Amor, susurro de una brisa suave - Anna Mar�a Canopi & Beatrice Balsamo

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Anna Maria Cànopi
Beatrice Balsamo
Amor,
susurro de una
brisa suave
NARCEA, S.A. DE EDICIONES
ANNA MARIA CÀNOPI ha publicado en esta colección:
• ¿Has dicho esto por nosotros? Las parábolas de la misericordia
3
…el Señor no estaba en el fuego.
Después del fuego,
se oyó el susurro de una brisa suave.
1R 19,12
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ÍNDICE
OTROS TÍTULOS DEL AUTOR
CITA
INTRODUCCIÓN
PRÓLOGO
UN DESEO COMPARTIDO
PARTE 1 “PERMANECED EN MI AMOR”
M. ANNA MARIA CÀNOPI, OSB
EL MANDAMIENTO DEL AMOR
BIENES VISIBLES Y BIENES INVISIBLES
EL DON Y LA CUSTODIA DEL SILENCIO
Silencio ante el prójimo
Silencio ante las cosas
FAMILIA: MISTERIO DE UNIDAD EN LA NOVEDAD DEL AMOR
EL NUEVO NACIMIENTO EN EL ENCUENTRO CON CRISTO
EL ROSTRO SECRETO DEL AMOR
La mística del pudor
Iconos de pudor
LOS ROPAJES DEL AMOR
PARTE 2 EL AMOR ES ABIERTO
BEATRICE BALSAMO
POTENTE COMO EL ESPÍRITU, SUAVE COMO UN SOPLO
LA PALABRA-OBRA
LA CLAVE HUMANISTA Y PSICOANALÍTICA
LA LEY DEL PADRE EN EL AMOR
FUNCIÓN PATERNA Y PUDOR
AMOR “POR” LA FALTA DEL OTRO
LA DOBLE HERENCIA DEL AMOR
EL AMOR TEOLOGAL
COLECCIÓN ESPIRITUALIDAD
PÁGINA DE CRÉDITOS
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6
INTRODUCCIÓN
H
ablar de amor hoy es, más aún que en el pasado, una tarea compleja, tanto por la
trivialización y el abuso que hacen de este término nuestra sociedad y los medios de
comunicación, como por la incapacidad de nuestros contemporáneos para dar un claro
significado a un concepto tan variado e importante para la existencia de cada uno. Pero
precisamente cuando un concepto se vuelve opaco es cuando resulta más necesario
reflexionar sobre él, dialogar sobre esas voces diferentes, desandando “caminos rotos” y
buscando nuevas palabras para describirlo.
Nos satisface ofrecer este libro, nacido de las meditaciones teológicas de Anna Maria
Cànopi, abadesa de la abadía benedictina Mater Ecclesiae en la isla San Giulio (Italia) y
de las reflexiones psicoanalíticas y humanistas de la profesora Beatrice Balsamo. En la
primera parte, a través de interesantes referencias a la Sagrada Escritura, la Madre
Cànopi nos ayuda a descubrir el amor divino entre las cosas visibles e invisibles, en el
“silencio” ante el prójimo y las cosas, en el pudor y en el encuentro cotidiano con el
misterio de Jesús que nos abre a la “capacidad de darse”.
En la segunda parte, la profesora Balsamo, basándose en la literatura filosófica y
psicoanalítica más reciente sobre el tema, muestra lo importante que es hoy volver a
entender el amor como apertura y disponibilidad hacia el Otro, tomando distancia del
contento inmediato y del goce narcisista para redescubrir el valor de la unión
interpersonal y espiritual. Con la constante referencia al famoso psicoanalista francés
Jacques Lacan (1901-1981) y su lenguaje peculiar, la autora nos invita a repensar el amor
como encuentro y comunión, entendido como antídoto contra la angustia que proviene
de encerrarse en el aislamiento individualista y en el placer unilateral. De hecho, no hay
amor sin esa apertura a las carencias que nos caracterizan, y que es en sí misma espacio
para el encuentro con el otro humano y con el Otro divino.
ALBERTO REZZI
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PRÓLOGO
E
l amor tiene que ver con la capacidad de silencio. En ese silencio interior que no es
mutismo, apatía, indiferencia, ni vanidad, sino kénosis. Vaciamiento del impulso
acéfalo al goce tan insistente y fácil cuanto mortífero o no vital. Vaciamiento del “me
gusta” sin responsabilidad, sin escucha, sin respuesta al Otro. El amor requiere
disposición a la llamada del Otro, a sus porqués, que no son del orden de lo inmediato, ni
de la palabra, ni apropiativos, narcisistas, disipativos o frívolos.
Es necesario re-aprender el amor hoy porque el debilitamiento total del valor del
vínculo interhumano deja al sujeto a merced de la angustia y de la pulsión destructiva y
disgregante.
El debilitamiento de la capacidad de cambio simbólico es un factor relevante en el
drama social contemporáneo: amores inhumanos enfermos (feminicidio), desamor a la
vida (depresión, actitudes nihilistas contra uno mismo), incapacidad para sostener la cruz
compartiéndola (incapacidad para lo humano). Pero la unidad agápica (amorosa) a
imagen de la del Padre [Espíritu] y del Hijo es uno de los opuestos que se co-implican:
cruz y gloria. El Amor es co-responder al Otro, es comunión, encuentro que actúa como
un dique cuando rebosa la angustia y lo imposible, propio de quien permanece cerrado en
un aislamiento individualista. El Amor es capacidad para el silencio, para la carencia y es
encuentro en el éxodo amoroso con el Otro.
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UN DESEO COMPARTIDO
E
ste libro nace del deseo de la Madre Cànopi y del mío para comunicar la urgencia
del amor como conyugalidad, amor de amistad, de comunión-comunidad, para que
el amor no sea equivocado, trivializado o traicionado, sino que circule entre nosotros en
toda su pureza.
El amor se presenta con muchos vestidos: vestidos de fiesta, brillantes, alegres;
vestidos pobres, a veces incluso desgarrados. Sin embargo, el amor pide siempre ser
amado, dado, testimoniado. Los diferentes vestidos son las diferentes situaciones de la
existencia, los diferentes estados de ánimo que se alternan dentro de nosotros y que
siempre se deben reconocer como una llamada a amar, “sin porqués”, no porque sea
satisfactorio, agradable o útil.
Estas páginas meditativas nos interrogan sobre el amor y sobre la capacidad para el
amor, lo cual es eminentemente teologal (como horizonte de fe, esperanza, capacidad de
amar).
Es una lección en su significado etimológico ya que este término proviene de un verbo
que significa encauzar, enderezar. La lección es una palabra que pretende hacer recto un
recorrido que se arriesga a ser un poco torcido. Sirve para corregir el tiro. Pero la lección
no consiste en decir “debo hacer esto o aquello”, sino más bien, “abre los ojos, sé
consciente de las decisiones que tomas”. La lección es una invitación a reflexionar sobre
las opciones, especialmente sobre aquellas en las que hay peligro de perderse.
Esta pequeña lección es una escritura “fluorescente”, largas líneas que se ramifican en
asociaciones y contaminaciones, en la espera del Otro que es “gracia viviente”. El Señor,
al vernos miserables, no envió desde el cielo una lluvia de cosas buenas y bellas para
alegrarnos, sino que vino él mismo, en la carne, en la historia. Nos besó; nos abrazó a
todos, abatidos como estábamos y nos manifestó su amor misericordioso, redimiendo la
muerte y lo que hay de mortal. Por lo tanto, solo mediante la aceptación de la muerte del
propio ser, el hombre tiene la experiencia del poder redentor.
Amar es kénosis, entendida no como anulación sino como sobreabundancia de amor,
como salida de la mismidad (del egoísmo, del narcisismo) para encontrar al Otro, el no
asimilable, el respetable que en el respeto nos hace responsables. Es una emergencia
hacia el Otro, hacia la que es atraído el yo subjetivo y personal. Es un movimiento
literalmente “estático”, irresistible caridad [amor]. Aquí el sujeto no solo está rasgado de
sí mismo, sino que está inmerso en un movimiento que le precede, preso en un evento
que le “acaece”, más allá de su voluntad deliberativa y autónoma. La caridad, el amor,
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no se puede asumir sopesando las razones y los efectos o incluso las conveniencias, sino
que, casi de improviso y bajo una inspiración no deseada, “siente” tenerlo que ofrecer,
como si fuera algo a lo que el sujeto está sometido, más que ser el agente, y el que
decide. El sujeto se siente atrapado en un movimiento más amplio, en una verdadera
“circulación de gracia”. Despojarse de la repetitividad no supone aniquilación, no ocurre
por autodeterminación, ni por la paz de la contemplación. Es ciertamente un de-habere,
que es anuncio de gracia, puro amor.
“Amar es dar lo que no se tiene” (Jacques Lacan) la señal del Otro como tal y nada
más (la señal de lo que falta en el Otro). Amar es la pauperitas que nada envidia, que no
quiere [tener] nada. Amar es impulso, gratuidad, gracia, gratitud, acción de gracias.
Como María, pura kénosis, llena de gracia… La experiencia del amor como fuente vital
de la que surge la fuerza creadora del porvenir no es un dinamismo arrollador (pensemos
en el horrible feminicidio), ni está unida a la dinámica egoísta del poder-pasión, sino que
es un disolvente del poder, una ola de nuevas posibilidades, abierto y al aire libre, como
carencia, pobreza o éxodo, como “dirección contraria”, como tocados por Dios.
Así, la experiencia de la alegría acoge al amor tal como se presenta día a día con sus
ropajes de fiesta, a menudo con los de trabajar, a veces desgarrados y con necesidad de
ser lavados, limpiados, perfumados, en nuestros hermanos y hermanas, incluso en
aquellos que no vemos, orando por ellos, dándoles el beso santo de la caridad. Las dos
palabras alegría y gracia (charà y cháris-charisma) están formadas etimológicamente con
la misma raíz. Así que alegría, gracia, y el don el amor van juntos.
BEATRICE BALSAMO
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PARTE 1
“Permaneced en mi amor”
M. ANNA MARIA CÀNOPI, OSB
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M. ANNA MARIA CÀNOPI, OSB
Anna Maria Cànopi es abadesa y fundadora de la abadía benedictina “Mater
Ecclesiae” en la isla de San Giulio en el lago Orta (Novara). Experta guía espiritual y
referente del cristianismo contemporáneo, no solo italiano sino también
internacional, es autora de numerosos textos que revelan su vocación monástica, su
solicitud maternal y su amor por la poesía.
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EL MANDAMIENTO DEL AMOR
D
ios es luz, vida y amor. Hemos nacido de la luz indefectible, participamos de la vida
inmortal; hemos surgido de la fuente divina y a esa fuente tenemos que volver,
fluyendo por un movimiento de amor. Hemos sido creados por el Amor y estamos
hechos con capacidad para devolver amor. Existir para nosotros significa amar. El
dinamismo vital que se nos ha comunicado es, de hecho, dinamismo del amor. Por eso,
cuando Dios nos manda amarlo, es como si nos mandase vivir, existir. “Y dijo Dios...”
(cfr. Gn 1) y todo existió; Dios nos está diciendo continuamente: “Amarás al Señor tu
Dios”, como si dijese: “Si quieres vivir, respira en mí y permanece en mi esfera vital que
es el amor”. Por esto también Jesús repite con insistencia: “Permaneced en mi amor”
(cfr. Jn 15,1-17); “el Padre os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído
que yo salí del Padre” (cfr. Jn 16,27).
Continúa exhortándonos a nosotros –como a los apóstoles– a abrirnos al don de la
vida, acogiendo el mandamiento del amor, el mandamiento nuevo, porque siempre
renueva la vida y la conserva en la novedad. La misma muerte de Cristo en la cruz no
tiene otro objetivo que el de atraernos a su comunión de amor. “Nuestra comunión es
con el Padre y con su hijo Jesucristo” (1Jn 1,3b); en esa comunión encontramos la
perfecta alegría.
Si queremos vivir, debemos caminar en la luz que es Dios mismo. Si andamos en la
luz, estamos en comunión los unos con los otros y juntos participamos en la felicidad de
las tres Personas divinas (cfr. 1Jn 1,7). San Benito lo repite con insistencia; desde el
prólogo hasta el último capítulo de su Regla invita al monje –al cristiano– a correr con el
corazón dilatado por el amor por el camino de los divinos mandamientos. El cuarto
capítulo –dedicado a los “instrumentos de las buenas obras”– se abre con el doble
mandamiento del amor: “Ante todo, «amar» al Señor Dios con todo el corazón, con toda
el alma y con todas las fuerzas” (RB 4,1). Esto significa empeñar todo el ser en dar a
Dios una respuesta de amor llena de gratitud y veneración; significa aceptar que nuestra
existencia está indisolublemente unida a Dios y saca continuamente de su amor la energía
vital.
Continuando con el cuarto capítulo de la Regla, encontramos otros instrumentos
particularmente importantes para “aprender” el arte de amar. Leemos, por ejemplo:
“Negarse sí mismo para seguir a Cristo” (RB 4,10), y también: “Hacerse ajeno a la
conducta del mundo para seguir a Cristo” (RB 4,20); es decir, hacerse extraño a este
“mundo” que no tiene verdadero amor, que se sustrae a la señoría de Dios porque no lo
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reconoce y lo rechaza. Recordemos que el mismo Jesús dijo a sus discípulos que no se
apegaran al mundo, porque no se puede amar al mundo y al mismo tiempo amar a Dios.
También dice: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del
mundo, sino que yo os escogí de entre el mundo, por eso el mundo os odia” (Jn 15,19).
Si queremos amar a Dios y pertenecerle totalmente, renunciando a una vida de esclavitud
atada a las leyes del pecado, debemos ser extraños a la manera de pensar y de actuar del
mundo que sigue la lógica del mal, es decir, la lógica del orgullo y el egoísmo. Y aquí
tenemos un instrumento más explícito del arte espiritual sobre el amor: “No anteponer
nada al amor de Cristo” (RB 4,21). ¡Nada! Ni las cosas, ni nosotros mismos. Es
necesario darse de verdad totalmente, profundizando en este misterio de amor en el que
encontramos la vida verdadera, aceptando perder la vida que nos mantiene demasiado
unidos a la tierra, a las cosas transitorias.
La renuncia –el “despojo”– debe ser total, pero ya que esta radicalidad supera nuestras
fuerzas, es necesario apoyarse únicamente en Dios. Si nos “entregamos” a Él, no
tendremos nada que temer; perdiéndonos en Él, todo lo tendremos en Él y por Él. Los
bienes que el mundo ofrece no son nada comparados con los que podamos recibir. Él nos
hace descubrir dentro de nosotros el verdadero tesoro que es el Reino de los cielos.
Durante los años de su vida pública, muchas veces, con insistencia, Jesús habló del
Reino de Dios a los discípulos y a la gente para explicarles que se trata de un Reino
distinto de otros reinos de este mundo, que se imponen por la fuerza de las armas y se
evalúan por sus riquezas materiales; de hecho, este Reino pertenece a la esfera del
Espíritu y reviste interiormente a la criatura con la fuerza del amor realizando en silencio
cosas maravillosas.
Para llamar la atención sobre este Reino de Dios es necesario un lenguaje “diferente”,
que Jesús supo inventar. Él nos habla con un lenguaje sencillo, que pueden entender
hasta los niños; nos habla de cosas pequeñas que están siempre ante nuestros ojos, hasta
el punto de que casi ni reparamos en ellas. Jesús nos habla de nuestro trabajo, de nuestra
vida cotidiana: el Reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza, a un puñado
de levadura, es semejante a un tesoro escondido en un campo, a un mercader en perlas
finas... (cfr. Mt 13,31-46). Palabras muy sencillas, pero que para entenderlas no basta
una vida entera.
Nada es tan valioso como el Reino de los cielos; es tan valioso que solo se puede
obtener como don, porque nadie puede pagar su precio. Sin embargo, para recibirlo
ocurre lo siguiente: en primer lugar hay que buscarlo con intenso deseo, con un deseo
tan ardiente como para eliminar cualquier otro. La auténtica búsqueda de Dios llena el
corazón de alegría, incluso antes de su descubrimiento; es una esperanza luminosa que
hace pregustar la posesión del tesoro, y prepara el corazón para acogerlo.
Los Reyes Magos, por ejemplo, “al ver la estrella experimentaron una grandísima
alegría”; cuando entraron en el portal de Belén, encontraron al Niño y a su Madre, se
postraron en adoración y ofrecieron sus regalos a Aquel que era el Tesoro verdadero (cfr.
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Mt 2,9-11). Por el contrario, el joven rico, aunque deseaba la vida eterna, cuando se le
propuso vender todo lo que tenía para seguir a Jesús, no tuvo el coraje de tomar esa
decisión y se alejó con tristeza. Al no saber desprenderse de sus bienes materiales, se
encontró solo y lleno de tristeza.
A menudo también nosotros somos un tanto mezquinos al hacer nuestras cuentas. Sin
embargo, “si diese el hombre todos los bienes de su casa por este amor, de cierto lo
menospreciarían” (Cant 8,7).
Aquí está la perla: ¡el Amor! ¡Dios mismo! ¿Quién lo puede comprar? Nadie. El reino
de los cielos –la perla– es una posesión de gratuidad. La perla vale porque es una
realidad bella, verdadera, auténtica. El amor vale porque nos hace felices, da sentido a
toda la vida.
Es difícil, y más aún hoy, la lucha contra uno mismo para resistir a la tentación de
sopesar si las cuentas dan interés inmediato, y poner la vida bajo el signo de la gratuidad,
la belleza, la magnanimidad de Dios.
¿Por qué desperdiciar los bienes de la tierra a la espera de los del cielo? Lo inmediato
lo veo, lo toco. Sin embargo, el futuro ¿cómo será? ¿Puedo apostar por lo que no veo?
Pero ¿y si no existe? Detrás de estos argumentos está la tentación de siempre y de todos:
la tentación de la mentalidad materialista.
En su carta a los Filipenses, san Pablo escribe:
Estas cosas, que para mí eran ganancia, las he estimado como pérdida por amor de
Cristo. Y estimo todo como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo
Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo y lo tengo por basura, para
ganar Cristo y ser hallado en él (Flp 3,7-9).
Es hermoso este radicalismo. Es el hombre que va en busca, pero al final se da cuenta
de que es él, el que ha sido buscado y encontrado por el Señor; se da cuenta de que el
buscar se convierte en un encontrarse con Él en su vida; significa llegar a ser una sola
cosa con Él, que es el Tesoro. A continuación, el Apóstol añade una nota importante:
No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si
logro alcanzar aquello para lo cual fui también alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos,
no pretendo haberlo ya alcanzado; pero hago una cosa: olvidando lo que queda atrás,
y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo
llamamiento de Dios en Cristo Jesús (Flp 3,12-14).
Después de encontrar el tesoro no termina la aventura sino que, más bien empieza. Es
necesario ponernos en camino, en marcha hacia Cristo, ricos y pobres juntos, custodios
de un tesoro, aunque todavía peregrinos e inconscientes de todo lo que nos espera,
porque Dios nos tiene reservados bienes inimaginables.
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BIENES VISIBLES Y BIENES INVISIBLES
U
na antigua oración del Misal Romano nos hace intuir, quizá más que un volumen de
teología, la inmensidad del amor de Dios, y nos hace presagiar cómo solo el amor
puede llenar nuestra hambre y nuestra sed de felicidad, nuestra búsqueda de sentido de la
vida, nuestro deseo de plenitud. Una sola oración, rezada con atención de la mente y del
corazón, puede abrir ante nosotros horizontes sin límites e introducirnos en la vida que
no tiene fin, la vida en Dios:
Oh Dios, que has preparado bienes invisibles a todos los que te aman, infunde en
nosotros la dulzura de tu amor, para que amándote en todas las cosas y sobre todas
las cosas, consigamos los bienes prometidos que superan todo deseo.
¡Cuántos bienes tenemos a nuestro alrededor! Toda la tierra está llena de maravillosas
criaturas que continuamente nos sorprenden y nos interrogan, manteniendo vivo en
nosotros el deseo de la contemplación y la sed de conocer el origen y el fin de la
existencia. Sin embargo, Dios ha preparado para nosotros otros bienes más grandes,
invisibles ahora a nuestros ojos; en realidad, son tan grandes que ni siquiera nuestro
pensamiento los puede imaginar. Por insaciable que sea nuestra “curiosidad” intelectual,
se mantendrá siempre por debajo de lo que nos espera, de lo que Dios nos ha preparado.
El don supremo de su amor está, por ahora, como sellado, oculto bajo el velo de la
promesa.
Dios nos ha amado tanto –y nos ama tanto– que quiere colmarnos de bienes, mejor
dicho, del Bien que es Él mismo. Cualquier persona, por turbulenta que sea su vida, lleva
escondido en su corazón el deseo de bien, de felicidad, de pureza, de belleza. Pero Dios
también tiene un “deseo”; en ese sentido también Dios es “pobre”, es un “mendigo”. Él
desea nuestra felicidad. Lo que nosotros deseamos, que somos incapaces de procurarlo y
a menudo ni siquiera de comprenderlo verdaderamente, también Él nos lo desea, pero
sabe que es el único que puede satisfacer la sed de nuestro corazón; por eso, quiere
llenarnos de Él mismo, fuente de alegría y de vida.
¿Cómo puede el océano infinito entrar en la pequeña gota de agua que somos? ¿Cómo
puede el Todo encogerse en un fragmento, el Uno dividirse en partes y sin embargo
permanecer siendo él mismo? Como decía Salomón:
¿Será posible, Dios mío, que tú habites en la tierra? Si los cielos, por altos que sean,
no pueden contenerte, ¡mucho menos este templo que he construido! (1Re 8,27).
