Aportaciones del toreo caballeresco al toreo moderno

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Ensayo
APORTACIONES DEL TOREO
CABALLERESCO AL TOREO
MODERNO
José Aledón
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Ensayo
Cuando se habla de la aportación del
toreo caballeresco al moderno siempre e
invariablemente pensamos en la suerte de
varas, viendo en ella un desvaído vestigio
del aristocrático toreo ecuestre. No
estamos seguros de que ello sea tan cierto
como cree la mayoría, pues si bien es
innegable que el picador es el único torero
que ejerce su oficio a caballo – cuando nos
referimos, claro es, a la corrida de toros
convencional - , a poco que investiguemos
en qué consistía el toreo a caballo
practicado entre los siglos XVI y primer
tercio del XVIII, nos percataremos del gran
trecho que hay entre ambos hechos
tauromáquicos.
No vamos, sin embargo, a centrar esta exposición en las suertes y
lances de ayer y de hoy con fines comparativos. Ello sería cosa de unos pocos
– muy pocos minutos -, ya que en lo externo no hay mucho que comparar,
pues jamás un caballero hubiera expuesto su cabalgadura a la sañuda
embestida de un toro encelado, como ocurría generalmente al ejecutar la
suerte con vara de detener, tal y como ningún rejoneador digno de ese
nombre lo ha hecho nunca desde que D. Antonio Cañero reinventara el toreo
a caballo español allá por los años veinte del pasado siglo.
No. Tal y como trataremos de demostrar a lo largo de este ensayo, lo
que el toreo caballeresco ha aportado al toreo a pie desde que éste tomara
forma en el siglo XVIII, ha sido algo intangible pero valiosísimo, algo que
ennobleció lo que de ruda brega y cruda carnicería tenía ese primitivo toreo y
que, depurado por más de dos siglos de práctica, constituye hoy algo tan
artístico como arriesgado.
Ese algo intangible, que no invisible, es el honor, el punto de honor o
pundonor o, dicho más castizamente, la vergüenza torera. Es lo que distingue
al torero de todo aquel otro profesional que ejerce actividades de riesgo.
Para hacernos una idea cabal de lo que esto significa, será muy
conveniente conocer la forma de pensar, y por tanto de vivir, de los otrora
exclusivistas del derecho al honor: los nobles, y más particularmente, los
caballeros, es decir, de aquellos hombres que hacían del ejercicio de las
armas su principal razón de ser.
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Sin necesidad de remitirnos a la antigüedad clásica, sino más bien
tomando el punto de partida en el siglo XII, tiempo en que se crean en
España las primeras Ordenes de Caballería, sus miembros trataron de vivir y,
sobre todo, de morir, ajustados a un severo código de honor que les confería
una distinción proporcional a su rigurosa aplicación. Para que ello pudiera
darse era imprescindible poseer una rara y preciosa cualidad moral: valor.
Según el historiador francés Georges Duby “La clave del sistema de
valores aristocrático era, sin duda lo que en los textos redactados en latín en
el siglo XII se llama la probitas, la cualidad de probo, esa valentía de cuerpo y
de alma que conduce a su vez a la proeza y a la generosidad. Todo el mundo
estaba persuadido de que esa cualidad principal se transmitía por la sangre”1.
Es frecuentísima, en la documentación relativa a la nobleza, la
vinculación de la virtud y la honra a la sangre y la herencia, siendo la virtud
nobiliaria un compuesto de: lealtad, bondad, magnanimidad, magnificencia,
fortaleza, justicia, sabiduría, osadía y vergüenza.
“La magnanimidad - leemos en un documento de fines del siglo XVI
citado por el historiador Adolfo Carrasco Martínez – vive en los nobles por
tener aquellos grandeza de ánimo que nunca les falta para emprender
grandes actos y cualquier cosa que buena y honesta sea…Fortaleza siempre
en los nobles permaneció, llevando por fin principal a la virtud, esforzándose
con la discreción, considerando los fines, principios y medios, resistiendo el
ímpetu de la ira con el aditamento en que no cause vileza.
Los nobles son osados y fuertes, hacen obras y hechos heroicos, no
temen la muerte por recibir fama perpetua…
La vergüenza ha sido y es hermana de la nobleza que a los nobles es
dada para que, acordándose de la lealtad que en su linaje sucederá,
permanezca en todo género de virtud”2.
Esto se ve reflejado en las Constituciones fundacionales de la Ilustre
(luego Real) Maestranza de Caballería de Valencia de 1697, donde se lee:
“La presunción del valor está siempre a favor de la Nobleza, que es lo
mismo que llevarle autorizado en su ser…” y “y si esto [el coraje] milita en
los corazones de todos, en los corazones de los Nobles, donde es más pura la
sangre, ¿qué no hará?, siendo indubitable que el valor no está en los brazos,
sino en las venas.”
1
2
Duby, G. El caballero, la mujer y el cura. Madrid, 1982, p. 35.
BN, Mss. 11458, ff .7r-8r., citado en Sangre, honor y privilegio, pp. 124 -125.
