Tlacaelel, el azteca entre los - Antonio Velasco Pina

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Tlacaélel, el azteca entre los
aztecas cuenta la historia de un
joven azteca que recibe el emblema
sagrado de Quetzalcóatl y es erigido
como Sumo Sacerdote.
La novela te llevará por aquel
glorioso pasado de la gran capital
México-Tenochtitlan,
cómo
fue
construido y fortalecido el imperio a
través de intrigas, hechos heroicos,
misticismo y sobre todo por grandes
hombres, la gran raza de bronce.
Libro indispensable para todos
aquellos que se interesan en el
Imperio
azteca.
Un
relato
interesante y detallado del poder
que Tlacaélel tenía en el imperio sin
ser emperador donde personajes
conocidos como Moctezuma, Tizoc,
Axayacatl y Citlalmina son parte
fundamental de esta obra que
mezcla los datos históricos y la
fantasía del autor.
«Porque no siendo rey, hacía más
que si lo fuera… ya que no se hacía
en todo el reino más que lo que él,
Tlacaélel
mandaba».
(Códice
Ramírez)
Antonio Velasco Piña
Tlacaélel, el
azteca entre los
aztecas
ePub r1.0
Editor 08.12.13
Título original: Tlacaélel, el azteca entre
los aztecas
Antonio Velasco Piña, 1979
Editor digital: Editor
ePub base r1.0
A la memoria de mi hermano
Miguel
A Gaby mi esposa
A Carlos Miguel mi hijo
«… oquipan oquimatian mochiuh
in tlacatl
catea initoca Tlacayelleltzin
Cihuacohuatl in
cemanahuac tepehuan».
«… y esto ocurrió en la época
del señor Tlacaélel; el
Cihuacóatl, el Conquistador
del Universo».
Crónica Mexicáyotl, de Fernando
Alvarado Tezozómoc.
Capítulo I
EL EMBLEMA
SAGRADO DE
QUETZALCÓATL
Tlacaélel recorrió lentamente con la
mirada el fascinante espectáculo que se
ofrecía ante su vista:
En el amplio patio interior del
templo principal de Chololan, al pie de
la gigantesca y antiquísima pirámide,
estaba celebrándose la ceremonia de
iniciación de los nuevos sacerdotes de
Quetzalcóatl.
La luz de más de un centenar de
antorchas, en las que ardían aromáticas
esencias, iluminaba el recinto con
cambiantes tonalidades. Una doble
hilera de sacerdotes, alineados en
ambos costados del patio, entonaban con
rítmico
acento
antiguos
himnos
sagrados. Centeotl, el anciano sumo
sacerdote, oficiaba la ceremonia
ostentando sobre su pecho el máximo
símbolo de la jerarquía religiosa: el
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl. En el
centro del patio, dentro de un enorme
círculo de pintura blanca, se encontraba
el pequeño grupo de jóvenes —entre los
cuales estaba el propio Tlacaélel— que
recibirían en aquella ocasión el alto
honor de entrar a formar parte del
denominado
sacerdocio
blanco,
consagrado al culto de Quetzalcóatl.
Para los jóvenes que en medio del
complicado ceremonial iban siendo
ungidos por el sumo sacerdote, aquel
acto constituía la culminación de una
meta largamente soñada, y lograda a
través de varios años de incesantes
esfuerzos.
De entre varios miles de
adolescentes que en todas las
comunidades náhuatl aspiraban a ser
admitidos en el templo de Chololan, se
escogía cada cinco años a cincuenta y
dos candidatos. El criterio selectivo
resultaba riguroso en extremo; no sólo
era necesario poseer una conducta
ejemplar desde la infancia y contar con
amplias recomendaciones de los
principales sacerdotes de la comunidad
donde habitaban, sino que además,
debían salir airosos de las difíciles
pruebas que los sacerdotes de
Quetzalcóatl imponían para valorar la
capacidad de los aspirantes.
La extrema dureza de los sistemas de
enseñanza utilizados en el templo de
Chololan, motivaba una considerable
deserción a lo largo de los cinco años
del noviciado, por lo que rara vez
lograban ingresar
como
nuevos
miembros de la Hermandad Blanca más
de media docena de jóvenes.
Una vez investidos con la
prestigiada dignidad de sacerdotes de
Quetzalcóatl, los así ungidos regresaban
a sus lugares de origen, donde muy
pronto ocupaban puestos relevantes, ya
fuera como jefes militares y dirigentes
eclesiásticos, o incluso como reyes de
los múltiples y pequeños señoríos en
que había quedado fragmentado el
mundo náhuatl tras la desaparición,
ocurrida varios siglos atrás, del
poderoso Imperio Tolteca.
Diversas
circunstancias
singularizaban al grupo de novicios que
en aquella ocasión estaban siendo
ordenados
como
sacerdotes
de
Quetzalcóatl. Una de ellas era la de que
por vez primera figuraban en dicho
grupo dos jóvenes aztecas: Tlacaélel y
Moctezuma, hijos de Huitzilíhuitl —que
fuera segundo rey de los tenochcas— y
hermanos de Chimalpopoca, quien
gobernaba bajo difíciles condiciones al
pueblo azteca, pues éste se hallaba
sujeto a un vasallaje cada vez más
oprobioso por parte del Reino de
Azcapotzalco. Otro de los motivos que
singularizaba a la nueva generación de
sacerdotes, era el hecho de que formaba
parte de ella Nezahualcóyotl, el
desdichado príncipe de Texcoco, quien a
raíz del asesinato de su padre y de la
conquista de su reino por los
tecpanecas, se había visto obligado a
vivir siempre en constante fuga, acosado
en todas partes por asesinos a sueldo,
deseosos de cobrar la cuantiosa
recompensa ofrecida a cambio de su
vida.
La admisión en el templo de
Chololan, tanto de los jóvenes aztecas
como del príncipe Nezahualcóyotl,
había producido desde el primer
momento un profundo disgusto en
Maxtla,
el
despótico
rey
de
Azcapotzalco, sin embargo, el monarca
tecpaneca se había cuidado muy bien de
no hacer nada que pusiera de manifiesto
sus sentimientos. Centeotl, el sumo
sacerdote poseedor del Emblema
Sagrado de Quetzalcóatl, era ya un
anciano de más de noventa años cuya
muerte no podía estar lejana; el
sacerdote que le seguía en jerarquía
dentro de la Hermandad Blanca era
Mazatzin, un tecpaneca incondicional de
Maxtla. Si, como era lo más probable, al
percatarse Centeotl de que su fin estaba
próximo, entregaba a Mazatzin el
Emblema Sagrado, Maxtla vería
aumentar el prestigio de su Reino hasta
un grado jamás imaginado, lo que le
facilitaría enormemente la conquista de
nuevos pueblos y territorios. Así pues, a
pesar del odio que profesaba a
Nezahualcóyotl y de la posibilidad de
que el honor de contar con miembros
dentro de la Hermandad Blanca pudiese
envanecer a los aztecas y despertar en
ellos peligrosos sentimientos de
rebeldía, el monarca tecpaneca se
guardó muy bien de cometer cualquier
acto que pudiese disminuir las
probabilidades de que Mazatzin se
convirtiese en depositario del Emblema
Sagrado.
La ceremonia de admisión de los
nuevos sacerdotes había concluido. Tras
formular las últimas palabras rituales,
Centeotl se dirigió hacia el enorme
incensario que ardía al pie del altar
central, en donde figuraba una
impresionante
representación
de
Quetzalcóatl en piedra basáltica; todos
los concurrentes supusieron que Centeotl
iba a extinguir las llamas del brasero
para dar así por concluida la ceremonia,
pero en lugar de ello, al llegar frente al
incensario el sacerdote arrojó en él una
nueva porción de resinas, produciéndose
con esto una fuerte llamarada que
iluminó
vivamente
el
recinto.
Enmarcado en el resplandor de las
llamas, Centeotl se dio media vuelta
quedando de frente ante todos los
participantes,
después,
con
un
movimiento repentino y en medio del
asombro general, se quitó del cuello la
fina cadena de oro de la cual pendía el
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.
El hecho de despojarse en una
ceremonia del símbolo de su poder, sólo
podía significar una cosa: Centeotl
juzgaba llegado el momento de
transmitir a un sucesor la pesada
responsabilidad de ser el depositario
humano de todos los secretos y
conocimientos acumulados al través de
milenios por la larga serie de
civilizaciones que habían existido desde
los orígenes de la humanidad.
Una
paralizante
expectación
dominaba a todos los que contemplaban
el trascendental suceso y todos se
formulaban una misma pregunta: ¿Quién
sería el nuevo poseedor del máximo
símbolo sagrado?
Los orígenes del Emblema Sagrado
de Quetzalcóatl se perdían en el pasado
más remoto. Según los informes
proporcionados por las antiguas
tradiciones, existió mucho tiempo atrás
un Primer Imperio Tolteca, cuya capital,
la maravillosa e imponente ciudad de
Tollan[1], había constituido a lo largo de
incontables siglos el máximo centro
cultural del género humano. Durante
todo este período, los gobernantes
toltecas habían ostentado sobre su
pecho, como símbolo de la legitimidad
de su poder, un pequeño caracol marino
que le fuera entregado al primer
Emperador por el propio Quetzalcóatl,
venerada Deidad tutelar del Imperio.
Al sobrevenir primero la decadencia
y posteriormente la aniquilación y
desaparición del Imperio, la unidad
política que agrupaba a la gran
diversidad de pueblos que lo habitaban
también había quedado destruida,
dividiéndose éstos en pequeños
señoríos que vivían en medio de luchas
incesantes, sin que prosperasen ni el
saber ni las artes. Escondida en alguna
región montañosa, una mística orden
sacerdotal —la Hermandad Blanca de
Quetzalcóatl— había logrado preservar
durante todos esos largos años de
oscurantismo, tanto el Emblema
Sagrado, como una buena parte de los
antiguos conocimientos.
Más tarde y teniendo como capital a
la bella ciudad de Tula, se había
constituido un Segundo Imperio Tolteca,
el que aunque no poseía el grandioso
esplendor que caracterizara al primero,
logró importantes realizaciones, como el
unificar bajo un solo mando a un vasto
conjunto de poblaciones heterogéneas y
el promover en ellas un renacimiento
cultural basado en una elevada
espiritualidad.
Complacidos por lo que ocurría, los
guardianes del Emblema Sagrado habían
hecho entrega de su preciado depósito a
Mixcoamazatzin, forjador del Segundo
Imperio y, a partir de entonces, los
Emperadores
Toltecas
ostentaron
nuevamente, como símbolo máximo de
su autoridad, el pequeño caracol marino.
Toda obra humana es perecedera, y
finalmente, el Segundo Imperio corrió la
misma suerte que el primero. Minado
por luchas intestinas y por incesantes
oleadas
de
pueblos
bárbaros
provenientes del norte, el Imperio
comenzó a desintegrarse y el Emperador
Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl se vio
obligado a huir al sur acompañado de
algunos miles de sus más fieles vasallos.
Al pasar por la ciudad de Chololan —
centro
ceremonial
de
máxima
importancia desde antes de la época del
Primer Imperio Tolteca— los fugitivos
fueron amistosamente recibidos y
pudieron así interrumpir por algún
tiempo su penosa retirada.
Una tarde, agobiado por la tristeza y
el abatimiento que le producían los
males que afligían al Imperio, Ce Acatl
Topiltzin Quetzalcóatl se despojó del
Emblema Sagrado y lo arrojó con furia
contra el piso, partiéndolo en dos
pedazos. A pesar de que los prestigiados
orfebres de Chololan lograron reparar el
daño, injertando en ambas partes
pequeños rebordes de oro que encajaban
a la perfección y unían las dos piezas en
una sola, el Emperador se empeñó en
ver en aquella rotura un símbolo de la
división que reinaba entre los pueblos y
prefirió encomendar a la custodia de los
sacerdotes del templo mayor de
Chololan una de las dos mitades del
caracol. Al llegar a territorio maya, Ce
Acatl Topiltzin Quetzalcóatl hizo entrega
de la segunda mitad del emblema al
máximo representante del sacerdocio
maya,
encomendándole
que
lo
conservara hasta que surgiese un hombre
capaz de fundar un nuevo Imperio y de
unir en él a los distintos pueblos que
habitaban la tierra.
A partir de entonces, las dos mitades
del caracol sagrado habían constituido
el más prestigiado emblema de los
sumos sacerdotes del área náhuatl y de
la región maya, los cuales aguardaban
ansiosos las señales que indicasen la
llegada del hombre que lograría dar fin
a la anarquía y a la decadencia en que se
debatían todas las comunidades.
Portando en sus manos la cadena de
oro de la cual pendía el Emblema
Sagrado, Centeotl descendió lentamente
por la escalinata que conducía al altar
mayor y se encaminó directamente a la
fila de sacerdotes situados en el costado
derecho del patio.
Una extraña fuerza, parecía haber
transformado súbitamente al anciano
sumo sacerdote: su viejo y cansado
rostro reflejaba una energía poderosa y
desconocida, sus ojos eran dos hogueras
de intensidad abrasadora y su andar,
comúnmente torpe y dificultoso, parecía
ahora el elástico desplazamiento de un
felino.
Al llegar frente a Mazatzin, Centeotl
se detuvo. Todos los que contemplaban
la escena dejaron momentáneamente de
respirar. Tlacaélel pensó que estaban a
punto de realizarse sus temores y los de
todo el pueblo azteca: un incremento aún
mayor en la pesada carga que tenían que
soportar como vasallos de los
tecpanecas, lo que ocurriría fatalmente
en cuanto Maxtla contase con el apoyo
del nuevo Portador del Emblema
Sagrado.
Las miradas de los dos sacerdotes se
enfrentaron. Durante un primer momento
Mazatzin se mantuvo aparentemente
impasible, contemplando sin pestañear
aquella manifestación desbordante de
las más furiosas fuerzas de la naturaleza
que parecía emanar de las pupilas de
Centeotl, pero después, repentinamente,
todo su ser comenzó a verse sacudido
por un temblor incontrolable, mientras
se reflejaban en su rostro, como en el
más claro espejo, sentimientos que de
seguro había logrado mantener siempre
ocultos en lo más profundo del alma:
una anhelante expresión de ambiciosa
codicia contraía sus facciones, los
labios se movían en una súplica
desesperada que no alcanzaba a ser
articulada en palabras y las manos se
extendieron en un intento de apoderarse
del emblema, pero sus dedos sólo
llegaron a tocar la cadena, pues en ese
instante las fuerzas le abandonaron y
cayó al suelo, en donde permaneció
sollozando como un niño.
Imperturbable ante el evidente
fracaso del sacerdote que le seguía en
rango, Centeotl dio dos pasos y quedó
frente a Cuauhtexpetlatzin, el tercer
sacerdote dentro de la jerarquía de la
Hermandad Blanca.
Cuauhtexpetlatzin era el más querido
de los sacerdotes de Chololan. Su
espíritu bondadoso y comprensivo era
bien conocido no sólo por sus
compañeros y por los novicios, en cuya
formación ponía siempre un particular
empeño, sino por todos los habitantes de
la comarca, que acudían ante él en gran
número, en busca de consejo y de ayuda.
Un brusco estremecimiento sacudió
a Cuauhtexpetlatzin al ver frente a sí a
Centeotl sosteniendo a cercana distancia
de su cuello el caracol sagrado; cayendo
de rodillas, suplicó angustiado que no se
le hiciese depositario de semejante
honor, pues se consideraba indigno de
ello.
Dando media vuelta, Centeotl se
alejó de la fila de sacerdotes y se
dirigió en línea recta hacia el círculo
blanco donde se encontraba el grupo de
jóvenes a los que había ungido
momentos antes.
Un murmullo de asombro brotó de
los labios de la mayor parte de los
presentes. Aquello no podía significar
otra cosa, sino que el sumo sacerdote
juzgaba que entre los sacerdotes recién
ordenados había uno merecedor de
convertirse en su heredero.
En medio de una expectación que
crecía a cada instante, Centeotl traspuso
el círculo de pintura blanca y se detuvo
frente a Nezahualcóyotl. La mirada del
sumo sacerdote seguía siendo una
hoguera de poder irresistible; sus
manos, fuertemente apretadas a la
cadena de la que pendía el venerado
emblema, parecían las garras de una
fiera sujetando a su presa. Tlacaélel
pensó que si él se encontrara en el lugar
de Centeotl, no vacilaría un instante en
escoger a Nezahualcóyotl como la
persona más adecuada para sucederle en
el cargo. La inteligencia superior del
príncipe texcocano, así como su
profunda
sabiduría
y
elevada
espiritualidad, hacían de él un ser
verdaderamente excepcional, merecedor
incluso de convertirse en el depositario
del legendario emblema.
Las manos de Centeotl se movían ya
en un ademán tendiente a colocar sobre
el cuello del príncipe la cadena de oro,
cuando éste, tras reflejar en su rostro un
súbito desconcierto, dio un paso atrás
indicando así su rechazo ante la elevada
dignidad que estaba por conferírsele.
Tal parecía que en el último instante, y
como
resultado
de
un
temor
incontrolable surgido en lo más
profundo de su ser, Nezahualcóyotl
había llegado a la conclusión de que la
tarea a la cual tenía consagrada la
existencia —liberar a su pueblo y
reconquistar el trono perdido— era ya
en sí misma una misión suficientemente
difícil y llena de peligros, y que el
añadir a esta carga aún mayores
responsabilidades, constituía una labor
superior a sus fuerzas.
Manteniendo
una
actitud
de
impersonal indiferencia, como si actuase
en representación de fuerzas que le
trascendieran como individuo y de las
cuales fuese tan sólo un instrumento,
Centeotl desvió la mirada del príncipe
de Texcoco y avanzando dos pasos
quedó frente a Moctezuma.
Una sonrisa de regocijo estuvo a
punto de aflorar en el rostro de
Tlacaélel. Nada podía producirle mayor
alegría que la probabilidad de que su
hermano quedase investido con la alta
jerarquía de Sumo Sacerdote de la
Hermandad Blanca, sin embargo, no
alcanzaba a vislumbrar la posibilidad de
que el carácter de Moctezuma pudiese
compaginarse con las funciones propias
de semejante cargo. Moctezuma era la
encarnación misma del espíritu guerrero.
Un apasionado amor al combate y
relevantes cualidades de estratego nato,
constituían los principales rasgos de su
personalidad.
Moctezuma contempló con asombro
la imponente figura de refulgente mirada
que tenía ante sí y en cuyas manos se
balanceaba la cadena de la que pendía
el Emblema Sagrado. Haciendo un
esfuerzo
sobrehumano
trató
de
permanecer sereno, pero un sentimiento
hasta entonces desconocido por su
espíritu rompió en un instante toda
resistencia consciente y se adueñó por
completo de su voluntad. Siguiendo el
ejemplo de Nezahualcóyotl, Moctezuma
dio un paso atrás. El más valiente de los
guerreros aztecas, acababa de conocer
el miedo.
En las facciones generalmente
inescrutables de Centeotl, pareció
dibujarse una mueca de complacencia,
como si en contra de lo que pudiese
suponerse, el viejo sacerdote se
encontrase preparado de antemano para
presenciar todo lo que ocurría en
aquellos momentos trascendentales.
Centeotl dio un paso hacia la
derecha y quedó frente a Tlacaélel, sus
miradas se cruzaron y los dos rostros
permanecieron en muda contemplación
durante un largo rato, después el sumo
sacerdote,
muy
lentamente,
fue
extendiendo las manos, hasta dejar
colocado en el cuello del joven azteca la
fina cadena de oro con su preciado
pendiente.
Con la misma tranquila naturalidad
con que podía llevarse el más sencillo
adorno, Tlacaélel portaba ahora sobre
su pecho el Emblema Sagrado de
Quetzalcóatl.
Capítulo II
CONMOCIÓN EN EL
VALLE
El cambio de depositario del
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl dio
origen a toda una serie de
acontecimientos
importantes
que
afectaron radicalmente a las diversas
comunidades que habitaban en el Valle
del Anáhuac.
Al día siguiente de aquél en que
tuviera lugar la transmisión del
venerado símbolo, fue hallado, colgado
de una cuerda atada al techo de su
propia habitación, el cadáver de
Mazatzin. La frustración derivada de no
lograr alcanzar el objetivo al cual
consagrara toda su existencia, había
resultado intolerable para el ambicioso
sacerdote tecpaneca. Antes de ahorcarse
—en un último gesto de lealtad hacia su
monarca— Mazatzin había enviado un
mensaje a Maxtla, informándole con
detalle de los recientes sucesos
ocurridos en el santuario de la
Hermandad Blanca.
El enviado de Mazatzin no era el
único mensajero que, portando idénticas
noticias, se alejaba de la ciudad de
Chololan.
Guiado por esa intuición que
caracteriza a los auténticos guerreros —
y que les permite presentir la existencia
de algún posible peligro antes de que
éste comience a manifestarse—
Moctezuma se había percatado de que el
alto honor conferido a su hermano
entrañaba también una grave amenaza
para el pueblo azteca, pues el disgusto
que este suceso produciría a los
tecpanecas podía muy bien impulsarles a
tomar represalias en contra de los
tenochcas.
Así que, aprovechando los lazos de
amistad que le unían con varios de los
jefes militares de Chololan, el guerrero
azteca se apresuró a enviar un mensajero
a Tenochtitlan, que informara a
Chimalpopoca
del
inesperado
acontecimiento que había convertido a
Tlacaélel
en el
Heredero
de
Quetzalcóatl y lo previniera sobre la
posibilidad de alguna reacción violenta
por parte de los tecpanecas.
Cubierto de polvo y desfallecido a
causa de la agotadora caminata, el
mensajero de Mazatzin atravesó la
ciudad de Azcapotzalco y penetró en el
ostentoso y recién construido palacio de
Maxtla. En cuanto tuvo conocimiento de
su presencia, el monarca acudió
personalmente a escucharle.
Al conocer lo sucedido en la
ceremonia de transmisión del Emblema
Sagrado, la furia de Maxtla se desbordó
en forma incontenible: ordenó dar
muerte al portador de tan malas nuevas,
azotó a sus numerosas esposas y mandó
destruir todas las bellas obras de fina
cerámica de Chololan que adornaban el
palacio.
Una vez ligeramente desahogada su
ira, Maxtla convocó a una reunión de sus
principales consejeros, para determinar
el castigo que habría de imponerse a los
aztecas, pues deseaba aprovechar la
ocasión para dejar sentado un claro
precedente de lo que podía esperar a
cualquiera
que,
voluntaria
o
involuntariamente, actuase en contra de
los intereses tecpanecas.
Al inicio de la reunión, Maxtla se
mostró inclinado a adoptar el castigo
más drástico: la destrucción total del
pueblo azteca. Los consejeros del
monarca, haciendo gala de una gran
prudencia que les permitía no aparecer
en ningún momento como abiertamente
contrarios a la voluntad de su colérico
gobernante, le hicieron ver que esa
decisión resultaría contraproducente
para los propios intereses tecpanecas:
los aztecas pagaban importantes y
crecientes tributos y, por otra parte, su
empleo como soldados mercenarios
estaba rindiendo magníficos frutos, pues
los tenochcas habían demostrado poseer
admirables
cualidades
como
combatientes.
Después de una larga deliberación,
uno de los consejeros encontró la que
parecía más adecuada solución al
problema, pues permitiría a un mismo
tiempo darle el debido escarmiento a los
tenochcas y conservar intacta su
capacidad productiva, que tan buenas
ganancias venía reportando para
Azcapotzalco. Se trataba de dar muerte
al monarca azteca ante la vista de todo
su pueblo.
El
mensajero
enviado
por
Moctezuma, remando vigorosamente,
cruzó el enorme lago en cuyo interior —
mediante increíble y sobrehumana
proeza— los aztecas edificaran su
capital. Saltando a tierra, el mensajero
recorrió a toda prisa la ciudad,
deteniéndose
ante
la
modesta
construcción que constituía la sede del
gobierno azteca.
La noticia de que su hermano
Tlacaélel era ahora el depositario del
Emblema Sagrado constituyó para
Chimalpopoca
una
agradable
y
desconcertante sorpresa. Después de
ordenar que colmaran al mensajero de
valiosos presentes, mandó llamar a las
principales personalidades de su
gobierno
para
comunicarles
la
inesperada noticia. Los tenochcas
convocados
por
el
Soberano
manifestaron al unísono su asombro y
alegría.
Tozcuecuetzin, supremo sacerdote
del pueblo azteca, sufrió de una emoción
tan grande que perdió momentáneamente
el conocimiento; al recuperarlo, alzó los
brazos al cielo y, con el rostro bañado
en lágrimas, bendijo a los dioses con
grandes voces, agradeciéndoles que le
hubiesen permitido vivir hasta aquel
venturoso instante, cuya dicha borraba
todos los sufrimientos de su larga
existencia.
La reunión de los gobernantes
tenochcas concluyó con la decisión
unánime de participar inmediatamente a
todo el pueblo el feliz acontecimiento,
así como de organizar una gran fiesta
para celebrarlo.
Abstraído en los preparativos del
festejo y embargado por la intensa
emoción
que
lo
dominaba,
Chimalpopoca no tomó en cuenta las
advertencias de Moctezuma respecto a
una posible represalia tecpaneca,
atribuyéndolas a un exceso de
suspicacia, muy propia del carácter
receloso de su hermano.
La mayor parte de los integrantes del
pueblo azteca poseían únicamente una
noción vaga —y un tanto deformada—
respecto a lo que en verdad significaba
la posesión del Emblema Sagrado de
Quetzalcóatl; sin embargo, en cuanto se
tuvo conocimiento de que un miembro
de la comunidad tenochca había
alcanzado tan alta distinción, se produjo
un estallido de regocijo popular como
jamás se había visto en toda la historia
del pequeño Reino.
Hileras de canoas adornadas con
flores llegaban sin cesar a Tenochtitlan,
provenientes
de
los
múltiples
sembradíos en tierra firme que poseían
los pobladores de origen azteca en las
riberas del lago. Las construcciones de
la capital, incluso las más modestas,
fueron bellamente engalanadas con
tejidos de flores de los más variados
diseños y sus habitantes rivalizaban en
poner de manifiesto su alegría. Todo era
bullicio, música y canciones.
Se celebraron el mismo día dos
solemnes actos religiosos. Uno en el
Teocalli Mayor, situado en el centro de
la ciudad, y otro en el templo que le
seguía en importancia, ubicado frente al
mercado del barrio de Tlatelolco. Al
concluir la primera de las ceremonias,
Tozcuecuetzin habló largamente ante la
nutrida concurrencia, en un esfuerzo por
tratar de explicar, con lenguaje sencillo
y popular, la gran trascendencia de lo
ocurrido
en
Chololan
y
el
inconmensurable privilegio que de ello
se derivaba para el pueblo tenochca.
En medio de la desbordante alegría
que se había posesionado de
Tenochtitlan, una joven azteca era al
mismo tiempo el ser más feliz y el más
desdichado de todos los mortales:
Citlalmina, la prometida de Tlacaélel.
Citlalmina era uno de esos raros
ejemplares en los que la naturaleza
parece volcar al mismo tiempo todas las
cualidades que puede poseer un ser
humano, haciéndolo excepcional.
La resplandeciente belleza de la
prometida de Tlacaélel era conocida no
sólo entre los aztecas, sino incluso entre
los nobles tecpanecas, varios de los
cuales habían hecho tentadoras ofertas
de matrimonio —siempre rechazadas—
a los padres de la joven.
Las facciones armoniosas de
Citlalmina poseían una exquisita
delicadeza y un encanto misterioso e
indescriptible. Sus grandes ojos negros
relampagueaban de continuo en miradas
cargadas de entusiasta energía y toda su
figura tenía una gracia encantadora e
incomparable, que se manifestaba en
cada uno de sus actos.
Pese a que los atributos físicos de
Citlalmina
eran
tan
relevantes,
constituían algo secundario al ser
comparados con los rasgos distintivos
de su carismática personalidad. Una
voluntad firme y poderosa, unida a una
inteligencia superior y a una gran
nobleza de espíritu, habían hecho de ella
la representante más destacada del
movimiento de inconformidad que, en
contra del vasallaje que padecía el
Reino Tenochca, comenzaba a surgir
entre la juventud azteca.
Ni
Tlacaélel
ni
Citlalmina
recordaban el momento en que sus vidas
se habían cruzado. Las casas de los
padres de ambos eran vecinas, y siendo
aún niños, surgió entre ellos una mutua
atracción y una sólida camaradería
infantil. Al llegar la pubertad, estos
sentimientos fueron trocándose en un
amor que crecía día con día; muy pronto
los dos se convirtieron en una especie
de pareja modelo de la juventud
tenochca. La profunda y permanente
comunión espiritual en que vivían,
producía en todos la enigmática
sensación de que trataban con un solo
ser, que por algún incomprensible
motivo había nacido dividido en dos
cuerpos.
Cuando
Tlacaélel
marchó
a
Chololan como aspirante a sacerdote de
la Hermandad Blanca, Citlalmina no vio
en ello sino una simple separación
transitoria, pues el hecho de formar
parte de esta orden sacerdotal
representaba una honrosa distinción, que
comúnmente no requería de la renuncia
de sus miembros a la vida matrimonial;
sin embargo, el caso del Portador del
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl era
muy distinto, ya que constituía un cargo
que por su altísima responsabilidad
exigía de quien lo ejercía una entrega
total y absoluta.
Sublimando la dolorosa frustración
de ver deshechos sus proyectos
matrimoniales, Citlalmina enfrentó los
acontecimientos con un regocijo
generoso y sincero. El inesperado honor
conferido a Tlacaélel le enorgullecía
como algo propio; y ante la
trascendencia que este suceso tenía para
todo el pueblo azteca, sus sentimientos
personales quedaron voluntariamente
relegados a un segundo término.
El festejo popular se encontraba en
su apogeo, cuando arribaron a
Tenochtitlan varias canoas transportando
a un centenar de guerreros provenientes
de Azcapotzalco. Su llegada no
ocasionó alarma alguna en la capital
azteca, ni siquiera sorpresa; sus
moradores estaban acostumbrados a la
continua presencia de soldados del
poderoso
ejército
tecpaneca.
Ingenuamente, una buena parte del
pueblo pensó que los recién llegados
constituían una delegación enviada por
Maxtla, que portaba una felicitación al
gobierno tenochca con motivo del
venturoso acontecimiento que todos
celebraban.
Cruzando los canales de la ciudad y
marchando
a
través
de
sus
congestionadas calles, los tecpanecas
llegaron ante el edificio donde se
encontraba Chimalpopoca, que en unión
de los principales personajes del Reino,
estaba por concluir un banquete.
Mientras el resto de los guerreros
permanecían aguardando en la calle, el
capitán que los conducía, con algunos de
sus mejores arqueros, penetró al interior
del edificio y anunció sus deseos de
transmitir al rey tenochca un mensaje del
mandatario de Azcapotzalco.
Al enterarse de la presencia de los
enviados de Maxtla, Chimalpopoca
ordenó que fuesen conducidos a un salón
cercano, en el cual se celebraban las
audiencias públicas. Al terminar de
comer, el monarca azteca, acompañado
únicamente de un ayudante, se dirigió al
encuentro de los tecpanecas. Mientras se
aproximaba al salón de audiencias,
Chimalpopoca recordó las advertencias
de
Moctezuma
y
un
funesto
presentimiento cruzó por su espíritu,
pero lo desechó al instante, pensando
que era imposible que un pequeño
puñado de soldados, rodeados como se
encontraban de todo el pueblo azteca, se
atreviera a perpetrar una agresión en su
contra.
En cuanto el capitán tecpaneca vio
aproximarse a Chimalpopoca ordenó a
sus guerreros disponer los arcos para el
ataque. La actitud que asumían ante su
presencia los soldados de Azcapotzalco
hizo comprender a Chimalpopoca la
suerte que le esperaba. Reflexionando
con la celeridad que alcanza la mente en
los momentos de peligro, el monarca
sopesó las probabilidades que tendría
de sobrevivir si dando media vuelta
emprendía una veloz huida; pero
desechó enseguida tal pensamiento ante
la sola idea de recibir las flechas por la
espalda y morir de forma tan
ignominiosa.
Asumiendo una actitud a la vez digna
y despectiva, Chimalpopoca aguardó
erguido frente a sus verdugos el fin de su
destino. El capitán tecpaneca dio una
nueva orden y las flechas salieron
disparadas de los arcos de los soldados.
El ayudante de Chimalpopoca profirió
un alarido y trató de cubrir con su
cuerpo el del rey azteca, lo que logró
sólo parcialmente, pues recibió la mayor
parte de los proyectiles desplomándose
en medio de terribles gemidos, mientras
que Chimalpopoca permanecía en pie, al
parecer insensible a las heridas de los
dardos que atravesaban sus brazos. Una
segunda andanada de flechas dio de
lleno en el cuerpo del monarca,
haciéndole caer por tierra, siempre en
silencio.
Los gritos del ayudante de
Chimalpopoca atrajeron la curiosidad
de varios sirvientes, que al entrar en la
habitación y contemplar horrorizados lo
ocurrido, salieron corriendo en todas
direcciones, dando grandes voces de
alarma.
Actuando con una sorprendente
serenidad y sangre fría, los tecpanecas
salieron del edificio con toda calma,
cruzándose a su paso con innumerables
personas que acudían presurosas y
desconcertadas a tratar de averiguar lo
que pasaba. Ya en el exterior, el capitán
y los arqueros se unieron a sus
compañeros y huyeron hacia el lugar
donde dejaran sus canoas.
En el edificio que albergaba al
gobierno tenochca se creó una pavorosa
confusión; los esfuerzos de aquéllos que
trataban de restablecer el orden e iniciar
la persecución de los tecpanecas
resultaban inútiles, pues se veían
entorpecidos por los centenares de
personas que sin cesar acudían al
edificio y, que no pudiendo dar crédito a
lo que escuchaban, deseaban corroborar
por sus propios ojos la muerte de
Chimalpopoca. Una vez cumplido su
propósito, trataban de lanzarse a la calle
en persecución de los asesinos, pero se
veían a su vez obstaculizados por los
nuevos recién llegados, cuyo número
siempre creciente nulificaba todos los
intentos de una acción coordinada.
Los
soldados
tecpanecas
se
encontraban ya sobre sus lanchas,
cuando comenzaron a escucharse gritos
airados en su contra y algunas flechas
cruzaron los aires para luego caer en el
agua sin lograr alcanzarlos.
Siempre en medio del más completo
desorden, varios grupos de enfurecidos
aztecas, muchos de ellos aún sin armas,
abordaron canoas y se lanzaron en
persecución de los tecpanecas. Aquéllos
que lograron darles alcance fueron
recibidos por certeras andanadas de
flechas, que les ocasionaron varias
bajas. Poco después, al caer la noche,
fue imposible cualquier acción efectiva
de persecución.
Maxtla podía sentirse orgulloso de
la eficacia de sus guerreros, un centenar
de los cuales había dado muerte al rey
azteca en medio de su pueblo, sin que
ninguno de ellos hubiese sufrido el más
leve rasguño.
Capítulo III
LA REBELIÓN
JUVENIL
Acompañado de dos jóvenes
tenochcas Moctezuma recorría, con
presuroso andar, el último trecho del
camino central que comunicaba a la
ciudad de Chololan con las riberas del
lago que albergaba la capital azteca.
Los cansados caminantes se
encontraban ya próximos al inmenso
espejo de agua, cuando se cruzaron con
un grupo de campesinos que vivían en un
pequeño poblado situado en las
proximidades del lago, quienes los
enteraron de los trágicos sucesos
ocurridos en Tenochtitlan el día anterior.
Sus informantes habían estado presentes
en la ciudad durante los festejos
organizados
para
celebrar
la
designación de Tlacaélel como Portador
del Emblema Sagrado, y por lo tanto,
habían sido testigos del violento
acontecimiento que dio fin a la alegre
celebración.
Al escuchar el relato de los hechos,
Moctezuma comprendió al instante la
trascendencia del daño inferido a todo
el pueblo azteca con el asesinato de
Chimalpopoca, pues no sólo se le
privaba inesperadamente de su legítimo
gobernante, sino lo que era mucho más
grave, se le hacía objeto de una
intolerable humillación que ponía de
manifiesto
su
incapacidad
para
defenderse del ataque sorpresivo de un
insignificante número de agresores.
Nada bueno podía esperarse de
semejante debilidad, que de seguro
impulsaría a Maxtla a exigir de los
aztecas condiciones de vasallaje aún
más severas que las que habían venido
soportando.
Caminando en medio de un opresivo
silencio, los jóvenes recorrieron la
escasa distancia que les separaba del
embarcadero más próximo; al llegar a
éste, Moctezuma rompió su silencio para
afirmar en tono lacónico:
No retornaré a Tenochtitlan; si el
rey fue muerto por nuestros enemigos,
ello significa que de seguro antes
perecieron defendiéndolo todos los
hombres de la ciudad y al no haber ya
quien la resguarde, preciso es que
alguien vele por ella.
Después de pronunciar estas
palabras, colocó una flecha en su arco y
adoptó la posición del arquero que
espera la próxima aparición del
enemigo.
• Sus acompañantes se miraron,
sorprendidos ante la inesperada
conducta del guerrero; después,
temerosos de contradecirle y provocar
su cólera, optaron por abordar una
canoa. Muy pronto se alejaron remando
con todas sus fuerzas, deseosos de llegar
a la ciudad antes del anochecer.
En la orilla del lago sólo quedó
Moctezuma, esperando la llegada de un
adversario al cual hacer frente.
Las palabras pronunciadas por
Moctezuma —en las cuales se contenía
una clara acusación a todos los hombres
de Tenochtitlan por no haber sabido
defender a su monarca— se propalaron
por toda la ciudad en cuanto llegaron a
ésta los acompañantes del guerrero.
Los habitantes de la capital azteca se
encontraban aún inmersos en el dolor y
la confusión a causa de los infaustos
acontecimientos del día anterior, y las
lacerantes frases de Moctezuma,
repetidas de boca en boca por los cuatro
rumbos de la ciudad, produjeron en
todos un profundo sentimiento de culpa,
que les hizo enrojecer de vergüenza.
Pero aquellas palabras no originaron
únicamente pasivos sentimientos de
culpa y frustración; en la ciudad hubo
una persona que supo recoger el reto
contenido en las afirmaciones de
Moctezuma a todos los hombres de
Tenochtitlan; paradójicamente, no fue un
hombre sino una mujer.
Desde tiempo atrás, la casa donde
habitaba Citlalmina constituía el eje
central de las más variadas actividades,
lo mismo se celebraban en ella
reuniones conspirativas para urdir
planes contra la tiranía tecpaneca, que
funcionaban
permanentemente
una
escuela para mujeres de condición
humilde y un taller donde se
confeccionaban los mejores escudos y
armaduras de algodón compacto de la
ciudad.
Aquella noche Citlalmina impartía
su clase acostumbrada a un numeroso
grupo de modestas jovencitas, cuando
una muchacha que vivía en las orillas de
la ciudad llegó comentando lo que había
escuchado sobre las afirmaciones
hechas por Moctezuma. Al conocer las
palabras mordaces del hermano del
hombre a quien amaba, se operó en ella
una súbita transformación: con el bello
rostro contraído por la ira y poseída por
la más viva emoción, se encaramó sobre
un montón de escudos de guerra recién
terminados y desde aquel improvisado
estrado, dirigió a sus alumnas una breve
y encendida arenga:
Tiene razón, está en lo justo
Moctezuma cuando afirma que ya no
hay hombres en Tenochtitlan. Si los
hubiera, si de verdad existiesen, hace
tiempo que Maxtla y su corte de
sanguijuelas habrían dejado de
enriquecerse a costa del trabajo de los
aztecas. Pero se equivoca el valiente
guerrero al creer que la sagrada
ciudad de Huitzilopóchtli no tiene ya
quien la proteja, quien cuide de ella.
Las mujeres sabremos defender a
nuestros dioses, a nuestras casas y a
nuestros cultivos, tomemos las armas
de las manos de aquéllos que no han
sabido utilizarlas y vayamos con
Moctezuma, a organizar de inmediato
la defensa de la ciudad.
Citlalmina poseía un magnetismo
irresistible que le permitía impulsar a
los demás a llevar a cabo acciones que
hubieran sido consideradas comúnmente
como descabelladas. La pretensión de
que fuesen las mujeres quienes se
erigieran en defensoras de la ciudad,
adoptando con ello una postura de
franca rebeldía ante el poderío
tecpaneca, resultaba a todas luces la más
disparatada de las proposiciones, sin
embargo, en cuanto la joven terminó de
hablar, todas sus discípulas se
comprometieron a secundarla en sus
propósitos. Después de darse cita en la
explanada frente al Templo Mayor, las
jóvenes se dispersaron con objeto de
abastecerse en sus casas del armamento
necesario y de invitar a sus familiares y
amigas a colaborar en aquel naciente
movimiento de juvenil insurgencia
femenina.
Muy pronto la actitud de las jóvenes
tenochcas produjo las más variadas
reacciones en toda la ciudad. Aun
cuando en muchas casas los padres
lograron oponerse a los propósitos de
sus hijas —utilizando incluso la
violencia—, la conducta adoptada por
las mujeres desencadenó de inmediato
una reacción de los hombres jóvenes
que habitaban la capital, los cuales se
lanzaron a las calles y, reunidos en
grupos cada vez más numerosos,
discutieron acaloradamente, bajo la luz
de las antorchas, los recientes sucesos.
Los improvisados oradores expresaban
los sentimientos que los dominaban
planteando preguntas, procedimiento
muy generalizado en la oratoria náhuatl:
¿Qué es esto que contemplan
nuestros ojos? ¿Hasta dónde ha
llegado la degradación de los
tenochcas? ¿Vamos a permitir que sean
las mujeres las que tengan que
encargarse de la defensa de la ciudad,
mientras nosotros preparamos la
comida y cuidamos a los niños?
¿Somos acaso tan cobardes que
tendremos que vivir temblando,
escondidos bajo las faldas de nuestras
hermanas?:
Cada vez más enardecidos por las
preguntas hirientes que sobre su propia
conducta se formulaban, los diferentes
grupos de jóvenes fueron coincidiendo
en una misma conclusión: era necesario
armarse y acudir ante Moctezuma para
organizar de inmediato, bajo su
dirección, la adecuada defensa de la
ciudad. Al igual que sus hermanas, los
varones se dieron cita en la Plaza
Mayor, que se iba poblando rápidamente
de jóvenes de ambos sexos, armados de
un heterogéneo arsenal y poseídos de un
belicoso e incontenible entusiasmo. Sus
cantos de guerra, incesantemente
repetidos, parecían cimbrar a la ciudad
entera.
Los integrantes del Consejo del
Reino —organismo de facultades vagas
e indeterminadas, pero al fin y al cabo la
única autoridad importante que existía
en esos momentos a causa del reciente
asesinato del monarca— no podían
permanecer
inactivos
ante
los
desbordados cauces de la actuación
juvenil.
Presionados
por
los
acontecimientos, sus miembros se
reunieron
apresuradamente
y
comenzaron a deliberar.
Al enterarse de que estaba
celebrándose una reunión de los
integrantes del Consejo del Reino,
surgió entre los jóvenes la esperanza de
que tal vez las propias autoridades se
harían cargo de dirigir las labores
tendientes a dotar a la ciudad de
apropiados sistemas de defensa. Así
pues, decidieron esperar a que
concluyera la reunión del Consejo, antes
de lanzarse a la búsqueda de
Moctezuma.
Las esperanzas juveniles carecían en
realidad de todo fundamento. El Consejo
estaba constituido —en su gran mayoría
— por individuos acostumbrados a
utilizar su posición dentro del gobierno
para la obtención de privilegios y el
acrecentamiento de sus muy particulares
intereses, y con tal de preservar su
ventajosa situación, estaban dispuestos a
soportar cualquier incremento de las
formas de vasallaje que les sujetaban a
los tecpanecas, pues en última instancia,
siempre encontrarían la manera de
eludirlas transfiriéndolas directamente
sobre las espaldas del pueblo. Por otra
parte, la conducta adoptada esa noche
por la juventud tenochca había suscitado
en los representantes de la autoridad
profundos sentimientos de alarma y
disgusto, convenciéndolos de que debía
precederse, cuanto antes, a atacar a
todos aquéllos que desobedeciesen la
orden de desalojar las calles y retornar
tranquilamente a sus hogares.
Las represivas intenciones del
Consejo tropezaron con la resistencia de
uno de sus miembros: Tozcuecuetzin, el
sumo sacerdote tenochca cuyo proceder
se regía comúnmente por un criterio en
extremo rigorista y autoritario, se opuso
terminantemente a que se adoptase la
decisión de disolver por la fuerza a la
creciente multitud de jóvenes que
vociferaban en la Plaza Mayor.
Al parecer la inexplicable actitud de
Tozcuecuetzin era resultado de la
profunda impresión que había dejado en
él la reciente designación de Tlacaélel
como Portador del Emblema Sagrado.
El anciano sacerdote consideraba ser el
único de entre los aztecas que en verdad
se había percatado de los alcances que
tenía aquella designación. A su juicio, el
hecho de que se hubiese roto la tradición
de escoger para este cargo a un alto
dignatario de la Hermandad Blanca
(otorgándolo en cambio a un joven
prácticamente
desconocido,
perteneciente a un pueblo débil y
oprimido) sólo podía ser comprendido
sobre la base de que el Supremo
Dirigente de dicha Hermandad hubiese
encontrado en Tlacaélel atributos
suficientes para llevar a cabo la
anhelada restauración del Imperio. De
ser así —concluía el sacerdote—
resultaba evidente que a partir de aquel
instante no existía ya ninguna otra
autoridad legítima sobre la tierra sino la
de Tlacaélel, el cual debía ser
reconocido por todos como Emperador
y Heredero de Quetzalcóatl.
Aun cuando los razonamientos de
Tozcuecuetzin resultaban confusos e
incomprensibles para los restantes
miembros del Consejo, éstos no se
atrevieron a contradecir abiertamente al
respetado sacerdote y, por lo tanto, se
vieron imposibilitados para llevar
adelante sus propósitos de castigar
drásticamente a la alborotada juventud
tenochca. La reunión del Consejo
concluyó sin que se llegase a ningún
acuerdo, como no fuese el de volverse a
reunir al día siguiente para continuar
deliberando.
En cuanto la muchedumbre de
jóvenes que se hallaba congregada en la
Plaza Mayor tuvo conocimiento de que
los integrantes del Consejo no habían
adoptado
ninguna
determinación,
decidió no esperar más y como un solo y
gigantesco ser, comenzó a marchar entre
cantos y gritos de guerra en dirección a
los desembarcaderos.
Los ramos de flores todavía frescos
que lucían las canoas, adornadas con
motivo de la festividad popular
organizada el día anterior, fueron
arrojados al agua y en su lugar se
colocaron escudos y estandartes
guerreros.
Sobre la negra superficie de las
aguas resplandecían las luces de
innumerables antorchas, portadas por
jóvenes que desde sus canoas miraban
ansiosamente el horizonte, intentando
descubrir en las orillas del lago la
silueta del recién surgido caudillo, el
valeroso Moctezuma.
Capítulo IV
EL FLECHADOR
DEL CIELO
Las primeras luces del amanecer
comenzaban a reflejarse en las aguas del
lago, cuando Citlalmina, desde la lancha
que la conducía, avistó en la cercana
ribera la musculosa figura de
Moctezuma.
El guerrero había permanecido toda
la noche montando su solitaria guardia,
con el arco tenso y listo a lanzar sus
flechas, sólo cambiando de vez en
cuando el arma de un brazo a otro para
evitar el cansancio.
La figura del arquero azteca,
apuntando su saeta a las últimas
estrellas que brillaban en el firmamento,
constituía la representación misma del
espíritu
guerrero
y
su
gesto
aparentemente absurdo, de hacer frente a
un enemigo en esos momentos
inexistente, era todo un símbolo que
ponía de manifiesto la indomable
voluntad que animaba a la juventud
tenochca, firmemente decidida a no
tolerar por más tiempo la opresión de su
pueblo.
Al contemplar la retadora imagen de
Moctezuma, Citlalmina y las jóvenes
que la acompañaban guardaron un
respetuoso
silencio.
Después,
condensando el pensamiento y los
sentimientos de cuantos presenciaban la
escena, Citlalmina exclamó:
¡Ilhuicamina![2]
Roto el silencio, las acompañantes
de Citlalmina profirieron vítores en
favor de Moctezuma y llamaron con
grandes voces a los ocupantes de las
canoas más próximas.
En pocos instantes el lugar se vio
pletórico de jóvenes, que poseídos de un
desbordante
entusiasmo
acudían
presurosos a ponerse bajo las órdenes
de Moctezuma. El guerrero abandonó su
estática posición y comenzó a concertar
una serie de medidas, tendientes a lograr
el establecimiento de un sólido sistema
de defensa en torno a la capital azteca.
La
primera
disposición
de
Moctezuma fue que se procediese a
concentrar,
en
unos
cuantos
embarcaderos, todas las canoas que se
encontraban en el lago. De acuerdo con
una antigua costumbre que tenia por
objeto facilitar al máximo la
movilización de personas y mercancías
en la región del Anáhuac, la mayor parte
de las canoas que transitaban por el lago
no eran de propiedad personal, sino que
pertenecían en forma comunal a las
distintas poblaciones asentadas junto a
las aguas, cuyos moradores contaban
entre sus obligaciones la de construir y
mantener en buen estado un determinado
número de lanchas, las cuales se
hallaban diseminadas en los sitios más
diversos, destinadas para el uso común
de viajeros y mercaderes. Esta situación
había contribuido enormemente a
facilitar la ejecución del sorpresivo
ataque que costara la vida a
Chimalpopoca y mientras subsistiese,
continuaría nulificando la natural ventaja
defensiva que daba a Tenochtitlan el
hecho de estar rodeada de agua por los
cuatro costados.
En segundo lugar, Moctezuma
ordenó que se diese comienzo a la
construcción de sólidas fortificaciones
en torno a cada uno de los sitios
seleccionados como embarcaderos.
Finalmente, dispuso el establecimiento
de un sistema permanente de vigilancia
en derredor de la ciudad, realizado por
jóvenes fuertemente armados a bordo de
veloces canoas.
Una vez convencido de haber
sentado las bases de una organización
que terminaría por dotar a la capital
azteca de efectivas defensas, Moctezuma
reunió por la tarde a varios de los
jóvenes
que
consideraba
más
capacitados para el mando militar y tras
de exhortarlos a seguir adelante en la
realización de las tareas que les
encomendara, les participó su decisión
de retornar a la ciudad y presentarse a
las autoridades.
Todos sus amigos aconsejaron
reiteradamente a Moctezuma que no
fuese a Tenochtitlan, ya que se exponía a
ser juzgado como instigador de un
movimiento de rebelión y a sufrir por
ello la muerte como castigo; sin
embargo, el guerrero insistió en acudir
de inmediato ante las autoridades, pues
deseaba
presionarlas
para
que
terminasen
por
desenmascararse,
exhibiéndose como lo que en realidad
eran: las encargadas de mantener
subyugado al pueblo tenochca al
vasallaje tecpaneca. Solo y desarmado,
Moctezuma abordó una canoa y se alejó
remando en dirección a la ciudad.
En
Tenochtitlan
continuaba
imperando la más completa confusión.
La segunda reunión del Consejo del
Reino había tenido que celebrarse sin
contar
con
la
presencia
de
Tozcuecuetzin. El sumo sacerdote
tenochca confirmó a través de un
mensajero el criterio expuesto el día
anterior: el Consejo no poseía ya
ninguna autoridad, pues ésta se hallaba
concentrada en Tlacaélel, y por tanto,
cualquier resolución que adoptasen sus
miembros carecía de validez.
La ausencia de Tozcuecuetzin en las
deliberaciones del Consejo permitió a
sus integrantes la posibilidad de lograr
una rápida unanimidad en la adopción
de decisiones, pues todos ellos se
hallaban dominados por el temor de las
represalias tecpanecas que podrían
derivarse a consecuencia de la actitud
de rebeldía asumida por la juventud
azteca. Sin detenerse a meditar en los
nobles propósitos que impulsaban a los
jóvenes, las autoridades acordaron
reprimir a quienes calificaban de
simples revoltosos.
Los caracoles de guerra sonaron por
toda la ciudad convocando al pueblo.
Una vez que éste se hubo congregado en
la Plaza Central, Cuetlaxtlan, el mejor
orador del Consejo, propuso se
empuñasen las armas para dar con ellas
un
adecuado
escarmiento
«al
insignificante puñado de vanidosos y
engreídos jovenzuelos, que olvidando el
respeto debido a sus padres y la
obediencia a las autoridades, pretendían
destruir el orden establecido e instaurar
el caos y la anarquía».
La mayor parte de quienes
escuchaban tan encendida arenga eran
padres de los jóvenes cuyo castigo se
solicitaba y si bien se inclinaban por
desaprobar la conducta adoptada por sus
vástagos, se resistían a secundar la
drástica proposición que les conminaba
a luchar contra sus propios hijos.
La reunión se prolongaba sin que los
oradores del Consejo lograsen sus
propósitos de impulsar al pueblo a la
acción,
cuando
repentinamente,
provenientes de uno de los costados del
Templo Mayor, hicieron su aparición en
la plaza un numeroso grupo de
sacerdotes
encabezados
por
Tozcuecuetzin. Los recién llegados
comenzaron a injuriar a los miembros
del Consejo, acusándolos de pretender
seguir fungiendo como gobernantes sin
poseer ya autoridad alguna para ello.
El pueblo tenochca no estaba al tanto
de las profundas discrepancias surgidas
entre los integrantes de la autoridad.
Durante un largo rato la multitud
permaneció paralizada de asombro,
contemplando el inusitado espectáculo
que daban sacerdotes y miembros del
Consejo discutiendo e insultándose con
creciente furia. Después, varios de los
presentes comenzaron a reaccionar y a
tomar partido en favor de alguno de los
contendientes; la plaza se llenó de una
ensordecedora algarabía y gruesos
pedruscos, arrancados del suelo,
comenzaron a volar por los aires. La
reunión habría concluido en una
generalizada zacapela, de no ser por la
inesperada llegada de Moctezuma.
El Flechador del Cielo se abrió paso
entre la abigarrada muchedumbre y con
rápidas zancadas ascendió por la
escalinata del Templo Mayor, hasta
llegar a la plataforma donde se
encontraban los integrantes del Consejo
y desde la cual los oradores
acostumbraban dirigirse al pueblo. Una
expresión de reprimida ira se reflejaba
en las enérgicas facciones del guerrero.
Sin solicitar a nadie el uso de la
palabra, Moctezuma dejó oír su voz,
exclamando con acusador acento:
Los tecpanecas han dado muerte a
nuestro rey, manifestando así el
desprecio que sienten por nosotros y en
lugar de responder a semejante afrenta
como auténticos guerreros, perdéis el
tiempo peleando como lo hacen los
niños: lanzando piedras y profiriendo
insultos ¿Es que habéis perdido el
juicio? ¿No comprendéis que no sólo
peligra la ciudad que con tan grandes
esfuerzos edificaron nuestros abuelos,
sino que incluso la existencia misma
del pueblo de Huitzilopóchtli se halla
en peligro?
Las palabras de Moctezuma hicieron
el efecto de un bálsamo tranquilizador
en el ánimo de sus oyentes. La airada
multitud, que momentos antes estaba a
punto de llegar a las manos, se apaciguó
de
inmediato,
aparentemente
avergonzada de su conducta.
Cuetlaxtlan comprendió que no
debía permitirse que Moctezuma
siguiese hablando, pues de hacerlo,
concluiría por ganarse a todo el pueblo
para su causa. Así pues, interrumpió al
guerrero increpándole con frases que
ponían de manifiesto sus ocultos
temores.
¡Engreído rebelde! ¿Cómo os
atrevéis a erigiros en juez? Habéis
introducido la discordia en el Reino,
enfrentado a los hijos contra sus
padres y provocado la cólera de
nuestros poderosos protectores. ¿Qué
pretendéis con semejantes locuras?
¿Buscáis acaso la destrucción de todos
nosotros, con vuestros actos de
insensata soberbia?
Imperturbable ante las acusaciones
de que era objeto, Moctezuma se limitó
a responder lacónicamente:
Sólo deseo, únicamente ambiciono
resguardar a nuestro Reino de los
ataques de sus enemigos; mas si esto es
un delito me declaro culpable y entraré
a la cárcel; pido, tan sólo, que ruando
los tecpanecas inicien la destrucción
de Tenochtitlan, se me permita, al
menos, morir combatiendo en esta
ciudad cuya construcción ordenaron
los dioses y que nosotros no hemos
sabido defender.
Sin detenerse a esperar la resolución
que respecto de su persona pudiesen
adoptar las autoridades, Moctezuma
descendió de las escalinatas y
encaminóse en dirección a la pequeña
construcción que se utilizaba para
mantener recluidos a los reos. Una gran
mayoría del pueblo, conmovida por la
evidente sinceridad contenida en las
palabras del guerrero, lo acompañó
hasta la entrada de la prisión,
vitoreándolo incesantemente.
En la plaza permanecieron los
miembros del Consejo con un reducido
número de sus partidarios, así como
Tozcuecuetzin y los
sacerdotes,
rodeados estos últimos de una
considerable cantidad de gente, que
repetía una y otra vez con fuertes gritos:
¡Tlacaélel Emperador!
Una furiosa tormenta que se desató
intempestivamente sobre la ciudad
obligó a todos a dispersarse y puso
término a la tumultuosa reunión.
La situación en que se encontraban
los miembros del Consejo del Reino
(con su autoridad puesta en tela de
juicio por el sacerdocio y por una
abrumadora mayoría del pueblo)
comenzaba a tornarse insostenible, razón
por la cual, sus integrantes decidieron
llevar a cabo una astuta maniobra que
les permitiese nulificar la creciente
oposición en su contra y entronizar a
Cuetlaxtlan como nuevo monarca:
acordaron la incorporación al Consejo
de Tlacaélel y Moctezuma.
El propósito de los integrantes del
Consejo de adoptar una resolución que
al parecer resultaba contraria a sus
intereses, no era sino el de lograr
neutralizar la fuerza que estaba
adquiriendo el movimiento de rebeldía
juvenil, mediante el ingreso al gobierno
de las dos personalidades varoniles más
destacadas de la juventud azteca.
Al ser informado en la prisión de la
inesperada resolución del Consejo,
Moctezuma rechazó el nombramiento
que se le ofrecía, manifestando que no
se hallaba dispuesto a perder el tiempo
prestando atención a ninguna otra
cuestión que no fuese la organización de
la defensa militar de Tenochtitlan.
Los integrantes del
Consejo
fingieron una gran indignación al
conocer la respuesta de Moctezuma y
clamando a voz en cuello, afirmaron que
la intransigente actitud del guerrero no
dejaba ya ninguna duda sobre sus
intenciones de provocar una guerra que
acarrearía la destrucción del Reino.
Asimismo, y con objeto de completar la
farsa tendiente a tratar de hacer creer al
pueblo que la opinión de Tlacaélel para
la designación del nuevo rey sería
tomada en cuenta, las autoridades
enviaron un mensajero a Chololan,
informando al Portador del Emblema
Sagrado que había sido incorporado al
Consejo del Reino y pidiéndole uniese
su decisión a lo acordado por dicho
organismo, en el sentido de que fuese
Cuetlaxtlan quien asumiese las insignias
reales de los tenochcas.
Además del mensajero que partiera
rumbo a Chololan por disposición del
Consejo, otro mensajero, cumpliendo
órdenes de Tozcuecuetzin, había salido
el mismo día de la capital azteca con
idéntica meta. A través de su enviado, el
sumo sacerdote tenochca se ponía
incondicionalmente bajo las órdenes de
Tlacaélel y solicitaba su autorización
para iniciar de inmediato una revuelta
popular que permitiese al Portador del
Emblema Sagrado entronizarse como
Emperador.
La creciente pugna entre los distintos
sectores que integraban la sociedad
azteca tendía a transformarse en un
sangriento conflicto. Evitar la lucha
entre los propios tenochcas —para estar
así en posibilidad de hacer frente con
mayores probabilidades de éxito a los
enemigos externos— constituía el
primer problema al que Tlacaélel debía
encontrar una adecuada solución.
Capítulo V
LA ELECCIÓN DE
UN REY
La milenaria pirámide de Chololan,
bañada por los últimos resplandores del
atardecer, parecía una gigantesca
escalera de piedra destinada a servir de
sólido puente entre el cielo y la tierra.
Centeotl, el sacerdote que durante
tantos años y en las más adversas
condiciones rigiera los destinos de la
Hermandad Blanca, yacía gravemente
enfermo. Cumplida su misión, la
poderosa energía que le caracterizara
parecía haberle abandonado y los rasgos
de la muerte comenzaban a dibujarse
nítidamente en su rostro. Con voz de
tenue y apagado acento, el anciano
solicitó la presencia de su sucesor.
Tlacaélel acudió de inmediato al
llamado del enfermo. Recuperando
momentáneamente un asomo de su vigor
perdido, Centeotl explicó al joven
azteca, con palabras saturadas de
profunda esperanza, los motivos por los
cuales le había escogido como
depositario del preciado emblema. La
larga y angustiosa espera había
concluido, afirmó Centeotl con segura
convicción, Tlacaélel era el hombre
predestinado que aguardaban los
pueblos para dar comienzo a una nueva
etapa de superación espiritual. Su labor,
por tanto, no sería la de un mero
guardián del saber sagrado, debía
reunificar a todos los habitantes de la
tierra en un grandioso Imperio,
destinado a dotar a los seres humanos de
los antiguos poderes que les permitían
coadyuvar con los dioses en la obra de
sostener y engrandecer al Universo
entero.
Una
vez
pronunciadas
tan
categóricas aseveraciones, Centeotl
perdió hasta el último resto de sus
cansadas
fuerzas,
adquiriendo
rápidamente todo el aspecto de los
agonizantes. A la medianoche, en ese
preciso instante en que las sombras han
alcanzado el máximo predominio y se
ven obligadas a iniciar un lento
retroceso, el corazón del sacerdote dejó
de palpitar.
Al día siguiente, cuando Tlacaélel se
disponía a dirigirse a Teotihuacan (con
objeto de efectuar el entierro de
Centeotl y llevar a cabo el retiro a que
estaba obligado antes de iniciar sus
actividades) fue informado de la llegada
de los mensajeros provenientes de
Tenochtitlan.
Tlacaélel escuchó con atención el
relato
de
los
trascendentales
acontecimientos que habían tenido lugar
en la capital azteca, así como las
contradictorias proposiciones que le
hacían los integrantes del Consejo del
Reino y el anciano Tozcuecuetzin.
Después, sin pronunciar palabra alguna,
se encaminó al cercano sitio donde le
fuera conferido su alto cargo (el bello
patio bordeado por construcciones de
simétricos contornos situado al pie de la
pirámide) y a solas con su propia
responsabilidad,
reflexionó
detenidamente sobre las cuestiones que
le habían sido planteadas.
El Portador del Emblema Sagrado
comprendió de inmediato el grave error
de apreciación en que estaba
incurriendo el Consejo al pretender
entronizar a Cuetlaxtlan. La valiente
actitud asumida por la juventud azteca
entrañaba un reto al poderío tecpaneca
que Maxtla jamás perdonaría. La guerra
entre ambos pueblos constituía un hecho
inevitable.
Y
en
semejantes
circunstancias, la designación de un
monarca que hasta el último instante
intentaría evadir la dura realidad que le
tocaría en suerte afrontar, sólo podría
acarrear fatales consecuencias para los
tenochcas.
La proposición de Tozcuecuetzin, en
el sentido de que Tlacaélel asumiese
personalmente la dirección del gobierno
tenochca, implicaba, al menos, evidentes
ventajas: ninguno de los habitantes del
Reino —incluyendo a los integrantes del
Consejo que se mostraban más serviles
a los dictados de la tiranía tecpaneca—
osaría desafiar abiertamente a la
autoridad del Heredero de Quetzalcóatl;
todo el pueblo se uniría en forma
entusiasta en torno suyo, desapareciendo
al instante las distintas facciones en que
se había escindido la sociedad azteca.
Sin embargo, Tlacaélel desechó de
inmediato la posibilidad de erigirse
Emperador. No sólo porque estimaba
que resultaría absurdo ostentar este
cargo sin la previa existencia de un
auténtico Imperio, sino también a causa
de su particular interpretación de los
acontecimientos que habían precedido al
desplome del Segundo Imperio Tolteca.
A su juicio, la centralización en una sola
persona de las funciones de Emperador
y Sumo Sacerdote de la Hermandad
Blanca había resultado igualmente
perjudicial para ambas dignidades. Con
su atención centrada en la gran variedad
y complejidad de los problemas
derivados de la administración de tan
vastos dominios, los Emperadores
Toltecas
habían
terminado
por
desatender las obligaciones inherentes a
sus funciones de Portadores del
Emblema Sagrado. El relato de los
últimos años del gobierno de Ce Acatl
Topiltzin
Quetzalcóatl,
dividido
internamente entre su preocupación por
los graves conflictos que presagiaban el
desmoronamiento del Imperio y su afán
de continuar la tarea de lograr una
auténtica superación espiritual de la
humanidad, constituía el mejor ejemplo
de la dificultad que representaba, en la
práctica, tratar de realizar ambas
funciones.
Tlacaélel no deseaba incurrir en el
mismo error cometido por su afamado
antecesor y si bien estaba firmemente
decidido a llevar a cabo la restauración
del Imperio, juzgaba que sería mucho
más conveniente que fuese otra persona
y no él quien ostentase el cargo de
Emperador, para así poder dedicar lo
mejor de su esfuerzo a las labores
propias de su sacerdocio.
Dejando para el futuro todo lo
tocante a la cuestión de la posible
designación de un Emperador, Tlacaélel
se concretó a tratar de resolver el
problema de encontrar a la persona que
en aquellas circunstancias pudiese
resultar más apropiada para desempeñar
el cargo de rey de los aztecas.
Mientras repasaba mentalmente las
cualidades y defectos de las principales
personalidades tenochcas, acudió a la
memoria de Tlacaélel la figura de
Itzcóatl, quien gozaba de una bien
ganada fama de hombre sabio y
prudente.[3] Su carácter amable y
reservado
—enemigo
de
toda
ostentación— le había granjeado
innumerables amigos, tanto entre el
pueblo como entre los integrantes de las
clases dirigentes. Itzcóatl no era dado a
entrometerse en asuntos ajenos, pero
cuando las partes de algún conflicto
acudían de común acuerdo en su busca,
lograba en casi todos los casos avenir a
los contendientes mediante soluciones
que entrañaban siempre un profundo
sentido de justicia.
Entre más lo pensaba, más se
afirmaba en Tlacaélel la convicción de
que Itzcóatl era la persona indicada para
restablecer la concordia en el agitado
pueblo azteca. A causa de la reconocida
prudencia del hijo de Acamapichtli, los
miembros del Consejo no podrían
acusarle de estar propiciando un
conflicto que en verdad pudiese ser
evitado, pero asimismo —y como
resultado de esa misma prudencia—
resultaba fácil prever que Itzcóatl no
cometería la torpeza de dejar a la ciudad
sin salvaguardia, sino que sabría
encontrar la forma de mantener la
organización defensiva surgida bajo la
dirección de Moctezuma.
Retornando al sitio donde le
aguardaban los mensajeros, Tlacaélel
expresó ante éstos la respuesta que
debían memorizar para luego repetir
ante quien les había enviado.
En su mensaje dirigido a los
integrantes del Consejo del Reino, el
Portador del Emblema Sagrado les
reprendía severamente por la ofensa que
le habían inferido al pretender otorgarle
un cargo dentro de dicho organismo.
Con frases ásperas y cortantes,
Tlacaélel recordó a los gobernantes
tenochcas que él era ahora el legítimo
Heredero de Quetzalcóatl y, por tanto,
toda auténtica autoridad sólo podía
provenir de su persona, resultando por
ello absurdo que intentasen igualarse
con él incorporándolo como un simple
miembro más del Consejo. Sin embargo,
concluía, estaba dispuesto a pasar por
alto el agravio que se le había inferido
—estimando que había sido motivado
por ignorancia y no por un deliberado
propósito de injuriarle— siempre y
cuando acatasen de inmediato su
determinación de que se entronizase a
Itzcóatl.
En la respuesta que enviaba a
Tozcuecuetzin, Tlacaélel agradecía al
viejo sacerdote sus espontáneas
manifestaciones
de
lealtad.
Le
informaba, asimismo, que no pensaba
ejercer sus derechos para ocupar en lo
personal el cargo de Emperador, sino
dejar esta cuestión pendiente para el
futuro, y por último, le pedía que
procediese cuanto antes a coronar a
Itzcóatl como nuevo rey de los aztecas.
Al término de cada uno de sus
mensajes, Tlacaélel formulaba la
promesa de retornar a Tenochtitlan en
cuanto terminase su retiro en
Teotihuacan, la antigua y sagrada capital
del Primer Imperio Tolteca.
Capítulo VI
PROYECTANDO UN
IMPERIO
El entierro del pequeño envoltorio
conteniendo los calcinados restos de
Centeotl
había
concluido.
Con
excepción de Tlacaélel y de dos
modestos sirvientes, nadie más había
acompañado los despojos del otrora
poderoso sacerdote en su recorrido de
Chololan a Teotihuacan, como tampoco
nadie había visto a las tres solitarias
figuras excavar una fosa junto a uno de
los numerosos montículos existentes en
las cercanías de las derruidas e
imponentes pirámides.
De acuerdo con la tradición, la
trascendental importancia del cargo de
Sumo Sacerdote de la Hermandad
Blanca superaba con mucho a la siempre
transitoria figura humana que lo
ocupaba. Era el cargo y no la persona el
merecedor del máximo respeto. Las
personas morían, pero el cargo subsistía
inalterable a lo largo del tiempo. Esta
distinción entre el cargo y la persona se
hacía particularmente evidente en el
momento de la muerte del Portador del
Emblema Sagrado: no se guardaba luto
por él, ni siquiera se celebraba alguna
ceremonia especial con motivo de sus
funerales. El nuevo Sumo Sacerdote
preparaba personalmente la hoguera
donde se efectuaba la cremación del
cadáver
de
su
antecesor
y
posteriormente, acompañado de los
sirvientes estrictamente indispensables
para el transporte de los restos,
conducía éstos hasta el lugar donde se
hallaban las ruinas de la primera
metrópoli imperial de los toltecas y ahí,
sin mediar mayores formalidades,
procedía a darles sepultura.
Cumplida su última obligación con
su predecesor, Tlacaélel, ayudado por la
pareja de sirvientes que le acompañaba,
se dio a la tarea de construir dos
improvisados albergues bajo la sombra
de la mayor de las pirámides. El
primero de aquellos refugios estaba
destinado a servir de morada al
Portador del Emblema Sagrado. El
segundo lo ocuparían sus sirvientes, los
cuales tenían la obligación de
suministrarle la escasa ración de
alimentos que habría de requerir
mientras durase su retiro.
Rodeado
por
vestigios
que
denotaban la existencia de un grandioso
pasado, Tlacaélel dio comienzo a la
difícil tarea de proyectar los cimientos
sobre los cuales debía estructurarse el
Imperio que pensaba forjar, así como los
medios de que habría de valerse para
lograr que la humanidad renovase su
impulso hacia una siempre mayor
elevación espiritual.
Durante los largos días de incesante
meditación transcurridos entre las ruinas
de la abandonada Teotihuacan, el
Portador del Emblema Sagrado fue
repasando mentalmente, una y otra vez,
los conceptos fundamentales de la
Cultura Náhuatl, con objeto de fundar
sobre éstos sus futuras actividades.
Según los antiguos conocimientos,
existía por encima y más allá de todo lo
manifestado, un Principio Supremo, un
Dios primordial, increado y único. Pero
esta deidad o energía suma, aun cuando
es el cimiento mismo del Cosmos,
resulta por su misma superioridad
incognoscible en su verdadera esencia.
Ahora bien, al comenzar a
manifestarse en los distintos planos de
la existencia, el Principio Supremo se
expresa siempre, ante la humana
observación, como una dualidad. Esto
es, como una lucha de fuerzas
aparentemente antagónicas que a través
de su perenne oposición dan origen a
todos los seres. Los dioses y las plantas,
al igual que los astros y los hombres,
son productos de esta interminable
contienda creadora que abarca al
Universo entero.
Poder captar el ritmo conforme el
cual van predominando alternativamente
las diferentes energías contenidas en
todas las cosas constituía uno de los
objetivos fundamentales de la sabiduría
de los antiguos. Para lograrlo, se habían
valido de una paciente y metódica
observación de los astros, hasta llegar a
precisar, con minuciosa exactitud, las
diferentes influencias que los cuerpos
celestes ejercen sobre la tierra,
adquiriendo
asimismo
suficientes
conocimientos para poder aprovechar
adecuadamente estas influencias.
Estar en posibilidad de conocer y
aprovechar los influjos celestes
representaba un elevado logro, pero no
era el más alto de los conquistados por
los sabios de antaño, los cuales habían
alcanzado el máximo ideal al que ser
alguno pudiese aspirar: colaborar
conscientemente
al
armónico
funcionamiento del Universo.
Devolver a la humana naturaleza su
olvidada misión de coadyuvar al
engrandecimiento
del
Universo
representaba el principal propósito al
que Tlacaélel pensaba encaminar su
empeño, y mientras meditaba sobre los
medios de que habría de valerse para
ello, su atención se vio atraída por los
rojizos rayos de luz del amanecer, que al
proyectarse sobre los costados de la
pirámide mayor, parecían resaltar aún
más las prodigiosas dimensiones de la
milenaria construcción. Súbitamente,
una idea que entrañaba una empresa de
colosal magnitud cruzó por el cerebro
de Tlacaélel: ya que el sol era la fuente
central de donde dimana la energía que
permite la vida, si se lograba contribuir
a su sustentación e incrementar su
desarrollo ello se traduciría en un
generalizado beneficio para todos los
seres que pueblan la tierra.
Desde tiempos remotos, aquéllos
que se habían dedicado a observar con
detenimiento el proceso que tiene lugar
en los seres vivientes a lo largo de su
existencia, habían llegado a la
conclusión de que los seres humanos, en
el instante de ocurrir su muerte,
generaban una cierta cantidad de energía
que era de inmediato absorbida por la
luna y utilizada por ésta para proseguir
su crecimiento. Con base en ello,
Tlacaélel concluyó que si en un
determinado momento el número de
personas que morían era en extremo
abundante, la luna se vería incapacitada
para aprovechar este exceso de energía,
la cual pasaría a ser absorbida por el
sol, pues éste, en virtud de sus
proporciones, resultaría ser el único
cuerpo celeste capaz de utilizar la
sobreabundancia
de
energía
intempestivamente generada desde la
tierra.
Resultaba
evidente
que
tan
ambicioso proyecto —colaborar al
mantenimiento y engrandecimiento del
sol— sólo podría llevarse a cabo tras la
previa unificación de la humanidad en
un Imperio que únicamente reconociese
como fronteras los cuatro confines del
mundo: los dos mares insondables cuyas
aguas flanqueaban la tierra, los
calcinantes y lejanos desiertos del norte
y las impenetrables selvas situadas más
allá de las regiones habitadas por los
mayas.
Una vez fijados los objetivos
fundamentales del Imperio cuya creación
proyectaba, Tlacaélel resolvió dar por
concluido su retiro y retornar a
Tenochtitlan. Así pues, ordenó a uno de
los sirvientes que le acompañaban se
encaminase de inmediato rumbo a la
capital azteca, con la misión de informar
a las autoridades tenochcas de la fecha
en que habría de arribar a la ciudad el
Heredero de Quetzalcóatl.
Capítulo VII
DOS HOMBRES
BUSCAN UNA
CANOA
La elevación de Itzcóatl a la
dignidad real, propuesta por Tlacaélel,
se llevó a cabo sin que se produjese en
su contra una franca oposición de los
integrantes del Consejo del Reino, pues
éstos, temerosos de contradecir
abiertamente la determinación del
Portador del Emblema Sagrado y
desatar con ello una revuelta popular de
imprevisibles consecuencias, optaron
por aceptar la designación del nuevo
gobernante, sin cejar por ello en su
empeño de procurar congraciarse a toda
costa con los tecpanecas.
