes:
II Región Militar (Sevilla): Operaciones Montoro y Mérida. Maniobras en zonas
de Córdoba y Mérida.
III Región Militar (Valencia): Operación Albacete. Maniobras en el campo
militar de Chinchilla.
IV Región Militar (Barcelona): Operación Gandesa. Maniobras en la zona sur de
Tarragona.
V Región Militar (Zaragoza): Operación Soria. Maniobras en la zona del
pantano de la Cuerda del Pozo.
VII Región Militar (Valladolid): Operación Palencia. Maniobras al norte de la
provincia de Valladolid.
VIII Región Militar (La Coruña): Operación Verín. Maniobras en la zona sur de
Orense.
Estas maniobras, autorizadas por el Estado Mayor del Ejército y con una
duración de ocho días, tenían unas muy claras y decisivas finalidades para los golpistas.
Por una parte, como acabo de señalar, el facilitar el abastecimiento de toda clase de
pertrechos para unas Unidades operativas que, en situación normal de vida de
guarnición, carecían de ellos; por otra, el servir de coartada para el movimiento de las
mismas fuera de sus acuartelamientos. Pero la más importante de ellas era, sin duda, el
poder acercarlas a la capital de la nación para, llegado el momento y antes de que
finalizaran esos días de instrucción en el campo, ocupar rápidamente los objetivos
alrededor de Madrid que el propio «Plan Móstoles» les había fijado de cara a conseguir
el éxito final del movimiento involucionista.
Fase 2:
A la hora «H» del día «D» de la Operación Móstoles, esto es a las 03: 00 horas del 2 de
mayo de 1981 (último de los días de maniobras y por lo tanto, sin levantar ninguna
sospecha puesto que en esa jornada estaba previsto que los diferentes efectivos
117
regionales regresaran a sus bases), las Unidades mecanizadas y acorazadas
pertenecientes a las Regiones Militares involucradas en el plan se pondrían en marcha
desde sus campamentos y vivaques en el campo abierto hacia sus objetivos alrededor de
la capital de la nación. El cerco a distancia de la misma debería estar completado en un
plazo no superior a las seis horas, es decir antes de las 09:00 horas de ese nuevo y
emblemático día de la historia de España.
Las columnas golpistas avanzarían hacia Madrid siguiendo varios ejes de
progresión, coordinados y regulados en tiempo y espacio, para cortar a distancia el
sistema radial de comunicaciones ferroviarias y por carretera que fluyen desde la capital
de la nación, aislando ésta y facilitando la apertura de las consiguientes negociaciones
políticas que solucionaran «pacíficamente», y desde una situación de fuerza, el
gravísimo contencioso planteado. Éste pasaba, como adivinará el lector sin mucho
esfuerzo, por la asunción por parte de la cúpula militar rebelde de todos los poderes del
Estado.
El «Plan Móstoles», basándose en el antiguo «Plan Mola» de julio de 1936, pero
sensiblemente mejorado y con todas las bendiciones técnicas y tácticas de su lado,
contemplaba así la progresión hacia Madrid de cinco columnas motoacorazadas,
pertenecientes a las Regiones Militares II, III, V, VII y VIII, que debían aislar y asfixiar
la capital de la nación a una distancia estratégica (100-120 kilómetros):
II Región Militar (Sevilla):
-
Desde la zona de maniobras de Montoro una Brigada mecanizada de la
División Guzmán el Bueno avanzaría hacia la zona de Ciudad RealManzanares para cortar las comunicaciones de Madrid con el sur. En una
acción subordinada a la anterior, efectivos de la misma Brigada ocuparían la
zona de Bailen con la finalidad de controlar cualquier posible reacción de la
Capitanía General de Granada.
-
Desde la zona de maniobras de Mérida otra Brigada motorizada,
perteneciente a la misma División, efectuaría una amplia maniobra de
acercamiento a la capital de la nación estableciéndose en la zona de
Navamoral de la Mata y cortando las comunicaciones de Madrid con el
oeste.
118
-
La Brigada DOT (Defensa Operativa del Territorio), con base en
acuartelamientos de Sevilla, sería la encargada de garantizar el control de la
capital andaluza.
III Región Militar (Valencia):
-
Desde la zona de maniobras del campo de Chinchilla (Albacete) una Brigada
motorizada de la División Maestrazgo”avanzaría hacia la zona de HonrubiaLa Almarcha para cortar las comunicaciones de Madrid con Levante.
-
Una AGT (Agrupación Táctica) sobre la base de un Batallón de Infantería
motorizado reforzado con medios mecanizados ocuparía la ciudad de
Cuenca.
-
El control de las ciudades más importantes de la Región correría a cargo de
la Brigada DOT III y unidades de la propia División Maestrazgo.
IV Región Militar (Barcelona):
-
Desde la zona de maniobras de Gandesa, unidades de montaña de esta
Región militar lanzarían un GT (Grupo Táctico), compuesto por un Batallón
de Infantería de esa especialidad reforzado con medios motorizados, con la
misión de ocupar la ciudad de Teruel y controlar las comunicaciones que
desde Madrid y Zaragoza fluyen hacia Levante.
-
El importante control de Barcelona y su área metropolitana, así como de las
otras capitales de provincia catalanas, recaería en la Brigada DOT IV y
unidades de la División de montaña de guarnición en la Región.
V Región Militar (Zaragoza):
Desde la zona de maniobras del pantano de la Cuerda del Pozo (Soria), una
Brigada mecanizada (formada sobre la base de la DOT V de guarnición en
la capital del Ebro y reforzada con importantes efectivos acorazados de la
División Brunete de Madrid, de maniobras en el campo de San Gregorio,
cercano a Zaragoza) avanzaría sobre la Nacional II, en la zona de
Medinaceli-puerto de Alcolea, para cortar esa importante carretera radial y
aislar Madrid por el este.
119
Desde Huesca y Jaca efectivos de montaña de la Región ocuparían, en una
acción secundaria, la ciudad de Tudela, para controlar cualquier posible
reacción operativa desde la Capitanía General de Burgos.
El control de las ciudades de la Región estaría a cargo de efectivos de
Operaciones Especiales de la Brigada DOT V y de Unidades de montaña.
VII Región Militar (Valladolid):
-
Desde la zona de maniobras de Palencia, Unidades de Caballería de la
Región ocuparían la zona de Medina del Campo con la misión de cortar la
Nacional VI y aislar Madrid por el noroeste.
-
En una acción secundaria, y para evitar cualquier sorpresa táctica por parte
de la Capitanía General de Burgos, unidades de la región ocuparían Aranda
de Duero, cerrando asimismo la Nacional I.
-
El control metropolitano de la Región correría a cargo de la DOT VII.
VIII Región Militar (La Coruña):
-
Desde la zona de Verín (Orense), Unidades de la Brigada aerotransportable
de guarnición en la Región ocuparían las ciudades de Zamora y Salamanca,
completando el cerco de Madrid y cerrando sus comunicaciones con el
oeste/noroeste.
-
El control regional a cargo de la Brigada DOT VIII.
Esta segunda fase del Plan Móstoles contemplaba, pues, como queda expuesto,
el aislamiento rápido, incruento y por sorpresa (cerco estratégico) de la capital de la
nación por fuerzas militares pertenecientes a las demarcaciones castrenses sublevadas
que, realizado durante la madrugada del día 2 de mayo de 1981 y debiendo estar
terminado antes de las 09:00 horas de ese mismo día. Ello tenía que dar paso a la
apertura de unas negociaciones de la cúpula militar golpista (presidida por los generales
Elícegui y Merry Gordón o, muy previsiblemente, por el «generalísimo» Milans del
Bosch) con el Gobierno de la nación y con el propio jefe del Estado, el rey Juan Carlos,
con el fin de poner las bases para una rápida asunción por parte de la misma de todos los
poderes del Estado.
Si las más altas autoridades del Estado y del Gobierno aceptaban el chantaje
golpista y se avenían a entregar el poder, las fuerzas militares establecidas en la línea de
120
cerco estratégico alrededor de Madrid lanzarían sobre la capital unos pequeños
destacamentos, constituidos básicamente por Unidades de Policía Militar y Operaciones
Especiales, que, sin alarmar a la población civil y dejándose ver solo lo necesario,
ocuparían los centros sensibles y de Gobierno ubicados en la misma: palacio de La
Zarzuela, de la Moncloa, Banco de España, TVE, palacio de Comunicaciones… etc.,
etc. Inmediatamente, el mando supremo rebelde cursaría las órdenes para que los altos
mandos militares no adscritos al movimiento castrense en marcha (la JUJEM y los
capitanes generales de Madrid, Burgos, Granada y Canarias) fueran relevados de sus
cargos, así como las instrucciones reservadas para asegurar la «neutralización» del rey,
las autoridades gubernamentales y los máximos representantes de las más altas
Instituciones del Estado.
En todos estos movimientos complementarios para asegurar el control de
Madrid, una vez que los poderes del Estado hubieran claudicado ante el tremendo
órdago operativo puesto en juego por el Ejército, el «Plan Móstoles» hacía hincapié con
toda claridad y rotundidad en que deberían hacerse respetando «al máximo» la vida y la
integridad de todas las autoridades involucradas en los mismos, así como de la
población civil en general. El éxito de la operación de copo de la capital de la nación y
de la consiguiente asunción de poderes, exigía una ausencia total de bajas, tanto
militares como civiles, de cara a la consolidación del proyecto político posterior.
En el caso de que, a pesar de amanecer Madrid el 2 de mayo de 1981 totalmente
cercada y sin posibilidad alguna por parte del Gobierno de enmendar esa situación en el
corto plazo, tanto el Ejecutivo nacional como el rey Juan Carlos no se avinieran al pacto
con la cúpula militar rebelde, ésta pondría en marcha, en el plazo de las siguientes 24
horas, la tercera fase del Plan.
Fase 3:
Aislada Madrid y no conseguida, a través de conversaciones totalmente incruentas, la
finalidad política que perseguía la Fase 2 del «Plan Móstoles» (la caída del Gobierno y
de la cúpula del Estado), las fuerzas militares que ocupaban posiciones en la línea de
cerco estratégico se pondrían en marcha, durante la noche del 2 al 3 de mayo de 1981,
para adelantar su despliegue a posiciones a una distancia táctica de la capital; esto es,
sobre un anillo a unos 30-40 kilómetros de la misma.
Este anillo táctico, que sería ocupado en todo caso antes de las 07:00 horas del
día 3 de mayo de 1981, estaría guarnecido por destacamentos importantes de las
121
columnas motoacorazadas expedicionarias y delimitado como queda expuesto a
continuación:
Fuerzas de la II Región Militar: Navalcarnero-Aranjuez.
Fuerzas de la III Región Militar: Arganda.
Fuerzas de la V Región Militar: Alcalá de Henares.
Fuerzas de la VII Región Militar: Colmenar Viejo-El Molar.
Fuerzas de la VIII Región Militar: El Escorial-Villalba.
En las primeras horas del día 3 de mayo, el alto mando rebelde, sin que sus
Unidades militares hubieran efectuado hasta el momento un solo disparo, intentaría
doblegar la última resistencia tanto del Gobierno de la nación como del rey Juan Carlos.
En el hipotético caso de que, a pesar del asfixiante dogal táctico tejido por los
sublevados alrededor de Madrid, las todavía máximas autoridades del Estado español
intentaran resistir el asedio, el «Plan Móstoles», en un Anexo operativo ultrasecreto que
los jefes de gran Unidad operativa (Brigadas o Agrupaciones Tácticas) sólo podrían
abrir después de recibir una orden expresa, cifrada y personalizada, contemplaba ya el
uso masivo y sin contemplaciones de la fuerza militar mediante el desencadenamiento
de acciones rápidas y expeditivas sobre determinados objetivos de Madrid y su área
metropolitana: palacios de La Zarzuela y La Moncloa, Banco de España, Telefónica,
Correos, centros de comunicaciones, de radio y televisión… Todo ello para conseguir el
control absoluto de la capital de la nación antes de las 07:00 horas del día 4 de mayo.
En el citado documento supersecreto de la Directiva CGA 02 M 1981, merecían
especial atención las acciones específicas necesarias para conseguir la superioridad
castrense y la neutralización de las Unidades militares ubicadas en la Región Militar de
Madrid, así como en una segunda prioridad las pertenecientes a las Regiones Militares
de Burgos y Granada. Sobre todo se hablaba de la Brigada Paracaidista, de guarnición
en Alcalá de Henares, y la División Acorazada Brunete, con acuartelamientos en El
Goloso, Retamares y otros puntos de los alrededores de la capital. Apesar de que la
mayoría de sus mandos intermedios y bajos (que comulgaban con las teorías, tanto
profesionales como políticas del nuevo movimiento) habían dado ya garantías, a través
de los servicios de Inteligencia, de su pasividad cuando no de su colaboración llegado el
momento,
pues
ambas
deberían
ser
«desactivadas»
operativamente
y
sus
acuartelamientos puestos bajo el control directo de los jefes de sector que tuvieran los
mismos en su zona de acción.
122
Y vale ya de atosigar al lector con los entresijos operativos y los detalles
profesionales (a este paso voy a conseguir que los españoles sean unos expertos en
estrategia y táctica golpistas, lo que sin duda les vendrá muy bien en el futuro para que
los militares los dejen tranquilos) de la gran conjura castrense franquista,
exhaustivamente planificada, redactada, coordinada… y, afortunadamente, no ejecutada,
del 2 de mayo de 1981. Una bomba golpista en toda regla que hubiera retrotraído al país
a las catacumbas de 1936, dispuesta para estallar a su debido tiempo y que finalmente
(lo he repetido hasta la saciedad en páginas anteriores, pero es que si no insisto una y
otra vez, no va a enterarse el personal) sería, desactivada, neutralizada, desarmada…
¡por otro golpe militar! Sí, sí, ciudadanos españoles y extranjeros que me leen: por otro
golpe militar (parece ser que el fin justifica los medios si está en juego la seguridad del
Estado y la corona de su jefe supremo) nacido en las altas esferas de este país
precisamente para eso, para desmontar el anterior; éste blando, palaciego, descafeinado,
teatral, patético, y consensuado con los principales partidos políticos del arco
parlamentario español. Ya se sabe, un clavo saca otro clavo y un golpe militar puede
invalidar otro golpe militar…
¿Y se acuerda, querido lector que acaba de deslizar su ávida mirada por estas
páginas inéditas, nunca escritas antes de la reciente historia del golpismo militar
español, cómo fue denominado (porque conocerlo, lo conoce, de eso estoy seguro) este
golpe militar, blando, controlado, «democrático», salvador de la patria en peligro,
planificado a toda prisa desde los más altos despachos del Estado español para parar la
tragedia que nos amenazaba a todos los ciudadanos de este país cuando volviéramos a
celebrar, en el terrorífico año 1981, aquella discutida y discutible gesta del 2 de mayo de
1808? Pues claro que sí, que se acuerda, ¡faltaría más!, si desde febrero de 1981 es la
estrella histórica y mediática nacional. En principio sería denominado «Solución
Armada» por parte de políticos y periodistas; después, «Intentona involucionista del 23F», por parte también de los políticos (léase poder) y de la ciudadanía en general y, si
me permiten autocitarme y para disentir, algo que me gusta sobremanera, El golpe que
nunca existió (como titulé en un libro que no tardó en ser retirado de las librerías) y
«Maniobra político-militar-institucional borbónica», por parte del modesto investigador
que les habla.
Pues termino, amigos, este largo capítulo dedicado a la gran conjura de mayo de
1981 (la almendra del presente libro) que los generales más radicales de la derecha
franquista no pudieron ver culminada. Después de leerlo es obvio que se comprende
123
mucho mejor el por qué de aquella chapucera asonada militar del 23 de febrero de 1981,
escenificada al alimón por viejos tanques del Ejército (desarmados y respetando los
semáforos y las paradas de stop), por soldados de reemplazo (vitoreando al rey) y por
guardias civiles (sin tricornios, chillando y disparando al aire como demonios). Aquella
chapuza militar, aquél esperpento golpista de país bananero, llamativo hasta en un país
como España que está muy acostumbrado históricamente a que sus militares hagan el
ridículo cada muy pocos años, lógicamente, debía obedecer a alguna razón de peso. Y
naturalmente que obedeció a una razón de peso, de mucho peso, nada menos que a la de
salvar la monarquía juancarlista (instaurada escasos años antes por el dictador Franco)
de las iras de unos militares que se consideraban traicionados por su comandante en
jefe. Aunque, de paso, sólo de paso, buscara también el salvaguardar las estrechas
libertades concedidas generosamente al pueblo español por una transición política
timorata, vigilada, consensuada entre los amos del anterior sistema autoritario y los
jóvenes jerifaltes de unos partidos políticos que, aún habiendo luchado valientemente en
su momento contra la dictadura, aspiraban a tocar poder derrochando pragmatismo y
deslealtad con sus caídos.
En el capítulo que sigue voy a presentar al lector, una vez más y
convenientemente actualizado y resumido, el famoso esperpento histórico a que acabo
de referirme: el 23-F, así como todas las maniobras subterráneas, pactos, contubernios y
chantajes que protagonizó el apoderado real para el mismo, el general Armada, y que lo
hicieron posible. Porque después de haber diseccionado convenientemente en las
páginas anteriores lo que pudo haber sido, y por fortuna no fue, aquel 2 de mayo
golpista de 1981, debo incidir nuevamente, para dejarla de una vez totalmente
clarificada para la opinión pública española, en la oscura maniobra palaciega que,
vestida de golpe militar contra la democracia y la Corona, logró desactivar
definitivamente el tremendo órdago castrense en la tarde/noche del 23 de febrero de ese
mismo año 1981, poniendo, eso sí, a este país al borde de otra guerra civil; con el
teniente coronel Tejero como primer actor escénico, golpista de hojalata, estrafalario
Comandante Cero hispánico o, simplemente, como provocador institucional.
124
Capítulo cuatro
Al servicio de la Corona
La «Solución Armada»: El golpe blando del rey. Las confidencias de su antiguo
secretario general ponen nervioso al monarca: «Majestad, están en juego la
Corona, la democracia y su propia vida. Es urgente y totalmente necesario parar a
los capitanes generales. Y para ello debemos contar con el teniente general Milans.
Sin él, todo estará perdido.» La compleja gestación y la chapucera ejecución del
23-F. Del fracaso inicial al éxito final: La Conjura de mayo quedará desactivada.
125
En los primeros días del otoño de 1980, como creo que ya he repetido en varias
ocasiones a lo largo del presente trabajo, dada la precaria situación política, económica
y social del país y el malestar institucional en el que se debatía el Ejército debido al
terrorismo etarra, la puesta en marcha del Estado de las autonomías y la propia
transición en su conjunto, se encontraban en período de gestación en España tres golpes
militares: el golpe duro o «a la turca» (la denominada por este historiador Conjura de
mayo), patrocinado por un grupo muy numeroso de generales franquistas de la cúpula
militar con mando de Capitanía General (conocido indebidamente como «el de los
coroneles» por los servicios de Inteligencia militar por puro mimetismo profesional en
relación con procesos similares en Turquía y Grecia), con un gran poder operativo
dentro del conjunto de las Fuerzas Armadas y que apuntaba directamente contra el
titular de la Corona (tachado de «traidor» por sus máximos dirigentes) y, por supuesto,
contra el sistema político recién instaurado en España; un segundo movimiento
involucionista era el de corte «primorriverista», personalizado por el capitán general de
Valencia, teniente general Milans del Bosch, quien, compartiendo en líneas generales
los ideales y fines del anterior y aspirando en consecuencia a instaurar en nuestro país
una dictadura militar, deseaba seguir contando con la foto del rey presidiendo las salas
de banderas; y el tercero, llamado de «los espontáneos» o «golpe primario» por los
servicios secretos castrenses, contaba con el teniente coronel Tejero y el comandante
Inestrillas como cabezas rectoras de un nuevo intento, limitado sin duda en medios y
alcance, de alterar la pacífica convivencia entre los españoles.
Estos movimientos subterráneos en el seno de las Fuerzas Armadas y la Guardia
Civil eran conocidos y seguidos muy de cerca por la División de Inteligencia del
Ejército y, sobre todo, por el CESID que en noviembre de ese mismo año 1980
redactaría y enviaría a sus destinatarios mas selectos el ya mencionado Informe sobre
las operaciones en marcha, del que tuvimos constancia, además del Gobierno y la
Jefatura del Estado, los altos mandos de las Fuerzas Armadas y sus Estados Mayores.
De estos tres golpes de Estado en preparación el que más peligro representaba,
obviamente, era el primero puesto que sus responsables ostentaban el mando de un
porcentaje muy elevado del poder militar real y, además, aspiraban a dar un vuelco total
a la situación política en nuestro país. El que esto escribe, a la sazón comandante jefe de
Estado Mayor de la Brigada DOT V, con sede en Zaragoza, tuvo enseguida plena
constancia de la existencia de este movimiento involucionista al tener que asistir, por
razones de su cargo, a tres reuniones de jefes de Cuerpo de la guarnición con el capitán
126
general Elícegui Prieto, titular de la Región Militar, celebradas en octubre y noviembre
de 1980 y enero de 1981 (de las que ya he dado cumplida cuenta al lector en el capítulo
anterior), y a lo largo de las cuales se planteó sin ambages la necesidad perentoria de
que nuevamente el Ejército «enderezara» abruptamente el rumbo político de nuestra
nación. De lo tratado en estos tres encuentros cursé inmediatamente las oportunas notas
informativas al mando del Ejército a través del canal de Inteligencia de la Brigada.
Pues bien, en esas preocupantes fechas en las que se iniciaba en España uno de
los otoños políticos más convulsos de la historia de este país, La Zarzuela, que recibía
periódicos y oportunos informes del CESID, de los servicios de Inteligencia de las FAS,
de la cúpula militar (JUJEM) y, sobre todo, de personajes muy allegados a la Corona y
de un monarquismo incuestionable como los generales Armada y Milans, entre otros,
fue alertada con pavor del ensordecedor «ruido de sables» que llegaba desde los
cuarteles y urgida (básicamente por el primero de ellos) a tomar drásticas y pertinentes
medidas que neutralizaran tan peligrosa situación.
Al hilo de lo que acabo de decir, quiero transmitir al lector una información
confidencial que llegó a mi despacho escasos días después de que, en el primer
encuentro que tuvimos los jefes de Cuerpo de la guarnición de Zaragoza con el teniente
general Elícegui, saltaran en mi cerebro todas las alarmas sobre el porvenir político y
social de esta nación. La información hacía referencia a una entrevista reservada entre el
rey Juan Carlos y el general Armada, celebrada en La Zarzuela muy pocas jornadas
después del Día de la Hispanidad, 12 de octubre de 1980 (de la que tuvieron constancia
los servicios de Inteligencia del Ejército y a través de los cuales llegó a diversas
Capitanías Generales afines), y en el curso de la cual el antiguo confidente, colaborador,
subordinado y, sin embargo, amigo del monarca español (que tenía ya en su poder
informes sensibles y privilegiados sobre la citada reunión «cuasi golpista» celebrada a
mediados de octubre en la capital aragonesa), no pudo ser mas explícito con su rey y
señor:
—Majestad, están en juego la Corona, la democracia y su propia vida. Es
urgente y totalmente necesario parar a los capitanes generales. Y para ello, debemos
contar con el general Milans. Sin él, todo estará perdido.
En respuesta a estos «consejos» de su entorno más íntimo, el rey Juan Carlos
(según reconocerían el propio Armada y el general Milans del Bosch años después en
conversaciones privadas durante su permanencia en la prisión militar de Alcalá de
Henares, en unos momentos especialmente dramáticos para ambos) autorizó al primero
127
de ellos, marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército de
Tierra, Alfonso Armada y Comyn, a consensuar lo más rápidamente posible un
hipotético Gobierno de concentración o unidad nacional, presidido por el propio
Armada (la inmediatamente aireada por los medios de comunicación «Solución
Armada»), con los dirigentes de los principales partidos del arco parlamentario español
y altos cargos de las Fuerzas Armadas. Gobierno que debería ser instaurado, tras la ya
asumida salida de la Presidencia del mismo de Adolfo Suárez, de un modo totalmente
pacífico y respetando «lo máximo posible» las normas constitucionales, con un marcado
carácter eventual y con una muy prioritaria misión en su agenda: desmontar, desde la
fachada de dureza y afán de cambio que sin duda podía irradiar un Ejecutivo presidido
por un alto militar, el golpe involucionista que contra la monarquía y el sistema político
recién instaurado en España preparaban los generales más radicales del franquismo
castrense.
El general Armada, apoderado del rey para esta singular reconducción política
del país (solicitada también en aquellos momentos por amplios sectores del mismo, todo
hay que decirlo) obtendría muy pronto la aquiescencia más o menos interesada de los
principales partidos políticos nacionales (PSOE, AP, UCD críticos, PCE… etc., etc.)
para entrar a formar parte de un proyecto que, aunque de una legitimidad constitucional
muy dudosa, podía ser aceptado como mal menor ante una situación nacional casi
explosiva. Para conseguir esa adhesión el enviado real no dudaría en reunirse, una y otra
vez, con los líderes mas destacados de esas formaciones, con los que negociaría sin
desmayo durante meses en aras de conseguir no sólo la aceptación de su propuesta sino
su plena integración en ella. Concretamente, el enviado del monarca, después de
presentar con crudeza a sus interlocutores las dos únicas alternativas posibles en
aquellos dramáticos momentos: o ese Gobierno de «apaño nacional» o el golpe militar
puro y duro, les habría garantizado que ese Ejecutivo sólo duraría dos años, al cabo de
los cuales se convocarían elecciones generales y se retomaría el rumbo político previsto
en la transición.
En relación con estas gestiones en el campo político de Armada (que durante los
meses de octubre, noviembre y diciembre de 1980 llevaría a cabo con total dedicación,
afán de servicio, profesionalidad y, por qué no decirlo, grandes dosis de ambición),
merece la pena recordar una famosa entrevista suya con determinado dirigente
partidario, que saltó en su día a los medios de comunicación y que propició un
encendido debate en la cúpula de la organización afectada y en la sociedad en general.
128
Me estoy refiriendo a la «comida de trabajo» que compartió el 22 de octubre de 1980 en
Lérida, lugar donde estaba destinado en esa fecha como jefe de la División de Montaña
Urgel n.º 4, con el secretario de relaciones políticas de la Ejecutiva Federal del PSOE y
miembro de la Comisión de Defensa del Congreso, Enrique Múgica, y a la que
asistieron también el político socialista catalán Joan Reventós y el alcalde de Lérida,
Antoni Ciurana. Fue un encuentro muy importante, aunque no determinante, para
estrechar lazos con los socialistas de cara a que éstos asumieran su proyecto. Es algo
desde el propio PSOE se trató de minimizar al trascender a la opinión pública y desatar
un encendido debate, y que tendría su continuación, con un feliz desenlace por cierto, en
la muy reservada reunión de alto nivel que escasas semanas después mantendría con el
líder máximo del mismo, Felipe González. En el transcurso de la cual, tras prometerle
varios ministerios en su nuevo Gobierno y a él mismo, a título personal, la
vicepresidencia del mismo, obtendría definitivamente su «Sí» mas entusiástico.
También obtendría Armada, como emisario del rey, el plácet de la Junta de Jefes
de Estado Mayor (JUJEM); pero, en general, en el campo militar no tendría mucho
éxito. No encontró el preciado consenso. Algunos capitanes generales moderados, como
los titulares de las Regiones Militares de Madrid, Burgos, Granada y Canarias, no
tendrían inconveniente en aceptar la propuesta real, pero sus buenos oficios, avalados
siempre por unas credenciales regias nunca escritas pero que nadie osaba poner en duda
dada la amistad y confianza con las que el rey Juan Carlos había distinguido siempre a
su antiguo preceptor, ayudante, confidente y asesor, fracasarían estrepitosamente ante el
núcleo duro del franquismo castrense cuyos máximos dirigentes (Elícegui, De la Torre
Pascual, Merry Gordón, Fernández Posse, Campano...) hacía ya tiempo que habían
traspasado el Rubicón de la lealtad y la subordinación al monarca, al que públicamente
tachaban de «traidor al sagrado legado del Generalísimo», para abrazar decididamente
la senda de la involución pura y dura.
Pero aún aparecería un tercero en discordia en el difícil escenario político con el
que se encontró el general Armada tras el difícil encargo real: su amigo y compañero
Milans del Bosch, capitán general de Valencia. Mucho más cerca de los radicales que de
los moderados, discrepaba abiertamente de las ideas antimonárquicas del núcleo duro de
los primeros que querían, lisa y llanamente, destruir la monarquía y volver a una
dictadura castrense de corte franquista.
En resumen, el apoderado del rey para salvar cuanto antes, y como fuera, la
Corona y su tambaleante apuesta por una pacífica transición política hacia la
129
democracia, se encontraría ante sí con dos verdaderos movimientos militares de
importancia (dejando de lado, por su escasa relevancia política y militar y porque en
aquellas fechas ya había sido fagocitado por el «primorriverista» del general Milans, el
«espontáneo» de Tejero) que podían dar al traste con su misión. Veamos ahora el
balance de poder militar real:
Golpe duro (Conjura de mayo). Radicales franquistas
Regiones Militares II, IV, V, VII, VIII y Baleares
Unidades militares:
• División mecanizada Guzmán el Bueno
• División de Montaña Urgel
• Brigada de Alta Montaña
• BRIDOT II (Brigada Defensa Territorial)
• BRIDOT IV
• BRIDOT V
• BRIDOT VII
• BRIDOT VIII
• BRILAT (Brigada Ligera Aerotransportable)
•Brigada de Caballería Jarama
•Guarnición de Baleares
Total efectivos: 50.000 soldados
100 carros de combate
120 blindados ligeros
Apuesta «primorriverista» de Milans
III Región Militar
Unidades militares:
• División Motorizada Maestrazgo
• División Acorazada Brunete1
• BRIDOT III
Total efectivos: 30.000 soldados
250 carros de combate
250 blindados ligeros
1
Obedece a Milans, pero bajo mando administrativo de la I Región Militar.
130
«Solución Armada». Franquistas moderados leales al rey
El poder de los militares franquistas moderados (leales en principio al rey Juan
Carlos y que aceptaban su «Solución Armada») era el siguiente:
Regiones Militares I, VI, IX y Canarias
Unidades Militares:
• División Acorazada Brunete2
• División de Montaña Navarra
• Brigada Paracaidista3
• BRIDOT I
• BRIDOT VI
• BRIDOT IX
• Guarnición de Canarias
Total efectivos: 20.000 soldados
70 blindados ligeros
2
Bajo el mando moral de Milans. El capitán general de Madrid sólo podría disponer de una mínima parte,
despreciable bajo el punto de vista operativo.
3
Sus mandos operativos intermedios (Bandera Paracaidista) distribuían su simpatía entre el movimiento
de los capitanes generales y el del general Milans. Por lo tanto, no se podía contabilizar como fuerza a
disposición de esta opción.
Del anterior balance de fuerzas se desprendía que las Unidades bajo el mando
(administrativo o de facto) del general Milans serían determinantes ante cualquier
planteamiento de enfrentamiento militar; sobre todo si podía contar con la mayor parte
de la DAC (División Acorazada Brunete), la Unidad de mayor poder operativo del
Ejército español, que él había mandado hasta el año 1977 y que lo adoraba
profesionalmente. Recordemos que el monto de estas Unidades era, en líneas generales,
el siguiente:
30.000 hombres
200 carros de combate
250 TOAs (Transportes oruga acorazados) y blindados ligeros.
Debido a este poder operativo real, el teniente general Milans, a lo largo de los
meses de octubre, noviembre y diciembre de 1980 y enero de 1981, se convertiría en
objeto del deseo de unos y otros. Por lo menos, eso cabe colegir tanto de las palabras de
131
Armada dirigidas al rey a mediados de octubre de 1980: «Hay que contar con Milans. Si
no todo estará perdido», como de las que tuvo que escuchar el teniente general Elícegui
al término de la primera reunión golpista celebrada en Zaragoza el 14 de enero de 1981:
«Sólo Milans puede liderar esto.»
Y, desde luego, ese afán por parte de ambos bandos de que el capitán general de
Valencia liderara sus respectivos movimientos era del todo punto de vista correcto. Si el
general Milans asumía el mando del movimiento de mayo y unía sus fuerzas a la de los
capitanes generales radicales, éstos alcanzarían el 80/90% del poder militar real del
Ejército de Tierra español:
• La totalidad de las Divisiones de Intervención Inmediata (3 Divisiones, una
acorazada, una mecanizada y otra motorizada)
• 1 División de Montaña
• 6 BRIDOTs
• 1 Brigada Aerotransportable
• 1 Brigada de Alta Montaña
• 1 Brigada de Caballería
• Guarnición de Baleares
En total, más de 80.000 soldados, 300 carros de combate y 370 TO,s y vehículos
blindados.
