LA_REBECA_Miguel_Angel_Viciana

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 LA REBECA
Miguel Ángel Viciana Clemente
© Todos los derechos reservados
(Almería 1942. Basado en un hecho real)
I
—Prométeme una cosa, Andrés.
—Prometido está antes de que me la pidas.
—No quiero que te mueras. No me gusta el luto.
—María del Mar, nunca me moriré.
—Pero para eso habrás de ser más prudente.
—Soy como los gatos, tengo siete vidas. Y todas son tuyas, vida
mía. Aunque con esos ojazos y esa cara tan bonita, seguro que el negro te
sienta muy bien.
—Es que me dan mucha pena esas mujeres menudas y delgadas
con su pañuelo negro, su vestido negro, sus medias negras y sus zapatos
negros. Parecen escarabajillos.
—Pues te voy a decir algo: que tienes razón, que te ruego que nunca te
vistas de luto. ¿Sabes que a las viudas en la India las enterraban vivas
cuando sus maridos morían? El luto es como morirse en vida.
—¡Qué barbaridad! Mira que te diga: ¿de verdad que me va el
negro? ¿Qué tal me sienta este velo?
—¡Estás preciosa! Creo que me casaré contigo.
—¡Pero si ya estamos casados!
—Pues nos casamos otra vez.
—¡Qué tonto eres, Andrés!
Había hecho caso a su marido y había abandonado el luto tan sólo
dos años después de que él muriera. Sin embargo, curiosamente, cuando
iba a visitarle al cementerio se vestía de negro de cabeza a los pies. María
del Mar contemplaba su ropa perfectamente ordenada en el armario. En
un lado había varios vestidos de color negro.
A ella, que siempre le había importado mucho el qué dirán, le costó
mucho vestirse de color otra vez. Su misma tía Adela, la mujer más
conservadora de Almería, la animó. La razón final para decidirse fue la
felicidad de su hijo. Quería que se criara en un ambiente alegre, sin el
recuerdo permanente de que era huérfano.
—¡María del Mar! —la llamó su tía desde el cuarto de estar—. Ven
rápido.
—Enseguida —cogió el bolso y salió del dormitorio.
—¡Demonio de niño! ¿Has escuchado lo que dice?
El niño de cinco años, con la cabeza cubierta con un sombrero de
vaquero, apuntaba su revólver contra la tía.
—¿Qué dice mi hijito con esa cara tan seria?
—De mayor quiero ser atracador.
—¡Pero qué cosas dice este niño! —exclamó tía Adela fingiendo
espanto.
—Y el dinero que robe se lo daré a los niños y a las mamás para
que no pasen hambre.
1 —¡Pero qué niño más gracioso! —asintió tía Adela —Pues no
estaría mal. ¡Con el hambre que pasamos! Si estamos peor que en la
guerra.
—No seas tonto, hijo mío. Que si te meten en la cárcel, a tu tía y a
mí nos dará mucha pena —corrigió la madre dándole un sonoro beso en
la mejilla.
María del Mar abrió la puerta de la salida. La cerró tras de sí.
Ensimismada en sus pensamientos, bajó la empinada escalera. Era el Día
de Difuntos y quería llegar pronto al cementerio. Siempre que se situaba
frente a la tumba de Andrés y le hablaba, se enfadaba con él. ¿Por qué
tuvo que morirse? Su hijo se parecía mucho a su marido en el físico y en
el carácter. Tan tonto y tan bueno como él. ¡Cómo lo echaba de menos!
Estaba segura de que no encontraría nunca un hombre que le hiciera
sombra en su corazón. Le había querido muchísimo. Tan apuesto, tan
simpático, tan caballero y ¡tan enamorado! Si en la noche del bombardeo
le hubiera hecho caso...
2 II
A pesar de que aquel día de primavera de 1935 hacía calor, tía Adela iba
con su abrigo de pieles y cargada de joyas. María del Mar acompañaba a
su tía en la oficina del Banco de Bilbao en la avenida de la República,
conocida popularmente como el Paseo.
—Yo sólo hablo con el director —exigía tía Adela a un empleado.
—Señora, el director sólo está para asuntos importantes.
—¡Vaya! ¿Acaba de decirme que yo no soy importante? Diga usted a
don Carlos que doña Adela Maldonado está aquí aguantando insolencias.
Inmediatamente, si hace usted el favor —exigió levantando la voz.
—Disculpe si la he molestado, señora. Va a ser imposible porque a
don Carlos lo han trasladado. Ahora hay un nuevo director.
La puerta del despacho del director se abrió. Un hombre joven con
un bigote fino como una línea terció amablemente en la discusión.
—Si no le importa, Fernández, atenderé a la señora.
Doña Adela, victoriosa, alzando la cabeza se dirigió hasta donde
estaba el director. Extendió la mano y el joven la besó inclinándose
ceremoniosamente.
—Andrés Martín, para servirle —se presentó. Don Carlos me dio
instrucciones precisas de que a usted se la debía tratar de forma
especial. Observo que viene muy bien acompañada.
—María del Mar, hija, no te quedes ahí parada. Dale la mano al
señor.
María del Mar apreció que Andrés respiraba profundamente antes
de besarle la mano. Fue como una sutil y tímida caricia.
—Pero pasen, por favor.
Sentado en su sillón de cuero, Andrés examinó la libreta de ahorros
de doña Adela. Hacía verdaderos esfuerzos por no mirar a María del Mar.
—Si no mereciera usted toda nuestra estima —comentó el
director—, habría que decir que esta operación la podría haber realizado
Fernández.
María del Mar agachó la cabeza. Su tía no había aceptado que su
fortuna había venido a menos. De su antigua posición social sólo le
quedaba un orgullo desmedido. Su tía se caracterizaba por su jovialidad y
por su pasión por ella, pero tenía el gran defecto de hacer escenas
desagradables en ciertos establecimientos.
El director, mientras anotaba unos datos en un formulario, se puso
a silbar muy bajo una melodía de una canción probablemente extranjera.
María del Mar prestó atención. Cesó de silbar y María del Mar escuchó
nítidamente como musitaba:
—Los íes y los unos son como flechas, la e es mi corazón que ríe
porque se ha enamorado.
María del Mar se ruborizó. El director, percatándose de lo que
había dicho, todavía escribiendo, encogió los hombros y sonrió.
3 —Perdone, ¿qúe dice? —preguntó doña Adela.
—Nada, disculpe. Se me ha ido el santo al cielo.
—¡Ah, los jóvenes! Siempre con pájaros en la cabeza.
María del Mar miró a su tía intrigada. ¿Habría escuchado las
palabras del director? Si era así, temía lo que pudiera decir a
continuación.
—Noto por su acento que no es de Almería —preguntó doña
Adela—. Usted procede de más arriba de Despeñaperros.
—Ha acertado usted. Soy bilbaíno. Y le puedo decir que hasta hoy
estaba triste por haberme alejado de mi tierra.
—¿Y qué ha sucedido hoy, si se puede saber?
—Almería me parece la ciudad más bonita del mundo.