La sencilla pero emotiva ceremonia
de
coronación,
presidida
por
Tozcuecuetzin, suscitó en la población
azteca generalizados sentimientos de
optimismo y confianza. Todos deseaban
ver en el ascenso de Itzcóatl el feliz
presagio de una pronta restauración de
la concordia interior y de la
desaparición del grave conflicto externo
que les amenazaba. Sin embargo, los
más conscientes de entre los tenochcas,
se percataban claramente de que ello no
era posible y que ambos peligros
continuaban latentes y oscurecían el
porvenir del Reino.
A los pocos días de celebrada la
coronación, una embajada proveniente
de Azcapotzalco solicitó permiso para
arribar a Tenochtitlan. Sus integrantes
afirmaban venir en son de paz y ser
portadores de un mensaje de salutación
para el nuevo monarca. Itzcóatl dio
órdenes para que se permitiese a los
embajadores llegar a la ciudad, ya que
los jóvenes tenochcas que custodiaban
el lago les habían impedido cruzarlo,
disponiendo, asimismo, se les rindiesen
los honores y atenciones acostumbrados.
Los embajadores comenzaron por
expresar ante Itzcóatl el saludo que le
enviaba Maxtla con motivo de su
reciente entronización, pero acto
seguido, cambiaron de tono para
transmitirle las duras exigencias
acordadas por el soberano de
Azcapotzalco: todos los jóvenes que
habían secundado a Moctezuma debían
ser considerados como rebeldes, siendo
obligación de las autoridades tenochcas
reducirlos por la fuerza, para luego
entregarlos maniatados a los tecpanecas,
los cuales les aplicarían el castigo que
estimasen pertinente. Finalmente, Maxtla
decretaba un considerable aumento en
los tributos —ya de por sí elevados—
que debían pagar los aztecas.
Al conocerse las pretensiones
tecpanecas, renacieron de inmediato las
diferencias de criterio entre los
dirigentes tenochcas. Tozcuecuetzin las
calificó de inadmisibles y otro tanto hizo
Moctezuma —a quien Itzcóatl había
liberado el mismo día de su ascenso al
poder— pero en cambio, los miembros
del Consejo del Reino vieron en el
cumplimiento de dichas pretensiones la
última posibilidad de lograr preservar
la paz, e iniciaron una campaña de
rumores tendientes a convencer al
pueblo de que las condiciones impuestas
por Maxtla no eran tan severas como
pudiera esperarse, y que los únicos
obstáculos que impedían lograr un
acuerdo con sus poderosos vecinos
provenían del orgullo de Moctezuma y
de la senilidad de Tozcuecuetzin.
Correspondía a Itzcóatl decir la
última palabra, pero éste había resuelto
no tomar ninguna determinación sobre
tan importante cuestión hasta no conocer
la opinión de Tlacaélel. Así pues, se
limitó a responder con evasivas a los
requerimientos de los embajadores.
Percatándose de la inutilidad de sus
esfuerzos para determinar cuál sería la
conducta que asumiría en lo futuro el
gobierno azteca, los emisarios de
Maxtla dieron por concluida su misión
en la corte de Itzcóatl y anunciaron su
próximo regreso a Azcapotzalco.
Las
elegantes
canoas
que
transportaban a los funcionarios
tecpanecas se cruzaron en su viaje de
retorno con una modesta embarcación
tripulada por un solitario individuo.
Ninguno de los orgullosos personajes
prestó mayor atención a la figura de
aquel sujeto, cuyo humilde atuendo
revelaba su condición de sirviente.
En cuanto hubo llegado a
Tenochtitlan, el cansado viajero se
presentó ante las autoridades para darles
a conocer el mensaje del cual era
portador: el informe que desde
Teotihuacan enviaba Tlacaélel respecto
de la fecha en que proyectaba llegar a la
capital azteca.
A través de la única abertura que
hacía las veces de ventana en su
paupérrima
choza,
la
anciana
Izquixóchitl contemplaba con ánimo
entristecido las cercanas aguas del lago.
Una completa y anormal quietud
prevalecía en el ambiente. No se
escuchaba voz alguna ni se veía una sola
figura humana en las restantes casas que
integraban la aldea donde moraba
Izquixóchitl. Todos los habitantes del
pequeño poblado se habían marchado
muy de mañana rumbo a Tenochtitlan, a
participar en la recepción que se había
organizado en honor del primer azteca
que alcanzaba el más alto privilegio a
que podía aspirar hombre alguno sobre
la tierra: portar sobre el pecho el
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.
Al recordar que ninguno de sus
vecinos se había ofrecido para llevarla
a la ciudad a presenciar los festejos, un
amargo resentimiento hizo brotar
gruesas lágrimas de los cansados ojos
de la anciana. Jamás Izquixóchitl había
sentido tan cruelmente el peso de su
invalidez como en aquellos instantes, en
que de buena gana habría dado lo que le
restaba de vida a cambio de poder estar
presente en Tenochtitlan, asistiendo con
todo el pueblo azteca a la recepción que
se había preparado a Tlacaélel.
La existencia de Izquixóchitl se
hallaba marcada por un trágico destino.
Siendo aún muy pequeña había perdido
a sus padres y a la mayor parte de su
familia a resultas de la grave epidemia
de una misteriosa enfermedad que
asolara, años atrás, las tierras de
Anáhuac. Felizmente casada con el
hombre a quien amaba (un pescador de
muy modesta condición, poseedor de un
carácter en extremo bondadoso), su
matrimonio se había visto tan sólo
ensombrecido por la carencia de
anhelados vástagos. Cuando ya en edad
madura Izquixóchitl sintió al fin los
primeros síntomas del embarazo, tuvo
por cierto que estaba próximo el día en
que habría de completarse su dicha.
Pero el alumbramiento tuvo fatales
consecuencias, produciendo la muerte
del hijo tan largamente esperado y
ocasionando en la madre una extraña
dolencia que paralizó casi todo su
organismo, preservando tan sólo su
capacidad de raciocinio y sus funciones
vegetativas.
Los constantes cuidados que
prodigaba a Izquixóchitl su devoto
esposo, unidos al lento transcurrir del
tiempo, fueron devolviendo a la enferma
algunas de sus perdidas facultades:
recuperó el habla, así como el
movimiento en la mitad superior de su
cuerpo.
Todos los días, tras de concluir sus
cotidianas faenas, el esposo de
Izquixóchitl acomodaba a ésta en una
amplia
y
sólida
canoa
que
personalmente había construido para el
transporte de la inválida y efectuaba con
ella largos paseos por alguno de los
bellos parajes del lago. Mientras la
balsa se movía pausadamente a través
de las aguas, la pareja acostumbraba
entonar con alegre acento antiguas
canciones.
Al morir su esposo, Izquixóchitl se
vio reducida a subsistir gracias a la
caridad de los habitantes de la aldea.
Nadie volvió ya a pasear a la anciana
por las riberas del lago y ésta tuvo que
resignarse a contemplar el mismo
paisaje a través de la angosta ventana de
su choza. La pesada canoa en que
efectuara antaño sus gratos recorridos
lustres fue llevada al interior de su
habitación y su contemplación llenaba
de recuerdos el lento transcurrir de sus
solitarios días.
Cuando los juveniles y entusiastas
seguidores de Moctezuma se dieron a la
tarea de establecer un sistema defensivo
en torno a la capital azteca, comenzaron
por concentrar en unos cuantos
embarcaderos, debidamente fortificados,
las canoas dispersas por las distintas
orillas del lago. Los encargados de
llevar a cabo esta concentración, tras
previa inspección de la aldea donde
habitaba Izquixóchitl, decidieron que un
poblado tan pequeño no ameritaba la
construcción de obras de defensa, y por
tanto, resolvieron trasladar a otro sitio
las escasas lanchas existentes en aquel
lugar.
Al percatarse que intentaban
despojarla de su querida canoa,
Izquixóchitl se había aferrado a ella,
implorando
lastimeramente
le
permitiesen conservarla. Conmovidos
por las súplicas de la anciana, los
jóvenes que tenían a su cargo efectuar la
requisa de lanchas habían terminado por
acceder a sus ruegos, contentándose con
ocultar ingeniosamente la canoa,
convirtiéndola en una especie de
aparente refuerzo del endeble techo de
la choza.
Ante la imposibilidad de asistir a
Tenochtitlan a contemplar la llegada del
Portador del Emblema Sagrado,
Izquixóchitl trató de compensar,
mediante un esfuerzo de su imaginación,
la incapacidad física que la mantenía
inmovilizada. En su ágil mente fue
trazando una completa representación de
todo lo que suponía debía estar
ocurriendo en aquellos instantes en la
capital del Reino: centenares de
sirvientes, ricamente vestidos, precedían
al Heredero de Quetzalcóatl anunciando
su proximidad con rítmico toque de
tambores y atabales. A continuación,
veinte altivos guerreros marchaban
sosteniendo con fornidos brazos una
ancha plataforma elaborada con maderas
preciosas. Sobre la plataforma, en un
sitial
bellamente
adornado
con
incrustaciones de oro y jade, lucía
imponente la figura de Tlecaélel,
ataviado con lujosos y vistosos ropajes.
Pendiente de su cuello y sostenido por
una gruesa cadena de oro, portaba el
reverenciado emblema que ostentaran en
el pasado los poderosos Emperadores
Toltecas: el enorme caracol marino de
Quetzalcóatl.
Izquixóchitl había oído decir que
Tlacaélel era un hombre joven, pero ella
se negaba terminantemente a conceder la
menor validez a semejante absurdo. Sin
duda alguna el Heredero de Quetzalcóatl
era un anciano de larga cabellera blanca
y de rostro hierático, desprovisto de
toda pasión y emoción humanas, con la
vista perdida en el infinito, atento sólo a
las voces superiores de los dioses.
La súbita aparición de dos figuras
humanas que avanzaban directamente
hacia la aldea vino a interrumpir
bruscamente las ensoñaciones de la
anciana.
La presencia de extraños en aquella
mañana resultaba del todo inusitada,
pues de seguro ya toda la gente de los
alrededores se encontraba en esos
momentos en Tenochtitlan, participando
en la recepción a Tlacaélel. Un
sentimiento de temor sobrecogió el
ánimo de Izquixóchitl, quien supuso que
muy bien podía tratarse de ladrones
deseosos de aprovechar la ausencia de
los moradores de la aldea para saquear
las casas.
Bajo el creciente impulso del miedo
y la curiosidad, Izquixóchitl trató de
dilucidar, a través de un atento examen,
la clase de personas que podrían ser
aquellos
dos
sujetos
que
se
aproximaban.
A juzgar por el vestido y la actitud
de uno de los recién llegados, la anciana
no tuvo mayor dificultad para concluir
que debía tratarse de algún modesto
sirviente de un centro religioso. Sin
embargo, a pesar de su profundo sentido
de observación desarrollado a través de
largos años de obligada inmovilidad, le
resultó imposible emitir juicio alguno
sobre la otra persona.
El sujeto que atraía la atención de
Izquixóchitl era un joven de no más de
veintitrés años, de estatura ordinaria y
de recia figura y bien proporcionados
miembros. Su atuendo, sencillo en
extremo, constaba tan sólo de un
maxtlatl y de un tilmatli.[4]
No era por tanto su indumentaria,
idéntica a la de cualquier campesino, la
que desconcertaba a la inválida, sino la
poderosa y extraña energía que parecía
emanar de aquel individuo en cada uno
de sus firmes y elásticos movimientos.
Aparentemente los dos recién
llegados conocían de antemano que
Izquixóchitl era en esos momentos la
única habitante presente en la aldea,
pues sin vacilación alguna se
encaminaron hacia su desvencijada
choza. Al llegar frente al umbral de la
vivienda, una voz de firme y modulado
acento solicitó autorización para
penetrar al interior.
Sin superar aún los cautelosos
temores que le dominaban, Izquixóchitl
otorgó el permiso que se le pedía. Al
instante, los dos desconocidos se
introdujeron en la habitación y la
anciana pudo contemplar, a escasa
distancia de su propio rostro, las
facciones del joven y enigmático
visitante: su firme mandíbula de barbilla
vigorosamente redondeada, su amplia y
despejada frente, sus labios de
expresión a un mismo tiempo severa y
amable, y resaltando de entre todos
aquellos singulares rasgos, los ojos,
negros y profundos, en los que se ponía
de manifiesto una voluntad indomable y
una incontrastable energía, que parecía
gritar su ansia por transformarse de
inmediato en acciones de fuerza
avasalladora.
Apartando la vista de aquella
irresistible mirada, Izquixóchitl observó
que el desconocido portaba sobre el
pecho la mitad de un pequeño caracol
marino pendiente de una delgada cadena
de oro. Al contemplar aquel objeto, la
inválida se sintió sacudida en el fondo
mismo de su ser, percatándose
repentinamente de la identidad del
personaje que se hallaba frente a ella:
Tlacaélel, el Heredero de Quetzalcóatl.
Izquixóchitl profirió un ahogado
grito de asombro y trató de arrastrarse
hasta los pies del joven azteca, con la
evidente
intención
de
besarlos
respetuosamente. Mediante rápido y
afectuoso ademán, Tlacaélel impidió los
propósitos de la anciana.
Esbozando una amable sonrisa, el
Portador del Emblema Sagrado tomó
asiento al lado de la inválida e inició
con ésta una amena conversación,
relatándole un lejano acontecimiento de
su niñez: tras de una infructuosa y
agotadora mañana dedicada a tratar de
cazar patos silvestres con su pequeño
arco, un pescador que observaba la
inutilidad de sus esfuerzos le había
enseñado la forma de preparar trampas
para atrapar a estas aves, aconsejándole
que en lugar de perseguirlas aguardase
con paciencia a que los animales
cayesen en la trampa. Una vez
comprobada la eficacia del sistema
propuesto por el pescador, Tlacaélel
había continuado durante sus años
infantiles entrevistándose con frecuencia
con aquel hombre, aprendiendo, a través
de sus sabios consejos, incontables
secretos sobre la forma de proceder que
caracterizaba a los numerosos seres que
vivían en el lago: desde los lirios
acuáticos hasta las distintas especies de
peces que veloces cruzaban sus aguas.
Para Izquixóchitl no constituyó
mayor problema adivinar que el
pescador de aquél relato no era otro
sino su extinto esposo: solamente él
había sido capaz de poseer en tan alto
grado ese profundo conocimiento de las
cosas de la naturaleza y ese bondadoso
espíritu
siempre
dispuesto
a
proporcionar ayuda a los demás,
características
claramente
sobresalientes en el pescador de aquella
historia. Cuando el propio Portador del
Emblema Sagrado confirmó sus
suposiciones, dos lágrimas resbalaron
por el agrietado rostro de la anciana.
Dando por concluidas las añoranzas,
Tlacaélel expresó con toda franqueza el
motivo de su presencia: necesitaba una
canoa para llegar a Tenochtitlan, y aun
cuando estaba al tanto de la requisa y
concentración de lanchas llevada a cabo
por órdenes de Moctezuma, suponía que
esta disposición no había surtido efecto
en lo concerniente a la canoa propiedad
de Izquixóchitl, pues conociendo la
generosa condición de sentimientos que
animaba a los jóvenes que habían
efectuado esta tarea, daba por seguro
que no habrían sido capaces de
despojarla de un objeto que para ella
era tan preciado.
Izquixóchitl manifestó de inmediato
su consentimiento a lo que se le
solicitaba, sin embargo, no dejó de
expresar la extrañeza que le producía
aquella petición. La capital del Reino
esperaba presa de emoción la llegada
del primer azteca a quien se había
confiado la custodia del Caracol
Sagrado. ¿Por qué escogía Tlacaélel una
forma casi subrepticia para retornar a su
ciudad? En el embarcadero central le
aguardaba, de seguro, una numerosa
escolta con la misión de conducirle a
través del lago.
Una expresión de dureza cubrió la
faz de Tlacaélel mientras respondía a la
pregunta de la anciana: ningún motivo, y
mucho menos un simple festejo,
constituía causa suficiente para que los
aztecas descuidasen la vigilancia que
debían mantener siempre en torno de su
ciudad. Si buscaba llegar a Tenochtitlan
sin ser visto, era precisamente para
comprobar la efectividad de las
defensas que la protegían.
Tras de bajar de su hábil escondrijo
la pesada canoa, Tlacaélel y su
acompañante la condujeron con todo
cuidado hasta las cercanas aguas del
lago y subiendo en ella, comenzaron a
remar con vigoroso esfuerzo.
Dominada aún por la intensa
impresión que dejara en ella la
inesperada visita del Portador del
Emblema
Sagrado,
Izquixóchitl
contempló alejarse lentamente la canoa
en dirección a la capital azteca.
Capítulo VIII
¡PUEBLO DE
TENOCH, HABLA
TLACAÉLEL!
Los luminosos rayos del sol se
reflejaban con perfecta claridad en las
tranquilas aguas del lago. Con excepción
de la lancha en que viajaban Tlacaélel y
su sirviente, ningún observador habría
alcanzado a contemplar una sola
embarcación en aquel inmenso espejo de
agua. Todo parecía indicar que ante el
atractivo de participar en una alegre
recepción,
los
aztecas
habían
descuidado una vez más la vigilancia de
su ciudad capital. Repentinamente,
surgidas de entre un tupido conjunto de
lirios y juncos, tres rápidas canoas
comenzaron a maniobrar con la clara
intención de cerrar el paso a la
embarcación de Tlacaélel. Las canoas
eran tripuladas por jóvenes guerreros
tenochcas fuertemente armados que
hacían sonar insistentemente sus
caracoles de guerra. Sin atender a las
voces que les ordenaban detenerse,
Tlacaélel y su acompañante continuaron
avanzando, muy pronto una andanada de
flechas pasó silbando sobre sus cabezas,
obligándolos a cambiar de decisión.
En breves instantes las tres veloces
canoas rodearon la lenta embarcación.
Una expresión de indescriptible
asombro reflejóse en los juveniles
semblantes al reconocer a Tlacaélel y
percatarse de que acababan de lanzar
sus flechas nada menos que al Sumo
Sacerdote de Quetzalcóatl.
La cordial sonrisa contenida en el
rostro del Portador del Emblema
Sagrado disipó de inmediato el
temeroso asombro de los guerreros. Con
amables frases Tlacaélel elogió su
conducta:
Nos congratulamos, nos alegramos.
He aquí que la ciudad de
Huitzilopóchtli no está ya más a
merced de sus enemigos. Ahora está
prevenida, ahora está alerta. Ya llega
el día en que seremos nosotros, ya llega
el día en que viviremos.
Tras de dialogar brevemente con los
vigilantes defensores de la capital,
Tlacaélel prosiguió su interrumpido
viaje. Dos de las canoas que le
interceptaron retornaron a su escondrijo
entre los juncos, mientras la otra daba
escolta a su embarcación.
Muy pronto Tlacaélel terminó de
corroborar la eficaz organización
defensiva existente en derredor de
Tenochtitlan:
estratégicamente
distribuidas en diferentes lugares del
lago, y casi siempre ocultas en los sitios
en que la vegetación acuática adquiría
características de mayor concentración,
numerosas embarcaciones tripuladas por
bien pertrechados guerreros mantenían
una incesante vigilancia que eliminaba
cualquier posibilidad de un ataque por
sorpresa contra la ciudad.
Rodeada de una creciente escolta de
canoas, conducidas por entusiastas
jóvenes que hacían sonar sin cesar sus
caracoles y tambores de guerra, la
embarcación que transportaba a
Tlacaélel se iba aproximando cada vez
más a Tenochtitlan.
En la capital azteca el nerviosismo y
la expectación crecían a cada instante.
Desde muy temprano las calles y canales
de la ciudad se hallaban abarrotados por
una multitud que aguardaba impaciente
la llegada del Heredero de Quetzalcóatl.
Al transcurrir buena parte de la mañana
sin que el Portador del Caracol Sagrado
hiciera su aparición, comenzaron a
circular los más alarmantes rumores,
según los cuales, los tecpanecas habían
apresado a Tlacaélel y pretendían
utilizarlo como rehén para obligar al
pueblo azteca a pagar tributos aún más
onerosos.
En medio del creciente temor,
únicamente Moctezuma mantenía un
confiado optimismo que procuraba
transmitir a los demás, repitiendo sin
cesar que su hermano era amigo de
actuar siempre en forma imprevista y
que de seguro se había apartado de las
rutas más transitadas, en donde le
aguardaban escoltas enviadas en su
búsqueda, e intentaría llegar sin ser
visto, para así poder verificar por sí
mismo la efectividad de los sistemas de
defensa con que contaba la ciudad.
No pasó mucho tiempo sin que las
sospechas de Moctezuma fueran
confirmadas por los hechos. Una de las
embarcaciones que escoltaban a
Tlacaélel se adelantó a las demás para
llevar a la ciudad la tan esperada
noticia: el Portador del Emblema
Sagrado se encontraba ya en el lago y se
dirigía en línea recta al embarcadero
central de Tenochtitlan. Un grito de
contenido júbilo brotó en incontables
gargantas, al tiempo que idénticas
preguntas cruzaban por la mente de
todos los presentes: ¿En qué forma
debía manifestarse el profundo respeto
de que era merecedor el Sumo
Sacerdote de Quetzalcóatl? ¿Llegaba
Tlacaélel
para
erigirse
como
Emperador? ¿Era partidario de la
colaboración con los tecpanecas o
intentaría sacudir el yugo que oprimía al
pueblo azteca?
La ruidosa algarabía con que los
acompañantes de Tlacaélel anunciaban
su avance muy pronto llegó a los oídos
de los inquietos tenochcas. Miles de
manos señalaron hacia el lejano sitio en
el horizonte en donde un conjunto de
pequeños puntos negros se iban
agrandando
rápidamente,
hasta
transformarse en veloces canoas que
rodeaban a una lancha de pausado
avance.
Al llegar junto a la orilla, Tlacaélel
abandonó la embarcación de un ágil
salto, pisando con pie firme el suelo de
la capital azteca.
A partir del momento en que las
autoridades tenochcas habían tenido
conocimiento de la fecha en que
retornaría Tlacaélel, se habían dado a la
tarea de tratar de organizar los festejos
más adecuados para recibirlo. Los
problemas que dicho recibimiento
implicaba no eran de fácil solución. En
primer término porque en el pasado
ningún Portador del Emblema Sagrado
se había dignado visitar a Tenochtitlan, y
por ende los aztecas no contaban con un
precedente que resultase aplicable a la
organización de una recepción de esta
índole. Y en segundo lugar, a causa de la
gran confusión que privaba entre el
pueblo y dignatarios tenochcas respecto
del papel que llegaba a desempeñar en
un modesto y sojuzgado reino como el
azteca un personaje a quien muchos
calificaban de auténtica deidad.
Contrastando con el paralizante
desconcierto que dominaba a las
autoridades, Citlalmina y los grupos de
jóvenes que la secundaban habían
elaborado un programa integral de
festejos que incluía las más variadas
actividades. Al conocer los planes
proyectados por la juventud tenochca,
Itzcóatl les había otorgado su
aprobación, dejando prácticamente en
sus manos la organización del
recibimiento.
Para los juveniles organizadores no
representó mayor problema conseguir la
colaboración popular que la realización
de su proyecto de festejos requería.
Poseído de un febril entusiasmo, el
pueblo entero había participado en las
múltiples tareas encaminadas a dar el
máximo realce a la llegada del Portador
del Emblema Sagrado, desde engalanar
las casas con sencillos pero bellos
adornos, hasta elaborar una gigantesca
alfombra de flores a lo largo del
recorrido que había de efectuar
Tlacaélel dentro de la ciudad.
Así pues, ningún tenochca se sentía
ajeno al trascendental acontecimiento
que tendría lugar aquel día en la capital
azteca.
Lo primero que contempló Tlacaélel
al arribar a Tenochtitlan fue la bella
figura de Citlalmina rodeada de un
numeroso grupo de pequeñas niñas
ataviadas en forma por demás extraña,
pues portaban toda clase de armas que a
duras penas lograban sostener con sus
débiles fuerzas. Las miradas de
Tlacaélel y Citlalmina se cruzaron. La
compenetración que existía entre ellos
era tan grande, que bastó sólo una breve
mirada —tan fugaz que pasó inadvertida
a la observación de los presentes— para
que sin mediar palabra alguna
resolviesen de común acuerdo el
proceder que adoptarían en el futuro.
El menor incumplimiento de los
sagrados deberes a que Tlacaélel habría
de consagrarse constituía, ante la recta
mente y superior espiritualidad de
ambos jóvenes, una incalificable
traición que ni siquiera podía ser
imaginada, por tanto comprendían muy
bien que la nueva situación les obligaba
al sacrificio de sus pensamientos
personales. Sin embargo, sabían también
que aun cuando quizá no volviesen a
verse nunca más, continuarían siendo
siempre un solo y único ser encarnado
en dos cuerpos.
Alzando un brazo con grácil y firme
ademán, Citlalmina señaló al portador
del Emblema Sagrado al tiempo que
exclamaba con fuerte acento:
¡Qué Huitzilopóchtli esté siempre
contigo Tlacaélel, Azteca entre los
Aztecas!
La salutación de Citlalmina,
expresaba en tan breves como
reveladores términos, despejó en un
instante los equívocos y difundidos
conceptos respecto de la posición que
dentro de la sociedad azteca venía a
ocupar el Heredero de Quetzalcóatl. La
idea de que el Portador del Emblema
Sagrado constituía en sí mismo una
divinidad recibía así la más rotunda
negativa. El calificativo dado por
Citlalmina
al
recién
llegado
proporcionaba a todos una imagen clara
y precisa de lo que en realidad era
Tlacaélel: el personaje más importante y
respetable de todo el Reino, pero no por
ello un ser inaccesible y separado de las
necesidades y problemas de su pueblo.
Superando la tensa inmovilidad que
hasta ese momento había dominado a la
multitud, las niñas ataviadas con armas
de guerra se acercaron hasta Tlacaélel.
Las pequeñas se habían apoderado de
todo aquel armamento la noche que
Citlalmina, aduciendo la aparente
inexistencia de hombres en el Reino,
había exhortado a las mujeres tenochcas
a hacerse cargo de la defensa de la
ciudad. Posteriormente las niñas habían
ocultado las armas, negándose a
devolverlas a sus familiares a pesar de
las reprimendas y castigos sufridos. Con
frases entre cortadas de la emoción que
les dominaba, las chiquillas expresaron
a Tlacaélel que venían a entregarle sus
armas, pues estaban seguras de que él sí
sabría utilizarlas adecuadamente.
El Azteca entre los Aztecas esbozó
una amplia sonrisa al percatarse de la
decidida actitud de las pequeñas,
dialogó brevemente con ellas y después
tomó varias de las armas que le
ofrecían: cruzó sobre su pecho un largo
arco, acomodó en sus hombros un carcaj
rebosante de flechas, embrazó un bello
escudo decorado con la imagen de
Huitzilopóchtli y en su diestra esgrimió
un macuahuitl[5] de cortantes filos. Una
vez ataviado con las armas tradicionales
de los guerreros náhualt, Tlacaélel dio
comienzo a su triunfal recorrido por la
capital azteca. La acertada salutación de
Citlalmina y la confiada actitud de las
pequeñas habían troncado en breves
instantes los sentimientos populares:
abandonado su actitud inicial, nerviosa e
insegura, la multitud desbordase en un
creciente y frenético entusiasmo.
La inmensa muchedumbre que
ovacionaba a Tlacaélel se fue haciendo
más compacta al irse acercado éste al
centro de la ciudad. Desde las azoteas
de las casas caía una incesante lluvia de
flores, lanzada por grupo de mujeres que
entonan alegres canciones. Un elevado
número de tecnochas vestía atuendos de
guerreros, manifestando así su forma de
sentir ante el conflicto que afrontaba el
Reino, sus estruendosos cantos de guerra
impregnaban el ámbito con bélicos
acentos; sin embargo, Tlacaélel pudo
percatarse de que entre la multitud había
también muchas personas, todas ellas de
muy modesta condición, que cargaban
canastillas conteniendo algunos de los
productos con los cuales se cubrían los
tributos a los tecpanecas. Los portadores
de las canastillas no cesaban de
expresar a grandes voces sus deseos de
que la paz se mantuviese a cualquier
precio:
«No
queremos
guerra».
«Paguemos los tributos a Maxtla y
salvemos nuestras vidas y nuestras
cosechas». Esta, al parecer sincera
exteriorización
de
sentimientos
pacifistas, era en realidad producto de
una nueva maniobra de los integrantes
del Concejo del Reino. Convencidos de
que la actitud que adoptase Tlacaélel
resultaría determinante para los futuros
acontecimientos, habían distribuido
entre la población más pobre generosos
donativos, incitándola a que manifestase
ante el Portador del Emblema Sagrado
fervientes anhelos de paz, con objeto de
presionarlo a que asumiese una actitud
conciliadora ante las pretensiones de
Maxtla.
En medio de un verdadero mar
humano que en ocasiones volvía
imposible su avance, Tlacaélel llegó
finalmente a la Plaza Mayor de la
ciudad; ahí le aguardaban, sobre un
adornado templete de madera construido
al pie del Gran Teocalli, las
personalidades más destacadas del
Reino.
Tlacaélel ascendió las gradas del
entarimado y se dirigió en línea recta
hacia Tozcuecuetzin, el sumo sacerdote
del culto tenochca. Al ver frente a él a
su antiguo discípulo portando el Sagrado
Emblema de Quetzalcóatl, el anciano
sacerdote fue presa de la más viva
emoción. Con el rostro bañado en
lágrimas intentó arrodillarse ante los
pies de Tlacaélel, al impedírselo éste,
se despojó del símbolo de su poder, el
pectoral de jade de Tenochca, y con
humilde ademán hizo entrega del mismo
a Tlacaélel. El Azteca entre los Aztecas
rechazó amablemente el ofrecimiento y
colocó de nuevo el pectoral sobre el
pecho de Tozcuecuetzin, después de lo
cual avanzó hasta quedar frente a
Itzcóatl.
El monarca azteca, siguiendo el
ejemplo del sumo sacerdote, se despojó
del emblema más representativo de su
autoridad —la diadema de oro con
plumas de Quetzal que coronaba su
frente— e intentó colocarla obre la
cabeza de Tlacaélel, pero una vez más,
éste rechazó el emblema que se le
ofrecía.[6]
Acto seguido, Tlacaélel saludó a los
integrantes del Consejo del Reino, su
actitud con ellos fue cortés, pero no
exenta de una deliberada frialdad, la
cual resaltó aún más por el hecho de que
a continuación, al dialogar brevemente
con Moctezuma y los jóvenes guerreros
que le acompañaban, se expresó ante
éstos
en
elogiosos
términos,
felicitándolos por el sistema de
vigilancia que para protección de la
ciudad habían organizado y cuya
eficacia había podido comprobar
personalmente.
Concluidos los saludos, Tlacaélel se
colocó a un lado de Itzcóatl, quien
adelantándose unos pasos se dispuso a
presentar formalmente al Portador del
Emblema Sagrado ante todo el pueblo
azteca.
Con recia y emocionada voz, el
monarca afirmó:
Tlacaélel,
sacerdote
de
Quetzalcóatl, sé bienvenido. Te
aguardábamos.
Estábamos
desasosegados por tu ausencia. Muy
graves, muy difíciles son los problemas
que hoy nos afligen. Los de
Azcapotzalco ya no recuerdan, se han
olvidado del valor de nuestros pasados
servicios y hoy nos amenazan con la
destrucción si no accedemos a sus
exigencias. Sin embargo, siendo tan
graves los conflictos externos que nos
aquejan, son en realidad los problemas
internos los que más nos inquietan y
preocupan. No estamos unidos sino que
vivimos en discordia. No avanzamos en
derechura
sino
caminamos
descarriados. No estamos serenos sino
alterados y con alboroto.
Trocando
sus
pesimistas
afirmaciones por frases que denotaban
su confianza en una próxima mejoría de
la angustiosa situación descrita, Itzcóatl
finalizó su mensaje de presentación:
¡Oh Tenochcas! ¿A qué hablar más
de nuestras rencillas y mezquindades?
Estamos ciertos de que éstas han
cumplido su tiempo y hoy, finalmente,
merecemos, alcanzamos nuestro deseo.
El sucesor de Quetzalcóatl, el legítimo
heredero de los Emperadores Toltecas,
el Sumo Sacerdote de la Hermandad
Blanca, se encuentra ya entre
nosotros… ¡Pueblo de Tenoch, habla
Tlacaélel!
Un
impresionante
silencio
extendióse por la enorme plaza. La
gigantesca multitud congregada en ella
quedó estática, como si repentinamente
algún conjuro la hubiese petrificado.
Hasta el aire mismo pareció detenerse
para
escuchar,
expectante,
el
trascendental mensaje que ahí iba a
pronunciarse. El opresor silencio y la
antinatural inmovilidad produjeron una
insoportable tensión en el ambiente, y en
el instante mismo en que ésta llegó al
máximo, escuchóse una voz con
sonoridades de trueno:
¿Qué es esto tenochcas? ¿Qué
hacéis vosotros? ¿Cómo ha podido
llegar a existir cobardía en el pueblo
de Huitzilopóchtli? Aguardad, meditad
un momento, busquemos todos juntos
un medio para nuestra defensa y honor
y no nos entreguemos afrentosamente
en manos de nuestros enemigos. ¿A
dónde iréis? Este es nuestro centro.
Este es el lugar donde el águila
despliega sus alas y destroza a la
serpiente. Este es nuestro Reino.
¿Quién no lo defenderá? ¿Quién
pondrá reposo a su escudo? ¡Qué
resuenen los cascabeles entre el polvo
de la contienda, anunciando al mundo
nuestras voces!
Las
palabras
de
Tlacaélel,
pronunciadas con indescriptible energía,
comenzaron a operar desde el primer
momento un misterioso efecto en la
multitud. Bajo su influjo, las incontables
conciencias
personales
parecieron
fundirse en una sola alma, alerta y
poderosa, que aguardaba ansiosa
encontrar una finalidad a su existencia.
El verbo arrebatador del Azteca
entre los Aztecas continuaba haciendo
vibrar a su pueblo y hasta a las mismas
piedras de los edificios:
El tiempo de la ignominia y la
degradación ha concluido. Llegó el
tiempo de nuestro orgullo y nuestra
gloria. Ya se ensancha el Árbol
Florido. Flores de guerra abren sus
corolas. Ya se extiende la hoguera
haciendo hervir a la llanura de agua.
Ya están enhiestas las banderas de
plumas de quetzal y en los aires se
escuchan nuestros cantos sagrados.
Elevando aún más el tono de su voz,
el Portador del Emblema Sagrado
concluyó:
¡Qué se levante la aurora! Sean
nuestros pechos murallas de escudos.
Sean nuestras voluntades lluvia de
dardos contra nuestros enemigos. ¡Qué
tiemble la tierra y se estremezcan los
cielos, los aztecas han despertado y se
yerguen para el combate!
La vibrante alocución de Tlacaélel
había llegado a su término. El Heredero
de Quetzalcóatl quedó inmóvil y
silencioso, su rostro tornóse impasible e
inescrutable, sólo sus ojos continuaban
despidiendo desafiantes fulgores.
Durante breves instantes, la multitud
guardó el mismo respetuoso y absoluto
silencio con que escuchara la encendida
arenga, después, la enorme plaza
pareció estallar a resultas del
ensordecedor estruendo que desatóse en
su interior: retumbar de tambores,
incesantes y enardecidos vítores,
retadores cantos de guerra, llanto
emocionado de mujeres y niños. Los
portadores de canastillas conteniendo
tributos para los tecpanecas las
estrellaban contra el suelo y luego las
pateaban con furia, haciendo patente su
radical cambio de opinión.
Al igual que todos los seres, los
pueblos
tienen
también
sus
correspondientes
periodos
de
nacimiento, infancia, adolescencia,
juventud, madurez, vejez y muerte. El
pueblo azteca había nacido en Aztlán y
los sabios de superior visión y elevada
espiritualidad que moraban en aquellas
lejanas tierras le habían profetizado un
glorioso destino. Vino luego la azarosa
etapa de su infancia, transcurrida en un
continuo deambular por regiones
hostiles, buscando sin cesar la anhelada
señal del águila devorando a la
serpiente, cuyo hallazgo marcaría a un
mismo tiempo el inicio de su
adolescencia
y
su
definitivo
asentamiento en un territorio robado a
las aguas. Pero todo esto constituía va
en esos momentos un pasado superado,
pues aun cuando el futuro se
vislumbraba obscuro y cargado de
amenazas, la superior personalidad de
Tlacaélel había logrado imprimir un
nuevo impulso al progresivo desarrollo
de su pueblo, haciéndole concluir
bruscamente la época de una
adolescencia inmadura y titubeante, para
dar comienzo a una etapa juvenil que se
iniciaba pictórica de un vigoroso
entusiasmo.
Durante toda la noche continuaron
resonando en Tenochtitlan los vítores y
cánticos del pueblo azteca.
Capítulo IX
TENOCHTITLAN
EN ARMAS
Al día siguiente de su llegada a
Tenochtitlan, Tlacaélel inició la
inspección de los efectivos militares con
que contaban los aztecas para hacer
frente a la inminente guerra que se
avecinaba. Al pasar revista a los
juveniles batallones que comandaba
Moctezuma, el Azteca entre los Aztecas,
tras de elogiarlos por su decidida
voluntad de lucha y evidente entusiasmo,
aprovechó la ocasión para hacerles ver
el grave error en que habían incurrido al
pretender efectuar la defensa del Reino
actuando en forma separada del resto de
la sociedad. Resultaba imprescindible,
afirmó, lograr cuanto antes la efectiva
participación de todo el pueblo en el
esfuerzo bélico que habría de realizarse,
pues de ello dependía el que se pudiese
contar con algunas posibilidades de
éxito en el grave conflicto al que se
enfrentaban.
Una vez concluida la revisión de las
fuerzas militares del Reino, Tlacaélel
llevó a cabo un segundo acto público: se
dirigió a la población donde moraba
Izquixóchitl, con objeto de devolver
personalmente a la inválida la canoa que
ésta le prestara para cruzar el lago y
hacer su arribo a la ciudad.
La visita de Tlacaélel a la pequeña
aldea fue motivo de una verdadera
conmoción, no sólo entre sus habitantes,
sino en todos los pobladores de la
comarca, los cuales acudieron de
inmediato en cuanto se corrió la noticia
de la presencia del Portador del
Emblema Sagrado en aquel sitio.
Así pues, ante una concurrencia de
regulares dimensiones, Tlacaélel hizo la
devolución de la vieja canoa a una
emocionada Izquixóchitl, no sin antes
pronunciar un breve discurso en el cual
puso de manifiesto su agradecimiento
por la ayuda recibida y su segura
convicción de que para el futuro la
bondadosa anciana sería objeto de
mayores y mejores atenciones por parte
de sus vecinos.
Tlacaélel dedicó el resto del día a
conversar informalmente con las
numerosas personas que se habían
reunido en la aldea, escuchando con
atención los planteamientos que se le
hacían acerca de los problemas que
afectaban a las pequeñas comunidades
en donde estas personas residían.
Al igual que ocurría en todas las
poblaciones tenochcas que día con día
se multiplicaban en las riberas del
enorme lago, la mayor parte de las
dificultades a que tenían que hacer frente
los moradores de la región que visitaba
Tlacaélel provenían de la total carencia
de coordinación en las actividades que
cada una de las distintas poblaciones
realizaba, lo cual se traducía en una
incesante duplicación de esfuerzos y en
la consiguiente pobreza de resultados.
Con
frases
sencillas
pero
impregnadas de un criterio práctico y
realista,
Tlacaélel
explicó
pacientemente
a
sus
atentos
interlocutores
que
jamás
verían
resueltos sus problemas mientras no
lograsen conjugar esfuerzos y actuar en
forma unificada. Era preciso, por
ejemplo, constituir asociaciones que
agrupasen a los componentes de las
distintas actividades productivas que se
desarrollaban dentro de la sociedad
azteca.
Tlacaélel se comprometió a dar su
más completo apoyo a las asociaciones
cuya creación proponía, pero acto
seguido manifestó que si bien esta tarea
representaba una importante labor por
realizar, el Reino se enfrentaba a un
problema inmediato mucho más urgente:
la guerra en contra de los tecpanecas, de
cuyo
resultado
dependía
la
sobrevivencia misma del pueblo azteca.
¿En qué forma tenían pensado participar
los que lo escuchaban en tan decisiva
contienda?
Todas las personas que habían
asistido al diálogo con el Portador del
Emblema Sagrado manifestaron un
sincero interés por colaborar en la
lucha, pero expresaron también su
desconocimiento respecto a la mejor
forma de actuar para lograr que dicha
colaboración resultase lo más efectiva
posible. Tlacaélel les indicó que debían
incorporarse cuanto antes a los grupos
organizados
por
Moctezuma
y
Citlalmina; en los primeros tenían
cabida todos los hombres aptos para el
combate y en los segundos la totalidad
de la población civil.
Concluida su visita a la aldea, el
Azteca entre los Aztecas retornó al
atardecer a Tenochtitlan, plenamente
convencido de que los moradores de
aquella comarca no se encontraban ya
simplemente entusiasmados en favor de
la independencia del Reino, sino que
participarían activamente en los
denodados esfuerzos que implicaba el
tratar de obtenerla.
Lo ocurrido en la aldea donde
habitaba Izquixóchitl, repitióse en forma
más o menos parecida durante los
incesantes recorridos que en los
subsecuentes días llevó a cabo Tlacaélel
por las diferentes comunidades de
origen azteca existentes en las riberas
del lago. En todas partes el Portador del
Emblema Sagrado escuchó con atención
los problemas que le planteaban
personas de los más distintos estratos
sociales, manifestando siempre una
profunda compenetración con los
anhelos y aspiraciones populares, pero a
la vez fijando elevados objetivos cuya
conquista el pueblo jamás había soñado.
En esta forma, la vigorosa
personalidad de Tlacaélel constituyóse
en el impulso rector que conducía al
pueblo azteca en su lucha por liberarse
del dominio tecpaneca. Las recientes
direcciones que mantuvieron divididos a
los tenochcas habían desaparecido y
todos laboraban sin descanso con miras
a incrementar su capacidad combativa.
[7]
A su vez, Moctezuma era el jefe
militar indiscutido del ejército tenochca.
Sus excepcionales facultades de
organización y mando, así como sus
relevantes cualidades de estratego nato,
hacían de su persona el guerrero
insustituible dentro de las fuerzas
aztecas.
Y en verdad era necesario un
carácter indomable como el de
Moctezuma para atreverse a asumir la
responsabilidad de la dirección de la
guerra dada la evidente desproporción
existente
entre
los
ejércitos
contendientes. Los tecpanecas contaban
con un numeroso ejército profesional,
aguerrido y disciplinado, poseedor de
una gran confianza en sí mismo como
resultado de una interrumpida secuela de
triunfos. Por si esto fuera poco, la
prosperidad
económica
de
que
disfrutaba el Reino de Maxtla permitía a
éste la posibilidad de incrementar
considerablemente su ejército en el
momento que lo juzgase conveniente
mediante la contratación de tropas
mercenarias provenientes de las más
apartadas regiones.
En muy diferente situación se
encontraba el ejército azteca. Con la
excepción de aquellos que habían
militado como mercenarios en las
huestes
tecpanecas,
los
demás
integrantes de las fuerzas tenochcas
poseían escasa o nula experiencia
militar. Por otra parte, al ingresar al
ejército la totalidad de los hombres con
capacidad para empuñar las armas, las
actividades productivas habían quedado
súbitamente abandonadas, originándose
con ello no sólo la ominosa perspectiva
de una inminente carencia de alimentos,
sino también la insuficiencia de material
bélico con el cual equipar debidamente
a los guerreros.
Para contrarrestar al máximo posible
la carencia de un ejército profesional,
Moctezuma obligó a todos los
integrantes de los recién formados
contingentes aztecas a un intenso
entrenamiento y a la realización
incesante de complicadas maniobras. El
diario adiestramiento a que sometía
Moctezuma a sus tropas resultaba a tal
grado agotador, que muy pronto éstas
comenzaron a desear que los verdaderos
combates se iniciasen cuanto antes, pues
habían llegado a la conclusión de que la
guerra resultaría un descanso en
comparación
con
los
rigurosos
entrenamientos a que se encontraban
sujetas.
La difícil tarea de organizar a la
población no combatiente para que ésta
se hiciese cargo de todas las actividades
productivas,
principalmente
las
relacionadas con la urgente necesidad
de dotar de armamento a las tropas
tenochcas, fue afrontada con ánimo
resuelto por Citlalmina. Muy pronto la
joven logró crear una vasta organización
que abarcaba a la totalidad de la
población civil, cuyos integrantes,
haciendo gala de un enorme entusiasmo
y de una [9] increíble imaginación
creadora, generaban sin cesar ingeniosas
soluciones para resolver cuantos
problemas se les planteaban. Mujeres,
niños y ancianos, trabajaban sin
descanso
elaborando
implementos
guerreros y llevando a cabo las faenas
agrícolas y de pesca indispensables para
la diaria subsistencia.
En el breve lapso de unas cuantas
semanas contadas a partir de la llegada
de Tlacaélel a Tenochtitlan, el Reino
Azteca se había transformado en una
especie de enorme campamento armado
en donde todos sus componentes se
aprestaban
febrilmente
para
la
contienda.
Los acontecimientos que tenían lugar
en Tenochtitlan eran objeto de profunda
atención por parte de los tecpanecas.
Hasta el último instante, Maxtla había
sido de la opinión que las rivalidades
existentes entre los dirigentes tenochcas
terminarían por desatar una guerra
intestina que le facilitaría enormemente
recuperar el perdido control del Reino
Azteca.
Al
ver
definitivamente
frustradas sus esperanzas en este
sentido, resolvió que no debía intentarse
ya lograr de nueva cuenta el
sometimiento de los rebeldes, sino
proceder a su completo exterminio.
Plenamente
consciente
de
la
superioridad de recursos de que
disponía en comparación con los de sus
enemigos, Maxtla decidió no correr
riesgo alguno, y por ende, optó por no
precipitar el inicio de las hostilidades,
sino que primeramente se dio a la tarea
de concentrar en Azcapotzalco la
suficiente cantidad de fuerzas que le
garantizasen la total destrucción de sus
rivales en un único y demoledor ataque.
La
situación
geográfica
de
Tenochtitlan, rodeada por doquier de
poblaciones
tributarias
de
los
tecpanecas,
volvía
prácticamente
imposible la probabilidad de concertar
con ellas una alianza defensiva, pues a
pesar de que sus habitantes soportaban a
duras nenas el yugo que les imponían los
de Azcapotzalco, no estaban dispuestos
a tomar parte en una riesgosa aventura
que
contaba
con
muy
pocas
probabilidades de éxito y en cambio
podía acarrearles su total destrucción.
Existía, sin embargo, un Reino que
era la excepción a la regla anteriormente
enunciada: el Reino de Texcoco, cuyos
habitantes no se habían resignado nunca
a la pérdida de su independencia y
mantenían un indomable espíritu de
rebeldía siempre a punto de estallar,
fortalecido por el hecho de que el
príncipe Nezahualcóyotl, a quien todos
los texcocanos consideraban como su
legítimo gobernante, había logrado
sobrevivir a la incesante persecución de
que era objeto por los secuaces de
Maxtla.
Al percatarse los aztecas que los
ejércitos
tecpanecas
estaban
desguarneciendo las poblaciones que
ocupaban para proceder a concentrarse
en Azcapotzalco, enviaron mensajeros al
escondite
donde
se
encontraba
Nezahualcóyotl, alentándolo a que
aprovechase esta circunstancia e
intentase promover una rebelión en
Texcoco.
En
un
golpe
de
audacia,
Nezahualcóyotl, acompañado tan sólo de
media docena de sus más leales
partidarios, se presentó de improviso en
la que fuera antaño capital del Reino de
su padre. La simple vista del ya
legendario príncipe poeta despertó en el
pueblo una reacción incontenible. La
gente se lanzó a la calle a vitorearlo y a
proferir toda clase de improperios
contra sus opresores. Cuando los
soldados que integraban el reducido
contingente de tropas tecpanecas que
permanecían en la ciudad intentaron
apoderarse de Nezahualcóyotl, fueron
atacados por el enfurecido pueblo de
Texcoco; suscitóse una sangrienta
refriega en la que la aplastante
superioridad numérica de los habitantes
de la ciudad no tardó en imponerse.
Rodeado de una eufórica multitud que no
cesaba de aclamarle, Nezahualcóyot
penetró en el palacio construido por
Ixtlilxóchitl y del cual había tenido que
salir huyendo la noche en que sus
enemigos tomaran por asalto la ciudad.
Su primer acto de gobierno consistió en
enviar emisarios a Tenochtitlan,
informando a los aztecas que podían
considerar al Reino de Texcoco como un
firme alado en su lucha contra los
tecpanecas.
La noticia de la rebelión de Texcoco
produjo en Maxtla el mayor ataque de
ira de toda su existencia; solamente
existía sobre la tierra una persona a
quien odiara más que a Tlacaélel y a
Moctezuma, y ésta era precisamente
Nezahualcóyotl. La inasible figura del
príncipe texcocano hacía largo tiempo
que constituía una permanente pesadilla
para los gobernantes de Azcapotzalco.
Primero Tezozómoc y después Maxtla
habían urdido incontables celadas en
contra del joven príncipe, pero tal
parecía que éste gozaba de una
particular protección de los dioses, pues
lograba siempre burlar todas las
acechanzas y eludir una y otra vez a sus
perseguidores.
A pesar del desbordante furor que le
dominaba, Maxtla no dejó que sus
sentimientos le cegasen al punto de
impedir analizar la situación con frío
realismo. Si pretendía castigar de
inmediato a los texcocanos se vería
obligado a dividir sus fuerzas, con los
consiguientes riesgos y desventajas que
esta clase de campañas traen siempre
consigo. La rebelión de Texcoco había
sido posible merced a una circunstancia
muy particular: el indestructible afecto
que unía al pueblo de este Reino con su
príncipe. Al no existir en el resto de los
pueblos vasallos de los tecpanecas
condiciones similares, no se corría
mayor peligro de que pudiese cundir el
ejemplo de los rebeldes. Así pues, en
virtud de la proximidad y mayor poderío
de Tenochtitlan, los aztecas continuaban
siendo el enemigo cuya destrucción
debía obtenerse en primer término, ya se
tomarían
después
las
debidas
represalias en contra de los engreídos
texcocanos. Por otra parte —concluyó
Maxtla— resultaba evidente que el
tiempo estaba actuando en favor de la
causa de Azcapotzalco: atraídos por la
generosa paga que se les otorgaba, cada
día era mayor el número de tropas
mercenarias que acudían de todos los
rumbos a ofrecer sus servicios. Esto
permitía suponer que cuando llegase el
momento de medir sus fuerzas, aun en el
lógico supuesto de que aztecas y
texcocanos se aliasen, resultarían
fácilmente derrotados por el numeroso y
bien pertrechado ejército que los
tecpanecas lograrían armar en su contra.
Las noticias acerca de la incesante
concentración de tropas mercenarias que
tenía lugar en Azcapotzalco llevó a, los
dirigentes aztecas a la decisión de
apresurar el inicio de la contienda, aun
cuando esto significase el tener que
prescindir de las ventajas estratégicas
que para una guerra defensiva otorgaba
la ubicación de Tenochtitlan.
Moctezuma trazó un audaz plan de
operaciones
que
fue
aprobado
íntegramente por Tlacaélel e Itzcóatl.
Informado Nezahualcóyotl acerca del
mismo, estuvo de acuerdo en efectuar la
guerra conforme al proyecto azteca.
La lucha que habría de decidir el
futuro de tres Reinos estaba por
iniciarse.
Capítulo X
¿QUIÉN PODRÍA
DORMIR ESTA
NOCHE?
El Flechador del Cielo, el prototipo
azteca de valor y nobleza, el siempre
sereno e inmutable Moctezuma, se
revolvía nervioso en su estera sin lograr
conciliar el sueño. La clara luminosidad
de una luna llena, señoreando un cielo
despejado, permitía al guerrero abarcar
con su mirada a todo el campamento
tenochca. Con la excepción de las
débiles estelas de humo que aún surgían
de las apagadas fogatas y cuyo acre olor
impregnaba el ambiente, el paisaje que
se extendía ante su vista ponía de
manifiesto la calma y la quietud más
completas; sin embargo, fuerzas
indefinibles parecían haber envuelto el
campamento, produciendo dentro de sus
bien marcados contornos una tensión
angustiosa y opresiva.
Entrecerrando los ojos, Moctezuma
volvió a repasar mentalmente, por
enésima vez, el plan de combate que
tratarían de ejecutar las fuerzas aliadas
bajo su mando en la decisiva batalla que
habría de librarse al día siguiente.
A partir de la primera reunión
celebrada entre los jefes militares de
Texcoco y Tenochtitlan, el Flechador del
Cielo había sido designado general en
jefe
de
ambos
ejércitos.
La
centralización del mando militar en una
sola persona había evitado el peligro de
falta de coordinación que se presenta
siempre en la actuación de ejércitos
aliados cuando obedecen a jefes de
igual jerarquía. Asimismo, y como
resultado de la relevante personalidad
del guerrero azteca, su designación
había despertado en las tropas un gran
optimismo en alcanzar el triunfo sobre
sus poderosos oponentes.
Resultaba evidente, por tanto, que
aztecas y texcocanos se presentarían en
el campo de batalla poseídos de un
elevado espíritu de lucha y plenamente
confiados en la acertada dirección del
mando supremo a cargo de Moctezuma;
pero en aquella interminable noche que
precedía
al
decisivo
encuentro,
inesperados
sentimientos
de
desconfianza e incertidumbre luchaban
por dominar el ánimo tradicionalmente
imperturbable del Flechador del Cielo.
Después de repasar mentalmente el
plan de combate, Moctezuma fijó la
mirada en el sector del campamento
donde se encontraba concentrada la
población civil. Aun cuando en un
principio el guerrero azteca se había
opuesto a que las mujeres, los niños y
las personas de edad avanzada,
acompañasen al ejército y estuviesen
presentes en las cercanías del campo de
batalla, había terminado por ceder ante
la aplastante lógica de los argumentos
expuestos por Citlalmina: de nada
valdría que la población no combatiente
permaneciese oculta en sus casas
mientras se desarrollaba la contienda;
de sobrevenir la derrota de las fuerzas
aliadas, las enfurecidas huestes de
Maxtla acudirían de inmediato a
Tenochtitlan para arrasarla hasta sus
cimientos y borrar toda huella de su
existencia. Más valía que todos los
integrantes del pueblo azteca estuviesen
presentes en el lugar donde habría de
decidirse su destino, pues la cercana
proximidad de sus familiares estimularía
al máximo a los guerreros, que en esta
forma, no podrían ni por un instante
dejar de tener presente la suerte que
aguardaría a los suyos sino rendían el
máximo de su esfuerzo. Por otra parte,
en virtud del alto grado de organización
y disciplina alcanzado por la población
tenochca, los civiles estarían en
posibilidad
de
prestar
valiosos
servicios auxiliares a las tropas, desde
los concernientes a la asistencia médica
de los heridos, hasta los relativos a
sanidad, alimentación y transporte de
armas.
Mientras la mirada del guerrero
permanecía fija en el amplio sector del
campamento ocupado por el pueblo, la
lucha que se libraba en lo más profundo
de su espíritu entre la zozobra que le
invadía y la firmeza de su carácter,
terminó por decidirse con una amplia
victoria por parte de la primera. La
clara conciencia de que la supervivencia
del
Reino
Tenochca
dependía
íntegramente de que tuviese éxito el plan
de combate ideado por él y cuya
ejecución debía dirigir al día siguiente,
terminó por doblegar, tras de larga y
hasta entonces indecisa batalla, al
poderoso espíritu de Moctezuma. Un
amargo resentimiento en contra de las
circunstancias, que le imponían la
pesada carga de ser el responsable
directo de la muerte o sobre vivencia de
su propio pueblo se adueñó del ánimo
del Flechador del Cielo, paralizando su
hasta entonces invencible voluntad.
En lo más profundo del alma del
abatido guerrero, se formuló en una
interrogante no expresada en palabras la
pregunta que ponía de manifiesto los
sentimientos que le embargaban:
¿Existía acaso sobre la tierra un ser
humano que en aquellos momentos
sobrellevase una responsabilidad mayor
a la suya?
Apenas terminaba Moctezuma de
formularse aquella pregunta, cuando en
su interior surgió al instante la
correspondiente respuesta: si bien su
responsabilidad como general en jefe
era de gran consideración, no podía ni
remotamente compararse con la de
Tlacaélel, máximo e indiscutido
dirigente del movimiento que había
puesto en pie de lucha al hasta entonces
oprimido pueblo tenochca.
Arrepentido de haberse dejado
vencer por la debilidad y el desaliento,
el Flechador del Cielo se olvidó de sus
propias
preocupaciones,
para
reflexionar en cuál podría ser el estado
de ánimo que privaría en aquellos
instantes en el espíritu de Tlacaélel. A
pesar de que se apreciaba de ser la
persona que mejor conocía el carácter
de su hermano, Moctezuma no supo
hallar una respuesta adecuada para
semejante pregunta.
El Rey de Azcapotzalco, famoso en
todo el Anáhuac por su voluntad
despótica e implacable, su inteligencia
fría y calculadora y su total
insensibilidad ante las desgracias
ajenas, aguardaba en vigilante espera el
final de aquella noche cargada de
impredecibles presagios.
Tratando vanamente de aquietar su
agitado espíritu, Maxtla recordó una a
una las frases rebosantes de optimismo
que ante él habían pronunciado los
generales tecpanecas antes de retirarse a
descansar. Todos ellos parecían estar
sinceramente convencidos de que la
superioridad numérica y el mayor
profesionalismo de las tropas bajo su
mando, les permitirían alcanzar una
aplastante victoria en la batalla que
habría de desarrollarse al día siguiente.
Sin embargo, a pesar de la evidente
lógica en que se sustentaban todas las
predicciones favorables a su causa,
Maxtla no lograba evitar que en su
interior la duda y el temor cobrasen a
cada instante mayores proporciones. No
sólo sentía que peligraba la subsistencia
de su autoridad personal, alcanzada a
resultas de toda una vida dedicada a
conquistar el poder y a mantenerse en él
por cualquier medio, sino que
comprendía también que la hegemonía
del señorío de Azcapotzalco sobre un
heterogéneo conjunto de pueblos,
lograda a base de tremendos esfuerzos
por su padre y continuada por él con
idéntico empeño, corría el riesgo de
derrumbarse estrepitosamente.
Al tiempo que por la mente de
Maxtla desfilaban toda una larga serie
de recuerdos relativos a las grandes
dificultades que había tenido que vencer
para alcanzar el trono,[8] acudían
también a su memoria los relatos que
escuchara desde su infancia sobre la
situación que había prevalecido en el
Anáhuac en los años comprendidos entre
la desaparición del Segundo Imperio
Tolteca y la consolidación de la
hegemonía de Azcapotzalco. La carencia
en este período de un poder central
capaz de imponer el orden y propiciar la
cultura había llevado a todos los
pueblos a la anarquía. Guerras
inacabables,
hambres,
epidemias,
inseguridad en los caminos y una virtual
paralización de
las
actividades
superiores de la mente y el espíritu,
habían sido el pavoroso saldo de aquel
sombrío periodo.
Esta caótica situación había ido
desapareciendo lentamente al irse
afianzando el predominio del señorío de
Azcapotzalco sobre un creciente número
de poblaciones. El poderío del ejército
tecpaneca
constituía
una
segura
salvaguardia de la paz y el orden en
todos los territorios conquistados. Por
otra parte, eran innegables los esfuerzos
realizados por los gobernantes de
Azcapotzalco para preservar los restos
de la antigua herencia cultural tolteca.
Artistas y filósofos eran siempre
protegidos y recompensados con
largueza por las autoridades tecpanecas,
sinceramente
interesadas
por
incrementar al máximo posible las
actividades educativas y culturales.
Al meditar en la particular misión
que política y culturalmente había
venido desempeñando en los últimos
años el Reino de Azcapotzalco, Maxtla
se percató repentinamente de que su
innata ambición de poder, eje central de
toda su conducta, había sido utilizada
como un simple instrumento por ese
instinto poderoso que subyace en toda
sociedad y que anhela como suprema
finalidad la preservación del orden y la
paz, instinto que mantiene una
permanente lucha en contra de la
tendencia —igualmente poderosa y
arraigada en lo más profundo de la
naturaleza
humana—
que
busca
promover el desorden y la anarquía.
En esta forma, al cobrar plena
conciencia de que la supremacía
tecpaneca era al mismo tiempo la mejor
garantía de la subsistencia pacífica entre
múltiples pueblos y de la continuidad de
una cierta manera de vivir, fundada en
los vestigios de una herencia cultural
proveniente de un remotísimo pasado,
Maxtla se vio invadido, con gran
sorpresa de su parte, de un desconocido
sentimiento de responsabilidad. ¿Qué
ocurriría —se preguntó con sincera
preocupación—
si
desapareciese
repentinamente
el
predominio
tecpaneca? ¿Podrían acaso los pueblos
de Tenochtitlan y Texcoco, recién
salidos de una larga servidumbre,
reemplazar en su función pacificadora y
civilizadora al prestigiado señorío de
Azcapotzalco? Después de un análisis
en el que procuró ser del todo imparcial,
Maxtla concluyó que ninguna de las dos
ciudades rebeldes poseía ni la fuerza
militar ni la tradición cultural suficientes
para convertirse en dignas sucesoras de
la capital tecpaneca, y por tanto, en el
supuesto de que lograsen salir
triunfantes en el combate del día
siguiente, su victoria constituiría un
seguro presagio del pronto retorno a la
anarquía y de un retroceso cultural de
incalculables consecuencias.
Agobiado bajo la doble carga que
significaba ver en peligro su
permanencia como gobernante y saberse
responsable directo de la preservación
de la paz y de la antigua herencia
cultural, Maxtla calificó de injustos a
los dioses por haber depositado en un
solo hombre tan desmedida ambición y
tan enormes obligaciones.
Al
percatarse
de
su
desfallecimiento, Maxtla trató de
justificar su debilidad preguntándose:
¿Existía acaso sobre la tierra un ser
humano que en aquellos momentos
sobrellevase una responsabilidad mayor
a la suya?
En lo más profundo de la mente de
Maxtla surgió la figura de Tlacaélel. Si
bien el rey de Azcapotzalco no se
distinguía por un espíritu religioso
particularmente acendrado, no podía
dejar de admitir que la misión que desde
tiempo inmemorial venía desempeñando
la Hermandad Blanca de Quetzalcóatl
revestía una particular importancia para
todo el género humano. ¿Qué sucedería
si esta labor se interrumpiese
bruscamente por la osadía del nuevo
Portador del Emblema Sagrado, quien al
romper la tradicional abstención que en
materia política caracterizaba a la
Hermandad, la había expuesto a las
contingencias de una contienda en la que
tenía muy pocas probabilidades de salir
triunfante?
Olvidando por un momento sus
propias preocupaciones, Maxtla intentó
imaginar lo que estaría sucediendo en el
interior del hombre que había asumido
la responsabilidad de poner en peligro
la existencia misma de la institución de
mayor prestigio espiritual de que se
tenía conocimiento; sin embargo, sus
esfuerzos resultaron en vano, pues el
monarca tecpaneca no logró encontrar
una respuesta satisfactoria a la pregunta
que a sí mismo se planteara.
El poeta y filósofo más famoso del
Anáhuac, Nezahualcóyotl, el perseguido
príncipe de Texcoco que merced a su
inquebrantable voluntad e inteligencia
superior lograra siempre burlar las
acechanzas de sus enemigos, vencido
por el insomnio y la incertidumbre
contemplaba absorto a las estrellas,
tratando inútilmente de descifrar sus
ocultos mensajes.
Los trágicos recuerdos de dos
noches igualmente angustiosas volvían
una y otra vez a la memoria de
Nezahualcóyotl. La primera de ellas era
aquélla en que las tropas tecpanecas de
Tezozómoc habían tomado por asalto la
ciudad de Texcoco, capital del Reino de
igual nombre regido por Ixtlilxóchitl,
padre de Nezahualcóyotl. Como si
recordase una pesadilla, el príncipe
revivió en su mente los múltiples
horrores que presenciara en esa ocasión:
las altas llamas que envolvían gran parte
de la ciudad, los gritos aterrorizados de
las mujeres y los niños, los cuerpos de
los soldados muertos y las quejas
lastimeras de incontables heridos que se
arrastraban por doquier sin que nadie
pudiese auxiliarlos.
Únicamente unos cuantos días
separaban aquella noche de otra todavía
más fatídica en la memoria de
Nezahualcóyotl. Durante la toma de
Texcoco, Ixtlilxóchitl había logrado
abrirse paso y salir de la ciudad,
combatiendo en unión de un número
cada vez más reducido de sus leales y
teniendo a su lado a Nezahualcóyotl,
quien a pesar de su aún temprana
juventud sabía ya manejar las armas con
singular destreza. El pequeño grupo de
texcocanos fue pronto objeto de una
implacable cacería por parte de las
victoriosas tropas tecpanecas. Tras de
deambular sin descanso escondiéndose
en grutas y barrancos, fueron finalmente
localizados y cercados por sus
enemigos. Antes de iniciar el que habría
de ser su último combate, Ixtlilxóchitl
habló con Nezahualcóyotl y le hizo ver
que por encima de los sentimientos
personales de los gobernantes deben
prevalecer siempre los intereses del
pueblo
cuyo
destino
encarnan
transitoriamente. Con base en esto, le
ordenó permanecer oculto mientras se
libraba el encuentro, ya que de la
supervivencia del heredero del trono
dependía que subsistiese la esperanza de
un futuro renacimiento del Reino de
Texcoco. Por último, le hizo jurar
solemnemente que consagraría su
existencia a liberar a su pueblo del
dominio tecpaneca.
Escondido entre las ramas de un
capulín y teniendo como aliada la
obscuridad de la noche, Nezahualcóyotl
había permanecido oculto mientras que a
su alrededor tenía lugar el fiero
enfrentamiento entre tecpanecas y
texcocanos. Muy pronto la superioridad
numérica de los primeros logró
imponerse sobre el valor de los
segundos e Ixtlilxóchitl y sus guerreros
fueron cayendo aniquilados. Concluido
el combate, los tecpanecas se percataron
de la ausencia del príncipe heredero e
iniciaron al instante una meticulosa
búsqueda de su persona. En dos
ocasiones grupos de soldados enemigos
llegaron a estar tan cerca de
Nezahualcóyotl, que éste consideró
inevitable su descubrimiento, sin
embargo, en ambos casos los soldados
desviaron su atención hacia los arbustos
próximos al que le servía de escondrijo,
revisándolos minuciosamente para luego
alejarse y proseguir la búsqueda en
otras direcciones. Al no encontrarlo, los
tecpanecas llegaron a la conclusión de
que Nezahualcóyotl había logrado huir
de la zona donde se desarrollara el
encuentro y que lo más conveniente era
iniciar cuanto antes su persecución en
lugar de seguir perdiendo el tiempo en
aquel sitio.
Una vez que el príncipe vio alejarse
las últimas antorchas bajó de su
escondrijo, y con suma cautela, pues
temía que los tecpanecas hubiesen
dejado algunos guardias, comenzó a
buscar el cuerpo de su padre entre los
innumerables cadáveres esparcidos por
la maleza.
Nezahualcóyotl no pudo hallar el
cadáver de Ixtlilxóchitl, pues los
soldados tecpanecas lo habían llevado
consigo para mostrarlo a Tezozómoc
como prueba irrefutable de la muerte del
gobernante de Texcoco; sin embargo, el
joven príncipe encontró y reconoció al
instante el escudo que su padre portaba
en el brazo izquierdo siempre que
participaba en algún combate. Tomando
entre sus manos aquel preciado
recuerdo, Nezahualcóyotl se alejó tan
rápido
como
le
fue
posible,
encaminándose en dirección contraria a
la que habían tomado sus perseguidores.
Al tiempo que interrumpía sus tristes
recuerdos, Nezahualcóyotl dejó de
contemplar el firmamento para observar
con atención el espectáculo que le
rodeaba. Una tensa inmovilidad
predominaba en el improvisado
campamento
donde
se
hallaban
concentradas las tropas texcocanas. A
pesar de lo avanzado de la noche los
guerreros no dormían, sino que
aguardaban la aurora presos de un
incontrolable nerviosismo. ¡Habían
esperado durante tantos años la llegada
del día en que se enfrentarían cara a
cara con sus odiados opresores!
El príncipe poeta profesaba un
sincero agradecimiento a su pueblo por
la inconmovible lealtad y la confianza
sin límites que en él habían depositado,
sin embargo, en aquella noche cargada
de zozobra, dichos sentimientos
constituían
una
responsabilidad
insoportable, pues hacían aún más
evidente ante su conciencia el hecho de
que la sobrevivencia o la extinción del
Reino de Texcoco dependían de que
hubiese adoptado una resolución
correcta al juzgar llegado el momento de
iniciar la lucha contra la tiranía
tecpaneca.
Apesadumbrado
y
abatido,
Nezahualcóyotl fijó una vez más su
mirada en las lejanas estrellas, a la vez
que una amarga pregunta cruzaba por su
mente: ¿Existía acaso sobre la tierra un
ser humano que en aquellos momentos
sobrellevase una responsabilidad mayor
a la suya?
Al parecer, las cintilantes y
enigmáticas estrellas habían optado por
contestar a las incógnitas que ante ellas
formulaba el angustiado Nezahualcóyotl,
pues al instante mismo de plantearse la
pregunta vino a su mente con toda
precisión la figura de Tlacaélel.
En virtud de su sobresaliente
inteligencia Nezahualcóyotl se daba
cuenta, mejor que nadie, de las causas
que podían haber inducido a Tlacaélel a
romper la conducta de abstencionismo
en cuestiones políticas mantenida en los
últimos tiempos por los Sumos
Sacerdotes de la Hermandad Blanca de
Quetzalcóatl. A su juicio, ello indicaba
que el nuevo Portador del Emblema
Sagrado
pretendía
iniciar
la
reconstrucción
del
desaparecido
Imperio Tolteca, y junto con ello,
propiciar un poderoso movimiento de
renovación espiritual que abarcase al
mundo entero. ¿Qué sentimientos
predominarían en aquellos momentos en
el alma de la persona que se había
fijado en la vida una misión de tan
enormes proporciones? Nezahualcóyotl
se juzgó a sí mismo incapaz de
responder a tan difícil interrogante.
Advirtiendo
el
manifiesto
desasosiego
que
dominaba
a
Nezahualcóyotl, uno de sus más fieles
soldados se aproximó hasta el lugar
donde se encontraba el príncipe,
inquiriendo con tono respetuoso:
¿Es que aún no dormís, señor?
Tras de meditar un instante,
Nezahualcóyotl respondió con grave
acento:
¿Quién podría dormir esta noche?
El sirviente que venía acompañando
al Portador del Emblema Sagrado desde
que saliera de Chololan se acercó
cauteloso a la estera donde éste
reposaba y contempló con atención la
faz del Azteca entre los Aztecas. El
rostro de Tlacaélel revelaba una serena
confianza. Su sueño era tranquilo y
reposado.
Capítulo XI
LA BATALLA
DECISIVA
Rompiendo el tenso silencio
nocturno, el rítmico sonido de un tambor
dio comienzo a una larga serie de
transformaciones tanto en el cielo como
en la tierra. Como si las luces del
amanecer hubiesen estado aguardando
aquel ronco sonido para hacer su
aparición, comenzaron al instante a
desgarrar las tinieblas, dejando ver un
horizonte sin nubes y anticipando un día
claro y despejado. Mientras tanto, el
hasta entonces paralizado campamento
tenochca transformóse en incontenible
mar humano presto a desbordarse.
Innumerables guerreros, ataviados con
vistosos uniformes de combate y
portando sus armas, acudían presurosos
ante sus respectivos capitanes. Los
estandartes de cada batallón habían sido
izados en vilo, poblando el paisaje de
variadas figuras bellamente bordadas en
grandes cuadros de algodón. Un número
cada vez más elevado de tambores
retumbaban sin cesar, estremeciendo el
aire con su acompasado acento.
A pesar del incesante movimiento de
personas
prevaleciente
en
el
campamento azteca, los preparativos
para iniciar la marcha rumbo al campo
de batalla se realizaban sin que nadie
profiriese palabra alguna. Los guerreros
se integraban a sus batallones con los
puños crispados y la mirada llameante,
los capitanes indicaban con enérgicos
movimientos a los soldados el lugar que
les correspondía en las filas, y al
completarse
éstas,
iniciaban de
inmediato la marcha con paso firme y
decidido, pero todo ello en medio de
una extraña carencia de voces humanas,
sin que se escuchase un solo comentario
o alguna orden de mando. Tal parecía
que los guerreros aztecas, al unificar en
tan alto grado su voluntad de lucha, se
habían transformado súbitamente en un
solo organismo de poderosa cohesión
interna, para el cual salían sobrando
todas las palabras.
Guiado tan sólo por el incesante
retumbar de los tambores de guerra y
por el ritmo acompasado de sus propios
pasos, el ejército tenochca se encaminó
al campo de batalla. Detrás del ejército
venía la población azteca en masa.
Ancianos, mujeres y niños, marchaban
también en silencio, con los rostros
encendidos y los cuerpos tensos. Un
pueblo entero acudía puntual a la cita
que decidiría su libertad o su muerte.
Muy pronto los tenochcas pudieron
observar a un ejército que se
aproximaba hacia ellos avanzando en
cerrada formación. Entre los dibujos que
adornaban los pendones de los recién
llegados,
sobresalía
un
motivo
insistentemente repetido: la cabeza de un
coyote, cuyas abiertas fauces denotaban
un intenso sufrimiento producto de una
prolongada privación de alimento.
«Nezahualcóyotl»,[9]
designación
acertada y profética, para el hombre que
durante tantos años había padecido
persecuciones y carencias de toda
índole.
Al mismo tiempo que los aztecas
contemplaban con íntima satisfacción la
llegada de sus aliados, comenzaron a
escuchar con toda claridad la canción
que, con recia voz y como un solo
hombre, venía entonando el ejército de
Texcoco mientras marchaba rumbo al
campo de batalla. Se trataba de un
popular poema del príncipe poeta:
Guerreros de Texcoco recuperad el
rostro resuenen alábales, que vibren
vuestros pechos y en estruendosa
guerra recuperad el rostro.
Aguardan impacientes los dardos y
las flechas las insignias floridas, los
tambores de guerra los antiguos
escudos con plumas de Quetzal.
Guerreros de Texcoco recuperad el
rostro.
En medio de una dilatada llanura los
dos ejércitos hicieron alto a escasa
distancia uno del otro. Itzcóatl y
Nezahualcóyotl avanzaron con pausado
andar y al quedar frente a frente se
estrecharon con fuerte abrazo. Tras de
dialogar brevemente, los dos monarcas
hicieron entrega a Moctezuma de sus
correspondientes bastones de mando,
simbolizando con ello que era el
guerrero azteca quien poseería la
autoridad máxima durante la batalla. El
Flechador del Cielo convocó de
inmediato a los capitanes de ambos
ejércitos.
Con
lacónicas
frases
Moctezuma
dio
sus
últimas
instrucciones, e instantes después los
batallones aliados se desplazaban con
presteza para adoptar sus posiciones en
el campo de batalla.
El frente quedó ocupado por largas y
cerradas líneas de arqueros. Moctezuma
conocía de sobra la bien ganada fama de
los arqueros tecpanecas, cuya certera
puntería desbarataba a distancia los
contingentes enemigos decidiendo con
ello la victoria aun antes del ataque del
grueso de las tropas. Con objeto de
contrarrestar a los peligrosos flecheros
de Maxtla, Moctezuma había puesto un
especial empeño en el entrenamiento de
los arqueros aliados, elevando su
número al máximo posible.
