Épater le bourgeois en la España literaria de 1900

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Gonzalo Sobejano
Épater le bourgeois en la España literaria de 1900
I
La expresión épater le bourgeois, que aparece en Francia a mediados del
siglo XIX dentro de la atmósfera romántica, sirve de lema a una de las
actitudes más características del arte moderno: el desprecio hacia la
clase social que, en torno a 1830, comenzó a imponer su predominio1. El
ulterior avance de la burguesía agudizó, entre los artistas
postrománticos, la aversión hacia esa clase preponderante. Naturalistas y
simbolistas, con Flaubert y Baudelaire a la cabeza de unos y de otros,
escarnecen sin cesar al burgués mediocre y, más adelante, ya en pleno
siglo XX, los vanguardistas de toda especie mantienen y corroboran la
tradición2.
En España el movimiento romántico acusa con más relieve la exaltación del
yo del artista que el menosprecio de la burguesía floreciente. Como la
burguesía española se afianza con menor rapidez y vigor que la francesa,
no es extraño que la inquina contra esta clase, cifrada en la expresión
épater le bourgeois, surja en España bastante tarde y que se introduzca al
principio como tendencia extranjera.
Épater le bourgeois significa, etimológica y literalmente, "hacer caer
abierto de piernas, por algún hecho o dicho asombrosos, al burgués".
Existe en castellano un verbo de igual origen y de la misma significación
figurada que el verbo francés: despatarrar, fam. "asustar, asombrar,
admirar" (en catalán: espatarrar), como también existe el adjetivo
patidifuso, que corresponde exactamente a épaté. La locución francesa
equivaldría, pues, a "dejar al burgués patidifuso, atónito".
Todas las demasías románticas, satirizadas en España por Tapia, Bretón de
los Herreros, Mesonero Romanos y otros, no bastaron, sin embargo, para que
se generalizase una expresión vernácula semejante a la francesa épater le
bourgeois. Los desafueros de la literatura romántica, de tan breve
duración en España, hubieron de pasar, a juicio de los sensatos, por
desatinos; pero no se vio en ellos desatinos adrede, gestos afectados para
provocar la estupefacción del burgués. ¿Acaso porque tales excesos
revelaban la ingenuidad del sentimiento auténtico? ¿Acaso porque no
existía aún, en la conciencia literaria, el tipo del burgués, aunque
existiera, en la realidad, burguesía?3 Seguramente por ambas razones. El
arrebato romántico, en España, podía y solía desembocar en extravagancia,
pero no buscaba la extravagancia por sí misma: buscaba la libre expansión
del genio. Por otro lado el burgués como tipo no podía aparecer al fondo
de la intención del artista sino muy débilmente. Era preciso que ese tipo
cobrara a sus ojos más netos perfiles, y ello iba a suceder en parte por
la inicial distanciación del romántico respecto de la masa4 y en parte
mayor por obra del realismo costumbrista que, engendrado en el seno del
romanticismo, iba haciendo del burgués, en sus varias facetas, uno de sus
personajes preferidos.
Lo cierto es que la expresión épater le bourgeois y el recrudecimiento de
lo que ella significa vienen de Francia a España cuando, aquí, el
eclecticismo postromántico empieza a declinar y comienzan a difundirse las
corrientes del arte europeo de la segunda mitad del siglo: el naturalismo,
la poesía simbolista y decadente, la música de Wagner, el impresionismo
francés, el nihilismo ruso y todo cuanto por entonces algunos críticos
positivistas diagnosticaban como síntomas de degeneración5.
En su proceso de acomodación a la fraseología española, épater le
bourgeois experimentó triple fortuna. Al principio escritores puristas o
casticistas amoldaron la expresión al español (a), pero, al no fijarse en
una frase hecha tales adaptaciones, otros o los mismos escritores
trascribieron el giro en francés (b) o introdujeron el galicismo epatar
(c).
a) Entre los primeros en percibir el fenómeno de la tirria antiburguesa
figura, si no nos equivocamos, don Juan Valera. En sus Apuntes sobre el
nuevo arte de escribir novelas (1886-87) reprocha a los franceses su
inclinación a la "blague" y a la "pose" (obsérvese el apuro del léxico
español ante estos conceptos) y dice:
Difícil es que nadie sea más cínico y atrozmente paradojal que
Baudelaire; pero lo que él imaginó para aterrar a los burgueses,
otros escritores con el fin de adular a los proletarios y fomentar
sus malas pasiones, se lo atribuyen a los burgueses en sus novelas,
fingiendo unos burgueses que son unos verdaderos energúmenos.
(Obras Completas, Madrid, 1949, 680)
Pocos años después, Valera vuelve a hablar de Baudelaire en su artículo
Disonancias y armonías de la Moral y de la Estética (1891) y confiesa a su
corresponsal Salvador Rueda:
Yo comprendo a Baudelaire, y en cierto modo le admiro, aunque me
disgusta. En su inspiración depravada, sombría y terrible, hay algo
de verdad, aunque exagerada por la farsa tenaz que él mismo se
impuso para ser más original, para asustar al linaje humano y para
conquistar y meter en un puño el corazón de cada burgués honrado y
sencillote, en cuyas manos cayesen sus Flores del mal.
(Id., 844)
Finalmente, cuando Valera siente avanzar el galicismo mental por la España
literaria, se apresura a desengañar a los francófilos más pertinaces y
advierte en 1897 a uno de ellos, al catalán Pompeyo Gener, que no se deje
llevar de la "pose" de tantos franceses que sólo pretenden «pasmar y
atolondrar a los burgueses» (Id., El Superhombre, 950). Baudelaire
nuevamente, por contraposición a Leopardi, es aquí el pasma-burgueses en
quien Valera piensa.
Muy diferente actitud adopta Leopoldo Alas, "Clarín", frente a Baudelaire.
Lamentando la propensión de ciertos críticos (Brunetière, Valera) a
condenar las consecuencias sociales y morales de la obra de aquel lírico,
quiere él atender ante todo a su alto valor poético. Brunetière -afirma
Alas- descubre una vena mefistofélica cuando apura los recursos de su
saber
... para demostrar que Zola es poca cosa, Victor Hugo un viejo verde
indigno de tanta fama, y Baudelaire un pobre diablo, bueno para
pasmar en la feria literaria a los incautos burgueses que se creen
maliciosos y leen libros nuevos.
("Baudelaire", en Mezclilla, Madrid, 1889, 56. Pero el artículo de
Alas es de igual fecha que los Apuntes de Valera)
Aterrar, asustar, atolondrar, pasmar al burgués. Tales fueron algunas de
las traducciones castellanas de la frase consagrada en Francia. Miguel de
Unamuno, más deseoso de peculiaridad personal, de casticismo, que de
propiedad académica, ensayó luego otra adaptación del giro francés
bastante expresiva:
Sabiéndola de sobra [la doctrina abstracta] le lleva la verdadera
pedantería a procurar dejar turulato al hortera, lo que los
franceses llaman épater le bourgeois, oponiendo la realidad
objetiva, aprendida más en libros que en laboratorios, a la
psíquica, como cuando el bachiller afirma muy serio y tiritando en
cruda noche de helada que el frío no existe.
(«La regeneración del teatro español», 1896, Ensayos, II, Madrid,
1916, 71)
En semejantes tecniquerías, o en otras que en el fondo se le
parecen, suelen acabar los turrieburnistas, o en el más completo
sibilismo pour épater le bourgeois, para dejar turulato al burgués.
Es la consecuencia de desinteresarse de todo lo hondamente humano.
(«Turrieburnismo», 1900, De esto y de aquello, II, B. Aires, 1951,
105)
A falta de arte, en efecto, melena o sombrero de este o el otro
corte, o cualquier otra majadería con que llamar la atención de los
distraídos transeúntes y épater le bourgeois o digamos dejar
turulato al hortera.
(«Los melenudos», 1901, De esto..., II, 113)
E incluso cuando la expresión ya se ha abierto camino en su forma francesa
o como galicismo, siguen apareciendo equivalencias castellanas, como las
siguientes:
Desde entonces hasta hoy jamás me he propuesto ni asombrar al
burgués ni martirizar mi pensamiento en potros de palabras.
