Citius, altius, fortius El libro negro del deporte I. PRÓLOGO: EL ASALTO AL JUEGO II. LA CULTURA FÍSICA, DE LA ANTIGÜEDAD A LA EDAD MODERNA III. ORÍGENES Y DESARROLLO DEL DEPORTE IV. EL DEPORTE EN LA ERA DEL IMPERIALISMO Y EL TOTALITARISMO V. DE LA GUERRA FRÍA AL NUEVO ORDEN DEPORTIVO MUNDIAL VI. EPÍLOGO BIBLIOGRAFÍA GLOSARIO 1 «Tengo en la mano un documento que rebosa de toda la infamia de esta época y la rubrica, uno que bastaría por sí solo para hacerle un lugar de honor en un estercolero cósmico al puré de divisas que se autodenomina ser humano.» Karl Kraus, Viaje anunciado a los infiernos 2 PRÓLOGO: EL ASALTO AL JUEGO «La diferencia entre las concepciones de Marx y Schelling, que hemos citado, reside, ante todo, en el punto siguiente: en la concepción de Schelling la historia es, a la vez, la apariencia del juego y el juego de las apariencias, mientras que para Marx, la historia es a la vez un juego real y el juego de la realidad. Para Schelling la historia está escrita antes de ser representada por el hombre, es un juego directamente prescrito, pues sólo dentro de un juego semejante “se juega” la libertad de cada uno […]. Esta predeterminación de la historia transforma el juego histórico en un falso drama y rebaja a los hombres no sólo al rango de simples actores, sino incluso al de simples marionetas. Por el contrario, en Marx el juego no está determinado antes de que la historia esté escrita, pues el curso y los resultados de ésta están contenidos en el juego mismo, es decir, resultan de la actividad histórica de los hombres.» Karel Kosik, El individuo y la historia Si bien los juegos han acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia, el sometimiento del mundo a la lógica de la mercancía acarreó un asalto sin precedentes contra todo tipo de actividades lúdicas y festivas. Muchas de ellas se vieron abocadas a la extinción pura y simple, mientras otras lograban sobrevivir en tanto que pasatiempos semiclandestinos o arrinconadas como reminiscencias del pasado. En cualquier caso, la dimensión lúdica de la vida social, que en épocas anteriores desempeñó un papel fundamental en la existencia de las comunidades humanas, se vio alterada y suprimida como nunca antes. Algo muy parecido, y no es en modo alguno coincidencia, ha sucedido con las festividades. Las grandes celebraciones de los pueblos no civilizados, así como las fiestas de la Antigüedad clásica o el carnaval medieval, que constituían momentos esenciales en la vida de esas comunidades, han quedado reducidas en nuestros días a una festividad banal y pseudotransgresora, que no sólo no produce una cancelación temporal del mundo cotidiano, sino que es la prolongación de éste por otros medios. Las celebraciones de los pueblos arcaicos tenían un carácter unitario, por lo que a los cultos serios les sucedían otros más desenfadados, en los que los dioses se convertían en objetos de burla y chanza. Con la gradual desaparición de la comunidad arcaica y la consolidación de las divisiones sociales propias de la polis, esta concepción unitaria del mundo va eclipsándose y surge la escisión entre lo serio y lo burlesco, que da paso a la contraposición entre una esfera de lo sagrado, en la que se alojará el atletismo ritual, y una esfera profana a la que queda confinado el juego, escisión que refleja a su vez la separación entre la cultura aristocrática y la cultura popular. La seriedad y la formalidad de hieráticas procesiones a distintos santuarios sustituirán al desenfreno y el desorden general de las antiguas fiestas. Los Juegos Olímpicos, fundados en el santuario de Olimpia, son un caso nítido de juego sagrado que sanciona la separación y la desigualdad entre los hombres. La práctica de la cultura física quedó restringida a la 3 aristocracia y después se extendió a los nuevos ricos de las colonias, mientras que los estratos populares permanecían al margen, divirtiéndose con juegos y danzas que seguirán conservando, de forma clandestina y desprovista de carácter público, los rasgos que caracterizan a los juegos y las fiestas primigenias. Durante siglos, en toda Europa siguieron existiendo y celebrándose fiestas y costumbres paganas, sobre todo entre el pueblo llano. Este es el caso del carnaval, fiesta que deriva de las antiguas Saturnales y que en la Edad Media constituía la celebración más importante del año. El carnaval, que tenía una duración de tres meses y se prolongaba desde las Navidades hasta la Cuaresma, era el tiempo de la fiesta, del juego y de la liberación de las restricciones. Suponía una especie de obra colectiva de teatro, escenificada en las calles, en las plazas públicas y, finalmente, en toda la ciudad, transformada en un escenario sin límites donde se suspendían temporalmente las relaciones jerárquicas en una atmósfera de transgresión en la que se infringían las normas, se volatilizaban las prohibiciones y se permitían todos los excesos. En el carnaval no existía separación entre actores y espectadores; todos participaban y nadie quedaba excluido, puesto que se trataba de una celebración de toda la comunidad donde la vida misma se interpretaba como juego, y en la que el juego era indisociable de la vida real. Tras la Reforma protestante, la Contrarreforma y el consiguiente desplome de la unidad católica en la segunda mitad del siglo XVII, se producirá un declive tanto de esta fiesta como del resto de diversiones, juegos y bailes populares. Muchas festividades se prohibieron y dejaron de tolerarse, y aunque el carnaval no desapareció, comenzó a institucionalizarse y a privatizarse, convirtiéndose en una fiesta oficial que habitaba el suntuoso espacio de los palacios, de los templos y las cortes, y que tenía mucho de pompa y postín, pero muy poco ya de fiesta pública y popular. Comienza así un lento proceso de asedio, persecución y prohibición de aquellas festividades y diversiones del pueblo llano (festejos que cada vez más a menudo ocasionarán alborotos, desórdenes y enfrentamientos con la autoridad) cuya falta de límites y normas supone un obstáculo para la consolidación de un poder que pretende controlar y vigilar como nunca antes a sus súbditos. Tras el ascenso de la burguesía, a partir del siglo XVIII, comienza un progresivo declive de la fiesta, que se encamina a pasos agigantados hacia su ruina en el siglo XIX, con la consagración de la moral utilitaria y la ética del trabajo del nuevo orden industrial, que apenas dejará espacio ni tiempo para los juegos y las diversiones. Resulta de lo más revelador que fuera precisamente en este período cuando se colonizaron multitud de juegos tradicionales para reformarlos y convertirlos en deportes. En el transcurso del siglo XX, la evolución hacia el denominado deporte de masas o deporteespectáculo ha arrojado datos no menos concluyentes acerca de la naturaleza profunda de la sociedad contemporánea. En la actualidad el deporte ha dejado de ser un espejo en el que se refleja la sociedad contemporánea para convertirse en uno de sus principales ejes vertebradores, hasta el punto de que podríamos decir que ya no es la sociedad la que constituye al deporte, sino éste el que constituye, en no poca medida, a la sociedad. El deporte es la teoría general de este mundo, su lógica popular, su entusiasmo, su 4 complemento trivial, su léxico general de consuelo y justificación: es el espíritu de un mundo sin espíritu. *** Según el antropólogo Bronislaw Malinowski, en las llamadas sociedades del «don» melanesias la vida social gira en torno al intercambio kula, es decir, en torno al «dar y recibir» regalos. La práctica del kula no es una transacción comercial ni un trueque, ya que el intercambio de presentes nunca puede ser simultáneo, ni éstos pueden intercambiarse después de negociar su valor o intentar establecer una equivalencia entre ellos. El intercambio, por consiguiente, nunca es equilibrado ni debe serlo: siempre tiene que haber alguien que quede en deuda, con el fin de que la relación se mantenga. El mantenimiento de las relaciones sociales, que a menudo coincide con el establecimiento de las jerarquías, es más importante que los resultados materiales del intercambio. Los intercambios materiales no son la «razón de ser» del lazo social: la finalidad de éstos es producir un «vínculo de amistad» entre los individuos y los grupos, al margen de cualquier hipotética utilidad «económica». En las sociedades del don, a menudo los grupos locales son autosuficientes, por lo que si entran en contacto con otros grupos vecinos no es por razones puramente materiales. El juego social del intercambio gira en torno al fortalecimiento de los vínculos que unen a estas comunidades. No tiene por objeto producir resultados objetivos cuantificables, sino todo lo contrario: representa la forma de un juego supremo de la comunidad, a través del cual ésta funda la comunicación en su seno y con el exterior. El desafío es el momento esencial de este vasto juego del reconocimiento. «A través del intercambio, los indígenas melanesios establecen en primer lugar la desigualdad mediante el don de obertura, con el fin de incitar a continuación a la igualdad mediante la reciprocidad.» [Y. Delhoysie, G. Lapierre 2008:333] El propósito del regalo de apertura es aumentar el prestigio, el honor y la fama del dador, y la finalidad de la contrapartida es responder al desafío. Cada parte, una vez establecido el prestigio de la que ha tomado la iniciativa sitúa a la otra en la obligación de corresponder; de esta manera, entre ambas partes se establece una relación estrecha en la que cada una compite por ser la más generosa, por dar más de lo que recibe. «En el sistema de la mercancía sucede exactamente lo contrario: todos los individuos son formalmente iguales, y todas las mercancías se equiparan a través del dinero, para acceder finalmente a la desigualdad en el salario y en el consumo.» [Y. Delhoysie, G. Lapierre 2008: 333-334] El dinero es aquí la deidad suprema a cuya mayor gloria y reconocimiento se sacrifica el prestigio de toda mercancía particular, incluidas las humanas, y a la que los seres humanos han de servir rebajándose a sí mismos para rebajar y eliminar al competidor. Entre los melanesios la igualdad no es un principio abstracto, sino el resultado de una operación práctica que vuelve a ponerse en juego sin cesar mediante la puja recíproca. El indígena melanesio fundamenta su existencia en tanto que ser humano a 5 través de esa reciprocidad. Reconocer la humanidad del otro arriesgando la propia es un juego peligroso (cuando menos, delicado y precario) que puede degenerar en confrontaciones violentas y poner en peligro la propia existencia. Bajo el principio del intercambio no se considera que el devenir esté constituido de antemano en lo esencial y sea libre en los detalles, sino que se entiende como una apuesta y un riesgo continuos. *** La inmensa mayoría de los historiadores del deporte, lejos de arrojar luz sobre los vínculos entre el pasado y el presente, manejan abundantes fuentes sobre las festividades populares y las combinan con otras relativas a pasatiempos nobiliarios como la caza y los métodos de instrucción militar y finalmente, a modo de propina, añaden algunos juegos infantiles para consagrar una entidad mitológica bautizada con el monstruoso apelativo de «deporte primitivo». En lugar de una historia de la festividad popular, del ocio aristocrático o de los juegos infantiles, los historiadores descubren en multitud de antiguos juegos embriones elementales que necesariamente habrían de evolucionar hasta desembocar en el deporte moderno, como si éste fuese la prolongación «natural» de antiguos juegos y pasatiempos populares. Ellos sí que son primitivos. Cuando el único criterio que ha de satisfacer una modalidad lúdica o atlética para ser clasificada como «deporte» es el de consistir en una actividad corporal «competitiva» y estar formalmente orientada hacia la obtención de un resultado, resulta tarea fácil proyectar la tenebrosa sombra de la prehistoria deportiva contemporánea sobre todo el pasado lúdico-festivo de la humanidad. Lo cierto es que desde mediados del siglo XIX en adelante, la institución e implantación progresiva del deporte, discurrió de forma paralela a la supresión social del juego y a la perversión de su noción misma, confirmación adicional, por si falta hiciera, de la profunda incompatibilidad existente entre ambos. El deporte presupone la aceptación de un conjunto de reglas inviolables que asfixian todo elemento lúdico. A pesar de que la mayoría de los deportes modernos se autodefinan como juegos, de los que no dejan de reivindicar su supuesta procedencia, todo conspira para alejarlos cada vez más de ellos. En el juego, dado que el «resultado material» no es lo decisivo, es perfectamente posible que ambas partes sean desiguales y se constituyan de modo accidental, como también puede darse el caso de que una persona o un grupo de personas desafíe a todas las demás. El punto de partida del juego es un desequilibrio fundamental, pero no se trata de una deficiencia, sino de su esencia misma. En el deporte, por el contrario, siempre tenemos dos partes formalmente «iguales» que luchan por la obtención de un resultado «justo», y reglas que pretenden establecer y garantizar un equilibrio que conduzca a ese resultado justo. Los juegos pueden regirse por reglas, pero éstas no pueden adquirir una objetividad autónoma frente a los jugadores. El juego sin límites permite jugar con las reglas, modificarlas, incumplirlas e incluso, al contrario que en el deporte, jugar a hacer trampas. 6 El marco social del juego es la festividad. El esparcimiento y el juego físicos giran en torno al disfrute de la propia corporalidad, el contacto con la ajena y con el entorno natural, a diferencia de lo que sucede en el deporte, que tiende a eliminarlos o cuando menos a estandarizarlos. En el juego no sólo se produce un resultado objetivo o la afirmación del ego, sino también el encuentro con el otro, encuentro que no hay por qué concebir siempre y necesariamente en términos idílicos, ya que también queda abierta la posibilidad del desencuentro con todas sus consecuencias. La encorsetada «seriedad» del deporte, con sus rimbombantes y solemnes ceremonias pseudofestivas, se opone a la dinámica expansiva del juego y de la fiesta, que carece, en principio, de límites espacio-temporales definidos. Por lo demás, la erradicación progresiva de la festividad por obra de la disciplinaridad deportiva no podía dejar de desembocar en un vigoroso retorno de lo reprimido, como ponen de manifiesto las derivaciones vandálicas del moderno espectáculo deportivo. La pasión de jugar, destruida, renace como juego de la destrucción pasional. Los deportes reproducen las principales características de la organización industrial moderna: reglamentación, especialización, competitividad y maximización del rendimiento. Tanto los sistemas de entrenamiento como las reglas y el instrumental tienen en común la impresión de objetividad que se desprende de ellos y el fetichismo productivo que los impregna. Lo que producen el deporte y la educación física son fundamentalmente rendimientos y récords, es decir, datos computables, cosas, no relaciones entre personas. En primer lugar, en el encuentro deportivo el control del tiempo y del espacio es fundamental. El tiempo desempeña el papel de un adversario abstracto, de un rival al que también es necesario batir. Así, al marcar el comienzo y el final, el reloj (por no hablar de los cronómetros) se convierte en protagonista por derecho propio. Las competiciones, a su vez, se celebran en espacios ad hoc homogeneizados en función de cada modalidad, lo que se plasmará en la proliferación de instalaciones, gimnasios y terrenos deportivos. En lo que se refiere a su entramado institucional, el deporte moderno se organiza con arreglo al ideal democrático de la igualdad de oportunidades, que corresponde a las aspiraciones teóricamente igualitarias de una sociedad jerarquizada que materializa en la práctica las desigualdades. La implantación de este ideal lleva aparejado el enfrentamiento en igualdad de condiciones como base de la competición deportiva, para lo cual se establecen normas que limiten estrictamente el número de participantes y garanticen la igualdad numérica de los equipos, de modo que resulten cualitativa y cuantitativamente comparables. Para el logro de esta meta, se fundan por doquier clubes y asociaciones cada vez más centralizados, encargados de establecer e introducir un conjunto de normas universales y una gran variedad de categorías, pesos, medidas y clasificaciones de obligado cumplimiento en todas las competiciones. Así cada disciplina puede regirse por normas idénticas en cualquier parte del mundo, cuya aplicación y vigilancia se encomienda a los árbitros, intérpretes de la ley y el orden deportivos. Por último, a medida que se difunde y adquiere una mayor trascendencia social y económica, el deporte acarrea no sólo la profesionalización y la especialización de los 7 jugadores, sino también su transformación en engranajes intercambiables de la industria deportiva, en vedettes condenadas no a jugar, y ni siquiera a ganar, sino ante todo a generar ganancias: el carácter mercantil y espectacular del deporte limita cada vez más la iniciativa y autonomía de unos «jugadores» convertidos en auténticos soportes publicitarios y sometidos a constantes presiones para optimizar el rendimiento y los resultados. El hecho de que los deportes han acabado por convertirse esencialmente en un inmenso negocio de distracción masiva es lo que explica, en última instancia, los contratos millonarios de los deportistas de élite y la omnipresencia mediática de los resultados e incidencias de las competiciones. No obstante, el resquemor generalizado de los aficionados ante el mercadeo ilimitado y la búsqueda de celebridad de las estrellas deportivas es indicio de la difusa persistencia de una arraigada y sin duda arcaica superstición según la cual el deporte es, o «debería» ser, algo más que un entretenimiento. *** Buena parte de los críticos contemporáneos del deporte, que se sitúan así en el mismo terreno que sus apologistas, logran la proeza de conjugar la impugnación aparatosa de fenómenos presentes en las actividades lúdico-atléticas de todo tiempo y lugar con la hazaña suplementaria de pasar por alto la contribución histórica específica de la sociedad contemporánea a la degradación del juego. Tras la denuncia equívoca y abusiva del espectáculo, la violencia y la competitividad despiadada como rasgos exclusivos de nuestro tiempo, se obvia la raíz fundamental de la decadencia contemporánea del juego, a saber: la presencia de un público ávido de formas triviales de recreo y de sensaciones fuertes, despojado tanto de las condiciones precisas para gozar de una hipotética dimensión estético-cultural del deporte como de las necesarias para contribuir a ella, y sumido en un estado anímico cuyos principales ingredientes, de acuerdo con Huizinga, son una mezcla de «adolescencia y barbarie». Esta es la fuente de la que brota la destrucción del impulso lúdico, no de la presunta subordinación «instrumental» y «desnaturalizada» del deporte a objetivos como la obtención de beneficios, la «formación del carácter» o el fomento del espíritu patriótico. Los elementos objetivos de la actividad lúdico-competitiva, tales como la celebración de la victoria y del vencedor (que no conduce de forma automática a la obsesión moderna por el rendimiento) la adquisición mimética de la técnica corporal (que tampoco tiene por qué regirse por criterios deportivo-gimnásticas), el acuerdo en torno a un lugar de encuentro (que no siempre fue la aséptica instalación deportiva moderna) tienen hondas raíces en la historia cultural de la humanidad, a las que la lógica del capital imprime una dinámica fetichista propia. El deporte no consiste ni en el ejercicio corporal ni en la competición como tales, sino en el sometimiento de éstos a un patrón productivo y a una demanda social muy específicos. Lo que explica el prurito reformador de cierto tipo de críticas de la «pasividad» y de la frustración engendradas por el espectáculo deportivo, (cuyos autores nunca pierden ocasión de solicitar una mayor «participación» de homo spectator en la 8 actividad deportiva) es la soterrada convicción de que en realidad la excelencia sí se alcanza a expensas de los demás, la identificación más o menos inconsciente de la competición con el deseo de aniquilar al adversario y, sobre todo, el temor de que, más allá de cierto punto, la rivalidad deportiva haga entrar en juego la cólera interior «que el hombre contemporáneo se esfuerza tan desesperadamente por dominar». Los certámenes atléticos de la Antigüedad clásica griega, por el contrario, brindaban un contrapunto dramático a una realidad que aspiraban expresamente a exaltar; no pretendían en modo alguno ofrecer una válvula de escape frente a las rutinas y las servidumbres de la cotidianidad. Los participantes tampoco se limitaban a competir entre sí, sino que tomaban parte en una ceremonia de reafirmación de los valores compartidos por una comunidad restringida pero real, representada por un público de entusiastas versados en las reglas de las pruebas y el significado ritual que subyacía a ellas. La importancia central de la exhibición y la representación sirve además como recordatorio de los ancestrales vínculos existentes entre el juego y el arte dramático. En cualquier caso, lejos de anular o empañar el valor del acontecimiento, a menudo la asistencia de testigos constituía una parte fundamental de la ceremonia. *** Detengámonos a examinar un juego que no fue posible encajar en el canon deportivo moderno pese a los esfuerzos realizados en ese sentido: el sogatira. Cuando, tras un período de prohibición impuesto por los ingleses, volvieron a celebrarse en Escocia los Highland Games, entre los juegos «restaurados» figuraba el sogatira. Sigue sin saberse hasta la fecha si dicho juego tenía sus raíces en prácticas más antiguas o se trataba de una mera impostura romántica. En cualquier caso, no deja de ser curioso observar que cuando durante la Exposición Universal de París en 1889 se celebró una exhibición de los Highland Games, la combinación del sogatira, el lanzamiento de troncos, los bailes tradicionales y las últimas modas en tartán ya los habían asimilado en gran medida a un espectáculo étnico-popular no tan distinto del Show del Salvaje Oeste de Buffalo Bill, con el que compartieron cartel. A comienzos del siglo XX el sogatira llegó a ser disciplina olímpica, pero quedó definitivamente al margen del canon olímpico en los Juegos de Amberes de 1920, al parecer porque los esfuerzos realizados para que este juego se ajustara al principio moderno del rendimiento chocaban con su notoria «impureza». La exclusión del sogatira del programa olímpico es tan interesante como la transformación de antiguos juegos en deportes. Si hay algo «poco serio» en el sogatira, queda planteada, al menos, la cuestión de en qué consiste la «seriedad» del deporte. El juego del sogatira hereda de la cultura popular los gruñidos, las muecas y la hilaridad. Que en el momento de la victoria los vencedores tengan muchas posibilidades de caerse de culo es algo que cuadra perfectamente en una cultura popular del juego y del carnaval, pero no tanto en la cultura del rendimiento desarrollada por la burguesía industrial, por no hablar ya de la ideología pseudoaristocrática del olimpismo. Sin duda los rasgos «poco serios» de este juego eran un obstáculo suplementario para una deportivización completa, que no es otra cosa que el despliegue ritual del culto 9 capitalista a la productividad y la disciplina fabril (y en su vertiente «pedagógica», la sumisión a la norma sacrosanta como expresión suprema de la sociabilidad deportiva), en definitiva, la consagración del fetichismo de la mercancía a través del deporte. *** Llegados a este punto, podemos concluir con un examen más minucioso de la clase de vínculo social del que el deporte es embajador y vehículo privilegiado. Las relaciones que se establecen en una sociedad basada en el intercambio mercantil generalizado no pueden tener otro fundamento a priori que la indiferencia mutua, pues aquí el vínculo de los individuos con la generalidad de la vida social es el dinero, lo que a su vez supone que el nexo real de la dependencia mutua sea independiente de sus portadores concretos, cada uno de los cuales lleva, por así decirlo, su relación con la sociedad y con el prójimo en el bolsillo. De ahí que la sociedad moderna suponga no sólo el colmo de la separación entre la vida del individuo y la de la colectividad, sino también, y como corolario obligado, el apogeo de las formas ideológicas a través de las que dicha sociedad rehuye la conciencia de esa situación. La subjetividad moderna no es, en efecto, sino un incesante ir y venir entre la exaltación de la pseudosoberanía del individuo y su inmersión en una manada informe. En el universo de la mercancía al individuo sólo se le concibe como átomo solipsista aislado y enfrentado a un entorno hostil, o reducido a la condición de anónimo engranaje de un «equipo». O bien el individuo es el centro del universo y la sociedad un elemento accesorio, o la sociedad lo es todo y el individuo una simple pieza. Paradójicamente, es el aumento de la distancia real entre individuos lo que suscita la necesidad de simular su pseudonegación mediante una confraternización perversa cuya dimensión «social» no es otra que el «marchar todos juntos» del espíritu de hinchada, y cuya dimensión «personal» queda perfectamente plasmada en este pasaje de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer: A fin de disimular la incómoda distancia entre individuos, se llaman «Bob» y «Harry» unos a otros, en tanto miembros intercambiables de un equipo. Esta práctica reduce las relaciones entre seres humanos al compañerismo de la comunidad deportiva y es una defensa contra el género verdadero de relaciones. [T. Adorno, M. Horkheimer 1993: 165] George Orwell, en uno de los contados pronunciamientos inequívocamente críticos sobre el deporte que hayan salido de la pluma de un intelectual del siglo XX, enlazó la moderna obsesión por el deporte con lo que designó con el calificativo, harto deficitario, de «nacionalismo». En un artículo escrito dos meses antes («Notas sobre nacionalismo»), a la vez que admitía su incapacidad para dar con una denominación satisfactoria, precisaba que dicha patología no es en modo alguno privativa de quienes sumergen su individualidad en la exaltación de una «nación», etnia o «cultura» cualquiera, y que es perfectamente extensible a toda forma análoga de relación abstracta sustentada en otro tipo de identidades, como la religión o la clase social. He aquí el diagnóstico que ofrece Orwell en “The Sporting Spirit”: 10 No caben demasiadas dudas de que todo ello está vinculado al auge del nacionalismo, es decir, a la demencial costumbre moderna de identificarse con grandes centros de poder y verlo todo en términos de prestigio competitivo. Además, los juegos organizados tienen mayores posibilidades de prosperar en comunidades urbanas donde el ser humano medio lleve una existencia sedentaria o al menos recluida, y en las que no tenga demasiadas oportunidades para dar salida a su creatividad en sus labores. En una comunidad rural, los muchachos o los hombres adultos eliminan gran parte de sus energías sobrantes caminando, nadando, lanzando bolas de nieve, escalando árboles, montando a caballo y por medio de diversos deportes en los que figura la crueldad ejercida contra los animales, como la pesca, las peleas de gallos y la caza de ratas con hurones. En una gran ciudad, si uno quiere dar salida a su fuerza física o a sus impulsos sádicos, tiene que tomar parte en actividades gregarias. Los juegos se toman en serio en Londres o Nueva York, al igual que sucedía en Roma y Bizancio; en la Edad Media se jugaba, y seguramente con una brutalidad física considerable, pero sin que el juego se mezclase con la política ni que fuera motivo de odio entre colectividades. [[G. Orwell 2004:]] Orwell añade a las observaciones anteriores que el comportamiento «deportivo» realmente significativo no es tanto el de la rivalidad despiadada entre los jugadores como el de un público para el que el honor y la dignidad de «su» bando llegan a depender de una actividad tan trivial como correr tras un balón y patearlo. Si bien logra identificar de forma minuciosa y exacta varias determinaciones de este «nacionalismo», su concepto se le escapa. Un examen más detenido de dichos rasgos nos mostrará que corresponden punto por punto a la privación de humanidad consustancial a la modernidad industrial, o lo que es lo mismo, a los infaustos efectos del fetichismo de la mercancía: la dominación de la sociedad por «cosas suprasensibles aunque sensibles». La identificación con una comunidad abstracta concebida en términos de «prestigio competitivo» supone por definición la existencia de uno o más adversarios igualmente abstractos, y no es, por tanto, sino una proyección de la «guerra de todos contra todos», la reafirmación colectiva del individuo aislado despojado de toda inserción comunitaria efectiva. De ahí la fuerza de atracción, de otro modo incomprensible, que ejerce el placer sustitutivo de romper ilusoriamente con la realidad cotidiana mediante la inmersión en una efímera comunidad ficticia. Si a ello añadimos la escasez artificial de actividades creativas, el ansia por escapar de la monotonía de la cotidianidad y la consiguiente avidez de experimentar «sensaciones fuertes», obtendremos el retrato robot de las principales carencias socioindividuales fabricadas en masa por el moderno orden industrial. De esta miseria fundamental se sigue que el «nacionalista» orwelliano sólo entenderá las relaciones humanas (tanto con sus correligionarios como con sus adversarios) en clave de victorias y derrotas, de seducciones y humillaciones, de poder y de jerarquía, en una palabra, como política, cuyo fundamento no es otro que la ausencia de comunidad. Así pues, la política moderna, síntesis incongruente de la ficción pseudouniversalista de la «esfera pública» con el materialismo sórdido y atomista de la esfera de «lo social», en la que rigen la concurrencia y la ley del más fuerte, es el vínculo abstracto y el modo de abordar las relaciones sociales inherente al ser social capitalizado. En semejante marco, por otra parte, la sociabilidad genuina no puede sino ser percibida como amenaza a la «cohesión social», ya que ésta última se sustenta 11 precisamente en el deterioro de las condiciones del reconocimiento mutuo y de la relación con el prójimo, que se transfieren al Estado, a la Nación o al Club; en definitiva, a la representación del poder, sea cual fuere. La servidumbre a la que nos reduce la sociedad contemporánea no nos lleva, por tanto, a aspirar por encima de todo al reconocimiento de nuestros semejantes, sino al de aquello que nos domina, lo que convierte a la comunidad en un ideal cada vez más abstracto y lleva a cada cual a buscar desesperadamente, en el aislamiento al que ha sido arrojado, aquello de lo que se le ha privado: el sentido de los demás. Y es ahí donde el espectáculo deportivo adquiere una importancia estratégica cada vez mayor: como forma de adhesión espontánea a lo existente, como célula elemental y escuela de socialización capitalista. La ideología pseudolúdica del espectáculo moderno y la «deportivización» de toda la existencia social cumplen la tarea, efectivamente vital, de disimular cuanto sea posible la atmósfera autista y maquinal en la que transcurre la «lucha por la supervivencia». La «deportivización» de la cotidianidad y del lenguaje se traduce en la proliferación de «juegos de poder» que, en el terreno de las relaciones intersubjetivas, compensan y disimulan la impotencia general y el aislamiento del hombre moderno y suponen la continuación de la «guerra de todos contra todos» bajo modalidades «civilizadas». La regla suprema de dichos «juegos» es que nada importa, que hay que «desdramatizar» toda situación susceptible de evolucionar hacia un conflicto real y «tomarse las cosas con deportividad» (salvo, claro está, cuando el poder decrete expresamente lo contrario). Es obvio que estos juegos de poder, a la vez que exorcizan el poder disolvente y crítico del juego, contribuyen a minar la capacidad de comunicación de cada cual y reemplazarla por una alucinación social: la ilusión del encuentro y de la comunicación. En resumidas cuentas: el capitalismo espectacular nos ha empobrecido hasta tal punto que sólo somos capaces de comprender y de jugar a los juegos impuestos por las necesidades del intercambio de mercancías. Así pues, la «ética de la diversión» contemporánea no es más que la prolongación de la vieja ética del trabajo por otros medios. Carece de todo sentido, por eso mismo, abogar por la conversión del trabajo en «juego» en el sentido de los pasatiempos banales alentados por la sociedad existente, que se ha encargado ya de transformar la inmensa mayoría de ocupaciones remuneradas, no menos que la formación que conduce a su desempeño, en bromas de mal gusto. La resolución de la contradicción actual entre «trabajo y ocio» o «producción y consumo» no puede, por consiguiente, adoptar la forma de una opción unilateral a favor de la antítesis del trabajo, ni consistir tampoco, como proponía Huizinga, en una restauración de sus «justas» proporciones respectivas, inexplicablemente perdidas. Sólo cabe la abolición de ambos, es decir, la superación de la contradicción y el acceso a una forma superior de actividad humana libre. Impugnar el deporte, ese juego ilusorio, es exigir que se hagan realidad juegos en los que la humanidad pueda desplegar plenamente sus facultades. Quienes se ven privados de todo, y ante todo de condiciones y capacidades para dar salida a sus inclinaciones lúdicas, tendrán que privarse también de toda ilusión sobre el juego y renunciar a todos los juegos que requieran ilusiones, pues nos aproximamos a marchas forzadas a un punto en que se convertirá en condición sine qua non no sólo para hacer 12 de la existencia humana un juego apasionante, sino pura y simplemente para asegurar la propia supervivencia de la especie. El juego de la emancipación humana se distingue de cualquier actividad anterior por tener en su punto de mira el sustrato alienado sobre el que ha reposado toda forma de relación social existente hasta la fecha y abordar las presentes y futuras de modo consciente, sobre la base de las creaciones anteriores de la humanidad, pero despojándolas de su carácter «natural» y preestablecido para someterlas al poder creador de los individuos asociados. De lo que se trata, pues, es de la institución, esencialmente lúdica, de las condiciones de esta asociación, es decir, de hacer de las condiciones existentes condiciones para la asociación. Y la historia, evidentemente, está llena de ingratitud para quienes no saben jugar. 13 LA CULTURA FÍSICA, DE LA ANTIGÜEDAD A LA EDAD MODERNA «En la medida que los festivales de atletismo griego eran un ritual religioso y una expresión artística, tenían un objetivo que los trascendía, y dejaban de ser deporte en el sentido estricto de nuestra definición del término. El certamen, cuanto más cerca del arte, más se alejaba del deporte.» A. Guttmann, From Ritual to Record: The Nature of Modern Sports «De todos los pillos que pululan por Grecia, nada hay peor que la raza de los atletas. En primer lugar, no reciben ningún principio de vida honesta ni tampoco sabrían recibirlo. Poco acostumbrados a los nobles sentimientos, difícilmente se someten a contrariedades [...] Censuro esta costumbre de los griegos, que reúnen mocetones de este tipo, venidos de cien comarcas distintas, y los honran con placeres inútiles.» Eurípides, Autólico Emplear la engañosa rúbrica de «deporte preindustrial» para describir las manifestaciones atléticas desarrolladas desde la Antigüedad hasta la época moderna equivaldría no sólo a proceder como aquellos economistas que, según Marx, «cancelan todas las diferencias históricas y ven la forma burguesa en todas las formas de sociedad» [K. Marx 2003:306], sino también a hacer abstracción del proceso de «expropiación originaria» de los juegos y diversiones populares que precedió a la implantación de los deportes de la era industrial. Por lo demás, en modo alguno nos hemos propuesto emprender una descripción exhaustiva y detallada de la «prehistoria lúdico-atlética» de la humanidad, pues los objetivos que nos hemos trazado quedan sobradamente colmados con la exploración del ámbito occidental. Precisemos, asimismo, que las fuentes históricas de las que disponemos en lo tocante a las prácticas atléticas de la Antigüedad remiten en su práctica totalidad a actividades de los estamentos privilegiados, ya que (como sucederá de forma ininterrumpida hasta los albores de la era contemporánea) la educación física era su patrimonio cultural exclusivo, y el vulgo se ceñía a juegos, danzas y concursos acrobáticos y de equilibrios. Las actividades atléticas de la era preindustrial presentaban un conjunto de rasgos que las distinguían marcadamente de los deportes modernos. Una diferencia fundamental es que las «pruebas» podían realizarse en condiciones de notable desigualdad, tanto en lo que se refiere a las condiciones físicas —estatura, peso— como a la edad de los contendientes. Tampoco existían limitaciones de tiempo claramente definidas: la duración de una prueba o de un combate dependía del propio ritual de la celebración y de la resistencia de los participantes. 14 Por lo que se refiere a normas generales, las distintas modalidades gozaban de una total autonomía. Ningún juego se regía por reglas universales acatadas en todo un territorio o comunidad política, y podía variar de una localidad a otra. Por lo demás, tales normas no estaban escritas y se transmitían de una generación a otra de forma consuetudinaria. Pese a que las primeras manifestaciones atléticas de las que se tiene noticia se remontan a los comienzos de los grandes asentamientos y la aparición de la civilización, y que su rastro pueda seguirse en Mesopotamia, Egipto y Creta, en la Antigüedad la época de esplendor atlético por excelencia corresponde a la Grecia clásica. El advenimiento de la polis griega en el siglo VIII a. C. va ligado al dominio político de una nobleza terrateniente y a la fundación de los Juegos Olímpicos. El inicio de los Juegos, en el año 776 a. C., fue la base del calendario griego, que a partir de entonces se contó en Olimpiadas, esto es, el espacio de cuatro años que mediaba entre dos celebraciones olímpicas. Los Juegos constituían un acontecimiento de afirmación e identificación panhelénica frente a los pueblos «bárbaros» que no hablaban griego y honraban a otros dioses, e incluían una multitudinaria peregrinación religiosa al santuario de Zeus en Olimpia que atraía a grandes muchedumbres. Las competiciones atléticas de la Antigüedad estaban ligadas a homenajes funerarios en honor de los guerreros caídos, en los que se ofrecían sacrificios para aplacar a los espíritus de los héroes; no en vano, el agón constituía una rivalidad regulada o competición entre adversarios que originariamente suponía el enfrentamiento de dos héroes por medio de un combate o de la palabra y tenía por meta celebrar los valores comunes de la polis. Las más célebres de las que tenemos noticia son las que se describen en la Ilíada (los juegos fúnebres que Aquiles organizó para honrar la muerte de su amigo Patroclo) y en la Odisea (el certamen atlético que Alcínoo ofrece en honor a Ulises). Los dioses del Olimpo personifican la religión aristocrática ensalzada por Homero en estas obras, en las que los Juegos Olímpicos se identifican con los valores de la aristocracia guerrera, ya que en el período arcaico (700 a.C.) conocer y practicar los juegos era patrimonio de dicho estamento. Los poemas homéricos describen una sociedad transfigurada y embellecida para adular y glorificar a la aristocracia. Además de ensalzar las gestas de los antepasados, dichos poemas ofrecían a cada aristócrata un árbol genealógico que entroncaba directamente con un dios. En los versos homéricos se proclamaba que la excelencia, o areté, era transmitida a la aristocracia por los dioses. También se destacaban las diferencias entre la nobleza aristocrática y el resto de la sociedad, y se hacía gala de desprecio por todo tipo de ocupaciones comerciales y artesanales a la vez que se cantaban las excelencias de la agricultura, la política y la guerra. La celebración de los Juegos Olímpicos inaugura una rivalidad limitada y reglamentada, en consonancia con la evolución de las poleis arcaicas, en cuyo marco se imponen los usos de la civilización y el respeto a las leyes. En los Juegos Olímpicos ya existían normas y jueces —los llamados helanódikas— que velaban por su cumplimiento. Los atletas debían someterse obligatoriamente a un entrenamiento preliminar de un mes en el gimnasio de Ellis, ser hombres libres de etnia griega, jurar 15 no haber cometido delito o sacrilegio alguno y no emplear ningún medio ilegal para alzarse con la victoria. La participación en las Olimpiadas, como en otro tipo de competiciones, no estaba abierta a cualquiera. Hasta el siglo VII a. C., cuando aparece la competencia de los nuevos ricos de las colonias, la mayoría de los participantes procederá de la aristocracia. No sólo estaba prohibida la asistencia de esclavos, de mujeres y de todos aquellos que no fueran hombres libres de ascendencia griega, sino que la participación de éstos últimos estaba limitada por su fortuna personal. En efecto, salvo en los casos en que una ciudad o un ciudadano acaudalado corriesen con los gastos del atleta, participar en los Juegos exigía que cada asistente dispusiera de ciertos recursos y dedicase casi un año a prepararse. Además de la destreza, la fuerza y la belleza, la aristocracia guerrera pretendía monopolizar el lujo, el refinamiento, la riqueza, el poder político y la sensibilidad artística e intelectual. La victoria en la competición atlética constituía un medio más de alcanzar honor y gloria, metas que se perseguían tanto en la guerra como en la vida pública. La lucha constituía el ámbito por excelencia para el despliegue de las virtudes aristocráticas, que hundían sus raíces en los más remotos códigos de honor de los guerreros. Vencer en la guerra o en los juegos panhelénicos elevaba a quien lo hacía al estatus de semidiós (de «héroe», pues ese es el significado antiguo de dicho término), y representaba el máximo honor al que podía aspirar un noble. De ahí la costumbre de entregar al vencedor una corona de palma o de olivo, símbolos de eterna juventud, resistencia, fortaleza y poder, y de inmortalizar a los vencedores por medio de estatuas y monumentos. Por añadidura, la victoria en una competición atlética era un buen augurio, una prueba del favor de los dioses hacia los ciudadanos de la polis vencedora. De la estrecha relación que los ejercicios atléticos guardaban con la guerra dan fe, en primer lugar, las propias pruebas: la carrera y el salto eran fundamentales para atacar y retirarse (recuérdese que Aquiles lleva el sobrenombre de «el de los pies ligeros»), el lanzamiento de jabalina remite al de la lanza, el de peso al de pesadas piedras, el de martillo al uso de la honda. No en vano, la práctica habitual de la equitación, las carreras de cuadrigas, la lucha, el pancracio y el pugilato constituían una forma idónea de preparación para la guerra. En segundo lugar, la celebración de los Juegos Olímpicos cumplía el objetivo, aceptado por todas las partes sin excepción, de servir de tregua durante la cual (así como en los tres meses anteriores y posteriores a la misma) no se podía declarar la guerra. Los Juegos Olímpicos se establecieron en un período en que Esparta aplastaba con su poderío militar a las demás pueblos asentados en el Peloponeso, que habían comenzado también a agruparse en poleis. A principios del siglo IX a. C. tres pueblos se disputaban manu militari la posesión del santuario de Olimpia: los etolios de Elida, los aqueos de Pisa y los espartanos. Por razones que todavía hoy siguen siendo confusas, el rey Ifito de Elida —pequeño reino donde se halla Olimpia— suscribió un pacto con el mítico legislador espartano Licurgo y con el rey Cleóstenes de Pisa, en cuyas cláusulas se declaraba inviolable a Olimpia durante la celebración de los Juegos sagrados. En el siglo VIII a. C., Esparta estaba regida por una oligarquía militar que sojuzgaba a inmensas masas de esclavos. Este régimen político permitía a los aristócratas 16 dedicarse plenamente al cumplimiento de sus deberes ciudadanos, que para los lacedemonios consistían sobre todo en la preparación militar. Los niños nacidos en las familias de guerreros eran retirados de la custodia familiar al cumplir los siete años y quedaban bajo la autoridad de un magistrado o entrenador (paidónomos) encargado de dar a los futuros guerreros una formación rigurosa y severa. Además del entrenamiento gimnástico-militar, se sometía a los niños a todo tipo de privaciones con el fin de endurecerlos y acostumbrarlos a soportar sufrimientos físicos. A los veinte años, la educación del espartano se daba por concluida. A comienzos del siglo VI a. C., las innovaciones en armamento y tácticas de combate ligadas a la aparición de la falange hoplita contribuyeron a afianzar la hegemonía militar espartana durante más de un siglo. La guerra había dejado de ser prerrogativa de la casta militar aristocrática; ahora la libraban falanges de hoplitas constituidas por ciudadanos capaces de costearse su propia armadura. Al guerrero aristocrático del período arcaico, que combatía en su carro, le sustituyó el hoplita, de gran fortaleza física, que lo hacía a pie, y que estaba adiestrado para integrarse en una formación disciplinada y cohesionada a la hora de presentar batalla. Esta pertinaz obstinación en la preparación militar explica la distinción alcanzada por los espartanos en las pruebas atléticas. Prueba de ello es que entre el año 720 y el 526 a. C., de los ochenta y un vencedores olímpicos, cuarenta y seis fueron espartanos. Los lacedemonios buscaban la gloria no sólo en el campo de batalla, sino también a través de la competición, y se servían de los Juegos Olímpicos para mostrar a los demás griegos su superioridad militar y atlética. Sin embargo, hacia mediados del siglo VI a. C., una serie de graves conflictos armados dentro de y más allá de sus fronteras (revueltas de esclavos, levantamiento de los habitantes sometidos de la vecina Mesenia), desembocaron en una honda crisis política que llevó a Lacedemonia a dejar de lado las relaciones con los demás pueblos helénicos y a replegarse sobre sí misma. A partir de entonces, a los jóvenes espartanos ya no se les adiestrará en los ejercicios atléticos sino únicamente en el uso y manejo de las armas. Este cambio, que les llevó a interrumpir su participación en los Juegos Olímpicos, acarreó la pérdida del prestigio atlético de Esparta. El vacío que supuso la retirada de los espartanos de los Juegos lo llenó la incorporación de los colonos griegos enriquecidos en ultramar, que comenzaron a desempeñar un papel preponderante entre los ciudadanos de la metrópoli. El gradual desarrollo de la polis produjo importantes transformaciones; en muchas ciudadesEstado los regímenes aristocráticos fueron desplazados por gobiernos democráticos, con el consiguiente auge de los ciudadanos más ricos y poderosos. Tanto los comerciantes enriquecidos en las colonias como los ciudadanos acaudalados de la Grecia continental presumirán de opulencia y suntuosidad e imitarán las costumbres aristocráticas. Unos y otros, ávidos de alcanzar la gloria y el prestigio asociado a la excelencia aristocrática, tratarán de obtenerla a través de la participación en los Juegos. Píndaro (518-446), uno de los poetas más célebres del momento, escribía sus odas triunfales por encargo de esta nueva aristocracia plutocrática, que pretendía asentar su posición social merced a los triunfos y victorias obtenidos en las competiciones. 17 Desde finales del siglo VI a. C., Atenas, en la que comienza un período de democratización política y reordenamiento social con Solón y Clístenes, se constituye en el otro gran eje político del mundo griego. Esta reorganización transformó por completo las estructuras de gobierno del Ática y sentó las bases del florecimiento político, económico y cultural de la ciudad en el siglo V a. C. En materia educativa, la reforma de Solón instituye un método pedagógico según el que «los muchachos, antes que nada, deben aprender a nadar y a leer, los pobres deben ejercitarse en la agricultura o en cualquier industria, los ricos deben dedicarse a la música, a la equitación, a los ejercicios de gimnasia, a la caza y a la filosofía.» [J. Le Floc’hmoan 1965:33] A partir del siglo V a. C., Atenas ofreció a sus ciudadanos una formación igualitaria en lo atlético, pero más intelectual y menos militar que la de los espartanos. El entrenamiento físico orientado sólo a la guerra fue desapareciendo y pasaron a contemplarse propósitos y finalidades de tipo médico e higiénico que se constituyeron en parte fundamental de la paideia y de la educación integral del ser humano. Se atribuyeron al ejercicio físico beneficios espirituales además de corporales. A los siete años, se iniciaba a los niños en la práctica de la gimnasia bajo la supervisión del pedotriba en la palestra (instalación anexa al gimnasio, pero más pequeña y modesta) y de allí, a los dieciocho años, ya efebos, pasaban al gimnasio, donde se ejercitaban desnudos y acompañados de música. Además de ser un centro pedagógico para la formación de los ciudadanos de pleno derecho (del que estaban excluidos los ciudadanos pobres, los esclavos y las mujeres) el gimnasio era el espacio en el que se practicaban tanto el pugilato como las distintas modalidades de atletismo (carreras, lucha, salto de longitud, lanzamiento de disco y jabalina). Los primeros gimnasios construidos en Atenas fueron núcleos muy importantes de la vida social; contaban con varios edificios y disponían de elegantes salas cubiertas, galerías, pórticos, columnatas y baños, que tenían como finalidad no tanto la competición como el cuidado del cuerpo. El ideal arcaico y aristocrático de la areté perdió peso con el advenimiento del movimiento sofístico, que orientó el interés del ciudadano hacia el ejercicio político y opuso la formación del espíritu a la del cuerpo. En Atenas el concepto de la areté dio paso al nuevo canon de la kalokagathía —de kalos bello y agathós, bueno—, más acorde con la idiosincrasia de los nuevos ciudadanos acaudalados, basado en los principios de metron ariston («la mesura es lo mejor») y meden agan («nada en exceso»). Los atenienses consideraban por aquel entonces que el desarrollo de un cuerpo armónico conducía tanto a la belleza física como espiritual, metas a las que los ciudadanos debían consagrar su existencia. La belleza corporal constituía uno de los medios más prestigiosos tanto para obtener el respeto y la admiración de los demás como para acceder a una posición elevada. Los hijos destinados a la sucesión en el mando o a cargos de poder debían poseer un aspecto grato, por lo que los jóvenes aprovechaban cualquier oportunidad para exhibir sus cuerpos. A este respecto, Jacob Burckhardt señala en su Historia de la cultura griega que el nacimiento de una criatura deforme era motivo de temor, «una prueba de la ira de los dioses, que reclamaban una satisfacción que afectaba a toda la ciudad». [J. Burckhardt 2005: 413] De ahí la prohibición de criar niños enfermos o lisiados y las numerosas 18 matanzas y sacrificios de éstos, especialmente entre los pobres y los esclavos. Así, mientras que en Esparta el niño que nacía deforme o débil podía ser abandonado a su suerte en el monte Taigeto, donde le esperaba una muerte segura, en Atenas y otras poleis, el recién nacido podía ser expuesto en una vasija de barro o en cualquier otro recipiente, fuera de la ciudad, donde corría el riesgo, si nadie se hacía cargo de él y lo adoptaba, corría el riesgo de morir de hambre o de ser devorado por las alimañas. Precisamente sobre el infanticidio, Aristóteles señalaba en su Política: «En cuanto a la exposición o crianza de los hijos, debe ordenarse que no se creé a ninguno defectuoso» [Aristóteles 1989:145]. Por su parte, Platón afirmaba en la República que la ciudad ideal debía de estar integrada por hombres «sanos», dado que la salud era inseparable de la perfección, y aconsejaba no cuidar a un hombre incapaz de vivir el tiempo fijado por la naturaleza, ya que ello no puede ser beneficioso ni para él ni a la polis. De igual modo, Platón niega el derecho de vivir y tener descendencia a los individuos enfermizos y débiles Es preciso, según nuestros principios, que las relaciones de los individuos más sobresalientes de uno u otro sexo sean muy frecuentes, y las de los individuos inferiores muy raras; además, es preciso criar los hijos de los primeros y no los de los segundos, si se quiere que el rebaño no degenere [...] llevarán al redil común los hijos de los mejores ciudadanos, y los confiarán a ayas, que habitarán en un cuartel separado del resto de la ciudad. En cuanto a los hijos de los súbditos inferiores, lo mismo que respecto de los que nazcan con alguna deformidad, se los ocultará, pues así es conveniente, en algún sitio secreto que estará prohibido revelar. Es el medio de conservar en toda su pureza la raza de nuestros guerreros. [Platón 1981:183] De forma paulatina, los gimnasios, lugares de encuentro de la minoría de ciudadanos libres, pasaron de ser meras instituciones de instrucción física a constituirse en centros intelectuales dotados de salas dedicadas a la docencia y bibliotecas, a las que acudían oradores que impartían nociones de filosofía, retórica o gramática. Muy pronto, pues, los gimnasios se transformaron en escuelas filosóficas, la Academia de Platón (385 a. C.) y el Liceo (335 a. C.) de Aristóteles. También será en el gimnasio donde surja la oposición entre gimnasia y competición, trasunto del antagonismo entre filósofos y sofistas. El ideal agonal comienza a espiritualizarse: el anterior concepto de una armonía perfecta entre el cuerpo y el espíritu pierde terreno y la educación física queda relegada a un segundo plano. Los sofistas defendieron un sistema pedagógico en el que la educación física no tenía cabida, ya que para ellos era algo despreciable. Así pues, de forma gradual el atletismo fue perdiendo importancia y aceptación entre la juventud ateniense, a la vez que la filosofía, la retórica y otras ramas del saber pasaban a ocupar un lugar preeminente. Si durante el período aristocrático el enfrentamiento agonístico había constituido ante todo un rito físico, tras la transformación de la polis en democracia, se torna espiritual, al convertirse la palabra en el arma por excelencia en la lucha política. Durante el período clásico, toda la vida política y social ateniense estuvo dominada por el espíritu de desafío o agón, ya que el reconocimiento y prestigio de todo ciudadano se medían comparándose de forma incesante con los demás. Sin embargo, la competición se 19 desplaza progresivamente al ámbito de la retórica filosófica y política. Junto a los certámenes atléticos, empiezan a celebrarse concursos teatrales y poético-musicales. En Atenas se distinguía entre una rivalidad agonística que desarrollase armoniosamente las potencialidades mutuas y fomentase el cultivo de la excelencia (areté), y la discordia (eris), que sólo aspira a destruir o sojuzgar al otro. De ahí que en su teoría del diálogo, Aristóteles distinguiese la dialéctica (el arte de disputar con el fin de llegar a la verdad) de la erística (el arte de alzarse con la victoria en la discusión a cualquier precio, sin consideración alguna por la verdad ni por el interlocutor) y de la sofística (el arte de seducir al interlocutor buscando sólo la eficacia práctica y recurriendo a sofismas para hacer pasar lo falso por verdadero). Así también, mientras que Sócrates había postulado el diálogo como búsqueda compartida del mejor camino para acceder a la felicidad, los sofistas veían en la discusión una mera competición, por lo que su crítica de los valores de la cultura establecida no iba más allá de la voluntad meramente instrumental de descubrir los medios de alzarse con el triunfo, y era, por consiguiente, perfectamente compatible con la aceptación formal de dichos valores. El auge y la celebridad de los sofistas guarda íntima relación con el establecimiento del régimen democrático en Atenas en el siglo V a. C., y éstos no fueron ajenos ni a la creación ni a la difusión del vocablo «democracia», acuñado en el siglo de Pericles. La democracia acarreó un cambio sustancial en la naturaleza del poder, hasta entonces reservado a la aristocracia: a partir de ese momento, ya no bastaría con el linaje y la ostentación de la riqueza para garantizar la preeminencia sobre los rivales. El liderazgo político pasaba en lo sucesivo por la aceptación de los ciudadanos en la asamblea, donde las cuestiones de interés general debían zanjarse por medio del enfrentamiento público entre los oradores. Los aspirantes a cargos públicos se apresuraron a aprender retórica por exigencias de la política democrática. Este era precisamente el tipo de formación que ofrecían los sofistas, que orientaban claramente sus enseñanzas hacia el empleo del pensamiento y las capacidades personales con fines prácticos, ya que consideraban el lenguaje como arma apta para impresionar, instrumento de manipulación y eficaz medio de persuasión. La oratoria, en palabras de Protágoras, «puede hacer más fuerte el argumento más débil». [Platón 1981: 495] Los sofistas vagaban de un lugar a otro participando en política y cobrando honorarios por sus lecciones o discursos y acudían con frecuencia (en tanto representantes de las ciudades donde residían o por su cuenta) a los festivales panhelénicos, donde solían obtener éxitos resonantes ante amplios auditorios, lo que motivó que Sócrates los acusara de ser «una especie de atletas de la competición de discursos, que se ha apropiado del arte de la erística». [A. Melero 1996: 74] Platón, en cambio, entendía la gimnasia y la competición como partes de un todo. En su Timeo, afirma que «lo más parecido a la agilidad mental es la agilidad corporal» [C. Diem 1966:123], y que quienes se ejercitasen en el arte de la dialéctica y el pensamiento también debían practicar la gimnasia, para adiestrar tanto el cuerpo como el alma. Al igual que sostiene que la discusión bien entendida ha de servir para llegar a la verdad en lugar de servir de mero pretexto para la competición verbal, Platón — nombre que significa «el de anchas espaldas», pues había destacado como luchador 20 durante su juventud— considera el ejercicio corporal como formación física y moral del ciudadano, por lo que previene a los jóvenes contra los sofistas, que podían apartarles de la verdad seduciéndoles con fórmulas brillantes y fáciles. Si durante el período arcaico las Olimpiadas habían constituido un ritual religioso y un fin en sí mismo, en la época clásica se aprecian los primeros indicios de degradación de los Juegos. El carácter sagrado de las celebraciones se va desdibujando al tiempo que apuntan ya el profesionalismo y el espectáculo. Las prácticas atléticas y gimnásticas adquirieron una finalidad cada vez más utilitaria y poco a poco dejaron de ser un modo de honrar a los dioses. La victoria, a su vez, ya no se considerará una simple muestra del favor divino, premiada de forma simbólica con una corona de olivo; ahora la gloria del vencedor deberá ir acompañada de premios en metálico. Prueba de la transformación que se está gestando es que el estadio, espacio clave del ritualismo agonal, se traslada fuera del recinto sagrado. Los síntomas de esta crisis, que dará paso a la mercantilización de los festivales atléticos, apuntan ya durante el siglo IV a. C. A medida que iba creciendo cada vez más el número de espectadores que acudía a los estadios y aumentaba el número de las competiciones, la importancia social de éstas se hizo cada vez mayor, y las pruebas atléticas cruentas, como la lucha, el pugilato y el pancracio, comenzaron a atraer a contingentes cada vez más numerosos de espectadores en detrimento de las demás disciplinas atléticas. El factor fundamental en la degradación de los Juegos, sin embargo, fue el impulso que la evolución democrática de las ciudades-Estado dio a la profesionalización de los certámenes atléticos. Tanto la polis como la institución de la esclavitud atravesaban por aquel entonces una aguda crisis, y muchos ciudadanos, que antes podían dedicarse a la práctica de la gimnasia y de los ejercicios físicos, tuvieron que dedicarse a otros menesteres. De todo ello dejará constancia la proliferación en el siglo IV a. C. de festivales atléticos en los que, además del laurel, estaban en juego premios tales como pensiones vitalicias, exenciones de tributos y del servicio militar, así como el derecho a la manutención vitalicia en el comedor de honor de la ciudad. Los atletas se trasladan de una competición a otra con el objetivo de ganar premios, con lo que el atletismo se transforma en profesión, como indica la propia significación del término «atleta»: aquel que compite por un premio. Un siglo más tarde encontramos muestras de esta profesionalización en las abundantes zanai, o estatuas de bronce de Zeus, sufragadas con las multas con las que se sancionaba a los atletas culpables de infracciones deportivas o de casos de soborno o fraude en las pruebas. La generalización del atletismo profesional suscitó virulentas críticas de filósofos y poetas. En la República, Platón critica al hombre que en la vida no conoce nada más que la práctica de actividades físicas y la competición, en contraste con aquel que aspira a perfeccionarse: «No es a mi parecer, el cuerpo, por bien constituido que esté, el que por su propia virtud hace al alma buena; por el contrario, el alma cuando es buena, es la que da al cuerpo por su propia virtud toda la perfección de que es susceptible.» [Platón 1994:116] 21 La profusión de testimonios críticos contra el atletismo profesional y la competición es una constante de la literatura griega, cuya amplia variedad de contenidos abarca desde la ridiculización del régimen de vida de los atletas hasta los inconvenientes de la actividad física y el entrenamiento intenso, pasando por la acusación de no buscar en la victoria más que recompensas económicas. La competición había dejado de ser aquello que para el historiador Heródoto constituía un encuentro de atletas: «no compiten por dinero, sino por poner a prueba sus cualidades». Dado que las competiciones atléticas habían perdido todas las virtudes atribuidas a la actividad físico-agonística, filósofos, médicos y poetas se mostraron unánimes en la condena de la condición física y moral de los atletas profesionales. Las muestras de oposición y hostilidad a las competiciones y el atletismo proliferan desde fecha tan temprana como el siglo VI a. C., en el que Jenófanes ya oponía el sabio al atleta y denunciaba la importancia y el prestigio que pudiera alcanzar este último en detrimento del primero: «Aquel que en Olimpia sale vencedor en las carreras, las pruebas de equitación o el pugilato, ciertamente sería admirado por la gente y se convertiría en ciudadano ilustre de la ciudad donde nació, pero no sería tan digno como yo. Porque mejor que la fuerza de los hombres y caballos es nuestro conocimiento.» [D. Vanhove 1992: 40] Su contemporáneo Anacarsis se burlaba de las costumbres de los griegos, a los que tachaba de hipócritas por dictar leyes contra la violencia mientras coronaban en las competiciones a los púgiles que golpeaban con mayor dureza y brutalidad. Un siglo más tarde, el poeta Eurípides criticaba la idea de competición e incluso propuso abolir las competiciones olímpicas; asimismo, reprochaba a los atletas que fueran «esclavos de sus estómagos y sirvientes de sus mandíbulas» [D. Vanhove 1992: 72], en alusión al régimen alimenticio al que se sometían para desarrollar su musculatura. (Los atletas profesionales habían sustituido la dieta frugal de antaño, consistente en queso fresco, higos secos y harina de trigo, por una elevada ingesta de proteínas —a menudo consumían más de cinco kilos de cordero al día— en combinación con un rígido horario de descanso, ejercicios, purgaciones y privaciones.) Por su parte, el médico Galeno ( II d. C.) censuraba a los atletas por los excesos que cometían tanto en materia de ejercicio físico como de alimentación: «se despiertan a la hora en que los demás vuelven del trabajo, de modo que parecen llevar vida de cerdos, con la diferencia de que los cerdos no hacen esfuerzos superiores a sus posibilidades» [D. Vanhove 1992: 72]. *** Al igual que entre los griegos, en Roma el origen de las competiciones atléticas tuvo un carácter sagrado. Sin embargo, entre los romanos éstas se profesionalizaron relativamente pronto y, a comienzos de la época imperial degeneraron en un espectáculo que consumó de forma total la decadencia del atletismo griego. Los romanos contemplaban el ejercicio físico desde la perspectiva de la eficacia militar: se trataba de formar buenos legionarios, sin consideración alguna por el cultivo del espíritu o la belleza corporal. La cultura física, al igual que el ideal griego de una educación integral, pasa a un segundo plano. Si el ciudadano griego, al menos durante varios siglos, fue partícipe en los Juegos y competía sólo por la gloria, en Roma el 22 ciudadano era un mero espectador, y los participantes solían ser atletas profesionales o esclavos. En este sentido, cabe afirmar que si Grecia fue la cuna del olimpismo, Roma fue la de los espectáculos. Así se explica también que en Grecia los estadios y los gimnasios fueran espacios muy apropiados para la práctica atlética pero con escasa capacidad para albergar espectadores (no solía haber gradas y los asistentes se sentaban en la hierba) mientras que en Roma se levantaron circos y anfiteatros con capacidad para reunir a grandes multitudes. Pese a que los romanos absorbieron la cultura helénica al conquistar Grecia, no llegaron a superar en ningún momento el florecimiento cultural alcanzado por los griegos durante los siglos V y IV a. C., elemento diferenciador que se refleja en casi todas las facetas de la vida romana. Como ocurría en Grecia, en Roma también existían gimnasios o termas, pero desprovistos del espíritu formativo que habían tenido entre los griegos. Los romanos que acudían a las termas venían en busca de ejercicio, placer y evasión; al primar el hedonismo sobre cualquier otra consideración, entre ellos la práctica atlética carecía de interés. La influencia griega llegó a Roma durante el siglo I a. C., por lo que se celebraron los Juegos Olímpicos durante varios siglos sin interrupción. Éstos se fueron secularizando hasta perder por completo su anterior religiosidad y adquirir un carácter hedonista que acabará por dar paso al espectáculo y al panem et circenses. La transición completa de lo religioso a lo profano daría lugar en poco tiempo a un espectáculo convertido en instrumento de legitimación político. La historia de Roma nos muestra la primera utilización expresamente política de los certámenes atléticos. Esto se explica porque hacia finales de la era republicana y comienzos del Imperio, en Roma se registró un considerable crecimiento de una plebe urbana desocupada que, aunque carente de recursos económicos, no estaba privada de derechos políticos. El ciudadano romano tenía derecho a elegir magistrados y determinados cargos políticos, circunstancia de la que se valdrían quienes aspiraban a las más altas magistraturas para reclutar clientela política entre las masas de plebeyos proletarizados. Así, en el período que transcurre entre Julio César y el emperador Augusto, tanto la manutención de los ciudadanos indigentes como la organización sistemática de grandes diversiones a cargo del erario público llegaron a constituir una barrera de contención ante el descontento social. Con el fin de evitar los frecuentes desórdenes y algaradas protagonizados por los pobres, se canalizaba su ira ofreciendo de manera gratuita grandes celebraciones destinadas a obtener el apoyo o el beneplácito de la levantisca «chusma». La frecuencia y duración de los espectáculos fue aumentando hasta llegar al Bajo Imperio, en el que los días de fiesta ocupaban más de la mitad del año. El emperador Augusto, como su antecesor Julio César, ya percibió en su época el enorme potencial de estos espectáculos como elemento propagandístico al servicio de su poder; de ahí que ambos los sufragaran con cuantiosas sumas. Los primeros ludi circenses (carreras de cuadrigas) se celebraron durante la República en honor a Júpiter, el Zeus griego, también conocidos como Ludi Magni. Las carreras de cuadrigas son los ritos atléticos más antiguos. Vinculados a los cultos agrarios y celebrados en honor a divinidades como Ceres, simbolizaban el curso del sol 23 alrededor de la tierra, y como tales, constituían una representación en miniatura del movimiento del universo. Las carreras tenían lugar en el Circus Maximus, el más prestigioso de los circos de Roma, con capacidad para doscientas cincuenta mil personas. El espectáculo podía llegar a durar un día entero, y buena parte de su popularidad radicaba en la importancia que adquirieron bajo el reinado de Nerón cuatro facciones, cada una de ellas representada por un color — Azul, Verde, Blanco o Rojo— relacionado con los elementos cosmogónicos agua, tierra, aire y fuego. Los munera, las luchas de gladiadores y fieras, eran el espectáculo más genuinamente romano. En sus orígenes, el simbolismo ritual de los munera obedecía a un sacrificio funerario en el que la sangre contribuía a aplacar la ira de los dioses y a honrar a los difuntos. El espectáculo que contaba con mayor número de adeptos tenía lugar en el anfiteatro y consistía en enfrentamientos entre esclavos elegidos para este menester por su fuerza y destreza, entre los que gozaban de especial renombre los sportulae o los munera sine missione, combates colectivos en los que solía morir la mayoría de los participantes. Desde el mandato de Augusto esta modalidad fue sustituida por un espectáculo en el que se condenaba a los delincuentes a defenderse de las fieras por las que iban a ser devorados, costumbre que se hizo muy popular en el siglo I d. C., cuando comenzaron a figurar en él los cristianos. La decadencia del Imperio, las invasiones de los pueblos bárbaros y la proclamación del cristianismo como religión oficial del Imperio por el emperador Constantino en el año 312, transformaron profundamente la vida del mundo romano. Bajo el emperador Teodosio, una serie de leyes y edictos ratificó la liquidación del paganismo al mismo tiempo que ponía de manifiesto el afán de la Iglesia por borrar todo vestigio de la Antigüedad pagana. Así, se suprimieron del calendario de fiestas públicas los festivales paganos y entraron en vigor leyes sobre la observancia dominical, con lo que en este día sagrado quedaron prohibidos tanto las carreras de cuadrigas y los combates de gladiadores como cualquier otro tipo de distracción. En el año 393, la hegemonía del cristianismo se plasmó en la supresión tanto de los Juegos Olímpicos como del sistema de cálculo del tiempo por Olimpiadas. La práctica desaparición de los espectáculos de la Antigüedad se debió en gran parte a la oposición de la Iglesia a todo tipo de entretenimientos. La Iglesia censuró el hedonismo romano —el otium patricio, la danza, la lucha, las carreras de cuadrigas, los grandes espectáculos públicos, las termas— y prescribió en su lugar el ejercicio espiritual. La formación literaria de tipo clásico sobrevivió, pero la cultura física desapareció o, mejor dicho, quedó reducida a la simple preparación con vistas a la guerra. No obstante, en los tiempos en que la Iglesia estuvo prohibida y perseguida, no hubo por parte de los cristianos un rechazo generalizado ni del ejercicio físico ni de los festivales públicos. Sirva, por citar un solo ejemplo, el de san Pablo, quien en sus epístolas gustaba de emplear metáforas de resonancia olímpica y analogías de inspiración atlética. Para el primer prosélito del cristianismo, la existencia del cristiano guardaba cierta similitud con una competición atlética. Así, en la Primera epístola a los corintios, convierte la figura del corredor en símbolo del cristiano: «¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera 24 que lo consigáis!» [I Corintios 9: 24-25]. Pablo de Tarso se apropia del concepto griego del agón, que utiliza como metáfora de la carrera y el combate espiritual, y encuentra en las figuras del corredor y del púgil imágenes que ilustran la vida del perfecto cristiano: «Los atletas se privan de todo, ¡y eso por una corona corruptible! Nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura, y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío.» [I Corintios 9: 26] Por lo demás, tanto la palma como la corona de laurel, símbolos de la victoria en las competiciones atléticas, se hallan presentes en algunas pinturas de las catacumbas cristianas, en las que están representados aurigas victoriosos que llevan la palma en una mano y el laurel en la otra. Con el paso del tiempo, las alusiones atléticas se convertirán en lugar común en los textos del cristianismo primitivo. Así, el término «atleta» se aplicará por extensión a todos los mártires cristianos que dan testimonio de su fe o a aquellos cristianos ejemplares que libran un combate ascético contra el pecado y la tentación de la carne. El cristianismo primigenio, por prescripción doctrinal, vivía de espaldas al cuerpo y a cualquiera de sus manifestaciones, incluida la cultura física. El cuerpo, despreciado y descuidado, era un despojo que no merecía atención alguna, y que subsistía sólo para alojar la exaltación mística del alma. La espiritualidad cristiana separaba la mente del cuerpo, en el que veía un estorbo y una fuente de tentación a eliminar: de ahí que fuera temido y odiado por los adeptos a la fe de Cristo, que harán de la mortificación de la carne uno de sus principales objetivos. «Castigo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre» [I Corintios 9:27], será la máxima de san Pablo. De acuerdo con la doctrina cristiana, embellecer el cuerpo era arriesgarse a perder el alma, y divertirse con juegos, robar tiempo a la oración. Incluso el baño podía excitar la lujuria, por lo que bajo el cristianismo desaparecieron las termas y la afición por los baños. Todo aquello que guardase relación con el esparcimiento y el placer carnal era encarnación del pecado y de Satanás. Tras la caída del Imperio comienza un período en el que, al desaparecer las concentraciones de población de las grandes ciudades, los grandes espectáculos se extinguen casi por completo. En el Imperio de Bizancio, sucesor del de Roma, sólo subsistirán las carreras de cuadrigas. En Bizancio se imitó la costumbre romana de identificar a las cuadrigas rivales por el color de su indumentaria. Sin embargo, a diferencia de Roma, allí las facciones roja y blanca representaban a los habitantes más acomodados, mientras que las facciones rivales azul y verde agrupaban a sectores del demos favorables u hostiles al poder estatal, susceptibles, además, cuando las circunstancias lo requerían, de organizarse en milicias. Estas dos facciones, que cobraron gran protagonismo en la vida política de la ciudad, reflejaban antagonismos sociopolíticos que iban mucho más allá de lo que sucedía en la arena, y ocasionaron frecuentes revueltas callejeras. El hipódromo de Bizancio se convirtió así en algo muy distinto a una simple pista de carreras. En el año 532, bajo el reinado del emperador Justiniano, tuvo lugar en Constantinopla la insurrección Nika («victoria»), cuando tras una serie de enfrentamientos entre los Verdes y los Azules, ambas facciones se aliaron para exigir la liberación de los prisioneros, el control de los tribunales, la supresión de deudas y la 25 confiscación de bienes. Durante una semana, Verdes y Azules tuvieron la ciudad en sus manos y poco les faltó para derrocar al emperador. Finalmente, la insurrección fue aplastada por los generales Belisario y Mundus, que irrumpieron por sorpresa en el hipódromo y pasaron a cuchillo a las más de treinta mil personas allí congregadas. Tras los hechos y ante el peligro social en que se había convertido la institución del hipódromo, el emperador Justiniano prohibió las carreras de cuadrigas. Tras la supresión de las carreras, el resto de los grandes espectáculos, ya prohibidos por los últimos emperadores y los primeros Concilios de la Iglesia cristiana, no tardaría en desaparecer con la llegada de las primeras invasiones de los pueblos bárbaros. Entre éstos era costumbre la caza, que al paso de sus invasiones se difundiría por toda Europa. El hecho de que el halcón y la espada eran dos de los instrumentos más preciados y comunes tanto en la paz como en la guerra, muestra la importancia que ésta tenía para ellos. De la caza de fieras se pasó a la de aves, ya existente entre los pueblos orientales sometidos por los romanos, que la dieron a conocer en Occidente. Este sería el comienzo de la división del arte cinegético en caza mayor y menor (montería y cetrería), monopolizada por la nobleza europea durante siglos. En la Edad Media, la caza estaba restringida a los poderosos por una legislación que reservaba en exclusiva el derecho a la caza en los montes a la nobleza. La caza se convirtió en el pasatiempo favorito de la nobleza feudal, para la que no sólo constituía una forma de distracción, sino que además le permitía adiestrarse para la guerra. Las grandes cacerías reales constituían auténticas operaciones militares, y con frecuencia servían de pretexto a expediciones de castigo o incursiones que tenían por objetivo intimidar y atemorizar a los campesinos, así como prevenir posibles levantamientos. A finales de la Edad Media, las cacerías decaerían progresivamente, debido por una parte a la extensión de los cultivos en los montes y la consiguiente desaparición tanto de los bosques como de las fieras, y por otra, a la aparición de las armas de fuego, que dejó obsoletas armas tradicionales como el arco o la ballesta. Los torneos —término que sigue vigente hoy en día para designar una competición deportiva— comenzaron a disputarse a mediados del siglo XI en Francia y se extendieron después al resto de Europa. Constituían una demostración de la destreza física y habilidad de los guerreros, en la que éstos hacían gala de las cualidades que ponían al servicio de su señor, de su gloria personal, del amor de una dama o de la fe. Además, el torneo servía de entrenamiento o preparación militar y permitía probar nuevas estrategias y mejorar técnicas de combate, al tiempo que proporcionaba a los caballeros un grato pasatiempo durante las largas temporadas en las que no estaban desempeñando la única actividad para la que habían sido formados: la guerra. Los torneos, celebrados con frecuencia, podían prolongarse durante semanas. Se trataba de verdaderas competiciones deportivas desarrolladas entre vastas extensiones de bosques, campos, villas y aldeas que servían de campamento para cada bando. En esta atmósfera de combate colectivo, de enfrentamiento tumultuoso o mêlée, y al igual que en la guerra real, se oponían dos ejércitos y se sucedían distintas fases: asedios, asaltos, huidas fingidas, emboscadas y ataques. A diferencia de lo que sucedería posteriormente en la justa, al no haber ni espectadores ni jueces, en la mêlée eran los 26 propios participantes los que designaban al bando ganador. El objetivo perseguido no era dar muerte a los caballeros rivales, sino vencerles y hacer prisioneros por los que exigir rescate, así como obtener botín en forma de armas y caballos. Con todo, la mêlée degeneraba con frecuencia en carnicería, lo que dio lugar a que los torneos fuesen anatematizados y prohibidos por la Iglesia en varias ocasiones. También los reyes de Francia e Inglaterra promulgaron edictos con el mismo objetivo, aunque sin éxito. A comienzos del siglo XIII las grandes batallas campales que representaban los torneos colectivos van declinando de forma paulatina en beneficio de la justa o duelo entre dos caballeros, un torneo individual más elegante y ceremonioso, estrechamente ligado a la literatura romance y a la práctica del amor cortés. En contraste con el torneo, la justa estaba sujeta a minuciosas convenciones y códigos que reglamentaban tanto las armas a utilizar como las formas lícitas de golpear con ellas. El combate se disputaba en un recinto cercado en el que ya no se daba muerte al vencido, y en el que los caballeros se disputaban los favores de una dama a través proezas destinadas a demostrar su valor. Es el comienzo de la galantería —que se extendería a otros juegos y perduraría con ellos hasta su desaparición— que, asociada al placer guerrero, terminó por ser el objeto fundamental de las justas, hasta tal punto de que en muchas ocasiones éstas fueron patrocinadas por las damas, que a menudo otorgaban y entregaban los premios. En la Baja Edad Media fueron muy habituales en los reinos españoles y portugueses los juegos de cañas, al estilo de los árabes. Al igual que los torneos, eran combates fingidos entre caballeros armados que trataban de mostrar su destreza y habilidad tanto en la equitación como en el manejo de las armas. Los contendientes peleaban agrupados en cuadrillas de jinetes, asaeteándose unos a otros con lanzas de caña que había que esquivar o parar con la ayuda de la adarga o del escudo. En ocasiones, el encuentro enfrentaba a dos adversarios; otras en cambio, se embestían las cuadrillas. Ligada a esta variante del torneo, existía también en los reinos españoles la antiquísima costumbre de «correr» los toros, acosados por jinetes a caballo con picas, lanzas, dardos o espadas, como atestiguan la Crónica General y las Partidas del rey Alfonso X el Sabio. El declive del torneo se hizo inevitable por la decisiva repercusión que tuvo en la concepción estratégica de la guerra la nueva infantería —portadora de picas y arcos de largo alcance— frente a una caballería obsoleta y, sobre todo, la aparición y el empleo de la artillería de pólvora y las armas de fuego. En efecto, según afirma el historiador Jean Le Floc’hmoan, a fines del siglo XV el torneo era «el testigo rezagado de una época que muere». [J. Le Floc’hmoan 1965: 76] Si en la Europa medieval los torneos fueron la forma de esparcimiento propia de los señores, los habitantes del campo se solazaban con diversos juegos y pasatiempos, durante las fiestas intercaladas en el ciclo anual de las labores agrícolas. Se trataba de rituales tradicionales que contribuían, además, a estrechar lazos mutuos e intensificar el sentimiento comunitario. Así como los santos patronos variaban entre distintas parroquias, los juegos también eran diferentes entre un pueblo y otro. Se practicaban multitud de juegos, entre ellos los de pelota, los lanzamientos de martillo, piedra y pica, y también el corte de troncos. En las ciudades eran los gremios los que organizaban los 27 juegos; se celebraban, entre otros, concursos de tiro de ballesta y arco, así como certámenes de lucha, saltos o carreras1. Los documentos ingleses medievales reflejan gran número de prohibiciones de juegos populares, especialmente del «fútbol», que tenían como motivo fundamental evitar que el pueblo dejase de lado sus labores y consagrase su tiempo de ocio a actividades más «provechosas». Una de las primeras proscripciones se produjo en 1314, bajo el reinado de Eduardo II. Dicho monarca se vio obligado a prohibir este juego bajo pena de cárcel debido «al gran ruido que provocan en la ciudad las correrías detrás de grandes pelotas que se hacían por las calles o en campos privados, con una furia que Dios condena». [J. Le Floc’hmoan 1965: 64] Durante la Guerra de los Cien Años, el balompié tampoco gozó del favor de la corte. Una orden real de 1365, del rey Eduardo III, —que al parecer no obtuvo resultados apreciables— intentó encauzar y desviar estos «bárbaros» juegos populares hacia cívicos ejercicios militares, en particular el tiro con arco, ya que los arqueros constituían entonces la espina dorsal del ejército inglés: A los Sheriffs de Londres. Considerando que nuestro pueblo practicaba hasta ahora por placer el tiro con arco, por lo cual sabe todo el mundo que ahora obtenemos grandes honores y ventajas por lo que se refiere a la guerra con la ayuda de Dios, y que ahora este arte ha sido abandonado y los jóvenes se divierten tirando piedras, jugando a los bolos y al balompié, disfrutan con la lucha y las peleas de gallos, y aun otros se dedican a otros juegos deshonrosos no menos inútiles ni menos malsanos; por todo lo cual el reino estará desprovisto de arqueros dentro de poco tiempo, cosa que Dios no quiera [...] Nos, que deseamos aplicar un remedio conveniente, ordenamos que hagáis proclamar en las plazas, que en la ciudad todos los hombres sanos de cuerpo, cuando dispongan de tiempo de ocio los días de fiesta, deberán coger arcos, flechas o jabalinas y entrenarse a tirar. [...] Prohibimos en nuestro nombre, bajo pena de encarcelamiento, tirar piedras, troncos y herrones, jugar a los bolos, a la pelota con palas, a pelota mano, balompié, o a cualquier otro juego estúpido como éstos que no son de ninguna utilidad, como tampoco mezclarse a estos juegos, bajo pena de prisión. [J. Le Floc’hmoan 1965: 64] También en Francia se decretaron prohibiciones igualmente infructuosas contra los juegos. En abril de 1369, Carlos V de Francia, a raíz de los desastres militares de su antecesor Felipe VI de Valois, proclamó un edicto por el que prohibía todos los juegos de dados, de mesa, el jeu de paume y los bolos, a fin de que, en interés de la seguridad y defensa del reino, todo el mundo se ejercitase en el tiro con arco o ballesta. Al igual que sucedía en Inglaterra, a pesar de las prohibiciones, en Francia se jugaba a la soule, juego de pelota de los campesinos de Picardía, Normandía y Bretaña, en el que dos grupos formados por un número indeterminado de jugadores —a veces cientos y con frecuencia de dos pueblos distintos— se disputaban un balón de cuero durante el Martes de Carnaval, el Jueves Lardero o el día de Navidad. Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León, encargó durante su reinado (1252-1284) la redacción del Libro del ajedrez, dados y tablas, tratado de juegos traducido del árabe en el que se describen las distintas formas de esparcimiento de sus contemporáneos: cabalgar, bordar, tirar con ballesta o arco, luchar, ejercitarse con la espada, correr, saltar, tirar piedras o dardos y ferir la pellota. Menciona además juegos que no precisan de destreza física alguna, como el ajedrez, los dados y las tablas, apropiados para todo tiempo y para aquellas personas que no pueden practicar los anteriores. 1 28 La soule no tenía límites ni reglas, ni tampoco horarios o espacios delimitados; el jaleo y las grescas eran una constante. Para ganar era menester llevar la pelota campo a través, con un bastón o con el pie, a un punto acordado de antemano y que en muchas ocasiones distaba varios kilómetros de donde había comenzado el juego. Otras veces había que llevar la pelota, aguantando golpes y empujones, desde el exterior de la muralla del pueblo a la plaza del mercado. Este juego, también conocido como choule, siguió disputándose a pesar de las prohibiciones de los reyes Felipe V y Carlos V. La soule levantaba pasiones no sólo entre el pueblo llano, sino también entre el clero. Es el caso del monasterio de Auxerre, donde se disputaban torneos solemnizados con cantos gregorianos; al término de una procesión solemne, el abad entregaba el balón a los frailes, que donaba los balones al ingresar en la orden. El ceremonial y las normas de juego estaban recogidos en una Ordinatio de Piila facienda de 1396. Al parecer, el frontón o jeu de paume comenzó a practicarse en el siglo IX en los territorios hispanos habitados por los árabes. Desde allí se extendió al resto de reinos cristianos de Europa, pero fue en Francia donde recibió este nombre y alcanzó gran difusión. En España este juego aparece mencionado tanto en las Cantigas como en el código de Las siete Partidas (1265), ambas obras de Alfonso X el Sabio. En el siglo XII, ya se practicaba en los monasterios y escuelas episcopales de Francia, de donde pasó entre los siglos XII y XV, a los castillos y a las ciudades. El paume era un juego de pelota urbano derivado de la soule; cualquier lugar de la ciudad era apropiado para practicarlo. Una línea trazada en el suelo separaba a los adversarios; unos intentaban, desde su campo, hacer llegar la pelota a un lugar determinado mientras los otros trataban de volver a golpearla con la palma de la mano. En París, la popularidad de este juego llegó a ser tal que por una orden de 1397, bajo pena de multa o prisión, sólo se autorizaba a jugar a los trabajadores los domingos. Y como los agremiados —tejedores, albañiles, carpinteros— quisieron obtener una limitación de su horario de trabajo, se ordenó «que los hombres de dichos oficios vayan a trabajar desde que el sol se levanta hasta que se pone». [J. Le Floc’hmoan 1965: 66] A finales del siglo XV el jeu de paume pasó a ser el juego de la burguesía urbana y a disputarse sólo en espacios cerrados divididos por una red, en el interior de los cuales, se hacía rebotar la pelota sobre las paredes. Y en lugar de enfrentarse dos grupos entre sí, ahora lo hará un jugador contra otro. El jeu de paume alcanzaría su máximo apogeo en el siglo XVI, aunque desde mediados de ese siglo se suceden las prohibiciones de forma ininterrumpida. En 1551, un decreto del Parlamento de París prohíbe construir nuevas salas de juego en la ciudad y sus alrededores (se pasó de doscientas cincuenta salas en el año 1500 a ciento catorce en 1657). Con todo, un viajero inglés que visitaba Francia en aquella época, afirmaba haber visto en este país «más jugadores de pelota que borrachos en Inglaterra» [C. Diem 1966: 399]. En este último país, el jeu de paume acabaría por transformarse en el tenis y convertirse en deporte internacional, mientras que la pelota vasca, debido a una innumerable variedad de formas locales de juego que 29 se plasmaron en unos reglamentos imprecisos y alambicados, quedó circunscrita a su tradicional ámbito regional2. El escritor Richard Carew, en The Survey of Cornwall (1602), cuenta que en Inglaterra existían juegos similares a la soule (el hurling over country y el hurling at goales) que se disputaban entre dos equipos de quince, veinte o treinta jugadores y en un terreno de aproximadamente cien metros de largo. Se trataba de hacer pasar la pelota entre dos haces de leña separados por tres o cuatro metros de distancia. Como otros juegos, formó parte durante varios siglos de un ritual religioso tradicional ligado a todo el ciclo de fiestas patronales, además de constituir un medio de dirimir disputas locales y agravios personales. Norbert Elias y Eric Dunning nos relatan, en Deporte y ocio en el proceso de civilización, la anécdota siguiente: En el año 1579, un grupo de estudiantes de Cambridge fue, como era costumbre, a la aldea de Chesterton a jugar al foteball. Fueron, se nos dice, pacíficamente desarmados, pero los habitantes de Chesterton habían escondido en secreto unos palos en el porche de su iglesia. Una vez iniciado el partido, buscaron camorra metiéndose con los estudiantes, sacaron los palos, se los rompieron en la cabeza y les propinaron tal paliza que los estudiantes hubieron de atravesar el río para poder huir. Algunos de ellos pidieron al alguacil de Chesterton que mantuviese la «paz de la Reina», pero él formaba parte del grupo que jugaba contra ellos y, de hecho, acusó a los estudiantes de haber sido los primeros en romper la paz. [N. Elias, E. Dunning 1993:221] Los juegos tradicionales se regían por normas no escritas, escasas y poco estrictas, que en muchas ocasiones no se respetaban, porque al margen de los propios jugadores no existía ninguna institución que las impusiese. En el caso del fútbol, por ejemplo, cuando un jugador estaba en posesión del balón, las «normas» estipulaban que los contrincantes sólo podían atacarle de uno en uno y que no podían agarrarlo por encima de la cintura; no obstante, si alguien las infringía y resultaba dañado o herido, tanto caballeros como campesinos seguían la tradición local, divirtiéndose, haciendo caso omiso de las prohibiciones y burlándose de ellas. En tales encuentros no estaba excluida la participación de niños, mujeres, ancianos ni espectadores, ni que los jugadores cambiasen de bando a su capricho. El terreno de juego carecía de límites precisos, no había árbitros ni tiempo de descanso y los encuentros no tenían una duración determinada, por lo que a menudo podían prolongarse durante toda una jornada. Al final del partido, lo que mayor satisfacción proporcionaba a los participantes no era la obtención de la victoria, el premio o una posible ganancia, sino la diversión y el placer que suscitaba el propio juego, habitualmente asociado a la taberna, la fiesta y la calle. Otro ejemplo de este tipo de juegos era el knappan, especie de precursor del rugby al que se jugaba en Gales, descrito de esta guisa por sir George Owen en 1603: Tampoco puede nadie mirar este juego sino que todos deben ser actores, ya que así lo dicta la costumbre y cortesía del juego, y si uno llega con el solo propósito de ver el juego, [...] por estar en medio del grupo es convertido en jugador, dándole un bastonazo o dos si va a La soule también quedó confinada poco a poco a espacios cada vez más reducidos (plazas, campos, prados o cercados) hasta que el Parlamento de la Primera República francesa la prohibió definitivamente en 1791. 