Atrás de las compactas filas de
arqueros, y a una regular distancia de las
mismas, se encontraba el agrupamiento
principal de las tropas aliadas,
constituido por alternados batallones de
tenochcas y texcocanos, armados con
filosos macuahuimeh, cortas lanzas y
gruesos escudos. Los guerreros estaban
distribuidos en un amplio cuerpo central
y en dos cortas alas colocadas
verticalmente a ambos lados. A escasa
distancia de las tropas se encontraba la
numerosa población civil que había
venido
acompañando
a
los
combatientes, su presencia en los
confines del campo de batalla estaba
incluida dentro del plan de combate
trazado por Moctezuma.
En el extremo derecho de la línea de
arqueros, ligeramente adelante de la
posición ocupada por los flecheros,
sobresalía un pequeño promontorio
rocoso. Al percatarse de la existencia de
aquella saliente del terreno, Moctezuma
juzgó que ésta le proporcionaría un
magnífico lugar de observación mientras
llegaba el momento de combatir al frente
de sus tropas. Acompañado de unos
cuantos oficiales, el guerrero se
parapeto tras de las rocas y se dispuso a
esperar con calma la llegada de sus
contrarios.
El ejército tecpaneca no se hizo
aguardar. El primer anuncio de su
proximidad fue un leve e ininterrumpido
estremecimiento del suelo, resultado del
rítmico caminar de muchos miles de
pies. Una ensordecedora sinfonía en la
que se entremezclaba el incesante batir
de innumerables tambores, el agudo
tañer de largas flautas y el seco
chasquido de los cascabeles con que los
soldados tecpanecas acostumbraban
adornar su calzado, anunció a los cuatro
vientos la llegada de los dueños del
Anáhuac al campo de batalla.
AZCAPOTZALCO
MOCTEZUMA
• «Posición de las tropas antes del inicio de
la batalla».
•• «Las tropas aliadas combaten cercadas
por el ejército tecpaneca».
••• «Ruptura del frente y toma de
Azcapotzalco».
Mientras contemplaba cómo el
horizonte entero se poblaba de soldados
enemigos avanzando en perfecta
formación, Moctezuma no pudo reprimir
un sentimiento de admiración ante la
evidente gallardía y disciplina de las
tropas tecpanecas. Observó también con
preocupación el crecido número de
fuerzas mercenarias que acompañaban al
ejército de Maxtla, entre las cuales
destacaban, por sus vistosos y
multicolores
uniformes,
nutridos
contingentes de guerreros totonacas y
huastecos.
Los batallones del señor de
Azcapotzalco estaban agrupados en tres
grandes cuerpos compactos y sin alas,
separados entre sí por considerables
extensiones de terreno. El primero y más
avanzado de estos cuerpos estaba
integrado exclusivamente por arqueros.
El segundo grupo, situado en el centro,
constituía, sin lugar a dudas, el más
importante de los tres, pues agrupaba a
la inmensa mayoría de las fuerzas
tecpanecas. El tercer cuerpo de tropas,
colocado a la retaguardia, estaba
formado por fuerzas de reserva.
Un solo vistazo a la formación del
ejército contrario, bastó a Moctezuma
para percatarse del plan de campaña
adoptado por los generales de Maxtla.
Los arqueros tecpanecas actuarían en
primer término, buscando desde la
distancia producir el mayor daño
posible, después de esto atacaría el
grueso del ejército, que apoyado en su
superioridad numérica y contando con la
circunstancia de que los aliados se
encontraban en el centro de una extensa
llanura, trataría de envolverlos para
privarles de toda posibilidad de retirada
y poder atacarlos por todos lados hasta
exterminarlos.
Mientras el grueso del ejército
tecpaneca hacía alto sin romper su
formación, los batallones de arqueros
continuaron avanzando. Al observar la
cercana proximidad de sus oponentes, el
capitán azteca que se encontraba al
frente de los arqueros aliados pronunció
una orden con ronca voz. Al instante,
una cerrada lluvia de flechas partió de
los tensos arcos de tenochcas y
texcocanos. Tras detener su avance y
adoptar rápidamente la posición
adecuada, los tecpanecas lanzaron a su
vez una primera andanada de
proyectiles, iniciándose en esta forma el
encuentro tan largamente esperado por
ambos contendientes.
Durante un buen rato el duelo de
arqueros se prolongó produciendo bajas
considerables en los dos bandos, sin que
ello se tradujese en una ventaja
apreciable para ninguna de las partes.
Repentinamente, la mala fortuna pareció
sentar plaza en el campo aliado. El
capitán azteca que dirigía a los flecheros
se desplomó al ser traspasado por un
certero proyectil, que perforando su cota
de algodón se le incrustó profundamente
en el pecho. Su lugar fue ocupado de
inmediato por un valiente capitán de
Texcoco, pero apenas acababa éste de
hacerse cargo del mando, cuando una
flecha se clavó en su garganta.
Soportando estoicamente los dolores, el
texcocano continuó dirigiendo la acción
de los arqueros aliados, pero la sangre
que manaba abundantemente de su
herida le ahogaba, impidiéndole una
adecuada pronunciación de las voces de
mando. Y en esta forma, mientras los
proyectiles tecpanecas eran lanzados
con creciente vigor y tino cada vez más
certero, la actuación de los arqueros
aliados
comenzó
a
fallar
ostensiblemente
por
falta
de
coordinación.
Desde su cercana atalaya tras las
rocas, Moctezuma comprendió que el
recién iniciado combate estaba a punto
de convertirse en una catastrófica
derrota para su ejército. Al ser
incapaces de dar una adecuada respuesta
al ataque de sus enemigos, las
semiparalizadas líneas de arqueros no
tardarían en desbandarse o en ser
aniquiladas por la ininterrumpida lluvia
de flechas que se abatía sobre ellas. De
sobrevenir la derrota de los flechadores
aliados, los tecpanecas contarían con
una ventaja insuperable que garantizaría
plenamente su victoria.
Aun cuando el Flechador del Cielo
tenía planeado encabezar a sus tropas
durante la fase central y más importante
del combate, motivo por el cual había
juzgado conveniente no participar
personalmente en la etapa inicial del
mismo, al observar el adverso cariz que
estaban tomando los acontecimientos
cambió rápidamente su determinación y
decidió hacerse cargo personalmente de
la dirección de los arqueros.
El promontorio donde se encontraba
Moctezuma —situado al frente y un poco
a la derecha de las líneas aliadas—, que
le resultara tan útil hasta ese momento
como lugar de observación, planteaba
ahora al guerrero azteca un serio
problema para su movilización, ya que
si se encaminaba directamente hacia
donde se encontraban sus tropas, en
cuanto abandonase su seguro refugio
sería un fácil blanco para cuanto
proyectil descasen lanzarle los cercanos
flecheros tecpanecas, por el contrario, si
para evitar los proyectiles enemigos
efectuaba un largo rodeo, perdería un
tiempo que muy bien podía resultar
decisivo.
Tras de impartir algunas órdenes a
los oficiales que le acompañaban,
tendientes a evitar que cundiese la
desorganización en el ejército aliado si
ocurría su muerte, el Flechador del
Ciclo salió del refugio y con paso
tranquilo y firme se dirigió en línea
recta hacía el lugar donde se
encontraban sus abatidos arqueros. Una
andanada de flechas pasó silbando por
arriba de su cabeza casi en el instante
mismo de iniciar la marcha. Era
evidente que la orden de lanzar aquellos
proyectiles había sido dada antes de que
los tecpanecas vieran a Moctezuma,
pues la trayectoria seguida por las
flechas no incluía todavía a la figura del
guerrero.
El primero en darse cuenta de la
inesperada aparición de Moctezuma fue
el herido capitán de Texcoco, que con
sobrehumanos esfuerzos y patéticos
ademanes continuaba tratando de dirigir
a los arqueros aliados. Comprendiendo
que la llegada de Moctezuma lo liberaba
de una responsabilidad que había sabido
sobrellevar por encima de la más
rigurosa exigencia, el ensangrentado
rostro del texcocano reflejó una
profunda expresión de alivio en el
momento mismo en que rodaba por
tierra entre estertores de agonía.
Mientras el Flechador del Cielo
continuaba su solitaria marcha, su bien
adiestrado oído percibió con toda
claridad lo que ocurría a sus espaldas,
escuchó el ruido producido por las
cuerdas de los arcos tecpanecas al ser
tendidos al máximo, enseguida oyó el
característico vibrar que se produce en
las cuerdas en el momento de lanzar las
flechas, así como el agudo silbar de
innumerables proyectiles que cruzaban
velozmente el aire en dirección a su
persona.
Sin acelerar el paso, Moctezuma
rogó a los dioses que la compacta
armadura laboriosamente tejida para él
por la bella Citlalmina resultase eficaz.
El impacto de numerosos proyectiles —
golpeando e incrustándose en las más
diversas regiones de su armadura— le
hizo tambalearse y estuvo a punto de
derribarle, sintió un ligero escozor en
varias partes del cuerpo y supuso que
aun cuando varias flechas habían
traspasado la armadura, sólo habían
llegado a arañar superficialmente la piel
pero no a herirle de gravedad.
Con incontables flechas clavadas en
su armadura, semejando una especie de
extraño y gigantesco erizo, Moctezuma
concluyó su recorrido y llegó ante los
paralizados
flechadores
aliados.
Aquéllos de entre éstos que pudieron
observar de cerca su rostro, se
sorprendieron ante la expresión de
serena tranquilidad contenida en las
facciones del guerrero; nada en él, salvo
las flechas que, cual singular adorno,
sobresalían de su armadura, denotaba
que acababa de burlar a la muerte
mediante espectacular hazaña.
Al mismo tiempo que sobre
tenochcas y texcocanos se abatía una
nueva andanada de flechas enemigas,
llegó hasta ellos la enérgica voz de
Moctezuma dando órdenes para la
continuación del combate; bajo su
influjo, los desmoralizados guerreros se
sintieron infundidos de un nuevo vigor,
recuperando rápidamente la confianza
perdida. Muy pronto la coordinación de
los arqueros aliados quedó restablecida,
sus proyectiles partían con tanto ímpetu
y con tan buena puntería como los que
arrojaban los tecpanecas.
El reñido duelo entre los arqueros
prosiguió largamente, ocasionando
fuertes bajas en ambas partes. El
equilibrio logrado en la lucha no
permitía
predecir
ninguna
otra
posibilidad que no fuera el completo
exterminio
de
los
respectivos
contingentes de arqueros; en vista de lo
cual, Maxtla ordenó que entrase en
acción el grupo central y más numeroso
de su ejército.
Acatando de inmediato las órdenes
recibidas, las diezmadas filas de
flecheros tecpanecas se retiraron en
buen orden del campo de batalla,
pasando a incorporarse a las fuerzas de
reserva. Por su parte, el grueso del
ejército de Maxtla inició un avance en
masa con la evidente intención de
envolver a sus contrarios.
La actitud de las tropas aliadas
parecía propiciar en forma inexplicable
los propósitos tecpanecas, pues
alejándose de la cercana zona boscosa y
adentrándose cada vez más en la
dilatada llanura, tenochcas y texcocanos
marchaban en línea recta al encuentro de
sus enemigos.
Los veloces espías de Maxtla, que a
riesgo de ser capturados observaban
desde las cercanías de las tropas aliadas
los movimientos ejecutados por éstas, se
sorprendieron cuando se dieron cuenta
de que marchando en pos de los
guerreros, el pueblo azteca se adentraba
también en la llanura, lo que obviamente
lo exponía a quedar cercado y sin
ninguna posibilidad de escapatoria en
cuanto los tecpanecas concluyesen su
amplia maniobra envolvente.
Al continuar su avance, los
batallones aliados —encabezados por
Itzcóatl y Nezahualcóyotl— llegaron al
lugar donde acababa de desarrollarse el
feroz encuentro entre los arqueros. Sin
interrumpir su marcha, las tropas
vitorearon en forma entusiasta a los
maltrechos
flechadores,
testimoniándoles así su admiración por
el esfuerzo y valor desplegados en su
recién terminado enfrentamiento con los
diestros arqueros tecpanecas.
Mientras Moctezuma reorganizaba a
los arqueros que aún se encontraban en
situación de continuar combatiendo, la
población civil se encargaba, con gran
celeridad y presteza, de recoger a los
heridos y a los muertos y de sustituir los
arcos y flechas de los guerreros por
lanzas y escudos. Una vez concluidas
sus labores de asistencia a los
guerreros, los civiles iniciaron una
maniobra al parecer absurda: con largas
escobas de recias varas comenzaron a
barrer el suelo, levantando con ello
enormes polvaredas.
Instantes después se inició una doble
marcha en direcciones opuestas. La
mayor parte de las reorganizadas tropas
de arqueros aliados, portando sus
nuevos pertrechos y bajo la dirección de
Moctezuma, se dirigieron al frente en
seguimiento del resto del ejército.
La población civil, en unión de
setecientos guerreros al mando de
Tlacaélel, comenzó a alejarse del campo
de batalla a la mayor velocidad posible,
encaminándose a la región boscosa
situada en las proximidades de la
llanura donde tenía lugar el encuentro.
Las densas nubes de polvo que los
tenochcas continuaban levantando con
sus enormes escobas, impidieron a los
espías tecpanecas percatarse del hecho
de que confundidos entre la población
civil que abandonaba el campo de
batalla iban también algunos guerreros.
Aún no se disipaban las nubes de
polvo levantadas por el pueblo azteca en
su precipitada retirada, cuando el
ejército tecpaneca terminó de cerrar el
enorme círculo en cuyo interior —
formando una especie de compacto
núcleo— quedaron apresadas las
fuerzas aliadas. La distancia que
mediaba entre ambos contendientes era
ya tan escasa que unos a otros podían
distinguirse los rostros sin mayor
dificultad. Tenochcas y texcocanos
habían estrechado al máximo sus filas,
adoptando una cerrada posición
defensiva. El ejército de Maxtla detuvo
momentáneamente su marcha, para
luego, con ímpetu similar al de un
huracán devastador, lanzarse con
desatada furia sobre sus oponentes.
El choque fue terrible. Incontables
guerreros fueron puestos fuera de
combate desde el primer momento.
Muertos y heridos quedaban tendidos en
el lugar donde se desplomaban y eran
pisoteados sin misericordia por el resto
de los combatientes, atentos tan sólo a
inferirse el mayor daño posible unos a
otros, poniendo en ello una frenética
ferocidad que producía estragos en
ambos bandos.
El campo de batalla se transformó al
instante en un gigantesco remolino cuyo
centro atraía y devoraba a los guerreros
con increíble velocidad. Ninguno de los
participantes en la lucha recordaba
haber presenciado un encuentro tan
implacable y despiadado. El combate se
prolongaba sin que se produjese una
sola captura de prisioneros. Era obvio
que se luchaba buscando no la
rendición, sino el exterminio del
adversario.
Combatiendo siempre en los lugares
de mayor peligro y animando de
continuo a sus tropas con su esforzado
ejemplo, Itzcóatl y Nezahualcóyotl eran
la encarnación misma del arrojo y la
valentía. En varias ocasiones estuvieron
a punto de sucumbir ante el número
arrollador de sus contrarios, quedando,
incluso, más de una vez cercados por
enemigos que les atacaban por doquier,
pero en todos los casos, la reacción
desesperada de sus leales más próximos
había venido a rescatarlos de una muerte
que, momentos antes, parecía inevitable.
La
inconfundible
figura
de
Moctezuma, con su armadura erizada de
saetas, parecía multiplicarse y estar en
todas partes infundiendo determinación
y confianza con su sola presencia.
Dando órdenes e indicaciones siempre
oportunas y combatiendo sin cesar con
insuperable destreza, el Flechador del
Cielo era a un mismo tiempo el cerebro
y el alma del ejército aliado.
Un guerrero tecpaneca llamado
Mázatl, famoso por su invencible
fortaleza y descomunal corpulencia,
logró llegar hasta el sitio donde el
Flechador del Cielo sembraba el suelo
de oponentes. El duelo de los dos
colosos se entabló al instante. Ante la
inmensa mole del tecpaneca, la recia y
compacta
figura
de
Moctezuma
semejaba un jaguar luchando contra una
enorme y movediza roca. Un golpe
demoledor del enorme macuahuitl que
cual ligero carrizo empuñaba Mázatl
hizo volar en pedazos el escudo de
Moctezuma. Haciendo gala de su gran
agilidad y de su experimentada pericia
en los combates cuerpo a cuerpo, el
Flechador del Cielo fue cansando
lentamente a su peligroso contrincante a
base de incesantes ataques y de rápidas
retiradas, logrando evadir siempre, en
ocasiones por un mínimo margen, los
fuertes golpes de su adversario. Tras de
un último y desesperado intento por
acabar con su inasible rival de un solo y
mortífero golpe, el gigantesco tecpaneca
rodó por tierra, sangrando de
incontables heridas.
El tiempo transcurría y la batalla
continuaba con gran intensidad. Los
ejércitos aliados, cercados por todos
lados,
se
mantenían
tenazmente
aferrados al terreno, rechazando asalto
tras asalto de sus enemigos. Tal parecía
que aquel reñido encuentro podría
prolongarse indefinidamente sin que
ninguno de los contendientes lograse la
victoria; sin embargo, al comenzar a
declinar la tarde, la superioridad
numérica de las huestes de Maxtla
empezó a rendir sus frutos. Mientras los
huecos dejados en las filas tecpanecas a
causa de los guerreros muertos, heridos,
o simplemente extenuados por la
incesante lucha, eran de inmediato
llenados por nuevas y descansadas
tropas, los aliados se veían obligados,
para evitar la ruptura de sus posiciones,
a estrechar continuamente sus líneas,
única medida de que disponían para
llenar el vacío dejado en ellas por el
siempre creciente número de bajas. Por
otra parte, no sólo el espacio de que
disponían las tropas aliadas era cada
vez menor, sino que conforme avanzaba
el tiempo, una gran parte de sus
componentes comenzaban a dar señales
de un completo agotamiento, debido al
tremendo esfuerzo que habían venido
realizando a lo largo de toda la jornada.
Los generales tecpanecas que con
atenta
mirada
contemplaban
el
desarrollo del encuentro, se percataron
del cansancio que comenzaba a hacer
presa del ejército aliado y solicitaron a
Maxtla que ordenase la intervención de
las fuerzas de reserva aún disponibles,
con objeto de acelerar la destrucción del
enemigo y garantizar plenamente el
triunfo tecpaneca.
El
Rey
de
Azcapotzalco,
desconfiado y receloso por naturaleza,
no se decidía a lanzar sus últimas tropas
al combate. Las nubes de polvo
levantadas por la población tenochca al
abandonar el campo de batalla, le hacían
temer la posibilidad de una maniobra
tendiente a ocultar la retirada de tropas
que muy bien podían retornar en
cualquier momento. Sus generales
opinaban lo contrario, para ellos aquella
extraña conducta sólo perseguía el
propósito de causar desconcierto y de
obligarles a mantener paralizadas buena
parte de sus fuerzas a la espera de unas
tropas inexistentes, pero aún en el
supuesto, concluían, de que los aliados
mantuviesen escondidas algunas fuerzas
de reserva, el número de éstas debía ser
en extremo reducido —a juzgar por la
totalidad de los combatientes aliados
enzarzados en la lucha— de manera que
su posible intervención en la última fase
de la batalla no podría cambiar el ya
predecible resultado final de la misma.
Con objeto de vencer la oposición
de Maxtla al empleo de sus reservas, los
generales le hicieron notar que no estaba
ya lejana la llegada de la noche: si el
ejército aliado no era aniquilado antes
de que concluyese el día, se corría el
riesgo de que bajo el amparo de las
tinieblas aztecas y texcocanos lograsen
romper el cerco tecpaneca y refugiarse
en Tenochtitlan, prolongando con ello un
conflicto que muy bien podía quedar
plenamente resuelto en aquellos
momentos. A regañadientes, el tirano
ordenó la entrada en acción de sus
últimas tropas de reserva.
La llegada al campo de batalla de
importantes contingentes de refresco se
dejó sentir de inmediato en el desarrollo
del combate. El ejército tecpaneca
percibió con toda claridad que tenía la
victoria al alcance de la mano, e
infundido de nuevos y renovados bríos
incrementó su ataque. Las tropas
aliadas, sobrepasado el límite de sus
fuerzas,
comenzaron
a
resultar
impotentes para resistir la incesante
avalancha que pesaba sobre ellas. De
poco
servía
ya
que
Itzcóatl,
Nezahualcóyotl
y
Moctezuma,
continuasen dando ejemplo de una
sobrehumana resistencia, hilvanando una
tras otra increíbles proezas de valor y
conservando la vida en forma del todo
inexplicable, sus guerreros iban siendo
implacablemente vencidos, no por
carencia de arrojo, sino por sobra de
agotamiento. La total destrucción del
ejército aliado era ya sólo cuestión de
tiempo.
En el cercano claro del bosque en
donde se encontraba el pueblo azteca —
en unión de Tlacaélel y de setecientos
guerreros— prevalecía una enorme
tensión y una angustiosa incertidumbre.
En virtud de la disposición de los
ejércitos combatientes —los aliados en
el centro y los tecpanecas acosándolos
por todos lados— resultaba imposible
para los observadores ubicados en el
bosque
poder
percatarse
del
desenvolvimiento de la lucha, ya que lo
único que alcanzaban a contemplar eran
los incesantes movimientos que tenían
lugar en la retaguardia de las tropas
tecpanecas.
El nerviosismo motivado por el
desconocimiento de lo que ocurría en el
campo de batalla era de tal grado, que
de no ser por la presencia de Tlacaélel,
tanto el pueblo como el pequeño
contingente de soldados habrían
abandonado gustosos su escondite en el
bosque para lanzarse hacia el lugar
donde tenía lugar el encuentro. En medio
de aquel ambiente de mal reprimida
zozobra, la imperturbable presencia de
ánimo de que hacía gala el Portador del
Emblema Sagrado constituía la base
inconmovible a la que se asían las
esperanzas de liberación de todo el
pueblo tenochca. Alrededor del
mediodía, Tlacaélel anunció que antes
de retornar al campo de batalla
transmitiría un mensaje de trascendental
importancia. Sus palabras provocaron
una gran expectación, e incrementaron
aún más el ya casi irresistible anhelo
común de marchar cuanto ante al sitio
donde se desarrollaba el encuentro.
En el improvisado campamento
tenochca, la esposa del capitán azteca
muerto al frente de los arqueros aliados
al iniciarse el combate se debatía en
dolorosos espasmos que presagiaban un
próximo y difícil alumbramiento. Las
parteras que le acompañaban, tras de
reprenderle por no haberse quedado en
Tenochtitlan, procuraron desentenderse
del asunto convencidas de que su
intervención resultaría inútil, pues el
nacimiento se anunciaba con problemas
que juzgaban insuperables. Por otra
parte, ninguna de ellas quería dejar de
participar en el ya inminente retorno de
todo el pueblo azteca al campo de
batalla. Al lado de la infeliz mujer
permanecía tan sólo Citlalmina,
brincándole la ayuda que le era posible
en aquellas difíciles circunstancias.
Provenientes de distintos rumbos,
dos jadeantes y sudorosos adolescentes
—integrantes de los grupos encargados
de vigilar desde cerca lo que ocurría en
el campamento enemigo— llegaron casi
simultáneamente ante Tlacaélel, sus
informes
eran coincidentes:
los
tecpanecas habían lanzado a la batalla
sus tropas de reserva. De inmediato
Tlacaélel ordenó a pueblo y guerreros
que se aprestasen para la marcha. Los
soldados se agruparon en tres cerrados
batallones. El pueblo se formó
ordenadamente detrás de los guerreros.
La
insoportable
tensión que
dominaba a todos los tenochcas aumento
aún más, cuando observaron al Azteca
entre los Aztecas encaminarse a una
ligera protuberancia del terreno con la
evidente intención de dirigir desde
aquella eminencia su anunciado
mensaje.
Al igual que en la primera ocasión
en que hablara ante su pueblo, el
Portador del Emblema Sagrado parecía
haber sufrido una misteriosa y profunda
transformación: su ser constituía una
especie de vibrante energía cuyas
emanaciones se esparcían por doquier.
La presencia de fuerzas superiores a
punto de manifestarse se percibía
claramente en el ambiente. En forma
intuitiva,
todos
los
presentes
comprendían que estaban a punto de
participar en un hecho de inusitada
trascendencia.
Tlacaélel levantó el brazo señalando
hacia el campo de batalla, mientras de
sus labios salía una sola palabra tres
veces repetida:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
El heredero de Quetzalcóatl acababa
de pronunciar en público, por vez
primera en la historia, el nombre secreto
del territorio en donde a través del
tiempo habían surgido una y otra vez
prodigiosas
civilizaciones.
Aquel
vocablo era tenido como el más sagrado
de todos los conjuros pronunciados por
los Sumos Sacerdotes de Quetzalcóatl
en
ceremonias
religiosas
cuya
celebración ignoraba el común del
pueblo. El significado de aquella
palabra era doble, por una parte
simbolizaba la expresión del principio
de dualidad existente en todo lo creado
—manifestado por la presencia en el
cielo del sol y la luna— y por otra, el
ideal de alcanzar la unidad y la
superación de la humanidad, mediante la
integración de una sola y armónica
sociedad en la cual quedasen superadas
las contradicciones que separan a los
diferentes grupos humanos. La sabiduría
y los anhelos de varios milenios de
cultura, sintetizados en una sola palabra.
[10]
A pesar de que nadie de entre los
que escuchaban a Tlacaélel conocía el
profundo
significado
de
aquel
misterioso
y ancestral
vocablo,
presintieron al instante que se trataba de
un conjuro, de una palabra símbolo,
capaz de permitir la creación de un
puente espiritual entre el ser humano y
las fuerzas superiores que lo
trascienden.
Todavía vibraba en el aire el eco de
la palabra triplemente pronunciada por
la poderosa voz de Tlacaélel, cuando
pueblo y guerreros, impulsados por un
irresistible anhelo surgido de lo más
profundo de su ser, comenzaron a su vez
a repetir con recio acento:
¡Me-xihc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
La incesante repetición de la
enigmática palabra, resonando en cada
nueva ocasión con mayor vigor, parecía
ir borrando rápidamente en quienes la
pronunciaban no sólo su sentido de
individualidad en relación con los
demás, sino también su conciencia de
diferenciación con los restantes
elementos del Universo: la tierra y los
árboles, el agua y la luz, las rocas y los
dioses, no eran ya algo ajeno y distinto a
ellos mismos, sino que todos formaban
parte de un poderoso espíritu único, del
cual eran voluntad y expresión
consciente en aquellos momentos.
Sin dejar de pronunciar la palabrasímbolo, los aztecas salieron del bosque
y penetraron en la dilatada llanura donde
se libraba el combate. Una vez más,
mujeres, niños y ancianos, hicieron uso
de las enormes escobas que portaban
levantando con ellas densas nubes de
polvo mientras se aproximaban al
campo de batalla.
En el interior del cada vez más
estrecho círculo tendido por las tropas
tecpanecas en torno a las fuerzas
aliadas, la lucha comenzaba a
transformarse en simple carnicería. A
pesar de su indeclinable valentía, las
agotados guerreros de Tenochtitlan y
Texcoco iban siendo exterminados con
creciente rapidez por las descansadas
tropas de reserva que los tecpanecas
habían lanzado al combate.
Cuando todo parecía indicar la
inminente derrota del ejército bajo su
mando, Moctezuma comenzó a escuchar
en la lejanía, primero en forma apenas
audible pero luego con clara precisión,
la afirmación insistente de una misma
palabra:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
El Flechador del Cielo concluyó que
los dueños de aquellas voces no podían
ser otros sino el pueblo y los guerreros
bajo el mando de Tlacaélel, que de
acuerdo con lo convenido, retornaban al
campo de batalla a intentar un súbito
cambio en el desarrollo del encuentro.
Sin dejar de combatir un solo instante,
Moctezuma elevó su voz por sobre el
fragor de la lucha, para afirmar con
recio y desesperado acento:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
Los
desfallecientes
guerreros
aliados parecieron presentir que la
enunciación de aquella misteriosa y
desconocida palabra entrañaba la única
perspectiva de salvación; y con voces
que
denotaban
entremezclados
sentimientos de angustia y esperanza,
clamaron al unísono:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
Por sobre encima de la barrera de
fuerzas enemigas que les separaban, las
voces de los sitiados se unieron a las de
los recién llegados, formando un solo y
gigantesco coro:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
El ancestral conjuro, pronunciado
una y otra vez con tan ferviente
emotividad que impedía la más leve
monotonía, parecía a un mismo tiempo
descender de lo alto de los cielos y
brotar de las profundidades de la tierra.
Su retumbante acento impregnaba el
campo de batalla, transformándolo en
una especie de recinto en donde tenía
lugar una sagrada ceremonia:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
Las tropas tecpanecas, sorprendidas
ante la inesperada aparición de
contingentes contrarios cuya existencia
ignoraban, detuvieron su avasallador
avance sin abandonar por ello su
ordenada formación. Ante el inminente
ataque de que iban a ser objeto, los
soldados de Maxtla situados en la
retaguardia dieron una apresurada media
vuelta para hacer frente a las nuevas
fuerzas surgidas a sus espaldas.
Envueltos entre densas nubes de
polvo que impedían a cualquier
observador percatarse de lo escaso de
su número, los setecientos guerreros
aztecas encabezados por Tlacaélel
atacaron con furia incontenible la
retaguardia del ejército tecpaneca. El
pueblo tenochca, arrastrando siempre
sus largas escobas, volvió a alejarse del
campo de batalla, dirigiéndose en línea
recta a la cercana ciudad de
Azcapotzalco.
Abriéndose paso por entre las filas
de sus confundidos oponentes, las tropas
bajo el mando de Tlacaélel traspasaron
el cerco tecpaneca y llegaron hasta el
lugar donde se encontraba el ejército
aliado. Los diezmados batallones de
tenochcas y texcocanos abrieron
momentáneamente su cerrada formación
defensiva para formar un largo pasadizo
interno por el cual avanzaron a todo
correr los recién llegados. Tras de
atravesar su propio campo, Tlacaélel y
los guerreros que le acompañaban
chocaron con las tropas tecpanecas
situadas en la delantera. Los soldados
de Maxtla eran presa del desconcierto
producto de la sorpresa y la desilusión:
cuando creían tener ya la victoria al
alcance de la mano y sólo restaba
terminar de liquidar a sus desfallecidos
oponentes, aparecían surgidos quién
sabe de dónde nuevos batallones de
descansados y aguerridos combatientes
que les atacaban por todos lados.
Aprovechando
el
transitorio
descontrol que paralizaba a sus
adversarios, las tropas del Portador del
Emblema Sagrado lograron de nueva
cuenta perforar el cerco tecpaneca,
arrollando a todo aquel que se oponía a
su avance. Una vez transpuestas las
líneas enemigas, Tlacaélel y sus
acompañantes comenzaron a alejarse del
campo de batalla encaminándose rumbo
a la Ciudad de Azcapotzalco. Muy
pronto dieron alcance al pueblo azteca
que marchaba con idéntica dirección, y
unidos pueblo y guerreros, continuaron
avanzando con gran prisa.
La repentina irrupción en el campo
de batalla de las fuerzas bajo el mando
de Tlacaélel, seguida de su inmediata
desaparición, pareció ser la esperada
señal que aguardaban todos los
integrantes del ejército aliado para
iniciar una generalizada contraofensiva.
Superando el agotamiento que les
dominaba a base de voluntad y
entusiasmo, tenochcas y texcocanos
contraatacaron con renovado ímpetu, en
un claro y desesperado esfuerzo
tendiente a romper el apretado cerco
mantenido por los tecpanecas a lo largo
del encuentro.
La inesperada reacción aliada
cambió rápidamente la faz del combate.
En incontables sitios el cerco quedó
roto, y en lugar de dos ejércitos
combatiendo en un bien delimitado
frente, la lucha se transformó en un sin
fin de pequeños encuentros, sostenidos
por grupos reducidos que en medio del
más completo desorden se destrozaban
unos a otros, sin que nadie pudiese
determinar cuál de los dos bandos
estaba logrando sacar la mejor parte en
aquella lucha caótica y feroz.
Si bien la ruptura del cerco
significaba que la estrategia tecpaneca
tendiente a lograr la destrucción total de
las fuerzas aliadas había fracasado, de
ello no se infería la necesaria derrota
del ejército de Maxtla, cuyos
contingentes, por el hecho de continuar
siendo más numerosos que los aliados,
seguían contando con una decisiva
ventaja que muy bien podría permitirles
terminar imponiéndose. Así lo entendían
los oficiales tecpanecas que continuaban
arengando a sus tropas a seguir luchando
sin desmayo, y así lo entendía también el
común de los soldados bajo su mando,
que gracias a la disciplina y al espíritu
de lucha que caracteriza a los
combatientes profesionales, lograron
pronto recuperarse parcialmente del
desaliento que les dominara al ver
frustradas sus esperanzas de una cercana
victoria y continuaron peleando con
denuedo.
Mientras la lucha en el campo de
batalla seguía desarrollándose en medio
de una creciente anarquía, Tlacaélel y
sus seguidores llegaban a las afueras de
la Ciudad de Azcapotzalco. En la capital
tecpaneca
reinaba
un
confiado
optimismo sobre el resultado del
combate que se libraba en las cercanías
de la ciudad. Acostumbrados a los
reiterados triunfos de su ejército, los
habitantes de Azcapotzalco daban por
segura la derrota de los rebeldes. Los
numerosos mensajeros llegados del
frente a lo largo del día, no habían hecho
sino confirmar lo que todos suponían: a
pesar de la desesperada resistencia que
estaban presentando
las
fuerzas
enemigas, éstas iban siendo vencidas en
forma lenta pero segura.
Repentinamente,
los
vigías
apostados en las entradas de
Azcapotzalco observaron con extrañeza
la proximidad de un contingente humano
que rápidamente se acercaba a la
ciudad. La larga estela de polvo dejada
en su avance por los desconocidos
indicaba muy claramente su elevado
número. En cuanto los vigías se dieron
cuenta que los recién llegados eran
tenochcas, comenzaron a esparcir la voz
de alarma, sembrando el temor y la
confusión entre los moradores de la
capital tecpaneca.
Al marchar Maxtla con sus tropas al
combate, había dejado para proteger
Azcapotzalco tan sólo unos cuantos
batallones de guerreros, los cuales,
sorprendidos ante la inesperada
aparición de sus enemigos, concluyeron
que se hallaban frente a la totalidad de
las fuerzas aliadas, que tras de aniquilar
al ejército tecpaneca en el campo de
batalla se disponían a ocupar la ciudad.
En vista de la, al parecer, aplastante
superioridad de sus adversarios, los
oficiales tecpanecas que mandaban la
guarnición consideraron inútil tratar de
impedirles la entrada a la ciudad y
optaron por ordenar a sus fuerzas se
replegaran al cuartel central, con objeto
de fortificarse en su interior mientras
analizaban las propuestas de rendición.
Ni siquiera esta maniobra pudo
efectuarse en forma organizada, pues a
la entrada del cuartel aguardaban varios
sacerdotes de elevada jerarquía, que a
grandes voces exigieron a las tropas
dirigirse al Templo Mayor para hacerse
cargo de su defensa. Después de una
violenta discusión entre sacerdotes y
militares, la mayor parte de los
guerreros se introdujeron en el cuartel,
mientras el resto de sus compañeros se
encaminaba, en unión de los sacerdotes,
hacia la alta pirámide en cuya cima
estaba edificado el templo principal de
la ciudad. Aterrorizada y presagiando lo
peor, la población civil se mantenía
oculta dentro de sus casas.
En tanto que el pueblo azteca detenía
su marcha y aguardaba en las afueras de
Azcapotzalco, Tlacaélel y sus guerreros
penetraban en la ciudad y tras de
recorrer sus desérticas calles llegaban
ante las escalinatas del Templo Mayor.
Los soldados y los sacerdotes
tecpanecas, ubicados en la parte
superior del edificio, comenzaron de
inmediato a lanzar una furiosa lluvia de
proyectiles en contra de los tenochcas,
pero éstos, haciendo caso omiso de las
bajas que sufrían, ascendieron a toda
prisa los empinados peldaños de la
elevada escalera y trabaron combate
cuerpo a cuerpo con los defensores del
templo. El encuentro fue breve y feroz.
Los tecpanecas combatían poseídos por
una frenética desesperación, varios de
sus sacerdotes, al darse cuenta de la
inminencia de la derrota, se arrojaron al
vacío. Tras de rodar por los inclinados
muros de la pirámide, sus cuerpos
quedaron inertes al pie de la gigantesca
construcción.
Una vez que lograron terminar con
todos sus enemigos, los aztecas
incendiaron el templo, prendiéndole
fuego por los cuatro costados. Al
impulso del viento las llamas se
extendieron rápidamente y muy pronto
toda la parte superior de la pirámide era
presa de enormes llamaradas.
Conseguido su empeño, Tlacaélel y
sus acompañantes se dirigieron sin
pérdida de tiempo al cuartel central de
la ciudad. Dado lo reducido de su
número, era obvio que resultaría
contraproducente cualquier intento de
asalto a la fortificación, así pues, los
aztecas se contentaron con lanzar
periódicamente certeras andanadas de
flechas contra las ventanas del edificio,
maniobrando de continuo en su contorno,
para hacer creer a sus ocupantes que se
encontraban cercados por fuerzas
considerables.
Las enormes llamas que envolvían al
Templo Mayor de Azcapotzalco iban a
producir
repercusiones
de
trascendentales consecuencias en el
desarrollo del prolongado combate que
se libraba en las cercanías de la ciudad.
Al percatarse del incendio que consumía
al templo, todos los integrantes del
ejército de Maxtla llegaron a la
conclusión de que fuerzas enemigas se
habían apoderado de la ciudad. El
abatimiento y el desaliento más
completos cundieron de inmediato tanto
entre los tecpanecas como entre los
diversos
contingentes
de
tropas
mercenarias que luchaban en su
compañía, cuyos jefes, convencidos de
que la pérdida de la ciudad
imposibilitaría a Maxtla el poder
cumplir los compromisos con ellos
adquiridos, se dieron a la tarea de
organizar cuanto antes la retirada de sus
respectivas fuerzas, labor nada fácil,
dada la característica de batalla campal
que había adquirido e] encuentro.
Mientras las tropas mercenarias iban
abandonando el campo de batalla —en
medio de una gran desorganización y
acosadas continuamente por sus
contrarios— los guerreros aliados se
agruparon con gran celeridad en dos
nutridos contingentes. Los tenochcas,
bajo la dirección de Moctezuma y de
Itzcóatl, se dirigieron en línea recta a la
ciudad de Azcapotzalco, en donde se
unieron a las reducidas fuerzas de
Tlacaélel y en rápido asalto se
apoderaron del cuartel central enemigo.
Los texcocanos, a cuyo frente continuaba
el príncipe poeta con su armadura hecha
girones, iniciaron un incontenible
avance en dirección al lugar en donde se
encontraban Maxtla y su guardia
personal. Al ver avanzar a su temido
rival arrollando a todo aquel que se
atrevía a interponerse en su camino, el
tirano optó por emprender una veloz
huida, actitud que muy pronto fue
secundada por los restos de su derrotado
ejército.
Las sombras de la noche, al
descender sobre el campo de batalla,
dieron fin al combate impidiendo la
persecución de los vencidos y
facilitando a éstos su fuga.
Desde el cercano bosque próximo al
campo
de
batalla,
Citlalmina
contemplaba la desordenada retirada de
las tropas tecpanecas y el triunfal
avance de los tenochcas rumbo a la
capital enemiga. El difícil parto que
atendiera sin la ayuda de nadie había
concluido y una robusta criatura
comenzaba a llorar entre sus brazos, sin
embargo, y a pesar de todos sus
esfuerzos por impedirlo, la madre se
desangraba y era evidente que estaba a
punto de perecer.
—¿Qué fue? —inquirió la infeliz
mujer con débil voz cargada de ternura.
—Es
un
niño
—respondió
Citlalmina.
—Quiero que vea cómo triunfan
nuestras tropas —afirmó la madre
mientras sentía que la vida se le
escapaba rápidamente.
Citlalmina se puso de pie y dirigió
el sollozante rostro del pequeño hacia el
campo de batalla, semicubierto ya por
las tinieblas de la noche, después, con
recia voz que resonó con acentos
proféticos, habló así al recién nacido:
Llegarás a ser un guerrero
ejemplar y tus ojos no verán nunca la
derrota de los tenochcas.
Contemplando a su hijo con plácida
expresión de maternal alegría, la madre
expiró
víctima
de
incontenible
hemorragia. Citlalmina ocultó el
cadáver lo mejor que pudo entre el
denso follaje y emprendió enseguida el
camino de retorno a Tenochtitlan, en
unión de su pequeña carga.
Mientras cruzaba el solitario y
silencioso bosque a través de estrechas
veredas que le eran familiares desde su
infancia, Citlalmina iba meditando sobre
los importantes cambios que para el
mundo náhuatl habrían de derivarse de
la victoria obtenida por su pueblo en
aquella decisiva jornada. En el vigoroso
llanto del recién nacido, cuyos padres
habían muerto el mismo día en
diferentes clases de combate —contra el
enemigo y en la lucha por traer un nuevo
ser al mundo—, la joven tenochca veía
simbolizados los primeros balbuceos
del poderoso espíritu encarnado en el
pueblo azteca, espíritu que ahora, en
virtud del triunfo logrado en el campo
de batalla, podría al fin comenzar a
manifestarse plenamente.
Capítulo XII
CIMENTANDO UN
IMPERIO
El ejército de Maxtla constituía la
base sobre la cual se sustentaba el
poderío tecpaneca; al ser derrotado, el
predominio de Azcapotzalco llegó a su
fin.
Acompañado de las escasas fuerzas
que aún le continuaban siendo leales en
la desgracia, el antaño poderoso
monarca tecpaneca se refugió en la
ciudad de Coyohuácan e intentó entablar
pláticas de paz con sus vencedores; pero
éstos no estaban dispuestos a perder en
negociaciones lo ganado en el campo de
batalla.
Después
de
ocupar
Azcapotzalco la misma noche del
encuentro, tenochcas y texcocanos
dirigieron sus combinados ejércitos a
Coyohuácan, posesionándose de la
ciudad mediante un rápido y bien
coordinado asalto.
Sabedor de la suerte que le
aguardaba, Maxtla trató inútilmente de
evadir su destino escondiéndose en un
abandonado baño de temazcal, pero fue
descubierto y perdió la vida al pretender
oponerse a sus captores.
La súbita desaparición de la
hegemonía tecpaneca, que era el lazo
por el que se mantenía integrada dentro
de una misma organización política a
una gran parte de los pueblos de
Anáhuac, motivó de inmediato múltiples
reacciones entre las poblaciones
sojuzgadas. Primero una oleada de
júbilo sacudió a todos los pueblos
vasallos al enterarse de lo ocurrido,
pero enseguida se produjeron en
diversos lugares expresiones de un
mismo y generalizado deseo: constituir
una gran variedad de pequeños Reinos
dotados de plena autonomía. La tarea de
fijar los límites que habrían de abarcar
cada una de estas entidades comenzó a
causar graves discrepancias entre las
distintas poblaciones, muchas de las
cuales se aprestaban ya a dirimir sus
divergencias mediante el uso de la
fuerza. Al parecer, estaba por iniciarse
un nuevo periodo de generalizadas
contiendas dentro del mundo náhuatl,
con
la
consiguiente
anarquía
devastadora que estas luchas habían
traído consigo en el pasado.
La llegada de embajadores de la
capital azteca a todos los pueblos que
habían sido tributarios de los tecpanecas
produjo un nuevo giro en los
acontecimientos. Los embajadores eran
portadores de un doble mensaje.
Itzcóatl, Rey de los Tenochcas, hacía
saber a los habitantes de estas
poblaciones que como consecuencia de
la victoria obtenida sobre el Reino de
Azcapotzalco,
Tenochtitlan
se
consideraba la natural heredera de todos
los dominios que antaño poseyeran los
tecpanecas. Por su parte, el Portador del
Emblema Sagrado respaldaba con la
autoridad moral de su alta investidura
las pretensiones del monarca azteca.
Los mensajes de Tlacaélel y de
Itzcóatl suscitaron reacciones diferentes
entre los pueblos a los que iban
dirigidos. Algunos de ellos consideraron
que lo más conveniente era aceptar
desde un principio la existencia de un
nuevo centro hegemónico de poder y
optaron por acatar la autoridad
tenochca, otros, por el contrario, se
negaron rotundamente a reconocer la
substitución de autoridad que intentaban
llevar a cabo los aztecas y se prepararon
para la lucha; pero ambos extremos
constituían en realidad una minoría, ya
que la mayor parte de las poblaciones
optaron por no dar respuesta a los
mensajes recibidos, manteniéndose
atentas al desarrollo de los futuros
sucesos con el evidente propósito de
normar su conducta conforme a éstos.
Actuando con la celeridad del
relámpago, las tropas aztecas bajo el
mando de Moctezuma atacaron una tras
otra
las
poblaciones
rebeldes,
derrotando en todos los casos los
desorganizados intentos de resistencia
en su contra. Atemorizados por el
empuje aparentemente irresistible del
ejército tenochca, todos los exvasallos
de Azcapotzalco, que hasta esos
momentos habían mantenido una actitud
vacilante ante las pretensiones aztecas,
optaron por acatar de inmediato la
supremacía de Tenochtitlan.
Una vez logrado el reconocimiento
de la autoridad del Reino Azteca en los
antiguos dominios tecpanecas, Tlacaélel
juzgó llegado el momento de iniciar
algunas de las importantes reformas que
tenía proyectadas.
La guerra contra Azcapotzalco, así
como
los
combates
librados
posteriormente con distintos pueblos,
habían
constituido
una
valiosa
experiencia militar para los tenochcas
partícipes en dichos encuentros. Con
base en ello y en el hecho de que los
nuevos tributos pagados por los pueblos
recién conquistados eran ya de regular
cuantía, Tlacaélel juzgó factible lograr
en poco tiempo que una buena parte de
la población masculina del pueblo
azteca, abandonando sus anteriores
trabajos, se consagrase exclusivamente a
prepararse para el combate, con objeto
de constituir un ejército profesional y
permanente, que sustituyese el sistema
de organización militar seguido hasta
entonces por los tenochcas, según el
cual, todos los hombres que estaban en
posibilidad de empuñar las armas
debían hacerlo al sobrevenir un
conflicto, pero durante las épocas de paz
podían dedicarse al desempeño de
actividades que nada tenían que ver con
la guerra. Así pues, aquellos jóvenes
aztecas que se hallaban convencidos de
poseer una decidida vocación guerrera,
ingresaron al ejército que bajo la
dirección de Moctezuma comenzaba
rápidamente a integrarse.
Deseoso de comenzar a definir la
índole de sus atribuciones dentro del
gobierno, Tlacaélel reinstituyó la
existencia de un antiguo cargó creado
desde la época de los primeros toltecas:
el de «Cihuacóatl».[11] También dejó
establecido que la autoridad del
soberano azteca no tendría nunca un
carácter absoluto, sino que debería
tomar en cuenta la opinión de los
miembros de un «Consejo Consultivo»
integrado por cuatro personas. Este
organismo —del cual Tlacaélel sería el
miembro más prominente— estaba
facultado para privar al monarca de toda
autoridad cuando éste adoptase una
conducta contraria a los intereses del
Reino.
Acontecimientos
imprevistos
interrumpieron, transitoriamente, la
labor reformadora de Tlacaélel. Dentro
de los confines del Valle del Anáhuac
existía un señorío, el de Xochimilco,
que a pesar de su proximidad con la
capital del Reino Tecpaneca no había
sido nunca sojuzgado por Azcapotzalco,
pues su riqueza y el valor de sus
habitantes había despertado el respeto
de sus poderosos vecinos, quienes se
habían contentado con tenerlo de aliado
en varias de sus empresas guerreras.
Recelosos los xochimilcas de la
fuerza creciente que iba adquiriendo
Tenochtitlan, decidieron constituir una
alianza en su contra. Los señoríos de
Chalco, Cuitláhuac y Mizquic —
situados ya fuera de los contornos del
valle— se sumaron a la empresa de
intentar poner un dique al avance azteca.
La guerra contra los xochimilcas y
sus aliados fue una contienda larga y
difícil, sin embargo, la superior
dirección militar de Moctezuma y la
cada vez mayor capacidad combativa de
las tropas aztecas —resultado de su
incesante adiestramiento— fueron poco
a poco minando la moral de sus
adversarios. Tras de ser derrotados en
varios importantes y sangrientos
encuentros, los coaligados perdieron
toda esperanza de lograr la destrucción
de Tenochtitlan, y desbaratando el
mando unificado que habían creado para
la dirección de sus tropas, optaron por
una guerra estrictamente defensiva, en la
que cada uno de los antiguos aliados
actuaba por su propia cuenta, mientras
intentaban entablar negociaciones que
les permitieran abandonar cuanto antes
la funesta aventura en que se habían
embarcado.
La falta de coordinación en las
acciones enemigas facilitó de inmediato
la labor del ejército tenochca.
Rechazando sistemáticamente cualquier
posibilidad de un arreglo negociado, los
aztecas sitiaron y tomaron por asalto las
capitales de los cuatro señoríos que
habían
pretendido
contener
su
expansión.
La conquista de Xochimilco
constituyó un triunfo que trajo consigo
consecuencias
particularmente
favorables. Tanto por la fertilidad de su
suelo como por la laboriosidad de sus
habitantes, dicha región era considerada
desde tiempo atrás como la productora
de verduras más importante en todo el
valle, su incorporación a los dominios
de Tenochtitlan dotaba a ésta de una gran
autosuficiencia en materia de alimentos.
Con miras a facilitar el transporte de
mercancías entre ambas regiones, los
aztecas dispusieron la construcción de
una amplia calzada que comunicaba a
Xochimilco con la capital azteca.
En
cuanto
Tlacaélel
juzgó
suficientemente consolidado el dominio
tenochca sobre los territorios recién
adquiridos, volvió de nueva cuenta a
concentrar su atención en las reformas
que se había propuesto llevar a cabo. En
esta ocasión, el Portador del Emblema
Sagrado consideró llegado el momento
de poner las bases sobre las cuales
habría de cimentarse la organización
política del futuro Imperio.
Según se desprendía de la lectura de
los códices y de los informes
transmitidos por la tradición, los
sistemas de organización política
adoptados hasta entonces podían
reducirse a tres.
El primero, y más elemental, era el
de señorío o pequeño Reino, y consistía
en una entidad integrada por una
población poco numerosa y de
características homogéneas, en lo
referente a idioma, religión y
costumbres, asentada en un territorio de
no muy extensas dimensiones.
El sistema de pequeños Reinos era
el régimen de gobierno más antiguo de
que se tenía memoria. Las comunidades
tendían de modo natural a retornar a esta
forma de organización en cuanto
desaparecía el lazo unificador creado
por un fuerte poder central que
controlase extensas regiones. Si bien en
los momentos en que Tlacaélel intentaba
iniciar sus reformas este régimen
político era el predominante, perduraba
en la memoria de los pueblos de
Anáhuac y de todas las regiones
circunvecinas el recuerdo de los
poderosos Imperios Toltecas.
La
organización
imperial
representaba la antítesis misma del
régimen anterior, su característica
fundamental la constituía la existencia
de una fuerte autoridad central, cuya
hegemonía abarcaba enormes territorios
habitados por pueblos de muy diversas
peculiaridades, que conjuntaban sus
esfuerzos y energías en forma
coordinada para la realización de metas
comunes.
La arraigada certidumbre —
prevaleciente en todos los moradores de
las diferentes poblaciones— de que
había sido durante los Imperios Toltecas
cuando los seres humanos habían
alcanzado su más plena realización,
tanto en lo individual como en lo
colectivo, originaba una permanente
añoranza de esas épocas felices y un
común anhelo, hasta entonces frustrado,
de retornar a un sistema de gobierno
semejante al que había contribuido a la
consecución de tan elevados logros. En
su calidad de Portador del Emblema
Sagrado de Quetzalcóatl —y por lo tanto
de heredero directo de la autoridad de
los Emperadores Toltecas— Tlacaélel
era el lógico representante de todas las
tendencias que propugnaban por el
restablecimiento de la Autoridad
Imperial; sin embargo, el Azteca entre
los Aztecas no deseaba que el nuevo
Imperio que proyectaba fuese tan sólo
una simple copia de los anteriores, sino
que
intentaba
aprovechar
las
experiencias del pasado para constituir
un Imperio de cimientos aún más sólidos
y duraderos.
Al analizar las diferentes formas de
gobierno existentes en la antigüedad,
Tlacaélel prestó particular atención al
sistema de «Confederación de Reinos»,
desarrollado por los pueblos de la
lejana área maya; en dicho sistema, los
Reinos, aun cuando conservaban plena
independencia para efectos internos, se
mantenían voluntariamente vinculados
entre sí colaborando estrechamente en la
resolución de una gran variedad de
problemas, que iban desde el
intercambio de conocimientos en asuntos
relacionados con la observación celeste,
hasta la edificación de templos y centros
ceremoniales comunes.
La evidente efectividad del sistema
de «Confederación de Reinos» —puesta
de manifiesto por la larga supervivencia
de esta forma de gobierno y por las altas
realizaciones alcanzadas por los
pueblos mayas— motivó que Tlacaélel
optase por intentar la creación de una
nueva fórmula de organización política
que conjugase las ventajas de este
sistema con las derivadas de la
existencia de un poderoso Imperio, esto
es, decidió que antes de que Tenochtitlan
se convirtiese en el centro de la
Autoridad Imperial, debía primeramente
aliarse con otros Reinos para constituir
una Confederación.
Una
vez
adoptada
esta
determinación, quedaba por resolver el
problema de cuáles podrían ser los
aliados más convenientes para los
tenochcas. Los beneficios obtenidos
como resultado de la reciente alianza
guerrera con Texcoco eran obvios, como
lo eran también las ventajas que podrían
alcanzarse a través de una colaboración
entre ambos Reinos que no se limitase a
los asuntos puramente militares, sino
que incluyese las más diversas
cuestiones. Así pues, la inclusión de
Texcoco en la proyectada alianza
resultaba un hecho natural y lógico.
En contra de lo que cualquiera
hubiera podido suponer, Tlacaélel
decidió elegir como tercer miembro
integrante de la Confederación al Reino
de Tlacópan; constituido por población
de origen tecpaneca, y por consiguiente,
enemiga reciente de Tenochtitlan. La
elección de tan inesperado aliado no
obedecía a un simple capricho del
Portador del Emblema Sagrado, sino a
una bien calculada política de
reconciliación con los tecpanecas, o más
exactamente, con los múltiples sabios y
artistas con que este pueblo contaba
debido a los esfuerzos realizados por
sus autoridades para preservar la
valiosa herencia tolteca. La existencia
de un Reino tecpaneca dotado de un alto
grado de independencia —al impedir la
emigración y consiguiente dispersión de
la clase culta de este pueblo—
garantizaba
la
colaboración
de
importantes sabios y artistas en la
realización de toda clase de labores
culturales.
A través de largas pláticas
sostenidas entre los principales
consejeros de Itzcóatl, Nezahualcóyotl y
Totoquihuátzin —rey de Tlacópan—, fue
quedando establecida la forma en que
habría de funcionar la alianza que estaba
por
pactarse.
Concluidas
las
conversaciones, tuvieron lugar en
diferentes
poblaciones
animados
festejos populares para celebrar tan
importante acontecimiento y, finalmente,
la Triple Alianza quedó plenamente
formalizada por medio de una
impresionante
ceremonia
religiosa
efectuada en la capital azteca, en la que
participaron los tres monarcas ante la
presencia del pueblo y de las más
importantes
personalidades
de
Tenochtitlan, Texcoco y Tlacópan.
El Azteca entre los Aztecas podía
estar satisfecho de los sólidos cimientos
que había construido como asiento del
futuro Imperio. La Triple Alianza
garantizaba a los tenochcas la amistad
de dos importantes pueblos cercanos a
su capital, los cuales, por el hecho de
ser aliados y no vasallos, habrían de
proporcionarles
una
valiosa
colaboración.
Apenas concluidos los festejos
celebrados con motivo de la
concertación de la Triple Alianza,
Tlacaélel se propuso iniciar la tarea que
calificaba como la más alta misión que
intentaría realizar en su vida —superior
incluso a la construcción de un Imperio
—, o sea la creación de un vigoroso
movimiento de renovación espiritual,
que permitiese nuevamente a los seres
humanos participar activamente en la
labor de colaborar a un mejor desarrollo
del Universo.
Para dar cumplimiento a tan difícil
tarea, el Portador del Emblema Sagrado
decidió solicitar la ayuda de los
dirigentes
de
las
diferentes
organizaciones
religioso-culturales
existentes en el mundo náhuatl y en las
regiones próximas al mismo.
Convocados por medio de los
eficaces mensajeros tenochcas y
procedentes de las más diversas
regiones, importantes dirigentes de una
gran variedad de organizaciones
religioso-culturales
comenzaron
a
concentrarse en Tenochtitlan. La mayor
parte de los recién llegados pertenecían
a instituciones surgidas en donde antaño
florecieran los Imperios Toltecas, sin
embargo, había también representantes
de organizaciones existentes en las
fértiles tierras del hule próximas al mar,
así como destacados dignatarios que
habitaban en lejanas y montañosas
regiones. En esta forma, congregados
por el Heredero de Quetzalcóatl, una
auténtica asamblea de hombres ilustres
por su saber y experiencia inició sus
deliberaciones en la capital azteca.
Una vez transcurridas las sesiones
preliminares, durante las cuales se puso
de manifiesto el generalizado sentir de
todos los participantes en cuanto a la
necesidad de intentar romper el
paralizante estancamiento espiritual en
que la humanidad se debatía, el Portador
del Emblema Sagrado expuso, con el
vigor y la energía que le eran
característicos, las bases y lineamientos
fundamentales
de
su
ambicioso
proyecto: la unificación del género
humano con el objeto de lograr un
desarrollo más acelerado y armónico
del sol, mediante la práctica en gran
escala de los sacrificios humanos.
Los planteamientos de Tlacaélel
entrañaban la más drástica ruptura con
las antiguas formas del pensamiento
náhuatl, su osado proyecto, presentado
ante una asamblea integrada por
individuos
consagrados
a
la
preservación del saber tradicional,
produjo en los que le escuchaban una
gran sorpresa y la más completa
confusión.
A solicitud de una gran mayoría de
los integrantes de la Asamblea,
Nezahualcóyotl dio respuesta en la
siguiente sesión a la proposición de
Tlacaélel. Haciendo gala de un elegante
dominio de los más refinados giros del
idioma de sus mayores y manifestando a
lo largo de su exposición no sólo un
profundo conocimiento de las bases
fundamentales sobre las que se
estructuraba la Cultura Náhuatl, sino
también un entrañable amor hacia dicha
cultura, el gobernante poeta manifestó un
parecer del todo contrario al sustentado
por Tlacaélel. Nezahualcóyotl estaba de
acuerdo en que debía intentarse un
gigantesco esfuerzo tendiente a lograr
que la humanidad superase el pesado
letargo que la dominaba, pero difería en
cuanto al medio propuesto para alcanzar
este fin. A su juicio, el mejor camino
para alcanzar la elevación espiritual que
todos anhelaban, consistía en el
desarrollo de una corriente de
pensamiento que subrayase la unidad de
la Divinidad, retornando con ello a la
base misma de la más antigua tradición
religiosa, oscurecida desde hacía largo
tiempo por la preferente atención que
los humanos solían prestar
a
manifestaciones
importantes
pero
secundarias del Ser Divino, como lo
eran los cuerpos celestes que poblaban
el Universo.
Tras de afirmar que sólo el Ser
Supremo era real e inmutable y que el
movimiento de renovación espiritual que
se intentaba crear debería sustentarse en
una mejor y mayor comprensión de su
esencia, Nezahualcóyotl concluyó su
brillante exposición con una poética
enunciación de algunos de los atributos
del Dios Único: Dador de la Vida,
Dueño de la Cercanía y la Proximidad,
Inventor de Sí Mismo, Ser Invisible e
Impalpable, Señor de la Región de los
Muertos y Autor del Libro en cuyas
pinturas existimos todos.
La
contraproposición
de
Nezahualcóyotl vino a incrementar la
confusión prevaleciente en la Asamblea.
Aun cuando efectivamente el concepto
de un Dios superior y único formaba
parte de una inmemorial tradición
religiosa,
los
más
destacados
pensadores de todos los tiempos habían
coincidido en señalar la inutilidad de
los esfuerzos humanos encaminados a
tratar de comprender su naturaleza,
concluyendo que lo único que podía
afirmarse acerca del mismo era la
existencia de su realidad, pero que todo
lo relativo a su íntima esencia y a sus
posibles motivaciones constituía un
misterio impenetrable e irresoluble.
Ante la encrucijada planteada por
las contradictorias propuestas de
Tlacaélel y Nezahualcóyotl, los
integrantes de la Asamblea, por acuerdo
unánime, decidieron consultar al
«Códice que responde a todas las
preguntas», o sea indagar cuáles eran en
esos momentos las influencias celestes
dominantes sobre la tierra, para así estar
en posibilidad de adoptar la resolución
que estuviese más acorde con dichas
influencias.
Los
complejos
conocimientos
requeridos para averiguar cuál era el
influjo predominante de los astros en un
determinado momento, constituían una
de las más valiosas herencias culturales
que sabios y sacerdotes habían logrado
preservar tras el colapso sufrido por las
antiguas civilizaciones. De entre los
distintos medios empleados para indagar
los designios trazados por los astros,
existía uno considerado por todos como
el más certero: el «Ollama»,[12] que
partiendo del principio filosófico que
postulaba la íntima conexión de todo lo
existente en el Universo, buscaba
reproducir en un pequeño escenario
sobre la tierra lo que acontecía en la
vasta inmensidad del cosmos. Cada uno
de los individuos que participaba en
esta ceremonia actuaba en ella como
representante de un determinado planeta.
[13]
En igual forma, la determinación del
sitio y de las dimensiones del recinto
donde debía tener lugar la ceremonia,
así como del día y momento más
adecuados para la celebración de la
misma, se fijaban mediante complicados
cálculos astronómicos.
En Tenochtitlan no se había
celebrado jamás una ceremonia de esta
índole, razón por la cual no existía el
recinto apropiado para llevarla a cabo.
Así pues, los integrantes de la Asamblea
primero tuvieron que realizar los
estudios encaminados a la construcción
de
un
«Tlachtli»,[14]
para
posteriormente, dirigir su edificación y
efectuar la elección de las personas que
habrían de participar en el ritual
destinado a obtener información sobre
los dictados de los astros.
Una vez concluidos todos los
preparativos, tuvo lugar el legendario
ritual ante la presencia de la totalidad de
los integrantes de la Asamblea y de los
reyes de Tenochtitlan, Texcoco y
Tlacópan.
Una
intensa
emoción
dominaba a los espectadores, mientras
contemplaban el incesante ir y venir de
la compacta pelota de hule dentro de los
bien marcados límites del pequeño
terreno que en aquellos momentos
simbolizaba el Universo entero.
Al finalizar la segunda y última parte
de la ceremonia,[15] ninguno de los
presentes en la misma ignoraba ya cuál
era la conclusión que podía inferirse
como resultado de la indagación que
acerca de las influencias de los astros
acababan de realizar: el predominio de
Huitzilopóchtli era incontrastable,[16] la
hegemonía que ejercía en esos
momentos sobre los seres que poblaban
la Tierra —misma que al parecer se
prolongaría durante un largo período—
era muy superior a la procedente de
cualquier otro cuerpo celeste.
Al día siguiente de celebrada la
ceremonia la Asamblea prosiguió sus
deliberaciones. Una vez más, Tlacaélel
hizo uso de la palabra para insistir en su
proposición inicial, apoyándose en los
resultados aportados por la reciente
investigación cósmica. La supremacía
de Huitzilopóchtli —sentenció el
Portador del Emblema Sagrado—
impregnaba a la Tierra de evidentes y
poderosas influencias bélicas, bajo cuyo
dictado se generarían incesantes
enfrentamientos entre los seres humanos.
En su proyecto, las guerras que habrían
de producirse en el futuro debido a las
influencias cósmicas tendrían un
concreto y elevado propósito: impulsar
el crecimiento del astro del cual
dependía primordialmente el desarrollo
de todos los seres.
En esta ocasión, los argumentos del
Azteca entre los Aztecas terminaron por
convencer a los integrantes de la
Asamblea. El resultado de la reciente
ceremonia les había llevado a la
conclusión de que se aproximaba para la
humanidad una larga época de
contiendas
como
inevitable
consecuencia
de
las
fuerzas
prevalecientes en el cosmos, por lo que
consideraron que la implantación del
sistema propuesto por Tlacaélel —en el
que al menos se pretendía canalizar la
energía derivada de las guerras hacia un
propósito específico— constituía un mal
menor a la simple realización anárquica
y sin sentido, que de otra forma tendrían
dichas contiendas.
Únicamente Nezahualcóyotl mantuvo
una inalterable oposición al proyecto de
su mejor amigo, pero dado que no sólo
el sentir general de la Asamblea sino al
parecer hasta el de la Bóveda Celeste
eran contrarios a sus personales puntos
de vista, se contentó con lograr para los
texcocanos una situación de exclusión: a
cambio de su promesa de no oponerse a
la realización de los planes trazados por
Tlacaélel, éste se comprometió a su vez
a no pretender implantar, dentro de los
confines del Reino de Texcoco, los
nuevos conceptos y prácticas con los
que se proponía reorganizar a todos los
pueblos de la Tierra.
Con objeto de lograr una más rápida
aceptación de los conceptos y sistemas
cuyo
establecimiento
proyectaba,
Tlacaélel consideró que resultaría
conveniente tratar de borrar de la
memoria colectiva de las distintas
poblaciones aquellos conocimientos del
pasado que implicasen una oposición a
las ideas que intentaba poner en vigor.
Para lograr esto, previno a sus oyentes
que en un futuro cercano ordenaría que
en todas aquellas regiones que fuesen
quedando bajo el dominio tenochca se
procedería a la inmediata destrucción de
los antiguos códices. El Azteca entre los
Aztecas comprendía muy bien que si
bien esta drástica medida era necesaria
para facilitar la difusión de los nuevos
conceptos, la destrucción de aquellos
venerados documentos constituiría una
pérdida irreparable; así pues, aconsejó a
los integrantes de la Asamblea —
pertenecientes todos ellos a las
diferentes organizaciones religiosoculturales en cuyo poder se encontraban
la mayor parte de los códices— que
seleccionasen de entre el sinnúmero de
documentos que poseían aquéllos que en
verdad representasen un auténtico
legado de sabiduría y que los ocultasen
cuidadosamente en lo más profundo de
recónditas cavernas. En esta forma, la
valiosa herencia cultural contenida en
aquellos códices se salvaría y podría
ser utilizada en algún futuro remoto, sin
que por el momento su existencia
representase un obstáculo a la
realización de los planes tenochcas.
Finalmente, los participantes en la
Asamblea elaboraron un extenso
proyecto con objeto de lograr la máxima
colaboración de cada una de las
diferentes
instituciones
religiosoculturales representadas en aquella
reunión,
cuyos
componentes
se
comprometían a realizar un gigantesco
esfuerzo tendiente a superar la
decadencia cultural imperante, para lo
cual se reimplantarían en todas partes
los
antiguos
procedimientos
de
enseñanza que propiciaban un armónico
desenvolvimiento de la personalidad,
incluyendo el desarrollo de facultades
que comúnmente permanecían dormidas
en la mayor parte de los seres humanos.
Las bases sobre las cuales se
edificaría
todo
el
movimiento
ideológico y cultural propiciado por el
advenimiento de la hegemonía tenochca
habían
quedado
sólidamente
establecidas.
Capítulo XIII
LA REBELIÓN DE
LOS FALSOS
ARTISTAS
Atraídos por los importantes
privilegios que las autoridades aztecas
otorgaban a quienes se dedicaban al
ejercicio de las bellas artes, un
creciente número de artistas y artesanos
comenzó a concentrarse en la capital
azteca.
Siempre que se creaba una nueva
corporación de artistas o artesanos,
Tlacaélel formalizaba el acontecimiento
con su presencia y aprovechaba la
ocasión para exhortarlos a que
intentasen propiciar un renacimiento
artístico que no fuese una simple
repetición de lo efectuado en el pasado,
sino que innovase radicalmente esta
clase de actividades.
No transcurrió mucho tiempo sin que
Tlacaélel llegase a la conclusión de que
sus exhortaciones en favor de una
auténtica renovación artística estaban
cayendo en el vacío. Tanto artistas como
artesanos se contentaban con reproducir,
una y otra vez, los modelos creados
durante la existencia del Segundo
Imperio Tolteca. Las plazas y los
templos de la capital azteca, al igual que
el interior de las casas de sus
moradores, iban llenándose rápidamente
de los más diversos objetos de diseño
tolteca. Tenochtitlan estaba en camino de
convertirse en una copia de la antigua
Tula, pero en una mala copia —concluía
Tlacaélel— pues resultaba evidente que
las reproducciones de obras toltecas que
por doquier se efectuaban, estaban muy
lejos de poseer la elevada calidad
artística que caracterizaba a los modelos
originales.
A pesar de su disgusto por la forma
en que se desarrollaba todo lo
relacionado con las actividades
artísticas, el Portador del Emblema
Sagrado se cuidaba mucho de intervenir
en esta clase de asuntos, pues
comprendía que el nacimiento de un
nuevo arte jamás puede lograrse
mediante disposiciones emitidas por las
autoridades y que la misión de éstas
consiste únicamente en colaborar
indirectamente en tan delicada gestión,
respetando escrupulosamente la libertad
creativa
de
los
artistas
y
proporcionándoles toda clase de ayuda
para el desempeño de su trabajo. No
quedaba, por lo tanto, sino esperar a que
los artistas que surgiesen en las nuevas
generaciones —educados ya en un
ambiente que tendía a la búsqueda de la
superación personal y colectiva—
fuesen capaces de llevar a cabo una
empresa que, al parecer, sus padres no
eran capaces ni siquiera de imaginar.
De entre las distintas corporaciones
artísticas y artesanales que habían
surgido en Tenochtitlan, la que agrupaba
a los escultores comenzó muy pronto a
cobrar especial relevancia, a resultas de
las astutas maniobras de su dirigente
principal, el culhuacano Cohuatzin.
Cohuatzin
era
un
sujeto
singularmente dotado para el empleo de
la insidia y la intriga. A pesar de que
como artista era menos que mediocre,
había sabido siempre obtener un
provecho considerable por su trabajo,
utilizando para ello procedimientos que
iban desde el más abyecto servilismo
con los poderosos, hasta la hábil
dirección de pérfidas campañas de
calumnias, con las cuales acostumbraba
desprestigiar a cuanta persona osaba
interponerse en su camino.
Durante el apogeo de Azcapotzalco,
Cohuatzin
había
figurado
destacadamente en la corte tecpaneca,
dirigiendo la ejecución de un gran
número de esculturas y organizando
frecuentes homenajes al máximo
gobernante
en
turno
—primero
Tezozómoc y posteriormente a Maxtla
—, a los que gustaba comparar en sus
elogios
con los
más
grandes
Emperadores Toltecas.
Al sobrevenir la derrota de Maxtla y
con ella el brusco final de la hegemonía
tecpaneca, Cohuatzin comprendió que en
lo futuro el asiento del poder radicaría
en Tenochtitlan y se trasladó de
inmediato a la capital azteca,
presentándose ante sus autoridades con
un elaborado plan para incrementar las
actividades artísticas.
Maniobrando hábilmente en favor de
sus intereses, Cohuatzin sobresalió
rápidamente en Tenochtitlan. No sólo
obtuvo la dirección de su propia
corporación —la de escultores— sino
que de hecho fue logrando controlar a
casi todas las asociaciones artísticas y
artesanales, valiéndose para ello de sus
numerosos incondicionales, sujetos que
al igual que él eran pésimos artistas
pero excelentes intrigantes.
Las continuas maquinaciones del
falso artista no pasaban desapercibidas
ante la vigilante mirada de Tlacaélel.
Poseedor de un certero conocimiento de
los seres humanos, el Azteca entre los
Aztecas había valorado desde un
principio a Cohuatzin y comprendido
que nada bueno para el desarrollo del
verdadero arte podía derivarse de la
actuación de aquel ambicioso y siniestro
personaje; sin embargo, dominando su
natural inclinación que le impelía
siempre a la acción, mantuvo inalterable
la política de no intervenir en los
asuntos internos de los gremios
artísticos y artesanales.
Un
inesperado
acontecimiento
vendría a devolver a Tlacaélel su
perdida confianza en un cercano
resurgimiento artístico. Cierto día, en
una reunión a la que asistían las
principales autoridades del Reino con la
finalidad de trazar los planes tendientes
a lograr la anexión del señorío de
Cuauhnáhuac, el monarca azteca ordenó
se sirviese a sus acompañantes
chocolate
recién preparado.
La
espumeante bebida fue servida mientras
el Portador del Emblema Sagrado
apremiaba a los presentes a iniciar
cuanto antes las operaciones militares;
de pronto, al observar el recipiente que
le era ofrecido a Moctezuma, Tlacaélel
interrumpió bruscamente su exposición,
y tras de solicitar a su hermano la
pequeña vasija rebosante de chocolate
que éste tenía ya próxima a los labios,
procedió a examinarla cuidadosamente
ensimismándose en su contemplación a
tal grado, que parecía del todo abstraído
de cuanto le rodeaba. Los demás
asistentes a la reunión observaban a
Tlacaélel con curiosa expectación, sin
alcanzar a comprender la causa de tan
inusitado interés por un objeto del uso
común, similar a cualquiera de las
vasijas que cada uno de ellos sostenía
en esos momentos entre las manos.
Y en efecto, el utensilio que tan
poderosamente había llamado la
atención de Tlacaélel no poseía al
parecer ninguna cualidad sobresaliente;
se trataba de un producto de cerámica
típico de la época: una vasija de barro
de forma sencilla, decorada con hileras
de delgadas líneas de color negro,
paralelas y ondulantes, siguiendo el
modelo
del
estilo
tradicional
establecido largo tiempo atrás por los
alfareros toltecas. Sin embargo, la
penetrante mirada del Azteca entre los
Aztecas había descubierto desde el
primer vistazo notables singularidades
en aquel objeto: cada una de las líneas
de nítidos contornos que lo rodeaban
poseía una ondulación levemente
acentuada, circunstancia que resultaba
imposible de captar cuando la vasija
estaba en reposo, pero al desplazar ésta
de un lugar a otro, se producía una fugaz
ilusión óptica, perceptible tan sólo a un
sagaz observador, consistente en que la
vasija parecía cobrar vida y palpitar
levemente entre las manos que la
movían.
Tlacaélel concluyó, para sus
adentros, que aquel objeto constituía una
especie de sarcástico reto lanzado por
un desconocido artífice a la venerada
memoria de los alfareros toltecas, pues
éstos habían tratado siempre de
transmitir a través de sus obras un
sentimiento de inmutable serenidad,
mientras que por el contrario, aquella
vasija era la expresión misma del
cambio y de la tensa lucha de
encontradas fuerzas que genera el
movimiento,
pero
todo
ello
ingeniosamente oculto tras un aparente
respeto a la forma y al diseño
convencionales imperantes en la
alfarería.
Una vez finalizado el análisis del
recipiente
y
sin
proporcionar
explicación alguna que permitiese a sus
sorprendidos compañeros de reunión
dilucidar las causas de su extraña
conducta, Tlacaélel planteó de nuevo las
principales cuestiones que debían
tomarse en cuenta para garantizar el
éxito de la proyectada campaña militar
en el Sur.