(Rubén Darío, «Dilucidaciones» al frente de El canto errante, 1907,
O. C., V, Madrid, 1953, 955)
Hablaba de los vicios de París, de una Sociedad, El Escarabajo, que
había escandalizado hacía años al buen burgués; de los discípulos de
la escuela de Osear Wilde y de Peladan.
(Pío Baroja, La sensualidad pervertida, 1920, O. C., II, Madrid,
1947, 983)
b) Junto a estos ensayos de adaptación se encuentran muy frecuentes
ejemplos de trascripción de la frase en la lengua original. Ello no tiene
absolutamente nada de extraño. El idioma francés ha salpicado de palabras
y locuciones a todos los idiomas del mundo, y precisamente en el campo
nocional que aquí nos interesa hay en castellano un repertorio numeroso de
incrustaciones: enfant terrible, mal du siècle, bêtise, boutade, pose y
poseur, chic, pompier, demodé, platitude, parvenu, élite, demi-monde,
etc.; repertorio al que ha contribuido también el inglés con no pocos
términos universalmente difundidos: fashionable, dandy, smart, snob,
spleen, etc. La esfera donde quedan tipificadas la distinción del
aristócrata o del artista y la mediocridad del burgués revela, así, en
español, una composición casi totalmente extranjera; lo que desde luego no
puede deberse a pobreza idiomática, sino más bien a la procedencia extraña
de las actitudes, reacciones y criterios expresados por tales vocablos y
modismos.
He aquí, entre los muchos que podrían recogerse, algunos ejemplos de
trascripción de la frase francesa:
Rubén Darío, en una crónica del 1 de enero de 1899, cuenta haber ido
a buscar a Santiago Rusiñol en el modernista café de los Quatre
Gats, de Barcelona, topando con el dueño del local, a quien describe
alto, delgado, melenudo, como un tipo del Barrio Latino «cuya negra
indumentaria se enflora con una prepotente corbata que trompetea sus
agudos colores, no sé hasta qué punto pour épater le bourgeois».
(España contemporánea, O. C., III, M., 1950, 37)
El poeta modernista, según Urbano González Serrano, «se cree
autorizado con Nietzsche a invocar la célebre trasmutación de
valores, que convierte lo feo en bello, lo inmoral en moral, etc. Y
todo ello, según la sagaz observación de Anatole France, pour épater
le bourgeois».
(La literatura del día, Barc., 1903, 37-38)
«¿Es empeño de ser inaudito, de épater le bourgeois? No, es que soy
así», dice Unamuno en carta de mayo de 1900 a «Clarín».
(Epistolario a Clarín, M., 1941, 103)
El mismo Unamuno, años más tarde, dice comentando a Marinetti: «Su
receta es cómoda y se reduce, pour épater le bourgeois, a dar que
hablar y que reír, a propugnar lo contrario de lo que pasa por
sensato».
(«Culto al porvenir», Dic. 1913, De esto..., III, 54)
c) Finalmente, además de la adaptación y de la trascripción, se recurrió a
la hispanización de la frase francesa, o sea, a la incorporación de un
galicismo lexical. Como de parler «parlar» y de arriver «arribar», se hizo
de épater: epatar. Los diccionarios académicos no registran esta voz, ni
tampoco la incluye el Diccionario de Galicismos de R. M. Baralt, publicado
en 1855. Epatar apareció, creemos, medio siglo más tarde. Empezaría por
extenderse entre el público no preocupado de purismos, pero pronto pasó al
dominio de literatos no muy escrupulosos:
Unos cuantos caballeros [...] han tomado en serio lo del super, y se
las dan de super-hombres [...] con el terrorífico objeto de epatar a
los tranquilos burgueses que comen cocido y leen a Taboada...
(Artículo anónimo en la revista de humor Gedeón, 21-II-1900)
Por la noche se reunían los que iban a la redacción, y otros que no
iban a ella, en un café, y se entretenían en inventar camelos a
costa de don Braulio. Adaptando otra palabra del francés al
castellano, decían que iban a epatar a don Braulio.
(P. Baroja, Silvestre Paradox, 1901, O. C., II, 79)
Se viene de Málaga creyendo que todavía se epata a las gentes con
cinismo y diciéndose hijo de un vizconde y no sabe que se sabe que
es su madre vendedora de sardinas en el puerto.
(Felipe Trigo, La bruta, 1907, cit. por 4.ª ed., M., 1913, 122)
[...] Zola refiere que, en Rouen, las mamás ofrecían a sus niños, si
eran buenos, enseñarles el domingo al Sr. de Flaubert al través de
la verja de su quinta, luciendo alguno de esos atavíos extraños, en
que sobrevivía la tradición de Hernani, y se demostraba el propósito
-como él decía- de epatar a los burgueses.
(Emilia Pardo Bazán, El Naturalismo, O. C., XLI, M., s. a., 39)
De sobra sabía él lo mezquino de tales diversiones, cuyo único
encanto estribaba en hacer que hacían, para epatar a los honestos
burgueses estremecidos de horror en aquella nefanda aventura.
(A. de Hoyos y Vinent, La vejez de Heliogábalo, M., 1912, 75)
(Ramiro de Maeztu) era el Baudelaire que contaba en las tertulias
cosas atroces de sus mismos parientes. Es el que epata al burgués y
al literato incipiente.
(R. Gómez de la Serna, Azorín, 1930, cit. por ed. de B. Aires, 1948,
81)
El galicismo fue, al fin, recogido en el Diccionario Manual de la R. A.
E., en 1927, pero no en las anteriores y posteriores ediciones del gran
diccionario académico. Alcalá Zamora, en la reedición que hizo en 1945 de
la obra de Baralt, inserta el siguiente artículo:
EPATAR, EPATÉ: Son dos galicismos evidentes; más destacado aún por
su insólita terminación, el adjetivo que el verbo; y ambos se han
introducido y se emplean por vanidad. Indica el D. M. [Diccionario
Manual] que son sus equivalencias admirar, maravillar, asombrar,
espantar, y estupefacto, admirado, patidifuso, respectivamente.
A pesar de tratarse de galicismos muy crudos, malsonantes al oído de
cualquier persona de mediana ilustración, nosotros hemos oído epatar (y
también epatante, mucho más que epaté) con cierta frecuencia y hasta
alguna vez hemos usado del infinitivo, no por vanidad, sino por sentir que
ninguna de las equivalencias castellanas reflejaba fielmente el matiz
artificioso de la acción denotada por aquel infinitivo: la voluntad
deliberada y rebuscada de sorprender al hombre común con algún hecho o
dicho que se salgan de la norma; con alguna «enormidad».
Puede ser que a la vitalidad del galicismo (vitalidad relativa y que
seguramente va debilitándose) haya contribuido, además del estado social y
literario que en seguida consideraremos, la plasticidad de la imagen
nuclear («pata»), que en español tiene apoyo en voces como «patidifuso»,
«patitieso», «pataleta». Su equivalente más exacto, despatarrar, resulta
demasiado burdo frente al exotismo de épater o epatar. Otra circunstancia
que tal vez haya favorecido la viabilidad de epatar, así hispanizado,
puede haber sido su semejanza fonética y semántica con espantar.
Visto queda, por encima y con ejemplos escasos pero creemos que
suficientes, el destino de la frase francesa épater le bourgeois en
España. Pudieran deducirse estas notas: la frase adviene tarde a España,
se recibe con recelos puristas, circula en francés a favor de la
extranjería del modernismo o bajo el desdén de los adversarios de este
movimiento, y se españoliza aunque sin estabilidad definitiva. Pasemos
ahora de la frase a lo que ella significa y descubre en determinado
momento de la historia literaria española.
