Citius

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Citius, altius, fortius
El libro negro del deporte
I. PRÓLOGO: EL ASALTO AL JUEGO
II. LA CULTURA FÍSICA, DE LA ANTIGÜEDAD A LA EDAD MODERNA
III. ORÍGENES Y DESARROLLO DEL DEPORTE
IV. EL DEPORTE EN LA ERA DEL IMPERIALISMO Y EL TOTALITARISMO
V. DE LA GUERRA FRÍA AL NUEVO ORDEN DEPORTIVO MUNDIAL
VI. EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA
GLOSARIO
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«Tengo en la mano un documento que rebosa de toda la
infamia de esta época y la rubrica, uno que bastaría por sí solo
para hacerle un lugar de honor en un estercolero cósmico al puré
de divisas que se autodenomina ser humano.»
Karl Kraus, Viaje anunciado a los infiernos
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PRÓLOGO: EL ASALTO AL JUEGO
«La diferencia entre las concepciones de Marx y Schelling, que hemos
citado, reside, ante todo, en el punto siguiente: en la concepción de Schelling la
historia es, a la vez, la apariencia del juego y el juego de las apariencias,
mientras que para Marx, la historia es a la vez un juego real y el juego de la
realidad. Para Schelling la historia está escrita antes de ser representada por
el hombre, es un juego directamente prescrito, pues sólo dentro de un juego
semejante “se juega” la libertad de cada uno […]. Esta predeterminación de la
historia transforma el juego histórico en un falso drama y rebaja a los
hombres no sólo al rango de simples actores, sino incluso al de simples
marionetas. Por el contrario, en Marx el juego no está determinado antes de
que la historia esté escrita, pues el curso y los resultados de ésta están
contenidos en el juego mismo, es decir, resultan de la actividad histórica de los
hombres.»
Karel Kosik, El individuo y la historia
Si bien los juegos han acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia, el
sometimiento del mundo a la lógica de la mercancía acarreó un asalto sin precedentes
contra todo tipo de actividades lúdicas y festivas. Muchas de ellas se vieron abocadas a
la extinción pura y simple, mientras otras lograban sobrevivir en tanto que pasatiempos
semiclandestinos o arrinconadas como reminiscencias del pasado. En cualquier caso, la
dimensión lúdica de la vida social, que en épocas anteriores desempeñó un papel
fundamental en la existencia de las comunidades humanas, se vio alterada y suprimida
como nunca antes.
Algo muy parecido, y no es en modo alguno coincidencia, ha sucedido con las
festividades. Las grandes celebraciones de los pueblos no civilizados, así como las fiestas
de la Antigüedad clásica o el carnaval medieval, que constituían momentos esenciales en
la vida de esas comunidades, han quedado reducidas en nuestros días a una festividad
banal y pseudotransgresora, que no sólo no produce una cancelación temporal del
mundo cotidiano, sino que es la prolongación de éste por otros medios.
Las celebraciones de los pueblos arcaicos tenían un carácter unitario, por lo que a
los cultos serios les sucedían otros más desenfadados, en los que los dioses se convertían
en objetos de burla y chanza. Con la gradual desaparición de la comunidad arcaica y la
consolidación de las divisiones sociales propias de la polis, esta concepción unitaria del
mundo va eclipsándose y surge la escisión entre lo serio y lo burlesco, que da paso a la
contraposición entre una esfera de lo sagrado, en la que se alojará el atletismo ritual, y
una esfera profana a la que queda confinado el juego, escisión que refleja a su vez la
separación entre la cultura aristocrática y la cultura popular. La seriedad y la formalidad
de hieráticas procesiones a distintos santuarios sustituirán al desenfreno y el desorden
general de las antiguas fiestas. Los Juegos Olímpicos, fundados en el santuario de
Olimpia, son un caso nítido de juego sagrado que sanciona la separación y la
desigualdad entre los hombres. La práctica de la cultura física quedó restringida a la
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aristocracia y después se extendió a los nuevos ricos de las colonias, mientras que los
estratos populares permanecían al margen, divirtiéndose con juegos y danzas que
seguirán conservando, de forma clandestina y desprovista de carácter público, los rasgos
que caracterizan a los juegos y las fiestas primigenias.
Durante siglos, en toda Europa siguieron existiendo y celebrándose fiestas y
costumbres paganas, sobre todo entre el pueblo llano. Este es el caso del carnaval, fiesta
que deriva de las antiguas Saturnales y que en la Edad Media constituía la celebración
más importante del año. El carnaval, que tenía una duración de tres meses y se
prolongaba desde las Navidades hasta la Cuaresma, era el tiempo de la fiesta, del juego y
de la liberación de las restricciones. Suponía una especie de obra colectiva de teatro,
escenificada en las calles, en las plazas públicas y, finalmente, en toda la ciudad,
transformada en un escenario sin límites donde se suspendían temporalmente las
relaciones jerárquicas en una atmósfera de transgresión en la que se infringían las
normas, se volatilizaban las prohibiciones y se permitían todos los excesos. En el
carnaval no existía separación entre actores y espectadores; todos participaban y nadie
quedaba excluido, puesto que se trataba de una celebración de toda la comunidad donde
la vida misma se interpretaba como juego, y en la que el juego era indisociable de la vida
real.
Tras la Reforma protestante, la Contrarreforma y el consiguiente desplome de la
unidad católica en la segunda mitad del siglo XVII, se producirá un declive tanto de esta
fiesta como del resto de diversiones, juegos y bailes populares. Muchas festividades se
prohibieron y dejaron de tolerarse, y aunque el carnaval no desapareció, comenzó a
institucionalizarse y a privatizarse, convirtiéndose en una fiesta oficial que habitaba el
suntuoso espacio de los palacios, de los templos y las cortes, y que tenía mucho de
pompa y postín, pero muy poco ya de fiesta pública y popular.
Comienza así un lento proceso de asedio, persecución y prohibición de aquellas
festividades y diversiones del pueblo llano (festejos que cada vez más a menudo
ocasionarán alborotos, desórdenes y enfrentamientos con la autoridad) cuya falta de
límites y normas supone un obstáculo para la consolidación de un poder que pretende
controlar y vigilar como nunca antes a sus súbditos.
Tras el ascenso de la burguesía, a partir del siglo XVIII, comienza un progresivo
declive de la fiesta, que se encamina a pasos agigantados hacia su ruina en el siglo XIX,
con la consagración de la moral utilitaria y la ética del trabajo del nuevo orden
industrial, que apenas dejará espacio ni tiempo para los juegos y las diversiones. Resulta
de lo más revelador que fuera precisamente en este período cuando se colonizaron
multitud de juegos tradicionales para reformarlos y convertirlos en deportes. En el
transcurso del siglo XX, la evolución hacia el denominado deporte de masas o deporteespectáculo ha arrojado datos no menos concluyentes acerca de la naturaleza profunda
de la sociedad contemporánea. En la actualidad el deporte ha dejado de ser un espejo en
el que se refleja la sociedad contemporánea para convertirse en uno de sus principales
ejes vertebradores, hasta el punto de que podríamos decir que ya no es la sociedad la
que constituye al deporte, sino éste el que constituye, en no poca medida, a la sociedad.
El deporte es la teoría general de este mundo, su lógica popular, su entusiasmo, su
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complemento trivial, su léxico general de consuelo y justificación: es el espíritu de un
mundo sin espíritu.
***
Según el antropólogo Bronislaw Malinowski, en las llamadas sociedades del «don»
melanesias la vida social gira en torno al intercambio kula, es decir, en torno al «dar y
recibir» regalos. La práctica del kula no es una transacción comercial ni un trueque, ya
que el intercambio de presentes nunca puede ser simultáneo, ni éstos pueden
intercambiarse después de negociar su valor o intentar establecer una equivalencia entre
ellos.
El intercambio, por consiguiente, nunca es equilibrado ni debe serlo: siempre tiene
que haber alguien que quede en deuda, con el fin de que la relación se mantenga. El
mantenimiento de las relaciones sociales, que a menudo coincide con el establecimiento
de las jerarquías, es más importante que los resultados materiales del intercambio. Los
intercambios materiales no son la «razón de ser» del lazo social: la finalidad de éstos es
producir un «vínculo de amistad» entre los individuos y los grupos, al margen de
cualquier hipotética utilidad «económica». En las sociedades del don, a menudo los
grupos locales son autosuficientes, por lo que si entran en contacto con otros grupos
vecinos no es por razones puramente materiales.
El juego social del intercambio gira en torno al fortalecimiento de los vínculos que
unen a estas comunidades. No tiene por objeto producir resultados objetivos
cuantificables, sino todo lo contrario: representa la forma de un juego supremo de la
comunidad, a través del cual ésta funda la comunicación en su seno y con el exterior.
El desafío es el momento esencial de este vasto juego del reconocimiento. «A
través del intercambio, los indígenas melanesios establecen en primer lugar la
desigualdad mediante el don de obertura, con el fin de incitar a continuación a la
igualdad mediante la reciprocidad.» [Y. Delhoysie, G. Lapierre 2008:333] El propósito
del regalo de apertura es aumentar el prestigio, el honor y la fama del dador, y la
finalidad de la contrapartida es responder al desafío. Cada parte, una vez establecido el
prestigio de la que ha tomado la iniciativa sitúa a la otra en la obligación de
corresponder; de esta manera, entre ambas partes se establece una relación estrecha en
la que cada una compite por ser la más generosa, por dar más de lo que recibe.
«En el sistema de la mercancía sucede exactamente lo contrario: todos los
individuos son formalmente iguales, y todas las mercancías se equiparan a través del
dinero, para acceder finalmente a la desigualdad en el salario y en el consumo.» [Y.
Delhoysie, G. Lapierre 2008: 333-334] El dinero es aquí la deidad suprema a cuya
mayor gloria y reconocimiento se sacrifica el prestigio de toda mercancía particular,
incluidas las humanas, y a la que los seres humanos han de servir rebajándose a sí
mismos para rebajar y eliminar al competidor.
Entre los melanesios la igualdad no es un principio abstracto, sino el resultado de
una operación práctica que vuelve a ponerse en juego sin cesar mediante la puja
recíproca. El indígena melanesio fundamenta su existencia en tanto que ser humano a
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través de esa reciprocidad. Reconocer la humanidad del otro arriesgando la propia es un
juego peligroso (cuando menos, delicado y precario) que puede degenerar en
confrontaciones violentas y poner en peligro la propia existencia. Bajo el principio del
intercambio no se considera que el devenir esté constituido de antemano en lo esencial y
sea libre en los detalles, sino que se entiende como una apuesta y un riesgo continuos.
***
La inmensa mayoría de los historiadores del deporte, lejos de arrojar luz sobre los
vínculos entre el pasado y el presente, manejan abundantes fuentes sobre las
festividades populares y las combinan con otras relativas a pasatiempos nobiliarios
como la caza y los métodos de instrucción militar y finalmente, a modo de propina,
añaden algunos juegos infantiles para consagrar una entidad mitológica bautizada con
el monstruoso apelativo de «deporte primitivo». En lugar de una historia de la
festividad popular, del ocio aristocrático o de los juegos infantiles, los historiadores
descubren en multitud de antiguos juegos embriones elementales que necesariamente
habrían de evolucionar hasta desembocar en el deporte moderno, como si éste fuese la
prolongación «natural» de antiguos juegos y pasatiempos populares. Ellos sí que son
primitivos. Cuando el único criterio que ha de satisfacer una modalidad lúdica o atlética
para ser clasificada como «deporte» es el de consistir en una actividad corporal
«competitiva» y estar formalmente orientada hacia la obtención de un resultado, resulta
tarea fácil proyectar la tenebrosa sombra de la prehistoria deportiva contemporánea
sobre todo el pasado lúdico-festivo de la humanidad.
Lo cierto es que desde mediados del siglo XIX en adelante, la institución e
implantación progresiva del deporte, discurrió de forma paralela a la supresión social
del juego y a la perversión de su noción misma, confirmación adicional, por si falta
hiciera, de la profunda incompatibilidad existente entre ambos. El deporte presupone la
aceptación de un conjunto de reglas inviolables que asfixian todo elemento lúdico. A
pesar de que la mayoría de los deportes modernos se autodefinan como juegos, de los
que no dejan de reivindicar su supuesta procedencia, todo conspira para alejarlos cada
vez más de ellos.
En el juego, dado que el «resultado material» no es lo decisivo, es perfectamente
posible que ambas partes sean desiguales y se constituyan de modo accidental, como
también puede darse el caso de que una persona o un grupo de personas desafíe a todas
las demás. El punto de partida del juego es un desequilibrio fundamental, pero no se
trata de una deficiencia, sino de su esencia misma. En el deporte, por el contrario,
siempre tenemos dos partes formalmente «iguales» que luchan por la obtención de un
resultado «justo», y reglas que pretenden establecer y garantizar un equilibrio que
conduzca a ese resultado justo.
Los juegos pueden regirse por reglas, pero éstas no pueden adquirir una
objetividad autónoma frente a los jugadores. El juego sin límites permite jugar con las
reglas, modificarlas, incumplirlas e incluso, al contrario que en el deporte, jugar a hacer
trampas.
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El marco social del juego es la festividad. El esparcimiento y el juego físicos giran
en torno al disfrute de la propia corporalidad, el contacto con la ajena y con el entorno
natural, a diferencia de lo que sucede en el deporte, que tiende a eliminarlos o cuando
menos a estandarizarlos. En el juego no sólo se produce un resultado objetivo o la
afirmación del ego, sino también el encuentro con el otro, encuentro que no hay por qué
concebir siempre y necesariamente en términos idílicos, ya que también queda abierta
la posibilidad del desencuentro con todas sus consecuencias.
La encorsetada «seriedad» del deporte, con sus rimbombantes y solemnes
ceremonias pseudofestivas, se opone a la dinámica expansiva del juego y de la fiesta, que
carece, en principio, de límites espacio-temporales definidos. Por lo demás, la
erradicación progresiva de la festividad por obra de la disciplinaridad deportiva no
podía dejar de desembocar en un vigoroso retorno de lo reprimido, como ponen de
manifiesto las derivaciones vandálicas del moderno espectáculo deportivo. La pasión de
jugar, destruida, renace como juego de la destrucción pasional.
Los deportes reproducen las principales características de la organización
industrial moderna: reglamentación, especialización, competitividad y maximización
del rendimiento. Tanto los sistemas de entrenamiento como las reglas y el instrumental
tienen en común la impresión de objetividad que se desprende de ellos y el fetichismo
productivo que los impregna. Lo que producen el deporte y la educación física son
fundamentalmente rendimientos y récords, es decir, datos computables, cosas, no
relaciones entre personas.
En primer lugar, en el encuentro deportivo el control del tiempo y del espacio es
fundamental. El tiempo desempeña el papel de un adversario abstracto, de un rival al
que también es necesario batir. Así, al marcar el comienzo y el final, el reloj (por no
hablar de los cronómetros) se convierte en protagonista por derecho propio. Las
competiciones, a su vez, se celebran en espacios ad hoc homogeneizados en función de
cada modalidad, lo que se plasmará en la proliferación de instalaciones, gimnasios y
terrenos deportivos.
En lo que se refiere a su entramado institucional, el deporte moderno se organiza
con arreglo al ideal democrático de la igualdad de oportunidades, que corresponde a las
aspiraciones teóricamente igualitarias de una sociedad jerarquizada que materializa en
la práctica las desigualdades. La implantación de este ideal lleva aparejado el
enfrentamiento en igualdad de condiciones como base de la competición deportiva, para
lo cual se establecen normas que limiten estrictamente el número de participantes y
garanticen la igualdad numérica de los equipos, de modo que resulten cualitativa y
cuantitativamente comparables.
Para el logro de esta meta, se fundan por doquier clubes y asociaciones cada vez
más centralizados, encargados de establecer e introducir un conjunto de normas
universales y una gran variedad de categorías, pesos, medidas y clasificaciones de
obligado cumplimiento en todas las competiciones. Así cada disciplina puede regirse por
normas idénticas en cualquier parte del mundo, cuya aplicación y vigilancia se
encomienda a los árbitros, intérpretes de la ley y el orden deportivos.
Por último, a medida que se difunde y adquiere una mayor trascendencia social y
económica, el deporte acarrea no sólo la profesionalización y la especialización de los
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jugadores, sino también su transformación en engranajes intercambiables de la
industria deportiva, en vedettes condenadas no a jugar, y ni siquiera a ganar, sino ante
todo a generar ganancias: el carácter mercantil y espectacular del deporte limita cada
vez más la iniciativa y autonomía de unos «jugadores» convertidos en auténticos
soportes publicitarios y sometidos a constantes presiones para optimizar el rendimiento
y los resultados.
El hecho de que los deportes han acabado por convertirse esencialmente en un
inmenso negocio de distracción masiva es lo que explica, en última instancia, los
contratos millonarios de los deportistas de élite y la omnipresencia mediática de los
resultados e incidencias de las competiciones. No obstante, el resquemor generalizado
de los aficionados ante el mercadeo ilimitado y la búsqueda de celebridad de las estrellas
deportivas es indicio de la difusa persistencia de una arraigada y sin duda arcaica
superstición según la cual el deporte es, o «debería» ser, algo más que un
entretenimiento.
***
Buena parte de los críticos contemporáneos del deporte, que se sitúan así en el
mismo terreno que sus apologistas, logran la proeza de conjugar la impugnación
aparatosa de fenómenos presentes en las actividades lúdico-atléticas de todo tiempo y
lugar con la hazaña suplementaria de pasar por alto la contribución histórica específica
de la sociedad contemporánea a la degradación del juego. Tras la denuncia equívoca y
abusiva del espectáculo, la violencia y la competitividad despiadada como rasgos
exclusivos de nuestro tiempo, se obvia la raíz fundamental de la decadencia
contemporánea del juego, a saber: la presencia de un público ávido de formas triviales
de recreo y de sensaciones fuertes, despojado tanto de las condiciones precisas para
gozar de una hipotética dimensión estético-cultural del deporte como de las necesarias
para contribuir a ella, y sumido en un estado anímico cuyos principales ingredientes, de
acuerdo con Huizinga, son una mezcla de «adolescencia y barbarie». Esta es la fuente de
la que brota la destrucción del impulso lúdico, no de la presunta subordinación
«instrumental» y «desnaturalizada» del deporte a objetivos como la obtención de
beneficios, la «formación del carácter» o el fomento del espíritu patriótico.
Los elementos objetivos de la actividad lúdico-competitiva, tales como la
celebración de la victoria y del vencedor (que no conduce de forma automática a la
obsesión moderna por el rendimiento) la adquisición mimética de la técnica corporal
(que tampoco tiene por qué regirse por criterios deportivo-gimnásticas), el acuerdo en
torno a un lugar de encuentro (que no siempre fue la aséptica instalación deportiva
moderna) tienen hondas raíces en la historia cultural de la humanidad, a las que la
lógica del capital imprime una dinámica fetichista propia. El deporte no consiste ni en el
ejercicio corporal ni en la competición como tales, sino en el sometimiento de éstos a un
patrón productivo y a una demanda social muy específicos.
Lo que explica el prurito reformador de cierto tipo de críticas de la «pasividad» y
de la frustración engendradas por el espectáculo deportivo, (cuyos autores nunca
pierden ocasión de solicitar una mayor «participación» de homo spectator en la
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actividad deportiva) es la soterrada convicción de que en realidad la excelencia sí se
alcanza a expensas de los demás, la identificación más o menos inconsciente de la
competición con el deseo de aniquilar al adversario y, sobre todo, el temor de que, más
allá de cierto punto, la rivalidad deportiva haga entrar en juego la cólera interior «que el
hombre contemporáneo se esfuerza tan desesperadamente por dominar».
Los certámenes atléticos de la Antigüedad clásica griega, por el contrario,
brindaban un contrapunto dramático a una realidad que aspiraban expresamente a
exaltar; no pretendían en modo alguno ofrecer una válvula de escape frente a las rutinas
y las servidumbres de la cotidianidad. Los participantes tampoco se limitaban a
competir entre sí, sino que tomaban parte en una ceremonia de reafirmación de los
valores compartidos por una comunidad restringida pero real, representada por un
público de entusiastas versados en las reglas de las pruebas y el significado ritual que
subyacía a ellas. La importancia central de la exhibición y la representación sirve
además como recordatorio de los ancestrales vínculos existentes entre el juego y el arte
dramático. En cualquier caso, lejos de anular o empañar el valor del acontecimiento, a
menudo la asistencia de testigos constituía una parte fundamental de la ceremonia.
***
Detengámonos a examinar un juego que no fue posible encajar en el canon
deportivo moderno pese a los esfuerzos realizados en ese sentido: el sogatira. Cuando,
tras un período de prohibición impuesto por los ingleses, volvieron a celebrarse en
Escocia los Highland Games, entre los juegos «restaurados» figuraba el sogatira. Sigue
sin saberse hasta la fecha si dicho juego tenía sus raíces en prácticas más antiguas o se
trataba de una mera impostura romántica. En cualquier caso, no deja de ser curioso
observar que cuando durante la Exposición Universal de París en 1889 se celebró una
exhibición de los Highland Games, la combinación del sogatira, el lanzamiento de
troncos, los bailes tradicionales y las últimas modas en tartán ya los habían asimilado en
gran medida a un espectáculo étnico-popular no tan distinto del Show del Salvaje Oeste
de Buffalo Bill, con el que compartieron cartel.
A comienzos del siglo XX el sogatira llegó a ser disciplina olímpica, pero quedó
definitivamente al margen del canon olímpico en los Juegos de Amberes de 1920, al
parecer porque los esfuerzos realizados para que este juego se ajustara al principio
moderno del rendimiento chocaban con su notoria «impureza».
La exclusión del sogatira del programa olímpico es tan interesante como la
transformación de antiguos juegos en deportes. Si hay algo «poco serio» en el sogatira,
queda planteada, al menos, la cuestión de en qué consiste la «seriedad» del deporte.
El juego del sogatira hereda de la cultura popular los gruñidos, las muecas y la
hilaridad. Que en el momento de la victoria los vencedores tengan muchas posibilidades
de caerse de culo es algo que cuadra perfectamente en una cultura popular del juego y
del carnaval, pero no tanto en la cultura del rendimiento desarrollada por la burguesía
industrial, por no hablar ya de la ideología pseudoaristocrática del olimpismo. Sin duda
los rasgos «poco serios» de este juego eran un obstáculo suplementario para una
deportivización completa, que no es otra cosa que el despliegue ritual del culto
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capitalista a la productividad y la disciplina fabril (y en su vertiente «pedagógica», la
sumisión a la norma sacrosanta como expresión suprema de la sociabilidad deportiva),
en definitiva, la consagración del fetichismo de la mercancía a través del deporte.
***
Llegados a este punto, podemos concluir con un examen más minucioso de la clase
de vínculo social del que el deporte es embajador y vehículo privilegiado. Las relaciones
que se establecen en una sociedad basada en el intercambio mercantil generalizado no
pueden tener otro fundamento a priori que la indiferencia mutua, pues aquí el vínculo
de los individuos con la generalidad de la vida social es el dinero, lo que a su vez supone
que el nexo real de la dependencia mutua sea independiente de sus portadores
concretos, cada uno de los cuales lleva, por así decirlo, su relación con la sociedad y con
el prójimo en el bolsillo. De ahí que la sociedad moderna suponga no sólo el colmo de la
separación entre la vida del individuo y la de la colectividad, sino también, y como
corolario obligado, el apogeo de las formas ideológicas a través de las que dicha sociedad
rehuye la conciencia de esa situación.
La subjetividad moderna no es, en efecto, sino un incesante ir y venir entre la
exaltación de la pseudosoberanía del individuo y su inmersión en una manada informe.
En el universo de la mercancía al individuo sólo se le concibe como átomo solipsista
aislado y enfrentado a un entorno hostil, o reducido a la condición de anónimo
engranaje de un «equipo». O bien el individuo es el centro del universo y la sociedad un
elemento accesorio, o la sociedad lo es todo y el individuo una simple pieza.
Paradójicamente, es el aumento de la distancia real entre individuos lo que suscita
la necesidad de simular su pseudonegación mediante una confraternización perversa
cuya dimensión «social» no es otra que el «marchar todos juntos» del espíritu de
hinchada, y cuya dimensión «personal» queda perfectamente plasmada en este pasaje
de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer:
A fin de disimular la incómoda distancia entre individuos, se llaman «Bob» y «Harry» unos a
otros, en tanto miembros intercambiables de un equipo. Esta práctica reduce las relaciones
entre seres humanos al compañerismo de la comunidad deportiva y es una defensa contra el
género verdadero de relaciones. [T. Adorno, M. Horkheimer 1993: 165]
George Orwell, en uno de los contados pronunciamientos inequívocamente críticos
sobre el deporte que hayan salido de la pluma de un intelectual del siglo XX, enlazó la
moderna obsesión por el deporte con lo que designó con el calificativo, harto deficitario,
de «nacionalismo». En un artículo escrito dos meses antes («Notas sobre
nacionalismo»), a la vez que admitía su incapacidad para dar con una denominación
satisfactoria, precisaba que dicha patología no es en modo alguno privativa de quienes
sumergen su individualidad en la exaltación de una «nación», etnia o «cultura»
cualquiera, y que es perfectamente extensible a toda forma análoga de relación abstracta
sustentada en otro tipo de identidades, como la religión o la clase social. He aquí el
diagnóstico que ofrece Orwell en “The Sporting Spirit”:
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No caben demasiadas dudas de que todo ello está vinculado al auge del nacionalismo, es
decir, a la demencial costumbre moderna de identificarse con grandes centros de poder y
verlo todo en términos de prestigio competitivo. Además, los juegos organizados tienen
mayores posibilidades de prosperar en comunidades urbanas donde el ser humano medio
lleve una existencia sedentaria o al menos recluida, y en las que no tenga demasiadas
oportunidades para dar salida a su creatividad en sus labores. En una comunidad rural, los
muchachos o los hombres adultos eliminan gran parte de sus energías sobrantes caminando,
nadando, lanzando bolas de nieve, escalando árboles, montando a caballo y por medio de
diversos deportes en los que figura la crueldad ejercida contra los animales, como la pesca,
las peleas de gallos y la caza de ratas con hurones. En una gran ciudad, si uno quiere dar
salida a su fuerza física o a sus impulsos sádicos, tiene que tomar parte en actividades
gregarias. Los juegos se toman en serio en Londres o Nueva York, al igual que sucedía en
Roma y Bizancio; en la Edad Media se jugaba, y seguramente con una brutalidad física
considerable, pero sin que el juego se mezclase con la política ni que fuera motivo de odio
entre colectividades. [[G. Orwell 2004:]]
Orwell añade a las observaciones anteriores que el comportamiento «deportivo»
realmente significativo no es tanto el de la rivalidad despiadada entre los jugadores
como el de un público para el que el honor y la dignidad de «su» bando llegan a
depender de una actividad tan trivial como correr tras un balón y patearlo. Si bien logra
identificar de forma minuciosa y exacta varias determinaciones de este «nacionalismo»,
su concepto se le escapa. Un examen más detenido de dichos rasgos nos mostrará que
corresponden punto por punto a la privación de humanidad consustancial a la
modernidad industrial, o lo que es lo mismo, a los infaustos efectos del fetichismo de la
mercancía: la dominación de la sociedad por «cosas suprasensibles aunque sensibles».
La identificación con una comunidad abstracta concebida en términos de
«prestigio competitivo» supone por definición la existencia de uno o más adversarios
igualmente abstractos, y no es, por tanto, sino una proyección de la «guerra de todos
contra todos», la reafirmación colectiva del individuo aislado despojado de toda
inserción comunitaria efectiva. De ahí la fuerza de atracción, de otro modo
incomprensible, que ejerce el placer sustitutivo de romper ilusoriamente con la realidad
cotidiana mediante la inmersión en una efímera comunidad ficticia.
Si a ello añadimos la escasez artificial de actividades creativas, el ansia por escapar
de la monotonía de la cotidianidad y la consiguiente avidez de experimentar
«sensaciones fuertes», obtendremos el retrato robot de las principales carencias
socioindividuales fabricadas en masa por el moderno orden industrial.
De esta miseria fundamental se sigue que el «nacionalista» orwelliano sólo
entenderá las relaciones humanas (tanto con sus correligionarios como con sus
adversarios) en clave de victorias y derrotas, de seducciones y humillaciones, de poder y
de jerarquía, en una palabra, como política, cuyo fundamento no es otro que la ausencia
de comunidad. Así pues, la política moderna, síntesis incongruente de la ficción
pseudouniversalista de la «esfera pública» con el materialismo sórdido y atomista de la
esfera de «lo social», en la que rigen la concurrencia y la ley del más fuerte, es el vínculo
abstracto y el modo de abordar las relaciones sociales inherente al ser social
capitalizado.
En semejante marco, por otra parte, la sociabilidad genuina no puede sino ser
percibida como amenaza a la «cohesión social», ya que ésta última se sustenta
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precisamente en el deterioro de las condiciones del reconocimiento mutuo y de la
relación con el prójimo, que se transfieren al Estado, a la Nación o al Club; en definitiva,
a la representación del poder, sea cual fuere. La servidumbre a la que nos reduce la
sociedad contemporánea no nos lleva, por tanto, a aspirar por encima de todo al
reconocimiento de nuestros semejantes, sino al de aquello que nos domina, lo que
convierte a la comunidad en un ideal cada vez más abstracto y lleva a cada cual a buscar
desesperadamente, en el aislamiento al que ha sido arrojado, aquello de lo que se le ha
privado: el sentido de los demás.
Y es ahí donde el espectáculo deportivo adquiere una importancia estratégica cada
vez mayor: como forma de adhesión espontánea a lo existente, como célula elemental y
escuela de socialización capitalista. La ideología pseudolúdica del espectáculo moderno
y la «deportivización» de toda la existencia social cumplen la tarea, efectivamente vital,
de disimular cuanto sea posible la atmósfera autista y maquinal en la que transcurre la
«lucha por la supervivencia».
La «deportivización» de la cotidianidad y del lenguaje se traduce en la
proliferación de «juegos de poder» que, en el terreno de las relaciones intersubjetivas,
compensan y disimulan la impotencia general y el aislamiento del hombre moderno y
suponen la continuación de la «guerra de todos contra todos» bajo modalidades
«civilizadas». La regla suprema de dichos «juegos» es que nada importa, que hay que
«desdramatizar» toda situación susceptible de evolucionar hacia un conflicto real y
«tomarse las cosas con deportividad» (salvo, claro está, cuando el poder decrete
expresamente lo contrario). Es obvio que estos juegos de poder, a la vez que exorcizan el
poder disolvente y crítico del juego, contribuyen a minar la capacidad de comunicación
de cada cual y reemplazarla por una alucinación social: la ilusión del encuentro y de la
comunicación. En resumidas cuentas: el capitalismo espectacular nos ha empobrecido
hasta tal punto que sólo somos capaces de comprender y de jugar a los juegos impuestos
por las necesidades del intercambio de mercancías.
Así pues, la «ética de la diversión» contemporánea no es más que la prolongación
de la vieja ética del trabajo por otros medios. Carece de todo sentido, por eso mismo,
abogar por la conversión del trabajo en «juego» en el sentido de los pasatiempos
banales alentados por la sociedad existente, que se ha encargado ya de transformar la
inmensa mayoría de ocupaciones remuneradas, no menos que la formación que conduce
a su desempeño, en bromas de mal gusto. La resolución de la contradicción actual entre
«trabajo y ocio» o «producción y consumo» no puede, por consiguiente, adoptar la
forma de una opción unilateral a favor de la antítesis del trabajo, ni consistir tampoco,
como proponía Huizinga, en una restauración de sus «justas» proporciones respectivas,
inexplicablemente perdidas. Sólo cabe la abolición de ambos, es decir, la superación de
la contradicción y el acceso a una forma superior de actividad humana libre.
Impugnar el deporte, ese juego ilusorio, es exigir que se hagan realidad juegos en
los que la humanidad pueda desplegar plenamente sus facultades. Quienes se ven
privados de todo, y ante todo de condiciones y capacidades para dar salida a sus
inclinaciones lúdicas, tendrán que privarse también de toda ilusión sobre el juego y
renunciar a todos los juegos que requieran ilusiones, pues nos aproximamos a marchas
forzadas a un punto en que se convertirá en condición sine qua non no sólo para hacer
12
de la existencia humana un juego apasionante, sino pura y simplemente para asegurar la
propia supervivencia de la especie.
El juego de la emancipación humana se distingue de cualquier actividad anterior
por tener en su punto de mira el sustrato alienado sobre el que ha reposado toda forma
de relación social existente hasta la fecha y abordar las presentes y futuras de modo
consciente, sobre la base de las creaciones anteriores de la humanidad, pero
despojándolas de su carácter «natural» y preestablecido para someterlas al poder
creador de los individuos asociados. De lo que se trata, pues, es de la institución,
esencialmente lúdica, de las condiciones de esta asociación, es decir, de hacer de las
condiciones existentes condiciones para la asociación. Y la historia, evidentemente, está
llena de ingratitud para quienes no saben jugar.
13
LA CULTURA FÍSICA, DE LA ANTIGÜEDAD A LA EDAD
MODERNA
«En la medida que los festivales de atletismo griego eran un ritual
religioso y una expresión artística, tenían un objetivo que los trascendía, y
dejaban de ser deporte en el sentido estricto de nuestra definición del término.
El certamen, cuanto más cerca del arte, más se alejaba del deporte.»
A. Guttmann, From Ritual to Record: The Nature of Modern Sports
«De todos los pillos que pululan por Grecia, nada hay peor que la raza
de los atletas. En primer lugar, no reciben ningún principio de vida honesta ni
tampoco sabrían recibirlo. Poco acostumbrados a los nobles sentimientos,
difícilmente se someten a contrariedades [...] Censuro esta costumbre de los
griegos, que reúnen mocetones de este tipo, venidos de cien comarcas distintas,
y los honran con placeres inútiles.»
Eurípides, Autólico
Emplear la engañosa rúbrica de «deporte preindustrial» para describir las
manifestaciones atléticas desarrolladas desde la Antigüedad hasta la época moderna
equivaldría no sólo a proceder como aquellos economistas que, según Marx, «cancelan
todas las diferencias históricas y ven la forma burguesa en todas las formas de sociedad»
[K. Marx 2003:306], sino también a hacer abstracción del proceso de «expropiación
originaria» de los juegos y diversiones populares que precedió a la implantación de los
deportes de la era industrial. Por lo demás, en modo alguno nos hemos propuesto
emprender una descripción exhaustiva y detallada de la «prehistoria lúdico-atlética» de
la humanidad, pues los objetivos que nos hemos trazado quedan sobradamente
colmados con la exploración del ámbito occidental.
Precisemos, asimismo, que las fuentes históricas de las que disponemos en lo
tocante a las prácticas atléticas de la Antigüedad remiten en su práctica totalidad a
actividades de los estamentos privilegiados, ya que (como sucederá de forma
ininterrumpida hasta los albores de la era contemporánea) la educación física era su
patrimonio cultural exclusivo, y el vulgo se ceñía a juegos, danzas y concursos
acrobáticos y de equilibrios.
Las actividades atléticas de la era preindustrial presentaban un conjunto de rasgos
que las distinguían marcadamente de los deportes modernos. Una diferencia
fundamental es que las «pruebas» podían realizarse en condiciones de notable
desigualdad, tanto en lo que se refiere a las condiciones físicas —estatura, peso— como a
la edad de los contendientes. Tampoco existían limitaciones de tiempo claramente
definidas: la duración de una prueba o de un combate dependía del propio ritual de la
celebración y de la resistencia de los participantes.
14
Por lo que se refiere a normas generales, las distintas modalidades gozaban de una
total autonomía. Ningún juego se regía por reglas universales acatadas en todo un
territorio o comunidad política, y podía variar de una localidad a otra. Por lo demás,
tales normas no estaban escritas y se transmitían de una generación a otra de forma
consuetudinaria.
Pese a que las primeras manifestaciones atléticas de las que se tiene noticia se
remontan a los comienzos de los grandes asentamientos y la aparición de la civilización,
y que su rastro pueda seguirse en Mesopotamia, Egipto y Creta, en la Antigüedad la
época de esplendor atlético por excelencia corresponde a la Grecia clásica.
El advenimiento de la polis griega en el siglo VIII a. C. va ligado al dominio político
de una nobleza terrateniente y a la fundación de los Juegos Olímpicos. El inicio de los
Juegos, en el año 776 a. C., fue la base del calendario griego, que a partir de entonces se
contó en Olimpiadas, esto es, el espacio de cuatro años que mediaba entre dos
celebraciones olímpicas.
Los Juegos constituían un acontecimiento de afirmación e identificación
panhelénica frente a los pueblos «bárbaros» que no hablaban griego y honraban a otros
dioses, e incluían una multitudinaria peregrinación religiosa al santuario de Zeus en
Olimpia que atraía a grandes muchedumbres. Las competiciones atléticas de la
Antigüedad estaban ligadas a homenajes funerarios en honor de los guerreros caídos, en
los que se ofrecían sacrificios para aplacar a los espíritus de los héroes; no en vano, el
agón constituía una rivalidad regulada o competición entre adversarios que
originariamente suponía el enfrentamiento de dos héroes por medio de un combate o de la
palabra y tenía por meta celebrar los valores comunes de la polis. Las más célebres de las
que tenemos noticia son las que se describen en la Ilíada (los juegos fúnebres que
Aquiles organizó para honrar la muerte de su amigo Patroclo) y en la Odisea (el
certamen atlético que Alcínoo ofrece en honor a Ulises).
Los dioses del Olimpo personifican la religión aristocrática ensalzada por Homero
en estas obras, en las que los Juegos Olímpicos se identifican con los valores de la
aristocracia guerrera, ya que en el período arcaico (700 a.C.) conocer y practicar los
juegos era patrimonio de dicho estamento. Los poemas homéricos describen una
sociedad transfigurada y embellecida para adular y glorificar a la aristocracia. Además
de ensalzar las gestas de los antepasados, dichos poemas ofrecían a cada aristócrata un
árbol genealógico que entroncaba directamente con un dios. En los versos homéricos se
proclamaba que la excelencia, o areté, era transmitida a la aristocracia por los dioses.
También se destacaban las diferencias entre la nobleza aristocrática y el resto de la
sociedad, y se hacía gala de desprecio por todo tipo de ocupaciones comerciales y
artesanales a la vez que se cantaban las excelencias de la agricultura, la política y la
guerra.
La celebración de los Juegos Olímpicos inaugura una rivalidad limitada y
reglamentada, en consonancia con la evolución de las poleis arcaicas, en cuyo marco se
imponen los usos de la civilización y el respeto a las leyes. En los Juegos Olímpicos ya
existían normas y jueces —los llamados helanódikas— que velaban por su
cumplimiento. Los atletas debían someterse obligatoriamente a un entrenamiento
preliminar de un mes en el gimnasio de Ellis, ser hombres libres de etnia griega, jurar
15
no haber cometido delito o sacrilegio alguno y no emplear ningún medio ilegal para
alzarse con la victoria.
La participación en las Olimpiadas, como en otro tipo de competiciones, no estaba
abierta a cualquiera. Hasta el siglo VII a. C., cuando aparece la competencia de los
nuevos ricos de las colonias, la mayoría de los participantes procederá de la aristocracia.
No sólo estaba prohibida la asistencia de esclavos, de mujeres y de todos aquellos que no
fueran hombres libres de ascendencia griega, sino que la participación de éstos últimos
estaba limitada por su fortuna personal. En efecto, salvo en los casos en que una ciudad
o un ciudadano acaudalado corriesen con los gastos del atleta, participar en los Juegos
exigía que cada asistente dispusiera de ciertos recursos y dedicase casi un año a
prepararse.
Además de la destreza, la fuerza y la belleza, la aristocracia guerrera pretendía
monopolizar el lujo, el refinamiento, la riqueza, el poder político y la sensibilidad
artística e intelectual. La victoria en la competición atlética constituía un medio más de
alcanzar honor y gloria, metas que se perseguían tanto en la guerra como en la vida
pública. La lucha constituía el ámbito por excelencia para el despliegue de las virtudes
aristocráticas, que hundían sus raíces en los más remotos códigos de honor de los
guerreros. Vencer en la guerra o en los juegos panhelénicos elevaba a quien lo hacía al
estatus de semidiós (de «héroe», pues ese es el significado antiguo de dicho término), y
representaba el máximo honor al que podía aspirar un noble. De ahí la costumbre de
entregar al vencedor una corona de palma o de olivo, símbolos de eterna juventud,
resistencia, fortaleza y poder, y de inmortalizar a los vencedores por medio de estatuas y
monumentos. Por añadidura, la victoria en una competición atlética era un buen
augurio, una prueba del favor de los dioses hacia los ciudadanos de la polis vencedora.
De la estrecha relación que los ejercicios atléticos guardaban con la guerra dan fe,
en primer lugar, las propias pruebas: la carrera y el salto eran fundamentales para
atacar y retirarse (recuérdese que Aquiles lleva el sobrenombre de «el de los pies
ligeros»), el lanzamiento de jabalina remite al de la lanza, el de peso al de pesadas
piedras, el de martillo al uso de la honda. No en vano, la práctica habitual de la
equitación, las carreras de cuadrigas, la lucha, el pancracio y el pugilato constituían una
forma idónea de preparación para la guerra. En segundo lugar, la celebración de los
Juegos Olímpicos cumplía el objetivo, aceptado por todas las partes sin excepción, de
servir de tregua durante la cual (así como en los tres meses anteriores y posteriores a la
misma) no se podía declarar la guerra.
Los Juegos Olímpicos se establecieron en un período en que Esparta aplastaba con
su poderío militar a las demás pueblos asentados en el Peloponeso, que habían
comenzado también a agruparse en poleis. A principios del siglo IX a. C. tres pueblos se
disputaban manu militari la posesión del santuario de Olimpia: los etolios de Elida, los
aqueos de Pisa y los espartanos. Por razones que todavía hoy siguen siendo confusas, el
rey Ifito de Elida —pequeño reino donde se halla Olimpia— suscribió un pacto con el
mítico legislador espartano Licurgo y con el rey Cleóstenes de Pisa, en cuyas cláusulas se
declaraba inviolable a Olimpia durante la celebración de los Juegos sagrados.
En el siglo VIII a. C., Esparta estaba regida por una oligarquía militar que sojuzgaba
a inmensas masas de esclavos. Este régimen político permitía a los aristócratas
16
dedicarse plenamente al cumplimiento de sus deberes ciudadanos, que para los
lacedemonios consistían sobre todo en la preparación militar. Los niños nacidos en las
familias de guerreros eran retirados de la custodia familiar al cumplir los siete años y
quedaban bajo la autoridad de un magistrado o entrenador (paidónomos) encargado de
dar a los futuros guerreros una formación rigurosa y severa. Además del entrenamiento
gimnástico-militar, se sometía a los niños a todo tipo de privaciones con el fin de
endurecerlos y acostumbrarlos a soportar sufrimientos físicos. A los veinte años, la
educación del espartano se daba por concluida.
A comienzos del siglo VI a. C., las innovaciones en armamento y tácticas de
combate ligadas a la aparición de la falange hoplita contribuyeron a afianzar la
hegemonía militar espartana durante más de un siglo. La guerra había dejado de ser
prerrogativa de la casta militar aristocrática; ahora la libraban falanges de hoplitas
constituidas por ciudadanos capaces de costearse su propia armadura. Al guerrero
aristocrático del período arcaico, que combatía en su carro, le sustituyó el hoplita, de
gran fortaleza física, que lo hacía a pie, y que estaba adiestrado para integrarse en una
formación disciplinada y cohesionada a la hora de presentar batalla. Esta pertinaz
obstinación en la preparación militar explica la distinción alcanzada por los espartanos
en las pruebas atléticas. Prueba de ello es que entre el año 720 y el 526 a. C., de los
ochenta y un vencedores olímpicos, cuarenta y seis fueron espartanos. Los lacedemonios
buscaban la gloria no sólo en el campo de batalla, sino también a través de la
competición, y se servían de los Juegos Olímpicos para mostrar a los demás griegos su
superioridad militar y atlética.
Sin embargo, hacia mediados del siglo VI a. C., una serie de graves conflictos
armados dentro de y más allá de sus fronteras (revueltas de esclavos, levantamiento de
los habitantes sometidos de la vecina Mesenia), desembocaron en una honda crisis
política que llevó a Lacedemonia a dejar de lado las relaciones con los demás pueblos
helénicos y a replegarse sobre sí misma. A partir de entonces, a los jóvenes espartanos
ya no se les adiestrará en los ejercicios atléticos sino únicamente en el uso y manejo de
las armas. Este cambio, que les llevó a interrumpir su participación en los Juegos
Olímpicos, acarreó la pérdida del prestigio atlético de Esparta.
El vacío que supuso la retirada de los espartanos de los Juegos lo llenó la
incorporación de los colonos griegos enriquecidos en ultramar, que comenzaron a
desempeñar un papel preponderante entre los ciudadanos de la metrópoli. El gradual
desarrollo de la polis produjo importantes transformaciones; en muchas ciudadesEstado los regímenes aristocráticos fueron desplazados por gobiernos democráticos, con
el consiguiente auge de los ciudadanos más ricos y poderosos. Tanto los comerciantes
enriquecidos en las colonias como los ciudadanos acaudalados de la Grecia continental
presumirán de opulencia y suntuosidad e imitarán las costumbres aristocráticas. Unos y
otros, ávidos de alcanzar la gloria y el prestigio asociado a la excelencia aristocrática,
tratarán de obtenerla a través de la participación en los Juegos. Píndaro (518-446), uno
de los poetas más célebres del momento, escribía sus odas triunfales por encargo de esta
nueva aristocracia plutocrática, que pretendía asentar su posición social merced a los
triunfos y victorias obtenidos en las competiciones.
17
Desde finales del siglo VI a. C., Atenas, en la que comienza un período de
democratización política y reordenamiento social con Solón y Clístenes, se constituye en
el otro gran eje político del mundo griego. Esta reorganización transformó por completo
las estructuras de gobierno del Ática y sentó las bases del florecimiento político,
económico y cultural de la ciudad en el siglo V a. C. En materia educativa, la reforma de
Solón instituye un método pedagógico según el que «los muchachos, antes que nada,
deben aprender a nadar y a leer, los pobres deben ejercitarse en la agricultura o en
cualquier industria, los ricos deben dedicarse a la música, a la equitación, a los ejercicios
de gimnasia, a la caza y a la filosofía.» [J. Le Floc’hmoan 1965:33]
A partir del siglo V a. C., Atenas ofreció a sus ciudadanos una formación igualitaria
en lo atlético, pero más intelectual y menos militar que la de los espartanos. El
entrenamiento físico orientado sólo a la guerra fue desapareciendo y pasaron a
contemplarse propósitos y finalidades de tipo médico e higiénico que se constituyeron
en parte fundamental de la paideia y de la educación integral del ser humano. Se
atribuyeron al ejercicio físico beneficios espirituales además de corporales. A los siete
años, se iniciaba a los niños en la práctica de la gimnasia bajo la supervisión del
pedotriba en la palestra (instalación anexa al gimnasio, pero más pequeña y modesta) y
de allí, a los dieciocho años, ya efebos, pasaban al gimnasio, donde se ejercitaban
desnudos y acompañados de música.
Además de ser un centro pedagógico para la formación de los ciudadanos de pleno
derecho (del que estaban excluidos los ciudadanos pobres, los esclavos y las mujeres) el
gimnasio era el espacio en el que se practicaban tanto el pugilato como las distintas
modalidades de atletismo (carreras, lucha, salto de longitud, lanzamiento de disco y
jabalina). Los primeros gimnasios construidos en Atenas fueron núcleos muy
importantes de la vida social; contaban con varios edificios y disponían de elegantes
salas cubiertas, galerías, pórticos, columnatas y baños, que tenían como finalidad no
tanto la competición como el cuidado del cuerpo.
El ideal arcaico y aristocrático de la areté perdió peso con el advenimiento del
movimiento sofístico, que orientó el interés del ciudadano hacia el ejercicio político y
opuso la formación del espíritu a la del cuerpo. En Atenas el concepto de la areté dio
paso al nuevo canon de la kalokagathía —de kalos bello y agathós, bueno—, más acorde
con la idiosincrasia de los nuevos ciudadanos acaudalados, basado en los principios de
metron ariston («la mesura es lo mejor») y meden agan («nada en exceso»).
Los atenienses consideraban por aquel entonces que el desarrollo de un cuerpo
armónico conducía tanto a la belleza física como espiritual, metas a las que los
ciudadanos debían consagrar su existencia. La belleza corporal constituía uno de los
medios más prestigiosos tanto para obtener el respeto y la admiración de los demás
como para acceder a una posición elevada. Los hijos destinados a la sucesión en el
mando o a cargos de poder debían poseer un aspecto grato, por lo que los jóvenes
aprovechaban cualquier oportunidad para exhibir sus cuerpos.
A este respecto, Jacob Burckhardt señala en su Historia de la cultura griega que el
nacimiento de una criatura deforme era motivo de temor, «una prueba de la ira de los
dioses, que reclamaban una satisfacción que afectaba a toda la ciudad». [J. Burckhardt
2005: 413] De ahí la prohibición de criar niños enfermos o lisiados y las numerosas
18
matanzas y sacrificios de éstos, especialmente entre los pobres y los esclavos. Así,
mientras que en Esparta el niño que nacía deforme o débil podía ser abandonado a su
suerte en el monte Taigeto, donde le esperaba una muerte segura, en Atenas y otras
poleis, el recién nacido podía ser expuesto en una vasija de barro o en cualquier otro
recipiente, fuera de la ciudad, donde corría el riesgo, si nadie se hacía cargo de él y lo
adoptaba, corría el riesgo de morir de hambre o de ser devorado por las alimañas.
Precisamente sobre el infanticidio, Aristóteles señalaba en su Política: «En cuanto
a la exposición o crianza de los hijos, debe ordenarse que no se creé a ninguno
defectuoso» [Aristóteles 1989:145]. Por su parte, Platón afirmaba en la República que la
ciudad ideal debía de estar integrada por hombres «sanos», dado que la salud era
inseparable de la perfección, y aconsejaba no cuidar a un hombre incapaz de vivir el
tiempo fijado por la naturaleza, ya que ello no puede ser beneficioso ni para él ni a la
polis. De igual modo, Platón niega el derecho de vivir y tener descendencia a los
individuos enfermizos y débiles
Es preciso, según nuestros principios, que las relaciones de los individuos más sobresalientes
de uno u otro sexo sean muy frecuentes, y las de los individuos inferiores muy raras; además,
es preciso criar los hijos de los primeros y no los de los segundos, si se quiere que el rebaño
no degenere [...] llevarán al redil común los hijos de los mejores ciudadanos, y los confiarán a
ayas, que habitarán en un cuartel separado del resto de la ciudad. En cuanto a los hijos de los
súbditos inferiores, lo mismo que respecto de los que nazcan con alguna deformidad, se los
ocultará, pues así es conveniente, en algún sitio secreto que estará prohibido revelar. Es el
medio de conservar en toda su pureza la raza de nuestros guerreros. [Platón 1981:183]
De forma paulatina, los gimnasios, lugares de encuentro de la minoría de
ciudadanos libres, pasaron de ser meras instituciones de instrucción física a constituirse
en centros intelectuales dotados de salas dedicadas a la docencia y bibliotecas, a las que
acudían oradores que impartían nociones de filosofía, retórica o gramática. Muy pronto,
pues, los gimnasios se transformaron en escuelas filosóficas, la Academia de Platón (385
a. C.) y el Liceo (335 a. C.) de Aristóteles. También será en el gimnasio donde surja la
oposición entre gimnasia y competición, trasunto del antagonismo entre filósofos y
sofistas.
El ideal agonal comienza a espiritualizarse: el anterior concepto de una armonía
perfecta entre el cuerpo y el espíritu pierde terreno y la educación física queda relegada
a un segundo plano. Los sofistas defendieron un sistema pedagógico en el que la
educación física no tenía cabida, ya que para ellos era algo despreciable. Así pues, de
forma gradual el atletismo fue perdiendo importancia y aceptación entre la juventud
ateniense, a la vez que la filosofía, la retórica y otras ramas del saber pasaban a ocupar
un lugar preeminente. Si durante el período aristocrático el enfrentamiento agonístico
había constituido ante todo un rito físico, tras la transformación de la polis en democracia,
se torna espiritual, al convertirse la palabra en el arma por excelencia en la lucha política.
Durante el período clásico, toda la vida política y social ateniense estuvo dominada
por el espíritu de desafío o agón, ya que el reconocimiento y prestigio de todo ciudadano se
medían comparándose de forma incesante con los demás. Sin embargo, la competición se
19
desplaza progresivamente al ámbito de la retórica filosófica y política. Junto a los
certámenes atléticos, empiezan a celebrarse concursos teatrales y poético-musicales.
En Atenas se distinguía entre una rivalidad agonística que desarrollase
armoniosamente las potencialidades mutuas y fomentase el cultivo de la excelencia
(areté), y la discordia (eris), que sólo aspira a destruir o sojuzgar al otro. De ahí que en su
teoría del diálogo, Aristóteles distinguiese la dialéctica (el arte de disputar con el fin de
llegar a la verdad) de la erística (el arte de alzarse con la victoria en la discusión a cualquier
precio, sin consideración alguna por la verdad ni por el interlocutor) y de la sofística (el
arte de seducir al interlocutor buscando sólo la eficacia práctica y recurriendo a sofismas
para hacer pasar lo falso por verdadero). Así también, mientras que Sócrates había
postulado el diálogo como búsqueda compartida del mejor camino para acceder a la
felicidad, los sofistas veían en la discusión una mera competición, por lo que su crítica de
los valores de la cultura establecida no iba más allá de la voluntad meramente
instrumental de descubrir los medios de alzarse con el triunfo, y era, por consiguiente,
perfectamente compatible con la aceptación formal de dichos valores.
El auge y la celebridad de los sofistas guarda íntima relación con el establecimiento
del régimen democrático en Atenas en el siglo V a. C., y éstos no fueron ajenos ni a la
creación ni a la difusión del vocablo «democracia», acuñado en el siglo de Pericles. La
democracia acarreó un cambio sustancial en la naturaleza del poder, hasta entonces
reservado a la aristocracia: a partir de ese momento, ya no bastaría con el linaje y la
ostentación de la riqueza para garantizar la preeminencia sobre los rivales. El liderazgo
político pasaba en lo sucesivo por la aceptación de los ciudadanos en la asamblea, donde
las cuestiones de interés general debían zanjarse por medio del enfrentamiento público
entre los oradores.
Los aspirantes a cargos públicos se apresuraron a aprender retórica por exigencias de
la política democrática. Este era precisamente el tipo de formación que ofrecían los
sofistas, que orientaban claramente sus enseñanzas hacia el empleo del pensamiento y las
capacidades personales con fines prácticos, ya que consideraban el lenguaje como arma
apta para impresionar, instrumento de manipulación y eficaz medio de persuasión. La
oratoria, en palabras de Protágoras, «puede hacer más fuerte el argumento más débil».
[Platón 1981: 495]
Los sofistas vagaban de un lugar a otro participando en política y cobrando
honorarios por sus lecciones o discursos y acudían con frecuencia (en tanto
representantes de las ciudades donde residían o por su cuenta) a los festivales
panhelénicos, donde solían obtener éxitos resonantes ante amplios auditorios, lo que
motivó que Sócrates los acusara de ser «una especie de atletas de la competición de
discursos, que se ha apropiado del arte de la erística». [A. Melero 1996: 74]
Platón, en cambio, entendía la gimnasia y la competición como partes de un todo.
En su Timeo, afirma que «lo más parecido a la agilidad mental es la agilidad corporal»
[C. Diem 1966:123], y que quienes se ejercitasen en el arte de la dialéctica y el
pensamiento también debían practicar la gimnasia, para adiestrar tanto el cuerpo como
el alma. Al igual que sostiene que la discusión bien entendida ha de servir para llegar a
la verdad en lugar de servir de mero pretexto para la competición verbal, Platón —
nombre que significa «el de anchas espaldas», pues había destacado como luchador
20
durante su juventud— considera el ejercicio corporal como formación física y moral del
ciudadano, por lo que previene a los jóvenes contra los sofistas, que podían apartarles de
la verdad seduciéndoles con fórmulas brillantes y fáciles.
Si durante el período arcaico las Olimpiadas habían constituido un ritual religioso
y un fin en sí mismo, en la época clásica se aprecian los primeros indicios de
degradación de los Juegos. El carácter sagrado de las celebraciones se va desdibujando
al tiempo que apuntan ya el profesionalismo y el espectáculo. Las prácticas atléticas y
gimnásticas adquirieron una finalidad cada vez más utilitaria y poco a poco dejaron de
ser un modo de honrar a los dioses. La victoria, a su vez, ya no se considerará una
simple muestra del favor divino, premiada de forma simbólica con una corona de olivo;
ahora la gloria del vencedor deberá ir acompañada de premios en metálico. Prueba de la
transformación que se está gestando es que el estadio, espacio clave del ritualismo
agonal, se traslada fuera del recinto sagrado.
Los síntomas de esta crisis, que dará paso a la mercantilización de los festivales
atléticos, apuntan ya durante el siglo IV a. C. A medida que iba creciendo cada vez más el
número de espectadores que acudía a los estadios y aumentaba el número de las
competiciones, la importancia social de éstas se hizo cada vez mayor, y las pruebas
atléticas cruentas, como la lucha, el pugilato y el pancracio, comenzaron a atraer a
contingentes cada vez más numerosos de espectadores en detrimento de las demás
disciplinas atléticas.
El factor fundamental en la degradación de los Juegos, sin embargo, fue el impulso
que la evolución democrática de las ciudades-Estado dio a la profesionalización de los
certámenes atléticos. Tanto la polis como la institución de la esclavitud atravesaban por
aquel entonces una aguda crisis, y muchos ciudadanos, que antes podían dedicarse a la
práctica de la gimnasia y de los ejercicios físicos, tuvieron que dedicarse a otros
menesteres.
De todo ello dejará constancia la proliferación en el siglo IV a. C. de festivales
atléticos en los que, además del laurel, estaban en juego premios tales como pensiones
vitalicias, exenciones de tributos y del servicio militar, así como el derecho a la
manutención vitalicia en el comedor de honor de la ciudad. Los atletas se trasladan de
una competición a otra con el objetivo de ganar premios, con lo que el atletismo se
transforma en profesión, como indica la propia significación del término «atleta»: aquel
que compite por un premio. Un siglo más tarde encontramos muestras de esta
profesionalización en las abundantes zanai, o estatuas de bronce de Zeus, sufragadas
con las multas con las que se sancionaba a los atletas culpables de infracciones
deportivas o de casos de soborno o fraude en las pruebas.
La generalización del atletismo profesional suscitó virulentas críticas de filósofos y
poetas. En la República, Platón critica al hombre que en la vida no conoce nada más que
la práctica de actividades físicas y la competición, en contraste con aquel que aspira a
perfeccionarse: «No es a mi parecer, el cuerpo, por bien constituido que esté, el que por
su propia virtud hace al alma buena; por el contrario, el alma cuando es buena, es la que
da al cuerpo por su propia virtud toda la perfección de que es susceptible.» [Platón
1994:116]
21
La profusión de testimonios críticos contra el atletismo profesional y la
competición es una constante de la literatura griega, cuya amplia variedad de
contenidos abarca desde la ridiculización del régimen de vida de los atletas hasta los
inconvenientes de la actividad física y el entrenamiento intenso, pasando por la
acusación de no buscar en la victoria más que recompensas económicas. La competición
había dejado de ser aquello que para el historiador Heródoto constituía un encuentro de
atletas: «no compiten por dinero, sino por poner a prueba sus cualidades».
Dado que las competiciones atléticas habían perdido todas las virtudes atribuidas a
la actividad físico-agonística, filósofos, médicos y poetas se mostraron unánimes en la
condena de la condición física y moral de los atletas profesionales. Las muestras de
oposición y hostilidad a las competiciones y el atletismo proliferan desde fecha tan
temprana como el siglo VI a. C., en el que Jenófanes ya oponía el sabio al atleta y
denunciaba la importancia y el prestigio que pudiera alcanzar este último en detrimento
del primero: «Aquel que en Olimpia sale vencedor en las carreras, las pruebas de
equitación o el pugilato, ciertamente sería admirado por la gente y se convertiría en
ciudadano ilustre de la ciudad donde nació, pero no sería tan digno como yo. Porque
mejor que la fuerza de los hombres y caballos es nuestro conocimiento.» [D. Vanhove
1992: 40] Su contemporáneo Anacarsis se burlaba de las costumbres de los griegos, a los
que tachaba de hipócritas por dictar leyes contra la violencia mientras coronaban en las
competiciones a los púgiles que golpeaban con mayor dureza y brutalidad. Un siglo más
tarde, el poeta Eurípides criticaba la idea de competición e incluso propuso abolir las
competiciones olímpicas; asimismo, reprochaba a los atletas que fueran «esclavos de
sus estómagos y sirvientes de sus mandíbulas» [D. Vanhove 1992: 72], en alusión al
régimen alimenticio al que se sometían para desarrollar su musculatura. (Los atletas
profesionales habían sustituido la dieta frugal de antaño, consistente en queso fresco,
higos secos y harina de trigo, por una elevada ingesta de proteínas —a menudo
consumían más de cinco kilos de cordero al día— en combinación con un rígido horario
de descanso, ejercicios, purgaciones y privaciones.) Por su parte, el médico Galeno ( II d.
C.) censuraba a los atletas por los excesos que cometían tanto en materia de ejercicio
físico como de alimentación: «se despiertan a la hora en que los demás vuelven del
trabajo, de modo que parecen llevar vida de cerdos, con la diferencia de que los cerdos
no hacen esfuerzos superiores a sus posibilidades» [D. Vanhove 1992: 72].
***
Al igual que entre los griegos, en Roma el origen de las competiciones atléticas
tuvo un carácter sagrado. Sin embargo, entre los romanos éstas se profesionalizaron
relativamente pronto y, a comienzos de la época imperial degeneraron en un
espectáculo que consumó de forma total la decadencia del atletismo griego. Los
romanos contemplaban el ejercicio físico desde la perspectiva de la eficacia militar: se
trataba de formar buenos legionarios, sin consideración alguna por el cultivo del
espíritu o la belleza corporal. La cultura física, al igual que el ideal griego de una
educación integral, pasa a un segundo plano. Si el ciudadano griego, al menos durante
varios siglos, fue partícipe en los Juegos y competía sólo por la gloria, en Roma el
22
ciudadano era un mero espectador, y los participantes solían ser atletas profesionales o
esclavos. En este sentido, cabe afirmar que si Grecia fue la cuna del olimpismo, Roma
fue la de los espectáculos. Así se explica también que en Grecia los estadios y los
gimnasios fueran espacios muy apropiados para la práctica atlética pero con escasa
capacidad para albergar espectadores (no solía haber gradas y los asistentes se sentaban
en la hierba) mientras que en Roma se levantaron circos y anfiteatros con capacidad
para reunir a grandes multitudes.
Pese a que los romanos absorbieron la cultura helénica al conquistar Grecia, no
llegaron a superar en ningún momento el florecimiento cultural alcanzado por los
griegos durante los siglos V y IV a. C., elemento diferenciador que se refleja en casi todas
las facetas de la vida romana. Como ocurría en Grecia, en Roma también existían
gimnasios o termas, pero desprovistos del espíritu formativo que habían tenido entre los
griegos. Los romanos que acudían a las termas venían en busca de ejercicio, placer y
evasión; al primar el hedonismo sobre cualquier otra consideración, entre ellos la
práctica atlética carecía de interés.
La influencia griega llegó a Roma durante el siglo I a. C., por lo que se celebraron
los Juegos Olímpicos durante varios siglos sin interrupción. Éstos se fueron
secularizando hasta perder por completo su anterior religiosidad y adquirir un carácter
hedonista que acabará por dar paso al espectáculo y al panem et circenses.
La transición completa de lo religioso a lo profano daría lugar en poco tiempo a un
espectáculo convertido en instrumento de legitimación político. La historia de Roma nos
muestra la primera utilización expresamente política de los certámenes atléticos. Esto se
explica porque hacia finales de la era republicana y comienzos del Imperio, en Roma se
registró un considerable crecimiento de una plebe urbana desocupada que, aunque
carente de recursos económicos, no estaba privada de derechos políticos. El ciudadano
romano tenía derecho a elegir magistrados y determinados cargos políticos,
circunstancia de la que se valdrían quienes aspiraban a las más altas magistraturas para
reclutar clientela política entre las masas de plebeyos proletarizados.
Así, en el período que transcurre entre Julio César y el emperador Augusto, tanto
la manutención de los ciudadanos indigentes como la organización sistemática de
grandes diversiones a cargo del erario público llegaron a constituir una barrera de
contención ante el descontento social. Con el fin de evitar los frecuentes desórdenes y
algaradas protagonizados por los pobres, se canalizaba su ira ofreciendo de manera
gratuita grandes celebraciones destinadas a obtener el apoyo o el beneplácito de la
levantisca «chusma».
La frecuencia y duración de los espectáculos fue aumentando hasta llegar al Bajo
Imperio, en el que los días de fiesta ocupaban más de la mitad del año. El emperador
Augusto, como su antecesor Julio César, ya percibió en su época el enorme potencial de
estos espectáculos como elemento propagandístico al servicio de su poder; de ahí que
ambos los sufragaran con cuantiosas sumas.
Los primeros ludi circenses (carreras de cuadrigas) se celebraron durante la
República en honor a Júpiter, el Zeus griego, también conocidos como Ludi Magni. Las
carreras de cuadrigas son los ritos atléticos más antiguos. Vinculados a los cultos
agrarios y celebrados en honor a divinidades como Ceres, simbolizaban el curso del sol
23
alrededor de la tierra, y como tales, constituían una representación en miniatura del
movimiento del universo. Las carreras tenían lugar en el Circus Maximus, el más
prestigioso de los circos de Roma, con capacidad para doscientas cincuenta mil
personas. El espectáculo podía llegar a durar un día entero, y buena parte de su
popularidad radicaba en la importancia que adquirieron bajo el reinado de Nerón cuatro
facciones, cada una de ellas representada por un color — Azul, Verde, Blanco o Rojo—
relacionado con los elementos cosmogónicos agua, tierra, aire y fuego.
Los munera, las luchas de gladiadores y fieras, eran el espectáculo más
genuinamente romano. En sus orígenes, el simbolismo ritual de los munera obedecía a
un sacrificio funerario en el que la sangre contribuía a aplacar la ira de los dioses y a
honrar a los difuntos. El espectáculo que contaba con mayor número de adeptos tenía
lugar en el anfiteatro y consistía en enfrentamientos entre esclavos elegidos para este
menester por su fuerza y destreza, entre los que gozaban de especial renombre los
sportulae o los munera sine missione, combates colectivos en los que solía morir la
mayoría de los participantes. Desde el mandato de Augusto esta modalidad fue
sustituida por un espectáculo en el que se condenaba a los delincuentes a defenderse de
las fieras por las que iban a ser devorados, costumbre que se hizo muy popular en el
siglo I d. C., cuando comenzaron a figurar en él los cristianos.
La decadencia del Imperio, las invasiones de los pueblos bárbaros y la
proclamación del cristianismo como religión oficial del Imperio por el emperador
Constantino en el año 312, transformaron profundamente la vida del mundo romano.
Bajo el emperador Teodosio, una serie de leyes y edictos ratificó la liquidación del
paganismo al mismo tiempo que ponía de manifiesto el afán de la Iglesia por borrar
todo vestigio de la Antigüedad pagana. Así, se suprimieron del calendario de fiestas
públicas los festivales paganos y entraron en vigor leyes sobre la observancia dominical,
con lo que en este día sagrado quedaron prohibidos tanto las carreras de cuadrigas y los
combates de gladiadores como cualquier otro tipo de distracción. En el año 393, la
hegemonía del cristianismo se plasmó en la supresión tanto de los Juegos Olímpicos
como del sistema de cálculo del tiempo por Olimpiadas.
La práctica desaparición de los espectáculos de la Antigüedad se debió en gran
parte a la oposición de la Iglesia a todo tipo de entretenimientos. La Iglesia censuró el
hedonismo romano —el otium patricio, la danza, la lucha, las carreras de cuadrigas, los
grandes espectáculos públicos, las termas— y prescribió en su lugar el ejercicio
espiritual. La formación literaria de tipo clásico sobrevivió, pero la cultura física
desapareció o, mejor dicho, quedó reducida a la simple preparación con vistas a la
guerra.
No obstante, en los tiempos en que la Iglesia estuvo prohibida y perseguida, no
hubo por parte de los cristianos un rechazo generalizado ni del ejercicio físico ni de los
festivales públicos. Sirva, por citar un solo ejemplo, el de san Pablo, quien en sus
epístolas gustaba de emplear metáforas de resonancia olímpica y analogías de
inspiración atlética. Para el primer prosélito del cristianismo, la existencia del cristiano
guardaba cierta similitud con una competición atlética. Así, en la Primera epístola a los
corintios, convierte la figura del corredor en símbolo del cristiano: «¿No sabéis que en
las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera
24
que lo consigáis!» [I Corintios 9: 24-25]. Pablo de Tarso se apropia del concepto griego
del agón, que utiliza como metáfora de la carrera y el combate espiritual, y encuentra en
las figuras del corredor y del púgil imágenes que ilustran la vida del perfecto cristiano:
«Los atletas se privan de todo, ¡y eso por una corona corruptible! Nosotros, en cambio,
por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura, y ejerzo el pugilato, no
como dando golpes en el vacío.» [I Corintios 9: 26]
Por lo demás, tanto la palma como la corona de laurel, símbolos de la victoria en
las competiciones atléticas, se hallan presentes en algunas pinturas de las catacumbas
cristianas, en las que están representados aurigas victoriosos que llevan la palma en una
mano y el laurel en la otra. Con el paso del tiempo, las alusiones atléticas se convertirán
en lugar común en los textos del cristianismo primitivo. Así, el término «atleta» se
aplicará por extensión a todos los mártires cristianos que dan testimonio de su fe o a
aquellos cristianos ejemplares que libran un combate ascético contra el pecado y la
tentación de la carne.
El cristianismo primigenio, por prescripción doctrinal, vivía de espaldas al cuerpo
y a cualquiera de sus manifestaciones, incluida la cultura física. El cuerpo, despreciado y
descuidado, era un despojo que no merecía atención alguna, y que subsistía sólo para
alojar la exaltación mística del alma. La espiritualidad cristiana separaba la mente del
cuerpo, en el que veía un estorbo y una fuente de tentación a eliminar: de ahí que fuera
temido y odiado por los adeptos a la fe de Cristo, que harán de la mortificación de la
carne uno de sus principales objetivos. «Castigo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre»
[I Corintios 9:27], será la máxima de san Pablo. De acuerdo con la doctrina cristiana,
embellecer el cuerpo era arriesgarse a perder el alma, y divertirse con juegos, robar
tiempo a la oración. Incluso el baño podía excitar la lujuria, por lo que bajo el
cristianismo desaparecieron las termas y la afición por los baños. Todo aquello que
guardase relación con el esparcimiento y el placer carnal era encarnación del pecado y
de Satanás.
Tras la caída del Imperio comienza un período en el que, al desaparecer las
concentraciones de población de las grandes ciudades, los grandes espectáculos se
extinguen casi por completo. En el Imperio de Bizancio, sucesor del de Roma, sólo
subsistirán las carreras de cuadrigas.
En Bizancio se imitó la costumbre romana de identificar a las cuadrigas rivales por
el color de su indumentaria. Sin embargo, a diferencia de Roma, allí las facciones roja y
blanca representaban a los habitantes más acomodados, mientras que las facciones
rivales azul y verde agrupaban a sectores del demos favorables u hostiles al poder
estatal, susceptibles, además, cuando las circunstancias lo requerían, de organizarse en
milicias. Estas dos facciones, que cobraron gran protagonismo en la vida política de la
ciudad, reflejaban antagonismos sociopolíticos que iban mucho más allá de lo que
sucedía en la arena, y ocasionaron frecuentes revueltas callejeras.
El hipódromo de Bizancio se convirtió así en algo muy distinto a una simple pista
de carreras. En el año 532, bajo el reinado del emperador Justiniano, tuvo lugar en
Constantinopla la insurrección Nika («victoria»), cuando tras una serie de
enfrentamientos entre los Verdes y los Azules, ambas facciones se aliaron para exigir la
liberación de los prisioneros, el control de los tribunales, la supresión de deudas y la
25
confiscación de bienes. Durante una semana, Verdes y Azules tuvieron la ciudad en sus
manos y poco les faltó para derrocar al emperador. Finalmente, la insurrección fue
aplastada por los generales Belisario y Mundus, que irrumpieron por sorpresa en el
hipódromo y pasaron a cuchillo a las más de treinta mil personas allí congregadas. Tras
los hechos y ante el peligro social en que se había convertido la institución del
hipódromo, el emperador Justiniano prohibió las carreras de cuadrigas.
Tras la supresión de las carreras, el resto de los grandes espectáculos, ya
prohibidos por los últimos emperadores y los primeros Concilios de la Iglesia cristiana,
no tardaría en desaparecer con la llegada de las primeras invasiones de los pueblos
bárbaros.
Entre éstos era costumbre la caza, que al paso de sus invasiones se difundiría por
toda Europa. El hecho de que el halcón y la espada eran dos de los instrumentos más
preciados y comunes tanto en la paz como en la guerra, muestra la importancia que ésta
tenía para ellos. De la caza de fieras se pasó a la de aves, ya existente entre los pueblos
orientales sometidos por los romanos, que la dieron a conocer en Occidente. Este sería
el comienzo de la división del arte cinegético en caza mayor y menor (montería y
cetrería), monopolizada por la nobleza europea durante siglos.
En la Edad Media, la caza estaba restringida a los poderosos por una legislación
que reservaba en exclusiva el derecho a la caza en los montes a la nobleza. La caza se
convirtió en el pasatiempo favorito de la nobleza feudal, para la que no sólo constituía
una forma de distracción, sino que además le permitía adiestrarse para la guerra. Las
grandes cacerías reales constituían auténticas operaciones militares, y con frecuencia
servían de pretexto a expediciones de castigo o incursiones que tenían por objetivo
intimidar y atemorizar a los campesinos, así como prevenir posibles levantamientos. A
finales de la Edad Media, las cacerías decaerían progresivamente, debido por una parte
a la extensión de los cultivos en los montes y la consiguiente desaparición tanto de los
bosques como de las fieras, y por otra, a la aparición de las armas de fuego, que dejó
obsoletas armas tradicionales como el arco o la ballesta.
Los torneos —término que sigue vigente hoy en día para designar una competición
deportiva— comenzaron a disputarse a mediados del siglo XI en Francia y se extendieron
después al resto de Europa. Constituían una demostración de la destreza física y
habilidad de los guerreros, en la que éstos hacían gala de las cualidades que ponían al
servicio de su señor, de su gloria personal, del amor de una dama o de la fe. Además, el
torneo servía de entrenamiento o preparación militar y permitía probar nuevas
estrategias y mejorar técnicas de combate, al tiempo que proporcionaba a los caballeros
un grato pasatiempo durante las largas temporadas en las que no estaban
desempeñando la única actividad para la que habían sido formados: la guerra.
Los torneos, celebrados con frecuencia, podían prolongarse durante semanas. Se
trataba de verdaderas competiciones deportivas desarrolladas entre vastas extensiones
de bosques, campos, villas y aldeas que servían de campamento para cada bando. En
esta atmósfera de combate colectivo, de enfrentamiento tumultuoso o mêlée, y al igual
que en la guerra real, se oponían dos ejércitos y se sucedían distintas fases: asedios,
asaltos, huidas fingidas, emboscadas y ataques. A diferencia de lo que sucedería
posteriormente en la justa, al no haber ni espectadores ni jueces, en la mêlée eran los
26
propios participantes los que designaban al bando ganador. El objetivo perseguido no
era dar muerte a los caballeros rivales, sino vencerles y hacer prisioneros por los que
exigir rescate, así como obtener botín en forma de armas y caballos. Con todo, la mêlée
degeneraba con frecuencia en carnicería, lo que dio lugar a que los torneos fuesen
anatematizados y prohibidos por la Iglesia en varias ocasiones. También los reyes de
Francia e Inglaterra promulgaron edictos con el mismo objetivo, aunque sin éxito.
A comienzos del siglo XIII las grandes batallas campales que representaban los
torneos colectivos van declinando de forma paulatina en beneficio de la justa o duelo
entre dos caballeros, un torneo individual más elegante y ceremonioso, estrechamente
ligado a la literatura romance y a la práctica del amor cortés.
En contraste con el torneo, la justa estaba sujeta a minuciosas convenciones y
códigos que reglamentaban tanto las armas a utilizar como las formas lícitas de golpear
con ellas. El combate se disputaba en un recinto cercado en el que ya no se daba muerte
al vencido, y en el que los caballeros se disputaban los favores de una dama a través
proezas destinadas a demostrar su valor. Es el comienzo de la galantería —que se
extendería a otros juegos y perduraría con ellos hasta su desaparición— que, asociada al
placer guerrero, terminó por ser el objeto fundamental de las justas, hasta tal punto de
que en muchas ocasiones éstas fueron patrocinadas por las damas, que a menudo
otorgaban y entregaban los premios.
En la Baja Edad Media fueron muy habituales en los reinos españoles y
portugueses los juegos de cañas, al estilo de los árabes. Al igual que los torneos, eran
combates fingidos entre caballeros armados que trataban de mostrar su destreza y
habilidad tanto en la equitación como en el manejo de las armas. Los contendientes
peleaban agrupados en cuadrillas de jinetes, asaeteándose unos a otros con lanzas de
caña que había que esquivar o parar con la ayuda de la adarga o del escudo. En
ocasiones, el encuentro enfrentaba a dos adversarios; otras en cambio, se embestían las
cuadrillas. Ligada a esta variante del torneo, existía también en los reinos españoles la
antiquísima costumbre de «correr» los toros, acosados por jinetes a caballo con picas,
lanzas, dardos o espadas, como atestiguan la Crónica General y las Partidas del rey
Alfonso X el Sabio.
El declive del torneo se hizo inevitable por la decisiva repercusión que tuvo en la
concepción estratégica de la guerra la nueva infantería —portadora de picas y arcos de
largo alcance— frente a una caballería obsoleta y, sobre todo, la aparición y el empleo de
la artillería de pólvora y las armas de fuego. En efecto, según afirma el historiador Jean
Le Floc’hmoan, a fines del siglo XV el torneo era «el testigo rezagado de una época que
muere». [J. Le Floc’hmoan 1965: 76]
Si en la Europa medieval los torneos fueron la forma de esparcimiento propia de
los señores, los habitantes del campo se solazaban con diversos juegos y pasatiempos,
durante las fiestas intercaladas en el ciclo anual de las labores agrícolas. Se trataba de
rituales tradicionales que contribuían, además, a estrechar lazos mutuos e intensificar el
sentimiento comunitario. Así como los santos patronos variaban entre distintas
parroquias, los juegos también eran diferentes entre un pueblo y otro. Se practicaban
multitud de juegos, entre ellos los de pelota, los lanzamientos de martillo, piedra y pica,
y también el corte de troncos. En las ciudades eran los gremios los que organizaban los
27
juegos; se celebraban, entre otros, concursos de tiro de ballesta y arco, así como
certámenes de lucha, saltos o carreras1.
Los documentos ingleses medievales reflejan gran número de prohibiciones de
juegos populares, especialmente del «fútbol», que tenían como motivo fundamental
evitar que el pueblo dejase de lado sus labores y consagrase su tiempo de ocio a
actividades más «provechosas». Una de las primeras proscripciones se produjo en 1314,
bajo el reinado de Eduardo II. Dicho monarca se vio obligado a prohibir este juego bajo
pena de cárcel debido «al gran ruido que provocan en la ciudad las correrías detrás de
grandes pelotas que se hacían por las calles o en campos privados, con una furia que
Dios condena». [J. Le Floc’hmoan 1965: 64]
Durante la Guerra de los Cien Años, el balompié tampoco gozó del favor de la
corte. Una orden real de 1365, del rey Eduardo III, —que al parecer no obtuvo
resultados apreciables— intentó encauzar y desviar estos «bárbaros» juegos populares
hacia cívicos ejercicios militares, en particular el tiro con arco, ya que los arqueros
constituían entonces la espina dorsal del ejército inglés:
A los Sheriffs de Londres. Considerando que nuestro pueblo practicaba hasta ahora por
placer el tiro con arco, por lo cual sabe todo el mundo que ahora obtenemos grandes honores
y ventajas por lo que se refiere a la guerra con la ayuda de Dios, y que ahora este arte ha sido
abandonado y los jóvenes se divierten tirando piedras, jugando a los bolos y al balompié,
disfrutan con la lucha y las peleas de gallos, y aun otros se dedican a otros juegos
deshonrosos no menos inútiles ni menos malsanos; por todo lo cual el reino estará
desprovisto de arqueros dentro de poco tiempo, cosa que Dios no quiera [...] Nos, que
deseamos aplicar un remedio conveniente, ordenamos que hagáis proclamar en las plazas,
que en la ciudad todos los hombres sanos de cuerpo, cuando dispongan de tiempo de ocio los
días de fiesta, deberán coger arcos, flechas o jabalinas y entrenarse a tirar. [...] Prohibimos en
nuestro nombre, bajo pena de encarcelamiento, tirar piedras, troncos y herrones, jugar a los
bolos, a la pelota con palas, a pelota mano, balompié, o a cualquier otro juego estúpido como
éstos que no son de ninguna utilidad, como tampoco mezclarse a estos juegos, bajo pena de
prisión. [J. Le Floc’hmoan 1965: 64]
También en Francia se decretaron prohibiciones igualmente infructuosas contra
los juegos. En abril de 1369, Carlos V de Francia, a raíz de los desastres militares de su
antecesor Felipe VI de Valois, proclamó un edicto por el que prohibía todos los juegos de
dados, de mesa, el jeu de paume y los bolos, a fin de que, en interés de la seguridad y
defensa del reino, todo el mundo se ejercitase en el tiro con arco o ballesta. Al igual que
sucedía en Inglaterra, a pesar de las prohibiciones, en Francia se jugaba a la soule, juego
de pelota de los campesinos de Picardía, Normandía y Bretaña, en el que dos grupos
formados por un número indeterminado de jugadores —a veces cientos y con frecuencia
de dos pueblos distintos— se disputaban un balón de cuero durante el Martes de
Carnaval, el Jueves Lardero o el día de Navidad.
Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León, encargó durante su reinado (1252-1284) la redacción del Libro
del ajedrez, dados y tablas, tratado de juegos traducido del árabe en el que se describen las distintas
formas de esparcimiento de sus contemporáneos: cabalgar, bordar, tirar con ballesta o arco, luchar,
ejercitarse con la espada, correr, saltar, tirar piedras o dardos y ferir la pellota. Menciona además juegos
que no precisan de destreza física alguna, como el ajedrez, los dados y las tablas, apropiados para todo
tiempo y para aquellas personas que no pueden practicar los anteriores.
1
28
La soule no tenía límites ni reglas, ni tampoco horarios o espacios delimitados; el
jaleo y las grescas eran una constante. Para ganar era menester llevar la pelota campo a
través, con un bastón o con el pie, a un punto acordado de antemano y que en muchas
ocasiones distaba varios kilómetros de donde había comenzado el juego. Otras veces
había que llevar la pelota, aguantando golpes y empujones, desde el exterior de la
muralla del pueblo a la plaza del mercado. Este juego, también conocido como choule,
siguió disputándose a pesar de las prohibiciones de los reyes Felipe V y Carlos V. La
soule levantaba pasiones no sólo entre el pueblo llano, sino también entre el clero. Es el
caso del monasterio de Auxerre, donde se disputaban torneos solemnizados con cantos
gregorianos; al término de una procesión solemne, el abad entregaba el balón a los
frailes, que donaba los balones al ingresar en la orden. El ceremonial y las normas de
juego estaban recogidos en una Ordinatio de Piila facienda de 1396.
Al parecer, el frontón o jeu de paume comenzó a practicarse en el siglo IX en los
territorios hispanos habitados por los árabes. Desde allí se extendió al resto de reinos
cristianos de Europa, pero fue en Francia donde recibió este nombre y alcanzó gran
difusión. En España este juego aparece mencionado tanto en las Cantigas como en el
código de Las siete Partidas (1265), ambas obras de Alfonso X el Sabio. En el siglo XII,
ya se practicaba en los monasterios y escuelas episcopales de Francia, de donde pasó
entre los siglos XII y XV, a los castillos y a las ciudades.
El paume era un juego de pelota urbano derivado de la soule; cualquier lugar de la
ciudad era apropiado para practicarlo. Una línea trazada en el suelo separaba a los
adversarios; unos intentaban, desde su campo, hacer llegar la pelota a un lugar
determinado mientras los otros trataban de volver a golpearla con la palma de la mano.
En París, la popularidad de este juego llegó a ser tal que por una orden de 1397, bajo
pena de multa o prisión, sólo se autorizaba a jugar a los trabajadores los domingos. Y
como los agremiados —tejedores, albañiles, carpinteros— quisieron obtener una
limitación de su horario de trabajo, se ordenó «que los hombres de dichos oficios vayan
a trabajar desde que el sol se levanta hasta que se pone». [J. Le Floc’hmoan 1965: 66]
A finales del siglo XV el jeu de paume pasó a ser el juego de la burguesía urbana y a
disputarse sólo en espacios cerrados divididos por una red, en el interior de los cuales,
se hacía rebotar la pelota sobre las paredes. Y en lugar de enfrentarse dos grupos entre
sí, ahora lo hará un jugador contra otro. El jeu de paume alcanzaría su máximo apogeo
en el siglo XVI, aunque desde mediados de ese siglo se suceden las prohibiciones de
forma ininterrumpida. En 1551, un decreto del Parlamento de París prohíbe construir
nuevas salas de juego en la ciudad y sus alrededores (se pasó de doscientas cincuenta
salas en el año 1500 a ciento catorce en 1657). Con todo, un viajero inglés que visitaba
Francia en aquella época, afirmaba haber visto en este país «más jugadores de pelota
que borrachos en Inglaterra» [C. Diem 1966: 399]. En este último país, el jeu de paume
acabaría por transformarse en el tenis y convertirse en deporte internacional, mientras
que la pelota vasca, debido a una innumerable variedad de formas locales de juego que
29
se plasmaron en unos reglamentos imprecisos y alambicados, quedó circunscrita a su
tradicional ámbito regional2.
El escritor Richard Carew, en The Survey of Cornwall (1602), cuenta que en
Inglaterra existían juegos similares a la soule (el hurling over country y el hurling at
goales) que se disputaban entre dos equipos de quince, veinte o treinta jugadores y en
un terreno de aproximadamente cien metros de largo. Se trataba de hacer pasar la
pelota entre dos haces de leña separados por tres o cuatro metros de distancia. Como
otros juegos, formó parte durante varios siglos de un ritual religioso tradicional ligado a
todo el ciclo de fiestas patronales, además de constituir un medio de dirimir disputas
locales y agravios personales. Norbert Elias y Eric Dunning nos relatan, en Deporte y
ocio en el proceso de civilización, la anécdota siguiente:
En el año 1579, un grupo de estudiantes de Cambridge fue, como era costumbre, a la aldea de
Chesterton a jugar al foteball. Fueron, se nos dice, pacíficamente desarmados, pero los
habitantes de Chesterton habían escondido en secreto unos palos en el porche de su iglesia.
Una vez iniciado el partido, buscaron camorra metiéndose con los estudiantes, sacaron los
palos, se los rompieron en la cabeza y les propinaron tal paliza que los estudiantes hubieron
de atravesar el río para poder huir. Algunos de ellos pidieron al alguacil de Chesterton que
mantuviese la «paz de la Reina», pero él formaba parte del grupo que jugaba contra ellos y,
de hecho, acusó a los estudiantes de haber sido los primeros en romper la paz. [N. Elias, E.
Dunning 1993:221]
Los juegos tradicionales se regían por normas no escritas, escasas y poco estrictas,
que en muchas ocasiones no se respetaban, porque al margen de los propios jugadores
no existía ninguna institución que las impusiese. En el caso del fútbol, por ejemplo,
cuando un jugador estaba en posesión del balón, las «normas» estipulaban que los
contrincantes sólo podían atacarle de uno en uno y que no podían agarrarlo por encima
de la cintura; no obstante, si alguien las infringía y resultaba dañado o herido, tanto
caballeros como campesinos seguían la tradición local, divirtiéndose, haciendo caso
omiso de las prohibiciones y burlándose de ellas. En tales encuentros no estaba excluida
la participación de niños, mujeres, ancianos ni espectadores, ni que los jugadores
cambiasen de bando a su capricho. El terreno de juego carecía de límites precisos, no
había árbitros ni tiempo de descanso y los encuentros no tenían una duración
determinada, por lo que a menudo podían prolongarse durante toda una jornada. Al
final del partido, lo que mayor satisfacción proporcionaba a los participantes no era la
obtención de la victoria, el premio o una posible ganancia, sino la diversión y el placer
que suscitaba el propio juego, habitualmente asociado a la taberna, la fiesta y la calle.
Otro ejemplo de este tipo de juegos era el knappan, especie de precursor del rugby al
que se jugaba en Gales, descrito de esta guisa por sir George Owen en 1603:
Tampoco puede nadie mirar este juego sino que todos deben ser actores, ya que así lo dicta la
costumbre y cortesía del juego, y si uno llega con el solo propósito de ver el juego, [...] por
estar en medio del grupo es convertido en jugador, dándole un bastonazo o dos si va a
La soule también quedó confinada poco a poco a espacios cada vez más reducidos (plazas, campos,
prados o cercados) hasta que el Parlamento de la Primera República francesa la prohibió definitivamente
en 1791.
2
30
caballo, o tirándole media docena de trompazos si va a pie, toda esta cortesía puede recibir
un extranjero aunque él no espere recibir nada de ellos. [N. Elias, E. Dunning 1993: 276]
***
El Renacimiento recuperó el ideal de armonía entre lo físico y lo espiritual, así
como el gusto por las proezas atléticas, que adquirieron, sin embargo, un carácter más
lúdico y menos guerrero. La pasión que despertó la cultura clásica griega ejerció una
influencia enorme sobre el canon ideal del ser humano. Muchas de las obras artísticas
de la época representan cuerpos desnudos, y los santos y Cristos renacentistas
presentan una fisonomía marcadamente atlética. Fue en Italia donde cristalizó esta
nueva visión del mundo, merced al desarrollo de ciudades abiertas en las que los nuevos
burgueses se enriquecían gracias al comercio.