Concluida la reunión, Tlacaélel
conversó a solas con Itzcóatl,
comunicándole su asombro ante las
peculiaridades contenidas en la vasija
ofrecida a Moctezuma. En vista del
interés manifestado por Tlacaélel hacia
aquella pieza de cerámica, Itzcóatl se la
obsequió gustoso, sin explicarse del
todo la desmedida importancia que el
Heredero de Quetzalcóatl atribuía a las
casi imperceptibles singularidades de
aquel sencillo utensilio. Así mismo, le
informó que el origen de aquella vasija
era idéntico al de todos los objetos de
cerámica que se utilizaban diariamente
en sus aposentos: provenía del taller de
Yoyontzin, el más prestigiado de los
alfareros aztecas.
Aun cuando Tlacaélel estaba seguro
de que Yoyontzin no podía ser el
alfarero que había modelado tan
excepcional recipiente, pues si bien se
trataba de un artífice que producía obras
de gran calidad, carecía de originalidad
y
sus
trabajos
eran
siempre
reproducciones fieles de antiguos
modelos toltecas, envió de inmediato un
mensajero al taller del alfarero,
invitándolo a comparecer ante él.
Tan rápidamente como se lo
permitían sus cansadas piernas,
Yoyontzin se encaminó a la residencia
de Tlacaélel, [17] interrogándose
inútilmente a lo largo del camino sobre
los posibles motivos que pudiera tener
el Portador del Emblema Sagrado para
desear entrevistarse con el modesto
propietario de un taller de alfarería.
Tlacaélel recibió afablemente al
artesano, logrando en poco tiempo
disipar la paralizante timidez del
anciano mediante la amable naturalidad
de su trato. Una vez captada la confianza
del alfarero, mostró a éste la vasija que
Itzcóatl le obsequiara aquella misma
tarde, preguntándole si sabía quién era
el autor de aquel objeto. Yoyontzin casi
no necesitó mirar la vasija para dar una
respuesta a la pregunta que se le había
formulado: se trataba de una pieza
elaborada en su taller por un joven de
nombre Técpatl. La historia de aquel
joven, relató el anciano, era triste en
extremo: huérfano desde muy pequeño,
había logrado sobrevivir a duras penas
merced a la escasa ayuda brindada por
los habitantes de la población en que
naciera, una pequeña aldea azteca
semiperdida en la región más pobre e
insalubre de todas las que bordeaban al
lago. Cuando tenía doce años de edad,
Técpatl se había trasladado a
Tenochtitlan, e ingresado como sirviente
en un taller de escultura. Al poco tiempo
de trabajar en dicho lugar, y en vista de
que revelaba excepcionales facultades
para el tallado en piedra, se le había
ascendido al rango de aprendiz. Todo
parecía indicar el inicio de un brusco y
favorable cambio en el destino hasta
entonces adverso del joven huérfano, sin
embargo, su buena suerte se prolongó
menos de un año; repentinamente, y sin
que mediara para ello explicación
alguna del propietario del taller, fue
arrojado a la calle. Desesperado había
recorrido los talleres de escultura que
existían en la ciudad y en las
poblaciones vecinas en busca de
trabajo, bien fuera de aprendiz o de
simple sirviente. Todo fue en vano,
misteriosamente todos los escultores
parecían haberse puesto de acuerdo para
impedirle el menor contacto con la
actividad a la que había decidido
consagrar su existencia.
Acosado por el hambre y las
enfermedades
propias
de
la
desnutrición, Técpatl había deambulado
varios meses en el mercado de
Tlatelolco, trabajando como cargador a
pesar de su frágil condición física. Fue
ahí, en medio del incesante bullicio del
próspero y creciente mercado, donde
Yoyontzin lo conoció. El extremo
cuidado utilizado por el endeble
cargador al manipular las piezas de
cerámica que el alfarero llevaba para
ofrecer en venta a los comerciantes
había llamado la atención del anciano.
Una breve plática entre ambos bastó a
Yoyontzin para darse cuenta de la innata
sensibilidad artística de aquel joven, así
como del total desamparo en que se
encontraba. El bondadoso alfarero
ofreció a Técpatl un trabajo de aprendiz
en su taller, ofrecimiento que éste aceptó
en el acto, naciendo a partir de aquel
instante un estrecho vínculo entre ambos
personajes. Yoyontzin había llegado a la
ancianidad sin haber formado nunca una
familia y toda su frustrada paternidad se
volcó muy pronto en el joven huérfano,
en quien veía no sólo al hijo que
siempre había anhelado tener, sino
también al artista que él mismo hubiera
deseado llegar a ser, capaz de convertir
en realidad los propios sueños y no sólo
dedicarse a reproducir los modelos
creados por otros.
Apenas había comenzado a trabajar
Técpatl en el taller de Yoyontzin, cuando
el dirigente principal de la corporación
que agrupaba a los productores de
cerámica —un sujeto del todo
incondicional a Cohuatzin— mandó
llamar al anciano artesano para
aconsejarle que despidiera cuanto antes
a su nuevo aprendiz, ya que, según él, se
trataba de un individuo de pésimos
antecedentes e indigno de formar parte
del gremio de los alfareros. Las
acusaciones en contra de Técpatl iban
desde la de haber cometido diversos
hurtos en su antiguo trabajo, hasta la de
llevar una vida consagrada a la práctica
de toda clase de vicios.
Yoyontzin
había
rechazado
indignado todas las acusaciones que se
hacían a Técpatl, pero muy pronto
comprendió que aquello no era sino el
principio de una interminable campaña
de calumnias en contra de su protegido.
Los comerciantes del mercado de
Tlatelolco, a los cuales vendía la mayor
parte de su producción artesanal,
comenzaron
repentinamente
a
presionarlo, amenazándolo con dejar de
comprar sus productos si no prescindía
de los servicios de su ayudante.
Extrañado
ante
la
inexplicable
animadversión manifestada en contra de
un ser noble y generoso que no había
hecho jamás el menor daño a nadie,
Yoyontzin se propuso averiguar quién
era el promotor de tan feroz
hostigamiento. Muy pronto indagó toda
la verdad: Cohuatzin, temeroso de que la
aparición de un artista de genio viniese
a significar el momento de su ocaso, y
presintiendo que tras la débil apariencia
de Técpatl latía un poderoso espíritu
creativo, era quien venía intrigando en
contra del joven huérfano. Al
culhuacano se debía tanto la expulsión
de Técpatl del taller a donde éste
ingresara inicialmente, como los
posteriores rechazos en los restantes
talleres de escultura existentes en la
ciudad. En igual forma, era Cohuatzin
quien ahora intentaba amedrentar a
Yoyontzin para obligarlo a retirar la
protección que brindaba a su desvalido
aprendiz.
Una vez que Yoyontzin concluyó de
narrar la vida de su joven ayudante ante
el Portador del Emblema Sagrado, éste
manifestó un vivo interés por conocer a
Técpatl y anunció que efectuaría a la
mañana siguiente una visita oficial al
taller del alfarero. La resolución de
Tlacaélel de efectuar dicha visita en
lugar de simplemente mandar llamar a
Técpatl al Templo Mayor, tenía el
propósito de manifestar públicamente el
afecto que profesaba al viejo artesano,
pues esperaba que esto constituyese una
clara advertencia para Cohuatzin de que
debía suspender de inmediato la
campaña de intrigas que venía
realizando en contra de Yoyontzin.
Ataviado con un largo manto blanco,
luciendo sobre el pecho el caracol
sagrado pendiente de una delgada
cadena de oro y acompañado de varios
importantes sacerdotes, Tlacaélel se
encaminó ceremoniosamente al taller de
Yoyontzin. El artesano, presa de una
enorme emoción ante aquella visita
jamás imaginada, lo aguardaba ante la
entrada de su engalanado taller.
Tlacaélel había dado instrucciones a
Yoyontzin de que su visita no debía ser
motivo para la interrupción de las
labores propias del taller, pues deseaba
observarlo en pleno funcionamiento; así
pues, los distintos operarios que
integraban el taller de alfarería
laboraban nerviosos en sus lugares de
costumbre a la llegada del Cihuacóatl
Azteca.
El Heredero de Quetzalcóatl saludó
afectuosamente a Yoyontzin e inició en
su compañía el recorrido del taller,
deteniéndose ante cada uno de los
operarios para examinar su trabajo e
interrogarles brevemente sobre la índole
del mismo. Al llegar junto a un joven de
larga cabellera, Yoyontzin confirmó a
Tlacaélel lo que éste ya presentía: que
aquel operario no era otro sino Técpatl.
El Azteca entre los Aztecas permaneció
un buen rato en silencio, observando con
suma atención al novel artista. A través
de todo su ser, Técpatl manifestaba una
perceptible contradicción entre los
elementos físicos y espirituales que lo
integraban. Los periodos de privaciones
habían dejado su huella: la delgadez de
su cuerpo era de tal grado que permitía
observar claramente cada uno de sus
huesos, firmemente adheridos a la piel y
como queriendo perforarla y salir de
ella; toda su figura era la más clara
imagen de un adolescente endeble y
desvalido. Su ovalado rostro de finas
facciones reflejaba, igualmente, una
perenne expresión de angustia y
desconcierto. Sin embargo, de aquel
organismo débil y aún no del todo
formado, un espíritu increíblemente
poderoso parecía querer emerger y
manifestarse con fuerza irresistible:
cada uno de los movimientos de sus
manos —ocupadas en esos momentos en
modelar una vasija de barro—
revelaban una pasmosa habilidad y un
pleno dominio de la materia sobre la
cual trabajaban. En igual forma, de lo
más profundo de su mirada provenían
destellos de una energía desafiante y
poderosa que contrastaba radicalmente
con su frágil aspecto exterior.
Tlacaélel cruzó tan sólo unas cuantas
frases convencionales con Técpatl, pero
después, una vez concluido el recorrido
del taller, pidió a Yoyontzin que llamase
a su aprendiz, y a solas con ambos,
mantuvo una larga plática con el joven
artista.
A pesar de que Técpatl era por
naturaleza retraído e introvertido, en
esta ocasión no le resultó difícil
aprovechar la oportunidad que se le
brindaba para expresar su opinión sobre
cuestiones que le eran tan vitales. Con
voz entrecortada por la emoción, criticó
acervamente la forma como habían
venido
desenvolviéndose
las
actividades artísticas en los últimos
tiempos. Calificó a los más prestigiados
artistas —particularmente a Cohuatzin—
de ser unos consumados farsantes que no
buscaban
otra
cosa
sino
el
enriquecimiento personal, valiéndose
para ello de las buenas intenciones de
las autoridades aztecas, deseosas de
promover al máximo el florecimiento
artístico dentro del Reino. Finalmente,
se lamentó de que todo esto estuviese
ocasionando una verdadera atrofia en la
sensibilidad popular, ya que la gente
terminaba por aceptar como algo digno
de
admiración
las
pésimas
reproducciones de arte tolteca que se
estaban produciendo en Tenochtitlan,
reduciéndose
con
ello
las
probabilidades de que pudiesen surgir y
desarrollarse en el futuro nuevas
corrientes de expresión artística.
Tlacaélel manifestó estar del todo
acorde con los planteamientos de
Técpatl, sin embargo, le externo a su vez
su tradicional punto de vista sobre el
particular, consistente en que era
obligación de las autoridades fomentar
el desarrollo del arte mediante la ayuda
que proporcionaban a los artistas, pero
que no correspondía a éstas dictar las
normas conforme a las cuales aquéllos
debían desarrollar su trabajo. A
continuación, Tlacaélel preguntó al
joven cuál era según su criterio la
fórmula más conveniente para ayudarle.
La respuesta de Técpatl no se hizo
esperar: deseaba recorrer las apartadas
regiones en donde antaño habían
florecido importantes civilizaciones con
objeto de poder estudiar detenidamente
las diferentes formas de escultura
desarrolladas en esos lugares. El
Portador
del
Emblema
Sagrado
prometió acceder a lo solicitado y
después de felicitar a Yoyontzin por la
eficaz organización del taller y la
calidad de los productos que en él se
elaboraban, regresó al Templo Mayor,
en medio de la respetuosa expectación
que despertaba siempre en el pueblo su
presencia.
Aún no transcurría una semana de la
visita de Tlacaélel al taller de
Yoyontzin,
cuando
ya
Técpatl
abandonaba Tenochtitlan en unión de una
delegación diplomática de regulares
proporciones. Unos días antes Itzcóatl
había dado a conocer los nombres de los
primeros embajadores tenochcas. Por
intervención de Tlacaélel, Técpatl había
sido designado ayudante del embajador
que representaría los intereses del Reino
Azteca ante los distantes señoríos
zapotecas. Tanto Itzcóatl como el propio
Tlacaélel habían hecho saber al
embajador en dicha región que el
nombramiento otorgado al joven artista
tenía por objeto dotarlo de la debida
protección oficial, así como permitirle
la obtención de ingresos suficientes para
subsistir decorosamente, pero que sus
funciones eran de índole especial y
debía dejársele en la más completa
libertad para desempeñarlas, no estando
obligado
a
prestar
servicios
diplomáticos de ninguna clase.
Desde lo alto del camino y antes de
iniciar el descenso que lo alejaría del
valle, Técpatl se detuvo a contemplar el
espectáculo siempre fascinante que
constituía la ciudad de Tenochtitlan. La
capital azteca estaba formada por dos
grandes islas artificiales construidas en
el centro de la enorme laguna. Un
sinnúmero de canales atravesaban por
doquier la ciudad, confiriéndole un
aspecto singular y fantástico. Sus anchas
avenidas, al igual que sus incontables
calles, eran de una perfecta simetría, lo
que producía en el observador una clara
impresión de orden y concierto, así
como un sentimiento de admiración
hacia aquella asombrosa obra humana,
producto del continuado esfuerzo de
sucesivas generaciones.
Técpatl echó un último vistazo a la
ciudad y dando media vuelta prosiguió
con decidido andar su camino,
repitiéndose a sí mismo la firme
promesa de no retornar a Tenochtitlan
mientras no lograse desarrollar su
propio estilo escultórico.
A través del servicio de los
mensajeros aztecas, que día con día iba
extendiéndose a lugares más apartados,
Tlacaélel no dejaba nunca de recibir
informes
periódicos
sobre
las
actividades de Técpatl. Después de
permanecer cerca de dos años en la zona
zapoteca, el joven escultor había
solicitado permiso para dirigirse a los
territorios habitados por los mayas;
posteriormente y una vez obtenida una
nueva autorización, se había trasladado
a la fértil región totonaca. En cierta
ocasión, un embajador tenochca
procedente de la lejana Chi Chen Itzá,
había manifestado a Tlacaélel la
sorpresa que le causara un acto del todo
incomprensible cometido por Técpatl:
después de trabajar arduamente en una
enorme escultura de piedra cuya
elaboración venía suscitando los más
elogiosos comentarios de los artistas de
la localidad, había procedido a
demolerla en cuanto la hubo terminado.
Cuando faltaban escasas semanas
para que se cumplieran cinco años
contados a partir de la fecha en que
Técpatl partiera de Tenochtitlan, un
mensajero llegado desde el Tajín
informó a Tlacaélel que el artista
marchaba ya de retorno rumbo a la
capital azteca y que arribaría a ésta en
pocos días. La noticia produjo un
profundo regocijo en el Portador del
Emblema Sagrado. Aun cuando durante
la ausencia de Técpatl no había tenido
muchas oportunidades para detenerse a
reflexionar sobre cuestiones artísticas,
le molestaba sobremanera contemplar el
fatuo orgullo que embargaba al pueblo y
a las autoridades tenochcas con motivo
de la creciente producción de supuestas
obras de arte que en forma incontenible
brotaban de los talleres controlados por
Cohuatzin y su camarilla. Desde lo más
profundo de su ser, el Azteca entre los
Aztecas anhelaba que el regreso de
Técpatl constituye una especie de feliz
augurio de que aquella deplorable
situación tocaría pronto a su fin.
Tlacaélel ordenó que se introdujese
a Técpatl ante su presencia en cuanto
tuvo conocimiento de que el artista
solicitaba verle. Un sorprendente y
notorio cambio se había operado en la
persona del joven huérfano. En las finas
pero firmes facciones del escultor, al
igual que en cada uno de sus gestos y
movimientos —que antaño fueran la
imagen misma de la incertidumbre y el
desconcierto— se evidenciaba ahora
una vigorosa voluntad y una serena
confianza en sí mismo. Resultaba
evidente que el antiguo conflicto interior
que caracterizara a Técpatl, entre su
poderoso espíritu y su débil organismo,
había concluido con una clara victoria
para el primero.
Tlacaélel dialogó largamente con
Técpatl poniendo manifiesto durante la
entrevista un vivo interés por escuchar
todo lo que el artista le narraba. Al final
de la plática, y como preguntase a
Técpatl cuáles eran sus proyectos para
el futuro, éste se limitó a contestar que
por lo pronto retornaría a su antiguo
trabajo de ayudante en el taller de
Yoyontzin; asimismo, manifestó su
intención de comenzar a esculpir una
enorme piedra existente en las cercanías
del poblado en que naciera y a la que
había soñado dar forma desde niño. El
único favor que el artista solicitaba era
precisamente que se le proporcionase la
ayuda necesaria para transportar aquella
piedra hasta el taller de Yoyontzin. El
Portador del Emblema Sagrado se
comprometió a enviarle a la mañana
siguiente un buen número de cargadores
para que efectuasen dicho trabajo;
después de esto dio por concluida la
entrevista.
El retorno de Técpatl a Tenochtitlan,
así como su entrevista con Tlacaélel,
fueron
motivo
de
prolongados
comentarios por toda la ciudad y
despertaron de inmediato la recelosa
suspicacia de Cohuatzin y de su
floreciente corte de amigos.
La labor que a los pocos días de su
llegada realizó Técpatl, consistente en
dirigir el traslado hasta el taller de
Yoyontzin de una gran piedra, constituyó
la voz de alerta para Cohuatzin y su
grupo, pues al ver aquello, dieron por
cierto que el propio Tlacaélel había
encomendado al escultor la realización
de una obra. No atreviéndose a
presentar directamente sus quejas al
Portador del Emblema Sagrado,
acudieron ante el rey para lamentarse de
la ruptura de la norma fundamental que
tradicionalmente regía las relaciones
entre artistas y autoridades, de acuerdo
con la cual, éstas encomendaban a las
diferentes asociaciones de artistas y
artesanos la elaboración de los
diferentes objetos que necesitaban —
desde una imagen destinada al culto
hasta los utensilios de uso común que se
requerían en los templos y en los
aposentos
reales—
y
dichas
asociaciones a su vez determinaban, con
plena autonomía, quién de sus miembros
debía llevar a cabo cada uno de los
diferentes trabajos.
Itzcóatl negó rotundamente que se
hubiese roto o se intentase romper la
forma tradicional de operar entre
autoridades y artistas: nadie había
encomendado a Técpatl la ejecución de
una obra, como tampoco se le había
otorgado o prometido emolumento
alguno; si Tlacaélel había dispuesto que
se le brindase cierta ayuda para
transportar una piedra, ello constituía un
favor como otro cualquiera de los que
diariamente concedía el Portador del
Emblema Sagrado a las múltiples
personas que acudían ante él en
demanda de ayuda.
El hecho de saber que sus ganancias
no se verían mermadas por las
actividades de Técpatl, tranquilizó
momentáneamente a Cohuatzin y a sus
allegados, sin embargo, muy pronto
tuvieron un nuevo motivo de inquietud,
pues al poco tiempo se comenzaron a
producir una serie de deserciones en
diferentes talleres de escultura de la
ciudad: varios de los jóvenes que
trabajaban en esos lugares como
aprendices o ayudantes de escultor,
abandonaron su trabajo para ingresar
como aprendices de alfarero al taller de
Yoyontzin.
La actividad de escultor otorgaba
una superior posición social y era más
lucrativa que la de alfarero, así pues,
resultaba aparentemente absurda la
conducta asumida por aquellos jóvenes,
los cuales, tras de avanzar un buen
trecho por el camino que conducía a una
envidiable posición, lo abandonaban
repentinamente para recomenzar desde
el principio una actividad que, aun a la
larga, habría de resultarles menos
provechosa.
Tomando en cuenta que en la
mayoría de los casos los jóvenes que
habían abandonado los talleres eran
precisamente
quienes
venían
manifestando mayores facultades para el
ejercicio de la escultura, Cohuatzin
llegó a la conclusión de que la
explicación de tan extraña paradoja era
que aquellos jóvenes deseaban aprender
directamente de Técpatl los secretos del
arte de esculpir, pero en vista de que
éste no poseía su propio taller, pues era
únicamente un simple ayudante de
alfarero, habían optado por laborar en
su compañía, pese a que ello significase
sacrificar los frutos de sus anteriores
esfuerzos y enfrentarse a un incierto
porvenir, ya que el gremio de escultores
—que Cohuatzin presidía y controlaba
— jamás otorgaría a ninguno de ellos la
necesaria autorización para establecer
un taller.
Acompañado de un buen número de
sus incondicionales, Cohuatzin acudió
una vez más ante Itzcóatl para exponerle
todo lo relativo a las deserciones de
personal de los talleres y pedirle su
intervención en contra de Técpatl. Con
palabras que al parecer denotaban una
intensa preocupación por el problema
que se le planteaba, pero en las cuales
era fácil percibir un dejo de sorna, el
monarca respondió que le era imposible
intervenir en aquel conflicto, pues de
hacerlo, violaría la autonomía de los
gremios y rompería las tradicionales
formas de relación existentes entre
autoridades y artistas.
Comprendiendo que las autoridades
no habrían de brindarles ninguna clase
de ayuda en su lucha contra Técpatl y
decididos más que nunca a impedir que
éste lograse darse a conocer como
escultor, Cohuatzin y sus secuaces
tomaron la determinación de movilizar a
la opinión pública en su contra, para lo
cual urdieron una hábil maniobra: dos
jóvenes que les eran adictos hicieron el
simulacro de unirse a los disidentes;
abandonando los talleres donde
trabajaban fueron aceptados en el de
Yoyontzin, y al igual que sus demás
compañeros, comenzaron a recibir
lecciones de Técpatl y a laborar con él
en la ejecución de la obra escultórica
que éste había iniciado. Apenas habían
cumplido una semana en su nuevo
trabajo, cuando los dos traidores
solicitaron ser readmitidos en sus
antiguos talleres, y a la vez que
simulaban un profundo arrepentimiento
por su pasajero desvarío, comenzaron a
propalar a los cuatro vientos la versión
de que Técpatl proyectaba destruir la fe
del pueblo en los dioses, para cuyo
propósito estaba esculpiendo una obra
indescriptiblemente
grotesca,
una
burlesca representación de la máxima
deidad femenina, la venerada Coatlicue.
El propósito de Técpatl al realizar dicha
obra —afirmaban sus detractores— no
era sólo mofarse de los sentimientos del
pueblo, sino hacer patente el profundo
desprecio que profesaba hacia la
Deidad misma. Finalmente, se repetía en
contra del artista el mismo cargo de que
se le acusara años atrás, o sea el de
llevar una vida consagrada al vicio,
añadiendo a ello el de haber convertido
el taller de Yoyontzin en un antro de
corrupción en donde se practicaban toda
clase de excesos.
Aun cuando la verdad de las cosas
era que la vida privada de Técpatl no
sólo podía calificarse de irreprochable
sino incluso de ascética, y que en
materia religiosa su personalidad estiba
muy próxima al misticismo, un creciente
número de personas, desconocedoras de
la auténtica forma de ser del joven
escultor, aceptaban como válidas las
calumnias que día con día difundían los
secuaces de Cohuatzin. Los familiares
de los numerosos jóvenes que habían
abandonado
sus
trabajos
para
convertirse
en
discípulos
y
colaboradores de Técpatl, molestos de
que éstos hubiesen trocado un
prometedor futuro para tomar parte en
algo que a sus ojos no tenía sentido
alguno, dolidos por la actitud de rebelde
intransigencia que caracterizaba a todos
los seguidores de Técpatl y sin creer
que en verdad fuesen las intensas
jornadas de trabajo y no la práctica de
toda clase de vicios lo que había
convertido a dichos jóvenes en unos
extraños en sus propias casas,
contribuían en forma importante, con sus
incesantes peroratas en contra del
artista, a que la opinión pública
comenzase a ver en Técpatl a una
auténtica amenaza social.
Cuando Cohuatzin juzgó que la
animadversión de los habitantes de
Tenochtitlan por Técpatl había llegado a
un punto tal que ya podría impulsarles
fácilmente a la acción, urdió un plan
para solucionar, de una vez por todas,
aquel espinoso asunto.
Mientras
sus
enemigos
se
preparaban a poner en práctica sus
siniestros propósitos, Técpatl trabajaba
sin descanso en la doble misión que
para esa etapa de su vida se había
impuesto: realizar una obra escultórica
diametralmente distinta a todas las
producidas en el pasado y formar a un
alto número de artistas que, dejando a un
lado la labor de simples copistas de las
obras de arte toltecas, fuesen capaces de
iniciar un auténtico movimiento de
renovación
artística.
Asimismo,
procuraba en unión de sus seguidores
incrementar al máximo posible la
producción artesanal del taller de
Yoyontzin, con objeto de no convertirse
en una carga demasiado pesada para la
modesta economía del generoso anciano.
El engaño sufrido por Técpatl a
manos de los dos jóvenes espías al
servicio de Cohuatzin había constituido
un duro revés para los propósitos del
escultor, quien deseaba mantener en
secreto la ejecución de la obra que
estaba llevando a cabo hasta que no
estuviese del todo terminada, pues de
acuerdo con su inveterada costumbre, se
había propuesto demolerla una vez
concluida si no resultaba de su entera
satisfacción, como había hecho con
todas sus anteriores creaciones.
Ignorantes de que había llegado la
fecha fijada para la celada tendida en su
contra,
Yoyontzin
y
Técpatl,
acompañados de varios de sus ayudantes
y de algunos porteadores, se dirigieron
al igual que todos los días primeros de
cada mes al mercado de Tlatelolco. El
propósito que les guiaba era el de
vender a los comerciantes del mercado
los productos de cerámica elaborados
en el taller durante los veinte días
anteriores. Las canoas que transportaban
la mercancía se deslizaban muy
lentamente sobre las calzadas de agua a
causa del excesivo peso depositado en
ellas.
Apenas habían traspasado los
límites del mercado, cuando Yoyontzin y
sus acompañantes comenzaron a ser
insultados soezmente por numerosas
personas. Sin hacer caso de la creciente
lluvia de injurias, los integrantes del
pequeño grupo se encaminaron hacia los
locales donde operaban los mercaderes
con los que habitualmente celebraban
sus transacciones, pero éstos se negaron
a adquirir la mercancía que les llevaban,
aduciendo que no deseaban tener
ninguna clase de tratos con individuos
viciosos y degenerados.
Desconcertados ante la hostilidad de
que eran objeto, el anciano alfarero y
sus jóvenes amigos optaron por retirarse
cuanto antes del mercado, pero al
retornar sobre sus pasos, los insultos de
la multitud se hicieron aún mayores, e
intempestivamente un sujeto llegó hasta
Yoyontzin y con rápido ademán le
propinó una bofetada en el rostro. Ante
el cobarde ataque a su generoso
protector, Técpatl perdió la serenidad y
lanzándose sobre el agresor lo derribó
al suelo de un solo golpe. Se inició al
instante
una
furiosa
zacapela.
Incontables personas se arrojaron en
contra de Técpatl y de sus amigos
agrediéndoles a golpes y puntapiés, y a
pesar de que éstos se defendieron
bravamente,
la
incontrastable
superioridad
numérica
de
sus
adversarios no tardó en imponerse. Los
jóvenes fueron salvajemente golpeados
hasta dejarlos inconscientes, después,
los agentes provocadores al servicio de
Cohuatzin —que eran los que habían
azuzado y dirigido a la multitud durante
todo el zafarrancho— apartaron al
maltrecho cuerpo de Técpatl y sin hacer
caso de las súplicas de Yoyontzin,
procedieron a recostarlo contra un muro
y comenzaron a repartir entre la gente
canastillas llenas de piedras, invitando a
todos los presentes a que las lanzasen
contra el joven escultor.
El hábil plan trazado por Cohuatzin
para eliminar a Técpatl propiciando un
motín popular que diese fin a la vida del
artista estaba por cumplirse. Algunas
piedras volaban ya por los aires y
rebotaban junto a Técpatl, cuando una
grácil figura femenina se abrió paso
entre la enardecida muchedumbre y
atravesando con paso firme el espacio
vacío existente entre la turba y el
desfallecido cuerpo del escultor llegó
junto a éste, y le tendió los brazos,
ayudándolo a reincorporarse. Un
murmullo de asombro se extendió entre
la multitud al reconocer a la recién
llegada, cuyo nombre comenzó a correr
de boca en boca. Se trataba de
Citlalmina, la iniciadora de la rebelión
juvenil con la que había dado comienzo
la lucha libertaria del pueblo azteca.
Citlalmina había llegado al mercado
justo en el momento en que los
provocadores repartían las canastillas
de piedras e incitaban a la gente a
lapidar a Técpatl. Un solo vistazo a lo
que ocurría le había bastado para
formarse un juicio acerca de la
situación, así como para tomar la
determinación de intentar salvar la vida
del escultor.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano
Técpatl se mantenía en pie esbozando
una dolorida sonrisa a través de sus
ensangrentadas facciones. Airadas voces
surgían de la muchedumbre pidiendo a
Citlalmina que se apartase para dar
comienzo a la lapidación, pero ella
permanecía inmóvil, sosteniendo con su
cuerpo buena parte del peso de Técpatl
y evidenciando con su actitud la
inquebrantable decisión de compartir la
suerte del artista, fuese ésta la que fuere.
El rostro de Citlalmina —famoso en
todo el Anáhuac por su resplandeciente
belleza— reflejaba con toda claridad
los sentimientos que la dominaban en
aquel instante: no había en su interior el
menor asomo de temor por lo que
pudiera ocurrirle, sus grandes ojos
negros
relampagueaban
con
ira
reprochando con la mirada a la multitud
su cobardía en forma mucho más
elocuente que el más conmovedor de los
discursos. Lentamente, el ensordecedor
griterío de la gente comenzó a disminuir
de tono hasta extinguirse por completo,
sobreviniendo un pesado y tenso
silencio. La superior presencia de ánimo
de Citlalmina había terminado por
imponerse sobre los desatados impulsos
de furia de la muchedumbre.
Sin dejar de sostener a Técpatl, que
se movía con gran dificultad a causa de
los innumerables golpes recibidos,
Citlalmina inició un lento avance hacia
la salida del mercado. Las compactas
filas de gente se iban abriendo a su paso
sin presentar resistencia alguna. Un
cambio brusco se había operado en el
ánimo de la multitud, trocando sus
agresivos sentimientos en una mezcla de
profundo arrepentimiento y de vergüenza
colectiva por su reciente proceder.
Citlalmina y Técpatl se encontraban
ya en los confines del mercado, cuando
hizo su aparición un pelotón de soldados
comandados por un oficial. Ante la
presencia de las tropas, la multitud optó
por desbandarse con gran rapidez. En la
gran plaza quedaron tan sólo Yoyontzin y
los jóvenes discípulos de Técpatl, en
cuyos cansados y doloridos rostros
podían verse con toda claridad las
huellas dejadas por el desigual combate
que acababan de librar. A pesar de todo
lo ocurrido, sus amigos rodearon
alborozados a Técpatl, felicitándolo por
haber logrado salvar la vida. El oficial
trasladó a todos los integrantes del
maltrecho grupo hasta el cuartel más
cercano, en donde sus heridas fueron
atendidas. A la mañana siguiente, y de
acuerdo con las instrucciones dictadas
expresamente por el propio Itzcóatl, una
fuerte escolta acompañó hasta el taller
de Yoyontzin tanto al anciano alfarero
como al escultor y a sus amigos,
concluyendo así el azaroso episodio.[18]
El grave altercado ocurrido en el
mercado de Tlatelolco, que tan cerca
estuviera de originar la muerte de
Técpatl, constituyó en realidad un
acontecimiento en extremo venturoso
para el escultor, pues debido al mismo
habría de sumarse a su causa un nuevo
aliado de incalculable valor, poseedor
de la fuerza de un huracán
desencadenado: Citlalmina.
Cuando al día siguiente de aquél en
que ocurrieran los disturbios, Técpatl y
sus amigos retornaron al taller de
Yoyontzin en compañía de la escolta,
Citlalmina los aguardaba ya al frente de
un numeroso grupo de mujeres.
Citlalmina no se limitó a manifestar su
buena disposición y la de sus
acompañantes para colaborar con los
artistas en aquello en que éstos
considerasen les podría resultar de
utilidad, sino que de inmediato puso en
marcha un vasto plan de acción tendiente
a contrarrestar las aviesas maniobras de
Cohuatzin. En primer término, las
mujeres aztecas tomaron por su cuenta la
distribución de los productos de
alfarería que se elaboraban en el taller
de Yoyontzin, utilizando para ello el
sistema de ventas directas de casa en
casa, nulificando en esta forma el
bloqueo económico con el cual —
merced a la complicidad de los
mercaderes— los enemigos de Técpatl y
Yoyontzin pensaban doblegarlos. Acto
seguido Citlalmina pasó a la ofensiva.
Su penetrante inteligencia le había hecho
entender con toda claridad el verdadero
motivo de aquel conflicto: el temor de
un grupo de artistas mediocres a perder
sus jugosas ganancias, lo que ocurriría
fatalmente en cuanto la población
comenzase a valorar las obras
realizadas por artistas de verdadero
genio. Así pues, era indispensable, si en
verdad se quería obtener la victoria en
aquella nueva lucha, lograr la elevación
de la conciencia crítica de la sociedad
tenochca en lo relativo a cuestiones
artísticas.
En todo el Valle del Anáhuac
existían restos fácilmente localizables
de las antiguas ciudades toltecas.
Numerosos grupos organizados por
Citlalmina se dieron a la tarea de
escarbar en ellos, para obtener objetos
que fuesen representativos del arte
desarrollado en esos tiempos. Una vez
extraídos, se procedía a estudiarlos y a
compararlos con aquellos objetos
similares que se elaboraban en los
talleres de Tenochtitlan. En todos los
casos, el resultado de la comparación
resultaba altamente desfavorable para
los nuevos productos, pues su calidad
era de un grado de inferioridad tal, que
no podía pasar desapercibido ni ante el
ser menos dotado de sensibilidad
artística.
Noche tras noche comenzaron a
celebrarse reuniones cada vez más
numerosas en diversos sitios de la
ciudad, en ellas, Citlalmina y sus
colaboradores exponían la Índole de las
investigaciones que venían realizando,
presentaban ante la consideración de los
asistentes toda clase de objetos antiguos
y modernos, promovían apasionadas
discusiones entre los participantes, y
generaban con ello un creciente interés
sobre cualquier tema relacionado con
las actividades artísticas y artesanales
que se desarrollaban en la comunidad
tenochca.
A pesar de que en un principio
Técpatl se negó reiteradamente a
participar en esta clase de reuniones —
tanto porque la reserva de su carácter
era contraria a toda actividad pública,
como por el hecho de que no le
agradaba desatender ni un solo instante
el trabajo que estaba realizando—,
terminó por acceder a ello, ante la
indoblegable insistencia de Citlalmina.
La presencia de Técpatl en las
reuniones originaba invariablemente las
mismas reacciones; al iniciarse éstas,
era claramente perceptible que privaba
en el ambiente un abierto sentimiento de
animadversión en contra del escultor —
¡eran tantas las calumnias que se habían
propalado acerca de su persona!— pero
en cuanto éste comenzaba a exponer sus
ideas acerca de la necesidad de crear un
arte nuevo y vigoroso, que en verdad
constituyese una auténtica expresión de
los sentimientos y anhelos del pueblo
azteca, la actitud de sus oyentes iba
variando rápidamente, primero le
escuchaban con curiosidad, después con
profundo interés y finalmente con
apasionado entusiasmo. Sin poseer dotes
oratorias de ninguna especie, la fuerza
de sus convicciones y la nobleza de su
espíritu eran de tal grado, que Técpatl
lograba comunicar, a través de sus
palabras, una buena parte del afán que lo
dominaba por llevar al cabo sus
elevados ideales. Como resultado de
aquellas reuniones, el número de
personas que comprendían y compartían
las tesis que en materia de renovación
artística propugnaba el escultor, era
cada vez mayor.
El cambio que en contra de sus
intereses comenzaba a operarse en la
opinión
pública
no
pasaba
desapercibido para Cohuatzin y su
camarilla; sin embargo, cuanto intento
efectuaban con miras a impedirlo, se
estrellaba invariablemente ante una
conciencia popular cada vez más
despierta, que conducida bajo la
acertada dirección de Citlalmina y de un
numeroso grupo de jóvenes entusiastas e
inteligentes, parecía adivinar con
suficiente anticipación las maniobras del
culhuacano, impidiendo su realización a
través de una eficaz organización. Los
provocadores enviados a las reuniones
donde se debatían temas artísticos eran
siempre localizados y expulsados a
golpes. En torno al taller de Yoyontzin
se formó un constante servicio de
vigilancia armada, realizada por gente
del pueblo, que impedía tanto la
posibilidad de una agresión a quienes
ahí laboraban, como cualquier intento de
destrucción de la ya casi terminada obra
escultórica realizada por Técpatl.
Finalmente, la tan temida posibilidad de
que sus intereses económicos se vieran
afectados, comenzaba a convertirse en
una realidad para el grupo de Cohuatzin,
pues la venta de sus productos había
empezado a disminuir en forma
ostensible, indicando con ello que se
estaba
operando
una
profunda
transformación en el gusto artístico de la
población azteca.
Una vez que Técpatl hubo concluido
la escultura en que había venido
laborando,
y habiendo
quedado
satisfecho con la realización de la
misma, se dirigió nuevamente al Templo
Mayor para comunicar a Tlacaélel que
deseaba obsequiar su obra a la
Hermandad Blanca de Quetzalcóatl. En
su carácter de Sumo Sacerdote de la
respetada y milenaria Institución,
Tlacaélel aceptó el ofrecimiento de
Técpatl y fijó la fecha en la que,
acompañado de las más altas
autoridades del Reino, acudiría al taller
de Yoyontzin a recibir personalmente la
escultura.
Una enorme expectación se despertó
en todo el pueblo azteca en cuanto tuvo
conocimiento de estos hechos. Hasta
esos momentos nadie que no fuesen los
propios ayudantes de Técpatl (con la
excepción de Yoyontzin y de los dos
espías enviados por Cohuatzin) había
tenido oportunidad de contemplar la
escultura, razón por la cual, seguían
corriendo los más disparatados rumores
acerca de la misma. Un incesante afluir
de gentes deseosas de asistir al acto de
la entrega de la obra de Técpatl
comenzó a efectuarse desde los más
diversos rumbos hacia la capital azteca.
Al aproximarse el día en que había de
tener lugar este acto, eran ya verdaderas
multitudes las que diariamente hacían su
arribo a Tenochtitlan.
Aterrorizado ante el cariz que
estaban tomando los acontecimientos,
Cohuatzin perdió la noción de las
proporciones y urdió una nueva
maniobra que entrañaba ya la
realización de actos que podían
calificarse de abierta rebelión en contra
de las autoridades aztecas. Contratados
por Cohuatzin, numerosos soldados
tecpanecas que habían combatido en las
filas del desaparecido ejército de
Maxtla comenzaron a concentrarse en
Tenochtitlan. Confundidos entre el
torrente humano que en número siempre
creciente acudía a la capital del Reino,
los mercenarios penetraron en la ciudad
y fueron alojados en los talleres
pertenecientes al culhuacano y a sus
secuaces. Cohuatzin proyectaba utilizar
estas tropas para dar muerte a Técpatl y
a sus ayudantes. El momento escogido
para ello sería durante la ceremonia en
la cual, ante la presencia del pueblo y de
las autoridades, el joven escultor haría
entrega de su recién terminada escultura
al Portador del Emblema Sagrado. Un
grupo de provocadores realizaría
primeramente un último intento tendiente
a promover una revuelta popular:
vociferando en contra de la escultura, a
la que calificarían de imperdonable
sacrilegio cometido en contra de la
Deidad que pretendía representar,
incitarían al pueblo a que exterminase
de inmediato al autor de aquella
profanación. Si el pueblo no secundaba
a los provocadores, entrarían en acción
las tropas mercenarias; su actuación
había sido planeada para producir un
impacto
paralizante
de
efectos
definitivos: tras de vencer cualquier
posible resistencia procederían al
asesinato de Técpatl, de Yoyontzin y de
sus respectivos ayudantes, finalmente,
demolerían la escultura hasta convertirla
en un montón de escombros. El hecho de
que todo esto pretendiese realizarse ante
la presencia de las más altas autoridades
del Reino, hacía del atentado un acto de
imprevisibles consecuencias, ya que
resultaba imposible anticipar la actitud
que asumirían frente a semejantes
acontecimientos
los
dirigentes
tenochcas, así como los extremos a que
podría llegar, una vez iniciada su
acción, el contingente de tropas
mercenarias, integrado por antiguos
soldados tecpanecas poseídos de un
ciego afán de venganza.
La noche anterior al día en que
habría de tener lugar la tan esperada
entrega de la obra de Técpatl, Tlacaélel
recibió un aviso de Itzcóatl solicitándole
acudiese de inmediato a una reunión de
emergencia del Consejo Consultivo del
Reino. La intempestiva reunión había
sido convocada a instancias de
Moctezuma. El comandante en jefe de
los ejércitos aztecas tenía informes
confirmados de que un número aún no
precisado de tropas mercenarias había
penetrado en Tenochtitlan y se hallaban
alojadas en diversos talleres de la
ciudad, listas para tratar de impedir, por
la fuerza, la celebración de la ceremonia
que habría de efectuarse a la mañana
siguiente. El Flechador del Cielo había
acuartelado ya a sus tropas y solicitaba
se le autorizase para tomar por asalto
esa misma noche los talleres que servían
de refugio a los mercenarios, así como
para proceder a la captura de Cohuatzin
y de todos sus cómplices.
Ante el asombro de los ahí
presentes, Tlacaélel se manifestó en
contra de que fuesen las autoridades las
que adoptasen las medidas necesarias
para hacer frente a la amenaza surgida
en la propia capital del Reino.
El pueblo tenochca —afirmó el
Cihuacóatl Azteca— no era ya un
organismo indefenso que pudiese ser
devorado por la primera ave de rapiña
que se cruzase en su camino. Los
nefastos días en que una partida de
audaces podía penetrar hasta el corazón
de Tenochtitlan y en un ataque
sorpresivo dar muerte a su máximo
gobernante, eran cosa del pasado. La
vigilancia de la ciudad para preservarla
de las acechanzas de sus enemigos
constituía una responsabilidad de todos
sus habitantes y éstos sabrían encontrar,
por sí mismos, la respuesta más
adecuada a la maniobra urdida por un
puñado de sujetos que, lo mismo como
artistas que como conspiradores, habían
manifestado una total falta de talento y
una insufrible mediocridad.
Después
de
escuchar
los
razonamientos de Tlacaélel, Itzcóatl
estuvo de acuerdo en que por el
momento las autoridades no debían
emprender acción alguna, para dar así al
pueblo la oportunidad de demostrar su
capacidad para organizarse y defenderse
de quienes pretendían engañarlo, sin
embargo, opinó que no sería prudente
acudir a la ceremonia del día siguiente
sin contar con la debida protección de
una fuerte guardia armada.
Una vez más Tlacaélel sostuvo un
parecer contrario, al afirmar con
vigoroso acento:
El gobernante que necesita
protección cuando se encuentra entre
su pueblo, no merece llamarse
gobernante.
En vista de la segura confianza
manifestada por Tlacaélel de que el
pueblo
sabría
hacer
frente
apropiadamente a la situación, el
monarca dio por concluida la reunión y
los integrantes del Consejo Consultivo
retornaron a sus respectivas moradas.
Antes
de
retirarse
a
sus
habitaciones, el Portador del Emblema
Sagrado subió hasta la cúspide del
Templo Mayor para observar desde lo
alto a la ciudad. Era ya pasada la
medianoche, sin embargo, resultaba
obvio que Tenochtitlan no dormía. Una
gran tensión se percibía claramente en el
ambiente.
Incontables
lucecillas
brillaban por todos los rumbos de la
capital azteca, evidenciando con ello
que una gran parte de sus habitantes
permanecía aún en vela. En la negra
superficie del enorme lago se movían
las luces de numerosas canoas que se
desplazaban en dirección a la ciudad, a
donde continuaban llegando grupos de
personas deseosas de estar presentes en
el acto de entrega de la escultura de
Técpatl.
Una amplia sonrisa se dibujó en el
rostro de Tlacaélel mientras recordaba
al joven escultor causante de toda
aquella conmoción, y en aquel instante,
presintió que en esa ocasión no se
hallaba sólo en su imperturbable
confianza frente al destino, sino que esta
misma actitud era compartida también
por otra persona.
Y el Azteca entre los Aztecas tenía
razón, pues aquella noche, tras de
revisar hasta el último detalle de su
recién terminada obra y proceder a
envolverla con gruesos ayates, Técpatl,
sin percatarse al parecer de la febril
emoción que imperaba entre sus
ayudantes y amigos, se había retirado
muy temprano a su aposento, en donde
dormía con sueño tranquilo y reposado.
Tlacaélel se encontraba aún en sus
habitaciones, cuando fue informado de
que Cohuatzin y los dirigentes de las
corporaciones de artistas y artesanos
existentes en Tenochtitlan le aguardaban
para acompañarle al acto que tendría
lugar aquella mañana.
Cohuatzin y sus allegados saludaron
al Cihuacóatl Azteca con grandes
muestras de aparente afecto. El
culhuacano pronunció un breve discurso
en el cual, en nombre de las distintas
organizaciones de artistas y artesanos
ahí representadas, expresó la supuesta
satisfacción que embargaba a los
componentes de dichas instituciones con
motivo de la obra realizada por Técpatl.
Tlacaélel escuchó pacientemente
aquellas palabras rebosantes de cinismo
e hipocresía, a la vez que observaba con
atenta mirada a cada uno de los
integrantes de aquel grupo, percatándose
al instante del incontrolable nerviosismo
que les dominaba. El semblante de
Cohuatzin era el de un hombre al borde
del colapso: sus ojos hundidos en medio
de profundas ojeras reflejaban un
profundo terror, un continuo tic le
desfiguraba el rostro y sus palabras no
poseían ni la fluidez ni el meloso acento
que caracterizaba su natural hablar, pues
ahora tartamudeaba y entrecortaba las
frases, acentuando con ello el grotesco
aspecto que tenía toda su figura en
aquellos momentos. El Portador del
Emblema Sagrado concluyó para sus
adentros que Cohuatzin, al impulso de su
naturaleza ambiciosa e intrigante, se
había
dejado
llevar
por
los
acontecimientos hasta el grado de
pretender preservar sus intereses
organizando una conspiración que le
llevaría inexorablemente a un choque
frontal con las autoridades del Reino,
empresa del todo desproporcionada a su
capacidad y posibilidades, pero de la
cual no podía ya desligarse a pesar de
que seguramente hacía tiempo que se
hallaba arrepentido de haberla iniciado.
En unión de tan poco grata comitiva,
Tlacaélel se dirigió al encuentro de
Itzcóatl. El monarca lo aguardaba en
compañía
de
las
principales
personalidades del gobierno azteca.
Nuevamente
Cohuatzin
improvisó
algunas balbuceantes frases para
expresar su lealtad al rey y la
complacencia que le producía la
ejecución de la obra llevada a cabo por
Técpatl. Los mandatarios respondieron
en forma fríamente cortés a los
afectuosos saludos de los dirigentes de
las corporaciones de artistas y
artesanos, con la excepción de
Moctezuma, quien de plano se negó a
dar respuesta a los saludos de los
conspiradores,
limitándose
a
traspasarlos con fiera mirada. La actitud
del guerrero incrementó al máximo el
manifiesto pavor que dominaba a los
acompañantes de Cohuatzin, varios de
los cuales dieron la impresión de que
podrían caer desmayados de un
momento a otro.
No deseando prolongar por más
tiempo aquella embarazosa situación,
Itzcóatl dio la orden de encaminarse
cuanto antes al taller de Yoyontzin. Una
enorme multitud esperaba a sus
gobernantes en la gran plaza central,
deseosa de acompañarles durante todo
el trayecto. Muy pronto el avance de los
dignatarios por las calles y canales de la
ciudad se convirtió en un entusiasta
homenaje del pueblo a sus autoridades.
Tlacaélel, Itzcóatl y Moctezuma, eran
vitoreados en forma incesante y
atronadora. Un festivo ambiente de
alegría imperaba en toda la capital
azteca.
Tlacaélel no veía a Citlalmina por
ningún lado, pero adivinaba su
inconfundible aliento e inspiración en
todo cuanto contemplaba: en los
emocionados rostros de los niños y
niñas que agrupados en numerosos
conjuntos entonaban por doquier
vibrantes canciones, en los semblantes
enérgicos y decididos de los jóvenes,
que dando muestras de una organización
y disciplina impecables, mantenían una
efectiva vigilancia en el amplio sector
de la ciudad comprendido en el
recorrido, y en general, en el evidente
sentimiento de altiva y segura confianza
en sí mismo que parecía caracterizar a
todo el pueblo azteca en aquellos
momentos. Ante tan palpables muestras
de la existencia de una conciencia
popular vigilante y poderosa, Tlacaélel
no tuvo la menor duda de que las fuerzas
mercenarias al servicio de Cohuatzin no
se atreverían a intentar acción alguna.
Tanto la comitiva como la inmensa
multitud que le seguía se detuvieron al
llegar frente a la casa de Yoyontzin. Con
objeto de que la escultura de Técpatl
resultase visible desde el exterior al
mayor número posible de personas, el
artesano había ordenado, desde el día
anterior, se derribase una buena parte de
la barda que rodeaba al taller. En esta
forma, las curiosas miradas de los
recién llegados se posaron de inmediato
en el enorme bulto envuelto en toscos
ayates que se encontraba colocado sobre
una recia plataforma en el centro del
patio.
Técpatl y Yoyontzin aguardaban la
llegada de las autoridades a la entrada
del taller. La serena actitud del joven
contrastaba marcadamente con la intensa
emoción que dominaba al anciano.
Técpatl presentó ante los dignatarios
aztecas a los jóvenes que habían
colaborado con él en la ejecución de la
escultura.
Tlacaélel observó en todos ellos esa
mirada a un mismo tiempo soñadora y
enérgica que caracteriza a los auténticos
artistas.
Autoridades y artistas avanzaron
hasta llegar junto a la plataforma, detrás
de ellos se apretujaba un enorme gentío
que había invadido ya cuanto espacio
disponible existía: el patio del taller, los
techos de las casas cercanas, las calles
adyacentes y los amplios terrenos aún no
construidos que existían frente a la casa
de Yoyontzin. Los ojos de todos los
presentes no se despegaban ni un
instante del misterioso envoltorio, como
si intentasen arrancar su cubierta a
fuerza de mirarlo. De un ágil salto
Técpatl se encaramó en la plataforma, y
luego, con un ademán no exento de cierta
solemne teatralidad, deshizo de un solo
tirón el nudo del grueso cordel que
mantenía unidos todos los ayates; éstos
cayeron al instante dejando al
descubierto su oculto contenido.
Únicamente la paralizante e
inenarrable sorpresa que tal vez se
produzca en el espíritu de aquéllos a los
que la muerte arrebata en forma
repentina, podría compararse a la
conmoción que se generó en el ánimo de
los espectadores cuando surgió ante
ellos la imagen de la Deidad que
sintetizaba en su ser uno de los dos
aspectos —el femenino— de la dualidad
creadora. En un primer momento,
ninguno de los presentes creyó que se
hallaba ante una mera representación
escultórica de la venerada Coatlicue,
sino más bien juzgaron que por algún
incomprensible prodigio les era dado
contemplar a la manifestación real y
verdadera de la Deidad. Y es que
aquella efigie en piedra era mucho más
que una simple escultura, en ella habían
sido plasmadas, en forma magistral,
intuiciones presentidas por el pueblo
azteca a lo largo de siglos. Oscuros
sueños adormecidos en el subconsciente
colectivo y elaboradas concepciones
teogónicas de los cerebros más
esclarecidos,
aparecían
ahora
claramente representados en una obra
magnífica y terrible.
Estática, muda, fascinada ante lo que
contemplaba, la multitud permanecía
extrañamente inmóvil, como si desease
prolongar
indefinidamente
aquel
singular instante de éxtasis y comunión
colectivos. Haciendo un esfuerzo,
Tlacaélel logró finalmente sustraerse al
estado cercano a la hipnosis en que se
encontraban todos e intentó de inmediato
analizar la obra con un espíritu
puramente crítico.
La
escultura
constituía,
primordialmente, una conjunción de
símbolos genialmente integrados en una
sola figura. Cada uno de los múltiples
detalles que componían la obra aludía a
una profunda concepción de carácter
cósmico
religioso:
caracoles,
serpientes, manos, corazones, cráneos,
garras y cabezas de águila, así como los
demás elementos contenidos en el
monolito, poseían un significado
específico, y era atendiendo al mismo,
que habían sido colocados y
armonizados en aquella obra de fuerza y
vigor indescriptibles.
Aquella simétrica y majestuosa
escultura era un auténtico compendio de
conocimientos materializados en piedra
y el desentrañar plenamente su
significado constituía una labor que
requería una buena cantidad de tiempo,
incluso para una mente como la de
Tlacaélel; así pues, el Portador del
Emblema Sagrado optó por dejar para
posteriores observaciones el lograr una
apreciación integral de la obra, y
dirigiéndose a los sacerdotes que le
acompañaban, les instó a dar comienzo a
la ceremonia de consagración de la
escultura.
Lentamente, como si cada uno de sus
movimientos constituyese para ellos un
enorme esfuerzo, los sacerdotes dieron
inicio al acto religioso de consagración
de la imagen en piedra de la Deidad que
simbolizaba a las fuerzas cósmicas de
signo femenino que animan a la tierra y
que dan origen a la vida y a la muerte.
El Heredero de Quetzalcóatl presidía la
ceremonia pronunciando con recia voz
las sacramentales palabras, fórmulas
milenarias preservadas en virtud de una
celosa tradición que había logrado
mantener incólumes los sagrados
rituales.
Sumido aún en aquel estado de
conciencia que le había permitido
alcanzar el éxtasis colectivo, el pueblo
mantuvo un respetuoso silencio a lo
largo de toda la ceremonia; al concluir
ésta, el hechizo que imperaba en el
ambiente
pareció
comenzar
a
desvanecerse y un murmullo de voces
expresando su admiración hacia la obra
de Técpatl se dejó escuchar por doquier.
Itzcóatl mandó llamar al jefe de los
porteadores que tendrían a su cargo la
misión de transportar la monumental
efigie desde aquel lugar hasta el Templo
Mayor y le ordenó dar comienzo a la
operación. Un elevado número de
cargadores rodeó en un instante a la
escultura, discutiendo sin cesar sobre la
mejor forma de llevar a cabo la difícil
maniobra.
Desplazándose mediante una base
colocada sobre pesados y uniformes
troncos de árbol que iban siendo
movidos con gran cuidado, la colosal
efigie inició su avance hacia el centro de
la ciudad. En el momento mismo en que
la operación del traslado daba
comienzo, suscitóse un acontecimiento
del todo inesperado: sin que existiese al
parecer un motivo en especial para ello,
la reverente actitud de la multitud se
trocó repentinamente en un sentimiento
de ira incontenible. Miles de puños se
alzaron amenazadores señalando a
Cohuatzin y a los demás dirigentes de
las corporaciones de artistas y
artesanos. Un solo rugido, proferido al
unísono por incontables gargantas, hizo
estremecer el aire produciendo un eco
de ominosas vibraciones. Tal parecía
que una pesada venda se hubiese
desprendido bruscamente de los rostros
de todos, permitiéndoles percatarse
tanto de los mezquinos intereses que
guiaban la conducta de los supuestos
artistas, como de las bajas argucias de
que éstos se habían valido para intentar
impedir la realización de la admirable
obra que ahora se erguía triunfante ante
sus ojos.
Una ola humana, vengativa y
colérica, se precipitó hacia el lugar
donde se encontraban Cohuatzin y su
camarilla. Profiriendo agudos gritos de
terror, los falsos artistas se refugiaron en
el interior de la casa de Yoyontzin, quien
en unión de Técpatl, así como de los
discípulos de éste y de sus propios
ayudantes, intentaba vanamente contener
el avance de la airada multitud.
Tlacaélel y Moctezuma prosiguieron
tranquilamente su camino, sin manifestar
el menor interés en lo que ocurría,
Itzcóatl, por el contrario, se volvió
rápidamente sobre sus pasos e
internándose en la casa del artesano
subió a la azotea y desde ahí conminó
con enérgico acento a la multitud,
ordenándole dispersarse de inmediato.
Atendiendo a las indicaciones del
monarca, el pueblo se retiró de las
inmediaciones de la casa de Yoyontzin,
sin embargo, él exaltado ánimo que
privaba entre la multitud estaba aún
lejos de extinguirse, los rumores acerca
de la existencia de fuerzas mercenarias
dentro de la ciudad eran ya del dominio
público y la enardecida población se
lanzó a tratar de localizarlas.
En ninguna parte fue posible hallar a
un solo mercenario, éstos habían huido
muy de mañana, al percatarse de la
imposibilidad de pretender llevar a
cabo una agresión frente a un pueblo
organizado y en actitud de alerta. Ante
lo infructuoso de su búsqueda, la
multitud desahogó su furia destruyendo e
incendiando las casas y los talleres de
Cohuatzin
y
de
todos
sus
incondicionales.
En la tarde de ese mismo día,
mientras los rescoldos de las casas
incendiadas aún humeaban y la calma
retornaba lentamente a la agitada capital
azteca, Cohuatzin y su camarilla
abandonaron la ciudad, protegidos de
las iras populares por un numeroso
contingente de tropas. Itzcóatl había
decretado
que
los
fracasados
conspiradores fuesen expulsados de los
confines del Reino Azteca, quedándoles
prohibido el retorno bajo pena de
muerte.
A pesar de que Tlacaélel se opuso
terminantemente a que en los códices en
donde iban siendo anotados los
principales
acontecimientos
se
registrasen las maniobras urdidas por
Coahuatzin y sus secuaces (aduciendo
que las actividades desarrolladas por
dichos sujetos constituían un hecho
carente de la menor importancia) el
pueblo, por medio de la tradición oral,
conservó fiel memoria de estos sucesos,
a los cuales dio la irónica denominación
de «La Rebelión de los Falsos Artistas».
Capítulo XIV
CONSTRUYENDO
UN IMPERIO
En el año trece pedernal, a
consecuencias
de
una
pulmonía
fulminante murió Itzcóatl, rey de los
tenochcas. Al ascender al trono contaba
cuarenta y siete años de edad y sesenta
al ocurrir su fallecimiento. Durante su
reinado, iniciado bajo las más adversas
circunstancias, habían tenido lugar los
trascendentales acontecimientos que
transformaran a un pueblo sojuzgado y
vasallo, en el poderoso reino que con
ánimo resuelto intentaba unificar al
mundo entero bajo su dominio.
Poseedor de una personalidad
desprovista de ambiciones de poder,
Itzcóatl había obtenido su alta
investidura como resultado de una
acertada determinación de Tlacaélel,
que con certera visión, descubriera en él
al sujeto indicado para impedir el
estallido de la lucha fraticida que
amenazaba escindir al pueblo azteca en
los momentos en que más se requería la
unidad de todos sus componentes.
Itzcóatl había sabido desempeñar su
difícil cargo con señorío, serenidad y
prudencia. Su habilidad para lograr
conciliar los más opuestos intereses era
ya legendaria, como lo era también su
imparcialidad para impartir justicia. El
afectuoso recuerdo que del extinto
monarca conservaría siempre el pueblo
tenochca, constituía el mejor homenaje a
su memoria.
En vista de la forma del todo
favorable a sus proyectos en que venían
desarrollándose los acontecimientos,
Tlacaélel juzgó que había llegado la tan
esperada oportunidad de llevar a cabo
el restablecimiento del Poder Imperial.
La decisión de Tlacaélel implicaba,
antes que nada, la designación de la
persona en quien habría de recaer la
responsabilidad de ostentar el cargo de
Emperador. En virtud de que el Azteca
entre los Aztecas mantenía inalterable el
criterio de que a su condición de
Portador del Emblema Sagrado no debía
agregarse la de Emperador —pues la
acumulación extrema de poder había
demostrado ser nefasta a juzgar por lo
ocurrido en el Segundo Imperio Tolteca
— no quedaba sino una sola persona
capaz de sobrellevar con la debida
dignidad tan elevado cargo: Moctezuma,
el Flechador del Cielo.
Las ceremonias tendientes a
formalizar el restablecimiento del
Imperio revistieron una particular
solemnidad y culminaron con la entrega
que de los símbolos del Poder Imperial
—penacho de plumas de quetzal
adornado con diadema de oro y
turquesas, largo manto verde y cetro en
forma de serpiente emplumada— hizo
Tlacaélel a Moctezuma.
Una vez concluidos los festejos de la
coronación, numerosas delegaciones de
embajadores tenochcas se encaminaron
a las más apartadas regiones, para
difundir por doquier idéntico mensaje: a
partir de aquel momento sólo existía un
solo gobierno legítimo sobre la tierra y
éste era el representado por las
Autoridades Imperiales, así pues,
cualquiera que se ostentase como
gobernante debería manifestar de
inmediato su voluntad de acatar el
poderío azteca o de lo contrario sería
considerado como un rebelde.
Los tenochcas no eran tan ingenuos
como para suponer que la transmisión de
un simple mensaje bastaba para
garantizar el general acatamiento a sus
designios, pero confiaban en que a
resultas de la actuación de sus
embajadores se producirían dos
consecuencias
favorables
a
sus
intereses. La primera de ellas, era la de
que muchos gobernantes que hasta
entonces se habían mantenido indecisos
entre hacer frente a la creciente
hegemonía de Tenochtitlan o procurar
avenirse a su mandato, terminarían por
inclinarse hacia esta última alternativa,
y la segunda, que aun en los casos de
aquéllos que habían optado con ánimo
resuelto por combatir la expansión
azteca, al saber que luchaban en contra
de un Imperio que se ostentaba como el
único legítimo depositario de la
autoridad, verían debilitada su voluntad
de resistencia en las futuras contiendas.
Muy
pronto
las
actividades
diplomáticas que tenían lugar en
Tenochtitlan se incrementaron al
máximo. Numerosos reinos que aún
conservaban su independencia, pero que
se hallaban en lugares cercanos a los
territorios que integraban el dominio
azteca, enviaron representantes con la
doble misión de patentizar su obediencia
a los dictados tenochcas y de negociar
las mejores condiciones posibles en que
habría de efectuarse su incorporación al
Imperio. Por el contrario, de lejanos
lugares
retornaban
embajadores
portando
las
firmes
negativas
expresadas por diversos reinos a los
designios de predominio universal de
los tenochcas.
Una larga serie de campañas
militares,
tendientes
a
someter
poblaciones cada vez más distantes,
comenzaron a desarrollarse con
resultados siempre favorables a las
armas imperiales.
Las reformas introducidas en materia
de educación comenzaban ya a dar sus
primeros frutos; en los centros de
enseñanza se estaban formando seres
dotados de una diferente y superior
personalidad, poseedores de una firme
voluntad y de un recio carácter,
sinceramente interesados en dedicar su
vida entera a la consecución de los más
elevados ideales. La aplicación
intensiva y generalizada de los antiguos
métodos de enseñanza, producía una vez
más magníficos resultados.[19]
Guiado por el propósito de
proporcionar al naciente Imperio una
sólida estructura, Tlacaélel decidió
llevar a cabo el restablecimiento de la
antigua Orden de los Caballeros Águilas
y Caballeros Tigres.
Esta Orden había sido en el pasado
la base de sustentación de toda la
organización social y política de los dos
Imperios Toltecas y el Portador del
Emblema Sagrado deseaba que, en igual
forma, constituyese la columna vertebral
de la nueva sociedad azteca.
Los requisitos para ingresar como
aspirante en la Orden de los Caballeros
Águilas y Caballeros Tigres eran de muy
variada índole; en primer término, se
requería haber concluido en forma
destacada los estudios que se impartían
en algunas de las instituciones de
enseñanza superior; en segundo lugar,
era preciso haber participado como
guerrero en por lo menos tres campañas
militares y haber dado muestras de una
gran valentía; finalmente, se necesitaba
la aprobación de las autoridades del
Calpulli en cuya localidad se habitaba,
las cuales debían avalar la buena
conducta del solicitante y atestiguar que
se trataba de una persona caracterizada
por un manifiesto interés hacia los
problemas de su comunidad.
Al ingresar como aspirantes en la
Orden, los jóvenes abandonaban sus
hogares y se trasladaban a residencias
especiales en donde iniciaban un
periodo de aprendizaje que habría de
prolongarse a lo largo de cinco años.
Durante dicho periodo, además de
fortalecer su cuerpo y su espíritu a
través de una rigurosa disciplina,
comenzaban a ponerse en contacto con
el nivel más elevado de las antiguas
enseñanzas. Profundos conocimientos
sobre
teogonía,
matemáticas,
astronomía,
botánica,
lectura
e
interpretación de códices y muchas otras
materias más, eran impartidos en forma
intensiva en las escuelas de la Orden.
El alto grado de dificultad, tanto de
los estudios que realizaban como de las
disciplinas a que tenían que ajustarse,
hacía que el número de aspirantes se
fuese reduciendo considerablemente en
el transcurso de los cinco años que
duraba la instrucción. Al concluir ésta
venía un período de pruebas, durante el
cual los aspirantes tenían que dar
muestras de su capacidad de mando —
dirigiendo un regular número de tropas
en diferentes combates— y de su
habilidad para aplicar en beneficio de
su comunidad los conocimientos
adquiridos. Una vez finalizado este
período, los aspirantes que habían
logrado salvar satisfactoriamente todos
los obstáculos eran admitidos como
miembros de la Orden, otorgándoseles
en una impresionante ceremonia el grado
de Caballeros Tigres.
El otorgamiento del grado de
Caballero Tigre no constituía tan sólo
una especie de reconocimiento al hecho
de que una persona había alcanzado una
amplia cultura y un pleno dominio sobre
sí mismo, sino que fundamentalmente
representaba la aceptación de un
compromiso ante la sociedad, en virtud
del cual, los nuevos integrantes de la
Orden se obligaban a dedicar todo su
esfuerzo, conocimiento y entusiasmo, a
la tarea de lograr el mejoramiento de la
colectividad.
Una vez adquirida la alta distinción
y el compromiso que entrañaba su
designación, los recién nombrados
Caballeros Tigres podían escoger
libremente entre las dos opciones que
ante ellos se presentaban: la primera
consistía en permanecer al servicio
directo de la Orden, realizando las
tareas que les fuesen encomendadas —
instrucción de los nuevos aspirantes,
administración de los bienes de la
Orden, dirección de cuerpos especiales
del ejército, etc.— y la otra, retornar al
hogar paterno, contraer matrimonio y
dedicarse a la actividad de su
preferencia, procurando, desde luego,
que el ejercicio de dicha actividad
constituyese un medio seguro para llevar
a cabo una considerable contribución al
mejoramiento de su comunidad.
Con la obtención del grado de
Caballero Tigre se otorgaba al mismo
tiempo la calidad de aspirante a
Caballero Águila. Así como el
Caballero Tigre era la representación
del ser que es ya dueño de sí mismo y
que se halla al servicio de sus
semejantes, el Caballero Águila
simbolizaba la conquista de la más
elevada de las aspiraciones humanas: la
superación del nivel ordinario de
conciencia y la obtención de una alta
espiritualidad.
No existían —y no podía ser de otra
forma— reglas fijas para el logro de tan
alto objetivo. Aun cuando los
principales esfuerzos de la Orden
estaban dirigidos a prestar a sus
miembros la máxima ayuda posible,
alentándolos en su empeño y
proporcionándoles
los
valiosos
conocimientos de que era depositaría, la
realización interior que se requería para
llegar a ser un Caballero Águila era
resultado de un esfuerzo puramente
personal, alcanzable a través de muy
diferentes caminos que cada aspirante
debía escoger y recorrer por sí mismo,
hasta lograr, merced a una larga ascesis
purificadora, una supremacía espiritual
a tal grado evidente, que llevase a la
Orden a reconocer en él a un ser que
había logrado realizar el ideal contenido
en el más venerable de los símbolos
náhuatl: el águila —expresión del
espíritu— había triunfado sobre la
serpiente —representación de la
materia.[20]
Los nuevos grupos que día con día
surgían y se desarrollaban en el seno de
la sociedad azteca tendían en forma
natural a vertebrarla y jerarquizarla.
Tlacaélel juzgaba que si este proceso no
era debidamente encauzado terminaría
fatalmente por crear una sociedad de
castas cerradas, celosas de sus
diferentes prerrogativas, propensas a
intentar medrar a costa de las demás y
dispuestas a luchar entre sí por el
mantenimiento de sus respectivos
intereses. La importante función que la
recién restablecida Orden de los
Caballeros Águilas y Caballeros Tigres
estaba llamada a realizar requería, por
lo tanto, el desempeño de múltiples y
complejas tareas, siendo una de ellas la
de convertirse en la directora de la
transformación social que estaba
teniendo lugar en el pueblo tenochca y
en guiar dicha transformación en tal
forma que ésta se tradujese siempre en
beneficio de toda la colectividad y no
sólo de un pequeño grupo. El hecho de
que los Caballeros Águilas y Tigres —
que en poco tiempo habrían de ocupar
todos los cargos de importancia en el
Imperio— obtuviesen su grado no por
haberlo heredado de sus padres ni por
poseer mayores recursos económicos,
sino atendiendo exclusivamente a sus
relevantes
cualidades
personales,
garantizaba a un mismo tiempo que la
conducción de los destinos del Imperio
se hallaban en buenas manos y que el
procedimiento adoptado para determinar
la movilidad en el organismo social era
el más apropiado para impulsar tanto la
superación individual como el beneficio
colectivo.
El incesante incremento de la
población tenochca y su cada vez mayor
diseminación hacía crecer de continuo el
número de Calpultin, originando que la
labor de coordinar a las autoridades de
los mismos se estuviese convirtiendo en
una abrumadora tarea que absorbía
demasiado tiempo al Consejo Imperial,
[21]
impidiéndole con ello prestar la
debida atención a la administración de
las provincias que iban siendo
conquistadas. Tlacaélel y Moctezuma
adoptaron varias resoluciones para
hacer frente a este problema: se creó un
organismo intermedio entre el Consejo y
los Calpultin, integrado por los
dirigentes de estos últimos y dotado de
las atribuciones necesarias para poder
llevar
a
cabo
la
mencionada
coordinación y para designar a tres de
los seis miembros que integraban el
Consejo Imperial.[22]
Asimismo, se constituyó un cuerpo
de
funcionarios
directamente
responsables ante el Monarca y el
Consejo Imperial, que tenía a su cargo la
administración del creciente número de
provincias que iban pasando a formar
parte del Imperio.
La recia solidez que el Imperio iba
adquiriendo, así como su capacidad
para hacer frente a problemas de la más
diversa índole, fueron puestas a prueba
con motivo de los desastres naturales
que se abatieron sobre la región del
Anáhuac a partir del séptimo año de
iniciado el gobierno de Moctezuma.
En el año Siete Caña una serie de
tormentas de no recordada intensidad
produjeron un inusitado aumento en el
nivel de los lagos del Valle,
ocasionando con ello una inundación
general en la capital azteca: casas y
templos, escuelas y cuarteles, se vieron
seriamente afectados por el incontenible
ascenso de las aguas. Innumerables
construcciones se derrumbaron y los
daños ocasionados en las cosechas
motivaron una pérdida casi total de las
mismas. Por primera vez en la historia
de
la
ciudad,
sus
habitantes
comprobaron que la existencia de
Tenochtitlan
implicaba
un
reto
permanente a la naturaleza y que ésta
podía llegar a cobrar venganza por la
ofensa que se le había inferido,
intentando recuperar el espacio que a lo
largo de los años y a costa de tan
grandes esfuerzos le había sido
arrebatado.
Tlacaélel y Moctezuma decidieron
consultar a Nezahualcóyotl acerca de las
medidas que podrían adoptarse para
evitar en el futuro otra inundación de tan
graves consecuencias como la que
estaba padeciendo la capital azteca.
Tras de estudiar cuidadosamente el
problema, el rey de Texcoco presentó un
audaz proyecto para lograr un control
efectivo de todos los lagos existentes en
el Valle del Anáhuac. El proyecto en
cuestión consistía en separar las aguas
dulces de las saladas, canalizar el agua
potable que brotaba en Chapultépec para
llevarla a Tenochtitlan, y construir una
vasta red de diques en todo el Valle que
permitiese una regulación integral de las
aguas, así como un adecuado
aprovechamiento de éstas para fines
agrícolas.
Las autoridades tenochcas aprobaron
el plan de Nezahualcóyotl y dieron
comienzo de inmediato a su ejecución.
Cuando
finalmente,
después
de
ímprobos esfuerzos, fue concluido el
ambicioso proyecto —en el corto plazo
de unos cuantos años, gracias a la gran
cantidad de recursos de que el Imperio
podía echar mano— tanto los aztecas
como el Rey de Texcoco contemplaron
su obra con orgullosa satisfacción y
celebraron su conclusión con toda clase
de festejos.[23]
No habían transcurrido muchos años
después de aquél en que ocurriera la
inundación, cuando sobrevino un
periodo de sequías particularmente
intenso que afectó a todo el territorio
controlado por los aztecas, así como a
las regiones circunvecinas, y que se
prolongó a lo largo de varias
temporadas agrícolas, ocasionando
considerables pérdidas en las cosechas,
ya que con excepción de las tierras que
eran regadas utilizando las aguas
almacenadas en los lagos, todas las
siembras basadas en las lluvias de
temporal
se
malograban
irremisiblemente una y otra vez.
Durante la época de transición
comprendida entre la desaparición del
Segundo Imperio Tolteca y la
restauración del Poder Imperial por los
aztecas, siempre que la sequía había
afectado durante periodos prolongados a
extensas regiones había sido origen de
fatales consecuencias, incluyendo en
algunas ocasiones la extinción, por
hambre, de poblaciones enteras. La
causa de ello era que la producción
agrícola de los señoríos apenas bastaba
para
satisfacer
las
necesidades
ordinarias de su propio autoconsumo,
pero cuando sobrevenía una sequía y se
producía una pérdida total de las
cosechas, la población se veía obligada,
para poder subsistir, a consumir una
gran parte de los granos destinados a las
nuevas siembras. Cuando la sequía se
prolongaba por varios años la situación
adquiría proporciones de una auténtica
catástrofe:
numerosos
pueblos
emigraban en masa buscando trasladarse
a regiones en donde fuera posible
sobrevivir alimentándose de raíces o de
la caza de pequeños animales; la
movilización de las poblaciones
suscitaba sangrientos conflictos entre los
recién llegados y los antiguos
pobladores de las regiones más
disputadas, derivándose de todo ello una
pavorosa desolación en extensas
regiones, que a veces se prolongaba
durante varios decenios después de
haber concluido la sequía.
Una de las primeras providencias
adoptadas
por
las
autoridades
tenochcas, desde la época de Itzcóatl,
había sido la construcción de enormes
bodegas en las cuales se almacenaban
importantes dotaciones de granos,
destinadas no sólo a ser utilizadas en las
siembras futuras, sino como reserva de
alimento para cuando se malograsen las
cosechas por cualquier causa; esto había
sido posible en virtud de la creciente
prosperidad del Reino y del mayor
aprovechamiento de obras de riego que
permitían la obtención de cosechas aun
en épocas de carencia de lluvias.
