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cultura contemporanea

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UNIVERSIDAD NACIONAL DE TRES DE FEBRERO
UNTREF VIRTUAL
CULTURA CONTEMPORÁNEA
Unidad
Cultura Contemporánea
Profesor: Lic. Enrique Valiente
El concepto de cultura. Centralidad y profusión de sentidos en la noción de cultura. La
concepción descriptiva y la concepción semiótica de cultura. La proximidad y la ajenidad cultural
en el contexto actual. La crisis de los paradigmas polares en el análisis de la cultura y la
reformulación del concepto clásico de identidad. La dimensión cultural de la globalización. La
reflexión cultural sobre un nuevo nivel de conceptualización de la globalidad.
Aproximaciones teóricas al concepto de cultura
En principio se puede mencionar que hasta hace algunos años se pretendía hablar de los paradigmas
científicos que organizaban el saber sobre el campo de la cultura. Había en ese sentido, una preocupación
científica dominante y la esperanza de que pudiera encontrarse el paradigma de mayor capacidad
explicativa.
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Sin embargo, en forma creciente, en la bibliografía sobre estos temas se oye hablar de
narrativas, en vez de paradigmas y, por lo tanto, es posible preguntarse –como lo hace N.
García Canclini- qué narrativas encontramos cuando hablamos de cultura.
En principio, existe una narrativa –la más obvia- que sigue hablando de una especie de uso
cotidiano y/o “culto” de la cultura e identifica cultura con educación, ilustración, refinamiento,
información, etc.
Es decir, cultura sería el cúmulo de conocimientos y aptitudes intelectuales y estéticas.
Se reconoce esta corriente en el uso vulgar de la palabra cultura pero tiene un soporte en la filosofía
idealista alemana de fines del siglo XIX y principios del XX (Spencer, Rickert) que manejaban la
distinción entre cultura y civilización.
Para esta concepción, por ejemplo, un trozo de mármol extraído de una cantera es un
objeto de civilización, resultado de un conjunto de técnicas que permiten extraer ese
Pensar
material de la naturaleza y convertirlo en un producto de la civilización. Pero ese mismo
trozo de mármol, decía Rickert, tallado por un artista que le imprime el valor de belleza, lo
convierte en obra de arte y lo vuelve cultura.
Entre las muchas críticas que se pueden hacer a esta distinción tan tajante entre civilización y
cultura es que naturaliza la división entre lo material y lo espiritual, entre lo corporal y lo mental
y, por lo tanto, entre las clases y los grupos sociales que se dedican a una u otra dimensión. A
su vez, naturaliza un conjunto de conocimientos y gustos que serían los únicos que valdrían la
pena difundir, formados en la historia occidental moderna y concentrada, sobre todo, en el área
europea o euro norteamericana.
Frente a estos usos cotidianos, vulgares o idealistas de cultura, surgió un conjunto de usos
científicos que se han caracterizado por separar la cultura en oposición a otros referentes. Una
de estas oposiciones ha sido la trabajada por la antropología que destacó el eje de oposición
cultura-naturaleza. Parecía que de ese modo se diferenciaba a la cultura, lo creado por el
hombre y por todos los hombres, de lo simplemente dado, de lo natural que existe en el mundo.
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Justamente, ha sido la Antropología probablemente la disciplina que de manera más sistemática ha trabajo el
concepto de cultura.
No es mi intención hacer un análisis detallado de tales usos, para nuestro propósito bastará con distinguir como lo hace J. B. Thompson(1)- entre dos empleos básicos a los cuales vamos a denominar “concepción
descriptiva” y “concepción simbólica”. Esta división implica una simplificación excesiva, no sólo porque
no considera algunos matices que pueden discernirse en los distintos usos del término, sino porque acentúa
las diferencias entre las dos concepciones y en consecuencia descuida las similitudes; pero en relación a los
objetivos de la cátedra nos servirá.
La concepción descriptiva de la cultura puede rastrearse hasta los escritos de los
historiadores culturales del siglo XIX, quienes estaban interesados en la descripción
etnográfica de las sociedades no europeas.
Entre los más destacados estaba Gustav Klemm, quien trató de proporcionar una descripción sistemática y
amplia de “el desarrollo gradual de la humanidad” al examinar las costumbres, habilidades, artesherramientas, armas, prácticas religiosas y así sucesivamente, de pueblos y tribus de todo el mundo.
El trabajo de Klemm era conocido por E. B. Tylor, profesor de Antropología de la Universidad de Oxford,
cuya obra más importante “Cultura Primitiva” se publicó en 1871. Tylor proporcionó los elementos claves
de la concepción descriptiva de la cultura: de acuerdo a ella, la cultura se puede considerar como el conjunto
interrelacionado de creencias, costumbres, leyes, formas de conocimiento, etc., que adquieren los individuos
como miembros de una sociedad en particular y que se pueden estudiar de manera científica.
Todas esas creencias, costumbres, etc. conforman una “totalidad compleja” que es
característica de cierta sociedad y la distingue de otras que existen en tiempos y lugares
diferentes.
En la descripción de Tylor, una de las tareas del estudioso de la cultura es disecar esas totalidades en sus
partes componentes y clasificarlas y compararlas de manera sistemática. Es una tarea similar a la que
realizan un botánico o un zoólogo, así como el catálogo de todas las especies de plantas y animales de una
localidad representan su flora y su fauna, la lista de todos los aspectos de la vida general de un pueblo
representa esa totalidad que llamamos cultura.
A partir de allí, con más o menos diferencias se suceden una serie de perspectivas y visiones a lo largo del
siglo XX -siempre recordando que se trata de una clasificación muy simplificada- que pueden englobarse
dentro de la “concepción descriptiva”.
Una de las dificultades de ese concepto es que era coextensivo a la antropología misma o más
precisamente a la antropología cultural.
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Este campo de la cultura por oposición a la naturaleza tiene ciertas ambigüedades o indefiniciones, no es
claro por qué la cultura puede abarcar todas las instancias de una formación social, o sea los modelos de
organización económica, las formas de ejercicio del poder, las practicas religiosas, artísticas, etc.
Sin embargo, esta manera global de definir el concepto como todo lo que no es naturaleza,
ayudó a superar las formas más primarias de etnocentrismo. Permitió pensar que la cultura era
lo creado no sólo por todos los hombres sino por todas las sociedades en todos los tiempos.
Toda sociedad tiene cultura y, por lo tanto, no hay razones para discriminar o descalificar a las otras.
La consecuencia de esta definición fue el relativismo cultural: admitir que toda cultura tiene derecho a
darse sus propias formas de organización, de estilos de vida, aun cuando incluyan aspectos que para
nosotros pueden ser sorprendentes como los sacrificios humanos o la poligamia.
Ahora bien, desde hace años en el campo de la antropología ha perdido eficacia esta distinción
tan abrupta, tan tajante entre naturaleza y cultura.
1 - Thompson, J. B. (1997) Ideología y cultura moderna. México: Universidad Autónoma Metropolitana.
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Concepción simbólica de la cultura
A partir de los años `70, la concepción simbólica de la cultura ha sido colocada en el centro de los
debates antropológicos por Clifford Geertz, cuyo trabajo magistral en el libro “La interpretación de las
culturas” representa un intento por extraer las implicaciones que tiene dicha concepción para la naturaleza
de la investigación antropológica.
El interés de Geertz recae en cuestiones del significado, el simbolismo, la interpretación. El concepto que
propugna Geertz es un concepto semiótico, pues dice
“Al creer, tal como Max Weber, que el hombre es un animal suspendido en tramas de
significación tejidas por él mismo, considero que la cultura se compone de tales tramas y que el
análisis de ésta no es, por lo tanto, una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia
interpretativa en busca de significados”.(2)
La cultura es una “jerarquía estratificada de estructuras significativas”, y el análisis de la cultura
consiste en desentrañar esas estructuras de significación. En otras palabras, la cultura es la red o trama de
sentidos con que le damos significados a los fenómenos o eventos de la vida cotidiana. Y por lo tanto,
analizar la cultura consiste en descifrar, interpretar las significaciones que se ponen en juego a través de
acciones, expresiones, conductas, las cuales son ya significativas -portan significados- para los individuos
que las producen, perciben e interpretan en el curso de su cotidianidad.
Veamos un ejemplo tomado de Geertz, pero que intentaré simplificar. Supongamos una
cultura en la cual el acto de guiñar el ojo tiene cierta significación (piensen que no todos
los pueblos guiñan el ojo con alguna finalidad). En el caso de nuestra sociedad, se me
ocurren varias razones por las que un individuo puede guiñar el ojo (y me imagino que a
ustedes se les ocurrirán otras tantas): como gesto de complicidad, seducción, tic nervioso,
seña en un juego de naipes, como imitación de un guiño o parodia del mismo, etc. Ahora
viene lo importante: incluso en un gesto tan sencillo como guiñar un ojo, si alguien no
pertenece a la cultura en la que los significados mencionados poseen reconocimiento, le
será muy difícil comprender la diferencia entre un guiño de seducción de la parodia de un
guiño.