Al redescubrir el músculo y rendir homenaje a la belleza física, los humanistas
fueron los primeros teóricos de la educación física. Sin embargo, pese a lo mucho que
admiraban la perfección física plasmada en la escultura griega, los humanistas no
divulgaron la idea del ejercicio como medio de alcanzar esa belleza corporal y
despreciaron, por lo demás, la rudeza de los torneos, las justas y los festivales al aire
libre del Medioevo. En adelante, los torneos dejaron de ser actividades exclusivas del
estamento nobiliario para pasar a formar parte de la pompa general de las nuevas
monarquías. El ocaso de los torneos y la aparición de las armas de fuego, que hizo
obsoletas las armaduras, contribuyeron paradójicamente al nacimiento de la esgrima y a
la difusión de los duelos. El arte de la esgrima alcanzó tal grado de desarrollo y
perfeccionamiento en las ciudades italianas que se requería a sus maestros para
impartir lecciones a los nobles de la mayoría de las cortes europeas.
El gioco del calcio, practicado en el norte de Italia por la nobleza, nació en 1530 en
Florencia. Era una variedad del harpastum, juego de pelota practicado en la época
romana como forma de entrenamiento militar. Cada equipo estaba integrado por
veintisiete jugadores, y la pelota tenía que empujarse con los pies o los puños hasta una
cerca situada en el campo contrario. A diferencia de lo que sucedía en juegos rurales
como la soule o el balompié inglés, las brutalidades eran sancionadas por diez árbitros
que vigilaban desde lo alto de un estrado, asistidos por hombres armados con picas,
dispuestos a intervenir en el caso de que alguno de los contendientes o algún espectador
intentasen alborotar. No todo el mundo podía jugar al calcio: «sólo estaba permitido a
los soldados honorables, a los nobles y a los príncipes» [M. Bouet 1968: 280]. La
preponderancia de los aristócratas y burgueses en este juego reflejaba las luchas
intestinas de las distintas facciones por el gobierno de la ciudad. No en vano, de acuerdo
con algunas fuentes, Maquiavelo era igual de conocido como taimado conspirador que
como hábil jugador de calcio. Más adelante, desde mediados del siglo XVII, el juego pasó
a disputarlo sólo la burguesía, por lo que perdió su carácter cortesano.
En este período proliferan los tratados en torno al cuidado del cuerpo y el arte del
buen envejecer. En consonancia con este ideal humanista, el médico italiano Mercurialis
propuso una formación plena que contribuyese a la creación de un hombre armonioso y
equilibrado. Como otros humanistas, desde el principio empleó el término gimnástica
31
en el mismo sentido que los griegos, es decir, como conjunto de ejercicios físicos que
tenían como finalidad principal el mantenimiento de la salud corporal. En 1569 publica
De Arte Gimnastica, el primer manual de educación física, en el que se rescatan muchos
de los ejercicios gimnásticos practicados en la antigua Grecia. Mercurialis consideraba a
la gimnástica como una rama de la medicina, y reiteró la crítica al atletismo profesional
que antes hicieran Platón, Hipócrates o Galeno, por considerar que los hábitos de los
atletas eran peligrosos y podían llegar a ser nocivos para la salud.
François Rabelais (1494-1553) y Michel de Montaigne (1533-1592) también
mostraron gran interés por el papel del ejercicio físico en la educación y formación de
los jóvenes nobles. En la novela satírica del primero, Gargantúa (1535), el protagonista
del mismo nombre domina todas las manifestaciones gimnásticas de su tiempo, además
de la esgrima, la hípica y todos los juegos de pelota conocidos.
La obra de Rabelais ejerció una gran influencia sobre Montaigne, y a través de éste,
sobre Locke y Rousseau. En sus Ensayos (1580), Montaigne se declara partidario de
fortalecer el cuerpo para cuidar del alma; como Platón, subraya que la educación física
no sólo endurece el organismo, que se hace más resistente al dolor, sino también el
alma. En el capítulo titulado «De la educación de los niños», además de oponerse a
encerrar a éstos en colegios y someterles a castigos crueles, preconiza una educación que
preste gran atención al cuerpo y en la que «los mismos juegos y los ejercicios sean buena
parte del estudio». Montaigne alabó los juegos olímpicos antiguos y opinaba que el
objetivo del ejercicio era lograr la gracia exterior del cuerpo y una presencia amable.
Tras la Reforma, católicos y protestantes reconsideraron la forma de entender el
cuerpo imperante hasta entonces. Los principales representantes del humanismo
cristiano, como Erasmo de Rotterdam (1466-1536) y el español Luis Vives, fueron
firmes defensores del ejercicio corporal, y partidarios del uso del latín durante los
juegos, costumbre que se convirtió en moda de la época.
Para los protestantes, a diferencia de lo que hasta entonces había sido el caso entre
los católicos, el cuerpo ya no será tan despreciable. Lejos de ser una ciénaga de
perdición, podía, por el contrario, convertirse en fuente de plenitud. El principal artífice
de la Reforma protestante, Martín Lutero (1483-1546), escribió en sus Conversaciones
de sobremesa que «las gentes deben hacer algo para evitar caer en vicios como beber,
jugar, comer en demasía o cometer actos impuros. Por eso son de alabar ejercicios como
la música y el juego entre caballeros, consistente en esgrima y lucha. La primera aleja las
penas del corazón y los pensamientos melancólicos. El segundo mantiene la salud
corporal.» [C. Diem 1966: 462] También el reformador suizo Zuinglio (1484-1531),
coetáneo de Lutero, fue un ferviente defensor de la educación física tanto desde el
púlpito como desde la cátedra. El teólogo suizo trazó un programa de ejercicios entre los
que figuraban las carreras, los saltos, el lanzamiento de piedras, la esgrima y la lucha.
Ello no impidió a su compatriota Calvino (1509-1564), una vez consolidado su poder en
Ginebra, instaurar un régimen de férrea vigilancia moral, bajo el cual se prohibieron los
bailes y «malas costumbres» como los juegos de naipes, las apuestas, la bebida y la
lectura de novelas. Unos años más tarde, el sínodo calvinista de Nîmes, celebrado en
1572, llegó incluso a prohibir las piezas teatrales de temática bíblica, so pretexto de que
la Biblia no había sido legada a los fieles para servirles de pasatiempo.
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A finales del siglo XV, los nobles abandonan de forma gradual su autonomía y sus
posesiones en el campo para vincularse paulatinamente a una corte semiurbana
dependiente de los reyes o de los príncipes. El rudo guerrero medieval se convierte en
noble cortesano, lo que le obliga a mudar sus ariscas costumbres y moderar su
comportamiento. La civilización de la conducta de este estamento social se expresará en
una represión y privatización de los sentimientos, en una rigidez formal en la manera de
desenvolverse y en un alto grado de refinamiento en sus hábitos y diversiones.
Este proceso contribuyó aún más a distanciar al estamento nobiliario de las
costumbres populares. Hasta el siglo XV, el señor medieval había vivido entre sus
vasallos, acostumbrado tanto a verlos trabajar en sus dominios como a divertirse junto a
ellos; la sociedad no le obligaba a reprimir sus instintos guerreros, ni a someterse a
convenciones sociales que censuraran las costumbres de los campesinos o la plebe
urbana; sus nobles sentimientos quedaban satisfechos con saberse superior a sus
siervos, toscos y groseros. En esta época, la nobleza —y sobre todo el clero, gran parte
del cual sabía leer y escribir— participaba de una cultura «oficial» minoritaria de la que
estaba excluida el resto de la sociedad. No obstante, ésta tenía escasa influencia fuera de
su reducido círculo social, por lo que nobles y religiosos participaban en la mayoritaria
cultura popular, en sus diversiones y bailes, sobre todo el carnaval, fiesta que
congregaba a toda la sociedad.
Sin embargo, a partir del siglo XVI, la Iglesia, la nobleza y la burguesía fueron
distanciándose poco a poco de la cultura popular, y se sirvieron de las festividades para
alzar una sólida barrera entre ellas y el «vulgo». Los juegos y diversiones del pueblo
llano ocuparán el espacio público, mientras las fiestas y pasatiempos de los poderosos se
privatizan cada vez más y se celebran en los salones y jardines de los palacios señoriales.
En los pisos superiores de las casas burguesas se abrieron balcones para que los
propietarios pudiesen contemplar desde arriba los festejos de los de abajo. Un noble no
podía jugar junto a un plebeyo sin poner en entredicho su dignidad y su prestigio.
Tampoco estaba bien visto que el clero tomara parte en los juegos del pueblo llano. Sin
embargo, hasta el ocaso de la Edad Media los curas habían participado en todo tipo de
juegos populares, en especial los de pelota, y los obispos autorizaban estos encuentros
por Pascua o Navidades. En 1532, un obispo de París prohibió «jugar al billar, a la pelota
o a cualquier otro juego público a los eclesiásticos con laicos y aparecer jamás en camisa
y calzones con ese efecto, les prohibimos incluso ver jugar a otros». [G. Vigarello, A.
Corbin, J. J. Courtine 2006:269]
La retirada del clero obedece a la Reforma protestante de un lado y a la
Contrarreforma católica del otro. Si hasta el año 1500 la mayoría del clero bajo llevaba
una existencia muy próxima en todos los sentidos a la de sus parroquianos pobres, a la
alta jerarquía comienza a preocuparle esta estrecha convivencia y procede a reformar el
clero secular: los católicos serán instruidos en los seminarios y los protestantes en las
universidades. Durante la Contrarreforma, especialmente tras el Concilio de Trento, la
Iglesia se afanó en imponer una cultura y una conducta «ortodoxas» frente a las
manifestaciones de la cultura popular. Los decretos de Trento formaban parte de un
ambicioso proyecto de recatolización de Europa, en cuyo marco se somete al clero a un
férreo control en lo que a costumbres se refiere, prohibiéndosele, entre otras cosas,
33
asistir a representaciones teatrales y corridas de toros, y llegándose incluso al extremo
de amonestar y denunciar a los curas demasiado apasionados por los juegos y las
diversiones del pueblo. Algunos años antes, el prelado francés san Francisco de Sales,
escandalizado por el interés y pasión que despertaba el jeu de paume, observaba en la
Introducción a la vida devota (1609): «por honesta que sea una recreación, dedicarse a
ella con todo el corazón y el afecto de uno es un vicio» [B. Jeu 1988: 70]. Una curiosa
excepción a esta actitud generalizada de la Iglesia fue la de san Ignacio de Loyola,
fundador de la Orden de los jesuitas, cuyos miembros se consagran al regimini
militantis ecclesia, y que tiene la obligación de mantener la salud mediante la práctica
de ejercicios físicos, ya que «una onza de santidad acompañada de una salud
extraordinariamente buena hace más por la salvación del alma que una santidad
extraordinaria con una onza de salud» [C. Diem 1966:386]. En la Orden era obligada la
práctica diaria, según la Regla 49: «todos los escolásticos, mientras no haya lugar a
excepción según juicio del rector, deben dedicar un cuarto de hora antes de la comida o
la cena» [C. Diem 1966:386]. San Ignacio llevó al extremo la Regla 47, en la que se dice
que «los ejercicios físicos son de provecho al cuerpo en la misma medida, y adecuados
para todos» [C. Diem 1966:386] cuando, en el transcurso de sus viajes misioneros, llevó
a cabo numerosas conquistas espirituales y conversiones valiéndose del hechizo de las
apuestas, del dominó, del ajedrez y del billar.
Hacia finales del siglo XVI, protestantes y católicos desplegaron en todo el
continente europeo una febril actividad evangelizadora, si bien ninguna de las dos
confesiones actuó al margen de los poderes seculares. La monarquía absolutista resultó
ser un interesado socio colaborador a la hora de secundar una corriente de reforma que
se disponía a moralizar y disciplinar al grueso de la sociedad.
El objetivo de esta ofensiva no era otro que reformar las costumbres populares y
reforzar así las instituciones civiles. Esta intervención sistemática del clero, tendente a
erradicar las prácticas más arraigadas de las clases populares, fue encabezada en un
principio por los reformadores protestantes, que se oponían a ultranza a la celebración
de determinadas fiestas del santoral, calificadas de «reliquias papistas». De ahí que
abogaran por la abolición no sólo de las festividades religiosas más señaladas, sino de
las fiestas como tales, y que criticasen casi todos los aspectos de la cultura popular: los
encierros de toros, las luchas de perros y osos, los juegos de naipes y dados, los
concursos de tiro al arco, la lucha, el fútbol, los bailes y las tabernas. A juicio de los
reformadores, estos entretenimientos no hacían sino ofrecer ocasiones propicias para el
pecado y las algaradas violentas. No es de extrañar, pues, que muchos de los ataques de
los reformadores apuntasen a la fiesta del carnaval. Así, por ejemplo, Lutero solicitó la
erradicación de las celebraciones carnavalescas después de que los campesinos rebeldes
alemanes se sublevaran un Martes de Carnaval de 1524.
En aquel entonces, las máscaras, los disfraces y el desorden propio de las fiestas
tradicionales servía para disimular y vertebrar la organización de levantamientos y
rebeliones. De ahí que, por ejemplo, durante la revuelta contra los impuestos que estalló
en Francia en 1548, las milicias de campesinos rebeldes se reclutaran entre quienes
organizaban las procesiones de las fiestas de guardar o en las cofradías encargadas de
los festivales. Tampoco era casual que en esa misma época, durante las festividades
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anuales, el pueblo llano eligiera como «rey del carnaval» o «señor del desgobierno» a
los cabecillas de la rebelión, ni que a partir de 1560 el carnaval fuera atacado y
periódicamente reprimido so pretexto de que «incitaba a la violencia el desenfreno y la
lascivia». No faltan testimonios de la época que relatan asaltos y tomas de ciudades
aprovechando la celebración del carnaval, como sucedió en la ciudad italiana de Udine,
en 1511, donde sirvió de pretexto para organizar una revuelta que acabó con el saqueo de
más de veinte palacios y la muerte de cincuenta nobles y sus criados.
Los reformadores católicos, si bien criticaron la profanación de las festividades
religiosas con actividades mundanas (por lo que prohibieron la costumbre de bailar, las
parodias del ritual religioso y otras formas de diversión en el interior de las iglesias o en
los camposantos), se mostraron menos intransigentes que los protestantes ante las
tradiciones festivas de la cultura popular. La Iglesia, consciente de que no convenía
prohibir las festividades y celebraciones de los pobres en un tiempo en el que los
movimientos heréticos se extendían como un reguero de pólvora por todo el continente,
prefirió encauzar y purificar las fiestas en lugar de abolirlas, purgando las iglesias de
conductas «rebeldes y extáticas», y tolerando (aunque con considerable malestar) las
festividades y otras diversiones fuera de los templos. Así, desde mediados del siglo XVI se
instauró en la Europa católica una política de supervisión de las fiestas del pueblo llano,
acompañada por un aumento del número de (así como la proliferación de reliquias,
oraciones especiales y otros símbolos cristianos) desfiles solemnes de cortejos que
alegorizaban los dogmas del catolicismo. La iniciativa popular fue perdiéndose y la fiesta
evolucionó desde la participación comunitaria medieval al ceremonialismo propio del
espectáculo barroco.
Entretanto, en la corte, que se ha vuelto galante, el tiempo transcurre entre fiestas,
danzas, justas, torneos y todo tipo de juegos. A lo largo del siglo XVI las cortes italianas
se convirtieron en centros de aprendizaje en los que los nobles reciben lecciones de
equitación, esgrima y danza, y donde son obligadas las normas de buen
comportamiento, que llegan a adquirir tal importancia que ni siquiera los más
poderosos pueden sustraerse a ellas. El porte, la prestancia y la etiqueta regulan las
relaciones jerárquicas en el seno de la corte, y contribuyen con cada vez más fuerza a
hacer patente el poder de la Corona. De ahí que en esta época aparecieran tratados sobre
los nuevos modales que llevaban aparejados un rechazo de la cultura popular. Entre
estos destaca la obra de Baltasar de Castiglione, El cortesano, publicada en 1528 y en la
que, si bien se acepta que el aspirante a cortesano luche, salte o corra junto al plebeyo,
se insiste en que lo haga sólo «por pasatiempo y casi por burla, no por competencia ni
por honra; y aún así, no quiero que se ponga en ello sino cuando tuviere casi por cierto
que ha de llevar lo mejor; que no podría sino parecer muy mal y ser una cosa harto fea,
quedar un caballero llevado de un villano, especialmente en la lucha.» [B. Castiglione
2001:150] Castiglione dicta normas de conducta destinadas a que el cortesano sirva bien
a su príncipe, y que atañen a un ideal de hombre holístico: un canon físico, moral y
cultural. El cortesano —que prefigura así al futuro gentleman inglés— ha de realizar un
ejercicio permanente de refinada contención y de controlada audacia, ser hombre de
noble linaje, por igual artista, filósofo, político y hombre de armas. No sólo ha de tener
ingenio, buena disposición de cuerpo y gracia que lo hagan agradable a primera vista,
35
sino que además ha de cultivar las letras, la música, la pintura y el amor platónico. Por si
fuera poco, el perfecto cortesano debe destacar en lides caballerescas como la caza y la
montería.
También recomienda Castiglione al cortesano que domine los bailes en boga. El
gusto de los nobles por moverse con maneras dignas y elegantes se plasmará en la
proliferación de tratados de danza. Durante el Renacimiento la nobleza convertirá la
danza en un ritual que dará lugar a la aparición de los salones cortesanos y los maestros
de baile; se crean complicados pasos de baile y coreografías, los movimientos se hacen
más hieráticos y contenidos, se limita el número de bailarines y se suprimen las danzas
en filas y corros, tan comunes hasta entonces. Las danzas de la corte dejarán de ser
sencillos bailes de procedencia campesina o popular, como el minué, la zarabanda, la
bourré o la gavota; éstas son refinadas y se transformarán en ballet, primero en la
forma culta de la suite y posteriormente en la sonata. Esta metamorfosis de los bailes
populares en danza culta de la corte que precisa de entrenamientos y maestros —a
diferencia de los bailes populares, transmitidos de forma consuetudinaria de una
generación a otra— anticipa lo que sucederá en el siglo XVIII, cuando la aristocracia
inglesa transforme los juegos populares en deportes.
***
A lo largo del siglo XVII, el progresivo fortalecimiento de las monarquías absolutas
se observa no sólo en las costumbres y diversiones, sino también en el lenguaje: los
nobles aprenden a hablar y a escribir «correctamente», así como a evitar los dialectos,
las lenguas vernáculas tildadas de jergas rústicas («patois») y a emplear idiomas
distintos para la expresión culta y la popular (caso del francés frente al occitano, del
inglés en vez del Scots o del alemán en lugar del checo) como medio de distinguirse de
los demás estamentos. Quienes pertenecen a la aristocracia hablan en toda Europa un
único idioma: el francés, la lengua de la corte de París, que simboliza el poder, el lujo y
riqueza.
El Barroco francés estuvo marcado por una profunda transformación del estatuto
de la nobleza, que tuvo repercusiones tanto en el ámbito de la educación como en el de
las diversiones. En la naciente sociedad cortesana, la formación nobiliaria se convierte
en el contenido fundamental de las instituciones educativas, las Academias. Las tres
«artes» que allí se enseñan —el arte ecuestre, el arte de la espada y el baile cortesano—
codificadas desde finales de la Edad Media, se desgajan progresivamente de las
actividades tradicionales de formación.
Tras la desaparición de los torneos y las justas quedaron, como actividades hípicas
las exhibiciones de equitación, los ejercicios en cuadrillas, las carreras de anillos y el
carrusel que, antiguamente, precedían a la justa. El arte ecuestre sufre una rígida
reglamentación, recogida en numerosos tratados, que llevará a la ceremonialización
definitiva de unas prácticas que evolucionaron del torneo en campo abierto a
espectáculos urbanos en los que el adversario a atravesar ya no será otro jinete, sino un
anillo. El antiguo arte del guerrero medieval da paso a juegos más sutiles, que requieren
mayor habilidad y destreza, como las carreras de anillos, en las que era fundamental la
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elegancia, el porte y, sobre todo observar la etiqueta: respetar escrupulosamente un
trazado de la carrera, por ejemplo, hacer seguir una línea geométrica a la cabeza de la
lanza o evitar todo movimiento brusco del caballo sin perder la compostura.
Durante el siglo XVI el arte de la espada conoció en Francia idéntico grado de
desarrollo y perfección que en las cortes italianas. Bajo el reinado de Carlos IX (15501574), se fundó la Academia de esgrima, primera institución de Francia investida con el
privilegio de formar maestros en este arte. Basándose en conocimientos anatómicos y
geométricos, se fijaron reglamentos exactos, se definieron las estocadas principales, así
como las diversas posiciones tácticas de defensa y ataque, y se formularon cálculos
precisos de los movimientos.
La transformación de los valores acordados a las actividades físicas y lúdicas de la
nobleza del siglo XVII llevará a hacer hincapié en el refinamiento de la pose y en
elegantes puestas en escena antes que en la expresión física del vigor. Durante varios
siglos, el juego fundamental practicado por la realeza y la nobleza francesa fue el jeu de
paume. Luis XIV, sin embargo, encontraba que requería mucho esfuerzo, por lo que,
rompiendo con la tradición real, el Rey Sol y su corte dejaron de practicarlo. En su lugar
adoptaron los juegos de azar y el billar, a los que podían dedicarse sin temor a
desmelenar su peluca o desarreglar los pliegues de su indumentaria. La corte
despreciará cada vez más los juegos que exijan esfuerzo físico, con lo que comienza una
tendencia que no se alteraría hasta el siglo de las Luces.
El Barroco español, en todo cuanto se refiere a manifestaciones lúdicas y otras
formas de esparcimiento, constituye una excepción en el panorama europeo. A
diferencia de lo que sucedía en el resto de Europa, en España las prohibiciones de las
fiestas y los juegos fueron del todo infructuosas. Existen diversos factores que ayudan a
explicar este fenómeno. La decadencia que atravesaba la España de finales del siglo XVII
interrumpe la expansión hacia América, y las dificultades económicas empujaron a los
campesinos hacia las grandes ciudades, en las que se hacinaron masas de descontentos
prestos a la protesta y la sedición, condujo al parecer a la ya debilitada monarquía a
desarrollar una política de contención a través de las fiestas de los más depauperados.
En efecto, la organización de festejos servía para distraer al pueblo de sus males: en
ciudades como Madrid o Sevilla se levantan templos, teatros y arcos de triunfo, se
celebran fiestas o se montan fastos, cortejos ostentosos y deslumbrantes fuegos de
artificio. José Antonio Maravall describía así la situación en La cultura del barroco:
Para la monarquía, tal vez lo más importante era escudarse frente a las disensiones y
hostilidades de dentro, que tantos críticos excitaban, contra los cuales se servía aquella de los
recursos de procurarse la adhesión ciega, aturdida, irresponsable, de las masas. Uno de los
mejores medios era mantenerla en fiestas; por eso sabemos que también a las fiestas del
Retiro se dejaba entrar al pueblo. […] Pero no era tal vez la diversión de éstos lo que contaba
como último propósito, sino el asombro del pueblo ante la «grandeza» de los ricos y
poderosos. [J. A. Maravall 2000: 491]
Pero, sobre todo, fue la idiosincrasia del Siglo de Oro y de la hidalguía española,
encarnizadamente hostil a la ética del trabajo que imperaba allí donde había triunfado la
Reforma protestante, la que se manifestó en todo su vigor durante el siglo XVII, en el
37
cual los días festivos aumentaron de tal forma que algunos años los días laborables no
pasaron de cien.
Durante el reinado de Felipe IV (1620-1665) todo, tanto las efemérides
consagradas por la realeza como las fiestas religiosas, eran motivo y ocasión para la
celebración. En las fiestas de la corte se sucedían justas, los torneos y juegos de cañas y,
sobre todo, corridas de toros. Cualquier fiesta servía de excusa para el disfrute profano
del pueblo llano, mucho más desenfrenado, que gustaba de juegos groseros, bromas y
burlas de todo tipo. Así sucedía, por ejemplo, en Carnaval, con el juego de gallos —que
aparece reseñado con gran ingenio y gracia por Quevedo en La vida del Buscón llamado
Don Pablos (1604)— o en las romerías, las verbenas y la fiesta de los toros.
En aquella época, uno de los pasatiempos preferidos entre todas las capas sociales
era el baile. Igual danzaban los cortesanos en los palacios que bailaban los plebeyos en
los innumerables tablaos de los corrales. Se distinguía entre las danzas practicadas por
nobles y caballeros, de movimientos graves, acompasados y mesurados, en las que no se
utilizaban las manos, y los bailes, que gozaban de gran predilección entre el pueblo, más
desenfadados y que permitían una movilidad total de piernas y brazos. La danza era un
elemento fundamental de la esmerada educación cortesana, y no se tenía por caballero
cabal a quien dominara el manejo de la espada sin ser a la vez experto danzarín.
Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurría en otros países europeos, los bailes
populares —acompañados de coplas picantes y amorosas mezcladas con pullas jocosas
dirigidas a los presentes— predominaron sobre las danzas aristocráticas. Los bailes
apasionaban por igual a los pobres y a las personas de noble extracción, que debían
presenciarlos a escondidas, al estar prohibidos por las autoridades. En cualquier caso,
de muy poco servían ordenanzas, alcaldes o alguaciles ante la pasión que el baile
despertaba día a día: se bailaba tanto en los tablaos y tabernas como en galeras y allí
donde se hallara «aquella gente deseosa de toda huelga y enemiga mortal de cualquier
trabajo y fatiga». [J. Deleito 1988: 69]
Ni las protestas de teólogos e instituciones eclesiásticas, ni las críticas de
moralistas y demás mojigatos, pudieron frenar la popularidad de estos bailes
licenciosos, anatematizados como «inventos del demonio». A comienzos del siglo XVII,
el jesuita Juan de Mariana describía la zarabanda como «un baile y cantar tan lascivo en
las palabras, tan feo en los meneos, que basta para pegar fuego a las personas muy
honestas». [J. Deleito 1988: 73]
Precisamente el Padre Mariana fue uno de los tratadistas que, además de clamar
contra los bailes, las comedias o los juegos, se opuso con más celo a la fiesta de los toros.
Éste jesuita se mostró contrario a la fiesta de los toros por considerarlo «feo y cruel
espectáculo».
Los Austrias, y en particular, Felipe IV, restablecieron los juegos de cañas y el toreo
de los caballeros, y rodearon esta fiesta de gran solemnidad y esplendor. El toreo a
caballo, pasatiempo caballeresco por excelencia y privilegio de la nobleza, que tenía
como único fin probar la destreza en el dominio del caballo y el manejo de las armas,
llegó a su apogeo durante el siglo XVII. Caballeros, nobles, e incluso reyes bajaban al
ruedo a matar a los toros con toda clase de suertes (Felipe IV dio muerte a un astado de
un disparo de arcabuz). Durante este siglo, cualquier acontecimiento de relevancia
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nacional se conmemoraba con festejos taurinos, celebrados con gran pompa y boato, en
los que brillaba el lujoso cortejo de lacayos, cabalgaduras y carrozas.
El toreo popular a pie apenas existía entonces, y sólo era tolerado como faena
auxiliar plebeya para el lucimiento del caballero en la plaza, al que en muchas ocasiones
libraba de situaciones sumamente comprometidas. Se celebraban corridas de toros
populares —no existían aún las plazas de toros— en las plazas de las ciudades, donde
toreros a pie, que recibían por ello una compensación económica, lidiaban ante un
público que lanzaba dardos al toro. En este siglo el toreo a pie no era todavía un oficio
reglamentado, a diferencia de lo que sucedería durante el siglo XVIII, en el transcurso del
cual se produjo (como consecuencia del llamado «triunfo de la Cuaresma» y de la
represión eclesiástica y civil de la cultura popular) una gradual «profesionalización del
ocio». Así pues, las corridas de toros dejaron de ser patrimonio de los nobles y pasaron a
manos de toreros retribuidos que alcanzaron gran popularidad, al mismo tiempo que —
en un nítido ejemplo de domesticación de las fiestas populares por parte de las clases
dominantes— se construían las primeras plazas de toros estables, donde la autoridad
podía vigilar a los asistentes y prevenir posibles motines y algaradas.
En el capítulo «La mala vida en Sevilla», de su obra Los negros curros, el polígrafo
cubano Fernando Ortiz resume así la historia del toreo:
Acerca de las corridas de toros hay ya documentos primitivos en el Libro de las Siete
Partidas (siglo XIII); un antiguo historiador italiano intenta fijar la fecha exacta de su
comienzo en el año 1100. Pero lo que durante la Edad Media fue en España exclusivamente
un deporte voluntario de la gente distinguida, un ejercicio de destreza, de fuerza y de
intrepidez al cual se dedicaban con predilección los nobles y caballeros, pasó a ser en los
siglos XVI y XVII una ocupación profesional, una fiesta indispensable para el pueblo, con
cuyos rendimientos se fomentaban y protegían a veces organizaciones comunales o
eclesiásticas. Al toreador noble que se conformaba con dejar al toro fuera de combate y
declinaba en gentes asalariadas el darle muerte y remate, sucedió, al correr de los tiempos,
el matador profesional y remunerado, proveniente en general de las más bajas capas sociales.
Por ese tiempo la Iglesia, dirigida por un papa tan ilustre como el italiano Eneas Silvio
Piccolomini, pensó que aquella crueldad y grave riesgo de muerte por sólo alardear de
valentonería, supervivencia además de los ritos paganos de Minos y los antiguos pueblos del
Egeo, debía reformarse y suprimirse. Ese papa, cultísimo, humanista, San Pío V, prohibió en
1567 las corridas de toros, so pena de excomunión. Pero fue inútil, los españoles protestaron.
Se recordó que en Roma misma se habían verificado corridas de toros. El español papa
Rodrigo Borgia, o Alejandro VI, quien por su vida nada santa se ganó un puesto de infamia
en la historia, con una corrida de toros en el Coliseo de los mártires, celebró el
descubrimiento del Nuevo Mundo, que le comunicaron sus paisanos y ahijados, los Reyes
Católicos, a quienes dio el monopolio de su conquista y explotación. El papa Gregorio XIII en
1575 modificó esa severa prohibición, pues se limitó a impedir a los clérigos la asistencia a los
juegos en todo tiempo, pero muy particularmente en los días festivos. Y poco después
Clemente VIII, por fin, derogó esta cláusula a instancias de Felipe II, en 1596. [F. Ortiz 1995:
145]
Las abundantes críticas de los tratadistas eclesiásticos, que pedían «la represión de
la ociosidad como fuente de los males de la España barroca» [J. A. González 1993: 137)
no hallaron eco hasta el Siglo de las Luces, con el tránsito de la dinastía de los Austrias a
la de los Borbones y de la mentalidad barroca a la ilustrada, cuando aquellos ataques
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adoptaron forma política e incidieron de forma notable en el discurso del poder acerca
de los juegos y las fiestas.
***
Durante el siglo XVIII comenzaron a producirse en algunas partes de Europa
profundas transformaciones sociales que hicieron que la agricultura perdiera terreno
frente al comercio y la industria y que las ciudades crecieran en detrimento del campo,
lo que llevó a muchos campesinos, proletarizados, a emigrar hacia urbes infectas en las
que la nobleza languidecía y la burguesía iba afianzando poco a poco su poder
económico y político.
La cosmovisión de esta clase la llevará a abordar el ejercicio corporal desde un
punto de vista cada vez más utilitario y productivista. El cuerpo humano, que se
convierte en objeto de medida, control y cálculo, comienza a considerarse desde la
perspectiva de un rendimiento potencialmente infinito, y se le impone una relación
disciplinar de la que Foucault dirá: «es dócil un cuerpo que puede ser sometido, que
puede ser utilizado, que puede ser transformado y perfeccionado» [M. Foucault 2005:
140].
El cuidado de la apariencia y de la presencia física en tanto signos de la jerarquía
social, dominantes hasta el siglo XVII, dan paso ahora a una perspectiva más compleja: la
visión científica del mundo desarrollada por el empirismo anglosajón ya no contempla
la actividad física como un abanico de habilidades y destrezas específicas, sino en
términos de resistencia y rendimiento, orientado hacia una búsqueda total de la eficacia
de las fuerzas físicas. Los enciclopedistas, por ejemplo, no sólo adoptaron el canon
tradicional de las actividades físicas aristocráticas (danza, equitación, saltos, esgrima),
sino que trataron de hacerlas encajar en nuevos sistemas gimnásticos ideados por ellos,
e introdujeron además medidas individuales de eficacia que, según historiadores como
Henning Eichberg, los convierten en los precursores de la transformación de los
ejercicios físicos en deportes.
A lo largo del llamado Siglo de las Luces surgió una nueva forma de concebir la
corporalidad en la que, además de investigarse todo lo relacionado con el cuidado de la
salud, la alimentación, los hábitos o las costumbres, se atribuye al ejercicio físico un
valor pedagógico. La preocupación por una reforma educativa integral fue una constante
de la que dio fe la publicación de numerosas obras de pedagogía entre las que cabe
destacar las de Rousseau y Kant, que hacen referencia a los beneficios de la educación
física para la formación intelectual y se convirtieron en el fundamento de la gimnasia
contemporánea.
Tanto al uno como al otro, no obstante, les precedió el empirista inglés John
Locke, cuyas ideas tuvieron gran influencia y repercusión en el siglo XVIII. En sus
Pensamientos sobre la educación (1693), Locke abogó por una pedagogía en la que las
actividades corporales fueran la base de toda educación, curtiesen el cuerpo y lo hicieran
apto para soportar las fatigas y los rigores de la vida, pues «quien no dirige su espíritu
sabiamente, no tomará nunca el camino recto, y aquél cuyo cuerpo sea enfermizo y
débil, nunca podrá avanzar por ello» [J. Locke 1986: 31]. A juicio de Locke, tanto la
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educación física como los juegos enseñaban a administrar debidamente las propias
fuerzas y a dominarse, por lo que preparaban para el éxito social y profesional al futuro
gentleman:
Que la salud es necesaria al hombre para el manejo de sus negocios y para la propia
felicidad, que una constitución vigorosa y endurecida por el trabajo y la fatiga es útil para
una persona que quiera desempeñar un papel en el mundo, es cosa demasiado obvia para
que necesite ninguna prueba. [J. Locke 1986: 35]
Jean-Jacques Rousseau, al que se considera como el fundador de la educación
física moderna, criticó la educación formalista e instrumental de su tiempo, a la que
opuso los principios pedagógicos que expuso en Emilio o la educación (1762).
Asimismo, fue uno de los primeros autores en hacer hincapié en la necesidad del
movimiento corporal para la evolución moral de la infancia, sin dejar de insistir en que
los juegos y los ejercicios físicos debían de tener un componente utilitario. Rousseau
concedió una gran importancia a la instrucción de los niños en un entorno natural, ya
que consideraba que el contacto de los sentidos con la naturaleza constituye el
fundamento de la razón; preconizó la práctica de todo tipo de juegos al aire libre y
aconsejó aficionar a los niños a trabajos manuales que favorecieran el desarrollo de
facultades adecuadas para la vida adulta, pues «los ejemplos de vidas más dilatadas se
sacan todos de hombres que han realizado el ejercicio más intenso, que han soportado la
mayor fatiga y trabajo».
Las prácticas higiénicas y los métodos pedagógicos propugnados por Montaigne y
Locke fueron una importante fuente de inspiración para Rousseau. La influencia del
primero, y de forma especial la de su sistema educativo, es manifiesta en la obra de
Rousseau, que era partidario de que la naturaleza educase con su rudeza a los alumnos
pero contrario a la educación impartida en los colegios, basada en el empleo de la
violencia y los castigos. No se sentía, pese a todo, deudor del empirista inglés, ya que
éste «no daba al alumno ni formación, ni calor a su alma» [J. J. Rousseau 1971: 54] y
porque su pedagogía se dirigía, al igual que la del autor de los Ensayos, sólo a la
burguesía y a la nobleza.
También Kant propugnó una concepción utilitarista de la educación física,
entendida como un endurecimiento del cuerpo en el que la disciplina había de primar
sobre la instrucción. El filósofo alemán se refiere explícitamente a la educación física en
tanto conjunto de cuidados que debe de recibir el niño, así como a su relación con la
robustez del cuerpo y de sus funciones. Al mismo tiempo, sin embargo, considera al
juego como un impulso natural que debe ser vigilado. En la medida en que fortalece al
cuerpo, el juego previene los accidentes; no obstante, Kant considera perjudicial que el
niño lo vea todo a través de ese prisma, ya que entiende que la meta final de la
pedagogía es preparar para el trabajo: «Es sumamente importante que los niños
aprendan a trabajar, es una locura educativa pretender que todo lo hagan jugando.» [J.
Rodríguez 2000: 183]
Los enciclopedistas ya habían censurado en sus obras la vida fácil y disoluta de la
aristocracia. Ya en su Ensayo sobre la poesía épica y el gusto de los pueblos, (1726)
Voltaire dio cuenta de la decadencia física y moral de la nobleza francesa: «[los
41
Antiguos] no pasaban los días haciéndose arrastrar en carros a cubierto de las
influencias del aire, para llevar de una casa a otra su languidez, su aburrimiento y su
inutilidad.» [J.J. Jusserand 1901: 410] Además de criticar la pereza, la molicie y el
desprecio del ejercicio físico por parte de la nobleza, el autor de Cándido lamentó la
desaparición de actividades caballerescas como el carrusel y las carreras de anillos:
«todos esos juegos militares empiezan a ser abandonados, y de todos los ejercicios que
hacían en otros tiempos los cuerpos más robustos y ágiles, no ha quedado más que la
caza.» [G. Vigarello, A. Corbin, J. J. Courtine 2006: 279]
A finales del siglo XVIII, los enciclopedistas proclamaron el derecho universal a la
educación para todos, idea que influyó profundamente en la renovación de la pedagogía
y contribuyó a la difusión de la gimnasia. Ya durante la Revolución francesa, figuras
como Talleyrand y Condorcet abogaron por la obligatoriedad de la educación física en
las escuelas. En 1793, Robespierre presentó a la Convención un proyecto de ley,
posteriormente aprobado, en el que se disponía que «el tiempo de educación de los
niños se repartirá entre el estudio, los trabajos manuales y los ejercicios gimnásticos. Si
durante la semana se debe trabajar, es muy conveniente que en los días de reposo la
juventud practique los ejercicios corporales» [J. Le Floc’hmoan 1965: 147]. Pocos años
después, bajo el Directorio, en el transcurso de las fiestas oficiales se celebraron carreras
a pie en las que se cronometraron los resultados de los participantes y se registraron los
rendimientos y progresos individuales en tablas comparativas que fueron publicadas en
el Anuario de la República Francesa del año IX bajo el epígrafe «Registro de
velocidades».
Las nociones pedagógicas de la Ilustración se difundieron por toda Europa y sus
efectos no tardaron en hacerse notar. Uno de los primeros pedagogos que trató de
sistematizar y dotar de método a la gimnasia fue el alemán Johann-Bernard Basedow,
que llevó a la práctica los planteamientos de Rousseau en Dessau. En 1774 fundó en esta
ciudad el Philantropum, centro donde los ejercicios físicos formaban parte del currículo
escolar y se llevaron a la práctica los ejercicios y juegos expuestos en Elementarwerk
(«Obra elemental»), tratado educativo que constituye una aplicación sistemática del
racionalismo a la educación física. Más tarde Basedow desarrollaría una gimnasia
industrial basada en el aprendizaje de «movimientos simples» con el objetivo
fundamental de fortalecer el cuerpo para poder soportar las jornadas laborales
presentes o futuras, así como una gimnasia militar. Basedow contribuyó mucho a
propagar las teorías de Rousseau e influyó en Muths y en Jahn, por lo que puede
considerársele, junto al pedagogo Johann Heinrich Pestalozzi, como un precursor de la
gimnasia contemporánea.
A diferencia de lo sucedido tanto en Francia como en el resto de Europa, donde un
conflicto irreconciliable oponía a la nobleza con la burguesía, en la Inglaterra del siglo
XVIII la nobleza se encontraba muy debilitada, por lo que el auge y la consolidación del
poder de la burguesía fue mucho más veloz que en el continente. En Gran Bretaña la
burguesía y la aristocracia gobernaban unidas por medio de una monarquía
parlamentaria, circunstancia que será determinante en los orígenes y el desarrollo del
42
deporte. En un principio, el término sport3 designaba las actividades de equitación, caza
y pesca de la aristocracia inglesa, mientras que los antepasados de los modernos
deportes de equipo practicados por las clases subalternas se denominaban games
(juegos). Con el paso del tiempo, sin embargo, el término «deporte» comenzó a
emplearse para describir una amplia gama de actividades atlético-recreativas, a las que
proporcionará una aureola de respetabilidad y de seriedad a la que no podrán aspirar los
meros «juegos» y «hobbies».
Parece ser que este vocablo tiene raíces provenzales y que apareció por primera vez como deport en un
poema de Guillermo de Poitiers (1071-1127) así como en un romance normando de finales del siglo XII,
bajo la forma del francés antiguo desport. En el Mío Cid, en la Vida de Santa María la Egipcíaca o en las
Cantigas de Alfonso X el Sabio, entre otras obras del castellano antiguo, aparecen el sustantivo depuerto y
el verbo deportar referidos a todo tipo de diversiones. En el episodio de la afrenta de Corpes tiene
connotaciones tanto de juego amoroso como de escarnio cuando los infantes de Carrión, tras haberse
desposado con las hijas del Cid, ordenan al séquito que prosiga el viaje para quedarse a solas con las
doncellas, porque «deportar se quiere con ellas a todo su sabor». La voz occitana deportare pasó al
antiguo castellano como deportar, al catalán como deport y al francés como desport. Con las invasiones
normandas del siglo XI llegó a Inglaterra, donde algunos pasatiempos recibieron la denominación disport,
desport, to disporte, como quedará reflejado tres siglos después en la obra del poeta Chaucer. A partir de
mediados del siglo XV, en Inglaterra empieza a utilizarse de forma abreviada, suprimiéndose una sílaba y
apareciendo como sport, con el significado de pasatiempo, entretenimiento, distracción, recreo o
diversión.
3
43
ORÍGENES Y DESARROLLO DEL DEPORTE
«La idea misma de una disciplina del juego habría parecido absurda, y
no obstante, una franja cada vez más extensa de idealistas burgueses abogó
por ella durante la segunda mitad del siglo. Los deportes habrían de
desempeñar un papel estelar, junto a la provisión de parques, museos,
bibliotecas y baños públicos, en la creación de un contingente laboral
saludable y moral… el temor al radicalismo urbano, por encima de todo, fue lo
que galvanizó a los ricos para que pensaran en los pobres y dio peso a un
programa más amplio de reformas morales y educación propuesto por una
vigorosa minoría de evangélicos y economistas políticos idealistas.»
Richard Holt, Sport and the British: A Modern History
«La cultura no es hija del trabajo sino del deporte. Bien sé que a la hora
presente me hallo solo entre mis contemporáneos para afirmar que la forma
superior de la existencia humana es el deporte. Algún día trataré de explicar
por qué he llegado a esta convicción, mostrando cómo la marcha de la
sociedad, junto con los nuevos descubrimientos de las ciencias, obligan a una
reforma radical de las ideas en este punto y anuncian un viraje de la historia
hacia un sentido deportivo y festival de la vida.»
José Ortega y Gasset, Biología y pedagogía
El deporte, tal y como hoy lo conocemos, tiene sus orígenes indirectos en la
domesticación de los pasatiempos populares de la Edad Media llevada a cabo por la
aristocracia y la gentry inglesa entre los siglos XVIII y XIX. Esta clase ociosa, enclaustrada
por unas costumbres mortalmente aburridas y saturada por «un exceso de bebidas
alcohólicas» [P. Coubertin 1934:44], procuraba escapar de ellas a través de actividades
recreativas como la caza del zorro, el boxeo y las carreras. Los sports eran una forma de
entretenimiento que encajaba muy bien con los cánones morales de la aristocracia, al
sublimar tanto la competición como la emulación y proporcionarle un excelente
pretexto para relacionarse, distinguirse y reafirmar su posición social. Además, las
prácticas deportivas podían aunar muy bien el exhibicionismo de una práctica
«desinteresada», derrochadora o no lucrativa, propia de dicha clase, con una finalidad
utilitaria más acorde con el espíritu prosaico de los nuevos tiempos.
Un siglo antes, bajo el régimen de Oliver Cromwell, los puritanos ya se habían
comprometido a fondo en la represión de las costumbres y diversiones populares, si
bien no se oponían al ejercicio físico como tal, sino a la profanación del domingo, día
que debía consagrarse única y exclusivamente a la glorificación del Señor. El
hedonismo, la aversión al trabajo y la holganza resultaban repugnantes e insoportables
para el ascetismo puritano, que combatió estas «desviaciones» con gran celo y ardor. No
se toleró diversión dominical alguna, por inocente o antigua que fuera. La supresión del
teatro, de los juegos, de las diversiones populares y otras medidas coercitivas destinadas
a imponer una conducta ascética despertaron un movimiento de oposición al
44
puritanismo. Cuando en 1660 la Restauración puso fin al período republicano, la mayor
parte de la población inglesa detestaba a los puritanos tanto como antes de la guerra
civil había aborrecido al clero anglicano.
En ningún otro país de Europa se arremetió tan duramente contra el «despilfarro
ocioso del tiempo», el juego y las diversiones populares. A comienzos del siglo XVII, la
inquina de los puritanos contra las costumbres populares llegó hasta tal extremo que en
1618 el rey anglicano Jacobo I elevó a ley el Book of Sports 4 con el objetivo de
reglamentar los juegos dominicales y hacer frente a la intransigencia puritana. Su
sucesor, Carlos I, ordenó en 1633 que se leyera en todas las iglesias de Inglaterra y que
los párrocos que se negaran a hacerlo fueran apartados de su cargo. Los puritanos se
quejaban de que las ceremonias religiosas se veían frecuentemente ultrajadas por bailes
y todo tipo de juegos en los aledaños de las iglesias. Por añadidura, consideraban que el
sport, el juego, la caza y las mascaradas eran actividades nocivas para la salvación
espiritual, que sólo servían para satisfacer los instintos más viles, fomentar la ambición
y distraer de la atención al trabajo. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo,
Max Weber señala que en la concepción puritana, el sport:
sólo tenía que servir a un fin racional, al recreo que requiere la capacidad de trabajo físico.
Por el contrario, el sport les resultaba sospechoso en tanto que era un medio para satisfacer
sin preocupaciones los instintos desencadenados, y por supuesto lo reprobaban si era
entendido como medio para el puro disfrute o incluso despertaba la ambición agonal, los
instintos más rudos o el afán irracional de apostar. El disfrute instintivo de la vida, que aleja
tanto del trabajo profesional como de la devoción, era en tanto que tal el enemigo del
ascetismo racional, ya se presentara como sport señorial o como visita del hombre común a
las tabernas y a las salas de baile. [M. Weber 1998:242]
Durante los reinados de Carlos II y Jacobo II se restableció la monarquía de los
Estuardo y se volvió a la situación existente antes de la guerra civil y la Revolución:
persecución de los puritanos, situación privilegiada de los partidarios de la iglesia
anglicana, apoyo real a los católicos, intentos de imponer un poder absoluto sobre el
parlamento y luchas e intrigas por el poder entre todos ellos. Los disidentes puritanos y
sus rivales, los caballeros anglicanos, escarmentados por la experiencia de la guerra civil
y decididos a evitar como fuera la reaparición de las «espantosas» pasiones populares
que ésta había desatado, hicieron causa común para poner fin al poder real y a la
Restauración. Al levantarse unidos contra la corona, las dos principales facciones de las
clases dominantes inglesas, nobleza terrateniente (Tories) y burguesía urbana (Whigs)
El obispo Morton recopiló las costumbres y juegos tradicionales ingleses en el Book of Sports
(«Declaración sobre los sports legítimos») por encargo de Jacobo I, a fin de resolver una disputa entre la
gentry de Lancashire (gran parte de la cual seguía siendo católica) y los magistrados puritanos locales,
que impugnaban la legalidad de las diversiones dominicales y ordenaron restricciones ilegales del recreo
«dominical». A partir de entonces, se proclamó en los púlpitos de la Iglesia anglicana que una vez
finalizado el culto religioso, estaban permitidas en domingo las danzas, el tiro con arco, las carreras, los
saltos y la plantación de árboles de mayo. A medida que los puritanos fueron ganando fuerza en los años
previos a la Guerra Civil inglesa, la hostilidad contra el Book of Sports fue en aumento, y en 1643 el
parlamento ordenó quemarlo públicamente.
4
45
establecieron un procedimiento para acabar con los interminables períodos de
enfrentamientos entre ellos: el parlamentarismo.
La formación y consolidación del Estado parlamentario británico desempeñó un
papel de primer orden en el nacimiento y desarrollo del deporte. Norbert Elias
considera que hubo un paralelismo entre la «parlamentarización» de las clases
dominantes de Inglaterra y la «deportivización» de sus pasatiempos: por muy grande
que fuese la tentación, se entendía que en las trifulcas parlamentarias los caballeros
nunca debían perder los estribos ni recurrir a la violencia entre iguales. Los acalorados
debates celebrados en las sesiones del parlamento entre los partidos Tory y Wigh
presentaban no poca semejanza con la celebración de un encuentro deportivo entre dos
equipos rivales. Lo mismo ocurría en las pugnas propiamente deportivas, en las que los
caballeros hacían gala de buenos modales como distintivo de elegancia y consideraban
el recurso a la violencia como una prueba de mala educación.
Así pues, la transformación de los juegos tradicionales en deportes tuvo lugar en la
Inglaterra del siglo XVIII al mismo tiempo que el ordenamiento parlamentario del país.
El compromiso político entre los dos partidos rivales, consistente en aceptar de forma
«caballerosa» las normas parlamentarias que regulaban la alternancia política, permitió
que se diesen muestras de confianza mutua y se enfrentasen en público sin violencia y
con una estricta observancia de las «reglas de juego». Así se puso fin a casi un siglo de
violentas y sangrientas contiendas entre las dos grandes fracciones de la clase
dominante británica.
Una vez que la alternancia en el poder fue consensuada y consolidada en la forma
del parlamentarismo, y apaciguados los antagonismos internos de las clases adineradas,
ante éstas se abría la perspectiva de entregarse sin reservas a la pasión del comercio en
los albores de la era industrial. Dos obstáculos se interponían, sin embargo, en su
camino. En primer lugar, era preciso hallar la forma de imponer a los trabajadores y
artesanos —que hasta entonces habían gozado de cierta autonomía en el empleo de su
tiempo y para quienes el trabajo bien hecho era fuente de satisfacción personal— una
disciplina mecánica que los transformase en autómatas obedientes y sumisos, sometidos
al ritmo productivo del reloj y a una labor cada vez más desprovista de sentido. En
segundo término, e íntimamente relacionado con lo anterior, se imponía reprimir y
eliminar todas aquellas costumbres, fiestas y conductas de los pobres que entorpecieran
las actividades económicas y generaran estados de ánimo incompatibles con la
laboriosidad.
En este período intermedio en el que las viejas formas de control resultaban
anacrónicas y el nuevo dominio social aún no se había generalizado, la reforma del
«ocio» popular empezó a considerarse como una necesidad de primer orden. Entre la
última década del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, los juegos tradicionales
fueron primero domesticados y posteriormente sustituidos por aficiones más
sedentarias y menos contraproducentes para los capitalistas.
Ahora bien, a este proceso de «expropiación originaria» de las actividades
recreativas populares le precedió una privación sistemática, tanto del productor rural
como del pobre urbano, de sus áreas de esparcimiento tradicionales, penoso expolio que
constituye la prehistoria del deporte moderno. En parte, los métodos empleados, entre
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los que sólo pasaremos revista aquí a los más coercitivos y detestables, se basaron, al
igual que el sistema colonial, en la más burda de las violencias. Pero todos ellos se
valieron del poder del Estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para
acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación de los modos tradicionales de
recreo en deportes.
En la evolución hacia el deporte moderno pueden distinguirse dos etapas: la
primera abarca desde el último tercio del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX,
período durante el que fueron suprimidos y transformados los pasatiempos y
diversiones populares a la vez que se reglamentaban tanto los deportes practicados
exclusivamente por la aristocracia —el críquet, la esgrima, la equitación, la caza del
zorro o el tenis— como aquellos que ésta patrocinaba pero cuya práctica solía recaer en
individuos de las clases subalternas, caso de las carreras a pie o del boxeo. En el
transcurso de la segunda fase, que comenzaría a mediados del siglo XIX y se prolongaría
hasta los inicios del siglo XX, la burguesía industrial, en tanto nueva clase hegemónica,
practica y reglamenta deportes de equipo como el fútbol y el rugby, que terminarán por
profesionalizarse y convertirse en los primeros deportes-espectáculo.
***
En el siglo XVIII existían en Inglaterra numerosas diversiones populares, como la
lucha libre, el balompié, el juego de los tejos y las peleas de gallos, que giraban alrededor
del calendario agrícola, las ferias y los mercados semanales o, en el caso de las áreas
industriales y urbanas, estaban asociadas a la fiesta de san Lunes.
Sin embargo, la variedad y el vigor de estos pasatiempos tradicionales comenzaron
a declinar, hasta su definitiva extinción, durante la segunda mitad del siglo XIX. Las
nuevas formas de control social y de disciplina industrial dejaron caducas y obsoletas las
anteriores formas de dominación, lo que se hizo patente, en lo que al control de las
diversiones se refiere, en la pérdida de poder eclesiástico. En el siglo XVIII el calendario
de las festividades coincide con el de los ciclos agrícolas, es decir, las fiestas pasan a
celebrarse de Pascua a verano, a diferencia de lo que había venido sucediendo durante
varios siglos, en que las celebraciones rituales de la Iglesia se concentraban en aquellos
meses en los que el trabajo era más liviano: de Navidad a Pascua.
Las grandes fiestas anuales —conocidas también como Vísperas o Veladas— la
corrida del toro en Stamford, el fútbol de Derby, el hobby-horse de Padstow, así como
otras muchas fiestas y ferias que tenían lugar en todo el país, se celebraban antes de la
Cuaresma. El desenfreno, los excesos y la licencia sexual eran habituales en la Feria de
High Street, de Greenwich, de Portsmouth o en las festividades de Pentecostés.
Abundan los testimonios acerca de la diversidad de pasatiempos que se ofrecían en estos
condados. Un vecino de Northumberland describía en 1750 cómo se celebraba allí el
domingo de la Pascua de Pentecostés:
Fuimos a los juegos de Carton [...] había muchos hombres y mujeres jóvenes que se divertían
con el juego o pasatiempo que llaman Perder la Cena [...] y después de todo esto, acababan su
recreo hartándose de beber en las cervecerías y los hombres besando y jugueteando casi toda
la noche con sus queridas. [E. P. Thompson 1989: 450]
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La licenciosidad de estas fiestas se desbordaba hasta el punto de preocupar
seriamente a las clases pudientes, entre otras cosas porque a menudo se prolongaban
durante más de dos semanas. También para los metodistas constituían motivo de
inquietud y desazón, pues se trataba de «orgías satánicas y diabólicas» en las que los
pobres pasaban el tiempo «comiendo y bebiendo sin moderación, hablando de cosas
profanas o por lo menos inútiles, riendo y bromeando, practicando la fornicación y el
adulterio» [E. P. Thompson 1989: 456]. Las vestimentas y disfraces de los participantes
adquirían tintes cada vez más paganos, y las fiestas se convertían en bacanales durante
las que se sucedían todo tipo de juegos, bailes, borracheras y rondas por las mansiones
del condado, que en no pocas ocasiones terminaban en burlas, extorsiones e
intimidaciones contra los terratenientes. En ocasiones, el desenfreno popular propio de
estas festividades estivales ofrecía el marco propicio para algún que otro conato de
motín. En 1740, por ejemplo, un partido de balompié en Ketring sirvió de pretexto y
tapadera para derribar los molinos de Lady Betey Jesmaine.
A partir del momento en que estas diversiones y juegos populares pasan a ser una
costumbre poco grata para las clases dominantes, éstas dejan progresivamente de
sufragarlas y tolerarlas, y adoptan una postura que va del distanciamiento a la abierta
oposición. Hasta entonces la pequeña aristocracia rural no sólo había tolerado las
diversiones populares, sino que había tomado parte en muchas de ellas de forma
regular, organizando la entrega de premios, encargándose del abastecimiento de cerveza
y entregándose a aquello que E. P. Thompson definió como «elaborado y consciente
“teatro social” de la ceremonia» [J. Rule 1990:305]. Esta actitud se mantendría durante
el siglo XVIII, en lo que algunos historiadores han querido ver una precaución por parte
de los terratenientes contra la toma de medidas que les indispusieran con los pobres,
pero que en realidad era más bien un intento solapado por seguir manteniendo su
influencia sobre ellos.
A comienzos del siglo XIX, a medida que se sucedían toda una serie de
transformaciones económicas y políticas que trastocaban los cimientos de un sistema
tradicional con varios siglos de vida, este «paternalismo» de la clase terrateniente se
esfumó. La generalización de los enclosures (cercados) despojó de sus tierras a los
campesinos ingleses y acarreó la destrucción definitiva de la comunidad aldeana y la
desintegración de los vínculos comunitarios; los campesinos, empobrecidos,
desarraigados y privados del punto de apoyo de la comunidad rural, quedaban a merced
de los fabricantes textiles y se vieron obligados a buscar trabajo en la naciente industria.
El proceso de asedio y destrucción de las diversiones populares quedó nítidamente
de manifiesto en la reducción de las fiestas de Pentecostés, que a principios del siglo XIX
duraban una o dos semanas, a una sola jornada en la década de 1900. A pesar de todo,
los patronos todavía se lamentaban en 1842 de lo difícil que les resultaba hacer trabajar
a sus obreros en lunes, ya que los artesanos cualificados seguían siendo devotos de la
fiesta de San Lunes, que procuraban observar religiosamente.
En realidad, en áreas como el sur de Lancashire, el norte de Staffordshire, el West
Riding y el Black Country, las costumbres y las tradiciones populares no fueron
transformadas o suprimidas directamente por las clases dominantes sino aniquiladas
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por la propia dinámica de la industrialización: a medida que los campesinos o artesanos
arruinados abandonaban su pequeña localidad, se trasladaban a la gran ciudad y se
convertían en obreros, los ingleses pobres fueron volviéndose más disciplinados y
menos espontáneos.
A partir de los últimos años del siglo XVIII, y sobre todo durante la década de 1840,
las diversiones populares se vieron sometidas a una ofensiva desencadenada por una
formidable coalición integrada por los terratenientes y la burguesía, la iglesia
evangélica, los dirigentes del sindicalismo recién organizado, y last but not least, la
intervención estatal y la novedosa utilización de la policía urbana.
Desde finales del siglo XVIII y durante toda la primera mitad del XIX, la iglesia
metodista —movimiento renovador dentro del anglicanismo— abrió un frente tras otro
en una campaña contra las diversiones tradicionales que se dio como meta erradicar los
pubs, los pasatiempos crueles, las apuestas, los juegos callejeros y muchas cosas más.
Con este fin se fundaron clubes y sociedades obreras patrocinadas por filántropos de
clase media, como la Sociedad británica y extranjera por la templanza creada en la
década de 1830, que encabezó una cruzada moral contra la bebida. No obstante, la
gestión de estos clubes terminó por caer en manos de los obreros, que reintrodujeron la
venta y consumo de cerveza.
Además de influir decisivamente en la opinión de las clases pudientes acerca de las
diversiones de los pobres, los metodistas consiguieron que se aprobase la Proclama Real
de 1787, que tenía por finalidad promover la vigilancia y represión del «vicio». Las
presiones tendentes a la disciplina y al orden se difundieron desde las fábricas, las
escuelas, las iglesias, las magistraturas y los cuarteles e impregnaron todos los aspectos
de la vida: las diversiones, las relaciones personales o la forma de hablar y comportarse.
Para los metodistas todo era censurable: los juegos de cartas, los adornos personales, los
bailes, las canciones, el teatro y las fiestas. Los pasatiempos vulgares llevaban en sí la
semilla de la depravación. En esta labor se mostró muy activo entre 1790 y 1810, el
reformador evangélico y estrecho colaborador del primer ministro Pitt, Wilberforce,
artífice de la ley de ilegalización del comercio de esclavos de 1807 y fundador de la
Sociedad para la supresión del vicio, auténtico tribunal inquisitorial de las costumbres
que moralizó y legisló hasta contra las diversiones más inocentes.
De entre todos los grupos evangélicos ingleses, la Royal Society for the Prevention
of Cruelty to Animals (RSPCA), fundada en 1824, fue el que con más ahínco se consagró
a la supresión de las diversiones populares, ya que muchas de ellas estaban ligadas al
empleo de animales como los toros, gallos, perros y tejones 5. Sirva como ejemplo lo
acontecido en la ciudad de Stamford, donde desde la década de 1780 las autoridades
venían manifestando su desaprobación ante la corrida anual de un toro por las calles.
Los intentos de supresión habían chocado con la tenaz oposición de los «corredores»,
que lograron mantener su festival anual hasta 1840, año en que sucumbieron ante las
fuerzas combinadas del gobierno local y policías especiales del Ministerio del Interior,
reforzado para la ocasión por la Policía Metropolitana londinense y una compañía de
Dragones.
La RSPCA, sin embargo, no actuó jamás contra la caza del zorro, pasatiempo cruel de las clases
privilegiadas.
5
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Otro movimiento evangélico que se significó en el ataque contra las diversiones
populares fue la ultraconservadora Sociedad para la observación del Día del Señor,
creada en 1831 y que abogaba por la prohibición de cualquier tipo de diversión
dominical. Una de sus campañas más obstinadas fue la del «domingo inglés» sin fútbol
y otros pasatiempos. La única modalidad de evasión que resistió incólume fueron las
tabernas, que según relata Marx en sus Manuscritos económico-filosóficos, eran «los
únicos esparcimientos dominicales del pueblo que la policía inglesa trata al menos con
suavidad». [K. Marx 1984: 163]
Los trabajadores varones podían optar entre beber o jugar, o jugar y beber, con el
club social como centro neurálgico. Pese al fracaso de los clubes y sociedades obreras
patrocinados por filántropos de clase media, un nuevo movimiento pro abstención, de
origen más obrero y asociado al Cartismo, tuvo mayor aceptación. Mientras la retórica
antialcohol argumentaba —sin demasiado éxito— que gastar dinero en bebida era
ruinoso para el obrero y su familia, un discurso paralelo que giraba en torno a la
consigna de «recreo racional» proponía actividades de ocio más productivas. De ahí que
los sindicalistas radicales se opusieran al desenfreno anual del balompié callejero,
origen de borracheras, peleas y destrozos de todo tipo.
Sólo la introducción del nuevo sistema policial de sir Robert Peel, en 1829, dotó al
Estado de la fuerza necesaria para erradicar un juego que había sobrevivido durante
ochocientos años a los edictos de cuantos reyes habían tratado de suprimirlo. En Derby,
el tradicional fútbol callejero al que se jugaba en martes de Carnaval, y que consistía en
que un centenar de personas (a veces podían llegar a ser miles) se disputasen la pelota
durante al menos seis horas por calles y jardines, dentro y fuera del río Dervet, sin
árbitros ni espectadores, resistió todos los intentos de supresión hasta mediados de la
década de 1840.
El último partido de fútbol tradicional se disputó en 1847 en el condado de Derby.
El alcalde se presentó, montado a caballo, para interrumpir el juego con la ayuda de la
policía local. Cuando ésta fue expulsada por una lluvia de piedras, los magistrados
leyeron la Riot Act y se llamó a la caballería mientras la policía luchaba con los
jugadores para hacerse con el balón y poner fin al encuentro.
Los frenéticos promotores del «recreo racional» tuvieron mayor éxito en lo
referente a los juegos callejeros, suprimidos u obligados a refugiarse en los callejones,
no por obra de la presión moral sino por la presión de la policía, que empleó sus poderes
discrecionales para acosar a la población obrera, que no hacía sino seguir haciendo lo
que había hecho siempre y cuyo único delito consistía en hacer caso omiso de leyes no
escritas de origen burgués acerca de lo que constituían conductas adecuadas e
impropias en lugares públicos.
La constitución del régimen de entretenimiento deportivo-espectacular lleva
aparejada la formación de una clase obrera que, a fuerza de educación, tradición y
costumbre, se somete a las exigencias del mismo como a las más lógicas leyes naturales.
Durante la génesis histórica de este régimen no ocurre aún así. La burguesía, que va
ascendiendo, necesita y emplea todavía el poder del Estado para reglamentar las
costumbres populares y las fiestas públicas, es decir, subordinarlas a los requisitos de
50
una extracción «racional» de plusvalía y suprimir al máximo cualquier traba a la
prolongación de la jornada de trabajo.
Si hasta entonces las vías públicas habían sido un lugar de encuentro y reunión de
las clases populares, a partir de la Revolución Francesa dicha posibilidad empezó a
inquietar seriamente a las autoridades británicas. Mantener las calles despejadas será
precisamente una de las tareas de la nueva policía creada en la década de 1830. A partir
de ese momento, la calle pierde terreno como lugar de encuentro, desplazada por una
concepción fría y aséptica del «espacio público», considerado ante todo como vía de
tránsito y de circulación de mercancías. Las nuevas necesidades de la burguesía urgen a
ésta a acostumbrar a los pobres a dejar la calle y todo lo que gira a su alrededor. La tarea
no fue fácil: hubo que prohibir desde la venta en los puestos callejeros hasta la reunión
política, además de desalentar la presencia en la vía pública con una severa y cruel
legislación, plasmada en la funesta Ley de Pobres (1834).
Durante la segunda mitad del siglo XIX la cruzada en pro del «recreo racional» tuvo
efectos muy visibles sobre las distracciones de los más jóvenes. Las calles de las
ciudades industriales de Gran Bretaña se habían convertido en espacio de juego para
bandas de niños. La «educación callejera» que recibía así tan amplia proporción de la
población era motivo de preocupación en sí misma, por no hablar de los daños contra la
propiedad y la obstaculización del tráfico que llevaba aparejada. El principal medio al
que se recurrió para poner fin a esta situación fue la escolarización obligatoria. A su vez,
quedó patente en las disposiciones recreativas de los colegios públicos que la disciplina y
el orden eran las metas educativas fundamentales, basadas en una instrucción de tipo
militar y ejercicios físicos del mismo jaez, escasamente entretenidos y a menudo
impartidos por suboficiales del ejército retirados y pagados por horas.
A lo largo del siglo XIX y sobre todo a partir de 1850, la burguesía inglesa imprimió
a la noción y la práctica del ocio formas cada vez más directamente dictadas por el
temor a la inestabilidad política causada por el Cartismo y el movimiento obrero, así
como por la necesidad de asegurar la productividad laboral en el nuevo medio industrial
y urbano.
Las pésimas condiciones de vida y de salud de los trabajadores y de los pobres
(contaminación y hacinamiento en las ciudades, largas y agotadoras jornadas de trabajo,
desnutrición), se habían convertido en focos de riesgo, en una época en la que las
epidemias y enfermedades no se consideraban ya como simples causas de mortandad,
sino también como factores de interrupción en el suministro de fuerza de trabajo. Hacia
final de siglo, por ejemplo, una tercera parte de los reclutas para la guerra de los Bóer se
mostró no apta para el servicio militar.
Tan súbito interés por la salud del vulgo obedecía menos a una espontánea e
intemporal preocupación humanitaria que a motivaciones económicas y políticas muy
concretas, generadas por una sociedad en pleno proceso de explosión demográfica e
industrialización, así como por el consecuente peligro que suponía la concentración de
la clase obrera y de una multitud de pobres levantiscos en las ciudades. La amenaza
latente representada por la clase trabajadora contribuyó además a que se vinculase al
obrero a determinadas enfermedades calificadas de «populares»: el alcoholismo, la
tuberculosis y las enfermedades venéreas, que encarnaban el arquetipo de la
51
degeneración, concepto éste que tuvo gran repercusión y contribuyó a la difusión de una
rama de la medicina que identificaba la protección de la salud con el control moral y
social: el higienismo.
La creencia de que la «raza inglesa» estaba degenerando y de que el imperio
británico iniciaba su declive como consecuencia de los efectos perjudiciales del nuevo
entorno urbano, que dificultaba la obra de la selección natural y permitía sobrevivir a
los más débiles, llevó al antropólogo y fundador de la eugenesia, Francis Galton, a
tipificar a los seres humanos en función de su carga hereditaria. Con el fin de
seleccionar por un lado a los más aptos para dirigir el imperio y eliminar
progresivamente a quienes no tuvieran la «dotación hereditaria adecuada», es decir, los
pobres, Galton preconizó una política de Estado dirigida a evitar las uniones entre
«seres inferiores», puesto que estos se reproducían con mayor rapidez que la élite.
Consecuencia directa de este discurso sobre la decadencia y la degeneración de la
«raza» fue un seguimiento cada vez más preciso y sistemático por parte de los Estados
de la talla, las debilidades y los defectos físicos de la población. De repente, disponer de
un cuerpo sano y robusto se convirtió en una preocupación de primer orden para las
clases dominantes, que comenzaron a fomentar los hábitos higiénicos y a hacer
obligatorio en las escuelas el ejercicio físico, considerado de golpe como «actividad
excelente para la salud», vehículo eficaz para asegurar la productividad, medio
civilizado de integración de la agresividad social y foco de distracción destinado a
contrarrestar el malestar de las crecientes masas de trabajadores organizados, así como,
last but not least, fuente de soldados fuertes y robustos.
***
Uno de los primeros pasatiempos en ser designado como «deporte» fue la caza del
zorro. La forma que adoptó esta práctica pone de relieve la moderación y el refinamiento
de las clases ociosas entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Antes de la era
victoriana, los excesos formaban parte de la imagen aristocrática del gentleman: los
cazadores de alcurnia destacaban por su gran resistencia física y su habilidad como
jinetes, y se vanagloriaban de ser capaces de pasarse todo el día a caballo y luego dedicar
la noche a consumir exquisitas viandas y beber profusamente.
El objetivo de la caza no era ahora, como en épocas pretéritas, llevar preciados
manjares a la mesa, ni tampoco matar fieras que supusieran un peligro para las vidas y
haciendas de los nobles. A partir del momento en que la caza se codifica, todo queda
debidamente reglamentado, desde la conducta de los cazadores hasta el entrenamiento
de los perros. Si en las formas antiguas de cacería era el cazador el que mataba a los
animales, a partir de este momento lo harán los perros: el cazador pasa, por tanto, a ser
un mero espectador. Puesto que matar zorros era fácil, el nuevo conjunto de reglas
estaba destinado a complicar y prolongar la caza para darle más emoción. De ahí que se
considerara una conducta muy reprobable disparar contra los zorros, ya que alteraba el
equilibrio de fuerzas entre los contendientes, abreviaba la duración del ritual y privaba
al cazador de la justa medida de tensión agradable y emoción necesarias para asegurarle
la diversión a la que aspiraba. Así lo explicaba un manual de la época:
52
La noble ciencia, como llaman a la caza de zorros sus adeptos, es considerada por
unanimidad la perfección de la caza. El animal perseguido corre justamente a la velocidad
necesaria para el caso y cuenta además con toda clase de artimañas para despistar a sus
perseguidores. Deja un buen rastro, es muy intrépido y abunda lo suficiente como para
ofrecer razonables oportunidades de deporte. [N. Elias, E. Dunning 1993: 205]
La popularización del boxeo —que fue otro de los primeros deportes en
reglamentarse— estuvo ligada a la gestación de un nuevo código de conducta que
facultaba a los gentlemen para resolver sus «asuntos de honor» con los puños en lugar
de batirse en duelo con espadas y pistolas. Hasta muy poco tiempo antes, el pugilato se
había considerado como un comportamiento propio de bribones, sucio y poco elegante.
Sin embargo, en el siglo XVIII, la middle class burguesa impuso una forma más
«civilizada» de reparar afrentas para evitar víctimas mortales. Así pues, los nobles
abandonaron el uso de la espada y se apresuraron a recibir lecciones de boxeo, mientras
los observadores continentales asistían estupefactos a combates callejeros entre
aristócratas y cocheros.
El maestro de armas James Figg fue el primer campeón de boxeo (1719) y abrió en
Londres la primera escuela de pugilismo, en la que instruía a jóvenes aristócratas en el
«noble arte de la autodefensa». Además de ser un célebre maestro de esgrima y un
reputado boxeador, Figg era un promotor que organizaba combates y apuestas, y su
teatro era tan popular que solía abrir sus puertas tres horas antes de que comenzaran las
representaciones.
Según Richard Cohen, «los combates de boxeo, que se iniciaran como asaltos de
apoyo a los de esgrima, empezaron a eclipsar a los espadachines, y Figg comprendió que
había surgido una nueva diversión pública. Cambiando de disciplina, se convirtió en
experto pugilista y en 1720 en el primer campeón nacional de boxeo de Inglaterra». [R.
Cohen 2003:76]
Ya desde fines del siglo XVII se tiene noticia de los primeros combates organizados
por gentlemen que, interesados por apostar, incitaban a participar en peleas
improvisadas a gentes del común a las que entregaban pequeñas sumas.
Los primeros boxeadores profesionales o prizefighters (gran parte de los cuales se
hallaba al margen de la ley o ejercía oficios como el de matarife o carnicero) en pelear
por una cuantiosa bolsa aparecen a comienzos del siglo siguiente. La prohibición de los
combates de boxeo —pues en aquella época la policía interrumpía los combates y
arrestaba a los participantes y asistentes— llevó a que éstos se disputasen en la parte
trasera de locales de diversión o en el campo, cerca de los límites de condados que
tuviesen jueces menos severos6.
Como las peleas no siempre duraban tanto como deseaban los promotores y para
hacer más entretenida la velada para el creciente número de espectadores que pagaba su
entrada y apostaba, los combates se dividieron en rounds (asaltos). Al principio éstos no
En “The Fight” («La pelea»), relato publicado en el New Monthly Magazine de febrero de 1822, el
polifacético periodista y crítico literario William Hazlitt ofreció una minuciosa descripción del ambiente y
los métodos semiclandestinos de convocatoria a las que se recurría en el submundo pugilístico de
comienzos del siglo XIX.
6
53
tenían una duración concreta y terminaban cuando uno de los boxeadores caía o
quedaba fuera de combate. El pugilismo contaba entonces con escasas reglas, que
además solían incumplirse a menudo, caso de la prohibición de los puntapiés, y no
dispuso de un reglamento escrito hasta 1838, cuando algunos caballeros y el campeón
Jack Broughton fijaron las primeras reglas. Ese mismo año se redactaron las London
Prize Ring Rules, basadas en las de Broughton, que proscribían prácticas como golpear
al rival caído o tirarle del cabello. Este reglamento se modificó en 1853 y permaneció en
vigor hasta 1891, cuando se establecieron oficialmente las reglas del marqués de
Queensberry, fundamento del código de conducta del boxeo profesional moderno. Las
nuevas reglas introdujeron los guantes (que no tenían como misión proteger la cabeza
de los púgiles, sino sus manos), la fijación del número de asaltos, el arbitraje, el sistema
de puntuación y la clasificación de los boxeadores por categorías de peso, además de la
prohibición de proyectar al adversario y boxear sin tiempo límite.
Al igual que el boxeo, en la Inglaterra de finales del siglo XVII la hípica se convirtió
en un acontecimiento social que congregaba a multitudes y que alcanzó su máxima
popularidad durante el siglo XVIII. Según Richard Mandell:
A lo largo del siglo XVIII, las carreras de caballos de Newmarket, Ascot, Epsom, Doncaster y de
otros muchos lugares de Inglaterra llegaron a convertirse en mucho más que el
acontecimiento, relativamente banal por entonces, que representaban los seis a diez famosos
caballos y jinetes disputando una carrera de cuatro millas en las tradicionales pistas elípticas.
Un derby era un acontecimiento que requería preparación y constituía una ocasión de reunión
masiva en la que, junto a los personajes más representativos del mundo de la moda, se podían
encontrar también representadas las clases más diversas. [R. Mandell 1986:151]
La afluencia de público a los hipódromos y el interés por conocer los resultados de
las carreras obedecía a la extraordinaria pasión que suscitaban las apuestas. El burgués
adinerado, para quien el interés del deporte reside menos en practicarlo que en mirar y
en jugarse los cuartos, imita al aristócrata e intenta aparentar tanto como él. Acude al
hipódromo o al cuadrilátero, donde apuesta cuantiosas sumas, y organiza cacerías de
zorros seguidas de grandes comilonas. Los burgueses que asistían a estos
acontecimientos apostaban no sólo por diversión, sino también para obtener ganancias.
Apostaban tal y como realizaban sus transacciones mercantiles o especulaban en bolsa:
barajando de manera objetiva y racional las posibilidades de éxito y beneficio 7.
Ir más deprisa y llegar más lejos se convierten en los principios rectores de la
dinámica de expansión capitalista, pues aumentar la velocidad de desplazamiento
supone ganar tiempo, concepto encarnado a la perfección en la máxima utilitarista del
puritano Benjamin Franklin: Time is money. Y como señalaría Huizinga en Homo
ludens
Si bien la costumbre de apostar ha existido desde tiempo inmemorial, las apuestas «racionales» del
inglés decimonónico poco tenían que ver con las del jugador de la Antigüedad o de la Edad Media, que
consideraba la victoria obtenida tras la correcta realización de un determinado ritual o ceremonia
religiosa como una confirmación de su destino.
7
54
no podía evitarse que el concepto de récord surgido en el deporte se incorporara también a la
mentalidad económica. […] La estadística mercantil e industrial condujo naturalmente a
introducir este elemento deportivo en la vida económica y técnica. Por todas partes donde
una realización industrial ofrece un aspecto deportivo, el afán de récords celebra sus triunfos.
[J. Huizinga 2000:253]
A partir del siglo XVIII comienzan a celebrarse carreras pedestres con grandes
apuestas en juego, pues la popularidad de las carreras pedestres se extendió a la vez que
la afición por las carreras de caballos. Las carreras de caballos no sólo dieron testimonio
de la afición por la velocidad, sino también de la obsesión por convertir el tiempo y el
espacio en abstracciones que, en contraste con épocas pretéritas, ahora se medían y se
registraban. Los corredores competían en los hipódromos, y sus nombres, a semejanza
de los que sucede con los de los caballos, alcanzaban diversas cotizaciones en las
apuestas. Muy pronto, sin embargo, cuando los ricos cayeron en la cuenta de que un
hombre era menos caro de mantener y permitía realizar apuestas tan lucrativas como un
caballo, intentaron comprar corredores en lugar de caballos.
Entre quienes tomaban parte en las primeras carreras pedestres figuraban
semiprofesionales que desempeñaban el oficio complementario de running footman,
término cuyo significado literal es «lacayo corredor». Se trataba de criados de la
aristocracia rural, muy solicitados en tanto signo de distinción, cuyo cometido era llevar
mensajes de sus amos a la ciudad y a otros lugares, así como preceder y anunciar el paso
de sus carrozas.
Las carreras pedestres de largo recorrido eran pruebas que requerían una gran
resistencia física, que congregaban a multitudes y que las apuestas acabaron
convirtiendo en un gran espectáculo. No pasó mucho tiempo antes de que a los
caballeros les espolease a su vez el deseo de mostrar sus dotes y batir marcas. Para
obtener fama y vencer a los corredores profesionales, los gentlemen se sometían a todo
tipo de entrenamientos y ejercicios de fortalecimiento corporal. Así pues, de la envidia
aristocrática nació el deporte amateur.
***
A mediados del siglo XIX, la burguesía inglesa reglamentó deportes de equipo como
el fútbol, el rugby o el críquet. La modernización de estos juegos tuvo como centro
neurálgico los public schools, y fue allí donde comenzaron a estar regidos por reglas
escritas. Estas escuelas habían empezado como instituciones caritativas y gratuitas, por
lo general en manos de iglesias o monasterios. Con el paso del tiempo, sin embargo, se
abrieron y aceptaron a alumnos de pago hasta que, a partir de los siglos XVII y XVIII, se
convirtieron en los centros selectos y exclusivos a los que la aristocracia y la alta
burguesía confiaban la educación de sus vástagos. No obstante, desde el momento en
que los hijos de los industriales acceden a los public schools, la burguesía reclama un
modelo de educación «racional» y competitivo, acorde con la posición hegemónica que
ahora ocupa en la sociedad.
Aunque en un principio la burguesía inglesa se mostró hostil al estilo de vida y a la
educación aristocrática, muy pronto cambió de actitud y comenzó a imitarla. Poco a
55
poco, los burgueses abandonan sus austeras costumbres y aprenden a comportarse
como gentlemen, y sus retoños comienzan a practicar deportes y a dedicar buena parte
de su tiempo a actividades que hacía no mucho se habrían considerado perniciosas y
conducentes a la holganza y la pereza.
Los public schools atravesaban por aquel entonces una aguda crisis de autoridad a
causa de la «indisciplina» de los alumnos, que obedecía, por una parte, a que
precisamente como medio de dotar a las futuras élites del país de un temperamento
independiente, la educación tradicional les permitía disfrutar de su tiempo libre a su
conveniencia, y por otra, a que los vástagos de la aristocracia no se sentían obligados a
someterse a profesores socialmente inferiores a ellos. Hasta entonces, cuando
finalizaban las clases, los alumnos se divertían fuera de los centros académicos,
apostando, emborrachándose en las tabernas, cazando, pescando y entreteniéndose con
rudos juegos populares tradicionales como el hurling.
La necesidad de una nueva estrategia que restableciese la autoridad del cuerpo
docente indujo a los reformadores, en primer lugar, a encerrar a los muchachos en los
recintos escolares, y en segundo, a prohibir aquellos juegos hasta que se introdujeran y
crearan una serie de reglas que disminuyeran su grado de violencia. Estas reformas, que
limitaban drásticamente las formas tradicionales de diversión, provocaron frecuentes
rebeliones, como la que tuvo lugar en Eton en 1768, que en algún caso llegaron a ser tan
graves como para requerir la intervención del ejército. Entre 1728 y 1832 tuvo lugar
algún tipo de disturbio en todos los public schools: en Eton y Winchester estallaron por
lo menos siete rebeliones, mientras que en Rugby se produjeron cuatro.
Así pues, fue tras los recintos amurallados de los public schools donde las clases
dominantes inglesas experimentaron por primera vez con los deportes empleando como
cobayas a sus vástagos. El descubrimiento de valores pedagógicos en la práctica
deportiva cobró especial significación en la persona del pastor anglicano Thomas
Arnold, que en 1828 llegó a Rugby para ponerse al frente de la institución y ese mismo
año otorgó un lugar destacado a la educación corporal en su reforma del currículum
escolar. Arnold no inventó ningún método nuevo, sino que echó mano de las actividades
existentes, como las carreras, el críquet, el rugby y el hurling. Él se limitó a establecer
las reglas, al redactar, por ejemplo, el primer reglamento que tenía como finalidad
restringir el recurso a las patadas o prohibir por completo el uso de navies (botas con
puntas de hierro), con lo que inauguró el espíritu del «juego limpio». Arnold
consideraba que la práctica deportiva, organizada por los propios alumnos pero
supervisada por los profesores, tenía un alto valor formativo, puesto que además de
evitar una carga excesiva de lecciones teóricas, contribuía a formar el carácter mediante
la contención de la agresividad 8 . En efecto, la máxima arnoldiana del fair play se
resume en «la nobleza de aceptar la derrota y el sentido de la responsabilidad y la
caballerosidad como norma de comportamiento fundamental en lo deportivo y en lo
social», o lo que es lo mismo, inculcar la «voluntad de vencer», pero siempre dentro de
las reglas o, al menos, aprendiendo a guardar las formas.
«Así, para los romanos, tenía buen carácter quien estuviera dispuesto a contemplar la ejecución de
criminales a manos de gladiadores, mientras que antes de la Primera Guerra Mundial el YMCA enseñaba
que consistía en abstenerse de la masturbación.» [Th. A. Green 2001:562]
8
56
Según Arnold, por tanto, el deporte encarnaba el ideal de vida del gentleman; el
pastor creía firmemente, además, que la costumbre de la colaboración con los
compañeros de equipo inculcaba hábitos de convivencia ciudadana:
El mundo del deporte es un microcosmos, una miniatura de la sociedad humana. Una
asociación deportiva es una sociedad en pequeño; un equipo de fútbol, un diminuto ejército.
Hay jefes, pero no tiranos ni dictadores, y la autoridad del que manda queda siempre
sometida a aquellos que la confieren. [J. M. Cazorla Prieto 1979: 68]
La pionera labor pedagógica de Arnold se difundió como un reguero de pólvora
gracias a la descripción de la escuela de Rugby realizada por Thomas Hughes en Tom
Brown’s Schooldays (1857), exitosa novela que narra la vida de «Tom», protagonista
que se forma espiritualmente a través del deporte, y en la que además de presentar el
deporte como aspecto fundamental del currículum escolar, su autor exaltaba las
cualidades varoniles y las virtudes patrióticas en detrimento del cultivo del intelecto. El
propio Hughes reconoció que había escrito el libro con la finalidad de divulgar los
ideales del «cristianismo muscular», movimiento puritano que desde mediados del siglo
XIX y hasta la Primera Guerra Mundial desempeñó un papel destacado en la iglesia
anglicana.
Todo parece indicar que Arnold no era tan entusiasta del deporte como lo
presentaba Hughes, y con posterioridad se inclinó más por el cultivo de la mente que del
cuerpo como método pedagógico, dando prioridad a los principios religiosos y morales,
ya que consideraba que su verdadera misión era formar «caballeros cristianos». No
obstante, la escuela de Rugby continuó su labor pionera de difusión del deporte, pues
los profesores opinaban que los nuevos deportes de equipo posibilitaban la integración
en el sistema educativo de nuevas ideas, como la del «trabajo en equipo».
Así pues, las actividades deportivas se iban perfilando como parte de una estrategia
institucional dirigida a renovar la ideología del gentleman. Fue así cómo se pasó del
rechazo inicial del deporte por las instituciones y el profesorado al entusiasmo por sus
posibilidades «educativas», al comprobarse su valor como medio «extremadamente
económico» de control. La educación física y los deportes pasaron a ser asignaturas
curriculares y a convertirse en la espina dorsal de un programa pedagógico que giraba
en torno a la «formación del carácter».
A este respecto, hay que señalar que a la hora de establecer el valor de un deporte
para «forjar el carácter», su aspecto competitivo era un factor decisivo. Como dijo un
anónimo médico inglés: «Si se suprimen las competiciones, se acaba con la emulación y
se ahoga el grito de Excelsior. Lo cierto», proseguía, «es que cuanto más peligroso sea el
juego, más beneficioso es para el desarrollo del carácter del individuo.» [J. C. Whorton
1982: 4]
Compárese esta concepción pedagógica con la que predominaba en la Antigüedad,
según la cual el carácter era algo innato, incorruptible en las buenas personas e
incorregible en los malvados, y la influencia del educador se consideraba como un factor
secundario.
De los campos de deportes ―los nuevos laboratorios en los que se habían
transformado los public schools― saldrán muy pronto las primeras hornadas de futuros
57
dirigentes del país. Los jóvenes de las clases medias acomodadas desempeñaron un
importante papel en la creación de los modernos deportes de equipo, primero como
jugadores y después como dirigentes de clubes. A partir de 1860, los old boys,
exalumnos adultos de los public schools que querían seguir practicando estos deportes,
fundarán los primeros clubes y crearán sus propios reglamentos. El club, que
originariamente nació como expresión del derecho de los caballeros a reunirse
libremente, se convierte en la asociación que la clase pudiente utilizará para organizar
competiciones, unificar los reglamentos a escala local o formar árbitros y entrenadores.
Entre los años 1842 y 1849, varios public schools siguieron el ejemplo de la escuela
de Rugby, por lo que muy pronto las competiciones deportivas rebasaron el primitivo
marco de las escuelas. Las principales universidades promoverán las competiciones aún
más, puesto que a ellas van a parar los mejores alumnos salidos de las escuelas. Fue en
los recintos universitarios donde comenzaron a disputarse las primeras pruebas de
remo y se desarrolló el atletismo moderno. Ya en la década de 1820, se habían disputado
los primeros encuentros de críquet y de remo entre Oxford y Cambridge; competiciones
ambas que se celebrarían de forma anual a partir del decenio siguiente.
A comienzos del siglo XIX, existían dos modalidades de fútbol regidas por una gran
diversidad de reglas y que se disputaban en todo tipo de terrenos: una más dura y
brusca, a la que se jugaba en Rugby o Marlborough, y otra, practicada en Charterhouse,
Harrow, Eton y Westminster, denominada dribbling game, a la que se jugaba
impulsando la pelota sólo con los pies y en la que estaban prohibidos los empujones y
los choques brutales.
En 1863, el periódico deportivo Bell’s Life propuso reunir a los representantes de
los diferentes public schools y universidades en Cambridge con el fin de establecer un
código único de reglas para el fútbol, ya que de lo contrario sería imposible organizar
encuentros entre escuelas y clubes privados.
La mayoría de los asistentes a la reunión se mostró favorable a eliminar del juego
los puntapiés en las canillas y a que se jugase de modo exclusivo con los pies, mientras
que la minoría, representante del sector más aristocrático, se opuso argumentando que
abolirlos restaría virilidad al juego. No se llegó a ningún acuerdo, pero ese mismo año se
fundó la Football Association en el transcurso de otra reunión a la que asistieron
miembros de once clubes londinenses y escuelas, donde se adoptaron las normas
establecidas en Cambridge.
Los primeros equipos, formados por jóvenes de clase media, se mostraban muy
críticos con las prácticas violentas, ya que éstos no estaban dispuestos a arriesgar su
integridad física en perjuicio de sus carreras profesionales por culpa de lesiones
frecuentes. Este factor, unido a otras desavenencias, llevó al desarrollo de dos clases de
fútbol: el Association Football o soccer, y el Rugby Football o rugger. En 1871 se fundó
la Rugby Football Union; a partir de ese momento, el rugby lo practicarían los
universitarios y el fútbol quedaría reservado a las clases medias, si bien no tardó en
popularizarse y difundirse entre los trabajadores. De ahí la célebre observación de un
rector de Cambridge: «El fútbol es un juego de gentlemen practicado por gamberros,
mientras que el rugby es un juego de gamberros practicado por gentlemen.»
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Casi al mismo tiempo que la burguesía, las distintas confesiones religiosas, cada
vez más inquietas por el progresivo alejamiento de las clases trabajadoras de la religión
organizada, comenzaron a darse cuenta de las ventajas que podía tener para ellas el
fomento del deporte y se lanzaron con afán y entusiasmo a la tarea de difundir la buena
nueva, ahora encarnada en el ideal deportivo.
Las iglesias ya se habían distinguido durante varias décadas como promotoras
furibundas del «recreo racional». Ahora la iglesia anglicana se mostraba, además, cada
vez más favorable a la idea de captar a la juventud a través de un «cristianismo
muscular» que «purificara su cuerpo a través del deporte». De ahí que contribuyera
muy activamente a la difusión del fútbol, en el que creyó haber hallado un medio
excepcional de evangelización. P. M. Young cuenta, en A History of British Football,
cómo «el párroco y a menudo su ayudante, inspirado en su propia educación juvenil,
frecuentemente se disponían a salvar almas con la Biblia en una mano y el balón en la
otra» [J. I. Barbero 1993: 21]. Durante el último tercio del siglo XIX, por tanto, los
nuevos centros escolares construidos por la iglesia anglicana dispondrán de terrenos
deportivos. Como ejemplo de clubes y equipos de fútbol fundados con el patrocinio
eclesiástico, cabe citar el Aston Villa (Villa Cross Wesleyan Chapel, 1874), el
Birmingham City (Trinity Church, 1875) y todos los clubes fundados en Liverpool
durante la década de 1870.