2 30 caballo, o tirándole media docena de trompazos si va a pie, toda esta cortesía puede recibir un extranjero aunque él no espere recibir nada de ellos. [N. Elias, E. Dunning 1993: 276] *** El Renacimiento recuperó el ideal de armonía entre lo físico y lo espiritual, así como el gusto por las proezas atléticas, que adquirieron, sin embargo, un carácter más lúdico y menos guerrero. La pasión que despertó la cultura clásica griega ejerció una influencia enorme sobre el canon ideal del ser humano. Muchas de las obras artísticas de la época representan cuerpos desnudos, y los santos y Cristos renacentistas presentan una fisonomía marcadamente atlética. Fue en Italia donde cristalizó esta nueva visión del mundo, merced al desarrollo de ciudades abiertas en las que los nuevos burgueses se enriquecían gracias al comercio. Al redescubrir el músculo y rendir homenaje a la belleza física, los humanistas fueron los primeros teóricos de la educación física. Sin embargo, pese a lo mucho que admiraban la perfección física plasmada en la escultura griega, los humanistas no divulgaron la idea del ejercicio como medio de alcanzar esa belleza corporal y despreciaron, por lo demás, la rudeza de los torneos, las justas y los festivales al aire libre del Medioevo. En adelante, los torneos dejaron de ser actividades exclusivas del estamento nobiliario para pasar a formar parte de la pompa general de las nuevas monarquías. El ocaso de los torneos y la aparición de las armas de fuego, que hizo obsoletas las armaduras, contribuyeron paradójicamente al nacimiento de la esgrima y a la difusión de los duelos. El arte de la esgrima alcanzó tal grado de desarrollo y perfeccionamiento en las ciudades italianas que se requería a sus maestros para impartir lecciones a los nobles de la mayoría de las cortes europeas. El gioco del calcio, practicado en el norte de Italia por la nobleza, nació en 1530 en Florencia. Era una variedad del harpastum, juego de pelota practicado en la época romana como forma de entrenamiento militar. Cada equipo estaba integrado por veintisiete jugadores, y la pelota tenía que empujarse con los pies o los puños hasta una cerca situada en el campo contrario. A diferencia de lo que sucedía en juegos rurales como la soule o el balompié inglés, las brutalidades eran sancionadas por diez árbitros que vigilaban desde lo alto de un estrado, asistidos por hombres armados con picas, dispuestos a intervenir en el caso de que alguno de los contendientes o algún espectador intentasen alborotar. No todo el mundo podía jugar al calcio: «sólo estaba permitido a los soldados honorables, a los nobles y a los príncipes» [M. Bouet 1968: 280]. La preponderancia de los aristócratas y burgueses en este juego reflejaba las luchas intestinas de las distintas facciones por el gobierno de la ciudad. No en vano, de acuerdo con algunas fuentes, Maquiavelo era igual de conocido como taimado conspirador que como hábil jugador de calcio. Más adelante, desde mediados del siglo XVII, el juego pasó a disputarlo sólo la burguesía, por lo que perdió su carácter cortesano. En este período proliferan los tratados en torno al cuidado del cuerpo y el arte del buen envejecer. En consonancia con este ideal humanista, el médico italiano Mercurialis propuso una formación plena que contribuyese a la creación de un hombre armonioso y equilibrado. Como otros humanistas, desde el principio empleó el término gimnástica 31 en el mismo sentido que los griegos, es decir, como conjunto de ejercicios físicos que tenían como finalidad principal el mantenimiento de la salud corporal. En 1569 publica De Arte Gimnastica, el primer manual de educación física, en el que se rescatan muchos de los ejercicios gimnásticos practicados en la antigua Grecia. Mercurialis consideraba a la gimnástica como una rama de la medicina, y reiteró la crítica al atletismo profesional que antes hicieran Platón, Hipócrates o Galeno, por considerar que los hábitos de los atletas eran peligrosos y podían llegar a ser nocivos para la salud. François Rabelais (1494-1553) y Michel de Montaigne (1533-1592) también mostraron gran interés por el papel del ejercicio físico en la educación y formación de los jóvenes nobles. En la novela satírica del primero, Gargantúa (1535), el protagonista del mismo nombre domina todas las manifestaciones gimnásticas de su tiempo, además de la esgrima, la hípica y todos los juegos de pelota conocidos. La obra de Rabelais ejerció una gran influencia sobre Montaigne, y a través de éste, sobre Locke y Rousseau. En sus Ensayos (1580), Montaigne se declara partidario de fortalecer el cuerpo para cuidar del alma; como Platón, subraya que la educación física no sólo endurece el organismo, que se hace más resistente al dolor, sino también el alma. En el capítulo titulado «De la educación de los niños», además de oponerse a encerrar a éstos en colegios y someterles a castigos crueles, preconiza una educación que preste gran atención al cuerpo y en la que «los mismos juegos y los ejercicios sean buena parte del estudio». Montaigne alabó los juegos olímpicos antiguos y opinaba que el objetivo del ejercicio era lograr la gracia exterior del cuerpo y una presencia amable. Tras la Reforma, católicos y protestantes reconsideraron la forma de entender el cuerpo imperante hasta entonces. Los principales representantes del humanismo cristiano, como Erasmo de Rotterdam (1466-1536) y el español Luis Vives, fueron firmes defensores del ejercicio corporal, y partidarios del uso del latín durante los juegos, costumbre que se convirtió en moda de la época. Para los protestantes, a diferencia de lo que hasta entonces había sido el caso entre los católicos, el cuerpo ya no será tan despreciable. Lejos de ser una ciénaga de perdición, podía, por el contrario, convertirse en fuente de plenitud. El principal artífice de la Reforma protestante, Martín Lutero (1483-1546), escribió en sus Conversaciones de sobremesa que «las gentes deben hacer algo para evitar caer en vicios como beber, jugar, comer en demasía o cometer actos impuros. Por eso son de alabar ejercicios como la música y el juego entre caballeros, consistente en esgrima y lucha. La primera aleja las penas del corazón y los pensamientos melancólicos. El segundo mantiene la salud corporal.» [C. Diem 1966: 462] También el reformador suizo Zuinglio (1484-1531), coetáneo de Lutero, fue un ferviente defensor de la educación física tanto desde el púlpito como desde la cátedra. El teólogo suizo trazó un programa de ejercicios entre los que figuraban las carreras, los saltos, el lanzamiento de piedras, la esgrima y la lucha. Ello no impidió a su compatriota Calvino (1509-1564), una vez consolidado su poder en Ginebra, instaurar un régimen de férrea vigilancia moral, bajo el cual se prohibieron los bailes y «malas costumbres» como los juegos de naipes, las apuestas, la bebida y la lectura de novelas. Unos años más tarde, el sínodo calvinista de Nîmes, celebrado en 1572, llegó incluso a prohibir las piezas teatrales de temática bíblica, so pretexto de que la Biblia no había sido legada a los fieles para servirles de pasatiempo. 32 A finales del siglo XV, los nobles abandonan de forma gradual su autonomía y sus posesiones en el campo para vincularse paulatinamente a una corte semiurbana dependiente de los reyes o de los príncipes. El rudo guerrero medieval se convierte en noble cortesano, lo que le obliga a mudar sus ariscas costumbres y moderar su comportamiento. La civilización de la conducta de este estamento social se expresará en una represión y privatización de los sentimientos, en una rigidez formal en la manera de desenvolverse y en un alto grado de refinamiento en sus hábitos y diversiones. Este proceso contribuyó aún más a distanciar al estamento nobiliario de las costumbres populares. Hasta el siglo XV, el señor medieval había vivido entre sus vasallos, acostumbrado tanto a verlos trabajar en sus dominios como a divertirse junto a ellos; la sociedad no le obligaba a reprimir sus instintos guerreros, ni a someterse a convenciones sociales que censuraran las costumbres de los campesinos o la plebe urbana; sus nobles sentimientos quedaban satisfechos con saberse superior a sus siervos, toscos y groseros. En esta época, la nobleza —y sobre todo el clero, gran parte del cual sabía leer y escribir— participaba de una cultura «oficial» minoritaria de la que estaba excluida el resto de la sociedad. No obstante, ésta tenía escasa influencia fuera de su reducido círculo social, por lo que nobles y religiosos participaban en la mayoritaria cultura popular, en sus diversiones y bailes, sobre todo el carnaval, fiesta que congregaba a toda la sociedad. Sin embargo, a partir del siglo XVI, la Iglesia, la nobleza y la burguesía fueron distanciándose poco a poco de la cultura popular, y se sirvieron de las festividades para alzar una sólida barrera entre ellas y el «vulgo». Los juegos y diversiones del pueblo llano ocuparán el espacio público, mientras las fiestas y pasatiempos de los poderosos se privatizan cada vez más y se celebran en los salones y jardines de los palacios señoriales. En los pisos superiores de las casas burguesas se abrieron balcones para que los propietarios pudiesen contemplar desde arriba los festejos de los de abajo. Un noble no podía jugar junto a un plebeyo sin poner en entredicho su dignidad y su prestigio. Tampoco estaba bien visto que el clero tomara parte en los juegos del pueblo llano. Sin embargo, hasta el ocaso de la Edad Media los curas habían participado en todo tipo de juegos populares, en especial los de pelota, y los obispos autorizaban estos encuentros por Pascua o Navidades. En 1532, un obispo de París prohibió «jugar al billar, a la pelota o a cualquier otro juego público a los eclesiásticos con laicos y aparecer jamás en camisa y calzones con ese efecto, les prohibimos incluso ver jugar a otros». [G. Vigarello, A. Corbin, J. J. Courtine 2006:269] La retirada del clero obedece a la Reforma protestante de un lado y a la Contrarreforma católica del otro. Si hasta el año 1500 la mayoría del clero bajo llevaba una existencia muy próxima en todos los sentidos a la de sus parroquianos pobres, a la alta jerarquía comienza a preocuparle esta estrecha convivencia y procede a reformar el clero secular: los católicos serán instruidos en los seminarios y los protestantes en las universidades. Durante la Contrarreforma, especialmente tras el Concilio de Trento, la Iglesia se afanó en imponer una cultura y una conducta «ortodoxas» frente a las manifestaciones de la cultura popular. Los decretos de Trento formaban parte de un ambicioso proyecto de recatolización de Europa, en cuyo marco se somete al clero a un férreo control en lo que a costumbres se refiere, prohibiéndosele, entre otras cosas, 33 asistir a representaciones teatrales y corridas de toros, y llegándose incluso al extremo de amonestar y denunciar a los curas demasiado apasionados por los juegos y las diversiones del pueblo. Algunos años antes, el prelado francés san Francisco de Sales, escandalizado por el interés y pasión que despertaba el jeu de paume, observaba en la Introducción a la vida devota (1609): «por honesta que sea una recreación, dedicarse a ella con todo el corazón y el afecto de uno es un vicio» [B. Jeu 1988: 70]. Una curiosa excepción a esta actitud generalizada de la Iglesia fue la de san Ignacio de Loyola, fundador de la Orden de los jesuitas, cuyos miembros se consagran al regimini militantis ecclesia, y que tiene la obligación de mantener la salud mediante la práctica de ejercicios físicos, ya que «una onza de santidad acompañada de una salud extraordinariamente buena hace más por la salvación del alma que una santidad extraordinaria con una onza de salud» [C. Diem 1966:386]. En la Orden era obligada la práctica diaria, según la Regla 49: «todos los escolásticos, mientras no haya lugar a excepción según juicio del rector, deben dedicar un cuarto de hora antes de la comida o la cena» [C. Diem 1966:386]. San Ignacio llevó al extremo la Regla 47, en la que se dice que «los ejercicios físicos son de provecho al cuerpo en la misma medida, y adecuados para todos» [C. Diem 1966:386] cuando, en el transcurso de sus viajes misioneros, llevó a cabo numerosas conquistas espirituales y conversiones valiéndose del hechizo de las apuestas, del dominó, del ajedrez y del billar. Hacia finales del siglo XVI, protestantes y católicos desplegaron en todo el continente europeo una febril actividad evangelizadora, si bien ninguna de las dos confesiones actuó al margen de los poderes seculares. La monarquía absolutista resultó ser un interesado socio colaborador a la hora de secundar una corriente de reforma que se disponía a moralizar y disciplinar al grueso de la sociedad. El objetivo de esta ofensiva no era otro que reformar las costumbres populares y reforzar así las instituciones civiles. Esta intervención sistemática del clero, tendente a erradicar las prácticas más arraigadas de las clases populares, fue encabezada en un principio por los reformadores protestantes, que se oponían a ultranza a la celebración de determinadas fiestas del santoral, calificadas de «reliquias papistas». De ahí que abogaran por la abolición no sólo de las festividades religiosas más señaladas, sino de las fiestas como tales, y que criticasen casi todos los aspectos de la cultura popular: los encierros de toros, las luchas de perros y osos, los juegos de naipes y dados, los concursos de tiro al arco, la lucha, el fútbol, los bailes y las tabernas. A juicio de los reformadores, estos entretenimientos no hacían sino ofrecer ocasiones propicias para el pecado y las algaradas violentas. No es de extrañar, pues, que muchos de los ataques de los reformadores apuntasen a la fiesta del carnaval. Así, por ejemplo, Lutero solicitó la erradicación de las celebraciones carnavalescas después de que los campesinos rebeldes alemanes se sublevaran un Martes de Carnaval de 1524. En aquel entonces, las máscaras, los disfraces y el desorden propio de las fiestas tradicionales servía para disimular y vertebrar la organización de levantamientos y rebeliones. De ahí que, por ejemplo, durante la revuelta contra los impuestos que estalló en Francia en 1548, las milicias de campesinos rebeldes se reclutaran entre quienes organizaban las procesiones de las fiestas de guardar o en las cofradías encargadas de los festivales. Tampoco era casual que en esa misma época, durante las festividades 34 anuales, el pueblo llano eligiera como «rey del carnaval» o «señor del desgobierno» a los cabecillas de la rebelión, ni que a partir de 1560 el carnaval fuera atacado y periódicamente reprimido so pretexto de que «incitaba a la violencia el desenfreno y la lascivia». No faltan testimonios de la época que relatan asaltos y tomas de ciudades aprovechando la celebración del carnaval, como sucedió en la ciudad italiana de Udine, en 1511, donde sirvió de pretexto para organizar una revuelta que acabó con el saqueo de más de veinte palacios y la muerte de cincuenta nobles y sus criados. Los reformadores católicos, si bien criticaron la profanación de las festividades religiosas con actividades mundanas (por lo que prohibieron la costumbre de bailar, las parodias del ritual religioso y otras formas de diversión en el interior de las iglesias o en los camposantos), se mostraron menos intransigentes que los protestantes ante las tradiciones festivas de la cultura popular. La Iglesia, consciente de que no convenía prohibir las festividades y celebraciones de los pobres en un tiempo en el que los movimientos heréticos se extendían como un reguero de pólvora por todo el continente, prefirió encauzar y purificar las fiestas en lugar de abolirlas, purgando las iglesias de conductas «rebeldes y extáticas», y tolerando (aunque con considerable malestar) las festividades y otras diversiones fuera de los templos. Así, desde mediados del siglo XVI se instauró en la Europa católica una política de supervisión de las fiestas del pueblo llano, acompañada por un aumento del número de (así como la proliferación de reliquias, oraciones especiales y otros símbolos cristianos) desfiles solemnes de cortejos que alegorizaban los dogmas del catolicismo. La iniciativa popular fue perdiéndose y la fiesta evolucionó desde la participación comunitaria medieval al ceremonialismo propio del espectáculo barroco. Entretanto, en la corte, que se ha vuelto galante, el tiempo transcurre entre fiestas, danzas, justas, torneos y todo tipo de juegos. A lo largo del siglo XVI las cortes italianas se convirtieron en centros de aprendizaje en los que los nobles reciben lecciones de equitación, esgrima y danza, y donde son obligadas las normas de buen comportamiento, que llegan a adquirir tal importancia que ni siquiera los más poderosos pueden sustraerse a ellas. El porte, la prestancia y la etiqueta regulan las relaciones jerárquicas en el seno de la corte, y contribuyen con cada vez más fuerza a hacer patente el poder de la Corona. De ahí que en esta época aparecieran tratados sobre los nuevos modales que llevaban aparejados un rechazo de la cultura popular. Entre estos destaca la obra de Baltasar de Castiglione, El cortesano, publicada en 1528 y en la que, si bien se acepta que el aspirante a cortesano luche, salte o corra junto al plebeyo, se insiste en que lo haga sólo «por pasatiempo y casi por burla, no por competencia ni por honra; y aún así, no quiero que se ponga en ello sino cuando tuviere casi por cierto que ha de llevar lo mejor; que no podría sino parecer muy mal y ser una cosa harto fea, quedar un caballero llevado de un villano, especialmente en la lucha.» [B. Castiglione 2001:150] Castiglione dicta normas de conducta destinadas a que el cortesano sirva bien a su príncipe, y que atañen a un ideal de hombre holístico: un canon físico, moral y cultural. El cortesano —que prefigura así al futuro gentleman inglés— ha de realizar un ejercicio permanente de refinada contención y de controlada audacia, ser hombre de noble linaje, por igual artista, filósofo, político y hombre de armas. No sólo ha de tener ingenio, buena disposición de cuerpo y gracia que lo hagan agradable a primera vista, 35 sino que además ha de cultivar las letras, la música, la pintura y el amor platónico. Por si fuera poco, el perfecto cortesano debe destacar en lides caballerescas como la caza y la montería. También recomienda Castiglione al cortesano que domine los bailes en boga. El gusto de los nobles por moverse con maneras dignas y elegantes se plasmará en la proliferación de tratados de danza. Durante el Renacimiento la nobleza convertirá la danza en un ritual que dará lugar a la aparición de los salones cortesanos y los maestros de baile; se crean complicados pasos de baile y coreografías, los movimientos se hacen más hieráticos y contenidos, se limita el número de bailarines y se suprimen las danzas en filas y corros, tan comunes hasta entonces. Las danzas de la corte dejarán de ser sencillos bailes de procedencia campesina o popular, como el minué, la zarabanda, la bourré o la gavota; éstas son refinadas y se transformarán en ballet, primero en la forma culta de la suite y posteriormente en la sonata. Esta metamorfosis de los bailes populares en danza culta de la corte que precisa de entrenamientos y maestros —a diferencia de los bailes populares, transmitidos de forma consuetudinaria de una generación a otra— anticipa lo que sucederá en el siglo XVIII, cuando la aristocracia inglesa transforme los juegos populares en deportes. *** A lo largo del siglo XVII, el progresivo fortalecimiento de las monarquías absolutas se observa no sólo en las costumbres y diversiones, sino también en el lenguaje: los nobles aprenden a hablar y a escribir «correctamente», así como a evitar los dialectos, las lenguas vernáculas tildadas de jergas rústicas («patois») y a emplear idiomas distintos para la expresión culta y la popular (caso del francés frente al occitano, del inglés en vez del Scots o del alemán en lugar del checo) como medio de distinguirse de los demás estamentos. Quienes pertenecen a la aristocracia hablan en toda Europa un único idioma: el francés, la lengua de la corte de París, que simboliza el poder, el lujo y riqueza. El Barroco francés estuvo marcado por una profunda transformación del estatuto de la nobleza, que tuvo repercusiones tanto en el ámbito de la educación como en el de las diversiones. En la naciente sociedad cortesana, la formación nobiliaria se convierte en el contenido fundamental de las instituciones educativas, las Academias. Las tres «artes» que allí se enseñan —el arte ecuestre, el arte de la espada y el baile cortesano— codificadas desde finales de la Edad Media, se desgajan progresivamente de las actividades tradicionales de formación. Tras la desaparición de los torneos y las justas quedaron, como actividades hípicas las exhibiciones de equitación, los ejercicios en cuadrillas, las carreras de anillos y el carrusel que, antiguamente, precedían a la justa. El arte ecuestre sufre una rígida reglamentación, recogida en numerosos tratados, que llevará a la ceremonialización definitiva de unas prácticas que evolucionaron del torneo en campo abierto a espectáculos urbanos en los que el adversario a atravesar ya no será otro jinete, sino un anillo. El antiguo arte del guerrero medieval da paso a juegos más sutiles, que requieren mayor habilidad y destreza, como las carreras de anillos, en las que era fundamental la 36 elegancia, el porte y, sobre todo observar la etiqueta: respetar escrupulosamente un trazado de la carrera, por ejemplo, hacer seguir una línea geométrica a la cabeza de la lanza o evitar todo movimiento brusco del caballo sin perder la compostura. Durante el siglo XVI el arte de la espada conoció en Francia idéntico grado de desarrollo y perfección que en las cortes italianas. Bajo el reinado de Carlos IX (15501574), se fundó la Academia de esgrima, primera institución de Francia investida con el privilegio de formar maestros en este arte. Basándose en conocimientos anatómicos y geométricos, se fijaron reglamentos exactos, se definieron las estocadas principales, así como las diversas posiciones tácticas de defensa y ataque, y se formularon cálculos precisos de los movimientos. La transformación de los valores acordados a las actividades físicas y lúdicas de la nobleza del siglo XVII llevará a hacer hincapié en el refinamiento de la pose y en elegantes puestas en escena antes que en la expresión física del vigor. Durante varios siglos, el juego fundamental practicado por la realeza y la nobleza francesa fue el jeu de paume. Luis XIV, sin embargo, encontraba que requería mucho esfuerzo, por lo que, rompiendo con la tradición real, el Rey Sol y su corte dejaron de practicarlo. En su lugar adoptaron los juegos de azar y el billar, a los que podían dedicarse sin temor a desmelenar su peluca o desarreglar los pliegues de su indumentaria. La corte despreciará cada vez más los juegos que exijan esfuerzo físico, con lo que comienza una tendencia que no se alteraría hasta el siglo de las Luces. El Barroco español, en todo cuanto se refiere a manifestaciones lúdicas y otras formas de esparcimiento, constituye una excepción en el panorama europeo. A diferencia de lo que sucedía en el resto de Europa, en España las prohibiciones de las fiestas y los juegos fueron del todo infructuosas. Existen diversos factores que ayudan a explicar este fenómeno. La decadencia que atravesaba la España de finales del siglo XVII interrumpe la expansión hacia América, y las dificultades económicas empujaron a los campesinos hacia las grandes ciudades, en las que se hacinaron masas de descontentos prestos a la protesta y la sedición, condujo al parecer a la ya debilitada monarquía a desarrollar una política de contención a través de las fiestas de los más depauperados. En efecto, la organización de festejos servía para distraer al pueblo de sus males: en ciudades como Madrid o Sevilla se levantan templos, teatros y arcos de triunfo, se celebran fiestas o se montan fastos, cortejos ostentosos y deslumbrantes fuegos de artificio. José Antonio Maravall describía así la situación en La cultura del barroco: Para la monarquía, tal vez lo más importante era escudarse frente a las disensiones y hostilidades de dentro, que tantos críticos excitaban, contra los cuales se servía aquella de los recursos de procurarse la adhesión ciega, aturdida, irresponsable, de las masas. Uno de los mejores medios era mantenerla en fiestas; por eso sabemos que también a las fiestas del Retiro se dejaba entrar al pueblo. […] Pero no era tal vez la diversión de éstos lo que contaba como último propósito, sino el asombro del pueblo ante la «grandeza» de los ricos y poderosos. [J. A. Maravall 2000: 491] Pero, sobre todo, fue la idiosincrasia del Siglo de Oro y de la hidalguía española, encarnizadamente hostil a la ética del trabajo que imperaba allí donde había triunfado la Reforma protestante, la que se manifestó en todo su vigor durante el siglo XVII, en el 37 cual los días festivos aumentaron de tal forma que algunos años los días laborables no pasaron de cien. Durante el reinado de Felipe IV (1620-1665) todo, tanto las efemérides consagradas por la realeza como las fiestas religiosas, eran motivo y ocasión para la celebración. En las fiestas de la corte se sucedían justas, los torneos y juegos de cañas y, sobre todo, corridas de toros. Cualquier fiesta servía de excusa para el disfrute profano del pueblo llano, mucho más desenfrenado, que gustaba de juegos groseros, bromas y burlas de todo tipo. Así sucedía, por ejemplo, en Carnaval, con el juego de gallos —que aparece reseñado con gran ingenio y gracia por Quevedo en La vida del Buscón llamado Don Pablos (1604)— o en las romerías, las verbenas y la fiesta de los toros. En aquella época, uno de los pasatiempos preferidos entre todas las capas sociales era el baile. Igual danzaban los cortesanos en los palacios que bailaban los plebeyos en los innumerables tablaos de los corrales. Se distinguía entre las danzas practicadas por nobles y caballeros, de movimientos graves, acompasados y mesurados, en las que no se utilizaban las manos, y los bailes, que gozaban de gran predilección entre el pueblo, más desenfadados y que permitían una movilidad total de piernas y brazos. La danza era un elemento fundamental de la esmerada educación cortesana, y no se tenía por caballero cabal a quien dominara el manejo de la espada sin ser a la vez experto danzarín. Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurría en otros países europeos, los bailes populares —acompañados de coplas picantes y amorosas mezcladas con pullas jocosas dirigidas a los presentes— predominaron sobre las danzas aristocráticas. Los bailes apasionaban por igual a los pobres y a las personas de noble extracción, que debían presenciarlos a escondidas, al estar prohibidos por las autoridades. En cualquier caso, de muy poco servían ordenanzas, alcaldes o alguaciles ante la pasión que el baile despertaba día a día: se bailaba tanto en los tablaos y tabernas como en galeras y allí donde se hallara «aquella gente deseosa de toda huelga y enemiga mortal de cualquier trabajo y fatiga». [J. Deleito 1988: 69] Ni las protestas de teólogos e instituciones eclesiásticas, ni las críticas de moralistas y demás mojigatos, pudieron frenar la popularidad de estos bailes licenciosos, anatematizados como «inventos del demonio». A comienzos del siglo XVII, el jesuita Juan de Mariana describía la zarabanda como «un baile y cantar tan lascivo en las palabras, tan feo en los meneos, que basta para pegar fuego a las personas muy honestas». [J. Deleito 1988: 73] Precisamente el Padre Mariana fue uno de los tratadistas que, además de clamar contra los bailes, las comedias o los juegos, se opuso con más celo a la fiesta de los toros. Éste jesuita se mostró contrario a la fiesta de los toros por considerarlo «feo y cruel espectáculo». Los Austrias, y en particular, Felipe IV, restablecieron los juegos de cañas y el toreo de los caballeros, y rodearon esta fiesta de gran solemnidad y esplendor. El toreo a caballo, pasatiempo caballeresco por excelencia y privilegio de la nobleza, que tenía como único fin probar la destreza en el dominio del caballo y el manejo de las armas, llegó a su apogeo durante el siglo XVII. Caballeros, nobles, e incluso reyes bajaban al ruedo a matar a los toros con toda clase de suertes (Felipe IV dio muerte a un astado de un disparo de arcabuz). Durante este siglo, cualquier acontecimiento de relevancia 38 nacional se conmemoraba con festejos taurinos, celebrados con gran pompa y boato, en los que brillaba el lujoso cortejo de lacayos, cabalgaduras y carrozas. El toreo popular a pie apenas existía entonces, y sólo era tolerado como faena auxiliar plebeya para el lucimiento del caballero en la plaza, al que en muchas ocasiones libraba de situaciones sumamente comprometidas. Se celebraban corridas de toros populares —no existían aún las plazas de toros— en las plazas de las ciudades, donde toreros a pie, que recibían por ello una compensación económica, lidiaban ante un público que lanzaba dardos al toro. En este siglo el toreo a pie no era todavía un oficio reglamentado, a diferencia de lo que sucedería durante el siglo XVIII, en el transcurso del cual se produjo (como consecuencia del llamado «triunfo de la Cuaresma» y de la represión eclesiástica y civil de la cultura popular) una gradual «profesionalización del ocio». Así pues, las corridas de toros dejaron de ser patrimonio de los nobles y pasaron a manos de toreros retribuidos que alcanzaron gran popularidad, al mismo tiempo que — en un nítido ejemplo de domesticación de las fiestas populares por parte de las clases dominantes— se construían las primeras plazas de toros estables, donde la autoridad podía vigilar a los asistentes y prevenir posibles motines y algaradas. En el capítulo «La mala vida en Sevilla», de su obra Los negros curros, el polígrafo cubano Fernando Ortiz resume así la historia del toreo: Acerca de las corridas de toros hay ya documentos primitivos en el Libro de las Siete Partidas (siglo XIII); un antiguo historiador italiano intenta fijar la fecha exacta de su comienzo en el año 1100. Pero lo que durante la Edad Media fue en España exclusivamente un deporte voluntario de la gente distinguida, un ejercicio de destreza, de fuerza y de intrepidez al cual se dedicaban con predilección los nobles y caballeros, pasó a ser en los siglos XVI y XVII una ocupación profesional, una fiesta indispensable para el pueblo, con cuyos rendimientos se fomentaban y protegían a veces organizaciones comunales o eclesiásticas. Al toreador noble que se conformaba con dejar al toro fuera de combate y declinaba en gentes asalariadas el darle muerte y remate, sucedió, al correr de los tiempos, el matador profesional y remunerado, proveniente en general de las más bajas capas sociales. Por ese tiempo la Iglesia, dirigida por un papa tan ilustre como el italiano Eneas Silvio Piccolomini, pensó que aquella crueldad y grave riesgo de muerte por sólo alardear de valentonería, supervivencia además de los ritos paganos de Minos y los antiguos pueblos del Egeo, debía reformarse y suprimirse. Ese papa, cultísimo, humanista, San Pío V, prohibió en 1567 las corridas de toros, so pena de excomunión. Pero fue inútil, los españoles protestaron. Se recordó que en Roma misma se habían verificado corridas de toros. El español papa Rodrigo Borgia, o Alejandro VI, quien por su vida nada santa se ganó un puesto de infamia en la historia, con una corrida de toros en el Coliseo de los mártires, celebró el descubrimiento del Nuevo Mundo, que le comunicaron sus paisanos y ahijados, los Reyes Católicos, a quienes dio el monopolio de su conquista y explotación. El papa Gregorio XIII en 1575 modificó esa severa prohibición, pues se limitó a impedir a los clérigos la asistencia a los juegos en todo tiempo, pero muy particularmente en los días festivos. Y poco después Clemente VIII, por fin, derogó esta cláusula a instancias de Felipe II, en 1596. [F. Ortiz 1995: 145] Las abundantes críticas de los tratadistas eclesiásticos, que pedían «la represión de la ociosidad como fuente de los males de la España barroca» [J. A. González 1993: 137) no hallaron eco hasta el Siglo de las Luces, con el tránsito de la dinastía de los Austrias a la de los Borbones y de la mentalidad barroca a la ilustrada, cuando aquellos ataques 39 adoptaron forma política e incidieron de forma notable en el discurso del poder acerca de los juegos y las fiestas. *** Durante el siglo XVIII comenzaron a producirse en algunas partes de Europa profundas transformaciones sociales que hicieron que la agricultura perdiera terreno frente al comercio y la industria y que las ciudades crecieran en detrimento del campo, lo que llevó a muchos campesinos, proletarizados, a emigrar hacia urbes infectas en las que la nobleza languidecía y la burguesía iba afianzando poco a poco su poder económico y político. La cosmovisión de esta clase la llevará a abordar el ejercicio corporal desde un punto de vista cada vez más utilitario y productivista. El cuerpo humano, que se convierte en objeto de medida, control y cálculo, comienza a considerarse desde la perspectiva de un rendimiento potencialmente infinito, y se le impone una relación disciplinar de la que Foucault dirá: «es dócil un cuerpo que puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser transformado y perfeccionado» [M. Foucault 2005: 140]. El cuidado de la apariencia y de la presencia física en tanto signos de la jerarquía social, dominantes hasta el siglo XVII, dan paso ahora a una perspectiva más compleja: la visión científica del mundo desarrollada por el empirismo anglosajón ya no contempla la actividad física como un abanico de habilidades y destrezas específicas, sino en términos de resistencia y rendimiento, orientado hacia una búsqueda total de la eficacia de las fuerzas físicas. Los enciclopedistas, por ejemplo, no sólo adoptaron el canon tradicional de las actividades físicas aristocráticas (danza, equitación, saltos, esgrima), sino que trataron de hacerlas encajar en nuevos sistemas gimnásticos ideados por ellos, e introdujeron además medidas individuales de eficacia que, según historiadores como Henning Eichberg, los convierten en los precursores de la transformación de los ejercicios físicos en deportes. A lo largo del llamado Siglo de las Luces surgió una nueva forma de concebir la corporalidad en la que, además de investigarse todo lo relacionado con el cuidado de la salud, la alimentación, los hábitos o las costumbres, se atribuye al ejercicio físico un valor pedagógico. La preocupación por una reforma educativa integral fue una constante de la que dio fe la publicación de numerosas obras de pedagogía entre las que cabe destacar las de Rousseau y Kant, que hacen referencia a los beneficios de la educación física para la formación intelectual y se convirtieron en el fundamento de la gimnasia contemporánea. Tanto al uno como al otro, no obstante, les precedió el empirista inglés John Locke, cuyas ideas tuvieron gran influencia y repercusión en el siglo XVIII. En sus Pensamientos sobre la educación (1693), Locke abogó por una pedagogía en la que las actividades corporales fueran la base de toda educación, curtiesen el cuerpo y lo hicieran apto para soportar las fatigas y los rigores de la vida, pues «quien no dirige su espíritu sabiamente, no tomará nunca el camino recto, y aquél cuyo cuerpo sea enfermizo y débil, nunca podrá avanzar por ello» [J. Locke 1986: 31]. A juicio de Locke, tanto la 40 educación física como los juegos enseñaban a administrar debidamente las propias fuerzas y a dominarse, por lo que preparaban para el éxito social y profesional al futuro gentleman: Que la salud es necesaria al hombre para el manejo de sus negocios y para la propia felicidad, que una constitución vigorosa y endurecida por el trabajo y la fatiga es útil para una persona que quiera desempeñar un papel en el mundo, es cosa demasiado obvia para que necesite ninguna prueba. [J. Locke 1986: 35] Jean-Jacques Rousseau, al que se considera como el fundador de la educación física moderna, criticó la educación formalista e instrumental de su tiempo, a la que opuso los principios pedagógicos que expuso en Emilio o la educación (1762). Asimismo, fue uno de los primeros autores en hacer hincapié en la necesidad del movimiento corporal para la evolución moral de la infancia, sin dejar de insistir en que los juegos y los ejercicios físicos debían de tener un componente utilitario. Rousseau concedió una gran importancia a la instrucción de los niños en un entorno natural, ya que consideraba que el contacto de los sentidos con la naturaleza constituye el fundamento de la razón; preconizó la práctica de todo tipo de juegos al aire libre y aconsejó aficionar a los niños a trabajos manuales que favorecieran el desarrollo de facultades adecuadas para la vida adulta, pues «los ejemplos de vidas más dilatadas se sacan todos de hombres que han realizado el ejercicio más intenso, que han soportado la mayor fatiga y trabajo». Las prácticas higiénicas y los métodos pedagógicos propugnados por Montaigne y Locke fueron una importante fuente de inspiración para Rousseau. La influencia del primero, y de forma especial la de su sistema educativo, es manifiesta en la obra de Rousseau, que era partidario de que la naturaleza educase con su rudeza a los alumnos pero contrario a la educación impartida en los colegios, basada en el empleo de la violencia y los castigos. No se sentía, pese a todo, deudor del empirista inglés, ya que éste «no daba al alumno ni formación, ni calor a su alma» [J. J. Rousseau 1971: 54] y porque su pedagogía se dirigía, al igual que la del autor de los Ensayos, sólo a la burguesía y a la nobleza. También Kant propugnó una concepción utilitarista de la educación física, entendida como un endurecimiento del cuerpo en el que la disciplina había de primar sobre la instrucción. El filósofo alemán se refiere explícitamente a la educación física en tanto conjunto de cuidados que debe de recibir el niño, así como a su relación con la robustez del cuerpo y de sus funciones. Al mismo tiempo, sin embargo, considera al juego como un impulso natural que debe ser vigilado. En la medida en que fortalece al cuerpo, el juego previene los accidentes; no obstante, Kant considera perjudicial que el niño lo vea todo a través de ese prisma, ya que entiende que la meta final de la pedagogía es preparar para el trabajo: «Es sumamente importante que los niños aprendan a trabajar, es una locura educativa pretender que todo lo hagan jugando.» [J. Rodríguez 2000: 183] Los enciclopedistas ya habían censurado en sus obras la vida fácil y disoluta de la aristocracia. Ya en su Ensayo sobre la poesía épica y el gusto de los pueblos, (1726) Voltaire dio cuenta de la decadencia física y moral de la nobleza francesa: «[los 41 Antiguos] no pasaban los días haciéndose arrastrar en carros a cubierto de las influencias del aire, para llevar de una casa a otra su languidez, su aburrimiento y su inutilidad.» [J.J. Jusserand 1901: 410] Además de criticar la pereza, la molicie y el desprecio del ejercicio físico por parte de la nobleza, el autor de Cándido lamentó la desaparición de actividades caballerescas como el carrusel y las carreras de anillos: «todos esos juegos militares empiezan a ser abandonados, y de todos los ejercicios que hacían en otros tiempos los cuerpos más robustos y ágiles, no ha quedado más que la caza.» [G. Vigarello, A. Corbin, J. J. Courtine 2006: 279] A finales del siglo XVIII, los enciclopedistas proclamaron el derecho universal a la educación para todos, idea que influyó profundamente en la renovación de la pedagogía y contribuyó a la difusión de la gimnasia. Ya durante la Revolución francesa, figuras como Talleyrand y Condorcet abogaron por la obligatoriedad de la educación física en las escuelas. En 1793, Robespierre presentó a la Convención un proyecto de ley, posteriormente aprobado, en el que se disponía que «el tiempo de educación de los niños se repartirá entre el estudio, los trabajos manuales y los ejercicios gimnásticos. Si durante la semana se debe trabajar, es muy conveniente que en los días de reposo la juventud practique los ejercicios corporales» [J. Le Floc’hmoan 1965: 147]. Pocos años después, bajo el Directorio, en el transcurso de las fiestas oficiales se celebraron carreras a pie en las que se cronometraron los resultados de los participantes y se registraron los rendimientos y progresos individuales en tablas comparativas que fueron publicadas en el Anuario de la República Francesa del año IX bajo el epígrafe «Registro de velocidades». Las nociones pedagógicas de la Ilustración se difundieron por toda Europa y sus efectos no tardaron en hacerse notar. Uno de los primeros pedagogos que trató de sistematizar y dotar de método a la gimnasia fue el alemán Johann-Bernard Basedow, que llevó a la práctica los planteamientos de Rousseau en Dessau. En 1774 fundó en esta ciudad el Philantropum, centro donde los ejercicios físicos formaban parte del currículo escolar y se llevaron a la práctica los ejercicios y juegos expuestos en Elementarwerk («Obra elemental»), tratado educativo que constituye una aplicación sistemática del racionalismo a la educación física. Más tarde Basedow desarrollaría una gimnasia industrial basada en el aprendizaje de «movimientos simples» con el objetivo fundamental de fortalecer el cuerpo para poder soportar las jornadas laborales presentes o futuras, así como una gimnasia militar. Basedow contribuyó mucho a propagar las teorías de Rousseau e influyó en Muths y en Jahn, por lo que puede considerársele, junto al pedagogo Johann Heinrich Pestalozzi, como un precursor de la gimnasia contemporánea. A diferencia de lo sucedido tanto en Francia como en el resto de Europa, donde un conflicto irreconciliable oponía a la nobleza con la burguesía, en la Inglaterra del siglo XVIII la nobleza se encontraba muy debilitada, por lo que el auge y la consolidación del poder de la burguesía fue mucho más veloz que en el continente. En Gran Bretaña la burguesía y la aristocracia gobernaban unidas por medio de una monarquía parlamentaria, circunstancia que será determinante en los orígenes y el desarrollo del 42 deporte. En un principio, el término sport3 designaba las actividades de equitación, caza y pesca de la aristocracia inglesa, mientras que los antepasados de los modernos deportes de equipo practicados por las clases subalternas se denominaban games (juegos). Con el paso del tiempo, sin embargo, el término «deporte» comenzó a emplearse para describir una amplia gama de actividades atlético-recreativas, a las que proporcionará una aureola de respetabilidad y de seriedad a la que no podrán aspirar los meros «juegos» y «hobbies». Parece ser que este vocablo tiene raíces provenzales y que apareció por primera vez como deport en un poema de Guillermo de Poitiers (1071-1127) así como en un romance normando de finales del siglo XII, bajo la forma del francés antiguo desport. En el Mío Cid, en la Vida de Santa María la Egipcíaca o en las Cantigas de Alfonso X el Sabio, entre otras obras del castellano antiguo, aparecen el sustantivo depuerto y el verbo deportar referidos a todo tipo de diversiones. En el episodio de la afrenta de Corpes tiene connotaciones tanto de juego amoroso como de escarnio cuando los infantes de Carrión, tras haberse desposado con las hijas del Cid, ordenan al séquito que prosiga el viaje para quedarse a solas con las doncellas, porque «deportar se quiere con ellas a todo su sabor». La voz occitana deportare pasó al antiguo castellano como deportar, al catalán como deport y al francés como desport. Con las invasiones normandas del siglo XI llegó a Inglaterra, donde algunos pasatiempos recibieron la denominación disport, desport, to disporte, como quedará reflejado tres siglos después en la obra del poeta Chaucer. A partir de mediados del siglo XV, en Inglaterra empieza a utilizarse de forma abreviada, suprimiéndose una sílaba y apareciendo como sport, con el significado de pasatiempo, entretenimiento, distracción, recreo o diversión. 3 43 ORÍGENES Y DESARROLLO DEL DEPORTE «La idea misma de una disciplina del juego habría parecido absurda, y no obstante, una franja cada vez más extensa de idealistas burgueses abogó por ella durante la segunda mitad del siglo. Los deportes habrían de desempeñar un papel estelar, junto a la provisión de parques, museos, bibliotecas y baños públicos, en la creación de un contingente laboral saludable y moral… el temor al radicalismo urbano, por encima de todo, fue lo que galvanizó a los ricos para que pensaran en los pobres y dio peso a un programa más amplio de reformas morales y educación propuesto por una vigorosa minoría de evangélicos y economistas políticos idealistas.» Richard Holt, Sport and the British: A Modern History «La cultura no es hija del trabajo sino del deporte. Bien sé que a la hora presente me hallo solo entre mis contemporáneos para afirmar que la forma superior de la existencia humana es el deporte. Algún día trataré de explicar por qué he llegado a esta convicción, mostrando cómo la marcha de la sociedad, junto con los nuevos descubrimientos de las ciencias, obligan a una reforma radical de las ideas en este punto y anuncian un viraje de la historia hacia un sentido deportivo y festival de la vida.» José Ortega y Gasset, Biología y pedagogía El deporte, tal y como hoy lo conocemos, tiene sus orígenes indirectos en la domesticación de los pasatiempos populares de la Edad Media llevada a cabo por la aristocracia y la gentry inglesa entre los siglos XVIII y XIX. Esta clase ociosa, enclaustrada por unas costumbres mortalmente aburridas y saturada por «un exceso de bebidas alcohólicas» [P. Coubertin 1934:44], procuraba escapar de ellas a través de actividades recreativas como la caza del zorro, el boxeo y las carreras. Los sports eran una forma de entretenimiento que encajaba muy bien con los cánones morales de la aristocracia, al sublimar tanto la competición como la emulación y proporcionarle un excelente pretexto para relacionarse, distinguirse y reafirmar su posición social. Además, las prácticas deportivas podían aunar muy bien el exhibicionismo de una práctica «desinteresada», derrochadora o no lucrativa, propia de dicha clase, con una finalidad utilitaria más acorde con el espíritu prosaico de los nuevos tiempos. Un siglo antes, bajo el régimen de Oliver Cromwell, los puritanos ya se habían comprometido a fondo en la represión de las costumbres y diversiones populares, si bien no se oponían al ejercicio físico como tal, sino a la profanación del domingo, día que debía consagrarse única y exclusivamente a la glorificación del Señor. El hedonismo, la aversión al trabajo y la holganza resultaban repugnantes e insoportables para el ascetismo puritano, que combatió estas «desviaciones» con gran celo y ardor. No se toleró diversión dominical alguna, por inocente o antigua que fuera. La supresión del teatro, de los juegos, de las diversiones populares y otras medidas coercitivas destinadas a imponer una conducta ascética despertaron un movimiento de oposición al 44 puritanismo. Cuando en 1660 la Restauración puso fin al período republicano, la mayor parte de la población inglesa detestaba a los puritanos tanto como antes de la guerra civil había aborrecido al clero anglicano. En ningún otro país de Europa se arremetió tan duramente contra el «despilfarro ocioso del tiempo», el juego y las diversiones populares. A comienzos del siglo XVII, la inquina de los puritanos contra las costumbres populares llegó hasta tal extremo que en 1618 el rey anglicano Jacobo I elevó a ley el Book of Sports 4 con el objetivo de reglamentar los juegos dominicales y hacer frente a la intransigencia puritana. Su sucesor, Carlos I, ordenó en 1633 que se leyera en todas las iglesias de Inglaterra y que los párrocos que se negaran a hacerlo fueran apartados de su cargo. Los puritanos se quejaban de que las ceremonias religiosas se veían frecuentemente ultrajadas por bailes y todo tipo de juegos en los aledaños de las iglesias. Por añadidura, consideraban que el sport, el juego, la caza y las mascaradas eran actividades nocivas para la salvación espiritual, que sólo servían para satisfacer los instintos más viles, fomentar la ambición y distraer de la atención al trabajo. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber señala que en la concepción puritana, el sport: sólo tenía que servir a un fin racional, al recreo que requiere la capacidad de trabajo físico. Por el contrario, el sport les resultaba sospechoso en tanto que era un medio para satisfacer sin preocupaciones los instintos desencadenados, y por supuesto lo reprobaban si era entendido como medio para el puro disfrute o incluso despertaba la ambición agonal, los instintos más rudos o el afán irracional de apostar. El disfrute instintivo de la vida, que aleja tanto del trabajo profesional como de la devoción, era en tanto que tal el enemigo del ascetismo racional, ya se presentara como sport señorial o como visita del hombre común a las tabernas y a las salas de baile. [M. Weber 1998:242] Durante los reinados de Carlos II y Jacobo II se restableció la monarquía de los Estuardo y se volvió a la situación existente antes de la guerra civil y la Revolución: persecución de los puritanos, situación privilegiada de los partidarios de la iglesia anglicana, apoyo real a los católicos, intentos de imponer un poder absoluto sobre el parlamento y luchas e intrigas por el poder entre todos ellos. Los disidentes puritanos y sus rivales, los caballeros anglicanos, escarmentados por la experiencia de la guerra civil y decididos a evitar como fuera la reaparición de las «espantosas» pasiones populares que ésta había desatado, hicieron causa común para poner fin al poder real y a la Restauración. Al levantarse unidos contra la corona, las dos principales facciones de las clases dominantes inglesas, nobleza terrateniente (Tories) y burguesía urbana (Whigs) El obispo Morton recopiló las costumbres y juegos tradicionales ingleses en el Book of Sports («Declaración sobre los sports legítimos») por encargo de Jacobo I, a fin de resolver una disputa entre la gentry de Lancashire (gran parte de la cual seguía siendo católica) y los magistrados puritanos locales, que impugnaban la legalidad de las diversiones dominicales y ordenaron restricciones ilegales del recreo «dominical». A partir de entonces, se proclamó en los púlpitos de la Iglesia anglicana que una vez finalizado el culto religioso, estaban permitidas en domingo las danzas, el tiro con arco, las carreras, los saltos y la plantación de árboles de mayo. A medida que los puritanos fueron ganando fuerza en los años previos a la Guerra Civil inglesa, la hostilidad contra el Book of Sports fue en aumento, y en 1643 el parlamento ordenó quemarlo públicamente. 4 45 establecieron un procedimiento para acabar con los interminables períodos de enfrentamientos entre ellos: el parlamentarismo. La formación y consolidación del Estado parlamentario británico desempeñó un papel de primer orden en el nacimiento y desarrollo del deporte. Norbert Elias considera que hubo un paralelismo entre la «parlamentarización» de las clases dominantes de Inglaterra y la «deportivización» de sus pasatiempos: por muy grande que fuese la tentación, se entendía que en las trifulcas parlamentarias los caballeros nunca debían perder los estribos ni recurrir a la violencia entre iguales. Los acalorados debates celebrados en las sesiones del parlamento entre los partidos Tory y Wigh presentaban no poca semejanza con la celebración de un encuentro deportivo entre dos equipos rivales. Lo mismo ocurría en las pugnas propiamente deportivas, en las que los caballeros hacían gala de buenos modales como distintivo de elegancia y consideraban el recurso a la violencia como una prueba de mala educación. Así pues, la transformación de los juegos tradicionales en deportes tuvo lugar en la Inglaterra del siglo XVIII al mismo tiempo que el ordenamiento parlamentario del país. El compromiso político entre los dos partidos rivales, consistente en aceptar de forma «caballerosa» las normas parlamentarias que regulaban la alternancia política, permitió que se diesen muestras de confianza mutua y se enfrentasen en público sin violencia y con una estricta observancia de las «reglas de juego». Así se puso fin a casi un siglo de violentas y sangrientas contiendas entre las dos grandes fracciones de la clase dominante británica. Una vez que la alternancia en el poder fue consensuada y consolidada en la forma del parlamentarismo, y apaciguados los antagonismos internos de las clases adineradas, ante éstas se abría la perspectiva de entregarse sin reservas a la pasión del comercio en los albores de la era industrial. Dos obstáculos se interponían, sin embargo, en su camino. En primer lugar, era preciso hallar la forma de imponer a los trabajadores y artesanos —que hasta entonces habían gozado de cierta autonomía en el empleo de su tiempo y para quienes el trabajo bien hecho era fuente de satisfacción personal— una disciplina mecánica que los transformase en autómatas obedientes y sumisos, sometidos al ritmo productivo del reloj y a una labor cada vez más desprovista de sentido. En segundo término, e íntimamente relacionado con lo anterior, se imponía reprimir y eliminar todas aquellas costumbres, fiestas y conductas de los pobres que entorpecieran las actividades económicas y generaran estados de ánimo incompatibles con la laboriosidad. En este período intermedio en el que las viejas formas de control resultaban anacrónicas y el nuevo dominio social aún no se había generalizado, la reforma del «ocio» popular empezó a considerarse como una necesidad de primer orden. Entre la última década del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, los juegos tradicionales fueron primero domesticados y posteriormente sustituidos por aficiones más sedentarias y menos contraproducentes para los capitalistas. Ahora bien, a este proceso de «expropiación originaria» de las actividades recreativas populares le precedió una privación sistemática, tanto del productor rural como del pobre urbano, de sus áreas de esparcimiento tradicionales, penoso expolio que constituye la prehistoria del deporte moderno. En parte, los métodos empleados, entre 46 los que sólo pasaremos revista aquí a los más coercitivos y detestables, se basaron, al igual que el sistema colonial, en la más burda de las violencias. Pero todos ellos se valieron del poder del Estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación de los modos tradicionales de recreo en deportes. En la evolución hacia el deporte moderno pueden distinguirse dos etapas: la primera abarca desde el último tercio del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, período durante el que fueron suprimidos y transformados los pasatiempos y diversiones populares a la vez que se reglamentaban tanto los deportes practicados exclusivamente por la aristocracia —el críquet, la esgrima, la equitación, la caza del zorro o el tenis— como aquellos que ésta patrocinaba pero cuya práctica solía recaer en individuos de las clases subalternas, caso de las carreras a pie o del boxeo. En el transcurso de la segunda fase, que comenzaría a mediados del siglo XIX y se prolongaría hasta los inicios del siglo XX, la burguesía industrial, en tanto nueva clase hegemónica, practica y reglamenta deportes de equipo como el fútbol y el rugby, que terminarán por profesionalizarse y convertirse en los primeros deportes-espectáculo. *** En el siglo XVIII existían en Inglaterra numerosas diversiones populares, como la lucha libre, el balompié, el juego de los tejos y las peleas de gallos, que giraban alrededor del calendario agrícola, las ferias y los mercados semanales o, en el caso de las áreas industriales y urbanas, estaban asociadas a la fiesta de san Lunes. Sin embargo, la variedad y el vigor de estos pasatiempos tradicionales comenzaron a declinar, hasta su definitiva extinción, durante la segunda mitad del siglo XIX. Las nuevas formas de control social y de disciplina industrial dejaron caducas y obsoletas las anteriores formas de dominación, lo que se hizo patente, en lo que al control de las diversiones se refiere, en la pérdida de poder eclesiástico. En el siglo XVIII el calendario de las festividades coincide con el de los ciclos agrícolas, es decir, las fiestas pasan a celebrarse de Pascua a verano, a diferencia de lo que había venido sucediendo durante varios siglos, en que las celebraciones rituales de la Iglesia se concentraban en aquellos meses en los que el trabajo era más liviano: de Navidad a Pascua. Las grandes fiestas anuales —conocidas también como Vísperas o Veladas— la corrida del toro en Stamford, el fútbol de Derby, el hobby-horse de Padstow, así como otras muchas fiestas y ferias que tenían lugar en todo el país, se celebraban antes de la Cuaresma. El desenfreno, los excesos y la licencia sexual eran habituales en la Feria de High Street, de Greenwich, de Portsmouth o en las festividades de Pentecostés. Abundan los testimonios acerca de la diversidad de pasatiempos que se ofrecían en estos condados. Un vecino de Northumberland describía en 1750 cómo se celebraba allí el domingo de la Pascua de Pentecostés: Fuimos a los juegos de Carton [...] había muchos hombres y mujeres jóvenes que se divertían con el juego o pasatiempo que llaman Perder la Cena [...] y después de todo esto, acababan su recreo hartándose de beber en las cervecerías y los hombres besando y jugueteando casi toda la noche con sus queridas. [E. P. Thompson 1989: 450] 47 La licenciosidad de estas fiestas se desbordaba hasta el punto de preocupar seriamente a las clases pudientes, entre otras cosas porque a menudo se prolongaban durante más de dos semanas. También para los metodistas constituían motivo de inquietud y desazón, pues se trataba de «orgías satánicas y diabólicas» en las que los pobres pasaban el tiempo «comiendo y bebiendo sin moderación, hablando de cosas profanas o por lo menos inútiles, riendo y bromeando, practicando la fornicación y el adulterio» [E. P. Thompson 1989: 456]. Las vestimentas y disfraces de los participantes adquirían tintes cada vez más paganos, y las fiestas se convertían en bacanales durante las que se sucedían todo tipo de juegos, bailes, borracheras y rondas por las mansiones del condado, que en no pocas ocasiones terminaban en burlas, extorsiones e intimidaciones contra los terratenientes. En ocasiones, el desenfreno popular propio de estas festividades estivales ofrecía el marco propicio para algún que otro conato de motín. En 1740, por ejemplo, un partido de balompié en Ketring sirvió de pretexto y tapadera para derribar los molinos de Lady Betey Jesmaine. A partir del momento en que estas diversiones y juegos populares pasan a ser una costumbre poco grata para las clases dominantes, éstas dejan progresivamente de sufragarlas y tolerarlas, y adoptan una postura que va del distanciamiento a la abierta oposición. Hasta entonces la pequeña aristocracia rural no sólo había tolerado las diversiones populares, sino que había tomado parte en muchas de ellas de forma regular, organizando la entrega de premios, encargándose del abastecimiento de cerveza y entregándose a aquello que E. P. Thompson definió como «elaborado y consciente “teatro social” de la ceremonia» [J. Rule 1990:305]. Esta actitud se mantendría durante el siglo XVIII, en lo que algunos historiadores han querido ver una precaución por parte de los terratenientes contra la toma de medidas que les indispusieran con los pobres, pero que en realidad era más bien un intento solapado por seguir manteniendo su influencia sobre ellos. A comienzos del siglo XIX, a medida que se sucedían toda una serie de transformaciones económicas y políticas que trastocaban los cimientos de un sistema tradicional con varios siglos de vida, este «paternalismo» de la clase terrateniente se esfumó. La generalización de los enclosures (cercados) despojó de sus tierras a los campesinos ingleses y acarreó la destrucción definitiva de la comunidad aldeana y la desintegración de los vínculos comunitarios; los campesinos, empobrecidos, desarraigados y privados del punto de apoyo de la comunidad rural, quedaban a merced de los fabricantes textiles y se vieron obligados a buscar trabajo en la naciente industria. El proceso de asedio y destrucción de las diversiones populares quedó nítidamente de manifiesto en la reducción de las fiestas de Pentecostés, que a principios del siglo XIX duraban una o dos semanas, a una sola jornada en la década de 1900. A pesar de todo, los patronos todavía se lamentaban en 1842 de lo difícil que les resultaba hacer trabajar a sus obreros en lunes, ya que los artesanos cualificados seguían siendo devotos de la fiesta de San Lunes, que procuraban observar religiosamente. En realidad, en áreas como el sur de Lancashire, el norte de Staffordshire, el West Riding y el Black Country, las costumbres y las tradiciones populares no fueron transformadas o suprimidas directamente por las clases dominantes sino aniquiladas 48 por la propia dinámica de la industrialización: a medida que los campesinos o artesanos arruinados abandonaban su pequeña localidad, se trasladaban a la gran ciudad y se convertían en obreros, los ingleses pobres fueron volviéndose más disciplinados y menos espontáneos. A partir de los últimos años del siglo XVIII, y sobre todo durante la década de 1840, las diversiones populares se vieron sometidas a una ofensiva desencadenada por una formidable coalición integrada por los terratenientes y la burguesía, la iglesia evangélica, los dirigentes del sindicalismo recién organizado, y last but not least, la intervención estatal y la novedosa utilización de la policía urbana. Desde finales del siglo XVIII y durante toda la primera mitad del XIX, la iglesia metodista —movimiento renovador dentro del anglicanismo— abrió un frente tras otro en una campaña contra las diversiones tradicionales que se dio como meta erradicar los pubs, los pasatiempos crueles, las apuestas, los juegos callejeros y muchas cosas más. Con este fin se fundaron clubes y sociedades obreras patrocinadas por filántropos de clase media, como la Sociedad británica y extranjera por la templanza creada en la década de 1830, que encabezó una cruzada moral contra la bebida. No obstante, la gestión de estos clubes terminó por caer en manos de los obreros, que reintrodujeron la venta y consumo de cerveza. Además de influir decisivamente en la opinión de las clases pudientes acerca de las diversiones de los pobres, los metodistas consiguieron que se aprobase la Proclama Real de 1787, que tenía por finalidad promover la vigilancia y represión del «vicio». Las presiones tendentes a la disciplina y al orden se difundieron desde las fábricas, las escuelas, las iglesias, las magistraturas y los cuarteles e impregnaron todos los aspectos de la vida: las diversiones, las relaciones personales o la forma de hablar y comportarse. Para los metodistas todo era censurable: los juegos de cartas, los adornos personales, los bailes, las canciones, el teatro y las fiestas. Los pasatiempos vulgares llevaban en sí la semilla de la depravación. En esta labor se mostró muy activo entre 1790 y 1810, el reformador evangélico y estrecho colaborador del primer ministro Pitt, Wilberforce, artífice de la ley de ilegalización del comercio de esclavos de 1807 y fundador de la Sociedad para la supresión del vicio, auténtico tribunal inquisitorial de las costumbres que moralizó y legisló hasta contra las diversiones más inocentes. De entre todos los grupos evangélicos ingleses, la Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals (RSPCA), fundada en 1824, fue el que con más ahínco se consagró a la supresión de las diversiones populares, ya que muchas de ellas estaban ligadas al empleo de animales como los toros, gallos, perros y tejones 5. Sirva como ejemplo lo acontecido en la ciudad de Stamford, donde desde la década de 1780 las autoridades venían manifestando su desaprobación ante la corrida anual de un toro por las calles. Los intentos de supresión habían chocado con la tenaz oposición de los «corredores», que lograron mantener su festival anual hasta 1840, año en que sucumbieron ante las fuerzas combinadas del gobierno local y policías especiales del Ministerio del Interior, reforzado para la ocasión por la Policía Metropolitana londinense y una compañía de Dragones. La RSPCA, sin embargo, no actuó jamás contra la caza del zorro, pasatiempo cruel de las clases privilegiadas. 5 49 Otro movimiento evangélico que se significó en el ataque contra las diversiones populares fue la ultraconservadora Sociedad para la observación del Día del Señor, creada en 1831 y que abogaba por la prohibición de cualquier tipo de diversión dominical. Una de sus campañas más obstinadas fue la del «domingo inglés» sin fútbol y otros pasatiempos. La única modalidad de evasión que resistió incólume fueron las tabernas, que según relata Marx en sus Manuscritos económico-filosóficos, eran «los únicos esparcimientos dominicales del pueblo que la policía inglesa trata al menos con suavidad». [K. Marx 1984: 163] Los trabajadores varones podían optar entre beber o jugar, o jugar y beber, con el club social como centro neurálgico. Pese al fracaso de los clubes y sociedades obreras patrocinados por filántropos de clase media, un nuevo movimiento pro abstención, de origen más obrero y asociado al Cartismo, tuvo mayor aceptación. Mientras la retórica antialcohol argumentaba —sin demasiado éxito— que gastar dinero en bebida era ruinoso para el obrero y su familia, un discurso paralelo que giraba en torno a la consigna de «recreo racional» proponía actividades de ocio más productivas. De ahí que los sindicalistas radicales se opusieran al desenfreno anual del balompié callejero, origen de borracheras, peleas y destrozos de todo tipo. Sólo la introducción del nuevo sistema policial de sir Robert Peel, en 1829, dotó al Estado de la fuerza necesaria para erradicar un juego que había sobrevivido durante ochocientos años a los edictos de cuantos reyes habían tratado de suprimirlo. En Derby, el tradicional fútbol callejero al que se jugaba en martes de Carnaval, y que consistía en que un centenar de personas (a veces podían llegar a ser miles) se disputasen la pelota durante al menos seis horas por calles y jardines, dentro y fuera del río Dervet, sin árbitros ni espectadores, resistió todos los intentos de supresión hasta mediados de la década de 1840. El último partido de fútbol tradicional se disputó en 1847 en el condado de Derby. El alcalde se presentó, montado a caballo, para interrumpir el juego con la ayuda de la policía local. Cuando ésta fue expulsada por una lluvia de piedras, los magistrados leyeron la Riot Act y se llamó a la caballería mientras la policía luchaba con los jugadores para hacerse con el balón y poner fin al encuentro. Los frenéticos promotores del «recreo racional» tuvieron mayor éxito en lo referente a los juegos callejeros, suprimidos u obligados a refugiarse en los callejones, no por obra de la presión moral sino por la presión de la policía, que empleó sus poderes discrecionales para acosar a la población obrera, que no hacía sino seguir haciendo lo que había hecho siempre y cuyo único delito consistía en hacer caso omiso de leyes no escritas de origen burgués acerca de lo que constituían conductas adecuadas e impropias en lugares públicos. La constitución del régimen de entretenimiento deportivo-espectacular lleva aparejada la formación de una clase obrera que, a fuerza de educación, tradición y costumbre, se somete a las exigencias del mismo como a las más lógicas leyes naturales. Durante la génesis histórica de este régimen no ocurre aún así. La burguesía, que va ascendiendo, necesita y emplea todavía el poder del Estado para reglamentar las costumbres populares y las fiestas públicas, es decir, subordinarlas a los requisitos de 50 una extracción «racional» de plusvalía y suprimir al máximo cualquier traba a la prolongación de la jornada de trabajo. Si hasta entonces las vías públicas habían sido un lugar de encuentro y reunión de las clases populares, a partir de la Revolución Francesa dicha posibilidad empezó a inquietar seriamente a las autoridades británicas. Mantener las calles despejadas será precisamente una de las tareas de la nueva policía creada en la década de 1830. A partir de ese momento, la calle pierde terreno como lugar de encuentro, desplazada por una concepción fría y aséptica del «espacio público», considerado ante todo como vía de tránsito y de circulación de mercancías. Las nuevas necesidades de la burguesía urgen a ésta a acostumbrar a los pobres a dejar la calle y todo lo que gira a su alrededor. La tarea no fue fácil: hubo que prohibir desde la venta en los puestos callejeros hasta la reunión política, además de desalentar la presencia en la vía pública con una severa y cruel legislación, plasmada en la funesta Ley de Pobres (1834). Durante la segunda mitad del siglo XIX la cruzada en pro del «recreo racional» tuvo efectos muy visibles sobre las distracciones de los más jóvenes. Las calles de las ciudades industriales de Gran Bretaña se habían convertido en espacio de juego para bandas de niños. La «educación callejera» que recibía así tan amplia proporción de la población era motivo de preocupación en sí misma, por no hablar de los daños contra la propiedad y la obstaculización del tráfico que llevaba aparejada. El principal medio al que se recurrió para poner fin a esta situación fue la escolarización obligatoria. A su vez, quedó patente en las disposiciones recreativas de los colegios públicos que la disciplina y el orden eran las metas educativas fundamentales, basadas en una instrucción de tipo militar y ejercicios físicos del mismo jaez, escasamente entretenidos y a menudo impartidos por suboficiales del ejército retirados y pagados por horas. A lo largo del siglo XIX y sobre todo a partir de 1850, la burguesía inglesa imprimió a la noción y la práctica del ocio formas cada vez más directamente dictadas por el temor a la inestabilidad política causada por el Cartismo y el movimiento obrero, así como por la necesidad de asegurar la productividad laboral en el nuevo medio industrial y urbano. Las pésimas condiciones de vida y de salud de los trabajadores y de los pobres (contaminación y hacinamiento en las ciudades, largas y agotadoras jornadas de trabajo, desnutrición), se habían convertido en focos de riesgo, en una época en la que las epidemias y enfermedades no se consideraban ya como simples causas de mortandad, sino también como factores de interrupción en el suministro de fuerza de trabajo. Hacia final de siglo, por ejemplo, una tercera parte de los reclutas para la guerra de los Bóer se mostró no apta para el servicio militar. Tan súbito interés por la salud del vulgo obedecía menos a una espontánea e intemporal preocupación humanitaria que a motivaciones económicas y políticas muy concretas, generadas por una sociedad en pleno proceso de explosión demográfica e industrialización, así como por el consecuente peligro que suponía la concentración de la clase obrera y de una multitud de pobres levantiscos en las ciudades. La amenaza latente representada por la clase trabajadora contribuyó además a que se vinculase al obrero a determinadas enfermedades calificadas de «populares»: el alcoholismo, la tuberculosis y las enfermedades venéreas, que encarnaban el arquetipo de la 51 degeneración, concepto éste que tuvo gran repercusión y contribuyó a la difusión de una rama de la medicina que identificaba la protección de la salud con el control moral y social: el higienismo. La creencia de que la «raza inglesa» estaba degenerando y de que el imperio británico iniciaba su declive como consecuencia de los efectos perjudiciales del nuevo entorno urbano, que dificultaba la obra de la selección natural y permitía sobrevivir a los más débiles, llevó al antropólogo y fundador de la eugenesia, Francis Galton, a tipificar a los seres humanos en función de su carga hereditaria. Con el fin de seleccionar por un lado a los más aptos para dirigir el imperio y eliminar progresivamente a quienes no tuvieran la «dotación hereditaria adecuada», es decir, los pobres, Galton preconizó una política de Estado dirigida a evitar las uniones entre «seres inferiores», puesto que estos se reproducían con mayor rapidez que la élite. Consecuencia directa de este discurso sobre la decadencia y la degeneración de la «raza» fue un seguimiento cada vez más preciso y sistemático por parte de los Estados de la talla, las debilidades y los defectos físicos de la población. De repente, disponer de un cuerpo sano y robusto se convirtió en una preocupación de primer orden para las clases dominantes, que comenzaron a fomentar los hábitos higiénicos y a hacer obligatorio en las escuelas el ejercicio físico, considerado de golpe como «actividad excelente para la salud», vehículo eficaz para asegurar la productividad, medio civilizado de integración de la agresividad social y foco de distracción destinado a contrarrestar el malestar de las crecientes masas de trabajadores organizados, así como, last but not least, fuente de soldados fuertes y robustos. *** Uno de los primeros pasatiempos en ser designado como «deporte» fue la caza del zorro. La forma que adoptó esta práctica pone de relieve la moderación y el refinamiento de las clases ociosas entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Antes de la era victoriana, los excesos formaban parte de la imagen aristocrática del gentleman: los cazadores de alcurnia destacaban por su gran resistencia física y su habilidad como jinetes, y se vanagloriaban de ser capaces de pasarse todo el día a caballo y luego dedicar la noche a consumir exquisitas viandas y beber profusamente. El objetivo de la caza no era ahora, como en épocas pretéritas, llevar preciados manjares a la mesa, ni tampoco matar fieras que supusieran un peligro para las vidas y haciendas de los nobles. A partir del momento en que la caza se codifica, todo queda debidamente reglamentado, desde la conducta de los cazadores hasta el entrenamiento de los perros. Si en las formas antiguas de cacería era el cazador el que mataba a los animales, a partir de este momento lo harán los perros: el cazador pasa, por tanto, a ser un mero espectador. Puesto que matar zorros era fácil, el nuevo conjunto de reglas estaba destinado a complicar y prolongar la caza para darle más emoción. De ahí que se considerara una conducta muy reprobable disparar contra los zorros, ya que alteraba el equilibrio de fuerzas entre los contendientes, abreviaba la duración del ritual y privaba al cazador de la justa medida de tensión agradable y emoción necesarias para asegurarle la diversión a la que aspiraba. Así lo explicaba un manual de la época: 52 La noble ciencia, como llaman a la caza de zorros sus adeptos, es considerada por unanimidad la perfección de la caza. El animal perseguido corre justamente a la velocidad necesaria para el caso y cuenta además con toda clase de artimañas para despistar a sus perseguidores. Deja un buen rastro, es muy intrépido y abunda lo suficiente como para ofrecer razonables oportunidades de deporte. [N. Elias, E. Dunning 1993: 205] La popularización del boxeo —que fue otro de los primeros deportes en reglamentarse— estuvo ligada a la gestación de un nuevo código de conducta que facultaba a los gentlemen para resolver sus «asuntos de honor» con los puños en lugar de batirse en duelo con espadas y pistolas. Hasta muy poco tiempo antes, el pugilato se había considerado como un comportamiento propio de bribones, sucio y poco elegante. Sin embargo, en el siglo XVIII, la middle class burguesa impuso una forma más «civilizada» de reparar afrentas para evitar víctimas mortales. Así pues, los nobles abandonaron el uso de la espada y se apresuraron a recibir lecciones de boxeo, mientras los observadores continentales asistían estupefactos a combates callejeros entre aristócratas y cocheros. El maestro de armas James Figg fue el primer campeón de boxeo (1719) y abrió en Londres la primera escuela de pugilismo, en la que instruía a jóvenes aristócratas en el «noble arte de la autodefensa». Además de ser un célebre maestro de esgrima y un reputado boxeador, Figg era un promotor que organizaba combates y apuestas, y su teatro era tan popular que solía abrir sus puertas tres horas antes de que comenzaran las representaciones. Según Richard Cohen, «los combates de boxeo, que se iniciaran como asaltos de apoyo a los de esgrima, empezaron a eclipsar a los espadachines, y Figg comprendió que había surgido una nueva diversión pública. Cambiando de disciplina, se convirtió en experto pugilista y en 1720 en el primer campeón nacional de boxeo de Inglaterra». [R. Cohen 2003:76] Ya desde fines del siglo XVII se tiene noticia de los primeros combates organizados por gentlemen que, interesados por apostar, incitaban a participar en peleas improvisadas a gentes del común a las que entregaban pequeñas sumas. Los primeros boxeadores profesionales o prizefighters (gran parte de los cuales se hallaba al margen de la ley o ejercía oficios como el de matarife o carnicero) en pelear por una cuantiosa bolsa aparecen a comienzos del siglo siguiente. La prohibición de los combates de boxeo —pues en aquella época la policía interrumpía los combates y arrestaba a los participantes y asistentes— llevó a que éstos se disputasen en la parte trasera de locales de diversión o en el campo, cerca de los límites de condados que tuviesen jueces menos severos6. Como las peleas no siempre duraban tanto como deseaban los promotores y para hacer más entretenida la velada para el creciente número de espectadores que pagaba su entrada y apostaba, los combates se dividieron en rounds (asaltos). Al principio éstos no En “The Fight” («La pelea»), relato publicado en el New Monthly Magazine de febrero de 1822, el polifacético periodista y crítico literario William Hazlitt ofreció una minuciosa descripción del ambiente y los métodos semiclandestinos de convocatoria a las que se recurría en el submundo pugilístico de comienzos del siglo XIX. 6 53 tenían una duración concreta y terminaban cuando uno de los boxeadores caía o quedaba fuera de combate. El pugilismo contaba entonces con escasas reglas, que además solían incumplirse a menudo, caso de la prohibición de los puntapiés, y no dispuso de un reglamento escrito hasta 1838, cuando algunos caballeros y el campeón Jack Broughton fijaron las primeras reglas. Ese mismo año se redactaron las London Prize Ring Rules, basadas en las de Broughton, que proscribían prácticas como golpear al rival caído o tirarle del cabello. Este reglamento se modificó en 1853 y permaneció en vigor hasta 1891, cuando se establecieron oficialmente las reglas del marqués de Queensberry, fundamento del código de conducta del boxeo profesional moderno. Las nuevas reglas introdujeron los guantes (que no tenían como misión proteger la cabeza de los púgiles, sino sus manos), la fijación del número de asaltos, el arbitraje, el sistema de puntuación y la clasificación de los boxeadores por categorías de peso, además de la prohibición de proyectar al adversario y boxear sin tiempo límite. Al igual que el boxeo, en la Inglaterra de finales del siglo XVII la hípica se convirtió en un acontecimiento social que congregaba a multitudes y que alcanzó su máxima popularidad durante el siglo XVIII. Según Richard Mandell: A lo largo del siglo XVIII, las carreras de caballos de Newmarket, Ascot, Epsom, Doncaster y de otros muchos lugares de Inglaterra llegaron a convertirse en mucho más que el acontecimiento, relativamente banal por entonces, que representaban los seis a diez famosos caballos y jinetes disputando una carrera de cuatro millas en las tradicionales pistas elípticas. Un derby era un acontecimiento que requería preparación y constituía una ocasión de reunión masiva en la que, junto a los personajes más representativos del mundo de la moda, se podían encontrar también representadas las clases más diversas. [R. Mandell 1986:151] La afluencia de público a los hipódromos y el interés por conocer los resultados de las carreras obedecía a la extraordinaria pasión que suscitaban las apuestas. El burgués adinerado, para quien el interés del deporte reside menos en practicarlo que en mirar y en jugarse los cuartos, imita al aristócrata e intenta aparentar tanto como él. Acude al hipódromo o al cuadrilátero, donde apuesta cuantiosas sumas, y organiza cacerías de zorros seguidas de grandes comilonas. Los burgueses que asistían a estos acontecimientos apostaban no sólo por diversión, sino también para obtener ganancias. Apostaban tal y como realizaban sus transacciones mercantiles o especulaban en bolsa: barajando de manera objetiva y racional las posibilidades de éxito y beneficio 7. Ir más deprisa y llegar más lejos se convierten en los principios rectores de la dinámica de expansión capitalista, pues aumentar la velocidad de desplazamiento supone ganar tiempo, concepto encarnado a la perfección en la máxima utilitarista del puritano Benjamin Franklin: Time is money. Y como señalaría Huizinga en Homo ludens Si bien la costumbre de apostar ha existido desde tiempo inmemorial, las apuestas «racionales» del inglés decimonónico poco tenían que ver con las del jugador de la Antigüedad o de la Edad Media, que consideraba la victoria obtenida tras la correcta realización de un determinado ritual o ceremonia religiosa como una confirmación de su destino. 7 54 no podía evitarse que el concepto de récord surgido en el deporte se incorporara también a la mentalidad económica. […] La estadística mercantil e industrial condujo naturalmente a introducir este elemento deportivo en la vida económica y técnica. Por todas partes donde una realización industrial ofrece un aspecto deportivo, el afán de récords celebra sus triunfos. [J. Huizinga 2000:253] A partir del siglo XVIII comienzan a celebrarse carreras pedestres con grandes apuestas en juego, pues la popularidad de las carreras pedestres se extendió a la vez que la afición por las carreras de caballos. Las carreras de caballos no sólo dieron testimonio de la afición por la velocidad, sino también de la obsesión por convertir el tiempo y el espacio en abstracciones que, en contraste con épocas pretéritas, ahora se medían y se registraban. Los corredores competían en los hipódromos, y sus nombres, a semejanza de los que sucede con los de los caballos, alcanzaban diversas cotizaciones en las apuestas. Muy pronto, sin embargo, cuando los ricos cayeron en la cuenta de que un hombre era menos caro de mantener y permitía realizar apuestas tan lucrativas como un caballo, intentaron comprar corredores en lugar de caballos. Entre quienes tomaban parte en las primeras carreras pedestres figuraban semiprofesionales que desempeñaban el oficio complementario de running footman, término cuyo significado literal es «lacayo corredor». Se trataba de criados de la aristocracia rural, muy solicitados en tanto signo de distinción, cuyo cometido era llevar mensajes de sus amos a la ciudad y a otros lugares, así como preceder y anunciar el paso de sus carrozas. Las carreras pedestres de largo recorrido eran pruebas que requerían una gran resistencia física, que congregaban a multitudes y que las apuestas acabaron convirtiendo en un gran espectáculo. No pasó mucho tiempo antes de que a los caballeros les espolease a su vez el deseo de mostrar sus dotes y batir marcas. Para obtener fama y vencer a los corredores profesionales, los gentlemen se sometían a todo tipo de entrenamientos y ejercicios de fortalecimiento corporal. Así pues, de la envidia aristocrática nació el deporte amateur. *** A mediados del siglo XIX, la burguesía inglesa reglamentó deportes de equipo como el fútbol, el rugby o el críquet. La modernización de estos juegos tuvo como centro neurálgico los public schools, y fue allí donde comenzaron a estar regidos por reglas escritas. Estas escuelas habían empezado como instituciones caritativas y gratuitas, por lo general en manos de iglesias o monasterios. Con el paso del tiempo, sin embargo, se abrieron y aceptaron a alumnos de pago hasta que, a partir de los siglos XVII y XVIII, se convirtieron en los centros selectos y exclusivos a los que la aristocracia y la alta burguesía confiaban la educación de sus vástagos. No obstante, desde el momento en que los hijos de los industriales acceden a los public schools, la burguesía reclama un modelo de educación «racional» y competitivo, acorde con la posición hegemónica que ahora ocupa en la sociedad. Aunque en un principio la burguesía inglesa se mostró hostil al estilo de vida y a la educación aristocrática, muy pronto cambió de actitud y comenzó a imitarla. Poco a 55 poco, los burgueses abandonan sus austeras costumbres y aprenden a comportarse como gentlemen, y sus retoños comienzan a practicar deportes y a dedicar buena parte de su tiempo a actividades que hacía no mucho se habrían considerado perniciosas y conducentes a la holganza y la pereza. Los public schools atravesaban por aquel entonces una aguda crisis de autoridad a causa de la «indisciplina» de los alumnos, que obedecía, por una parte, a que precisamente como medio de dotar a las futuras élites del país de un temperamento independiente, la educación tradicional les permitía disfrutar de su tiempo libre a su conveniencia, y por otra, a que los vástagos de la aristocracia no se sentían obligados a someterse a profesores socialmente inferiores a ellos. Hasta entonces, cuando finalizaban las clases, los alumnos se divertían fuera de los centros académicos, apostando, emborrachándose en las tabernas, cazando, pescando y entreteniéndose con rudos juegos populares tradicionales como el hurling. La necesidad de una nueva estrategia que restableciese la autoridad del cuerpo docente indujo a los reformadores, en primer lugar, a encerrar a los muchachos en los recintos escolares, y en segundo, a prohibir aquellos juegos hasta que se introdujeran y crearan una serie de reglas que disminuyeran su grado de violencia. Estas reformas, que limitaban drásticamente las formas tradicionales de diversión, provocaron frecuentes rebeliones, como la que tuvo lugar en Eton en 1768, que en algún caso llegaron a ser tan graves como para requerir la intervención del ejército. Entre 1728 y 1832 tuvo lugar algún tipo de disturbio en todos los public schools: en Eton y Winchester estallaron por lo menos siete rebeliones, mientras que en Rugby se produjeron cuatro. Así pues, fue tras los recintos amurallados de los public schools donde las clases dominantes inglesas experimentaron por primera vez con los deportes empleando como cobayas a sus vástagos. El descubrimiento de valores pedagógicos en la práctica deportiva cobró especial significación en la persona del pastor anglicano Thomas Arnold, que en 1828 llegó a Rugby para ponerse al frente de la institución y ese mismo año otorgó un lugar destacado a la educación corporal en su reforma del currículum escolar. Arnold no inventó ningún método nuevo, sino que echó mano de las actividades existentes, como las carreras, el críquet, el rugby y el hurling. Él se limitó a establecer las reglas, al redactar, por ejemplo, el primer reglamento que tenía como finalidad restringir el recurso a las patadas o prohibir por completo el uso de navies (botas con puntas de hierro), con lo que inauguró el espíritu del «juego limpio». Arnold consideraba que la práctica deportiva, organizada por los propios alumnos pero supervisada por los profesores, tenía un alto valor formativo, puesto que además de evitar una carga excesiva de lecciones teóricas, contribuía a formar el carácter mediante la contención de la agresividad 8 . En efecto, la máxima arnoldiana del fair play se resume en «la nobleza de aceptar la derrota y el sentido de la responsabilidad y la caballerosidad como norma de comportamiento fundamental en lo deportivo y en lo social», o lo que es lo mismo, inculcar la «voluntad de vencer», pero siempre dentro de las reglas o, al menos, aprendiendo a guardar las formas. «Así, para los romanos, tenía buen carácter quien estuviera dispuesto a contemplar la ejecución de criminales a manos de gladiadores, mientras que antes de la Primera Guerra Mundial el YMCA enseñaba que consistía en abstenerse de la masturbación.» [Th. A. Green 2001:562] 8 56 Según Arnold, por tanto, el deporte encarnaba el ideal de vida del gentleman; el pastor creía firmemente, además, que la costumbre de la colaboración con los compañeros de equipo inculcaba hábitos de convivencia ciudadana: El mundo del deporte es un microcosmos, una miniatura de la sociedad humana. Una asociación deportiva es una sociedad en pequeño; un equipo de fútbol, un diminuto ejército. Hay jefes, pero no tiranos ni dictadores, y la autoridad del que manda queda siempre sometida a aquellos que la confieren. [J. M. Cazorla Prieto 1979: 68] La pionera labor pedagógica de Arnold se difundió como un reguero de pólvora gracias a la descripción de la escuela de Rugby realizada por Thomas Hughes en Tom Brown’s Schooldays (1857), exitosa novela que narra la vida de «Tom», protagonista que se forma espiritualmente a través del deporte, y en la que además de presentar el deporte como aspecto fundamental del currículum escolar, su autor exaltaba las cualidades varoniles y las virtudes patrióticas en detrimento del cultivo del intelecto. El propio Hughes reconoció que había escrito el libro con la finalidad de divulgar los ideales del «cristianismo muscular», movimiento puritano que desde mediados del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial desempeñó un papel destacado en la iglesia anglicana. Todo parece indicar que Arnold no era tan entusiasta del deporte como lo presentaba Hughes, y con posterioridad se inclinó más por el cultivo de la mente que del cuerpo como método pedagógico, dando prioridad a los principios religiosos y morales, ya que consideraba que su verdadera misión era formar «caballeros cristianos». No obstante, la escuela de Rugby continuó su labor pionera de difusión del deporte, pues los profesores opinaban que los nuevos deportes de equipo posibilitaban la integración en el sistema educativo de nuevas ideas, como la del «trabajo en equipo». Así pues, las actividades deportivas se iban perfilando como parte de una estrategia institucional dirigida a renovar la ideología del gentleman. Fue así cómo se pasó del rechazo inicial del deporte por las instituciones y el profesorado al entusiasmo por sus posibilidades «educativas», al comprobarse su valor como medio «extremadamente económico» de control. La educación física y los deportes pasaron a ser asignaturas curriculares y a convertirse en la espina dorsal de un programa pedagógico que giraba en torno a la «formación del carácter». A este respecto, hay que señalar que a la hora de establecer el valor de un deporte para «forjar el carácter», su aspecto competitivo era un factor decisivo. Como dijo un anónimo médico inglés: «Si se suprimen las competiciones, se acaba con la emulación y se ahoga el grito de Excelsior. Lo cierto», proseguía, «es que cuanto más peligroso sea el juego, más beneficioso es para el desarrollo del carácter del individuo.» [J. C. Whorton 1982: 4] Compárese esta concepción pedagógica con la que predominaba en la Antigüedad, según la cual el carácter era algo innato, incorruptible en las buenas personas e incorregible en los malvados, y la influencia del educador se consideraba como un factor secundario. De los campos de deportes ―los nuevos laboratorios en los que se habían transformado los public schools― saldrán muy pronto las primeras hornadas de futuros 57 dirigentes del país. Los jóvenes de las clases medias acomodadas desempeñaron un importante papel en la creación de los modernos deportes de equipo, primero como jugadores y después como dirigentes de clubes. A partir de 1860, los old boys, exalumnos adultos de los public schools que querían seguir practicando estos deportes, fundarán los primeros clubes y crearán sus propios reglamentos. El club, que originariamente nació como expresión del derecho de los caballeros a reunirse libremente, se convierte en la asociación que la clase pudiente utilizará para organizar competiciones, unificar los reglamentos a escala local o formar árbitros y entrenadores. Entre los años 1842 y 1849, varios public schools siguieron el ejemplo de la escuela de Rugby, por lo que muy pronto las competiciones deportivas rebasaron el primitivo marco de las escuelas. Las principales universidades promoverán las competiciones aún más, puesto que a ellas van a parar los mejores alumnos salidos de las escuelas. Fue en los recintos universitarios donde comenzaron a disputarse las primeras pruebas de remo y se desarrolló el atletismo moderno. Ya en la década de 1820, se habían disputado los primeros encuentros de críquet y de remo entre Oxford y Cambridge; competiciones ambas que se celebrarían de forma anual a partir del decenio siguiente. A comienzos del siglo XIX, existían dos modalidades de fútbol regidas por una gran diversidad de reglas y que se disputaban en todo tipo de terrenos: una más dura y brusca, a la que se jugaba en Rugby o Marlborough, y otra, practicada en Charterhouse, Harrow, Eton y Westminster, denominada dribbling game, a la que se jugaba impulsando la pelota sólo con los pies y en la que estaban prohibidos los empujones y los choques brutales. En 1863, el periódico deportivo Bell’s Life propuso reunir a los representantes de los diferentes public schools y universidades en Cambridge con el fin de establecer un código único de reglas para el fútbol, ya que de lo contrario sería imposible organizar encuentros entre escuelas y clubes privados. La mayoría de los asistentes a la reunión se mostró favorable a eliminar del juego los puntapiés en las canillas y a que se jugase de modo exclusivo con los pies, mientras que la minoría, representante del sector más aristocrático, se opuso argumentando que abolirlos restaría virilidad al juego. No se llegó a ningún acuerdo, pero ese mismo año se fundó la Football Association en el transcurso de otra reunión a la que asistieron miembros de once clubes londinenses y escuelas, donde se adoptaron las normas establecidas en Cambridge. Los primeros equipos, formados por jóvenes de clase media, se mostraban muy críticos con las prácticas violentas, ya que éstos no estaban dispuestos a arriesgar su integridad física en perjuicio de sus carreras profesionales por culpa de lesiones frecuentes. Este factor, unido a otras desavenencias, llevó al desarrollo de dos clases de fútbol: el Association Football o soccer, y el Rugby Football o rugger. En 1871 se fundó la Rugby Football Union; a partir de ese momento, el rugby lo practicarían los universitarios y el fútbol quedaría reservado a las clases medias, si bien no tardó en popularizarse y difundirse entre los trabajadores. De ahí la célebre observación de un rector de Cambridge: «El fútbol es un juego de gentlemen practicado por gamberros, mientras que el rugby es un juego de gamberros practicado por gentlemen.» 