Imagino que estarán pensando que nadie comprenderá una cultura, nadie de aproximará
al conocimiento de un pueblo por el modo de guiñar un ojo. Es cierto, les mencioné un
ejemplo muy sencillo para introducirlos en la concepción simbólica de la cultura, pero
piensen en la complejidad de significaciones involucradas en la vida de una comunidad.
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Para Geertz, el análisis de los fenómenos culturales es una actividad muy distinta de la
que implicaba la que llamamos “concepción descriptiva de la cultura”; para dicho
autor, el estudio de la cultura es una actividad más parecida a la interpretación de un
texto que a la clasificación de la flora y la fauna. Lo que requiere no es tanto la actividad
de un analista que busque clasificar y cuantificar sino más bien la sensibilidad de un
intérprete que busque descifrar patrones de significado, discriminar entre distintos matices
de sentido y volver inteligible una forma de vida que ya es de por sí significativa para
quienes la viven.
2- Geertz, Clifford (1987) La interpretación de las culturas. Buenos Aires: Gedisa. Pag, 20.
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Definición de cultura
Vamos a definir el concepto cultura como lo propone Mario Margulis –quien toma en consideración la
postura de Geertz- en el texto “La cultura de la noche. Vida nocturna de los jóvenes en Buenos
Aires”(3). En esa obra, Margulis formula el concepto de cultura en el plano de la significación. Las
significaciones compartidas y el caudal simbólico que se manifiestan en los mensajes y en la acción, por
medio de los cuales, los miembros de un grupo social piensan y se representan a sí mismos, a su contexto
social y al mundo que los rodea.
La cultura sería el conjunto interrelacionado de códigos de significación, históricamente
constituidos, compartidos por un grupo social, que hacen posible la comunicación, la
interacción.
Se puede comprender a la cultura entonces como producción de sentidos, esto es, el sentido que tienen
los fenómenos y eventos de la vida cotidiana para un grupo humano determinado. Si nos preguntamos, por
ejemplo, por la subcultura carcelaria, nos estaríamos preguntando por el entramado de significados vividos y
actuados dentro de la comunidad carcelaria; si intentamos conocer a una subcultura juvenil particular (a un
grupo punk, por ejemplo) deberíamos averiguar el conjunto de significados que caracterizan al hacer de
dicho grupo, sus relaciones con los demás, su particular percepción del mundo, etc.
Por lo tanto, la comunicación es cultura. Esto significa que la cultura no es patrimonio de
unos pocos, de una élite, sino que usted, quienes lo rodean, yo, somos todos miembros
competentes de una cultura. No nos damos cuenta de la cultura que compartimos, no tomamos
conciencia de ella sino cuando llegamos a sus límites, cuando nos enfrentamos a la
incomunicación, cuando rozamos lo desconocido.
Por
ejemplo,
cuando
nos
encontramos
ante
una
cultura
muy
extraña,
aún los
acontecimientos más sencillos o las conductas cotidianas nos resultan difíciles de entender.
Entonces –en esa situación- solemos tomar conciencia de la facilidad con que nos
movemos en nuestra propia cultura, en la cual existe un marco de referencia común sobre
el cual fuimos socializados desde pequeños, y de allí la sensación de confort que
experimentamos al compartir códigos comunes. En otras palabras, compartir una cultura
significa compartir un gran mundo de sobreentendidos y, sobre ese telón de fondo –de lo
que no es necesario explicitar, de lo que todos damos por comprendido- sobre ese piso
común de lo presupuesto, se desarrolla la interacción cotidiana.
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Pero la comunicación no reposa solamente en la palabra: requiere del uso simultáneo y
coordinado de distintos códigos, códigos referidos al contexto social, al sentido y al uso del
tiempo y del espacio, al cuerpo, a la proximidad y lejanía entre los hablantes (tema que
abordaremos en próximas clases), al uso de los silencios, etc.
Como subraya Mario Margulis, la comunicación habitualmente nos parece espontánea, nos parece natural
el intercambio de mensajes, el acuerdo sobre el sentido de las proposiciones en general, la decodificación
fácil de los gestos cotidianos. Es decir, hay una cantidad de saberse simultáneos que ejercitamos, de
percepciones conjuntas y sólo porque somos miembros competentes de una cultura podemos comunicarnos,
podemos hablar, compartir ritmos de tiempos y silencios, y lograr en la comunicación cierta eficacia.
Cada palabra que usamos tiene una historia. Ha sido socialmente constituida, incluye numerosas luchas y
conflictos por la significación. En realidad, existe una historia social del sentido: también son culturales la
percepción y la sensibilidad. No percibimos “naturalmente” sino a través de procesos que se han ido
constituyendo en la interacción social.
Ahora bien, podemos comunicarnos porque somos poseedores de signos y éstos –
elaborados a lo largo del tiempo y de una cultura- nos orientan. Los signos implican una
construcción del mundo, una clasificación pues agrupan y catalogan la inmensa diversidad
que nos presenta el mundo.
Objetos, sensibilidad, afectos, imaginarios, cobran cuerpo en la cultura por medio de los signos.
Lo que llamamos “realidad” depende –en gran medida- de los signos y sus significaciones
cambiantes, los que nos permiten comunicamos.
Nos queda claro que la cultura no es un suplemento decorativo, algo sólo para los
domingos o para las actividades de ocio o para la recreación espiritual, sino algo
constitutivo presente en la vida social, en las interacciones cotidianas, en la medida que
allí siempre existe un proceso de significación.
Pero conviene precisar una distinción que N. García Canclini(4) ha destacado: la cultura no puede
coincidir con la totalidad de la vida social. Más bien, en la definición sociosemiótica se está hablando de
una imbricación compleja e intensa entre lo cultural y lo social.
Dicho de otra manera, todas las prácticas sociales contienen una dimensión cultural pero no todo
en esas prácticas sociales es cultura.
Cuando decimos que la cultura es parte de todas las prácticas sociales, pero no es equivalente a la totalidad
de la sociedad, estamos distinguiendo cultura y sociedad sin hacer una barra que las separe, que las
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oponga enteramente. Estamos concibiendo un entrelazamiento, un ida y vuelta constante y sólo, por un
artificio metodológico-analítico, podemos distinguir lo cultural de lo que no es.
El autor mencionado ofrece un ejemplo muy sencillo para aclarar dicha distinción: si vamos
a una estación de servicios y cargamos nafta en el automóvil, ese acto material, físico y
Pensar
económico, muy concreto, esta cargado de significaciones ya que, vamos con un automóvil
con cierto diseño, modelo, color y actuamos con cierto comportamiento gestual. Toda
conducta está significando algo, está haciéndonos participar de un modo
particular en las interacciones sociales.
Hay otros autores, que provienen de vertientes disciplinarias diferentes a la de Geertz y
que permiten comprender mejor esta distinción, pues se refieren a la cultura como el
conjunto de los procesos sociales de significación. Uno de esos autores es Jean
Baudrillard quien para salir del esquema marxista acotado de que todo objeto tiene sólo
un valor de uso y un valor de cambio, ha señalado que cada objeto tiene un plus agregado
de valor en la sociedad de consumo: el valor signo y el valor símbolo.
Analicemos esto a través de un ejemplo. Supongamos que poseemos una heladera: su
valor de uso consiste en enfriar los alimentos y el valor de cambio es aquello por lo cual
Pensar
dicho objeto puede ser intercambiado, por ejemplo el equivalente dinero.
Sin embargo, para Baudrillard existe otro valor agregado: imaginemos que dicha
heladera es importada y si se encuentra en el contexto de una cultura donde existe una
jerarquía superior de lo importado en relación a lo nacional, la heladera en cuestión
poseerá un valor agregado de distinción, que ya no depende del valor de uso. Pero,
además, el autor le agrega el valor símbolo: esa heladera puede ser un obsequio muy
apreciado, de modo que no es cualquier heladera sino tiene una significación personal muy
particular. Ambos valores –el valor signo y el valor símbolo-, corresponden a la
dimensión de la cultura.
Retengan este ejemplo, pues servirá para comprender que la lógica de la sociedad de
consumo pivotea -en gran medida- sobre la dimensión cultural del objeto, es decir, sobre
el plano de las significaciones (piensen, por ejemplo, las razones por las cuales la lógica
publicitaria apela al plano de las significaciones para la venta de un producto; si no fuera
así, no haría falta una modelo espectacular para vender un electrodoméstico pues ¿qué le
“agrega” ese cuerpo espléndido al valor de uso del electrodoméstico?).
Lo expresado permite explicar en gran medida el valor estratégico que ha adquirido el estudio
de la cultura en el mundo contemporáneo y éste es el eje de los temas que abordaremos en las
próximas clases.
3- Margulis, M (1994) La cultura de la noche. Vida nocturna de los jóvenes en Buenos Aires. Buenos Aires: Espasa- Calpe.
4- García Canclini, N. (1997) Cultura y Comunicación: entre lo global y lo local. Buenos Aires: Ediciones de Periodismo y Comunicación,
Universidad Nacional de La Plata.
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Lectura sugerida y Actividades
Lectura sugerida:
Geertz, Clifford (1987) La interpretación de las culturas. Buenos Aires: Gedisa.