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Estas son las grandes preguntas existenciales que todos nos hacemos, cada uno a su
manera, porque sentimos que la realidad terrena es demasiado poco para nuestro
corazón. Volviendo a la oración del Misal Romano ya mencionada, así es como la Iglesia,
consciente de nuestra inquietud, no da una respuesta a nuestras preguntas, sino que nos
sugiere pedir a Dios que infunda en nosotros su Amor, ponernos en una actitud humilde
de oración, con la certeza que nace de la confianza en que Dios escucha el grito de sus
pobres.
Colmados del amor divino, que está lleno de dulzura y de una fuerza que produce
rupturas bruscas, podemos superar los límites de nuestra propia naturaleza, acogiendo
otra forma de sentir, de ver y de pensar. De este modo, resulta posible lo que es
humanamente imposible, o sea, la capacidad de amar a Dios, de reconocerlo realmente
presente en cada persona, y de ver todas las cosas como obras suyas, como reflejo de su
belleza y bondad, como signo de su presencia. Este amor por las criaturas no debe, sin
embargo, cerrarnos en el círculo de un horizonte finito, sino abrirnos al horizonte infinito
del amor de Dios que está más allá de todas las cosas, porque el Dador es más grande
que el don, el Creador más grande que la criatura.
Desde siempre y por siempre, Dios nos precede y nos supera: nos precede en el deseo,
porque el nuestro es solo una respuesta a su espera para que nosotros volvamos
plenamente a Él. De hecho, lo deseamos porque Él nos ha creado para sí, para una vida
de plenitud que ninguna realidad creada puede satisfacer. Dios, entonces, nos supera
porque no solo no defrauda nuestras expectativas humanas, sino que las realiza más allá
de todos nuestros pensamientos. ¿Quién puede entender el gran misterio que somos?
Solo quien recibe al Espíritu Santo. Más allá de este “aliento de vida”, nuestra existencia
no sería nada más que una sucesión de instantes “in-sensatos”, es decir, sin sentido, sin
finalidad, y por eso mismo trágicos. De aquí se deriva tanta desesperación como hay en
el mundo contemporáneo, que sufre una profunda crisis de fe, ya que no se percibe al
Huésped divino que lo habita. Sin embargo, incluso este trágico rechazo del hombre a
Dios se convierte, en cierto modo, “en palabra de Dios” porque Dios mismo lo asume e
integra en su plan de salvación.
En la Sagrada Escritura hay un libro entero que da voz a este “ateísmo” del hombre,
mejor dicho, a esta indiferencia apática, a este deslizarse hacia ninguna parte, a esta
incapacidad de luchar por la vida. Es el libro del Eclesiastés, el Qohelet, al que se le
podrían agregar muchas otras páginas y muchos versículos de los salmos que resuenan
como el grito del hombre presa de angustia existencial que le hace sentirse abandonado
de Dios y de todos, a merced de sí mismo y de sus miedos viscerales.
“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, así comienza el sabio Qohelet. Todo es
vanidad, porque todo lo que pertenece a nuestra vida y a nuestra experiencia pasa; todo
lo que podemos escuchar, ver, disfrutar, por hermoso que pueda parecer de inmediato, es
temporal, fugaz, y se revela monótono, repetitivo, siempre “pre-visible”, sin dejar
espacio a un toque de fantasía o a lo inesperado, características esenciales para la vida.
18
Como lo es para los niños que se asombran ante cualquier pequeña cosa y para los que
cualquier instante está lleno de “sorpresas”.
Los adultos hemos ahogado el soplo del Espíritu, la capacidad de maravillarnos que
tenemos latente, y por la que la realidad más bella empalidece, volviendo al “ya
conocido”, al “ya lo sé.” Así todo se empobrece. Dice Qohelet:
Sale el sol y se pone, y se apresura a volver al lugar por donde se levanta. El viento
tira hacia el sur y rodea al norte; va girando de continuo y a sus giros vuelve de
nuevo. Todos los ríos van al mar, pero el mar nunca se llena (Ecl 1,5-7).
Las estaciones se alternan inexorablemente, los instantes se suceden sin tregua, todo y
todos están en marcha, van hacia su fin, sin tener un fin.
La mirada escéptica de Qohelet no se detiene en lo que ve su ojo en el exterior,
alrededor de sí en el mundo natural; su visión pesimista se extiende también a lo que es
más específico del hombre: su capacidad de hablar, de expresarse, de penetrar con la
inteligencia en la realidad, de dialogar: “Todas las palabras se agotan sin que nadie
alcance a decirlas” (Ecl 1,8).
Esta es una observación ciertamente verdadera: ninguna palabra humana, ningún
razonamiento, es capaz de expresar a fondo la realidad natural y, mucho menos, el
mundo interior que se esconde dentro de nosotros, en ese misterioso “abismo” con sus
sentimientos y pensamientos, con sus oscuras angustias y sus luminosas intuiciones.
Verdaderamente, ninguna palabra humana es capaz de decir todo lo que el corazón
siente, lo que es la realidad, ya que “muchas veces, la palabra le viene corta al hecho”
(Dante: Infierno, canto IV).
Para Qohelet, sin embargo, este límite humano, lejos de dar un impulso activo al
hombre, lo pone aún más frente al no-sentido del vivir o al menos –como diría
Heidegger– lo hace caer en la banalidad, en la repetición, en la dimensión de lo
impersonal, del “se dice”, “se hace”, como todos dicen y hacen. No se puede negar que
tan triste análisis tenga hoy trágicas verificaciones en la sociedad, donde las costumbres e
incluso la forma de pensar de muchos, de la mayoría, están determinadas por los modos
impuestos por otros. Pero ¿es quizás inevitable esta situación? San Gregorio de Nisa, uno
de los tres grandes Padres de la Capadocia, sacó de la experiencia de la inestabilidad otra
lección de vida: el sentido de nuestra finitud, decía, es un ala que nos empuja hacia lo
eterno. Podríamos añadir que los hombres espirituales de todos los tiempos y de todas
las civilizaciones han tratado de la finitud humana y de la incapacidad del hombre para
decir algo y comprender la gran lección de humildad que, lejos de aniquilarlo, se revela
siempre como llena de gracia. Expresión de esta fecundidad de gracia es el
descubrimiento y la alta estima del silencio como escuela de vida, como medio de
comunicación de corazón a corazón, como puro don de sí al amor que se adora.
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EL DON Y LA CUSTODIA DEL SILENCIO
E
n la sociedad de nuestro tiempo, el silencio parece que ha desaparecido
irremediablemente. Las palabras sin peso, los rumores, las imágenes que pasan
rápida y violentamente ante nuestros ojos, el tráfico trepidante de las calles, los medios
de comunicación en las casas... Todo parece tener siempre sumergido al silencio bajo un
tsunami de ruido. Pero el hombre no puede tener una vida verdaderamente humana,
tomar conciencia de sí y del mundo natural y sobrenatural, sin la dimensión del silencio.
El silencio no es simplemente la ausencia de la palabra y del ruido sino que es un regalo
que se recibe, un estado de gracia del alma en el que reina la paz y la armonía porque es
la presencia de Dios. Por esto es necesario disponerse para recibirlo como un tesoro
escondido en el corazón que da encanto a toda la persona. Tenemos que ser
conscientes de que debe ser vigilado como un secreto de amor. Su importancia es tal que
se puede afirmar que la persona vale tanto como el silencio que la habita. De hecho, del
silencio nacen las palabras verdaderas y los buenos sentimientos, los deseos puros y las
acciones santas.
Yo, como vivo desde hace muchos años en un monasterio, puedo constatar –y es una
buena señal, aunque sea índice de malestar general– que hoy más que nunca hay muchas
personas que, aturdidas por el ruido y el estruendo del mundo, se sienten urgidas en su
interior por la necesidad de silencio; no es raro ver que algunas personas sin ser
necesariamente creyentes y practicantes, renuncian a los momentos de distensión que
ofrece la sociedad de consumo, para pasar unos días en lugares apartados y silenciosos
como son los monasterios. Esta exigencia de silencio es como una herida a través de la
cual inician un camino de descubrimiento de la fe, el camino de una verdadera
conversión.
El silencio es el espacio en el que nos encontramos verdaderamente con nosotros
mismos y con Dios. No se trata de un lujo sino que es un bien de primera necesidad;
podemos decir que es como el pan para la vida del alma. Si no fuese así, el hombre, la
creatura nacida para contemplar y pensar, estaría sin su verdadero centro de gravedad,
sería como un meteorito vagando por el espacio. También se puede decir que el silencio
es el cielo del alma. Muchas expresiones de la Sagrada Escritura –y de la literatura
espiritual de todos los tiempos y de todas las culturas– lo han intuido con claridad.
Tibi silentium laus (Sal 65,1), el silencio es para Ti una alabanza, canta el salmista. De
silencio está envuelto el misterio de la Encarnación que la Iglesia ve prefigurada en un
versículo del libro de la Sabiduría: dum medio silentium...
21
Mientras un profundo silencio envolvía todas las cosas y la noche se encontraba a
mitad de su rápido camino, tu palabra omnipotente bajó desde los cielos, desde tu
trono real (Sb 18,14-15).
Salió de la cámara nupcial para habitar entre los hombres. El Verbo, que existía desde
el principio, el Verbo por medio del cual fueron creadas todas las cosas, se hizo silencio
en su ser. La Palabra se hizo “infans”, sin palabras, se hizo silencio en el mundo, en
medio del ruido de los hombres.
El silencio del ser es la humildad del ser. Nuestro ser siempre habla demasiado de sí
mismo, habla hasta aturdirse; pero debe conseguir ser tan humilde como para no hablar
de sí mismo ni alto ni fuerte.
¿Cuándo habla alguien con seguridad sobre sí mismo? Cuando quiere afirmarse de
diversas maneras; cuando se da a valer, se defiende, se justifica, se preocupa de su
propio crecimiento, de acuerdo con su criterio impregnado de la mentalidad del mundo.
Estas personas hablan fuerte de sí cuando, perdiendo de vista a Dios, la fuente de quien
salieron, quiere situarse como un absoluto en el centro de interés de todos, llenando de sí
mismos, en su pensamiento y en sus sentimientos, el espacio y el tiempo.
Quien se sitúa como una humilde y pequeña criatura delante de Dios, se da cuenta de
que debe callar: callar y servir, callar y contemplar, callar y adorar.
Tenemos que desear intensamente intuir al menos qué es ese silencio del ser, que nos
sumerge como “gotas de agua”, según la bella imagen de santa Gertrudis, en el océano
infinito del Ser. Dios se ha humillado, reduciéndose a la naturaleza humana, para
elevarnos a su inmensa grandeza. El silencio del ser pone a la persona en condiciones de
acoger el silencio de Dios que es, en verdad, el mensaje de la salvación, la Palabra hecha
carne, el Evangelio.
Silencio ante el prójimo
También es importante el silencio ante el prójimo que consiste en dejar espacio al
otro. Se llega a esto mediante un camino de fe y de humildad que nos hace ver en el otro
la presencia de Dios. Si me acerco a mi prójimo con fe, dejo espacio a Aquel que me
visita, a Dios que está en el otro, en el hermano.
No sabemos dejar espacio a los otros cuando, poniéndonos en el centro de atención,
acaparamos todo el espacio para nosotros mismos. Solo el silencio verdadero nos pone
en una relación justa con nuestros semejantes. Quien ama, calla para escuchar. Y quien,
callando escucha, se hace capaz de acoger; entonces su presencia es más elocuente que
cualquier discurso. En esto vemos que los hombres se aman poco, porque hablan
demasiado, porque hablan los primeros, porque gritan acallando otras voces.
Silencio ante las cosas
22
También existe el silencio ante las cosas. Todas las criaturas nos mandan un mensaje
de parte de Dios, pero solo lo captaremos si nos ponemos en silencio ante ellas.
¿Qué significa estar en silencio ante las cosas? Significa no hacer de ellas lo que
nosotros queremos, ni evaluarlas de acuerdo con nuestra mentalidad mundana y con
fines egoístas y utilitarios, sino tener en cuenta su naturaleza y su finalidad intrínseca.
Las cosas, a pesar de que no hablan, no son mudas: nos dicen lo que Dios dijo de ellas
al crearlas; con su sencilla existencia proclaman lo que son según el pensamiento de Dios
Creador. Si nos hacemos los árbitros absolutos de las cosas, en lugar de sus sabios y
humildes guardianes, si les damos otro papel, otra función que las desordena, llorarán,
gemirán, gritarán ante Dios (cfr. Rm 8,22).
Por lo tanto, tenemos que estar realmente en silencio ante las cosas y respetarlas,
acogiendo con estupor alegre el mensaje, para que, con nuestra ayuda, puedan decir lo
que son, aquello para lo que están destinadas y cantar la gloria de Dios. Junto a nosotros,
han sido redimidas por Cristo y rescatadas así de la vanidad que les ha supuesto nuestro
pecado, el desorden provocado por nuestra desobediencia.
San Benito nos exhorta a cultivar con amor este silencio multifacético porque sabe por
experiencia personal su importancia y eficacia espiritual. En el capítulo de 7 de su Regla,
en el que se habla de la humildad podemos encontrar una expresión maravillosa por su
concisión e intensidad: tacite conscientia.
El cuarto grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la
paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las
mayores contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, y
lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: “Quien
resiste hasta el final se salvará”. Y también: “Cobre aliento tu corazón y espera con
paciencia al Señor” (RB 7,35-37).
¡Con qué frecuencia estamos lejos de este silencio, de esta toma de conciencia,
custodiada en la paz, en el orden! Cuando nos encontramos ante algo que contrasta
aunque sea solo un poco con nuestra sensibilidad, con nuestras convicciones, tenemos
reacciones inmediatas y sin control, que a veces perduran durante mucho tiempo en la
mente y se transforman en un estado de tensión y de agresión.
Como ya hemos dicho, el silencio es un don que hay que custodiar, una semilla que
hay que cultivar, empeñándonos con todas las fuerzas para hacer en nosotros un silencio
verdadero, fuerte, robusto, austero, agarrándonos a la paciencia que es la cruz, en la que
Cristo murió. Él murió por estar en silencio, por callar y no intentar defenderse.
El silencio es una fuerza: cada vez que lo hacemos reinar en nuestro ser, se nos da con
más abundancia el don de la oración, el don del mismo Espíritu Santo, el don de la paz,
del abandono, de la confianza filial. El silencio implica dejar en suspenso cualquier causa
de disensión, aceptando, si fuera necesario, la incomprensión y sus penosas
consecuencias.
23
Del silencio, como disposición para la escucha y la oración, surge la alegría. De hecho,
mientras callamos, la efusión del Espíritu Paráclito, del Consolador, nos hace sentir la
presencia y la voz de Dios. Entonces el Señor mismo nos dice: “Yo soy tu defensa, tu
apoyo y tu salvación”. No dice: “Yo estoy de tu lado contra los demás”. No, si no que
dice: “Yo te amo a ti y a todos, yo os conozco y os amo más allá de vuestros méritos o
deméritos. Ama a tus hermanos como ves que yo te amo a ti”.
Debemos llegar a ver a nuestros prójimos como sacramento de la presencia de Dios
para poder decir ante ellos: “Tú eres mi Señor”, y servirlos realmente como a Cristo en
persona.
San Benito recomienda a sus monjes esta actitud de fe en la relación con los hermanos,
con el abad, con los huéspedes y con los peregrinos; incluso cuando se refiere a los
objetos dice que hay que tratarlos como a los vasos sagrados del altar. Entonces toda la
realidad se revela como una maravilla, nunca lo suficientemente conocida ni lo
suficientemente respetada; se presenta como una continua novedad, como siempre es
sorprendente el encuentro con los hermanos.
24
FAMILIA: MISTERIO DE UNIDAD EN LA
NOVEDAD DEL AMOR
E
n contraste con este punto de vista de la vida, abierta sobre un horizonte infinito
lleno de luz y de esperanza, el desolado pesimismo de Qohelet es como quien
recorre un túnel sin atisbo de salida, y por esta razón se vuelve repetitivo y ve todo como
impulsado por pensamientos obsesivos. Su libro está marcado por un angustioso
ritornello sobre la vanidad de las cosas y la monotonía de la existencia:
Lo que ya ha acontecido volverá a acontecer; lo que ya se ha hecho se volverá a
hacer; no hay nada nuevo bajo el sol. Hay quien llega a decir: “¡Mira que esto sí es
una novedad!”. Pero eso ya existía desde siempre, entre aquellos que nos
precedieron (1,9-10).
Sin embargo, ahora tenemos una novedad: la realidad es Cristo (cfr. Col 2,17), es Él
quien ha venido a darnos la vida en abundancia, porque ha venido como la encarnación
del amor de Dios Padre:
Tanto ha amado Dios al mundo que le ha dado a su Hijo único, para que todo el que
crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3,17).
El Padre, en el exceso de su amor, ha enviado a su Hijo como fuente de vida, como
agua para calmar nuestra sed, como pan para saciarnos y sobre todo como amor para
transformarnos en Él.
El nacimiento del Hijo de Dios en una familia humana revela, ante todo, el diseño
divino de restaurar el orden del amor sanando el corazón humano y el núcleo originario
de la comunión humana: la familia.
Por desgracia, hay que decir que, con solo nombrar a la familia, hoy se nos emociona
el corazón y sentimos un dolor hasta las lágrimas. ¿Qué está pasando con la familia? No
queremos ser pesimistas, pero no podemos por menos que hacer un diagnóstico realista.
De hecho, en nuestra sociedad al mismo tiempo opulenta y miserable, la familia es como
una frágil embarcación abandonada en las aguas turbias y abrumadoras del río que es la
mentalidad pagana del consumismo, la inconstancia del pensamiento, la inconsistencia del
sentido de la responsabilidad.
Por ello debemos inclinarnos con veneración a esos verdaderos testigos de la perenne y
absoluta fidelidad que fueron nuestros abuelos o lo son ahora nuestros ancianos padres.
Manteniéndose firmes en la fidelidad a toda prueba, son un apoyo para las parejas
25
jóvenes que tienen el valor de imitar su ejemplo resistiendo a las presiones de la
mentalidad actual; hay, de hecho (y van en aumento), los que no solo acogen
generosamente a sus propios hijos, sino que también ofrecen el calor de la familia a los
niños que carecen de ella.
La familia es un don de Dios y es necesaria para el crecimiento normal de la persona
humana; allí donde falta, la persona permanece como un ser disociado, lleva todas las
consecuencias de la falta de amor, de seguridad, de educación de las que necesita
absolutamente desde su concepción.
Estamos constatando que la disolución del vínculo matrimonial y la inconsistencia del
núcleo familiar crean una sociedad llena de desorden y de tristeza. Pero hay sombras
oscuras que se reflejan hoy sobre la familia.
No debemos acostumbrarnos al relativismo moral que se está extendiendo cada vez
más bajo el disfraz de respeto a la persona y a su libertad. Solo la verdad nos hace
libres: la Palabra de Jesús es clara e inequívoca, y solo dejándonos guiar por ella,
caminaremos por el camino de la auténtica santidad a la que todos estamos llamados.
Se puede conocer la grandeza y la belleza del don de la familia humana –y aún más de
la cristiana– viviendo, por la gracia, en el misterio de la divina koinonia, en la Santísima
Trinidad, que es comunión de amor y está en la fuente de toda forma de vida en común.
Esto nos lleva a vivir de verdad la realidad familiar en clave eclesial. Así como la Iglesia
recibe vitalidad del misterio de la cruz –Cristo, que se entregó a sí mismo para hacerla
santa, hermosa, sin mancha– así la familia puede llegar a ser un fiel icono de la Santísima
Trinidad viviendo el misterio de la Cruz.
Por eso, queremos llevar a la familia humana a la sombra de este árbol fuerte y
majestuoso, brillante por la sangre de Cristo. La ponemos allí, junto a María, la Madre
de la Iglesia, porque de ella se aprende a sacar del corazón de Aquel que fue herido, el
agua viva que regenera, la sangre que purifica y cura.
Al lado de María aprende a abrirse al don de la caridad, para convertirse con Cristo
crucificado, en árbol fecundo que produce frutos abundantes de vida para la eternidad.
Sí, la familia, pequeña Iglesia en la gran Madre Iglesia, tiene todas las dimensiones de tu
cruz, Señor Jesús.
Te rogamos, Señor, que la familia sea ancha en la realización de obras de caridad. Que
sus brazos estén, como los tuyos, siempre abiertos hacia los demás, especialmente hacia
los pequeños y desvalidos, los más débiles y los pobres, los solitarios e infelices. Que sea
como un árbol en el que los gorriones puedan hacer su nido, encontrar refugio, alimento
y también la alegría necesaria para cantar tu amor. La familia es, de hecho, un misterio
de caridad, un don inestimable que proviene de Ti; en Ti respira y como Tú se derrama
sin medida.
Te rogamos, Señor, que la familia, pequeña Iglesia en la grande Madre Iglesia, sea
larga, estable y duradera, que no se canse nunca de amar y servir. Que perseverando en
26
el bien, crezca de día en día en la fe y sepa resistir en todas las intemperies de la historia,
en todos los asaltos del maligno. Que bajo tu mirada, Jesús, fiel hasta el fin, no se deje
seducir por la lógica del mundo y no retroceda ante el sacrificio; no pierda el fruto
precioso del amor que se entrega para satisfacer un estéril egoísmo, que genera soledad y
angustia. Que tenga la valentía de creer –más allá de todas las apariencias– que siempre
es posible, con la ayuda de tu gracia, curar las llagas, sanar las heridas, restaurar las
ruinas, porque el amor es más fuerte que cualquier cosa.