—Eso no ofrece ninguna duda. Permítame que le haga una
pregunta, si no es indiscreción. Seguramente usted habrá venido
acompañado de su esposa.
—No me molesta contestarle en absoluto. Ni siquiera estoy
comprometido.
—Pues vaya usted con cuidado. Cuando se enteren las almerienses
solteras, harán cola para hacerse una cuenta en su banco.
María del Mar interrumpió incómoda:
—Tía, seguramente el director tendrá mucho trabajo. No lo
entretengas. Además, todavía hay que ir al mercado.
El director se levantó y, no sólo acompañó a las dos mujeres a la
puerta de su despacho, sino que fue con ellas hasta la salida del banco.
—Hagan el favor de acercarse al banco cuando deseen. Tráiganse
cualquier otro documento sobre el que quieran que les asesore. Estoy a
su disposición permanentemente. Y, sobre todo, tráiganse esa mirada que
me ha embrujado.
—Perdone, no he oído muy bien las últimas palabras —dijo
divertida tía Adela.
—Tía, anda, que se nos hace tarde.
—A sus pies señora, a sus pies señorita.
A la mañana siguiente tía Adela se empeñó en que María del Mar
fuera al banco a pedirle al director que volviera a revisar la libreta de
ahorros. Según tía Adela, había una cifra que no cuadraba.
—Tía, no pienso ir. Me da mucha vergüenza. Va a pensar que lo
quiero cazar.
—No digas tonterías. Nosotras vivimos de una pensión muy digna.
Sólo quiero que mire la libreta personalmente.
—Tía, me estás engatusando.
—María del Mar, no te mentiría por nada del mundo. Por cierto que
para mentiras la que soltaste tú con eso de que teníamos que ir al
mercado.
—Te estabas poniendo muy pesada.
—¿A que es buen mozo ese Andrés?
—No está mal.
—¡Y cómo te miraba!
4 —Tía, no sea pesada. Te he dicho que no iré. ¿Por qué no vamos
juntas?
—Porque tengo que escuchar la radio.
María del Mar era incapaz de negarle algo a su tía. Al morir sus
padres siendo una niña, se había hecho cargo de ella. Ambas llevaban una
vida plácida y sencilla. Sus entretenimientos consistían en escuchar la
radio y pasear Paseo abajo, Paseo arriba saludando y deteniéndose a
charlar con conocidos y amigos.
El director la invitó a entrar en su despacho. Examinó con gran
seriedad la libreta.
—Señorita, me temo que debemos hablar con detenimiento de la
situación económica de su tía.
—¿Es tan grave?
—Es verdaderamente muy grave.
—Me asombra usted.
—Lo peor es que aquí no podemos seguir hablando.
—¿Por qué?
—Las paredes oyen.
—No diga tonterías.
—Por favor, si no la incómoda, salgamos a la calle y busquemos un
lugar donde hablar de la libreta de su tía.
A la salida del despacho, el director se acercó a la ventanilla donde
se encontraba Fernández.
—Ha surgido un asunto que requiere mi presencia de forma
ineludible. Volveré en cuanto pueda.
—Lo comprendo perfectamente, señor. No me tiene que dar
explicaciones.
En la acera de la calle el director se detuvo en seco.
—Dios mío. ¡Qué acontecimiento! ¡Un charco en Almería! —exclamó
quitándose la chaqueta
—¿Qué hace?
—Usted no se mojará ni los tacones si puedo evitarlo. Pasará usted
por encima de mi chaqueta.
—¡Qué ganso es usted!
—Insisto.
—Póngase la chaqueta, por favor. ¿No querrá usted acompañarme
al café Colón con la chaqueta manchada?
El café Colón estaba situado en pleno centro de Almería. Sentados
en una mesa junto a los grandes ventanales que daban a la calle, los dos
jóvenes hablaban ensimismados. Andrés parecía empeñado en divertir a
María del Mar, que contenía la risa a duras penas tapándose la boca.
Poniéndose serio, Andrés preguntó:
—¿Su señora tía no considerará un atrevimiento que la haya traído
sola a un café?
—Algo inadecuado sí que es. Una señorita honrada no debería estar
a solas con un hombre si no es su marido.
—Y ya puestos a atrevimientos, ¿me permite que la tutee?
—No tengo inconveniente.
5 —María del Mar, ¿sabes por qué hay eclipses de Luna y de Sol?
—Creo que me lo vas a decir tú, Andrés.
—El Sol y la Luna siempre se están persiguiendo por los cielos.
Cuando se encuentran, suceden entre ellos cosas tan maravillosas, que
oscurecen el cielo para que nadie las vea. Algo así está sucediendo ahora.
Estoy tan maravillado de contemplar tu sonrisa, que el mundo entero no
me importa.
—¡Qué galante!
Un golpe seco seguido de la rotura de cristales interrumpió
bruscamente la conversación. Andrés cogió de la mano a María del Mar y
la levantó.
—¡Ven conmigo!
Poniéndose delante de ella para que cualquier objeto que lanzasen
desde fuera le alcanzase a él primero, la llevó detrás de una columna.
—¡Asesinos! ¡Fascistas! —gritaba un grupo de ciudadanos
enardecidos arrojando con furia piedras y cuanto encontraban a su
alcance contra los cristales de la cafetería.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Andrés a un camarero que, como él,
no se resistía a mirar lo que sucedía.
—No lo sé. Antes he escuchado varios estampidos. Ahora pienso
que han sido disparos. Sí, seguramente hayan sido disparos. Estos son
socialistas, los conozco. Así que probablemente algunos falangistas hayan
hecho alguna de las suyas.
—Andrés, por favor, no te asomes tanto. Te pueden alcanzar.
—María del Mar, no te preocupes. Yo te protejo.
Andrés se dio cuenta de algo inesperado. Estaba pegado al cuerpo
de María del Mar. Olía su pelo y sentía el calor de su cuerpo.
6 III
Fue la última boda religiosa que se celebró en Almería antes del
Alzamiento nacional. La boda se ofició en la iglesia de Santiago, en la
calle de las Tiendas. María del Mar y Andrés vivían en un edificio cercano,
puerta con puerta con tía Adela. Días después la iglesia fue incendiada
prendiendo varios bidones de gasolina en su interior.
La preocupación de Andrés era que le dieran un paseo. Lo sacarían
de su casa por la noche y lo asesinarían sin juicio previo. Uno de los
abogados que llevaba los asuntos del banco y un tendero que había sido
socio del padre de María del Mar, habían desaparecido de esta manera.
Se comentaba que después del tiro de gracia, los habían arrojado al mar
con lastre para que no flotaran o dentro de un pozo en un pueblo del
interior de Almería.
Decían que al gobernador civil, a pesar de que se había mantenido
fiel a la República con peligro de su vida, lo habían buscado para
ejecutarlo. Nadie se sentía seguro. A pesar del peligro, Andrés quería
presenciar algunas escenas de la rebelión y salía a la calle con gran susto
de María del Mar y tía Adela.
—¿Por qué te arriesgas innecesariamente? ¿No te das cuenta de que
tienes en vilo a tu mujer? —le decía tía Adela.
