? EL MUNDO / LA CRÓNICA DE LEÓN, DOMINGO 21 DE ENERO DE 2007 Catedral (II) ‘El espejismo espectral de la historia’ Proyecto Cultural Catedral de León. ‘La restauración de la Catedral de León en el siglo XIX IGN A C I O G O N Z Á L E Z El sueño del siglo XIX: de la materia a la forma M ateria y Arquitectura. Palabra y Poesía. Barro y Vida Ilustraciones del siglo XIX. Izquierda: Taller de la Catedral con los arquitectos Juan Bautista Lázaro y Juan Crisóstomo Torbado al frente. Imagen inferior: La Catedral de León con las cimbras usadas para el desmonte de la cúpula y los pilastrones. Piedra, cal y arena y el constructor medieval supo crear muros, arcos, bóvedas y pilares. Vidrio y plomo y cerró ventanas. Pero la arquitectura no sólo es la materia, ni tampoco sólo los elementos estructurales que ejercen peso o que son sustentados o que sustentan. Para que un edificio deje de ser «construcción» y sea verdadera «arquitectura» es necesario que el talento del maestro transmute las condiciones físicas de la materia en las cualidades poéticas del espacio; así surgen las grandes «obras maestras», como la catedral de León, por una voluntad de «transcender» la materia y convertir la materia en «arte». La poesía utiliza «palabras» que son como la materia inerte que todos tenemos a nuestro alcance pero que sólo el poeta sabe inflamar con los ritmos y la música de la poesía. Pero las palabras son tan necesarias para la poesía como los materiales son indispensables para la arquitectura: son el «soporte» del arte, el «vehículo» de la expresión artística. El Libro del Génesis expresa esta idea de la Creación del hombre que incluyó la parte material, el «barro», y la inmaterial, el «aliento de vida»; pero también nos habla de la fatalidad de toda creación, pues mientras el alma y el espíritu se presentan existiendo para siempre, el cuerpo retorna fatalmente al barro desde donde fue formado. Ese polvo de la tierra transformado es lo que San Pablo llamó en Corintios, «vaso de barro», el receptáculo material del tesoro de la vida, frágil y perecedero. Materia, tiempo y forma El arquitecto que dirige la restauración de un edificio se enfrenta en desigual lucha de titanes a la «materia», al «tiempo» y a la «forma», tres instancias que conviven dialécticamente en la arquitectura histórica. El tiempo imprime sus huellas sobre la materia; la piedra se oscurece, las aristas de los sillares se suavizan, el fulgor dorado de los metales se atenúa; no tenemos derecho a eliminar estos signos impresos por el tiempo sobre la materia pues son testimonio de la «autenticidad» del monumento; pero el tiempo, en su incansable fluir hacia adelante, también puede ejercer una labor fatal sobre el monumento: el musgo sobre las piedras, el orín rojizo sobre el hierro, la carcoma en las pesadas puertas de madera pueden extender su manto deletéreo y acelerar la consumación de la materia y, con ella, de la forma; vemos en la catedral leonesa cómo algunos bloques de sillares se han disgregado y, en ocasiones, han debido ser sustituidos por otros nuevos. La cualidad frágil y deleznable de la piedra utilizada en la construcción de la catedral motivó que durante el proceso de restauración comenzado en 1859 se sustituyeran millares de sillares reducidos a polvo por otros nuevos, para reforzar la consistencia material de pilares, bóvedas o arbotantes; se ha procurado así atajar la mortífera acción del tiempo sobre la materia. Transformación y metamorfosis No sólo la acción «natural» del tiempo ha transformado los monumentos; la mano humana también ha intervenido en los monumentos a lo largo del tiempo. Los edificios son realidades «vivas» que han experimentado metamorfosis para adecuarse a los cambios de gusto o a nuevas necesidades funcionales o litúrgicas. Aquí se encuentra una de las claves para entender el drástico proceso de restauración emprendido en la catedral de León durante la segunda mitad del siglo XIX. El templo gótico original, ideado en la segunda mitad del siglo XIII, respondía a un plan integral que, como ocurrió casi siempre, no fue posible ejecutar en su totalidad; con el pausado avance de los trabajos, en paralelo al discurrir del tiempo, cambiaron los criterios estéticos: la cabecera y la nave de la catedral se levantaron en el estilo «gótico clásico», pero sus torres de los pies se alzaron en los siglos XIV y XV, cuando el «gótico florido» buscaba unas formas más galantes; los artífices del renacimiento en el siglo XVI introdujeron la moda «romana», pero los fastos barrocos de las dos centurias siguientes incrustaron en el crucero de la catedral una pesada cúpula que fue reforzada mediante unos poderosos pilastrones que agravaron con su peso el fatal efecto de este cuerpo. Los desequilibrios estructurales generados por este cuerpo «extraño» motivaron su desmonte, acometido por el arquitecto Matías Laviña a partir de 1859, y el comienzo de la agitada etapa histórica de la restauración de la catedral de León que hasta 1901, fecha de la reapertura del templo al culto, estuvo traspasada por la polémica y la zozobra, pues, como dijo el arquitecto Demetrio de los Ríos en 1895 «si no se ha erigido una catedral nueva, no hay parte de la nuestra que no se haya retocado poco o mucho, y algunas partes de ella muy principales resultan completamente repuestas». Los arquitectos que protagonizaron la restauración de la catedral de León en décadas sucesivas desde 1859 -Matías Laviña Blasco, Juan de Madrazo, Demetrio de los Ríos y Juan Bautista Lázaro- no sólo acometieron los arriesgados derribos de la cúpula barroca, de todo el brazo sur del crucero -desmontado hasta los cimientos- o del hastial occidental; en su revisión integral de la naturaleza constructiva de la catedral de León, procedieron al desmonte y refuerzo de las bóvedas altas y de todos los elementos estructuralmente activos del edificio. Para ello, Juan de Madrazo ideó un potente sistema de encimbrado de bóvedas que permitió «sostener» o «entibar» la catedral y, a la vez que evitar su ruina, procurar su restauración. La materia, los materiales -las palabras del gran poema sinfónico del templo gótico- eran consolidados, reparados y repuestos; para ello fue necesario -como se empeñaron arquitectos como Madrazo y Ríos- estudiar concienzudamente los métodos originarios de construcción de los maestros medievales y entender la catedral como un sistema en equilibrio activo, en el que todos sus elementos concurren al unísono al sostenimiento del esqueleto estructural de la catedral; pero no sólo se quiso recuperar el «vaso de barro», sino también, el «aliento de vida» originario del monumento: se entendió, en un evidente «exceso crítico», que el espíritu gótico que fecundó la catedral de León en el siglo XIII había sido violentado por las intervenciones sucesivas en los períodos renacentista y barroco; se pretendió entonces subvertir el orden natural del tiempo y retroceder a los tiempos góticos; la «materia» volvía a ponerse al servicio de la «forma», pero de la forma supuestamente «original» y emergió entonces una «catedral nueva» que, para los románticos del siglo XIX, era la encarnación del modelo ideal de templo gótico, unitario, perfecto y coherente en sus formas constructivas y en sus fórmulas decorativas; sin embargo, más que la restitución de una «realidad histórica» se trató un «espejismo espectral» de la historia. Nosotros nos preguntamos si este nuevo edificio, esta extraña «redención» del mismo, es quizás más interesante precisamente por cuanto nos habla de los anhelos románticos de las generaciones de arquitectos que se entregaron a esta utopía -¿quizás delirio o desvarío?- de recuperar el misterio del espacio y de la luz gótica. Ignacio González-Varas Ibáñez, Catedrático de la Universidad Europea de Madrid