Untitled - Ángel María Ramos

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En la cafetería
te lo cuento
ÁNGEL MARÍA
En la cafetería
te lo cuento
@becedario
Composición de maqueta y portada: Águeda de la Cruz Suárez
© Ángel María Ramos
© Editorial @becedario
C/ América, 22. Local 1.
06010- Badajoz. España
Teléfonos: 924224400-655827052
Fax: 924224400
email: [email protected]
web: http://www.abecedario.com.es
Edición: Segunda. Diciembre 2008.
Depósito Legal:
ISBN-13: 978-84-96560-90-1
ISBN-10: 84-96560-90-2
Imprime:
Reservados todos los derechos.
Queda prohibido terminantemente la reproducción total o parcial de esta
obra sin previo consentimiento por escrito de la editorial y del autor.
Estoy echándome el jugo de la uva
por el gaznate y descubro
la sabiduría en él,
pero mi sabiduría no procede de la uva,
mi embriaguez no debe nada al vino...
HENRY MILLER
Hay un momento en la formación
de toda persona en que se llega
a la convicción de que:
la envidia es ignorancia;
y la imitación un suicidio.
EMERSON
A los lectores que vieron estos cuentos cuando
aún eran folios dispersos, resultando todos
finalmente cómplices del nacimiento de las ideas.
A todos los que componen mi gran familia.
La Cafetería
Nadie advertía su llegada, ¡pero de pronto!,
se los veía sentados en la penumbra del salón,
alrededor de las fornidas mesas de madera,
arrastrados ya por la pasión momentánea que
siempre invade a quien escribe, comenzando una
tarde más el murmullo literario de La Cafetería.
A partir de las cinco, invariablemente, Roque
llevaba los cafés con la disimulada intención de
meter baza en alguna de las seis o siete tertulias
que decididamente se organizaban.
–Yo también preparo una novela –reiteraba
mientras servía la leche–, ésta es la definitiva, de
Nobel señores, ¡la historia juzgará...! Muy buena,
con muchos personajes…
–¿De Nobel? –preguntaba Mario jocosamente– ¡No es mal comienzo…! Una obra y el
Nobel. ¡Toma castaña!
–Pues tendrás que cerrar La Cafetería unas
horas para ir a Suecia –decía Augusto Pérez
desde otra mesa.
–Pero si tú tienes la misma maldición que
nosotros –avisó Rodrigo–, eres incapaz de
rematar las novelas, los personajes se te escapan,
viajan de una obra a otra, de una a otra familia,
o a otra época, o con otro nombre los llevas a
otro relato que también dejarás sin terminar,
porque si una novela concluye es incoherente
que sus personajes anden sueltos por ahí, como
huérfanos; lo correcto es que una historia con
final se meta en un libro que ya se puede cerrar,
y cuando algo se cierra ha muerto. ¡Nadie debe
resucitar a los muertos!
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–¡Es de mal gusto! –surgía risueña una voz en
la sombra.
Las aspas de los ventiladores que colgaban
de las traviesas pintaban, en una deliciosa mezcla
de olores y palabras, el postrero cuadro literario.
Y cada mesa era un solo cuerpo y eran varios
cuerpos en una sola comunicación, porque
cuando algún literato declamaba, el resto no
construía mentalmente
su argumento, ni
ensayaba otras palabras, sino que quedaba en
blanco y se dejaba empapar por todo lo que
llegaba. La conversación entonces se hacía
posible porque no se basaba en ese toma y daca
de contenidos sueltos que se mascullan sólo para
hacerse ver..., aunque no siempre era así…
–Mirad estos versos que os traigo frescos. –Y
el rapsoda se ponía en pie y recitaba una estrofa
llena de primaveras y de ternura hiperbólica que
provocaban risa contagiosa.
–Fíjate –se escuchaba anónimamente–, si ha
entrado Bécquer y yo sin enterarme.
–Por supuesto –prolongaba Daniel la broma–,
la mismísima ánima de Gustavo Adolfo ha tenido
a bien bajar del monte. ¡Qué visita!
–Pues se ha confundido de garito –animaba
Teresa–, ésta no es la Venta de los Gatos.
–¡Callad, camaradas…! Que ahora vienen las
golondrinas y los balcones –y ocultamente un pie
le propinaba una infantil patada por debajo de
la mesa.
–¡Y las pupilas! –y se reían con fuerza– ¡Tu
pupila azul!
Inmediatamente, y sin dar tiempo a que las
risotadas se aburrieran, los semblantes se volvían
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serios porque otro escritor leía con pasión varias
líneas de su última novela o la trama de la
próxima (¡porque habría una próxima!), cuando
abandonase la que ahora le daba la vida. Y se
recobraban los deseos de publicar; ¡publicar lo
era todo! Entonces alguien mostraba un tríptico
con las últimas convocatorias de premios, donde
la novela corta y la larga, el cuento y el ensayo se
traducían en folios y en cantidades. Y en futuro,
que les invadía de temores y esperanzas. Que es
lo mismo.
–¿Ciento cincuenta folios? ¡Lo que ellos
quieran! –se enojaba Rodrigo–. Cuando se quiere
publicar se vende el alma al diablo, aunque no se
crea en gloria alguna, aunque no se tenga alma,
se pide prestada, se alquila o se compra, ¡se hace
lo que haga falta! ¡Hay que publicar!
–Pero, seguramente –Luis hablaba muy
despacio, gesticulando con las manos–, las
técnicas que estamos utilizando no son las que
ahora se demandan. Los escritores modernos, los
que están ganando los grandes premios, tienen
fórmulas fijas, que a la larga es lo único que da
resultados.
–Pues habrá que hacerse de ellas, estudiarlas
y emplearlas y, por fin, salir del anonimato
–proponía una voz ronca.
Era la hora de las lamentaciones, se repetía
cada tarde, la crítica fácil destinada a los que
fueron capaces de sacar sus obras adelante, no
como ellos, ¡pobres bohemios! Sólo les restaba
lamerse sus tristes heridas, como perros
descuidados, atropellados por el progreso.
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–Aunque habrá que tener cuidado –advertían desde una esquina– si publicamos con esas
técnicas… ¡hasta puede que llegue la fama! Pero
necesitaremos leer mil veces nuestro nombre en
la pasta para admitir que el interior nos
pertenece. ¡Que es nuestro tal cual!
–Somos ingeniosos –proseguían las quejas
plañideras–, e incluso nos han salido párrafos
geniales. Lástima esa maldición que nos persigue
e impide a las novelas arrastrarse hasta el final.
–Eso ocurre –apoyaba Mario– porque no
dominamos nuestro ímpetu y las ocurrencias van
y vienen sin control, y todas las queremos
plasmar, tenemos que dedicarnos a una y sacarle
más partido, ¡como hacen los grandes! Ya
quisieran nuestras ideas… y nosotros su
paciencia... y su tiempo.
–Pero los grandes de ahora –rememoraba el
bibliotecario de la ciudad– nada tienen que ver
con los de antes, que tenían vidas llenas de vida,
de amantes, de pensamientos contradictorios y
excéntricos (¡de manías y supersticiones!), de
suicidios cercanos o propios.
–¡Y de fuerza! –apuntó el único pintor que
alternaba con los literatos, un joven provinciano
que frecuentaba el Café de Artistas de Madrid.
–¡De fuerza! –reanudó el bibliotecario con la
mirada extraviada, buscando un punto fijo para
centrarse–, de fuerza que venía en la mayoría de
las ocasiones de la miseria… y entonces salía un
arte instintivo, menos cultivado, lleno de
entrañas y de necesidad. La necesidad escribía
donde podía. –Y se quedaba pensativo,
preocupado por sus propias palabras que lo
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transportaban a viejas estanterías y viejos títulos.
A autores muertos.
–Pero
nuestra indigencia está vestida
–auxiliaba Mario– y escribimos desde el
entretenimiento, sin desgarrarnos y sin sangre.
¡Sin desangrarnos!
Nunca se detenía, la charla colectiva suponía
el mayor gozo, y un reflejo inconsciente de sus
quehaceres literarios, esto es: robarse personajes
unos a otros, haciéndolos viajar por los relatos
que en ese momento estuvieran abiertos, como
si toda La Cafetería escribiera una sola obra –una
sola conversación–, un solo cuerpo que no puede
ni quiere ni sabe disgregarse.
–¿Sangre? –reavivaba Ana desde la mesa de
la farola–. Nosotros ya hemos apostado, y
preferimos subsistir elegantemente contra el
riesgo de quedarnos fuera de la paz del orden.
Eso sería fracasar y preferimos no triunfar.
–¡Lo han conseguido dándonos trabajo y
ofertas en las que gastar el tiempo! –decía Rafael
Florido.
–La anemia de las ideas proviene de la
hartura –se sumaba Elisa a la protesta.
No había un momento en el que los literatos
dejaran de tomar notas, atrapar nuevas quimeras
que revolucionaran la estructura de sus escritos,
introduciendo descripciones arriesgadas, divagaciones filosóficas, aventuras psicológicas, ¡no sé
qué recursos… más literatura! Confundiendo la
primera y la tercera persona, el narrador con el
protagonista: mundos antojadizos, actualidad
permanente y pensamientos poco estables que
daban a los artistas la certeza de no tropezar
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nunca contra la jubilación con la que se castiga
en cualquier otro oficio, por más prestigio o
logro que se alcance. Finalmente se deja de
construir (a casa se van el médico y el decano, el
camarero y el señor director de la caja de
ahorros, se van a descansar del agotado camino
laboral, del forcejeo con el sueño, de
impertinencias, de buenas caras al mal tiempo y
de méritos adquiridos –que también se van– a la
maleta que le han colocado en una vía muerta,
mientras espera).
–Pero nosotros cada día emprendemos un
viaje diferente, porque estamos en movimiento
sin la necesidad del movimiento –resaltaba
Roque mientras caminaba entre las mesas, con su
bandeja de asas y el delantal negro a medio
anudar–. Además…
–…Además –Luis retomaba el discurso–
somos viajeros del mismo vagón, cuando
llegamos a La Cafetería nos comportamos como
los gatos pardos en la oscuridad, todos iguales,
como la gente en los bares de noche, donde se
encuentran las clases sociales, ya desclasadas,
siendo lo que aparentan, lo que cuentan, lo que
inventan. Lo que dicen ser. No se pregunta, se
mira y ya está. Suelen creerte. Gobierna la
necesidad.
Sin embargo, y a pesar de tanta fogosidad
retórica, la mesa de la partida iba ganando
adeptos. Jugaban siempre a la ronda, por
parejas. Se trataba precisamente de literatos
retirados, jóvenes y viejos que habían caído en el
pozo de lo mundano, ¡cartas y tintorro! Al
principio al menos, simulaban atención a los
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artistas, pero hoy por hoy se dedicaban a sus
propias discusiones, ¡llenas de vicios, de sexo!
Tenían un lugar distinguido en la estampa de La
Cafetería y hasta poseían el misterioso prestigio
que suele acompañar a quienes pudieron ser y
no fueron. Las leyendas sobre ellos se habían
extendido y por lo tanto exagerado, llegando a
ser objeto de consultas y referentes habituales,
sin que nadie osara recelar de sus musas, ahora
perezosas y borrachas.
–¡Ronda!
–Siete, sota y caballo… y limpio la mesa… Me
acabo de acordar de una novela que empecé
hace tiempo, la debo tener por casa… en el
cajón de la coqueta me parece, si no la ha tirado
Eugenia –rememoró Boza.
–Déjate, déjate. Lo sosegados que estamos
ahora no tiene precio, sin personajes, sin notas,
sin trama… sin pensar tanto –le tranquilizó
Emilio Pardo.
–¡Seguro que la ha tirado! La novela era su
rival… ¿cuándo se verá ella en otra? Con tanta
dedicación –dijo Calleja, el Canalla.
–Bueno…, pero es ella la que pierde; antes
yo le hablaba con más entusiasmo, ¡con ansias!
Movía las manos como un poseso y los ojos me
brillaban. Tenía pasión.
–¡Le da igual, amigo Boza! Te lo digo yo, lo
que quiere es ser única y tener seguridad; la
literatura sólo ofrece desvelos y nadie quiere
despertarse en mitad de un sueño –afirmó el
Canalla.
–Eugenia, Eugenia… y pensar que se
enamoró de ti justamente porque escribías
–recordaba Emilio Pardo–: “un hombre diferente
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que sabe hacer otra cosa
además de
trabajar”…De todas formas, que no cante aún
victoria.
–Creo –dijo Boza mientras se santiguaba con
la mano izquierda, como para convertir en
chanza lo que en realidad era una triste
sentencia– que esta batalla la ha ganado.
–Nadie lo sabe –saltó Ángel desde su silla–, si
fuese ella te vigilaría de cerca. ¡Quién va a fiarse
de un artista!
–Mientras vengas por aquí estará nerviosa
–aseveró Roque.
Y había humo de tabaco y de pipa, y alguien
definía una palabra aburrida por el diccionario y
jugaba un rato con ella: la ironía, la confusión, la
broma silenciosa se disputaban el tiempo que se
llenaba de letras. Entonces los virtuosos se
encomendaban al juicio popular, al análisis de las
pequeñas manías y obsesiones personales, sin
ánimo alguno de enmendarse y, pasando todos,
según procediera, de críticos a criticados.
–Ahora a éste –y las miradas se ensañaban
con Augusto Pérez– le ha dado por llevar a sus
personajes a los psiquiátricos, a la mínima los
encierra en un psiquiátrico. El otro día le leí tres
cuentos cortos y en los tres… ¡psiquiátrico que te
crió!
–¡Claro! –Rafael agudizaba la sátira– Si no
sabe qué hacer con ellos… ¡a ver! ¿Qué hacemos
cuando no sabemos qué hacer con alguien?
–¡Ya está, camaradas! –resolvía la voz ronca–
Monten una trama y no se preocupen por idear un
desenlace coherente… ¡en los muros de la
psicología todo se explica!
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–¿Lo irrefutable se hace coherente...?
–preguntaba Luis con gracia filosófica que de
inmediato encontraba contestatarios.
–Sí –eran los albores de la nueva batalla–,
pero no eres tú precisamente un ejemplo de
coherencia literaria, –ahí estaba la ofensiva.
–Desde luego –apoyaba picarescamente
Roque–, ¿no sabéis que ahora le ha dado por el
realismo? ¡En el siglo XXI un nuevo Galdós!
¡Miau!
–¡Saaape! –se oyó. Y los literatos miraban al
suelo y a la pared para no encontrarse con ojillos
graciosos que les hicieran reír como niños en
clase.
–¿No me digas que te dedicas a la
fotografía? –insistía Rodrigo–. Ver y escribir.
¿Pero dónde está el artista?
–Al menos no escribo sobre fútbol –se
defendía Luis–. ¿No habéis leído su “partido del
siglo”? Un cuento difícil de relacionar con los
que llevamos hasta ahora.
–¡Dime que están blasfemando, que no has
escrito nada sobre fútbol! –dramatizaba
contrariado el bibliotecario.
–Sólo un cuento con los símiles que emplea el
periodismo –desmitificaba Roque con gallardía–,
pero le puedo cambiar el título; o si no, mejor,
¿por qué no se lo cambias tú? ¿Es a lo que te
dedicas, no? ¡A poner títulos!
–Tiene razón –se erigía Mario como
inesperado enemigo del señor de los libros–,
vienes todos los días con asombrosos títulos, ¡los
mejores! Pero ahí te quedas…
–Seguramente va a publicar un libro de
títulos… –insinuó Daniel, el Vagabundo.
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–¿Sí? –intervino Rafael Florido alzando la voz
entre un rosario de carcajadas que esperaban el
sencillo chiste–. ¿Y cómo lo vas a titular?
–El libro de los comienzos. ¿Te gusta?
–¡Uy, uy! ¡Que ya lo veo venir!
–¿No querrías salvarte hoy, no?
–Por un día… –suplicó Rafael.
–¡Nada, a la carga! –asestó finalmente el
bibliotecario– ¿O es que tú crees que un escritor
puede conformarse con las primeras frases de un
relato?