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De lo anterior se deduce que el valor, la valentía, la osadía y el
desprecio de la vida es algo consustancial a la condición de noble, todo ello en
aras del buen nombre y de la fama, aunque sea ésta póstuma.
Esa era la educación que el niño nacido en el seno de una familia noble
recibía, remontándose tales valores a los orígenes de las Ordenes de
Caballería, compendiándose bien en estas palabras atribuidas al caballero y
trovador medieval Bertrand de Born:
“Me seduce también el buen señor que es el primero en el
ataque con un caballo armado, y se muestra sin miedo, porque excita a los
suyos con su valerosa pujanza… porque ningún hombre es apreciado si no ha
recibido y dado muchos golpes… Ningún hombre de alta prez tendrá otro
pensamiento que el de cortar cabezas y brazos, porque vale más morir que
vivir vencido…”3
Vemos que el eje de la vida del caballero es la fama basada en la virtud,
y ya hemos vista también lo que ésta es para el noble (“no temen la muerte
por recibir fama perpetua…”), todo lo cual entronca con el honor y su código,
perfectamente definido en las Siete Partidas:
“Honor es loor, reverencia y consideración que el hombre gana por su
virtud o buenos hechos. Más aunque la honra se gana por actos propios,
depende de actos ajenos, de la estimación y fama que otorgan los demás. Así
es que se pierde igualmente por actos ajenos, cuando cualquiera retira su
consideración y respeto a otro y la deshonra es a par de muerte. El infamado,
aunque no haya culpa, muerto es cuanto a bien y a la honra de este mundo”.4
“Oh, - leemos en el “Guzmán de Alfarache” – lo que carga el peso de la
honra… ¡A cuánto está obligado el desventurado que de ella hubiere de
usar…!,¡qué trabajosa es de ganar!, ¡qué dificultosa es de conservar!, ¡qué
peligrosa de traer! y ¡cuán fácil de perder por la común estimación!”.
El honor…, la honra…, la auténtica razón de ser del caballero. Nada ni
nadie debía empañarla sin pagarlo. Época hubo – el siglo XVII – en que el
concepto del honor estuvo tan hipertrofiado que la vida – breve en muchos
casos – del caballero era una sarta casi continua de desafíos y duelos.
Tal fue el caso de la pendencia entre el conde de Salazar y don
Jerónimo del Pozo, conde también además de caballero de la Orden de
Santiago, por ciertas descortesías, según se lee en una relación de sucesos
3
Cantú, C. Las Órdenes de los Caballeros. p 138.
Las Siete Partidas. Libro II, título XIII, ley IV. Citado por M. Defourneaux en “La España del Siglo de Oro”.
Barcelona, 1983, p. 32.
4
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acaecidos en Madrid en 1636 y 1637: “Fue su principio el regatear el conde
de Salazar de dar señoría a don Jerónimo como a título de Italia, y don
Jerónimo, juzgándose agraviado le había tratado de merced, y topándole en
la calle Mayor se hacía duro de la gorra, y habiéndose topado en este dicho
día en unas galerías bajas, o digamos soportales, del Buen Retiro, por donde
se va al cuarto del señor Conde Duque, el de Salazar se quitó el sombrero
ante don Jerónimo y don Jerónimo pasó de largo sin quitar el suyo, de lo cual
indignado Salazar vino por detrás, quitó el sombrero a don Jerónimo y le dio
con él un sombrerazo en la cara. En un instante empuñaron entrambos sus
espadas, pero atravesándose los circunstantes no dieron lugar a que las
desenvainaran y que la riña pasase adelante, diciendo a voces que mirasen lo
que hacían porque estaban dentro de palacio”5.
No obstante esa mediación, se desafiaron a batirse en duelo dos días
después.
Unos años más tarde y, curiosamente por cuestiones taurinas, tuvo
lugar un episodio sonado entre grandes títulos de Castilla, tomando parte
incluso la corona en su desenlace. Así lo narra otro documento citado por el
mencionado Carrasco Martínez:
“Con motivo de la fiesta de toros que el duque de Osuna tubo la
semana pasada en un lugar suyo que llaman Pinto (que se halla a quatro
leguas de la corte y villa de Madrid), picaron de vara larga diferentes
cavalleros, assí vecinos de esta corte como de Andalucía, todos muy
diestramente.
El dia 14 del corriente mes, bolbió a tener otra fiesta semejante en el
propio lugar, y a la noche siguiente, estando en la conversación y tertulia
de cassa del conde [de] Montixo, se trabó de palabras el de Lemos con el
marqués de Tenebrón sobre el modo de torear. Los metieron en paz los
que se hallaban presentes, pero sin embargo el referido marqués de
Tenebrón, no sintiéndose desagrabiado, embió un papel de desafío por
medio y mano del marqués de Almarza al conde de Lemos. Este le aceptó
y salieron al campo en el dia siguiente por la mañana.
De una parte: el marqués de Tenebrón, el marqués de Almarza, el
conde de Amayuelas, don Juan de Velasco, vecino de Sevilla, el marqués
de Ontiveros, vecino de Córdoba.
Y de la otra parte: el conde de Lemos, el duque del Ynfantado, D.