Te rogamos, Señor, que la familia, pequeña Iglesia en la gran Madre Iglesia, sea
también alta por la nobleza de su origen y por el fin sobrenatural de toda su existencia.
Está, de hecho, llamada a ser, aquí en la tierra, el signo transparente de tu misterio de
amor. Icono de la beatísima comunión de amor que es la Santísima Trinidad, genera en el
tiempo hijos para la eternidad, dados a luz con dolor e hijos destinados a la gloria.
Que sea verdaderamente un árbol alto que se extienda a las alturas de los cielos
ofreciendo sus frutos maduros: frutos de caridad, de paz, de unidad, de alegría, de
verdadera santidad. Porque solo con el calor divino de tu gracia estos frutos pueden
madurar. Concede, Señor, a la familia, después de una primavera rica en lluvia, un
verano ardiente lleno de sol, lleno del Espíritu Santo.
Te rogamos, Señor, que la familia, pequeña Iglesia en la gran Madre Iglesia, sea
profunda. Profunda por la consistencia de su fundamento y por el tesoro que se esconde
celosamente en su seno: el amor. El amor casto y fuerte que une al hombre y la mujer; el
amor consagrado por tu gracia que es partícipe del mismo amor tuyo por la santa Iglesia;
el amor que se convierte en responsabilidad y ternura paterna-materna para con los hijos,
solicitud hacia todos los hombres. Que la familia sea profunda, Señor, por la
espiritualidad alimentada por la escucha de tu Palabra y la oración, mediante la intensa
participación en la vida de toda la Iglesia que, en la celebración de tus santos misterios,
vive de tu misma vida y, agarrándose con María a tu cruz, se dispone a entrar contigo,
como novia y madre feliz de una multitud de hijos, en la morada eterna del cielo.
Que todas las familias, Señor, puedan presentarse a Ti sin manchas ni arrugas,
inmaculadas, porque han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero.
27
EL NUEVO NACIMIENTO EN EL ENCUENTRO
CON CRISTO
E
n el encuentro con Cristo que siempre es nuevo es posible el milagro del amor, del
nuevo nacimiento. Es necesario, sin embargo, adherirnos a él personalmente,
libremente, con todas nuestras fuerzas, con todo el corazón. La novedad es que Cristo
no se convierte en novedad en mi vida, sin mi libre elección. En esto consiste el combate
espiritual. Por su naturaleza, de hecho, el hombre herido por el pecado tiende a dejarse
arrastrar por los bajos instintos, las pasiones desordenadas; tiende a escoger siempre lo
que es más cómodo para la naturaleza, más espontáneo, más fácil, mientras que su
corazón está hecho para el cielo, para lo eterno. De ahí la importancia –la necesidad– de
la ascesis para contrastar con la tendencia a la relajación, a vivir de acuerdo con la lógica
del hombre viejo y dejarse transformar por Cristo en el hombre nuevo. Escribe san
Gregorio Nacianceno:
No sé cómo fui unido al cuerpo ni sé cómo soy imagen de Dios y al mismo tiempo
estoy lleno de barro. Este cuerpo me hace la guerra y, luchando, me atormenta; yo
quiero a mi cuerpo como a un compañero, pero lo detesto como a un enemigo. Lo
huyo, pero lo respeto como coheredero, lucho para no dejarme dominar, pero me
sirvo de su ayuda para lograr lo que es bellísimo, porque sé para qué he nacido y que
tengo que ir a Dios mediante las obras (Discursos 14,6-8).
Escribiendo a los corintios, san Pablo recomienda tener un recto discernimiento, ser
sabios: “Mirad, pues, con diligencia cómo andáis, no como necios sino como sabios” (Ef
5,15), y no con una mentalidad mundana que se aferra a la realidad efímera, sino
tendiendo a la realidad eterna (cfr. 1Cor 7,31).
Para dejar sitio a lo nuevo, es necesario saber morir a lo que es viejo. Lo “nuevo” ya
ha llegado y es Cristo que está dentro de nosotros. No debemos, por tanto, tratar de
apagarlo secundando las inclinaciones instintivas, sino, como dice el Apóstol,
estimulándonos unos a otros a caminar en la caridad, no perdiéndonos en charlas ociosas
o sutiles discusiones, sino entreteniéndonos con salmos, himnos y cánticos inspirados,
cantando y alabando al Señor con todo el corazón y, sobre todo, dando continuamente
gracias por todo al Dios y Padre en el nombre del Señor Jesucristo (cfr. Ef 5,15-20).
Esto equivale a “vivir en Cristo” que por nosotros se ha hecho “Eucaristía”, pan roto en
acción de gracias y ofrecido a los discípulos en la noche en que fue traicionado y
entregado a la muerte.
28
Como ya hemos dicho, el amor es la llave que da sentido y valor a todo, que sostiene
todo y embellece todo. Pero tiene que ser un amor verdadero para no confundirse con un
sentimentalismo vago y, ni siquiera, con una acción humanitaria generosa. ¿Cómo
reconocerlo? Resulta impresionante leer el himno de la caridad de san Pablo (cfr. 1Cor
13,1-7), con la enumeración de las principales obras –incluso entregar su cuerpo a las
llamas o mover las montañas con la fe– siempre seguido del martilleante estribillo:
“aunque… pero si no tengo amor, de nada me sirve, no soy nada...”.
Debemos preguntarnos qué es la caridad, la verdadera, sin ambigüedad, sin idolatría.
Después de la inalcanzable secuencia paulina de aunques y peros, san Pablo canta la
belleza, la fuerza y la dulzura de la verdadera caridad; los atributos que usa para tejer las
alabanzas son como otras tantas pinceladas que pintan al vivo el rostro mismo de Dios:
El amor es sufrido, es benigno; no tiene envidia, no es jactancioso, no se envanece;
no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza
de la injusticia, sino que se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta (1Cor 13,5-7).
Si en el cántico paulino sustituimos la palabra “caridad”, por la palabra Jesús,
descubriremos que todo coincide perfectamente. La caridad es Él mismo. De hecho, el
Apóstol ha dicho: “Cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor
para con los hombres…” (Ti 3,04). Para nosotros, vivir la caridad no significa más que
conformarnos con Cristo, que dijo de sí mismo: “No he venido para ser servido, sino
para servir” (Mt 20,28) y que mostró a lo largo de su vida esta verdad, hasta el punto de
poder decir, al concluir su misión terrena: “Os he dado ejemplo, para que hagáis lo
mismo que yo he hecho con vosotros” (Jn 13,15). Para evitar el gran riesgo de la
ambigüedad en la consecución del bien es ante todo necesario no ponerse en un lugar de
protagonismo sino de humilde servicio.
Nos preguntamos ahora qué cosas pueden impedir mayormente o contradecir que se
forme en nosotros nuestro rostro interior a la imagen de Jesús. Ciertamente no las
debilidades y la fragilidad: Jesús sabe que somos vasos de barro; ni siquiera las más
grandes traiciones y caídas recurrentes. Él mismo confirmó a Pedro después de sus
negaciones. Lo que más desfigura en nosotros la imagen de Dios es la vanagloria, la
presunción y la desvergüenza que pone el propio yo en el centro de todo.
Por esta razón, es importante adquirir el sentido del pudor y guardar nuestra
interioridad bajo la mirada de Dios.
29
EL ROSTRO SECRETO DEL AMOR
C
ontemplando el cielo estrellado, la mirada querría ir más allá, siempre más lejos,
para ver dónde comienza el universo y dónde termina, pero se tiene que rendir ante
un misterio insondable que nos sumerge en un silencio de humildad y adoración: en el
infinito. Dios Creador ha dejado rastros de su belleza en cada una de sus criaturas
haciéndolas sagradas, inaccesibles en su íntima esencia. Es como una prohibición que nos
retiene más allá del umbral secreto. ¿Tal vez es esto el pudor?
En la criatura humana, hecha a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1,26), es todavía
más evidente el rastro de lo divino. Es allí donde está presente el misterio de la santidad
divina y de la belleza que es un velo que esconde y, al mismo tiempo, desvela la
trascendente e inefable realidad que es el mismo Dios. También el hombre es un universo
infinito que tiene su secreto. Una vez más surge la pregunta: ¿quizás es esto el pudor?
Por lo general, cuando se habla de pudor, se piensa en un sentimiento que se refiere a
la esfera de lo sexual. Si se entiende en este sentido, hay que admitir que la sociedad de
nuestro tiempo –en el que todo se expone y se le da publicidad en palabras e imágenes no
solo impúdicas sino incluso obscenas– es irremediablemente desvergonzada y
desacralizada. Si el hombre y la mujer son considerados solo en la materialidad de sus
cuerpos, como objetos de posesión y de placer, no queda nada de su dignidad: son cosas,
como tantas otras que se compran y se venden en el mercado del consumismo. ¿Qué se
puede esperar para el futuro si tenemos en cuenta que hay padres que, para educar a sus
hijos y que crezcan sin “tabúes” en lo relacionado con el sexo, se muestran desnudos y
los obligan a estar completamente desnudos también ante los extraños? ¿No es una
profanación del cuerpo exponerlo a la concupiscencia de las miradas? Aún más
preocupante es el hecho de que esta es la cultura de los medios de comunicación
utilizados en gran escala, no solo como medios de información y de sana cultura, sino
también como medios de corrupción. Basta pensar en la transmisión televisiva
deprogramas como “Gran hermano”. Hablo solo de oídas, porque nunca lo he visto en el
televisor.
En estas circunstancias ¿es posible tener la valentía de afrontar hoy este problema, y
elogiar el pudor en un clima de exterioridad y de exhibicionismo erótico que a menudo
llega al paroxismo? Vamos a intentarlo, invocando la luz del Espíritu que “escudriña los
riñones y los corazones” (cfr. Sal 139,1.23).
En primer lugar, hay que decir que el pudor comprende a toda la persona en la
integridad de su unidad física y espiritual. Se puede decir que es innato. La Sagrada
30
Escritura nos muestra algunos iconos de pudor. En este sentido merece especial atención
el sugestivo episodio que se lee en el libro del Génesis:
Una tarde, Isaac salió a dar un paseo por el campo. De pronto, al levantar la vista,
vio que se acercaban unos camellos. También Rebeca levantó la vista y, al ver a
Isaac, se bajó del camello y le preguntó al criado: “¿Quién es ese hombre que viene
por el campo a nuestro encuentro?”. “Es mi amo”, contestó el criado. Entonces ella
tomó el velo y se cubrió (Gn 24,63-65).
Rebeca, la joven hija de Betuel, conducida de Carrán a la tierra de Canán para
convertirse en la esposa de Isaac, hijo de Abraham, en su primer encuentro con él
escondió tras el velo la belleza del misterio del amor que estaba a punto de convertirse en
acontecimiento nupcial. Cabe señalar que la feminidad resulta particularmente portadora
de este misterio generador de vida y velado por el pudor.
El libro del Eclesiástico, que recoge de forma poética las más bellas sentencias
sapienciales, presenta a la mujer perfecta alabando en ella la virtud del silencio y de la
modestia o el pudor:
Una mujer discreta es un don del Señor, nada es comparable con la que es bien
educada. Una mujer modesta es doblemente encantadora, la que es casta es un
tesoro inestimable (Si 26,14-15).
Significativa sobre el sentido del pudor, unido al santo temor, es la visión teofánica de
Moisés en el monte Horeb, ante la zarza ardiente:
El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés vio que la
zarza ardía sin consumirse. Y dijo: “Voy a acercarme a mirar este espectáculo tan
admirable: cómo es que no se quema la zarza”. Viendo el Señor que Moisés se
acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: “Moisés, Moisés”. Respondió él: “Aquí
estoy”. Dijo Dios: “No te acerques. Quítate las sandalias de los pies, porque el sitio
que pisas es terreno sagrado”. Y añadió: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de
Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”. Moisés se tapó la cara temeroso de
mirar a Dios (Ex 3,2-6).
No podemos acercarnos a la trascendencia, a la santidad de Dios, si no es en pureza y
humildad de espíritu. El pudor pertenece, por lo tanto, a la esfera de lo sagrado; no debe
confundirse con la vergüenza, que es un sentimiento relacionado con el pecado.
Adán y Eva se escondieron ante Dios porque se avergonzaban de que les viera con sus
ojos puros después del pecado que les había desnudado de su belleza y había empañado
la inocencia con la negrura de la soberbia desobediencia insinuada por el astuto tentador.
Ellos, en ese momento, sentían a Dios ajeno a su vida y por lo tanto estaban presos del
miedo. Sin embargo, a pesar de la fractura causada por la culpa, la persona lleva en sí un
tesoro escondido que solo Dios conoce y ante el cual es necesario el máximo respeto,
incluso aunque la misma persona parezca no tener conciencia de su valor trascendente y
31
de su propia dignidad.
El secreto de la interioridad de cada persona solo es conocido por Dios; por lo tanto,
así como los científicos no están todavía de acuerdo y quizás nunca lleguen a conocer la
fórmula secreta del cosmos, tampoco los expertos psicólogos más perspicaces puedan
presumir de descifrar el misterio de la persona, a pesar de los avances de esta ciencia.
El sentido del pudor abre la puerta solo a la intuición del amor, al conocimiento propio
del Espíritu Santo en nosotros.
San Agustín, pasando del nivel del saber filosófico al de la mística, escribía:
Aunque nadie “sabe las cosas interiores del hombre, sino el espíritu del hombre que
está en él”, con todo hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que
habita en él; pero Tú, Señor, sabes todas sus cosas, porque las has hecho. También
yo, aunque en tu presencia me desprecie y tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que
ignoro de mí. Confieso, pues, lo que sé de mí; confieso también lo que de mí ignoro;
porque lo que sé de mí lo sé porque Tú me iluminas, y lo que de mí ignoro no lo
sabré hasta tanto que mis tinieblas se conviertan en mediodía ante tu presencia
(Confesiones X, 5,7).
En el mismo sentido, el obispo de Hipona decía: “Tú estabas dentro de mí, más interior
que lo más íntimo mío” (Confesiones III, 6,11).
El hombre tiene dentro de sí, en cierto modo, la “zarza ardiente” a la que él mismo
debe acercarse descalzo, con pudor reverencial, porque el pudor reclama el misterio de
Dios y la inocencia.
La mística del pudor
Se puede afirmar que es propio del pudor custodiar la unicidad y la inviolabilidad de la
persona. Cada persona es única e irrepetible, hasta el punto de que, incluso en el
matrimonio, subsiste este misterio; el amor, sin embargo, crea comunión en la diversidad
complementaria de las personas, pero no anula al otro, sino que más bien lo potencia. En
la comunión, el amor hace que el otro crezca, hace que, si se puede decir así, sea “más
persona”. El pudor es el guardián de la santidad del amor y del respeto reverencial que
debe existir en toda relación humana. Por eso, tal vez no sea exagerado afirmar que hay
una “mística del pudor”, una experiencia que prepara a la contemplación del rostro de
Dios, el rostro del Amor que se nos revelará plenamente en la vida eterna.
Esto solo se puede alcanzar aceptando caminar envueltos en el velo del misterio,
procediendo en la luminosa oscuridad de la fe. Pero esto no es fácil: requiere ascesis,
dominio de los instintos, de manera que lo que es connatural a la persona, sea
conscientemente aceptado y asumido como estilo de vida, y se alcance así la límpida
interioridad que da pureza a la mirada.
Todas las personas, e incluso las cosas, no son solo conocidas exteriormente, como
32
objetos, sino que son encuentros reales con el misterio divino que nos sume en un
silencio de asombro y adoración.
Iconos de pudor
Icono de pudor, de incomparable belleza, es la inmaculada Virgen María; no consciente
de su valor, humildísima, ella es la criatura en la que la belleza de Dios resplandece en
toda su plenitud.
La actitud de María ante el ángel que le anuncia la Encarnación del Verbo nos muestra
un pudor que es reserva, silencio, humildad y sobresalto de sorpresa al que sigue la
tímida pregunta: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34).
Incluso la visita de María a Isabel es un espléndido icono de la belleza del pudor. Las
dos madres, bendecidas por Dios, llenas de admiración y gratitud, se abrazan y se
reconocen benditas por los hijos, cuyas vidas palpitan en su seno, y que se transparenta
bajo sus amplios vestidos.
María es siempre icono del pudor junto a Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte
en la cruz, porque su servicio humilde y silencioso a la vida humana del Hijo de Dios es
un misterio que nunca se revela. María es, en su existencia terrena, la mujer siempre
velada. Su grandeza, que nunca aparece a los ojos de los hombres, llega a su punto
culminante en el Calvario, bajo la cruz, donde su maternal com-pasión está oculta por un
llanto silencioso, por lágrimas derramadas en lo íntimo del corazón.
Siempre y en todas partes, María es el icono del pudor, porque todo lo que sucede en
ella está envuelto en humildad y en silencio, todo está visto bajo la mirada de Dios. Esta
manera discreta de sufrir, mantiene virgen el dolor tanto físico como moral y espiritual, y
fortalece interiormente, manteniendo el ánimo en la serenidad y en la paz, tal como
podemos contemplar en las imágenes de la Virgen de los Dolores bajo la cruz.
Según esto, ¿no seremos capaces de descubrir también un sacratísimo pudor en el
mismo Dios por la forma de revelarse a los hombres en Jesucristo, Verbo divino hecho
hombre? Dios eterno nació envuelto en carne humana; vivió entre los hombres
manteniendo en secreto su ser de Dios; murió expuesto al ridículo, fue despojado de su
gloria divina, que no se revelará plenamente hasta después de la resurrección cuando se
aparezca a las santas mujeres y a los apóstoles. En Él, el pudor es el velo del gran
misterio de la Belleza, del Amor totalmente gratuito e inmolado por la salvación del
mundo.
Él es el icono del esplendor del Padre oscurecido en el misterio de la Cruz, para
consagrar el sufrimiento de los creyentes. Muchos –con frecuencia humildes y pobres–
son los que pueden llevar en silencio, con pudor, grandes sufrimientos físicos, morales y
espirituales.
¡Qué contraste con el macabro gusto por hacer de las muertes más trágicas un
espectáculo para un público de todo tipo y edad! Así ocurría también en el Coliseo,
33
cuando los atroces martirios de los cristianos eran un ludus, un entretenimiento ofrecido
a la gente.
Cuando el pudor protege el dolor en el secreto de la conciencia –tacite conscientia– se
produce una profunda empatía con el sufrimiento virgen de Jesucristo, que se hizo uno
con la debilidad de la naturaleza humana; sobre el rostro del que sufre brilla la paz
interior, desde todo su ser emana el “buen olor de Cristo” lo mismo que sucedió con los
mártires y de modo eminente con María, Reina de los mártires. El Apóstol exhorta a los
cristianos a ofrecer sus “cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios”, como
culto espiritual, e insta a no conformarse con la mentalidad del mundo, sino a pensar,
discernir y elegir lo que es bueno, agradable a Dios y perfecto (cfr. Rm 12,1-2).
Existe, pues, una “mística del pudor” que a menudo está unida al sufrimiento, al
misterio de la cruz, vivida en comunión con Cristo y ofrecida con amor por todos los
necesitados de salvación. Pensemos en los santos que recibieron los estigmas de las llagas
de Jesús, y que, púdicamente, lo mantuvieron en secreto para conservar virgen su unión
mística con el Crucificado.
Hay también un pudor al hacer el bien sin ostentación. Pienso en la viuda pobre que
hace su ofrenda en secreto en el cepillo del templo, y pienso en la inmensa generosidad
para ayudar material y espiritualmente a los demás, de muchas personas de las que solo
se tiene noticia después de la muerte.
¿Y qué decir del pudor de la oración? Inmediatamente surge ante nuestros ojos la
actitud del fariseo y del publicano en el templo (cfr. Lc 18,1-14) y de todos los que,
como dijo Jesús, entran en el secreto de su corazón, quedando a solas bajo la mirada de
Dios (cfr. Mt 6,5-6).
En última instancia, cualquier forma de pudor tiene su raíz en la humildad y recibe de
la cruz su valor y su fecundidad. Y así como la cruz comunica la alegría de la
resurrección, así del don silencioso de uno mismo surge el gozo inefable de estar
“escondidos con Cristo en Dios” (cfr. Col 3,3), de ser peregrinos en la oscuridad de la fe.
34
LOS ROPAJES DEL AMOR
U
na antigua oración del Misal romano nos hace pedir al Señor la gracia de saber
“servirle de manera laudable y digna”. Esta manera “laudable y digna” solo puede
ser un servicio como expresión de amor.
El amor se presenta con muchos ropajes: festivos, brillantes, alegres; también ropajes
pobres y a veces rotos y sucios. Sin embargo, siempre el amor pide ser amado, ser
correspondido. Estos diferentes vestidos son las distintas situaciones de la existencia, los
diferentes estados de ánimo que se alternan dentro de nosotros y que siempre debemos
reconocer como una visita del Señor, como una llamada al amor, a pesar de todo.
Cuando un escriba le preguntó a Jesús cuál era el mandamiento más grande de todos
respondió resumiendo la Ley, que era un doble mandamiento: amar a Dios y al prójimo
con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. El escriba afirmó estar
totalmente de acuerdo; entonces Jesús le dijo: “No estás lejos de Reino de Dios”. Porque
el Reino de Dios es el reino del amor.
Para convencerse de esto es necesario experimentarlo, tener una experiencia cotidiana
que toque todos los aspectos de la existencia, sin pensar nunca que en nuestra vida haya
momentos, tiempos o circunstancias en los que no podamos amar, no nos arriesguemos a
amar. Que esto no ocurra nunca. Siempre tenemos que estar dispuestos a dejar que surja
el amor desde lo íntimo de nuestro corazón, porque es allí donde el Señor ha puesto la
fuente del amor, de la que Él es el surtidor inagotable.