–El inicio es lo que diferencia a unas novelas
de otras –quiso defenderse–, es más importante
de lo que vosotros sospecháis, es lo que leen los
editores... y la mayoría de los lectores, que
vienen a coincidir con la progresiva popularidad
de la imagen a primera vista, no se cree en el
crecimiento de los personajes y mucho menos en la
maduración de la obra. Reconozco que es un
flechazo baldío, de corto recorrido, pero hoy se
camina de flechazo en flechazo. Lo perdurable es
para los museos, donde la belleza se presenta sin
fuerza. Todos los museos exhiben naturalezas
muertas.
–…Pero habrá que seguir, ¿no? –le sopló
Roque al oído mientras le retiraba el servicio.
–Si al menos te especializaras en los finales…
Lo que más se sirve es sin duda café. La
mezcla es treinta-setenta y queda cremoso.
Mancha la taza o el cristal de burbujas resecas
que retardan el olvido del paladar. Don Ramón
lo bebe en vaso. Pone un codo sobre la barra y
observa distante y con donaire a los tertulianos.
Don Ramón es el albañil del cementerio de la
ciudad, pero no se conoce entierro que haya
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impedido su puntualidad a la cita literaria de las
cinco. De vez en cuando escribe con disimulo
alguna frase o idea que se le ocurre en una
servilleta, la guarda para su novela secreta –¿o
era un cuento?–, porque don Ramón también
escribe pero no lo dice, prefiere quedarse al
margen de los artistas, ¡no se atreve a ser artista,
a hacer el ridículo! ¡A desafiarse! Quiere hacer
literatura sin mancharse. A don Ramón no lo lee
nadie.
Apenas si se habla en los últimos minutos, los
literatos se afanan y, arrastrados por la pasión
momentánea que siempre invade a quien
escribe, esbozan las postreras ocurrencias en las
cuartillas de papel. Roque detiene las aspas de
los ventiladores y abre la puerta giratoria de la
calle, que como ya se dijo en otro relato, hace
cincuenta años, da vueltas sobre su eje.
Fuera, la tarde ha perdido su nombre.
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El parque de los pintores
Aquel apático día me puse a escribir otro
cuento corto sin ninguna idea previa, o más bien
todo lo contrario, quería que el cuento corto me
sugiriera un cambio (nuevas ideas) para que mi
relación con Laura abandonara el tedio en el que
se había anclado. Entonces recordé nuestro
último paseo en el Parque de los Pintores y el
repentino cansancio de ella y la cerveza en el
velador del kiosco que nos permitió, ahora
sentados, seguir (en fingido interés) a los
afanados artistas que no vieron y no pintaron al
único vagabundo que andaba pidiendo entre las
mesas y al que Laura (a la que llamaré Adela por
musicalidad literaria) y yo tampoco hicimos caso.
Rápidamente comprendí que no
era
argumento de peso
ni creativo para una
narración (que surgía para salvarme –o
salvarnos–) y me vi obligado a retener al
vagabundo en nuestra mesa para que amenizara
(o mejor aún, eliminara) la conversación que
arrastrábamos como triste pareja.
–Sólo quiero una moneda –dijo el hombre.
Parecía sincero, no le importaba la cantidad que
ésta representara, porque una moneda suponía
atención, cuidado, detener un momento la vida,
tu vista (perdida ya entre la gente que, mirando
a los pintores, esbozaban, como nosotros cinco
minutos antes, algún entendimiento en lienzos)
y dirigirla hacia él como signo inequívoco de su
existencia.
–¡Por favor! –expresó Adela (o yo le entendí
algo así, porque en realidad no dijo nada, no
manchó su voz). Me miró para pedirme que
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fuera yo quien le diera larga, “por favor, ¿no ve
usted que estamos muy ocupados?”, hubiese
sido suficiente para olvidarnos del hombre y,
aunque en realidad fue esa misma encumbrada
frase la que utilicé (con cierta fuerza despectiva),
en el cuento corto la cambio:
–¿Cómo te llamas? –pregunté con toda la
inseguridad con la que se llena la boca cuando
ignoras la voz íntima de la otra persona, la que
no conoces y la que bien sabes (porque lo sabía)
no vas a conocer (no era mi interés), aunque
necesitase su momentánea presencia.
–¡Daniel! ¡Daniel, Señor! –me gustó lo de
señor (con
mayúsculas, pueden
ustedes
comprobar), para mantener mi distinguida
posición ante Adela.
–¡Por favor, Mario! (es conveniente cambiar
también mi nombre) –me volvieron a decir los
ojos tristes y contrariados de mi novia, “¿cómo
puedes tú hacerme esto?, cualquiera podría estar
viéndome...” (y el verbo que escribo y que Laura
no dijo sólo la incluía a ella “viéndome”, porque
a mí nadie me vería o no me importaba que me
vieran o, puesto así, me salvo de hacer un nuevo
desprecio a quien ahora utilizo para salvarme)…
Y hubiera seguido diferenciándose del mundo
pedigüeño si yo no hubiera retirado la mirada
hacia Daniel, que a su vez me miraba expectante
(sin duda, ya, esperaba mi moneda. No la de
Adela).
–Daniel –dije– ¿Por qué no te sientas con
nosotros un rato? –y me incorporé un poco para
acercarle su silla que antes era nuestra, no por
que necesitara ayuda, sino para demostrar (sobre
todo a mí) que estaba seguro de lo que hacía (si
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es que se puede estar seguro de otro hombre
cuando sólo hay una mujer que ya te pertenece y
tú la pones en juego porque sabes que es la
única forma de que no se vaya).
Me gustaría describir (para no molestar más
a Laura o al menos mitigar su enfado) a un
vagabundo recién afeitado y oliendo a Mássimo
Dutti, y no la grasienta barba de quien ha
comido en el camino (entre calles) y aún no ha
terminado (porque nunca se acaba de comer
cuando se desconoce el próximo bocado), y por
lo tanto no se ha limpiado convenientemente,
aunque Daniel restregó la mano derecha por los
escondidos labios y asió con la otra su silla, que
tomó seguramente como prestada (sabía que era
nuestra –desocupada– y nunca suya).
–Buenas tardes –quiso el hombre mostrar su
educación. También su agradecimiento.
–¿Y ahora qué? –rompió Adela. Se manchó
por primera vez de mundanismo aclamando mi
pronta reacción, que rompiera por fin el espeso y
desquiciante juego de miradas y silencios.
–Ahora –hice caso– Daniel nos va a contar su
vida. Nos daremos cuenta de las diferencias que
hay con las nuestras (con la tuya, fue lo que
pensé, pero no lo escribo en este cuento para no
ofenderla nuevamente, ya que adivinaría lo que
opino de su vacío).
–Me interesa mi vida y no la suya –y se
detuvo para mirar al hombre con descaro–.
Además, no creo que quien exhibe el fracaso
tenga derecho a aleccionar a nadie.
–¿Crees que Daniel es el fracaso? –era mi
turno– ¡Tú y yo lo somos!
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–¡No! Él es la decadencia, nosotros (y el
“nosotros” sonó a dos, y me gustó) ponemos
nuestras diferencias a luchar y tu amigo (sonó a
enemigo suyo) se muestra desprovisto de todo,
sin armas no hay nada que ganar.
–Mi amigo Daniel (y le toqué con mi mano su
cercana rodilla) es un artista de la vida que ha
renunciado…
–Déjate de gilipolleces. Es un desgraciado
que no tiene donde caerse muerto ni nada a lo
que poder renunciar. No existe para él la
elección.
–Tiene la búsqueda constante… –iba a decir,
pero me pareció ridículo e infantil. Dejé que
Adela me leyera.
–Sí, la búsqueda de alimentos. No seas bobo,
cariñito, se te ha metido en la cabeza eso de ser
artista (“es escritor”, le tenía que haber
interrumpido, pero la dejé seguir) y crees que
cualquiera que muestra alguna rareza lleva una
musa arrastrando como si ésa fuera la seña de
identidad del arte. El arte, mi amor, ¡lo es o no lo
es! Pero no lo garantiza ni la locura ni la
sensatez de quien lo hace.
–El arte de los sensatos no me sirve –dije sin
ningún convencimiento–, quiero arte que me
descuadre, que me ponga con la cabeza en el
suelo…
–¿Y con los pies en las nubes? Está bien que
te zarandeen de vez en cuando, pero no vivir
zarandeado (“Como éste”).
La última frase (la que he puesto entre
paréntesis) no la dijo, la pensó con toda
seguridad. Me había ganado una vez más, yo lo
sabía y Adela no quiso satisfacer más su ego y
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hundir más el mío en una batalla con pronóstico
determinado (su sensatez tampoco se lo
permitía), por lo que habría que ir concluyendo
la conversación. Y mi cuento corto. Aunque
resultaba difícil tal y como estaban las cosas.
Cierto es que no tendría problemas en escribir
ahora que “el Vagabundo se levantó y, sin
mediar palabra (por las ofensas recibidas, por
ejemplo), se marchó entre los pintores (los otros
artistas del cuento) que seguían sin verlo”… Pero
no creo que sea lo más correcto. Todos
merecemos otro final.
–Bueno, Daniel –intervine yo–. ¿Qué te llevó
a esta vida?
–La casualidad –dijo el hombre dando ya el
último mordisco al bocadillo de jamón ibérico
que había pedido mientras Adela y yo
hablábamos (de él).
–Algo más que la simple casualidad, ¿o no?
–pregunté como quien pregunta a un niño
travieso que no quiere contar su penúltima
trastada.
–Sólo eso. Casualidad –y bebió el resto de su
botella (una cerveza que también se había
pedido para pasar mejor el pan, que en estos
sitios suele estar seco).
Y fue en ese momento cuando Adela me
miró por última vez. Me sentí ignorante y
pequeño (a lo mejor inocente y juguetón) frente
a su coherencia y saber estar.
Ahora vivo con Laura. Algunas veces me
atrevo y hablamos de arte, le digo que quiero ser
escritor y ella me maltrata con su exactitud y yo
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lo aguanto, sentado en el salón esperando una
musa, una idea que cambie mi vida.
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El partido del siglo
Faltaban dos días. Las viejas gradas iban a
registrar el mayor lleno de su historia. ¡Hasta la
bandera! La prensa hacía guardia en los
entrenamientos (sobre todo interesaban las
jugadas ensayadas a balón parado) y ambos
entrenadores mostraban dudas sobre el once
inicial (forma parte de la estrategia ocultar las
cartas con las que se va a jugar –ya saben–, al
adversario hay que negarle hasta el agua, si
tuviera la humildad de pedirla).
La afición, como en ediciones anteriores,
estaba dividida. Se habían compuesto canciones
alusivas buscando la debilidad del adversario, a
quien siempre se desea un mal pasajero y nunca
permanente (no se derrocha –continuamente– el
tiempo en lo ajeno, sólo algunas horas a la
semana, para encender la animosidad perdida en
el crecimiento).
–Paréntesis demasiado amplio que no aporta
nada. Los llamados descansos obvios, típicos en
bisoñez literaria. Lo eliminaría sin más.
–¿Tú crees? Lo que quiero decir con él es…
–Se entiende perfectamente lo que quieres
decir con él porque ya lo dices antes de ponerlo,
“un mal pasajero y nunca permanente”, ¡y
punto! ¡Habrá que dejar algo a la interpretación
del imprudente lector!
–El paréntesis insinúa otra probabilidad,
habla de la tristeza de la adultez y de su
egoísmo. De su triste egoísmo. De la ausencia del
contento.
27
–Eso te lo acabas de inventar ahora, ya te
conocemos, pero, ¡hombre! Que sólo queremos
literatura, anda, sigue con tu cuento.
–Gracias por la deferencia…
El árbitro aún no estaba designado. Según se
comunicó más tarde, los dos equipos habían
decidido que pitase un foráneo y así eliminar la
suspicacia que siempre surge tras una jugada
polémica (sobre todo las que se producen dentro
del área, donde la ineficacia arbitral se traduce
en miedo, o lo que es peor, en valentía. En el
primer caso será penalti, pero el silbato quedará
mudo y, en el segundo caso, el delantero fingirá
un mal que no padece y el árbitro querrá curarle,
o al menos aliviarle con un caramelo que sitúa a
once metros).
–Buenas tardes a la Santa Compaña. Me he
entretenido en el Parque con Daniel.
–Buenas, pequeño ateo. ¡Siéntate! Acabo de
empezar… va sobre un partido.
–Algo distinto. ¡Espero que atrevido...!
Continúa.
–Sí, pero échale un vistazo al primer párrafo.
–Faltaban dos días. Las viejas gradas iban a
registrar el mayor lleno de su…
–¡Venga! Que siga el autor.
El estado del terreno de juego era el idóneo,
aunque las dimensiones –según se dijo después–
habían sido reducidas por las nobles intenciones
que revelaremos al final. Por lo demás, dos
porterías, una a cada lado, y la gran novedad
que suponía el peso del balón (ligeramente
inferior), que agradaría a los futbolistas,
ayudando (si cabe aún más) a presentar su
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enorme calidad culminada en goles y más goles.
Ir por el balón y gol, con tenues toques y cierta
lentitud en algunos movimientos, para expresar
fotográficamente las excelencias aún no perdidas
y mantener la esperanza de las gradas, que
verían saltar al campo valores balompédicos que,
si bien no tenían ya nada que demostrar, querían
hacerlo una vez más en el que iba a ser el
partido de su vida…
–Perdón, perdón. Lo siento, Roque, pero lo
que acabas de leer está lleno de infantilismos,
“dos porterías, una a cada lado”, “…culminada
con goles y más goles. Ir por el balón y gol…”.
–Quiero demostrar que lo grande lo es por
cómo se cuenta… o mejor aún, que lo que nos
cuentan como grandioso se puede narrar con
sencillez… de forma infantil, ridícula si quieres;
incluso –y no es poco frecuente–, en muchas
ocasiones, no hay nada que contar y nada se
dice. Ahora escribo como ellos escriben y siempre
hablan, y así desmontarles o al menos reírme del
mecanismo, las artimañas que nos convidan a
tragarnos palabras distinguidas y enmarañadas,
una tras otra. Y lo peor, es que este mecanismo
no funciona sólo con las palabras, si acaso las
palabras son la punta de lanza, las herramientas
más útiles y las primeras que se emplean. Las que
abren el paso y las que llevan elveneno
impregnado. Eso es, y yo escribo
y utilizo
palabras para vengarme, pero no tengo
resentimiento en hacerlo sino placer. Y tampoco
tengo otras armas.
–No sé.
–¡Sigo! Que tengo que servir otras mesas.
29
Las familias tenían sus lugares asignados.
Para los deportistas no había mayor
recompensa que reconocer, entre las voces, el
aliento de los suyos: los de siempre, con los que
estaban antes de venir. Aunque finalmente, no
todos los familiares se dieron cita –ustedes se
imaginan–, por compromisos de última hora.
Anunciados los preámbulos (premios y
recordatorios póstumos), y dadas las cinco de la
tarde, fue lícito dar inicio al encuentro (palabra
más acertada que choque –recuerda la colisión,
el encontronazo, acaso la caída–; que partido
–evoca al desafío, a la prueba, nos salva la
acepción de juego–; que contienda –batalla poco
aguerrida, riña, camorra, bronca, quizá altercado–). Una vez que los dos equipos saltaron al
campo…
–¡Un momento, Roque!
–¿Qué pasa ahora?
–¿No pensarás reescribir el diccionario?
Tienes que eliminar esas obviedades semánticas.
¡Estás divagando!
–Estoy edificando palabras, unas sobre otras,
las acorto pero enseño el camino, para que sean
imborrables en la memoria del lector: “¡choque,
partido, contienda!” ¿Quién puede ya enterrarlas, o quién puede no recordarlas asociadas a
este cuento? Empleo mis propias artimañas (un
mecanismo) –ya os lo he dicho– que sea capaz de
embaucar y después engañar.
–¡Divagador!