Manuel de Silva, el marqués de Alconcher, D. Joseph de La Hoz.
5
Rodríguez Villa, A. La Corte y Monarquía de España. Madrid, 1886, pp. 92-93.
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En la pendencia riñó: el marqués de Tenebrón con el conde de Lemos;
el de Almarza con el de Alconcher; el conde de Amayuelas con el del
Ynfantado; don Juan de Velasco con D. Joseph de la Hoz, el marqués de
Ontiveros con don Manuel de Silva.
Heridos de la parte del de Tenebrón: dicho marqués de Tenebrón fue
herido en una mano. El de Almarza en una mano. Y don Juan de Velasco
en un brazo.
Del vando del conde de Lemos: Este fue herido en el pecho. El duque
del Ynfantado también en el pecho. Y el marqués de Alconcher en un brazo
y una cuchillada en la cabeza.
Y sin embargo que en virtud de orden del Presidente del Consejo de
Castilla concurrieron dos alcaldes de corte para estorbar el que riñesen, no
lo pudieron conseguir, y a no haber llegado el conde de Montixo se
hubieran hecho pedazos.
Los de la parte del marqués de Tenebrón se hallan refugiados en el
convento de San Juan de Dios.
Y los del vando del conde de Lemos cada uno está en su cassa.
El rey ha mandado que estos últimos se mantengan y subsistan presos
en dichas sus cassas, y que los de la facción del marqués de Tenebrón se
presenten en la cárcel de corte, so pena de confiscación de vienes, y que
de esta causa no conozca el Consexo de Ordenes, aunque todos son del
hávito, porque Su Majestad se la avoca a sí mismo”6
A pesar de lo visto, para el caballero, la quintaesencia del desafío era
vencerse a sí mismo, es decir, mostrar una altiva imperturbabilidad ante la
adversidad o la fortuna. Ello era algo privativo de los mejores, siendo
proverbial la impasibilidad de Felipe II ante la noticia del fracaso de la
Armada contra Inglaterra o la generosa actitud del general Ambrosio de
Spínola ante, según Calderón (atribuye a Spínola estas palabras: “Justino, yo
las recibo [las llaves], y conozco que valiente sois, que el valor del vencido
hace famoso al que vence. Y en el nombre de Felipe IV, que por siglos reine,
con mas victorias que nunca, tan dichoso, como siempre, tomo aquesta
posición”) y, más tarde Velázquez (interpretaciones libres ambas), un vencido
Justino de Nassau que entrega las llaves de la conquistada ciudad de Breda y
6
“Desafío que hubo entre grandes de España y otros cavalleros y sus resultas. En Pinto, 25 de junio de
1648”. Copia del siglo XVIII. BN, Mss 12930/23.Citado en Sangre, honor y privilegio, pp. 193-194.
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hace ademán de arrodillarse, lo cual es impedido por Spínola que pone una
mano sobre su hombro y le impide humillarse.
Tener todo esto en cuenta es muy importante para interpretar
correctamente el siglo XVII español, también Siglo de Oro del toreo ecuestre.
Antes de adentrarnos en la naturaleza del toreo caballeresco y su legado al
toreo a pie no estará de más recordar la composición del estamento
nobiliario, verdadero microcosmos con mil y una facetas.
Así, en la cumbre, y haciendo abstracción de la Casa Real, hallamos al
DUQUE, el siguiente, en orden descendente, es el MARQUÉS, seguido del
CONDE, del VIZCONDE y del BARÓN. Esta es la llamada nobleza titulada, le
sigue la nobleza no titulada, compuesta por el HIDALGO castellano y sus
equivalentes en los otros reinos hispánicos como es el caso de los “homens de
paratge” en Cataluña, los “ciutadans honrats” en Valencia, los “fidalgos” en
Galicia y los “infanzones” en Aragón.
Dentro de la nobleza titulada encontramos a los Grandes de España,
categoría establecida por Carlos I en 1520, y que autorizaba a su portador a
cubrirse ante el rey y a recibir por parte de éste el tratamiento de primo.
LOS CABALLEROS
En un principio los caballeros no pertenecían a la nobleza de la sangre.
Eran hombres libres que poseían fortuna suficiente como para sostener por sí
mismos cierto número de caballos en tiempo de guerra y que por sus
servicios obtenían prerrogativas semejantes a las de la pequeña nobleza.
Con el tiempo, fue condición indispensable ser noble para acceder a la
Caballería.
Desde la creación de las Órdenes de Caballería españolas, la práctica
totalidad de los caballeros profesaban en alguna de ellas.
Es interesante notar que hacia fines del siglo XVI la aristocracia española
era la más numerosa de la Europa Occidental, llegando a sumar el 10% de la
población, mientras que en otras sociedades apenas suponía un 2 o un 3%7.
LAS REALES MAESTRANZAS
7
Haliczer, S. Inquisición y sociedad en el Reino de Valencia. Valencia, 1993, p. 175
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En el siglo XVII se crean la
mayoría
de
las
Ilustres
(después Reales) Maestranzas
de Caballería: Sevilla en 1670;
Granada en 1686 y Valencia
en 1697. La de Ronda fue
fundada en 1572 y la de
Zaragoza en 1819.