La DAC Brunete era, asimismo, objeto del deseo de todos. Pertenecía a la
guarnición de Madrid y por lo tanto, estaba bajo el mando directo (administrativo o
teórico) del capitán general Quintana Lacaci, pero los altos mandos del Ejército y sus
Estados Mayores sabíamos muy bien que, en caso de emergencia y si el capitán general
de Valencia así lo quería, no dudaría en ponerse bajo sus órdenes con armas y bagajes.
Y por otra parte, los capitanes generales involucrados en el movimiento de mayo, a
través del de Aragón, Elícegui Prieto, controlaban temporalmente la flor y nata de sus
Unidades operativas (Batallones de carros de combate y de TOAs) que periódicamente
se desplazaban al campo de maniobras de San Gregorio (en las afueras de Zaragoza)
para realizar ejercicios tácticos con fuego real. Aprovechando uno de esos momentos de
dependencia temporal de la Capitanía General de la V Región Militar, su titular podía
asumir su mando operativo sin demasiadas dificultades.
Y efectivamente, los planes del general Elícegui para el 2 de mayo de 1981
contemplaban la posibilidad de poder disponer nada menos que de un Batallón de carros
medios (55 carros de combate de 44 toneladas) y otro de transportes oruga acorazados
132
pertenecientes a la DAC para, sobre la base logística y de mando de la BRIDOT V de
guarnición en Zaragoza, organizar una potente Brigada mecanizada que, tras siete días
de maniobras en la zona del pantano de la Cuerda del Pozo, en Soria, se lanzara sobre
Madrid en la madrugada del citado día 2 de mayo, para cortar la carretera Nacional II y
cercar la capital de la nación por el este. Esta agregación sui generis se podía lograr si el
general Milans lo «ordenaba» y, desde luego, con la colaboración del EME (Estado
Mayor del Ejército) y del Estado Mayor de la DAC, que no estaba para nada con el
capitán general Quintana Lacaci y sí, y mucho, con su antiguo jefe.
Bueno, pues después de profundizar (quizá demasiado, pero he creído que era
conveniente para que el lector se haga una exacta valoración del peligro real de guerra
civil que se cernía sobre este bendito país allá por los últimos meses del año 1980 y
primeros de 1981) en la correlación de fuerzas que mantenían en aquellas fechas los
distintos movimientos militares que conspiraban en la sombra a favor o en contra de la
transición puesta en marcha en España tras la muerte de Franco, paso a retomar el relato
de las andanzas que el enviado regio para una muy especial «reconducción del proceso
político y salvación monárquica», marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de
División del Ejército, señor Armada, tuvo que vivir para poder cumplir, al final más mal
que bien, las órdenes de su señor, el rey de España.
Como consecuencia de los informes reservados que sobre la base de sus
gestiones con los altos mandos castrenses y sus conversaciones políticas con tirios y
troyanos eleva a primeros de noviembre de 1980 a La Zarzuela, el rey Juan Carlos,
alarmado por el imparable avance del golpe duro de los capitanes generales franquistas,
toma una nueva decisión político-militar. Lo hace, por supuesto, al margen del
Gobierno de Adolfo Suárez, cuyo presidente, una vez más, es marginado dadas sus
malas relaciones con los militares. Así, el Borbón le encarga a su confidente y valido
que «negocie», como sea y hasta donde sea, con el teniente general Milans del Bosch
(de demostrada lealtad a la Corona, pero que lleva tiempo preparando su particular
movimiento antisistema y es objeto, además, de presiones de todo tipo por parte de los
generales franquistas que quieren que lidere su previsto golpe de la primavera) la
adhesión de este carismático general a la Solución que lleva su apellido, haciéndole
todas las concesiones que sean necesarias en aras de vencer sus reticencias de meses
atrás y conseguir con ello su respaldo y el rápido desmantelamiento del peligrosísimo
órdago franquista.
133
De estas conversaciones Armada-Milans, iniciadas con la entrevista de ambos en
Valencia el 17 de noviembre de 1980, saldrá un nuevo plan político-militar-institucional
con vocación de ejercer de urgente corrector de la preocupante situación del país en
general y de la Corona española en particular: el que podríamos denominar ahora, con la
perspectiva del tiempo transcurrido, como «Solución Armada II» o, mejor aún, como
«Plan Milans», una variante del anterior (de corte pseudo-constitucional y pacífico en
principio), pero trufado de irrenunciables exigencias de Milans, que le convertirán de
hecho en algo mucho más peligroso, cuestionable y, por supuesto, inconstitucional e
ilegal. Exigencias tales como la de incluir en el nuevo plan la operación de «los
espontáneos», con el fin de humillar a los políticos y crear la imagen de una
intervención en toda regla del Ejército en la vida nacional que satisficiera a los
generales franquistas y diera la impresión a la ciudadanía y, sobre todo, a las amplias
capas de la ultraderecha que conspiraban contra el régimen juancarlista, de que se
acometía un verdadero cambio en la dirección general del país; o la de que los
ministerios de Defensa e Interior del nuevo Gobierno recayeran en manos militares (el
primero de ellos en las del propio Miláns, quien, ante la negativa del rey a que hubiera
más generales en el Ejecutivo de Armada, tendría que conformarse finalmente con el
cargo de PREJUJEM, Presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor); o la promesa de
un mayor protagonismo de las FAS en la lucha contra el terrorismo etarra para terminar
con él cuanto antes, incluso por la vía de la intervención directa.
Desde mediados de enero de 1981 la reconvertida «Solución Armada», en la que
el capitán general Milans del Bosch (que todavía no ha roto definitivamente sus lazos
con la cúpula militar de la Conjura de mayo) ha adquirido un protagonismo esencial al
quedar bajo su control toda la planificación operativa castrense de la misma, empieza a
concretarse, a desarrollarse, a coordinarse y, en consecuencia, a ser conocida y seguida
por el CESID (que la apoyará totalmente ya que la JUJEM la ha aceptado desde el
principio por indicaciones expresas de La Zarzuela) y por el Servicio de Información de
la Guardia Civil, dependiente del Estado Mayor de ese Cuerpo que, ignorando
totalmente a su director general, ayudará a Tejero en la planificación y ejecución de su
arriesgado operativo. No ocurrirá lo mismo con los Servicios de Inteligencia del
Ejército (sobre todo con la poderosa DIEME, División de Inteligencia del Estado Mayor
del Ejército) que, obedientes a los altos mandos que en la sombra se preparan para
enfrentarse al sistema, trabajarán en campos muy distintos y distantes.
134
De los avatares de esta compleja maniobra político-militar-institucional en
marcha (la nueva «Solución Armada II», aceptada en principio con bastantes reservas e
imposiciones por parte del general Milans), salvadora de la monarquía en peligro, el rey
será puntual y regularmente informado por el propio Armada, que se entrevistará en
numerosas ocasiones con el monarca (personalmente y a través del teléfono) durante los
meses de diciembre de 1980 y enero y febrero de 1981. En concreto, once veces. Tanto
durante su destino como gobernador militar de Lérida y jefe de la División de Montaña
Urgel n.º4 como desde su puesto de segundo jefe del Estado Mayor del Ejército, cargo
al que accede escasas semanas antes del 23-F por expreso deseo de Juan Carlos. Fue
algo manifestado numerosas veces ante el ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún, y
ante el propio presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; que una y otra vez se habían
mostrado reticentes a que el antiguo secretario general de la Casa del Rey y hombre de
la entera confianza del monarca «desembarcara» en Madrid en un puesto de escasa
importancia operativa pero inestimable como plataforma de relación política y
amplísima información disponible.
Armada se configurará, con el paso de los días y con el cantado apoyo del rey
que nadie desmiente (ni el propio monarca que, perfectamente enterado del operativo, lo
«deja hacer») como la gran figura política de esta maniobra palaciega en planificación
acelerada.
El tiempo apremia, debido a que el amplio y poderoso movimiento
involucionista de los capitanes generales franquistas se va consolidando y su aparato
mediático (el grupo Almendros) y su apoyo político (la vieja infraestructura política y
sindical del antiguo Régimen) ya no se recatan en airearlo a los cuatro vientos. El
teniente general Milans del Bosch, por el contrario, todavía indeciso a pesar de las
seguridades dadas a su compañero Armada, tomará el mando militar del proyecto
ralentizando al máximo la organización del falso golpe militar, del «teatrillo castrense»
según el argot al uso en los cuarteles españoles (como «intentona involucionista a cargo
de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior Régimen», que así
será «bautizado» por el Gobierno cuando La Zarzuela se desmarque de él por
«inasumibles defectos de forma») en el que se ha embarcado y en el que no cree
demasiado; aunque tratará, eso sí, de colocar a sus hombres (Ibáñez Inglés, Torres
Rojas, Pardo, Tejero...) a la cabeza de cada uno de los frentes que tendrá que abrir para
hacerlo medianamente creíble ante la opinión pública y, sobre todo, ante los peligrosos
135
generales golpistas que preparan su cruento órdago para cuando en España empiece a
reír nuevamente la primavera...
La «Solución Armada», trufada de las consignas y exigencias de Milans, se
pondrá en marcha finalmente, después de algunas dudas, vacilaciones y adelantos, a las
16:20 horas en punto del día 23 de febrero de 1981. En ese preciso instante (dato
desconocido, por lo demás, para la mayoría de los españoles) veinte agentes del
Servicio de Información de la Guardia Civil vestidos de paisano y bajo el mando del
teniente Suárez Alonso, que han llegado a las inmediaciones del Palacio de la Carrera
de San Jerónimo siguiendo órdenes del Estado Mayor del Cuerpo a bordo de cinco
coches camuflados, cierran las avenidas y calles que confluyen en el Congreso de los
Diputados para facilitar la llegada y entrada en el mismo del teniente coronel Tejero al
frente de sus hombres.
Tejero, que ha recibido amplias facilidades para cumplir su misión por parte del
Estado Mayor de la Guardia Civil, igual que del Servicio de Información de la
Benemérita y también del propio CESID (sus atípicas columnas de autobuses han sido
llevadas «en volandas» al Congreso por comandos especiales de la Agrupación de
Operaciones Militares Especiales de este centro), ejecuta el asalto al palacio de la
Carrera de San Jerónimo a las 18:23 horas, como todos los españoles conocemos de
sobra. Pero he aquí que lo hace de una forma rocambolesca, alocada, tercermundista,
peligrosísima... y con el agravante, además, de ser escuchado en directo por toda España
a través de la radio y difundido después por la televisión. Resulta así una acción golpista
esperpéntica en la forma (aunque efectiva y contundente en su desarrollo operativo,
todo hay que decirlo), capaz de producir vergüenza ajena al más chapucero de los
dictadores caribeños: tiros, empujones, gritos cuarteleros, humillaciones a las más altas
autoridades del Gobierno... bochorno nacional, en suma. El general Armada, cerebro de
la operación y director de la acción en Madrid, se asusta. El rey, informado de urgencia,
también. A su fiel servidor, don Juan Carlos le había dejado las cosas muy claras: ni
violencia, ni soldados, ni tanques en las calles; por el contrario, discreción máxima,
coordinación con las fuerzas políticas; lo mismo que respeto, «en lo posible», a las
formas democráticas y constitucionales que conformaban en sí mismas las señas de
identidad de la Corona.
El general Armada, entonces, trata de reaccionar con rapidez e intenta que el rey
lo reciba lo más pronto posible en La Zarzuela para explicarle todo lo ocurrido y
asegurarle la pronta solución del «asunto Tejero» por medio de una personal y urgente
136
reconducción del mismo (reconducción de la reconducción en realidad). Pero ya es
tarde. La «Solución Armada» ha sido de inmediato abandonada por La Zarzuela
después de unos minutos de frenético cambio de impresiones entre don Juan Carlos, sus
ayudantes, y el secretario general de su Casa Militar, el general Sabino Fernández
Campo. El monarca le dice a Armada, en conversación telefónica a las 18:40 horas (en
la que también interviene Fernández Campo), que continúe en su puesto militar del
Estado Mayor del Ejército a las órdenes de su titular, el general Gabeiras, y que se
abstenga de acudir a palacio. El rey teme que su nombre se asocie a la vergonzosa
intentona.
Don Juan Carlos, a toda prisa, monta su particular puesto de mando anticrisis en
La Zarzuela, con el fiel Sabino (que ante la defenestración de Armada, actuará a partir
de entonces como nuevo valido regio) de jefe de Operaciones, a fin de dirigir el proceso
que salve la enrevesada situación política creada por la torpeza del marqués de
Rivadulla y, por ende, a la Corona. Ambos inician, en lucha contra el tiempo, una
frenética ronda telefónica con las diversas Capitanías Generales para tratar de atraer a
todos sus titulares (antidemócratas viscerales la mayoría de ellos) a un frente
democrático-monárquico contra el golpe militar en desarrollo que presentan, en
principio, como minoritario, totalmente ajeno a ellos, y sin cabeza directora visible,
puesto que ni Milans, ni mucho menos Armada, son reconocidos como sus dirigentes.
Luego, cuando en La Zarzuela tengan la confianza de que la práctica totalidad de
los capitanes generales están con el rey (algunos, como el general De la Torre, jefe de
Baleares, ni siquiera han contestado a las llamadas regias, y otros, como Elícegui, jefe
de Aragón, han retrasado voluntariamente durante horas la entrevista telefónica con el
monarca) todo cambiará. Los dos generales monárquicos, Milans y Armada, serán
elegidos como los «cabezas de turco» del tremendo desaguisado, los responsables
directos de una alocada «intentona militar contra la democracia y el pueblo español»,
mientras que Sabino Fernández Campo será investido de todos los honores y pasará a la
historia, junto con el rey, como la gran figura del 23-F: el hombre fiel, inteligente y
valeroso que supo reconducir magistralmente la difícil situación político-militar por la
que atravesaba el país, salvando de paso el Estado de derecho y las libertades de todos
los españoles. Don Juan Carlos, por su parte, ganará muchos puntos ante los ciudadanos
de este país, siendo venerado a partir de entonces como el «salvador y garante máximo
de la democracia» en España y consiguiendo con ello asentar definitivamente su
régimen monárquico que, en los últimos años, venía siendo severamente cuestionado
137
por un franquismo residual, pero todavía poderoso, que no le perdonaba la «traición»
cometida al sagrado legado del extinto Generalísimo.
Así las cosas, el general Armada, pese a no tener éxito en su infructuoso intento
de entrevistarse personalmente con el rey, trata, pasados unos minutos de duda, de
«reconducir» la situación a los cauces previstos. La salida de la División Acorazada
(otra de las exigencias de Milans) está siendo abortada por el capitán general de Madrid,
Quintana Lacaci (auxiliado por el CESID), que al igual que la JUJEM (con el jefe del
Estado Mayor del Ejército de Tierra, general Gabeiras, como líder de este órgano
colegiado de poder militar tras imponerse a las ansias de protagonismo que en un primer
momento habían mostrado sus compañeros), obedece prontamente las nuevas órdenes
que empieza a impartir el «gabinete militar de crisis» de La Zarzuela, dirigido por el
general Sabino Fernández Campo. Las primeras Unidades que, un poco por libre, se
aprestan a salir después de la reunión celebrada a primeras horas de la tarde en el Estado
Mayor de la División Acorazada Brunete y de las órdenes preparatorias cursadas al
efecto por el comandante Pardo Zancada, son frenadas en seco por las tajantes
instrucciones de la primera autoridad regional madrileña. Sólo algunos pequeños
destacamentos motorizados llegarán a ocupar los objetivos fijados en determinadas
áreas de la información y las comunicaciones: TVE, RNE... etc., etc. Por lo tanto, en
este asunto de la Acorazada, de indudable importancia porque podría ser el detonante de
un estado de guerra generalizado en el resto del territorio nacional si los carros de
combate de esta gran Unidad llegaban a ocupar los objetivos estratégicos de la capital,
Armada ve cómo se van resolviendo algunos problemas iniciales.
El general Torres Rojas, virtual jefe de la División, y su jefe de Estado Mayor,
Pardo Zancada (el coronel San Martín, jefe del Estado Mayor de la División y
componente del Grupo Almendros, se ve atropellado por un golpe que no es el suyo y
coopera más bien pasivamente), no saben qué hacer para neutralizar el «frenazo» de
Quintana Lacaci a las unidades de la Brunete ante la ausencia de órdenes del general
Armada, director de la operación en Madrid. Éste, atrincherado en el Estado Mayor del
Ejército, no da señales de vida. Trata por todos los medios de acudir al Congreso para
serenar los ánimos y dar paso a la segunda fase de su plan: la formación de un Gobierno
de concentración presidido por él, y respaldado por el rey y por las fuerzas políticas
mayoritarias. No quiere darse cuenta de que, abandonado por La Zarzuela ante el cariz
que han tomado los acontecimientos, eso ya no es viable y, en consecuencia, sus
actuaciones en solitario van a levantar rechazos crecientes. Sus insinuaciones en tal
138
sentido, procurando dejar siempre fuera de toda sospecha a la Corona, sus descaradas
propuestas a favor de unos planes ya periclitados, sus deseos de protagonismo en la
resolución de una crisis, que se salía por completo de sus competencias... irán cerrando
un peligrosísimo círculo a su alrededor que terminará devorándolo por completo.
Mientras tanto, el «gabinete de crisis» de La Zarzuela, capitaneado por Sabino
Fernández Campo (un Sabino exultante y seguro de sí mismo por la confianza absoluta
que el rey acaba de depositar en su persona, en detrimento de su competidor Armada),
intenta por todos los medios reconducir la situación a los nuevos planes. Se desaprueba
oficiosamente el rocambolesco asalto al Congreso como medida inicial, pero nadie en
palacio sabe la actitud que van a tomar los capitanes generales implicados en la Conjura
de mayo que, de momento, no han apoyado la acción de Tejero y están a la espera de
que se clarifique la asonada.
El rey habla con el capitán general de Valencia, quien, ante la inoperancia de
Armada y las primeras noticias de La Zarzuela rechazando la operación, se siente
traicionado y monta en cólera. La conversación, formalismos jerárquicos aparte, es muy
tensa según personas del entorno más íntimo del Estado Mayor de Milans. Éste se niega
en principio a revocar las órdenes de emergencia dictadas para la Capitanía General de
Valencia y le espeta al rey unas duras palabras:
—Aquí lo que pasa, majestad, es que algunos no tienen lo que hay que tener para
llegar hasta el final. Esto no era lo pactado.
Juan Carlos intenta calmar los ánimos de su subordinado y amigo. Y lo hace
echando mano, como siempre, de su campechanía y sencillez de trato; pero esta vez los
resultados serán modestos porque la situación es muy delicada para el capitán general
de la III Región Militar que, hasta el momento, es la única autoridad militar que ha
declarado la ley marcial en su jurisdicción y ha sacado los tanques a la calle. Si su
supremo valedor, su jefe supremo, la más alta autoridad del Estado a favor de la cual él
ha dado semejante paso al frente, se desmarca totalmente de la operación alegando
«inasumibles defectos de forma» y ordena la vuelta atrás con urgencia... su situación
personal y profesional puede convertirse en desesperada en muy pocas horas. Máxime
teniendo en cuenta que el general Armada, según el propio monarca, ni se encuentra en
La Zarzuela, donde según los planes iniciales debería estar en esos momentos, ni
controla la División Acorazada Brunete, que permanece paralizada por ausencia de
órdenes suyas, y ni siquiera está localizable en su despacho del Estado Mayor del
Ejército en Cibeles.
139
Pero a pesar de todo, nada indica todavía que la situación sea irreversible, que se
hayan roto todos los puentes entre el teniente general más monárquico del Ejército
español y su señor. Sólo se trata del primer contacto entre ambos, ciertamente
preocupante, después del urgente cambio de planes motivado por el bochornoso
espectáculo dado por Tejero en el Congreso y de la asunción por La Zarzuela de una
nueva vía reconductora. La peligrosa pelota del putsch sigue en el tejado...
Don Juan Carlos continúa con su apresurada ronda telefónica, con el futuro
conde de Latores allanando el camino que lleva a sus compañeros de generalato, para
tratar de conocer la posición de todos los capitanes generales, la mayoría de los cuales,
comprometidos con el golpe de mayo, son reacios a ponerse al aparato. En Madrid,
Gabeiras (jefe del Estado Mayor del Ejército) y Quintana Lacaci (capitán general) se
ponen enseguida al lado del rey en su nueva estrategia reconductora. Sin embargo, hasta
tres veces tiene que insistir don Sabino con Zaragoza para que el capitán general
Elícegui Prieto recoja personalmente la dramática llamada del monarca:
—¿Estás conmigo, Antonio? ¿Puedo contar con tu lealtad?
Preguntas que son respondidas con evasivas tanto en la capital de Aragón como
en Valladolid, Sevilla, Barcelona y La Coruña. Únicamente en Granada y Burgos,
además de Madrid y Canarias, sus titulares no dudan ante el rey. En Palma de Mallorca,
el general De la Torre Pascual ni siquiera se pone al teléfono. Sólo la primera autoridad
militar de Canarias, González del Yerro, ha buscado personalmente el contacto con don
Juan Carlos para dejar clara su posición con respecto al golpe. Nunca estuvo de acuerdo
ni con que Armada fuera presidente de un Gobierno de concentración ni con la
promoción de su compañero de Valencia, Milans del Bosch, al más alto puesto de las
Fuerzas Armadas.
En el curso de esta alocada ronda telefónica el rey recibe la urgente llamada de
su padre, el conde de Barcelona:
—Cuidado con los militares, hijo. Acuérdate de los coroneles griegos en 1967
—le previene. Constantino, su cuñado, pagó las consecuencias con un exilio en
Londres.
También algunos dirigentes europeos, Giscard d’Estaing entre ellos, apoyan
protocolariamente la amenazada democracia española. El gigante USA, por el contrario,
permanece en principio callado y habla después con palabras equívocas:
140
—Es un asunto interno español —dirá el secretario de Estado norteamericano,
Alexander Haig. Sentencia que cae en La Zarzuela como una segunda bomba, después
de la de Tejero.
Ante el cariz nada halagüeño que presenta, con el paso de las horas, la recién
abrazada «reconducción de la reconducción», don Juan Carlos decide jugársela. El
tiempo apremia. El país está paralizado y su corona pende de un hilo. Llama
nuevamente a Milans:
—Jaime —le dice en tono solemne—, tomo las riendas del Estado. Ni abdico ni
me voy. Tendrán que fusilarme para que abandone.
Palabras dirigidas, más que a Milans, que sabe es de los suyos, a los otros
capitanes generales que, agazapados en sus respectivos centros de poder, esperan el
momento más oportuno para saltar sobre la democracia y la Corona. Éstos, mientras
tanto, siguen sin llamar al rey, lo ignoran olímpicamente. Consultan entre ellos. Pero la
pasividad de la División Acorazada los tiene inmovilizados. Desde el ya lejano órdago
castrense de la Semana Santa de 1977, ésta había sido siempre la condición sine qua
non para sumarse a cualquier eventual movimiento de Milans: «Ocupar Madrid con la
DAC Brunete. Controlar con los carros de combate todos los centros neurálgicos del
Estado.
El rey no estará seguro de nada hasta pasada la medianoche del 23 de febrero.
Desde las 18:23 horas, cuando se inició el asalto directo al Parlamento (la operación en
sí comenzó a la 16:20 horas, como he relatado con anterioridad, con el cerco a distancia
del palacio de la Carrera de San Jerónimo por efectivos del Servicio de Información de
la Guardia Civil vestidos de paisano), no encuentra el momento para dirigirse al pueblo
por radio o televisión. «¿Por qué no lanza un mensaje real por la radio o a través del
teléfono a todos los medios de comunicación, dado que el palacio de La Zarzuela ha
sido respetado con exquisito mimo por los golpistas?», se preguntaron entonces y se
siguen preguntando todavía millones de ciudadanos españoles. De todos es conocido
que en situaciones de golpe militar, sea cual sea el desgraciado país en el que ocurra, la
toma de postura inmediata del jefe del Estado y su decisión o no de luchar contra él con
todos los medios a su alcance, suelen resultar determinantes para el desarrollo posterior
de la asonada y, en ocasiones, para abortarla de manera fulminante.
La respuesta, casi treinta años después, aparece con mucha más claridad que en
el pasado, y por ello no se debe ocultar ni un día más en aras de hipotéticos secretos de
Estado o ridículos e inexistentes peligros para la seguridad nacional. Seamos serios.
141
Razones que desde la culminación del lamentable evento del 23-F han esgrimido
aquellos que siempre han deseado que la historia, la verdadera historia objetiva y
valiente, no pudiera nunca abrirse camino entre la maraña de falsas historietas de
buenos y malos, de militares golpistas y reyes «salvadores de la democracia y las
libertades», que ellos mismos consideraron oportuno fabricar desde el poder para que la
sacrosanta transición no tuviera que hacer frente, en sus primeros pasos, a un vendaval
político y social de consecuencias imprevisibles.
Y la verdadera historia de este país nos dice ahora, y nos dirá siempre, que el rey
Juan Carlos, que se la jugó a título personal e indebidamente el 23 de febrero de 1981
para desactivar como fuera el vendaval castrense que estaba previsto soplara sobre La
Zarzuela con furia incontenible, apenas dos meses después, no controló en absoluto la
situación durante las primeras horas de la famosa «intentona involucionista», ejecutada
por sus edecanes palaciegos y autorizada por él. La demencial entrada de Tejero en el
Congreso, imposible de asumir, y la torpeza subsiguiente de Armada intentando
personarse en palacio, lo habían colocado en una situación personal tan incómoda y
peligrosa que, profundamente afectado, intentó despejarla cuanto antes con la
inestimable ayuda de sus ayudantes militares y, sobre todo, con la del secretario general
de su Casa Militar, Sabino Fernández Campo.
Éstos nuevos consejeros le recomendaron enseguida, en unas conversaciones
dramáticas en las que estuvo presente la propia reina Sofía, tratando de animar a un
soberano deprimido y ausente, abandonar de inmediato sus estrechas relaciones con
Armada, olvidarse por completo de la famosa «Solución político-militar», auspiciada
por su eterno confidente y amigo (que le podía afectar de lleno si no obraba con
prudencia pero con decisión). Debía coger el toro por los cuernos del arduo problema
que había propiciado toda la aventura palaciega (el golpe duro contra la Corona que se
perfilaba en el horizonte primaveral) hablando directamente con los díscolos capitanes
generales franquistas que, a pesar de no tener su maniobra involucionista totalmente
preparada, podían, ante el vacío de poder existente, dar un paso al frente y desencadenar
una marea insurreccional que arrasara todo. El rey, siguiendo al pie de la letra las
directrices de sus consejeros, se empleará a fondo durante siete largas horas
(sobrepasando ampliamente sus competencias constitucionales) para recobrar el control
que no tenía y de paso asegurarse su supervivencia política y personal, antes de hablar al
país y definirse públicamente sobre los acontecimientos en curso. Mientras tanto,
España se debatía entre la tensión y la duda.
142
Sobre las ocho de la tarde, no obstante, el monarca, consciente de que deberá
dirigirse a los ciudadanos por televisión tan pronto como sus circunstancias personales y
políticas se lo permitan, pide a Prado del Rey (a través del marqués de Mondéjar) los
equipos técnicos necesarios para grabar un mensaje a la nación; aunque no tiene prisa,
necesita ganar tiempo. Acepta la propuesta del gabinete de Subsecretarios y Secretarios
de Estado presidido por Francisco Laína, director de la Seguridad del Estado, para
mantener una imagen de normalidad en el funcionamiento de las instituciones, pero él
ya está decidido a usar todo el poder que la anómala situación ha puesto en sus manos
para, dejando de lado las limitaciones que la Constitución establece para su figura,
defender su corona con uñas y dientes, hasta las últimas consecuencias. Se asegura
directamente la fidelidad de la JUJEM para su nueva estrategia (ya tenía su asentimiento
previo a la «Solución Armada»), obviando la autoridad del presidente del nuevo
Gobierno interino de la nación y de su «Departamento de Defensa», que ni siquiera son
consultados, a la que ordena controle militarmente la nueva situación usando todos los
resortes de la cadena de mando. Asimismo, establece, a través del «gabinete de guerra»
que lidera Fernández Campo, un control exhaustivo y directo sobre la cúpula de la
Guardia Civil y Policía Nacional. Las veleidades del flamante nuevo «presidente»
Francisco Laína, ingenuo él (que sin estar en el meollo de la cuestión, quiere acabar
manu militari con una situación que considera explosiva, asaltando cuanto antes el
Congreso de los Diputados con fuerzas especiales de estos dos últimos Cuerpos de
Seguridad), son desestimadas sin contemplaciones por La Zarzuela, que tiene otras
prioridades mucho más acuciantes en esos momentos. Entre las que se encuentra,
obviamente, la de asegurar la lealtad de los capitanes generales franquistas, sin la que
nada está seguro.
Sabino Fernández Campo intenta nuevamente hablar con Elícegui. En Zaragoza
están acampados fuertes contingentes de la DAC Brunete (una Brigada acorazada), una
fuerza operativa importante que puede ser decisiva. El general Merry Gordon, en
uniforme de campaña y «bastante alterado», se encuentra en su despacho de la Capitanía
General de Sevilla. El general Campano, de Valladolid, en el suyo. En Baleares, el
general De la Torre Pascual tiene ya preparado el bando de declaración del estado de
guerra y sólo espera un guiño de sus compañeros más radicales. En el Estado Mayor de
la Capitanía General de Galicia se dan los últimos toques a las órdenes de operaciones
que pongan en marcha a las distintas Unidades. Sólo Madrid (Quintana Lacaci),
143
Canarias (González del Yerro), Granada (Delgado) y Burgos (Polanco) garantizan cierta
continuidad constitucional.
Los contactos telefónicos regios se suceden con dramatismo. El vacío de poder
es alarmante y la situación empeora por momentos. La duda y la tensión hacen mella en
determinados momentos en los propios «negociadores» de La Zarzuela que, a pesar de
todo, continúan con su delicada misión. Por fin, la pasividad operativa de Armada, la
sorpresa y frustración de Milans, el apoyo jerárquico de la JUJEM (auxiliada
permanentemente por el CESID), la fachada legal de continuación del Estado de
derecho que ofrece el Gobierno interino de subsecretarios y la decidida actuación del
capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, inclinarán la balanza, después de unas
horas dramáticas, del lado de la sensatez y el orden constitucional.
En el Congreso de los Diputados, Tejero no acepta la propuesta de Armada
(contemplada en la segunda fase de su plan y que él desconocía) de un Gobierno de
coalición con socialistas, centristas y comunistas, presidido por el propio general. La
considera una traición porque, según él, no era lo pactado:
—Me vino con una lista del nuevo Gobierno que quería presentar al Congreso
para su aprobación. En ese momento no me dijo si la conocía o no el rey. Predominaban
altos cargos socialistas, centristas, y hasta había comunistas. No la pude aceptar. Yo no
me estaba jugando el tipo para eso —comentaría meses más tarde con otros compañeros
del Cuerpo.
Antonio Tejero se compromete, no obstante, con Armada a no causar víctimas si
se respeta la situación existente y no se ataca a sus hombres. Compromiso que al
mediodía del día siguiente, 24 de febrero, ampliará en el llamado «pacto del capó»,
firmado sobre un vehículo aparcado en las cercanías, por el que aceptará salir del
atolladero en el que se encuentra con ciertas condiciones que exculpan a sus
subordinados. En este pacto intervendrán, además de Tejero, el omnipresente general
Armada, el comandante Pardo Zancada, el teniente coronel Muñoz Grandes (ayudante
del rey y delegado personal suyo para este tardío arreglo postgolpista) y el también
teniente coronel Fuentes Gómez de Salazar, antiguo integrante del SECED (Servicio de
Inteligencia del almirante Carrero Blanco).
Sobre las 01:10 horas de la madrugada del martes 24 de febrero de 1981 todo
parece quedar definitivamente bajo control. Milans ha accedido a retirar sus carros de
combate de las calles de Valencia y el bando por el que asumía todos los poderes del
Estado en su Región militar, orden que no cumplirá totalmente hasta pasadas las cuatro
144
de la madrugada; los capitanes generales comprometidos con el golpe de mayo,
sorprendidos, expectantes, descoordinados, sin un líder que tome las riendas del
movimiento en un momento tan delicado como aquél y con su operativo militar todavía
en fase de planeamiento, con parsimonia y resignación han ido prometiendo lealtad al
jefe supremo del Ejército; la situación en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, a
pesar del golpe de efecto testimonial del comandante Pardo Zancada y sus policías
militares, introduciéndose a última hora en el edificio en apoyo de sus compañeros de la
Benemérita, está prácticamente resuelta...
