la revolución del reino de dios y la sociedad

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HELMUT GOLLWITZER
LA REVOLUCIÓN DEL REINO DE DIOS Y LA
SOCIEDAD
Die Revolution des Reiches Gottes und die Gesellschaft, del libro "Diskussion zur
Theologie der Revolution", Kaiser-Verlag, München (1969) 41-64 1
TESIS PRELIMINARES
Sobre la función del cristiano en la acción política
El motivo del cristiano para colaborar en la transformación del mundo es la misión
recibida de Cristo y la visión de un futuro cierto. Así, frente a las implicaciones y lo
largo del camino y frente a la incertidumbre de alcanzar la meta -que llevan a muchos a
la tentación de retirarse en el resignado "sálvese quien pueda" y en la piedad privada-, el
cristiano aporta al movimiento político la paciente constancia de una confianza no
dependiente del curso de los acontecimientos.
El cristiano aporta también algo a la doble posibilidad que surge del contraste,
subrayado por el movimiento humanista de transformar el mundo, entre la situación
presente a negar y el porvenir que nos estimula. Induciendo, en efecto, este contraste a
exclusivizar respecto al presente lo negativo, el cristiano dice que ya ahora ha de darse
al hombre una existencia mejor, buscando mejoras -aunque sean modestas- dentro de lo
actual; induciendo asimismo dicho contraste a perder de vista la meta tan grandiosa a
alcanzar -hecha así puro objeto de palabrería- y caer en un pragmatismo sin auténtico
futuro, el cristiano jamás se contenta con mejoras parciales sino que sigue impulsando
adelante en cualq uier etapa alcanzada, porque lo que espera es el prometido reino de
Dios.
Confesando además la pecaminosidad y egoísmo humanos y afirmando la inviolabilidad
de la persona y el amor a los enemigos, el cristiano tiene algo que decir a cuatro tipos de
tentación en los que todo movimiento político peligra incurrir. En efecto: frente a la
incesante tentación de ergotismo presuntuoso, la conciencia de que todo hombre es
pecador urge al cristiano a la autocrítica, a confesar las propias faltas y al
arrepentimiento; frente a la tentación de implantar -en nombre de lo humano- un nuevo
dominio del hombre sobre el hombre (en vez de reducir en lo posible este dominio), el
cristiano aporta -avisado de las tretas del egoísmo- la desconfianza ante los propios
motivos y la crítica incesante de cualquier posible forma de dominio; frente a la
tentación de justificar los medios por el fin, el cristiano recuerda -en virtud de la
exigencia de los mandamientos- que los medios malos pueden echar a perder el mejor
fin y, así, es muy escrupuloso con los métodos de violencia o de uso de la fuerza; en fin,
frente a la tentación de estigmatizar al adversario como demonio y proceder según el
esquema amigo-enemigo, el cristiano ve también en el enemigo a un hombre amado por
Cristo y, por ello, busca ofrecerle también a él un mejor camino, sabe que el odio jamás
aporta nada bueno, se preocupa por el adversario como hombre y es tolerante con el que
piensa distinto.
Todo movimiento político corre asimismo el gran riesgo de erigirse en absoluto,
pretendiendo la plena posesión de la verdad y exigiendo a los suyos una colaboración
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sin discusiones. Atento, en cambio, a la palabra de Dios -es decir, libre y crítico ante
toda palabra, liderazgo o programa humanos-, el cristiano sostiene y lucha por el respeto
de la libertad personal de conciencia y pide disposición a aceptar la posible verdad de la
parte contraria, para corrección propia.
Sobre el uso de la fuerza y la violencia
Llamamos uso de la fuerza o violencia a aquella acción por la que unos hombres
obligan a otros a algo que éstos no quieren, o los lastiman en su vida. En nuestro mundo
abunda semejante acción, y las posibilidades y medios a su alcance van en aumento. La
sociedad humana, en toda su historia, está y previsiblemente estará impregnada de una
tal violencia en la que todos tomamos de algún modo parte activa y pasiva. Y es para
impedir la destrucción de la vida por la fuerza y posibilitar la convivencia por lo que los
hombres han monopolizado el uso de la violencia, legislándolo en formas jurídicas
estatales. El uso de la fuerza es, pues, tan perjudicial como necesario para la vida.
El cristiano le tiene horror. Como miembro de un mundo nuevo -que no es el de la
fuerza violentadora, sino el de la libertad del servicio-, el creyente desea ayudar a la
liberación y renovación (metanoia) del hombre. Y sabe que la fuerza esclaviza a quien
usa de ella y a quien sufre su violencia: inmoviliza, es impositiva y crea antagonismos;
egoísta y autosatisfecha, la actitud violentadora nos priva de ima ginación, mientras que
la no-violencia deja libre la fantasía creadora. De ahí que el cristiano, en un mundo
lleno de violencias, luche contra la inclinación al uso de la fuerza que encuentra en sí
mismo y en los demás. La Iglesia ha de ser comunidad de los que luchan contra la
fuerza violentadora y debe excluir a ésta de su mismo seno. Y en lo social ha de regir la
lucha por reducirla en lo posible. Ahora bien: como no podemos eliminarla totalmente
en tanto que la inclinación a ella permanece en nosotros, los hombres, se da la necesidad
de poner diques a la violencia por medio de la misma. Pero siendo sólo esta necesidad
lo que justifica el uso de la fuerza, éste no podrá excederse; y así, donde la violencia
legalizada sirve para explotar a los hombres pierda ya su justificación. La aportación del
cristiano en la política está, pues, en abolir el uso injustificado de la fuerza, según la
norma: "tanta libertad y no- violencia cuanto sea posible; tanta violencia cuanto sea
necesaria".