Es a partir de la muerte de
Felipe II en 1598 cuando la
aristocracia
española,
en
especial
la
castellana,
manifiesta
un
especial
protagonismo en la dirección
de los asuntos del Estado.
Un dato revelador y significativo para entender la sociedad de ese tiempo
es la extinción de los últimos vestigios de islamismo en España, materializada
en la expulsión de los moriscos en 1609, lo cual, unido a una progresiva
depresión económica no hace más que acentuar las, desde siempre, notables
diferencias sociales. Paradójicamente, cuanto peor se está más afán hay de
aparentar, cuando menor actividad económica hay, más ostentación y
formalismo observamos en la clase dominante.
Hemos visto pues, sumariamente, cómo pensaba y vivía ese 10% de la
población española del siglo XVII y en particular su más conocido y asequible
representante: el caballero. Su divisa era la honra cimentada en la fama y
ésta en el valor.
¿Cómo era considerado ese restante 90% de españoles por aquella
desdeñosa y excluyente aristocracia?, pues como una masa tan inútil como
cruel, pudiéndose citar multitud de ejemplos de tal consideración en autores
de origen aristocrático que, aunque extranjeros, compartían esos prejuicios
de clase. Tal es el caso de Philippe de la Clyte (1447-1511), señor de
Commynes, autor de unas “Memorias” en las que se leen pasajes como:
“Los arqueros se han convertido en la cosa más soberana del
mundo para las batallas, pero hay que tranquilizarles con la presencia
cercana de una gran cantidad de nobles y caballeros así como darles vino
antes del combate a fin de cegarles frente al peligro” 8.
8
Commynes. Mèmoires. Calmette, Paris, vol. I, pp. 23-16.
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El también francés Jean de la Bruyère (1645-1696) escribe que el soldado,
procedente del pueblo “no se siente conocido; muere oscuro y perdido en la
multitud; vivía de todos modos, en verdad, pero vivía, y esa es una de las
fuentes de la falta de valor, en condiciones bajas y serviles”.
Tanto la novela como el teatro del Siglo de Oro ponen de manifiesto la
incompatibilidad entre estos dos mundos: el de la valentía – siempre
individual – del noble y el del miedo – colectivo – del pueblo. Así lo manifiesta
el mismo Cervantes cuando pone en boca de Don Quijote poco antes de
disponerse a una acción, respondiendo a unas realistas palabras de Sancho:
“El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas, porque
uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos… y si es que tanto temes,
retírate a una parte y déjame solo; que solo basto a dar la victoria a la parte
a quien yo diere mi ayuda”9
Esta forma de pensar es ciertamente antigua, pudiéndose encontrar en
Virgilio cuando escribe en su Eneida: “El miedo es la prueba de bajo
nacimiento”10.
Será solo a partir de los postulados impuestos por la Revolución Francesa
que el plebeyo se sienta con fuerzas para reclamar su derecho al valor.
Ya hemos visto cómo se veía a sí misma la antigua nobleza, así como qué
concepto tenía del plebeyo y su valor.
Veamos ahora cómo toreaban aquellos caballeros y que legado recibieron
de éstos los primeros lidiadores de a pie profesionales una vez se hicieron
cargo de la fiesta de toros. Respecto a lo primero, nada mejor que recurrir a
los escritos que, en forma de breves tratados, generalmente titulados
“Advertencias”, “Obligaciones” o “Discursos” sobre la “caballería de torear”,
salieron de la mano de D. Luis de Trejo, D. Pedro de Alcántara y D. Pedro
Mesía. Todos ellos experimentados toreadores.
Ya en la introducción a sus “Advertencias y obligaciones para torear con el
rejón” (1639) dice D. Luis de Trejo: “El eficaz deseo que me mueve es el de
que en actos públicos salgan airosos los que nacieron con obligaciones de
hacer siempre obras dignas de alabanza”, añadiendo que el toreo es “cosa
que jamás tuvo por ardua o dificultosa el español que nació noble, o cuando
se rindió al vil temor o no despreció los peligros y venció los que otros
juzgaban por invencibles”.
Ello lo traslada D. Luis al terreno práctico como sigue:
9
El Quijote, I, cap. 18.
Eneida, IV, 13.
10
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• “Cuando el toro venga acometiendo, sacará [el caballero] el rejón
y el brazo tendido casi derecho, se irá cara a cara”.
• “Cuando se fuere a poner el rejón no se ha de hacer movimiento
hacia abajo, sino lo suficiente, y que baste para asentársele, ni ha
de levantar mucho la mano, porque con lo primero será fácil errarle
y con lo segundo herirle más allá de los brazuelos y de este modo
no es suerte (aunque se mate al toro) si no queda el asta desde la
nuca al brazuelo”. ESTO SERÍA HERIR A TORO PASADO.
• “La tercera [razón para sacar la espada] cuando se le caiga algo de
lo que lleva de su arreo y embiste con ello el toro, o se lo quita con
algún encuentro o cornada…porque un caballero no ha de consentir
que, por fuerza, o sin gusto suyo le quiten una cinta…” AQUÍ SE
TRATA AL TORO COMO A UN IGUAL, COMO A UN DIGNO
CONTRINCANTE EN UN DUELO.