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Globalización y cultura
Vivimos en un mundo en constante transformación y donde muchas de nuestras viejas certezas se han
esfumado. Tiempos notables de mutaciones en todos los planos, cambios económicos, sociales, políticos,
culturales que implican un desafío al corpus teórico-metodológico que vertebró gran parte de la historia de
las Ciencias Sociales, obligando al desafío de intentar nuevas definiciones y abordajes frente a nudos
problemáticos que desnudan la incapacidad de los viejos saberes para ofrecer cierto grado de inteligibilidad
sobre un mundo en cambio.
La caída de ciertas “verdades” disciplinarias y doctrinales, provoca una sensación de incertidumbre
ante la fragmentación creciente que se registra en el ámbito de las culturas contemporáneas. Por ello, se
debe apelar no sólo a un nuevo registro de los procesos que caracterizan al contexto actual, sino a la puesta
en suspenso de ciertas categorías paradigmáticas que se presentan como insuficientes para reflejar la
complejidad cultural en un mundo globalizado.
Y, es precisamente en el campo de la cultura, donde ciertos cambios epocales alcanzan máxima visibilidad.
Como lo han destacado Bayardo y Lacarrieu(5), la cuestión cultural adquiere en tiempos de la
globalización una relevancia extraordinaria. En el pasado, los abordajes de la realidad se hacían desde la
perspectiva
económica,
política
o
histórica,
pero
la
cultura
aparecía
confinada
a
un
lugar de
complementariedad explicativa. En la actualidad, por el contrario, son sujeto-objeto de la cultura tanto los
jóvenes como el espectáculo, la salud, el trabajo, etc.
Los Estados, las empres as han constituido a la cultura en un recurso estratégico en la
competencia por territorios, mercados consumidores y en las soluciones de diversos
conflictos sociales.
En ese sentido
“la cultura es ahora tan material como el mundo. A través del diseño y las tecnologías, la
estética ha penetrado ya el mundo de la producción moderna. A través de la comercialización y
el estilo, la imagen provee un modo de representación y narrativización ficcional del cuerpo
sobre el que tanto se apoya el consumo moderno. La cultura moderna es, sin duda, material en
sus prácticas y modos de producción. Y el mundo material de las mercancías y tecnologías es
profundamente cultural” ( S. Hall, 1993)
El intercambio de productos, la mundialización de bienes y servicios, demanda un piso común de
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códigos compartidos, esquemas de percepción y valoración estandarizados.
Como lo destaca M. Margulis:
“Cada nuevo producto coloniza un espacio semiológico, se legitima en un mundo de sentidos y
de signos, arraiga en un humus cultural” (1996:8).
Y de allí el carácter estratégico de la dimensión cultural. Cuando hace algunos años Mc Donald`s extendió
sus brazos hasta Moscú, un gerente de la empresa afirmó “We are going to Macdonaldize them”,
expresando la estrategia de instalar un espacio de nuevos valores y gustos, en un territorio cultural denso en
tradiciones estéticas y culinarias diferentes.
El concepto de globalización está hoy en boca de todos. Para algunos teóricos constituye el destino
ineluctable del mundo, al tiempo que sostienen que es un proceso que implica a todos por igual. Desde otra
perspectiva, hay quienes sostienen que la globalización es un festín al cual asisten y asistirán muy pocos
comensales.
Generalmente se destacan los aspectos políticos, económicos, tecnológicos que conlleva el impacto de
la llamada globalización, sin embargo dado que concebimos a la cultura como una dimensión de todos los
fenómenos sociales se puede entender que
“el análisis de la globalización desde la dimensión cultural está íntimamente vinculado con el
estudio de ese proceso en el plano histórico, económico, político y financiero”(Margulis,
1996:5).
Daniel Mato(6) menciona algunos mitos vinculados a la idea de globalización y que suelen complicar el
análisis sobre el tema. Desarrollaré alguno de ellos:
a- El mito de la fetichización de la globalización: consiste en imaginar a la globalización
como un proceso superior que se impone a nuestras vidas. Esta perspectiva suele reducir la
globalización sólo a sus aspectos económicos o tecnológicos, y en general, suele
abordarla como un proceso unitario y no como el resultado de prácticas diversas de diferente
actores sociales.
En este sentido, no existe la globalización -aunque por razones de simplificación semántica uno
recurra frecuentemente a esa modalidad- sino múltiples procesos globalizadores.
b- El mito de que la globalización es un proceso novedoso en la historia: la
constitución de un mundo como un “todo” es un producto de múltiples procesos
globalizadores, entre los que se puede mencionar la expansión del capitalismo y con él la del
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imperialismo occidental, la expansión de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías,
la formación de sociedades nacionales, la revolución tecnológica, el sistema de relaciones
internacionales. Es decir, en una mirada diacrónica la globalización hunde sus raíces siglos
atrás. Pero en general, los analistas coinciden en que la fase de globalización acelerada ha
ocurrido desde la década del ochenta y se caracteriza por un cambio en cantidad y cualidad
vinculada con el desarrollo de las fuerzas productivas, el extraordinario progreso tecnológico en
el plano de la transmisión de información y por la intensificación a nivel mundial del flujo de
capitales, comunicación, tecnología y mano de obra.
Esto impresiona –en principio- como una intensificación de las relaciones entre todas las
sociedades. Pero ello merece alguna aclaración: existen sociedades que no mantienen contacto
o lo hacen escasamente con esa porción del mundo “globalizado”; pero además, la tendencia
actual es a la conformación de bloques supranacionales (CEE, Mercado Común Europeo,
MERCOSUR) que asoman como los nuevos polos de poder en un mundo caracterizado por la
multipolarización del desarrollo económico.
c- El mito de que la globalización produce homogeneización: el fenómeno de la
globalización no puede ser abordado sólo como un proceso de homogeneización, sino
como la convergencia de diferentes fuerzas, muchas contradictorias, que implican
diversas articulaciones, conexiones, superposiciones entre lo local, nacional y mundial. Por ello,
la globalización puede ser visualizada como una tendencia que no conlleva una distribución
uniforme de actores económicos y sociales homogéneos distribuidos en el mundo, con lo cual la
unificación mundial de los mercados opera no como un borramiento de las diferencias sino
como su reordenamiento para producir nuevas fronteras, ya no ligadas a límites territoriales,
sino a las necesidades de los mercados.
Sin embargo, muchas veces se ha insistido en el análisis de la dimensión cultural de la
globalización ofreciendo una visión dicotómica de sus implicancias: por una parte, la
expansión tecnológica y comunicacional propiciaría una estandarización cultural que
favorecería la anulación de las diferencias entre las sociedades, al punto que los miembros de
la “aldea global” -es decir, de todas las sociedades- integrarían una escena común con
códigos y valores similares y compartidos. Desde la visión opuesta, la globalización no es
productora de unicidades sino de multiplicidades. Su evidencia: el resurgimiento de
demandas locales, la oposición
a todo principio unificador por parte de movimientos
segregacionistas en distintos puntos del globo.
Por lo tanto, la globalización exige discriminar dos movimientos simultáneos: uno que integra y
estandariza desde el punto de vista social, otro que fragmenta y segrega; pero ambas líneas de
fuerzas no deben ser interpretadas como movimientos distintos y contrapuestos, sino como las
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dos caras de un mismo proceso.
R. Ortiz(7) señala diferencias entre los conceptos de internacionalización y globalización.
La internacionalización se refiere al aumento de la extensión geográfica de las actividades
económicas más allá de las fronteras nacionales, proceso que no es novedoso.
Pero la globalización es una modalidad más compleja que la internacionalización, ya que
conlleva la producción, distribución y consumo de bienes y servicios organizados a partir de una
estrategia mundial y dirigidos hacia un mercado mundial. Esto corresponde a un nivel y a una
complejidad del desarrollo económico cualitativamente diferente al pasado. Pero R. Ortiz –
además- diferencia la dimensión cultural: es decir, diferencia la globalización de la tecnología y
la economía, de la mundialización de la cultura. En tanto en el mundo contemporáneo existe
una única economía, el capitalismo, y existe una única infraestructura tecnológica, la cultura
por el contrario se mundializa pero tiene que dialogar con o contra otras culturas y otras
concepciones del mundo.
A los fines analíticos, vamos a considerar diferentes dimensiones que en la mayor parte de la literatura sobre
el tema en cuestión, asoman como las transformaciones culturales más relevantes que conlleva el
proceso de globalización.
Ellas serían:
las transformaciones del eje espacio-tiempo;
el proceso de desterritorialización;
la reformulación de los procesos identitarios en situaciones de interculturalidad;
las nuevas formas de segmentación social;
los cambios en la dimensión de lo público-privado en el contexto de las transformaciones
urbanas de la tardo-modernidad.
En esta ocasión vamos a desarrollar los dos primeros puntos, pero focalizando la atención en el
segundo, es decir, el concepto de desterritorializaciòn que uds. deberán aplicar en el análisis
del texto de Renato Ortiz “Cultura y Modernidad - Mundo”.