—Ahí abajo, en la calle están sucediendo acontecimientos
históricos.
—Quédate en casa. Escuchando la radio uno se entera de todo.
—Pero si han interrumpido los programas y sólo ponen música.
—Precisamente por eso. Esta es una ciudad pequeña. Cuando se
pase el peligro, nos damos un paseo y nos enteramos de todo con pelos y
señales.
Dejándose llevar por su espíritu aventurero Andrés salió a la calle.
Al poco de quedarse solas María del Mar y su tía, escucharon unas
grandes explosiones. Al poco llamaron a la puerta. Era Andrés que había
regresado. Excitado contó:
—Es increíble. Los mineros de Serón han fabricado bombas
rellenando tubos con dinamita. Las lanzan con ondas de esparto.
Sus emocionados comentarios fueron recibidos con un gran
silencio. La tía se marchó a su piso quedando solos María del Mar y
Andrés. El enfado de María del Mar se manifestó en una larga reprimenda
que Andrés aguantó sin rechistar:
—Ahora Andrés, mírame a los ojos y júrame que nunca más
correrás riesgos innecesarios ni me dejarás sola.
Andrés lo juró solemnemente. Pocas semanas después, Andrés
entró en la casa muy agitado y, sin dar explicaciones, se encerró en el
dormitorio. María del Mar lo escuchaba andar de un lado a otro. María del
Mar llamó a la puerta. Como Andrés no respondía, entró.
—Estás nervioso. ¿Qué ha sucedido?
7 —He faltado a mi promesa. Pero, no te preocupes. Nunca volverá a
suceder.
—Cada vez que me dicen “no te preocupes” me echo a temblar.
Significa que algo terrible está pasando.
Andrés y María del Mar se sentaron en la cama. Andrés cogió las
manos de su mujer.
—He estado en el Casino.
—Pero allí es donde deciden a quién matan y a quién no. Es el sitio
más peligroso de Almería.
—Por eso mismo. No te alarmes. Quería adelantarme a los
acontecimientos, defenderme antes de que decidieran mi suerte. Por el
mero hecho de trabajar en el banco, podría estar en su lista negra. Sé que
si un día vienen a por mí ya no me dejarían defenderme. He hablado con
los del Comité Central. Por lo pronto te puedo decir que estamos a salvo.
No quiero contarte detalles que te intranquilizarían
—Cuéntame, por favor. No me tengas en ascuas.
—He hablado con el peor de ellos, uno que trabajaba de camarero.
Creo que su apellido es un nombre de ave de presa. Me he acercado a él
directamente. Le he dicho quien era yo. Me ha mirado fijamente y me ha
preguntado si había trabajado antes en una sucursal de Bilbao. He
asentido con la cabeza. Él, sin mover un músculo de la cara, ha cogido un
lápiz de una mesa y después un papel. Se ha puesto a estudiarlo en
silencio. Ha permanecido inmóvil un rato. Creo que estaba decidiendo qué
hacer conmigo. Ha dejado el lápiz en la mesa y me ha dicho:
—¿Tú trabajas en el Banco de Bilbao?
—Sí.
—Bilbao y Almería son ciudades hermanas. Ambas luchan contra
los fascistas.
Sin mirarme, me ha vuelto la espalda para hablar con uno de sus
secuaces. Yo no sabía si dar las gracias o no. Intentando mostrar
tranquilidad, he salido a la calle. ¡Me he librado porque soy de Bilbao!
María del Mar, en caso de que fuera de Sevilla o de Granada que han
caído en manos de los nacionales, ahora estaría detenido. ¿Te lo puedes
creer? Mis padres y yo somos de Álava, que está en el bando nacional. El
Banco de Bilbao tiene sucursales en muchas provincias de España. ¡Estoy
vivo por una asociación caprichosa de un criminal! ¡Estoy vivo por azar!
—Déjalo, Andrés, no te atormentes.
—María del Mar, ¿tía Adela ha preguntado a sus conocidos si nos
permitirán que nos refugiemos con ellos? ¿Nos dejarán que nos vayamos a
algún pueblo o a algún cortijo?
—Me temo que no. Sólo le han dado buenas palabras. Quizá más
adelante unos primos míos nos llamen.
—En definitiva, que nos quedamos en Almería.
Andrés se levantó. Dio unos pasos nervioso. Se paró y agachó la
cabeza. Se sentó de nuevo con su mujer.
—María del Mar, no somos dueños de nuestro destino. Mañana a
ese camarero se le antoja matarme porque hace unos meses no le di una
8 propina o porque se inventa que le miré de mal modo. O nos ametralla un
avión o nos cae una bomba. No valemos nada.
9 IV
Los bombardeos nocturnos en Almería se convirtieron en una rutina.
Antes de acostarse Andrés tranquilizaba a su mujer para que se durmiera.
Le aseguraba que él se despertaría cuando se escuchara a lo lejos el
rugido de los motores de los aviones. Al principio, cuando caían las
bombas, Andrés decidía que había que hacer. Ordenaba a María del Mar
que se alejara de la ventana, que se tumbase debajo de la cama o que se
situase bajo el marco de la puerta.
Después de que instalaran las potentes alarmas en la ciudad, les
daba tiempo a bajar al primer piso. Si se daban prisa, ocupaban lo que
creían que era el mejor sitio, un pequeño habitáculo bajo la escalera.
Otras veces, se colocaban cerca de la puerta de entrada al edificio.
Andrés decía que, en caso de que una bomba impactara, saldrían
rápidamente a la calle para que el edificio no se les desplomara encima.
Hasta que no sonaba la alarma de nuevo anunciando que los
aviones se habían marchado, Andrés permanecía alerta. Pensaba que
salvarse sería cuestión de reflejos. Si adivinaba por dónde venían los
aviones, si determinaba la trayectoria de las bombas, entonces existía la
posibilidad de reaccionar y salvarse en un instante.
Andrés era más favorable a los nacionales, los que atacaban, que a
los rojos. Mientras caían las bombas, les buscaba alguna lógica. Esta ha
caído cerca del Casino, para acabar con los asesinos del Comité Central;
el objetivo de aquella era tal sindicato; esa otra quería destruir la
imprenta del periódico Adelante. También se había convertido en un
experto en aviones.
—Ese —aseguraba a sus vecinos—es un Junker alemán; aquel, un
biplano; los de la semana pasada seguro que fueron trimotores Savoia.
Sin embargo, el bombardeo que más le afectó curiosamente no
provino del aire, sino del mar; además las bombas en vez de caer sobre
la ciudad, impactaron en los depósitos de combustible que CAMPSA
había instalado en el puerto.
Andrés acudió al puerto y vio las grandes llamaradas que brotaban
incontenibles de los depósitos. Una densa humareda se inclinaba sobre la
ciudad. Algunas bombas habían afectado a las barcazas que contenían la
resistente y famosa uva de Almería. Los hombres se afanaban en sacar la
uva del mar para que no se perdiera su única fuente de ingresos. Andrés
se presentó a ayudar, pero no lo dejaron participar porque creyeron que
quería robar uva. Sin nada mejor que hacer, se quedó en el puerto
observando. No muy lejos de donde se hallaba él, un depósito estalló
abrasando a un trabajador. Recordó su promesa a María del Mar de no
correr peligros y emprendió su regreso a casa.