• “Porque no por no cobrar la espada [caída] ha de hacer cosa en
que parezca huye del toro, porque en ninguna ocasión ha de sacar
los pies el caballero apartándose de él, aunque se halle sin género
de armas…” y “en los lances donde se atraviesa el pundonor, no le
hay tan apretado que deba rehusarse”.
De esta manera se pronuncia D. Pedro de Cárdenas:
• “Se cumplirá con todo lo riguroso de este duelo [el torear]”.
• “Habiendo entrado el toro al caballero, y extrañándole y no
acometiéndole, no tiene obligación de volverle a buscar, pero si
estando en su puesto o paseando el toro fuera por donde estuviere,
le saldrá a recibir, y no queriéndole le dejará pasar, quedándose en
el puesto o prosiguiendo su paseo”. PROBABLE ORIGEN DE LA
SUERTE “DE RECIBIR”. Si el toro no acudía NO HABÍA QUE
BUSCARLE, era desjarretado.
• “Dada la lanzada y quebrada el asta, quedando el hierro dentro del
cuerpo del toro sin haber caído [el caballero] del caballo, debe
descubrir con presteza los ojos del caballo, y hallándole al toro
cerca, está obligado a rehacer la suerte con la espada, en caso de
que el toro esté vigoroso y con fuerzas para poder ofender, porque
si está rendido y postrado no corre obligación”.
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• “En este riguroso duelo de Caballería…no la ha de sacar [la
espada] sino a tiempo que el toro le embista porque si bien no es
acertado el prevenirse antes de lo necesario, indica toda prevención
sin tiempo temor”.
• “Después de haberle sacado [el toro] el rejón de la mano, tiene [el
caballero] la obligación de apearse y chocar a pie con el toro, pero
si se fuere del puesto en el intermedio que se apeó, no está
obligado a seguirle, porque no sustentándole el enemigo el puesto
se presupone que huye y es grandeza de ánimo dejarle y queda
satisfecho”.
• “Suele suceder de una cornada caérsele el caballo muerto al
caballero, esté advertido que ha de sustentar el puesto hasta que le
traigan caballo, que no ha de salir de la plaza a pie [aquí se ve la
unidad indisoluble de caballo y jinete en el toreo caballeresco,
igualándose ambos elementos con el toro (el caballo es fuerte y
veloz pero INERME, siendo el caballero el que aporta las armas)] ni
arrimarse a tablado”.
• “Y si acaso entran dos caballeros de camarada y el uno rodare y de
la caída no estuviere para volver a entrar en la plaza, o el toro le
hubiere dado una cornada, saldrá con su amigo hasta la puerta y se
volverá a la plaza, aunque vaya muerto [el amigo] porque no hay
cosa que obligue a dejar de proseguir una acción pública”.
Y D. Pedro Mesía remata la faena manifestando las oportunidades que hay
que dar al contrincante:
Censura el “entrar el caballero en la boca del toril, junto a su
misma puerta, entre aquella poca cavidad de los tablados cuando el toro
sale de la jaula, es sin intención, aún no está provocado, pasa por el
caballo sin reparar en él mas de como estorbo… no hay tiempo sin
tiempo, en este caso no lo tiene el toro para reconocer; luego ha de
faltarle para ofender” HAY QUE CITAR; HAY QUE DEJARSE VER.
•
• La
cosa cambia cuando el contrario (el toro) se comporta
“traidoramente”: “Cuando sucede que el toro hiere al caballo cogiéndolo
descuidado o por otro accidente en que se hallare el caballero
desprevenido, entonces sí se debe sacar la espada; porque aquello parece
traición del toro y obrando cuando no estaba provocado”. AQUÍ
OBSERVAMOS REGLAS PROPIAS DE UN RIGUROSO DUELO (no se debe
ofender sin provocación previa, o sea: rigurosa acción – reacción, de ahí
que el VOLAPIÉ no fuera en un principio ni considerado como suerte).
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• “Los pasos que diere [el caballero] una vez adelante nunca los vuelva
atrás: aunque el toro esté lejos, consérvese el lugar que fuere tomado”.
NO HAY QUE ENMENDARSE.
Estas son algunas de las reglas y “advertencias” que debe observar el
joven toreador si quiere ser considerado digno de pertenecer a la Caballería.
Veamos ahora de qué manera estas pautas y comportamientos propios
de la “grandeza de ánimo” del caballero afectaron al torero, su sucesor en los
cosos.
En primer lugar será interesante constatar la diferencia entre el
TOREADOR y el TORERO:
El Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española de 1739
define así al toreador: “Aplícase regularmente al que lidia toros a caballo a
distinción del torero” y a éste: “El que por oficio o precio torea de a pie en las
plazas”.
Es muy importante la diferencia, pues mientras nada se dice respecto a
si el toreador practica mucho o poco el toreo y eso SIEMPRE A CABALLO,
tampoco hay datos en lo relativo a su remuneración, lo que hace suponer que
no la había.