II
El desprecio hacia el vulgo profano por parte del poeta es un sentimiento
tan antiguo como la poesía culta. En cualquier literatura la presencia de
una corriente culta presupone y revela un alejamiento de la masa, y este
alejamiento se colora a menudo de desdén cuando no de intransigencia y aun
de aborrecimiento. Pero el vulgo que, desde el siglo XV hasta el XIX, se
desprecia en España es la muchedumbre indocta, o pedante, o maliciosa;
concepto que no es el mismo del pueblo, usual en la Edad Media. W. Bahner
ha revisado el concepto de vulgo en la literatura española del siglo de
oro y a sus observaciones nos remitimos6. Para percatarse de lo que el
vulgo era en el siglo XVII es ilustrativo leer, por ejemplo, el prólogo de
Mateo Alemán a la Primera Parte de Guzmán de Alfarache (1599), titulado Al
vulgo, y a continuación el que dirige Al discreto lector. Bajo la retórica
habitual a esta clase de preámbulos se ve que la diferencia básica
consiste en que el vulgo, formado por individuos de poco valor y saber,
tiende a comprender mal lo que lee y, por tanto, a confundir y a malsinar,
mientras el discreto comprende rectamente lo que lee y sabe extraer de
ello deleite y enseñanza al par.
El vulgo es, pues, un público desigual e insatisfactorio; es la multitud,
pero no en un sentido primordialmente referido a la condición social, sino
a la torpeza, en el doble aspecto de necedad y ruindad.
Preparada por el humanitarismo de la Ilustración, la Revolución Francesa
desencadena el cambio social de todo el mundo conocido. La burguesía
adquiere, con su aumento de poder, conciencia de sus derechos, mientras la
aristocracia pierde terreno velozmente. España no escapa a esta
trasformación, pero la desenvuelve con alguna lentitud por razones
políticas y económicas conocidas también de todo el mundo.
Plasmación artística del espíritu revolucionario es la rebelión romántica,
que en España subsigue, como ha hecho ver detenidamente E. Allison Peers,
al renacimiento romántico7. La rebelión, promovida a la zaga de Francia,
vuelca sus enérgicos afanes de libertad sobre el país, pero alcanza
brevísimo desarrollo, pues en seguida el renacimiento romántico, de sesgo
retrospectivo y tradicional, produce, aliado a la voluntad moderadora del
clasicismo superviviente, una solución ecléctica que, poco a poco, da paso
al realismo de la segunda mitad del siglo.
Los románticos españoles perciben dolorosamente la mutación social que va
operándose ante sus ojos. Alrededor de ellos, que sólo tienen por estrella
la libertad, por elemento la pasión y por timón el propio genio artístico,
se extiende una sociedad sumisa en su mayor parte al despotismo pero cada
vez más inclinada a aprovechar los adelantos del comercio y la industria.
Entre la aristocracia antaño prepotente y el pueblo bajo, sumido en su
servidumbre, se va interponiendo cada día con mayor evidencia la masa
burguesa, endeble aún pero ya acuciada y acuciante. Es la burguesía que
Larra y Mesonero Romanos retratan en sus cuadros de costumbres: empleados,
políticos, periodistas, tenderos, contratistas, etc. A través de estas
siluetas se va fijando literariamente el tipo del burgués, sobre todo del
pequeño burgués, pues la época no da para más. Y un poeta como Espronceda
vitupera al siglo que llaman positivo, en el que no merece la pena que el
poeta se entregue a altos estudios de filosofía puesto que ya cualquier
sastre es esprit fort8. Lo más recomendable en siglo tal, es seguir el
camino de la política, la hacienda, la oratoria o el periodismo; o mejor
aún, educar a los hijos para tenderos ricos, abogados diestros, del foro y
de la bolsa maravilla9. He aquí un mundo de codicia y de arrivismo
semejante al pintado por Balzac en sus novelas. He aquí la degradación de
Europa, lamentada por Espronceda al hacerse el traslado de las cenizas de
Napoleón:
Miseria y avidez, dinero y prosa,
En vil mercado convertido el mundo[...]10
A pesar de estos testimonios, los románticos españoles no pudieron ver
hondo en el proceso ascensional de la clase burguesa. Sabido es que ésta
no comenzó en España a alcanzar la supremacía sobre la nobleza y el clero
hasta la reforma de Mendizábal, con la expropiación de tierras que fueron
adquiridas por quienes disponían de medios para ello, acumulados doblón a
doblón. El cambio no pudo reconocerse del todo hasta bastante más tarde y
para entonces el romanticismo había perdido el brío de los primeros
impulsos y los mismos poetas que cantaban a la luna, que plañían ante las
ruinas, que denostaban al Gobierno y enardecían al público de los teatros
con sus relámpagos, despeñamientos, hogueras y fatalismos, o bien habían
muerto en plena juventud, como Larra y Espronceda, o habían enfilado, con
éxito, hacia los abrigados puertos de la política y la burocracia, como
Pastor Díaz, Hartzenbusch, Escosura, Campoamor y tantos otros.
Los románticos españoles -y esto es lo que importa resaltar aquí- no dan
indicio de haber pretendido deliberadamente burlarse de la burguesía.
Ésta, en la medida en que podían percibirla, acrecentaba en ellos el
fastidio, hacía más lacerante el mal del siglo, les proporcionaba
conciencia mayor de su soledad de genios iluminados. Pero su ansia de
libertad, su entrega a la pasión, su seriedad radical les incapacitaba
para ejercer de asustadores sistemáticos del hombre mediocre. Todos sus
excesos, reflejados en sátiras y caricaturas de sus opositores, prueban
desatentado entusiasmo, cólera incontenida, febril deseo de evadirse de la
realidad, pero no testimonian recapacitada intención de burlarse de su
público.
Naturalmente, en el romanticismo español no faltan, más bien sobran los
alardes de fiereza y horror. Eugenio de Tapia, al ridiculizarlos en 1838,
nos lega un precedente de la frase francesa al referirse a los «escritores
tétricos que van a buscar en los silenciosos sepulcros, en las hondas
cavernas y en los solitarios claustros, espectros, ermitaños, cenobitas,
brujas y demonios con que aterrar al crédulo vulgo»11. Pero entre el
terror del crédulo vulgo y el escándalo del buen burgués o filisteo media
larga distancia. El vulgo ha disfrutado siempre con los espectáculos que
excitan su fantasía: melodramas, novelas de aventuras, folletines, etc.
Muy distinto es el escándalo que experimenta el hombre mediocre ante
determinados modos de conducta o de arte. Una bruja en la hoguera o una
estatua parlante no son cosas que le escandalicen: le escandalizará, en
cambio y por ejemplo, que en un elegante salón irrumpa un señor trajeado
de mendigo o que tal dama deplore que el tomar un helado no sea acción
pecaminosa; le escandalizará que un poema, si llega a leerlo, en vez de
hablar de las flores y los pájaros, hable de una carroña o del amor
lesbiano, etc., etc.
El horror de los románticos, en España, no buscaba el escándalo del buen
burgués ni producía en éste otra sorpresa que la de la novedad, pronto
aceptada y aplaudida. Con algo contribuyó, sin embargo, la literatura
romántica al avance de la postura antiburguesa, y ello fue con su
propensión al modo de vivir instantáneo y desordenado que se conoce por el
nombre de bohemia. A los triunfos del teatro romántico español les faltó
el programa revolucionario de Hugo y el rojo chaleco de Gautier, dos
desafíos al público burgués, filisteo y grisáceo de la Francia de 1830.
Pero no pocos románticos españoles, con sus destierros, adulterios,
duelos, con su pobreza y su afición a improvisar y a consumir la vida como
efímeras, instauraron el hábito de la bohemia12. De otro hábito romántico,
el «dandysmo», no dan indicio notable los escritores españoles hasta más
tarde.
El romanticismo pervive atenuado desde 1837, fecha de su fracaso, según
Allison Peers; pero sus continuadores no coliden gravemente con la
burguesía, ahora más densa y potente. Echegaray le ofrece horrores
deleitosos de los que hemos hablado; Alarcón romantiza el costumbrismo
regional o urbano, brindando al lector medio argumentos y no caracteres,
tramas amenas y no vida inmediata. En cuanto a Bécquer, apenas si, fuera
de sus efugios a la intimidad, tiene acentos para ironizar sobre la
sociedad metalizada que le rodea:
No obstante, amada mía,
pienso, cual tú, que una oda sólo es buena
de un billete de banco al dorso escrita13.