58 Casi al mismo tiempo que la burguesía, las distintas confesiones religiosas, cada vez más inquietas por el progresivo alejamiento de las clases trabajadoras de la religión organizada, comenzaron a darse cuenta de las ventajas que podía tener para ellas el fomento del deporte y se lanzaron con afán y entusiasmo a la tarea de difundir la buena nueva, ahora encarnada en el ideal deportivo. Las iglesias ya se habían distinguido durante varias décadas como promotoras furibundas del «recreo racional». Ahora la iglesia anglicana se mostraba, además, cada vez más favorable a la idea de captar a la juventud a través de un «cristianismo muscular» que «purificara su cuerpo a través del deporte». De ahí que contribuyera muy activamente a la difusión del fútbol, en el que creyó haber hallado un medio excepcional de evangelización. P. M. Young cuenta, en A History of British Football, cómo «el párroco y a menudo su ayudante, inspirado en su propia educación juvenil, frecuentemente se disponían a salvar almas con la Biblia en una mano y el balón en la otra» [J. I. Barbero 1993: 21]. Durante el último tercio del siglo XIX, por tanto, los nuevos centros escolares construidos por la iglesia anglicana dispondrán de terrenos deportivos. Como ejemplo de clubes y equipos de fútbol fundados con el patrocinio eclesiástico, cabe citar el Aston Villa (Villa Cross Wesleyan Chapel, 1874), el Birmingham City (Trinity Church, 1875) y todos los clubes fundados en Liverpool durante la década de 1870. Para la burguesía industrial no bastaba con que el ocio fuera respetable; además de ser bueno para el alma, debía ser productivo. Así pues, animados por los beneficios que esperaban obtener, los patronos fundaron clubes deportivos en los centros de trabajo con un objetivo muy concreto: obtener la identificación de los trabajadores con la empresa. En compensación, los obreros que jugaban al fútbol recibían un trato de favor y se les concedía tiempo libre para preparar los partidos. Fueron multitud los clubes y equipos de fútbol que surgieron en torno a fábricas, como el Manchester United (Lancashire/Yorkshire Railway Company, 1880) o el Arsenal (fábrica de explosivos y municiones de Woolwich, 1886). Tampoco faltaron casos de equipos fundados por empresas después de graves conflictos con sus empleados, como parte integral de un programa de «mejora de relaciones laborales», caso, por ejemplo, del West Ham United (1895). A finales del siglo XIX, en la medida en que la reducción de la jornada laboral les dejaba tiempo para ello, los obreros, en un principio muy reacios tanto hacia la reglamentación deportiva como hacia la laboral, empezaron a practicar los nuevos deportes. De hecho, la tradición inglesa de disputar los partidos de fútbol los sábados por la tarde es el resultado conjunto de la regulación del horario laboral y de la muerte de la festividad de san Lunes, que consagró el sábado por la mañana como media jornada laborable para los trabajadores de casi todos los oficios. El celo de la Sociedad para la observación del Día del Señor se encargaba de que el recreo dominical quedase reducido a su mínima expresión, al menos en lo tocante a los pobres, obligados a recurrir para ello a instalaciones públicas o a terrenos de juego que solían ser propiedad de instituciones religiosas. Quienes disponían de instalaciones privadas, en cambio, siempre podían parapetarse tras sus muros y vallas para jugar al golf o al tenis. 59 *** Al llegar a un cierto grado de desarrollo, el deporte aristocrático-burgués crea los medios materiales para su destrucción. A partir de este momento, en el seno de la sociedad se agitan fuerzas y pasiones que se sienten aherrojadas por él. Hácese necesario destruirlo, y es destruido. La expropiación de la gran masa del pueblo, privándola de espacios, medios y actividades de esparcimiento y juego, sirvió de base, una vez reducida la jornada laboral en el último tercio del siglo, a la transformación de prácticas individuales y elitistas en medios socialmente concentrados de distracción y lucro. Uno de los rasgos característicos de la Inglaterra de finales del siglo XIX fue la invención de nuevos deportes y la transformación de antiguos juegos en deportes. A partir de 1870 el deporte se institucionaliza con el propósito de subrayar y mantener las distinciones de clase, lo que se concretará en la apología sistemática del amateurismo como criterio exclusivo de decencia deportiva. Fue la adopción de algunos de los deportes hasta entonces reservados a la burguesía por parte de las clases populares lo que llevó a la burguesía a reglamentar y definir el deporte aficionado o amateur y a desaconsejar al mismo tiempo la práctica deportiva profesional a los trabajadores manuales «para que no desatiendan sus obligaciones laborales». En 1866 se fundó el Amateur Athletic Club, en cuyas actas se excluía de la competición al jugador profesional y se definía al aficionado como sigue: Es aficionado todo gentleman que nunca haya tomado parte en una competición pública, que no haya competido con profesionales por un precio o por un dinero que proviniese de las inscripciones o de cualquier otra procedencia; que en ningún período de su vida haya sido profesor o monitor de ejercicios de este tipo como medio de subsistencia: que no sea obrero, artesano, ni jornalero. [J. Le Floc’hmoan 1965: 98] Hasta esa fecha no había existido un discurso de exaltación del amateurismo por el simple motivo de que la mayoría de los deportes había sido dominio exclusivo de la casta aristocrático-burguesa de los public schools. Pero a partir del último tercio del siglo XIX, ante la profesionalización cada vez mayor de deportes como el fútbol y el rugby, la élite surgida de las universidades británicas elaborará una ideología del deporte aficionado. Estos jóvenes burgueses rechazarán los antiguos deportes de la aristocracia, como la caza y la equitación, y adoptarán como señas de identidad propias deportes universitarios como el remo, las carreras, el críquet y el fútbol. En el período preindustrial, sin embargo, el deporte profesional no estaba mal visto, como tampoco lo estaba el hecho de extraer ganancias de él, ya fuese en forma de remuneraciones o por medio de las apuestas. La aristocracia jamás se sintió amenazada por esta clase de profesionalismo, y no tenía reparo alguno en tomar parte en los juegos populares, no sólo como partícipe sino también como organizadora, utilizando su posición para contratar corredores profesionales, patrocinar combates de boxeo u organizar carreras de caballos. Por lo demás, no pocos deportes nacieron precisamente de actividades profesionales. En muchas ocasiones, el profesionalismo se originó en la rivalidad lúdica 60 entre trabajadores de un mismo oficio con objeto de determinar quién era el más diestro. En el caso del remo —actividad que acabaría convertida en uno de los deportes elitistas por excelencia—, los remeros que transportaban pasajeros de una orilla a otra del Támesis competían en sus ratos libres por ver quién remaba más rápido. En cualquier caso y según la ideología del amateurismo, de lo que se trataba era de preservar la «esencia» del deporte, es decir, de fomentar el principio de la competición en el marco del «juego limpio» y los buenos modales, sin dejarse llevar por la búsqueda «plebeya» de la victoria a toda costa, para lo cual era condición imprescindible una práctica «desinteresada» y sin fines lucrativos. Pero tras todo ello, naturalmente, se ocultaban en realidad profundos antagonismos de clase. A raíz de la extensión del profesionalismo y de la pérdida progresiva de su anterior monopolio, la burguesía propaga la ética del amateurismo en un intento de conservar su dominio sobre las prácticas deportivas y a la vez cerrar el paso a los deportistas profesionales de extracción obrera. Fueron varios los deportes en los que la élite de los public schools restringió la competición al marco reducido de sus asociaciones por temor a ser derrotada por jugadores profesionales, lo que equivalía a confesar indirectamente que ellos jugaban por la fama y el éxito tanto como los demás. En los primeros equipos de fútbol y de rugby apenas existía división del trabajo. El individualismo de los jugadores, a los que les repugnaba que les asignaran un papel determinado, era la tónica dominante. No obstante, tras la final de la Copa de Fútbol de 1883, en la que los Old Etonians fueron derrotados por el Blackburn Olympic, un equipo semiprofesional de obreros del norte, quedó claro que para vencer a un equipo profesional era imprescindible dedicar tiempo a la preparación física y al entrenamiento sistemático, exigencia que iría en aumento en el seno de todos los clubes al despuntar el nuevo siglo, en el que el fútbol ya no se concebirá sin entrenador ni preparación previa. A partir de la década de 1870 comenzó una larga disputa acerca del profesionalismo y de si debía pagarse o no con dinero a los jugadores por los salarios que perdían al ausentarse del trabajo para poder competir. Precisamente la necesidad de estabilizar los ingresos familiares fue lo que dio pie a la disputa en torno a los broken time payments, pequeños pagos en metálico destinados a compensar a los jugadores de críquet, fútbol o rugby. Los clubes, que realizaban dichos pagos para asegurarse los servicios de los mejores jugadores, sostenían que no suponían su profesionalización. En 1893 los clubes de rugby de las Midlands solicitaron a la Rugby Football Union que les autorizara a reembolsar a sus jugadores por los gastos de desplazamiento. Dado que la mayoría de los socios (universitarios y representantes de las profesiones liberales del sur de Inglaterra) se opuso, a los poderosos equipos del norte no les quedó otro remedio que abandonar la asociación. Ese mismo año, veintidós sociedades de rugby fundaron la Northern Rugby Union, que reconocía el semiprofesionalismo. Por su parte, cuando la Football Association trató de prohibir la práctica de pagar a los jugadores, un grupo de clubes del norte amenazó de inmediato con abandonarla, lo que obligó a la asociación a llegar a un acuerdo con los jugadores profesionales. El profesionalismo fue legalizado en 1885, y la Football League comenzó en 1888. Pocos años después, en 1901, se introdujo el sueldo máximo para jugadores, lo que sirvió, junto con los reglamentos de contratación y transferencia, para evitar que un restringido 61 número de clubes dominase la competición nacional, ya que la mayoría de ellos estaba en manos de empresarios que trataban de asegurarse el concurso de los mejores jugadores arrebatándoselos a otros clubes con ofertas de trabajo, y más tarde de dinero. Durante la temporada 1871-1872 arrancó una competición, la Football Association Challenge Cup, que contribuyó a que el fútbol desplazase a su principal rival, el rugby, que fue perdiendo poco a poco el favor de la mayoría del público. Con la difusión de las competiciones a las áreas industriales y la reducción de la jornada laboral, otras clases sociales comenzaron a aficionarse al fútbol. Si los jóvenes que fundaron la Football Association pertenecían a la clase media adinerada, las asociaciones de fútbol de los condados reunían a jugadores de clase media baja y de clase trabajadora, a las que habría que añadir los muchos clubes que nacieron en los pubs y empresas industriales, organizados por los trabajadores. Hacia la década de 1880 el fútbol comenzó a transformarse, además, en un espectáculo de masas, sobre todo en los centros industriales urbanos. Muchos trabajadores cualificados, que percibían salarios relativamente altos, podían permitirse asistir a los partidos de Copa los sábados por la tarde, cuando terminaba la jornada laboral. Ningún deporte se difundiría con tanta rapidez ni gozaría de tanta popularidad entre los obreros como el fútbol9. El equipo necesario era barato, las reglas eran fáciles de asimilar —al principio sólo tenía catorce— podía jugarse en toda clase de terrenos y en casi todas las condiciones atmosféricas y además tenía a sus espaldas una «tradición» de siglos. A partir de 1880, pues, el fútbol se convierte no sólo en el deporte «nacional» sino también en el deporte «obrero» por excelencia. En un momento en que la total desintegración de los lazos sociales tradicionales era prácticamente un hecho consumado, la popularidad del fútbol radicó en su poder de proyectar y construir identidades locales, lo que proporcionó a una población urbana desarraigada y de identidad incierta una apariencia de comunidad cuya ausencia se hacía sentir cruelmente en la calle o la fábrica. Ya entonces, por ejemplo, era habitual que los seguidores llevasen pancartas con los colores de su club y se enfrentasen a los forofos del equipo contrario desafiándoles y cruzándose insultos y pullas. Deportes como el tenis, la equitación, la vela o el golf, en cambio, se convirtieron en coto exclusivo de una minoría selecta, y para que continuaran siéndolo, se impuso su ejercicio como actividad no profesional, «desinteresada» y gratuita. La práctica de estos deportes permitía a los gentlemen distinguirse del resto de la sociedad, razón por la que la mayoría de clubes o asociaciones se organizaron en torno a actividades deportivas, Esta trivialidad sociológica ha llevado a un obrerismo obtuso a asociar al fútbol un dudoso «pedigrí proletario» que de adjudicarse a las telenovelas o a los reality shows, provocaría hilaridad, vergüenza ajena o indignación. El verdadero secreto de la popularidad del fútbol (o del béisbol en los Estados Unidos), puede rastrearse, al menos en parte, entre estas líneas que Marx dedicó a explicar la «popularidad» del algodón, las patatas y el aguardiente: «¿Por qué, pues, el algodón, las patatas y el aguardiente son los ejes de la sociedad burguesa? […] ¿Será, por ventura, a causa de la utilidad absoluta de estos artículos, de su utilidad intrínseca, de su utilidad en tanto que corresponden de la manera más útil a las necesidades del obrero como hombre y no del hombre como obrero? No, sino porque, en una sociedad fundada sobre la miseria, los productos más miserables tienen la prerrogativa fatal de servir para el uso de la inmensa mayoría.» [K. Marx 2002: 81] 9 62 que servían de pretexto para que los círculos de la alta sociedad se relacionaran entre sí. Así, en el deporte la separación de clases propugnada por la burguesía inglesa se tradujo en la oposición entre el amateurismo, expresión de una ideología del deporte selectivo practicado por las clases dominantes, y el profesionalismo y el consumo de espectáculos deportivos, que quedó reservado para los pobres. No obstante, y a pesar de que el amateurismo tuvo su época dorada con el renacer de los Juegos Olímpicos, la progresiva mercantilización del deporte y la democratización de su práctica convertirán poco a poco a la mayoría de deportes amateur en espectáculos producidos por profesionales y destinados al consumo de masas. En resumidas cuentas, el balance del breve recorrido efectuado por el deporte en menos de un siglo es el siguiente: los juegos tradicionales practicados por las clases populares les fueron arrebatados por la burguesía que, tras transformarlos en deportes hechos a su imagen y semejanza, acabó colocándolos en el mercado en forma de espectáculos producidos para las masas. El deporte, como ya hemos señalado, encajaba perfectamente en las transformaciones sociales inauguradas por la industrialización. Inglaterra, la mayor nación industrial del momento, será también la «patria del deporte», la cuna donde nacieron la mayoría de ellos y la metrópoli que los exportó a todos los rincones del planeta. El vehículo fundamental de su internacionalización será la expansión del capitalismo británico. A mediados del siglo XIX, Inglaterra, a través de los clubes o asociaciones fundadas en las colonias u otros enclaves extranjeros, difunde sus deportes primero por toda Europa y los Estados Unidos, y luego por el resto del globo. Durante la primera mitad del siglo XIX, los primeros deportes que Inglaterra exportó fueron las carreras de caballos, la caza, o el remo, es decir, deportes representativos de la aristocracia; asimismo, quienes primero adoptaron estos juegos en los países destinatarios fueron las clases dominantes locales, que solían ser grandes admiradoras de la alta sociedad británica y del modelo pedagógico de los public schools. En las demás naciones, por tanto, los deportes fueron adoptados por una élite urbana fascinada por la imagen de modernidad y la voluntad de distinción que acompañaba a todo lo inglés. Al principio, allí donde se establecían, los británicos sólo jugaban entre sí, con exclusión de los autóctonos. Cuando por fin tenían que aceptarlos, ponían como condición que el idioma de juego fuese siempre el inglés. De ahí que el término sport fuera adoptado en muchos países para designar las actividades deportivas. La lengua inglesa se impuso en el ámbito del deporte, como atestiguan los términos hockey, match, round, jockey, sprint, golf, que siguen empleándose en la actualidad, al igual que vocablos relacionados directamente con el fútbol como corner, penalty o formas de designar los clubes como racing o sporting. De Inglaterra surgieron no sólo las distintas modalidades de atletismo, el cronómetro, los guantes de boxeo, la indumentaria deportiva y la mayoría de accesorios y aparatos deportivos para los que se establecieron las primeras dimensiones, pesos y materiales oficiales: también fueron los ingleses los primeros en codificar las reglas de casi todos los deportes hoy existentes y quienes introdujeron la mayoría de los conceptos fundamentales, como el fair play o el récord. Durante el siglo XIX la mayoría de trabajadores no disponía de tiempo para practicar ningún deporte debido a sus prolongadas jornadas laborales, pero a medida 63 que éstas se fueron reduciendo y se consolidaba el movimiento obrero internacional 10, comienzan a aparecer los primeros clubes obreros en Inglaterra y en otros países. En Alemania se fundan la Arbeiter Turnerbund (1893) y los Ciclistas Rojos (1896); en Francia surgen a principios del siglo XX clubes netamente proletarios como la Jeunesse Athlétique Socialiste des Epinettes, el Club Athlétique Socialiste de Levallois o la Proletarienne de Romilly; en Argentina nace el club «Mártires de Chicago» (el futuro Argentinos Juniors), así llamado en homenaje a los obreros ahorcados el 1 de mayo en Estados Unidos en el transcurso de la lucha a favor de la jornada laboral de ocho horas. Como consecuencia de la rápida difusión del movimiento obrero organizado, surge en diversos países europeos una concepción del deporte y de la cultura física opuesta, al menos nominalmente, al sport burgués. No es exagerado decir, sin embargo, que de las filas del socialismo y del anarquismo no salió jamás una crítica en profundidad de los principios de la educación física burguesa, y que sus denuncias se ciñeron a deplorar la presunta «corrupción» del deporte por el dinero y a señalar el peligro de que las clases dominantes lo «instrumentalizaran» para desviar a los trabajadores de la «actividad política e intelectual»11. *** Ya desde finales del siglo XIX se había formulado toda una filosofía positiva burguesa del deporte, que adoptaron estadistas, políticos e ideólogos de toda laya, todos ellos unánimes en considerar el deporte como excelso medio de integración de la agresividad social, así como en destacar el papel pedagógico que podía desempeñar como forma de competición simbólica. El máximo difusor de esta ideología fue el aristócrata francés Pierre de Coubertin (1863-1937). Si Inglaterra fue la cuna del deporte de competición y rendimiento, y Alemania impulsó una gimnástica que giraba en torno a la disciplina normativo-estética, la aportación específica de Francia a la génesis del deporte moderno consistirá en rodearlo de una aureola ideológica que lo convierte en encarnación de los valores democráticos, artífice de la concordia universal y heraldo de la paz entre las naciones. Hasta ese momento había prevalecido en Francia un concepto de la educación física opuesto al inglés, basado en la gimnasia, cuyos métodos, «demasiado rígidos», según Coubertin, tenían que ser desplazados por el deporte para «liberar la energía que Francia necesita para ser conquistadora» [International Pierre de Coubertin Committee 1969: 3]. El barón declaró la guerra al lema mens sana in corpore sano, que consideraba La actitud más bien contemplativa y complaciente ante la difusión del deporte entre la clase obrera por parte del sector «reformista» del movimiento obrero, unida a la ausencia de toda crítica seria por parte de su sector «revolucionario», corroboran el punto de vista de quienes sostienen que «el movimiento obrero no fracasó. Al contrario, cumplió muy bien su verdadera tarea: la de asegurar la integración de los obreros en la sociedad burguesa.» [A. Jappe 2003:108-109] 11 Acerca de la alienación de la crítica social en práctica especializada y dominación de una perspectiva chatamente politicista sobre la vida cotidiana, Karl Korsch señaló en 1938: «Marx, desde el principio hasta el fin, definió su concepto de clase en términos en última instancia políticos, y en los hechos —si no en las palabras— subordinó las numerosas actividades desarrolladas por las masas en su lucha cotidiana a las actividades que los líderes políticos realizan en interés de dichas masas.» [K. Korsch 1940: 115-119] 10 64 como «una simple instrucción higiénica, que se basa, como el resto de instrucciones similares, en la adoración de la mesura, en el comedimiento, la aurea mediocritas…» [L. Simonović 2004] y negó de forma rotunda que el propósito fundamental del deporte fuera el cultivo de la salud física y mental. La definición canónica que Coubertin dio del deporte en su Pédagogie Sportive es ésta: El deporte es un culto habitual y voluntario del ejercicio muscular intensivo, apoyado en el deseo de progreso y pudiendo llegar hasta el riesgo. Así pues, cinco conceptos: iniciativa, persistencia, intensidad, búsqueda de la perfección, aceptación de posibles riesgos. Estos cinco conceptos son cruciales y básicos. [P. Coubertin 1934: 7] Desde un punto de vista general, Coubertin consideraba que la difusión del deporte se inscribía en una labor de propaganda universal destinada a imponer una visión liberal y positivista del mundo; como objetivo concreto y urgente, sin embargo, el barón se proponía la regeneración física de la juventud burguesa de Francia (cuya formación veía abandonada al «intelectualismo») para forjar los líderes que la Tercera República francesa necesitaba para emprender con éxito una campaña de expansión imperialista. Al tener conocimiento de la pedagogía deportiva elaborada por el clérigo Thomas Arnold en la escuela de Rugby, que visitó en 1883, Coubertin creyó haber hallado el modelo de reforma pedagógica que andaba buscando. No obstante, aunque el «andamiaje ético» de la deportividad inglesa le inspiraba una enorme admiración, ésta palidecía en comparación con la fascinación que ejercía sobre él el poderío del Imperio británico. El barón estaba convencido de que la clave de la supremacía británica estribaba en la formación deportiva de sus élites, y consideraba que ésta era responsable de la producción de actitudes, gentes y líderes distintos a los del resto del mundo civilizado. La observación del duque de Wellington, según la cual la victoria de Waterloo se había forjado en los campos de juego de Eton, reflejaba, en su opinión, el hecho de que en aquel entonces los británicos parecían capaces de trabajar en pro de metas comunes con un «espíritu de equipo» del que carecían otras naciones. Todos los indicios apuntan, pues, a que las raíces de la pasión deportiva de Coubertin fueron todo menos «filantrópicas y desinteresadas». Se sabe que cuando todavía era un niño, el barón quedó tan traumatizado por la derrota de Francia en la guerra francoprusiana de 1870 como por su consecuencia inmediata: la proclamación de la Comuna por parte del proletariado parisino y el consiguiente pánico que despertó entre sus mayores el incendio de la ciudad, hecho al que «asistió en calidad de espectador aterrorizado desde las ventanas del castillo de Saint-Rémy-lès-Chevreuse» [Y-P. Boulongne 1998: 5]12. («Estalló la insurrección comunista en París, lo que colmó la medida de nuestras desgracias. Pese a las tentativas realizadas por dar a este movimiento un carácter socialista y humanitario que no tuvo jamás, el tiempo, que atenúa tantas cosas, no ha reducido en nada los horrores de los sombríos recuerdos de 1871. El asesinato de Leconte y de Clément Thomas, el segundo sitio de París, las orgías y las bufonadas de la Comuna, recorrieron Francia como una pesadilla.» [P. Coubertin, En cambio, Joseph Charlemont, uno de los máximos exponentes de la savate (también conocida como boxe française), tuvo que refugiarse en Bélgica hasta 1879 por haber sido miembro activo de la Comuna. 12 65 L’Évolution française sous la Troisième République, http://www.solest.com/index.php?id=503]. Durante toda su vida, Pierre de Coubertin no sólo fue un reformador liberal, un defensor del colonialismo y un positivista muy convencido, sino también un enemigo declarado y militante de los movimientos socialistas y libertarios. Según Jean-Marie Brohm, pionero de la crítica radical del deporte, Coubertin «es uno de los pensadores burgueses más consecuentes, donde todos los medios son buenos para inculcar al proletariado el sentido del orden, de la sumisión y de la disciplina» [M. A. Betancor León, A. S. Almeida Aguiar 2002: 3]. El barón no concibió jamás los Juegos Olímpicos «restaurados» estrictamente como una «ceremonia consagrada a la paz», sino como una «tregua sagrada» entre las naciones «civilizadas» durante la que éstas dejarían temporalmente de lado su lucha por la supremacía mundial para rendir homenaje al espíritu de conquista que en su opinión regía el mundo. El movimiento olímpico moderno no surgió de la confluencia fraternal y bienintencionada de unas hipotéticas fuerzas «progresistas» y «humanistas» deseosas de promover el entendimiento y la buena voluntad entre los pueblos, sino como un proyecto de integración espiritual de las élites aristocráticas, capitalistas y militares de las principales potencias de Occidente, hermanadas por la voluntad de acceder a fuentes de materias primas vírgenes, explotar reservas de mano de obra barata y conquistar nuevos mercados. En otras palabras, «lo que permitió al proyecto olímpico de Coubertin levantar el vuelo y acabar convirtiéndose en potencia espiritual global fue su condición de guirnalda ideológica de la era del imperialismo» [L. Simonović 2004]. A ese respecto el «gran humanista» fue de un racismo (y de un cinismo) muy elocuentes: Sostener que nadie tiene derecho a emprender la europeización de otros pueblos, que las religiones étnicas tienen el mismo valor que la religión cristiana, que el miembro de la raza negra o amarilla difiere del hombre blanco, pero que como hombre tiene idéntico valor… todo eso son bonitos sofismas, cuya validez se defiende en los salones para fumadores, pero que carecen de todo valor y de toda eficacia: representan una paradoja asociada a una decadencia, y aunque por un instante puedan hacernos esbozar una sonrisa, jamás deben ser adoptados como norma de conducta [Y-P. Boulongne 1998:125]. En su cruzada por entronizar el deporte y el activismo agonal irreflexivo como pilar estratégico de la defensa y la consolidación de la moderna sociedad burguesa, hay que reconocer que el «divino barón» supo adaptarse con gran versatilidad a la coyuntura política de cada momento. Al comienzo de su «epopeya», Coubertin pretendía sobre todo transformar el olimpismo en un medio para militarizar a la burguesía europea (sobre todo la francesa) y exhortarla a conquistar Asia y África a sangre y fuego. Después tuvo que aceptar que esta ambición pecaba de poco realista, y a la luz de la experiencia colonial británica (sobre todo en la India), optó por presentar el deporte como un «medio inteligente y eficaz» para lograr que los pueblos subyugados por Occidente renunciasen a la lucha contra sus colonizadores e interiorizaran el orden social que éstos les habían impuesto. En efecto, el barón creía firmemente que —a diferencia de los juegos tradicionales de los pueblos africanos y asiáticos— sólo los deportes occidentales eran actividades civilizatorias. De ahí que, en principio, fuese partidario de difundir en 66 las colonias los «beneficios de la civilización atlética», como un aspecto más de la «misión civilizadora» emprendida por el Occidente europeo. Ahora bien, ante la eventualidad de que el deporte pudiera convertirse en medio involuntario de desmentir el mito de la superioridad de la raza blanca, Coubertin se mostró cauto. No abogó por difundir a toda costa el deporte entre las «razas inferiores», sino sólo en los casos en los que la «raza superior» pudiera utilizarlo para afianzar su dominio, por lo que recomendaba a las autoridades coloniales que sólo permitiesen a los «nativos» tomar parte en los deportes menos tendentes a exacerbar los sentimientos nacionalistas. En cualquier caso, el barón consideraba la derrota en el terreno deportivo como un mal menor, un contratiempo táctico que podía resultar imprescindible para alcanzar el objetivo estratégico: canalizar los deseos de emancipación de las «razas inferiores» de forma que éstas quedasen integradas en el orden colonial global. La rivalidad deportiva entre colonizados y colonizadores podía servir, en caso de necesidad, para «compensar» a los primeros por renunciar a sacudirse el yugo de los segundos. Así pues, Coubertin no dudará en abrir las puertas de su «república deportiva» a los oprimidos, sobre todo en momentos críticos para el orden establecido: Lo que hace que la desigualdad sea insoportable para aquellos que la sufren es, sobre todo, su tendencia a perpetuar la injusticia; y los hombres se levantan contra ella a causa de su doble carácter permanente e injustificada. Si fuera pasajera y estuviera justificada, no tendría enemigos. Ahora bien, fijémonos en que si en otros campos es casi imposible establecer condiciones semejantes, en la república deportiva se imponen por sí mismas. [P. Coubertin «Lo que podemos pedir ahora al deporte», conferencia pronunciada el 24 de febrero de 1918 en la Asociación de Helenos Liberales de Lausanne. Citado por L. Simonović 2004] La consecuencia más intrascendente y más efímera que tuvo el contacto de Coubertin con el sport británico fue su adopción del concepto aristocrático-burgués del amateurismo, que se esforzó por difundir universalmente a partir de los Juegos Olímpicos de Atenas en 1896. («El deporte produce una élite más proclive a los valores jerárquicos propios de la aristocracia», escribiría en Pédagogie sportive). No obstante, años más tarde, en una entrevista publicada por el periódico deportivo francés L’Auto poco después de las Olimpiadas de 1936, el barón se disoció de dicha noción y declaró de forma un tanto críptica que él jamás había sido un defensor del amateurismo, al que calificó de «estúpida concepción inglesa aplicable sólo a unos pocos millonarios», sino única y exclusivamente del «espíritu deportivo». [W. J. Murray 1998: 53] Ya desde los comienzos de la elaboración del discurso del amateurismo, las clases dominantes habían adoptado la noción del fair play («juego limpio») como baluarte ideológico. Este código moral, que sublima los presuntos valores y virtudes de la aristocracia, fue el que Coubertin quiso asociar al espíritu de tregua de los Juegos Olímpicos de la Antigüedad. He ahí su gran innovación: convertir el fair play en velo pudibundo de la jungla capitalista. Así pues, de acuerdo con la ideología del olimpismo, el «juego limpio» representa una forma de entendimiento y lealtad en la competición que da paso a la distensión, la convivencia y la cooperación entre los pueblos, cuando la prosaica realidad de los hechos es que el fetiche del «juego limpio» constituye un 67 elemento fundamental a la hora de interiorizar reglas y decisiones dictadas por instancias abstractas y ajenas dentro y fuera del terreno de juego. Fair play es sinónimo de «paz social»: Vemos que la desigualdad deportiva se basa en la justicia, pues el individuo debe el éxito que obtiene a sus cualidades naturales, potenciadas por su esfuerzo voluntario. […] Todos estos son datos interesantes para la democracia. […] La autoridad deportiva es debida forzosamente al mérito reconocido y aceptado. Un capitán de fútbol, un patrón de trainera, escogidos por causas distintas de su valor técnico, comprometen el éxito del equipo. Por otro lado, si una presión mal calculada pesa sobre cada miembro del equipo y restringe completamente su libertad individual, los compañeros se resienten del nefasto efecto. Así pues, la lección consciente, la necesidad del mando, del control, de la unión, se afirma a los ojos del deportista, mientras la naturaleza misma de la camaradería que le rodea, le obliga a ver en sus compañeros a colaboradores y rivales al mismo tiempo, lo que, desde el punto de vista filosófico, aparece como el principio ideal de toda sociedad democrática. Si a todo esto añadimos que la práctica del deporte crea una atmósfera de absoluta sinceridad, por la simple razón de que es imposible falsear sus resultados, más o menos puntuables y cuyo control por parte de todos le da su único valor (ningún provecho sacará el deportista de la trampa consigo mismo), llegamos a la conclusión de que la pequeña república deportiva es una especie de miniatura del Estado democrático ideal. [P. Coubertin, en N. Müller 2000] Otra de las muchas distorsiones ideológicas perpetradas por Coubertin y que sin duda hubiera escandalizado a los griegos de la Antigüedad, cuya meta era siempre vencer y sobresalir entre los demás y que no reconocían más que a un vencedor, fue la adopción del lema: «lo importante en la vida no es el triunfo sino el combate; lo esencial no es haber vencido, sino haber luchado bien», supuestamente pronunciadas por el obispo de Pensilvania en St. Paul’s Cathedral en el transcurso de una misa dedicada a los Juegos Olímpicos de Londres en 1908 y que Coubertin adoptó como lema propio13. El eslogan «lo importante no es ganar sino participar» se adaptaba muy bien, sin embargo, a las exigencias de la era del imperialismo. En el momento en que las reglas de la libre competencia daban paso a una lucha implacable por eliminar al competidor por todos los medios y se trataba más bien de aniquilar a éste que de invitarle gentilmente a «participar» en el reparto de las colonias (cuyos habitantes, por otra parte, no estaban invitados a participar de ninguna manera) era imperativo para la burguesía imperialista de cada nación asociar simbólicamente a «su» clase trabajadora a la misión imperial. Además de acostumbrarse a ser los primeros en el «arte de perder» en lo tocante a sus propios objetivos de clase, los trabajadores debían aprender a considerar «suyas» las Ya que hablamos de lemas tomados en préstamo al clero, es inexcusable mencionar al padre dominico y reformador pedagógico Henri Didon, amigo y confidente de Coubertin y autor del lema citius, fortius, altius. En el Congreso Olímpico de Le Havre (1897), Didon arremetió contra los que consideraba «adversarios del deporte», a los que clasificó como «pasivos» (colgándoles, además, el sambenito de «eternos reaccionarios»), «afectivos» (epíteto que dedicó a las mujeres en general, y a las madres en particular) e «intelectuales». Además de advertir a las damas presentes en el auditorio de que los niños nacen perezosos y cobardes, este humilde servidor del Altísimo se jactó de no leer novelas (insinuando que afeminaban) y dirigió a su auditorio un discurso de tintes más nietzscheanos que cristianos: «No olviden nunca que las personas combativas son fuertes y que los fuertes son buenos. Los perezosos, sin embargo, son astutos y débiles, y los débiles son peligrosos porque son traicioneros.» 13 68 victorias de sus explotadores. De ahí que la ideología del olimpismo amalgamase los rasgos rituales y aglutinadores de las Olimpiadas griegas con la principal característica de los espectáculos romanos de gladiadores: la reducción de las «masas» a la pasividad. Así pues, Coubertin era perfectamente consciente de estar elaborando una ideología destinada tanto a facilitar el ejercicio del poder por parte de las élites como a apaciguar y narcotizar a los explotados de la metrópoli y de las colonias. Al mismo tiempo, el olimpismo aspiraba no sólo a convertirse en la máxima potencia «espiritual» del mundo contemporáneo, sino también a eliminar o relegar a un segundo plano cualquier otra manifestación ideológica o religiosa. El proyecto de Coubertin, mucho más ambicioso que el «cristianismo muscular» anglosajón, no contempla la existencia de ningún más allá del orden establecido, que se convierte, por tanto, en encarnación del único mundo ideal al que es lícito aspirar. Lejos de fomentar la religiosidad cristiana entre la juventud burguesa, Coubertin pretendía desarraigarla y reemplazarla por un positivismo fanático, meta suprema de su «pedagogía utilitaria» y fundamento de su religio athletae 14 . No es casualidad que Coubertin reiterase una y otra vez que consideraba su credo olímpico ante todo como un «culto al mundo existente»15. En esta nueva fe, la asistencia a la iglesia sería reemplazada por la asistencia al estadio, y el lugar de la vida ascética y las oraciones lo ocuparían el ejercicio físico y las competiciones deportivas. Si el barón insistía en la superioridad del cristianismo respecto de otras religiones, era sólo porque aspiraba a establecer una alianza estratégica entre el movimiento olímpico y la Iglesia católica en una cruzada común contra el patrimonio cultural de los «pueblos de color». Así pues, en la «república deportiva» el criterio de la integración social no radica en la adopción explícita de determinados principios y puntos de vista, sino en un activismo físico beligerante, automático y «espontáneo», guiado por un «conocimiento» del mundo que se reduce a la experiencia de la lucha por la «victoria» y unas relaciones entre seres humanos gobernadas por el principio bellum omnium contra omnes. Puesto que según Coubertin las comunidades humanas se rigen por la «ley del más fuerte», el crisol donde se forja el carácter de un «ciudadano modelo» (al que hay que dotar de las formas de expresión física correspondientes) no puede ser otro que la «guerra de todos contra todos» 16 . Y dado que su «pedagogía utilitaria» tenía como En la entrevista que concedió al diario deportivo L’Auto después de las Olimpiadas de Berlín (1936), Coubertin no ocultó el regocijo que le había producido la condena del «paganismo» de la XIª Olimpiada pronunciada por el Vaticano. [W. J. Murray 1998:53] 15 Otro célebre presidente del COI, Avery Brundage, añadiría años más tarde que se trataba de una religión «moderna, excitante, viril y dinámica». [A. Krüger 1993: 53] 16 «Según Coubertin, el “deporte” griego contenía algo que no existía en la Edad Media ni en la Edad Moderna, y que tiene una importancia social y científica primordial. Se trata del postulado siguiente: “El hombre no está compuesto por dos partes, el cuerpo y el alma, sino por tres: el cuerpo, la mente y el carácter. No es la mente la que forma el carácter, sino ante todo el cuerpo.” Esta es una de las enseñanzas más desastrosas de la “pedagogía utilitaria” de Coubertin […], pues aísla el ejercicio físico de la esfera de la cultura y lo reduce a un instrumento para el desarrollo de un carácter fanático y beligerante. Coubertin despoja al cuerpo de sus propiedades naturales básicas y lo reduce a un objeto de manipulación y explotación; el alma pierde su carácter divino y se convierte en la herramienta mediante la cual el orden dominante controla el cuerpo del hombre y el espíritu se convierte en otro nombre para el carácter.» [L. Simonović 2004] 14 69 puntal a un varón burgués elitista e individualista, siempre antepuso los deportes individuales a los deportes de equipo, si bien es posible que su menosprecio por éstos últimos tuviera que ver con el hecho de que el «récord» (uno de los sacramentos fundamentales de la religio athletae) no desempeñara papel alguno en ellos. En cualquier caso, esta predilección delata el sesgo aristocrático-reaccionario de la concepción coubertiniana, pues en aquella misma época la burguesía inglesa ya ponía el acento en los deportes de equipo y los prejuicios contra el deporte femenino comenzaban a retroceder. Con respecto a esto último, hay que decir que Coubertin se opuso fanáticamente durante toda su vida a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres y a la presencia de éstas últimas en la esfera pública. En 1912, a la vez que definía la esencia del olimpismo como «la exaltación solemne y periódica del atletismo masculino, con el internacionalismo como base, la lealtad como medio, el arte como telón de fondo y el aplauso femenino como recompensa», el COI prohibió formalmente la participación de mujeres en las Olimpiadas. Durante la 17ª sesión del COI, celebrada en 1914, los delegados australiano y sudafricano propusieron que se les permitiera participar en las pruebas de tenis, natación, patinaje y esgrima. Coubertin, furioso ante el poder de las federaciones, que amenazaba con echar a perder «sus» Juegos, se declaró dispuesto a dimitir si quedaba en minoría durante la votación, y propuso que el delegado australiano presidiera la sesión e incluso el mismo COI, si así lo decidían los presentes. Muchos años después, el COI siguió resistiéndose con uñas y dientes al atletismo femenino, excepción hecha de un puñado de pruebas «apropiadas» situadas al margen del programa oficial17. Precisamente en relación con una polémica surgida en torno a los deportes de equipo, que insistía en seguir calificando de «secundarios», Coubertin admitió a regañadientes la posibilidad de celebrar, junto a ellos y en caso imprescindible, las pruebas femeninas: De lo que acabo de exponer se debe concluir que el auténtico héroe olímpico es, a mi entender, el adulto masculino individual. ¿Debemos, pues, excluir los deportes de equipo? […] Personalmente no apruebo la participación de mujeres en competiciones públicas, lo que no quiere decir que deban abstenerse de practicar un gran número de deportes, a condición de que no se conviertan a sí mismas en un espectáculo. Su papel en los Juegos Olímpicos debería ser, esencialmente, como en los antiguos torneos, el de coronar a los vencedores. [YP. Boulongne 2000: 24] Ahora bien, así como la doctrina democrático-liberal se mostró capaz de evolucionar sin dejar de seguir siendo esencialmente la misma y durante mucho tiempo excluyó tanto a la clase trabajadora como a las mujeres, la doctrina olímpica, conforme a su esencia supraclasista e integradora, acabó por atraer a su órbita espiritual no sólo a la En las Olimpiadas de Ámsterdam (1928), el COI se vio obligado a dar entrada al atletismo femenino en cien metros lisos, salto de altura y ochocientos metros. En esta última prueba, varias atletas cayeron exhaustas al llegar a la meta, lo que vino de perillas al COI para eliminar dicha prueba del programa olímpico alegando informes médicos que aseguraban que las carreras de más de doscientos metros provocaban en las mujeres un «envejecimiento prematuro irreversible». El resultado fue que la prueba de los ochocientos metros femeninos tardó treinta y dos años en volver a celebrarse. 17 70 clase trabajadora y a los «pueblos de color», sino también a las mujeres, mal que le pesase a su fundador. En definitiva, en la concepción de Coubertin, si bien se mira, el deporte ya se perfila como vehículo privilegiado de armonización espectacular de la contradicción entre igualdad de oportunidades y desigualdad social. Éste puede y debe triunfar allí donde la mentira política, jurídica y económica fracasen. El deporte y el discurso democrático van a confluir, por tanto, en el cumplimiento de una misión ideológica de trascendencia universal: encauzar y contener las tensiones sociales engendradas por la modernidad capitalista. Por supuesto, sería perfectamente legítimo invertir la perspectiva y considerar que el objetivo último del discurso democrático moderno no es otro que la deportivización permanente del conflicto social. *** Frente al deporte anglosajón, centrado en la producción competitiva de rendimiento cuantificable, la gimnástica moderna cultivará el fetichismo de la norma y de la perfección estética. En este caso no se trata de generar resultados cuantificables ni récords, sino de asimilar y ejecutar de forma precisa y «correcta» determinados movimientos, de someter a los cuerpos a una disciplina basada en la adaptación a una norma de ejecución y de convertir la corrección y regulación de dichos movimientos en eje del entrenamiento. Si el deporte competitivo fetichizaba el rendimiento, la gimnasia normativa haría lo propio con el movimiento corporal, diseccionándolo analíticamente por fragmentos y organizándolo en «sistemas» gimnásticos animados por criterios estéticos o fisiológico-anatómicos. Si el deporte británico fue el máximo representante del fetichismo productivo y se convirtió en tendencia dominante en el transcurso del siglo XX, el fetichismo de la norma arraiga desde fines del siglo XVIII en las gimnasias sueca, alemana y eslovaca. Pese a que durante cierto tiempo pasaron por modelos radicalmente opuestos al deporte competitivo de corte británico, compartieron con él la atención meticulosa y obsesiva por la precisión de medidas y normas. Los seguidores de las escuelas gimnásticas centroeuropeas se resistieron encarnizadamente al deporte de competición y las secuelas que llevaba aparejadas, como la tendencia al espectáculo y el profesionalismo. El máximo adversario del sport inglés será el movimiento de los Turner alemanes, que tachará al primero de utilitario, individualista y materialista. De hecho, la resistencia del movimiento gimnástico alemán, por motivos nacionalistas en general y antibritánicos en particular, obstaculizó durante mucho tiempo el avance del deporte profesional en Alemania. Cierto es que no todo el mundo permaneció al margen del deporte de corte anglosajón, que gozó muy pronto de gran aceptación entre aristócratas, militares e intelectuales burgueses, y que acabó integrándose plenamente en la sociedad germana durante el nazismo. Sin embargo, no puede decirse que el entrenamiento gimnástico-normativo fuera una «alternativa» o una forma de oposición a los modernos deportes de rendimiento, como han sostenido en ocasiones tanto los ideólogos de la gimnasia como los entusiastas del deporte competitivo, sino una manifestación particular, acaso menos 71 desarrollada, de un mismo proceso. La disciplina de la norma se introdujo en el deporte de rendimiento como procedimiento auxiliar dentro del entrenamiento con el fin de maximizar los resultados. Esto permitió al entrenamiento normativo conservar en mayor o menor medida su independencia y contribuir a definir una sociabilidad deportiva cuya esencia pedagógica residía en la obediencia a las reglas y normas. Las grandes escuelas gimnásticas europeas se sistematizaron en el transcurso del siglo XIX. Las escuelas alemana y francesa, de marcadas connotaciones militares, se caracterizarán por el uso de aparatos, la tendencia al acrobatismo y al esfuerzo muscular intenso. Por el contrario, los ejercicios de la escuela sueca podían ser practicados por todo tipo de personas, al exigir menos potencia muscular y basarse en movimientos más naturales. En sus orígenes, todos los sistemas gimnástico-normativos, sin embargo, estuvieron impregnados de una ideología nacionalpatriótica que arraigó profundamente en unas poblaciones oprimidas, desarraigadas y frustradas. La escuela sueca nació a la sombra de la derrota militar de este país ante Rusia en 1809, y tiene como fundador a Per-Henrik Ling (1776-1839). Considerado como «padre de la gimnasia sueca», en 1813 Ling se instaló en Estocolmo, reclamado por sus amigos de la Liga Gótica para luchar por una Escandinavia unida. El principal acicate de su labor pedagógica fue un encendido amor a la patria, lo que le valió ser distinguido y protegido por la familia real sueca y le permitió fundar ese mismo año el Real Instituto Central de Gimnasia. El rey Carlos XIV obligó a los oficiales de su ejército a seguir los cursos de esgrima de Ling, cuyos métodos se convirtieron posteriormente en obligatorios para todo lo relacionado con la preparación militar. El sistema de Ling se basaba en ejercicios lentos y medidos, en una disciplina colectiva y en la ausencia de aparatos gimnásticos. Los distintos grupos musculares se trabajaban por separado mediante la repetición rítmica de series de ejercicios. Al no establecer grados diferenciados de ejecución basados en la fuerza y destreza de los practicantes y preconizar una educación física basada en movimientos de fácil asimilación, Ling «democratizó» la gimnasia ideando un método para que los alumnos se ejercitaran en cada una de las cuatro fases de su programa: gimnasia higiénica, que corresponde al concepto actual de educación física; gimnasia militar, asociada a sobre todo al aprendizaje de la esgrima; gimnasia estética, destinada a la práctica del ballet, la danza y los bailes populares suecos; y gimnasia médica, pues sus conocimientos de medicina le permitieron incorporar la anatomía y la fisiología a la enseñanza de su sistema. La escuela francesa tuvo como pionero al militar español Francisco Amorós (17701848), en quien influyeron no sólo los autores clásicos griegos y romanos, sino también pensadores ilustrados como Montesquieu, Voltaire, Pestalozzzi y Rousseau, sobre todo este último, en quien se inspiró para formular la base teórica de su sistema gimnásticomoral. En 1830, Amorós plasmó su método en el Manual de educación física, gimnástica y moral, cuyo propósito explica así: La gimnasia comprende la práctica de todos los ejercicios que hacen al hombre más valeroso, más intrépido, más inteligente, más sensible, más fuerte, más trabajador, más hábil, más veloz, más dócil, más ágil, y que nos disponen para resistir la intemperie de las estaciones, todas las variaciones del clima, a soportar todas las privaciones y contrariedades de la vida, a 72 vencer todas las dificultades, a triunfar de todos los peligros y de todos los obstáculos, y finalmente a servir al Estado y a la humanidad. [J. Le Floc’hmoan 1965: 143] Bajo el reinado de Luis XVIII, Amorós se encargó de la inspección de todos los gimnasios militares de Francia. En 1819, fundó en París la Escuela Normal de Gimnasia Civil y Militar. Su método consistía en una modificación de la gimnástica de aparatos de Friedrich Jahn, basado en barras horizontales y verticales, cuerdas, tablas y trapecios. La sucesión y alternancia de los ejercicios se desarrollaba de modo que los movimientos pudieran analizarse mediante tablas comparativas que permitiesen calcular el rendimiento muscular y comparar su evolución de forma regular. Sin embargo, la profusión de aparatos y la extrema dificultad de los ejercicios acrobáticos dificultaron la popularización del método de Amorós, por lo que la monarquía burguesa del rey Luis Felipe dejó de apoyarle y cerró su Escuela de Gimnasia en 1837. El movimiento gimnástico promovido por el coronel español sobrevivió en la escuela militar de Joinville, que abrió sus puertas en 1852, el mismo año en que Napoleón III se proclama emperador. Los fundadores de la escuela adoptaron inicialmente el método de Amorós y volvieron a utilizar los aparatos y los principios de su maestro. Posteriormente, a principios del nuevo siglo, la escuela optó por el sistema sueco, hasta que el método de Amorós volvió a adquirir actualidad tras la aprobación del nuevo reglamento militar en 1910, bajo el nombre de «gimnasia de aplicación». Todo cambió poco después bajo la dirección del ex oficial de marina Georges Hébert, discípulo de Amorós, que con su «método natural» transformó la Escuela de Joinville en un centro de formación de instructores de educación física tanto militar como civil. El método de Hébert, opuesto tanto a la gimnasia sueca como al sistema de Amorós, se compone únicamente de «movimientos naturales», es decir, los que se realizan al caminar, correr, saltar, lanzar, trepar, nadar, luchar, de forma que se ejerciten más y mejor todas las partes del cuerpo. No quiso saber nada del deporte ni mucho menos del empleo de aparatos, lo que le granjeó la animadversión de las federaciones deportivas y de las asociaciones gimnásticas francesas. Con todo, tuvo muchos partidarios e introdujo la «gimnasia natural» no sólo en el ejército, sino también en las escuelas. Después de los Juegos Interaliados de 1919, Joinville se convirtió en el centro de entrenamiento de los atletas de élite franceses. Las sociedades gimnásticas brotaron como hongos a raíz de la derrota francesa ante Prusia y del sangriento aplastamiento de la Comuna de París en 1871. Integradas en un «gran movimiento para fortalecer a la juventud francesa», las sociedades gimnásticas burguesas, ya constituidas en la década de 1860, siguieron el modelo de los Turner alemanes. Los estatutos de una de estas primeras asociaciones confirman su orientación chovinista: «desarrollar la fuerza corporal, formar el corazón y educar para la patria a hijos dignos de ella» [G. Vigarello, A Corbin, J.J. Courtine 2006:344]. En 1870 se publicó la obra de Lermusiaux y Tavernier, Pour la Patrie, fiel reflejo de la ola de patriotismo que recorría Francia de cabo a rabo: La nefasta guerra [...] no ha sido la menor de las causas que han determinado la fundación de numerosas sociedades de tiro y gimnasia, que se podrían calificar sin ninguna pretensión como asociaciones de salvaguardia [...] ¿Acaso no debemos facilitar a nuestros hijos los 73 comienzos del servicio militar que les espera a los veintiún años, con la práctica del tiro y la gimnasia?, ¿Acaso las sociedades de tiro y gimnasia no son los planteles de donde saldrán ya formados los soldados del mañana? [J. Le Floc’hmoan 1965:165] Como puede apreciarse, se trata de una tendencia manifiestamente ligada a la «regeneración nacional» y de la que el gobierno francés se sirvió para militarizar a la juventud. Los nombres de muchos de los clubes de gimnasia creados en Francia tras la derrota de 1870, como La Revanche, La Patriote, La Régénératice France, reflejaban tanto el sentimiento revanchista como el temor a una nueva derrota a manos de los alemanes. Por lo demás, el Estado francés colaboró también en la fundación de sociedades de tipo militar (cuyo número aumentó de manera vertiginosa, pasando de nueve en 1873 a más de ochocientas en 1899) como la Union des Sociétés de Gymnastique de France (1873), que aglutinaba a muchos grupos gimnásticos de París y el norte del país. Asociaciones como la Union des Sociétés de Tir de France (1886), o La Vaillante (1889) de Périgueux, se fijaron como objetivo «incrementar las fuerzas defensivas del país mediante el favorecimiento del desarrollo de fuerzas físicas y morales a través del empleo racional de la gimnasia, la práctica del tiro, la natación». [G. Vigarello, A Corbin, J.J. Courtine 2006:344] La primera de estas sociedades era de corte militar, chovinista y hostil al sport inglés. Cuando Coubertin propuso a sus responsables la idea de los Juegos Olímpicos, éstos le repusieron que jamás aceptarían un encuentro con los alemanes en el mismo terreno. Otra de las consecuencias del trauma de la derrota y de la subsiguiente voluntad de «regeneración nacional» de la Tercera República fue el estallido de una verdadera epidemia obsesiva de «revirilización». La Ligue Française de la Moralité, por ejemplo, ensalzaba a los hombres con una descendencia abundante calificándoles de abnegados patriotas y fustigaba sin piedad a quienes no tenían hijos como a un hatajo de impotentes, cobardes, antipatriotas, enfermos e «invertidos». De hecho, según un estudio publicado en 1894 por Georges de Saint-Paul bajo el pseudónimo «Dr. Laupts»18 una de las claves de la degeneración de la nación francesa residía en la proliferación de estos últimos, a los que calificaba de «caprichosos, vanidosos, cobardes, envidiosos, vengativos y susceptibles». Lo verdaderamente curioso, sin embargo, es que esta exhortación a «revirilizarse» mediante la práctica de la gimnasia y de los deportes desembocó en una paradójica confluencia entre el modelo de masculinidad que aspiraban a entronizar los natalistas patrióticos («Sólo los varones más fuertes y bellos podrán fertilizar a la raza más poderosa y generar un futuro glorioso y fecundo para la nación», proclamaban las columnas de la revista La culture physique) y los defensores del arquetipo de homosexualidad viril «clásica» preconizado en aquel entonces por literatos como André 18 Dr. Laupts, Le troisième sexe en France, Archives d’anthropologie criminelle, 1894. Citado por Fay Brauer, “Bulging buttocks”: Picturing Virile Homosexuality and the ‘Manly Man’”, en Masculinities: Gender, Art and Popular Culture, Ian Potter Centre, E-Publications, Melbourne, noviembre 2004 (s. n.). 74 Gide, quien rechazó de plano en su Corydon la falaz equiparación del homosexual con el estereotipo del «afeminado», enfermizo y físicamente degenerado: No conozco opinión más falsa y sin embargo tan difundida, que aquella que considera la conducta homosexual y la pederastia como la lamentable suerte de razas afeminadas, de pueblos decadentes. [F. Brauer 2004:4] A decir verdad, Gide fue mucho más lejos, ya que sostuvo expresamente que si Francia imitaba a la Grecia antigua y toleraba una homosexualidad «viril», contribuiría a fomentar una natalidad saludable capaz de regenerar a la «raza». En cualquier caso, no deja de ser curioso que se constituyera un «frente único» de facto entre natalistas y homosexuales «clasicistas», unidos por la fobia contra los «afeminados» y la apología de la regeneración del cuerpo masculino mediante la gimnasia y los deportes. En Alemania la gimnástica se inicia con Guts Muths, autor de Gymnastik für die Jugend («Gimnasia para la juventud») (1793), libro que se tradujo muy pronto a otros idiomas y dio el pistoletazo de salida al movimiento cuyo relevo tomaron los llamados «padres de la gimnasia»: Ling, Amorós y Jahn. En el sistema pedagógico de Muths, que hacía especial hincapié en ejercicios en los que imperaran el orden, la eficacia y la obediencia ciega, ya se perfilan los rasgos nacionalpatrióticos que van a caracterizar a la escuela alemana de gimnasia. El objetivo filantrópico de este programa era suprimir por completo los juegos infantiles tradicionales, pues Muths consideraba que pertenecían a un pasado obsoleto y que había que ocupar todo el tiempo de los niños con actividades ininterrumpidas: diez horas de educación física al día por una de estudio a los siete años, cuatro horas de los siete a los quince años y tres para los adultos. Muths proyectó además unas tablas donde se registraban semanalmente las marcas obtenidas por los alumnos en carreras, natación y salto, que utilizaba para alabar y otorgar premios a los mejor clasificados, mientras que a los perdedores los castigaba y avergonzaba haciendo públicos sus nombres en el boletín de la escuela. La conciencia nacional alemana fue tomando cuerpo al calor de las guerras de liberación contra Napoleón. Por toda Alemania comenzaron a crearse sociedades patrióticas, pero las más numerosas fueron las asociaciones gimnásticas, las de coros y las sociedades de tiro. En su obra Deutsches Volkstum («Nacionalidad alemana»), escrita en 1809, Friedrich Ludwig Jahn (1778-1852), el fundador de la escuela alemana de gimnasia, se declara partidario de una Gran Alemania y de una juventud fuerte al servicio del Estado. La formación de la Turnbewegung, movimiento de carácter nacionalpatriótico, condujo al establecimiento de recintos gimnásticos por toda Alemania. En 1811, Jahn hizo construir en Berlín la primera Turnhalle, club gimnástico que desempeñaría un papel muy importante en la difusión de los ideales nacionalistas. En sus comienzos, esta asociación estuvo integrada sobre todo por estudiantes universitarios, pero muy pronto se unieron a ella miembros de otras capas sociales. Los gimnastas se reconocían mediante una insignia característica: la cruz gamada 19. Los Jahn entrecuzó las cuatro efes de su «programa» —Frisch («Lozanía»), Frei («Libertad»), Fröhlich («Alegría») y Fromm («Piedad»)— para formar una cruz gamada. No menos precursor fue el papel 19 75 discípulos de Jahn realizaban ejercicios paramilitares y ejecutaban técnicas complicadas y arriesgadas para las que empleaban aparatos estáticos ideados por el propio Jahn, como las barras paralelas o la barra fija. Estos ejercicios tenían por objeto tanto el fortalecimiento físico y la formación del carácter como el fomento del espíritu comunitario y la autodisciplina. En 1813, en pleno auge de las luchas de liberación nacional contra el invasor napoleónico, Jahn se alistó como voluntario y encabezó un batallón formado por sus discípulos para hacer frente a las tropas de Napoleón. Dos años más tarde, aclamado como un héroe, regresó a Berlín como profesor estatal de educación física. En 1816, Jahn publica Deutsche Turnkunst («Cultura gimnástica alemana») con la colaboración de su discípulo Eiselen, un compendio de sus ideas que sería determinante en la formación de la conciencia nacional alemana, en el que preconizaba un exacerbado patriotismo, hostil a los extranjeros, a los terratenientes prusianos, a los sacerdotes y, sobre todo, a los judíos. En Deutsche Turnkunst, Jahn afirmaba que los festejos públicos eran trascendentales para el despertar del espíritu patriótico. Su modelo no eran las fiestas de los reyes u obispos, sino la celebración de hazañas de la mitología germana, que para él eran las fiestas propias del pueblo. De ahí que, por ejemplo, eligiese como acontecimiento digno de conmemoración «la revuelta de los campesinos contra los príncipes y obispos a comienzos de la Edad Media». [G. Mosse 2005:103] Jahn consideraba que la gimnasia debía desempeñar un papel fundamental en la conmemoración de los acontecimientos históricos y efemérides de las guerras de liberación contra Napoleón. El pueblo debía participar de forma activa en la mística nacional a través de ritos y fiestas, de mitos y símbolos, motivo por el cual los primeros espacios elegidos para la realización de los ejercicios gimnásticos eran algo más que simples bosques o praderas. El bosque de Hasenheide, en las afueras de Berlín, donde se llevaron a cabo las primeras exhibiciones, fue bautizado como Tie, nombre dado a los lugares de reunión de los antiguos germanos. Para Jahn estas exhibiciones gimnásticas representaban, además, una forma de librar a la juventud de la «enervante pérdida de tiempo, las ensoñaciones perezosas, los deseos lujuriosos y los excesos animales» [G. Mosse 2005:169]. En 1817, los gimnastas y las fraternidades estudiantiles se dieron cita en el célebre castillo de Wartburg, donde por vez primera se exhibió toda una parafernalia que más de un siglo después recogería por su cuenta y con gran entusiasmo el régimen nazi: desfiles nocturnos con antorchas, toque marcial de trompetas, reuniones en torno a fuegos sagrados en los que se quemaban libros «antialemanes» y se pronunciaban encendidos discursos patrióticos y antisemitas. A partir del Congreso de Viena (1815), sin embargo, las ideas liberales y nacionalistas, consideradas revolucionarias y desintegradoras por los Estados surgidos de la Restauración, se ven sometidas en Alemania a un período de censura y represión. El grado de politización alcanzado por el movimiento gimnástico de Jahn y las integrador e interclasista que el movimiento gimnástico desempeñó desde sus inicios: todos los gimnastas llevaban el mismo uniforme (de algodón negro) y, con independencia de su posición social, se dirigían unos a otros con el informal Du en lugar de emplear el tratamiento de cortesía Sie. 76 fraternidades estudiantiles preocupaba muy seriamente a las autoridades prusianas, que consideraban elementos subversivos a los gimnastas; hasta tal punto les irritaban sus actividades que en 1819, so pretexto del asesinato del dramaturgo Kotzebue, espía al servicio del gobierno zarista, clausuraron las Turnhalle e ilegalizaron las asociaciones gimnásticas. Jahn dio con sus huesos en la cárcel durante un año y estuvo sometido a arresto domiciliario hasta 1825. A pesar de la represión, durante todos estos años la llama del movimiento de unificación nacional alemán se mantuvo viva en la clandestinidad. Las asociaciones gimnásticas continuadoras del programa de Jahn, junto a las de canto y las sociedades de tiro, fueron los centros de difusión de este ideario. No obstante, a medida que fueron ingresando en ellas obreros y artesanos, el movimiento perdió el carácter exclusivamente estudiantil y juvenil de sus comienzos a la vez que se radicalizaba e iba impregnándose de ideas democráticas y republicanas. En esta etapa también se unieron a él muchos judíos, en marcado contraste con el antisemitismo que había caracterizado al movimiento gimnástico en tiempos del liderazgo de Jahn. El fracaso de la revolución de 1848, sin embargo, dio la puntilla política tanto al movimiento de los Turner como a los demócratas y liberales alemanes. A partir de entonces, el ímpetu revolucionario del nacionalismo alemán originario desapareció del programa de los Turner, que pasaron de representar una amenaza a convertirse en un elemento de estabilización de la nueva Alemania regida por el canciller prusiano Otto von Bismarck. En consonancia con este cambio de orientación, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la mayor parte de la clase política, que hasta entonces se había opuesto a la agitación nacionalista por contener aspiraciones revolucionarias y estar inspirada en los ideales de la Revolución Francesa, pasó a considerar la gimnasia como «bien público» y a organizar su práctica en las escuelas y el ejército. En 1871, año en que, tras la victoria en la guerra franco-prusiana, se constituye el Segundo Reich alemán, los clubes de la Turnbewegung impulsaron una campaña por la unidad nacional. La mayoría de los gimnastas se subió pocos años después al carro pangermanista, en el que la idea del Volk20 comenzaba a ocupar un lugar destacado, mientras que los ideales liberales y revolucionarios eran arrinconados. A partir de la década de 1880, por ejemplo, la Deutsche Turnerschaft (Liga Gimnástica Alemana), fundada en 1868, decidió no admitir en su seno a aquellos gimnastas que hubieran participado en actividades revolucionarias. Al mismo tiempo, el movimiento gimnástico, surgido en el proceso de formación de la nación alemana y el romanticismo, empezó a contemplar el cuerpo como medio de expresión frente a la deshumanización provocada por la industrialización guillermina. El nuevo nacionalismo, pues, era de corte autoritario y A partir de 1890 el término Volk («pueblo») adquirió connotaciones cada vez más racistas y expansionistas, ya que con él los pangermanistas pretendían evitar precisamente el empleo del concepto de nación para abarcar a aquellos alemanes que no eran ciudadanos del Segundo Reich. El primer ministro británico Benjamin Disraeli rechazaba el concepto de «pueblo» precisamente por los mismos motivos que llevaron al pangermanismo a abrazarlo: «La palabra “pueblo” carece totalmente de sentido. No es un término político. Es un término que pertenece a la historia natural. Un pueblo es una especie; una nación es una comunidad civilizada.» [F. Neumann 1983:125] 20 77 conservador, contrarrevolucionario y, a menudo, antisemita. Bajo el reinado de Guillermo II (1888-1914), el nacionalismo alemán se identificó mayoritariamente con el expansionismo imperialista del partido liberal nacional y la Liga Pangermanista, y en la década de 1890 los gimnastas alemanes abandonaron en masa la antigua bandera negra, roja y dorada para adoptar los colores de la nueva bandera imperial negra, blanca y roja. En oposición al movimiento de los gimnastas burgueses, constituido fundamentalmente por jóvenes universitarios, surgieron multitud de sociedades obreras de gimnasia agrupadas en torno a la Arbeiter Turnerbund (1893). Las sociedades gimnásticas socialistas fueron prohibidas durante algunos años por Bismarck en el marco de una ley de excepción contra los socialistas, pero tras la derogación de dicha ley en 1878, las organizaciones socialistas alemanas comenzaron a fundar asociaciones gimnástico-deportivas dedicadas al proselitismo y la formación de militantes. Así, en 1897, se crearon la Asociación Obrera de Deportes Acuáticos y la Asociación de Natación de Trabajadores, y en 1906, la Liga Atlética de Trabajadores de Alemania. Al declinar el siglo XIX existían asociaciones gimnásticas entre las comunidades alemanas de Polonia, Argentina, Checoslovaquia y los Estados Unidos, (país al que tras el fracaso de la revolución de 1848 emigraron muchos destacados gimnastas, que proporcionaron al ejército de la Unión dieciséis regimientos durante la Guerra de Secesión). En los Estados Unidos el movimiento gimnástico germano tuvo una difusión considerable, y además de contribuir a la difusión de la esgrima en aquel país, los Turner hicieron notables esfuerzos por convertir la educación física en asignatura escolar obligatoria. Bohemia, una de las tres regiones que conforman la actual República Checa, fue una de las zonas privilegiadas de influencia de los grupos de Turnen alemanes. Allí nació en 1862 el movimiento Sokol, («halcón»), cuyo máximo promotor, Miroslav Tyrs, había estudiado los diversos métodos gimnásticos europeos y en particular la gimnasia clásica griega, que sintetizó en sus Fundamentos de la gimnasia. La gimnasia Sokol se caracterizaba por la ausencia de atuendo específico y la ordenación militar de los ejercicios, aunque en aquellas áreas donde fue menor el influjo de Jahn se asemejó más al modelo francés. De hecho, en 1895 el inspector de la federación checa de Sokol, Nanicik, obtuvo permiso del Estado Mayor francés para formarse en la Escuela de Gimnasia Militar de Joinville. A partir de 1882, el Sokol organizó en Praga patrióticas manifestaciones de masas anuales a las que acudían cientos de miles de personas, y en las que dominaban la disciplina y los ejercicios colectivos sincronizados de corte militar. Al estallar la Primera Guerra Mundial, Bohemia contaba con mil trescientas uniones Sokol, que fueron el núcleo aglutinador del movimiento independentista. La contribución de los gimnastas a la fundación de la República Checa tuvo como fruto el sostén y la protección del movimiento Sokol por parte del Estado, que llegó a su apogeo entre las décadas de 1920 y 1930. Uno de los fenómenos característicos de las últimas décadas del siglo XIX (tanto como la propia industrialización, el auge del deporte y la formación del movimiento olímpico) fue el proceso de emancipación de la judería europea. En la Europa central sobre todo, los judíos consideraron su admisión por las fraternidades atléticas como una 78 de las piedras de toque de su asimilación social. No obstante, y en contra de lo esperado, muy pronto pudo comprobarse que el odio de raíz religiosa había sido reemplazado por el racismo antisemita. En el seno del movimiento gimnástico germano, la «cuestión judía» comienza su andadura en abril de 1887, cuando la agrupación vienesa de la Deutsche Turnerschaft, el Erster Wiener Turnverein, incorporó a sus estatutos un Arierparagraph que declaraba a esta asociación «libre de judíos» y dos años después excluyó a sus miembros hebreos. La DT optó por tolerar la inclusión del Arierparagraph en los estatutos locales de cada club, pero se oponía firmemente a su inclusión en las normas de un distrito o Gau. De ahí que cuando en 1901 toda la rama austriaca de la Deutsche Turnerschaft adoptó por mayoría absoluta una resolución semejante, la DT expulsara a los clubes austriacos. Éstos formaron un Deutscher Turnerbund (DTB) con sede en Viena pero con la misma extensión territorial que la DT. A su vez, la Deutsche Turnerschaft decidió establecer un distrito paralelo en toda Austria, a lo que el DTB respondió creando organizaciones regionales en Alemania21. La fundación de sociedades gimnásticas judías fue, por tanto, consecuencia directa de la política de exclusión antisemita practicada por el movimiento Turner en Europa central y oriental. En 1895 un puñado de antiguos miembros de la Deutsche Turnerschaft fundó en Constantinopla la primera organización deportiva judía, el Israelitsche Turnverein, al que pronto se sumarán nuevas sociedades que habrían de convertirse en algunos de los embriones más activos del futuro movimiento sionista. Lo que indujo al sionismo a abrazar el deporte y fundar la Jüdische Turnerschaft no fue, por supuesto, su fe en las bondades innatas del ejercicio físico, sino la voluntad de sintonizar con los preceptos más avanzados del nacionalismo entonces en boga, siguiendo el ejemplo de los movimientos völkisch alemanes, cuya obsesión por la amenaza de degeneración física y moral de la «nación» —israelita en su caso— compartía. Theodor Herzl, fundador del sionismo y organizador del Primer Congreso Sionista de Basilea (1897), quedó hasta tal punto impresionado por el ímpetu del nacionalismo germano de finales del siglo XIX, que estaba convencido de que mediante la hábil administración de una buena dosis de patriotismo «uno podía conducir a los hombres donde quisiera, incluso a la tierra prometida». [G. Mosse 205:127] La Jüdische Turnerschaft no fue una espectadora indiferente en la lucha entre la Deutsche Turnerschaft y los deportes de corte británico. Desde el punto de vista de los Turner, los sports eran el símbolo del individualismo desenfrenado y la decadencia moral de la Inglaterra burguesa y capitalista. En Alemania, Austria, Hungría y otros países, la difusión de los deportes ingleses fue obra de círculos aristocráticos anglófilos, mientras que la clase media baja era un firme bastión de la gimnástica. Al verse rechazada por la política antisemita de las diversas asociaciones Turner, la burguesía judía, que aspiraba a integrarse social y psicológicamente a través del deporte, gravitó de forma natural hacia los círculos aristocráticos y la propagación de la ideología del En 1919, se fundó un nuevo Deutscher Turnerbund partidario de una Gran Alemania que aglutinase a Austria y Alemania. La nueva organización añadió a sus estatutos tres normas por las que en lo sucesivo prohibía afiliarse a los judíos y a los «miembros de movimientos internacionales», a la vez que proscribía toda «política partidista» (sic) en el seno de los clubes. 21 79 olimpismo. De hecho, las sociedades gimnásticas judías fueron las primeras en abrir oficialmente sus puertas al movimiento deportivo. A este respecto, cabe señalar que la reacción frente al antisemitismo condujo a una marcada predilección por los deportes más asociados con el prestigio aristocrático, la virilidad y el honor, caso de la equitación, pero sobre todo de la esgrima. Pese a la condena de los duelos como actividad «antijudía» por parte de las autoridades religiosas hebreas, una de las consecuencias imprevistas de la emancipación de la judería centroeuropea fue la fulgurante difusión de las prácticas duelísticas. En efecto, dada la profunda frustración causada por un sistema judicial y político que no daba amparo a la comunidad israelita, los duelos se convirtieron en un medio aceptado, por no decir el preferido, de responder a las afrentas antisemitas. No es casual, por tanto, que entre las muchas medallas olímpicas en esgrima cosechadas por atletas de origen judío, la mayoría correspondiera a la categoría del sable, arma por excelencia del duelista. El movimiento deportivo judío puede dividirse en tres corrientes principales: la asimilacionista burguesa, la sionista y la socialista de la Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, más conocida como el Bund, cuya organización deportiva, la Morgnshtern, fundado en 1926, sería una de las máximas difusoras de la teoría y práctica del «deporte obrero» entre las dos guerras mundiales. En el Segundo Congreso Sionista de Basilea (1898), Max Nordau, mano derecha de Theodor Herzl y fundador de la doctrina del Muskeljudentum («judaísmo muscular»), sostuvo que las víctimas del antisemitismo estaban aquejadas por un mal propio de la vida en el gueto, la Judendot («angustia judía»): «En las angostas calles judías, nuestras pobres extremidades olvidaron cómo moverse con alegría; en la penumbra de las casas sin sol nuestros ojos se acostumbraron al parpadeo nervioso; el miedo constante a ser perseguido hizo que el timbre de nuestra voz se redujera a un susurro desasosegado.» Como medio de contrarrestar la Judendot y hacer frente al antisemitismo, Nordau proponía la fundación de un Estado judío dotado de su propia gimnasia paramilitar. Los judíos, sostenía en sus conferencias y escritos, debían disponer de instalaciones deportivas propias. Poco tiempo después, en 1900, en un artículo publicado en la revista Die Jüdische Turnzeitung, órgano central de la asociación gimnástica berlinesa Bar Kochba, que desempeñó un papel clave en la difusión del sionismo, señalaba: Durante mucho tiempo, demasiado tiempo, hemos practicado la mortificación de la carne. Hubiera sido preferible interesarnos por nuestro cuerpo en lugar de ignorarlo o maltratarlo. Ahora tendremos que ceñirnos a algunas de nuestras más antiguas tradiciones para que algún día volvamos a tener buena capacidad torácica, las piernas rectas y buena vista. En ningún otro pueblo del mundo la gimnasia podría tener unos resultados tan espléndidos como en el nuestro. La gimnasia está destinada a fortalecernos en cuerpo y alma y a darnos seguridad en nosotros mismos. [R. Mandell 1986:184] 80 EL DEPORTE EN LA ERA DEL IMPERIALISMO Y EL TOTALITARISMO «En vez de una juventud educada, como en otro tiempo, para el disfrute, ahora está creciendo una juventud educada para las privaciones, los sacrificios y, sobre todo, para el cultivo de un cuerpo sano y resistente. Pues creemos que sin un cuerpo semejante tampoco ningún espíritu sano podrá a la larga dominar la nación. Esto es maravilloso, con vosotros se ha cerrado el eslabón de la cadena de la educación de nuestro pueblo. ¡Empieza con vosotros, y solamente acabará cuando el último alemán baje al sepulcro!» Adolf Hitler, Discurso a la juventud en el Congreso del NSDAP de 1937 «La educación física de las jóvenes generaciones es un elemento esencial de la formación comunista de la juventud, que tiene como meta la creación de un pueblo armoniosamente desarrollado, ciudadanos creativos de la sociedad comunista. En la actualidad, la educación física tiene también objetivos inmediatamente prácticos: preparar a los jóvenes para el trabajo y para la defensa militar del poder soviético.» Vladimir Ilich Lenin, Discurso al Congreso Pan-Ruso de la Liga de Juventudes Comunistas Entre las dos últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX, el principal motor de la expansión colonial fue la rivalidad entre las grandes potencias de Occidente por el control de las fuentes de materias primas, mercados y reservas de mano de obra de Asia y África. Gran parte de la opinión pública occidental, convencida de la superioridad cultural y científica de la «civilización», acogió de forma favorable las consignas expansionistas y equiparó la colonización, en el peor de los casos, al cumplimiento de una ingrata pero necesaria «misión civilizadora». Un amplio sector del socialismo internacional vio en el imperialismo un fenómeno «inevitable» y portador, en cualquier caso, de benéficos efectos secundarios; otros incluso llegaron a considerar irrelevantes los debates sobre el colonialismo y no faltaron quienes proclamaron abiertamente la superioridad de la raza blanca y no vieron en los «pueblos de color» otra cosa que potenciales competidores de los trabajadores europeos22. El portavoz del Partido Socialista en el Congreso estadounidense, Victor Berger, llegó a decir que el socialismo sólo podría triunfar en Norteamérica si los Estados Unidos seguían siendo «un país de blancos», y en 1908 su partido respaldó medidas legislativas destinadas a impedir la entrada de inmigrantes asiáticos en California. El sindicato de industria Industrial Workers of the World, en cambio, se opuso no sólo a toda discriminación por raza o sexo como contraria a los intereses de los trabajadores de todo el mundo, sino también a la Primera Guerra Mundial como antítesis de la solidaridad obrera internacional. Berger, que también rechazó la intervención estadounidense en dicha guerra, fue procesado y condenado a veinte años de cárcel, pero no llegó a cumplir la pena gracias a los buenos oficios de su abogado; los IWW, en cambio, sufrieron por idéntico motivo una persecución implacable, tanto legal como ilegal, que acarreó la franca decadencia de esta organización a mediados de la década de 1920. 22 81 El cierre de la fase «pacífica» de la expansión imperialista (es decir, sin enfrentamientos militares generalizados entre las naciones colonizadoras) en torno a la década de 1880, dio paso a una era de tensión entre las principales potencias, a saber, Gran Bretaña, Alemania, Francia, los Estados Unidos y Japón. A partir de 1904, la rivalidad angloalemana eclipsa al tradicional antagonismo entre Gran Bretaña y Francia. Con la entrada en el escenario internacional de los Estados Unidos (guerras de Cuba y Filipinas) y de Japón (guerra ruso-japonesa) la era del imperialismo llega a su madurez. Comienza entonces un baile de alianzas diplomáticas incesante y una sucesión de crisis internacionales que desembocarán en 1914 en la Primera Guerra Mundial. El auge del imperialismo estuvo jalonado, además, por la aparición de todo tipo de ideologías nacionalistas y racistas. En las últimas décadas del siglo XIX, la hostilidad de las clases dominantes hacia los movimientos de masas organizados, el «igualitarismo democrático» y el «cosmopolitismo», se plasmó en la proliferación de ideologías que exaltaban la superioridad cultural y racial de Occidente. El mito de la superioridad de la raza blanca caló hondo en Francia, Alemania y los Estados Unidos, pero en ninguna parte tuvo tanto éxito como en Inglaterra, donde el imperialismo impulsado por Disraeli se convirtió en ideología nacional a partir de 1870. El fundador de la eugenesia, Francis Galton (1822-1911), por ejemplo, no sólo propuso aplicar una «selección artificial» que «mejorara la raza» y favoreciera la reproducción de las clases superiores, sino que urgió a los gobiernos para que dejasen de amparar a los más desfavorecidos y débiles, a los que calificó de degenerados e ineptos. Winston Churchill, ministro de Interior en 1910, propuso esterilizar a cien mil «degenerados mentales» y enviar a varios miles más a campos de concentración para salvar de la decadencia a la «raza británica». En 1920, cuando fue nombrado Secretario de Estado para la Guerra, declaró a raíz de una serie de sublevaciones contra la ocupación británica en Irak, en relación con el posible empleo de armas químicas contra «árabes recalcitrantes»: «No sé a que vienen tantos remilgos con el empleo de gases. Estoy decididamente a favor del uso de gas venenoso contra tribus bárbaras.» (El gabinete británico, reticente a emplear un arma que había causado tantos estragos y que había suscitado tanto rechazo durante la Primera Guerra Mundial, autorizó el empleo de gases, pero poco después los sustituyó por una campaña de terror aéreo que sirvió de banco de pruebas para los bombardeos de saturación lanzados contra las ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial.) No obstante, y aunque sería fácil detenernos a examinar pormenorizadamente las conocidas elucubraciones de Gobineau, Chamberlain y demás ideólogos canónicos del racismo, creemos más interesante llamar la atención sobre un discurso nacionalimperialista de impecables credenciales democráticas y multiculturales, que comenzó a gestarse a comienzos del siglo XX en los Estados Unidos. Durante las primeras citas olímpicas, la prensa europea, sobre todo británica, clamaba sin recato alguno contra las delegaciones atléticas estadounidenses, a las que tachaba de armadas multicolores de inmigrantes mercenarios. Los norteamericanos, por su parte, protestaban vivamente 82 ante aquellos insidiosos ataques contra su «raza» multiétnica y, dando la espalda por completo a la realidad cotidiana de la segregación imperante tanto en el conjunto del país como en sus instituciones deportivas, se libraban a obscenas especulaciones metafísicas en torno a la pureza de sus instituciones democráticas y su condición de «crisol de razas» como el gran secreto de su superioridad deportiva sobre el Viejo Mundo23. En cualquier caso, parece obvio que la propagación de un discurso burdamente nacionalista y racista no hubiera bastado por sí sólo para vincular a las masas metropolitanas a las élites y a sus proyectos imperialistas. Mucho más decisivo, sin duda, fue el papel desempeñado en la «nacionalización» de la clase trabajadora por la ideología del progreso y del «bienestar», materializada en el alza de los salarios y la reducción de la jornada laboral, así como la extensión del sufragio a una parte de la población trabajadora. A su vez, incrementar el «tiempo libre» de las clases populares fue condición imprescindible para la viabilidad de una incipiente «cultura del consumo», en la que la difusión de los deportes y su transformación en espectáculos de masas fue un elemento fundamental24. Uno de los objetivos principales de la política imperialista era socavar el poder de los movimientos obreros y prevenir su posible radicalización, peligro que en torno al cambio de siglo llegó a ser muy real, cuando las transformaciones en el ámbito fabril y los primeros pasos de lo que acabaría conociéndose con el nombre de «organización científica del trabajo» provocaron primero la esclerosis y a continuación la crisis irreversible del sindicalismo de oficio, abriendo las puertas de la industria a un vasto (e inesperadamente combativo) ejército de trabajadores semicualificados, con frecuencia de origen inmigrado y rural. No obstante, el proyecto patronal de reclutar así a un contingente laboral más dócil y más barato no se vio coronado por el éxito, y la conflictividad laboral fue en aumento hasta bien entrada la década de 1920. A fines del siglo XIX, Joseph Chamberlain, influyente empresario y político (y no en vano, tenaz defensor de las reformas sociales en política interior) calificó el imperialismo de «política justa, prudente y económica, sobre todo en vista de la competencia con que ahora tropieza Inglaterra en el mercado mundial por parte de Alemania, los Estados Unidos y Bélgica». En el extremo opuesto del espectro político, Lenin, en su obra El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916), cita un artículo Según David Zirin, en A People’s History of Sport in the United States, «cuando [Jack] Johnson se convirtió en el primer campeón de los pesos pesados de piel negra, su victoria provocó una grave crisis de la opinión ortodoxa en materia racial.» El escritor Jack London, a la sazón miembro del Partido Socialista de los Estados Unidos, jaleó al que bautizó como la «gran esperanza blanca», Jim Jeffries, para que arrebatase a Johnson el título. La derrota de Jeffries, el 4 de julio de 1910, desató una brutal oleada de disturbios y linchamientos racistas en Illinois, Missouri, Nueva York, Ohio, Pensilvania, Colorado, Texas y Washington DC, que dejó un balance de ciento cincuenta muertos. 24 Si la difusión del críquet contribuyó a legitimar la dominación colonial británica, el imperialismo estadounidense, a su vez, logró convertir el béisbol en deporte «nacional» de Cuba, Puerto Rico y gran parte de Centroamérica. Como ejemplo de una forma de cultura física con connotaciones antiimperialistas, cabría mencionar la rebelión de los bóxer (1900), vertebrada por la sociedad secreta Yi Ho Tuan («Sociedad de los Puños de la Justa Armonía»), que aglutinaba a diversas escuelas chinas de kung fu ganadas para la causa anticolonial. 23 83 aparecido en 1898 en la publicación mensual de la socialdemocracia alemana Die Neue Zeit, en el que Cecil Rhodes (empresario, político y colonizador inglés de Sudáfrica) declaró en 1895 a su amigo el periodista Stead: Ayer estuve en el East End londinense y asistí a una asamblea de parados. Escuché discursos desaforados que no eran sino un grito pidiendo «pan», «pan». De camino a mi casa, medité al respecto y me convencí tanto más de la importancia del imperialismo […] La idea que acaricio es una solución para la cuestión social, a saber: para salvar a los cuarenta millones de habitantes del Reino Unido de una guerra civil funesta, nosotros, los políticos coloniales, debemos adquirir nuevos territorios para instalar en ellas el excedente de nuestra población y encontrar nuevas salidas a los productos de nuestras fábricas y minas. El imperio, lo he dicho siempre, es una cuestión de subsistencia. Si se quiere evitar la guerra civil, hay que hacerse imperialista. [J. A.Hobson, V.I. Lenin 2009: 476] Al mismo tiempo, los gobernantes recurrieron a toda clase de estrategias a fin de limitar el impacto del nuevo electorado de masas sobre el Estado y la vida política. Su objetivo básico era integrar al movimiento obrero organizado en el juego político institucionalizado, empresa para la que pudieron contar con el concurso de la mayoría de los dirigentes de la Segunda Internacional. Pese a su profesión de fe internacionalista, los partidos socialistas de la Segunda Internacional fueron desde el principio una aglomeración de partidos nacionales dedicados fundamentalmente a mejorar la situación de cada clase trabajadora nacional mediante la acción sindical y parlamentaria, sin tener demasiado en cuenta lo que ocurría más allá del marco nacional-estatal propio. La ideología revolucionaria del sector marxista ortodoxo sirvió poco más que como coartada «radical» de una práctica sustancialmente idéntica a la del sector reformista, ceñida, al igual que la de éste, a la coyuntura propia de cada capital nacional. De ahí que cuando empezó a perfilarse claramente en el horizonte la era de violencia internacional que iba a desatar la aparición del imperialismo, esta tendencia también contribuyese, si bien de forma más indirecta, a la promoción del nacionalismo entre los trabajadores y saboteara por todos los medios la adopción de una perspectiva internacionalista consecuente. Las clases dirigentes, entretanto, empezaban a descubrir en los novedosos y cada vez más concurridos espectáculos deportivos un medio idóneo para fomentar sentimientos de identidad colectiva, cohesión nacional e integración social. Con el cambio de siglo, la celebración de competiciones deportivas entre distintas naciones quedó indisolublemente ligada al empleo de símbolos y ritos de identificación patriótica, como la ceremonia de izar la bandera y el canto del himno nacional. Desde que en 1889 se hiciera sonar La Marsellesa durante el concurso de ejercicios atléticos organizados con motivo de la Exposición Universal de París, dicho himno pasó a tocarse en cada encuentro de los equipos nacionales franceses. Asimismo, las manifestaciones de nacionalismo deportivo estuvieron presentes desde las primera Olimpiada de la era moderna. Los Juegos Olímpicos de Atenas (1896), inaugurados el día del aniversario del comienzo de la guerra de independencia griega, fueron aprovechados por la monarquía helena para reivindicar la isla de Creta, entonces en poder de Turquía, lo que actuaría como detonante de la guerra grecoturca que estalló un año más tarde. El abogado británico George Robertson, que participó en las pruebas de 84 lanzamiento de disco de dichas Olimpiadas, escribía en 1901: «Políticamente, no cabe duda de que los Juegos contribuyeron mucho a producir la guerra posterior con Turquía.» El movimiento olímpico, expresión más depurada de esta deriva imperialista, fue, como ya hemos dicho, el resultado indirecto de la difusión del deporte anglosajón durante la segunda mitad del siglo XIX. El objetivo inicial del olimpismo de Coubertin era utilizar los encuentros deportivos internacionales y la competencia entre «naciones civilizadas» para fomentar la introducción de cambios en el sistema educativo de la Tercera República Francesa con el fin de formar nuevas promociones de la juventud burguesa capaces de asegurar la expansión colonial francesa en ultramar. Las primeras Olimpiadas de la era moderna contenían también, por lo demás, el germen del deporte espectáculo y de consumo que hoy padecemos. Durante muchos años, los Juegos Olímpicos no pasaron de ser un reclamo publicitario de las Exposiciones Universales, esas grandes ferias de comercio en las que el capitalismo triunfante glorificaba los triunfos de la ciencia, la tecnología, las manufacturas y el colonialismo. Las concepciones ideológicas de Coubertin no eran, a priori, hostiles a la participación empresarial en el negocio olímpico, ni mucho menos. El barón decidió celebrar la segunda edición de los Juegos Olímpicos en París con la esperanza de que la Exposición Universal de 1900 no sólo los rodeara de un ambiente propicio, sino de que también sirviera como punto de apoyo para su financiación. En otras palabras, los Juegos no fueron más que una pequeña parte del programa de espectáculos organizado con motivo de la Exposición. Tanto es así que el certamen olímpico pasó a denominarse Concursos Internacionales de Ejercicios Físicos y Deportes. No obstante, la empresa se saldó con un completo fracaso debido a la absoluta falta de apoyo de los organizadores, como el mismo barón confesó años más tarde en sus Memorias olímpicas: Vincennes estaba abandonado: ni dinero, ni estadio, ni terreno. Al final tuvimos que dirigirnos a las asociaciones para obtener de ellas el apoyo y los terrenos de juego, principalmente al Racing Club. La Olimpiada de París y su coincidencia con la Exposición demostró que no se debía permitir que los Juegos coexistieran con algunas de estas grandes ferias, en medio de las cuales desaparece su valor filosófico y su trascendencia pedagógica resulta inoperante. Desgraciadamente, la unión que se había efectuado era mucho más sólida de lo que pensábamos. Dos veces más, en 1904 y en 1908, tuvimos que soportar, por razones económicas, el contacto con las exposiciones. [J. Le Floc’hmoan 1965:225] En efecto, lejos de atenuarse, la ingerencia empresarial iría a más. Así sucedió con ocasión de las Olimpiadas de Saint Louis (Estados Unidos) en 1904, también conocidas con el nombre de Louisiana Purchase Exposition, que en principio tenían que haberse celebrado en Chicago. Sin embargo, Saint Louis, capital del algodón e importante centro fabril, se disponía entonces a conmemorar el centenario de su incorporación a los Estados Unidos, por lo que, además de la Exposición Universal, exigió organizar los Juegos, y amenazó con boicotearlos en caso de que tuvieran lugar en Chicago. A esta Olimpiada estuvo asociado un curioso pero significativo espectáculo conocido con el nombre de Anthropology Days, organizado por William J. McGee, 85 director del Departamento de Antropología de la Lousiana Purchase Exposition y James E. Sullivan, uno de los fundadores de la Amateur Athletic Union. Si bien la idea parece haber partido de Sullivan, McGee reclutó a pigmeos, filipinos, patagonios e indios norteamericanos que participaban en las exhibiciones étnicas de la feria para que tomaran parte en unas pruebas «deportivas» paralelas de las que, en la mayor parte de los casos jamás habían oído siquiera hablar, con el objetivo «científico» de comparar las proezas físicas de los «salvajes» con las de los hombres «civilizados» y demostrar así la superioridad de estos últimos. En un principio, Coubertin justificó dicho espectáculo como «travesura de un país joven», aunque más adelante tuvo que rectificar y lo calificó de «mascarada ultrajante». Dado el conocido racismo del barón (sólo dos años antes se había hecho eco de los resultados del Congreso de Sociología del Colonialismo de 1900, que según él había erradicado definitivamente «las teorías acerca de la igualdad de las razas y del progreso absoluto, diseminadas por la revolución y culpables de tantos errores y faltas»), su indignación no podía deberse al mero hecho de organizar un espectáculo bochornoso y humillante a costa de unos «salvajes», sino que se explica más bien porque esta «participación» de las «razas inferiores» se había producido sin que éstas hubiesen asimilado debidamente los principios de la «civilización atlética». El espectáculo denunciado encerraba, pues, un doble peligro: intensificar el odio de los pueblos colonizados contra las potencias imperialistas, y poner en evidencia algo peor aún, a saber, que muchos de aquellos «salvajes» no tenían el menor deseo de asemejarse a los «civilizados» ni de tomar parte en actividades que para ellos carecían de todo sentido. Las Olimpiadas de Londres (1908) se desarrollaron en el marco de una exposición francobritánica, fruto del acercamiento entre estas dos naciones, tradicionalmente rivales, frente al creciente poderío económico-militar alemán. Lejos de transcurrir en ese idílico ambiente de concordia universal que supuestamente debiera prevalecer en una cita olímpica, estos Juegos estuvieron dominados por los ominosos nubarrones de la conflagración mundial que ya empezaba a perfilarse. Otro hecho elocuente que se produjo en esta Olimpiada fue que numerosos territorios sometidos al Imperio Británico solicitaron participar como naciones independientes, y que el COI, haciendo gala de su habitual sentido de la moderación y la imparcialidad, no sólo se negó en redondo a aceptar tan descabellada petición, sino que tuvo la gentileza añadida de permitir a los británicos presentar equipos autónomos de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda25. El aspecto más destacado de estos Juegos fue, sin embargo, desde el mismo día de la inauguración, la rivalidad y la proliferación de incidentes entre británicos y estadounidenses, entre el imperio que iniciaba su declive y el imperio en alza. Era la primera vez que las delegaciones desfilaban tras sus banderas, y el abanderado Al parecer, el movimiento de autodeterminación irlandés fue el único en practicar una política de boicot sistemático de los deportes ingleses. A comienzos del siglo XX, la GAA (Gaelic Athletic Association) prohibió a sus afiliados, so pena de expulsión, participar en deportes no gaélicos —es decir, británicos—, ya fuese como jugadores o como espectadores. Por supuesto, no lo hizo para contribuir a la conservación de los juegos tradicionales irlandeses ni mucho menos para oponerse al deporte como tal, sino para asegurar la supervivencia de los recién creados «deportes gáelicos». 