Cuando describe al torero lo primero que se lee es que POR OFICIO o
POR PRECIO torea A PIE”, dos particularidades que deprecian por sí mismas
cualquier actividad para una mentalidad del Antiguo Régimen.
Una particularidad muy importante es que, no gustando Felipe V
fiestas de toros, a poco de comenzar a reinar en España (noviembre de
prohibió las corridas de toros en la Corte, durando tal prohibición
1725.11 Ello afectó mucho a la ya languideciente práctica del
caballeresco.
de las
1700)
hasta
toreo
Otro aspecto a tener en cuenta es que desde el siglo XVII hay dos tipos
de toreo ecuestre: el rejoneo, reservado a los caballeros y el picar de vara
larga, a cargo, al menos profesionalmente, de los picadores o domadores de
caballos y vaqueros. Así lo manifiesta Daza en fecha tan tardía como 1778:
“Por las razones expuestas, se hace inconcusa la prerrogativa de
nobleza en el arte; y esto no lo han revocado los reyes españoles, sí que la
mantienen y hacen observar en las fiestas reales, no permitiendo a otros, en
lo del garrochón, que a los tenidos por nobles. Y se hace reparable que la
11
Montero Agüera, I. Origen y evolución de los trebejos utilizados en tauromaquia. Córdoba, 1995. p. 67
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prerrogativa no se extienda a más que a lo del rejón, siendo así que Julio
César no salió a quebrarlos sino a alancear; que fue la misma cosa que ahora
nuestra vara larga, que NECESITA DE MAS DESTREZA, ROBUSTEZ Y
VALENTÍA QUE LA QUE NECESITA EL GARROCHON; y por eso es de más
gusto y acreedora a la distinción, no teniendo los que la ejerzan impeditivo
natural o bastardo… que de un modo y otro todo es torear con distinción de
los de a pie”12.
Fundamental en la historia del toreo caballeresco ha sido el practicarlo
como mero deporte, pues de todos era conocida la infamia que traía
aparejado el percibir dinero por torear.
Así lo leemos en fecha tan tardía como 178113: “Aunque es cierto que
nuestro Derecho a nadie infama, ni tiene por infamado sino por delito propio,
cierto o presumible, hay algún otro ejercicio infame por causa de tal
presunción; entre los pocos que se hallan en las leyes, son estos los mas
notables y casi únicos: el de lidiar con las bestias bravas o unos con otros por
precio “Ca, dice la ley, estos tales pues que sus cuerpos aventuran por
dineros en esta manera; bien se entiende que harían ligeramente otras
maldades por ellos”.14 Junto al oficio de torero, hallamos los de TABERNERA y
VERDUGO.
Era pues vil e infame el oficio de torero en época tan consolidada ya del
toreo a pie como es 1778, época de “Costillares”, Pedro Romero y Jose
“Hillo”.
Bien, pues esos y otros muchos hombres no tan conocidos e incluso
totalmente olvidados, surgidos en su mayoría de los estratos más bajos de la
sociedad, plebeyos por los cuatro costados, se miran en el espejo nobiliario y
transfunden a su OFICIO, a su lucha pedestre con el toro, los más altos
principios de la ética guerrera, ya obsoletos incluso en los hechos de armas
de su tiempo.
Y, empiezan a hacerlo en lo más superficial y visible: su atuendo.
Nadie mejor que Nicolás Fernández de Moratín, autor de la célebre
“Carta Histórica sobre el origen y progreso de las Fiestas de Toros en
España”, para mostrarnos ese particular:
“Por este tiempo [1726] comienza a sobresalir a pie Francisco Romero
el de Ronda, que fue de los primeros que perfeccionaron este Arte, usando de
12
Daza, J. Precisos manejos y progresos del arte del toreo. Sevilla, 1999, t. I, p. 34.
Perez y López, A.X. La honra y deshonra legal. Madrid, 1781, p. 159.
14
Las Siete Partidas. Partida Séptima, Ley 4, tit. 6.
13
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la muletilla, esperando al toro cara a cara y a pie firme
y
matándole
cuerpo a cuerpo y era esto una cierta ceremonia, que el que esto hacía
llevaba calzón y coleto de ante, correón ceñido y mangas atacadas
[acolchadas] de terciopelo negro para resistir las cornadas”.
Todo eso constituía una novedad, envuelta en una “cierta ceremonia”
como gráficamente manifiesta Fernández de Moratín, pues hasta la segunda
década del siglo XVIII los toros eran muertos por los plebeyos de la siguiente
manera: “tocaban a desjarrete, a cuyo son los de a pie (que entonces no
había toreros de oficio) sacaban las espadas y todos a una acometían al toro
acompañados de perros, y unos le desjarretaban y otros le remataban con
chuzos y a pinchazos con el estoque corriendo y de pasada, sin esperarle, sin
habilidad”.
Y
concluye nuestro
autor
apostillando:
“Hoy
[1776] que los diestros ni
aún las imaginan posibles
[las cornadas] visten de
tafetán [seda] fundando la
defensa no en la resistencia
sino en la destreza y
agilidad”.