Ahora bien, en la segunda mitad del siglo, precedida por el costumbrismo
romántico, va perfeccionándose cada vez más la observación de la realidad
tanto en la lírica (Campoamor) como en el teatro (López de Ayala) como,
sobre todo, en la novela (Valera, Galdós, Pereda, Palacio Valdés,
«Clarín», Pardo Bazán). Entre los novelistas, afiliables al realismo o al
naturalismo, se da una atención marcada hacia el protagonista burgués,
como no podía menos de ocurrir, no sólo por los ejemplos vecinos de
Balzac, Flaubert y Zola, sino también por la presión del ambiente:
burguesía expandida, aristocracia declinante, proletariado en su
despertar. Decía «Andrenio» años más tarde: «[...] Así como antes cansaron
las quimeras románticas, han llegado a fatigar las pinturas realistas y
los personajes de zueco del naturalismo. Se han agotado los interiores
burgueses y obreros a fuerza de pintarlos centenares de veces. El señor
Todo el mundo ha sido retratado en todas las posturas y de todas las
maneras»14.
Mientras se retrataba a este señor todomundanal podía surgir y de hecho
surgió el deseo de vejarlo. Y ello sucedió a fines del siglo XIX, sobre el
estribillo épater le bourgeois, llegado a España en la onda de irradiación
del naturalismo y del simbolismo: Flaubert, los Goncourt, Zola, Huysmans,
Barbey, Baudelaire, Verlaine, etc. El crédulo y modesto vulgo aterrado por
la licencia romántica había pasado a ser una burguesía suspicaz y
vanidosilla, propensa a sentir escandalizadas su tranquilidad, su
medianía, su seguridad egoísta, por cualquier acción o palabra que las
rebasaran ostentando una voluntad de oponerse a la norma.
La línea realista-naturalista prefiere, hemos recordado, retratar al
burgués; pero este retrato puede ser positivo, neutro o negativo en su
intencionalidad. Y así como Balzac en Francia está lejos de sentir odio
por los burgueses intérpretes de su comedia humana, así en España sería
inútil buscar rastros de aversión hacia «Monsieur Tout le Monde» en
Galdós, Pereda, Palacio Valdés e incluso Valera, tan prendado de la
aristocracia. Muy distinta es la actitud de «Clarín» y significativamente
inestable la de la Condesa de Pardo Bazán, representantes del punto más
alto a que pudo llegar el naturalismo en las letras españolas. Uno y otra
admiraban más a Flaubert y a Zola que a Balzac. Conocían, por
consiguiente, a M. Homais y la anatomía de la bestia humana. No parece que
haya semblanza tan certera de lo que era ya en la segunda mitad del siglo
XIX la burguesía española, en sus aspectos negativos, como la trazada por
«Clarín» en La Regenta (1884-85)15. Y, sin embargo, nadie figura en la
novela que pretenda escandalizar al burgués. Ni siquiera el autor parece
que lo intentara nunca. Su perspectiva es la de la náusea, refrenada por
la ironía.
En cuanto a la Condesa de Pardo Bazán, su actitud frente a la burguesía es
analítica, pero no llega a la altura suficiente para verla del todo.
Tiende a mostrar las miserias de la clase obrera o las lacras de los
últimos representantes de la nobleza. Cuando describe a la burguesía, lo
hace sin amor ni rencor. Sería preciso el ejemplo de la generación más
joven para que en La Quimera (1905) abordase un tema de interés en el
complejo de que nos ocupamos: la lucha del pintor ambicioso y no bien
dotado, entre bohemio y dandy, con la quimera del arte16.
Pero estas visiones de la burguesía como materia humana de la novela
-negativas en «Clarín» y parcialmente en Pardo Bazán, positivas en Galdós
y Palacio Valdés, casi neutras en Valera o Pereda- prepararon entre los
escritores de la generación siguiente la consciencia, no ya sólo real,
sino literaria, de la clase burguesa.
Ahora bien, la actitud antiburguesa en la generación de 1898 no se produjo
sólo por reacción contra la sociedad preferentemente reflejada por los
escritores realistas y naturalistas de Francia y de España, sino también
por adhesión al ideario de los antirrealistas franceses (parnasianos,
simbolistas, egotistas, decadentes) y de ciertas celebridades europeas del
fin de siglo: Ibsen, Wilde, Nietzsche, D"Annunzio. Este complejo de
influencias opera sobre la generación mencionada, dando lugar a dos
tendencias principales, esteticista y criticista, que suelen llamarse
«Modernismo» y «98». Distintas en muchas de sus afirmaciones, coinciden en
casi todo lo negativo, y una de las negaciones que más refuerzan su
comunidad de fondo es la condenación de la mediocridad burguesa.
Alrededor de 1900, momento de plenitud de esa generación, se despliega un
ataque muy intenso contra la burguesía desde el frente literario. Aunque
aparezca a veces el término vulgo, lo que ahora se combate no es la
multitud profana en general. Claramente se han perfilado ya dentro de ese
vulgo antiguo varios estratos: el proletariado, la pequeña burguesía, la
burguesía media, la alta burguesía. El proletariado queda más bien al
margen de la provocación aristocrática por parte del artista. Éste,
ocupando con los derechos del talento y del buen gusto el palacio ruinoso
de la aristocracia de cuna, olvida al bajo pueblo o defiende su causa
desde lejos, pero no perdona a la burguesía, cualquiera que sea su grado.
Si no aniquilarla, puesto que es tan poderosa, puede y quiere irritarla,
desconcertarla. Para ello ningún sistema tan adecuado como infligirle
asaltos por sorpresa, sustos, retos, desplantes. Todo ello sin demasiada
ira, con cierto desdén superior.
Es difícil delimitar la duración de este primer embate antiburgués.
Comienza a manifestarse con la iniciación pública de la joven generación
en la última decena del siglo XIX y parece mitigarse (pues terminar no ha
terminado aún) en la primera decena del siguiente. Acaso el testimonio
explícito más temprano lo constituyan las declaraciones del catalán
Santiago Rusiñol en las «Festes Modernistes» de Sitges (1892-97)17. En
cuanto a la debilitación del propósito de escarnecer a la burguesía, en su
aguda fase inicial, un literato hoy olvidado, Bernardo G. de Candamo,
decía en 1905: «[...] Advierto en la nueva promoción de los jóvenes
escritores de España una orientación hacia la sencillez. Hubo un período
de extravagancia, encaminada a épater le bourgeois. Entonces fueron los
versos inconmensurables, de publicación imposible, toda vez que la caja
corriente de nuestros diarios no bastaba a contenerlos. Entonces fue
también la prosa rizada, taraceada, adornada como obra de orfebre[...]»
etc.18
De quince a veinte años de duración podemos asignar, pues, en torno a
1900, a la primera oleada antiburguesa entre los escritores españoles.
Todos los modernistas y noventayochistas patentizan en alguna medida esa
preocupación por deslumbrar al burgués. No cabe explayar aquí todos sus
aspectos ni seguir su evolución paso a paso. Nos ceñiremos a destacar sólo
algunos rasgos dominantes.
El vulgo ahora menospreciado es, repetimos, no la masa ignorante y torpe,
ávida de novedades, proceda de la clase que sea, sino la masa burguesa,
estigmatizada por su mediocridad. La mediocridad de este nuevo vulgo se
define por vía negativa. Consiste en la carencia de cualidades extremas.
Ni inteligente ni bruto, ni santo ni criminal, ni delicado ni soez, ni
acaudalado ni enteramente desposeído, ni cultivado ni inculto, el burgués
español de la Restauración se distingue por no distinguirse en nada, por
ser moderado, mediocre, mediano en todo. W. Bahner indica los epítetos que
más a menudo se aplican al vulgo español del Siglo de Oro: «ignorante,
ciego, vano, vario, incierto, confuso, necio, desvanecido, grosero,
malicioso, maldiciente»19. He aquí, en cambio, los adjetivos que más
comúnmente califican al nuevo vulgo en torno a 1900: incauto, apacible,
pacífico, tranquilo, equilibrado, puntual, económico, honrado, honesto,
timorato, mojigato; tonto, necio, estúpido, imbécil, idiota; vulgar,
pedestre, ramplón, mediocre, pequeño burgués, buen burgués, cursi, snob;
egoísta, satisfecho, feliz, panzudo. Comparando unas y otras
adjetivaciones puede fácilmente deducirse que, mientras el vulgo antiguo
es condenado por su ignorancia o por su malicia, al vulgo burgués se le
denigra por alguna de estas notas: tranquilidad, imbecilidad, mediocridad
y egoísmo; o lo que es igual: falta de inquietudes, de saber y
comprensión, de elevación y de trascendencia20. Frente a este rebaño
burgués los artistas de la joven generación se sienten en oposición
aparentemente inconciliable. Pío Baroja expresa así esta oposición: «Era
descomunal, un poco energúmeno, sin proponérmelo. De este instinto
inarmónico y de contrastarlo con la tendencia equilibrada y mediocre de
los demás, me nacía un ímpetu anárquico y destructor»21. Pero la supuesta
fatalidad de este sentimiento de choque con los otros no excluye, sino que
aviva y nutre el ademán de buscada provocación.