Una mujer, que llegó a Londres por motivos laborales, cada mañana, cuando iba a su
oficina, veía a un mendigo sentado en una esquina de la calle, pidiendo limosna con su
sombrero a los que pasaban. Algunas mañanas, esta mujer le miraba y pasaba de prisa.
En cierto momento empezó a aminorar la marcha y a depositar en el sombrero una
moneda con gesto displicente. Sin embargo, su corazón comenzó a inquietarse. Una
mañana cayó en la cuenta de que el pobre tenía frío, y le dio su bufanda. Aunque tenía
prisa por llegar al trabajo, se percató de que el pobre, cuando le hacía caso, la miraba con
una mirada intensa, aunque sin pronunciar palabra, y esa mirada le inquietaba. Por fin,
una mañana se detuvo y se sentó a su lado en silencio. Él la miraba, ella lo miraba; se
sentía perseguida por su mirada penetrante. A la mañana siguiente, se sentó en el banco
junto a él y se quedó más tiempo y, antes de marcharse, lo abrazó y le dio un beso.
Entonces, el mendigo le respondió con una amplia sonrisa. En ese momento, la mujer
sintió que había besado a Jesús. Sí, ese mendigo era para ella Jesús.
Ese es el milagro de abrirse al amor. No basta con dar cualquier cosa: tenemos que
35
darnos a nosotros mismos; es necesario llegar hasta dar un beso –un signo de amor– a un
mendigo.
Jesús es siempre un mendigo de amor en medio de nosotros. A veces mendiga bajo la
apariencia de una persona bien vestida y muy rica, pero necesitada de amor. No se puede
hacer ningún bien a alguien si no se le ama; el amor es la medicina más eficaz. El Señor,
viéndonos tan necesitados, no ha mandado bajar del cielo una lluvia de cosas buenas y
bellas para alegrarnos, sino que vino Él mismo para besarnos; nos ha abrazado a todos,
tan maltratados como estábamos, y nos ha mostrado su amor misericordioso muriendo
por nosotros.
De esta manera, debemos amarnos unos a otros, no juzgando nunca sino diciendo: “Mi
prójimo necesita que le ame más”. A fin de cuentas, todos tenemos la experiencia de
necesitar ser amados; todos nos sentimos pobres e impotentes ante las difíciles y
dolorosas situaciones de la vida cotidiana. La clave para vivir esta realidad sin desesperar
sino santificándonos, es el amor. Hay madres que cuidan a sus hijos en estado vegetativo
durante años y años, sacrificando días y noches junto a ellos; sin embargo, permanecen
serenas; esa es su manera de entregarse por completo al amor. No se puede, por lo tanto,
decir que sean desgraciadas.
Instintivamente tratamos de hacer lo que nos gusta, lo que nos gratifica. Nunca será
suficiente. Sin embargo, podemos hacer experiencia la alegría, a pesar del esfuerzo, si
sabemos aceptar el amor que se presenta día a día con su vestido a veces de celebración,
a menudo de trabajo, a veces rasgado y necesitado de limpieza, de plancha, de perfume,
en nuestros hermanos y en nuestras hermanas, incluso los que no vemos, orando por
ellos, dándoles el beso santo de la caridad de Cristo.
Cada uno de nosotros tiene algo que sufrir y tal vez los demás no lo pueden entender.
¿Cómo superar estos estados de ánimo que gravan el camino? Hay que decir: este es el
momento en el que el amor se viste de un gris un poco oscuro. ¿Qué hacer? Pensar que
Jesús ha venido vestido de mendigo, que murió despojado de todo, mientras que el cielo
se obscurecía. Él asumió y sufrió todas nuestras debilidades, incluso nuestros miedos
psicológicos, todo lo tomó sobre sí. Por lo tanto, nunca estamos solos. También
podemos pensar en muchos –¿quién sabe cuántos?– que sufren como nosotros e incluso
mucho más que nosotros.
Es un acto bello y bueno estar al lado, física o espiritualmente, de los que sufren, como
la mujer que se sentó junto al mendigo para compartir su penosa experiencia y besarle.
En situaciones análogas, siempre se puede vencer con amor; no cerrándonos en nosotros
mismos sino abriéndonos a las visitas del Señor, que siempre viene a nuestro encuentro,
caminando por nuestros caminos.
Si realmente creemos esto, cada día de nuestra vida comenzará de una manera nueva,
con expectativas llenas de asombro, con una disponibilidad abierta a las sorpresas de
Dios: “¿Qué pasará hoy? ¿Cómo descubriré al Señor en mi camino?”. Si estamos
36
atentos, cada día descubriremos algo más del misterio de Jesús, de su bondad y de su
grandeza, incluso a través de las pruebas y los sufrimientos que nos aguardan, porque
son la condición para entrar en su reino, del que Él nos ha abierto la puerta
sacrificándose en la cruz. En nuestras vidas no puede faltar la cruz; de hecho, podemos
decir que el amor está siempre en los brazos de la cruz. Si faltase esta dimensión
sacrificial, tendríamos que dudar de que se trate del verdadero amor, del amor de Dios.
Según vayamos creciendo en Cristo e identificándonos con su vida, seremos más capaces
de darnos. Como Él, también nosotros tenemos que volvernos eucaristía para que
nuestros hermanos encuentren en nosotros la comida y la bebida que sacia su hambre y
su sed de amor.
37
PARTE 2
El amor es abierto
BEATRICE BALSAMO
38
BEATRICE BALSAMO
Beatrice Balsamo, psicoanalista, especializada en Filosofía y Psicología de las
palabras y las narraciones, es profesora en la Universidad estatal de Bolonia, en la
Universidad Católica del Sagrado Corazón en Milán y en escuelas de psicoterapia.
Preside la Asociación APUN, “Psicología Humanística y de las Narraciones.
Psicoanálisis. Arte. Ciencias Humanas”.
39
POTENTE COMO EL ESPÍRITU, SUAVE COMO
UN SOPLO
A
mar y vivir en el espíritu coinciden, como el éxodo de ser para sí mismo, de la
autoafirmación cerrada en un círculo de acero. El amor tiene una naturaleza
superabundante, la capacidad de crecer dándose a partir de una pobreza, de un “no
tener”, que pide ir más allá de las formas desordenadas de amor. Nos lleva a la idea de
teleia agape. El amor es exorbitante porque es capax Crucis haciendo silencio de los
impedimenta exteriores... Hacerse pobre significa librarse del egoísmo, de los cálculos,
del espejo, para poder amar a la perfección, haciéndose escucha agápica. Amar es unión
en el espíritu (en el) Invaluable.
Permítanme empezar por dos textos: el prólogo de la Regla de san Benito y su capítulo
cuatro, titulado Cuáles son los instrumentos de las buenas obras:
Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con
gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica para que por tu
obediencia laboriosa retornes a Dios.
Ante todo, “amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
fuerzas” y además “al prójimo como a sí mismo”.
40
LA PALABRA-OBRA
E
l amor es una escucha, es siempre el amor de/por (a través) del Otro. Se trata de un
co-responder a una llamada. El amor es la P-palabra. La palabra es una escucharespuesta, es obediencia a un sentido silencioso, a un horizonte que nos precede y nos
“toca”. Nuestra escucha es ya vínculo, descendencia, deuda simbólica al Otro. En la
palabra que sea tal, hay silencio (espera, paciencia, vigilia, vigilancia).
La palabra es una respuesta, es amor-obra, es decir, amor en obra, de lo contrario, ya
no está en relación con la Palabra-vida1. La Palabra-vida “no puede ser solo luz
intelectual, sino que está animada por el Espíritu de Dios y penetrada del ser don para el
otro”2, es energía-unión, es operativa, transformadora, no es un hecho concluido en sí
mismo, sino que dura, es progresiva. Como dice Dante en el Canto IV del Paraíso:
Bien veo que nuestra inteligencia no queda nunca satisfecha si no la ilumina aquella
Verdad, fuera de la cual no se difunde ninguna otra.
Como dice Lacan, “entre dos sujetos solo hay la palabra o la muerte”. La P-palabra es
el Logos encarnado... “que sabe las dos posiciones del amor: ser amado y amar, síntesis
del doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo”3.
La palabra surge del “canto” del silencio, no es mutismo, ni muralla. Nace del
intervalo-vacilación entre un yo y un tú (entre los dos, siempre existe el Otro). La palabra
es amor en cuanto da el horizonte de alteridad subjetiva, establece una relación de “indirección”4 y de umbral (la comunicación viviente se apoya en el “turno
conversacional”). La palabra es dialógica, implementada por el pensamiento, es memoria
espiritual no material, automática, repetitiva, sin dilación. La palabra no es
mecanización5, módulo (que permite solo soluciones de montaje), ni guiones recitados,
no es acumulación de igualdad, ni disfrute autotrófico.
La palabra-amor es donación, salida de la comodidad de la mera “taquigrafía mental”,
del dominio apático de la repetición, del mutismo desprovisto de caridad, es constancia
en el horizonte del bien (firmeza), es el amor del justo, es hacer realmente comunión,
superando los comportamientos individualistas, es llegar a ofrecerse a sí mismo “para
llegar a ser Cristo-pan partido y dado para todos”, es un querer “caminar junto al otro”
(templanza).
El trabajo de los “cardos” (de las virtudes cardinales), de los “pilares”, permite de
hecho, la apertura, el paso en el horizonte (teologal) de la fe, de la esperanza. La
templanza (etimológicamente equivaldría a “medida” del tiempo, a “cortar” el vino con
41
agua), modera la atracción al exceso, a la saturación de la arrogancia, de la igualdad,
orienta el deseo al bien; es tocar el silencio reflexivo, la escucha, es la sobriedad en la
palabra (no insaciabilidad verbal), en la comida, en la ropa, en el uso de las cosas; es
humildad de corazón para no tener espíritu de posesión, de arbitrariedad, incluso en la
forma de trabajar, para no sobresalir sino estar en espíritu de servicio. La templanza es la
reflexión vigilante que significa atención al autoengaño, al engañador que puede ser el
hábito, la pereza, la mentira, la afiliación envidiosa, el rencor.
También los gestos generosos, de renuncia, movidos por el perfeccionismo exaltado
pueden enmascarar formas de protagonismo. [...] La templanza es un equilibrio de
los tiempos: la memoria del pasado, templada por la capacidad de perdonar, la
promesa que mira al futuro, acompañada de la capacidad de revisión6.
La templanza conduce a la pureza de corazón:
Vigila como María en las bodas de Caná, para que nadie se vea privado de lo
necesario, vigila a fin de que el enemigo no siembre la cizaña, vigila el propio
corazón, los propios sentimientos, rechazando desde su inicio los malos pensamientos
de los que salen las murmuraciones y las acciones malvadas7.
Velar, vigilar, es prestar atención a quien pronuncia la palabra-vida y la Palabra. Velar y
vigilar es la prudencia, es el aceite del que se proveyeron las cinco vírgenes prudentes
(cfr. Mt 25,1-13), es la vigilancia “que en la hora de la prueba nos mantiene en comunión
de amor con el Bien, sin dar la espalda ni desmayar”. La vigilancia reflexiva es la
predisposición al ágape, el amor del justo, el abandono de las actitudes de idolatría que
anteponen otras cosas en lugar del bien, del dinero, de los intereses, muy a menudo del
mismo “yo”.
Dante en el canto XXIV del Purgatorio, a la salida del círculo de los avariciosos, es
saludado junto con Virgilio y Estacio por el ángel que se complace en que formen parte
de los que no se dejan excitar por el placer de la garganta (“el amor al gusto”, y también
a la verborrea, la maledicencia, el engaño), sino que desean la justicia, en el sentido de la
exactitud, de la justa medida, del amor del justo. El amor del justo es la tenacidad, la
constancia, la estabilidad, incluso en medio de las dificultades y de las imposturas, el
amor del justo es fortaleza, firmeza en la hora de la prueba.
Nos podemos encontrar con persecuciones externas y situaciones de prueba o de
peligro, y también con persecuciones internas, es decir, con pensamientos,
sentimientos, pasiones y deseos mortíferos más peligrosos, y sobre los que a menudo
nos dejamos engañar llamando bueno lo que nos gusta y malo lo que nos parece
incómodo8.
Así que podemos decir con el salmista: “Muchos son los perseguidores que me asaltan,
pero no me desvío de tu voluntad”. Ciertamente, en el “corazón de la lucha”, Cristo está
cerca de nosotros. Por eso san Ambrosio dice: “Quien no hace frente al perseguidor,
42
echa lejos de sí al Defensor”. Amar es dar “lo que no se tiene”, ser capaz de “ser pobre”
de uno mismo, de satisfacción, de comodidad; es apertura (don) de sobreabundancia. El
amor es siempre amor al prójimo9. Y prójimo, “superlativamente” próximo, es quien se
acerca, sin poder ser asimilado; es el mismo enemigo.
Amar al prójimo significa hacerse próximo del que nos resulta inquietante, molesto, del
inesperado que nos asalta, del argumento que nos golpea, de algo que nos afecta.
Prójimo es el vecino-contra. Es importante afrontarlo, trabajarlo en uno mismo. Dios
ama a su enemigo y nosotros estamos llamados, a su imagen, a amar a nuestros
enemigos (a curarles sobre todo de sus penas internas). El Señor se ha hecho prójimo en
el sentido más radical asumiendo las penas del hombre, “si quieres seguirme, ve y haz tú
lo mismo”10.
Igual que el Señor nos ab-solve de todo lo abstracto absoluto, haciéndose proximus
a la condición mortal, así somos llamados a hacer “amigos”. Siervo, sin embargo, es
el que está encadenado, inmóvil; el amigo ek-estáticamente procede ad se per alium.
El siervo espera conservar su identidad íntegra; el amigo se lesiona en el encuentro
con el prójimo, y se abre por esta herida: a través de ella habla y actúa11.
Lucas pone detrás del mandatum (“amarás al Señor tu Dios como a tu prójimo”), la
parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37) que:
Manifiesta su propia identidad en ese encuentro. No existiría sin la respuesta que ha
sido capaz de dar al pobre, él es el responsable porque se ha aproximado a ese
cuerpo ofendido, que ni siquiera pedía ayuda, que estaba en silencio, como muerto...
El encuentro con el otro es necesario, de hecho, para “dibujar” a la persona en su
confín, según ese umbral a lo largo del cual se toca al otro, sin penetrarlo ni
asimilarlo12.
Imitando la kénosis de Dios en Cristo, el hombre está llamado a carecer y de esa
carencia es de donde surge la posibilidad del amor-Cristo, que desde su pobreza llama al
hombre. De hecho, la unidad agápica entre el Padre y el Hijo, a imagen de la cual están
llamados los discípulos a amarse, es un Uno de los dos opuestos: gloria y cruz.
Sentir y reconocer la propia “carencia” significa la pena máxima, la Cruz, porque si
estás lejos de Dios (el Bien) y, al mismo tiempo, reconoces los propios defectos y
pruebas la contrición, vives el toque de Dios y la Gloria. Para amar hay que hacer un
éxodo desde uno mismo hacia el prójimo. Pero esto implica estar próximo a uno mismo.
No podemos amarnos en el sentido del ágape más que como amamos a otros,
extranjeros, huéspedes. Si no deponemos la idolatría del yo, si no la encerramos en
su cueva perderemos nuestra psique, es decir, nuestra vida13.
Cuidar de la persona alejada y no rechazarla es la forma de aproximarnos a Dios,
porque la modalidad de hacerse próximos es la de responder al opuesto (al opositor)
43
teniendo como horizonte el bien, no la aversión.
Amar es dar la palabra, la atención, atender (cuidar), saber llevar la cruz y dar lo
opuesto a ella. No es un “tener” certezas, arrogancias, soberbia; sino una “carencia” (que
es un horizonte [una no-certeza]: la fe, la esperanza, la caridad, las virtudes teologales
junto con las cardinales). Solo a través de las virtudes teologales se puede llegar a María,
(cenáculo del Amor), “pasaje de la Palabra”, de las palabras.
La palabra puede ser solo de amor, palabra-obra; no es un disfrute autorreferencial, un
“estigma”, una posesión. Incluso la corrección al otro significa llevar la cruz, en un
horizonte de bien. Y esta cruz es ya un toque del Bien. El amor es siempre amor por esas
singularidades, a cada uno lo suyo. El amor no es homologación, desconocimiento de lo
singular. El amor es sentirse en un exilio común y, al mismo tiempo, sentirse llamados al
sentido que es Dios. Así también el cuerpo puede estar en el horizonte del amor y del
bien solo si se despoja de lo sensual, de la concupiscencia, aunque sea esponsal, en una
sobriedad acogedora. Tenemos un cuerpo no para consumir, ni para codiciar, sino
viviente, desde el amor. Así María, cuando es visitada por el ángel (mensajero del
Padre), se perturba tomando distancia y dice sí, co-responde (al Padre), da la vida a
Cristo y a todos nosotros; con la venida de Cristo, da el cuerpo sacralizado a la
resurrección: cruz y gloria (sacer = sagrado, separado extraordinariamente ligado a la
divinidad irresistible, que trae la salvación)14.
El amor se basa en una pobreza, en un vaciamiento de toda la impedimenta exterior,
primero con la expoliación del egoísmo, del narcisismo, del cuerpo-objeto sensual, por el
Otro.
El amor está más allá. Amar no es el pago de una necesidad, ni una satisfacción, sino la
petición de una presencia, de una atención-espera-distancia cariñosas. De hecho, no es
tan importante el hecho de satisfacer alguna carencia, cuanto la respuesta a la petición de
estar presente. Quitar importancia al acto de dar ilustra cómo, para el hombre, lo
importante no es solo la satisfacción en sí (del objeto), cuanto el hecho de que el otro se
ha puesto en movimiento. Lo que es importante es que el otro haya mostrado interés,
haya tenido un signo de amor. No es importante lo que se da, sino el mismo hecho de dar
como signo del Otro, como signo de amor. El amor como “dar lo que no se tiene” es, por
lo tanto, un don que no se centra en el disfrute de la cosa, sino en su más allá, en el
significado simbólico que tiene.
Amar siempre es exilio, pobreza (kénosis), distancia15 y al mismo tiempo ligereza,
ternura, alegría. De esta forma, no se renuncia por la paz de la contemplación, sino que
hacerse pobres significa liberarse (de todo interés, del disfrute sin reglas) para poder amar
perfectamente.
Cuando se existe solo en relación al otro, sin retener nada, uno mismo renace como
alguien nuevo que concibe cualquier hecho de la existencia como un prójimo, como una
nueva carencia, como pobreza o exilio, como un camino hacia...
44
No se “tiene” más que lo que se ama, pero lo que se ama no será nunca poseído,
vuelto a edificar como cosa poseída. Dar lo que no se tiene es energía agente, energía
que no envidia nada, que no quiere tener nada a “disposición”. Pobre no es el necesitado,
sino el que todo lo tiene desinteresadamente como hermano y hermana16, es decir, sin
tener, en el sentido de frui Deo, de gozar de Dios17.
La P mayúscula de Palabra-vida se refiere al Logos viviente, a la Palabra de Dios. La p minúscula de
palabra-vida se refiere a la palabra de quien ha oído la palabra Logos.
2
G. Dossetti, Pensieri e parole, Paoline, Milán 2006, pp. 51-54.
3
G. Kantzà, Il Nome-del-Padre nella psicoanalisi, Ares, Milán 2008, p. 163.
4
Véase B. Balsamo, Il mistero comunicante, en D. Dozzi (Eds.), Sapienza, EDB, Bolonia 2003, p. 166. Cfr.
también B. Balsamo, La sorella che salva, Effatà, Cantalupa (To) 2012, p. 262.
5
R. Ronchi, Come fare, Feltrinelli, Milán 2012, p. 56 y ss.
6
F. Ost, Le temps du droit, Odile Jacob, París 1999.
7
A. M. Cànopi, Di virtù in virtù, Abadía Mater Ecclesiae, 2012, p. 29-68.
8
Ibidem.
9
Cfr. E. Bianchi-M. Cacciari, Ama il prossimo tuo, Il Mulino, Bologna 2011, pp. 88, 104-115, 119.
10
Cfr. M. Cacciari, Doppio ritratto, Adelphi, Milán 2012, p. 66ss.
11
Ibid, p. 102.
1212
Ibid, p. 90-91.
13
Ibid, p. 106.
14
Cfr. B. Balsamo, La sorella che salva, cit., p. 20.
15
R. Guardini, La esencia del cristianismo, Cristiandad, Madrid 2006, p. 180-181.“El hombre renuncia a
lo que le gustaría, esto es, a tomar posesión y usarlo para su propio provecho. En vez de eso, se echa
atrás, toma distancia. Así surge un espacio espiritual en el que se eleva lo que merece respeto y puede
subsistir libremente y resplandecer [...]. Quizás se puede decir que toda auténtica cultura comienza cuando
el hombre se echa atrás; no se precipita, no arrebata consigo, sino que crea distancia para que se
establezca un espacio libre en que puedan hacerse evidentes la persona con su dignidad, la obra con su
belleza y la naturaleza con su poder simbólico”.
16
G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu II. “La presión de la sexualidad está superada entre hermano
y hermana. Entre padres e hijos, hay una relación de egoísmo complementario; los padres tratan de
reproducirse y garantizar la continuidad de su ser. Esta relación es inevitablemente orgánica. Sin embargo,
el hermano y la hermana se enfrentan entre sí en la pureza desinteresada de la libre elección humana. Su
afinidad trasciende lo biológico para convertirse en electiva. La misma feminidad encuentra su expresión
más alta, su quintaesencia moral, en la condición sororal”.