El rey habla, por fin, por televisión, TVE, todavía la única. El país respira
tranquilo. La democracia española y la Corona se han salvado. El «golpe de los golpes»,
el golpe que nunca existió, «el movimiento involucionista a cargo de unos cuantos
militares y guardias civiles nostálgicos del anterior Régimen» (según la rebuscada teoría
oficial del Gobierno de turno), el chapucero órdago político-militar-institucional
patrocinado desde la más alta magistratura de la nación para desembarazarse de sus
antiguos compañeros franquistas, que le tachaban de traidor y amenazaban su trono (los
conspiradores del 2 de mayo), según la versión que más pronto o más tarde recogerá la
historia de España... ha sido neutralizado. ¡Loado sea Dios!
Capítulo cinco
Milans, el general que no quiso ser
un nuevo Franco
El sueño primorriverista del general Milans del Bosch. La «Solución
Armada». Los «pactos de Valencia» con el enviado del rey. Las
tentaciones de los golpistas de mayo: Director del Alzamiento,
145
Generalísimo y Jefe del nuevo Estado nacional. Las ofertas del
monarca: Jefe del Ejército (PREJUJEM) y, después, presidente de un
Gobierno de autoridad bajo el manto de la Corona. El general en su
laberinto. Su acendrado monarquismo lo empujará al final al bando
del rey, pero los supremos intereses de la Institución lo llevarán
finalmente al deshonor y la prisión.
Y después de haber repasado en el capítulo anterior, una vez más, cómo se desarrollaron
en su día tanto las andanzas del general Armada, para diseñar la solución políticomilitar que salvara a su señor el rey Juan Carlos y a la Institución que éste representaba
(y todavía representa) de las insidias de sus antiguos subordinados castrenses, así como
los acontecimientos que tuvieron lugar en este país, como consecuencia de las
anteriores, en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981 (y, que vuelvo a repetir,
estuvieron muy cerca, pero que muy cerca, de devenir en una nueva, y posiblemente
más cruenta que la anterior, guerra civil), paso ahora a estudiar otro personaje. Lo hago
desde el punto de vista de la investigación histórica, evidentemente, pues es la
apasionante, denostada, vilipendiada y muy poco conocida figura del teniente general
Milans del Bosch, capitán general de Valencia cuando tuvieron lugar los deprimentes
hechos del 23-F y hombre con muchísimo poder, asimismo, cuando acontecieron otros
con igual o más carga de peligro y desestabilización que los anteriores; como los del
famoso Sábado Santo de 1977, en el que el presidente Adolfo Suárez legalizó el Partido
Comunista de Santiago Carrillo, o las primeras elecciones democráticas del 15 de junio
de ese mismo año 1977.
Y estas investigaciones personales, realizadas durante muchos años en el
estrecho círculo de militares que estuvieron bajo sus órdenes en destinos ciertamente
importantes como la División Acorazada Brunete n.º 1 y la Capitanía General de
Valencia (sus dos últimos cargos y ambos de una relevancia extrema), y, en especial, los
conocimientos que sobre su figura pude adquirir en las conversaciones que, sin luz ni
taquígrafos, mantuve con él cara a cara en la prisión militar de Alcalá de Henares en una
época ciertamente difícil para ambos, me van a permitir presentar al lector una imagen
histórica ciertamente diferente, y desde luego mucho más acorde con la realidad, de la
falsa y estereotipada que los intereses de Estado y la preservación de la seguridad de la
146
Casa Real española han creado y divulgado para uso interno del país todos estos años
pasados.
Vaya en primer lugar, aunque ya me conoce el lector y sabe que los miedos, las
reservas y las autocensuras huyen de mí como de la peste, que, desde el punto de vista
ideológico y político, las diferencias entre este antiguo «príncipe de la milicia» español
de la segunda mitad del siglo XX y el modesto historiador que redacta las presentes
líneas, fueron siempre abismales, profundas, desproporcionadas. Yo, ni por asomo
comulgué nunca con sus ideas políticas muy cercanas a la extrema derecha (combatió
con los nazis en la Segunda Guerra Mundial encuadrado en la División Azul española,
con el grado de capitán); ni con las que basaban el porvenir y el desarrollo político,
económico y social de este país en la autoridad suprema y centralista del Estado
nacional; ni con las que se desprendían, sutilmente eso sí, de sus arraigadas creencias
religiosas; ni, por supuesto y sobre todo, con las que seguían viendo a la monarquía
española (nada parlamentaria, por cierto, y sometida al poder purificador militar) como
bien último a preservar sobre todas las cosas.
Ahora bien, y debo reconocerlo, bajo el punto de vista profesional (yo nunca he
renegado de mi profesión y siempre he defendido que, hasta que el hombre deje de ser
un cafre para el hombre y la Nación/Estado un peligro cierto para el vecino, España
debe tener una Institución armada, pequeña, profesionalizada y preparada, digna de un
Estado moderno, democrático y europeo), bajo la perspectiva del militar seguro de sí
mismo, honesto, valeroso y muy preparado profesionalmente, la figura de este hombre,
la del para muchos odiado y temido general Milans del Bosch, siempre me pareció
digna, por lo menos, de un profundo respeto. Convencimiento personal que debería
asumir, ya sin ninguna reserva mental, cuando con los años, y tras los espectaculares
acontecimientos políticos y militares que vivió este país en los años setenta y ochenta
del pasado siglo, me viera en la tesitura de estudiarlos a fondo y, en consecuencia, llegar
a lo más recóndito de su controvertida alma de soldado.
Pero antes de entrar en la etapa más conflictiva e interesante de la vida
profesional del general Milans y de su absoluto protagonismo en los acontecimientos
históricos que estoy reviviendo para el lector en el presente libro (la Conjura de mayo
de 1981 y el contragolpe borbónico conocido como 23-F, que la desmontó) querría
pasar revista, siquiera someramente, a su intensa biografía personal:
Jaime Milans del Bosch y Ussía (Madrid, 8 de junio de 1915) pertenecía a una
familia aristocrática de tradición castrense y muy dada a secundar históricamente
147
cualquier movimiento, patriótico por supuesto, que pusiera en tela de juicio la
prevalencia del poder político sobre el militar. Con cinco antepasados suyos en el
olimpo del generalato, sus escasos biógrafos no han dejado nunca de resaltar el curioso
hecho de que tanto su abuelo como su padre hubieran participado en sendos golpes
militares.
En el año 1934 ingresó en la Academia de Infantería de Toledo, donde le
sorprendió la Guerra Civil. Como caballero cadete de la misma luchó en la defensa del
Alcázar de esa ciudad, donde entró con un automóvil cuando estaba sitiado por las
fuerzas leales al Gobierno de la República, donde fue herido de cierta gravedad.
Ascendido a alférez, rápidamente, en un mes, pasó a teniente. En cuanto pudo se integró
en La Legión, en una de cuyas unidades de élite, la VII Bandera, combatió con el rango
de oficial. Al final de la contienda se unió voluntariamente a la División Azul
desplazándose a Rusia para luchar, junto a la Alemania nazi, contra la bestia negra del
régimen franquista: el comunismo bolchevique.
Fue herido cinco veces en acción de guerra (una de ellas en Rusia, donde ganó
una Cruz de Hierro) y condecorado en la Guerra Civil española con la Medalla Militar
Individual. Se diplomó en Estado Mayor de los tres Ejércitos, en Altos Estudios
Militares y en Cooperación Aeroterrestre, siendo profesor en las Escuelas de Estado
Mayor y Guerra Naval. Estuvo después destinado, 1962 como agregado militar, en la
embajada de España en Argentina, que prestaba cobertura diplomática también a
Uruguay, Chile y Paraguay. A su regreso a España, ya como coronel, pasó a mandar el
Regimiento Mecanizado Asturias 31, y así se incorporó a la dirección de carros de
combate, ganando cada vez más prestigio entre sus compañeros de armas.
Fue ascendido a general en marzo de 1971, recibiendo el mando de la XII
Brigada de la División Acorazada Brunete, y en 1974, promovido a general de División
pasando a mandar la citada gran Unidad operativa del Ejército español, que adquiriría
desde entonces un gran protagonismo en la vida política y militar de este país. En 1977,
a pesar de su «dudosa» actuación durante la crisis desatada en España tras la
legalización del Partido Comunista por parte del Gobierno de Adolfo Suárez, ascendió a
teniente general y le fue concedido el mando de la Capitanía General de la III Región
Militar con sede en Valencia.
Su figura profesional, no obstante, no sería pública y relevante hasta,
precisamente, esa Semana Santa del año 1977 (el famoso «Sábado Santo rojo»), en el
que el presidente Suárez, jugándose el todo por el todo, dio el peligroso paso al frente
148
que legalizó las huestes de Santiago Carrillo, desatando con ello una de las situaciones
político-militares más graves (si descartamos la gravísima de la Conjura del 2 de mayo
de 1981, que tendría lugar cuatro años después) que ha vivido este país durante la
transición democrática. Milans mandaba entonces, como acabo de señalar, la Unidad
más poderosa del Ejército español, la DAC Brunete, convirtiéndose por tal
circunstancia, y su indudable carisma personal, en el árbitro de la peligrosa situación.
Las presiones para que interviniera, ocupara Madrid con sus carros de combate y
destituyera a Adolfo Suárez instaurando un «Gobierno de autoridad», empezarían a
llegar en tropel a su despacho de jefe de la División Acorazada Brunete escasas horas
después de que el arriesgado órdago suarista tomara carta de naturaleza y, según sus
propias palabras, hubo momentos en que «llegaron a ser irresistibles».
Tras dos largas conversaciones con Milans en la cárcel de Alcalá de Henares y
luego una decena de llamadas telefónicas por mi parte, tengo suficientes elementos de
juicio sobre el papel de este prestigioso militar en el golpismo que nos ocupa.
—Estuve tentado de hacerlo al recibir —me confesó cara a cara, explicando su
posible reacción ante la legación del PCE—, tras la famosa nota del Consejo Superior
del Ejército que cayó en el Gobierno como una bomba, el apoyo explícito de casi el
ochenta por ciento de los tenientes generales que formaban ese Consejo. Pero la llamada
del rey, al que informaba de todo y respetaba sobre todas las cosas, me impidió hacerlo.
Y mire usted, coronel, siempre me he mostrado orgulloso de esa decisión.
No cabe la menor duda, a día de hoy, de que en aquella dramática situación
político-militar de la Semana Santa de 1977, la prudente y respetuosa actuación del
poderoso jefe de la DAC Brunete, el general Milans del Bosch nos salvó a todos los
españoles de un alocado salto en el vacío del Ejército español de la época, que, desde
luego, hubiera terminado con la incipiente transición democrática y, además, sabe Dios
con cuantas cosas más. Porque, de haberlo querido y tras ocupar Madrid con sus carros
de combate y demás vehículos blindados, en no más de tres o cuatro horas, el jefe de la
Acorazada hubiera pasado a dirigir un Gobierno autoritario de corte castrense en este
país, aunque, eso sí, con el retrato del rey Juan Carlos presidiendo las salas de banderas.
Gobierno que, con el todavía poderoso Consejo Superior del Ejército (franquista hasta
la médula) dominando la práctica totalidad de las Capitanías Generales, hubiera
devenido en el corto plazo en una nueva y auténtica dictadura franquista.
Evidentemente, el general Milans no quiso transitar este peligrosísimo camino,
templando sus nervios en la legalidad y el orden constituidos. Y ésta es una primera
149
actuación suya en el ámbito de una gran crisis institucional por la que todos sus
conciudadanos, incluidos obviamente los que nunca comulgamos con sus ideas
políticas, le debemos eterna gratitud.
Pero su gran actuación personal y profesional, en su mayor parte desconocida
para el gran público, que lo llevaría a ser el árbitro indiscutible en la situación caótica
que viviría la España de finales del año 1980 y principios de 1981, fue sin duda la que
llevó a cabo al frente de la Capitanía General de la III Región Militar, con sede en
Valencia. Aunque desde el año 1977 no mandaba la emblemática y poderosa DAC
Brunete, seguía siendo el jefe moral y de facto de la misma ya que la mayoría de sus
jefes y oficiales le adoraban profesionalmente después de estar tres largos años bajo su
suprema dirección. Y, además, como capitán general de Valencia tenía bajo su
jurisdicción una de las tres Divisiones de Intervención Inmediata del Ejército español: la
División Motorizada Maestrazgo n.º 3, compuesta por dos Brigadas motorizadas; la
XXXI, ubicada en Castellón y Valencia, y la XXXII, acuartelada en Cartagena. Con
unos efectivos totales de 15.000 soldados, 100 carros de combate, y centenares de
piezas de artillería y vehículos blindados y motorizados.
Con todas estas fuerzas bajo su mando directo (30.000 soldados, 200 carros de
combate, 250 blindados ligeros…), seguía siendo, en Valencia como antes en Madrid, el
general con más poder dentro del Ejército español. Eso era lo que lo llevaría a
convertirse, desde el verano de 1980, en el «objeto del deseo» de los dos grandes
bloques políticos en los que se hallaba dividida en aquellas fechas la Institución
castrense española: radicales franquistas y moderados monárquicos.
Desde la ya comentada reunión de grandes prebostes del Ejército español en
Játiva, de septiembre de 1977, donde se sentaron las bases doctrinales de un gran
movimiento militar contra el sistema político juancarlista que patrocinaba la «modélica
transición» del franquismo a la democracia, Milans del Bosch formaba parte, por
derecho propio, de la cúpula directiva del mismo; pero había dejado muy claro a sus
conmilitones que él no comulgaba con la idea, totalmente generalizada entre los
mismos, de ir hacia una sublevación generalizada que conllevara la caída inmediata de
la monarquía instaurada por Franco si la deriva antipatriótica puesta en marcha por el
Gobierno de Adolfo Suárez (y autorizada por el rey) no se corregía en los siguientes
meses con arreglo a sus deseos.
Cuando las cosas se fueron radicalizando aún más con el paso de los meses y la
situación dentro del Ejército pasó a ser claramente pregolpista, a mediados de 1980, el
150
general Milans que, como acabo de señalar, por su poder militar real y su carisma y
liderazgo moral dentro de las FAS era ya objeto del deseo de tirios y troyanos (militares
franquistas y monárquicos), siempre mantuvo su lealtad a la corona representada por
Juan Carlos de Borbón; quien a su vez, desde el año 1977, cuando el militar ocupó el
cargo de jefe de la DAC, no había dejado de mostrarle su admiración y orgullo por
tenerle bajo sus órdenes. Así llegaron a ser ambos (rey y general) confidentes,
colaboradores. y, dentro del valor relativo que los monarcas dan a esta palabra y la
prevención con la que los vasallos deben relacionarse con sus señores, «muy buenos
amigos».
El general Milans del Bosch, ya como capitán general de Valencia, al hilo de lo
que estoy relatando, llegó a convertirse durante los preocupantes meses del otoño de
1980, junto con el valido y apoderado real, el general Armada, en uno de los más claros
y poderosos puntales de la monarquía juancarlista y también en uno de sus más
prestigiosos defensores y valedores; sobre todo en el interior de las Fuerzas Armadas.
Por eso no puede extrañar a nadie en este país, y mucho menos a historiadores e
investigadores, que en noviembre de 1980 (concretamente el día 17 de ese preocupante
mes de nuestra historia reciente), recibiera la visita de su compañero Armada, como
embajador real, para proponerle su adhesión a la maniobra político-militar que se
preparaba para frenar en seco al ala más radical del movimiento castrense antisistema de
Játiva. Era el que conspiraba en secreto y no había aceptado las moderadas medidas que,
con el pleno asentimiento del rey Juan Carlos, les había hecho llegar para reconducir la
peligrosa situación política por la que atravesaba el país desde los primeros meses de
ese año 1980.
El teniente general Milans, que no se decidiría con carácter definitivo a secundar
la maniobra político-militar-institucional de Armada (la famosa «Solución Armada»,
que luego degeneraría en el tristemente célebre 23-F) hasta última hora, concretamente
hasta el sábado día 21 de febrero de 1981 (dos días antes de la demencial puesta en
escena de Tejero), aceptaría en principio la propuesta de Juan Carlos I, transmitida en
secreto por su enviado y valido, el marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de
División del Ejército de Tierra, D. Alfonso Armada y Comyn. Aunque él mismo, según
su propia confesión, recibiría escasos días después puntuales referencias sobre la misma
de boca del propio monarca.
Pero Milans presentaría, a su vez, importantes contrapropuestas y relevantes
exigencias que desnaturalizarían de manera importante el proyecto inicial diseñado por
151
Armada y aceptado por el rey. De hecho lo radicalizarían y lo convertirían en algo
mucho más preocupante y peligroso. Más que nada para hacerlo, según él, más creíble y
operativo ante los ojos de sus compañeros de Játiva (los conspiradores de mayo) y
conseguir con ello sus fines políticos y militares. Dando largas así, en principio, a las
jugosas dádivas que continuamente le presentaban estos últimos para que, dejando de
lado su acendrado monarquismo, abrazara de una vez por todas el liderazgo supremo del
Alzamiento Militar en el que ellos estaban trabajando como solución definitiva para los
arduos problemas a los que la patria se enfrentaba en aquellas fechas.
El general Milans, que mantenía intensas y duraderas negociaciones con la
cúpula de la Conjura de mayo (que se verían incrementadas durante los meses de enero
y febrero de 1981; sobre todo desde el 13 de febrero, cuando finalizó la redacción de la
DIPLANE o Directiva de Planeamiento Estratégico que iba a poner en pie de guerra a
la mayoría del Ejército contra el régimen político de la transición), y aún aceptando en
principio las propuestas de Armada puestas sobre su mesa del despacho de Capitanía
General de Valencia los días 17 de noviembre de 1980 y 10 de enero de 1981,
«marearía la perdiz» con el apoderado regio. Lo hizo de ese modo, aunque guardando la
lealtad debida con él, porque las presiones de sus pares de la milicia fueron
incrementándose a lo largo de los meses y llegaron a ser casi irresistibles a partir de su
última «reunión de trabajo» con Armada del 10 de enero en Valencia, de la que pareció
desprenderse (por lo menos así lo recogieron las informaciones de los diferentes
servicios de Inteligencia militar) la aceptación plena y definitiva por parte del capitán
general de la III Región Militar de las tesis de Armada para la reconducción política de
una transición democrática que hacía agua por todas partes.
Así pues, tras la tercera reunión «pregolpista» de la Capitanía General de Aragón
y la subsiguiente de la célula planificadora de su Estado Mayor, ambas celebradas con
escaso margen de días a mediados del mes de enero de 1981 (concretamente los días 9 y
14 del citado mes), los emisarios de la cúpula golpista de mayo empezarían a llegar a
Valencia con propuestas cada vez más tentadoras para su capitán general. La última de
esas embajadas recaló en la capital del Turia el 12 de febrero, y estaba compuesta por
tres jefes (un teniente coronel y dos comandantes) de los Estados Mayores de Zaragoza
y Sevilla. La delegación portaba la ya redactada Directiva para el desencadenamiento
del operativo del 2 de mayo y no se anduvo con remilgos jerárquicos para ofrecerle a su
superior de Valencia la suprema dirección de la «Operación Móstoles» y la presidencia
de la Junta Militar que asumiría todos los poderes del Estado en la madrugada del 2 de
152
mayo de 1981. Era lo que equivalía a poner a sus pies la Jefatura del futuro Gobierno de
la nación y el cargo de Generalísimo de los Ejércitos españoles. Todos los poderes que
Franco dejó al morir, vamos.
Para que le sea más fácil al lector comprender el oscuro y peligroso juego que
entre bastidores se desarrolló, a lo largo de los primeros meses del terrible año 1981,
entre las capitanías generales de Valencia, Zaragoza, Sevilla, y algunas otras más, por
una parte, y el entorno del rey Juan Carlos por otra, para conseguir como fuera la
adhesión a su causa del poderoso capitán general de Valencia, teniente general Milans
del Bosch, voy a presentar a continuación la cronología resumida del mismo, centrada
en su último estadio: está formada por los diez días de febrero de 1981 anteriores a la
mascarada operativa de Tejero y sus guardias civiles contra el Congreso de los
Diputados, al falso golpe militar, al esperpento castrense que, casi treinta años después,
todavía conoce la opinión pública española como «la intentona involucionista del 23F». De verdad, amigo lector, que no puedo dejar de sonreír cuando, a estas alturas,
escribo estas cosas y, más aún, después de ver hace escasos meses en la televisión
pública española el vomitivo pseudoreportaje sobre el 23-F confeccionado a mayor
gloria del todavía rey de todos los españoles, Juan Carlos I. La matraca sobre su
supuesta valentía, salvadora de las libertades y la democracia en este país, sigue ahí
viva, continúa siendo todavía necesaria para que el sombrajo de la transición no se
derrumbe estrepitosamente. Ello a pesar, claro está, del continuado y arduo trabajo de
investigadores e historiadores…
Cronología de una decisión histórica
12 de febrero de 1981 (jueves)
Una misión del Estado Mayor de los conjurados de mayo, compuesta por 3 jefes de EM
(1 teniente coronel y 2 comandantes de las Capitanías Generales de Zaragoza y Sevilla)
visita al general Milans en Valencia, con la Directiva de Planeamiento para el golpe del
2 de mayo bajo el brazo. Le ofrecen, sin ambages, la jefatura suprema del
«Alzamiento», el cargo de Generalísimo de las FAS, la Presidencia de la Junta Militar
golpista y la Jefatura del nuevo Gobierno nacional que se forme tras la asonada militar.
13 de febrero de 1981 (viernes)
153
Por la mañana:
Armada, que ha tenido información privilegiada por parte de Milans sobre la
propuesta que le ha hecho llegar la cúpula de mayo, se reúne con el rey en La Zarzuela.
Le informa exhaustivamente de este extremo, así como de la terminación de la
planificación de la «Operación Móstoles».
Por la tarde:
El rey habla, secráfono en mano, con Milans. Trata por todos los medios de
llevarlo definitivamente a su causa. Le ratifica los anteriores ofrecimientos de Armada
(cargo de PREJUJEM) y le dice que acepta su propuesta de instaurar en España, si en
dos años no se ha enderezado la transición a través de lo que prepara Armada, un
Gobierno fuerte de corte militar del que él será su presidente, suspendiendo la
Constitución si fuera necesario.
14 de febrero de 1981 (sábado)
Armada llama de nuevo a Milans. Amplía en determinados aspectos lo que le ha dicho
el rey y le asegura que la monarquía, el régimen político que ésta sustenta, y la propia
vida del rey Juan Carlos I dependen de su decisión personal.
17 y 18 de febrero de 1981 (martes y miércoles)
Los generales Elícegui (Zaragoza), Merry Gordon (Sevilla), Campano (Valladolid) y De
la Torre (Baleares) vuelven a la carga y presionan a Milans. Este calla y otorga. No se
define. Su ambigüedad calculada recuerda mucho a la utilizada por Francisco Franco en
las semanas anteriores al levantamiento golpista de julio de 1936, la que tanto soliviantó
a Mola.
21 de febrero de 1981 (sábado)
Nueva llamada del rey Juan Carlos. Milans acepta definitivamente unirse a la «Solución
Armada» auspiciada por el monarca. Pero su indecisión de las semanas anteriores le
pasará una importante factura operativa. Ha ido dejando pasar el tiempo y tiene muy
atrasados los planes para liderar en el terreno castrense la operación planificada por el
valido real. Bien es cierto que éste siempre le habló de una fecha de últimos de marzo
(20 al 23 de ese mes) para poner en práctica su plan y que ese día «D» lo había
adelantado, sin su expreso conocimiento, al 23 de febrero por presiones del CESID, que
había recibido filtraciones de la reciente culminación de los planes operativos de la
154
Conjura de mayo. Y, también, su propia indecisión en abrazar una de las dos
importantes hipótesis de actuación que tenía sobre su mesa desde hacía meses había
paralizado en demasía el trabajo de su fiel Estado Mayor.
Expuesta, pues, esta pequeña cronología de las nada sutiles presiones puestas en
marcha por las cúpulas de los dos grandes movimientos político-militares que
intentaban llevar a su puerto la débil nave de la transición democrática española en los
días anteriores al 23-F para, si me permite el lector la expresión futbolística, «fichar» al
galáctico jefe de la Capitanía General de Valencia, quiero completarla haciendo un
pequeño análisis personal de las mismas. Veamos:
El general Armada quiso (para seguir con el mismo lenguaje deportivo) fichar
como fuera a su superior jerárquico, el teniente general Milans, porque sabía de las
propuestas de los capitanes generales «rebeldes» para que éste liderara su macrogolpe
del 2-M. Él siempre lo tuvo muy claro: si Milans daba el «Sí» a sus pares del
generalato, la suerte de la Corona española estaba echada.
Los capitanes generales golpistas jugaron muy fuerte desde el principio en esta
batalla sui géneris entre bastidores y llegaron a ofrecerle a Milans así, sin rodeos, nada
menos que ser el nuevo dictador de este país, el nuevo Franco, el nuevo Generalísimo
de los Ejércitos y el jefe del Estado de la España tradicional, rediviva y refundada, que
debería otra vez ver la luz tras la perniciosa etapa liberal ensayada sin ningún éxito por
el heredero regio de Franco, a partir de noviembre de 1975. Pero el capitán general de
Valencia, monárquico a carta cabal, se resistió desde siempre, desde la reunión de
Játiva, a secundar totalmente ese proyecto. Les fue dando largas porque lo que él quería,
según su particular visión, era salvar a su patria pero sin destruir la monarquía. Deseaba
hacer realidad su viejo sueño «primorriverista» de un Gobierno militar fuerte que
enderezara de un solo golpe el rumbo de la indeseable transición democrática «que se
estaba cargando a España»… pero con el actual rey, heredero de Franco, en la Jefatura
del Estado.
No obstante, se avino a considerar, no sin muchas dudas y vacilaciones, la
opción real representada por Armada, aunque fue muy exigente tanto con él, su titular y
promotor, como con su valedor, el rey Juan Carlos, a los que presentó importantes
contrapropuestas y muy claras y precisas exigencias. Este proceder, sin duda con un
fondo patriótico y nada reivindicativo a título personal, quizá fue el que propició a
155
última hora la clara «traición» de su rey y señor, lo mismo que su ruina personal y
profesional.
La principal y más importante «sugerencia» del general Milans, asumida por el
rey tras largas y profusas dilaciones el 13 de febrero de 1981, diez días antes del
desencadenamiento de la operación Armada (23-F para el gran público), sería la
siguiente:
El Gobierno de Armada solo debería durar dos años. Al cabo de los
cuales, si la precaria situación (peor, según él, que la vivida por España en la
primavera de 1936) por la que atravesaba la nación no se había resuelto, se
debería ir a un Gobierno mucho más fuerte, de corte castrense, sin complejos ni
remilgos de ninguna clase y rompiendo toda clase de ataduras con los partidos
políticos que habían respaldado el anterior. Este nuevo Ejecutivo debería estar
presidido por un militar con prestigio y autoridad.
El general Milans, que había contestado con un «Sí, con reservas» a la propuesta
de Armada en la reunión celebrada entre ambos en la Capitanía General de Valencia el
10 de enero de 1981 (y en la que estuvieron presentes algunos muy cercanos
colaboradores del capitán general), cuando ya tenía sobre la mesa la promesa de los
capitanes generales «rebeldes» (no concretadas, es cierto, en todos sus extremos hasta el
12 de febrero) de ser jefe del nuevo Estado nacional tras el pronunciamiento del 2-M, no
se había postulado, obviamente, ni ante el monarca ni ante su valido para ser el
presidente de ese futuro Gobierno militar a instaurar en España tras el hipotético fracaso
del segundo de ellos. Así que recibió con sumo agrado el importantísimo ofrecimiento
del primero, materializado en la tarde del 13 de febrero de 1981, para convertirse, en
1983, en un nuevo Miguel Primo de Rivera redivivo.
Era un ofrecimiento que a todas luces evidenciaba entonces, y con mucha más
fuerza lo hace ahora, que los Borbones no aprenden nunca de sus pasados errores,
aunque en esta ocasión resulta meridianamente claro para cualquier oteador privilegiado
de la historia de este país (sobre todo de la militar) que el rey Juan Carlos I, asustado
por el cariz que estaban tomando los acontecimientos en el terreno castrense, quería
atraerse al prestigioso general Milans a su campo como fuera, a toda costa, con una
propuesta que éste no pudiera rechazar… Pero que ni él mismo tenía muy claro deseara
cumplir. Vista la rapidez con la que actuó en su contra, llamándolo «desleal» y
156
llevándolo a galeras por treinta años, cuando en las horas subsiguientes al demencial 23F vio resueltos todos sus viejos problemas y, por el contrario, tanto él como su
compañero Armada, amenazaban con convertirse en otro nuevo, y muy peligroso, para
su amada corona.
Pero el teniente general Milans del Bosch propondría y conseguiría otras muchas
cosas antes de afiliarse definitivamente a la llamada «Solución Armada». Entre ellas, las
siguientes:
• Ser el jefe operativo máximo de la misma, que a partir del 10 de enero
de 1981 pasaría a llamarse en propiedad, aunque en círculos muy
restringidos de sus planificadores y conocedores, «Plan Milans» (o
«Solución
Armada
II»,
como
me
he
permitido
denominarla
personalmente en algún trabajo anterior mío para resaltar su importante
deriva política y militar, y también para que no perdiera totalmente su
identidad y sus orígenes), desplazando de facto al valido real Armada de
la suprema dirección del operativo.
• La antigua «Solución Armada» quedaba así desgajada en dos: la
vertiente política, que seguía dirigida por Armada en contacto directo
con los partidos políticos y personalidades militares moderadas (JUJEM
y Capitanía General de Madrid, preferentemente), y la vertiente
operativa militar, que asumió Milans como jefe supremo de toda la
operación.
• El general Armada pasó a ser el jefe de la Operación en Madrid, con
responsabilidad para llevar a cabo la puesta en marcha de su Gobierno de
concentración/salvación nacional, ya pactado con los partidos políticos
nacionales, una vez que el teniente coronel Tejero hubiera copado el
Congreso de los Diputados.
• Milans obligó también a Armada a aceptar e integrar en su operativo
político-militar el copo del Congreso por parte de Tejero («golpe de los
espontáneos» o golpe primario, según el CESID) para, en primer lugar,
humillar a los políticos, a los que el capitán general de Valencia siempre
odió cordialmente; pero, sobre todo, para crear un ambiente, una
escenificación de golpe de Estado (un «teatrillo castrense» según el argot
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cuartelero español) que hiciera creíble el conjunto de la operación para
sus compañeros del golpe de mayo.
Con la aceptación de la «Operación de los espontáneos» por parte de Armada, su
famosa «Solución» (a mediados de enero de 1981) quedaba muy trastocada (él en
principio se había negado en redondo a iniciar su operativo con el estrafalario asalto al
Congreso por parte de Tejero) y en realidad, como acabo de señalar, pasaba a
convertirse en un nuevo plan, el «Plan Milans», con el objetivo puesto en ocupar el
poder a dos años vista. En plan esquemático, la cosa quedaba así:
• En otoño de 1980, «Solución Armada». Ejecución: 23 de febrero de
1981. Objetivo: «Golpe de timón» a la transición. Gobierno de
concentración/salvación nacional para desmontar el golpe de mayo de
1981.
• En enero de 1981, Solución Armada + Golpe primario o «de los
espontáneos» + exigencias de Milans = Plan Milans. Ejecución: febrero de
1983. Objetivo: Gobierno autoritario de corte castrense. Posible fin de la
transición.
El rey, evidentemente, dejaba hacer a sus subordinados y confidentes Armada y
Milans, los dos generales más monárquicos y fieles con los que contaba la Corona en
aquellas horas dramáticas. Armada le informaba de todos sus conversaciones y
trapicheos con políticos y militares, especialmente con Milans, pero estaba tan
preocupado con lo que le contaba su antiguo secretario general (el golpe de mayo podía,
además de costarle la corona, acabar con su vida) que lo único que le exigía era
«máxima prudencia, discreción y respeto en todo lo posible de las formas democráticas
y constitucionales»; es decir, que salvara su puesto y su vida, pero con el menor coste
político posible pues «quería seguir reinando, después de la tormenta, sobre un país
formalmente democrático.»