Por la noche, la negra humareda continuaba tapando el cielo.
Durante días y días el Sol y la Luna permanecieron ocultos tras una negra
niebla. El matrimonio se quedó encerrado en casa para no respirar el aire
contaminado. Andrés preguntaba a su mujer por las mañanas:
10 —¿No se ve el cielo?
— Todavía no.
Andrés se quedaba entonces en la cama hasta la hora de comer.
Decía abatido que era un símbolo de los tiempos sin esperanza que les
había tocado vivir. Si no había ni día ni noche, era porque una antinatural
y venenosa obscuridad se cernía sobre el espíritu de los españoles.
La pretendida lógica que para Andrés explicaba las bombas de los
nacionales se desmoronó definitivamente la noche de Reyes. A las dos de
la mañana, en una rápida pasada sobre la ciudad, un avión dejó caer tres
potentes bombas. Una de ellas cayó en una calle céntrica matando a seis
personas. Tres de ellas eran niños.
—¿Es que no hay nada sagrado? Entonces, ¿no respetarán ni a los
niños?—se preguntaba airado Andrés—¿No dicen que son cristianos?
María del Mar procuraba tranquilizarlo. Le preparó una tila, pero de
nada sirvió. Andrés intentaba comprender el porqué de los bombardeos a
personas inocentes.
—¿Qué quieren de nosotros los señores de la guerra? Nos tienen
secuestrados. ¡Somos carne de cañón!
A fuerza de besos y caricias, la inquietud de Andrés fue cediendo.
Esa noche durmió acurrucado, con la cabeza en el regazo de María del
Mar.
El horror absoluto llegó un mes más tarde. Tía Adela escuchaba las
emisiones de radio Sevilla cubriendo la radio con una manta para que
nadie de fuera la oyera ni poniendo la oreja tras la puerta de la entrada. El
día nueve escuchó que Málaga había sido tomada por los nacionales. El
general Queipo de Llano en su alocución radiofónica afirmó eufórico que
“grandes masas huían por la carretera de Motril” y que “para
acompañarles en su huida y hacerles correr más aprisa, hemos enviado a
nuestra aviación”.
—Con lo bruto que es este Queipo de Llano, seguro que está siendo
una carnicería —comentó tía Adela.
Días después llegaron los primeros refugiados a Almería. Habían
salido temiendo la terrible represión que, efectivamente, se desató en
Málaga. Lo que no podían imaginar los que habían huido es que en los
más de doscientos kilómetros que separaban Málaga de Almería los
nacionales no dejarían de atacarles. Fue una masacre atroz. Varios
buques de guerra se dedicaron a disparar sus cañones sobre las personas
que, indefensas, avanzaban a duras penas por la estrecha y serpeante
carretera. Los aviones parecían divertirse ametrallando una y otra vez a
mujeres, niños y ancianos que no tenían donde refugiarse. En estas
acciones tan valientes, además del ejército español, tuvieron el honor de
participar la aviación alemana e italiana.
Los refugiados malagueños a Almería venían sucios, agotados,
hambrientos, profundamente derrotados. Contaban experiencias
horrorosas de llanto y de sangre. Almería no estaba preparada para
acoger tal avalancha de gente, pero los particulares se volcaron para
atenderlos
11 María del Mar sorprendió a Andrés sacando en secreto comida de la
despensa para dársela a los refugiados:
—Andrés, nosotros estamos a punto de pasar hambre.
—Nosotros comemos todos los días. Ellos llevan días y días
andando sin agua siquiera.
Una hora después Andrés volvió a casa crispado. Se dirigió a la
despensa. María del Mar fue tras él.
—Andrés, no te llevarás nada más —dijo interponiéndose en la
puerta.
—María del Mar, ellos lo necesitan más. Hablan de ancianas que,
rendidas, se dejaban morir en las cunetas, de madres con niños que
expiraban en sus brazos, de niños perdidos, de gritos de desesperación
por las noches, de muertos y más muertos en las cunetas. Cuentan que
muchos se refugiaron en una gran tubería para protegerse de las bombas,
con la mala fortuna de que un obús, acertó a penetrar. Ninguno
sobrevivió. María del Mar, debemos ayudarles. Si no, tampoco nosotros
seremos humanos.
María del Mar nunca había visto a su marido tan desesperado.
—De acuerdo, pero deja que te dé yo lo que te puedes llevar.
Cogió una bolsa y la llenó de comida. Después llenó otra. Andrés
que creía que su mujer iba a dar lo mínimo posible quedó sorprendido
por su generosidad.
—Aunque pasemos un poco de hambre, con lo que queda,
resistiremos unos días.
Andrés abrazó a su mujer y salió corriendo a la calle.
Por la noche los quejidos de las personas que se apretujaban en las
calles atravesaban las ventanas. La humedad intensificaba la sensación
de frío. A pesar de las incomodidades los refugiados se consolaban
pensando que lo peor ya había pasado. Por muy terribles que hubieran
sido las experiencias, parecía que era el momento de recuperarse. Las
autoridades habían transmitido mensajes tranquilizadores. Había comida
para todos: Almería no estaba desabastecida.
La calma fue interrumpida abruptamente por el rugido de varios
aeroplanos. Diez bombas estallaron en el Paseo. No les bastó a los
aviadores con lanzar sus bombas, sino que acto seguido dieron varias
pasadas ametrallando a los civiles completamente indefensos.
María del Mar y Andrés, que se habían despertado sobresaltados
con las primeras bombas, se miraban desconcertados. Si a ellos el
bombardeo les había cogido desprevenidos, ¿qué les habría sucedido a
los refugiados? Andrés se vistió rápidamente para salir a la calle.
—No puede ser, no puede ser —repetía al salir del piso.
Andrés quería ayudar, pero sólo disponía de sus manos. Tan solo
formaba parte de la masa de gente que no sabía a dónde ir ni qué hacer.
Las llamas de algunos edificios y árboles incendiados iluminaban un caos
dantesco. Aparte de los gritos de dolor, de las llamadas angustiadas de
unos a otros, se percibía un rumor sordo de impotencia y rabia. Andrés
pensó que lo que presenciaban sus ojos era peor que el infierno. Pensaba
12 que al menos los penados en el infierno, por mucho que les infringieran
las más terribles torturas, conocían los motivos de sus males. Algunos
refugiados presas del pánico iban de un lado a otro en una carrera sin
sentido. Otros gritaban amenazando al cielo con sus puños:
—¡Basta ya! Criminales, ¡Basta ya!
Entre tanta agitación a Andrés le sorprendió la inmovilidad y el
silencio de un corro de hombres y mujeres. Se abrió paso entre ellos.
Había un amplio cráter que había originado una de las bombas. En su
interior un amasijo de escombros, tuberías, jirones de tela y zapatos
sueltos se mezclaban con sangre y restos de carne humana.