25 86 estadounidense provocó un grave altercado al no rendir honores ante Eduardo VII, «porque la bandera no se inclina ni ante un rey» (por lo visto, durante la ceremonia de inauguración, los británicos «olvidaron» situar la bandera norteamericana entre las demás). El antagonismo entre los estadounidenses —muchos de ellos de ascendencia irlandesa, recién llegados a los Estados Unidos y entre los que cabe suponer que figuraran deportistas profesionales—, y los amateurs británicos, pertenecientes a las clases privilegiadas y muy críticos con respecto a la preparación física de los estadounidenses, marcó la pauta. Arthur Conan Doyle, que actuó como juez en las pruebas de atletismo y que al parecer no digirió muy bien que a su regreso los atletas estadounidenses se presentaran en el ayuntamiento de Nueva York en compañía de un león encadenado (símbolo del Imperio británico), propuso que para las siguientes Olimpiadas se organizara un equipo verdaderamente «imperial» en el que sudafricanos, australianos y canadienses combatieran junto a los hijos de la madre patria bajo una sola bandera para hacer frente a los «pieles rojas, negros y salvajes de todas las categorías» enviados por los norteamericanos. Es más, y en aras del objetivo supremo de la victoria sobre el advenedizo adversario yanqui, el creador de Sherlock Holmes no tuvo reparos en proponer la incorporación al equipo imperial británico de luchadores de las antípodas, corredores hindúes y nadadores cingaleses o malayos. Las primeras Olimpiadas en celebrarse al margen de una Exposición Universal fueron las de Estocolmo (1912). Esta novedad, que parecía augurar por sí sola el triunfo y la consolidación del proyecto olímpico, no impidió que los Juegos se convirtieran inmediatamente en plataforma de las tensiones interimperialistas. Los problemas comenzaron cuando Bohemia, Hungría y Finlandia (países que contaban entonces con equipos y representantes propios en el COI), anunciaron su intención de desfilar bajo sus propias banderas en lugar de hacerlo bajo las de los Imperios austrohúngaro y zarista. Puesto que Coubertin había admitido al húngaro Ferenc Kemeny y al checo Jiri Guth como miembros fundadores del COI durante el Congreso Olímpico de 1894, salió del paso declarando que la geografía deportiva no tenía que coincidir necesariamente con la geografía política. Gracias a esta interpretación, se acordó que los húngaros participaran con equipo y bandera propios (de todos modos, Austria y Hungría ya venían compitiendo de forma separada desde 1896), pero que en caso de producirse alguna victoria finlandesa o checa se izarían las banderas de los imperios zarista y austrohúngaro junto a unas cintas con los colores de esos países. (La bandera rusa se izó en nueve ocasiones, todas ellas como resultado de victorias «finlandesas».) Los conflictos internos de los Estados constituidos y los que estaban por nacer, así como los enfrentamientos entre coaliciones imperialistas, no hicieron sino trasladarse al estadio olímpico, desenlace ya previsto y aplaudido por Charles Maurras, fundador de Action Française, gran adversario de Coubertin y enemigo encarnizado de todo «cosmopolitismo». Tras observar el comportamiento tanto del público como de los deportistas, Maurras, que había asistido en 1896 como corresponsal a la primera edición de los Juegos Olímpicos modernos en Atenas, concluyó entusiasmado que tales festivales internacionales iban a servir a propósitos diametralmente opuestos a la detestada fraternización entre los pueblos: «Ya lo vemos, las patrias todavía no han sido 87 destruidas. La guerra tampoco ha muerto. […] Ahora los pueblos van a entrar en contacto directamente por medio del deporte, van a insultarse e increparse cara a cara. La etérea ilusión que los ha reunido no hará sino facilitar los incidentes internacionales.» [Ch. Maurras 2007:22] Las predicciones de Maurras no tardarían en confirmarse con creces: la Gran Guerra exacerbó los nacionalismos deportivos y el estadio se convirtió en unos de los espacios predilectos del revanchismo. Por lo demás, no hay gran cosa de la que extrañarse si se tiene en cuenta que si bien presentó la restauración de los Juegos Olímpicos como un medio de difundir la concordia internacional, Coubertin siempre rechazó categóricamente el pacifismo como fundamento de la relación entre las naciones. De ahí su particular concepción del internacionalismo: Hay dos formas de entender el internacionalismo. La primera es la de los socialistas, los revolucionarios y, en general, la de los teóricos y de los utopistas; éstos vislumbran una gigantesca nivelación que convertirá el universo civilizado en un Estado sin fronteras e imprevistos, y a la organización social en la más monótona de las tiranías; la segunda es la de los hombres que observan sin tomar partido y, en lugar de sus ideas preferidas, tienen en cuenta la realidad. Éstos vienen considerando desde hace mucho tiempo que las características nacionales son una condición indispensable de la vida de un pueblo y que, lejos de debilitarle, el contacto con otro pueblo le fortifica y le aviva. [A. Bruns 1986:252] En otras palabras: el internacionalismo deportivo y la ideología del olimpismo son bonitos sofismas, pero carecen de todo valor y aunque por un instante puedan hacernos esbozar una sonrisa, jamás deben ser adoptados como norma de conducta. Lo que en realidad había inaugurado Coubertin con su «restauración olímpica», pues, era una plataforma para establecer la supremacía de unas naciones sobre otras por medio de la competición deportiva. *** En junio de 1914, la sesión del COI celebrada en París eligió a Berlín como sede de los Juegos de 1916. En esta sesión se impuso sobre la pretensión coubertiniana de separar la geografía deportiva de la geografía política el criterio defendido por Alemania y el Imperio austrohúngaro, según el cual sólo debían tomar parte en los Juegos los Estados soberanos. (Para ocultar su derrota, Coubertin, una vez finalizada la Primera Guerra Mundial, no permitió que se publicasen los extractos de esta sesión.) Los británicos no pusieron ningún reparo, ya que a ellos se les permitió presentar a equipos de Australia, Canadá y Sudáfrica. Sólo se opuso el representante de Bohemia, por motivos evidentes, y el de los Estados Unidos, porque el joven y pujante imperialismo estadounidense había descubierto en el derecho de las naciones a la autodeterminación el manto idóneo bajo el que cobijar sus ambiciones. Al estallar la Primera Guerra Mundial en agosto de 1914, los mandos militares germanos no sólo pronosticaron (al igual que los del bando aliado) que el conflicto armado sería breve sino que sería un auténtico paseo militar. De ahí que Alemania, que había inaugurado el estadio un mes antes de comenzar las hostilidades, en ningún 88 momento renunciase a organizar la Olimpiada de Berlín26. Coubertin tampoco creía que la contienda fuera a prolongarse, y no juzgó necesario cambiar la sede organizadora de los Juegos, pese a que tras la invasión de Bélgica (1914) varios miembros del COI habían solicitado la expulsión de los alemanes de los órganos de dirección del Comité Olímpico. Poco tiempo después, el barón, temiendo que los alemanes solicitasen el traslado de la sede del COI a su territorio en tanto país organizador, decidió trasladarla por su cuenta y de forma provisional sin consultar a nadie. Así, el 10 de abril de 1915, designó el palacio de Mon-Repos (sito en la ciudad suiza de Lausana) como sede oficial de este organismo y, para evitar que volviera a darse el mismo caso, convirtió la decisión en permanente. En 1916, Coubertin, que tenía en ese momento cincuenta y dos años, y a despecho de vanagloriarse de presidir «un movimiento de paz, armonía universal y unión entre los pueblos», se alistó en el ejército francés. No obstante, la fortuna quiso que le asignasen un destino privilegiado en la retaguardia, lo que le libró de chapotear en el barro de las trincheras. Con todo, dado que consideraba el cargo de presidente del COI incompatible con el oficio de soldado, solicitó al barón suizo Godefroy de Blonay que ejerciera de presidente interino del COI, cosa que éste hizo entre 1916 y 1919. En febrero de 1918, en el último año de una matanza mundial que se saldó con millones de muertos y mutilados, Coubertin no dudó en pronunciar en Lausana un discurso en el que reiteró que los cuarenta años anteriores habían permitido a Francia escribir «la página más admirable de las epopeyas coloniales y conducir a la juventud, a través de los peligros de un pacifismo y de una libertad llevados al extremo, hasta la movilización de agosto de 1914, que permanecerá como uno de los espectáculos más hermosos que la Democracia ha ofrecido al mundo.» [P. Coubertin 1973: 83] Poco tiene de extraño, por tanto, que entre las muchas consecuencias fulgurantes que acarreó la Primera Guerra Mundial, una fuera el total descrédito en que cayó el ideario olímpico como promotor de la paz entre las naciones. La sangrienta carnicería no sólo alteró por completo el mapa geopolítico, al precipitar la desintegración del régimen imperial en Turquía, Rusia, Austria y Alemania, sino que también repercutió de forma inmediata en la (des)organización de las competiciones internacionales. El calendario deportivo «internacional» se reanudó con ocasión de la celebración de los Juegos Interaliados de París en 1919 (donde una de las pruebas fue el lanzamiento de granadas de mano). Organizados por iniciativa conjunta del general Pershing (a la sazón miembro del Comité Olímpico Norteamericano) y de la YMCA, representada por Elwood S. Brown, sólo se permitió participar a las naciones que integraban la coalición vencedora. No obstante, los Juegos Interaliados pasaron sin pena ni gloria en medio de la indiferencia general, pues no corrían tiempos muy propicios para la celebración de En 1913 se nombró por primera vez como secretario general a tiempo completo del Comité Olímpico Alemán a Carl Diem, cuyo papel en la historia posterior del movimiento olímpico sería tan relevante como controvertido. Este admirador incondicional de Coubertin, con quien coincidía en considerar el deporte como vehículo por excelencia para la redención de la humanidad contemporánea, se alistó voluntario en el ejército alemán el mismo día en que comenzó la Primera Guerra Mundial, y equiparó siempre al deportista con el soldado. En cierta ocasión, resumió así su doctrina: Sport ist Krieg! («¡El deporte es la guerra!») 26 89 victorias militares. Lucien Dubech, cronista literario monárquico y ultranacionalista, se refirió con sarcasmo a estos Juegos siete años después, en un libro titulado Où va le sport?: En la primavera de 1919, en medio de la alegría de la vuelta de la paz, en París se organizaron unos Juegos entre las naciones aliadas. Por una feliz ironía, la final de rugby se celebró el mismo día de la firma del Tratado de Paz de Versalles. El partido fue una matanza tan alegre que un testigo, el señor Allan Muhr, diría con humor: «es lo máximo que puede hacerse sin cuchillos ni pistolas». [B. Jeu 1998: 143] Del 5 al 8 de abril de 1919, sólo cinco meses después de concluida la guerra, el COI celebró en Lausana su 17ª sesión. Una de sus prioridades era determinar la sede de los Juegos de 1920. Antes de la conflagración, las ciudades designadas como candidatas eran Budapest y Amberes. Los húngaros habían partido como favoritos, pero dado que ahora figuraban en el bando perdedor, en la primavera de 1919 Amberes fue elegida como ciudad organizadora de los Juegos de 1920. Los Aliados, con Gran Bretaña a la cabeza, exigieron que se excluyera de los Juegos Olímpicos a las ex Potencias Centrales. Puesto que eso habría atentado contra los principios fundacionales del COI, a Coubertin se le ocurrió una ingeniosa treta: La solución es muy sencilla. Según la fórmula empleada desde 1896, el Comité Organizador de cada Olimpiada envía las invitaciones. Esta distribución es de su total incumbencia, sin que el principio de la universalidad sufra menoscabo por ello. Y en este caso el COI no se veía obligado a tomar ninguna decisión nueva. No obstante, y en contra de la opinión de varios de nosotros, se optó por una vía intermedia, consistente en enumerar los países invitados con la excusa de que los otros carecían de representación en el COI. Fue un doble error, porque aunque la muerte en Alemania y las dimisiones en otras partes habían dejado varios huecos en nuestras filas, aún quedaban los húngaros, que no habían muerto ni estaban en trance de dimitir. [K. Lennartz 1998: 1] En consecuencia y con la bendición tácita de Coubertin, Amberes rehusó enviar invitaciones a Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria, Turquía, Rumanía y Polonia. Por supuesto, la república soviética rusa (que ya había anunciado su retirada de todas las competiciones deportivas burguesas) tampoco fue invitada, lo que no impidió que el príncipe León de Urusov, representante de la Rusia zarista, siguiera siendo miembro del COI. La diplomacia británica no se conformó con impedir la participación de los vencidos; insistió además en que se apartara de las competiciones internacionales a las naciones neutrales que habían mantenido contactos deportivos con Alemania o sus aliados durante la guerra. Por supuesto, la política de exclusión de las naciones derrotadas no quedó circunscrita a los Juegos Olímpicos, sino que se extendió al resto de competiciones internacionales. Esta fue la posición adoptada por la Football Association inglesa, que hizo un llamamiento a la Fédération Internationale de Football Association (FIFA, fundada en 1904 en París) para que excluyera de las competiciones internacionales a Alemania, Austria y Hungría. La FIFA, sin embargo, se negó, por lo que los representantes británicos abandonaron el fútbol internacional en 1920 en señal 90 de protesta27. Poco tiempo después, las asociaciones de fútbol de Escocia, Irlanda y Gales se separaron de la federación británica y acordaron anular la norma que prohibía a los clubes del Reino Unido disputar partidos con las potencias de los ex Imperios centrales y sus aliados. Tras la Gran Guerra, el veto británico fue aplicado al pie de la letra por el gobierno galo, cuyo Comité Nacional de Deportes prohibió a las federaciones deportivas afiliadas que participasen en competiciones internacionales oficiales con alemanes, austriacos, húngaros, búlgaros o turcos, es decir, con los Estados no admitidos en la Sociedad de Naciones. De hecho, las relaciones deportivas entre los Aliados y los Estados vencidos no se restablecieron definitivamente, y en todos los deportes, hasta que las ex Potencias Centrales fueron admitidas en la Sociedad de Naciones (Alemania ingresó en ella en 1926). No obstante, no todas las federaciones internacionales aplicaron estas directrices. Desde comienzos de los años veinte, Suiza, Noruega y Suecia no tuvieron inconveniente alguno en aceptar la participación alemana en encuentros internacionales. Los campeonatos del mundo de ciclismo se celebraron en Berlín en julio-agosto de 1920. Y en 1922 se enfrentaron atletas galos y germanos en la Maratón Internacional de Turín. Ese mismo año compitieron en Alemania boxeadores franceses, a despecho de que la Federación Francesa de Boxeo hubiese prohibido expresamente todo encuentro con los deportistas de los Imperios centrales, y se disputaron partidos de fútbol entre clubes franceses y alemanes, pese a que todavía no se celebrasen encuentros oficiales entre los equipos nacionales de los aliados y los países derrotados. En 1921, Coubertin envió una circular a los miembros del COI en la que además de comunicarles su intención de dimitir tras los Juegos de 1924 28, y pese a reconocer que la candidatura de Ámsterdam era la más adecuada, añadió: Llegada la hora de su relevo, y al juzgar su obra personal muy lejos de haber sido terminada, nadie regateará al renovador de los Juegos Olímpicos el derecho de pedir un favor excepcional para su ciudad natal, París, donde gracias a sus desvelos se preparó y luego se proclamó solemnemente, el 23 de junio de 1894, la reanudación de las Olimpiadas. Deseo, pues, advertiros lealmente, mis queridos colegas, de que cuando se celebre nuestra próxima reunión, requeriré vuestra ayuda para que en esta gran circunstancia me ofrezcáis el sacrificio de vuestras preferencias y de vuestros intereses nacionales otorgando la IXª Olimpiada a Ámsterdam y proclamando a París sede de la VIIIª. [F. Yagüe 1992: 142] El retorno oficial de los británicos a la FIFA no se produjo hasta 1946. Según el historiador del deporte Arnd Krüger, [A. Krüger 1998:85-98], Coubertin había invertido gran parte de su fortuna en bonos del Estado zarista, por lo que al terminar la guerra estaba arruinado y vivía de la exigua asignación que le proporcionaba su esposa. Todo parece indicar que existió una relación causa-efecto entre la dimisión de Coubertin y su precaria situación económica, como insinúa Diem en el siguiente pasaje: «Al cabo de haberse celebrado los Juegos en París, convocó en Praga el Congreso Olímpico en el que anunció su retirada. […] Es posible que no se sintiera en situación financiera de continuar su tarea, pues había gastado toda su fortuna. Una parte de la misma la había perdido a consecuencia de la baja del valor monetario en Francia y España, y desde entonces no se sintió nunca más seguro». [C. Diem 1966: 408] Tras abandonar la presidencia del COI, Coubertin se dedicó a fundar y animar la Union Pédagogique Universelle (1925-1929) y el Bureau Internationale de Pédagogie Sportive (1928-1934), organizaciones para las que redactó algunos de sus escritos más «programáticos». 27 28 91 El Congreso celebrado en 1921 en Lausana interpretó los deseos del barón como órdenes, por lo que los Juegos Olímpicos de 1924 (cuya celebración estaba prevista en un principio en Ámsterdam) se organizaron finalmente en París, que se convirtió así en la primera ciudad en organizar los Juegos en dos ocasiones. La cuestión de los países no invitados a los Juegos de Amberes volvió a plantearse en la sesión de Roma (1923) en relación con las Olimpiadas de París. Una vez más, el COI se lavó las manos y dejó que fuera la sede candidata la que decidiera. En consecuencia, París invitó a Hungría, Turquía, Austria, Bulgaria, Rumania y Polonia, pero no a Alemania. Una vez más, se vulneraba el presunto «espíritu olímpico» con el socorrido pretexto de que, pese a los seis años transcurridos desde el final de la guerra, el odio francés hacia los alemanes seguía demasiado vivo para permitir que los germanos pisasen suelo galo. Como cabía esperar, la decisión de adjudicar los Juegos Olímpicos de 1924 a París y de excluir una vez más a Alemania desató en este país y fuera de él una vasta campaña de descrédito y de boicot. De hecho, los Juegos se habrían visto seriamente mermados si los países escandinavos hubieran organizado, como era su intención, una contraOlimpiada, denominada Olimpiada del Norte, que había de coincidir con el tercer centenario de la ciudad de Christiania, y a la que habrían sido invitados los alemanes. En cualquier caso, a pocos meses de la inauguración de los Juegos de París, muchas naciones ya habían establecido (oficialmente o no), relaciones deportivas con Alemania y los países vencidos. Haciendo oídos sordos a las prohibiciones y recomendaciones de las instituciones deportivas anglofrancesas, algunas federaciones internacionales adoptaron una política propia que permitió que el cordón sanitario levantado por las autoridades francobritánicas fuera resquebrajándose poco a poco. *** Durante los años que siguieron al final de la Gran Guerra cobró gran auge el fenómeno del «deporte obrero», que se plasmó en la formación de dos asociaciones rivales: la Unión Internacional Obrera para la Educación Física y el Deporte, fundada en 1920 y conocida hasta 1928 con el nombre informal de Internacional Deportiva de Lucerna (IDL) y la Asociación Internacional Deportiva Roja y de las Organizaciones de Gimnasia, más conocida como la Internacional Deportiva Roja (IDR), creada al año siguiente en Moscú. Donde mayor presencia tuvo el movimiento fue en Europa central, concretamente en Alemania, Austria y Checoslovaquia, en no poca medida gracias al clima político y social creado por la caída de los imperios de los Hohenzollern y los Habsburgo. A comienzos de los años veinte, según las estimaciones realizadas por James Riordan en The Worker’s Olympics, el movimiento gimnástico y deportivo obrero contaba con cien mil asociados en Austria, unos doscientos mil en Checoslovaquia y más de un millón en Alemania, cifra que superaba con mucho la suma de afiliados en el resto de Europa. El proceso de expansión internacional del «deporte obrero» se había iniciado ya en 1908, al fundarse la «Federación Deportiva y Atlética Socialista» con el apoyo de la sección francesa de la Internacional Socialista. Cinco años después, los representantes 92 de asociaciones deportivas obreras de varios países se reunieron en Gante, donde fundaron la «Federación Socialista del Deporte y la Gimnasia» (FSSG) o «Internacional de Gante», que estableció rápidamente contactos con asociaciones de Bélgica, Alemania y Gran Bretaña. No obstante, las actividades de esta federación se vieron truncadas por la política de «unión sagrada» adoptada por la mayor parte de los partidos socialistas europeos y se disolvió al estallar la Primera Guerra Mundial. El movimiento deportivo obrero anterior a 1914 ponía el acento en la participación igualitaria en la cultura física de los trabajadores de todas las edades y sexos, así como en actividades entonces todavía escasamente impregnadas de competitividad, como la gimnasia, el ciclismo, el excursionismo y la natación. En definitiva, se consideraba a sí mismo como un movimiento que salvaguardaba los «valores» del deporte y la educación física frente a su corrupción por los «excesos» del deporte de competición burgués. Una vez finalizada la guerra, no obstante, pudo comprobarse que el panorama deportivo internacional estaba cambiando de forma acelerada y drástica, como confirmó la refundación de la efímera Internacional de Gante, primero en 1920 y luego en 1927. En un principio la organización se denominó Asociación Internacional para el Deporte y la Cultura Física, pero cinco años más tarde se rebautizó con el nombre de Internacional Deportiva Obrera, cambio de nombre que reflejaba el peso cada vez mayor del deporte competitivo frente a la mera «cultura física» y el amateurismo. Tampoco es de sorprender, por tanto, que el denostado énfasis burgués en los récords y la victoria se infiltrase cada vez más en el movimiento deportivo «obrero» y que sus órganos de prensa abriesen cada vez más sus páginas a la dimensión espectacular del deporte organizado. Julius Deutsch 29 (1884-1968), figura destacada de la socialdemocracia «austromarxista», expuso la doctrina del «deporte obrero» en un breve volumen titulado Sport und Politik (1928). Según Deutsch, la práctica del «deporte obrero» afirmaba la personalidad, fortalecía los vínculos personales entre los trabajadores a través de actividades de carácter colectivo y constituía un arma para la emancipación cultural de la clase obrera, en contraste con el deporte burgués, que exaltaba la fuerza viril, el individualismo, la competición y el lucro. Si apenas una década antes el deporte había sido coto casi exclusivo de amateurs de extracción burguesa y aristocrática, a partir de mediados de la década de 1920 se había convertido ya en un fenómeno de masas explotado hábilmente por la burguesía para promover la colaboración de clases y el nacionalismo. No era raro, además, que los clubes deportivos fundados por los industriales para uso de sus empleados se beneficiaran de subvenciones estatales, como tampoco lo era que se les facilitase el acceso a campos e instalaciones públicas denegadas a los clubes obreros so pretexto de su carácter «político». Dirigente socialista austriaco, ministro de la guerra de la República austriaca fundada en 1918 y cabeza «pensante» del Schutzbund, organización paramilitar uniformada del Partido Socialista Austriaco creada en 1923 a partir de la Volkswehr de 1918. El objetivo declarado del Schutzbund era frustrar posibles insurrecciones de tipo bolchevique y defender el programa de reformas sociales y las instituciones republicanas contra la «reacción». A partir de mediados de la década de 1920, Deutsch se consagró al movimiento deportivo obrero austriaco y a las tareas directivas de la Internacional Deportiva Obrera. 29 93 Con todo, y aun admitiendo que la colonización del «tiempo libre» de la clase obrera por el deporte de masas fuese inevitable, la apuesta por el «deporte obrero» hecha por la socialdemocracia centroeuropea de entreguerras puede caracterizarse en lo fundamental como una tentativa de ocupar el vacío ideológico dejado por el descrédito del olimpismo a la vez que sus ideólogos pintaban con los colores de una «transformación socialista en marcha» la extensión de su influencia al ámbito del tiempo libre de la clase trabajadora. En cualquier caso, se trató de un intento de competir con la burguesía en un terreno en el que ésta se sentía perfectamente capaz de prescindir de la competencia de los socialdemócratas, (como corrobora el hecho de que tras la Segunda Guerra Mundial el «deporte obrero» no volviera a levantar cabeza en una Austria que sin embargo volvía a estar gobernada por los socialistas). A ese respecto, es significativo que Deutsch, haciendo acopio de todo su caudal de demagogia obrerista, declarase en 1931, con ocasión de la Olimpiada Obrera de Viena (cuyo final se hizo coincidir deliberadamente con el comienzo del Cuarto Congreso de la Internacional socialista en la capital austriaca) que, en contraste con este cónclave socialdemócrata, que reunía como máximo a unos cuantos centenares de delegados, el movimiento deportivo obrero «unificaba a las propias masas». Por supuesto, las huecas proclamas ideológicas de Deutsch serían desmentidas sin tardanza por la realidad: el espectacular crecimiento numérico de los adeptos al «deporte obrero» no se plasmó en una mayor combatividad ni en un desarrollo de la conciencia internacionalista de la clase obrera europea; tampoco sirvió a la socialdemocracia centroeuropea como dique de contención frente a la marea ascendente del fascismo, que arrolló sin apenas resistencia sus principales santuarios. La IDL se fundó, como ya hemos dicho, durante el congreso del movimiento deportivo obrero europeo celebrado en 1920 en Lucerna, al que asistieron delegados de todas las federaciones deportivas obreras europeas (Alemania, Checoslovaquia, Finlandia, Suiza, Gran Bretaña, Bélgica, Francia e Italia). En el transcurso de dicho congreso, sin embargo, no se aludió en ningún momento ni a la revolución rusa ni a las luchas revolucionarias que se habían producido y seguían produciéndose en varios países europeos (Alemania, Hungría, Italia, Escocia) después de la guerra. Todo transcurrió como si el movimiento deportivo obrero viviese de espaldas a la crisis en la que estaba inmerso el movimiento socialista internacional. De ahí que el programa de la IDL y su afinidad con la Internacional Socialista fueran denunciados rápidamente por los partidarios de la Internacional Comunista. La fundación de la Internacional Deportiva Roja o Sportintern fue una iniciativa de Nikolai Podvoisky, presidente del organismo soviético encargado del entrenamiento militar (Vsevobuch), a raíz de una serie de reuniones en torno a cuestiones deportivas con delegados de Checoslovaquia, Finlandia, Francia, Alemania, Hungría, Italia, Suecia y la Rusia soviética, la mayor parte de los cuales se encontraban en Moscú para participar en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista (1921) y no ejercían función alguna en los movimientos deportivos obreros de sus respectivos países. Fuera de la Rusia soviética, la IDR no tenía ninguna sección en el momento de su fundación; la Federación Deportiva Comunista de Checoslovaquia fue la primera en adherirse en 1922, seguida por la Fédération Sportive du Travail francesa al año siguiente, y la 94 Federación Deportiva Obrera de Noruega en 1924. En contra de lo que podría suponerse, la Internacional Comunista no desempeñó directamente ningún papel en la fundación de la IDR y no reconoció públicamente a este organismo como parte integral del movimiento comunista hasta el Quinto Congreso de la IC, celebrado en el otoño de 1924. En sus decisiones y actividades primaron siempre los intereses de la URSS y del deporte soviético, aun cuando, como habría de suceder muy a menudo, eso fuera en perjuicio del deporte obrero europeo. Pese a que no los organizó ninguna de las dos internacionales del deporte obrero, sino la Asociación Obrera de Gimnasia Checoslovaca, suele considerarse a los Juegos de Praga (1921) como las primeras Olimpiadas Obreras. Durante cuatro días concurrieron en la capital checa atletas de Austria, Bélgica, Bulgaria, Inglaterra, Finlandia, Francia, Alemania, Polonia, Suiza, los Estados Unidos, la Rusia soviética y Yugoslavia. La posibilidad de celebrar Olimpiadas Obreras de forma regular empezó a barajarse de forma más seria en el preciso momento en que los Juegos Olímpicos «oficiales» volvían a levantar cabeza. Todo parece indicar que el hecho de que Alemania no fuera invitada a tomar parte en los Juegos de Amberes (1920) y los de París (1924), fue un factor determinante en la celebración en 1925 de la primera Olimpiada Obrera oficial, organizada en Frankfurt por la IDL bajo el lema «No más guerra» y en abierta oposición a Coubertin y al COI. Los organizadores de la Olimpiada Obrera de Frankfurt denunciaron a los promotores de los Juegos Olímpicos modernos como un conciliábulo de chovinistas patrioteros que había profanado los ideales del internacionalismo y de la paz entre las naciones. Sobre el papel, al menos, ellos pretendían ir más lejos y, tras recoger sus respectivas banderas democráticas del fango de las trincheras, proclamaron su voluntad de convertir su certamen en un festival de paz que, sobre la base de un internacionalismo «auténtico», imposibilitara futuras guerras. No deja de ser llamativo, sin embargo, que ninguno de ellos hubiera destacado por su actividad «internacionalista» ni antimilitarista durante la Primera Guerra Mundial, por lo que hay que achacar sus fogosas denuncias del olimpismo y su negativa radical a mantener relaciones con organizaciones deportivas burguesas a otras motivaciones. Es de suponer que entre éstas pesara no poco la voluntad de «relanzar la imagen» de la socialdemocracia centroeuropea, bastante quebrantada como consecuencia de su papel en la movilización de los trabajadores para la guerra, el aplastamiento de las tentativas revolucionarias de posguerra y la imposición de draconianas políticas de austeridad no sólo durante el conflicto bélico sino también en la posguerra. Con motivo de la adopción de la táctica del «frente único», es decir, la política de alianza entre los partidos comunistas y socialistas propugnada por la Internacional Comunista tras su Quinto Congreso (1924), la IDR propuso a la IDL una fusión que, como cabía esperar, fue rechazada por esta última, si bien la organización socialdemócrata autorizó oficialmente los encuentros y las relaciones deportivas entre ambas organizaciones. En consecuencia, el Sportintern solicitó a la Internacional Deportiva de Lucerna que permitiera concursar en la Olimpiada Obrera de 1925 a cuatro de sus delegaciones (francesa, soviética, noruega y checa). Sin embargo, a raíz de un incidente protagonizado por deportistas de obediencia moscovita, que aprovecharon un 95 Festival de Deporte Obrero Alemán para verter declaraciones contra las organizaciones socialistas, la IDL no sólo prohibió participar en la Olimpiada Obrera a todos los deportistas de la IDR, sino que hizo extensiva la prohibición a todos aquellos deportistas que mantuvieran contactos con ella. La Segunda Olimpiada Obrera, celebrada en 1931 en la «Viena roja» gobernada por los socialdemócratas austriacos, también la organizó la IDL, ahora ya rebautizada como la IDOS (Internacional Deportiva Obrera Socialista). Contó con la participación de entre ochenta y cien mil deportistas obreros de veintiséis naciones y la asistencia de doscientos cincuenta mil espectadores, una cifra que eclipsó holgadamente la de los asistentes a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, celebrados un año más tarde. El certamen incluyó, además, actividades de masas sin precedentes, como un festival deportivo para niños, la participación del Grupo Juvenil de Halcones Rojos (Sokol), juegos urbanos y teatro30. Antes de que la oposición a los Juegos de Berlín se concretara en la organización de la Olimpiada Popular de Barcelona, la capital catalana había sido una de las candidaturas aspirantes a organizar los Juegos de 1936. En abril de 1931, se celebró en Barcelona la 39ª sesión del COI. De hecho, la ciudad condal partía como favorita frente a Berlín como sede organizadora de los Juegos de 1936, pero el destino quiso que diez días antes de la sesión se proclamara, entre manifestaciones, disturbios y algaradas proletarias, la Segunda República española, suceso que disgustó profundamente en el aristocrático y reaccionario COI. El primer día de la sesión se presentaron muy pocos miembros del Comité, ya que la mayoría de ellos optó por anular el viaje. La elección de sede acabó realizándose por correo, y tras el escrutinio Berlín se alzó con la victoria por cuarenta y tres votos frente a los dieciséis de Barcelona. Un lustro más tarde, en un clima dominado por la política de los Frentes Populares y la campaña de boicot de la Olimpiada de Berlín, la IDR se dirigió a la Federación Cultural y Deportiva Obrera (FCDO) para que en el verano de 1936 organizase unos Juegos Populares pocos días antes del comienzo de la Olimpiada de Berlín31. La estrecha relación de esta organización con el Partido Comunista de España quedó confirmada en enero de 1934, cuando ingresó de forma oficial en la IDR. La organización de la Olimpiada Popular corrió a cargo del Comité Catalá pro Esport Popular (CCEP), organismo constituido en marzo de 1936 bajo la presidencia de Lluís Companys y que aglutinaba a organizaciones obreras, asociaciones culturales de diversa índole y los partidos de la izquierda catalana, aunque sin el concurso de la CNT ni del POUM32. Sin embargo, los Juegos Populares no llegaron a celebrarse, porque la víspera Para equilibrar un cuadro que de lo contrario podría parecer hasta idílico, conviene recordar que antes de que los «deportes militares» se convirtieran en una de las pruebas habituales de las Espartakiadas soviéticas, la IDOS ya los había introducido en la Olimpiada Obrera de Viena. 31 Algunos historiadores consideran que entre 1921 y 1937 se disputaron cuatro Olimpiadas Obreras, (si se contabilizan como tales los Juegos de Praga de 1921), pero no incluyen en ningún caso a la Olimpiada Popular, porque si bien las internacionales deportivas obreras le dieron su apoyo, no la organizaron. 32 Si bien la Olimpiada Popular fue denunciada públicamente por la CNT y el POUM como un acontecimiento de carácter burgués e interclasista, la sublevación militar y la guerra civil llevaron a ambas organizaciones —en principio hostiles al deporte, pero sin haberlo sometido jamás a un escrutinio crítico digno de ese nombre— a defender su uso militar e incluso a ensalzarlo en sus órganos de prensa como 30 96 del día previsto para la ceremonia inaugural —el 19 de julio de 1936— coincidió con el golpe militar que dio comienzo a la guerra civil española. A la Olimpiada Popular habían confirmado su asistencia seis mil atletas de veintitrés países, entre ellos de Estados Unidos, Francia, Suiza e Inglaterra, además de representaciones de los atletas judíos en el exilio. La mayoría de los participantes pertenecía, claro está, a asociaciones y clubes deportivos obreros y partidos de izquierdas, no a comités deportivos nacionales y olímpicos, la gran mayoría de los cuales acudió a Berlín. El Comité de Cultura Física de la Unión Soviética anunció en mayo de 1936 una expedición formada por deportistas de élite en todas las disciplinas pero finalmente no la envió, sin duda como prenda de buena voluntad ante sus futuros aliados militares, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, que iban a participar en agosto de 1936 en la Olimpiada hitleriana. La Olimpiada Popular dio al gobierno soviético, que desde el ingreso de la URSS en la Sociedad de Naciones (1934) venía dando claras muestras de su deseo de incorporarse lo antes posible a los organismos deportivos internacionales, el pretexto que necesitaba para «actualizar» su postura respecto de los Juegos Olímpicos. Considerado oficialmente hasta 1934 como paradigma del deporte «burgués», mercantil y chovinista, a partir de esa fecha el discurso oficial del Partido se volverá cada vez más conciliador con el olimpismo. Así, en marzo de 1936, en su conferencia de Praga, la IDR presentó una Resolución sobre la cuestión de la lucha contra la Olimpiada hitleriana en la que reclamaba «organizar manifestaciones en favor de la defensa de la idea progresista y de la libertad del deporte con todas las federaciones y organizaciones». [A. Gounot 1998:120] En consecuencia, la IDR presentó la Olimpiada Popular de Barcelona como expresión del «verdadero espíritu olímpico» frente a la «Olimpiada parda» de Berlín. Tan pasmoso cambio de actitud de los comunistas ante el deporte «burgués» obedecía, por una parte, a la política prebélica de los Frentes Populares, que tenía como objetivo concertar alianzas en todo el mundo y a cualquier precio con toda clase de partidos «antifascistas», por conservadores que fuesen, pero también a la dinámica interna y a los objetivos a largo plazo del régimen estalinista. La imposibilidad de celebrar la Olimpiada Popular en la Barcelona de julio de 33 1936 llevó a los dirigentes de las dos internacionales deportivas obreras a organizar, ejercicio físico para el sostenimiento de la revolución. Sirva como muestra este extracto de Solidaridad Obrera («Los deportes puros deben ser la base de la preparación militar», 22/09/1937): «Las carreras, los saltos, los lanzamientos y las grandes manifestaciones gimnásticas que admiramos en los sokols, deben constituir, indudablemente, la base de esta preparación deportiva militar de la cual han de salir los más firmes defensores de la integridad y de la libertad del pueblo español, que está escribiendo en la historia una magnífica epopeya con sus heroicas gestas en pro de la libertad del mundo.» [X. Pujadas i Martí 2007:106] 33 La víspera de la victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936, el Partido Comunista de España se presentó ante los votantes como el gran abanderado del deporte, según él amenazado de muerte por el fascismo: «¡Deportistas! Dentro de doce horas se libra una gran batalla contra el mayor enemigo del deporte: el fascismo. No olvidéis que están en lucha estos dos programas: Persecución de los deportistas o fomento del deporte. Clausura de las organizaciones deportivas o ayuda oficial a las mismas. Campos de concentración o campos de juego para la juventud. El Estado contra el deporte o el Estado en ayuda del deporte. Incultura brutal o escuelas y gimnasios para el pueblo. El hacha del verdugo o los útiles 97 durante el verano de 1937 en Amberes, la que sería la última Olimpiada Obrera. Para entonces, sin embargo, dos de los baluartes del deporte obrero, el Arbeiter Turn und Sportbund alemán y la ASKÖ austriaca, ya habían sido borrados del mapa y tuvieron que ser representados por exiliados (el movimiento checo no tardaría en correr la misma suerte). El certamen tuvo un éxito considerable y en él participaron veintisiete mil atletas de diecisiete países, incluida, en esta ocasión, la URSS. Hay que decir, no obstante, que la IDR no participó como tal en la organización del certamen, ya que fue disuelta secretamente (precisamente para evitar repercusiones publicitarias negativas para la Olimpiada Obrera) por el Presidium de la Internacional Comunista en abril de 1937, en otro gesto de buena voluntad de la Unión Soviética hacia sus futuros aliados. Como colofón, digamos que resulta muy revelador que en el tumultuoso panorama de la Europa inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial, cuyos momentos más significativos fueron la revolución rusa y el movimiento de los consejos obreros alemanes, Pierre de Coubertin no dejase en ningún momento de ser un firme partidario de fomentar el deporte entre los trabajadores (llegó incluso a elogiar discretamente al «deporte obrero») como medio de conducir a éstos del campo de batalla político al campo de las competiciones deportivas y asegurar así la «paz social». El máximo ideólogo del olimpismo daba así prueba de mucha mayor lucidez que sus homólogos «obreros» respecto del potencial de emancipación social y las perspectivas a largo plazo del «deporte obrero». Sirva como muestra esta cita de Pédagogie Sportive (1922): Que la juventud burguesa y la juventud proletaria beban en la misma fuente del goce muscular; he ahí lo esencial; que se reencuentren allí ahora no es más que algo accesorio. De esa fuente surgirá, tanto para la una como para la otra, el buen humor social, único estado de ánimo que autoriza en el futuro la esperanza de una colaboración eficaz. [P. Coubertin 1934:145] *** Fue durante el período de entreguerras cuando el deporte franqueó la etapa de su aparición formal en la sociedad moderna y pasó a la de su arraigo real. Y aunque no quepa duda de que la práctica deportiva aumentó de forma vertiginosa, el hecho decisivo fue que los deportes-espectáculo tomaron la delantera al deporte amateur y despejaron el camino a una transformación mercantil, propagandística e ideológica sin precedentes. Tanto en Europa como en los Estados Unidos, la aparición del «deporte de masas» coincide históricamente no sólo con la transición a los métodos de producción tayloristas y la generalización de la jornada de ocho horas, sino también con la crisis del Estado liberal clásico y la consolidación paulatina de «nuevos regímenes de acumulación». Las mismas fuerzas que, en condiciones tan dispares como las de la Alemania nazi y los Estados Unidos del New Deal, organizaron la producción en torno a la cadena de montaje fordista, organizaron también el «tiempo libre» y el consumo en del deporte. La desesperación y el hambre de millares de jóvenes o el camino abierto hacia el triunfo definitivo.» [Mundo Obrero, 15/02/1936, citado en R. Trigueros 2004]. 98 función de las necesidades estratégicas de control sobre la «reproducción de la fuerza de trabajo»34. El advenimiento de la era del deporte-espectáctulo se inscribe, pues, en un universo urbano en el que una clase trabajadora sometida a una vorágine de transformaciones destinadas a despojarla de todo control sobre el proceso de trabajo, se ve arrojada durante su «tiempo libre» en brazos de la naciente «sociedad de consumo»35. A la vez que asestaba un golpe irreparable a la ética del trabajo en el corazón mismo del proceso productivo, el capitalismo de los «tiempos modernos» descubría las posibilidades publicitarias y propagandísticas que ofrecía la identificación espectacular de las «masas» con las estrellas del cine y los ases del deporte. El atractivo de estos personajes radicaba precisamente en que, tanto en su existencia pública como privada, aparentaban ser dueños y no víctimas de sus destinos, lo que contrastaba marcadamente tanto con el hombre de la calle como con la clase política tradicional, que daba pruebas cada vez más dramáticas de su impotencia para dominar los procesos históricos. A título de ejemplo, recordemos que durante la crisis de 1929, mientras los titulares de prensa evocaban los problemas económicos y sociales de la nación estadounidense, las páginas deportivas, en cambio, rebosaron de triunfos y nuevas marcas en todo momento. En un artículo titulado “The Great Sports Myth” (1928), John R. Tunis, célebre y prolífico autor de edificantes relatos deportivos para adolescentes, observó con agudeza que los estadounidenses […] no tenemos una reina Marie, ni siquiera un Mussolini, a los que colocar en un pedestal. En consecuencia, volvemos nuestras esperanzas hacia el mundo del deporte. Allí hallamos la materia prima con la que satisfacer nuestras ansias de idolatría, allí descubrimos a los auténticos dioses de la nación36. [G. Okerlund 2007: 357] El director del «departamento de sociología» de Henry Ford, John R. Lee, precisaba en relación con la introducción de la política del Five Dollar Day: «Era fácil prever que cinco dólares diarios en manos de ciertos hombres podrían constituir un serio obstáculo en el camino de la rectitud y de la vida ordenada y hacer de ellos una amenaza para la sociedad en general; por eso se estableció desde el principio que no podría recibir este aumento ningún hombre que no supiera usarlo de manera discreta y prudente.» [B. Coriat 1982: 57] 35 Como quien no quiere la cosa, nadie parece haberse molestado en señalar la correlación entre la devastadora «desvalorización del intelecto» que acarreó la taylorización en la industria (según el propio Taylor, en determinadas ramas de la producción convenía que el trabajador ideal fuera «tan estúpido y flemático que su mentalidad se asemeje más a la de un buey que a cualquier otra») y sus efectos, seguramente no menos devastadores, en la esfera del ocio (la «cultura de masas»). 36 En American Civilization (obra escrita en 1950, pero publicada póstumamente en 1993), C. L. R. James destacaba el íntimo parentesco entre el star-system y el universo totalitario: «Hemos visto cómo, despojados de su individualidad, millones de ciudadanos modernos viven por procuración, a través de terceras personas, identificándose con individuos brillantes, de gran eficacia, célebres o glamurosos. El Estado totalitario, que aplasta toda forma de libertad, no hace sino llevar esta sustitución a su último extremo. El culto a Stalin no es una expresión de la mera “naturaleza humana” ni es una “mera” imposición de la burocracia totalitaria sobre la población con el fin de reforzar su autoridad y su prestigio. Es algo inherente a la condición moderna.» [C. L. R. James 1993: 161] 34 99 El auge del periodismo deportivo radiofónico, íntimamente ligado a la implantación definitiva del sistema fabril taylorista y a la estandarización y homogeneización de la vida cotidiana, se vio enormemente facilitado por la presencia de aparatos receptores, primero en espacios públicos y más tarde en cada hogar individual. La consolidación del deporte como uno de los ejes fundamentales de la incipiente «sociedad de consumo» no hubiera sido posible sin la prensa deportiva, que se afanaba por ofrecer antes que la competencia los resultados de los partidos, las apuestas o las competiciones internacionales. Las grandes rotativas descubrieron enseguida, tanto en Europa como en los Estados Unidos, la bonanza publicitaria de las «páginas deportivas» y su eficacia como factor multiplicador de las tiradas. Por lo demás, las novedosas técnicas de «organización científica del trabajo», lejos de ceñirse al ámbito industrial, se extendieron muy pronto a la gestión de los clubes deportivos más importantes. Siguiendo las pautas de la producción taylorizada, uno de los objetivos fundamentales de las direcciones de los clubes fue separar estrictamente la concepción y la ejecución: al deportista le correspondía ejecutar las tareas físicas encomendadas, mientras que directivos y entrenadores se ocuparían de reclutar jugadores, contratar especialistas y elaborar la estrategia y la táctica a seguir. Al igual que en el mundo de la empresa, las nuevas relaciones laborales establecidas en el ámbito deportivo se orientaron hacia el cumplimiento de unas normas de rendimiento que pudieran medirse estadísticamente, plasmarse en fórmulas probadas y reproducirse a voluntad. No es de extrañar, por tanto, que en aquel entonces el retrato robot del deportista ideal encajase con el del «buen trabajador»: obediente, esforzado y poco dado a tener ideas propias. Por el contrario, los deportistas más propensos a obedecer a sus inclinaciones individuales tendían a ser considerados como unos indeseables que «destruían la labor del equipo». En lo que atañe a la relación entre el deporte de los «tiempos modernos» y la «formación del carácter», el diagnóstico de Tunis también fue inequívoco: Digámoslo con toda claridad: los deportes competitivos organizados no contribuyen a formar el carácter. Al contrario, tras presenciarlos a menudo y haber participado en ellos de sobra, estoy convencido de que lo cierto es lo opuesto. Tan lejos están de formar el carácter que, en mi opinión, la participación continua y excesiva en el deporte competitivo tiende a destruirlo. Bajo la tremenda presión de la lucha por la victoria a toda costa, salen a la superficie y se consolidan todo tipo de rasgos desagradables. Con mucha frecuencia lo que desarrolla es el lado peor del jugador, cuyo autodominio se quiebra mucho más de lo que se fortalece. [G. Okerlund 2007: 357] Del otro lado de la barricada, por así decirlo, uno de los máximos propagandistas, organizadores y reformadores del fútbol americano, el fabricante de relojes Walter Camp, proclamó con arrobo en 1920 que «el mundo empresarial estadounidense ha descubierto en el fútbol universitario norteamericano la encarnación de la metodología empresarial contemporánea», por lo que dicho deporte «ha llegado a ser reconocido como la mejor escuela para inculcar en la juventud los atributos que el ámbito empresarial desea y requiere». [E. J. Gorn, W. Goldstein 1993:158-159.] 100 El empleo de cámaras de cine para analizar la técnica y las investigaciones en fisiología y dietética fueron algunas de las áreas en las que los estudiosos norteamericanos revolucionaron la naciente «ciencia deportiva». Al igual que sus homólogos en el mundo de los negocios y la ingeniería, los responsables deportivos extranjeros visitaban los Estados Unidos para estudiar métodos de entrenamiento, recibir formación en las últimas técnicas y contratar a entrenadores estadounidenses. A diferencia de lo que sucedió en aquellos años en muchos otros Estados, cuyos gabinetes crearon ministerios de deportes y destinaron importantes partidas presupuestarias a subvencionar la participación en competiciones internacionales, el gobierno estadounidense no intervino en la actividad deportiva, pues tenía plena confianza en que podía dejarse en manos de entes privados37. Mientras tanto, durante las décadas de 1920 y 1930 se institucionalizaban y se constituían las federaciones internacionales. Si hasta 1914 el número de federaciones era muy limitado, lo que constituía un indicio de la escasa difusión mundial del deporte hasta ese momento, a partir de 1918 el número de federaciones irá aumentando de forma gradual, en estrecha relación con el auge del número de competiciones internacionales. Al igual que en el caso de otros deportes, la Copa del Mundo de Fútbol, creada en 1928 por el presidente de la FIFA, Jules Rimet surgió para superar el estrecho marco de las Olimpiadas, reservadas a los «amateurs puros». También la mayoría de los demás Campeonatos del Mundo se establecieron después de la Gran Guerra: halterofilia (1920), equitación, esgrima y ciclismo (1921), piragüismo, esquí, hockey sobre hielo y trineo (1924), tenis de mesa (1927), lucha (1929), tiro con arco (1931) y baloncesto (1932). Este período también coincide con el auge del deporte profesional y la mercantilización y la corrupción política de los Juegos, que provocaron una crisis institucional en el seno del comité olímpico que finalizó con la dimisión de su presidente, Coubertin, en 192538. 37 Eso no impidió, por lo demás, que el ejército de los Estados Unidos mantuviese desde principios del siglo XX relaciones excelentes y muy estrechas con el movimiento olímpico. Ya en 1912, el coronel Thompson, presidente del Comité Olímpico Estadounidense, envió un nutrido contingente militar a las Olimpiadas de Estocolmo y ocho años más tarde, el Congreso aprobó una resolución autorizando al Departamento de la Guerra a utilizar buques de la flota para transportar atletas a Amberes. El general Douglas McArthur, que presidía el Comité Olímpico Estadounidense en 1928, declaró en un informe dirigido al presidente Calvin Coolidge sobre la participación las Olimpiadas de Ámsterdam: «“América Atlética” es una frase elocuente. Es como un talismán que evoca salud y felicidad. Despierta el orgullo nacional y hace arder de nuevo la llama del espíritu nacional.» [E. T. Imparato 2000:19-20] 38 En su Carta de reforma deportiva (1930), Coubertin reconoció el grado de «desvirtuación» al que había llegado el deporte y prescribió una vana serie de reformas destinadas a remediar sus males. No satisfecho con este programa de regeneración, en 1935 se trasladó a Alemania para participar en la primera de una serie de emisiones radiofónicas organizadas como parte de los preparativos de la Olimpiada de Berlín. En el transcurso de esta emisión proclamó como fundamentos del olimpismo moderno la selección, el mejoramiento ontogenético y filogenético, la caballerosidad y la belleza espiritual, temas muy afines a la sensibilidad de sus anfitriones. La Alemania hitleriana propuso al barón —arruinado y ya en nómina del Tercer Reich gracias a la mediación de Theodor Lewald— para el Premio Nobel de la Paz de 1935 frente a la candidatura de Carl von Ossietzky, periodista al que Hitler había encarcelado bajo la acusación de «alta traición» por denunciar el rearme alemán. Desconsolado por no haber sido distinguido con el preciado galardón (se ve que en este caso no bastaba con «participar»), Coubertin escribió al Reichssportführer von Tschammer: «Sé que durante los últimos cincuenta años yo 101 Tras el agotamiento del período de efervescencia revolucionaria de la Europa de posguerra despuntó en el horizonte político la Italia de Mussolini, seguida más tarde por la Alemania de Hitler. Ambos regímenes, a diferencia de las democracias liberales clásicas, comprendieron muy pronto y explotaron a fondo las ventajas políticas que podía ofrecerles la «propaganda por el deporte». Durante la década de 1930, en la Italia fascista y la Alemania nazi el grado de «movilización deportiva» de las masas fue tal que en Francia y Gran Bretaña se comenzó a prestar gran atención al papel que el deporte podía desempeñar como instrumento de política exterior. El eco propagandístico y el enorme prestigio internacional cosechado por la Italia fascista en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1932 por un lado, y la resonancia mundial de los Juegos de Berlín, por otro, repercutieron de forma inmediata en las dos grandes democracias liberales del Occidente europeo. La promoción del deporte de alta competición con el fin de contribuir al prestigio mundial de Francia se convirtió en objetivo prioritario del gobierno galo relativamente pronto. A tal efecto, ya en enero de 1920 se había creado una Sección de Turismo y Deporte dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores, que poco después pasó a denominarse Servicio de Obras Francesas en el Extranjero (SOFE), encargado de subvencionar a las federaciones para que los deportistas franceses pudieran representar con dignidad a la nación, ya que según un informe presentado a la Cámara de los Diputados, resultaba de todo punto necesario «que Francia no perdiera, a los ojos del mundo atlético, especialmente entre naciones como Estados Unidos, Gran Bretaña y los países escandinavos, ese prestigio que le ha dado el deporte supremo: la guerra.» [T. González 2002:206] El deporte, pues, se había convertido en asunto de Estado. En 1920, el Gobierno francés repartió entre las diferentes federaciones doscientos mil francos con cargo al presupuesto del Ministerio de Asuntos Exteriores para que Francia estuviera convenientemente representada en los Juegos Olímpicos de Amberes. La SOFE prosiguió su tarea de contribuir al éxito del deporte francés en el extranjero, para lo que subvencionó a deportistas y federaciones e intervino decisivamente para que Coubertin concediera las Olimpiadas de 1924 a París. En un principio, al parecer, el barón no era partidario de adjudicar los Juegos a París por segunda vez. Su dictamen, sin embargo, chocó con la opinión favorable de los representantes de las federaciones deportivas galas en el seno del Comité Olímpico Francés, por lo que las autoridades francesas decidieron intervenir y presionar a Coubertin para que se designase a París como sede organizadora de los Juegos de 1924. El barón acabó por dar su brazo a torcer, y en junio de 1921 los miembros del COI reunidos en el VII Congreso de Lausana respaldaron la candidatura de la capital francesa. No sería, sin embargo, hasta la victoria electoral del Frente Popular en 1936, cuando el gobierno de León Blum creó el primer Consejo Superior de Educación Física y Deportes, que incluía a tres miembros de la Fédération Sportive et Gymnique du Travail (FSGT), organización que nació en diciembre de 1934 de la fusión entre la he contribuido más a la paz a través del fomento del deporte internacional que pronunciando discursos y [participando en] actos inútiles. Su reconocimiento a ese respecto tiene para mí un valor inapreciable.» 102 USSGT socialista y la FST comunista. A partir de entonces, y en opinión de Henri Sellier, fundador del Consejo Superior de Educación Física y Deportes: «Los deportes van a desempeñar un papel importante, tanto desde el punto de vista nacional como desde el punto de vista social». [G. Vigarello, A. Corbin, J. J. Courtine 2006: 184] La ambigüedad del discurso «antifascista» de buena parte de los portavoces del Frente Popular se aprecia a la perfección en la seducción que ejercieron sobre ellos instituciones como la Kraft durch Freude nazi y el Dopolavoro fascista. Según el diputado socialista Georges Barthélémy, ponente de la comisión de finanzas de la Cámara encargada de estudiar el presupuesto para educación física y tiempo libre, el deporte no sólo «favorecía la mejora de las relaciones entre capital y trabajo, y por tanto, la eliminación de la lucha de clases», sino que era además «un medio para prevenir la degeneración física y moral de la raza». En los informes parlamentarios y de prensa de la época, el concepto de «raza» solía ir asociado, por cierto, a la «defensa de la civilización europea», amenazada al parecer por una «decadencia» que los políticos del Frente Popular pretendían atajar mediante unas reformas que asociaban incongruentemente el objetivo declarado de velar por la salud física de la población trabajadora con la voluntad de contribuir a la defensa nacional restableciendo «la higiene moral y social de la nación». El gobierno francés puso en práctica esta política combinándola con la reducción de la jornada laboral, el incremento del número de días de vacaciones y la mejora de las instalaciones deportivas. La entrada de miembros de la FSGT en el gabinete del Frente Popular, sin embargo, no impidió que los atletas franceses participasen en los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín, pese a que esta organización había hecho campaña a favor del boicot. (Cabría, por supuesto, hacer la lectura inversa: el hecho de que esta organización llamase a boicotear la Olimpiada nazi no le impidió formar parte del gobierno de León Blum.) En Gran Bretaña, donde el Estado se resistió durante más tiempo que en ningún otro lugar a adoptar políticas intervencionistas en materia deportiva, los gobiernos de Su Majestad no comenzaron a interesarse por el deporte organizado y sus repercusiones internacionales hasta mediados de la década de 1930. No hay que olvidar, sin embargo, que en aquella época el Reino Unido era, junto con los Estados Unidos, la nación más «deportivamente desarrollada» del mundo. En Inglaterra no existía federación nacional alguna, tan sólo diferentes asociaciones privadas para cada disciplina deportiva. Así pues, no sólo eran los clubes los que decidían sobre las fechas de los encuentros y las normas de los campeonatos, sino que también arbitraban en todas las disputas, incluidas las de ámbito internacional. Ahora bien, esto no significa que no hubiese relación entre la esfera política y la actividad deportiva. De hecho, era habitual que funcionarios, políticos e incluso ministros del Gobierno perteneciesen a entidades como el Marylebone Cricket Club, que controlaba el críquet. Es más, la propuesta del gabinete británico para vetar la participación alemana y la de sus antiguos aliados tanto en las Olimpiadas de 1920 como en las de 1924 partió de las asociaciones deportivas británicas. Durante la década de 1920, las autoridades británicas mostraron escaso interés por la política deportiva de otros Estados, pues consideraban que el papel del deporte en las 103 relaciones internacionales era competencia de las asociaciones deportivas y no del Ministerio de Asuntos Exteriores. Así se explica que cuando Gran Bretaña fue invitada a participar en los Juegos de Amberes de 1920 la falta de entusiasmo del gobierno británico llegara hasta el extremo de negarse a subvencionar a sus deportistas. No fue sino hasta la segunda mitad de los años treinta, con ocasión de la celebración de los Juegos de Berlín, cuando el Gobierno empezó a intervenir directamente en el deporte. El gabinete británico no tenía el menor interés en promover el boicot de la Olimpiada nazi, pues aspiraba a mantener buenas relaciones con Hitler. Por lo demás, los gobernantes británicos tampoco tuvieron grandes quebraderos de cabeza internos, ya que en el Reino Unido la campaña de boicot fue menos intensa que en los Estados Unidos o en Francia. Es más, cuando, a tres meses vista de la celebración de los Juegos, la diplomacia británica tuvo conocimiento de que la izquierda francesa estaba presionando a su gobierno para que no enviara una representación a las Olimpiadas, el Foreign Office transmitió de inmediato al gobierno galo su más enérgica protesta. Ni la agravación de la situación interna en la Alemania nazi, donde los opositores políticos y otros «elementos antisociales» estaban siendo asesinados o confinados en los recién estrenados campos de concentración, ni la aprobación de las Leyes de Nuremberg en septiembre de 1935, disuadieron a las autoridades británicas de participar en los Juegos de Berlín. El objetivo aparente de esta política, llamada de apaciguamiento (“appeasement”), era llegar a una entente cordiale con el régimen de Hitler tras el fracaso de los acuerdos de Stressa, firmados en 1935 entre Gran Bretaña, Francia e Italia a fin de frenar el rearme germano y la remilitarización alemana del Rin. Su objetivo oculto, sin embargo, era dar luz verde a Hitler para que orientara su maquinaria bélica hacia el este, y en concreto, contra la Rusia de Stalin. De ahí la tibieza con que el establishment británico acogió todas y cada una de las propuestas soviéticas de alianza militar con Gran Bretaña, que venían sucediéndose desde 1934. En lo que se refiere al fútbol, a partir de 1934 la organización de los partidos internacionales siguió exactamente los vaivenes políticos del Foreign Office. El fracaso de la diplomacia británica, al permitir que el partido de fútbol disputado entre Italia e Inglaterra ese mismo año (conocido como la «batalla de Highbury») enturbiase las relaciones entre ambos países en un momento de grave tensión internacional tras el ascenso al poder de Hitler, decidió al gobierno a intervenir para que en el futuro las competiciones deportivas no causaran fricciones inoportunas. Así, en diciembre de 1935, Gran Bretaña invitó a Alemania a disputar un partido de fútbol. Los alemanes aceptaron encantados, ya que en ese momento la estrategia diplomática de Hitler pasaba por acercarse a los británicos para distanciarlos de los franceses, que en mayo de 1935 habían firmado el pacto francosoviético. A diferencia de lo sucedido con los italianos el año anterior, los alemanes demostraron su «buena voluntad» teniendo el detalle de perder por tres a cero, resultado que ellos mismos habían pronosticado antes del partido. El gobierno de Su Majestad presentó aquel acontecimiento deportivo como todo un éxito político, por lo que concluyó que, a partir de entonces y siempre que fuera posible, sería conveniente que el deporte internacional favoreciera las buenas relaciones internacionales y el prestigio de Gran Bretaña. De ahí que el partido de vuelta, 104 disputado por las selecciones alemana e inglesa el 14 de mayo de 1938 en Berlín, dos meses después del Anchluss austríaco, despertase gran interés entre los representantes del Foreign Office, que se pusieron en contacto con los directivos de la Football Association e insistieron en que era muy importante que la selección británica dejara el pabellón bien alto. Según ciertas versiones, el embajador británico en Berlín, sir Neville Henderson, tuvo que insistir a los jugadores sobre la conveniencia de realizar el saludo nazi cuando se interpretara el himno alemán. Por lo demás, el equipo británico superó las mejores expectativas con un aplastante triunfo por seis goles a tres. Hasta los críticos de la política del apaciguamiento tuvieron que admitir que esta victoria representaba todo un éxito diplomático. No en vano, el Informe de Acontecimientos Actuales del Consulado británico en Berlín de mayo de 1938 ponía de manifiesto que el gran partido de fútbol jugado por la selección nacional había hecho revivir en Alemania el prestigio deportivo británico. *** Durante el último tercio del siglo XIX —y bajo el acicate de los cañones de la escuadra estadounidense del comodoro Perry— el Japón inició un proceso de occidentalización galopante bautizado con el nombre de «Revolución Meiji». Con el pretexto de «restaurar» la autoridad suprema del emperador, conculcada durante tres siglos por el régimen militar hereditario de los Shogunes, puso en marcha un nuevo sistema de gobierno centralizado que abordó la tarea de extirpar las bases del sistema feudal y conducir al imperio del sol naciente por la senda de la modernización capitalista. Los deportes occidentales y la gimnástica fueron introducidos en el Japón, por tanto, durante un período de profundas transformaciones económicas, sociales y políticas, y en tanto piezas fundamentales del nuevo sistema educativo, contribuyeron de forma decisiva a convertir al Japón Meiji en un Estado moderno. No obstante, para hacer frente a los peligros de una occidentalización acelerada, así como al descontento social que inevitablemente iba a generar (entre 1868 y 1874, el nuevo sistema impositivo y el reclutamiento forzoso provocaron una media de treinta revueltas campesinas anuales), los sectores más inmovilistas de la sociedad nipona cerraron filas en torno a adaptaciones cuidadosamente retocadas de la «tradición» japonesa con el objetivo de mantener una superestructura cultural y política tan conservadora como fuese posible. Se adoptaron medidas represivas como la limitación del derecho de reunión (1880, 1882), se revisó la reglamentación de la prensa (1883) y se aprobó una ley que prohibía revelar las peticiones hechas a la corona y al gobierno (1884). Por si todas estas medidas no fueran suficientes, la constitución promulgada en 1889 no garantizaba los derechos fundamentales y convertía al emperador en la fuente fundamental de la autoridad estatal, seguida al año siguiente por una Ley de Orden Público y Policía que declaraba ilegales las huelgas y toda forma de organización obrera y establecía restricciones añadidas al derecho de reunión y a la libertad de expresión. Los adversarios de esta modernización autoritaria tendieron, en un primer momento, a abrazar el cristianismo y la ideología de la socialdemocracia europea, pues creían que ofrecían modelos de 105 modernización más humanitarios. (Tras el estallido de la guerra rusojaponesa en 19041905, como veremos, los enemigos del militarismo y del Estado imperial se vieron obligados a buscar inspiración política en otras partes.) El nuevo sistema de gobierno alentó la introducción de la ciencia, la tecnología y los sistemas pedagógicos de Occidente, en particular los de procedencia anglosajona. (En materia militar, no obstante, se inclinó muy pronto por los métodos prusianos.) La intelectualidad japonesa absorbía con avidez la cultura europea y las universidades adoptaron el sistema educativo británico prácticamente sin alteración alguna. Como cabía esperar, los promotores más activos del deporte fueron los universitarios, los alumnos de las escuelas normales superiores y los estudiantes de enseñanza media, que a menudo estaban en contacto con los residentes extranjeros de Yokohama. El futuro fundador del judo y en aquel entonces estudiante de la Universidad de Tokio, Jigoro Kano, quedó tan impresionado que decidió reconvertir su pasión particular, el jiu-jitsu, en empresa pedagógica. Criado en un universo anglófilo, Kano sin duda habría compartido el dictamen de Pierre de Coubertin acerca de la singular «cultura deportiva» británica como fundamento de la grandeza anglosajona y como patrimonio cuya adopción por las demás naciones sólo podía beneficiar a la humanidad entera. Como miembro de la élite Meiji, Kano se consagró al estudio de la economía política y el pensamiento político británicos, y en 1882 (el mismo año en que fundó el Instituto Kodokan como centro de enseñanza y difusión del judo) se licenció en filosofía por la Universidad Imperial de Tokio. No obstante, la principal ocupación de Kano en esta etapa de su vida fue la reforma y modernización del sistema educativo japonés. En la Escuela Normal Superior de Tokio, que dirigió entre 1910 y 1920, Kano alentó la formación de un club en el que se practicaban las siguientes modalidades deportivas: judo, kendo, gimnasia, sumo, tenis sobre hierba, fútbol y béisbol. Cada alumno tenía la obligación de participar en al menos una de ellas durante al menos treinta minutos al día. En la misma época, Kano también desempeñó un papel muy activo en la introducción del judo y el kendo en los planes de estudios de las escuelas públicas. A comienzos de 1909, el barón de Coubertin solicitó al embajador francés que indagase por qué Japón no había enviado un equipo a las Olimpiadas londinenses de 1908. Dado que Kano era uno de los principales pedagogos del país, el ministerio de Educación le encargó que se ocupase del asunto. De resultas, en mayo de 1909 Kano se convirtió en el primer miembro asiático del Comité Olímpico Internacional. Puesto que no existía ninguna organización deportiva facultada para enviar atletas a las Olimpiadas, dos años más tarde Kano fundó la Japanese Amateur Athletic Association (Dai Nippon Tai-iku Kyokai) 39 o lo que viene a ser lo mismo, el Comité Olímpico Japonés. En 1912, encabeza una delegación japonesa de dos miembros enviada a las Olimpiadas de Estocolmo. Para obtener financiación, Kano tuvo que apelar al Otro destacado dirigente de esta asociación fue Isoo Abe, futuro alcalde de Tokio, pionero del béisbol japonés y paladín del socialismo cristiano. Educado en el Seminario Teológico de Hartford, Connecticut, Abe pretendía apartar a los varones japoneses del alcohol, el juego y el teatro a través de los deportes y actividades al aire libre para lograr que se parecieran más a los suizos, pueblo por el que sentía una admiración inmensa. 39 106 sentimiento nacionalista y a la rivalidad chinojaponesa contándole al gobierno japonés que el YMCA de Shanghai estaba barajando la posibilidad de enviar una delegación china a las Olimpiadas de 1912. Otro factor que impulsó el desarrollo del atletismo japonés fueron los Juegos de Extremo Oriente (Far Eastern Championship Games) organizados por la Far Eastern Amateur Athletic Association a partir de 1913 cada dos años hasta 1927, fecha a partir de la cual pasaron a organizarse cada cuatro años, para alternarse con los Juegos Olímpicos. En 1912, el estadounidense Elwood S. Brown, miembro del YMCA y presidente de la Philippine Amateur Athletic Association, propuso a China y a Japón celebrar dichos Juegos por turno con las Islas Filipinas, entonces bajo tutela norteamericana. La primera edición de los Juegos de Extremo Oriente tuvo lugar en Manila al año siguiente bajo el nombre de Far Eastern Olympic Games. Sin embargo, en aquel momento el compromiso japonés con estos Juegos era tan escaso que, aunque asistieron representantes nipones, éstos no fueron enviados por la JAAA, sin que haya podido determinarse con claridad en qué medida los reparos de Kano se debieron a sus recelos ante las ambiciones expansionistas del imperialismo japonés o a su condición de miembro del COI y su compromiso con el Movimiento Olímpico del «Primer Mundo». En cualquier caso, en enero de 1915, poco antes de celebrarse en Shanghai la segunda edición de los FECG, el gobierno japonés presentó a China las llamadas «Veintuna Demandas», que exigían al gobierno chino desorbitadas concesiones industriales, mineras y ferroviarias. La tensión diplomática fue enorme, y muchos de los atletas japoneses que comparecieron en Shanghai acudieron, no en representación de la JAAA, sino de las empresas niponas establecidas en esa metrópoli china. Por lo demás, en aquellas fechas y en tanto representante del movimiento olímpico internacional, Jigoro Kano exigió a Brown que dejase de emplear la denominación «olímpicos» para referirse a los Juegos de Extremo Oriente, solicitud que se cumplió con ocasión de la tercera edición de los Juegos, celebrada en Tokio en 1917, el mismo año en que, por primera vez, Japón se convirtió en miembro oficial de la Far Eastern Amateur Athletic Association. A pesar de los pesares, Kano seguía siendo hostil a los Juegos de Extremo Oriente y en 1919, justo antes de la celebración de los cuartos Juegos en Shanghai, decidió retirar a Japón (con el beneplácito del Ministerio de Asuntos Exteriores) de la FEAAA. Desde luego, al Imperio del Sol Naciente no le faltaban en ese momento otros frentes a los que atender: menos de un año antes se había producido el mayor levantamiento popular de la historia del Japón, los «disturbios del arroz» de agosto de 1918, que coincidieron además con el envío de una fuerza expedicionaria antibolchevique de setenta y dos mil hombres a Siberia; el 1 de marzo de 1919, el movimiento de independencia coreano inspirado en los «Catorce puntos» de Woodrow Wilson fue ahogado en sangre por tropas niponas, y ese mismo año estalló en Beijing el movimiento chino del 4 de mayo, que exigía la revocación de las «Veintiuna Demandas» y la restitución a China de la colonia alemana de Shandong, cedida a Japón por el Tratado de Versalles40. Con todo, la decisión de Kano suscitó duras críticas y protestas En la Conferencia de Paz de Versalles, las principales potencias occidentales (Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia) trataron con olímpico desprecio a los socios minoritarios de la coalición aliada, y muy 40 107 por parte de otros miembros de la asociación y acabó presentando su dimisión como presidente de la Japanese Amateur Athletic Association en 1921. Tras la dimisión de Kano, esta organización, que en sus orígenes había tenido como función única y exclusiva enviar atletas a las Olimpiadas, aglutinó y gobernó a todas las asociaciones deportivas y federaciones japonesas, y a partir de 1925 se orientó rápidamente hacia una instrumentalización imperialista descarada de los Juegos de Extremo Oriente. A principios del siglo XX, como hemos visto, los deportes occidentales habían arraigado en las universidades y escuelas niponas, donde su práctica se impregnó de una síntesis de los ideales del «cristianismo muscular» y una ideología sincrética basada en la tergiversación de los valores supuestamente «ancestrales» del código ético de los samuráis: el bushido. La unión de ambos elementos iba a convertirse en el relato vertebrador de la forja de una nueva identidad nacional, muy bien representado por la obra del funcionario y diplomático Nitobe Inazo, Bushido: The Soul of Japan (1899). El libro de Nitobe, escrito en inglés durante su estancia en los Estados Unidos, tenía como destinatario principal al público británico y norteamericano y estaba plagado de referencias a un «espíritu japonés» que se distinguía, entre otras cosas, por la subordinación del «intelecto» a la primacía del «carácter». Por lo demás, Nitobe procedía de una distinguida familia samurái que había adoptado la fe cuáquera, y su prosa delata la influencia de Charles Kingsley y de Thomas Hughes. En cualquier caso, el militarismo, además de ser desde fecha muy temprana un elemento fundamental de la política japonesa de imposición del capitalismo desde arriba, fue al mismo tiempo uno de los principales motores de difusión de las prácticas deportivas. En él se vio desde el principio un medio de defensa contra las potencias de Occidente, pero muy pronto también un instrumento de conquista de nuevos mercados y fuentes de materias primas. Tras las primeras victorias militares japonesas, primero sobre China (1895) y luego sobre Rusia (1905), el clima de fanatismo nacionalista, cada vez más exaltado, imprimió a las prácticas deportivas una orientación cada vez más militarista. Al mismo tiempo, el desarrollo del imperialismo japonés llevará a otros dos factores, el control de los territorios ocupados y la amenaza representada por el «enemigo interior», a adquirir un peso cada vez mayor en la política militarista nipona: no en vano, tanto la guerra contra China como la guerra rusojaponesa provocaron una inflación que se plasmó en poderosos movimientos huelguísticos y violentos disturbios urbanos, como la huelga insurreccional de los mineros de cobre de Ashio, en febrero de 1907, que desembocó en enfrentamientos armados con el ejército. En aquel entonces comenzó a dejarse sentir en Japón la influencia del sindicalismo revolucionario, tanto estadounidense como europeo, así como la voluntad del Estado imperial de acabar con él por todos los medios, plasmada en las doce condenas a muerte pronunciadas contra destacados anarquistas japoneses en el juicio-farsa de diciembre de 1910. en particular a los orientales. La conferencia rechazó la propuesta japonesa de aprobar una resolución de condena del racismo y de la supremacía blanca, así como los esfuerzos de la delegación coreana para que se aplicase a su país el derecho de autodeterminación de las naciones esgrimido por Wilson como principal justificación de la participación de los Estados Unidos. Ni que decir tiene que sucedió otro tanto con las peticiones de poner fin al descuartizamiento imperialista de China. 