Para la burguesía industrial no bastaba con que el ocio fuera respetable; además de
ser bueno para el alma, debía ser productivo. Así pues, animados por los beneficios que
esperaban obtener, los patronos fundaron clubes deportivos en los centros de trabajo
con un objetivo muy concreto: obtener la identificación de los trabajadores con la
empresa. En compensación, los obreros que jugaban al fútbol recibían un trato de favor
y se les concedía tiempo libre para preparar los partidos. Fueron multitud los clubes y
equipos de fútbol que surgieron en torno a fábricas, como el Manchester United
(Lancashire/Yorkshire Railway Company, 1880) o el Arsenal (fábrica de explosivos y
municiones de Woolwich, 1886). Tampoco faltaron casos de equipos fundados por
empresas después de graves conflictos con sus empleados, como parte integral de un
programa de «mejora de relaciones laborales», caso, por ejemplo, del West Ham United
(1895).
A finales del siglo XIX, en la medida en que la reducción de la jornada laboral les
dejaba tiempo para ello, los obreros, en un principio muy reacios tanto hacia la
reglamentación deportiva como hacia la laboral, empezaron a practicar los nuevos
deportes. De hecho, la tradición inglesa de disputar los partidos de fútbol los sábados
por la tarde es el resultado conjunto de la regulación del horario laboral y de la muerte
de la festividad de san Lunes, que consagró el sábado por la mañana como media
jornada laborable para los trabajadores de casi todos los oficios. El celo de la Sociedad
para la observación del Día del Señor se encargaba de que el recreo dominical quedase
reducido a su mínima expresión, al menos en lo tocante a los pobres, obligados a
recurrir para ello a instalaciones públicas o a terrenos de juego que solían ser propiedad
de instituciones religiosas. Quienes disponían de instalaciones privadas, en cambio,
siempre podían parapetarse tras sus muros y vallas para jugar al golf o al tenis.
59
***
Al llegar a un cierto grado de desarrollo, el deporte aristocrático-burgués crea los
medios materiales para su destrucción. A partir de este momento, en el seno de la
sociedad se agitan fuerzas y pasiones que se sienten aherrojadas por él. Hácese
necesario destruirlo, y es destruido. La expropiación de la gran masa del pueblo,
privándola de espacios, medios y actividades de esparcimiento y juego, sirvió de base,
una vez reducida la jornada laboral en el último tercio del siglo, a la transformación de
prácticas individuales y elitistas en medios socialmente concentrados de distracción y
lucro.
Uno de los rasgos característicos de la Inglaterra de finales del siglo XIX fue la
invención de nuevos deportes y la transformación de antiguos juegos en deportes. A
partir de 1870 el deporte se institucionaliza con el propósito de subrayar y mantener las
distinciones de clase, lo que se concretará en la apología sistemática del amateurismo
como criterio exclusivo de decencia deportiva. Fue la adopción de algunos de los
deportes hasta entonces reservados a la burguesía por parte de las clases populares lo
que llevó a la burguesía a reglamentar y definir el deporte aficionado o amateur y a
desaconsejar al mismo tiempo la práctica deportiva profesional a los trabajadores
manuales «para que no desatiendan sus obligaciones laborales». En 1866 se fundó el
Amateur Athletic Club, en cuyas actas se excluía de la competición al jugador
profesional y se definía al aficionado como sigue:
Es aficionado todo gentleman que nunca haya tomado parte en una competición pública, que
no haya competido con profesionales por un precio o por un dinero que proviniese de las
inscripciones o de cualquier otra procedencia; que en ningún período de su vida haya sido
profesor o monitor de ejercicios de este tipo como medio de subsistencia: que no sea obrero,
artesano, ni jornalero. [J. Le Floc’hmoan 1965: 98]
Hasta esa fecha no había existido un discurso de exaltación del amateurismo por el
simple motivo de que la mayoría de los deportes había sido dominio exclusivo de la
casta aristocrático-burguesa de los public schools. Pero a partir del último tercio del
siglo XIX, ante la profesionalización cada vez mayor de deportes como el fútbol y el
rugby, la élite surgida de las universidades británicas elaborará una ideología del
deporte aficionado. Estos jóvenes burgueses rechazarán los antiguos deportes de la
aristocracia, como la caza y la equitación, y adoptarán como señas de identidad propias
deportes universitarios como el remo, las carreras, el críquet y el fútbol.
En el período preindustrial, sin embargo, el deporte profesional no estaba mal
visto, como tampoco lo estaba el hecho de extraer ganancias de él, ya fuese en forma de
remuneraciones o por medio de las apuestas. La aristocracia jamás se sintió amenazada
por esta clase de profesionalismo, y no tenía reparo alguno en tomar parte en los juegos
populares, no sólo como partícipe sino también como organizadora, utilizando su
posición para contratar corredores profesionales, patrocinar combates de boxeo u
organizar carreras de caballos.
Por lo demás, no pocos deportes nacieron precisamente de actividades
profesionales. En muchas ocasiones, el profesionalismo se originó en la rivalidad lúdica
60
entre trabajadores de un mismo oficio con objeto de determinar quién era el más
diestro. En el caso del remo —actividad que acabaría convertida en uno de los deportes
elitistas por excelencia—, los remeros que transportaban pasajeros de una orilla a otra
del Támesis competían en sus ratos libres por ver quién remaba más rápido.
En cualquier caso y según la ideología del amateurismo, de lo que se trataba era de
preservar la «esencia» del deporte, es decir, de fomentar el principio de la competición
en el marco del «juego limpio» y los buenos modales, sin dejarse llevar por la búsqueda
«plebeya» de la victoria a toda costa, para lo cual era condición imprescindible una
práctica «desinteresada» y sin fines lucrativos.
Pero tras todo ello, naturalmente, se ocultaban en realidad profundos
antagonismos de clase. A raíz de la extensión del profesionalismo y de la pérdida
progresiva de su anterior monopolio, la burguesía propaga la ética del amateurismo en
un intento de conservar su dominio sobre las prácticas deportivas y a la vez cerrar el
paso a los deportistas profesionales de extracción obrera. Fueron varios los deportes en
los que la élite de los public schools restringió la competición al marco reducido de sus
asociaciones por temor a ser derrotada por jugadores profesionales, lo que equivalía a
confesar indirectamente que ellos jugaban por la fama y el éxito tanto como los demás.
En los primeros equipos de fútbol y de rugby apenas existía división del trabajo. El
individualismo de los jugadores, a los que les repugnaba que les asignaran un papel
determinado, era la tónica dominante. No obstante, tras la final de la Copa de Fútbol de
1883, en la que los Old Etonians fueron derrotados por el Blackburn Olympic, un
equipo semiprofesional de obreros del norte, quedó claro que para vencer a un equipo
profesional era imprescindible dedicar tiempo a la preparación física y al entrenamiento
sistemático, exigencia que iría en aumento en el seno de todos los clubes al despuntar el
nuevo siglo, en el que el fútbol ya no se concebirá sin entrenador ni preparación previa.
A partir de la década de 1870 comenzó una larga disputa acerca del
profesionalismo y de si debía pagarse o no con dinero a los jugadores por los salarios
que perdían al ausentarse del trabajo para poder competir. Precisamente la necesidad
de estabilizar los ingresos familiares fue lo que dio pie a la disputa en torno a los broken
time payments, pequeños pagos en metálico destinados a compensar a los jugadores de
críquet, fútbol o rugby. Los clubes, que realizaban dichos pagos para asegurarse los
servicios de los mejores jugadores, sostenían que no suponían su profesionalización.
En 1893 los clubes de rugby de las Midlands solicitaron a la Rugby Football Union
que les autorizara a reembolsar a sus jugadores por los gastos de desplazamiento. Dado
que la mayoría de los socios (universitarios y representantes de las profesiones liberales
del sur de Inglaterra) se opuso, a los poderosos equipos del norte no les quedó otro
remedio que abandonar la asociación. Ese mismo año, veintidós sociedades de rugby
fundaron la Northern Rugby Union, que reconocía el semiprofesionalismo.
Por su parte, cuando la Football Association trató de prohibir la práctica de pagar a
los jugadores, un grupo de clubes del norte amenazó de inmediato con abandonarla, lo
que obligó a la asociación a llegar a un acuerdo con los jugadores profesionales. El
profesionalismo fue legalizado en 1885, y la Football League comenzó en 1888. Pocos
años después, en 1901, se introdujo el sueldo máximo para jugadores, lo que sirvió,
junto con los reglamentos de contratación y transferencia, para evitar que un restringido
61
número de clubes dominase la competición nacional, ya que la mayoría de ellos estaba
en manos de empresarios que trataban de asegurarse el concurso de los mejores
jugadores arrebatándoselos a otros clubes con ofertas de trabajo, y más tarde de dinero.
Durante la temporada 1871-1872 arrancó una competición, la Football Association
Challenge Cup, que contribuyó a que el fútbol desplazase a su principal rival, el rugby,
que fue perdiendo poco a poco el favor de la mayoría del público. Con la difusión de las
competiciones a las áreas industriales y la reducción de la jornada laboral, otras clases
sociales comenzaron a aficionarse al fútbol. Si los jóvenes que fundaron la Football
Association pertenecían a la clase media adinerada, las asociaciones de fútbol de los
condados reunían a jugadores de clase media baja y de clase trabajadora, a las que
habría que añadir los muchos clubes que nacieron en los pubs y empresas industriales,
organizados por los trabajadores.
Hacia la década de 1880 el fútbol comenzó a transformarse, además, en un
espectáculo de masas, sobre todo en los centros industriales urbanos. Muchos
trabajadores cualificados, que percibían salarios relativamente altos, podían permitirse
asistir a los partidos de Copa los sábados por la tarde, cuando terminaba la jornada
laboral.
Ningún deporte se difundiría con tanta rapidez ni gozaría de tanta popularidad
entre los obreros como el fútbol9. El equipo necesario era barato, las reglas eran fáciles
de asimilar —al principio sólo tenía catorce— podía jugarse en toda clase de terrenos y
en casi todas las condiciones atmosféricas y además tenía a sus espaldas una
«tradición» de siglos. A partir de 1880, pues, el fútbol se convierte no sólo en el deporte
«nacional» sino también en el deporte «obrero» por excelencia.
En un momento en que la total desintegración de los lazos sociales tradicionales
era prácticamente un hecho consumado, la popularidad del fútbol radicó en su poder de
proyectar y construir identidades locales, lo que proporcionó a una población urbana
desarraigada y de identidad incierta una apariencia de comunidad cuya ausencia se
hacía sentir cruelmente en la calle o la fábrica. Ya entonces, por ejemplo, era habitual
que los seguidores llevasen pancartas con los colores de su club y se enfrentasen a los
forofos del equipo contrario desafiándoles y cruzándose insultos y pullas.
Deportes como el tenis, la equitación, la vela o el golf, en cambio, se convirtieron
en coto exclusivo de una minoría selecta, y para que continuaran siéndolo, se impuso su
ejercicio como actividad no profesional, «desinteresada» y gratuita. La práctica de estos
deportes permitía a los gentlemen distinguirse del resto de la sociedad, razón por la que
la mayoría de clubes o asociaciones se organizaron en torno a actividades deportivas,
Esta trivialidad sociológica ha llevado a un obrerismo obtuso a asociar al fútbol un dudoso «pedigrí
proletario» que de adjudicarse a las telenovelas o a los reality shows, provocaría hilaridad, vergüenza
ajena o indignación. El verdadero secreto de la popularidad del fútbol (o del béisbol en los Estados
Unidos), puede rastrearse, al menos en parte, entre estas líneas que Marx dedicó a explicar la
«popularidad» del algodón, las patatas y el aguardiente: «¿Por qué, pues, el algodón, las patatas y el
aguardiente son los ejes de la sociedad burguesa? […] ¿Será, por ventura, a causa de la utilidad absoluta
de estos artículos, de su utilidad intrínseca, de su utilidad en tanto que corresponden de la manera más
útil a las necesidades del obrero como hombre y no del hombre como obrero? No, sino porque, en una
sociedad fundada sobre la miseria, los productos más miserables tienen la prerrogativa fatal de servir para
el uso de la inmensa mayoría.» [K. Marx 2002: 81]
9
62
que servían de pretexto para que los círculos de la alta sociedad se relacionaran entre sí.
Así, en el deporte la separación de clases propugnada por la burguesía inglesa se tradujo
en la oposición entre el amateurismo, expresión de una ideología del deporte selectivo
practicado por las clases dominantes, y el profesionalismo y el consumo de espectáculos
deportivos, que quedó reservado para los pobres. No obstante, y a pesar de que el
amateurismo tuvo su época dorada con el renacer de los Juegos Olímpicos, la progresiva
mercantilización del deporte y la democratización de su práctica convertirán poco a
poco a la mayoría de deportes amateur en espectáculos producidos por profesionales y
destinados al consumo de masas. En resumidas cuentas, el balance del breve recorrido
efectuado por el deporte en menos de un siglo es el siguiente: los juegos tradicionales
practicados por las clases populares les fueron arrebatados por la burguesía que, tras
transformarlos en deportes hechos a su imagen y semejanza, acabó colocándolos en el
mercado en forma de espectáculos producidos para las masas.
El deporte, como ya hemos señalado, encajaba perfectamente en las
transformaciones sociales inauguradas por la industrialización. Inglaterra, la mayor
nación industrial del momento, será también la «patria del deporte», la cuna donde
nacieron la mayoría de ellos y la metrópoli que los exportó a todos los rincones del
planeta. El vehículo fundamental de su internacionalización será la expansión del
capitalismo británico. A mediados del siglo XIX, Inglaterra, a través de los clubes o
asociaciones fundadas en las colonias u otros enclaves extranjeros, difunde sus deportes
primero por toda Europa y los Estados Unidos, y luego por el resto del globo.
Durante la primera mitad del siglo XIX, los primeros deportes que Inglaterra
exportó fueron las carreras de caballos, la caza, o el remo, es decir, deportes
representativos de la aristocracia; asimismo, quienes primero adoptaron estos juegos en
los países destinatarios fueron las clases dominantes locales, que solían ser grandes
admiradoras de la alta sociedad británica y del modelo pedagógico de los public schools.
En las demás naciones, por tanto, los deportes fueron adoptados por una élite urbana
fascinada por la imagen de modernidad y la voluntad de distinción que acompañaba a
todo lo inglés. Al principio, allí donde se establecían, los británicos sólo jugaban entre sí,
con exclusión de los autóctonos. Cuando por fin tenían que aceptarlos, ponían como
condición que el idioma de juego fuese siempre el inglés. De ahí que el término sport
fuera adoptado en muchos países para designar las actividades deportivas. La lengua
inglesa se impuso en el ámbito del deporte, como atestiguan los términos hockey,
match, round, jockey, sprint, golf, que siguen empleándose en la actualidad, al igual que
vocablos relacionados directamente con el fútbol como corner, penalty o formas de
designar los clubes como racing o sporting.
De Inglaterra surgieron no sólo las distintas modalidades de atletismo, el
cronómetro, los guantes de boxeo, la indumentaria deportiva y la mayoría de accesorios
y aparatos deportivos para los que se establecieron las primeras dimensiones, pesos y
materiales oficiales: también fueron los ingleses los primeros en codificar las reglas de
casi todos los deportes hoy existentes y quienes introdujeron la mayoría de los
conceptos fundamentales, como el fair play o el récord.
Durante el siglo XIX la mayoría de trabajadores no disponía de tiempo para
practicar ningún deporte debido a sus prolongadas jornadas laborales, pero a medida
63
que éstas se fueron reduciendo y se consolidaba el movimiento obrero internacional 10,
comienzan a aparecer los primeros clubes obreros en Inglaterra y en otros países. En
Alemania se fundan la Arbeiter Turnerbund (1893) y los Ciclistas Rojos (1896); en
Francia surgen a principios del siglo XX clubes netamente proletarios como la Jeunesse
Athlétique Socialiste des Epinettes, el Club Athlétique Socialiste de Levallois o la
Proletarienne de Romilly; en Argentina nace el club «Mártires de Chicago» (el futuro
Argentinos Juniors), así llamado en homenaje a los obreros ahorcados el 1 de mayo en
Estados Unidos en el transcurso de la lucha a favor de la jornada laboral de ocho horas.
Como consecuencia de la rápida difusión del movimiento obrero organizado, surge
en diversos países europeos una concepción del deporte y de la cultura física opuesta, al
menos nominalmente, al sport burgués. No es exagerado decir, sin embargo, que de las
filas del socialismo y del anarquismo no salió jamás una crítica en profundidad de los
principios de la educación física burguesa, y que sus denuncias se ciñeron a deplorar la
presunta «corrupción» del deporte por el dinero y a señalar el peligro de que las clases
dominantes lo «instrumentalizaran» para desviar a los trabajadores de la «actividad
política e intelectual»11.
***
Ya desde finales del siglo XIX se había formulado toda una filosofía positiva burguesa
del deporte, que adoptaron estadistas, políticos e ideólogos de toda laya, todos ellos
unánimes en considerar el deporte como excelso medio de integración de la agresividad
social, así como en destacar el papel pedagógico que podía desempeñar como forma de
competición simbólica. El máximo difusor de esta ideología fue el aristócrata francés
Pierre de Coubertin (1863-1937). Si Inglaterra fue la cuna del deporte de competición y
rendimiento, y Alemania impulsó una gimnástica que giraba en torno a la disciplina
normativo-estética, la aportación específica de Francia a la génesis del deporte moderno
consistirá en rodearlo de una aureola ideológica que lo convierte en encarnación de los
valores democráticos, artífice de la concordia universal y heraldo de la paz entre las
naciones.
Hasta ese momento había prevalecido en Francia un concepto de la educación
física opuesto al inglés, basado en la gimnasia, cuyos métodos, «demasiado rígidos»,
según Coubertin, tenían que ser desplazados por el deporte para «liberar la energía que
Francia necesita para ser conquistadora» [International Pierre de Coubertin Committee
1969: 3]. El barón declaró la guerra al lema mens sana in corpore sano, que consideraba
La actitud más bien contemplativa y complaciente ante la difusión del deporte entre la clase obrera por
parte del sector «reformista» del movimiento obrero, unida a la ausencia de toda crítica seria por parte de
su sector «revolucionario», corroboran el punto de vista de quienes sostienen que «el movimiento obrero
no fracasó. Al contrario, cumplió muy bien su verdadera tarea: la de asegurar la integración de los obreros
en la sociedad burguesa.» [A. Jappe 2003:108-109]
11 Acerca de la alienación de la crítica social en práctica especializada y dominación de una perspectiva
chatamente politicista sobre la vida cotidiana, Karl Korsch señaló en 1938: «Marx, desde el principio
hasta el fin, definió su concepto de clase en términos en última instancia políticos, y en los hechos —si no
en las palabras— subordinó las numerosas actividades desarrolladas por las masas en su lucha cotidiana a
las actividades que los líderes políticos realizan en interés de dichas masas.» [K. Korsch 1940: 115-119]
10
64
como «una simple instrucción higiénica, que se basa, como el resto de instrucciones
similares, en la adoración de la mesura, en el comedimiento, la aurea mediocritas…» [L.
Simonović 2004] y negó de forma rotunda que el propósito fundamental del deporte
fuera el cultivo de la salud física y mental. La definición canónica que Coubertin dio del
deporte en su Pédagogie Sportive es ésta:
El deporte es un culto habitual y voluntario del ejercicio muscular intensivo, apoyado en el
deseo de progreso y pudiendo llegar hasta el riesgo. Así pues, cinco conceptos: iniciativa,
persistencia, intensidad, búsqueda de la perfección, aceptación de posibles riesgos. Estos
cinco conceptos son cruciales y básicos. [P. Coubertin 1934: 7]
Desde un punto de vista general, Coubertin consideraba que la difusión del deporte
se inscribía en una labor de propaganda universal destinada a imponer una visión
liberal y positivista del mundo; como objetivo concreto y urgente, sin embargo, el barón
se proponía la regeneración física de la juventud burguesa de Francia (cuya formación
veía abandonada al «intelectualismo») para forjar los líderes que la Tercera República
francesa necesitaba para emprender con éxito una campaña de expansión imperialista.
Al tener conocimiento de la pedagogía deportiva elaborada por el clérigo Thomas
Arnold en la escuela de Rugby, que visitó en 1883, Coubertin creyó haber hallado el
modelo de reforma pedagógica que andaba buscando. No obstante, aunque el
«andamiaje ético» de la deportividad inglesa le inspiraba una enorme admiración, ésta
palidecía en comparación con la fascinación que ejercía sobre él el poderío del Imperio
británico. El barón estaba convencido de que la clave de la supremacía británica
estribaba en la formación deportiva de sus élites, y consideraba que ésta era responsable
de la producción de actitudes, gentes y líderes distintos a los del resto del mundo
civilizado. La observación del duque de Wellington, según la cual la victoria de Waterloo
se había forjado en los campos de juego de Eton, reflejaba, en su opinión, el hecho de
que en aquel entonces los británicos parecían capaces de trabajar en pro de metas
comunes con un «espíritu de equipo» del que carecían otras naciones.
Todos los indicios apuntan, pues, a que las raíces de la pasión deportiva de
Coubertin fueron todo menos «filantrópicas y desinteresadas». Se sabe que cuando
todavía era un niño, el barón quedó tan traumatizado por la derrota de Francia en la
guerra francoprusiana de 1870 como por su consecuencia inmediata: la proclamación de
la Comuna por parte del proletariado parisino y el consiguiente pánico que despertó
entre sus mayores el incendio de la ciudad, hecho al que «asistió en calidad de
espectador aterrorizado desde las ventanas del castillo de Saint-Rémy-lès-Chevreuse»
[Y-P. Boulongne 1998: 5]12. («Estalló la insurrección comunista en París, lo que colmó la
medida de nuestras desgracias. Pese a las tentativas realizadas por dar a este
movimiento un carácter socialista y humanitario que no tuvo jamás, el tiempo, que
atenúa tantas cosas, no ha reducido en nada los horrores de los sombríos recuerdos de
1871. El asesinato de Leconte y de Clément Thomas, el segundo sitio de París, las orgías
y las bufonadas de la Comuna, recorrieron Francia como una pesadilla.» [P. Coubertin,
En cambio, Joseph Charlemont, uno de los máximos exponentes de la savate (también conocida como
boxe française), tuvo que refugiarse en Bélgica hasta 1879 por haber sido miembro activo de la Comuna.
12
65
L’Évolution
française
sous
la
Troisième
République,
http://www.solest.com/index.php?id=503]. Durante toda su vida, Pierre de Coubertin
no sólo fue un reformador liberal, un defensor del colonialismo y un positivista muy
convencido, sino también un enemigo declarado y militante de los movimientos
socialistas y libertarios. Según Jean-Marie Brohm, pionero de la crítica radical del
deporte, Coubertin «es uno de los pensadores burgueses más consecuentes, donde todos
los medios son buenos para inculcar al proletariado el sentido del orden, de la sumisión
y de la disciplina» [M. A. Betancor León, A. S. Almeida Aguiar 2002: 3].
El barón no concibió jamás los Juegos Olímpicos «restaurados» estrictamente
como una «ceremonia consagrada a la paz», sino como una «tregua sagrada» entre las
naciones «civilizadas» durante la que éstas dejarían temporalmente de lado su lucha por
la supremacía mundial para rendir homenaje al espíritu de conquista que en su opinión
regía el mundo. El movimiento olímpico moderno no surgió de la confluencia fraternal y
bienintencionada de unas hipotéticas fuerzas «progresistas» y «humanistas» deseosas
de promover el entendimiento y la buena voluntad entre los pueblos, sino como un
proyecto de integración espiritual de las élites aristocráticas, capitalistas y militares de
las principales potencias de Occidente, hermanadas por la voluntad de acceder a fuentes
de materias primas vírgenes, explotar reservas de mano de obra barata y conquistar
nuevos mercados. En otras palabras, «lo que permitió al proyecto olímpico de Coubertin
levantar el vuelo y acabar convirtiéndose en potencia espiritual global fue su condición
de guirnalda ideológica de la era del imperialismo» [L. Simonović 2004]. A ese respecto
el «gran humanista» fue de un racismo (y de un cinismo) muy elocuentes:
Sostener que nadie tiene derecho a emprender la europeización de otros pueblos, que las
religiones étnicas tienen el mismo valor que la religión cristiana, que el miembro de la raza
negra o amarilla difiere del hombre blanco, pero que como hombre tiene idéntico valor…
todo eso son bonitos sofismas, cuya validez se defiende en los salones para fumadores, pero
que carecen de todo valor y de toda eficacia: representan una paradoja asociada a una
decadencia, y aunque por un instante puedan hacernos esbozar una sonrisa, jamás deben ser
adoptados como norma de conducta [Y-P. Boulongne 1998:125].
En su cruzada por entronizar el deporte y el activismo agonal irreflexivo como pilar
estratégico de la defensa y la consolidación de la moderna sociedad burguesa, hay que
reconocer que el «divino barón» supo adaptarse con gran versatilidad a la coyuntura
política de cada momento. Al comienzo de su «epopeya», Coubertin pretendía sobre
todo transformar el olimpismo en un medio para militarizar a la burguesía europea
(sobre todo la francesa) y exhortarla a conquistar Asia y África a sangre y fuego. Después
tuvo que aceptar que esta ambición pecaba de poco realista, y a la luz de la experiencia
colonial británica (sobre todo en la India), optó por presentar el deporte como un
«medio inteligente y eficaz» para lograr que los pueblos subyugados por Occidente
renunciasen a la lucha contra sus colonizadores e interiorizaran el orden social que éstos
les habían impuesto. En efecto, el barón creía firmemente que —a diferencia de los
juegos tradicionales de los pueblos africanos y asiáticos— sólo los deportes occidentales
eran actividades civilizatorias. De ahí que, en principio, fuese partidario de difundir en
66
las colonias los «beneficios de la civilización atlética», como un aspecto más de la
«misión civilizadora» emprendida por el Occidente europeo.
Ahora bien, ante la eventualidad de que el deporte pudiera convertirse en medio
involuntario de desmentir el mito de la superioridad de la raza blanca, Coubertin se
mostró cauto. No abogó por difundir a toda costa el deporte entre las «razas inferiores»,
sino sólo en los casos en los que la «raza superior» pudiera utilizarlo para afianzar su
dominio, por lo que recomendaba a las autoridades coloniales que sólo permitiesen a los
«nativos» tomar parte en los deportes menos tendentes a exacerbar los sentimientos
nacionalistas.
En cualquier caso, el barón consideraba la derrota en el terreno deportivo como un
mal menor, un contratiempo táctico que podía resultar imprescindible para alcanzar el
objetivo estratégico: canalizar los deseos de emancipación de las «razas inferiores» de
forma que éstas quedasen integradas en el orden colonial global. La rivalidad deportiva
entre colonizados y colonizadores podía servir, en caso de necesidad, para «compensar»
a los primeros por renunciar a sacudirse el yugo de los segundos. Así pues, Coubertin no
dudará en abrir las puertas de su «república deportiva» a los oprimidos, sobre todo en
momentos críticos para el orden establecido:
Lo que hace que la desigualdad sea insoportable para aquellos que la sufren es, sobre todo, su
tendencia a perpetuar la injusticia; y los hombres se levantan contra ella a causa de su doble
carácter permanente e injustificada. Si fuera pasajera y estuviera justificada, no tendría
enemigos. Ahora bien, fijémonos en que si en otros campos es casi imposible establecer
condiciones semejantes, en la república deportiva se imponen por sí mismas. [P. Coubertin
«Lo que podemos pedir ahora al deporte», conferencia pronunciada el 24 de febrero de 1918
en la Asociación de Helenos Liberales de Lausanne. Citado por L. Simonović 2004]
La consecuencia más intrascendente y más efímera que tuvo el contacto de
Coubertin con el sport británico fue su adopción del concepto aristocrático-burgués del
amateurismo, que se esforzó por difundir universalmente a partir de los Juegos
Olímpicos de Atenas en 1896. («El deporte produce una élite más proclive a los valores
jerárquicos propios de la aristocracia», escribiría en Pédagogie sportive). No obstante,
años más tarde, en una entrevista publicada por el periódico deportivo francés L’Auto
poco después de las Olimpiadas de 1936, el barón se disoció de dicha noción y declaró
de forma un tanto críptica que él jamás había sido un defensor del amateurismo, al que
calificó de «estúpida concepción inglesa aplicable sólo a unos pocos millonarios», sino
única y exclusivamente del «espíritu deportivo». [W. J. Murray 1998: 53]
Ya desde los comienzos de la elaboración del discurso del amateurismo, las clases
dominantes habían adoptado la noción del fair play («juego limpio») como baluarte
ideológico. Este código moral, que sublima los presuntos valores y virtudes de la
aristocracia, fue el que Coubertin quiso asociar al espíritu de tregua de los Juegos
Olímpicos de la Antigüedad. He ahí su gran innovación: convertir el fair play en velo
pudibundo de la jungla capitalista. Así pues, de acuerdo con la ideología del olimpismo,
el «juego limpio» representa una forma de entendimiento y lealtad en la competición
que da paso a la distensión, la convivencia y la cooperación entre los pueblos, cuando la
prosaica realidad de los hechos es que el fetiche del «juego limpio» constituye un
67
elemento fundamental a la hora de interiorizar reglas y decisiones dictadas por
instancias abstractas y ajenas dentro y fuera del terreno de juego. Fair play es sinónimo
de «paz social»:
Vemos que la desigualdad deportiva se basa en la justicia, pues el individuo debe el éxito que
obtiene a sus cualidades naturales, potenciadas por su esfuerzo voluntario. […] Todos estos
son datos interesantes para la democracia. […] La autoridad deportiva es debida
forzosamente al mérito reconocido y aceptado. Un capitán de fútbol, un patrón de trainera,
escogidos por causas distintas de su valor técnico, comprometen el éxito del equipo. Por otro
lado, si una presión mal calculada pesa sobre cada miembro del equipo y restringe
completamente su libertad individual, los compañeros se resienten del nefasto efecto. Así
pues, la lección consciente, la necesidad del mando, del control, de la unión, se afirma a los
ojos del deportista, mientras la naturaleza misma de la camaradería que le rodea, le obliga a
ver en sus compañeros a colaboradores y rivales al mismo tiempo, lo que, desde el punto de
vista filosófico, aparece como el principio ideal de toda sociedad democrática.
Si a todo esto añadimos que la práctica del deporte crea una atmósfera de absoluta
sinceridad, por la simple razón de que es imposible falsear sus resultados, más o menos
puntuables y cuyo control por parte de todos le da su único valor (ningún provecho sacará el
deportista de la trampa consigo mismo), llegamos a la conclusión de que la pequeña
república deportiva es una especie de miniatura del Estado democrático ideal. [P. Coubertin,
en N. Müller 2000]
Otra de las muchas distorsiones ideológicas perpetradas por Coubertin y que sin
duda hubiera escandalizado a los griegos de la Antigüedad, cuya meta era siempre
vencer y sobresalir entre los demás y que no reconocían más que a un vencedor, fue la
adopción del lema: «lo importante en la vida no es el triunfo sino el combate; lo esencial
no es haber vencido, sino haber luchado bien», supuestamente pronunciadas por el
obispo de Pensilvania en St. Paul’s Cathedral en el transcurso de una misa dedicada a
los Juegos Olímpicos de Londres en 1908 y que Coubertin adoptó como lema propio13.
El eslogan «lo importante no es ganar sino participar» se adaptaba muy bien, sin
embargo, a las exigencias de la era del imperialismo. En el momento en que las reglas de
la libre competencia daban paso a una lucha implacable por eliminar al competidor por
todos los medios y se trataba más bien de aniquilar a éste que de invitarle gentilmente a
«participar» en el reparto de las colonias (cuyos habitantes, por otra parte, no estaban
invitados a participar de ninguna manera) era imperativo para la burguesía imperialista
de cada nación asociar simbólicamente a «su» clase trabajadora a la misión imperial.
Además de acostumbrarse a ser los primeros en el «arte de perder» en lo tocante a sus
propios objetivos de clase, los trabajadores debían aprender a considerar «suyas» las
Ya que hablamos de lemas tomados en préstamo al clero, es inexcusable mencionar al padre dominico y
reformador pedagógico Henri Didon, amigo y confidente de Coubertin y autor del lema citius, fortius,
altius. En el Congreso Olímpico de Le Havre (1897), Didon arremetió contra los que consideraba
«adversarios del deporte», a los que clasificó como «pasivos» (colgándoles, además, el sambenito de
«eternos reaccionarios»), «afectivos» (epíteto que dedicó a las mujeres en general, y a las madres en
particular) e «intelectuales». Además de advertir a las damas presentes en el auditorio de que los niños
nacen perezosos y cobardes, este humilde servidor del Altísimo se jactó de no leer novelas (insinuando
que afeminaban) y dirigió a su auditorio un discurso de tintes más nietzscheanos que cristianos: «No
olviden nunca que las personas combativas son fuertes y que los fuertes son buenos. Los perezosos, sin
embargo, son astutos y débiles, y los débiles son peligrosos porque son traicioneros.»
13
68
victorias de sus explotadores. De ahí que la ideología del olimpismo amalgamase los
rasgos rituales y aglutinadores de las Olimpiadas griegas con la principal característica
de los espectáculos romanos de gladiadores: la reducción de las «masas» a la pasividad.
Así pues, Coubertin era perfectamente consciente de estar elaborando una
ideología destinada tanto a facilitar el ejercicio del poder por parte de las élites como a
apaciguar y narcotizar a los explotados de la metrópoli y de las colonias. Al mismo
tiempo, el olimpismo aspiraba no sólo a convertirse en la máxima potencia «espiritual»
del mundo contemporáneo, sino también a eliminar o relegar a un segundo plano
cualquier otra manifestación ideológica o religiosa. El proyecto de Coubertin, mucho
más ambicioso que el «cristianismo muscular» anglosajón, no contempla la existencia
de ningún más allá del orden establecido, que se convierte, por tanto, en encarnación
del único mundo ideal al que es lícito aspirar. Lejos de fomentar la religiosidad cristiana
entre la juventud burguesa, Coubertin pretendía desarraigarla y reemplazarla por un
positivismo fanático, meta suprema de su «pedagogía utilitaria» y fundamento de su
religio athletae 14 . No es casualidad que Coubertin reiterase una y otra vez que
consideraba su credo olímpico ante todo como un «culto al mundo existente»15. En esta
nueva fe, la asistencia a la iglesia sería reemplazada por la asistencia al estadio, y el
lugar de la vida ascética y las oraciones lo ocuparían el ejercicio físico y las
competiciones deportivas. Si el barón insistía en la superioridad del cristianismo
respecto de otras religiones, era sólo porque aspiraba a establecer una alianza
estratégica entre el movimiento olímpico y la Iglesia católica en una cruzada común
contra el patrimonio cultural de los «pueblos de color».
Así pues, en la «república deportiva» el criterio de la integración social no radica
en la adopción explícita de determinados principios y puntos de vista, sino en un
activismo físico beligerante, automático y «espontáneo», guiado por un «conocimiento»
del mundo que se reduce a la experiencia de la lucha por la «victoria» y unas relaciones
entre seres humanos gobernadas por el principio bellum omnium contra omnes.
Puesto que según Coubertin las comunidades humanas se rigen por la «ley del más
fuerte», el crisol donde se forja el carácter de un «ciudadano modelo» (al que hay que
dotar de las formas de expresión física correspondientes) no puede ser otro que la
«guerra de todos contra todos» 16 . Y dado que su «pedagogía utilitaria» tenía como
En la entrevista que concedió al diario deportivo L’Auto después de las Olimpiadas de Berlín (1936),
Coubertin no ocultó el regocijo que le había producido la condena del «paganismo» de la XIª Olimpiada
pronunciada por el Vaticano. [W. J. Murray 1998:53]
15 Otro célebre presidente del COI, Avery Brundage, añadiría años más tarde que se trataba de una
religión «moderna, excitante, viril y dinámica». [A. Krüger 1993: 53]
16 «Según Coubertin, el “deporte” griego contenía algo que no existía en la Edad Media ni en la Edad
Moderna, y que tiene una importancia social y científica primordial. Se trata del postulado siguiente: “El
hombre no está compuesto por dos partes, el cuerpo y el alma, sino por tres: el cuerpo, la mente y el
carácter. No es la mente la que forma el carácter, sino ante todo el cuerpo.” Esta es una de las enseñanzas
más desastrosas de la “pedagogía utilitaria” de Coubertin […], pues aísla el ejercicio físico de la esfera de
la cultura y lo reduce a un instrumento para el desarrollo de un carácter fanático y beligerante. Coubertin
despoja al cuerpo de sus propiedades naturales básicas y lo reduce a un objeto de manipulación y
explotación; el alma pierde su carácter divino y se convierte en la herramienta mediante la cual el orden
dominante controla el cuerpo del hombre y el espíritu se convierte en otro nombre para el carácter.» [L.
Simonović 2004]
14
69
puntal a un varón burgués elitista e individualista, siempre antepuso los deportes
individuales a los deportes de equipo, si bien es posible que su menosprecio por éstos
últimos tuviera que ver con el hecho de que el «récord» (uno de los sacramentos
fundamentales de la religio athletae) no desempeñara papel alguno en ellos. En
cualquier caso, esta predilección delata el sesgo aristocrático-reaccionario de la
concepción coubertiniana, pues en aquella misma época la burguesía inglesa ya ponía el
acento en los deportes de equipo y los prejuicios contra el deporte femenino
comenzaban a retroceder.
Con respecto a esto último, hay que decir que Coubertin se opuso fanáticamente
durante toda su vida a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres y a la presencia
de éstas últimas en la esfera pública. En 1912, a la vez que definía la esencia del
olimpismo como «la exaltación solemne y periódica del atletismo masculino, con el
internacionalismo como base, la lealtad como medio, el arte como telón de fondo y el
aplauso femenino como recompensa», el COI prohibió formalmente la participación de
mujeres en las Olimpiadas. Durante la 17ª sesión del COI, celebrada en 1914, los
delegados australiano y sudafricano propusieron que se les permitiera participar en las
pruebas de tenis, natación, patinaje y esgrima. Coubertin, furioso ante el poder de las
federaciones, que amenazaba con echar a perder «sus» Juegos, se declaró dispuesto a
dimitir si quedaba en minoría durante la votación, y propuso que el delegado
australiano presidiera la sesión e incluso el mismo COI, si así lo decidían los presentes.
Muchos años después, el COI siguió resistiéndose con uñas y dientes al atletismo
femenino, excepción hecha de un puñado de pruebas «apropiadas» situadas al margen
del programa oficial17. Precisamente en relación con una polémica surgida en torno a los
deportes de equipo, que insistía en seguir calificando de «secundarios», Coubertin
admitió a regañadientes la posibilidad de celebrar, junto a ellos y en caso
imprescindible, las pruebas femeninas:
De lo que acabo de exponer se debe concluir que el auténtico héroe olímpico es, a mi
entender, el adulto masculino individual. ¿Debemos, pues, excluir los deportes de equipo?
[…] Personalmente no apruebo la participación de mujeres en competiciones públicas, lo que
no quiere decir que deban abstenerse de practicar un gran número de deportes, a condición
de que no se conviertan a sí mismas en un espectáculo. Su papel en los Juegos Olímpicos
debería ser, esencialmente, como en los antiguos torneos, el de coronar a los vencedores. [YP. Boulongne 2000: 24]
Ahora bien, así como la doctrina democrático-liberal se mostró capaz de
evolucionar sin dejar de seguir siendo esencialmente la misma y durante mucho tiempo
excluyó tanto a la clase trabajadora como a las mujeres, la doctrina olímpica, conforme a
su esencia supraclasista e integradora, acabó por atraer a su órbita espiritual no sólo a la
En las Olimpiadas de Ámsterdam (1928), el COI se vio obligado a dar entrada al atletismo femenino en
cien metros lisos, salto de altura y ochocientos metros. En esta última prueba, varias atletas cayeron
exhaustas al llegar a la meta, lo que vino de perillas al COI para eliminar dicha prueba del programa
olímpico alegando informes médicos que aseguraban que las carreras de más de doscientos metros
provocaban en las mujeres un «envejecimiento prematuro irreversible». El resultado fue que la prueba de
los ochocientos metros femeninos tardó treinta y dos años en volver a celebrarse.
17
70
clase trabajadora y a los «pueblos de color», sino también a las mujeres, mal que le
pesase a su fundador.
En definitiva, en la concepción de Coubertin, si bien se mira, el deporte ya se
perfila como vehículo privilegiado de armonización espectacular de la contradicción
entre igualdad de oportunidades y desigualdad social. Éste puede y debe triunfar allí
donde la mentira política, jurídica y económica fracasen. El deporte y el discurso
democrático van a confluir, por tanto, en el cumplimiento de una misión ideológica de
trascendencia universal: encauzar y contener las tensiones sociales engendradas por la
modernidad capitalista. Por supuesto, sería perfectamente legítimo invertir la
perspectiva y considerar que el objetivo último del discurso democrático moderno no es
otro que la deportivización permanente del conflicto social.
***
Frente al deporte anglosajón, centrado en la producción competitiva de
rendimiento cuantificable, la gimnástica moderna cultivará el fetichismo de la norma y
de la perfección estética. En este caso no se trata de generar resultados cuantificables ni
récords, sino de asimilar y ejecutar de forma precisa y «correcta» determinados
movimientos, de someter a los cuerpos a una disciplina basada en la adaptación a una
norma de ejecución y de convertir la corrección y regulación de dichos movimientos en
eje del entrenamiento. Si el deporte competitivo fetichizaba el rendimiento, la gimnasia
normativa haría lo propio con el movimiento corporal, diseccionándolo analíticamente
por fragmentos y organizándolo en «sistemas» gimnásticos animados por criterios
estéticos o fisiológico-anatómicos.
Si el deporte británico fue el máximo representante del fetichismo productivo y se
convirtió en tendencia dominante en el transcurso del siglo XX, el fetichismo de la
norma arraiga desde fines del siglo XVIII en las gimnasias sueca, alemana y eslovaca.
Pese a que durante cierto tiempo pasaron por modelos radicalmente opuestos al deporte
competitivo de corte británico, compartieron con él la atención meticulosa y obsesiva
por la precisión de medidas y normas. Los seguidores de las escuelas gimnásticas
centroeuropeas se resistieron encarnizadamente al deporte de competición y las
secuelas que llevaba aparejadas, como la tendencia al espectáculo y el profesionalismo.
El máximo adversario del sport inglés será el movimiento de los Turner alemanes, que
tachará al primero de utilitario, individualista y materialista. De hecho, la resistencia del
movimiento gimnástico alemán, por motivos nacionalistas en general y antibritánicos
en particular, obstaculizó durante mucho tiempo el avance del deporte profesional en
Alemania. Cierto es que no todo el mundo permaneció al margen del deporte de corte
anglosajón, que gozó muy pronto de gran aceptación entre aristócratas, militares e
intelectuales burgueses, y que acabó integrándose plenamente en la sociedad germana
durante el nazismo.
Sin embargo, no puede decirse que el entrenamiento gimnástico-normativo fuera
una «alternativa» o una forma de oposición a los modernos deportes de rendimiento,
como han sostenido en ocasiones tanto los ideólogos de la gimnasia como los
entusiastas del deporte competitivo, sino una manifestación particular, acaso menos
71
desarrollada, de un mismo proceso. La disciplina de la norma se introdujo en el deporte
de rendimiento como procedimiento auxiliar dentro del entrenamiento con el fin de
maximizar los resultados. Esto permitió al entrenamiento normativo conservar en
mayor o menor medida su independencia y contribuir a definir una sociabilidad
deportiva cuya esencia pedagógica residía en la obediencia a las reglas y normas.
Las grandes escuelas gimnásticas europeas se sistematizaron en el transcurso del
siglo XIX. Las escuelas alemana y francesa, de marcadas connotaciones militares, se
caracterizarán por el uso de aparatos, la tendencia al acrobatismo y al esfuerzo muscular
intenso. Por el contrario, los ejercicios de la escuela sueca podían ser practicados por
todo tipo de personas, al exigir menos potencia muscular y basarse en movimientos más
naturales. En sus orígenes, todos los sistemas gimnástico-normativos, sin embargo,
estuvieron impregnados de una ideología nacionalpatriótica que arraigó profundamente
en unas poblaciones oprimidas, desarraigadas y frustradas.
La escuela sueca nació a la sombra de la derrota militar de este país ante Rusia en
1809, y tiene como fundador a Per-Henrik Ling (1776-1839). Considerado como «padre
de la gimnasia sueca», en 1813 Ling se instaló en Estocolmo, reclamado por sus amigos
de la Liga Gótica para luchar por una Escandinavia unida. El principal acicate de su
labor pedagógica fue un encendido amor a la patria, lo que le valió ser distinguido y
protegido por la familia real sueca y le permitió fundar ese mismo año el Real Instituto
Central de Gimnasia. El rey Carlos XIV obligó a los oficiales de su ejército a seguir los
cursos de esgrima de Ling, cuyos métodos se convirtieron posteriormente en
obligatorios para todo lo relacionado con la preparación militar.
El sistema de Ling se basaba en ejercicios lentos y medidos, en una disciplina
colectiva y en la ausencia de aparatos gimnásticos. Los distintos grupos musculares se
trabajaban por separado mediante la repetición rítmica de series de ejercicios. Al no
establecer grados diferenciados de ejecución basados en la fuerza y destreza de los
practicantes y preconizar una educación física basada en movimientos de fácil
asimilación, Ling «democratizó» la gimnasia ideando un método para que los alumnos
se ejercitaran en cada una de las cuatro fases de su programa: gimnasia higiénica, que
corresponde al concepto actual de educación física; gimnasia militar, asociada a sobre
todo al aprendizaje de la esgrima; gimnasia estética, destinada a la práctica del ballet, la
danza y los bailes populares suecos; y gimnasia médica, pues sus conocimientos de
medicina le permitieron incorporar la anatomía y la fisiología a la enseñanza de su
sistema.
La escuela francesa tuvo como pionero al militar español Francisco Amorós (17701848), en quien influyeron no sólo los autores clásicos griegos y romanos, sino también
pensadores ilustrados como Montesquieu, Voltaire, Pestalozzzi y Rousseau, sobre todo
este último, en quien se inspiró para formular la base teórica de su sistema gimnásticomoral. En 1830, Amorós plasmó su método en el Manual de educación física,
gimnástica y moral, cuyo propósito explica así:
La gimnasia comprende la práctica de todos los ejercicios que hacen al hombre más valeroso,
más intrépido, más inteligente, más sensible, más fuerte, más trabajador, más hábil, más
veloz, más dócil, más ágil, y que nos disponen para resistir la intemperie de las estaciones,
todas las variaciones del clima, a soportar todas las privaciones y contrariedades de la vida, a
72
vencer todas las dificultades, a triunfar de todos los peligros y de todos los obstáculos, y
finalmente a servir al Estado y a la humanidad. [J. Le Floc’hmoan 1965: 143]
Bajo el reinado de Luis XVIII, Amorós se encargó de la inspección de todos los
gimnasios militares de Francia. En 1819, fundó en París la Escuela Normal de Gimnasia
Civil y Militar. Su método consistía en una modificación de la gimnástica de aparatos de
Friedrich Jahn, basado en barras horizontales y verticales, cuerdas, tablas y trapecios.
La sucesión y alternancia de los ejercicios se desarrollaba de modo que los movimientos
pudieran analizarse mediante tablas comparativas que permitiesen calcular el
rendimiento muscular y comparar su evolución de forma regular. Sin embargo, la
profusión de aparatos y la extrema dificultad de los ejercicios acrobáticos dificultaron la
popularización del método de Amorós, por lo que la monarquía burguesa del rey Luis
Felipe dejó de apoyarle y cerró su Escuela de Gimnasia en 1837.
El movimiento gimnástico promovido por el coronel español sobrevivió en la
escuela militar de Joinville, que abrió sus puertas en 1852, el mismo año en que
Napoleón III se proclama emperador. Los fundadores de la escuela adoptaron
inicialmente el método de Amorós y volvieron a utilizar los aparatos y los principios de
su maestro. Posteriormente, a principios del nuevo siglo, la escuela optó por el sistema
sueco, hasta que el método de Amorós volvió a adquirir actualidad tras la aprobación del
nuevo reglamento militar en 1910, bajo el nombre de «gimnasia de aplicación». Todo
cambió poco después bajo la dirección del ex oficial de marina Georges Hébert,
discípulo de Amorós, que con su «método natural» transformó la Escuela de Joinville en
un centro de formación de instructores de educación física tanto militar como civil.
El método de Hébert, opuesto tanto a la gimnasia sueca como al sistema de
Amorós, se compone únicamente de «movimientos naturales», es decir, los que se
realizan al caminar, correr, saltar, lanzar, trepar, nadar, luchar, de forma que se
ejerciten más y mejor todas las partes del cuerpo. No quiso saber nada del deporte ni
mucho menos del empleo de aparatos, lo que le granjeó la animadversión de las
federaciones deportivas y de las asociaciones gimnásticas francesas. Con todo, tuvo
muchos partidarios e introdujo la «gimnasia natural» no sólo en el ejército, sino
también en las escuelas. Después de los Juegos Interaliados de 1919, Joinville se
convirtió en el centro de entrenamiento de los atletas de élite franceses.
Las sociedades gimnásticas brotaron como hongos a raíz de la derrota francesa
ante Prusia y del sangriento aplastamiento de la Comuna de París en 1871. Integradas en
un «gran movimiento para fortalecer a la juventud francesa», las sociedades
gimnásticas burguesas, ya constituidas en la década de 1860, siguieron el modelo de los
Turner alemanes. Los estatutos de una de estas primeras asociaciones confirman su
orientación chovinista: «desarrollar la fuerza corporal, formar el corazón y educar para
la patria a hijos dignos de ella» [G. Vigarello, A Corbin, J.J. Courtine 2006:344]. En
1870 se publicó la obra de Lermusiaux y Tavernier, Pour la Patrie, fiel reflejo de la ola
de patriotismo que recorría Francia de cabo a rabo:
La nefasta guerra [...] no ha sido la menor de las causas que han determinado la fundación de
numerosas sociedades de tiro y gimnasia, que se podrían calificar sin ninguna pretensión
como asociaciones de salvaguardia [...] ¿Acaso no debemos facilitar a nuestros hijos los
73
comienzos del servicio militar que les espera a los veintiún años, con la práctica del tiro y la
gimnasia?, ¿Acaso las sociedades de tiro y gimnasia no son los planteles de donde saldrán ya
formados los soldados del mañana? [J. Le Floc’hmoan 1965:165]
Como puede apreciarse, se trata de una tendencia manifiestamente ligada a la
«regeneración nacional» y de la que el gobierno francés se sirvió para militarizar a la
juventud. Los nombres de muchos de los clubes de gimnasia creados en Francia tras la
derrota de 1870, como La Revanche, La Patriote, La Régénératice France, reflejaban
tanto el sentimiento revanchista como el temor a una nueva derrota a manos de los
alemanes. Por lo demás, el Estado francés colaboró también en la fundación de
sociedades de tipo militar (cuyo número aumentó de manera vertiginosa, pasando de
nueve en 1873 a más de ochocientas en 1899) como la Union des Sociétés de
Gymnastique de France (1873), que aglutinaba a muchos grupos gimnásticos de París y
el norte del país. Asociaciones como la Union des Sociétés de Tir de France (1886), o La
Vaillante (1889) de Périgueux, se fijaron como objetivo «incrementar las fuerzas
defensivas del país mediante el favorecimiento del desarrollo de fuerzas físicas y
morales a través del empleo racional de la gimnasia, la práctica del tiro, la natación». [G.
Vigarello, A Corbin, J.J. Courtine 2006:344] La primera de estas sociedades era de corte
militar, chovinista y hostil al sport inglés. Cuando Coubertin propuso a sus responsables
la idea de los Juegos Olímpicos, éstos le repusieron que jamás aceptarían un encuentro
con los alemanes en el mismo terreno.
Otra de las consecuencias del trauma de la derrota y de la subsiguiente voluntad de
«regeneración nacional» de la Tercera República fue el estallido de una verdadera
epidemia obsesiva de «revirilización». La Ligue Française de la Moralité, por ejemplo,
ensalzaba a los hombres con una descendencia abundante calificándoles de abnegados
patriotas y fustigaba sin piedad a quienes no tenían hijos como a un hatajo de
impotentes, cobardes, antipatriotas, enfermos e «invertidos». De hecho, según un
estudio publicado en 1894 por Georges de Saint-Paul bajo el pseudónimo «Dr. Laupts»18
una de las claves de la degeneración de la nación francesa residía en la proliferación de
estos últimos, a los que calificaba de «caprichosos, vanidosos, cobardes, envidiosos,
vengativos y susceptibles».
Lo verdaderamente curioso, sin embargo, es que esta exhortación a «revirilizarse»
mediante la práctica de la gimnasia y de los deportes desembocó en una paradójica
confluencia entre el modelo de masculinidad que aspiraban a entronizar los natalistas
patrióticos («Sólo los varones más fuertes y bellos podrán fertilizar a la raza más
poderosa y generar un futuro glorioso y fecundo para la nación», proclamaban las
columnas de la revista La culture physique) y los defensores del arquetipo de
homosexualidad viril «clásica» preconizado en aquel entonces por literatos como André
18
Dr. Laupts, Le troisième sexe en France, Archives d’anthropologie criminelle, 1894. Citado por Fay
Brauer, “Bulging buttocks”: Picturing Virile Homosexuality and the ‘Manly Man’”, en Masculinities:
Gender, Art and Popular Culture, Ian Potter Centre, E-Publications, Melbourne, noviembre 2004 (s. n.).
74
Gide, quien rechazó de plano en su Corydon la falaz equiparación del homosexual con el
estereotipo del «afeminado», enfermizo y físicamente degenerado:
No conozco opinión más falsa y sin embargo tan difundida, que aquella que considera la
conducta homosexual y la pederastia como la lamentable suerte de razas afeminadas, de
pueblos decadentes. [F. Brauer 2004:4]
A decir verdad, Gide fue mucho más lejos, ya que sostuvo expresamente que si
Francia imitaba a la Grecia antigua y toleraba una homosexualidad «viril», contribuiría
a fomentar una natalidad saludable capaz de regenerar a la «raza». En cualquier caso,
no deja de ser curioso que se constituyera un «frente único» de facto entre natalistas y
homosexuales «clasicistas», unidos por la fobia contra los «afeminados» y la apología
de la regeneración del cuerpo masculino mediante la gimnasia y los deportes.
En Alemania la gimnástica se inicia con Guts Muths, autor de Gymnastik für die
Jugend («Gimnasia para la juventud») (1793), libro que se tradujo muy pronto a otros
idiomas y dio el pistoletazo de salida al movimiento cuyo relevo tomaron los llamados
«padres de la gimnasia»: Ling, Amorós y Jahn. En el sistema pedagógico de Muths, que
hacía especial hincapié en ejercicios en los que imperaran el orden, la eficacia y la
obediencia ciega, ya se perfilan los rasgos nacionalpatrióticos que van a caracterizar a la
escuela alemana de gimnasia. El objetivo filantrópico de este programa era suprimir por
completo los juegos infantiles tradicionales, pues Muths consideraba que pertenecían a
un pasado obsoleto y que había que ocupar todo el tiempo de los niños con actividades
ininterrumpidas: diez horas de educación física al día por una de estudio a los siete
años, cuatro horas de los siete a los quince años y tres para los adultos. Muths proyectó
además unas tablas donde se registraban semanalmente las marcas obtenidas por los
alumnos en carreras, natación y salto, que utilizaba para alabar y otorgar premios a los
mejor clasificados, mientras que a los perdedores los castigaba y avergonzaba haciendo
públicos sus nombres en el boletín de la escuela.
La conciencia nacional alemana fue tomando cuerpo al calor de las guerras de
liberación contra Napoleón. Por toda Alemania comenzaron a crearse sociedades
patrióticas, pero las más numerosas fueron las asociaciones gimnásticas, las de coros y
las sociedades de tiro. En su obra Deutsches Volkstum («Nacionalidad alemana»),
escrita en 1809, Friedrich Ludwig Jahn (1778-1852), el fundador de la escuela alemana
de gimnasia, se declara partidario de una Gran Alemania y de una juventud fuerte al
servicio del Estado. La formación de la Turnbewegung, movimiento de carácter
nacionalpatriótico, condujo al establecimiento de recintos gimnásticos por toda
Alemania.
En 1811, Jahn hizo construir en Berlín la primera Turnhalle, club gimnástico que
desempeñaría un papel muy importante en la difusión de los ideales nacionalistas. En
sus comienzos, esta asociación estuvo integrada sobre todo por estudiantes
universitarios, pero muy pronto se unieron a ella miembros de otras capas sociales. Los
gimnastas se reconocían mediante una insignia característica: la cruz gamada 19. Los
Jahn entrecuzó las cuatro efes de su «programa» —Frisch («Lozanía»), Frei («Libertad»), Fröhlich
(«Alegría») y Fromm («Piedad»)— para formar una cruz gamada. No menos precursor fue el papel
19
75
discípulos de Jahn realizaban ejercicios paramilitares y ejecutaban técnicas complicadas
y arriesgadas para las que empleaban aparatos estáticos ideados por el propio Jahn,
como las barras paralelas o la barra fija. Estos ejercicios tenían por objeto tanto el
fortalecimiento físico y la formación del carácter como el fomento del espíritu
comunitario y la autodisciplina.
En 1813, en pleno auge de las luchas de liberación nacional contra el invasor
napoleónico, Jahn se alistó como voluntario y encabezó un batallón formado por sus
discípulos para hacer frente a las tropas de Napoleón. Dos años más tarde, aclamado
como un héroe, regresó a Berlín como profesor estatal de educación física. En 1816,
Jahn publica Deutsche Turnkunst («Cultura gimnástica alemana») con la colaboración
de su discípulo Eiselen, un compendio de sus ideas que sería determinante en la
formación de la conciencia nacional alemana, en el que preconizaba un exacerbado
patriotismo, hostil a los extranjeros, a los terratenientes prusianos, a los sacerdotes y,
sobre todo, a los judíos.
En Deutsche Turnkunst, Jahn afirmaba que los festejos públicos eran
trascendentales para el despertar del espíritu patriótico. Su modelo no eran las fiestas
de los reyes u obispos, sino la celebración de hazañas de la mitología germana, que para
él eran las fiestas propias del pueblo. De ahí que, por ejemplo, eligiese como
acontecimiento digno de conmemoración «la revuelta de los campesinos contra los
príncipes y obispos a comienzos de la Edad Media». [G. Mosse 2005:103]
Jahn consideraba que la gimnasia debía desempeñar un papel fundamental en la
conmemoración de los acontecimientos históricos y efemérides de las guerras de
liberación contra Napoleón. El pueblo debía participar de forma activa en la mística
nacional a través de ritos y fiestas, de mitos y símbolos, motivo por el cual los primeros
espacios elegidos para la realización de los ejercicios gimnásticos eran algo más que
simples bosques o praderas. El bosque de Hasenheide, en las afueras de Berlín, donde se
llevaron a cabo las primeras exhibiciones, fue bautizado como Tie, nombre dado a los
lugares de reunión de los antiguos germanos.
Para Jahn estas exhibiciones gimnásticas representaban, además, una forma de
librar a la juventud de la «enervante pérdida de tiempo, las ensoñaciones perezosas, los
deseos lujuriosos y los excesos animales» [G. Mosse 2005:169]. En 1817, los gimnastas y
las fraternidades estudiantiles se dieron cita en el célebre castillo de Wartburg, donde
por vez primera se exhibió toda una parafernalia que más de un siglo después recogería
por su cuenta y con gran entusiasmo el régimen nazi: desfiles nocturnos con antorchas,
toque marcial de trompetas, reuniones en torno a fuegos sagrados en los que se
quemaban libros «antialemanes» y se pronunciaban encendidos discursos patrióticos y
antisemitas.
A partir del Congreso de Viena (1815), sin embargo, las ideas liberales y
nacionalistas, consideradas revolucionarias y desintegradoras por los Estados surgidos
de la Restauración, se ven sometidas en Alemania a un período de censura y represión.
El grado de politización alcanzado por el movimiento gimnástico de Jahn y las
integrador e interclasista que el movimiento gimnástico desempeñó desde sus inicios: todos los gimnastas
llevaban el mismo uniforme (de algodón negro) y, con independencia de su posición social, se dirigían
unos a otros con el informal Du en lugar de emplear el tratamiento de cortesía Sie.
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fraternidades estudiantiles preocupaba muy seriamente a las autoridades prusianas, que
consideraban elementos subversivos a los gimnastas; hasta tal punto les irritaban sus
actividades que en 1819, so pretexto del asesinato del dramaturgo Kotzebue, espía al
servicio del gobierno zarista, clausuraron las Turnhalle e ilegalizaron las asociaciones
gimnásticas. Jahn dio con sus huesos en la cárcel durante un año y estuvo sometido a
arresto domiciliario hasta 1825.
A pesar de la represión, durante todos estos años la llama del movimiento de
unificación nacional alemán se mantuvo viva en la clandestinidad. Las asociaciones
gimnásticas continuadoras del programa de Jahn, junto a las de canto y las sociedades
de tiro, fueron los centros de difusión de este ideario. No obstante, a medida que fueron
ingresando en ellas obreros y artesanos, el movimiento perdió el carácter
exclusivamente estudiantil y juvenil de sus comienzos a la vez que se radicalizaba e iba
impregnándose de ideas democráticas y republicanas. En esta etapa también se unieron
a él muchos judíos, en marcado contraste con el antisemitismo que había caracterizado
al movimiento gimnástico en tiempos del liderazgo de Jahn.
El fracaso de la revolución de 1848, sin embargo, dio la puntilla política tanto al
movimiento de los Turner como a los demócratas y liberales alemanes. A partir de
entonces, el ímpetu revolucionario del nacionalismo alemán originario desapareció del
programa de los Turner, que pasaron de representar una amenaza a convertirse en un
elemento de estabilización de la nueva Alemania regida por el canciller prusiano Otto
von Bismarck. En consonancia con este cambio de orientación, a partir de la segunda
mitad del siglo XIX, la mayor parte de la clase política, que hasta entonces se había
opuesto a la agitación nacionalista por contener aspiraciones revolucionarias y estar
inspirada en los ideales de la Revolución Francesa, pasó a considerar la gimnasia como
«bien público» y a organizar su práctica en las escuelas y el ejército. En 1871, año en
que, tras la victoria en la guerra franco-prusiana, se constituye el Segundo Reich
alemán, los clubes de la Turnbewegung impulsaron una campaña por la unidad
nacional.
La mayoría de los gimnastas se subió pocos años después al carro pangermanista,
en el que la idea del Volk20 comenzaba a ocupar un lugar destacado, mientras que los
ideales liberales y revolucionarios eran arrinconados. A partir de la década de 1880, por
ejemplo, la Deutsche Turnerschaft (Liga Gimnástica Alemana), fundada en 1868,
decidió no admitir en su seno a aquellos gimnastas que hubieran participado en
actividades revolucionarias. Al mismo tiempo, el movimiento gimnástico, surgido en el
proceso de formación de la nación alemana y el romanticismo, empezó a contemplar el
cuerpo como medio de expresión frente a la deshumanización provocada por la
industrialización guillermina. El nuevo nacionalismo, pues, era de corte autoritario y
A partir de 1890 el término Volk («pueblo») adquirió connotaciones cada vez más racistas y
expansionistas, ya que con él los pangermanistas pretendían evitar precisamente el empleo del concepto
de nación para abarcar a aquellos alemanes que no eran ciudadanos del Segundo Reich. El primer
ministro británico Benjamin Disraeli rechazaba el concepto de «pueblo» precisamente por los mismos
motivos que llevaron al pangermanismo a abrazarlo: «La palabra “pueblo” carece totalmente de sentido.
No es un término político. Es un término que pertenece a la historia natural. Un pueblo es una especie;
una nación es una comunidad civilizada.» [F. Neumann 1983:125]
20
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conservador, contrarrevolucionario y, a menudo, antisemita. Bajo el reinado de
Guillermo II (1888-1914), el nacionalismo alemán se identificó mayoritariamente con el
expansionismo imperialista del partido liberal nacional y la Liga Pangermanista, y en la
década de 1890 los gimnastas alemanes abandonaron en masa la antigua bandera negra,
roja y dorada para adoptar los colores de la nueva bandera imperial negra, blanca y roja.
En oposición al movimiento de los gimnastas burgueses, constituido
fundamentalmente por jóvenes universitarios, surgieron multitud de sociedades obreras
de gimnasia agrupadas en torno a la Arbeiter Turnerbund (1893). Las sociedades
gimnásticas socialistas fueron prohibidas durante algunos años por Bismarck en el
marco de una ley de excepción contra los socialistas, pero tras la derogación de dicha ley
en 1878, las organizaciones socialistas alemanas comenzaron a fundar asociaciones
gimnástico-deportivas dedicadas al proselitismo y la formación de militantes. Así, en
1897, se crearon la Asociación Obrera de Deportes Acuáticos y la Asociación de Natación
de Trabajadores, y en 1906, la Liga Atlética de Trabajadores de Alemania.
Al declinar el siglo XIX existían asociaciones gimnásticas entre las comunidades
alemanas de Polonia, Argentina, Checoslovaquia y los Estados Unidos, (país al que tras
el fracaso de la revolución de 1848 emigraron muchos destacados gimnastas, que
proporcionaron al ejército de la Unión dieciséis regimientos durante la Guerra de
Secesión). En los Estados Unidos el movimiento gimnástico germano tuvo una difusión
considerable, y además de contribuir a la difusión de la esgrima en aquel país, los
Turner hicieron notables esfuerzos por convertir la educación física en asignatura
escolar obligatoria.
Bohemia, una de las tres regiones que conforman la actual República Checa, fue
una de las zonas privilegiadas de influencia de los grupos de Turnen alemanes. Allí
nació en 1862 el movimiento Sokol, («halcón»), cuyo máximo promotor, Miroslav Tyrs,
había estudiado los diversos métodos gimnásticos europeos y en particular la gimnasia
clásica griega, que sintetizó en sus Fundamentos de la gimnasia.
La gimnasia Sokol se caracterizaba por la ausencia de atuendo específico y la
ordenación militar de los ejercicios, aunque en aquellas áreas donde fue menor el influjo
de Jahn se asemejó más al modelo francés. De hecho, en 1895 el inspector de la
federación checa de Sokol, Nanicik, obtuvo permiso del Estado Mayor francés para
formarse en la Escuela de Gimnasia Militar de Joinville. A partir de 1882, el Sokol
organizó en Praga patrióticas manifestaciones de masas anuales a las que acudían
cientos de miles de personas, y en las que dominaban la disciplina y los ejercicios
colectivos sincronizados de corte militar.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, Bohemia contaba con mil trescientas
uniones Sokol, que fueron el núcleo aglutinador del movimiento independentista. La
contribución de los gimnastas a la fundación de la República Checa tuvo como fruto el
sostén y la protección del movimiento Sokol por parte del Estado, que llegó a su apogeo
entre las décadas de 1920 y 1930.
Uno de los fenómenos característicos de las últimas décadas del siglo XIX (tanto
como la propia industrialización, el auge del deporte y la formación del movimiento
olímpico) fue el proceso de emancipación de la judería europea. En la Europa central
sobre todo, los judíos consideraron su admisión por las fraternidades atléticas como una
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de las piedras de toque de su asimilación social. No obstante, y en contra de lo esperado,
muy pronto pudo comprobarse que el odio de raíz religiosa había sido reemplazado por
el racismo antisemita. En el seno del movimiento gimnástico germano, la «cuestión
judía» comienza su andadura en abril de 1887, cuando la agrupación vienesa de la
Deutsche Turnerschaft, el Erster Wiener Turnverein, incorporó a sus estatutos un
Arierparagraph que declaraba a esta asociación «libre de judíos» y dos años después
excluyó a sus miembros hebreos. La DT optó por tolerar la inclusión del
Arierparagraph en los estatutos locales de cada club, pero se oponía firmemente a su
inclusión en las normas de un distrito o Gau. De ahí que cuando en 1901 toda la rama
austriaca de la Deutsche Turnerschaft adoptó por mayoría absoluta una resolución
semejante, la DT expulsara a los clubes austriacos. Éstos formaron un Deutscher
Turnerbund (DTB) con sede en Viena pero con la misma extensión territorial que la DT.
A su vez, la Deutsche Turnerschaft decidió establecer un distrito paralelo en toda
Austria, a lo que el DTB respondió creando organizaciones regionales en Alemania21.
La fundación de sociedades gimnásticas judías fue, por tanto, consecuencia directa
de la política de exclusión antisemita practicada por el movimiento Turner en Europa
central y oriental. En 1895 un puñado de antiguos miembros de la Deutsche
Turnerschaft fundó en Constantinopla la primera organización deportiva judía, el
Israelitsche Turnverein, al que pronto se sumarán nuevas sociedades que habrían de
convertirse en algunos de los embriones más activos del futuro movimiento sionista.
Lo que indujo al sionismo a abrazar el deporte y fundar la Jüdische Turnerschaft
no fue, por supuesto, su fe en las bondades innatas del ejercicio físico, sino la voluntad
de sintonizar con los preceptos más avanzados del nacionalismo entonces en boga,
siguiendo el ejemplo de los movimientos völkisch alemanes, cuya obsesión por la
amenaza de degeneración física y moral de la «nación» —israelita en su caso—
compartía. Theodor Herzl, fundador del sionismo y organizador del Primer Congreso
Sionista de Basilea (1897), quedó hasta tal punto impresionado por el ímpetu del
nacionalismo germano de finales del siglo XIX, que estaba convencido de que mediante
la hábil administración de una buena dosis de patriotismo «uno podía conducir a los
hombres donde quisiera, incluso a la tierra prometida». [G. Mosse 205:127]
La Jüdische Turnerschaft no fue una espectadora indiferente en la lucha entre la
Deutsche Turnerschaft y los deportes de corte británico. Desde el punto de vista de los
Turner, los sports eran el símbolo del individualismo desenfrenado y la decadencia
moral de la Inglaterra burguesa y capitalista. En Alemania, Austria, Hungría y otros
países, la difusión de los deportes ingleses fue obra de círculos aristocráticos anglófilos,
mientras que la clase media baja era un firme bastión de la gimnástica. Al verse
rechazada por la política antisemita de las diversas asociaciones Turner, la burguesía
judía, que aspiraba a integrarse social y psicológicamente a través del deporte, gravitó
de forma natural hacia los círculos aristocráticos y la propagación de la ideología del
En 1919, se fundó un nuevo Deutscher Turnerbund partidario de una Gran Alemania que aglutinase a
Austria y Alemania. La nueva organización añadió a sus estatutos tres normas por las que en lo sucesivo
prohibía afiliarse a los judíos y a los «miembros de movimientos internacionales», a la vez que proscribía
toda «política partidista» (sic) en el seno de los clubes.
21
79
olimpismo. De hecho, las sociedades gimnásticas judías fueron las primeras en abrir
oficialmente sus puertas al movimiento deportivo.
A este respecto, cabe señalar que la reacción frente al antisemitismo condujo a una
marcada predilección por los deportes más asociados con el prestigio aristocrático, la
virilidad y el honor, caso de la equitación, pero sobre todo de la esgrima. Pese a la
condena de los duelos como actividad «antijudía» por parte de las autoridades religiosas
hebreas, una de las consecuencias imprevistas de la emancipación de la judería
centroeuropea fue la fulgurante difusión de las prácticas duelísticas. En efecto, dada la
profunda frustración causada por un sistema judicial y político que no daba amparo a la
comunidad israelita, los duelos se convirtieron en un medio aceptado, por no decir el
preferido, de responder a las afrentas antisemitas. No es casual, por tanto, que entre las
muchas medallas olímpicas en esgrima cosechadas por atletas de origen judío, la
mayoría correspondiera a la categoría del sable, arma por excelencia del duelista.
El movimiento deportivo judío puede dividirse en tres corrientes principales: la
asimilacionista burguesa, la sionista y la socialista de la Unión General de Trabajadores
Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, más conocida como el Bund, cuya organización
deportiva, la Morgnshtern, fundado en 1926, sería una de las máximas difusoras de la
teoría y práctica del «deporte obrero» entre las dos guerras mundiales.
En el Segundo Congreso Sionista de Basilea (1898), Max Nordau, mano derecha de
Theodor Herzl y fundador de la doctrina del Muskeljudentum («judaísmo muscular»),
sostuvo que las víctimas del antisemitismo estaban aquejadas por un mal propio de la
vida en el gueto, la Judendot («angustia judía»): «En las angostas calles judías, nuestras
pobres extremidades olvidaron cómo moverse con alegría; en la penumbra de las casas
sin sol nuestros ojos se acostumbraron al parpadeo nervioso; el miedo constante a ser
perseguido hizo que el timbre de nuestra voz se redujera a un susurro desasosegado.»
Como medio de contrarrestar la Judendot y hacer frente al antisemitismo, Nordau
proponía la fundación de un Estado judío dotado de su propia gimnasia paramilitar. Los
judíos, sostenía en sus conferencias y escritos, debían disponer de instalaciones
deportivas propias. Poco tiempo después, en 1900, en un artículo publicado en la revista
Die Jüdische Turnzeitung, órgano central de la asociación gimnástica berlinesa Bar
Kochba, que desempeñó un papel clave en la difusión del sionismo, señalaba:
Durante mucho tiempo, demasiado tiempo, hemos practicado la mortificación de la carne.
Hubiera sido preferible interesarnos por nuestro cuerpo en lugar de ignorarlo o maltratarlo.
Ahora tendremos que ceñirnos a algunas de nuestras más antiguas tradiciones para que
algún día volvamos a tener buena capacidad torácica, las piernas rectas y buena vista. En
ningún otro pueblo del mundo la gimnasia podría tener unos resultados tan espléndidos
como en el nuestro. La gimnasia está destinada a fortalecernos en cuerpo y alma y a darnos
seguridad en nosotros mismos. [R. Mandell 1986:184]
80
EL DEPORTE EN LA ERA DEL IMPERIALISMO Y EL
TOTALITARISMO
«En vez de una juventud educada, como en otro tiempo, para el disfrute,
ahora está creciendo una juventud educada para las privaciones, los
sacrificios y, sobre todo, para el cultivo de un cuerpo sano y resistente. Pues
creemos que sin un cuerpo semejante tampoco ningún espíritu sano podrá a la
larga dominar la nación. Esto es maravilloso, con vosotros se ha cerrado el
eslabón de la cadena de la educación de nuestro pueblo. ¡Empieza con
vosotros, y solamente acabará cuando el último alemán baje al sepulcro!»
Adolf Hitler, Discurso a la juventud en el Congreso del NSDAP de 1937
«La educación física de las jóvenes generaciones es un elemento esencial
de la formación comunista de la juventud, que tiene como meta la creación de
un pueblo armoniosamente desarrollado, ciudadanos creativos de la sociedad
comunista. En la actualidad, la educación física tiene también objetivos
inmediatamente prácticos: preparar a los jóvenes para el trabajo y para la
defensa militar del poder soviético.»
Vladimir Ilich Lenin, Discurso al Congreso Pan-Ruso de la Liga de
Juventudes Comunistas
Entre las dos últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX, el principal
motor de la expansión colonial fue la rivalidad entre las grandes potencias de Occidente
por el control de las fuentes de materias primas, mercados y reservas de mano de obra
de Asia y África.
Gran parte de la opinión pública occidental, convencida de la superioridad cultural
y científica de la «civilización», acogió de forma favorable las consignas expansionistas y
equiparó la colonización, en el peor de los casos, al cumplimiento de una ingrata pero
necesaria «misión civilizadora». Un amplio sector del socialismo internacional vio en el
imperialismo un fenómeno «inevitable» y portador, en cualquier caso, de benéficos
efectos secundarios; otros incluso llegaron a considerar irrelevantes los debates sobre el
colonialismo y no faltaron quienes proclamaron abiertamente la superioridad de la raza
blanca y no vieron en los «pueblos de color» otra cosa que potenciales competidores de
los trabajadores europeos22.
El portavoz del Partido Socialista en el Congreso estadounidense, Victor Berger, llegó a decir que el
socialismo sólo podría triunfar en Norteamérica si los Estados Unidos seguían siendo «un país de
blancos», y en 1908 su partido respaldó medidas legislativas destinadas a impedir la entrada de
inmigrantes asiáticos en California. El sindicato de industria Industrial Workers of the World, en cambio,
se opuso no sólo a toda discriminación por raza o sexo como contraria a los intereses de los trabajadores
de todo el mundo, sino también a la Primera Guerra Mundial como antítesis de la solidaridad obrera
internacional. Berger, que también rechazó la intervención estadounidense en dicha guerra, fue procesado
y condenado a veinte años de cárcel, pero no llegó a cumplir la pena gracias a los buenos oficios de su
abogado; los IWW, en cambio, sufrieron por idéntico motivo una persecución implacable, tanto legal
como ilegal, que acarreó la franca decadencia de esta organización a mediados de la década de 1920.
22
81
El cierre de la fase «pacífica» de la expansión imperialista (es decir, sin
enfrentamientos militares generalizados entre las naciones colonizadoras) en torno a la
década de 1880, dio paso a una era de tensión entre las principales potencias, a saber,
Gran Bretaña, Alemania, Francia, los Estados Unidos y Japón. A partir de 1904, la
rivalidad angloalemana eclipsa al tradicional antagonismo entre Gran Bretaña y
Francia. Con la entrada en el escenario internacional de los Estados Unidos (guerras de
Cuba y Filipinas) y de Japón (guerra ruso-japonesa) la era del imperialismo llega a su
madurez. Comienza entonces un baile de alianzas diplomáticas incesante y una sucesión
de crisis internacionales que desembocarán en 1914 en la Primera Guerra Mundial.
El auge del imperialismo estuvo jalonado, además, por la aparición de todo tipo de
ideologías nacionalistas y racistas. En las últimas décadas del siglo XIX, la hostilidad de
las clases dominantes hacia los movimientos de masas organizados, el «igualitarismo
democrático» y el «cosmopolitismo», se plasmó en la proliferación de ideologías que
exaltaban la superioridad cultural y racial de Occidente. El mito de la superioridad de la
raza blanca caló hondo en Francia, Alemania y los Estados Unidos, pero en ninguna
parte tuvo tanto éxito como en Inglaterra, donde el imperialismo impulsado por Disraeli
se convirtió en ideología nacional a partir de 1870.
El fundador de la eugenesia, Francis Galton (1822-1911), por ejemplo, no sólo
propuso aplicar una «selección artificial» que «mejorara la raza» y favoreciera la
reproducción de las clases superiores, sino que urgió a los gobiernos para que dejasen de
amparar a los más desfavorecidos y débiles, a los que calificó de degenerados e ineptos.
Winston Churchill, ministro de Interior en 1910, propuso esterilizar a cien mil
«degenerados mentales» y enviar a varios miles más a campos de concentración para
salvar de la decadencia a la «raza británica». En 1920, cuando fue nombrado Secretario
de Estado para la Guerra, declaró a raíz de una serie de sublevaciones contra la
ocupación británica en Irak, en relación con el posible empleo de armas químicas contra
«árabes recalcitrantes»: «No sé a que vienen tantos remilgos con el empleo de gases.
Estoy decididamente a favor del uso de gas venenoso contra tribus bárbaras.» (El
gabinete británico, reticente a emplear un arma que había causado tantos estragos y que
había suscitado tanto rechazo durante la Primera Guerra Mundial, autorizó el empleo de
gases, pero poco después los sustituyó por una campaña de terror aéreo que sirvió de
banco de pruebas para los bombardeos de saturación lanzados contra las ciudades
alemanas durante la Segunda Guerra Mundial.)
No obstante, y aunque sería fácil detenernos a examinar pormenorizadamente las
conocidas elucubraciones de Gobineau, Chamberlain y demás ideólogos canónicos del
racismo, creemos más interesante llamar la atención sobre un discurso nacionalimperialista de impecables credenciales democráticas y multiculturales, que comenzó a
gestarse a comienzos del siglo XX en los Estados Unidos. Durante las primeras citas
olímpicas, la prensa europea, sobre todo británica, clamaba sin recato alguno contra las
delegaciones atléticas estadounidenses, a las que tachaba de armadas multicolores de
inmigrantes mercenarios. Los norteamericanos, por su parte, protestaban vivamente
82
ante aquellos insidiosos ataques contra su «raza» multiétnica y, dando la espalda por
completo a la realidad cotidiana de la segregación imperante tanto en el conjunto del
país como en sus instituciones deportivas, se libraban a obscenas especulaciones
metafísicas en torno a la pureza de sus instituciones democráticas y su condición de
«crisol de razas» como el gran secreto de su superioridad deportiva sobre el Viejo
Mundo23.
En cualquier caso, parece obvio que la propagación de un discurso burdamente
nacionalista y racista no hubiera bastado por sí sólo para vincular a las masas
metropolitanas a las élites y a sus proyectos imperialistas. Mucho más decisivo, sin
duda, fue el papel desempeñado en la «nacionalización» de la clase trabajadora por la
ideología del progreso y del «bienestar», materializada en el alza de los salarios y la
reducción de la jornada laboral, así como la extensión del sufragio a una parte de la
población trabajadora. A su vez, incrementar el «tiempo libre» de las clases populares
fue condición imprescindible para la viabilidad de una incipiente «cultura del
consumo», en la que la difusión de los deportes y su transformación en espectáculos de
masas fue un elemento fundamental24.
Uno de los objetivos principales de la política imperialista era socavar el poder de
los movimientos obreros y prevenir su posible radicalización, peligro que en torno al
cambio de siglo llegó a ser muy real, cuando las transformaciones en el ámbito fabril y
los primeros pasos de lo que acabaría conociéndose con el nombre de «organización
científica del trabajo» provocaron primero la esclerosis y a continuación la crisis
irreversible del sindicalismo de oficio, abriendo las puertas de la industria a un vasto (e
inesperadamente combativo) ejército de trabajadores semicualificados, con frecuencia
de origen inmigrado y rural. No obstante, el proyecto patronal de reclutar así a un
contingente laboral más dócil y más barato no se vio coronado por el éxito, y la
conflictividad laboral fue en aumento hasta bien entrada la década de 1920.
A fines del siglo XIX, Joseph Chamberlain, influyente empresario y político (y no en
vano, tenaz defensor de las reformas sociales en política interior) calificó el
imperialismo de «política justa, prudente y económica, sobre todo en vista de la
competencia con que ahora tropieza Inglaterra en el mercado mundial por parte de
Alemania, los Estados Unidos y Bélgica». En el extremo opuesto del espectro político,
Lenin, en su obra El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916), cita un artículo
Según David Zirin, en A People’s History of Sport in the United States, «cuando [Jack] Johnson se
convirtió en el primer campeón de los pesos pesados de piel negra, su victoria provocó una grave crisis de
la opinión ortodoxa en materia racial.» El escritor Jack London, a la sazón miembro del Partido Socialista
de los Estados Unidos, jaleó al que bautizó como la «gran esperanza blanca», Jim Jeffries, para que
arrebatase a Johnson el título. La derrota de Jeffries, el 4 de julio de 1910, desató una brutal oleada de
disturbios y linchamientos racistas en Illinois, Missouri, Nueva York, Ohio, Pensilvania, Colorado, Texas y
Washington DC, que dejó un balance de ciento cincuenta muertos.
24 Si la difusión del críquet contribuyó a legitimar la dominación colonial británica, el imperialismo
estadounidense, a su vez, logró convertir el béisbol en deporte «nacional» de Cuba, Puerto Rico y gran
parte de Centroamérica. Como ejemplo de una forma de cultura física con connotaciones
antiimperialistas, cabría mencionar la rebelión de los bóxer (1900), vertebrada por la sociedad secreta Yi
Ho Tuan («Sociedad de los Puños de la Justa Armonía»), que aglutinaba a diversas escuelas chinas de
kung fu ganadas para la causa anticolonial.
23
83
aparecido en 1898 en la publicación mensual de la socialdemocracia alemana Die Neue
Zeit, en el que Cecil Rhodes (empresario, político y colonizador inglés de Sudáfrica)
declaró en 1895 a su amigo el periodista Stead:
Ayer estuve en el East End londinense y asistí a una asamblea de parados. Escuché discursos
desaforados que no eran sino un grito pidiendo «pan», «pan». De camino a mi casa, medité
al respecto y me convencí tanto más de la importancia del imperialismo […] La idea que
acaricio es una solución para la cuestión social, a saber: para salvar a los cuarenta millones
de habitantes del Reino Unido de una guerra civil funesta, nosotros, los políticos coloniales,
debemos adquirir nuevos territorios para instalar en ellas el excedente de nuestra población
y encontrar nuevas salidas a los productos de nuestras fábricas y minas. El imperio, lo he
dicho siempre, es una cuestión de subsistencia. Si se quiere evitar la guerra civil, hay que
hacerse imperialista. [J. A.Hobson, V.I. Lenin 2009: 476]
Al mismo tiempo, los gobernantes recurrieron a toda clase de estrategias a fin de
limitar el impacto del nuevo electorado de masas sobre el Estado y la vida política. Su
objetivo básico era integrar al movimiento obrero organizado en el juego político
institucionalizado, empresa para la que pudieron contar con el concurso de la mayoría
de los dirigentes de la Segunda Internacional. Pese a su profesión de fe
internacionalista, los partidos socialistas de la Segunda Internacional fueron desde el
principio una aglomeración de partidos nacionales dedicados fundamentalmente a
mejorar la situación de cada clase trabajadora nacional mediante la acción sindical y
parlamentaria, sin tener demasiado en cuenta lo que ocurría más allá del marco
nacional-estatal propio. La ideología revolucionaria del sector marxista ortodoxo sirvió
poco más que como coartada «radical» de una práctica sustancialmente idéntica a la del
sector reformista, ceñida, al igual que la de éste, a la coyuntura propia de cada capital
nacional. De ahí que cuando empezó a perfilarse claramente en el horizonte la era de
violencia internacional que iba a desatar la aparición del imperialismo, esta tendencia
también contribuyese, si bien de forma más indirecta, a la promoción del nacionalismo
entre los trabajadores y saboteara por todos los medios la adopción de una perspectiva
internacionalista consecuente.
Las clases dirigentes, entretanto, empezaban a descubrir en los novedosos y cada
vez más concurridos espectáculos deportivos un medio idóneo para fomentar
sentimientos de identidad colectiva, cohesión nacional e integración social. Con el
cambio de siglo, la celebración de competiciones deportivas entre distintas naciones
quedó indisolublemente ligada al empleo de símbolos y ritos de identificación patriótica,
como la ceremonia de izar la bandera y el canto del himno nacional.
Desde que en 1889 se hiciera sonar La Marsellesa durante el concurso de
ejercicios atléticos organizados con motivo de la Exposición Universal de París, dicho
himno pasó a tocarse en cada encuentro de los equipos nacionales franceses. Asimismo,
las manifestaciones de nacionalismo deportivo estuvieron presentes desde las primera
Olimpiada de la era moderna. Los Juegos Olímpicos de Atenas (1896), inaugurados el
día del aniversario del comienzo de la guerra de independencia griega, fueron
aprovechados por la monarquía helena para reivindicar la isla de Creta, entonces en
poder de Turquía, lo que actuaría como detonante de la guerra grecoturca que estalló un
año más tarde. El abogado británico George Robertson, que participó en las pruebas de
84
lanzamiento de disco de dichas Olimpiadas, escribía en 1901: «Políticamente, no cabe
duda de que los Juegos contribuyeron mucho a producir la guerra posterior con
Turquía.»
El movimiento olímpico, expresión más depurada de esta deriva imperialista, fue,
como ya hemos dicho, el resultado indirecto de la difusión del deporte anglosajón
durante la segunda mitad del siglo XIX. El objetivo inicial del olimpismo de Coubertin
era utilizar los encuentros deportivos internacionales y la competencia entre «naciones
civilizadas» para fomentar la introducción de cambios en el sistema educativo de la
Tercera República Francesa con el fin de formar nuevas promociones de la juventud
burguesa capaces de asegurar la expansión colonial francesa en ultramar.
Las primeras Olimpiadas de la era moderna contenían también, por lo demás, el
germen del deporte espectáculo y de consumo que hoy padecemos. Durante muchos
años, los Juegos Olímpicos no pasaron de ser un reclamo publicitario de las
Exposiciones Universales, esas grandes ferias de comercio en las que el capitalismo
triunfante glorificaba los triunfos de la ciencia, la tecnología, las manufacturas y el
colonialismo.
Las concepciones ideológicas de Coubertin no eran, a priori, hostiles a la
participación empresarial en el negocio olímpico, ni mucho menos. El barón decidió
celebrar la segunda edición de los Juegos Olímpicos en París con la esperanza de que la
Exposición Universal de 1900 no sólo los rodeara de un ambiente propicio, sino de que
también sirviera como punto de apoyo para su financiación. En otras palabras, los
Juegos no fueron más que una pequeña parte del programa de espectáculos organizado
con motivo de la Exposición. Tanto es así que el certamen olímpico pasó a denominarse
Concursos Internacionales de Ejercicios Físicos y Deportes. No obstante, la empresa se
saldó con un completo fracaso debido a la absoluta falta de apoyo de los organizadores,
como el mismo barón confesó años más tarde en sus Memorias olímpicas:
Vincennes estaba abandonado: ni dinero, ni estadio, ni terreno. Al final tuvimos que
dirigirnos a las asociaciones para obtener de ellas el apoyo y los terrenos de juego,
principalmente al Racing Club. La Olimpiada de París y su coincidencia con la Exposición
demostró que no se debía permitir que los Juegos coexistieran con algunas de estas grandes
ferias, en medio de las cuales desaparece su valor filosófico y su trascendencia pedagógica
resulta inoperante. Desgraciadamente, la unión que se había efectuado era mucho más sólida
de lo que pensábamos. Dos veces más, en 1904 y en 1908, tuvimos que soportar, por razones
económicas, el contacto con las exposiciones. [J. Le Floc’hmoan 1965:225]
En efecto, lejos de atenuarse, la ingerencia empresarial iría a más. Así sucedió con
ocasión de las Olimpiadas de Saint Louis (Estados Unidos) en 1904, también conocidas
con el nombre de Louisiana Purchase Exposition, que en principio tenían que haberse
celebrado en Chicago. Sin embargo, Saint Louis, capital del algodón e importante centro
fabril, se disponía entonces a conmemorar el centenario de su incorporación a los
Estados Unidos, por lo que, además de la Exposición Universal, exigió organizar los
Juegos, y amenazó con boicotearlos en caso de que tuvieran lugar en Chicago.