La cuestionabilidad de la violencia alcanza su límite en el caso del empleo de la fuerza
como acción de matar: se priva entonces al hombre no sólo de algunas posibilidades
sino absolutamente de todas, de la misma vida; y a esto sólo tiene derecho el que nos ha
dado la vida. Por otra parte, es también aquí donde el uso legalizado de la fuerza se
muestra en toda su significación: encauzar la violencia mediante la violencia implica
frenar el poder de matar mediante la amenaza y aplicación de la pena de muerte. El
hombre no puede tomarse, pues, la justicia por su mano, matando: tal justicia sólo puede
ser concedida por el autor de la vida. Así, el sentido de la legalización de la violencia
como ejecución de encargo divino es hacernos renunciar a la violencia individual y a la
vez posibilitar al hombre el poner diques al imperio de la fuerza: y éste es el sentido de
Rin 13, 1-7.
Lo cual tiene un triple significado: a) La legítima defensa que suponga matar no está por mandato de Dios- permitida como ejercicio de derecho privado, sino a lo más como
ejercicio representativo de la fuerza estatal encargada por Dios. b) Esta fuerza estatal
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sólo tiene encomendado el poner diques a la violencia injusta, pero no el exterminio ni
la venganza (que Dios se ha reservado para sí: Rin 12, 19): de ahí que la justificación
teológica de la pena capital como ejecución de venganza divina no tenga ningún
sentido. c) Al ejercicio de la violencia de muerte colectiva, en las guerras y
revoluciones --de las que tan llena está la historia-, el cristiano se resistirá con todas sus
fuerzas como miembro de un mundo nuevo, abogando por impedir y abolir semejante
violencia: el no participar en ella le es más propio, en cualquier caso, que lo contrario.
Pero esta no-participación no puede presentarse como principio general, ya que el
cristiano -liberado precisamente del espíritu de violencia- está llamado a tomar parte en
el uso legalizado de la fuerza y en la administración de la violencia, para no abandonar
ésta a los violentos; y esta obligación de participar en la vida pública puede hacer que su
participación en la guerra y en la revolución sea una obligación que en cada caso habrá
de examinar lo más críticamente posible, pero de la que acaso no pueda desentenderse.
La absoluta no-participación en la violencia es imposib le en nuestro mundo. Pero el
negarse a participar en la violencia de muerte puede ser algo lleno de sentido como
recuerdo del carácter de fatal necesidad de todo uso - incluso el legal- de la fuerza; como
concentración de energías en el servicio, indefenso y sufrido, del amor; como protesta a
la no abolición de la violencia injusta y a la creación de fuerzas destructoras del
hombre; y como negativa a participar en un reiterado uso no justificable de la fuerza.
El leit-motiv de toda relación con la violencia es: "No te dejes vencer por el mal; antes
bien, vence al mal con el bien" (Rm 12, 21).
EL REINO DE DIOS COMO PROMESA
Tesis sobre el reino de Dios y la revolución
Reino de Dios significa aquella revolución que excede todos los cambios históricos
posibles, salvando al mundo de la perdición y llevándolo a la meta: una revolución que
nosotros no podemos hacer, pero que ha de sucedernos a nosotros.
El reino de Dios es el contenido de una promesa que revoluciona el presente. La
revolución que nosotros no podemo s hacer nos capacita, pues, para las revoluciones que
podemos hacer.
La promesa del Reino irrumpe liberándonos de todos los "dioses" que pudieran
dominarnos. El escucharla nos hace en el presente libres tanto para conservar como para
cambiar las cosas.
El Dios de la promesa y el futuro del hombre
El AT y NT cuentan la historia de la promesa hecha a Israel, como a primer destinatario,
en el que están significados todos y cada uno de los hombres. Esta promesa niega la
soledad y el sin- futuro del hombre: en ella, el que la da se promete él mismo y promete
la futura plenitud de vida; promete tanto su presente como nuestro futuro. Transmitida
por los profetas y determinante del destino de Israel, la promesa halla con la aparición
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de Jesús su fundación definitiva en la fe cristiana: no como realización según las
proporciones prometidas, sino como promesa que se asienta irrevocablemente.
Para aquel que da la promesa y garantiza su cumplimiento, la biblia reserva la palabra
"Dios", por más que ésta haya podido ser usada con otros significados. Bíblicamente,
pues, sólo puede hablarse de Dios en relación a promesa, futuro e historia. Según esto,
la pregunta de si Dios existe se convierte en la de si existe para nosotros una promesa -y
no se trata sólo de sueños humanos- y si el que la hace cumple su palabra. En este
contexto, "creer" significa: haberse ganado la promesa nuestra confianza, meternos en
ella y arriesgarnos con ella en nuestra vida, ser cambiados por ella en el presente externa
e internamente. Viniendo además la promesa por delante -surgiendo no de lo ya dado
sino de lo todavía no existente- y siendo así imposible para ella toda prueba a partir de
lo existente, "creer" significa también: no tener otra prueba de la promesa que la
promesa misma, atenerse a ella arriesgadamente.
Puesto que esta promesa de futuro se hace oír en el presente, anticipa dicho futuro y
toma para él nuestro presente: es una anticipación que viene de delante, desde el futuro;
en cambio, nuestras acciones -aun siendo también anticipación- anticipan el futuro
desde el presente. El sujeto de la anticipación de la promesa es el Dios que viene,
mientras que el de la anticipación humana es el hombre del presente. De ahí que
hayamos de distinguir entre futurum como el futuro que está a mano desde el presente y
adventus como la irrupción del futuro prometido en el presente por la palabra: en el
futurum arrojamos la luz de nuestro esperar y de nuestros planes, mientras que en el
adventus es el Dios que viene el que arroja su luz en nuestro presente. Por lo mismo,
hay también que distinguir entre esperanza fundada en lo existente (y por ende incierta
del futuro) y esperanza fundada en el adventus de la promesa (de cuyo cumplimiento
estamos ciertos).
En fin, siendo transmitida de unos hombres a otros, la promesa significa la supresión de
toda recaída en el aislamiento y en la desesperación. Quiere de nosotros -como
respuesta- no una espera perezosa, sino una activa configuración del futuro: no excluye,
pues, el esperar, obrar y planear humanos, sino que anima a ellos y los integra en
nuestra respuesta a la promesa, para que saquemos partido de las posibilidades del
presente y sustituyamos lo existente por algo mejor.