17
Cfr. Cacciari, Doppio ritratto, cit., pp. 67-73.
1
45
LA CLAVE HUMANISTA Y PSICOANALÍTICA
L
a doctrina del amor en clave humanista y psicoanalítica la vemos desarrollada
principalmente en Lacan, en el Seminario 4 dedicado a la relación de objeto1 . Su
presupuesto2 sigue siendo freudiano: el amor más grande es el amor a la madre. Pero la
madre lacaniana es una madre estructuralmente dividida. Por una parte está la madre que
ofrece su pecho como objeto de satisfacción de una necesidad; por otra, la madre que
privando al niño del objeto de satisfacción, ofrece el objeto-signo es decir, el signo como
objeto. Un “objeto-no objeto” que vale no en cuanto satisface la necesidad, no por su
utilidad vital, sino esencialmente como signo de amor. Si, por lo tanto, la primera madre
es la madre del cuidado, la madre del apego, la madre que hace posible la satisfacción de
las necesidades, la segunda madre es la madre del don del amor, es la madre que hace
presente (con su mirada, con su caricia, con su voz, con su modo no anónimo de tratar)
la dimensión del más allá de la satisfacción meramente fisiológica.
En este Seminario, Lacan insiste en diferenciar la petición de la necesidad y nos obliga
a considerar que, a diferencia de la necesidad, que indicaría una relación directa del
sujeto con el objeto que hace posible su satisfacción, la petición es una relación
estructural con el Otro. La petición es siempre petición de amor, no es nunca petición de
objetos, sino petición de la presencia del Otro. Petición, por lo tanto, de una satisfacción
“no-natural”, no-biológica, sino de una satisfacción simbólica. En este sentido, el don
del amor es absolutamente irreductible a lo útil, al disfrute. El don del amor no contiene
otra cosa que el signo de amor o el signo de la ausencia del Otro: “Te echo de menos”,
dice el amado. Frente al objeto (de ahí el disfrute) en cuanto puro “utilizable”, el don del
amor hace presente la subordinación del objeto de la satisfacción al signo del amor. En el
centro del amor no hay más objeto que el Otro, el Otro que ofrece su carencia, que da
un “no-tener” disponible, un no poseer-tener un disfrute contable-contracontable, sino
confianza, esperanza, horizonte del bien, capacidad para la pobreza-“carencia” (de
prestaciones, de narcisismo, de aparecer, de la afirmación del yo, del tener fálico),
capacidad de amar. Como dice el Salmo 34,19: “El Señor está cerca de los atribulados”,
es la capacidad de dejarse “tocar” por el Otro, la capacidad para tener un “espíritu roto”,
es decir un espíritu contrito sobre el que se dirige la mirada divina, según Isaías 66,2,
exactamente lo opuesto a un corazón “cerrado y endurecido” por la autoafirmación de sí
mismo.
En este sentido, la petición de amor no implica un Otro omnipotente, sino más bien un
Otro que sabe ofrecer su “castración”. Este es el valor del paradigma que Hegel atribuye
46
a Cristo, que, siendo Dios todopoderoso, por amor se anonada (se hace pobre)
haciéndose hombre, hijo del hombre, haciéndose Él mismo, en su carne, signo de la
carencia del Otro.
Si uno es capaz3 de amar, es operativa en el sujeto la “castración”, que según el
psicoanálisis es la manera de expresar la función simbólica de la Ley del Padre, que tiene
la tarea de humanizar el deseo, de articular el deseo con la experiencia del límite y de la
diferencia. En este sentido, la exclusión de la castración corresponde a la pulsión de la
muerte, como pulsión que conduce la vida hacia un disfrute tan ilimitado como
destructivo, un disfrute desarticulado del deseo y que angustia cada vez más al sujeto.
Este carácter destructivo sanciona la exclusión del discurso amoroso. De hecho, Lacan
define la clínica contemporánea como la clínica de “anti-amor”, donde el sujeto, en lugar
de buscar en el campo del Otro lo que originalmente ha perdido debido a la acción del
lenguaje, prefiere rechazar la carencia que lo constituye y el deseo que surge de ella.
Prefiero elegir un objeto inhumano (comida, drogas, estimulantes, dinero, etc.) como
socio (reduciendo también al otro a objeto de satisfacción), como “saturador” falso, en
lugar de situar, como diría Lacan, el objeto perdido en el campo del Otro, de Otro.
De hecho, de la carencia es de donde surge la posibilidad del amor. Por el contrario, si
el sujeto, en un autoengaño, colma la carencia (como si fuera un vacío a llenar) con
compensadores como arrogancias, resentimientos o soberbia, no se dispone al amor, sino
a la prevalencia de las cosas, del goce que es siempre del Uno (unilateral) sin el Otro. La
acción de la Ley simbólica, la Ley del Padre, da lugar a una prohibición que “castra” el
goce incestuoso con la Cosa materna (el objeto primordial del goce pleno, prohibido,
“imposible de transgredir”: ser todo y querer todo) y pone un límite simbólico (el sujeto
es no-todo, no lleno, en cuanto habitado, abierto al deseo inconsciente “con que la
conciencia-voluntad no tiene nada que ver si no en el hecho de saber que es
incognoscible”4) dando lugar a una donación que compensa la renuncia al goce inmediato
ofreciendo una identificación idealizante y el derecho al propio deseo.
El deseo sin Ley tiende a la disipación, a la excitación sin límites, a la dispersión no
regulada del disfrute pulsional. Cuando el deseo se libera de la Ley, se precipita hacia
una deriva mortal, se convierte en un disfrute que disipa, aplastado en la satisfacción
inmediata y privado de la mediación del inconsciente. Cuando el deseo y la Ley están
separados existe el Mal, la destrucción, la vida disipada. Por otra parte, la Ley sin
deseo solo puede generar opresión, poder disciplinar-represivo, degradación de la
vida5.
J. Lacan, Seminario. 4. La relación de objeto (1956-1957), Paidós Iberica, 1995. J.A. Miller,
Presentación del Seminario IV de Lacan en “La psicoanalisi”, nº 15, Astrolabio, pp. 27-34.
2
Cfr. M. Recalcati, Sull’odio, Bruno Mondadori, Milano 2004, pp. 142-156.
3
A lo largo del texto, el término “capaz” indica la condición de apertura al deseo y a la acción del Otro.
4
G. Kantzà, Il Nome-del-Padre nella psicoanalisi, cit., p. 126.
5
J. Lacan, Escritos 2. Biblioteca Nueva, Madrid 2013.
1
47
48
LA LEY DEL PADRE EN EL AMOR
n Función y campo de la palabra1 , Lacan reúne en una sola serie lenguaje, orden
simbólico, Ley y Edipo. Lacan sostiene que no es hombre quien aprende a hablar,
sino que es el lenguaje quien habla al hombre en el sentido de que el ser del hombre
depende estructuralmente del horizonte del lenguaje. El lenguaje no es, por tanto, una
mera herramienta de comunicación, sino un campo, una red, una estructura que
determina al sujeto. Este es el carácter “primordial” que Lacan atribuye al Otro; el
lenguaje como horizonte envuelve y determina el ser del hombre. Para Lacan, como para
Heidegger, no es el hombre el que habla, sino el lenguaje (para Heidegger, “el lenguaje es
la casa del Ser”)2 el que hace hombre al hombre.
E
Hablar supone una pérdida, supone alejarse del mundo de las cosas, supone una
pérdida de la inmediatez. Esto es lo que distingue radicalmente, por una parte, al
animal, para el cual el instinto orienta totalmente su comportamiento, por lo que se ve
constreñido a permanecer pegado a lo que tiene necesidad para sobrevivir y para
transmitir la especie y, por otra parte, al ser humano, que, aunque sujeto a estas
mismas reglas, siempre tiene la posibilidad de separarse, de tomar distancia, por el
solo hecho de ser en la palabra3.
Lo que actúa como unión entre la supremacía de lo simbólico y la pérdida del goce es
la función paterna que marca el Ideal del yo y del Superyo, concentrando sobre sí tanto
la función normativa como la sublimativa. Refiriéndose a la función paterna, Lacan
recurre a un elemento simbólico: el Nombre del Padre.
El Nombre del Padre representa al Otro en el Otro, en cuanto es la sede de la Ley.
Se trata del significante que da apoyo a la Ley, que promulga la Ley4.
Esto quiere decir que el Otro del lenguaje está garantizado por el Otro de la Ley, que es
el Nombre del Padre. La función paterna es así asimilada a la función lógica de la
excepción que actúa como la capacidad del lenguaje. Es una Ley fundamental en el
sentido de que da valor al hecho mismo de hablar. La función lógica del Nombre del
Padre es un lugar asimétrico, excéntrico, capaz de introducir una ley, un límite, una línea
fronteriza necesaria para la dimensión de la diferenciación simbólica.
El Nombre del Padre es ese operador simbólico –simbólico en cuanto no coincide
necesariamente con el padre real, el padre que puede incluso no ejercer, estar muerto
o ausente por cualquier razón– de la separación entre madre e hijo. Es ese elemento
49
que mantiene abierta la cuestión del deseo, del más allá de la petición5.
A través de ello, el sujeto es capaz de una disposición amorosa. En este sentido, Lacan
insiste en afirmar que la función lógica del Padre es homóloga a la del lenguaje que
introduce una carencia en el sujeto, frenando el disfrute ilimitado de la pulsión
(decretando la muerte de la Cosa).
La distancia debe inscribirse desde el inicio: es la prohibición del incesto, goce al que
es necesario renunciar, árbol que no hay que tocar, no sea que se derrumbe todo el
edificio humano. Esa distancia se tiene que mantener hasta el fin, para no llegar al
homicidio, a eliminar al otro, a la alteridad del otro6.
Generando, como efecto de esta limitación (castración simbólica), el deseo, la apertura
al valor, a lo Invaluable. En lo específico, la función simbólica del Padre tiene la tarea de
preservar al Otro del Otro como lugar vacío, para hacer posible la transmisión del deseo
y, a través del testimonio encarnado, mostrar cómo vivir el deseo (la posibilidad, el
todavía-no) en su generatividad, sin destruirse, renunciando al goce inmediato e ilimitado.
El deseo trae siempre consigo una pobreza y una distancia que es un tesoro.
El deseo necesita el éxodo. En el texto bíblico, Dios impide el acceso directo de Adán
y Eva al problema del bien y del mal, prohibiéndoles comer del fruto del árbol del
conocimiento. Esto no significa mortificar el conocimiento, sino impedir que se
transforme en la ilusión de poseer un conocimiento ilimitado, de dar al conocimiento
el poder ilimitado sobre el misterio de la vida. Esta prohibición se presenta como la
imposibilidad de sobrepasar la experiencia del límite, pero no como una frustración
del conocimiento, sino como su condición7.
Los psicoanalistas saben que ningún deseo de generatividad está libre de la castración:
no se puede tener todo, disfrutar de todo, saberlo todo, ser todo. La adhesión excesiva a
un goce sin ley acaba por generar más angustia, acaba en mortificación. El deseo no se
puede confundir con el goce autista porque no es la voluntad de gozar, de dominar o el
abuso de poder. El deseo nunca es “todo mío”, autotrófico (unilateral), sino que siempre
está abierto a la figura del Otro y a su alteridad.
El deseo necesita un pasaje a través de una intersubjetividad.
El deseo no refuerza la creencia en el yo, sino que la redimensiona porque es una
experiencia de debilitamiento de la creencia narcisista del yo como identidad cerrada,
absoluta, autosuficiente que se afirma, omnipotente, como ella misma.
J. Lacan, Escritos 1. Biblioteca Nueva, Madrid 2013; A. Di Ciaccia y M. Recalcati Jacques Lacan, Bruno
Mondadori, Milano 2000, pp. 44-45.
2
M. Heidegger, Ser y tiempo, Trotta, Madrid 2009 y De camino al habla, Serbal, Barcelona 2002.
3
J.P. Lebrun y A. Wénin, Le leggi per essere humano, Il pozzo di Giacobbe, Trapani 2010, pp. 44-45.
4
B. Balsamo, La sorella… cit., pp. 145-175; M. Recalcati, L’uomo senza inconscio, Raffaello Cortina, Milán
2010, pp. 39-40; J. Lacan, I complessi familiari, Einaudi, Torino 2005; Dei Nomi del Padre, Einaudi,
Turín 2006, p. 33; Seminario III. Las Psicosis, Paidós, Barcelona 1984.
1
50
G. Senzolo, Ritrovare il futuro, Franco Angeli, Milán 2004, p. 172.
B. Balsamo, La sorella che salva, cit., p. 5; J.P. Lebrun y A. Wénin, cit., p. 23.
7
M. Recalcati, Cosa resta del Padre, Raffaello Cortina, Milano 2011, pp. 60-61.
5
6
51
FUNCIÓN PATERNA Y PUDOR
E
l sujeto tiene que pasar de orientarse desde su omnipotencia imaginaria, a ser un
sujeto de deseo en relación con la Ley del Padre. Lo paterno simbólico, por lo tanto,
no es la inmediatez del “todo y ahora”, sino la capacidad de espera, es jerarquía, porque
el principio psicológico paterno pide orden, proyecto, capacidad de renunciar a las
necesidades inmediatas por un orden superior1, experiencia, responsabilidad, proyecto de
elevación cultural y relacional, capacidad para la sublimación. Característica del Padre es
promover la diferenciación, la separación del Otro materno, del deseo todopoderoso, del
posicionarse en las relaciones, en las decisiones, en el colectivo, a través de asimetrías y
diferentes reciprocidades, pero es también “custodia”. Es apertura al valor absoluto de la
intención moral, como buena voluntad, que debe ser renovada sin tregua y restablecida a
través de buenas prácticas compartidas (como la lectio) ya que la transformación nunca
es definitiva. Se requiere una lucha perenne. Es la apertura para saber lo que se debe
preferir, al Invaluable. Es la capacidad para la palabra reflexiva (autorreflexión y lucha
interior), para el pudor, para la discreta intimidad como “reconocimiento” del mundo
“próximo” (la madre es la que da nombre al mundo para el niño) que va de la madre al
hijo/a, el fruto de la “simbólica materna”. Pero, “la educación” para la relación, en la
familia y en el mundo “de fuera”, el pudor y la custodia (como autorreflexión,
autoconsciencia) se entrelazan con la “paterna simbólica” (prohibición, elevación,
iniciación, bendición, discurso).
El animal no tiene pudor porque no tiene sentido de su propia subjetividad [...]
podemos decir que el pudor es el sentimiento que defiende al sujeto de la angustia del
poder naufragar en la generalidad animal y, renunciando a sí mismo, percibirse como
un mero funcionario de la especie2.
Ante la sexualidad podemos distinguir dos posiciones: una sexualidad que busca el
placer de tal forma que la especie atrae al sujeto para garantizar la propia continuidad.
Esa sexualidad nace del deseo de gozar, está deshabitada del Otro, es un disfrute que no
implica ningún cambio simbólico con el Otro, pero tampoco ninguna contención, ninguna
humanización, porque persigue un placer destructivo en exceso, al borde de la tristeza.
La otra sexualidad busca al Otro3, en su singularidad, en su subjetividad inconfundible y
rechaza el ser “amados” como cualquier otro, indiferentemente. El pudor sirve como
criterio preciso para medir la dinámica de los dos tipos de sexualidad: la sexualidad
promovida por las exigencias de la especie que no reconoce al sujeto, y la sexualidad
52
promovida por el sujeto que quiere al otro sujeto y a nadie más. Así, el pudor es el
sentimiento que defiende al sujeto del miedo a poder caer en la generalidad animal y que,
renunciando a sí mismo, se perciba como un mero funcionario de la especie.
Por lo tanto, el pudor subjetiviza (humaniza) la sexualidad, privándola de la
generalidad que da lugar al desconocimiento del sujeto; por esto hay cierta prevención a
darse sexualmente hasta que el amor no es probado. El pudor es ese sentimiento que
tiene una función electiva porque permite elegir a quien, más allá de las exigencias de la
especie, responde al reconocimiento del O-otro, hasta dentro de su intimidad, que es lo
que le hace único e inconfundible.
Si llamamos íntimo a lo que se niega al extraño para concedérselo a quien se le quiere
hacer entrar en lo profundo del propio secreto y, a menudo, incluso desconocido para
nosotros mismos, entonces el pudor que defiende nuestra intimidad, también
defiende nuestra libertad, y la defiende en el núcleo donde nuestra identidad
personal decide qué relación establecer con el otro... el pudor es una especie de
vigilancia donde se decide el grado de apertura y de cierre hacia el otro4.
Porque estamos continuamente expuestos a la mirada de los demás e
irremediablemente objetivados, el pudor es un intento por mantener la propia
subjetividad a fin de ser secretamente uno mismo en presencia de los otros.
La intimidad combina con la discreción [...]. Es necesario ser discreto y no desvelar
totalmente la propia intimidad para que no se disuelva el misterio que, cuando se
revela totalmente, extingue no solo la fuente de la fascinación, sino también el recinto
de nuestra identidad en ese punto en el que solo es disponible para nosotros5.
Así, vestirse significa disimular la propia objetividad, reclamar el derecho de ver sin ser
vistos, es decir, de “ser puro sujeto”. Por eso, el símbolo bíblico de la caída, después del
pecado original, es que Adán y Eva “se dan cuenta de que están desnudos”. A la luz de
esta interpretación, es correcta la definición hegeliana del pudor como “el comienzo de la
ira contra algo que no debe ser”.
El pudor no defiende el cuerpo de la desnudez que recuerda al hombre su parentesco
animal, sino de la objetivación a la que se reduce cuando le embiste una mirada que
lo priva de su subjetividad. El pudor es la revuelta del cuerpo contra la pérdida de la
propia subjetividad y el vestido es la defensa contra esta amenaza6.
La codicia es el ansia por poseer. Desde su punto de vista no existe la espera, sino la
concupiscencia ansiosa por encontrar en el otro a uno mismo, por eso se desviste a un
cuerpo para poseer la carne, para robar con los vestidos cualquier tipo de subjetividad.
Encerrada en su soledad, la mirada de la codicia se satura con esas imágenes
obsesionantes sobre los cuerpos despojados de sus ropas y sobre la gracia de sus gestos.
De ahí la rebelión del pudor. El pudor defiende el cuerpo de la inercia de la carne, la
subjetividad de un cuerpo vivo de la penosa objetivación de una carne poseída.
53
Pero el pudor, recuerda Max Scheler, no es un sentimiento exclusivamente sexual,
sino que tiene un valor social, que defiende al sujeto de la publicación de lo privado
que, en sociedades como las nuestras, es el medio más eficaz para preservar su
discreción, su ser “singular”, su ser íntimo, donde se custodia esa reserva de
sensaciones, sentimientos, significados “propios” que resisten la homologación, que
es a lo que tiende nuestra sociedad de masas para conseguir una gestión de los
hombres más cómoda7.
“El pudor es un sentimiento fundamental para que el ser humano pueda preservar un
velo sobre la obscenidad de la Cosa”8. Se da así la homologación de lo íntimo a la que
tienden las sociedades conformistas con gran alegría de los que dirigen, ya que, una vez
hecha pública, la intimidad deja de ser intimidad, y con ella se evapora nuestra
subjetividad secreta y nuestra libertad en las relaciones con los otros.
Cuando caen los muros que defienden el “interior” del “exterior”, la exterioridad de la
interioridad, nuestra alma queda en cierta medida des-psicologizada; nosotros
colaboramos activamente a esta despsicologización cuando hacemos una ostentación
desvergonzada de nosotros mismos. Sacamos a la luz secretos para deshacernos de
cualquier interioridad que nos resulta un impedimento; cualquier reserva se considera
una traición y se aprecia cualquier exhibición voluntaria como un acto de sinceridad y
hasta de salud psíquica. Como dice Heidegger: “lo terrible ya ha sucedido”, porque lo
terrible es la homologación total de la sociedad desde la intimidad de lo singular9.
De ahí la necesidad de reivindicar el pudor no solo para sustraer la sexualidad del
desconocimiento de la singularidad, sino sobre todo para sacar lo singular de los procesos
de homologación en los que nos arriesgamos a perder nuestro propio nombre.
Cfr. L. Zoja, Il gesto di Ettore, Bollati Boringhieri, Turín 2008, p. 321.
U. Galimberti, Le cose dell’amore, Feltrinelli, Milán 2004, p. 85 (Trad. esp.: Las cosas del amor.
Barcelona: Planeta, 2006).
3
La o minúscula de “otro” se refiere a la alteridad de los sujetos humanos. La O mayúscula de “Otro” se
refiere a la diferencia, al lenguaje, a la función Tercera, a Dios.
4
U. Galimberti, Ob. cit., p. 86.
5
Ibid, p. 87.
6
Ibid, p. 88.
7
M. Scheler, Sobre el pudor y el sentimiento de vergüenza, Sígueme, Salamanca, 2004.
8
M. Recalcati, Sull’odio, cit., p. 87.
9
U. Galimberti, Le cose dell’amore, cit., p. 85-91.
1
2
54
AMOR “POR” LA FALTA DEL OTRO
S
egún Freud, el amor siempre se ha centrado en el espejo narcisista: el que ama, ama
en el otro su propia imagen ideal; el amor es un deseo de reunificación, porque amar
es siempre amarse a través del otro (el amado es sobreestimado e idolatrado como
representación del propio yo ideal). El amor, es según Freud, una irrupción narcisistaespecular donde el yo termina capturado por un espejismo mortífero como el mito de
Narciso, según la obra de Ovidio. Pero:
Las identificaciones del yo son ilusorias, funcionan en la inmovilidad. En su lugar: “su
flexibilidad, su desarticulación, su dispersión a los cuatro vientos indica cuál es su
posición en el mundo”. El sujeto y el Otro se unifican por esa carencia que los
asimila. Por eso amar al prójimo y amar al enemigo-extraño, como enseña el
mandamiento, es una e idéntica cuestión1.