108 El mismo proceso de reforma que alentó la introducción y difusión de los deportes occidentales acarreó también la reconversión y modernización de las tradiciones marciales autóctonas. En el caso de éstas últimas, se trataba de controlarlas, integrarlas en la vida del «Japón moderno» y ligarlas ideológicamente a la defensa y sostenimiento del nuevo sistema imperial. De resultas de la modernización Meiji, que había abolido el derecho a portar la espada en público e introducido el servicio militar obligatorio, las tradiciones marciales del Japón feudal se hallaban en franca decadencia y crisis. En abril de 1895 se fundó un organismo rector general, el Dai Nippon Butokukai, o Sociedad de Virtudes Marciales del Gran Japón, que tenía como finalidad declarada «resucitar el bushido», «difundir el bujutsu entre los militares del futuro» y hacer del Japón «una nación de proezas militares». [I. Abe, Y. Kiyohara, K. Nakajima 2000] Su expansión y desarrollo fueron fulgurantes: en 1906 decía contar con delegaciones en cuarenta y dos prefecturas y tener un millón trescientos mil afiliados. Hasta la derrota militar de 1945, fue el organismo deportivo más poderoso, influyente y chovinista del país. La ideología del bushido propagada por el Estado japonés y los sectores militaristas era ante todo una herramienta propagandística, conscientemente elaborada y diseminada con el objetivo de unir en torno a un mito a una nación moderna y hacerla capaz de emprender una política de expansión agresiva. La lealtad abstracta y trascendente al emperador y a la nación exigida por el bushido «moderno» era mucho más afín al patriotismo de cuartel decimonónico que al vínculo feudal entre vasallo y señor, y tenía poco o nada que ver con la lealtad directa y personal ensalzada por Tsunetomo y Munemori. Estos autores habían tomado la pluma durante los siglos XVII y XVIII para codificar el «camino del guerrero», en el preciso momento en que comenzaba el declive del estamento samurai y sus capas superiores se convertían en funcionarios y administradores. Huelga decir que la noción según la cual el bushido encarnaba la quintaesencia de la «identidad nacional» japonesa habría sumido a aquellos hombres en la incredulidad más absoluta o el horror más insondable. Una de las primeras consecuencias de la profunda transformación a la que se vieron sometidas las artes marciales japonesas fue la modificación de los vocablos empleados para designarlas, hecho ya de por sí harto significativo. La denominación tradicional de los métodos y principios con los que el estamento samurai formaba al guerrero y lo dotaba del estado de ánimo necesario para servir fielmente a su señor era bujutsu («artes de guerra»). Las distintas ramas del bujutsu eran inseparables de la aplicación bélica directa y abarcaban un amplio espectro armamentístico y táctico, además de un sinfín de habilidades que no guardaban relación directa con el combate cuerpo a cuerpo, como la equitación y el despliegue de efectivos. El término budo («camino marcial»), que empezó a utilizarse a finales del siglo XIX, cuando la era feudal había tocado a su fin, hacía referencia a disciplinas de origen marcial cuyos practicantes aspiraban a cultivarse mental y físicamente en busca de la «autoperfección». Puesto que la finalidad de estas disciplinas había dejado de ser directamente combativa, tendían a especializarse y concentrarse en modalidades muy específicas de lucha a mano vacía o en un arma en concreto. Asimismo, y en lo sucesivo, 109 la enseñanza de estos «caminos marciales» estaría abierta en principio a todo el mundo, frente al carácter selectivo y de clan de la enseñanza tradicional. Por más que pretenda disimularse bajo solemnes exigencias éticas como el «cultivo de uno mismo» o presentarse como una transferencia del bagaje marcial hacia los dominios de la estética, no hay duda de que se trató de una transformación a fondo con un significado histórico y social evidente. Lo que nadie había previsto, sin embargo, fue la facilidad con la que el militarismo nipón se apropió del concepto del budo —concepto de orígenes más bien individualistas— para convertirlo en el estandarte ideológico de una cruzada imperialista que tenía como objetivo acabar con la dominación del hombre blanco en Asia y unificar el mundo «bajo un solo techo». Cabría buscar un principio de explicación en que bajo el sistema Meiji el sufijo do («camino») se equiparó muy pronto con «servir al emperador», lo que se conocía con la denominación de kodo o «camino imperial». Poco a poco y a medida que se impusieron los sectores más conservadores y militaristas de la élite japonesa, este «camino imperial» se fue transformando en un credo fanático cuyo rasgo principal era la proclamación de su superioridad innata sobre «valores occidentales» como la democracia, el materialismo y el individualismo. De ahí se seguiría con toda naturalidad el derecho a exigir sacrificios ilimitados y sumisión absoluta a la causa imperial, así como el de recurrir a una violencia igualmente ilimitada contra todo aquel que osara cuestionar la paternal benevolencia del emperador. Debido a que las artes marciales «reformadas» fueron la principal correa de transmisión de esta ideología, el sufijo do se les impuso de forma cada vez más sistemática41. Con el tiempo, se extendió a toda actividad «atlética» con independencia de su origen e incluso a otras muchas que difícilmente podían calificarse como tales: el manejo de la bayoneta y la artillería, por ejemplo, acabaron denominándose respectivamente, jukendo y shagekido. En 1913, tras varias décadas de indefinición, el ministerio de Educación anunció por primera vez un Programa de Gimnasia Escolar de ámbito nacional basado fundamentalmente en la gimnasia sueca y en los ejercicios de instrucción militar. En 1917, sin embargo, el recién fundado Consejo Especial para la Educación (Rinji kyoiku Kaigi) vinculó la gimnasia escolar a la formación militar y declaró que su objetivo principal era «formar a partir de la enseñanza media a los alumnos varones para convertirlos en soldados dotados de conformidad patriótica, espíritu marcial, obediencia y resistencia mental y física.» [I. Abe, Y. Kiyohara, K. Nakajima 2000] En 1914, el entonces superintendente general de la policía y futuro alcalde de Tokio, Hiromichi Nishikubo, publicó una serie de artículos en los que propuso que, en lo sucesivo, la denominación genérica de las artes marciales japonesas fuese budo en lugar de bujutsu, a fin de despejar cualquier duda acerca de su objetivo fundamental, que ya no era la adquisición de unos conocimientos y unas habilidades específicas, ni tampoco el «cultivo de uno mismo», sino «servir al emperador». En 1919, cuando Nishikubo accedió a la dirección del Bujutsu Semmon Gakko (Escuela de Especialistas en Bujutsu), ordenó de inmediato que se rebautizase a la escuela con el nombre de Budo Semmon Gakko para indicar con toda claridad que el eje de la enseñanza había pasado a ser el adoctrinamiento ideológico. [I. Abe, Y. Kiyohara, K. Nakajima 2000] 41 110 El Consejo Especial para la Educación fue disuelto en 1919, pero su finalidad política y sus atribuciones pasaron primero al Comité Especial para la Educación (Rinji Kyoiku Iinkai), que desapareció en 1921 y después al Consejo de Educación (Kyoiku Hyogikai), organismo disuelto a su vez en 1924 y reemplazado por el Consejo de Política Educativa y Cultural (Bunsei Shingikai). A pesar de esta sucesión de reorganizaciones producidas a unos intervalos tan breves y que sin duda estuvieron ligadas a las turbulencias políticas internas, el objetivo de ligar la gimnasia escolar a la defensa nacional no se abandonó en ningún momento. Las repercusiones de la revolución rusa de 1917 no tardaron en hacerse sentir en el Imperio del Sol Naciente. La incorporación a la industria de grandes contingentes de mano de obra procedente del mundo rural, unida a la inflación que acompañó a la expansión industrial producida por la Primera Guerra Mundial, se plasmó en una oleada de insurgencia obrera y de descontento social que culminó en los «disturbios del arroz» de 1918, en los que tomaron parte unos diez millones de personas. Las autoridades japonesas respondieron a esta amenaza mortal para el kokutai («esencia nacional» o «comunidad social» presidida por el emperador), sacando a las tropas a la calle, provocando más de un centenar de muertos y poniendo a disposición judicial a más de ocho mil personas. Entre 1919 y 1920 un amplio movimiento a favor del sufragio universal tomó el relevo de los «disturbios del arroz» y del amplio movimiento huelguístico que los acompañó. En 1919 el ejecutivo redujo el impuesto exigido a los votantes, con lo que el padrón de electores pasó de uno a tres millones de personas, pero siguió negándose a conceder el sufragio universal (masculino) hasta que, en febrero de 1920, obligado por los partidos de la oposición, el partido gubernamental disolvió el parlamento y derrotó al movimiento pro sufragio universal… por la fuerza de las urnas. La derrota del movimiento sufragista provocó la evolución de importantes sectores de éste hacia posiciones socialdemócratas, comunistas y anarcosindicalistas. En diciembre de 1918 se formó en la Universidad Imperial de Tokio la Sociedad del Hombre Nuevo (Shinjin Kai), rebautizada como Federación de Estudiantes (Gakusei Rengokai) en 1922 y dos años más tarde como Federación de Ciencia Social Estudiantil. Ese mismo año, en 1924, se fundó la Federación Nacional de Estudiantes Contra la Instrucción Militar, que criticó el vínculo tácito entre elementos derechistas y grupos de animadores deportivos y propuso la reforma de lo que denominaba la «jerarquía atletocrática». El Estado, por su parte, consideraba el deporte como un medio de control ideológico tan eficaz para inculcar en la juventud trabajadora y estudiantil el «comportamiento colectivo, la formación moral y la aspiración al espíritu nacional», que en septiembre de 1924 el Ministerio de Educación dio orden a todas las instituciones educativas para que celebrasen anualmente el «Día Nacional de la Educación Física». Aquellos años fueron también los del máximo desarrollo del anarcosindicalismo y del sindicalismo revolucionario en Japón, hasta el punto de que los partidarios del sufragio universal hicieron campaña a su favor argumentando que era el mejor medio para detener la propagación del anarcosindicalismo, lo que indica hasta qué punto había llegado a cundir la indiferencia e incluso el rechazo hacia el sufragio universal entre los partidarios de la «acción directa». Los años 1921 y 1922 estuvieron marcados por una incesante agitación obrera a la que el gobierno y los militares respondieron de forma 111 represiva, y con motivo del terremoto de Tokio (1923), que causó más de noventa mil muertes y la destrucción de medio millón de viviendas por los incendios provocados, aprovecharon el desastre para crear un ambiente propicio al linchamiento de inmigrantes coreanos y asesinaron a destacados militantes anarcosindicalistas. Poco a poco, un gabinete de partidos reemplazó al régimen oligárquico de la primera Dieta y en 1925 se aprobó por fin la ley del sufragio universal. Sin embargo, ciertos elementos del gabinete actuaron con rapidez para contrarrestar dichos cambios. La promulgación de la Ley de Conservación de la Paz, sólo diez días después de la concesión del sufragio universal masculino, marcó el comienzo de una represión generalizada contra movimientos estudiantiles, liberales, socialistas y comunistas, ya que la ley declaraba ilegal el sólo hecho de «organizar un grupo para alterar el kokutai». El empleo deliberado de un vocablo de significado tan vago y subjetivo suponía que en la práctica cualquier forma de oposición o discrepancia política podía ser motivo de persecución. A finales de la década de 1920, el fracaso y la impotencia del sistema de gabinetes de partidos era evidente, lo que permitió a los militaristas, que actuaban con una autonomía cada vez mayor respecto del ejecutivo, hacerse con la hegemonía política entre 1931 y 1937. Al mismo tiempo que intensificaba sus esfuerzos por aplastar toda forma de disidencia interna, el Estado nipón iba tomando posiciones de cara a los enfrentamientos decisivos con sus rivales internacionales, en especial Estados Unidos, país que estaba exportando capitales a China en cantidades crecientes. El ejército japonés llevaba estacionado en Manchuria desde los tiempos de la guerra rusojaponesa (1904), donde se dedicaba a proteger minas, fábricas y ferrocarriles de propiedad nipona. En 1927, el ejecutivo japonés ordenó a una fuerza de dos mil hombres que se internara desde Manchuria en la provincia china de Shandong para bloquear la expedición norteña de Chiang Kai-shek, que aspiraba a unificar China bajo su dominio, lo que habría amenazado gravemente los intereses japoneses en Manchuria. Deseoso de demostrar su fuerza al gabinete e impulsado por los efectos de la crisis de 1929, que habían intensificado los antagonismos entre las potencias imperialistas, el 18 de septiembre de 1931, con el respaldo de poderosos aliados en Tokio, el ejército japonés organizó la voladura de un pequeño tramo del Ferrocarril Sur de Manchuria (de propiedad japonesa) en Mukden, y atribuyó la responsabilidad a los «señores de la guerra» chinos. A raíz del «incidente Mukden», y tras ocupar toda Manchuria en febrero de 1932, el ejército imperial proclamó la «independencia» de un Estado títere llamado Manchukuo, al frente del cual colocó a P’u yi, último emperador manchú de China. Las autoridades japonesas no lograron que Manchukuo participara en las Olimpiadas de Los Ángeles de 1932, pues Baillet-Latour, favorable no obstante a Japón, exigió como condición previa que Manchukuo fuera oficialmente reconocida por la Sociedad de Naciones. En febrero de 1933 la Sociedad de Naciones aprobó el Informe Lytton, que condenaba tibiamente a Japón por la fundación premeditada del Estado de Manchukuo, decisión a la que el Imperio del Sol Naciente respondió retirándose de dicho organismo y embarcándose en una política imperialista aún más agresiva. La ocupación de Manchuria selló definitivamente la suerte de los Juegos de Extremo Oriente y condujo dos años más tarde a la disolución de la Far Eastern 112 Amateur Athletic Association. Según los japoneses, cuando en mayo de 1934 el Imperio del Sol Naciente intentó obtener el reconocimiento de la Manchukuo Amateur Athletic Association por parte de la FEAAA, los representantes chinos se retiraron de facto de la FEAAA (pese a que éstos sostuvieron que jamás lo hicieron de forma oficial, sino únicamente del debate en curso). Para sustituir a la FEAAA y de paso lograr que Manchukuo ocupase la vacante dejada por China, se creó, ese mismo año y por iniciativa japonesa, la Amateur Athletic Association of the Orient. La nueva asociación, sin embargo, cesó en sus funciones a raíz del estallido de la guerra con China en 1937. En 1935 se creó un Consejo para la Renovación Educativa que tenía como meta principal la renovación de los planes de estudio de todas las asignaturas escolares. El Consejo hizo hincapié en la necesidad de erradicar el «liberalismo deportivo» y poner el acento en los valores «tradicionales» japoneses encarnados por el bushido. En enero de 1938, el Ministerio de Salud y Bienestar declaró que el atletismo occidental era el germen de la soberbia individualista. Así, pues, siguiendo las directivas ministeriales, la mayoría de los educadores físicos y atletas japoneses renegó del liberalismo occidental y trató de reconstruir la terminología del deporte y de la educación física para amoldarlas a las exigencias ideológicas de la camarilla militarista. El éxito militar en Manchuria dio alas a la xenofobia y a los ataques extremistas contra toda idea considerada antipatriótica o lesiva para los intereses nacionales. En febrero de 1931 el ayuntamiento de Tokio decidió que trataría de conseguir que las Olimpiadas de 1940 se celebrasen en la capital japonesa. Isoo Abe, alcalde de Tokio y compañero de Jigoro Kano desde los tiempos de la fundación de la JAAA, le rogó que aceptase el reto. Quizá ningún otro país —aparte de Italia— quiso dotar de tanto relieve a las Olimpiadas de Los Ángeles como Japón, que envió la delegación extranjera más numerosa, compuesta por casi ciento treinta atletas, y cosechó un total de treinta y cinco medallas. El 11 de diciembre de 1932, la JAAA anunció un «plan de ocho años para dominar el mundo». Sirva como testimonio del empeño que habían puesto en lograr su objetivo el asombro causado por los japoneses entre los observadores occidentales al obtener seis de las siete medallas de oro otorgadas en natación masculina. La Italia de Mussolini, sin embargo, también acariciaba el proyecto de celebrar a corto plazo unas Olimpiadas en su suelo. A su regreso de la sesión del COI celebrada en Atenas en abril de 1934, Kano declaró que Italia ya había construido un magnífico estadio olímpico y que su situación geográfica era más ventajosa que la nipona, pero insistió en que no le parecía imposible persuadir a Mussolini para que retirase la candidatura italiana: «Si se le aborda de la forma apropiada, Mussolini estará dispuesto a ejercer su influencia a favor del Japón. Mussolini es un gran hombre que simpatiza con esta nación y sus intereses.» [J. R. Svinth 2004] El 9 de febrero de 1935 la predicción de Kano se hizo realidad. Según la versión oficial, el embajador (y miembro del COI) Sugimura y el conde Soyeshima (presidente del Comité Olímpico Japonés) convencieron a Mussolini de que Tokio merecía organizar los Juegos porque el año 1940 coincidía con el 2600 aniversario de la fundación del Imperio del Sol Naciente por el emperador Jimmu, a cambio de lo cual Japón apoyaría la candidatura de Roma para las Olimpiadas de 1944. Por supuesto, como siempre que 113 se trata de decisiones olímpicas de gran calibre, la realidad era un poco más grosera: en febrero de 1935 Italia se disponía a invadir Etiopía (Abisinia) y quería asegurarse el apoyo político de la Alemania nazi que, a su vez, estaba a punto de denunciar el Tratado de Versalles y ocupar militarmente la Renania (marzo de 1936), para lo cual deseaba contar con el respaldo de la Italia fascista. Existían, no obstante, algunos obstáculos de consideración para el acuerdo entre Japón e Italia: desde que en 1905 derrotara al ejército zarista ruso, Japón se había convertido en una importante referencia para los movimientos de «liberación nacional» del mundo colonial. Sus victorias militares sobre el hombre blanco cautivaron a los movimientos nacionalistas de los países colonizados y a los pueblos de color del mundo entero, incluyendo a algunos sectores de la población negra de los Estados Unidos. Incluso durante la fase de expansión imperialista más agresiva, (1931-1945), el Imperio del Sol Naciente tuvo cierto éxito en presentarse a los países conquistados como la fuerza que iba a liberarles de la opresión colonial occidental 42. No es de extrañar, por tanto, que cuando Mussolini se lanzó a la conquista de Etiopía, los sectores más radicales del nacionalismo japonés, sobre todo los «panasiáticos», promovieran una campaña de «solidaridad con Etiopía» como parte de la lucha de los pueblos de color contra la dominación de la raza blanca. Es más, los japoneses habían comenzado a suministrar material de artillería moderna a los etíopes, por lo que finalmente Alemania e Italia se comprometieron a apoyar la candidatura olímpica de Tokio a cambio de que Japón dejase de vender armas a Etiopía. Poco tiempo después, el 18 de noviembre de 1936, Japón reconoció oficialmente la anexión de Etiopía a cambio de que Italia reconociera la ocupación japonesa de Manchuria. En marzo de 1936, el presidente del COI, Baillet-Latour, visitó Japón para comprobar en persona las posibilidades de Tokio como posible sede olímpica. Pasó dos semanas y media a cuerpo de rey en la capital nipona y regresó favorablemente impresionado a pesar de la rapidez con que se iba produciendo la nueva escalada bélica entre Japón y China. Durante la sesión del COI celebrada en Berlín en julio de 1936, Tokio fue galardonada oficialmente con la organización de la XIIª Olimpiada. La última palabra, sin embargo, la tendría la situación política internacional, que se encaminaba a pasos agigantados hacia la conflagración mundial. El 7 de julio de 1937, el ejército japonés atacó por sorpresa a las tropas chinas estacionadas en las inmediaciones del Puente de Marco Polo, cerca de Beijing, lo que precipitó la invasión de China. Los chinos protestaron y adujeron, sin éxito, que las Olimpiadas no podían celebrarse en un país en guerra; los Estados Unidos, por su parte, pusieron en duda que Japón fuese capaz de organizar al mismo tiempo una guerra y unas Olimpiadas. Mientras tanto, la posibilidad de la celebración de unas Olimpiadas en Tokio era motivo de acalorados debates diarios en la prensa mundial43. Los máximos representantes del Véase Loren Goldner (1988) «Una breve historia del movimiento obrero mundial desde Lassalle al neoliberalismo: la hegemonía deformante de las clases medias improductivas», http://breaktheirhaughtypower.org/espanol-una-breve-historia-del-movimiento-obrero-mundial-desdelassalle-al-neoliberalismo-la-hegemonia-deformante-de-las-clases-medias-improductivas/ 43 «En aquel mismo momento, la guerra librada por el Imperio del Sol Naciente en Asia adquiría formas particularmente repugnantes. Durante la toma de Nanking, la masacre se convirtió en una especie de 42 114 olimpismo, como Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico Estadounidense y miembro del COI, optaron por obviar las atrocidades perpetradas por las tropas japonesas en China con declaraciones como «el deporte trasciende las fronteras nacionales» o «no es de nuestra incumbencia si nuestro Comité o nuestros atletas aprueban o no la política militar japonesa44». [R. Mandell 1986: 256] Pese a todos los rumores en sentido contrario, Japón insistió reiteradamente en su voluntad de organizar los Juegos. Muchos miembros del COI, sin embargo, albergaban serias dudas acerca de la voluntad japonesa de seguir adelante con la Olimpiada y votaron una resolución otorgando plenos poderes al Comité ejecutivo del COI para que, en caso necesario, trasladase los Juegos de sede. En septiembre de 1937 el ejército japonés retiró a su excelso equipo ecuestre de la competición olímpica. A medida que pasaba el tiempo, las reticencias de los japoneses se iban haciendo cada vez mayores. Por último, en una carta confidencial enviada a Baillet-Latour en febrero de 1938, Soyeshima sugirió la posibilidad de que el COI «retirara» los Juegos. Dos meses después de que los miembros del COI regresaran de su 38ª sesión en El Cairo, el Imperio del Sol Naciente, por boca de su Ministro de Bienestar, responsable de la organización de los Juegos, renunció a los preparativos para las Olimpiadas. Si bien nunca se admitió de forma oficial, el motivo inmediato de la cancelación de las Olimpiadas de 1940 no fueron las «complicaciones» surgidas con motivo de la guerra con China, como alegaron las autoridades japonesas, sino la guerra no declarada con la URSS iniciada en Manchuria el 11 de julio de 1938, que cuatro días después llevó a éstas a anunciar públicamente su renuncia a organizar los Juegos. El presidente del COI, Baillet-Latour, insistió hasta el último momento en que la Olimpiada se celebrase, aduciendo que se había opuesto al boicot de Tokio «con los mismos argumentos que utilicé para luchar contra la campaña judía en 1936». *** Una vez superada la repugnancia xenófoba que les inspiraba a priori todo lo «extranjero», y tras tildarlo inicialmente de «decadente» e «individualista», ni el fascismo italiano ni el nazismo vieron en los execrables ideales democráticos encarnados en el deporte obstáculo ni peligro alguno que les impidiese incorporarlo sin reservas a disciplina deportiva y de diversión a la vez: ¿quién conseguirá ser más rápido o más eficiente compitiendo por decapitar prisioneros? La deshumanización del enemigo alcanzó entonces una entereza bastante rara […]: en lugar de utilizar animales, las vivisecciones se practicaban sobre los chinos, que además constituían el blanco vivo de los soldados japoneses que practicaban el asalto a la bayoneta. La deshumanización también se abatió sobre las mujeres que en los países invadidos por Japón fueron sometidas a una brutal esclavitud sexual: eran las comfort women, obligadas a “trabajar” a un ritmo infernal para restaurar de sus fatigas bélicas al ejército de ocupación y a las que posteriormente, en cuanto quedaban inutilizadas por el desgaste o por cualquier enfermedad, se eliminaba.» [D. Losurdo 2003: 64] 44 «Fue en torno a aquella misma época cuando Avery Brundage comenzó a coleccionar arte oriental de forma seria, asesorado al parecer por amistades japonesas. Es posible que, como me aseguró por correspondencia privada el museo de arte asiático al que legó su colección, Brundage fuese incapaz por naturaleza de aceptar sobornos o de sobornar él a otras personas, pero de ser así, debió de ser el único contratista de obras del Chicago de Al Capone dotado de esa capacidad.» [J. R. Svinth 2004] 115 sus grandes manifestaciones de masas. Todo lo contrario: los ideólogos y artistas fascistas que cantaron las excelencias del deporte fueron legión. Podríamos mencionar aquí al futurista Marinetti45, tecnófilo apasionado por los récords, el dinamismo y la velocidad, o al novelista Henry de Montherlant, misógino autor de Les Olympiques (1924), que militaba a favor de la «sacralización del deporte» y calificaba a éste como «una embriaguez que emana del orden»; Pierre Drieu la Rochelle, por su parte, lo consideraba como el medio por excelencia para «restaurar el cuerpo» y cultivar las virtudes guerreras necesarias para la regeneración del hombre moderno. Millones de personas vieron en la mística nacionalista y el culto fascista de la acción y la violencia una forma de expresión política más apasionante y participativa que el parlamentarismo liberal, convertido tras la guerra en sinónimo de fraude para amplios sectores de la sociedad europea. La crisis social, política y cultural desencadenada por la Primera Guerra Mundial actuó como catalizador de una ideología vitalista, antiintelectual y relativista, impregnada de referencias míticas y animada por la voluntad de fundar una «religión laica» que vertebrase al culto a la nación, entendida ésta como una comunidad orgánica y belicista guiada por la vocación de fundar un «nuevo orden46». La guerra había sido un desastre para Italia, que entró en ella presionada por los Aliados, sin consentimiento parlamentario y sin la debida preparación militar. Al finalizar la contienda, una quinta parte del ejército había desertado y estaban pendientes cerca de un millón de procesos por dicha causa. En el conflicto murieron más de seiscientos mil soldados, a los que se sumaron cuatrocientas mil víctimas mortales causadas por la pandemia de «gripe española» de 1918. Por si esto fuera poco, los Aliados no sólo no respetaron las promesas de expansión territorial hechas al gabinete italiano a cambio de entrar en guerra, sino que los plenipotenciarios de la conferencia de Versalles ni siquiera las tuvieron en consideración. El profundo resentimiento que esto generó en los sectores más nacionalistas de la burguesía les llevó a denunciar lo que calificaron como «victoria mutilada». La gota que colmó el vaso se produjo en mayo de 1919, cuando los gobiernos de Italia y Yugoslavia acordaron colocar a la ciudad de Fiume bajo la protección de la Sociedad de Naciones. Los nacionalistas italianos protestaron violentamente en contra, y en septiembre de ese mismo año, el poeta D’Annunzio ocupó la ciudad al grito de «¡Fiume o muerte!» con el beneplácito y el apoyo del ejército. En marzo de 1919, apoyado y financiado por industriales del Norte, el ex dirigente socialista Benito Mussolini había fundado en Milán los Fasci di Combattimento, que en noviembre de 1921 se transformaron en el Partido Nacional Fascista (PNF) con la «Rezar significa comunicarse con la divinidad; correr a gran velocidad es una plegaria. La embriaguez de un coche lanzado a gran velocidad no es otra cosa que el gozo de sentirse fusionado por entero con la divinidad. Los atletas son los primeros catecúmenos de esta religión.» [S. Pivato 1997:278] 46 O, de acuerdo con el retrato que de la época ofrece José Luis Arántegui en el prólogo a su excelente traducción al castellano de diversos escritos de Karl Kraus: «Expulsado de un mundo que le exigía componer odas al tornillo, el deseo regresa en discursos de pasión regurgitada, prefabricada, que son vísceras en disfraces de argumento. Pronto serán los argumentos los que se adornen con vísceras humanas.» [K. Kraus 1990: 187] 45 116 finalidad de presentarse a las elecciones. En aquel entonces, en el «discurso político» de Mussolini figuraban bufonadas retóricas como ésta: Parto del individuo y desecho el Estado. ¡Abajo el Estado en todas sus formas y encarnaciones! El Estado de ayer, el de hoy, el de mañana. El Estado burgués y el socialista. En las tinieblas de hoy y en la oscuridad de mañana, la única fe que nos queda a los individuos destinados a morir es la religión, hoy absurda, pero siempre consoladora, de la anarquía. [F. Neumann 1983: 98] Al terminar la guerra, Italia se encontraba en una situación crítica: inflación, cierres de fábricas, paro, hambre, huelgas. En abril de 1919 se desató una oleada de motines populares reprimidos con dureza por el gobierno; en junio de ese mismo año comenzaron las ocupaciones de fincas en el valle del Po, y a finales de agosto se había formado en la Fiat de Milán un «consejo de fábrica». Todo apuntaba a la inminencia de una insurrección proletaria en Italia, estimulada por el triunfo de los bolcheviques en Rusia y la agitación revolucionaria que se vivía en Alemania. El constante clima de peligro y de tensión al que se vio sometida la burguesía italiana por la oleada de huelgas y ocupaciones de fábricas alcanzó su cenit en septiembre de 1920, cuando medio millón de obreros ocuparon industrias y astilleros durante casi cuatro semanas. Es entonces cuando el ascenso del movimiento revolucionario llega a su clímax. A cambio de una promesa de «control obrero» que nunca se llegó a realizar, el Partido Socialista y los sindicatos consiguen que los trabajadores permanezcan tras los muros de las empresas, con lo que el movimiento huelguístico entra en un impasse. Comienza entonces el reflujo insurreccional, y los asalariados empiezan a mostrar síntomas de cansancio ante las ocupaciones y huelgas, cuyos limitados resultados no compensan sus enormes sacrificios. Mussolini aprovecha la disgregación del movimiento de las ocupaciones para pasar al ataque: los squadristi y las milicias fascistas irrumpen en escena. Es entonces cuando la violencia, que cuenta con el apoyo moral de buena parte de la pequeña burguesía y el beneplácito del propio gabinete liberal de Giolitti, llega a su máxima intensidad. Cabe destacar que los objetivos principales de las bandas fascistas no fueron necesariamente las agrupaciones de carácter revolucionario, sino sobre todo las organizaciones sociales y culturales del movimiento obrero italiano —las cooperativas de consumo, las bibliotecas populares, los locales de reunión social—, que sin ser precisamente unos viveros de la revolución, sin duda habían contribuido enormemente, en tanto espacios de socialización, a vertebrar la ofensiva obrera de 1919-1920. A finales de 1921, el cacareado «Estado socialista dentro del Estado» yacía en ruinas. No obstante, el principal valedor de los Camisas Negras fue el ejército. El general Badoglio, Jefe del Estado mayor, envió una circular confidencial a todos los comandantes de los distritos militares en la que disponía que los oficiales desmovilizados (unos sesenta mil) se uniesen a los fasci y les dotaran de personal y mandos, a cambio de lo cual continuarían recibiendo las cuatro quintas partes de su paga. Así fueron a parar a manos de las bandas fascistas armas de los arsenales del Estado, con las que se cobraron la vida de más de doscientas cincuenta personas, sin que la policía interviniera ante fusilamientos semipúblicos ni que la justicia los investigara. 117 En las elecciones de mayo de 1921 los fascistas, que obtuvieron sólo treinta y cinco diputados en una Cámara de quinientos treinta y cinco, volvieron a fracasar en su intento de llegar al poder a través de las urnas. Para entonces el clima sociopolítico era mucho menos dramático que dos años antes, lo que hacía cada vez más superflua la actividad de los fascistas. Éstos, perfectamente conscientes de esa circunstancia, estudiaron un plan de ocupación de la capital durante los días 27 y 28 de octubre de 1922. El ejército podría haber desbaratado la Marcha sobre Roma, pero cuando el gabinete presentó al rey Víctor Manuel III el decreto del estado de sitio, éste se negó a firmarlo y el 30 de octubre llamó a Mussolini para que formase gobierno. A partir de entonces el movimiento fascista se convertirá en portavoz y aglutinante de los grupos heterogéneos que desde la derecha (grandes terratenientes e industriales, asociaciones de excombatientes y nacionalistas) se oponen al Estado liberal. Durante el primer bienio de su gobierno, Mussolini, que no dispone de mayoría en el parlamento, pretende obtener la confianza de la cámara, por lo que alterna la amenaza de la violencia escuadrista con declaraciones en las que insiste en su intención de respetar la legalidad. Forma un gabinete con militares y políticos de diversas tendencias, sin participación de los socialistas, en el que los fascistas sólo disponen de cuatro carteras. En enero de 1924 Mussolini disuelve el parlamento y en las elecciones del mes de abril el Duce, respaldado por el dinero de industriales y terratenientes, así como por el terrorismo escuadrista, obtiene por fin la mayoría. En un discurso dirigido a la Cámara el 30 de mayo, el dirigente socialista Giacomo Matteotti denunció la ilegalidad y la violencia de los squadristi, y pidió la anulación de los resultados electorales. Doce días después, el diputado fue secuestrado y asesinado por dos estrechos colaboradores del Duce. Entre el asesinato de Matteoti y el discurso de Mussolini ante el Parlamento el 3 de enero de 1925, fecha en la que éste asumió la responsabilidad «histórica y moral» del crimen, las condiciones políticas para derrocar al gobierno fascista estaban dadas. No obstante, y pese a que la parálisis gubernamental se prolongó durante varios meses, no se hizo nada, por lo que el fascismo salió reforzado de la crisis. El Duce acaparó todo el poder, disolvió el Parlamento y anuló toda oposición mediante la creación de un tribunal político para la defensa del Estado, desde el que el nuevo secretario general del Partido, Farinacci, instauró una dictadura de hecho con la complicidad del Ministro de Justicia Rocco. Comienza así el proceso de demolición del sistema parlamentario liberal, que se plasmará en la aprobación en 1926 de la Ley de los Poderes del Jefe del Estado, la abolición del derecho de huelga, la creación de tribunales especiales para los delitos políticos y la ilegalización de todos los partidos de la oposición47. «Giovanni Amendola fue el primero en describir al fascismo como un “sistema totalitario” en un artículo publicado el 12 de mayo de 1923 en el periódico Il Mondo. El adjetivo fue luego transformado en sustantivo por Lelio Basso, en un texto de La Rivoluzione liberale del 2 de enero de 1925. Véase J. Petersen, «La nascita del concetto di “Stato totalitario” in Italia», en Annali dell ’Istituto storico italogermanico in Trento, 1, 1975. Mussolini retomó la palabra por su cuenta en su célebre discurso pronunciado el 22 de junio de 1925 en el Teatro Augusteo, con ocasión del Cuarto Congreso del Partido Nacional Fascista (PNF): “¡Todo en el Estado, nada fuera del Estado! Tal es nuestra feroz voluntad, implacable y totalitaria”. La utilizará de nuevo en un artículo de la Enciclopedia Italiana publicado en 1932. El contexto indica bien a las claras que Mussolini se refiere tan sólo al medio de superar la división 47 118 El 19 de mayo de 1926, Mussolini, en una proclama dirigida a los fascistas con motivo de la promulgación de la nueva reglamentación de las relaciones entre capital y trabajo, la Carta del Lavoro, declaró: La organización corporativa del Estado ya es un hecho consumado. El Estado democrático y liberal, débil y agnóstico, ya no existe. En su lugar ha surgido el Estado Fascista. La mística de la juventud fue uno de los ejes centrales del discurso político del fascismo, que convirtió a este sector de la población italiana en su objeto predilecto de adoctrinamiento y de culto ideológico. A diferencia de otros regímenes de entreguerras, como el soviético o el nazi, cuyas doctrinas políticas estaban vertebradas por nociones como clase o raza, el fascismo se presentó ante el mundo como un movimiento que había llegado al poder enarbolando el estandarte de la juventud. De hecho, durante los años 1920 y 1921 las organizaciones juveniles fascistas —que solían estar compuestas por estudiantes y antiguos estudiantes que habían combatido en la guerra— actuaron como tropas de choque y tomaron parte activa en las expediciones de castigo de los squadristi contra los socialistas. Los dirigentes fascistas se esforzaron por hacer participar a jóvenes e incluso a adolescentes en sus acciones punitivas, a fin de presentar el escuadrismo como una «rebelión generacional» y al fascismo como una política «joven». Ya desde sus orígenes, el partido de Mussolini hizo hincapié en la promoción de la educación física entre las nuevas generaciones con el objetivo de convertir a la juventud en el puntal del régimen. Sin embargo, en opinión de los fascistas, la Primera Guerra Mundial había puesto de manifiesto la debilidad física del varón italiano, por lo que además se propusieron emplear la educación física para crear un «italiano nuevo», vigoroso, dotado de sentido de la camaradería y de la disciplina. En sus primeros años, el fascismo se apoyó en la concepción de la gimnasia propia del Risorgimiento liberal, según la cual ésta debía ser parte integral de la pedagogía idónea para formar futuros soldados preparados para defender una Italia recién unificada y dotar de conciencia nacional a una ciudadanía sana y fuerte. No obstante, las iniciativas del Estado liberal para forjar al italiano nuovo por medio de la enseñanza, el ejército y la educación física fracasaron rotundamente. Cuando en 1878 el gobierno italiano convirtió la gimnasia en asignatura obligatoria, en Italia sólo practicaba deportes una restringida élite que pertenecía a la aristocracia y la alta burguesía. En democrática entre el Estado y la sociedad. […] “Para el fascismo —dirá también— todo está en el Estado; nada de humano o de espiritual existe y aún menos tiene valor fuera del Estado.” Esta mística del Estado corresponde a la “estatolatría”, no al totalitarismo. Se aproxima a las teorías del “Estado total” desarrolladas por Carl Schmitt en „Der totale Staat“, en Der Hüter der Verfassung, J.C.B. Mohr, Tübingen, 1931; „Die Weiterentwicklung des totales Staats in Deutschsland“, en Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar — Genf — Versailles 1923-1939, Hanseatische Verlangsanstalt, Hamburgo, 1940, págs. 185, ss., texto publicado en 1933 en la Europäische Revue), y sobre todo por Ernst Forsthoff (Der totale Staat, Hanseatische Buchgesellschat, Hamburgo, 1933). Estas teorías fueron muy pronto rechazadas por los nazis, quienes reprocharon a sus autores sucumbir a la “estatolatría” latina. […]» [A. De Benoist 2005: 92-93] 119 general, los liberales italianos desconfiaron del deporte anglosajón, en el que veían un pasatiempo frívolo y un síntoma de decadencia moral de la sociedad moderna. En semejante contexto, y como cabía esperar, dado el modesto grado de desarrollo capitalista de la península itálica, los socialistas italianos también se mostraron en su gran mayoría hostiles al deporte. Uno de los principales dirigentes del ala reformista del socialismo italiano, Filipo Turati, lo tachó de fenómeno «estúpido y aristocrático». En 1908, la fundación de la Federación Deportiva y Atlética Socialista ligada a la Internacional Socialista fue acogida con total indiferencia por los socialistas italianos, y durante su Tercer Congreso Nacional, la Federación Italiana de las Juventudes Socialistas aprobó una resolución que describía al deporte como una actividad que «destruye el cuerpo humano y contribuye a la degeneración de la raza». Otro tanto ocurrió en un primer momento en las filas del catolicismo italiano, a cuya inicial aversión hacia el deporte, la competición y el ejercicio físico, había que añadir los recelos que despertaban en tanto actividades de origen «protestante». A comienzos del siglo XX, sin embargo, la Iglesia, tras advertir la importancia de la educación física como medio de adoctrinamiento y disciplinamiento de la juventud, cambió de orientación y fundó numerosas sociedades deportivas católicas con el objetivo de difundir el deporte entre todas las capas de la población. Ya antes de la Primera Guerra Mundial, Giovanni Semeria, sacerdote católico y gran difusor del «modernismo teológico» italiano, había llegado a la conclusión de que el fútbol podía ser el medio idóneo de engendrar una «nueva raza» de católicos impregnados de un espíritu competitivo que luego podría trasladarse a todos los ámbitos de la vida social. Según Semeria, el fútbol era un vehículo espléndido para desarrollar cualidades de mando entre los llamados al liderazgo, al mismo tiempo que fomentaba virtudes como la obediencia, un agudo sentido de la responsabilidad y, por encima de todo, la disposición a someterse a la autoridad. Durante los primeros años del régimen, el arraigo de las distintas organizaciones juveniles era muy escaso, por lo que tenían una capacidad muy limitada de difusión del ideario fascista. Al día siguiente de la Marcha sobre Roma se redactó un reglamento para organizar a los grupos Balilla bajo la supervisión del vicesecretario del Partido Giuseppe Bastiani, pero no fue hasta abril de 1926, una vez establecido el «Estado corporativo», cuando se aprobó una ley que reagrupó a las distintas organizaciones juveniles en la Opera Nazionale Balilla (ONB), presidida por Renato Ricci, fascista de la vieja guardia al que Mussolini encomendó «reorganizar a la juventud desde un punto de vista moral y físico». La ONB reunía a los Figli della Lupa o «hijos de la loba» (niños de cuatro a ocho años), a los Balilla (niños de ocho a quince años) y a los Avanguardisti (de quince a dieciocho años). A los dieciocho, si eran estudiantes, los varones ingresaban en los grupos universitarios fascistas (GUF), a los que el PNF asignó la tarea de preparar a los futuros líderes de la Italia fascista y de llevar a cabo una intensa «propaganda de italianidad» en las universidades. A fin de fomentar entre los estudiantes una «sana conciencia nacional» y combatir la propaganda partidista de los partidos «antinacionales», los escuadristas del GUF protagonizaron continuos enfrentamientos con las organizaciones de estudiantes católicos y socialistas por el control de las universidades. 120 Con la fundación de la Opera Balilla, Mussolini trataba de contrarrestar la metódica y perseverante labor de conquista de la juventud por parte de Acción Católica o de cualquier otra formación que pudiera rivalizar con la ideología militarista que pretendía inculcar. El primer punto del decálogo Balilla rezaba así: «El fascista sabe, y en especial el soldado, que no debe creer en la paz perpetua.» Puesto que no estaba dispuesto a permitir que ninguna institución ajena al fascio hiciera sombra al PNF a la hora de encuadrar a la juventud italiana, Mussolini ilegalizó una a una todas las demás asociaciones juveniles. Al Duce le enfurecía sobremanera que las organizaciones juveniles de la Iglesia católica se le hubieran adelantado a la hora de adoctrinar a los jóvenes por medio del deporte, por lo que en más de una ocasión declaró que: «La Iglesia sólo debe ocuparse de la religión y no de deportes ni de gimnasia ni de círculos recreativos.» [J.J. Sebreli 1998:156] En 1927, por tanto, el régimen clausuró las sociedades deportivas católicas y las de la YMCA. Un año después le llegó el turno al movimiento scout, tachado de «grotesca imitación extranjera». Una vez suprimidas todas las organizaciones juveniles no fascistas, la Opera Balilla pasó a controlar todo el movimiento juvenil italiano y el Estado aprobó la estructura definitiva de esta institución, que pasó a depender del Ministerio de Educación Nacional, y asumió además la gestión del patronato escolar, de las escuelas rurales y de los orfanatos. En noviembre de ese mismo año, también le fueron transferidos el personal, las competencias y el patrimonio del Ente Nazionale per l’Educazione Fisica, con lo que toda la organización de la educación física y deportiva de la juventud quedó en manos de la ONB. La afiliación a la Opera Balilla comportaba numerosas ventajas, como la posibilidad de acceder a becas de estudio, revisiones médicas y seguros de accidentes y enfermedad, por no hablar de la participación en colonias de verano y todo tipo de actividades recreativas. No es de extrañar, pues, que la ONB llegase a tener más de cinco millones de afiliados. En aquel entonces la ONB se regía por un ideario totalmente opuesto a la competición y a la búsqueda del rendimiento. En una entrevista publicada en Il Popolo d’Italia en 1927, Renato Ricci, su fundador, se refería así al espíritu anticompetitivo que inspiraba a la organización: Para los Balilla nada de deporte, sino gimnasia, que sigue un método adaptado al momento de desarrollo de los niños. Para los Avanguardisti, los dirigentes deberán tener en cuenta sobre todo el grado de desarrollo psicofísico que se ha conseguido a los dieciséis años y no la edad del individuo. Éste sería el período necesario de preparación completa, sistemática y regulada, hasta conseguir la madurez física necesaria para superar la fatiga de los ejercicios, que de otro modo podrían ser causa de graves perjuicios para el desarrollo físico de la raza. [T. González 2002: 248] La aversión al deporte de competición que abrigaban algunos jerarcas del Partido durante la primera etapa del régimen condujo a serias discrepancias entre la ONB, las sociedades gimnásticas y las federaciones deportivas. Ricci se enzarzó en una áspera disputa con el resto de organizaciones juveniles, que tendían a rendir culto al campeón y a exaltar la competición en perjuicio de una concepción de la educación física considerada desde el punto de vista exclusivo de la formación higienista, ética y del 121 carácter. Su intransigencia le llevó a mantenerse en sus trece aun cuando, a fines de los años veinte, el régimen comenzó a decantarse claramente por el deporte de competición internacional. El primer asalto al «feudo» de Ricci se produjo en octubre de 1930, cuando el Gran Consejo del Fascismo aprobó la constitución de los Fasci Giovanili di Combattimento, cuya presidencia recayó en el vicesecretario del PNF Carlo Scorza. Esta nueva organización, dependiente de los GUF, tenía como objetivo captar a los jóvenes de entre dieciocho y veintiún años de los barrios marginales de las ciudades y de las zonas rurales del sur del país, que se encontraban fuera del ámbito académico, para llevar a cabo labores de proselitismo y convertirlos en militantes eficaces del Partido y la milicia. La creación de los Fasci Giovanili suponía un desafío directo a Ricci y a la ONB. Cuando en 1931 Sforza dimitió y los FGC y los GUF quedaron en manos del secretario general del PNF, Starace, se desató una despiadada batalla entre éste y Ricci, es decir, entre el PNF y el Ministerio de Educación (al que estaba vinculada la ONB), lo que puso de manifiesto las tensas relaciones entre el Estado y el Partido en lo referente a la educación de la juventud. El enfrentamiento entre los dos jerarcas se prolongó durante varios años, hasta que, en 1937, valiéndose de un informe encargado por Mussolini a los gobernadores provinciales sobre las relaciones entre la ONB y el Partido, Starace aprovechó la ocasión para asestar el golpe de gracia a Ricci, tachándole de «enemigo del Partido» y acusándole de dirigir la ONB como si fuera de su propiedad personal. Los datos recabados por este informe pintaban un cuadro muy negro del estado de los grupos juveniles: absentismo, falta de disciplina y ausencia de un «verdadero espíritu fascista». También dejaba entrever que los jóvenes italianos se asociaban a la ONB sólo para practicar deportes. Este estado de cosas permitió a Starace presentar la reorganización de los grupos juveniles bajo la supervisión y el control directo del Partido como único medio de «enderezar» a la juventud y llevarla de nuevo por la senda del fascismo. Así pues, en octubre de 1937 el Duce destituyó a Ricci y fusionó a los distintos grupos juveniles en una organización unitaria, la Gioventú Italiana del Littorio (GIL), dependiente del PNF. El organismo que coordinaba y dirigía el deporte en Italia antes de la llegada del fascismo al poder era el Comitato Olimpico Nazionale Italiano (CONI), fundado en 1914. Dada la importancia que otorgaba a la educación física como instrumento de propaganda, Mussolini no tardó en poner al frente de la vieja estructura deportiva del Estado liberal a uno de sus más estrechos colaboradores, Lando Ferretti, fundador y animador del periódico Lo Sport Fascista. Ferreti, que presidió el CONI entre 1925 y 1928, desarrolló toda una ideología del deporte como instrumento de «armonización social» para la creación del «hombre nuevo». Según él la «nación deportiva», dotada de una «religión laica» vertebrada por el deporte, sería capaz de suscitar una movilización colectiva permanente que sacase a las masas populares de su aislamiento. No obstante, antes consideraba imprescindible destruir la concepción liberal del deporte. Ésta se basaba, en efecto, según los fascistas, en «valores ingleses» como el fair play, y en un elitismo burgués que era preciso reemplazar por una ideología propia en la que las palabras «violencia» y «sangre» vertebraran un concepto fundamental para el fascismo: la guerra. 122 Con esa finalidad, y con el objetivo de erradicar el «instinto egoísta», los fascistas dieron preferencia a los deportes de equipo sobre los deportes individuales, pues de lo que se trataba por encima de todo era de fomentar un sentimiento de solidaridad nacional. En el calcio, «deporte colectivo», la cooperación lo era todo; los jugadores menos dotados eran tan importantes como los superdotados, y ninguno estaba por encima del equipo. Cabe destacar también cierto afán del régimen por evitar el culto a los deportistas individuales, que no sólo habría podido redundar en perjuicio de la popularidad del Duce, sino también, según Ricci, perjudicar «moral y físicamente» a la juventud italiana. Para forjar al italiano nuovo, los fascistas consideraban fundamental la creación de una red de organizaciones dedicadas a difundir las creencias, las cualidades y los atributos físicos del ciudadano fascista ideal. En esta tarea desempeñaría una labor muy destacada la Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Descanso-OND) fundada el 1 de mayo de 1925, cuyo objetivo no era «crear campeones, sino ofrecer a las masas una forma sana de esparcimiento físico y moral después de muchas horas de trabajo.» El primer proyecto del Dopolavoro partió de Mario Gianni, ex directivo de la filial de la Westinghouse Corporation en Italia, cuya propuesta fue aceptada por Mussolini en 1923. En cuanto fueron disueltas las organizaciones obreras no afectas al régimen y las relaciones laborales quedaron reguladas por el nuevo ordenamiento corporativo, Gianni organizó los primeros círculos de instrucción y recreo al frente de la Organización de Descanso de los sindicatos fascistas. El objetivo principal del antiguo ingeniero era evitar el conflicto de clase entre patronos y obreros mediante la implantación de un servicio social de empresa de tipo paternalista que representase, por así decirlo, la «cara amable» de la organización científica del trabajo. El régimen no sólo aplicó el taylorismo al incremento de la productividad en las empresas sino también a la organización del «tiempo libre» de los trabajadores, a los que ofrecía una amplia gama de actividades recreativas (viajes, vacaciones, deportes, sesiones de cine o actos culturales). Con ese fin se creó una vasta red nacional de clubes locales e instalaciones deportivas (gran parte de los cuales, por cierto, había sido hasta entonces patrimonio de los socialistas). En noviembre de 1926, y vista la gran importancia que el régimen otorgaba a la OND, Mussolini nombró vicepresidente de este organismo al secretario general del PNF, Augusto Turati. Una de las primeras actuaciones de éste fue ordenar a las federaciones provinciales del Partido que asumiesen la dirección política del Dopolavoro. En abril de 1927 toda la organización estaba en manos del PNF. Bajo el mandato de Turati, la OND aumentó considerablemente el número de sus afiliados y se transformó en una organización de masas. En octubre de 1930 Turati fue cesado por sus desavenencias con Mussolini y sustituido provisionalmente por Achille Starace en calidad de comisario extraordinario. Por aquel entonces los efectos de la crisis económica de 1929 comenzaban a hacerse sentir en Italia, lo que provocó un empeoramiento considerable de las condiciones de vida de los trabajadores italianos. Precisamente en la década de 1930, el temor a la inestabilidad política, así como la necesidad de asegurar la productividad laboral, indujo al Estado a poner especial celo en regular y controlar determinados juegos populares. Tal fue el caso de la petanca, pasatiempo poco grato a ojos de los funcionarios deportivos del régimen, que tenían 123 serias dudas sobre la idoneidad de dicha actividad lúdica desde la perspectiva fascista. La petanca estaba muy difundida, sobre todo en la periferia industrial y en las ciudades septentrionales, y se jugaba a ella en callejuelas y otros lugares públicos, lejos de los espacios monumentales consagrados al deporte-espectáculo, donde la individualidad de los asistentes se perdía entre los discursos, los himnos y los actos de exaltación propagandística del régimen. Puesto que el fascismo buscaba la (des)movilización de masas por encima de todo, los directivos del Dopolavoro reorganizaron la petanca introduciendo criterios competitivos que sirviesen para someter a su control tanto el juego como a los jugadores. El primer paso se había dado en 1926, cuando se promulgó un reglamento nacional único, al que siguió la organización de competiciones regionales y nacionales en 1932. La política deportiva del régimen, cada vez más orientada hacia el deporteespectáculo y de competición, contradecía claramente uno de los objetivos principales del Dopolavoro, que no era otro que la difusión de la actividad física entre la población trabajadora. (No en vano, el eslogan de la OND era: «muchos participantes, pocos espectadores»). La publicación de la Carta dello Sport en diciembre de 1928 por el secretario del PNF y entonces presidente del CONI Augusto Turati, supuso no sólo un claro intento de flexibilizar la rígida actitud antideportiva impuesta hasta ese momento por los responsables de las organizaciones juveniles, sino también el reconocimiento por parte del régimen de la importancia adquirida por las competiciones deportivas en las relaciones internacionales. Con la promulgación de la Carta dello Sport se estableció una clara separación entre deportes «nobles», que fueron confiados al CONI, y los de carácter «popular», que pasaron a depender de la OND, una clara división entre deporte profesional y juegos populares que iba claramente en perjuicio de estos últimos. Desde que el régimen comenzó a hacer un hincapié cada vez mayor en los deportes de competición, urgió a todas las federaciones para que organizasen más torneos y facilitasen la participación de los deportistas de toda Italia en ellos; mientras tanto, los jerarcas fascistas se entregaban a la tarea de poner fin a los conflictos entre distintas entidades deportivas y consolidaban su control sobre el entramado burocrático del CONI, proceso que se completó con el traslado a Roma de todas las federaciones en 1929. Como ya hemos visto, esta transformación se inició en 1925, cuando el PNF intervino en el nombramiento de Ferretti como presidente del CONI y en la elección de los dirigentes de las distintas federaciones. Los dos años siguientes fueron cruciales para la reforma de la estructura del deporte italiano. En 1926 se disolvieron multitud de asociaciones deportivas no afectas al régimen y muchos directivos fueron sustituidos por otros de probada lealtad fascista. Muy significativa en este sentido fue la reorganización de la Federazione Italiana Giuoco Calcio (FIGC), que se integró en el CONI. En 1926 la FIGC se encontraba en una situación caótica que culminó en la dimisión de todos sus dirigentes. Por supuesto, ésta no se produjo de forma completamente espontánea, ya que el régimen quería que la dirección del calcio pasara a manos del CONI. El pretexto para intervenir fue la huelga de árbitros declarada ese mismo año, que Ferretti aprovechó para designar una comisión de tres expertos a la que 124 encargó la redacción de un proyecto de reestructuración del fútbol italiano. En agosto de ese mismo año publicaron la Carta di Viareggio, que permitió al Partido hacerse con el control de los órganos de gobierno de la FIGC y adjudicar su presidencia al fascista Leandro Arpinati 48 . Este documento establecía por primera vez una clara distinción entre futbolistas profesionales y no profesionales, que permitía a los mejores jugadores percibir una remuneración en cumplimiento del principio del mancato guadagno («lucro cesante») mediante la que se les resarcía económicamente por no desempeñar otra actividad laboral. Asimismo, también se legalizó la transferencia de futbolistas entre clubes nacionales. Según lo dispuesto por la Carta di Viareggio, la participación de jugadores extranjeros en el fútbol italiano quedaba prohibida, aunque durante la temporada 19261927 se permitiría a los equipos que ya tuviesen extranjeros en sus filas conservar a dos, en el bien entendido de que al año siguiente no se admitiría a ninguno. No obstante, y en aras de forjar una poderosa selección nacional, Mussolini burló esta norma mediante la creación de la figura del «oriundo» con el fin de fichar en Sudamérica (donde existía una nutrida colonia de emigrantes italianos) a los mejores jugadores de descendencia italiana, a los que se les concedió la doble nacionalidad. El Duce no tenía inconveniente alguno en aceptar a jugadores que no residieran en Italia o no fuesen italianos de nacimiento, siempre y cuando sus habilidades futbolísticas pudieran utilizarse como un instrumento eficaz de promoción del régimen y de la cohesión nacional. No en vano, los éxitos cosechados por la selección italiana, la squadra azurra, se debieron a que la mitad del equipo estaba compuesto por oriundos y al uso de métodos extranjeros (británicos) de entrenamiento. Asimismo, con la Carta di Viareggio, el régimen comenzó a utilizar el fútbol al servicio de sus objetivos políticos internos, que no eran otros que crear una «cultura del consenso», luchar contra el campanilismo, —es decir, el apego a la propia localidad y la hostilidad contra todas las demás— y acabar con la tradicional división Norte-Sur. A diferencia de otros Estados y como consecuencia de los desequilibrios económicos y sociales entre regiones, Italia carecía de una organización deportiva consolidada, lo que complicó los esfuerzos del régimen por promover los sentimientos de identidad nacional. La creación de la Divisione Nazionale permitió establecer un Campeonato de máxima categoría que no contemplaba las divisiones regionales y abarcaba a todo el país. Fue precisamente el tenaz arraigo de los vínculos regionales a finales de la década de 1920 lo que llevó a Mussolini a invertir en la formación de un equipo nacional capaz de movilizar las mismas pasiones violentas que los clubes locales. Cuando la squadra azurra comenzó a obtener grandes éxitos, el régimen pasó de utilizar el fútbol como Arpinati, que presidió el CONI entre 1931 y 1933, fue el responsable de la expedición italiana a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1932), así como el promotor de la construcción del primer estadio moderno de fútbol en Bolonia, «Il Littoriale». En mayo de 1933 Mussolini aprovechó la enemistad entre Arpinati y Starace para obligar al primero a dimitir de su cargo y otorgárselo acto seguido a Starace. 48 125 catalizador del nacionalismo italiano a emplearlo como vehículo propagandístico del fascismo en el extranjero. Una vez hubo consolidado su régimen en el interior, Mussolini concentró prácticamente todos sus esfuerzos en la propaganda y la política exterior. A finales de la década de 1920, el deporte, convertido en elemento básico de la «cultura italiana», se encarnó en imagen del esplendor del fascismo, que extrajo grandes réditos políticos de su estrecha identificación con él. El régimen realizó grandes campañas de fomento del deporte y prestó mucha atención al cuidado y preparación de sus deportistas de élite, y apoyó su participación en competiciones internacionales, sobre todo en las Olimpiadas, como medio de demostrar la superioridad del Estado y la política fascistas sobre las decadentes y plutocráticas democracias liberales. La propaganda, por lo demás, era imprescindible para canalizar el descontento social creado por la crisis de 1929 y ensalzar los ánimos guerreros. Durante los años de imposición de la política deportiva fascista, la prensa y la radio dieron mayor cobertura informativa a los deportes que más entusiasmo despertaban entre las masas, como el fútbol, el boxeo o el ciclismo. En cuanto el Estado empezó a fomentar el deporte como actividad formativa y saludable para la juventud y excelso medio de proyección política internacional, aparecieron en los diarios fotografías de Mussolini vestido de jinete, tenista, aviador o consumado campeón de esgrima, a la vez que los «prejuicios médicos» contra la actividad deportiva se esfumaron como por arte de magia. El deporte, en efecto, llegó a simbolizar un estilo de vida, el del dinamismo y el «rejuvenecimiento» fascistas. Desde la perspectiva fascista, las treinta y siete medallas conseguidas en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1932, los éxitos cosechados por los ciclistas en el Tour de Francia y la creciente popularidad de la selección nacional de fútbol a partir de 1930, constituían la prueba indudable de que una nueva Italia —sana, joven, fuerte— amanecía bajo el liderazgo del Partido y del Duce. Así, tras los triunfos de los atletas italianos en los Juegos de Los Ángeles, en la edición de Il Popolo d’Italia del 4 de septiembre de 1932 podía leerse: Ha vencido el nuevo italiano. Un espíritu guerrero, salido de la Revolución, se ha afirmado en los Juegos. Ha triunfado el espíritu sobre la materia. Nuestros atletas se han batido con coraje squadrista contra todos. En 1933, tras fusionar las que ya existían en algunas federaciones, el régimen creó en el CONI una oficina de Propaganda y Prensa que acataba las indicaciones de la Oficina de Prensa del PNF, redactaba comunicados de prensa, controlaba los de las federaciones y «coordinaba» a los periodistas deportivos. Dos años después, Mussolini ordenó la creación de un Ministerio de Prensa y Propaganda, en el que gran número de funcionarios se afanaba en redactar las veline, notas que el régimen producía en serie para los comentaristas deportivos, y en las que se inventaban mitos y leyendas sobre los campeones más célebres del momento. En los años treinta la política deportiva del régimen se orienta claramente hacia el deporte-espectáculo. Este cambio de rumbo estaba directamente ligado a la multiplicación de las competiciones internacionales, sobre todo, tras el establecimiento 126 de los Campeonatos del Mundo y de Europa y el prestigio internacional cada vez mayor de los Juegos Olímpicos. No obstante, también obedecía a las ambiciones imperialistas de Mussolini y a su deseo de adquirir prestigio y «proyección internacional». Por tanto, los grandes campeones deportivos, mitificados por la prensa, fueron ensalzados como arquetipos del italiano nuevo, enérgico, robusto y, sobre todo, victorioso en las competiciones con otras «razas». El proyecto propagandístico del fascismo requería no sólo que las masas siguieran las hazañas de sus héroes a través de la prensa y la radio, sino que lo hicieran también como espectadores en las gradas, ya que para los fascistas el deporte-espectáculo, y en especial el fútbol, «permitía concentrar en un espacio propicio para la puesta en escena a considerables muchedumbres, ejercer sobre ellas una fuerte presión y alimentar los impulsos nacionalistas de las masas» [F. Alcalde 2009: 24]. De ahí que a partir de 1930 la política deportiva del régimen se plasmase en la construcción de grandes estadios: al Littoriale de Bolonia, inaugurado en 1927, le siguieron el Berta de Florencia, erigido en 1932, o el Estadio Mussolini, construido en 1933. Los éxitos del deporte italiano contribuyeron a alimentar el mito de la «nación deportiva» y a despertar el interés de los observadores extranjeros, que visitaron en gran número Italia para estudiar in situ los programas deportivos fascistas. (Tanto la Alemania nazi como el Frente Popular francés se inspiraron en ellos para diseñar sus propios proyectos.) No es de extrañar, por tanto, que en 1930 Augusto Turati fuera admitido como miembro del COI, ni que tres años más tarde, en la sesión del COI celebrada en Viena, ingresaran en dicha institución fascistas de renombre, como el general Carlo Montu, el conde Thaon de Revel o el conde Alberto Bonacossa. Como muestra de gratitud, y a propuesta de Mussolini y de Starace, el presidente del COI, Baillet-Latour, fue distinguido con la Estrella al Mérito Deportivo por el rey de Italia. La ratificación internacional del sistema deportivo italiano llegó también de la mano del COI, en 1934, cuando otorgó a la Opera Dopolavoro la «Copa Olímpica» en tanto organismo mundial que más se había distinguido en la difusión de las actividades deportivas y de ocio. La celebración del Campeonato Mundial de fútbol de 1934 en Italia, en un momento de gran prestigio internacional tanto de la política exterior fascista como de la organización deportiva italiana, constituyó para Mussolini un escaparate propagandístico equiparable al que dos años más tarde representaría la Olimpiada de Berlín para Hitler. El Congreso de la FIFA, reunido en 1932 en Estocolmo, eligió a la Italia fascista como país anfitrión de la segunda edición de la Copa del Mundo, después de que Suecia, el otro país candidato, retirara su candidatura misteriosamente y sin explicación oficial alguna. Éste no fue el único suceso extraño relacionado con este Mundial: el primer encuentro de la fase clasificatoria se celebró en Italia, donde la «selección azul» derrotó a Grecia por cuatro goles a cero. El partido de vuelta, que tendría que haberse disputado en Atenas, no se celebró, pues los griegos renunciaron de forma inesperada a jugar. Fue un Mundial diseñado a la medida de Mussolini, pero para asegurarse de que la squadra azurra se alzara con la victoria, al régimen se le permitió inscribir como italianos a un brasileño, a cuatro argentinos (que habían disputado el Campeonato del 127 Mundo anterior con la selección argentina) y a otros tres jugadores de otros países. Los árbitros fueron designados por el propio Mussolini. El Duce cenó con el sueco Ivan Eklind, árbitro nombrado para pitar la semifinal entre Austria e Italia, la noche anterior a la celebración del partido. Como recompensa a la descarada actuación de Eklind en dicho encuentro, que dio la victoria a los italianos sobre a los austriacos, Mussolini lo eligió de nuevo como colegiado para la final. En la final —a la que el equipo anfitrión llegó tras una serie de arbitrajes tan parciales que uno de los colegiados, René Mercet, fue expulsado de su federación al regresar a Suiza—, Italia se enfrentó a Checoslovaquia. Al partido asistieron más de cincuenta mil espectadores, la mayoría de ellos funcionarios del PNF. En el descanso, cuando el resultado era de empate a cero, un enviado de Mussolini se personó en el vestuario del equipo italiano y entregó al entrenador Vittorio Pozzo una breve nota que decía: «Que Dios le ayude si llega a fracasar». Hacia 1934 la Italia fascista pasaba por ser uno de los «grandes» de la política europea y mantenía excelentes relaciones con Francia y Gran Bretaña. Ese mismo año las tres potencias publicaron una declaración garantizando la independencia austriaca, amenazada desde la llegada de Hitler a la cancillería alemana. Sin embargo, dos años más tarde, tras la invasión italiana de Etiopía (1935) y la intervención italogermana en la guerra civil española (1936), la alianza entre Hitler y Mussolini se va consolidando cada vez más. A partir de 1936, Mussolini deja las manos libres a Hitler para anexionar a Austria al Tercer Reich. La aproximación entre los dos regímenes era ya patente cuando, durante la primera quincena de agosto de 1936, se celebraron los Juegos Olímpicos de Berlín que contribuyeron a preparar a la opinión italiana para la política de alianza con los nazis. Según la prensa italiana, Italia acudía a las Olimpiadas de Berlín bajo el estandarte de la guerra, tras su reciente victoria en Etiopía y con ánimo de alzarse con el triunfo en una nueva contienda. En los Juegos de 1936 las atletas italianas hicieron muy buen papel (en las Olimpiadas de Los Ángeles no se había permitido competir a las féminas en pruebas de atletismo), lo que compensó la mediocridad de los resultados masculinos; Ondina Valla y Claudia Testoni, que obtuvieron el primer y cuarto puesto respectivamente en la prueba de ochenta metros vallas, se convirtieron en heroínas nacionales de la noche a la mañana. Lo Sport Fascista se deshizo en elogios y, por vez primera, informó de los resultados femeninos antes que de los masculinos. Los triunfos cosechados por los deportistas italianos en los Juegos de Berlín, así como la supremacía futbolística de Italia tras la segunda victoria consecutiva de la selección nacional en los Mundiales de París en 1938, se esgrimieron ante el mundo entero como prueba de que Mussolini había superado con éxito el boicot político y deportivo al que estuvo sometido por la invasión de Etiopía, tras la retirada de la sanciones impuestas por la Sociedad de Naciones a petición de Gran Bretaña y retiradas en junio de 1936. Pocos días después, sin embargo, Italia abandonó este organismo internacional. A partir de la segunda mitad de la década de 1930, el régimen concentró sus esfuerzos en la selección nacional de fútbol, deporte que contaba cada vez con más seguidores y constituía, por tanto, un factor de propaganda internacional de primer orden. La política de Mussolini llegó a su paroxismo durante el Mundial de 1938, en el 128 que la victoria se convirtió para el Duce en una cuestión ya no sólo de Estado, sino personal. La víspera de la final, disputada entre Italia e Hungría, los jugadores italianos recibieron un escueto e inquietante telegrama de sólo tres palabras: «vencer o morir». Los periódicos italianos aprovecharon el éxito de la selección para hacer propaganda del régimen, aprovechando la circunstancia de que el triunfo azurra se había producido en París, que sólo tres meses antes había sido la capital mundial del frentepopulismo antifascista. Las victorias italianas en el terreno futbolístico, sin embargo, no fueron el presagio de futuros triunfos en el campo de batalla. Tras la fácil ocupación de una Albania indefensa en 1939, las tropas italianas fracasaron en sus primeros combates contra los ejércitos aliados. Mussolini trató de emular a Hitler y plasmar sus sueños de grandeza imperial enfrascándose en una «guerra paralela» con la pretensión de forjar un «nuevo orden en el Mediterráneo» que tan sólo le brindó calamitosas derrotas militares. Poco tiempo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, los todavía recientes ecos de los éxitos deportivos italianos pasaron a segundo plano al mismo ritmo que la actividad deportiva iba militarizándose. Ante unos indicios de descontento social en aumento y en un intento de apuntalar el régimen, las últimas iniciativas deportivas de Mussolini estuvieron encaminadas a preparar a la población para la guerra que se avecinaba. No en vano, en octubre de 1937, la ONB y los distintos grupos juveniles quedaron subordinados a una nueva organización, la Gioventù Italiana del Littorio (GIL), concebida como la organización de masas (aglutinaba a todos los jóvenes de ambos sexos, desde los seis hasta los veintiún años) que el régimen precisaba para la etapa venidera. El núcleo de las actividades de la GIL lo constituía la asamblea obligatoria de todos los sábados por la tarde, el llamado sabato fascista. La sesión comenzaba con un desfile en formación a passo romano —a imitación del paso de la oca alemán— y saludando con el brazo en alto, tras lo cual todos los jóvenes realizaban ejercicios gimnásticos y de adiestramiento militar. A los adolescentes les entusiasmaba tan poco dicha jornada que aprovechaban ese día para salir de casa y reunirse con sus amigos en lugar de asistir a tan lamentables y aburridas concentraciones. Con la entrada en guerra, la GIL fue transformándose en una estructura subalterna del PNF, a la que se le encomendaron tareas como la ayuda a las familias de los combatientes, la vigilancia antiaérea, el cuidado y auxilio de los heridos tras los bombardeos e incluso la formación de unidades de voluntarios para combatir en el frente. A medida que la hora de la capitulación se acercaba, sólo una minoría de afiliados a la GIL persistió en su fanatismo bélico. La acumulación de fiascos militares llevó a una gran parte de la «Joven Italia» adoctrinada bajo el fascismo a desarrollar una sorda hostilidad hacia el régimen. La retórica de la juventud itálica conquistadora, fuerza dinámica de la «nación en armas», se hizo añicos en 1942, cuando las decisivas derrotas en el norte de África y del Don en Rusia mostraron a los italianos lo vanos que habían sido sus sueños de resurrección de la romanidad imperial. Durante los primeros meses de 1943, fue precisamente la juventud la que desafió la disciplina militar y el control social del Estado fascista en todo el país. En julio de ese mismo año, cuando el golpe monárquico-militar del general Badoglio (el mismo que había allanado en su día el 129 camino al poder a los fascistas) puso fin a la dictadura de Mussolini, fueron muchos los jóvenes que llenaron las calles, destruyendo a su paso todos los símbolos del régimen y las imágenes del Duce. Así concluyó el proceso de nacionalización de la juventud italiana. *** Si la retórica fascista italiana exaltó el deporte como mística de la camaradería viril, estética vitalista de la violencia y culto de la juventud, el nacionalsocialismo imprimió a su particular concepción del deporte y de la educación física una vuelta de tuerca biologicista fundamentándola en el mito de la raza. La doctrina de la superioridad racial aria tiene sus orígenes remotos en la nostalgia romántica alemana por un pasado remoto en el que los germanos habrían vivido en un estado de permanente felicidad comunitaria. La lentitud con la que avanzó la unificación política llevó a muchos nacionalistas alemanes a concebir la unidad nacional en una perspectiva cada vez más «cultural» y mitológica. Pese a que en los orígenes del movimiento völkisch —término que originalmente significaba «popular» o «folclórico», pero que adquirió rápidamente claras connotaciones «raciales»— la influencia de elementos cristianos radicales había sido considerable, el apoyo de la Iglesia Católica a los terratenientes austriacos y a los derechos de las minorías católicas no alemanas en Austria, que obstaculizó los proyectos pangermanistas, contribuyó mucho a reforzar las corrientes materialistas y neopaganas en su seno. En las dos décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, la imagen arcádica de un pueblo alemán depurado de «cuerpos extraños» y viviendo en comunión con la naturaleza se convirtió en referente común de todo el nacionalismo völkisch. En cualquier caso, el aspecto decisivo de la ideología de este movimiento era que definía al ser humano en función de su particularidad étnico-cultural, principio de exclusión que conducía a la impugnación del concepto de humanidad49 y a negar de raíz la noción moderna de ciudadanía e igualdad de derechos civiles y políticos. Poco a poco, pues, el proyecto de una «vuelta a la comunidad» fue adquiriendo los perfiles de un programa de rechazo de la modernidad liberal y de las instituciones parlamentarias, al mismo tiempo que la «comunidad nacional» se convertía para muchos nacionalistas völkisch en una iglesia autosuficiente consagrada al culto del cuerpo natural y político del Volk. De ahí procede el «antihumanismo» de Martin Heidegger, cuyo fervoroso anhelo de poner las universidades al servicio de la nación le llevó a aprobar, en calidad de rector de la Universidad de Friburgo, no sólo la creación de «cátedras en deportes militares», sino también a aceptar que se otorgase valor académico a la participación en campamentos militares de verano. Heidegger siguió defendiendo dicho programa pese a saber que los estudiantes solían apalear a los habitantes de los pueblos vecinos no afectos a los nazis. Con gran entusiasmo, participó en varias de aquellas convivencias de verano, y unos meses más tarde, del 4 al 10 de octubre de 1933, dirigió su propio «campamento científico» (Wissenschaftslager) en su refugio de las montañas. Con entonación militar, el filósofo arengó a los jóvenes, ataviados con uniformes de las SA, como si liderara el asalto a algún territorio enemigo, minentras el pelotón marchaba en formación desde Friburgo hasta la cabaña de Heidegger en Todnauberg, donde éste ensalzó el gran «coraje» de los participantes a la vez que les hablaba de la conquista de una nueva realidad y del «vuelco total de nuestro Ser alemán». 49 130 En esencia, pues, el movimiento völkisch fue una «revolución cultural» contra la «cosmovisión judeocristiana» y el universo engendrado por la Revolución francesa y la industrialización, y estuvo estrechamente ligado a la difusión del nudismo, el vegetarianismo, la ingesta de alimentos sanos, la teosofía, el espiritismo y el ocultismo. Una de las piedras angulares del edificio ideológico völkisch era la relación «orgánica» que ciertas clases sociales y grupos étnicos mantenían con «la tierra», frente a los sectores de población «parasitarios» y portadores del «desarraigo», que jamás podrían ser asimilados por el Volk. De ahí que se exaltase la estabilidad del mundo rural frente al bullicio permanente del medio urbano, que concentraba todo aquello que amenazaba la subsistencia y la cohesión del Volk: el proletariado «auténtico», es decir, migratorio, itinerante y con frecuencia extranjero; la prensa, fabricante de opiniones «inauténticas» y deletéreas; y los judíos, símbolos vivientes de la movilidad del capital financiero y el «cosmopolitismo». También los eugenistas alemanes participaron desde finales del siglo XIX en adelante en numerosas campañas a favor de las buenas costumbres alimenticias, el fortalecimiento físico y el aire puro como «condiciones previas de la salud nacional y la pureza racial». Inspirado por una concepción holística de la naturaleza, el movimiento Lebensreform, cuyos partidarios sostenían que los peligros de la «degeneración» podían mantenerse a raya interviniendo en materia de dieta, sexualidad, matrimonio, ejercicio físico e higiene, se unirá a determinados sectores médicos en la lucha contra los «venenos raciales» constituidos por el alcohol, la carne y el tabaco. A pesar de la grotesca contradicción existente entre el misticismo cultural irracionalista de origen völkisch y el cientifismo de cuño socialdarwinista o eugenésico, la combinación de ambos sería determinante en la génesis del nazismo. Éste jamás habría podido desarrollarse de no haber «superado» la disyuntiva entre una vulgar ideología místico-reaccionaria opuesta al progreso y al pensamiento racional, y una prédica pseudocientífica basada en elucubraciones racistas. Muy al contrario, al fusionar el léxico de la biología y la antropología con un poderoso discurso redentorista, el nazismo, síntesis del «idealismo» völkisch y la «ciencia racial» de inspiración darwiniana, se situaba resueltamente en la línea de continuidad de la modernidad y encarnaba la forma más acabada de una ideología de la salud al servicio del cuerpo sagrado del Volk. Otro movimiento que desempeñó un papel importante como matriz de comportamientos y actitudes de las que más adelante se nutriría el nazismo fueron los Wandervögel («aves migratorias»). El primer grupo Wandervögel fue fundado en 1896 por Hermann Hoffmann (1875-1955) y Karl Fischer (1881-1941), que comenzaron organizando excursiones dominicales con los alumnos masculinos de un instituto de bachillerato en Berlín-Steglitz, y más tarde pasaron a preparar acampadas y estancias más prolongadas en zonas de montaña u otros parajes naturales, en el transcurso de las cuales se instruía a los adolescentes en técnicas de supervivencia y se les enseñaba a apreciar las formas «naturales» y preindustriales de vida (los campos, los lagos, la desnudez). Las influencias intelectuales del movimiento fueron muy variadas, pero entre los libros de cabecera de los jóvenes Wandervögel figuraban las obras de Friedrich Ludwig Jahn, Nietzsche, Langbehn, Bergson, Rilke y Dilthey. 131 Si bien los Wandervögel compartían los postulados generales de otros Lebensreformer, muy pronto su principal seña de identidad se convirtió en la rebelión contra el mundo de sus mayores. Los jóvenes integrantes del movimiento, en su mayoría de clase media, se organizaban en células autónomas llamadas bandas. Contra el universo gris de sus progenitores, los Wandervögel apelaban a la fidelidad a padres míticos, los ancestros, y reivindicaban la autonomía de la «cultura juvenil» frente a la tutela de las instituciones (escuela, iglesia, familia). Como antídoto a la degradación física y espiritual provocada por la vida urbana, proponían recorrer la Alemania profunda y entrar en contacto con el Volk alemán auténtico. Contra la religión revelada, luterana o católica, el movimiento juvenil fomentaba la resurrección de una religiosidad pagano-germánica. La tensión entre las tendencias socialistas o libertarias y la nacional-germánica (völkisch), entre otras, provocó diversas escisiones en el movimiento, que también atravesó periódicas crisis en torno a la admisión o no de miembros judíos. (En 1914 —el mismo año en que se adoptó la esvástica como uno de los símbolos del movimiento— una conferencia nacional celebrada en Frankfurt decidió permitir a los grupos locales rechazar el ingreso de miembros judíos en sus filas y expulsar a los que ya formaban parte de ellas.) También fue sonada la escisión que se produjo en 1911 a raíz de la concepción elitista y pagano-clasicista de la homosexualidad defendida por algunos dirigentes Wandervogel, como Hans Blüher y Gustav Wyneken, que condujo a la formación de una nueva organización que se negaba a admitir mujeres: el Jung-Wandervogel. Al año siguiente, Blüher publicó su influyente y polémica historia del movimiento, El movimiento Wandervogel alemán como fenómeno erótico, en la que sostenía que la popularidad, la cohesión y la «fuerza germánica» innata del movimiento eran el fruto de los vínculos homoeróticos (generalmente sublimados) establecidos entre sus miembros adolescentes y adultos. El libro de Blüher, que convirtió la homosexualidad en bandera de una rebelión adolescente contra la moral familiar burguesa, tuvo una enorme repercusión, y entre 1912 y 1933, su autor figuró entre los veinte más leídos de Alemania, junto a Oswald Spengler, Thomas Mann, Carl Schmitt o Ernst Jünger. Según Blüher, las asociaciones deportivas y de excursionistas, los «clubs de lucha» y las unidades militares, cultivaban un Eros específicamente viril que era el fundamento imprescindible para la formación de Estados y culturas50. Al mismo tiempo, relegaba a Sorprende el silencio «políticamente correcto» que rodea en la actualidad a estas reivindicaciones «clasicistas» de la homosexualidad. Estas teorías rivalizaron durante largo tiempo con las nuevas concepciones «científicas», «neutras» y biologicistas acerca del «tercer sexo» y los «estadios sexuales intermedios», elaboradas por reformadores sexuales como Karl Heinrich Ulrichs (1825-1895) o Magnus Hirschfeld (1868-1935), que en no poca medida perseguían el objetivo de «normalizar» la homosexualidad por medio de un enfoque «clínico» que la hiciera aceptable a ojos de la burguesía liberal. La hostilidad que profesaba a estas concepciones el anarquista stirneriano (y racista) Adolf Brand (18741945), editor de la primera revista del mundo para homosexuales, Der Eigene («El único»), era tal que en 1903 decidió separarse del «Comité científico-humanitario» de Hirschfeld y fundar, junto con Benedict Friedlander y Wilhelm Jansen, la «Comunidad de los únicos» (Gemeinschaft der Eigenen), cuyo ideal era el amor homosexual entre hombres viriles y la pederastia según el modelo griego. 50 132 la familia, dominio de la mujer, a una esfera puramente «material» que tenía por cometido fundamental garantizar la reproducción de la especie51. En cuanto estalló la Primera Guerra Mundial, buena parte de esta juventud «salvaje», llena de exaltación romántica y formada en el espíritu comunitarista de los Wandervögel, que despreciaba la política como un pasatiempo burgués y consideraba a los adultos (padres o pedagogos) como agentes de un aparato de domesticación de sus energías vitales, se alistó con entusiasmo en el ejército alemán. Tras la derrota, muchos de aquellos jóvenes engrosaron las filas de los Freikorps, las unidades paramilitares con las que el gobierno socialdemócrata aplastó en 1919 la insurrección espartaquista de Berlín y disolvió por la fuerza de las armas la república soviética de Baviera. Estas fuerzas irregulares se significaron en esas y otras muchas ocasiones tanto por la brutalidad de sus ejecuciones extrajudiciales como por su activa participación en pogromos antisemitas, y no pocos de sus integrantes acabaron uniéndose a los nazis, que adoptaron de los Wandervögel tanto el título Führer como el saludo Heil. La Liga Pangermánica (1891) fue la primera organización nacionalista alemana en abogar por un agresivo populismo autoritario dirigido contra los enemigos del exterior y del interior, y no dudó en incluir entre estos últimos a la monarquía guillermina cada vez que la política exterior del Segundo Reich no se ajustaba a sus expectativas. En el transcurso de las dos décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, las ambiciones expansionistas de la Liga se orientaron cada vez más hacia una reorganización económica, étnica y demográfica de Centroeuropa bajo hegemonía alemana, que presentaba como antídoto a las nocivas secuelas de un capitalismo «manchesteriano» y caótico que entorpecía la «expansión biológica de la raza alemana» y mermaba progresivamente la soberanía del Volk a través del «mestizaje cultural», la inmigración caótica de mano de obra extranjera (sobre todo polaca y de Europa oriental), el influjo de las finanzas extranjeras y la actividad sediciosa de la socialdemocracia internacionalista. En el marco de semejante proyecto, la mitología del Volk y la propaganda antisemita se convirtieron rápidamente en herramientas ideológicas puestas al servicio de una estrategia muy pragmática. La utilidad del concepto de Volk residía precisamente en que permitía negar la ciudadanía alemana a los súbditos del Reich considerados «ajenos a la raza» y a la vez reivindicar la incorporación al Reich de todos aquellos «alemanes» que no formasen parte jurídicamente del Estado. El antisemitismo, a su vez, si bien no había sido uno de los principios fundacionales de la Liga, fue adoptado oficialmente por ésta en 1912 y desempeñaba la función complementaria de aglutinar en una misma figura «étnica» a todos los «elementos extraños» que amenazaban la salud del «cuerpo del pueblo», a saber, liberales moderados, socialdemócratas y judíos, a los cuales se identificaba con una cultura En una nota a pie del segundo volumen de su libro El papel del erotismo en la sociedad masculina, publicado en 1919, Blüher sostenía que lo que impedía a los judíos fundar un Estado propio eran precisamente sus fuertes vínculos familiares, raciales y étnicos, que según él acarreaban una falta de atención decisiva a los vínculos entre varones y las instituciones homosociales: «La historia universal les ha condenado a seguir siendo siempre una raza y nunca un Volk.» [T. S. Presner 2007: 137] 51 133 moderna y «cosmopolita» que las fuerzas del nacionalismo radical consideraban imperativo erradicar por todos los medios. Conviene tener presente, no obstante, que gran parte del «ideario» de la futura política racial nazi no surgió en Alemania, sino que se inspiró directamente en leyes y conceptos formulados y puestos en práctica al otro lado del Atlántico: Mucho antes de la llegada de Hitler al poder, en vísperas del estallido de la Primera Guerra Mundial, salió a la luz en Mónaco un libro cuyo título remitía a los Estados Unidos como modelo de «higiene racial». En él, su autor, vicecónsul del Imperio austrohúngaro en Chicago, elogiaba a los Estados Unidos por la «claridad» y la «pura razón práctica» de las que este país había dado prueba al afrontar con la debida energía una cuestión importantísima y, no obstante, relegada con frecuencia a segundo plano: violar las leyes que prohibían las relaciones sexuales interraciales y los matrimonios mixtos podía comportar hasta diez años de cárcel y, en caso de condena, afectar no sólo a los protagonistas, sino también a sus cómplices. […] Sin embargo, existen ejemplos todavía más clamorosos. Rosenberg expresó su admiración por el autor estadounidense Lothrop Stoddard, que había tenido el mérito de ser el primero en acuñar la expresión Untermensch [«subhombre»], que ya en 1925 se exhibió como subtítulo de la traducción alemana de un libro publicado en Nueva York tres años antes. Respecto del significado del término acuñado por él, Stoddard aclara que se refiere a la masa de «salvajes y semisalvajes» que habitan en el interior o el exterior de las metrópolis capitalistas, en cualquier caso «no apta para la civilización e incorregiblemente hostil a ella» con la que había que ajustar cuentas. Tanto en los Estados Unidos como en el mundo entero, era preciso defender la «supremacía blanca» contra «la marea ascendente de los pueblos de color» excitados por el bolchevismo, […] que con su insidiosa propaganda llegaba no sólo a las colonias, sino también a la propia población negra de los Estados Unidos. Se comprende perfectamente el extraordinario éxito que tuvieron estas tesis. El autor norteamericano, que incluso antes de recibir los elogios de Rosenberg había recibido ya los de dos presidentes estadounidenses (Harding y Hoover), fue acogido posteriormente en Berlín con todos los honores. [D. Losurdo 2003: 75] Como es sabido, el «ideal racial» de los nacionalsocialistas no sólo bebía en las fuentes de la eugenesia anglosajona y la mitología germana, sino también en los cánones de belleza de la Antigüedad griega. Dada su hostilidad a la herencia judeocristiana de Occidente y su reivindicación de los valores paganos, no es de extrañar que los nazis convirtieran al cuerpo masculino «ario» en símbolo de la regeneración y la voluntad de poder de la nueva Alemania, ni que para ello explotaran deliberadamente la imaginería homoerótica52. El arquetipo de un cuerpo hermoso y sano, de raza nórdica y dotado de No deja de ser paradójico que al mismo tiempo que exaltaba sin cesar la belleza y la desnudez del cuerpo humano y los valores paganos frente al cristianismo, el régimen nazi clausurase casi todos los centros naturistas existentes en Alemania (país donde precisamente nació este movimiento a principios de siglo) e hiciese quemar sus publicaciones. En lo que se refiere a la persecución de los homosexuales, y a despecho del endurecimiento de la legislación represiva tras la Noche de los Cuchillos Largos (1934) y de los quince mil homosexuales enviados a campos de concentración, la política nazi fue selectiva, contradictoria y ambigua: el NSDAP estaba dividido entre los partidarios de la doctrina del Männerbund, que definía al Estado völkisch ideal como una institución de base homoerótica que tenía como requisito previo la «destrucción de la dictadura de la familia» ―doctrina expresamente formulada por Blüher y elogiada por el ideólogo oficial del NSDAP, Alfred Rosenberg, en El mito del siglo xx (1930)― y la homofobia pragmático-puritana de Himmler, que veía en la homosexualidad una amenaza potencial para 52 134 una voluntad de acero, fue uno de los temas más exaltados por la directora de cine Leni Riefensthal en Olimpia, película en la que se superponen imágenes de estatuas griegas a las de atletas desnudos y se glorifica la perfección corporal como símbolo de perfección espiritual. Recordemos, en cualquier caso, que el pistoletazo de salida para esta «transvaloración» de la milenaria primacía judeocristiana del intelecto sobre el cuerpo, lo habían dado precisamente los «cristianos musculares» en los public schools ingleses del siglo XIX. Esta sublimación biológico-racial de la jerarquía social fue exaltada por Hitler en Mein Kampf, libro que propugna la idea de un Estado racista que promueva la selección genética con el objetivo de engendrar un hombre superior. Es más, para Hitler sólo era legítimo un Estado que estuviera al servicio de la «conservación de la raza», por lo que no dudó en reivindicar un derecho de rebelión «biológico» contra todo gobierno que condujera al Volk a la «destrucción». Teniendo en cuenta, pues, que Hitler sostenía que sólo sobreviven aquellos pueblos que dispongan de la máxima fuerza, salud y vitalidad, no es de extrañar que asignara una importancia fundamental a la corporeidad y que exigiera, como garantía de supervivencia de una «civilización aria», gloriosa y milenaria, «el cultivo de cuerpos completamente sanos». En un sentido mucho más prosaico y subordinado, también Hitler consideraba el ejercicio físico como un medio para «forjar el carácter», como señaló el filólogo alemán Victor Klemperer: Allí donde el libro de Hitler, Mi lucha, establece directrices para la educación, lo físico suele ocupar, mayoritariamente, el primer plano. Le gusta emplear la expresión «fortalecimiento físico», extraída del léxico de los conservadores de la época de Weimar. Elogia el ejército del emperador Guillermo como la única institución sana y vital del «cuerpo del pueblo» [Volkskörper] sumido, por lo demás, en la putrefacción, y ve en el servicio militar sobre todo, o quizá exclusivamente, una educación destinada a fomentar la potencia física. Hitler asigna de modo expreso un lugar secundario a la formación del carácter; en su opinión, es una consecuencia más o menos automática cuando lo físico predomina en la educación y hace retroceder lo espiritual. El último lugar de este programa pedagógico lo ocupa, admitido de mala gana, puesto bajo sospecha y vilipendiado, el intelecto, su formación y su necesidad de nutrirse de saber. [V. Klemperer 2001: 13-14] Esta concepción nacionalsocialista de la pedagogía se plasmaría, tras la llegada del NSDAP al poder, en medidas como la educación física obligatoria en las universidades (1934) y en una normativa regulatoria de la educación física en el ámbito escolar (1937) en cuyo preámbulo podía leerse: La educación física no es una asignatura que tenga como mera finalidad mejorar la preparación del cuerpo; más bien tiene por objeto una educación que dimana del cuerpo, es decir, que se apoya allí donde el joven es más susceptible de educarse: en la gimnasia, en los la reproducción de la «raza superior». Cabe señalar también que en Mein Kampf, libro escrito en una época en que la sociedad alemana conoció una verdadera eclosión del movimiento homófilo y de la libertad de costumbres en general y en el que Hitler se despachó a sus anchas contra todas las «plagas» que aquejaban al pueblo alemán, no figura una sola referencia a la homosexualidad. 