Como sonámbulo Andrés se apartó de allí. Unos hombres con
aspecto de extranjeros vendaban de urgencia a algunos heridos graves
rasgando sus propias ropas. Andrés se sumó a ellos en la desesperada
tarea de salvar vidas humanas. En cada venda que ponía, sentía que se
aliviaba las heridas de su propia alma. Uno de los extranjeros le comentó:
—Lo estás haciendo muy bien. No desistas.
Horas después María del Mar escuchó que la puerta del piso se
abría. Era Andrés manchado de sangre.
—María del Mar, traigo invitados.
Andrés hizo pasar a una mujer con unos ojos que parecía imposible
que estuvieran tan abiertos. Llevaba a un bebé en brazos. Un niño de
unos cinco años iba tras ella agarrándose a su falda.
—No sabe dónde están su marido y otro de sus hijos. El niño que la
sigue no es suyo. Lleva dos días pegado a ella.
María del Mar los llevó a su propio dormitorio y los atendió lo mejor
que pudo. El resto de la noche María del Mar y Andrés la pasaron
acurrucados en un pequeño diván del salón.
13 V
El 31 de mayo de 1937 los almerienses recibieron una nueva visita, que
así llamaban a los bombardeos de los nacionales. Hasta ahora habían
tenido la cortesía de acercarse a la ciudad con sus regalos mortales los
compatriotas españoles del otro bando y los italianos. Finalmente
decidieron acercarse también los alemanes. Pero hay que decirlo, se
presentaron sin avisar previamente. Al parecer el motivo de tal falta de
amabilidad se debió a que los alemanes consideraron que no era preciso
anunciarse. Su justificación fue que el acorazado de bolsillo Deutschland
había sido atacado por unos aviones del bando republicano.
Así que sin tarjeta de visita ni anuncio formal de ninguna clase y a
una hora intempestiva, las seis de la mañana, cuatro buques alemanes se
pusieron a disparar sus cañones contra Almería. Nótese que la costa
almeriense estaba dentro la zona de control marítimo encargada
precisamente al gobierno alemán para que no se produjera ninguna
injerencia extranjera. Parece ser que Almería presentaba una
característica muy interesante para los nazis: se hallaba prácticamente
indefensa.
Fueron cuarenta minutos de horror. Los cañones de los barcos
dispararon los primeros treinta minutos seguidos y los otros diez en
intervalos de dos minutos. Los obuses cayeron primero en las zonas
próximas
a la costa subiendo inexorablemente hasta el centro.
Perseguían matar civiles y lo consiguieron.
María del Mar decía de su tía que, si se sumaba que siempre
estaba pegada a la radio, que leía con fruición los periódicos que le
llevaba Andrés y que se enteraba de todos los chismes, probablemente se
había convertido en la mejor fuente de información de Almería.
—¿A que no sabéis que ha dicho Indalecio Prieto, nuestro ministro
de la guerra? —comentó tía Adela días después del ataque alemán—Que
hay que declarar la guerra a Alemania.
—Estemos o no en guerra —comentó Andrés abriendo un
periódico—lo cierto es que nos tratan como enemigos declarados. Lo que
más me extraña es la repercusión nacional e internacional del bombardeo
alemán, pero que del ataque a los refugiados de Málaga no se dijera nada
en su momento.
—Según mis informaciones —apuntó tía Adela—los muertos en el
bombardeo alemán han sido treinta y uno, mientras que en el ataque a
los refugiados malagueños fueron más de tres mil.
—No lo entiendo. La diferencia es muy importante —dijo Andrés —
Parece que los políticos y los periódicos quieren silenciar esa horrible
masacre.
—Yo lo entiendo perfectamente —terció María del Mar —Ninguno
de los bandos se siente satisfecho de la matanza, los unos por haberla
realizado, los otros por no haber hecho nada por evitarla.
14 Andrés estaba más indignado que los medios de comunicación y
que los políticos. Porque había vivido directamente el ataque de los
barcos alemanes y porque estaba harto de sentirse una víctima indefensa.
Sabía que la mejor estrategia para sobrevivir era pasar desapercibido.
Bilbao había caído en manos de los nacionales, por lo que no había
ninguna excusa para que no le incluyeran en una lista negra. Como
director de un banco, a los ojos de algunos extremistas, era un
representante de la burguesía al que había que eliminar.
Sin embargo, Andrés era incapaz de permanecer impasible ante la
amenaza permanente de las bombas. El no tenía miedo y se escondía,
más que por prudencia, por no preocupar a su esposa. Su naturaleza le
exigía acción. Así que, sin consultarlo a María del Mar, se presentó en la
Comisión Mixta de los Refugios.
—Quiero colaborar —dijo al primero que accedió a escucharle.
—¿Usted quién es?
—Soy el director de la oficina del Banco de Bilbao.
—¡Ah, el bilbaíno! Pase usted.
Hasta entonces la Comisión Mixta de los Refugios había hecho lo
que había podido con los medios de que disponía. Se estaban utilizando
ya como refugios unos grandes depósitos de mineral de la ciudad y los
bajos de algunas iglesias. También se había inspeccionado la ciudad en
busca de posibles refugios en las viviendas de los particulares.
Curiosamente, los que disponían de los mejores refugios eran los que
vivían en los barrios más pobres junto a la Alcazaba, dado que contaban
con cuevas excavadas en plena montaña.
El caso era que no había espacio para refugiar a la mayoría de la
población que se agrupaba en el centro de Almería. Para ello, habría que
construir un gran refugio con ramales a los que cualquiera accediera con
rapidez. El principal problema era económico. Se había pensado en
gravar el consumo y descontar un porcentaje del sueldo a los
funcionarios. Pero no era suficiente dinero.
Cuando Andrés se hizo una idea clara de la situación, pidió permiso
para entrar en donde se hallaba reunida la Comisión y, sin apenas
preámbulos, les dijo:
—Ofrezco los depósitos del banco para construir los refugios, por
supuesto con los debidos recibos y garantías. Servirá de ejemplo para que
los que tienen dinero escondido lo donen para el bien de la ciudad.
Los integrantes de la Comisión se miraron los unos a los otros.
Parecía una buena idea. Los momentos álgidos de la represión hacía
tiempo que habían pasado. En Almería, se respiraba una cierta
tranquilidad. Siempre había sido una provincia olvidada por los centros
de poder. Retirada del frente, parecía que sólo la bombardeaban porque
ofrecía un blanco fácil.
Los almerienses guardaban sus ahorros temerosos de que se los
requisaran. Seguro que si se les explicaba que los refugios les
beneficiarían a ellos de forma directa, participarían gustosamente. A los
más reticentes se les podría recordar que en una ciudad pequeña todos
15 se conocían y que era el momento propicio para significarse por su
generosidad.
—Para dar cobijo a la mayoría de los almerienses habría que cavar
cuatro kilómetros y medio y abrir unas cien entradas. Este es mi proyecto
—afirmó el arquitecto municipal desplegando un gran plano en la mesa
de reunión.
—Eso es imposible —replicó uno de la Comisión—. Sería la obra
más ambiciosa desde la construcción de la Alcazaba y sus murallas en
tiempos de los moros.