–¡Sí señor, y de eso se trata! Si hubiese
simplificado a “encuentro”, “…dar inicio al
encuentro…”, sin descartar las comentadas,
difícilmente se podía sugerir la intención de
30
reunir a la gente, ya sabéis, concurrencia,
casualidad y descubrimiento... en todo caso,
cruce de caminos y, por fin, hallazgo: que es el
tesoro que encierra mi “encuentro”.
–¡No hay quien pueda con un camarero
farsante cuando no tiene nada que decir! Anda,
prosiga usted.
Una vez que los dos equipos saltaron al
campo, se pudo comprobar que faltaban
jugadores, pero dadas las características
extraordinarias, nadie reparó en el detalle. El
balón circulaba de un lado a otro sin excesivo
control. Merodeaba las áreas y la tensión se
notaba en los rostros de los jugadores, que no
llegaban a conectar un certero disparo que
hiciera saltar al público y cantar gol e igualar así,
o al menos acercarse, al tanteador del año
anterior, que registró, sorprendentemente, tres
dianas. Los minutos pasaban y el angustiado
cerocerismo del letargo quedaba inalterado en
los casilleros. Las gradas se fueron despoblando
en busca de quehaceres importantes –ya saben,
compromisos de última hora– y los auxiliares y
cuidadores del geriátrico mandaron parar el
encuentro.
El próximo año se volverá a disputar el
partido del siglo, con presumibles novedades en
ambas alineaciones.
–Me sugiere tristeza.
–¡Pero vamos a ver, Luis! ¿Desde cuándo un
literato se plantea la historia que se cuenta?
Nosotros sólo analizamos la forma, las palabras,
los recursos –documentó Ana.
31
–¡Claro! La historia es para los lectores y los
cineastas –malmetió granujamente Augusto
Pérez–, nosotros no leemos sentimientos: leemos
palabras.
–Y decís que yo divago. ¿Alguna sugerencia
literaria rápida o me pongo a echar cafés?
–¡Sí! –intervino Rodrigo–. Es un relato lleno
de tecnicismos jurídicos, de cultismos, y hasta de
presunciones filosóficas. ¡Ah! Y sobran las
obviedades semánticas.
–“Obviedad”, algo que no se discute –dijo
Roque con hogareña fanfarronería mientras se
incorporaba ajustándose el delantal negro.
32
Me asusta tener razón
–¿Por qué te duran tan poco los novios? –le
pregunté a mi compañera de trabajo.
–Porque ninguno pasa la prueba –me dijo.
Ofréceme el reto de superarla, pensé.
–¿A qué prueba te refieres, Ana? –volví.
–Ya sabes, soy madre soltera.
A mí no me importa que seas madre soltera,
me enamoré el primer día que te vi entrar en
esta oficina (ibas
despistada, apuntando
números en una agenda que te acababan de
regalar –por cierto, no te la he vuelto a ver–),
dije para mis adentros.
–Ana, ¿puedo invitarte a cenar?
–Claro que puedes, Luis.
Pasaré a recogerte, iremos a La Cafetería,
cerca del Parque de los Pintores. Roque ha
abierto un pequeño salón para comidas, cocina
su mujer, ahora sale menos y parece que han
aplazado sus diferencias. Me pondré el traje que
tengo para la boda de los amigos (cada vez
quedan menos solteros, se van yendo poco a
poco, sí a sí, como presagiando la soledad de los
indomables pensadores –los calamidad–. Y
empiezan a organizarse en cuestiones que uno
no entiende, y el tiempo se limita y sus actos
familiares se multiplican y ya no los ves, aunque
los visites. Vas a sus bodas como si fueras a sus
funerales. Triste, pero no lloro, les espero con los
brazos abiertos y conversaciones por terminar a
la vuelta de los años. Ya están viniendo los
primeros, los que vieron mi traje reluciente).
33
–A las 9 en tu casa, ¿te parece?
–¡Muy bien!
No quise presionarla, contuve mi deseo y sólo
al cabo de unos días –me costó mucho la primera
mañana– comencé a recogerla en su puerta –es
sólo una expresión– para llevarla al trabajo.
Entrábamos juntos en el edificio, como una
pareja consolidada, de las que gusta ver y de las
que gusta formar parte, la otra parte (la mitad
de una fruta –naranja suele decirse– que
finalmente se pudre, o alguien se la come o se
comen sólo la mitad, la más podrida y la otra no
se entera del todo o se calla y cada una ya está
en un plato diferente. O en la basura;
contradictorias piltrafas. Un fino cuchillo las ha
seccionado arrasando la carne, punzando las
semillas y desmaquillando la piel).
–Quiero que conozcas a mi hija.
Suponía una señal inequívoca de que nuestra
relación se iba cerrando (la circunferencia de la
fruta, dos mitades pero una sola pieza), Ana y
Luis como una unión sólida (me gustan las
parejas cerradas –todavía se ven algunas–, en
ellas nadie puede entrar –no hay fino cuchillo–,
nadie se despista, se ve de lejos que es una
pareja –los calamidad no se atreven a usurpar–,
ambos están servidos).
–Mira, ella es Patricia, mi niña.
–¿Niña? Pero si es toda una mujercita.
–La verdad es que sí, tiene 20 años… la tuve
con 17.
Estuvimos los tres hablando y riendo. Por fin
había entrado en su casa. Yo iba consiguiendo
34
mis logros (no es fácil que te dejen ser parte –de
la casa, de la hija– porque eso es vida privada, y
aunque la hayas besado o la hayas amado, no te
deja ver dónde come cada día, dónde duerme. Ni
te deja hablar con quien ella quiere y ahora
protege. Ésa es su verdadera vida, la que tiene
desde antes de conocerte a ti y a otros que
fueron como sospecha que serás tú).
–Me tengo que marchar.
–Pero si es domingo –objeté.
–Sí…, pero es que había quedado ya… No
había previsto que hoy durmieras en casa.
(Porque eso se prevé, lo organiza, habla con
su hija: “puede que éste sea diferente”, y llega el
día y le da vueltas y cuando ya es de noche aún
se lo piensa, pero estás dentro, cenando,
contando un chiste y la mujer te ve de pronto en
el conjunto y formas parte de la unidad, se
tranquiliza y llega la hora del sueño, la que
marca la diferencia).
Dormí en el sofá, arropado en una manta
con flecos,
muy fina
(la misma manta
seguramente para todos, ¡la manta de los flecos!
Aunque se saque del armario con cierto aire de
novedad, como improvisando un hombre en
casa, la olí casi por instinto para reconocer un
desodorante o sudor. Olía a naftalina, a
guardada. Pero yo sabía que era la manta de los
hombres). Pasé un poco de frío, pero no se lo
dije. Al principio, planeé con gallardía, no hay
que mostrar debilidad.
–Luis, buenos días.
–Buenos días, Patricia.
35
¡Claro que puedes hablar conmigo! ¿Qué,
problemas de la adolescencia tardía? ¡Ay, esos
amores! Venga… cuéntame a mí, que soy mayor
(nos gusta recuperar nuestra experiencia y
comprobar lo útiles que son los fracasos para
entretener a los noveles angustiados. Reconforta
al narrador y humilla al oyente: “lo que me pasa
y me preocupa ya pasó y preocupó en otras
vidas”).
–Voy a ser sincera.
No hace falta que des tantos rodeos, estuve
en la facultad de psicología y, aunque sólo hice
dos asignaturas en tres años, sé que ahora pasas
por una etapa un poco atormentada debido
principalmente a tu enfrentamiento con la
autoridad, por lo que muestras una rebeldía
hormonal que ahora te parece incorregible.
Además sigues pensando, como cuando eras
pequeña –esto me lo contó mamá–, que no te
atraen los hombres, sino las mujeres, y hasta es
posible que te sigas creyendo enamorada de tu
amiga de infancia, con quien te escondías de los
mayores y alisabas el pelo con tus lascivos dedos
mientras ella disimulaba estar dormida sobre tus
rodillas. Todo pasará. Es
un momento de
cambios… de conflictos…
–¿En qué consiste tu sinceridad, mi niña?
–Me gustas Luis, me gustas mucho y te deseo.
No deberías ser tan sincera, todos nos
gustamos un poco y nos odiamos un poco, pero
nadie dice nada, y yo no debería entrar en tu
habitación, soy el novio de tu madre y, aunque
ella esté ausente, no deberías desnudarte y
36
tumbarte en la cama. Yo tampoco debería
desnudarme. Aunque estas cosas pasan.
–Me gusta tu sinceridad.
Y mientras ella me esperaba con el sexo
excitado, yo colocaba sobre el escritorio los
pantalones (me molesta mucho que se caigan las
monedas sueltas, me descentran, dan vueltas por
toda la habitación y hasta salen al pasillo.
Siempre sospechas que se ha perdido alguna) y
sacaba de la cartera el preservativo que me había
acompañado en las últimas derrotas.
–¿Por qué me miras tan fija? –le pregunté.
–Miro a mi madre que está en la puerta.
Entonces se cubrió con la sábana –se traslucía
todo– y cogió su libro de noche. Se puso a leer,
indiferente a cuanto ya pudiera pasar. Salí de la
casa y apenas se me oyó decir “buenos días a las
dos”.
Era mejor no disgustarme con conclusiones
precipitadas, esperar, no pensar nada en la
puerta ni en las escaleras. Bajar tranquilo. Un
semáforo en rojo iba a ser –como más adelante
lo será para otros personajes y otros intereses
literarios– la mejor parada para darme cuenta
del esfuerzo que me aguardaba el lunes si
finalmente pretendía ganar la habitual sonrisa
de Ana.
37
Mi perro aburrido
Mi perro ya no habla, ahora le ha dado por
ladrar. He llegado a casa después de mi última
hospitalización en el psiquiátrico y Orfeo se ha
puesto a ladrar nadamás verme. Le
he
preguntado que ¡qué hacía!, y él ha gemido un
poco y ha vuelto a lanzar un par de ladridos. Ya
no coge el mando de la televisión, ni comenta
conmigo los partidos de fútbol con la bufanda
sobre el cuello. Ha olvidado su afición por la
lectura, y aunque no he entrado en su casita,
sospecho que tampoco escribe. Tiene los apuntes
y los libros abandonados. Le he
mostrado
algunos proyectos para estas vacaciones, pero
nada le hace salir del letargo. Se pasa las horas
asomado a la ventana, observando cómo Teresa,
sentada en el banco del Parque, planea ese
interminable viaje del que sin dudas tendremos
noticias. Es ahora un perro aburrido, y mis
esfuerzos para que vuelva a ser quien era
parecen no encontrar recompensa alguna.
Presiento que quiere humillarme. Supongo que
podría comentarle al psiquiatra lo que me está
pasando, puesto que a él le sucedió algo
parecido con su gato. Ya sé que no es lo mismo
un gato que un perro, pero sus consejos pueden
resultarme muy útiles, porque su gato –según me
cuenta– ya ha vuelto a ser el de antes… aunque,
puestos a ser sinceros, no termino de creer que
un gato como el suyo haya tenido ese huidizo
comportamiento. Yo mismo he hablado en varias
ocasiones con el Siamés y no he visto indicio
alguno de enclaustramiento animal. Es posible
que todo sea una invención del terapeuta, para
39
que yo me tranquilice y vea normal que mi perro
se limite a darme compañía.
40
Las muñecas de Unamuno
¿Qué lleva a una joven y hermosa mujer a
asesinar a su hija de ocho años?
La historia comienza así y relata la trágica
muerte de Tula.
La pequeña, sentada en la penumbra de su
enorme cuarto, jugaba rutinariamente con las
muñecas de mamá, que ahora, en una difícil
decisión familiar, le habían sido asignadas.
Tal y como estaba previsto, y justo después
de la escena anterior, Augusto Pérez entró
risueño en la habitación, besó a Eugenia y se
acercó cauteloso a la pequeña Tula, a la que
entregó el voluminoso paquete que sostenía
entre sus manos: se trataba del regalo (la
muñeca de porcelana, seria y fría, con los ojos
abiertos que no miran ni dejan mirar dentro). La
niña, sin apartar la atención de los padres,
intentó dormirla: caricias y besos.
Eugenia no se equivocó: en el salón, sobre la
mesa, le esperaba un ramo de ocho rosas
amarillas que no dudó en colocar en el jarrón de
las rosas amarillas. Las olió profundamente y
esperó. Augusto Pérez observó por última vez a
la niña, salió al porche, se sentó como todos los
sábados y, recibiendo los primeros rayos de la
mañana, encendió el puro de las ocho y esperó.
Pero el relato, antes de detallar el golpe
certero que nubló para siempre la vista de la
pequeña, abría un preciso paréntesis para
advertir sobre la infancia de los adultos.
Eugenia, desde muy pequeña, confundió los
diferentes mundos por los que su mente viajaba.
De uno a otro sin orden, sin jerarquía, hasta que
41
la fantasía comenzó a ocupar sus momentos más
placenteros, los de mayor intensidad. Fue así
como se aficionó a construir realidades que
destruía cuando dejaban de cautivarla. Pero otro
efímero universo se moldeaba ante sus ojos. Y el
desorden se revolvía y nuevas creaciones la
apaciguaban. Su bendito caos la salvaba. Nadie
podía interrumpir sus escenas ni aportar
explicaciones, aunque se sospechó desde el
principio que el caos se regía por unas reglas
fijas, que en aquellos momentos nadie descifró.
Ése fue el motivo que obligó a sus padres a
ingresarla en el centro de especialidades
psiquiátricas a los ocho años, cuando aún las
dificultades parecen pasajeras y nadie cree que la
infancia determine lo que sigue después, como si
las personas surgieran de pronto sin pasado, al
que sin duda volvemos cada día para mantener
una dialéctica inconsciente que nos permite
aferrarnos a lo más profundo y misterioso de
nuestro ser.
Augusto Pérez –continuamos en el paréntesis
que advierte sobre la infancia de los adultos–
descubrió que lo más importante era el orden y
que sólo lo planificado le transmitía paz. Pasaba
días enteros, noches sin dormir, organizando
cualquiera de sus comportamientos, por
pequeño y fugaz que éste fuera o por rutinario
que pudiera parecer a los demás. Un saludo, la
mano con la que comer, los zapatos con los que
pasearía, el peinado, la puerta por la que entrar,
frases, gestos... Y así, en una noche de insomnio,
entre los muros del psiquiátrico, preparó su
primer encuentro con Eugenia. Fue a la salida del
comedor. Se acercó cauteloso, la miró y sonrió
42
según lo planeado, al tiempo que le entregaba
un voluminoso paquete. Después la abrazó y le
prometió noventa y nueve regalos más.
El relato, obviamente, cuenta los entresijos
de la nueva pareja, y el curso que tomaron sus
respectivas anomalías. Sin embargo, en este
preciso punto, el literato es interrumpido por
uno de sus alumnos.
–¿Quiere decirnos, profesor, que el exceso de
previsión de Augusto Pérez motivó finalmente la
muerte de Tula?
–Ahora sólo puedo revelar lo que está
escrito, lo demás tendrán que averiguarlo por su
cuenta. Recuerden que no es un caso práctico al
uso, es una realidad que puede ser investigada,
quién sabe si modificada.
–Veamos –intervino otro alumno–, Eugenia
está en prisión (en tratamiento, según consta en
el informe que nos ha proporcionado) y Augusto
Pérez ha vuelto al psiquiátrico, aparentemente
sin cargos, ¿no es así, señor Ramos?
–¿Profesor? –le apremió una alumna.
–¡Sí! En efecto.
–Presiento que no voy a tener una respuesta
clara. Pero, ¿no es cierto, señor Ramos, que Tula
permanece con vida?
–¿Con vida…? –ganaba tiempo el literato
antes de decir–: Tula esperaba la muerte tal y
como sucedió, ese mismo día, a la hora
señalada... de todos modos sólo habría que...
–¡Que ir a los cementerios de la ciudad!