135 juegos, en el deporte y en general, en el movimiento físico, que desarrollan y dan forma al cuerpo y al alma, como portadores de la herencia racial y que, arraigados en el espíritu del pueblo, son el procedimiento más adecuado para el logro de estos fines. Acostumbrarse a las prácticas deportivas crea una concepción sana de la belleza del cuerpo y de las aptitudes físicas; despierta y fomenta en el individuo y en la colectividad la conciencia del valor de su propia raza, colocándose así al servicio de la higiene racial. [C. Santero 1972: 352] Por lo demás, entre la concepción nazi de la educación física y la tradición de los Turner había muy pocas diferencias. Como ya vimos en el capítulo anterior, el movimiento gimnástico de Jahn había sido uno de los crisoles de la formación de la conciencia nacional alemana. Desde el momento de su fundación y hasta que alcanzó el poder, el NSDAP 53 apoyó a la asociación gimnástica mayoritaria, la nacionalista Deutsche Turnerschaft, que llamaba a la «unidad y cohesión del Volk» y que se había negado desde sus orígenes a participar en los Juegos Olímpicos «restaurados». En aquel entonces también existían en Alemania multitud de asociaciones obreras de gimnasia nominalmente internacionalistas y, por tanto, opuestas al movimiento gimnástico burgués, que condenaba cualquier forma de internacionalismo. La mayoría de ellas tenía sus raíces en el Arbeiter Turner Bund socialdemócrata fundado en 1893. En 1919 y como consecuencia del predominio numérico de los futbolistas, el ATB se rebautizó como Arbeiter Turn und Sportbund (ATUS). No obstante, la organización socialdemócrata compartía la hostilidad de los gimnastas nacionalistas a los Juegos Olímpicos, a la competición, a la especialización y a la lucha por los récords. De hecho, podría decirse que lo único que distinguía a unos y otros era su respectiva filiación «ideológica» y su base social, ya que parecían estar de acuerdo en casi todo lo demás. Las manifestaciones gimnásticas de estas organizaciones obreras se desarrollaban con arreglo a una estética muy semejante a la de los gimnastas nacionalistas: símbolos y ritos nacionales, procesiones, banderas y desfiles con antorchas. Así, por ejemplo, durante la República de Weimar las Juventudes Obreras del Partido Socialdemócrata celebraban el solsticio de verano con banderas, fogatas y largas caminatas por el campo. En cualquier caso y en flagrante contradicción con su credo internacionalista declarado, durante la Primera Guerra Mundial ni las asociaciones gimnásticas de la socialdemocracia alemana ni las de ningún otro país beligerante negaron su sostén a la «heroica» tarea de preparar militarmente a los jóvenes proletarios de todo el mundo para que se degollasen mutuamente en las trincheras. El deporte británico comenzó a ganar posiciones frente al todopoderoso movimiento gimnástico alemán precisamente durante la Primera Guerra Mundial, cuando la institución castrense (que ya desde hacía tiempo, y en connivencia con la elite industrial y financiera, venía considerando al deporte como elemento indispensable en la preparación de todo buen oficial) trató de aprovechar la coyuntura bélica para que los deportes fueran desalojando al Turnen del sistema educativo. No obstante, la oposición de los gimnastas, que consideraban que el fútbol y el atletismo (que hasta comienzos de El antecesor inmediato del NSDAP, el DAP (Partido Obrero Alemán), fue fundado en enero de 1919. Su primer presidente, Karl Harrer, era un periodista deportivo vinculado a la Sociedad Thule, grupúsculo ocultista-racista propietario del periódico Münchener Beobachter und Sportblatt, que con el tiempo acabaría por convertirse en el Völkischer Beobachter, órgano oficial del partido nazi. 53 136 siglo se practicaban en todas las asociaciones gimnásticas) eran ajenos al pueblo alemán por la única razón de que se regían por reglas formuladas en Inglaterra, siguió siendo un poderoso obstáculo para la difusión del deporte inglés en suelo germano. En cualquier caso, Alemania participó tímidamente en las primeras ediciones de los Juegos Olímpicos y fundó para cada cita olímpica comités de preparación que se disolvían después, hasta que tras los Juegos de 1912 se decidió constituir un comité permanente, la Comisión Imperial Alemana para la Organización de los Juegos Olímpicos. Si la perspectiva de organizar los Juegos de 1916 en Berlín había permitido concluir a corto plazo a una frágil tregua entre gimnastas y deportistas, la exclusión de Alemania de los Juegos Olímpicos de 1920 y 1924 no hizo sino intensificar la aversión a las Olimpiadas. De ahí que, por ejemplo, la Comisión Imperial Alemana para la Organización de los Juegos Olímpicos fuera rebautizada como Deutscher Reichsausschuss für Leibesübungen-DRA (Comisión Imperial Alemana para el Ejercicio Físico) en protesta por la exclusión de Alemania de la «familia olímpica». Incluso Carl Diem, secretario general del DRA y uno de los defensores más acérrimos de las Olimpiadas, recomendó no participar en los Juegos mientras «negros con uniforme francés» siguieran ocupando una de las orillas del Rin. Uno de los primeros cometidos del DRA fue la organización en 1922 de los «Juegos de combate alemanes» o «Juegos Olímpicos Nacionales», que sustituyeron a las Olimpiadas durante todo el período de exclusión de Alemania. Si bien estos Juegos tenían muchas similitudes con las Olimpiadas, también presentaban dos diferencias importantes: se admitía la participación de mujeres y de miembros de la Deutsche Turnerschaft. La labor llevada a cabo por el DRA durante la era de Weimar contribuyó mucho a difundir el deporte en Alemania. Uno de los primeros éxitos de este organismo fue la campaña para fomentar la enseñanza de la educación física en las escuelas. Si bien la solicitud presentada a la Asamblea Nacional en 1920 para que se impartiera una clase diaria de educación física no fue admitida, sí se aumentó el número de horas dedicadas a esta asignatura. Un año más tarde, tras un Congreso Escolar del Reich celebrado en Berlín, el deporte recibía un nuevo espaldarazo en detrimento de la gimnasia, tanto en el ámbito escolar como en el resto de la sociedad. La organización cada vez más frecuente de competiciones deportivas, especialmente entre los más jóvenes, llevó a la DT, que se había unido al DRA tras la guerra, a separarse de él. No es de extrañar, por tanto, que durante la era de Weimar los gimnastas de la DT intensificaran su tradicional patriotismo militarista volcándose en actividades antirrepublicanas como la recogida de firmas contra el Tratado de Versalles y oponiendo sus propias celebraciones a festividades republicanas como el Día de la Constitución. La importancia social cada vez mayor del deporte y de la educación física también condujo al DRA a promover la formación de profesores cualificados y a proponer que se fundara una institución dedicada al estudio de la «ciencia deportiva». Carl Diem, gran admirador de los programas deportivos de los Estados Unidos, realizó en 1913 su primera gira por aquel país (la segunda tuvo lugar en 1929), cuyos departamentos de Educación Física y Atletismo universitarios tomó como modelo. A su regreso y con la 137 ayuda de Theodor Lewald54, Diem fundó en 1920 una institución análoga a las que había visto en las universidades norteamericanas, el primer centro de formación de profesores de educación física, la Escuela Superior Alemana de Educación Física, adscrita a la Universidad de Berlín. La labor pionera de los científicos alemanes en ámbitos como el aprendizaje motor y la psicología deportiva, así como en los comienzos de la medicina deportiva, los situó muy pronto a la cabeza de la ciencia de la preparación física y psicológica en el mundo entero, y muchos estudiantes extranjeros acudieron a formarse en Berlín. La República de Weimar también apoyó tibiamente las manifestaciones del «deporte obrero», en no poca medida debido a la negativa de los vencedores de la Primera Guerra Mundial a permitir que Alemania participase en las Olimpiadas de 1920 y 1924, factor que debió contribuir mucho a que la poderosa organización deportiva socialdemócrata alemana organizara la primera Olimpiada Obrera en Frankfurt (1925). No en vano, en las ciudades donde gobernaba el SPD se concedieron mayores ayudas a las asociaciones deportivas obreras, lo que contribuyó tanto a aumentar la participación deportiva en general como a incrementar vertiginosamente el número de afiliados y seguidores de estas asociaciones. Como relata Siegfried Kracauer en Los empleados, en aquel entonces las empresas alemanas fundaban clubes para sus asalariados y fomentaban activamente el deporte por razones que iban más allá del mero interés inmediato por disponer de un contingente laboral saludable: […] a los jóvenes, tanto sindicados como no, se les anima a adherirse a las uniones deportivas mediante una discreta presión moral. No está de más tener cualidades como deportista para que a uno le contraten, y un diputado que probablemente no exagera me asegura que un excelente «extremo izquierdo» estaría en posición de vanguardia a la hora de ser reclutado para puestos vacantes. […] Por motivos idénticos, si hemos de creer a un antiguo miembro del comité de empresa, quienes integran los grupos deportivos se benefician de una especial benevolencia en la fábrica. Un buen monitor deportivo no suele tener problemas para que le concedan permiso para participar en competiciones, y cuando se prevén despidos, los compañeros deportistas se olvidan con facilidad de que uno existe. ¿Qué pasa entonces con los que se resisten a la tentación y por los motivos que sea no se alistan? Un técnico joven y brillante me confesó que estaría mucho mejor visto por su jefe si estuviese dispuesto a nadar, remar o correr con sus colegas. Para superar el considerable handicap que representa la escasa consideración de la que gozan, son muchos los que renuncian a su independencia. Conozco a un director de departamento que se plegó a las empresas deportivas del deporte de empresa con el único fin de evitar que su superior sospechase lo poco que le motivan ese género de manifestaciones comunitarias. El valor que se les otorga en las esferas directivas demuestra que contribuyen a reforzar el poder de la empresa. Digamos que las asociaciones deportivas son como puestos de avanzadilla que tienen la finalidad de someter a la empresa los territorios todavía vírgenes del alma de los empleados. De hecho, desempeñan allí una obra colonizadora de conjunto. [S. Kracauer 2007: 189] Theodor Lewald (1860-1947) ingresó en el servicio civil prusiano en 1885 y entró en contacto con el movimiento olímpico en 1900, con ocasión de los Juegos de la Exposición Universal de París. Desde su puesto de subsecretario del Estado en el Ministerio del Interior alemán, se ocupó de encontrar financiación para las malogradas Olimpiadas de Berlín 1916. En 1919 accedió a la presidencia del DRA. 54 138 Entre 1926 y 1929, durante la llamada «época dorada» de la República de Weimar, sobresalió una generación de jóvenes deportistas de élite perteneciente a la llamada «quinta de las trincheras» y adscrita en buena medida a los postulados de la «Revolución Conservadora» de Mueller van den Bruck, Oswald Spengler y Ernst von Salomon, para los que la guerra de 1914-1918 había sido la verdadera «revolución socialista» donde se había forjado a sangre y fuego un tipo humano inédito destinado a convertirse en espina dorsal de un nuevo Reich. Con el tiempo, algunos de estos veteranos de guerra dejaron de lado sus diferencias con el nazismo y aprovecharon su prestigio como deportistas para situarse en puestos clave de las organizaciones deportivas alemanas. Muchos otros responsables de organizaciones deportivas y gimnásticas alemanas, aun sin pertenecer formalmente al NSDAP, comulgaban con idearios escasamente alejados del nazismo. De hecho, fue la derecha völkisch del Partido Popular Nacional Alemán (DNVP) la que más atrajo a los gimnastas. Desde la misma proclamación de la República de Weimar, el DNVP había creado agrupaciones deportivas que servían de tapadera a grupos paramilitares como los Cascos de Acero, que se proponían derrocarla. Tras el rotundo fracaso del DNVP en las elecciones de 1930, la mayoría de sus dirigentes acabó afiliándose al NSDAP. Por su parte, Hitler, que se había proclamado líder del NSDAP en agosto de 1921, organizó en julio de ese mismo año una milicia que llevaba por nombre «Sección Gimnástica y Deportiva» y que más tarde pasaría a denominarse SA. También las agrupaciones gimnásticas del Deutscher Turner Bund austriaco desempeñaron un papel de primer orden como foro de las actividades nazis en Austria, y colaboraron de forma muy activa en las actividades del NSDAP austríaco tras la ilegalización de éste después de la intentona golpista de 1933. En 1926, el DRA eligió un Comité Olímpico Alemán encabezado por su presidente, Theodor Lewald, que había ingresado ese mismo año en el comité ejecutivo del COI, con el cometido de organizar la participación alemana en los Juegos de Ámsterdam. En la Olimpiada de Ámsterdam y, ante la sorpresa general, tras dieciséis años de ausencia de la competición olímpica, la representación alemana obtuvo el segundo puesto en el medallero. Dos años después se celebró la sesión del COI de Barcelona, que designó a la capital alemana como sede de la XIª Olimpiada. El presidente de la República, Hindenburg, prometió al DRA el apoyo de las instituciones, y los preparativos comenzaron en 1931, pese a la oposición de la DT. En enero de 1933, cuando los nazis ganaron las elecciones, la organización de los Juegos Olímpicos de Berlín ya estaba en marcha. Las primeras medidas y discursos del Führer sembraron dudas e inquietud entre las autoridades olímpicas alemanas: los nacionalsocialistas desataron una campaña de acoso contra el DRA, al que acusaron de «liberal», «pacifista», «simpatizante de lo extranjero» y de tener un presidente judío. En 1932, un año antes de acceder al poder, los nazis dejaron constancia de su hostilidad a los Juegos por «su carácter cosmopolita, democrático y racialmente integrador» y Hitler los denunció personalmente como «una invención de los judíos y de la masonería […] una farsa inspirada por el judaísmo que de ningún modo podría celebrarse en un Reich gobernado por nacionalsocialistas». [Ph. Cousineau 2008: 149] 139 Sin embargo, cuando llevaba menos de una semana en el cargo, el ministro de Instrucción Pública y Propaganda, Joseph Goebbels, recibió a Lewald, que le persuadió para que considerase las Olimpiadas como una bonanza publicitaria. Goebbels, a su vez, acabó con las reticencias de Hitler y le convenció de que los Juegos representaban una oportunidad excepcional para interpretar el papel de anfitrión internacional y ganarse así a la opinión pública mundial. A comienzos de marzo de 1933, Hitler recibió a Lewald y Diem, les expresó su interés por las Olimpiadas y el deporte en general, y les aseguró que respetaría la autonomía del Comité Olímpico Alemán. Sólo un mes más tarde, sin embargo, tras hacerse público que su abuela paterna era judía, Lewald cedió a las presiones de los mandatarios del Partido y presentó su dimisión como presidente del DRA. Le sucedió en el cargo el jerarca nazi y funcionario del Ministerio del Interior, Hans von Tschammer und Osten, que ejercía también el verdadero poder en el COA. Al mismo tiempo, la prensa nazi desató una campaña denunciando a Diem como un «judío blanco» (su esposa era de ascendencia hebrea), por lo que tampoco a éste le quedó más remedio que dimitir de sus puestos como director de la Escuela Superior Alemana de Educación Física y secretario del COA. La mediación del presidente del COI, el conde belga Baillet-Latour, evitó que Lewald y Diem fueran expulsados del Comité Olímpico Organizador, pero tuvieron que aceptar el ingreso de von Tschammer y que éste ejerciera el verdadero poder en su seno. Algunos meses más tarde, en octubre de 1933, Hitler visitó las obras de los Juegos, y pocos días después prometió a Lewald y Diem que dispondrían de toda la ayuda económica necesaria. No obstante, el 15 de octubre de 1934 ambos firmaron una declaración comprometiéndose a seguir las instrucciones del COA, presidido por von Tschammer, con lo que se convirtieron en colaboradores de Hitler y su autonomía quedó reducida a una existencia puramente formal. Entretanto, se libraba una enconada pugna entre bastidores entre los partidarios del movimiento Turnen y los defensores de las competiciones deportivas internacionales. Mientras que los representantes de la DT confiaban en que su organización creciera a expensas del DRA y que todos los deportes y federaciones deportivas quedaran subordinados a su asociación, los adeptos del deporte «cosmopolita» esperaban que el régimen se decidiera a adoptar el modelo deportivo de la Italia fascista. En mayo de 1933 von Tschammer dimitió como presidente del DRA y disolvió esta institución, que fue reemplazada por el Comité Nacional para el Ejercicio Físico. En julio, von Tschammer fue nombrado Reichssportführer, o sea, máximo responsable de deportes del Tercer Reich (Diem también intentó optar al cargo con el apoyo de su amigo el general Walther von Reichenau 55, pero sin éxito). Al cabo de Reichenau, que se convirtió en el principal enlace entre el ejército y el NSDAP gracias a su activa participación en la liquidación de la cúpula de las SA durante la Noche de los Cuchillos Largos (1934), tenía un largo historial como deportista y acompañó en 1913, también como representante del ejército, a su íntimo amigo Carl Diem durante el primer viaje de éste a los Estados Unidos. El 10 de octubre de 1941, Reichenau, entonces comandante en jefe del Sexto Ejército de la Wehrmacht en Rusia, emitió la siguente directriz: «El objetivo esencial de la campaña contra el sistema judeobolchevique es la destrucción completa de sus instrumentos de poder y la erradicación de la influencia asiática sobre la esfera cultural europea […] En el Este, el soldado no es sólo un combatiente que sigue las reglas de la guerra, sino también el portador de un concepto racial [völkkischen Idee] inexorable y el vengador de todas las bestialidades que se han cometido contra los alemanes y los pueblos racialmente afines. Por lo tanto, el 55 140 algunos meses de disputas, los partidarios del deporte internacional se habían alzado con la victoria. Los dirigentes nazis, conscientes del enorme potencial propagandístico de los Juegos de 1936 para sus proyectos de expansión mundial e influidos por los éxitos cosechados por la Italia fascista en las Olimpiadas de Los Ángeles y la Copa Mundial de 1934, dieron la espalda por completo a la doctrina gimnástica del movimiento Turnen, que sólo habría podido contribuir al aislamiento internacional del Tercer Reich. Neuendorff, último presidente de la DT y afiliado al NSDAP desde 1932, nada pudo hacer para impedir que ésta siguiera siendo sólo una federación de gimnasia sin competencias en el ámbito deportivo. Como muchas otras organizaciones, la DT quiso conservar su propia identidad, pero fue sometida primero al control nazi y posteriormente suprimida. En abril de 1933, von Tschammer dio orden de «arianizar» toda la organización deportiva alemana. La política antisemita irrumpía así en el deporte más popular de Alemania: el fútbol. La prestigiosa Federación Alemana de Fútbol fue integrada en el Comité Nacional para el Ejercicio Físico y poco después los jugadores y directivos de clubes judíos fueron expulsados de los clubes y excluidos de las competiciones internacionales. La campaña antisemita también se extendió a los demás ámbitos de la «cultura física»: en junio el nuevo ministro de Educación excluyó a los judíos de todas las organizaciones gimnásticas juveniles y les prohibió la entrada a todo tipo de instalaciones deportivas. En 1933 existían veinticinco clubes deportivos Maccabi (sionistas) que contaban con aproximadamente ocho mil miembros, noventa clubes Schild (organización de los excombatientes judíos de la Primera Guerra Mundial), que agrupaban a unos siete mil miembros, y un número desconocido de miembros de los dieciocho clubes Vintus (neutrales). Como consecuencia de la política nazi de «arianización», las tres asociaciones se unieron en el Comité Alemán de Clubes Deportivos Judíos, iniciativa que los nazis apoyaron, ya que así se proyectaba ante el mundo exterior la imagen de un deporte judío «separado» pero «igual» y no sometido a trabas. A primera vista puede ser difícil comprender la contribución del deporte a la puesta en práctica de la política antisemita de los nazis. Con todo, parece evidente que la exclusión sistemática de los judíos de las organizaciones deportivas, las piscinas y los balnearios (seguidos por las salas de cine y los teatros) fue un paso previo indispensable para poder perpetrar atropellos mayores. La exclusión de toda convivencia y contacto entre judíos y arios deshumanizaba a los primeros, de tal manera que su posterior eliminación total de la vida pública pudiera presentarse como un acto «racional» de purificación del cuerpo del Volk56. soldado debe poseer una comprensión completa de la necesidad de expiación, severa pero justa, que le corresponde a la subhumanidad judía [am Jüdischen Untermenschentum] y que tiene el objetivo complementario de cortar de raíz, en la retaguardia de la Wehrmacht, los conatos de rebelión que, como demuestra la experiencia, siempre traman los judíos. [...]» [«Secret Field Marshal v.Reichenau Order Concerning Conduct of Troops in the Eastern Territories» http://www.ess.uwe.ac.uk/genocide/ussr2.htm] 56 «Así pues, es evidente que el elemento central del programa nazi era la construcción de un Estado racial. Y bien, ¿cuáles eran en aquel entonces los posibles modelos de Estado racial? Aún más que en 141 La supresión de las organizaciones deportivas obreras, también llevada a cabo en 1933, no inquietó en absoluto al COI ni al resto del orbe «civilizado» (la ilegalización de las organizaciones deportivas confesionales, sin embargo, que se produjo dos años más tarde, en 1935, sí provocó encendidas reacciones). Los dirigentes nacionalsocialistas permitieron el ingreso de trabajadores en los clubes burgueses existentes siempre y cuando acreditasen que no eran marxistas y presentasen como prueba dos declaraciones juradas avaladas por sendos ciudadanos. Se hizo especial hincapié, además, en que la cifra de los admitidos procedentes de otras organizaciones no sobrepasara el veinte por ciento, ya que así se aseguraban de que los obreros estuvieran realmente dispersos y no pudieran reagruparse de ninguna forma. A partir de julio de 1934, todas las asociaciones deportivas que aún no habían sido disueltas fueron integradas en el Comité Nacional para el Ejercicio Físico. El deporte y los deportistas pasaban así a depender directamente del Estado nacionalsocialista. En 1935, Kurt Münch, miembro de la junta directiva de la DT, publicó un manual destinado a la promoción de los valores nacionales entre los deportistas en el que afirmaba: El nacionalsocialismo no puede permitir que quede fuera de la organización general de la nación ni un solo aspecto de la vida […] Todo atleta y deportista del Tercer Reich debe servir al Estado […] El deporte alemán es político en el sentido pleno del término. Es imposible que un individuo o un club privado se dediquen al ejercicio físico y al deporte. Estos son asuntos de Estado. [J. I. Barbero 1993: 29] En el fomento de la práctica deportiva en el seno de la «comunidad del trabajo» destacó el Frente del Trabajo Alemán (DAF), inspirado en el Dopolavoro fascista e instituido en mayo de 1933 para reemplazar a las organizaciones sindicales recién disueltas por las SA. Además de «mejorar la moral y la productividad de los trabajadores», según von Tschammer, el ejercicio físico debía fomentar la lealtad del trabajador hacia la empresa y el Estado y suministrar un lenitivo para las enfermedades laborales a las que el obrero estaba expuesto en su trabajo. A pesar de que en teoría la afiliación no era obligatoria, la presión era tan intensa que a nadie le convenía Sudáfrica, se buscó inspiración en el sur de los Estados Unidos. Por lo demás, ya en 1937 Rosenberg se refiere explícitamente a Sudáfrica: conviene que permanezca firmemente “en manos nórdicas” y blancas (mediante oportunas “leyes” que distingan, además de a los “indios”, a “los negros, los mulatos y los judíos”), para que constituya un “sólido baluarte” contra el peligro representado por “el despertar negro”. No obstante, el principal punto de referencia fueron los Estados Unidos, ese “espléndido país del futuro”, que había tenido el mérito de formular la feliz y “novedosa idea de un Estado racial”, idea que entonces se trataba de poner en práctica “con energía juvenil” mediante la expulsión y deportación de los “negros y amarillos”. Basta con echar un vistazo a las leyes de Nuremberg para darse cuenta de la analogía con la situación existente al otro lado del Atlántico: obviamente, en Alemania los judíos de origen alemán ocupaban el lugar de los afroamericanos. “En los Estados Unidos —escribió Rosenberg en 1937—, la cuestión negra es el eje de todas las cuestiones decisivas”, y una vez que el absurdo principio de la igualdad haya sido abolido para los negros, no se entiende por qué no deberían sacarse “las consecuencias necesarias para los amarillos y los judíos”. Por consiguiente, en lo que dijo con respecto al proyecto, muy querido para él, de un imperio continental alemán, Hitler tuvo muy presente el modelo de los Estados Unidos, cuya “inaudita fuerza interior” alabó: Alemania estaba llamada a seguir su ejemplo, expandiéndose por la Europa Oriental como si fuese una especie de Far West y tratando a los “indígenas” del mismo modo que a los pieles rojas.» [D. Losurdo 2003: 73] 142 permanecer al margen, con lo que el DAF se convirtió en la organización con mayor número de miembros del Tercer Reich, pasando de cinco millones de afiliados en 1933 a veintidós en 193957. Entre los beneficios sociales anunciados a bombo y platillo por el régimen figuraban los omnipresentes programas de Kraft durch Freude («A la fuerza a través de la alegría») dirigidos a todos los miembros del DAF, que tenían como objetivo organizar el «tiempo libre» de los trabajadores en consonancia con los objetivos del Estado nacionalsocialista. La participación de los sectores menos favorecidos de la sociedad en pasatiempos y actividades deportivas que hasta entonces habían sido coto reservado de las clases dominantes —como el tenis, la esgrima o la hípica— así como la posibilidad de hacer turismo y viajar, contribuyó mucho a que el Tercer Reich presentara la idea de la Volksgemeinschaft («comunidad del pueblo») como uno de sus logros reales y tangibles. Otra consecuencia de la llegada al poder de los nazis fue que los adolescentes y los niños menores de catorce años debían afiliarse al Jungvolk, sección de la Juventud Hitleriana creada en 1932 por el Partido para inculcar a los jóvenes la doctrina nacionalsocialista y las virtudes de la obediencia y la disciplina. A los catorce años ingresaban en el Jungenbund, es decir, en la Juventud Hitleriana propiamente dicha. En la JH, que promovía el adiestramiento físico mediante eslóganes como «tu cuerpo pertenece a la nación», el deporte era una actividad obligatoria. Se hacía hincapié en deportes como el boxeo y el jiu-jitsu, o las carreras, saltos, lanzamientos y marchas con cargas, así como en el excursionismo y otras disciplinas deportivas al aire libre que buscaran el contacto del hombre con la naturaleza. Además del ejercicio físico, también estaba a la orden del día la instrucción premilitar, que culminaba en el manejo de armas de pequeño calibre (en 1938 más de un millón doscientos cincuenta mil muchachos habían completado la instrucción de tiro). El ingreso en las JH se hizo obligatorio para los jóvenes de más de diecisiete años en 1939 y para todos los niños a partir de los diez años desde 1941. Mientras Hitler y sus acólitos transformaban a fondo las estructuras del deporte alemán, arreciaba la polémica internacional acerca de la conveniencia de celebrar unas Olimpiadas en la Alemania nazi. La política de segregación antisemita del régimen fue el eje de la campaña de boicot, que arrancó en 1933 en los Estados Unidos, después de que Bernard S. Deutsch, presidente del Congreso Judío Estadounidense, enviara una carta al COI denunciando la exclusión de los judíos de las organizaciones deportivas alemanas. En mayo de 1933 el Comité Olímpico Alemán, por boca de Lewald, comunicó al COI que respetaría escrupulosamente los principios de la Carta Olímpica, que no habría ningún tipo de discriminación y que todos los atletas extranjeros serían bienvenidos. En torno a esas mismas fechas, sin embargo, Baillet-Latour se vio obligado a advertir a los tres miembros del Comité Olímpico Alemán (Lewald, Ritter von Halt y Mecklenburg) 57 En diciembre de 1936, los representantes del DAF y del Comité Nacional para el Ejercicio Físico firmaron un convenio relativo al llamado «deporte de compensación», que establecía la obligatoriedad para los jóvenes obreros de practicar algún deporte durante al menos dos horas semanales. 143 que para que los Juegos pudieran celebrarse en Berlín era imprescindible dar un golpe de timón, ya que la oposición internacional era muy intensa. Durante la 31ª sesión del COI, celebrada en Viena en junio de 1933, Baillet-Latour utilizó la amenaza de boicot del Comité Olímpico Estadounidense para influir sobre los delegados alemanes, que no tuvieron más remedio que consultar con Berlín y aguardar instrucciones. No obstante, la mayoría de los miembros del COI se dio por satisfecha con las promesas alemanas y se negó a valorar los atropellos cometidos en el ámbito deportivo por los nazis echando mano de la famosa «neutralidad política del deporte». El COI, pues, no sólo ratificó a Berlín como sede de los Juegos de 1936, sino que además legitimó internacionalmente al régimen de Hitler. A decir verdad, el organismo olímpico internacional, que ya contaba con destacados fascistas en su seno, estaba entusiasmado con la perspectiva de celebrar unos Juegos en Berlín. En su reunión del 22 de noviembre de 1933, la Amateur Athletic Union (AAU), presidida por el ex juez y candidato a la alcaldía de Nueva York Jeremiah Mahoney, aprobó por unanimidad una resolución de boicot en la que se afirmaba que el Comité Olímpico Alemán había violado el espíritu de la Carta Olímpica al permitir que se impidiese a los deportistas de origen judío prepararse para los Juegos, por lo que el Comité Olímpico Estadounidense se vería obligado a rechazar la invitación alemana de tomar parte en las Olimpiadas de Berlín hasta que los obstáculos a la participación de deportistas judíos desapareciesen no sólo de derecho, sino también de hecho. Dicha resolución contenía un marcado carácter de ultimátum que fue suavizado por los sectores más filonazis, encabezados por el anterior presidente de la AAU, Avery Brundage, entonces presidente del Comité Olímpico Estadounidense y futuro presidente del COI58. Para convencer a los estadounidenses, pocos días después, von Tschammer, máxima autoridad deportiva del Tercer Reich, emitió un comunicado (publicado por el New York Times) en el que declaraba que ni él ni el gobierno del Reich habían publicado ningún decreto oficial que impidiera a los judíos acceder a los clubes deportivos o participar en competiciones deportivas. El COI, como ya hemos visto, se había dado por satisfecho con las promesas de los nazis, no así el Comité Olímpico Estadounidense, en cuya reunión del 14 de junio de 1934 se pospuso de nuevo la decisión a tomar hasta que Brundage realizase una inspección in situ. Durante su estancia en Alemania, Brundage se entrevistó con deportistas judíos y representantes de organizaciones deportivas judías, siempre en presencia de funcionarios deportivos nazis. Al día siguiente de su regreso, el 26 de septiembre, Brundage declaró que los judíos alemanes no tenían quejas del trato deportivo que recibían y persuadió poco después a la mayoría de miembros del Comité Olímpico Estadounidense para que votaran a favor de la participación estadounidense (la AAU, sin embargo, seguía lejos de estar convencida). Carolyn Marvin, autora de “Avery Brundage and American Participation in the 1936 Olympics”, da comienzo a su artículo con esta elocuente alusión a la célebre frase del duque de Wellington sobre la victoria de Waterloo: “Avery Brundage liked to say that revolutionaries were not bred on the playing field.” («Avery Brundage era dado a decir que en los campos de deportes no se engendran revolucionarios.»). [C. Marvin 1982: 81] 58 144 Ese mismo año, sin embargo, conforme se recibían nuevos informes de las persecuciones antisemitas, se reavivó la campaña contra los Juegos de Berlín, que se intensificó aún más tras la promulgación de las Leyes de Nuremberg —que prohibían cualquier tipo de competición entre arios y judíos, además de privar de la ciudadanía alemana a estos últimos— en septiembre de 1935 59 . Al recrudecerse la campaña de boicot, Brundage y sus secuaces tuvieron que emplearse a fondo para contrarrestarla: en nombre del Comité Olímpico Estadounidense, editó un folleto titulado Fair Play for American Athletes, en el que esgrimía el consabido argumento de que no se debía mezclar la política con el deporte, que éste último servía para hermanar a las naciones, que el régimen político de un país no tiene nada que ver con los organizadores de una Olimpiada y así ad nauseam. Además, y en clara connivencia con la propaganda nazi, Brundage atribuyó la campaña de boicot a judíos y comunistas. El general de brigada Charles Sherrill, uno de los tres miembros estadounidenses del COI, tras entrevistarse dos veces con Hitler en agosto de 1935, llegó a decir que: En lo tocante a los obstáculos con que se encuentran los atletas judíos… me corresponde a mí tanto hablar de eso en Alemania como a los alemanes hablar aquí de la situación de la población negra en el Sur de los Estados Unidos o del trato dispensado a los japoneses en California60. [S. Guthrie Shimizu 2004: 84] Como respuesta al panfleto de Brundage, Mahoney publicó en octubre de 1935 el opúsculo Alemania ha violado el código olímpico, en el que repasaba de forma pormenorizada la expulsión de los judíos de los clubes deportivos y de las instalaciones públicas, la prohibición de las competiciones entre alemanes y judíos y la exclusión del equipo olímpico germano de la mejor saltadora de altura, la judía Gretel Bergmann. A finales de noviembre, Baillet-Latour visitó los Estados Unidos en cumplimiento de la promesa de combatir la «campaña de boicot judía» que le había hecho a Brundage. Durante la visita, el comodoro Ernest Lee Jahncke, tercer miembro estadounidense del COI y único partidario del boicot, publicó una carta abierta dirigida al conde en el New A finales de noviembre de 1935, la Liga Maccabi anunció que retiraba a sus atletas de todas las competiciones con motivo de la aprobación de las Leyes de Nuremberg, pues sus afiliados habían sido privados de la ciudadanía alemana y por tanto no podían competir. Ya en septiembre del mismo año, la Macabbi World Union of Jewish Sport se había puesto en contacto con el COI para solicitar a los comités olímpicos nacionales y otras organizaciones deportivas que autorizasen la no comparecencia de los atletas judíos en Berlín. El COI se negó a transmitir la solicitud a dichos organismos y se limitó a recordar que nadie estaba «personalmente obligado» a participar en un certamen deportivo. 60 El club deportivo neoyorquino al que pertenecían tanto Sherrill como Mahoney no admitía a socios de raza negra (según Brundage, el club de Chicago del que era socio él tampoco admitía a miembros judíos), dato que Sherrill no dudó en comunicar a Baillet-Latour para que lo empleara como arma arrojadiza contra el juez. La prensa negra estadounidense, por su parte, no perdió la ocasión de denunciar la hipocresía de los partidarios del boicot ni de señalar que la mayoría de los argumentos esgrimidos contra los nazis habrían podido emplearse de forma igualmente justificada para boicotear la celebración de una Olimpiada en los Estados Unidos. Valga como prueba el hecho de que menos de quince días después de obtener su cuarta medalla de oro en Berlín, la carrera deportiva de Jesse Owens se truncó abruptamente cuando se negó a realizar una gira de carreras de exhibición, organizada sin su permiso y de la que no iba a extraer provecho personal alguno. 59 145 York Times en la que le decía que «era su deber manifiesto pedir cuentas a las autoridades deportivas nazis por violar su compromiso» y le exigía que «ocupase su debido lugar en la historia de las Olimpiadas junto a Coubertin en lugar de junto a Hitler» [sic]. [S. Guthrie Shimizu, 2004: 79] Baillet-Latour, furioso, exigió a Jahncke que dimitiera, a lo que éste se negó. No obstante, las aguas volvieron a su cauce cuando Brundage, tras incorporar a la votación a sectores de la AAU que representaban a actividades deportivas ajenas al programa olímpico, se hizo de nuevo con la presidencia de este organismo y derrotó por un estrecho margen a los partidarios del boicot. (En julio de 1936, Jahncke fue expulsado del COI; su puesto fue inmediatamente ocupado por Brundage). Ante las dimensiones que había adquirido la campaña de boicot en los Estados Unidos, Hitler no dudó en aceptar las condiciones de Baillet-Latour, que no eran otras que decretar una suspensión temporal de la propaganda antisemita y limitarse, en lugar de pronunciar un discurso, a recitar las breves palabras del ritual de apertura, que el propio conde le escribió: «Declaro abiertos los Juegos de la undécima Olimpiada de la era moderna.» El Führer, acostumbrado a discursos de más de cuatro horas de duración, respondió con ironía: «Conde, me tomaré la molestia de aprendérmelo de memoria.» El otro gesto de cara a la galería fue admitir en el equipo nacional alemán a la esgrimista judía Helene Mayer, que tras obtener la medalla de plata sorprendería al mundo entero saludando brazo en alto desde el podio. En cualquier caso, la aceptación de pequeños detalles relativos al ceremonial olímpico no impidió que los nazis incumplieran otros muchos, caso del juramento de los atletas, realizado en nombre de todos los deportistas por el campeón de halterofilia Rudolf Ismayr sobre una bandera con la esvástica en lugar de sobre la bandera olímpica. Quizá ningún acontecimiento deportivo hasta la fecha haya puesto tan de relieve el nexo existente entre deporte y política como los Juegos Olímpicos de 1936. Por primera vez el mundo asistía a una utilización política premeditada y sistemática del deporte en el marco de unas Olimpiadas. Buen ejemplo de ello fue el Olimpia-Zug, una exposición ambulante de camiones que recorrió diez mil kilómetros de la Alemania rural haciendo propaganda de los Juegos y del régimen. Además de hechizar a los alemanes por medio de la radio y del cine, en Berlín Goebbels recurrió por primera vez a la televisión instalando receptores que permitieron a miles de personas seguir el desarrollo de los Juegos en locales públicos. La Olimpiada fue el marco de un gigantesco esfuerzo propagandístico que llevó a Hitler a ordenar la construcción de ciclópeas instalaciones deportivas; una de las pocas que finalmente se alzaron fue el Estadio Olímpico de Berlín. El nuevo estadio era algo más que un simple campo de deportes: diseñado para albergar a cientos de miles de personas a fin de que experimentaran el ritual de conversión y catarsis colectiva del nacionalsocialismo, era la máxima expresión de la arquitectura monumentalista totalitaria. Según narra el arquitecto Albert Speer en sus Memorias, a comienzos de 1937, Hitler visitó sus salones de exposición para examinar la maqueta de un monumental estadio, que estaba previsto construir en la ciudad «sagrada» de Nuremberg, donde se organizaban las grandes concentraciones de masas del Partido: 146 Nos hallábamos solos ante la maqueta del estadio destinado a cuatrocientos mil espectadores, de más de dos metros de altura. La habíamos montado exactamente a la altura de los ojos y presentaba todos los detalles que habría de tener en el futuro. La iluminaban unos potentes proyectores, por lo que, con un poco de fantasía, nos podíamos imaginar a la perfección el efecto que causaría. Los planos estaban colgados en unos tablones que había al lado de la maqueta. Hitler centró en ellos su atención. Hablamos de los Juegos Olímpicos. Le advertí una vez más que mi campo de deportes no tenía las dimensiones olímpicas reglamentarias. A lo que Hitler respondió, sin cambiar de tono, como si se tratara de algo natural e indiscutible: «Eso no importa. En 1940 los Juegos Olímpicos todavía se celebrarán en Tokio. Pero después van a celebrarse en Alemania para siempre, en este estadio. Y entonces seremos nosotros quienes determinemos cuánto ha de medir el campo de deportes.» [A. Speer 2001: 132] Tal y como estaba previsto, el régimen nacionalsocialista esperó a que concluyeran los Juegos para hacer realidad el eslogan: «¡Cuando terminen las Olimpiadas haremos papilla a los judíos!». En efecto, a partir de agosto de 1936, las persecuciones y atropellos se reanudaron, por lo que la emigración judía fue en aumento, y en 1938 ya no quedaba en Alemania una sola asociación deportiva judía. Asimismo, en 1937 Lewald fue obligado a dimitir definitivamente del COA pese a que logró que el cargo fuera ocupado por un antiguo camarada de armas, el general Walter Reichenau, de probada fidelidad al régimen nazi. En cualquier caso, a partir de 1938 el Comité Nacional para el Ejercicio Físico fue reemplazado por la Liga Nacionalsocialista del Reich para el Ejercicio Físico, con lo que, al igual que había sucedido en Italia, la organización deportiva alemana dejó de estar en manos del Estado y pasó a estar controlada directamente por el NSDAP. Una vez clausurados los Juegos y demostrada la superioridad nazi y fascista (Alemania e Italia superaron respectivamente en el recuento de medallas a los Estados Unidos y Francia) sobre las decadentes democracias plutocráticas, el régimen nacionalsocialista se volcó por entero en el desarrollo del poderío militar germano (apenas había concluido la Olimpiada cuando se dobló la duración del servicio militar obligatorio, reintroducido sólo un año antes) a la vez que intentaba por todos los medios fomentar un clima interno de normalidad y de euforia al que contribuyeron no poco los Juegos y otros certámenes deportivos internacionales en los que Alemania procuró estar presente para no perder el prestigio internacional obtenido en las Olimpiadas. Poco antes de morir en Ginebra el 2 de septiembre de 1937, Pierre de Coubertin había escrito a Carl Diem una carta en la que decía: No he podido llevar a término lo que quise lograr. Lo que más significaría para mí sería la creación de un instituto muy modesto y pequeño en Alemania, en conmemoración de los Juegos de la XIª Olimpiada, al que, con el fin de disipar equívocos, legaría todos mis papeles, documentos y proyectos inconclusos en relación con el olimpismo moderno en su conjunto. Creo que un Centro de Estudios Olímpicos, no necesariamente en Berlín, contribuiría más que cualquier otra cosa a apoyar la conservación y el progreso de mi obra y a protegerla de la desviación ideológica que tanto temo. [G. Paton, R. K. Barney 2002: 94] 147 La intención de Coubertin de legar toda su herencia literaria al Tercer Reich y su deseo de que la Alemania nazi albergara el Instituto Olímpico Internacional, un centro de estudios para el movimiento olímpico internacional, dan fe de la admiración que el barón profesaba por el régimen de Hitler, que por lo demás expresó con toda claridad en sus declaraciones al diario L’Equipe en 1937: «Carl Diem y el Tercer Reich han sido los únicos, me oye, los únicos en acoger mi doctrina con benevolencia, los únicos en proponer que se imprima mi revista olímpica en Alemania, en tanto que Francia no le echó la menor ojeada […] A pesar de los excesos deplorables del sistema nazi, no oculto mis simpatías por la idea de base, la de un orden nuevo.» [J.J. Sebreli 1998: 162] El 26 de marzo de 1938, seis meses después de su muerte, el cadáver de Pierre de Coubertin fue exhumado de su lugar de descanso en Lausana, Suiza, para extraerle el corazón y trasladarlo al santuario de Olimpia en Grecia, donde fue enterrado en el transcurso de una ceremonia organizada por su viejo amigo, el alto funcionario del régimen nazi y artífice de los Juegos de Berlín, Carl Diem. Al año siguiente Diem cumplió con otra de las últimas voluntades de Coubertin, al trasladar el Instituto Olímpico Internacional de Lausana a Berlín. Sin embargo, no pudo hacer efectiva la transferencia inmediata de los papeles y archivos del movimiento olímpico, pese a que estaba resuelto a hacerlo más adelante. Así, en julio de 1940, Diem visitó a Baillet-Latour, prácticamente convertido en rehén en la Bélgica ocupada, con la misión, encomendada por Hitler, de transferir el COI a manos germanas. Al parecer, el conde estaba dispuesto a complacer a los nazis si éstos ganaban la guerra, pero dado que la mayoría de los miembros del comité ejecutivo del COI no estaba de acuerdo, pospuso la decisión hasta la siguiente sesión. El COI, sin embargo, no volvió a reunirse hasta después de la muerte de su presidente, al que en 1942 sucedió el filofascista sueco Sigfrid Edström, que no accedió a los deseos del Führer y viajó ese mismo año a Lausana para guardar los archivos del COI en una caja fuerte. En 1939, pese a la invasión de los Sudetes el año anterior, el COI no tuvo inconveniente alguno en otorgar la organización de los Juegos de Invierno de 1940 a Garmisch-Partenkirchen. Ese mismo año, la invasión alemana de Polonia hace estallar oficialmente la Segunda Guerra Mundial. Von Tschammer publicó de inmediato un decreto por el que todos los alemanes, y en especial los jóvenes, debían seguir con las actividades deportivas para facilitar su preparación militar. A su vez, el ministro de Asuntos Exteriores, von Ribbentrop, ordenó incrementar la participación alemana en competiciones deportivas con países neutrales tanto fuera como dentro del país. A Carl Diem las victorias alemanas de junio de 1940 no sólo le llenaron de gozo, sino que se aventuró a ofrecer su particular interpretación al respecto: […] estos nuevos alemanes han superado a los alemanes de todos los tiempos anteriores y sus propias expectativas… Son muchos los motivos. Pero uno de los motivos fundamentales —y podemos proclamarlo con orgullo— es el espíritu deportivo que ha madurado entre la juventud alemana. Ya no existe en ella esa fofa reticencia a competir, esa sorda codicia de épocas más blandengues. El anhelo de una vida sin riesgos, la seguridad contra todos los peligros, la existencia resguardada, la cama bien hecha, la mesa puesta, la vejez de 148 pensionista: todo esto ha desaparecido del alma alemana y ha sido reemplazado por el placer de la lucha, de la abnegación y del peligro 61. [R. Woeltz 1977: 301] Hasta 1942, año en el que el triunfo militar de Hitler todavía parecía posible, Alemania intentó hacerse también con la hegemonía mundial en el terreno deportivo. Todo cambió, sin embargo, a partir del momento en el que la maquinaria de guerra nazi sufrió los primeros reveses. En enero de 1942 se suspendieron los Campeonatos del Mundo de Esquí, que debían de haberse celebrado en Garmisch-Partenkirchen, y todos los esquiadores fueron reclutados para combatir en el frente ruso. Hacia finales de ese año, con la entrada en guerra de Estados Unidos y las primeras victorias de los Aliados, Alemania prácticamente se retiró de las competiciones internacionales, aunque hasta el final de la contienda no dejaron de celebrarse campeonatos nacionales en todas las modalidades deportivas. Durante la guerra el empleo de expresiones deportivas fue muy popular entre los dirigentes nazis. Como cabía esperar, en estas lides el «as», la auténtica estrella, fue Goebbels62. Valga como ejemplo el discurso que pronunció en febrero de 1943, el más largo y célebre de la historia del Tercer Reich: Der Totalkrieg («La guerra total»). En un momento crítico para los nazis tras el fiasco de Stalingrado y la situación desesperada de las fuerzas alemanas en África, el vehemente ministro de Propaganda se esforzó por seducir a los oyentes y reavivar el entusiasmo por la guerra. La alocución tuvo lugar en el incomparable marco del Palacio de Deportes de Berlín, y no faltó una mención especial del papel que el régimen asignaba a la industria del entretenimiento en tiempo de guerra: […] el gobierno hace todo lo posible por proporcionar a los trabajadores el descanso que requieren en estos tiempos tan duros. Los teatros, las salas de cine y las salas de variedades funcionan a pleno rendimiento. La radio se esfuerza por ampliar y mejorar su programación. No tenemos la menor intención de infligirle a nuestro pueblo un estado de ánimo gris e invernal. Todo aquello que sirva al pueblo y fortalezca su espíritu de combate y trabajo es bueno y esencial para el esfuerzo bélico. Queremos eliminar todo lo que le sea contrario. Para equilibrar las medidas ya expuestas, por tanto, he dado orden de que no se reduzca el número de establecimientos culturales y espirituales que sirven al pueblo, sino que aumente. En la medida en que contribuyan al esfuerzo de guerra en lugar de obstaculizarlo, necesitan el apoyo del gobierno. Esto también es aplicable al deporte. Hoy los deportes no son una actividad de pequeñas minorías, sino asunto de interés para el pueblo entero. No caben las exenciones militares para los atletas. El propósito de los deportes es fortalecer el cuerpo con el objetivo de emplearlo de forma apropiada en el momento en que más lo necesita el pueblo. [Goebbels 1944: 167-204] En agosto de 1941, los criptoanalistas británicos de Bletchley Park, encargados de descodificar los mensajes cifrados alemanes, concluyeron que los escuadrones de la muerte (Einsatzgruppen) que siguieron a la Wehrmacht durante las campañas de Polonia y la URSS con la misión de exterminar a los judíos (mujeres y niños incluidos), los gitanos y los comisarios políticos, «mantienen una especie de competición entre sí en lo referente a sus “puntuaciones”». [M. Burleigh 2010: 444] 62 Según Victor Klemperer, «el lugar en que Goebbels habla con mayor frecuencia a los berlineses es el Palacio de Deportes, y del deporte extrae las imágenes que juzga más populares y que con mayor profusión utiliza.» [V. Klemperer 2001: 336] 61 149 En septiembre de 1944, cuando la guerra ya se daba por perdida, Goebbels vociferaba: «No nos quedaremos sin aliento cuando llegue el sprint final.» Las palabras del ministro de Propaganda debieron calar hondo en Carl Diem. Éste, no contento con haber sido un estrecho colaborador de los nazis, congregó en marzo de 1945 en el Estadio Olímpico a miles de miembros de las Juventudes Hitlerianas y les exhortó a defender la capital y combatir al Ejército Rojo hasta la muerte con el mismo espíritu con el que habrían luchado los espartanos de la Antigüedad. Cerca de dos mil de estos jóvenes murieron antes de que Alemania se rindiera incondicionalmente en mayo de 1945. Asimismo, poco antes de entregarse a los soviéticos y ser recluido en Buchenwald durante cinco años, el alto cargo del NSDAP Karl Ritter von Halt, organizador de los Juegos de invierno de Garmisch-Partenkirchen, uno de los presidentes de la Deutsche Bank y miembro del comité ejecutivo del COI desde 1937, había encabezado a un grupo de ancianos del Volksturm (milicia popular) equipados con armas ligeras para hacer frente a los blindados rusos. Concluida la guerra, Ritter von Halt no sólo logró conjurar con éxito su pasado nazi, sino que además presidió el Comité Olímpico Nacional de la Alemania Federal entre 1951 y 1961 (a despecho de las protestas de algunos Comités Olímpicos Nacionales, la gran mayoría de miembros nazis y fascistas del COI siguió formando parte de él tras la guerra). Por su parte, Carl Diem ocupó altos cargos directivos vinculados al mundo del deporte en la República Federal Alemana (en 1954 fue elegido director de la Escuela de Deportes de Colonia) y desempeñó funciones como consejero del movimiento olímpico hasta 1962, año de su muerte. En Colonia se creó en su honor el Instituto Deportivo de la Universidad, dirigido por su esposa Liselott hasta 1989. Tras fallecer ésta en 1992, el Instituto pasó a llamarse Archivo Carl y Liselott Diem. *** La Unión Soviética —contra todo pronóstico y una vez bien extinguidos los últimos rescoldos de la explosión revolucionaria de 1917— también hizo del deporte uno de sus instrumentos de propaganda predilectos, hasta el punto de convertir a sus deportistas de élite en auténticos «deportistas de Estado» encargados de mostrar al mundo la superioridad del «socialismo» y de desviar la atención de la población de las flagrantes contradicciones entre la ideología oficial y la mísera realidad social del régimen burocrático ruso. La introducción de los deportes en Rusia no pudo comenzar seriamente sino a partir de la emancipación de los siervos (1861) y fue obra de la colonia británica radicada en la capital y en las principales ciudades portuarias. Como corresponde a un país con una burguesía débil y tutelada por el Estado, la tradición deportiva rusa está estrechamente ligada al desarrollo de las fuerzas armadas. El imperio de los zares apenas dejó legado atlético alguno, pese a que existían pequeños clubes deportivos frecuentados por la élite militar y aristocrática. Tras implantarse el servicio militar obligatorio en 1874, comenzaron a engrosar las filas del ejército contingentes de reclutas procedentes de las ciudades recién industrializadas, lo que bastó diez años más tarde, 150 para que las autoridades militares tuvieran que rebajar los requisitos de forma física a la vez que empezaran a apoyar activamente a las organizaciones deportivas voluntarias. Los resultados obtenidos por las delegaciones rusas enviadas a los Juegos Olímpicos de Londres (1908) y Estocolmo (1912) fueron tan bochornosos que Nicolás II ordenó la apertura de una oficina gubernamental para promover el deporte y estimular a las incipientes asociaciones deportivas de Moscú y San Petersburgo. Tan deslucida participación nada tiene de sorprendente, ya que la Rusia de los zares era un país predominantemente agrícola en el que faltaban las dos condiciones imprescindibles para la implantación del deporte moderno: una burguesía hegemónica y una población urbana provista de tiempo «libre» susceptible de ser canalizado hacia actividades de ocio prefabricadas. A pesar del impulso inicial dado por el régimen zarista, cuando en 1914 se barajó públicamente la posibilidad de organizar unas Olimpiadas en Rusia, San Petersburgo y Moscú se negaron a construir las instalaciones necesarias. «Nada bueno puede resultar de esta idea de desarrollar el deporte», alegó el alcalde de Moscú, Goutchkov, sin duda temeroso de las posibles repercusiones revolucionarias de las concentraciones de masas. Los pasos decisivos para acabar con este estado de cosas los dieron los bolcheviques tras la Revolución de Octubre, acuciados por la intervención militar extranjera y el comienzo de la guerra civil. No obstante, los primeros intentos de introducir ejercicios deportivos en los centros de producción no fueron acogidos con excesivo entusiasmo por los obreros rusos. Apenas dos meses después de la fundación del Ejército Rojo, el 22 abril de 1918, el Comité Ejecutivo del Partido estableció la Oficina Central de Entrenamiento Militar Universal o Vsevobuch, (al que sólo podían acceder obreros y campesinos de ambos sexos). Entre 1918 y 1923, todas las instalaciones deportivas existentes quedaron bajo control de este organismo, que tenía como objetivo primordial proporcionar al recién creado Ejército Rojo tropas en buen estado físico. Hacia finales de 1918, según estimaciones oficiales, unos dos millones de hombres habían completado un programa de entrenamiento físico y puntería. En junio del mismo año se organizaron en Petrogrado cursos para la formación de monitores de cultura física y en octubre se fundó en Moscú el Instituto Central de Cultura Física, integrado por representantes de las autoridades militares, educativas y sanitarias. Entre 1918 y 1921, cuando la república de los soviets estaba en plena guerra civil y haciendo frente a los ejércitos blancos y a diversos cuerpos expedicionarios aliados, los bolcheviques cifraban sus esperanzas de salvación en una revolución mundial con epicentro en Alemania. En 1919 se celebró en Moscú el Primer Congreso de la Tercera Internacional, que llamó a los proletarios de todo el mundo a la insurrección revolucionaria internacional contra la burguesía. En aquel entonces, los líderes bolcheviques y de la Internacional Comunista declararon una guerra franca y abierta a las organizaciones deportivas burguesas y boicotearon sus competiciones, en particular las Olimpiadas. Al término de la guerra civil, a finales de 1922, tuvieron lugar acalorados debates acerca de cómo crear una cultura física comunista frente al deporte de competición burgués. Si bien los bolcheviques eran relativamente conscientes del importante papel que el deporte comenzaba a desempeñar en la lucha de clases internacional, apenas 151 veían en él otra cosa que un «instrumento» al servicio de la burguesía, por lo que no descartaban la posibilidad de recurrir a él para sus propios fines. Durante la primera mitad de la década de 1920, el mundo del deporte soviético estuvo marcado por ásperas disputas entre distintas concepciones ideológicas e instancias organizativas, que enfrentaron básicamente a quienes aspiraban a desarrollar el deporte de élite, y a aquellos que se mostraban hostiles a las tradiciones prerrevolucionarias sobre las que pretendía cimentarse la «nueva» cultura física. Al Vsevobuch y al Komsomol (Juventudes Comunistas), más que dispuestos a organizar competiciones, se oponían los «higienistas» (así llamados porque eran en su mayoría médicos y trabajadores de la sanidad) y el grupo Proletkult (Cultura Proletaria). Los higienistas, que llegaron a ejercer una influencia considerable en la primera mitad de la década de 1920, sostenían que el deporte de competición era incompatible con el socialismo y perjudicial para la salud física y mental; se oponían, además, al deporte-espectáculo (de hecho, lograron limitar el número de competiciones públicas durante varios años) y consideraban irracionales y peligrosos deportes como el boxeo y la halterofilia, ya que, según ellos, fomentaban valores más individualistas que colectivos. Más extremistas pero no mucho más críticos, los proletkultistas sostenían que todos los deportes burgueses eran el reflejo de un pasado decadente y la expresión palpable de una cultura degenerada. Animados por el Comisario del Pueblo para la Educación, Anatoli Lunacharski, y por algunos profesores de educación física, los proletkultistas idearon «juegos proletarios» con nombres tan sugerentes como «Rescate de los Imperialistas» o «Contrabando de literatura revolucionaria», que ponían el acento en la cooperación colectiva y la participación de masas en lugar de la competitividad y el elitismo 63. No obstante, esta etapa experimental, de la que no se sabe gran cosa, fue muy breve y no ejerció la menor influencia en las actividades de la Internacional Deportiva Roja. Si bien el Vsevobuch fue disuelto en 1923, es muy significativo que muchos de los primeros equipos capaces de atraer a multitudes de cierto relieve pertenecieran a asociaciones deportivas vinculadas al Ejército Rojo y a la GPU; ésta última fundó en 1923 el club Dinamo de Moscú, y además contribuyó activamente a la formación de otros muchos equipos en numerosas modalidades deportivas a lo largo y ancho de toda la geografía soviética. No es de extrañar, por tanto, que la mayoría de los futuros héroes deportivos de la Rusia soviética fueran militares o agentes de policía, ya que los clubes más poderosos se encontraban en manos de estas instituciones. Por supuesto, a medida que la incipiente burocracia soviética iba constituyéndose y consolidándose, no podía dejar de tener en cuenta las posibilidades propagandísticas que ofrecían las competiciones deportivas internacionales, seguidas por millones de personas en todo el mundo. No obstante, era reacia a autorizar la participación de atletas soviéticos en ellas, ya que tenía sobrados motivos para temer que no diesen la talla frente a los mejores deportistas de Occidente. Ya fuera por consideraciones de este calibre u otras menos oportunistas, y con el pretexto del aislamiento internacional impuesto por las potencias imperialistas, en julio de 1921 se creó, durante el Tercer Congreso de la Internacional Comunista, la Unión Internacional de los Organismos No deja de ser significativo, sin embargo, que Lunacharski defendiera al mismo tiempo y de forma pública las virtudes pedagógicas del boxeo y del rugby. 63 152 Rojos de la Cultura Física, más conocida como Internacional Deportiva Roja (IDR) o Sportintern. Todo indica, sin embargo, que la Internacional Deportiva Roja se fundó con el objetivo prioritario de contrarrestar la influencia de la Internacional Deportiva de Lucerna (IDL), fundada un año antes. Los dirigentes de la Tercera Internacional consideraban a la IDL como una organización reformista y «enemiga de la clase obrera», a diferencia de la IDR, que se proponía agrupar a todas las asociaciones deportivas obreras y campesinas para las que «la cultura física, la gimnasia, los juegos y el deporte son medios de la lucha de clases, no un fin en sí mismos». [T. González 2002: 107] Durante la mayor parte de su trayectoria, no obstante, la IDR actuó más como una oficina de propaganda de la Internacional Comunista, que se dio como tarea principal (casi siempre infructuosa), no la coordinación de las actividades de sus distintas secciones nacionales y la organización de encuentros deportivos entre ellas, sino dirigir la actividad de los comunistas en el interior de las organizaciones deportivas socialdemócratas y favorecer los intereses políticos e ideológicos de la Rusia soviética. No es de extrañar, por tanto, que a pesar de su grandilocuente declaración programática, la IDR se guardase durante toda su existencia de elaborar una teoría marxista de la cultura física y del deporte, no digamos ya de intentar ponerla en práctica. Muy al contrario, aceptó el deporte de forma completamente acrítica, hizo completa abstracción de su contenido social y lo ligó de forma toscamente utilitaria a los requisitos de una «lucha de clases» no menos abstracta. Lejos de tener como objetivo criticar e impugnar las prácticas deportivas existentes, jamás tuvo otra meta que apropiárselas y explotarlas con fines estrechamente político-propagandísticos. En un primer momento, como ya hemos señalado, en la Rusia soviética la situación de facto del deporte y de la educación física había dependido de la implantación local de cada organización o grupo (Vsevobuch y Juventudes Comunistas frente a higienistas y proletkultistas), y en consecuencia, de la puesta en práctica o no de sus respectivas orientaciones ideológicas. En 1921 el Consejo de Comisarios del Pueblo creó Secretariados (ligados a las Juventudes Comunistas) para la Cultura Física y el Deporte en todas las repúblicas soviéticas. Durante su Cuarto Congreso, el Komsomol emprendió una campaña de ataques de tono marcadamente antimilitarista contra su principal rival, el Vsevobuch, lo que puso de manifiesto la existencia de una lucha por el control de la organización deportiva. En junio de 1923, para tratar de poner fin a las continuas disputas al respecto, se fundó el Consejo Supremo de Cultura Física (CSFC), que tenía como objetivo coordinar las actividades deportivas propuestas por las distintas organizaciones, así como definir la ideología deportiva y las directrices que debían aplicar los órganos locales del Estado en cada región. Desde un principio, el CSCF trató de mediar en el caótico estado del deporte soviético y atajar iniciativas como la de aquel gobierno provincial que prohibió el fútbol por considerarlo «una supervivencia de las prácticas burguesas». Si el rumbo que seguía la política deportiva interna seguía dominado por la incertidumbre, los objetivos principales asignados al deporte soviético a escala internacional no tardaron en circunscribirse a la propaganda y la subordinación del 153 movimiento obrero mundial a las necesidades de la política exterior bolchevique. En un principio los contactos deportivos internacionales se limitaron a encuentros con equipos obreros de fútbol, único deporte en el que los soviéticos tenían posibilidades de ganar. El primer partido internacional, disputado contra la Federación Obrera Finlandesa, se celebró en 1922. Al año siguiente, la Federación Rusa de Fútbol emprendió una gira en la que se enfrentó tanto a clubes burgueses y selecciones nacionales de Suecia y Noruega como a asociaciones obreras de Polonia y Alemania. No obstante, fue en el verano de 1923, con ocasión del torneo que disputó la selección de fútbol soviética en Alemania, cuando los bolcheviques empezaron a utilizar conscientemente el deporte como medio de propaganda para lograr la identificación del proletariado internacional con la Rusia soviética y la causa bolchevique. Para ser exactos, fueron los dirigentes del Partido Comunista Alemán (KPD) quienes les sugirieron que una representación futbolística de la «patria del socialismo», integrada por obreros de probada solvencia deportiva, podía resultar muy útil en su cruzada publicitaria particular contra la dirección socialdemócrata del Arbeiter Turn und Sportbund (ATSB) y para contrarrestar la propaganda que insistía en las dificultades económicas y las privaciones que padecía la población soviética. A mediados de los años veinte, la Rusia soviética comienza a establecer relaciones más o menos «normalizadas» con un mundo capitalista que, según los análisis del Quinto Congreso de la Internacional Comunista (1924), se encontraba en vías de «estabilización». El consiguiente cambio de prioridades en la política exterior soviética, unido al proceso de «bolchevización» (es decir, la transformación de los partidos comunistas no rusos en dóciles instrumentos de la diplomacia soviética), sin embargo, hizo aflorar bruscamente las contradicciones entre los objetivos políticos del Comisariado del Pueblo para Asuntos Exteriores y los de la Internacional Comunista, organismo del que aún no habían sido expulsados todos los elementos radicales e intransigentes. Así, mientras que la Internacional Comunista y el Sportintern abogaban por restringir los encuentros deportivos al ámbito de las organizaciones obreras, los mandatarios bolcheviques no veían inconveniente alguno en establecer relaciones deportivas oficiales con equipos no comunistas de Estados vecinos en los que la burguesía «nacional» acababa de sacudirse el yugo colonial y cuya situación geopolítica consideraban estratégicamente importante. Esta divergencia se explica, al menos en parte, porque en torno a 1921, al extinguirse el impulso revolucionario de la clase obrera europea, los bolcheviques volvieron la vista hacia el Este y hacia los movimientos de liberación nacional de las colonias como aliados principales en la lucha contra las potencias imperialistas. Así, en 1922, tras derrumbarse el Imperio otomano, Kemal Atatürk, que encabezó la nueva república un año más tarde, firmó un tratado de neutralidad con la Unión Soviética64 en el que se proclamaba la solidaridad de los dos países «en la lucha contra el El tratado entre los dos Estados se firmó a pesar de que la supresión del comunismo era un objetivo que el régimen de Kemal proclamaba a los cuatro vientos, y sólo unos días después del asesinato de Mustafá Sufi y otros comunistas turcos, secuestrados y arrojados al mar por agentes de Kemal. Era la primera vez que los bolcheviques demostraban con hechos que aquello que denominaban «intereses comunes en la lucha contra el imperialismo», no sólo pesaba más que su solidaridad con los revolucionarios locales, sino 64 154 imperialismo». Para celebrar la firma del pacto, entre 1924 y 1925 se disputaron hasta diez partidos de fútbol entre las selecciones de la Rusia soviética y Turquía (todos ganados por los soviéticos). Esta política condujo enseguida a entablar relaciones con otras organizaciones deportivas burguesas de naciones limítrofes de Oriente con las que los bolcheviques habían establecido relaciones comerciales o diplomáticas; en la primavera de 1926 se llegó incluso a barajar la posibilidad de organizar una «Espartakiada de Oriente», en Bakú (Azerbaiyán), con la participación de Turquía, Afganistán, Persia, China, Marruecos y Palestina. El establecimiento de relaciones con asociaciones deportivas no obreras contradecía la condena expresa de cualquier contacto oficial con organizaciones deportivas burguesas, formulada por la IDR en 1924 (Informe de la reunión del Comité Ejecutivo de la IDR, de 30 de enero de 1924 en Moscú, Proletariersport 1924, nº 4, 63). El abandono de este principio no sólo suscitó acerbas críticas por parte de la IDL, sino que también desató enconadas disputas en el seno de la propia IDR. Así, en 1925, a iniciativa de Bruno Lieske, entonces presidente de la Oficina occidental de la IDR en Berlín, la oposición comunista de izquierda del movimiento deportivo obrero alemán expresó su disconformidad en una Resolución contra las tendencias de aburguesamiento del deporte soviético (a la que se sumaría Podvoisky en nombre del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista) en la que además de condenarse todo contacto deportivo con asociaciones deportivas burguesas: La dirección de la fracción comunista se manifestó igualmente contra las tentativas de justificación de los encuentros con los contrarrevolucionarios burgueses por necesidades diplomáticas. […] Una organización obrera internacional sólo puede ponerse voluntariamente al servicio de la diplomacia, que obliga frecuentemente a emplear métodos burgueses, cuando pretende renunciar a tener buena reputación entre las masas obreras de los diferentes países. [A. Gounot 1998:191] Sin embargo, la oposición comunista alemana se vio forzada a retirar esta resolución ante la intransigencia de la sección soviética y el alineamiento del conjunto de la IDR con el Comité Central del Partido Comunista Ruso, que consideraba políticamente perjudicial que los deportistas soviéticos se abstuviesen absolutamente de participar en competiciones deportivas burguesas. Finalmente, en 1926, durante el pleno del Comité Ejecutivo Ampliado de la IDR, se adoptó una resolución de compromiso entre las secciones europeas y la soviética, que legitimaba los contactos de ésta última con organizaciones deportivas burguesas como elemento táctico de una «estrategia revolucionaria» destinada a consolidar el prestigio del primer «Estado obrero» y fortalecer en consecuencia al movimiento deportivo proletario en las naciones capitalistas. El interés soviético por utilizar las competiciones internacionales como factor de prestigio nacional no era ajeno, por supuesto, a la teoría del «socialismo en un solo país», formulada y defendida por Stalin desde 1924. Esta doctrina, que se convertiría en oficial un año más tarde, se oponía frontalmente a la tesis clásica de los partidos de la que los gobiernos en cuestión podían liquidar a «sus» comunistas sin alterar en lo más mínimo las «relaciones de amistad» con el régimen soviético. 155 Tercera Internacional, según la cual el destino de la Rusia soviética dependía del triunfo de la revolución proletaria en el resto del mundo y en particular en las naciones capitalistas más desarrolladas. La fórmula estalinista invertía el orden de prioridades y dictaminaba que, lejos de ser ese el caso, la victoria final del socialismo en el mundo entero dependía de la supervivencia y consolidación del régimen establecido en la URSS. Esta novedosa interpretación del proceso que desembocó en la Revolución de Octubre, y que hacía de ésta un «episodio nacional», tenía como objetivo presentar la inminente «construcción del socialismo» como una tarea sublime, épica y no menos nacionalpatriótica, en cuya realización el pueblo ruso, sin ninguna ayuda exterior, daría ejemplo al resto de la humanidad. En otras palabras, Stalin empezaba así a caldear el ambiente y a preparar a la población para las inmensas penalidades que iba a sufrir durante el proceso de «edificación socialista». Semejante retorno del discurso patriótico y nacionalista no podía dejar de tener su corolario en el ámbito deportivo. Después de que en el verano de 1925 el Partido Comunista se hiciera con el control absoluto de la organización deportiva soviética, el Comité Central del Partido definió de forma clara su política en este terreno, aprobando una resolución titulada «Tareas del Partido en el área de la Cultura Física»: La cultura física no debe ser considerada simplemente desde el punto de vista de la salud pública y de la educación física, sino también como un aspecto del entrenamiento militar, económico y cultural de la juventud [...] además, debe ser considerada como un medio de vincular al conjunto de trabajadores y campesinos a los diversos organismos del partido, del gobierno y el sindicato. [J. Riordan 1977: 90] Hasta ese momento los dirigentes soviéticos no se habían atrevido a intervenir de forma general en todo lo relacionado con el deporte. A partir de entonces, sin embargo, el Estado soviético, además de hacer un hincapié cada vez mayor en la competición y la militarización del deporte organizado, pasó a considerarlo como uno de los instrumentos más eficaces para la puesta en práctica de sus metas políticas generales. Poco a poco, además, la cultura física comenzó a adquirir connotaciones de ortodoxia ideológica y a ser celebrada como profilaxis ideal contra las «costumbres burguesas decadentes» y el «libertinaje». De ahí, por ejemplo, que en una resolución del Komsomol de 1926 se insistiera en las virtudes del deporte para alejar a la juventud de la nefasta influencia del alcohol y la prostitución, cuyo creciente arraigo en la «patria del socialismo» debía suscitar odiosas comparaciones e incómodos interrogantes acerca del grado de emancipación real de la vida cotidiana bajo el régimen bolchevique. La actitud de los comunistas soviéticos ante el deporte quedó definitivamente zanjada en 1925, cuando el Comité Central del Partido aprobó una resolución instando a crear una élite de atletas de alto rendimiento. Estos atletas debían desempeñar el mismo papel que los udarniki, u «obreros de choque», los precursores de los futuros estajanovistas: estimular a los menos capacitados o entusiastas a ser más productivos, como lo resumía un cartel ubicuo en aquella época en las paredes de las fábricas: «Todo udarniki, un deportista; todo deportista, un udarniki». Otra de las consecuencias inmediatas de la consagración oficial de la doctrina del «socialismo en un solo país» y del reconocimiento por parte de los dirigentes soviéticos 156 de la «estabilización relativa del capitalismo» fue la adopción por parte de la Internacional Comunista de una política de «frente único» con las organizaciones socialistas de la Segunda Internacional, por lo que la IDR estrechó lazos inmediatamente con la IDL. Lejos de crear un clima de concordia y acercamiento fraternal entre la IDR y la IDL, los encuentros deportivos contribuyeron a enfriar las relaciones entre ambas organizaciones, entre otros motivos, porque los dirigentes de la IDR no estaban dispuestos a poner fin a sus contactos con asociaciones deportivas burguesas ni a dejar de subordinar sus actividades a la política exterior de la URSS, lo que provocó continuas fricciones. Tras el Congreso de Helsingfors en 1927, la IDL pasó a denominarse Internacional Deportiva Obrera Socialista (IDOS) para subrayar su filiación socialdemócrata y marcar distancias con los comunistas. Unos meses más tarde, la IDOS prohibió a sus afiliados tomar parte en la primera Espartakiada, celebrada en Moscú en 1928. Adoptó una actitud igualmente negativa ante la segunda Espartakiada, que la IDR pretendía celebrar en Berlín (y que finalmente fue prohibida por el ministro del Interior prusiano, militante del SPD) a escasos días de la Olimpiada Obrera de Viena de 1931, ya que según la IDR, en Alemania la lucha entre los dos grandes movimientos deportivos obreros había llegado a una etapa decisiva. Con todo, debió contribuir mucho a la suspensión oficial de relaciones entre ambas Internacionales la nueva orientación política adoptada por el Sexto Congreso de la Internacional Comunista (1928), que equiparó a los partidos de la Segunda Internacional con el fascismo (tildándolos de «socialfascistas») e impidió toda posibilidad de acuerdo con ellos en el preciso momento en que Hitler estaba a punto de emprender su marcha hacia el poder. Fue este congreso, por lo demás, el que canonizó la definición del fascismo como última defensa del capitalismo frente a la revolución proletaria, que tanta fortuna habría de tener en el discurso izquierdista posterior65. La tesis estalinista sostenía poco más o menos lo siguiente: puesto que todas las fuerzas políticas no comunistas eran, si no fascistas, al menos parafascistas, poco importaba que el debilitamiento de la socialdemocracia reforzara a los nazis, ya que la dictadura abierta de éstos destruiría las ilusiones democráticas de las masas y, en consecuencia, aceleraría la marcha de Alemania hacia la revolución proletaria. Por consiguiente, los comunistas alemanes saludaron la llegada de Hitler al poder poco menos que como triunfo propio, pese a que tanto «socialfascistas» como estalinistas tardaron muy poco en ir a parar a prisiones y campos de concentración. Aun así, cuando con ocasión del incendio del Reichstag Hitler solicitó y obtuvo la suspensión de ciertos derechos fundamentales, el KPD, principal «acusado», no declaró una sola de Karl Korsch señaló muy pertinentemente en su día que ni el fascismo ni el nazismo destruyeron jamás movimiento revolucionario alguno, ya que tanto un régimen como el otro se implantaron después de que las fuerzas revolucionarias hubieran sufrido derrotas decisivas a manos del régimen democrático y de las organizaciones del movimiento obrero oficial. Lo que sí hizo el nazi-fascismo fue intentar cumplir «aquellas tareas políticas y sociales que los llamados partidos y sindicatos reformistas habían prometido llevar a cabo, pero en cuya realización no pudieron tener éxito bajo las condiciones históricas dadas.» [K. Korsch 1940: 29-37] 65 157 aquellas huelgas generales que había desencadenado media docena de veces bajo el gobierno «socialfascista». Esta vez, sin embargo, la ruptura de relaciones entre las dos Internacionales deportivas no condujo a una nueva etapa de aislamiento del deporte soviético. Durante el período en que se mantuvo en vigor la política del «socialfascismo» (1928-1934) la delegación soviética de la IDR no sólo intensificó sus relaciones deportivas con el resto de secciones del Sportintern, sino que además fue dando los primeros pasos para preparar su futura puesta de largo en competiciones «burguesas». En 1928, coincidiendo con el Sexto Congreso de la Internacional Comunista, se celebró en Moscú la primera Espartakiada. La Espartakiada debía de ser a la vez una exhibición de «internacionalismo proletario» que rivalizara con los Juegos Olímpicos de Ámsterdam y una demostración del alto nivel deportivo de la URSS. Pese a que estuvo dominada por los deportistas soviéticos, participó un contingente extranjero de unos seiscientos atletas procedentes de más de una docena de países. La Espartakiada constituyó la primera gran ocasión que tuvo el deporte soviético para darse a conocer fuera del marco relativamente restringido del «deporte obrero», y contó con una nutrida presencia de enviados especiales de la prensa burguesa. No obstante, este primer gran certamen internacional también permitió constatar con claridad que mientras la URSS estuviera ligada a la IDR, sus posibilidades de utilizar el deporte como instrumento de representación nacional se verían mermadas. De ahí que las competiciones con asociaciones deportivas obreras, incluidas las de obediencia moscovita, comenzaran a perder interés a los ojos de los dirigentes del Consejo Supremo de Cultura Física, pues ofrecían escasa competencia para un programa deportivo cada vez sofisticado y subvencionado, y que en cambio, tendieran a responder de forma cada vez más favorable a las propuestas de enfrentar a los deportistas soviéticos con sus homólogos burgueses. En 1929, el Partido Comunista, sin oponerse, por supuesto, al deporte de competición, criticó a los dirigentes del Consejo Supremo de la Cultura Física por interesarse más por la obtención de récords que por la práctica deportiva de masas (lo que podría interpretarse como una crítica a la prioridad acordada a la promoción del deporte de élite a expensas de su faceta estrictamente militar). Sin embargo, en octubre de ese mismo año un pleno del Comité Central del PCUS publicó una resolución apoyando el «desarrollo del deporte como medio de educación y propaganda política». Ya hacia mediados de la década de los treinta, un artículo del diario oficial Pravda, titulado «La URSS debe ser un país modélico en el campo de la cultura física», recalcaba que la nueva meta del deporte soviético, cada vez más alejado de los nebulosos postulados del «deporte obrero», era igualar y superar las marcas deportivas de los países capitalistas, y que dicha meta estaba a punto de hacerse realidad gracias a los triunfos y récords de los deportistas soviéticos en las competiciones internacionales. En cualquier caso, ya en su Congreso Nacional de 1928, el Komsomol había acusado a los clubes deportivos organizados en las empresas de ignorar las directrices del Partido en beneficio de la alta competición, por lo que solicitó la revisión total de toda la organización deportiva soviética. En abril de 1930 se fundó el Comité de Cultura Física de la Unión, organismo centralizado al que se otorgaron poderes ejecutivos para 158 supervisar los programas de preparación física de todo el país y que puso fin, al menos provisionalmente, a la lucha por el control del deporte y la cultura física entre los distintos clanes burocráticos del ejército, la enseñanza, la sanidad, el Komsomol y los sindicatos. En 1931, se celebró en la URSS el Día de la Cultura Física con un desfile multitudinario en la Plaza Roja en presencia de la plana mayor del Partido. El tema más reiterado del desfile, sin embargo, fue la relación entre preparación física y preparación militar, nexo que se haría cada vez más palpable a medida que se fue perfilando en el horizonte una nueva guerra. Pocos años después, el gran auge del atletismo militar y la militarización general del deporte bajo Stalin llamó la atención de un observador militar británico, el teniente coronel Graham Seton Hutchinson: El epicentro de todos los deportes es el propio Ejército Rojo. Dispone de los terrenos de juego más lujosos y, además de la instrucción y el entrenamiento especializado, el soldado dispone de varias horas al día durante las cuales tiene la obligación de participar en alguna clase de deporte sin supervisión. Los oficiales tienen la obligación de ser competentes en alguna forma de atletismo o de deporte… [R. F. Baumann 1998:4] Ahora bien, el régimen de Stalin no se limitó a fomentar el deporte entre las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad; también procedió a introducirlo en el corazón mismo del aparato industrial soviético. En la década de 1930, en efecto, la batalla por la productividad se erigió en pilar estratégico del régimen estalinista. Coincidiendo con la puesta en marcha del Segundo Plan Quinquenal (1933-1937) surge, en agosto de 1935, la figura providencial del minero Alexei Stajanov, que en una sola jornada extrajo ciento dos toneladas de carbón, cantidad catorce veces superior a la que fijaban las normas de producción. La burocracia se apresuró a presentar a Stajanov como un héroe ejemplar y puso en marcha una vasta campaña para generalizar el «nuevo método», que no era sino una «nueva» modalidad de trabajo a destajo. A diferencia de sus predecesores, los udarniki, los estajanovistas cobraban en función de su rendimiento individual, por lo que sus salarios podían llegar a superar diez veces el salario de un trabajador normal y sus «hazañas» daban lugar a revisiones inmediatas y drásticas de las normas66. A partir de ese momento, el récord y la superación constante de las cuotas de producción quedaron entronizados en el ámbito fabril. Se trataba, para los beneficiarios del capitalismo de Estado soviético, de aplicar los principios del taylorismo sin utilizar dicho nombre y, sobre todo, sin que se viera en ello la mano instigadora del Estado. A la vez que éste animaba a los estajanovistas a practicar deportes, envió a destacados deportistas a fábricas y minas para organizar competiciones destinadas a hacer que los trabajadores identificaran la productividad laboral con el éxito deportivo. El estajanovismo no sólo introdujo entre los trabajadores Si a esto añadimos los muchos otros privilegios de que gozaban los estajanovistas, no resulta difícil comprender que los trabajadores soviéticos, impotentes para oponerse a esta superexplotación por medio de un movimiento de rechazo público generalizado, expresaran su descontento mediante numerosos actos de sabotaje y venganza, que llegó en ocasiones hasta la eliminación física de los estajanovistas más fanáticos. 66 159 la rivalidad por aumentar la producción (individual o por equipos), sino que se extendió hasta convertirse en competencia de unas fábricas con otras. Asimismo, el movimiento deportivo organizado comenzó a estructurarse no en función de las modalidades atléticas como tales, sino en torno a los sindicatos o centros de producción, con el objetivo concreto de contribuir a aumentar la eficacia productiva, para lo cual se fundaron veintinueve Uniones Deportivas Sindicales (coordinadas por el Comité de Asociaciones Deportivas de la Unión) que a partir de 1935 organizaron el deporte de alta competición en la URSS. Uno de los engranajes fundamentales del deporte-espectáculo son las estrellas, y la prensa soviética, tanto «seria» como deportiva, contribuyó activamente a la fabricación de ídolos. («En 1934, se ordenó a los escritores soviéticos que desarrollaran el tema de la “heroización”». [R. Overy 2004:316]) Los «héroes del trabajo» estajanovistas eran tratados como paraatletas y a los atletas de éxito, que tenían encomendada la misión de ser los héroes de las masas, se les otorgaban toda clase de privilegios especiales. Y puesto que habría sido imposible desempeñar tan vital tarea sin especialización ni entrenamiento profesional, en el ámbito deportivo las políticas niveladoras se abandonaron mucho antes que en otras esferas sociales, y se estableció en su lugar un amplio abanico de remuneraciones y recompensas. Por otra parte, pese a que en la política deportiva soviética primaba ahora la formación de atletas de alto rendimiento, la URSS seguía padeciendo un relativo aislamiento, y no se integraría oficialmente en el entramado deportivo internacional hasta después de la Segunda Guerra Mundial. En consecuencia, los dirigentes soviéticos —acuciados, además por la rápida evolución de la situación internacional tras la llegada de los nazis al poder— comenzaron a promover contactos deportivos con otros Estados como parte de su esfuerzo por sentar las bases de una alianza militar con Francia y extenderla a Gran Bretaña lo antes posible. De ahí que el ingreso de la URSS en la Sociedad de Naciones, que se produjo en septiembre de 1934 (tanto Japón como Alemania se habían retirado el año anterior, mientras que Italia lo hizo en 1936), plasmación de este empeño por participar en las instituciones burguesas internacionales, acarreara un giro de ciento ochenta grados en la política deportiva de la IDR. Un año y medio después de que Hitler accediera a la cancillería alemana y tras siete años de denuncia incesante del «socialfascismo», el Séptimo Congreso (1935) de la Internacional Comunista adoptó una política mucho más moderada de «frente único» y casi inmediatamente después pasó a formular la de los Frentes Populares. De la noche a la mañana, Stalin y sus secuaces, que hasta entonces habían venido concentrando el grueso de su artillería contra la socialdemocracia, cambiaron de objetivo y se convirtieron en los defensores más obstinados y vociferantes de la unidad antifascista y la «defensa de la democracia»67. Un presunto «pensador de extrema derecha», Alain de Benoist, ha analizado con gran exactitud la «misión histórica» y los objetivos concretos de la ideología antifascista, si bien es de justicia reconocer que los comunistas «bordiguistas» italianos agrupados en torno a la revista Bilan (1933-1938) formularon idéntica tesis y «en caliente»: 67 160 A todo esto hay que añadir que la política de los Frentes Populares coincidió con la metamorfosis del Estado moderno provocada por la crisis de 1929, que contribuyó poderosamente a difundir la convicción (tanto en clave colectivista como nazifascista) de que el capitalismo liberal y sus instituciones políticas eran cosa del pasado. Fue entonces cuando, tanto en Europa como en los Estados Unidos, numerosos intelectuales, artistas y funcionarios, deseosos de mantener o mejorar su posición social o simplemente resignados a la idea del triunfo inevitable de un «nuevo orden», apostaron por el modelo soviético y se aproximaron a los Partidos Comunistas, que en aquel entonces y por vez primera, comenzaron a convertirse en auténticos partidos de masas. A raíz del viraje frentepopulista de la diplomacia soviética, pues, el objetivo de la IDR pasó a ser la formación de un vasto movimiento deportivo «popular» que abarcase desde las agrupaciones deportivas de la socialdemocracia hasta las asociaciones deportivas burguesas más conservadoras. Ya en agosto de 1934, la IDR organizó en París una «Manifestación internacional de los deportistas contra el fascismo y la guerra» cuyo éxito relativo le animó a promover la idea de un «frente popular de deportistas» y a emprender en enero de 1936 una campaña para organizar unos «Juegos populares» contra la Olimpiada nazi de Berlín y el ascenso del fascismo. La Olimpiada Popular de Barcelona fue el último proyecto de envergadura de la IDR, pues esta organización fue disuelta por el Presidium del Comintern en abril de 1937, decisión que no se hizo pública en su momento so pretexto de no desmoralizar a los deportistas que iban a participar en las Olimpiadas Obreras de Amberes, celebradas en el verano de 1937. Si bien las dos Internacionales deportivas no establecieron pacto alguno, ni de cara a la unificación del movimiento deportivo obrero internacional ni para la formación de una especie de Frente Popular Deportivo, como pretendía la Internacional Comunista, sí lograron ponerse de acuerdo en el boicot de la Olimpiada berlinesa y en autorizar la participación de los atletas soviéticos en la última edición de las Olimpiadas Obreras. «“El antifascismo” ―escribe Pierre-Jean Martineau― “fue para la Internacional Comunista menos una doctrina implacable que un instrumento político y diplomático al servicio de una causa única: la defensa de la URSS”. François Furet ha mostrado con toda claridad cómo el antifascismo, antes de la guerra, fue instrumentalizado por el comunismo para crear una representación de la correlación de fuerzas políticas en la que la realidad del terror soviético desaparecía como por arte de magia, mientras que el sistema que lo aplicaba se veía legitimado por la destacada parte que tomaba en la lucha contra el «fascismo». A partir de la segunda mitad de la década de los treinta, el antifascismo, tal como lo define el Kremlin, va en efecto mucho más allá de la lucha contra el fascismo real. Su principal función consiste en hacer desaparecer el fenómeno totalitario. Por un lado, el antifascismo borra la especificidad del nacionalsocialismo (agrupado a partir de entonces bajo el término genérico de “fascismo” con regímenes tan distintos como los de Franco o Mussolini). Por otro lado, borra asimismo la especificidad del régimen soviético, al situarlo en el mismo campo que las democracias occidentales. […] Semejante estrategia resultaba, ni que decir tiene, sumamente rentable. Oscurecer la especificidad del nazismo permitía o bien presentarlo como una variante de las derechas autoritarias, o bien hacer pesar sobre cualquier derecha la presunción de contigüidad, de colusión o de identificación con el fascismo. » [A. De Benoist 2005: 83-84] 161 El sistema deportivo soviético con el que Occidente se familiarizó después de la Segunda Guerra Mundial se puso en marcha y se consolidó durante la década de 1930. El régimen estalinista no sólo fomentó los deportes y la educación física mediante la creación de clubes en el ámbito empresarial, educativo y sindical, sino que también indujo cada vez más a los atletas soviéticos a obtener medallas en las competiciones internacionales. Se invirtieron enormes sumas en la construcción de instalaciones y estadios, y se inauguraron academias deportivas e institutos científicos para la producción en masa de héroes-deportistas. Se prestó, además, una atención especial a las iniciativas extranjeras relacionadas con la promoción del deporte femenino, lo que llevó en 1934 al Comité de Cultura Física de la Unión a alabar al régimen nazi por «crear jóvenes bien desarrolladas que también producían hijos sanos y robustos» y a concluir que «esta veloz transformación de la raza [alemana], sin duda debe atribuirse a la educación física… El gobierno alemán […] ha comprendido que sólo la cultura física puede sustentar e incrementar el capital de salud de la nación.» [D. Hoffman 2006:17]. El afán del Estado soviético por fomentar el deporte fue tal que en 1936 no sólo se denunciaban las elevadas sumas invertidas para asegurar las hazañas de un puñado de deportistas de máxima categoría, sino también abusos como las primas en metálico por actuaciones destacadas y las tentativas de los clubes por atraerse a competidores de organizaciones rivales. A finales de 1935, mientras ponía a punto los procesos de Moscú, Stalin declaró: «La vida ha mejorado, la vida se ha vuelto más agradable.» Aludía así, entre otras cosas, a la relajación de la furia industrializadora, pero también a toda una serie de cambios orientados a poner los cimientos de una rudimentaria «industria del ocio» soviética. Ese año, por ejemplo, además de suprimirse el sistema de cartillas de racionamiento (medida que benefició mucho más a los estajanovistas y a otros sectores privilegiados que al grueso de la población), comenzaron a producirse comedias musicales que combinaban la estética del realismo socialista con la de los musicales de la Metro Goldwyn Mayer. Al parecer dichos largometrajes hacían las delicias de Stalin, que los contemplaba hasta altas horas de la noche y se interesó mucho por la evolución de la industria cinematográfica soviética, hasta el punto de convocar asiduamente a «reuniones informativas» a los guionistas. Algunos de los títulos más célebres fueron Los alegres camaradas (1934), Aerograd (1935) o El circo (1936), película esta última en la que figuraba una «Canción de la Madre Patria», de la que se vendieron millones de copias y cuya letra decía: «No sé de otro país/donde un hombre respire tan libremente». A comienzos de 1936, el ministro de Exteriores, Molotov, anunció la próxima aprobación de la constitución «más democrática del mundo», publicada el 12 de junio, y cuyo texto, traducido a todos los idiomas, fue difundido en el extranjero con el título Un pueblo feliz. Los inmensa mayoría de los periodistas y comentaristas occidentales se apresuró a subrayar el fin de las medidas discriminatorias en materia electoral, la instauración del sufragio universal directo y secreto, el reconocimiento teórico del principio de libertad de conciencia, de expresión, de prensa, de reunión, de asociación, de inviolabilidad de domicilio y de la correspondencia, la supresión de las sanciones y de la represión administrativa como otras tantas pruebas de una «democratización» progresiva del régimen establecido en 1917. 162 La actitud de los observadores occidentales ante los procesos de Moscú, que comenzaron en agosto de 1936, fue igualmente complaciente. El embajador estadounidense, Joseph E. Davies, consideró que el fiscal Vychinsky «llevó el caso con calma y en general con una moderación admirable» [J. E. Davies 1980: 35] y la gran mayoría de los juristas occidentales presentes los calificaron de justos e intachables desde el punto de vista jurídico. Según el eminente letrado de Su Majestad y miembro del partido laborista, D. N. Pritt, «el proceso se instruyó de forma impecable y a los acusados se les permitió declararse culpables o inocentes ante el tribunal»; por su parte, el presidente de la Liga de los Derechos Humanos francesa, Victor Basch, nombró una comisión de investigación que concluyó, a su regreso de la URSS, que los acusados eran culpables. Los sectores ultraconservadores y fascistizantes del mundo entero, lejos de aprovechar los procesos para redoblar la propaganda antisoviética, aplaudieron el exterminio de la vieja guardia bolchevique e incluso se sumaron a su modo a la campaña mundial de acoso al «trotskismo». Así, Charles Maurras dijo en L’Action Française que el gobierno francés «ya no puede ignorar que los trotskistas están a sueldo de Alemania» y el fascista belga Léon Degrelle declaró refiriéndose al fundador del Ejército Rojo: «No vería ningún inconveniente en que se le clavara entre los omóplatos un puñal de treinta centímetros a este hebreo con las patas manchadas de sangre de miles de obreros rusos.» [P. Broué 1988: 6] La era contemporánea del deporte-espectáculo soviético comenzó en mayo de 1936, cuando se transformó la estructura organizativa del fútbol y se pasó de la celebración aleatoria de torneos esporádicos al establecimiento de una Liga de toda la Unión que enfrentaba de forma regular a equipos permanentemente organizados según las pautas de las grandes empresas futbolísticas del Occidente capitalista. Al mismo tiempo, «para evitar enfrentamientos futbolísticos que (re)produjeran tensiones nacionalistas o regionales»: […] se ideó un mapa de símbolos acorde con el imaginario comunista, en el que, recordemos, la única realidad identitaria de las personas era su pertenencia a la clase trabajadora. De este modo cada club, que sólo podía representar al obrero, fue adscrito a una parte del sindicato. Así, igual que se creó una literatura específica sobre los trabajadores del ferrocarril, éstos dispondrían de un club de fútbol que les representase en las competiciones soviéticas frente a los equipos de otros trabajadores (metalurgia, minería o ejército, por ejemplo). En este mapa comunista, los diferentes Lokomotiv eran los clubes de los trabajadores del ferrocarril, por ejemplo, mientras que los Torpedo representaban a los trabajadores del sector del automóvil y los Dinamo a los trabajadores del Ministerio del Interior. De ahí que en los países de la órbita soviética los clubes fueran rebauzados con la intención de eliminar sus identidades previas y sumarlas al imaginario obrero. [L. Solar, G. Reguera 2008: 86] En junio de 1936, el Comité de Cultura Física de la Unión fue reemplazado por un Comité de Cultura Física y Deporte directamente dependiente del Consejo de Comisarios del Pueblo (Soviet Supremo), que tenía como misión reforzar el control del Partido sobre el conjunto de las organizaciones deportivas o recreativas y acabar con cualquier atisbo de autonomía de éstas. El NKVD (el antiguo GPU), por ejemplo, controlaba al Dinamo de Moscú y la Juventud Comunista dirigía el Spartak, equipo cuya gran popularidad se debió en buena medida al simple hecho de no estar vinculado al 163 Ejército ni a la policía. Ese mismo año también se abandonó oficialmente la postura de rechazo del deporte de competición burgués y el objetivo de formar un movimiento deportivo «revolucionario» internacional y se adoptó una concepción del deporte como representación nacional, idéntica a la existente en el Occidente capitalista. En resumidas cuentas, si Moscú había hecho bandera de su oposición al deporte competitivo oficial y a las Olimpiadas burguesas durante el tiempo necesario para no desacreditarse por completo ante el movimiento deportivo obrero, ya a partir de mediados de la década de 1930, y de forma abierta y pública tras el pacto germanosoviético de 1939, el régimen estalinista se destapó y aceptó las reglas del juego dominante: el olimpismo había dejado oficialmente de ser un enemigo. Para que no quedase ninguna duda al respecto, ese mismo año (1939), cuando el movimiento olímpico estaba poco menos que en manos de los nazis, se celebró en la URSS el Día Olímpico y el Estado promovió todas las modalidades deportivas incorporadas desde 1896 al programa de los Juegos. Ya desde los comienzos de la adopción de la política frentepopulista, el estalinismo había homenajeado —por boca del diario Sport, órgano de las federaciones deportivas obreras unificadas francesas (FSGT)— al reaccionario aristócrata Coubertin, defensor del colonialismo y admirador del régimen de Hitler, convirtiéndolo en mascota adoptiva de la «patria del socialismo». La Segunda Guerra Mundial obligó a dejar de lado los planes de ingreso en federaciones internacionales y de participación a gran escala en campeonatos mundiales, pero éstos fueron rápidamente desempolvados y puestos en práctica al término de la contienda. En 1948, Nikolai Romanov, presidente del Comité de Asociaciones Deportivas de la Unión, lanzaba la consigna: Sa massowostj, sa rekordy! («¡Por el deporte de masas, por los récords!»). Tres años más tarde, el Presidium del Comité Olimpico soviético —siguiendo órdenes de Stalin— anunciaba la participación de la URSS en los Juegos de Helsinki de 195268. Durante las negociaciones para el ingreso de la URSS en el COI, una de las exigencias de Edström y Brundage fue la puesta en libertad de su buen amigo Karl Ritter von Halt, último Reichsportführer nazi y prisionero de los soviéticos desde 1945, condición que éstos últimos se apresuraron a aceptar y hacer efectiva en febrero de 1950. 