A esta Olimpiada estuvo asociado un curioso pero significativo espectáculo
conocido con el nombre de Anthropology Days, organizado por William J. McGee,
85
director del Departamento de Antropología de la Lousiana Purchase Exposition y
James E. Sullivan, uno de los fundadores de la Amateur Athletic Union. Si bien la idea
parece haber partido de Sullivan, McGee reclutó a pigmeos, filipinos, patagonios e
indios norteamericanos que participaban en las exhibiciones étnicas de la feria para que
tomaran parte en unas pruebas «deportivas» paralelas de las que, en la mayor parte de
los casos jamás habían oído siquiera hablar, con el objetivo «científico» de comparar las
proezas físicas de los «salvajes» con las de los hombres «civilizados» y demostrar así la
superioridad de estos últimos. En un principio, Coubertin justificó dicho espectáculo
como «travesura de un país joven», aunque más adelante tuvo que rectificar y lo calificó
de «mascarada ultrajante». Dado el conocido racismo del barón (sólo dos años antes se
había hecho eco de los resultados del Congreso de Sociología del Colonialismo de 1900,
que según él había erradicado definitivamente «las teorías acerca de la igualdad de las
razas y del progreso absoluto, diseminadas por la revolución y culpables de tantos
errores y faltas»), su indignación no podía deberse al mero hecho de organizar un
espectáculo bochornoso y humillante a costa de unos «salvajes», sino que se explica más
bien porque esta «participación» de las «razas inferiores» se había producido sin que
éstas hubiesen asimilado debidamente los principios de la «civilización atlética». El
espectáculo denunciado encerraba, pues, un doble peligro: intensificar el odio de los
pueblos colonizados contra las potencias imperialistas, y poner en evidencia algo peor
aún, a saber, que muchos de aquellos «salvajes» no tenían el menor deseo de asemejarse
a los «civilizados» ni de tomar parte en actividades que para ellos carecían de todo
sentido.
Las Olimpiadas de Londres (1908) se desarrollaron en el marco de una exposición
francobritánica, fruto del acercamiento entre estas dos naciones, tradicionalmente
rivales, frente al creciente poderío económico-militar alemán. Lejos de transcurrir en
ese idílico ambiente de concordia universal que supuestamente debiera prevalecer en
una cita olímpica, estos Juegos estuvieron dominados por los ominosos nubarrones de
la conflagración mundial que ya empezaba a perfilarse. Otro hecho elocuente que se
produjo en esta Olimpiada fue que numerosos territorios sometidos al Imperio
Británico solicitaron participar como naciones independientes, y que el COI, haciendo
gala de su habitual sentido de la moderación y la imparcialidad, no sólo se negó en
redondo a aceptar tan descabellada petición, sino que tuvo la gentileza añadida de
permitir a los británicos presentar equipos autónomos de Inglaterra, Escocia, Gales e
Irlanda25.
El aspecto más destacado de estos Juegos fue, sin embargo, desde el mismo día de
la inauguración, la rivalidad y la proliferación de incidentes entre británicos y
estadounidenses, entre el imperio que iniciaba su declive y el imperio en alza. Era la
primera vez que las delegaciones desfilaban tras sus banderas, y el abanderado
Al parecer, el movimiento de autodeterminación irlandés fue el único en practicar una política de boicot
sistemático de los deportes ingleses. A comienzos del siglo XX, la GAA (Gaelic Athletic Association)
prohibió a sus afiliados, so pena de expulsión, participar en deportes no gaélicos —es decir, británicos—,
ya fuese como jugadores o como espectadores. Por supuesto, no lo hizo para contribuir a la conservación
de los juegos tradicionales irlandeses ni mucho menos para oponerse al deporte como tal, sino para
asegurar la supervivencia de los recién creados «deportes gáelicos».
25
86
estadounidense provocó un grave altercado al no rendir honores ante Eduardo VII,
«porque la bandera no se inclina ni ante un rey» (por lo visto, durante la ceremonia de
inauguración, los británicos «olvidaron» situar la bandera norteamericana entre las
demás). El antagonismo entre los estadounidenses —muchos de ellos de ascendencia
irlandesa, recién llegados a los Estados Unidos y entre los que cabe suponer que
figuraran deportistas profesionales—, y los amateurs británicos, pertenecientes a las
clases privilegiadas y muy críticos con respecto a la preparación física de los
estadounidenses, marcó la pauta. Arthur Conan Doyle, que actuó como juez en las
pruebas de atletismo y que al parecer no digirió muy bien que a su regreso los atletas
estadounidenses se presentaran en el ayuntamiento de Nueva York en compañía de un
león encadenado (símbolo del Imperio británico), propuso que para las siguientes
Olimpiadas se organizara un equipo verdaderamente «imperial» en el que sudafricanos,
australianos y canadienses combatieran junto a los hijos de la madre patria bajo una
sola bandera para hacer frente a los «pieles rojas, negros y salvajes de todas las
categorías» enviados por los norteamericanos. Es más, y en aras del objetivo supremo
de la victoria sobre el advenedizo adversario yanqui, el creador de Sherlock Holmes no
tuvo reparos en proponer la incorporación al equipo imperial británico de luchadores de
las antípodas, corredores hindúes y nadadores cingaleses o malayos.
Las primeras Olimpiadas en celebrarse al margen de una Exposición Universal
fueron las de Estocolmo (1912). Esta novedad, que parecía augurar por sí sola el triunfo
y la consolidación del proyecto olímpico, no impidió que los Juegos se convirtieran
inmediatamente en plataforma de las tensiones interimperialistas. Los problemas
comenzaron cuando Bohemia, Hungría y Finlandia (países que contaban entonces con
equipos y representantes propios en el COI), anunciaron su intención de desfilar bajo
sus propias banderas en lugar de hacerlo bajo las de los Imperios austrohúngaro y
zarista.
Puesto que Coubertin había admitido al húngaro Ferenc Kemeny y al checo Jiri
Guth como miembros fundadores del COI durante el Congreso Olímpico de 1894, salió
del paso declarando que la geografía deportiva no tenía que coincidir necesariamente
con la geografía política. Gracias a esta interpretación, se acordó que los húngaros
participaran con equipo y bandera propios (de todos modos, Austria y Hungría ya
venían compitiendo de forma separada desde 1896), pero que en caso de producirse
alguna victoria finlandesa o checa se izarían las banderas de los imperios zarista y
austrohúngaro junto a unas cintas con los colores de esos países. (La bandera rusa se izó
en nueve ocasiones, todas ellas como resultado de victorias «finlandesas».)
Los conflictos internos de los Estados constituidos y los que estaban por nacer, así
como los enfrentamientos entre coaliciones imperialistas, no hicieron sino trasladarse al
estadio olímpico, desenlace ya previsto y aplaudido por Charles Maurras, fundador de
Action Française, gran adversario de Coubertin y enemigo encarnizado de todo
«cosmopolitismo». Tras observar el comportamiento tanto del público como de los
deportistas, Maurras, que había asistido en 1896 como corresponsal a la primera edición
de los Juegos Olímpicos modernos en Atenas, concluyó entusiasmado que tales
festivales internacionales iban a servir a propósitos diametralmente opuestos a la
detestada fraternización entre los pueblos: «Ya lo vemos, las patrias todavía no han sido
87
destruidas. La guerra tampoco ha muerto. […] Ahora los pueblos van a entrar en
contacto directamente por medio del deporte, van a insultarse e increparse cara a cara.
La etérea ilusión que los ha reunido no hará sino facilitar los incidentes
internacionales.» [Ch. Maurras 2007:22]
Las predicciones de Maurras no tardarían en confirmarse con creces: la Gran
Guerra exacerbó los nacionalismos deportivos y el estadio se convirtió en unos de los
espacios predilectos del revanchismo. Por lo demás, no hay gran cosa de la que
extrañarse si se tiene en cuenta que si bien presentó la restauración de los Juegos
Olímpicos como un medio de difundir la concordia internacional, Coubertin siempre
rechazó categóricamente el pacifismo como fundamento de la relación entre las
naciones. De ahí su particular concepción del internacionalismo:
Hay dos formas de entender el internacionalismo. La primera es la de los socialistas, los
revolucionarios y, en general, la de los teóricos y de los utopistas; éstos vislumbran una
gigantesca nivelación que convertirá el universo civilizado en un Estado sin fronteras e
imprevistos, y a la organización social en la más monótona de las tiranías; la segunda es la de
los hombres que observan sin tomar partido y, en lugar de sus ideas preferidas, tienen en
cuenta la realidad. Éstos vienen considerando desde hace mucho tiempo que las
características nacionales son una condición indispensable de la vida de un pueblo y que,
lejos de debilitarle, el contacto con otro pueblo le fortifica y le aviva. [A. Bruns 1986:252]
En otras palabras: el internacionalismo deportivo y la ideología del olimpismo son
bonitos sofismas, pero carecen de todo valor y aunque por un instante puedan hacernos
esbozar una sonrisa, jamás deben ser adoptados como norma de conducta. Lo que en
realidad había inaugurado Coubertin con su «restauración olímpica», pues, era una
plataforma para establecer la supremacía de unas naciones sobre otras por medio de la
competición deportiva.
***
En junio de 1914, la sesión del COI celebrada en París eligió a Berlín como sede de
los Juegos de 1916. En esta sesión se impuso sobre la pretensión coubertiniana de
separar la geografía deportiva de la geografía política el criterio defendido por Alemania
y el Imperio austrohúngaro, según el cual sólo debían tomar parte en los Juegos los
Estados soberanos. (Para ocultar su derrota, Coubertin, una vez finalizada la Primera
Guerra Mundial, no permitió que se publicasen los extractos de esta sesión.) Los
británicos no pusieron ningún reparo, ya que a ellos se les permitió presentar a equipos
de Australia, Canadá y Sudáfrica. Sólo se opuso el representante de Bohemia, por
motivos evidentes, y el de los Estados Unidos, porque el joven y pujante imperialismo
estadounidense había descubierto en el derecho de las naciones a la autodeterminación
el manto idóneo bajo el que cobijar sus ambiciones.
Al estallar la Primera Guerra Mundial en agosto de 1914, los mandos militares
germanos no sólo pronosticaron (al igual que los del bando aliado) que el conflicto
armado sería breve sino que sería un auténtico paseo militar. De ahí que Alemania, que
había inaugurado el estadio un mes antes de comenzar las hostilidades, en ningún
88
momento renunciase a organizar la Olimpiada de Berlín26. Coubertin tampoco creía que
la contienda fuera a prolongarse, y no juzgó necesario cambiar la sede organizadora de
los Juegos, pese a que tras la invasión de Bélgica (1914) varios miembros del COI habían
solicitado la expulsión de los alemanes de los órganos de dirección del Comité Olímpico.
Poco tiempo después, el barón, temiendo que los alemanes solicitasen el traslado de la
sede del COI a su territorio en tanto país organizador, decidió trasladarla por su cuenta
y de forma provisional sin consultar a nadie. Así, el 10 de abril de 1915, designó el
palacio de Mon-Repos (sito en la ciudad suiza de Lausana) como sede oficial de este
organismo y, para evitar que volviera a darse el mismo caso, convirtió la decisión en
permanente.
En 1916, Coubertin, que tenía en ese momento cincuenta y dos años, y a despecho
de vanagloriarse de presidir «un movimiento de paz, armonía universal y unión entre
los pueblos», se alistó en el ejército francés. No obstante, la fortuna quiso que le
asignasen un destino privilegiado en la retaguardia, lo que le libró de chapotear en el
barro de las trincheras. Con todo, dado que consideraba el cargo de presidente del COI
incompatible con el oficio de soldado, solicitó al barón suizo Godefroy de Blonay que
ejerciera de presidente interino del COI, cosa que éste hizo entre 1916 y 1919.
En febrero de 1918, en el último año de una matanza mundial que se saldó con
millones de muertos y mutilados, Coubertin no dudó en pronunciar en Lausana un
discurso en el que reiteró que los cuarenta años anteriores habían permitido a Francia
escribir «la página más admirable de las epopeyas coloniales y conducir a la juventud, a
través de los peligros de un pacifismo y de una libertad llevados al extremo, hasta la
movilización de agosto de 1914, que permanecerá como uno de los espectáculos más
hermosos que la Democracia ha ofrecido al mundo.» [P. Coubertin 1973: 83]
Poco tiene de extraño, por tanto, que entre las muchas consecuencias fulgurantes
que acarreó la Primera Guerra Mundial, una fuera el total descrédito en que cayó el
ideario olímpico como promotor de la paz entre las naciones. La sangrienta carnicería
no sólo alteró por completo el mapa geopolítico, al precipitar la desintegración del
régimen imperial en Turquía, Rusia, Austria y Alemania, sino que también repercutió de
forma inmediata en la (des)organización de las competiciones internacionales.
El calendario deportivo «internacional» se reanudó con ocasión de la celebración
de los Juegos Interaliados de París en 1919 (donde una de las pruebas fue el lanzamiento
de granadas de mano). Organizados por iniciativa conjunta del general Pershing (a la
sazón miembro del Comité Olímpico Norteamericano) y de la YMCA, representada por
Elwood S. Brown, sólo se permitió participar a las naciones que integraban la coalición
vencedora. No obstante, los Juegos Interaliados pasaron sin pena ni gloria en medio de
la indiferencia general, pues no corrían tiempos muy propicios para la celebración de
En 1913 se nombró por primera vez como secretario general a tiempo completo del Comité Olímpico
Alemán a Carl Diem, cuyo papel en la historia posterior del movimiento olímpico sería tan relevante como
controvertido. Este admirador incondicional de Coubertin, con quien coincidía en considerar el deporte
como vehículo por excelencia para la redención de la humanidad contemporánea, se alistó voluntario en
el ejército alemán el mismo día en que comenzó la Primera Guerra Mundial, y equiparó siempre al
deportista con el soldado. En cierta ocasión, resumió así su doctrina: Sport ist Krieg! («¡El deporte es la
guerra!»)
26
89
victorias militares. Lucien Dubech, cronista literario monárquico y ultranacionalista, se
refirió con sarcasmo a estos Juegos siete años después, en un libro titulado Où va le
sport?:
En la primavera de 1919, en medio de la alegría de la vuelta de la paz, en París se organizaron
unos Juegos entre las naciones aliadas. Por una feliz ironía, la final de rugby se celebró el
mismo día de la firma del Tratado de Paz de Versalles. El partido fue una matanza tan alegre
que un testigo, el señor Allan Muhr, diría con humor: «es lo máximo que puede hacerse sin
cuchillos ni pistolas». [B. Jeu 1998: 143]
Del 5 al 8 de abril de 1919, sólo cinco meses después de concluida la guerra, el COI
celebró en Lausana su 17ª sesión. Una de sus prioridades era determinar la sede de los
Juegos de 1920. Antes de la conflagración, las ciudades designadas como candidatas
eran Budapest y Amberes. Los húngaros habían partido como favoritos, pero dado que
ahora figuraban en el bando perdedor, en la primavera de 1919 Amberes fue elegida
como ciudad organizadora de los Juegos de 1920.
Los Aliados, con Gran Bretaña a la cabeza, exigieron que se excluyera de los Juegos
Olímpicos a las ex Potencias Centrales. Puesto que eso habría atentado contra los
principios fundacionales del COI, a Coubertin se le ocurrió una ingeniosa treta:
La solución es muy sencilla. Según la fórmula empleada desde 1896, el Comité Organizador
de cada Olimpiada envía las invitaciones. Esta distribución es de su total incumbencia, sin
que el principio de la universalidad sufra menoscabo por ello. Y en este caso el COI no se veía
obligado a tomar ninguna decisión nueva. No obstante, y en contra de la opinión de varios de
nosotros, se optó por una vía intermedia, consistente en enumerar los países invitados con la
excusa de que los otros carecían de representación en el COI. Fue un doble error, porque
aunque la muerte en Alemania y las dimisiones en otras partes habían dejado varios huecos
en nuestras filas, aún quedaban los húngaros, que no habían muerto ni estaban en trance de
dimitir. [K. Lennartz 1998: 1]
En consecuencia y con la bendición tácita de Coubertin, Amberes rehusó enviar
invitaciones a Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria, Turquía, Rumanía y Polonia. Por
supuesto, la república soviética rusa (que ya había anunciado su retirada de todas las
competiciones deportivas burguesas) tampoco fue invitada, lo que no impidió que el
príncipe León de Urusov, representante de la Rusia zarista, siguiera siendo miembro del
COI.
La diplomacia británica no se conformó con impedir la participación de los
vencidos; insistió además en que se apartara de las competiciones internacionales a las
naciones neutrales que habían mantenido contactos deportivos con Alemania o sus
aliados durante la guerra. Por supuesto, la política de exclusión de las naciones
derrotadas no quedó circunscrita a los Juegos Olímpicos, sino que se extendió al resto
de competiciones internacionales. Esta fue la posición adoptada por la Football
Association inglesa, que hizo un llamamiento a la Fédération Internationale de Football
Association (FIFA, fundada en 1904 en París) para que excluyera de las competiciones
internacionales a Alemania, Austria y Hungría. La FIFA, sin embargo, se negó, por lo
que los representantes británicos abandonaron el fútbol internacional en 1920 en señal
90
de protesta27. Poco tiempo después, las asociaciones de fútbol de Escocia, Irlanda y
Gales se separaron de la federación británica y acordaron anular la norma que prohibía
a los clubes del Reino Unido disputar partidos con las potencias de los ex Imperios
centrales y sus aliados.
Tras la Gran Guerra, el veto británico fue aplicado al pie de la letra por el gobierno
galo, cuyo Comité Nacional de Deportes prohibió a las federaciones deportivas afiliadas
que participasen en competiciones internacionales oficiales con alemanes, austriacos,
húngaros, búlgaros o turcos, es decir, con los Estados no admitidos en la Sociedad de
Naciones. De hecho, las relaciones deportivas entre los Aliados y los Estados vencidos
no se restablecieron definitivamente, y en todos los deportes, hasta que las ex Potencias
Centrales fueron admitidas en la Sociedad de Naciones (Alemania ingresó en ella en
1926).
No obstante, no todas las federaciones internacionales aplicaron estas directrices.
Desde comienzos de los años veinte, Suiza, Noruega y Suecia no tuvieron inconveniente
alguno en aceptar la participación alemana en encuentros internacionales. Los
campeonatos del mundo de ciclismo se celebraron en Berlín en julio-agosto de 1920. Y
en 1922 se enfrentaron atletas galos y germanos en la Maratón Internacional de Turín.
Ese mismo año compitieron en Alemania boxeadores franceses, a despecho de que la
Federación Francesa de Boxeo hubiese prohibido expresamente todo encuentro con los
deportistas de los Imperios centrales, y se disputaron partidos de fútbol entre clubes
franceses y alemanes, pese a que todavía no se celebrasen encuentros oficiales entre los
equipos nacionales de los aliados y los países derrotados.
En 1921, Coubertin envió una circular a los miembros del COI en la que además de
comunicarles su intención de dimitir tras los Juegos de 1924 28, y pese a reconocer que la
candidatura de Ámsterdam era la más adecuada, añadió:
Llegada la hora de su relevo, y al juzgar su obra personal muy lejos de haber sido terminada,
nadie regateará al renovador de los Juegos Olímpicos el derecho de pedir un favor
excepcional para su ciudad natal, París, donde gracias a sus desvelos se preparó y luego se
proclamó solemnemente, el 23 de junio de 1894, la reanudación de las Olimpiadas. Deseo,
pues, advertiros lealmente, mis queridos colegas, de que cuando se celebre nuestra próxima
reunión, requeriré vuestra ayuda para que en esta gran circunstancia me ofrezcáis el
sacrificio de vuestras preferencias y de vuestros intereses nacionales otorgando la IXª
Olimpiada a Ámsterdam y proclamando a París sede de la VIIIª. [F. Yagüe 1992: 142]
El retorno oficial de los británicos a la FIFA no se produjo hasta 1946.
Según el historiador del deporte Arnd Krüger, [A. Krüger 1998:85-98], Coubertin había invertido gran
parte de su fortuna en bonos del Estado zarista, por lo que al terminar la guerra estaba arruinado y vivía
de la exigua asignación que le proporcionaba su esposa. Todo parece indicar que existió una relación
causa-efecto entre la dimisión de Coubertin y su precaria situación económica, como insinúa Diem en el
siguiente pasaje: «Al cabo de haberse celebrado los Juegos en París, convocó en Praga el Congreso
Olímpico en el que anunció su retirada. […] Es posible que no se sintiera en situación financiera de
continuar su tarea, pues había gastado toda su fortuna. Una parte de la misma la había perdido a
consecuencia de la baja del valor monetario en Francia y España, y desde entonces no se sintió nunca más
seguro». [C. Diem 1966: 408] Tras abandonar la presidencia del COI, Coubertin se dedicó a fundar y
animar la Union Pédagogique Universelle (1925-1929) y el Bureau Internationale de Pédagogie Sportive
(1928-1934), organizaciones para las que redactó algunos de sus escritos más «programáticos».
27
28
91
El Congreso celebrado en 1921 en Lausana interpretó los deseos del barón como
órdenes, por lo que los Juegos Olímpicos de 1924 (cuya celebración estaba prevista en
un principio en Ámsterdam) se organizaron finalmente en París, que se convirtió así en
la primera ciudad en organizar los Juegos en dos ocasiones.
La cuestión de los países no invitados a los Juegos de Amberes volvió a plantearse
en la sesión de Roma (1923) en relación con las Olimpiadas de París. Una vez más, el
COI se lavó las manos y dejó que fuera la sede candidata la que decidiera. En
consecuencia, París invitó a Hungría, Turquía, Austria, Bulgaria, Rumania y Polonia,
pero no a Alemania. Una vez más, se vulneraba el presunto «espíritu olímpico» con el
socorrido pretexto de que, pese a los seis años transcurridos desde el final de la guerra,
el odio francés hacia los alemanes seguía demasiado vivo para permitir que los
germanos pisasen suelo galo.
Como cabía esperar, la decisión de adjudicar los Juegos Olímpicos de 1924 a París
y de excluir una vez más a Alemania desató en este país y fuera de él una vasta campaña
de descrédito y de boicot. De hecho, los Juegos se habrían visto seriamente mermados si
los países escandinavos hubieran organizado, como era su intención, una contraOlimpiada, denominada Olimpiada del Norte, que había de coincidir con el tercer
centenario de la ciudad de Christiania, y a la que habrían sido invitados los alemanes.
En cualquier caso, a pocos meses de la inauguración de los Juegos de París,
muchas naciones ya habían establecido (oficialmente o no), relaciones deportivas con
Alemania y los países vencidos. Haciendo oídos sordos a las prohibiciones y
recomendaciones de las instituciones deportivas anglofrancesas, algunas federaciones
internacionales adoptaron una política propia que permitió que el cordón sanitario
levantado por las autoridades francobritánicas fuera resquebrajándose poco a poco.
***
Durante los años que siguieron al final de la Gran Guerra cobró gran auge el
fenómeno del «deporte obrero», que se plasmó en la formación de dos asociaciones
rivales: la Unión Internacional Obrera para la Educación Física y el Deporte, fundada en
1920 y conocida hasta 1928 con el nombre informal de Internacional Deportiva de
Lucerna (IDL) y la Asociación Internacional Deportiva Roja y de las Organizaciones de
Gimnasia, más conocida como la Internacional Deportiva Roja (IDR), creada al año
siguiente en Moscú. Donde mayor presencia tuvo el movimiento fue en Europa central,
concretamente en Alemania, Austria y Checoslovaquia, en no poca medida gracias al
clima político y social creado por la caída de los imperios de los Hohenzollern y los
Habsburgo. A comienzos de los años veinte, según las estimaciones realizadas por
James Riordan en The Worker’s Olympics, el movimiento gimnástico y deportivo
obrero contaba con cien mil asociados en Austria, unos doscientos mil en
Checoslovaquia y más de un millón en Alemania, cifra que superaba con mucho la suma
de afiliados en el resto de Europa.
El proceso de expansión internacional del «deporte obrero» se había iniciado ya en
1908, al fundarse la «Federación Deportiva y Atlética Socialista» con el apoyo de la
sección francesa de la Internacional Socialista. Cinco años después, los representantes
92
de asociaciones deportivas obreras de varios países se reunieron en Gante, donde
fundaron la «Federación Socialista del Deporte y la Gimnasia» (FSSG) o «Internacional
de Gante», que estableció rápidamente contactos con asociaciones de Bélgica, Alemania
y Gran Bretaña. No obstante, las actividades de esta federación se vieron truncadas por
la política de «unión sagrada» adoptada por la mayor parte de los partidos socialistas
europeos y se disolvió al estallar la Primera Guerra Mundial.
El movimiento deportivo obrero anterior a 1914 ponía el acento en la participación
igualitaria en la cultura física de los trabajadores de todas las edades y sexos, así como
en actividades entonces todavía escasamente impregnadas de competitividad, como la
gimnasia, el ciclismo, el excursionismo y la natación. En definitiva, se consideraba a sí
mismo como un movimiento que salvaguardaba los «valores» del deporte y la educación
física frente a su corrupción por los «excesos» del deporte de competición burgués.
Una vez finalizada la guerra, no obstante, pudo comprobarse que el panorama
deportivo internacional estaba cambiando de forma acelerada y drástica, como confirmó
la refundación de la efímera Internacional de Gante, primero en 1920 y luego en 1927.
En un principio la organización se denominó Asociación Internacional para el Deporte y
la Cultura Física, pero cinco años más tarde se rebautizó con el nombre de Internacional
Deportiva Obrera, cambio de nombre que reflejaba el peso cada vez mayor del deporte
competitivo frente a la mera «cultura física» y el amateurismo. Tampoco es de
sorprender, por tanto, que el denostado énfasis burgués en los récords y la victoria se
infiltrase cada vez más en el movimiento deportivo «obrero» y que sus órganos de
prensa abriesen cada vez más sus páginas a la dimensión espectacular del deporte
organizado.
Julius Deutsch 29 (1884-1968), figura destacada de la socialdemocracia
«austromarxista», expuso la doctrina del «deporte obrero» en un breve volumen
titulado Sport und Politik (1928). Según Deutsch, la práctica del «deporte obrero»
afirmaba la personalidad, fortalecía los vínculos personales entre los trabajadores a
través de actividades de carácter colectivo y constituía un arma para la emancipación
cultural de la clase obrera, en contraste con el deporte burgués, que exaltaba la fuerza
viril, el individualismo, la competición y el lucro. Si apenas una década antes el deporte
había sido coto casi exclusivo de amateurs de extracción burguesa y aristocrática, a
partir de mediados de la década de 1920 se había convertido ya en un fenómeno de
masas explotado hábilmente por la burguesía para promover la colaboración de clases y
el nacionalismo. No era raro, además, que los clubes deportivos fundados por los
industriales para uso de sus empleados se beneficiaran de subvenciones estatales, como
tampoco lo era que se les facilitase el acceso a campos e instalaciones públicas
denegadas a los clubes obreros so pretexto de su carácter «político».
Dirigente socialista austriaco, ministro de la guerra de la República austriaca fundada en 1918 y cabeza
«pensante» del Schutzbund, organización paramilitar uniformada del Partido Socialista Austriaco creada
en 1923 a partir de la Volkswehr de 1918. El objetivo declarado del Schutzbund era frustrar posibles
insurrecciones de tipo bolchevique y defender el programa de reformas sociales y las instituciones
republicanas contra la «reacción». A partir de mediados de la década de 1920, Deutsch se consagró al
movimiento deportivo obrero austriaco y a las tareas directivas de la Internacional Deportiva Obrera.
29
93
Con todo, y aun admitiendo que la colonización del «tiempo libre» de la clase
obrera por el deporte de masas fuese inevitable, la apuesta por el «deporte obrero»
hecha por la socialdemocracia centroeuropea de entreguerras puede caracterizarse en lo
fundamental como una tentativa de ocupar el vacío ideológico dejado por el descrédito
del olimpismo a la vez que sus ideólogos pintaban con los colores de una
«transformación socialista en marcha» la extensión de su influencia al ámbito del
tiempo libre de la clase trabajadora. En cualquier caso, se trató de un intento de
competir con la burguesía en un terreno en el que ésta se sentía perfectamente capaz de
prescindir de la competencia de los socialdemócratas, (como corrobora el hecho de que
tras la Segunda Guerra Mundial el «deporte obrero» no volviera a levantar cabeza en
una Austria que sin embargo volvía a estar gobernada por los socialistas).
A ese respecto, es significativo que Deutsch, haciendo acopio de todo su caudal de
demagogia obrerista, declarase en 1931, con ocasión de la Olimpiada Obrera de Viena
(cuyo final se hizo coincidir deliberadamente con el comienzo del Cuarto Congreso de la
Internacional socialista en la capital austriaca) que, en contraste con este cónclave
socialdemócrata, que reunía como máximo a unos cuantos centenares de delegados, el
movimiento deportivo obrero «unificaba a las propias masas». Por supuesto, las huecas
proclamas ideológicas de Deutsch serían desmentidas sin tardanza por la realidad: el
espectacular crecimiento numérico de los adeptos al «deporte obrero» no se plasmó en
una mayor combatividad ni en un desarrollo de la conciencia internacionalista de la
clase obrera europea; tampoco sirvió a la socialdemocracia centroeuropea como dique
de contención frente a la marea ascendente del fascismo, que arrolló sin apenas
resistencia sus principales santuarios.
La IDL se fundó, como ya hemos dicho, durante el congreso del movimiento
deportivo obrero europeo celebrado en 1920 en Lucerna, al que asistieron delegados de
todas las federaciones deportivas obreras europeas (Alemania, Checoslovaquia,
Finlandia, Suiza, Gran Bretaña, Bélgica, Francia e Italia). En el transcurso de dicho
congreso, sin embargo, no se aludió en ningún momento ni a la revolución rusa ni a las
luchas revolucionarias que se habían producido y seguían produciéndose en varios
países europeos (Alemania, Hungría, Italia, Escocia) después de la guerra. Todo
transcurrió como si el movimiento deportivo obrero viviese de espaldas a la crisis en la
que estaba inmerso el movimiento socialista internacional. De ahí que el programa de la
IDL y su afinidad con la Internacional Socialista fueran denunciados rápidamente por
los partidarios de la Internacional Comunista.
La fundación de la Internacional Deportiva Roja o Sportintern fue una iniciativa de
Nikolai Podvoisky, presidente del organismo soviético encargado del entrenamiento
militar (Vsevobuch), a raíz de una serie de reuniones en torno a cuestiones deportivas
con delegados de Checoslovaquia, Finlandia, Francia, Alemania, Hungría, Italia, Suecia
y la Rusia soviética, la mayor parte de los cuales se encontraban en Moscú para
participar en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista (1921) y no ejercían
función alguna en los movimientos deportivos obreros de sus respectivos países. Fuera
de la Rusia soviética, la IDR no tenía ninguna sección en el momento de su fundación; la
Federación Deportiva Comunista de Checoslovaquia fue la primera en adherirse en
1922, seguida por la Fédération Sportive du Travail francesa al año siguiente, y la
94
Federación Deportiva Obrera de Noruega en 1924. En contra de lo que podría
suponerse, la Internacional Comunista no desempeñó directamente ningún papel en la
fundación de la IDR y no reconoció públicamente a este organismo como parte integral
del movimiento comunista hasta el Quinto Congreso de la IC, celebrado en el otoño de
1924. En sus decisiones y actividades primaron siempre los intereses de la URSS y del
deporte soviético, aun cuando, como habría de suceder muy a menudo, eso fuera en
perjuicio del deporte obrero europeo.
Pese a que no los organizó ninguna de las dos internacionales del deporte obrero,
sino la Asociación Obrera de Gimnasia Checoslovaca, suele considerarse a los Juegos de
Praga (1921) como las primeras Olimpiadas Obreras. Durante cuatro días concurrieron
en la capital checa atletas de Austria, Bélgica, Bulgaria, Inglaterra, Finlandia, Francia,
Alemania, Polonia, Suiza, los Estados Unidos, la Rusia soviética y Yugoslavia.
La posibilidad de celebrar Olimpiadas Obreras de forma regular empezó a
barajarse de forma más seria en el preciso momento en que los Juegos Olímpicos
«oficiales» volvían a levantar cabeza. Todo parece indicar que el hecho de que Alemania
no fuera invitada a tomar parte en los Juegos de Amberes (1920) y los de París (1924),
fue un factor determinante en la celebración en 1925 de la primera Olimpiada Obrera
oficial, organizada en Frankfurt por la IDL bajo el lema «No más guerra» y en abierta
oposición a Coubertin y al COI.
Los organizadores de la Olimpiada Obrera de Frankfurt denunciaron a los
promotores de los Juegos Olímpicos modernos como un conciliábulo de chovinistas
patrioteros que había profanado los ideales del internacionalismo y de la paz entre las
naciones. Sobre el papel, al menos, ellos pretendían ir más lejos y, tras recoger sus
respectivas banderas democráticas del fango de las trincheras, proclamaron su voluntad
de convertir su certamen en un festival de paz que, sobre la base de un
internacionalismo «auténtico», imposibilitara futuras guerras. No deja de ser llamativo,
sin embargo, que ninguno de ellos hubiera destacado por su actividad
«internacionalista» ni antimilitarista durante la Primera Guerra Mundial, por lo que
hay que achacar sus fogosas denuncias del olimpismo y su negativa radical a mantener
relaciones con organizaciones deportivas burguesas a otras motivaciones. Es de suponer
que entre éstas pesara no poco la voluntad de «relanzar la imagen» de la
socialdemocracia centroeuropea, bastante quebrantada como consecuencia de su papel
en la movilización de los trabajadores para la guerra, el aplastamiento de las tentativas
revolucionarias de posguerra y la imposición de draconianas políticas de austeridad no
sólo durante el conflicto bélico sino también en la posguerra.
Con motivo de la adopción de la táctica del «frente único», es decir, la política de
alianza entre los partidos comunistas y socialistas propugnada por la Internacional
Comunista tras su Quinto Congreso (1924), la IDR propuso a la IDL una fusión que,
como cabía esperar, fue rechazada por esta última, si bien la organización
socialdemócrata autorizó oficialmente los encuentros y las relaciones deportivas entre
ambas organizaciones. En consecuencia, el Sportintern solicitó a la Internacional
Deportiva de Lucerna que permitiera concursar en la Olimpiada Obrera de 1925 a cuatro
de sus delegaciones (francesa, soviética, noruega y checa). Sin embargo, a raíz de un
incidente protagonizado por deportistas de obediencia moscovita, que aprovecharon un
95
Festival de Deporte Obrero Alemán para verter declaraciones contra las organizaciones
socialistas, la IDL no sólo prohibió participar en la Olimpiada Obrera a todos los
deportistas de la IDR, sino que hizo extensiva la prohibición a todos aquellos deportistas
que mantuvieran contactos con ella.
La Segunda Olimpiada Obrera, celebrada en 1931 en la «Viena roja» gobernada
por los socialdemócratas austriacos, también la organizó la IDL, ahora ya rebautizada
como la IDOS (Internacional Deportiva Obrera Socialista). Contó con la participación de
entre ochenta y cien mil deportistas obreros de veintiséis naciones y la asistencia de
doscientos cincuenta mil espectadores, una cifra que eclipsó holgadamente la de los
asistentes a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, celebrados un año más tarde. El
certamen incluyó, además, actividades de masas sin precedentes, como un festival
deportivo para niños, la participación del Grupo Juvenil de Halcones Rojos (Sokol),
juegos urbanos y teatro30.
Antes de que la oposición a los Juegos de Berlín se concretara en la organización
de la Olimpiada Popular de Barcelona, la capital catalana había sido una de las
candidaturas aspirantes a organizar los Juegos de 1936. En abril de 1931, se celebró en
Barcelona la 39ª sesión del COI. De hecho, la ciudad condal partía como favorita frente
a Berlín como sede organizadora de los Juegos de 1936, pero el destino quiso que diez
días antes de la sesión se proclamara, entre manifestaciones, disturbios y algaradas
proletarias, la Segunda República española, suceso que disgustó profundamente en el
aristocrático y reaccionario COI. El primer día de la sesión se presentaron muy pocos
miembros del Comité, ya que la mayoría de ellos optó por anular el viaje. La elección de
sede acabó realizándose por correo, y tras el escrutinio Berlín se alzó con la victoria por
cuarenta y tres votos frente a los dieciséis de Barcelona.
Un lustro más tarde, en un clima dominado por la política de los Frentes
Populares y la campaña de boicot de la Olimpiada de Berlín, la IDR se dirigió a la
Federación Cultural y Deportiva Obrera (FCDO) para que en el verano de 1936
organizase unos Juegos Populares pocos días antes del comienzo de la Olimpiada de
Berlín31. La estrecha relación de esta organización con el Partido Comunista de España
quedó confirmada en enero de 1934, cuando ingresó de forma oficial en la IDR. La
organización de la Olimpiada Popular corrió a cargo del Comité Catalá pro Esport
Popular (CCEP), organismo constituido en marzo de 1936 bajo la presidencia de Lluís
Companys y que aglutinaba a organizaciones obreras, asociaciones culturales de diversa
índole y los partidos de la izquierda catalana, aunque sin el concurso de la CNT ni del
POUM32. Sin embargo, los Juegos Populares no llegaron a celebrarse, porque la víspera
Para equilibrar un cuadro que de lo contrario podría parecer hasta idílico, conviene recordar que antes
de que los «deportes militares» se convirtieran en una de las pruebas habituales de las Espartakiadas
soviéticas, la IDOS ya los había introducido en la Olimpiada Obrera de Viena.
31 Algunos historiadores consideran que entre 1921 y 1937 se disputaron cuatro Olimpiadas Obreras, (si se
contabilizan como tales los Juegos de Praga de 1921), pero no incluyen en ningún caso a la Olimpiada
Popular, porque si bien las internacionales deportivas obreras le dieron su apoyo, no la organizaron.
32 Si bien la Olimpiada Popular fue denunciada públicamente por la CNT y el POUM como un
acontecimiento de carácter burgués e interclasista, la sublevación militar y la guerra civil llevaron a ambas
organizaciones —en principio hostiles al deporte, pero sin haberlo sometido jamás a un escrutinio crítico
digno de ese nombre— a defender su uso militar e incluso a ensalzarlo en sus órganos de prensa como
30
96
del día previsto para la ceremonia inaugural —el 19 de julio de 1936— coincidió con el
golpe militar que dio comienzo a la guerra civil española.
A la Olimpiada Popular habían confirmado su asistencia seis mil atletas de
veintitrés países, entre ellos de Estados Unidos, Francia, Suiza e Inglaterra, además de
representaciones de los atletas judíos en el exilio. La mayoría de los participantes
pertenecía, claro está, a asociaciones y clubes deportivos obreros y partidos de
izquierdas, no a comités deportivos nacionales y olímpicos, la gran mayoría de los cuales
acudió a Berlín. El Comité de Cultura Física de la Unión Soviética anunció en mayo de
1936 una expedición formada por deportistas de élite en todas las disciplinas pero
finalmente no la envió, sin duda como prenda de buena voluntad ante sus futuros
aliados militares, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, que iban a participar en
agosto de 1936 en la Olimpiada hitleriana.
La Olimpiada Popular dio al gobierno soviético, que desde el ingreso de la URSS en
la Sociedad de Naciones (1934) venía dando claras muestras de su deseo de incorporarse
lo antes posible a los organismos deportivos internacionales, el pretexto que necesitaba
para «actualizar» su postura respecto de los Juegos Olímpicos. Considerado
oficialmente hasta 1934 como paradigma del deporte «burgués», mercantil y chovinista,
a partir de esa fecha el discurso oficial del Partido se volverá cada vez más conciliador
con el olimpismo. Así, en marzo de 1936, en su conferencia de Praga, la IDR presentó
una Resolución sobre la cuestión de la lucha contra la Olimpiada hitleriana en la que
reclamaba «organizar manifestaciones en favor de la defensa de la idea progresista y de
la libertad del deporte con todas las federaciones y organizaciones». [A. Gounot
1998:120] En consecuencia, la IDR presentó la Olimpiada Popular de Barcelona como
expresión del «verdadero espíritu olímpico» frente a la «Olimpiada parda» de Berlín.
Tan pasmoso cambio de actitud de los comunistas ante el deporte «burgués» obedecía,
por una parte, a la política prebélica de los Frentes Populares, que tenía como objetivo
concertar alianzas en todo el mundo y a cualquier precio con toda clase de partidos
«antifascistas», por conservadores que fuesen, pero también a la dinámica interna y a
los objetivos a largo plazo del régimen estalinista.
La imposibilidad de celebrar la Olimpiada Popular en la Barcelona de julio de
33
1936 llevó a los dirigentes de las dos internacionales deportivas obreras a organizar,
ejercicio físico para el sostenimiento de la revolución. Sirva como muestra este extracto de Solidaridad
Obrera («Los deportes puros deben ser la base de la preparación militar», 22/09/1937): «Las carreras,
los saltos, los lanzamientos y las grandes manifestaciones gimnásticas que admiramos en los sokols,
deben constituir, indudablemente, la base de esta preparación deportiva militar de la cual han de salir los
más firmes defensores de la integridad y de la libertad del pueblo español, que está escribiendo en la
historia una magnífica epopeya con sus heroicas gestas en pro de la libertad del mundo.» [X. Pujadas i
Martí 2007:106]
33 La víspera de la victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936, el Partido Comunista de
España se presentó ante los votantes como el gran abanderado del deporte, según él amenazado de
muerte por el fascismo: «¡Deportistas! Dentro de doce horas se libra una gran batalla contra el mayor
enemigo del deporte: el fascismo. No olvidéis que están en lucha estos dos programas: Persecución de los
deportistas o fomento del deporte. Clausura de las organizaciones deportivas o ayuda oficial a las mismas.
Campos de concentración o campos de juego para la juventud. El Estado contra el deporte o el Estado en
ayuda del deporte. Incultura brutal o escuelas y gimnasios para el pueblo. El hacha del verdugo o los útiles
97
durante el verano de 1937 en Amberes, la que sería la última Olimpiada Obrera. Para
entonces, sin embargo, dos de los baluartes del deporte obrero, el Arbeiter Turn und
Sportbund alemán y la ASKÖ austriaca, ya habían sido borrados del mapa y tuvieron
que ser representados por exiliados (el movimiento checo no tardaría en correr la
misma suerte). El certamen tuvo un éxito considerable y en él participaron veintisiete
mil atletas de diecisiete países, incluida, en esta ocasión, la URSS. Hay que decir, no
obstante, que la IDR no participó como tal en la organización del certamen, ya que fue
disuelta secretamente (precisamente para evitar repercusiones publicitarias negativas
para la Olimpiada Obrera) por el Presidium de la Internacional Comunista en abril de
1937, en otro gesto de buena voluntad de la Unión Soviética hacia sus futuros aliados.
Como colofón, digamos que resulta muy revelador que en el tumultuoso panorama
de la Europa inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial, cuyos momentos
más significativos fueron la revolución rusa y el movimiento de los consejos obreros
alemanes, Pierre de Coubertin no dejase en ningún momento de ser un firme partidario
de fomentar el deporte entre los trabajadores (llegó incluso a elogiar discretamente al
«deporte obrero») como medio de conducir a éstos del campo de batalla político al
campo de las competiciones deportivas y asegurar así la «paz social». El máximo
ideólogo del olimpismo daba así prueba de mucha mayor lucidez que sus homólogos
«obreros» respecto del potencial de emancipación social y las perspectivas a largo plazo
del «deporte obrero». Sirva como muestra esta cita de Pédagogie Sportive (1922):
Que la juventud burguesa y la juventud proletaria beban en la misma fuente del goce
muscular; he ahí lo esencial; que se reencuentren allí ahora no es más que algo accesorio. De
esa fuente surgirá, tanto para la una como para la otra, el buen humor social, único estado de
ánimo que autoriza en el futuro la esperanza de una colaboración eficaz. [P. Coubertin
1934:145]
***
Fue durante el período de entreguerras cuando el deporte franqueó la etapa de su
aparición formal en la sociedad moderna y pasó a la de su arraigo real. Y aunque no
quepa duda de que la práctica deportiva aumentó de forma vertiginosa, el hecho
decisivo fue que los deportes-espectáculo tomaron la delantera al deporte amateur y
despejaron el camino a una transformación mercantil, propagandística e ideológica sin
precedentes.
Tanto en Europa como en los Estados Unidos, la aparición del «deporte de masas»
coincide históricamente no sólo con la transición a los métodos de producción
tayloristas y la generalización de la jornada de ocho horas, sino también con la crisis del
Estado liberal clásico y la consolidación paulatina de «nuevos regímenes de
acumulación». Las mismas fuerzas que, en condiciones tan dispares como las de la
Alemania nazi y los Estados Unidos del New Deal, organizaron la producción en torno a
la cadena de montaje fordista, organizaron también el «tiempo libre» y el consumo en
del deporte. La desesperación y el hambre de millares de jóvenes o el camino abierto hacia el triunfo
definitivo.» [Mundo Obrero, 15/02/1936, citado en R. Trigueros 2004].
98
función de las necesidades estratégicas de control sobre la «reproducción de la fuerza de
trabajo»34.
El advenimiento de la era del deporte-espectáctulo se inscribe, pues, en un
universo urbano en el que una clase trabajadora sometida a una vorágine de
transformaciones destinadas a despojarla de todo control sobre el proceso de trabajo, se
ve arrojada durante su «tiempo libre» en brazos de la naciente «sociedad de
consumo»35. A la vez que asestaba un golpe irreparable a la ética del trabajo en el
corazón mismo del proceso productivo, el capitalismo de los «tiempos modernos»
descubría las posibilidades publicitarias y propagandísticas que ofrecía la identificación
espectacular de las «masas» con las estrellas del cine y los ases del deporte. El atractivo
de estos personajes radicaba precisamente en que, tanto en su existencia pública como
privada, aparentaban ser dueños y no víctimas de sus destinos, lo que contrastaba
marcadamente tanto con el hombre de la calle como con la clase política tradicional, que
daba pruebas cada vez más dramáticas de su impotencia para dominar los procesos
históricos. A título de ejemplo, recordemos que durante la crisis de 1929, mientras los
titulares de prensa evocaban los problemas económicos y sociales de la nación
estadounidense, las páginas deportivas, en cambio, rebosaron de triunfos y nuevas
marcas en todo momento.
En un artículo titulado “The Great Sports Myth” (1928), John R. Tunis, célebre y
prolífico autor de edificantes relatos deportivos para adolescentes, observó con agudeza
que los estadounidenses
[…] no tenemos una reina Marie, ni siquiera un Mussolini, a los que colocar en un pedestal.
En consecuencia, volvemos nuestras esperanzas hacia el mundo del deporte. Allí hallamos la
materia prima con la que satisfacer nuestras ansias de idolatría, allí descubrimos a los
auténticos dioses de la nación36. [G. Okerlund 2007: 357]
El director del «departamento de sociología» de Henry Ford, John R. Lee, precisaba en relación con la
introducción de la política del Five Dollar Day: «Era fácil prever que cinco dólares diarios en manos de
ciertos hombres podrían constituir un serio obstáculo en el camino de la rectitud y de la vida ordenada y
hacer de ellos una amenaza para la sociedad en general; por eso se estableció desde el principio que no
podría recibir este aumento ningún hombre que no supiera usarlo de manera discreta y prudente.» [B.
Coriat 1982: 57]
35 Como quien no quiere la cosa, nadie parece haberse molestado en señalar la correlación entre la
devastadora «desvalorización del intelecto» que acarreó la taylorización en la industria (según el propio
Taylor, en determinadas ramas de la producción convenía que el trabajador ideal fuera «tan estúpido y
flemático que su mentalidad se asemeje más a la de un buey que a cualquier otra») y sus efectos,
seguramente no menos devastadores, en la esfera del ocio (la «cultura de masas»).
36 En American Civilization (obra escrita en 1950, pero publicada póstumamente en 1993), C. L. R. James
destacaba el íntimo parentesco entre el star-system y el universo totalitario: «Hemos visto cómo,
despojados de su individualidad, millones de ciudadanos modernos viven por procuración, a través de
terceras personas, identificándose con individuos brillantes, de gran eficacia, célebres o glamurosos. El
Estado totalitario, que aplasta toda forma de libertad, no hace sino llevar esta sustitución a su último
extremo. El culto a Stalin no es una expresión de la mera “naturaleza humana” ni es una “mera”
imposición de la burocracia totalitaria sobre la población con el fin de reforzar su autoridad y su prestigio.
Es algo inherente a la condición moderna.» [C. L. R. James 1993: 161]
34
99
El auge del periodismo deportivo radiofónico, íntimamente ligado a la
implantación definitiva del sistema fabril taylorista y a la estandarización y
homogeneización de la vida cotidiana, se vio enormemente facilitado por la presencia de
aparatos receptores, primero en espacios públicos y más tarde en cada hogar individual.
La consolidación del deporte como uno de los ejes fundamentales de la incipiente
«sociedad de consumo» no hubiera sido posible sin la prensa deportiva, que se afanaba
por ofrecer antes que la competencia los resultados de los partidos, las apuestas o las
competiciones internacionales. Las grandes rotativas descubrieron enseguida, tanto en
Europa como en los Estados Unidos, la bonanza publicitaria de las «páginas deportivas»
y su eficacia como factor multiplicador de las tiradas.
Por lo demás, las novedosas técnicas de «organización científica del trabajo», lejos
de ceñirse al ámbito industrial, se extendieron muy pronto a la gestión de los clubes
deportivos más importantes. Siguiendo las pautas de la producción taylorizada, uno de
los objetivos fundamentales de las direcciones de los clubes fue separar estrictamente la
concepción y la ejecución: al deportista le correspondía ejecutar las tareas físicas
encomendadas, mientras que directivos y entrenadores se ocuparían de reclutar
jugadores, contratar especialistas y elaborar la estrategia y la táctica a seguir. Al igual
que en el mundo de la empresa, las nuevas relaciones laborales establecidas en el ámbito
deportivo se orientaron hacia el cumplimiento de unas normas de rendimiento que
pudieran medirse estadísticamente, plasmarse en fórmulas probadas y reproducirse a
voluntad. No es de extrañar, por tanto, que en aquel entonces el retrato robot del
deportista ideal encajase con el del «buen trabajador»: obediente, esforzado y poco dado
a tener ideas propias. Por el contrario, los deportistas más propensos a obedecer a sus
inclinaciones individuales tendían a ser considerados como unos indeseables que
«destruían la labor del equipo».
En lo que atañe a la relación entre el deporte de los «tiempos modernos» y la
«formación del carácter», el diagnóstico de Tunis también fue inequívoco:
Digámoslo con toda claridad: los deportes competitivos organizados no contribuyen a formar
el carácter. Al contrario, tras presenciarlos a menudo y haber participado en ellos de sobra,
estoy convencido de que lo cierto es lo opuesto. Tan lejos están de formar el carácter que, en
mi opinión, la participación continua y excesiva en el deporte competitivo tiende a destruirlo.
Bajo la tremenda presión de la lucha por la victoria a toda costa, salen a la superficie y se
consolidan todo tipo de rasgos desagradables. Con mucha frecuencia lo que desarrolla es el
lado peor del jugador, cuyo autodominio se quiebra mucho más de lo que se fortalece. [G.
Okerlund 2007: 357]
Del otro lado de la barricada, por así decirlo, uno de los máximos propagandistas,
organizadores y reformadores del fútbol americano, el fabricante de relojes Walter
Camp, proclamó con arrobo en 1920 que «el mundo empresarial estadounidense ha
descubierto en el fútbol universitario norteamericano la encarnación de la metodología
empresarial contemporánea», por lo que dicho deporte «ha llegado a ser reconocido
como la mejor escuela para inculcar en la juventud los atributos que el ámbito
empresarial desea y requiere». [E. J. Gorn, W. Goldstein 1993:158-159.]
100
El empleo de cámaras de cine para analizar la técnica y las investigaciones en
fisiología y dietética fueron algunas de las áreas en las que los estudiosos
norteamericanos revolucionaron la naciente «ciencia deportiva». Al igual que sus
homólogos en el mundo de los negocios y la ingeniería, los responsables deportivos
extranjeros visitaban los Estados Unidos para estudiar métodos de entrenamiento,
recibir formación en las últimas técnicas y contratar a entrenadores estadounidenses. A
diferencia de lo que sucedió en aquellos años en muchos otros Estados, cuyos gabinetes
crearon ministerios de deportes y destinaron importantes partidas presupuestarias a
subvencionar la participación en competiciones internacionales, el gobierno
estadounidense no intervino en la actividad deportiva, pues tenía plena confianza en
que podía dejarse en manos de entes privados37.
Mientras tanto, durante las décadas de 1920 y 1930 se institucionalizaban y se
constituían las federaciones internacionales. Si hasta 1914 el número de federaciones era
muy limitado, lo que constituía un indicio de la escasa difusión mundial del deporte
hasta ese momento, a partir de 1918 el número de federaciones irá aumentando de
forma gradual, en estrecha relación con el auge del número de competiciones
internacionales. Al igual que en el caso de otros deportes, la Copa del Mundo de Fútbol,
creada en 1928 por el presidente de la FIFA, Jules Rimet surgió para superar el estrecho
marco de las Olimpiadas, reservadas a los «amateurs puros». También la mayoría de los
demás Campeonatos del Mundo se establecieron después de la Gran Guerra: halterofilia
(1920), equitación, esgrima y ciclismo (1921), piragüismo, esquí, hockey sobre hielo y
trineo (1924), tenis de mesa (1927), lucha (1929), tiro con arco (1931) y baloncesto
(1932). Este período también coincide con el auge del deporte profesional y la
mercantilización y la corrupción política de los Juegos, que provocaron una crisis
institucional en el seno del comité olímpico que finalizó con la dimisión de su
presidente, Coubertin, en 192538.
37
Eso no impidió, por lo demás, que el ejército de los Estados Unidos mantuviese desde principios del
siglo XX relaciones excelentes y muy estrechas con el movimiento olímpico. Ya en 1912, el coronel
Thompson, presidente del Comité Olímpico Estadounidense, envió un nutrido contingente militar a las
Olimpiadas de Estocolmo y ocho años más tarde, el Congreso aprobó una resolución autorizando al
Departamento de la Guerra a utilizar buques de la flota para transportar atletas a Amberes. El general
Douglas McArthur, que presidía el Comité Olímpico Estadounidense en 1928, declaró en un informe
dirigido al presidente Calvin Coolidge sobre la participación las Olimpiadas de Ámsterdam: «“América
Atlética” es una frase elocuente. Es como un talismán que evoca salud y felicidad. Despierta el orgullo
nacional y hace arder de nuevo la llama del espíritu nacional.» [E. T. Imparato 2000:19-20]
38 En su Carta de reforma deportiva (1930), Coubertin reconoció el grado de «desvirtuación» al que
había llegado el deporte y prescribió una vana serie de reformas destinadas a remediar sus males. No
satisfecho con este programa de regeneración, en 1935 se trasladó a Alemania para participar en la
primera de una serie de emisiones radiofónicas organizadas como parte de los preparativos de la
Olimpiada de Berlín. En el transcurso de esta emisión proclamó como fundamentos del olimpismo
moderno la selección, el mejoramiento ontogenético y filogenético, la caballerosidad y la belleza
espiritual, temas muy afines a la sensibilidad de sus anfitriones. La Alemania hitleriana propuso al barón
—arruinado y ya en nómina del Tercer Reich gracias a la mediación de Theodor Lewald— para el Premio
Nobel de la Paz de 1935 frente a la candidatura de Carl von Ossietzky, periodista al que Hitler había
encarcelado bajo la acusación de «alta traición» por denunciar el rearme alemán. Desconsolado por no
haber sido distinguido con el preciado galardón (se ve que en este caso no bastaba con «participar»),
Coubertin escribió al Reichssportführer von Tschammer: «Sé que durante los últimos cincuenta años yo
101
Tras el agotamiento del período de efervescencia revolucionaria de la Europa de
posguerra despuntó en el horizonte político la Italia de Mussolini, seguida más tarde por
la Alemania de Hitler. Ambos regímenes, a diferencia de las democracias liberales
clásicas, comprendieron muy pronto y explotaron a fondo las ventajas políticas que
podía ofrecerles la «propaganda por el deporte».
Durante la década de 1930, en la Italia fascista y la Alemania nazi el grado de
«movilización deportiva» de las masas fue tal que en Francia y Gran Bretaña se
comenzó a prestar gran atención al papel que el deporte podía desempeñar como
instrumento de política exterior. El eco propagandístico y el enorme prestigio
internacional cosechado por la Italia fascista en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de
1932 por un lado, y la resonancia mundial de los Juegos de Berlín, por otro,
repercutieron de forma inmediata en las dos grandes democracias liberales del
Occidente europeo.
La promoción del deporte de alta competición con el fin de contribuir al prestigio
mundial de Francia se convirtió en objetivo prioritario del gobierno galo relativamente
pronto. A tal efecto, ya en enero de 1920 se había creado una Sección de Turismo y
Deporte dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores, que poco después pasó a
denominarse Servicio de Obras Francesas en el Extranjero (SOFE), encargado de
subvencionar a las federaciones para que los deportistas franceses pudieran representar
con dignidad a la nación, ya que según un informe presentado a la Cámara de los
Diputados, resultaba de todo punto necesario «que Francia no perdiera, a los ojos del
mundo atlético, especialmente entre naciones como Estados Unidos, Gran Bretaña y los
países escandinavos, ese prestigio que le ha dado el deporte supremo: la guerra.» [T.
González 2002:206] El deporte, pues, se había convertido en asunto de Estado. En
1920, el Gobierno francés repartió entre las diferentes federaciones doscientos mil
francos con cargo al presupuesto del Ministerio de Asuntos Exteriores para que Francia
estuviera convenientemente representada en los Juegos Olímpicos de Amberes. La
SOFE prosiguió su tarea de contribuir al éxito del deporte francés en el extranjero, para
lo que subvencionó a deportistas y federaciones e intervino decisivamente para que
Coubertin concediera las Olimpiadas de 1924 a París.
En un principio, al parecer, el barón no era partidario de adjudicar los Juegos a
París por segunda vez. Su dictamen, sin embargo, chocó con la opinión favorable de los
representantes de las federaciones deportivas galas en el seno del Comité Olímpico
Francés, por lo que las autoridades francesas decidieron intervenir y presionar a
Coubertin para que se designase a París como sede organizadora de los Juegos de 1924.
El barón acabó por dar su brazo a torcer, y en junio de 1921 los miembros del COI
reunidos en el VII Congreso de Lausana respaldaron la candidatura de la capital
francesa.
No sería, sin embargo, hasta la victoria electoral del Frente Popular en 1936,
cuando el gobierno de León Blum creó el primer Consejo Superior de Educación Física y
Deportes, que incluía a tres miembros de la Fédération Sportive et Gymnique du
Travail (FSGT), organización que nació en diciembre de 1934 de la fusión entre la
he contribuido más a la paz a través del fomento del deporte internacional que pronunciando discursos y
[participando en] actos inútiles. Su reconocimiento a ese respecto tiene para mí un valor inapreciable.»
102
USSGT socialista y la FST comunista. A partir de entonces, y en opinión de Henri
Sellier, fundador del Consejo Superior de Educación Física y Deportes: «Los deportes
van a desempeñar un papel importante, tanto desde el punto de vista nacional como
desde el punto de vista social». [G. Vigarello, A. Corbin, J. J. Courtine 2006: 184]
La ambigüedad del discurso «antifascista» de buena parte de los portavoces del
Frente Popular se aprecia a la perfección en la seducción que ejercieron sobre ellos
instituciones como la Kraft durch Freude nazi y el Dopolavoro fascista. Según el
diputado socialista Georges Barthélémy, ponente de la comisión de finanzas de la
Cámara encargada de estudiar el presupuesto para educación física y tiempo libre, el
deporte no sólo «favorecía la mejora de las relaciones entre capital y trabajo, y por
tanto, la eliminación de la lucha de clases», sino que era además «un medio para
prevenir la degeneración física y moral de la raza». En los informes parlamentarios y de
prensa de la época, el concepto de «raza» solía ir asociado, por cierto, a la «defensa de la
civilización europea», amenazada al parecer por una «decadencia» que los políticos del
Frente Popular pretendían atajar mediante unas reformas que asociaban
incongruentemente el objetivo declarado de velar por la salud física de la población
trabajadora con la voluntad de contribuir a la defensa nacional restableciendo «la
higiene moral y social de la nación».
El gobierno francés puso en práctica esta política combinándola con la reducción
de la jornada laboral, el incremento del número de días de vacaciones y la mejora de las
instalaciones deportivas. La entrada de miembros de la FSGT en el gabinete del Frente
Popular, sin embargo, no impidió que los atletas franceses participasen en los Juegos
Olímpicos de 1936 en Berlín, pese a que esta organización había hecho campaña a favor
del boicot. (Cabría, por supuesto, hacer la lectura inversa: el hecho de que esta
organización llamase a boicotear la Olimpiada nazi no le impidió formar parte del
gobierno de León Blum.)
En Gran Bretaña, donde el Estado se resistió durante más tiempo que en ningún
otro lugar a adoptar políticas intervencionistas en materia deportiva, los gobiernos de
Su Majestad no comenzaron a interesarse por el deporte organizado y sus repercusiones
internacionales hasta mediados de la década de 1930. No hay que olvidar, sin embargo,
que en aquella época el Reino Unido era, junto con los Estados Unidos, la nación más
«deportivamente desarrollada» del mundo.
En Inglaterra no existía federación nacional alguna, tan sólo diferentes
asociaciones privadas para cada disciplina deportiva. Así pues, no sólo eran los clubes
los que decidían sobre las fechas de los encuentros y las normas de los campeonatos,
sino que también arbitraban en todas las disputas, incluidas las de ámbito internacional.
Ahora bien, esto no significa que no hubiese relación entre la esfera política y la
actividad deportiva. De hecho, era habitual que funcionarios, políticos e incluso
ministros del Gobierno perteneciesen a entidades como el Marylebone Cricket Club, que
controlaba el críquet. Es más, la propuesta del gabinete británico para vetar la
participación alemana y la de sus antiguos aliados tanto en las Olimpiadas de 1920
como en las de 1924 partió de las asociaciones deportivas británicas.
Durante la década de 1920, las autoridades británicas mostraron escaso interés por
la política deportiva de otros Estados, pues consideraban que el papel del deporte en las
103
relaciones internacionales era competencia de las asociaciones deportivas y no del
Ministerio de Asuntos Exteriores. Así se explica que cuando Gran Bretaña fue invitada a
participar en los Juegos de Amberes de 1920 la falta de entusiasmo del gobierno
británico llegara hasta el extremo de negarse a subvencionar a sus deportistas.
No fue sino hasta la segunda mitad de los años treinta, con ocasión de la
celebración de los Juegos de Berlín, cuando el Gobierno empezó a intervenir
directamente en el deporte. El gabinete británico no tenía el menor interés en promover
el boicot de la Olimpiada nazi, pues aspiraba a mantener buenas relaciones con Hitler.
Por lo demás, los gobernantes británicos tampoco tuvieron grandes quebraderos de
cabeza internos, ya que en el Reino Unido la campaña de boicot fue menos intensa que
en los Estados Unidos o en Francia. Es más, cuando, a tres meses vista de la celebración
de los Juegos, la diplomacia británica tuvo conocimiento de que la izquierda francesa
estaba presionando a su gobierno para que no enviara una representación a las
Olimpiadas, el Foreign Office transmitió de inmediato al gobierno galo su más enérgica
protesta. Ni la agravación de la situación interna en la Alemania nazi, donde los
opositores políticos y otros «elementos antisociales» estaban siendo asesinados o
confinados en los recién estrenados campos de concentración, ni la aprobación de las
Leyes de Nuremberg en septiembre de 1935, disuadieron a las autoridades británicas de
participar en los Juegos de Berlín. El objetivo aparente de esta política, llamada de
apaciguamiento (“appeasement”), era llegar a una entente cordiale con el régimen de
Hitler tras el fracaso de los acuerdos de Stressa, firmados en 1935 entre Gran Bretaña,
Francia e Italia a fin de frenar el rearme germano y la remilitarización alemana del Rin.
Su objetivo oculto, sin embargo, era dar luz verde a Hitler para que orientara su
maquinaria bélica hacia el este, y en concreto, contra la Rusia de Stalin. De ahí la tibieza
con que el establishment británico acogió todas y cada una de las propuestas soviéticas
de alianza militar con Gran Bretaña, que venían sucediéndose desde 1934.
En lo que se refiere al fútbol, a partir de 1934 la organización de los partidos
internacionales siguió exactamente los vaivenes políticos del Foreign Office. El fracaso
de la diplomacia británica, al permitir que el partido de fútbol disputado entre Italia e
Inglaterra ese mismo año (conocido como la «batalla de Highbury») enturbiase las
relaciones entre ambos países en un momento de grave tensión internacional tras el
ascenso al poder de Hitler, decidió al gobierno a intervenir para que en el futuro las
competiciones deportivas no causaran fricciones inoportunas. Así, en diciembre de
1935, Gran Bretaña invitó a Alemania a disputar un partido de fútbol. Los alemanes
aceptaron encantados, ya que en ese momento la estrategia diplomática de Hitler
pasaba por acercarse a los británicos para distanciarlos de los franceses, que en mayo de
1935 habían firmado el pacto francosoviético. A diferencia de lo sucedido con los
italianos el año anterior, los alemanes demostraron su «buena voluntad» teniendo el
detalle de perder por tres a cero, resultado que ellos mismos habían pronosticado antes
del partido.
El gobierno de Su Majestad presentó aquel acontecimiento deportivo como todo
un éxito político, por lo que concluyó que, a partir de entonces y siempre que fuera
posible, sería conveniente que el deporte internacional favoreciera las buenas relaciones
internacionales y el prestigio de Gran Bretaña. De ahí que el partido de vuelta,
104
disputado por las selecciones alemana e inglesa el 14 de mayo de 1938 en Berlín, dos
meses después del Anchluss austríaco, despertase gran interés entre los representantes
del Foreign Office, que se pusieron en contacto con los directivos de la Football
Association e insistieron en que era muy importante que la selección británica dejara el
pabellón bien alto. Según ciertas versiones, el embajador británico
en Berlín, sir Neville Henderson, tuvo que insistir a los jugadores sobre la conveniencia
de realizar el saludo nazi cuando se interpretara el himno alemán. Por lo demás, el
equipo británico superó las mejores expectativas con un aplastante triunfo por seis goles
a tres. Hasta los críticos de la política del apaciguamiento tuvieron que admitir que esta
victoria representaba todo un éxito diplomático. No en vano, el Informe de
Acontecimientos Actuales del Consulado británico en Berlín de mayo de 1938 ponía de
manifiesto que el gran partido de fútbol jugado por la selección nacional había hecho
revivir en Alemania el prestigio deportivo británico.
***
Durante el último tercio del siglo XIX —y bajo el acicate de los cañones de la
escuadra estadounidense del comodoro Perry— el Japón inició un proceso de
occidentalización galopante bautizado con el nombre de «Revolución Meiji». Con el
pretexto de «restaurar» la autoridad suprema del emperador, conculcada durante tres
siglos por el régimen militar hereditario de los Shogunes, puso en marcha un nuevo
sistema de gobierno centralizado que abordó la tarea de extirpar las bases del sistema
feudal y conducir al imperio del sol naciente por la senda de la modernización
capitalista.
Los deportes occidentales y la gimnástica fueron introducidos en el Japón, por
tanto, durante un período de profundas transformaciones económicas, sociales y
políticas, y en tanto piezas fundamentales del nuevo sistema educativo, contribuyeron
de forma decisiva a convertir al Japón Meiji en un Estado moderno. No obstante, para
hacer frente a los peligros de una occidentalización acelerada, así como al descontento
social que inevitablemente iba a generar (entre 1868 y 1874, el nuevo sistema impositivo
y el reclutamiento forzoso provocaron una media de treinta revueltas campesinas
anuales), los sectores más inmovilistas de la sociedad nipona cerraron filas en torno a
adaptaciones cuidadosamente retocadas de la «tradición» japonesa con el objetivo de
mantener una superestructura cultural y política tan conservadora como fuese posible.
Se adoptaron medidas represivas como la limitación del derecho de reunión (1880,
1882), se revisó la reglamentación de la prensa (1883) y se aprobó una ley que prohibía
revelar las peticiones hechas a la corona y al gobierno (1884). Por si todas estas medidas
no fueran suficientes, la constitución promulgada en 1889 no garantizaba los derechos
fundamentales y convertía al emperador en la fuente fundamental de la autoridad
estatal, seguida al año siguiente por una Ley de Orden Público y Policía que declaraba
ilegales las huelgas y toda forma de organización obrera y establecía restricciones
añadidas al derecho de reunión y a la libertad de expresión. Los adversarios de esta
modernización autoritaria tendieron, en un primer momento, a abrazar el cristianismo y
la ideología de la socialdemocracia europea, pues creían que ofrecían modelos de
105
modernización más humanitarios. (Tras el estallido de la guerra rusojaponesa en 19041905, como veremos, los enemigos del militarismo y del Estado imperial se vieron
obligados a buscar inspiración política en otras partes.)
El nuevo sistema de gobierno alentó la introducción de la ciencia, la tecnología y
los sistemas pedagógicos de Occidente, en particular los de procedencia anglosajona.
(En materia militar, no obstante, se inclinó muy pronto por los métodos prusianos.) La
intelectualidad japonesa absorbía con avidez la cultura europea y las universidades
adoptaron el sistema educativo británico prácticamente sin alteración alguna. Como
cabía esperar, los promotores más activos del deporte fueron los universitarios, los
alumnos de las escuelas normales superiores y los estudiantes de enseñanza media, que
a menudo estaban en contacto con los residentes extranjeros de Yokohama.
El futuro fundador del judo y en aquel entonces estudiante de la Universidad de
Tokio, Jigoro Kano, quedó tan impresionado que decidió reconvertir su pasión
particular, el jiu-jitsu, en empresa pedagógica. Criado en un universo anglófilo, Kano sin
duda habría compartido el dictamen de Pierre de Coubertin acerca de la singular
«cultura deportiva» británica como fundamento de la grandeza anglosajona y como
patrimonio cuya adopción por las demás naciones sólo podía beneficiar a la humanidad
entera. Como miembro de la élite Meiji, Kano se consagró al estudio de la economía
política y el pensamiento político británicos, y en 1882 (el mismo año en que fundó el
Instituto Kodokan como centro de enseñanza y difusión del judo) se licenció en filosofía
por la Universidad Imperial de Tokio. No obstante, la principal ocupación de Kano en
esta etapa de su vida fue la reforma y modernización del sistema educativo japonés.
En la Escuela Normal Superior de Tokio, que dirigió entre 1910 y 1920, Kano
alentó la formación de un club en el que se practicaban las siguientes modalidades
deportivas: judo, kendo, gimnasia, sumo, tenis sobre hierba, fútbol y béisbol. Cada
alumno tenía la obligación de participar en al menos una de ellas durante al menos
treinta minutos al día. En la misma época, Kano también desempeñó un papel muy
activo en la introducción del judo y el kendo en los planes de estudios de las escuelas
públicas.
A comienzos de 1909, el barón de Coubertin solicitó al embajador francés que
indagase por qué Japón no había enviado un equipo a las Olimpiadas londinenses de
1908. Dado que Kano era uno de los principales pedagogos del país, el ministerio de
Educación le encargó que se ocupase del asunto. De resultas, en mayo de 1909 Kano se
convirtió en el primer miembro asiático del Comité Olímpico Internacional. Puesto que
no existía ninguna organización deportiva facultada para enviar atletas a las
Olimpiadas, dos años más tarde Kano fundó la Japanese Amateur Athletic Association
(Dai Nippon Tai-iku Kyokai) 39 o lo que viene a ser lo mismo, el Comité Olímpico
Japonés. En 1912, encabeza una delegación japonesa de dos miembros enviada a las
Olimpiadas de Estocolmo. Para obtener financiación, Kano tuvo que apelar al
Otro destacado dirigente de esta asociación fue Isoo Abe, futuro alcalde de Tokio, pionero del béisbol
japonés y paladín del socialismo cristiano. Educado en el Seminario Teológico de Hartford, Connecticut,
Abe pretendía apartar a los varones japoneses del alcohol, el juego y el teatro a través de los deportes y
actividades al aire libre para lograr que se parecieran más a los suizos, pueblo por el que sentía una
admiración inmensa.
39
106
sentimiento nacionalista y a la rivalidad chinojaponesa contándole al gobierno japonés
que el YMCA de Shanghai estaba barajando la posibilidad de enviar una delegación
china a las Olimpiadas de 1912.
Otro factor que impulsó el desarrollo del atletismo japonés fueron los Juegos de
Extremo Oriente (Far Eastern Championship Games) organizados por la Far Eastern
Amateur Athletic Association a partir de 1913 cada dos años hasta 1927, fecha a partir
de la cual pasaron a organizarse cada cuatro años, para alternarse con los Juegos
Olímpicos. En 1912, el estadounidense Elwood S. Brown, miembro del YMCA y
presidente de la Philippine Amateur Athletic Association, propuso a China y a Japón
celebrar dichos Juegos por turno con las Islas Filipinas, entonces bajo tutela
norteamericana. La primera edición de los Juegos de Extremo Oriente tuvo lugar en
Manila al año siguiente bajo el nombre de Far Eastern Olympic Games. Sin embargo,
en aquel momento el compromiso japonés con estos Juegos era tan escaso que, aunque
asistieron representantes nipones, éstos no fueron enviados por la JAAA, sin que haya
podido determinarse con claridad en qué medida los reparos de Kano se debieron a sus
recelos ante las ambiciones expansionistas del imperialismo japonés o a su condición de
miembro del COI y su compromiso con el Movimiento Olímpico del «Primer Mundo».
En cualquier caso, en enero de 1915, poco antes de celebrarse en Shanghai la segunda
edición de los FECG, el gobierno japonés presentó a China las llamadas «Veintuna
Demandas», que exigían al gobierno chino desorbitadas concesiones industriales,
mineras y ferroviarias. La tensión diplomática fue enorme, y muchos de los atletas
japoneses que comparecieron en Shanghai acudieron, no en representación de la JAAA,
sino de las empresas niponas establecidas en esa metrópoli china. Por lo demás, en
aquellas fechas y en tanto representante del movimiento olímpico internacional, Jigoro
Kano exigió a Brown que dejase de emplear la denominación «olímpicos» para referirse
a los Juegos de Extremo Oriente, solicitud que se cumplió con ocasión de la tercera
edición de los Juegos, celebrada en Tokio en 1917, el mismo año en que, por primera
vez, Japón se convirtió en miembro oficial de la Far Eastern Amateur Athletic
Association. A pesar de los pesares, Kano seguía siendo hostil a los Juegos de Extremo
Oriente y en 1919, justo antes de la celebración de los cuartos Juegos en Shanghai,
decidió retirar a Japón (con el beneplácito del Ministerio de Asuntos Exteriores) de la
FEAAA.
Desde luego, al Imperio del Sol Naciente no le faltaban en ese momento otros
frentes a los que atender: menos de un año antes se había producido el mayor
levantamiento popular de la historia del Japón, los «disturbios del arroz» de agosto de
1918, que coincidieron además con el envío de una fuerza expedicionaria
antibolchevique de setenta y dos mil hombres a Siberia; el 1 de marzo de 1919, el
movimiento de independencia coreano inspirado en los «Catorce puntos» de Woodrow
Wilson fue ahogado en sangre por tropas niponas, y ese mismo año estalló en Beijing el
movimiento chino del 4 de mayo, que exigía la revocación de las «Veintiuna Demandas»
y la restitución a China de la colonia alemana de Shandong, cedida a Japón por el
Tratado de Versalles40. Con todo, la decisión de Kano suscitó duras críticas y protestas
En la Conferencia de Paz de Versalles, las principales potencias occidentales (Gran Bretaña, Estados
Unidos y Francia) trataron con olímpico desprecio a los socios minoritarios de la coalición aliada, y muy
40
107
por parte de otros miembros de la asociación y acabó presentando su dimisión como
presidente de la Japanese Amateur Athletic Association en 1921. Tras la dimisión de
Kano, esta organización, que en sus orígenes había tenido como función única y
exclusiva enviar atletas a las Olimpiadas, aglutinó y gobernó a todas las asociaciones
deportivas y federaciones japonesas, y a partir de 1925 se orientó rápidamente hacia una
instrumentalización imperialista descarada de los Juegos de Extremo Oriente.
A principios del siglo XX, como hemos visto, los deportes occidentales habían
arraigado en las universidades y escuelas niponas, donde su práctica se impregnó de una
síntesis de los ideales del «cristianismo muscular» y una ideología sincrética basada en
la tergiversación de los valores supuestamente «ancestrales» del código ético de los
samuráis: el bushido. La unión de ambos elementos iba a convertirse en el relato
vertebrador de la forja de una nueva identidad nacional, muy bien representado por la
obra del funcionario y diplomático Nitobe Inazo, Bushido: The Soul of Japan (1899). El
libro de Nitobe, escrito en inglés durante su estancia en los Estados Unidos, tenía como
destinatario principal al público británico y norteamericano y estaba plagado de
referencias a un «espíritu japonés» que se distinguía, entre otras cosas, por la
subordinación del «intelecto» a la primacía del «carácter». Por lo demás, Nitobe
procedía de una distinguida familia samurái que había adoptado la fe cuáquera, y su
prosa delata la influencia de Charles Kingsley y de Thomas Hughes.
En cualquier caso, el militarismo, además de ser desde fecha muy temprana un
elemento fundamental de la política japonesa de imposición del capitalismo desde
arriba, fue al mismo tiempo uno de los principales motores de difusión de las prácticas
deportivas. En él se vio desde el principio un medio de defensa contra las potencias de
Occidente, pero muy pronto también un instrumento de conquista de nuevos mercados
y fuentes de materias primas. Tras las primeras victorias militares japonesas, primero
sobre China (1895) y luego sobre Rusia (1905), el clima de fanatismo nacionalista, cada
vez más exaltado, imprimió a las prácticas deportivas una orientación cada vez más
militarista. Al mismo tiempo, el desarrollo del imperialismo japonés llevará a otros dos
factores, el control de los territorios ocupados y la amenaza representada por el
«enemigo interior», a adquirir un peso cada vez mayor en la política militarista nipona:
no en vano, tanto la guerra contra China como la guerra rusojaponesa provocaron una
inflación que se plasmó en poderosos movimientos huelguísticos y violentos disturbios
urbanos, como la huelga insurreccional de los mineros de cobre de Ashio, en febrero de
1907, que desembocó en enfrentamientos armados con el ejército. En aquel entonces
comenzó a dejarse sentir en Japón la influencia del sindicalismo revolucionario, tanto
estadounidense como europeo, así como la voluntad del Estado imperial de acabar con
él por todos los medios, plasmada en las doce condenas a muerte pronunciadas contra
destacados anarquistas japoneses en el juicio-farsa de diciembre de 1910.
en particular a los orientales. La conferencia rechazó la propuesta japonesa de aprobar una resolución de
condena del racismo y de la supremacía blanca, así como los esfuerzos de la delegación coreana para que
se aplicase a su país el derecho de autodeterminación de las naciones esgrimido por Wilson como
principal justificación de la participación de los Estados Unidos. Ni que decir tiene que sucedió otro tanto
con las peticiones de poner fin al descuartizamiento imperialista de China.
108
El mismo proceso de reforma que alentó la introducción y difusión de los deportes
occidentales acarreó también la reconversión y modernización de las tradiciones
marciales autóctonas. En el caso de éstas últimas, se trataba de controlarlas, integrarlas
en la vida del «Japón moderno» y ligarlas ideológicamente a la defensa y sostenimiento
del nuevo sistema imperial.
De resultas de la modernización Meiji, que había abolido el derecho a portar la
espada en público e introducido el servicio militar obligatorio, las tradiciones marciales
del Japón feudal se hallaban en franca decadencia y crisis. En abril de 1895 se fundó un
organismo rector general, el Dai Nippon Butokukai, o Sociedad de Virtudes Marciales
del Gran Japón, que tenía como finalidad declarada «resucitar el bushido», «difundir el
bujutsu entre los militares del futuro» y hacer del Japón «una nación de proezas
militares». [I. Abe, Y. Kiyohara, K. Nakajima 2000] Su expansión y desarrollo fueron
fulgurantes: en 1906 decía contar con delegaciones en cuarenta y dos prefecturas y tener
un millón trescientos mil afiliados. Hasta la derrota militar de 1945, fue el organismo
deportivo más poderoso, influyente y chovinista del país.
La ideología del bushido propagada por el Estado japonés y los sectores
militaristas era ante todo una herramienta propagandística, conscientemente elaborada
y diseminada con el objetivo de unir en torno a un mito a una nación moderna y hacerla
capaz de emprender una política de expansión agresiva. La lealtad abstracta y
trascendente al emperador y a la nación exigida por el bushido «moderno» era mucho
más afín al patriotismo de cuartel decimonónico que al vínculo feudal entre vasallo y
señor, y tenía poco o nada que ver con la lealtad directa y personal ensalzada por
Tsunetomo y Munemori. Estos autores habían tomado la pluma durante los siglos XVII y
XVIII para codificar el «camino del guerrero», en el preciso momento en que comenzaba
el declive del estamento samurai y sus capas superiores se convertían en funcionarios y
administradores. Huelga decir que la noción según la cual el bushido encarnaba la
quintaesencia de la «identidad nacional» japonesa habría sumido a aquellos hombres en
la incredulidad más absoluta o el horror más insondable.
Una de las primeras consecuencias de la profunda transformación a la que se
vieron sometidas las artes marciales japonesas fue la modificación de los vocablos
empleados para designarlas, hecho ya de por sí harto significativo. La denominación
tradicional de los métodos y principios con los que el estamento samurai formaba al
guerrero y lo dotaba del estado de ánimo necesario para servir fielmente a su señor era
bujutsu («artes de guerra»). Las distintas ramas del bujutsu eran inseparables de la
aplicación bélica directa y abarcaban un amplio espectro armamentístico y táctico,
además de un sinfín de habilidades que no guardaban relación directa con el combate
cuerpo a cuerpo, como la equitación y el despliegue de efectivos.
El término budo («camino marcial»), que empezó a utilizarse a finales del siglo
XIX, cuando la era feudal había tocado a su fin, hacía referencia a disciplinas de origen
marcial cuyos practicantes aspiraban a cultivarse mental y físicamente en busca de la
«autoperfección». Puesto que la finalidad de estas disciplinas había dejado de ser
directamente combativa, tendían a especializarse y concentrarse en modalidades muy
específicas de lucha a mano vacía o en un arma en concreto. Asimismo, y en lo sucesivo,
109
la enseñanza de estos «caminos marciales» estaría abierta en principio a todo el mundo,
frente al carácter selectivo y de clan de la enseñanza tradicional.
Por más que pretenda disimularse bajo solemnes exigencias éticas como el «cultivo
de uno mismo» o presentarse como una transferencia del bagaje marcial hacia los
dominios de la estética, no hay duda de que se trató de una transformación a fondo con
un significado histórico y social evidente. Lo que nadie había previsto, sin embargo, fue
la facilidad con la que el militarismo nipón se apropió del concepto del budo —concepto
de orígenes más bien individualistas— para convertirlo en el estandarte ideológico de
una cruzada imperialista que tenía como objetivo acabar con la dominación del hombre
blanco en Asia y unificar el mundo «bajo un solo techo».
Cabría buscar un principio de explicación en que bajo el sistema Meiji el sufijo do
(«camino») se equiparó muy pronto con «servir al emperador», lo que se conocía con la
denominación de kodo o «camino imperial». Poco a poco y a medida que se impusieron
los sectores más conservadores y militaristas de la élite japonesa, este «camino
imperial» se fue transformando en un credo fanático cuyo rasgo principal era la
proclamación de su superioridad innata sobre «valores occidentales» como la
democracia, el materialismo y el individualismo. De ahí se seguiría con toda naturalidad
el derecho a exigir sacrificios ilimitados y sumisión absoluta a la causa imperial, así
como el de recurrir a una violencia igualmente ilimitada contra todo aquel que osara
cuestionar la paternal benevolencia del emperador.
Debido a que las artes marciales «reformadas» fueron la principal correa de
transmisión de esta ideología, el sufijo do se les impuso de forma cada vez más
sistemática41. Con el tiempo, se extendió a toda actividad «atlética» con independencia
de su origen e incluso a otras muchas que difícilmente podían calificarse como tales: el
manejo de la bayoneta y la artillería, por ejemplo, acabaron denominándose
respectivamente, jukendo y shagekido.
En 1913, tras varias décadas de indefinición, el ministerio de Educación anunció
por primera vez un Programa de Gimnasia Escolar de ámbito nacional basado
fundamentalmente en la gimnasia sueca y en los ejercicios de instrucción militar. En
1917, sin embargo, el recién fundado Consejo Especial para la Educación (Rinji kyoiku
Kaigi) vinculó la gimnasia escolar a la formación militar y declaró que su objetivo
principal era «formar a partir de la enseñanza media a los alumnos varones para
convertirlos en soldados dotados de conformidad patriótica, espíritu marcial, obediencia
y resistencia mental y física.» [I. Abe, Y. Kiyohara, K. Nakajima 2000]
En 1914, el entonces superintendente general de la policía y futuro alcalde de Tokio, Hiromichi
Nishikubo, publicó una serie de artículos en los que propuso que, en lo sucesivo, la denominación
genérica de las artes marciales japonesas fuese budo en lugar de bujutsu, a fin de despejar cualquier duda
acerca de su objetivo fundamental, que ya no era la adquisición de unos conocimientos y unas habilidades
específicas, ni tampoco el «cultivo de uno mismo», sino «servir al emperador». En 1919, cuando
Nishikubo accedió a la dirección del Bujutsu Semmon Gakko (Escuela de Especialistas en Bujutsu),
ordenó de inmediato que se rebautizase a la escuela con el nombre de Budo Semmon Gakko para indicar
con toda claridad que el eje de la enseñanza había pasado a ser el adoctrinamiento ideológico. [I. Abe, Y.
Kiyohara, K. Nakajima 2000]
41
110
El Consejo Especial para la Educación fue disuelto en 1919, pero su finalidad
política y sus atribuciones pasaron primero al Comité Especial para la Educación (Rinji
Kyoiku Iinkai), que desapareció en 1921 y después al Consejo de Educación (Kyoiku
Hyogikai), organismo disuelto a su vez en 1924 y reemplazado por el Consejo de Política
Educativa y Cultural (Bunsei Shingikai). A pesar de esta sucesión de reorganizaciones
producidas a unos intervalos tan breves y que sin duda estuvieron ligadas a las
turbulencias políticas internas, el objetivo de ligar la gimnasia escolar a la defensa
nacional no se abandonó en ningún momento.
Las repercusiones de la revolución rusa de 1917 no tardaron en hacerse sentir en el
Imperio del Sol Naciente. La incorporación a la industria de grandes contingentes de
mano de obra procedente del mundo rural, unida a la inflación que acompañó a la
expansión industrial producida por la Primera Guerra Mundial, se plasmó en una
oleada de insurgencia obrera y de descontento social que culminó en los «disturbios del
arroz» de 1918, en los que tomaron parte unos diez millones de personas. Las
autoridades japonesas respondieron a esta amenaza mortal para el kokutai («esencia
nacional» o «comunidad social» presidida por el emperador), sacando a las tropas a la
calle, provocando más de un centenar de muertos y poniendo a disposición judicial a
más de ocho mil personas. Entre 1919 y 1920 un amplio movimiento a favor del sufragio
universal tomó el relevo de los «disturbios del arroz» y del amplio movimiento
huelguístico que los acompañó. En 1919 el ejecutivo redujo el impuesto exigido a los
votantes, con lo que el padrón de electores pasó de uno a tres millones de personas, pero
siguió negándose a conceder el sufragio universal (masculino) hasta que, en febrero de
1920, obligado por los partidos de la oposición, el partido gubernamental disolvió el
parlamento y derrotó al movimiento pro sufragio universal… por la fuerza de las urnas.
La derrota del movimiento sufragista provocó la evolución de importantes sectores
de éste hacia posiciones socialdemócratas, comunistas y anarcosindicalistas. En
diciembre de 1918 se formó en la Universidad Imperial de Tokio la Sociedad del Hombre
Nuevo (Shinjin Kai), rebautizada como Federación de Estudiantes (Gakusei Rengokai)
en 1922 y dos años más tarde como Federación de Ciencia Social Estudiantil. Ese mismo
año, en 1924, se fundó la Federación Nacional de Estudiantes Contra la Instrucción
Militar, que criticó el vínculo tácito entre elementos derechistas y grupos de animadores
deportivos y propuso la reforma de lo que denominaba la «jerarquía atletocrática». El
Estado, por su parte, consideraba el deporte como un medio de control ideológico tan
eficaz para inculcar en la juventud trabajadora y estudiantil el «comportamiento
colectivo, la formación moral y la aspiración al espíritu nacional», que en septiembre de
1924 el Ministerio de Educación dio orden a todas las instituciones educativas para que
celebrasen anualmente el «Día Nacional de la Educación Física».
Aquellos años fueron también los del máximo desarrollo del anarcosindicalismo y
del sindicalismo revolucionario en Japón, hasta el punto de que los partidarios del
sufragio universal hicieron campaña a su favor argumentando que era el mejor medio
para detener la propagación del anarcosindicalismo, lo que indica hasta qué punto había
llegado a cundir la indiferencia e incluso el rechazo hacia el sufragio universal entre los
partidarios de la «acción directa». Los años 1921 y 1922 estuvieron marcados por una
incesante agitación obrera a la que el gobierno y los militares respondieron de forma
111
represiva, y con motivo del terremoto de Tokio (1923), que causó más de noventa mil
muertes y la destrucción de medio millón de viviendas por los incendios provocados,
aprovecharon el desastre para crear un ambiente propicio al linchamiento de
inmigrantes coreanos y asesinaron a destacados militantes anarcosindicalistas.
Poco a poco, un gabinete de partidos reemplazó al régimen oligárquico de la
primera Dieta y en 1925 se aprobó por fin la ley del sufragio universal. Sin embargo,
ciertos elementos del gabinete actuaron con rapidez para contrarrestar dichos cambios.
La promulgación de la Ley de Conservación de la Paz, sólo diez días después de la
concesión del sufragio universal masculino, marcó el comienzo de una represión
generalizada contra movimientos estudiantiles, liberales, socialistas y comunistas, ya
que la ley declaraba ilegal el sólo hecho de «organizar un grupo para alterar el kokutai».
El empleo deliberado de un vocablo de significado tan vago y subjetivo suponía que en la
práctica cualquier forma de oposición o discrepancia política podía ser motivo de
persecución.