5 - Bayardo, R. y Lacarrieu, M. (1999) La dinámica global/local. Buenos Aires: Editorial Ciccus-La Crujía
6 - Mato Daniel (2002) “Trasnacionalizaciòn de la Industria de la Telenovela, referencias territoriales y producción de
mercados y representaciones de identidades trasnacionales”. En Mónica Lacarrieu y Marcelo Álvarez (comp.). La (indi)
gestión cultural. Buenos Aires: Ediciones Ciccus – La Crujía.
7 - Ortiz, R. (1997) Mundialización y cultura. Buenos Aires: Alianza Editorial.
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Las transformaciones del eje espacio-tiempo
La relación entre tiempo y espacio se fue distanciando progresivamente con la modernidad.
Antes del siglo XIX , cada lugar tenía su hora específica, determinada por la salida y la puesta del sol. Los
acontecimientos en el tiempo tenían una íntima vinculación con un espacio determinado. Sin embargo, a
fines del siglo XVII, con la difusión del reloj mecánico a sectores cada vez más amplios de la población, se
empieza a instituir un nuevo concepto de temporalidad en el cual ya no existe una relación necesaria de los
acontecimientos que dan en el tiempo con su desarrollo en un lugar determinado.
Los medios paradigmáticos de movilidad en la época del capitalismode organización –es decir, los
ferrocarriles, el teléfono, el servicio postal, las redes viales- introdujeron una “convergencia tiempo-espacio”
y una “convergencia tiempo-costo” a escala nacional. En cambio, los medios paradigmáticos del capitalismo
avanzado –el cable de fibra óptica, las comunicaciones por satélite, el transporte aéreo- han provocado una
convergencia espacio-tiempo y una convergencia tiempo-costo a escala global.
En la actualidad, muchas actividades importantes ocurren por debajo del umbral de la conciencia humana,
lo cual significa que el tiempo social estructurado por el reloj pierde poco a poco su importancia en la
organización contemporánea de la sociedad humana. El “tiempo de la computación” constituye la
abstracción radical del tiempo y su separación extrema de los ritmos de la naturaleza. Si el tiempo del reloj
fue el principio organizador de la modernidad, en el tardo-capitalismo avanzamos hacia un tiempo de lo
instantáneo, tiempo que no se puede observar ni experimentar.
Gabriela Pedroza(8) señala que las nuevas redes de información y comunicación, controladas por
unas cuantas corporaciones, han transformado el concepto del tiempo produciendo variadas formas
nuevas de organización de las interacciones sociales, pues por un lado crean la posibilidad de la
simultaneidad rompiendo las barreras de los horarios diferenciados para los grupos humanos que ahora se
pueden conectar en el mismo instante; pero al mismo tiempo, ofrecen la posibilidad de enlazar a las
personas asincrónicamente, es decir, en un tiempo que pude ser percibido como diferente pero en realidad
se trata de un compás que se abre específicamente para el encuentro de personas que no pueden coincidir.
Esta idea del tiempo virtual –tal como lo resalta Pedroza- abre la posibilidad de que se lleven a cabo
interacciones sociales en estos episodios temporales novedosos y propios solo de aquellos que utilizando los
recursos de las tecnologías comunicacionales pueden compartirlos. Llevar a cabo conversaciones en las que
se pueden entrar o salir en cualquier momento y participar en el diálogo, crea otros ritmos de interacción
que responden a temporalidades inusuales. En otras palabras, las nuevas formas de relación social están
siendo acomodadas y regidas por diferentes temporalidades que coexisten en una red de enlace producto de
la comunicación.
8- Pedroza, G. (2002) “Nuevas redes de información y cultura global”. Diálogos de la Comunicación, FELAFACS, Nº
56-57.
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El proceso de desterritorialización
El concepto de desterritorialización ha sido pensado como categoría analítica, pues la
mundialización de la cultura incluye espacialidades que obligan a modificar ciertas
nociones tradicionales de interpretación de la realidad.
Renato Ortiz emplea la noción de desterritorialización como categoría importante en su
línea de pensamiento, pero utiliza al menos tres acepciones diferentes para dicho
concepto, aunque muy relacionadas entre si.
En primer lugar -es decir, la primera acepción- se refiere a los espacios desterritorializados
como aquellos que no están limitados por fronteras físicas o demarcados por
territorios nacionales.
Vinculada a esta acepción -y como segunda variante- R. Ortiz remarca que en este
momento tan particular de la historia, gran parte de los bienes y mensajes que se
consumen en cada nación no se han producido en su propio territorio, ni llevan signos
exclusivos que los vinculen a la comunidad nacional, sino otras marcas que más bien indican su
pertenencia a un sistema desterritorializado.
Veamos como se puede aclarar mejor esta definición. Si uno recurre a las categorías
tradicionales de espacio tal como lo hemos aprendido en geografía, se diría que cuando
hablamos de lo local, lo nacional y lo global, uno reflexiona en términos de unidades
autónomas.
Lo local se refiere a un espacio restringido, bien delimitado, en cuyo interior se
desenvuelve la vida de una comunidad o un grupo de personas. En este caso, por su
proximidad, por el contraste en relación con lo distante, se lo suele asociar a la idea de
lo “auténtico”. Cada lugar entonces, es una entidad particular y una discontinuidad
espacial.
Lo nacional, en cambio, presupone un espacio más amplio y engloba a los “lugares”,
contrastando y superando dicha diversidad. Lo nacional es una dimensión construida por
una ingeniería llevada a cabo por el Estado, el mercado, los intereses geopolíticos, la
unidad de la lengua. Se reconoce una “cultura nacional”, aún cuando esta claro que
ella se realiza de manera diferenciada en los diversos contextos de los localismos o
regionalismos que integran una nación.
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Si pasamos a otro nivel de análisis, lo global, ya no es tanto la unidad lo que cuenta –
como en el plano de lo nacional- sino la diversidad. En el conjunto de las naciones, cada una
de ellas debe ser analizada en base a sus diferencias; es decir, lo nacional asume cualidades de
lo “local”. La identidad de los pueblos se constituye entonces como diferencia contrapuesta a
lo que es “exterior”.
Ahora bien, R. Ortiz afirma que cuando se piensa en estos términos, el concepto de
globalización asume una interpretación muy particular. Es decir: en base al razonamiento
anterior, lo “local”, lo “nacional” y lo “global”, aparecen como un ordenamiento entre
niveles espaciales claramente diferenciados, como unidades autónomas, y por lo tanto, lo que
se debe entender son las interrelaciones entre ellas. Es posible hablar entonces, de que lo
“local” se relaciona con lo “nacional”, que lo “nacional” resiste o se somete a lo global; en
esta
dirección
la
reflexión
nos
conduce
a
unidades
antitéticas: nacional/local
o
global/nacional, pues el argumento supone la existencia de límites claros que separan cada
una de esas espacialidades.
También lo anterior puede expresarse en términos de inclusión y no de interacción. En este
caso, lo “global” incluye lo “nacional”, que a su vez incluye lo “local”. Es decir, hay un
conjunto más amplio que engloba otros dos subconjuntos.
Frente a estas consideraciones, R. Ortiz(9) afirma que en el contexto actual las fronteras entre
las
espacialidades
mencionadas,
difícilmente
son
tan
nítidas
al
punto
de
poder ser
cartografiadas de ese modo. Por ello sostiene, que el proceso de desterritorializaciòn sirve para
pensar las nuevas condiciones que emergen en el contexto de mundializaciòn de la cultura.
En este sentido, hay autores que sostienen que el espacio social y cultural no es
necesariamente equivalente a espacio físico. Desde ciertos trabajos se sostiene que las
representaciones tradicionales del espacio en las ciencias sociales son dependientes de
imágenes de ruptura y dislocación. Las distinciones entre naciones, sociedades y culturas están
basadas en el hecho de que ellas ocupan “naturalmente” espacios discontinuos y, en
consecuencia, las culturas nacionales se “leen” como iguales a las fronteras geográficas, sin
considerar que las culturas no tienen fronteras o distinciones discretas.
La propuesta de R. Ortiz es considerar a la globalización de las sociedades y la
mundialización de las culturas desde el abordaje de otra noción de espacialidad: como un
conjunto de planos surcados por procesos sociales diferenciados.
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Esta mirada diferente permite relativizar la idea de cultura mundo, cultura nacional,
cultura local como si fueran dimensiones opuestas que interactúan entre sí, sino más
bien como realidades en las que el espacio debe estar anclado en la idea de
transversalidad.
En este sentido, es posible pensar que coexisten en cada sociedad códigos culturales
superpuestos que implican diferentes grados de espacialidad, desde aquellos relacionados con
códigos particulares de límites circunscriptos, a códigos más amplios articulados sobre
vivencias, valores, memorias regionales, hasta las tramas culturales vinculadas con el
atravesamiento de lo local por lo global.
Un modo de representar gráficamente esta idea sería:
En el gráfico anterior A, B y C representan distintos territorios nacionales, en tanto X
representaría las espacialidades desterritorializadas de las que habla R. Ortiz.
Llegados a este punto, voy a detenerme para explicar qué acontecimientos y qué fenómenos se pueden
pensar utilizando estas nuevas categorías de espacialidad.