No puede ser más
aclaratorio el relato de
Fernández
de
Moratín
respecto a la génesis de la
profesión de matador de
toros:
Esos “calzón y coleto de ante, correón ceñido y mangas atacadas” del
primero de los Romero, prendas propias de un oficio especializado, indican
que se ha asumido totalmente la profesionalización del acto de matar toros,
incluyendo su fortísima carga de vileza.
Podían, Romero y sus colegas, haberse instalado consecuentemente en
una práctica más cómoda de su especialidad, sin embargo, vemos todo lo
contrario, es decir, incorporan – sin que nadie se lo pida y sin estar obligados
por su nacimiento - una ética totalmente caballeresca a su infamada
actividad:
• Se pasa de una muerte MULTITUDINARIA, previo desjarrete de la res y
con el auxilio de perros de presa, es decir, la más viva representación del
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miedo vil (no censurable en los plebeyos) a un enfrentamiento “cara a
cara” y “a pie firme”, o sea, sin enmendarse. Todo ello hecho sin prisas y
gustándose (“era esto una cierta ceremonia”).
Ese es un mérito que transmitirá Francisco Romero a sus
descendientes, siendo Pedro, el que más de medio siglo después – y vistiendo
de tafetán – llegue a ostentar el cetro de la torería, distinguiéndose por una
nobleza y austeridad en los ruedos que lo hicieron mítico ya en su tiempo.
Fue precisamente el genial Joaquín Rodríguez “Costillares” quien, a
parte de importantísimas innovaciones en la lidia: jefatura de la cuadrilla, la
verónica, el volapié, etc., sustituyó la funcional ropa de trabajo del matador
de toros por el traje de calle de la época, eso sí, algo más adornado y con la
adición de faja de seda, símbolo de jerarquía, autoridad, gobierno, orden y
respeto. Con esta “democratizadora” innovación eliminó la apariencia de oficio
que tenía el ya consolidado toreo a pie, ennobleciéndolo “de hecho” aunque
no lo fuera “de derecho”.
El hecho de que introdujera el modo de estoquear a “volapié” o “vuela
pies”, como también se le llamó, infringiendo la ética caballeresca introducida
por Francisco Romero (citar a recibir, a pie firme), más tiene que ver con su
respeto por el contrincante vencido (ahorrándole el repugnante desjarrete),
que por deseos de evitar riesgos o deslucimiento.
Hay que decir, en honor a la verdad, que incluso a estos colosos de la
Tauromaquia, otro importante personaje de la misma y contemporáneo suyo,
el citado varilarguero andaluz José Daza, les afea ciertas prácticas por poco
éticas, He aquí algunas de esas censuras:
“Francisco el Romanero, que de éste se decía el arrogante proverbio “A
toro que no parte, partirle”, que así lo decía y hacía; pero no como suele
hacerse ahora por los modernos de la fama, después de tener despatarrados
a los toros, de pasa y más pasa con la muleta”15
“Y ni uno [Melchor Calderón] ni otro [José Cándido] usaron [al matar]
las retrecherías que se han visto y se ven en otros que les dicen de fama, de
pasar y más repasar con la muleta al toro hasta dejarlo sin poder moverse, y
entonces, con alevosía le embisten [volapié] y matan, dejándole la espada
dentro del cuerpo al que no puede defenderse por estropeado y celebran esta
tal traición los apasionados, queriendo superar estas habilidades de raposas a
las de aquellos inimitados famosos… Persuádome que si Pedro Romero los
hubiera visto, y andado algún tiempo en compañía de Melchor y Cándido,
aprendería de ellos lo que ahora no sabe y sería otro tal sin diferencia, pues
15
Daza, J. Precisos Manejos. Sevilla, 1999, t. I, p. 118.
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en lo de la espada está muy diestro y arrogante. Y también les importaría
mucho el haberlo logrado a Joaquín Costillares y Joseph Hillo, que según el
voto de los inteligentes, están en balanzas con el Pedro Romero, aunque éste
les excede en poder” 16
Estas censuras no han cesado de hacerse a lo largo de la historia de la
Tauromaquia, hallándolas un siglo y pico más tarde (1914): “Pero, ¿y la
arrancada a matar por sorpresa, con visos de traición, sin sujetar la cabeza
del toro, casi sin liar?... Se comprenderá que un estoqueador de esas
cualidades [se refiere a Rafael Guerra “Guerrita”] no era el más a propósito
para despuntar en la suerte de recibir, basada en el desafío y en el herir
parando… A la estocada corriente de Rafael Guerra no le cuadra mejor crítica
que la que le dedicó “Frascuelo” en una conversación con “Lagartijo”: “Los
toros que nosotros hemos matado nos pedirán cuentas en el otro mundo,
porque nos conocen. Al Guerra los suyos no, porque no le han visto”.
A pesar de todo esto, si se me pregunta ¿Mataba el Guerra? Contestaré
sin titubear: absolutamente todo lo que le echaran por el chiquero, y en la
mayoría de las ocasiones, de la primera estocada. En su peculiar manera de
estoquear, que posteriormente sólo ha tenido a mi juicio un representante
que se le parezca en el menor de los Gallos [Joselito], entraba, no por mucho,
sino por casi todo, la astucia – las astucia unida a la ligereza y a la fuerza,
resuelve para el matador el problema de la invulnerabilidad”17.