Y, después de todo lo antedicho y para terminar este denso capítulo dedicado a la
importante, desconocida y, sin duda, vilipendiada figura del antiguo capitán general de
Valencia, Milans del Bosch, voy a rescatar y resumir en unas pocas páginas la, por lo
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menos para mí, trascendental entrevista que mantuve con él en la prisión militar de
Alcalá de Henares, allá por el mes de marzo de 1990, cuando tanto él como yo
atravesábamos, por causas bien distintas, una situación harto difícil en el terreno
personal y profesional. Creo que con este documento muy especial ayudaré en gran
manera a que muchos lectores, que no han tenido acceso a mis libros anteriores por
causas obvias (eran, y son, tan políticamente incorrectos que el poder de turno los
persiguió y ninguneó desde su nacimiento con todos los medios a su alcance), lleguen a
conocer en toda su profundidad la controvertida personalidad de este militar, sin duda
uno de los más importantes del siglo XX, así como su destacada actuación en uno de los
episodios históricos más trascendentales que vivió España (en gran medida en los
subterráneos y cloacas del poder) en los últimos meses de 1980 y primeros del fatídico
año 1981. Nada menos que con una nueva guerra civil en el horizonte cercano.
La entrevista, realizada en dos jornadas, en el más absoluto secreto y, por
supuesto, con la ayuda inestimable de oficiales de la prisión, se desarrolló así en los
aspectos más fundamentales de la misma:
Pregunta: —Empecemos, si le parece mi general, cronológicamente y con un
asunto importante. En relación con el «Sábado Santo rojo», usted mandaba en aquellas
fechas la División Acorazada, la unidad más potente del Ejército español, y yo estaba
destinado en el Estado Mayor del Ejército, un lugar privilegiado desde donde viví todo
el proceso. El martes de Pascua el Consejo Superior del Ejército emitió la famosa nota
que fue tomada por muchos como una amenaza, un ¡basta ya! del Ejército a la maniobra
sorpresiva de Adolfo Suárez legalizando el Partido Comunista. Se especuló mucho, e
incluso algunos jefes y oficiales del Estado Mayor del Ejército estuvimos convencidos
de ello, con que usted estaba a punto de sacar los carros de combate a la calle después
de la reunión del CSE; con que todo el Ejército, después del plante del ministro de
Marina, estaba dispuesto a parar en seco la transición y que sólo esperaba el paso
adelante de usted. Dentro de las FAS, en algún momento de aquella tremenda semana,
se llegó a hablar de que sus Batallones de carros «calentaban motores».
Respuesta: —Bueno, Inglés —Sonriendo y comiéndose mi primer apellido—,
usted sabe que las Unidades de carros calientan motores todas las mañanas para cargar
baterías y chequear los sistemas de a bordo. Sí, aquellos días de la Semana Santa de
1977 fueron especialmente duros y difíciles; sobre todo, después de la dimisión de Pita
da Veiga y la confusa nota del Consejo Superior del Ejército. Yo era entonces, como
usted bien sabe, general de División al mando de la Brunete y no asistí a la reunión del
159
CSE que se celebró el martes por la tarde, pero recibí muchas presiones para dar un
paso al frente y acabar con aquella lamentable situación; de compañeros militares, de
inferiores de mi entorno y también de superiores. Concretamente, algunos tenientes
generales que acudieron a la reunión del Consejo en la sede del palacio de Buenavista,
me visitaron después en mi cuartel general esa misma tarde y me pidieron con
insistencia que interviniera la DAC.
»Existía desde luego, y no lo voy a negar ante usted, un plan (ya muy clásico,
muy estudiado) que contemplaba un rápido movimiento de la Acorazada sobre Madrid
para hacerse con todos los edificios públicos e institucionales de la capital: Presidencia
del Gobierno, Banco de España, TVE, Correos, emisoras de radio... etc., etc. En una
palabra, se trataba de activar el «Plan Diana», con algunas pequeñas modificaciones,
para forzar en pocas horas la caída de Suárez. Y de una forma totalmente incruenta y sin
disparar un solo tiro. Después de la Acorazada, los capitanes generales hubieran
emprendido acciones similares en sus respectivas circunscripciones, muy limitadas, sin
necesidad de declarar estado de guerra alguno. El asunto se podría haber resuelto en
cuatro o seis horas y el rey, «dimitido» Suárez, habría confiado la Presidencia de un
nuevo Gobierno a un político de consenso dentro de la propia UCD. Acto seguido, el
Ejército se hubiera retirado de inmediato a los cuarteles.
»Yo me tomé aquella situación con mucha cautela, con mucha serenidad. No
quería dar pasos en falso; sobre todo por el rey, sin cuya autorización y apoyo jamás
hubiera dado el primer paso. El miércoles por la mañana estaba dispuesto a llamar al
rey, pero él se me adelantó. Me llamó sobre las diez horas (yo estaba reunido con
algunos mandos de la División) y me dijo que el Ejército no debía intervenir en aquellos
momentos pues se podía ir al traste todo el delicado proceso de la transición, en el que
estábamos todos metidos sin posible vuelta atrás. Me dijo también que la decisión que
había tomado Suárez era absolutamente necesaria para dar credibilidad al proceso de
apertura democrática en España y que él había sido informado, desde el principio, por el
presidente del Gobierno y le había dado su plácet personal. Según el rey, el PCE debía
involucrarse en la transición y concurrir a las primeras elecciones generales, pues
Santiago Carrillo había dado toda clase de seguridades de que su partido aceptaría el
juego democrático, la monarquía y el nuevo régimen que ésta representaba. «No hay
peligro alguno para España, Jaime. Todo está muy bien pensado. Confía en mí. Pero por
favor, no tomes ninguna decisión precipitada», me dijo el rey aquella mañana para
terminar la conversación. De todas formas, Inglés, debo reconocer ante usted que
160
durante bastantes horas de esa terrorífica Semana Santa estuve dispuesto a actuar ante la
tremenda presión que sufrí de muchos compañeros. Pero, afortunadamente, después de
la llamada del rey lo vi todo más claro y no lo hice. Y creo que acerté. Siempre me he
mostrado orgulloso de esa decisión.
P: —Perdone, mi general, pero en el EME y otros despachos de Estado Mayor
que esperábamos su decisión se habló de rencillas o, mejor dicho, de disparidad de
criterios sobre el jefe militar que debía de asumir la suprema dirección del operativo. Se
especulaba con que algunos capitanes generales no estaban de acuerdo en que un
general de División, aún con un prestigio como el suyo, saliera como líder o caudillo del
movimiento anti-Suárez. Había, por así decirlo, un «complejo de Franco» en algunos
capitanes generales.
R: —Sí, puede ser que hubiera algún recelo por parte de algún alto mando
regional, pero no llegó a mí y desde luego, no lo hubo ni en el ministro ni en el JEME,
que me apoyaban incondicionalmente. Pero no se trató sólo de eso… Si yo hubiera
estado decidido y hubiera creído sin ningún género de dudas que el bien de España lo
demandaba, hubiera dado el paso adelante. La razón última de que no moviera un solo
carro estuvo, como acabo de decirle, en el rey. El rey me convenció de que la situación
de la patria en aquellos momentos no estaba para demostraciones de fuerza del Ejército,
para interferencias de las Fuerzas Armadas en un proceso político en marcha que, ya de
por sí, se presentaba arriesgado y difícil.
P: —Perdone la rotundidad de la pregunta, mi general, y que vaya directamente
al grano… ¿Y en el 23-F el rey sí le autorizó a actuar?
R: —En el 23-F las cosas eran radicalmente distintas que en abril de 1977. En el
año 1977 el proceso democrático estaba en sus comienzos, prácticamente no había
comenzado aún pues no teníamos Constitución ni se habían celebrado las primeras
elecciones generales. El rey tenía razón. No hubiera tenido ningún sentido abortar algo
que todavía no había nacido, que despertaba muchas ilusiones en los ciudadanos
españoles y que era indefectiblemente el único camino político a transitar (o por lo
menos, así lo creía él) para integrar a España en la Europa del futuro. Los altos mandos
militares (por lo menos una amplísima mayoría) teníamos, además, plena confianza en
el rey como sucesor del Caudillo y es de justicia reconocerle que en aquellos momentos,
a pesar de su juventud, tenía las cosas muy claras y contaba con amplios respaldos en la
sociedad y en la clase política.
161
»En febrero de 1981 el panorama era radicalmente distinto. Era la propia
transición la que hacía agua por todas partes, la que estaba fracasando estrepitosamente,
con un Ejército profundamente frustrado, la economía bajo mínimos, el terrorismo a
punto de hacer claudicar al Estado de derecho, los partidos políticos sin rumbo, el
Gobierno desbordado... En fin, que el porvenir de España se presentaba mucho más
negro incluso que en 1936. Muchos generales con mando y la mayor parte de los
capitanes generales estaban por el cambio, incluso contra el propio rey que, para
bastantes de ellos, había «traicionado» el sagrado legado del Caudillo. La situación era
muy delicada, desde luego. Yo conocía lo que se preparaba para mayo, pero no estaba
por ir contra la monarquía. Quería cambiar, evidentemente, tal estado de cosas, pero
siempre bajo el manto de la Corona.
»El rey quiso dar un ‘golpe de timón’ institucional, enderezar el proceso que se
le escapaba de las manos. Y en esta ocasión, con el peligro que se cernía sobre su
corona y con el temor de que todo saltara por los aires, me autorizó a actuar de acuerdo
con las instrucciones que recibiera de Armada. El rey tenía plena confianza en mí, ya
que le había demostrado mi fidelidad en múltiples ocasiones y, por supuesto, en el
antiguo secretario general de su Casa Militar, el general Armada. Éste, muy bien
informado (puesto que recibía información privilegiada del CESID), con muy buenas
relaciones políticas con los partidos y con las instituciones, con el apoyo de la cúpula de
las Fuerzas Armadas por su amistad con el rey, y con la total confianza de éste, recibió
el encargo de organizar lo que muy pronto empezó a llamarse en los medios de
comunicación «Golpe de timón» o «Solución Armada», para frenar la cantada
involución que preparaba el Ejército y que se esperaba, como usted también sabe, para
primeros del mes de mayo de 1981.
»Armada, a partir del otoño de 1980, actuó siempre como ‘apoderado real’. Se
reunió conmigo varias veces, y por teléfono me tenía al tanto de sus conversaciones con
el rey y con los partidos. Nunca ha sido cierto que Armada me engañara al decirme que
venía de parte del rey. Yo hablé telefónicamente con el monarca en varias ocasiones
(concretamente, el día 13 de febrero por la tarde, después de la famosa entrevista secreta
que Armada tuvo con Juan Carlos y que éste nunca le dejó comentar, y la última el
sábado 21 de febrero, dos días antes del 23-F), e incluso le visité alguna vez
personalmente en La Zarzuela, donde yo tenía entrada libre cuando quería. Siempre me
dijo que confiara en Armada, que éste tenía todo muy bien preparado para solventar los
graves problemas que tenía España en aquellos momentos; que la solución pasaba por
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un Gobierno de salvación nacional (con carácter eventual) presidido por él y que yo con
ese Gobierno me haría cargo de la suprema dirección operativa de las Fuerzas Armadas,
puesto que desempeñar la cartera de Defensa (en lo que también había pensado) no lo
veía prudente, dado que la mejor solución era, para no alarmar ni a la clase política ni a
la sociedad, que no hubiera más militares en ese Ejecutivo que su propio presidente.
»Todo debía hacerse con el mínimo coste institucional, sin movimientos de
tropas (acaso los más imprescindibles), de una manera totalmente incruenta, sin traumas
sociales, para presentarlo ante la opinión pública española y mundial como una salida
‘urgente y constitucional’ a la grave crisis abierta en España tras la dimisión de Adolfo
Suárez. Dejando la puerta abierta, además, a la reconstrucción de la situación
democrática anterior en el plazo máximo de un par de años. Lo esencial era parar, como
fuera, la operación del 2 de mayo de ese mismo año, y que conocía Armada a través del
CESID y de la que yo, obviamente, también estaba al tanto. El rey me pidió,
concretamente y con un carácter muy reservado y personal, que no interviniera en la
misma, que la controlara, que la parara si era posible y, si no lo era, la retrasara todo lo
posible para dar tiempo al ‘golpe de timón constitucional’ en el que trabajaba Armada a
marchas forzadas. Sabía del prestigio y la buena imagen que yo tenía entre los demás
capitanes generales en activo y sabía que podía confiar en mí. En resumen, Inglés, y
para terminar este amplio parlamento: Me adherí, en principio, a la ‘Solución Armada’
después de que el rey personalmente me confirmara las propuestas de Armada unos días
después de la reunión en Valencia del 10 de Enero de 1981, aunque seguí bastante
tiempo con mis dudas. que no resolví definitivamente hasta el sábado 21 de febrero.
P: Mi general, el otro día me comentó con absoluta rotundidad que el rey había
dado su plácet, de una forma reservada claro, a la operación político-militar que
propiciaba Armada y a la que usted se sumó, en principio, a partir del día 10 de enero de
1981. ¿Cuáles son las razones o por qué cree usted, que Juan Carlos adoptó esa postura
tan arriesgada y que podía traerle tan graves problemas a él, a la monarquía, e incluso a
España en su conjunto si no salía conforme a las previsiones del antiguo secretario
general de su Casa?
R: El rey, obviamente, quería lo mejor para España y para la transición política
emprendida por él al subir al trono. Tenía muy claro que debía seguir por ese camino y
consolidar como fuera el régimen de libertades y de democracia, sin el cual España no
tenía futuro en Europa y el mundo.
163
»Armada, que conocía muy bien la situación del país en general y la del Ejército
en particular, pues tenía muy buenos amigos en el CESID y en los Estados Mayores de
todas las capitanía generales, incidió mucho en lo negativo de la situación en los
informes reservados que periódicamente le llevaba al rey. Era vox populi entonces entre
los altos mandos que Armada se reunía con mucha frecuencia con don Juan Carlos en
La Zarzuela, y en los últimos meses de 1980 y enero y febrero de 1981 lo hizo repetidas
veces.
»El rey, un hombre joven en aquella época pues apenas tenía 40 años, con poca
experiencia en la política, con muy pocos años de rodaje en la Jefatura del Estado y en
una encrucijada del país francamente preocupante, tomó al pie de la letra los consejos
de Armada (en los que podía haber, sin duda, un tanto por ciento de subjetivismo e,
incluso, de ambición personal) de ir a una arriesgada operación de ‘cambio de rumbo
político’ que, claro está, nos llevaba a una situación de excepcionalidad política aunque
fuera por un corto periodo de tiempo. Yo creo sinceramente que el rey, un hombre
joven, repito, con poco rodaje en tan altos menesteres y ante un momento político muy
difícil, se asustó un poco y ante las recomendaciones de Armada, al que respetaba y
tenía en gran aprecio, optó por ‘dejarle hacer’, creyendo de buena fe que obraba por el
bien de la patria y en contra de un golpe de Estado (que se estaba planificando, eso es
cierto) y, ¡quién sabe!, si de una nueva guerra civil.
P: Mi general, una pregunta embarazosa pero que durante años se ha hecho
mucha gente en la calle: Si lo que se puso en marcha el 23 de febrero de 1981 en
Valencia y Madrid no fue un golpe militar al estilo clásico (de lo que hemos hablado ya
y de lo que no tenemos ninguna duda ni usted, ni yo, ni muchísimos españoles), sino
más bien la puesta en escena de una operación político-militar, ampliamente
consensuada, para facilitar ‘el golpe de timón’ o cambio de rumbo constitucional
auspiciado por la Corona para frenar la posible injerencia del Ejército en la vida política
nacional, ¿a qué vino sacar los carros de combate a la calle en Valencia y algunas tropas
en Madrid? ¿No hubiera bastado, quizá, unas declaraciones solemnes de sus más altos
promotores o unas adecuadas manifestaciones institucionales (caso de no poder evitar
como parece que así fue la actuación de Tejero en el Congreso), y si acaso, si hubiera
sido absolutamente necesaria, alguna declaración suya en Valencia o de Torres Rojas en
Madrid, tras el inicio de los acontecimientos, pero sin sacar tropas a la calle y menos los
carros de combate que siempre causan pánico en la población civil? Además, ya
sabemos que en las instrucciones de ‘arriba’ figuraba en lugar destacado la nada
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despreciable condición de ejecución: ‘nada de movimientos de tropas’ o, como mucho,
alguno meramente testimonial.
R: Armada y yo discutimos mucho estas primeras actuaciones de la operación.
Él era partidario de no mover ni un solo soldado y, en el caso de que fuera
absolutamente necesario, no más allá de algunos pequeños destacamentos de policía
militar para garantizar la seguridad de determinados órganos informativos y de
Gobierno. Lo de Tejero no se podía parar, lo tenía absolutamente preparado y no nos
podíamos arriesgar a que actuara por libre; aparte de que tanto Armada como yo
llegamos a la conclusión de que podía venir muy bien un golpe de efecto a nivel
nacional, aunque totalmente incruento y limitado, para hacer creíble el cambio de rumbo
ante los capitanes generales y como revulsivo o punto de partida para escenificarlo
adecuadamente. Sin duda era necesario que se produjera un vacío de poder, muy
limitado en el tiempo, para poder desarrollar todas las fases de la operación prevista por
Armada; entre ellas, su propia presentación por el rey como futuro presidente del
Gobierno.
»Tejero sólo fue autorizado a entrar y copar el Congreso de forma totalmente
incruenta y con el máximo respeto a sus señorías. Pero este hombre, con un carácter un
tanto inestable y emocional, no pudo controlar sus nervios, perdió los papeles, se salió
del guión y haciendo gala de un autoritarismo enfermizo (como todos sabemos y
vimos), maltrató físicamente al vicepresidente del Gobierno, Gutiérrez Mellado, y
amenazó y asustó a los diputados con gritos cuarteleros y ráfagas de metralleta. Nada de
esto estaba previsto.
»En cuanto a los tanques, mi Estado Mayor, y yo mismo, dudamos bastante de la
conveniencia o no de sacarlos a la calle. Al final, decidimos hacerlo, pero sólo para
escenificar ese ‘golpe de efecto’ a nivel nacional del que le hablaba antes. Ahora bien,
tengo que decirle algo de suma importancia que mucha gente no conoce. El batallón de
carros de combate que ocupó Valencia procedente de la Brigada XXXI, estacionada en
Bétera, salió prácticamente desarmado. No iba a combatir contra nadie. El pueblo
valenciano (ni cualquier otro de España, por supuesto) no era su enemigo. Se trataba
sólo de un movimiento táctico para dar fe de una situación muy especial que había
asumido el Ejército con carácter muy temporal y de acuerdo con las más importantes
fuerzas políticas e institucionales del país. Las unidades de carros tenían, además,
órdenes rigurosas de respetar todo lo posible el entorno urbano (incluso los semáforos y
reglas de circulación) para evitar accidentes entre la población civil. Enfilaron, como
165
digo, las calles de Valencia prácticamente sin munición de cañón y con muy poca de
ametralladora. Repito, no iban a luchar contra nadie, no tenían enemigos y sólo se
trataba de escenificar una acción política especial, atípica desde luego, que era
previsible durara muy pocas horas. No salió la cosa como esperábamos, evidentemente,
pero de la actuación de los carros no se produjo ningún altercado ni ninguna víctima.
P: Pasemos a otra cosa, mi general. Usted es un diplomado de Estado Mayor
desde hace muchos años, con una brillante carrera y muchos años de experiencia en
situaciones de crisis y de guerra, en posesión nada menos que de la Medalla Militar
Individual. ¿Cómo no previó y planificó en detalle un avance relámpago sobre Madrid
(no digo que fuera conveniente en aquellos momentos, mi general, sólo trato de indagar
el por qué de sus decisiones en aquella dramática jornada) para controlar todos los
resortes del poder en la capital de la nación en el hipotético caso de que la operación
político-militar puesta en marcha en la tarde del 23 de febrero de 1981 fracasara y se
viera en una situación harto difícil desde el punto de vista personal y profesional?
R: La operación político-militar, como usted la llama, no podía fracasar tal
como estaba planteada si todos los que estábamos comprometidos en ella actuábamos
con arreglo a lo pactado. No estaba pensada, no era (como ya hemos visto) un golpe
militar a la vieja usanza, una asonada típica, un pronunciamiento castrense de primeros
de siglo. Estaba pensada como una acción patriótica en la que, ante la situación
lamentable, caótica, en la que se debatía España, la más alta institución del Estado, con
el auxilio de los principales partidos políticos nacionales, de sus líderes más
cualificados y, por supuesto, de las Fuerzas Armadas (a través de algunos de sus altos
mandos leales a la Corona) iba a intentar reconducir la transición política iniciada tras la
muerte de Franco y que se nos estaba yendo de las manos a todos.
»Yo nunca tuve ninguna duda, tras hablar varias veces con Su Majestad, de que
la operación saldría bien y de que se reconduciría la situación sin derramamiento de
sangre, sin graves traumas institucionales, y sin poner en peligro ni la estabilidad de la
patria ni de la Corona.
»Cuando la cosa cambió, tras la actuación de Tejero en el Congreso, y
personalmente me sentí abandonado a mi suerte en aquellas terribles horas de la noche,
por supuesto que contemplé, con mi Estado Mayor, una rápida marcha hacia Madrid
con todo el poder acorazado de que disponía. Esta acción hubiera supuesto un gran
impacto psicológico a nivel nacional y habría cambiado totalmente la situación a partir
de las primeras horas de la madrugada del martes 24 de febrero de 1981. Mi Estado
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Mayor estaba en condiciones de lanzar las primeras vanguardias de carros (el Batallón
de Bétera estaba totalmente movilizado desde primeras horas de la tarde y disponía de
medio centenar de carros M-47, prácticamente nuevos de motor, capaces de plantarse en
Madrid en 8-10 horas) a partir de las 12 de la noche del 23-F. Antes no, porque hubiera
sido necesario organizar tácticamente el batallón disperso por Valencia, el resto de la
División que permanecía acuartelada, municionar a tope las columnas y organizar el
apoyo logístico necesario para tan importante marcha. Pero yo nunca quise iniciar, aún
abandonado por la Corona, una arriesgada maniobra como esa, un órdago militar capaz
de desencadenar una nueva guerra civil o, sin llegar a eso, unos enfrentamientos entre
compañeros que podían terminar con abundantes bajas.
»Bien es cierto que en aquellos momentos no hubiera tenido enemigos de
importancia. Los capitanes generales de Zaragoza, Sevilla, La Coruña, Baleares,
Barcelona y Valladolid se hubieran sumado a mi iniciativa de inmediato, y así me lo
hicieron saber repetidas veces por teléfono. Es más, estuvieron esperando durante horas
ese movimiento mío para declarar el estado de guerra en sus respectivas
circunscripciones. Alguno de ellos ni siquiera se pusieron al teléfono cuando el rey los
llamó, pero a mi sí se me ponían con rapidez.
»El único enemigo a priori podía ser el capitán general de Madrid, Quintana
Lacaci, y también la JUJEM; pero ésta a título testimonial, puesto que carecía
directamente de tropas. Pero la mayor parte de la División Acorazada (incluida la
Brigada que se encontraba de maniobras en Zaragoza) estaba de mi parte, y tanto Torres
Rojas (su jefe virtual) como su Estado Mayor, dirigido de facto por Pardo Zancada, se
hubieran opuesto de una forma efectiva a su acción, muy difícil por otra parte, para
parar mi División Maestrazgo en marcha hacia Madrid.
»Pero, repito, yo no estaba dispuesto a ‘jugar a Julio Cesar’ y a poner en peligro
mi patria. Con gran sufrimiento por mi parte, y no precisamente por lo que me podía
caer encima a título personal, pues tenía fácil el huir de España si hubiera querido,
obedecí al rey en sus nuevas órdenes, acepté el nuevo cambio de planes, y me puse a la
entera disposición del jefe del Ejército y del Gobierno. No me quité de en medio como
podía haber hecho fácilmente y como me sugirieron algunos, ofreciéndome, incluso, la
posibilidad de un exilio temporal dorado y la vuelta después de unos pocos años,
cuando todo se hubiera calmado.
P: ¿Quiere decir, mi general, que alguien en las altas instancias le propuso huir
de España hasta que todo hubiera pasado?
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R: Sí, así es, algo parecido a eso. En una charla que personalmente tuve con el
JEME, a eso de las dos de la madrugada, cuando yo ya le había dicho al rey que retiraba
las tropas a los cuarteles y anulaba el estado de guerra, me ofreció un avión para mi, mi
familia y mis colaboradores de más confianza, para poder abandonar España y pedir
asilo político en el país que yo estimara pertinente. Se me llegó a citar algunos como
Francia o Portugal, con los que el Gobierno español podría hacer gestiones urgentes
para que me recibieran. Con mi marcha, y puesto que la implicación de Armada en el
asunto en aquellos momentos no se contemplaba, se desinflaba el golpe, recayendo
exclusivamente sobre mi persona el liderazgo del mismo y todas las responsabilidades
sobre su planificación y ejecución. Se le hubiera podido dar así carpetazo sin necesidad
de abrir, como se tuvo que abrir luego, un peligroso proceso militar de consecuencias
imprevisibles. Sobre todo, por lo que se podía derivar del mismo si hablábamos los
involucrados.
»Me negué en redondo a esta componenda y preferí arrostrar las consecuencias
de mi acción; aún sabiendo a lo que me exponía, pues inmediatamente sería tachado de
líder del golpe por ser el militar de más graduación y sin posibilidad alguna de
defenderme al no poder sacar a la luz pública, en un posible juicio militar, las razones y
causas últimas de mi actuación.
P: Pero mi general, perdone que insista. Al no actuar usted con la máxima
energía y decisión, saltándose todos los frenos una vez que se produce la nueva decisión
de La Zarzuela (donde Sabino movía todos los hilos como usted sabe) en el sentido de
desmarcarse totalmente de la operación, y Armada, por su parte, al no ser recibido por el
rey, se encuentra totalmente anulado, ¿no cree que se echaba a los pies de los caballos,
que asumía un papel de ‘mártir cantado’ y que ya sin el apoyo del rey, tanto la JUJEM
como el JEME y los políticos que habían consentido con la maniobra político-militar de
Armada, se echarían sobre usted (el general con más prestigio del Ejército), le
convertirían en un auténtico cabeza de turco y le harían responsable de un golpe militar
clásico, que en realidad no existió? Por otra parte, al no tomar el liderazgo tras el
cambio de planes real y no huir hacia adelante, teniendo todas las de ganar se convertía
usted en el perdedor absoluto de todo el evento, pues los capitanes generales de la
conjura de mayo ‘solos en la madrugada’, no tendrían otra opción que rendir pleitesía al
rey y volver al redil de la obediencia y la sumisión, olvidándose de sus proyectos de
cambio. Y, además, ya para siempre...
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R: Bueno, vayamos por partes, Inglés. Se ve que usted ha estudiado el tema y
que ha reflexionado largo y tendido sobre aquellos acontecimientos sobre los que yo,
debo reconocerlo, llevo pensando casi nueve años; en lo que hice y, todavía peor, en lo
que no hice en aquellos dramáticos momentos de la tarde/noche del 23-F.
P: Perdone mi general, ya le he comentado varias veces que el 23-F ha sido mi
hobby durante todos estos años. Como ya le he dicho, tengo un libro prácticamente
terminado desde el año 1986, con testimonios de algunos de sus colaboradores y
subordinados. Y me apasiona, además, como oficial de Estado Mayor que soy, todo lo
que haga referencia a hechos históricos, castrenses prioritariamente, y sobre todo a sus
entresijos y a los complejos procesos de su toma de decisiones.
R: Ya, ya, ya lo sé, Inglés. Pues bien, tras la segunda charla con el rey (en toda
la tarde/noche hablé con él cuatro o cinco veces y varias más con Sabino), pasadas las
ocho de la tarde, en la que ya me dice con claridad meridiana que no puede asumir lo de
Tejero y que sería conveniente que anulara el estado de guerra y retirará los carros de
combate de la calle (a lo que en principio me negué con palabras respetuosas, pero muy
firmes), me quedé ciertamente anonadado, sorprendido en extremo, humillado... Nunca
creí que algo así pudiera ocurrirme. Algunos me han criticado, en el juicio de
Campamento y después a lo largo de estos años de prisión, que confiara tanto en
Armada, que fuera un tanto ingenuo e imprevisor. No sé si cometí esos errores, supongo
que sí, pero ya le he dicho en algún otro momento que yo no me metí en aquella
aventura sólo por las indicaciones de Armada. Aparte de que lo que él me contaba, tenía
que ser objetivamente cierto pues a nadie se le podía ocurrir que el general actuara por
su cuenta y organizara toda aquella operación sin respaldo del rey, pues hubiera estado
abocada desde el principio al más rotundo fracaso, y Armada nunca ha jugado a
perdedor en toda su carrera militar.
»Yo hablé con el rey varias veces sobre el asunto. Siempre tuve línea directa con
La Zarzuela, desde muchos años antes, y la utilizaba a menudo. Jamás el rey se negó a
hablar conmigo cuando lo solicité por teléfono o cuando quise ir a verlo en
determinados momentos delicados de la transición. Como en la época previa a la
dimisión de Suárez, en la que fui personalmente a hablar con él varias veces, pero a
título individual, nunca en compañía de otros tenientes generales como se ha escrito por
ahí, con pistolas de por medio.
»Siempre tuve la confirmación real sobre lo que Armada preparaba para
reconducir la preocupante situación española de finales de 1980. Y me sumé a esa
169
operación, que evidentemente presentaba bastantes riesgos, sin ambición de ninguna
clase, porque creía que era mi deber, con la esperanza puesta en que sirviera para
solucionar de una vez los graves problemas de la patria y también los de la joven
monarquía representada por el rey Juan Carlos. Cuando me di cuenta de que nada había
salido como estaba previsto, que todo había fracasado, después de hablar varias veces
con el rey, analicé, evidentemente, varias posibilidades para tratar de salir de la delicada
situación personal en la que me encontraba; entre ellas, la de ausentarme de España
aprovechando las facilidades logísticas y diplomáticas que se me ofrecían; o la de pactar
con el JEME, desde una posición de fuerza, el sobreseimiento de cualquier posible
acusación posterior contra mi persona, garantizándome, incluso, la continuación de mi
carrera militar con todos los honores; y también, la que usted me apuntaba antes, la de
conquistar el poder a través de una rápida marcha sobre Madrid con mi División
Maestrazgo, a la que se hubieran sumado, en cuestión de minutos, la División
Acorazada y las capitanías generales más importantes. Pero yo no tenía ambición de
poder político, no me había sumado a la ‘Solución Armada’ para ser un nuevo Caudillo
de España. Los tiempos eran otros y, además, yo no podía ser desleal con la monarquía
en la que siempre he creído. Por otra parte, siempre existía el peligro de enfrentamiento
cruento entre compañeros, de otra nueva guerra civil.
»Opté por sacrificarme y arrostrar las consecuencias de mi acción. Yo era un
militar, el de más categoría entre todos los que habíamos dado ese arriesgado paso, y mi
obligación era asumir la máxima responsabilidad por lo ocurrido. ¿Que me convertía así
en un cabeza de turco, en un perdedor, en un ingenuo que había sido engañado...? Era lo
más seguro, pero usted sabe muy bien que un oficial con mando jamás debe refugiarse
en responsabilidades ajenas para justificar las suyas propias. La historia, en última
instancia, será la que juzgue...
170
Capítulo seis
Entre servicios secretos
anduvo el juego
El doble juego del CESID: Primero, bajo las órdenes directas del rey y
la JUJEM, coopera con Armada, le informa de la existencia y
171
progresos del golpe duro de los generales franquistas y le apoya en la
planificación del 23-F. Después, cumple las órdenes de arruinar
definitivamente la fracasada operación del marqués de Rivadulla. El
Servicio de Información de la Guardia Civil, por su parte, ayuda en
todo momento a Tejero. Agentes del SIGC cercan con antelación el
Congreso para facilitar su llegada. Los servicios de Inteligencia del
Ejército de Tierra (Estado Mayor y Capitanías) cooperaron en todo
momento con los conjurados de mayo.
Lo primero que quiero dejar muy claro, al iniciar este capítulo en el que voy a intentar
diseccionar al detalle el papel que desempeñaron los diferentes servicios de Información
adscritos a Instituciones españolas en relación con los dos grandes eventos (la Conjura
de mayo y el 23-F) que estoy estudiando en el presente libro, es que ninguno de los
servicios secretos de este país fue, en absoluto, el máximo responsable de los tristes
acontecimientos vividos por este país en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981, como
bastantes periodistas (no muy bien informados y pseudo «investigadores de oídas» o de
café) han recogido en sus orgías literarias sobre aquél falso golpe militar. Alguno de
esos informadores por cuenta ajena ha llegado incluso a titular como 23-F. El golpe del
CESID el librito consiguiente sobre la materia, publicado, ¡como no!, en emblemático y
oportuno aniversario.