–ultimó Víctor Goti, uno de los alumnos, de
quien seguramente no se vuelva a hablar en este
relato, pero aquí se deja escrito su nombre para
mayor coherencia y veracidad, y para que
43
posibles estudiosos literatos no duden de cuáles
fueron las fuentes de esta inspiración.
Cada uno de los alumnos del afamado
profesor era consciente de la importancia que
tenía el estado actual de Tula, ya que si
(efectivamente) había muerto, no encontrarían
ningún entramado novedoso para la ciencia,
pues todo se resumiría en tres coordenadas
lógicas de fácil deducción. Serían éstas:
1. Eugenia habría sacrificado a su hija sobre
la base del redondeo de un número (cien),
previamente acordado con Augusto Pérez.
2. Es Augusto Pérez quien, celoso del orden
que se había impuesto, cierra el acertijo y da la
señal de muerte el día en que le regala a Tula su
última muñeca de porcelana.
3. El regalo se lo ofrece a la niña cuando
cumple ocho años, los mismos que tenía Eugenia
cuando la sedujo en el centro de especialidades
psiquiátricas y, como a una muñeca, la abrazó
por primera vez.
–¿Pero cómo se explica que Tula esperase la
muerte? –preguntó una alumna desde el fondo
del aula.
–¡No lo sabía! Creo que la niña pensó que se
trataba de un juego –le respondió su compañera
de pupitre.
–Yo también lo creo. Hay que tener en
cuenta las cosas raras que se hacían en esa casa a
diario. Para la niña debió tratarse de alguna
excentricidad de la madre, de alguno de sus
teatros…, ¡quién sabe!
44
–Con todos los respetos…, pienso como mis
compañeros…
–Perdonad –medió el profesor–, pero la niña
sí conocía lo que la madre iba a hacer con el
utensilio. Tula había tenido tiempo de entender la
mente de sus padres y saber que lo que iba a
pasar y finalmente pasó era lo normal, para lo
que estaba preparada, y otra acción que no
hubiese sido el golpe certero la habría
decepcionado.
–Pero, ¿qué me dice del dolor, de..?
–Ni el dolor ni la muerte. Esos conceptos no
son conocidos para Tula.
–¿Son? –reparó de inmediato un avispado
alumno en el presente de indicativo que
reavivaba la posibilidad de que la niña
permaneciese con vida.
–Son o eran…, ¡qué más da! –salió al paso el
viejo profesor,
no
sin
antes
repetirse
mentalmente su anterior frase. Tal vez por eso, o
sólo porque debía decirlo así, exteriorizó con
más énfasis el final de la frase–: De vosotros
depende… Tula, viva o muerta, tiene mucho que
enseñaros. La semana que viene espero vuestras
respuestas.
–Por favor, profesor, sólo una cuestión más:
¿ha visto después del suceso a algún miembro de
la familia?
–Sí. A todos.
Un grupo de alumnos se entrevistó con
Eugenia.
Volvieron escandalizados, porque a cada una
de las compañeras de prisión, que veía en los
paseos matinales, las nombraba interiormente
con un número. Del uno al noventa y nueve.
45
–¿No os dais cuenta que se repite la historia?
–Quieres decir, que cuando llegue una
reclusa más (la cien), la matará.
–Eso mismo. Es el número pactado, ¡la señal!
Inmediatamente los alumnos fueron al
psiquiátrico esperanzados en que Augusto Pérez
les diera la respuesta. Pero Augusto Pérez no
había previsto hablar con nadie esa mañana. Su
agenda, vacía, no permitía ser alterada.
–¿Me queréis decir, queridos alumnos, que
no habéis sabido extraer información del
personaje central de una de las historias que más
ha conmovido a la psicología?
–Bueno..., se confirma que para Augusto
Pérez lo importante es el orden de las cosas…
–¡Eso ya lo expuse yo!
–Pero... tenemos una nueva hipótesis… ¡una
presunción más bien!
–¿Síii?
–Efectivamente. Creemos que Eugenia va a
asesinar a la próxima reclusa.
–¿No habréis llegado a esa conclusión sólo
porque nombra interiormente con un número a
cada una de las compañeras de prisión, cuando
las ve en los paseos matinales?
–¿Cómo lo sabe?
–Si os digo cómo lo sé, no habría ya historia.
Y todos necesitamos aún un poco más.
En las visitas a los cementerios sólo
encontraron muertos. Muertos tranquilos a los
que nadie buscaba para investigar si estaban
descansando para siempre, en esa eternidad que
a los vivos siempre nos parece pasajera.
46
Tal y como se puede hacer en un relato como
éste, situamos nuevamente a los alumnos en su
clase, encontrados con el docente:
–¿Sabéis? Creo que Tula no existe.
–¿Quieres decir que ha muerto?
–Quiero decir que Tula es un invento del
profesor. ¿O no, señor Ramos?
–¿Creéis que yo he inventado a una niña así?
Entonces, ¿Eugenia? Vosotros mismos habéis
hablado con ella, habéis comprobado... bueno...
hasta tenéis una hipótesis, perdón, una
presunción –se dijo finalmente– relacionada con
Tula, que en paz descanse.
–Creo que nos intenta confundir. ¿No os dais
cuenta de que pudo haber conocido a Eugenia,
contadora infatigable… y después a Augusto
Pérez, que con su silencio otorga veracidad al
caso?
–¡Aunque éste sea inventado!
–Eso mismo quería decir… En las visitas
permanentes que hace a la cárcel y al
psiquiátrico ha conocido a estas dos personas
que, además...
–Que además no están casadas.
–¿Casadas? Tengo la completa seguridad de
que no se conocen.
–Ni nunca mataron a nadie.
–Ni tuvieron muñecas. Ni imaginaron a Tula.
–Me gustan vuestros avances. Pero hay
detalles que aún se os escapan.
A algunos alumnos se les permitió volver a la
prisión. Eugenia ya no existía. Alguien la había
eliminado. Cuando se cometen errores, hay que
limpiar las huellas que nos delatan, destruir las
47
tentativas erradas. El que inventa, el que se
atreve a construir, el que ayuda a llorar y a reír
se ve constantemente en la encrucijada. Ahora
las salidas eran escasas.
–¿Qué le ha pasado a Eugenia?
–¿Por qué no nos mira?
–Sabemos que su desaparición tiene que ver
con usted.
–¿Habrá hecho lo mismo con Augusto Pérez?
–¡Sin duda! Es lo más fácil, tiene poderes
para hacerlo. Todos lo sabemos. No va a
consentir que descubramos su fraude.
–¿No es así, profesor?
En lo que se tarda en escribir cinco
renglones, los alumnos acudieron al psiquiátrico
para comprobar que Augusto Pérez aún
permanecía en silencio. Sólo sus ojos delataron
alguna contrariedad, indemostrable por otra
parte.
–¿Profesor?
–¿Síii?
–¿Qué está pasando?
Hubo un silencio de varios años tras los
cuales observó sonriente a sus valiosos alumnos.
–¿No habéis leído a Unamuno?
–Yo no recuerdo haber leído nada.
–Yo no recuerdo nada que no sean estas
clases.
Y otro silencio de varios años se quedó en el
aula, al cabo de los cuales el profesor tomó el
ordenador y continuó escribiendo:
48
“Se me han vuelto a escapar los personajes,
les he dado demasiada vida, una propia a cada
uno y ahora estoy perdido. No puedo continuar
la historia con coherencia. Voy a cerrarla
inconclusa, pero no me atrevo a descubrirme
ante ellos, les di libertad y no soporto sus
consecuencias. En otro momento, cuando me
encuentre con fuerzas, construiré otra historia,
otro mundo con otros personajes más dóciles.
Ahora sólo me resta quedar inmaculada mi
imagen”.
–¡Díganos! ¿Qué juego es ése?
–El juego de Unamuno. Se trata de un
escritor que acabó con su personaje porque éste
no le fue del todo fiel… se le fue de las manos.
–¿Como Eugenia y Augusto Pérez se le han
ido de las manos a usted?
–En efecto. Como Eugenia y Augusto Pérez.
Y vosotros.
–Ésta sí que es buena. No debería asustarnos
de esa manera. Parece que somos entes de
ficción.
–Eso mismo quería deciros. Y sé que no es
fácil asumirlo. Os he creado porque os necesitaba
para contar mi historia. Esta clase la imaginé
hace ya mucho tiempo, cuando aposté
definitivamente por la escritura. Y vosotros
habéis venido a mí para llenar huecos de
soledad, de angustia y de dudas. Pero ahora, que
habéis logrado ser vosotros sin mí, que estáis sin
control… no podéis estar aquí. Tenéis que
marcharos.
–No lo puedo creer –y la alumna pensó en la
palabra paranoia, pero no la dijo en voz alta,
aunque la mueca de sus labios revelaba la
49
enfermiza presencia. Finalmente dijo esta otra
frase–, ahora dice que nosotros somos él.
–Yo no podría haberlo expresado mejor,
pero sólo sois una parte de mí (miedos y
descaros) que no me atrevo a desenterrar. La
pureza que no puede existir en quien se dedica a
inventar.
–Está bien... Parece ser que actuamos según
su voluntad (su antojo, diría yo), por lo tanto, no
podríamos hacer aquello que usted no ordenase.
O sea, que yo no podría decir lo que estoy
diciendo si usted no lo permitiera.
–¡No exactamente! Dices lo que yo digo, por
ti solo no hablarías. Ya lo he dicho, no existirías.
–¿Entonces ahora yo no podría salir del aula?
–¡Nunca saliste del aula!
–¡Fuimos a…!
–No fuisteis a ningún sitio, yo os di la
información de afuera.
Y a los alumnos se les permitió recordar que,
en efecto, nunca se habían levantado de sus
siniestros pupitres, que no tenían recuerdos en
otros lugares. Que su vida se ceñía a investigar la
muerte de Tula.
–Vosotros allá, pero yo no pienso quedarme
a escuchar más sandeces. ¡San-de-ces! ¿Quiere
usted que lo repita?
–No tienes que repetirlo. ¡No vas a repetirlo!
Ya os dije (y así lo escribí) que no sería fácil de
asumir. Pero necesito terminar. Tenéis que
comprender que estáis hechos para el
entretenimiento y que vuestro tiempo se agota.
50
–Pero... si nosotros somos personajes de
ficción... usted también lo es, porque forma
parte de la misma historia.
–Ése es mi temor, pero prefiero afrontarlo
más adelante. Ahora necesito que os retiréis.
Y los alumnos abrieron la puerta que ahora
mismo estoy construyendo y, por primera vez en
sus vidas, salieron del aula para desaparecer al
final de esta misma historia y permanecer
presentes
en quien quiera seguir creando.
Cualquiera puede resucitarlos. Yo mismo cuando
vuelva a encender el ordenador.
51
El regreso
Escena 1.
El cadáver del marido iba desapareciendo.
Los ladrillos, unos sobre otros, construían la casa
eterna del único hombre de su vida, provocando
un doloroso grito que finalmente se resistió en la
garganta. El albañil del cementerio se quedó
inmóvil, con los ojos puestos en su última obra,
en simulada consternación, deseando que su
último público fuera abandonando las butacas.
Pero la viuda, como la novia en la boda, no
empezaba el primer paso del baile del adiós,
impidiendo que los invitados se refugiaran del
calor en los generosos aires acondicionados de
los coches. En pocos minutos sólo Emilio, ahora
sin vida, quedaría al sol. Y fue en ese momento
de espera cuando Elisa, ahora sin la vida de
Emilio, miró el pase de moda que desfilaba a su
alrededor, resplandeciendo con más belleza si
cabe, otra vez, aquella mujer.
Escena 2.
De pequeñas les gustaba esconderse. Y
mirarse. Nadie, excepto Emilio años más tarde,
había logrado embaucarla así. Eran los ojos de
Patricia místicos y prohibidos. Imaginaban sus
adultas vidas como años de obligado cumplimiento, sabiéndose, en aquella niñez eterna,
poseedoras de la esencia y del secreto. Y se
volvían a esconder de los adultos, y de los demás
niños. Y hablaban en voz baja. Y se entendían.
Pero no siempre. Patricia se aficionó a inventar
53
historias. Aseguraba que podía adivinar lo que la
gente pensaba… y, en efecto, predijo con
exagerada anticipación algunos acontecimientos
de la ciudad. Así –tal y como les ofrecemos a
continuación– lo narraba Elisa en sus Memorias,
de las que ha tenido a bien donarnos pequeños
fragmentos que nos ayuden a comprender, con
más discernimiento si cabe, por qué acaba
siempre sola –sin galán masculino, queremos
decir– cuando, en alguno de los cuentos, aparece
ella como personaje:
“Me contó una visión sobre un ahogado, y al
día siguiente, cuando desapareció Roque, las dos
lo buscamos en la charca de las gallinetas.
Alguien divulgó –seguramente por inconfesables
rencillas literarias– que el pobre camarero había
huido para consolar el
dolor de los fieles
engaños de su mujer. Otra mañana, camino del
colegio, me sobrecogió con un sueño de fuego y
humo. Al tercer día la casa de Roque amaneció
en llamas. Algunos clientes de La Cafetería
creyeron haberle visto la
noche antes
merodeando por el jardín y distrayendo a Orfeo,
que finalmente no ladró. Una tarde me anunció
el amor de un muchacho. Cuando fui al quiosco,
al otro lado del parque donde jugábamos a la
comba, vi por primera vez a Emilio. Sus ojos los
confundí con los de Patricia.”
Escena 3.
El albañil acechaba encaramado en las
escaleras. A sus espaldas la masa de cemento
comenzaba a secarse, y de reojo, como era su
costumbre mirar, comprobó que nadie se atrevía
54
a marcharse. Elisa había encontrado, en lo alto
de la fúnebre pasarela, la continuación de la vida
que acababa de morir en los ojos de aquella
mujer, y quiso esconderse con ella, tocarle la
cara, cogerle la mano.
“Los años no se habían llevado nada, sólo
tiempo perdido”, declaraba Elisa en sus
Memorias que, finalmente –como ustedes
conocen–, no fueron publicadas.
Escena 4.
Un día se escondieron en el cementerio y
esperaron agazapadas la noche. Elisa se quedó
dormida sobre las piernas de su amiga.
Las preocupadas voces de los mayores la
sacaron del sueño. Patricia alisaba su pelo con los
dedos.
–He visto a Roque.
–¿Ha venido mientras yo dormía?
–Bueno... –dudó Patricia–, he estado con él.
Llegados a este punto, en la citadas
Memorias veladas se describen interminables
sentimientos (llenos de silencios, por cierto) de
extraordinario valor humano que, sin embargo,
no aportan argumento alguno a la historia del
regreso. Continuemos con ella.
Escena 5.
El albañil descendió con prudencia.
Patricia llegó hasta su amiga.
–Yo te haré llegar otra vez a él.
55
Elisa miró el nicho y sonrió.
Al momento los doloridos familiares la
habían introducido en el coche. Patricia se quedó
un rato más, al lado de Emilio. Conversando. El
albañil, que regresó a recoger la espuerta y la
paleta –y
seguramente a curiosear–, se
quedó petrificado ante la belleza de aquella
mujer y su parecido con la foto que unos
minutos antes había
colocado
provisionalmente
sobre
los
ladrillos.
Escena 6.
–Ya está aquí, ya lo tienes, Elisa... está en mí.
Y la viuda se acercó al cuerpo con vida de
Patricia, que reposaba semidesnuda en la cama,
le tomó la mano y posó la carne caliente de sus
labios en los otros labios.
Escena 7.
A la
mañana
siguiente visitaron el
cementerio. Elisa dejaba una margarita cogida
en el camino sobre la fresca lápida con
inscripción dorada. Patricia vigilaba desde la
entrada.
El viento de los cementerios hizo sonar con
insistencia la tablilla de un antiguo panteón,
seduciendo la curiosidad de la viuda. Al acercarse
a la verja, leyó el enorme epitafio de la épica y
siniestra muerte de Roque y su familia.
56
Cinco amigas
Yo contemplaba sus rodillas. Se abrían y se
cerraban sin apenas separarse, sin apenas
dejarme examinar su sonrisa que me estaba
convirtiendo en mendigo, en pobre. Era ella la
elegida. Las amigas hablaban de las rebajas,
absortas a la complicidad que estaba naciendo.