Israel y la promesa (AT)
Los textos fundamentales de Gn 12, 1-3 y Ex 3 muestran -confirmándose lo mismo en
todo el AT- que el encuentro con el Dios de la promesa tiene siempre una dimensión
social y de futuro (a diferencia de cualquier doctrina o experiencia religiosa que
suponen un separarse de la realidad y del tiempo). El Dios de la promesa es Él mismo el
verdadero revolucionario: revoluciona unos grupos humanos contra el orden que los
oprime, y su nombre es Libertad (así es como traduce M. Buber el término Jeshuah, y
no como "ayuda" o "salvación": cfr. Is 12, 25; 26, 1; también Mt 1, 21 y Lc 1, 31 sobre
el nombre de Jesús). Y es Él mismo quien realiza la promesa hecha: el cumplimiento de
ésta es impensable sin Él, y así la fe (= confianza) es la primera respuesta que el hombre
ha de dar a la promesa.
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Pero el que Dios sea quien realice la promesa no excluye la actuación humana, sino que
la exige como resultado de la misma promesa: la realización de ésta, en efecto, no es
simple salto de desgracia a dicha, sino un poner al hombre en marcha en un largo
camino histórico iluminado por la promesa; Israel -como después la Iglesia- es "el
pueblo de Dios peregrino" (Hb 1; 4, 1-11). Por esto, su misión no es el establecer ni
defender un orden inmutable, sino disposición al cambio y participación responsable en
transformaciones históricas, en unión con el Señor que opera los cambios de la historia
(Jr 18, 7ss) y cuya promesa brinda las líneas fundamentales a seguir en la situación
presente (cfr. por ejemplo la predicación social de los profetas).
El contenido de la promesa es shalom (paz auténtica). En esta paz establece al mundo el
Dios de la promesa (Gn 1-2), protegiéndolo contra el caos y manteniendo el
ofrecimiento de paz para el hombre incluso cuando éste se ha entregado por sí mismo a
la enemistad y autodestrucción. En principio, pues, la historia humana es vista
positivamente: no como tragedia ni como eterna lucha entre luz y tinieblas, sino fundada
en la luz y en camino hacia ella. De ahí que el Dios de la promesa haga interesarse al
hombre en la configuración del mundo: le da responsabilidad (Gn 1, 28-30) y lo llama a
la creadora autorrealización de su propia sociedad. La religión bíblica rompe, pues, con
la función de las religiones -criticada por el marxismo y confirmada por la historia- de
canonizar divinamente las instituciones existentes. Siempre que la Iglesia actúa de este
último modo, deja de ser fiel a la intención bíblica, según la cual no hay para el hombre
ningún orden establecido por Dios de una vez por todas: antes bien, siendo los hombres
quienes producen sus propios órdenes y teniendo que responder de ellos ante Dios (y
ante su promesa de shalom), dichos órdenes han de ir siendo cambiados. Véanse, por
ejemplo, el establecimiento de la monarquía (1 S 8 y 10), la idea de unción regia como
exigencia de rectitud (Sal 72) y no como canonización sacral, la crítica de los profetas a
los mismos reyes y el ayudar incluso a su caída (1 R 20-21; 2 R 9 y 11; Jr 37-38).
La angustia existencial ante el caos es el origen de que los órdenes dados sean
sancionados religiosamente. Israel, en cambio, es invitado por el Dios de la promesa a
no angustiarse ante los cambios, sino a arriesgarse confiadamente en ellos: la promesa le
presenta el orden establecido por los hombres como algo que no debe oponerse a lo
humano -como orden acomodado y que exija que nos acomodemos a él-, sino que ha de
ser variable y puesto al servicio de un desarrollo universal (Is 11; 25, 6-9; 26, 1-6; 60,
17-22). De ahí que el AT no establezca -contra lo que hará después la cristiandadderecho natural alguno que haya de tomarse como norma estática y eterna: un tal
derecho o bien es una promesa disfrazada metafísicamente (E. Bloch) o es una
abstracción metafísica de estructuras dadas que se convierten luego, en forma de
prescripciones, en una ordenación de no- libertad: ordenación que la promesa rompe.
Consuelo ante la miseria de la historia, la promesa no es consolación alienante, sino
aliento contra el orden fijado: la elección de Israel es el reconocimiento dado a un grupo
marginal, una llamada a los hasta entonces descastados para ser en adelante "de otro
modo y como otro pueblo", para entrar en acción y para negarse a su integración en
sistemas refrendados religiosamente. También la comunidad neotestamentaria se
reconoce como grupo marginal ("extranjeros y peregrinos": 1 P 1, 1; 2, 11), y el camino
abierto por Jesús tiene para los entonces descastados en Israel el mismo significado de
avanzar desde el margen -donde la acomodación al orden dado es a la vez más
intolerable y más débil- contra el centro de lo establecido.
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La promesa del reino de Dios (NT)
El reino y señorío de Dios -anunciado por Jesús como ya cercano, y cuyo contenido se
expresa en las bienaventuranzas (Mt 5, 3-10)- es la realización de la voluntad del Dios
de la promesa y realización de la promesa misma.
El reino de Dios que llega se presenta como revolución: Mt 11, 46; Lc 1, 51-53; Mc 10,
42-45. A él se remitía el mismo Jesús -que se presentó sin autorización institucional
alguna- para legitimar su pretensión de poder, en virtud de la cual ofrecía el Reino a
pobres, impíos y descastados. Pero este Reino es la revolución de todas las
revoluciones, es decir, la revolución escatológica: Ap 21-22. Es salvación como nueva
comunidad con Dios (dimensión vertical): Mt 5, 3; Jn 17; 1 Jn 3, 1-2; Rin 8, 38s. Y
asimismo es salvación como nueva vida social (dimensión horizontal), y no sólo como
plenitud individual: el Reino no nos es presentado como un cuento de hadas, sino a
través de instrucciones de vida (cfr. el sermón del monte y las exhortaciones parenéticas
de las cartas apostólicas), conducentes a vivir en libertad de vida, como existencia
realizada en y a partir del señorío de Dios.