Entáblase, pues, una pugna entre el individuo que, para singularizarse,
acentúa sus cualidades extremas hasta la extravagancia, y la clase
burguesa, anclada en su medianía sin horizontes. La lucha viene originada
por la incompatibilidad, dada la necesidad de convivir; pero sobre todo
por sentir que aquella incompatibilidad ni puede ni debe repararse; por
creer que el conflicto no tiene otra solución que la ruptura.
Los escritores de la generación de 1898, en parte por su inicial
indigencia, en parte por la fascinación que sobre ellos ejercen modelos
nacionales (románticos) y extranjeros (finiseculares) se mueven
juvenilmente en un ambiente de bohemia. Lo propio de la bohemia es la
inseguridad: vivir al instante. Hartarse una vez y ayunar veinte. Trabajar
una hora para ociar todo el día, o un día para vacar toda la semana. Pasar
de la oscuridad a la celebridad, o viceversa. Actitudes todas ellas
desequilibradas. Y, en derredor de estos individuos extremosos, está la
burguesía segura, correcta, dueña de un equilibrio que no es virtud
(llevar los extremos a un acorde personal), sino defecto: mantenerse, por
habitual impotencia, a igual distancia de los extremos. Dentro de esta
burguesía caben todas las profesiones y algunos de los oficios, pero en
quienes el artista ve compendiada la mediocridad del modo más patente es
en el comerciante y en el burócrata.
El comerciante se gana la vida -una vida tranquila, regular, próspera- con
un trabajo mecánico, que no exige esfuerzo original de la mente y que
embota, cuando no extermina, el ejercicio de la sensibilidad. El
dependiente, el tendero, el negociante, el bolsista, son tipos sobre los
cuales recae a menudo la venganza «épatante» de los literatos de este
tiempo. Para el dependiente de comercio, «mancebo» en la época romántica,
se generaliza entonces el término despectivo hortera, que Pío Baroja
incluye entre las palabras de moda por los años de 1885-190022. El mismo
Baroja, en su novela Silvestre Paradox, 1901, presenta a un bohemio que
refiere enormidades «a los horteras para epatarlos»: que Cristo es «una
leyenda griega», Horacio «un imbécil» y Cicerón «un orador tan vulgar y
tan chirle como los nuestros»; «Los he dejado aplastados», concluye23. Ya
hemos visto también que el burgués estupefacto era, para Unamuno, el
hortera turulato. En cuanto al tendero, si es cierto que la España
literaria no tiene un M. Homais, farmacéutico «librepensador», la región
más mercantil de la Península, Cataluña, puede presentar una figura, si
diversa, no menos simbólica. Nos referimos al Sr. Esteve, dueño de la
mercería «La Puntual», cuya vida y milagros (perdón, cuya vida sin milagro
alguno) narra incompasivamente Santiago Rusiñol en su novela L'auca del
Senyor Esteve24. A este probo comerciante, «casat amb mida» y «pare de
familia amb mida»25, le nace un hijo artista, que, ante la tumba de su
padre, el cual «no havia fet mal a ningú» ni «en podia fer», se promete a
sí mismo: «Jo en faré»26. El señor Esteve no viene a este valle de
lágrimas, sino a este valle de números. A los especuladores del comercio,
la industria y la bolsa llegan menos los dardos de la casta intelectual,
pero Jacinto Benavente los afila, por modo más irónico que sarcástico, en
comedias como Gente conocida (1896), La comida de las fieras (1898) o Lo
cursi (1901). Este burgués trepador y afortunado es el que suele merecer
más particularmente el título de filisteo, símbolo de la abundancia
económica y de la estrechez espiritual que simula cultura y buen gusto27.
Por lo que concierne al burócrata -sea policía, oficinista o político-,
desencadena el enojo de los artistas de esta generación, no porque
represente la fortaleza económica del creciente capitalismo, sino porque
representa al Estado, ante el cual el individuo creador pretende erguir su
orgullosa independencia. Conocida es la anécdota de Valle-Inclán
contestando al interrogatorio de un comisario: «-¿Profesión? -Coronel
general de los ejércitos de Tierra Caliente. -No existe ese grado en la
milicia. -¿Cómo que no? ¿Es que un polizonte cualquiera puede negarme mi
grado?»28
A pesar de su bohemia y de sus aprensiones contra el mundo administrativo,
los escritores de esta época no rechazan prácticamente el auxilio oficial,
y Valle-Inclán goza de sucesivas prebendas, Ganivet y Darío ingresan en la
diplomacia, Unamuno desempeña un rectorado y Azorín, Baroja y otros tienen
protectores ministeriales y hasta celebran tertulia en despachos públicos.
Pero teóricamente la burocracia indigna a todos por lo que tiene de
sujeción al Estado y de menester rutinero. El quehacer político, según
veremos, se les antoja una farsa, lo mismo si se desarrolla ante una mesa
abarrotada de oficios que si tiene lugar en el salón del Congreso o en una
tribuna electoral.
Al profesionalismo de la burguesía contraponen estos hombres su
aprofesionalismo, al ahorro el despilfarro, a la familia la tertulia, al
matrimonio el contubernio.
Cuando Martina, amante de Pío Cid, pregunta a éste qué es él, respóndele
Pío: «Yo soy un hombre». Y, como siga la mujer inquiriendo y deduzca que
su seductor es abogado: «No lo soy ni quiero serlo -contestó él-; ya te
digo que yo no soy nada ni seré jamás nada, porque no me gusta que me
clasifiquen»29. El mismo prurito de personalidad profesionalmente
inclasificable aqueja a Unamuno, que no quiere ser tenido por sabio,
pedagogo ni helenista, sino por hombre o poeta; y a Pío Baroja, quien,
invitado a firmar en el álbum de un museo y a poner sus títulos bajo la
rúbrica, escribe: «Pío Baroja, hombre humilde y errante». «Y allí quedé yo
-comenta- como hombre humilde y errante, aplastado por jefes de
Administración de todas las clases, por comandantes de todas las Armas,
por caballeros de todas las cruces, por indianos, banqueros, etc., etc.»30
El ahorro, virtud capital de la burguesía, está en los antípodas de la
ética de esta generación. «Yo no ahorro ni en seda, ni en champaña, ni en
flores», declara Rubén Darío31. Y en su Autobiografía, 1912, rememora este
y otros aspectos de su estancia en Madrid en 1899: «Teníamos inenarrables
tenidas culinarias, de ambrosías y sobre todo de néctares, con el gran don
Ramón María del Valle-Inclán [...] Me presentaron una tarde, como a un ser
raro -"es genial y no usa corbata", me decían-, a don Miguel de Unamuno, a
quien no le agradaba, ya en aquel tiempo, que le llamaran el sabio
profesor de la Universidad de Salamanca»32.
Las tertulias de la época, cuyas peripecias quedan bien reflejadas en las
Memorias de Baroja y en los libros de R. Gómez de la Serna acerca de
Valle-Inclán y de Azorín (tres obras en donde a cada paso pueden hallarse
ejemplos de la actitud «épatante») representan una doble huida: de la
profesión y de la familia. Vacantes y solteros, estos artistas reúnense en
un café, cervecería, redacción o despacho, para constituir una pequeña
sociedad ajena a los cuidados domésticos y para desplegar una actividad,
la charla, inconciliable con el trabajo regular y productivo. En esas
tertulias se oye la voz de Maeztu contando «cosas atroces de sus mismos
parientes» o la del bohemio verlainiano Henri Cornuty afirmando que los
ingenieros de caminos hacen «cosas que no sirven para nada», por ejemplo
carreteras, puentes, diques y ferrocarriles, o manifestando que le
placería ver a sus familiares «ahorcados todos en un jardín reducido»33.