Ni tampoco, obviamente, fue ninguno de los servicios secretos españoles
(CESID, SIGC, Divisiones de Inteligencia de los tres Ejércitos, División de Inteligencia
del JEMAD, Servicios de Información de la Policía…etc., etc.) el autor, planificador,
incitador y, mucho menos, máximo dirigente, del macro golpe de Estado que da título al
presente libro, en preparación en determinados Estados Mayores del Ejército de Tierra
allá por el otoño de 1980 y primeros meses de 1981, y cuyo día «D» estaba clara y
precisamente señalado: el emblemático 2 de mayo de ese último año.
Y es que, aquí en España, como en el resto del ancho mundo, los servicios
secretos, de información, de inteligencia, de espionaje o de contraespionaje, como
queramos llamarlos, por muy poderosos, operativos y sofisticados que sean, debido a su
precisa y determinada dependencia jerárquica, no pueden protagonizar, liderar o
abanderar en solitario una maniobra involucionista o desestabilizadora de envergadura
172
y, menos aún, un golpe militar en toda regla; en su propio país o en otros. Aunque, eso
sí, pueden (y hasta me permitiría decir que «deben» con arreglo a sus específicos
estatutos de actuación) y de hecho así lo hacen con mayor o menor fortuna, informar,
cooperar, ayudar, facilitar, allanar el camino, auxiliar en una palabra al jerifalte
(normalmente, un político con grandes apoyos o un militar con importantes efectivos
bajo su mando) que sí puede hacerlo. Pero, repito, nunca, jamás, protagonizar en
solitario, con su propio jefe como líder máximo del evento, una asonada militar,
pronunciamiento castrense o revuelta política que aspire a cambiar substancialmente las
coordenadas del ordenamiento institucional en su propio país o en terceros.
En España, como creo que he dejado suficientemente explicitado en el capítulo
en el que expongo con todo detalle la planificación operativa de la Conjura de mayo,
muy pocas personas en el ámbito de las Fuerzas Armadas (y perdón por trivializar en un
asunto tan serio como el que estoy tratando) podían permitirse el lujo en aquellas fechas
(y menos todavía en las actuales) de liderar un movimiento involucionista en toda regla,
capaz de llevarla en volandas en cuestión de horas a La Zarzuela o La Moncloa en lugar
de a una prisión militar, con muchos años de «reserva de habitación». Y hasta hace muy
poco tiempo esas escasas personas eran (ahora, afortunadamente, no hay ninguna) unos
pocos capitanes generales con mando en plaza, los llamados «príncipes de la milicia»
con autoridad directa sobre alguna de las tres grandes unidades operativas del Ejército
español: las Divisiones de Intervención Inmediata. Que detentaban más poder, incluso,
que el propio jefe supremo de las FAS, el rey, un mando constitucional y protocolario, o
el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor (PREJUJEM), más tarde jefe del
Estado Mayor de la Defensa, que, aún siendo el mando operativo máximo de los
Ejércitos españoles, no ejercía el mando directo sobre ninguna gran unidad. Lo que no
deja de tener su importancia en tiempos de turbulencias políticas o crisis internas en las
FAS.
Nada que ver estos poderes reales y de mando directo de tropas (el de los
capitanes generales del Ejército español) con el que si duda tienen y gestionan los
servicios secretos (la información es poder) que no disponen de poder militar «contante
y sonante». Son unos meros, aunque importantísimos, auxiliares del mando (político y
militar) y, en todo caso, cooperadores necesarios en cuantas acciones (o chapuzas)
legales e ilegales acometa éste.
Al hilo de lo acabo de exponer recuerdo que me reí mucho (ya lo he apuntado en
páginas anteriores), en privado naturalmente, cuando en noviembre del año 1980 recibí
173
en mi despacho de jefe del Estado Mayor de la Brigada DOT V, con sede en Zaragoza,
el informe del CESID titulado Panorámica de las operaciones en marcha, prolijo
documento confidencial que hacía referencia al abanico de movimientos involucionistas
(militares, civiles y cívico-militares) y golpes de Estado en preparación en España en
aquel funesto otoño de 1980. Y más aún se debieron reír, aunque nunca tuve constancia
de ese extremo, mis compañeros de la Capitanía General de Aragón al comprobar que
los eficientes y todopoderosos servicios de información del Estado español
(compuestos, todo hay que decirlo, exclusivamente por militares, la mayoría de ellos
«desecho de tienta» de Unidades operativas) tachaba como «golpe de los coroneles» el
amplio movimiento político-militar que se estaba fraguando a nivel nacional y con los
más carismáticos capitanes generales de la extrema derecha en su cúpula directiva.
Y eso no es todo, los flamantes ejecutivos castrenses de La Casa, en informes
posteriores aún más reservados y circunscritos exclusivamente al ámbito militar en los
que involucraban como altos responsables de la trama a coroneles como Quintero
Morente o San Martín, llegaron incluso (evidenciando un supino desconocimiento sobre
esa conjura de alto nivel que se estaba planificando y desarrollando en varias capitanías
generales), a alertar a la de Zaragoza y a la Brigada de Infantería en la que este modesto
historiador militar prestaba entonces sus servicios, sobre el, según ellos, in crescendo
«golpe de los coroneles», urgiendo a remitir cuanta información sensible pudiéramos
recabar sobre el mismo. Era con el fin, faltaría más, de proceder a su seguimiento y
desarticulación. Un despropósito tras otro de aquel CESID de los años ochenta,
prácticamente descabezado y sometido a las presiones y los vientos de múltiples amos
políticos y militares.
Vamos, pues, a estudiar someramente las andanzas de los principales servicios
secretos españoles (Centro Superior de Información de la Defensa, Servicio de
Información de la Guardia Civil y División de Inteligencia del Estado Mayor del
Ejército de Tierra) en los dos importantes eventos que estamos tratando: 23-F y Conjura
de mayo, con especial hincapié en el primero de ellos que fue en última instancia el
único que se puso de verdad en marcha:
Centro Superior de Información de la Defensa (CESID)
El CESID venía siguiendo muy de cerca, a lo largo de todo el año 1980, el panorama
involucionista español y, dentro de él, los preparativos del núcleo duro de los generales
174
franquistas (aunque rebajaba la categoría militar de los involucrados, como acabamos de
ver, a la mucho más modesta de coroneles; no se sabe si por mimetismo con otros
famosos movimientos foráneos, porque confundía la parte con el todo, o por miedo a
carismáticos capitanes generales con mucho poder), así como las veleidades y contactos
del general Milans con los anteriores dentro de su apuesta personal por un golpe
antidemocrático pero promonárquico. También vigilaba estrechamente al tándem de
«los espontáneos»: Tejero e Inestrillas, contra el que ya actuó contundentemente al
sacar a la luz la famosa «Operación Galaxia», en noviembre de 1978. Estaba también al
corriente (como muchos españoles en aquellas fechas), sobre todo militares, del plan
político-militar auspiciado desde las alturas del poder institucional para reconducir
«desde bastidores» una transición política agotada y en peligro cierto de liquidación: la
llamada «Solución Armada».
En noviembre de este año de 1980, el CESID elabora el análisis-informe sobre
todos estos movimientos militares y cívico-militares en gestación, al que ya me he
referido repetidamente, que es elevado a La Zarzuela y a la cúpula militar y del que,
parece ser, no tiene conocimiento preciso el Gobierno de Adolfo Suárez o es
infravalorado por éste. En ese informe se presenta un abanico de posibles operativos en
preparación, agrupados en tres apartados: de carácter civil, militar y cívico-militar.
Aunque este informe no es ninguna maravilla desde el punto de vista profesional, pues
evidencia abundantes errores analíticos y de concepto, fruto, sin duda, del precario
estado operativo en que se encontraba en aquellos momentos este órgano superior de
Inteligencia del Estado (con su jefe interino, el coronel Carreras, de figura decorativa,
con un «segundo», el teniente coronel Calderón, ejerciendo de amo y señor del centro y
con varias «familias» o «mafias investigadoras» en su seno), en líneas generales
muestra un aceptable esquema del mapa golpista de la época.
Pues bien, en las primeras semanas de 1981 el CESID, al tanto de los contactos
de Armada con Milans y de los de éste con los «coroneles» de mayo, decide intervenir a
favor del primero para asegurar el éxito del «golpe de timón» planificado por él. El alto
órgano de Inteligencia militar recela de Milans del Bosch, al que conoce muy bien
desde los días amargos de la Semana Santa de 1977, en los que estuvo a punto de
«meter en cintura» al país. Lo teme, cree que juega con dos barajas, y que si la
operación de asalto al Congreso le sale bien y consigue movilizar a la División
Acorazada en Madrid, puede sentir tentaciones muy fuertes de desencadenar su
175
proyecto «primorriverista» e, incluso, de decantarse por el golpe duro de los
generales/coroneles.
El CESID, controlado por la JUJEM, desea que triunfe el operativo de Armada y
aspira, de paso, a desactivar el de Milans, integrado de momento en el anterior pero que
cuenta todavía con cierta independencia planificadora y la peligrosa posibilidad, nada
despreciable, de desbancar al primero. Por eso introduce a uno de sus más preclaros y
decididos hombres de acción, el comandante Cortina, jefe de la AOME (Agrupación de
Operaciones Militares Especiales) y antiguo subordinado y amigo personal del general
Armada, con el que mantiene todavía estrechas relaciones, en la trama Armada-MilansTejero que, bajo la batuta del primero, por lo menos en el plano teórico, camina ya
decididamente hacia el día de su puesta en escena definitiva, una fecha todavía no
concretada de mediados o últimos de marzo de 1981.
El CESID del año 1981 era, no conviene perder de vista este dato, un organismo
de Inteligencia teóricamente dependiente de la cúpula del Estado pero militar hasta la
médula, organizado, compuesto y dirigido por militares, con casi todos sus agentes de
base procedentes de la Guardia Civil; cuerpo, como todos sabemos, totalmente
militarizado. Más tarde, a lo largo de los años y ya asentada la democracia, recibiría
savia nueva de personas reclutadas en la vida civil, con una más cuidada preparación
técnica y un talante más funcional y menos jerarquizado (aunque ello no le ha eximido
de protagonizar sonoros escándalos como el de los GAL y el de las escuchas ilegales a
determinadas personalidades de la vida política y social española, entre ellas el propio
rey), pero en aquellos días previos al «tejerazo»”este órgano de información, heredero
de aquel siniestro servicio de la Presidencia de Carrero Blanco (SECED), presentaba
una estructura castrense monolítica (no por ello más eficaz ,sino todo lo contrario) en la
que no cabían actuaciones retorcidas de deslealtad o doble juego.
El AOME dirigido por el comandante Cortina actuó, pues, con arreglo a las
órdenes recibidas de sus superiores, concretamente del jefe efectivo del CESID, el señor
Javier Calderón, en todas las misiones que le encomendaron en relación con el 23-F y
que a continuación vamos a presentar o, más bien, a recordar. Nada de lo escrito sobre
una hipotética actuación del CESID (o de grupos dependientes de este servicio) a dos
bandas (una con el falso golpe, otra contra él) tiene sentido, si bien debo admitir,
después de investigar a fondo su equívoco proceder antes y durante la famosa tardenoche «de autos», que fue el propio centro de inteligencia del Estado en su conjunto el
que cambió parcialmente su estrategia operativa cuando, a partir de las 18:26 horas del
176
23 de febrero de 1981 la JUJEM, obedeciendo órdenes de La Zarzuela, decidió
desmarcarse también de la recién iniciada «Solución Armada».
Como decía hace un momento, el CESID, a comienzos de 1981, decide
intervenir para asegurar el feliz desarrollo de la «Operación Armada» y neutralizar la
posible desviación de ésta hacia la línea «primorriverista» de Milans, o hacia la más
preocupante y dura de los «coroneles» franquistas. Sabiendo que Milans va muy
atrasado en la planificación de su apuesta política, al estar coordinando su actuación en
varios frentes (el suyo personal y los de Armada y capitanes generales), si bien el asalto
al Congreso está listo para ser puesto en marcha en cualquier momento, ordena, a través
de Cortina, adelantar la ejecución del «golpe blando» de Armada con los siguientes
propósitos: sorprender a Milans con los «deberes sin hacer» (la mano derecha de
Milans, el coronel de su Estado Mayor Ibáñez Inglés, todavía no había empezado, a
últimos de enero de 1981, a poner por escrito todo lo que bullía en la cabeza de su
superior el capitán general); disminuir la eficacia del binomio operativo: asalto al
Congreso-movilización de la Capitanía General de Valencia, postergando y
minimizando todo lo posible la segunda de estas acciones; controlar al máximo, y en su
caso abortar, la previsible salida de la División Acorazada; y romper definitivamente
todos los nexos de unión entre los planes de Milans y los del movimiento de mayo.
Cortina, en contacto con Armada, que lógicamente no formula ninguna objeción
pues favorece a sus planes, adelanta la fecha de ejecución de la operación que lleva el
nombre de su superior y amigo, ya pactada con Milans para mediados o últimos del mes
de marzo, a la segunda quincena de Febrero. El día exacto queda por definir y se
concretará en función de los acontecimientos. El capitán general de Valencia recibe con
sorpresa el adelanto y recela de este nuevo personaje que acaba de salir a escena, un
oscuro comandante de los Servicios de Inteligencia que parece tener mucho ascendiente
sobre Armada. «¿Quién es este Cortina? —le pregunta a su valedor—. ¿Por qué tanta
prisa? ¿Por qué se permite opinar sobre asuntos que escapan a su competencia?» No
obstante, pronto será convencido por Armada que utiliza de nuevo el nombre mágico
del rey para allanar voluntades. Voluntades tan monárquicas y tan convencidas en
aquellos momentos como la del teniente general Milans del Bosch.
Este adelanto en los planes supondrá, sin duda, un duro contratiempo para la
maniobra preparada por Milans que ni él mismo acierta a valorar en toda su justa
dimensión en aquel instante. Sin los documentos definitivos redactados, con abundantes
flecos todavía por definir, deberá organizar las distintas acciones deprisa y corriendo:
177
«Operación Alerta Roja», «Operación Turia», bando, reuniones con los mandos
operativos, órdenes... etc. Prácticamente todo se dejará para el propio día «D» que,
encima, no conoce con exactitud. La chapuza operativa está servida. La improvisación,
el nerviosismo, las decisiones sobre la marcha, todo está asegurado...
El CESID conseguirá muchas cosas con la maquiavélica e inteligente infiltración
de Cortina en la cúpula directiva del 23-F. Ya hemos apuntado algunas antes: aislar la
operación de Tejero (magistralmente realizada después, hay que reconocerlo, desde el
punto de vista estrictamente operativo, no político, que fue un verdadero desastre) del
resto de las acciones previstas por Milans; retrasar, y abortar en última instancia, la
salida de la División Acorazada Brunete, espiando sus acuartelamientos, intoxicando
sus comunicaciones, e informando al capitán general de Madrid, teniente general
Quintana Lacaci, de las actuaciones de Torres Rojas y de los previsibles movimientos
de unidades; hacer inviables los posibles planes del capitán general de Valencia para,
ante un éxito espectacular en Madrid, atraer a su seno a los duros generales franquistas;
y, en definitiva, descolocar totalmente a Milans en el terreno de la planificación
operativa.
Todas esas ventajas, y alguna más, pondrá en el haber del CESID el jefe de su
Agrupación de Operaciones Militares Especiales, el comandante Cortina, durante la
famosa tarde-noche del 23 de febrero de 1981. Sus hombres conducirán los autobuses
de Tejero al Congreso para asegurar su llegada en el minuto preciso, espiarán las
comunicaciones de las cadenas de mando de las unidades operativas de Madrid,
facilitarán en grado sumo (cuando la «Solución Armada» sea definitivamente
abandonada) la actuación de Quintana Lacaci para someter a la Acorazada y la de la
JUJEM, para manejar los resortes institucionales de cara al control de la organización
periférica del Ejército y... algunas acciones más. Pero no podrán controlar, ni prever, el
más espectacular y llamativo de los acontecimientos que se desarrollarán en Madrid esa
tarde y que será determinante para el futuro desarrollo del evento: la alocada, la
inconcebible, la tragicómica actuación de Tejero en el Congreso de los Diputados... que
echará por tierra toda la minuciosa planificación del general Armada para conseguir un
«golpe de timón constitucional» en nuestro país, pondrá en peligro la institución
monárquica y la democracia, llevará a su ilustre promotor a la cárcel en lugar de a La
Moncloa, abrirá serias dudas en la opinión pública española sobre la imparcialidad y el
desconocimiento real de la operación por parte de La Zarzuela y, en una palabra, estará
178
a punto de abrir el camino, con todo su poder y dramatismo, al golpe militar puro y duro
previsto para mayo.
La locura de Tejero, con su desmedido afán de notoriedad, podrá reconducirse
pero no sin graves problemas. Será una «reconducción de la reconducción» nerviosa y
peligrosísima, un golpe de timón visceral e instintivo de las altas autoridades del Estado
para tratar de anular el otro «golpe de timón» político que, por una pésima puesta en
escena, ha quedado invalidado de raíz.
El general Armada, descolocado y abandonado por el rey (quien no quiere
asumir de ninguna manera una acción como la protagonizada por el teniente coronel de
la Guardia Civil en el Congreso de los Diputados), cometerá, en las siete horas de dudas
e indecisiones (desde las 18:23 horas del 23-F a la 01:13 del 24-F), abundantes errores
tácticos al querer salvar lo más honorablemente su primigenio plan. El rey, sorprendido
y alarmado por lo visto y oído en el hemiciclo del Congreso, teléfono en mano y con su
fiel Sabino Fernández Campo pegado a su cuerpo, librará una oscura y férrea batalla
con los capitanes generales que, sorprendidos también, estarán a la espera de la menor
oportunidad para adelantar su órdago de mayo, decretar el estado de guerra y sacar sus
tropas a la calle. ¡Siete horas de febrero de 1981! ¡Ahí están los misterios y las
componendas de última hora, la negociación nerviosa, las cesiones, las amenazas
veladas...! ¡Ahí están las explicaciones a tan complejas situaciones, a tantas decisiones
futuras!
Servicio de Información de la Guardia Civil (SIGC)
Veamos, ahora, la atípica actuación en la fecha que estamos recordando (23-F) de otro
importantísimo Servicio de Inteligencia del Estado español, el Servicio de Información
de la Guardia Civil (SIGC), que sería asimismo determinante, como lo fue la del
CESID, para que los hechos que se sucedieron ese día discurrieran de la forma que lo
hicieron y no de otra manera. Este Servicio, debo reconocerlo, por su específico campo
de actuación, su organización, su dependencia directa del Estado Mayor del Cuerpo y,
sin duda, por no querer meterse en un auténtico avispero político y militar, no
desempeñaría ninguna actuación destacable en relación con el otro movimiento, el
previsto para el 2 de mayo de 1981.
El Servicio de Información de la Guardia Civil, que desde siempre ha gozado de
una muy buena imagen profesional y operativa en el desarrollo de sus importantes
179
misiones de investigación y de prevención de delitos, dependía en aquellas preocupantes
fechas anteriores al 23 de febrero de 1981 del Estado Mayor del Cuerpo, un elitista
círculo cerrado de decisión y planeamiento formado curiosamente por jefes y oficiales
de Estado Mayor procedentes del Ejército de Tierra que, desde la Guerra Civil Española
y por decisión personal de Franco, que quería tener férreamente controlado el
importante Instituto armado, copaban ese trascendental órgano auxiliar del mando en
detrimento de los propios oficiales de la Benemérita, que tenían vedado su acceso al
mismo al no poder acceder al correspondiente diploma de Estado Mayor. Ese reducido
núcleo de profesionales del Ejército de Tierra que dirigía en la sombra todo el
entramado operativo, orgánico y logístico de la Guardia Civil, estaba en esos momentos,
y ya desde bastantes años antes, bajo las órdenes de un peculiar personaje que luego se
haría tristemente famoso como fustigador en la prensa de políticos y demócratas y como
imputado en uno de los procesos abiertos contra los GAL (Grupos Antiterroristas de
Liberación) al tener la Audiencia Nacional racionales indicios de que este militar
español, «tocado con el tricornio de la Guardia Civil», había intervenido en la creación
y organización del llamado «GAL verde» e, incluso, confeccionado el sello distintivo de
esa organización terrorista. Me estoy refiriendo al entonces coronel (y más tarde, y en
atención a sus poderosos dossiers, teniente general) Cassinello.
Este militar que, aunque ultraderechista hasta la médula, siempre supo nadar
entre dos aguas y aferrarse con uñas y dientes al poder de turno para subir los largos y
difíciles peldaños del escalafón, fue inmediatamente captado por la cúpula directiva de
la llamada «Solución Armada» para que facilitara con sus poderosos medios
(prácticamente toda la Guardia Civil a su servicio) el feliz desarrollo de la operación
político-militar por ella diseñada. Amigo íntimo de Tejero y conocedor, tanto por sus
confidencias personales como por los informes del eficaz servicio de información
dependiente de su mando, de lo que preparaba el fogoso teniente coronel así como del
resto de movimientos involucionistas que se fraguaban en la sombra, con muy buenos
amigos circunstanciales entre los políticos que trataban de abrirse camino en la difícil
situación política de la época, con abundantes dossiers comprometedores para muchos
de ellos, y con la seguridad absoluta de que con su actuación contribuía al
debilitamiento de la democracia y a su propia promoción personal, decidió enseguida
poner todo su aparato de poder en el campo de sus nuevos amos. Y, más concretamente,
en el de su amigo y compañero Antonio Tejero Molina, que había asumido sobre sus
hombros, quizá irresponsablemente, una tarea muy superior a sus posibilidades.
180
Tengo que reconocer, llegado a este punto, que uno de los mayores misterios con
los que me topé cuando, ya hace algunos años, comencé mis investigaciones sobre el
23-F, fue el que un teniente coronel de la Guardia Civil como Tejero, «golpista de café»
en el absurdo mundo de la «Operación Galaxia», de muy limitada preparación
intelectual y profesional, con una desquiciada verborrea de taberna grabada en sus genes
que le imposibilitaba para mantener un secreto más allá de unos pocos minutos, sin los
conocimientos tácticos necesarios (ya que no tenía en su haber estudios superiores de
Estado Mayor) para planificar, organizar y ejecutar un golpe de mano tan espectacular,
arriesgado y complejo como el asalto al Congreso de los Diputados, fuera capaz de
llevarlo a cabo con perfección absoluta desde el punto de vista operativo, prácticamente
sin disparar un solo tiro (los que hubo fueron meramente disuasorios), sin muertos o
heridos, sin ser detectado ni neutralizado por los propios servicios internos de la
Benemérita, sin que se enterara su propio jefe supremo, el director general de la Guardia
Civil, Aramburu Topete, y usando sin ningún problema para su aventura tropas y
acuartelamientos de la propia Institución.
La respuesta a este interrogante me vendría bastante tiempo después de la boca
de altos jefes y oficiales del Cuerpo que me informarían con pelos y señales de la
peculiar actuación del Estado Mayor de la Guardia Civil y, sobre todo, de sus servicios
de información, dependientes en aquellos momentos, como digo, del inefable y tortuoso
ejecutivo castrense señor Cassinello.
En una reunión muy interesante que mantuve en las postrimerías del año 1993
con un coronel de la Guardia Civil, antiguo compañero mío y buen conocedor de mis
investigaciones sobre el 23-F, que apareció en mi despacho acompañado por el capitán
del mismo cuerpo, ya retirado, Suárez Alonso (el oficial que con el empleo de teniente
mandó ese día el comando de guardias civiles del Servicio de Información de la
Benemérita que, de paisano y en coches camuflados, aisló el Congreso de los Diputados
a las 16:20 horas para facilitar la llegada de Tejero), quedó meridianamente clara la
tortuosa actuación del Estado Mayor de la Guardia Civil en la preparación y ejecución
de los bochornosos hechos que protagonizó Tejero en el palacio de la Carrera de San
Jerónimo de Madrid.
Efectivamente,
conocedor
el
coronel
Cassinello
de
las
limitaciones
planificadoras y operativas del díscolo teniente coronel de la Guardia Civil para llevar a
buen puerto la compleja operación de asalto al Congreso en la que se había embarcado,
atendiendo a la amistad que les unía hacía mucho tiempo y a sus peticiones de ayuda, y
181
con la autorización expresa del propio general Armada que, obligado a asumir el
operativo de Tejero en sus conversaciones con Milans, no estaba dispuesto a correr
graves riesgos en su ejecución, decidió tomar bajo su personal tutela toda la precisa
organización del arriesgado operativo; decisión que sería muy bien recibida por Tejero.
Éste quedaba descargado así de todo el complicado proceso planificador, y a quien lo
único que le interesaba de verdad era su papel protagonista en la ejecución del proyecto.
Por eso sería el Estado Mayor en pleno de la Guardia Civil el que tomaría bajo su
responsabilidad directa la tarea de organizar en profundidad, en todos sus menores
detalles, el antiguo órdago operativo de «los espontáneos» transmutado por caprichosos
designios del destino a «cebo iniciador» de la pacífica y constitucional apuesta
democrática de Armada.
Nada dejaría al albur el cerrado círculo pensante de la Guardia Civil dirigido por
el coronel Cassinello: el «fichaje» y posterior seguimiento personal de los guardias que
tendrían que acompañar al teniente coronel en su mediático asalto; el visto bueno a la
adquisición y custodia en lugar seguro de los autobuses que iban a ser utilizados en el
transporte de la tropa; las «órdenes» a los jefes de los acuartelamientos (coronel
Manchado), desde donde iban a salir aquéllos para que nada entorpeciese el embarque y
su partida; la coordinación con la AOME del CESID y con sus grupos operativos, para
la perfecta planificación y ejecución de la marcha hasta la Carrera de San Jerónimo; el
cierre previo de las avenidas al Congreso mediante un comando operativo del SIGC, a
fin de aislar el objetivo y facilitar la llegada sin problemas del teniente coronel y sus
hombres; el repliegue de las fuerzas, una vez que la operación político-militar hubiera
finalizado...
Todo fue supervisado por el jefe del Estado Mayor de la Benemérita y puesto en
conocimiento puntual de Armada, que no quería dejar nada a la improvisación
tratándose de Tejero. Sólo se le dejó a éste la mera ejecución de las estrictas órdenes
recibidas. Y, sin embargo, ahí falló. Su megalomanía, su vanidad, su afán de
protagonismo, su desprecio íntimo por los burócratas (de Estado Mayor) que le daban
las órdenes... precipitarían su «salida de guión», su fracaso (político) y el de sus jefes.
Que nadie dude, pues, a estas alturas, de la intervención y perfecta coordinación
de los dos servicios secretos españoles de mayor nivel: CESID y SIGC (éste como
brazo operativo del Estado Mayor de la Guardia Civil) en la preparación y ejecución de
la llamada «Solución Armada». Que luego no sería tal sino que acabaría «reconvertida»
en la famosa intentona golpista del 23-F. Ambos servicios trabajaron y colaboraron
182
activamente durante meses para que ésta terminara en un completo éxito, porque así
interesaba a los supremos intereses del Estado. Ello no fue óbice para que cuando las
cosas cambiaron, y ya no interesaba a esos supremos intereses nacionales la arribada a
buen puerto de los oscuros designios político-militares del antiguo secretario general de
la Casa del rey, esos mismos servicios secretos (sobre todo el CESID) cambiaran sobre
la marcha su estrategia del «sí» por la contraria del «no», haciendo todo lo posible para
que se recondujera la caótica situación a los cauces marcados por la autoridad
competente. Y para que sus más altos dirigentes (todos recompensados más tarde con
altos empleos militares e, incluso, con la propia dirección general de La Casa), con el
desparpajo y la pétrea faz que caracteriza a los espías que mandan a otros muchos
espías, dijeran después a todos aquellos que quisieran oírles que ellos del asunto ese del
23-F sólo conocían lo que conocían todos los españoles, es decir, casi nada.
División de Inteligencia del Estado Mayor del Ejército (DIEME)
Y ahora, metámonos a calzón caído, es un decir, con uno de los importantes
protagonistas (no director, líder o similar, ¡ojo!) del otro evento que estamos sacando a
la luz pública, la Conjura del 2 de mayo de 1981: los servicios secretos o de Inteligencia
del Ejército de Tierra español. Todos ellos, varios, de gran operatividad y dirigidos y
supervisados por la División de Inteligencia del EME, tendrían una gran
responsabilidad y predicamento en la planificación de la misma y, sobre todo, en que
ésta permaneciese oculta y en disposición de traducirse en hechos muy concretos.
Así como los dos anteriores servicios de Inteligencia de los años ochenta del
siglo pasado a los que me acabo de referir, uno de ellos, el CESID, adscrito a Defensa
aunque con dependencia operativa directa de Presidencia del Gobierno, y el otro, el
SIGC, dependiente del Estado Mayor de la Benemérita, apoyaron abiertamente la
llamada «Solución Armada»”(el primero actuó en principio a favor de esta maniobra
político-militar real con todos sus medios y después colaboró con la Casa Real para
desactivarla cuando fue desautorizada por el monarca, y el segundo ayudó a Tejero para
que pudiera planificar su arriesgado operativo), su actuación en relación con el macro
golpe que preparaba la extrema derecha castrense española para, a partir del 2 de mayo
de 1981, frenar en seco la «modélica» transición del franquismo a la democracia, fue
más bien pasiva o, si queremos decirlo de otra manera, marginal y nada relevante. El
CESID «patinó» desde el principio al calibrar la importancia del peligrosísimo
183
movimiento insurreccional de la mayoría de los capitanes generales del Ejército de
Tierra español (rebajando e incluso despreciando la categoría militar de sus máximos
dirigentes a «coronoles») y aunque representó, sin duda, la fuente a través de la cual el
general Armada recibiría importantes datos sobre lo que podía pasar en este país
«cuando volviera a reír la primavera» de 1981, careció de directrices y ganas para tratar
de controlarlo, verificar su alcance real y, en última instancia, desarticularlo.
En el caso del SIGC, la cosa revestiría todavía más claridad y contundencia. Este
Servicio, que a todas luces tuvo constancia en su momento de lo que preparaba la mayor
parte del Ejército, adoptaría la cómoda postura de «verlas venir», de no interferir en el
asunto; de quedarse al margen en suma… Y seguramente por todas o alguna de las
siguientes razones: primera, la cosa, evidentemente, no era de su competencia, se salía
de los márgenes de actuación que la dirección del Cuerpo y, sobre todo, su poderoso
Estado Mayor, le tenía fijados (aunque es de justicia reconocer que todos,
absolutamente todos los servicios de Inteligencia del mundo, incluidos los españoles y
entre ellos el de la Guardia Civil, se pasan cuando lo consideran oportuno las órdenes
restrictivas de sus jefes por el forro… de sus preciadísimas carpetas de documentos
sensibles);
segunda,
la
Guardia
Civil
dependía
(y
depende)
orgánica
y
administrativamente del Ministerio de Defensa, con lo que su actuación en este campo
hubiera podido reactivar el sempiterno conflicto de competencias entre Defensa e
Interior (más bien entre sus respectivos ministros); y tercera, hubiera sido sin duda un
peligroso salto en el vacío de la Dirección General de la Guardia Civil (más bien de su
jefe de Estado Mayor) el tratar de «meterle el dedo en el ojo» a nada menos que siete
capitanes generales del Ejército español con mando en plaza, incluido el carismático
capitán general de Valencia, Milans del Bosch, con el que, además, el jefe del Estado
Mayor de la Benemérita mantenía unas muy buenas relaciones personales.
Los que si apoyarían, desde el principio y a tope, a tumba abierta, con todos sus
medios, con todas sus energías profesionales y operativas… el golpe duro de los
capitanes generales franquistas serían, obviamente, los servicios de Inteligencia del
Ejército de Tierra y, en particular, el organismo que los dirigía y controlaba: la División
de Inteligencia de su Estado Mayor (DIEME), radicada en el fastuoso palacio de
Buenavista de la plaza de La Cibeles de Madrid, sede del Cuartel General del Ejército.