Se hizo un silencio entre los presentes que rompió Andrés.
—Yo mismo me ofrezco voluntario. Trabajaré gratis con mucho
gusto.
—Además habría que construir algunas dependencias especiales
como un pequeño hospital—apuntó en voz baja el arquitecto.
—Será un honor para mí cavar personalmente las dependencias del
hospital —aseguró con decisión Andrés —¡Que los asesinos no nos
vuelvan a coger desprevenidos!
La sociedad almeriense, tradicionalmente abúlica y escéptica,
acogió con entusiasmo el proyecto. Las obras no cesaron ni un sólo día,
porque, cuando paraban los cuatrocientos trabajadores contratados,
siempre había voluntarios para continuar sin ningún tipo de
remuneración. Andrés, como otros muchos ciudadanos, bajaba al
subsuelo los fines de semana a cavar a fuerza de pico y pala. No le
importaba en absoluto que sus manos, no acostumbradas al trabajo
manual, se plagaran de ampollas. Su mayor recompensa era que su
esposa o cualquier otra mujer estuviera en la boca de los túneles le
dieran un vaso de agua.
Un domingo de abril, tras una mañana agotadora de trabajo en los
refugios, Andrés se encontró la mesa repleta de comida. Tía Adela y su
mujer se afanaban en la cocina en preparar unos ricos platos.
—¿A qué se debe este derroche? —preguntó Andrés entre
asombrado y enfadado—¿Es que os habéis vuelto locas? Vais a acabar con
nuestras reservas
—No te enfades, Andrés —contestó apaciguadora María del Mar —.
Nos hemos enterado de que hay nuevo gobernador.
—No entiendo la relación entre malgastar nuestras reservas y el
nombramiento de un nuevo gobernador
María del Mar explicó a Andrés que el nuevo gobernador estaba
decidido a elevar la moral de los almerienses. Para ello el nuevo
gobernador consideraba que había que favorecer la construcción de los
refugios con el fin de que los almerienses no se dejaran influir por los
derrotistas, aunque durante su mandato el ritmo de las obras ni aumentó
ni disminuyó.
Otra forma de elevar la moral ciudadana según el nuevo gobernador
consistía en reforzar la limpieza de la retaguardia. Eso significaba que
volvía a cobrar auge la represión. Los que al principio de la guerra habían
escrutado las vidas de sus convecinos para darles un paseo mortal,
aplaudieron las medidas tomadas por el nuevo gobernador. Ahora bien el
16 gobernador, hombre de orden, prohibió los asesinatos sin juicio previo. El
organismo oficial encargado de investigar a los ciudadanos sería el SIM
(Servicio de Inteligencia Militar) y los acusados serían juzgados por un
Tribunal Especial de Guardia. A los que hubieran cometido crímenes más
graves, como alta traición y espionaje, se les ejecutaría. Los culpables de
cometer delitos menos graves se les confinaría en campos de trabajo.
Entre estos delitos menos graves estaban los tipificados como derrotismo y
subsistencias.
—Así que para que no nos acusen de acumular subsistencias, mi tía
y yo hemos decidido darnos un banquete.
—¿Eso no será turrón? ¿No me dijiste en Navidad que se había
acabado?
—Es que eres muy goloso y te lo comes en un santiamén. Te quería
dar una sorpresa.
—También hay vino. ¡Cómo nos vamos a poner!
María del Mar sirvió un vaso de vino a su tía y a Andrés. Alzó su
vaso y brindó:
—¡A la salud del gobernador!
Andrés alabó la medida que había tomado su mujer. Quizá él
mismo, por algún motivo ridículo y disparatado, se hubiera convertido en
sospechoso. La acusación de acumular subsistencias estaba descartada,
porque en su despensa ya sólo quedaba lo imprescindible para vivir al
día. En cuanto a la acusación de derrotismo, Andrés y su familia se
prometieron no quejarse ni de la duración de la guerra, ni de la carestía
de la vida, ni de nada de nada. Se mostrarían joviales y sonrientes. Andrés
sonreiría en la calle, sonreiría en el banco y, mientras en el refugio
estuviera cavando o trasladando la tierra y las rocas en la carretilla,
también sonreiría.
17 VI
María del Mar estaba cosiendo un pantalón sentada en el diván. Andrés
entró y se puso de rodillas ante ella.
—Traigo una buenísima noticia. Pero antes de contártela, quiero
escuchar un ratito al niño que llevas dentro.
—Ahora no, Andrés. Tengo cosas que hacer.
—Sólo un momento, por favor.
—¿Por qué no te vas con tía Adela a escuchar la radio?
—María del Mar, esto es mejor que la radio.
—Andrés, anda, no seas pesado, déjame un rato. Desde que estoy
embarazada estás empeñado en pegar la oreja a mi barriga. ¿No te
cansas?
—Aquí dentro está sucediendo un milagro.
—Andrés no me hagas cosquillas.
—Pues estate quieta. Cuando el bebé nazca...
—Entonces yo tendré dos niños. Un niñito pequeño y precioso y un
niño grande, tonto e insoportable llamado Andrés.
—María del Mar, ¿puedo decirte una cosa?
—Si no hay más remedio, te escucharé.
—Tú eres mi patria.
—¿Te has puesto serio, Andrés?
—Tú eres mi patria. No hay valles ni montañas, ni ríos ni mares que
me importen tanto como los valles y las montañas, los ríos y los mares
que hay en ti.
—Mi cielo, se te están llenando los ojos de lágrimas.
—Te lo juro, nunca seguiré ninguna bandera que no seas tú.
—Lo sé, mi vida. Son tiempos difíciles.
—Pero lo que es a mí en la próxima guerra no me pillan. Nos vamos
a otro país. ¿A cuál prefieres?
María del Mar se quedó pensativa:
—A Sudamérica, que a mí no me apetece aprender otro idioma.
—Así será. ¿Qué quieren ponerse medallas por matarse los unos a
los otros? Pues que se las pongan, pero no a costa de nuestra sangre y
nuestro sufrimiento. Yo prefiero ser de los supervivientes. De esos que
después reconstruyen las ciudades. Por mí, que a las guerras sólo vayan
los señores de la guerra.
—Yo me imagino que somos como esas hormiguitas que se afanan
en avanzar por su sendero llevando sobre sí su pizquita de comida
aunque un bruto haya atacado su hormiguero con un palo.
—María del Mar, sí te gustan las comparaciones con bichitos, te
llamaré mi bella mariposa.
—Andrés tómame en serio y escucha. Para mí los buenos
gobernantes son los que nos dejan tranquilos y no nos añaden
inquietudes. Yo bastante tengo con mis propias preocupaciones: con
18 saber cómo nacerá el niño, con los achaques de mi tía, con que me sigas
queriendo...
Andrés se incorporó y se levantó. Como solía hacer cuando estaba
preocupado, comenzó a dar vueltas por la salita.
—No sé si lo estoy haciendo bien. Seguramente los nacionales
ganarán y ahora, con mi participación en los refugios, me estoy
acercando mucho a los rojos.