Para Lacan, sin embargo, la prueba del amor consiste en sacrificar lo que se tiene a la
nada. El más allá del objeto invocado es el don requerido por el amor: no el objeto, sino
las palabras que lo acompañan.
Si consideramos la manera con que se intercambian los dones, podemos decir que es
mejor cuidar el arte que hacer grandes regalos2.
Lacan ve en el Amor cortés un hito importante, según observa en el Seminario VII: La
ética del psicoanálisis. Poetas y trovadores han cantado en las cortes de Provenza, en el
norte de Francia, en Inglaterra y Alemania, a la dama inaccesible.
El Amor cortés es una forma ejemplar, un paradigma de sublimación, un acto que
nos hace sensibles a la importancia de la sublimación, situado en el primer plano”3.
La importancia atribuida por Lacan al Amor cortés insta a considerar la cultura en la
que se desarrolló: el cristianismo. Un poco antes san Bernardo a quien se debe la
celebración de María Virgen, Madre de Dios, fijó los diferentes grados del amor, que se
purifica a través el narcisismo-egoísmo y que se libera de cualquier interés utilitario para
amar.
María es la que indica este camino de amor. La Madre del Verbo, es el camino de los
verba. María fue elegida por su vacío, por ser puro desasimiento en el alma y en el
cuerpo. Por eso puede ser saludada como gratia plena. Por otro lado, la relación
entre Dios y María es una metáfora de la relación entre el Verbo y el alma, y en la
55
teología de nuestro tiempo, entre Dios y el hombre4.
Basándose en san Bernardo, a través de la mediación de Beatriz, “teología en acto”,
Dante hace esta oración a la Virgen y a la Trinidad:
En la profunda y clara subsistencia
de la alta luz, veía tres círculos
de una misma medida y de tres colores.
El reflejo del uno era el otro,
como el iris del iris, y el otro era un fuego
que igualmente venía de éste y de ése5.
Dante canta el amor suscitado por Beatriz, todavía hoy símbolo de la inaccesibilidad de
la mujer por el hombre. La sublimación que el Amor cortés hace del hecho del amor,
revela, como dice Lacan, “el signo del Otro como tal y nada más”. “Aunque esta
floración se agotó rápidamente en la poesía, todavía permanece como signo de un
verdadero amor tan potente como el Espíritu y tan ligero como un soplo”.
En Seminario XX Lacan define el amor como “amuro”6, no como juego narcisista de
amarse en el otro como a sí mismo, sino como elemento de no-identidad, de extranjería
del otro, de no-integración, como experiencia de la disyunción, de separación. En este
Seminario, Lacan se refiere al Seminario IV, y se interroga sobre qué es realmente un
signo de amor7. Ciertamente no es el goce del otro. Porque ese goce del otro, el goce del
cuerpo, no es adecuado para realizar un encuentro, una relación. Entre los cuerpos no
existe la posibilidad de tener una relación. “Lo que hace imposible la relación sexual es la
función fálica, es decir, el hecho de que el goce es, ante todo, goce del órgano, del Uno,
goce sin dialéctica”. El goce –continua diciendo Lacan– “en cuanto sexual, es fálico, es
decir, sin relación con el otro; se puede gozar solamente de una parte del cuerpo del
otro”8. Así, si la relación sexual se pierde porque el goce del Otro nunca es el goce del
Uno, el amor es más bien la posibilidad de una suplencia a la relación sexual.
En el amor la puesta en juego no es el goce del Otro porque ese goce no es signo de
amor, sino del sujeto. Aquí, el signo de amor se ve en relación con lo real, sobre todo en
relación con lo real de la no existencia de la relación sexual de la que el amor es como
una forma de suplencia. El amor implica, de hecho, una relación entre sujeto y objeto,
signo de un encuentro en el que uno encuentra en el otro la pista particular para su propio
éxodo. El amor es encuentro de sujeto y sujeto o encuentro entre dos deficiencias y, por
tanto, “encuentro eminentemente contingente con el otro”. La promesa de amar consiste
en introducir un “momento de suspensión” en el imposible de la relación sexual.
El amor da valor a la contingencia frente a la repetición siempre igual. En el encuentro,
en efecto, hay sobre todo un “suplemento”, un “más”, un superavit respecto al
automatismo de la repetición. Este superavit hace del encuentro de amor un “encontrarbuscar”, un ser en dirección al Otro. De esta manera mi existencia no es mera
contingencia, sino respuesta a una llamada, que viene del O-otro, en cuanto “me siento
56
elegido.” Y así, la existencia en el mundo encuentra sentido, encuentra su fundamento,
encuentra al O-otro y su legitimidad en la llamada del O-otro, en la espera del O-otro.
En esto consiste la “alegría del amor”: antes de ser amados estábamos inquietos,
perdidos en nuestra existencia, ahora nos sentimos justificados de existir. El amor exige
ser reconocidos como una particularidad única, insustituible. “El amor es siempre amor
por el nombre” según otra definición lacaniana con la que se cierra el Seminario X9 .
Significa que el amor no va nunca por la “pieza”, no es apropiativo, no está centrado en
una dimensión fetichista y narcisista. El amor es siempre amor por el nombre, lo que
significa que el amado es amado solo en su singularidad irrepetible, no asimilable (a mí);
por su propio nombre es irreductible, único, insustituible. El amor es así amor por un
nombre particular, por un ser particular, por un nombre propio.
Evocamos aquí, como ejemplo, la imagen evangélica del Buen Pastor que conoce a
cada una de sus ovejas aunque, a los ojos de un extraño, todas parecen iguales,
indistintas. El amor por el nombre es un amor particular, irrepetible. El amor de las
madres revela esta proximidad profunda con el amor por el nombre; el amor de la
madre rechaza el anonimato, es un cuidado que es cada vez el particular custodio del
nombre propio10.
En el deseo amoroso se manifiesta la capacidad llena de gracia para asociar el nombre a
un cuerpo. El amor es siempre amor por el nombre vinculado a un cuerpo. El amor hace
al Otro insustituible, ama en el otro no lo similar, sino lo Insustituible, en su alteridad, en
su carencia.
Sin embargo, hay un punto en el que el amor se desvanece irreversiblemente:
Cuando el ser querido va demasiado lejos en la traición a sí mismo y continúa en el
engaño. El amor puede perdonar todo, pero no la traición de sí mismo, cuando es
continuada y se convierte en una forma de ser. El amor no tiene garantías. El amor
surge de la carencia como espera. El amor es atención, capacidad para la carencia,
para la palabra, es donación, gratuidad, gratitud, gracia. Eso se da sobre todo a través
de la palabra-obra. El amor es siempre un “cum” (“syn”-simbólico, intervalo,
ausencia)11.
Mientras el símbolo se manifiesta como ausencia de la Cosa, como dice Bion, o como
asesinato de la Cosa, según Lacan, la dependencia de la presencia y del consumo del
objeto mata al símbolo. Así, el sujeto se vincula a la Cosa. Se hace parásito de
demasiado placer y poco del Otro. Como afirma Bion, no se puede mantener en la boca
la Cosa-seno y acceder a la función simbólica de la palabra. El amor que nos preocupa es
aquel que está en juego en el ser en-común, como nos enseña Jean-Luc Nancy, que
habla de una doble herencia del amor.
G. Kantzà, Il Nome-del-Padre nella psicoanalisi, cit., pp. 162-163,186-188. Véase J. Lacan, L’etica della
psicoanalisi (1959-1960), cit., p. 227.
2
G. Kantzà, cit., p. 185.
1
57
J. Lacan, cit., p 53, 185 y ss.
G. Kantzà, cit., p. 187.
5
Dante, Divina Comedia. Paraíso, Canto XXXIII.
6
J. Lacan, Seminario XX. Ancora, Einaudi, Turín 2011, p. 49.
7
J. Lacan, Seminario IV. La relación de objeto (1956-1957), cit., p. 415.
8
J. Lacan, Seminario XX. cit., p. 10 y 23.
9
J. Lacan, Seminario X. La angustia (1962 -1963), Einaudi, Turín 2007, p. 369.
10
M. Recalcati, Ritratti del desiderio, Raffaello Cortina, Milán 2012, p. 142-143
11
B. Balsamo, La sorella, cit., p. 5
3
4
58
LA DOBLE HERENCIA DEL AMOR
I
ndagemos la genealogía del término “amor”: Eros.Kronos, el Tiempo, creó a la diosa
Eris (la división, la oposición) y a Eros (el amor, la concordia). Sócrates, en El
Banquete, a través de Diotima cuenta la historia de Eros como fuerza primordial que da
forma al mundo, pero también como demonio mediador entre lo humano y lo divino.
Eros tiene los rasgos de ambos padres: de su madre Penia, la privación, la pobreza, la
“ausencia”; del padre Poros, el talento, los recursos y también el deseo de la sabiduría, la
dedicación a la filosofía (saber que no se sabe). Siempre está en búsqueda de su objeto,
objeto que siempre falta; busca la manera de alcanzarlo como inteligencia, pero resulta
siempre insatisfecho. El demonio Eros que nos describe Diotima es indefinible e
inclasificable, como Sócrates, que no es ni dios ni hombre, ni bello ni feo, ni sabio ni
tonto, ni bueno ni malo. Pero es deseo porque, como Sócrates, es consciente de no ser
bello y de no ser erudito. Para esto es filo-sofo, amante de la sabiduría, o sea deseoso de
llegar a un nivel más cercano a la perfección divina. En la descripción de Diotima es el
deseo de la perfección de su verdadero yo. Sufre por estar “privado” de la plenitud del
ser y aspira a alcanzarla.
Así que cuando los hombres aman a Sócrates-Eros, lo que aman en Sócrates es la
aspiración, su amor por la belleza y la perfección del ser. Encuentran en Sócrates el
camino hacia su propia perfección. Como Sócrates, Eros no es más que una llamada,
una posibilidad que se abre, pero no es la sabiduría, ni la belleza en sí. En efecto, Poros
(padre de Eros) etimológicamente significa “paso”, “acceso”, “apertura”. Sócrates dice
con ironía al bello Alcibíades: “Si me amas es porque has tenido que percibir en mí una
belleza extraordinaria que no se asemeja en nada a la gracia de las formas que hay en ti”.
Alcibíades, al amar a Sócrates, ama solo a Eros, el hijo de Poros y Penia. Las virtudes de
Sócrates representan la posibilidad para llegar a la sabiduría (la belleza) perfecta que
Sócrates desea y que Alcibíades desea al amarle. Así que estar enamorado de Sócrates
significa estar enamorado del amor, de la belleza de la que se carece. A partir de este
sentimiento de privación, de no-tener, nace el amor.
Mi pensamiento busca aunar el amor-eros de la antigüedad al discurso amoroso de
matriz cristiana, al amor del otro, al amor oblativo entre dos carencias1.
Como afirma Jean-Luc Nancy:
En la antigüedad, el amor no fue nunca amor del otro, sino amor del objeto. Nunca la
“persona” ni el “sujeto” aparecen como aquello a lo que el amor se dirige y/o como
59
aquello de lo que proviene. El objeto de este deseo no tiene el sentido que se
entiende normalmente. No es algo ofrecido a la posesión. El eros de Platón es un
deseo de un “objeto” que se llama “lo bello”. Lo bello va desde los cuerpos bellos a
las almas bellas y, finalmente, a lo Bello en sí mismo, a su Idea. Este camino no
consiste en abandonar los cuerpos, sino por el contrario, en sacar toda la energía para
llevarla hasta la esfera de la Belleza en sí misma.
Pero, ¿qué es la Belleza? De hecho, no está en un objeto o en una forma bella que
podamos buscar. Es la forma en la que el deseo se revela cuando alcanza la propia
verdad: es decir, la plena expansión de su carácter divino (Eros es un dios, no lo
olvidemos). Lo “divino” significa evasión, fuga, elevación en la luz de lo verdadero.
Fuga de la oscuridad y subida hacia la luz. La luz no es solo lo que ilumina, sino
también lo que brilla: el mismo sol.
Para concluir, con Platón podemos decir que se trata siempre de ver el sol. “Lo bello
es el esplendor de lo verdadero”. Lo bello es el calor para que lo verdadero brille
excediendo a la propia verdad. Es el suplemento de ser y de poder que irradia de lo
verdadero, por lo tanto del bien, de lo que se encuentra epékeina tés ousías, más
allá del ente. Lo que está más allá del ente no es más ente, pero, si vamos de Platón
a Heidegger, es el ser. No “el ser”, el sustantivo, sino el verbo, ser que es el ente en
el sentido en que, como Heidegger trata de decir, lo “recoge” (légein). Este acto
transitivo de ser, y del ser el ente –más cerca de la idea de “hacerlo existir”, por lo
tanto del “hacer”, “producir” o mejor “crear” (poiesis), es distinto de cualquier
operación– conviene pensarlo como deseo. Más allá de lo que es, se da el deseo de
que sea. Se tiende hacia este deseo y se vuelve el deseo de lo bello: el deseo de
regresar (de re-tornar en términos de Platón) al origen mismo. Deseo de
transfigurarse en el esplendor originario del ser (o, como dice Platón, de “generar
belleza”).
El amor del otro, el amor de oblación –el más noble en el cristianismo– intenta
oponerse a la apropiación del don, a la renuncia que remite al otro en la fe y a través
de la fe, es decir, en la fidelidad y a través de la fidelidad que no es otra cosa que el
abandono en el otro. Seguramente, el deseo de lo bello tiende hacia la apropiación y
la fijación como la mirada que sigue a la bengala. Pero, como ya se ha dicho, lo
visible va detrás del primer brillo que se puede buscar y que, al mismo tiempo, ciega.
Sin embargo, la proximidad al otro, que es dada y que a su vez también da la
confianza (la fe) del abandono es una proximidad que ninguna luz puede iluminar,
que se deja tocar sin poder garantizar nada más que la alteridad del otro hasta su
extranjería absoluta. El deseo al que llega el eros, este deseo de ser iluminado y, al
mismo tiempo, cegado por la belleza, no pierde a quien lo encuentra; esta pérdida es
la del eros, no menos carente de seguridad y tal vez, por terminar, no menos
expuesto a la alteridad sin apelación2.
El amor-ágape cierra el deseo sobre el amado, a través de formas sutiles (un ser tocado
por el Otro)que se mezcla con lo esencial; como Dante dice en el canto XXXIII del
60
Paraíso:
Creo yo, por la intensidad que sufrí
el vivo rayo, que me habría perdido
si mis ojos hubieran partido de él.
Si hubiera cerrado los ojos al “vivo rayo”, Dante se habría perdido porque el esplendor
divino posee la virtud de fortalecer la vista de quien lo contempla, permitiéndole penetrar
más profundamente en su luz; por el contrario, quien asustado por el exceso de luz,
mueve los ojos hacia otros objetos, permanecerá ciego. De esta manera la capacidad de
amar desea que también el otro sea capaz de carecer.
De hecho, el objeto causa del deseo (objeto a), el “intragable”, como lo define
Lacan, señala la carencia del sujeto que captura en el otro los trazos del Otro
desconocido en su más profunda intimidad. Con la introducción de la a, Lacan
explica que el amor va hacia la presencia del Otro que da muestras del amor, frente al
deseo del Otro3.
Pero el amor, en su dar y recibir, nunca se posee (la ascesis es de hecho el deseo del
Otro [“el que persevere hasta el fin, será salvo”, Mt 10,22]). Hegel lo explica a través de
la distinción entre malo y bueno infinito:
Lo malo es aquello en el que lo infinito está en potencia porque es susceptible de ir
siempre más lejos, a ser indefinido. El bien infinito, sin embargo, es aquel en el que la
infinidad está en acto, su infinitamente más está ya efectivamente en sí, así su
interioridad está estructuralmente en exceso sobre él4.
A través del testimonio del otro, el sujeto recibe la llamada a la carencia del otro
(Cristo), mediante la encarnación. El misterio de la Encarnación hace posible el eros en el
ágape, “porque después de la venida de Cristo en la historia no tiene sentido la
separación entre el elemento corpóreo y el del espíritu”5.
En el amor al Otro, en el amor ágape hay siempre un tercero (es el Otro-Dios-Cristo),
el amor de Gracia (que agradece, que es agradecido), que actúa. Es el poder del deseo
como éxodo. Lacan6 alude al movimiento como invocación, oración, apertura, más allá
del objeto, relación con lo infinito: oración, vocación, voto7. Plantea la existencia de la
repetición y del aburrimiento. El deseo no es, sin embargo, reducible a la codicia, al
deseo de gozar, a la pasión inútil. El deseo como oración, como trascendencia, es
invocación del Otro que no se contenta con lo que existe, con lo determinado y
mecánico. La vida del que se dispone a la oración (también a la rebelión) es la vida del
que se abre sobre el Otro, sobre la necesidad de Otros lugares que hagan la vida viviente.
Pero:
En nuestro tiempo asistimos a la multiplicación y a la difusión de objetos de disfrute,
lo que genera esclavitud y ausencia de la castración simbólica que consagra la
61
distancia necesaria entre el hombre y el Objeto del disfrute. Mientras, el psicoanálisis
insiste en poner la Ley en relación con lo imposible: donde está la Ley de la
castración, el disfrute de la Cosa materna (incestuosa) está prohibido; nuestro tiempo
opone a lo imposible el culto hedonista del disfrute inmediato, al alcance de la boca y
de la mano, que es estructuralmente incestuoso. El cuerpo hipermoderno es un
cuerpo sin disfrute, (toxicomanías, bulimias, anorexias, depresiones, dependencias
patológicas). Es un cuerpo succionado por la repetición compulsiva del disfrute, es un
cuerpo esclavo del disfrute8.
Ibid, p. 253-254.
J. L. Nancy, Sull’amore, Bollati Boringhieri, Torino 2009, pp. 39-50.
3
G. Kantzà, cit., p. 148.
4
J. L. Nancy, Ob. cit., p. 32.
5
F. Vignati, Desiderio e dono. L’amore fra eros e agape, Effatà (Turín) 2011, p. 60.
6
J. Lacan, Seminario V. Le formazioni dell’inconscio (1957-1958), Einaudi, Turín 2004, p. 178-180.
7
Cfr. M. Recalcati, cit., p. 119. Por esta razón Lacan insiste en decirnos que el deseo inconsciente no es del
orden de lo óntico, de la empiria, de lo que simplemente existe, sino... del orden de lo ético, de un
movimiento que sobrepasa la simple presencia de la Cosa para abrirse sobre el Otro [J. Lacan, Seminario
XII]... no parece despreciable que Lacan haya propuesto traducir… la palabra alemana... (Wunsch), deseo,
por el término francés Voeu, voto, vocación, invocación.
8
M. Recalcati, Ritratti del desiderio, cit., p. 112-113.
1
2
62
EL AMOR TEOLOGAL
E
l amor es siempre teologal, es la indisolubilidad del amor de Dios con el amor del
prójimo, conyugalidad escatológica de los dos amores, que se expresa en la
comunión-camino de vida, comunión con el Padre. La conyugalidad con el Padre del
amor da creatividad y vida.
El cuerpo que vive dentro de un cenáculo, “simbólicamente” podríamos decir como en
una red, no puede ser meramente sensual, sino don “desinteresado”, sin intereses, ni
cálculo, ni utilidad. La sexualidad humana (que no es un sordo sentir, ni un cegarse) oye
al Otro, al “Inaudible” (igual que la palabra surge del silencio).
El amor es un sustituto de la no-relación sexual. El amor es un exilio recíproco, una
experiencia en acto del horizonte del Otro. Con la ausencia del otro se confirma el
horizonte de la fe (confianza), de la esperanza, se ven las propias deficiencias como
dolor-cruz (el amor es antianestésico, anticompensatorio); el sentirlo es ya una contrición,
una metanoia, un toque de alegría. La función Tercera (operatividad del Ideal del yo,
orden del Padre) lo hace más rico que el poseer solo dos sistemas: el ello y el yo1.
Es el Otro el que nos llama, el que nos busca; no somos nosotros, con nuestro ego, los
que buscamos el “bien supremo”, que se reduce a un mero bienestar. El amor es el
anonadamiento kénosis (como Dios en Cristo) del egoísmo-narcisismo por el Otro. En
efecto, el amor tiene los brazos de la cruz y grita: ¡Abba, Padre! Las obras buenas no son
un per se (un a través), porque solo Dios a través de Cristo puede realizar en nosotros
buenas obras (puede abrirnos a la disposición al bien; adherirse a esta disposición
significa hacerse habitar por Cristo). Así es la libertad, porque es libertad cuando es
capaz de liberar, de liberar a los otros y de liberarse de los estorbos del ego (kénosis).
Es allí donde el estorbo-liberación del egocentrismo, del yo (de la autosuficiencia, del
querer disfrutar), donde más se evidencia el fruto de la gracia; de hecho, las obras buenas
ya están inscritas en nuestra llamada a la fe en Jesucristo. El amor que se entrega, el
amor ágape, es la llamada del Inaudible que se entrega, es el abandono de la lógica de lo
posible (que tiende al poder); confiarse al Inaudible es una interrogación, una lucha
contra el exceso, la arrogancia y la envidia.