Al sobrevenir la grave y prolongada
sequía durante el gobierno de
Moctezuma, los aztecas hicieron uso
primeramente de sus vastas reservas de
granos, al agotarse éstas y continuarse
perdiendo sucesivamente las cosechas
de temporal por la falta de lluvias,
aplicaron una serie de bien planeadas
medidas con el fin de disminuir, en lo
posible, los daños derivados de la
difícil situación por la que atravesaban.
Se estableció un estricto racionamiento
de la distribución de los alimentos,
dándose prioridad a los niños y a las
mujeres embarazadas, se utilizaron las
reservas de oro y la totalidad de la
producción artesanal para trocarlas por
las mayores cantidades posibles de
granos que era dable adquirir en las
apartadas regiones que no habían sido
afectadas por la sequía, finalmente, se
incrementaron al máximo las obras de
riego que permitían el empleo para fines
agrícolas de las aguas de los lagos del
valle, ya que ello garantizaba, al menos,
la suficiente dotación de semillas para
llevar a cabo una nueva siembra. En esta
forma, los efectos producidos por la
atroz sequía, sin dejar de ser graves y de
ocasionar calamidades sin cuento a los
habitantes de una extensa zona, no
alcanzaran, ni mucho menos, las
devastadoras proporciones de otras
ocasiones. La organización sociopolítica y económica del Imperio se
mantuvo firme, poniendo de manifiesto
una gran eficiencia para hacer frente a
esta clase de dificultades.
Tras de siete años de continuas
sequías se produjo al fin el tan esperado
cambio en la conducta de las nubes, las
cuales
proporcionaron
agua
en
abundancia, permitiendo con ello la
obtención de magníficas cosechas, tanto
de granos como de frutas y legumbres.
Superadas las crisis con que la
naturaleza parecía haber querido probar
la solidez del nuevo Imperio, se inició
para éste una era de ininterrumpida
prosperidad en todos los órdenes de su
existencia.
Capítulo XV
A LA BÚSQUEDA DE
AZTLÁN
Una
vertiginosa
y
radical
transformación se estaba operando en la
fisonomía de la capital azteca.
Transmutando una pasajera desgracia en
un permanente beneficio, las autoridades
imperiales habían aprovechado la
oportunidad que les brindara la
inundación que tan graves daños causara
a Tenochtitlan, para iniciar toda una
serie de obras tendientes a convertir a la
hasta entonces modesta ciudad en la
digna sede de un poderoso Imperio.
En primer lugar se elaboró un bien
meditado proyecto de urbanización y
remodelación integral de la ciudad. Una
vez aprobado, dio comienzo la
gigantesca tarea: se trazaron anchas y
firmes avenidas, se desasolvaron
canales y reforzaron los muros de
contención, se reedificaron multitud de
casas y se ampliaron considerablemente
los barrios que integraban la metrópoli,
se inició la construcción de auténticos
palacios, entre los que destacaban, por
su particular belleza y grandiosidad, la
residencia del Emperador y la Casa de
la Orden de los Caballeros Águilas y
Caballeros Tigres; finalmente, en la gran
Plaza Central, en el mismo sitio donde
sus errantes antepasados habían
concluido el largo peregrinaje al
encontrar el águila devorando a la
serpiente, los aztecas comenzaron a
edificar un templo de majestuosas
proporciones.
Una vez al mes, sin más compañía
que la de algún sirviente, Tlacaélel
acostumbraba atravesar la ciudad para
llegar hasta la casa donde antaño
estuviera el taller de Yoyontzin. El
anciano alfarero ya había fallecido, pero
Técpatl, el genial escultor, continuaba
laborando en aquella casa.
El taller de Técpatl era ahora el sitio
de reunión predilecto de todos los
artistas, no sólo de los que habitaban
dentro de los confines del Imperio, sino
incluso de los que moraban en apartadas
regiones todavía fuera de su dominio,
los cuales efectuaban penosas travesías
para conocer al famoso escultor y
permanecer largas temporadas a su lado,
colaborando con él en alguna de sus
extraordinarias
creaciones.
Este
constante ir y venir de artistas
pertenecientes
a
muy diferentes
tradiciones culturales, permitía una
incesante confrontación de las más
variadas corrientes artísticas y daba
origen a la formulación de toda clase de
proyectos, muchos de los cuales se
veían posteriormente realizados en
diversos talleres y poblaciones.
El incesante crecimiento del Imperio
Azteca originó la necesidad de
introducir importantes cambios en el
sistema utilizado hasta entonces para
capacitar a los jóvenes que integraban al
ejército, consistente en combinar los
periodos de instrucción y entrenamiento
que tenían lugar en los cuarteles, con la
experiencia práctica adquirida a través
de su participación en los combates.
Las campañas militares, que en un
principio se desarrollaban siempre en
lugares cercanos a la capital azteca,
comenzaron a efectuarse en apartadas
regiones, obligando con ello a los
integrantes de los ejércitos a permanecer
fuera de su base de operación durante
periodos cada vez más prolongados.
Previniendo que esta situación
habría de acentuarse conforme se fueran
ensanchando los límites del Imperio, las
autoridades tenochcas idearon una
solución que permitiría a los nuevos
reclutas continuar su entrenamiento
regular en los cuarteles y tomar parte en
combates librados en lugares situados a
distancias que no resultasen demasiado
alejadas de los mismos.
Hacia el Oriente del Anáhuac
existían los señoríos de Tlaxcallan,
habitados por pueblos particularmente
valerosos y diestros en el manejo de las
armas.
Los territorios ocupados por estos
pueblos aún no habían sido invadidos
por los ejércitos de Moctezuma, sin
embargo, su definitiva incorporación al
Imperio era considerada por todos como
una simple cuestión de tiempo. Los
señoríos de Tlaxcallan se encontraban
rodeados por doquier de provincias
tenochcas, imposibilitados por tanto de
concertar cualquier alianza que les
permitiese la esperanza de presentar
resistencia con algunas probabilidades
de éxito.
La fecha para iniciar la campaña que
tenía por objeto lograr el sojuzgamiento
de los indómitos habitantes de
Tlaxcallan había sido ya fijada, cuando
las autoridades imperiales decidieron
dar un nuevo giro a los acontecimientos
y ofrecieron a los gobernantes de estos
señoríos respetar la independencia y
autonomía de sus territorios, siempre y
cuando se comprometieran a presentar
combate a los ejércitos que los aztecas
mandarían periódicamente en su contra,
en la inteligencia de que dichos ejércitos
no tendrían como misión convertir a
Tlaxcallan en provincia del Imperio,
sino tan sólo efectuar batallas que
sirvieran
a
un
tiempo
como
entrenamiento a sus jóvenes guerreros y
como un medio de capturar prisioneros
para los sacrificios.
Los gobernantes de Tlaxcallan
analizaron fríamente el ofrecimiento de
los tenochcas y llegaron a la conclusión
de que éste entrañaba un mal
comparativamente menor al que se
produciría como consecuencia de la
conquista lisa y llana de sus territorios,
así pues, optaron por celebrar un
singular pacto con sus oponentes, en
virtud del cual, periódicamente se
llevarían a cabo guerras previamente
programadas —a las que se dio el
nombre de «floridas»— y cuyo objeto
sería, como ya ha quedado dicho, la
capacitación de los jóvenes aztecas que
se iniciaban en la carrera de las armas y
la obtención de un buen número de
víctimas para los sacrificios.
Sin que fuera posible determinar con
precisión en qué momento y en dónde se
había planteado por vez primera tan
problemática cuestión, el pueblo azteca
comenzó a preguntarse con creciente
inquietud lo que ocurriría el día en que
los ejércitos tenochcas, en su arrollador
avance, llegasen hasta las blancas
tierras de Aztlán, esto es ¿qué clase de
relaciones deberían establecerse entre
ambas entidades? ¿Pasaría Aztlán a
formar parte del Imperio o se
respetarían su integridad y autonomía?
Los aztecas poseían profundamente
arraigado en lo más íntimo de su ser el
orgullo de provenir de una región
considerada entre las más sagradas de
toda la tierra: Aztlán, el lugar en donde
los
hombres
podían
dialogar
permanentemente con los Dioses.
A pesar del tiempo transcurrido
desde la lejana fecha en que partieran de
Aztlán, los aztecas seguían sintiéndose
vinculados espiritualmente a la región
donde se encontraban sus raíces: sus
poetas componían de continuo bellos
poemas para expresar el nostálgico
anhelo de retornar algún día al territorio
de sus antepasados, y en general, el
pueblo manifestaba siempre un profundo
interés por cualquier asunto relativo a su
lugar de origen.
Las discusiones en torno a la índole
de las relaciones que en lo futuro debían
establecerse entre Aztlán y Tenochtitlan
llegaron a tal punto, que Tlacaélel se
sintió obligado a expresar oficialmente
su opinión al respecto. El territorio de
Aztlán, afirmó el Heredero de
Quetzalcóatl, era sagrado, y por tanto, el
Imperio mantendría siempre el más
profundo respeto a su integridad y
autonomía.
La clara posición asumida por
Tlacaélel en lo relativo a las hipotéticas
relaciones con Aztlán fue recibida con
general beneplácito y tranquilizó la
inquietud que este asunto había
despertado en la población; todos
parecieron quedar satisfechos con la
forma en que el Portador del Emblema
Sagrado había resuelto el problema,
todos menos el propio Tlacaélel, pues el
inesperado planteamiento de semejante
cuestión en el ánimo popular le había
permitido percatarse de que el pueblo
azteca daba por cierto que el
reencuentro con su propio pasado estaba
por producirse de un momento a otro, y
que de no ocurrir este hecho, el espíritu
mismo del pueblo azteca se vería
afectado por una frustración de
incalculables consecuencias.
Atendiendo a lo expresado en las
más antiguas tradiciones, Aztlán se
hallaba situado en una lejana región
ubicada al norte del Anáhuac, sin
embargo, ninguno de los informes que
frecuentemente recibía Tlacaélel de
personas que viajaban por tierras
situadas muy al norte le permitía
forjarse la menor esperanza de una
pronta
localización
de
Aztlán.
Embajadores,
comerciantes,
jefes
militares y exploradores, coincidían en
una misma opinión: en los apartados
territorios del norte predominaban
enormes
extensiones
desérticas,
habitadas por escasos pobladores
caracterizados por un bajo nivel
cultural. No existía —concluían los
informantes— ningún indicio que
denotase la presencia en alguna parte de
aquellos contornos de un pueblo
poderoso y altamente civilizado, como
de seguro lo era el que habitaba junto a
los milenarios templos de Aztlán.
Tlacaélel concluyó que la mejor
forma de solucionar el misterio que
planteaba la localización de Aztlán era
encabezar personalmente una expedición
que partiese en su búsqueda lo antes
posible. Así pues, se dio de inmediato a
la tarea de organizar los preparativos
para llevar a cabo la nueva misión que
se había impuesto.
Un elevado número de comisionados
especiales partieron de la capital azteca
rumbo al norte, portando órdenes
específicas para facilitar la marcha de
los futuros viajeros. Sus instrucciones
iban desde la compra y almacenamiento
de provisiones en determinados lugares,
hasta la obtención de todo tipo de
informes que pudiesen resultar útiles
para los fines de la expedición.
El Portador del Emblema Sagrado
designó como comandante de la escolta
que habría de acompañarle a Tlecatzin,
joven guerrero de comprobado valor y
destacadas facultades de estratego, que
recientemente había obtenido el grado
de Caballero Tigre. Tlecatzin había
nacido el mismo día en que el pueblo
azteca librara la batalla decisiva contra
los
ejércitos
de
Maxtla.
Su
alumbramiento,
ocurrido
en las
cercanías del lugar donde se
desarrollara
el
combate,
había
ocasionado la muerte de su madre, a
pesar de todos los esfuerzos que para
impedirlo había realizado la bella
Citlalmina convertida en improvisada
partera. El padre de Tlecatzin —capitán
de arqueros en el ejército azteca—
había perecido también en aquella
memorable jornada, completándose así
la orfandad del recién nacido. A partir
de aquellos sucesos, Citlalmina se había
hecho cargo del pequeño, adoptándolo y
educándolo con el mismo cariño y
dedicación que habría puesto en el hijo
que, en otras circunstancias, hubiera
podido llegar a concebir con Tlacaélel.
Una vez concluidos los preparativos
y celebradas las ceremonias religiosas
tendientes a propiciar el favor de los
dioses, la expedición partió de
Tenochtitlan encaminándose hacia el
norte, a la búsqueda de Aztlán, la
sagrada región en donde se hallaban los
más remotos orígenes del pueblo azteca.
Avanzando a buen ritmo y contando
con todo género de ayuda durante las
primeras etapas de su recorrido, la
expedición llegó en pocas semanas a las
zonas limítrofes del Imperio. Después
de un breve descanso de algunos días,
Tlacaélel
y
sus
acompañantes
reanudaron la marcha, adentrándose en
territorios donde no imperaba ya la
hegemonía tenochca; a pesar de ello, el
avance
prosiguió
sin
mayores
contratiempos durante un buen tiempo.
Las poblaciones por las que atravesaban
conocían muy bien el poderío azteca y
se cuidaban de no efectuar actos de
hostilidad en su contra; por otra parte,
los enviados que precedieran a la
expedición habían hecho una buena
labor:
comprando
importantes
dotaciones de provisiones, contratando
los servicios de guías y traductores y
obteniendo toda clase de información
sobre las diferentes regiones por las que
habrían de cruzar los expedicionarios.
Al continuar siempre adelante,
internándose por territorios cada vez
más alejados y desconocidos, la
expedición dejó de contar con la ayuda
externa que había venido recibiendo y
tuvo que atenerse exclusivamente a sus
propios recursos para subsistir. Áridas
planicies en las que predominaba un
clima extremoso se sucedían una tras
otra, en una inacabable continuidad que
parecía no tener fin.
Cierto día los aztecas llegaron a las
riberas de un río de regulares
dimensiones, dotado de un caudal de
agua que jamás hubieran imaginado
encontrar en aquellas tierras secas y
desoladas. Mientras atravesaba el río a
nado —la expedición no contaba con
ninguna clase de canoas, pues ello
hubiera significado un considerable
impedimento— Tlacaélel tuvo el claro
presentimiento de estar cruzando una
frontera inmemorial, una especie de
línea de demarcación sancionada por el
tiempo y la naturaleza, que separaba a
dos mundos del todo diferentes; ello le
llevó a concebir la esperanza de que el
término de aquel viaje se encontraba
próximo y de que muy pronto
comenzarían a extenderse ante su vista
los innumerables templos y palacios que
engalanaban las fabulosas ciudades
donde moraban los privilegiados
habitantes de Aztlán.
Las optimistas esperanzas de
Tlacaélel no tardaron en sufrir una ruda
prueba. Al día siguiente de aquél en que
los aztecas cruzaran el río fueron objeto
de un ataque por parte de una numerosa
banda de salvajes. El rápido
contraataque de los guerreros tenochcas
hizo huir de inmediato a los agresores
poniendo fin a la escaramuza, pero se
trataba tan sólo del comienzo; a partir de
entonces, resultaron frecuentes las
emboscadas y los ataques sorpresivos
efectuados en contra de la expedición
por partidas de bárbaros, al parecer
nómadas, que con una manifiesta falta de
organización y una total carencia de
coordinación en sus acciones, se
lanzaban
al
ataque
profiriendo
invariablemente feroces gritos de
guerra.
Aun cuando la superior estrategia y
armamento de los tenochcas les permitía
salir victoriosos en todos los
encuentros, no por ello dejaban de
ocasionarles bajas, que en aquellas
circunstancias
resultaban
siempre
considerables, ya que cualquier guerrero
muerto representaba una disminución en
la capacidad combativa de la
expedición, y por lo que respecta a los
heridos, su presencia y los consiguientes
cuidados de que eran objeto obligaban a
un ritmo de marcha mucho más lento.
En más de una ocasión, al observar
la forma en que Tlecatzin hacía frente a
los peligros y resolvía las dificultades
que de continuo se presentaban,
Tlacaélel se congratuló por haberlo
designado como jefe militar de la
expedición. Tlecatzin poseía cualidades
que lo convertían en el dirigente ideal
para
llevar
a
cabo
misiones
particularmente difíciles. Dotado de una
perspicaz inteligencia y de una gran
serenidad de ánimo, sabía ser a un
mismo tiempo valeroso y prudente.
Asimismo, el hijo adoptivo de
Citlalmina contaba en su favor con esa
característica que en un buen militar
resulta un don inapreciable, y que
consiste
en
poder
establecer
rápidamente una especie de invisible e
indestructible vínculo con cada uno de
los integrantes de las fuerzas bajo su
mando, lo que permite la posibilidad de
ejecutar acciones para las cuales se
requiere una perfecta sincronización de
todos los soldados que en ella
participan.
La enorme dificultad con que los
expedicionarios lograban obtener los
alimentos necesarios para subsistir
constituía un problema aún mayor que el
representado por los ataques de los
bárbaros. Los parajes Por los que
transitaban eran inhóspitos en extremo y
a duras penas lograban cazar uno que
otro animal y encontrar algunas plantas y
raíces que resultasen comestibles.
Cuando después de atravesar un
calcinante desierto se adentraron en una
región ligeramente fértil, los aztecas
hicieron una breve pausa en su
ininterrumpido avance, y tras de
construir un albergue fortificado,
permanecieron en aquel
refugio
recuperando sus gastadas energías.
Con base en lo observado
personalmente a lo largo de aquel
prolongado viaje —o sea la evidente
carencia de cualquier signo que
denotase la presencia de un centro vivo
de cultura en aquellos contornos—
Tlacaélel había llegado a la conclusión
de que Aztlán había desaparecido de la
faz de la tierra desde hacía mucho
tiempo, siendo la causa más probable de
su extinción un devastador ataque de los
pueblos bárbaros que le rodeaban; sin
embargo, el Portador del Emblema
Sagrado consideraba que la expedición
debía continuar adelante, no ya con la
esperanza de establecer contacto directo
con los guías espirituales de la
milenaria nación, sino con la finalidad
de hallar entre aquellas vastas soledades
las ruinas de la antaño portentosa
civilización, para extraer de las mismas
algunos preciados restos que pudiesen
ser trasladados a Tenochtitlan, como un
fehaciente testimonio del grandioso
pasado del pueblo azteca.
Una vez recobradas parcialmente las
fuerzas, los tenochcas abandonaron la
relativa seguridad que les ofrecía su
improvisado campamento y prosiguieron
su avance con renovado ímpetu.
Tlacaélel había dialogado largamente
con sus acompañantes y todos ellos
coincidieron con él en una misma y
firme resolución: la expedición debía
continuar adelante hasta encontrar
indicios inequívocos de la existencia de
Aztlán o hasta que pereciese el último
de sus integrantes, jamás retornarían a la
capital azteca llevando a cuestas la
ignominia de no haber sabido cumplir
con su misión.
A los dieciocho días de reiniciada la
marcha, al trasponer una colina en cuyo
costado fluía un abundante manantial,
los viajeros observaron pequeñas
estelas de humo que se alzaban de entre
los escombros de lo que hasta hacía
poco tiempo debía haber sido un
poblado de regulares dimensiones,
situado al pie de la colina.
Al frente de una patrulla Tlecatzin
llegó hasta la derruida población para
efectuar una inspección. Ante su vista
fue surgiendo un desolador panorama en
el que la muerte y la devastación
reinaban por doquier. Los atacantes del
poblado habían llevado su propósito de
exterminio hasta el último extremo: los
cadáveres de hombres, mujeres, niños y
ancianos, yacían insepultos entre el
polvo y las ruinas, semidevorados por
las fieras y por incontables bandas de
buitres y zopilotes, que se elevaban
pesadamente por los aires ante la
presencia de los guerreros aztecas.
Tlecatzin concluyó que a juzgar por
todos los indicios la matanza y
destrucción de que eran testigos había
tenido lugar dos días antes. A pesar de
lo rápido de su visita a tan fúnebre
paraje,
los
tenochcas
pudieron
percatarse de que existían en diversos
lugares del poblado pequeñas reservas
de alimentos que se habían salvado del
saqueo y de la destrucción perpetrados
por los asaltantes. Concluida su
inspección, la patrulla retornó donde se
encontraba el resto de la expedición
para dar cuenta de todo lo observado.
Tras de escuchar el informe de
Tlecatzin, Tlacaélel resolvió que la
expedición se encaminase hacia las
afueras de la población, con objeto de
acampar en sus proximidades y dedicar
por lo menos un día a la cremación y
entierro de los muertos, así como a la
localización de cuantas provisiones les
fuese posible hallar en aquel lugar, pues
ya casi no contaban con alimentos.
Iniciaban los aztecas la penosa tarea
de ir concentrando los cadáveres con
miras a su posterior cremación, cuando
repentinamente, de entre los escombros
de una habitación al parecer vacía,
surgió la figura de una niña que a gran
velocidad intentaba alejarse de la aldea.
La recién aparecida poseía una increíble
agilidad, razón por la cual resultó
necesaria la intervención de numerosos
tenochcas para lograr atraparla. En
medio de agudos gritos e intentando en
todo momento liberarse de sus captores,
la pequeña fue llevada ante Tlacaélel.
La serena presencia de ánimo que
emanaba siempre del Portador del
Emblema Sagrado pareció obrar las
veces de un bálsamo reparador en el
ánimo de la niña, la cual permaneció
durante un buen rato sollozando
quedamente, abrazada al cuello del
Azteca entre los Aztecas, mientras éste
le acariciaba afectuosamente la negra
cabellera. El tembloroso cuerpo de la
chiquilla era la imagen misma del miedo
y en sus redondos ojos, negros e
inundados de llanto, podía leerse con
toda claridad la impresión que en su
indefenso ser habían dejado los
recientes
acontecimientos
que
condujeran a la total destrucción de su
pequeño mundo. Tlacaélel estimó que la
única
sobreviviente
de
aquella
desventurada población llegaría cuando
mucho a los siete años de edad. El
ovalado rostro de la pequeñuela estaba
dotado de una gracia singular y de una
manifiesta picardía; todos los rasgos de
sus facciones eran a un mismo tiempo
enormemente
parecidos
e
indefinidamente diferentes a los que
podía esperarse que poseyera cualquier
niña azteca de similar edad. Su atuendo,
siendo en extremo sencillo, revelaba
buen gusto y un cierto refinamiento;
características
que
resultaban
igualmente aplicables a los distintos
ropajes y enseres utilizados por los
habitantes de aquella aldea, que al
parecer, habían logrado distanciarse en
buena medida del marcado primitivismo
predominante
en
los
restantes
pobladores de aquellas regiones.
Durante los días que permanecieron
en aquel solitario paraje, la chiquilla
descubierta por los tenochcas dio
muestras de haber perdido todo temor
hacia los integrantes de la expedición.
Aun cuando el idioma hablado por la
niña resultaba del todo incomprensible
para los aztecas, ella procuraba
manifestarles en muy distintas formas
que les consideraba sus amigos y
protectores. Atendiendo a la fecha en
que la encontraron, Tlacaélel dio a la
pequeña el nombre de Macuilxóchitl[24]
y decidió unirla a la suerte de la
expedición.
Una vez concluida la incineración y
entierro de los cadáveres, así como la
recolección de cuantas provisiones les
fue posible hallar entre los restos de las
casas, Tlacaélel dio la orden de
proseguir la interrumpida marcha rumbo
al norte. Al percatarse Macuilxóchitl de
que los extraños guerreros que la habían
salvado de perecer devorada por las
fieras se disponían a marcharse y que
iban a llevarla consigo, se dio prisa en
recoger un minúsculo ramo de flores
silvestres, y acto seguido, comenzó a
indicar con toda clase de señales su
intención de dirigirse al otro lado de la
colina junto a la cual se asentaba la
aldea. Él Portador del Emblema
Sagrado supuso que la niña, al presentir
que habría de alejarse para siempre de
aquel lugar, deseaba depositar algunas
flores en el cementerio del pueblo a
modo de despedida; así pues, indicó a
Tlecatzin que acompañase a la pequeña
y regresasen lo antes posible pues se
encontraban a punto de partir.
La pareja se alejó para retornar al
poco rato. Una manifiesta emoción
dominaba a Tlecatzin, quien informó a
Tlacaélel haber encontrado un extraño
símbolo grabado a la entrada de una
caverna.
El Cihuacóatl Azteca decidió
examinar al instante aquel inesperado
hallazgo y en unión de Tlecatzin subió a
la cercana colina e inició el descenso de
la misma por el extremo opuesto. Al
llegar a la mitad de la hondonada el jefe
de la escolta le mostró la abertura que
daba paso al interior de una caverna. La
entrada de la gruta lucía numerosas
ofrendas de marchitas flores, que
evidenciaban el respeto que por aquel
sitio habían sentido los moradores de la
cercana y destruida aldea. A un costado
de la entrada figuraba el singular
símbolo que atrajera la atención de
Tlecatzin. A pesar de que la estructura
del diseño grabado en la roca poseía
una aparente sencillez —se trataba tan
sólo de dos espirales unidas y rodeadas
de huellas de pisadas humanas—
resultaba evidente, por la impecable
perfección de su trazo, que aquella obra
no podía ser producto de una mentalidad
primitiva, sino por el contrario,
expresión de un espíritu superior, capaz
de sintetizar, con tan escasos elementos,
los más profundos conceptos.
Una vez concluida una prolongada y
minuciosa observación del grabado, a
Tlacaélel no le cupo la menor duda de
que se hallaba ante un símbolo que
compendiaba todo lo que la Coatlicue
representaba: los ciclos cósmicos de
fecundidad y esterilidad que rigen para
todos
los
seres,
la
maternal
responsabilidad que la Tierra tiene
respecto de la Luna, la muerte como
origen del nacimiento, y en general todo
lo que constituye esa poderosa energía
de índole femenina en la cual se encierra
el secreto de la vida y de la muerte,
aparecía magistralmente sintetizado en
aquel símbolo de desconocido origen.
A la memoria de Tlacaélel vino el
recuerdo de la escultura que aludiendo
al mismo tema había sido tallada tiempo
atrás por Técpatl. La diferencia de
estilos y ejecución entre ambas obras
era indudable, sin embargo, el mensaje
expresado en ellas sobre la esencia
íntima de lo que la Coatlicue
simbolizaba, era idéntico, como si
ambos artistas hubiesen alcanzado en
muy distintas épocas y lugares el mismo
grado de comprensión sobre la forma de
actuar de las fuerzas que creaban y
destruían al Universo entero.
Presintiendo que aquella caverna
encerraba aún muchos valiosos secretos,
Tlacaélel retornó a la aldea únicamente
para comunicar a los miembros de la
expedición del importante hallazgo
realizado —que constituía una prueba
irrefutable de que en alguna remota
época había florecido una elevada
cultura en esos mismos territorios en los
que ahora imperaba la barbarie— y para
cancelar su orden de marcha,
permanecerían en aquel lugar con objeto
de llevar a cabo una minuciosa
búsqueda en las profundidades de la
gruta.
Poseídos de un enorme entusiasmo y
portando un gran número de antorchas,
los aztecas dieron comienzo de
inmediato a su nueva tarea. Muy pronto
se percataron de que el interior de la
caverna era mucho más extenso de lo
que en un principio imaginaran:
incontables pasadizos subterráneos se
entrecruzaban por doquier, comunicando
salas de las más variadas dimensiones y
haciendo de aquella gruta un intrincado
laberinto. Un fascinante mundo poblado
por rocas de formas caprichosas y
extravagantes comenzó a desplegarse
ante los asombrados ojos de los
exploradores tenochcas.
Transcurrió una semana sin que el
incesante ir y venir de los aztecas por
las profundidades de las cavernas se
tradujese en resultado alguno, pero al
cumplirse el séptimo día de incesante
búsqueda, al atravesar una sala pletórica
de estalactitas por la que ya habían
transitado,
en varias
ocasiones,
Tlecatzin notó que el paso a uno de los
túneles que conducían a dicha sala se
hallaba obstruido por un alud de rocas.
Aun cuando la obstrucción muy bien
podía deberse a loes efectos de un
temblor de tierra, el hijo adoptivo de
Citlalmina concluyó, después de
observar detenidamente la forma en que
se encontraban colocadas las piedras,
que se trataba de una labor efectuada
por seres humanos y no de un simple
resultado de la acción de fuerzas
naturales.
Durante cinco días los aztecas
trabajaron incansablemente, apartando
el compacto montón de piedras que les
cerraba el paso. Se trataba de una tarea
en extremo ardua y fatigosa, realizada a
la luz de las antorchas y en medio de un
sin fin de incomodidades. Una vez que
lograron
hacer
un
hueco
lo
suficientemente ancho como para dar
cabida a un hombre, Tlecatzin se
arrastró lentamente por el angosto
pasadizo hasta desaparecer tragado por
la impenetrable obscuridad. Varios
guerreros lo siguieron, semiasfixiados
por el polvo y el humo de las antorchas;
el eco de sus fuertes toses resonaba en
los estrechos muros de roca y
amplificado volvía a ellos una y otra
vez, produciéndoles la angustiosa
sensación de que eran muchos
centenares de gargantas las que se
ahogaban en aquel apretado pasaje.
Durante algunos instantes Tlecatzin no
alcanzó a vislumbrar nada especial en la
sala subterránea a la que había
penetrado: se trataba de una concavidad
de regulares dimensiones, desprovista
de otra salida que no fuese la angosta
abertura por la que continúan afluyendo
guerreros tenochcas cubiertos de polvo,
pero al aproximar uno de ellos su
antorcha a la rocosa pared, el capitán
azteca descubrió con asombro un
sinnúmero de jeroglíficos finamente
esculpidos que se extendían por todos
los muros de la sala, haciendo de ésta
una especie de colosal códice tallado en
piedra.
Informado de lo acontecido,
Tlacaélel acudió de inmediato a
examinar por sí mismo aquel nuevo
enigma descubierto en el interior de la
caverna. Una sola mirada le bastó para
percatarse que se hallaba ante un
excepcional descubrimiento que de
seguro recompensaría con creces todas
las penalidades y sacrificios padecidos
a lo largo de la expedición. Tras de
efectuar un reconocimiento de las largas
filas de enigmáticos signos grabados en
la roca, concluyó que si bien le llevaría
tiempo y un paciente esfuerzo para
lograrlo, terminaría descifrando el
mensaje
encerrado
en
aquellos
jeroglíficos, pues éstos constituían un
conjunto de símbolos proyectados para
ser comprendidos a través del tiempo
por todos aquéllos que poseyesen
conocimientos
suficientemente
profundos en la materia de simbología, y
durante su estancia en el monasterio
escuela de Chololan, había sido
instruido acerca de las distintas claves
existentes para lograr la comprensión de
las antiguas escrituras.
Acompañado únicamente de Tecatzin
y de dos de sus guerreros expertos en la
elaboración de códices, los cuales
tenían a su cargo la misión de copiar
hasta en sus menores detalles cada uno
de los jeroglíficos grabados en la roca,
Tlacaélel se dio a la tarea de intentar
descifrar el oculto contenido de aquel
pétreo depósito de conocimientos. Día
tras día, a lo largo de varias semanas, el
Azteca entre los Aztecas penetraba muy
de mañana en la caverna y permanecía
en ella hasta bien entrada la tarde,
dedicado a su difícil y laborioso
trabajo.
Lentamente, como si la caverna se
resistiese a manifestar todos los secretos
que tan celosamente había sabido
guardar y éstos tuviesen que irle siendo
arrancados uno a uno, Tlacaélel fue
desentrañando el significado de los
jeroglíficos. La narración contenida en
los enigmáticos signos trazados en la
roca era nada menos que la historia
integral de Aztlán; pero no se trataba de
un simple relato en el cual se
enumerasen los hechos más relevantes
acontecidos en dicha nación, sino de
algo mucho más importante y
trascendental:
lo
que
aquellos
jeroglíficos revelaban era el influjo que
ejercía el cosmos sobre la porción de la
tierra donde existía Aztlán, esto es,
expresaban los resultados de profundos
estudios astronómicos realizados por los
antiguos sabios aztleños, tendientes a
determinar, con rigurosa exactitud,
cuáles habían sido y cuáles serían las
influencias que sobre su territorio
ejercían los astros.
A través de la lectura de aquel
asombroso mapa celeste, Tlacaélel fue
adentrándose en el conocimiento de las
características esenciales de Aztlán, así
como de la particular función que esta
nación venía desempeñando y del
porqué de su aparente inexistencia en
aquellos momentos.
En
virtud
de
determinadas
influencias cósmicas, Aztlán constituía
una región de la tierra singularmente
favorable para el desarrollo de la más
alta espiritualidad; sin embargo, como
resultado
precisamente
de
las
cambiantes posiciones de los astros, la
historia de Aztlán estaba sujeta a
radicales transformaciones: cuando las
condiciones cósmicas eran favorables se
generaba
en
su
interior
una
indescriptible tensión que impulsaba a
las personas dotadas de un mayor grado
de conciencia a lograr, a través de
sobrehumanos esfuerzos, una radical
superación en todos los órdenes de su
existencia, derivándose de ello el
florecimiento
de
civilizaciones
altamente refinadas y espirituales, cuya
duración se prolongaba largos periodos;
por
el
contrario,
cuando
las
mencionadas condiciones celestes se
tornaban bruscamente desfavorables,
Aztlán se veía abocada a una
incontenible
decadencia
de
consecuencias siempre funestas, pues
encontrándose rodeada de vastas
extensiones por las que transitaban una
gran variedad de pueblos nómadas —
que nunca llegaban a incorporarse del
todo a la civilización, a pesar de la
bienhechora influencia cultural que ella
irradiaba— muy pronto sus fronteras
eran traspuestas por oleadas de
invasores que terminaban arrasando sus
ciudades sagradas y borrando todo
vestigio de su antiguo esplendor. El
último de aquellos cataclismos había
ocurrido precisamente al poco tiempo
de la salida del pueblo azteca de su país
de origen, siendo lo más probable que
dicha salida obedeciese a una sabia
previsión de los dirigentes que regían
los destinos de Aztlán, los cuales,
percatándose de la catástrofe que se
avecinaba, debían de haber juzgado
conveniente la emigración de una buena
parte de la población hacia regiones más
propicias para su supervivencia. A
juzgar por lo asentado en los
jeroglíficos descifrados por Tlacaélel,
faltaban aún varios siglos para que las
condiciones
cósmicas
resultasen
propicias a un nuevo renacimiento de
Aztlán.
Una vez concluida la labor de
reproducir en los códices todos los
jeroglíficos que se hallaban tallados en
las paredes de roca, Tlacaélel consideró
llegado el momento de iniciar el largo
recorrido de retorno hacia el Valle del
Anáhuac. Aun cuando los resultados
alcanzados por la expedición no eran
precisamente los esperados, de ninguna
manera podían calificarse como un
fracaso, pues habían permitido lograr
testimonios que confirmaban en forma
irrefutable la veracidad de lo asentado
por la tradición popular de todos los
tiempos: la existencia de Aztlán, lugar
de origen del pueblo azteca, cuna de
místicos y de artistas y centro
civilizador de primer orden sobre la
tierra.
En contra de lo que suponían los
integrantes de la expedición, los
incesantes ataques de tribus bárbaras
padecidos a lo largo de su recorrido
rumbo al norte no habrían de repetirse
durante las agotadoras jornadas que
lentamente los iban aproximando a su
país. Al parecer, la noticia de sus
anteriores encuentros, en los que
invariablemente salieran victoriosas las
armas tenochcas, había tenido una
amplia difusión por aquellos contornos
dotándolos de un conveniente prestigio
de seres invencibles y paralizando la
voluntad de los belicosos nómadas.
Extenuados por las interminables
caminatas, los prolongados ayunos y los
rigores de una naturaleza que les
resultaba hostil en extremo, los aztecas
llegaron de nuevo al río en el que
Tlacaélel había presentido la existencia
de una frontera natural que en forma
tajante establecía la división entre dos
mundos. A pesar de que la distancia que
les separaba de las fronteras imperiales
era
aún
considerable,
los
expedicionarios tuvieron la acogedora
sensación, al cruzar el río y arribar a la
orilla opuesta, de encontrarse ya
próximos a sus hogares.
A los pocos días de haber
transpuesto el río, Tlacaélel y sus
acompañantes se toparon con un
numeroso contingente de tropas aztecas
enviadas en su búsqueda por
Moctezuma.
El
largo
período
transcurrido desde la salida de su
hermano, así como la total carencia de
noticias sobre la suerte corrida por los
viajeros, habían terminado por alarmar
seriamente al Emperador, resolviéndolo
a organizar una segunda y poderosa
expedición, que había marchado hacia el
norte con el expreso propósito de
localizar a los integrantes de la primera
y facilitarles su retorno al Anáhuac. Tras
de unir sus fuerzas, las dos expediciones
iniciaron el recorrido del dilatado
trayecto que debía conducirles hasta la
Gran Tenochtitlan.
La noticia del feliz desempeño de
sus respectivas misiones precedía
siempre a los expedicionarios, los
cuales eran acogidos con crecientes
muestras de afecto conforme se iban
adentrando en regiones cada vez más
cercanas a la capital azteca.
La entrada en la Gran Tenochtitlan
del Azteca entre los Aztecas y de los
cansados integrantes de su escolta fue
motivo de una memorable celebración
para todo el pueblo tenochca,
Moctezuma, en unión de los más altos
dignatarios del Imperio, salió a recibir a
los viajeros a las afueras de la ciudad y
efectuó en su compañía el triunfal
recorrido hasta la Plaza Central. Un
entusiasmo tan sólo comparable al que
imperaba en la capital azteca el día en
que llegara a ella Tlacaélel portando el
Emblema Sagrado, predominaba en
todos los rumbos de la gran ciudad,
cuyas calles y canales se veían
invadidos de una inmensa multitud,
deseosa de contemplar de cerca a los
expedicionarios que habían tenido el
privilegio de tocar el suelo sagrado de
Aztlán.
Tras de depositar formalmente en el
Templo Mayor los documentos en los
que se habían reproducido todos los
jeroglíficos hallados en la caverna, así
como a la pequeña Macuilxóchitl,[25] el
Heredero de Quetzalcóatl ofició en lo
alto del Templo, y ante la vista de todo
el pueblo ahí reunido, una ceremonia
religiosa celebrada para expresar su
agradecimiento a la Divinidad por el
feliz desenlace de la misión realizada.
Al día siguiente de su retorno,
Tlacaélel se dirigió al edificio que
albergaba a la Orden de los Caballeros
Águilas y Caballeros Tigres, con el
objeto de exponer ante todos los
integrantes
de
la
misma
un
pormenorizado relato de su viaje.
En el estilo a un mismo tiempo
elegante y conciso que caracterizaba a
su oratoria, el Azteca entre los Aztecas
narró a los más destacados exponentes
de la sociedad tenochca los principales
sucesos acaecidos a la expedición,
resaltando la singular importancia de los
descubrimientos perpetrados, en virtud
de los cuales se había podido confirmar
plenamente la veracidad de las
tradiciones que explicaban los orígenes
del pueblo azteca.
Con emotivas palabras impregnadas
de optimistas presagios, Tlacaélel
concluyó su relato:
La tierra de la blancura y de la
aurora, la sagrada Aztlán, cuna de
civilizaciones y hogar de nuestros
antepasados, repara actualmente sus
cansadas fuerzas mediante pasajero
sueño; cuando despierte, el mundo
entero se llenará de asombro, atenderá
a su voz y comprenderá de nuevo los
mensajes del cielo.
Capítulo XVI
TRES ESTRELLAS
SE APAGAN
En el año dos pedernal, tras de
ocupar el trono imperial durante
veintinueve años, falleció Moctezuma
Ilhuicamina. La recia personalidad del
afamado guerrero había constituido un
factor
determinante
en
los
acontecimientos que condujeron al
vertiginoso encumbramiento de la
hegemonía azteca. El altivo gesto del
Flechador del Cielo al pretender
defender Tenochtitlan por sí solo,
constituyó el origen de la rebelión
juvenil con que diera comienzo la lucha
libertaria del pueblo tenochca. Jefe
militar indiscutido de las fuerzas aliadas
de aztecas y texcocanos, supo guiarlas a
la victoria definitiva, destruyendo a las
hasta entonces invencibles tropas de
Maxtla. Forjador del ejército azteca,
hizo de éste el instrumento bélico más
poderoso de que se tuviera memoria en
el Anáhuac. Al restaurarse la Dignidad
Imperial, desaparecida desde los
lejanos tiempos de los toltecas,
Moctezuma había sido designado por
sus altos méritos para ocupar el trono de
los antiguos Emperadores. Durante su
gobierno, el Imperio Azteca había
alcanzado inimaginadas cumbres de
gloria y grandeza.
Para Tlacaélel la muerte de
Moctezuma representaba una pérdida
irreparable. Desde pequeños, ambos
hermanos estaban acostumbrados a
actuar siempre en estrecha colaboración,
uniendo sus esfuerzos para el logro de
sus propósitos. Durante su juventud,
Tlacaélel se había ejercitado en el
manejo de las armas bajo la acertada
dirección de Moctezuma, aprendiendo
de éste importantes conocimientos sobre
el arte de la guerra. Por su parte, el
futuro Flechador del Cielo gustaba de
escuchar con atención los elevados
conceptos expresados por su hermano,
particularmente en todo aquello que se
relacionase con el proyecto de lograr la
liberación del entonces sojuzgado
pueblo azteca. A lo largo de su
prolongada actuación como Emperador,
la colaboración entre Moctezuma y
Tlacaélel había alcanzado su máxima
expresión, tal parecía como si las dos
poderosas personalidades se hubiesen
fundido en una sola e indomable
voluntad, bajo cuyo mando el Imperio
incrementaba día con día su poderío,
hasta transformarse en una fuerza
irresistible y avasalladora.
Las exequias del extinto monarca
estuvieron
revestidas
de
gran
solemnidad,
acudiendo
a
ellas
delegaciones de los distintos pueblos
que integraban el vasto Imperio. Un
profundo y sincero pesar prevalecía en
la capital azteca; para todos resultaba
evidente que con la muerte del valeroso
Moctezuma se cerraba toda una época en
la historia del Anáhuac.
La noche misma del día en que
tuvieron lugar los funerales de
Moctezuma, al contemplar desde lo alto
del Templo Mayor de la Gran
Tenochtitlan los incontables astros que
poblaban el firmamento, Tlacaélel creyó
percibir la súbita desaparición de la luz
de una estrella. El suceso no le causó
extrañeza alguna, pues vio en él la más
clara representación de lo ocurrido
sobre la tierra: la noble figura del
Flechador del Cielo, que por tanto
tiempo constituyera una estrella que
guiaba la marcha ascendente del pueblo
azteca, había dejado de brillar.
El fallecimiento de Moctezuma
planteaba como lógica consecuencia la
cuestión relativa a la designación del
nuevo monarca que habría de sucederle.
El problema no era un asunto de fácil
solución, pues dadas las relevantes
cualidades del gobernante desaparecido,
no se vislumbraba una personalidad
poseedora de suficientes merecimientos
como para convertirse en el sucesor del
Flechador del Cielo.
Convencidos
de
que,
salvo
Tlacaélel, no existía en todo el Imperio
nadie capaz de superar los méritos del
anterior monarca, los miembros del
Consejo
Imperial
suplicaron
al
Heredero de Quetzalcóatl que aceptase
convertirse en el nuevo Emperador. El
propio Nezahualcóyotl —miembro
honorario del Consejo—, al ser
requerido para que externase su opinión
sobre la trascendental cuestión que se
debatía, afirmó que lo más conveniente
en aquellas circunstancias era que el
Azteca entre los Aztecas aceptase el
elevado cargo que se le ofrecía.
A pesar de las numerosas opiniones
en contra, Tlacaélel sostuvo la validez
del criterio que venía sustentando desde
el inicio de su actuación pública: era
necesario evitar la acumulación de todo
el poder en una sola persona y mantener
la dualidad de Emperador y Cihuacóatl
que tan buenos resultados había
producido. Por otra parte, debía tomarse
en cuenta que el Imperio Azteca había
superado ya la etapa de su desarrollo en
que la actuación de personalidades
excepcionales podía haber resultado
imprescindible Y que ahora debía
basarse, principalmente, en la existencia
de las poderosas organizaciones sobre
las cuales se cimentaba.
Atendiendo a las indicaciones de
Tlacaélel, el Consejo Imperial designó
como Emperador a Axayácatl. Se trataba
de un joven guerrero, nieto de
Moctezuma, que al igual que sus dos
hermanos menores —Tízoc y Ahuízotl—
llamaba desde hacía tiempo la atención
de la opinión pública por su reconocido
valor y destacada inteligencia.
El alto grado de expansión y poderío
alcanzado por el Imperio se puso una
vez más de manifiesto con motivo de la
coronación de Axayácatl, celebrada con
fastuosas ceremonias y ante la presencia
de innumerables delegaciones, que
desde las más apartadas regiones,
acudieron a la capital azteca con el
propósito de hacer patente su lealtad al
nuevo monarca.
Aún no se cumplían cuatro años de
gobierno bajo el reinado de Axayácatl,
cuando tuvo lugar un sorpresivo
acontecimiento que atrajo la atención de
todos los habitantes del Imperio:
Teconal, uno de los más importantes
comerciantes de Tlatelolco, famoso por
su insaciable sed de riquezas y por una
marcada carencia de escrúpulos que en
más de una ocasión le había ocasionado
serias dificultades con las autoridades,
anunció jubiloso su próximo enlace
matrimonial con Citlalmina.
Citlalmina era ya una leyenda
viviente para el pueblo azteca. Su
entusiasta y carismática personalidad
había desempeñado siempre un papel
determinante en cuanto movimiento
popular de generosa inspiración se
suscitara en el alma colectiva de la
sociedad tenochca. Sin poseer cargo
oficial alguno, pues se había negado
invariablemente no sólo a percibir la
menor retribución por sus actividades,
sino incluso a ocupar puestos puramente
honoríficos, Citlalmina había sido la
inspiradora e indiscutida guía de un
sinnúmero de organizaciones populares
que tendían a convertir en realidad los
más elevados ideales.
El anuncio de la boda de Citlalmina
con un sujeto de tan pésima reputación
como lo era Teconal, produjo en un
primer momento una generalizada
incredulidad sobre la veracidad de tan
increíble suceso, pero al ser confirmada
la noticia por propia voz de la
interesada, un confuso sentimiento,
mezcla del más profundo asombro y de
la más amarga de las desilusiones, se
extendió de inmediato entre los aztecas.
Tomando en cuenta la edad de ambos
contrayentes —el comerciante tenía
setenta años y Citlalmina sesenta y
cuatro— la gente dio por descartada la
existencia de un móvil pasional o
sentimental como causa del anunciado
enlace, e intentó desentrañar los
verdaderos
motivos
de
tan
desconcertante acontecimiento.
En cuanto al ambicioso mercader, se
concluyó que el propósito que lo
motivaba a contraer matrimonio con
Citlalmina era su deseo de hacer ver a
todos lo acertado del razonamiento que
había determinado siempre su conducta,
consistente en considerar que tanto las
personas como las cosas, incluyendo a
las más respetadas y sagradas, podían
ser compradas cuando se era propietario
de una enorme fortuna.
Por lo que respecta a Citlalmina, las
causas que podían haberle llevado a
adoptar tan extraña conducta resultaban
mucho más difíciles de determinar, sin
embargo, al no lograr encontrar una
justificación lógica, la mayoría de la
gente terminó por aceptar como válida
la que al parecer era la explicación más
evidente: cansada de representar el
papel de heroína, Citlalmina deseaba
pasar los últimos años de su existencia
rodeada de las comodidades que podían
proporcionarle las cuantiosas riquezas
de su futuro esposo.
El servicio de información con que
contaba Tlacaélel para enterarse de lo
que ocurría en el Imperio gozaba de un
bien ganado prestigio de eficiencia. Una
vasta red de individuos al servicio
directo del Cihuacóatl Imperial,
diseminados por los cuatro puntos
cardinales, transmitían diariamente a la
Gran Tenochtitlan —por medio de
mensajeros tan veloces como los del
mismo monarca— toda una serie de
noticias y de informes que permitían al
Heredero de Quetzalcóatl normar su
criterio y tomar determinaciones con
base
en
los
más
recientes
acontecimientos.
A pesar de lo anterior, los días
transcurrían y Tlacaélel continuaba
siendo la única persona en el Imperio
que ignoraba todo lo concerniente al
proyecto matrimonial entre Teconal y
Citlalmina, pues ninguno de los que le
rodeaban deseaba transmitirle semejante
noticia.
El primer indicio que tuvo Tlacaélel
de que ignoraba algún extraño suceso,
provino de una al parecer inexplicable
solicitud que le formulara Tlecatzin. El
hijo adoptivo de Citlalmina ostentaba ya
el grado de Caballero Águila y era uno
de los más destacados generales del
ejército tenochca: tras de dirigir en
forma brillante varias campañas, había
sido designado Director de la Escuela
de Aspirantes de la Orden de Caballeros
Águilas y Caballeros Tigres, cargo que
venía desempeñando con singular
acierto. Tlacaélel profesaba hacia
Tlecatzin un profundo afecto y lo recibía
con frecuencia para charlar de muy
diversas cuestiones; razón por la cual no
le llamó mayormente la atención la
visita del guerrero, pero en cambio
encontró incomprensible lo que éste le
solicitaba: deseaba abandonar de
inmediato la capital azteca, para lo cual
pedía se le relevase de su cargo de
Director de la Escuela Militar y se le
incorporase, con el simple grado de
combatiente, en cualesquiera de los
ejércitos que en aquellos momentos
desarrollaban alguna acción en las
fronteras del Imperio.
Ante lo insólito de la petición,
Tlacaélel pidió a Tlecatzin que
explicase los motivos que la originaban,
pero éste se negó rotundamente a
mencionarlos. El Portador del Emblema
Sagrado se percató de la enorme
confusión que privaba en el ánimo del
guerrero y creyó adivinar, en su
angustiada mirada, la certeza de que no
era necesario proceder a justificar su
conducta, puesto que las causas que la
determinaban debían ser ya del
conocimiento de Tlacaélel, sin embargo,
como no era ese el caso, éste dio por
concluida la entrevista, ordenando a
Tlecatzin que continuase en su puesto y
se abstuviese de formular peticiones
absurdas.
Al darse cuenta Axayácatl del vacío
de información que se había creado en
torno a Tlacaélel, comprendió que le
correspondería a él la poco grata tarea
de tener que informarle lo que ocurría.
Así pues, el Emperador acudió al
Templo Mayor a visitarlo, y a solas, lo
puso al tanto del acontecimiento que
acaparaba en esos momentos a la
atención pública.
La revelación que escuchara de
labios de Axayácatl produjo en
Tlacaélel un abrumador desconcierto:
por vez primera en su existencia se veía
frente a un hecho que rebasaba su
capacidad de análisis, y ante el cual, se
sentía incapaz de encontrar una
respuesta adecuada.
El inusitado estado de ánimo en
Tlacaélel obedecía a que éste había
considerado siempre que Citlalmina y él
constituían en realidad un solo ser, y que
el hecho de que actuasen a través de
cuerpos físicos diferentes, obedecía
únicamente a una expresión más de la
ley de dualidad que rige todo lo creado,
pero que ello no modificaba en nada el
hecho de que ambos formaban una sola
entidad espiritual.
A pesar de que habían transcurrido
ya más de cuarenta años desde su último
y fugaz encuentro con Citlalmina
(ocurrido el día en que arribara a
Tenochtitlan portando el Emblema
Sagrado y escuchara en la voz de su
bella exprometida la designación con
que habría de quedar claramente
definido ante todo el pueblo el
verdadero carácter de su personalidad:
«Azteca entre los Aztecas»). Tlacaélel
no había dejado de sentir jamás dentro
de sí la renovadora y vigorosa presencia
de la mujer que encarnaba la otra mitad
de su propio ser. Así pues, y al igual que
para todos los tenochcas, el inesperado
compromiso matrimonial de Citlalmina
constituía para él un indescifrable
enigma. La explicación finalmente
aceptada por la opinión pública, o sea la
de considerar que Citlalmina no buscaba
otra cosa sino pasar los últimos años de
su vida disfrutando de las comodidades
que otorga la riqueza, resultaba a su
juicio absurda e imposible; sin embargo,
no lograba ni siquiera imaginar cuál
podría ser la verdadera causa del
sorpresivo cambio de conducta de la
máxima heroína del pueblo azteca.
Independientemente
de
las
implicaciones estrictamente personales
que aquel asunto tenía para Tlacaélel,
entrañaba también algunas importantes
cuestiones a las que éste debía prestar
particular atención en su calidad de
Cihuacóatl Imperial.
Así, por ejemplo, era necesario
valorar los alcances de la frustración
que tan sorpresivo suceso habría de
ocasionar en el pueblo. Tras de
reflexionar detenidamente sobre ello,
Tlacaélel llegó a la conclusión de que si
bien la actuación de Citlalmina había
resultado determinante tanto para
alcanzar el triunfo en la lucha de
liberación, como para llevar a cabo la
tarea de cimentación y construcción del
Imperio, una vez lograda la edificación
del mismo y asentado éste en la sólida
estructura
que
le
daban
las
organizaciones creadas para dirigirlo,
dicha actuación había dejado ya de ser
imprescindible, razón por la cual, la
frustración que se derivaría de la
destrucción de la venerada imagen que
el pueblo se había forjado de Citlalmina
no acarrearía ninguna consecuencia de
carácter irreparable.
Existía también, en relación con el
mismo asunto, una segunda cuestión que
comprendía aspectos mucho más
complejos:
La unificación económica de muy
diferentes regiones productivas que
trajera consigo la incesante expansión
del Imperio, había generado condiciones
en extremo propicias para el desarrollo
del comercio en alta escala, mismas que
habían sido aprovechadas por un grupo
de mercaderes aztecas, que teniendo
como base al tradicional barrio
comercial de Tlatelolco, habían
extendido su red de operaciones a todos
los territorios conquistados, obteniendo
con ello cuantiosas ganancias.
Ahora bien, el sistema educativo, así
como la Orden de los Caballeros
Águilas y Caballeros Tigres, tendían a
obtener una estructura social en la que la
posición de cada persona se encontrase
determinada por su grado de desarrollo
espiritual. Dentro de este sistema se
había negado hasta entonces cualquier
posibilidad de progreso social o
político a los mercaderes, por
considerar
que
las
actividades
mercantiles eran muy poco propicias
para la realización de ideales elevados.
En esta forma, todos aquéllos que se
dedicaban al comercio sabían que a
pesar de que llegasen a poseer una
considerable fortuna, jamás podrían
ocupar un puesto público, ni gozar del
respeto y la admiración de sus
compatriotas.
El hecho de que a pesar de sus
riquezas los comerciantes careciesen no
sólo de fuerza política para hacer valer
sus intereses, sino incluso de la
posibilidad de ascender socialmente que
le era otorgada hasta al más humilde de
los habitantes del Imperio, había venido
provocando un creciente descontento
entre el grupo de caudalosos mercaderes
establecidos en Tlatelolco. El dirigente
del movimiento de protesta de los
comerciantes en contra de este estado de
cosas era precisamente Teconal, quien a
últimas fechas, además de los problemas
que comúnmente tenía ante los tribunales
a causa de su tradicional falta de
escrúpulos, comenzaba a ser objeto de
acusaciones,
hasta
entonces
no
comprobadas, según las cuales intentaba
hacer uso del soborno para lograr que
las autoridades asumiesen una conducta
que resultase más favorable a los
intereses de los comerciantes.
En
medio
de
semejantes
circunstancias resultaba lógico preveer
—concluyó Tlacaélel— que la boda de
Teconal con Citlalmina vendría a
incrementar las pretensiones de los
mercaderes, pues éstos sentirían que
habían logrado hacerse de una valiosa
aliada, que gozaba más que nadie del
afecto del pueblo y del respeto de las
autoridades.
Por segunda vez en un breve
periodo, al observar las múltiples
estrellas que poblaban el firmamento,
Tlacaélel tuvo la segura convicción de
que una de éstas había dejado de brillar,
y al igual que ocurriera cuando el
fallecimiento de Moctezuma, ello no le
produjo sorpresa alguna, pues así como
todo lo que sucede en el cielo repercute
sobre la tierra, lo que en ésta acontece
se refleja también en el cosmos.
En el cielo de las antiguas tierras de
Anáhuac se había extinguido la más pura
de todas sus luces: Citlalmina no
iluminaba ya el camino por donde
avanzaba el pueblo azteca con firme y
acompasada marcha.
Como resultado de la anunciada
boda entre Teconal y Citlalmina, la Gran
Tenochtitlan se había convertido para
Tlacaélel en un lugar en extremo
incómodo para el normal desempeño de
sus actividades. En las miradas de todos
cuantos le rodeaban, lo mismo se tratase
de los más altos funcionarios del
Imperio que de las más modestas gentes
del pueblo, el Azteca entre los Aztecas
advertía una misma petición que no se
atrevía a ser formulada en palabras: la
de que fuese él quien proporcionase una
explicación satisfactoria de aquel
extraño acontecimiento, e indicase si se
debía tomar alguna clase de medidas
para impedir su realización.
En vista de la imposibilidad en que
se hallaba para dar una respuesta
adecuada a semejantes interrogantes,
Tlacaélel pensó que era prudente
ausentarse transitoriamente de la capital
azteca. Aduciendo como pretexto el
efectuar una visita protocolaria al
monarca de Texcoco, Tlacaélel salió al
encuentro de Nezahualcóyotl, confiado
en que la profunda intuición que éste
poseía por ser poeta, le permitiría
comprender lo que para él resultaba
inexplicable.
Nezahualcóyotl venía padeciendo de
tiempo atrás una enfermedad incurable
que le iba aproximando lentamente a la
muerte; no obstante, la llegada de
Tlacaélel pareció infundirle nuevas
energías y abandonando su lecho,
efectuó en su compañía largos paseos
por los bellísimos jardines de la ciudad,
disertando
con su deslumbrante
inteligencia acerca de los más variados
e intrincados temas.
La noche anterior a su retorno a la
Gran
Tenochtitlan,
mientras
contemplaban desde una de las amplias
terrazas del palacio real el espacio
infinito pletórico de estrellas, Tlacaélel
expuso ante su amigo, mediante
elaborado simbolismo, la cuestión que
lo tenía confundido:
La gran sabiduría, el profundo
conocimiento de nuestros antepasados,
les permitió determinar, llegar a saber
la índole de las influencias que los
astros ejercen sobre la vida de aquéllos
que transitamos sobre la tierra. Sin
embargo ignoramos si el predominio de
los astros perdura o desaparece cuando
éstos no brillan más en el cielo.
Nezahualcóyotl
escuchó
con
atención el singular problema celeste
planteado por su ilustre huésped,
intuyendo de inmediato el significado
encerrado en aquella metáfora. Tras de
meditar largo rato en silencio, el
príncipe poeta afirmó con seguro acento:
Al igual que como ocurre con
aquellas personas que son luz y guía
para los demás, los astros ejercen
siempre un constante ascendiente en
nuestras vidas. El súbito ocultamiento
de su resplandor en los cielos no
significa que se extinga su acción
rectora. Lo que sucede, lo que
acontece, es que en estos casos resulta
mucho más difícil poder precisar su
influjo, pero este subsiste, permanece,
y a la larga, cuando personas y astros
son realmente poderosos, terminamos
por darnos cuenta de su presencia
oculta, por reconocer su permanente
influencia.
Las palabras de Nezahualcóyotl
produjeron una evidente complacencia
en su interlocutor. El semblante de
Tlacaélel, que en últimas fechas había
perdido su habitual expresión de serena
confianza, la recuperó al instante, al
tiempo que parecía iluminarse a resultas
de una profunda alegría interna.
El azteca y el texcocano no
pronunciaron ya palabra alguna, se
limitaron a contemplar con respetuosa
atención el lejano cintilar de las
estrellas.
Aún no cumplía Tlacaélel una
semana de haber regresado a la Gran
Tenochtitlan, cuando llegó desde
Texcoco un apesadumbrado mensajero
portando la no por esperada menos
infausta noticia: Nezahualcóyotl había
fallecido.
En unión del Emperador Axayácatl y
de los más altos dirigentes del Imperio,
así como de un gran número de
componentes de los más diversos
sectores de la población azteca,
Tlacaélel se encaminó de inmediato a la
capital aliada, para participar en las
exequias de su mejor amigo.
Un sentimiento de pesar a tal grado
tangible que parecía haberse extendido a
la naturaleza misma —pues todo en el
ambiente era gris y sombrío— imperaba
en el Reino de Texcoco. El llanto
incontenible de poblaciones enteras
constituía el más fiel testimonio del
inmenso cariño que Nezahualcóyotl
había logrado despertar en su pueblo.
La multifacética personalidad del
Rey de Texcoco encarnaba el más claro
ejemplo de la capacidad de superación
prácticamente ilimitada que posee el ser
humano. A lo largo de su azarosa
existencia,
Nezahualcóyotl
había
desempeñado con sin igual maestría un
sinnúmero de actividades: rebelde y
estadista, filósofo y arquitecto, poeta y
guerrero, legislador y urbanista. A su
muerte dejaba más de cien viudas y
cerca de trescientos hijos. Nada en él
había sido mediocre.
Los funerales de Nezahualcóyotl
habían concluido; y en forma simultánea
a la aparición de las tinieblas nocturnas,
un impresionante silencio unido a una
opresiva
quietud
comenzaron
a
extenderse progresivamente por la
ciudad de Texcoco, produciendo una
inmovilidad total y anormal. Tal parecía
que la bella y alegre capital no deseaba
sobrevivir a la muerte de su insigne
gobernante.
Cansados por la agotadora tensión
que prevalecía en el ambiente y
deseosos de emprender el camino de
regreso a la Gran Tenochtitlan con las
primeras luces del alba, los altos
funcionarios tenochcas presentes en las
exequias de Nezahualcóyotl se habían
recluido desde el anochecer en los
aposentos del palacio de gobierno
donde se alojaban. En lo alto del enorme
edificio, en la misma terraza en donde
días atrás mantuviera con el recién
fallecido
monarca
una
poética
conversación sobre las influencias
celestes, Tlacaélel observaba, solitario
y meditabundo, la marcha inmutable de
los astros a través del firmamento.
El profundo pesar que la
desaparición
de
Nezahualcóyotl
producía en el ánimo del Azteca entre
los Aztecas, se aliviaba grandemente al
recordar los conceptos vertidos en aquel
lugar por el extinto poeta. No importaba,
por tanto, el que una vez más Tlacaélel
se percatase de que en el cielo había
dejado de fulgurar una estrella, pues
ahora comprendía claramente, que tal y
como de seguro acontecía con
Moctezuma
Ilhuicamina
y
con
Citlalmina, la poderosa luz que provenía
de
Nezahualcóyotl
continuaría
iluminando, permanentemente, las tierras
de Anáhuac.
Capítulo XVII
LA REBELIÓN DE
LOS MERCADERES
En medio de la noche, cuando la
Gran Tenochtitlan semejaba una especie
de poderoso gigante dormitando entre
las aguas del inmenso lago, el corazón
de Tlacaélel dejó súbitamente de latir.
Al ocurrir el inesperado colapso, el
Azteca entre los Aztecas reposaba
tranquilo en sus habitaciones. El brusco
sobresalto de su organismo en agonía le
hizo despertar y percatarse al instante de
lo que ocurría. No sólo comprendió que
iba a morir, sino que conoció también,
en vislumbrante atisbo de suprema
conciencia, la causa que motivaba su
fallecimiento: Citlalmina perecía en
aquel instante, y poseyendo ambos un
solo y único espíritu, él tenía igualmente
que marchar al mundo de los
desencarnados. Sereno e imperturbable,
Tlacaélel observó con atención el
avance inexorable, de las tinieblas,
hasta que finalmente, terminó por perder
todo asomo de conocimiento.
Un débil y lento, pero rítmico e
insistente sonido, fue la primera
percepción captada por la aún aturdida
conciencia de Tlacaélel. En un primer
momento, el Cihuacóatl Azteca supuso
que se encontraba ya en alguna de las
diferentes regiones que integran al
mundo de los muertos, pero después, al
lograr entrever por entre las sombras
que le rodeaban los objetos de su
habitación que le eran familiares,
concluyó que aún se hallaba con vida y
trató de incorporarse. Su paralizado
organismo se negó a obedecerle,
permaneciendo rígido e inmóvil sobre el
lecho.
Durante un buen rato únicamente el
funcionamiento de su mente y el latido
de su corazón —autor del débil sonido
que escuchara al comenzar a recuperar
el conocimiento— permitieron a
Tlacaélel mantener el criterio de que
aún vivía, pues el resto de su organismo
permanecía inerte, dominado por una
parálisis total; pero luego muy
lentamente
—iniciándose
la
recuperación por las extremidades
inferiores— el cuerpo del Azteca entre
los Aztecas comenzó poco a poco a
recobrar la capacidad de movimiento.
Al mismo tiempo que permanecía
atento al lento proceso que iba
reintegrando su organismo a la
normalidad, el pensamiento de Tlacaélel
se esforzaba por encontrar una
explicación coherente de lo ocurrido.
Una misma pregunta, formulada en mil
distintas formas, se planteaba una y otra
vez en su mente: ¿Por qué si Citlalmina
había fallecido —y de ello no le cabía
la menor duda— continuaba él con
vida?
En lo más profundo de su
conciencia, Tlacaélel encontró la única
respuesta posible a la interrogante que
le atormentaba: había sido Citlalmina
quien lograra, mediante un acto supremo
de voluntad realizado en el instante
mismo de su muerte, mantener
subsistente la dualidad a través de la
cual venía manifestándose en este mundo
el espíritu que ella y Tlacaélel
encarnaban. En esta forma, al impedir
que dicho espíritu recobrase su natural
unidad, había originado aquella singular
anomalía consistente en que la mitad de
un mismo ser habitase ya en la región
del misterio, mientras la otra parte
continuaba existiendo sobre la tierra.
Aun cuando el propósito perseguido
por Citlalmina con tan extraño proceder
constituía por el momento un enigma
indescifrable, Tlacaélel presentía con
certeza que se aproximaba el momento
en que habrían de resolverse todas las
incógnitas que últimamente había venido
planteando la extraña conducta de la
heroína azteca.
La tímida y respetuosa voz de uno de
sus sirvientes, llamándole desde el
pórtico de la habitación, vino a
interrumpir las profundas cavilaciones
de Tlacaélel. Era todavía muy entrada la
noche y resultaba por tanto inusitado que
alguien viniese a perturbar su descanso.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano
Tlacaélel
logró
incorporarse,
constatando con agrado que había
recuperado plenamente el control de su
organismo.
Tras de autorizar la entrada al
sirviente, éste penetró en el dormitorio y
procedió
a
informar
que
Chalchiuhnenetzin
solicitaba
con
extrema urgencia una entrevista para
exponer ante el Cihuacóatl Imperial un
asunto de suma gravedad.[26]
Tlacaélel recordó que hacía tan sólo
unas semanas había sido informado del
cambio de residencia de Citlalmina,
quien atendiendo a la invitación de
Chalchiuhnenetzin —de quien era íntima
amiga— había dejado su modesta casa
ubicada en las proximidades de la Plaza
Mayor, para trasladarse al barrio de
Tlatelolco, a la bella residencia donde
moraban
Moquíhuix
y
Chalchiuhnenetzin, todo ello con objeto
de poder efectuar más fácilmente los
preparativos de su próxima boda con
Teconal. El Azteca entre los Aztecas
supuso que Chalchiuhnenetzin venía a
participarle la muerte de Citlalmina, y
sin pérdida de tiempo, se encaminó
hasta la sala de audiencias en donde le
aguardaba la hermana del Emperador.
Chalchiuhnenetzin se encontraba
ataviada con modestos ropajes usuales
entre la servidumbre; sus enérgicas
facciones reflejaban una profunda
preocupación. Después de disculparse
por lo insólito de la entrevista, la recién
llegada expuso a Tlacaélel el motivo de
su visita: existía una conspiración para
derrocar al monarca, asesinar a los más
altos dignatarios del Imperio y abolir
los elevados ideales que normaban la
conducta del pueblo azteca.
Mediante palabras que pretendían
ser expresadas con ánimo sereno, pero
en las cuales se traslucía una emoción
largamente contenida, la hermana del
Emperador fue revelando a Tlacaélel
toda la vasta información que poseía
acerca de la conjura:
Desde tiempo atrás y a pesar del
inmenso cariño que profesaba a su
marido, Chalchiuhnenetzin se había
percatado de la malsana ambición que
dominaba a Moquíhuix, así como del
hecho de que éste sólo la había tomado
como esposa guiado por el propósito de
ser grato a los ojos de Axayácatl y
obtener con ello un puesto de mayor
jerarquía dentro del gobierno. Sin
embargo, en vista de que el tiempo
transcurría sin que se le otorgase la tan
esperada promoción, Moquíhuix había
terminado
por
desesperarse
y
comenzado a prestar atención a las
veladas proposiciones de apoyo mutuo
que venían haciéndole Teconal y demás
integrantes del poderoso grupo de
mercaderes establecidos en Tlatelolco.
En cuanto Moquíhuix comunicó a
Teconal su disposición de aliarse a los
mercaderes
—continuó
narrando
Chalchiuhnenetzin—, éstos procedieron,
dentro del más estricto secreto, a
informarle de sus aviesas intenciones:
proyectaban eliminar mediante un audaz
golpe de fuerza a los principales
personajes del Imperio y sustituirlos por
sujetos que permitiesen a los
comerciantes ejercer una influencia
determinante en el gobierno. El afán de
incesante superación espiritual y la
pretensión de intervenir en la marcha del
cosmos, que constituían los máximos
ideales del Imperio Azteca, serían
sustituidos por una finalidad mucho más
pragmática, como lo era la de
reorganizar
a
los
territorios
conquistados con objeto de lograr una
mejor explotación de los mismos. Para
poder llevar adelante la conjura con
posibilidades de éxito, los mercaderes
requerían del apoyo de un buen número
de tropas. Riquezas sin cuento
aguardaban a todos aquellos militares
que estuviesen dispuestos a secundarlos
en sus propósitos.
Debido a su larga experiencia en el
ejército, Moquíhuix había podido darse
cuenta de la existencia dentro del mismo
de militares que se hallaban resentidos
por no haber sido promovidos desde
hacía mucho tiempo; pues dados los
rigurosos criterios de ascetismo
espiritual que imperaban en las fuerzas
armadas, hasta el más leve ascenso
constituía una conquista difícilmente
alcanzable. Así pues, Moquíhuix tenía la
seguridad de que lograría atraer a su
causa a un buen número de oficiales al
mando de tropas.[27]
Tras
de
comprometerse
a
proporcionar a los mercaderes la ayuda
militar necesaria para la realización de
sus planes, el gobernante tlatelolca
había manifestado a su vez cuál era el
móvil que lo impulsaba. No anhelaba la
posesión de riquezas, sino convertirse
en la máxima autoridad del pueblo
azteca. En vista de que el cargo de
Emperador sólo podía ser conferido por
el Heredero de Quetzalcóatl, Moquíhuix
estaba consciente de que le resultaría
imposible alcanzar semejante dignidad,
pues Tlacaélel no accedería nunca a sus
propósitos; sin embargo, se contentaba
con llegar a ser reconocido como rey de
los tenochcas, para lo cual precisaba,
además de conquistar el poder, contar
con el apoyo de algún sector dentro del
sacerdocio.
Como una consecuencia del
arraigado concepto de dualidad —
aplicable según los postulados de la
filosofía náhuatl a todo lo existente— el
sacerdocio azteca se hallaba dividido en
dos grandes grupos, cuyos componentes,
de acuerdo con la índole del culto que
practicaban,
se
autodenominaban
respectivamente
como
sacerdotes
solares o lunares. Desde la lejana época
en que los tenochcas adoptaran a
Huitzilopóchtli como a su máxima
deidad protectora, existía dentro de la
sociedad
azteca
una
marcada
preponderancia del clero dedicado al
culto solar, situación que se había hecho
aún más patente a partir del momento en
que Tlacaélel estableciera como
objetivo primordial de los tenochcas el
de coadyuvar al engrandecimiento del
sol.
El Templo Mayor de Tlatelolco se
hallaba consagrado al culto lunar y
constituía la sede central de este culto en
todo el Imperio. En su calidad de
gobernador del barrio de Tlatelolco,
Moquíhuix mantenía un estrecho
contacto con los dirigentes de dicho
templo, y en esta forma, estaba al tanto
del oculto despecho que existía en
muchos de ellos a consecuencia de la
marcada inferioridad en que se
encontraba todo lo concerniente al culto
lunar en comparación con el solar.
Tomando en cuenta esta situación,
Moquíhuix había considerado que no le
resultaría imposible obtener el apoyo de
esta marginada porción del clero para la
realización de su ambicioso proyecto de
convertirse en rey de los aztecas.
Tal y como supusiera Moquíhuix —
continuó relatando la hermana del
Emperador— destacados sacerdotes del
culto lunar y diversos militares de rango
secundario —pero que ocupaban
posiciones que podían resultar de
primordial
importancia
en
un
determinado
momento—
habían
accedido a secundar a los conjurados,
integrándose así una peligrosa y
poderosa organización de opositores a
la Autoridad Imperial, que aguardaban
ansiosos el momento más propicio para
entrar en acción.
A pesar de los esfuerzos de
Moquíhuix tendientes a lograr que su
consorte no sospechase la clase de
asunto que se traía entre manos, ésta
había descubierto, casi desde un
principio, el hecho de que su esposo se
hallaba involucrado en una conjura que
tenía como propósito derrocar al
gobierno.
Enfrentada a la difícil disyuntiva de
permanecer leal al hombre que amaba y
traicionar con ello no sólo a su familia,
sino también a los ideales que
constituían la base de sustentación de
toda su existencia, Chalchiuhnenetzin
había permanecido indecisa y vacilante
durante un largo tiempo, hasta que
finalmente,
al
borde
de
la
desesperación, había optado por acudir
ante Citlalmina, quien fuera antaño su
maestra y era ahora su mejor amiga, en
busca de guía y consejo.
Una sola entrevista entre ambas
mujeres había bastado para que
Citlalmina hiciese ver a su antigua
discípula la decisión que debía tomar en
aquel conflicto: su adhesión a los
elevados ideales por los cuales luchaba
el pueblo del sol, debía prevalecer
sobre cualquier afecto de carácter
personal.
La actitud asumida por aquel puñado
de repugnantes traidores, había afirmado
Citlalmina con encendido acento, ponía
en grave peligro la supervivencia del
Imperio, no debía, por tanto, tenerse
ninguna clase de consideraciones con
ellos, sino por el contrario, era preciso
aprovechar la ocasión para efectuar el
más drástico de los escarmientos. Sin
embargo, había añadido, no consideraba
que hubiese llegado aún el momento de
informar a las autoridades de la
conspiración urdida en su contra.
Convenía primero recabar la máxima
información posible acerca de la
conjura, averiguando tanto sus alcances
como los nombres de todos los que en
ella participaban.
Para poder llevar a cabo sus
propósitos
—siguió
relatando
Chalchiuhnenetzin
a
Tlacaélel—
Citlalmina se había trazado un peligroso
plan de acción. Convencida de que si
bien Moquíhuix constituía el brazo
ejecutor de la conspiración, los
promotores y directores intelectuales de
la misma eran los enriquecidos
comerciantes que Teconal encabezaba,
decidió no perder de vista al jefe de los
mercaderes, y con este objeto, buscó la
manera de relacionarse con dicho
personaje a través de su amiga.
La afable actitud que adoptó
Citlalmina a partir de entonces en su
trato con Teconal había constituido para
éste la más grata e inesperada de las
sorpresas. Cegado por su desmesurada
vanidad, creyó ver en ello una evidente
prueba de claudicación a los ideales de
rectitud y austeridad preconizados
durante tantos años por la mujer más
respetada del Imperio.