El concepto de globalización -que como Uds. imaginan no tiene nada de ingenuo, esto es, tiene profundas
connotaciones ideológicas- fue motorizado en la década del ochenta por los hombres de negocios, luego
pasó a los medios de comunicación y al sentido común. En líneas generales, una idea tan sencilla como que
el mundo se esta pareciendo cada vez más, dado que en todas partes las computadoras, las tarjetas de
crédito o las muñecas Barbies tienen la misma significación, sirvió para “vender” las nuevas condiciones de
la cultura. En esta línea, Benetton, Ford o Coca Cola, serían universales porque ya no tendrían
nacionalidad alguna.
No se sorprendan por lo elemental de la fórmula, muchas veces las ideas más sencillas son las que tienen
mayor eficacia ideológica.
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Los gurúes de la globalización afirmaban por entonces que los ejecutivos de las corporaciones
trasnacionales debían prepararse para un mundo sin fronteras y por lo tanto, no debían responder a
nacionalidad alguna sino a una identificación con la corporación global. Al mismo tiempo, los teóricos de la
publicidad -los constructores de sentido en las sociedades contemporáneas- empiezan a divulgar la idea de
que el mundo es cada vez más parecido y por lo tanto más homogéneo, de allí que es necesario
instrumentar nuevas estrategias para que los expertos en mercadeo y publicidad, aprendan a
mirar el mundo como un mercado global.
Aunque los presupuestos esbozados no son ciertos, esto es, el mercado mundial no es homogéneo, si es
posible afirmar que crecientemente ciertos segmentos de mercado se están homogeneizando en el mundo.
Sin duda que para estos sectores, el mundo se esta volviendo más familiar; son dichos grupos los que se
han desterritorializado, grupos para los cuales las diferencias que existen en el mundo son minimizadas,
porque para ellos en cualquier parte del mundo las cosas son parecidas.
Aquí vamos a aplicar la tercera acepción que emplea R. Ortiz para el concepto de
desterritorializaciòn:
son
aquellos
grupos
los
que
se
denominan
“estratos sociales
desterritorializados”, es decir, los sectores sociales a los que involucra el proceso de
desterritorializaciòn.
La
idea
de
espacialidades
transversales
como
la
que
postula
R.
Ortiz,
permite
pensar en
“territorialidades” desvinculadas del medio físico, permite entender por ejemplo las similitudes existentes
entre diferentes grupos sociales en distintas partes del mundo, grupos para los cuales el marketing global
“construye” un mundo igual y cuyas vivencias, estilos de vida, costumbres similares les hace compartir la
idea de vivir en un mundo único. En esos espacios globales, para esos estratos sociales “desterritorializados”,
la cultura circula libremente más allá de toda atadura territorial.
Pongamos un ejemplo: ciertos segmentos juveniles pertenecientes a sectores sociales
medios o medio-altos, de la ciudad de Buenos Aires, pueden participar de expectativas
comunes con grupos situados en otras partes del mundo, independientemente de sus
orígenes espaciales. Se trata de segmentos cuyos estilos de vida se han aproximado
porque han sido socializados en torno a objetos de consumo mundializados, vehiculizados
por los mismos medios masivos de comunicación. Junto a las realidades nacionales y de
clase se encuentran estos “estratos sociales desterritorializados” para los cuales las
imágenes y los símbolos operacionalizados por una cultura mundializada son inteligibles.
Jeans, zapatillas deportivas, cantantes de rock, MTV, constituyen la urdimbre que
cohesiona a dichos jóvenes, una malla tejida en el horizonte de la mundializaciòn. Para
dichos segmentos que “habitan” universos comunes despegados de la territorialidad, el
mundo de los que están físicamente próximos -en nuestro caso, un connacional que vive
en el noroeste en plena Quebrada, o alguien que vive en el “Impenetrable”- puede
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significar la absoluta ajenidad, una distancia cultural que no se comprende si no se tienen
en cuenta las transformaciones del mundo contemporáneo.
Una forma de analizar estos conceptos es relacionarlos con las cuestiones de la identidad, tal
como lo destaca A. Giddens 6 , quien presenta el termino “desenclave o desencaje” al
referirse al proceso por el que las relaciones sociales se erradican de sus circunstancias locales y
recombinan a lo largo de extensiones indefinidas de espacio y tiempo, lo cual implica las
transformaciones de dichas dimensiones en las interacciones sociales. Para este autor, es más
preciso este término que el de diferenciación, ya que éste señalaría la ruptura de un estado y la
emergencia de otro. Sin embargo, es más adecuado hablar de cómo la redefinición de tiempo y
espacio implica la “extracción” de lo local para rearticularse en nuevas regiones espacios
temporales.
Precisamente para este autor, serían los medios de comunicación como redes de información y comunicación
–organizados en las industrias culturales- los elementos que colaboran en la desterritorialización y necesitan
ser estudiados con nuevas herramientas teóricas, nuevas concepciones de tiempo y espacio para
aproximarnos al entendimiento de los fenómenos de la mundialización de la cultura.
Otro ejemplo que sirve para ilustrar el fenómeno que estamos analizando es una historia
que cuenta Enzerberger: se refiere a un ejecutivo alemán que por razones de negocios
debe viajar a China. Su estadía se complica porque no maneja ciertos códigos culturales
que implican una gran distancia cultural: diferencias en las comidas, lenguaje, etc. El
ejecutivo decide regresar a Alemania pero antes de hacerlo pasa por Hong Kong. Allí se
hospeda en un hotel de una cadena internacional (por ejemplo Sheraton), puede ir a
supermercados,
lavaderos
automáticos,
a
comer
a
restaurantes
de corporaciones
internacionales de fast food (¿se imaginan cuál? Exacto, Mc Donald`s), etc. El alemán
entonces, comienza a sentirse como en su propia casa, rodeado de objetos, códigos, estilos
de consumo que le son familiares. Ese “sentirse como en casa” significa estar atravesado
por esas espacialidades desterritorializadas de las que habla Ortiz, espacios en donde
confluyen códigos culturales, objetos de consumo, ideologías, que hablan del desarrollo de
una modernidad que atraviesa las fronteras de diferentes sociedades.
9 - Ortiz, R. (1996) Otro territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.
10 - Giddens, A. (1998) Modernidad e identidad del yo. Barcelona: Editorial Península.
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Globalización e identidad cultural
Reflexionar sobre la mundialización de la cultura es, de alguna manera, contraponerse -aunque no sea de
forma absoluta- a la idea de cultura nacional.
Muchos autores argumentan que una cultura mundializada sería algo imposible, pues nos encontramos
delante de una cultura sin memoria, incapaz de producir nexos o vínculos entre las personas. Este
razonamiento tiene su lógica: de hecho la memoria nacional confiere un certificado de nacimiento para los
que viven dentro de sus fronteras. Se hizo un gran esfuerzo para que ocurriera eso: la lengua oficial, la
escuela, la administración publica, la invención de símbolos nacionales, actúan como elementos que propician
la interiorización de un conjunto de valores compartidos por los ciudadanos de un mismo país. Sin embargo,
hay autores -como Renato Ortiz- que afirman que empiezan a consolidarse ciertos indicios que nos
sugieren la formación de una memoria internacional popular que cabalga sobre las transformaciones que
analizamos en la clase anterior.
Pero ¿cuál es el sentido de una memoria cuyos alcances van más allá de fronteras
nacionales?
Uno podría responder a priori que del mismo modo en que el capitalismo incipiente forzó la domesticación del
sujeto, ese disciplinamiento profundo del que habla M. Foucault, para responder a las exigencias del nuevo
modo de producción que estaba en formación, en la actualidad, el capitalismo avanzado y en el marco de las
estrategias globalizadoras, se promueven la construcción de códigos mundializados que nos permiten
sentirnos parte del mismo mundo, con las mismas apetencias e intereses. Esto implica una ardua
ingeniería para interiorizar un conjunto de valores y comportamientos para circular con naturalidad en un
mundo con nuevas reglas.
Es decir, la memoria internacional sería la garante de las posibilidades de comunicación entre
espacios planetarizados, como instancia de reproducción del orden social.
Pero ¿cuál seria la especificidad de esa memoria?
Veámoslo del siguiente modo: una comparación entre memoria colectiva y memoria nacional es un
punto de partida.
Renato Ortiz enfatiza que cuando se habla de memoria colectiva, se toma al grupo como
una unidad de referencia sociológica. Los grupos pueden ser ocasionales e inestables como un grupo de amigos- o permanentes –como el caso de las colectividades religiosas o
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grupos tradicionales-. Poseen una característica común, se trata de comunidades de
recuerdos. El acto mnemónico actualiza una serie de hechos, situaciones, acontecimientos,
compartidos y vivenciados por todos.
Pero la memoria colectiva posee un enemigo: el olvido. Todo el empeño de la memoria
colectiva es luchar contra el olvido, vivificando los recuerdos. Olvidar fragiliza la solidaridad
sedimentada entre las personas, contribuyendo a la desaparición del grupo: comunidad y
memoria se entrelazan.