Había ráfagas de miradas que no se controlaban,
a las que nadie se atrevía a poner orden. Una (la
mía) se detuvo en el escote de otra de las
muchachas, que a su vez se distrajo en las mismas
rodillas que yo había visto antes. Que ya eran
mías, cerradas y abiertas (ya saben), jugando a
humillarme. Y me gustaba esa prostitución. Y
espié, en un descuido inesperado de mis
obligaciones, a otra con zapatos rojos, que
seguía al acecho de los pechos sueltos de la
muchacha descotada. Y hacían bromas y el
tiempo se acababa. Se tocaban el pelo, las
manos. Se tocaban los ojos con los ojos. Pero
seguí sentado, esperando que el amor arrojara
fuerza impersonal y todo comenzara. ¡Se
deseaba! Y la más tímida se atrevió a mirarme,
un poco, para decirme que estaba allí con sus
pechos escondidos en el abrigo, con sus piernas
cruzadas. Con los brazos cerrados. ¡Y los ojos
abiertos! Pero los míos no llegaban, porque ya se
habían perdido entre los placeres que me
retorcían húmedo sobre el asiento. Mi vida
estaba en venta, era una rebaja, un saldo. ¡Ya en
liquidación! Cerraría mi presente y abriríamos
uno nuevo…, estaba decidido. Olía a perfume, a
chicle de menta. Y la chica que más hablaba no
se permitió ni un solo despiste, había conquis57
tado el poder, ejercía el control. Se colocaba
cada dos, tres frases el cuello de su preciosa
camisa azul, que traslucía un sostén negro
estudiado delante del espejo. Otra vez el cuello y
precios asombrosos, variedad en complementos.
Oportunidad única de hacerse con prendas que
vestirían sus caprichos. Pero disimuladamente,
acariciaba de reojo las rodillas y el escote. Y las
pantorrillas de los zapatos rojos. Y con su verbo
seducía a la más tímida, que volvió a indagar
para ver si yo permanecía sentado en mi refugio.
Y también a mí me miró la muchacha de la
camisa azul (y el sagaz sostén negro ensayado en
el espejo), para despreciarme por estar allí,
estorbando, en el mismo sitio por donde entró
un apuesto muchacho con la vista perdida. Tomó
asiento, oteó el femenino horizonte y se puso a
jugar con ellas, y ellas quisieron perderse con
más ráfagas de miradas. Yo sentí la derrota y
bajé los ojos, hasta que mi tiempo terminara. Me
quedé a oscuras, clavado en el suelo. Olí el
perfume y el chicle de la pérdida. Pero la chica
más tímida estaba allí, cuidándome. Y supe que
daría mi vida por ella, que sería el mendigo, el
pobre, el humillado. Si ella me lo pidiera. Si el
autobús no hubiera llegado a mi parada.
Si yo ese día no tuviera prisa o aún no fueran
las cinco de la tarde y estuviera ya arrastrado por
la pasión momentánea que siempre invade a
quien escribe.
58
Desde que éramos pequeños
El peor día de mi vida fue cuando descubrí
que mi novia era engañada por su marido.
Siempre me gustó la presencia de aquel hombre
en su vida. Adela lo conocía desde que ambos
eran pequeños, crecieron juntos, jugaban en el
mismo patio y una soleada mañana de enero se
casaron.
No me impacienté, era lo esperado.
Sabía que nunca le amaría. Ya sé que Luis es
un hombre bueno (de vida correcta, quiero
decir), hermanado además con la innata,
involuntaria y bochornosa facilidad para atraer a
las mujeres. ¡Pero no a Adela! Ella me amaba a
mí: desde la ventana, desde que éramos niños y
saltaba a la comba en el patio y yo la vigilaba. Y
Adela me miraba. Nunca bajé a jugar, prefería
verla desde el cristal y pensar en nuestro deseo.
Sé que hubiera dejado de amarla si por los
azares del destino un día nos hubiéramos
cruzado. ¡Menos mal! Me gustaba que saliera
con él, era la mejor forma de asegurar su hastío
al amor. Y así era. Pero una noche, en un
semáforo en rojo de las afueras, Luis se cruzó con
otra mujer y se quedó con ella. Ahora veo a
Adela sentada en el banco del patio, triste. Y no
es que no me gusten las mujeres tristes –ya me
conocen–: lo que no soporto es la soledad.
Prefería a Adela (cansada de la vida) cuando
criaba los hijos de Luis y yo huía con honradez.
59
Las buenas decisiones son las que
toman los demás
Mario se incorporó buscando las chanclas
que minutos antes había tirado –muy alegremente– por la habitación. Se acercó a su
mujer con la fortaleza de quien ha dejado de
creer. No apartó sus ojos de los de ella.
–Esto se ha terminado para siempre –dijo con
un pie aún descalzo, buscando debajo de la
cama.
–Es mejor que no nos precipitemos –propuso
Laura, apoyada sobre el pomo, sin atreverse a
entrar.
–Podemos hablar, Mario.
–¿De qué quieres que hablemos, de la
infidelidad? Me niego a darle más vueltas
siempre a lo mismo. –Y dio algunos pasos por la
habitación, completamente calzado. Sin más
prendas.
–No puedes castigarnos así –y soltó con
brusquedad la puerta que la sostenía para,
acercándose, mirarlo mejor.
–Atiende, Laura, cariño, estamos haciendo el
ridículo. Lo que ha sucedido habla por sí solo.
Después de esto no queda nada, ya no tenemos
que inventar lo que no existe.
–No puedo creer que tires así cinco años, casi
seis. –Se aproximó ahora a la cama con despecho
y desafío. Se mordió los labios ansiosos de sexo
(como era su costumbre) y le susurró al oído
(para que nadie más la escuchara):– Me
apetece…
61
–¡No sé cómo puedes pensar ahora en esas
cosas! Y se alejó violentamente de ella, un
metro, como cuando se repudia sólo un poco
porque se sospecha que pronto se deseará el
acercamiento.
Mario siguió deambulando de un lado a
otro, hablando, distrayéndose con las puertas
mal cerradas del armario, recogiendo ropa
interior tirada por el suelo, sorteando la cama en
la que había estado y que aún mantenía el calor.
Laura colocaba los cojines, se mecía su larga
cabellera. Y sorteaba la cama.
La claridad del día ya entraba por la ventana,
iluminando toda la estancia. Fue entonces
cuando Ana, aún en la cama, le pidió a Mario,
con la mano tendida y una resignada sonrisa, las
prendas íntimas que había recogido del suelo y,
sin dar portazo, como le hubiese apetecido hoy,
dejó solo al matrimonio para que concluyera la
discusión.
62
Perdónales, Señor
El literato salió de La Cafetería, contrariado,
con la determinación de regresar al día siguiente
con un relato digno de todos los comentarios ¡y
elogios! Dio varias vueltas a la manzana, ideando
alguna historia que impresionara a los camaradas, y que leería, puesto en pie, con voz
atormentada, como el generoso juglar que
iniciaba la fiesta nocturna de los avarientos
peregrinos. Debilitado por la ausencia de una
musa, se sentó en el Parque de los Pintores, a
esperar. Cuando las campanas sonaron, recuperó
del forro de la gabardina su cuartilla de papel…
«Hacía varios años que no entraba en una
iglesia. Pero ese día no lo pude evitar: estaba
lloviendo y no soy hombre de paraguas. La
eucaristía había comenzado, el cura bendecía el
pan y dos monjas de la Resistencia hablaban en
voz baja. De pronto, el Cristo bajó de la cruz y las
abofeteó. Me quedé perplejo. No esperaba
aquella reacción de las santurronas:
–Siempre a nosotras –dijo la más anciana–. El
día menos pensado me vas a quedar en el sitio.
–¡Eso! –dijo la que aún era virgen–. Y ayer
me clavaste una astilla.
–¡Cállense! –interrumpió una feligresa que
seguía apasionada la homilía–. Cada vez la gente
aguanta menos.
El cura elevó el tono de su voz, al tiempo que
regañó con la mirada y con un leve movimiento
de cabeza el travieso comportamiento del Cristo
de Madera.
63
–Perdón –indicaron los ojos del Divino
abriéndose en exceso.
–Venga, no pasa nada –decían las manos del
cura, que prosiguió el discurso al tiempo que las
beatas se iban tranquilizando al ver cómo su
agresor se sentaba en un apartado banco, cerca
de la puerta, atendiendo (con cierta desgana) a
las indicaciones doctrinales y contemplando con
devoción la Santa Imagen de la Virgen que,
cansada y afligida, fue a sentarse junto a Él.
–Te vendría bien tener algo más de
paciencia, la vida no sale siempre como uno
quiere, ¡deberías saberlo!
–Sí, Madre, pero no aguanto sus miradas.
¡Quieren humillarme!
–¡Vale! Pero eso no son formas. A mí
tampoco me gusta cómo están viniendo las
cosas, esto no se lo esperaba nadie. Yo también
lo paso mal. Tenemos que aguantar…
–¿Más tiempo? Se han creído que pueden
hacer lo que quieran. ¿Has oído lo que estaban
hablando? Cualquier día de estos me voy y no
vuelvo más. Luego ya veremos qué pasa. –El
Hombre amenazó con levantarse, pero se quedó
en el banco moviendo la cabeza disconforme.
–No pasará nada, Hijo –y puso una mano
sobre las doloridas muñecas del Crucificado–. No
te lleves a engaño. También creíamos que se iba
a armar cuando desapareció tu Padre y, sin
embargo, nadie dice nada. Parece que se lo ha
tragado el cielo.
La ceremonia no se volvió a interrumpir (del
todo) y la muchedumbre que había asistido al
entierro de Roque y su familia, calcinados en el
64
incendio, salió de la parroquia en dirección al
cementerio.
–¿Vas a acompañarlos hoy? –preguntó el
Cristo a su Madre.
–No. Prefiero ir a coger flores. ¿Te acuerdas
cuando las traía la gente? Se agolpaban unos
ramos con otros, se confundían y se mezclaban
los colores. ¡Qué tiempos aquellos! “De fe
ciega”, pensó.
–Entonces sí que se creía, se creía por encima
de todo. Y se rezaba. Se rezaba mucho… y se
ponían a mis pies. (Y al Hombre se le cayó una
lágrima).
–A mí sí que me rezaban –retomó la Virgen–,
la de cosas que tuve que escuchar. Menos mal
que estoy perdiendo la memoria… si no, más de
uno y más de una se iban a enterar.
–Ellos sí que están perdiendo la memoria,
¿quién les salvó, a quién iban con sus miedos
hace cuatro días? Ahora se creen emancipados,
pero es cuestión de esperar, volverán a nosotros
y tendremos que ir por el Padre, no nos
bastaremos solos. Necesitarán otra vez a un
Padre. ¡O dos!
El cura, que ya había colocado en el armario
el traje de ceremonias, les miró plácidamente
(–portaos bien–, se leyó en su boca). En la puerta
le esperaba su nueva pareja (una de las
cuidadoras del geriátrico), a la que recibió con
un cariñoso e intenso beso. Y cogidos de la
mano, como dos novios recién casados a la
antigua usanza, salieron a la calle con la sola
intención de comprar por fin esas dichosas
65
lámparas que tanto le gustaban a ella (y que
tanto lo comprometían a él).
–¿Todavía les tenéis ahí? –preguntó Eugenia–
Sois de las pocas parroquias que los conservan.
Tengo entendido que dan muchos problemas.
–Bueno –comenzó Augusto–, los nuestros no
dan demasiados… los normales, se levantan,
hablan… pero en el fondo a la gente les gusta,
les recuerda esos otros tiempos que no vivieron
–que no vivimos, rectificó–. Es bueno no perder
la memoria –se detuvo un momento, seguramente para darle solemnidad al manido final
que aguardaba su frase–. Ya sabes que es lo
mejor, para no volver a cometer los mismos
errores.
–Mucho tendríamos que hablar de esos
errores que no cometemos ahora –y se puso a la
defensiva la muchacha, con los brazos cruzados,
armándose para estar segura, respirando para
soltar–: ¡todavía existes tú! ¿No?
–Hay cosas que conviene mantener –le
contestó el cura, impaciente por llegar a las
lámparas–, ¡como a ellos aquí!
De pronto recordé mis interrumpidos
quehaceres diarios (recuerden que llovía) y me
dispuse a rellenar de contenido las horas, ¡como
Dios manda! No se puede ser un vago, y mucho
menos chismoso, vivimos cuatro días y hay que
conseguir demasiadas metas.
–¿A la derecha o a la izquierda? –me
pregunté al llegar a un cruce.
Pero al escuchar a Eugenia la siguiente
pregunta, decidí caminar nuevamente tras la
pareja.
66
–Entonces, Augusto, ¿tú ahora mismo en qué
crees?
Y yo me hice la misma pregunta. Me
impacientaba la respuesta del profesional del
perdón ajeno.
–¿Quién va a pagar las lámparas? –inquirió
alterado.
–No te enojes conmigo. Yo sólo digo…
–dudó la novia– que se decía que iba a
desaparecer el entramado cristiano una vez que
el Padre se fuese, o lo echaran, como parece que
ha ocurrido, y es evidente que muchas cosas
siguen igual.
–¡Así debe ser! –sentenció el hombre
comprometido».
Y el literato supo que ése sería el mejor final.
Cerró la cuartilla de papel y la echó en el bolsillo
roto de su gabardina. Antes de llegar a casa, ya
se le habían ocurrido un par de buenas ideas
más. Subió al estudio, las anotó y bajó a cenar.
¡Ya le sobraban todas las horas que restaban
hasta las 5 de la tarde, cuando leyera su cuento a
los camaradas! Y con ese dulce pensamiento se
fue a dormir.
67
Hola, señorita
–Perdone que llame a su puerta, ya sé que no
me conoce de nada, pero es que he terminado
de escribir mi último cuento y quisiera leérselo.
No piense que soy un descarado, sólo que en mi
casa no hay nadie. La verdad es que vivo solo.
–Perdone usted que no le atienda, pero iba a
salir a una fiesta y no quisiera llegar tarde.
–No se preocupe por la fiesta, es un cuento
corto. De todas formas yo mismo la acerco donde
me diga. Tengo el coche abajo. En doble fila,
espero que no me multen.
–Mire, llevo dos años sin salir por problemas
que no vienen al caso ahora, y me he comprado
este vestido para la fiesta. De verdad, tengo que
marcharme.
–¿A que lleva más de dos años sin leer un
cuento? ¿Y cuántos sin que se lo lean? Por cierto,
el vestido le sienta estupendamente.
–Gracias…, muy amable.
–¿Entonces puedo pasar? Serán cinco
minutos. O diez si lo comentamos.
–No, sin comentarlo, lo lee y nos vamos.
Venga, pase.
–¿Le importa si me siento? Es que de pie no
me expreso igual.
–Claro, siéntese. ¿Es escritor entonces?
–Siempre he escrito. La verdad es que intento
escribir novelas, pero soy incapaz de zanjarlas
con dignidad y las quedo abiertas. Los cuentos
son otra cosa. Los cuentos cortos, claro... Los
largos tampoco los remato.
–Es curioso. Nunca había escuchado nada
parecido.
69
–Seguramente nunca había hablado personalmente con un escritor… Perdone, no quería
ofenderla,
sólo que cada artista tiene sus
dificultades…
–No me ofende. Por favor, lea el cuento.
–Bueno, así de pronto… Estoy un poco frío.
¿No tendría café hecho? El café me ayudará a
situarme, ¿sabe? Yo escribo en una Cafetería.
Somos muchos, nos reunimos allí todos los días a
las cinco de la tarde. Nos da la vida. Ya sé que
eso no se entiende fácilmente.
–Yo no escribo…, pero una vez…, una noche,
escribí una poesía. No se la he enseñado a nadie.
Bueno, a mi abuela. Me crié con ella. Murió hace
dos años.
–A mí me la puede leer.