68 164 DE LA GUERRA FRÍA AL NUEVO ORDEN DEPORTIVO MUNDIAL «Odio todos los deportes de forma tan rabiosa como una persona a la que le gusta el deporte odia el sentido común.» H. L. Mencken, “Adventures of a YMCA Lad”, Heathen Days «El fútbol es un reino de la libertad humana ejercido al aire libre.» Antonio Gramsci La difusión internacional del deporte, muy avanzada ya antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, prosiguió de forma vertiginosa a lo largo de las décadas siguientes. Tras la incorporación de la URSS al movimiento olímpico en abril de 1951, el deporte internacional se convirtió en un escenario más de la Guerra Fría que enfrentó a los bloques encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética hasta la caída del muro de Berlín en 1989 y la disolución de la URSS en 1991. Un año después de que el COI reconociera al Comité Olímpico de la URSS, la delegación soviética obtuvo el segundo puesto en los Juegos de Helsinki (1952), superada sólo por los Estados Unidos. Cuatro años más tarde, en la Olimpiada de Melbourne de 1956 —un mes después de que los tanques rusos aplastaran la insurrección de los consejos obreros húngaros— la Unión Soviética superó por primera vez a los Estados Unidos, y no dejó de hacerlo hasta los Juegos de Tokio (1964), año en que los norteamericanos volvieron a tomar la delantera de una vez por todas, con la sola excepción de las Olimpiadas de Munich (1972). Una de las primeras consecuencias de la Guerra Fría fue que el movimiento olímpico tuvo que lidiar con la existencia de dos Alemanias, dos Coreas y dos Chinas. El COI reconoció al Comité Olímpico de la República Federal Alemana en 1951, por lo que en los Juegos de 1952 Alemania estuvo representada por un equipo formado exclusivamente por deportistas de este Estado. Ya en 1949, sin embargo, el entonces viceprimer ministro de la República Democrática Alemana, Walter Ulbricht, había anunciado que los deportistas de la RDA iban a ser los verdaderos embajadores del futuro Estado germanooriental. Seis años después, el COI admitió provisionalmente al Comité Olímpico de la RDA a condición de que Alemania concurriera a los Juegos de 1956 con una única selección nacional69. Avery Brundage, que había sucedido a Sigfrid La insistencia del COI en que Alemania participara en las Olimpiadas con un solo equipo obedecía, por supuesto, a los dictados de la política exterior de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, que desde 1948 venían echando un pulso a Stalin con motivo del contencioso de Berlín, ya que la ex capital alemana estaba dividida en zonas de influencia correspondientes a cada una de las cuatro potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. La URSS, por su parte, no reconoció la soberanía política de la RDA hasta 69 165 Edström al frente del COI en 1951, elogió cínicamente al equipo unificado alemán (que estuvo sumido en un mar de rivalidades y de tensiones a lo largo de toda su existencia) como un triunfo del deporte sobre la política y lo presentó como modelo a seguir por China, sin tener en cuenta en ningún momento que los respectivos gobiernos de Taiwán y de la RPCh, a diferencia de los de las dos Alemanias, eran la consecuencia reciente de una sangrienta guerra civil. Tras la derrota de las fuerzas nacionalistas del Kuomintang y la proclamación de la República Popular China en 1949, la Federación Deportiva China solicitó participar en la Olimpiada de Helsinki y gozar de jurisdicción sobre el deporte de toda China. Sin embargo, cuando en febrero de 1952 dos miembros del antiguo Comité Olímpico Chino refugiados en Taiwán hicieron pública su intención de representar a China en las Olimpiadas, el COI optó por no invitar a la RPCh (cuyo Comité Olímpico, por otra parte, no fue reconocido oficialmente hasta mayo de 1954) a los Juegos de Helsinki. En julio de 1952, la Unión Soviética medió ante el COI para que éste enviase una invitación de última hora a la RPCh, cosa que se hizo a sólo dos días de la apertura de los Juegos. Los taiwaneses anunciaron su retirada en cuanto tuvieron conocimiento de la noticia; la delegación de la RPCh, por su parte, llegó a Helsinki demasiado tarde para participar en prueba alguna. Cuando en 1956 ambas Chinas fueron invitadas a tomar parte en las Olimpiadas de Melbourne, el Comité Olímpico de la RPCh protestó ante el COI por lo que consideraba una flagrante violación de la Carta Olímpica y se retiró de los Juegos, lo que dejó vía libre a la participación de los taiwaneses. Al año siguiente, sin embargo, Pekín exigió formalmente la expulsión de Taiwán del movimiento olímpico. Brundage se negó a dar curso a la petición, y justificó la existencia de los dos comités con el inveterado argumento de que el COI no se pronunciaba sobre cuestiones políticas, lo que llevó al miembro del COI de la República Popular China, Dong Shouyi, a enviarle en abril de 1958 una carta en la que le calificaba de «fiel siervo de los imperialistas de los Estados Unidos», y se despedía de él así: «No cooperaré más con usted ni tendré ningún tipo de relación con el COI mientras esté bajo su mandato.» Tres meses después, el 19 de agosto de 1958, el Comité Olímpico de la RPCh anunció su separación del COI y las federaciones deportivas chinas abandonaron todas las organizaciones internacionales a las que estaban afiliadas. En la 55ª sesión del COI, celebrada en Munich en 1959, el representante soviético insistió en que se expulsase a Taiwán y se admitiera al Comité Olímpico de la RPCh. El COI desestimó esta propuesta, a la vez que aprobó por cuarenta y ocho votos a favor, veintidós abstenciones y siete votos en contra, no admitir al Comité de Taiwán como Comité Olímpico Nacionalista Chino, si bien acordó que en caso de que dicho Comité solicitara el ingreso bajo otro nombre, el COI lo estudiaría y autorizaría su participación en los Juegos. En los Estados Unidos la noticia fue acogida como una capitulación intolerable ante el adversario comunista, y suscitó enérgicas protestas contra el presidente del COI por parte del Congreso, el Departamento de Estado, el presidente Eisenhower, el 1955, ya que le había otorgado un estatus distinto al de los demás satélites de la Europa del Este para conservarla como comodín en caso de que algún día se negociara la unificación de Alemania. 166 embajador ante la ONU y el COE. Atrapado entre la espada y la pared, Brundage salió del paso diciendo que el motivo por el que los taiwaneses no podían competir bajo el nombre de China, era que algunas federaciones internacionales sólo les reconocían como Formosa o Taiwán porque la China nacionalista ya había participado en los Juegos Asiáticos bajo la denominación de Formosa. En consecuencia, en octubre de 1959 el COI acordó admitir a Taiwán como Comité Olímpico de la República China porque así estaba reconocida por las Naciones Unidas, pero con la condición de que en las competiciones internacionales concurriera bajo el nombre de Taiwán70. La Olimpiada de Roma (1960) estuvo marcada no sólo por la confrontación EsteOeste, sino también por las repercusiones de las sucesivas oleadas de nacionalismo «antiimperialista» desatadas por el fin de los antiguos imperios coloniales. Los sufrimientos que la escasez y la inflación provocaron en las colonias durante la Primera Guerra Mundial ya habían debilitado seriamente la hegemonía europea en ultramar; la devastación causada por la Segunda Guerra Mundial le dio el golpe de gracia y obró como catalizador del proceso de emancipación política. Si la rápida capitulación de Francia, Bélgica y Holanda ante la Alemania hitleriana contribuyó mucho a desprestigiar a estas metrópolis en sus respectivas colonias, la escasa resistencia con la que topó Japón al ocupar gran parte de los dominios británicos en Asia resquebrajó todavía más el mito de la superioridad del hombre blanco. Si bien los nazis intentaron explotar tímidamente el conflicto entre las «plutocracias» imperialistas y sus colonias para atraerse las simpatías de los nacionalistas locales durante la guerra, su racismo «ario», proclamado sin cesar durante más de una década, les impidió obtener resultados de consideración. En el sudeste asiático, en cambio, Japón logró sacar mucho más partido de la hostilidad de los movimientos anticolonialistas al imperialismo francobritánico. En aquella misma época, es decir, durante todo el período en el que estuvo vigente la política de los Frentes Populares (1935-1947), la Unión Soviética y los partidos comunistas del mundo entero se desacreditaron ante los movimientos de liberación nacional de las colonias al darse como misión «revolucionaria» convencer a los habitantes de las colonias de que sus peores enemigos eran Alemania y Japón (que apenas tenían posesiones coloniales), y que Gran Bretaña, Francia y sus aliados eran los garantes supremos de la democracia y la libertad (parte del precio que Stalin tuvo que pagar por su alianza militar con Gran Bretaña y Francia fue el abandono de la propaganda anticolonial). Así, por ejemplo, cuando en mayo de 1942 las tropas japonesas ocuparon Birmania, los británicos temieron que las fuerzas niponas procedieran a invadir la India con la ayuda de Subhash Chandra Bose, destacado miembro del Congreso Nacional Indio que había abandonado el país en 1939, después de que Gran Bretaña declarase la guerra a Alemania y Japón en nombre del pueblo indio sin consultar ni a éste ni a sus Pese a que la ONU admitió a la RPCh en 1971 (ese mismo año, el régimen de Mao también estableció por primera vez relaciones diplomáticas con los Estados Unidos después de que en 1969 una serie de choques fronterizos en Manchuria llevase el enfrentamiento chino-soviético al borde de la guerra abierta), el COI no nombró al Comité Olímpico Chino representante del movimiento olímpico de toda China hasta octubre de 1979, el mismo año, por cierto, en que China regresó a la FIFA. 70 167 representantes políticos. (Bose había reclutado un Ejército Nacional Indio de cincuenta y cinco mil hombres entre los prisioneros de guerra indios capturados por los japoneses.) Asimismo, cuando en agosto del mismo año Gandhi desencadenó el movimiento de desobediencia civil «Abandonen la India» y exigió a Gran Bretaña que dejase libre a su país, alegando que éste se defendería por sus propios medios en caso de ser atacado, las autoridades británicas reaccionaron reprimiendo brutalmente el movimiento, encarcelando a Gandhi e ilegalizando al Congreso Nacional Indio, lo que a su vez desencadenó huelgas y manifestaciones masivas que se saldaron con cientos de muertos. Los comunistas indios, lejos de sumarse al movimiento, lo sabotearon activamente y denunciaron a la policía a quienes participaron en él. Entretanto, el gabinete de Churchill, aterrado ante la posibilidad de una invasión japonesa, puso en práctica una política de «tierra quemada»: ordenó confiscar todas las embarcaciones del golfo de Bengala capaces de transportar a más de diez personas (lo que colapsó de inmediato la navegación fluvial, la pesca y el transporte de arroz) a la vez que autorizaba a los comerciantes a comprar arroz a cualquier precio para vendérselo al gobierno e impedía todo suministro de dicho cereal a Bengala desde otras partes del país. La hambruna resultante causó cuatro millones de muertos (según cifras británicas). A pesar de que la legislación británica en la India preveía la aplicación de leyes de urgencia para casos semejantes, nunca se reconoció oficialmente la existencia de este «holocausto olvidado», por lo que no se tomó ninguna medida para paliarlo. Cuando el virrey de la India, Linlithgow, rogó a Churchill que autorizase el envío urgente de alimentos a la India, éste le respondió con un telegrama en el que le preguntaba: «Si hay tanta escasez de comida en la India, ¿cómo es que Gandhi no ha muerto todavía?» Los nuevos Estados poscoloniales nacidos en la inmediata posguerra se esforzaron, en la medida de lo posible, por utilizar la rivalidad entre los Estados Unidos y la Unión Soviética para no quedar reducidos a meros peones de la política internacional y satisfacer sus propias ambiciones. No obstante, las disensiones geopolíticas, los conflictos de intereses y las disputas étnicoreligiosas que los enfrentaban entre sí, así como su debilidad económica y militar, les obligaban a depender de la ayuda de una de las dos superpotencias (cuando no de la de ambas). Tal fue el caso del líder indonesio Sukarno, que trató de perpetuarse en el poder arrimándose a uno u otro bloque en función de las prioridades políticas del momento. La decadencia de la organización anticolonial musulmana Sarekat Islam y el fracaso de la insurrección comunista de 1926-1927 permitieron al Partido Nacionalista Indonesio, fundado en 1927 por Sukarno, asumir el liderazgo del movimiento de liberación nacional del archipiélago y adoptar una estrategia basada menos en la movilización popular y la desobediencia civil que en la perspectiva de una futura guerra de Japón contra las potencias occidentales en el Pacífico. En 1933, las autoridades coloniales holandesas detuvieron al líder del PNI y le confinaron en la isla de Sumatra, donde permaneció hasta que en 1942 los japoneses ocuparon Indonesia y le pusieron en libertad. En marzo de 1943, las fuerzas de ocupación patrocinaron la creación de una confederación de organizaciones nacionalistas encabezada por Sukarno, el Centro del Poder Popular, que obtuvo permiso de las autoridades militares japonesas para organizar un Ejército de Defensa de la Patria del que surgieron gran parte de los núcleos 168 armados que protagonizaron la lucha por la independencia. A cambio, Sukarno proporcionó al Imperio del Sol Naciente combustible para sus fuerzas aéreas y unos trescientos mil trabajadores forzados, los romusha, que fueron sometidos a condiciones tan espantosas que sólo una cuarta parte de ellos sobrevivió. El 17 de agosto de 1945, sólo dos días después de la capitulación nipona, Sukarno proclamó la República de Indonesia, que fue calificada inmediatamente, tanto por Holanda como por el Partido Comunista Indonesio71 (PKI) como «una creación del fascismo japonés» [sic]. Puesto que en esos momentos la metrópoli holandesa no disponía de fuerzas suficientes para restablecer su dominio sobre el archipiélago, recayó sobre las tropas japonesas todavía presentes en el archipiélago la tarea de mantener el orden hasta la llegada de los ejércitos británicos del sudeste asiático, que se produjo el 16 de septiembre de 1945. No obstante, en diciembre de 1945, después de que diversos incidentes y amotinamientos pusieran de manifiesto la escasa disposición de los soldados de los ejércitos de Su Majestad para reprimir los movimientos anticoloniales de posguerra, los soldados de la metrópoli tuvieron que ser sustituidos por tropas del British Indian Army que, codo a codo con sus enemigos japoneses de la víspera, procedieron a doblegar sistemáticamente a las fuerzas regulares e irregulares indonesias. Pese a la encarnizada resistencia con la que toparon, en julio de 1946 los británicos entregaron a los holandeses todo el archipiélago salvo las islas de Java y Sumatra. En mayo de 1947, holandeses e indonesios firmaron los Acuerdos de Linggadjati, que reconocían el control de la República sobre las islas de Java, Madura y Sumatra y que estipulaban la retirada de las tropas holandesas en el marco de un proyecto de Unión Indonesio-Holandesa. Sin embargo, dos meses después Holanda alegó supuestas violaciones de los acuerdos como pretexto para invadir el archipiélago y apoderarse de extensos territorios llenos de riquezas naturales y minerales. Sukarno, a su vez, apeló a la ONU, que designó un comité formado por Australia, Bélgica y los Estados Unidos con el fin de llegar a una solución negociada. El resultado fueron los Acuerdos de Renville, firmados en enero de 1948 e inspirados por los Estados Unidos y el comienzo de la Guerra Fría. En el nuevo tratado, además de la retirada de las fuerzas guerrilleras de los territorios ocupados por los holandeses, se exigía la disolución de las unidades armadas controladas por el PKI en beneficio de las nuevas «Fuerzas Armadas Nacionales Indonesias» de Sukarno. En septiembre de 1948, una sucesión de secuestros y asesinatos de oficiales del PKI en Maduin, Java Oriental, desembocó en un putsch comunista en dicha localidad, que se saldó con miles de muertos y la ejecución de una docena de dirigentes del PKI. A su vez, los holandeses creyeron que había llegado su gran ocasión, y desafiando el alto el fuego Durante todo el período de la lucha por la independencia, el PKI refrendó los pactos de Sukarno con Holanda a expensas de su credibilidad ante el movimiento de liberación indonesio, cuyos sectores más radicales no dudaron en llevar a cabo expropiaciones espontáneas de tierras e industrias, tanto de propiedad indonesia como extranjera. En aquel entonces era tal la sintonía política del gobierno de los Países Bajos con la dirección del PKI que el ejecutivo holandés no dudó en correr con los gastos de repatriación de todos los comunistas indonesios que así lo desearan. A finales de 1947, sin embargo, el PKI ajustó su política a las nuevas coordenadas internacionales impuestas por la Guerra Fría. 71 169 impuesto por la ONU, bombardearon Yakarta y detuvieron a la mayor parte de los dirigentes independentistas, entre ellos al propio Sukarno. Esta vez, sin embargo, la operación fracasó, pues en diciembre de 1949 el gobierno de los Estados Unidos amenazó al gabinete holandés con retirarle la ayuda del Plan Marshall si no transfería definitivamente la soberanía a la República de Indonesia. Poco después el gobierno estadounidense impuso a ambas partes la ratificación de un nuevo tratado de «independencia» muy ventajoso para Holanda, pues estipulaba que el nuevo régimen se haría cargo de las deudas coloniales y garantizaba la seguridad de las inversiones holandesas en el archipiélago: los recursos naturales, las principales industrias, las grandes fincas y el sector financiero siguieron en gran medida en manos extranjeras. En 1948, George Kennan, director de Planificación Política del Departamento de Estado estadounidense, ya había advertido del peligro que supondría para toda la región que Indonesia cayera en manos comunistas, y en 1954 Eisenhower declaró ante una reunión de senadores norteamericanos que la forma más barata de mantener el control sobre Indonesia era financiar la guerra colonial francesa en Vietnam. Otros expertos, sin embargo, también habían llamado la atención sobre lo imprudente que sería obligar a Sukarno y su camarilla a hacer demasiadas concesiones a los holandeses, pues el descontento de la población obrera y campesina con los claudicantes líderes nacionalistas y con una «independencia» de la que esperaban una mejora tangible en sus condiciones de vida podía reforzar la influencia del PKI, que en las elecciones de 1955 dobló el número de sus escaños en el parlamento. El deterioro cada vez mayor de las condiciones de vida de las clases populares desembocó, a finales de 1957, en un movimiento generalizado de ocupación de fábricas, fincas, bancos y navíos. El PKI, a la vez que se esforzaba por evitar que las ocupaciones afectasen a compañías británicas y estadounidenses y entregaba las empresas a las tropas enviadas por Sukarno, logró encauzar el movimiento hacia la confrontación «antiimperialista» con Holanda por la soberanía sobre la isla de Irian Jaya. El gobierno de los Estados Unidos reaccionó ante la caótica evolución de la situación política en el archipiélago alentando una serie de revueltas y movimientos secesionistas en las islas de Sumatra y Sulawesi, que culminaron en un intento de golpe de Estado —financiado por la CIA— en febrero de 1958. No es de extrañar, pues, que el presidente indonesio contase con la aprobación entusiasta del PKI cuando en julio de 1959 disolvió el parlamento e instauró un régimen de «democracia guiada» basado en una fórmula ecléctica denominada NASAKOM (acrónimo de «nacionalismo, religión y comunismo») que no hacía otra cosa que dar carácter institucional al precario equilibrio de fuerzas existente entre las tres grandes fuerzas de la «vida política» indonesia, a saber, el ejército, el Islam y el PKI. A partir de entonces y hasta el fin de su régimen, Sukarno adoptó un discurso cada vez más izquierdista. A la vez que estrechaba sus relaciones con la República Popular China a través del PKI, convirtió a Indonesia en uno de los países más militarizados del mundo —gracias a la ayuda soviética y estadounidense— y emprendió una política exterior cada vez más agresiva, que le llevó a anexionarse la isla de Irian Jaya en 1962 y a embarcarse al año siguiente en una «campaña para aplastar a Malasia», donde dos 170 años antes se había constituido una federación formada por las antiguas colonias británicas de Malasia, Singapur, Brunei y Borneo, denunciada por Yakarta y Pekín como un «proyecto neocolonialista». En opinión de Sukarno y de la mayoría de los restantes dirigentes del movimiento de los países no alineados, el conflicto más importante de la posguerra no era el que enfrentaba a los bloques presididos por Estados Unidos y la Unión Soviética, sino la confrontación entre las «nuevas fuerzas emergentes» del anticolonialismo y las «viejas fuerzas establecidas». De ahí que la sesión preparatoria de la Conferencia de Bandung (ciudad indonesia a la que en 1955 acudieron, además de los cinco países promotores, — India, Pakistán, Ceilán, Birmania e Indonesia— los representantes de otras veinticuatro naciones) acordara no cursar una invitación a la URSS, lo que permitió a la delegación de la República Popular China, país que ya comenzaba a tener sus primeras desavenencias con los soviéticos, presentarse ante la conferencia como paladín del Tercer Mundo. (Eso no impidió, sin embargo, que durante la conferencia preparatoria de los Juegos de las Nuevas Fuerzas Emergentes, en abril de 1963, Sukarno incluyera al conjunto del bloque «socialista» en su definición de las «nuevas fuerzas emergentes».) El origen inmediato de los JNFE se remonta al conflicto que surgió con motivo de la cuarta edición de los Juegos Asiáticos72 celebrados en 1962 en Yakarta, cuando el gobierno indonesio denegó visados a los atletas de Taiwán e Israel so pretexto de que esos Estados eran instrumentos de las potencias imperialistas. En febrero de 1963, el COI suspendió al Comité Olímpico Indonesio por esta acción discriminatoria, muy semejante, por cierto, a la que habían cometido dos años antes Estados Unidos y Francia, cuando tras la construcción del muro de Berlín negaron visados a los atletas de la RDA para participar en los campeonatos mundiales de hockey y de esquí de 1962. Los organizadores de los JNFE proclamaron desde el primer momento el carácter netamente político de este certamen deportivo y denunciaron con vehemencia las hipócritas declaraciones rituales del COI según las cuales política y deporte eran esferas completamente independientes que no debían tener ningún contacto entre sí. Sirva como muestra este fragmento del discurso que el máximo líder de la «revolución indonesia» pronunció ante la conferencia preparatoria de los Juegos: Los Juegos Olímpicos Internacionales han demostrado abiertamente ser una herramienta imperialista. […] Cuando excluyeron a la China comunista, ¿acaso eso no era política? Cuando se muestran hostiles a la RAU73, ¿acaso eso no es política? Cuando se muestran hostiles a Corea del Norte, ¿acaso eso no es política? Propongo que seamos francos. Digámoslo con franqueza: el deporte tiene algo que ver con la política. Indonesia se propone ahora mezclar el deporte con la política […]. [E. T. Parker 1965: 8] Los Juegos Asiáticos, también conocidos como Asiadas, proceden de los Juegos de Extremo Oriente, que se disputaron por primera vez en Manila en 1913, y que dejaron de celebrarse en 1933, tras la ocupación japonesa de Manchuria. Durante la 42ª sesión del COI, que tuvo lugar en Londres en 1948, se decidió organizar la primera edición de los Juegos Asiáticos en Nueva Delhi (1951). 73 La República Árabe Unida estuvo formada por la unión de Egipto y Siria entre 1958 y 1961. El golpe militar sirio de 1961 puso fin a la unión entre ambos regímenes, aunque Egipto siguió denominándose oficialmente así hasta 1971. 72 171 La reacción del COI ante el anuncio de la celebración de los JNFE no se hizo esperar: advirtió a las autoridades indonesias de que no toleraría un movimiento deportivo con fines expresamente políticos y que prohibiría tomar parte en los Juegos Olímpicos a todos los atletas que asistieran a dicho certamen. Inmediatamente después de ser suspendida por el COI, y sin duda animada por la República Popular China, Estado con el que había apalabrado ya la organización de los JNFE, la República indonesia abandonó el movimiento olímpico. Así pues, pese a las amenazas del COI y de sus aliados de las federaciones internacionales, el 10 de noviembre de 1963 se celebró, con el concurso de unos dos mil atletas de cincuenta y un países, la primera edición de los Juegos de las Nuevas Fuerzas Emergentes. Estando así las cosas, las autoridades indonesias, ansiosas por lograr que la participación internacional fuera lo más amplia posible, trataron de sortear las amenazas de expulsión de las federaciones deportivas internacionales formulando una definición «flexible» de las «nuevas fuerzas emergentes», para permitir que pudieran inscribirse delegaciones «progresistas» no estatales procedentes de las denostadas metrópolis imperialistas. También se evitó escrupulosamente cualquier referencia a la dudosa calidad de gran parte de las delegaciones locales o no oficiales enviadas, que constituían aproximadamente una tercera parte del total. La República Popular China, que acudió al certamen con el objetivo declarado de contribuir al desarrollo de los deportes en Asia y África a fin de «combatir a las fuerzas del imperialismo y las organizaciones deportivas manipuladas por los países imperialistas», fue el único país que respaldó sin reservas a Sukarno 74 . La Unión Soviética confirmó su asistencia pero advirtió de que su participación no implicaba que apoyara la orientación antiolímpica de los JNFE, e incluso intentó lograr que se incorporaran los principios de la Carta Olímpica a la declaración programática de los JNFE, maniobra que topó con la oposición frontal de la RPCh. Además y para limar asperezas con el COI, la Unión Soviética optó por enviar a un contingente de deportistas de segunda fila en lugar de los equipos olímpicos oficiales. Japón y México, dos importantes socios comerciales del régimen de Sukarno, se encontraban en esos momentos en una posición delicada ante el COI. Estaba previsto que en 1964 Tokio organizase los primeros Juegos Olímpicos celebrados en un país asiático, así que las autoridades niponas enviaron una delegación muy numerosa pero no oficial y de escasa calidad. Las autoridades mexicanas, por su parte, no supieron hasta pocos días antes del comienzo de los JNFE si el COI iba a otorgarles las Olimpiadas de 1968, de modo que enviaron una pequeña representación no oficial. No obstante, cuando el máximo organismo olímpico hizo pública su decisión favorable, organizaron rápidamente una segunda delegación, esta vez oficial, y acompañada por La RPCh costeó entre una tercera parte y la totalidad de los gastos de transporte de los atletas extranjeros que acudieron a los JNFE. Por lo demás, el complejo deportivo había sido erigido el año anterior por los soviéticos con motivo de los IV Juegos Asiáticos (1962), los estadounidenses acababan de terminar de construir la circunvalación que permitía acceder directamente al complejo de deportes desde el puerto, y hacía muy poco que los japoneses habían acabado de edificar el único hotel de categoría internacional capaz de alojar a las delegaciones que no pudieran ser hospedadas en la villa atlética. 74 172 un grupo de mariachis que hizo las delicias de los delegados reunidos en la capital indonesia. Por supuesto, la República Popular China envió a Yakarta a sus mejores deportistas, que ganaron una medalla tras otra y superaron con diferencia a los atletas de todos los demás Estados concursantes, la URSS incluida. El excelente momento que atravesaban las relaciones entre los regímenes de Sukarno y de Mao Tse-tung quedó de manifiesto durante la final de gimnasia, cuando los espectadores indonesios vitorearon a los chinos y abuchearon a los soviéticos en presencia de representantes de todo el bloque socialista. Dos días después de la clausura de los Juegos tuvo lugar una Conferencia de las Nuevas Fuerzas Emergentes, que acordó organizar los JNFE con una periodicidad de cuatro años, igual que las Olimpiadas. Sin embargo, la segunda edición, que tenía que haberse celebrado en Egipto en 1967, no tuvo lugar debido a tres sucesos íntimamente relacionados con la Guerra Fría: el golpe de Estado contra Sukarno en 1965, la tercera guerra árabe-israelí en 1967 y la Revolución Cultural china, que comenzó a finales de 196675. Estos tres acontecimientos marcaron, cada uno a su manera, el comienzo del fin de las ilusiones sobre la viabilidad del movimiento de los no alineados y el tercermundismo, la consumación oficial del cisma chinosoviético y la paulatina recuperación de la iniciativa política por parte del bloque norteamericano a escala planetaria. Sólo la derrota norteamericana en Vietnam y algunas victorias pasajeras y coyunturales de fuerzas pro soviéticas en África durante la década de 1970 permitieron que sobreviviera durante una década más la ilusión de que la URSS estaba aventajando a los Estados Unidos en la lucha por la supremacía mundial. Tras la Segunda Guerra Mundial, las colonias no sólo tuvieron que luchar para acceder a la independencia; una vez obtenida, también tuvieron que hacerlo para tener voz y voto en las instituciones internacionales (deportivas o no) dominadas por Occidente. En 1949 se constituyó en el seno de la ONU un grupo anticolonialista árabeasiático integrado por doce nuevos Estados independientes —Afganistán, Arabia Saudita, Birmania, Egipto, India, Indonesia, Irak, Irán, Líbano, Pakistán, Siria y Yemen— al que entre 1960 y 1965 se sumaron la mayoría de las colonias africanas recién emancipadas. Eso explica que la ONU fuera una de las primeras organizaciones internacionales en condenar el apartheid y en proponer sanciones contra el régimen sudafricano, política que culminó en 1966, cuando la Asamblea expulsó a Sudáfrica de la El sangriento golpe contra Sukarno, preparado y financiado por la CIA y los militares indonesios afines con la participación directa de milicias islamistas y nacionalistas, fue un exterminio planificado que acabó con la vida de al menos un millón de personas, de las que aproximadamente la mitad eran militantes del PKI. El año 1965 comenzó con el abandono de la ONU por parte de Indonesia, seguida poco después por la ocupación de grandes fincas y de las empresas petrolíferas y de caucho estadounidenses por parte de sus empleados. Los dirigentes del PKI, a los que Sukarno había incorporado a su gabinete (junto a destacados jefes del ejército) a finales de 1964, no sólo se emplearon a fondo para poner fin a las ocupaciones de tierras y empresas, sino que también hicieron cuanto estuvo en su mano por evitar o reducir a su mínima expresión toda iniciativa de autodefensa popular ante los militares, lo que contribuyó decisivamente a crear las condiciones más propicias posibles para el triunfo del golpe. Occidente acogió con entusiasmo la matanza (la revista Time la calificó como «La mejor noticia para Occidente en Asia en muchos años») y ni Moscú ni Pekín emitieron la menor declaración de condena. 75 173 ONU e invitó a todos los Estados miembros a negarse a mantener relaciones culturales y deportivas con Pretoria mientras en ese país siguiese vigente la discriminación racial. Pese a que el fin del apartheid era una de las principales reivindicaciones de los nuevos Estados africanos, éstos no trasladaron sus reivindicaciones al seno del COI hasta después de los Juegos Olímpicos de Roma (1960), donde con el apoyo de Gran Bretaña, Canadá, Estados Unidos y Australia, se logró demorar la cuestión durante dos años más. En febrero de 1962, sin embargo, cuando el nuevo ministro del Interior sudafricano, Jan de Klerk, anunció la prohibición de los equipos deportivos mixtos, el COI notificó al comité sudafricano que sería suspendido si no ponía fin a su política de discriminación racial antes de la sesión de diciembre de 1963. Éste hizo caso omiso del requerimiento, y Sudáfrica quedó al margen de los Juegos de 1964. Aún así, el gobierno de Pretoria siguió sin dar su brazo a torcer, por lo que la oposición al régimen del apartheid fue en aumento, no sólo en el continente africano, sino en el mundo entero. En 1965 los miembros africanos del COI acudieron a una conferencia de ochenta comités olímpicos nacionales celebrada en Roma, donde presentaron una moción para expulsar a Sudáfrica de todas las instituciones olímpicas. Ese mismo año, en la sesión de Madrid se acordó suspender al Comité Olímpico sudafricano y prohibir a los atletas de ese país participar en competiciones amparadas por el COI mientras los delegados sudafricanos no se pronunciaran en contra del apartheid. Sin embargo, el COI pospuso la aprobación de la decisión hasta la siguiente sesión, ya que Brundage adujo que el comité sudafricano se exponía a ser sancionado por su gobierno si violaba sus leyes. A su juicio, el único problema radicaba en que el comité olímpico sudafricano pudiera cumplir las normas del COI. Puesto que quedaba poco tiempo para la próxima sesión de este organismo, y en un intento por ajustarse a dichas normas, Frank Braun, presidente del Comité Olímpico Sudafricano, propuso que Sudáfrica enviara a los Juegos de México un equipo mixto compuesto por el mismo número de blancos que de negros y que todos desfilaran bajo la misma bandera, concesiones que el COI consideró garantía suficiente no sólo para la continuidad de Sudáfrica en el movimiento olímpico sino también para su participación en las Olimpiadas de México. En el seno del COI, sin embargo, no faltaron voces discrepantes. El delegado soviético, Andrianov, acusó a Brundage de no mover un dedo contra el apartheid con el pretexto de que era un asunto de política interna sudafricana. Esta actitud no era privativa de Brundage, pues la situación era la misma en otras organizaciones deportivas internacionales. Así, cuando en 1966 la Unión Soviética propuso someter a votación la exclusión de Sudáfrica de las federaciones internacionales de natación y de tenis, fueron los votos del bloque occidental los que impidieron que la moción prosperara. Estaba claro, por lo demás, que la insistencia soviética en abanderar la lucha contra el apartheid y promover la incorporación de nuevos comités olímpicos nacionales (que reivindicaban, además, el derecho a elegir a sus propios delegados en el COI sin injerencia alguna de éste) estaba motivada por el deseo de alterar el equilibrio de poder dentro del máximo organismo olímpico. No obstante, la hegemonía del bloque occidental en las instituciones deportivas internacionales tenía los días contados, al menos desde el punto de vista formal, ya que 174 la gran mayoría de los nuevos miembros del COI procedía del continente africano. A Avery Brundage le inquietaba tanto la posibilidad de que los nuevos comités africanos utilizaran el deporte «con fines políticos» (sic) que en una reunión celebrada en junio de 1963 con las federaciones internacionales hizo la siguiente propuesta: Si aceptamos a veinticinco nuevos países africanos, los países con una larga tradición olímpica corren el riesgo de quedar en minoría. Quizás sería prudente dar a ciertos países, que tienen una gran población deportiva, más votos que a un país recién afiliado. [R. Espy 1981: 97] Los temores de Brundage y del COI se vieron confirmados en 1966, cuando el Consejo Supremo del Deporte en África (CSDA), órgano dependiente de la Organización para la Unidad Africana (OUA), se reunió en Malí. El CSDA, que contaba con treinta y dos Estados miembros, se había dado como principal objetivo luchar contra el apartheid sudafricano en el deporte. La conferencia de Malí aprobó por mayoría que en caso de que se admitiese a un «equipo racista» sudafricano, fuese mixto o no, los demás Estados africanos boicotearían los Juegos de México. A pesar de todo, el 15 de febrero de 1968 la sesión plenaria del COI celebrada en Grenoble dio su visto bueno a la participación sudafricana en la Olimpiada de México. El 25 de ese mismo mes, la OUA llamó a los Estados africanos al boicot y tres días después la mayoría de ellos había anunciado su retirada de los Juegos. La situación empeoró más todavía para el COI cuando varios Estados hispanoamericanos y asiáticos advirtieron que no enviarían a sus atletas a México si se admitía la presencia de Sudáfrica, lo que habría supuesto la cancelación de la retransmisión televisada en muchos países y el consiguiente fracaso económico de la Olimpiada. A Brundage, que casualmente pasó los cuatro días inmediatamente anteriores en la República Sudafricana, no le quedó más remedio que convocar —a petición del vicepresidente del COI, el mexicano José de Clark Flores— una reunión extraordinaria del Comité Ejecutivo el 21 de abril, pues el Comité Organizador mexicano había asegurado a los Estados africanos que el COI revocaría la invitación a Sudáfrica. Para entonces la protesta contra el COI y su apoyo solapado al apartheid no sólo se había extendido a todos los rincones del planeta sino que además se había incorporado a las reivindicaciones del movimiento pro derechos civiles de los negros norteamericanos. A comienzos de 1968, con motivo de una petición dirigida a Brundage por el American Commitee on Africa, Harry Edwards, antiguo atleta y profesor de sociología de la Universidad de San José, California 76 , declaró: «Me opongo rotundamente a la presencia de los sudafricanos, ya sea como equipo o como individuos, en acontecimientos deportivos internacionales. Si se permite a Sudáfrica o a Rodesia participar en las Olimpiadas y mientras siga existiendo el racismo a cualquier nivel, los atletas negros se negarán a tomar parte en los Juegos». La réplica de Brundage fue tan En 1967, Edwards presentó una lista de quejas a la administración de la Universidad de California en nombre de los deportistas negros y encabezó a un grupo que amenazó con invadir el terreno de juego el día del partido inaugural de la temporada de fútbol (americano) si no se atendía a sus peticiones. Para evitar posibles altercados, las autoridades académicas suspendieron el partido. Cuando a Ronald Reagan, a la sazón gobernador de California, le informaron de la anulación del encuentro declaró: «Edwards, no apto para enseñar.» Éste, por su parte, calificó a Reagan de «cerdo fosilizado, no apto para gobernar». 76 175 cínica como escueta: «Si los atletas norteamericanos de color boicotean los Juegos Olímpicos, no se les echará de menos.» Poco antes, en el transcurso de una conferencia de prensa celebrada en Nueva York en diciembre de 1967 junto a Martin Luther King, Edwards había acusado a Brundage de ser «un personaje fervientemente antisemita y antinegro». La respuesta del presidente del COI apareció publicada, como si de un argumento más se tratara, en el número del 23 diciembre de 1967 de la revista American Jewish Life, desde cuyas columnas despotricó contra las «calumniosas afirmaciones vertidas por esos agitadores irresponsables que sólo buscan publicidad», tachó a Edwards de «desconocido agitador negro» y calificó sus «ignorantes y erróneas» denuncias de «ataque contra el movimiento olímpico». Para despejar cualquier duda acerca de su antisemitismo, Brundage no sólo sacó a relucir la suspensión impuesta por el COI a Indonesia en 1963 por negarse a admitir a un equipo israelí en los IV Juegos Asiáticos, sino que además, para asombro de propios y extraños, no tuvo empacho alguno en recordar su actuación personal durante la campaña de boicot de las Olimpiadas de 1936. La revuelta de la población negra de los Estados Unidos, que desde 1964 se había ido intensificando hasta alcanzar visos de auténtica insurrección, se estaba convirtiendo en un movimiento de enorme repercusión internacional, pues era el nexo de unión de un importante destacamento de la clase trabajadora del Primer Mundo con las luchas de los pueblos colonizados del Tercero. Después de su salida de la Nación del Islam en marzo de 1964, el líder del movimiento pro derechos civiles Malcolm X fundó la Organización de la Unidad Afroamericana, que aspiraba a ligar la lucha de los afroamericanos de los Estados Unidos con la de los pueblos del continente africano. Tras abandonar definitivamente las tesis racistas de la Nación del Islam, dejar de predicar el nacionalismo separatista e incorporar a su discurso la lucha contra el imperialismo norteamericano, Malcolm X se convirtió en un problema de primera magnitud para el gobierno estadounidense: Cualquier tipo de movimiento a favor de la libertad de los negros que tenga sus bases exclusivamente dentro de los confines de Estados Unidos está absolutamente condenado a fracasar […] Así que uno de los principales pasos que tomamos los que estábamos en la Organización para la Unidad Afroamericana, fue elaborar un programa que convirtiese nuestras injusticias en algo internacional e hiciese que el mundo viese que nuestro problema ya no era un problema de los negros o un problema norteamericano sino un problema humano. [Malcom X 1989: 97] Pese a que la dinámica interna del movimiento de liberación negro estadounidense apuntaba ya más allá del nacionalismo negro y del panafricanismo, éste no llegó a superar las barreras «raciales» y desembocar en una rebelión social generalizada y unitaria. A finales de 1967, y coincidiendo con su llegada a los centros urbanos del norte de los Estados Unidos, las principales organizaciones del movimiento pro derechos civiles estaban ya en franca decadencia, cuando no replegándose hacia el proyecto de un «capitalismo negro» dentro de un país (capitalista) blanco. Sólo el Black Panther Party, que no tardaría en sucumbir bajo el peso combinado de los ataques policiales, la 176 infiltración y las disensiones internas, reconocía la necesidad de una alianza con los radicales blancos. En 1966, el campeón del mundo de los pesos pesados Muhammad Alí se declaró objetor de conciencia y se negó a ser reclutado por el Ejército de los Estados Unidos con un argumento tan sencillo como contundente: «Yo no tengo ningún problema con los del Vietcong ese. ¡A mí nunca me ha llamado nigger ningún Vietcong!». Conviene tener presente que en aquel entonces Martin Luther King todavía no se había opuesto públicamente a la guerra del Vietnam, y que la decisión de Alí contribuyó mucho a que se pronunciara en ese sentido. Las autoridades del boxeo estadounidense e internacional, por su parte, ni siquiera esperaron a que se presentaran cargos contra Alí o que se le juzgara para despojarle de su título, lo que le obligó a vivir durante algún tiempo de una actividad para la que demostró tener grandes dotes: recorrer el circuito de conferencias universitarias de todo el país. En el transcurso de una de éstas, declaró en su ciudad natal, Louisville (Kentucky): ¿Por qué me piden que me ponga un uniforme y viaje a diez mil millas de mi hogar para arrojar balas y bombas sobre gente de color marrón en Vietnam cuando en Louisville se trata a los llamados negros como a perros y les niegan derechos humanos elementales? No, no voy a irme a diez mil kilómetros de mi hogar para ayudar a asesinar y achicharrar a otra nación pobre sólo para prolongar la dominación de los esclavistas blancos sobre pueblos más oscuros del mundo entero. Ha llegado el día en que esos males han de terminar. Me han advertido de que adoptar esta posición me costará millones de dólares. Pero ya lo he dicho una vez y voy a repetirlo: el verdadero enemigo de mi pueblo está aquí. No voy a deshonrar a mi religión, a mi pueblo o a mí mismo convirtiéndome en una herramienta para esclavizar a los que luchan por su propia justicia, libertad e igualdad… si pensase que la guerra iba a traer justicia, libertad e igualdad a veintidós millones de personas de mi pueblo no tendrían que llamarme a filas: me alistaría mañana mismo. No tengo nada que perder luchando por mis creencias. Así que iré a la cárcel. ¿Y qué? Nosotros llevamos cuatrocientos años en la cárcel. Nadie captó mejor la trascendencia de las declaraciones de Alí que los representantes electos de la «democracia más grande del mundo», que el mismo día en que los jueces condenaron a Alí, el 20 de junio de 1967, votaron por aplastante mayoría a favor de prorrogar el servicio militar obligatorio durante cuatro años más y convertir en delito federal la profanación de la bandera nacional. La rebelión de Alí y de otros deportistas negros sacudió al mundo del deporte estadounidense hasta los cimientos77. En noviembre de 1967, una treintena de atletas negros acudió a la convocatoria de Harry Edwards para participar en la génesis del Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos (PODH), que tenía como principal objetivo el boicot de la Olimpiada de México. En el grupo destacaban Tommie Smith y Lee Evans, los dos mejores velocistas del mundo, así como la gran estrella del baloncesto universitario Kareem Abdul Jabbar, cuyo carisma entre los deportistas Al año siguiente apareció en la revista Sports Illustrated un artículo que relataba cómo los equipos universitarios de baloncesto a la baja contrataban a jugadores negros y les matriculaban en cursos puramente simbólicos, a la vez que les impedían cobrar primas, reunirse con sus esposas o salir con muchachas blancas o mexicanas, y una vez agotada su utilidad, les expulsaban sin créditos ni licenciaturas. 77 177 negros confirió gran credibilidad al Proyecto, y que fue el único de todos ellos que se negó hasta el final a participar en los Juegos de México. La meta del PODH era denunciar la utilización de los deportistas negros por parte de los Estados Unidos para proyectar una imagen ficticia de armonía e igualdad racial tanto dentro de sus fronteras como en el exterior. Según el manifiesto fundacional del grupo No podemos seguir permitiendo que este país […] utilice a algunos negros para mostrarle al mundo cuánto ha avanzado en la resolución de los problemas raciales, cuando la opresión de los afroamericanos es mayor que nunca… No podemos seguir permitiendo que el mundo del deporte se congratule a sí mismo por ser un baluarte de la justicia racial cuando las injusticias raciales de la industria deportiva son tristemente legendarias… Cualquier negro que se deje utilizar así no sólo es un primo —por permitir que se le utilice contra sus propios intereses— sino un traidor a su raza, porque permite a los racistas blancos el lujo de tener la certeza de que los negros permanecen en los guetos porque ese es su lugar o es donde quieren estar. Así que, ¿por qué deberíamos correr en México y volver a casa arrastrándonos? [A. Bass 2002: 178] Poco antes de su asesinato, Martin Luther King se sumó al Proyecto y participó en la elaboración de sus seis reivindicaciones: 1) que se restituyera a Muhammad Alí su título de campeón del mundo de los pesos pesados; 2) que el racista y antisemita Avery Brundage dimitiera como presidente del COI; 3) que el New York Athletic Club aceptase socios negros y judíos; 4) que el Comité Olímpico Estadounidense admitiera a un negro más como entrenador de atletismo; 5) que ingresara un miembro de raza negra en dicho Comité, y 6) que los Estados Unidos dejasen de tomar parte en competiciones con Sudáfrica y Rodesia. El Comité ejecutivo del COI acabó por excluir de los Juegos a Sudáfrica, pero para lograrlo, además de la amenaza representada por los motines desatados en las principales ciudades de Estados Unidos con motivo del asesinato de King el 4 de abril de 1968 (y el saqueo del hotel de Brundage en Chicago con él dentro), fue precisa la amenaza de boicot de más de cuarenta naciones. Durante los meses anteriores y posteriores a la celebración de la Olimpiada de México, una oleada internacional de protesta social y política precipitó la crisis del orden internacional de la posguerra. Las sublevaciones de la población negra y el movimiento contra la guerra del Vietnam en los Estados Unidos, el Mayo francés, la «primavera de Praga», la huelga general de los estudiantes de Varsovia o la ocupación de la London School of Economics fueron algunos de los acontecimientos más destacados de este primer gran encuentro de la «sociedad del espectáculo» con «la negación modernizada que ella misma produce» [Khayati 1977]. En México las protestas comenzaron en el verano de 1968, ante la consternación de un gobierno preocupado por su imagen internacional en vísperas de la primera Olimpiada celebrada en un país del Tercer Mundo. Curiosamente, todo empezó el día 22 de julio, cuando un partido de tochito (modalidad «no violenta» de fútbol americano) disputado entre alumnos de la escuela preparatoria Isaac Ochotorena y de la Vocacional 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional exacerbó la rivalidad entre ambos grupos y 178 desembocó en multitudinarias peleas callejeras, que sólo cesaron para hacer causa común frente a la represión policial. En la madrugada del 24 de julio cuatro estudiantes perdieron la vida a manos de las fuerzas antidisturbios. La noche del 30 de julio, al recrudecerse los enfrentamientos entre estudiantes y policías, el alcalde de Ciudad de México solicitó la intervención del ejército para desalojar a los manifestantes de varias escuelas preparatorias, que fueron ocupadas por la tropa, con un saldo de cientos de heridos y un millar de detenidos. El día 31, en un mitin celebrado en la universidad para protestar por la ocupación de las escuelas por los militares, el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, Javier Barros Sierra, condenó públicamente los hechos y exigió la liberación de los detenidos. Al día siguiente encabezó la primera manifestación de protesta, que reunió a más de cien mil estudiantes, profesores y trabajadores. La UNAM y varias universidades de otros estados mexicanos se declararon en huelga. Ante la magnitud del conflicto, las autoridades gubernativas simularon un «diálogo» con una organización controlada por el gobierno, la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos. Con esta maniobra, el presidente Díaz Ordaz perseguía un doble objetivo: detener un movimiento que podía amenazar la estabilidad del régimen y tratar de legitimar a la FNET ante los estudiantes. La lucha de los estudiantes mexicanos dio un salto cualitativo cuando éstos se sacudieron la tutela burocrática de la FNET: el 4 de agosto se constituyó el Comité Nacional de Huelga, un organismo formado por delegados de todas las escuelas y facultades que participaban en el movimiento, en el que se analizaban, debatían y aprobaban propuestas e iniciativas que después volvían a los centros para ser respaldadas o rechazadas definitivamente. Al día siguiente, el CNH presentó un pliego de peticiones con seis reivindicaciones, algunas de las cuales habían estado presentes desde el inicio del movimiento: 1) Libertad a los presos políticos; 2) Destitución de los jefes de la policía, generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea, así como del teniente coronel Armando Frías, jefe del cuerpo de granaderos; 3) Disolución del Cuerpo de Granaderos, instrumento directo de la represión, y no creación de cuerpos semejantes; 4) Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Federal Penal (que instituían el delito de «disolución social» y servían de instrumento jurídico para la represión de las luchas obreras, campesinas y estudiantiles); 5) Indemnización a las familias de los muertos y a los heridos que fueron víctimas de la agresión desde el viernes 26 de julio en adelante; 6) Deslindamiento de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades mediante la policía, los granaderos y el ejército. Al agotarse el plazo de tres días concedido al alcalde de Ciudad de México para que diera una respuesta oficial a su pliego petitorio, el día 8 de agosto el CNH declaró la huelga general y acordó seguir en la lucha hasta la total satisfacción de sus reivindicaciones. Hasta el 13 de agosto, el gobierno mexicano se limitó a reprimir y a tratar de desprestigiar el movimiento, al que caracterizó, en palabras del jefe de la policía Luis Cueto Ramírez, como «un movimiento subversivo que tiende a crear un ambiente de hostilidad para nuestro gobierno y nuestro país en vísperas de los Juegos de la XIXª Olimpiada». A pesar de que la subida de impuestos aprobada por el gobierno para sufragar las Olimpiadas había generado un amplio descontento social, fue el poder 179 quien atribuyó al movimiento estudiantil el objetivo de sabotear los Juegos, lo que fue negado en repetidas ocasiones por el CNH. Ese día tuvo lugar, tras una manifestación a la que asistieron más de cien mil personas, la primera «toma del Zócalo», la gran explanada donde se encuentran el Palacio Nacional y el Palacio de Gobierno de la capital mexicana. Nueve días más tarde, a través de una llamada telefónica realizada desde la secretaría de Gobernación, el gobierno mexicano expresó su disposición a dialogar con los representantes estudiantiles, que a su vez pusieron como condición que el diálogo se celebrara en presencia de la prensa, la radio y la televisión. En el transcurso de unas cuantas semanas de protestas, los estudiantes habían desencadenado el debate social generalizado. El gobierno, que había intentado aislar la rebelión estudiantil desde el principio, estableció un cordón sanitario que tenía como objetivo principal impedir que se extendiera a otros sectores de la población. Para ello contó no sólo con la policía, el ejército, la prensa, la radio y la televisión, sino también con los sindicatos, que condenaron a los estudiantes. No obstante, miles de electricistas, ferroviarios y empleados de las refinerías petroleras desafiaron a las burocracias sindicales y se unieron al movimiento, que iba ganando cada vez más popularidad. El 27 de agosto, cerca de medio millón de personas acudieron de nuevo al Zócalo para unirse a los estudiantes. Allí, en un ambiente festivo, se corearon por primera vez consignas como: «¡No queremos Olimpiadas, queremos revolución!» o «¡Sal al balcón, chango hocicón!» Ese día, sin embargo, también se produjeron varios incidentes que pusieron en entredicho la supuesta voluntad de diálogo del ejecutivo. Tras hacerse con el micrófono, Sócrates Campos Lemus, miembro del CNH que más tarde sería identificado como colaborador de la Dirección Federal de Seguridad, exhortó a los congregados a exigirle a Díaz Ordaz el diálogo público para el 1 de septiembre, día del informe anual del presidente ante el Congreso, así como a montar guardia en el Zócalo hasta esa fecha. La desconcertante propuesta, que no había sido debatida ni acordada por las asambleas, no podía ser en el mejor de los casos sino una provocación «espontánea», porque los primeros contactos con el gobierno ya se habían establecido. Asimismo, durante unas horas se izó una pequeña bandera rojinegra que los propios estudiantes arriaron antes de abandonar la plaza. Sin embargo, tras el desalojo violento de las tres mil personas que hicieron guardia frente al palacio nacional por tanquetas repletas de soldados a la una de la madrugada, al día siguiente ondeaba otra bandera rojinegra de las mismas dimensiones que la enseña nacional. Años después Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, entonces representante estudiantil de Chapingo, declaró al respecto: «Esa ya la tenían preparada. No la hicimos nosotros, sino la Cooperativa del Vestido del Ejército». Al día siguiente, 28 de agosto, el gobierno anunció, al unísono con los medios de comunicación, que se había «insultado» a los símbolos patrios, y metió en camiones a miles de burócratas y empleados oficiales para conducirlos al Zócalo y organizar una ceremonia de «desagravio». Los empleados públicos, sin embargo, no respondieron a la convocatoria forzada con la pasividad esperada por el gobierno; por el contrario, burlándose de ella, gritaron desde los camiones: «Somos borregos, nos llevan… ¡Beee…! 180 ¡Beee…! No vamos, nos llevan, ¡Beee…! ¡Beee…!». Los estudiantes, alertados, se mezclaron entre los funcionarios y atizaron el debate hasta tal punto que al gobierno no le quedó otro remedio que dispersar por la fuerza su propio mitin, que terminó con batallas campales por el centro de la capital. Pocos días después se formó el Comité Burocrático Pro Libertades Democráticas, integrado por empleados públicos, que en una de sus primeras declaraciones afirmó que en el acto de «desagravio» a la bandera, las fuerzas armadas habían causado al menos dos muertes. Ese mismo día, el CNH hace público un comunicado de autocrítica sobre lo sucedido en el mitin del 27 de agosto, en el que declara que «exigir como fecha para el debate público estudiantil el 1 de septiembre, el pretendido intento de establecer una guardia permanente en esa plaza y otras propuestas semejantes, son parte de un grave error que favorece la represión». El 29 de agosto, los antidisturbios impiden a culatazos la celebración de un mitin en la plaza de las Tres Culturas. Al día siguiente, el CNH protesta contra la represión, exige el cese del estado de sitio en la ciudad y reafirma que el movimiento no pretende boicotear los Juegos Olímpicos. No obstante, durante toda la jornada se produjeron detenciones de miembros de las brigadas que los estudiantes habían organizado para dar publicidad a sus reivindicaciones, así como para animar a unirse al movimiento a otros sectores de la población. En su discurso al Congreso del 1 de septiembre de 1968, el presidente Díaz Ordaz declaró que no permitiría que se salieran con la suya «quienes se propusieron sembrar el desorden, la confusión y el encono, para impedir la atención y la solución de los problemas, con el fin de desprestigiar a México, aprovechando la enorme difusión que habrán de tener los encuentros atléticos y deportivos, e impedir acaso la celebración de los Juegos Olímpicos». Asimismo, añadió en tono de velada amenaza: No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario; lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos. Al día siguiente, el CNH convocó una conferencia de prensa en el auditorio de la Facultad de Medicina de la UNAM para valorar el Informe Presidencial. Tras señalar el carácter abstracto de las referencias al diálogo realizadas por el presidente, respondió así a las palabras de Díaz Ordaz: Nosotros no vamos a dialogar con la presión de los tanques y las bayonetas encima, nosotros no entendemos el lenguaje de las «orugas»; retiren los tanques de las calles, retiren el ejército de la calle, retiren todos los provocadores y todas las fuerzas de choque que vestidas de civiles atacan a nuestras brigadas de la calle, y entonces públicamente estaremos dispuestos a dialogar y a debatir, antes no. Dos semanas más tarde, el CNH invitó «a todos los trabajadores, campesinos, maestros, estudiantes y al público en general» a la Marcha del Silencio convocada para el día 13 de septiembre, que pretendía contrarrestar con un silencio digno la retórica vacía y la campaña de intimidación desplegada por el gobierno y sus aliados. Más de doscientos cincuenta mil jóvenes protestaron con la boca tapada con esparadrapo mientras los transeúntes les animaban con aplausos y muestras de simpatía desde las 181 aceras. El CNH reiteró en el mitin la petición de diálogo público e insistió una vez más que «nuestro Movimiento es independiente de la celebración de los XIXos Juegos Olímpicos […] y que no es en absoluto intención de este Consejo obstruir su desarrollo en lo más mínimo.» [E. Poniatowska 1993: 60] A lo largo de los días siguientes continuaron los choques con la policía y las agresiones de elementos paramilitares. El 18 de septiembre, el ejército, tras duros enfrentamientos con los estudiantes, ocupó la Ciudad Universitaria para eliminarla como base de operaciones del movimiento y detener a los miembros del CNH, que fueron advertidos a tiempo y pudieron ponerse a salvo. La ocupación de la universidad indignó a la comunidad académica, que se sumó a la protesta; entretanto, la policía y el ejército, que llevaban dos meses reprimiendo infructuosamente a la población, comenzaban a titubear y a dar muestras de cansancio y desmoralización. La participación cada vez más activa de amas de casa, empleados, obreros y pobres urbanos en el movimiento alarma cada vez más al gobierno. Tras unos días de tensa calma, el 25 de septiembre se produjeron enfrentamientos con la policía y el ejército que dejaron un saldo de siete muertos y ciento treinta y cinco heridos. El 1 de octubre, el presidente Díaz Ordaz nombró una comisión para iniciar negociaciones con los delegados del CNH al día siguiente. El día 2 por la mañana los representantes de los estudiantes y del gobierno se reunieron en casa del rector de la UNAM. Como condición previa para el inicio de conversaciones, la delegación del CNH exigió el desalojo de los inmuebles ocupados, la liberación de los detenidos y el cese absoluto de la represión (en las cárceles se estaba preparando además una inminente huelga de hambre). Los interlocutores del gobierno, por su parte, declararon que no tenían instrucciones al respecto y exigieron conocer «la verdadera posición del CNH respecto al diálogo público», ya que no podían «comprometer la dignidad de los representantes gubernamentales en una burda trampa de circo romano». El CNH respondió que quería un «diálogo por escrito» y solicitó al gobierno que diera el primer paso, tras lo cual ambas partes acordaron reunirse al día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar. Mientras tanto, el resto del Consejo ultimaba un acto de protesta para exigir la retirada de las fuerzas militares de las instituciones educativas ocupadas, convocada esa misma tarde en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Nada más empezar el mitin, una bengala surcó el aire. Era la señal convenida para que los francotiradores del Batallón Olimpia, una unidad dependiente del Estado Mayor Presidencial y formada por militares, policías y agentes de los servicios secretos, que había sido organizada para custodiar las instalaciones de los Juegos, comenzaran a disparar contra las tropas que rodeaban la plaza a fin de hacer creer a los soldados que los disparos procedían de los manifestantes. El ejército respondió abriendo fuego durante casi una hora contra las más de diez mil personas congregadas en la plaza. La noche del 2 de octubre, conocida como la matanza de Tlatelolco, puso fin al movimiento y se saldó con más de trescientos muertos y miles de heridos y presos. Al mismo tiempo que se producía la masacre, los agentes judiciales se personaron en las redacciones de los medios informativos, donde procedieron a censurar artículos y decomisar carretes. Algunos corresponsales extranjeros, que habían venido a cubrir los Juegos, presentaron su dimisión al cuerpo de prensa en protesta por las «instrucciones» 182 que recibieron del gobierno mexicano acerca del tratamiento informativo del «movimiento estudiantil». Al día siguiente, el Comité ejecutivo del COI celebró una reunión de urgencia en la que se acordó, por un solo voto a favor, seguir adelante con los Juegos. Avery Brundage declaró que el gobierno mexicano le había garantizado que nada ni nadie impediría la entrada de la antorcha olímpica en el estadio78. Así pues, el 12 de octubre de 1968, día de la Hispanidad, diez días después de un crimen de Estado brutal y premeditado, se celebró la ceremonia inaugural de una Olimpiada en una ciudad cuyas calles temblaban al paso de los tanques mientras en las vallas publicitarías podía leerse en una docena de idiomas la consigna orwelliana «Todo es posible en la paz». Como antes hemos señalado, Harry Edwards y el PODH habían tratado de movilizar desde finales de 1967 a los deportistas negros para que no acudieran a las Olimpiadas. Sin embargo, la exclusión de Sudáfrica de los Juegos dividió tanto a los partidarios del boicot que Edwards decidió desconvocarlo y dejar que cada atleta eligiera su propia forma de protesta. Algunos de ellos optaron por competir sin más para no poner en peligro su beca y su carrera deportiva. Otros, como Tommie Smith, John Carlos, Lee Evans, Jim Hines, Ralph Boston y Bob Beamon, es decir, todos los ases del atletismo estadounidense, descartaron el boicot pero decidieron realizar un gesto simbólico de protesta. Tras finalizar la carrera de los doscientos metros, Smith y Carlos, medallas de oro y bronce respectivamente, subieron al podio. Cuando sonaron las primeras notas del himno nacional estadounidense y se izó la bandera, ambos atletas bajaron la cabeza y levantaron un puño enfundado en un guante de color negro. Unas horas después, Tommie Smith y John Carlos fueron expulsados de la Villa Olímpica, decisión que Brundage justificó con el argumento que cabía esperar de él: «Han violado uno de los principios básicos de las Olimpiadas: la política no desempeña ningún papel en ellas 79.» Así pues, al presidente del COI, que en 1936 no había expresado el menor reparo ante los saludos nazifascistas realizados en los podios de Berlín, el saludo del Black Power en los de México 1968 se le antojó inadmisible. Pese a que en un primer momento el Comité Olímpico Estadounidense se negó a aceptar las sanciones impuestas a Smith y a Carlos, cuando el COI amenazó con excluir de los Juegos a todo el equipo olímpico norteamericano, el COE no dudó en expulsar a ambos atletas de las competiciones internacionales a perpetuidad. Al regresar a los Algunos años más tarde, el Comité Olímpico Mexicano no dudó en agradecer al comandante del Batallón Olimpia, general Gutiérrez Oropeza, sus «desvelos» por asegurar la celebración de los Juegos de México. 78 Cuando se encontraba en el podio junto a las representantes soviéticas, la gimnasta checoslovaca Věra Čáslavská también bajó la cabeza y miró para otro lado en dos ocasiones sucesivas mientras se interpretaba el himno de la URSS. Por supuesto, el hipócrita e indecente COI no tuvo inconveniente en tolerar su protesta ante la reciente invasión de Checoslovaquia por las fuerzas del Pacto de Varsovia. El nuevo régimen checo, sin embargo, fue mucho menos benévolo, y no le permitió participar en acontecimientos deportivos ni viajar al extranjero durante largos años después de la Olimpiada de México. 79 183 Estados Unidos, además de recibir una avalancha de amenazas de muerte y de misivas insultantes, Smith y Carlos fueron sometidos a un linchamiento mediático en toda regla: el Los Angeles Times les acusó de hacer un «saludo de tipo nazi», el Chicago Tribune calificó el gesto de protesta de «acto de desprecio a los Estados Unidos» e «insulto a nuestros compatriotas» y la revista Time les reprochó transformar el credo olímpico en «Más rabioso, más desagradable, más feo». Lo más sorprendente, sin embargo, fue que tampoco recibieron la solidaridad ni el apoyo unánime de la «comunidad negra». Tommie Smith, que tenía once récords del mundo en su haber, no encontró otro trabajo que el de lavacoches en un aparcamiento. Con cuatro hijos a los que alimentar, John Carlos sólo pudo conseguir empleos ínfimos de guardia de seguridad, jardinero o conserje para llegar a fin de mes y hubo noches en las que tuvo que hacer leña con los muebles de su vivienda para mantener caliente a su familia. Según declaró Carlos: Hubo quien se mostró orgulloso, pero se trataba sólo de los más desfavorecidos. ¿Qué otra cosa podían hacer sino mostrar su orgullo? Pero existían hombres de negocios negros y comités políticos negros, y ni los unos ni los otros abrazaron nunca a Tommie Smith o a John Carlos. Cuando mi mujer se quitó la vida en 1977, nunca dijeron: deja que te ayude. Con todo, el hecho más destacado de estos Juegos no fue el gesto de los atletas negros estadounidenses, sino que la memoria de los más de trescientos manifestantes asesinados poco antes de la inauguración de los Juegos fuese lisa y llanamente sepultada bajo un espeso manto de silencio cómplice internacional. *** La revuelta generalizada que caracterizó al período 1968-1972 marcó el final del boom económico que siguió a la reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial, y no fue ajena a la crisis final de las políticas keynesiano-desarrollistas en el mundo entero. Sus repercusiones se prolongaron durante algunos años más, hasta agotarse por completo en torno a 1977. No es de extrañar, pues, que hacia 1980 la organización de las Olimpiadas fuera económicamente deficitaria (en los Juegos de Montreal de 1976 las pérdidas rozaron los mil millones de dólares) ni que el movimiento olímpico estuviera inmerso en una profunda crisis institucional. Por si esto fuera poco, existían serias discrepancias entre el COI y las federaciones deportivas internacionales respecto al reparto de los ingresos procedentes de los derechos de retransmisión, lo que puso de relieve la dependencia del máximo organismo olímpico ante el medio audiovisual. Las medidas económicas «neoliberales» aplicadas durante los mandatos de Margaret Thatcher (1979-1990) y Ronald Reagan (1980-1989) y adoptadas en mayor o menor medida por la gran mayoría de Estados pocos años después, se plasmaron en un drástico recorte de las aportaciones estatales al producto social, en la extinción de las viejas «fortalezas obreras», y en la reducción de la población trabajadora a una situación de mayor dependencia. Las innovaciones tecnológicas, como el desarrollo de la informática y de los medios audiovisuales, dieron paso a su vez a una nueva etapa caracterizada por la «globalización» de las economías nacionales, el eclipse progresivo 184 de la intervención pública en la gestión económica, y una mayor autonomía e inestabilidad de los mercados financieros internacionales. A partir de la segunda mitad de la década de 1990, el desarrollo de las nuevas tecnologías favoreció la expansión de los mercados financieros y propició la formación de grandes empresas de telecomunicación, así como la fusión de éstas con las principales cadenas audiovisuales. Sin embargo, y a diferencia del período 1945-1975, la burbuja especulativa creada como consecuencia del agotamiento de la vieja industria fordista, en lugar de estallar gracias al paso a una era de verdadera expansión económica global, se fue hinchando cada vez más, sin que a los diversos boom crediticios les siguiera en ningún momento una nueva etapa de crecimiento real. La difusión televisada de las Olimpiadas —que empezó con la transmisión en directo vía satélite de los Juegos de México— asentó las bases del patrocinio deportivo moderno al posibilitar la retransmisión simultánea de competiciones en todo el mundo. Esta innovación tecnológica, unida al ascenso de una generación de directivos partidarios de una estrecha colaboración con las grandes empresas internacionales a la cúspide del COI, la FIFA y otras federaciones deportivas, fue la clave de la mundialización del deporte. Desde su llegada a la presidencia del COI en 1980, el antiguo jerarca franquista Juan Antonio Samaranch apostó por adaptar la «anticuada» concepción del olimpismo a los nuevos vientos neoliberales que soplaban. Samaranch ya había tomado contacto con los directivos de Adidas durante los Juegos de Montreal de 1976, donde éstos presentaron ante las federaciones deportivas internacionales su multimillonario negocio de marketing deportivo mundial con Coca Cola y la FIFA. Al año siguiente, Samaranch fue nombrado embajador de España en Moscú, posición desde la que —con el apoyo financiero de Adidas— colaboró con los soviéticos en la organización de los Juegos Olímpicos de Moscú80 (1980). A cambio, los rusos garantizaron a Samaranch su voto, los de los Estados satélites y los de sus aliados en el resto del mundo para la presidencia del COI, y a Adidas el monopolio para sus productos en la Unión Soviética y el resto de países europeos del bloque socialista. Bajo el mandato de Samaranch comenzó una nueva etapa en la historia del olimpismo: la de la transformación del COI en una gran empresa global. Tras el batacazo económico de las Olimpiadas de Montreal (1976) y de Moscú (1980), Samaranch dio el paso decisivo para «revolucionar» la financiación de los Juegos y convertirlos en un negocio muy lucrativo: en 1981, el nuevo presidente del COI eliminó el estatus amateur de los atletas de la Carta Olímpica, lo que abrió las puertas del Según Yuri Felshtinsky, Boris Gulko, Victor Kortchnoï y Vladimir Popov, autores del libro El KGB juega al ajedrez (The KGB Plays Chess: The Soviet Secret Police and the Fight for the World Chess Crown, Russell Enterprises Inc., Milford, Connecticut, 2010), cuando el KGB informó el Kremlin sobre la afición del embajador español en Moscú a coleccionar antigüedades rusas y exportarlas a España (actividad que en la antigua Unión Soviética estaba tipificada como grave delito de contrabando) los máximos mandatarios soviéticos encomendaron al teniente coronel Popov, responsable del departamento de deportes del KGB, que comunicase a Samaranch que si no colaboraba con el KGB se publicarían en la prensa ciertas informaciones que arruinarían su carrera diplomática. Samaranch, veterano trepador, optó por evitar el escándalo y proseguir su meteórico ascenso de la mano del KGB, sin cuyo beneplácito no habría llegado a presidir el COI en 1980. 80 185 «templo» olímpico a las empresas de marketing y a los deportistas profesionales de un lado y otro del Telón de Acero. Después de los Juegos de Los Ángeles (1984), que fueron las primeras Olimpiadas costeadas de forma exclusiva por la empresa privada y las que por primera vez obtuvieron un superávit, el Comité Olímpico Internacional se lanzó a la búsqueda de nuevas fuentes de financiación, objetivo que se concretó en 1985, con la constitución del TOP (The Olympic Partners) o Programa Mundial de Patrocinio de los Socios Olímpicos, auténtica columna vertebral financiera de la mayor burocracia deportiva del mundo. Antes de esa fecha, cualquier empresa interesada en convertirse en espónsor oficial de unos Juegos tenía que negociar de forma separada los derechos de patrocinio con los dos comités organizadores de cada Olimpiada, el comité nacional y el COI. De hecho, la imposibilidad de llegar a un acuerdo entre el conjunto de comités olímpicos nacionales había impedido hasta entonces la puesta en marcha de un programa mundial de patrocinio similar al del Mundial de Fútbol de 1982. En lo sucesivo y gracias al TOP, los patrocinadores obtendrían la exclusiva mundial para promocionar sus productos y servicios durante cuatro años utilizando los símbolos, logos y siglas del COI, de los comités olímpicos nacionales y de los comités organizadores. Antes de ser elegido presidente de la FIFA, João Havelange se dedicó profesionalmente al espionaje durante casi treinta años, lo que sin duda le ayudó mucho a establecer vínculos con todo tipo de regímenes deleznables. No se sabe gran cosa de sus actividades durante ese período, salvo que vendió armas a Sudáfrica, al Portugal de Salazar, a Taiwán, a Angola y a Bolivia; ya en calidad de presidente de la FIFA fue condecorado por el dictador nigeriano Sani Abaca (tras designar a su país como sede oficial de la Copa del Mundo de Fútbol Sub-20 en 1995), así como por el carnicero en jefe de la Junta Militar Argentina, Rafael Videla, durante la ceremonia inaugural del Mundial de 1978. En 1970, con el respaldo de Adidas, Havelange presentó su candidatura a la presidencia de la FIFA, no sin antes haber tomado buena nota de los desencuentros entre el presidente de la Federación Internacional, sir Stanley Rous, y la Confederación Africana de Fútbol (CAF). Las desavenencias entre ambos organismos se remontaban al año 1958, cuando la CAF anuló la afiliación de la Asociación Sudafricana de Fútbol (FASA) por negarse a alinear un combinado multirracial para la Copa de África de Naciones. A partir de esa fecha los Estados miembros de la CAF se esforzaron por obtener la suspensión de la FASA en el seno de la FIFA, objetivo que lograron tres años más tarde. La FIFA, sin embargo, concedió a dicha organización un plazo de doce meses para rectificar su política. En el ínterin, Rous declaró que los estatutos de la FASA no violaban de ningún modo la normativa sobre discriminación racial vigente en la FIFA y que por tanto debían aceptarse, lo que le granjeó la enemistad de los representantes africanos en la FIFA, y pocos años después le costó la presidencia. Por si lo anterior fuera poco, sir Stanley consideraba que el fútbol era un deporte fundamentalmente «europeo» en el que se toleraba gentilmente la presencia de algunos «invitados» sudamericanos, por lo que no estaba dispuesto a permitir que las federaciones de los demás continentes enviaran a la Copa del Mundo más de tres equipos en total. Los nuevos países miembros del continente africano protestaron una y 186 otra vez ante la FIFA e intentaron formar un bloque para cambiar el equilibrio de poder en el seno de la institución. Para granjearse el favor de los Estados recién incorporados a la FIFA, durante la campaña electoral Havelange atacó el dominio europeo sobre la federación internacional de fútbol y prometió aumentar de dieciséis a veinticuatro el número de participantes en la Copa del Mundo. Cuatro años más tarde, en el Congreso de Frankfurt (1974), los treinta y siete votos de los delegados africanos inclinaron la balanza a su favor. Adidas no sólo había conseguido que el brasileño se hiciera con la presidencia de la FIFA, sino que además había logrado que uno de sus antiguos empleados, Joseph Blatter, fuera nombrado secretario general de la asociación. La colaboración entre Adidas y Havelange no terminó ahí. Para contar de nuevo con el voto de los países del Tercer Mundo y garantizar su reelección como presidente de la FIFA en 1982, el brasileño tenía que cumplir su promesa de ampliar de dieciséis a veinticuatro el número de equipos participantes en el Mundial. Sin embargo, dado que el comité organizador del Campeonato del Mundo de España 1982 sólo tenía previsto que concurrieran dieciséis selecciones nacionales y no disponía de fondos suficientes para cubrir los gastos de equipos adicionales, el problema de la financiación fue resuelto por Adidas (en 1998 se fijó el número actual de equipos participantes en treinta y dos). Durante el último cuarto del siglo XX, la FIFA y el COI se convirtieron en paradigmas de la globalización al ser las primeras instituciones internacionales en poner en entredicho la soberanía nacional de los Estados. El poder político real de ambas asociaciones deportivas internacionales es tal que las discrepancias entre cualquiera de sus instancias y los organismos jurídicopolíticos de los Estados se resuelven en el marco jurídicoy legal que rige ambas organizaciones, sin que admitan la injerencia de poderes judiciales nacionales o internacionales. Es más, cuando las diferencias entre una de estas asociaciones y un Estado desembocan en un conflicto abierto, se moviliza al conjunto de la organización para poner contra las cuerdas a ese Estado recurriendo a presiones y amenazas que van desde las sanciones hasta la exclusión de las competiciones internacionales. Por lo demás, cualquier país que aspire a organizar una competición internacional debe someterse sin rechistar a las exigencias de la FIFA o del COI aprobando, en su caso, las medidas legislativas pertinentes. En el año 2006, por ejemplo, el parlamento sudafricano otorgó a la Copa del Mundo de 2010 el estatus de «acontecimiento protegido» sujeto a una legislación específica que reconoce a la FIFA como un Estado soberano en los alrededores de cualquier estadio sudafricano. Para garantizar el cumplimiento de sus ancestrales preceptos sobre el carácter intolerable de todo tipo de manifestación política en cualquier ámbito o espacio olímpico, tras los Juegos de Moscú (1980) y de Los Ángeles (1984), boicoteados respectivamente por los Estados Unidos y la Unión Soviética, el COI decidió «blindarse» de una vez por todas contra los boicots organizados por Estados. En lo sucesivo bastaría con hacer financieramente responsables de las pérdidas económicas a los países boicoteadores y negarse a invitarlos a las siguientes Olimpiadas. (Desde 1988 ningún Estado ha boicoteado unos Juegos.) Asimismo, y para reducir a su mínima expresión los efectos de cualquier forma de oposición popular, en 2002, con ocasión de la Olimpiada 187 de Salt Lake City, se establecieron por primera vez áreas específicas destinadas a albergar protestas toleradas, limitadas y vigiladas. A las autoridades olímpicas chinas les sedujo tanto esta iniciativa que la adoptaron durante los Juegos de Pekín, añadiéndole innovaciones de su propia cosecha, como la obligación de obtener un permiso oficial de protesta y proporcionar los nombres de todos y cada uno de los asistentes al «acto de protesta». La burocracia deportiva internacional ejerce tal poder que a sus máximos representantes sólo les falta gozar de rango diplomático, y son muchos los países en los que se les recibe con honores reservados a jefes de Estado. A Havelange, por ejemplo, se le impusieron más de trescientas condecoraciones durante su mandato (1974-1998), entre ellas las de Caballero de la Legión de Honor de Francia, Comandante de la Orden de Don Enrique de Portugal, Caballero de la Orden Vasa de Suecia, la Orden al Mérito Deportivo de Brasil y la Gran Cruz de Isabel la Católica en España. (En 1989 la FIFA llegó incluso a proponerle para el Premio Nobel de la Paz, y se rumorea que no tardarán en volver a intentarlo con Blatter). En cierta ocasión, cuando un periodista británico del Times preguntó a Havelange si como presidente de la FIFA se sentía el hombre más poderoso del mundo, éste le contestó: He ido a Rusia dos veces, invitado por el presidente Yeltsin. He estado en Polonia charlando con su presidente. En la Copa jugada en Italia en 1990 me entrevisté tres veces con el Papa. Cuando voy a Arabia Saudita, el rey Fahd me da una espléndida bienvenida. En Bélgica tuve una entrevista de una hora y media con el rey Alberto. ¿Creen ustedes que un jefe de Estado le dedica todo ese tiempo a cualquiera? Eso es respeto. Eso es poder. Puedo hablar con cualquier presidente, pero les aseguro que ellos hablarán con su homólogo en iguales condiciones. Ellos tienen su poder y yo tengo el mío: el poder del fútbol, que es el poder más grande que existe. [«Havelange presidente, Joao al poder» http://todoslosmundiales.com.ar/mundiales/1974alemania/historias/0001_joao_havelan ge.htm] *** El deporte es, sin duda, una de las puntas de lanza de un proceso planetario de etnocidio que, desde hace unos años, suele arroparse con los colores del multiculturalismo. En realidad esto no debería de extrañar a nadie, pues el multiculturalismo, por mucho que se escude tras eslóganes del tipo «el mundo no es una mercancía», tiene poco o nada que ver con la defensa de la diversidad cultural, y mucho con la mundialización total del comercio. Por lo demás, y en contra de lo que a primera vista pudiera parecer, la religio athletae no es portadora del sello distintivo de una cultura particular, la angloamericana, por ejemplo, que se hubiera impuesto sobre todas las demás; muy al contrario, encarna el espíritu homogeneizador de un capitalismo «puro», cada vez más emancipado de cualquier vestigio de las antiguas culturas nacionales, que tiende a suprimir todos los límites consuetudinarios, morales, o legales, 188 y todas las ideas o movimientos sociales que pudieran estorbar el asentamiento de un neototalitarismo capitalista global81. Dicho esto, y antes de verter lágrimas de cocodrilo por la disolución de las antiguas culturas nacionales burguesas —pues es por la pérdida de éstas por la que suele llorarse, no por la extinción de los pocos restos de culturas precapitalistas que quedan en el mundo— a manos del imparable avance de la globalización, conviene recordar que éstas surgieron a su vez de un proceso de destrucción de la diversidad cultural que se prolongó durante varios siglos. A lo largo de este proceso, el Estado moderno, obedeciendo a los imperativos de la circulación mercantil y de la formación de un «cuerpo político» constituido por ciudadanos «libres e iguales» ante la ley, uniformizó la lengua escrita y hablada de los habitantes de cada «nación», suprimió los dialectos y las tradiciones locales e implantó un sistema general de educación pública. (Por lo demás, en su clásico estudio sobre el etnocidio, el antropólogo Pierre Clastres demostró que el secreto de la disposición etnocida de la «civilización occidental» hacia otras culturas no era otro que la disposición etnocida hacia la suya propia, pues su régimen económico, el capitalismo, ya sea «privado» o de Estado, es «espacio sin lugares en cuanto que es negación constante de los límites, espacio infinito de una permanente huida hacia delante» [P. Clastres 1981: 63]). Al supeditar la cultura a la mercancía y transformarla en un cúmulo de «bienes intelectuales y espirituales», la sociedad burguesa, tras heredar del pasado el vasto legado de la cultura occidental, a la que dio una forma propia y más elaborada, la convirtió al mismo tiempo en un símbolo de identidad que servía para distinguirse de quienes se oponían a ella, ya fuesen proletarios rebeldes o minorías étnicas insumisas, y al mismo tiempo en un criterio de integración en la sociedad «civilizada». A su vez, esto sometió a la cultura burguesa a un proceso acelerado de desgaste y crítica interna, pues en la medida en que fuera auténtica cultura, sólo podía desembocar en la crítica despiadada de la sociedad de la que había emanado o en el patrocinio de mentiras apologéticas e impotentes. De ahí que acabase por quebrar y se viera sustituida y desplazada poco a poco por una «cultura de masas», que también actuó como un poderoso vector de destrucción de culturas locales antes de llegar al estado de quiebra total en el que se encuentra en la actualidad. A comienzos del siglo XXI, este proceso de homogeneización del planeta, que dio sus primeros pasos durante la era del imperialismo y que durante largo tiempo se consideró como un proceso de imposición de unas culturas sobre otras, ha «En 1967 distinguí dos formas sucesivas y rivales del poder espectacular, la concentrada y la difusa. Una y otra planeaban por encima de la sociedad real como su meta y su mentira. La primera, que colocaba en un primer plano la ideología resumida en torno a una personalidad dictatorial, había acompañado a la contrarrevolución totalitaria, tanto la nazi como la estalinista. La otra, que incitaba a los asalariados a escoger libremente entre una gran variedad de mercancías nuevas que rivalizaban unas con otras, representa aquella americanización del mundo que en algunos aspectos espantaba, pero también seducía a los países en donde se habían conservado durante más tiempo las condiciones de las democracias burguesas de tipo tradicional. Desde entonces se ha venido constituyendo una tercera forma, por combinación equilibrada de las dos precedentes y sobre la base general del triunfo de la que se había mostrado más fuerte, la forma difusa. Se trata de lo espectacular integrado, que hoy tiende a imponerse en el mundo entero.» [G. Debord 1999: 19-20] 81 189 «progresado» tanto que las diferencias culturales entre naciones amenazan con convertirse en un futuro no muy lejano en vestigios de un remoto pasado (cuando no en reclamos identitario-publicitarios o en simples curiosidades museístico-antropológicas). A pesar de que en el mundo contemporáneo todavía subsiste una diversidad cultural considerable, la presión económica de la globalización corroe sin cesar todas las tradiciones y costumbres refractarias a los imperativos de una producción que no tiene otra meta que ampliarse sin límite ni freno alguno82. En consecuencia, los argumentos «culturales» tradicionalmente esgrimidos por los apologistas del nacionalismo ya ni siquiera se sostienen en el terreno de las apariencias, pues en un época en la que los países se convierten en «marcas», el sustrato más o menos folclórico de «tradiciones y costumbres» con las que todos los nacionalismos aderezan su mercancía ideológica se disgrega a pasos agigantados a la vez que el «sentimiento patriótico» se reduce cada vez más a una identificación irreflexiva, entre patológica y pavloviana, con el fetiche-nación, convertido en una simple marca cuyo triunfo en la competencia contra las demás obedece a un imperativo tan simple como tautológico: Cada mercancía determinada lucha por sí misma, no puede reconocer a las demás y pretende imponerse en todas partes como si fuera la única. El espectáculo, pues, es el canto épico de esta confrontación a la que ninguna caída de Troya podría poner fin. El espectáculo no canta a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones. En esta lucha ciega, cada mercancía, persiguiendo su pasión, de hecho realiza en la inconsciencia algo más elevado: el devenir mundo de la mercancía, que es también el devenir mercancía del mundo. Así, por una astucia de la razón mercantil, lo particular de la mercancía se desgasta combatiendo, mientras que la forma-mercancía va hacia su realización absoluta. [G. Debord 1995:37] En ningún ámbito se constata de forma tan abrumadora este proceso de aculturación como en el mundo del deporte, pues no cabe duda de que pronto estará desprovisto de sentido hablar, por ejemplo, de «fútbol nacional», pues al igual que los automóviles o los electrodomésticos actuales, los equipos están compuestos por «piezas» fabricadas en distintos puntos del planeta. Cuando se trata de batir récords en materia de etnocidio, son pocos los Estados capaces de rivalizar con la China contemporánea. Con la excepción del vandalismo cultural deliberado y sistemático desencadenado con furioso ímpetu modernizador durante la Revolución Cultural 83 (1966-1976), posiblemente no haya habido en la «El fermento de toda cultura hay que buscarlo en una tradición codificada de reciprocidad, sustrato de una relación social igualitaria que se oculta tras la infinita complejidad de los usos y costumbres de un pueblo o una etnia.» [Y. Delhoysie, G. Lapierre 2008: 390] 83 En el transcurso de los diez años que duró la Revolución Cultural, se destruyó y se saqueó un patrimonio cultural milenario representado por templos, mezquitas, monasterios y cementerios de todas las confesiones, so pretexto de que constituían la raíz del «pensamiento antiguo». Por supuesto, gran parte de lo saqueado se vendió después en el extranjero de forma clandestina. La Revolución Cultural también tuvo efectos devastadores sobre las minorías étnicas: en el Tíbet se destruyeron más de seis mil templos budistas —a menudo con la complicidad de los Guardias Rojos tibetanos locales— y en Xinjiang se quemaron Coranes y se vejó públicamente a los imanes musulmanes. («La tarea esencial del comunismo consistió en deshacer el tejido social de las antiguas solidaridades, deteriorar las relaciones entre las personas, y gangrenar las culturas existentes.» [Y. Delhoysie, G. Lapierre 2008: 383]) 82 190 historia moderna de China otro acontecimiento de mayor impacto etnocida que la modernización capitalista emprendida por el gobierno de Deng Xiaoping a finales de 1978 y proseguida inexorablemente hasta el día de hoy. Antes de que en julio de 2001 se adjudicara la XXIXª Olimpiada a Pekín, las autoridades deportivas y el gobierno de la República Popular esgrimieron en defensa de la capital china como sede de los Juegos el argumento de que la designación de Pekín contribuiría a hacer respetar los derechos humanos en general y los de las minorías en particular. Eso no impidió, sin embargo, que en los tres meses previos a la aprobación de la candidatura china se ejecutara a más de mil setecientos «delincuentes», no sin ser sometidos al ritual final de la humillación pública en los estadios antes de remitir la correspondiente factura de bala a sus familias. Ni que decir tiene que en cuanto el COI confió a la capital china la organización de los Juegos, las escasas concesiones temporales hechas en materia de represión de la disidencia y de las minorías étnicas se esfumaron de la noche a la mañana. En Pekín las autoridades se cebaron con las minorías tibetana y uigur (una minoría étnica musulmana de lengua túrquica de la provincia noroccidental de Xinjiang). Unos meses antes del comienzo de las Olimpiadas, y mientras se reprimían brutalmente las protestas conmemorativas del fallido levantamiento tibetano de 1959, se clausuraron decenas de restaurantes musulmanes en Pekín. La represión también se ensañó de forma especial con Falun Gong84. Al parecer, dos terceras partes de los entre tres y seis millones de presos de los laogai, los «campos de reeducación a través del trabajo» chinos, pertenecen a este grupo, que sirve de fuente principal del lucrativo comercio de trasplante de órganos vivos de la República Popular China. Mientras el gobierno chino intensificaba el acoso político a las minorías y el control social sobre el conjunto de la población, la alcaldía de Pekín se esforzaba por poner a punto la imagen de una ciudad limpia y moderna. Con ese pretexto se invirtieron enormes sumas en la construcción de edificios de diseño como el Estadio Olímpico, el nuevo Teatro Nacional o la sede de la televisión pública CCTV, obras que generaron una enorme especulación inmobiliaria y los consiguientes actos de resistencia ante los desalojos. A la carrera por edificar se sumó el afán por ensanchar unas vías urbanas que no habían sido concebidas para la circulación automovilística: ¡por fin el coche reina en Pekín! (Entre 1995 y 2010, el parque automovilístico de la capital china pasó de un millón de vehículos a cuatro millones y medio.) Para cumplir sus objetivos, las autoridades municipales pequinesas no dudaron en destruir barrios enteros ni en expulsar a los residentes del centro de la ciudad en el marco de un proceso de A finales de la década de 1990, Falun Gong llegó a contar con casi cien millones de adeptos procedentes de todas