Plenamente consciente de la enorme
influencia popular con que contaba
Citlalmina y deseoso de aprovecharla en
beneficio propio, Teconal comenzó
colmando a la heroína azteca de los más
valiosos presentes para terminar
ofreciéndole matrimonio, compromiso
que ésta había aceptado de inmediato. A
partir de ese momento, Citlalmina pasó
a formar parte del grupo de personas
que rodeaban a Teconal y entre las
cuales se gestaba la conjura en contra de
las Autoridades Imperiales. Aun cuando
el mercader no se atrevió a comunicar
sus insidiosos planes a su prometida, no
había sido para ésta una labor en
extremo difícil obtener —a través del
trato diario con sus nuevas amistades—
valiosos fragmentos de información
sobre la proyectada conspiración, que al
ser reunidos, le permitieron formarse
una visión completa de la misma.
Una vez que Citlalmina tuvo
conocimiento de la fecha y lugar en que
se intentaría llevar a cabo el
derrocamiento, consideró que había
llegado el momento de actuar, y con ese
objeto dio a su amiga instrucciones
precisas. En atención a éstas,
Chalchiuhnenetzin memorizó primero
toda la información obtenida por
Citlalmina en torno a la conjura y
después buscó una buena excusa para
salir de Tlatelolco sin despertar
sospechas.
En la residencia de Moquíhuix se
hallaban de visita varias primas de
Chalchiuhnenetzin que habitaban en
Coatlinchan. Al participarle éstas el
deseo de retornar a su hogar y
proponerle que las acompañase a pasar
una temporada en dicha población, la
hermana del Emperador comprendió que
aquella era la oportunidad que venía
aguardando y aceptó al instante la
invitación. Sin sospechar en ningún
momento las intenciones que animaban a
su consorte, Moquíhuix había dado su
consentimiento al proyectado viaje,
pensando que tendría mayor libertad de
acción si su esposa se encontraba fuera
de la capital durante los decisivos
acontecimientos que se avecinaban.
La estancia de Chalchiuhnenetzin en
Coatlinchan no se prolongó por mucho
tiempo. A los pocos días de su llegada
simuló un repentino recrudecimiento de
la vieja dolencia que padecía en las
encías, razón por la cual emprendió de
inmediato el camino de retorno a la
capital azteca, en busca de la supuesta
atención que su mal requería.
Chalchiuhnenetzin no regresó a su
hogar en Tlatelolco. Aduciendo ser
víctima de agudos dolores, pidió ser
llevada directamente a la casa de la
anciana experta en plantas medicinales
que en anteriores ocasiones había
logrado curarla, y ya a solas con ésta, le
confió la delicada misión en que se
hallaba empeñada, solicitando su ayuda
para llevarla a cabo.
La anciana había comprendido muy
bien la gravedad de la situación,
prestándose de buen grado a
proporcionar cuanta colaboración le era
posible. Haciendo uso de sus profundos
conocimientos en materia de herbolaria,
mezcló en la comida destinada a los
sirvientes
que
acompañaban
a
Chalchiuhnenetzin substancias que les
producirían un prolongado estado de
letargo, eliminando así cualquier
posibilidad de que alguno de ellos
pudiese avisar a Moquíhuix que su
esposa se hallaba de vuelta en la ciudad.
A continuación, la hermana del
Emperador cambió su atuendo por el
atavío que portaba una de sus
adormiladas sirvientas, y en compañía
de la anciana, aguardó impaciente a que
el avance de la noche hiciese cesar poco
a poco el perpetuo bullicio que
caracterizaba a las calles de la Gran
Tenochtitlan. Ya casi en la madrugada,
las dos mujeres se habían encaminado
sigilosamente hacia la residencia del
Azteca entre los Aztecas.
Chalchiuhnenetzin concluyó su relato
proporcionando a Tlacaélel un detallado
informe acerca de las personas
involucradas en la conjura. Finalmente,
le participó que la conspiración
estallaría la noche del día que estaba
por iniciarse. Los conjurados habían
escogido aquella fecha debido a que
terminaba el importante período de
festejos populares que tenían lugar al
finalizar el séptimo mes del año
(Tecuilhuitontli) y por tanto, el pueblo y
las
autoridades
se
encontrarían
distraídos y fatigados tras la celebración
de dichos festejos.[28]
Tlacaélel
agradeció
a
Chalchiuhnenetzin
su
valiosa
información y le aseguró que sabría
utilizarla adecuadamente en defensa del
Imperio, después de ello le preguntó si
tenía alguna noticia reciente acerca de
Citlalmina, a lo cual la interrogada
contestó que no sabía nada sobre su
amiga desde que partiera hacia
Coatlinchan, sin embargo, esperaba que
ésta se pondría oportunamente a salvo
de cualquier peligro, abandonando ese
mismo día el barrio de Tlatelolco y
retornando a su antigua casa en el centro
de la ciudad. Tlacaélel se guardó de
comunicar a la joven su segura
convicción respecto de la muerte de
Citlalmina. Finalmente, el Cihuacóatl
Azteca pidió a su informante que
permaneciese oculta durante aquel día,
pues seguía siendo de trascendental
importancia para lograr frustrar los
planes de los conjurados que estos
continuasen
creyendo
que
las
autoridades no estaban al tanto de sus
propósitos.
Mientras contemplaba desde lo alto
del Templo Mayor el surgimiento de las
primeras luces del alba, y con ellas el
inicio de una incesante actividad por
todos los rumbos de la imperial
metrópoli, Tlacaélel meditó serenamente
sobre la mejor forma de hacer frente al
problema que para la continuación de la
hasta entonces ascendente marcha del
pueblo azteca planteaba la existencia del
pequeño grupo de seres ambiciosos y
traidores que integraban la conspiración.
En virtud de la oportuna información
que le proporcionara Chalchiuhnenetzin,
no dudaba que resultaría una tarea muy
sencilla frustrar la conjura, bastaría para
ello que el ejército procediese esa
misma mañana al arresto de todos los
confabulados. Tal vez éstos intentarían
oponer alguna resistencia, pero en vista
del escaso número de tropas de que
disponían, y no contando ya con el factor
sorpresa a su favor, sería tan sólo
cuestión de tiempo —y de muy poco
tiempo— lograr su total sojuzgamiento.
Sin embargo, Tlacaélel concluyó que
semejante solución no era en realidad la
apropiada, sino que sería mucho más
conveniente tratar de aprovechar aquella
inesperada crisis para poner a prueba la
fortaleza y firmeza de principios que en
verdad poseían aquellos que habrían de
dirigir, en el futuro, los destinos del
Imperio.
Formando parte de los festejos y
celebraciones que se estaban realizando,
tendría lugar en la mañana de aquel día
la ceremonia de reconocimiento de]
grado de Caballero Tigre a todos los
jóvenes que habían logrado concluir el
arduo periodo de aprendizaje que se
requería para el otorgamiento de dicho
grado.
La ceremonia de admisión de los
nuevos miembros de la Orden revestía
en esta ocasión un especial interés, pues
singulares
circunstancias
habían
concentrado la atención pública en
aquella generación de aspirantes.
Dos hermanos del Emperador
Axayácatl, Ahuízotl y Tízoc, formaban
parte del grupo de jóvenes aztecas que
esa mañana ingresarían a la prestigiada
Orden. Se trataba, en ambos casos, de
recias y destacadas personalidades,
poseedoras
de
contrastantes
características.
A pesar de su juventud, la figura de
Ahuízotl era ya ampliamente conocida
en todos los confines del Imperio. Se
decía de él que al ocurrir su nacimiento
no había prorrumpido en llanto en
momento alguno, y que en igual forma, a
lo largo de toda su existencia había
mantenido tal dominio sobre sí mismo y
tema tal control de sus emociones, que
nadie jamás le había visto nunca
derramar una lágrima o esbozar una
sonrisa. Como quiera que fuese, una
cosa resultaba innegable: Ahuízotl era
un personaje completamente fuera de lo
común, no sólo por su inmutabilidad,
sino también por su profunda
inteligencia e indomable tenacidad, así
como por su valentía y capacidad de
mando.
Además de las ya mencionadas
características, Ahuízotl poseía un
peculiar atributo que terminaba por
hacer de él un sujeto en extremo
singular, y éste era el de sentirse
directamente responsable de todo cuanto
ocurría en su derredor, en tal forma que
consideraba como una obligación
personal el reparar los errores
cometidos por cualesquiera de las
personas con las que se hallaba
vinculado.
Poseyendo igualmente cualidades
que hacían de él un ser excepcional,
eran sin embargo muy diferentes las
características que configuraban la
personalidad de Tízoc. Dotado de un
agudo sentido del humor y de un carácter
particularmente alegre y festivo,
acostumbraba bromear de continuo, aun
a costa de personas consideradas como
muy respetables. Una fértil imaginación
unida a una mente ágil y poco
convencional, le facultaban para
encontrar soluciones a problemas que
los demás calificaban de insolubles.
Durante su adolescencia había soñado
con llegar a ser un prestigiado escultor,
e incluso, sin desatender sus estudios en
el Calmecac, había frecuentado el taller
de Técpatl con miras a ir aprendiendo
los fundamentos de dicho arte; sin
embargo, al percatarse de que en
realidad poseía tan sólo facultades
mediocres para el dominio de las
formas, había optado por ingresar como
aspirante a la Orden de Caballeros
Águilas y Caballeros Tigres, crisol
donde se forjaban los futuros
gobernantes del Imperio.
Estimulados por el ejemplo de
incesante superación que Ahuízotl
encarnaba, los integrantes de su
generación habían sorteado todas las
pruebas del riguroso noviciado sin que
se produjera —caso único en toda la
historia de la Orden— la deserción de
ninguno
de
ellos,
cuando
inesperadamente, en el último año de
aprendizaje, había tenido lugar un
acontecimiento que estuvo a punto de
torcer el destino de aquel grupo de
jóvenes.
Mientras participaban en una clase
que versaba sobre la forma de elaborar
medicamentos,
un
recipiente
conteniendo una substancia de color
amarillento
se
había
volcado
accidentalmente sobre el maestro que
impartía la enseñanza, impregnando
parte de su cuerpo de dicho color. El
intrascendente suceso había sido
aprovechado por Tízoc para externar
con festivo acento una broma en la cual
se comparaba al profesor con
Tlazoltéotl.[29]
La severa disciplina imperante en la
escuela
de
aspirantes
resultaba
incompatible con esta clase de
humoradas, y como ya en ocasiones
anteriores Tízoc había sido reprendido
por la comisión de faltas similares, las
autoridades del plantel lo consideraron
acreedor a la expulsión, sanción que le
había sido aplicada de inmediato.
En
cuanto
Ahuízotl
tuvo
conocimiento del castigo impuesto a
Tízoc,
manifestó
que,
siendo
responsable de la conducta de su
hermano, dicho castigo resultaba
asimismo aplicable a su persona, razón
por la cual él también se consideraba
expulsado.
Al parecer el curioso concepto de
responsabilidad colectiva adoptado por
Ahuízotl había pasado a ser compartido
por todos los integrantes de su
generación, pues éstos externaron una
opinión del todo semejante a la anterior,
considerándose igualmente merecedores
a la expulsión.
Alarmado ante el giro que estaban
tomando los acontecimientos, Tízoc
había acudido en aquella ocasión ante
Tlacaélel, solicitando su intervención
para impedir que resultasen afectados
todos sus compañeros por una falta de la
que en realidad sólo él era responsable.
En su calidad de máximo dirigente
de la Orden de Caballeros Águilas y
Caballeros Tigres, Tlacaélel tenía una
injerencia
directa
en todo
lo
concerniente a la escuela de aspirantes a
dicha Orden; con base en ello, decidió
actuar para impedir la pérdida de
aquella valiosa generación de jóvenes,
pero al mismo tiempo, resolvió hacerlo
en tal forma que aquel asunto no marcara
un precedente de ruptura de las reglas
disciplinarias que regían a los
aspirantes. Tras de convocar a éstos, les
dio a conocer su determinación:
estimaba correcto el criterio por ellos
adoptado, de acuerdo con el cual, la
falta de uno solo debía acarrear para
todos idéntico castigo, así pues, debían
considerarse como expulsados y
retornar cuanto antes a sus respectivos
hogares. Sin embargo, si alguno de ellos
deseaba reiniciar desde el principio su
aprendizaje, no existiría, llegado el
momento, impedimento alguno para su
readmisión.
Tal y como supusiera Tlacaélel, en
cuanto dio comienzo el periodo de
admisión para la integración de un
nuevo grupo de aspirantes, los
componentes de la anterior generación
—sin una sola excepción— habían
solicitado su reingreso. Cumpliendo su
ofrecimiento, el Azteca entre los
Aztecas avaló personalmente la
solicitud de los jóvenes, los cuales
iniciaron de nueva cuenta, con
redoblado entusiasmo, su interrumpido
noviciado.
Además de los readmitidos,
integraban el grupo un buen número de
nuevos aspirantes, lo que hacía de
aquella generación la más numerosa de
que se tuviera memoria en la historia de
la Orden. Una vez más, la poderosa
voluntad de Ahuízotl pareció infundir a
todos sus compañeros la inquebrantable
determinación de vencer cuanto
obstáculo se opusiese a la finalidad de
lograr que todos juntos concluyesen
venturosamente su noviciado. Tízoc no
había vuelto a hacer de las suyas,
contentándose con dirigir sus consabidas
ironías a sus propios compañeros, mas
no a sus maestros.
Y en esta forma, concluido tanto el
periodo de aprendizaje como la etapa de
pruebas, llegaba al fin el esperado día
en que todos los integrantes de aquella
generación habrían de recibir el grado
de Caballero Tigre. Este era, por tanto,
el grupo de jóvenes al cual Tlacaélel
proyectaba dar a conocer la traición
urdida en el seno mismo del Imperio.
Los bellos ejercicios de danza
ejecutados por incontables jóvenes en la
explanada central de la ciudad habían
concluido. En compañía de las más altas
autoridades del Imperio, Axayácatl se
retiró al interior del Palacio a descansar
breves instantes antes de seguir con el
apretado programa de festejos que
habrían de desarrollarse en ese día.
Ya a solas con los principales
dignatarios,
Tlacaélel
hizo
del
conocimiento de sus sorprendidos
oyentes toda la información que poseía
acerca de la proyectada conjura. En
igual forma, expuso ante éstos el plan
que había elaborado para hacer frente al
inesperado problema. Aun cuando los
dirigentes tenochcas se manifestaron
partidarios de una acción directa e
inmediata
en
contra
de
los
conspiradores, el Portador del Emblema
Sagrado insistió en llevar adelante su
personal solución, terminando por
convencer a los demás de las ventajas
que ésta ofrecía para lograr una
reafirmación de las futuras bases en que
habría de sustentarse el Imperio.
En unión de sus acompañantes,
Tlacaélel y Axayácatl salieron del
Palacio y se encaminaron al edificio que
albergaba a la Orden de Caballeros
Águilas y Caballeros Tigres. Durante el
corto trayecto que separaba ambos
edificios, una inmensa multitud aclamó
entusiasta a sus dirigentes. Tlacaélel
concluyó para sus adentros que si entre
la gente había espías enviados por
Moquíhuix y Teconal para vigilar la
actitud asumida por las autoridades,
éstos darían por seguro que aún no
existía la menor sospecha acerca de la
conjura, pues jamás aceptarían que a
sabiendas de lo que se tramaba en su
contra las autoridades prosiguiesen sin
alteración alguna con el programa de
festejos.
El arribo de los dignatarios
imperiales a la casa sede de la Orden se
realizó en medio de respetuosas
muestras de afecto. Una tensa
expectación
predominaba
en
el
ambiente. Tanto las severas facciones de
los maestros como los juveniles rostros
de los aspirantes, excepción hecha del
de Ahuízotl, revelaban la profunda
emoción que les embargaba. Hacía ya
largo tiempo que unos y otros
aguardaban ansiosos la llegada de aquel
esperado momento.
Cumpliendo con el milenario ritual
establecido desde el inicio mismo de la
Orden, Tlacaélel fue otorgando a cada
uno de los aspirantes el grado de
Caballero Tigre. Al concluir la
ceremonia, todos los participantes se
congregaron en el amplio patio interior
del edificio para escuchar las palabras
que, según era costumbre, dirigía en
esas ocasiones a los nuevos miembros
de la Orden el Heredero de
Quetzalcóatl, y a las cuales daba
respuesta, de acuerdo también con
antigua tradición, aquel de entre los
recién nombrados Caballeros Tigres que
era designado para este efecto por sus
propios compañeros.
Lo habitual en estos casos era que
las palabras del Cihuacóatl Imperial
hiciesen referencia a las arduas
responsabilidades
contraídas
por
aquéllos que acababan de ingresar en la
Orden, para luego concluir su discurso
expresando el deseo de ver algún día a
todos ellos convertidos en Caballeros
Águilas, pero en esta ocasión, el
contenido del mensaje iba a ser muy
otro.
Sin mediar preámbulo alguno, con
palabras impregnadas de vibrante
energía, Tlacaélel fue exponiendo ante
su asombrado auditorio toda la
información que poseía sobre la conjura
urdida en contra del Imperio. En el vivo
y animado relato del Portador del
Emblema Sagrado, fueron desfilando
una a una las principales figuras que
habían
venido
escenificando
el
desconocido drama: Teconal y su grupo
de ambiciosos mercaderes, Moquíhuix y
los frustrados guerreros y sacerdotes
que le secundaban, Citlalmina y
Chalchiuhnenetzin, a cuya sagacidad y
firmeza de carácter se debía el que los
traicioneros
propósitos
de
los
conspiradores hubiesen quedado al
descubierto.
Después de haber descrito los
hechos y personajes que constituían e
integraban la conspiración, Tlacaélel
hizo una breve pausa en su exposición,
para luego dar a conocer cuál era la
inesperada actitud que ante aquel
acontecimiento
asumirían
las
autoridades, pues no serían ellas quienes
determinasen la conducta que se habría
de seguir frente al peligro que las
amenazaba; tanto el Emperador como el
Consejo Imperial delegaban a la
juventud azteca, representada por aquel
grupo de nuevos Caballeros Tigres, la
tarea de resolver el conflicto a su entero
criterio, adoptando para ello las
medidas que estimasen convenientes.
Una expresión que revelaba sorpresa
y desconcierto fue asomándose en los
semblantes de los nuevos Caballeros
Tigres al tiempo que escuchaban la
inusitada proposición de Tlacaélel.
Resultaba evidente que sí bien daban
por cierto que en el futuro llegarían a
ocupar puestos que implicaban grandes
responsabilidades, en donde por fuerza
tendrían
que
tomar
importantes
determinaciones,
jamás
habían
imaginado que esto ocurriría el mismo
día de su ingreso a la Orden. Alineado
en medio de una de las largas hileras de
jóvenes, Ahuízotl permanecía rígido e
inmutable, sin que sus facciones
denotasen la mas leve emoción ante lo
que escuchaba, como si considerase
perfectamente lógico y normal el que
fuesen ellos y no las autoridades los
encargados de resolver el más grave
antagonismo interno surgido hasta
entonces en la sociedad azteca.
Con palabras que sintetizaban en
unas cuantas frases la disyuntiva
existente en aquellos momentos para la
vida del Imperio, Tlacaélel dio por
terminado su discurso:
Deseando recuperar para los seres
humanos su olvidada misión de
participar en la labor de coadyuvar al
orden cósmico, los aztecas hemos
edificado, hemos construido un Imperio
destinado a la sagrada tarea de
acrecentar el poderío del Sol. Este ha
sido el propósito que ha venido
guiando todos los pasos del pueblo de
Huitzilopóchtli, pero hoy en día no es
ya el único que se plantea a nuestras
conciencias, precisamos, por tanto,
detener un momento nuestro avance
para preguntarnos, para interrogarnos:
¿Debe el Imperio continuar laborando
para un mayor engrandecimiento del
Sol, o convertirse tan sólo en un
instrumento destinado a incrementar
las ganancias de un puñado de
avariciosos y taimados mercaderes?
¡Jóvenes aztecas, futuros Caballeros
Águilas! ¿Cuál es vuestra respuesta?
Atendiendo
a
la
costumbre
establecida en anteriores ceremonias de
esta índole, correspondía ahora que un
representante de los recién nombrados
Caballeros Tigres se encaminase hasta
el estrado, para desde ahí dar respuesta
a las palabras del Cihuacóatl Azteca. En
esta ocasión, el encargado de hablar en
nombre de sus compañeros lo era
Ahuízotl, quien al parecer consideró que
la pregunta formulada por Tlacaélel al
final de su disertación precisaba ser
contestada con tanta urgencia, que no
podía perder ni siquiera el tiempo que le
llevaría llegar hasta el estrado. Aún
resonaban en el espacio las últimas
palabras proferidas por Tlacaélel,
cuando Ahuízotl, avanzando un paso al
frente y levantando muy en alto un puño,
pronunció tres veces, con recio acento,
una misma palabra:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
Una especie de invisible relámpago
pareció haber descargado súbitamente
su enorme energía en el grupo de
jóvenes alineados en el amplio patio
central del edificio de la Orden; las
expresiones de asombro y perplejidad
desaparecieron al instante de todos los
semblantes para ser substituidas por las
más evidentes señales de firmeza y
determinación. Como un solo hombre,
los integrantes de la nueva generación
de Caballeros Tigres alzaron al cielo el
rostro y los puños, a la vez que repetían
con el atronador estrépito de una
tempestad:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
La casa que albergaba a la Orden de
Caballeros Águilas y Caballeros Tigres
no era ya una simple e inanimada
construcción. Las palabras de Tlacaélel
transfiriendo a los nuevos miembros de
la Orden la autoridad suficiente para
hacer frente al conflicto existente, así
como la gallarda actitud asumida por los
jóvenes y muy particularmente la
incesante repetición que éstos hacían del
misterioso y sagrado vocablo, parecían
haber dotado al bello edificio de una
poderosa vitalidad, transformándolo en
el corazón mismo de todo el vasto
organismo del Imperio.
Manifestando en sus miradas una
profunda satisfacción y una serena
confianza, los dignatarios tenochcas que
habían
presidido
la
ceremonia
comenzaron a descender del estrado
para dirigirse en seguida hacía la puerta
de salida. El Director de la Escuela de
Aspirantes no acompañó en esta ocasión
a los mandatarios hasta el exterior del
edificio. Desde el instante mismo en que
Tlacaélel
revelara
la
decisiva
intervención que había tenido Citlalmina
en el desenmascaramiento de la conjura,
una especie de paralizante estupor se
había
apoderado
de
Tlecatzin,
impidiéndole hablar y concertar
cualquier clase de movimiento. Los
severos juicios —jamás expresados en
palabras pero consentidos por el
pensamiento— con que calificara la
conducta asumida en los últimos tiempos
por su madre adoptiva, se convertían
ahora, al conocer las verdaderas causas
de dicha conducta, en un peso
insoportable sobre la conciencia del
guerrero. Finalmente, el remordimiento
que devoraba interiormente a Tlecatzin
logró materializarse y gruesas lágrimas
comenzaron
a
deslizarse
involuntariamente por la noble faz del
forjador de Caballeros Tigres.
Mientras los altos funcionarios
imperiales se alejaban del edificio de la
Orden y Tlecatzin recuperaba sus
perdidas facultades de voz y
movimiento, en el aire continuaba
vibrando, con rítmico y estremecedor
acento, el antaño secreto nombre de la
región donde tantas veces habían
florecido prodigiosas culturas:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhcco!
La respuesta de la nueva generación
de Caballeros Tigres a la amenaza
planteada
por
los
ambiciosos
mercaderes no se concretó tan sólo a
repetir con ferviente entusiasmo el
milenario vocablo. Al poco rato de que
Axayácatl
y
sus
acompañantes
retornaron a palacio, fueron informados
de que una comisión integrada por
varios de los recién designados
Caballeros Tigres solicitaba una
entrevista.
La comisión era presidida por
Ahuízotl, el cual expuso ante el monarca
un plan de acción para la total
destrucción de los conjurados. En
cumplimiento de la promesa formulada
por Tlacaélel a los jóvenes, Axayácatl
no modificó en nada lo acordado por los
noveles Caballeros Tigres, sino que se
concretó a girar las instrucciones
necesarias para que se diese un exacto
cumplimiento al proyecto por ellos
elaborado.
Un aguacero pertinaz se abatió sobre
la capital azteca durante buena parte de,
aquella tarde y aún no daba trazas de
concluir al principiar la noche. La
mayoría de los habitantes de la Gran
Tenochtitlan,
cansados
por
la
celebración de los animados y recién
finalizados festejos, había procurado
recluirse desde temprana hora en sus
casas, por lo que muy pronto la ciudad
adquirió un desusado ambiente de
apacible quietud. Nada permitía
presagiar los agitados sucesos que
habrían de desarrollarse durante aquella
noche.
Un rumor apagado e insistente,
semejante al que producen las olas
pequeñas al chocar contra la playa,
avanzaba por las húmedas calles de la
ciudad en dirección a la gran plaza
central. Sin proferir palabra alguna y
procurando hacer el menor ruido
posible, las tropas al mando de
Moquíhuix se aproximaban cada vez
más a su objetivo.
Repentinamente, proviniendo de lo
alto del Templo Mayor, se dejó escuchar
el penetrante y poderoso sonido de un
caracol marino. Al instante, como si se
tratase de multiplicados ecos de
aquellas mismas notas, incontables
caracoles resonaron desde diferentes
lugares cercanos a la plaza. Sin que
nadie lo hubiese ordenado, las tropas
que comandaba Moquíhuix detuvieron su
avance; sin embargo, el rumor que
poblaba las calles no desapareció en
ningún momento, sino al contrario,
pareció alcanzar de improviso una
redoblada intensidad, y es que no eran
ahora estas tropas las que lo producían:
eran los incontables batallones que por
doquier
surgían
cerrando
toda
posibilidad de escape a sus contrarios.
Ante lo que ocurría, Moquíhuix
comprendió de inmediato que la
conspiración había sido descubierta por
las autoridades y que éstas les habían
tendido una trampa de la que
difícilmente escaparían, sin embargo,
conociendo lo que les esperaba si eran
hechos prisioneros, dio la orden de
ataque a sus tropas, indicándoles que
intentasen romper el cerco avanzando
hacia el canal más próximo al lugar
donde se encontraban.
Se inició un combate frenético y
despiadado.
Impulsados
por
la
convicción de que no tenían ya nada que
perder, los contingentes comandados por
Moquíhuix
luchaban
con
feroz
desesperación. Conocedoras de su
superioridad numérica y del lógico final
que habría de tener aquel encuentro, las
tropas leales al gobierno combatían con
serena y firme determinación. La
cerrada obscuridad de la noche y el
estrecho espacio donde se libraba el
combate impedían cualquier acción de
rescate de los heridos, el que caía
perecía aplastado por la compacta masa
de guerreros trabados en implacable
lucha.
La innegable destreza en el manejo
de las armas que poseía Moquíhuix
causaba estragos en las filas de sus
enemigos, pero ello no impedía que
estos continuasen su inexorable avance,
limitando cada vez más el cerco que
contenía a las tropas rebeldes. Ahuízotl
y Tízoc habían avistado ya al desleal
comandante e intentaban llegar hasta él
con la evidente intención de lograr su
captura. Ambos hermanos luchaban
coordinada y eficazmente, apoyándose
uno al otro en sus avances y
movimientos y aniquilando a todo aquel
que se interponía en su camino.
Varias de las casas contiguas a las
calles donde se libraba el combate
estaban también convertidas en campo
de batalla. Guerreros de ambos bandos
habían penetrado en ellas para proseguir
la contienda ante las asustadas miradas
de sus moradores. Comprendiendo que
su captura era ya inminente, Moquíhuix
se introdujo en la casa más próxima y
sin pérdida de tiempo ascendió hasta la
azotea de la construcción, seguido por
varios de sus partidarios y por
incontables rivales que a toda costa
trataban de darle alcance.
Saltando por entre las azoteas,
Moquíhuix y una veintena de soldados
consiguieron burlar a sus perseguidores
y escapar del teatro de la lucha.
Atravesando a nado los múltiples
canales que cruzaban la ciudad y
teniendo a su favor la protección que les
brindaba la noche, los fugitivos lograron
llegar hasta el Templo de Tlatelolco,
donde les aguardaban el resto de los
conjurados.
Los comerciantes y sacerdotes
implicados en la conspiración, habían
permanecido en el interior del templo
esperando impacientes el aviso de
Moquíhuix de que había logrado
adueñarse de los más importantes
edificios de gobierno y dado muerte a
las principales autoridades. Al conocer
el fracaso sufrido por los militares que
les eran adictos, la más profunda
consternación invadió a los conjurados,
pues éstos comprendieron de inmediato
que estaban irremisiblemente perdidos y
que no tardarían en verse rodeados por
innumerables contingentes de tropas
leales.
Y en efecto, después de obtener la
más contundente victoria en el nocturno
combate, los noveles Caballeros Tigres
que dirigían la operación habían
procedido a reagrupar sus tropas e
iniciado un rápido avance en dirección
al barrio de Tlatelolco.
Tras de cruzar buena parte de la
ciudad —cuyas calles todavía en
tinieblas comenzaban a verse invadidas
de personas deseosas de averiguar lo
que estaba ocurriendo— las largas
columnas de guerreros llegaron hasta la
gran plaza central de Tlatelolco. Uno de
los contingentes avanzó hasta el Templo
siendo recibido por una cerrada lluvia
de flechas, lanzadas desde lo alto por
los mercaderes y sacerdotes rebeldes,
que comandados por Moquíhuix y
Teconal, intentaban presentar una última
y desesperada defensa.
Las tropas rodearon la elevada
pirámide e iniciaron su ascenso por
diferentes lugares. Poseídos de una
especie de frenético afán suicida,
sacerdotes y mercaderes se arrojaron
contra
los
guerreros
intentando
arrastrarlos en su caída. Algunos lo
lograron y perecieron aferrados a sus
rivales. Otros fueron acribillados a
flechazos o cayeron con el cráneo
hundido a golpes de macuahuitl.
Moquíhuix y Teconal se lanzaron al
vacío desde lo alto del Templo y
encontraron la muerte al estrellarse
contra los costados del edificio.
Al mismo tiempo que daba comienzo
el asalto al Templo, un pequeño
destacamento al mando de Tlecatlin se
posesionaba del Palacio de Gobierno en
Tlatelolco, iniciaba la búsqueda de
Citlalmina por entre las numerosas
habitaciones de la lujosa construcción.
Durante su alocución a los recién
designados Caballeros Tigres, Tlacaélel
se había limitado a poner de relieve la
participación de Citlalmina en el
descubrimiento de la conspiración, pero
no había hecho mención alguna sobre la
certeza
que
tenía
acerca
del
fallecimiento de la heroína azteca. Así
pues, estimando que Citlalmina corría un
grave peligro al encontrarse aún en la
guarida de los conspiradores, Tlccatzin
había solicitado a los jóvenes guerreros
que dirigían la operación le autorizasen
a intentar rescatarla de entre las manos
de sus posibles captores. Los
Caballeros Tigres habían acordado
gustosos la solicitud de su antiguo
Director,
proporcionándole
un
contingente de tropas para el desempeño
de su misión.
El Palacio de Gobierno de
Tlatelolco —residencia oficial de
Moquíhuix— estaba del todo desierto y
abandonado. La servidumbre había
huido atemorizada ante la llegada de las
tropas y al parecer no quedaba nadie en
el inmenso edificio. Repentinamente, al
penetrar a una de las habitaciones,
Tlecatzin se encontró ante un inesperado
espectáculo: recostada sobre una estera
y luciendo un sencillo atuendo yacía la
inerte figura de Citlalmina.
La tranquila serenidad que parecía
emanar de Citlalmina, así como la
natural viveza que animaba sus
facciones, hicieron creer al guerrero,
durante un primer momento, que ésta se
encontraba tan sólo sumida en un
profundo sueño. Al comprender la
realidad de la situación, Tlecatzin se
arrodilló ante el cadáver para besar
respetuoso las manos de su madre
adoptiva.
Nada en el exterior de Citlalmina
permitía adivinar la causa de su muerte
ni daba base para suponer que ésta
hubiese sido violenta. No sólo no
presentaba ninguna clase de herida o
contusión, sino que incluso su físico
parecía haber sufrido una inexplicable y
favorable transmutación. Su rostro lucía
rejuvenecido, revelando algunos rasgos
de su otrora asombrosa belleza, y una
especie de poderosa energía parecía
fluir de todo su ser, impregnando el
ambiente de paz y fortaleza. Tlecatzin
envió mensajeros a informar a Tlacaélel
y al Emperador del funesto suceso,
mientras él y algunos de sus guerreros
permanecían en silenciosa guardia al
lado de Citlalmina.
Los resplandores de las llamas que
incendiaban la cúspide de la pirámide
de Tlatelolco se unieron muy pronto a
las primeras luces del amanecer. La
rebelión de los mercaderes había sido
sofocada.
Capítulo XVIII
A UN PASO DEL SOL
La noticia de los sucesos ocurridos
durante la agitada noche en que tuviera
lugar la frustrada rebelión de los
mercaderes se extendió con increíble
rapidez por todos los rumbos de la
capital azteca. Aún no amanecía del
todo, cuando ya enormes multitudes —
impulsadas no sólo por un febril afán de
información acerca de lo que estaba
sucediendo, sino deseosas de tomar
parte activa en los acontecimientos—
recorrían las calles de la imperial
metrópoli. Al enterarse de la fracasada
intentona de insurrección realizada por
Moquíhuix y los mercaderes, un
sentimiento de ira y estupor se dejó
sentir entre todos los integrantes de la
población tenochca; sin embargo, muy
pronto el asunto de la sofocada revuelta
pasó a segundo término —e incluso
quedó del todo olvidado— al difundirse
la noticia de la muerte de Citlalmina.
Aun cuando el respeto rayano en
veneración que el pueblo azteca
profesara antaño a Citlalmina se había
transformado en los últimos tiempos en
una desdeñosa indiferencia, aquella
mañana, al darse a conocer —por labios
de los nuevos Caballeros Tigres— los
hasta entonces ocultos motivos que
habían movido a Citlalmina a tramar su
proyectado matrimonio con Teconal, y
conjuntamente, propalarse la noticia de
su fallecimiento, una especie de telúrico
estremecimiento sacudió la conciencia
del pueblo azteca. Arrepentimiento y
dolor, tristeza y vergüenza, admiración y
nostalgia, se entremezclaron al unísono
en el alma de los tenochcas. La exacta
valoración de lo que la figura de
Citlalmina representaba en el nacimiento
y desarrollo del Imperio, se hacía ahora
patente ante los ojos de todos.
Como obedeciendo a un mismo e
irresistible impulso, los habitantes de la
Gran Tenochtitlan comenzaron a
dirigirse en largas filas de silenciosos
dolientes hacia la Plaza de Tlatelolco,
en uno de cuyos costados se encontraba
el edificio de gobierno donde yacía el
cadáver de Citlalmina. Mujeres y niños
de todas las edades, de cuyos ojos
brotaban
raudales
de
lágrimas,
avanzaban con pausado andar portando
entre sus brazos enormes ramos de
flores de las más variadas especies.
Muy pronto, la segunda gran plaza de la
capital azteca empezó a resultar del todo
insuficiente para dar cabida al siempre
creciente mar humano que iba llenando
hasta los últimos resquicios de la
enorme explanada.
Mientras la población se agolpaba
en torno al lugar donde se encontraba el
cadáver de Citlalmina, Axayácatl
ordenaba desde su palacio se tributasen
a la recién fallecida heroína los mismos
honores que se rendían a los generales
aztecas que perecían en combate. En
cumplimiento a lo dispuesto por el
Emperador, un batallón de tropas
selectas se encaminó a toda prisa a
Tlatelolco con instrucciones de ponerse
bajo el mando de Tlecatzin y trasladar
de inmediato el cuerpo de Citlalmina
hasta el Templo Mayor de la ciudad. La
resolución de Axayácatl obedecía a un
sincero deseo de rendir a la difunta el
máximo homenaje que a su juicio
resultaba posible; sin embargo, en esta
ocasión, las órdenes imperiales no iban
a ser acatadas.
A través de su activa existencia,
Citlalmina había demostrado en
incontables ocasiones que el pueblo no
necesita estar aguardando a que sean
siempre las autoridades las que vengan a
resolver todos sus problemas, sino que
puede muy bien organizarse para llevar
a cabo sus propios propósitos. La
muerte de la heroína azteca daría lugar a
una nueva manifestación de esta forma
de proceder: mucho antes de que los
enviados de Axayácatl llegasen a
Tlatelolco portando las órdenes del
monarca sobre la forma de celebrar las
honras fúnebres, el pueblo había
comenzado ya, por su propia cuenta, a
organizar los funerales.
Construida por manos anónimas, una
sencilla plataforma de madera adornada
con flores fue introducida hasta el lugar
donde se encontraba el cuerpo de
Citlalmina. Junto con la plataforma
irrumpió en el edificio una multitud
respetuosa, pero decidida a sacar cuanto
antes el cadáver de la heroína para dar
comienzo a un público homenaje.
Tlecatzin no tenía aún conocimiento de
las disposiciones acordadas por el
Emperador, y al constatar la firme
determinación popular de rendir un
último y espontáneo tributo a Citlalmina,
vio en ello el más apropiado de todos
los homenajes. Así pues, ordenó a las
tropas bajo su mando que diesen por
terminada la guardia que habían venido
manteniendo junto al cadáver, y con sus
propios brazos, depositó el cuerpo de su
madre adoptiva en la rústica plataforma
tapizada de flores. Estimando que en los
funerales de Citlalmina saldría sobrando
cualquier ostentación de pretendida
superioridad, Tlecatzin se despojó de
sus insignias de Caballero Águila y
marchó como un doliente más en
seguimiento de la plataforma en que era
conducido el cadáver. Los jóvenes
Caballeros Tigres, que al frente de sus
fatigados y victoriosos guerreros
permanecían aún en los recién
conquistados edificios que bordeaban la
plaza de Tlatelolco, al observar la
conducta asumida por su respetado
Director procedieron a imitarla, y
guardando sus flamantes insignias, se
entremezclaron con la dolorida multitud
que lentamente comenzaba a desplazarse
hacia el centro de la ciudad.
La ancha y larga avenida que
conducía desde Tlatelolco hasta la Plaza
Mayor había sido convertida por el
pueblo en una gigantesca alfombra de
flores. En sus costados se agolpaban
miles y miles de personas de
entristecidos rostros que aguardaban el
paso del cortejo para unírsele. Un
brusco y sorprendente cambio de estado
de ánimo se operaba en todas las gentes
en cuanto les era dado contemplar el
cadáver de Citlalmina: como si la
vigorosa y contagiosa energía que
caracterizara a la heroína durante toda
su vida continuase emanando de su
cuerpo ahora inerte, ante su presencia, la
multitud iba trocando la inicial
pesadumbre que la dominaba en una
actitud de serena firmeza. Una voz de
mujer comenzó a entonar uno de los
populares cánticos que los poetas habían
compuesto en honor de la desaparecida,
de inmediato incontables voces se le
unieron, y a partir de aquel instante, la
plataforma y su mortuoria carga
prosiguieron su avance entre un
incesante recitar de versos y entonar de
canciones. Aquello no parecía ya unas
exequias, sino el desfile triunfal de un
guerrero.
Informado de lo que acontecía,
Axayácatl
había
cancelado
sus
instrucciones iniciales —dejando por
tanto al pueblo plena iniciativa en la
organización del funeral— y en unión de
Tlacaélel observaba desde lo alto del
Templo Mayor el avance de la aún
lejana multitud que lentamente se iba
aproximando al corazón de la ciudad. En
lontananza, y hacia cualquier punto a
donde voltearan la mirada, podían
contemplar un incesante afluir de
lanchas pletóricas de gente que a toda
prisa se desplazaban hacia la capital
azteca.
Resultaba evidente que la noticia de
la muerte de Citlalmina, como si hubiese
sido propalada por los vientos, había
llegado ya hasta un gran número de
poblaciones situadas en los contornos
del lago y que sus moradores acudían
presurosos a rendir un último homenaje
a la fallecida defensora de las causas
populares.
En los bien trazados contornos de la
Plaza Mayor, trabajando cual inmenso
hormiguero,
incontables
personas
laboraban febrilmente en la confección
de una gigantesca alfombra de flores que
abarcase toda la explanada. Técpatl, en
compañía de otros destacados artistas,
dirigía personalmente a los operarios,
que con inigualable habilidad y rapidez
iban transformando el vasto espacio
disponible en una policromía de gran
belleza,
en
la
que
figuraban
representaciones de Deidades y
geométricos dibujos de complicado
diseño. Al pie de la enorme pirámide
que albergaba al Templo Mayor, se
hallaba colocado un alto montículo de
madera, destinado a convertirse en la
hoguera cuyas llamas consumirían el
cuerpo de la heroína azteca.
Al percatarse de la proximidad del
cortejo,
Tlacaélel
y
Axayácatl
descendieron del Templo y en unión de
los más importantes dignatarios
imperiales se dispusieron a salir a la
Plaza para participar en los funerales.
Sabedores de la actitud adoptada por
Tlecatzin y los noveles Caballeros
Tigres, se despojaron también de todas
las insignias inherentes a sus altos
cargos, y sencillamente ataviados, se
encaminaron hacia el lugar donde habría
de encenderse la hoguera.
La aparición de las autoridades en la
Plaza Central coincidió con la llegada
de la inmensa multitud que acompañaba
al cadáver. Un profundo asombro
suscitóse entre el pueblo al contemplar a
los principales personajes del Imperio
despojados de todo distintivo que
aludiese a su grandeza y poderío.
Particularmente la figura de Tlacaélel
era objeto de la asombrada mirada de
todos los presentes, pues no se conocía
ningún precedente de algún Portador del
Emblema
Sagrado
que
hubiese
participado en un acto público sin
ostentar sobre su pecho la venerada
insignia.
Los cánticos cesaron y un extraño e
impresionante silencio prevaleció en el
ambiente. Lentamente, como si sus
portadores se resistiesen a hacer entrega
de su preciada carga, la plataforma
conteniendo el cuerpo de Citlalmina
llegó hasta donde se encontraba la
madera convenientemente dispuesta para
facilitar su incineración. En los
momentos en que el cadáver iba a ser
trasladado de la plataforma al
montículo, el viento agitó las blancas
vestiduras que cubrían el cuerpo,
produciendo con ello una fugaz ilusión
de vida y movimiento. Un rumor
revelador de nerviosa inquietud se dejó
escuchar entre la apretada multitud. La
contemplación de la natural serenidad
que prevalecía en las facciones de
Citlalmina había suscitado ya numerosas
dudas entre el pueblo —principalmente
entre las mujeres— acerca de si en
verdad la heroína se encontraba muerta
o tan sólo sumida en un profundo sueño.
La impresión de movimiento producida
por el viento transformó en un instante
aquellas dudas en la segura convicción
de que Citlalmina no había fallecido,
sino que se hallaba en una especie de
trance semejante al sueño.
Inesperadamente, sin que nadie
supiese de donde había brotado, una voz
pronunció una palabra con la firme
seguridad de aquel que enuncia la
adecuada solución a un complejo
problema:
¡Iztaccíhuatl!
Millares y millares de rostros
elevaron al unísono la mirada en
dirección a los eternos centinelas del
Anáhuac: la majestuosa pareja de
volcanes de nevadas cumbres y singular
figura, fuente inmemorial de inspiración
de las más bellas leyendas. Al
contemplar a la colosal montaña con
forma de mujer que parecía dormir
aguardando una nueva Edad para
recobrar la conciencia, la multitud captó
en un instante, en una especie de súbita
percepción colectiva, la simbólica
similitud que identificaba a aquellos dos
seres —la mujer de carne y la mujer de
nieve— habitantes de una desconocida
realidad que trascendía, la aparente
dualidad que entrañan la vida y la
muerte.
Sin que fuese necesario que nadie la
expresase en palabras, una firme
determinación pareció surgir en el
ánimo popular al percatarse de la
semejanza existente entre las dos
yacientes figuras: la de elevar el cuerpo
de Citlalmina hasta las nieves del
Iztaccíhuatl, para que ambos seres
aguardasen unidos su futuro despertar.
Una vez más, el pueblo se puso en
movimiento transportando la floreada
plataforma que contenía el cuerpo de
Citlalmina hasta el embarcadero más
cercano. Al llegar a éste, fue colocada
con sumo cuidado en una canoa que al
instante comenzó a surcar las aguas,
seguida muy de cerca por enjambres de
lanchas en las que se agolpaba una
población deseosa de acompañar a
Citlalmina hasta su nuevo hogar.
Al borde del lago, acampados en una
amplia llanura y protegidos del frío de
la noche por incontables fogatas cuyos
resplandores se percibían desde lejanas
distancias, el pueblo azteca esperó el
amanecer del nuevo día para proseguir
su marcha hacia las nevadas faldas del
Iztaccíhuatl.
Al despuntar el alba, los tenochcas
dieron comienzo a un ininterrumpido
ascenso a través de extensos y solitarios
bosques. Las últimas luces rojizas del
atardecer coloreaban el cielo, cuando
los fatigados caminantes se detuvieron
ante la pequeña abertura de una
profunda oquedad en un conjunto
rocoso. Se encontraban ya en un lugar
donde dan comienzo las nieves
perpetuas del femenino y adormecido
volcán.
Un grupo de leñadores, habitantes de
aquellas soledades, introdujo el cuerpo
de Citlalmina hasta el final de la grieta,
depositándolo sobre una sencilla estera
de algodón. Un tosco enrejado de
madera y una barrera de piedras
cubrieron y ocultaron la salida del
recinto.
Profundamente emocionado, pero sin
dar muestras de tristeza, el pueblo se
mantuvo inmóvil y expectante mientras
los leñadores terminaban por cubrir del
todo la angosta abertura. Confundido
entre la gente, Tlacaélel permanecía
impasible e inescrutable. Nadie colocó
una sola ofrenda ni se pronunció
tampoco oración alguna, pues no se
trataba de un funeral, sino únicamente de
coadyuvar al largo reposo que iniciaba
Citlalmina en su helada y solitaria
morada.
En medio del más completo silencio,
como si temiesen perturbar el sueño de
los seres excepcionales que dejaban a
sus espaldas, los tenochcas se alejaron
presurosos del aquel lugar. Mujer y
montaña esperarían juntas el retorno del
tiempo en el que nuevamente habrían de
entrar en acción.
A partir de la fecha en que el cuerpo
de Citlalmina fuera confiado a la
custodia del Iztaccíhuatl, una especie de
parálisis espiritual pareció apoderarse
de Técpatl, impidiéndole no sólo
proseguir su labor artística, sino incluso
efectuar la mayor parte de las acciones
necesarias para sobrevivir. Silencioso y
ensimismado
en
sus
propios
pensamientos, pasaba los días con la
mirada perdida, contemplando en el
lejano horizonte a la gigantesca mujer de
nieve y rocas en cuyo seno reposaba la
heroína azteca.
Dejando
sin
respuesta
los
angustiados requerimientos de sus
discípulos y amigos, que sin cesar le
imploraban cambiase de proceder, el
indiscutido dirigente de la vida artística
del mundo náhuatl languidecía a ojos
vistas, su cuerpo, de por sí delgado en
extremo, no era ya —al igual que
durante su adolescencia y primera
juventud— sino un poco de piel que
inexplicablemente porfiaba en continuar
adherida a los huesos.
Alarmados ante una situación que no
podía prolongarse sin que sobreviniese
un trágico desenlace, una comisión de
artistas y artesanos acudió ante
Tlacaélel para exponerle la penosa
situación por la que atravesaba el
escultor y pedirle que intentase alguna
acción tendiente a lograr que éste
recuperase su sano juicio.
El Cihuacóatl Azteca escuchó con
sincera preocupación el relato de lo que
acontecía a Técpatl y creyó entrever la
posible causa que motivaba su, al
parecer, inexplicable comportamiento.
Desde los ya lejanos días en que la
intervención de Citlalmina había
salvado la vida del escultor —e influido
en forma decisiva para transformar la
generalizada desconfianza por su obra
en un vigoroso movimiento de apoyo
popular a sus ideales de renovación
artística—
Técpatl,
además
de
conservar una profunda gratitud a su
providencial
bienhechora,
había
encontrado en ésta la fuerza inspiradora
que le permitía convertir en prodigiosas
realizaciones escultóricas sus elevadas
intuiciones. Al fallecer Citlalmina
resultaba evidente, a juzgar por su
actitud, que Técpatl consideraba
concluida su labor sobre la tierra y ya
tan sólo aguardaba el momento de su
muerte.
Tlacaélel prometió a quienes
solicitaban su intervención visitar esa
misma tarde a Técpatl, sin embargo, les
previno que no confiasen demasiado en
que necesariamente se derivase de ello
un cambio en la actitud del artista, pues
si éste había tomado una determinación
irrevocable, no existiría razonamiento
alguno capaz de hacerle cambiar de
conducta.
La presencia de Tlacaélel en el
antiguo taller de Yoyontzin pareció
reanimar al desfallecido Técpatl, quien
abandonando por unos instantes la
perpetua contemplación del Iztaccíhuatl
a que se hallaba consagrado, se
incorporó solícito a dar la bienvenida a
su inesperado visitante.
Como resultado de los poco gratos
acontecimientos que se habían venido
sucediendo a partir del anuncio del
supuesto matrimonio entre Citlalmina y
Teconal, hacía ya algún tiempo que el
Azteca entre los Aztecas no realizaba
sus habituales visitas al taller del
escultor, así pues, le costó trabajo
reconocer a Técpatl en el cadáver
viviente que tenía ante sus ojos.
Tlacaélel no reprochó al artista su
conducta, se limitó a externar ante éste
la segura convicción de que tal y como
el pueblo certeramente intuyera,
Citlalmina no había fallecido a resultas
de una agresión o víctima de una
repentina
enfermedad,
sino
que
considerando que por el momento no era
ya imprescindible para su pueblo había
optado, consciente y voluntariamente,
por llevar su espíritu a una desconocida
región —más misteriosa incluso que
aquélla donde moraban los muertos—
desde la cual aguardaría a que
nuevamente se diesen en Me-xíhc-co
circunstancias que requiriesen su
presencia.
Antes de abandonar el taller,
Tlacaélel efectuó la compra de algunos
sencillos utensilios de cerámica de uso
cotidiano, mismos que pagó de
inmediato con una moneda de cacao.
Para todos los presentes resultó evidente
el significado de aquella compra:
constituía a un mismo tiempo un
reconocimiento a la actitud adoptada por
los alfareros que laboraban en aquel
lugar —los cuales habían continuado
trabajando a pesar de lo que ahí
acontecía— y una velada reconvención
a los escultores del taller, pues éstos
habían paralizado del todo sus
actividades en cuanto lo hiciera su
director y maestro.
Transcurrió cerca de una semana sin
que Tlacaélel supiese si se había
operado algún cambio en la conducta
del escultor, hasta que una mañana, al
informarse de los nombres de las
personas que solicitaban audiencia, se
enteró de que Técpatl se encontraba
entre éstas. Al recibirlo, observó una
notoria mejoría en su aspecto, pues a
pesar de su aún exagerada delgadez,
nuevamente dimanaba de él la poderosa
e indefinible energía que siempre le
caracterizara.
Técpatl expuso ante el Cihuacóatl
Imperial haber localizado por la región
de Tizápan una enorme piedra que
deseaba esculpir, razón por la cual,
requería ayuda para lograr trasladarla
hasta
su
taller.
Tomando
en
consideración que el artista disponía de
medios suficientes para realizar por su
cuenta la operación de transporte,
Tlacaélel vio en aquella petición no
sólo el medio a través del cual Técpatl
le manifestaba haber superado la crisis
que le dominaba, sino también un gesto
romántico y evocador del pasado, pues
había sido con una solicitud exactamente
igual a ésa, como el escultor iniciara sus
labores artísticas en la capital azteca.
Tlacaélel acordó favorablemente la
petición, y a la mañana siguiente, un
numeroso grupo de cargadores, bajo la
personal dirección del artista, dio
comienzo a la difícil maniobra.
La frustrada revuelta de los
mercaderes había hecho comprender a
Tlacaélel que la política seguida hasta
entonces en lo referente a la regulación
de las actividades mercantiles se
traduciría en constante fuente de
conflictos en caso de no ser modificada,
pues si bien era cierto que al mantener a
los comerciantes en una posición de
marcada inferioridad política y social,
se evitaba toda posibilidad de que éstos
pudiesen transformar los objetivos de
carácter espiritual que normaban la
conducta
de
la
sociedad,
substituyéndolos por el simple afán de
enriquecimiento personal que los
caracterizaba, también lo era que los
mercaderes
jamás
terminarían
resignándose con la marginación de que
eran objeto, y que valiéndose de las
cuantiosas riquezas que poseían —
derivadas del incesante incremento de
las actividades mercantiles propiciado
por la expansión del Imperio—
intentarían una y otra vez cambiar este
orden de cosas que les resultaba tan
adverso.
Después de reflexionar largamente
sobre el problema, Tlacaélel llegó a la
conclusión de que existían básicamente
dos posibles soluciones.
La primera consistía en que las
autoridades
se
hiciesen
cargo
íntegramente del desempeño de las
actividades comerciales, realizando
éstas por su propia cuenta y eliminando
con
ello
a
los
mercaderes
independientes. Si bien una medida de
esta índole resultaba al parecer la más
apropiada, Tlacaélel estimó que de
aplicarla se corría el riesgo de obligar
al gobierno a tener que prestar una
excesiva atención a los asuntos de
carácter mercantil, lo que a la larga
acarrearía justamente el mal que se
trataba de evitar, o sea el que
consideraciones de carácter puramente
comercial llegasen a ser las que
determinasen la forma de actuar de las
autoridades. Así pues, decidió intentar
una segunda solución que si bien era
evidentemente mucho más difícil, podía
dar quizás mejores resultados: motivar a
los mercaderes a que procediesen
inspirados por los mismos ideales que
normaban la conducta del resto de la
población azteca.
Para lograr lo anterior, se
reorganizaron
las
antiguas
corporaciones
de
comerciantes,
adquiriendo a partir de entonces un
marcado carácter teocrático-militar. El
ejercicio del comercio dejó de ser tan
sólo un medio para la adquisición de
riquezas y comenzó lentamente a
convertirse en un valioso auxiliar del
Gobierno Imperial.[30]
La definitiva conquista de los
territorios habitados por los totonacas,
realizada a través de exitosas campañas
militares y de astutas negociaciones,
además de proporcionar a los tenochcas
una fuente segura de aprovisionamiento
de las variadas mercaderías que se
producían en la región de la costa,
incrementó su afán por ver concluida, lo
antes posible, la total incorporación del
mundo entero a las fronteras del
Imperio.
Con objeto de poseer una clara
visión de lo que en realidad constituía el
vasto Imperio Azteca, así como de
programar las conquistas que aún
faltaban por
realizar, Axayácatl
encomendó a un grupo integrado por
varios de los más destacados
dignatarios, la elaboración de un
minucioso informe que abarcase lo
concerniente a las distintas regiones que
componían el Imperio y a los territorios
que aún faltaban por conquistar.
Tras de varios meses de incesante
labor, los funcionarios que tenían a su
cargo el cumplimiento de la misión
encomendada por el Emperador dieron
por concluida su tarea y procedieron a
transcribir, en un elegante y ornamentado
Códice de varios centenares de hojas
plegadas, los resultados de su trabajo.
El
bien
elaborado
informe
condensaba la existencia de todo un
mundo fascinante y multifacético. El
extendido Imperio había logrado
conjuntar una extensa variedad de
pueblos,
creencias,
lenguas
y
organizaciones políticas. Las cifras
relativas tanto al número de habitantes
que moraban en las diferentes regiones
del Imperio, como a la increíble
variedad de artículos que en ellas se
producían, resultaban simplemente
impresionantes.
En lo tocante a las futuras conquistas
por realizar, los redactores del informe
estimaban que éstas serían ya escasas,
pues la anhelada fecha en que los límites
del Imperio coincidirían con los del
mundo habitado se encontraba ya
próxima.
Tanto por el este como por el oeste,
la expansión tenochca había llegado
hasta el Teoatl,[31] considerado desde
siempre como una infranqueable
barrera. La expedición que Tlacaélel
encabezara para encontrar Aztlán, había
puesto de manifiesto la verdadera
realidad prevaleciente en los territorios
del
norte:
inmensas
soledades
escasamente pobladas por tribus
nómadas y bárbaras. No convenía, por
tanto,
pensar
en
un
avance
ininterrumpido
de
las
fronteras
imperiales en aquellas regiones, más
valía aguardar la época aún lejana en
que habría de ocurrir un nuevo y
deslumbrante renacimiento de Aztlán,
para poder así establecer con ésta
fraternales relaciones. No quedaban
pues sino dos territorios verdaderamente
importantes por incorporar al Imperio.
Uno de ellos era el Reino de
Michhuacan, habitado por los valientes
tarascos. El otro era la amplia e
imprecisa área donde se asentaban los
señoríos mayas, cuyos límites más
apartados llegaban hasta la región de las
selvas impenetrables, que al parecer
constituían también una
barrera
insalvable.
Después de estudiar detenidamente
el informe, el Consejo Imperial adoptó
una determinación: proceder primero a
la conquista del Reino de Michhuacan, y
una vez concluida ésta, iniciar la
incorporación al Imperio de los
numerosos señoríos mayas. Las razones
para esta decisión provenían de la
consideración de que si bien el Reino
Tarasco era mucho más poderoso que
cualquiera de los señoríos mayas, su
conquista podría realizarse a través de
una sola victoriosa campaña militar,
mientras que en cambio, la extensión de
los territorios donde moraban las
poblaciones de origen maya, así como la
gran variedad de gobiernos que los
regían, obligarían forzosamente a la
adopción de una táctica de avances
progresivos de los ejércitos tenochcas.
Por otra parte, Tlacaélel pensaba
que quizás la incorporación de la región
maya al Imperio podría lograrse sin
tener que recurrir a largas y costosas
guerras, sino haciendo valer su
condición de lógico pretendiente a la
total posesión del Emblema Sagrado de
Quetzalcóatl.[32]
Así pues, al mismo tiempo que
daban comienzo los preparativos para la
campaña militar en contra de los
tarascos, se envió a la lejana región
donde habitaban los mayas una
delegación diplomática especial, con la
misión de localizar al poseedor de la
segunda mitad del Caracol Sagrado y
solicitarle que hiciese formal entrega
del mismo a Tlacaélel, poseedor de la
otra mitad, en virtud de que la condición
fijada por el propio Quetzalcóatl para
que la unión de ambas partes se llevase
a cabo —la creación de un nuevo
Imperio que gobernase a toda la
humanidad y que tuviese como finalidad
elevar su nivel espiritual— estaba ya
próxima a cumplirse.
Un año había transcurrido desde la
fecha en que el equipo de porteadores
enviado por Tlacaélel trasladase, a
costa de grandes esfuerzos, la pesada
piedra seleccionada por Técpatl para
llevar a cabo una escultura, cuando el
artista se presentó ante el Azteca entre
los Aztecas para invitarlo a conocer la
obra realizada.
Al día siguiente, muy de mañana, el
taller de escultura y cerámica de mayor
fama en todo el Anáhuac recibía, una
vez más, la visita del Cihuacóatl
Imperial. Sin pérdida de tiempo, Técpatl
condujo a Tlacaélel ante su recién
terminada escultura. A pesar de que
Tlacaélel estaba ya habituado a las
prodigiosas realizaciones que Técpatl
acostumbraba efectuar, en esta ocasión
no pudo menos que poner de manifiesto,
mediante una franca expresión de
complacido asombro, la profunda
emoción que le embargaba ante lo que
sus ojos contemplaban.
Las verdades esenciales de todo
cuanto concernía al Tiempo —
incluyendo la indisoluble vinculación de
éste con el Espacio Celeste— aparecían
claramente
representadas
en
el
gigantesco monolito frente al cual se
hallaba Tlacaélel. La cíclica repetición
del acaecer cósmico, la lucha incesante
de fuerzas contrarias que dan origen a la
dualidad creadora, la gráfica narración
de las cuatro Edades anteriores, la
presencia rectora y determinante de
Tonatiuh[33] como máxima fuerza
sustentadora de lo manifestado, la íntima
dependencia existente entre los seres
que pueblan la tierra y los astros que
viven en el firmamento, los veinte
símbolos de los diferentes días, que
permiten al hombre intentar fijar la
conducta más adecuada atendiendo a las
cambiantes condiciones celestes, todo
ello, y muchas otras importantes
cuestiones sobre la estrecha relación
que guarda Tonatiuh con todo lo
referente
al
Tiempo,
aparecían
magistralmente sintetizadas en aquella
impresionante y monumental escultura.
Tlacaélel felicitó a Técpatl y a sus
ayudantes por la realización de tan
magnífica obra y propuso a éste que la
conservase durante algún tiempo en el
taller, pues deseaba que su traslado a la
Plaza Mayor de la ciudad —único
marco que consideraba apropiado para
una escultura de tales dimensiones—
coincidiese con las fiestas que habrían
de
celebrarse
cuando
retornase
victorioso el ejército que estaba por
partir a la conquista del Reino Tarasco.
El escultor estuvo de acuerdo con la
proposición
de
Tlacaélel,
pero
comunicó a éste que no se encontraría
presente en la ciudad cuando tuviesen
lugar dichas celebraciones, pues con
aquella obra daba por definitivamente
concluida su labor artística y deseaba
pasar lo que le restara de vida orando y
trabajando la tierra, para lo cual se
encaminaría esa misma semana hacia su
nuevo domicilio: un apartado calpulli
por la región de Chololan, en donde
laboraban familiares de uno de sus
discípulos. El taller, concluyó Técpatl,
quedaría a cargo de los capaces
escultores y alfareros que habían venido
colaborando con él desde largo tiempo
atrás.
Convencido de que ninguna clase de
razonamiento haría cambiar la firme
determinación adoptada por el artista,
Tlacaélel se despidió de su amigo y se
dirigió al Palacio Imperial, a tomar
parte en la junta que fijaría la fecha en
que las tropas aztecas, comandadas por
el Emperador, iniciarían su marcha
rumbo a Michhuacan.
La salida del numeroso ejército que
habría de llevar a cabo la campaña
contra los tarascos constituyó todo un
acontecimiento en la capital azteca.
Enormes multitudes, aglomeradas en las
calles y apretujadas sobre las
embarcaciones que cubrían los canales,
observaron con manifiesto orgullo el
desfile de las tropas tenochcas.
El espectáculo constituía en verdad
algo impresionante. La figura señera y
altiva de los Caballeros Águilas,
recubiertos de la cabeza a los pies con
sus llamativos y ricamente decorados
uniformes que les asemejaban a
gigantescas y poderosas aves. El paso
firme y elástico de los Caballeros
Tigres, envueltos en corazas de moteada
piel y portando escudos bellamente
adornados. El alegre sonido de los
cascabeles de oro que ceñían en brazos
y piernas los porta estandartes, cuyos
multicolores banderines del más variado
diseño permitían diferenciar a los
innumerables batallones. La marcha
rítmica y vigorosa de las tropas. El
ronco vibrar de los tambores y el agudo
sonar de las chirimías. Y la adusta
majestad del Emperador, cuyo rostro a
un tiempo juvenil y antiguo, parecía
simbolizar el alma misma del pueblo
azteca.
Para los tenochcas, que entre
incesantes vítores despedían a su
ejército, no podían pasar desapercibidos
dos hechos sobresalientes de aquel
desfile: uno de ellos lo era el que
Ahuízotl lucía ya el uniforme de
Caballero Águila, y el otro, el que las
insignias de mando del ejército que se
alejaba eran portadas, en primer
término, por el Emperador en persona, y
en segundo lugar, por Tlecatzin y
Zacuantzin, lo que indicaba claramente
el propósito de lograr un equilibrio
entre el valor firme, pero a la vez sereno
y prudente, que caracterizaba al hijo
adoptivo de Citlalmina, y el arrojo
impetuoso y temerario de que solía
hacer gala Zacuantzin, quien a últimas
fechas, como resultado de una serie de
fulgurantes y exitosas campañas, se
había convertido en el general azteca de
mayor prestigio.
Avanzando a buen paso al través de
la calzada que por el poniente conectaba
a la Capital Azteca con la tierra firme,
el ejército se perdió muy pronto de
vista, dejando en el aire el eco del recio
y armónico compás de miles de pasos
retumbando sobre el empedrado.
Aquella
noche,
mientras
contemplaba la dormida ciudad que se
extendía bajo sus plantas, Tlacaélel
repasó mentalmente los más recientes
sucesos: la excepcional escultura
realizada por Técpatl, el informe
presentado al Emperador sobre la
variada extensión de los dominios
tenochcas, el ejército marchando a la
conquista de una de las últimas regiones
aún no incorporadas a las fronteras
Imperiales. Después de reflexionar
largamente
acerca
del
posible
significado de aquellos acontecimientos,
llegó a la conclusión de que todos ellos
ponían de manifiesto la proximidad del
día en que podría afirmarse con justeza
que el Imperio había logrado cumplir las
tareas para las cuales fuera creado, en
otras palabras —y utilizando el
simbólico lenguaje de los poetas— el
Imperio Azteca estaba ya tan sólo a un
paso del sol.
Capítulo XIX
AHUÍZOTL RÍE A
CARCAJADAS
El reino de los tarascos en
Michhuacan se extendía sobre una
región de bien ganada fama por su
particular belleza. Ríos de cristalinas
aguas dotaban a las tierras de aquellos
contornos de una increíble fertilidad.
Sus bosques poseían una gran
diversidad de las más finas maderas y
de sus montañas podía extraerse oro y
cobre con relativa facilidad. Hermosos
lagos en los que abundaba la pesca y un
clima templado y benigno, constituían
otros tantos atributos de tan privilegiado
territorio.
Según los relatos contenidos tanto en
la tradición azteca como en la de los
tarascos o purépechas, ambos pueblos
habían partido juntos de Aztlán y unidos
realizado gran parte de su largo
peregrinaje en busca de un definitivo
asentamiento. Al llegar al lago de
Pátzcuaro
se
habían
separado,
continuando los tenochcas hacia el
Anáhuac, mientras los purépechas, tras
de sojuzgar a los antiguos pobladores de
Michhuacan, fundaban un reino que muy
pronto adquiriría renombre y poderío.
Poseedores de un espíritu activo y
emprendedor, así como de un carácter
altivo y valeroso, los tarascos se dieron
a la tarea de ensanchar los límites de sus
iniciales dominios, expandiendo las
fronteras de éstos hacia los cuatro
puntos cardinales. Los bellos productos
elaborados por sus artífices comenzaron
muy pronto a llegar hasta los más
apartados confines, siendo cada vez más
apreciados
y
mejor
cotizados.
Tzinzuntzan, la capital del Reino
Tarasco, crecía sin cesar no sólo en
cuanto al número de sus habitantes, sino
también en lo que hace a la cantidad y
esplendor de sus templos y edificios.
Plenamente conscientes de que tarde
o temprano tendrían que hacer frente a
las pretensiones de conquista universal
sustentadas por sus antiguos compañeros
de viaje, los tarascos se preparaban sin
cesar para la inevitable guerra que
habrían de sostener con los aztecas.
Ante el grave conflicto que se
avecinaba, Tzitzipandácuare, el sobrio y
valeroso monarca que regía los destinos
del pueblo purépecha, contaba con dos
inapreciables armas. La primera de ellas
era la firme y unificada voluntad de su
pueblo, decidido a desaparecer de la faz
de la tierra antes que quedar sujeto a un
poder extraño. Y la segunda, el genio
superior de Zamacoyáhuac, militar cuyo
prestigio rebasaba ya los límites de las
tierras tarascas.
Zamacoyáhuac
constituía
la
personalidad más vigorosa y relevante
de todo el Reino Tarasco. Hijo de padre
desconocido y de una mujer de muy
modesta
condición,
había
sido
obsequiado por su madre cuando apenas
contaba seis años de edad a una pareja
de ancianos campesinos, crueles y
despóticos, que obligaban al pequeño a
desempeñar
agotadoras
faenas,
castigándolo con extremo rigor por la
menor falta cometida. A pesar de lo duro
de su existencia, nunca se le escuchó
proferir una queja ni derramar una
lágrima. Al cumplir los trece años, el
adolescente huyó de la casa en que vivía
y durante una larga temporada
permaneció vagando solitario por entre
los montes, aprendiendo a sobrevivir en
las
más
adversas
condiciones,
defendiéndose de las fieras, de los
elementos y de los hombres. Su errante
existencia le alejó muy pronto de sus
antiguos lares, llevándole hacia
apartados lugares. Hábil cazador,
aprendió a preservar las pieles de sus
presas y a comerciar con ellas cuando se
presentaba una ocasión propicia. Una
mañana, mientras se encontraba en lo
alto de una montaña que dominaba un
amplio valle, se desarrolló bajo sus
pies, ante su absorta mirada, un
inesperado espectáculo. Después de
largos preliminares dedicados a realizar
complicadas maniobras, dos ejércitos se
enfrascaron en fiera lucha, obteniendo
uno de ellos la victoria en forma rápida
y contundente. Al terminar el combate
Zamacoyáhuac sabía ya cuál sería el
destino que habría de dar a su
existencia: sería guerrero y aprendería
el motivo de aquellos extraños
desplazamientos de los soldados en el
campo de batalla, pues intuía que era en
su correcta ejecución, donde radicaba en
gran medida el éxito o fracaso de un
combate.
Venciendo su natural propensión al
aislamiento,
Zamacoyáhuac
había
buscado la forma de establecer
relaciones con los integrantes del
ejército vencedor. Se trataba de tropas
aztecas, empeñadas en la conquista de la
región
mixteca.
El
profundo
conocimiento que de aquellos territorios
poseía el solitario cazador le había
valido para ser aceptado como guía del
ejército imperial, iniciándose en esta
forma para Zamacoyáhuac un largo
periodo de fructífero aprendizaje, pues
al mismo tiempo que desempeñaba los
más variados y modestos trabajos al
servicio de las tropas tenochcas —guía,
porteador, enterrador— su sagaz
inteligencia
le
iba
permitiendo
compenetrarse en los secretos de la
organización
adoptada
por
los
victoriosos ejércitos imperiales, así
como en los eficaces métodos de
combate que dichos ejércitos utilizaban
durante sus incesantes guerras.
Una visita a la capital azteca —
resultado de su estrecha vinculación con
las tropas a las que prestaba sus
servicios— no sólo proporcionó a
Zamacoyáhuac una clara visión del
creciente poderío del Imperio Azteca,
sino que le hizo tomar conciencia del
ilimitado afán expansionista que
dominaba a los tenochcas y de la grave
amenaza que como consecuencia de ello
se cernía sobre el Reino Tarasco. A
pesar de lo amargo de su niñez y del
largo periodo transcurrido desde que
abandonara
el
suelo
natal,
Zamacoyáhuac había mantenido siempre
vivo en su interior un sentimiento de
profunda devoción hacia su propio
pueblo. Así pues, decidió consagrar
íntegramente sus energías y los
conocimientos que había logrado
adquirir en materia militar a la tarea de
impedir que el pueblo purépecha fuese
sojuzgado por los aztecas. A la primera
oportunidad abandonó su trabajo en el
ejército imperial y emprendió el camino
de retorno hacia la tierra de sus
mayores. Ninguno de sus antiguos jefes
prestó la menor atención a la
desaparición del adusto y silencioso
sirviente.
Una vez llegado a tierras tarascas,
Zamacoyáhuac ingresó de inmediato en
el ejército en donde muy pronto
comenzó a destacarse por sus relevantes
cualidades. Su primera misión de
importancia consistió en lograr la
pacificación de la frontera norte del
Reino, asediada continuamente por las
incursiones de tribus nómadas, para lo
cual llevó a cabo la construcción de una
cadena de sólidas fortificaciones que
permitían un control permanente de
aquellas agrestes regiones, pero no eran
los mal coordinados ataques de estas
tribus, sino la posibilidad de una
invasión azteca, lo que suscitaba la
perenne
preocupación
de
Zamacoyáhuac.
Atendiendo a sus ruegos y a su
comprobada
capacidad,
le
fue
encomendada la jefatura de todas las
guarniciones próximas a los territorios
dominados por los aztecas. En un tiempo
increíblemente corto el guerrero iba a
transformar aquella extensa frontera en
un auténtico bastión defensivo.
El carácter en extremo reservado de
Zamacoyáhuac no se prestaba mucho a
la elocuencia; con miras a compensar
esta deficiencia estimuló la formación,
dentro del ejército, de un grupo de
excelentes oradores encargados de
predicar día y noche a la población
sobre el peligro tenochca y la necesidad
de que todos participasen activamente
en las obras de defensa. La reacción
popular superó muy pronto a las más
optimistas predicciones. Trabajando con
ánimo incansable, el pueblo desmontó
bosques, abrió caminos y edificó
cuarteles y fortificaciones en los más
diversos lugares.
Zamacoyáhuac
se
encontraba
efectuando un recorrido por el interior
del Reino, dedicado a reclutar nuevos
soldados para engrosar sus fuerzas,
cuando llegó hasta él un agotado
mensajero enviado por el Rey
Tzitzipandácuare; venía a comunicarle
que el Emperador Azteca, al frente de un
numeroso ejército, se aproximaba a
Michhuacan con la evidente intención de
avasallarlo. Junto con el informe
referente a la invasión, el mensajero era
portador de una real determinación:
aquel que ignoraba el nombre de su
padre y fuera despreciado incluso por su
propia madre, el otrora acosado
adolescente que viviera escondido entre
los montes disputando su comida con las
fieras, el antaño ignorado sirviente de
las orgullosas tropas imperiales, había
sido designado comandante en jefe de
todas las fuerzas militares existentes en
el Reino Tarasco, encomendándosele la
difícil misión de hacer frente a la
invasión azteca.
En un lugar cercano a los límites
donde terminaba la hegemonía imperial
y se iniciaban los dominios purépechas,
las tropas aztecas detuvieron su avance
y se aprestaron para la contienda. Las
numerosas patrullas de observación
enviadas para atisbar los movimientos
de las tropas enemigas habían retornado
ya tras de sufrir considerables bajas. La
estrecha vigilancia que las tropas
tarascas ejercían sobre su frontera había
dificultado enormemente la labor de las
patrullas,
obligándolas
a
librar
incesantes encuentros que en ocasiones
adquirían el carácter de pequeños
combates. Ninguno de los escasos
prisioneros que habían sido capturados
revelaba temor alguno en su actitud, sino
por el contrario, se mantenían orgullosos
y desafiantes frente a sus captores. Sin
embargo, pese a todos los obstáculos,
las patrullas habían retornado con un
buen caudal de valiosa información,
según la cual, los ejércitos purépechas
estaban procediendo a concentrarse con
gran prisa en un mismo lugar: unas
enormes y poderosas fortificaciones
recientemente concluidas, ubicadas en
un lugar próximo a la frontera, no muy
lejano de aquel donde se encontraba
acampado el ejército azteca. Junto con
esta información, los componentes de
las patrullas proporcionaron otra que
resultaba del todo inexplicable: las
tropas tarascas no marchaban solas, con
ellas se movían enormes contingentes de
población civil. Tal parecía como si los
habitantes de Michhuacan pretendiesen
oponer a los invasores un gigantesco
muro de contención construido con sus
propios cuerpos.
Los generales aztecas deliberaron
largamente sobre la situación y llegaron
a la conclusión de que, a juzgar por la
conducta adoptada por sus contrarios,
éstos habían decidido realizar una
desesperada
lucha
defensiva,
encerrándose pueblo y ejército en sus
sólidas fortificaciones, con la firme
determinación de defenderlas hasta la
muerte. En vista de ello, los tenochcas
determinaron no retrasar por más tiempo
su
avance,
sino
encaminarse
directamente al lugar donde se
encontraban los baluartes enemigos.
Una vez más las patrullas del
ejército azteca se adelantaron a éste,
ahora con el propósito de realizar
observaciones sobre el lugar donde se
desarrollaría el combate.
AXAYCATL-AHUIZOTL
TLECATZIN
EJERCITO EJERCITO
• «Posición de las tropas antes del inicio de
la batalla».
•• «Exitosa retirada del ala izquierda del
ejército azteca. Destrucción del ala derecha y
cerco del cuerpo central».