–Es usted el que escribe. Lea, por favor.
–Empieza así… Por cierto, ¿cómo se llama?
–Adela, como mi abuela.
–“Está triste Adela, porque un mal día se
marchitó su Abuela…” Disculpe, ya le digo que
lo mío son los cuentos cortos. La poesía no la
entiendo, me da risa. Aunque tengo que
confesarle (no se lo diga a nadie en La Cafetería,
si por casualidad pasa por allí; yo la invito a que
pase) que hice bastantes poemas en plena
inmadurez, pero eso de buscar palabras
diseñadas dejó de interesarme, no logré decir
nada nuevo ni llamativo, ni tan
siquiera hermoso, con
ellas.
Me
parecía
fingido, cogido sólo para la ocasión, como un
cuadro para un pasillo. Sin pasillo no hay
cuadro, y el salón ya está repleto de bobadas.
¿En plena inmadurez he dicho?
¡Sí…!
Aunque
pensara en
aquel momento que
recogía los secretos universales…,
70
¡nada! Ahora que me siento escritor, ¡escritor!,
no se me ocurriría hacer un solo verso, para el
que, por otra parte, sólo necesitaría un papel y
algo para pintar. Voy a ser justo: y un diccionario
de sinónimos. No obstante, me agradaría
escuchar la suya, si tú quieres, Adela.
–Prefiero que no me tutee.
–Ya… ¿Entonces, le leo el cuento?
–Por favor.
–¿Pero no iba a traer un cafelito para que me
ayudara a situarme como en La Cafetería?
–De acuerdo. Tardo un minuto…
–¿Me oye?
–Sí, ahora voy con usted.
–La verdad es que no es mi mejor cuento.
Quiero su sincera opinión. ¿Me oye?
–¡Le he dicho que le oigo!
–Es que como no la veo y no hace ruido.
Ahora mejor. ¡Qué bien que le queda el vestido!
–Es usted un galán tramposo, nunca me ha
visto con otro puesto. No importa, gracias.
–Cierto…, es la primera vez que te veo,
perdón… que la veo. La primera, Adela.
–Adelante, ahí tiene su café, recién sacado
del microondas.
–Ahora me da un poco de vergüenza. Si
leyeras tu poesía saldría mejor del atasco.
–Hemos quedado en que nada de tuteo,
¿vale?
–Vale. Yo me llamo Ramón, como mi padre.
También ha muerto, pero hace más años.
–Lo siento. Una muerte siempre es dura.
–Sí. Además, la gente se muere para siempre.
Antes pensaba que algún día vendría. Pero se va
hasta el recuerdo.
71
–Yo no permito que se vaya el recuerdo. Mi
abuela está siempre muy presente.
–“Adela se quedó sin su abuela, pero
siempre, ¡siempre...!, la tiene presente”.
–Perdona que me ría así, Ramón, pero haces
unos poemas muy malos.
–Ya te digo que no los entiendo…, no hay
nada como un buen cuento corto.
–Pues venga.
–“La niña, que había abandonado la fiesta y
se había despedido a toda prisa de sus amigas,
iba henchida de alegría, saltando y corriendo por
el bosque a casa de su abuelita enferma. Que
vivía al otro lado. Llevaba una hermosa cestita
llena de magdalenas y perronillas caseras que le
había hecho su madrastra, que era muy mala y
fea. Pero la niña, algo cansada, se tumbó en un
tronco para reposar un rato. Cuál fue su sorpresa
que se quedó dormida, sin que por allí pasara
nadie, ni tan siquiera un lobo feroz. Pasaron los
años y la niña no se despertaba. En esto, un sapo
que salió de debajo de una piedra gorda le dio
un beso, y la niña se despertó convertida en una
desarrollada princesa. Y pensó que si era una
princesa no tenía por qué llevar magdalenas y
perronillas caseras a nadie, que ya no era su
obligación, que las princesas no van por ahí
repartiendo dulces. Así que las tiró por todo el
bosque. De todas formas no importaba, su
abuela ya había muerto”.
–¿Ya?
–Te dije que era corto. Siento que el cuento
también tenga una abuela muerta. Estas cosas
pasan.
–Claro… bueno, ¡tengo que ir a esa fiesta!
72
–¿No lo comentamos? Tiene mensaje. Ya sé
que a simple vista parece poca cosa. Se pueden
sacar muchas lecciones trascendentes para la
vida.
–Otro día podemos comentarlo.
–Como quieras, Adela.
–Sí. Vamos…, por favor, llama al ascensor…
Voy a llevar la taza…
–Hemos tenido suerte, está aquí. Pasa.
–Dale al cero, Ramón. Gracias… Oye, ¿y tú a
qué te dedicas?
–Ya te lo he dicho, a escribir.
–Ya, pero quiero decir… con qué te ganas la
vida.
–¡Ah, sí! Como todo el mundo, trabajando.
Soy el albañil del cementerio, pero yo me dedico
a escribir.
–Sí, sí, es curioso. Sal tú primero.
–Entonces, ¿quieres que te lleve? Ese blanco
es mi coche. Arranca bien, no te creas... Las
apariencias engañan.
–El mío es éste. Gracias…, Ramón. Adiós, ha
sido un placer.
–Bien… Me alegro por ti.
73
Estrellas en el bolsillo
Vamos a tirar los dados sobre la arena,
aunque no lo deseo, ni fuera esa mi intención
cuando esta mañana salimos Eugenia y yo del
hotel. Ahora es inútil ocultarles que llevaba
encima los dados: de un tiempo a esta parte no
me separo de ellos, o mejor dicho, han
materializado el azar más próximo, como un
infantil intento –por mi parte– de controlar el
capricho de los encuentros.
Mañana hace tres meses: Eugenia paseaba
por el parque agarrada del brazo en jarra de su
marido. Me acerqué a la segura pareja y le
propuse a Augusto que nos jugáramos la futura
compañía de la mujer. Reconsideró unos
segundos la propuesta (aún ella mantenía la
mano experta sobre el brazo en jarra del marido)
y sin vacilación sacó sus flamantes dados del
abrigo. Gané yo: una roja K frente a la negra Q.
Augusto no se precipitó resentido sobre los
dados –como seguramente hubiese hecho yo–,
prosiguió su paseo, momentáneamente solo. Lo
confieso: me precipité sobre los dados y los
guardé, el suyo y el mío, mezclados en el forro
de la gabardina para que ya nadie pudiera
adivinar –si acaso por casualidad– cuál fue el
victorioso y cuál el derrotado, confundidos, para
que en una próxima batalla los dos partieran con
idéntica ventaja, la que les confiere la mano
arrojadora.
Esta mañana, cuando preparaba la bolsa de
la playa, los cogí más por rutina que por
sospechar que pudiera necesitarlos. Un hombre
(a quien prefiero no describir todavía, por las
75
injusticias que pudiera cometer mi recién y aún
no curado dolor) se me acercó, caballeroso –todo
hay que decirlo–, para proponerme –como les he
anticipado al inicio del relato– una tirada.
Observé temeroso a Eugenia para que me
socorriera, o si acaso aplazara mi congoja. Pero
no respondió, o al menos yo no pude ver sus
ojos. Miraban al vacío, que es lo que se suele
decir cuando la persona cercana se ha ausentado
y persistimos en no reconocerlo, como si
solamente lo pronunciado y oído o visto por los
dos sea lo que finalmente se va a admitir.
Abandonó la huella de su cuerpo tumbado en la
arena y bajó contoneándose al mar, a mirar de
cerca al vacío.
Los hombres hemos tirado los dados. He
ganado yo. Oteo impaciente al mar y apenas la
distingo. Me acerco. Está sentada en la arena
conversando con una mujer mayor que ella. La
señora ha sacado una negra y comprometida J.
Ahora viene la tirada de Eugenia.
76
La niña
Escena 1.
La muchacha por fin es cazada y arrojada al
suelo. Nadie puede oírla ni nadie la va a socorrer.
Se ha quedado sola. Las amigas han corrido por
la premura de la hora pactada, cuando aún la
salida a la fiesta requería del permiso tutelar.
Con tierra en las manos desea pedir auxilio, pero
ya no hay voz en la garganta ni seguridad en
hacerlo. Sabe la muchacha que la sangre se
derramará y se perderá. Está atrapada.
Escena 2.
La niña salta a la comba y se detiene porque
ve pasar a Dani con un balón de reglamento, que
empieza a botar en la acera para que el camino
sea más largo y la atención más intensa. La niña
no mira el balón. Suelta la cuerda y le saluda con
la mano. Los niños se atreven con el presente y
no les parece infantil.
Escena 3.
Desde pequeña tuvo un mismo sueño. Se
colaba por una gran madriguera que había bajo
un seto del jardín y, sin tiempo para imaginar
cómo salir, era poseída y transportada a un lugar
desconocido por una fuerza maligna contra la
que no se atrevía a luchar.
77
Escena 4.
Poseída. Con las manos apretadas ve cómo
las amenazas oníricas se ejecutan. Primero la
derrumban, pierde el control, se confunde. Se
calla. Y se entrega. Desgarran con prontitud la
ropa corta que la cubre y siente su desnudez, el
aire extraño de aquel sitio. Los árboles que la
esconden. Se aturde y nota las otras manos
encima. Ya está hechizada y el maligno eleva su
arma para traspasar a la muchacha. La sangre
mancha la tierra.
Escena 5.
Cuando Ana despertaba después de aquel
sueño, corría a contárselo a mamá. Luego volvía
a la habitación y se quedaba asomada a la
ventana: Dani deambulaba por la acera para ir al
colegio. Levantaba su mano y le saludaba. A los
niños no se les olvida su presente, saben que no
es un juego.
Escena 6.
Las amigas de la muchacha cuchichean
mientras corren para no llegar tarde. Hacen
cábalas sobre el destino de la prisionera y
apuestan. Una decide regresar para salvarla,
pero las demás la disuaden del ingenuo
propósito. ¡Era su destino! ¡Creo que soñaba con
esto! Nadie puede oírla ni nadie la va a socorrer.
78
Escena 7.
La muchacha no puede ver sus ojos vueltos.
La voz está llena de gemidos y los tendones se
estiran para romperse. Asoman turbadas muecas
de los labios, la lengua se retuerce sobre la
materia intrusa enardecida y ya no conoce su
propio griterío.
Escena 8.
Cuando la niña tocó otras formas en su
cuerpo dejó de contar los sueños a mamá,
porque las posesiones iban siendo más intensas y
aparecieron complicidades con el maligno que
quiso reservar en un adolescente baúl de
secretos. Se levantaba con el sudor frío de la
noche y se apresuraba hacia la ventana: agitaba
la mano, y los ojos que la buscaban ya no eran
domésticos sino salvajes.
Escena 9.
Cuando la muchacha vio la oscuridad desde
la terraza de la fiesta no dudó en despedirse de
sus amigas, bajar, y conceder a Dani el paseo
aplazado. Levantó su mano (aún limpia) y lo
saludó desde el camino de tierra que lleva al
bosque.
79
Una idea para salir
El psicólogo le dice que se olvide de mí, que
no es conveniente que siga aferrada a una
relación que ya murió, o que al menos espere
hasta que acabe la carrera, que ahora estoy
demasiado centrado en los estudios: ¡que no es
momento de nostalgias!
Cuando éramos novios, Elisa siempre me
hablaba de la importancia de los psicólogos, de
esos misteriosos procedimientos que han
adoptado de la superchería para convencer a las
personas de que las domina una fobia, un
síndrome, una deficiencia de interacción social, o
de que están a punto de padecerla si no siguen
sus exhortaciones. Pero lo que realmente hacía
feliz a Elisa era la depresión, nos pasábamos las
horas hablando de ella. Yo le decía que todo el
secreto está en el vacío, que en realidad nadie
padece mal alguno, excepto vacío, y que con
llenarlo se neutraliza cualquier tristeza. Ella
defendía el derecho universal de todos a tener
las depresiones que creamos oportunas. Lo que
no veo normal, decía, es que haya gente que no
se coja dos o tres depresiones al año (como
mínimo), es una experiencia que todo el mundo
se merece (habría que repartirlas, alguien se
tendría que ocupar de hacerlo), hay que saber
disfrutar de ellas, hay que saber sufrir… (se
disfruta sufriendo). Y tú, mi querido Emilio,
deberías cogerte las que te corresponden y
contárselas al psicólogo. Por entonces Elisa
visitaba poco al terapeuta, se afanaba en sus
Memorias que, por su poco valor literario, no
fueron publicadas.
81
Un día –sin duda barruntaba abandonarme–
me dijo que yo estaba poco formado, que mis
opiniones carecían de rigor, que hablaba siempre
de forma egoísta: “cómo puedes saber lo que es
el cansancio psicológico si no lo has tenido, o la
abulia, o la astenia, o la hiperventilación de la
ansiedad, o la ciclotimia con la que convivo, o
cualquiera de los males psicosomáticos… Tú lo
ignoras porque estás bien, y yo empiezo a
necesitar ciencia. Exijo empirismo”.
Iba por las tardes a recogerla –ya saben, sólo
es una expresión– para dar un paseo y hablar.
Nunca entré en su casa, me esperaba sentada en
el umbral, con una botella de agua sobre las
piernas. Sus padres parecían muy simpáticos –no
hay prisa, tomaos el tiempo que queráis,
nosotros nos acostamos tarde, me decían desde
la ventana–. Ya anochecido, le revelé a Elisa mi
decisión de retomar nuevamente los estudios y
ella me convenció (o sólo me animó) para que
hiciese psicología. Ahora estoy a punto de
obtener el título, pero ya no estoy con ella. Elisa
me dejó. Hace cinco meses anulé dos asignaturas
pendientes, no me presenté a las convocatorias y
no lo soportó. Quería verme en aquella orla,
vestido de psicólogo. Rodeado.
Mañana tengo mi último examen, si es que
finalmente me presento. Cuando sea licenciado
tendré a Elisa cerca y podremos seguir hablando
en nuestros largos paseos. Le aconsejaré
entonces que abandone las visitas al experto.