El Uno que ama a su prójimo como a sí mismo, es Theos, siempre ad-viniente
(proximus), otro y extranjero. Dios está cerca pero no se le puede aferrar; sin
embargo, nos mira profundamente. Lleno de lo que es propiamente suyo, esta singularidad es para nosotros problema, deseo, (Hölderlin)2.
63
El ágape está entre lo humano y lo divino. El ágape une lo absolutamente distinto como
nos dice Dante en el Canto X del Paraíso, donde van juntos santo Tomás de Aquino con
el averroista Siger de Brabante, acérrimos opositores en vida, o san Buenaventura y
Joaquín de Fiore. (“La satisfacción simbólica permite al goce cumplir el deseo”. J. Lacan,
Seminario X).
El misterio del encuentro entre el hombre y la mujer, de los distintos, también es el
misterio del amor en común, de la comunidad3. Esto nos lo enseña la carta a los Efesios
y el Génesis4:
Vio Dios que era bueno y dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, y semejanza”
[...]. Dios creó al hombre a su imagen; a imagen suya lo creó; varón y hembra los
creó (Gn 1,26-27).
El primer relato bíblico sitúa la creación del hombre al final de un proceso creativo
ascendente. Después de la fecundidad de las plantas y de los animales, a los que se les
mandó multiplicarse y llenar la tierra y el mar, viene la decisión de Dios de crear al
“hombre” a su imagen y semejanza, para que someta la tierra y domine todo lo creado
(los peces del mar, las aves del cielo, etc.). “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen
suya lo creó, varón y hembra los creó”, para después darles el dominio sobre el mundo.
Esta orden que trata del dominio, inmediatamente se completa en el versículo
siguiente en el que se dan los alimentos vegetales. Dominar los animales y comer
vegetales es dominar a los animales sin necesidad forzosa de tener que matarlos para
alimentarse5.
Este mandato ordena que se ejercite in modo contenuto, de manera limitada. La Ley,
ordenada por Otro, está hasta el momento en que el ser humano entra en escena.
El término “imagen de Dios” se inserta entre la fecundidad infrahumana y la
humana. La afirmación “hombre y mujer los creó” se sitúa en la órbita de la
semejanza con Dios, a pesar de colocar al ser humano bisexuado expresamente como
criatura en el marco de lo cósmico-sesual6.
En el segundo capítulo del Génesis, Dios pone ulteriormente la Ley, la distancia de lo
imposible:
Dijo Dios al hombre: “Puedes comer de todos los árboles del jardín del Edén, menos
del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque si comes de él, morirás” (Gn 2,16).
Es una Ley doble: por un lado, prescribe el disfrute de todos los árboles, pero por otro,
pone un límite: “menos del árbol de la ciencia del bien y del mal”. De la aceptación del
límite dependen la vida y la muerte resaltando la imposibilidad de poseer un
conocimiento cierto, lleno, sobre el bien y el mal (solo Dios puede esto, el hombre
reconocerá en la experiencia el bien y el mal).
64
Dios invita al ser humano a vivir. Desarrollar esta vida significa disfrutar de lo que
puede dar, aceptar las carencias y consentir en las pérdidas irreparables. En el primer
capítulo del Génesis, la vida está representada por el dominio del hombre que no llegará
hasta su última consecuencia (matar al animal y comerlo) porque así se diseminaría la
muerte. En el capítulo siguiente, se pone una barrera al “saber todo” o a “la pretensión
de hacer todo.” De hecho, estos dos preceptos limitan la violencia destructora. Esto nos
lleva a la Ley fundamental del psicoanálisis, la Ley de la castración simbólica. Se define
como simbólica “es decir, que realiza la función de límite interno a la realidad psíquica”7.
Para Lacan, la castración se pone en acto por la palabra; al quedar atrapado en el
lenguaje, el sujeto está destinado a perder el goce todo-completo. Así el sujeto siempre es
fundamentalmente limitado. No hay en la tierra un sujeto que piense poder dominar el
todo. En el Génesis, el ser humano no habla antes de haber recibido la Ley. Después de
dar La ley al humano, Dios creó a los animales y se los dio. Entonces el ser humano
habló para darles nombre (Gn 2,19-20). Aunque el texto no lo explicita, todo sucede
como si el hombre se abriese al lenguaje a través de una ley que, procedente de Otro. El
hombre empieza a hablar ante los que no son él (los animales), para distinguirse de ellos.
Pero, tan pronto como aparece el lenguaje en la historia, se impone un animal: la
serpiente que, tomando los términos de la Ley (presentándola como perversa), demuestra
hasta qué punto el lenguaje puede ser manipulado. Y si puede ser manipulado lo es
porque no proporciona un conocimiento absoluto, porque juega con el claroscuro.
Siempre podemos hacerle decir algo más que lo que dice. Por lo tanto, el lenguaje es una
pérdida y, en particular, es la pérdida de un conocimiento que se establecería en la
certeza.
Después de dar nombre a los animales, el relato afronta el tema de la diferenciación, de
la limitación, (de la carencia) entre el hombre y la mujer (Gn 2,21-23), de la que se
deduce una formulación de la prohibición del incesto: “El hombre dejará a su padre y a
su madre, y se unirá a su mujer” (Gn 2,24)8. El homicidio se tratará más adelante en la
historia de Caín (Gn 4). El relato de la creación del hombre y de la mujer constituye un
itinerario de crecimiento; por el contrario, el incesto significa volver a tientas para intentar
coincidir con el propio origen. En la Biblia, la prohibición del incesto está dirigida sobre
todo a los padres: ellos son los que, en primer lugar, deben prohibírselo a sus hijos. En el
texto bíblico, el incesto está conectado principalmente con la madre; ella toma el niño
(Caín) como un objeto para llenar su carencia, mientras que el padre no interviene.
La distancia aparece desde el principio con la prohibición del incesto, un goce al que
hay que renunciar o un árbol al que no hay que tocar. Esta distancia debe mantenerse
hasta el final; no llegará al homicidio, a eliminar al otro, a la alteridad del otro9.
Imponer al otro el propio “ideal exteriorizado” como ideal inigualable, muestra con
precisión que el objeto golpeado es siempre el más próximo, el hermano, el semejante, el
otro idealizado. “Caín tiene siempre la cara de Narciso”, que excluye al otro, a la
65
diferencia, uniéndose al acto de Caín de eliminar al hermano10.
Aquí se alude a dos coincidencias que no pueden realizarse (saber con total
certidumbre e incesto), pero hay una tercera que es el encuentro entre dos seres; este
encuentro es siempre en la carencia.
Después del “muy bueno” del primer relato de la creación resuena el “no bien” del
segundo (Gn 2,18-25): “No es bueno que el hombre esté solo” (aislado, sin relación),
razón por la cual Dios le da a la “mujer” como “interlocutora” como “alivio” (para
arrebatarlo de este aislamiento). El ser humano es como un muerto si, como dice el texto,
está solo.
Esta ayuda consiste en dar alivio al humano (en esta etapa no es el hombre macho,
sino un hombre genérico) dándole a alguien “como su cara a cara.” En esta
expresión, el cómo introduce una idea de aproximación. Señala que nunca será
adecuada una definición del uno partiendo del otro. La locución “cara a cara” hace
referencia a estar enfrente, a afrontar, con cierta sombra de resistencia, de
enfrentamiento, incluso de confrontación. Además, el verbo vinculado a esta raíz
significa decir, contar o mejor aún informar, queriendo indicar que la palabra
estructurará la relación. El otro será en ella (en la palabra) alguien que responderá11.
Recordemos que la mujer está sacada de ‘adam’, de lo humano, y no de ‘ish’, del
hombre. Para el psicoanálisis, tanto el hombre como la mujer deben situarse ante el
“falo” (que no es el órgano, sino una función significante relacionada con el Nombre del
Padre), es decir, a ese significante destinado a designar los efectos del significado, es el
significante Tercero, abierto, que simboliza la incidencia del lenguaje en nuestro destino12.
Cuando el narrador de la Biblia señala que la mujer emerge de ‘adam’, de lo humano y
no de ‘ish’ está de acuerdo con el psicoanálisis cuando dice que la mujer se constituye en
relación con el falo (con la función Tercera, lo abierto) y no con el pene (con la envidia
del pene). Este paso se hace evidente en el contexto: Dios crea a los animales en parejas
y se los presenta a ‘adam’; él les da nombre y así los domina, pero no encuentra entre
ellos a ningún interlocutor adecuado13. Los animales pueden ser nombrados y dominados,
aunque ‘adam’ no pueda acogerlos íntimamente y compartir sus sentimientos. Pero la
“interlocutora’’ que le da Dios, aunque formada de su costilla, aunque “hueso de mis
huesos y carne de mi carne”, le resultará siempre indomable.
La relación presupone, por tanto, una pérdida, algo de menos, una integridad
afectada como si la alteridad supusiese una alteración14.
El hombre (el humano) es, en la creación, una “unidad-entre-dual,” un “entre-dual”
ordenado a una Unidad definitiva inaferrable [...] dos actuaciones diferentes tramitein, un Único ser, dos entia en un único esse, pero no dos fragmentos diferentes de
una totalidad que se pudiese después recomponer como un puzzle15.
Con similares formulaciones se intentaría circunscribir el misterio del hombre en cuanto
66
hombre, junto a su interlocutora, la mujer, como a la viceversa, el misterio de la mujer
respecto al hombre. El yo humano, desde siempre busca y se mueve hacia el tú
encontrándole sin tener que apropiarse verdaderamente de esta alteridad o diferencia.
¿Qué relación sería aquella en la que uno pretendiese conocer todo del otro
(dominarlo), en la que quisiese saber todo sobre él? ¿Qué relación sería aquella en la
que uno quisiese ser el todo, rechazando que el otro se escape de alguna manera?
¿Qué lugar quedaría para la confianza que estructura cualquier relación auténtica? Se
trata de una doble carencia16.
El Adán del Génesis siente la falta de una compañía entre los animales no para un
intercambio sexual, sino como interlocutor con el que poder encontrarse un cuerpo en
un espíritu y un espíritu en un cuerpo.
El hombre es consciente así de su propia contingencia: ninguno de los dos puede ser
por sí todo el hombre. El actuar de Dios ha creado a la mujer antes de presentársela al
hombre. El hombre, al despertar del sueño en el que Dios le había sumergido, constata
que le falta una parte, como certifica una cicatriz en su carne. “De esta herida, se ve que
“esta” es hueso de mis huesos y carne de mi carne”17. Pero, en vez de reconocer su no
saber (todo sucedió mientras dormía) y cuestionarse sobre lo que podría haber sucedido,
afirma que la mujer es hueso suyo y carne suya, lo que equivale a anular el noconocimiento en el que lo había sumergido el sueño y suprimir el actuar de Dios. Se
apresura a recuperar el dominio, suprimiendo lo que ha hecho a la mujer otra: el acto de
Dios. La mujer es lo que le pertenece, lo que se le ha quitado y le falta, como sugiere el
uso del posesivo: hueso de mis huesos y carne de mi carne; la expresión correcta es
“hueso (tomado) de mis huesos y carne (tomada) de mi carne”. Da la impresión de que
el hombre trata de dominar la situación e ignorar a Dios. Habla como si nada escapase a
su saber, como si supiera muy bien quiénes son ella y él. Se comporta como si la mujer
fuese suya y no pudiese escapar de su dominio. Quiere imponerse como si temiera que
pudiera huir debido a su alteridad. “Esto significa que se muestra recalcitrante para
permitir la carencia, esta pérdida que sella el luto del todo”18.
En el segundo relato se declaran tres cosas: la primacía del hombre (humano) en un
primer estado ante Dios, masculino y femenino, que no encuentra su interlocutor ni su
reconocimiento. Dios creó a la “mujer” (femenino) que el hombre (lo humano) lleva en
sí, pero que por sí solo no puede dar; la intención de Dios con su gesto (el gesto divino
es relación, movimiento trinitario)19 pone en relación a la mujer con el hombre, y al
hombre con la mujer. Así, lo humano masculino reconoce lo propia carencia y lo humano
femenino la suya, como acción de Dios, del Tercero. Pablo lo reformula diciendo: “El
hombre no procede de la mujer, sino la mujer del hombre” (1Cor 11,8), “el hombre no
fue creado a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre” (11,9), y sin embargo,
“así como la mujer procede del hombre, también el hombre nace de la mujer” (11,12).
En este círculo dialéctico tenemos, por un lado, al hombre jefe de la mujer como
67
“cuerpo” y por otro a la mujer que como “cuerpo” es “plenitud” y “gloria” del
hombre (porque fue creada en el “éxtasis” del hombre en su “sueño”), y “plenitud” y
“gloria” (1Cor 11,7; Ef 1,23), como su “casa y habitación”(Gn 2,22)20.
Por lo tanto, entre la mujer y el varón está la acción de Dios. En los sujetos, la palabraobra y el testimonio son un recíproco humanizarse, vivificarse, son un “Dios entre
nosotros.”
La mujer es esencialmente correspondencia (Ant-wort), en el sentido original de ant,
que en todas las lenguas indogermánicas significa “contra”, tanto en el sentido de
“antítesis”, como en el sentido de “hacia algo” (and en antiguo sajón, antiguo nórdico,
gótico), por lo que son a la vez ambos significados: la dirección de algo y la oposición, la
distancia. El segundo relato de la creación revela que la palabra que llama se cumple
cuando es asumida y restituida como palabra. Eva aparece después de que Adán haya
puesto nombre (con la palabra) a las cosas y a los animales. La mujer re-amplía la
palabra en la diferencia. El hombre es incapaz de darse a sí el ser que responde; pero no
puede ser palabra sin respuesta, dada en cuanto gracia. Ninguna palabra puede hacerse
por sí misma respuesta. Solo la relación a través de una palabra externa suscita
correspondencia.
Lo que dice acústicamente la “correspondencia” (Antwort) lo dice visualmente la
cara (Antlitz). En “litz” se encuentra en anglosajón “wlitan”, en nórdico antiguo
“lita”: ver, mirar y en correspondencia, “wlite”: aparecer, forma. Términos como
clarividente o poeta (Seher, Dichter) derivan de la misma raíz indogermánica. Por
tanto, la cara (Antlitz) es lo que responde con la mirada. Quien mira a su alrededor
encuentra una contramirada en la que el que ve, resulta visto21.
En este sentido, la mujer es no solo otra palabra y otra cara, una feliz reunión, sino que
es también la ayuda necesaria, la custodia, la morada íntima.
Así, la Carta a los Efesios22 apela a una nueva correspondencia: “Desvestíos del
hombre viejo y revestíos del hombre nuevo” (Ef 4,22.24), que no debe entenderse como
ponerse cualquier cosa para conseguir una imagen externa, sino cambiar profundamente
(metanoia), convirtiéndonos en criaturas nuevas a imitación de Dios y de Cristo.
El tema está desarrollado en Ef 4,32 hasta 5,2. Esta carta impulsa a “andar en amor
como Cristo que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio”
(Ef 5,02). Estimula de esta manera:
Porque antes erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la
luz; el fruto de la luz consiste en bondad, justicia y verdad. Buscad lo que es
agradable al Señor y no participéis de las obras infructuosas de las tinieblas, sino más
bien condenadlas abiertamente, porque lo que se hace en secreto es vergonzoso aun
hablar de ello. Todas estas cosas que son abiertamente condenadas, son manifestadas
a la luz [...]. Por esto está escrito, tú que duermes despierta, levántate de los
68
muertos, y Cristo te alumbrará (Ef 5,8-14).
Es evidente el despertar del ser cadaverizado, preso en la pulsión de la muerte y de su
sueño anestésico, porque el sueño en sí mismo está iluminado por Dios-Cristo (y no es
anestésico, sino fructífero). Vivir en la alegría significa cumplir el compromiso diario de
luz de una manera festiva. La moralidad es la gran aventura del Espíritu, es la ligereza
interior, la transparencia del alma, es un dar gracias (agradecer), como el texto paulino
subraya:
No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje, antes bien llenaos del Espíritu,
entreteneos con salmos, himnos y cantos espirituales, cantando y alabando al Señor
con todo vuestro corazón, dando siempre gracias por todo23.
Esta es la sobria ebrietas, que significa que el placer no es verdadero disfrute
profundo: el vino no da la verdadera ebriedad, aturde, embota, satura. Es la ebriedad
interior, la estimulante (el amor, el deseo del Otro, la invocación), la que permite subir de
un grado a otro, en el misterio de la alegría: es la vida moral bien entendida. Por lo tanto,
es necesario equiparse:
Tomad la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo [...]. Estad
firmes, ceñidos los lomos con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia y
teniendo como calzado el celo por difundir el evangelio de la paz. Tened a mano el
escudo de la fe (el horizonte del Otro) con el que podáis apagar los dardos del
maligno, coged el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu (es decir, la Ppalabra en Dios-Bien) (Ef 6,13-16).
Este párrafo se relaciona con el vínculo entre el hombre y la mujer y toda la
comunidad de los vivos. Algunos conceptos corresponden a la concepción de la sociedad
de entonces, a la vida de aquel tiempo y al derecho grecorromano. Pero en seguida
vemos la novedad repetida en todo el pasaje sobre la relación hombre-mujer: se utiliza,
de hecho, un verbo que nunca se había utilizado en el mundo grecolatino para referirse a
la relación entre ambos; es el verbo agapao. Como mucho entre el hombre y la mujer se
hablaba de una relación de eros en la que la mujer se consideraba posesión del marido,
no era la destinataria de un sentimiento profundo en una relación interpersonal.
En la Carta a los Efesios, el verbo que se utiliza para indicar la relación es agapao. El
ágape es el amor teológico, el amor más alto que debe actuar entre el hombre y la mujer,
y también en la comunidad universal, así: “Las mujeres estén sometidas a sus maridos
como Cristo, cabeza de la Iglesia, y los maridos amen a sus esposas como Cristo amó a
la Iglesia (comunidad universal) y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,22-25). Es una
teología del matrimonio y de la unión nupcial en la comunidad, refiriéndola al misterio.
La unión nupcial en la comunidad es el misterio como símbolo de la relación entre Dios y
su pueblo. La comunión es presencia activa de lo que simboliza, es símbolo de la relación
entre Dios y el hombre. El amor es señal de una realidad superior, así como en la unión
69
nupcial y en el misterio de la comunidad el amor es signo eficaz de la acción de Dios en
el interior de la existencia humana, es un “sacramento”, es kénosis como energía agente,
movimiento y fuerza amorosa.
Por lo tanto, el amor como la vida espiritual es “lectio”24. Necesita una autoridad
formadora (de un testimonio encarnado), que “lleve de la mano”, que sea “mediador”,
que conduzca del amor infantil al amor auténtico, que lleve hacia una educación del
corazón. En el océano del Amor no se vive para uno mismo, sino para el Otro, para Dios
(y para el otro en el horizonte de Dios), llegando a ser cooperadores de su diseño
universal. Por eso, por el camino del amor espiritual, se debe entrar en la “celda interior”
a través del Otro, revestirse de silencio, obediencia, humildad. La humildad es tener
cuidado, es comprobar la pobreza propia para alabar. Se alaba a Dios en el silencio, en el
servicio. Servir es poner en orden, librarse de las cargas, de los residuos, de la suciedad.
Poner en orden es una estética, una ética, una teodicea. Permanecer en la P-palabra,
respirarla, fundamentarse en ella, es como el “susurro de una brisa suave” (1R 19,12).
Conclusión, una cita de J. P. Lebrun y A. Wénin tomada del escritor Valère Novarina:
Hay un maravilloso anagrama de la palabra Dios... en francés [Dieu y Vide]. Las
lenguas se expresan también a través de sus anagramas. En cada frase, Dios es una
palabra en silencio, una aspiración del aire que permite al espíritu recuperar aliento y
movimiento. Es una aspiración del aire que libera el movimiento: una nada que
permite nuestro juego y que nos da libertad. Ninguna otra palabra impacta tanto,
pues en el lenguaje es una palabra que abre, una palabra que atrae, un vacíoatracción en el pensamiento, un principio de amor en el universo magnetizado, una
palabra opuesta a todas las palabras, que pone en movimiento al espíritu25.
Como dice Hannah Arendt:
Cuando una persona avanza hace algo eminentemente singular y toda la humanidad
progresa a su paso. Cuando una persona avanza un paso, debe reconocer que avanza
en el vacío-silencio, y que incluso se sostiene en ese vacío-silencio; todo lo que la
herencia, la genealogía, el saber, le han permitido decir, todo eso solo sirve para
autorizarlo, para permitirle dar ese paso en el vacío; pero ese paso será siempre un
riesgo, una decisión amorosa26 .
Véase G. Bottiroli, Non sorvegliati e impuniti, en Forme contemporanee del totalitarismo, Bollati
Boringhieri, Turín 2007, p. 38. “Lo que define el dispositivo indisciplinar [fuera-ley] no es solo la no
aplicabilidad de las reglas, sino la disminución de las identificaciones simbólicas, es decir, las relativas al Ideal
del yo. La solicitud psíquica que Freud define como “un paso hacia el interior del yo”, no realiza solo
funciones normativas universalizantes sino que también actúa como un factor de complejidad: una
personalidad con tres sistemas psiquicos (el ello, el yo y el superyó) es más rica que una personalidad que
solo tiene dos: el ello y el yo (personalidad narcisista)... Por lo tanto, en ausencia del superyó, el deseo
puede engañarse al decir “yo”, en completa autonomía, es decir sin estar afectado por ninguna alteridad.