•••«Las tropas de Tlecatzin acuden a
intentar romper el cerco tarasco. Las tropas de
Zamacoyáhuac se esfuerzan por lograr la total
destrucción del ejército imperial».
Las fortificaciones escogidas por los
purépechas para hacer frente a los
invasores no constituían un simple
conjunto de construcciones. En realidad
se trataba de una extensa región en la
que existían tres estratégicos valles, los
cuales habían sido debidamente
acondicionados para permitir que en su
interior pudiese vivir un elevado
número de defensores.
En las montañas que rodeaban a
cada uno de estos valles se habían
realizado complicadas obras tendientes
a convertirlos en sólidas fortificaciones.
Particularmente el valle central, que era
el más grande de los tres, presentaba un
aspecto por demás impresionante. Todas
las laderas de las montañas habían sido
recortadas y reforzadas con elevados
muros de piedra. En lo alto, largas
barreras construidas con troncos de
árbol protegían a interminables filas de
arqueros, que en cualquier momento
podían comenzar a lanzar una mortífera
lluvia de flechas contra aquéllos que
intentasen escalar los muros. Un
manantial que brotaba en el centro del
valle y el hecho de que se hubiesen
almacenado con toda oportunidad
considerables reservas de alimentos,
garantizaban la subsistencia de los
defensores durante un largo período.
Los tenochcas no tenían ningunos
deseos de permanecer meses enteros
asediando los baluartes tarascos hasta
que sus defensores se rindiesen por
hambre, así pues —y contando con la
seguridad que les daba el saber que no
podían ser atacados por la retaguardia,
pues sus rivales se encontraban al frente
y encerrados en sus propias defensas—
decidieron utilizar la totalidad de sus
tropas en un ataque demoledor,
encaminado a conquistar por asalto las
fortificaciones enemigas; con este objeto
procedieron a dividir sus fuerzas en tres
secciones. La primera, bajo el mando
directo del Emperador, tendría como
misión atacar el valle central. La
segunda, comandada por Tlecatzin, se
encargaría del asalto al valle situado a
la izquierda del ejército azteca.
Finalmente, una tercera sección
encabezada por Zacuantzin ocuparía los
baluartes ubicados en el valle de la
derecha.
Con objeto de impedir que los
purépechas
se
percatasen
anticipadamente de la distribución de
las fuerzas que les acometerían (lo que
les permitiría ajustar antes del ataque la
integración
de
sus
respectivos
contingentes en cada uno de los
baluartes) los generales aztecas optaron
por aprovechar la oscuridad de la noche
para efectuar la movilización de sus
tropas en dirección a las diferentes
fortificaciones enemigas.
El valle que contenía los baluartes
situados a la izquierda del campamento
azteca se encontraba bastante retirado de
las otras dos posiciones enemigas, razón
por la cual, los guerreros bajo el mando
de Tlecatzin fueron los primeros en
movilizarse a través de la negrura de la
noche. Les siguieron muy pronto, en
dirección contraria, las tropas que
conducía el temerario Zacuantzin, y al
poco rato, la sección central y más
numerosa del ejército tenochca, inició el
recorrido del corto trecho que le
separaba de las estribaciones del valle
donde se encontraba la principal
fortificación purépecha.
Las tropas aztecas contaban en esta
ocasión con un variado arsenal
destinado a nulificar las elaboradas
obras de defensa a las cuales tendrían
que hacer frente: largas escaleras de
madera, gruesos rollos de recias
cuerdas, diversos instrumentos para
socavar los muros enemigos, enormes
escudos destinados a proteger tanto a los
que laborasen en la destrucción de los
diferentes obstáculos, como a los que
simultáneamente debían ir venciendo a
las tropas contrarias que los ocupaban.
Todo había sido cuidadosamente
planeado, buscando no dejar nada al
azar ni a la improvisación.
Después de realizar una última visita
de inspección a las tropas del sector
central, desplegadas ya en formación de
combate, Ahuízotl se encaminó al puesto
de mando donde se encontraba el
Emperador, con objeto de informarle
que el ataque podía dar comienzo en el
momento en que éste así lo ordenase.
Similares informes habían llegado ya de
los sectores a cargo de Tlecatzin y
Zacuantzin.
Ahuízotl se disponía a entrar en el
improvisado campamento donde se
encontraba Axayácatl, cuando se detuvo
unos momentos a contemplar con
profunda atención las poderosas
fortificaciones que se alzaban ante su
vista. Aun cuando tanto por la distancia
como por los obstáculos tras de los
cuales se guarnecían los tarascos
resultaba imposible lograr una clara
visión de los mismos, podía observarse
en lo alto de aquellas murallas a muchos
miles de pequeñas figuras que de seguro
se aprestaban a presentar una resuelta
defensa. Era evidente que la batalla que
estaba por iniciarse no iba a constituir
una fácil victoria para las fuerzas
imperiales. Sin embargo, Ahuízotl se
sentía un tanto extrañado ante el plan de
combate adoptado por los tarascos, pues
no era esto lo que esperaba del genio
militar que se atribuía a Zamacoyáhuac.
Al asumir una simple actitud defensiva
encerrándose tras de sus sólidos
baluartes, los purépechas estaban
reconociendo que no buscaban vencer a
sus oponentes, sino que se contentaban
con lograr rechazarlos, pero esto no
pasaba de ser una imposible esperanza,
pues por altos que fuesen los muros de
aquellas fortalezas y por muy grande que
resultase el valor puesto en su defensa,
terminarían tarde o temprano por
sucumbir ante los bien coordinados
ataques del ejército imperial.
Además de la extrañeza que le
producía la aparente carencia de
audacia que revelaba la conducta de sus
enemigos, Ahuízotl era presa desde
hacía varios días de una pertinaz e
insólita sensación, que le inducía a
considerar que en alguna forma ya había
vivido una contienda semejante a la que
estaba por iniciarse. Súbitamente,
mientras contemplaba las bien alineadas
filas de guerreros aztecas listos a entrar
en acción, comprendió cuál era la causa
de tan singular sentimiento. Lo que en
verdad había estado recordando durante
todo aquel tiempo sin tener plena
conciencia de ello, eran los relatos que
gustaban hacer los ancianos sobre la
lucha que en contra de los tecpanecas
habían librado largo tiempo atrás los
aztecas, en una época en la que él aún no
había nacido. Y en realidad existía una
marcada semejanza entre los dos
conflictos, pues en ambos casos, no eran
sólo dos agrupaciones de tropas
antagónicas las que habrían de
enfrentarse, sino, por una parte, un
pueblo decidido a perecer antes que
perder su libertad, y por la otra, un
poderoso ejército adiestrado y dirigido
profesionalmente.
A pesar de la similitud entre
aquellas luchas —concluyó Ahuízotl
para sus adentros— resultaba muy
diferente la conducta adoptada en ambos
casos por los dirigentes aztecas y
tarascos, pues mientras los primeros
habían sabido utilizar la participación
de toda la población en un combate
donde se buscaba alcanzar la victoria,
los segundos conducían a su pueblo al
campo de batalla a tomar parte en una
desesperada lucha defensiva, que podría
retardar la derrota pero no impedirla.
Desde lo más profundo de su
interior, afloró una duda en el
pensamiento de Ahuízotl: ¿Y si a pesar
de lo que todas las apariencias
indicaban, los tarascos no pretendían tan
sólo resistir hasta lo último, sino vencer
al ejército invasor?
Ahuízotl observó con reconcentrada
atención los baluartes enemigos, tanto
los que se levantaban frente a él a
escasa distancia, como los existentes en
los valles ubicados a derecha e
izquierda. A su mente acudió el relato,
tantas veces escuchado, sobre las
enormes nubes de polvo con que la
población azteca no combatiente había
logrado confundir a los tecpanecas
durante el transcurso del encuentro
decisivo entre ambos contendientes. Una
fugaz pero profunda intuición sacudió su
conciencia haciéndole captar el
paralelismo
existente
entre
las
legendarias nubes de polvo y las
fortificaciones que se alzaban ante su
vista. Y entonces, una estruendosa
carcajada, a un mismo tiempo hueca y
sonora,
brotó
de
sus
labios
estremeciendo el aire y paralizando de
estupor a todos cuantos se encontraban
próximos al guerrero.
Sorprendidos por la sonoridad de
aquella risa extraña y singular, el
Emperador y los militares que le
acompañaban salieron presurosos del
campamento, justo a tiempo para
presenciar el inusitado espectáculo que
ofrecía la personalidad tenida como la
más austera e impasible del Imperio
profiriendo, sin motivo aparente alguno,
resonantes carcajadas.
Tal y como las iniciara, Ahuízotl
concluyó
bruscamente
sus
manifestaciones
de
hilaridad,
recuperando de inmediato su tradicional
e inescrutable apariencia; después, ante
el creciente asombro de los presentes,
solicitó al Emperador que abandonase el
campo de batalla y le delegase cuanto
antes el mando supremo del ejército.
Al comprender que los que lo
escuchaban comenzaban a creer que
había perdido repentinamente el juicio,
Ahuízotl rompió una vara de arbusto y al
mismo tiempo que dibujaba con ella
sobre la tierra un plano de la región
donde se encontraban, fue enunciando
las más sorprendentes aseveraciones.
Los baluartes purépechas —afirmó con
sereno acento— eran tan sólo un engaño
destinado a lograr que los aztecas
dividiesen sus fuerzas. La enorme
fortificación que tenían enfrente no
debía estar defendida por soldados, sino
a lo sumo ocupada por el puesto de
mando y algunas tropas de reserva; las
figuras que en ella se veían debían ser
de ancianos, mujeres y niños. El ejército
enemigo, dividido en dos partes,
aguardaba tras los valles situados a
derecha e izquierda, pero no lo hacía en
posición de defensa, sino dispuesto al
ataque. En esta forma, a pesar de que
ambos adversarios poseían un número
de tropas más o menos análogo, la
disposición de las mismas favorecía
marcadamente a los tarascos, pues estos
contarían en cada una de las fases del
combate
con
una
considerable
superioridad numérica que les permitiría
proceder, en primer término a la
destrucción de las alas del ejército
azteca,
y
posteriormente,
al
aniquilamiento del cuerpo central de
dicho ejército. La batalla, por tanto,
estaba perdida para los tenochcas aún
antes de haberse iniciado.
Ahuízotl dio término a su breve
alocución afirmando que no debía
sentarse el precedente de que un ejército
dirigido por el Emperador en persona
fuese objeto de una derrota, y que por
ello, lo más conveniente era que
Axayácatl no participase en la lucha,
sino que le facultase para que fuese él
quien la dirigiera, ya que en esta forma
la responsabilidad del descalabro no
sería atribuible a la figura del
Emperador, sino a la de un simple
guerrero. El peculiar atributo de
Ahuízotl,
que
le
llevaba
a
responsabilizarse de todo cuanto ocurría
en su derredor, se ponía una vez más de
manifiesto en aquellas dramáticas
circunstancias.
Axayácatl permaneció unos instantes
en silencio, analizando el crucial dilema
al que se enfrentaba. Aun cuando
comprendía muy bien la necesidad de
mantener incólume el prestigio de
invencibilidad que caracterizaba hasta
entonces a la figura del Emperador,
consideraba que abandonar en aquellas
circunstancias el campo de batalla
constituiría una denigrante cobardía.
Apremiado por la urgencia de la
situación, el monarca adoptó la
determinación que consideró más
conveniente: cedería el mando del
ejército a Ahuízotl y una guardia de
honor llevaría a lugar seguro las
insignias imperiales, pero él, convertido
tan sólo en un combatiente más,
participaría en la lucha. Tras de afirmar
lo anterior, hizo entrega del bastón de
mando a su hermano y procedió a
despojarse de los emblemas inherentes a
su elevado rango.
Ahuízotl asumió de inmediato sus
funciones de comandante en jefe.
Primeramente procedió a integrar la
pequeña escolta que tendría a su cargo
la custodia de las divisas imperiales,
ordenándole se alejase cuanto antes del
campo de batalla. Acto seguido, el
guerrero explicó a sus lugartenientes el
plan que había ideado para tratar de
impedir la destrucción del ejército bajo
su mando. Se intentaría efectuar una
retirada, para lo cual se requería que las
dos alas del ejército tenochca, que en
esos momentos se encontraban bastante
alejadas de su cuerpo central, se
incorporasen a éste lo antes posible. A
pesar de que el plan de acción que tan
vertiginosamente concibiera Ahuízotl
era bastante riesgoso —pues dependía
de lograr en plena retirada una perfecta
coordinación de las tres secciones del
ejército
azteca—,
los
oficiales
tenochcas estimaron que contaba con
bastantes posibilidades de realización.
Desde el pequeño promontorio
rocoso que le servía de atalaya,
Tlecatzin observó la figura del
mensajero que procedente del puesto de
mando del Emperador se aproximaba
con rápida y rítmica carrera. La tardanza
en la recepción de la orden para dar
comienzo al ataque tenía ya preocupado
al hijo adoptivo de Citlalmina, pero
ahora, al contemplar al mensajero que
llegaba
ante
él
portando
las
instrucciones
imperiales
en una
enrollada hoja de papel de amate,
Tlecatzin respiró aliviado, firmemente
convencido
de
que
aquellas
instrucciones contenían tan sólo la
indicación de proceder cuanto antes al
asalto de los baluartes purépechas cuya
ocupación le había sido asignada.
Los mensajeros del ejército azteca
no eran simples transmisores de papeles
conteniendo dibujos en clave sobre la
forma
de
efectuar
determinadas
maniobras en el campo de batalla, en
virtud de un riguroso y prolongado
adiestramiento, estaban capacitados
para completar dichos dibujos con
adecuadas explicaciones orales. En esta
ocasión, el mensajero tenochca era
portador de las noticias y órdenes más
graves e inusitadas de que se tenía
memoria en toda la historia del ejército
azteca.
Al escuchar la narración de lo
ocurrido en el campamento del
Emperador, y al enterarse de que le
correspondería a él la poco honrosa
distinción de ser el primer general
azteca que daría una orden de retirada
en una batalla, Tlecatzin sintió por unos
instantes que el universo entero se
desplomaba sobre su persona. Un sordo
sentimiento de rebeldía surgió en el
interior del forjador de Caballeros
Tigres al conocer el plan trazado por
Ahuízotl: ¿Por qué se le ordenaba a él y
no a Zacuantzin iniciar la retirada? Las
tropas de éste se encontraban mucho más
próximas a las del sector central y les
resultaría por ello relativamente fácil
ejecutar la maniobra de incorporarse al
mismo, en cambio las suyas se hallaban
muy alejadas del resto del ejército y les
sería muy difícil efectuar el movimiento
de retorno que se esperaba de ellas.
Conteniendo a duras penas la cólera
y el desconcierto que le dominaban,
Tlecatzin dirigió una airada mirada en
dirección al distante lugar donde se
encontraba el puesto de mando del
ejército tenochca. En virtud de la
lejanía, el numeroso contingente de
tropas que integraban el sector central
semejaba tan sólo una pequeña alfombra
multicolor, extendida al pie de las
principales fortificaciones tarascas.
Mientras contemplaba el sitio donde se
encontraba el puesto de mando de las
fuerzas
imperiales,
una
radical
transformación se fue operando en el
ánimo de Tlecatzin. Como si en alguna
forma su agitado espíritu hubiese
logrado establecer contacto con el
pensamiento de Ahuízotl, comprendió de
pronto los motivos que habían guiado a
éste al dictar sus órdenes. En aquellos
trascendentales
momentos,
cuando
estaba en juego la existencia misma del
ejército azteca, su antiguo discípulo, el
guerrero que con fortaleza de
inamovible roca había asumido la
responsabilidad de conducir una batalla
perdida de antemano, depositaba en él
su confianza para llevar a cabo la parte
más difícil de la única maniobra
salvadora que podía efectuarse en tan
adversas circunstancias. No se trataba,
por tanto, de una misión que entrañase
deshonor alguno, sino de la más honrosa
distinción que le fuere jamás conferida.
Dando media vuelta, Tlecatzin
ordenó al mensajero que retornase de
inmediato al cuartel central, e informase
a Ahuízotl que podía tener la plena
seguridad de que cuando el sol estuviese
en lo más alto del cielo, el ala izquierda
del ejército azteca habría terminado ya
su retirada y se encontraría en el lugar
señalado para efectuar la reunificación
de las tropas.
Mientras el mensajero se alejaba
con veloz carrera, Tlecatzin descendió
de su atalaya y en breve reunión con sus
oficiales transmitió a éstos, con voz
firme y tranquila, las instrucciones
concernientes a la forma como debía
efectuarse la retirada: los batallones
aztecas, alineados ya para el ataque en
largas hileras, procederían de inmediato
a cambiar tan vulnerable formación,
estrechando al máximo sus filas hasta
constituirse en una especie de compacto
núcleo, capaz de abrirse paso a través
de cualquier obstáculo.
La reacción de los oficiales
tenochcas al enterarse de la inesperada
acción que tendrían que desempeñar fue
del todo semejante a la experimentada
por Tlecatzin. En un primer momento
parecieron quedar paralizados por el
asombro, pero enseguida, la tranquila
fortaleza que emanaba del general azteca
pareció comunicarse a sus subalternos,
transmitiéndoles su sentimiento de
orgullosa distinción por la difícil tarea
que les había sido encomendada. Sin
pronunciar palabra alguna, pero
revelando en sus rostros la firme
resolución de llevar a cabo las órdenes
recibidas, los militares se dispersaron,
encaminándose presurosos a sus
respectivos batallones.
En compañía de algunos ayudantes,
Tlecatzin retornó al promontorio desde
el cual podía observar a todas las tropas
que integraban el ala izquierda del
ejército azteca. Su mirada recorrió uno a
uno los bellos estandartes de los
diferentes batallones bajo su mando. Un
sentimiento de satisfacción le invadió al
observar las largas filas de recios
guerreros prestos para el combate. En
virtud de su larga experiencia en
incontables campañas, existía entre él y
aquellas tropas una plena identificación.
Estos eran sus soldados, los que él había
forjado y a los que había conducido de
victoria en victoria, venciendo a toda
clase de enemigos en las más diversas y
lejanas regiones.
Mientras
contemplaba
aquel
espectáculo que le era tan familiar,
acudió a la memoria de Tlecatzin la
repetida narración que le hiciera su
madre adoptiva sobre los dramáticos
sucesos acaecidos el día de su
nacimiento: la muerte de su padre —
capitán de arqueros del ejército
tenochca— que pereciera al iniciarse la
batalla decisiva contra los tecpanecas; y
el fallecimiento de su madre, ocurrido a
resultas del parto al finalizar el día,
cuando comenzaba ya la desbandada de
las tropas de Maxtla. Asimismo, recordó
también las palabras que, según le
refiriera la propia Citlalmina, había
pronunciado ésta mientras mostraba al
recién nacido el campo de batalla donde
triunfaban las tropas aztecas:
Llegarás a ser un guerrero
ejemplar y tus ojos no verán nunca la
derrota de los tenochcas.
Al meditar sobre aquellas palabras,
Tlecatzin comprendió con tristeza que la
profecía enunciada por Citlalmina
estaba a punto de ser refutada por los
hechos: dentro de unos instantes se
iniciaría la retirada de las tropas aztecas
y habrían de ser sus ojos los primeros en
contemplar
tan
poco
grato
acontecimiento.
Una
repentina
determinación cruzó entonces por la
mente de Tlecatzin. Apretando con
firmeza su afilado puñal de hueso, el
guerrero lo introdujo sin vacilación
alguna en ambas pupilas, haciendo
brotar al instante dos gruesos chorros de
sangre de las cuencas de sus ojos.
Los ayudantes de Tlecatzin que le
acompañaban profirieron ahogadas
exclamaciones
de
asombro
y
pretendieron sujetar los brazos de su
general, pero éste les increpó con recia
voz, ordenándoles que continuasen en su
sitio, mientras él permanecía inmutable,
en actitud firme y erguida, con el rostro
sin ojos vuelto en dirección al lugar
donde se encontraban sus guerreros, los
cuales iniciaban ya la maniobra de
reagrupamiento que debía preceder a la
retirada.
Y fue en aquellos momentos cuando
las tropas purépechas hicieron su
aparición. Ocultos tras de sus baluartes,
los
tarascos
habían
aguardado
impacientes el ataque de los aztecas,
estimando que su propio contraataque
resultaría mucho más efectivo si se
producía simultáneamente al asalto
enemigo, pero al no ocurrir éste y al
percatarse de que los tenochcas
comenzaban a cerrar sus filas para
adoptar una formación defensiva,
decidieron no esperar más y se lanzaron
al encuentro de sus contrarios.
La acometida tarasca constituyó una
especie de impetuosa avalancha que
proviniendo de lo alto del valle se
desbordaba sobre la llanura. Los rostros
de los guerreros purépechas eran la
imagen misma de la fiereza y en cada
uno de sus apretados rasgos se ponía de
manifiesto la firme decisión que les
animaba. Resultaba evidente que el
prestigio de invencibilidad de que
gozaban las tropas imperiales no
producía en ellos el menor síntoma de
temor o respeto. A todo lo largo del
espacio ocupado por las tropas
tenochcas se inició un combate mortífero
y
despiadado.
Superadas
considerablemente en número, las
extendidas filas de soldados aztecas
estuvieron en múltiples ocasiones a
punto de ser perforadas por todos lados,
lo que habría provocado su inmediato y
completo aniquilamiento, al quedar
reducidas a pequeños grupos aislados.
Sin embargo, en todos los casos una
reacción desesperada de último
momento permitió volver a cerrar las
amenazantes brechas, y en esta forma,
las bambaleantes líneas tenochcas
lograron continuar actuando en forma
coordinada. Al mismo tiempo que
combatían por doquier rechazando los
incesantes ataques de sus adversarios,
los aztecas proseguían llevando a cabo,
en forma lenta pero ininterrumpida, la
maniobra tendiente a estrechar sus filas.
Durante el desarrollo de la
operación que tenía por objeto
convertirse en un sólido conjunto
defensivo, la cercana presencia de
Tlecatzin constituyó para las tropas
imperiales un factor insustituible y
determinante. La serena e indomable
energía que emanaba del comandante
azteca parecía comunicar de continuo un
renovado aliento a sus soldados,
reanimando sus desfallecientes fuerzas e
impulsándoles a proseguir la lucha con
creciente denuedo. Los guerreros
aztecas ignoraban que aun cuando ellos
podían observar a la altiva figura de
Tlecatzin dominando el campo de
batalla desde la pequeña protuberancia
donde se encontraba, a éste le resultaba
ya imposible contemplar la feroz
contienda que se libraba en torno suyo,
pues sus ojos eran tan sólo dos
sanguinolentas hendiduras en su noble
semblante.
Una
vez
concluido
el
reagrupamiento, los aztecas iniciaron de
inmediato la retirada. Comprendiendo
que sus acosados rivales intentaban la
escapatoria, los tarascos redoblaron el
ímpetu de sus ataques, tratando a toda
costa de impedir que los tenochcas
llevasen a cabo su propósito, pero el
momento crucial del combate para las
fuerzas de Tlecatzin ya había pasado;
transformadas ahora en un compacto
organismo al que difícilmente podía
escindirse, las tropas aztecas avanzaban
lentamente, buscando alejarse de la
trampa aniquiladora en la que se
encontraban.
El impacto de varias saetas
clavándose sobre su ajustada armadura
de algodón indicó a Tlecatzin la cercana
proximidad del enemigo. Los ayudantes
que le acompañaban corroboraron lo
asentado por los proyectiles: tan sólo
los integrantes de la retaguardia
tenochca permanecían aún en aquel sitio,
la ocupación del mismo por las tropas
purépechas se produciría en cualquier
momento.
Apoyado en los hombros de sus
asistentes, Tlecatzin descendió por su
propio pie del promontorio en medio de
una creciente lluvia de flechas. Las
últimas tropas aztecas que restaban por
retirarse se constituyeron de inmediato
en la segura escolta de su comandante.
Al percatarse de la ceguera de
Tlecatzin, una profunda tristeza se
reflejó en los rostros de los soldados
que le custodiaban. Uno de ellos, con
voz quebrada por la emoción, comenzó a
vitorearle con entristecido y afectuoso
acento, siendo secundado al instante por
sus compañeros.
Atendiendo a las instrucciones de
sus oficiales, los batallones purépechas
suspendieron en un determinado
momento la persecución de sus rivales.
Después,
tras
de
una
pronta
reorganización de sus filas, iniciaron un
largo rodeo que evidenciaba su
propósito de quedar situados a espaldas
del sector central del ejército azteca.
Por su parte, las tropas al mando de
Tlecatzin prosiguieron su retirada,
encaminándose hacia el sitio que les
fuera fijado por Ahuízotl.
El audaz Zacuantzin, comandante del
ala derecha del ejército azteca,
aguardaba impaciente la llegada de la
orden de ataque en contra de las
fortificaciones enemigas. Aquel combate
representaba para él la posibilidad de
añadir un nuevo e importante galardón a
su
meteórica
carrera
militar,
confirmando con ello su recién
adquirido prestigio de máximo estratego
del Imperio. Las perspectivas futuras del
joven general le eran del todo
favorables, lo que le hacía suponer que
quizás en un tiempo no lejano llegaría a
formar parte del selecto grupo de
personas que integraban el Consejo
Imperial.
La llegada de un mensajero
proveniente del puesto de mando
interrumpió las cavilaciones de
Zacuantzin en torno a su prometedor
futuro. El enviado de Ahuízotl era
portador de órdenes del todo
inesperadas. No sólo se cancelaba el
proyectado ataque, sino que debía
realizarse una inmediata retirada.
El asombro inicial de Zacuantzin fue
pronto substituido por una incontrolable
ira. Con voz airada, el guerrero comenzó
expresando su total desacuerdo con el
mandato recibido y terminó negándose a
cumplir la orden de retirada, a no ser
que ésta fuese confirmada en forma
expresa por el propio Emperador.
Al mismo tiempo que el mensajero
emprendía a toda prisa el camino de
regreso al cuartel central, una violenta
discusión tenía lugar en el campamento
de Zacuantzin. Los lugartenientes de éste
se habían percatado de la índole de las
instrucciones impartidas por Ahuízotl, y
aun cuando les resultaba del todo
incomprensible tanto la razón de las
mismas como el hecho de que no fuese
ya el Emperador quien estuviese
dirigiendo la batalla, conocían de sobra
la bien ganada fama de inflexible
severidad que caracterizaba al autor de
dichas instrucciones, y en su mayoría, no
estaban dispuestos a asumir las
consecuencias que podrían producirse
debido a la adopción de una conducta de
franco desacato a las órdenes de
Ahuízotl.
Enfurecido ante la actitud de sus
oficiales, Zacuantzin acusó a éstos de
cobardía y anunció que no esperaría ni
un instante más para dar comienzo al
esperado ataque, sino que secundado
por todos aquellos que quisieran
seguirle, se lanzaría de inmediato al
asalto de las posiciones enemigas.
Dando por terminada la reunión, los
oficiales
se
dirigieron
a
sus
correspondientes batallones, e iniciaron
la movilización de éstos en una doble y
contradictoria maniobra. Los escasos
capitanes
adictos
a
Zacuantzin
marcharon hacia adelante seguidos por
sus tropas, mientras la mayor parte de
las fuerzas iniciaban la retirada en
medio de un gran desorden, pues no
había nadie que estuviese a cargo de
coordinar adecuadamente esta acción.
Recién daba comienzo el ataque que
encabezaba
Zacuantzin,
cuando
sobrevino el contraataque tarasco.
Descendiendo por incontables lugares
desde la parte superior del fortificado
valle, la acometida de los guerreros
purépechas adquirió desde el primer
momento la fuerza irresistible de un
huracán devastador. De nada valió la
innegable y desesperada valentía con
que Zacuantzin y sus hombres intentaron
hacerles frente. Muy pronto se vieron
envueltos y arrollados por la aplastante
superioridad numérica de sus contrarios.
Ciego de ira e impotencia, Zacuantzin se
lanzó en medio de sus rivales buscando
abiertamente la muerte. Su deseo no
tardó en verse cumplido. Un círculo
implacable de guerreros tarascos se
cerró sobre su persona, convirtiéndolo
en pocos instantes en una masa informe e
irreconocible.
Sin pérdida de tiempo, los
purépechas se lanzaron en persecución
de las tropas aztecas que se retiraban.
Les dieron alcance y se trabó de nueva
cuenta el combate.
Carentes de una dirección que
organizase el repliegue, los batallones
aztecas marchaban separadamente. Al
sobrevenir el ataque varios oficiales
intentaron efectuar un reagrupamiento
que permitiese presentar una mejor
defensa, pero ya era tarde para lograrlo.
Las tropas tarascas se introducían por
todos los espacios que separaban a los
batallones tenochcas, aislándolos y
condenándolos
a
un
seguro
aniquilamiento.
La lucha entre ambos contendientes
fue rápida y despiadada. Aun a
sabiendas de lo inevitable de su derrota,
los tenochcas se defendieron con feroz
determinación intentando causar el
mayor daño posible a sus contrarios.
Uno tras otro los aislados grupos de
guerreros aztecas fueron exterminados.
El triunfo de la estrategia purépecha en
aquella sección del frente había sido
contundente y definitivo.
Al escuchar el informe del
mensajero sobre la negativa de
Zacuantzin a ejecutar la orden de
retirada, Ahuízotl comprendió que todos
sus planes para salvar el ejército azteca
de la trampa en que se encontraba
amenazaban con venirse abajo. Sin
manifestar la menor alteración ante tan
inesperado contratiempo, procedió a dar
instrucciones a Tízoc para que se
trasladase de inmediato al campamento
del indisciplinado general, y tras de
hacerse cargo del mando de sus tropas,
llevase a cabo el proyectado repliegue.
Antes de ello, Tízoc debía despojar a
Zacuantzin de sus insignias militares y
darle muerte en castigo a su
insubordinación.
Acompañado de una pequeña
escolta, Tízoc se encaminó a toda prisa
a tratar de cumplir las órdenes de su
hermano. No lo lograría. Al ascender un
pequeño lomerío se ofreció ante su
sorprendida mirada un inesperado
espectáculo: la extensa llanura que se
divisaba
en
lontananza
parecía
materialmente alfombrada de cadáveres
de guerreros tenochcas. En uno de los
costados del
terreno numerosos
contingentes de tropas tarascas —
indiscutibles vencedoras del recién
finalizado encuentro— procedían a
reorganizar sus filas, con la evidente
intención de proseguir su avance.
En las proximidades del sitio donde
se encontraba Tízoc, pequeños grupos
de soldados aztecas, del todo semejantes
a los maltrechos restos de un devorador
naufragio, deambulaban sin rumbo fijo,
confusos y desorientados, buscando tan
sólo apartarse cuanto antes de aquel
lugar que tan fatídico les resultara.
Durante un primer momento, Tízoc
se resistió a aceptar que las contadas y
aturdidas figuras que contemplaba
constituían los únicos sobrevivientes de
toda el ala derecha del ejército azteca.
Tras de sobreponerse a su sorpresa, se
dio cuenta de la gravedad de la
situación, y suspendiendo su avance,
envió un mensajero para prevenir a
Ahuízotl de la imposibilidad que existía
de realizar la retirada conjuntamente con
las tropas del ala derecha, pues éstas
habían dejado de existir. Acto seguido,
Tízoc ordenó a uno de sus acompañantes
que hiciese sonar el caracol que
portaba, convocando así a congregarse
en torno suyo a los dispersos soldados
tenochcas
que
se
encontraban
deambulando por los alrededores. Estos
no tardaron en acudir al llamado, en sus
miradas podía leerse la completa
turbación que les dominaba, resultaba
evidente que sus cerebros aún no
terminaban de admitir la realidad de lo
ocurrido.
Trascendido ya el inicial asombro,
Tízoc recuperó prontamente su cotidiana
personalidad, vivaz y burlona, y
comenzó a expresarse con frases llenas
de humor sobre la estropeada apariencia
que presentaban los soldados que iban
llegando, comparando a éstos con
asustados conejos que huían de un voraz
coyote.
La innegable presencia de ánimo que
revelaba el humorismo de Tízoc produjo
una pronta y favorable reacción en el
abatido espíritu de los vencidos.
Recobrando su proverbial marcialidad y
gallardía, los guerreros se alinearon en
bien ordenada formación, y marchando
con rítmico andar, prosiguieron su
retirada bajo el mando de Tízoc,
incorporándose finalmente al grueso del
ejército tenochca.
Comprendiendo que su proyectada
maniobra de retirada resultaba ya de
imposible realización, Ahuízotl ordenó
se procediese a organizar rápidamente a
las tropas en una cerrada formación
defensiva. Asimismo, envió varios
mensajeros
al
lugar
señalado
inicialmente para llevar a cabo la
reunión con las fuerzas de Tlecatzin,
indicando a éste que no le aguardase en
aquel sitio, sino que acudiese cuanto
antes en su ayuda. Los mensajeros
retornaron al poco tiempo sin haber
podido cumplir su misión, pues ya no
era posible traspasar el cerco tendido
por las fuerzas tarascas que avanzaban
en todas direcciones y cuya llegada se
produciría de un momento a otro.
Y en efecto, la llegada de las tropas
purépechas no se hizo esperar. Su
avance ponía de manifiesto cierta
precipitación, como si cada uno de los
guerreros tarascos pretendiese ser el
primero en iniciar el combate. Las
vigorosas facciones de los recién
llegados revelaban bien a las claras sus
pensamientos y la intención que les
animaba: sabían que el desarrollo de la
batalla les era favorable y estaban
resueltos a coronar su esfuerzo con el
total aniquilamiento de sus contrarios.
Ahuízotl observó con fría e
impasible mirada la llegada de la
avalancha purépecha. Volviéndose hacia
los oficiales que le rodeaban levantó en
alto su afilado macuahuitl y pronunció
con fuerte voz una sola palabra:
¡Tlacaélel!
Repetido primeramente por los
oficiales próximos al comandante azteca
y acto seguido por sucesivas filas de
guerreros, el nombre del Cihuacóatl
Imperial se extendió en ondas
vibratorias por todo el ejército
tenochca.
Confluyendo
y
entremezclándose, la pronunciación y
los ecos de aquella palabra se
unificaron, estremeciendo el aire con su
acento:
¡Tlacaélel!
La evocación de la figura del Azteca
entre los Aztecas justo en el momento
que antecedía al choque decisivo de
ambos ejércitos, obedecía a un
deliberado propósito por parte de
Ahuízotl: delimitar con precisa exactitud
la verdadera trascendencia que tenía
aquella batalla, e impedir que los
guerreros tenochcas pudiesen ser
afectados en su capacidad combativa
por una exagerada valoración de las
posibles consecuencias de aquel
encuentro, en el cual tal vez todos
pereciesen y el Emperador resultase
muerto o capturado; pero todo esto no
tenía en realidad una auténtica
importancia, ya que no constituía en
modo alguno una amenaza ni a la
supervivencia del Imperio, ni mucho
menos a la continuidad de los fines para
los cuales éste había sido creado, pues
allá en la capital azteca, el forjador y
auténtico guía de la grandeza tenochca
sabría de seguro encontrar los medios
adecuados para lograr que el Pueblo del
Sol superase el contratiempo sufrido y
continuase adelante en su ascendente
marcha. No quedaba, por tanto, sino que
en esos momentos cada guerrero
olvidase cualquier otra preocupación
que no fuese la de concentrar toda su
atención y energía en el combate que se
avecinaba.
La furiosa arremetida de las tropas
tarascas hizo estremecer al ejército
azteca y estuvo a punto de lograr su
desorganización, pero la cerrada
formación de las filas tenochcas les
permitió absorber el impacto y
permanecer aferradas al terreno.
El encuentro adquirió desde el
primer momento un inusitado frenesí que
tenía algo de anormal y sobrehumano,
como si ambos contendientes se
encontrasen poseídos de una poderosa
energía que les permitía destruirse con
asombrosa
rapidez
y
eficacia.
Batallones enteros quedaban fuera de
combate en un abrir y cerrar de ojos.
Nadie cedía un paso, prefiriendo en todo
caso quedar muerto en el mismo sitio
donde combatía.
Como era siempre su costumbre,
Ahuízotl y Tízoc luchaban uno al lado
del otro, coordinando sus movimientos
con tan perfecta precisión, que más bien
parecían un solo guerrero dotado de
miembros duplicados.
Sin ostentar ninguna de las insignias
inherentes a su alta investidura,
Axayácatl era tan sólo un guerrero más
en las filas del acosado ejército azteca.
Una especie de afán suicida parecía
dominarle impulsándole a un estilo de
lucha en extremo riesgoso, como si
deliberadamente pretendiese perder la
vida en medio de aquel mortífero
combate.
La valentía y arrojo con que
luchaban los guerreros tenochcas y
tarascos eran del todo semejantes, y de
ello se derivaba la falsa impresión de
que aquel encuentro sólo concluiría
hasta que los dos ejércitos se hubiesen
mutuamente aniquilado, pero ello no era
así, pues merced a la estrategia puesta
en práctica por Zamacoyáhuac, sus
tropas contaban ahora con una
considerable superioridad numérica, y
en forma lenta pero segura, dicha
ventaja iba inclinando poco a poco la
victoria en su favor. Sin posibilidad
alguna de romper el cerco por sus
propias fuerzas, la destrucción del
ejército azteca era tan sólo cuestión de
tiempo. Y así lo comprendían sus
integrantes, que si bien proseguían
combatiendo con inquebrantable ahínco,
no vislumbraban ya esperanza alguna de
salvación.
Existía, sin embargo, una persona
que a pesar de hallarse sumida en la más
completa negrura como resultado de la
reciente pérdida de sus ojos, continuaba
poseyendo en su mente una clara visión
de todas las posibles perspectivas sobre
las cuales podía desarrollarse la batalla.
Tras de haber logrado escapar al ataque
de sus enemigos, Tlecatzin había
conducido a sus tropas hasta el sitio
fijado inicialmente por Ahuízotl para
efectuar la reunificación de las fuerzas
aztecas. Después de esto no se había
limitado a esperar inactivo la llegada de
las otras dos secciones del ejército, sino
que había despachado numerosos
mensajeros a realizar misiones de
observación en todas direcciones.
Al retornar los mensajeros con la
información de que a cierta distancia de
aquel lugar se estaba librando una feroz
batalla que mantenía inmovilizadas a las
tropas aztecas, Tlecatzin comprendió de
inmediato que el plan de retirada ideado
por Ahuízotl no se estaba cumpliendo en
los términos previstos; y sin pérdida de
tiempo, ordenó a sus tropas constituir
dos gruesas columnas de ataque, y
transportado en andas por jóvenes
guerreros que se iban turnando para
sostenerle, se encaminó a toda prisa
hacia el lugar donde se desarrollaba el
combate.
Muy pronto el fragor de la batalla
llegó hasta los oídos de Tlecatzin,
indicándole la proximidad del sitio
donde tenía lugar el encuentro. El
guerrero comprendió la necesidad de
hacer saber a las tropas sitiadas su
presencia, evitando así el posible
desaliento que podía generarse en ellas
al suponer, en medio de la confusión
reinante, que llegaban nuevos refuerzos
de tropas enemigas. Apoyándose en los
hombres de quienes lo conducían, el
general azteca alzó su cuerpo al tiempo
que exclamaba con toda la fuerza de sus
pulmones:
¡Citlalmina!
El nombre de la madre adoptiva de
Tlecatzin fue de inmediato coreado por
incontables voces, inundando el campo
de batalla con su musical acento:
¡Citlalmina!
Las sitiadas tropas tenochcas, que a
duras penas continuaban sosteniendo el
embate tarasco, escucharon gratamente
sorprendidas la incesante repetición del
nombre de la legendaria heroína azteca y
pronunciaron a su vez, con desesperado
afán, su propio grito de guerra.
¡Tlacaélel!
Dominando el estruendo que
producían el entrechocar de escudos y
macuahuimeh, de silbar de flechas y
gemidos de heridos, la enunciación de
los nombres de las dos personalidades
más famosas del mundo azteca —
fundiéndose en una sola y prolongada
palabra— parecían imprimir todo un
vibrante ritmo al espacio donde se
libraba la contienda:
¡Citlalmina-Tlacaélel! ¡TlacaélelCitlalmina!
Las columnas mandadas por
Tlecatzin se arrojaron contra las tropas
purépechas, con la evidente intención de
abrir una especie de estrecho corredor
que permitiese la salida de sus cercados
compañeros. Por su parte, los guerreros
tarascos
se
aprestaron
con
determinación a frustrar los propósitos
de sus rivales.
Desde lo alto de la principal
fortaleza purépecha, Tzitzipandácuare,
Rey de Michhuacan, y Zamacoyáhuac,
comandante en jefe de los ejércitos
tarascos,
habían
permanecido
observando con reconcentrada atención
el desarrollo de la batalla. En varias
ocasiones Tzitzipandácuare había tenido
que dirigir la palabra a la numerosa y
excitada población civil ahí reunida,
tanto para recomendarle que se
mantuviese en calma y confiada en el
triunfo de su causa, como para oponerse
rotundamente a las peticiones de
mujeres, ancianos y niños, que deseaban
descender a la llanura a tomar parte en
el combate.
Los mensajeros llegados del campo
de batalla habían transmitido a
Zamacoyáhuac, una y otra vez, la
solicitud de que acudiese a tomar parte
en la lucha al frente del pequeño grupo
de tropas de reserva que éste mantenía
consigo, pues de hacerlo así —opinaban
los oficiales tarascos— se aceleraría la
destrucción del cercado ejército azteca.
Sin embargo, el taciturno general
purépecha no había accedido aún a la
petición de sus subalternos, estimando
que la intervención de tan escasas
fuerzas no alteraría en nada el curso del
encuentro, y en cambio, le privaría de
toda posibilidad de hacer frente a
cualquier eventualidad que pudiese
presentarse. Y Zamacoyáhuac estaba
seguro de que dicha eventualidad habría
de ocurrir antes de que finalizara la
contienda, pues conocía de sobra la
pericia militar de Tlecatzin —puesta una
vez más de manifiesto al ejecutar la
maniobra con que lograra burlar la
trampa urdida en su contra— y no
dudaba que en cualquier momento las
tropas del general azteca harían su
reaparición en el campo de batalla.
Las dos largas estelas de polvo que
surgiendo en el horizonte se acercaban a
toda prisa a la llanura donde se
desarrollaba el encuentro, constituyeron
para Zamacoyáhuac un seguro indicio
del próximo arribo de las fuerzas de
Tlecatzin. Comprendiendo que la batalla
se acercaba a su momento decisivo, el
general tarasco organizó en columna de
ataque al pequeño contingente de tropas
de reserva, y marchando en unión de
Tzitzipandácuare al frente de sus
fuerzas, inició un rápido descenso
rumbo a la llanura.
La llegada de los refuerzos
purépechas coincidió en forma casi
simultánea con el arribo al campo de
batalla de las tropas de Tlecatzin.
Ambas acciones pusieron de manifiesto
ante todos los combatientes la necesidad
de realizar en aquellos instantes un
poderoso sobreesfuerzo, con miras a
lograr el cumplimiento de sus
respectivos propósitos. Decididos a
impedir a todo trance la escapatoria de
sus rivales, los tarascos efectuaron un
nuevo y furioso intento por deshacer la
cerrada formación de los batallones
tenochcas. Los aztecas, por su parte, al
percatarse que se presentaba ante ellos
una esperanza de salvación, sacaron
fuerzas de su agotamiento, y al mismo
tiempo que proseguían luchando para
impedir la ruptura de sus cuadros,
intentaron un desesperado contraataque
justo en el lugar por donde arremetían
las tropas de Tlecatzin.
Deseando llevar a cabo un acto que
produjese la consternación en sus
rivales y terminase por ocasionar la
anhelada y al parecer ya inminente
desorganización
de
sus
filas,
Zamacoyáhuac procuró localizar, desde
el momento mismo de su arribo al
campo de batalla, el sitio donde se
hallaba el Emperador Azteca. Aun
cuando Axayácatl no lucía insignia
alguna sobre su persona, muy pronto fue
descubierto por la aguda mirada del
comandante purépecha; quien arrollando
a todo aquel que se interponía en su
camino, logró irse aproximando al
mandatario azteca.
Axayácatl pareció adivinar que el
fornido general tarasco que se acercaba
derribando guerreros tenochcas cual si
fuesen débiles cañas, era precisamente
el causante del inusitado apuro en que se
encontraban las fuerzas imperiales, y a
su vez, buscó también aproximarse a su
rival, con el claro propósito de
enfrentársele.
Muy pronto ambos personajes se
hallaron frente a frente, iniciándose al
instante
una
cerrada
contienda.
Axayácatl era famoso por su habilidad
en el manejo del macuahuitl y el escudo,
armas que sabía utilizar con inigualable
pericia; sin embargo, en esta ocasión le
dominaba un incontrolable sentimiento
de furia, pues presentía que aquella
figura con la que luchaba, personificaba
todo el espíritu de oposición de los
tarascos a los propósitos tenochcas de
predominio universal. El afán de abatir
cuanto antes a su adversario llevó al
Emperador a cometer un leve error en la
sincronización de sus movimientos.
Pretendiendo dar mayor impulso al
brazo para lanzar un golpe, apartó
ligeramente su escudo desprotegiendo
así su cabeza durante un tiempo no
mayor al de un parpadeo. El pequeño
resquicio fue llenado al punto por el
macuahuitl de Zamacoyáhuac, lanzado
con la fuerza y la velocidad de un
zarpaso. El impacto deshizo el casco
protector del Emperador —engalanado
con una altiva cabeza de águila—
afectando al cráneo con una grave herida
que originó el inmediato desplome de
Axayácatl. Incontables brazos tenochcas
se lanzaron al rescate del cuerpo del
monarca, apartándolo con prontitud del
centro de la lucha.
En contra de lo previsto por
Zamacoyáhuac, el derrumbe del
Emperador no ocasionó mayores
consecuencias en el desarrollo del
combate. La transferencia de mando
realizada por Axayácatl en favor de
Ahuízotl no había sido un acto
puramente formal, sino que correspondía
a una auténtica realidad, y el impasible
guerrero azteca era ahora la fuerza de
sustentación que permitía a las acosadas
fuerzas
imperiales
mantener
su
coherencia.
Al advertir su error, Zamacoyáhuac
buscó de nueva cuenta entre sus rivales
al dirigente del ejército tenochca. No
tardó en percatarse de la presencia de
Ahuízotl, quien en unión de Tízoc
continuaba derribando a cuantos se
atrevían a cruzar sus armas con las
suyas. Una sola mirada bastó al general
purépecha para entender que era aquel
guerrero y no otro quien constituía en
esos momentos la voluntad conductora
de las fuerzas imperiales. Teniendo
siempre a su lado a Zitzipandácuare, el
comandante tarasco se fue abriendo paso
rumbo al sitio donde se encontraba
Ahuízotl, quien había observado ya la
proximidad de Zamacoyáhuac, y a su
vez, buscaba también la forma de llegar
junto a él para enfrentársele.
Cuando todo parecía indicar que el
encuentro entre ambos comandantes
tendría forzosamente que producirse, la
batalla tomó de repente un nuevo giro:
venciendo la tenaz oposición enemiga
mediante un continuado y desesperado
esfuerzo, las tropas de Tlecatzin habían
logrado finalmente traspasar el cerco
tarasco y establecer contacto con sus
abrumados compañeros. Se inició al
instante la retirada del ejército azteca,
que aprovechando el espacio logrado
gracias al contraataque del ciego y
valeroso general, se precipitó a través
del salvador pasadizo, transportando
consigo a un gran número de heridos y
manteniendo todo el tiempo la
organizada formación de sus filas. La
batalla entró de inmediato en una nueva
fase, en la que los aztecas buscaban
alejarse lo más rápidamente posible,
mientras que los tarascos presionaban a
sus rivales, intentando impedir o al
menos obstaculizar al máximo su
retirada.
Las circunstancias en que se
desarrollaba el combate hacían difícil el
enfrentamiento
entre
Ahuízotl
y
Zamacoyáhuac. En realidad habría
bastado con que el guerrero azteca
retrocediera más lentamente o el general
tarasco acelerase ligeramente su avance,
para que el encuentro se produjera, pero
en
aquellos
instantes,
ambos
comandantes encarnaban en su persona
la voluntad conductora que guiaba a los
ejércitos en pugna, y la sincronización
entre sus acciones y la actuación de sus
respectivas tropas era de tal grado, que
de variar alguno de ellos el ritmo de su
avance o retroceso, se produciría de
inmediato un cambio de idéntico sentido
en todos los soldados bajo su mando, lo
que fatalmente pondría en peligro al
ejército que así actuase: si los aztecas
disminuían la velocidad de su retirada
quedarían cercados y si los tarascos
apresuraban su acometida se exponían a
desorganizar sus filas y a quedar
expuestos a un contraataque enemigo.
En medio del frenético torbellino de
aquel devastador encuentro, tanto
Ahuízotl
como
Zamacoyáhuac
conservaban una inalterable serenidad y
un pleno dominio de sus emociones. Así
pues, aun cuando ambos buscaban la
posibilidad de un enfrentamiento
personal, no estaban dispuestos a que
esto implicase el menor riesgo para sus
respectivos ejércitos, por lo que ninguno
de los dos alteró el ritmo de sus pasos y
la en ese momento corta distancia que
les separaba comenzó lentamente a
ensancharse. Como obedeciendo a un
mismo impulso, en el instante en que
empezaban a alejarse, los dos guerreros
apartaron ligeramente los escudos que
les protegían y levantando sus armados
brazos efectuaron con éstos un escueto
ademán, a modo de respetuoso saludo a
su oponente. Al realizar este gesto sus
miradas se encontraron y les fue posible,
por vez primera, observar por unos
momentos el rostro de su adversario.
Las facciones inmutables de los dos
guerreros sufrieron al punto una
inusitada transformación, al reflejar sus
semblantes una fugaz expresión del más
completo asombro. Y es que para ambos
el contemplar la faz de su rival fue como
el asomarse a una corriente de agua y
ver en ella reflejado el propio rostro,
pues la semejanza de facciones del
guerrero purépecha y del militar azteca
era completa. No se trataba solamente
de un simple caso de fisonomías más o
menos parecidas, sino de una auténtica y
total similitud entre dos caras, fenómeno
singularmente extraño, producto tal vez
de la profunda analogía existente
también entre las almas de ambos
guerreros.
La retirada del ejército azteca
constituía ya un hecho consumado. A
pesar del acoso incesante de los
tarascos, los escuadrones tenochcas
proseguían llevando a cabo, cada vez
con mayor celeridad, su movimiento de
repliegue. La luz solar era para entonces
únicamente un pálido reflejo rojizo en el
horizonte. Muy pronto la negrura de una
noche sin luna envolvía por igual a
todos los contendientes. Inopinadamente,
una recia tempestad se abatió sobre el
campo de batalla, poniendo punto final
al combate, pues con la excepción de
pequeños grupos de guerreros separados
del grueso de las tropas, que entre las
tinieblas y el fango continuaban
luchando hasta su total exterminio,
ambos ejércitos dieron por concluidas
las hostilidades e iniciaron la tarea de
organizar, en medio de las consiguientes
dificultades,
sus
respectivos
campamentos.
Como resultado de las graves
heridas sufridas en su enfrentamiento
con el general tarasco, el Emperador
Axayácatl se encontraba privado del
conocimiento, razón por la cual era
Ahuízotl quien continuaba ejerciendo la
máxima autoridad en el ejército
tenochca. En cuanto hubo cesado la
lucha, el primer acto del comandante
azteca fue localizar a Tlecatzin y
externarle un lacónico elogio por su
acertada actuación, que había evitado el
total aniquilamiento de las fuerzas
imperiales. A continuación, sin inquirir
en ningún momento por los motivos que
habían inducido a Tlecatzin a privarse
de la vista, Ahuízotl le expuso sus
planes de combate para el día siguiente,
en que muy probablemente se reanudaría
el encuentro entre ambos contendientes.
A pesar de la derrota sufrida en la
jornada recién concluida, Ahuízotl
estimaba que existía cierta posibilidad
de convertir el fracaso en victoria
durante el desarrollo del próximo
combate, pues éste se realizaría en
condiciones distintas al anterior. La
ingeniosa estratagema tarasca que
condujera a los aztecas a dispersar sus
tropas no podría volver a repetirse. La
totalidad de las fuerzas que integraban a
los dos ejércitos se encontraban ahora
frente a frente, acampadas en medio de
una extensa llanura. El nuevo encuentro
constituiría, por tanto, una especie de
cerrado duelo a base de rápidas y
cambiantes maniobras. La mayor
experiencia de las tropas tenochcas en
esta clase de combates representaba una
ventaja que muy bien podía resultar
determinante. Con acento pausado y
frases en extremo concisas, Ahuízotl
concluyó de explicar a su antiguo
maestro los lineamientos generales de la
estrategia que intentaba poner en
práctica. Tlecatzin consideró apropiado
el proyecto de Ahuízotl y proporcionó a
éste algunos útiles consejos, producto de
los conocimientos adquiridos en su larga
vida de guerrero.
Semialumbrados por la vacilante luz
de humeantes hogueras —cuyos
empapados leños parecían negarse a
proporcionar luz y calor a las tropas
invasoras— los oficiales tenochcas
escucharon de labios de Ahuízotl el plan
de batalla con que pretendía devolver a
los tarascos el quebranto sufrido.
Concluida la reunión, sus integrantes se
dispersaron presurosos por todo el
campamento. Instantes después la
movilización de los batallones aztecas
daba comienzo. No fue sino hasta que
todo el ejército quedó situado en la
posición que se estimaba más
conveniente para el comienzo de la
nueva batalla, cuando se autorizó
proporcionar un breve descanso a las
tropas.
Una enorme algarabía y un
desbordante júbilo imperaban en el
improvisado
campamento
tarasco.
Aunada a la comprensible alegría por la
victoria obtenida, predominaba en
soldados y oficiales la certeza de que al
día siguiente lograrían completar su
triunfo con el aniquilamiento de las
fuerzas enemigas. En estas condiciones,
la opinión de Zamacoyáhuac —
externada en la junta de oficiales
convocada por el rey Tzitzipandácuare
en cuanto hubo terminado el combate—
constituyó para todos una inesperada y
desagradable sorpresa.
Zamacoyáhuac estimaba que debían
alejarse cuanto antes de aquel sitio y
proceder a concentrarse en sus cercanas
fortalezas. Estaba en contra de un
encuentro a campo abierto con el
ejército azteca sin haber elaborado
previamente
un
adecuado
plan
estratégico, pues de lo contrario,
afirmaba, la mayor experiencia de las
tropas tenochcas en un combate de esta
índole les permitiría improvisar más
rápidamente sus acciones y realizar una
batalla con grandes posibilidades de
éxito.
La proposición de Zamacoyáhuac de
adoptar una posición defensiva fue
motivo de las más airadas protestas por
parte de los generales tarascos,
firmemente convencidos de que sólo
bastaba un último esfuerzo para lograr el
exterminio del ejército enemigo. Al
insistir el comandante purépecha en sus
puntos de vista, varios de sus
subalternos se dejaron llevar por la
cólera y, haciendo a un lado los
argumentos, comenzaron a insultarle
acusándolo de cobardía; uno de ellos,
empuñando con fiereza un largo cuchillo
de obsidiana, se lanzó en su contra con
la evidente intención de asesinarle.
Zamacoyáhuac esquivó con ágil
movimiento la cuchillada y de un solo
golpe dejó tendido e inconsciente a su
atacante. Después de ello y dirigiéndose
a Tzitzipandácuare —que hasta ese
momento había optado por no intervenir,
concretándose a escuchar las opiniones
de sus militares— manifestó al monarca
que consideraba inútil prolongar por
más tiempo la discusión, razón por la
cual, se retiraba a supervisar las
medidas que se estaban tomando para
atender a los heridos, en la inteligencia
de que fuese cual fuere la resolución que
el soberano adoptase, él la acataría sin
la menor réplica.
El rey de Michhuacan era un
gobernante a un tiempo valeroso y
prudente. Al igual que sus generales,
deseaba ardientemente llevar hasta su
total conclusión la victoria de las armas
tarascas; sin embargo, comprendía muy
bien la veracidad de los argumentos de
Zamacoyáhuac, máxime que en su mente
estaba aún fijo el recuerdo de lo que
contemplara aquella mañana al inicio de
la batalla, cuando las tropas al mando de
Tlecatzin, demostrando una increíble
capacidad de maniobra, habían logrado
escapar a un cerco que parecía
imposible de romper. Así pues, con
palabras cuya firmeza dejaba bien a las
claras
lo
irrevocable
de
su
determinación,
Tzitzipandácuare
manifestó ante el consejo de oficiales la
decisión que había tomado y las razones
de ésta: abandonarían esa misma noche
el campo de batalla y se retirarían a sus
fortalezas. Las tropas invasoras —
afirmó el monarca— muy bien podían
darse el lujo de intentar recuperar la
iniciativa, arriesgando el todo por el
todo en una segunda batalla, pues aun en
el supuesto de que resultasen
aniquiladas y el Emperador pereciese,
en la capital azteca estaban en
posibilidad de organizar nuevos
ejércitos y de designar otro Emperador.
Muy distinta era la situación a la que se
enfrentaban los tarascos, cuya derrota en
un combate que ya no era estrictamente
necesario —pues el descalabro sufrido
por
las
fuerzas
enemigas
las
incapacitaba para llevar adelante la
invasión proyectada— significaría la
desaparición misma del Reino Tarasco
como entidad independiente.
Una vez adoptada la resolución de
asumir
una
posición
defensiva,
Tzitzipandácuare mandó llamar a
Zamacoyáhuac y tras de reafirmarle su
plena confianza, le encomendó la
dirección de la retirada. Sin pérdida de
tiempo, el comandante tarasco comenzó
a impartir las órdenes necesarias para
llevar a cabo el repliegue, disponiendo,
asimismo, la forma en que las tropas
debían quedar distribuidas entre los
distintos baluartes, finalmente, dio
instrucciones para que los numerosos
contingentes de población civil que
habían descendido de las fortalezas a
colaborar en diferentes labores —
transporte de víveres y armas, asistencia
a los heridos, retiro de cadáveres, etc.—
se dieran a la tarea de recoger del
campo de batalla todo el equipo
abandonado por los aztecas durante su
precipitada retirada, pues en gran parte
ese equipo consistía en los implementos
que los tenochcas pensaban utilizar en su
asedio de las fortificaciones purépechas.
Las órdenes de Zamacoyáhuac
comenzaron a ser ejecutadas con gran
celeridad y muy pronto contingentes
cada vez más numerosos de tropas
tarascas se encaminaban ordenadamente,
en medio de la penumbra de la noche, en
dirección a los baluartes cuya defensa
les había sido encomendada.
La noticia referente a la frustrada
agresión perpetrada en contra de
Zamacoyáhuac por uno de sus propios
oficiales, así como la diferencia de
pareceres surgida entre aquel y sus
subalternos, se difundió rápidamente
entre los integrantes de la población
purépecha presente en las proximidades
del campo de batalla. De inmediato la
población civil dio a conocer cuál era
su unificada opinión al respecto: vítores
incesantes y entusiastas en favor del
general tarasco, proferidos por gente del
pueblo, comenzaron a dejarse oír por
doquier. Cuando ya cerca del amanecer
y al frente del último grupo de tropas,
Zamacoyáhuac hizo su arribo a la más
importante de las fortificaciones, le
aguardaba el espontáneo homenaje de la
innumerable población ahí congregada,
que de múltiples maneras deseaba
testimoniar su gratitud al genial
estratego que había sabido engañar y
derrotar a un ejército tenido hasta
entonces como invencible, preservando
así la existencia del Reino Tarasco.
Zamacoyáhuac
permaneció
tan
impasible ante el emocionado homenaje
de su pueblo, como antes lo había estado
frente a los insultos de sus oficiales.
La luz del nuevo día iluminó a un
maltrecho ejército azteca alineado en
formación de combate en medio de una
solitaria llanura, sin ningún rival al
frente con quien llevar a cabo la
proyectada batalla. A lo lejos, en los
elevados valles donde se asentaban los
baluartes purépechas, las sólidas
defensas
enemigas
lucían
más
inexpugnables que nunca.
En una breve reunión en la que
participaron todos
los
oficiales
tenochcas, Ahuízotl expuso con frío
realismo la situación en la que se
encontraban: tras de las cuantiosas bajas
sufridas en la batalla del día anterior y
desprovistas de sus implementos de
asedio, las tropas aztecas no contaban
con la menor probabilidad de éxito en
caso de que se intentara tomar por asalto
las fortificaciones enemigas; no
quedaba, por tanto, sino aceptar el
fracaso padecido en aquella campaña, e
iniciar cuanto antes el camino de
retorno.
Mientras las fuerzas imperiales
levantaban el campo y con ánimo
dolorido se preparaban para el largo
viaje de regreso, un selecto número de
mensajeros se encaminaba con veloz
andar rumbo a la capital azteca.
Atendiendo a las expresas instrucciones
impartidas por Ahuízotl, los mensajeros
no debían relatar a nadie lo acontecido
en tierras tarascas, manteniendo en
secreto la noticia de la derrota sufrida
por el ejército azteca, hasta el momento
en que se hallaran a solas frente a
Tlacaélel.
Capítulo XX
¡ME-XÍHC-CO —
ME-XÍHC-CO —
ME-XÍHC-CO!
Con objeto de lograr que su entrada
a la capital azteca pasase lo más
desapercibida posible, los mensajeros
enviados por Ahuízotl aprovecharon la
oscuridad nocturna para efectuar la
última parte de su largo recorrido.
Alumbrados por tenues antorchas
colocadas en la proa de sus
embarcaciones, remaron sin cesar
durante toda la noche hasta arribar, con
las primeras luces del amanecer, al
corazón del Imperio.
Tlacaélel recibió con agrado la
noticia de la llegada de mensajeros
provenientes de la región purépecha,
seguro como estaba de que éstos traerían
la nueva del triunfo de las armas
tenochcas y de la consiguiente
incorporación del Reino Tarasco al
dominio azteca. Sin tener que efectuar
espera alguna, los mensajeros fueron
introducidos ante la presencia del
Cihuacóatl Imperial.
El rostro del Azteca entre los
Aztecas permaneció imperturbable
mientras escuchaba de labios de los
recién llegados, con pormenorizada
exactitud, el relato del inesperado
descalabro padecido por las tropas
aztecas en su enfrentamiento con los
tarascos. Concluida su narración, los
atribulados mensajeros recibieron una
afable felicitación de Tlacaélel por el
eficaz desempeño de su misión, así
como la terminante indicación de que,
hasta nueva orden, no debían aún
informar a nadie más sobre lo
acontecido en Michhuacan.
Después de ordenar que se
suspendieran las audiencias de aquel
día, Tlacaélel salió del Palacio Imperial
y se encaminó solitario a lo más alto del
Templo Mayor, ensimismándose largo
rato en la contemplación del fascinante
espectáculo que ofrecía de continuo la
capital azteca, toda ella rebosante de
una incesante actividad y de un notorio
sentimiento de orgullosa confianza en su
fortaleza y poderío.
Mientras observaba la bulliciosa
ciudad que se extendía bajo sus plantas,
el Portador del Emblema Sagrado
recordó que en numerosas ocasiones,
mientras se sucedían sin interrupción los
triunfos de los ejércitos tenochcas, había
deseado en su fuero interno que éstos
padeciesen al menos una derrota, pues
sabía que son siempre la adversidad y
los contratiempos los que permiten
fortalecer el alma de los pueblos, pero
en contra de sus deseos, la larga serie de
victorias aztecas había proseguido
incontenible. Y era precisamente ahora;
cuando el sueño tan largamente
acariciado de lograr la unificación del
género humano parecía estar al alcance
de la mano, cuando ya todos los
tenochcas se habían acostumbrado a
considerarse
así
mismos
como
invencibles y cuando él, que fuera quien
condujera a su pueblo en la labor de
edificar un Imperio, era ya un anciano
que vivía la última etapa de su
existencia, el momento en que aquella
derrota antaño deseada se producía en
forma del todo sorpresiva e inesperada.
Tras de echar un último vistazo a la
siempre cambiante ciudad, Tlacaélel
trató de imaginar, sin conseguirlo, la
posible reacción que sobrevendría entre
sus habitantes al momento de enterarse
de lo ocurrido, concluyendo para sus
adentros, que sería precisamente la
conducta que frente a este hecho
adoptase el pueblo la que vendría a
poner de manifiesto la verdadera
fortaleza del Imperio, demostrando así
si éste era sólo un gigante engreído y
vanidoso, incapaz de hacer frente al
infortunio y de alcanzar las elevadas
metas para las que había sido creado, o
si por el contrario, constituía ya un
organismo lo suficientemente poderoso
como para lograr convertir sus fracasos
en valiosas experiencias, que viniesen a
acrecentar sus fuerzas en lugar de
disminuirlas.
Retornando al Palacio Imperial,
Tlacaélel ordenó que se convocase de
inmediato a los habitantes de la capital
azteca a una gran reunión en la Plaza
Mayor, pues deseaba informar a todo el
pueblo respecto a un asunto de
particular importancia.
Los enormes caracoles marinos
existentes en los diversos templos de la
ciudad comenzaron a inundar el espacio
con su ronco y poderoso acento. Ante su
insistente llamado, la gente interrumpía
el desempeño de sus actividades
cotidianas y acudía presurosa a inquirir
la causa de tan inusitada algarabía. Los
mensajeros enviados a todos los templos
de la capital se concretaban a informar,
a cuantos querían escucharles, que el
Azteca entre los Aztecas había citado a
su pueblo para comunicarle una
trascendental noticia. Muy pronto, los
canales y las calles de la Gran
Tenochtitlan comenzaron a verse
pictóricos de largas filas de canoas y de
apretadas multitudes, que convergían
desde los cuatro rumbos de la ciudad
hacia la Gran Plaza Mayor, tradicional
lugar de reunión del Pueblo del Sol.
Por el rumbo de Teopan —región
oriente de la capital azteca— existía una
prestigiada escuela para niños menores
de diez años fundada mucho tiempo
atrás por Citlalmina, a la que asistían
Moctezuma y Cuitláhuac, hijos del
Emperador Axayácatl, de nueve y seis
años de edad respectivamente.
Después de reunir a niños y maestras
en el amplio patio de la escuela, la
Directora anunció que por ese día
quedaban suspendidas las clases, pues
todos debían dirigirse de inmediato al
centro de la ciudad, a tomar parte en una
reunión convocada por el Cihuacóatl
Imperial. Haciéndose eco del rumor que
para entonces circulaba ya por toda la
ciudad, la Directora se permitió
anticipar a su auditorio, con evidente
júbilo, el propósito que seguramente
había motivado la reunión: dar a
conocer el triunfo alcanzado por el
ejército azteca en tierras tarascas.
Al igual que los niños de cualquier
época y lugar, los pequeños escolares se
llenaron de alegría al enterarse que se
produciría una inesperada interrupción
de sus labores normales. Entre risas y
empujones, regaños de maestras y un
generalizado regocijo, los chiquillos
fueron integrando largas y apretadas
filas para luego emprender la caminata
hacia el centro de la ciudad.
La inmensa plaza lucía pletórica de
una abigarrada multitud. Un ambiente
festivo imperaba por doquier y se
manifestaba en la despreocupada
expresión de los rostros y en el
alborozado murmullo de las voces.
El bullicio se trocó de inmediato en
respetuoso silencio al aparecer, en el
primer descanso de la escalinata de la
alta pirámide que albergaba al Templo
Mayor, la conocida figura del Azteca
entre los Aztecas. Una tenue brisa hacía
ondear levemente el largo manto negro y
blanco de Tlacaélel, que se hallaba
ataviado con todos los emblemas
inherentes a su investidura de Cihuacóatl
Imperial y portaba, asimismo, la más
venerada de todas las insignias: la mitad
del Caracol Sagrado de Quetzalcóatl de
la cual era depositario.
Amplificadas por la excelente
acústica lograda gracias a la adecuada
disposición de los edificios, las
palabras de Tlacaélel resonaron
enseguida en la enorme explanada. Su
voz conservaba el mismo poderoso
vigor que tuviera en sus años juveniles y
su elocuente oratoria, caracterizada por
constantes y bien moduladas inflexiones
y por la introducción de imprevistas
pausas que ocasionaban silencios tensos
y expectantes, constituía, como de
costumbre, una refinada obra maestra de
la expresión oral.
En forma del todo fidedigna, cual si
hubiese estado presente al momento de
efectuarse el combate, Tlacaélel fue
relatando a sus asombrados oyentes el
desarrollo de la batalla librada por las
tropas imperiales con el ejército
tarasco, así como las funestas
consecuencias que para las primeras se
habían derivado de aquel encuentro:
alrededor de treinta mil guerreros
aztecas habían perecido y era incontable
el número de heridos, el Emperador se
debatía entre la vida y la muerte a
consecuencias de una grave lesión y el
ejército tenochca se había visto
obligado, por vez primera en su historia,
a emprender el camino de retorno sin
cumplir la misión que le fuera
encomendada.
Después de una última y prolongada
pausa, Tlacaélel concluyó su alocución
con
categóricas
afirmaciones
y
enigmáticas interrogantes:
Escuchad.
Meditad.
Existen
acontecimientos que son tan sólo
débiles vislumbres, pálidos reflejos de
la realidad que yace oculta en lo más
profundo de los corazones.
La derrota de un pueblo, la pérdida
de su fortaleza y poderío, no
sobreviene nunca como resultado de
fracasos ocurridos en los campos de
batalla, es siempre consecuencia de la
quiebra interior de su voluntad. Sólo
está vencido quien admite estarlo.
¡Pueblo de Tenoch. Os he narrado,
os he referido el infortunado combate
librado por nuestros guerreros con los
ejércitos purépechas. Este encuentro
aún no ha concluido. La lucha
verdaderamente
trascendental
y
decisiva tendrá lugar, ahora, en el
corazón de todos los aztecas!
¿Quién logrará el triunfo en este
combate?
¿Quién obtendrá la definitiva y
auténtica victoria?
Tras de pronunciar las últimas frases
con tan recio acento que hasta los
gigantescos edificios que encuadraban la
plaza parecieron vibrar y estremecerse,
Tlacaélel se encaminó al interior del
Templo Mayor, desapareciendo ante la
vista de la multitud.
Muy lentamente, cual si despertase
de una colectiva y paralizante pesadilla,
el enorme gentío comenzó a dar
síntomas de vida. Un intenso murmullo,
resultado de miles de voces hablando al
unísono, fue inundando el aire de
crecientes sonidos. Al parecer, cada
tenochca deseaba constatar con su más
próximo acompañante si en verdad el
Cihuacóatl Imperial había pronunciado
las palabras que sus oídos escucharan, o
éstas habían sido un simple producto de
una pasajera alucinación personal.
Al ir cobrando conciencia de la
realidad
y
gravedad
de
los
acontecimientos relatados por Tlacaélel,
se suscitaron en el seno de la multitud
las más variadas emociones. Ira y
estupor, pesar y confusión, alternaban
fugazmente su dominio sobre el agitado
espíritu popular, sin que ninguno de
estos sentimientos perdurase el tiempo
suficiente para expresarse mediante
alguna clase de acción. En ciertos
momentos, el rumor de voces con
marcado tono de exaltada furia parecía
crecer en forma incontenible, pero
luego, se trocaba repentinamente en un
zumbido apenas perceptible, que
evidenciaba
el
más
completo
desconcierto. El corazón de la metrópoli
azteca semejaba a un naciente huracán
prisionero de sus propias fuerzas, cuyos
vientos encontrados no alcanzaban a
escoger la dirección adecuada para
expander su contenida energía.
Observando sin ser visto desde el
Templo Mayor a través de una angosta
abertura, Tlacaélel mantenía fija la
mirada en la Plaza, contemplando, con
preocupada atención, la manifiesta
incapacidad que dominaba a la multitud
para lograr unificar y expresar sus
sentimientos.
En uno de los extremos de la plaza,
confundido entre las largas filas de sus
compañeros de escuela, el pequeño
Cuitláhuac,
hijo
del
Emperador
Axayácatl, se encontraba sufriendo la
experiencia más amarga de su corta
existencia. Al igual que todos los
presentes, había acudido a la reunión
con ánimo alegre y despreocupado,
esperando escuchar de labios del
Cihuacóatl Imperial la confirmación de
la noticia ya anticipada por la Directora
de su escuela, o sea el anuncio de una
victoria más del invencible ejército
azteca, pero en lugar de ello, el
respetado anciano de imponente voz y
majestuosa figura había enunciado una
serie de incomprensibles y aciagos
sucesos. Al escuchar que su propio
padre —a quien consideraba el más
poderoso guerrero que podía existir
sobre la tierra— había caído abatido
por los certeros golpes del general
enemigo, y que tal vez en aquellos
instantes no formaba ya parte del mundo
de los vivos, el alma infantil de
Cuitláhuac se vio sobrecogida por la
tristeza y la desesperanza.
El caótico remolino de encontradas
emociones en que se había transformado
la plaza, incrementó aún más la
asfixiante sensación de angustia que
dominaba a Cuitláhuac. Al borde del
llanto, los ojos del pequeño buscaron
con ansiedad los rostros de sus
maestras, intentando hallar en ellos una
mirada de aliento y comprensión, pero
sólo encontró en su derredor desolados
semblantes femeninos bañados en
lágrimas. Desesperado, abandonó su
lugar al principio de la fila e intentó
llegar al final de la misma, hasta el sitio
donde se encontraba su hermano
Moctezuma, quien constituía para él
ejemplo insuperable de arrogante
valentía. A unos pasos de su objetivo,
Cuitláhuac se detuvo paralizado de
asombro, al observar que al igual que
los demás niños que le rodeaban, su
hermano mayor lloraba abierta y
desconsoladamente.
En el instante mismo en que
Cuitláhuac presintió que le resultaría
imposible contener por más tiempo el
llanto que ya asomaba a sus ojos, una
energía poderosa y desconocida pareció
despertar súbitamente en lo más
profundo de su ser. Con la faz
transformada por la vigorosa resolución
que le animaba, el niño de apenas seis
años de edad levantó sus brazos en
dirección al Templo Mayor, a la vez que
repetía una y otra vez con firme acento:
¡Me-xíhc-co - Me-xíhc-co - Mexíhc-co!
En medio de la confusa algarabía
que reinaba en la plaza, la voz de
Cuitláhuac no alcanzó a ser percibida
por nadie durante un largo rato, pero
luego, los más cercanos de sus
compañeros comenzaron a unir sus
voces a la suya, y muy pronto, todos los
pequeños integrantes de la escuela
fundada por Citlalmina eran un solo
grito resonando entre la aturdida
muchedumbre:
¡Me-xíhc-co - Me-xíhc-co - Mexíhc-co!
Las maestras que acompañaban a los
niños,
secando
sus
lágrimas,
incorporaron sus emocionadas voces al
creciente coro. Igual cosa hicieron las
numerosas vendedoras del mercado de
Tlatelolco, agrupadas en un lugar
próximo a los escolares.
¡Me-xíhc-co - Me-xíhc-co - Mexíhc-co!
En pocos momentos, recias y
varoniles voces secundaron el rítmico
grito de niños y mujeres. Campesinos y
pescadores, artesanos y comerciantes,
sacerdotes y guerreros, parecieron
presentir que el ancestral vocablo
contenía en sí mismo la respuesta a la
inesperada crisis a que se enfrentaban, y
superando la turbación que les
dominaba, se unieron con ánimo resuelto
en una sola voluntad de inquebrantable
fortaleza.
La plaza entera se cimbraba a
resultas de la poderosa energía en ella
desencadenada.
¡Me-xíhc-co - Me-xíhc-co - Me-
xíhc-co!
Desde su oculto observatorio, el
Azteca entre los Aztecas atisbaba,
gratamente complacido, la vigorosa
reacción de su pueblo.
