El primer aniversario de Jorge Bergoglio como el Papa Francisco

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El primer aniversario de Jorge Bergoglio como
el Papa Francisco
Eduardo Febbro
Tomado de www.pagina12.ar
Tras un año en el Vaticano, el Papa Francisco logró generar una expectativa de
cambios en el seno de la Iglesia. Se mostró como un pastor carismático y pudo
tejer consensos que le permitieron oxigenar los varios frentes de tormenta que
se cernían sobre Roma.
Tempo di Roma, tiempo de consenso
Tempo di Roma. Tiempo de consenso. Desde la majestuosa terraza del Gran
Hotel de la Minerva, la cúpula del Vaticano emerge envuelta en el color ocre del
atardecer. En enero de 1846, cuando estuvo hospedado en este hotel, el
general José de San Martín debió contemplar muchas veces esta misma luz
mágica que, a partir de cierta hora, cubre la ciudad como un caramelo. Dulce
tiempo de paz. El papa Francisco gobierna sobre un extraño consenso. Ni a la
izquierda, ni a la derecha, ni en el seno de las congregaciones que, hasta hace
unos meses, batallaban y se conjuraban sin piedad en el corazón secreto de la
Santa Sede, no se escucha ninguna voz discordante. “Ha llegado el papa del
pueblo y a partir de allí, las voces discordantes se callaron. Están ahí, pero han
entendido el mensaje”, dice con cierta ironía uno de los vaticanistas más
importantes, Marco Politti.
Andrés Beltramo, un agudo vaticanista argentino autor de un ensayo sobre el
papa Francisco, recuerda: “Es evidente que desde el inicio de su pontificado
este papa ha causado preocupación. Es obvio que hay y habrá enemigos y
críticas. A la derecha, en la izquierda eclesiástica, en el mundo de las finanzas.
Pero el pueblo lo ama, y ésa es su fuerza, eso es lo que le va a permitir llevar a
cabo su trabajo hasta lo último”. Tanto silencio y tantos apodos resultan de una
abrumadora extrañeza. “papa del pueblo”, “papa del fin del mundo”, “papa del
nuevo mundo”. Francisco colecciona los apodos y oscila entre el “fin” y el
“nuevo mundo”. El ex arzobispo de Bruselas Godfried Danneels participó en los
dos últimos cónclaves, el que eligió a Ratzinger y luego a Bergoglio. Cuando
pronuncia el nombre de Francisco se le iluminan los ojos. “Lo que él quiere es
hacer que la Iglesia suba muchos peldaños hacia la santidad. Esa es su meta
final”, dice Danneels.
Sin embargo, su llegada al sillón de Pedro estuvo precedida de una de las más
cruentas guerras internas que haya conocido el Vaticano. Toda la
descomposición heredada de los años oscuros del papado de Juan Pablo II
recayó sobre Benedicto XVI. Conservador en su visión de la Iglesia, pero
progresista en su acción interna, el alemán buscó cambiar el rumbo de una
Iglesia empantanada en la corrupción, los abusos sexuales y un sinfín de
sutilezas de escasa ética. Aunque la izquierda lo aborrezca, las cronologías lo
favorecen: fue el primero en hablar de una limpieza del banco vaticano y fue él
también quien blandió y ejecutó las primeras sanciones contra los Legionarios
de Cristo, la congregación mexicana fundada en 1941 por el padre Marcial
Maciel, corrupta, violadora de mujeres y niños y sin embargo promovida al
rango celestial por Juan Pablo II. Los Legionarios de Cristo fueron, al principio,
el puente latinoamericano con el que Juan Pablo II empezó a barrer a los
representantes de la Teología de la Liberación.
Al papa polaco poco le importó la inmundicia en la que se bañaban los
Legionarios de Cristo. Su visión política de la Iglesia, su odio al comunismo y a
la izquierda lo llevaron a pactar con cuanto demonio estaba en el camino, sean
los Legionarios, Videla o Pinochet. Joseph Ratzinger intentó modificar el
rumbo, pero renunció en febrero de 2013 fulminado por las luchas intestinas,
acorralado por los buitres con sotana que no aceptaban las reformas morales
más básicas, entre ellas las del banco del Vaticano, el IOR (Instituto para las
Obras de Religión). Ingravescentem aetatem. La frase en latín con la que
Benedicto XVI se despidió de su papado todavía resuena en quienes
estuvieron presentes en el consistorio que el papa reunió para anunciar su
decisión. El cardenal Paul Poupard todavía abre los ojos con incredulidad
cuando rememora ese momento.
El cónclave que siguió le abrió las puertas a Jorge Bergoglio. Godfried
Danneels cuenta que el cónclave de marzo de 2013 “fue una asamblea muy
seria y muy cordial. Todos teníamos conciencia de que el porvenir de la Iglesia
estaba en nuestras manos, de que urgía una reforma muy seria”. De ese
entrevero entre pasados turbios y presentes inciertos surgió Francisco. La
misma noche de su elección, ante una plaza San Pedro todavía fría, Francisco
reformó el papado y se ganó el amor de la gente con un par de gestos y un
puñado de palabras. Salió al balcón sin los atuendos lujosos, pronunció una
palabra prohibida durante 35 años, “pueblo”, y luego, en vez de bendecirlo, le
pidió al pueblo que lo hiciera por él. “En el curso de un año pasaron más cosas
que en el último cuarto de siglo”, comenta otro vaticanista de prestigio, Andrea
Tornielli, uno de los pocos que pudo entrevistar al Papa (tiene un catálogo
impresionante de biografías papales escritas por él, entre ellas una sobre
Bergoglio).