Esta División de Inteligencia, una de las cinco con las que contaba el Estado
Mayor del Ejército (EME), máximo órgano de dirección y planeamiento de la
Institución castrense española, formada casi exclusivamente en aquellas fechas por
184
profesionales que hoy en día cualquier español no muy versado en política se atrevería a
calificar «de derecha extrema» y que yo, más conocedor del asunto, no dudaría un
segundo en colocar en la cúspide del numerosísimo grupo de «franquistas puros y
duros» que pululaban a placer al principio de los años ochenta por cuarteles, centros y
estados mayores de las FAS españolas. Bien, pues esa DIEME no sólo apoyaría desde
sus comienzos (como no deja de ser lógico tratándose de una peripecia política en la que
estaban metidos hasta el cuello los máximos dirigentes del Ejército) el movimiento
golpista de sus jefes, sino que contribuiría decisivamente a su planeamiento,
enraizamiento, crecimiento y desarrollo, sirviendo de poderoso valladar para que otros
servicios de Información del Estado español no se inmiscuyeran en el asunto
renunciando a meter el diente en tan sabroso bocado informativo. A la par que blindaba
el mismo dentro del propio Ejército, filtrando sólo lo que convenía a sus fines, y
logrando con ello un secretismo y una impunidad personal y corporativa que ha llegado
intacta hasta nuestros días.
En concreto, la actuación de la DIEME a lo largo de los meses en los que se
planificó el 2-M habría obedecido a los siguientes fines:
• Blindar, como acabo de decir, la «Operación Móstoles» de cara a
agentes externos e internos. De esto tendría plena constancia el
historiador militar que suscribe, quien vio cómo sus informes iniciales
sobre las distintas reuniones «golpistas» a las que tuvo que asistir en
Zaragoza, a finales de 1980 y principios de 1981, como consecuencia de
su cargo de jefe de EM de la Brigada DOT V, fueron sistemáticamente
ignorados por ella y sus escalones informativos subordinados.
• Crear informaciones de decepción y engaño (guerra psicológica)
convenientes para el éxito militar y político de la Operación de mayo.
Así, aunque la confidencialidad en todo lo relativo al estado real de la
planificación del golpe fueron siempre extremos (máximo secreto), se
permitieron en determinadas ocasiones inflar y supervalorar el mismo de
cara a alcanzar un rentable clima de ansiedad y desasosiego político y
social, a nivel nacional, que permitiera poder obtener todo lo que
ansiaban sus dirigentes y sin tener que llegar a la plena ejecución del
operativo. Pero estos engaños pudieron volverse en alguna ocasión
puntual en contra de los intereses del propio movimiento de los capitanes
185
generales, como en el asunto del adelanto de la puesta en ejecución de la
«Solución Armada» desde una fecha de mediados o últimos de marzo de
1981 (como había previsto, en principio, su protagonista) al 23 de febrero
de ese mismo año, trastocando los planes tanto del general Milans como
de los redactores de la Directiva de Planeamiento golpista de mayo. El
miedo del general Armada, alertado por el CESID sobre la base de unos
supuestos planes de la Conjura de mayo, que en realidad todavía no
estaban finalizados, propiciaron la decisión del apoderado del rey con
resultado muy negativo para la puesta en ejecución del golpe de mayo.
Aunque esa decisión precipitada también afectaría al propio resultado del
23-F, al pillar al general Milans «fuera de juego».
• Facilitar los contactos personales entre los distintos capitanes generales
involucrados en la Operación de mayo, bien a través de relaciones
directas y secretas como por medio de agentes que ejercían la labor de
correos.
• Posibilitar la planificación y desarrollo de la Fase 1.ª de la «Operación
Móstoles», la legal, la que se iba a desarrollar siguiendo las órdenes y
directrices del Plan General de Instrucción del Estado Mayor del Ejército
de Tierra, como primer y obligado paso para poner en pie de guerra las
distintas grandes unidades rebeldes y poder acercarlas, en la madrugada
del 2 de mayo de 1981, a la capital de la nación. En ese sentido, en
estrecho contacto con la División de Operaciones del mismo Estado
Mayor del Ejército, planificaría el calendario y el despliegue territorial de
las distintas zonas de maniobras a utilizar por las grandes Unidades
regionales comprometidas con la «Operación Móstoles». Así, el Plan
General de Instrucción (PGI) de la División de Operaciones del EME,
correspondiente al 2.º trimestre de 1981, de adaptaría a la secreta
DIPLANE (Directiva de Planeamiento Estratégico) a redactar por los
Estados Mayores de Zaragoza y Sevilla, contemplando toda una serie de
ejercicios tácticos tipo Brigada reforzada, con fuego real, a ejecutar por
las distintas capitanías generales adscritas a esa Directiva golpista en los
últimos días de abril y primeros de mayo de 1981.
186
Y termino este capítulo dedicado a la encubierta actuación de los servicios
secretos españoles en dos de los grandes eventos político-militares de la transición. Lo
hago recordando al lector que, efectivamente, como puede traslucirse de la información
que acabo de transmitirle, los servicios de Inteligencia (la mayoría de ellos circunscritos
al ámbito militar, aunque en algunos casos sean las más altas autoridades del Estado las
que exploten la información sensible que generan) desempeñan un papel primordial en
cuantas actuaciones al margen de la ley (o bordeando la misma) propician esas altas
autoridades del Estado. Pero como a la vez gestionan mucho poder y sus dirigentes, si
hacemos caso a la propia denominación (Inteligencia) de los entes que dirigen y
administran, no suelen pecar de estupidez supina, nunca jamás cometerán el error de
liderar, de asumir el mando directo y supremo, de ninguna de las aventuras políticas o
militares en las que periódicamente se ve envuelto este país. Se llamen estas 23-F, GAL
o similares…
187
Capítulo siete
Y después de la tormenta castrense…
la traición siguió su camino
El 23-F puso fin a la Conjura de mayo y, en consecuencia, al poder
militar en España. También, a cuatro años de enfrentamientos
soterrados entre los generales franquistas y el rey. Se salvó así el
delicado proceso político de la transición, pero el fin nunca puede
justificar los medios empleados para conseguirlo; sobre todo si esos
medios constituyen un peligro cierto de guerra civil. Los méritos y las
responsabilidades del monarca español en los hechos político-militares
más emblemáticos de la transición española: el «Sábado Santo rojo”, el
contubernio castrense de la primera noche electoral, el 23-F, la
Conjura de mayo…
Resulta meridianamente claro a estas alturas para cualquier analista, historiador o
experto militar, varios lustros después de que ocurrieran los importantes hechos
relacionados con la transición democrática española que acabo de recordar y, en el caso
de la terrorífica Conjura de mayo, descubrir en primicia al lector, que los lamentables
hechos ocurridos en España en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981, y que
enseguida serían tachados por los propios poderes del Estado como un golpe militar en
toda regla (nada más lejos de la realidad), sirvieron en última instancia, a pesar del
fracaso político de la «Solución Armada» que había sido su leiv motiv y quizá por ello,
188
para cercenar de un solo tajo el duro y peligrosísimo golpe (éste absolutamente real) que
preparaban los capitanes generales más radicales de la extrema derecha castrense
española para poner en marcha en la emblemática fecha del 2 de mayo de 1981.
Cogidos éstos por sorpresa ante el imprevisto adelantamiento de la puesta en
ejecución de los planes político-militares del general Armada, sin el ansiado liderazgo
del teniente general Milans (quien todavía deshojaba la margarita de su adhesión o no a
sus tesis golpistas), y tras el revuelo mediático que suscitó en sus primeras horas la
alocada peripecia de Tejero en el Congreso de los Diputados y las urgentes y reiteradas
llamadas del rey para que todas y cada una de las autoridades militares regionales
acataran su autoridad en beneficio de la patria… se verían obligados, tras bastantes
horas de duda y crispadas conversaciones con el monarca y su entorno de La Zarzuela, a
dejar su ya bien planificado operativo del 2 de mayo para mejor ocasión. Ocasión que,
afortunadamente para todos los españoles, ya no se presentaría jamás (la historia no
suele dar segundas oportunidades), no por la represión que el poder político de este país,
o su comandante en jefe, el rey, victorioso ante ellos, dejaran caer sobre sus autoritarias
cabezas (que increíblemente no se materializaría) sino simplemente… por razones de
edad. Cuestión esta última que en el Ejército español, desde siempre, representa el
supremo poder igualatorio, la temida guadaña que decapita cada muy pocos años la
gerontocrática, endogámica, perversa e inculta cúpula de los Ejércitos españoles.
Y todavía más. Con el desmantelamiento por vía de los hechos del nuevo
«Alzamiento Nacional» preparado por los tribunos franquistas para revivir en España su
particular primavera golpista de 1981, se destruiría asimismo, como bienvenido
corolario, el importante poder fáctico militar que todavía existía en España en aquellas
fechas. Estaba personalizado en abundantes figuras castrenses del antiguo Régimen y
que había venido condicionando, vigilando, mediatizando y, hasta en muchas ocasiones,
dirigiendo, el proceso político de la transición puesto en marcha por el heredero de
Franco, Juan Carlos I. Con lo que esta moribunda apuesta política podría ver despejado
su camino y tomar, sobre todo tras la fulgurante victoria del PSOE en 1982, la deseable
velocidad de crucero que demandaba una sociedad española asustada, dividida,
expectante… pero muy esperanzada.
Pero mi deber como historiador y analista militar, amigo lector, no solo es contar
historias, hechos relevantes protagonizados por reyes y generales, importantes hazañas o
fracasos espectaculares a cargo de políticos y dirigentes de postín, ensalzados hasta la
náusea o escondidos muchas veces por sus interesados servidores bajo las alfombras del
189
olvido o la manipulación. También es mi obligación estudiarlos y analizarlos a fondo
bajo el prisma de la crítica y la petición de responsabilidades. Algo esencial, creo yo,
para el correcto funcionamiento y la salud democrática del conjunto de la sociedad.
Por todo ello, y aunque en algunos trabajos anteriores míos ya he tratado el
delicado tema de las responsabilidades del rey en el famoso esperpento mediático del
23-F (a estas alturas resulta ya meridianamente claro que nos salvó a todos los
españoles, pero no de un golpe militar sino de dos: del duro, durísimo, de los capitanes
generales franquistas, y del suyo propio, del blando y pseudoconstitucional planificado
con su regia autorización por su subordinado Armada), debo volver a sacarlas
nuevamente a colación en éste, en el que he desvelado con pelos y señales uno de los
secretos militares mejor guardados de toda la transición democrática española. Pero lo
hago extendiendo el área del análisis y la crítica personal a otros importantes episodios
político-militares ya conocidos, como la crisis de la legalización del PCE en abril de
1977, el contubernio castrense que tuvo en el Cuartel General del Ejército en Madrid la
noche electoral del 15 de junio de ese mismo año para parar en seco el proceso de la
transición si se vislumbraba el fantasma de un nuevo Frente Popular, o el proceso
golpista iniciado en el otoño caliente de 1980 y que tendría como finalidad la puesta en
ejecución de la fallida Conjura de mayo.
Soy consciente de que en este espinoso tema de las responsabilidades del rey de
España sobre el 23-F y otros episodios menos conocidos (pero igualmente importantes)
de la transición, llueve sobre mojado. Es todavía tabú sobre todo para los medios de
información estatales o que se mueven en el área de influencia del poder, y es muy
difícil, por no decir imposible, para un historiador solitario, deslenguado y casi siempre
«políticamente incorrecto» (y no miro a nadie) tratar de desmontar la almibarada figura
histórica (casi angelical) que las conveniencias y los intereses del Estado han creado a
medida, y mantenido contra y viento marea todos estos años, para el rey Juan Carlos I.
Tan solo hace unos meses la televisión pública, para contrarrestar sin duda la
tesis ya asumida en buena parte por la sociedad española sobre las responsabilidades
directas del monarca español en el 23-F, se permitió crear y difundir una miniserie de
dos capítulos con un tratamiento histórico del evento absolutamente hagiográfico,
cortesano, empalagoso… y, sobre todo, falso y deleznable. Resulta increíble que a estas
alturas de la película golpista de la transición española, para «filmar» la cual algunos
historiadores militares nos hemos dejado las pestañas tras las cámaras durante años y
años, el poder quiera seguir maquillando la realidad de una época convulsa, angustiosa,
190
muy peligrosa, en la que los españoles nos vimos al borde de otra guerra civil,
refugiándose en la figura de un rey providencial, bueno, valiente y demócrata, cuasi
divino, que nos salvó a todos de un nuevo desastre. La realidad, amigos, es mucho más
compleja que todo ello y en esta película sobre los terroríficos años golpistas de la
década de los setenta y ochenta en nuestro país (en algunos aspectos más que película
sainete, vodevil, entremés, comedia bufa o tragedia griega…), que poco a poco va
visionando la ciudadanía española con los ojos muy abiertos, gracias al tesón o la
cabezonería de unos pocos investigadores, intervinieron muchos actores: protagonistas,
de reparto y extras. Algunos de ellos, dejándose la piel en el empeño, recibiendo como
«premio» letales condenas de prisión o sacrificando hasta extremos casi heroicos su
profesión, sus amigos y su propia familia.
Y es que, dejando de lado publirreportajes hagiográficos como los de TVE que
acabo de mencionar, de vergüenza ajena, y centrándonos en trabajos o libros como el
que tiene en sus manos, amigo lector, que tratan de contar la verdad pura y dura sin
pelos en la lengua y caiga quien caiga, muchos ciudadanos de buena fe, sobre todo los
de cierta edad que han vivido en sus carnes la zozobra y la angustia de aquellos años
terribles, pueden verse tentados a dar por buenos juicios de valor fabricados desde las
alturas. Son los que enfatizan, agrandan y elevan a los altares del heroísmo y la
grandeza de alma, actuaciones políticas de las más altas autoridades del Estado que, en
realidad, obedecieron más bien a intereses personales suyos o a espurios deseos de
mantenerse en el poder.
Empecemos, pues, nuestra especial visión crítica de los hechos político-militares
más importantes de la transición española. El primero de ellos, cronológicamente
hablando, fue sin duda la sorprendente legalización del hasta entonces apestado Partido
Comunista de Santiago Carrillo por parte del Gobierno de Adolfo Suárez, el sábado 9 de
abril de 1977, fecha que ya ha pasado desde entonces a los anales de la historia de este
país como el famoso «Sábado Santo rojo». Fue el que desencadenó una profunda y larga
crisis militar que a punto estuvo de parar en seco el proceso democrático puesto en
marcha en noviembre de 1975, llevando de nuevo a la catástrofe a la sociedad española.
Del desarrollo puntual de esta crisis, a lo largo de la cual (siete largos días) los carros de
combate del general Milans del Bosch, jefe de la División Acorazada Brunete n.º 1, no
dejaron un solo segundo de mantener sus motores al rojo vivo, ya tiene conocimiento el
lector si se ha deleitado (es un decir) con otros trabajos anteriores míos o ha tenido la
curiosidad, el tiempo y la paciencia de leerse entero el capítulo dos del presente libro.
191
Por eso voy a entrar en materia centrándome en los aspectos críticos que inciden
directamente sobre el principal protagonista de aquel suceso, que no fue, obviamente, el
carismático líder militar que ostentaba casi en solitario la fuerza de las armas, por lo
menos en la zona de la capital de España, sino su jefe, el jefe supremo de las Fuerzas
Armadas españolas, el rey Juan Carlos I; quien actuando con todo su poder de
persuasión, pero en plan reservado, confidencial, desde bambalinas… conseguiría en
unos pocos minutos el cierre definitivo de la profunda crisis militar abierta. Por cierto,
la mayoría de los ciudadanos españoles, durante muchos años, hasta que el historiador
que suscribe se permitió dar a conocer, por primera vez y en un libro suyo, la reservada
conversación del monarca español con su subordinado, el general Milans, en la mañana
del miércoles 13 de abril de 1977, nunca llegaron a comprender cómo una crisis tan
grave como aquella, desatada en lo más alto del Ejército español, decayera de pronto,
desapareciera en cuestión de minutos, se disolviera como por arte de magia… cuando el
peligro y la zozobra parecían alcanzar la más alta cota. La razón ya la sabe el lector y, si
no, se la recuerdo de nuevo. Sería el rey Juan Carlos el que, «ya en tiempo de
descuento», echando mano del teléfono y de su particular y campechano modo de
resolver las cosas, lograse parar la ya cantada intervención de la todopoderosa Brunete
ordenándole a su belicoso jefe: «Jaime, no te muevas.»
A buen seguro que después de conocer la oportuna e histórica llamada telefónica
del rey al general Milans del 13 de abril de 1977, que acabó de recordar y que desactivó
en segundos la profunda crisis desatada en España tras la arriesgada decisión de Adolfo
Suárez de legalizar a los comunistas españoles, cualquier ciudadano de a pie de este
bendito país, vacunado ya hasta la saciedad contra pronunciamientos militares y
golpismo castrense en general, no tendría el más mínimo inconveniente personal en
declarar providencial la misma y en lanzar algún que otro grito del cariz de los
siguientes:
«¡Chapeau por el rey de España! ¡Muy bien por el monarca que nos salvó a los
españoles de un nuevo golpe militar! ¡Gloria al jefe del Estado que trajo la democracia a
este país!»
Sin embargo, y siguiendo las directrices analíticas que me he marcado yo mismo
al principio del presente capítulo, me van a permitir, tanto ese ciudadano virtual elegido
al azar como el resto de los mortales españoles que a día de hoy, comenzado el «tercer
Año Caótico de la legislatura maldita» de Rodríguez Zapatero, seguimos luchando a
brazo partido contra la mayor crisis económica y financiera que ha conocido este país,
192
que, como historiador militar y estudioso del tema, no esté muy de acuerdo con esas
hipotéticas muestras de satisfacción y orgullo. Lo digo por la, parece ser, providencial
actuación de nuestro jefe del Estado en la ya lejana crisis del «Sábado Santo rojo», y
trate de rebajar algunos grados la gratitud y la admiración que tal proceder real pudo
despertar en su momento en el común de los ciudadanos de este país.
Veamos: El martes de Pascua, 12 de abril de 1977, se produce y se difunde una
nota institucional del Consejo Superior del Ejército (máximo órgano de mando de esa
Institución) claramente intervencionista, por no decir golpista, en contra de una decisión
soberana del Gobierno legítimo de la nación. Ante esa diáfana acción subversiva del
Ejército, el rey Juan Carlos, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas y en aquellas
fechas con todos los poderes del Estado en sus manos, debió actuar de inmediato contra
los componentes del citado Consejo reuniendo de urgencia a la JUJEM (Junta de Jefes
de Estado Mayor), al presidente del Gobierno, al vicepresidente para Asuntos de la
Defensa y a los ministros competentes, es decir, a la Junta de Defensa Nacional, al
objeto de tomar las medidas disciplinarias necesarias y urgentes que restablecieran la
autoridad gubernamental.
En lugar de esa actuación real, que hubiera sido valiente, acertada y acorde con
las leyes y los reglamentos militares, el rey, seguramente por prudencia, miedo o
indecisión, calla, otorga, deja hacer a los generales franquistas y sólo actúa (el miércoles
de Pascua, por la mañana) cuando la situación está a punto de írsele de las manos y el
general Milans del Bosch presto a sacar sus tanques a la calle. Y además actúa, como a
partir de entonces veremos muchas veces en el futuro, subterráneamente, entre
bastidores, en plan amiguete, pidiéndole por favor a su subordinado y amigo que no
haga nada («Jaime, no te muevas») fuera de los canales de mando reglamentarios,
deseche cualquier tentación golpista (parece ser que por el momento) y deje al Gobierno
cumplir con su deber.
En esta ocasión del «Sábado Santo rojo» la mediación secreta y el peloteo con
sus generales monárquicos le saldría bien a Juan Carlos I y la sangre (de civiles, por
supuesto) no llegaría al río; pero esto no quiere decir (aquí habría que meter de nuevo el
conocido tópico ese del fin y los medios) que la actuación del monarca español fuera la
correcta, la legal, la conveniente y, mucho menos, la sensata en una situación tan grave
como aquella. Tendría que haber actuado por derecho, con arreglo a las leyes militares y
civiles, haciendo valer su autoridad sobre los generales franquistas en apoyo del
Gobierno legítimo de la nación. Y lo más grave de todo esto es que, como veremos más
193
adelante, el rey Juan Carlos, visto lo bien que le salió su mediación ante el general
Milans en este caso de la comprometida legalización del PCE, tomaría ya esta actitud
como norma de actuación para el futuro, acostumbrándose a ejercer (con los militares
pero también con los políticos) como un poder subterráneo, errático, en la sombra,
superior a todos los demás, por encima de las leyes y atento sobre todo, eso sí, a sus
intereses personales y familiares. Ejerciendo, casi, casi, como un dictador de facto en la
sombra. Y lo hacía en plan campechano y educado, claro… siempre que se cumplieran a
rajatabla sus regios deseos.
Así que de loas y parabienes al rey «salvador de la democracia» en esta
peligrosísima crisis de abril de 1977, como en las siguientes que vamos a ver, las justas,
por no decir ninguna. Los hechos históricos en general, y los militares en particular,
nunca son sencillos de valorar e interpretar, y casi nunca resisten el análisis exhaustivo
de los historiadores libres y responsables. Concurren en ellos, como por otra parte en
cualquier avatar de la vida personal y colectiva, bastantes circunstancias objetivas que
pueden hacer variar, a poco que se estudien con espíritu crítico y honesto, el juicio
interesado de una historia hecha casi siempre por vasallos y siervos.
Y adentrémonos ahora en otro episodio militar importante que pudo trastocar la
historia de la transición española del franquismo a la democracia, muy desconocido por
cierto por el común de los ciudadanos de este país y que, sin embargo, ya conoce el
lector pues lo he relatado con pelos y señales en otro capítulo de este libro. Y
analicemos la también subterránea maniobra del rey Juan Carlos, no para intentar
solucionarlo como en el caso anterior, sino precisamente para no hacerlo y abandonarlo.
Yo creo que lo hizo de una manera un tanto irresponsable, a su propia suerte, es decir, a
que el tiempo aliado con su inacción lo desactivara y redujera a la nada. Me estoy
refiriendo, en concreto, a lo acaecido en el Cuartel General del Ejército en Madrid la
noche de las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977.
En esta nueva ocasión, y de esto puedo dar fe puesto que yo pasé aquella
trascendental jornada electoral como jefe de Servicio en el Estado Mayor del Ejército y
lo viví personalmente, el rey de España, una de las poquísimas personas que se enteró
(seguramente por alguna «antena» monárquica ubicada en la División de Inteligencia
del EME) de la secretísima reunión no programada, ni autorizada, ni conocida por nadie
(incluido el Gobierno de la nación, que permaneció toda la noche in albis) de la cúpula
militar en pleno en el palacio de Buenavista de Madrid, sede del Cuartel General, no
movió un solo dedo para tratar de desmontar ipso facto. Debió hacerlo, con arreglo a las
194
leyes y reglamentos militares, con aquel ilegal contubernio castrense que, como ya sabe
el lector, tenía por objeto parar en seco el proceso democrático en marcha (echando
mano, una vez más, del consabido procedimiento tan querido en los cuarteles de la
época del «palo y tentetieso», o sea con los carros de combate, los TOAs, las piezas de
artillería y los fusiles de asalto haciendo de las suyas) si de las urnas recién estrenadas
por los ciudadanos españoles se colegía que la izquierda, comunistas y socialistas
mayormente, podía gobernar de nuevo este país como en febrero de 1936.
No voy a entrar de nuevo en lo ya escrito por mí (en este libro y en otros) sobre
este rocambolesco suceso ultrasecreto protagonizado por los más altos prebostes
castrenses de la época, que ha permanecido años y años enterrado bajo las alfombras
cuarteleras del «gran mudo» español, y que pudo desencadenar durante la larga noche
del 15-J si, como digo, el resultado de la consulta popular no se hubiera adecuado a sus
deseos, otra reacción ilegal y cruenta del Ejército español. Pero sí quiero, estoy en ello,
incidir en las responsabilidades que el rey de España, comandante supremo de las
Fuerzas Armadas, pudo contraer al actuar como lo hizo.
Efectivamente, que el rey Juan Carlos se enteró de lo que pasaba en el Cuartel
General de la plaza de La Cibeles de Madrid (al contrario de lo que le ocurrió al
presidente del Gobierno español, Adolfo Suárez, que una vez más fue «ninguneado» por
los servicios secretos militares) está fuera de toda duda puesto que yo mismo, como jefe
de Servicio en el mismo, recibí, pasadas las nueve de la noche, una llamada de un jefe
militar de La Zarzuela interesándose por la reunión de alto nivel que tenía lugar allí y
queriendo tomar nota de algunos puntos substanciales relacionados con la misma:
integrantes, duración estimada, orden del día, autoridad que la presidía, medidas
complementarias adoptadas… etc., etc. Como ya he relatado en el capítulo
correspondiente, ante una situación tan atípica, anómala y potencial generadora de
graves responsabilidades personales como la que estábamos viviendo en el Cuartel
General del Ejército aquella tarde/noche electoral, opté prudentemente por desviar la
llamada a la División de Inteligencia del EME y que fuera ese organismo de
Inteligencia, cuyo general jefe, por cierto, hacía horas que recibía toda la información
sensible tanto exterior como interior a través de mi humilde persona, el que asumiera la
responsabilidad de quedarse corto o pasarse en su información a la Casa Real sobre tan
delicado asunto. De todas formas, cuando minutos después de mi corta charla con el
alto representante del Cuarto Militar del rey, informé de la misma al «G-2» (general jefe
de la División de Inteligencia), éste me hizo un gesto despectivo que indicaba a las
195
claras que no les iba a hacer mucha gracia a los allí reunidos, sobre todo al que
ostentaba la máxima autoridad, el JEME (Jefe del Estado Mayor del Ejército), la
interferencia real.
Bien, pues en este espinoso asunto (alguien puede a estas alturas históricas
calificarlo de baladí o anécdota, y se equivocaría de medio a medio) de la reunión ilegal
y no programada de la cúpula del Ejército de Tierra a lo largo de la noche electoral del
15-J de 1977 con fines a todas luces aviesos, el rey, el jefe supremo de los Ejércitos
españoles, actuaría (más bien no lo haría) otra vez desde la prudencia extrema, el
nihilismo existencial, la indecisión total, el claro olvido de su autoridad y el miedo
físico… Aunque debo reconocer, yo que viví y presencié aquellas nada convencionales
escenas prebélicas (o pregolpistas, como queramos llamarlas) que tuvieron lugar en el
despacho del JEME en el Cuartel General del Ejército en Madrid, en las que, incluso,
como había ocurrido escasos tres meses antes con motivo de la crisis de la legalización
del PCE, salieron a relucir con profusión mapas militares de Madrid, que la situación en
la que se encontraba el monarca español, aún no siendo tan grave y enfrentada a los
generales franquistas como llegaría a ser tres años después, no era precisamente fácil de
gestionar desde las alturas del mando. Así las cosas, el reaccionar contra los generales
prácticamente amotinados, desmelenados y actuando por su cuenta en el palacio de
Buenavista de la plaza de La Cibeles, hubiera podido significar… el fin traumático del
recuento de votos en las primeras elecciones democráticas de la transición, de ella
misma en su conjunto y, con mucha probabilidad, de la monarquía juancarlista.
Pero a pesar de todo, Juan Carlos I, rey de España y comandante supremo de las
FAS españolas, debió hacer sentir su autoridad sobre aquellos generales «pregolpistas
de salón» del 15 de junio de 1977, actuando con decisión y energía ante una reunión
ilegal y antirreglamentaria de unos subordinados que no sólo despreciaron
olímpicamente, al convocarla, al jefe del Gobierno de la nación sino también a él mismo
y a la Institución que representaba. Habría evitado con ello, sin duda, los malos
momentos, la angustia y el desasosiego que tuvimos que vivir bastantes ciudadanos
españoles (y él el primero) tres años después cuando los capitanes generales franquistas,
muchos de los cuales estuvieron en aquel cónclave clandestino de junio de 1977,
plantearon el terrorífico órdago antimonárquico del dos de mayo de 1981, y que a punto
estuvo de retrotraer al país a las cavernas de una nueva guerra civil. Y es que los
problemas en general, y no digamos los que conlleva la alta dirección política de una
nación, por muy arduos y difíciles que se presenten, conviene resolverlos en el
196
momento procesal oportuno. En caso contrario, corremos el peligro de que se pudran, se
multipliquen, se compliquen y se extiendan. Y que para acabar definitivamente con
ellos tengamos que recurrir a la cirugía más invasiva
Y demos el salto a lo que, visto lo visto, tenía que suceder algunos años después
del secreto acontecimiento militar que acabo de reseñar. Con el otoño de 1980, como
sabe de sobra el lector, se iniciaría en España una de las épocas más dramáticas y
peligrosas por las que tendría que pasar nuestra sacrosanta transición dentro del
arriesgado periplo político puesto en marcha oficialmente en nuestro país en noviembre
de 1975 (extraoficialmente, bastante antes). Hemos conocido ya con todo detalle cómo
en esta época empezó a preparar la extrema derecha castrense franquista su particular
embite golpista contra la monarquía juancarlista y, por ende, contra la democracia y el
pueblo español. Ahora bien, puestos a analizar este nuevo y tremendo episodio de
nuestra historia reciente bajo el prisma de las presuntas responsabilidades del jefe del
Estado español (estamos en ello), cabe preguntarse:
¿Hizo bien el rey Juan Carlos en no coger nuevamente el toro por los cuernos,
enfrentándose abiertamente a la cúpula militar golpista de mayo de 1981 con todo su
poder (legal y constitucional) y su absoluta determinación de someterla a su autoridad,
autorizando en cambio la subterránea maniobra político-militar-institucional planificada
por su antiguo colaborador y confidente, general Armada? ¿No asumía un riesgo
desorbitado, y con él todo el pueblo español, al acogerse a esa solución, nada
constitucional, nada legal, nada legítima, para tratar de desmontar, desde la
clandestinidad y las alcantarillas del Estado, el órdago golpista de sus generales, nada
contentos con la deriva que estaba tomando el proceso político en marcha? ¿Puede
admitir la historia de este país que todo un rey, un jefe del Estado, se salga de los cauces
institucionales, constitucionales, legales, democráticos, del Estado de derecho en suma,
echando mano de unos medios ilegítimos que nunca pueden justificar el fin perseguido
por muy loable que éste sea, para cerrar el paso a unos altos militares que pretenden
derrocarlo y acabar con su proyecto político?
Evidentemente, no. Nadie ni nada, puede justificar que se intente desactivar un
golpe de Estado, por muy terrorífico y cruento que se prevea, planificando en su contra
y ejecutando desde la propia cúspide de ese mismo Estado, otro golpe militar. Y ello por
muy blando, descafeinado, consensuado, teatralizado… que éste sea.
En este caso de la Conjura de mayo a cargo de los capitanes generales
franquistas, el rey, como ya lo he dejado bien claro en relación con los otros episodios
197
anteriormente estudiados, debió actuar por derecho, con luz y taquígrafos, con órdenes
directas y precisas, de acuerdo a las leyes y reglamentos militares, para frenar en seco
las veleidades de unos subordinados desleales que conspiraban abiertamente, con todo
el poder de las armas detrás, para acabar con él y con el sistema político que el propio
monarca había patrocinado desde la jefatura del Estado. Nunca debió refugiarse en los
militares fieles de su entorno monárquico (Armada y Milans) para en plan subterráneo,
desde bambalinas, escurriendo el bulto y dejando siempre una puerta trasera expedita
para escapar del atolladero si algo salía mal, organizar un contragolpe blando y
pseudoconstitucional que pudiera enderezar la complicada situación política en la que se
encontraba sin tener que recurrir al enfrentamiento directo y traumático contra aquellos
que lo amenazaban.
Y dejado claro ya, por activa y por pasiva, que la llamada «Solución Armada»
(el coloquial 23-F) no debió existir como mero instrumento neutralizador del 2-M,
personalmente quiero volver a insistir una vez más (llevo más de veinticinco años
investigando el tema y más de quince publicando mis escandalosas conclusiones) sobre
la ya confirmada paternidad de La Zarzuela en relación con el primero de esos
acontecimientos: el 23-F. Responsabilidad total y absoluta del rey en esa maniobra
palaciega que, mal planificada y peor ejecutada desde el punto de vista político (el
asalto de Tejero, sin embargo, apoyado en todo momento por el Estado Mayor de la
Guardia Civil y el CESID, resultaría impecable desde el punto de vista operativo al
conseguir su objetivo limpiamente y sin derramamiento de sangre, al mejor estilo del
Comandante Cero nicaragüense), lograría sin embargo desmontar el golpe duro de los
generales franquistas después de horas de angustia y peligro cierto de guerra civil.