A diferencia de la apocalíptica, Jesús no determinó el tiempo que faltaba para la
consumación del Reino ni describió las épocas aún por recorrer. No anunció el reinado
de Dios ni como lejano ni como ya presente, sino como "viniendo acá ya de cerca". Lo
cual significa que, por un lado, Jesús no deja de advertir lo que en el mundo presente
contradice al Reino (insistiendo en la comunidad interior con Dios frente a un mundo
que todavía no ha alcanzado la salvación) pero, por otro lado, nos invita a seguirle para
vivir ya ahora según el Reino como fuerza determinadora del presente (en el cual el
futuro de este Reino ha comenzado ya con la irrupción de Jesús). De ahí que en el NT,
frente a la pregunta sobre cuándo se cumplirá la promesa nos presente como única
pregunta válida la de cómo puede vivirse ya ahora -en las condiciones del eón viejonuestro pertenecer al reino de Dios -o eón nuevo- : es decir, qué presupone, qué pide y
qué comporta esta vida nueva en nuestro mundo viejo. El que Jesús y la primitiva
comunidad se hubieran equivocado (según afirmó A. Schweitzer) al imaginar un
inmediato cambio total del mundo, sería algo insignificante frente a esa gran invitación
que Jesús nos hace a vivir ya ahora en vistas al cercano reino de Dios.
La resurrección de Cristo, manifestada en las apariciones pascuales, no es -según la idea
que de ella tenía la comunidad cristiana- una milagrosa e intramundana reanimación de
un cadáver, sino la revelación de que lo aconteció en realidad con Jesús, sus palabras,
sus acciones y su pretensión: lo que en realidad aconteció allí fue el prometido adventus
del Reino que viene, pero de un modo todavía oculto. En Jesús se había hecho realidad
el triunfo sobre nuestro mundo de muerte, se había dado el comienzo del futuro
prometido. La plenitud de la promesa no acontece, pues, de modo que lo nuevo
sustituya sin más a lo viejo, sino como irrupción de lo nuevo en medio de lo viejo,
estableciéndose luego un tiempo de lucha entre ambas realidades, en camino hacia la
definitiva realización de lo que en el NT se llama "el día de Jesucristo".
La fuerza movilizadora, transformadora del mundo e incardinada en el presente - la
fuerza del adventus puesto ya en camino- es la fuerza del Espíritu de Cristo, el Espíritu
Santo. Con éste, pues, se significa la fuerza de la revolución del reino de Dios, ya ahora
activa pero todavía oculta. El término "Espíritu santo" es la respuesta a la pregunta por
el hombre nuevo y por la posibilidad de que éste se dé bajo las incesantes condiciones
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que mantienen al hombre viejo: nacido del Espíritu, el hombre nuevo es el único que
puede crear nuevas condiciones de existencia, sin que éstas sean nuevamente
deterioradas por la fuerza del hombre viejo.
Ahora bien: puesto que nuestro tiempo es el de la lucha entre lo viejo y lo nuevo, la
nueva creación del hombre es también una lucha continua: el hombre nuevo no es un
ser acabado, sino un continuo ir haciéndose; el evangelio es invitación y posibilidad de
ir cambiando las condiciones de lo viejo según el aire de lo nuevo. Y por lo mismo,
tampoco la renovación de estas condiciones de existencia es algo ya conseguido de una
vez y totalmente, sino tarea incesante, siempre parcial y a ganar siempre de nuevo. Pero,
a la vez, puesto que esta lucha se da entre lo nuevo -acontecido ya en la resurrección de
Cristo- y lo viejo -que, aun triunfando visiblemente en la muerte de Jesús, ha sido ya
vencido por el Resucitado-, esta nuestra lucha se da en el ámbito de una confianza
absolutamente cierta, que mantiene la esperanza contra la resignación, la paciente
bondad frente a los azares de lo real y la disposición a conservar lo acreditado de lo ya
adquirido y a suprimir lo pasado de moda.
INMANENCIA Y TRASCENDENCIA DEL REINO DE DIOS
El NT supera al AT por la totalidad y radicalidad de la utopía que en él se nos ofrece: la
de una humanidad libre de la muerte y de la culpa, y de todo lastre terreno. Lo cual
comporta un "imperativo" de actitud crítica frente a lo existente, en virtud de la muerte
y resurrección de Jesús. Ya que la contradicción entre Jesús y el mundo en que se
presentó queda manifestada -en la cruz- como enfrentamiento absoluto y de muerte (se
hizo imposible toda componenda en vistas a una coexistencia) y -en la resurreccióncomo contraposición de verdad y mentira, justicia e injusticia, vida y muerte.
Ahora bien: aunque en la cruz la mentira vencía a la verdad, la muerte a la vida y lo
viejo a lo nuevo (quedando así confirmado el pesimismo), la resurrección reveló esta
victoria como sólo aparente, presentándonos la verdad, la vida y lo nuevo como
vencedores últimos (confirmándose así el optimismo). De ahí que la cuestión decisiva
sea la siguiente: ¿qué significa el que una tal revelación sólo se dé pasando por la cruz y
que lo nuevo sólo venza pasando por la derrota?
La trascendencia, fuente de libertad humanizadora
La trascendencia del reino de Dios, según el NT, no significa ausencia de relación con
nosotros, sino la total y radical negación de nuestras estructuras, como crisis del mundo
y rechazo de su pretensión de exclusividad o eternidad. Ni significa tampoco negar una
situación dada haciéndolo en nombre de las posibilidades inmanentes a dicha situación,
sino negarla a partir de una realidad nueva. Y así, cuanto más trascendente sea lo nuevo
respecto a lo viejo, tanto más la esperanza que brota de la promesa trascenderá las
limitaciones de lo viejo y radicalizará su negación. En cambio, toda reducción de la
escatología supondrá un equivalente contentarse con el mundo tal cual es.