82
Parada en rojo
Podía haberlo saltado, otras noches lo hago,
es un semáforo peatonal y nadie lo respeta ni
nadie lo cruza, menos aún a esas horas de
invierno en el que mi vida pudo haber cambiado
y de hecho cambió, porque si ahora retomo lo
sucedido es porque de alguna forma se quedó
grabado en mi inconsciente literario, que sale a
socorrerme cuando trato de contar historias. Los
dos coches paramos casi en paralelo, el otro un
poco antes. Desde la distancia lo vi reducir y supe
que se detendría (por eso seguramente obedecí
yo también, soy tímido y sufro si la otra persona
que va a cumplir la norma me ve saltar un
semáforo; si es al contrario me da igual). Yo la
acaté; el otro lo hizo sin saber si yo frenaría,
igual lo hacía todas las noches o era de fuera y
no sabía que no tiene trascendencia alguna
quedarse o seguir. Creo que nadie lo respeta, yo
casi nunca. Puede ser que ella tampoco
acostumbrara a pararse, pero al verme por el
retrovisor pensara que ya en la ciudad (donde los
semáforos son efectivamente obligatorios) yo me
pondría a su altura (como de hecho había
sucedido a las afueras) y le vería su cara de
culpable y le diera vergüenza. Además, visto así,
no hubiera adelantado nada. Pero también pudo
haber presentido que la persona que conducía el
vehículo de atrás le cambiaría la vida (como de
hecho sucederá cuando ella
retome
su
inconsciente social para contarlo a alguna amiga,
o a algún novio o a su marido. O lo cuente a su
madre o a su abuela enferma). Y al presentirme
bajó la ventanilla para coincidir con mi cristal,
83
que también bajaba como para preguntarnos un
lugar desconocido. Pero los ojos no dejaron
hablar, fueron ambiciosos y negaron los otros
sentidos, o los aplazaron. Habíamos consumido
los primeros segundos de nuestra azarosa cita y
había que decidirse. Tenía que actuar. Barajé
posibilidades. Retrasar mi aceleración, dejarla
primero cuando el verde tuviera luz y salir tras
ella. Pero cuánto tiempo o hasta dónde, y lo que
más me asustaba, qué iba a pensar. Podía
seguirla un rato y observar su reacción, tal vez
hiciera un alto en algún sitio para hablar (un
malentendido lo tiene cualquiera, y a cualquiera
se le puede declarar amor cuando uno va a
dormir solo, estábamos en invierno) pero, dónde
iba a hacer ese alto: a lo mejor estacionaba en su
destino y yo detrás, al imitarla, haría el ridículo…
Pero, ¿y si suspendía la conducción para besarme
y yo, dudoso, moderaba la velocidad pero
finalmente seguía? Lo más probable es que no se
detuviese y que empezara a dar vueltas para
pensar, darse tiempo, o para que yo me
aburriese, me diera por vencido (los hombres
somos poco constantes). Aunque si no paraba y
yo la seguía volveríamos a encontrarnos en
sucesivos semáforos en rojo, claro que ya iba a
ser más complicado quedar en paralelo. De todos
modos, si continuaba la marcha, comprobaría
hasta dónde yo estaba dispuesto a llegar, ¡hasta
dónde ella me importaba! Pero, ¿y si le daba
miedo con tanta persecución? Me podía tomar
por un solitario que persigue todas las noches
(yo no soy de los habituales…), y eso también me
creaba conflictos. Además, podía llamar con el
móvil a la policía, yo explicaría que ha sido una
84
coincidencia y punto. La policía entiende de
psicología y sabe que no soy peligroso. No es
delito conducir por la ciudad, ¿o no, señor
agente? Sí, pero tire usted para casa. Puede que
no llevase móvil. Otra opción era despistarme, ya
saben, pisar a fondo, demarrar, tomar curvas a
gran velocidad. Su coche era más potente
(tendría un buen sueldo, directiva de una
empresa, persona agresiva y eficiente. Y sola, en
eso no me engañaba). Pero, ¿y si estaba en
reserva? Daría pocas vueltas, estas mujeres no se
arriesgan a quedarse sin gasolina, es parte de su
instinto de protección, se dedican a la seguridad
por encima de cualquier otro beneficio. Lo más
probable es que aparcara cerca de su portal, se
bajara con pericia y no la volviese a ver. Si bien
esa maniobra tenía una contrariedad evidente,
yo sabría dónde vive, y esa información es
siniestra para las víctimas y tranquilizadora para
el cazador. De todas formas, tendría cochera con
cierre a distancia y yo no sabría el portal exacto.
Pero todo se puede preguntar, la gente no
valora su trabajo remunerado y está deseando
que alguien le pida un pequeño favor. La otra
gran posibilidad es que fuese yo el que arrancara
primero, una vez que el disco cambiase. Echaría
un vistazo por el retrovisor para comprobar si me
seguía y, en caso afirmativo, volvería a barajar
varias alternativas: puede que
el trayecto
coincidiera (muchas veces se vive en la misma
zona y no te suena esa persona ni ese coche,
menos si tiene cochera. ¡Seguro que tiene
cochera!)... o puede que me persiguiera por
curiosidad (dónde vivo, si acelero, si la espero
cuando queda para atrás, si cojo el móvil). Sin
85
duda estudiaría mi reacción. Es satisfactorio ver
que alguien hace algo para acercase a ti, nos
gusta el interés de los desconocidos. Aceleraría
un poco, no mucho, para comprobar si ella
intentaba no perderme, sería la mejor señal de
que íbamos a besarnos esa noche. Pero contradictoriamente podía despistarla (no sabemos si
es de fuera, los noveles en la ciudad se
desorientan, no les resulta tan obvio el sentido
de un cruce o las salidas de una rotonda), o
podía confundirla por que ella pensara que mi
aumento de velocidad se debía a mi poca
implicación y no a que estaba probando la suya.
Claro que yo podía, después de callejear un rato,
detenerme en algún lugar amplio e invitarle a
hacer lo mismo. Encendería las cuatro intermitencias, disminuiría la marcha y me bajaría del
coche. Su respuesta sería concluyente.
También podía entrar en una gasolinera y
esperar, es el lugar perfecto, tengo derecho a
estar sin combustible, no sería culpa mía que ella
parase. A lo mejor para repostar su coche, no hay
que ser tan presuntuoso.
86
Salida en verde
La intimidad de Teresa reservaba un inquietante proyecto que merece indiscutiblemente el
escueto espacio que aquí se viene dedicando a
ciertos personajes, en lo que hemos denominado
un relato o cuento corto. El pensamiento, su
única intimidad efectiva, la invitaba a vivir cada
año en una ciudad distinta. Tan fácil como escribirlo: comenzar por una localidad cualquiera, de
cierto renombre a ser posible, entregarse a sus
costumbres, a sus formas de vida y estilos,
participar de las manías y aburrirse de su rutina,
permanecer en ella un año, dejarlo todo y volar
a otra, sin nada. Con la vida recobrada por
delante.
Ahora recuerdo bien la historia. Fue la misma
tarde que cumplía por primera vez 30 años. Salió
de casa, se sentó en el banco del Parque, observó
a los niños y detuvo los ojos en uno de ellos: feo,
inmóvil, con cara de persona mayor. Un punto
fijo, no necesariamente desagradable como éste,
crea a veces la ilusión de controlar la mente y, si
cabe, vestirla de blanco. Respiró abdominalmente e hizo por fin frente a esa vieja idea
que la venía atormentando desde la infancia y
que, a la hora de la verdad, era la única (de sus
ideas propias, otra cosa eran las adoptadas,
finalmente reconocidas) a la que podía agarrarse
con confianza, como una niña se agarra de la
mano del adulto, para escapar cuando la
seriedad de los demás, de los demás adultos, la
amenazan con despedazar sus fantasías. Allí
sentada, ya oscurecido y con luna roja, sintió una
vez más la angustia de ver cómo la vida se le
87
escapaba delante de las manos nerviosas, un día
tras otro, sin poder hacer nada para frenarla,
para retenerla un rato más allí, a sus pies, pisarla,
como se pisa una fotografía entrañable que el
viento quiere llevarse, y luego te agachas y la
coges, la limpias y la miras sin que ya nada
cambie en ella; la tienes segura en tus manos,
ahora más tranquilas. Luego la embolsas en el
álbum que guardas en un cajón sin llaves. Sólo
cuando la vida te hace mayor y cualquier tiempo
pasado parece que tuviera más fuerza, la visitas.
Sabes que eres tú, pero nadie más lo afirmaría; si
acaso en tu presencia. Decidió pues –como
hemos quedado– no ignorar las ansias de
aventura de su intimidad y verse las caras con su
destino emprendiendo ese viaje eterno tanta
otras veces aplazado.
–Me voy a sentar, para escuchar un relato
como éste (o cuento, como te empeñas en
maldecir), es mejor ponerse cómodo, encender el
pitillo que-te-voy-a-secuestrar… y pedir un
cortadito en vaso… ¡Roque!
La joven ya soñaba con el viaje: calculando el
número de ciudades, los diferentes países en que
se distribuirían, y los idiomas, las carreteras, las
noches –antes los atardeceres, románticos–, mil
cielos que ver, el autostop que tendría que
hacer, las calles –pensaba exactamente en
avenidas–, librerías, museos, los trenes y los
climas… y sobre todo, la gente con la que se iba
a encontrar. Pero, y cuanto antes eliminemos las
suspicacias que puedan estar apareciendo, mejor,
pues no era Teresa una mujer de amantes, sino
–como queda dicho– ¡de aventura, de cambios,
88
de imprevistos! Así que en sus sueños (que ya
iban siendo planes) no entraba ni el sexo
podrido y fácil de primera vista, ni mucho menos
acercarse a un hombre que le cortara sus blancas
e incipientes alas. ¡Eso nunca! En todo caso se
ilusionaba, las pocas veces que se lo permitía,
con un hombre que la
penetrara el alma
balanceándose sobre ella sin daño posible. Y a
eso llamarlo amor. Vivía en una infancia
prolongada, de incredulidad y de inocencia,
conservando aún –prueba fehaciente de mi
verdad– sus cien muñecas con algunos vestidos
estampados de manga larga y escote corto. Le
gustaba sentarse por las tardes frente al Parque
de los Pintores y observar el juego de los niños,
siendo uno más, arriba y abajo del tobogán,
subida en el vertiginoso sillín de la nueva
bicicleta, mirando a papá cuando mantenía el
equilibrio o agarrada a la pierna sin medias de
mamá cuando otro niño, más grande y bravucón,
se le acercaba vociferando para ser, contrariamente a lo que se pueda sospechar, su amigo.
Y reaparecía la quimera, ser eternamente niña.
–Tendrás que trabajar, Teresa –eso en la
facultad privada, donde se acercó a comprar un
título.
–Así no serás una mujer de provecho –esto en
casa, la tarde que llegó de Salamanca.
–Tienes que madurar –decía el camarero
imberbe que la pretendía, cuando aún era una
fina clienta y no preveía trabajar a su lado.
–Al cliente no se le puede hablar así –le
corregía frecuentemente el jefe de barra en
presencia del señor cliente, que siempre tiene
razón porque paga para tenerla.
89
–No volverá a ocurrir. Se lo prometo –la
última frase no llegó a decirla pero, sin duda la
pensó.
Y no volvió a ocurrir. Dejó el sacrificado
trabajo hostelero como quien deja la bolsa de
basura en el contenedor, algo que no sirve se
coloca donde están las cosas que no sirven. Y
nunca más te acuerdas. Se las llevan por la noche
unos señores que se dedican a limpiar, mientras
los demás construyen más sueños para luego, sin
escrúpulos, volverlos a tirar. Pero eso es otra
historia en la que no quiero involucrar a Teresa.
Fue entonces su época más intensa –más
social, quiero decir–, recobrar amistades, cuidarlas: hablar por el móvil, darle las dudosas
facturas a papá y tomar cafés. Pero, pronto
(dando así acierto al poco citado refrán “el
corazón triste en los gustos llora”), se aburrió de
conversaciones obvias: la paz mundial y los
polvos de belleza; los actores de cine y el hambre
de ese tercer o cuarto mundo que ella imaginaba
lejísimos –en otro mundo–; la última investigación –en el telediario de anoche– sobre la
fertilidad; el acontecimiento de ver a un nuevo
camarero llegar en moto y sin novia en el asiento
de atrás… y todas esas conversaciones –que
ustedes sin duda ya imaginan– con las que se
visten de guapas las tardes filosóficas de quienes
huyen aterrados de la soledad, sofocando su
hastío a golpe de frases que deslucirían un
montón si no se coquetease públicamente con
ellas y a las que se podrían añadir, si el relato
exigiera una estampa exacta de lo que sucede
dentro de la nube de humo que se forma, los
intermitentes brindis sin complicidad y sin riesgo,
90
intentando con ellos aferrarse a la vieja
esperanza que nada cura, pero alivia porque
todo lo pospone. Y aburrida de verse camino de
casa, vacía, mirando escaparates con ropa y
zapatos y libros y perfumes de los que sus amigas
no han parado de hablar... aburrida –digo– se
despide de su jornada de cuchicheo social echada
en la cama, boca abajo con la cara escondida
(muerta de vergüenza) entre sus finos brazos;
enroscada (el feto que no quiere recibir el
guantazo del aire); descalza (para ya no tener
que molestarse si el sueño pasa a saludarla, o
eludir la cena con padres indagadores; gimoteando (ronroneo que busca una culpable);
llorando (desconsuelo por haberla encontrado).
Y fue esa noche, insisto, la de luna roja,
cuando se atrevió a hacer frente a la desidia:
¡viajar! Y se puso a resolver cálculos de intendencia:
–¿Por dónde empezar?
–¿Desde cuándo? Mañana mismo, esperar
una semana, un mes… ¿Un año en mi ciudad, la
actual, y después partir?
–¿Es necesario que las ciudades estén
próximas? Programo una especie de ruta o…
¿dejo que surja de la intuición callejera? Me han
dicho que es una guía providencial.
Y muchas más cábalas que el viajero hace
cuando la alegría depende del destino.
Finalmente –no dejó de ser una sorpresa para
todos– resolvió partir a la mañana siguiente, en
el tren de las 7. Recuerdo que llegó a casa,
silenciosa, hizo la pequeña maleta –regalo del
banco por una penosa cantidad a plazo fijo–, la
91
maleta que tantas otras veces había hecho
mentalmente (dos camisas de manga larga, ropa
interior –las fue oliendo una a una–, un par de
zapatillas caras). Y la cerró. La cremallera se
deslizó sin demasiada nostalgia, como adivinando el sorprendente derrotero en que iba a
desviarse nuestro relato.
La colocó detrás de la puerta y, con el
interior del pie, la arrimó a la pared. Encima, y
cubriéndola por completo, la cazadora de cuero,
la de guerra la llamaba, la de salir de marcha. Y
sobre ella, arriba del todo y visible, un libro: un
pequeño conglomerado de cuentos sospechosamente correlativos destinado a ahuyentar el
seguro aburrimiento que se le presentase, o sea,
un libro para no dejar de viajar, para tener
aventuras mientras esperaba en el andén, nunca
estar quieta, para viajar mientras se trasladaba,
para viajar mientras se llega al destino. Pidió
prestado el coche a papá –ejecutivo de empresa–
para dar una última y secreta vuelta de despedida a la ciudad. Teresa estaba asustada, pero si
alguien me hubiera pedido una sincera
observación de la experiencia del momento, me
hubiera visto obligado a narrar la alegría de una
mujer. Miraba con descaro a los escasos
transeúntes, a los demás vehículos. Se contemplaba en el retrovisor y se decía –Teresa,
Teresa–, sabiendo muy bien que el espejo le
devolvía una imagen linda y deseada. Mientras
vocalizaba su reconquistado nombre, vio cómo
otro vehículo se le acercaba dudoso. El semáforo
en ámbar la invitaba a saber de él. Se detuvo y
esperó. Los dos quedaron en paralelo y bajaron
sus respectivas ventanillas. Teresa, sin ninguna
92
intención. Era un hombre con ojos perdidos,
daba confianza, parecía querer preguntar una
calle, un hotel para alojarse. Seguramente era de
fuera y ella le podía socorrer, como pronto –es
fácil la asociación– la socorrerían a ella cientos de
veces en sus, precipitadamente calculadas, 35
ciudades. Pero el hombre no preguntó nada.
Puso sus ojos extraviados en los de Teresa y
descansó. Teresa, una vez que el semáforo tornó
verde, lo siguió. Dieron en tándem varias vueltas,
él no había decidido aún su destino. Moderó la
velocidad y entró en la estación de servicio; ella
detrás.
Al día siguiente se les vio en una cafetería
tomando refrescos, comentando el telediario de
anoche y brindando por la paz mundial, aunque
recuerdo –así me lo contaron– que había chispas
en los ojos de la mujer como quien descubre un
secreto en el jardín que todos los días pisa, un
cofre con una nota mal escrita advirtiendo que el
amor encontrado ahuyenta la pasión del viajero,
o el viaje se hace innecesario, o nunca más se
vuelve a coger un tren.
–¿Qué pasó al final?
–Ya no recuerdo nada más.
–¿Pero hubo viajes?
–Muchos… todos en la misma ciudad.
93
Epílogo I
La inspiración aprieta…
¡Me quito la vida! –planificaba el literato al
tiempo que las manos nerviosas intentaban
recordar el nudo corredizo en la soga que
sostenían.
–¡Quieres bajar a cenar! –le apremiaba la
esposa desde la cocina.
–Si bajo no me suicido… –barruntaba el
hombre decepcionado.
Era
día
de
capitulación: repasaba
novelescamente la vida de sus más cercanos
amigos, cómo los había invitado a entrar y salir
de historias, enfrentándoles siempre (sin que
nadie se lo pidiese, claro está) al lado más oscuro
de ellos mismos, y cómo había pintado la
salvación de alguno de ellos y la muerte
repentina de otros (de los que viven agónicamente, recapacitaba). Y ni un solo día había
dejado de crear, ni faltado a la conocida por
todos cita literaria. Pero no fue suficiente.