—A ver Andrés, ¿los papeles del banco están bien?
—Sí, por supuesto. Todo lo que he dado para los refugios ha sido
muy legal.
—Entonces no hay que temer. Tía Adela y yo hemos trazado un
plan.
—Cuéntame lo que se os ha ocurrido.
—Debajo de una losa tía Adela ha escondido estampas de santos.
En cuanto ganen los nacionales, con unas velas, vamos a preparar un
altar pistonudo.
—Excelente idea, María del Mar.
—Pero no queda ahí la cosa. Cuando entren las tropas de los
nacionales en Almería, en un pispás tejemos unas banderas rojas y
amarillas y salimos de las primeras a vitorearles. Y tú con nosotras, por
supuesto.
—Vaya, yo que siempre me había preguntado de dónde salía tanta
gente que aclamaba a los unos y a sus contrarios, resulta que tengo la
respuesta en casa. ¡Son los mismos!
—Faltaba más, Andrés. ¿Es que crees que hay alguien, aunque sea
el cura que se tome más en serio el voto de humildad o el anarquista más
concienciado, que no crea que merezca que lo aplaudan? Pues nosotros,
las hormiguitas, aplaudiremos a todos los que vayan saliendo al
escenario.
—No sé qué decirte, María del Mar.
—¿Tú de qué estás orgulloso ahora?
—De que me quieras y de los refugios que hemos construido.
Especialmente los de la parte del hospital, que han quedado perfectos.
—Pues los ganadores taparán los refugios. De ellos no quedará ni el
recuerdo durante generaciones. Los nuevos mandamases traerán sus
propios monumentos. Y los siguientes los suyos. Eso no tiene remedio.
—Pues sí, estoy muy orgulloso de los refugios. No sólo porque son
una obra ciclópea, una auténtica ciudad subterránea, sino por el
ambiente de camaradería que ha surgido entre los que los estamos
construyendo. Allí abajo no hay vagos que regateen sus esfuerzos. Creo
que en medio de esta guerra salvaje, nos sentimos verdaderos ciudadanos
civilizados. Por cierto, María del Mar, ¿no habíamos quedado que
entrábamos siempre por la boca del refugio más cercano a nuestra casa?
¿Y que si nos pillaba en otra zona de la ciudad, al dejar de sonar la
alarma, nos esperábamos en la Casa de Socorro?
—Lo siento mucho, Andrés. Fui a la Casa de Socorro, pero tú ya no
estabas. De todas maneras era una falsa alarma.
—Quiero saber siempre dónde estás.
19 —¿No te basta con que te tenga que decir a donde voy o no voy? Me
siento vigilada por mi propio marido.
—Es que me dan mucho miedo los bombardeos. ¿A dónde habías
ido?
—Casi he llegado al parque del puerto. Ha sido por los pantalones
que te estoy cosiendo; no encontraba un hilo de su color.
—Allí hay un par de refugios privados.
—No había ninguna indicación.
—¡Qué insolidarios! Comprendo que la gente mire por sus propios
intereses, pero no cuando se trata de ayudar a salvar la vida a alguien con
un mínimo de molestia. ¿Qué les va a costar? ¿Un par de horas
compartiendo su espacio con un desconocido? ¡Qué triste! En cambio,
algunos propietarios de refugios privados dejan generosamente las
puertas abiertas de sus edificios y ponen carteles con la palabra Refugio,
para que entre quien lo precise.
—Sobran los buenos socialistas y los buenos cristianos. Lo que
faltan son buenas personas.
—¡Otra sentencia de doña María del Mar! ¿Qué está pasando hoy en
tu cabecita?
—Bueno, cuéntame, ¿cuál es la buena noticia que me ibas a dar?
—Mira —Andrés extrajo un carnet de su cartera—. Esto es un vale
especial de alimentos. Se lo conceden a los funcionarios de la Delegación
de Abastos y a otras personas importantes.
—¿No te lo decía antes? Siempre los de arriba se acaban inventando
privilegios para ellos.
—Por favor, María del Mar, utilízalo con mucha discreción y no se lo
enseñes a nadie.
—Tendré mucho cuidado. Esto sí que nos puede traer envidias y
problemas en el futuro. La cartilla normal de racionamiento apenas da
para comer.
20 VII
—Despierta María del Mar, está sonando la alarma
—Dios mío, no nos dejan vivir. ¿Qué hora es?
—Las tres y media. Vístete rápido, que nos vamos al refugio.
—Quiero preguntarle a tía Adela, si se quiere venir con nosotros.
—No pierdas el tiempo, sabes que no quiere.
—Andrés no sé si quedarme yo también. La barriga me pesa
mucho.
— Por favor, María del Mar, date prisa y abrígate, que seguro que
hace frío.
Tía Adela temía las escaleras de los refugios, más que a los
bombardeos. Al sonar las alarmas, los almerienses se precipitaban por
las empinadas escaleras hasta unas estrechas galerías que se hallaban a
nueve metros de profundidad. Más de una vez había habido avalanchas en
las que se habían producido muertos. Tía Adela se resignaba y
tranquilizaba a su sobrina asegurándole que ella estaba ya en una edad
en la que no temía la muerte.
Bajando las escaleras del refugio María del Mar siempre precedía a
Andrés. Según Andrés, en caso de que alguien fuera demasiado rápido o
se cayera, él lo contendría con su cuerpo. Andrés llevaba en una mano
una bolsa de tela, con agua, algo de comida y dos cojines; María del Mar
se encargaba de transportar un orinal. En los refugios no había letrinas y
excepcionalmente se permitía hacer sus necesidades a los más pequeños.
Si el matrimonio podía elegir, se sentaba pegado a unos
contrafuertes que servían para amortiguar el efecto de la posible onda
expansiva de una bomba que cayese en la boca de entrada del refugio.
Andrés suponía que junto a los contrafuertes habría un ángulo muerto en
el que la onda no haría efecto.
Esa noche se sentaron frente a un vecino de su mismo edificio.
—Seguro que no son zapatones. Si no habrían descargado las
bombas hace un rato —afirmó el vecino.
Los zapatones eran los hidroaviones. Los llamaban así por los
grandes flotadores que los soportaban en el agua. Los hidroaviones, al
llegar por el mar, resultaban más difíciles de avistar por la red de alerta.
—Puede ser. Seguro que tampoco son ni Heinkels ni Junkers
alemanes. Esos son muy rápidos —contestó Andrés—. Creo que va a ser
una escuadrilla de pavas españoles o de murciélagos.
Llamaban murciélagos a los Savoias italianos. Por su vuelo lento se
habían especializado en bombardeos nocturnos. Habían recibido el
nombre en honor de los Saboya, los reyes de Italia.
—María del Mar estás tiritando.
—Abrázame un poquito y se me pasa.
—En la zona de arriba de los refugios, hace más frío —comentó el
vecino —. En cambio, conforme los refugios se acercan al nivel del mar,
se nota más el calor húmedo.
21 —Te dije que te abrigaras. Con seis meses de embarazo, todas las
precauciones son pocas.
—Estoy bien, Andrés. Pronto nos iremos a casa.