La escatología neotestamentaria no nos llama a conformarnos con el mundo tal cual es,
sino a luchar contra él o a sacar de él todo el partido posible en vistas al mundo nuevo
(cfr. Rm 6, 4; 12, 2; Ef 2, 15; 4, 17-24). Sólo empañada por espiritualismos
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individualistas puede ser confundida la escatología con una llamada a resignarnos con el
mundo tal cual es, pero entonces hemos convertido el toque de clarín resucitante (Ef 5,
14; 1 Ts 5, 6-8) en opio. De ahí que no sea acertado presentar a Cristo como alternativa
frente a Prometeo - "el santo y mártir principal del calendario filosófico", según Marx- :
"A diferencia de la filosofía griega -nos dice P. Ricoeur-, el cristianismo no condena a
Prometeo... La falta de Adán no estriba en ser un hombre ávido de técnica y de ciencia,
sino en haber roto -en su aventura como hombre- el vínculo vital con lo divino". ¿Cuál
es, pues, la relación que se da entre nuestro trabajo o aquello que podemos alcanzar con
nuestros esfuerzos y la gracia de Dios o aquello que no podemos conseguir por nosotros
mismos?
La gracia de Dios y el trabajo humano no están en contradicción. En efecto: aunque al
acoger la gracia somos pasivos, ésta no nos hace pasivos sino activos; Dios no elimina
sino que asume nuestra actividad, actuando Él en el mundo a través de la acción del
hombre, cooperador suyo. Con todo; el resultado de nuestra acción no lo tenemos a
mano, sino que depende de la bendición de Dios; en este sentido nuestro trabajo es la
forma diaria de oración --ora et labora!- como súplica de esta bendición de Dios. De ahí
que hayamos de distinguir entre lo que Dios quiere realizar por medio de nuestra acción
y lo que ha de realizar sin ella. Nuestra liberación del pecado y de la muerte, el ser
transformados en hombres nuevos -capaces de creer y ama-r-: he aquí lo que no es obra
nuestra sino acción del Espíritu.
La "reserva escatológica" frente a todo mesianismo
Frente a un mesianismo que quiera realizar el reino de Dios en la historia por nuestro
esfuerzo, la teología cristiana establece la reserva escatológica: el Reino es obra de Dios
y no nuestra, ya que entre historia y Reino está la cruz de Jesucristo. En palabras de
Barth: "Donde el reino es visto como crecimiento orgánico o como en construcción... no
se trata del reino de Dios sino de la torre de Babel". El Reino -esa humanidad nueva,
libre del pecado y de la muerte, y capaz de creer y amar- es una vida presente y futura:
presente, en ocultamiento y lucha; futura en cua nto a su plenitud, libre ya de
contradicción. Y como presente y futura es sólo obra de Dios. Es la utopía absoluta. Lo
cual, digamos de nuevo, no significa que nada tenga que ver con nosotros, ya que -por
el contrario- nos moviliza a participar en la humanización de la sociedad, en vistas al
reino de Dios tomado como sociedad auténticamente humana. Mas con esto último
tampoco podemos poner el Reino en línea de continuidad con nuestra acción ni como
meta de nuestros programas, en el sentido de que la historia de la humanidad fuera
aproximándose al reino de Dios de un modo evolutivo. El Reino no es resultado de
proceso histórico alguno: permanece siempre trascendente, imponiendo una reserva
escatológica a todos nuestros esfuerzos.
Ahora bien: de esta misma reserva escatológica se ha deducido a menudo un erróneo
conservadurismo cristiano que, en nombre de la insuperable imperfección del mundo,
niega la posibilidad de mejorar las situaciones, reduce nuestra misión de cooperatores
Dei a la de conservar lo presente, paraliza la imaginación creadora de futuro y condena
toda utopía social como "fanatismo". Con ello no se consigue más que provocar otro
mesianismo en el que de nuevo se hace de la utopía absoluta, proclamada en la fe, un
programa de acción. Lo cual, a su vez, es una consecuencia falsa del hecho de que dicha
utopía, sin perder su trascendencia, es la fuerza que determina el presente.
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El reino de Dios, activador del presente
El Reino determina (e incluso revoluciona) el presente de dos maneras. En primer lugar,
revoluciona al individuo -en la fuerza del Espíritu y por la predicación del evangeliopara la lucha entre el hombre nuevo y el viejo. Y esto en virtud del adventus del Reino
acontecido ya en Jesucristo. En segundo lugar, critica revolucionariamente y desde las
raíces -por la promesa de una nueva sociedad en el Reino- la concreta sociedad que
tenemos. Y ello en virtud de nuestro mirar adelante, hacia lo todavía no realizado y aún
por venir como medida del presente. Como tal medida, el Reino no es objeto de una
comparación ineficaz que sólo nos haga lamentarnos por la maldad presente, sino que
llega a ser una crítica práctica y un modo de acción del amor, como modo de ser del
hombre nuevo que lucha contra el modo de ser del hombre viejo.
La lucha del amor no es sólo contra la opresión, sino también en pro de la libertad:
quiere que aquel a quien sirve no sólo viva físicamente, sino que él mismo llegue a
amar. El amor está, pues, interesado en acrecentar la libertad para una acción de
responsabilidad amorosa. De ahí que a la utopía absoluta de la nueva sociedad del Reino
siga una utopía relativa y terrena, como modelo de una reorganización de la realidad
presente según la escala de una supresión -en lo posible- de cualquier injusticia, falta de
libertad y opresión. Pues "el amor ha de entenderse como resolución incondicional de
justicia, libertad y paz para los demás" (Metz).