La Iglesia Universal reactualizada por Bergoglio confirma a todo el mundo. Ni
una palabra crítica en el Opus Dei. La comunión se impone, por ahora, a todo.
Sin embargo, el roce se intuye en muchas posturas, sobre todo la incomodidad
de esa curia romana habituada a todos los excesos y ebria de su misión
romana. Pero la Iglesia ha dejado de ser romana. El mismo Federico Lombardi
acota: “El hecho de tener un papa que no es europeo abre la perspectiva de un
horizonte universal”. Andrea Tornielli piensa que esto “es un gran desafío para
las iglesias viejas y pesadas de Europa”. Christophe Dickes, historiador y
especialista del catolicismo contemporáneo, no disimula las asperezas. “Hay –
dice Dickes– una diferencia significativa entre la Iglesia de tradición romana,
europea, que encarnaba Ratzinger, y la de Francisco. Bergoglio ya escribió que
no quiere una Iglesia de tradición griega y romana. Y esto ya es una oposición
dentro del Vaticano”.
Además de las formas y las palabras, la gran novedad ha sido la exportación
de una raíz social al corazón de Roma, o sea, el famoso principio de “una
Iglesia pobre para los pobres”. Lombardi sostiene que la forma en que el Papa
“presenta la temática de la pobreza es, efectivamente, una perspectiva más
común a América latina que a Europa”. Desde luego, destaca el padre Antoine
Sondag, director de la Iglesia Universal, “la Iglesia de los pobres es una opción
en Europa, pero en América latina no porque allá los católicos son pobres”. Las
voces más críticas hay que buscarlas entre los tradicionalistas de monseñor
Lefebvre. En este sector la bandera blanca no es de uso común, muy por el
contrario. Para los tradicionalistas, el papa Benedicto XVI era el Sumo Pontífice
soñado, Bergoglio no. La exhortación apostólica publicada por el papa
Francisco, el Evangelii Gaudium, los ha puesto muy nerviosos.
El padre Guillaume de Tanoüarn abre con cierto enojo las páginas del Evangelii
Gaudium y se detiene en el párrafo 95, 96. Allí, Bergoglio escribe: “En algunos
hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la
Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el
Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de
la Iglesia se convierte en un museo o en una posición de pocos”. El padre
Guillaume de Tanoüarn considera esto como “un ataque”. Y, aunque asegura
que no es “hostil al papa Francisco”, advierte: “Si el papa Francisco se va
apoyar en la guardia vieja del antiguo progresismo europeo, vamos a un
fracaso estrepitoso”. Por las dudas, este líder tradicionalista avisa: “Los
tradicionalistas tienen una fuerza terrible en la Iglesia de hoy”. Los
conservadores siguen allí, agazapados y a la espera del buen momento.
El padre Antoine Sondag observa que “estos grupos de presión todavía
existen, pero no tienen una manera democrática de actuar ni el apoyo de la
opinión pública. Trabajan en las sombras. El imaginario de los grupos de la
derecha de la Iglesia no es un imaginario democrático”. A los conservadores
norteamericanos se les ocurrió acusar a Bergoglio de “marxista”. Un delirio a
contramano que hace sonreír a Giacomo Galeazzi, uno de los vaticanistas más
serios de Italia, autor de un sobresaliente libro de investigación sobre Juan
Pablo II. “¿Marxista? –se pregunta, y responde—: “todo lo contrario. La teología
de Francisco es una Teología de la Liberación sin el marxismo. Francisco puso
a Cristo en lugar de marxismo. Luego recuperó los principios verdaderos y
justos de la Teología de la Liberación como, por ejemplo, la opción preferencial
por los pobres”.
Los ejércitos de las sombras aprietan, por ahora, sus labios y esconden sus
cruces puntudas. La legitimidad popular que adquirió Francisco los asusta. En
365 días, Francisco erradicó las confrontaciones entre cardenales, bancos
internacionales y banqueros y lanzó una ambiciosa reforma interna cuya
necesidad pocos esconden. El arzobispo Claudio Maria Celli, director del
Consejo Pontificio de Comunicación Social de la Santa Sede, reconoce sin
rodeos: “Hemos estado mezclados en cosas delicadas. Creo que el camino que
se ha emprendido es un camino justo”. Mucho consenso, pero también deudas.
Con una hipocresía sin piedad, el Vaticano sigue escondiendo del tema de los
abusos sexuales cometidos por sus representantes en todo el planeta. Su
responsabilidad es aplastante. Esa deuda Francisco aún no la ha pagado
abiertamente.
Edición N° 00391 – Semana del 14 al 20 de Marzo – 2014
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