Allí acuden bohemios como Rafael Urbano, traductor de Nietzsche y
ocultista, que declara tener muchos hijos, pero: «No me preocupo gran cosa
de ellos. Nacen, crecen, mueren. Ellos se entienden con la vida como
pueden»34. Y así innumerables casos de menosprecio de la profesión y la
familia, pilares que sostienen los envanecedores logros de la burguesía:
la propiedad, la competencia en un sector del trabajo y el orden dentro de
la sociedad, el buen orden inalterado, la calma.
Culpable de la esterilizadora tranquilidad familiar es la mujer burguesa,
vistoso animal de largos cabellos y cortas ideas para tratar con el cual
es conveniente no olvidar el látigo de Zaratustra. «A las mujeres y a las
leyes, hay que violarlas», dogmatiza Silverio Lanza, uno de los
precursores de la generación35. Y un personaje de La feria de los
discretos, de Baroja, observa: «Las mujeres parecen primero ángeles, luego
supone uno si serán demonios, y poco a poco empieza uno a comprender que
son hembras, como las yeguas, como las vacas... Un poco peor, por lo que
tienen de personas»36. Los modernistas (Darío, Manuel Machado,
Valle-Inclán) fraternizan con las hetairas y musas del arroyo o adoran a
las damas de alcurnia, bienolientes y corrompidas, que, como la gentil
Augusta del Fede, rinden tributo a Venus Tenebrosa y definen la moral como
«la palma de los eunucos»37. Los del «98» se sienten más atraídos a la
mujer del pueblo, natural y sin disfraces. Así Ganivet y Unamuno o, en
menor escala, con cierta debilidad por la burguesita avispada o la dama
prócer, Baroja y Azorín. La mujer de posición segura, católica hasta
cierto punto de gazmoñería, sedentaria y matronal, llena de prejuicios
sobre la «honra» y desinteresada de las aventuras del espíritu, ejerce
sobre el varón individualista de estas calendas un influjo mixto de
atracción y repulsión. Los rebeldes héroes de Camino de perfección, de
Baroja, y La voluntad, de Azorín (1902), deponen sus consuntivos ensueños
para someterse a la blanda férula de jóvenes burguesas que, en el letargo
de la provincia, disolverán sus energías entre pañales, escapularios,
hojas locales y cuentas de los aparceros. Pero otros, como César Moncada,
Andrés Hurtado, Luis Murguía o Jaime Thierry, dobles espirituales de su
creador Pío Baroja, sienten asco hacia la burguesita trivial. Jaime
Thierry se aparta de Josefina porque «su letra, de colegiala del Sagrado
Corazón de Jesús, angulosa y segura, le molestaba»38. Andrés Hurtado
simpatiza con Lulú, entre otras cosas porque esta muchacha modesta y
emprendedora gustaba de «espantar a las mojigatas con barbaridades» y se
reconocía a sí misma «una señorita cursi», con lo cual dejaba
inmediatamente de serlo39. El propio Baroja hace ver la incompatibilidad
entre el desorden del artista bohemio y la idea que de la familia, del
hogar y del orden posee la mujer española40. Esta disociación dio pábulo a
la leyenda que identificaba esteticismo modernista y homosexualidad y que
servía de «arma de combate a los buenos burgueses, a los burócratas y a
los horteras»41.
Si la forma económica en que estos artistas ven condensada la victoria de
la grey mediocre se llama plutocracia (mercantil e industrial) y la
profesional burocracia, la forma política correspondiente se llama
democracia y se llamará un día, según ellos, socialismo o comunismo. Por
eso, sus expedientes para poner a salvo, en el aspecto político, la
individualidad que veneran, son: la aristocracia, entre los enamorados de
antiguos regímenes imperativos, y la anarquía, entre los que, sintiendo la
necesidad de la revolución, desearían hacer de cada hombre un rey. Para
ellos el socialismo no va hacia la eliminación de las clases, sino hacia
la generalización de la clase burguesa; de aquí su odio al socialismo y su
interesada mostración de las desigualdades humanas, empezando para ello
por exhibir sus extravagancias. Aristocratizantes son casi todos los
modernistas; anarquistas, casi todos los del 98. Los unos se creen
mejores; los otros se creen únicos. Y como el creerse mejor y el creerse
único son dos variedades positivas de una misma negación -no querer ser
iguales-, bien puede llamarse a todos anarcoaristócratas, enemigos natos
de toda nivelación. Esta nivelación, que, en tiempos de Larra y Mesonero,
tenía un signo progresista, cobra a fines de siglo un carácter
conservador. La burguesía quiere definirse como clase propietaria e
instruida, sin hacer nada por elevar el sentido de sus empresas ni ampliar
el acervo de su educación; y los jóvenes artistas la execran porque,
perteneciendo a ella, supéranla en espíritu y cultura, sin poseer su
seguridad económica. Baroja formula tardíamente este fondo de
resentimiento: «La mayoría de los escritores y artistas españoles no hemos
tenido la menor protección; muchos no hemos ganado con nuestras obras ni
lo que gana un peón de albañil, y, sin embargo, seguimos trabajando, claro
que sin esperanza de éxito ni de premio, lo que no nos da mucha efusión
por la burguesía de nuestro país»42. A fin de llamar la atención de esa
burguesía, sorda a la voz de la belleza pero pronta a reaccionar ante el
gesto espectacular, el escritor «atisbará el momento propicio para épater
le bourgeois con alguna salida inesperada», como observaba Rafael Altamira
hacia 1904, añadiendo que «ese peligro es muy de nuestros días» -el
peligro de cultivar el ingenio y divorciarse de la verdad- y que
constituye «una de las formas del arrivismo, de la lucha por la
notoriedad»43.
Todos odian la democracia y temen al socialismo, no por odio y temor al
pueblo, sino por odio a la representación del pueblo por la burguesía de
los politicastros y por temor a la lenta absorción del pueblo en la
burguesía de los funcionarios44. Consecuentemente, se burlan de los
simulacros electorales, de la garrulería parlamentaria, del socialismo
rebañego, etc. Épater le bourgeois significa, en el marco de sus modos de
conducta política, uno de los principales recursos para denotar su
insolidaridad.
Desde el punto de vista ético, tienden a colocarse estos artistas más allá
del bien y del mal, aunque su amoralismo resulte casi siempre un
inmoralismo antiburgués marcadamente artificioso. Amoralidad es inocencia
vital, y la inocencia vital resulta imposible en el clima nihilista de
1900. Compruébase entonces una voluntad sistemática de invertir los
valores; voluntad que, si no pretende únicamente escandalizar al burgués,
lo consigue con frecuencia, puesto que tiende a demoler los principios
cristianos en que la costumbre moral del europeo medio se asienta. «Creo
-dice Baroja en 1902- que inmoralizar es un trabajo beneficioso, un
trabajo meritorio, y más en sociedades como la nuestra, llenas de
prejuicios rancios y de preocupaciones arcaicas»45. De acuerdo con esta
aspiración, general a los escritores del momento, se acomete un decidido
ataque contra la moral burguesa. Para abatir esta moral o eliminar esta
moralina, esta supervulgarina como la llamaba Unamuno, se recurre entonces
a múltiples posturas, pero principalmente a dos: o una mezcla blasfema de
misticismo y carnalidad o la dureza cruel aprendida de Zaratustra.
Y Rubén Darío alza la hostia de su amorosa misa a la faunesa antigua46. Y
Valle-Inclán, por voz y manos de su Marqués de Bradomín, se complace en
describir d'annunzianamente las tentaciones eróticas de una novicia47. Y
Francisco Villaespesa habla de las celdas solitarias donde en místicos
espasmos «las histéricas novicias / de lujuria se embriagan / con la
sangre de los Cristos», o pinta una nueva Mademoiselle de Maupin sádica,
ambigua y morfinómana48. Y Manuel Machado solicita «¡Siempre amores!