Esta responsabilidad del monarca español sobre la antiguamente llamada
«intentona involucionista» del 23-F, absolutamente demostrada a través de mis escritos
de los últimos quince años (ninguno de los cuales ha sido descalificado ni desmentido
nunca por nadie) la he hecho llegar a las más altas instituciones del Estado e, incluso, al
propio Congreso de los Diputados de Las Cortes españolas, que en septiembre del año
2005 recibió un exhaustivo Informe de más de 40 páginas sobre mis investigaciones y
una muy respetuosa súplica de que, a la vista de ellas, se constituyera una Comisión de
Investigación en esa Cámara que las estudiara y determinara su alcance, por lo menos
histórico. Después de años de espera, por fin, con fecha 2 de marzo de 2009, el
Congreso ha acusado recibo de mis informes y los ha remitido a la Comisión de
Peticiones de la Cámara para, leo textual el burocrático comentario, «su oportuno
198
estudio y tramitación». Esperemos que ese estudio y esa tramitación no se alargue en
demasía. Yo estoy dispuesto, ¡faltaría más!, a proporcionar toda la ayuda y toda la luz
que necesiten nuestras egregias señorías.
Los que no se enteran, a pesar del tiempo transcurrido y de la tinta vertida, de
qué va esta historia del 23-F (esperemos que después de leerse el presente libro, en el
que de una vez por todas se da la razón última de aquella aparente patochada, entren en
razón histórica) son los máximos responsables de TVE, que en febrero de 2009,
coincidiendo con el 28 aniversario de aquel esperpéntico evento, se sacaron de la manga
la dichosa miniserie a la que ya he hecho cumplida referencia, ampliamente publicitada,
eso sí, para consumo de los millones y millones de personas desinformadas que,
desgraciadamente, todavía pululan desnortadas por este bendito reino constitucional
que, parece ser, es la España del siglo XXI; y a la que, aún echando mano de la más
absoluta moderación verbal, se la podría calificar de falacia, montaje, peloteo cortesano,
basura pseudohistórica… y de todo lo que ustedes quieran. Basura mediática fabricada,
eso sí, con el dinero de todos los contribuyentes españoles para tratar de frenar una vez
más la verdad sobre aquel acontecimiento a golpe de share.
Y para que si no los han leído estos insignes directivos de televisión española se
enteren de una vez, y para que, asimismo, lo hagan los probos ciudadanos de este país
que no han tenido la oportunidad de llevarse a los ojos las políticamente incorrectas
(durante años, ahora ya no, el tiempo y la verdad todo lo pueden) investigaciones sobre
el 23-F de este modesto historiador militar, voy a incluir a continuación, aún a riesgo de
ponerme pesado, los dieciséis indicios racionales que, absolutamente irrefutables (por lo
menos hasta ahora nadie lo ha hecho), incluí en el ya citado Informe remitido al
Congreso de los Diputados. Lo hice avalando mis ya antiguas teorías sobre la máxima
responsabilidad del rey de España en tan pintoresco y, sin duda, peligroso evento de
nuestra historia reciente que, vuelvo a repetir, para que nadie piense que hago todo esto
por republicanismo o inquina personal contra el actual jefe del Estado, sirvió
efectivamente para evitarnos a todos los españoles un funesto golpe militar, clásico y
duro, de consecuencias harto previsibles.
Bueno, pues ahí van por si alguien no conoce todavía los 16 indicios racionales
que avalan la culpabilidad real en el 23-F. De verdad, amigo que me lees, que el
redactarlos me costó un grandísimo trabajo de años. Pero creo que ha merecido la pena.
Y, además, tengo muchos más escritos y dispuestos por si (lo dudo mucho) los señores
199
diputados de la Comisión de Peticiones del Congreso tuvieran a bien pedirme datos
adicionales.
Primero: Armada se entrevista con don Juan Carlos en numerosas ocasiones a
lo largo de los meses de diciembre de 1980 y enero y febrero de 1981. En total, once
veces (tres en el mes de diciembre, una en enero, el día 3 de febrero a través del teléfono
y nuevamente en reuniones personales reservadas los días 6, 7, 11, 12, 13 y 17 de
febrero). ¿Qué asuntos tan graves y atípicos empujaban a Armada y al rey a relacionarse
personalmente con tanta asiduidad (Baqueira, La Zarzuela, conferencias telefónicas...),
no estando ya el primero al servicio directo del segundo sino, por el contrario, en un
puesto activo en el Ejército, al mando de la División de Montaña Urgel n.º 4, en Lérida,
y más tarde en el Estado Mayor del Ejército, en Madrid?
Concretamente la entrevista celebrada el 13 de febrero (diez días antes del 23-F)
en La Zarzuela es revestida del mayor de los secretos; tanto que, meses después,
procesado ya Armada, éste le pide al rey por carta autorización para usar en su defensa
lo tratado en aquella reunión. El monarca se lo deniega. Resulta así que ni para afrontar
una condena de treinta años de prisión el general Armada puede desvelar la
conversación mantenida con el Borbón reinante el 13 de febrero de 1981. Debe, en
consecuencia, arriesgarse a ser condenado antes que hablar. ¿Razón de Estado?
¿Sacrificio personal por la corona...?
¿Qué asuntos trataron don Juan Carlos y el general Armada ese enigmático día
13 de febrero? Resulta pueril pensar que el general, para defenderse de una posible pena
de treinta años de cárcel, intentara refugiarse en un rutinario informe personal sobre la
situación del país y del Ejército (además, él no era la persona más indicada para
presentar ese hipotético informe al rey) que, según bastantes «investigadores» del caso
adscritos a las tesis oficiales, fue lo único que facilitó Armada al soberano a lo largo de
la entrevista. Y resulta, asimismo, fuera de toda lógica que el monarca le prohibiese con
posterioridad dar publicidad a esos informes y comentarios personales si le podían
servir para defenderse.
¿De qué hablaron, pues, don Juan Carlos y su fiel servidor Armada en esa
controvertida reunión? Ellos lo sabrán, desde luego, aunque a estas alturas lo lógico
sería que todos los españoles lo conociéramos también. Y puesto que el «traidor»
Armada ha obedecido escrupulosamente hasta el presente las instrucciones regias de
permanecer callado y no es previsible que las desobedezca en el futuro, debería ser el
rey Juan Carlos el que, en lugar de ir por ahí prohibiendo a su antiguo subordinado que
200
hable o deje de hablar (circunstancia ésta que resulta muy poco ética en una
democracia), nos contara de una vez a los ciudadanos de este país qué diantres de
asuntos tan reservados y sensibles trató ese día en La Zarzuela con la persona que, días
después, emergería ante la opinión pública española como el supremo cabecilla de la
intentona golpista.
Aunque yo me voy a permitir decir aquí y ahora, por si esa declaración regia no
llega, lo que muchos españoles llevan comentando vergonzantemente durante años en
tertulias de café, reuniones familiares, pasillos ministeriales, charlas políticas... y que
algunas personas que hemos dedicado mucho tiempo a este asunto conocemos de sobra:
que allí se habló de la «Solución Armada»; de la maniobra político-palaciega a punto de
comenzar; del estado de las conversaciones con Milans y con los líderes políticos; del
estado de ánimo en los cuarteles; del otro golpe duro que amenazaba, a corto plazo, a la
democracia y a la Corona; de aquellas medidas necesarias y urgentes para intentar
detener este último peligro sin dañar en demasía el orden constitucional vigente... Todo
debía estar bajo control en esos preocupantes momentos. Nada debía dejarse al azar. La
cuenta atrás había comenzado. La suerte estaba echada. Sin embargo, los hechos
posteriores demostrarían que en el entorno de la famosa Solución político-militar no
todo estaba tan atado y bien atado como se creía.
Segundo: Armada siempre le dijo a Milans, en todos sus contactos, que iba de
parte del rey, que don Juan Carlos patrocinaba la operación en bien de España y de la
democracia. Así lo han reconocido, una y otra vez, los más próximos colaboradores de
Milans que estuvieron presentes en las entrevistas del 17 de noviembre de 1980 y 10 de
enero de 1981. Y nadie dudó nunca de la veracidad de las palabras de Armada. El
general era una figura de gran altura profesional y política, de la máxima confianza
regia. ¿Por qué iba a mentir? Sin el rey, la acción se presentaba irrealizable, demencial;
nunca lograría llegar a ser el presidente del Gobierno de concentración-gestión que
proponía para lo que necesitaba ineludiblemente la previa aceptación de La Zarzuela. Si
el monarca no estaba detrás, la operación iría directa hacia un rotundo fracaso (como así
fue cuando don Juan Carlos se desmarcó olímpicamente de ella) y Armada tendría que
pagar un alto precio (como así fue también) por su alocado protagonismo.
Entonces, ¿por qué iba a mentir Armada al capitán general de Valencia, Milans
del Bosch? ¿Para ir los dos a un desastre, a un golpe militar conjunto sin ninguna
posibilidad de triunfar y, encima, contra el rey, contra el supremo señor de los dos, y al
que ambos respetaban por encima de todas las cosas? Totalmente absurdo se mire como
201
se mire. Armada, sin el rey, no era nada. No podía caber entonces en cabeza humana (y
ahora, con el paso de los años, mucho menos) que, salvo que se hubiese vuelto loco,
intentara montar todo ese tinglado político-castrense (que, vuelvo a repetir, necesitaba
del monarca para ser viable) a espaldas de don Juan Carlos. Hubiera sido un salto en el
vacío inexplicable, una temeridad impropia de su inteligencia, un auténtico suicidio
profesional y político. Como se demostró en definitiva cuando, abandonado a su suerte,
tuvo que pagar con el fracaso, el deshonor y treinta años de prisión la presunta
«traición» a su señor.
Pero es que además de esa autorización real para que Armada estableciera todos
los contactos pertinentes de cara a planificar todo el operativo que conllevaba la
maniobra político-militar bautizada con su nombre, no podía caber ninguna duda
entonces (y mucho menos ahora) puesto que el general, desde primeros de octubre de
1980, empezó a actuar de manera prácticamente pública en sus relaciones con partidos
políticos y autoridades militares. En nombre del rey, naturalmente. Tanto su entrevista
con el socialista Enrique Múgica, en Lerida, el 22 de octubre de 1980 (que alcanzó
especial relevancia en los medios y provocó hasta un encendido debate en la Comisión
Ejecutiva del PSOE), como otras llevadas a cabo con diversos políticos del arco
parlamentario español y militares de la cúpula castrense (de las dos de Valencia con
Milans, en las que Armada dijo en voz muy alta que venía en nombre del monarca,
tuvimos constancia detallada todos los estamentos militares de cierto nivel), no fueron
para nada secretas. Es más, la mayoría de ellas serían recogidas por la prensa y, desde
luego, todas por los servicios de Información del Ejército y de los cuerpos de Seguridad
del Estado. Y lo lógico, lo racional, lo prudente y lo más conveniente para la seguridad
del Estado y de la propia Corona, hubiera sido que si el rey no había autorizado
semejantes contactos del señor Armada y éste iba por ahí a su libre albedrío, usando el
nombre de su señor en vano de cara a una confusa operación político-militar de carácter
anticonstitucional e ilegal, lo hubiera desenmascarado públicamente ipso facto,
pidiéndole a continuación al jefe del Estado Mayor del Ejército un fuerte correctivo para
el desleal militar. Y está bastante claro a estas alturas que el monarca calló... y otorgó.
¿Por qué?
Resulta curioso al respecto, y muy significativo al hilo de lo que estoy
exponiendo, que el presidente del Gobierno de entonces, Adolfo Suárez, se enterara de
la famosa reunión de Lérida, no por los socialistas que intervinieron en ella, ni por el
PSOE, ni por la cadena de mando militar (que tuvo pronto conocimiento a través de
202
Armada), sino precisamente por el palacio de La Zarzuela, que había tenido puntual y
urgente referencia de lo allí tratado. ¿Por parte de quién? Presumiblemente, por parte
del «traidor» Armada.
Tercero: Está fuera de toda duda, porque así lo reconocieron en su día tanto el
presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, como su ministro de Defensa, Agustín
Rodríguez Sahagún, que el rey Juan Carlos estuvo muy interesado, a lo largo de todo el
otoño de 1980, en llevar a Madrid al general Armada. Como fuera y donde fuera;
aunque tuviera que dejar, de una forma muy poco conveniente para su curriculum
profesional, el mando operativo de una de las escasas divisiones del Ejército español.
Tanto llegó a involucrarse el monarca en este tema que sus continuas recomendaciones
y recordatorios causaron cierto malestar en el jefe del Ejecutivo centrista y no digamos
en su fiel Rodríguez Sahagún (Pelopincho para los militares) que nunca llegaron a
comprender el desmedido afán del monarca por volver a tener a su vera al antiguo
secretario general de su Casa.
Este malestar de Suárez en relación con el destino de Armada a Madrid alcanzó
su punto álgido en el despacho que tuvo el presidente del Gobierno con el rey el 22 de
enero de 1981, fecha en la que la dimisión del primero, por necesidades del guión de la
famosa «Solución Armada» y por las continuas presiones de los generales franquistas,
estaba ya decidida. Don Juan Carlos comenzó el despacho interesándose, una vez más,
por el destino de su antiguo subordinado a Madrid. El JEME, general Gabeiras, había
hablado ya repetidas veces sobre el asunto con el ministro de Defensa, quien se había
resistido siempre prudentemente a tomar cualquier medida en ese sentido. «¿Qué papel
y de que carácter está previsto desempeñe Armada en Madrid para que tenga que
abandonar precipitadamente un alto mando operativo en Lérida? ¿Por qué esa
insistencia del general Gabeiras, siguiendo perceptibles recomendaciones de La
Zarzuela, para hacer efectivo el cambio cuanto antes?», se habían preguntado, una y otra
vez, los máximos mandatarios de la defensa de este país.
Adolfo Suárez hace ver a don Juan Carlos que el cambio de destino a Madrid del
general Armada puede ser prematuro en esos momentos. Ni la Jefatura de Artillería, ni
la Segunda Jefatura del Estado Mayor del Ejército, únicas vacantes que podría cubrir,
son puestos con la relevancia necesaria para él, aunque el segundo de ellos sea
importante desde el punto de vista de las relaciones políticas y sociales. Convendría
esperar su ascenso a teniente general y destinarlo después a un cargo acorde con sus
cualidades y conocimientos profesionales. El rey, con evidente malestar, se muestra en
203
desacuerdo con el presidente y hace patente, una vez más, su deseo de que el general
Armada se incorpore cuanto antes a un destino en la capital de España. Malhumorado,
cambia de tercio en la conversación...
En este asunto, aparentemente baladí, del destino del general Armada a Madrid
se encierran algunas claves importantes para entender mejor todo lo que ocurriría
después en la tarde/noche del 23-F. El interesado ha contribuido con sus
manifestaciones (y contradicciones) a que mucha gente (y sobre todo los investigadores
de aquel evento) hayamos prestado especial atención a un asunto que, de entrada, no
revestiría trascendencia alguna: el cambio de destino profesional de un militar, por muy
general que sea y por muy importantes que hayan sido sus cometidos anteriores. A no
ser, claro está, que este cambio de guarnición del militar en cuestión fuera determinante
para el éxito o el fracaso de una operación político-militar de altos vuelos que podría
suponer, caso de concretarse, un auténtico revulsivo político nacional y llevar al
susodicho militar nada menos que a la Presidencia de un nuevo Gobierno de salvación
nacional o de concentración (o de ambas cosas).
El caso es que con reticencias o sin ellas por parte del presidente Suárez y su
ministro Rodríguez Sahagún, el general Armada se incorporó a su nuevo destino en
Madrid, en el palacio de Buenavista, sede del Estado Mayor del Ejército, el 12 de
febrero de 1981, once días antes de que el teniente coronel Tejero, con su alocado
protagonismo, abortara en pocos minutos y de manera fulminante la famosa Solución
política que llevaba el nombre de su jefe. ¿Qué impulsó al rey Juan Carlos a recomendar
una y otra vez el destino urgente de Armada a Madrid? ¿Para qué lo quería tan cerca si
continuamente se estaba entrevistando con él o llamándolo por teléfono?
Cuarto: A las 18:40 horas del 23-F, escasos minutos después de que, como
millones de españoles, se enterara del asalto al Congreso de los Diputados
protagonizado por Tejero y todavía con la sorpresa y el estupor pegados a su mente
puesto que lo ocurrido en la Carrera de San Jerónimo de Madrid se había salido
totalmente del guión preestablecido e iba a condicionar (prácticamente a arruinar) la
posterior consecución del proyecto político-militar que llevaba su nombre, el general
Armada llama por teléfono al rey para, según el propio monarca (que así se lo comunica
a Sabino Fernández Campo cuando éste lo sorprende conversando con su antiguo
colaborador), pedir su autorización para trasladarse a palacio a «explicarle lo ocurrido
en el Congreso y buscar soluciones ante la grave situación creada». Juan Carlos,
204
después de un cambio de impresiones con Sabino, le deniega esa autorización y le
ordena permanezca en el Estado Mayor del Ejército a las órdenes del general Gabeiras.
Esta sorprendente actuación de Armada habla por sí sola. Con esta llamada
telefónica el general descubre nítidamente quién es el jefe supremo, la autoridad
máxima, el responsable último de todo el operativo puesto en marcha minutos antes en
el magno edificio de la Carrera de San Jerónimo de Madrid, el personaje en beneficio
del cual todos los implicados en el mismo trabajan: el rey Juan Carlos.
Porque si éste no hubiera sido el jefe de Armada, si el general no hubiera tenido
por encima de él la autoridad suprema del monarca y hubiera sido él y solo él (como
muchos han sostenido desde entonces, incluidos el tribunal de Campamento y el propio
rey Juan Carlos I) el cerebro, el jefe, el cabecilla máximo de la operación, ¿a qué venía
llamar al rey? Además, ¿qué tenía que explicarle en La Zarzuela si su señor era ajeno a
todo y esa explicación, caso de producirse, le hubiera supuesto una confesión de
culpabilidad y, en consecuencia, el pasaporte para ingresar de inmediato en la prisión
militar de Alcalá de Henares?
¿Es que Armada se había vuelto loco de remate? ¿Se puede asumir, asimismo,
sin caer en el absurdo, que el líder de un golpe militar en ejecución llame por teléfono al
jefe del Estado contra el que teóricamente está actuando para poder acudir a su palacio a
explicarle lo que está pasando y tratar de buscar juntos la solución ante un tropiezo
inicial en el operativo? Ridículo de verdad. Salvo, claro está, que dicho jefe del Estado
esté naturalmente al tanto de los planes del cabecilla golpista, los haya autorizado con
anterioridad y vaya a ser él el rentabilizador máximo de la asonada al conjurar con ella
una maniobra involucionista en proyecto mucho más devastadora y cruenta contra su
persona y contra su régimen político.
Si Armada, en un momento especialmente duro para él, de confusión y duda ante
la desastrosa actuación de Tejero, que trastoca sus planes, llama directamente al rey y
quiere verlo y explicarle lo ocurrido, la única razón plausible y lógica para cualquier
investigador escrupuloso de los hechos no puede ser otra que la que ahora expongo. El
antiguo secretario general de la Casa del Rey se cree en la obligación de excusarse ante
él, de explicarse ante su señor, ante su jefe, por la actuación inconveniente de uno de los
principales ejecutores del plan previsto entre ambos; bochornosa actuación que puede
arruinar todo el proceso político-militar tan arduamente planificado. Si no es así, no
puede comprenderse la actuación de Armada, que, evidentemente, cometió algunos
importantes errores, tanto en el propio 23-F como en las semanas y meses anteriores al
205
mismo, pero que nunca dio señales de estar loco; más bien todo lo contrario. Uno de
esos graves errores cometidos, no obstante, le costaría caro, pues lo llevaría
directamente a la cárcel, a la ruina de su carrera, a la enfermedad y al abandono de
muchos.
Armada no supo darse cuenta, él que siempre supo manejarse tan bien por
palacios y despachos, de que los reyes (todos los poderosos en general, pero
especialmente los representantes de esa casta plurinacional en vías de extinción) no
admiten, no pueden consentir, fracasos en sus subordinados y validos cuando se trata de
subterráneas maniobras palaciegas u oscuras reconducciones políticas al margen de
leyes y Constituciones. Cuando un caso de esos se da, el torpe ayudante regio es
inmediatamente sustituido por otro, leal e inteligente, que enderece enseguida el
entuerto causado por su antecesor y luego consiga, con efectividad y discreción, el
objetivo marcado y ambicionado por su señor.
Quinto: La respuesta del monarca a la pretensión de Armada de acudir a palacio
a darle explicaciones sobre el asunto Tejero es asimismo sorprendente, sobre todo en
una primera lectura, aunque a poco que reflexionemos sobre ella resulta muy
clarificadora. A esa hora de la tarde del 23 de febrero de 1981 (18:40), nada ha
trascendido todavía al país sobre la presunta responsabilidad del antiguo secretario
general de la Casa del rey, marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División,
señor Armada y Comyn, en los hechos que contra la legalidad democrática han
empezado a desarrollarse, primero en Madrid y luego en Valencia. El general Armada
sigue siendo en esos duros momentos un hombre de plena confianza regia, que goza de
un gran predicamento profesional y personal en amplios sectores políticos y militares,
que ha sido trasladado por el monarca a Madrid (a la Segunda Jefatura del Estado
Mayor del Ejército) para, según determinados medios de comunicación y bastantes
expertos y comentaristas militares, tenerlo cerca de él en unos momentos especialmente
delicados de la vida nacional, ya que es proverbial la amistad y la consideración entre
ambos.
Entonces, si nada ha trascendido a la opinión pública a esa hora de la tarde del
23-F sobre presuntas responsabilidades de Armada en los hechos que empezaron a
desarrollarse en el Congreso a las 18:23 horas y si, como siempre ha sido aceptado por
la práctica totalidad de analistas e investigadores de ese funesto evento (La Zarzuela y el
tribunal militar de Campamento, incluidos), el rey no sabía nada de las andanzas
político-militares de su subordinado y amigo, ¿por qué no lo recibe en palacio como lo
206
había venido haciendo en las semanas y meses anteriores? No existía ninguna razón
objetiva para no hacerlo, puesto que la figura de Armada seguía siendo en aquellos
momentos de gran nivel, de gran prestigio, de reconocida solvencia, de profunda lealtad
a la Corona... y podía ser, además, de gran ayuda para su señor, el rey Juan Carlos, de
cara a resolver el arduo problema nacional que se había suscitado con la entrada de
Tejero en el Congreso de los Diputados y la posterior salida de los tanques de Milans en
Valencia.
Sin embargo, el rey no le autoriza a personarse en La Zarzuela y le cuelga de
facto, con su negativa, el sambenito de persona non grata en palacio. Esta extraña
decisión de don Juan Carlos de abandonar a su antiguo subordinado y amigo, con el que
llevaba meses despachando casi a diario, y del que se decía en casi todos los medios de
comunicación y mentideros de Madrid que era el elegido del monarca para ser
presidente de un hipotético Gobierno de concentración/salvación nacional si las cosas
seguían poniéndose feas en este país (la famosa «Solución Armada»), sólo puede
comprenderse desde el conocimiento del rey de la responsabilidad de Armada en los
hechos que se estaban sucediendo en Madrid y Valencia, y también de su ferviente
deseo de dejar a la Corona al abrigo de cualquier sospecha.
Pero es que, además, esta sorprendente reacción del rey Juan Carlos negándole
el pan y la sal al hasta entonces fiel colaborador, presenta una segunda lectura tan
interesante como la anterior. Si el rey, como acabo de apuntar en el párrafo anterior, sí
sabía de la responsabilidad del general en los hechos, la decisión de no recibirlo y
dejarlo al margen de los acontecimientos (el monarca se encierra con Sabino después de
un episodio personal de desfonde, depresión y nerviosismo del que es testigo su propia
esposa y sus allegados) no es precisamente brillante y apropiada para la pronta
resolución de la crisis desatada por Tejero... si es que en La Zarzuela se quería en esos
momentos que el secuestro del Gobierno de la nación y los señores diputados quedara
resuelto cuanto antes, que esa es otra cuestión sobre la que volveremos enseguida.
Y digo que no fue ni brillante ni apropiada, pues si el rey (como acabo de
plantear) sabía de la autoridad de Armada sobre los golpistas, lo procedente para la
pronta resolución de la crisis hubiera sido utilizar esa autoridad o liderazgo para, desde
La Zarzuela, ordenar a Tejero, siempre a través de Armada, su inmediata salida del
Congreso. Orden que el teniente coronel de la Guardia Civil habría obedecido de
inmediato si hubiera procedido de palacio. No se olvide que tanto los guardias civiles de
Tejero como los soldados de la Acorazada que ocuparon Prado del Rey, como los
207
tanquistas de Milans, iban dando vivas al rey, y sus oficiales, el propio Tejero (nada
más llegar al Congreso manifestó públicamente que él estaba a las órdenes del rey y del
capitán general de Valencia) y el general Milans del Bosch dijeron desde el principio
que estaban a las órdenes del monarca por el bien de España. La cosa se hubiera
resuelto en cuestión de minutos si Juan Carlos hubiera llamado a Armada a La Zarzuela
y le hubiera pedido que desde allí (bien directamente o a través de Milans, que era el
jefe operativo) ordenara la salida de Tejero del Congreso y el regreso de los efectivos de
la División Brunete a sus cuarteles. Igual que hizo luego personalmente con el capitán
general de Valencia, Milans del Bosch, para que retirara sus carros de combate y el
decreto por el que asumía todos los poderes en su región militar; al que curiosamente,
sin embargo, nunca le pidió que diera orden a su subordinado Tejero de abandonar la
sede de la soberanía nacional, que tenía ocupada, dejando libres a los señores diputados
y miembros del Gobierno que se encontraban en su interior. Cuestión de prioridades, sin
duda.
Entonces, ¿por qué el rey ningunea a Armada y permite que el secuestro del
Congreso se alargue innecesariamente y amenace con extenderse y pudrirse?
Pues porque en La Zarzuela se trabajaba ya con otros parámetros. El peligro real
para la Corona no estaba en los «golpistas» del Congreso, ni en los de Valencia, cuyos
dirigentes obedecerían ciegamente (como así fue en el caso de Valencia cuando el rey le
dio la taxativa orden a Milans) cualquier indicación del rey. El peligro real para la
Corona y, por ende, para el sistema democrático español (pero este último en una
segunda prioridad para el gabinete de crisis dirigido por Sabino Fernández Campo) lo
representaba el golpe duro, «a la turca», que, en fase de preparación desde septiembre
de 1980 podía desencadenarse en cualquier momento. Y que siempre había sido, desde
que los servicios secretos militares alertaron sobre el mismo a Armada y al rey, la razón
última de tanta entrevista Juan Carlos-Armada, del lanzamiento de la Solución políticomilitar que llevaba el nombre del segundo, de las «negociaciones» de su titular con
Milans para atraerlo a la misma, del aparcamiento de la primera Solución Armada (la
pacífica y pseudoconstitucional) debido a la negativa de los capitanes generales a
aceptarla
en
su
inicial
planteamiento,
y
también
de
la
planificación
y
desencadenamiento de la segunda Solución Armada (Solución Milans, más bien) que
contemplaba ya el asalto de Tejero al Congreso como un revulsivo nacional (con vacío
de poder incluido) que propiciara el desmantelamiento traumático del golpe duro de
208
mayo y la asunción de sus dos más altos dirigentes a la cúspide del Gobierno y de las
Fuerzas Armadas.
A eso (a desmontar el golpe duro de los capitanes generales franquistas: Merry
Gordon, Campano, De la Torre, Elícegui, Martínez Posse...) se dedicarían con prioridad
absoluta el rey y su flamante gabinete de crisis, liderado por don Sabino. De ahí saldría
ese espantoso vacío de poder constitucional de siete horas que puso al país al borde de
un ataque de nervios. Lo del Congreso de los Diputados no es que no preocupara (repito
que si se hubiera querido se podría haber resuelto en cuestión de minutos con una
simple llamada del monarca, igual que ocurrió en Valencia) es que venía incluso muy
bien para crear las condiciones idóneas para resolver de una vez por todas el grave
problema que de verdad amenazaba a la Corona y a la democracia: el golpe franquista
en preparación que, todavía sin cerrar y con sus generales cogidos en falso, debía ser
neutralizado aprovechando los poderes extraordinarios adquiridos por el monarca
(inconstitucionales en principio) al permanecer secuestrados el Gobierno legítimo de la
nación y todos los diputados.
En efecto, el rey en esas dramáticas horas (desde las 18:23 hasta las 01:10)
ejercerá de presidente de facto de un Gobierno inexistente de subsecretarios y
secretarios de Estado, liderado en teoría por Francisco Laína, con todos los poderes en
su mano. Sin decretar estado de excepción o de sitio alguno (decisión que debía haber
recaído en el Gobierno, por muy provisional que éste fuera), don Juan Carlos,
aprovechándose del secuestro del Gobierno constitucional de la nación, que él podía
haber resuelto de inmediato si hubiera querido a través de Armada o Milans, mueve
todos los hilos del poder (JUJEM, servicios secretos, Gobierno provisional... etc.) para
lograr, tras unas dramáticas negociaciones, lo que a él le interesa sobremanera: que los
capitanes generales del golpe duro (prácticamente todas las autoridades regionales, el
80% del Ejército operativo) vuelvan al redil de la sumisión y la obediencia. Pero a su
persona, ojo, (Antonio, Angel, Pedro… ¿estás conmigo?, será la angustiosa fórmula
inicial en las llamadas del rey a los generales franquistas) no a la autoridad democrática
del Gobierno legítimamente elegido por el pueblo soberano al que, en todo este sainete
real, le tocará hacer el triste papel de comparsa, de mudo, de humillado, de «secuestrado
de piedra»... a manos de unos hombres armados que, para evitar desde el principio
cualquier duda sobre quién los mandaba (los dos generales más monárquicos del país)
entraron en el sagrado recinto de la soberanía nacional dando sonoros vivas al rey... y a
la patria en peligro.
209
No obstante, a don Juan Carlos la tarea no le resulta fácil. Algunos capitanes
generales ni siquiera se ponen al teléfono. Otros retrasan horas y horas la conversación
con el rey. Hablan entre ellos. Los más radicales (Baleares, La Coruña, Sevilla,
Zaragoza...) están dispuestos a sacar las tropas a la calle y decretar el estado de guerra.
Pero la falta de preparación (el golpe estaba perfectamente planificado, pero no se
habían distribuido todavía las órdenes operativas y las logísticas), la sorpresa de lo de
Tejero, la llamada del rey investido de todos los poderes y con su persona crecida por
los acontecimientos, y la indecisión de Milans que, captado por Armada para la causa
del rey, no se decide a capitanear el nuevo golpe en preparación, precipita al aborto
traumático del golpe de mayo.
Una vez que el rey, con la inestimable ayuda de Sabino, esté seguro del
acatamiento de los capitanes generales habrá llegado la hora de desactivar el simulacro,
el falso golpe del 23-F, la maniobra palaciega planificada por Armada para salvar la
corona de su señor. Que luego, así es la vida, lo acusará de traición igual que a Milans.
Sabino, el nuevo valido real, a través del ayudante del rey, Muñoz Grandes, y del
coronel Gómez de Salazar, negocia (más bien ordena a Tejero) su salida del Congreso a
través del llamado «pacto del capó». El teniente coronel de la Guardia Civil, que no
había sido informado de casi nada y que ya había protagonizado un rifirrafe con un
Armada fuera de juego, se pliega rápidamente a las exigencias de La Zarzuela. Es
evidente que Sabino podía haber dado esa orden de desalojo del Congreso a las siete o a
las ocho de la tarde, pero a esas horas el gabinete de crisis y el rey Juan Carlos estaban
muy ocupados realizando la tarea que de verdad los preocupaba. Y para finalizar la cual
con éxito, no dudarían un solo instante en sacrificar a los dos generales más
monárquicos y fieles (e ingenuos, por supuesto) que nunca ha tenido ni tendrá a su
servicio monarca español alguno.
Sexto: El rey tarda siete horas en hablar al pueblo español para descalificar y
oponerse al «golpe» que acaba de estallar con el asalto de Tejero al Congreso de los
Diputados. Lo podía haber hecho en cuestión de minutos a través de la radio mediante
comunicación telefónica desde palacio. Sin embargo, no lo hace. Por el contrario, pide
unos equipos de grabación a TVE, instalaciones de Prado del Rey (que los oficiales
golpistas que ocupan esas instalaciones le envían sin ningún problema), y pierde horas y
horas en preparar una comparecencia por televisión que finalmente es emitida sobre las
01:13 horas del 24 de febrero, cuando la crisis política e institucional del país ha sido
por fin resuelta y los capitanes generales de las distintas regiones militares han
210
prometido fidelidad eterna al monarca. ¿Por qué Juan Carlos no se define públicamente
sobre la intentona golpista hasta pasadas siete horas del comienzo de la misma? Ya han
sido expuestas en el presente trabajo algunas razones que justificarían tamaño retraso,
pero estoy seguro de que los ciudadanos de este país querrían oír algún día de labios del
rey la principal, la suya, la que ha permanecido en la más absoluta de las oscuridades
estos veinticinco años.