—Creo que está usted en lo cierto —continuó con su charla el
vecino—. Van a ser murciélagos o una falsa alarma ¿Se acuerda de la vez
en que estuvimos esperando aquí varias horas y no pasó nada?
—María del Mar, voy por una rebeca.
—No, Andrés, tú te quedas conmigo —dijo María del Mar
agarrándole con fuerza de la mano—. También me acuerdo —replicó con
mal tono al vecino—de cuando estuvimos esperando varias horas, la
gente se confió, salió a la calle y hubo una matanza.
—María del Mar, creo que tienes fiebre. Subiré por un rebeca y un
antipirético. Estamos al lado de casa. Enseguida estoy contigo.
Andrés se levantó con decisión y se puso en marcha hacia las
escaleras. María del Mar suspiró. Pensó que su marido era una de esos
caballeros andantes tontos que, para que su dama le otorgara un
pañuelo, eran capaces de las más extravagantes aventuras. Posó su
mirada en un matrimonio que había sentado a su lado. Una niña de unos
doce años se apretujaba asustada contra la madre. En el revés de su
jersey se apreciaban unas letras. Era su identificación. Con el fin de evitar
que los niños se perdieran, llevaban cosidos su nombre y dirección. A su
lado el hombre tenía en brazos a un niño plácidamente dormido. La mujer
y el marido musitaban una oración. María del Mar, en voz baja, los
acompañó:
—Padre nuestro, que estás en los cielos...
Las bombillas se apagaron. Los aviones estaban llegando.
—Son Savoias. ¡Me cago en los Savoya y en la madre que los parió!
—exclamó el vecino.
—Cállese, que aquí no está permitido hablar de política —censuró
María del Mar que le responsabilizaba inconscientemente de la marcha de
Andrés.
Si el refugio de por sí impresionaba, con las luces apagadas y
sabiendo que encima iban a caer bombas, causaba pavor. El refugio era
un largo túnel de dos metros que se adentraba inclinado en la tierra. En
sus bancos corridos se sentaban angustiadas e inermes miles de
personas.
Los estampidos se distinguieron perfectamente. Estaban atacando
el centro de la ciudad. No para destruir objetivos militares, que no había
ninguno en esa zona, sino para asesinar población civil. Justamente sobre
sus cabezas estaban cayendo las bombas. El refugio vibraba y parecía
querer resquebrajarse. María del Mar no sabía si cerrar los ojos, si
agacharse, si protegerse la cabeza. Cogió la mano de la niña para
tranquilizarla y también para tranquilizarse a sí misma. Las bombas caían
en oleadas. Tras estallar varias bombas, había unos segundos de silencio
e, inmisericordemente, los aviones descargaban otras nuevas
remachando que no había esperanza.
Sonó de nuevo la alarma. Los aviones se habían alejado de Almería.
María del Mar deseaba quedarse esperando en el interior del refugio. Se
22 imaginaba angustiada que el edificio donde vivía había sido destruido.
¿Habría sobrevivido su tía? ¿Andrés la estaría esperando a la salida? María
del Mar no se levantó. Quería que Andrés la recogiera. Quería que las
cosas siguieran igual que antes de entrar en el refugio. Pero era imposible
quedarse esperando. María del Mar obstaculizaba el paso a los que
salían. El vecino la ayudó a levantarse y a subir las escaleras.
Habían atacado el corazón de Almería. Las exclamaciones y los
comentarios que escuchaba antes de alcanzar la salida anunciaban un
panorama de destrucción. Al llegar al exterior, María del Mar dirigió su
mirada a su edificio. Estaba intacto.
—Le acompaño a su casa, señora —se ofreció el vecino.
—No gracias. Esperaré a mi marido.
Allá en lo alto, en el cerro de San Cristóbal, se divisaban grandes
fuegos. ¿Habrían arrojado los aviones también bombas incendiarias? Su
edificio había quedado intacto por casualidad. Los de los lados habían
sufrido el impacto de las bombas. Al edificio de la derecha las bombas le
habían destruido los dos pisos de arriba. El de la izquierda se había
reducido íntegramente a escombros. La calle de las Tiendas había corrido
la misma suerte. Unos edificios habían quedado en pie, mientras que
otros habían quedado completamente destruidos.
María del Mar todavía esperaba a Andrés en la boca del refugio.
Imaginaba que llegaría corriendo y la abrazaría. Las gentes corrían
desesperadas en todas direcciones. Un guardia de Asalto pasó corriendo.
Un hombre pidió ayuda al guardia, pero no se detuvo. María del Mar
pensó que corría a comprobar cómo estaría su propia familia.
Varias personas contemplaban impotentes su edificio destrozado.
Algunas llevaban las llaves en las manos. Un hombre había subido a la
montaña de cascotes y vigas.
—Reconozco la pintura de nuestro dormitorio —decía enseñando un
trozo de pared. Todavía no se había resignado a que sus esfuerzos
resultaban inútiles.
María del Mar pensó que su marido la estaría esperando en su
casa. Su tía también estaría preocupada. Abrió la puerta de entrada al
edificio. No podía quejarse. Al menos ella dormiría en su propia cama,
mientras que muchos permanecerían en la calle sin hogar. Su tía la
esperaba en el rellano del piso. No sabía nada de Andrés. La invitó a
entrar en su piso, pero María del mar prefirió esperar en el suyo. Explicó a
su tía que quedaban siempre en la Casa de Socorro. Quizá habría ido allí
por una pastilla para ella y habría decidido quedarse a ayudar a los
heridos.
—De tu marido, me lo creo todo. Tú metete en la cama, que yo me
acercaré a ver.
María del Mar corrió el embozo de la cama. Sin embargo, no se
acostó. Se sentó en la cama. Después fue a la salita. Se sentó en el diván
en el que solía estar con Andrés. Una vela iluminaba la estancia pues no
había electricidad. Por primera vez sintió que el piso era grande y lleno de
sombras. Arrinconada por los malos presagios, esperó confiando en que
Andrés llegara en cualquier momento.
23 Llamaron a la puerta. Era tía Adela.
—Es horrible. Las bombas han caído alrededor de nosotros, en la
Puerta Purchena, en la Plaza del Ayuntamiento y en la misma calle de las
Tiendas. Me han dicho que han sido veintiséis aviones que en formación
de tres han descargado sus bombas sobre Almería.
—¿Y la Casa de Socorro?
—De la Casa de Socorro no queda nada. Varias bombas la han
impactado directamente.
—Pero mi niña, no llores. Ahora mismo te preparo una tila y te
acuestas. Piensa en el niño que llevas en tu interior. Ya sabes cómo es
Andrés. Cuando menos te lo esperes, aparece por la puerta contando una
de sus aventuras.
Al amanecer María del Mar escuchó los cantos de los pájaros.
Después llegaron los ruidos del trasiego de las personas. María del Mar
no quería abrir los ojos. Andrés ya no le diría jamás que sus ojos eran los
más grandes del mundo. Ella prefería que fuera de noche de nuevo. Si
fuera posible dormir, quizá soñara que su Andrés la abrazaba.
24 
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