las capas sociales chinas, incluyendo a altos cargos del Partido, el ejército y la policía. Al publicar en 2004 el panfleto Nueve comentarios sobre el Partido Comunista Chino, Falun Gong traspasó la frontera, relativamente inocua, de la reivindicación de «la verdad, la compasión y la tolerancia», inmiscuyéndose en el territorio exclusivo del Partido —la ideología— y postulándose de facto como una organización política de relevo. Para un régimen totalitario en el que el dogma oficial sólo puede ser modificado por el vértice político supremo, aquello fue la gota que colmaba el vaso. Por lo demás, Falun Gong reivindica el regreso a los valores tradicionales de un budismo ultraconservador y elitista. [Véase Hsi hsuan-wou y Ch. Reeve, China blues: voyage au pays de l’harmonie précaire, Éditions Verticales 2008] 84 191 urbanización salvaje en el que los bulldozer arrasaron gran parte de los cuatro mil quinientos hutongs (callejuelas en las que las viviendas dan a un patio cuadrado) que conformaban el casco antiguo de Pekín y que en su mayoría fueron construidas en los alrededores de la Ciudad Prohibida durante las dinastías Yuan (1279-1368), Ming (13681644) y Qing (1644-1911). Por supuesto, el «gigante asiático» no es el único Estado moderno que aprovecha la celebración de grandes competiciones internacionales en su territorio para intensificar la represión y el expolio de su población, ajustar cuentas con movimientos de oposición molestos o proceder a reordenar el espacio urbano en detrimento del patrimonio cultural mientras reitera sin cesar por todos sus altavoces propagandísticos que todas esas medidas son sacrificios imprescindibles para acceder a una sociedad más moderna, más justa y más abierta. En 1995, un año después de que el Congreso Nacional Africano (CNA) ganara las elecciones, Nelson Mandela sorprendió al mundo entero personándose en la final del Mundial de Rugby ataviado con la camiseta de los Springboks, equipo sudafricano de rugby hasta entonces considerado como uno de los buques insignia del apartheid, como símbolo de la reconciliación entre blancos y negros en la nueva Sudáfrica. Al año siguiente, el CNA abandonó el programa económico keynesiano con el que había llegado al poder y abrazó en su lugar el programa GEAR (siglas de Growth Employment And Redistribution, es decir, «crecimiento, empleo y redistribución») apadrinado por el FMI. El consiguiente «crecimiento económico» acarreó la expulsión de miles de sudafricanos pobres de sus viviendas, una tasa de desempleo del cuarenta por ciento, la privatización y el aumento de los precios de servicios básicos como el agua o la electricidad, y cortes masivos del suministro a diez millones de familias por impago de las facturas. No es de extrañar, por tanto, que en 1999, 2000 y 2001 se sucedieran en toda Sudáfrica levantamientos y revueltas contra los desalojos y los cortes de suministros. Cuando volvieron a repetirse en 2005, estas movilizaciones dieron nacimiento a Abahlali baseMjondolo (AbM), un movimiento autoorganizado y autónomo de shackdwellers («chabolistas») que surgió en la ciudad costera de Durban y que en la actualidad tiene decenas de miles de seguidores en más de cuarenta asentamientos de toda Sudáfrica. AbM, que se ha negado desde su fundación a participar en política partidista y boicotea las elecciones generales al grito de “No Land! No House! No Vote!”, surgió y se desarrolló al margen de las iniciativas y el control político de las ONGs izquierdistas, y se ha negado a colaborar con algunas de ellas, como Social Movements Indaba (SMI), a la que acusa de utilizar a los movimientos sociales en función de sus propios objetivos y de no dialogar con aquellos a los que se arroga el derecho de representar. El movimiento de los shackdwellers se basa en el principio de que todo aquel que vive en un asentamiento tiene pleno derecho a participar en la vida pública del mismo con independencia de su procedencia: en otras palabras, los sudafricanos pobres han ido reconstruyendo «un esbozo de cultura en un mundo devastado» [Y. Delhoysie, G. Lapierre 2008:390]. (A ese respecto, han acuñado un lema muy significativo: We are not Africans, we are the poors!). Como declaró el presidente del movimiento, S’bu Zikode: 192 Por lo visto, a todos aquellos que se dedican al negocio de hablar en nombre de los pobres, ya sea desde el Estado o desde la izquierda, les perturba por igual que los pobres asuman el derecho de hablar y actuar en su propio nombre. [S. Zikode 2006] El carácter internacionalista e igualitario de AbM volvió a ponerse de manifiesto de nuevo durante la ola de xenofobia desatada contra inmigrantes de Malawi, Zimbabwe y Mozambique en los asentamientos sudafricanos en mayo de 2008, ante la pasividad general de las autoridades locales y de la policía, cuando el movimiento movilizó con éxito a sus seguidores para impedir ataques en los asentamientos donde AbM tenía arraigo, además de evitar que se produjeran en otros y acoger a los que huían de las persecuciones. Desde entonces, el CNA —tras constatar el fracaso de la estrategia consistente en retirar o limitar servicios como el suministro de agua, electricidad o la recogida de basuras— contra el número todavía escaso pero en constante aumento de «zonas prohibidas» que no controla, ha pasado de las denuncias de la «cultura del impago» y de los «elementos criminales» manipulados por servicios secretos extranjeros, a intentos de destrucción directa de asentamientos y a expediciones de castigo como la que tuvo lugar en septiembre de 2009, cuando unos cuarenta militantes locales del CNA, armados con cuchillos y pistolas, asaltaron una reunión de la sección juvenil de Abahlali baseMjondolo en Durban. Existen indicios, además, de que en caso de desarrollarse un movimiento de oposición social importante, el CNA está dispuesto, al igual que su siniestro vecino de Zimbabwe, Robert Mugabe, a incitar al racismo contra la población blanca con tal de perpetuarse en el poder. La celebración en Sudáfrica de la Copa del Mundo 2010 ha proporcionado al CNA un pretexto ideal para acelerar las políticas neoliberales adoptadas en 1996 y legitimar una avalancha de reconversiones urbanísticas y operaciones especulativas que en otras circunstancias habrían topado con una oposición decidida y frontal. Miles de sudafricanos de todas las ciudades donde se disputaron los partidos del Mundial fueron expulsados de sus viviendas y obligados a trasladarse a improvisadas chabolas para hacer sitio a la construcción de estadios. Al mismo tiempo, el gobierno sudafricano destinó casi diez mil millones de dólares a la construcción de infraestructuras de transporte de lujo para mejorar las comunicaciones entre los suburbios acomodados de Johannesburgo y de Pretoria, cuando los habitantes de los asentamientos y los del sur de Johannesburgo siguen sin disponer de una red de transporte público eficaz. Asimismo, a lo largo de todas las rutas que conducen a los estadios, la FIFA impuso — por medio de sus propias fuerzas parapoliciales— normas que proscribían toda venta ambulante que no fuera la de los patrocinadores oficiales. Como cabe suponer, Abahlali baseMjondolo ha denunciado públicamente el papel desempeñado por el Mundial en el marco de esta ofensiva contra los pobres de Sudáfrica: Ahora mismo en nuestro país, el Mundial despierta verdadera euforia. La gente que nos vendió el Mundial nos dijo que traería empleos y el fin de la vida en las chabolas. Mentían. Hay menos empleos y más chabolas que cuando nos dijeron esas cosas. Los pobres no se beneficiarán del Mundial. Cuando el Mundial termine seguiremos viviendo en chabolas y 193 «campamentos provisionales». Nuestro gobierno nos ha vendido, a nosotros y a nuestro país, a la FIFA. Nuestro gobierno también ha utilizado a la FIFA como herramienta para seguir atacando a los pobres. En estos momentos los vendedores callejeros y los vigilantes de seguridad lo están pasando muy mal. Todo el dinero gastado en el Mundial, todos esos billones, es dinero que debería haber ido a parar a los pobres. El Mundial debería de haberse organizado con los pobres y para beneficiar a los pobres. Tendrían que haberse construido casas para alojar a los equipos y a las aficiones que después podrían haberse entregado a los pobres. En lugar de eso, lo convirtieron en un Mundial de los ricos y para los ricos. [Carta a nuestros camaradas alemanes, 19 de junio de 2010 http://www.abahlali.org/node/7106] Al igual que las Olimpiadas de Pekín, el Mundial de Sudáfrica se ha celebrado en un país presidido por una casta política armada hasta los dientes contra su propia población y que ha aprovechado a fondo la ocasión que se le brindaba para aprobar nuevas leyes y poner a prueba nuevos mecanismos y tecnologías de control social, así como para dar una formación intensiva al personal militar y de las empresas de seguridad privada. A partir de marzo de 2010, con la excusa de la presunta falta de efectivos policiales causada por la celebración de la Copa del Mundo, se comenzó a prohibir sistemáticamente toda protesta. A comienzos del mes de mayo, el South African Police Service (SAPS) envió una circular a muchos municipios para que no autorizasen manifestación ni marcha reivindicativa alguna durante la Copa del Mundo. Esto supuso que desde varios meses antes del Mundial, algunas regiones de Sudáfrica estuvieran sometidas a un estado de emergencia no declarado y además ilegal, pues la ley que regula el derecho de manifestación no contempla la posibilidad de que las autoridades policiales se arroguen una competencia que corresponde al parlamento y que en principio no puede tener una duración superior a veintiún días. En lo que se refiere a la supuesta falta de medios alegada por el SAPS para justificar esta prohibición, cabe señalar que con el pretexto de evitar que los delincuentes se aprovecharan de la celebración del Mundial, se reclutaron cuarenta y cuatro mil policías más, sin contar los cuerpos de seguridad no estatales; además, en mayo de 2010 las fuerzas de seguridad realizaron un desfile de exhibición de su nuevo arsenal de vehículos blindados y cañones de agua por las calles del distrito financiero de Johannesburgo. A ese respecto, el testimonio de Jérôme Valcke, secretario general de la FIFA, no podría ser más elocuente: El jefe de la policía vino a darme las gracias, y me dijo que sin la Copa del Mundo nunca habría obtenido presupuesto para tener más helicópteros, sistemas de protección submarina y terrestre de fronteras, fusiles de asalto y francotiradores. [P. Vassort 2010] 194 EPÍLOGO En el discurso de apertura que pronunció en el Congreso Olímpico de Praga (1925), el barón de Coubertin definió la esencia del deporte como «un espíritu ferviente en un cuerpo fornido» (mens fervida in corpore lacertoso). El rendimiento a ultranza al que rinde culto el credo coubertiniano presupone la «libertad del exceso», que según el fundador del olimpismo constituye la principal razón de ser del deporte y «el secreto de su valor moral85». No obstante, tuvo que transcurrir casi un siglo para que lo absurdo de este «núcleo duro» de la ideología deportiva quedara plenamente de manifiesto. La «fabricación de campeones», que empezó siendo un modesto oficio artesanal y pasó luego a ser una profesión muy lucrativa, se ha convertido desde hace ya mucho tiempo en una gran industria que depende de centros deportivos experimentales, laboratorios especializados e institutos de investigación financiados por centros de poder político y financiero. En estos laboratorios e institutos desempeñan su peculiar labor los titulados en medicina deportiva, especialidad cuyos orígenes no parecen haber hecho correr demasiada tinta. A los primeros médicos occidentales que comenzaron a interesarse por el deporte les atraía más conocer el funcionamiento de un organismo humano saludable que averiguar cómo repararlo en un tiempo «récord» o desarrollar aplicaciones prácticas de sus descubrimientos destinadas a mejorar el rendimiento deportivo. Es más, hasta finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, en muchos países el estamento médico se significó por pronunciarse públicamente sobre los peligros asociados al deporte y por exigir de forma reiterada cambios en los reglamentos que garantizasen la seguridad de los deportistas. A partir de la década de 1920, sin embargo, la profesión médica, sin abandonar los llamamientos a la moderación, empezó a modificar sus parámetros y a elaborar teorías en las que el «cuerpo atlético» se consideraba como un modelo de «salud» y «bienestar nacional». Asimismo, la generalización del deporte-espectáculo y la progresiva transformación de los atletas en activos valiosos para los Estados y los clubes comenzaron a hacer de las lesiones y de su tratamiento una cuestión apremiante, dado que podían obligar a un atleta a perderse encuentros o a poner fin a su carrera deportiva, con las consiguiente pérdidas económicas o de prestigio político. Tanto la «ciencia del deporte» en general como la medicina deportiva en particular comenzaron su andadura en la Alemania de la década de 1920, y fueron médicos alemanes los que organizaron, durante las Olimpiadas de Invierno de St. Moritz (1928), el primer congreso de medicina deportiva, del que surgió la Association Internationale Médico-Sportive, la antecesora de la actual Fédération Internationale Médico-Sportive, fundada en 1934. Sin embargo, la medicina deportiva no se internacionalizó del todo hasta los primeros años de la Guerra Fría. Los sorprendentes resultados obtenidos por la Unión «La tendencia del deporte hacia el exceso […] he aquí su característica psicológica por excelencia. Aspira siempre a más velocidad, más altura, más fuerza… siempre más. Ésa es su desventaja, obviamente, desde el punto de vista del equilibrio humano. Pero es también su nobleza e incluso su poesía.» [P. Coubertin 1935: 7] 85 195 Soviética en las Olimpiadas de Helsinki (1952) llevaron a los especialistas británicos y estadounidenses a estudiar las causas del «éxito deportivo» así como los efectos de diversas drogas sobre el rendimiento, pues en este terreno los soviéticos, inspirados por las investigaciones farmacológicas alemanas llevadas a cabo durante el período de entreguerras, les habían tomado la delantera. También fue en esa época cuando, tras la fundación de la British Association of Sports and Exercise Medicine (1953) y del American College of Sports Medicine (1954), se inició un proceso de institucionalización cada vez mayor de esta nueva disciplina, que no tardaría en ser reconocida por los organismos deportivos nacionales e internacionales. El proceso de difusión internacional de la medicina deportiva se aceleró todavía más a partir de 1970, pues los deportistas empezaron a consumirla en masa en cuanto dejó de estar condicionada por concepciones médicas acerca del bienestar del atleta, y comenzó a ofrecerse expresamente como un medio de mejorar el rendimiento de los deportistas y restablecer con rapidez su condición física en caso de lesión 86 . Hace mucho, en cualquier caso, que la misión de los médicos deportivos ha dejado de ser velar por la salud de los competidores para ocuparse fundamentalmente del mantenimiento y la puesta a punto del «cuerpo deportivo». Con la medicina deportiva sucede, en cualquier caso, algo parecido a lo que ocurre con la investigación científica en el ámbito militar: pese a que no cabe duda de que se realizan muchos descubrimientos valiosos que luego podrían tener valiosas aplicaciones «civiles», su objetivo También es en torno a esta época, en el marco social de la «revolución conservadora» reaganiana, donde hay que situar el paso de un concepto masificado y «productivista» del deporte a una ideología neohigienista y pseudohedonista del «cuidado de sí» en la que el cuerpo aparece como un capital humano cuyo buen funcionamiento debe vigilarse constantemente y contra cuyo deterioro ha de lucharse por medio de un permanente reciclaje dietético, terapéutico y quirúrgico. No cabe duda de que la preocupación por la salud desempeñó un papel importante en este proceso, dada la creciente conciencia del deterioro del estado físico de la mayor parte de la población occidental, que los medios de comunicación difundieron sin cesar a partir de finales de la década de 1970 publicando una avalancha de informaciones sobre el aumento de las enfermedades cardíacas, pulmonares y circulatorias y presentando las actividades físicas como una especie de medicina preventiva capaz de suplir en parte las limitaciones de la medicina moderna. La «locura del fitness» tiene tanto o más que ver con el deseo de encarnar imágenes como con la salud propiamente dicha, en un época en que la «cultura de la imagen», los eslóganes publicitarios y las tasas de divorcio en aumento convertían el cuidado y la exhibición continua del cuerpo en un elemento fundamental del atractivo personal. Así pues, los medios de comunicación y la industria del músculo difundieron imágenes de musculaturas tonificadas, hipertrofiadas y quirúrgicamente alteradas que elevaban a símbolos de bienestar, la industria del músculo y de la salud especulaba con la inseguridad y las expectativas individuales. Esta gigantesca explosión de narcisismo no dejó de tener, por lo demás, su dimensión «colectiva»: las grandes empresas tomaron buena nota de que «estar en forma» aumentaba la productividad, reducía el absentismo, facilitaba el reclutamiento y la retención de personal y elevaba la moral («Proporciona a la empresa entera un espíritu de equipo», según Malcolm Forbes, editor de la revista Forbes). En consecuencia, cientos de ellas instalaron gimnasios en sus instalaciones o suscribieron contratos con gimnasios locales para fomentar el ejercicio entre sus empleados, o cuando menos entre los directivos. Asimismo, el auge de los «deportes de riesgo» sugirió a las empresas la idea de recurrir a ellos como un medio de formar a sus cuadros directivos y enseñarles a tomar decisiones de riesgo individual, o incluso, en ocasiones, para motivar al conjunto de trabajadores de una empresa. 86 196 fundamental no es ese y sus hallazgos están lejos de estar a disposición de todo el mundo. A pesar de todos estos «progresos», en la actualidad los deportistas de élite y sus preparadores no tienen otro remedio que recurrir de forma generalizada al doping. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la forma de doping habitual era el consumo de estimulantes como la cafeína, el alcohol, la nitroglicerina, la cocaína, la estricnina o el éter. La primera «muerte deportiva» asociada al doping fue la del ciclista galés Arthur Linton, que falleció dos meses después de haber ganado la carrera París-Burdeos en 1886 como consecuencia de una crisis de fiebre tifoidea inducida por una sobredosis de cafeína y estricnina. En 1904, el vencedor de la maratón de los Juegos Olímpicos de St Louis, el estadounidense Thomas Hicks, estuvo a punto de morir al llegar a la meta a consecuencia de una ingesta de brandy y estricnina. Por lo demás, estos ejemplos bastan para demostrar de forma irrefutable que incluso en la «era dorada» del deporte amateur, el deseo de vencer a toda costa era lo suficientemente adictivo como para prevalecer sobre las cacareadas consideraciones éticas, tan caras a los ideólogos del deporte, sin necesidad alguna de que el dinero interviniera como factor «exógeno» de corrupción87. Durante la década de 1930 aparecieron los primeros estimulantes anfetamínicos, que en principio tenían como destinatarios a los soldados en misiones de combate y que se convirtieron en la droga favorita de los deportistas en el transcurso de las décadas de 1940 y 1950. El primer caso conocido de «muerte deportiva» por consumo de anfetaminas fue el del ciclista Knud Jensen durante las Olimpiadas de Roma (1960). En aquel entonces, sin embargo, y pese a que la mayoría de sustancias comúnmente utilizadas por los competidores ya eran detectables desde 1960, el COI carecía todavía de reglamentación antidoping, pues consideraba que el doping era un mal exclusivo del deporte «profesional». La organización de la Olimpiada de México ya contó con la elaboración de una lista de sustancias prohibidas. Sin embargo, los pobres resultados de las pruebas de detección llevadas a cabo en esos Juegos y en los de Munich (siete descalificaciones por uso de efedrina y anfetaminas) no hicieron sino evidenciar que los deportistas habían pasado a emplear fármacos que no figuraban en la lista o que todavía no eran detectables. Ese era el caso de los esteroides anabolizantes, cuyo uso, sin embargo, no había dejado de aumentar desde la década de 1950, tanto entre los deportistas de un bloque como entre los del otro, y que no fueron añadidos a la lista hasta el año 1973, cuando se diseñó la tecnología capaz de detectarlos. No obstante, esto simplemente «Incluso entre quienes son conscientes de las fatales consecuencias del desarrollo del deporte, predomina la tendencia a separar el deporte «profesional» del deporte amateur para salvar al deporte en tanto método pedagógico. En lugar de considerarlo como un modelo de valores institucionalizado y un producto histórico concreto que, en su forma originaria, corresponde a la ideología del capitalismo liberal, proclaman que el deporte es una proyección idealizada de valores humanos universales y, por consiguiente, que se trata del desafío «humanista» supremo. De ese modo se aproximan al punto de vista de Coubertin, Baillet-Latour, Diem, Brundage y otros fervientes defensores del deporte amateur —los ideólogos más militantes y reaccionarios del capitalismo—, para los que el significado pedagógico principal del deporte residía en su valor “moral”.» [L. Simonović, D. Simonović 2007] 87 197 provocó la vuelta de la testosterona, que siguió siendo indetectable hasta los Juegos de Montreal (1976). Al otro lado del telón de acero, los Estados soviético y germanooriental planificaron el doping desde mediados de la década de 1950. Mil ochocientos científicos de la RDA experimentaron durante una década hasta obtener, en 1961, un esteroide propio, el Oral Turinabol, destinado exclusivamente al consumo de los deportistas de la RDA. En 1965 la empresa farmacéutica estatal Jenapharm sintetizó el Oral Turinabol, y al año siguiente se puso en marcha un programa de doping patrocinado por el Estado para preparar a los atletas de Alemania Oriental para las Olimpiadas de México. Hacia 1973, el COI ya estaba desarrollando nuevos procedimientos de control que hicieron temer al gobierno de la RDA que algunos de sus atletas de mayor éxito pudieran dar positivo en las pruebas, por lo que en 1974 se puso en marcha un programa secreto directamente supervisado por la policía política, la todopoderosa Stasi, para la administración de esteroides y otros productos de doping a los atletas de ambos sexos. El programa preveía la realización de seguimientos médicos regulares a los atletas, la investigación sistemática de nuevos fármacos, el descubrimiento de formas inéditas de burlar la detección y la formación exhaustiva de los entrenadores y médicos deportivos en materia farmacológica. Algunos atletas murieron a consecuencia del consumo de Oral Turinabol u otras sustancias que siguen sin ser conocidas públicamente, y muchos sufrieron enfermedades y disfunciones hormonales. Las nadadoras y las atletas se vieron especialmente afectadas, hasta el punto de que en algún caso tuvieron que cambiarse de sexo. Si bien muchas de estas mujeres tuvieron descendencia, a menudo sus hijos padecieron enfermedades crónicas directamente achacables al consumo de sustancias desconocidas por parte de sus madres. Según el historiador Giselher Spitzer, los médicos deportivos de la RDA —que sabían muy bien que cabía esperar que un diez por ciento de sus «pacientes» padeciera lesiones cardíacas y hepáticas permanentes— doparon desde 1974 a unos quince mil atletas, seis mil de los cuales seguían participando activamente en el programa cuando cayó el Muro de Berlín en noviembre de 1989. Algunos de ellos, cómo el nadador Raik Hanneman, medalla de plata en los europeos de 1989, eran conscientes de que el dopaje podía acarrear riesgos para su salud: «Era la única forma de integrarme en los privilegios del sistema; quería un apartamento, un coche y una buena educación, y sólo lo podía lograr gracias al deporte.» [http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/3685.htm] A mediados de la década de 1980 comenzó a popularizarse entre los culturistas estadounidenses el uso de la hormona del crecimiento, que se extendió enseguida al mundo del atletismo; de ahí que a los Juegos de Atlanta (1996) se los conozca informalmente por el apodo de «Los Juegos de la Hormona del Crecimiento». Hasta la fecha no existe una prueba capaz de detectar el uso de esta forma de doping, pero se sabe que puede producir diabetes, elefantiasis, cambios esqueléticos y cardiomegalia. Por lo demás, desde comienzos de los años ochenta existe una considerable bibliografía —en su mayor parte relacionada con el culturismo y los deportes de fuerza— 198 en la que se aboga por una «nueva ética» que ensalza a los deportistas como unos audaces pioneros del futuro que sopesan de forma responsable los riesgos y los beneficios del doping en un mundo en el que ninguna clase de legislación puede frenar «el progreso de la ciencia»: Los esteroides son necesarios para la gente que quiere distinguirse del resto de nuestra sociedad enclenque… Los usuarios de esteroides no son suicidas, son aventureros que piensan por cuenta propia y que quieren lograr algo noble antes de que los entierren y se conviertan en pasto de los gusanos. [T. Todd 1987: 103] El mundo del deporte es el corazón de un inmenso mercado negro de dopaje abastecido por redes que trafican con anabolizantes, hormonas artificiales de crecimiento y muchos otros productos químicos destinados a rentabilizar al máximo (aunque no necesariamente a prolongar) la «vida útil» de los atletas. La presión de contratos millonarios, astronómicas inversiones televisivas y marcas patrocinadoras ha convertido a los deportistas profesionales en cotizadas mercancías mediáticas que han de esforzarse por generar réditos para el espectáculo deportivo en proporción a las sumas invertidas en ellos. Hoy en día el espectáculo deportivo es indisociable del dopaje, pues la simple supervivencia de los deportes de alta competición depende de su existencia y desarrollo continuado. Ya se anuncia que en el plazo de pocos años será imposible producir campeones al ritmo exigido por el espectáculo deportivo. No se podrán superar las marcas establecidas (algunas ya llevan vigentes más de un cuarto de siglo) exclusivamente a través de mejoras tecnológicas en los materiales y los métodos de entrenamiento; para batir récords y llegar a lo más alto de su profesión, los deportistas de élite tendrán que recurrir a la modificación de su ADN. Se sabe que un investigador ya ha logrado que ciertos animales produzcan un exceso de testosterona natural mediante la implantación de electrodos en el cerebro 88. A medida que se perfeccione, la detección del doping genético será prácticamente imposible o sólo podrá hacerse mediante complejas y peligrosas biopsias musculares. No es de extrañar, por tanto, que en la actualidad se considere que los atletas requieren supervisión médica habitual no porque padezcan unas patologías claramente definidas, sino por el mero hecho de ser deportistas: «El elemento más importante del “trabajo” de un entrenador ya no es la manipulación psicológica para volver a los deportistas contra los adversarios, sino el esfuerzo por hacerles usar drogas cada vez más monstruosas y aceptar “tratamientos” médicos cada vez más monstruosos. Para los “campeones” contemporáneos el reto principal no está en la “rivalidad” y la agresión orientada contra un adversario, sino en su disposición a destruirse y agredir a su propio «Lee Sweeney, de la Universidad de Pensilvania, ha conseguido aumentar hasta en un veintisiete por ciento la masa muscular de los ratones mediante la manipulación genética. La mitad de los correos electrónicos que recibe son de atletas que le dicen: “Pruebe esa terapia conmigo”». Cuando Sweeney contesta que sólo está trabajando con animales y que no sabe muy bien cómo reaccionaría el cuerpo humano a sus experimentos, le responden: “Da igual, pruebe conmigo.” El mundo del dopaje es un mundo enfermo.» [http://rubencorre.blogspot.com/2009/03/richard-pound-y-la-verdad-del-doping.html] (2009) 88 199 organismo.» [L. Simonović, D. Simonović 2007] Según Richard Pound, fundador de la Agencia Mundial Antidopaje, no es la simple codicia lo que lleva a los deportistas a consumir sustancias prohibidas: «No hay muchos levantadores de peso o piragüistas que sean ricos y también consumen. El dinero es un estímulo, pero no es necesariamente el más importante. Ganar, ser el mejor y ser reconocido como tal puede ser un estímulo aún mayor. […] es evidente que el doping es parte de la cultura del deporte.» [«Entrevista a Richard Pound», Magazine semanal, 1 de marzo de 2009, págs. 34-39] Hace ya más de medio siglo, por lo demás, sir Arthur Porrit, presidente de la British Association of Sports and Exercise Medicine, no dudó en afirmar, en el prólogo de uno de los primeros libros publicados en Gran Bretaña sobre medicina deportiva, Sports Medicine (1962), de J. G. P. Wiliams, que «quienes participan en deportes y juegos son por definición pacientes89.» [Waddington 1996:179] Durante las últimas dos décadas, la proliferación de muertes en el ciclismo, el atletismo, el fútbol y muchos otros deportes no ha hecho sino poner al descubierto la pavorosa realidad que se oculta detrás de la épica de pacotilla que rodea a la alta competición. En el atletismo ha habido muchos fallecimientos, como el del lanzador de disco Janos Farago o el de la heptatleta a alemana oriental Brigitte Dressel, ambos a raíz del consumo de anabolizantes. Sin embargo, los episodios más sonados se han dado en el fútbol y en el ciclismo. Uno de los primeros casos de «muerte súbita deportiva» fue la del ciclista inglés Tom Simpson, que cayó fulminado durante el Tour de Francia de 1967 mientras trataba de escalar un puerto de montaña con ayuda de anfetaminas. A pesar de que la autopsia halló restos de metilanfetamina y de coñac en su organismo, su defunción se atribuyó a un fallo cardíaco provocado por agotamiento y deshidratación por calor. Ese año también murieron por consumo de anfetaminas un ciclista belga, Roger Wilde, y otro español, Valentín Uriona. Dos décadas más tarde, entre 1987 y 1990, se registró un total de dieciséis fallecimientos de ciclistas holandeses atribuidas al consumo de EPO (eritropoyetina sintética), una forma de doping que ayuda a producir glóbulos rojos que se viene utilizando desde mediados de la década de 1980, y cuyo principal riesgo es que aumenta la presión arterial y de la viscosidad de la sangre, lo que incrementa el riesgo de sufrir una trombosis. El escándalo del Tour de Francia de 1998 desveló que una «comunidad deportiva» al completo (competidores, entrenadores, médicos y directivos) estaba conchabada en el fomento y ocultación del doping hasta tal punto que al año siguiente el COI se vio forzado a convocar una Conferencia Mundial sobre Doping en el Deporte que llevó a la fundación de la Agencia Mundial Antidopaje, organismo al que la FIFA, sin embargo, sigue sin reconocerle el derecho a dictar sanciones deportivas y medidas disciplinarias. Con todo, los médicos deportivos no dejan de echar balones fuera, y achacan sistemáticamente estos óbitos a enfermedades y trastornos ajenos al dopaje. Wilfried Kindermann, por ejemplo, jefe médico del Mundial de Alemania 2006, sostiene que los Teniendo en cuenta que una encuesta del año 1984, recogida en el libro de Bob Goldman, Death in the Locker Room: Steroids and Sports —en la que preguntaba a ciento noventa y ocho atletas si consumirían un fármaco que les garantizase una medalla de oro a sabiendas que morirían al cabo de cinco años— obtuvo un 52% de respuestas afirmativas, cabe hacerse muchas preguntas acerca de la «psicología del deportista» y del tan cacareado papel de los deportistas como «modelos de conducta» para la juventud. 89 200 casos de «muerte súbita en el deporte» (MSD) son más frecuentes y alarmantes en el fútbol por ser el deporte más practicado a nivel mundial, el más publicitado, y uno de de los más exigentes en cuanto al esfuerzo físico requerido 90. Asimismo, según el doctor Carlos Pons, miembro de la Junta Directiva de la Federación Española de Medicina del Deporte, los deportistas profesionales son una de los sectores de la población más propensos a padecer muerte súbita, ya que «la práctica de deporte muy intensa y durante un tiempo prolongado puede provocar problemas cardiacos». [http://ecodiario.eleconomista.es/salud/noticias/876873/11/08/La-mayoria-de-losproblemas-cardiacos-que provocan-muerte-subita-en-el-deportista-se-puedendiagnosticar-segun-expertos.html] Un estudio del National Center for Catastrophic Sports Injury norteamericano realizado en 1983 identificó cerca de un centenar de posibles causas de MSD en atletas menores de treinta y cinco años. Según los expertos, los factores desencadenantes más frecuentes son cardiopatías congénitas estructurales como la miocardiopatía hipertrófica. Con todo y a pesar de que la última palabra la tiene el corazón, la mayoría de los especialistas alertan sobre lo mucho que la utilización de sustancias dopantes repercute sobre él. Tras las Olimpiadas de Sydney 2000, el presidente del COI, Jacques Rogge, se refirió al reducido número de atletas que dieron positivo en las pruebas realizadas durante aquellos Juegos en unos términos que recuerdan muy de cerca a lo que sucede habitualmente en el universo del tráfico de drogas común: Cayeron por estúpidos, porque se doparon por cuenta propia, o porque vienen de países pobres. Los países ricos tienen un sistema sofisticado de dopaje, que cuesta mucho dinero, con drogas caras, supervisión especializada y chequeos secretos. Los pobres no pueden permitírselo. *** Desde hace algunos años se nos invita a especular, cada vez con mayor insistencia, sobre si el deporte se ha convertido en una nueva religión. Más allá del consenso inmediato y aparente que parece existir al respecto, las opiniones están divididas: mientras unos se pasman ante la capacidad del deporte para generar «cohesión social» y lo consideran poco menos que un crisol de virtudes cívicas, otros, por el contrario, dan Después que el centrocampista del Salamanca Miguel García sufriera un infarto el 24 de octubre de 2010, la cardióloga deportiva y miembro del Consejo Superior de Deportes Araceli Boraíta respondió a la siguiente pregunta: 90 —¿El deporte profesional aumenta el riesgo de muerte súbita? —Sí, porque aumenta la exigencia cardiaca, la tensión arterial… Una persona puede ser portadora de una deficiencia asintomática que se muestre al aumentar la exigencia física. El deporte es como un vaso de vino. Uno o dos al día disminuyen el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, pero emborracharse todos los días tiene consecuencias nefastas. [20 minutos, 26 de octubre de 2010, pág. 10] 201 la voz de alarma y denuncian la función «despolitizadora» de este nuevo e inquietante «opio del pueblo». Lo cierto es que ya unos años antes de que el barón de Coubertin se propusiera hacer del deporte una «religión laica» universal y proclamara expresamente su deseo de que desplazase algún día a las principales confesiones cristianas de Occidente, éstas ya habían emprendido una concienzuda labor misionera con el objetivo de difundir por todo el planeta los beneficios materiales y espirituales de esta nueva «fe». Y el proyecto de evangelización paralela del barón no les hizo dudar en ningún momento de la conveniencia de persistir en el empeño, pese a que durante el I er Congreso del COI, celebrado en junio de 1894 en la Sorbona, Coubertin había declarado abiertamente su vocación de subvertir los valores de la «vieja escuela»: […] desde la Edad Media planea una especie de descrédito sobre las cualidades corporales que las ha aislado de las cualidades del espíritu. […] Los de la vieja escuela […] se han dado cuenta de que éramos unos rebeldes y que acabaríamos por echar abajo el edificio de su filosofía carcomida. Es cierto, señores, somos rebeldes, y por eso la prensa, que siempre ha apoyado las revoluciones benefactoras, nos ha comprendido y nos ha ayudado […]. [P. Coubertin 1969: 394] En cualquier caso, y pese a que los rituales fetichistas son algo común tanto a la religión como al deporte institucionalizado, su mera presencia no basta para establecer la existencia de una religión. Entre las diferencias fundamentales que separan a la religión cristiana de la «fe deportiva» cabe señalar que allí donde la primera eleva a sus héroes a los altares por toda la eternidad, esta última rinde culto a una sucesión infinita de soportes desechables de las victorias deportivas y de los récords, o que frente a la pretensión cristiana de dotar de sentido al sufrimiento terrenal alentando la esperanza de su supresión en el más allá, la religio athletae ofrece más bien una especie de terapia de choque destinada, no a dotar de sentido a la existencia, sino a facilitar la adaptación al sinsentido de un «más acá» cada vez más frustrante, irracional y violento. Por lo demás, la intención original de su «profeta», Coubertin, era hacer del «adulto masculino individual», es decir, la encarnación empírica del sujeto abstracto de la modernidad ilustrada burguesa, el núcleo de esta nueva «religión». Dicho sujeto, al que a priori se suponía asexuado y universal, se definía en la práctica por su participación en un sistema de competencia económica y de representación política que excluía de hecho (y de derecho) a todos aquellos que no pudieran integrarse plenamente en él, es decir, a la mayoría de los asalariados, a la práctica totalidad de las mujeres y a los representantes de «razas inferiores». Así pues, lejos de constituir las señas de identidad de una rebelión «reaccionaria» contra el presunto legado emancipador de la Ilustración, el sexismo y el racismo —que el «irracionalismo» romántico y los nacionalismos étnicos no harían sino reivindicar de forma explícita y expresamente excluyente— fueron los elementos estructurales tácitos del universalismo abstracto de la «sociedad civil» burguesa desde sus inicios. La paulatina incorporación de las mujeres al mundo del deporte, por tanto, no constituye tanto una «conquista» en el camino de una supuesta «igualdad» —por lo demás jamás alcanzada ni alcanzable en ese terreno— como el reconocimiento de su 202 derecho a integrarse en una jerarquía social productivista basada en la cuantificación del rendimiento. En todas las modalidades deportivas practicadas por ambos sexos, el primer puesto de esa jerarquía lo ocupan, en estricta conformidad con las exigencias del lema citius, altius, fortius y los preceptos del darwinismo social, los varones en «plenitud de facultades físicas» (asistidos cada vez más por los hallazgos de la química orgánica y la investigación genética). La consecuencia inmediata es que las mujeres, los niños, los ancianos y los discapacitados quedan relegados a la condición de ciudadanos de segunda clase, no sólo debido a su inferioridad «fisiológico-natural», sino también a su incapacidad (inseparable de esa inferioridad) para atraer capitales de una magnitud socialmente relevante a las empresas correspondientes. A diferencia de las jerarquías sociales tradicionales, que se basan en criterios gerontocráticos y sexistas, el fundamento de las jerarquías «deportivas» no es otro que el viejo culto burgués al trabajo, que se plasma en una selección «fisiológica» hipócritamente camuflada de «culto a la juventud» y que genera un sexismo y una discriminación «objetivos». La rapidez con la que cualquier análisis medianamente concienzudo del universo deportivo abandona las regiones nebulosas del mundo de la religión para trasladarse a los dominios de la «lucha por la supervivencia» y del materialismo positivista más tosco no hace sino confirmar que la asimilación del deporte a una religión es una impostura que disimula su estrecho parentesco con otras imposturas más radicales y más contemporáneas: las ideologías. El entusiasmo con el que los totalitarismos «clásicos» abrazaron la fe deportiva, unido a la estructura autoritaria y elitista de organismos como el COI, y a las notorias connivencias de Coubertin, Baillet-Latour y Brundage con el nazismo, han llevado a algunos destacados críticos del deporte, como Jean-Marie Brohm o Ljubodrag Simonović, no sólo a denunciar el sustrato totalitario de la ideología y la práctica deportivas (y en eso no podríamos estar más de acuerdo), sino también a condenar a la religio athletae en tanto culto «antidemocrático». Ahora bien, todo lo que sabemos de la génesis histórica del deporte contradice semejante conclusión, que más bien pone de relieve la radical incoherencia a la que se condena cualquier análisis del fenómeno deportivo que no rompa el cordón umbilical de la dependencia de los postulados del racionalismo ilustrado, en este caso de su versión marxista. Por lo demás, si como sostienen Brohm y Simonović, el deporte es esencialmente «antidemocrático», carece de todo sentido organizar campañas de democratización de sus más altas instancias, como la que en 2009 exigió la dimisión de Samaranch de la presidencia de honor del COI por su pasado «fascista», ya que ese género de depuraciones, al igual que las «ultrademocráticas» propuestas autogestionarias de James Petras o Toni Negri, no alterarían en nada esa esencia «antidemocrática91». «Ya es hora de abolir los “Juegos Olímpicos” tal y como existen hoy en día […] Deberíamos empezar de nuevo con una estructura basada en los principios originales de los Juegos Olímpicos. El Comité Organizador debería estar formado por atletas amateurs, organizaciones deportivas populares, y representantes democráticamente elegidos por movimientos sociales.» (J. Petras 1999: 2). Por su parte, ante la desregulación del mercado nacional y la constitución de un mercado mundial futbolístico, Negri sostiene que «el único modo de equilibrar esta situación capitalista es constituir sociedades populares y de accionariado popular» apoyadas por los poderes públicos. [http://futbolrebelde.blogspot.com/2007/10/catenaccio-y-lucha-de-clases-entrevista.html] 91 203 Admitir que el deporte es a la vez «democrático» y «totalitario», sin embargo, conduce inmediatamente a negar el dogma de la incompatibilidad absoluta entre ambos conceptos, así como a reconocer —en la estela de una larga lista de autores de «sensibilidades políticas» tan variadas como Jacob Talmon, Ernst Nolte, George Mosse, Claude Lefort, Zygmunt Bauman o los mismos Adorno y Horkheimer— que gran parte de las «premisas teóricas» de los regímenes totalitarios del siglo XX derivan directamente de la filosofía de las Luces. La «solución» neoliberal a este espinoso problema ideológico consiste en condenar a la Revolución francesa por el «pecado original» de figurar a la vez en el árbol genealógico de la democracia liberal y del totalitarismo y reivindicar en exclusiva el legado del liberalismo anglosajón y de la Revolución estadounidense, lo que supone consagrar como paradigma «antitotalitario» a la nación que dio al mundo no sólo la Declaración de Independencia y la separación Iglesia-Estado, sino también el genocidio indígena 92 , el Ku Klux Klan y el racismo «científico» aplicado. En fecha mucho más reciente, el teórico de la «crítica del valor» Robert Kurz ha señalado que: La perpetua referencia positiva al sistema de conceptos y a los llamados «ideales» de la Ilustración constituye el contexto de oscurecimiento de un pensamiento crítico de la sociedad que, de este modo, hasta hoy día se ata a sí mismo a las categorías del sistema vigente de la destrucción universal. En la medida en que estas amarras al pensamiento ilustrado no sean cortadas, la crítica, o bien permanece como la criada de su objeto, o bien tiene que extinguirse junto a la capacidad de éste para un desarrollo ulterior. [R. Kurz 2003] Históricamente, la aparición de los totalitarismos estuvo precedida por la incorporación al espacio público de una serie de esferas tradicionalmente circunscritas al ámbito privado, como la reproducción, la salud y la educación, así como por la aparición de los primeros seguros sociales y sistemas de pensiones. Este proceso acabó rompiendo las barreras entre el Estado liberal y la sociedad burguesa y ligando a los centros de dirección política de forma cada vez más directa al control y la gestión de la producción capitalista en su conjunto, lo que a su vez sentó las premisas de una ampliación del ámbito de «lo político» hasta abarcar el conjunto de la existencia humana. Para franquear el umbral que condujo a los horrores totalitarios del siglo XX bastó con que a estas nuevas técnicas «científicas» de control y supervisión de las poblaciones se añadiese otra novedad radical, a saber, la aplicación a la Europa civilizada y a sus habitantes de procedimientos hasta entonces reservados a los «bárbaros» que vivían en los confines de Occidente: Fue por lo demás la Inglaterra victoriana la que inauguró, durante la guerra de los Boers, el sistema de los campos de concentración […]. También fue Inglaterra la que, en 1847, organizó la gran hambruna que provocó la muerte de uno de cada cinco irlandeses. Gilles Perrault recuerda, por su parte, que si se hace el balance de la expansión colonial, y «se pone en relación el número de sus víctimas con la cifra —mediocre— de su población, Francia se «Decir esto no supone insinuar que los habitantes de la “Cristiandad occidental” (concepto más apropiado que el de Europa para el período medieval) no hallasen periódicamente toda clase de motivos para odiar, matar y oprimir a judíos, musulmanes y “paganos”, sino meramente que la división del mundo entre cristianos y no-cristianos era religiosa y no racial.» [L. Goldner 1997] 92 204 sitúa en el grupo de los países que mayores masacres han cometido en la segunda mitad de este siglo» (Le Monde diplomatique, diciembre de 1997, 22). Dicho autor hubiera podido citar estas líneas de Lettres d’un soldat [Cartas de un soldado] (Plon, 1885), publicadas a finales del siglo XIX por el coronel de Montagnac: «Todas las poblaciones que no acepten nuestras condiciones tienen que ser arrasadas. Todo tiene que ser saqueado, sin distinción de edad ni de sexo. Que no crezca ni una brizna de hierba ahí donde el ejército francés ha puesto los pies. Así es como hay que hacerles la guerra a los moros. En una palabra, aniquilar todo lo que no se arrastre a nuestros pies como perros.» [A. De Benoist 2005: 150] El proceso de internacionalización del deporte —por no hablar del análisis del propio deporte en tanto «visión del mundo»— pone claramente de manifiesto el carácter fraudulento de la «oposición espectacular» establecida desde mediados del siglo XX entre las ideologías representativas de la modernidad racionalista por un lado (del liberalismo al anarquismo pasando por el marxismo), y las de la antimodernidad «irracionalista» por otro (de los diversos nacionalismos étnicos al nazismo pasando por el fascismo)93. Eso no significa que entre todas estas ideologías y los diversos regímenes en los que se «encarnaron» no existieran diferencias más o menos relevantes, pues durante largo tiempo su oposición reflejó conflictos que enfrentaban a sectores sociales muy específicos, pero sí que «de acuerdo con su realidad efectiva de sectores particulares, la verdad de su particularidad reside en el sistema universal que las contiene» [G. Debord 1995: 32]. Una vez reconocido el parentesco entre distintas especies ideológicas, no debería de resultar demasiado complicado admitir que del mismo modo en que no existe una incompatibilidad fundamental entre el régimen democrático-liberal y el racismo (como atestigua, por citar sólo el ejemplo más clamoroso, la situación legal de la población negra estadounidense hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX) tampoco tiene nada de particularmente sorprendente —ni desde luego de necesariamente emancipador— que fueran precisamente algunos de los regímenes llamados «totalitarios» los primeros en fomentar la integración de las mujeres tanto en el ámbito deportivo como en la esfera política y laboral94. Los defensores del racionalismo ilustrado y sus portavoces doctrinarios, para los que semejantes conclusiones representan un escándalo y una abominación, acostumbran a desautorizar toda comparación entre los movimientos totalitarios y el liberalismo y el socialismo «clásicos» aduciendo que estos últimos siempre persiguieron el «progreso» por medios «racionales». La genealogía de esta «revolución teórica», sin embargo, es poco ilustre: procede directamente de la falsificación frentepopulista (es decir, «democrático-totalitaria») que, con el fin de asimilar la «defensa de la Hace ya unos años, un conocido anuncio escenificaba la comunión mística entre dos hinchas del Atlético de Madrid pertenecientes a los dos bandos enemigos de la guerra civil española, que terminaban fundiéndose en un gran abrazo «por encima de las ideologías», es decir, comulgando en una ideología de orden superior que las engloba a ambas. 94 En Rusia, por ejemplo, el sufragio universal femenino fue aprobado en abril de 1917, varios meses antes de la toma del poder por los bolcheviques (si bien éstos disolvieron la Asamblea Constituyente en favor del Congreso Panruso de los soviets). En la Italia de 1919 figuraba en el programa electoral de Mussolini (aunque sólo se aprobó en 1925 y exclusivamente para las elecciones locales). En cambio, en las Cortes Constituyentes de la Segunda República española (1931) la diputada radical-socialista Victoria Kent se opuso a su aprobación, y en Francia, terra mitica de la libertad ilustrada, no entró en vigor hasta 1945. 93 205 democracia» a una reedición de la lucha decimonónica entre liberales y reaccionarios, equiparó al fascismo y al nazismo con la «reacción feudal» y las «fuerzas antiprogresistas». La versión sofisticada de la misma tesis, según la cual el presunto «irracionalismo» nazifascista representaba una ruptura con los ideales de la Ilustración —expuesta por Georg Lukács en El asalto a la razón (1954)— es una verdad a medias, basada más en las pretensiones «revolucionarias» de algunos de los portavoces filosófico-literarios del nazismo que en la gran diversidad de fuentes en las que se inspiraron los ideólogos nacionalsocialistas, caso, por ejemplo, del socialdarwinismo y de la eugenesia, «ciencias» cuyo máximo desarrollo se produjo precisamente en los Estados Unidos de Norteamérica, tierra prometida del liberalismo anglosajón. Lo cierto es que tanto el racionalismo ilustrado como el «irracionalismo» nazifascista comparten lo que el propio Lukács había caracterizado treinta años antes, en Historia y conciencia de clase (1923), como «las antinomias del pensamiento burgués», es decir, antítesis insuperables entre el intelecto y la sensibilidad, entre la «idea» y la «materia», entre dirigentes y dirigidos (antinomias a las que habrá que sumar la oposición lukacsiana entre «razón» e «irracionalismo»). Dichas antítesis no remiten a una atemporal «condición humana», sino que son la expresión ideológica de la racionalidad abstracta de la mercancía, «célula elemental» de la riqueza capitalista. Si lo que define a la mercancía es la unidad contradictoria entre el valor de cambio (abstracto y universal) y el valor de uso (concreto y limitado por su particularidad), lo que caracteriza a la ideología (y a la política moderna) es la antítesis entre el idealismo acrítico y el materialismo contemplativo, enunciada por Marx en las Tesis sobre Feuerbach (1845). El núcleo de toda ideología, en efecto, es una escisión dualista y cosificadora de la conciencia que fragmenta las totalidades y concibe los «males» de la realidad histórica y social como elementos ajenos a un cuerpo social supuestamente «sano». Toda la política moderna gira en torno a este mecanismo irracional y fetichista de asignación de «responsabilidades», que abarca desde los cruces de acusaciones entre base y dirección propios de cualquier organismo «democrático» hasta la designación de un «enemigo público» universal a exterminar. Se trata, de hecho, de una anulación de las facultades críticas impuesta por la necesidad de sobrevivir en un universo en el que pensar y juzgar conlleva el riesgo de exclusión del cuerpo político o del vasto entramado de instituciones «secundarias» que contribuyen a vertebrarlo. En cualquier caso, hace ya más de medio siglo que Hannah Arendt captó perfectamente el carácter reificante de la ideología en dos agudas observaciones que conviene recordar frente a toda caracterización del totalitarismo que pretenda que éste se resume en un ejercicio despótico del poder político en conjunción con la imposición dogmática de una visión única del mundo: «El propósito de la educación totalitaria nunca ha sido infundir convicciones, sino destruir la capacidad para formar alguna.» [H. Arendt 2009: 627] y «Lo que la dominación totalitaria necesita para guiar el comportamiento de sus súbditos es una preparación que les haga igualmente aptos para el papel de ejecutor que para el papel de víctima. Esta doble preparación, sustitutivo de un principio de acción, es la ideología.» [H. Arendt 2009: 627] 206 La ideología es al intercambio espiritual y emocional entre los seres humanos lo que el dinero es a sus intercambios materiales: el vínculo general de unión a la vez que el medio general de separación. Esta extraordinaria metamorfosis, que permite transformar a individuos completamente ajenos unos a otros en miembros intercambiables de una comunidad abstracta, no sería posible sin el telón de fondo de una atomización social extrema que presupone a su vez un deterioro muy avanzado tanto de la capacidad de diálogo como de la de raciocinio, pues «ningún discurso difundido por medio del espectáculo da opción a respuesta; y la lógica sólo se ha formado socialmente en el diálogo.» [G. Debord 1999: 41] Así pues, el vínculo secreto entre el «individualismo moderno» y los fenómenos de «comunión colectiva» con líderes carismáticos e ídolos de masas no es otro que la impotencia y el aislamiento del individuo atomizado, al que tanto movimientos totalitarios como «inofensivos» y «apolíticos» clubes deportivos, así como las estrellas de la industria cinematográfica o musical —por muy grandes que puedan parecer a primera vista las diferencias entre todos estos fenómenos— ofrecen una forma de autoafirmación simbólica y de participación pasiva en el marco de una «socialización» abstracta. Si pasamos de la vertiente ideal, aglutinadora y fantástica de la ideología a su faz pedestre y prosaica, comprobaremos que su «valor de uso» no radica en convencer por medio de argumentos racionales, sino más bien en abrumar al interlocutor mediante la acumulación potencialmente infinita de datos aislados disociados de la totalidad que les da sentido. Así, por ejemplo, los adeptos del fútbol memorizan con auténtica devoción las fechas de los partidos ganados o perdidos por cada equipo o las alineaciones y las trayectorias profesionales de los jugadores a fin de disponer de todos los elementos necesarios para prevalecer en unos «diálogos» dominados por las deplorables pautas que Adorno retrató tan elocuentemente en Minima Moralia: La espontaneidad y la objetividad en la discusión están desapareciendo incluso en los círculos más íntimos, al igual que en política hace mucho que el debate ha sido suplantado por la afirmación del poder. El discurso adopta un conjunto de gestos malévolos que no presagian nada bueno. Se deportiviza. Los hablantes buscan acumular puntos: no hay conversación que no se vea infiltrada, como un veneno, por la oportunidad de competir. Las emociones, que en las conversaciones dignas de los seres humanos se comprometían en el tema a debatir, están ahora sujetas a una insistencia obstinada en tener razón, al margen de la relevancia de lo que se diga95. [T. Adorno 1993: 137] En cambio, Toni Negri, «filósofo marxista, pensador de la radicalidad y del altermundismo», pretende convencernos de que «su gran logro está en que hace que la gente hable entre sí, aunque como deporte sea bastante aburrido» (con lo que da a entender que las conversaciones sobre fútbol son apasionantes). Interrogado sobre el fenómeno hooligan en tanto supuesta invasión del deporte por la política, nos desvela: «Los fascistas intentan dar la vuelta a las cosas positivas que hace la gente. Lo hacen con las relaciones sociales creadas por los progresistas, y lo hacen igualmente con el fútbol. […] Tal vez el fútbol sea un terreno favorable, pero es preciso distinguir entre terreno favorable y causa. La causa es exterior. El fútbol es inocente.» Así pues, según Negri el fútbol es un ámbito «inocente» e incluso positivo de la realidad social, si bien quizá «favorable» a los intentos «fascistas» de «darle la vuelta». [http://futbolrebelde.blogspot.com/2007/10/catenaccio-y-lucha-de-clases-entrevista.html] 95 207 Por lo demás, entre el último tercio del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX surgieron nuevas «disciplinas científicas» como la psicología de masas y la criminología (estrechamente ligadas a la creciente inquietud de la burguesía ante los progresos del movimiento obrero organizado), que atribuyeron a las «multitudes», de forma unilateral pero no sin razón, una irracionalidad de la que sin embargo consideraban libre al individuo atomizado de la «sociedad de masas». Las conclusiones de estas flamantes «ciencias sociales» se vieron reforzadas por los descubrimientos de la publicidad comercial y la propaganda bélica modernas, y juntas contribuyeron decisivamente a preparar el terreno para el inminente vuelco irracionalista que estaba a punto de producirse en la política moderna, y que tanto el fascismo mussoliniano como el nazismo explotaron con gran habilidad. Todas estas innovaciones de la modernidad más puntera, unidas a la difusión de los métodos de producción tayloristas y fordistas y el despliegue de la radio y el cine, fueron puestas a prueba y perfeccionadas en el transcurso de las dos guerras mundiales, de las que surgió la «sociedad del espectáculo» que Guy Debord describió en la obra del mismo títulode la forma que sigue: Al contrario del proyecto resumido en las Tesis sobre Feuerbach (la realización de la filosofía mediante la praxis que supera la oposición entre el idealismo y el materialismo), el espectáculo conserva a la vez, e impone en su universo pseudoconcreto, los rasgos ideológicos del materialismo y del idealismo. El lado contemplativo del viejo materialismo que concibe el mundo como representación y no como actividad —y que en última instancia idealiza la materia— se cumple en el espectáculo, donde las cosas concretas se adueñan automáticamente de la vida social. Recíprocamente, la actividad soñada del idealismo se realiza también en el espectáculo a través de la mediación técnica de signos y señales que en última instancia materializan un ideal abstracto. [G. Debord 1995: 129] «1968 fue, por su simple existencia, la refutación de todas las concepciones preexistentes, la proclamación de una gigantesca huelga de ilusiones.» [J-P. Voyer, P. Brée 1981]. Una de las consecuencias de la primera gran crisis general de la sociedad espectacular fue precisamente el comienzo de la crisis contemporánea tanto de las ideologías como de la política: en efecto, aparte de derrocar la noción de un «sujeto revolucionario» abstracto identificado con una «clase obrera» (blanca, masculina y occidental) que recordaba sospechosamente al viejo sujeto burgués de la Ilustración, las revueltas de aquellos años minaron profundamente toda esperanza de transformación social dirigida por una jerarquía política portadora de un saber supuestamente universal96. Sin embargo, al no transformar cualitativamente la sociedad existente, era inevitable que la subversión sesentayochista suministrara las premisas ideológicas de la siguiente etapa de la sociedad del espectáculo, caracterizada por la transición de los «La juventud, los obreros, las gentes de color, los homosexuales, las mujeres y los niños quieren todo lo que les estaba vedado, al mismo tiempo que rechazan la mayor parte de los miserables resultados que la vieja organización de la sociedad de clases permitía obtener y sufragar. […] Cada parcela de un espacio social cada vez más directamente conformado por la producción alienada y sus planificadores, se convierte en un nuevo terreno de lucha, desde la escuela primaria y los transportes colectivos hasta los asilos psiquiátricos y las prisiones.» [G. Debord, G. Sanguinetti, 1972 ; 20] 96 208 valores nominales del trabajo, el ahorro, el sacrificio y la obediencia mecánica, a la mercantilización más intensiva de las relaciones sociales que supuso el paso al universo posmoderno del narcisismo colectivo y la búsqueda de gratificación individual inmediata. La convicción de que la revolución social es inseparable de la transformación de la cotidianidad dio paso a la ideología de una sucesión indefinida de reformas sectoriales de esa cotidianidad (mujeres, antimilitarismo, gays, ecología), a la vez que el rechazo abstracto de toda autoridad permitiría presentar pocos años después el abandono de cualquier noción de jerarquía cualitativa entre diferentes «productos culturales» como un triunfo de la crítica social. Tras el comienzo de la era neoliberal y la crisis oficial del «crecimiento» keynesiano hacia 1977, la ficción de la política como «esfera natural» de la voluntad de transformación social se fue erosionando sin cesar y se plasmó en las «crisis de militancia» de la izquierda, seguidas algunos años más tarde por la paulatina sustitución de las actividades reivindicativas clásicas por actos simbólicos de «solidaridad festiva» en los que los participantes-espectadores se limitaban fundamentalmente a «conectar» entre sí. No es de extrañar, por tanto, que desde entonces se haya venido recurriendo cada vez más, no sólo desde instancias oficiales sino también hipotéticamente «antisistémicas», a maratones populares, vueltas ciclistas solidarias o partidos de fútbol benéficos para dar publicidad a las causas más variopintas o recaudar fondos supuestamente destinados a paliar todos los males que aquejan a la sociedad contemporánea, desde la xenofobia y el racismo al consumo de drogas, el alcoholismo y el tabaquismo. Los educadores sociales y los terapeutas no se quedaron al margen, y no tardaron en descubrir en los deportes extremos y de aventura presuntas panaceas para la integración social de los discapacitados, la educación de niños con trastornos de conducta y la prevención de la delincuencia entre jóvenes «problemáticos». En ciertas latitudes la exaltación del deporte como ultima ratio de la integración social obedece a una situación social más desesperada aún y encuentra extraños defensores. Véase, por ejemplo, el papel que le atribuye en la actualidad el sociólogo y artífice del fallido boicot olímpico de 1968, Harry Edwards, quien considera que treinta años de empobrecimiento, precarización y criminalización de amplios sectores de la juventud negra estadounidense han puesto fin a la «era dorada del deportista negro» y convertido en virtud [sic] la importancia «desmesurada» —que él mismo había denunciado en otros tiempos como una de las consecuencias de la discriminación racial— que los sectores más pobres de la «comunidad negra» norteamericana conceden al deporte: En la sociedad negra se sigue dando, gracias a Dios, una importancia desmesurada a los logros deportivos en comparación con otras aspiraciones profesionales de alto prestigio. En vista de lo que está pasando con la juventud negra, que en lo fundamental ha desconectado de prácticamente todas las estructuras institucionales de la sociedad, quizá el deporte sea nuestro último asidero. […] Han desconectado hasta de la iglesia negra. Su afiliación es con las pandillas, no con las iglesias negras. Su templo es la calle y el líder de la banda es su pastor. No aspiran a ser respetados por nadie, sólo por sus pares. Pero siguen queriendo ser «como Mike» [Tyson]. […] 209 La importancia que otorgan al deporte nos proporciona un asidero sobre ellos. A través del baloncesto de medianoche, mediante partidos de fútbol [americano] los sábados o gracias a instalaciones deportivas, podemos volver a ponerles en contacto con el clero, los tutores, los trabajadores de la salud, los terapeutas, los empleados gubernamentales y gente de los sectores económicos y empresariales. Sin eso no tenemos forma alguna de acceder a ellos, salvo a través de la policía y la judicatura. [D. Leonard 2000] Desde la caída del muro de Berlín en 1989, el hundimiento definitivo del socialismo «real» y la designación del integrismo islámico como nuevo enemigo espectacular de Occidente, el relativismo posmoderno se ha visto sometido en el espectáculo político-mediático a la concurrencia del resurgimiento militante de los «valores occidentales» abanderado por los portavoces de la ofensiva ideológica neoconservadora, que aspiran a dictar la agenda político-económica internacional de la mano de los poderosos grupos mediáticos desde los que pontifican. En esta caricaturesca «resurrección de Occidente» desempeñan un destacado papel muchos antiguos intelectuales de izquierda, que han encontrado en esta explosión de «fundamentalismo neoliberal» la ocasión idónea para reciclar los polvorientos stocks de retórica ilustrada de su viejo patrimonio intelectual. No es de extrañar, pues, que el discurso «antitotalitario» que promueven esté repleto de indicios que delatan que, lejos de haber roto con el abominable pasado totalitario, en realidad son sus continuadores más fieles y consecuentes. De ahí el inconfundible «aire de familia» de los nuevos dogmas, como aquel que proclama que los «males económicos» del planeta no se solucionarán hasta que se haya extinguido el último resto de «socialismo» e impere por fin el reino «puro» del mercado, versión neoliberal del siniestro axioma de Stalin según el cual cuanto más se avanzaba en la «construcción del socialismo», más se intensificaba la «lucha de clases». Los paralelismos no terminan ahí: en cuanto caducó el consenso «antifascista» que hizo las veces de sincretismo ideológico internacional entre 1945 y 1991, los ideólogos neoconservadores consideraron como una de sus tareas más urgentes reemplazar la caracterización frentepopulista del fascismo y del nazismo como movimientos «reaccionarios» de «extrema derecha» por una falsificación no menos grotesca y arbitraria, según la cual en realidad pertenecen al árbol genealógico de la izquierda, con la doble y muy orwelliana intención de reescribir la historia del siglo XX y convertir en sinónimos las expresiones «revolución social» y «totalitarismo». En resumidas cuentas, si en la era «clásica» del totalitarismo éste se articuló en torno al partido único, la estatificación de la economía y la «nacionalización» de la vida pública, hoy, cuando el grado de homogeneidad de las sociedades occidentales supera con creces al que lograron imponer los regímenes totalitarios del siglo XX, la «privatización» continua, la banalidad generalizada, el crecimiento «espontáneo» de las mafias y la «conducta responsable» de los medios de comunicación parecen ser medios apropiados para obtener fines análogos. En el contexto actual de crisis social rampante y renacimiento de una épica guerrera de pacotilla, el deporte-espectáculo ha experimentado un poderoso auge como «máquina de producir significado». Nadie se exalta ni sufre tanto por la victoria o la derrota de sus héroes deportivos como aquellos cuyas condiciones de existencia, cada 210 vez más desprovistas de todo significado, les predisponen a aprovechar toda ocasión de sumergirse en una identidad colectiva prefabricada e imaginaria y metamorfosear sus frustraciones en fantasías de poder y protagonismo trasladándolas a un plano ideal y abstracto. También aquí son los medios de formación de masas los que ofician como intérpretes del significado del suceso deportivo e instancia de articulación periódica de la «subjetividad nacional» en torno a la distinción «amigo-enemigo», que el teórico del «Estado total» Carl Schmitt consideraba como el fundamento de toda política. Sería una ingenuidad, en efecto, suponer que en una época en la que los problemas sociales no dejan de agravarse a la vez que se proclama que no existe alternativa posible a las relaciones sociales dominantes, la política contemporánea pueda prescindir —bajo nuevas formas— de uno de los rasgos fundamentales del totalitarismo clásico: la necesidad simultánea de eliminar toda oposición real y de autolegitimarse mediante la designación de una oposición ficticia que sirva para canalizar de forma irracional la energía negativa suscitada por la crisis social, desviándola tan pronto contra la figura del «malvado especulador» como contra la del «malvado inmigrante». Si de momento no parece probable que el agotamiento del «ciclo político» 19451991, la decadencia de la política 97 y la descomposición de la sociedad espectacularmercantil desemboquen en pasiones ideológicas como las que polarizaron al mundo en el período de entreguerras, sí parece observarse, en esta turbia era de barbarie «democrática» y nacionalismos regresivos e integristas, cierta tendencia a que el deporte desempeñe en ocasiones funciones políticas mucho más directas que la del mero panem et circenses, (al menos allí donde el integrismo religioso es débil). En esa dirección apuntan fenómenos como el ascenso de Berlusconi al poder o el mismo proceso de disolución de la antigua Yugoslavia, donde a pesar de una clara oposición a la guerra del grueso de la población serbia, que se plasmó en deserciones, manifestaciones masivas y la negativa generalizada de la juventud a incorporarse a filas, ciertos clubes de fútbol suministraron los escuadrones de la muerte necesarios para organizar el descenso a los infiernos: A falta de un ejército regular fiable, los dirigentes serbios empezaron discretamente a desarrollar fuerzas paramilitares. Los Delije de Arkan demostraron ser un magnífico vehículo de reclutamiento. Y tal como habían demostrado contra el Dinamo Zagreb, les gustaba luchar contra los croatas. El gobierno prefería el estilo de los hooligans. Serbia no necesitaba tropas convencionales para lidiar contra otro ejército. En los Balcanes apenas se produjo esa clase de combate. Lo que el gobierno necesitaba era una fuerza que pudiera aterrorizar a los «La decadencia global de la política en tanto instancia reguladora de la vida social se manifiesta de distintos modos: como rechazo de la política y de las ideologías tradicionales por parte de los «ciudadanos»; cómo pérdida de soberanía por parte de los Estados nacionales y como reducción neoliberal de las competencias del Estado. La «espectacularización» de la política, y por tanto, la sustitución del argumento por los spots publicitarios y de los programas de gobierno por el intento de aparecer en televisión lo más a menudo posible, no es más que el aspecto más visible de ese cambio fundamental. La política ya no goza de autonomía ni de libertad de decisión alguna. Se reduce a la política económica, y a un solo tipo de política económica: el esfuerzo, a menudo desesperado, para mantener la competitividad de un país en el mercado mundial en vías de enloquecer.» [A. Jappe 2004: 30] 97 211 civiles para que, de ese modo, musulmanes y croatas huyeran de sus casas en los territorios que los serbios aspiraban a controlar. [F. Foer 2004: 28] *** A lo largo de estas páginas, hemos dedicado mucha más atención al proceso de difusión internacional del deporte y a su evolución en el seno de la sociedad moderna que a posibles «alternativas» o a las formas de resistencia que ha suscitado a lo largo de su historia98. Por lo demás, lo cierto es que la oposición al deporte casi siempre se ha formulado o bien en nombre de concepciones «clásicas» o «humanistas» de la cultura física o desde el «tradicional» desprecio de las élites intelectuales por la actividad corporal y lúdica, pero en cualquier caso desde perspectivas ajenas a la crítica social moderna. Por sí solo, el hecho de que la crítica de un elemento tan central en la constitución de la sociedad capitalista moderna no se comenzara a abordar hasta hace apenas cuatro décadas plantea serios interrogantes sobre el grado de profundidad y concreción alcanzado por la crítica social a lo largo del siglo XX, y con mayor motivo aún teniendo en cuenta su notoria función de válvula de escape y mecanismo de control social. En un sentido más amplio, la ausencia social de una crítica radical de esta ideología de la competición, la selección, el éxito y la participación virtual sólo puede entenderse como una expresión palmaria del fracaso social colectivo99. Creer, por otra parte, que el deporte podría reformarse o abolirse en el marco de unas relaciones sociales que reducen al ser humano a la condición de espectador pasivo de juegos cuyo sentido se le escapa y en los que sus potencias enajenadas cobran vida propia, es ignorar que las pautas de su evolución se mueven dentro de los estrechos límites definidos por una sociedad que, tras perseguir y reprimir los impulsos lúdicos durante dos siglos, encontró en el deporte el medio por excelencia para canalizarlos, pervertirlos y explotarlos. De ahí que sólo quepa postular su abolición conjunta, en el marco de un proceso de transformación de las condiciones sociales de existencia de la humanidad entera. Dicho esto, no dudamos de que una cultura lúdica emancipada del fetichismo de la competición y del principio de maximización del rendimiento cuantificable pueda rescatar para disfrute propio muchos elementos de los deportes actuales. Durante más de un siglo ha prevalecido una concepción racionalista e ilustrada del mundo que considera que las bases de la sociedad moderna —y por tanto las del Citemos, a título de excepción, el caso del situacionista Asger Jorn, que en 1964 ideó el «fútbol trioléctico». En este juego, que se disputa en un terreno hexagonal dotado de tres porterías, sólo se lleva la cuenta de los goles encajados por cada uno de los tres equipos participantes, cada uno de los cuales puede marcar en las dos porterías «rivales». La clave de la victoria consiste en establecer alianzas exitosas, lo que da lugar a un juego de colaboración y seducción completamente opuesto a la dinámica del fútbol convencional. 99 Después de obtener la medalla de bronce en salto de altura en las Olimpiadas de Roma (1960), John Thomas declaró: «Sólo les gustan los ganadores. […] Los espectadores norteamericanos son atletas frustrados. En el campeón ven lo que ellos querrían ser. En el perdedor ven lo que son en realidad, y le tratan con desprecio.» [Mazanov, J. McDermott, V. 2009: 276-295] 98 212 deporte— son «sanas», pese a que tanto la una como el otro puedan verse periódicamente «corrompidos» o «instrumentalizados» por factores exteriores o intereses egoístas que distorsionan su naturaleza fundamentalmente «buena». Se trata en realidad de una concepción profundamente irracional, pero que dispensa a la conciencia de someter a examen crítico sus propias condiciones de existencia mediante el expediente de convertir en chivos expiatorios a determinados individuos o colectivos sociales. La antítesis de esta búsqueda irracional de culpables sólo puede ser una crítica social emancipadora que ataque sin piedad ciertas instituciones y modos de vida en el marco de un «movimiento real que suprime las condiciones existentes», es decir, capaz de asociar libremente a los ex espectadores —sin mediación ideológica, económica, política o «deportiva»— con el fin de suprimir la existencia independiente de esas condiciones frente a la vida concreta de los individuos. A tal efecto, parece oportuno evocar, por último, la observación realizada por Guy Debord en su Prólogo a la cuarta edición italiana de «La sociedad del espectáculo», según la cual quienes aspiren a formular una teoría calculada para subvertir el orden establecido deben evitar ante todo que ésta sea visiblemente falsa, a lo que añadió otro requisito no menos fundamental: que sea una teoría completamente inaceptable, capaz de «declarar malo el centro mismo del mundo existente, ante la estupefacción indignada de cuantos lo consideran bueno.» [Debord 1999: 112] GAME OVER 213 BIBLIOGRAFÍA ABE, I., KIYOHARA, Y. & NAKAJIMA, K. (2000) “Sport and Physical Education under Fascistization in Japan”, [s. n.] [en línea] [Consulta: 09/03/2009] InYo: Journal of Alternative Perspectives http://ejmas.com/jalt/jaltart_abe_0600.htm ABAHLALI BASEMJONDOLO, (2010) “A letter to our German comrades” [s. n.] [en línea] [Consulta: 12/09/2010] http://www.abahlali.org/node/7106 ADORNO, T. Y HORKHEIMER, M. 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Organización fundada en 1892 y que llegó a contar con doscientos cincuenta mil afiliados antes de ser disuelta por el canciller Döllfuss en 1934. ATB: Arbeiter Turnerbund (Asociación de Gimnasia de los Trabajadores). Organización gimnástica fundada en 1893 por la socialdemocracia alemana. ATSB: CAF: Arbeiter Turn und Sportbund (Asociación Gimnástica y Deportiva de los Trabajadores). Organización surgida a partir de la refundación de la atb en 1919, cuando esta última cambió de nombre debido al predominio numérico de los futbolistas. Confederación Africana de Fútbol. Nació en 1957 en Jartum (Sudán). Asociación que representa a cincuenta y tres asociaciones nacionales de fútbol africanas y organizadora de la Copa de África de Naciones, la competición más importante del continente. CCEP: Comitè Català pro Esport Popular. Asociación constituida en marzo de 1936, y que aglutinaba a diversas asociaciones de cara a la organización de la Olimpiada Popular de Barcelona. CCTV: Televisión Central de China. Compañía pública de televisión de la República Popular China y una de las mayores empresas audiovisuales de toda Asia. CIA: Central Intelligence Agency (Agencia Central de Inteligencia). Organismo creado en 1947 por el gobierno de los Estados Unidos para coordinar todas las actividades estadounidenses de espionaje e información y preparar operaciones militares de contrainsurgencia. CNA: Congreso Nacional Africano. Organización política sudafricana fundada en 1912 para defender los derechos de la mayoría negra. En 1994, liderado por Nelson Mandela, accedió al gobierno de la República Sudafricana. CNH: Comité Nacional de Huelga. Organismo constituido el 8 de agosto de 1968 en Ciudad de México con el fin de coordinar las protestas y reivindicaciones en todo el país. 223 CNT: Confederación Nacional del Trabajo. Organización anarcosindicalista fundada en 1910 en Barcelona. COA: Comité Olímpico Alemán. Organismo fundado por el dra en 1926 para organizar la participación alemana en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam (1928). COE: Comité Olímpico Estadounidense. El comité originario, que llevaba el nombre de American Olympic Association (AOA), se constituyó en noviembre de 1921 en el New York Athletic Club; adoptó formalmente el nombre de United States Olympic Commitee en 1961. COI: Comité Olímpico Internacional. Organismo fundado en 1894 en París por el aristócrata francés Pierre de Coubertin y que, entre otras muchas actividades, elige la sede de cada nueva edición de las Olimpiadas. CONI: Comitato Olimpico Nazionale Italiano. Organismo constituido en 1914 para coordinar la participación italiana en los Juegos Olímpicos y dirigir las actividades deportivas nacionales. En 1925, cuando Mussolini nombró presidente del coni a un destacado miembro del pnf, este organismo pasó a estar en manos del régimen fascista. CSDA: Consejo Supremo del Deporte en África. Organismo fundado en 1965 en Brazzaville (República del Congo) como Comité Permanente del Deporte Africano. Es la máxima institución deportiva del continente africano. CSFC: Consejo Supremo de Cultura Física. Organismo creado en 1923 con el fin de establecer las directrices que debían aplicar los órganos locales del Estado en cada región de la Unión Soviética. En 1930 fue reemplazado por el Comité de Cultura Física de la Unión, que fue sustituido a su vez por el Comité de Cultura Física y Deporte en 1936. DAF: Deutsche Arbeitsfront (Frente Alemán del Trabajo). En 1933, este organismo reemplazó a los sindicatos disueltos por el régimen nazi y se convirtió en la mayor organización de masas del Tercer Reich. DAP: Deutsche Arbeiterpartei (Partido Obrero Alemán). Antecesor inmediato del nsdap, fue fundado en enero de 1919 por Anton Drexler; Adolf Hitler se afilió a él en septiembre de ese mismo año. DRA: Deutscher Reichsausschuss für Leibesübungen (Comisión Imperial Alemana para el Ejercicio Físico). En 1917, la Comisión Alemana Imperial para los Juegos Olímpicos fue rebautizada con este nombre en protesta por la exclusión de Alemania de la «familia olímpica». En 1933, tras la llegada al poder de los nazis, 224 pasó a denominarse Comité Nacional para el Ejercicio Físico y cinco años más tarde recibió el nombre de Liga Nacionalsocialista del Reich para el Ejercicio Físico. DNVP: Deutschnationale Volkspartei (Partido Popular Nacional Alemán). Partido político fundado en 1918 con el apoyo de grandes industriales y miembros del Partido Conservador Alemán. Tras la llegada de Hitler al poder, la mayoría de sus afiliados ingresaron en el partido nazi. DT: Deutsche Turnerschaft (Liga Gimnástica Alemana). Asociación gimnástica alemana nacionalista constituida en 1868. Fue disuelta por los nazis en 1938. DTB: Deutscher Turnerbund (Asociación de Gimnasia Alemana). Organización gimnástica formada en 1901, cuando la dt expulsó a toda su rama austriaca por su política de exclusión de miembros judíos. Los clubes austriacos formaron esta nueva asociación, que tenía su sede en Viena pero que tenía la misma extensión territorial que la DT. EPO: Eritropoyetina sintética. Forma de dopaje que incrementa la capacidad de la sangre para transportar oxígeno, y que viene siendo utilizada por deportistas de élite desde mediados de la década de 1980. FA: Football Association. La primera federación nacional de fútbol, fundada en 1863 en Inglaterra. FASA: Asociación Sudafricana de Fútbol. Organización fundada en 1892 y expulsada de la fifa en 1962 por aplicar la política del apartheid vigente en Sudáfrica. FCDO: Federación Cultural y Deportiva Obrera. Organismo constituido en 1931 bajo la inspiración del Partido Comunista de España. La estrecha relación de esta organización con dicho partido quedó confirmada cuando en enero de 1934 ingresó de forma oficial en la IDR. FEAAA: Far Eastern Amateur Athletic Association. Organismo ligado a la Phillipine Amateur Athletic Federation y fundado en 1912 por Frank L. Crone, Elwood S. Brown y William Tutherly. Tuvo un papel destacado en la organización de los Juegos de Extremo Oriente. FECG: Far Eastern Championship Games (Juegos de Extremo Oriente). La primera edición de estos juegos tuvo lugar en Manila en 1913; dejaron de celebrarse en 1933, tras la ocupación japonesa de Manchuria. FIFA: Fédération Internationale de Football Association. Organización fundada en 1904 en París a iniciativa de Robert Guérin, secretario general de la Unión de 225 Sociedades Francesas de Deportes Atléticos, que fue su primer presidente de 1904 a 1906. En la actualidad, rige más de doscientas federaciones de fútbol en todo el mundo. FIGC: Federazione Italiana Giuoco Calcio (Federación Italiana de Fútbol). Organización fundada en 1898 en Turín bajo el nombre de la Federación Italiana de Fútbol. En 1926, tras promulgar la Carta de Viareggio, el régimen fascista se hizo con el control de la FIGC. FMI: Fondo Monetario Internacional. Organismo fundado durante la Conferencia de Bretton Woods de 1944 y que en la actualidad dirige las políticas financieras neoliberales a escala mundial. FNET: Federación Nacional de Estudiantes Técnicos. Organización creada en 1937 durante el primer Congreso Nacional de Estudiantes Técnicos en Chihuahua. En 1956, tras una huelga convocada en el Instituto Politécnico, sus dirigentes más radicales fueron encarcelados y reemplazados por miembros infiltrados del Partido Revolucionario Institucional, que convirtieron a la FNET en un apéndice burocrático del Estado mexicano. FSGT: Fédération Sportive et Gymnique du Travail (Federación Deportiva y Gimnástica del Trabajo). Organización creada en diciembre de 1934 a partir de la fusión, en febrero de 1934, de la Union des societes sportives et Gymnique du Travail (USSGT) socialista y la Fédération Sportive du Travail (FST) comunista. FSSG: Fédération Socialiste de Sport et de Gymnastique. Organización fundada en 1913 en Francia y que constituiría el núcleo principal de la futura Internacional Socialista del Deporte afiliada a la Segunda Internacional. GAA: Gaelic Athletic Association. Desde su fundación en 1884, esta asociación fomenta y organiza competiciones de hurling, fútbol gaélico y otros «deportes tradicionales irlandeses», así como diversas actividades de tipo cultural. GEAR: Growth Employment And Redistribution (Crecimiento, empleo y redistribución). Programa neoliberal apadrinado por el fmi e introducido por el Congreso Nacional Africano en Sudáfrica en 1996, que ha llevado a un empeoramiento de las condiciones de vida de los pobres y de los excluidos. GIL: Gioventú Italiana del Littorio. En octubre de 1937 Mussolini ordenó fusionar a los distintos grupos juveniles fascistas en esta única organización dependiente del PNF. GPU: Gosudarstvennoe Politicheskoe Upravlenie. Policía política soviética fundada en 1922 para sustituir a la Cheká. Fue disuelta en 1934, y sus atribuciones pasaron al Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD). 226 GUF: Gruppi Universitari Fascisti, creados a finales de 1921 en Florencia. Desde sus inicios, esta organización formó parte de las squadra fascistas que hicieron de las expediciones de castigo contra los opositores el principal instrumento de su estrategia política. IDL: Unión Internacional Obrera para la Educación Física y el Deporte. Organización creada en 1920 y conocida hasta 1927 con el nombre informal de Internacional Deportiva de Lucerna. IDOS: IDR: Internacional Deportiva Obrera Socialista. En 1928, tras su Congreso de Helsingfors (1927) la idl pasó a denominarse Internacional Deportiva Obrera Socialista (IDOS). Asociación Internacional Deportiva Roja y de las Organizaciones de Gimnasia, más conocida como la Internacional Deportiva Roja. Organismo fundado en 1921 en Moscú. IWW: Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales del Mundo). Sindicato de industria fundado en Chicago en junio de 1905. A mediados de la década de 1920 sus afiliados fueron sometidos a una persecución oficial y extraoficial implacable. JAAA: Japanese Amateur Athletic Association (Dai Nippon Tai-iku Kyokai), o lo que viene a ser lo mismo, el Comité Olímpico Japonés. Organización fundada en 1911 por Jigoro Kano con el objetivo de enviar atletas a las olimpiadas y que a partir de 1925 fue instrumentalizada por el Estado japonés con fines imperialistas. JH: Hitlerjugend (Juventud Hitleriana). Esta organización, que tenía sus raíces en la Jugendbund der NSDAP, adoptó el nombre de Hitlerjugend en 1926, en calidad de sección juvenil de las SA, organización de la que se independizó en 1932. Tras la toma del poder del partido nazi, todos los demás grupos juveniles fueron absorbidos por las JH. JNFE: Juegos de las Nuevas Fuerzas Emergentes o GANEFO (Games of the New Emerging Forces). Los JNFE fueron celebrados por primera vez el 10 de noviembre de 1963 en Yakarta. KGB: Komitet Gosudarstvennoy Bezopasnosti (Comité para la Seguridad del Estado). Cuerpo de la policía secreta soviética creado en 1954 que controlaba las organizaciones responsables de la Seguridad, la Inteligencia y la Policía secreta. KPD: Kommunistische Partei Deutschlands (Partido Comunista Alemán). Partido político formado en diciembre de 1918 a partir del ala revolucionaria del SPD 227 encabezada por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht (Liga Espartaquista) y el grupo de Comunistas Internacionalistas de Alemania (IKD). NASAKOM: Nacionalismo, religión y comunismo. Nombre del régimen de «democracia guiada» instaurado por Sukarno en Indonesia en julio de 1959. NKVD: Narodnyi Kommissariat Vnutrennikh Del (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos). Este organismo asumió las funciones de la gpu en 1934. La policía quedó unificada bajo el mando del nuevo departamento, que pasó a controlar todos los campos de trabajo y creó tribunales especiales para juzgar un amplio abanico de delitos «terroristas» o «contrarrevolucionarios». NSDAP: Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei (Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán). En 1920, un año antes de que Hitler se proclamara jefe del partido, el Partido Obrero Alemán adoptó esta denominación. MSD: Muerte súbita en el deporte. Se define como tal la que acaece en las veinticuatro horas siguientes a un acontecimiento deportivo. La mayoría de las MSD son de origen cardiovascular. ONB: Opera Nazionale Balilla. Organización instituida en abril de 1926 y dependiente del Ministerio de Educación y del Partido Nacional Fascista. Este ente autónomo, que en sus comienzos aglutinaba a todas las organizaciones juveniles fascistas, tenía como objetivo adoctrinar a los muchachos de ocho a dieciocho años. OND: Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Descanso). Organismo fundado en Italia el 1 de mayo de 1925 y utilizado por el régimen fascista para organizar el «tiempo libre» de los trabajadores y generar consenso social. ONU: Organización de las Naciones Unidas. Organismo internacional fundado por los Estados firmantes de la Carta de San Francisco en junio de 1945. OUA: Organización para la Unidad Africana. Organismo creado en 1963 en Addis Abeba (Etiopía) para promover la unidad y la cooperación entre los Estados africanos, proteger la independencia de los países miembros y erradicar el colonialismo en África. En 2002, año en que se disolvió, tenía cincuenta y tres países miembros. PCUS: PNF: Partido Comunista de la Unión Soviética. En 1918 los bolcheviques adoptaron el nombre de Partido Comunista Ruso, que se cambió en 1925 por el de Partido Comunista de los Bolcheviques de la Unión hasta que en 1952 se adoptó el nombre definitivo. Partito Nazionale Fascista. Partido político fundado por Benito Mussolini el 7 de noviembre de 1921. 228 PNI: Partai Nasionalis Indonesia (Partido Nacionalista Indonesio). Partido político fundado en 1927 por Achmed Sukarno y Mohammed Hatta. PKI: Partai Kominis Indonesia (Partido Comunista de Indonesia). Primera sección asiática del Comintern, fundada en 1920. En el año 1965, con casi tres millones de afiliados, era el mayor partido comunista del mundo fuera de la Unión Soviética y China. Tras el golpe de Estado de ese mismo año, el PKI fue declarado ilegal y medio millón de afiliados fue asesinado por unidades militares y grupos islamistas. PODH: Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos. Organización creada en noviembre de 1967 cuando Harry Edwards, profesor de la Universidad de San José (California), convocó a una treintena de atletas negros para boicotear las Olimpiadas de México de 1968. POUM: Partido Obrero de Unificación Marxista. Partido político nacido en 1935 de la fusión de la Izquierda Comunista de España y el Bloque Obrero y Campesino. RAU: República Árabe Unida. Unión política de Egipto y Siria proclamada en 1958 y a la que se adhirió Yemen. Tras el golpe militar sirio en 1961, Siria abandonó la federación y esta se disolvió, aunque Egipto siguió denominándose oficialmente así hasta 1971. RDA: República Democrática de Alemania. Estado constituido en 1949 como respuesta al establecimiento de Alemania Occidental. Designó como capital a Berlín Este, decisión que las potencias occidentales se negaron a reconocer. RPCH: República Popular China. Régimen «democrático y popular» proclamado oficialmente por el secretario general del Partido Comunista Chino Mao Tse-tung el 1 de octubre de 1949. RSPCA: Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals (Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad hacia los Animales). Organización fundada en 1824 y que se consagró con gran ahínco a la supresión de las diversiones populares tradicionales. SA: Sturm Abteilung (Sección de Asalto), fuerza de choque del partido nazi fundada en 1920 y cuyos miembros eran conocidos como «camisas pardas». SAPS: South African Police Service (Policía de Sudáfrica). Cuerpo paramilitar fundado en 1995 con sede en Pretoria, que cuenta con más de ciento noventa mil efectivos y al que desde el año 2000 se ha acusado de innumerables casos de tortura, toques de queda ilegales y asesinatos de manifestantes desarmados. 229 SMI: Social Movements Indaba. Alianza de organizaciones formada en agosto del 2002 para luchar contra la política neoliberal impulsada por el gobierno del Consejo Nacional Africano. SOFE: Servicio de Obras Francesas en el Extranjero, sección de Turismo y Deportes creada en 1920 y dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores francés. SPD: Sozialdemokratische Partei Deutschlands (Partido Socialdemócrata Alemán), partido fundado en 1875 tras la fusión de los «marxistas» de Eisenach, encabezados por Wilhelm Liebknecht y August Bebel, y la Unión General de Trabajadores Alemanes, liderada por Ferdinand Lasalle. TOP: The Olympic Partners (Programa Mundial de Patrocinio de los Socios Olímpicos); nueva y lucrativa forma de financiación del coi desde 1985. UNAM: Universidad Nacional Autónoma (México DF), centro donde se produjeron algunos de los primeros conflictos del 68 mexicano. YMCA: Young Men’s Christian Association (Asociación Cristiana de Jóvenes). Organización de raíces protestantes fundada en 1844 en Londres y que se consagró desde sus comienzos la promoción de las actividades deportivas entre la juventud masculina. Arraigó con gran fuerza en los Estados Unidos, donde a finales del siglo XIX miembros del YMCA inventaron deportes como el baloncesto o el balonvolea. 230