A finales de la década de 1920, el fracaso y la impotencia del sistema de gabinetes
de partidos era evidente, lo que permitió a los militaristas, que actuaban con una
autonomía cada vez mayor respecto del ejecutivo, hacerse con la hegemonía política
entre 1931 y 1937. Al mismo tiempo que intensificaba sus esfuerzos por aplastar toda
forma de disidencia interna, el Estado nipón iba tomando posiciones de cara a los
enfrentamientos decisivos con sus rivales internacionales, en especial Estados Unidos,
país que estaba exportando capitales a China en cantidades crecientes. El ejército
japonés llevaba estacionado en Manchuria desde los tiempos de la guerra rusojaponesa
(1904), donde se dedicaba a proteger minas, fábricas y ferrocarriles de propiedad
nipona. En 1927, el ejecutivo japonés ordenó a una fuerza de dos mil hombres que se
internara desde Manchuria en la provincia china de Shandong para bloquear la
expedición norteña de Chiang Kai-shek, que aspiraba a unificar China bajo su dominio,
lo que habría amenazado gravemente los intereses japoneses en Manchuria. Deseoso de
demostrar su fuerza al gabinete e impulsado por los efectos de la crisis de 1929, que
habían intensificado los antagonismos entre las potencias imperialistas, el 18 de
septiembre de 1931, con el respaldo de poderosos aliados en Tokio, el ejército japonés
organizó la voladura de un pequeño tramo del Ferrocarril Sur de Manchuria (de
propiedad japonesa) en Mukden, y atribuyó la responsabilidad a los «señores de la
guerra» chinos. A raíz del «incidente Mukden», y tras ocupar toda Manchuria en febrero
de 1932, el ejército imperial proclamó la «independencia» de un Estado títere llamado
Manchukuo, al frente del cual colocó a P’u yi, último emperador manchú de China.
Las autoridades japonesas no lograron que Manchukuo participara en las
Olimpiadas de Los Ángeles de 1932, pues Baillet-Latour, favorable no obstante a Japón,
exigió como condición previa que Manchukuo fuera oficialmente reconocida por la
Sociedad de Naciones. En febrero de 1933 la Sociedad de Naciones aprobó el Informe
Lytton, que condenaba tibiamente a Japón por la fundación premeditada del Estado de
Manchukuo, decisión a la que el Imperio del Sol Naciente respondió retirándose de
dicho organismo y embarcándose en una política imperialista aún más agresiva.
La ocupación de Manchuria selló definitivamente la suerte de los Juegos de
Extremo Oriente y condujo dos años más tarde a la disolución de la Far Eastern
112
Amateur Athletic Association. Según los japoneses, cuando en mayo de 1934 el Imperio
del Sol Naciente intentó obtener el reconocimiento de la Manchukuo Amateur Athletic
Association por parte de la FEAAA, los representantes chinos se retiraron de facto de la
FEAAA (pese a que éstos sostuvieron que jamás lo hicieron de forma oficial, sino
únicamente del debate en curso). Para sustituir a la FEAAA y de paso lograr que
Manchukuo ocupase la vacante dejada por China, se creó, ese mismo año y por iniciativa
japonesa, la Amateur Athletic Association of the Orient. La nueva asociación, sin
embargo, cesó en sus funciones a raíz del estallido de la guerra con China en 1937.
En 1935 se creó un Consejo para la Renovación Educativa que tenía como meta
principal la renovación de los planes de estudio de todas las asignaturas escolares. El
Consejo hizo hincapié en la necesidad de erradicar el «liberalismo deportivo» y poner el
acento en los valores «tradicionales» japoneses encarnados por el bushido. En enero de
1938, el Ministerio de Salud y Bienestar declaró que el atletismo occidental era el
germen de la soberbia individualista. Así, pues, siguiendo las directivas ministeriales, la
mayoría de los educadores físicos y atletas japoneses renegó del liberalismo occidental y
trató de reconstruir la terminología del deporte y de la educación física para amoldarlas
a las exigencias ideológicas de la camarilla militarista. El éxito militar en Manchuria dio
alas a la xenofobia y a los ataques extremistas contra toda idea considerada
antipatriótica o lesiva para los intereses nacionales.
En febrero de 1931 el ayuntamiento de Tokio decidió que trataría de conseguir que
las Olimpiadas de 1940 se celebrasen en la capital japonesa. Isoo Abe, alcalde de Tokio y
compañero de Jigoro Kano desde los tiempos de la fundación de la JAAA, le rogó que
aceptase el reto.
Quizá ningún otro país —aparte de Italia— quiso dotar de tanto relieve a las
Olimpiadas de Los Ángeles como Japón, que envió la delegación extranjera más
numerosa, compuesta por casi ciento treinta atletas, y cosechó un total de treinta y cinco
medallas. El 11 de diciembre de 1932, la JAAA anunció un «plan de ocho años para
dominar el mundo». Sirva como testimonio del empeño que habían puesto en lograr su
objetivo el asombro causado por los japoneses entre los observadores occidentales al
obtener seis de las siete medallas de oro otorgadas en natación masculina.
La Italia de Mussolini, sin embargo, también acariciaba el proyecto de celebrar a
corto plazo unas Olimpiadas en su suelo. A su regreso de la sesión del COI celebrada en
Atenas en abril de 1934, Kano declaró que Italia ya había construido un magnífico
estadio olímpico y que su situación geográfica era más ventajosa que la nipona, pero
insistió en que no le parecía imposible persuadir a Mussolini para que retirase la
candidatura italiana: «Si se le aborda de la forma apropiada, Mussolini estará dispuesto
a ejercer su influencia a favor del Japón. Mussolini es un gran hombre que simpatiza
con esta nación y sus intereses.» [J. R. Svinth 2004]
El 9 de febrero de 1935 la predicción de Kano se hizo realidad. Según la versión
oficial, el embajador (y miembro del COI) Sugimura y el conde Soyeshima (presidente
del Comité Olímpico Japonés) convencieron a Mussolini de que Tokio merecía organizar
los Juegos porque el año 1940 coincidía con el 2600 aniversario de la fundación del
Imperio del Sol Naciente por el emperador Jimmu, a cambio de lo cual Japón apoyaría
la candidatura de Roma para las Olimpiadas de 1944. Por supuesto, como siempre que
113
se trata de decisiones olímpicas de gran calibre, la realidad era un poco más grosera: en
febrero de 1935 Italia se disponía a invadir Etiopía (Abisinia) y quería asegurarse el
apoyo político de la Alemania nazi que, a su vez, estaba a punto de denunciar el Tratado
de Versalles y ocupar militarmente la Renania (marzo de 1936), para lo cual deseaba
contar con el respaldo de la Italia fascista.
Existían, no obstante, algunos obstáculos de consideración para el acuerdo entre
Japón e Italia: desde que en 1905 derrotara al ejército zarista ruso, Japón se había
convertido en una importante referencia para los movimientos de «liberación nacional»
del mundo colonial. Sus victorias militares sobre el hombre blanco cautivaron a los
movimientos nacionalistas de los países colonizados y a los pueblos de color del mundo
entero, incluyendo a algunos sectores de la población negra de los Estados Unidos.
Incluso durante la fase de expansión imperialista más agresiva, (1931-1945), el Imperio
del Sol Naciente tuvo cierto éxito en presentarse a los países conquistados como la
fuerza que iba a liberarles de la opresión colonial occidental 42. No es de extrañar, por
tanto, que cuando Mussolini se lanzó a la conquista de Etiopía, los sectores más
radicales del nacionalismo japonés, sobre todo los «panasiáticos», promovieran una
campaña de «solidaridad con Etiopía» como parte de la lucha de los pueblos de color
contra la dominación de la raza blanca. Es más, los japoneses habían comenzado a
suministrar material de artillería moderna a los etíopes, por lo que finalmente Alemania
e Italia se comprometieron a apoyar la candidatura olímpica de Tokio a cambio de que
Japón dejase de vender armas a Etiopía. Poco tiempo después, el 18 de noviembre de
1936, Japón reconoció oficialmente la anexión de Etiopía a cambio de que Italia
reconociera la ocupación japonesa de Manchuria.
En marzo de 1936, el presidente del COI, Baillet-Latour, visitó Japón para
comprobar en persona las posibilidades de Tokio como posible sede olímpica. Pasó dos
semanas y media a cuerpo de rey en la capital nipona y regresó favorablemente
impresionado a pesar de la rapidez con que se iba produciendo la nueva escalada bélica
entre Japón y China. Durante la sesión del COI celebrada en Berlín en julio de 1936,
Tokio fue galardonada oficialmente con la organización de la XIIª Olimpiada.
La última palabra, sin embargo, la tendría la situación política internacional, que
se encaminaba a pasos agigantados hacia la conflagración mundial. El 7 de julio de 1937,
el ejército japonés atacó por sorpresa a las tropas chinas estacionadas en las
inmediaciones del Puente de Marco Polo, cerca de Beijing, lo que precipitó la invasión
de China. Los chinos protestaron y adujeron, sin éxito, que las Olimpiadas no podían
celebrarse en un país en guerra; los Estados Unidos, por su parte, pusieron en duda que
Japón fuese capaz de organizar al mismo tiempo una guerra y unas Olimpiadas.
Mientras tanto, la posibilidad de la celebración de unas Olimpiadas en Tokio era motivo
de acalorados debates diarios en la prensa mundial43. Los máximos representantes del
Véase Loren Goldner (1988) «Una breve historia del movimiento obrero mundial desde Lassalle al
neoliberalismo:
la
hegemonía
deformante
de
las
clases
medias
improductivas»,
http://breaktheirhaughtypower.org/espanol-una-breve-historia-del-movimiento-obrero-mundial-desdelassalle-al-neoliberalismo-la-hegemonia-deformante-de-las-clases-medias-improductivas/
43 «En aquel mismo momento, la guerra librada por el Imperio del Sol Naciente en Asia adquiría formas
particularmente repugnantes. Durante la toma de Nanking, la masacre se convirtió en una especie de
42
114
olimpismo, como Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico Estadounidense y
miembro del COI, optaron por obviar las atrocidades perpetradas por las tropas
japonesas en China con declaraciones como «el deporte trasciende las fronteras
nacionales» o «no es de nuestra incumbencia si nuestro Comité o nuestros atletas
aprueban o no la política militar japonesa44». [R. Mandell 1986: 256]
Pese a todos los rumores en sentido contrario, Japón insistió reiteradamente en su
voluntad de organizar los Juegos. Muchos miembros del COI, sin embargo, albergaban
serias dudas acerca de la voluntad japonesa de seguir adelante con la Olimpiada y
votaron una resolución otorgando plenos poderes al Comité ejecutivo del COI para que,
en caso necesario, trasladase los Juegos de sede. En septiembre de 1937 el ejército
japonés retiró a su excelso equipo ecuestre de la competición olímpica. A medida que
pasaba el tiempo, las reticencias de los japoneses se iban haciendo cada vez mayores.
Por último, en una carta confidencial enviada a Baillet-Latour en febrero de 1938,
Soyeshima sugirió la posibilidad de que el COI «retirara» los Juegos.
Dos meses después de que los miembros del COI regresaran de su 38ª sesión en El
Cairo, el Imperio del Sol Naciente, por boca de su Ministro de Bienestar, responsable de
la organización de los Juegos, renunció a los preparativos para las Olimpiadas. Si bien
nunca se admitió de forma oficial, el motivo inmediato de la cancelación de las
Olimpiadas de 1940 no fueron las «complicaciones» surgidas con motivo de la guerra
con China, como alegaron las autoridades japonesas, sino la guerra no declarada con la
URSS iniciada en Manchuria el 11 de julio de 1938, que cuatro días después llevó a éstas
a anunciar públicamente su renuncia a organizar los Juegos. El presidente del COI,
Baillet-Latour, insistió hasta el último momento en que la Olimpiada se celebrase,
aduciendo que se había opuesto al boicot de Tokio «con los mismos argumentos que
utilicé para luchar contra la campaña judía en 1936».
***
Una vez superada la repugnancia xenófoba que les inspiraba a priori todo lo
«extranjero», y tras tildarlo inicialmente de «decadente» e «individualista», ni el
fascismo italiano ni el nazismo vieron en los execrables ideales democráticos encarnados
en el deporte obstáculo ni peligro alguno que les impidiese incorporarlo sin reservas a
disciplina deportiva y de diversión a la vez: ¿quién conseguirá ser más rápido o más eficiente compitiendo
por decapitar prisioneros? La deshumanización del enemigo alcanzó entonces una entereza bastante rara
[…]: en lugar de utilizar animales, las vivisecciones se practicaban sobre los chinos, que además
constituían el blanco vivo de los soldados japoneses que practicaban el asalto a la bayoneta. La
deshumanización también se abatió sobre las mujeres que en los países invadidos por Japón fueron
sometidas a una brutal esclavitud sexual: eran las comfort women, obligadas a “trabajar” a un ritmo
infernal para restaurar de sus fatigas bélicas al ejército de ocupación y a las que posteriormente, en cuanto
quedaban inutilizadas por el desgaste o por cualquier enfermedad, se eliminaba.» [D. Losurdo 2003: 64]
44 «Fue en torno a aquella misma época cuando Avery Brundage comenzó a coleccionar arte oriental de
forma seria, asesorado al parecer por amistades japonesas. Es posible que, como me aseguró por
correspondencia privada el museo de arte asiático al que legó su colección, Brundage fuese incapaz por
naturaleza de aceptar sobornos o de sobornar él a otras personas, pero de ser así, debió de ser el único
contratista de obras del Chicago de Al Capone dotado de esa capacidad.» [J. R. Svinth 2004]
115
sus grandes manifestaciones de masas. Todo lo contrario: los ideólogos y artistas
fascistas que cantaron las excelencias del deporte fueron legión. Podríamos mencionar
aquí al futurista Marinetti45, tecnófilo apasionado por los récords, el dinamismo y la
velocidad, o al novelista Henry de Montherlant, misógino autor de Les Olympiques
(1924), que militaba a favor de la «sacralización del deporte» y calificaba a éste como
«una embriaguez que emana del orden»; Pierre Drieu la Rochelle, por su parte, lo
consideraba como el medio por excelencia para «restaurar el cuerpo» y cultivar las
virtudes guerreras necesarias para la regeneración del hombre moderno.
Millones de personas vieron en la mística nacionalista y el culto fascista de la
acción y la violencia una forma de expresión política más apasionante y participativa
que el parlamentarismo liberal, convertido tras la guerra en sinónimo de fraude para
amplios sectores de la sociedad europea. La crisis social, política y cultural
desencadenada por la Primera Guerra Mundial actuó como catalizador de una ideología
vitalista, antiintelectual y relativista, impregnada de referencias míticas y animada por
la voluntad de fundar una «religión laica» que vertebrase al culto a la nación, entendida
ésta como una comunidad orgánica y belicista guiada por la vocación de fundar un
«nuevo orden46».
La guerra había sido un desastre para Italia, que entró en ella presionada por los
Aliados, sin consentimiento parlamentario y sin la debida preparación militar. Al
finalizar la contienda, una quinta parte del ejército había desertado y estaban
pendientes cerca de un millón de procesos por dicha causa. En el conflicto murieron
más de seiscientos mil soldados, a los que se sumaron cuatrocientas mil víctimas
mortales causadas por la pandemia de «gripe española» de 1918. Por si esto fuera poco,
los Aliados no sólo no respetaron las promesas de expansión territorial hechas al
gabinete italiano a cambio de entrar en guerra, sino que los plenipotenciarios de la
conferencia de Versalles ni siquiera las tuvieron en consideración. El profundo
resentimiento que esto generó en los sectores más nacionalistas de la burguesía les llevó
a denunciar lo que calificaron como «victoria mutilada». La gota que colmó el vaso se
produjo en mayo de 1919, cuando los gobiernos de Italia y Yugoslavia acordaron colocar
a la ciudad de Fiume bajo la protección de la Sociedad de Naciones. Los nacionalistas
italianos protestaron violentamente en contra, y en septiembre de ese mismo año, el
poeta D’Annunzio ocupó la ciudad al grito de «¡Fiume o muerte!» con el beneplácito y el
apoyo del ejército.
En marzo de 1919, apoyado y financiado por industriales del Norte, el ex dirigente
socialista Benito Mussolini había fundado en Milán los Fasci di Combattimento, que en
noviembre de 1921 se transformaron en el Partido Nacional Fascista (PNF) con la
«Rezar significa comunicarse con la divinidad; correr a gran velocidad es una plegaria. La embriaguez
de un coche lanzado a gran velocidad no es otra cosa que el gozo de sentirse fusionado por entero con la
divinidad. Los atletas son los primeros catecúmenos de esta religión.» [S. Pivato 1997:278]
46 O, de acuerdo con el retrato que de la época ofrece José Luis Arántegui en el prólogo a su excelente
traducción al castellano de diversos escritos de Karl Kraus: «Expulsado de un mundo que le exigía
componer odas al tornillo, el deseo regresa en discursos de pasión regurgitada, prefabricada, que son
vísceras en disfraces de argumento. Pronto serán los argumentos los que se adornen con vísceras
humanas.» [K. Kraus 1990: 187]
45
116
finalidad de presentarse a las elecciones. En aquel entonces, en el «discurso político» de
Mussolini figuraban bufonadas retóricas como ésta:
Parto del individuo y desecho el Estado. ¡Abajo el Estado en todas sus formas y
encarnaciones! El Estado de ayer, el de hoy, el de mañana. El Estado burgués y el socialista.
En las tinieblas de hoy y en la oscuridad de mañana, la única fe que nos queda a los
individuos destinados a morir es la religión, hoy absurda, pero siempre consoladora, de la
anarquía. [F. Neumann 1983: 98]
Al terminar la guerra, Italia se encontraba en una situación crítica: inflación,
cierres de fábricas, paro, hambre, huelgas. En abril de 1919 se desató una oleada de
motines populares reprimidos con dureza por el gobierno; en junio de ese mismo año
comenzaron las ocupaciones de fincas en el valle del Po, y a finales de agosto se había
formado en la Fiat de Milán un «consejo de fábrica». Todo apuntaba a la inminencia de
una insurrección proletaria en Italia, estimulada por el triunfo de los bolcheviques en
Rusia y la agitación revolucionaria que se vivía en Alemania.
El constante clima de peligro y de tensión al que se vio sometida la burguesía
italiana por la oleada de huelgas y ocupaciones de fábricas alcanzó su cenit en
septiembre de 1920, cuando medio millón de obreros ocuparon industrias y astilleros
durante casi cuatro semanas. Es entonces cuando el ascenso del movimiento
revolucionario llega a su clímax. A cambio de una promesa de «control obrero» que
nunca se llegó a realizar, el Partido Socialista y los sindicatos consiguen que los
trabajadores permanezcan tras los muros de las empresas, con lo que el movimiento
huelguístico entra en un impasse. Comienza entonces el reflujo insurreccional, y los
asalariados empiezan a mostrar síntomas de cansancio ante las ocupaciones y huelgas,
cuyos limitados resultados no compensan sus enormes sacrificios. Mussolini aprovecha
la disgregación del movimiento de las ocupaciones para pasar al ataque: los squadristi y
las milicias fascistas irrumpen en escena. Es entonces cuando la violencia, que cuenta
con el apoyo moral de buena parte de la pequeña burguesía y el beneplácito del propio
gabinete liberal de Giolitti, llega a su máxima intensidad. Cabe destacar que los
objetivos principales de las bandas fascistas no fueron necesariamente las agrupaciones
de carácter revolucionario, sino sobre todo las organizaciones sociales y culturales del
movimiento obrero italiano —las cooperativas de consumo, las bibliotecas populares, los
locales de reunión social—, que sin ser precisamente unos viveros de la revolución, sin
duda habían contribuido enormemente, en tanto espacios de socialización, a vertebrar
la ofensiva obrera de 1919-1920. A finales de 1921, el cacareado «Estado socialista
dentro del Estado» yacía en ruinas.
No obstante, el principal valedor de los Camisas Negras fue el ejército. El general
Badoglio, Jefe del Estado mayor, envió una circular confidencial a todos los
comandantes de los distritos militares en la que disponía que los oficiales
desmovilizados (unos sesenta mil) se uniesen a los fasci y les dotaran de personal y
mandos, a cambio de lo cual continuarían recibiendo las cuatro quintas partes de su
paga. Así fueron a parar a manos de las bandas fascistas armas de los arsenales del
Estado, con las que se cobraron la vida de más de doscientas cincuenta personas, sin que
la policía interviniera ante fusilamientos semipúblicos ni que la justicia los investigara.
117
En las elecciones de mayo de 1921 los fascistas, que obtuvieron sólo treinta y cinco
diputados en una Cámara de quinientos treinta y cinco, volvieron a fracasar en su
intento de llegar al poder a través de las urnas. Para entonces el clima sociopolítico era
mucho menos dramático que dos años antes, lo que hacía cada vez más superflua la
actividad de los fascistas. Éstos, perfectamente conscientes de esa circunstancia,
estudiaron un plan de ocupación de la capital durante los días 27 y 28 de octubre de
1922. El ejército podría haber desbaratado la Marcha sobre Roma, pero cuando el
gabinete presentó al rey Víctor Manuel III el decreto del estado de sitio, éste se negó a
firmarlo y el 30 de octubre llamó a Mussolini para que formase gobierno. A partir de
entonces el movimiento fascista se convertirá en portavoz y aglutinante de los grupos
heterogéneos que desde la derecha (grandes terratenientes e industriales, asociaciones
de excombatientes y nacionalistas) se oponen al Estado liberal.
Durante el primer bienio de su gobierno, Mussolini, que no dispone de mayoría en
el parlamento, pretende obtener la confianza de la cámara, por lo que alterna la
amenaza de la violencia escuadrista con declaraciones en las que insiste en su intención
de respetar la legalidad. Forma un gabinete con militares y políticos de diversas
tendencias, sin participación de los socialistas, en el que los fascistas sólo disponen de
cuatro carteras. En enero de 1924 Mussolini disuelve el parlamento y en las elecciones
del mes de abril el Duce, respaldado por el dinero de industriales y terratenientes, así
como por el terrorismo escuadrista, obtiene por fin la mayoría. En un discurso dirigido a
la Cámara el 30 de mayo, el dirigente socialista Giacomo Matteotti denunció la
ilegalidad y la violencia de los squadristi, y pidió la anulación de los resultados
electorales. Doce días después, el diputado fue secuestrado y asesinado por dos
estrechos colaboradores del Duce. Entre el asesinato de Matteoti y el discurso de
Mussolini ante el Parlamento el 3 de enero de 1925, fecha en la que éste asumió la
responsabilidad «histórica y moral» del crimen, las condiciones políticas para derrocar
al gobierno fascista estaban dadas. No obstante, y pese a que la parálisis gubernamental
se prolongó durante varios meses, no se hizo nada, por lo que el fascismo salió reforzado
de la crisis. El Duce acaparó todo el poder, disolvió el Parlamento y anuló toda oposición
mediante la creación de un tribunal político para la defensa del Estado, desde el que el
nuevo secretario general del Partido, Farinacci, instauró una dictadura de hecho con la
complicidad del Ministro de Justicia Rocco. Comienza así el proceso de demolición del
sistema parlamentario liberal, que se plasmará en la aprobación en 1926 de la Ley de los
Poderes del Jefe del Estado, la abolición del derecho de huelga, la creación de tribunales
especiales para los delitos políticos y la ilegalización de todos los partidos de la
oposición47.
«Giovanni Amendola fue el primero en describir al fascismo como un “sistema totalitario” en un
artículo publicado el 12 de mayo de 1923 en el periódico Il Mondo. El adjetivo fue luego transformado en
sustantivo por Lelio Basso, en un texto de La Rivoluzione liberale del 2 de enero de 1925. Véase J.
Petersen, «La nascita del concetto di “Stato totalitario” in Italia», en Annali dell ’Istituto storico italogermanico in Trento, 1, 1975. Mussolini retomó la palabra por su cuenta en su célebre discurso
pronunciado el 22 de junio de 1925 en el Teatro Augusteo, con ocasión del Cuarto Congreso del Partido
Nacional Fascista (PNF): “¡Todo en el Estado, nada fuera del Estado! Tal es nuestra feroz voluntad,
implacable y totalitaria”. La utilizará de nuevo en un artículo de la Enciclopedia Italiana publicado en
1932. El contexto indica bien a las claras que Mussolini se refiere tan sólo al medio de superar la división
47
118
El 19 de mayo de 1926, Mussolini, en una proclama dirigida a los fascistas con
motivo de la promulgación de la nueva reglamentación de las relaciones entre capital y
trabajo, la Carta del Lavoro, declaró:
La organización corporativa del Estado ya es un hecho consumado. El Estado democrático y
liberal, débil y agnóstico, ya no existe. En su lugar ha surgido el Estado Fascista.
La mística de la juventud fue uno de los ejes centrales del discurso político del
fascismo, que convirtió a este sector de la población italiana en su objeto predilecto de
adoctrinamiento y de culto ideológico. A diferencia de otros regímenes de entreguerras,
como el soviético o el nazi, cuyas doctrinas políticas estaban vertebradas por nociones
como clase o raza, el fascismo se presentó ante el mundo como un movimiento que
había llegado al poder enarbolando el estandarte de la juventud. De hecho, durante los
años 1920 y 1921 las organizaciones juveniles fascistas —que solían estar compuestas
por estudiantes y antiguos estudiantes que habían combatido en la guerra— actuaron
como tropas de choque y tomaron parte activa en las expediciones de castigo de los
squadristi contra los socialistas. Los dirigentes fascistas se esforzaron por hacer
participar a jóvenes e incluso a adolescentes en sus acciones punitivas, a fin de presentar
el escuadrismo como una «rebelión generacional» y al fascismo como una política
«joven».
Ya desde sus orígenes, el partido de Mussolini hizo hincapié en la promoción de la
educación física entre las nuevas generaciones con el objetivo de convertir a la juventud
en el puntal del régimen. Sin embargo, en opinión de los fascistas, la Primera Guerra
Mundial había puesto de manifiesto la debilidad física del varón italiano, por lo que
además se propusieron emplear la educación física para crear un «italiano nuevo»,
vigoroso, dotado de sentido de la camaradería y de la disciplina.
En sus primeros años, el fascismo se apoyó en la concepción de la gimnasia propia
del Risorgimiento liberal, según la cual ésta debía ser parte integral de la pedagogía
idónea para formar futuros soldados preparados para defender una Italia recién
unificada y dotar de conciencia nacional a una ciudadanía sana y fuerte. No obstante, las
iniciativas del Estado liberal para forjar al italiano nuovo por medio de la enseñanza, el
ejército y la educación física fracasaron rotundamente. Cuando en 1878 el gobierno
italiano convirtió la gimnasia en asignatura obligatoria, en Italia sólo practicaba
deportes una restringida élite que pertenecía a la aristocracia y la alta burguesía. En
democrática entre el Estado y la sociedad. […] “Para el fascismo —dirá también— todo está en el Estado;
nada de humano o de espiritual existe y aún menos tiene valor fuera del Estado.” Esta mística del Estado
corresponde a la “estatolatría”, no al totalitarismo. Se aproxima a las teorías del “Estado total”
desarrolladas por Carl Schmitt en „Der totale Staat“, en Der Hüter der Verfassung, J.C.B. Mohr,
Tübingen, 1931; „Die Weiterentwicklung des totales Staats in Deutschsland“, en Positionen und Begriffe
im Kampf mit Weimar — Genf — Versailles 1923-1939, Hanseatische Verlangsanstalt, Hamburgo, 1940,
págs. 185, ss., texto publicado en 1933 en la Europäische Revue), y sobre todo por Ernst Forsthoff (Der
totale Staat, Hanseatische Buchgesellschat, Hamburgo, 1933). Estas teorías fueron muy pronto
rechazadas por los nazis, quienes reprocharon a sus autores sucumbir a la “estatolatría” latina. […]» [A.
De Benoist 2005: 92-93]
119
general, los liberales italianos desconfiaron del deporte anglosajón, en el que veían un
pasatiempo frívolo y un síntoma de decadencia moral de la sociedad moderna.
En semejante contexto, y como cabía esperar, dado el modesto grado de desarrollo
capitalista de la península itálica, los socialistas italianos también se mostraron en su
gran mayoría hostiles al deporte. Uno de los principales dirigentes del ala reformista del
socialismo italiano, Filipo Turati, lo tachó de fenómeno «estúpido y aristocrático». En
1908, la fundación de la Federación Deportiva y Atlética Socialista ligada a la
Internacional Socialista fue acogida con total indiferencia por los socialistas italianos, y
durante su Tercer Congreso Nacional, la Federación Italiana de las Juventudes
Socialistas aprobó una resolución que describía al deporte como una actividad que
«destruye el cuerpo humano y contribuye a la degeneración de la raza».
Otro tanto ocurrió en un primer momento en las filas del catolicismo italiano, a
cuya inicial aversión hacia el deporte, la competición y el ejercicio físico, había que
añadir los recelos que despertaban en tanto actividades de origen «protestante». A
comienzos del siglo XX, sin embargo, la Iglesia, tras advertir la importancia de la
educación física como medio de adoctrinamiento y disciplinamiento de la juventud,
cambió de orientación y fundó numerosas sociedades deportivas católicas con el
objetivo de difundir el deporte entre todas las capas de la población.
Ya antes de la Primera Guerra Mundial, Giovanni Semeria, sacerdote católico y
gran difusor del «modernismo teológico» italiano, había llegado a la conclusión de que
el fútbol podía ser el medio idóneo de engendrar una «nueva raza» de católicos
impregnados de un espíritu competitivo que luego podría trasladarse a todos los
ámbitos de la vida social. Según Semeria, el fútbol era un vehículo espléndido para
desarrollar cualidades de mando entre los llamados al liderazgo, al mismo tiempo que
fomentaba virtudes como la obediencia, un agudo sentido de la responsabilidad y, por
encima de todo, la disposición a someterse a la autoridad.
Durante los primeros años del régimen, el arraigo de las distintas organizaciones
juveniles era muy escaso, por lo que tenían una capacidad muy limitada de difusión del
ideario fascista. Al día siguiente de la Marcha sobre Roma se redactó un reglamento
para organizar a los grupos Balilla bajo la supervisión del vicesecretario del Partido
Giuseppe Bastiani, pero no fue hasta abril de 1926, una vez establecido el «Estado
corporativo», cuando se aprobó una ley que reagrupó a las distintas organizaciones
juveniles en la Opera Nazionale Balilla (ONB), presidida por Renato Ricci, fascista de la
vieja guardia al que Mussolini encomendó «reorganizar a la juventud desde un punto de
vista moral y físico». La ONB reunía a los Figli della Lupa o «hijos de la loba» (niños de
cuatro a ocho años), a los Balilla (niños de ocho a quince años) y a los Avanguardisti
(de quince a dieciocho años). A los dieciocho, si eran estudiantes, los varones
ingresaban en los grupos universitarios fascistas (GUF), a los que el PNF asignó la tarea
de preparar a los futuros líderes de la Italia fascista y de llevar a cabo una intensa
«propaganda de italianidad» en las universidades. A fin de fomentar entre los
estudiantes una «sana conciencia nacional» y combatir la propaganda partidista de los
partidos «antinacionales», los escuadristas del GUF protagonizaron continuos
enfrentamientos con las organizaciones de estudiantes católicos y socialistas por el
control de las universidades.
120
Con la fundación de la Opera Balilla, Mussolini trataba de contrarrestar la
metódica y perseverante labor de conquista de la juventud por parte de Acción Católica
o de cualquier otra formación que pudiera rivalizar con la ideología militarista que
pretendía inculcar. El primer punto del decálogo Balilla rezaba así: «El fascista sabe, y
en especial el soldado, que no debe creer en la paz perpetua.» Puesto que no estaba
dispuesto a permitir que ninguna institución ajena al fascio hiciera sombra al PNF a la
hora de encuadrar a la juventud italiana, Mussolini ilegalizó una a una todas las demás
asociaciones juveniles. Al Duce le enfurecía sobremanera que las organizaciones
juveniles de la Iglesia católica se le hubieran adelantado a la hora de adoctrinar a los
jóvenes por medio del deporte, por lo que en más de una ocasión declaró que: «La
Iglesia sólo debe ocuparse de la religión y no de deportes ni de gimnasia ni de círculos
recreativos.» [J.J. Sebreli 1998:156]
En 1927, por tanto, el régimen clausuró las sociedades deportivas católicas y las de
la YMCA. Un año después le llegó el turno al movimiento scout, tachado de «grotesca
imitación extranjera». Una vez suprimidas todas las organizaciones juveniles no
fascistas, la Opera Balilla pasó a controlar todo el movimiento juvenil italiano y el
Estado aprobó la estructura definitiva de esta institución, que pasó a depender del
Ministerio de Educación Nacional, y asumió además la gestión del patronato escolar, de
las escuelas rurales y de los orfanatos. En noviembre de ese mismo año, también le
fueron transferidos el personal, las competencias y el patrimonio del Ente Nazionale per
l’Educazione Fisica, con lo que toda la organización de la educación física y deportiva de
la juventud quedó en manos de la ONB. La afiliación a la Opera Balilla comportaba
numerosas ventajas, como la posibilidad de acceder a becas de estudio, revisiones
médicas y seguros de accidentes y enfermedad, por no hablar de la participación en
colonias de verano y todo tipo de actividades recreativas. No es de extrañar, pues, que la
ONB llegase a tener más de cinco millones de afiliados.
En aquel entonces la ONB se regía por un ideario totalmente opuesto a la
competición y a la búsqueda del rendimiento. En una entrevista publicada en Il Popolo
d’Italia en 1927, Renato Ricci, su fundador, se refería así al espíritu anticompetitivo que
inspiraba a la organización:
Para los Balilla nada de deporte, sino gimnasia, que sigue un método adaptado al momento
de desarrollo de los niños. Para los Avanguardisti, los dirigentes deberán tener en cuenta
sobre todo el grado de desarrollo psicofísico que se ha conseguido a los dieciséis años y no la
edad del individuo. Éste sería el período necesario de preparación completa, sistemática y
regulada, hasta conseguir la madurez física necesaria para superar la fatiga de los ejercicios,
que de otro modo podrían ser causa de graves perjuicios para el desarrollo físico de la raza.
[T. González 2002: 248]
La aversión al deporte de competición que abrigaban algunos jerarcas del Partido
durante la primera etapa del régimen condujo a serias discrepancias entre la ONB, las
sociedades gimnásticas y las federaciones deportivas. Ricci se enzarzó en una áspera
disputa con el resto de organizaciones juveniles, que tendían a rendir culto al campeón y
a exaltar la competición en perjuicio de una concepción de la educación física
considerada desde el punto de vista exclusivo de la formación higienista, ética y del
121
carácter. Su intransigencia le llevó a mantenerse en sus trece aun cuando, a fines de los
años veinte, el régimen comenzó a decantarse claramente por el deporte de competición
internacional.
El primer asalto al «feudo» de Ricci se produjo en octubre de 1930, cuando el Gran
Consejo del Fascismo aprobó la constitución de los Fasci Giovanili di Combattimento,
cuya presidencia recayó en el vicesecretario del PNF Carlo Scorza. Esta nueva
organización, dependiente de los GUF, tenía como objetivo captar a los jóvenes de entre
dieciocho y veintiún años de los barrios marginales de las ciudades y de las zonas rurales
del sur del país, que se encontraban fuera del ámbito académico, para llevar a cabo
labores de proselitismo y convertirlos en militantes eficaces del Partido y la milicia.
La creación de los Fasci Giovanili suponía un desafío directo a Ricci y a la ONB.
Cuando en 1931 Sforza dimitió y los FGC y los GUF quedaron en manos del secretario
general del PNF, Starace, se desató una despiadada batalla entre éste y Ricci, es decir,
entre el PNF y el Ministerio de Educación (al que estaba vinculada la ONB), lo que puso
de manifiesto las tensas relaciones entre el Estado y el Partido en lo referente a la
educación de la juventud. El enfrentamiento entre los dos jerarcas se prolongó durante
varios años, hasta que, en 1937, valiéndose de un informe encargado por Mussolini a los
gobernadores provinciales sobre las relaciones entre la ONB y el Partido, Starace
aprovechó la ocasión para asestar el golpe de gracia a Ricci, tachándole de «enemigo del
Partido» y acusándole de dirigir la ONB como si fuera de su propiedad personal. Los
datos recabados por este informe pintaban un cuadro muy negro del estado de los
grupos juveniles: absentismo, falta de disciplina y ausencia de un «verdadero espíritu
fascista». También dejaba entrever que los jóvenes italianos se asociaban a la ONB sólo
para practicar deportes. Este estado de cosas permitió a Starace presentar la
reorganización de los grupos juveniles bajo la supervisión y el control directo del Partido
como único medio de «enderezar» a la juventud y llevarla de nuevo por la senda del
fascismo. Así pues, en octubre de 1937 el Duce destituyó a Ricci y fusionó a los distintos
grupos juveniles en una organización unitaria, la Gioventú Italiana del Littorio (GIL),
dependiente del PNF.
El organismo que coordinaba y dirigía el deporte en Italia antes de la llegada del
fascismo al poder era el Comitato Olimpico Nazionale Italiano (CONI), fundado en
1914. Dada la importancia que otorgaba a la educación física como instrumento de
propaganda, Mussolini no tardó en poner al frente de la vieja estructura deportiva del
Estado liberal a uno de sus más estrechos colaboradores, Lando Ferretti, fundador y
animador del periódico Lo Sport Fascista. Ferreti, que presidió el CONI entre 1925 y
1928, desarrolló toda una ideología del deporte como instrumento de «armonización
social» para la creación del «hombre nuevo». Según él la «nación deportiva», dotada de
una «religión laica» vertebrada por el deporte, sería capaz de suscitar una movilización
colectiva permanente que sacase a las masas populares de su aislamiento. No obstante,
antes consideraba imprescindible destruir la concepción liberal del deporte. Ésta se
basaba, en efecto, según los fascistas, en «valores ingleses» como el fair play, y en un
elitismo burgués que era preciso reemplazar por una ideología propia en la que las
palabras «violencia» y «sangre» vertebraran un concepto fundamental para el fascismo:
la guerra.
122
Con esa finalidad, y con el objetivo de erradicar el «instinto egoísta», los fascistas
dieron preferencia a los deportes de equipo sobre los deportes individuales, pues de lo
que se trataba por encima de todo era de fomentar un sentimiento de solidaridad
nacional. En el calcio, «deporte colectivo», la cooperación lo era todo; los jugadores
menos dotados eran tan importantes como los superdotados, y ninguno estaba por
encima del equipo. Cabe destacar también cierto afán del régimen por evitar el culto a
los deportistas individuales, que no sólo habría podido redundar en perjuicio de la
popularidad del Duce, sino también, según Ricci, perjudicar «moral y físicamente» a la
juventud italiana.
Para forjar al italiano nuovo, los fascistas consideraban fundamental la creación
de una red de organizaciones dedicadas a difundir las creencias, las cualidades y los
atributos físicos del ciudadano fascista ideal. En esta tarea desempeñaría una labor muy
destacada la Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Descanso-OND) fundada
el 1 de mayo de 1925, cuyo objetivo no era «crear campeones, sino ofrecer a las masas
una forma sana de esparcimiento físico y moral después de muchas horas de trabajo.»
El primer proyecto del Dopolavoro partió de Mario Gianni, ex directivo de la filial
de la Westinghouse Corporation en Italia, cuya propuesta fue aceptada por Mussolini en
1923. En cuanto fueron disueltas las organizaciones obreras no afectas al régimen y las
relaciones laborales quedaron reguladas por el nuevo ordenamiento corporativo, Gianni
organizó los primeros círculos de instrucción y recreo al frente de la Organización de
Descanso de los sindicatos fascistas. El objetivo principal del antiguo ingeniero era
evitar el conflicto de clase entre patronos y obreros mediante la implantación de un
servicio social de empresa de tipo paternalista que representase, por así decirlo, la «cara
amable» de la organización científica del trabajo. El régimen no sólo aplicó el taylorismo
al incremento de la productividad en las empresas sino también a la organización del
«tiempo libre» de los trabajadores, a los que ofrecía una amplia gama de actividades
recreativas (viajes, vacaciones, deportes, sesiones de cine o actos culturales). Con ese fin
se creó una vasta red nacional de clubes locales e instalaciones deportivas (gran parte de
los cuales, por cierto, había sido hasta entonces patrimonio de los socialistas).
En noviembre de 1926, y vista la gran importancia que el régimen otorgaba a la
OND, Mussolini nombró vicepresidente de este organismo al secretario general del PNF,
Augusto Turati. Una de las primeras actuaciones de éste fue ordenar a las federaciones
provinciales del Partido que asumiesen la dirección política del Dopolavoro. En abril de
1927 toda la organización estaba en manos del PNF. Bajo el mandato de Turati, la OND
aumentó considerablemente el número de sus afiliados y se transformó en una
organización de masas. En octubre de 1930 Turati fue cesado por sus desavenencias con
Mussolini y sustituido provisionalmente por Achille Starace en calidad de comisario
extraordinario. Por aquel entonces los efectos de la crisis económica de 1929
comenzaban a hacerse sentir en Italia, lo que provocó un empeoramiento considerable
de las condiciones de vida de los trabajadores italianos.
Precisamente en la década de 1930, el temor a la inestabilidad política, así como la
necesidad de asegurar la productividad laboral, indujo al Estado a poner especial celo en
regular y controlar determinados juegos populares. Tal fue el caso de la petanca,
pasatiempo poco grato a ojos de los funcionarios deportivos del régimen, que tenían
123
serias dudas sobre la idoneidad de dicha actividad lúdica desde la perspectiva fascista.
La petanca estaba muy difundida, sobre todo en la periferia industrial y en las ciudades
septentrionales, y se jugaba a ella en callejuelas y otros lugares públicos, lejos de los
espacios monumentales consagrados al deporte-espectáculo, donde la individualidad de
los asistentes se perdía entre los discursos, los himnos y los actos de exaltación
propagandística del régimen.
Puesto que el fascismo buscaba la (des)movilización de masas por encima de todo,
los directivos del Dopolavoro reorganizaron la petanca introduciendo criterios
competitivos que sirviesen para someter a su control tanto el juego como a los
jugadores. El primer paso se había dado en 1926, cuando se promulgó un reglamento
nacional único, al que siguió la organización de competiciones regionales y nacionales
en 1932.
La política deportiva del régimen, cada vez más orientada hacia el deporteespectáculo y de competición, contradecía claramente uno de los objetivos principales
del Dopolavoro, que no era otro que la difusión de la actividad física entre la población
trabajadora. (No en vano, el eslogan de la OND era: «muchos participantes, pocos
espectadores»). La publicación de la Carta dello Sport en diciembre de 1928 por el
secretario del PNF y entonces presidente del CONI Augusto Turati, supuso no sólo un
claro intento de flexibilizar la rígida actitud antideportiva impuesta hasta ese momento
por los responsables de las organizaciones juveniles, sino también el reconocimiento por
parte del régimen de la importancia adquirida por las competiciones deportivas en las
relaciones internacionales. Con la promulgación de la Carta dello Sport se estableció
una clara separación entre deportes «nobles», que fueron confiados al CONI, y los de
carácter «popular», que pasaron a depender de la OND, una clara división entre deporte
profesional y juegos populares que iba claramente en perjuicio de estos últimos.
Desde que el régimen comenzó a hacer un hincapié cada vez mayor en los deportes
de competición, urgió a todas las federaciones para que organizasen más torneos y
facilitasen la participación de los deportistas de toda Italia en ellos; mientras tanto, los
jerarcas fascistas se entregaban a la tarea de poner fin a los conflictos entre distintas
entidades deportivas y consolidaban su control sobre el entramado burocrático del
CONI, proceso que se completó con el traslado a Roma de todas las federaciones en
1929. Como ya hemos visto, esta transformación se inició en 1925, cuando el PNF
intervino en el nombramiento de Ferretti como presidente del CONI y en la elección de
los dirigentes de las distintas federaciones. Los dos años siguientes fueron cruciales para
la reforma de la estructura del deporte italiano. En 1926 se disolvieron multitud de
asociaciones deportivas no afectas al régimen y muchos directivos fueron sustituidos
por otros de probada lealtad fascista. Muy significativa en este sentido fue la
reorganización de la Federazione Italiana Giuoco Calcio (FIGC), que se integró en el
CONI.
En 1926 la FIGC se encontraba en una situación caótica que culminó en la
dimisión de todos sus dirigentes. Por supuesto, ésta no se produjo de forma
completamente espontánea, ya que el régimen quería que la dirección del calcio pasara
a manos del CONI. El pretexto para intervenir fue la huelga de árbitros declarada ese
mismo año, que Ferretti aprovechó para designar una comisión de tres expertos a la que
124
encargó la redacción de un proyecto de reestructuración del fútbol italiano. En agosto de
ese mismo año publicaron la Carta di Viareggio, que permitió al Partido hacerse con el
control de los órganos de gobierno de la FIGC y adjudicar su presidencia al fascista
Leandro Arpinati 48 . Este documento establecía por primera vez una clara distinción
entre futbolistas profesionales y no profesionales, que permitía a los mejores jugadores
percibir una remuneración en cumplimiento del principio del mancato guadagno
(«lucro cesante») mediante la que se les resarcía económicamente por no desempeñar
otra actividad laboral. Asimismo, también se legalizó la transferencia de futbolistas
entre clubes nacionales.
Según lo dispuesto por la Carta di Viareggio, la participación de jugadores
extranjeros en el fútbol italiano quedaba prohibida, aunque durante la temporada 19261927 se permitiría a los equipos que ya tuviesen extranjeros en sus filas conservar a dos,
en el bien entendido de que al año siguiente no se admitiría a ninguno. No obstante, y
en aras de forjar una poderosa selección nacional, Mussolini burló esta norma mediante
la creación de la figura del «oriundo» con el fin de fichar en Sudamérica (donde existía
una nutrida colonia de emigrantes italianos) a los mejores jugadores de descendencia
italiana, a los que se les concedió la doble nacionalidad. El Duce no tenía inconveniente
alguno en aceptar a jugadores que no residieran en Italia o no fuesen italianos de
nacimiento, siempre y cuando sus habilidades futbolísticas pudieran utilizarse como un
instrumento eficaz de promoción del régimen y de la cohesión nacional. No en vano, los
éxitos cosechados por la selección italiana, la squadra azurra, se debieron a que la
mitad del equipo estaba compuesto por oriundos y al uso de métodos extranjeros
(británicos) de entrenamiento.
Asimismo, con la Carta di Viareggio, el régimen comenzó a utilizar el fútbol al
servicio de sus objetivos políticos internos, que no eran otros que crear una «cultura del
consenso», luchar contra el campanilismo, —es decir, el apego a la propia localidad y la
hostilidad contra todas las demás— y acabar con la tradicional división Norte-Sur. A
diferencia de otros Estados y como consecuencia de los desequilibrios económicos y
sociales entre regiones, Italia carecía de una organización deportiva consolidada, lo que
complicó los esfuerzos del régimen por promover los sentimientos de identidad
nacional. La creación de la Divisione Nazionale permitió establecer un Campeonato de
máxima categoría que no contemplaba las divisiones regionales y abarcaba a todo el
país. Fue precisamente el tenaz arraigo de los vínculos regionales a finales de la década
de 1920 lo que llevó a Mussolini a invertir en la formación de un equipo nacional capaz
de movilizar las mismas pasiones violentas que los clubes locales. Cuando la squadra
azurra comenzó a obtener grandes éxitos, el régimen pasó de utilizar el fútbol como
Arpinati, que presidió el CONI entre 1931 y 1933, fue el responsable de la expedición italiana a los
Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1932), así como el promotor de la construcción del primer estadio
moderno de fútbol en Bolonia, «Il Littoriale». En mayo de 1933 Mussolini aprovechó la enemistad entre
Arpinati y Starace para obligar al primero a dimitir de su cargo y otorgárselo acto seguido a Starace.
48
125
catalizador del nacionalismo italiano a emplearlo como vehículo propagandístico del
fascismo en el extranjero.
Una vez hubo consolidado su régimen en el interior, Mussolini concentró
prácticamente todos sus esfuerzos en la propaganda y la política exterior. A finales de la
década de 1920, el deporte, convertido en elemento básico de la «cultura italiana», se
encarnó en imagen del esplendor del fascismo, que extrajo grandes réditos políticos de
su estrecha identificación con él. El régimen realizó grandes campañas de fomento del
deporte y prestó mucha atención al cuidado y preparación de sus deportistas de élite, y
apoyó su participación en competiciones internacionales, sobre todo en las Olimpiadas,
como medio de demostrar la superioridad del Estado y la política fascistas sobre las
decadentes y plutocráticas democracias liberales.
La propaganda, por lo demás, era imprescindible para canalizar el descontento
social creado por la crisis de 1929 y ensalzar los ánimos guerreros. Durante los años de
imposición de la política deportiva fascista, la prensa y la radio dieron mayor cobertura
informativa a los deportes que más entusiasmo despertaban entre las masas, como el
fútbol, el boxeo o el ciclismo. En cuanto el Estado empezó a fomentar el deporte como
actividad formativa y saludable para la juventud y excelso medio de proyección política
internacional, aparecieron en los diarios fotografías de Mussolini vestido de jinete,
tenista, aviador o consumado campeón de esgrima, a la vez que los «prejuicios médicos»
contra la actividad deportiva se esfumaron como por arte de magia. El deporte, en
efecto, llegó a simbolizar un estilo de vida, el del dinamismo y el «rejuvenecimiento»
fascistas.
Desde la perspectiva fascista, las treinta y siete medallas conseguidas en los Juegos
Olímpicos de Los Ángeles de 1932, los éxitos cosechados por los ciclistas en el Tour de
Francia y la creciente popularidad de la selección nacional de fútbol a partir de 1930,
constituían la prueba indudable de que una nueva Italia —sana, joven, fuerte—
amanecía bajo el liderazgo del Partido y del Duce. Así, tras los triunfos de los atletas
italianos en los Juegos de Los Ángeles, en la edición de Il Popolo d’Italia del 4 de
septiembre de 1932 podía leerse:
Ha vencido el nuevo italiano. Un espíritu guerrero, salido de la Revolución, se ha afirmado en
los Juegos. Ha triunfado el espíritu sobre la materia. Nuestros atletas se han batido con
coraje squadrista contra todos.
En 1933, tras fusionar las que ya existían en algunas federaciones, el régimen creó
en el CONI una oficina de Propaganda y Prensa que acataba las indicaciones de la
Oficina de Prensa del PNF, redactaba comunicados de prensa, controlaba los de las
federaciones y «coordinaba» a los periodistas deportivos. Dos años después, Mussolini
ordenó la creación de un Ministerio de Prensa y Propaganda, en el que gran número de
funcionarios se afanaba en redactar las veline, notas que el régimen producía en serie
para los comentaristas deportivos, y en las que se inventaban mitos y leyendas sobre los
campeones más célebres del momento.
En los años treinta la política deportiva del régimen se orienta claramente hacia el
deporte-espectáculo. Este cambio de rumbo estaba directamente ligado a la
multiplicación de las competiciones internacionales, sobre todo, tras el establecimiento
126
de los Campeonatos del Mundo y de Europa y el prestigio internacional cada vez mayor
de los Juegos Olímpicos. No obstante, también obedecía a las ambiciones imperialistas
de Mussolini y a su deseo de adquirir prestigio y «proyección internacional». Por tanto,
los grandes campeones deportivos, mitificados por la prensa, fueron ensalzados como
arquetipos del italiano nuevo, enérgico, robusto y, sobre todo, victorioso en las
competiciones con otras «razas». El proyecto propagandístico del fascismo requería no
sólo que las masas siguieran las hazañas de sus héroes a través de la prensa y la radio,
sino que lo hicieran también como espectadores en las gradas, ya que para los fascistas
el deporte-espectáculo, y en especial el fútbol, «permitía concentrar en un espacio
propicio para la puesta en escena a considerables muchedumbres, ejercer sobre ellas
una fuerte presión y alimentar los impulsos nacionalistas de las masas» [F. Alcalde
2009: 24]. De ahí que a partir de 1930 la política deportiva del régimen se plasmase en
la construcción de grandes estadios: al Littoriale de Bolonia, inaugurado en 1927, le
siguieron el Berta de Florencia, erigido en 1932, o el Estadio Mussolini, construido en
1933.
Los éxitos del deporte italiano contribuyeron a alimentar el mito de la «nación
deportiva» y a despertar el interés de los observadores extranjeros, que visitaron en
gran número Italia para estudiar in situ los programas deportivos fascistas. (Tanto la
Alemania nazi como el Frente Popular francés se inspiraron en ellos para diseñar sus
propios proyectos.) No es de extrañar, por tanto, que en 1930 Augusto Turati fuera
admitido como miembro del COI, ni que tres años más tarde, en la sesión del COI
celebrada en Viena, ingresaran en dicha institución fascistas de renombre, como el
general Carlo Montu, el conde Thaon de Revel o el conde Alberto Bonacossa. Como
muestra de gratitud, y a propuesta de Mussolini y de Starace, el presidente del COI,
Baillet-Latour, fue distinguido con la Estrella al Mérito Deportivo por el rey de Italia. La
ratificación internacional del sistema deportivo italiano llegó también de la mano del
COI, en 1934, cuando otorgó a la Opera Dopolavoro la «Copa Olímpica» en tanto
organismo mundial que más se había distinguido en la difusión de las actividades
deportivas y de ocio.
La celebración del Campeonato Mundial de fútbol de 1934 en Italia, en un
momento de gran prestigio internacional tanto de la política exterior fascista como de la
organización deportiva italiana, constituyó para Mussolini un escaparate
propagandístico equiparable al que dos años más tarde representaría la Olimpiada de
Berlín para Hitler. El Congreso de la FIFA, reunido en 1932 en Estocolmo, eligió a la
Italia fascista como país anfitrión de la segunda edición de la Copa del Mundo, después
de que Suecia, el otro país candidato, retirara su candidatura misteriosamente y sin
explicación oficial alguna.
Éste no fue el único suceso extraño relacionado con este Mundial: el primer
encuentro de la fase clasificatoria se celebró en Italia, donde la «selección azul» derrotó
a Grecia por cuatro goles a cero. El partido de vuelta, que tendría que haberse disputado
en Atenas, no se celebró, pues los griegos renunciaron de forma inesperada a jugar.
Fue un Mundial diseñado a la medida de Mussolini, pero para asegurarse de que la
squadra azurra se alzara con la victoria, al régimen se le permitió inscribir como
italianos a un brasileño, a cuatro argentinos (que habían disputado el Campeonato del
127
Mundo anterior con la selección argentina) y a otros tres jugadores de otros países. Los
árbitros fueron designados por el propio Mussolini. El Duce cenó con el sueco Ivan
Eklind, árbitro nombrado para pitar la semifinal entre Austria e Italia, la noche anterior
a la celebración del partido. Como recompensa a la descarada actuación de Eklind en
dicho encuentro, que dio la victoria a los italianos sobre a los austriacos, Mussolini lo
eligió de nuevo como colegiado para la final.
En la final —a la que el equipo anfitrión llegó tras una serie de arbitrajes tan
parciales que uno de los colegiados, René Mercet, fue expulsado de su federación al
regresar a Suiza—, Italia se enfrentó a Checoslovaquia. Al partido asistieron más de
cincuenta mil espectadores, la mayoría de ellos funcionarios del PNF. En el descanso,
cuando el resultado era de empate a cero, un enviado de Mussolini se personó en el
vestuario del equipo italiano y entregó al entrenador Vittorio Pozzo una breve nota que
decía: «Que Dios le ayude si llega a fracasar».
Hacia 1934 la Italia fascista pasaba por ser uno de los «grandes» de la política
europea y mantenía excelentes relaciones con Francia y Gran Bretaña. Ese mismo año
las tres potencias publicaron una declaración garantizando la independencia austriaca,
amenazada desde la llegada de Hitler a la cancillería alemana. Sin embargo, dos años
más tarde, tras la invasión italiana de Etiopía (1935) y la intervención italogermana en la
guerra civil española (1936), la alianza entre Hitler y Mussolini se va consolidando cada
vez más. A partir de 1936, Mussolini deja las manos libres a Hitler para anexionar a
Austria al Tercer Reich. La aproximación entre los dos regímenes era ya patente cuando,
durante la primera quincena de agosto de 1936, se celebraron los Juegos Olímpicos de
Berlín que contribuyeron a preparar a la opinión italiana para la política de alianza con
los nazis.
Según la prensa italiana, Italia acudía a las Olimpiadas de Berlín bajo el estandarte
de la guerra, tras su reciente victoria en Etiopía y con ánimo de alzarse con el triunfo en
una nueva contienda. En los Juegos de 1936 las atletas italianas hicieron muy buen
papel (en las Olimpiadas de Los Ángeles no se había permitido competir a las féminas
en pruebas de atletismo), lo que compensó la mediocridad de los resultados masculinos;
Ondina Valla y Claudia Testoni, que obtuvieron el primer y cuarto puesto
respectivamente en la prueba de ochenta metros vallas, se convirtieron en heroínas
nacionales de la noche a la mañana. Lo Sport Fascista se deshizo en elogios y, por vez
primera, informó de los resultados femeninos antes que de los masculinos. Los triunfos
cosechados por los deportistas italianos en los Juegos de Berlín, así como la supremacía
futbolística de Italia tras la segunda victoria consecutiva de la selección nacional en los
Mundiales de París en 1938, se esgrimieron ante el mundo entero como prueba de que
Mussolini había superado con éxito el boicot político y deportivo al que estuvo sometido
por la invasión de Etiopía, tras la retirada de la sanciones impuestas por la Sociedad de
Naciones a petición de Gran Bretaña y retiradas en junio de 1936. Pocos días después,
sin embargo, Italia abandonó este organismo internacional.
A partir de la segunda mitad de la década de 1930, el régimen concentró sus
esfuerzos en la selección nacional de fútbol, deporte que contaba cada vez con más
seguidores y constituía, por tanto, un factor de propaganda internacional de primer
orden. La política de Mussolini llegó a su paroxismo durante el Mundial de 1938, en el
128
que la victoria se convirtió para el Duce en una cuestión ya no sólo de Estado, sino
personal. La víspera de la final, disputada entre Italia e Hungría, los jugadores italianos
recibieron un escueto e inquietante telegrama de sólo tres palabras: «vencer o morir».
Los periódicos italianos aprovecharon el éxito de la selección para hacer propaganda del
régimen, aprovechando la circunstancia de que el triunfo azurra se había producido en
París, que sólo tres meses antes había sido la capital mundial del frentepopulismo
antifascista.
Las victorias italianas en el terreno futbolístico, sin embargo, no fueron el presagio
de futuros triunfos en el campo de batalla. Tras la fácil ocupación de una Albania
indefensa en 1939, las tropas italianas fracasaron en sus primeros combates contra los
ejércitos aliados. Mussolini trató de emular a Hitler y plasmar sus sueños de grandeza
imperial enfrascándose en una «guerra paralela» con la pretensión de forjar un «nuevo
orden en el Mediterráneo» que tan sólo le brindó calamitosas derrotas militares.
Poco tiempo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, los
todavía recientes ecos de los éxitos deportivos italianos pasaron a segundo plano al
mismo ritmo que la actividad deportiva iba militarizándose. Ante unos indicios de
descontento social en aumento y en un intento de apuntalar el régimen, las últimas
iniciativas deportivas de Mussolini estuvieron encaminadas a preparar a la población
para la guerra que se avecinaba.
No en vano, en octubre de 1937, la ONB y los distintos grupos juveniles quedaron
subordinados a una nueva organización, la Gioventù Italiana del Littorio (GIL),
concebida como la organización de masas (aglutinaba a todos los jóvenes de ambos
sexos, desde los seis hasta los veintiún años) que el régimen precisaba para la etapa
venidera. El núcleo de las actividades de la GIL lo constituía la asamblea obligatoria de
todos los sábados por la tarde, el llamado sabato fascista. La sesión comenzaba con un
desfile en formación a passo romano —a imitación del paso de la oca alemán— y
saludando con el brazo en alto, tras lo cual todos los jóvenes realizaban ejercicios
gimnásticos y de adiestramiento militar. A los adolescentes les entusiasmaba tan poco
dicha jornada que aprovechaban ese día para salir de casa y reunirse con sus amigos en
lugar de asistir a tan lamentables y aburridas concentraciones. Con la entrada en guerra,
la GIL fue transformándose en una estructura subalterna del PNF, a la que se le
encomendaron tareas como la ayuda a las familias de los combatientes, la vigilancia
antiaérea, el cuidado y auxilio de los heridos tras los bombardeos e incluso la formación
de unidades de voluntarios para combatir en el frente.
A medida que la hora de la capitulación se acercaba, sólo una minoría de afiliados
a la GIL persistió en su fanatismo bélico. La acumulación de fiascos militares llevó a una
gran parte de la «Joven Italia» adoctrinada bajo el fascismo a desarrollar una sorda
hostilidad hacia el régimen. La retórica de la juventud itálica conquistadora, fuerza
dinámica de la «nación en armas», se hizo añicos en 1942, cuando las decisivas derrotas
en el norte de África y del Don en Rusia mostraron a los italianos lo vanos que habían
sido sus sueños de resurrección de la romanidad imperial. Durante los primeros meses
de 1943, fue precisamente la juventud la que desafió la disciplina militar y el control
social del Estado fascista en todo el país. En julio de ese mismo año, cuando el golpe
monárquico-militar del general Badoglio (el mismo que había allanado en su día el
129
camino al poder a los fascistas) puso fin a la dictadura de Mussolini, fueron muchos los
jóvenes que llenaron las calles, destruyendo a su paso todos los símbolos del régimen y
las imágenes del Duce. Así concluyó el proceso de nacionalización de la juventud
italiana.
***
Si la retórica fascista italiana exaltó el deporte como mística de la camaradería
viril, estética vitalista de la violencia y culto de la juventud, el nacionalsocialismo
imprimió a su particular concepción del deporte y de la educación física una vuelta de
tuerca biologicista fundamentándola en el mito de la raza.
La doctrina de la superioridad racial aria tiene sus orígenes remotos en la nostalgia
romántica alemana por un pasado remoto en el que los germanos habrían vivido en un
estado de permanente felicidad comunitaria. La lentitud con la que avanzó la
unificación política llevó a muchos nacionalistas alemanes a concebir la unidad nacional
en una perspectiva cada vez más «cultural» y mitológica. Pese a que en los orígenes del
movimiento völkisch —término que originalmente significaba «popular» o «folclórico»,
pero que adquirió rápidamente claras connotaciones «raciales»— la influencia de
elementos cristianos radicales había sido considerable, el apoyo de la Iglesia Católica a
los terratenientes austriacos y a los derechos de las minorías católicas no alemanas en
Austria, que obstaculizó los proyectos pangermanistas, contribuyó mucho a reforzar las
corrientes materialistas y neopaganas en su seno.
En las dos décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, la imagen arcádica de
un pueblo alemán depurado de «cuerpos extraños» y viviendo en comunión con la
naturaleza se convirtió en referente común de todo el nacionalismo völkisch. En
cualquier caso, el aspecto decisivo de la ideología de este movimiento era que definía al
ser humano en función de su particularidad étnico-cultural, principio de exclusión que
conducía a la impugnación del concepto de humanidad49 y a negar de raíz la noción
moderna de ciudadanía e igualdad de derechos civiles y políticos. Poco a poco, pues, el
proyecto de una «vuelta a la comunidad» fue adquiriendo los perfiles de un programa
de rechazo de la modernidad liberal y de las instituciones parlamentarias, al mismo
tiempo que la «comunidad nacional» se convertía para muchos nacionalistas völkisch
en una iglesia autosuficiente consagrada al culto del cuerpo natural y político del Volk.
De ahí procede el «antihumanismo» de Martin Heidegger, cuyo fervoroso anhelo de poner las
universidades al servicio de la nación le llevó a aprobar, en calidad de rector de la Universidad de
Friburgo, no sólo la creación de «cátedras en deportes militares», sino también a aceptar que se otorgase
valor académico a la participación en campamentos militares de verano. Heidegger siguió defendiendo
dicho programa pese a saber que los estudiantes solían apalear a los habitantes de los pueblos vecinos no
afectos a los nazis. Con gran entusiasmo, participó en varias de aquellas convivencias de verano, y unos
meses más tarde, del 4 al 10 de octubre de 1933, dirigió su propio «campamento científico»
(Wissenschaftslager) en su refugio de las montañas. Con entonación militar, el filósofo arengó a los
jóvenes, ataviados con uniformes de las SA, como si liderara el asalto a algún territorio enemigo,
minentras el pelotón marchaba en formación desde Friburgo hasta la cabaña de Heidegger en
Todnauberg, donde éste ensalzó el gran «coraje» de los participantes a la vez que les hablaba de la
conquista de una nueva realidad y del «vuelco total de nuestro Ser alemán».
49
130
En esencia, pues, el movimiento völkisch fue una «revolución cultural» contra la
«cosmovisión judeocristiana» y el universo engendrado por la Revolución francesa y la
industrialización, y estuvo estrechamente ligado a la difusión del nudismo, el
vegetarianismo, la ingesta de alimentos sanos, la teosofía, el espiritismo y el ocultismo.
Una de las piedras angulares del edificio ideológico völkisch era la relación «orgánica»
que ciertas clases sociales y grupos étnicos mantenían con «la tierra», frente a los
sectores de población «parasitarios» y portadores del «desarraigo», que jamás podrían
ser asimilados por el Volk. De ahí que se exaltase la estabilidad del mundo rural frente al
bullicio permanente del medio urbano, que concentraba todo aquello que amenazaba la
subsistencia y la cohesión del Volk: el proletariado «auténtico», es decir, migratorio,
itinerante y con frecuencia extranjero; la prensa, fabricante de opiniones «inauténticas»
y deletéreas; y los judíos, símbolos vivientes de la movilidad del capital financiero y el
«cosmopolitismo».
También los eugenistas alemanes participaron desde finales del siglo XIX en
adelante en numerosas campañas a favor de las buenas costumbres alimenticias, el
fortalecimiento físico y el aire puro como «condiciones previas de la salud nacional y la
pureza racial». Inspirado por una concepción holística de la naturaleza, el movimiento
Lebensreform, cuyos partidarios sostenían que los peligros de la «degeneración» podían
mantenerse a raya interviniendo en materia de dieta, sexualidad, matrimonio, ejercicio
físico e higiene, se unirá a determinados sectores médicos en la lucha contra los
«venenos raciales» constituidos por el alcohol, la carne y el tabaco.
A pesar de la grotesca contradicción existente entre el misticismo cultural
irracionalista de origen völkisch y el cientifismo de cuño socialdarwinista o eugenésico,
la combinación de ambos sería determinante en la génesis del nazismo. Éste jamás
habría podido desarrollarse de no haber «superado» la disyuntiva entre una vulgar
ideología místico-reaccionaria opuesta al progreso y al pensamiento racional, y una
prédica pseudocientífica basada en elucubraciones racistas. Muy al contrario, al fusionar
el léxico de la biología y la antropología con un poderoso discurso redentorista, el
nazismo, síntesis del «idealismo» völkisch y la «ciencia racial» de inspiración
darwiniana, se situaba resueltamente en la línea de continuidad de la modernidad y
encarnaba la forma más acabada de una ideología de la salud al servicio del cuerpo
sagrado del Volk.
Otro movimiento que desempeñó un papel importante como matriz de
comportamientos y actitudes de las que más adelante se nutriría el nazismo fueron los
Wandervögel («aves migratorias»). El primer grupo Wandervögel fue fundado en 1896
por Hermann Hoffmann (1875-1955) y Karl Fischer (1881-1941), que comenzaron
organizando excursiones dominicales con los alumnos masculinos de un instituto de
bachillerato en Berlín-Steglitz, y más tarde pasaron a preparar acampadas y estancias
más prolongadas en zonas de montaña u otros parajes naturales, en el transcurso de las
cuales se instruía a los adolescentes en técnicas de supervivencia y se les enseñaba a
apreciar las formas «naturales» y preindustriales de vida (los campos, los lagos, la
desnudez). Las influencias intelectuales del movimiento fueron muy variadas, pero
entre los libros de cabecera de los jóvenes Wandervögel figuraban las obras de Friedrich
Ludwig Jahn, Nietzsche, Langbehn, Bergson, Rilke y Dilthey.
131
Si bien los Wandervögel compartían los postulados generales de otros
Lebensreformer, muy pronto su principal seña de identidad se convirtió en la rebelión
contra el mundo de sus mayores. Los jóvenes integrantes del movimiento, en su mayoría
de clase media, se organizaban en células autónomas llamadas bandas. Contra el
universo gris de sus progenitores, los Wandervögel apelaban a la fidelidad a padres
míticos, los ancestros, y reivindicaban la autonomía de la «cultura juvenil» frente a la
tutela de las instituciones (escuela, iglesia, familia). Como antídoto a la degradación
física y espiritual provocada por la vida urbana, proponían recorrer la Alemania
profunda y entrar en contacto con el Volk alemán auténtico. Contra la religión revelada,
luterana o católica, el movimiento juvenil fomentaba la resurrección de una religiosidad
pagano-germánica.
La tensión entre las tendencias socialistas o libertarias y la nacional-germánica
(völkisch), entre otras, provocó diversas escisiones en el movimiento, que también
atravesó periódicas crisis en torno a la admisión o no de miembros judíos. (En 1914 —el
mismo año en que se adoptó la esvástica como uno de los símbolos del movimiento—
una conferencia nacional celebrada en Frankfurt decidió permitir a los grupos locales
rechazar el ingreso de miembros judíos en sus filas y expulsar a los que ya formaban
parte de ellas.)
También fue sonada la escisión que se produjo en 1911 a raíz de la concepción
elitista y pagano-clasicista de la homosexualidad defendida por algunos dirigentes
Wandervogel, como Hans Blüher y Gustav Wyneken, que condujo a la formación de una
nueva organización que se negaba a admitir mujeres: el Jung-Wandervogel. Al año
siguiente, Blüher publicó su influyente y polémica historia del movimiento, El
movimiento Wandervogel alemán como fenómeno erótico, en la que sostenía que la
popularidad, la cohesión y la «fuerza germánica» innata del movimiento eran el fruto de
los vínculos homoeróticos (generalmente sublimados) establecidos entre sus miembros
adolescentes y adultos. El libro de Blüher, que convirtió la homosexualidad en bandera
de una rebelión adolescente contra la moral familiar burguesa, tuvo una enorme
repercusión, y entre 1912 y 1933, su autor figuró entre los veinte más leídos de
Alemania, junto a Oswald Spengler, Thomas Mann, Carl Schmitt o Ernst Jünger. Según
Blüher, las asociaciones deportivas y de excursionistas, los «clubs de lucha» y las
unidades militares, cultivaban un Eros específicamente viril que era el fundamento
imprescindible para la formación de Estados y culturas50. Al mismo tiempo, relegaba a
Sorprende el silencio «políticamente correcto» que rodea en la actualidad a estas reivindicaciones
«clasicistas» de la homosexualidad. Estas teorías rivalizaron durante largo tiempo con las nuevas
concepciones «científicas», «neutras» y biologicistas acerca del «tercer sexo» y los «estadios sexuales
intermedios», elaboradas por reformadores sexuales como Karl Heinrich Ulrichs (1825-1895) o Magnus
Hirschfeld (1868-1935), que en no poca medida perseguían el objetivo de «normalizar» la
homosexualidad por medio de un enfoque «clínico» que la hiciera aceptable a ojos de la burguesía liberal.
La hostilidad que profesaba a estas concepciones el anarquista stirneriano (y racista) Adolf Brand (18741945), editor de la primera revista del mundo para homosexuales, Der Eigene («El único»), era tal que en
1903 decidió separarse del «Comité científico-humanitario» de Hirschfeld y fundar, junto con Benedict
Friedlander y Wilhelm Jansen, la «Comunidad de los únicos» (Gemeinschaft der Eigenen), cuyo ideal era
el amor homosexual entre hombres viriles y la pederastia según el modelo griego.
50
132
la familia, dominio de la mujer, a una esfera puramente «material» que tenía por
cometido fundamental garantizar la reproducción de la especie51.
En cuanto estalló la Primera Guerra Mundial, buena parte de esta juventud
«salvaje», llena de exaltación romántica y formada en el espíritu comunitarista de los
Wandervögel, que despreciaba la política como un pasatiempo burgués y consideraba a
los adultos (padres o pedagogos) como agentes de un aparato de domesticación de sus
energías vitales, se alistó con entusiasmo en el ejército alemán. Tras la derrota, muchos
de aquellos jóvenes engrosaron las filas de los Freikorps, las unidades paramilitares con
las que el gobierno socialdemócrata aplastó en 1919 la insurrección espartaquista de
Berlín y disolvió por la fuerza de las armas la república soviética de Baviera. Estas
fuerzas irregulares se significaron en esas y otras muchas ocasiones tanto por la
brutalidad de sus ejecuciones extrajudiciales como por su activa participación en
pogromos antisemitas, y no pocos de sus integrantes acabaron uniéndose a los nazis,
que adoptaron de los Wandervögel tanto el título Führer como el saludo Heil.
La Liga Pangermánica (1891) fue la primera organización nacionalista alemana en
abogar por un agresivo populismo autoritario dirigido contra los enemigos del exterior y
del interior, y no dudó en incluir entre estos últimos a la monarquía guillermina cada
vez que la política exterior del Segundo Reich no se ajustaba a sus expectativas. En el
transcurso de las dos décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, las ambiciones
expansionistas de la Liga se orientaron cada vez más hacia una reorganización
económica, étnica y demográfica de Centroeuropa bajo hegemonía alemana, que
presentaba como antídoto a las nocivas secuelas de un capitalismo «manchesteriano» y
caótico que entorpecía la «expansión biológica de la raza alemana» y mermaba
progresivamente la soberanía del Volk a través del «mestizaje cultural», la inmigración
caótica de mano de obra extranjera (sobre todo polaca y de Europa oriental), el influjo
de las finanzas extranjeras y la actividad sediciosa de la socialdemocracia
internacionalista.
En el marco de semejante proyecto, la mitología del Volk y la propaganda
antisemita se convirtieron rápidamente en herramientas ideológicas puestas al servicio
de una estrategia muy pragmática. La utilidad del concepto de Volk residía
precisamente en que permitía negar la ciudadanía alemana a los súbditos del Reich
considerados «ajenos a la raza» y a la vez reivindicar la incorporación al Reich de todos
aquellos «alemanes» que no formasen parte jurídicamente del Estado. El
antisemitismo, a su vez, si bien no había sido uno de los principios fundacionales de la
Liga, fue adoptado oficialmente por ésta en 1912 y desempeñaba la función
complementaria de aglutinar en una misma figura «étnica» a todos los «elementos
extraños» que amenazaban la salud del «cuerpo del pueblo», a saber, liberales
moderados, socialdemócratas y judíos, a los cuales se identificaba con una cultura
En una nota a pie del segundo volumen de su libro El papel del erotismo en la sociedad masculina,
publicado en 1919, Blüher sostenía que lo que impedía a los judíos fundar un Estado propio eran
precisamente sus fuertes vínculos familiares, raciales y étnicos, que según él acarreaban una falta de
atención decisiva a los vínculos entre varones y las instituciones homosociales: «La historia universal les
ha condenado a seguir siendo siempre una raza y nunca un Volk.» [T. S. Presner 2007: 137]
51
133
moderna y «cosmopolita» que las fuerzas del nacionalismo radical consideraban
imperativo erradicar por todos los medios.
Conviene tener presente, no obstante, que gran parte del «ideario» de la futura
política racial nazi no surgió en Alemania, sino que se inspiró directamente en leyes y
conceptos formulados y puestos en práctica al otro lado del Atlántico:
Mucho antes de la llegada de Hitler al poder, en vísperas del estallido de la Primera Guerra
Mundial, salió a la luz en Mónaco un libro cuyo título remitía a los Estados Unidos como
modelo de «higiene racial». En él, su autor, vicecónsul del Imperio austrohúngaro en
Chicago, elogiaba a los Estados Unidos por la «claridad» y la «pura razón práctica» de las
que este país había dado prueba al afrontar con la debida energía una cuestión
importantísima y, no obstante, relegada con frecuencia a segundo plano: violar las leyes que
prohibían las relaciones sexuales interraciales y los matrimonios mixtos podía comportar
hasta diez años de cárcel y, en caso de condena, afectar no sólo a los protagonistas, sino
también a sus cómplices. […] Sin embargo, existen ejemplos todavía más
clamorosos. Rosenberg expresó su admiración por el autor estadounidense Lothrop
Stoddard, que había tenido el mérito de ser el primero en acuñar la expresión Untermensch
[«subhombre»], que ya en 1925 se exhibió como subtítulo de la traducción alemana de un
libro publicado en Nueva York tres años antes. Respecto del significado del término acuñado
por él, Stoddard aclara que se refiere a la masa de «salvajes y semisalvajes» que habitan en el
interior o el exterior de las metrópolis capitalistas, en cualquier caso «no apta para la
civilización e incorregiblemente hostil a ella» con la que había que ajustar cuentas. Tanto en
los Estados Unidos como en el mundo entero, era preciso defender la «supremacía blanca»
contra «la marea ascendente de los pueblos de color» excitados por el bolchevismo, […] que
con su insidiosa propaganda llegaba no sólo a las colonias, sino también a la propia
población negra de los Estados Unidos. Se comprende perfectamente el extraordinario éxito
que tuvieron estas tesis. El autor norteamericano, que incluso antes de recibir los elogios de
Rosenberg había recibido ya los de dos presidentes estadounidenses (Harding y Hoover), fue
acogido posteriormente en Berlín con todos los honores. [D. Losurdo 2003: 75]
Como es sabido, el «ideal racial» de los nacionalsocialistas no sólo bebía en las
fuentes de la eugenesia anglosajona y la mitología germana, sino también en los cánones
de belleza de la Antigüedad griega. Dada su hostilidad a la herencia judeocristiana de
Occidente y su reivindicación de los valores paganos, no es de extrañar que los nazis
convirtieran al cuerpo masculino «ario» en símbolo de la regeneración y la voluntad de
poder de la nueva Alemania, ni que para ello explotaran deliberadamente la imaginería
homoerótica52. El arquetipo de un cuerpo hermoso y sano, de raza nórdica y dotado de
No deja de ser paradójico que al mismo tiempo que exaltaba sin cesar la belleza y la desnudez del
cuerpo humano y los valores paganos frente al cristianismo, el régimen nazi clausurase casi todos los
centros naturistas existentes en Alemania (país donde precisamente nació este movimiento a principios
de siglo) e hiciese quemar sus publicaciones. En lo que se refiere a la persecución de los homosexuales, y a
despecho del endurecimiento de la legislación represiva tras la Noche de los Cuchillos Largos (1934) y de
los quince mil homosexuales enviados a campos de concentración, la política nazi fue selectiva,
contradictoria y ambigua: el NSDAP estaba dividido entre los partidarios de la doctrina del Männerbund,
que definía al Estado völkisch ideal como una institución de base homoerótica que tenía como requisito
previo la «destrucción de la dictadura de la familia» ―doctrina expresamente formulada por Blüher y
elogiada por el ideólogo oficial del NSDAP, Alfred Rosenberg, en El mito del siglo xx (1930)― y la
homofobia pragmático-puritana de Himmler, que veía en la homosexualidad una amenaza potencial para
52
134
una voluntad de acero, fue uno de los temas más exaltados por la directora de cine Leni
Riefensthal en Olimpia, película en la que se superponen imágenes de estatuas griegas a
las de atletas desnudos y se glorifica la perfección corporal como símbolo de perfección
espiritual. Recordemos, en cualquier caso, que el pistoletazo de salida para esta
«transvaloración» de la milenaria primacía judeocristiana del intelecto sobre el cuerpo,
lo habían dado precisamente los «cristianos musculares» en los public schools ingleses
del siglo XIX.
Esta sublimación biológico-racial de la jerarquía social fue exaltada por Hitler en
Mein Kampf, libro que propugna la idea de un Estado racista que promueva la selección
genética con el objetivo de engendrar un hombre superior. Es más, para Hitler sólo era
legítimo un Estado que estuviera al servicio de la «conservación de la raza», por lo que
no dudó en reivindicar un derecho de rebelión «biológico» contra todo gobierno que
condujera al Volk a la «destrucción».
Teniendo en cuenta, pues, que Hitler sostenía que sólo sobreviven aquellos
pueblos que dispongan de la máxima fuerza, salud y vitalidad, no es de extrañar que
asignara una importancia fundamental a la corporeidad y que exigiera, como garantía
de supervivencia de una «civilización aria», gloriosa y milenaria, «el cultivo de cuerpos
completamente sanos». En un sentido mucho más prosaico y subordinado, también
Hitler consideraba el ejercicio físico como un medio para «forjar el carácter», como
señaló el filólogo alemán Victor Klemperer:
Allí donde el libro de Hitler, Mi lucha, establece directrices para la educación, lo físico suele
ocupar, mayoritariamente, el primer plano. Le gusta emplear la expresión «fortalecimiento
físico», extraída del léxico de los conservadores de la época de Weimar. Elogia el ejército del
emperador Guillermo como la única institución sana y vital del «cuerpo del pueblo»
[Volkskörper] sumido, por lo demás, en la putrefacción, y ve en el servicio militar sobre todo,
o quizá exclusivamente, una educación destinada a fomentar la potencia física. Hitler asigna
de modo expreso un lugar secundario a la formación del carácter; en su opinión, es una
consecuencia más o menos automática cuando lo físico predomina en la educación y hace
retroceder lo espiritual. El último lugar de este programa pedagógico lo ocupa, admitido de
mala gana, puesto bajo sospecha y vilipendiado, el intelecto, su formación y su necesidad de
nutrirse de saber. [V. Klemperer 2001: 13-14]
Esta concepción nacionalsocialista de la pedagogía se plasmaría, tras la llegada del
NSDAP al poder, en medidas como la educación física obligatoria en las universidades
(1934) y en una normativa regulatoria de la educación física en el ámbito escolar (1937)
en cuyo preámbulo podía leerse:
La educación física no es una asignatura que tenga como mera finalidad mejorar la
preparación del cuerpo; más bien tiene por objeto una educación que dimana del cuerpo, es
decir, que se apoya allí donde el joven es más susceptible de educarse: en la gimnasia, en los
la reproducción de la «raza superior». Cabe señalar también que en Mein Kampf, libro escrito en una
época en que la sociedad alemana conoció una verdadera eclosión del movimiento homófilo y de la
libertad de costumbres en general y en el que Hitler se despachó a sus anchas contra todas las «plagas»
que aquejaban al pueblo alemán, no figura una sola referencia a la homosexualidad.
135
juegos, en el deporte y en general, en el movimiento físico, que desarrollan y dan forma al
cuerpo y al alma, como portadores de la herencia racial y que, arraigados en el espíritu del
pueblo, son el procedimiento más adecuado para el logro de estos fines. Acostumbrarse a las
prácticas deportivas crea una concepción sana de la belleza del cuerpo y de las aptitudes
físicas; despierta y fomenta en el individuo y en la colectividad la conciencia del valor de su
propia raza, colocándose así al servicio de la higiene racial. [C. Santero 1972: 352]
Por lo demás, entre la concepción nazi de la educación física y la tradición de los
Turner había muy pocas diferencias. Como ya vimos en el capítulo anterior, el
movimiento gimnástico de Jahn había sido uno de los crisoles de la formación de la
conciencia nacional alemana. Desde el momento de su fundación y hasta que alcanzó el
poder, el NSDAP 53 apoyó a la asociación gimnástica mayoritaria, la nacionalista
Deutsche Turnerschaft, que llamaba a la «unidad y cohesión del Volk» y que se había
negado desde sus orígenes a participar en los Juegos Olímpicos «restaurados».
En aquel entonces también existían en Alemania multitud de asociaciones obreras
de gimnasia nominalmente internacionalistas y, por tanto, opuestas al movimiento
gimnástico burgués, que condenaba cualquier forma de internacionalismo. La mayoría
de ellas tenía sus raíces en el Arbeiter Turner Bund socialdemócrata fundado en 1893.
En 1919 y como consecuencia del predominio numérico de los futbolistas, el ATB se
rebautizó como Arbeiter Turn und Sportbund (ATUS). No obstante, la organización
socialdemócrata compartía la hostilidad de los gimnastas nacionalistas a los Juegos
Olímpicos, a la competición, a la especialización y a la lucha por los récords. De hecho,
podría decirse que lo único que distinguía a unos y otros era su respectiva filiación
«ideológica» y su base social, ya que parecían estar de acuerdo en casi todo lo demás.
Las manifestaciones gimnásticas de estas organizaciones obreras se desarrollaban
con arreglo a una estética muy semejante a la de los gimnastas nacionalistas: símbolos y
ritos nacionales, procesiones, banderas y desfiles con antorchas. Así, por ejemplo,
durante la República de Weimar las Juventudes Obreras del Partido Socialdemócrata
celebraban el solsticio de verano con banderas, fogatas y largas caminatas por el campo.
En cualquier caso y en flagrante contradicción con su credo internacionalista declarado,
durante la Primera Guerra Mundial ni las asociaciones gimnásticas de la
socialdemocracia alemana ni las de ningún otro país beligerante negaron su sostén a la
«heroica» tarea de preparar militarmente a los jóvenes proletarios de todo el mundo
para que se degollasen mutuamente en las trincheras.
El deporte británico comenzó a ganar posiciones frente al todopoderoso
movimiento gimnástico alemán precisamente durante la Primera Guerra Mundial,
cuando la institución castrense (que ya desde hacía tiempo, y en connivencia con la elite
industrial y financiera, venía considerando al deporte como elemento indispensable en
la preparación de todo buen oficial) trató de aprovechar la coyuntura bélica para que los
deportes fueran desalojando al Turnen del sistema educativo. No obstante, la oposición
de los gimnastas, que consideraban que el fútbol y el atletismo (que hasta comienzos de
El antecesor inmediato del NSDAP, el DAP (Partido Obrero Alemán), fue fundado en enero de 1919. Su
primer presidente, Karl Harrer, era un periodista deportivo vinculado a la Sociedad Thule, grupúsculo
ocultista-racista propietario del periódico Münchener Beobachter und Sportblatt, que con el tiempo
acabaría por convertirse en el Völkischer Beobachter, órgano oficial del partido nazi.
53
136
siglo se practicaban en todas las asociaciones gimnásticas) eran ajenos al pueblo alemán
por la única razón de que se regían por reglas formuladas en Inglaterra, siguió siendo un
poderoso obstáculo para la difusión del deporte inglés en suelo germano.
En cualquier caso, Alemania participó tímidamente en las primeras ediciones de
los Juegos Olímpicos y fundó para cada cita olímpica comités de preparación que se
disolvían después, hasta que tras los Juegos de 1912 se decidió constituir un comité
permanente, la Comisión Imperial Alemana para la Organización de los Juegos
Olímpicos.
Si la perspectiva de organizar los Juegos de 1916 en Berlín había permitido
concluir a corto plazo a una frágil tregua entre gimnastas y deportistas, la exclusión de
Alemania de los Juegos Olímpicos de 1920 y 1924 no hizo sino intensificar la aversión a
las Olimpiadas. De ahí que, por ejemplo, la Comisión Imperial Alemana para la
Organización de los Juegos Olímpicos fuera rebautizada como Deutscher
Reichsausschuss für Leibesübungen-DRA (Comisión Imperial Alemana para el Ejercicio
Físico) en protesta por la exclusión de Alemania de la «familia olímpica». Incluso Carl
Diem, secretario general del DRA y uno de los defensores más acérrimos de las
Olimpiadas, recomendó no participar en los Juegos mientras «negros con uniforme
francés» siguieran ocupando una de las orillas del Rin.
Uno de los primeros cometidos del DRA fue la organización en 1922 de los «Juegos
de combate alemanes» o «Juegos Olímpicos Nacionales», que sustituyeron a las
Olimpiadas durante todo el período de exclusión de Alemania. Si bien estos Juegos
tenían muchas similitudes con las Olimpiadas, también presentaban dos diferencias
importantes: se admitía la participación de mujeres y de miembros de la Deutsche
Turnerschaft.
La labor llevada a cabo por el DRA durante la era de Weimar contribuyó mucho a
difundir el deporte en Alemania. Uno de los primeros éxitos de este organismo fue la
campaña para fomentar la enseñanza de la educación física en las escuelas. Si bien la
solicitud presentada a la Asamblea Nacional en 1920 para que se impartiera una clase
diaria de educación física no fue admitida, sí se aumentó el número de horas dedicadas
a esta asignatura. Un año más tarde, tras un Congreso Escolar del Reich celebrado en
Berlín, el deporte recibía un nuevo espaldarazo en detrimento de la gimnasia, tanto en el
ámbito escolar como en el resto de la sociedad. La organización cada vez más frecuente
de competiciones deportivas, especialmente entre los más jóvenes, llevó a la DT, que se
había unido al DRA tras la guerra, a separarse de él.
No es de extrañar, por tanto, que durante la era de Weimar los gimnastas de la DT
intensificaran su tradicional patriotismo militarista volcándose en actividades
antirrepublicanas como la recogida de firmas contra el Tratado de Versalles y oponiendo
sus propias celebraciones a festividades republicanas como el Día de la Constitución.
La importancia social cada vez mayor del deporte y de la educación física también
condujo al DRA a promover la formación de profesores cualificados y a proponer que se
fundara una institución dedicada al estudio de la «ciencia deportiva». Carl Diem, gran
admirador de los programas deportivos de los Estados Unidos, realizó en 1913 su
primera gira por aquel país (la segunda tuvo lugar en 1929), cuyos departamentos de
Educación Física y Atletismo universitarios tomó como modelo. A su regreso y con la
137
ayuda de Theodor Lewald54, Diem fundó en 1920 una institución análoga a las que había
visto en las universidades norteamericanas, el primer centro de formación de profesores
de educación física, la Escuela Superior Alemana de Educación Física, adscrita a la
Universidad de Berlín. La labor pionera de los científicos alemanes en ámbitos como el
aprendizaje motor y la psicología deportiva, así como en los comienzos de la medicina
deportiva, los situó muy pronto a la cabeza de la ciencia de la preparación física y
psicológica en el mundo entero, y muchos estudiantes extranjeros acudieron a formarse
en Berlín.
La República de Weimar también apoyó tibiamente las manifestaciones del
«deporte obrero», en no poca medida debido a la negativa de los vencedores de la
Primera Guerra Mundial a permitir que Alemania participase en las Olimpiadas de 1920
y 1924, factor que debió contribuir mucho a que la poderosa organización deportiva
socialdemócrata alemana organizara la primera Olimpiada Obrera en Frankfurt (1925).
No en vano, en las ciudades donde gobernaba el SPD se concedieron mayores ayudas a
las asociaciones deportivas obreras, lo que contribuyó tanto a aumentar la participación
deportiva en general como a incrementar vertiginosamente el número de afiliados y
seguidores de estas asociaciones.