La situación es otra cuando hablamos de memoria nacional. En este caso, el grupo no puede
ser restringido pues la nación se define por su capacidad de trascender la diversidad que la
constituye. Ella es una totalidad que nos hace pasar de la idea de “comunidad” a
“sociedad”, en los términos que conceptualizara F. Tonnies a fines del siglo XIX. Sociedad en
cuanto
conjunto
de
interacciones
impersonales,
caracterizada
por
un
alto
grado de
individualismo, impersonalidad y relaciones de puro interés, distante de los lazos solidarios
inmanentes a la vida comunal. En la comunidad, los vínculos personales prevalecen y el acto
de la rememorización refuerza la vivencia compartida por todos.
La sociedad-nación quiebra esta relación de proximidad entre las personas. Los ciudadanos participan de
una conciencia colectiva, pero no se sitúan más en el nivel de los cambios restringidos a un grupo autónomo
y de tamaño reducido. Por eso, la memoria nacional es un universo simbólico de “segundo orden” es
decir, engloba una variedad de universos simbólicos. Presupone un grado de trascendencia mayor,
envolviendo a los grupos y clases sociales en su totalidad.
La memoria nacional pertenece al dominio de la ideología (en el sentido de ordenamiento del mundo, como
decía Gramsci), dependiendo de instancias ajenas a los mecanismos de la memoria colectiva: el Estado y la
ingeniería puesta en acto por la escuela, servicio militar obligatorio, símbolos, etc.
En el fondo, entonces, el debate sobre la autenticidad de las identidades nacionales es siempre una discusión
ideológica; importa definir cuál es la identidad legitima, es decir, política y culturalmente plausible para la
mayor parte de la población de un territorio determinado.
Llegados a este punto, necesitamos detenernos en dos cuestiones de importancia:
La primera , acerca de cómo se construyó esa memoria que estructuró los pilares de la
nacionalidad.
Una posición es la de Ernest Renan quien escribiera en 1882 que una nación es un alma y un
principio espiritual a la vez. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; el
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otro es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de validar la herencia que
recibimos como individuos.
La nación -como el individuo- es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, sacrificios y
devociones, y el culto de los antepasados es –de todos- el más legítimo; los antepasados
hicieron lo que somos. Pero para Renan, no son sólo las continuidades sino los quiebres, es
decir, al menos no sólo el recuerdo sino el olvido selectivo, no la memoria sino la amnesia
común, no las continuidades heroicas sino los anonimatos lo que permitieron el surgimiento de
la Nación.
Este autor plantea que el olvido y el error histórico son los factores esenciales en la creación de
una nación. Para él, a diferencia de la memoria colectiva, el realismo del pasado es una
amenaza; olvidar significa confirmar determinados recuerdos, apagando los rastros de otros,
más incómodos o menos consensuados.
Una variante de esta postura es la sostenida por Lotman y Uspenshij: la cultura es la
memoria longeva de la experiencia colectiva, un mecanismo de organización de la experiencia
colectiva y un sistema de modelización, un organizador del mundo humano. Un sistema
cultural “eficaz” debe, en consecuencia, estar en condiciones de organizar lo no organizado o
bien, frente a los objetos que su capacidad modelizadora no puede describir, de declararlos
inexistentes. En este sentido, todo texto contribuye no sólo a la memoria sino también al
olvido; por selección o por exclusión el olvido es un elemento constitutivo de la memoria. O,
con mayor precisión, la cultura es una operación de transformación del olvido en uno de los
mecanismos de la memoria.
Por el contrario, muchos autores sostienen y destacan la importancia de las tradiciones en la
constitución de las naciones. Por ejemplo, en un excelente trabajo destinado a mostrar el modo
en
que
los
sectores
populares
franceses
construían
su
mundo
en
común, Robert
Darnton(11)sugiere que no es ajeno al proceso de construcción de una tradición nacional
francesa, la transmisión oral de cierto numero de cuentos populares entre los sectores
campesinos de la Francia medieval y renacentista. Darnton muestra el modo en que los
cuentos populares eran transmitidos de generación en generación y de clase social en clase
social, y destaca el rol de un personaje central en este proceso: son las nodrizas de los
hogares más adinerados del país (provenientes de los sectores más pobres) las encargadas de
favorecer este doble proceso de transmisión a través de los años y por encima de la marcada
división de la sociedad francesa en clases sociales.
Tesis interesante cuando se la superpone -como lo enfatiza E. Rinesi(12) - con la propuesta
del propio Darnton en su trabajo sobre los márgenes literarios del Antiguo Régimen para
explicar cómo es posible sostener que hacia 1789 todo Francia era “rousseauniana” a pesar de
que pocos franceses habían leído a Rousseau. Darnton destaca la importancia de una densa
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red marginal literaria, de escritores menores, propagandistas y agitadores que operaban –diría
Beatriz Sarlo- como comunicadores de lenguajes, experiencias, entre la filosofía de los
intelectuales y los sectores plebeyos dispuestos a aceptarla, en tanto fuera traducida a un
discurso audible en términos de su propia cultura. Entonces, si las nodrizas de los siglos XVI y
XVII contribuían a la lenta construcción -de “abajo-arriba”- de un piso común de tradiciones
sobre el cual pensar en constituir una nación, los escritorzuelos populares del siglo siguiente
“traducían”
–de
“abajo-arriba”-
un
conjunto
de
certezas
en
torno
a
las
cuales va
constituyéndose la “cultura política” de esa misma nación.
Como subraya Rinesi, se pueden llamar a esas producciones “mediaciones” y podríamos
compararlas con esa larga serie de mediaciones, desde el melodrama mexicano, el teatro
argentino o la música brasileña que han contribuido en América Latina a la configuración de
homogeneidades a partir de la pluralidad, contribuyendo a dibujar hilos de continuidad en
medio
de
las
discontinuidades,
produciendo
identidades
y
“ficciones
de identidades”,
diagramando las diferentes tradiciones culturales en torno a las cuales se hizo posible la
definición de los distintos espacios nacionales en el continente.
Cabe destacar que las posturas que apenas hemos delineado continúan siendo objeto de
controversias en forma contemporánea y, como ejemplo, puedo citar el famoso debate de los
historiadores que tuvo lugar en Alemania en la década de los años `80 acerca de cómo
reconstituir la idea de nación después de Auswitchz o los intentos fracasados de clausurar la
historia en la Argentina postdictadura.
La segunda cuestión que quiero plantear es que para poder entender la construcción de lo
que R. Ortiz llama memoria internacional popular, vamos a focalizar nuestra atención en un
ejemplo paradigmático:
Estados Unidos, país donde la construcción de la memoria nacional se realizó en estrecha
relación al consumo.
Entre el final del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, la sociedad
norteamericana pasa por un conjunto de transformaciones: urbanización e industrialización
son fenómenos que cambiaron la cara del país. Este es el momento de formación de un
mercado nacional que favorece el florecimiento del big bussiness y el advenimiento de los
oligopolios (Swift, American Tobacco Company, National Biscuit Company, etc). Surgen los
principios de la administración moderna, integrada horizontal y verticalmente, fundada en
el marketing y la publicidad.
Estos cambios que se realizan en la esfera económica suponen, además, otro de
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naturaleza cultural. Los hombres deben resultar aptos para comprar los productos
fabricados. Pero esto provoco resistencias.
En el mundo “tradicional” de la sociedad industrial que se forma hasta el final del siglo XIX,
el
producto
es
percibido
sólo
como
algo
funcional.
Su
utilidad
es
el elemento
preponderante. Pero la sociedad emergente requiere otra comprensión de las cosas: las
mercaderías deben adquirirse independientemente de su “valor de uso”.
Al mismo tiempo hay que señalar, que con el advenimiento de la sociedad urbana
industrial, la noción de persona ya no se encuentra anclada en la tradición. El anonimato
de las grandes ciudades y del capitalismo de producción pulverizan las relaciones sociales,
dejando a los individuos “sueltos” en la red social. La sociedad debe, por lo tanto,
inventar nuevas instancias para la integración de los individuos, y en un mundo
en que el mercado se vuelve una de las principales fuerzas reguladoras, la
tradición se vuelve insuficiente para orientar la conducta.
Y es aquí donde entra en el escenario la publicidad como un factor de guía de los
individuos, enseñándoles por medio de los productos cómo comportarse. Es decir, en los
años 20 un temor a no conocer las nuevas reglas de juego, a transformarse en individuos
solitarios en la multitud, la pérdida de fe en la comunidad ética o religiosa, habían
distanciado a muchos americanos de la autoseguridad.
Los publicitarios, conscientes o no, percibiendo el vacío en la orientación de las relaciones
personales comienzan a ofrecer sus productos como respuesta al descontento moderno.
Entonces la publicidad adquiere un valor compensatorio y pedagógico: es modelo
de referencia. Pero lo interesante a destacar es que estos cambios en Estados Unidos
se vinculan al proceso de construcción nacional, es decir, para los hombres de
negocio, consumo y nación son fases de la misma moneda. Como la escuela, el consumo
modela la cohesión social y los publicitarios se consideran verdaderos artífices de la
identidad nacional. Enseñando a los hombres las maneras y el imperativo del consumo,
ellos trabajan para la eficacia del mercado y el reforzamiento de la unidad nacional. Como
destaca R. Ortiz, los norteamericanos construyen la formula democracia=mercado; los
ejecutivos de las grandes corporaciones dicen en la época “el deber primero de todo
ciudadano es ser un buen consumidor”.