Dicha utopía relativa, por consiguiente, no sólo no queda excluida por la trascendencia
de la utopía absoluta, sino que incluso es resultado de ésta. Y servirse de ella como
modelo para nuestras acciones no equivale a construir una torre de Babel, sino que es
consecuencia de la misma confesión -activadora del presente- de fe en el Reino. Lejos
de caer en la falsa contraposición de Cristo y Prometeo, el cristiano debería agradecer al
marxismo el haberle recordado todo esto.
La utopía absoluta (A) ha de distinguirse, pues, de la utopía relativa (B) y del programa
social-revolucionario para realizar ésta última lo más aproximadamente posible (C).
Mientras que A es un concepto- límite de la esperanza cristiana, B es concepto- limite de
la acción social de los cristianos (a él equivaldría la "sociedad responsable" de que se
habla hace veinte años en el movimiento ecuménico) y supone una valoración del
hombre -a partir del mensaje del Reino (y como humanismo cristiano)- como individuo
y como realidad social; C es producto, en fin, de reflexiones racionales, está abierto a la
cooperación de unos humanismos con otros y es racionalmente objeto de controversia.
La utopía relativa (B) se presta mejor a una descripción negativa - más que positivacomo supresión de dominio, libertad de codeterminación para el individuo, superación
de la desigualdad de oportunidades, institucionalización de la ayuda de los más fuertes
para con los débiles, impedir la explotación, etc. Apunta a una sociedad terrena que
fuera trasunto del Reino bajo las determinaciones de este mundo pasajero: no sería ni
"ecuación" en el Reino ni "simple y absoluta desemejanza" respecto a él, sino "una
parábola..., una analogía del Reino de Dios creído en la Iglesia y predicado por ella"
(Barth). El programa político-social (C) saca, por su parte, la representación normativa
de una sociedad primeramente de dicha utopía y finalmente del horizonte escatológico
del Reino como "horizonte de humanización universal" (Metz); pero su material lo saca
de las posibilidades que tiene a mano, y esboza el camino hacia el futuro con los
limitados medios del conocimiento humano. De ahí que, aun responsabilizándose de la
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utopía, no puede sin embargo identificarse con ella ni arrogarse su autoridad; es siempre
criticable y objeto de controversia racional.
Utopía absoluta y relativa
¿Por qué es importante esta distinción entre utopía absoluta y relativa, como expresión
de la reserva escatológica?
Ante todo, no sólo desenmascara el deseo de realizar la utopía absoluta, como
mesianismo de quien quiere hacerse Dios, con la correspondiente pretensión de poder
de la que se siguen toda clase de brutales consecuencias, sino que también impide caer
en la ilusión de esperar del cambio social una solución exhaustiva a todos los problemas
existenciales (las preguntas por el sentido, la culpa y la muerte no quedan resueltas ya
en una realización social). Es cierto, por otra parte, que las instituciones nos influyen
tanto para bien como para mal y que el mejorarlas puede mejorar nuestro
comportamiento social; pero la tensión entre individuo y sociedad y las
correspondientes exigencias éticas permanecerán siempre, si la sociedad humana no ha
de ser simplemente un hormiguero. También el hombre de la sociedad realizada
necesitará de perdón.
La distinción que nos ocupa inculca asimismo la convicción de que no todo lo que
deseamos puede ser conseguido por nosotros: "el hombre no sólo vive del pan de lo
factible" (Ratzinger). Con esto se nos libera también de aquella excesiva confianza en
nuestras posibilidades de la que suelen seguirse los mayores desengaños (Lutero:
superbia y desperatio), ofreciéndosenos una moderada descripción de lo
razonablemente alcanzable, que nos evita ser alcanzados por el aguijón de una utopía
absoluta.
La realización de una sociedad pacificada nos da, como ya hemos dicho, la respuesta
última a la pregunta por el sentido de nuestra vida. Si se olvida esto, en cambio, el
hombre sólo es valorado por su trabajo para el progreso, se niega el derecho de vivir a
los incapaces de rendimiento y la humanidad actual es vista simplemente como material
para la construcción de la sociedad futura. Aquí, pues, "la reserva escatológica de la
Iglesia ha de proteger al individuo, que no es definible por su valor de trabajo en la
sociedad" (Metz). Al proclamar que cada uno, como hijo amado de Dios, tiene valor por
sí mismo y no por su funcionalidad, Cristo garantiza la auténtica libertad e
inviolabilidad de la persona humana.
En fin, la distinción entre utopía absoluta y relativa nos dice que el mensaje del Reino
no hace inútil el trabajo por el cambio social. Y también que este mismo mensaje no
será inútil ni siquiera en la sociedad realizada.
LA REVOLUCIÓN COMO PROBLEMA TEOLÓGICO
La "teología de la revolución", actualmente en debate, no tiene la función ideológica de
justificar la revolución, sino que toma a ésta como objeto de sus reflexiones.
Entendiendo revolución no en su sentido más amplio (proceso histórico del trastorno de
las condiciones de vida: revolución copernicana, industrial, etc) sino como la planeada y
HELMUT GOLLWITZER
violenta subversión del poder estatal para cambiar las condiciones de vida (v. gr. la
revolución francesa, como distinta del simple levantamiento en armas, golpe militar o
similares).
El recelo ante la revolución y crítica del mismo
La teología tradicional en la Iglesia viene a reducirse, por lo que toca a la revolución, a
un toque de alerta frente a una participación en ella, aunque tampoco la prohíbe
absolutamente. Un caso excepcional fue el de la tiranía, frente a la cual se llegó a un
derecho revolucionario (a partir del derecho natural, tanto en la escolástica como en
Melanchton), que concedía el tiranicidio, aunque no sin grandes cautelas.