FRANCISCO MONTES “PAQUIRO”
Las tímidas acciones emprendidas por los citados lidiadores de a pie
serán sintetizadas y superadas por la acción codificadora de Francisco Montes
“Paquiro”, inspirada y tutelada por Santos López Pelegrín “Abenamar”,
eminente político y periodista del primer tercio del siglo XIX, posiblemente el
verdadero autor de la “Tauromaquia Completa” firmada por Montes y
publicada en 1836.
Con el tándem “Paquiro” – “Abenamar”
se pasa página al toreo
influenciado por el Antiguo Régimen, manifestándose tal hecho tanto explícita
como implícitamente. Sirva de ejemplo del primer caso el siguiente pasaje
entresacado del “Discurso histórico apologético sobre las fiestas de toros” que
acompaña a la “Tauromaquia”:
“Florezcan en las capitales todos los monumentos que acrediten el
grado de perfección en que se hallan los conocimientos humanos, haya
academias y sociedades, conservatorios y museos, y tengan los sabios cuanto
16
17
Ibidem, t. I, pp.123-124.
Bleu, F. Antes y después del Guerra. Cincuenta años de toreo”. Madrid, 1983, pp. 316-317.
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conduzca a su perfección. La clase media en instrucción encuentre en la
escena las bellezas de la poesía, los encantos de la música y los graciosos
ademanes de Terpsícore; pero dejemos a la clase inferior un espectáculo
propio suyo, y no porque las demás gocen de todas las comodidades de la
vida olvidemos esta numerosa porción de la sociedad. Hay una clase de
fiestas muy a propósito para llenar todos sus deseos, que reúne los requisitos
que hemos visto deben tener sus pasatiempos, y cuyos atractivos son, por
otra parte, tan poderosos, que lejos de chocar con las ideas de las otras
clases de la sociedad, volarán todas a presenciarlas”.
Precisamente a poco de publicarse la citada “Tauromaquia”, se
promulgaba una nueva Constitución en 1837, en la que se reafirmaban los
principios liberales proclamados en la de 1812.
El liberalismo burgués, incluso en medio de una guerra fratricida (la I
Guerra Carlista) ha barrido definitivamente la antigua sociedad estamental,
hablándose ya abiertamente de las clases y sus antagonismos.
La antigua fiesta de toros ha devenido espectáculo mercantilizado,
cuidadosamente planificado por el Estado.
En la sociedad estamental el valor era una joya poseída y exhibida por
la nobleza, muy especialmente en esas fiestas taurinas, mientras que el
coraje y la bravura de la plebe era bisutería que no impresionaba a nadie.
Ahora habían cambiado radicalmente las tornas: la nobleza estaba en
todos los aspectos desvalorizada, siendo el ciudadano el depositario de todas
las virtudes, no avergonzándose ya de ejercer cualquier oficio.
Lo que la acerada pluma de “Abenamar” proclama lo ratifica
implícitamente “Paquiro” en los ruedos, diferenciando totalmente la
indumentaria profesional del torero de la del resto de la sociedad (en 1836
nadie, excepto algún anciano, viste ya calzón corto y chupa como en la época
de “Costillares”), recargándola además con machos, alamares y lentejuelas y
sustituyendo el común sombrero (de medio queso o de dos picos, igual da)
por la rústica a la vez que recargada montera, prenda que, como su nombre
indica, procedía del medio rural.
Es pues toda una declaración de principios la reforma indumentaria de
“Paquiro”. El torero es el nuevo héroe ciudadano, y su vestimenta especial,
refulgente y provocadora así lo manifiesta cada tarde de corrida.
Hay también otra rotunda afirmación: el antiguo varilarguero, torero
(que no toreador) montado que cuidaba con esmero sus caballos, desvaído
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vestigio del señor rejoneador, es absolutamente apartado de los ruedos,
ocupando su lugar un sumiso y, a veces, poco mañoso picador, que en la
mayor parte de los casos entrega a la primera embestida el caballo – símbolo
por antonomasia de la vieja y señorial tauromaquia - a los pitones del toro.
El control del toreo ha cambiado de manos, como ha cambiado el de la
sociedad, pero sigue conservando intacto algo heredado del viejo noble que
arriesgaba su vida por el buen nombre y la honra: el pundonor. A diferencia
de cualquier otro profesional, el ideal del torero es, y lo sigue siendo hasta
hoy, serlo dentro y fuera de la plaza.
Ese ideal es el que, en un tiempo tan marcado por el poder del dinero y
por un consumismo desbocado y absurdo como el nuestro, debe mantener a
todo trance el que hoy se vista de luces, proclamando, cuando pisa la arena y
también fuera de ella, que la vida, su vida y, por extensión, la de todos
aquellos que vamos a verle, nada vale si no se vive con caballerosidad y
equidad, en suma: con honor.
©José Aledón/taurologia.com
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