Como relata Siegfried Kracauer en Los empleados, en aquel entonces las empresas
alemanas fundaban clubes para sus asalariados y fomentaban activamente el deporte
por razones que iban más allá del mero interés inmediato por disponer de un
contingente laboral saludable:
[…] a los jóvenes, tanto sindicados como no, se les anima a adherirse a las uniones deportivas
mediante una discreta presión moral. No está de más tener cualidades como deportista para
que a uno le contraten, y un diputado que probablemente no exagera me asegura que un
excelente «extremo izquierdo» estaría en posición de vanguardia a la hora de ser reclutado
para puestos vacantes. […] Por motivos idénticos, si hemos de creer a un antiguo miembro
del comité de empresa, quienes integran los grupos deportivos se benefician de una especial
benevolencia en la fábrica. Un buen monitor deportivo no suele tener problemas para que le
concedan permiso para participar en competiciones, y cuando se prevén despidos, los
compañeros deportistas se olvidan con facilidad de que uno existe. ¿Qué pasa entonces con
los que se resisten a la tentación y por los motivos que sea no se alistan? Un técnico joven y
brillante me confesó que estaría mucho mejor visto por su jefe si estuviese dispuesto a nadar,
remar o correr con sus colegas. Para superar el considerable handicap que representa la
escasa consideración de la que gozan, son muchos los que renuncian a su independencia.
Conozco a un director de departamento que se plegó a las empresas deportivas del deporte
de empresa con el único fin de evitar que su superior sospechase lo poco que le motivan ese
género de manifestaciones comunitarias. El valor que se les otorga en las esferas directivas
demuestra que contribuyen a reforzar el poder de la empresa. Digamos que las asociaciones
deportivas son como puestos de avanzadilla que tienen la finalidad de someter a la empresa
los territorios todavía vírgenes del alma de los empleados. De hecho, desempeñan allí una
obra colonizadora de conjunto. [S. Kracauer 2007: 189]
Theodor Lewald (1860-1947) ingresó en el servicio civil prusiano en 1885 y entró en contacto con el
movimiento olímpico en 1900, con ocasión de los Juegos de la Exposición Universal de París. Desde su
puesto de subsecretario del Estado en el Ministerio del Interior alemán, se ocupó de encontrar
financiación para las malogradas Olimpiadas de Berlín 1916. En 1919 accedió a la presidencia del DRA.
54
138
Entre 1926 y 1929, durante la llamada «época dorada» de la República de Weimar,
sobresalió una generación de jóvenes deportistas de élite perteneciente a la llamada
«quinta de las trincheras» y adscrita en buena medida a los postulados de la
«Revolución Conservadora» de Mueller van den Bruck, Oswald Spengler y Ernst von
Salomon, para los que la guerra de 1914-1918 había sido la verdadera «revolución
socialista» donde se había forjado a sangre y fuego un tipo humano inédito destinado a
convertirse en espina dorsal de un nuevo Reich. Con el tiempo, algunos de estos
veteranos de guerra dejaron de lado sus diferencias con el nazismo y aprovecharon su
prestigio como deportistas para situarse en puestos clave de las organizaciones
deportivas alemanas.
Muchos otros responsables de organizaciones deportivas y gimnásticas alemanas,
aun sin pertenecer formalmente al NSDAP, comulgaban con idearios escasamente
alejados del nazismo. De hecho, fue la derecha völkisch del Partido Popular Nacional
Alemán (DNVP) la que más atrajo a los gimnastas. Desde la misma proclamación de la
República de Weimar, el DNVP había creado agrupaciones deportivas que servían de
tapadera a grupos paramilitares como los Cascos de Acero, que se proponían derrocarla.
Tras el rotundo fracaso del DNVP en las elecciones de 1930, la mayoría de sus dirigentes
acabó afiliándose al NSDAP. Por su parte, Hitler, que se había proclamado líder del
NSDAP en agosto de 1921, organizó en julio de ese mismo año una milicia que llevaba
por nombre «Sección Gimnástica y Deportiva» y que más tarde pasaría a denominarse
SA. También las agrupaciones gimnásticas del Deutscher Turner Bund austriaco
desempeñaron un papel de primer orden como foro de las actividades nazis en Austria,
y colaboraron de forma muy activa en las actividades del NSDAP austríaco tras la
ilegalización de éste después de la intentona golpista de 1933.
En 1926, el DRA eligió un Comité Olímpico Alemán encabezado por su presidente,
Theodor Lewald, que había ingresado ese mismo año en el comité ejecutivo del COI, con
el cometido de organizar la participación alemana en los Juegos de Ámsterdam. En la
Olimpiada de Ámsterdam y, ante la sorpresa general, tras dieciséis años de ausencia de
la competición olímpica, la representación alemana obtuvo el segundo puesto en el
medallero. Dos años después se celebró la sesión del COI de Barcelona, que designó a la
capital alemana como sede de la XIª Olimpiada. El presidente de la República,
Hindenburg, prometió al DRA el apoyo de las instituciones, y los preparativos
comenzaron en 1931, pese a la oposición de la DT.
En enero de 1933, cuando los nazis ganaron las elecciones, la organización de los
Juegos Olímpicos de Berlín ya estaba en marcha. Las primeras medidas y discursos del
Führer sembraron dudas e inquietud entre las autoridades olímpicas alemanas: los
nacionalsocialistas desataron una campaña de acoso contra el DRA, al que acusaron de
«liberal», «pacifista», «simpatizante de lo extranjero» y de tener un presidente judío.
En 1932, un año antes de acceder al poder, los nazis dejaron constancia de su hostilidad
a los Juegos por «su carácter cosmopolita, democrático y racialmente integrador» y
Hitler los denunció personalmente como «una invención de los judíos y de la masonería
[…] una farsa inspirada por el judaísmo que de ningún modo podría celebrarse en un
Reich gobernado por nacionalsocialistas». [Ph. Cousineau 2008: 149]
139
Sin embargo, cuando llevaba menos de una semana en el cargo, el ministro de
Instrucción Pública y Propaganda, Joseph Goebbels, recibió a Lewald, que le persuadió
para que considerase las Olimpiadas como una bonanza publicitaria. Goebbels, a su vez,
acabó con las reticencias de Hitler y le convenció de que los Juegos representaban una
oportunidad excepcional para interpretar el papel de anfitrión internacional y ganarse
así a la opinión pública mundial. A comienzos de marzo de 1933, Hitler recibió a Lewald
y Diem, les expresó su interés por las Olimpiadas y el deporte en general, y les aseguró
que respetaría la autonomía del Comité Olímpico Alemán. Sólo un mes más tarde, sin
embargo, tras hacerse público que su abuela paterna era judía, Lewald cedió a las
presiones de los mandatarios del Partido y presentó su dimisión como presidente del
DRA. Le sucedió en el cargo el jerarca nazi y funcionario del Ministerio del Interior,
Hans von Tschammer und Osten, que ejercía también el verdadero poder en el COA. Al
mismo tiempo, la prensa nazi desató una campaña denunciando a Diem como un «judío
blanco» (su esposa era de ascendencia hebrea), por lo que tampoco a éste le quedó más
remedio que dimitir de sus puestos como director de la Escuela Superior Alemana de
Educación Física y secretario del COA. La mediación del presidente del COI, el conde
belga Baillet-Latour, evitó que Lewald y Diem fueran expulsados del Comité Olímpico
Organizador, pero tuvieron que aceptar el ingreso de von Tschammer y que éste
ejerciera el verdadero poder en su seno. Algunos meses más tarde, en octubre de 1933,
Hitler visitó las obras de los Juegos, y pocos días después prometió a Lewald y Diem que
dispondrían de toda la ayuda económica necesaria. No obstante, el 15 de octubre de
1934 ambos firmaron una declaración comprometiéndose a seguir las instrucciones del
COA, presidido por von Tschammer, con lo que se convirtieron en colaboradores de
Hitler y su autonomía quedó reducida a una existencia puramente formal.
Entretanto, se libraba una enconada pugna entre bastidores entre los partidarios
del movimiento Turnen y los defensores de las competiciones deportivas
internacionales. Mientras que los representantes de la DT confiaban en que su
organización creciera a expensas del DRA y que todos los deportes y federaciones
deportivas quedaran subordinados a su asociación, los adeptos del deporte
«cosmopolita» esperaban que el régimen se decidiera a adoptar el modelo deportivo de
la Italia fascista. En mayo de 1933 von Tschammer dimitió como presidente del DRA y
disolvió esta institución, que fue reemplazada por el Comité Nacional para el Ejercicio
Físico. En julio, von Tschammer fue nombrado Reichssportführer, o sea, máximo
responsable de deportes del Tercer Reich (Diem también intentó optar al cargo con el
apoyo de su amigo el general Walther von Reichenau 55, pero sin éxito). Al cabo de
Reichenau, que se convirtió en el principal enlace entre el ejército y el NSDAP gracias a su activa
participación en la liquidación de la cúpula de las SA durante la Noche de los Cuchillos Largos (1934),
tenía un largo historial como deportista y acompañó en 1913, también como representante del ejército, a
su íntimo amigo Carl Diem durante el primer viaje de éste a los Estados Unidos. El 10 de octubre de 1941,
Reichenau, entonces comandante en jefe del Sexto Ejército de la Wehrmacht en Rusia, emitió la siguente
directriz: «El objetivo esencial de la campaña contra el sistema judeobolchevique es la destrucción
completa de sus instrumentos de poder y la erradicación de la influencia asiática sobre la esfera cultural
europea […] En el Este, el soldado no es sólo un combatiente que sigue las reglas de la guerra, sino
también el portador de un concepto racial [völkkischen Idee] inexorable y el vengador de todas las
bestialidades que se han cometido contra los alemanes y los pueblos racialmente afines. Por lo tanto, el
55
140
algunos meses de disputas, los partidarios del deporte internacional se habían alzado
con la victoria.
Los dirigentes nazis, conscientes del enorme potencial propagandístico de los
Juegos de 1936 para sus proyectos de expansión mundial e influidos por los éxitos
cosechados por la Italia fascista en las Olimpiadas de Los Ángeles y la Copa Mundial de
1934, dieron la espalda por completo a la doctrina gimnástica del movimiento Turnen,
que sólo habría podido contribuir al aislamiento internacional del Tercer Reich.
Neuendorff, último presidente de la DT y afiliado al NSDAP desde 1932, nada pudo
hacer para impedir que ésta siguiera siendo sólo una federación de gimnasia sin
competencias en el ámbito deportivo. Como muchas otras organizaciones, la DT quiso
conservar su propia identidad, pero fue sometida primero al control nazi y
posteriormente suprimida.
En abril de 1933, von Tschammer dio orden de «arianizar» toda la organización
deportiva alemana. La política antisemita irrumpía así en el deporte más popular de
Alemania: el fútbol. La prestigiosa Federación Alemana de Fútbol fue integrada en el
Comité Nacional para el Ejercicio Físico y poco después los jugadores y directivos de
clubes judíos fueron expulsados de los clubes y excluidos de las competiciones
internacionales. La campaña antisemita también se extendió a los demás ámbitos de la
«cultura física»: en junio el nuevo ministro de Educación excluyó a los judíos de todas
las organizaciones gimnásticas juveniles y les prohibió la entrada a todo tipo de
instalaciones deportivas.
En 1933 existían veinticinco clubes deportivos Maccabi (sionistas) que contaban
con aproximadamente ocho mil miembros, noventa clubes Schild (organización de los
excombatientes judíos de la Primera Guerra Mundial), que agrupaban a unos siete mil
miembros, y un número desconocido de miembros de los dieciocho clubes Vintus
(neutrales). Como consecuencia de la política nazi de «arianización», las tres
asociaciones se unieron en el Comité Alemán de Clubes Deportivos Judíos, iniciativa
que los nazis apoyaron, ya que así se proyectaba ante el mundo exterior la imagen de un
deporte judío «separado» pero «igual» y no sometido a trabas.
A primera vista puede ser difícil comprender la contribución del deporte a la puesta
en práctica de la política antisemita de los nazis. Con todo, parece evidente que la
exclusión sistemática de los judíos de las organizaciones deportivas, las piscinas y los
balnearios (seguidos por las salas de cine y los teatros) fue un paso previo indispensable
para poder perpetrar atropellos mayores. La exclusión de toda convivencia y contacto
entre judíos y arios deshumanizaba a los primeros, de tal manera que su posterior
eliminación total de la vida pública pudiera presentarse como un acto «racional» de
purificación del cuerpo del Volk56.
soldado debe poseer una comprensión completa de la necesidad de expiación, severa pero justa, que le
corresponde a la subhumanidad judía [am Jüdischen Untermenschentum] y que tiene el objetivo
complementario de cortar de raíz, en la retaguardia de la Wehrmacht, los conatos de rebelión que, como
demuestra la experiencia, siempre traman los judíos. [...]» [«Secret Field Marshal v.Reichenau Order
Concerning
Conduct
of
Troops
in
the
Eastern
Territories»
http://www.ess.uwe.ac.uk/genocide/ussr2.htm]
56 «Así pues, es evidente que el elemento central del programa nazi era la construcción de un Estado
racial. Y bien, ¿cuáles eran en aquel entonces los posibles modelos de Estado racial? Aún más que en
141
La supresión de las organizaciones deportivas obreras, también llevada a cabo en
1933, no inquietó en absoluto al COI ni al resto del orbe «civilizado» (la ilegalización de
las organizaciones deportivas confesionales, sin embargo, que se produjo dos años más
tarde, en 1935, sí provocó encendidas reacciones). Los dirigentes nacionalsocialistas
permitieron el ingreso de trabajadores en los clubes burgueses existentes siempre y
cuando acreditasen que no eran marxistas y presentasen como prueba dos declaraciones
juradas avaladas por sendos ciudadanos. Se hizo especial hincapié, además, en que la
cifra de los admitidos procedentes de otras organizaciones no sobrepasara el veinte por
ciento, ya que así se aseguraban de que los obreros estuvieran realmente dispersos y no
pudieran reagruparse de ninguna forma.
A partir de julio de 1934, todas las asociaciones deportivas que aún no habían sido
disueltas fueron integradas en el Comité Nacional para el Ejercicio Físico. El deporte y
los deportistas pasaban así a depender directamente del Estado nacionalsocialista. En
1935, Kurt Münch, miembro de la junta directiva de la DT, publicó un manual destinado
a la promoción de los valores nacionales entre los deportistas en el que afirmaba:
El nacionalsocialismo no puede permitir que quede fuera de la organización general de la
nación ni un solo aspecto de la vida […] Todo atleta y deportista del Tercer Reich debe servir
al Estado […] El deporte alemán es político en el sentido pleno del término. Es imposible que
un individuo o un club privado se dediquen al ejercicio físico y al deporte. Estos son asuntos
de Estado. [J. I. Barbero 1993: 29]
En el fomento de la práctica deportiva en el seno de la «comunidad del trabajo»
destacó el Frente del Trabajo Alemán (DAF), inspirado en el Dopolavoro fascista e
instituido en mayo de 1933 para reemplazar a las organizaciones sindicales recién
disueltas por las SA. Además de «mejorar la moral y la productividad de los
trabajadores», según von Tschammer, el ejercicio físico debía fomentar la lealtad del
trabajador hacia la empresa y el Estado y suministrar un lenitivo para las enfermedades
laborales a las que el obrero estaba expuesto en su trabajo. A pesar de que en teoría la
afiliación no era obligatoria, la presión era tan intensa que a nadie le convenía
Sudáfrica, se buscó inspiración en el sur de los Estados Unidos. Por lo demás, ya en 1937 Rosenberg se
refiere explícitamente a Sudáfrica: conviene que permanezca firmemente “en manos nórdicas” y blancas
(mediante oportunas “leyes” que distingan, además de a los “indios”, a “los negros, los mulatos y los
judíos”), para que constituya un “sólido baluarte” contra el peligro representado por “el despertar negro”.
No obstante, el principal punto de referencia fueron los Estados Unidos, ese “espléndido país del futuro”,
que había tenido el mérito de formular la feliz y “novedosa idea de un Estado racial”, idea que entonces se
trataba de poner en práctica “con energía juvenil” mediante la expulsión y deportación de los “negros y
amarillos”. Basta con echar un vistazo a las leyes de Nuremberg para darse cuenta de la analogía con la
situación existente al otro lado del Atlántico: obviamente, en Alemania los judíos de origen alemán
ocupaban el lugar de los afroamericanos. “En los Estados Unidos —escribió Rosenberg en 1937—, la
cuestión negra es el eje de todas las cuestiones decisivas”, y una vez que el absurdo principio de la
igualdad haya sido abolido para los negros, no se entiende por qué no deberían sacarse “las consecuencias
necesarias para los amarillos y los judíos”. Por consiguiente, en lo que dijo con respecto al proyecto, muy
querido para él, de un imperio continental alemán, Hitler tuvo muy presente el modelo de los Estados
Unidos, cuya “inaudita fuerza interior” alabó: Alemania estaba llamada a seguir su ejemplo,
expandiéndose por la Europa Oriental como si fuese una especie de Far West y tratando a los “indígenas”
del mismo modo que a los pieles rojas.» [D. Losurdo 2003: 73]
142
permanecer al margen, con lo que el DAF se convirtió en la organización con mayor
número de miembros del Tercer Reich, pasando de cinco millones de afiliados en 1933 a
veintidós en 193957.
Entre los beneficios sociales anunciados a bombo y platillo por el régimen
figuraban los omnipresentes programas de Kraft durch Freude («A la fuerza a través de
la alegría») dirigidos a todos los miembros del DAF, que tenían como objetivo organizar
el «tiempo libre» de los trabajadores en consonancia con los objetivos del Estado
nacionalsocialista. La participación de los sectores menos favorecidos de la sociedad en
pasatiempos y actividades deportivas que hasta entonces habían sido coto reservado de
las clases dominantes —como el tenis, la esgrima o la hípica— así como la posibilidad de
hacer turismo y viajar, contribuyó mucho a que el Tercer Reich presentara la idea de la
Volksgemeinschaft («comunidad del pueblo») como uno de sus logros reales y
tangibles.
Otra consecuencia de la llegada al poder de los nazis fue que los adolescentes y los
niños menores de catorce años debían afiliarse al Jungvolk, sección de la Juventud
Hitleriana creada en 1932 por el Partido para inculcar a los jóvenes la doctrina
nacionalsocialista y las virtudes de la obediencia y la disciplina. A los catorce años
ingresaban en el Jungenbund, es decir, en la Juventud Hitleriana propiamente dicha.
En la JH, que promovía el adiestramiento físico mediante eslóganes como «tu cuerpo
pertenece a la nación», el deporte era una actividad obligatoria. Se hacía hincapié en
deportes como el boxeo y el jiu-jitsu, o las carreras, saltos, lanzamientos y marchas con
cargas, así como en el excursionismo y otras disciplinas deportivas al aire libre que
buscaran el contacto del hombre con la naturaleza. Además del ejercicio físico, también
estaba a la orden del día la instrucción premilitar, que culminaba en el manejo de armas
de pequeño calibre (en 1938 más de un millón doscientos cincuenta mil muchachos
habían completado la instrucción de tiro). El ingreso en las JH se hizo obligatorio para
los jóvenes de más de diecisiete años en 1939 y para todos los niños a partir de los diez
años desde 1941.
Mientras Hitler y sus acólitos transformaban a fondo las estructuras del deporte
alemán, arreciaba la polémica internacional acerca de la conveniencia de celebrar unas
Olimpiadas en la Alemania nazi. La política de segregación antisemita del régimen fue el
eje de la campaña de boicot, que arrancó en 1933 en los Estados Unidos, después de que
Bernard S. Deutsch, presidente del Congreso Judío Estadounidense, enviara una carta al
COI denunciando la exclusión de los judíos de las organizaciones deportivas alemanas.
En mayo de 1933 el Comité Olímpico Alemán, por boca de Lewald, comunicó al
COI que respetaría escrupulosamente los principios de la Carta Olímpica, que no habría
ningún tipo de discriminación y que todos los atletas extranjeros serían bienvenidos. En
torno a esas mismas fechas, sin embargo, Baillet-Latour se vio obligado a advertir a los
tres miembros del Comité Olímpico Alemán (Lewald, Ritter von Halt y Mecklenburg)
57
En diciembre de 1936, los representantes del DAF y del Comité Nacional para el Ejercicio Físico
firmaron un convenio relativo al llamado «deporte de compensación», que establecía la obligatoriedad
para los jóvenes obreros de practicar algún deporte durante al menos dos horas semanales.
143
que para que los Juegos pudieran celebrarse en Berlín era imprescindible dar un golpe
de timón, ya que la oposición internacional era muy intensa.
Durante la 31ª sesión del COI, celebrada en Viena en junio de 1933, Baillet-Latour
utilizó la amenaza de boicot del Comité Olímpico Estadounidense para influir sobre los
delegados alemanes, que no tuvieron más remedio que consultar con Berlín y aguardar
instrucciones. No obstante, la mayoría de los miembros del COI se dio por satisfecha
con las promesas alemanas y se negó a valorar los atropellos cometidos en el ámbito
deportivo por los nazis echando mano de la famosa «neutralidad política del deporte».
El COI, pues, no sólo ratificó a Berlín como sede de los Juegos de 1936, sino que además
legitimó internacionalmente al régimen de Hitler. A decir verdad, el organismo olímpico
internacional, que ya contaba con destacados fascistas en su seno, estaba entusiasmado
con la perspectiva de celebrar unos Juegos en Berlín.
En su reunión del 22 de noviembre de 1933, la Amateur Athletic Union (AAU),
presidida por el ex juez y candidato a la alcaldía de Nueva York Jeremiah Mahoney,
aprobó por unanimidad una resolución de boicot en la que se afirmaba que el Comité
Olímpico Alemán había violado el espíritu de la Carta Olímpica al permitir que se
impidiese a los deportistas de origen judío prepararse para los Juegos, por lo que el
Comité Olímpico Estadounidense se vería obligado a rechazar la invitación alemana de
tomar parte en las Olimpiadas de Berlín hasta que los obstáculos a la participación de
deportistas judíos desapareciesen no sólo de derecho, sino también de hecho. Dicha
resolución contenía un marcado carácter de ultimátum que fue suavizado por los
sectores más filonazis, encabezados por el anterior presidente de la AAU, Avery
Brundage, entonces presidente del Comité Olímpico Estadounidense y futuro presidente
del COI58.
Para convencer a los estadounidenses, pocos días después, von Tschammer,
máxima autoridad deportiva del Tercer Reich, emitió un comunicado (publicado por el
New York Times) en el que declaraba que ni él ni el gobierno del Reich habían publicado
ningún decreto oficial que impidiera a los judíos acceder a los clubes deportivos o
participar en competiciones deportivas. El COI, como ya hemos visto, se había dado por
satisfecho con las promesas de los nazis, no así el Comité Olímpico Estadounidense, en
cuya reunión del 14 de junio de 1934 se pospuso de nuevo la decisión a tomar hasta que
Brundage realizase una inspección in situ. Durante su estancia en Alemania, Brundage
se entrevistó con deportistas judíos y representantes de organizaciones deportivas
judías, siempre en presencia de funcionarios deportivos nazis. Al día siguiente de su
regreso, el 26 de septiembre, Brundage declaró que los judíos alemanes no tenían quejas
del trato deportivo que recibían y persuadió poco después a la mayoría de miembros del
Comité Olímpico Estadounidense para que votaran a favor de la participación
estadounidense (la AAU, sin embargo, seguía lejos de estar convencida).
Carolyn Marvin, autora de “Avery Brundage and American Participation in the 1936 Olympics”, da
comienzo a su artículo con esta elocuente alusión a la célebre frase del duque de Wellington sobre la
victoria de Waterloo: “Avery Brundage liked to say that revolutionaries were not bred on the playing
field.” («Avery Brundage era dado a decir que en los campos de deportes no se engendran
revolucionarios.»). [C. Marvin 1982: 81]
58
144
Ese mismo año, sin embargo, conforme se recibían nuevos informes de las
persecuciones antisemitas, se reavivó la campaña contra los Juegos de Berlín, que se
intensificó aún más tras la promulgación de las Leyes de Nuremberg —que prohibían
cualquier tipo de competición entre arios y judíos, además de privar de la ciudadanía
alemana a estos últimos— en septiembre de 1935 59 . Al recrudecerse la campaña de
boicot, Brundage y sus secuaces tuvieron que emplearse a fondo para contrarrestarla: en
nombre del Comité Olímpico Estadounidense, editó un folleto titulado Fair Play for
American Athletes, en el que esgrimía el consabido argumento de que no se debía
mezclar la política con el deporte, que éste último servía para hermanar a las naciones,
que el régimen político de un país no tiene nada que ver con los organizadores de una
Olimpiada y así ad nauseam. Además, y en clara connivencia con la propaganda nazi,
Brundage atribuyó la campaña de boicot a judíos y comunistas. El general de brigada
Charles Sherrill, uno de los tres miembros estadounidenses del COI, tras entrevistarse
dos veces con Hitler en agosto de 1935, llegó a decir que:
En lo tocante a los obstáculos con que se encuentran los atletas judíos… me corresponde a mí
tanto hablar de eso en Alemania como a los alemanes hablar aquí de la situación de la
población negra en el Sur de los Estados Unidos o del trato dispensado a los japoneses en
California60. [S. Guthrie Shimizu 2004: 84]
Como respuesta al panfleto de Brundage, Mahoney publicó en octubre de 1935 el
opúsculo Alemania ha violado el código olímpico, en el que repasaba de forma
pormenorizada la expulsión de los judíos de los clubes deportivos y de las instalaciones
públicas, la prohibición de las competiciones entre alemanes y judíos y la exclusión del
equipo olímpico germano de la mejor saltadora de altura, la judía Gretel Bergmann. A
finales de noviembre, Baillet-Latour visitó los Estados Unidos en cumplimiento de la
promesa de combatir la «campaña de boicot judía» que le había hecho a Brundage.
Durante la visita, el comodoro Ernest Lee Jahncke, tercer miembro estadounidense del
COI y único partidario del boicot, publicó una carta abierta dirigida al conde en el New
A finales de noviembre de 1935, la Liga Maccabi anunció que retiraba a sus atletas de todas las
competiciones con motivo de la aprobación de las Leyes de Nuremberg, pues sus afiliados habían sido
privados de la ciudadanía alemana y por tanto no podían competir. Ya en septiembre del mismo año, la
Macabbi World Union of Jewish Sport se había puesto en contacto con el COI para solicitar a los comités
olímpicos nacionales y otras organizaciones deportivas que autorizasen la no comparecencia de los atletas
judíos en Berlín. El COI se negó a transmitir la solicitud a dichos organismos y se limitó a recordar que
nadie estaba «personalmente obligado» a participar en un certamen deportivo.
60 El club deportivo neoyorquino al que pertenecían tanto Sherrill como Mahoney no admitía a socios de
raza negra (según Brundage, el club de Chicago del que era socio él tampoco admitía a miembros judíos),
dato que Sherrill no dudó en comunicar a Baillet-Latour para que lo empleara como arma arrojadiza
contra el juez. La prensa negra estadounidense, por su parte, no perdió la ocasión de denunciar la
hipocresía de los partidarios del boicot ni de señalar que la mayoría de los argumentos esgrimidos contra
los nazis habrían podido emplearse de forma igualmente justificada para boicotear la celebración de una
Olimpiada en los Estados Unidos. Valga como prueba el hecho de que menos de quince días después de
obtener su cuarta medalla de oro en Berlín, la carrera deportiva de Jesse Owens se truncó abruptamente
cuando se negó a realizar una gira de carreras de exhibición, organizada sin su permiso y de la que no iba
a extraer provecho personal alguno.
59
145
York Times en la que le decía que «era su deber manifiesto pedir cuentas a las
autoridades deportivas nazis por violar su compromiso» y le exigía que «ocupase su
debido lugar en la historia de las Olimpiadas junto a Coubertin en lugar de junto a
Hitler» [sic]. [S. Guthrie Shimizu, 2004: 79] Baillet-Latour, furioso, exigió a Jahncke
que dimitiera, a lo que éste se negó. No obstante, las aguas volvieron a su cauce cuando
Brundage, tras incorporar a la votación a sectores de la AAU que representaban a
actividades deportivas ajenas al programa olímpico, se hizo de nuevo con la presidencia
de este organismo y derrotó por un estrecho margen a los partidarios del boicot. (En
julio de 1936, Jahncke fue expulsado del COI; su puesto fue inmediatamente ocupado
por Brundage).
Ante las dimensiones que había adquirido la campaña de boicot en los Estados
Unidos, Hitler no dudó en aceptar las condiciones de Baillet-Latour, que no eran otras
que decretar una suspensión temporal de la propaganda antisemita y limitarse, en lugar
de pronunciar un discurso, a recitar las breves palabras del ritual de apertura, que el
propio conde le escribió: «Declaro abiertos los Juegos de la undécima Olimpiada de la
era moderna.» El Führer, acostumbrado a discursos de más de cuatro horas de
duración, respondió con ironía: «Conde, me tomaré la molestia de aprendérmelo de
memoria.» El otro gesto de cara a la galería fue admitir en el equipo nacional alemán a
la esgrimista judía Helene Mayer, que tras obtener la medalla de plata sorprendería al
mundo entero saludando brazo en alto desde el podio. En cualquier caso, la aceptación
de pequeños detalles relativos al ceremonial olímpico no impidió que los nazis
incumplieran otros muchos, caso del juramento de los atletas, realizado en nombre de
todos los deportistas por el campeón de halterofilia Rudolf Ismayr sobre una bandera
con la esvástica en lugar de sobre la bandera olímpica.
Quizá ningún acontecimiento deportivo hasta la fecha haya puesto tan de relieve el
nexo existente entre deporte y política como los Juegos Olímpicos de 1936. Por primera
vez el mundo asistía a una utilización política premeditada y sistemática del deporte en
el marco de unas Olimpiadas. Buen ejemplo de ello fue el Olimpia-Zug, una exposición
ambulante de camiones que recorrió diez mil kilómetros de la Alemania rural haciendo
propaganda de los Juegos y del régimen. Además de hechizar a los alemanes por medio
de la radio y del cine, en Berlín Goebbels recurrió por primera vez a la televisión
instalando receptores que permitieron a miles de personas seguir el desarrollo de los
Juegos en locales públicos.
La Olimpiada fue el marco de un gigantesco esfuerzo propagandístico que llevó a
Hitler a ordenar la construcción de ciclópeas instalaciones deportivas; una de las pocas
que finalmente se alzaron fue el Estadio Olímpico de Berlín. El nuevo estadio era algo
más que un simple campo de deportes: diseñado para albergar a cientos de miles de
personas a fin de que experimentaran el ritual de conversión y catarsis colectiva del
nacionalsocialismo, era la máxima expresión de la arquitectura monumentalista
totalitaria.
Según narra el arquitecto Albert Speer en sus Memorias, a comienzos de 1937,
Hitler visitó sus salones de exposición para examinar la maqueta de un monumental
estadio, que estaba previsto construir en la ciudad «sagrada» de Nuremberg, donde se
organizaban las grandes concentraciones de masas del Partido:
146
Nos hallábamos solos ante la maqueta del estadio destinado a cuatrocientos mil
espectadores, de más de dos metros de altura. La habíamos montado exactamente a la altura
de los ojos y presentaba todos los detalles que habría de tener en el futuro. La iluminaban
unos potentes proyectores, por lo que, con un poco de fantasía, nos podíamos imaginar a la
perfección el efecto que causaría. Los planos estaban colgados en unos tablones que había al
lado de la maqueta. Hitler centró en ellos su atención. Hablamos de los Juegos Olímpicos. Le
advertí una vez más que mi campo de deportes no tenía las dimensiones olímpicas
reglamentarias. A lo que Hitler respondió, sin cambiar de tono, como si se tratara de algo
natural e indiscutible: «Eso no importa. En 1940 los Juegos Olímpicos todavía se celebrarán
en Tokio. Pero después van a celebrarse en Alemania para siempre, en este estadio. Y
entonces seremos nosotros quienes determinemos cuánto ha de medir el campo de
deportes.» [A. Speer 2001: 132]
Tal y como estaba previsto, el régimen nacionalsocialista esperó a que concluyeran
los Juegos para hacer realidad el eslogan: «¡Cuando terminen las Olimpiadas haremos
papilla a los judíos!». En efecto, a partir de agosto de 1936, las persecuciones y
atropellos se reanudaron, por lo que la emigración judía fue en aumento, y en 1938 ya
no quedaba en Alemania una sola asociación deportiva judía. Asimismo, en 1937 Lewald
fue obligado a dimitir definitivamente del COA pese a que logró que el cargo fuera
ocupado por un antiguo camarada de armas, el general Walter Reichenau, de probada
fidelidad al régimen nazi. En cualquier caso, a partir de 1938 el Comité Nacional para el
Ejercicio Físico fue reemplazado por la Liga Nacionalsocialista del Reich para el
Ejercicio Físico, con lo que, al igual que había sucedido en Italia, la organización
deportiva alemana dejó de estar en manos del Estado y pasó a estar controlada
directamente por el NSDAP.
Una vez clausurados los Juegos y demostrada la superioridad nazi y fascista
(Alemania e Italia superaron respectivamente en el recuento de medallas a los Estados
Unidos y Francia) sobre las decadentes democracias plutocráticas, el régimen
nacionalsocialista se volcó por entero en el desarrollo del poderío militar germano
(apenas había concluido la Olimpiada cuando se dobló la duración del servicio militar
obligatorio, reintroducido sólo un año antes) a la vez que intentaba por todos los medios
fomentar un clima interno de normalidad y de euforia al que contribuyeron no poco los
Juegos y otros certámenes deportivos internacionales en los que Alemania procuró estar
presente para no perder el prestigio internacional obtenido en las Olimpiadas.
Poco antes de morir en Ginebra el 2 de septiembre de 1937, Pierre de Coubertin
había escrito a Carl Diem una carta en la que decía:
No he podido llevar a término lo que quise lograr. Lo que más significaría para mí sería la
creación de un instituto muy modesto y pequeño en Alemania, en conmemoración de los
Juegos de la XIª Olimpiada, al que, con el fin de disipar equívocos, legaría todos mis papeles,
documentos y proyectos inconclusos en relación con el olimpismo moderno en su conjunto.
Creo que un Centro de Estudios Olímpicos, no necesariamente en Berlín, contribuiría más
que cualquier otra cosa a apoyar la conservación y el progreso de mi obra y a protegerla de la
desviación ideológica que tanto temo. [G. Paton, R. K. Barney 2002: 94]
147
La intención de Coubertin de legar toda su herencia literaria al Tercer Reich y su
deseo de que la Alemania nazi albergara el Instituto Olímpico Internacional, un centro
de estudios para el movimiento olímpico internacional, dan fe de la admiración que el
barón profesaba por el régimen de Hitler, que por lo demás expresó con toda claridad en
sus declaraciones al diario L’Equipe en 1937: «Carl Diem y el Tercer Reich han sido los
únicos, me oye, los únicos en acoger mi doctrina con benevolencia, los únicos en
proponer que se imprima mi revista olímpica en Alemania, en tanto que Francia no le
echó la menor ojeada […] A pesar de los excesos deplorables del sistema nazi, no oculto
mis simpatías por la idea de base, la de un orden nuevo.» [J.J. Sebreli 1998: 162]
El 26 de marzo de 1938, seis meses después de su muerte, el cadáver de Pierre de
Coubertin fue exhumado de su lugar de descanso en Lausana, Suiza, para extraerle el
corazón y trasladarlo al santuario de Olimpia en Grecia, donde fue enterrado en el
transcurso de una ceremonia organizada por su viejo amigo, el alto funcionario del
régimen nazi y artífice de los Juegos de Berlín, Carl Diem.
Al año siguiente Diem cumplió con otra de las últimas voluntades de Coubertin, al
trasladar el Instituto Olímpico Internacional de Lausana a Berlín. Sin embargo, no pudo
hacer efectiva la transferencia inmediata de los papeles y archivos del movimiento
olímpico, pese a que estaba resuelto a hacerlo más adelante. Así, en julio de 1940, Diem
visitó a Baillet-Latour, prácticamente convertido en rehén en la Bélgica ocupada, con la
misión, encomendada por Hitler, de transferir el COI a manos germanas. Al parecer, el
conde estaba dispuesto a complacer a los nazis si éstos ganaban la guerra, pero dado que
la mayoría de los miembros del comité ejecutivo del COI no estaba de acuerdo, pospuso
la decisión hasta la siguiente sesión. El COI, sin embargo, no volvió a reunirse hasta
después de la muerte de su presidente, al que en 1942 sucedió el filofascista sueco
Sigfrid Edström, que no accedió a los deseos del Führer y viajó ese mismo año a
Lausana para guardar los archivos del COI en una caja fuerte.
En 1939, pese a la invasión de los Sudetes el año anterior, el COI no tuvo
inconveniente alguno en otorgar la organización de los Juegos de Invierno de 1940 a
Garmisch-Partenkirchen. Ese mismo año, la invasión alemana de Polonia hace estallar
oficialmente la Segunda Guerra Mundial. Von Tschammer publicó de inmediato un
decreto por el que todos los alemanes, y en especial los jóvenes, debían seguir con las
actividades deportivas para facilitar su preparación militar. A su vez, el ministro de
Asuntos Exteriores, von Ribbentrop, ordenó incrementar la participación alemana en
competiciones deportivas con países neutrales tanto fuera como dentro del país.
A Carl Diem las victorias alemanas de junio de 1940 no sólo le llenaron de gozo,
sino que se aventuró a ofrecer su particular interpretación al respecto:
[…] estos nuevos alemanes han superado a los alemanes de todos los tiempos anteriores y sus
propias expectativas… Son muchos los motivos. Pero uno de los motivos fundamentales —y
podemos proclamarlo con orgullo— es el espíritu deportivo que ha madurado entre la
juventud alemana. Ya no existe en ella esa fofa reticencia a competir, esa sorda codicia de
épocas más blandengues. El anhelo de una vida sin riesgos, la seguridad contra todos los
peligros, la existencia resguardada, la cama bien hecha, la mesa puesta, la vejez de
148
pensionista: todo esto ha desaparecido del alma alemana y ha sido reemplazado por el placer
de la lucha, de la abnegación y del peligro 61. [R. Woeltz 1977: 301]
Hasta 1942, año en el que el triunfo militar de Hitler todavía parecía posible,
Alemania intentó hacerse también con la hegemonía mundial en el terreno deportivo.
Todo cambió, sin embargo, a partir del momento en el que la maquinaria de guerra nazi
sufrió los primeros reveses. En enero de 1942 se suspendieron los Campeonatos del
Mundo de Esquí, que debían de haberse celebrado en Garmisch-Partenkirchen, y todos
los esquiadores fueron reclutados para combatir en el frente ruso. Hacia finales de ese
año, con la entrada en guerra de Estados Unidos y las primeras victorias de los Aliados,
Alemania prácticamente se retiró de las competiciones internacionales, aunque hasta el
final de la contienda no dejaron de celebrarse campeonatos nacionales en todas las
modalidades deportivas.
Durante la guerra el empleo de expresiones deportivas fue muy popular entre los
dirigentes nazis. Como cabía esperar, en estas lides el «as», la auténtica estrella, fue
Goebbels62. Valga como ejemplo el discurso que pronunció en febrero de 1943, el más
largo y célebre de la historia del Tercer Reich: Der Totalkrieg («La guerra total»). En un
momento crítico para los nazis tras el fiasco de Stalingrado y la situación desesperada de
las fuerzas alemanas en África, el vehemente ministro de Propaganda se esforzó por
seducir a los oyentes y reavivar el entusiasmo por la guerra. La alocución tuvo lugar en
el incomparable marco del Palacio de Deportes de Berlín, y no faltó una mención
especial del papel que el régimen asignaba a la industria del entretenimiento en tiempo
de guerra:
[…] el gobierno hace todo lo posible por proporcionar a los trabajadores el descanso que
requieren en estos tiempos tan duros. Los teatros, las salas de cine y las salas de variedades
funcionan a pleno rendimiento. La radio se esfuerza por ampliar y mejorar su programación.
No tenemos la menor intención de infligirle a nuestro pueblo un estado de ánimo gris e
invernal. Todo aquello que sirva al pueblo y fortalezca su espíritu de combate y trabajo es
bueno y esencial para el esfuerzo bélico. Queremos eliminar todo lo que le sea contrario. Para
equilibrar las medidas ya expuestas, por tanto, he dado orden de que no se reduzca el
número de establecimientos culturales y espirituales que sirven al pueblo, sino que aumente.
En la medida en que contribuyan al esfuerzo de guerra en lugar de obstaculizarlo, necesitan
el apoyo del gobierno. Esto también es aplicable al deporte. Hoy los deportes no son una
actividad de pequeñas minorías, sino asunto de interés para el pueblo entero. No caben las
exenciones militares para los atletas. El propósito de los deportes es fortalecer el cuerpo con
el objetivo de emplearlo de forma apropiada en el momento en que más lo necesita el pueblo.
[Goebbels 1944: 167-204]
En agosto de 1941, los criptoanalistas británicos de Bletchley Park, encargados de descodificar los
mensajes cifrados alemanes, concluyeron que los escuadrones de la muerte (Einsatzgruppen) que
siguieron a la Wehrmacht durante las campañas de Polonia y la URSS con la misión de exterminar a los
judíos (mujeres y niños incluidos), los gitanos y los comisarios políticos, «mantienen una especie de
competición entre sí en lo referente a sus “puntuaciones”». [M. Burleigh 2010: 444]
62 Según Victor Klemperer, «el lugar en que Goebbels habla con mayor frecuencia a los berlineses es el
Palacio de Deportes, y del deporte extrae las imágenes que juzga más populares y que con mayor
profusión utiliza.» [V. Klemperer 2001: 336]
61
149
En septiembre de 1944, cuando la guerra ya se daba por perdida, Goebbels
vociferaba: «No nos quedaremos sin aliento cuando llegue el sprint final.» Las palabras
del ministro de Propaganda debieron calar hondo en Carl Diem. Éste, no contento con
haber sido un estrecho colaborador de los nazis, congregó en marzo de 1945 en el
Estadio Olímpico a miles de miembros de las Juventudes Hitlerianas y les exhortó a
defender la capital y combatir al Ejército Rojo hasta la muerte con el mismo espíritu con
el que habrían luchado los espartanos de la Antigüedad. Cerca de dos mil de estos
jóvenes murieron antes de que Alemania se rindiera incondicionalmente en mayo de
1945. Asimismo, poco antes de entregarse a los soviéticos y ser recluido en Buchenwald
durante cinco años, el alto cargo del NSDAP Karl Ritter von Halt, organizador de los
Juegos de invierno de Garmisch-Partenkirchen, uno de los presidentes de la Deutsche
Bank y miembro del comité ejecutivo del COI desde 1937, había encabezado a un grupo
de ancianos del Volksturm (milicia popular) equipados con armas ligeras para hacer
frente a los blindados rusos.
Concluida la guerra, Ritter von Halt no sólo logró conjurar con éxito su pasado
nazi, sino que además presidió el Comité Olímpico Nacional de la Alemania Federal
entre 1951 y 1961 (a despecho de las protestas de algunos Comités Olímpicos Nacionales,
la gran mayoría de miembros nazis y fascistas del COI siguió formando parte de él tras
la guerra). Por su parte, Carl Diem ocupó altos cargos directivos vinculados al mundo
del deporte en la República Federal Alemana (en 1954 fue elegido director de la Escuela
de Deportes de Colonia) y desempeñó funciones como consejero del movimiento
olímpico hasta 1962, año de su muerte. En Colonia se creó en su honor el Instituto
Deportivo de la Universidad, dirigido por su esposa Liselott hasta 1989. Tras fallecer
ésta en 1992, el Instituto pasó a llamarse Archivo Carl y Liselott Diem.
***
La Unión Soviética —contra todo pronóstico y una vez bien extinguidos los últimos
rescoldos de la explosión revolucionaria de 1917— también hizo del deporte uno de sus
instrumentos de propaganda predilectos, hasta el punto de convertir a sus deportistas
de élite en auténticos «deportistas de Estado» encargados de mostrar al mundo la
superioridad del «socialismo» y de desviar la atención de la población de las flagrantes
contradicciones entre la ideología oficial y la mísera realidad social del régimen
burocrático ruso.
La introducción de los deportes en Rusia no pudo comenzar seriamente sino a
partir de la emancipación de los siervos (1861) y fue obra de la colonia británica
radicada en la capital y en las principales ciudades portuarias. Como corresponde a un
país con una burguesía débil y tutelada por el Estado, la tradición deportiva rusa está
estrechamente ligada al desarrollo de las fuerzas armadas. El imperio de los zares
apenas dejó legado atlético alguno, pese a que existían pequeños clubes deportivos
frecuentados por la élite militar y aristocrática. Tras implantarse el servicio militar
obligatorio en 1874, comenzaron a engrosar las filas del ejército contingentes de reclutas
procedentes de las ciudades recién industrializadas, lo que bastó diez años más tarde,
150
para que las autoridades militares tuvieran que rebajar los requisitos de forma física a la
vez que empezaran a apoyar activamente a las organizaciones deportivas voluntarias.
Los resultados obtenidos por las delegaciones rusas enviadas a los Juegos
Olímpicos de Londres (1908) y Estocolmo (1912) fueron tan bochornosos que Nicolás II
ordenó la apertura de una oficina gubernamental para promover el deporte y estimular
a las incipientes asociaciones deportivas de Moscú y San Petersburgo. Tan deslucida
participación nada tiene de sorprendente, ya que la Rusia de los zares era un país
predominantemente agrícola en el que faltaban las dos condiciones imprescindibles
para la implantación del deporte moderno: una burguesía hegemónica y una población
urbana provista de tiempo «libre» susceptible de ser canalizado hacia actividades de
ocio prefabricadas.
A pesar del impulso inicial dado por el régimen zarista, cuando en 1914 se barajó
públicamente la posibilidad de organizar unas Olimpiadas en Rusia, San Petersburgo y
Moscú se negaron a construir las instalaciones necesarias. «Nada bueno puede resultar
de esta idea de desarrollar el deporte», alegó el alcalde de Moscú, Goutchkov, sin duda
temeroso de las posibles repercusiones revolucionarias de las concentraciones de masas.
Los pasos decisivos para acabar con este estado de cosas los dieron los
bolcheviques tras la Revolución de Octubre, acuciados por la intervención militar
extranjera y el comienzo de la guerra civil. No obstante, los primeros intentos de
introducir ejercicios deportivos en los centros de producción no fueron acogidos con
excesivo entusiasmo por los obreros rusos. Apenas dos meses después de la fundación
del Ejército Rojo, el 22 abril de 1918, el Comité Ejecutivo del Partido estableció la
Oficina Central de Entrenamiento Militar Universal o Vsevobuch, (al que sólo podían
acceder obreros y campesinos de ambos sexos). Entre 1918 y 1923, todas las
instalaciones deportivas existentes quedaron bajo control de este organismo, que tenía
como objetivo primordial proporcionar al recién creado Ejército Rojo tropas en buen
estado físico. Hacia finales de 1918, según estimaciones oficiales, unos dos millones de
hombres habían completado un programa de entrenamiento físico y puntería. En junio
del mismo año se organizaron en Petrogrado cursos para la formación de monitores de
cultura física y en octubre se fundó en Moscú el Instituto Central de Cultura Física,
integrado por representantes de las autoridades militares, educativas y sanitarias.
Entre 1918 y 1921, cuando la república de los soviets estaba en plena guerra civil y
haciendo frente a los ejércitos blancos y a diversos cuerpos expedicionarios aliados, los
bolcheviques cifraban sus esperanzas de salvación en una revolución mundial con
epicentro en Alemania. En 1919 se celebró en Moscú el Primer Congreso de la Tercera
Internacional, que llamó a los proletarios de todo el mundo a la insurrección
revolucionaria internacional contra la burguesía. En aquel entonces, los líderes
bolcheviques y de la Internacional Comunista declararon una guerra franca y abierta a
las organizaciones deportivas burguesas y boicotearon sus competiciones, en particular
las Olimpiadas.
Al término de la guerra civil, a finales de 1922, tuvieron lugar acalorados debates
acerca de cómo crear una cultura física comunista frente al deporte de competición
burgués. Si bien los bolcheviques eran relativamente conscientes del importante papel
que el deporte comenzaba a desempeñar en la lucha de clases internacional, apenas
151
veían en él otra cosa que un «instrumento» al servicio de la burguesía, por lo que no
descartaban la posibilidad de recurrir a él para sus propios fines. Durante la primera
mitad de la década de 1920, el mundo del deporte soviético estuvo marcado por ásperas
disputas entre distintas concepciones ideológicas e instancias organizativas, que
enfrentaron básicamente a quienes aspiraban a desarrollar el deporte de élite, y a
aquellos que se mostraban hostiles a las tradiciones prerrevolucionarias sobre las que
pretendía cimentarse la «nueva» cultura física. Al Vsevobuch y al Komsomol
(Juventudes Comunistas), más que dispuestos a organizar competiciones, se oponían
los «higienistas» (así llamados porque eran en su mayoría médicos y trabajadores de la
sanidad) y el grupo Proletkult (Cultura Proletaria). Los higienistas, que llegaron a
ejercer una influencia considerable en la primera mitad de la década de 1920, sostenían
que el deporte de competición era incompatible con el socialismo y perjudicial para la
salud física y mental; se oponían, además, al deporte-espectáculo (de hecho, lograron
limitar el número de competiciones públicas durante varios años) y consideraban
irracionales y peligrosos deportes como el boxeo y la halterofilia, ya que, según ellos,
fomentaban valores más individualistas que colectivos. Más extremistas pero no mucho
más críticos, los proletkultistas sostenían que todos los deportes burgueses eran el
reflejo de un pasado decadente y la expresión palpable de una cultura degenerada.
Animados por el Comisario del Pueblo para la Educación, Anatoli Lunacharski, y por
algunos profesores de educación física, los proletkultistas idearon «juegos proletarios»
con nombres tan sugerentes como «Rescate de los Imperialistas» o «Contrabando de
literatura revolucionaria», que ponían el acento en la cooperación colectiva y la
participación de masas en lugar de la competitividad y el elitismo 63. No obstante, esta
etapa experimental, de la que no se sabe gran cosa, fue muy breve y no ejerció la menor
influencia en las actividades de la Internacional Deportiva Roja.
Si bien el Vsevobuch fue disuelto en 1923, es muy significativo que muchos de los
primeros equipos capaces de atraer a multitudes de cierto relieve pertenecieran a
asociaciones deportivas vinculadas al Ejército Rojo y a la GPU; ésta última fundó en
1923 el club Dinamo de Moscú, y además contribuyó activamente a la formación de
otros muchos equipos en numerosas modalidades deportivas a lo largo y ancho de toda
la geografía soviética. No es de extrañar, por tanto, que la mayoría de los futuros héroes
deportivos de la Rusia soviética fueran militares o agentes de policía, ya que los clubes
más poderosos se encontraban en manos de estas instituciones.
Por supuesto, a medida que la incipiente burocracia soviética iba constituyéndose y
consolidándose, no podía dejar de tener en cuenta las posibilidades propagandísticas
que ofrecían las competiciones deportivas internacionales, seguidas por millones de
personas en todo el mundo. No obstante, era reacia a autorizar la participación de
atletas soviéticos en ellas, ya que tenía sobrados motivos para temer que no diesen la
talla frente a los mejores deportistas de Occidente. Ya fuera por consideraciones de este
calibre u otras menos oportunistas, y con el pretexto del aislamiento internacional
impuesto por las potencias imperialistas, en julio de 1921 se creó, durante el Tercer
Congreso de la Internacional Comunista, la Unión Internacional de los Organismos
No deja de ser significativo, sin embargo, que Lunacharski defendiera al mismo tiempo y de forma
pública las virtudes pedagógicas del boxeo y del rugby.
63
152
Rojos de la Cultura Física, más conocida como Internacional Deportiva Roja (IDR) o
Sportintern.
Todo indica, sin embargo, que la Internacional Deportiva Roja se fundó con el
objetivo prioritario de contrarrestar la influencia de la Internacional Deportiva de
Lucerna (IDL), fundada un año antes. Los dirigentes de la Tercera Internacional
consideraban a la IDL como una organización reformista y «enemiga de la clase
obrera», a diferencia de la IDR, que se proponía agrupar a todas las asociaciones
deportivas obreras y campesinas para las que «la cultura física, la gimnasia, los juegos y
el deporte son medios de la lucha de clases, no un fin en sí mismos». [T. González 2002:
107]
Durante la mayor parte de su trayectoria, no obstante, la IDR actuó más como una
oficina de propaganda de la Internacional Comunista, que se dio como tarea principal
(casi siempre infructuosa), no la coordinación de las actividades de sus distintas
secciones nacionales y la organización de encuentros deportivos entre ellas, sino dirigir
la actividad de los comunistas en el interior de las organizaciones deportivas
socialdemócratas y favorecer los intereses políticos e ideológicos de la Rusia soviética.
No es de extrañar, por tanto, que a pesar de su grandilocuente declaración
programática, la IDR se guardase durante toda su existencia de elaborar una teoría
marxista de la cultura física y del deporte, no digamos ya de intentar ponerla en
práctica. Muy al contrario, aceptó el deporte de forma completamente acrítica, hizo
completa abstracción de su contenido social y lo ligó de forma toscamente utilitaria a los
requisitos de una «lucha de clases» no menos abstracta. Lejos de tener como objetivo
criticar e impugnar las prácticas deportivas existentes, jamás tuvo otra meta que
apropiárselas y explotarlas con fines estrechamente político-propagandísticos.
En un primer momento, como ya hemos señalado, en la Rusia soviética la
situación de facto del deporte y de la educación física había dependido de la
implantación local de cada organización o grupo (Vsevobuch y Juventudes Comunistas
frente a higienistas y proletkultistas), y en consecuencia, de la puesta en práctica o no de
sus respectivas orientaciones ideológicas. En 1921 el Consejo de Comisarios del Pueblo
creó Secretariados (ligados a las Juventudes Comunistas) para la Cultura Física y el
Deporte en todas las repúblicas soviéticas. Durante su Cuarto Congreso, el Komsomol
emprendió una campaña de ataques de tono marcadamente antimilitarista contra su
principal rival, el Vsevobuch, lo que puso de manifiesto la existencia de una lucha por el
control de la organización deportiva. En junio de 1923, para tratar de poner fin a las
continuas disputas al respecto, se fundó el Consejo Supremo de Cultura Física (CSFC),
que tenía como objetivo coordinar las actividades deportivas propuestas por las
distintas organizaciones, así como definir la ideología deportiva y las directrices que
debían aplicar los órganos locales del Estado en cada región. Desde un principio, el
CSCF trató de mediar en el caótico estado del deporte soviético y atajar iniciativas como
la de aquel gobierno provincial que prohibió el fútbol por considerarlo «una
supervivencia de las prácticas burguesas».
Si el rumbo que seguía la política deportiva interna seguía dominado por la
incertidumbre, los objetivos principales asignados al deporte soviético a escala
internacional no tardaron en circunscribirse a la propaganda y la subordinación del
153
movimiento obrero mundial a las necesidades de la política exterior bolchevique. En un
principio los contactos deportivos internacionales se limitaron a encuentros con equipos
obreros de fútbol, único deporte en el que los soviéticos tenían posibilidades de ganar.
El primer partido internacional, disputado contra la Federación Obrera Finlandesa, se
celebró en 1922. Al año siguiente, la Federación Rusa de Fútbol emprendió una gira en
la que se enfrentó tanto a clubes burgueses y selecciones nacionales de Suecia y Noruega
como a asociaciones obreras de Polonia y Alemania. No obstante, fue en el verano de
1923, con ocasión del torneo que disputó la selección de fútbol soviética en Alemania,
cuando los bolcheviques empezaron a utilizar conscientemente el deporte como medio
de propaganda para lograr la identificación del proletariado internacional con la Rusia
soviética y la causa bolchevique. Para ser exactos, fueron los dirigentes del Partido
Comunista Alemán (KPD) quienes les sugirieron que una representación futbolística de
la «patria del socialismo», integrada por obreros de probada solvencia deportiva, podía
resultar muy útil en su cruzada publicitaria particular contra la dirección
socialdemócrata del Arbeiter Turn und Sportbund (ATSB) y para contrarrestar la
propaganda que insistía en las dificultades económicas y las privaciones que padecía la
población soviética.
A mediados de los años veinte, la Rusia soviética comienza a establecer relaciones
más o menos «normalizadas» con un mundo capitalista que, según los análisis del
Quinto Congreso de la Internacional Comunista (1924), se encontraba en vías de
«estabilización». El consiguiente cambio de prioridades en la política exterior soviética,
unido al proceso de «bolchevización» (es decir, la transformación de los partidos
comunistas no rusos en dóciles instrumentos de la diplomacia soviética), sin embargo,
hizo aflorar bruscamente las contradicciones entre los objetivos políticos del
Comisariado del Pueblo para Asuntos Exteriores y los de la Internacional Comunista,
organismo del que aún no habían sido expulsados todos los elementos radicales e
intransigentes. Así, mientras que la Internacional Comunista y el Sportintern abogaban
por restringir los encuentros deportivos al ámbito de las organizaciones obreras, los
mandatarios bolcheviques no veían inconveniente alguno en establecer relaciones
deportivas oficiales con equipos no comunistas de Estados vecinos en los que la
burguesía «nacional» acababa de sacudirse el yugo colonial y cuya situación geopolítica
consideraban estratégicamente importante. Esta divergencia se explica, al menos en
parte, porque en torno a 1921, al extinguirse el impulso revolucionario de la clase obrera
europea, los bolcheviques volvieron la vista hacia el Este y hacia los movimientos de
liberación nacional de las colonias como aliados principales en la lucha contra las
potencias imperialistas.
Así, en 1922, tras derrumbarse el Imperio otomano, Kemal Atatürk, que encabezó
la nueva república un año más tarde, firmó un tratado de neutralidad con la Unión
Soviética64 en el que se proclamaba la solidaridad de los dos países «en la lucha contra el
El tratado entre los dos Estados se firmó a pesar de que la supresión del comunismo era un objetivo que
el régimen de Kemal proclamaba a los cuatro vientos, y sólo unos días después del asesinato de Mustafá
Sufi y otros comunistas turcos, secuestrados y arrojados al mar por agentes de Kemal. Era la primera vez
que los bolcheviques demostraban con hechos que aquello que denominaban «intereses comunes en la
lucha contra el imperialismo», no sólo pesaba más que su solidaridad con los revolucionarios locales, sino
64
154
imperialismo». Para celebrar la firma del pacto, entre 1924 y 1925 se disputaron hasta
diez partidos de fútbol entre las selecciones de la Rusia soviética y Turquía (todos
ganados por los soviéticos). Esta política condujo enseguida a entablar relaciones con
otras organizaciones deportivas burguesas de naciones limítrofes de Oriente con las que
los bolcheviques habían establecido relaciones comerciales o diplomáticas; en la
primavera de 1926 se llegó incluso a barajar la posibilidad de organizar una
«Espartakiada de Oriente», en Bakú (Azerbaiyán), con la participación de Turquía,
Afganistán, Persia, China, Marruecos y Palestina.
El establecimiento de relaciones con asociaciones deportivas no obreras
contradecía la condena expresa de cualquier contacto oficial con organizaciones
deportivas burguesas, formulada por la IDR en 1924 (Informe de la reunión del Comité
Ejecutivo de la IDR, de 30 de enero de 1924 en Moscú, Proletariersport 1924, nº 4, 63).
El abandono de este principio no sólo suscitó acerbas críticas por parte de la IDL, sino
que también desató enconadas disputas en el seno de la propia IDR. Así, en 1925, a
iniciativa de Bruno Lieske, entonces presidente de la Oficina occidental de la IDR en
Berlín, la oposición comunista de izquierda del movimiento deportivo obrero alemán
expresó su disconformidad en una Resolución contra las tendencias de
aburguesamiento del deporte soviético (a la que se sumaría Podvoisky en nombre del
Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista) en la que además de condenarse todo
contacto deportivo con asociaciones deportivas burguesas:
La dirección de la fracción comunista se manifestó igualmente contra las tentativas de
justificación de los encuentros con los contrarrevolucionarios burgueses por necesidades
diplomáticas. […] Una organización obrera internacional sólo puede ponerse
voluntariamente al servicio de la diplomacia, que obliga frecuentemente a emplear métodos
burgueses, cuando pretende renunciar a tener buena reputación entre las masas obreras de
los diferentes países. [A. Gounot 1998:191]
Sin embargo, la oposición comunista alemana se vio forzada a retirar esta
resolución ante la intransigencia de la sección soviética y el alineamiento del conjunto
de la IDR con el Comité Central del Partido Comunista Ruso, que consideraba
políticamente perjudicial que los deportistas soviéticos se abstuviesen absolutamente de
participar en competiciones deportivas burguesas.
Finalmente, en 1926, durante el pleno del Comité Ejecutivo Ampliado de la IDR, se
adoptó una resolución de compromiso entre las secciones europeas y la soviética, que
legitimaba los contactos de ésta última con organizaciones deportivas burguesas como
elemento táctico de una «estrategia revolucionaria» destinada a consolidar el prestigio
del primer «Estado obrero» y fortalecer en consecuencia al movimiento deportivo
proletario en las naciones capitalistas.
El interés soviético por utilizar las competiciones internacionales como factor de
prestigio nacional no era ajeno, por supuesto, a la teoría del «socialismo en un solo
país», formulada y defendida por Stalin desde 1924. Esta doctrina, que se convertiría en
oficial un año más tarde, se oponía frontalmente a la tesis clásica de los partidos de la
que los gobiernos en cuestión podían liquidar a «sus» comunistas sin alterar en lo más mínimo las
«relaciones de amistad» con el régimen soviético.
155
Tercera Internacional, según la cual el destino de la Rusia soviética dependía del triunfo
de la revolución proletaria en el resto del mundo y en particular en las naciones
capitalistas más desarrolladas. La fórmula estalinista invertía el orden de prioridades y
dictaminaba que, lejos de ser ese el caso, la victoria final del socialismo en el mundo
entero dependía de la supervivencia y consolidación del régimen establecido en la
URSS. Esta novedosa interpretación del proceso que desembocó en la Revolución de
Octubre, y que hacía de ésta un «episodio nacional», tenía como objetivo presentar la
inminente «construcción del socialismo» como una tarea sublime, épica y no menos
nacionalpatriótica, en cuya realización el pueblo ruso, sin ninguna ayuda exterior, daría
ejemplo al resto de la humanidad. En otras palabras, Stalin empezaba así a caldear el
ambiente y a preparar a la población para las inmensas penalidades que iba a sufrir
durante el proceso de «edificación socialista».
Semejante retorno del discurso patriótico y nacionalista no podía dejar de tener su
corolario en el ámbito deportivo. Después de que en el verano de 1925 el Partido
Comunista se hiciera con el control absoluto de la organización deportiva soviética, el
Comité Central del Partido definió de forma clara su política en este terreno, aprobando
una resolución titulada «Tareas del Partido en el área de la Cultura Física»:
La cultura física no debe ser considerada simplemente desde el punto de vista de la salud
pública y de la educación física, sino también como un aspecto del entrenamiento militar,
económico y cultural de la juventud [...] además, debe ser considerada como un medio de
vincular al conjunto de trabajadores y campesinos a los diversos organismos del partido, del
gobierno y el sindicato. [J. Riordan 1977: 90]
Hasta ese momento los dirigentes soviéticos no se habían atrevido a intervenir de
forma general en todo lo relacionado con el deporte. A partir de entonces, sin embargo,
el Estado soviético, además de hacer un hincapié cada vez mayor en la competición y la
militarización del deporte organizado, pasó a considerarlo como uno de los
instrumentos más eficaces para la puesta en práctica de sus metas políticas generales.
Poco a poco, además, la cultura física comenzó a adquirir connotaciones de ortodoxia
ideológica y a ser celebrada como profilaxis ideal contra las «costumbres burguesas
decadentes» y el «libertinaje». De ahí, por ejemplo, que en una resolución del
Komsomol de 1926 se insistiera en las virtudes del deporte para alejar a la juventud de
la nefasta influencia del alcohol y la prostitución, cuyo creciente arraigo en la «patria del
socialismo» debía suscitar odiosas comparaciones e incómodos interrogantes acerca del
grado de emancipación real de la vida cotidiana bajo el régimen bolchevique.
La actitud de los comunistas soviéticos ante el deporte quedó definitivamente
zanjada en 1925, cuando el Comité Central del Partido aprobó una resolución instando a
crear una élite de atletas de alto rendimiento. Estos atletas debían desempeñar el mismo
papel que los udarniki, u «obreros de choque», los precursores de los futuros
estajanovistas: estimular a los menos capacitados o entusiastas a ser más productivos,
como lo resumía un cartel ubicuo en aquella época en las paredes de las fábricas: «Todo
udarniki, un deportista; todo deportista, un udarniki».
Otra de las consecuencias inmediatas de la consagración oficial de la doctrina del
«socialismo en un solo país» y del reconocimiento por parte de los dirigentes soviéticos
156
de la «estabilización relativa del capitalismo» fue la adopción por parte de la
Internacional Comunista de una política de «frente único» con las organizaciones
socialistas de la Segunda Internacional, por lo que la IDR estrechó lazos
inmediatamente con la IDL.
Lejos de crear un clima de concordia y acercamiento fraternal entre la IDR y la
IDL, los encuentros deportivos contribuyeron a enfriar las relaciones entre ambas
organizaciones, entre otros motivos, porque los dirigentes de la IDR no estaban
dispuestos a poner fin a sus contactos con asociaciones deportivas burguesas ni a dejar
de subordinar sus actividades a la política exterior de la URSS, lo que provocó continuas
fricciones. Tras el Congreso de Helsingfors en 1927, la IDL pasó a denominarse
Internacional Deportiva Obrera Socialista (IDOS) para subrayar su filiación
socialdemócrata y marcar distancias con los comunistas. Unos meses más tarde, la
IDOS prohibió a sus afiliados tomar parte en la primera Espartakiada, celebrada en
Moscú en 1928. Adoptó una actitud igualmente negativa ante la segunda Espartakiada,
que la IDR pretendía celebrar en Berlín (y que finalmente fue prohibida por el ministro
del Interior prusiano, militante del SPD) a escasos días de la Olimpiada Obrera de Viena
de 1931, ya que según la IDR, en Alemania la lucha entre los dos grandes movimientos
deportivos obreros había llegado a una etapa decisiva.
Con todo, debió contribuir mucho a la suspensión oficial de relaciones entre ambas
Internacionales la nueva orientación política adoptada por el Sexto Congreso de la
Internacional Comunista (1928), que equiparó a los partidos de la Segunda
Internacional con el fascismo (tildándolos de «socialfascistas») e impidió toda
posibilidad de acuerdo con ellos en el preciso momento en que Hitler estaba a punto de
emprender su marcha hacia el poder. Fue este congreso, por lo demás, el que canonizó
la definición del fascismo como última defensa del capitalismo frente a la revolución
proletaria, que tanta fortuna habría de tener en el discurso izquierdista posterior65.
La tesis estalinista sostenía poco más o menos lo siguiente: puesto que todas las
fuerzas políticas no comunistas eran, si no fascistas, al menos parafascistas, poco
importaba que el debilitamiento de la socialdemocracia reforzara a los nazis, ya que la
dictadura abierta de éstos destruiría las ilusiones democráticas de las masas y, en
consecuencia, aceleraría la marcha de Alemania hacia la revolución proletaria.
Por consiguiente, los comunistas alemanes saludaron la llegada de Hitler al poder
poco menos que como triunfo propio, pese a que tanto «socialfascistas» como
estalinistas tardaron muy poco en ir a parar a prisiones y campos de concentración. Aun
así, cuando con ocasión del incendio del Reichstag Hitler solicitó y obtuvo la suspensión
de ciertos derechos fundamentales, el KPD, principal «acusado», no declaró una sola de
Karl Korsch señaló muy pertinentemente en su día que ni el fascismo ni el nazismo destruyeron jamás
movimiento revolucionario alguno, ya que tanto un régimen como el otro se implantaron después de que
las fuerzas revolucionarias hubieran sufrido derrotas decisivas a manos del régimen democrático y de las
organizaciones del movimiento obrero oficial. Lo que sí hizo el nazi-fascismo fue intentar cumplir
«aquellas tareas políticas y sociales que los llamados partidos y sindicatos reformistas habían prometido
llevar a cabo, pero en cuya realización no pudieron tener éxito bajo las condiciones históricas dadas.» [K.
Korsch 1940: 29-37]
65
157
aquellas huelgas generales que había desencadenado media docena de veces bajo el
gobierno «socialfascista».
Esta vez, sin embargo, la ruptura de relaciones entre las dos Internacionales
deportivas no condujo a una nueva etapa de aislamiento del deporte soviético. Durante
el período en que se mantuvo en vigor la política del «socialfascismo» (1928-1934) la
delegación soviética de la IDR no sólo intensificó sus relaciones deportivas con el resto
de secciones del Sportintern, sino que además fue dando los primeros pasos para
preparar su futura puesta de largo en competiciones «burguesas».
En 1928, coincidiendo con el Sexto Congreso de la Internacional Comunista, se
celebró en Moscú la primera Espartakiada. La Espartakiada debía de ser a la vez una
exhibición de «internacionalismo proletario» que rivalizara con los Juegos Olímpicos de
Ámsterdam y una demostración del alto nivel deportivo de la URSS. Pese a que estuvo
dominada por los deportistas soviéticos, participó un contingente extranjero de unos
seiscientos atletas procedentes de más de una docena de países.
La Espartakiada constituyó la primera gran ocasión que tuvo el deporte soviético
para darse a conocer fuera del marco relativamente restringido del «deporte obrero», y
contó con una nutrida presencia de enviados especiales de la prensa burguesa. No
obstante, este primer gran certamen internacional también permitió constatar con
claridad que mientras la URSS estuviera ligada a la IDR, sus posibilidades de utilizar el
deporte como instrumento de representación nacional se verían mermadas. De ahí que
las competiciones con asociaciones deportivas obreras, incluidas las de obediencia
moscovita, comenzaran a perder interés a los ojos de los dirigentes del Consejo Supremo
de Cultura Física, pues ofrecían escasa competencia para un programa deportivo cada
vez sofisticado y subvencionado, y que en cambio, tendieran a responder de forma cada
vez más favorable a las propuestas de enfrentar a los deportistas soviéticos con sus
homólogos burgueses.
En 1929, el Partido Comunista, sin oponerse, por supuesto, al deporte de
competición, criticó a los dirigentes del Consejo Supremo de la Cultura Física por
interesarse más por la obtención de récords que por la práctica deportiva de masas (lo
que podría interpretarse como una crítica a la prioridad acordada a la promoción del
deporte de élite a expensas de su faceta estrictamente militar). Sin embargo, en octubre
de ese mismo año un pleno del Comité Central del PCUS publicó una resolución
apoyando el «desarrollo del deporte como medio de educación y propaganda política».
Ya hacia mediados de la década de los treinta, un artículo del diario oficial Pravda,
titulado «La URSS debe ser un país modélico en el campo de la cultura física», recalcaba
que la nueva meta del deporte soviético, cada vez más alejado de los nebulosos
postulados del «deporte obrero», era igualar y superar las marcas deportivas de los
países capitalistas, y que dicha meta estaba a punto de hacerse realidad gracias a los
triunfos y récords de los deportistas soviéticos en las competiciones internacionales.
En cualquier caso, ya en su Congreso Nacional de 1928, el Komsomol había
acusado a los clubes deportivos organizados en las empresas de ignorar las directrices
del Partido en beneficio de la alta competición, por lo que solicitó la revisión total de
toda la organización deportiva soviética. En abril de 1930 se fundó el Comité de Cultura
Física de la Unión, organismo centralizado al que se otorgaron poderes ejecutivos para
158
supervisar los programas de preparación física de todo el país y que puso fin, al menos
provisionalmente, a la lucha por el control del deporte y la cultura física entre los
distintos clanes burocráticos del ejército, la enseñanza, la sanidad, el Komsomol y los
sindicatos.
En 1931, se celebró en la URSS el Día de la Cultura Física con un desfile
multitudinario en la Plaza Roja en presencia de la plana mayor del Partido. El tema más
reiterado del desfile, sin embargo, fue la relación entre preparación física y preparación
militar, nexo que se haría cada vez más palpable a medida que se fue perfilando en el
horizonte una nueva guerra. Pocos años después, el gran auge del atletismo militar y la
militarización general del deporte bajo Stalin llamó la atención de un observador militar
británico, el teniente coronel Graham Seton Hutchinson:
El epicentro de todos los deportes es el propio Ejército Rojo. Dispone de los terrenos de juego
más lujosos y, además de la instrucción y el entrenamiento especializado, el soldado dispone
de varias horas al día durante las cuales tiene la obligación de participar en alguna clase de
deporte sin supervisión. Los oficiales tienen la obligación de ser competentes en alguna
forma de atletismo o de deporte… [R. F. Baumann 1998:4]
Ahora bien, el régimen de Stalin no se limitó a fomentar el deporte entre las
fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad; también procedió a introducirlo en el
corazón mismo del aparato industrial soviético. En la década de 1930, en efecto, la
batalla por la productividad se erigió en pilar estratégico del régimen estalinista.
Coincidiendo con la puesta en marcha del Segundo Plan Quinquenal (1933-1937) surge,
en agosto de 1935, la figura providencial del minero Alexei Stajanov, que en una sola
jornada extrajo ciento dos toneladas de carbón, cantidad catorce veces superior a la que
fijaban las normas de producción. La burocracia se apresuró a presentar a Stajanov
como un héroe ejemplar y puso en marcha una vasta campaña para generalizar el
«nuevo método», que no era sino una «nueva» modalidad de trabajo a destajo. A
diferencia de sus predecesores, los udarniki, los estajanovistas cobraban en función de
su rendimiento individual, por lo que sus salarios podían llegar a superar diez veces el
salario de un trabajador normal y sus «hazañas» daban lugar a revisiones inmediatas y
drásticas de las normas66. A partir de ese momento, el récord y la superación constante
de las cuotas de producción quedaron entronizados en el ámbito fabril. Se trataba, para
los beneficiarios del capitalismo de Estado soviético, de aplicar los principios del
taylorismo sin utilizar dicho nombre y, sobre todo, sin que se viera en ello la mano
instigadora del Estado. A la vez que éste animaba a los estajanovistas a practicar
deportes, envió a destacados deportistas a fábricas y minas para organizar
competiciones destinadas a hacer que los trabajadores identificaran la productividad
laboral con el éxito deportivo. El estajanovismo no sólo introdujo entre los trabajadores
Si a esto añadimos los muchos otros privilegios de que gozaban los estajanovistas, no resulta difícil
comprender que los trabajadores soviéticos, impotentes para oponerse a esta superexplotación por medio
de un movimiento de rechazo público generalizado, expresaran su descontento mediante numerosos actos
de sabotaje y venganza, que llegó en ocasiones hasta la eliminación física de los estajanovistas más
fanáticos.
66
159
la rivalidad por aumentar la producción (individual o por equipos), sino que se extendió
hasta convertirse en competencia de unas fábricas con otras.
Asimismo, el movimiento deportivo organizado comenzó a estructurarse no en
función de las modalidades atléticas como tales, sino en torno a los sindicatos o centros
de producción, con el objetivo concreto de contribuir a aumentar la eficacia productiva,
para lo cual se fundaron veintinueve Uniones Deportivas Sindicales (coordinadas por el
Comité de Asociaciones Deportivas de la Unión) que a partir de 1935 organizaron el
deporte de alta competición en la URSS.
Uno de los engranajes fundamentales del deporte-espectáculo son las estrellas, y la
prensa soviética, tanto «seria» como deportiva, contribuyó activamente a la fabricación
de ídolos. («En 1934, se ordenó a los escritores soviéticos que desarrollaran el tema de la
“heroización”». [R. Overy 2004:316]) Los «héroes del trabajo» estajanovistas eran
tratados como paraatletas y a los atletas de éxito, que tenían encomendada la misión de
ser los héroes de las masas, se les otorgaban toda clase de privilegios especiales. Y
puesto que habría sido imposible desempeñar tan vital tarea sin especialización ni
entrenamiento profesional, en el ámbito deportivo las políticas niveladoras se
abandonaron mucho antes que en otras esferas sociales, y se estableció en su lugar un
amplio abanico de remuneraciones y recompensas.
Por otra parte, pese a que en la política deportiva soviética primaba ahora la
formación de atletas de alto rendimiento, la URSS seguía padeciendo un relativo
aislamiento, y no se integraría oficialmente en el entramado deportivo internacional
hasta después de la Segunda Guerra Mundial. En consecuencia, los dirigentes soviéticos
—acuciados, además por la rápida evolución de la situación internacional tras la llegada
de los nazis al poder— comenzaron a promover contactos deportivos con otros Estados
como parte de su esfuerzo por sentar las bases de una alianza militar con Francia y
extenderla a Gran Bretaña lo antes posible. De ahí que el ingreso de la URSS en la
Sociedad de Naciones, que se produjo en septiembre de 1934 (tanto Japón como
Alemania se habían retirado el año anterior, mientras que Italia lo hizo en 1936),
plasmación de este empeño por participar en las instituciones burguesas
internacionales, acarreara un giro de ciento ochenta grados en la política deportiva de la
IDR.
Un año y medio después de que Hitler accediera a la cancillería alemana y tras
siete años de denuncia incesante del «socialfascismo», el Séptimo Congreso (1935) de la
Internacional Comunista adoptó una política mucho más moderada de «frente único» y
casi inmediatamente después pasó a formular la de los Frentes Populares. De la noche a
la mañana, Stalin y sus secuaces, que hasta entonces habían venido concentrando el
grueso de su artillería contra la socialdemocracia, cambiaron de objetivo y se
convirtieron en los defensores más obstinados y vociferantes de la unidad antifascista y
la «defensa de la democracia»67.
Un presunto «pensador de extrema derecha», Alain de Benoist, ha analizado con gran exactitud la
«misión histórica» y los objetivos concretos de la ideología antifascista, si bien es de justicia reconocer
que los comunistas «bordiguistas» italianos agrupados en torno a la revista Bilan (1933-1938) formularon
idéntica tesis y «en caliente»:
67
160
A todo esto hay que añadir que la política de los Frentes Populares coincidió con la
metamorfosis del Estado moderno provocada por la crisis de 1929, que contribuyó
poderosamente a difundir la convicción (tanto en clave colectivista como nazifascista)
de que el capitalismo liberal y sus instituciones políticas eran cosa del pasado. Fue
entonces cuando, tanto en Europa como en los Estados Unidos, numerosos
intelectuales, artistas y funcionarios, deseosos de mantener o mejorar su posición social
o simplemente resignados a la idea del triunfo inevitable de un «nuevo orden»,
apostaron por el modelo soviético y se aproximaron a los Partidos Comunistas, que en
aquel entonces y por vez primera, comenzaron a convertirse en auténticos partidos de
masas.
A raíz del viraje frentepopulista de la diplomacia soviética, pues, el objetivo de la
IDR pasó a ser la formación de un vasto movimiento deportivo «popular» que abarcase
desde las agrupaciones deportivas de la socialdemocracia hasta las asociaciones
deportivas burguesas más conservadoras. Ya en agosto de 1934, la IDR organizó en
París una «Manifestación internacional de los deportistas contra el fascismo y la
guerra» cuyo éxito relativo le animó a promover la idea de un «frente popular de
deportistas» y a emprender en enero de 1936 una campaña para organizar unos «Juegos
populares» contra la Olimpiada nazi de Berlín y el ascenso del fascismo. La Olimpiada
Popular de Barcelona fue el último proyecto de envergadura de la IDR, pues esta
organización fue disuelta por el Presidium del Comintern en abril de 1937, decisión que
no se hizo pública en su momento so pretexto de no desmoralizar a los deportistas que
iban a participar en las Olimpiadas Obreras de Amberes, celebradas en el verano de
1937. Si bien las dos Internacionales deportivas no establecieron pacto alguno, ni de
cara a la unificación del movimiento deportivo obrero internacional ni para la formación
de una especie de Frente Popular Deportivo, como pretendía la Internacional
Comunista, sí lograron ponerse de acuerdo en el boicot de la Olimpiada berlinesa y en
autorizar la participación de los atletas soviéticos en la última edición de las Olimpiadas
Obreras.
«“El antifascismo” ―escribe Pierre-Jean Martineau― “fue para la Internacional Comunista menos
una doctrina implacable que un instrumento político y diplomático al servicio de una causa única:
la defensa de la URSS”.
François Furet ha mostrado con toda claridad cómo el antifascismo, antes de la guerra, fue
instrumentalizado por el comunismo para crear una representación de la correlación de fuerzas
políticas en la que la realidad del terror soviético desaparecía como por arte de magia, mientras
que el sistema que lo aplicaba se veía legitimado por la destacada parte que tomaba en la lucha
contra el «fascismo». A partir de la segunda mitad de la década de los treinta, el antifascismo, tal
como lo define el Kremlin, va en efecto mucho más allá de la lucha contra el fascismo real. Su
principal función consiste en hacer desaparecer el fenómeno totalitario. Por un lado, el
antifascismo borra la especificidad del nacionalsocialismo (agrupado a partir de entonces bajo el
término genérico de “fascismo” con regímenes tan distintos como los de Franco o Mussolini). Por
otro lado, borra asimismo la especificidad del régimen soviético, al situarlo en el mismo campo que
las democracias occidentales. […]
Semejante estrategia resultaba, ni que decir tiene, sumamente rentable. Oscurecer la
especificidad del nazismo permitía o bien presentarlo como una variante de las derechas
autoritarias, o bien hacer pesar sobre cualquier derecha la presunción de contigüidad, de colusión
o de identificación con el fascismo. » [A. De Benoist 2005: 83-84]
161
El sistema deportivo soviético con el que Occidente se familiarizó después de la
Segunda Guerra Mundial se puso en marcha y se consolidó durante la década de 1930.
El régimen estalinista no sólo fomentó los deportes y la educación física mediante la
creación de clubes en el ámbito empresarial, educativo y sindical, sino que también
indujo cada vez más a los atletas soviéticos a obtener medallas en las competiciones
internacionales. Se invirtieron enormes sumas en la construcción de instalaciones y
estadios, y se inauguraron academias deportivas e institutos científicos para la
producción en masa de héroes-deportistas. Se prestó, además, una atención especial a
las iniciativas extranjeras relacionadas con la promoción del deporte femenino, lo que
llevó en 1934 al Comité de Cultura Física de la Unión a alabar al régimen nazi por «crear
jóvenes bien desarrolladas que también producían hijos sanos y robustos» y a concluir
que «esta veloz transformación de la raza [alemana], sin duda debe atribuirse a la
educación física… El gobierno alemán […] ha comprendido que sólo la cultura física
puede sustentar e incrementar el capital de salud de la nación.» [D. Hoffman 2006:17].
El afán del Estado soviético por fomentar el deporte fue tal que en 1936 no sólo se
denunciaban las elevadas sumas invertidas para asegurar las hazañas de un puñado de
deportistas de máxima categoría, sino también abusos como las primas en metálico por
actuaciones destacadas y las tentativas de los clubes por atraerse a competidores de
organizaciones rivales.
A finales de 1935, mientras ponía a punto los procesos de Moscú, Stalin declaró:
«La vida ha mejorado, la vida se ha vuelto más agradable.» Aludía así, entre otras cosas,
a la relajación de la furia industrializadora, pero también a toda una serie de cambios
orientados a poner los cimientos de una rudimentaria «industria del ocio» soviética.
Ese año, por ejemplo, además de suprimirse el sistema de cartillas de
racionamiento (medida que benefició mucho más a los estajanovistas y a otros sectores
privilegiados que al grueso de la población), comenzaron a producirse comedias
musicales que combinaban la estética del realismo socialista con la de los musicales de
la Metro Goldwyn Mayer. Al parecer dichos largometrajes hacían las delicias de Stalin,
que los contemplaba hasta altas horas de la noche y se interesó mucho por la evolución
de la industria cinematográfica soviética, hasta el punto de convocar asiduamente a
«reuniones informativas» a los guionistas. Algunos de los títulos más célebres fueron
Los alegres camaradas (1934), Aerograd (1935) o El circo (1936), película esta última
en la que figuraba una «Canción de la Madre Patria», de la que se vendieron millones de
copias y cuya letra decía: «No sé de otro país/donde un hombre respire tan libremente».
A comienzos de 1936, el ministro de Exteriores, Molotov, anunció la próxima
aprobación de la constitución «más democrática del mundo», publicada el 12 de junio, y
cuyo texto, traducido a todos los idiomas, fue difundido en el extranjero con el título Un
pueblo feliz. Los inmensa mayoría de los periodistas y comentaristas occidentales se
apresuró a subrayar el fin de las medidas discriminatorias en materia electoral, la
instauración del sufragio universal directo y secreto, el reconocimiento teórico del
principio de libertad de conciencia, de expresión, de prensa, de reunión, de asociación,
de inviolabilidad de domicilio y de la correspondencia, la supresión de las sanciones y de
la represión administrativa como otras tantas pruebas de una «democratización»
progresiva del régimen establecido en 1917.
162
La actitud de los observadores occidentales ante los procesos de Moscú, que
comenzaron en agosto de 1936, fue igualmente complaciente. El embajador
estadounidense, Joseph E. Davies, consideró que el fiscal Vychinsky «llevó el caso con
calma y en general con una moderación admirable» [J. E. Davies 1980: 35] y la gran
mayoría de los juristas occidentales presentes los calificaron de justos e intachables
desde el punto de vista jurídico. Según el eminente letrado de Su Majestad y miembro
del partido laborista, D. N. Pritt, «el proceso se instruyó de forma impecable y a los
acusados se les permitió declararse culpables o inocentes ante el tribunal»; por su parte,
el presidente de la Liga de los Derechos Humanos francesa, Victor Basch, nombró una
comisión de investigación que concluyó, a su regreso de la URSS, que los acusados eran
culpables. Los sectores ultraconservadores y fascistizantes del mundo entero, lejos de
aprovechar los procesos para redoblar la propaganda antisoviética, aplaudieron el
exterminio de la vieja guardia bolchevique e incluso se sumaron a su modo a la campaña
mundial de acoso al «trotskismo». Así, Charles Maurras dijo en L’Action Française que
el gobierno francés «ya no puede ignorar que los trotskistas están a sueldo de
Alemania» y el fascista belga Léon Degrelle declaró refiriéndose al fundador del Ejército
Rojo: «No vería ningún inconveniente en que se le clavara entre los omóplatos un puñal
de treinta centímetros a este hebreo con las patas manchadas de sangre de miles de
obreros rusos.» [P. Broué 1988: 6]
La era contemporánea del deporte-espectáculo soviético comenzó en mayo de
1936, cuando se transformó la estructura organizativa del fútbol y se pasó de la
celebración aleatoria de torneos esporádicos al establecimiento de una Liga de toda la
Unión que enfrentaba de forma regular a equipos permanentemente organizados según
las pautas de las grandes empresas futbolísticas del Occidente capitalista. Al mismo
tiempo, «para evitar enfrentamientos futbolísticos que (re)produjeran tensiones
nacionalistas o regionales»:
[…] se ideó un mapa de símbolos acorde con el imaginario comunista, en el que, recordemos,
la única realidad identitaria de las personas era su pertenencia a la clase trabajadora. De este
modo cada club, que sólo podía representar al obrero, fue adscrito a una parte del sindicato.
Así, igual que se creó una literatura específica sobre los trabajadores del ferrocarril, éstos
dispondrían de un club de fútbol que les representase en las competiciones soviéticas frente a
los equipos de otros trabajadores (metalurgia, minería o ejército, por ejemplo). En este mapa
comunista, los diferentes Lokomotiv eran los clubes de los trabajadores del ferrocarril, por
ejemplo, mientras que los Torpedo representaban a los trabajadores del sector del automóvil
y los Dinamo a los trabajadores del Ministerio del Interior. De ahí que en los países de la
órbita soviética los clubes fueran rebauzados con la intención de eliminar sus identidades
previas y sumarlas al imaginario obrero. [L. Solar, G. Reguera 2008: 86]
En junio de 1936, el Comité de Cultura Física de la Unión fue reemplazado por un
Comité de Cultura Física y Deporte directamente dependiente del Consejo de
Comisarios del Pueblo (Soviet Supremo), que tenía como misión reforzar el control del
Partido sobre el conjunto de las organizaciones deportivas o recreativas y acabar con
cualquier atisbo de autonomía de éstas. El NKVD (el antiguo GPU), por ejemplo,
controlaba al Dinamo de Moscú y la Juventud Comunista dirigía el Spartak, equipo cuya
gran popularidad se debió en buena medida al simple hecho de no estar vinculado al
163
Ejército ni a la policía. Ese mismo año también se abandonó oficialmente la postura de
rechazo del deporte de competición burgués y el objetivo de formar un movimiento
deportivo «revolucionario» internacional y se adoptó una concepción del deporte como
representación nacional, idéntica a la existente en el Occidente capitalista.
En resumidas cuentas, si Moscú había hecho bandera de su oposición al deporte
competitivo oficial y a las Olimpiadas burguesas durante el tiempo necesario para no
desacreditarse por completo ante el movimiento deportivo obrero, ya a partir de
mediados de la década de 1930, y de forma abierta y pública tras el pacto
germanosoviético de 1939, el régimen estalinista se destapó y aceptó las reglas del juego
dominante: el olimpismo había dejado oficialmente de ser un enemigo. Para que no
quedase ninguna duda al respecto, ese mismo año (1939), cuando el movimiento
olímpico estaba poco menos que en manos de los nazis, se celebró en la URSS el Día
Olímpico y el Estado promovió todas las modalidades deportivas incorporadas desde
1896 al programa de los Juegos. Ya desde los comienzos de la adopción de la política
frentepopulista, el estalinismo había homenajeado —por boca del diario Sport, órgano
de las federaciones deportivas obreras unificadas francesas (FSGT)— al reaccionario
aristócrata Coubertin, defensor del colonialismo y admirador del régimen de Hitler,
convirtiéndolo en mascota adoptiva de la «patria del socialismo».
La Segunda Guerra Mundial obligó a dejar de lado los planes de ingreso en
federaciones internacionales y de participación a gran escala en campeonatos
mundiales, pero éstos fueron rápidamente desempolvados y puestos en práctica al
término de la contienda. En 1948, Nikolai Romanov, presidente del Comité de
Asociaciones Deportivas de la Unión, lanzaba la consigna: Sa massowostj, sa rekordy!
(«¡Por el deporte de masas, por los récords!»). Tres años más tarde, el Presidium del
Comité Olimpico soviético —siguiendo órdenes de Stalin— anunciaba la participación de
la URSS en los Juegos de Helsinki de 195268.
Durante las negociaciones para el ingreso de la URSS en el COI, una de las exigencias de Edström y
Brundage fue la puesta en libertad de su buen amigo Karl Ritter von Halt, último Reichsportführer nazi y
prisionero de los soviéticos desde 1945, condición que éstos últimos se apresuraron a aceptar y hacer
efectiva en febrero de 1950.
68
164
DE LA GUERRA FRÍA AL NUEVO ORDEN DEPORTIVO
MUNDIAL
«Odio todos los deportes de forma tan rabiosa como una persona a la
que le gusta el deporte odia el sentido común.»
H. L. Mencken, “Adventures of a YMCA Lad”, Heathen Days
«El fútbol es un reino de la libertad humana ejercido al aire libre.»