Los fundamentos aducidos por esta actitud de prevención son los siguientes. a) La
exhortación del NT a la subordinación bajo la autoridad estatal: Mc 12, 13-17; Rm 13,17; 1 P 2,13-17. b) La confianza en que Dios conduce la historia y el temor a inmiscuirse
en ello. c) La convicción de que incluso un orden malo era mejor que el desorden
causado por la revolución, y la incertidumbre de si ésta traerá un orden mejor. d) El
horror cristiano al uso de la fuerza y la justificación -que de ahí se sigue- de sólo la
violencia legalizada como defensa contra la espontánea.
Pero tales motivaciones no pueden ser ya mantenidas hoy como válidas por las
siguientes razones. a) No hacen justicia a las revoluciones históricas que han acuñado la
nueva época abierta en el 1789. Integrarse sólo posteriormente -como parece
recomendar la actitud tradicional- a las nuevas realidades nacidas de la revolución y
saborear sus frutos sin haber cooperado en su consecución, no es un papel muy
satisfactorio para la conciencia cristiana. b) Fueron formuladas bajo una concepción
autoritaria del estado (contraposición entre el régimen y los súbditos) e ignoran la idea
moderna de la soberanía popular así como la obligación que el ciudadano tiene en una
democracia a una incesante crítica del régimen y a una eliminación de éste si no es
democrático. c) Moralizan el fenómeno de la revolución, en el sentido de que aíslan el
momento de la caída del régimen de los motivos que llevaron al movimiento
revolucionario. d) Con su preferencia por el orden establecido aparecen como ideología
que camufla los intereses reaccionarios, y no pueden superar la crítica de las ideologías.
e) Lo intolerable de las situaciones sociales en algunas partes del mundo actual suscita
imperiosamente el problema de la participación en la revolución, urgiendo a la teología
que se lo plantee.
El hecho de rechazar por principio la revolución fue causa de que la Iglesia no
respondiera en el siglo XIX a la cuestión social, alejándose así del proletariado y
convirtiéndose en respaldo de la vigente situación de fuerza. De ahí que el movimiento
obrero se decidiera, entre una revolución y una religión que la prohibía, en contra de
ésta última.
La visión de la vida social en el reino de Dios no comporta sólo una conducta del
cristiano en la sociedad, sino también un esforzarse por ésta misma: en el sentido de que
sólo fomentando los cambios sociales (eliminando la explotación y el pauperismo, y
creando una participación social lo más libre y responsable que se pueda, a nivel tanto
personal como institucional) pueden superarse las relaciones existentes en una situación
que favorece el atropello del hombre por la competencia, la eliminación de los más
HELMUT GOLLWITZER
débiles, el egoísmo individual y colectivo (odio de grupos, nacionalismo, racismo),
prejuicios y presiones contra minorías, o privación de cultura e información. De ahí
resultan los siguientes criterios para el cambio social, a saber: democracia, igualdad de
derechos, seguridad legal, liberación de necesidades materiales y de la angustia ante la
fuerza estatal, igualdad de oportunidades educacionales, defensa de las minorías, etc.
Pero todos estos criterios -que se refieren al contenido- no resuelven aún la pregunta por
el criterio formal que ha de regir el esforzarse del cristiano por la sociedad. ¿Es este
criterio la exclusión de la violencia, de modo que para el creyente la única forma de
cambio haya de ser la de una evolución y nunca la de la revolución?
Pretender zanjar afirmativamente la cuestión sólo es posible en nombre de una
concepción metafísica de la autoridad -concepción propia de otros tiempos, pero que
hoy ya no es compartida seriamente por la teología y sólo resulta antidemocrática- o en
nombre del horror cristiano al uso de la fuerza, del que ya hemos hablado. Pero hacerlo
en nombre de esto último supone una hipocresía, en cuanto que de ahí no se deduce
igualmente el rechazo de la guerra ni de la institución militar. Quien cuestione
olímpicamente la revolución sin cuestionar a la vez toda fuerza de las armas, evidencia
su argumentación como ideología de las clases dominantes.
La cuestión medieval de la "guerra justa"
La doctrina cristiana tradicional ha sabido reconocer que el amor y el uso de la fuerza
no están a un mismo nivel: la pregunta por el amor se refiere al sujeto de la acción, la
cuestión de la fuerza concierne al método de actuar. Es cierto que el amor es también
extraño al método de la fuerza; pero en las condiciones del eón viejo puede ocurrir que
el amor sólo pueda servir al prójimo comprometiéndose con el uso de la fuerza(incluso
de la muerte, como vimos más arriba). Una tal decisión no le resulta sin embargo fácil,
ya que el amor detesta violentar. Y el que quien emplea la fuerza lo haga o no lo haga
por amor, deberá medirse según el grado de vencimiento que esto le haya supuesto.
Sólo así se reduce la violencia al mínimo necesario, y el uso de la misma puede ser
entonces figura -aunque extraña y paradójica- del amor: un amor en autoenajenación.
En este sentido, nos encontramos con que la tradición eclesial, desde san Agustín (y a
excepción de la llamada "Iglesia histórica de paz"), nunca ha dejado de poner sus
límites a la violencia bélica, sino que siempre y sólo ha reconocido el derecho de la
guerra en el caso de bellum iustum. Y para esto debían darse las siguientes condiciones o
criterios: 1) Causa fusta: para mantener o restablecer el derecho; 2) recta intentio: con
el fin de la pax, es decir, de la convivencia con el contrario y no su eliminación; 3)
debitus modus: cumplir las reglas de la guerra, impidiendo los medios y métodos
reprobables; 4) legitima potestas: el que hiciera la guerra debía ser la instancia
legalizada para ello, es decir, la legitima potestad; 5) ponderación de bienes: el daño
causado por la guerra no podía ser mayor que el bien jurídico amenazado.
Advirtamos, con todo, que ya en la época de las armas convencionales resultó casi
imposible distinguir entre bellum iustum e iniustum a base de estos criterios, siendo
también así casi imposible la correspondiente justificación de participar en la tal guerra
(y decimos "casi" imposible, r respeto a quienes aún mantienen licitud de una guerra
preatómica).