El universo del consumo surge así como el lugar privilegiado de la ciudadanía. Por eso, los
diversos símbolos de la identidad -para los norteamericanos- tienen origen en la esfera del
mercado: Disneylandia, Hollywood, Superbowl, Coca Cola, dibujos animados, comics, etc.
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En otras palabras, la memoria nacional no apela a los elementos de la tradición (como los
cuentos de Grimm en Alemania o las costumbres ancestrales en Japón(13)) sino a la
modernidad emergente con el mercado.
En Europa, el derrotero fue similar pero con algún retraso. En las primeras décadas las
sociedades industrializadas ya promueven valores contrastantes con el capitalismo clásico,
pero este universo se limita a determinados sectores de la sociedad y a algunos países:
Gran Bretaña, Francia y Alemania. Dicho de otra forma, la sociedad de consumo es
incipiente y no determina las relaciones sociales como un todo. Esta indefinición
permanece a lo largo del siglo XX, en su primera mitad, debido a problemas económicas y
políticos (recuérdense las guerras mundiales). Pero en Estados Unidos, gracias a la
dinámica de la economía y a la estabilidad política, la relación entre consumo y
americanidad se concentra en una conjunción histórica fortuita.
Bien, hasta aquí hemos visto qué ingredientes requiere una memoria nacional para
legitimarse, su carácter ideológico, pero además, en el caso de Estados Unidos, vimos
cómo esa memoria se va moldeando no sobre los ingredientes de la tradición sino sobre
las estrategias de consumo, modelando un imaginario donde los referentes tienen que ver
con el mercado antes que con los valores del pasado.
11- Darnton, Robert (1987) La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa. México:
Fondo de Cultura Económica.
12- Rinesi, Eduardo (1993) Seducidos y abandonados. Carisma y traición en la transición democrática argentina.
Buenos Aires: Manuel Suárez Editor.
13- Ortiz, Renato (2003) Lo próximo y lo distante. Japón y la modernidad-mundo. Buenos Aires: Interzona Editora
S.A.
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Ahora podemos pasar al contexto de la mundialización de la
cultura
Hemos afirmado que en el contexto de la globalización se está afirmando un tipo de memoria que Renato
Ortiz llama “internacional-popular”· Esto es reconocer que en el interior de las sociedades de consumo se
forjan referencias culturales mundializadas. Los personajes, imágenes, situaciones vehiculizados por la
publicidad, las historietas, el cine, la TV, Internet, se constituyen en sustratos de esta memoria.
Se forma una memoria cibernética, banco de datos de los recuerdos desterritorializados de los hombres.
Marcas de cigarrillos, automóviles veloces, cantantes de rock, productos de supermercados, escenas del
pasado o de la ciencia ficción, arman ese archivo de datos.
La memoria internacional popular funciona como un sistema de comunicación, por
medio de referencias culturales comunes, ella establece la convivencia entre las personas.
La “juventud” es un buen ejemplo: zapatillas Nike, rock, guitarra eléctrica, ídolos de la música pop, afiches
de artistas, son los elementos compartidos planetariamente por una determinada franja etaria. Se
constituyen así en referencias que modelizan las identidades, intercomunicando a individuos dispersos en el
espacio globalizado.
Ahora bien, una memoria internacional popular no puede ser la traducción de un grupo restringido, su
dimensión planetaria la obliga a contener a clases sociales y naciones. En este caso –a diferencia de la
memoria nacional- el olvido es acentuado, pues los conflictos y la diversidad mundial son más acentuados
que los dilemas nacionales. La memoria internacional popular debe expulsar las contradicciones de la
historia, reforzando lo que R. Barthes denominaba el mito de la “gran familia de los hombres”: en
todas partes del mundo, el hombre nace, trabaja, ríe y muere de la misma forma.
La vida cotidiana de todos los hombres se nivelaría según las exigencias universales del consumo. La
publicidad operativiza esta idea: “solo hay un lugar donde tomar una Heinecken: el mundo”; calzar zapatillas
Nike iguala por sobre las ideologías y los conflictos. En Atlanta, se puede visitar “El mundo de Coca Cola”
cuyo objetivo es obvio: Coca Cola unifica la “gran familia de los hombres”.
En otros términos, para que los hombres se reconozcan y se encuentren en el universo de la modernidadmundo, es preciso que se forjen referencias culturales que la memoria internacional popular ayuda a
construir.
Así como la escuela y el Estado fueron los artífices para la construcción de una memoria nacional, en la
actualidad son los medios masivos de comunicación y las grandes corporaciones transnacionales las que
están estructurando una memoria internacional.
La tensión entre la llamada memoria nacional y una memoria que crecientemente se esta
construyendo con anclajes ya no limitados a un territorio, será el tema de análisis y
reflexión en los textos de lectura obligatoria correspondientes a ésta clase.
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Lecturas sugeridas
Appadurai, A. (2001) La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización.
Buenos Aires: Ediciones Trilce S.A./ F.C.E.
Hall, S. y Du Gay, P. (2003) Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu.
Ortiz, R. (2003) Lo próximo y lo distante. Japón y la modernidad-mundo. Buenos Aires:
Interzona Editora S.A.
Ortiz, R. (1996) Otros territorios. Ensayos sobre el mundo contemporáneo. Buenos Aires:
Universidad Nacional de Quilmes.
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Globalización, identidad, medios de comunicación y
políticas culturales
En esta clase vamos a continuar trabajando la tensión que se ha producido en el mundo contemporáneo
entre la tendencia a la conformación de códigos culturales mundializados y su repercusión en el modo que
nos identificamos, nos reconocemos y categorizamos a los “otros”, esto es, las identidades ligadas al
territorio.
En la clase anterior mencionamos que R. Ortiz habla de los cambios que existen entre una memoria nacional
y lo que llama memoria internacional popular; por su parte, N. Garcia Canclini(14) resume lo que hemos
expuesto como el pasaje de las identidades modernas a otras que se podrían llamar posmodernas :
“las identidades modernas eran territoriales y casi siempre monolinguísticas. Se fijaron
subordinando a las regiones y a las etnias dentro de un espacio más o menos arbitrariamente
definido llamado nación, y oponiéndola a otras naciones. Aun en zonas multilinguísticas, como
en el área andina y en la mesoamericana, las políticas de homogenización modernizadoras
escondieron la multiculturalidad bajo el dominio del español y la diversidad de formas de
producción y consumo dentro de los formatos nacionales.
En cambio, las identidades modernas son transterritoriales y multilinguisticas. Se estructuran
menos desde la lógica de los estados que de los mercados; en vez, de basarse en las
comunicaciones orales y escritas que cubrían espacios personalizados y se efectuaban a través
de interacciones próximas, operan mediante la producción industrial de cultura, la comunicación
tecnológicas y el consumo” (1995: 30).
Por lo tanto, la clásica definición socioespacial de identidad, referida a un territorio particular,
debe complementarse con una definición sociocomunicacional.
Y esto a la vez significa, que a nivel de las políticas culturales o identitarias, éstas, además de ocuparse del
patrimonio
histórico
deben
desarrollar
estrategias
respecto
de
los
escenarios
informacionales y
comunicacionales donde también se configuran y renuevan las identidades.
Pierden fuerza entonces -lo cual no significa que desaparezcan, pues seguimos identificándonos en general
con el territorio- los referentes jurídicopoliticos de la nación, formados en la época en que la identidad se
vinculaba exclusivamente con territorios propios. Es decir, la cultura nacional no se extingue pero
designa una memoria histórica inestable que es jaqueada por la interacción con referentes
culturales transnacionales.
Esa interacción, repercute sobre circuitos socioculturales, en los que la transnacionalizacion opera de forma
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diferente, según G. Canclini (1995: 115). Este autor define cuatro circuitos:
1- El histórico-territorial, o sea el conjunto de saberes, hábitos y experiencias organizados a lo
largo de varias épocas en relación con territorios étnicos, regionales y nacionales y que se
manifiesta sobre todo en el patrimonio histórico, la cultura popular tradicional, el folklore.
2- El de la cultura de élites, constituido por la producción simbólica escrita y visual
(literatura, artes plásticas). Históricamente este sector ha formado parte del patrimonio en el que
se define y elabora lo propio de cada nación, pero en las ultimas décadas se ha integrado a los
mercados y procedimientos de valoración internacionales.
Este circuito abarca las obras representativas de las clases altas y medias con mayor nivel
educativo porque no es conocido ni apropiado por el conjunto de cada sociedad.
3- El de la comunicación masiva, dedicado a los grandes espectáculos de entretenimiento
(radio, cine, TV, video).
4- El de los sistemas restringidos de información y comunicación destinados a quienes
toman decisiones (satélite, fax, celulares, computadoras).
Bien, la reestructuración de las culturas nacionales no ocurre del mismo modo, ni con idéntica profundidad,
en todos estos escenarios y, por tanto, la recomposición de las identidades variaría según el compromiso con
ellos.