Antonio Gramsci
La difusión internacional del deporte, muy avanzada ya antes de estallar la
Segunda Guerra Mundial, prosiguió de forma vertiginosa a lo largo de las décadas
siguientes. Tras la incorporación de la URSS al movimiento olímpico en abril de 1951, el
deporte internacional se convirtió en un escenario más de la Guerra Fría que enfrentó a
los bloques encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética hasta la caída del
muro de Berlín en 1989 y la disolución de la URSS en 1991.
Un año después de que el COI reconociera al Comité Olímpico de la URSS, la
delegación soviética obtuvo el segundo puesto en los Juegos de Helsinki (1952),
superada sólo por los Estados Unidos. Cuatro años más tarde, en la Olimpiada de
Melbourne de 1956 —un mes después de que los tanques rusos aplastaran la
insurrección de los consejos obreros húngaros— la Unión Soviética superó por primera
vez a los Estados Unidos, y no dejó de hacerlo hasta los Juegos de Tokio (1964), año en
que los norteamericanos volvieron a tomar la delantera de una vez por todas, con la sola
excepción de las Olimpiadas de Munich (1972).
Una de las primeras consecuencias de la Guerra Fría fue que el movimiento
olímpico tuvo que lidiar con la existencia de dos Alemanias, dos Coreas y dos Chinas. El
COI reconoció al Comité Olímpico de la República Federal Alemana en 1951, por lo que
en los Juegos de 1952 Alemania estuvo representada por un equipo formado
exclusivamente por deportistas de este Estado. Ya en 1949, sin embargo, el entonces
viceprimer ministro de la República Democrática Alemana, Walter Ulbricht, había
anunciado que los deportistas de la RDA iban a ser los verdaderos embajadores del
futuro Estado germanooriental. Seis años después, el COI admitió provisionalmente al
Comité Olímpico de la RDA a condición de que Alemania concurriera a los Juegos de
1956 con una única selección nacional69. Avery Brundage, que había sucedido a Sigfrid
La insistencia del COI en que Alemania participara en las Olimpiadas con un solo equipo obedecía, por
supuesto, a los dictados de la política exterior de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, que desde
1948 venían echando un pulso a Stalin con motivo del contencioso de Berlín, ya que la ex capital alemana
estaba dividida en zonas de influencia correspondientes a cada una de las cuatro potencias vencedoras de
la Segunda Guerra Mundial. La URSS, por su parte, no reconoció la soberanía política de la RDA hasta
69
165
Edström al frente del COI en 1951, elogió cínicamente al equipo unificado alemán (que
estuvo sumido en un mar de rivalidades y de tensiones a lo largo de toda su existencia)
como un triunfo del deporte sobre la política y lo presentó como modelo a seguir por
China, sin tener en cuenta en ningún momento que los respectivos gobiernos de Taiwán
y de la RPCh, a diferencia de los de las dos Alemanias, eran la consecuencia reciente de
una sangrienta guerra civil.
Tras la derrota de las fuerzas nacionalistas del Kuomintang y la proclamación de la
República Popular China en 1949, la Federación Deportiva China solicitó participar en
la Olimpiada de Helsinki y gozar de jurisdicción sobre el deporte de toda China. Sin
embargo, cuando en febrero de 1952 dos miembros del antiguo Comité Olímpico Chino
refugiados en Taiwán hicieron pública su intención de representar a China en las
Olimpiadas, el COI optó por no invitar a la RPCh (cuyo Comité Olímpico, por otra parte,
no fue reconocido oficialmente hasta mayo de 1954) a los Juegos de Helsinki. En julio de
1952, la Unión Soviética medió ante el COI para que éste enviase una invitación de
última hora a la RPCh, cosa que se hizo a sólo dos días de la apertura de los Juegos. Los
taiwaneses anunciaron su retirada en cuanto tuvieron conocimiento de la noticia; la
delegación de la RPCh, por su parte, llegó a Helsinki demasiado tarde para participar en
prueba alguna.
Cuando en 1956 ambas Chinas fueron invitadas a tomar parte en las Olimpiadas
de Melbourne, el Comité Olímpico de la RPCh protestó ante el COI por lo que
consideraba una flagrante violación de la Carta Olímpica y se retiró de los Juegos, lo
que dejó vía libre a la participación de los taiwaneses. Al año siguiente, sin embargo,
Pekín exigió formalmente la expulsión de Taiwán del movimiento olímpico. Brundage
se negó a dar curso a la petición, y justificó la existencia de los dos comités con el
inveterado argumento de que el COI no se pronunciaba sobre cuestiones políticas, lo
que llevó al miembro del COI de la República Popular China, Dong Shouyi, a enviarle en
abril de 1958 una carta en la que le calificaba de «fiel siervo de los imperialistas de los
Estados Unidos», y se despedía de él así: «No cooperaré más con usted ni tendré
ningún tipo de relación con el COI mientras esté bajo su mandato.» Tres meses
después, el 19 de agosto de 1958, el Comité Olímpico de la RPCh anunció su separación
del COI y las federaciones deportivas chinas abandonaron todas las organizaciones
internacionales a las que estaban afiliadas.
En la 55ª sesión del COI, celebrada en Munich en 1959, el representante soviético
insistió en que se expulsase a Taiwán y se admitiera al Comité Olímpico de la RPCh. El
COI desestimó esta propuesta, a la vez que aprobó por cuarenta y ocho votos a favor,
veintidós abstenciones y siete votos en contra, no admitir al Comité de Taiwán como
Comité Olímpico Nacionalista Chino, si bien acordó que en caso de que dicho Comité
solicitara el ingreso bajo otro nombre, el COI lo estudiaría y autorizaría su participación
en los Juegos.
En los Estados Unidos la noticia fue acogida como una capitulación intolerable
ante el adversario comunista, y suscitó enérgicas protestas contra el presidente del COI
por parte del Congreso, el Departamento de Estado, el presidente Eisenhower, el
1955, ya que le había otorgado un estatus distinto al de los demás satélites de la Europa del Este para
conservarla como comodín en caso de que algún día se negociara la unificación de Alemania.
166
embajador ante la ONU y el COE. Atrapado entre la espada y la pared, Brundage salió
del paso diciendo que el motivo por el que los taiwaneses no podían competir bajo el
nombre de China, era que algunas federaciones internacionales sólo les reconocían
como Formosa o Taiwán porque la China nacionalista ya había participado en los
Juegos Asiáticos bajo la denominación de Formosa. En consecuencia, en octubre de
1959 el COI acordó admitir a Taiwán como Comité Olímpico de la República China
porque así estaba reconocida por las Naciones Unidas, pero con la condición de que en
las competiciones internacionales concurriera bajo el nombre de Taiwán70.
La Olimpiada de Roma (1960) estuvo marcada no sólo por la confrontación EsteOeste, sino también por las repercusiones de las sucesivas oleadas de nacionalismo
«antiimperialista» desatadas por el fin de los antiguos imperios coloniales. Los
sufrimientos que la escasez y la inflación provocaron en las colonias durante la Primera
Guerra Mundial ya habían debilitado seriamente la hegemonía europea en ultramar; la
devastación causada por la Segunda Guerra Mundial le dio el golpe de gracia y obró
como catalizador del proceso de emancipación política. Si la rápida capitulación de
Francia, Bélgica y Holanda ante la Alemania hitleriana contribuyó mucho a
desprestigiar a estas metrópolis en sus respectivas colonias, la escasa resistencia con la
que topó Japón al ocupar gran parte de los dominios británicos en Asia resquebrajó
todavía más el mito de la superioridad del hombre blanco.
Si bien los nazis intentaron explotar tímidamente el conflicto entre las
«plutocracias» imperialistas y sus colonias para atraerse las simpatías de los
nacionalistas locales durante la guerra, su racismo «ario», proclamado sin cesar durante
más de una década, les impidió obtener resultados de consideración. En el sudeste
asiático, en cambio, Japón logró sacar mucho más partido de la hostilidad de los
movimientos anticolonialistas al imperialismo francobritánico.
En aquella misma época, es decir, durante todo el período en el que estuvo vigente
la política de los Frentes Populares (1935-1947), la Unión Soviética y los partidos
comunistas del mundo entero se desacreditaron ante los movimientos de liberación
nacional de las colonias al darse como misión «revolucionaria» convencer a los
habitantes de las colonias de que sus peores enemigos eran Alemania y Japón (que
apenas tenían posesiones coloniales), y que Gran Bretaña, Francia y sus aliados eran los
garantes supremos de la democracia y la libertad (parte del precio que Stalin tuvo que
pagar por su alianza militar con Gran Bretaña y Francia fue el abandono de la
propaganda anticolonial).
Así, por ejemplo, cuando en mayo de 1942 las tropas japonesas ocuparon
Birmania, los británicos temieron que las fuerzas niponas procedieran a invadir la India
con la ayuda de Subhash Chandra Bose, destacado miembro del Congreso Nacional
Indio que había abandonado el país en 1939, después de que Gran Bretaña declarase la
guerra a Alemania y Japón en nombre del pueblo indio sin consultar ni a éste ni a sus
Pese a que la ONU admitió a la RPCh en 1971 (ese mismo año, el régimen de Mao también estableció
por primera vez relaciones diplomáticas con los Estados Unidos después de que en 1969 una serie de
choques fronterizos en Manchuria llevase el enfrentamiento chino-soviético al borde de la guerra abierta),
el COI no nombró al Comité Olímpico Chino representante del movimiento olímpico de toda China hasta
octubre de 1979, el mismo año, por cierto, en que China regresó a la FIFA.
70
167
representantes políticos. (Bose había reclutado un Ejército Nacional Indio de cincuenta
y cinco mil hombres entre los prisioneros de guerra indios capturados por los
japoneses.) Asimismo, cuando en agosto del mismo año Gandhi desencadenó el
movimiento de desobediencia civil «Abandonen la India» y exigió a Gran Bretaña que
dejase libre a su país, alegando que éste se defendería por sus propios medios en caso de
ser atacado, las autoridades británicas reaccionaron reprimiendo brutalmente el
movimiento, encarcelando a Gandhi e ilegalizando al Congreso Nacional Indio, lo que a
su vez desencadenó huelgas y manifestaciones masivas que se saldaron con cientos de
muertos. Los comunistas indios, lejos de sumarse al movimiento, lo sabotearon
activamente y denunciaron a la policía a quienes participaron en él. Entretanto, el
gabinete de Churchill, aterrado ante la posibilidad de una invasión japonesa, puso en
práctica una política de «tierra quemada»: ordenó confiscar todas las embarcaciones del
golfo de Bengala capaces de transportar a más de diez personas (lo que colapsó de
inmediato la navegación fluvial, la pesca y el transporte de arroz) a la vez que autorizaba
a los comerciantes a comprar arroz a cualquier precio para vendérselo al gobierno e
impedía todo suministro de dicho cereal a Bengala desde otras partes del país. La
hambruna resultante causó cuatro millones de muertos (según cifras británicas). A
pesar de que la legislación británica en la India preveía la aplicación de leyes de urgencia
para casos semejantes, nunca se reconoció oficialmente la existencia de este «holocausto
olvidado», por lo que no se tomó ninguna medida para paliarlo. Cuando el virrey de la
India, Linlithgow, rogó a Churchill que autorizase el envío urgente de alimentos a la
India, éste le respondió con un telegrama en el que le preguntaba: «Si hay tanta escasez
de comida en la India, ¿cómo es que Gandhi no ha muerto todavía?»
Los nuevos Estados poscoloniales nacidos en la inmediata posguerra se esforzaron,
en la medida de lo posible, por utilizar la rivalidad entre los Estados Unidos y la Unión
Soviética para no quedar reducidos a meros peones de la política internacional y
satisfacer sus propias ambiciones. No obstante, las disensiones geopolíticas, los
conflictos de intereses y las disputas étnicoreligiosas que los enfrentaban entre sí, así
como su debilidad económica y militar, les obligaban a depender de la ayuda de una de
las dos superpotencias (cuando no de la de ambas). Tal fue el caso del líder indonesio
Sukarno, que trató de perpetuarse en el poder arrimándose a uno u otro bloque en
función de las prioridades políticas del momento.
La decadencia de la organización anticolonial musulmana Sarekat Islam y el
fracaso de la insurrección comunista de 1926-1927 permitieron al Partido Nacionalista
Indonesio, fundado en 1927 por Sukarno, asumir el liderazgo del movimiento de
liberación nacional del archipiélago y adoptar una estrategia basada menos en la
movilización popular y la desobediencia civil que en la perspectiva de una futura guerra
de Japón contra las potencias occidentales en el Pacífico. En 1933, las autoridades
coloniales holandesas detuvieron al líder del PNI y le confinaron en la isla de Sumatra,
donde permaneció hasta que en 1942 los japoneses ocuparon Indonesia y le pusieron en
libertad. En marzo de 1943, las fuerzas de ocupación patrocinaron la creación de una
confederación de organizaciones nacionalistas encabezada por Sukarno, el Centro del
Poder Popular, que obtuvo permiso de las autoridades militares japonesas para
organizar un Ejército de Defensa de la Patria del que surgieron gran parte de los núcleos
168
armados que protagonizaron la lucha por la independencia. A cambio, Sukarno
proporcionó al Imperio del Sol Naciente combustible para sus fuerzas aéreas y unos
trescientos mil trabajadores forzados, los romusha, que fueron sometidos a condiciones
tan espantosas que sólo una cuarta parte de ellos sobrevivió. El 17 de agosto de 1945,
sólo dos días después de la capitulación nipona, Sukarno proclamó la República de
Indonesia, que fue calificada inmediatamente, tanto por Holanda como por el Partido
Comunista Indonesio71 (PKI) como «una creación del fascismo japonés» [sic].
Puesto que en esos momentos la metrópoli holandesa no disponía de fuerzas
suficientes para restablecer su dominio sobre el archipiélago, recayó sobre las tropas
japonesas todavía presentes en el archipiélago la tarea de mantener el orden hasta la
llegada de los ejércitos británicos del sudeste asiático, que se produjo el 16 de
septiembre de 1945.
No obstante, en diciembre de 1945, después de que diversos incidentes y
amotinamientos pusieran de manifiesto la escasa disposición de los soldados de los
ejércitos de Su Majestad para reprimir los movimientos anticoloniales de posguerra, los
soldados de la metrópoli tuvieron que ser sustituidos por tropas del British Indian
Army que, codo a codo con sus enemigos japoneses de la víspera, procedieron a
doblegar sistemáticamente a las fuerzas regulares e irregulares indonesias. Pese a la
encarnizada resistencia con la que toparon, en julio de 1946 los británicos entregaron a
los holandeses todo el archipiélago salvo las islas de Java y Sumatra.
En mayo de 1947, holandeses e indonesios firmaron los Acuerdos de Linggadjati,
que reconocían el control de la República sobre las islas de Java, Madura y Sumatra y
que estipulaban la retirada de las tropas holandesas en el marco de un proyecto de
Unión Indonesio-Holandesa. Sin embargo, dos meses después Holanda alegó supuestas
violaciones de los acuerdos como pretexto para invadir el archipiélago y apoderarse de
extensos territorios llenos de riquezas naturales y minerales. Sukarno, a su vez, apeló a
la ONU, que designó un comité formado por Australia, Bélgica y los Estados Unidos con
el fin de llegar a una solución negociada.
El resultado fueron los Acuerdos de Renville, firmados en enero de 1948 e
inspirados por los Estados Unidos y el comienzo de la Guerra Fría. En el nuevo tratado,
además de la retirada de las fuerzas guerrilleras de los territorios ocupados por los
holandeses, se exigía la disolución de las unidades armadas controladas por el PKI en
beneficio de las nuevas «Fuerzas Armadas Nacionales Indonesias» de Sukarno. En
septiembre de 1948, una sucesión de secuestros y asesinatos de oficiales del PKI en
Maduin, Java Oriental, desembocó en un putsch comunista en dicha localidad, que se
saldó con miles de muertos y la ejecución de una docena de dirigentes del PKI. A su vez,
los holandeses creyeron que había llegado su gran ocasión, y desafiando el alto el fuego
Durante todo el período de la lucha por la independencia, el PKI refrendó los pactos de Sukarno con
Holanda a expensas de su credibilidad ante el movimiento de liberación indonesio, cuyos sectores más
radicales no dudaron en llevar a cabo expropiaciones espontáneas de tierras e industrias, tanto de
propiedad indonesia como extranjera. En aquel entonces era tal la sintonía política del gobierno de los
Países Bajos con la dirección del PKI que el ejecutivo holandés no dudó en correr con los gastos de
repatriación de todos los comunistas indonesios que así lo desearan. A finales de 1947, sin embargo, el
PKI ajustó su política a las nuevas coordenadas internacionales impuestas por la Guerra Fría.
71
169
impuesto por la ONU, bombardearon Yakarta y detuvieron a la mayor parte de los
dirigentes independentistas, entre ellos al propio Sukarno.
Esta vez, sin embargo, la operación fracasó, pues en diciembre de 1949 el gobierno
de los Estados Unidos amenazó al gabinete holandés con retirarle la ayuda del Plan
Marshall si no transfería definitivamente la soberanía a la República de Indonesia. Poco
después el gobierno estadounidense impuso a ambas partes la ratificación de un nuevo
tratado de «independencia» muy ventajoso para Holanda, pues estipulaba que el nuevo
régimen se haría cargo de las deudas coloniales y garantizaba la seguridad de las
inversiones holandesas en el archipiélago: los recursos naturales, las principales
industrias, las grandes fincas y el sector financiero siguieron en gran medida en manos
extranjeras.
En 1948, George Kennan, director de Planificación Política del Departamento de
Estado estadounidense, ya había advertido del peligro que supondría para toda la región
que Indonesia cayera en manos comunistas, y en 1954 Eisenhower declaró ante una
reunión de senadores norteamericanos que la forma más barata de mantener el control
sobre Indonesia era financiar la guerra colonial francesa en Vietnam. Otros expertos, sin
embargo, también habían llamado la atención sobre lo imprudente que sería obligar a
Sukarno y su camarilla a hacer demasiadas concesiones a los holandeses, pues el
descontento de la población obrera y campesina con los claudicantes líderes
nacionalistas y con una «independencia» de la que esperaban una mejora tangible en
sus condiciones de vida podía reforzar la influencia del PKI, que en las elecciones de
1955 dobló el número de sus escaños en el parlamento.
El deterioro cada vez mayor de las condiciones de vida de las clases populares
desembocó, a finales de 1957, en un movimiento generalizado de ocupación de fábricas,
fincas, bancos y navíos. El PKI, a la vez que se esforzaba por evitar que las ocupaciones
afectasen a compañías británicas y estadounidenses y entregaba las empresas a las
tropas enviadas por Sukarno, logró encauzar el movimiento hacia la confrontación
«antiimperialista» con Holanda por la soberanía sobre la isla de Irian Jaya.
El gobierno de los Estados Unidos reaccionó ante la caótica evolución de la
situación política en el archipiélago alentando una serie de revueltas y movimientos
secesionistas en las islas de Sumatra y Sulawesi, que culminaron en un intento de golpe
de Estado —financiado por la CIA— en febrero de 1958.
No es de extrañar, pues, que el presidente indonesio contase con la aprobación
entusiasta del PKI cuando en julio de 1959 disolvió el parlamento e instauró un régimen
de «democracia guiada» basado en una fórmula ecléctica denominada NASAKOM
(acrónimo de «nacionalismo, religión y comunismo») que no hacía otra cosa que dar
carácter institucional al precario equilibrio de fuerzas existente entre las tres grandes
fuerzas de la «vida política» indonesia, a saber, el ejército, el Islam y el PKI.
A partir de entonces y hasta el fin de su régimen, Sukarno adoptó un discurso cada
vez más izquierdista. A la vez que estrechaba sus relaciones con la República Popular
China a través del PKI, convirtió a Indonesia en uno de los países más militarizados del
mundo —gracias a la ayuda soviética y estadounidense— y emprendió una política
exterior cada vez más agresiva, que le llevó a anexionarse la isla de Irian Jaya en 1962 y
a embarcarse al año siguiente en una «campaña para aplastar a Malasia», donde dos
170
años antes se había constituido una federación formada por las antiguas colonias
británicas de Malasia, Singapur, Brunei y Borneo, denunciada por Yakarta y Pekín como
un «proyecto neocolonialista».
En opinión de Sukarno y de la mayoría de los restantes dirigentes del movimiento
de los países no alineados, el conflicto más importante de la posguerra no era el que
enfrentaba a los bloques presididos por Estados Unidos y la Unión Soviética, sino la
confrontación entre las «nuevas fuerzas emergentes» del anticolonialismo y las «viejas
fuerzas establecidas». De ahí que la sesión preparatoria de la Conferencia de Bandung
(ciudad indonesia a la que en 1955 acudieron, además de los cinco países promotores, —
India, Pakistán, Ceilán, Birmania e Indonesia— los representantes de otras veinticuatro
naciones) acordara no cursar una invitación a la URSS, lo que permitió a la delegación
de la República Popular China, país que ya comenzaba a tener sus primeras
desavenencias con los soviéticos, presentarse ante la conferencia como paladín del
Tercer Mundo. (Eso no impidió, sin embargo, que durante la conferencia preparatoria
de los Juegos de las Nuevas Fuerzas Emergentes, en abril de 1963, Sukarno incluyera al
conjunto del bloque «socialista» en su definición de las «nuevas fuerzas emergentes».)
El origen inmediato de los JNFE se remonta al conflicto que surgió con motivo de
la cuarta edición de los Juegos Asiáticos72 celebrados en 1962 en Yakarta, cuando el
gobierno indonesio denegó visados a los atletas de Taiwán e Israel so pretexto de que
esos Estados eran instrumentos de las potencias imperialistas. En febrero de 1963, el
COI suspendió al Comité Olímpico Indonesio por esta acción discriminatoria, muy
semejante, por cierto, a la que habían cometido dos años antes Estados Unidos y
Francia, cuando tras la construcción del muro de Berlín negaron visados a los atletas de
la RDA para participar en los campeonatos mundiales de hockey y de esquí de 1962.
Los organizadores de los JNFE proclamaron desde el primer momento el carácter
netamente político de este certamen deportivo y denunciaron con vehemencia las
hipócritas declaraciones rituales del COI según las cuales política y deporte eran esferas
completamente independientes que no debían tener ningún contacto entre sí. Sirva
como muestra este fragmento del discurso que el máximo líder de la «revolución
indonesia» pronunció ante la conferencia preparatoria de los Juegos:
Los Juegos Olímpicos Internacionales han demostrado abiertamente ser una herramienta
imperialista. […] Cuando excluyeron a la China comunista, ¿acaso eso no era política? Cuando
se muestran hostiles a la RAU73, ¿acaso eso no es política? Cuando se muestran hostiles a
Corea del Norte, ¿acaso eso no es política? Propongo que seamos francos. Digámoslo con
franqueza: el deporte tiene algo que ver con la política. Indonesia se propone ahora mezclar el
deporte con la política […]. [E. T. Parker 1965: 8]
Los Juegos Asiáticos, también conocidos como Asiadas, proceden de los Juegos de Extremo Oriente,
que se disputaron por primera vez en Manila en 1913, y que dejaron de celebrarse en 1933, tras la
ocupación japonesa de Manchuria. Durante la 42ª sesión del COI, que tuvo lugar en Londres en 1948, se
decidió organizar la primera edición de los Juegos Asiáticos en Nueva Delhi (1951).
73 La República Árabe Unida estuvo formada por la unión de Egipto y Siria entre 1958 y 1961. El golpe
militar sirio de 1961 puso fin a la unión entre ambos regímenes, aunque Egipto siguió denominándose
oficialmente así hasta 1971.
72
171
La reacción del COI ante el anuncio de la celebración de los JNFE no se hizo
esperar: advirtió a las autoridades indonesias de que no toleraría un movimiento
deportivo con fines expresamente políticos y que prohibiría tomar parte en los Juegos
Olímpicos a todos los atletas que asistieran a dicho certamen. Inmediatamente después
de ser suspendida por el COI, y sin duda animada por la República Popular China,
Estado con el que había apalabrado ya la organización de los JNFE, la República
indonesia abandonó el movimiento olímpico. Así pues, pese a las amenazas del COI y de
sus aliados de las federaciones internacionales, el 10 de noviembre de 1963 se celebró,
con el concurso de unos dos mil atletas de cincuenta y un países, la primera edición de
los Juegos de las Nuevas Fuerzas Emergentes.
Estando así las cosas, las autoridades indonesias, ansiosas por lograr que la
participación internacional fuera lo más amplia posible, trataron de sortear las
amenazas de expulsión de las federaciones deportivas internacionales formulando una
definición «flexible» de las «nuevas fuerzas emergentes», para permitir que pudieran
inscribirse delegaciones «progresistas» no estatales procedentes de las denostadas
metrópolis imperialistas. También se evitó escrupulosamente cualquier referencia a la
dudosa calidad de gran parte de las delegaciones locales o no oficiales enviadas, que
constituían aproximadamente una tercera parte del total.
La República Popular China, que acudió al certamen con el objetivo declarado de
contribuir al desarrollo de los deportes en Asia y África a fin de «combatir a las fuerzas
del imperialismo y las organizaciones deportivas manipuladas por los países
imperialistas», fue el único país que respaldó sin reservas a Sukarno 74 . La Unión
Soviética confirmó su asistencia pero advirtió de que su participación no implicaba que
apoyara la orientación antiolímpica de los JNFE, e incluso intentó lograr que se
incorporaran los principios de la Carta Olímpica a la declaración programática de los
JNFE, maniobra que topó con la oposición frontal de la RPCh.
Además y para limar asperezas con el COI, la Unión Soviética optó por enviar a un
contingente de deportistas de segunda fila en lugar de los equipos olímpicos oficiales.
Japón y México, dos importantes socios comerciales del régimen de Sukarno, se
encontraban en esos momentos en una posición delicada ante el COI. Estaba previsto
que en 1964 Tokio organizase los primeros Juegos Olímpicos celebrados en un país
asiático, así que las autoridades niponas enviaron una delegación muy numerosa pero
no oficial y de escasa calidad. Las autoridades mexicanas, por su parte, no supieron
hasta pocos días antes del comienzo de los JNFE si el COI iba a otorgarles las
Olimpiadas de 1968, de modo que enviaron una pequeña representación no oficial. No
obstante, cuando el máximo organismo olímpico hizo pública su decisión favorable,
organizaron rápidamente una segunda delegación, esta vez oficial, y acompañada por
La RPCh costeó entre una tercera parte y la totalidad de los gastos de transporte de los atletas
extranjeros que acudieron a los JNFE. Por lo demás, el complejo deportivo había sido erigido el año
anterior por los soviéticos con motivo de los IV Juegos Asiáticos (1962), los estadounidenses acababan de
terminar de construir la circunvalación que permitía acceder directamente al complejo de deportes desde
el puerto, y hacía muy poco que los japoneses habían acabado de edificar el único hotel de categoría
internacional capaz de alojar a las delegaciones que no pudieran ser hospedadas en la villa atlética.
74
172
un grupo de mariachis que hizo las delicias de los delegados reunidos en la capital
indonesia.
Por supuesto, la República Popular China envió a Yakarta a sus mejores deportistas,
que ganaron una medalla tras otra y superaron con diferencia a los atletas de todos los
demás Estados concursantes, la URSS incluida. El excelente momento que atravesaban
las relaciones entre los regímenes de Sukarno y de Mao Tse-tung quedó de manifiesto
durante la final de gimnasia, cuando los espectadores indonesios vitorearon a los chinos
y abuchearon a los soviéticos en presencia de representantes de todo el bloque
socialista.
Dos días después de la clausura de los Juegos tuvo lugar una Conferencia de las
Nuevas Fuerzas Emergentes, que acordó organizar los JNFE con una periodicidad de
cuatro años, igual que las Olimpiadas. Sin embargo, la segunda edición, que tenía que
haberse celebrado en Egipto en 1967, no tuvo lugar debido a tres sucesos íntimamente
relacionados con la Guerra Fría: el golpe de Estado contra Sukarno en 1965, la tercera
guerra árabe-israelí en 1967 y la Revolución Cultural china, que comenzó a finales de
196675. Estos tres acontecimientos marcaron, cada uno a su manera, el comienzo del fin
de las ilusiones sobre la viabilidad del movimiento de los no alineados y el
tercermundismo, la consumación oficial del cisma chinosoviético y la paulatina
recuperación de la iniciativa política por parte del bloque norteamericano a escala
planetaria. Sólo la derrota norteamericana en Vietnam y algunas victorias pasajeras y
coyunturales de fuerzas pro soviéticas en África durante la década de 1970 permitieron
que sobreviviera durante una década más la ilusión de que la URSS estaba aventajando
a los Estados Unidos en la lucha por la supremacía mundial.
Tras la Segunda Guerra Mundial, las colonias no sólo tuvieron que luchar para
acceder a la independencia; una vez obtenida, también tuvieron que hacerlo para tener
voz y voto en las instituciones internacionales (deportivas o no) dominadas por
Occidente. En 1949 se constituyó en el seno de la ONU un grupo anticolonialista árabeasiático integrado por doce nuevos Estados independientes —Afganistán, Arabia
Saudita, Birmania, Egipto, India, Indonesia, Irak, Irán, Líbano, Pakistán, Siria y
Yemen— al que entre 1960 y 1965 se sumaron la mayoría de las colonias africanas recién
emancipadas. Eso explica que la ONU fuera una de las primeras organizaciones
internacionales en condenar el apartheid y en proponer sanciones contra el régimen
sudafricano, política que culminó en 1966, cuando la Asamblea expulsó a Sudáfrica de la
El sangriento golpe contra Sukarno, preparado y financiado por la CIA y los militares indonesios afines
con la participación directa de milicias islamistas y nacionalistas, fue un exterminio planificado que acabó
con la vida de al menos un millón de personas, de las que aproximadamente la mitad eran militantes del
PKI. El año 1965 comenzó con el abandono de la ONU por parte de Indonesia, seguida poco después por
la ocupación de grandes fincas y de las empresas petrolíferas y de caucho estadounidenses por parte de
sus empleados. Los dirigentes del PKI, a los que Sukarno había incorporado a su gabinete (junto a
destacados jefes del ejército) a finales de 1964, no sólo se emplearon a fondo para poner fin a las
ocupaciones de tierras y empresas, sino que también hicieron cuanto estuvo en su mano por evitar o
reducir a su mínima expresión toda iniciativa de autodefensa popular ante los militares, lo que contribuyó
decisivamente a crear las condiciones más propicias posibles para el triunfo del golpe. Occidente acogió
con entusiasmo la matanza (la revista Time la calificó como «La mejor noticia para Occidente en Asia en
muchos años») y ni Moscú ni Pekín emitieron la menor declaración de condena.
75
173
ONU e invitó a todos los Estados miembros a negarse a mantener relaciones culturales y
deportivas con Pretoria mientras en ese país siguiese vigente la discriminación racial.
Pese a que el fin del apartheid era una de las principales reivindicaciones de los
nuevos Estados africanos, éstos no trasladaron sus reivindicaciones al seno del COI
hasta después de los Juegos Olímpicos de Roma (1960), donde con el apoyo de Gran
Bretaña, Canadá, Estados Unidos y Australia, se logró demorar la cuestión durante dos
años más. En febrero de 1962, sin embargo, cuando el nuevo ministro del Interior
sudafricano, Jan de Klerk, anunció la prohibición de los equipos deportivos mixtos, el
COI notificó al comité sudafricano que sería suspendido si no ponía fin a su política de
discriminación racial antes de la sesión de diciembre de 1963. Éste hizo caso omiso del
requerimiento, y Sudáfrica quedó al margen de los Juegos de 1964.
Aún así, el gobierno de Pretoria siguió sin dar su brazo a torcer, por lo que la
oposición al régimen del apartheid fue en aumento, no sólo en el continente africano,
sino en el mundo entero. En 1965 los miembros africanos del COI acudieron a una
conferencia de ochenta comités olímpicos nacionales celebrada en Roma, donde
presentaron una moción para expulsar a Sudáfrica de todas las instituciones olímpicas.
Ese mismo año, en la sesión de Madrid se acordó suspender al Comité Olímpico
sudafricano y prohibir a los atletas de ese país participar en competiciones amparadas
por el COI mientras los delegados sudafricanos no se pronunciaran en contra del
apartheid. Sin embargo, el COI pospuso la aprobación de la decisión hasta la siguiente
sesión, ya que Brundage adujo que el comité sudafricano se exponía a ser sancionado
por su gobierno si violaba sus leyes. A su juicio, el único problema radicaba en que el
comité olímpico sudafricano pudiera cumplir las normas del COI. Puesto que quedaba
poco tiempo para la próxima sesión de este organismo, y en un intento por ajustarse a
dichas normas, Frank Braun, presidente del Comité Olímpico Sudafricano, propuso que
Sudáfrica enviara a los Juegos de México un equipo mixto compuesto por el mismo
número de blancos que de negros y que todos desfilaran bajo la misma bandera,
concesiones que el COI consideró garantía suficiente no sólo para la continuidad de
Sudáfrica en el movimiento olímpico sino también para su participación en las
Olimpiadas de México.
En el seno del COI, sin embargo, no faltaron voces discrepantes. El delegado
soviético, Andrianov, acusó a Brundage de no mover un dedo contra el apartheid con el
pretexto de que era un asunto de política interna sudafricana. Esta actitud no era
privativa de Brundage, pues la situación era la misma en otras organizaciones
deportivas internacionales. Así, cuando en 1966 la Unión Soviética propuso someter a
votación la exclusión de Sudáfrica de las federaciones internacionales de natación y de
tenis, fueron los votos del bloque occidental los que impidieron que la moción
prosperara. Estaba claro, por lo demás, que la insistencia soviética en abanderar la lucha
contra el apartheid y promover la incorporación de nuevos comités olímpicos
nacionales (que reivindicaban, además, el derecho a elegir a sus propios delegados en el
COI sin injerencia alguna de éste) estaba motivada por el deseo de alterar el equilibrio
de poder dentro del máximo organismo olímpico.
No obstante, la hegemonía del bloque occidental en las instituciones deportivas
internacionales tenía los días contados, al menos desde el punto de vista formal, ya que
174
la gran mayoría de los nuevos miembros del COI procedía del continente africano. A
Avery Brundage le inquietaba tanto la posibilidad de que los nuevos comités africanos
utilizaran el deporte «con fines políticos» (sic) que en una reunión celebrada en junio de
1963 con las federaciones internacionales hizo la siguiente propuesta:
Si aceptamos a veinticinco nuevos países africanos, los países con una larga tradición olímpica
corren el riesgo de quedar en minoría. Quizás sería prudente dar a ciertos países, que tienen
una gran población deportiva, más votos que a un país recién afiliado. [R. Espy 1981: 97]
Los temores de Brundage y del COI se vieron confirmados en 1966, cuando el
Consejo Supremo del Deporte en África (CSDA), órgano dependiente de la Organización
para la Unidad Africana (OUA), se reunió en Malí. El CSDA, que contaba con treinta y
dos Estados miembros, se había dado como principal objetivo luchar contra el
apartheid sudafricano en el deporte. La conferencia de Malí aprobó por mayoría que en
caso de que se admitiese a un «equipo racista» sudafricano, fuese mixto o no, los demás
Estados africanos boicotearían los Juegos de México.
A pesar de todo, el 15 de febrero de 1968 la sesión plenaria del COI celebrada en
Grenoble dio su visto bueno a la participación sudafricana en la Olimpiada de México. El
25 de ese mismo mes, la OUA llamó a los Estados africanos al boicot y tres días después
la mayoría de ellos había anunciado su retirada de los Juegos. La situación empeoró más
todavía para el COI cuando varios Estados hispanoamericanos y asiáticos advirtieron
que no enviarían a sus atletas a México si se admitía la presencia de Sudáfrica, lo que
habría supuesto la cancelación de la retransmisión televisada en muchos países y el
consiguiente fracaso económico de la Olimpiada. A Brundage, que casualmente pasó los
cuatro días inmediatamente anteriores en la República Sudafricana, no le quedó más
remedio que convocar —a petición del vicepresidente del COI, el mexicano José de Clark
Flores— una reunión extraordinaria del Comité Ejecutivo el 21 de abril, pues el Comité
Organizador mexicano había asegurado a los Estados africanos que el COI revocaría la
invitación a Sudáfrica.
Para entonces la protesta contra el COI y su apoyo solapado al apartheid no sólo se
había extendido a todos los rincones del planeta sino que además se había incorporado a
las reivindicaciones del movimiento pro derechos civiles de los negros norteamericanos.
A comienzos de 1968, con motivo de una petición dirigida a Brundage por el American
Commitee on Africa, Harry Edwards, antiguo atleta y profesor de sociología de la
Universidad de San José, California 76 , declaró: «Me opongo rotundamente a la
presencia de los sudafricanos, ya sea como equipo o como individuos, en
acontecimientos deportivos internacionales. Si se permite a Sudáfrica o a Rodesia
participar en las Olimpiadas y mientras siga existiendo el racismo a cualquier nivel, los
atletas negros se negarán a tomar parte en los Juegos». La réplica de Brundage fue tan
En 1967, Edwards presentó una lista de quejas a la administración de la Universidad de California en
nombre de los deportistas negros y encabezó a un grupo que amenazó con invadir el terreno de juego el
día del partido inaugural de la temporada de fútbol (americano) si no se atendía a sus peticiones. Para
evitar posibles altercados, las autoridades académicas suspendieron el partido. Cuando a Ronald Reagan,
a la sazón gobernador de California, le informaron de la anulación del encuentro declaró: «Edwards, no
apto para enseñar.» Éste, por su parte, calificó a Reagan de «cerdo fosilizado, no apto para gobernar».
76
175
cínica como escueta: «Si los atletas norteamericanos de color boicotean los Juegos
Olímpicos, no se les echará de menos.»
Poco antes, en el transcurso de una conferencia de prensa celebrada en Nueva York
en diciembre de 1967 junto a Martin Luther King, Edwards había acusado a Brundage
de ser «un personaje fervientemente antisemita y antinegro». La respuesta del
presidente del COI apareció publicada, como si de un argumento más se tratara, en el
número del 23 diciembre de 1967 de la revista American Jewish Life, desde cuyas
columnas despotricó contra las «calumniosas afirmaciones vertidas por esos agitadores
irresponsables que sólo buscan publicidad», tachó a Edwards de «desconocido agitador
negro» y calificó sus «ignorantes y erróneas» denuncias de «ataque contra el
movimiento olímpico». Para despejar cualquier duda acerca de su antisemitismo,
Brundage no sólo sacó a relucir la suspensión impuesta por el COI a Indonesia en 1963
por negarse a admitir a un equipo israelí en los IV Juegos Asiáticos, sino que además,
para asombro de propios y extraños, no tuvo empacho alguno en recordar su actuación
personal durante la campaña de boicot de las Olimpiadas de 1936.
La revuelta de la población negra de los Estados Unidos, que desde 1964 se había ido
intensificando hasta alcanzar visos de auténtica insurrección, se estaba convirtiendo en
un movimiento de enorme repercusión internacional, pues era el nexo de unión de un
importante destacamento de la clase trabajadora del Primer Mundo con las luchas de los
pueblos colonizados del Tercero. Después de su salida de la Nación del Islam en marzo
de 1964, el líder del movimiento pro derechos civiles Malcolm X fundó la Organización
de la Unidad Afroamericana, que aspiraba a ligar la lucha de los afroamericanos de los
Estados Unidos con la de los pueblos del continente africano. Tras abandonar
definitivamente las tesis racistas de la Nación del Islam, dejar de predicar el
nacionalismo separatista e incorporar a su discurso la lucha contra el imperialismo
norteamericano, Malcolm X se convirtió en un problema de primera magnitud para el
gobierno estadounidense:
Cualquier tipo de movimiento a favor de la libertad de los negros que tenga sus bases
exclusivamente dentro de los confines de Estados Unidos está absolutamente condenado a
fracasar […] Así que uno de los principales pasos que tomamos los que estábamos en la
Organización para la Unidad Afroamericana, fue elaborar un programa que convirtiese
nuestras injusticias en algo internacional e hiciese que el mundo viese que nuestro problema
ya no era un problema de los negros o un problema norteamericano sino un problema
humano. [Malcom X 1989: 97]
Pese a que la dinámica interna del movimiento de liberación negro estadounidense
apuntaba ya más allá del nacionalismo negro y del panafricanismo, éste no llegó a
superar las barreras «raciales» y desembocar en una rebelión social generalizada y
unitaria. A finales de 1967, y coincidiendo con su llegada a los centros urbanos del norte
de los Estados Unidos, las principales organizaciones del movimiento pro derechos
civiles estaban ya en franca decadencia, cuando no replegándose hacia el proyecto de un
«capitalismo negro» dentro de un país (capitalista) blanco. Sólo el Black Panther Party,
que no tardaría en sucumbir bajo el peso combinado de los ataques policiales, la
176
infiltración y las disensiones internas, reconocía la necesidad de una alianza con los
radicales blancos.
En 1966, el campeón del mundo de los pesos pesados Muhammad Alí se declaró
objetor de conciencia y se negó a ser reclutado por el Ejército de los Estados Unidos con
un argumento tan sencillo como contundente: «Yo no tengo ningún problema con los
del Vietcong ese. ¡A mí nunca me ha llamado nigger ningún Vietcong!». Conviene tener
presente que en aquel entonces Martin Luther King todavía no se había opuesto
públicamente a la guerra del Vietnam, y que la decisión de Alí contribuyó mucho a que
se pronunciara en ese sentido. Las autoridades del boxeo estadounidense e
internacional, por su parte, ni siquiera esperaron a que se presentaran cargos contra Alí
o que se le juzgara para despojarle de su título, lo que le obligó a vivir durante algún
tiempo de una actividad para la que demostró tener grandes dotes: recorrer el circuito
de conferencias universitarias de todo el país. En el transcurso de una de éstas, declaró
en su ciudad natal, Louisville (Kentucky):
¿Por qué me piden que me ponga un uniforme y viaje a diez mil millas de mi hogar para
arrojar balas y bombas sobre gente de color marrón en Vietnam cuando en Louisville se trata
a los llamados negros como a perros y les niegan derechos humanos elementales? No, no voy
a irme a diez mil kilómetros de mi hogar para ayudar a asesinar y achicharrar a otra nación
pobre sólo para prolongar la dominación de los esclavistas blancos sobre pueblos más
oscuros del mundo entero. Ha llegado el día en que esos males han de terminar. Me han
advertido de que adoptar esta posición me costará millones de dólares. Pero ya lo he dicho
una vez y voy a repetirlo: el verdadero enemigo de mi pueblo está aquí. No voy a deshonrar a
mi religión, a mi pueblo o a mí mismo convirtiéndome en una herramienta para esclavizar a
los que luchan por su propia justicia, libertad e igualdad… si pensase que la guerra iba a traer
justicia, libertad e igualdad a veintidós millones de personas de mi pueblo no tendrían que
llamarme a filas: me alistaría mañana mismo. No tengo nada que perder luchando por mis
creencias. Así que iré a la cárcel. ¿Y qué? Nosotros llevamos cuatrocientos años en la cárcel.
Nadie captó mejor la trascendencia de las declaraciones de Alí que los
representantes electos de la «democracia más grande del mundo», que el mismo día en
que los jueces condenaron a Alí, el 20 de junio de 1967, votaron por aplastante mayoría
a favor de prorrogar el servicio militar obligatorio durante cuatro años más y convertir
en delito federal la profanación de la bandera nacional.
La rebelión de Alí y de otros deportistas negros sacudió al mundo del deporte
estadounidense hasta los cimientos77. En noviembre de 1967, una treintena de atletas
negros acudió a la convocatoria de Harry Edwards para participar en la génesis del
Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos (PODH), que tenía como principal
objetivo el boicot de la Olimpiada de México. En el grupo destacaban Tommie Smith y
Lee Evans, los dos mejores velocistas del mundo, así como la gran estrella del
baloncesto universitario Kareem Abdul Jabbar, cuyo carisma entre los deportistas
Al año siguiente apareció en la revista Sports Illustrated un artículo que relataba cómo los equipos
universitarios de baloncesto a la baja contrataban a jugadores negros y les matriculaban en cursos
puramente simbólicos, a la vez que les impedían cobrar primas, reunirse con sus esposas o salir con
muchachas blancas o mexicanas, y una vez agotada su utilidad, les expulsaban sin créditos ni
licenciaturas.
77
177
negros confirió gran credibilidad al Proyecto, y que fue el único de todos ellos que se
negó hasta el final a participar en los Juegos de México.
La meta del PODH era denunciar la utilización de los deportistas negros por parte
de los Estados Unidos para proyectar una imagen ficticia de armonía e igualdad racial
tanto dentro de sus fronteras como en el exterior. Según el manifiesto fundacional del
grupo
No podemos seguir permitiendo que este país […] utilice a algunos negros para mostrarle al
mundo cuánto ha avanzado en la resolución de los problemas raciales, cuando la opresión de
los afroamericanos es mayor que nunca… No podemos seguir permitiendo que el mundo del
deporte se congratule a sí mismo por ser un baluarte de la justicia racial cuando las
injusticias raciales de la industria deportiva son tristemente legendarias… Cualquier negro
que se deje utilizar así no sólo es un primo —por permitir que se le utilice contra sus propios
intereses— sino un traidor a su raza, porque permite a los racistas blancos el lujo de tener la
certeza de que los negros permanecen en los guetos porque ese es su lugar o es donde
quieren estar. Así que, ¿por qué deberíamos correr en México y volver a casa
arrastrándonos? [A. Bass 2002: 178]
Poco antes de su asesinato, Martin Luther King se sumó al Proyecto y participó en
la elaboración de sus seis reivindicaciones: 1) que se restituyera a Muhammad Alí su
título de campeón del mundo de los pesos pesados; 2) que el racista y antisemita Avery
Brundage dimitiera como presidente del COI; 3) que el New York Athletic Club aceptase
socios negros y judíos; 4) que el Comité Olímpico Estadounidense admitiera a un negro
más como entrenador de atletismo; 5) que ingresara un miembro de raza negra en dicho
Comité, y 6) que los Estados Unidos dejasen de tomar parte en competiciones con
Sudáfrica y Rodesia.
El Comité ejecutivo del COI acabó por excluir de los Juegos a Sudáfrica, pero para
lograrlo, además de la amenaza representada por los motines desatados en las
principales ciudades de Estados Unidos con motivo del asesinato de King el 4 de abril de
1968 (y el saqueo del hotel de Brundage en Chicago con él dentro), fue precisa la
amenaza de boicot de más de cuarenta naciones.
Durante los meses anteriores y posteriores a la celebración de la Olimpiada de
México, una oleada internacional de protesta social y política precipitó la crisis del
orden internacional de la posguerra. Las sublevaciones de la población negra y el
movimiento contra la guerra del Vietnam en los Estados Unidos, el Mayo francés, la
«primavera de Praga», la huelga general de los estudiantes de Varsovia o la ocupación
de la London School of Economics fueron algunos de los acontecimientos más
destacados de este primer gran encuentro de la «sociedad del espectáculo» con «la
negación modernizada que ella misma produce» [Khayati 1977].
En México las protestas comenzaron en el verano de 1968, ante la consternación
de un gobierno preocupado por su imagen internacional en vísperas de la primera
Olimpiada celebrada en un país del Tercer Mundo. Curiosamente, todo empezó el día 22
de julio, cuando un partido de tochito (modalidad «no violenta» de fútbol americano)
disputado entre alumnos de la escuela preparatoria Isaac Ochotorena y de la Vocacional
2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional exacerbó la rivalidad entre ambos grupos y
178
desembocó en multitudinarias peleas callejeras, que sólo cesaron para hacer causa
común frente a la represión policial.
En la madrugada del 24 de julio cuatro estudiantes perdieron la vida a manos de
las fuerzas antidisturbios. La noche del 30 de julio, al recrudecerse los enfrentamientos
entre estudiantes y policías, el alcalde de Ciudad de México solicitó la intervención del
ejército para desalojar a los manifestantes de varias escuelas preparatorias, que fueron
ocupadas por la tropa, con un saldo de cientos de heridos y un millar de detenidos. El
día 31, en un mitin celebrado en la universidad para protestar por la ocupación de las
escuelas por los militares, el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México,
Javier Barros Sierra, condenó públicamente los hechos y exigió la liberación de los
detenidos. Al día siguiente encabezó la primera manifestación de protesta, que reunió a
más de cien mil estudiantes, profesores y trabajadores. La UNAM y varias universidades
de otros estados mexicanos se declararon en huelga. Ante la magnitud del conflicto, las
autoridades gubernativas simularon un «diálogo» con una organización controlada por
el gobierno, la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos. Con esta maniobra, el
presidente Díaz Ordaz perseguía un doble objetivo: detener un movimiento que podía
amenazar la estabilidad del régimen y tratar de legitimar a la FNET ante los estudiantes.
La lucha de los estudiantes mexicanos dio un salto cualitativo cuando éstos se
sacudieron la tutela burocrática de la FNET: el 4 de agosto se constituyó el Comité
Nacional de Huelga, un organismo formado por delegados de todas las escuelas y
facultades que participaban en el movimiento, en el que se analizaban, debatían y
aprobaban propuestas e iniciativas que después volvían a los centros para ser
respaldadas o rechazadas definitivamente. Al día siguiente, el CNH presentó un pliego
de peticiones con seis reivindicaciones, algunas de las cuales habían estado presentes
desde el inicio del movimiento: 1) Libertad a los presos políticos; 2) Destitución de los
jefes de la policía, generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea, así como del teniente
coronel Armando Frías, jefe del cuerpo de granaderos; 3) Disolución del Cuerpo de
Granaderos, instrumento directo de la represión, y no creación de cuerpos semejantes;
4) Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Federal Penal (que instituían el
delito de «disolución social» y servían de instrumento jurídico para la represión de las
luchas obreras, campesinas y estudiantiles); 5) Indemnización a las familias de los
muertos y a los heridos que fueron víctimas de la agresión desde el viernes 26 de julio en
adelante; 6) Deslindamiento de responsabilidades de los actos de represión y
vandalismo por parte de las autoridades mediante la policía, los granaderos y el ejército.
Al agotarse el plazo de tres días concedido al alcalde de Ciudad de México para que
diera una respuesta oficial a su pliego petitorio, el día 8 de agosto el CNH declaró la
huelga general y acordó seguir en la lucha hasta la total satisfacción de sus
reivindicaciones.
Hasta el 13 de agosto, el gobierno mexicano se limitó a reprimir y a tratar de
desprestigiar el movimiento, al que caracterizó, en palabras del jefe de la policía Luis
Cueto Ramírez, como «un movimiento subversivo que tiende a crear un ambiente de
hostilidad para nuestro gobierno y nuestro país en vísperas de los Juegos de la XIXª
Olimpiada». A pesar de que la subida de impuestos aprobada por el gobierno para
sufragar las Olimpiadas había generado un amplio descontento social, fue el poder
179
quien atribuyó al movimiento estudiantil el objetivo de sabotear los Juegos, lo que fue
negado en repetidas ocasiones por el CNH.
Ese día tuvo lugar, tras una manifestación a la que asistieron más de cien mil
personas, la primera «toma del Zócalo», la gran explanada donde se encuentran el
Palacio Nacional y el Palacio de Gobierno de la capital mexicana. Nueve días más tarde,
a través de una llamada telefónica realizada desde la secretaría de Gobernación, el
gobierno mexicano expresó su disposición a dialogar con los representantes
estudiantiles, que a su vez pusieron como condición que el diálogo se celebrara en
presencia de la prensa, la radio y la televisión.
En el transcurso de unas cuantas semanas de protestas, los estudiantes habían
desencadenado el debate social generalizado. El gobierno, que había intentado aislar la
rebelión estudiantil desde el principio, estableció un cordón sanitario que tenía como
objetivo principal impedir que se extendiera a otros sectores de la población. Para ello
contó no sólo con la policía, el ejército, la prensa, la radio y la televisión, sino también
con los sindicatos, que condenaron a los estudiantes. No obstante, miles de electricistas,
ferroviarios y empleados de las refinerías petroleras desafiaron a las burocracias
sindicales y se unieron al movimiento, que iba ganando cada vez más popularidad.
El 27 de agosto, cerca de medio millón de personas acudieron de nuevo al Zócalo
para unirse a los estudiantes. Allí, en un ambiente festivo, se corearon por primera vez
consignas como: «¡No queremos Olimpiadas, queremos revolución!» o «¡Sal al balcón,
chango hocicón!»
Ese día, sin embargo, también se produjeron varios incidentes que pusieron en
entredicho la supuesta voluntad de diálogo del ejecutivo. Tras hacerse con el micrófono,
Sócrates Campos Lemus, miembro del CNH que más tarde sería identificado como
colaborador de la Dirección Federal de Seguridad, exhortó a los congregados a exigirle a
Díaz Ordaz el diálogo público para el 1 de septiembre, día del informe anual del
presidente ante el Congreso, así como a montar guardia en el Zócalo hasta esa fecha. La
desconcertante propuesta, que no había sido debatida ni acordada por las asambleas, no
podía ser en el mejor de los casos sino una provocación «espontánea», porque los
primeros contactos con el gobierno ya se habían establecido.
Asimismo, durante unas horas se izó una pequeña bandera rojinegra que los
propios estudiantes arriaron antes de abandonar la plaza. Sin embargo, tras el desalojo
violento de las tres mil personas que hicieron guardia frente al palacio nacional por
tanquetas repletas de soldados a la una de la madrugada, al día siguiente ondeaba otra
bandera rojinegra de las mismas dimensiones que la enseña nacional. Años después
Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, entonces representante estudiantil de Chapingo,
declaró al respecto: «Esa ya la tenían preparada. No la hicimos nosotros, sino la
Cooperativa del Vestido del Ejército».
Al día siguiente, 28 de agosto, el gobierno anunció, al unísono con los medios de
comunicación, que se había «insultado» a los símbolos patrios, y metió en camiones a
miles de burócratas y empleados oficiales para conducirlos al Zócalo y organizar una
ceremonia de «desagravio». Los empleados públicos, sin embargo, no respondieron a la
convocatoria forzada con la pasividad esperada por el gobierno; por el contrario,
burlándose de ella, gritaron desde los camiones: «Somos borregos, nos llevan… ¡Beee…!
180
¡Beee…! No vamos, nos llevan, ¡Beee…! ¡Beee…!». Los estudiantes, alertados, se
mezclaron entre los funcionarios y atizaron el debate hasta tal punto que al gobierno no
le quedó otro remedio que dispersar por la fuerza su propio mitin, que terminó con
batallas campales por el centro de la capital. Pocos días después se formó el Comité
Burocrático Pro Libertades Democráticas, integrado por empleados públicos, que en
una de sus primeras declaraciones afirmó que en el acto de «desagravio» a la bandera,
las fuerzas armadas habían causado al menos dos muertes.
Ese mismo día, el CNH hace público un comunicado de autocrítica sobre lo
sucedido en el mitin del 27 de agosto, en el que declara que «exigir como fecha para el
debate público estudiantil el 1 de septiembre, el pretendido intento de establecer una
guardia permanente en esa plaza y otras propuestas semejantes, son parte de un grave
error que favorece la represión». El 29 de agosto, los antidisturbios impiden a culatazos
la celebración de un mitin en la plaza de las Tres Culturas. Al día siguiente, el CNH
protesta contra la represión, exige el cese del estado de sitio en la ciudad y reafirma que
el movimiento no pretende boicotear los Juegos Olímpicos. No obstante, durante toda la
jornada se produjeron detenciones de miembros de las brigadas que los estudiantes
habían organizado para dar publicidad a sus reivindicaciones, así como para animar a
unirse al movimiento a otros sectores de la población.
En su discurso al Congreso del 1 de septiembre de 1968, el presidente Díaz Ordaz
declaró que no permitiría que se salieran con la suya «quienes se propusieron sembrar
el desorden, la confusión y el encono, para impedir la atención y la solución de los
problemas, con el fin de desprestigiar a México, aprovechando la enorme difusión que
habrán de tener los encuentros atléticos y deportivos, e impedir acaso la celebración de
los Juegos Olímpicos». Asimismo, añadió en tono de velada amenaza:
No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos
si es necesario; lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a
llegar, llegaremos.
Al día siguiente, el CNH convocó una conferencia de prensa en el auditorio de la
Facultad de Medicina de la UNAM para valorar el Informe Presidencial. Tras señalar el
carácter abstracto de las referencias al diálogo realizadas por el presidente, respondió
así a las palabras de Díaz Ordaz:
Nosotros no vamos a dialogar con la presión de los tanques y las bayonetas encima, nosotros
no entendemos el lenguaje de las «orugas»; retiren los tanques de las calles, retiren el
ejército de la calle, retiren todos los provocadores y todas las fuerzas de choque que vestidas
de civiles atacan a nuestras brigadas de la calle, y entonces públicamente estaremos
dispuestos a dialogar y a debatir, antes no.
Dos semanas más tarde, el CNH invitó «a todos los trabajadores, campesinos,
maestros, estudiantes y al público en general» a la Marcha del Silencio convocada para
el día 13 de septiembre, que pretendía contrarrestar con un silencio digno la retórica
vacía y la campaña de intimidación desplegada por el gobierno y sus aliados. Más de
doscientos cincuenta mil jóvenes protestaron con la boca tapada con esparadrapo
mientras los transeúntes les animaban con aplausos y muestras de simpatía desde las
181
aceras. El CNH reiteró en el mitin la petición de diálogo público e insistió una vez más
que «nuestro Movimiento es independiente de la celebración de los XIXos Juegos
Olímpicos […] y que no es en absoluto intención de este Consejo obstruir su desarrollo
en lo más mínimo.» [E. Poniatowska 1993: 60]
A lo largo de los días siguientes continuaron los choques con la policía y las
agresiones de elementos paramilitares. El 18 de septiembre, el ejército, tras duros
enfrentamientos con los estudiantes, ocupó la Ciudad Universitaria para eliminarla
como base de operaciones del movimiento y detener a los miembros del CNH, que
fueron advertidos a tiempo y pudieron ponerse a salvo. La ocupación de la universidad
indignó a la comunidad académica, que se sumó a la protesta; entretanto, la policía y el
ejército, que llevaban dos meses reprimiendo infructuosamente a la población,
comenzaban a titubear y a dar muestras de cansancio y desmoralización. La
participación cada vez más activa de amas de casa, empleados, obreros y pobres urbanos
en el movimiento alarma cada vez más al gobierno. Tras unos días de tensa calma, el 25
de septiembre se produjeron enfrentamientos con la policía y el ejército que dejaron un
saldo de siete muertos y ciento treinta y cinco heridos.
El 1 de octubre, el presidente Díaz Ordaz nombró una comisión para iniciar
negociaciones con los delegados del CNH al día siguiente. El día 2 por la mañana los
representantes de los estudiantes y del gobierno se reunieron en casa del rector de la
UNAM. Como condición previa para el inicio de conversaciones, la delegación del CNH
exigió el desalojo de los inmuebles ocupados, la liberación de los detenidos y el cese
absoluto de la represión (en las cárceles se estaba preparando además una inminente
huelga de hambre). Los interlocutores del gobierno, por su parte, declararon que no
tenían instrucciones al respecto y exigieron conocer «la verdadera posición del CNH
respecto al diálogo público», ya que no podían «comprometer la dignidad de los
representantes gubernamentales en una burda trampa de circo romano». El CNH
respondió que quería un «diálogo por escrito» y solicitó al gobierno que diera el primer
paso, tras lo cual ambas partes acordaron reunirse al día siguiente, a la misma hora y en
el mismo lugar. Mientras tanto, el resto del Consejo ultimaba un acto de protesta para
exigir la retirada de las fuerzas militares de las instituciones educativas ocupadas,
convocada esa misma tarde en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco.
Nada más empezar el mitin, una bengala surcó el aire. Era la señal convenida para
que los francotiradores del Batallón Olimpia, una unidad dependiente del Estado Mayor
Presidencial y formada por militares, policías y agentes de los servicios secretos, que
había sido organizada para custodiar las instalaciones de los Juegos, comenzaran a
disparar contra las tropas que rodeaban la plaza a fin de hacer creer a los soldados que
los disparos procedían de los manifestantes. El ejército respondió abriendo fuego durante
casi una hora contra las más de diez mil personas congregadas en la plaza. La noche del 2
de octubre, conocida como la matanza de Tlatelolco, puso fin al movimiento y se saldó
con más de trescientos muertos y miles de heridos y presos.
Al mismo tiempo que se producía la masacre, los agentes judiciales se personaron
en las redacciones de los medios informativos, donde procedieron a censurar artículos y
decomisar carretes. Algunos corresponsales extranjeros, que habían venido a cubrir los
Juegos, presentaron su dimisión al cuerpo de prensa en protesta por las «instrucciones»
182
que recibieron del gobierno mexicano acerca del tratamiento informativo del
«movimiento estudiantil».
Al día siguiente, el Comité ejecutivo del COI celebró una reunión de urgencia en la
que se acordó, por un solo voto a favor, seguir adelante con los Juegos. Avery Brundage
declaró que el gobierno mexicano le había garantizado que nada ni nadie impediría la
entrada de la antorcha olímpica en el estadio78. Así pues, el 12 de octubre de 1968, día de
la Hispanidad, diez días después de un crimen de Estado brutal y premeditado, se celebró
la ceremonia inaugural de una Olimpiada en una ciudad cuyas calles temblaban al paso
de los tanques mientras en las vallas publicitarías podía leerse en una docena de idiomas
la consigna orwelliana «Todo es posible en la paz».
Como antes hemos señalado, Harry Edwards y el PODH habían tratado de
movilizar desde finales de 1967 a los deportistas negros para que no acudieran a las
Olimpiadas. Sin embargo, la exclusión de Sudáfrica de los Juegos dividió tanto a los
partidarios del boicot que Edwards decidió desconvocarlo y dejar que cada atleta eligiera
su propia forma de protesta. Algunos de ellos optaron por competir sin más para no
poner en peligro su beca y su carrera deportiva. Otros, como Tommie Smith, John Carlos,
Lee Evans, Jim Hines, Ralph Boston y Bob Beamon, es decir, todos los ases del atletismo
estadounidense, descartaron el boicot pero decidieron realizar un gesto simbólico de
protesta.
Tras finalizar la carrera de los doscientos metros, Smith y Carlos, medallas de oro y
bronce respectivamente, subieron al podio. Cuando sonaron las primeras notas del
himno nacional estadounidense y se izó la bandera, ambos atletas bajaron la cabeza y
levantaron un puño enfundado en un guante de color negro. Unas horas después,
Tommie Smith y John Carlos fueron expulsados de la Villa Olímpica, decisión que
Brundage justificó con el argumento que cabía esperar de él: «Han violado uno de los
principios básicos de las Olimpiadas: la política no desempeña ningún papel en ellas 79.»
Así pues, al presidente del COI, que en 1936 no había expresado el menor reparo ante
los saludos nazifascistas realizados en los podios de Berlín, el saludo del Black Power en
los de México 1968 se le antojó inadmisible.
Pese a que en un primer momento el Comité Olímpico Estadounidense se negó a
aceptar las sanciones impuestas a Smith y a Carlos, cuando el COI amenazó con excluir
de los Juegos a todo el equipo olímpico norteamericano, el COE no dudó en expulsar a
ambos atletas de las competiciones internacionales a perpetuidad. Al regresar a los
Algunos años más tarde, el Comité Olímpico Mexicano no dudó en agradecer al comandante del
Batallón Olimpia, general Gutiérrez Oropeza, sus «desvelos» por asegurar la celebración de los Juegos de
México.
78
Cuando se encontraba en el podio junto a las representantes soviéticas, la gimnasta checoslovaca Věra
Čáslavská también bajó la cabeza y miró para otro lado en dos ocasiones sucesivas mientras se
interpretaba el himno de la URSS. Por supuesto, el hipócrita e indecente COI no tuvo inconveniente en
tolerar su protesta ante la reciente invasión de Checoslovaquia por las fuerzas del Pacto de Varsovia. El
nuevo régimen checo, sin embargo, fue mucho menos benévolo, y no le permitió participar en
acontecimientos deportivos ni viajar al extranjero durante largos años después de la Olimpiada de
México.
79
183
Estados Unidos, además de recibir una avalancha de amenazas de muerte y de misivas
insultantes, Smith y Carlos fueron sometidos a un linchamiento mediático en toda regla:
el Los Angeles Times les acusó de hacer un «saludo de tipo nazi», el Chicago Tribune
calificó el gesto de protesta de «acto de desprecio a los Estados Unidos» e «insulto a
nuestros compatriotas» y la revista Time les reprochó transformar el credo olímpico en
«Más rabioso, más desagradable, más feo». Lo más sorprendente, sin embargo, fue que
tampoco recibieron la solidaridad ni el apoyo unánime de la «comunidad negra».
Tommie Smith, que tenía once récords del mundo en su haber, no encontró otro trabajo
que el de lavacoches en un aparcamiento. Con cuatro hijos a los que alimentar, John
Carlos sólo pudo conseguir empleos ínfimos de guardia de seguridad, jardinero o
conserje para llegar a fin de mes y hubo noches en las que tuvo que hacer leña con los
muebles de su vivienda para mantener caliente a su familia. Según declaró Carlos:
Hubo quien se mostró orgulloso, pero se trataba sólo de los más desfavorecidos. ¿Qué otra
cosa podían hacer sino mostrar su orgullo? Pero existían hombres de negocios negros y
comités políticos negros, y ni los unos ni los otros abrazaron nunca a Tommie Smith o a John
Carlos. Cuando mi mujer se quitó la vida en 1977, nunca dijeron: deja que te ayude.
Con todo, el hecho más destacado de estos Juegos no fue el gesto de los atletas
negros estadounidenses, sino que la memoria de los más de trescientos manifestantes
asesinados poco antes de la inauguración de los Juegos fuese lisa y llanamente sepultada
bajo un espeso manto de silencio cómplice internacional.
***
La revuelta generalizada que caracterizó al período 1968-1972 marcó el final del
boom económico que siguió a la reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial,
y no fue ajena a la crisis final de las políticas keynesiano-desarrollistas en el mundo
entero. Sus repercusiones se prolongaron durante algunos años más, hasta agotarse por
completo en torno a 1977.
No es de extrañar, pues, que hacia 1980 la organización de las Olimpiadas fuera
económicamente deficitaria (en los Juegos de Montreal de 1976 las pérdidas rozaron los
mil millones de dólares) ni que el movimiento olímpico estuviera inmerso en una
profunda crisis institucional. Por si esto fuera poco, existían serias discrepancias entre
el COI y las federaciones deportivas internacionales respecto al reparto de los ingresos
procedentes de los derechos de retransmisión, lo que puso de relieve la dependencia del
máximo organismo olímpico ante el medio audiovisual.
Las medidas económicas «neoliberales» aplicadas durante los mandatos de
Margaret Thatcher (1979-1990) y Ronald Reagan (1980-1989) y adoptadas en mayor o
menor medida por la gran mayoría de Estados pocos años después, se plasmaron en un
drástico recorte de las aportaciones estatales al producto social, en la extinción de las
viejas «fortalezas obreras», y en la reducción de la población trabajadora a una
situación de mayor dependencia. Las innovaciones tecnológicas, como el desarrollo de
la informática y de los medios audiovisuales, dieron paso a su vez a una nueva etapa
caracterizada por la «globalización» de las economías nacionales, el eclipse progresivo
184
de la intervención pública en la gestión económica, y una mayor autonomía e
inestabilidad de los mercados financieros internacionales.
A partir de la segunda mitad de la década de 1990, el desarrollo de las nuevas
tecnologías favoreció la expansión de los mercados financieros y propició la formación
de grandes empresas de telecomunicación, así como la fusión de éstas con las
principales cadenas audiovisuales. Sin embargo, y a diferencia del período 1945-1975, la
burbuja especulativa creada como consecuencia del agotamiento de la vieja industria
fordista, en lugar de estallar gracias al paso a una era de verdadera expansión
económica global, se fue hinchando cada vez más, sin que a los diversos boom
crediticios les siguiera en ningún momento una nueva etapa de crecimiento real.
La difusión televisada de las Olimpiadas —que empezó con la transmisión en
directo vía satélite de los Juegos de México— asentó las bases del patrocinio deportivo
moderno al posibilitar la retransmisión simultánea de competiciones en todo el mundo.
Esta innovación tecnológica, unida al ascenso de una generación de directivos
partidarios de una estrecha colaboración con las grandes empresas internacionales a la
cúspide del COI, la FIFA y otras federaciones deportivas, fue la clave de la
mundialización del deporte.
Desde su llegada a la presidencia del COI en 1980, el antiguo jerarca franquista
Juan Antonio Samaranch apostó por adaptar la «anticuada» concepción del olimpismo
a los nuevos vientos neoliberales que soplaban. Samaranch ya había tomado contacto
con los directivos de Adidas durante los Juegos de Montreal de 1976, donde éstos
presentaron ante las federaciones deportivas internacionales su multimillonario negocio
de marketing deportivo mundial con Coca Cola y la FIFA. Al año siguiente, Samaranch
fue nombrado embajador de España en Moscú, posición desde la que —con el apoyo
financiero de Adidas— colaboró con los soviéticos en la organización de los Juegos
Olímpicos de Moscú80 (1980). A cambio, los rusos garantizaron a Samaranch su voto,
los de los Estados satélites y los de sus aliados en el resto del mundo para la presidencia
del COI, y a Adidas el monopolio para sus productos en la Unión Soviética y el resto de
países europeos del bloque socialista.
Bajo el mandato de Samaranch comenzó una nueva etapa en la historia del
olimpismo: la de la transformación del COI en una gran empresa global. Tras el
batacazo económico de las Olimpiadas de Montreal (1976) y de Moscú (1980),
Samaranch dio el paso decisivo para «revolucionar» la financiación de los Juegos y
convertirlos en un negocio muy lucrativo: en 1981, el nuevo presidente del COI eliminó
el estatus amateur de los atletas de la Carta Olímpica, lo que abrió las puertas del
Según Yuri Felshtinsky, Boris Gulko, Victor Kortchnoï y Vladimir Popov, autores del libro El KGB juega
al ajedrez (The KGB Plays Chess: The Soviet Secret Police and the Fight for the World Chess Crown,
Russell Enterprises Inc., Milford, Connecticut, 2010), cuando el KGB informó el Kremlin sobre la afición
del embajador español en Moscú a coleccionar antigüedades rusas y exportarlas a España (actividad que
en la antigua Unión Soviética estaba tipificada como grave delito de contrabando) los máximos
mandatarios soviéticos encomendaron al teniente coronel Popov, responsable del departamento de
deportes del KGB, que comunicase a Samaranch que si no colaboraba con el KGB se publicarían en la
prensa ciertas informaciones que arruinarían su carrera diplomática. Samaranch, veterano trepador, optó
por evitar el escándalo y proseguir su meteórico ascenso de la mano del KGB, sin cuyo beneplácito no
habría llegado a presidir el COI en 1980.
80
185
«templo» olímpico a las empresas de marketing y a los deportistas profesionales de un
lado y otro del Telón de Acero.
Después de los Juegos de Los Ángeles (1984), que fueron las primeras Olimpiadas
costeadas de forma exclusiva por la empresa privada y las que por primera vez
obtuvieron un superávit, el Comité Olímpico Internacional se lanzó a la búsqueda de
nuevas fuentes de financiación, objetivo que se concretó en 1985, con la constitución del
TOP (The Olympic Partners) o Programa Mundial de Patrocinio de los Socios
Olímpicos, auténtica columna vertebral financiera de la mayor burocracia deportiva del
mundo. Antes de esa fecha, cualquier empresa interesada en convertirse en espónsor
oficial de unos Juegos tenía que negociar de forma separada los derechos de patrocinio
con los dos comités organizadores de cada Olimpiada, el comité nacional y el COI. De
hecho, la imposibilidad de llegar a un acuerdo entre el conjunto de comités olímpicos
nacionales había impedido hasta entonces la puesta en marcha de un programa mundial
de patrocinio similar al del Mundial de Fútbol de 1982. En lo sucesivo y gracias al TOP,
los patrocinadores obtendrían la exclusiva mundial para promocionar sus productos y
servicios durante cuatro años utilizando los símbolos, logos y siglas del COI, de los
comités olímpicos nacionales y de los comités organizadores.
Antes de ser elegido presidente de la FIFA, João Havelange se dedicó
profesionalmente al espionaje durante casi treinta años, lo que sin duda le ayudó mucho
a establecer vínculos con todo tipo de regímenes deleznables. No se sabe gran cosa de
sus actividades durante ese período, salvo que vendió armas a Sudáfrica, al Portugal de
Salazar, a Taiwán, a Angola y a Bolivia; ya en calidad de presidente de la FIFA fue
condecorado por el dictador nigeriano Sani Abaca (tras designar a su país como sede
oficial de la Copa del Mundo de Fútbol Sub-20 en 1995), así como por el carnicero en
jefe de la Junta Militar Argentina, Rafael Videla, durante la ceremonia inaugural del
Mundial de 1978.
En 1970, con el respaldo de Adidas, Havelange presentó su candidatura a la
presidencia de la FIFA, no sin antes haber tomado buena nota de los desencuentros
entre el presidente de la Federación Internacional, sir Stanley Rous, y la Confederación
Africana de Fútbol (CAF). Las desavenencias entre ambos organismos se remontaban al
año 1958, cuando la CAF anuló la afiliación de la Asociación Sudafricana de Fútbol
(FASA) por negarse a alinear un combinado multirracial para la Copa de África de
Naciones. A partir de esa fecha los Estados miembros de la CAF se esforzaron por
obtener la suspensión de la FASA en el seno de la FIFA, objetivo que lograron tres años
más tarde. La FIFA, sin embargo, concedió a dicha organización un plazo de doce meses
para rectificar su política. En el ínterin, Rous declaró que los estatutos de la FASA no
violaban de ningún modo la normativa sobre discriminación racial vigente en la FIFA y
que por tanto debían aceptarse, lo que le granjeó la enemistad de los representantes
africanos en la FIFA, y pocos años después le costó la presidencia.
Por si lo anterior fuera poco, sir Stanley consideraba que el fútbol era un deporte
fundamentalmente «europeo» en el que se toleraba gentilmente la presencia de algunos
«invitados» sudamericanos, por lo que no estaba dispuesto a permitir que las
federaciones de los demás continentes enviaran a la Copa del Mundo más de tres
equipos en total. Los nuevos países miembros del continente africano protestaron una y
186
otra vez ante la FIFA e intentaron formar un bloque para cambiar el equilibrio de poder
en el seno de la institución. Para granjearse el favor de los Estados recién incorporados
a la FIFA, durante la campaña electoral Havelange atacó el dominio europeo sobre la
federación internacional de fútbol y prometió aumentar de dieciséis a veinticuatro el
número de participantes en la Copa del Mundo. Cuatro años más tarde, en el Congreso
de Frankfurt (1974), los treinta y siete votos de los delegados africanos inclinaron la
balanza a su favor. Adidas no sólo había conseguido que el brasileño se hiciera con la
presidencia de la FIFA, sino que además había logrado que uno de sus antiguos
empleados, Joseph Blatter, fuera nombrado secretario general de la asociación.
La colaboración entre Adidas y Havelange no terminó ahí. Para contar de nuevo
con el voto de los países del Tercer Mundo y garantizar su reelección como presidente
de la FIFA en 1982, el brasileño tenía que cumplir su promesa de ampliar de dieciséis a
veinticuatro el número de equipos participantes en el Mundial. Sin embargo, dado que
el comité organizador del Campeonato del Mundo de España 1982 sólo tenía previsto
que concurrieran dieciséis selecciones nacionales y no disponía de fondos suficientes
para cubrir los gastos de equipos adicionales, el problema de la financiación fue
resuelto por Adidas (en 1998 se fijó el número actual de equipos participantes en treinta
y dos).
Durante el último cuarto del siglo XX, la FIFA y el COI se convirtieron en
paradigmas de la globalización al ser las primeras instituciones internacionales en poner
en entredicho la soberanía nacional de los Estados. El poder político real de ambas
asociaciones deportivas internacionales es tal que las discrepancias entre cualquiera de
sus instancias y los organismos jurídicopolíticos de los Estados se resuelven en el marco
jurídicoy legal que rige ambas organizaciones, sin que admitan la injerencia de poderes
judiciales nacionales o internacionales. Es más, cuando las diferencias entre una de
estas asociaciones y un Estado desembocan en un conflicto abierto, se moviliza al
conjunto de la organización para poner contra las cuerdas a ese Estado recurriendo a
presiones y amenazas que van desde las sanciones hasta la exclusión de las
competiciones internacionales.
Por lo demás, cualquier país que aspire a organizar una competición internacional
debe someterse sin rechistar a las exigencias de la FIFA o del COI aprobando, en su
caso, las medidas legislativas pertinentes. En el año 2006, por ejemplo, el parlamento
sudafricano otorgó a la Copa del Mundo de 2010 el estatus de «acontecimiento
protegido» sujeto a una legislación específica que reconoce a la FIFA como un Estado
soberano en los alrededores de cualquier estadio sudafricano.
Para garantizar el cumplimiento de sus ancestrales preceptos sobre el carácter
intolerable de todo tipo de manifestación política en cualquier ámbito o espacio
olímpico, tras los Juegos de Moscú (1980) y de Los Ángeles (1984), boicoteados
respectivamente por los Estados Unidos y la Unión Soviética, el COI decidió «blindarse»
de una vez por todas contra los boicots organizados por Estados. En lo sucesivo bastaría
con hacer financieramente responsables de las pérdidas económicas a los países
boicoteadores y negarse a invitarlos a las siguientes Olimpiadas. (Desde 1988 ningún
Estado ha boicoteado unos Juegos.) Asimismo, y para reducir a su mínima expresión los
efectos de cualquier forma de oposición popular, en 2002, con ocasión de la Olimpiada
187
de Salt Lake City, se establecieron por primera vez áreas específicas destinadas a
albergar protestas toleradas, limitadas y vigiladas. A las autoridades olímpicas chinas les
sedujo tanto esta iniciativa que la adoptaron durante los Juegos de Pekín, añadiéndole
innovaciones de su propia cosecha, como la obligación de obtener un permiso oficial de
protesta y proporcionar los nombres de todos y cada uno de los asistentes al «acto de
protesta».
La burocracia deportiva internacional ejerce tal poder que a sus máximos
representantes sólo les falta gozar de rango diplomático, y son muchos los países en los
que se les recibe con honores reservados a jefes de Estado. A Havelange, por ejemplo, se
le impusieron más de trescientas condecoraciones durante su mandato (1974-1998),
entre ellas las de Caballero de la Legión de Honor de Francia, Comandante de la Orden
de Don Enrique de Portugal, Caballero de la Orden Vasa de Suecia, la Orden al Mérito
Deportivo de Brasil y la Gran Cruz de Isabel la Católica en España. (En 1989 la FIFA
llegó incluso a proponerle para el Premio Nobel de la Paz, y se rumorea que no tardarán
en volver a intentarlo con Blatter). En cierta ocasión, cuando un periodista británico del
Times preguntó a Havelange si como presidente de la FIFA se sentía el hombre más
poderoso del mundo, éste le contestó:
He ido a Rusia dos veces, invitado por el presidente Yeltsin. He estado en Polonia charlando
con su presidente. En la Copa jugada en Italia en 1990 me entrevisté tres veces con el Papa.
Cuando voy a Arabia Saudita, el rey Fahd me da una espléndida bienvenida. En Bélgica tuve
una entrevista de una hora y media con el rey Alberto. ¿Creen ustedes que un jefe de Estado
le dedica todo ese tiempo a cualquiera? Eso es respeto. Eso es poder. Puedo hablar con
cualquier presidente, pero les aseguro que ellos hablarán con su homólogo en iguales
condiciones. Ellos tienen su poder y yo tengo el mío: el poder del fútbol, que es el poder más
grande
que
existe.
[«Havelange
presidente,
Joao
al
poder»
http://todoslosmundiales.com.ar/mundiales/1974alemania/historias/0001_joao_havelan
ge.htm]
***
El deporte es, sin duda, una de las puntas de lanza de un proceso planetario de
etnocidio que, desde hace unos años, suele arroparse con los colores del
multiculturalismo. En realidad esto no debería de extrañar a nadie, pues el
multiculturalismo, por mucho que se escude tras eslóganes del tipo «el mundo no es una
mercancía», tiene poco o nada que ver con la defensa de la diversidad cultural, y mucho
con la mundialización total del comercio. Por lo demás, y en contra de lo que a primera
vista pudiera parecer, la religio athletae no es portadora del sello distintivo de una
cultura particular, la angloamericana, por ejemplo, que se hubiera impuesto sobre todas
las demás; muy al contrario, encarna el espíritu homogeneizador de un capitalismo
«puro», cada vez más emancipado de cualquier vestigio de las antiguas culturas
nacionales, que tiende a suprimir todos los límites consuetudinarios, morales, o legales,
188
y todas las ideas o movimientos sociales que pudieran estorbar el asentamiento de un
neototalitarismo capitalista global81.
Dicho esto, y antes de verter lágrimas de cocodrilo por la disolución de las antiguas
culturas nacionales burguesas —pues es por la pérdida de éstas por la que suele llorarse,
no por la extinción de los pocos restos de culturas precapitalistas que quedan en el
mundo— a manos del imparable avance de la globalización, conviene recordar que éstas
surgieron a su vez de un proceso de destrucción de la diversidad cultural que se
prolongó durante varios siglos. A lo largo de este proceso, el Estado moderno,
obedeciendo a los imperativos de la circulación mercantil y de la formación de un
«cuerpo político» constituido por ciudadanos «libres e iguales» ante la ley, uniformizó
la lengua escrita y hablada de los habitantes de cada «nación», suprimió los dialectos y
las tradiciones locales e implantó un sistema general de educación pública. (Por lo
demás, en su clásico estudio sobre el etnocidio, el antropólogo Pierre Clastres demostró
que el secreto de la disposición etnocida de la «civilización occidental» hacia otras
culturas no era otro que la disposición etnocida hacia la suya propia, pues su régimen
económico, el capitalismo, ya sea «privado» o de Estado, es «espacio sin lugares en
cuanto que es negación constante de los límites, espacio infinito de una permanente
huida hacia delante» [P. Clastres 1981: 63]).
Al supeditar la cultura a la mercancía y transformarla en un cúmulo de «bienes
intelectuales y espirituales», la sociedad burguesa, tras heredar del pasado el vasto
legado de la cultura occidental, a la que dio una forma propia y más elaborada, la
convirtió al mismo tiempo en un símbolo de identidad que servía para distinguirse de
quienes se oponían a ella, ya fuesen proletarios rebeldes o minorías étnicas insumisas, y
al mismo tiempo en un criterio de integración en la sociedad «civilizada». A su vez, esto
sometió a la cultura burguesa a un proceso acelerado de desgaste y crítica interna, pues
en la medida en que fuera auténtica cultura, sólo podía desembocar en la crítica
despiadada de la sociedad de la que había emanado o en el patrocinio de mentiras
apologéticas e impotentes. De ahí que acabase por quebrar y se viera sustituida y
desplazada poco a poco por una «cultura de masas», que también actuó como un
poderoso vector de destrucción de culturas locales antes de llegar al estado de quiebra
total en el que se encuentra en la actualidad.
A comienzos del siglo XXI, este proceso de homogeneización del planeta, que dio
sus primeros pasos durante la era del imperialismo y que durante largo tiempo se
consideró como un proceso de imposición de unas culturas sobre otras, ha
«En 1967 distinguí dos formas sucesivas y rivales del poder espectacular, la concentrada y la difusa. Una
y otra planeaban por encima de la sociedad real como su meta y su mentira. La primera, que colocaba en
un primer plano la ideología resumida en torno a una personalidad dictatorial, había acompañado a la
contrarrevolución totalitaria, tanto la nazi como la estalinista. La otra, que incitaba a los asalariados a
escoger libremente entre una gran variedad de mercancías nuevas que rivalizaban unas con otras,
representa aquella americanización del mundo que en algunos aspectos espantaba, pero también seducía
a los países en donde se habían conservado durante más tiempo las condiciones de las democracias
burguesas de tipo tradicional. Desde entonces se ha venido constituyendo una tercera forma, por
combinación equilibrada de las dos precedentes y sobre la base general del triunfo de la que se había
mostrado más fuerte, la forma difusa. Se trata de lo espectacular integrado, que hoy tiende a imponerse
en el mundo entero.» [G. Debord 1999: 19-20]
81
189
«progresado» tanto que las diferencias culturales entre naciones amenazan con
convertirse en un futuro no muy lejano en vestigios de un remoto pasado (cuando no en
reclamos identitario-publicitarios o en simples curiosidades museístico-antropológicas).
A pesar de que en el mundo contemporáneo todavía subsiste una diversidad cultural
considerable, la presión económica de la globalización corroe sin cesar todas las
tradiciones y costumbres refractarias a los imperativos de una producción que no tiene
otra meta que ampliarse sin límite ni freno alguno82.
En consecuencia, los argumentos «culturales» tradicionalmente esgrimidos por los
apologistas del nacionalismo ya ni siquiera se sostienen en el terreno de las apariencias,
pues en un época en la que los países se convierten en «marcas», el sustrato más o
menos folclórico de «tradiciones y costumbres» con las que todos los nacionalismos
aderezan su mercancía ideológica se disgrega a pasos agigantados a la vez que el
«sentimiento patriótico» se reduce cada vez más a una identificación irreflexiva, entre
patológica y pavloviana, con el fetiche-nación, convertido en una simple marca cuyo
triunfo en la competencia contra las demás obedece a un imperativo tan simple como
tautológico:
Cada mercancía determinada lucha por sí misma, no puede reconocer a las demás y pretende
imponerse en todas partes como si fuera la única. El espectáculo, pues, es el canto épico de
esta confrontación a la que ninguna caída de Troya podría poner fin. El espectáculo no canta
a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones. En esta lucha ciega, cada
mercancía, persiguiendo su pasión, de hecho realiza en la inconsciencia algo más elevado: el
devenir mundo de la mercancía, que es también el devenir mercancía del mundo. Así, por
una astucia de la razón mercantil, lo particular de la mercancía se desgasta combatiendo,
mientras que la forma-mercancía va hacia su realización absoluta. [G. Debord 1995:37]
En ningún ámbito se constata de forma tan abrumadora este proceso de
aculturación como en el mundo del deporte, pues no cabe duda de que pronto estará
desprovisto de sentido hablar, por ejemplo, de «fútbol nacional», pues al igual que los
automóviles o los electrodomésticos actuales, los equipos están compuestos por
«piezas» fabricadas en distintos puntos del planeta.
Cuando se trata de batir récords en materia de etnocidio, son pocos los Estados
capaces de rivalizar con la China contemporánea. Con la excepción del vandalismo
cultural deliberado y sistemático desencadenado con furioso ímpetu modernizador
durante la Revolución Cultural 83 (1966-1976), posiblemente no haya habido en la
«El fermento de toda cultura hay que buscarlo en una tradición codificada de reciprocidad, sustrato de
una relación social igualitaria que se oculta tras la infinita complejidad de los usos y costumbres de un
pueblo o una etnia.» [Y. Delhoysie, G. Lapierre 2008: 390]
83 En el transcurso de los diez años que duró la Revolución Cultural, se destruyó y se saqueó un
patrimonio cultural milenario representado por templos, mezquitas, monasterios y cementerios de todas
las confesiones, so pretexto de que constituían la raíz del «pensamiento antiguo». Por supuesto, gran
parte de lo saqueado se vendió después en el extranjero de forma clandestina. La Revolución Cultural
también tuvo efectos devastadores sobre las minorías étnicas: en el Tíbet se destruyeron más de seis mil
templos budistas —a menudo con la complicidad de los Guardias Rojos tibetanos locales— y en Xinjiang
se quemaron Coranes y se vejó públicamente a los imanes musulmanes. («La tarea esencial del
comunismo consistió en deshacer el tejido social de las antiguas solidaridades, deteriorar las relaciones
entre las personas, y gangrenar las culturas existentes.» [Y. Delhoysie, G. Lapierre 2008: 383])
82
190
historia moderna de China otro acontecimiento de mayor impacto etnocida que la
modernización capitalista emprendida por el gobierno de Deng Xiaoping a finales de
1978 y proseguida inexorablemente hasta el día de hoy.
Antes de que en julio de 2001 se adjudicara la XXIXª Olimpiada a Pekín, las
autoridades deportivas y el gobierno de la República Popular esgrimieron en defensa de
la capital china como sede de los Juegos el argumento de que la designación de Pekín
contribuiría a hacer respetar los derechos humanos en general y los de las minorías en
particular. Eso no impidió, sin embargo, que en los tres meses previos a la aprobación
de la candidatura china se ejecutara a más de mil setecientos «delincuentes», no sin ser
sometidos al ritual final de la humillación pública en los estadios antes de remitir la
correspondiente factura de bala a sus familias.
Ni que decir tiene que en cuanto el COI confió a la capital china la organización de
los Juegos, las escasas concesiones temporales hechas en materia de represión de la
disidencia y de las minorías étnicas se esfumaron de la noche a la mañana. En Pekín las
autoridades se cebaron con las minorías tibetana y uigur (una minoría étnica
musulmana de lengua túrquica de la provincia noroccidental de Xinjiang). Unos meses
antes del comienzo de las Olimpiadas, y mientras se reprimían brutalmente las protestas
conmemorativas del fallido levantamiento tibetano de 1959, se clausuraron decenas de
restaurantes musulmanes en Pekín. La represión también se ensañó de forma especial
con Falun Gong84. Al parecer, dos terceras partes de los entre tres y seis millones de
presos de los laogai, los «campos de reeducación a través del trabajo» chinos,
pertenecen a este grupo, que sirve de fuente principal del lucrativo comercio de
trasplante de órganos vivos de la República Popular China.
Mientras el gobierno chino intensificaba el acoso político a las minorías y el control
social sobre el conjunto de la población, la alcaldía de Pekín se esforzaba por poner a
punto la imagen de una ciudad limpia y moderna. Con ese pretexto se invirtieron
enormes sumas en la construcción de edificios de diseño como el Estadio Olímpico, el
nuevo Teatro Nacional o la sede de la televisión pública CCTV, obras que generaron una
enorme especulación inmobiliaria y los consiguientes actos de resistencia ante los
desalojos. A la carrera por edificar se sumó el afán por ensanchar unas vías urbanas que
no habían sido concebidas para la circulación automovilística: ¡por fin el coche reina en
Pekín! (Entre 1995 y 2010, el parque automovilístico de la capital china pasó de un
millón de vehículos a cuatro millones y medio.) Para cumplir sus objetivos, las
autoridades municipales pequinesas no dudaron en destruir barrios enteros ni en
expulsar a los residentes del centro de la ciudad en el marco de un proceso de
A finales de la década de 1990, Falun Gong llegó a contar con casi cien millones de adeptos procedentes
de todas las capas sociales chinas, incluyendo a altos cargos del Partido, el ejército y la policía. Al publicar
en 2004 el panfleto Nueve comentarios sobre el Partido Comunista Chino, Falun Gong traspasó la
frontera, relativamente inocua, de la reivindicación de «la verdad, la compasión y la tolerancia»,
inmiscuyéndose en el territorio exclusivo del Partido —la ideología— y postulándose de facto como una
organización política de relevo. Para un régimen totalitario en el que el dogma oficial sólo puede ser
modificado por el vértice político supremo, aquello fue la gota que colmaba el vaso. Por lo demás, Falun
Gong reivindica el regreso a los valores tradicionales de un budismo ultraconservador y elitista. [Véase
Hsi hsuan-wou y Ch. Reeve, China blues: voyage au pays de l’harmonie précaire, Éditions Verticales
2008]
84
191
urbanización salvaje en el que los bulldozer arrasaron gran parte de los cuatro mil
quinientos hutongs (callejuelas en las que las viviendas dan a un patio cuadrado) que
conformaban el casco antiguo de Pekín y que en su mayoría fueron construidas en los
alrededores de la Ciudad Prohibida durante las dinastías Yuan (1279-1368), Ming (13681644) y Qing (1644-1911).