¡Nunca amor!»49 Y Felipe Trigo persigue en sus novelas paneróticas la
consecución de una armonía difícil: «Venus idealizada por el místico
resplandor de la Concepción inmaculada»50. Sólo apuntar las facetas de
inmoralismo más típicas del movimiento modernista exigiría un volumen.
Pero baste subrayar el doble sentido de la tendencia: la inversión de los
valores morales establecidos por la tradición cristiana y la perversión de
apetitos y placeres (sacrilegio, sadismo, masoquismo, paraísos
artificiales) como muestra de un refinamiento individual opuesto a los
instintos «normales». Ello, en gran parte, pour épater le bourgeois. Y el
burgués, en efecto, llamárase Eduardo Sanz y Escartín, Emilio Ferrari o
Juan Cualquiera, quedaba patidifuso, escandalizado51.
Entre los representantes del «98» no privan tanto estas inclinaciones
perversas cuya sugestión insufló al público hispano Rubén Darío a través
de Los raros (1896), especie de prontuario de la decadencia literaria
europea. Pero el propósito inmoralista cundió también entre ellos a favor
de la ofensiva de Nietzsche contra el nihilismo. Inmoralizar significa
para Ganivet, Maeztu o Baroja, al menos en ciertas fases de su vida y
momentos de su obra, ser duros, desaprender la compasión consigo y con los
otros. Su ideal es la fuerza, demostrada en la acción de la voluntad: de
la voluntad de poder. «La moralidad no es más que la máscara con que se
disfraza la debilidad de los instintos. Hombres y pueblos son inmorales
cuando son fuertes»52. En este clima de pequeños superhombres
desesperadamente individualistas, cuyo lado ridículolamentable describe
Felipe Trigo en La bruta (1907), no queda apenas margen para el
sentimentalismo, la compasión o el remordimiento. «Yo tengo el corazón más
duro que una piedra cuando quiero», exclama Pío Cid53. «Estamos hartos de
oír las letanías de los tullidos cuando van por la calle con su eterno
"Abran paso, señores, que todos somos hermanos". Basta, basta de la moral
de los tullidos», grita Ramiro de Maeztu54. «Los españoles nos dividimos
en dos grandes bandos: Uno, el Marqués de Bradomín, y en el otro, todos
los demás», asevera el «alter ego» de Valle-Inclán55. Y Unamuno, en uno de
sus muchos raptos de egotista arrogancia, deja estupefacto al rey Alfonso
XIII, monarca aburguesado y cursi56. De Baroja es ocioso consignar salidas
de tono, pues toda su obra está sembrada de logrados esfuerzos por ahogar
la piedad entre improperios y destemplanzas. Su novela César o nada (1910)
es la apología de la fuerza: «Yo creo que hasta se debía suprimir la
máxima del amor al prójimo»; entre San Francisco de Asís y Don Juan
Tenorio «quizá el santo era el que gozaba más, el más voluptuoso»; «el
demonio es una invención tonta», etc.57 Su repulsión no atañe sólo a la
moral de los débiles, sino también a la estética de los débiles. Ruskin le
parece a Baroja «el príncipe de los rastacueros; suntuoso, seboso, un
general de una Salvation Army artística o un hermano de una doctrina
estética formada por turistas»58.
Parecido tono desafiante se advierte en la actitud religiosa de estos
escritores enemigos de la mediocridad. «A mí, cuando me preguntan qué
ideas religiosas tengo, digo que soy agnóstico -me gusta ser un poco
pedante con los filisteos-; ahora voy a añadir que, además, soy
dogmatófago», dice Pío Baroja59. Al lado del agnosticismo, hay el
ultracatolicismo cínico del Valle-Inclán de las Sonatas: exageración del
formalismo eclesiástico y culto a las tradiciones por lo que tienen de
antiguas y prestigiosamente aristocráticas. Y hay también el cristianismo
casi herético de Unamuno, de uso personal e intrasferible. Y como la razón
lógica, el sentido común del pensamiento, es patrimonio del hombre medio,
estos hombres enteros y extremos no lo toleran, y lo reemplazan por la fe
creadora (Unamuno), la mágica intuición del sexto sentido (Ganivet), el
quietismo estético (Valle-Inclán), etc.60
Sacerdotes de la Belleza o paladines de la Verdad, estos escritores
procuran también distinguirse de la imbécil manada en su porte y maneras.
El Pío Cid ganivetiano es quien primero formula esta divisa de externa
diferenciación: «De los agentes exteriores que nos rodean, el más molesto
es la sociedad; y el arte de vivir consiste en conservar nuestra
personalidad sin que la sociedad nos incomode. Hay quien vive en paz
sometiéndose a las exigencias sociales, y hay quien vive en guerra
resistiéndose a sufrirlas. Lo mejor es someterse en todo, menos en un
punto importante, el que más nos interese. En vez de llevar un traje
estrambótico y exponernos a que nos apedreen, debemos ir a la moda, sin
perjuicio de marcar nuestro desprecio hacia la indumentaria ridícula de
nuestra época por medio de algún detalle caprichoso. Yo no veo
inconveniente en que se vaya de levita y sombrero de alas anchas, ni en
que se salga sin corbata un día que otro, ni en que se lleve al hombro, en
lugar de gabán, unos pantalones»61. Y, en efecto, Valle-Inclán desafía la
extrañeza de los viandantes con su barba inactual, su melena y su poncho;
Unamuno suprime la corbata, tomando un aire de pastor protestante; Azorín
luce su indefectible paraguas rojo; Baroja se hace el desastrado con su
boina y su traje vulgar; Villaespesa concurre a las tertulias vestido con
alquicel, babuchas y fez62; y Maeztu, en lo mejor de una reunión, mastica
e ingiere toda una hoja de periódico o bien, en el estreno de la Electra
de Galdós, se arranca a gritar desde el paraíso: «¡Abajo los jesuitas!»63
Para no incurrir en la gravedad burguesa, de que abominan, escogen uno de
los extremos: la tremebundez o la frivolidad. Truculencia neorromántica es
la que adoptan muchos de los bohemios que Baroja recuerda en sus Memorias,
tal por ejemplo Pedro Barrantes, autor del libro Delirium tremens, hecho
de cantos a la desesperación, al puñal y a la dinamita64. Una estudiada
ligereza, una frivolidad de buen gusto ponen de moda Darío, Manuel Machado
y Benavente, al paso que Baroja exhuma la consigna de Swift «¡Viva la
bagatela!» (secundada por Valle-Inclán y, más tarde, por Gómez de la
Serna)65, y Unamuno compone unos Apuntes para un tratado de Cocotología, o
sea, la ciencia que trata de las pajaritas de papel.
Un rasgo frecuente entre la burguesía semi-ilustrada es la afición a la
música muy por encima de la pintura y, desde luego, de la literatura, arte
que obliga a pensar e imaginar. Pues bien, entre los escritores de este
tiempo se marca un desdén muy significativo por la música. Maeztu no creía
en ella y afirmaba: «Yo siendo muchacho rompí a hachazos un piano de cola.
Lo hice astillas»66. Según Baroja, «la afición a la pintura y a la música
es el puente de los asnos de todos los advenedizos de nuestro tiempo»67.
Unamuno, Valle-Inclán eran análogamente antimusicales. Fácil es entender
que este desvío no procede sólo de dureza de oído, sino del temor a
abandonarse al pasivo flujo de la emoción.
Naturalmente, en el estilo se refleja también la actitud antiburguesa de
estos escritores, que se deciden por el extremo de la exquisitez o por el
de la sencillez, a fin de evitar a toda costa la mediocridad.
Exquisitamente culta es la palabra poética de los modernistas, por largo
tiempo extraña a la sensibilidad burguesa. De una sencillez estudiada, la
sintaxis de Azorín. Y la prosa negligente de Baroja ¿no conlleva un matiz
de «dandysmo» stendhaliano?68 En cuanto a las llamadas «paradojas» de
Unamuno -juegos de palabras, etimologías forzadas, antítesis,
reiteraciones machaconas- recursos eran, por más que él lo negase, para
sacudir la atención de los lectores, deshaciendo los lugares comunes de su
sentido común. Del patrón burgués se alejan deliberadamente, a su manera,
el culteranismo parnasiano de Rubén Darío, el simbolismo musical de
Valle-Inclán, el impresionismo lacónico de Azorín, el romántico tono menor
de Baroja, el conceptismo trágico de Unamuno69.