Lo importante que subraya Canclini es lo siguiente: la competencia de los Estados
Nacionales y de sus políticas culturales disminuye a medida que transitamos del primer
circuito al último; a la inversa, los estudios sobre consumo cultural muestran que cuanto
más jóvenes son los habitantes sus comportamientos dependen más de los dos últimos
circuitos que de los dos primeros. Es decir, en las nuevas generaciones las identidades se
organizan menos en torno de los símbolos histórico-territoriales, los de la memoria patria
que alrededor de los de Hollywood, MTV, Benetton o los grandes circuitos de las
megacorporaciones internacionales del rock.
La complejidad de los factores que hemos enunciado pueden ayudar a explicar por qué la
cultura se ha convertido en una cuestión tan polémica en la actualidad.
Para los grupos políticos que levantan la bandera de la homogeneidad cultural (como legitimación de una
identidad que pueda unir la diferencia) la tarea es dificultosa en tiempos de la globalización. Cuando la
capacidad de los estados-nación de llevar a cabo aquel trabajo se encuentra debilitada por la difusión de la
globalización económica, los discursos esencialistas y ahistóricos que sostienen identidades inmutables, se
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vuelven
ineficaces.
Al
mismo
tiempo,
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desde
los
medios
de
comunicación,
desde ciertos sectores
empresariales y políticos, se enuncia la realidad del mercado como única instancia de regulación social y
estandarización de la cultura.
En el marco de estas líneas de fuerza en tensión, la dimensión cultural y las comunicaciones, han adquirido
particular importancia para pensar la construcción de nuevos procesos identitarios y prácticas ciudadanas en
América Latina. Como afirma C. Moneta(15)
“... se trata de encontrar un modelo de perfiles endógenos, que procure incorporar y
compatibilizar, de manera más equilibrada, la diversidad étnica, las limitaciones de los recursos
económicos , los nuevos desafíos para el sistema político, los elementos fundamentales del
patrimonio histórico, los requerimientos de la competitividad y las expectativas del desarrollo. Es
esta, a nuestro juicio, la vía que América Latina y el Caribe deben explorar sin demora”
(1999:21).
Estos objetivos se revelan como un complejo desafío en el contexto del desacuerdo entre las concepciones
esencialistas de la identidad y los proyectos y programas de globalización económica, tecnológica y
comunicacional.
En este sentido, diferentes estudios destacan que en los países latinoamericanos las políticas en el campo
cultural apuntan a la revalorización de los modos en que la identidad nacional se expresa en los museos, en
las artes visuales, en la literatura, con el fin de proteger la reproducción de las identidades tradicionales. Esta
focalización prioritaria de las políticas culturales en la preservación patrimonial-histórica y la promoción del
“arte culto”, corre disociada del pragmatismo extremo que guía la inserción de los países en los procesos de
globalización económica y tecnológica. Al decir de Barbero(16):
“...las políticas culturales de los Estados han desconocido por completo el papel decisivo de las
industrias audiovisuales en la cultura cotidiana de las mayorías. Las grandes industrias
culturales, por el contrario, a través de los medios masivos, están logrando penetrar la vida
personal
y
familiar,
organizando
el
tiempo
libre
mediante
la
oferta
a
domicilio de
entretenimientos y del manejo estratégico de la información” (1999:317).
Los aportes de numerosos trabajos en la última década revelan que la producción, comercialización y el
consumo de cultura no ocurren en los espacios tradicionales, ni tampoco la generación de empleos ni las
mayores inversiones. Esto no implica desconocer que las imágenes, los símbolos, los valores con los que
cada sociedad se representa e identifica entre otras, siguen ligados a las tradiciones visuales y literarias de
cada nación. Sin embargo, en forma creciente, los medios audiovisuales e informáticos se han revelado con
un fuerte peso en la conformación de identidades e intercambios que trascienden las fronteras.
Pero las industrias culturales no han formado parte destacada –en líneas generales- de la agenda de
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discusión y de acuerdos dentro de las políticas de integración en Latinoamérica. En los acuerdos del
MERCOSUR y en el Protocolo de Integración Cultural de 1996, de facilitación de trámites aduaneros para las
artes plásticas o el intercambio de artistas y escritores, las industrias audiovisuales no figuran como objetivos
de las políticas de acuerdo.
Ahora bien, hay ciertas premisas que deberían tenerse en cuenta en el marco del horizonte señalado, a la
hora de imaginar formas de intervención en el campo de la cultura.
En primer lugar, un punto de partida debería ser la consideración por las administraciones correspondientes
de
la
necesidad
de
reformular
las
relaciones
entre
desarrollo
y
cultura,
planteando
un
distanciamiento de la sola medida estadística del éxito económico y haciendo entrar en juego una gama de
intereses más amplia. Como afirma Borofsky(17):
“En lugar de suponer que el progreso económico genera las condiciones para llevar una vida con
pleno sentido desde el punto de vista cultural, sería más adecuado centrarse en objetivos fijados
desde la propia perspectiva cultural, tales como fomentar la estabilidad de la comunidad o
enriquecer la propia vida; debería reflexionarse sobre el modo en que el desarrollo económico,
como medio y no como fin en sí mismo, puede contribuir a alcanzar tales metas” (1999:72).
En segundo lugar, el reconocimiento de la dificultad –no la imposibilidad- de la intervención ante los
desafíos provocados por los flujos comunicacionales e informáticos, que se articulan con otros
movimientos de internacionalización y globalización de la producción y el consumo. El control, la
regulación de esos procesos se ha vuelto dificultoso por la desterritorialización de la producción cultural y por
la concentración monopólica de la producción y la distribución a manos de poderosas empresas
multinacionales.
Sin embargo, como lo ha puntualizado N. Garcia Canclini(18)
“Entre las industrias culturales de alcance transnacional y las débiles políticas culturales de cada
país existen instancias intermedias” (1999:134).
El autor se refiere a que se debe tener en cuenta ejemplos como los llevados a cabo en la Unión Europea,
acerca de cómo fortalecer las economías regionales en la competencia global: facilitando dispositivos de
integración que posibiliten no sólo la circulación de mercancías sino de personas y mensajes. Por medio de
programas educativos comunes, programas de defensa de la herencia cultural común, regulaciones en
defensa de los derechos de autor y promoción de las industrias culturales propias.
Por otra parte, una reformulación de la política cultural que plantee un enfoque alternativo a los intereses
empresariales altamente concentrados en el sector, debería estar en función de intereses públicos, es
decir, teniendo en cuenta lo que significa para los ciudadanos. Esto implica en principio reelaborar la
significación atribuida a los términos “creatividad” y “expresión creativa”. Frecuentemente, dichos términos
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se utilizan como eufemismos para apoyar a las artes profesionales y a las instituciones del mundo de las
artes y el patrimonio. Como lo enfatiza C. Mercer
“El resultado es una forma de política minusválida, que desvía el debate sobre el apoyo a la
diversidad, la opción y la participación ciudadana hacia cuestiones trilladas sobre bellas artes
frente al arte popular, estatuto profesional frente a estatuto de aficionado, o si las artesanías, el
folclore y otras formas de arte popular deberían ser objeto de apoyo.” (1997: 162).
Por último , cabe destacar que toda iniciativa para diseñar y adoptar decisiones políticas en el campo de la
cultura en América Latina debe superar un serio obstáculo: la poca información existente sobre el
perfil actual de los mercados culturales y los hábitos de consumo. No pueden existir políticas
culturales sin indicadores culturales confiables y la construcción de los mismos es una prioridad que debe
encararse para conocer los movimientos de las audiencias, para cuantificar y evaluar los que se produce, los
montos reales de importación-exportación de bienes culturales, etc.
Finalmente, cabe enfatizar que repensar el papel de lo público y lograr que los estados nacionales
promuevan creativamente algunos de los ejes de políticas culturales mencionados, es una tarea
imprescindible para el área de América Latina. Así lo entiende N. García Canclini cuando en un trabajo sobre
el tema de la integración propone que las tareas necesarias para la renovación de los espacios públicos,
tomando en cuenta las demandas de las culturas étnicas y nacionales a la vez que las condiciones de un
desarrollo globalizado, debieran ser el eje organizador de la agenda de trabajo en los gobiernos y los
organismos internacionales interesados en contribuir a una convivencia democrática y más justa. (1999).
14 - Garcia Canclini, N. (1995) Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. México: Editorial Grijalbo.
15 - Garcia Canclini, N. y Moneta, C. (1999) Las industrias culturales en la integración latinoamericana. Buenos Aires: EUDEBA.
16 - Barbero, J. M. (1998) “Experiencia audiovisual y desorden cultural”, en J. M. Barbero y F. De la Roche (Editores).
Cultura, medios y sociedad. Bogota: Universidad Nacional de Colombia.
17 - Borofsky, R. (1999) “Posibilidades culturales”. En Informe Mundial sobre la Cultura. Madrid: Ediciones UNESCO.
18 - Garcia Canclini, C. (1999) La globalización imaginada. Buenos Aires: Editorial Paidós.
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Lecturas sugeridas
García
Canclini,
N.
y
Moneta,
C.
(1999) Las
industrias
culturales
en
la integración
latinoamericana. Buenos Aires: EUDEBA.
Yudice, G. (2002) El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global. Barcelona:
Gedisa Editorial.
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