Aún resonaban en la plaza los
últimos ecos de la palabra símbolo,
cuando
improvisados
dirigentes
surgidos del pueblo iniciaban ya, en
forma del todo espontánea, la tarea de
organizar un sistema defensivo de la
ciudad que integrase a todos sus
habitantes. Actuando como si no
existiese un poderoso ejército que
guarnecía a la capital del Imperio y ésta
estuviese a punto de sufrir un ataque de
fuerzas enemigas, los tenochcas dieron
comienzo a una vasta labor tendiente a
convertir su ciudad en un sólido bastión
de cuya defensa todos fueran
responsables.
Al iniciarse el nuevo día, una
comisión de representantes populares
acudió ante Tlacaélel para informarle de
las diferentes medidas de índole militar
que la población civil estaba adoptando.
El Cihuacóatl Imperial manifestó su más
completa aprobación a las diferentes
acciones emprendidas por el pueblo y
externó su preocupación en torno a las
repercusiones que podrían sobrevenir en
los territorios conquistados, una vez que
en éstos se conociera la noticia del
reciente descalabro tenochca.
Las opiniones vertidas por el Azteca
entre los Aztecas en aquella reunión,
pronto fueron ampliamente conocidas y
comentadas por la población, que de
inmediato se dispuso a resolver el
problema señalado por Tlacaélel. Con
asombrosa rapidez fueron organizándose
grupos heterogéneos de voluntarios,
decididos a marchar a todas las regiones
que integraban los vastos dominios
aztecas, con objeto de disipar —con su
entusiasta
presencia—
cualquier
suposición que pretendiese ver en el
reciente descalabro tenochca el indicio
de un próximo declinamiento del
poderío Imperial.
El cansado mensajero azteca se
detuvo a contemplar, desde lo alto del
camino, el panorama que le era tan
familiar pero del cual había estado
ausente durante varios meses: un cielo
brillante y transparente enmarcando el
amplio Valle del Anáhuac, singular
porción del mundo impregnada de un
vago e indescifrable misterio. En el
centro de la enorme laguna que abarcaba
buena parte del valle, como surgida del
fondo de las aguas a resultas de un
milagroso conjuro, la capital azteca
lucía en toda su indescriptible belleza y
prodigiosa simetría.
El mensajero se disponía a iniciar el
descenso hacia el interior del valle,
cuando observó un numeroso grupo de
viajeros que, marchando en dirección
opuesta a la suya, se aproximaban al
sitio donde se encontraba. Deseoso de
obtener informes sobre los sucesos
ocurridos en la ciudad durante su
ausencia, entabló conversación con los
integrantes de aquel grupo, entre los
cuales había lo mismo sencillos
campesinos de ambos sexos que un
elegante conjunto de danzantes y
sacerdotes de muy distintos rangos.
Los
viajeros
informaron
al
mensajero de la suerte corrida por las
tropas tenochcas en tierras tarascas,
narrándole,
asimismo,
los
acontecimientos a que había dado lugar
en la Gran Tenochtitlan el conocimiento
de tan lamentable suceso; finalmente,
concluyeron exponiéndole los motivos
que guiaban sus pasos: se dirigían a
diversas poblaciones para llevar a éstas
un irrefutable testimonio de cual era el
espíritu que animaba en aquellos
momentos al pueblo azteca. Para ello,
proyectaban celebrar por doquier lo
mismo solemnes ceremonias religiosas
que alegres festejos, todo con el
evidente propósito de dejar sentado, en
forma clara, que el contratiempo sufrido
no había afectado en lo más mínimo al
auténtico soporte sobre el cual se
asentaba el poderío del Imperio, o sea la
indomable voluntad del pueblo azteca.
A su vez, los viajeros interrogaron al
mensajero sobre su misión y el lugar
donde la había desempeñado.
El interrogado respondió que
retornaba tras de un largo recorrido por
uno de los más apartados rincones de la
tierra —la lejana región habitada por
los mayas— y relató algunas de las
extrañas costumbres que privaban por
aquellos remotos contornos; sin
embargo, se abstuvo de revelar
cualquier detalle sobre la comisión que
le fuera confiada, y tras de despedirse
de sus interlocutores, reemprendió su
camino con la vista fija en la meta final
de su prolongado viaje.
El mensaje del cual era portador el
agotado caminante no era otro sino la
respuesta a la solicitud de Tlacaélel de
que le fuera entregada la parte faltante
del Caracol Sagrado: él sacerdote maya
poseedor de la otra mitad del venerado
emblema se negaba a acceder a la
petición del Cihuacóatl Azteca.
Capítulo XXI
LA OTRA CARA DE
ME-XÍHC-CO
Contrariamente a lo que imaginaban,
el camino de retorno desde Michhuacan
hasta la Gran Tenochtitlan no representó,
para los integrantes del abatido ejército
azteca, un vergonzante y penoso
trayecto. En cada una de las poblaciones
de importancia comprendidas en su ruta
les esperaban afectuosos recibimientos,
organizados por los contingentes
populares enviados para este fin desde
la capital azteca. Su entrada en la
metrópoli constituyó todo un memorable
acontecimiento. El pueblo se volcó a las
calles para tributar a las tropas una
calurosa acogida, manifestando en todo
momento su firme determinación de
proseguir adelante la labor de unificar al
mundo entero con base a sus propios
lineamientos.
El mismo día de su llegada, el
Emperador Axayácatl fue objeto de un
minucioso examen por parte de los más
destacados médicos del Imperio. El
diagnóstico no dio la menor esperanza
de curación para el monarca: el daño
sufrido por su cerebro era irreversible y
habría de acarrearle la muerte, aun
cuando ésta tardaría, posiblemente,
varios meses en producirse.
En reunión del Consejo Imperial
convocada
por
Tlacaélel,
los
dignatarios aztecas, en unión de sus
aliados los reyes de Téxcoco y
Tlacopan, analizaron con detenimiento
la forma como debían de actuar mientras
se prolongase la agonía del Emperador.
La idea de proceder a la designación de
un nuevo monarca sin aguardar primero
la muerte de Axayácatl ni siquiera llegó
a ser propuesta, pues en la mente de
todos estaba que ello constituiría una
afrenta a la persona del valeroso y
postrado gobernante. Así pues, se
acordó que operase para el caso la regla
que establecía que el Cihuacóatl
Imperial debía asumir provisionalmente
las funciones del Emperador cuando éste
se encontrase incapacitado de ejercer el
mando por cualquier causa.
Una vez resuelto el problema
relativo a la continuidad de la autoridad,
se discutió ampliamente la conducta a
seguir respecto al problema tarasco.
Algunos de los integrantes del Consejo
opinaban que debía emprenderse de
inmediato una nueva guerra en contra de
los purépechas, destinando al efecto la
mayor parte de las fuerzas disponibles;
por el contrario, otros consejeros
juzgaban más conveniente aguardar
algún tiempo antes de reiniciar las
hostilidades, estimando que debía
procederse primero a valorar las
experiencias extraídas de la reciente
campaña, con miras a determinar las
causas que habían originado el
descalabro sufrido y la forma más
conveniente de evitar un contratiempo
semejante en lo futuro. Tlacaélel
coincidía plenamente con este último
criterio, mismo que finalmente terminó
por ser adoptado por el Consejo.
Para sorpresa de todos los asistentes
a la reunión, el Azteca entre los Aztecas,
tras de informarles de la negativa
recibida a su petición de que le fuera
entregada la parte faltante del Caracol
Sagrado, procedió a comunicarles su
determinación de encaminarse cuanto
antes a la región maya, con objeto de
entrevistarse personalmente con el Sumo
Sacerdote que portaba la otra mitad del
Símbolo Sagrado y hacerle ver que la
condición señalada por el propio
Quetzalcóatl para dar término a la
separación de ambas porciones del
emblema —o sea la previa consecución
de la unidad del género humano—
estaba ya próxima a cumplirse, merced a
la labor que con este propósito venía
desarrollando el Imperio Azteca.
A pesar de que algunos de los
integrantes del Consejo arguyeron que
consideraban aquel viaje muy poco
oportuno, pues se desarrollaría justo en
los momentos en que como consecuencia
de la postración del monarca
correspondería al Cihuacóatl Imperial
mantener centralizadas en su persona
toda clase de atribuciones, Tlacaélel
replicó que su ausencia de la capital en
aquellas circunstancias constituiría,
precisamente, la mejor prueba de la
firme estabilidad que poseían desde
tiempo atrás las Instituciones Imperiales;
por otra parte, les hizo ver la
conveniencia de obtener la mitad
faltante del Caracol Sagrado, pues a su
juicio, ello daría lugar a que los
innumerables señoríos existentes en la
región maya aceptasen la hegemonía
tenochca, sin tener que llevar a cabo
toda una larga serie de campañas
militares para lograrlo.
Finalmente, los mandatarios aztecas
acordaron, por aprobación unánime,
designar a Ahuízotl miembro integrante
del Consejo Imperial. Los relevantes
méritos del adusto guerrero —puestos
particularmente de manifiesto durante la
reciente contienda— recibían así el más
completo reconocimiento por parte de
las principales autoridades del Imperio.
En la vida de los pueblos existen
épocas de excepcional grandeza
alternadas con otras de acentuada
decadencia. El pueblo maya había
conocido ambas a través de su
prolongada existencia. En un remoto
pasado toda el área maya había
constituido el espacio donde floreciera
una de las más grandes civilizaciones
que hayan existido jamás sobre la tierra.
Ciudades sagradas, articuladas en tal
forma que cada una de ellas reproducía
mediante rigurosos simbolismos una
determinada porción del cosmos, eran
habitadas por sociedades en las que
predominaba
la
más
elevada
espiritualidad y el más exquisito
refinamiento.
Sabios
sacerdotes,
profundos conocedores de las leyes que
rigen la vida de los astros y de los
hombres, gobernaban con acierto a una
próspera y laboriosa población,
poseedora de un asombroso porcentaje
de excelentes artistas.
Tras de un largo periodo de
prodigioso esplendor, el ciclo vital
inherente a todas las civilizaciones se
había cumplido fatalmente en la
desarrollada por los mayas: la
decadencia y la muerte sobrevinieron
despoblando ciudades y dispersando a
sus habitantes. Domeñada durante
siglos, la selva cobró su desquite,
sepultando templos y palacios bajo un
manto de impenetrable verdor.
La llegada de Ce Acatl Topiltzin
Quetzalcóatl, el desterrado Emperador
Tolteca, había despertado a los mayas
de su prolongado letargo. Al impulso de
aquella superior personalidad tuvo lugar
un sorprendente renacimiento. Los
sabios reanudaron sus interrumpidas
observaciones de los cuerpos celestes.
Se repoblaron algunas de las antiguas
ciudades y se erigieron otras nuevas,
aplicando en ellas los estilos de
construcción llegados del Anáhuac. Una
febril actividad se generó en toda el
área maya dando origen a las más
variadas realizaciones, y si bien éstas no
alcanzaron el grado de perfección
logrado en el pasado, no por ello
dejaron de constituir admirables
ejemplos del quehacer humano.
Una vez más, el inexorable devenir
del tiempo trajo consigo un nuevo ocaso
al mundo de los mayas. Desgarradas por
luchas incesantes a resultas de
cambiantes alianzas, las ciudades fueron
declinando y perdiendo su vigor, hasta
quedar semivacías y ruinosas. Caciques
ambiciosos y despóticos tiranizaban a
una población que, si bien continuaba
siendo
altamente
numerosa,
se
encontraba empobrecida y dispersa.
Esta era, pues, la situación
prevaleciente en la lejana región hacia
la que se encaminaba Tlacaélel.
La comitiva de Tlacaélel, integrada
solamente por un escaso número de
sirvientes y una escolta comandada por
Tízoc, atravesó buena parte de los
extensos territorios pertenecientes al
Imperio, para luego adentrarse en la
extensa
comarca
de
imprecisos
contornos poblada por los mayas. El
Azteca entre los Aztecas no había
aceptado ser llevado en andas y
realizaba a pie las diarias y agotadoras
jornadas. Resultaba evidente que a pesar
de lo avanzado de su edad, su organismo
continuaba poseyendo una increíble
fortaleza.
Aun cuando la marcha de la comitiva
estaba desprovista de toda ostentación,
la presencia de Tlacaélel por vez
primera en aquellos lugares no sólo no
podía pasar desapercibida, sino que
motivó de inmediato una gran
conmoción entre todos los habitantes de
la región, suscitándose entre éstos las
más variadas interpretaciones respecto a
los propósitos que había detrás de aquel
viaje.
Para los codiciosos e incompetentes
caciques que tanto abundaban en las
tierras mayas, aquella visita inesperada
sólo podía tener como objetivo indagar
quiénes, de entre ellos, estaban
dispuestos a someterse a la hegemonía
imperial y quiénes pretendían ofrecer
resistencia a la expansión azteca.
Poseídos por el pánico y deseosos de
salvar cuanto fuera posible de sus
ventajas y privilegios, los componentes
de las clases gobernantes —pasando por
alto las sonrisas burlonas del pueblo—
se apresuraron a patentizar ante el
Cihuacóatl Azteca su servil voluntad de
sometimiento al poderío tenochca. Muy
pronto, Tlacaélel vio entorpecido su
avance a causa de las múltiples muestras
de respeto y acatamiento de que era
objeto, tanto por parte de los
gobernantes que regían los señoríos por
los que transitaba, como por numerosas
comisiones que, encabezadas por los
caciques más prominentes, acudían
desde todos los puntos con idéntico
propósito.
El viaje de Tlacaélel parecía
destinado a convertirse en un recorrido
triunfal que traería consigo la conquista
pacífica de todos los territorios
habitados por los mayas; sin embargo, a
veces ocurre que aun en sus etapas de
mayor decadencia, los pueblos que han
tenido un pasado grandioso, al verse
enfrentados a una grave crisis, reciben
en alguna forma misteriosa e
inexplicable una ayuda salvadora
proveniente de su poderosa alma de
antaño.
Tlacaélel lo ignoraba, pero el
espíritu de los antiguos mayas que
vivieran en aquella misma región
muchos siglos atrás —sacerdotes
astrónomos,
valientes
guerreros,
geniales artistas— no estaba dispuesto a
entregar a un intruso su sagrado suelo y
encontraría muy pronto la forma de
poder acudir en su defensa.
Al igual que todas las mañanas
desde que traspusieran las fronteras del
Imperio, Tízoc no aguardó la llegada del
alba para reiniciar la marcha. En unión
de algunos soldados y de uno de los
guías mayas que acompañaban a la
comitiva, el joven guerrero se adelantó
al resto de sus compañeros, con objeto
de asegurarse sobre la ausencia de
cualquier peligro y de formarse una idea
de las condiciones del camino que
habrían de recorrer en la jornada que se
iniciaba.
Los viajeros se encontraban en un
paraje situado en plena selva. Hacía ya
varios días que no hallaban a su paso
ninguna población de importancia, tan
sólo pequeños y aislados conjuntos de
chozas, cuyos moradores tenían a su
cargo impedir a la exuberante
vegetación devorar el angosto camino
por donde transitaban, pues éste
resultaba vital para los comerciantes
que circulaban por él transportando toda
clase de mercancías.
Aún no llevaban andado un largo
trecho,
cuando
Tízoc
observó,
iluminados por los primeros rayos del
amanecer, los restos sepultados entre la
maleza de una construcción situada a
escasa distancia del camino. Al
preguntarle al guía sobre aquella
edificación, éste respondió indiferente
que la selva ocultaba por doquier ruinas
de antiguas ciudades. Curioso por
naturaleza, Tízoc decidió examinar de
cerca el lugar, e introduciéndose por
entre las sinuosas lianas y los apretados
arbustos, llegó hasta la derruida
construcción. Un extraño silencio
imperaba en el ambiente, como si las
aves y demás habitantes de la selva
sintiesen un respetuoso temor hacia
aquel sitio y hubiesen optado por no
perturbar con sus ruidos la singular
quietud que ahí prevalecía.
La construcción que llamara la
atención de Tízoc formaba parte de un
vasto conjunto de edificios cubiertos por
la vegetación. Las plantas habían
infiltrado sus ramas y raíces por todos
los resquicios, abrazando los muros e
inundando las habitaciones. La humedad
y el moho penetraban en las piedras a tal
grado, que éstas más que minerales
semejaban vegetales de insólitas formas.
Aun cuando a lo largo de su
recorrido por territorio maya no era ésta
la primera ocasión que surgían ante su
vista restos de ciudades abandonadas,
Tízoc comprendió de inmediato que
contemplaba los vestigios de una ciudad
del todo diferente a cuantas habían
venido encontrando en su camino. Hasta
aquel momento, todas las grandes
construcciones en ruinas por las que
cruzaran poseían el inconfundible estilo
arquitectónico desarrollado por los
toltecas y, por ende, resultaban
altamente familiares para los aztecas;
por el contrario, aquellos edificios
semisumergidos entre un mar de verdura
eran fascinantemente extraños y
diferentes.
Durante largo rato Tízoc vagó
solitario por entre las ruinas,
escurriéndose a través de la cerrada
vegetación que las aprisionaba.
Majestuosas pirámides, edificios de
corredores largos y estrechos, santuarios
coronados por crestas de multiforme
diseño, y enormes estelas, conteniendo
desconocidos
jeroglíficos
y
la
representación de elegantes y hieráticos
personajes, fueron desfilando lentamente
ante la asombrada mirada del guerrero
azteca.
Ensimismado
en
sus
descubrimientos, Tízoc perdió la noción
del tiempo; cuando retornó al sitio
donde dejara a sus compañeros de
avanzada era ya cerca del mediodía y le
aguardaban no sólo éstos, sino todos los
integrantes de la comitiva azteca.
Tlacaélel no riñó al guerrero por tan
patente incumplimiento a sus deberes de
comandante, sino que se limitó a
manifestarle, con irónico acento, que
cuando se encontrase desempeñando una
misión no debía entretenerse cazando
mariposillas.[34]
Acostumbrado a ser siempre el autor
de las bromas y no el sujeto pasivo de
las mismas, Tízoc manifestó de momento
un gran desconcierto y enrojeció en
medio de las francas risotadas de sus
soldados, pero luego, recobrando su
habitual jovialidad, estalló también en
alegres carcajadas.
Una vez concluido el momento de
regocijo, Tízoc informó a Tlacaélel
respecto a las extrañas construcciones
que encontrara en la selva. Intrigado, el
Azteca entre los Aztecas decidió
investigar personalmente aquel sitio y
acompañado del propio comandante de
su escolta y de algunos guerreros más —
que intentaban con grandes esfuerzos
abrirle un angosto paso a través del
tupido follaje— se internó entre la
maleza, llegando en poco tiempo hasta
los derruidos edificios.
Tlacaélel observó con profundo
interés el vasto conjunto de monumentos
inmersos en la vegetación. A pesar de
que sólo era visible una mínima parte de
los mismos, resultaba más que suficiente
para poder apreciar el derroche de
sabiduría y refinamiento que habían
plasmado en aquellos edificios sus
desconocidos constructores.
Guiado por su penetrante intuición,
Tlacaélel se encaminó en derechura
hacia un pequeño santuario que se
alzaba sobre una angosta y elevada
pirámide, pues presentía que era aquel
templo el que había constituido el
motivo fundamental de la existencia de
toda la ciudad.
Ayudado por Tízoc, Tlacaélel
ascendió el empinado montículo de
ramajes y piedras en que estaba
convertida la pirámide. Una estrecha
abertura le condujo al recinto que
coronaba el edificio. En su interior,
húmedo y vacío, existía únicamente un
enorme bajorrelieve labrado en piedra
caliza que abarcaba íntegramente el
muro central del santuario. Gruesas
capas de musgo ocultaban la mayor
parte del bajorrelieve, por lo que
Tlacaélel y Tízoc procedieron a
limpiarlo con sumo cuidado. Al hacerlo,
fueron apareciendo lentamente una gran
variedad de jeroglíficos, cuyos trazos
resultaban claramente visibles a pesar
de su evidente antigüedad.
Tlacaélel comprendió que había
realizado un hallazgo de singular
importancia y tomó la determinación de
interrumpir su viaje durante el tiempo
que fuera necesario para lograr develar
el secreto de aquellas inscripciones. Así
pues, mientras el resto de los tenochcas
procedía a instalar un campamento al
pie de la pirámide, el Azteca entre los
Aztecas empezó a utilizar todos sus
conocimientos sobre simbología en la
ardua labor de descifrar aquel perdido
mensaje del pasado.
Durante varias semanas, mientras en
el exterior llovía sin cesar la mayor
parte del tiempo, Tlacaélel permaneció
en el derruido santuario, entregado sin
descanso a su paciente tarea. A su lado,
auxiliándolo en todo lo que le era
posible, se hallaba siempre Tízoc, quien
merced a sus regulares dotes para el
ejercicio de las artes, iba logrando
reproducir en un códice uno a uno de los
complicados jeroglíficos.
En la misma forma que había
ocurrido muchos años atrás en la
caverna que ocultaba el secreto de la
adormecida Aztlán, el descifrado de los
signos encontrados en el recinto maya
fue dando lentamente a Tlacaélel no el
simple contenido de un relato, sino la
comprensión de toda una profunda
cosmovisión, pues lo que el Azteca entre
los Aztecas tenía ante los ojos era, nada
menos,
que
una
pormenorizada
exposición de las diferentes influencias
que los cuerpos celestes ejercen sobre
la totalidad de ese particular territorio
que constituye Me-xíhc-co.
El rasgo esencial de Me-xíhc-co —
su excepcional fertilidad para el
nacimiento y desarrollo de las más altas
culturas— aparecía subrayado una y otra
vez a lo largo del bajorrelieve. En igual
forma, se ponía de manifiesto la
importancia que para el apropiado
desempeño del rasgo esencial tenía el
lograr una adecuada armonización de los
diferentes grupos humanos que habitan
en su suelo, pues éstos nunca han
constituido una entidad uniforme y
homogénea, sino por el contrario, han
sido siempre un vasto y multifacético
conjunto, producto de la interacción de
encontradas energías representadas por
una gran diversidad de pueblos
poseedores
de
muy
distintas
peculiaridades y, solamente cuando
todas y cada una de estas diferentes
energías logran manifestarse en perfecta
consonancia, resulta posible llevar a
cabo la difícil y elevada misión que a
Me-xíhc-co le es propia: la de dar
origen a nuevas y grandiosas culturas.
En virtud de que el tiempo analizado
desde una perspectiva cósmica no
constituye
algo
sucesivo
sino
simultáneo, el mensaje contenido en el
bajorrelieve no sólo proporcionaba una
cabal comprensión de las características
inmutables de Me-xíhc-co, sino también
una clara visión de su pasado, presente y
futuro. Las influencias celestes que
habían permitido el desarrollo de
edades inmemoriales, en las cuales el
predominio de] espíritu constituía la
nota permanente de los seres humanos y
no algo puramente latente y balbuceante,
aparecían expuestas con toda claridad.
Asimismo, figuraba también un análisis
detallado de las energías cósmicas
predominantes durante las épocas
oscuras, en que la humanidad se había
precipitado al abismo desapareciendo
incluso en varias ocasiones de la faz de
la
tierra.
A continuación,
se
representaba
el
mapa
celeste
correspondiente a la última edad,
durante la cual habían florecido en Mexíhc-co las diferentes culturas de las que
todavía se conservaba memoria, si bien
muchas de ellas eran tan remotas, que
apenas si subsistían algunas vagas
noticias de su existencia.
Tlacaélel prestó especial atención a
la parte del bajorrelieve referente al
futuro que se avecinaba. Era evidente
que estaba próximo un tiempo en el que
harían
su
aparición
fuerzas
desconocidas que acarrearían una
tremenda conmoción, a tal grado, que la
sobrevivencia misma de la invaluable
herencia de Me-xíhc-co estaría en juego
y en inminente peligro de perderse para
siempre.
Profundamente preocupado ante lo
que observaba en aquel antiquísimo
bajorrelieve, el Azteca entre los Aztecas
continuó descifrando su contenido. Los
jeroglíficos dejaban ver una posible
solución tendiente a superar el peligro
que se aproximaba.
Como consecuencia de la estrecha
interrelación existente entre todos los
seres que pueblan el Cosmos, las
acciones de los astros y de los seres
humanos se entrelazan y repercuten entre
sí, convirtiéndose en necesarios los unos
a los otros. El conocimiento de esta
verdad fundamental había sido la causa
que diera origen a la creación del
Imperio Azteca, sin embargo, ahora
Tlacaélel comprendía —a través de la
lectura del pétreo mensaje— que la
tarea de coadyuvar al crecimiento del
Universo jamás sería lograda mediante
el simple recurso de extraer corazones a
un creciente número de víctimas, era
necesario algo mucho más profundo y
trascendente: un sacrificio interior —
voluntario
y
consciente—
que
propiciase una auténtica elevación
espiritual de la naturaleza humana. Y de
la adecuada realización de esta elevada
misión dependía, precisamente, el que
Me-xíhc-co lograse preservar su
preciada herencia a pesar de los bruscos
cambios de influencias celestes que
próximamente habrían de producirse.
Agotado por el esfuerzo realizado,
Tlacaélel detuvo por unos momentos su
labor, para proceder después al
desciframiento del último jeroglífico
contenido en el bajorrelieve. El signo
aludía a un lejano futuro, a una época
aún distante que tardaría varios siglos
en materializarse. Todo auguraba las
más favorables condiciones para
aquellos tiempos. Tal y como ocurriera
tantas veces en el pasado, las influencias
celestes se conjugarían de nuevo para
coadyuvar al nacimiento y desarrollo en
Me-xíhc-co de una vigorosa cultura.
Tlacaélel se sintió más tranquilo
ante los buenos presagios del último
jeroglífico, pero no por ello podía dejar
de preguntarse si la sagrada herencia de
Me-xíhc-co lograría subsistir hasta el
día en que las condiciones cósmicas
tornasen a ser favorables o si, por el
contrario, desaparecería a resultas de la
grave crisis que se avecinaba. El Azteca
entre los Aztecas concluyó que la
respuesta
a
esta
trascendental
interrogante era del todo impredecible.
Los astros, en su incesante transitar por
los cielos, iban propiciando todo género
de influencias sobre la tierra, pero eran
los seres humanos quienes, mediante su
conducta, determinaban en última
instancia
el
resultado
de
los
acontecimientos. Así pues, todo
dependía de la actitud que ante cuestión
tan vital asumiesen los habitantes de
Me-xíhc-co, tanto los que lo poblaban
en aquellos momentos, como los
integrantes de las futuras generaciones.
Firmemente decidido a consagrar
hasta el último instante de su existencia
a la tarea de reorganizar el Imperio, de
forma que estuviera preparado para
hacer frente a las difíciles pruebas que
le aguardaban, Tlacaélel comenzó a
planear —desde aquel derruido
santuario enclavado en medio de la
selva— algunas de las numerosas
reformas que para este fin tendrían que
efectuarse lo antes posible En primer
término, había que proceder a la
suspensión de los sacrificios humanos.
Asimismo, era indispensable un cambio
radical en el sistema de gobierno, pues
debía reemplazarse el forzado y
aplastante centralismo por un sistema de
alianzas, que sin destruir la unidad del
Imperio, permitiese a los distintos
pueblos que lo constituían desarrollar
libremente su propio destino.
Dando por concluida su estancia en
aquel olvidado paraje que tantas
sorpresas le había deparado, Tlacaélel
dio instrucciones a Tízoc para que
organizara la reanudación de la marcha
al amanecer del día siguiente.
Conforme la comitiva azteca
proseguía su avance fue produciéndose
una lenta, pero fácilmente perceptible,
transformación del paisaje. La selva,
tras
de
perder
su prodigiosa
exuberancia, terminó por transformarse
en matorrales enmarañados y espinosos,
para luego dar lugar a una extensa y
reseca planicie, en donde la única agua
existente se encontraba depositada en
profundas cavidades subterráneas.
Cansados y sudorosos, los tenochcas
llegaron finalmente al término de su
viaje: una insignificante aldea de apenas
una docena de chozas, donde habitaba
Na Puc Tun, el Sumo Sacerdote Maya
que tenía bajo su custodia una de las dos
partes que integraban el Emblema
Sagrado de Quetzalcóatl.
El encuentro del Maya y el Azteca
estuvo exento de solemnidad. Después
de intercambiar algunas breves frases de
cortesía a través de los intérpretes que
acompañaban a los tenochcas, ambos
personajes se dieron a la tarea de hacer
frente a los prosaicos, pero ineludibles
problemas, que creaba la presencia de
los recién llegados en aquella pequeña
población.
Así pues, mientras la mayor parte de
los aztecas en unión de los habitantes de
la aldea se dedicaban a toda prisa a
levantar albergues provisionales donde
guarecerse, el resto de sus compañeros
se encaminaba a una población más
grande, a medio día de marcha, con
objeto de adquirir en ella suficientes
subsistencias para toda la comitiva.
En cuanto se terminó la construcción
de la choza en donde tendrían lugar las
pláticas entre los dos dignatarios, éstos
se trasladaron a ella acompañados tan
sólo de un intérprete y de sus
respectivos ayudantes: Tízoc y un joven
maya de inteligente y escrutadora
mirada.
Na
Puc
Tun,
el
supremo
representante
de
todas
las
organizaciones religiosas existentes en
los territorios mayas, era un sujeto de
baja estatura y regular complexión,
dotado de largos brazos rematados por
manos que parecían las garras de un
jaguar. Su rostro —surcado de
incontables arrugas— evidenciaba una
poderosa voluntad a la par que una
infinita tristeza. En torno de su figura
parecía flotar un indefinible ambiente de
insondable antigüedad, a grado tal que, a
pesar de ser varios años menor que
Tlacaélel, representaba una edad mucho
mayor que éste.
La presencia del Sumo Sacerdote
Maya hacía evocar de continuo en
Tlacaélel el recuerdo de Centeotl.[35]
Sin que existiera entre ambos personajes
ninguna semejanza en lo exterior, se
daban entre ellos profundas similitudes
que
convertían
sus
respectivas
existencias en vidas del todo paralelas.
Guardianes de los más valiosos secretos
de un pasado desaparecido, ambos
habían sabido desempeñar fielmente su
misión, aun a sabiendas de que no
vivirían lo suficiente para contemplar la
llegada de mejores tiempos. Altivos y
orgullosos, habían permanecido aislados
e indiferentes a todo cuanto su propia
época podía ofrecerles, despreciando
los honores y riquezas que con
propósitos mezquinos intentaban poner
bajo sus pies los mediocres gobernantes
en turno.
Desde el inicio mismo de las
pláticas, tanto el Cihuacóatl Azteca
como el Sumo Sacerdote Maya
comprendieron que no les resultaría
difícil llegar a un acuerdo, pues poseían
criterios bastante afines sobre las
cuestiones que abordaban. Tlacaélel
comenzó la entrevista mostrando a su
interlocutor el códice recién elaborado
por Tízoc, en el que se reproducían
todos y cada uno de los jeroglíficos
hallados en el derruido santuario de la
selva. Na Puc Tun manifestó que
conocía muy bien toda aquella
información. A su juicio, los graves
peligros que en dichos jeroglíficos se
anunciaban
estaban
íntimamente
relacionados con el retorno de
Kukulkán,[36] acontecimiento largamente
esperado pero poco comprendido, pues
para que tuviese lugar no era necesario
el regreso físico de dicho personaje —
lo que no obstante también podría
ocurrir— sino fundamentalmente que se
operase un cambio en las influencias
cósmicas que imperaban sobre Me-xíhcco, en tal forma que las energías
representadas por el cuerpo celeste al
que los Aztecas habían identificado con
su máxima deidad —Huitzilopóchtli—
dejasen de predominar y lo hiciesen en
cambio las provenientes del astro cuyo
nombre había sido dado al desterrado
emperador tolteca.[37]
A continuación, el sacerdote maya
expuso una posibilidad desconcertante:
existían tal vez sobre la tierra ignotas y
apartadas regiones habitadas por
desconocidos pobladores, pues de
cuando en cuando llegaban a manos de
los comerciantes mayas extraños objetos
no elaborados por ninguna de las
agrupaciones humanas de que se tenía
noticia. Al indagar sobre el origen de
aquellos objetos se obtenía siempre
idéntica respuesta: provenían del sur, de
más allá de las selvas impenetrables, de
algún sitio remotamente lejano, en
donde, quizás, existían también enormes
ciudades y poderosos reinos.
Asimismo, Na Puc Tun relató a
Tlacaélel varias antiguas leyendas
mayas, en las que se aludía a la
existencia de pueblos de extrañas
costumbres que moraban allende los
mares, en territorios situados a
distancias que no alcanzaban a ser
concebidas ni por la imaginación más
audaz. Sin embargo —prosiguió
afirmando el envejecido sacerdote maya
— tal vez no estaba lejano el día en que
se produciría el arribo de los habitantes
de aquellas regiones, bien fuera de los
que vivían más allá de las selvas, o de
los que quizá habitaban al otro lado de
los mares, cuando esto ocurriera, la
natural incomprensión de aquellos seres
hacia todo lo que Me-xíhc-co era y
representaba
constituiría,
muy
posiblemente, la forma como habría de
materializarse el peligro que se
avecinaba.
Tlacaélel preguntó a Na Puc Tun
cuál estimaba que podría ser la mejor
forma de hacer frente al grave riesgo
que les amenazaba, a lo que este
contestó que la respuesta estaba dada
por los propios jeroglíficos que le
habían mostrado: era preciso iniciar un
movimiento tendiente a lograr una
profunda ascésis purificadera, llevar a
cabo un gigantesco sacrificio colectivo
de carácter espiritual, en tal forma que
la población estuviese en posibilidad no
sólo de adaptarse al cambio de
influencias cósmicas que habrían de
sobrevenir, sino incluso de poder
participar, activamente, en el armónico
desarrollo de dichas influencias.
El Azteca entre los Aztecas expresó
que aquéllas eran precisamente las
conclusiones a las que había llegado tras
haber logrado descifrar el mensaje
contenido en el antiguo templo maya y
que, en cuanto regresara a la capital del
Imperio, iniciaría la tarea de convertir
en realidad dichos propósitos.
Na Puc Tun permaneció largo rato en
silencio, sumido al parecer en profundas
cavilaciones; posteriormente, con voz
cuyo grave acento evidenciaba la
trascendencia de la determinación que
acababa de tomar, manifestó que en vista
de la posición adoptada por Tlacaélel,
estaba dispuesto a cambiar su resolución
anterior y hacerle entrega de la parte del
Emblema Sagrado de la cual era
custodio, pues consideraba que el
Cihuacóatl Azteca contaba con mejores
posibilidades que él para intentar
cumplir la difícil misión que en aquellos
momentos exigían los astros de los seres
humanos.
Después de pronunciar aquellas
palabras, Na Puc Tun concluyó
señalando que consideraba al santuario
donde el propio Kukulkán había hecho
depositario a un sacerdote maya de la
mitad del Caracol Sagrado como el
lugar más apropiado para efectuar la
ceremonia con la cual se pondría
término, finalmente, al largo período en
que había subsistido la separación de
las dos partes del venerado emblema.
Así pues, si el Cihuacóatl Imperial
estaba de acuerdo, al día siguiente
podrían emprender el viaje hacia la
sagrada ciudad de Uxmal.
Tlacaélel asintió, profundamente
conmovido ante la evidente grandeza de
espíritu del sacerdote maya.
Guiado por Na Puc Tun, Tlacaélel
realizó un recorrido por entre los
conjuntos de edificios que integraban el
corazón de la en otros tiempos
floreciente Ciudad de Uxmal. Las
construcciones
se
encontraban
abandonadas y ruinosas, pues la ciudad
se hallaba prácticamente deshabitada y
sus escasos moradores preferían vivir
en las afueras; sin embargo, todavía
resultaba fácilmente apreciable, en
cualquiera de aquellas derruidas
construcciones, el sello inconfundible de
máximo perfeccionamiento que los
antiguos mayas habían sabido imprimir a
todas sus obras.
Fascinado ante aquel fastuoso
espectáculo, Tlacaélel recorrió una y
otra vez los alargados edificios
ordenados en forma de cuadrángulos,
admirando la riqueza ornamental de su
decorado a base de columnillas,
mascarones, grecas y celosías. Toda la
ciudad era un modelo de armoniosa
simetría y de una equilibrada integración
de
elementos
arquitectónicos
y
escultóricos.
Finalmente, Tlacaélel se detuvo a
contemplar durante largo rato la
pirámide en cuya cúspide tendría lugar,
al día siguiente, la ceremonia de
reunificación del Emblema Sagrado. Se
trataba de una construcción gigantesca, a
un mismo tiempo monumental y refinada,
que constituía sin lugar a dudas la
edificación de mayor altura en toda la
ciudad.
La historia de aquella pirámide —
explicó Na Puc Tun— abarcaba
incontables siglos. A través del tiempo,
el edificio había sido objeto de
múltiples modificaciones, tendientes
todas ellas a mantenerlo en consonancia
con las siempre cambiantes energías
provenientes del cosmos. El pequeño
santuario que se alzaba en lo alto de la
pirámide era, comparativamente, de
reciente construcción. Lo habían
edificado los toltecas para efectuar ahí
la ceremonia en que Kukulkán se había
despojado del último vestigio que le
restaba de su imperial investidura.
El sol se encontraba exactamente a
la mitad de su diario recorrido de la
bóveda celeste, cuando el largo y
complicado ritual iniciado desde el
amanecer llegó a su momento
culminante. Actuando al unísono,
Tlacaélel y Na Puc Tun fueron
aproximando lentamente sus respectivas
mitades del pequeño caracol —
colocado sobre una plataforma de
piedra— hasta que los finos rebordes de
oro, elaborados por los artífices de
Chololan en los vértices de ambas
partes, quedaron engarzados con
perfecta sincronización. Acto seguido, el
sacerdote maya introdujo en las
delgadas argollas incrustadas en el
emblema las dos cadenas de oro de las
que hasta entonces habían pendido las
separadas mitades, y levantando las
cadenas con su preciada carga, las
mantuvo oscilando durante un buen rato
frente al rostro sereno e impasible de
Tlacaélel, después, colocó sobre el
pecho del Azteca entre los Aztecas el
unificado emblema.
Al pie de la pirámide, los
integrantes de la comitiva azteca en
unión de media docena de sacerdotes
mayas y de algunos cuantos campesinos
de la región observaban, intensamente
emocionados, el desarrollo de tan
trascendental ceremonia.
Una vez cumplido el propósito que
les llevara a la región maya, los
tenochcas iniciaron de inmediato el
viaje de retorno rumbo a la capital
azteca.
Avanzando lo más rápidamente
posible, la comitiva fue desandando los
extensos territorios que le separaban de
su lugar de origen. Tras de cruzar la casi
desértica planicie, los aztecas se
introdujeron en la zona selvática,
pasando de nuevo —sin detenerse— a
escasa distancia de la olvidada ciudad
en cuyo santuario encontraran el
bajorrelieve con su revelador mensaje.
Al dejar atrás las tierras habitadas
por los mayas, Tlacaélel comunicó a
Tízoc la impresión que le había dejado
el conocimiento directo de aquella
región y de sus pobladores: todo aquello
constituía la otra cara de Me-xíhc-co, el
otro lado de un rostro a un mismo
tiempo semejante y distinto.
Tlacaélel y sus acompañantes se
encontraban ya tan sólo a ocho días de
marcha de la Gran Tenochtitlan, cuando
llegó hasta ellos una triste noticia: el
Emperador Axayácatl había sucumbido
finalmente a su larga agonía.
Capítulo XXII
CUAUHTÉMOC
En el año dos casa el Emperador
Axayácatl dejó de existir. A pesar de no
poseer una personalidad de tan
excepcionales relieves como la de
Moctezuma Ilhuicamina, su ilustre
antecesor, había sabido ganarse el
respeto y cariño de todos sus súbditos,
merced a su arrojada valentía y a su
incesante
laborar
en pro
del
engrandecimiento del Imperio. Durante
los trece años de su gobierno habían
tenido lugar múltiples e importantes
acontecimientos:
considerable
expansión de las fronteras tenochcas;
desprestigio, muerte y reivindicación de
Citlalmina; frustrada intentona de
adueñarse del poder llevada a cabo por
un puñado de mercaderes ambiciosos y
de militares desleales; y finalmente, el
primer descalabro de las hasta entonces
invencibles tropas aztecas.
Concluidas las honras fúnebres, tuvo
lugar la reunión del Consejo Imperial
que habría de designar al nuevo
monarca. La totalidad de la población
vio aquella reunión como un simple
requisito formal, pues todos daban por
seguro que Ahuízotl —sin lugar a dudas
la figura en esos momentos más
sobresaliente del Imperio después de
Tlacaélel— sería quien asumiese las
insignias de mando que en otros tiempos
ostentaran los Emperadores Toltecas.
En su calidad de Cihuacóatl
correspondía a Tlacaélel enunciar en
primer término, ante los restantes
miembros del Consejo, el nombre de la
persona que a su juicio se encontraba
mejor capacitada para ejercer las
funciones de Emperador. En las dos
designaciones anteriores las propuestas
hechas por Tlacaélel habían sido
unánimemente aceptadas, y si en
aquellas pasadas reuniones se habían
suscitado diferencias de opinión, se
debía tan sólo a la insistente petición
formulada por los dignatarios tenochcas,
en el sentido de que fuese el propio
Azteca entre los Aztecas quien pasase a
ocupar el cargo de Emperador, solicitud
invariablemente rechazada por Tlacaélel
en forma categórica, por considerar que
ello conduciría a una concentración de
poder que antiguas experiencias
desaconsejaban.
En esta ocasión, antes de hacer
mención de algún nombre en especial,
Tlacaélel trazó un panorama general de
la situación prevaleciente en el Imperio,
añadiendo que se aproximaba una época
que habría de requerir de profundas
reformas, tanto en la mentalidad como
en la organización de la sociedad azteca.
Acto seguido, sin haber especificado en
ningún momento cuáles podrían ser las
posibles reformas a las que estaba
aludiendo, afirmó que en vista de las
nuevas necesidades a las que el futuro
Emperador habría de hacer frente, la
designación para dicho cargo debería
recaer en una persona poseedora de un
espíritu particularmente innovador y
propenso al cambio. Tlacaélel concluyó
su exposición revelando el nombre de
aquel a quien consideraba más
apropiado,
en
vista
de
las
circunstancias, para ocupar el alto cargo
de Emperador: Tízoc.
Al escuchar el nombre pronunciado
por Tlacaélel una expresión del más
completo asombro se dibujó en los
rostros de sus interlocutores. Con la
excepción de Ahuízotl —cuyas duras e
impenetrables facciones permanecieron
tan inescrutables como de costumbre—
los demás integrantes del Consejo
Imperial no pudieron impedir que la
sorpresa asomase a sus semblantes y
enmudeciese sus voces.
Después de unos momentos de
profundo y embarazoso silencio,
Ahuízotl tomó la palabra. Con firme y
reposado acento pronunció un breve
discurso, exaltando la atinada visión que
caracterizara siempre a Tlacaélel para
encontrar las soluciones más adecuadas
a los problemas que afectaban al
Imperio. Debía, por tanto, acatarse su
propuesta con la segura convicción de
que ésta sería acertada.
Si bien los integrantes del Consejo
no lograban superar el asombro que les
causaba tan inesperada proposición, el
enorme respeto que les inspiraba la
personalidad del Azteca entre los
Aztecas y la actitud asumida por
Ahuízotl de apoyar incondicionalmente
la resolución de Tlacaélel, terminaron
por convencerles de que no tenía ya
ningún sentido intentar llevar adelante
sus propósitos iniciales de entronizar a
Ahuízotl. Así pues, con voces que no
denotaban una gran convicción, uno a
uno fueron aprobando la designación de
Tízoc como nuevo monarca del Imperio.
La reacción de Tízoc al tener
conocimiento de lo acordado por el
Consejo fue primero de una franca
incredulidad, y posteriormente, de un
sincero rechazo a su designación como
Emperador, pues no se consideraba
merecedor de tan elevada dignidad.
Durante el transcurso de una larga
entrevista con el joven guerrero,
Tlacaélel expuso a éste las razones que
explicaban su designación, o sea las
trascendentales reformas que se
proponía realizar y las cuales requerían
de una nueva mentalidad al frente del
gobierno. Tízoc quedó gratamente
sorprendido al escuchar los planes del
Portador del Emblema Sagrado, sin
embargo, expresó de nueva cuenta sus
dudas respecto a su propia capacidad
para el desempeño de la difícil misión
que Tlacaélel esperaba de él, y pidió
tres días de plazo antes de dar a conocer
su resolución definitiva.
Concluido el plazo, Tízoc acudió
ante Tlacaélel para manifestarle su
aceptación al cargo de Emperador, así
como su firme determinación de
coadyuvar con todas sus fuerzas, desde
su futura e importante posición, a la
realización de los objetivos señalados
por el Heredero de Quetzalcóatl.
Tal y como era costumbre, la
entronización del nuevo monarca azteca
constituyó
un
memorable
acontecimiento, que congregó en la Gran
Tenochtitlan
a
personalidades
provenientes
de
las
cuatro
direccionalidades del mundo conocido.
Lujosos séquitos de grandes señores de
apartados confines, figuraban al lado de
modestas representaciones llegadas de
lugares igualmente distantes.
La ceremonia de coronación alcanzó
su
momento
culminante
cuando
Tlacaélel, una vez cumplidas todas las
distintas etapas del complicado ritual,
hizo entrega a Tízoc de los emblemas
que le convertían en el legítimo sucesor
del antiguo Imperio de los Toltecas.
Tlacaélel y Tízoc comprendían muy
bien las enormes dificultades a que
habrían de enfrentarse para llevar
adelante sus proyectadas reformas —
particularmente la relativa a la
supresión de los sacrificios humanos—,
razón por la cual, se dieron a la tarea de
planear con todo detenimiento cada uno
de los distintos pasos encaminados a la
realización de sus propósitos.
El Azteca entre los Aztecas estimaba
que en virtud de la importancia de los
acontecimientos que se avecinaban,
procedía convocar a una reunión de
todos
los
dirigentes
de
las
organizaciones religioso-culturales de
que se tenía noticia, con miras a la
celebración de una asamblea semejante
a la que tuviera lugar tiempo atrás,
cuando apenas se iniciaba la labor de
estructurar los cimientos sobre los
cuales se había edificado el Imperio
Azteca.
Una reunión de esta índole —
pensaba
Tlacaélel—
permitiría
comenzar a crear una clara conciencia
de los cambios que se estaban operando
en el cosmos, así como de la ineludible
necesidad de adoptar las medidas
apropiadas para adecuar la actuación de
los seres humanos a las nuevas
condiciones existentes en los cielos.
Considerando que lo más prudente,
antes de llevar a cabo una asamblea de
tanta trascendencia, era lograr una cierta
unificación de criterio del pueblo y el
gobierno aztecas, Tlacaélel y Tízoc
decidieron dar a conocer sus propósitos
en forma paulatina y escalonada, esto es,
exponerlos primero a los integrantes del
Consejo Imperial, posteriormente a los
miembros de la Orden de Caballeros
Águilas y Caballeros Tigres, y
finalmente, ante todo el pueblo tenochca.
Tras de penetrar en el vasto conjunto
de lujosos edificios y de bien cuidados
jardines que integraban el Tecpancalli,
Ahuízotl se encaminó en línea recta
rumbo a la amplia estancia donde tenían
lugar las reuniones del Consejo
Imperial. Al cruzar el gran patio
enlosado situado a la entrada del salón,
dio alcance a Tlacaélel, que se dirigía
con pausado andar hacia el mismo sitio.
El Cihuacóatl Imperial saludó con
amable acento al adusto guerrero y
procedió a preguntarle sobre el estado
que guardaba la salud de su esposa.
Tiyacapantzin, la bella e inteligente
mujer de Ahuízotl, se encontraba en la
etapa final de un embarazo que desde el
principio había sido motivo de graves
dolencias. Las parteras que la atendían
presagiaban un fatal desenlace tanto
para ella como para la criatura, y sus
pesimistas predicciones parecían estar a
punto de cumplirse, pues Tiyacapantzin
venía empeorando a ojos vistas
conforme se aproximaba el momento del
alumbramiento.
Ahuízotl respondió que su esposa no
había tenido ninguna mejoría y
agradeció la preocupación que por ella
manifestaba
Tlacaélel.
Ambos
personajes entraron juntos al recinto
donde habría de celebrarse la reunión, y
después de saludar a los integrantes del
Consejo ahí reunidos, ocuparon sus
correspondientes lugares. Ahuízotl
observó que no se hallaban presentes los
reyes de Texcoco y Tlacopan, sino tan
sólo los altos dignatarios tenochcas que
en compañía de aquellos integraban el
Consejo Imperial, lo que le hizo suponer
que la junta tendría por objeto tratar
asuntos de índole estrictamente interna
del gobierno azteca.
La llegada del Emperador no se hizo
esperar y con ella dio comienzo la
reunión. Tízoc anunció que la causa por
la cual se hallaban congregados revestía
una inusitada importancia y que deseaba
fuera
el
propio
Heredero
de
Quetzalcóatl quien la diera a conocer,
anticipando de antemano que coincidía
plenamente con los puntos de vista de
Tlacaélel, y que su mayor anhelo era el
de lograr la unánime aceptación del plan
de acción trazado por éste para hacer
frente a los problemas que se
avecinaban.
Ante
su reducido
auditorio,
Tlacaélel dio comienzo al que habría de
ser el más brillante y emotivo de todos
sus discursos. Como una especie de
terremoto, cuyo comienzo fuera apenas
un imperceptible temblor de tierra que
lentamente va transformándose en una
irresistible y estruendosa sacudida, las
palabras del Azteca entre los Aztecas,
en un principio serenas y pausadas, se
convirtieron pronto en un torrente de
desbordada elocuencia.
Tlacaélel comenzó narrando los
inesperados descubrimientos efectuados
durante su viaje a tierras mayas. Con
vivas imágenes describió el hallazgo del
santuario perdido en medio de la selva y
del excepcional mensaje que en él se
conservaba: la historia completa de Mexíhc-co, incluyendo su pasado, presente
y futuro.
Mediante un conciso resumen,
Tlacaélel transmitió a sus oyentes lo
esencial de la copiosa información
contenida en el olvidado bajorrelieve
maya, desde las referencias al grandioso
esplendor de pasadas Edades y a los
periódicos cataclismos que asolaban la
tierra, hasta la directa alusión a los
próximos peligros que se cernían sobre
Me-xíhc-co, como resultado del cambio
de las influencias celestes imperantes.
Con voz cuyo grave acento revelaba
la singular trascendencia que atribuía al
tema que estaba abordando, el Azteca
entre los Aztecas planteó la urgente
necesidad de reestructurar el Imperio
desde los cimientos, con miras a lograr
que su funcionamiento estuviese acorde
con las nuevas realidades cósmicas,
para lo cual, se requería adoptar toda
una serie de radicales medidas:
supresión de los sacrificios humanos,
fomento a la libre expresión de las
distintas
peculiaridades
que
caracterizaban a cada uno de los
pueblos
conquistados,
y
fundamentalmente, propiciar por todos
los medios el desarrollo de una
profunda espiritualidad, lograda a través
del sacrificio interior y consciente de
todos los habitantes del Imperio.
Convenía, desde luego, convocar cuanto
antes a una reunión de las distintas
organizaciones religioso-culturales, con
objeto de lograr su necesaria
colaboración en las múltiples y
decisivas tareas por realizar.
Tlacaélel
finalizó
enunciando
dramáticos vaticinios respecto a lo que
podría acontecer si no se alcanzaban los
fines propuestos: siendo en gran medida
lo existente en la tierra un reflejo de la
realidad prevaleciente en los cielos, la
falta de una armónica adecuación entre
las actividades de los hombres y de los
astros sólo podía traducirse en funestas
consecuencias para los primeros. Así
pues, la subsistencia no sólo del
Imperio, sino incluso de la ancestral
herencia de Me-xíhc-co, se hallaban en
juego, pues de no proceder en forma
conveniente y oportuna, el cambio de
influencias celestes terminaría por
expresarse en la tierra mediante la
acción de otros pueblos, quizás
desconocidos hasta entonces por los
aztecas, los cuales, acatando dictados
cósmicos de los que tal vez ni siquiera
serían conscientes, procederían a
derribar la estructura del Imperio por
resultar ésta contraria a las nuevas
exigencias de los astros, y al hacerlo,
pondrían en peligro el inmemorial y
valioso legado del cual dicho Imperio
era depositario.
Durante el transcurso de su
exposición, Tlacaélel no dejó de
observar el efecto que sus palabras
estaban produciendo en quienes le
escuchaban, percatándose fácilmente del
estupor y confusión que se iban
apoderando del ánimo de sus oyentes.
Únicamente el rostro de Ahuízotl se
mantenía impasible, sin que el menor
movimiento de sus rasgos permitiese
presagiar los pensamientos que cruzaban
por su mente en aquellos instantes.
En cuanto Tlacaélel terminó de
hablar, Ahuízotl, sin siquiera dar
cumplimiento al formulismo que
disponía solicitar primero al Emperador
el uso de la palabra, dejó oír su voz,
pronunciando con desafiante acento un
popular poema:
¿Quién podrá sitiar a Tenochtitlan?
¿Quién podrá sitiar los cimientos del
cielo? Con nuestras flechas Con
nuestros escudos Está existiendo la
ciudad.
Las palabras de Ahuízotl —y
particularmente el tono de franco reto
con que habían sido proferidas—
constituían
la
más
evidente
manifestación de su inconformidad con
el criterio sustentado por Tlacaélel. El
breve poema enunciado por el guerrero
retumbó en las conciencias de los
miembros del Consejo con mayor
estruendo que los aterradores tronidos
de una tempestad, pues todos
comprendieron de inmediato que una
grave escisión —de incalculables
consecuencias— amenazaba en forma
inesperada
la
hasta
entonces
indestructible unidad del Imperio.
En virtud del profundo conocimiento
que tenía del carácter de su hermano,
Tízoc fue el primero en percatarse
claramente de lo que había acontecido
en la inflexible mente de Ahuízotl. Para
el inmutable guerrero, el Imperio Azteca
representaba la más sagrada realización
jamás llevada a cabo por los seres
humanos, y todo intento que pretendiese
modificar los fundamentos en que se
sustentaba, constituía, ante sus ojos, una
acción reprobable en extremo.
Por otra parte, y como consecuencia
de
su
singular
sentido
de
responsabilidad, resultaba evidente que
Ahuízotl debía considerar que le
correspondía a él la misión de impedir
que cualquier persona —así fuese el
propio Portador del Emblema Sagrado
— atentase en contra de los que él
consideraba inamovibles cimientos del
Imperio.
Intentando aparentar una calma que
estaba muy lejos de sentir, Tízoc
preguntó si alguien más deseaba añadir
algo en torno a lo expuesto por
Tlacaélel. Un total mutismo acogió sus
palabras. Comprendiendo que sería
inútil prolongar por más tiempo la
reunión, el Emperador decidió darla por
concluida, no sin antes anunciar su
reanudación para el día siguiente, fecha
en la cual debía llegarse a un acuerdo
sobre el problema planteado.
Las pisadas de los consejeros al
atravesar el amplio patio enlosado
resonaron con opresivo y ominoso
acento. Tízoc presintió que aquellos
rítmicos sonidos contenían el anuncio de
un funesto augurio.
El cauteloso avance de unas pisadas,
deslizándose en las proximidades de su
dormitorio, interrumpieron bruscamente
el sueño de Tlacaélel. Era media noche
y al parecer reinaba la más completa
calma en la alargada construcción —
parte integral del Tecpancalli— que
servía de residencia al Cihuacóatl
Imperial. No existían, ni habían existido
jamás, guardias que efectuasen una labor
de vigilancia en aquel edificio. El
profundo respeto que inspiraba la
personalidad del Azteca entre los
Aztecas había constituido siempre su
mejor garantía de seguridad.
Actuando con gran celeridad
Tlacaélel se incorporó del lecho, ciñó
su cintura con un corto lienzo de algodón
y cruzó sobre su pecho la doble cadena
de oro de la que pendía el Caracol
Sagrado. Después de esto, aguardó
erguido y con una severa expresión de
reproche reflejada en el rostro la
aparición del misterioso visitante.
El anciano sirviente que dormía en
la habitación contigua a la de Tlacaélel
había escuchado también los pasos del
merodeador. Extrañado ante lo insólito
del acontecimiento, se levantó presuroso
y encendió una antorcha cuyo resplandor
iluminó de inmediato un amplio espacio.
Enmarcado por la luminosidad
proveniente de la antorcha destacó al
punto, en la puerta de entrada dé la
habitación que ocupaba el sirviente, la
musculosa figura de Ahuízotl. El
guerrero portaba en sus manos una
gruesa y corta lanza. Su semblante
mantenía la inescrutable inmutabilidad
que le era característica.
Comprendiendo
que
algo
extrañamente anormal se encerraba en
aquella inexplicable visita nocturna, el
sirviente
retrocedió
alarmado,
pretendiendo cubrir con su cuerpo la
entrada que conducía al aposento de
Tlacaélel. Un fuerte empujón le hizo
rodar por los suelos, dejándole
maltrecho y semiinconsciente.
Con rápido andar Ahuízotl penetró
en la habitación. Tlacaélel observó la
lanza del guerrero y adivinó al instante
sus propósitos. Las miradas de ambos se
cruzaron permaneciendo fijas una en
otra durante un largo rato. Los ojos de
Ahuízotl poseían la impersonal dureza
de dos cuentas de obsidiana. Las pupilas
de Tlacaélel semejaban hogueras de
volcánica energía.
La sombra casi imperceptible de una
paralizante vacilación pareció cruzar
momentáneamente el rostro de Ahuízotl.
La frialdad de su mirada se atenuó
levemente por unos instantes y sus
manos denotaron un ligero pero al
parecer involuntario estremecimiento.
Recuperando rápidamente su habitual
dominio, Ahuízotl retrocedió unos pasos
para cobrar impulso, al tiempo que
levantaba la lanza para luego arrojarla
con poderoso ímpetu.
El arma atravesó velozmente la
habitación y se estrelló con fuerza en el
Emblema Sagrado que Tlacaélel
ostentaba sobre su pecho. Ante el
impacto, el pequeño y milenario caracol
saltó hecho trizas, y la lanza, cuyo
impulso se había amortiguado pero no
detenido, se incrustó en el corazón del
Azteca entre los Aztecas.
Muy lentamente Tlacaélel fue
inclinándose, resbalando poco a poco
sobre la pared en la que se apoyaban sus
espaldas, mientras mantenía los brazos
abiertos y ligeramente separados del
cuerpo. La sombra que de su figura
proyectaba la luz de la antorcha
semejaba, con increíble realismo, la
silueta de una águila gigantesca cayendo
desde lo alto. Finalmente, el Heredero
de Quetzalcóatl quedó tendido e inerte
sobre el piso.
Alejándose sigilosamente de la
residencia del Cihuacóatl Imperial,
Ahuízotl recorrió buena parte de la
dormida ciudad. Al llegar a su casa, la
abundancia de luces y el intenso
movimiento que prevalecía en su
interior le hicieron percatarse de que
algo anormal había acontecido en su
ausencia. Al observar la presencia de
las parteras que atendían a su esposa,
concluyó que de seguro se había
producido el esperado y temido
alumbramiento. Las alborozadas voces
de los sirvientes confirmaron de
inmediato
sus
suposiciones:
el
nacimiento había ocurrido ya, y
contrariando todas las pesimistas
predicciones, se había desarrollado
normal y favorablemente, Tiyacapantzin
se encontraba bien, al igual que el recién
nacido, un varoncito que lucía fuerte y
saludable.
Después de hablar brevemente con
su esposa, Ahuízotl penetró en la
habitación donde se encontraba el niño.
Las parteras le habían bañado con sumo
cuidado y envuelto en ligeros ropajes,
colocando bajo sus pies un arco y varias
saetas, significando con ello cual sería
la misión que le tocaba en suerte
desempeñar en el mundo.
Al fijar su atención en el rostro del
recién nacido, una incontrolable
expresión de asombro reflejóse en el
semblante de Ahuízotl. ¡Las pupilas del
niño poseían la misma inconfundible
mirada que contemplara tantas veces en
los ojos de Tlacaélel! De los ojos del
pequeño brotaba ese fuego, vigoroso e
incontenible, que había sido siempre la
más destacada característica en la
personalidad del forjador del Imperio
Azteca.
Tras de reflexionar sobre el hecho
singular de que el nacimiento de su hijo
hubiese ocurrido al mismo tiempo que la
muerte de Tlacaélel, Ahuízotl llegó a la
conclusión de que ambos seres debían
constituir, en alguna forma del todo
misteriosa e incomprensible, la dual
manifestación de una misma y única
energía.
Mientras continuaba absorto en la
silenciosa contemplación del nuevo ser,
acudió a la mente de Ahuízotl el
recuerdo de la extraña imagen que
observara aquella misma noche en la
habitación de Tlacaélel: el perfil de una
enorme águila precipitándose en veloz
caída; pasajera visión creada por la
sombra que, al desplomarse herido de
muerte, había proyectado la figura del
Azteca entre los Aztecas.
Repentinamente
operóse
una
sorprendente transformación en las
facciones de Ahuízotl. El rostro del
guerrero perdió su granítica dureza, y
sus ojos —que de acuerdo con la
creencia popular no se habían
humedecido jamás por llanto alguno—
comenzaron a derramar copiosas
lágrimas.
Con voz apenas audible, pero en la
cual resonaban acentos profetices,
Ahuízotl pronunció el nombre —
símbolo y destino, destino y símbolo—
que habría de llevar el recién nacido
durante su estancia en la tierra:
Cuauhtémoc.
ANTONIO VELASCO PIÑA. Nació el
8 de septiembre de 1935 en Buena Vista
de Cuéllar, Estado de Guerrero, México.
Estudió la carrera de Leyes en la
Facultad de Derecho de la Universidad
Nacional Autónoma de México,
formando parte de la generación 1954,
fundadora de la Ciudad Universitaria.
Se ha dedicado de tiempo completo
a la investigación y a la docencia sobre
diversas cuestiones, especialmente de
carácter histórico y fiscal. Ha sido
miembro del Departamento Fiscal del
Despacho de Contadores Públicos
Roberto Casas Alatriste, socio fundador
y Director General del Instituto
Mexicano de Estudios Fiscales y
maestro y fundador de la carrera de
Ciencias Políticas y Sociales en la
Universidad Iberoamericana.
Sus investigaciones en materia de
historia han quedado plasmadas en dos
novelas de índole histórico-biográfico.
En su obra Tlacaélel, el azteca entre los
aztecas, rescata para el gran público una
figura de excepcionales dimensiones:
Tlacaélel, el auténtico forjador del
Imperio azteca, el personaje que supo
infundir en los tenochcas una vocación
de grandeza y un sentido de
responsabilidad cósmica. Esta Obra es
ya considerada como un clásico por
quienes se interesan en la historia
prehispánica de México.
En su segundo libro, intitulado
Regina. Dos de octubre no se olvida,
Velasco Piña nos proporciona un
original relato sobre el Movimiento del
68. A su juicio los acontecimientos que
en ese año sacudieron al mundo entero
tenían una motivación de carácter
espiritual y no simplemente política.
En sus más recientes libros: Cartas
a Elizabeth, Espejo del viento, El
retorno de lo sagrado, La herencia
Olmeca y El despertar de Teotihuacan,
Velasco
Piña
analiza
diferentes
cuestiones de índole histórica, hasta
llegar a una singular visión de la historia
que permite comprender con mayor
profundidad las diferentes etapas que ha
tenido la humanidad, así como las causa
que han propiciado la presente crisis
planetaria y sus posibles soluciones.
Notas
[1]
Teotihuacan. <<
[2]
¡El Flechador del Cielo! <<
[3]
Itzcóatl era hijo de Acamapichtli —
que había sido el primer monarca azteca
— y de una mujer de muy modesta
condición pero famosa por su astucia y
belleza. <<
[4]
El Maxtlatl era un lienzo de algodón
enrollado en torno a la cintura y el
tilmatli una manta que colgaba de los
hombros. <<
[5]
El macahuitl calificado con acierto
como la «espada prehispánica», se
elaboraba incrustando filosas navajas de
obsidiana a ambos lados de un recio
pedazo de madera aproximadamente un
metro de largo por veinte centímetros de
ancho. <<
[6]
La aceptación de Tlacaélel de
aquellos símbolos le habría convertido
de inmediato en rey y sumo sacerdote de
los technochas. Su rechazo, efectuado
ante la vista de incontables testigos,
constituyo para todos no solo un claro
testimonio de que tanto Itzcóatl como
Tozcuecuetzin contaba con su más
completa aprobación, sino también una
prueba evidente de que la misión que el
Heredero de Quetzalcóatl venía a
desempeñar dentro de la sociedad
technocha era de un carácter superior y
diferente a la del monarca y sumo
sacerdote. <<
[7]
Al comprender que habían perdido la
partida y que muy posiblemente la ira
popular se desataría en su contra, los
integrantes del Consejo del Reino
habían
optado
por
abandonar
Tenochtitlan para ir a refugiarse en
Azcapotzalco,
reconociendo
así
abiertamente quién era en verdad el amo
al cual habían estado sirviendo. <<
[8]
Por ser uno de los hijos menores de
Tezozómoc (Rey de Azcapotzalco y
creador del poderío tecpaneca) Maxtla
contaba al nacer con muy escasas
probabilidades de heredar el Reino de
su padre, sin embargo, haciendo gala de
una astucia y capacidad de intriga poco
comunes, había logrado imponerse a
todos sus hermanos —dando muerte a
varios de ellos— y adueñarse del poder.
<<
[9]
Coyote hambriento. <<
[10]
Me-xíhc-co: «Lugar en donde se
unen el sol y la luna». <<
[11]
Consejero principal del monarca. <<
[12]
O sea el «Juego de pelota»,
designación desde luego errónea,
originada en la natural incapacidad en
que se hallaban los conquistadores
españoles para desentrañar el complejo
simbolismo de esta ceremonia. <<
[13]
Estos individuos eran considerados
como auténticos símbolos de los
cuerpos celestes. El principal elemento
de juicio que se utilizaba para efectuar
la selección de estas personas era el
análisis de las influencias ejercidas
sobre ellas por los astros como
resultado del lugar y momento de su
nacimiento. <<
[14]
Designación que se daba al recinto
en donde se efectuaba la ceremonia. <<
[15]
La primera tenía lugar en el día y la
segunda por la noche. <<
[16]
Huitzilopóchtli era a un mismo
tiempo un símbolo del planeta Marte y
una Deidad Solar, o más exactamente,
constituía una representación de las
influencias que ejercía el planeta Marte
sobre la Tierra cuando sus fuerzas se
conjugaban con la energía del Sol. Los
toltecas del Segundo Imperio habían
designado a esta misma influencia
celeste con el nombre de «Tezcatlipoca
azul». <<
[17]
La residencia de Tlacaélel se
encontraba a un costado del Templo
Mayor
y
formaba
parte
del
«Tecpancalli», o sea del conjunto de
edificios donde habitaban el Rey y las
principales autoridades tenochcas. <<
[18]
Con motivo de este incidente las
autoridades aztecas ordenaron la
constitución de una guardia especial
para la vigilancia del mercado y crearon
un tribunal que tenía por objeto dirimir
cualquier controversia que se suscitase
dentro del mismo. <<
[19]
La prodigiosa capacidad de
resurgimiento que caracterizara al
mundo náhuatl —que en la época de los
aztecas ya había sido objeto por lo
menos de dos terribles devastaciones
debido a las invasiones de pueblos
bárbaros provenientes del norte— se
explica en buena medida por los
profundos y en verdad asombrosos
sistemas de enseñanza que le eran
propios, los cuales tenían como objetivo
fomentar al máximo la potencialidad
creativa de los educandos, hasta lograr
dotarlos, según poética expresión, «de
un rostro y un corazón». <<
[20]
Como es lógico suponer dadas las
ingentes dificultades de la empresa, los
Caballeros Tigres que llegaban a
convertirse en Caballeros Águilas eran
siempre muy escasos; sin embargo, a
pesar de lo reducido de su número, la
actividad de este pequeño grupo resultó
trascendental a todo lo largo de la
existencia del Imperio Azteca. <<
[21]
Al constituirse el Imperio, el antiguo
«Consejo Consultivo del Reino» habíase
transformado en el Tlatocan o «Consejo
Imperial». <<
[22]
Los otros tres miembros del Consejo
Supremo eran el Cihuacóatl y los reyes
de Texcoco y Tlacopan. El Cihuacóatl
era el Consejero más importante del
monarca y la principal autoridad en
cuestiones judiciales. A partir de la
restauración de la Orden de los
Caballeros Águilas y Caballeros Tigres,
correspondería siempre al máximo
dirigente de esta Orden ocupar el cargo
de Cihuacóatl Imperial. Los dos reyes
aliados actuaban exclusivamente como
consejeros, sin poseer facultades de
decisión en las cuestiones internas del
gobierno azteca. <<
[23]
La vasta red de diques con que los
aztecas habían logrado un perfecto
control de los grandes volúmenes de
agua existentes en los lagos del Valle,
fue para los españoles motivo de
particular admiración. Durante el sitio
de la Gran Tenochtitlan los diques
quedaron inutilizables al ser perforados
en incontables sitios con el fin de
permitir la movilidad de los pequeños
bergantines artillados utilizados por los
conquistadores para cañonear la ciudad.
La destrucción de los diques habría de
convertirse en el origen de graves
vicisitudes para la capital de la Nueva
España, que en varias ocasiones
padeció de terribles inundaciones.
Tanto en la etapa Colonial como en el
Porfiriato y en la Época Actual, se han
venido realizando importantes obras de
ingeniería —a un costo increíblemente
elevado— tendientes a combatir la
amenaza de las inundaciones que pende
sobre la Ciudad de México; en todos los
casos, el sistema utilizado para ello ha
sido el de construir canales de
superficie o profundos túneles a través
de los cuales poder sacar el agua fuera
del Valle. El empleo continuado de este
procedimiento ha ocasionado un
trastorno total en el equilibrio ecológico
del Valle: los grandes lagos se han
secado y de sus secos lechos de tierra se
levantan insalubres polvaredas, una gran
parte de la vegetación ha desaparecido,
incluyendo vastas extensiones boscosas,
el subsuelo se ha resecado provocando
un incontenible hundimiento del terreno,
numerosas especies de animales se han
extinguido, e incluso el clima se ha visto
alterado.
Así pues, y con base en los hechos
anteriormente
mencionados,
puede
afirmarse que la solución que para
resolver
el
Problema
de
las
inundaciones en el Valle de México
adoptaron en su tiempo Nezahualcóyotl
y los Aztecas, fue mucho más acertada e
inteligente que las que posteriormente
han venido aplicándose, con idéntico
fin, a partir de entonces. <<
[24]
Flor. Este día era considerado por
los aztecas como particularmente
favorable para el desarrollo de las
bellas artes, especialmente en lo que
respecta a la danza, la poesía y el canto.
<<
[25]
Debido quizás a las condiciones en
que se había producido su rescate, así
como a su determinante participación en
los valiosos descubrimientos llevados a
cabo por la expedición, los aztecas
consideraron a Macuilxóchitl un
testimonio
personificado
de
la
capacidad de sobrevivencia del espíritu
que animaba a los habitantes de la tierra
de sus mayores —una especie de
símbolo
viviente
de
Aztlán—
otorgándole los más diversos honores;
fue consagrada al culto sacerdotal y
adoptada como hija por el propio
Tlacaélel. A partir de entonces, el
Heredero de Quetzalcóatl veló con
esmero por la educación de la niña,
manifestando por ella un profundo y
sincero afecto.
El augurio contenido en el nombre de la
pequeña
habría
de
cumplirse
plenamente, Macuilxóchitl llegaría a ser,
con el tiempo, una de las más destacadas
poetisas del mundo náhuatl. <<
[26]
Chalchiuhnenetzin era hermana del
Emperador Axayácatl, y al igual que
todos sus hermanos, había dado
muestras desde pequeña de una superior
inteligencia. Una periódica y virulenta
infección en las encías había afeado su
rostro imprimiéndole un aspecto de
prematura vejez. A pesar de lo
desfavorable
de
su
apariencia,
Chalchiuhnenetzin había celebrado un
buen matrimonio a juicio de todos, pues
se hallaba casada con Moquíhuix,
personaje de indiscutible talento que
desempeñaba el cargo de gobernador de
Tlatelolco. <<
[27]
Moquíhuix era Caballero Tigre y a
pesar de que en varias ocasiones había
sido propuesto para Caballero Águila no
se le había otorgado dicho grado, pues
varios de los dirigentes de la Orden —
incluyendo al propio Tlacaélel—
opinaban que si bien le sobraban valor e
inteligencia, estaba aún muy lejos de
poseer la elevada espiritualidad que se
requería para ostentar tan alta distinción.
<<
[28]
Estas fiestas duraban diez días y
concluían en fecha equivalente al 24 de
junio del actual calendario. El objetivo
fundamental de las mismas era el de
subrayar la transcendencia del solsticio
de verano. <<
[29]
Tlazoltcotl: «Diosa del pecado o de
la basura», «comedera de inmundicias».
Se le representaba en los códices con el
cuerpo pintado de amarillo. <<
[30]
A la llegada de los españoles los
comerciantes aztecas («pochtecas»)
habían adquirido ya una preeminente
posición dentro de la sociedad tenochca,
pues su figura se aproximaba en buena
medida al prototipo de «sacerdote
militar» que constituía el ideal de esta
sociedad: los comerciantes destacaban
por su religiosidad, sabían convertirse
en diestros guerreros cuando la ocasión
lo requería, y proporcionaban a las
Autoridades Imperiales la mayor parte
de la información que éstas necesitaban
de las poblaciones que proyectaban
conquistar. <<
[31]
«Aguas divinas sin fin». <<
[32]
Como se recordará por lo relatado
en el Capítulo Primero de esta obra, Ce
Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, Emperador
Tolteca y Portador del Emblema de la
Deidad del mismo nombre, tras de su
derrota y expulsión de Tula inició en
unión de sus partidarios una larga
marcha hacia el sureste. Al pasar por la
ciudad de Chololan, vencido por la
frustrante
desesperación
que
le
dominaba, se despojó del Caracol
Sagrado arrojándolo al suelo y
rompiéndolo en dos pedazos. A partir de
entonces el venerado emblema había
quedado dividido en dos partes: una de
ellas permaneció en Chololan y era
portada por el Sumo Sacerdote de la
Hermandad Blanca de Quetzalcóatl, la
otra mitad había sido llevada por el
propio Ce Acatl Topiltzin hasta Uxmal y
entregada al más elevado representante
del sacerdocio maya. <<
[33]
El sol, o más exactamente las fuerzas
cósmicas que éste representa. <<
[34]
El diálogo en náhuatl relativo a este
episodio —que al igual que el relato de
todas las acciones de Tlacaélel ha sido
conservado fidedignamente por la
tradición oral— deja ver muy
claramente que el Azteca entre los
Aztecas hace un juego de palabras con
el término «mariposillas» (papalototon)
utilizándolo con un doble sentido, o sea
dándole la acepción popular que lo
empleaba para designar a las mujeres de
la llamada vida fácil.
La anécdota en cuestión resulta
particularmente interesante, pues es la
única que nos revela a un Tlacaélel
dotado de sentido del humor, sin que
desde luego nos sea posible dilucidar, a
través de este solo hecho, si dicha
característica formaba realmente, parte
de su personalidad, o si lo ocurrido fue
tan sólo un episodio aislado, que tuvo
lugar en una época en que el forjador del
Imperio Azteca tenía ya una edad muy
avanzada. <<
[35]
Centeotl: anciano sacerdote de
Chololan de quien Tlacaélel recibiera la
mitad del Caracol Sagrado de la cual
era depositario. (Ver Cap. I de esta
obra). <<
[36]
Kukulkán: nombre dado por los
mayas a Quetzalcóatl. <<
[37]
En otras palabras, lo que Na Puc Tun
afirmaba era que se iba a operar un
cambio en las energías cósmicas
predominantes en Me-xíhc-co, y que las
provenientes de la unión del Sol y
Venus, prevalecerían sobre las que
conjuntamente irradiaban el Sol y Marte.
<<
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