III
El propósito de épater le bourgeois, que entre los literatos españoles de
la generación de 1898 abarca, según acabamos de ver sumariamente, desde la
indumentaria hasta la concepción del mundo, es síntoma inequívoco de la
discordia entre el individuo y su clase social. Surge en la literatura
española cuando esta clase, la burguesía, ha impuesto su presencia masiva
y tal presencia ha sido ya reflejada por una generación literaria no
disidente. La no disidencia de la generación realista-naturalista se
explica por dos hechos: primero, porque esa generación labora al par que
la burguesía prospera y, por tanto, no la ve como resultado sino en
proceso; segundo, porque esa generación, al menos parcialmente, confía en
el progreso y se dispone, en consecuencia, a fomentarlo. Galdós, sobre
todo en sus dramas (Alma y Vida, 1902; Mariucha, 1903; Celia en los
infiernos, 1913) no dejó de esperar que la aristocracia, la burguesía y el
proletariado confluyeran a la forja de una sociedad mejor, integrando sus
respectivas virtudes y eliminando sus correspondientes defectos.
Pero llega un instante en que la burguesía, vasta y tupida se demuestra
vacía de ideal trascendente: conservadora, estacionaria, atenta sólo a
defender su bienestar. Ese instante puede verse colmado y simbolizado en
la fecha 1898. Los jóvenes intelectuales que viven con plena consciencia
esta fecha no hallan en la reacción pública ante el fracaso de la nación
nada que admirar, sino mucho que lamentar. El panorama social y político,
por su inercia e irresponsabilidad, se les aparece desolador. Recurren
entonces, incitados por ideales filosóficos y literarios de la Europa
ultrapirenaica, a actitudes radicales, fuera de la razón actual y por
encima de ella. Parece, por un momento, que van a reforzar la lección
progresista de sus mayores (Galdós, Giner de los Ríos, Costa, Alas),
recomendando a la burguesía paralizada la vivificación de sus antiguas
virtudes -laboriosidad, ambición, apetencia de lucro, espíritu de empresay la aplicación de estos móviles, egoístas pero positivos, a la
reconstrucción del país. Así lo dan a entender intervenciones fugaces de
Maeztu, Unamuno, Azorín y otros. Pero ya en estos mismos conatos se
aprecian impulsos desesperados, de tono perentorio y trágico;
glorificación del dinero, europeización a todo trance (antes de
comprender, por ejemplo, la putrescencia de la Francia finisecular),
practicismo desatentado, ademán predatorio, anarquía.
En tal estado de ánimo comienza a destacarse la compleja posición
anarcoaristocrática que ya hemos mencionado. Es explicable que el artista,
cuya individualidad creadora se afirma a precio de renuncias, se ponga de
parte de quienes batallan por una humanidad mejor y no se contentan con
disfrutar de los bienes adquiridos o heredados. El artista tiende entonces
a identificarse con la nobleza o con el pueblo, con uno de los dos
extremos. Identificado con la aristocracia, sustituyéndola en cierta
manera, se siente inclinado a vengarse desde arriba mediante el desprecio
y la burla, tratando de épater le bourgeois. Identificándose con el
pueblo, o mejor, tomando como suya la causa del pueblo, no elige la mofa
desdeñosa, sino que lucha contra el capitalista (noble o burgués), no para
ridiculizarle, sino para hacerle venir a razón de justicia.
Lo sucedido en la España literaria en torno a 1900 fue esto. En un momento
de petrificación de la burguesía y de auroral empuje proletario, la
mayoría de los escritores jóvenes se colocaron, en vista del egoísmo de la
clase burguesa, al lado de la aristocracia, en el lugar casi desalojado
por ésta. Si alguno se sitúa al lado del pueblo lo hace en alas de un
indefinido y romántico anarquismo. Pero desde aquel o desde este ángulo o,
más bien, desde un solo ángulo que acepta tentaciones de los dos lados,
estos artistas de la palabra, de la belleza responsable, contemplan a la
burguesía como objeto de ludibrio.
Los modernistas propenden a la distinción aristocrática. Los
noventayochistas, a la atomización anárquica. Pero unos y otros, que a
veces son los mismos, coinciden en su execración de la burguesía, a la que
socialmente pertenecen. Cooperan a este odio la realidad ambiental y una
trama de influjos intelectuales y estéticos extranjeros, de cuya
extranjería es reliquia expresiva la frase entonces de moda: épater le
bourgeois.
No es cometido del que habla de historia condenar o aplaudir una
evolución, irrepetible por esencia, pero sí estimar sus causas y sus
consecuencias. Causa de la actitud antiburguesa y furiosamente
individualista de la generación de 1898 fue la coincidencia de la
postración de la burguesía española con el mencionado complejo de
influencias foráneas (Baudelaire y Flaubert, Stirner y Nietzsche, Bakunin
y Tolstoy). La consecuencia fue que la generación siguiente a ésta, mejor
instalada en clima burgués menos pasivo, continuó despreciando a la
burguesía no en nombre del pueblo, sino del aristocratismo heredado de sus
mayores. Y J. R. Jiménez moduló sus poemas para los selectos, Ortega y
Salaverría formularon la doctrina aristocrática antagónica al ascenso de
las masas, Gómez de la Serna epató a la burguesía con los más burgueses
efectismos, etc. Vino entonces la guerra mundial primera, tan beneficiosa
para los especuladores de la clase capitalista española, y los «nietos del
98», que por algo se arrogaron esta nietez, centuplicaron sus aspavientos
contra la burguesía y desde ella70. A raíz de la guerra civil de 1936, los
poetas se acordaron del pueblo que tanto habían olvidado. Pero, apenas
comenzaban a aprender su canción, quedó su voz segada. Y, concluida la
guerra, reanudose con el llamado tremendismo el hábito de asustar a los
burgueses. Sólo en la última década parece como si la inveterada costumbre
fuese extinguiéndose por obra de una generación que no aspira a ninguna
aristocracia si no es a la inclasificable nobleza de la verdad.
Épater le bourgeois es, en sus formas menos banales, una actitud crítica,
de oposición a una clase de público, coincidente para España, entre 1890 y
1950 aproximadamente, con la clase social burguesa. Como tal actitud
crítica, posee un valor de protesta. Valor que nadie mejor que Pío Baroja
supo expresar: «Por un fenómeno lógico y comprensible, los dos tipos de
descontentos de la vida de hoy, el intelectual burgués y el obrero, no se
entienden ni simpatizan. -En general, el obrero no estima gran cosa la
labor negativa del intelectual burgués, y éste suele dudar muchas veces de
la eficacia de los trabajos de su compañero proletario. -Y, sin embargo,
desde un punto de vista general, la acción del uno disolviendo y
descomponiendo la burguesía con el análisis y con la burla, y la del otro
juntando y organizando el proletariado, es una acción que termina en un
fin común. -El intelectual burgués va demoliendo la casa vieja e incómoda;
el obrero va poniendo los cimientos de la casa del porvenir. -La misión de
la intelectualidad burguesa no es otra: destruir»71.
No parece, sin embargo, que la misión única de la crítica consista en
destruir. La negación es sólo una parte de la crítica. Donde ella termina
ha de empezar la afirmación. De análisis, y de burla, si se quiere, pero
también de síntesis y de amor se compone la crítica auténtica, la que
hunde su raíz en la circunstancia actual y levanta su cima hacia la
idealidad futura. La burguesía española de aquel tiempo, y seguramente la
de hoy todavía, no merecía ni merece sólo la burla, el reto de su miembro
inconforme. Merecía y merece rectificación, aliento para mejorarse hasta
vencer sus limitaciones. La misión de la intelectualidad, provisionalmente
burguesa, es destruir construyendo. Destruir por destruir, burlarse por
burlarse, conduce al absurdo de la soledad. Destruir para construir
encamina hacia la hermandad con quienes echan los cimientos de la casa del
porvenir. En ella habría también hermosura -luz verdadera de la formapara los que no tuvieron aún los medios de conocerla.
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