HELMUT GOLLWITZER
"Bellum iustum" y "revolutio fusta"
Aunque, como veremos, el uso revolucionario de la fuerza no es más problemático que
el uso de la fuerza bélica -siendo éste último aún más problemático que aquél, bajo
algún aspecto-, generalmente suele presentarse la revolución como más cuestionable
que la guerra. Para lo cual se aduce (a) que, según la experiencia, las guerras civiles son
más nefastas que las "guerras regulares" y (b) que las revoluciones atentan contra la
legítima potestad. Pero puede responderse a esto que (ad a) una tal distinción entre dos
tipos de guerra ha sido ya "nivelada" por el desarrollo moderno de la técnica bélica, y
que (ad b) el reservar a la legítima potestas el derecho al uso bélico de la fuerza tenía en
su tiempo el sentido moral de ofrecer a los súbditos una pauta para decidir si debían
apoyar a sus señores feudales en una agresión contra los príncipes o reyes impuestos.
Hacer, en cambio, de este criterio una norma general equivale a convertir la teología en
una ideología conservadora, en el sentido de que se justifica la fuerza que venga de
arriba (aunque sea precisamente la de los poderosos) mientras que la fuerza venida de
abajo es condenada de antemano.
Veamos, pues, cómo la revolución -rechazada por la tradición teológica- puede ser
menos cuestionable que la misma guerra justa de la tradición teológica. Partiendo, claro
está, de que no se excluya a priori la posibilidad de distinguir también en las
revoluciones la revolutio iusta de la iniusta. Esto supuesto, tenemos que en la revolutio
iusta se trata de avanzar hacia algo mejor, hacia un orden más digno del hombre
(concepto leniniano de bellum iustum); en cambio, en el bellum iustum de la tradición se
trataba de mantener simplemente un orden dado. Asimismo, en el bellum iustum al
súbdito se le pedía obedecer a las exigencias del régimen en el que estaba, fiándose de
su decisión; en la revolutio iusta, en cambio, el ciudadano es inducido a una decisión
personal, siendo él mismo quien se determina a una corresponsabilidad en el cambio de
lo establecido. "A cada diez revoluciones corresponden en la historia cien guerras, y las
víctimas se suceden: ¡tan difícil resulta acertar con el camino recto!" (Bloch).
El rechazo tradicional de la revolución no se da cuenta que sólo se fija en la violencia
desencadenada por el revolucionario, olvidando que éste responde a una violencia
anterior - la de la fuerza en la que se basan todos los sistemas políticos establecidos.
Por su parte, el que participa en una revolución ha de hacer suyas todas las cuestiones
que la tradición teológica ha planteado a propósito de la participación en una guerra. Y
así, puesto que pretende conseguir un orden mejor, más humano y más libre, 1) ha de
ser siempre consciente de la contradicción que se da entre el fin pretendido y el método
de violencia de que se sirve, sintiendo el dolor de este su uso de la fuerza como cuerpo
extraño al humanismo revolucionario; 2) debe reconocer en el adversario a una víctima
también del sistema que él mismo combate, no cayendo en el esquema amigo-enemigo;
3) no puede olvidar aquellas palabras de H. Heines: "una revolución es una desgracia,
pero es aún mayor desgracia una revolución desgraciada"; 4) de ahí que deba mirar la
violencia como un recurso último, en el cual no se ceba, sino del que se duele y al que
evita en lo posible; 5) en fin y ante todo, ha de estar muy convencido de que, tras la
revolución, quiere implantar la justicia de una manera clara y cierta. Porque no es el uso
mismo de la fuerza, sino sólo lo que tras él nos llegue, lo que tiene valor en sí.
HELMUT GOLLWITZER
El método, pues, más audaz, más revolucionario, más adecuado al fin humano de la
revolutio iusta y más merecedor de desinterés y entrega es el método de la no- violencia
revolucionaria: M. Gandhi, M. L. King...
Conclusión
La lucha revolucionaria por la aproximativa realización de la utopía terreno social no
sólo tiene lugar en la revolución (tomada en su sentido más estricto, antes enunciado),
sino que también está permanentemente en camino.
Quien se sabe obligado a esta utopía relativa se sitúa frente al sistema establecido con
una actitud tanto trascendente como inmanente: es decir, va más lejos que él y, a la vez,
toma parte en él; actúa contra el sistema, pero en él; es subversivo y conservador. Y esto
por un doble motivo. En primer lugar, porque la revolución violenta no es para él fin en
sí misma (en cuanto que la violencia es recurso último y cuerpo extraño); así, donde se
pueda avanzar evolutivamente preferirá la evolución. Y en segundo lugar, porque es
conservador respecto a las adquisiciones anteriores (en cuanto que el sistema
establecido también supone unos avances).
Su problema no estriba, pues, en una falsa contraposición entre revolución y
reformismo, sino más bien en otras cuestiones: ¿cómo obrar inmanentemente sin ser
integrado en el sistema? ¿cómo trabajar modestamente (sin caer en mesianismos) y
mantenerse ¡modesto (siempre crítico e insatisfecho)? ¿cómo servir a lo nuevo bajo las
determinaciones de lo viejo sin caer en esto último?
Notas:
1
El original responde a la presentación de una serie de =tesis para discusión», teniendo
así un denso contenido, expresado en forma de simples enunciados enumerados
correlativamente, en cierto modo yuxtapuestos y sin pretensión de desarrollo
exhaustivo. De ahí la libertad que nos hemos tomado --en razón de un extracto-uniendo, por ejemplo, en un mismo párrafo enunciados-tesis que integran en el autor
párrafos distintos (precedidos de su correspondiente numeración) o introduciendo otros
pequeños cambios para que al extractar no quedaran olvidadas --sin tener que incur rir
en repeticiones-- las numerosas e interesantes matizaciones del original (N. del T.). Los
derechos de traducción castellana de este libro han sido adquiridos por ed. Estela de
Barcelona (N. de la R.).
Tradujo y extractó: JOSÉ MANUEL UDINA
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