–En la mesa te dejo la sopa. ¡Verás cómo se
enfría!
El nudo ya se deslizaba como de costumbre y
el bote de zumo apenas si tenía líquido. “Sin
problemas”, se repetía, se seducía a sí mismo con
tan profunda paz. Bebió un último sorbo y situó
el bote de Júver (melocotón y uva) en el suelo,
de pie, debajo de la barra que cruza la claraboya.
–Voy a salir. ¡Sólo un rato! –voceó Laura–.
Estoy agobiada de estas paredes llenas de libros.
¡Calle es lo que yo necesito! ¡Calle! ¡Y tú
95
también la necesitas! … Un buen cambio es lo
que necesitas… ¡todo el mundo necesita calle! La
vida se tendría que hacer en la calle. ¡Eso! Y
quedar las casas para los libros.
Y por fin se echaba a la calle, de mala gana y
elevando el volumen cuando su salida coincidía
con algún vecino –¡dése usted cuenta, este
hombre!–, y siempre refunfuñando esta otra
retahíla que el pobre artista ya conocía:
“¡Los libros te van a volver loco, lástima que
yo sea una persona… podía haber nacido libro!
Un librillo aunque fuera, un libro pequeño,…
¡Qué sé yo! Con ser un libro de cuentos me
conformaba. ¡Qué pena! He nacido mujer, la
mujer de un virtuoso” (escritor, solía corregirle el
literato).
El macabro plan no permitía mucho margen
a la sorpresa. Con la soga alrededor del cuello
(perfectamente anudada) y manteniendo el
equilibrio con la palma de la mano en la pared,
apoyaría las punteras sobre el bote, ya sin
líquido. Después… un movimiento de caderas,
piernas y los pies resbalarían al escaso vacío que
le honraría con una lenta estrangulación.
–¿No hay otra salida? –le habían preguntado
en La Cafetería cuando supieron de sus
intenciones.
–¡Qué puedo hacer! Dedico cada minuto de
mi vida a inventar, a escarbar en el pensamiento,
a observar movimientos, gestos…, a redactar…, a
educar a mis personajes…, les ayudo a madurar...
¡Pero al final! Siempre se escapan… se van, no sé
a dónde, bueno… se van a vuestras novelas, a
96
otros cuentos… se van y no puedo retenerles. Y
las historias quedan sin cerrar.
–Todos tenemos ese mismo problema y nadie
se quita la vida. Aquí cada uno hace lo que
puede, sobrevivimos y punto.
–Eso lo dices porque vosotros tenéis más
vidas –les dijo el cuentista finalmente.
Cuando escuchó el portazo supo que la
mujer ya estaba libre en la calle y que era la hora
de ejecutar el plan.
Movió la cadera, las piernas y el bote rodó
por las baldosas.
–Algunas veces pienso que yo también soy un
personaje de ficción –dijo en otra ocasión a sus
camaradas.
–¡No lo dudes! –le contestó Daniel el
Vagabundo desde la mesa coja y ahora sin cuña
que propiciará más tarde el derrame de un café y
el seguro enojo del camarero.
Y eso, que no pudo debatirse aquella tarde
ni ninguna otra (falta de resolución, pensaba él),
preocupó al escritor tanto que llegó a convertirse
en una obsesión, hasta el punto (en el momento
en que esta sospecha tuvo más fuerza) de escribir
un cuento alusivo, algo sobre unas muñecas, que
tampoco pudo terminar.
Los pies tentaban el suelo con las punteras
que no entendían el final y que permitían, con
pequeños saltos, que el aire recorriera aún la
garganta sentenciada.
–¿Es que para ti no es importante la familia?
–por fin se atrevió a preguntarle una noche
Laura, durante la cena, a la que él llegaba
cuando la comida había perdido el calor de la
97
cocina. Bajaba con algún libro entre las manos
para no perder tiempo, o para que todo el
tiempo fuera literatura. Y observaba a su mujer
para imaginársela con otro nombre, en otra casa,
con otro hombre… en otra cama, y anotaba esa
deslealtad en una cuartilla de papel.
–Claro que es importante. Yo te necesito –le
confirmó el literato.
Y la mujer (que aquella noche no pudo
cenar) salió a la calle, y las paredes de la ciudad
le volvieron a parecer más espaciosas; y
esperanzada se precipitó en busca de libertad,
paseó varias horas y, cuando regresó, el marido
estaba en la cama, leyendo. Se tumbó junto a él
semidesnuda y, sin atreverse a tocarlo, se quedó
dormida. El hombre cerró el libro, y con la
paciencia de quien tiene toda la noche para
amar, le fue retirando con cautela el pelo
travieso que le había caído a la cara. Y la
acarició... como todas las noches, cuando Laura
cerraba los ojos y ya sólo sentía un placentero
sueño.
–Está lloviendo, voy a coger el paraguas y
salgo otra vez. ¿Me oyes? –preguntó Laura sin
atender a respuesta alguna.
–Morir con una fina lluvia que te va calando
sin darte cuenta, y que te acompaña en un paseo
furtivo, entre portales y balcones. Y carreras
cortas, que te empapan –describía Mario–. Sus
pies ya no pudieron soportar el cansancio y el
cuello se torció sobre la soga.
Adiós, se dijo. Y seguidamente lo escribió.
98
Epílogo II
Se ponen títulos
Érase una vez una ciudad llena de artistas en
una época en que las ideas florecían como en
ningún otro tiempo se ha conocido. Tal era la
riqueza de ideas que emergieron miles de
artistas noveles, bien para mostrar por fin y
públicamente sus obras guardadas, bien para
admitir –los no relacionados con el sueño
alquímico– las urgencias que iban aconsejando
expresarse sin vacilación a través de la pintura, la
música o la escultura, el teatro y sobre todo la
literatura. Surgían reuniones espontáneas que
sólo se disolvían cuando los artistas habían
agotado su furia creativa. Las calles se llenaron
de rapsodas que recitaban –encaramados en los
bancos del excelentísimo ayuntamiento– sentimientos propios y aventuras ajenas, aparecían
actores disfrazados interpretando una obra
escrita durante el insomnio de la noche anterior,
y había mimos inquietos y bailarines y músicos
con instrumentos que ahora no se conocen. Se
levantaron centenares de imágenes de madera,
de mármol, de hierro, de barro, de cajas de
cartón… con los ojos vacíos. No faltaban en las
plazas los cuentacuentos venidos de tierras
lejanas
para dejarse rodear por la
curiosa muchedumbre que escuchaba
embelesada extrañas historias colmadas
de hombres despro- porcionados, animales con
poderes
sobrena- turales y, como
ustedes ya sospechan, riesgos no aptos para los
sencillos habitantes, que no podían
sino sorprenderse y hablar en voz baja. Los
jardineros, en la poda de los setos (días antes
99
de la huelga general), se recreaban con motivos
populares –botijos con asas
y bebedero
pronunciado, cervatillos con cuernos, cruces sin
imagen– para adornar el bullicioso paseo. Se
multiplicaron los adulterios y la gente se amaba
sin miramiento, en cualquier parte y hora:
mañana, tarde y madrugadas con frío; se amaba
con los ojos cerrados, se fornicaba y se
continuaba caminando. Las niñas paseaban
mostrando sus incipientes pechos y los jóvenes
las acariciaban apenas segundos después de la
mirada. Los templos quedaron vacíos y sus
pastores se mezclaron con el ruido de las ideas.
Los entierros eran rápidos, no se maquillaban ni
los rostros ni el discutible viaje de los cadáveres.
Los trabajos remunerados se fueron abandonando y los sindicatos hacían oídos sordos ante
el descuido de los servicios mínimos. Los parques
se llenaban de pintores y las cafeterías se
convirtieron en el lugar predilecto de los
literatos, alumbrando entre ellos con luz propia
el protagonista de nuestra historia, y que no es
otro que el bibliotecario de la ciudad, don
Francisco Suero. En efecto. Su peculiaridad más
distinguida (poner el título perfecto a cualquier
obra que se le presentase) pronto fue valorada
por la talentosa comunidad, así que el buen
hombre –aprovechando el tirón de la fama– no
dudó en abandonar la custodia obligada de los
libros y abrir una pequeña tienda con el rótulo
anunciador del servicio que se ofrecía, “se ponen
títulos”. Era tan acertada la agudeza de esos
epítetos que no se conoció un solo cliente-artista
que no quedara completamente satisfecho y
asombrado por el ingenio de Francisco Suero.
100
Llegaban las demandas de todas las partes de la
ciudad y hasta existen documentos de la época
que muestran las andanzas de habitantes de
otras comarcas para presentar sus obras recién
nacidas a la intuición del bibliotecario, para que
fuesen bautizadas como Dios manda. Gobernadores y regentes, guías espirituales, príncipes e
incluso el rey –a pesar de su avanzada edad– se
interesaron por el trabajo de este hombre, que
como ya se ha dicho una vez y ahora se repite,
no encuentra precedentes. Faltaríamos a la
verdad –a la verdad escrita– si omitiéramos que
Francisco Suero carecía de método, o dicho con
más exactitud, si es que la exactitud se permite
en este campo de libertades, era anárquico,
aunque él no lo supiera ni fuera esa su intención.
Hasta tal extremo se confirma lo escrito
anteriormente –confesión atrevida, ya
que
puede desmitificar al personaje– que, decíamos
respecto a su autonomía, en algunas ocasiones
para titular una obra necesitaba leerla casi por
completo, mientras que otras las nombraba sin
deletrear una sola palabra. Algo similar sucedía
con las pinturas que se le presentaban: se cuenta
–a disposición de los curiosos tenemos los
archivos– que hubo cuadros que no llegó a
desembalar, mientras que otros colgaron,
desvestidos, durante días en la pared izquierda,
junto al mostrador. A la derecha, señores, un
antiguo juego de espejos le proporcionaba al
artesano de los títulos una valiosa información
del cliente-artista, arrebatándosela nada más
entrar éste, ilusionado, con su obra bajo el brazo
y haciendo sonar el timbre con la mano libre y
descansada. Aún no hemos dicho, con cierta
101
intención, que la verdadera vida (la que se
persigue y raramente la que el azar te ofrece) de
Francisco Suero era la de literato. Somos
conscientes de que hemos aludido a su profesión
y de que incluso se ha sustituido su nombre
propio por el de bibliotecario pero, asimismo, no
había aún razones suficientes para que ustedes
aseguraran que don Francisco Suero, el bibliotecario, fue un literato en el que, por encima de
su gran cualidad (poner el título perfecto a
cualquier obra que se le presentase), predominó
su afán por inventar historias, seguramente
porque adivinar títulos, don que íntimamente
consideraba de poco valor, no provocaba
beneficio a su alma creativa.
El caso es que nuestro protagonista, como
también le hemos llamado, no dejó escapar este
universo de fantasía y elaboró con ideas
plagiadas su trabajo más ambicioso, crear una
ciudad llena de personajes aburridos y enfermos.
Y se puso manos a la obra.
Del resultado han tenido ustedes buena
muestra: una Cafetería llena de sospechas, sin un
hilo narrativo limpio; un parque nebuloso donde
hacer pasear y coincidir la inmundicia y la
cobardía; geriátricos para simbolizar lo absurdo
de toda batalla o la derrota a la que finalmente
se desciende; dados que se esconden a los ojos y
que ocasionalmente nos tranquilizan, pero que
se tiran sin pudor cuando la curiosidad nos visita;
psiquiátricos que demuestran la locura permanente de quien se detiene a pensar y la
ignorancia pacífica de quien no lo hace; suicidios
patéticos, rastreadores del protagonismo que se
empieza a perder; muñecas unamunianas
102
mostrando detalles del infantilismo creador;
literatos y más literatos… ¡Siempre literatos! Y
quiso verse junto a ellos, en las estanterías,
aunque sin atreverse finalmente a denunciar
–como ya habrán advertido– las limitaciones de
su ingenio y reconocer públicamente –hubiera
sido un gesto de humildad– que su talento sólo
le permitía titular (aquello que se le presentaba y
ni tan siquiera buscaba). Pero otra cuestión fue
retarse con el folio en blanco (la vida que se
persigue…), y quiso crear en la soledad de las
ideas y no hizo otra cosa sino que recrearse en
las de quienes, generosos, las iban depositando
en el acervo de lo colectivo. Nada hay, pues, en
la ciudad de don Francisco Suero –recurriendo a
una expresión liviana– que no sea imitación. “En
la Cafetería te lo Cuento”, título que eligió para
encerrar sus patrañas, es un claro exponente de
que el acceso a las musas no implica necesariamente parirlas, por más que se rocen a diario,
por más que se quieran, por más que se viva por
ellas.
103
Índice
La Cafetería
9
El parque de los pintores
21
El partido del siglo
27
Me asusta tener razón
33
Mi perro aburrido
39
Las muñecas de Unamuno
41
El regreso
53
Cinco amigas
57
Desde que éramos pequeños
59
Las buenas decisiones son las que toman los
demás
61
Perdónales, Señor
63
Hola, Señorita
69
Estrellas en el bolsillo
75
La niña
77
Una idea para salir
81
Parada en rojo
83
Salida en verde
87
Epílogo I: La inspiración aprieta…
95
Epílogo II: Se ponen títulos
99
OTRAS OBRAS PUBLICADAS POR @BECEDARIO
Este libro se basa en el fallido atentado que en 1937, en
¡Sabemos quién quiso
matar a Franco!
ISBN: 978-84-96560-88-8
284 páginas
Serie: Literatura
la ciudad de Salamanca, dirigió el catalán Jaime Ral
Banús, ayudado por varias personas de la provincia de
Badajoz y Cáceres, contra el dictador.
Jaime
Ral Banús, afiliado al sindicato de la
CNT, pertenecía a la FAI. Era un anarquista de la
escuela de
Ricardo Maestre Ventura, y seguidor del mejicano Ricardo
Flores
Magón.
Su
anarquismo
fue
original,
pacífico, constructivo
y libertario, al
igual que
fueron los de
Kropotkin, Tolstoi y Gandhi, vinculando la
dimensión
pequeña, natural, libre y espontánea de la vida frente a las
estructuras autoritarias y centralistas del Estado, la
burocracia, la ortodoxia y el gran capital.
Fue, al igual que Maestre, un gran seguidor de Proudhon,
pensador convencido de que el ser gobernado es ser
vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido,
legislado,
numerado, reglamentado, adoctrinado, sermoneado,
comprobado, calibrado, evaluado, censurado, mandado
por criaturas que no tienen el derecho ni la sabiduría ni la
virtud para hacerlo.
El verdadero anarquismo, opuesto totalmente al libertinaje,
es el que entiende la acción humana en la consecución de
la justicia sin el uso de
bombas ni sables ni
metralletas, porque ninguno de estos procedimientos
contribuye a hacer algún bien a la humanidad.
Nuestro protagonista fue totalmente contrario al uso de la
violencia. Se negó a utilizarla en momentos difíciles y
siempre jugó con el diálogo.
El
El sitarista de Jaisalmer y
otros cuentos
desconcertantes
ISBN: 978-84-96560-85-7
372 páginas
Serie: Literatura
sitarista
de
Jaisalmer y otros
cuentos
desconcertantes es una recopilación de relatos intensos y
emocionantes, extremos y asombrosos, en la que el autor
logra atrapar al lector en soluciones casi nunca
imaginadas, a través de una prosa sorprendente y de
propuestas sugestivas, consiguiendo conducirlo, junto a
sus personajes, por itinerarios poco comunes, hacia
desenlaces inesperados… Las historias felices lo son aún
porque son historias inacabadas… El embeleso del amor
se da en los enamorados porque ignoran que les aguarda,
al final de todo, la catástrofe… La vida es imprevisible
y siempre puede haber oculta, en un recodo del camino,
una daga para cercenarnos… Hay libros peligrosos que
no debieran abrirse impunemente. Y éste es uno de
ellos.
¿Te atreves a leerlo?
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