Por supuesto, el «gigante asiático» no es el único Estado moderno que aprovecha
la celebración de grandes competiciones internacionales en su territorio para
intensificar la represión y el expolio de su población, ajustar cuentas con movimientos
de oposición molestos o proceder a reordenar el espacio urbano en detrimento del
patrimonio cultural mientras reitera sin cesar por todos sus altavoces propagandísticos
que todas esas medidas son sacrificios imprescindibles para acceder a una sociedad más
moderna, más justa y más abierta.
En 1995, un año después de que el Congreso Nacional Africano (CNA) ganara las
elecciones, Nelson Mandela sorprendió al mundo entero personándose en la final del
Mundial de Rugby ataviado con la camiseta de los Springboks, equipo sudafricano de
rugby hasta entonces considerado como uno de los buques insignia del apartheid, como
símbolo de la reconciliación entre blancos y negros en la nueva Sudáfrica. Al año
siguiente, el CNA abandonó el programa económico keynesiano con el que había llegado
al poder y abrazó en su lugar el programa GEAR (siglas de Growth Employment And
Redistribution, es decir, «crecimiento, empleo y redistribución») apadrinado por el
FMI. El consiguiente «crecimiento económico» acarreó la expulsión de miles de
sudafricanos pobres de sus viviendas, una tasa de desempleo del cuarenta por ciento, la
privatización y el aumento de los precios de servicios básicos como el agua o la
electricidad, y cortes masivos del suministro a diez millones de familias por impago de
las facturas.
No es de extrañar, por tanto, que en 1999, 2000 y 2001 se sucedieran en toda
Sudáfrica levantamientos y revueltas contra los desalojos y los cortes de suministros.
Cuando volvieron a repetirse en 2005, estas movilizaciones dieron nacimiento a
Abahlali baseMjondolo (AbM), un movimiento autoorganizado y autónomo de
shackdwellers («chabolistas») que surgió en la ciudad costera de Durban y que en la
actualidad tiene decenas de miles de seguidores en más de cuarenta asentamientos de
toda Sudáfrica. AbM, que se ha negado desde su fundación a participar en política
partidista y boicotea las elecciones generales al grito de “No Land! No House! No Vote!”,
surgió y se desarrolló al margen de las iniciativas y el control político de las ONGs
izquierdistas, y se ha negado a colaborar con algunas de ellas, como Social Movements
Indaba (SMI), a la que acusa de utilizar a los movimientos sociales en función de sus
propios objetivos y de no dialogar con aquellos a los que se arroga el derecho de
representar. El movimiento de los shackdwellers se basa en el principio de que todo
aquel que vive en un asentamiento tiene pleno derecho a participar en la vida pública
del mismo con independencia de su procedencia: en otras palabras, los sudafricanos
pobres han ido reconstruyendo «un esbozo de cultura en un mundo devastado» [Y.
Delhoysie, G. Lapierre 2008:390]. (A ese respecto, han acuñado un lema muy
significativo: We are not Africans, we are the poors!). Como declaró el presidente del
movimiento, S’bu Zikode:
192
Por lo visto, a todos aquellos que se dedican al negocio de hablar en nombre de los pobres, ya
sea desde el Estado o desde la izquierda, les perturba por igual que los pobres asuman el
derecho de hablar y actuar en su propio nombre. [S. Zikode 2006]
El carácter internacionalista e igualitario de AbM volvió a ponerse de manifiesto de
nuevo durante la ola de xenofobia desatada contra inmigrantes de Malawi, Zimbabwe y
Mozambique en los asentamientos sudafricanos en mayo de 2008, ante la pasividad
general de las autoridades locales y de la policía, cuando el movimiento movilizó con
éxito a sus seguidores para impedir ataques en los asentamientos donde AbM tenía
arraigo, además de evitar que se produjeran en otros y acoger a los que huían de las
persecuciones.
Desde entonces, el CNA —tras constatar el fracaso de la estrategia consistente en
retirar o limitar servicios como el suministro de agua, electricidad o la recogida de
basuras— contra el número todavía escaso pero en constante aumento de «zonas
prohibidas» que no controla, ha pasado de las denuncias de la «cultura del impago» y de
los «elementos criminales» manipulados por servicios secretos extranjeros, a intentos
de destrucción directa de asentamientos y a expediciones de castigo como la que tuvo
lugar en septiembre de 2009, cuando unos cuarenta militantes locales del CNA,
armados con cuchillos y pistolas, asaltaron una reunión de la sección juvenil de Abahlali
baseMjondolo en Durban. Existen indicios, además, de que en caso de desarrollarse un
movimiento de oposición social importante, el CNA está dispuesto, al igual que su
siniestro vecino de Zimbabwe, Robert Mugabe, a incitar al racismo contra la población
blanca con tal de perpetuarse en el poder.
La celebración en Sudáfrica de la Copa del Mundo 2010 ha proporcionado al CNA
un pretexto ideal para acelerar las políticas neoliberales adoptadas en 1996 y legitimar
una avalancha de reconversiones urbanísticas y operaciones especulativas que en otras
circunstancias habrían topado con una oposición decidida y frontal. Miles de
sudafricanos de todas las ciudades donde se disputaron los partidos del Mundial fueron
expulsados de sus viviendas y obligados a trasladarse a improvisadas chabolas para
hacer sitio a la construcción de estadios. Al mismo tiempo, el gobierno sudafricano
destinó casi diez mil millones de dólares a la construcción de infraestructuras de
transporte de lujo para mejorar las comunicaciones entre los suburbios acomodados de
Johannesburgo y de Pretoria, cuando los habitantes de los asentamientos y los del sur
de Johannesburgo siguen sin disponer de una red de transporte público eficaz.
Asimismo, a lo largo de todas las rutas que conducen a los estadios, la FIFA impuso —
por medio de sus propias fuerzas parapoliciales— normas que proscribían toda venta
ambulante que no fuera la de los patrocinadores oficiales. Como cabe suponer, Abahlali
baseMjondolo ha denunciado públicamente el papel desempeñado por el Mundial en el
marco de esta ofensiva contra los pobres de Sudáfrica:
Ahora mismo en nuestro país, el Mundial despierta verdadera euforia. La gente que nos
vendió el Mundial nos dijo que traería empleos y el fin de la vida en las chabolas. Mentían.
Hay menos empleos y más chabolas que cuando nos dijeron esas cosas. Los pobres no se
beneficiarán del Mundial. Cuando el Mundial termine seguiremos viviendo en chabolas y
193
«campamentos provisionales». Nuestro gobierno nos ha vendido, a nosotros y a nuestro país,
a la FIFA. Nuestro gobierno también ha utilizado a la FIFA como herramienta para seguir
atacando a los pobres. En estos momentos los vendedores callejeros y los vigilantes de
seguridad lo están pasando muy mal. Todo el dinero gastado en el Mundial, todos esos
billones, es dinero que debería haber ido a parar a los pobres. El Mundial debería de haberse
organizado con los pobres y para beneficiar a los pobres. Tendrían que haberse construido
casas para alojar a los equipos y a las aficiones que después podrían haberse entregado a los
pobres. En lugar de eso, lo convirtieron en un Mundial de los ricos y para los ricos. [Carta a
nuestros camaradas alemanes, 19 de junio de 2010 http://www.abahlali.org/node/7106]
Al igual que las Olimpiadas de Pekín, el Mundial de Sudáfrica se ha celebrado en
un país presidido por una casta política armada hasta los dientes contra su propia
población y que ha aprovechado a fondo la ocasión que se le brindaba para aprobar
nuevas leyes y poner a prueba nuevos mecanismos y tecnologías de control social, así
como para dar una formación intensiva al personal militar y de las empresas de
seguridad privada. A partir de marzo de 2010, con la excusa de la presunta falta de
efectivos policiales causada por la celebración de la Copa del Mundo, se comenzó a
prohibir sistemáticamente toda protesta. A comienzos del mes de mayo, el South
African Police Service (SAPS) envió una circular a muchos municipios para que no
autorizasen manifestación ni marcha reivindicativa alguna durante la Copa del Mundo.
Esto supuso que desde varios meses antes del Mundial, algunas regiones de Sudáfrica
estuvieran sometidas a un estado de emergencia no declarado y además ilegal, pues la
ley que regula el derecho de manifestación no contempla la posibilidad de que las
autoridades policiales se arroguen una competencia que corresponde al parlamento y
que en principio no puede tener una duración superior a veintiún días.
En lo que se refiere a la supuesta falta de medios alegada por el SAPS para
justificar esta prohibición, cabe señalar que con el pretexto de evitar que los
delincuentes se aprovecharan de la celebración del Mundial, se reclutaron cuarenta y
cuatro mil policías más, sin contar los cuerpos de seguridad no estatales; además, en
mayo de 2010 las fuerzas de seguridad realizaron un desfile de exhibición de su nuevo
arsenal de vehículos blindados y cañones de agua por las calles del distrito financiero de
Johannesburgo. A ese respecto, el testimonio de Jérôme Valcke, secretario general de la
FIFA, no podría ser más elocuente:
El jefe de la policía vino a darme las gracias, y me dijo que sin la Copa del Mundo nunca
habría obtenido presupuesto para tener más helicópteros, sistemas de protección submarina
y terrestre de fronteras, fusiles de asalto y francotiradores. [P. Vassort 2010]
194
EPÍLOGO
En el discurso de apertura que pronunció en el Congreso Olímpico de Praga
(1925), el barón de Coubertin definió la esencia del deporte como «un espíritu ferviente
en un cuerpo fornido» (mens fervida in corpore lacertoso). El rendimiento a ultranza al
que rinde culto el credo coubertiniano presupone la «libertad del exceso», que según el
fundador del olimpismo constituye la principal razón de ser del deporte y «el secreto de
su valor moral85». No obstante, tuvo que transcurrir casi un siglo para que lo absurdo de
este «núcleo duro» de la ideología deportiva quedara plenamente de manifiesto.
La «fabricación de campeones», que empezó siendo un modesto oficio artesanal y
pasó luego a ser una profesión muy lucrativa, se ha convertido desde hace ya mucho
tiempo en una gran industria que depende de centros deportivos experimentales,
laboratorios especializados e institutos de investigación financiados por centros de
poder político y financiero. En estos laboratorios e institutos desempeñan su peculiar
labor los titulados en medicina deportiva, especialidad cuyos orígenes no parecen haber
hecho correr demasiada tinta.
A los primeros médicos occidentales que comenzaron a interesarse por el deporte
les atraía más conocer el funcionamiento de un organismo humano saludable que
averiguar cómo repararlo en un tiempo «récord» o desarrollar aplicaciones prácticas de
sus descubrimientos destinadas a mejorar el rendimiento deportivo. Es más, hasta
finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, en muchos países el estamento médico se
significó por pronunciarse públicamente sobre los peligros asociados al deporte y por
exigir de forma reiterada cambios en los reglamentos que garantizasen la seguridad de
los deportistas.
A partir de la década de 1920, sin embargo, la profesión médica, sin abandonar los
llamamientos a la moderación, empezó a modificar sus parámetros y a elaborar teorías
en las que el «cuerpo atlético» se consideraba como un modelo de «salud» y «bienestar
nacional». Asimismo, la generalización del deporte-espectáculo y la progresiva
transformación de los atletas en activos valiosos para los Estados y los clubes
comenzaron a hacer de las lesiones y de su tratamiento una cuestión apremiante, dado
que podían obligar a un atleta a perderse encuentros o a poner fin a su carrera
deportiva, con las consiguiente pérdidas económicas o de prestigio político.
Tanto la «ciencia del deporte» en general como la medicina deportiva en particular
comenzaron su andadura en la Alemania de la década de 1920, y fueron médicos
alemanes los que organizaron, durante las Olimpiadas de Invierno de St. Moritz (1928),
el primer congreso de medicina deportiva, del que surgió la Association Internationale
Médico-Sportive, la antecesora de la actual Fédération Internationale Médico-Sportive,
fundada en 1934.
Sin embargo, la medicina deportiva no se internacionalizó del todo hasta los
primeros años de la Guerra Fría. Los sorprendentes resultados obtenidos por la Unión
«La tendencia del deporte hacia el exceso […] he aquí su característica psicológica por excelencia.
Aspira siempre a más velocidad, más altura, más fuerza… siempre más. Ésa es su desventaja, obviamente,
desde el punto de vista del equilibrio humano. Pero es también su nobleza e incluso su poesía.» [P.
Coubertin 1935: 7]
85
195
Soviética en las Olimpiadas de Helsinki (1952) llevaron a los especialistas británicos y
estadounidenses a estudiar las causas del «éxito deportivo» así como los efectos de
diversas drogas sobre el rendimiento, pues en este terreno los soviéticos, inspirados por
las investigaciones farmacológicas alemanas llevadas a cabo durante el período de
entreguerras, les habían tomado la delantera. También fue en esa época cuando, tras la
fundación de la British Association of Sports and Exercise Medicine (1953) y del
American College of Sports Medicine (1954), se inició un proceso de institucionalización
cada vez mayor de esta nueva disciplina, que no tardaría en ser reconocida por los
organismos deportivos nacionales e internacionales.
El proceso de difusión internacional de la medicina deportiva se aceleró todavía
más a partir de 1970, pues los deportistas empezaron a consumirla en masa en cuanto
dejó de estar condicionada por concepciones médicas acerca del bienestar del atleta, y
comenzó a ofrecerse expresamente como un medio de mejorar el rendimiento de los
deportistas y restablecer con rapidez su condición física en caso de lesión 86 . Hace
mucho, en cualquier caso, que la misión de los médicos deportivos ha dejado de ser
velar por la salud de los competidores para ocuparse fundamentalmente del
mantenimiento y la puesta a punto del «cuerpo deportivo». Con la medicina deportiva
sucede, en cualquier caso, algo parecido a lo que ocurre con la investigación científica en
el ámbito militar: pese a que no cabe duda de que se realizan muchos descubrimientos
valiosos que luego podrían tener valiosas aplicaciones «civiles», su objetivo
También es en torno a esta época, en el marco social de la «revolución conservadora» reaganiana,
donde hay que situar el paso de un concepto masificado y «productivista» del deporte a una ideología
neohigienista y pseudohedonista del «cuidado de sí» en la que el cuerpo aparece como un capital humano
cuyo buen funcionamiento debe vigilarse constantemente y contra cuyo deterioro ha de lucharse por
medio de un permanente reciclaje dietético, terapéutico y quirúrgico.
No cabe duda de que la preocupación por la salud desempeñó un papel importante en este proceso,
dada la creciente conciencia del deterioro del estado físico de la mayor parte de la población occidental,
que los medios de comunicación difundieron sin cesar a partir de finales de la década de 1970 publicando
una avalancha de informaciones sobre el aumento de las enfermedades cardíacas, pulmonares y
circulatorias y presentando las actividades físicas como una especie de medicina preventiva capaz de
suplir en parte las limitaciones de la medicina moderna.
La «locura del fitness» tiene tanto o más que ver con el deseo de encarnar imágenes como con la salud
propiamente dicha, en un época en que la «cultura de la imagen», los eslóganes publicitarios y las tasas
de divorcio en aumento convertían el cuidado y la exhibición continua del cuerpo en un elemento
fundamental del atractivo personal. Así pues, los medios de comunicación y la industria del músculo
difundieron imágenes de musculaturas tonificadas, hipertrofiadas y quirúrgicamente alteradas que
elevaban a símbolos de bienestar, la industria del músculo y de la salud especulaba con la inseguridad y
las expectativas individuales.
Esta gigantesca explosión de narcisismo no dejó de tener, por lo demás, su dimensión «colectiva»: las
grandes empresas tomaron buena nota de que «estar en forma» aumentaba la productividad, reducía el
absentismo, facilitaba el reclutamiento y la retención de personal y elevaba la moral («Proporciona a la
empresa entera un espíritu de equipo», según Malcolm Forbes, editor de la revista Forbes). En
consecuencia, cientos de ellas instalaron gimnasios en sus instalaciones o suscribieron contratos con
gimnasios locales para fomentar el ejercicio entre sus empleados, o cuando menos entre los directivos.
Asimismo, el auge de los «deportes de riesgo» sugirió a las empresas la idea de recurrir a ellos como un
medio de formar a sus cuadros directivos y enseñarles a tomar decisiones de riesgo individual, o incluso,
en ocasiones, para motivar al conjunto de trabajadores de una empresa.
86
196
fundamental no es ese y sus hallazgos están lejos de estar a disposición de todo el
mundo.
A pesar de todos estos «progresos», en la actualidad los deportistas de élite y sus
preparadores no tienen otro remedio que recurrir de forma generalizada al doping. A
finales del siglo XIX y comienzos del XX, la forma de doping habitual era el consumo de
estimulantes como la cafeína, el alcohol, la nitroglicerina, la cocaína, la estricnina o el
éter. La primera «muerte deportiva» asociada al doping fue la del ciclista galés Arthur
Linton, que falleció dos meses después de haber ganado la carrera París-Burdeos en
1886 como consecuencia de una crisis de fiebre tifoidea inducida por una sobredosis de
cafeína y estricnina. En 1904, el vencedor de la maratón de los Juegos Olímpicos de St
Louis, el estadounidense Thomas Hicks, estuvo a punto de morir al llegar a la meta a
consecuencia de una ingesta de brandy y estricnina. Por lo demás, estos ejemplos bastan
para demostrar de forma irrefutable que incluso en la «era dorada» del deporte
amateur, el deseo de vencer a toda costa era lo suficientemente adictivo como para
prevalecer sobre las cacareadas consideraciones éticas, tan caras a los ideólogos del
deporte, sin necesidad alguna de que el dinero interviniera como factor «exógeno» de
corrupción87.
Durante la década de 1930 aparecieron los primeros estimulantes anfetamínicos,
que en principio tenían como destinatarios a los soldados en misiones de combate y que
se convirtieron en la droga favorita de los deportistas en el transcurso de las décadas de
1940 y 1950. El primer caso conocido de «muerte deportiva» por consumo de
anfetaminas fue el del ciclista Knud Jensen durante las Olimpiadas de Roma (1960). En
aquel entonces, sin embargo, y pese a que la mayoría de sustancias comúnmente
utilizadas por los competidores ya eran detectables desde 1960, el COI carecía todavía
de reglamentación antidoping, pues consideraba que el doping era un mal exclusivo del
deporte «profesional».
La organización de la Olimpiada de México ya contó con la elaboración de una lista
de sustancias prohibidas. Sin embargo, los pobres resultados de las pruebas de
detección llevadas a cabo en esos Juegos y en los de Munich (siete descalificaciones por
uso de efedrina y anfetaminas) no hicieron sino evidenciar que los deportistas habían
pasado a emplear fármacos que no figuraban en la lista o que todavía no eran
detectables. Ese era el caso de los esteroides anabolizantes, cuyo uso, sin embargo, no
había dejado de aumentar desde la década de 1950, tanto entre los deportistas de un
bloque como entre los del otro, y que no fueron añadidos a la lista hasta el año 1973,
cuando se diseñó la tecnología capaz de detectarlos. No obstante, esto simplemente
«Incluso entre quienes son conscientes de las fatales consecuencias del desarrollo del deporte,
predomina la tendencia a separar el deporte «profesional» del deporte amateur para salvar al deporte en
tanto método pedagógico. En lugar de considerarlo como un modelo de valores institucionalizado y un
producto histórico concreto que, en su forma originaria, corresponde a la ideología del capitalismo liberal,
proclaman que el deporte es una proyección idealizada de valores humanos universales y, por
consiguiente, que se trata del desafío «humanista» supremo. De ese modo se aproximan al punto de vista
de Coubertin, Baillet-Latour, Diem, Brundage y otros fervientes defensores del deporte amateur —los
ideólogos más militantes y reaccionarios del capitalismo—, para los que el significado pedagógico
principal del deporte residía en su valor “moral”.» [L. Simonović, D. Simonović 2007]
87
197
provocó la vuelta de la testosterona, que siguió siendo indetectable hasta los Juegos de
Montreal (1976).
Al otro lado del telón de acero, los Estados soviético y germanooriental
planificaron el doping desde mediados de la década de 1950. Mil ochocientos científicos
de la RDA experimentaron durante una década hasta obtener, en 1961, un esteroide
propio, el Oral Turinabol, destinado exclusivamente al consumo de los deportistas de la
RDA. En 1965 la empresa farmacéutica estatal Jenapharm sintetizó el Oral Turinabol, y
al año siguiente se puso en marcha un programa de doping patrocinado por el Estado
para preparar a los atletas de Alemania Oriental para las Olimpiadas de México.
Hacia 1973, el COI ya estaba desarrollando nuevos procedimientos de control que
hicieron temer al gobierno de la RDA que algunos de sus atletas de mayor éxito
pudieran dar positivo en las pruebas, por lo que en 1974 se puso en marcha un
programa secreto directamente supervisado por la policía política, la todopoderosa
Stasi, para la administración de esteroides y otros productos de doping a los atletas de
ambos sexos. El programa preveía la realización de seguimientos médicos regulares a
los atletas, la investigación sistemática de nuevos fármacos, el descubrimiento de
formas inéditas de burlar la detección y la formación exhaustiva de los entrenadores y
médicos deportivos en materia farmacológica.
Algunos atletas murieron a consecuencia del consumo de Oral Turinabol u otras
sustancias que siguen sin ser conocidas públicamente, y muchos sufrieron
enfermedades y disfunciones hormonales. Las nadadoras y las atletas se vieron
especialmente afectadas, hasta el punto de que en algún caso tuvieron que cambiarse de
sexo. Si bien muchas de estas mujeres tuvieron descendencia, a menudo sus hijos
padecieron enfermedades crónicas directamente achacables al consumo de sustancias
desconocidas por parte de sus madres.
Según el historiador Giselher Spitzer, los médicos deportivos de la RDA —que
sabían muy bien que cabía esperar que un diez por ciento de sus «pacientes» padeciera
lesiones cardíacas y hepáticas permanentes— doparon desde 1974 a unos quince mil
atletas, seis mil de los cuales seguían participando activamente en el programa cuando
cayó el Muro de Berlín en noviembre de 1989. Algunos de ellos, cómo el nadador Raik
Hanneman, medalla de plata en los europeos de 1989, eran conscientes de que el dopaje
podía acarrear riesgos para su salud:
«Era la única forma de integrarme en los privilegios del sistema; quería un apartamento, un
coche y una buena educación, y sólo lo podía lograr gracias al deporte.»
[http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/3685.htm]
A mediados de la década de 1980 comenzó a popularizarse entre los culturistas
estadounidenses el uso de la hormona del crecimiento, que se extendió enseguida al
mundo del atletismo; de ahí que a los Juegos de Atlanta (1996) se los conozca
informalmente por el apodo de «Los Juegos de la Hormona del Crecimiento». Hasta la
fecha no existe una prueba capaz de detectar el uso de esta forma de doping, pero se
sabe que puede producir diabetes, elefantiasis, cambios esqueléticos y cardiomegalia.
Por lo demás, desde comienzos de los años ochenta existe una considerable
bibliografía —en su mayor parte relacionada con el culturismo y los deportes de fuerza—
198
en la que se aboga por una «nueva ética» que ensalza a los deportistas como unos
audaces pioneros del futuro que sopesan de forma responsable los riesgos y los
beneficios del doping en un mundo en el que ninguna clase de legislación puede frenar
«el progreso de la ciencia»:
Los esteroides son necesarios para la gente que quiere distinguirse del resto de nuestra
sociedad enclenque… Los usuarios de esteroides no son suicidas, son aventureros que
piensan por cuenta propia y que quieren lograr algo noble antes de que los entierren y se
conviertan en pasto de los gusanos. [T. Todd 1987: 103]
El mundo del deporte es el corazón de un inmenso mercado negro de dopaje
abastecido por redes que trafican con anabolizantes, hormonas artificiales de
crecimiento y muchos otros productos químicos destinados a rentabilizar al máximo
(aunque no necesariamente a prolongar) la «vida útil» de los atletas. La presión de
contratos millonarios, astronómicas inversiones televisivas y marcas patrocinadoras ha
convertido a los deportistas profesionales en cotizadas mercancías mediáticas que han
de esforzarse por generar réditos para el espectáculo deportivo en proporción a las
sumas invertidas en ellos.
Hoy en día el espectáculo deportivo es indisociable del dopaje, pues la simple
supervivencia de los deportes de alta competición depende de su existencia y desarrollo
continuado. Ya se anuncia que en el plazo de pocos años será imposible producir
campeones al ritmo exigido por el espectáculo deportivo. No se podrán superar las
marcas establecidas (algunas ya llevan vigentes más de un cuarto de siglo)
exclusivamente a través de mejoras tecnológicas en los materiales y los métodos de
entrenamiento; para batir récords y llegar a lo más alto de su profesión, los deportistas
de élite tendrán que recurrir a la modificación de su ADN. Se sabe que un investigador
ya ha logrado que ciertos animales produzcan un exceso de testosterona natural
mediante la implantación de electrodos en el cerebro 88. A medida que se perfeccione, la
detección del doping genético será prácticamente imposible o sólo podrá hacerse
mediante complejas y peligrosas biopsias musculares.
No es de extrañar, por tanto, que en la actualidad se considere que los atletas
requieren supervisión médica habitual no porque padezcan unas patologías claramente
definidas, sino por el mero hecho de ser deportistas: «El elemento más importante del
“trabajo” de un entrenador ya no es la manipulación psicológica para volver a los
deportistas contra los adversarios, sino el esfuerzo por hacerles usar drogas cada vez
más monstruosas y aceptar “tratamientos” médicos cada vez más monstruosos. Para los
“campeones” contemporáneos el reto principal no está en la “rivalidad” y la agresión
orientada contra un adversario, sino en su disposición a destruirse y agredir a su propio
«Lee Sweeney, de la Universidad de Pensilvania, ha conseguido aumentar hasta en un veintisiete por
ciento la masa muscular de los ratones mediante la manipulación genética. La mitad de los correos
electrónicos que recibe son de atletas que le dicen: “Pruebe esa terapia conmigo”». Cuando Sweeney
contesta que sólo está trabajando con animales y que no sabe muy bien cómo reaccionaría el cuerpo
humano a sus experimentos, le responden: “Da igual, pruebe conmigo.” El mundo del dopaje es un
mundo enfermo.»
[http://rubencorre.blogspot.com/2009/03/richard-pound-y-la-verdad-del-doping.html] (2009)
88
199
organismo.» [L. Simonović, D. Simonović 2007] Según Richard Pound, fundador de la
Agencia Mundial Antidopaje, no es la simple codicia lo que lleva a los deportistas a
consumir sustancias prohibidas: «No hay muchos levantadores de peso o piragüistas
que sean ricos y también consumen. El dinero es un estímulo, pero no es
necesariamente el más importante. Ganar, ser el mejor y ser reconocido como tal puede
ser un estímulo aún mayor. […] es evidente que el doping es parte de la cultura del
deporte.» [«Entrevista a Richard Pound», Magazine semanal, 1 de marzo de 2009,
págs. 34-39] Hace ya más de medio siglo, por lo demás, sir Arthur Porrit, presidente de
la British Association of Sports and Exercise Medicine, no dudó en afirmar, en el
prólogo de uno de los primeros libros publicados en Gran Bretaña sobre medicina
deportiva, Sports Medicine (1962), de J. G. P. Wiliams, que «quienes participan en
deportes y juegos son por definición pacientes89.» [Waddington 1996:179]
Durante las últimas dos décadas, la proliferación de muertes en el ciclismo, el
atletismo, el fútbol y muchos otros deportes no ha hecho sino poner al descubierto la
pavorosa realidad que se oculta detrás de la épica de pacotilla que rodea a la alta
competición. En el atletismo ha habido muchos fallecimientos, como el del lanzador de
disco Janos Farago o el de la heptatleta a alemana oriental Brigitte Dressel, ambos a raíz
del consumo de anabolizantes. Sin embargo, los episodios más sonados se han dado en
el fútbol y en el ciclismo. Uno de los primeros casos de «muerte súbita deportiva» fue la
del ciclista inglés Tom Simpson, que cayó fulminado durante el Tour de Francia de 1967
mientras trataba de escalar un puerto de montaña con ayuda de anfetaminas. A pesar de
que la autopsia halló restos de metilanfetamina y de coñac en su organismo, su
defunción se atribuyó a un fallo cardíaco provocado por agotamiento y deshidratación
por calor. Ese año también murieron por consumo de anfetaminas un ciclista belga,
Roger Wilde, y otro español, Valentín Uriona. Dos décadas más tarde, entre 1987 y
1990, se registró un total de dieciséis fallecimientos de ciclistas holandeses atribuidas al
consumo de EPO (eritropoyetina sintética), una forma de doping que ayuda a producir
glóbulos rojos que se viene utilizando desde mediados de la década de 1980, y cuyo
principal riesgo es que aumenta la presión arterial y de la viscosidad de la sangre, lo que
incrementa el riesgo de sufrir una trombosis. El escándalo del Tour de Francia de 1998
desveló que una «comunidad deportiva» al completo (competidores, entrenadores,
médicos y directivos) estaba conchabada en el fomento y ocultación del doping hasta tal
punto que al año siguiente el COI se vio forzado a convocar una Conferencia Mundial
sobre Doping en el Deporte que llevó a la fundación de la Agencia Mundial Antidopaje,
organismo al que la FIFA, sin embargo, sigue sin reconocerle el derecho a dictar
sanciones deportivas y medidas disciplinarias.
Con todo, los médicos deportivos no dejan de echar balones fuera, y achacan
sistemáticamente estos óbitos a enfermedades y trastornos ajenos al dopaje. Wilfried
Kindermann, por ejemplo, jefe médico del Mundial de Alemania 2006, sostiene que los
Teniendo en cuenta que una encuesta del año 1984, recogida en el libro de Bob Goldman, Death in the
Locker Room: Steroids and Sports —en la que preguntaba a ciento noventa y ocho atletas si consumirían
un fármaco que les garantizase una medalla de oro a sabiendas que morirían al cabo de cinco años—
obtuvo un 52% de respuestas afirmativas, cabe hacerse muchas preguntas acerca de la «psicología del
deportista» y del tan cacareado papel de los deportistas como «modelos de conducta» para la juventud.
89
200
casos de «muerte súbita en el deporte» (MSD) son más frecuentes y alarmantes en el
fútbol por ser el deporte más practicado a nivel mundial, el más publicitado, y uno de de
los más exigentes en cuanto al esfuerzo físico requerido 90. Asimismo, según el doctor
Carlos Pons, miembro de la Junta Directiva de la Federación Española de Medicina del
Deporte, los deportistas profesionales son una de los sectores de la población más
propensos a padecer muerte súbita, ya que «la práctica de deporte muy intensa y
durante un tiempo prolongado puede provocar problemas cardiacos».
[http://ecodiario.eleconomista.es/salud/noticias/876873/11/08/La-mayoria-de-losproblemas-cardiacos-que
provocan-muerte-subita-en-el-deportista-se-puedendiagnosticar-segun-expertos.html]
Un estudio del National Center for Catastrophic Sports Injury norteamericano
realizado en 1983 identificó cerca de un centenar de posibles causas de MSD en atletas
menores de treinta y cinco años. Según los expertos, los factores desencadenantes más
frecuentes son cardiopatías congénitas estructurales como la miocardiopatía
hipertrófica. Con todo y a pesar de que la última palabra la tiene el corazón, la mayoría
de los especialistas alertan sobre lo mucho que la utilización de sustancias dopantes
repercute sobre él.
Tras las Olimpiadas de Sydney 2000, el presidente del COI, Jacques Rogge, se
refirió al reducido número de atletas que dieron positivo en las pruebas realizadas
durante aquellos Juegos en unos términos que recuerdan muy de cerca a lo que sucede
habitualmente en el universo del tráfico de drogas común:
Cayeron por estúpidos, porque se doparon por cuenta propia, o porque vienen de países
pobres. Los países ricos tienen un sistema sofisticado de dopaje, que cuesta mucho dinero,
con drogas caras, supervisión especializada y chequeos secretos. Los pobres no pueden
permitírselo.
***
Desde hace algunos años se nos invita a especular, cada vez con mayor insistencia,
sobre si el deporte se ha convertido en una nueva religión. Más allá del consenso
inmediato y aparente que parece existir al respecto, las opiniones están divididas:
mientras unos se pasman ante la capacidad del deporte para generar «cohesión social» y
lo consideran poco menos que un crisol de virtudes cívicas, otros, por el contrario, dan
Después que el centrocampista del Salamanca Miguel García sufriera un infarto el 24 de octubre de
2010, la cardióloga deportiva y miembro del Consejo Superior de Deportes Araceli Boraíta respondió a la
siguiente pregunta:
90
—¿El deporte profesional aumenta el riesgo de muerte súbita?
—Sí, porque aumenta la exigencia cardiaca, la tensión arterial… Una persona puede ser portadora
de una deficiencia asintomática que se muestre al aumentar la exigencia física. El deporte es como
un vaso de vino. Uno o dos al día disminuyen el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares,
pero emborracharse todos los días tiene consecuencias nefastas. [20 minutos, 26 de octubre de
2010, pág. 10]
201
la voz de alarma y denuncian la función «despolitizadora» de este nuevo e inquietante
«opio del pueblo».
Lo cierto es que ya unos años antes de que el barón de Coubertin se propusiera
hacer del deporte una «religión laica» universal y proclamara expresamente su deseo de
que desplazase algún día a las principales confesiones cristianas de Occidente, éstas ya
habían emprendido una concienzuda labor misionera con el objetivo de difundir por
todo el planeta los beneficios materiales y espirituales de esta nueva «fe». Y el proyecto
de evangelización paralela del barón no les hizo dudar en ningún momento de la
conveniencia de persistir en el empeño, pese a que durante el I er Congreso del COI,
celebrado en junio de 1894 en la Sorbona, Coubertin había declarado abiertamente su
vocación de subvertir los valores de la «vieja escuela»:
[…] desde la Edad Media planea una especie de descrédito sobre las cualidades corporales
que las ha aislado de las cualidades del espíritu. […] Los de la vieja escuela […] se han dado
cuenta de que éramos unos rebeldes y que acabaríamos por echar abajo el edificio de su
filosofía carcomida. Es cierto, señores, somos rebeldes, y por eso la prensa, que siempre ha
apoyado las revoluciones benefactoras, nos ha comprendido y nos ha ayudado […]. [P.
Coubertin 1969: 394]
En cualquier caso, y pese a que los rituales fetichistas son algo común tanto a la
religión como al deporte institucionalizado, su mera presencia no basta para establecer
la existencia de una religión. Entre las diferencias fundamentales que separan a la
religión cristiana de la «fe deportiva» cabe señalar que allí donde la primera eleva a sus
héroes a los altares por toda la eternidad, esta última rinde culto a una sucesión infinita
de soportes desechables de las victorias deportivas y de los récords, o que frente a la
pretensión cristiana de dotar de sentido al sufrimiento terrenal alentando la esperanza
de su supresión en el más allá, la religio athletae ofrece más bien una especie de terapia
de choque destinada, no a dotar de sentido a la existencia, sino a facilitar la adaptación
al sinsentido de un «más acá» cada vez más frustrante, irracional y violento.
Por lo demás, la intención original de su «profeta», Coubertin, era hacer del
«adulto masculino individual», es decir, la encarnación empírica del sujeto abstracto de
la modernidad ilustrada burguesa, el núcleo de esta nueva «religión». Dicho sujeto, al
que a priori se suponía asexuado y universal, se definía en la práctica por su
participación en un sistema de competencia económica y de representación política que
excluía de hecho (y de derecho) a todos aquellos que no pudieran integrarse plenamente
en él, es decir, a la mayoría de los asalariados, a la práctica totalidad de las mujeres y a
los representantes de «razas inferiores». Así pues, lejos de constituir las señas de
identidad de una rebelión «reaccionaria» contra el presunto legado emancipador de la
Ilustración, el sexismo y el racismo —que el «irracionalismo» romántico y los
nacionalismos étnicos no harían sino reivindicar de forma explícita y expresamente
excluyente— fueron los elementos estructurales tácitos del universalismo abstracto de la
«sociedad civil» burguesa desde sus inicios.
La paulatina incorporación de las mujeres al mundo del deporte, por tanto, no
constituye tanto una «conquista» en el camino de una supuesta «igualdad» —por lo
demás jamás alcanzada ni alcanzable en ese terreno— como el reconocimiento de su
202
derecho a integrarse en una jerarquía social productivista basada en la cuantificación
del rendimiento. En todas las modalidades deportivas practicadas por ambos sexos, el
primer puesto de esa jerarquía lo ocupan, en estricta conformidad con las exigencias del
lema citius, altius, fortius y los preceptos del darwinismo social, los varones en
«plenitud de facultades físicas» (asistidos cada vez más por los hallazgos de la química
orgánica y la investigación genética). La consecuencia inmediata es que las mujeres, los
niños, los ancianos y los discapacitados quedan relegados a la condición de ciudadanos
de segunda clase, no sólo debido a su inferioridad «fisiológico-natural», sino también a
su incapacidad (inseparable de esa inferioridad) para atraer capitales de una magnitud
socialmente relevante a las empresas correspondientes. A diferencia de las jerarquías
sociales tradicionales, que se basan en criterios gerontocráticos y sexistas, el
fundamento de las jerarquías «deportivas» no es otro que el viejo culto burgués al
trabajo, que se plasma en una selección «fisiológica» hipócritamente camuflada de
«culto a la juventud» y que genera un sexismo y una discriminación «objetivos».
La rapidez con la que cualquier análisis medianamente concienzudo del universo
deportivo abandona las regiones nebulosas del mundo de la religión para trasladarse a
los dominios de la «lucha por la supervivencia» y del materialismo positivista más tosco
no hace sino confirmar que la asimilación del deporte a una religión es una impostura
que disimula su estrecho parentesco con otras imposturas más radicales y más
contemporáneas: las ideologías.
El entusiasmo con el que los totalitarismos «clásicos» abrazaron la fe deportiva,
unido a la estructura autoritaria y elitista de organismos como el COI, y a las notorias
connivencias de Coubertin, Baillet-Latour y Brundage con el nazismo, han llevado a
algunos destacados críticos del deporte, como Jean-Marie Brohm o Ljubodrag
Simonović, no sólo a denunciar el sustrato totalitario de la ideología y la práctica
deportivas (y en eso no podríamos estar más de acuerdo), sino también a condenar a la
religio athletae en tanto culto «antidemocrático». Ahora bien, todo lo que sabemos de la
génesis histórica del deporte contradice semejante conclusión, que más bien pone de
relieve la radical incoherencia a la que se condena cualquier análisis del fenómeno
deportivo que no rompa el cordón umbilical de la dependencia de los postulados del
racionalismo ilustrado, en este caso de su versión marxista. Por lo demás, si como
sostienen Brohm y Simonović, el deporte es esencialmente «antidemocrático», carece
de todo sentido organizar campañas de democratización de sus más altas instancias,
como la que en 2009 exigió la dimisión de Samaranch de la presidencia de honor del
COI por su pasado «fascista», ya que ese género de depuraciones, al igual que las
«ultrademocráticas» propuestas autogestionarias de James Petras o Toni Negri, no
alterarían en nada esa esencia «antidemocrática91».
«Ya es hora de abolir los “Juegos Olímpicos” tal y como existen hoy en día […] Deberíamos empezar de
nuevo con una estructura basada en los principios originales de los Juegos Olímpicos. El Comité
Organizador debería estar formado por atletas amateurs, organizaciones deportivas populares, y
representantes democráticamente elegidos por movimientos sociales.» (J. Petras 1999: 2). Por su parte,
ante la desregulación del mercado nacional y la constitución de un mercado mundial futbolístico, Negri
sostiene que «el único modo de equilibrar esta situación capitalista es constituir sociedades populares y
de accionariado popular» apoyadas por los poderes públicos.
[http://futbolrebelde.blogspot.com/2007/10/catenaccio-y-lucha-de-clases-entrevista.html]
91
203
Admitir que el deporte es a la vez «democrático» y «totalitario», sin embargo,
conduce inmediatamente a negar el dogma de la incompatibilidad absoluta entre ambos
conceptos, así como a reconocer —en la estela de una larga lista de autores de
«sensibilidades políticas» tan variadas como Jacob Talmon, Ernst Nolte, George Mosse,
Claude Lefort, Zygmunt Bauman o los mismos Adorno y Horkheimer— que gran parte
de las «premisas teóricas» de los regímenes totalitarios del siglo XX derivan
directamente de la filosofía de las Luces. La «solución» neoliberal a este espinoso
problema ideológico consiste en condenar a la Revolución francesa por el «pecado
original» de figurar a la vez en el árbol genealógico de la democracia liberal y del
totalitarismo y reivindicar en exclusiva el legado del liberalismo anglosajón y de la
Revolución estadounidense, lo que supone consagrar como paradigma «antitotalitario»
a la nación que dio al mundo no sólo la Declaración de Independencia y la separación
Iglesia-Estado, sino también el genocidio indígena 92 , el Ku Klux Klan y el racismo
«científico» aplicado. En fecha mucho más reciente, el teórico de la «crítica del valor»
Robert Kurz ha señalado que:
La perpetua referencia positiva al sistema de conceptos y a los llamados «ideales» de la
Ilustración constituye el contexto de oscurecimiento de un pensamiento crítico de la
sociedad que, de este modo, hasta hoy día se ata a sí mismo a las categorías del sistema
vigente de la destrucción universal. En la medida en que estas amarras al pensamiento
ilustrado no sean cortadas, la crítica, o bien permanece como la criada de su objeto, o bien
tiene que extinguirse junto a la capacidad de éste para un desarrollo ulterior. [R. Kurz 2003]
Históricamente, la aparición de los totalitarismos estuvo precedida por la
incorporación al espacio público de una serie de esferas tradicionalmente circunscritas
al ámbito privado, como la reproducción, la salud y la educación, así como por la
aparición de los primeros seguros sociales y sistemas de pensiones. Este proceso acabó
rompiendo las barreras entre el Estado liberal y la sociedad burguesa y ligando a los
centros de dirección política de forma cada vez más directa al control y la gestión de la
producción capitalista en su conjunto, lo que a su vez sentó las premisas de una
ampliación del ámbito de «lo político» hasta abarcar el conjunto de la existencia
humana. Para franquear el umbral que condujo a los horrores totalitarios del siglo XX
bastó con que a estas nuevas técnicas «científicas» de control y supervisión de las
poblaciones se añadiese otra novedad radical, a saber, la aplicación a la Europa
civilizada y a sus habitantes de procedimientos hasta entonces reservados a los
«bárbaros» que vivían en los confines de Occidente:
Fue por lo demás la Inglaterra victoriana la que inauguró, durante la guerra de los Boers, el
sistema de los campos de concentración […]. También fue Inglaterra la que, en 1847,
organizó la gran hambruna que provocó la muerte de uno de cada cinco irlandeses. Gilles
Perrault recuerda, por su parte, que si se hace el balance de la expansión colonial, y «se pone
en relación el número de sus víctimas con la cifra —mediocre— de su población, Francia se
«Decir esto no supone insinuar que los habitantes de la “Cristiandad occidental” (concepto más
apropiado que el de Europa para el período medieval) no hallasen periódicamente toda clase de motivos
para odiar, matar y oprimir a judíos, musulmanes y “paganos”, sino meramente que la división del mundo
entre cristianos y no-cristianos era religiosa y no racial.» [L. Goldner 1997]
92
204
sitúa en el grupo de los países que mayores masacres han cometido en la segunda mitad de
este siglo» (Le Monde diplomatique, diciembre de 1997, 22). Dicho autor hubiera podido
citar estas líneas de Lettres d’un soldat [Cartas de un soldado] (Plon, 1885), publicadas a
finales del siglo XIX por el coronel de Montagnac: «Todas las poblaciones que no acepten
nuestras condiciones tienen que ser arrasadas. Todo tiene que ser saqueado, sin distinción
de edad ni de sexo. Que no crezca ni una brizna de hierba ahí donde el ejército francés ha
puesto los pies. Así es como hay que hacerles la guerra a los moros. En una palabra,
aniquilar todo lo que no se arrastre a nuestros pies como perros.» [A. De Benoist 2005: 150]
El proceso de internacionalización del deporte —por no hablar del análisis del
propio deporte en tanto «visión del mundo»— pone claramente de manifiesto el
carácter fraudulento de la «oposición espectacular» establecida desde mediados del
siglo XX entre las ideologías representativas de la modernidad racionalista por un lado
(del liberalismo al anarquismo pasando por el marxismo), y las de la antimodernidad
«irracionalista» por otro (de los diversos nacionalismos étnicos al nazismo pasando por
el fascismo)93. Eso no significa que entre todas estas ideologías y los diversos regímenes
en los que se «encarnaron» no existieran diferencias más o menos relevantes, pues
durante largo tiempo su oposición reflejó conflictos que enfrentaban a sectores sociales
muy específicos, pero sí que «de acuerdo con su realidad efectiva de sectores
particulares, la verdad de su particularidad reside en el sistema universal que las
contiene» [G. Debord 1995: 32]. Una vez reconocido el parentesco entre distintas
especies ideológicas, no debería de resultar demasiado complicado admitir que del
mismo modo en que no existe una incompatibilidad fundamental entre el régimen
democrático-liberal y el racismo (como atestigua, por citar sólo el ejemplo más
clamoroso, la situación legal de la población negra estadounidense hasta bien entrada la
segunda mitad del siglo XX) tampoco tiene nada de particularmente sorprendente —ni
desde luego de necesariamente emancipador— que fueran precisamente algunos de los
regímenes llamados «totalitarios» los primeros en fomentar la integración de las
mujeres tanto en el ámbito deportivo como en la esfera política y laboral94.
Los defensores del racionalismo ilustrado y sus portavoces doctrinarios, para los
que semejantes conclusiones representan un escándalo y una abominación,
acostumbran a desautorizar toda comparación entre los movimientos totalitarios y el
liberalismo y el socialismo «clásicos» aduciendo que estos últimos siempre persiguieron
el «progreso» por medios «racionales». La genealogía de esta «revolución teórica», sin
embargo, es poco ilustre: procede directamente de la falsificación frentepopulista (es
decir, «democrático-totalitaria») que, con el fin de asimilar la «defensa de la
Hace ya unos años, un conocido anuncio escenificaba la comunión mística entre dos hinchas del
Atlético de Madrid pertenecientes a los dos bandos enemigos de la guerra civil española, que terminaban
fundiéndose en un gran abrazo «por encima de las ideologías», es decir, comulgando en una ideología de
orden superior que las engloba a ambas.
94 En Rusia, por ejemplo, el sufragio universal femenino fue aprobado en abril de 1917, varios meses antes
de la toma del poder por los bolcheviques (si bien éstos disolvieron la Asamblea Constituyente en favor
del Congreso Panruso de los soviets). En la Italia de 1919 figuraba en el programa electoral de Mussolini
(aunque sólo se aprobó en 1925 y exclusivamente para las elecciones locales). En cambio, en las Cortes
Constituyentes de la Segunda República española (1931) la diputada radical-socialista Victoria Kent se
opuso a su aprobación, y en Francia, terra mitica de la libertad ilustrada, no entró en vigor hasta 1945.
93
205
democracia» a una reedición de la lucha decimonónica entre liberales y reaccionarios,
equiparó al fascismo y al nazismo con la «reacción feudal» y las «fuerzas
antiprogresistas».
La versión sofisticada de la misma tesis, según la cual el presunto «irracionalismo»
nazifascista representaba una ruptura con los ideales de la Ilustración —expuesta por
Georg Lukács en El asalto a la razón (1954)— es una verdad a medias, basada más en
las pretensiones «revolucionarias» de algunos de los portavoces filosófico-literarios del
nazismo que en la gran diversidad de fuentes en las que se inspiraron los ideólogos
nacionalsocialistas, caso, por ejemplo, del socialdarwinismo y de la eugenesia,
«ciencias» cuyo máximo desarrollo se produjo precisamente en los Estados Unidos de
Norteamérica, tierra prometida del liberalismo anglosajón.
Lo cierto es que tanto el racionalismo ilustrado como el «irracionalismo»
nazifascista comparten lo que el propio Lukács había caracterizado treinta años antes,
en Historia y conciencia de clase (1923), como «las antinomias del pensamiento
burgués», es decir, antítesis insuperables entre el intelecto y la sensibilidad, entre la
«idea» y la «materia», entre dirigentes y dirigidos (antinomias a las que habrá que
sumar la oposición lukacsiana entre «razón» e «irracionalismo»). Dichas antítesis no
remiten a una atemporal «condición humana», sino que son la expresión ideológica de
la racionalidad abstracta de la mercancía, «célula elemental» de la riqueza capitalista. Si
lo que define a la mercancía es la unidad contradictoria entre el valor de cambio
(abstracto y universal) y el valor de uso (concreto y limitado por su particularidad), lo
que caracteriza a la ideología (y a la política moderna) es la antítesis entre el idealismo
acrítico y el materialismo contemplativo, enunciada por Marx en las Tesis sobre
Feuerbach (1845).
El núcleo de toda ideología, en efecto, es una escisión dualista y cosificadora de la
conciencia que fragmenta las totalidades y concibe los «males» de la realidad histórica y
social como elementos ajenos a un cuerpo social supuestamente «sano». Toda la política
moderna gira en torno a este mecanismo irracional y fetichista de asignación de
«responsabilidades», que abarca desde los cruces de acusaciones entre base y dirección
propios de cualquier organismo «democrático» hasta la designación de un «enemigo
público» universal a exterminar. Se trata, de hecho, de una anulación de las facultades
críticas impuesta por la necesidad de sobrevivir en un universo en el que pensar y juzgar
conlleva el riesgo de exclusión del cuerpo político o del vasto entramado de instituciones
«secundarias» que contribuyen a vertebrarlo. En cualquier caso, hace ya más de medio
siglo que Hannah Arendt captó perfectamente el carácter reificante de la ideología en
dos agudas observaciones que conviene recordar frente a toda caracterización del
totalitarismo que pretenda que éste se resume en un ejercicio despótico del poder
político en conjunción con la imposición dogmática de una visión única del mundo: «El
propósito de la educación totalitaria nunca ha sido infundir convicciones, sino destruir
la capacidad para formar alguna.» [H. Arendt 2009: 627] y «Lo que la dominación
totalitaria necesita para guiar el comportamiento de sus súbditos es una preparación
que les haga igualmente aptos para el papel de ejecutor que para el papel de víctima.
Esta doble preparación, sustitutivo de un principio de acción, es la ideología.» [H.
Arendt 2009: 627]
206
La ideología es al intercambio espiritual y emocional entre los seres humanos lo
que el dinero es a sus intercambios materiales: el vínculo general de unión a la vez que
el medio general de separación. Esta extraordinaria metamorfosis, que permite
transformar a individuos completamente ajenos unos a otros en miembros
intercambiables de una comunidad abstracta, no sería posible sin el telón de fondo de
una atomización social extrema que presupone a su vez un deterioro muy avanzado
tanto de la capacidad de diálogo como de la de raciocinio, pues «ningún discurso
difundido por medio del espectáculo da opción a respuesta; y la lógica sólo se ha
formado socialmente en el diálogo.» [G. Debord 1999: 41]
Así pues, el vínculo secreto entre el «individualismo moderno» y los fenómenos de
«comunión colectiva» con líderes carismáticos e ídolos de masas no es otro que la
impotencia y el aislamiento del individuo atomizado, al que tanto movimientos
totalitarios como «inofensivos» y «apolíticos» clubes deportivos, así como las estrellas
de la industria cinematográfica o musical —por muy grandes que puedan parecer a
primera vista las diferencias entre todos estos fenómenos— ofrecen una forma de
autoafirmación simbólica y de participación pasiva en el marco de una «socialización»
abstracta.
Si pasamos de la vertiente ideal, aglutinadora y fantástica de la ideología a su faz
pedestre y prosaica, comprobaremos que su «valor de uso» no radica en convencer por
medio de argumentos racionales, sino más bien en abrumar al interlocutor mediante la
acumulación potencialmente infinita de datos aislados disociados de la totalidad que les
da sentido. Así, por ejemplo, los adeptos del fútbol memorizan con auténtica devoción
las fechas de los partidos ganados o perdidos por cada equipo o las alineaciones y las
trayectorias profesionales de los jugadores a fin de disponer de todos los elementos
necesarios para prevalecer en unos «diálogos» dominados por las deplorables pautas
que Adorno retrató tan elocuentemente en Minima Moralia:
La espontaneidad y la objetividad en la discusión están desapareciendo incluso en los
círculos más íntimos, al igual que en política hace mucho que el debate ha sido suplantado
por la afirmación del poder. El discurso adopta un conjunto de gestos malévolos que no
presagian nada bueno. Se deportiviza. Los hablantes buscan acumular puntos: no hay
conversación que no se vea infiltrada, como un veneno, por la oportunidad de competir. Las
emociones, que en las conversaciones dignas de los seres humanos se comprometían en el
tema a debatir, están ahora sujetas a una insistencia obstinada en tener razón, al margen de
la relevancia de lo que se diga95. [T. Adorno 1993: 137]
En cambio, Toni Negri, «filósofo marxista, pensador de la radicalidad y del altermundismo», pretende
convencernos de que «su gran logro está en que hace que la gente hable entre sí, aunque como deporte sea
bastante aburrido» (con lo que da a entender que las conversaciones sobre fútbol son apasionantes).
Interrogado sobre el fenómeno hooligan en tanto supuesta invasión del deporte por la política, nos
desvela: «Los fascistas intentan dar la vuelta a las cosas positivas que hace la gente. Lo hacen con las
relaciones sociales creadas por los progresistas, y lo hacen igualmente con el fútbol. […] Tal vez el fútbol
sea un terreno favorable, pero es preciso distinguir entre terreno favorable y causa. La causa es exterior.
El fútbol es inocente.» Así pues, según Negri el fútbol es un ámbito «inocente» e incluso positivo de la
realidad social, si bien quizá «favorable» a los intentos «fascistas» de «darle la vuelta».
[http://futbolrebelde.blogspot.com/2007/10/catenaccio-y-lucha-de-clases-entrevista.html]
95
207
Por lo demás, entre el último tercio del siglo XIX y las dos primeras décadas del
siglo XX surgieron nuevas «disciplinas científicas» como la psicología de masas y la
criminología (estrechamente ligadas a la creciente inquietud de la burguesía ante los
progresos del movimiento obrero organizado), que atribuyeron a las «multitudes», de
forma unilateral pero no sin razón, una irracionalidad de la que sin embargo
consideraban libre al individuo atomizado de la «sociedad de masas». Las conclusiones
de estas flamantes «ciencias sociales» se vieron reforzadas por los descubrimientos de la
publicidad comercial y la propaganda bélica modernas, y juntas contribuyeron
decisivamente a preparar el terreno para el inminente vuelco irracionalista que estaba a
punto de producirse en la política moderna, y que tanto el fascismo mussoliniano como
el nazismo explotaron con gran habilidad.
Todas estas innovaciones de la modernidad más puntera, unidas a la difusión de
los métodos de producción tayloristas y fordistas y el despliegue de la radio y el cine,
fueron puestas a prueba y perfeccionadas en el transcurso de las dos guerras mundiales,
de las que surgió la «sociedad del espectáculo» que Guy Debord describió en la obra del
mismo títulode la forma que sigue:
Al contrario del proyecto resumido en las Tesis sobre Feuerbach (la realización de la
filosofía mediante la praxis que supera la oposición entre el idealismo y el materialismo), el
espectáculo conserva a la vez, e impone en su universo pseudoconcreto, los rasgos
ideológicos del materialismo y del idealismo. El lado contemplativo del viejo materialismo
que concibe el mundo como representación y no como actividad —y que en última instancia
idealiza la materia— se cumple en el espectáculo, donde las cosas concretas se adueñan
automáticamente de la vida social. Recíprocamente, la actividad soñada del idealismo se
realiza también en el espectáculo a través de la mediación técnica de signos y señales que en
última instancia materializan un ideal abstracto. [G. Debord 1995: 129]
«1968 fue, por su simple existencia, la refutación de todas las concepciones
preexistentes, la proclamación de una gigantesca huelga de ilusiones.» [J-P. Voyer, P.
Brée 1981]. Una de las consecuencias de la primera gran crisis general de la sociedad
espectacular fue precisamente el comienzo de la crisis contemporánea tanto de las
ideologías como de la política: en efecto, aparte de derrocar la noción de un «sujeto
revolucionario» abstracto identificado con una «clase obrera» (blanca, masculina y
occidental) que recordaba sospechosamente al viejo sujeto burgués de la Ilustración, las
revueltas de aquellos años minaron profundamente toda esperanza de transformación
social dirigida por una jerarquía política portadora de un saber supuestamente
universal96.
Sin embargo, al no transformar cualitativamente la sociedad existente, era
inevitable que la subversión sesentayochista suministrara las premisas ideológicas de la
siguiente etapa de la sociedad del espectáculo, caracterizada por la transición de los
«La juventud, los obreros, las gentes de color, los homosexuales, las mujeres y los niños quieren todo lo
que les estaba vedado, al mismo tiempo que rechazan la mayor parte de los miserables resultados que la
vieja organización de la sociedad de clases permitía obtener y sufragar. […] Cada parcela de un espacio
social cada vez más directamente conformado por la producción alienada y sus planificadores, se
convierte en un nuevo terreno de lucha, desde la escuela primaria y los transportes colectivos hasta los
asilos psiquiátricos y las prisiones.» [G. Debord, G. Sanguinetti, 1972 ; 20]
96
208
valores nominales del trabajo, el ahorro, el sacrificio y la obediencia mecánica, a la
mercantilización más intensiva de las relaciones sociales que supuso el paso al universo
posmoderno del narcisismo colectivo y la búsqueda de gratificación individual
inmediata. La convicción de que la revolución social es inseparable de la transformación
de la cotidianidad dio paso a la ideología de una sucesión indefinida de reformas
sectoriales de esa cotidianidad (mujeres, antimilitarismo, gays, ecología), a la vez que el
rechazo abstracto de toda autoridad permitiría presentar pocos años después el
abandono de cualquier noción de jerarquía cualitativa entre diferentes «productos
culturales» como un triunfo de la crítica social.
Tras el comienzo de la era neoliberal y la crisis oficial del «crecimiento»
keynesiano hacia 1977, la ficción de la política como «esfera natural» de la voluntad de
transformación social se fue erosionando sin cesar y se plasmó en las «crisis de
militancia» de la izquierda, seguidas algunos años más tarde por la paulatina sustitución
de las actividades reivindicativas clásicas por actos simbólicos de «solidaridad festiva»
en los que los participantes-espectadores se limitaban fundamentalmente a «conectar»
entre sí.
No es de extrañar, por tanto, que desde entonces se haya venido recurriendo cada
vez más, no sólo desde instancias oficiales sino también hipotéticamente
«antisistémicas», a maratones populares, vueltas ciclistas solidarias o partidos de fútbol
benéficos para dar publicidad a las causas más variopintas o recaudar fondos
supuestamente destinados a paliar todos los males que aquejan a la sociedad
contemporánea, desde la xenofobia y el racismo al consumo de drogas, el alcoholismo y
el tabaquismo. Los educadores sociales y los terapeutas no se quedaron al margen, y no
tardaron en descubrir en los deportes extremos y de aventura presuntas panaceas para
la integración social de los discapacitados, la educación de niños con trastornos de
conducta y la prevención de la delincuencia entre jóvenes «problemáticos».
En ciertas latitudes la exaltación del deporte como ultima ratio de la integración
social obedece a una situación social más desesperada aún y encuentra extraños
defensores. Véase, por ejemplo, el papel que le atribuye en la actualidad el sociólogo y
artífice del fallido boicot olímpico de 1968, Harry Edwards, quien considera que treinta
años de empobrecimiento, precarización y criminalización de amplios sectores de la
juventud negra estadounidense han puesto fin a la «era dorada del deportista negro» y
convertido en virtud [sic] la importancia «desmesurada» —que él mismo había
denunciado en otros tiempos como una de las consecuencias de la discriminación
racial— que los sectores más pobres de la «comunidad negra» norteamericana conceden
al deporte:
En la sociedad negra se sigue dando, gracias a Dios, una importancia desmesurada a los
logros deportivos en comparación con otras aspiraciones profesionales de alto prestigio. En
vista de lo que está pasando con la juventud negra, que en lo fundamental ha desconectado
de prácticamente todas las estructuras institucionales de la sociedad, quizá el deporte sea
nuestro último asidero. […] Han desconectado hasta de la iglesia negra. Su afiliación es con
las pandillas, no con las iglesias negras. Su templo es la calle y el líder de la banda es su
pastor. No aspiran a ser respetados por nadie, sólo por sus pares. Pero siguen queriendo ser
«como Mike» [Tyson]. […]
209
La importancia que otorgan al deporte nos proporciona un asidero sobre ellos. A
través del baloncesto de medianoche, mediante partidos de fútbol [americano] los sábados o
gracias a instalaciones deportivas, podemos volver a ponerles en contacto con el clero, los
tutores, los trabajadores de la salud, los terapeutas, los empleados gubernamentales y gente
de los sectores económicos y empresariales. Sin eso no tenemos forma alguna de acceder a
ellos, salvo a través de la policía y la judicatura. [D. Leonard 2000]
Desde la caída del muro de Berlín en 1989, el hundimiento definitivo del
socialismo «real» y la designación del integrismo islámico como nuevo enemigo
espectacular de Occidente, el relativismo posmoderno se ha visto sometido en el
espectáculo político-mediático a la concurrencia del resurgimiento militante de los
«valores occidentales» abanderado por los portavoces de la ofensiva ideológica
neoconservadora, que aspiran a dictar la agenda político-económica internacional de la
mano de los poderosos grupos mediáticos desde los que pontifican.
En esta caricaturesca «resurrección de Occidente» desempeñan un destacado
papel muchos antiguos intelectuales de izquierda, que han encontrado en esta explosión
de «fundamentalismo neoliberal» la ocasión idónea para reciclar los polvorientos stocks
de retórica ilustrada de su viejo patrimonio intelectual. No es de extrañar, pues, que el
discurso «antitotalitario» que promueven esté repleto de indicios que delatan que, lejos
de haber roto con el abominable pasado totalitario, en realidad son sus continuadores
más fieles y consecuentes. De ahí el inconfundible «aire de familia» de los nuevos
dogmas, como aquel que proclama que los «males económicos» del planeta no se
solucionarán hasta que se haya extinguido el último resto de «socialismo» e impere por
fin el reino «puro» del mercado, versión neoliberal del siniestro axioma de Stalin según
el cual cuanto más se avanzaba en la «construcción del socialismo», más se intensificaba
la «lucha de clases».
Los paralelismos no terminan ahí: en cuanto caducó el consenso «antifascista» que
hizo las veces de sincretismo ideológico internacional entre 1945 y 1991, los ideólogos
neoconservadores consideraron como una de sus tareas más urgentes reemplazar la
caracterización frentepopulista del fascismo y del nazismo como movimientos
«reaccionarios» de «extrema derecha» por una falsificación no menos grotesca y
arbitraria, según la cual en realidad pertenecen al árbol genealógico de la izquierda, con
la doble y muy orwelliana intención de reescribir la historia del siglo XX y convertir en
sinónimos las expresiones «revolución social» y «totalitarismo».
En resumidas cuentas, si en la era «clásica» del totalitarismo éste se articuló en
torno al partido único, la estatificación de la economía y la «nacionalización» de la vida
pública, hoy, cuando el grado de homogeneidad de las sociedades occidentales supera
con creces al que lograron imponer los regímenes totalitarios del siglo XX, la
«privatización» continua, la banalidad generalizada, el crecimiento «espontáneo» de las
mafias y la «conducta responsable» de los medios de comunicación parecen ser medios
apropiados para obtener fines análogos.
En el contexto actual de crisis social rampante y renacimiento de una épica
guerrera de pacotilla, el deporte-espectáculo ha experimentado un poderoso auge como
«máquina de producir significado». Nadie se exalta ni sufre tanto por la victoria o la
derrota de sus héroes deportivos como aquellos cuyas condiciones de existencia, cada
210
vez más desprovistas de todo significado, les predisponen a aprovechar toda ocasión de
sumergirse en una identidad colectiva prefabricada e imaginaria y metamorfosear sus
frustraciones en fantasías de poder y protagonismo trasladándolas a un plano ideal y
abstracto. También aquí son los medios de formación de masas los que ofician como
intérpretes del significado del suceso deportivo e instancia de articulación periódica de
la «subjetividad nacional» en torno a la distinción «amigo-enemigo», que el teórico del
«Estado total» Carl Schmitt consideraba como el fundamento de toda política.
Sería una ingenuidad, en efecto, suponer que en una época en la que los problemas
sociales no dejan de agravarse a la vez que se proclama que no existe alternativa posible
a las relaciones sociales dominantes, la política contemporánea pueda prescindir —bajo
nuevas formas— de uno de los rasgos fundamentales del totalitarismo clásico: la
necesidad simultánea de eliminar toda oposición real y de autolegitimarse mediante la
designación de una oposición ficticia que sirva para canalizar de forma irracional la
energía negativa suscitada por la crisis social, desviándola tan pronto contra la figura del
«malvado especulador» como contra la del «malvado inmigrante».
Si de momento no parece probable que el agotamiento del «ciclo político» 19451991, la decadencia de la política 97 y la descomposición de la sociedad espectacularmercantil desemboquen en pasiones ideológicas como las que polarizaron al mundo en
el período de entreguerras, sí parece observarse, en esta turbia era de barbarie
«democrática» y nacionalismos regresivos e integristas, cierta tendencia a que el
deporte desempeñe en ocasiones funciones políticas mucho más directas que la del
mero panem et circenses, (al menos allí donde el integrismo religioso es débil). En esa
dirección apuntan fenómenos como el ascenso de Berlusconi al poder o el mismo
proceso de disolución de la antigua Yugoslavia, donde a pesar de una clara oposición a la
guerra del grueso de la población serbia, que se plasmó en deserciones, manifestaciones
masivas y la negativa generalizada de la juventud a incorporarse a filas, ciertos clubes de
fútbol suministraron los escuadrones de la muerte necesarios para organizar el descenso
a los infiernos:
A falta de un ejército regular fiable, los dirigentes serbios empezaron discretamente a
desarrollar fuerzas paramilitares. Los Delije de Arkan demostraron ser un magnífico
vehículo de reclutamiento.
Y tal como habían demostrado contra el Dinamo Zagreb, les gustaba luchar contra los
croatas. El gobierno prefería el estilo de los hooligans. Serbia no necesitaba tropas
convencionales para lidiar contra otro ejército. En los Balcanes apenas se produjo esa clase
de combate. Lo que el gobierno necesitaba era una fuerza que pudiera aterrorizar a los
«La decadencia global de la política en tanto instancia reguladora de la vida social se manifiesta de
distintos modos: como rechazo de la política y de las ideologías tradicionales por parte de los
«ciudadanos»; cómo pérdida de soberanía por parte de los Estados nacionales y como reducción
neoliberal de las competencias del Estado. La «espectacularización» de la política, y por tanto, la
sustitución del argumento por los spots publicitarios y de los programas de gobierno por el intento de
aparecer en televisión lo más a menudo posible, no es más que el aspecto más visible de ese cambio
fundamental. La política ya no goza de autonomía ni de libertad de decisión alguna. Se reduce a la política
económica, y a un solo tipo de política económica: el esfuerzo, a menudo desesperado, para mantener la
competitividad de un país en el mercado mundial en vías de enloquecer.» [A. Jappe 2004: 30]
97
211
civiles para que, de ese modo, musulmanes y croatas huyeran de sus casas en los territorios
que los serbios aspiraban a controlar. [F. Foer 2004: 28]
***
A lo largo de estas páginas, hemos dedicado mucha más atención al proceso de
difusión internacional del deporte y a su evolución en el seno de la sociedad moderna
que a posibles «alternativas» o a las formas de resistencia que ha suscitado a lo largo de
su historia98. Por lo demás, lo cierto es que la oposición al deporte casi siempre se ha
formulado o bien en nombre de concepciones «clásicas» o «humanistas» de la cultura
física o desde el «tradicional» desprecio de las élites intelectuales por la actividad
corporal y lúdica, pero en cualquier caso desde perspectivas ajenas a la crítica social
moderna.
Por sí solo, el hecho de que la crítica de un elemento tan central en la constitución
de la sociedad capitalista moderna no se comenzara a abordar hasta hace apenas cuatro
décadas plantea serios interrogantes sobre el grado de profundidad y concreción
alcanzado por la crítica social a lo largo del siglo XX, y con mayor motivo aún teniendo
en cuenta su notoria función de válvula de escape y mecanismo de control social. En un
sentido más amplio, la ausencia social de una crítica radical de esta ideología de la
competición, la selección, el éxito y la participación virtual sólo puede entenderse como
una expresión palmaria del fracaso social colectivo99.
Creer, por otra parte, que el deporte podría reformarse o abolirse en el marco de
unas relaciones sociales que reducen al ser humano a la condición de espectador pasivo
de juegos cuyo sentido se le escapa y en los que sus potencias enajenadas cobran vida
propia, es ignorar que las pautas de su evolución se mueven dentro de los estrechos
límites definidos por una sociedad que, tras perseguir y reprimir los impulsos lúdicos
durante dos siglos, encontró en el deporte el medio por excelencia para canalizarlos,
pervertirlos y explotarlos. De ahí que sólo quepa postular su abolición conjunta, en el
marco de un proceso de transformación de las condiciones sociales de existencia de la
humanidad entera. Dicho esto, no dudamos de que una cultura lúdica emancipada del
fetichismo de la competición y del principio de maximización del rendimiento
cuantificable pueda rescatar para disfrute propio muchos elementos de los deportes
actuales.
Durante más de un siglo ha prevalecido una concepción racionalista e ilustrada del
mundo que considera que las bases de la sociedad moderna —y por tanto las del
Citemos, a título de excepción, el caso del situacionista Asger Jorn, que en 1964 ideó el «fútbol
trioléctico». En este juego, que se disputa en un terreno hexagonal dotado de tres porterías, sólo se lleva la
cuenta de los goles encajados por cada uno de los tres equipos participantes, cada uno de los cuales puede
marcar en las dos porterías «rivales». La clave de la victoria consiste en establecer alianzas exitosas, lo
que da lugar a un juego de colaboración y seducción completamente opuesto a la dinámica del fútbol
convencional.
99 Después de obtener la medalla de bronce en salto de altura en las Olimpiadas de Roma (1960), John
Thomas declaró: «Sólo les gustan los ganadores. […] Los espectadores norteamericanos son atletas
frustrados. En el campeón ven lo que ellos querrían ser. En el perdedor ven lo que son en realidad, y le
tratan con desprecio.» [Mazanov, J. McDermott, V. 2009: 276-295]
98
212
deporte— son «sanas», pese a que tanto la una como el otro puedan verse
periódicamente «corrompidos» o «instrumentalizados» por factores exteriores o
intereses egoístas que distorsionan su naturaleza fundamentalmente «buena». Se trata
en realidad de una concepción profundamente irracional, pero que dispensa a la
conciencia de someter a examen crítico sus propias condiciones de existencia mediante
el expediente de convertir en chivos expiatorios a determinados individuos o colectivos
sociales. La antítesis de esta búsqueda irracional de culpables sólo puede ser una crítica
social emancipadora que ataque sin piedad ciertas instituciones y modos de vida en el
marco de un «movimiento real que suprime las condiciones existentes», es decir, capaz
de asociar libremente a los ex espectadores —sin mediación ideológica, económica,
política o «deportiva»— con el fin de suprimir la existencia independiente de esas
condiciones frente a la vida concreta de los individuos.
A tal efecto, parece oportuno evocar, por último, la observación realizada por Guy
Debord en su Prólogo a la cuarta edición italiana de «La sociedad del espectáculo»,
según la cual quienes aspiren a formular una teoría calculada para subvertir el orden
establecido deben evitar ante todo que ésta sea visiblemente falsa, a lo que añadió otro
requisito no menos fundamental: que sea una teoría completamente inaceptable, capaz
de «declarar malo el centro mismo del mundo existente, ante la estupefacción indignada
de cuantos lo consideran bueno.» [Debord 1999: 112]
GAME OVER
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222
Glosario
AAU:
Amateur Athletic Union. Federación de atletismo estadounidense fundada en 1888.
ABM:
Abahlali baseMjondolo. Movimiento autoorganizado y autónomo de shackdwellers
(chabolistas) surgido en la ciudad sudafricana de Durban en 2005.
ASKÖ:
Arbeitsgemeinschaft für Sport und Körperkultur in Österreich (Asociación Obrera
para el Deporte y la Cultura Física en Austria). Organización fundada en 1892 y
que llegó a contar con doscientos cincuenta mil afiliados antes de ser disuelta por
el canciller Döllfuss en 1934.
ATB:
Arbeiter Turnerbund (Asociación de Gimnasia de los Trabajadores). Organización
gimnástica fundada en 1893 por la socialdemocracia alemana.
ATSB:
CAF:
Arbeiter Turn und Sportbund (Asociación Gimnástica y Deportiva de los
Trabajadores). Organización surgida a partir de la refundación de la atb en 1919,
cuando esta última cambió de nombre debido al predominio numérico de los
futbolistas.
Confederación Africana de Fútbol. Nació en 1957 en Jartum (Sudán). Asociación
que representa a cincuenta y tres asociaciones nacionales de fútbol africanas y
organizadora de la Copa de África de Naciones, la competición más importante del
continente.
CCEP:
Comitè Català pro Esport Popular. Asociación constituida en marzo de 1936, y que
aglutinaba a diversas asociaciones de cara a la organización de la Olimpiada
Popular de Barcelona.
CCTV:
Televisión Central de China. Compañía pública de televisión de la República
Popular China y una de las mayores empresas audiovisuales de toda Asia.
CIA:
Central Intelligence Agency (Agencia Central de Inteligencia). Organismo creado en
1947 por el gobierno de los Estados Unidos para coordinar todas las actividades
estadounidenses de espionaje e información y preparar operaciones militares de
contrainsurgencia.
CNA:
Congreso Nacional Africano. Organización política sudafricana fundada en 1912
para defender los derechos de la mayoría negra. En 1994, liderado por Nelson
Mandela, accedió al gobierno de la República Sudafricana.
CNH:
Comité Nacional de Huelga. Organismo constituido el 8 de agosto de 1968 en
Ciudad de México con el fin de coordinar las protestas y reivindicaciones en todo el
país.
223
CNT:
Confederación Nacional del Trabajo. Organización anarcosindicalista fundada en
1910 en Barcelona.
COA:
Comité Olímpico Alemán. Organismo fundado por el dra en 1926 para organizar la
participación alemana en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam (1928).
COE:
Comité Olímpico Estadounidense. El comité originario, que llevaba el nombre de
American Olympic Association (AOA), se constituyó en noviembre de 1921 en el
New York Athletic Club; adoptó formalmente el nombre de United States Olympic
Commitee en 1961.
COI:
Comité Olímpico Internacional. Organismo fundado en 1894 en París por el
aristócrata francés Pierre de Coubertin y que, entre otras muchas actividades, elige
la sede de cada nueva edición de las Olimpiadas.
CONI:
Comitato Olimpico Nazionale Italiano. Organismo constituido en 1914 para
coordinar la participación italiana en los Juegos Olímpicos y dirigir las actividades
deportivas nacionales. En 1925, cuando Mussolini nombró presidente del coni a un
destacado miembro del pnf, este organismo pasó a estar en manos del régimen
fascista.
CSDA:
Consejo Supremo del Deporte en África. Organismo fundado en 1965 en
Brazzaville (República del Congo) como Comité Permanente del Deporte Africano.
Es la máxima institución deportiva del continente africano.
CSFC:
Consejo Supremo de Cultura Física. Organismo creado en 1923 con el fin de
establecer las directrices que debían aplicar los órganos locales del Estado en cada
región de la Unión Soviética. En 1930 fue reemplazado por el Comité de Cultura
Física de la Unión, que fue sustituido a su vez por el Comité de Cultura Física y
Deporte en 1936.
DAF:
Deutsche Arbeitsfront (Frente Alemán del Trabajo). En 1933, este organismo
reemplazó a los sindicatos disueltos por el régimen nazi y se convirtió en la mayor
organización de masas del Tercer Reich.
DAP:
Deutsche Arbeiterpartei (Partido Obrero Alemán). Antecesor inmediato del nsdap,
fue fundado en enero de 1919 por Anton Drexler; Adolf Hitler se afilió a él en
septiembre de ese mismo año.
DRA:
Deutscher Reichsausschuss für Leibesübungen (Comisión Imperial Alemana para
el Ejercicio Físico). En 1917, la Comisión Alemana Imperial para los Juegos
Olímpicos fue rebautizada con este nombre en protesta por la exclusión de
Alemania de la «familia olímpica». En 1933, tras la llegada al poder de los nazis,
224
pasó a denominarse Comité Nacional para el Ejercicio Físico y cinco años más
tarde recibió el nombre de Liga Nacionalsocialista del Reich para el Ejercicio
Físico.
DNVP:
Deutschnationale Volkspartei (Partido Popular Nacional Alemán). Partido
político fundado en 1918 con el apoyo de grandes industriales y miembros del
Partido Conservador Alemán. Tras la llegada de Hitler al poder, la mayoría de sus
afiliados ingresaron en el partido nazi.
DT:
Deutsche Turnerschaft (Liga Gimnástica Alemana). Asociación gimnástica alemana
nacionalista constituida en 1868. Fue disuelta por los nazis en 1938.
DTB:
Deutscher Turnerbund (Asociación de Gimnasia Alemana). Organización
gimnástica formada en 1901, cuando la dt expulsó a toda su rama austriaca por su
política de exclusión de miembros judíos. Los clubes austriacos formaron esta
nueva asociación, que tenía su sede en Viena pero que tenía la misma extensión
territorial que la DT.
EPO:
Eritropoyetina sintética. Forma de dopaje que incrementa la capacidad de la sangre
para transportar oxígeno, y que viene siendo utilizada por deportistas de élite
desde mediados de la década de 1980.
FA:
Football Association. La primera federación nacional de fútbol, fundada en 1863 en
Inglaterra.
FASA:
Asociación Sudafricana de Fútbol. Organización fundada en 1892 y expulsada de
la fifa en 1962 por aplicar la política del apartheid vigente en Sudáfrica.
FCDO:
Federación Cultural y Deportiva Obrera. Organismo constituido en 1931 bajo la
inspiración del Partido Comunista de España. La estrecha relación de esta
organización con dicho partido quedó confirmada cuando en enero de 1934
ingresó de forma oficial en la IDR.
FEAAA:
Far Eastern Amateur Athletic Association. Organismo ligado a la Phillipine
Amateur Athletic Federation y fundado en 1912 por Frank L. Crone, Elwood S.
Brown y William Tutherly. Tuvo un papel destacado en la organización de los
Juegos de Extremo Oriente.
FECG:
Far Eastern Championship Games (Juegos de Extremo Oriente). La primera
edición de estos juegos tuvo lugar en Manila en 1913; dejaron de celebrarse en
1933, tras la ocupación japonesa de Manchuria.
FIFA:
Fédération Internationale de Football Association. Organización fundada en 1904
en París a iniciativa de Robert Guérin, secretario general de la Unión de
225
Sociedades Francesas de Deportes Atléticos, que fue su primer presidente de 1904
a 1906. En la actualidad, rige más de doscientas federaciones de fútbol en todo el
mundo.
FIGC:
Federazione Italiana Giuoco Calcio (Federación Italiana de Fútbol). Organización
fundada en 1898 en Turín bajo el nombre de la Federación Italiana de Fútbol. En
1926, tras promulgar la Carta de Viareggio, el régimen fascista se hizo con el
control de la FIGC.
FMI:
Fondo Monetario Internacional. Organismo fundado durante la Conferencia de
Bretton Woods de 1944 y que en la actualidad dirige las políticas financieras
neoliberales a escala mundial.
FNET:
Federación Nacional de Estudiantes Técnicos. Organización creada en 1937
durante el primer Congreso Nacional de Estudiantes Técnicos en Chihuahua. En
1956, tras una huelga convocada en el Instituto Politécnico, sus dirigentes más
radicales fueron encarcelados y reemplazados por miembros infiltrados del Partido
Revolucionario Institucional, que convirtieron a la FNET en un apéndice
burocrático del Estado mexicano.
FSGT:
Fédération Sportive et Gymnique du Travail (Federación Deportiva y Gimnástica
del Trabajo). Organización creada en diciembre de 1934 a partir de la fusión, en
febrero de 1934, de la Union des societes sportives et Gymnique du Travail (USSGT)
socialista y la Fédération Sportive du Travail (FST) comunista.
FSSG:
Fédération Socialiste de Sport et de Gymnastique. Organización fundada en 1913
en Francia y que constituiría el núcleo principal de la futura Internacional
Socialista del Deporte afiliada a la Segunda Internacional.
GAA:
Gaelic Athletic Association. Desde su fundación en 1884, esta asociación fomenta y
organiza competiciones de hurling, fútbol gaélico y otros «deportes tradicionales
irlandeses», así como diversas actividades de tipo cultural.
GEAR:
Growth Employment And Redistribution (Crecimiento, empleo y redistribución).
Programa neoliberal apadrinado por el fmi e introducido por el Congreso Nacional
Africano en Sudáfrica en 1996, que ha llevado a un empeoramiento de las
condiciones de vida de los pobres y de los excluidos.
GIL:
Gioventú Italiana del Littorio. En octubre de 1937 Mussolini ordenó fusionar a los
distintos grupos juveniles fascistas en esta única organización dependiente del PNF.
GPU:
Gosudarstvennoe Politicheskoe Upravlenie. Policía política soviética fundada en
1922 para sustituir a la Cheká. Fue disuelta en 1934, y sus atribuciones pasaron al
Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD).
226
GUF:
Gruppi Universitari Fascisti, creados a finales de 1921 en Florencia. Desde sus
inicios, esta organización formó parte de las squadra fascistas que hicieron de las
expediciones de castigo contra los opositores el principal instrumento de su
estrategia política.
IDL:
Unión Internacional Obrera para la Educación Física y el Deporte. Organización
creada en 1920 y conocida hasta 1927 con el nombre informal de Internacional
Deportiva de Lucerna.
IDOS:
IDR:
Internacional Deportiva Obrera Socialista. En 1928, tras su Congreso de
Helsingfors (1927) la idl pasó a denominarse Internacional Deportiva Obrera
Socialista (IDOS).
Asociación Internacional Deportiva Roja y de las Organizaciones de Gimnasia, más
conocida como la Internacional Deportiva Roja. Organismo fundado en 1921 en
Moscú.
IWW:
Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales del Mundo). Sindicato
de industria fundado en Chicago en junio de 1905. A mediados de la década de
1920 sus afiliados fueron sometidos a una persecución oficial y extraoficial
implacable.
JAAA:
Japanese Amateur Athletic Association (Dai Nippon Tai-iku Kyokai), o lo que
viene a ser lo mismo, el Comité Olímpico Japonés. Organización fundada en 1911
por Jigoro Kano con el objetivo de enviar atletas a las olimpiadas y que a partir de
1925 fue instrumentalizada por el Estado japonés con fines imperialistas.
JH:
Hitlerjugend (Juventud Hitleriana). Esta organización, que tenía sus raíces en la
Jugendbund der NSDAP, adoptó el nombre de Hitlerjugend en 1926, en calidad de
sección juvenil de las SA, organización de la que se independizó en 1932. Tras la
toma del poder del partido nazi, todos los demás grupos juveniles fueron
absorbidos por las JH.
JNFE:
Juegos de las Nuevas Fuerzas Emergentes o GANEFO (Games of the New Emerging
Forces). Los JNFE fueron celebrados por primera vez el 10 de noviembre de 1963 en
Yakarta.
KGB:
Komitet Gosudarstvennoy Bezopasnosti (Comité para la Seguridad del Estado).
Cuerpo de la policía secreta soviética creado en 1954 que controlaba las
organizaciones responsables de la Seguridad, la Inteligencia y la Policía secreta.
KPD:
Kommunistische Partei Deutschlands (Partido Comunista Alemán). Partido
político formado en diciembre de 1918 a partir del ala revolucionaria del SPD
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encabezada por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht (Liga Espartaquista) y el
grupo de Comunistas Internacionalistas de Alemania (IKD).
NASAKOM:
Nacionalismo, religión y comunismo. Nombre del régimen de «democracia
guiada» instaurado por Sukarno en Indonesia en julio de 1959.
NKVD:
Narodnyi Kommissariat Vnutrennikh Del (Comisariado del Pueblo para Asuntos
Internos). Este organismo asumió las funciones de la gpu en 1934. La policía
quedó unificada bajo el mando del nuevo departamento, que pasó a controlar
todos los campos de trabajo y creó tribunales especiales para juzgar un amplio
abanico de delitos «terroristas» o «contrarrevolucionarios».
NSDAP:
Nationalsozialistische
Deutsche
Arbeiterpartei
(Partido
Obrero
Nacionalsocialista Alemán). En 1920, un año antes de que Hitler se proclamara
jefe del partido, el Partido Obrero Alemán adoptó esta denominación.
MSD:
Muerte súbita en el deporte. Se define como tal la que acaece en las veinticuatro
horas siguientes a un acontecimiento deportivo. La mayoría de las MSD son de
origen cardiovascular.
ONB:
Opera Nazionale Balilla. Organización instituida en abril de 1926 y dependiente del
Ministerio de Educación y del Partido Nacional Fascista. Este ente autónomo, que
en sus comienzos aglutinaba a todas las organizaciones juveniles fascistas, tenía
como objetivo adoctrinar a los muchachos de ocho a dieciocho años.
OND:
Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Descanso). Organismo fundado en
Italia el 1 de mayo de 1925 y utilizado por el régimen fascista para organizar el
«tiempo libre» de los trabajadores y generar consenso social.
ONU:
Organización de las Naciones Unidas. Organismo internacional fundado por los
Estados firmantes de la Carta de San Francisco en junio de 1945.
OUA:
Organización para la Unidad Africana. Organismo creado en 1963 en Addis Abeba
(Etiopía) para promover la unidad y la cooperación entre los Estados africanos,
proteger la independencia de los países miembros y erradicar el colonialismo en
África. En 2002, año en que se disolvió, tenía cincuenta y tres países miembros.
PCUS:
PNF:
Partido Comunista de la Unión Soviética. En 1918 los bolcheviques adoptaron el
nombre de Partido Comunista Ruso, que se cambió en 1925 por el de Partido
Comunista de los Bolcheviques de la Unión hasta que en 1952 se adoptó el nombre
definitivo.
Partito Nazionale Fascista. Partido político fundado por Benito Mussolini el 7 de
noviembre de 1921.
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PNI:
Partai Nasionalis Indonesia (Partido Nacionalista Indonesio). Partido político
fundado en 1927 por Achmed Sukarno y Mohammed Hatta.
PKI:
Partai Kominis Indonesia (Partido Comunista de Indonesia). Primera sección
asiática del Comintern, fundada en 1920. En el año 1965, con casi tres millones de
afiliados, era el mayor partido comunista del mundo fuera de la Unión Soviética y
China. Tras el golpe de Estado de ese mismo año, el PKI fue declarado ilegal y
medio millón de afiliados fue asesinado por unidades militares y grupos islamistas.
PODH:
Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos. Organización creada en
noviembre de 1967 cuando Harry Edwards, profesor de la Universidad de San José
(California), convocó a una treintena de atletas negros para boicotear las
Olimpiadas de México de 1968.
POUM:
Partido Obrero de Unificación Marxista. Partido político nacido en 1935 de la
fusión de la Izquierda Comunista de España y el Bloque Obrero y Campesino.
RAU:
República Árabe Unida. Unión política de Egipto y Siria proclamada en 1958 y a la
que se adhirió Yemen. Tras el golpe militar sirio en 1961, Siria abandonó la
federación y esta se disolvió, aunque Egipto siguió denominándose oficialmente así
hasta 1971.
RDA:
República Democrática de Alemania. Estado constituido en 1949 como respuesta al
establecimiento de Alemania Occidental. Designó como capital a Berlín Este,
decisión que las potencias occidentales se negaron a reconocer.
RPCH:
República Popular China. Régimen «democrático y popular» proclamado
oficialmente por el secretario general del Partido Comunista Chino Mao Tse-tung
el 1 de octubre de 1949.
RSPCA:
Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals (Real Sociedad para la
Prevención de la Crueldad hacia los Animales). Organización fundada en 1824 y
que se consagró con gran ahínco a la supresión de las diversiones populares
tradicionales.
SA:
Sturm Abteilung (Sección de Asalto), fuerza de choque del partido nazi fundada en
1920 y cuyos miembros eran conocidos como «camisas pardas».
SAPS:
South African Police Service (Policía de Sudáfrica). Cuerpo paramilitar fundado en
1995 con sede en Pretoria, que cuenta con más de ciento noventa mil efectivos y al
que desde el año 2000 se ha acusado de innumerables casos de tortura, toques de
queda ilegales y asesinatos de manifestantes desarmados.
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SMI:
Social Movements Indaba. Alianza de organizaciones formada en agosto del 2002
para luchar contra la política neoliberal impulsada por el gobierno del Consejo
Nacional Africano.
SOFE:
Servicio de Obras Francesas en el Extranjero, sección de Turismo y Deportes
creada en 1920 y dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores francés.
SPD:
Sozialdemokratische Partei Deutschlands (Partido Socialdemócrata Alemán),
partido fundado en 1875 tras la fusión de los «marxistas» de Eisenach,
encabezados por Wilhelm Liebknecht y August Bebel, y la Unión General de
Trabajadores Alemanes, liderada por Ferdinand Lasalle.
TOP:
The Olympic Partners (Programa Mundial de Patrocinio de los Socios Olímpicos);
nueva y lucrativa forma de financiación del coi desde 1985.
UNAM:
Universidad Nacional Autónoma (México DF), centro donde se produjeron
algunos de los primeros conflictos del 68 mexicano.
YMCA:
Young Men’s Christian Association (Asociación Cristiana de Jóvenes).
Organización de raíces protestantes fundada en 1844 en Londres y que se consagró
desde sus comienzos la promoción de las actividades deportivas entre la juventud
masculina. Arraigó con gran fuerza en los Estados Unidos, donde a finales del siglo
XIX miembros del YMCA inventaron deportes como el baloncesto o el balonvolea.
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