Séptimo: Los presuntos golpistas del 23-F, como es norma en cualquier golpe
de Estado que se precie, no ocuparon (ni intentaron ocupar) el palacio de La Zarzuela,
sede oficial del jefe del Estado. No interrumpieron tampoco sus comunicaciones,
dejando al rey libre y perfectamente enlazado con todos los poderes del Estado. Incluso
la relación telefónica de palacio con el Congreso de los Diputados, donde Tejero se
había hecho fuerte, y el Ministerio del Interior, sede del Gobierno interino, fueron
siempre fluidas y satisfactorias. Este anómalo proceder de los dirigentes de la intentona
casa perfectamente con sus insistentes declaraciones públicas, durante y después del
operativo, en el sentido de que el rey avalaba la misma por el bien de España. Y la
lógica efectivamente nos lleva en esa dirección (en la del respaldo regio, que lo del bien
de España ya es otra cuestión muy discutible). Pensar otra cosa, a día de hoy, nos
llevaría al absurdo de creer que los altos mandos militares que planificaron el 23-F
(profesionales de Estado Mayor de tanto prestigio como Armada y Milans) eran tontos
de capirote y se olvidaron de incomunicar al jefe del Estado contra el que iban actuar;
medida ésta que jamás dejaría de tomar el más humilde e irreflexivo de los golpistas
caribeños y africanos con grado de sargento. O peor aún, que sin olvidarse para nada de
semejante premisa golpista (que conocen todos, absolutamente todos, los cadetes de
todos los Ejércitos del mundo) decidieron dejarlo libre para que así fuera capaz de
oponerse mejor y luchar con más efectividad contra el golpe que ellos protagonizaban.
Con lo que ellos fracasarían estrepitosamente y acabarían con sus huesos en la cárcel
durante treinta años... Atípico golpe de Estado este del 23-F, Made in Spain.
Octavo: Y sigamos con las excentricidades de tan impresentable golpe militar.
Los carros de combate de Milans salieron a las calles de Valencia totalmente
desarmados (sólo con escasa munición de armas ligeras para la defensa de las
tripulaciones) y con órdenes rigurosas de respetar el entorno urbano para evitar
accidentes entre la población civil. Consigna esta última que cumplieron
escrupulosamente (los pesados tanques de 44 toneladas se paraban educadamente ante
los semáforos en rojo), hasta el punto que nunca se tuvo noticia del más pequeño
211
incidente de circulación o de cualquier otro tipo a cargo de estas unidades ante la atónita
expectación de los ciudadanos.
Esta actuación del capitán general de Valencia y las órdenes reservadas
impartidas a sus unidades operativas, en el sentido de evitar la violencia a cualquier
precio, indican claramente que (parafernalia castrense aparte, con bando incluido)
aquello en lo que se había embarcado el general Milans no era en sí un verdadero golpe
militar contra el sistema (que hubiera discurrido evidentemente por otros derroteros
mucho menos educados y muchísimo más sangrientos) sino más bien un simulacro, una
puesta en escena, un «teatrillo» castrense pactado con Armada para crear las
condiciones adecuadas y necesarias para hacer viable la «Solución Armada». O como
declararía años después a este investigador desde la prisión militar de Alcalá de Henares
el anciano militar: «... se trataba de escenificar una situación política especial, limitada
en el tiempo, en provecho de España y la Corona.»
Como por otra parte quedaría fehacientemente demostrado a lo largo de la
tarde/noche del 23 de febrero de 1981, cuando, superadas la sorpresa inicial y el
malestar que le causaron el cambio de planes de La Zarzuela y las peticiones personales
del rey para que echara marcha atrás, el general Milans cumpliría las nuevas órdenes del
monarca, quedando con ello en una situación personal y profesional harto difícil.
No cabe duda de que allá por donde lo miremos el famoso golpe del 23-F es
atípico, irreal. Ahí tenemos a la máxima autoridad militar de los «insurgentes», el
teniente general Milans del Bosch, charlando amigable y respetuosamente repetidas
veces con el jefe del Estado, contra el que teóricamente estaba actuando y obedeciendo
a continuación sus órdenes para poner fin a la asonada. En España es que no somos
serios ni cuando se trata de golpes militares. ¿Pero es que los golpistas, en alguna parte
del mundo, reciben órdenes de alguien que no sea su jefe natural? ¿Pero es que un jefe
golpista, en alguna parte de este planeta, recibe una llamada del jefe del Estado en el
que está actuando ilegalmente, llamándole por su nombre de pila y ordenándole que
retire sus tanques y se meta el bando de declaración del estado de guerra por donde le
quepa? ¿Pero es que un líder golpista, en el caso de recibir tan absurda llamada, iba a
obedecer sin más la orden de retirar sus tropas para darse por fracasado antes de
disparar un tiro y pasarse el resto de su vida en prisión o sólo unos segundos ante el
pelotón de ejecución? ¿No es lícito, pues, que cualquier mortal más o menos instruido,
piense (incluido los nacidos en esta bendita piel de toro ibérica, a los que siempre les
dan todo pensado y repensado cuando se trata de estas cosas) que, en el caso de que esa
212
sorprendente relación telefónica entre el jefe de un Estado y el jefe de los golpistas se
diese realmente, alguna extraña dependencia debería existir entre ellos? Y no digamos
nada si el jefe de ese hipotético Estado resulta ser un rey, por muy constitucional que
sea, y el cabecilla golpista un general muy amigo del anterior y monárquico hasta el
tuétano.
Noveno: Los golpes militares no se inician jamás a las seis de la tarde; las
fuerzas que intervienen en un golpe militar nunca dan vivas al jefe del Estado contra el
que atentan en el curso de su ilegal operativo; los tanques que utilizan las Unidades
rebeldes comprometidas en un golpe militar llevan siempre sus «santabárbaras» a tope
de munición y sus tripulaciones armadas hasta los dientes; el primer objetivo de los
rebeldes en un golpe militar es siempre, siempre, el palacio o residencia oficial del jefe
del Estado; los presuntos golpistas en una acción militar contra el Estado nunca, nunca,
dejan al jefe del mismo libre en su palacio y con todas sus comunicaciones con el
exterior abiertas, para que pueda reaccionar cómodamente contra sus enemigos; los
dirigentes de un golpe militar no suelen ser tan estúpidos como para llamar por teléfono
a la suprema autoridad de la nación, contra la que están actuando, para tratar de
explicarle sus movimientos futuros y, menos todavía, para obedecer sin rechistar sus
órdenes; los primeros movimientos de carros de combate en un golpe militar se dan
siempre en la capital de la nación y no en la de una provincia periférica situada a más de
trescientos kilómetros de distancia; los blindados rebeldes nunca, nunca, salvo que el
«general» Gila ordene lo contrario, respetan los semáforos y las reglas de circulación,
todo lo contrario, intentan por todos los medios alcanzar cuanto antes sus objetivos
(palacio real o presidencial, palacio de Justicia, centrales telefónicas, emisoras de radio,
de televisión, Banco Central... etc., etc.), importándoles un comino los accidentes o
bajas entre la población civil; y, por último, es absolutamente improbable que en un
golpe militar el líder de los golpistas lleve en el bolsillo de su uniforme una lista de su
futuro Gobierno (para hacerla pública si triunfa la asonada), formado curiosamente no
por militares o civiles golpistas de su entorno, sino por políticos pertenecientes a
partidos del propio sistema contra el que está actuando ilegalmente.
Todo esto es de sentido común y exactamente lo contrario a lo ocurrido aquí, en
nuestro archifamoso y esperpéntico 23-F. Que desde luego no fue un verdadero golpe
militar, ni tampoco una «intentona involucionista a cargo de unos cuantos militares y
guardias civiles nostálgicos del anterior Régimen» (según la tesis oficial de estos
últimos veinticinco años, que no se sostiene ni un segundo en pie); ni el
213
pronunciamiento clásico de un Ejército como el franquista, deseoso de parar manu
militari el proceso político democrático en marcha (ese órdago antisistema estaba
previsto para unos meses después); ni siquiera la maniobra despreciable de unos cuantos
militares monárquicos que, queriendo medrar y promocionarse, traicionaron a su señor
y utilizaron su nombre en vano. No, no fue nada de eso, aunque se nutriera en última
instancia de personas, medios e ideas cercanas a alguno de estos planteamientos. A
quien esto escribe, historiador militar inasequible al desaliento, le ha costado más de
veinte años y miles de horas de trabajo y estudio llegar a desentrañar la mayor parte de
este misterio político-militar español de finales del siglo XX. Y quiere, por supuesto,
que sus conciudadanos, los españoles en general y la historia de este país lo conozcan
también. En esas estamos...
Décimo: Armada solicita al rey (como ya he expresado al hablar de las
numerosas entrevistas habidas entre ambos en los tres meses anteriores al 23-F)
autorización para usar en su defensa lo tratado con él en la reunión secreta del 13 de
febrero de 1981 en La Zarzuela, diez días antes del «intento involucionista». El rey se lo
deniega. Esta prohibición del monarca habla por sí sola. ¿Qué temía Juan Carlos de las
declaraciones que pudiera efectuar su antiguo subordinado en relación con el 23-F? Si
no estaba relacionado con ese desgraciado evento, ni sabía nada del mismo, lógicamente
ese asunto no se habría tratado en la famosa reunión de La Zarzuela y, obviamente, no
podía constituir ningún peligro para la Corona el que saliera a la luz pública lo
comentado en un encuentro privado e intrascendente.
Y todavía resulta más sorprendente, en este tema de la negativa regia a que
Armada diera publicidad a lo tratado con su señor el 13 de febrero, el hecho de que el
general le obedeciera y se callara como un muerto ante el tribunal que lo juzgó,
arriesgándose así a una fortísima pena. Si efectivamente Armada había traicionado al
rey y había sido un desleal al organizar un golpe de Estado a espaldas del monarca
(como ha reconocido la doctrina oficial todos estos años, y el propio Juan Carlos no se
ha cortado un pelo en propalar), ¿qué razones tenía para obedecerlo después, cuando ya
había sido desenmascarado por su señor y se exponía a una larguísima condena de
treinta años de cárcel? ¿Por qué renunciar a defenderse con lo que él presuponía (en
caso contrario, no se lo hubiera pedido al rey) podía ayudarle a rebajar o incluso anular
tan grave pena?
Ciertamente resulta patética la figura de este hombre (Armada), tachado de
«traidor» por su señor y arrojado a los pies de los caballos y que, sin embargo, le
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obedece y se sacrifica por é aún a costa de dar con sus huesos en la cárcel por muchos
años; aunque apenas un lustro después, todo hay que decirlo, fuera excarcelado
subrepticiamente debido a la profunda depresión que padecía, alojado todo un año con
su familia en plan VIP en el hospital militar Gómez Ulla y posteriormente indultado.
¿Qué clase de traidor y desleal fue en realidad este Armada que se sacrifica por
su rey, se convierte en un cabeza de turco de manual, y negocia a continuación su
silencio perpetuo por el plato de lentejas de un retiro placentero lejos de la prisión
militar? ¿No estaremos más bien ante la figura histórica del valido que, obedeciendo las
órdenes de su señor, se mete en un «jardín» político-militar-institucional y después, ante
el fracaso de la operación palaciega, es sacrificado y lanzado a las tinieblas por el bien
del Estado y de la Institución?
Todo
apunta
efectivamente,
veinticinco
años
después
de
aquellos
acontecimientos, a que fue así. Y el propio interesado, cuando aún no había cerrado el
pacto de silencio con La Zarzuela y permanecía sólo, abandonado y al borde de la
muerte en la prisión de Alcalá de Henares, lo transmitió una y otra vez a las escasas
personas que, por necesidades de su trabajo, por solidaridad y altruismo, estuvieron a su
lado en aquellos tristes momentos de su vida. Algunas de estas personas todavía están
vivas y que yo sepa, no se han quedado mudas como el otrora poderoso (y ahora pobre
cultivador de camelias) marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del
Ejército español, don Alfonso Armada y Comyn.
Undécimo: El rey Juan Carlos llama «traidor» al general Armada a través de
José Luis de Vilallonga, en el libro biográfico El Rey, publicado en Francia. No
obstante, ¡qué casualidad!, en la edición española del mismo no figura ese pasaje.
Resulta extraña esa mutilación del texto original en un libro de amplísima difusión
nacional y que le podía haber servido al monarca para ratificar ante los españoles, con
pelos y señales, la incuestionable deslealtad de uno de sus más fieles colaboradores. Sin
embargo, no lo hace. ¿Por qué en Francia sí y en España no? ¿Pesaría en el ánimo de
don Juan Carlos aquello tan arcaico de la inmadurez del pueblo español? ¿O tal vez
aquello otro tan arcaico también de que en casa de uno hay cosas que mejor es «no
meneallas»?
Duodécimo: Siempre ha resultado muy extraño en esta oscura y rocambolesca
«intentona golpista» del 23-F que fueran los dos generales más monárquicos del país
(de gran prestigio los dos, por otra parte) los que se levantaran en armas contra el
régimen político representado por su amo y señor, el rey de España, al que ambos
215
profesaban un respeto y una consideración fuera de cualquier duda. Para estos dos
militares (uno procedente de la nobleza y dedicado durante muchos años al servicio de
don Juan Carlos, y el otro de familia entroncada en la élite castrense más monárquica),
el rey era un bien en sí mismo, una especie de patrimonio nacional al que había que
preservar de cualquier peligro y al que había que darle todo sin que importara sacrificio
personal alguno. Y efectivamente, cada uno de ellos, en sus respectivos círculos
profesionales, trabajaron sin desmayo durante años para que la monarquía recién
«reinstaurada» por el dictador Franco echara raíces en una España convulsa a la que le
costaba encontrar su camino. Uno de ellos, el de más peso militar, el teniente general
Milans del Bosch, incluso llegó a enfrentarse (desmarcándose definitivamente de su
proyecto) al grupo de generales franquistas que, tachándole de traidor al Generalísimo,
querían la inmediata caída del rey Juan Carlos. El otro, el general Armada,
convirtiéndose en el fiel servidor palaciego del monarca, en su confidente, en su
ayudante, en su asesor personal, en el secretario general de su Casa.
Así las cosas, resulta increíble, por imposible, que estos dos altos militares
monárquicos se pusieran de acuerdo para conspirar en secreto contra el Estado al
margen de su amo y señor, poniendo así en peligro una Institución que para ellos era
sagrada y por la que estaban dispuestos a arrostrar los mayores sacrificios. Y más
increíble resulta todavía (de ciencia/ficción castrense, sin duda) que, después de esa
hipotética conspiración, estos dos militares cortesanos se atrevieran a llevar a cabo unos
planes político-militares que necesitaban ineludiblemente del aval de la Corona para
tener un mínimo de garantías de triunfar, sin el conocimiento y la autorización del rey,
por su cuenta y riesgo, capitaneando nada menos que un golpe de Estado que podía
hacer saltar todo por los aires, incluida su amada Institución del alma.
Estos dos generales, Armada y Milans, eran (uno todavía lo es) monárquicos
viscerales; el primero de ellos, Armada, probablemente también ambicioso; el segundo,
Milans, autoritario y temerario, como muchos militares. Pero ninguno de los dos dio
muestras jamás, a lo largo de sus dilatadas carreras, de estupidez supina, ingenuidad
extrema o idealismo patológico. Además, nunca tuvieron reparo alguno en manifestar
ninguno de los dos a todo aquel que quería oírles (salvo en el malhadado juicio militar
de Campamento donde reinó un demencial «pacto de silencio», gestionado por los
servicios secretos militares y el propio Gobierno de Calvo Sotelo) que ellos siempre
fueron fieles al rey, no lo traicionaron jamás, no conspiraron a sus espaldas. Se
limitaron a cumplir órdenes y a trabajar arduamente y con mucho riesgo personal, para
216
solucionarle la tremenda papeleta político-castrense que tenía encima de la mesa en
aquel terrorífico otoño de 1980. Riesgo que al final se traduciría, como todos sabemos,
en una exagerada condena de treinta años de prisión para cada uno de ellos. Dos cabezas
de turco ad hoc, evidentemente, para salvar una endiablada encrucijada histórica que
podía dar al traste, si emergía la verdad, con la débil transición política emprendida.
Han pasado veinticinco años y este país es otro. Esa verdad, sin embargo, sigue
siendo la misma. Ha sido investigada a fondo y debe llegar de una vez a todos los
españoles, y también a las páginas de la historia. Ahora ya no peligra el débil entramado
de un Estado que en estos años se ha hecho fuerte, democrático y de derecho. El pueblo
soberano tiene derecho a saber toda la verdad sobre el 23-F a través de sus legítimos
representantes...
Decimotercero: El rey, en un programa televisivo especial con motivo del
vigésimo quinto aniversario del inicio de la transición democrática, emitido por TVE el
día 19 de noviembre de 2000 y titulado Juan Carlos I, 25 años de reinado, echó la culpa
de su tardanza en salir por televisión para condenar el golpe del 23-F a «un capitán
golpista (sic), de Caballería por más señas, que se negó a enviar los equipos necesarios
para la grabación desde Prado del Rey.»
Esta sorprendente afirmación de Juan Carlos, que no se ha prodigado
precisamente en declaraciones personales en relación con este turbio asunto, es
totalmente falsa ya que las Unidades militares que ocuparon las instalaciones de TVE
(como otros objetivos muy limitados de Madrid) lo hicieron precisamente en nombre
del monarca, dando vivas a su regia persona y obedeciendo, según sus jefes, órdenes de
La Zarzuela. Ninguno de estos mandos se hubiera atrevido, en aquellas circunstancias, a
hacer oídos sordos al más mínimo requerimiento del rey. Y el oficial «golpista» en
cuestión (capitán Merlo, del Regimiento de Caballería Villaviciosa n.º 14) no sólo no
puso pegas a la orden transmitida al efecto por el marqués de Móndejar, sino que se
apresuró a cumplirla con prontitud y eficacia recabando la salida de los equipos al
propio director general de la casa, Fernando Castedo.
Como se ve una vez más, seguimos con los sinsentidos, las inexactitudes y las
falsedades en este golpe militar sui generis del 23-F: los «golpistas» dando vivas al jefe
del Estado y enviándole unos equipos de televisión para que pueda dirigirse
cómodamente a su pueblo desde su propio palacio, y conjurar con ello cuanto antes la
ilegal maniobra que ellos mismos protagonizan; éste, el rey, aprovechándose (aunque
con evidente retraso por necesidades del guión) de las facilidades que le brindan esos
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atípicos golpistas y tachándoles después (cuando la corona ya no le baila sobre su
cabeza) de eso, de auténticos golpistas y de traidores.
Decimocuarto:«Todo lo que hice, lo hice obedeciendo órdenes del rey. Jamás
fui desleal con él. Nunca le traicioné. Me he sacrificado siempre por la Corona». Y más
aún: «Fue precisamente el rey el que, tras conocer puntualmente los peligros que se
cernían sobre España, la democracia y la Corona, me propuso ser presidente de un
Gobierno de concentración o unidad nacional a formar con representantes de los
principales partidos políticos. Y me encargó que yo personalmente hablara con sus
principales dirigentes y buscara el consenso para llevar a buen término el proyecto.»
Las palabras del monárquico general Armada en la prisión militar de Alcalá de
Henares a algunas de las personas que le apoyaron espiritualmente en los últimos meses
de soledad son bien elocuentes, si hemos de creer a un hombre acabado, abandonado,
enfermo, deprimido, encarcelado...
Cosa ésta que no resulta fácil, la verdad, tratándose de un «militar golpista,
ambicioso, desleal y traidor».
Decimoquinto: En el juicio militar de Campamento prácticamente todas las
personas que declararon (testigos e implicados) manifestaron que los presuntos
golpistas creían obedecer órdenes del rey porque, según sus mandos, el monarca estaba
al frente de la operación. El propio Tejero, una de las primeras cosas que dijo tras
ocupar el Congreso de los Diputados fue que «sólo obedecería órdenes del rey y del
capitán general de Valencia, Milans del Bosch». Y el general Armada no se cansó de
repetir, antes, durante y después del evento, que «siempre estuvo a las órdenes del rey.»
Sin embargo, el Tribunal militar dio por sentado que todos mentían o habían
sido engañados, y que sólo La Zarzuela decía la verdad, que no sabía nada de los
manejos de Armada y que éste fue un desleal y un traidor. No se molestó en averiguar
nada en esa dirección, en la de la posible culpabilidad del monarca, cuando existía sobre
la mesa un dato estremecedor: el rey se había entrevistado 11 veces con Armada (el
presunto cabecilla supremo de la intentona) entre diciembre de 1980 y febrero de 1981,
las dos últimas escasos días antes del 23-F, concretamente el 13 de febrero (en la
reunión reservada en La Zarzuela de la que don Juan Carlos exigió después a su
invitado secreto absoluto) y el 17 del mismo mes, seis días antes del asalto de Tejero.
Entonces, ¿por qué el Tribunal no investigó la actuación del rey antes y durante el
frustrado golpe? ¿Es que el Tribunal no sintió nunca la más mínima curiosidad sobre lo
que podrían haber hablado el monarca y el presunto máximo responsable de la asonada
218
en sus frecuentes entrevistas y sobre todo, en las dos últimas, a escasas fechas de
ponerse en marcha el operativo golpista? ¿Por qué se dio por demostrado que La
Zarzuela no sabía nada del mismo?
Porque resultaba chocante ya entonces (y no digamos ahora) que el rey no
supiera nada de lo de Armada (sus planes político-militares se publicaron hasta en los
periódicos y los servicios secretos castrenses ofrecieron suculentos resúmenes
periódicos del estado operativo de los mismos a los mandos de las Fuerzas Armadas,
incluidas las dos entrevistas de Armada con Milans en Valencia) y se siguiera
entrevistando una y otra vez con él en el más absoluto de los secretos.
Y más chocante y extraño resulta todavía que habiendo declarado muchos
testigos e implicados, bajo juramento, que todos ellos habían sido informados por sus
mandos naturales (en el Ejército se suele respetar y creer al que ejerce el mando, sino
aviada iba la Institución) de que el rey dirigía todo, de que la operación se hacía por el
bien de la Corona y de España, el Tribunal militar no investigara en esa dirección para
llegar al fondo de la verdad. ¿Es que se tenía miedo a esa verdad, a la verdad absoluta?
¿O es que esa verdad se conocía ya de antemano y no se quería que saliera a la luz? ¿Se
temía que el país, como estaba en aquellos momentos, no aguantara la revelación de que
en la Jefatura del Estado podíamos tener a un presunto «rey golpista»?
Decimosexto: Sin la autorización (tácita o expresa) del rey Juan Carlos jamás se
hubiera podido producir (ojo a lo que digo, ¡jamás!) el 23-F. Así de claro y así de
rotundo. Para que ya nadie pueda alegar en este país que las cosas no se expresan con
total claridad y que todavía tiene sus dudas... El rey siempre ha recibido (y recibe),
desde su ascenso al trono en 1975, información privilegiada y directa de la cúpula
militar (JUJEM), de los servicios secretos militares y en concreto, y desde su creación
en 1978, del CESID (Centro Superior de Información de la Defensa), donde él mismo
colocó en 1981 a uno de sus hombres de confianza, el general Manglano, que ha
permanecido hasta fecha reciente al frente del mismo. En la actualidad el CESID ha
pasado a denominarse, como todos sabemos, CNI (Centro Nacional de Inteligencia).
Por lo tanto el rey siempre estuvo perfectamente informado, porque todos estos
órganos de Inteligencia también lo estaban, de los preparativos de Armada y Milans
para llevar a cabo la llamada «Solución Armada». Como lo estábamos también muchos
altos mandos militares y sus Estados Mayores. Quiere esto decir que, aunque Armada y
Milans hubieran sido de verdad unos desleales de antología y se hubieran callado como
muertos ante su señor en relación con esos planes (cosa harto difícil sobre todo para el
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primero, dados sus continuos contactos y entrevistas), don Juan Carlos hubiera seguido
igualmente al tanto de ellos a través de sus variados y selectos informantes; y, en
consecuencia, en disposición de abortarlos en cualquier momento.
No lo hizo, evidentemente. Y si no lo hizo fue porque no quiso. Y si no quiso
fue porque lógicamente y en líneas generales estaba de acuerdo con la operación. Otra
cosa es que le sorprendiera, como nos sorprendió a muchos, la estrafalaria entrada de
Tejero en el Congreso de los Diputados y su penosa actuación posterior. Actuación
desgraciada que, puestos a analizarla someramente, hundía sus raíces en variadas
razones personales y de planificación: el desconocimiento que siempre arrastró el
inefable teniente coronel de la Guardia Civil sobre aspectos muy concretos y
fundamentales del operativo en el que estaba inmerso; la excesiva libertad operativa que
sus mandos le habían otorgado para la ejecución del mismo, aunque exigiéndole, es
cierto, mínima violencia y ausencia absoluta de bajas; y también el efecto perverso que
le pudo suponer el llamado «síndrome del golpe de mano». Es lo que conocemos muy
bien los militares que hemos protagonizado alguna acción bélica muy arriesgada y
espectacular, y que lleva al afectado a no poder metabolizar adecuadamente la inyección
de adrenalina que inunda su cuerpo en el momento álgido de la acción, haciéndole
cometer errores imperdonables y salidas de guión (o de órdenes, en suma) que arruinan
la misión.
Y en esta peligrosísima ocasión del 23-F, el teniente coronel Tejero, atacado sin
duda por ese desagradable síndrome operativo, por su reconocida vanidad, por su
ancestral antipatía hacia los políticos y por un patológico afán de protagonismo, no sólo
arruinaría la maniobra político- militar-institucional planificada por sus superiores (que
renegarían enseguida de ella, incluidos los dirigentes de los principales partidos
políticos que le habían dado su plácet), sino que, además, a título personal, haría el más
espantoso de los ridículos en su particular versión del Comandante Cero español.
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Conclusión
Y después de lo ya expresado por mí en páginas anteriores, inteligente y paciente amigo
que escudriñas a través de la lectura mis más profundos conocimientos históricomilitares, poco más me queda por añadir antes de poner el punto y final al presente
libro. Creo sinceramente que la cosa ha quedado suficientemente diáfana para todos si
exceptuamos, lógicamente, aquellos que atesoran en lo más profundo de su ser dosis
letales de indiferencia, sectarismo, servilismo patológico, adoración al poder de turno o,
simplemente, les importa un pito la historia y devenir político y social de su propio país.
He sacado a la luz pública (tarea nada fácil) uno de los secretos militares más
importantes y mejor guardados de toda la reciente etapa democrática española: la
llamada por mí Conjura de mayo, que empezó su andadura subversiva en Játiva, en
septiembre de 1977, y tenía previsto alcanzar su climax golpista el 2 de mayo de 1981.
También, y por enésima vez, he pasado revista al famoso 23-F que, después de
las revelaciones que hago en relación con esa secreta conjura (y que yo, desde luego,
conocía desde hace muchos años; de ahí mi empecinamiento y mi testarudez en cargarle
el sambenito de su máxima responsabilidad al entorno de La Zarzuela), debe quedar de
una vez por todas «listo para sentencia» (histórica, por supuesto).
Y para completar todo lo anterior, me he vuelto a referir a aquellos otros dos
momentos muy delicados de la llamada «modélica» transición del franquismo a la
democracia, como fueron la legalización del PCE por Adolfo Suárez y la larga noche de
los generales del 15-J de 1977; mágico día éste en el que los ciudadanos españoles
acudimos a las urnas después de cuarenta años de férrea dictadura.
Todo está claro, pues, amigo del alma: el 23-F no tuvo nada de golpe militar.
Fue, más bien, una maniobra político-militar del propio sistema para desactivar,
mediante un Gobierno de concentración o salvación nacional, presidido por un alto
militar (el general Armada), el golpe duro, durísimo, que preparaba para la primavera de
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1981 el ala más radical del franquismo castrense. O sea, un fuego (institucional), un
incendio para apagar otro fuego (golpista), otro incendio. Algo ciertamente peligroso
para todos, incluidos sus arriesgados y egregios planificadores, pues en la hoguera
bifocal resultante (franquistas radicales contra monárquicos moderados) estuvimos a
punto de socarrarnos un buen puñado de españoles. Igualito que en 1936.
Han pasado ya más de treinta años de paz octaviana desde aquellas terribles
jornadas del 23-F y la Conjura de mayo, y es de esperar que, desmantelado por
completo el antiguo Ejército franquista y conseguidas unas Fuerzas Armadas totalmente
profesionales (idea, por cierto, promovida en solitario por este historiador a finales de
los años ochenta a través de sus propuestas a la sociedad española y al Gobierno, que
acabarían costándole su carrera y meses de prisión militar), nunca jamás vuelva a
repetirse en este país algo parecido. Y los españoles podamos seguir confiando la
solución a todos nuestros problemas (que los tenemos, y muy graves) en las papeletas y
en las urnas.
Claro está que también me gustaría, y permítame el lector esta pequeña picardía
republicana, que los ya mayorcitos ciudadanos de este país pudiéramos confiar
asimismo a las urnas y a las papeletas de votación la elección, cada pocos años, de la
persona que debe ocupar la Jefatura del Estado. Lo de que sea por herencia, por simple
cuna, a estas alturas, huele un poco, por no decir mucho, muchísimo, a rancio, ridículo,
extemporáneo y desfasado. A ver si todos al alimón hacemos un pequeño esfuerzo por
entrar de una vez en el siglo XXI.
No es por nada, pero debo confesar a todos mis lectores que paso un malísimo
rato, con dosis masivas de vergüenza ajena y oprobio ibérico, cuando en el transcurso de
algún acto protocolario estatal tengo que ver en la televisión (de presente hace años que
no me dejo caer por ninguno de ellos, salvo alguna que otra boda real), la figura de
nuestro rey Felipe V (perdón, Juan Carlos I, ¿en qué estaría pensando?) rodeado de
alabarderos, coraceros a caballo y guardias reales con uniformes fashion de la centuria
decimonónica.
Pero no se debe exagerar. Porque aunque todavía no estemos los españoles,
como los ciudadanos de la mayoría de países de nuestro entorno, en pleno siglo XXI,
hay que reconocer que algo sí hemos avanzado: hemos conseguido desterrar, esperemos
que para siempre, la Inquisición, el temible Santo Oficio, los tribunales de honor, la
esclavitud de las mujeres y el derecho de pernada… ¡Algo es algo, confiado
conciudadano que sufres como yo la caótica vida que nos proporciona esta legislatura
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maldita de Rajoy! Estamos en el buen camino. Esperemos que no sea demasiado
largo…
ANEXOS
N.º 1: Despliegue territorial de los distintos movimientos político-militares en
gestación en España en el otoño de 1980.
N.º 2: Balance de fuerzas operativas de los distintos movimientos militares
(otoño de 1980)
N.º 3: Plan Mola. Maniobra estratégica diseñada en los meses de mayo, junio y
julio de 1936 por el general Mola (el “Director” de los golpistas) para ocupar Madrid
por la fuerza el 18 de julio.
N.º 4: «Operación Móstoles». Maniobra estratégica correspondiente a la
Directiva de Planeamiento (DIPLAN), diseñada por la cúpula de la Conjura de mayo
para cercar Madrid en la madrugada del 2 de mayo de 1981 y conseguir la caída del
Régimen político de la transición
LA CONJURA DE MAYO
ANEXOS
223
Nº 1.- Despliegue territorial de los distintos movimientos político-militares en
gestación en España en el otoño de 1980.
Nº 2.- Balance de fuerzas operativas de los distintos movimientos militares
(otoño de 1980)
Nº 3.- Plan Mola. Maniobra estratégica diseñada en los meses de mayo, junio y
julio de 1936 por el general Mola (el “Director” de los golpistas) para ocupar Madrid
por la fuerza el 18 de julio.
Nº 4.- Operación Móstoles. Maniobra estratégica correspondiente a la Directiva
de Planeamiento (DIPLAN) diseñada por la cúpula de la Conjura de mayo para cercar
Madrid en la madrugada del 2 de mayo de 1981 y conseguir la caída del Régimen
político de la transición
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