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PAGINA 43
El conventillo de Don Benito
¡Error! Marcador no definido
Por Alfredo Prior
E
l palacio Quinquela Martín, vulgarmente conocido como "el conventillo de
Don Benito", emergía sobre un peñasco
de basalto negro en el centro mismo del
Riachuelo.
En el embarcadero de góndolas, elegí una
festoneada con corazones dorados sobre
fondo azul marino. Giussepino Pietralozzi, el
bello gondoliero, cantaba con voz de castrato
arias de Lucia de Lamermoor. A cada do de
pecho el estrecho calzoncillo de seda blanca
ceñía aún más los espléndidos globos de sus
nalgas. Iba así sumido en una infrecuente
melancolía al encuentro del Maestro, como
quien dice: con el corazón en la boca.
En las límpidas aguas nadaban bagrecitos de
delicados colores y alguna que otra vieja
bigotuda que me recordaban a más de una
pintora de mi afición.
En el muelle del conventillo estaba amarrado el catamarán en miniatura que Don
Benito usaba como taller de verano. Sobre la
popa había escrito con letras temblorosas
una inscripción: Gracias a los viejos.
La descomunal puerta de entrada del palacio
reproducía en latón esmaltado en vivos
colores la Puerta del Infierno de Rodin.
- Ea, de la casa. Ave María Purísima- grité
valiéndome del megáfono colgado en una
cadena de ancla que había a la entrada.
- Sin pecado concebida- contesto desde lo
alto una voz de mujer. Debía ser una de las
tres Rositas, las fieles asistentas del pintor.
No tardaron en atenderme. Era Rosita
Segunda y no Rosita Primera o Rosita
Tercera, como un distraído podría suponer.
Lo deduje porque en el delantal de organza
tenía bordado con hilos de oro dos porciones
de fainá.
La mujerona, de dimensiones amenazantes
me condujo a través de un dé dalo de salas
atestadas de bolsas de carbón hasta el taller
del Maestro en el tercer piso. Un enorme
tiburón embalsamado presidía el reducto.
Era un regalo de II Duce. Una placa de
bronce
serbia
de
recordatorio.
Leí: “AI mio pittore favorito. De Benito a
Benito. ¡Dos Benitos se saludan!"
Bajo el escualo colgado del techo con
amarras marineras se erguía el trono del
Maestro: una Bugatti descapotable color
amarillo patito que le serbia de cama, escritorio y baño. Un maniquí negro vestido de
chofer estaba sentado al volante.
- No le tenga miedo, es de juguete- dijo
Don Benito, el viejo ángel ermitaño, el
muy precioso de la Boca, quien vivía en
destierro voluntario, lejos de la ciudad, ya
para el cementerio de tantas cosas. El
gran pintor, pequeño y encorvado, fino y
reverencioso, estaba cubierto hasta los
pies con una áspera frazada, cuya severidad y color pardo hacían pensar en una
monástica estameña.
-¡Don Benito!
- Por favor, siéntese, Prior -me dijo haciendo un gesto para que subiera al vehículo.
- Vengo por el reportaje, Don Benito, para la
revista Primera Plana.
- Linda manga de putitos, petiteros, compadritos -chilló el viejo con voz aguardentosa. Escúcheme, Pior: Esos son iguales
que los del Di Tella, un malón de chichipíos,
culicagados, drogaditos.
Alzando un poco la frazada me mostró las
piernas enfundadas en un sobrio pantalón de
alpaca marrón.
- ¡Estos son lompas! ¡Juná qué tela! ¡Qué
textura! ¡Qué tersura! Amplios y cómodos,
del andare e fácile. No como los yines que
usan esos giles, apretados como morcillas. Y
estas pantuflas son las de diario, las de
entrecasa. Por los juanetes, sabes. Tres
números más grandes y con plantillas de
papel de diario, que es lo mejor para que el
frío no se te suba a la cabeza- me dijo
señalando sus pantuflas a cuadros, tristes
mondrianes color Siena.
- Yo, las pocas veces que salgo - prosiguió cuando voy al Tortoni, pongamos por caso,
me pongo las botas de milonguear -A ver,
Rosita Primera, traéme las botas que uso
cuando me voy de joda con la viuda de
Salsipuedes.
Hago un paréntesis para contarles que la
viuda de Salsipuedes tenía la más impor-
tante colección de obras de Quinquela. En
su estancia, en la localidad cordobesa del
mismo nombre, había atesorado a lo largo
de treinta años más de un centenar de
pinturas de su artista favorito.
A la muerte del viejo Salsipuedes, convirtió
el comedor de su castillo mediterráneo en
un acuario de fantasía en el cual podía
apreciarse toda la fauna ictícola del
Riachuelo: los ya mencionados bagres y
viejas bigotudas,
renacuajos,
sapos
genoveses (ponzoñosos y amarretes),
ladillas de río, mantarrayas, yacarés albinos
y culebronjes de Palermo. Las paredes del
recinto estaban decoradas con cuatro
enormes mosaicos con vistas de la Boca
concebidos por el Maestro, al que la unían
lazos mucho más profundos que los
estéticos.
La unían, sobre todo, digámoslo de una vez
y claramente, los cinco millones de pesos
que había invertido en sus obras. Al poco
rato llegó Rosita Primera con las botas, al
más puro estilo tanguero, negras y de tacos
altos.
- Así me gusta, Rosita. ¡Bien lustraditas,
brillantes como berenjenas! Mire, Pior, qué
flor de botas. A mí que no me vengan con
mocasines, esas son cosas de indios,
alpargatas de cuero para pelandrunes.
Carancanfú. Quién fue el raro bicho que te
dijo, che pebete, que acabó el tiempo del
firulete - canturreó al mismo tiempo que se
calzaba las botas.
Disimuladamente, mientras lo hacía, pispeé
los pies del anciano.
Nunca había visto juanetes de tan formidables dimensiones. Parecían los alerones
de un Káiser Carabella, y amenazaban con
romper las gruesas medias de lana a
rombos.
Por un momento entreví un fugaz Le Parc:
un destello de arte cinético desfigurado.
Pensé: Lejos de ser dictada por el capricho
de una dama de corte o por la especulación comercial de un modista, la ropa
no es otra cosa que el ajuar de la mente
que se hace visible, el espejo mismo del
alma de una época.
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