No debemos pasar por alto la importancia de estas distinciones. Un ejemplo de J. L. Borges dice: “Como
todos los jóvenes, buscaba ser lo más infeliz que podía, una especie de Hamlet y Raskolnikov fusionados
en una sola persona”. Es un sujeto que vive gobernado por el Gran Otro, y en cuyo ámbito las identidades
1
70
complejas, como los grandes personajes de la literatura, son los modelos. Por el contrario, los procesos de
identificación alimentados por un dispositivo indisciplinar (identificaciones imaginarias) excluyen la
búsqueda de la infelicidad, el deseo, de lo imposible. El dispositivo indisciplinar tiene sus héroes, que van
desde estrellas del deporte hasta protagonistas de reality show. Así, solo la realidad efectiva proporciona la
garantía ya que mira al objeto del deseo: debe pertenecer a la dimensión de lo posible... En la sociedad
contemporánea se tiende a separar el vínculo entre el deseo y lo imposible. No porque todo sea de verdad
realizable (incluso si es un espejismo), sino porque, eliminado lo imposible, todo aparece a la luz de lo
posible (de los posibles), [de la única realidad objetivada]”.
2
E. Bianchi-M. Cacciari, Ama il prossimo tuo, cit., p. 115.
3
R. Esposito, Communitas, Einaudi, Turín 2006.
4
Cfr. B. Balsamo, La parola del narrare e dell’incontro, Effatà, Cantalupa (To) 2001, pp. 78-84.
5
J. P. Lebrun y A. Wénin, Le leggi per essere umano, cit., p. 19.
6
H. U. Von Balthasar, Teodramática, vol. 2, Encuentro, Madrid 1992.
7
J.P. Lebrun y A. Wénin, cit., p. 21.
8
Ibidem, p. 20-23.
9
Ibidem.
10
Cfr. J. Lacan, Seminario I. Gli scritti tecnici di Freud (1953-1954), por G.B. Contri, Einaudi, Turín 1978,
p. 214.
11
J. P. Lebrun y A. Wénin, cit., p. 106.
12
B. Balsamo, La sorella… cit., P. 171
13
Gn 2,20. Del hebreo kenègdô-neged = “como el cara a cara”... “es como introducir un matiz de
aproximación, una especie de mancha que no permite pensar que uno pueda ser atrapado para ir hacia el
otro, y viceversa” (J. P. Lebrun y A. Wénin, cit., p. 115).
14
J. P. Lebrun y A. Wénin, cit., p. 107.
15
A. Frank-Duquesne, Creation et procreation, Minuit, París 1951.
16
J. P. Lebrun y A. Wénin, cit., p. 107.
17
Ibidem, p. 110.
18
Ibidem, p. 112.
19
Dios es relación en sí mismo, es el espacio que une el pensamiento con lo pensado. “El pensamiento es
el espacio en el que el desarrollo de lo diverso se reúne en la unidad, no porque lo haga fluir de nuevo en
el uno sino porque conecta” (Hegel, Lógica, Libro I, sec. 1, cap. 3, I). El término legein griego, y Logos,
no significa solo hablar o discurso, sino también recoger, dejar estar, mantener... Lo que importa es
relacionarse como tal, el uno para el otro (a través, atravesarse) donde ningún término es antecedente o
independiente respecto al otro. Dios es la medida de todas las medidas, no es parcialidad, clausura,
egoísmo (es amor incondicional, amor hasta el final, amor no con condiciones o con ciertas condiciones...).
Dios es ser (eterno y perfecto en el que vive plenamente el don libre y gratuito de sí mismo), Dios es esse
ad Alium, no esse ad se. Es el ámbito de una relación de identidad y diferencia donde entre el uno y el dos
hay una relación [tres] (no es 1 + 1 + 1, que solo sería repetición, iteración del igual, exceso que envía a la
corrosión, a la corrupción, a la disolución) pero es 1 n 2, donde el Uno-[tres] reclama la relación a los dos,
y viceversa. La relación nos habla de un confiarse al otro (Otro), que es una respuesta a Dios, un
corresponderle. En la relación con el otro se vivifica siempre la acción trinitaria; es misterio, la
trascendencia. No lo puedo reducir a mí, lo dejo ser. El otro, el próximo, aparece como una señal de Dios,
de su kénosis. No es amor verdadero y lleno el que quiere reducir al otro a mí, amando en el otro solo a
mí mismo, aunque hay amor en la “carencia”.
20
E. Przywara, Mensch I, p. 134, cit. en H.U. von Balthasar, Teodramática, cit., vol. 3, p. 266.
21
H. U. von Balthasar, cit., p. 265.
22
Véase G. Ravasi, Lettera agli Efesini e ai Colossesi, EDB, Bolonia 1994, pp. 25-86.
23
Ef 5,18-20. Cfr. G. Ravasi, Ob. cit., p. 78.
24
Para B. Balsamo, lectio se refiere a un texto, a una lectura, a su rumia-meditación, a saber aplicarse
algunas partes del texto, librarse de distracciones, al horizonte del Otro, a compartir (disposición agápica), a
la contemplación (elevación de la mente más allá de uno mismo). Sobre la lectio, cfr. A.M. Cànopi, Il dono
della parola, Abadía Mater Ecclesiae, 2011, pp. 25-35; R. Guardini, Volontà e verità, Morcelliana, Brescia
1978; P. Hadot, La filosofía come modo di vivere, Einaudi, Torino 2008; R. Madeira, La carta del senso,
Raffaello Cortina, Milán 2012, p. 213 y ss.
25
J. P. Lebrun-A. Wénin, Le leggi per essere umano, cit., p. 128-131.
26
H. Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad, Gedisa, Barcelona 2001, p. 34-35 y 65-67.
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COLECCIÓN ESPIRITUALIDAD
ALBAR, L.: Descenso a las profundidades de Dios.
ALEGRE, J.: La luz del silencio, camino de tu paz.
ÁLVAREZ, E. y P.: Te ruego que me dispenses. Los ausentes del banquete eucarístico.
AMEZCUA, C. y GARCÍA, S.: Oír el silencio. Lo que buscas fuera lo tienes dentro.
ANGELINI, G.: Los frutos del Espíritu.
ASI, E.: El rostro humano de Dios. La espiritualidad de Nazaret.
AVENDAÑO, J. M.ª: La hermosura de lo pequeño.
– Dios viene a nuestro encuentro.
– La fe es sencilla.
BALLESTER, M.: Hijos del viento.
BEA, E.: Maria Skobtsov. Madre espiritual y víctima del holocausto.
BEESING, M.ª y otros: El eneagrama. Un camino hacia el autodescubrimiento.
BIANCHI, G.: Otra forma de vivir.
BOADA, J.: Fijos los ojos en Jesús.
– Mi única nostalgia.
– Peregrino del silencio.
BOHIGUES, R.: Una forma de estar en el mundo: Contemplación.
BOSCIONE, F.: Los gestos de Jesús. La comunicación no verbal en los Evangelios.
Buccellato, G.: Tú eres importante para mí.
CÀNOPI, A. M.: ¿Has dicho esto por nosotros?
– y Balsamo, B.: Amor, susurro de una brisa suave.
CHENU, B.: Los discípulos de Emaús.
CLÉMENT, O.: Dios es simpatía.
CUCCI, G.: El sabor de la vida. La dimen-sión corporal de la experiencia espiritual.
DANIEL-ANGE: La plenitud de todo: el amor.
DOMEK, J.: Respuestas que liberan.
EIZAGUIRRE, J.: Una vida sobria, honrada y religiosa.
ESTRADE, M.: Shalom Miriam.
FERDER, F.: Palabras hechas amistad.
FERNÁNDEZ-PANIAGUA, J.: Las Bienaventuranzas, una brújula para encontrar el norte.
– El lenguaje del amor.
FORTE, B.: La vida como vocación. Alimentar las raíces de la fe.
FRANÇOIS, G. Y PITAUD, B.: El bello escándalo de la caridad. La misericordia según Madeleine Delbrêl.
GAGO, J.L.: Gracias, la última palabra.
GHIDELLI, C.: Quien busca la sabiduría, la encuentra.
GÓMEZ, C. (ed.): El compromiso que nace de la fe.
GÓMEZ MOLLEDA, D.: Amigos fuertes de Dios.
– Pedro Poveda, hombre de Dios.
– Cristianos en una sociedad laica.
GRÜN, A.: Buscar a Jesús en lo cotidiano.
– Evangelio y psicología profunda.
– La mitad de la vida como tarea espiritual.
– La oración como encuentro.
– La salud como tarea espiritual.
– Nuestras propias sombras.
– Nuestro Dios cercano.
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– Si aceptas perdonarte, perdonarás.
– Su amor sobre nosotros.
– Una espiritualidad desde abajo.
GUTIÉRREZ, A.: Citados para un encuentro.
HANNAN, P.: Tú me sondeas.
IZUZQUIZA, D.: Rincones de la ciudad.
JÄGER, W.: En busca del sentido de la vida.
– Contemplación. Un camino espiritual.
JOHN DE TAIZÉ: El Padrenuestro... un itinerario bíblico.
– La novedad y el Espíritu.
JONQUIÈRES, G.: Fitness espiritual. Ejercicios para estar en forma.
JOSSUA, J. P.: La condición del testigo.
LAFRANCE, J.: Cuando oréis decid: Padre...
– El poder de la oración.
– En oración con María, la madre de Jesús.
– El Rosario. Un camino hacia la oración incesante.
– La oración del corazón.
– Ora a tu Padre.
LAMBERTENGHI, G.: La oración, medicina del alma y del cuerpo.
LÉCU, A.; PONSOT, H. Y CANDIARD, A.: Retiros en la ciudad.
LOEW, J.: En la escuela de los grandes orantes.
LÓPEZ BAEZA, A.: La oración, aventura apasionante.
LÓPEZ VILLANUEVA, M.: La voz, el amigo y el fuego.
LOUF, A.: El Espíritu ora en nosotros.
– A merced de su gracia.
– Mi vida en tus manos.
– Escuela de contemplación.
LUTHE, H. y HICKEY, M.: Dios nos quiere alegres.
MANCINI, C.: Escuchar entre las voces una.
– Como un amigo habla a otro amigo.
– Libres y alegres en el Señor.
MARIO DE CRISTO: Dios habla en la soledad.
MARTÍN, F.: Rezar hoy.
MARTÍN VELASCO, J.: Testigos de la experiencia de la fe.
– Vivir la fe a la intemperie.
MARTÍNEZ LOZANO, E.: El gozo de ser persona.
– ¿Dios hoy? Creyentes y no creyentes ante un nuevo paradigma.
– Donde están las raíces.
– Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y unificación personal.
MARTÍNEZ MORENO, I.: Guía para el camino espiritual. Textos de Ángel Moreno de Buenafuente.
MARTÍNEZ OCAÑA, E.: Cuando la Palabra se hace cuerpo… en cuerpo de mujer.
– Cuerpo espiritual.
– Buscadores de felicidad.
– Te llevo en mis entrañas dibujada.
– Espiritualidad para un mundo en emergencia.
MARTINI, C. M.: Cambiar el corazón.
– La llamada de Jesús.
MATTA EL MESKIN: Consejos para la oración. Introducción de Jaume Boada.
MERLOTTI, G.: El aroma de Dios. Meditaciones sobre la creación.
MONARI, L.: La libertad cristiana, don y tarea.
MONJE DE LA IGLESIA DE ORIENTE, UN: Amor sin límites.
MORENO DE BUENAFUENTE, A.: A la mesa del Maestro. Adoración.
– Alcanzado por la misericordia.
– Amor saca amor.
– Buscando mis amores.
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– Como bálsamo en la herida.
– Desiertos. Travesía de la existencia.
– Eucaristía. Plenitud de vida.
– Habitados por la palabra.
– Palabras entrañables.
– Voy contigo. Acompañamiento.
– Voz arrodillada. Relación esencial.
MOROSI, E.: ¿Cuánto falta para que amanezca? La “noche” en nuestra vida.
Neves, A: La luz que nos ilumina.
OSORO, C.: Cartas desde la fe.
– Siguiendo las huellas de Pedro Poveda.
PACOT, S.: Evangelizar lo profundo del corazón.
– ¡Vuelve a la vida!
PAGLIA, V.: De la compasión al compromiso. La parábola del buen samaritano.
PÉREZ PRIETO, V.: Con cuerdas de ternura.
POVEDA, P.: Amigos fuertes de Dios.
– Vivir como los primeros cristianos.
RAGUIN, Y.: Plenitud y vacío. El camino zen y Cristo.
RAVASI, G.: Epifanía de un misterio. La creación y las criaturas.
RECONDO, J. M.: La esperanza es un camino.
RIDRUEJO, B. M.ª: La llevaré al silencio.
RODENAS, E.: Thomas Merton, el hombre y su vida interior.
RODRÍGUEZ MARADIAGA, ÓSCAR A.: Sin ética no hay desarrollo.
RUPP, J.: Dios compañero en la danza de la vida.
SAINT-ARNAUD, J.-G.: ¿Dónde me quieres llevar, Señor?
SAMMARTANO, N.: Nosotros somos testigos.
SAOÛT, Y.: Fui extranjero y me acogiste.
SCARAFFIA, LUCETTA (Ed.).: Las otras misericordias.
SEGOVIA, M.ª J.: La gracia de hoy.
SEQUERI, P.A.: Sacramentos, signos de gracia.
SOLER, J. M.: Kyrie. El rostro de Dios amor.
STUTZ, P.: Las raíces de mi vida.
TEPEDINO, A. M.ª: Las discípulas de Jesús.
TOLIN, A.: De la montaña al llano.
– Seguirle por el camino con Simón Pedro.
TRIVIÑO, M.ª V.: La oración de intercesión.
URBIETA, J. R.: Treinta gotas de Evangelio.
VAL, M.ª T.: Orantes desde el amanecer.
VEGA, M.: Contemplación y Psicología.
VILAR, E.: La oración de contemplación en la vida normal de un cristiano.
– La misericordia de Dios sana.
WOLF, N.: Siete pilares para la felicidad.
WONS, K.: Sanar el corazón.
ZUERCHER, S.: La espiritualidad del eneagrama.
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© NARCEA, S.A. DE EDICIONES, 2018
Paseo Imperial 53-55. 28005 Madrid. España
www.narceaediciones.es
© Effatà Editrice. Via Tre Denti, 1. 10060 Cantalupa. Torino
Título original: Amore. Sussurro di una brezza leggera
Traducción: Rita Campoamor
Imagen de la portada: IngImage
ISBN papel: 978-84-277-2328-3
ISBN ePdf: 978-84-277-2329-0
ISBN ePub: 978-84-277-2330-6
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin
contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la
propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados
derechos.
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Alcanzado por la misericordia
Moreno de Buenafuente, Ángel
9788427723641
164 Páginas
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San Juan de la Cruz, el santo místico y poeta, dice en uno de sus versos: "Tras
de un amoroso lance/ y no de esperanza falto/ volé tan alto, tan alto/, que le di
a la caza alcance". Con estos versos se interpreta la altura del vuelo místico, la
técnica divinizadora del santo castellano. En sentido contrario, cuando uno se
hunde por su propia fragilidad, es posible llegar a los abismos, pero justamente
ahí, la misericordia divina nos alcanza y nos libra de la destrucción. Esto explica
el título: 'Alcanzado por la misericordia'. Gracias a ella, no perecemos en nuestra
torpeza y pecado pues, si por gracia cabe experimentar las cotas más altas del
amor divino, también por gracia Aquel que se ofreció por todos los hombres bajó
al fondo del seol, para dar la mano a cuantos yacían en las tinieblas; por su
muerte somos alcanzados siempre por su misericordia.
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Los Proyectos de Aprendizaje
Blanchard, Mercedes
9788427722101
208 Páginas
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¿Qué se entiende por innovar? ¿Cuáles son los planteamientos educativos
concretos a los que deberá responder una institución educativa que quiera se
innovadora? El libro presenta, en primer lugar, una reflexión teórica sobre el
sentido, presupuestos y elementos básicos de la innovación educativa. Y, en
segundo lugar, los resultados de los procesos llevados a cabo con equipos
docentes y comunidades educativas de diferentes niveles. Responde a la cuestión
qué se entiende por innovar y facilita algunas claves que pueden ayudar a
reconocer este proceso, cuando se produce con la intencionalidad y la implicación
del profesorado. Presenta los grandes marcos teóricos que propician la actuación
innovadora en el aula, tales como la enseñanza para la comprensión, las
inteligencias múltiples, el pensamiento crítico y creativo y los Proyectos de
Aprendizaje¸ por considerar que estos son los marcos teóricos, idóneos y más
ajustados a una innovación real y efectiva. Además, desarrolla todo lo
relacionado a los Proyectos de Aprendizaje para la Comprensión: su proceso
detallado de planificación, aplicación y evaluación, y sus inmensas posibilidades
para involucrar al alumnado de cualquier edad. La segunda parte de la obra
presenta el desarrollo completo y pormenorizado de cuatro Proyectos de
Aprendizaje desarrollados en diferentes etapas, desde la educación infantil hasta
la educación superior. Los Proyectos funcionan bien en manos de profesionales
que se plantean su trabajo en equipo, de manera comprometida, que toman las
riendas de su propio desarrollo profesional y que están convencidos de que los
alumnos y alumnas son los verdaderos protagonistas de su propio proceso de
aprendizaje.
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Didáctica universitaria en Entornos Virtuales de
Enseñanza-Aprendizaje
Bautista, Guillermo
9788427721852
250 Páginas
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Esta obra es un referente para los docentes que se inician en la formación en un
entorno virtual de enseñanza y aprendizaje o para quienes deseen saber, de
forma práctica, en qué consiste enseñar y aprender en un entorno virtual. El
lector encontrará a lo largo de estas páginas, ideas y ejemplos para la acción
formativa en línea, de forma que pueda comenzar a trabajar con buen pie en un
entorno virtual de enseñanza y aprendizaje. Quien ejerza docencia universitaria
se beneficiará del recorrido que se hace aquí por los elementos fundamentales de
la formación en un entorno virtual: el nuevo rol del estudiante y del docente,
cómo se diseña y se lleva a cabo la acción formativa, cómo se puede evaluar y
diferentes sugerencias de carácter innovador -tanto al hilo de los capítulos como
en la relación final de anexos-, muy adecuadas para el nuevo modelo de
Universidad que requiere el Espacio Europeo de Educación Superior.
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Altas capacidades en niños y niñas
Mir, Victoria
9788427721715
152 Páginas
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El libro presenta y estudia los aspectos básicos y más importantes sobre la
personalidad de los niños-alumnos con altas capacidades. Estos alumnos
presentan características varias y desconcertantes, pudiéndose mostrar retraídos
o comunicativos en exceso, libres hasta parecer indisciplinados, indiferentes o
emotivos, y creativos e individualistas para evitar aburrirse. La obra incluye un
anexo en el que se ofrecen varios Cuestionarios, diferenciados por edades, para
facilitar la detección, tratamiento e intervención de altas capacidades, desde la
valoración de la familia, el educador y el propio alumno. Su lectura facilitará al
profesorado y a las familias un trabajo en equipo, es decir, la cooperación
necesaria de ambos; evitando que el aburrimiento se instale en sus alumnos e
hijos, y procurando que estos logren una autoestima correcta y la capacidad de
autogestionar sus propias capacidades.
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Investigar con Historias de Vida
Moriña, Anabel
9788427722361
120 Páginas
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Este libro, centrado en un modo narrativo de conocimiento, opta por la historia
de vida como metodología cualitativa de investigación. Comienza
contextualizando la historia de vida en su paradigma más inmediato, el
cualitativo, y, dentro de este, la investigación crítica o emancipadora, a través de
la metodología biográfico-narrativa. Posteriormente, describe las formas de hacer
investigación narrativa, su alcance y su uso. Gira, exclusivamente, en torno a
historias de vida (life history). Para ello, dedica un apartado a distintas
cuestiones que preocupan a la hora de investigar con narrativas: ¿Cuántas
historias de vida? ¿Es el consentimiento realmente informado? ¿La dialéctica de
lo relacional? ¿Cómo transcribimos? ¿Sujetos o participantes? A continuación,
describe diferentes instrumentos que pueden utilizarse para recoger la
información narrada en las historias (entrevista biográfica, entrevista a otros
informantes, auto-informe, un día en la vida de, la línea de vida y la fotografía),
siguiendo un enfoque paradigmático y narrativo. Finaliza con un apartado sobre
ética de la investigación en el que se abordan planteamientos referidos a
cuestiones éticas a tener en cuenta antes, durante y después de la investigación.
Una obra, con enfoque teórico-práctico, escrita pensando en responder a
cuestiones que las personas interesadas en este tipo de metodología puedan
hacerse o haberse hecho a la hora de investigar con historias de vida. Será de
gran ayuda a la hora de emprender nuevos estudios de estas características.
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Índice
Otros títulos del autor
Cita
INTRODUCCIÓN
PRÓLOGO
UN DESEO COMPARTIDO
Parte 1
“Permaneced en mi amor”
M. Anna Maria Cànopi, OSB
El mandamiento del amor
Bienes visibles y bienes invisibles
El don y la custodia del silencio
3
4
7
8
9
11
11
12
13
17
21
Silencio ante el prójimo
Silencio ante las cosas
22
22
Familia: misterio de unidad en la novedad del amor
El nuevo nacimiento en el encuentro con Cristo
el rostro secreto del amor
La mística del pudor
Iconos de pudor
25
28
30
32
33
Los ropajes del amor
Parte 2
El amor es abierto
Beatrice Balsamo
Potente como el espíritu, SUAVE como un soplo
la palabra-obra
La clave humanista y psicoanalítica
La Ley del Padre en el amor
Función paterna y pudor
Amor “por” la falta del Otro
88
35
38
38
39
40
41
46
49
52
55
La doble herencia del amor
El amor teologal
Colección espiritualidad
Página de créditos
59
63
73
76
89
Descargar