FRIDA EN SUS INICIOS:LA PINTURA COMO AUTOBIOGRAFÍA

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FRIDA EN SUS INICIOS: LA PINTURA COMO AUTOBIOGRAFÍA
Luis Roberto Vera
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
1. Señas de identidad
La obra de Frida Kahlo (6 de julio de 1907-13 de julio de 1954) está indisolublemente unida a su conciencia de pertenecer a México. Y esta pertenencia es
la que le da sentido a su obra. De aquí que el carácter íntimo y autobiográfico de
sus temas necesariamente recurra a una reinterpretación personal del pasado
mesoamericano. Cierto, toda su biografía es accidente, pero no menos accidenttada que la historia de México. Por esto quizá, y no sólo por coquetería, Frida
prefería hacer coincidir la fecha de su nacimiento con la de la Revolución
mexicana. Accidente, azar, hado, tanto la conjunción del matrimonio de sus padres, de orígenes tan diversos, como la poliomielitis infantil le habían marcado,
si no un temperamento artístico, por lo menos una personalidad atípica. Salvo
su padre (y quizá el oficio de fotógrafo del abuelo materno, maestro de su aventajado yerno), nadie más en su familia manifestó inquietudes intelectuales. De
manera que no se puede atribuir exclusivamente a la poliomielitis de la hija y a
los súbitos ataques epilépticos del padre la simpatía que los unía. Sin embargo,
el accidente de la tarde del 17 de septiembre de 1925 marcó ineluctablemente el
curso de la vida de Frida. No obstante, lejos de la resignación, la disciplina y laboriosidad de su padre debió de haberle ofrecido el ejemplo más cercano de cómo superar la adversidad.
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Del entorno familiar y popular también recibió el gusto por el disfrute de los
aspectos más sencillos, cotidianos y espontáneos de la vida pueblerina de su
Coyoacán natal. Antes de aprender los rudimentos del arte, antes mismo de
percibir la diversidad de sentidos que se desprenden de las relaciones formales
entre dibujo, color y textura en una composición plástica, sus primeras lecciones
abrevaron sin duda en la riqueza inverosímil, la gracia y la inventiva que proveen todas las manifestaciones de la vida popular mexicana. Para esto basta con
recorrer un mercado o el camino a éste por las calles del más pequeño pueblo: la
disposición de las frutas sobre un humilde petate, o las golosinas de todas clases,
desde las frutas a los antojitos, o, colgados del techo, judas, piñatas y la inmensa
variedad de la artesanía proveniente de todas las comunidades del país (Moreno
Villa, Cornucopia de México, passim).
Vivaz y alerta, desde niña Frida mostró una capacidad excepcional para
percibir las relaciones estéticas de su entorno. Su sensibilidad no se limitaba a
las artes plásticas. De sus cartas y notas, así como del anecdotario de quienes la
conocieron, se desprende un ingenio y agudeza notables por su espontaneidad.
Y también en este ámbito resuenan los ecos de las múltiples combinaciones que
ofrecen el refranero tradicional, los dichos regionales y los picantes juegos verbales que permean la codificación del albur y el gracejo de la conversación popular. Su oído no percibía menos la riqueza inesperada de los sonidos y movimientos de la música y la danza populares por las cuales jamás dejó de buscar
estar acompañada. Por eso, así como había descubierto muy tempranamente
que también ella podía superar la minusvalía física hasta lograr una destreza que
estaban lejos de alcanzar sus congéneres estadísticamente normales, Frida descubrió el poder transformador que la actividad creativa podía ejercer a partir de
los elementos más sencillos, modestos y cotidianos de la existencia.
A más de un siglo de su nacimiento, ya podemos aventurar algunas consideraciones respecto a las características de su trabajo y a su inserción en el contexto de la historia tanto del arte como de la época que le tocó vivir. La mercadotecnia que rodea recientemente la obra de Frida Kahlo es un fenómeno
sociológico que inevitablemente marca el juicio que podamos tener no respecto
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al valor de su obra, sino a la difusión, circulación y recepción de la misma. El
asunto merece al menos una breve consideración para delimitar nuestro campo
de interés. Si es evidente que ninguna creación es percibida en abstracto y que el
valor que le otorgamos está condicionado históricamente, también es tarea
nuestra indagar en la simbolización que Frida realiza y de qué manera responde
al imaginario colectivo, primero, de México y luego del panorama artístico actual. En sus inicios el conocimiento de su pintura estuvo restringido a un ámbito muy pequeño para luego abarcar círculos cada vez más amplios, de manera
que puede afirmarse sin gran exageración que Frida Kahlo fue generando
deliberadamente el radio de alcance de su obra, aunque no necesariamente vinculado a la creación estricta de un mercado, pero que en absoluto lo desdeñaba,
puesto que, en la famosa anécdota de su visita a Diego en los andamios de
Secretaría de Educación, ella desde un inicio quiso que su trabajo de pintora le
permitiera, por lo menos, una independencia económica. La obra de Frida bien
podría haber quedado limitada al inocuo pasatiempo estrictamente individual
que, por ejemplo, caracterizó la afición a la pintura por parte de su padre, en
contraste con el profesionalismo de su desempeño fotográfico. La maestría, seriedad, dedicación y responsabilidad de Guillermo Kahlo en este campo no sólo
le proveyó de un medio de vida, sino un reconocimiento que se incrementa con
el tiempo, independientemente de la nombradía de su famosa hija. Ella, bien lo
sabemos, a pesar de haber asistido a su padre y a pesar del afecto y la admiración
que le tuvo, no adoptó esta profesión, aunque, según lo podemos constatar
ahora, atesoró un número extraordinario de fotografías. Pero éstas tienen casi
siempre un carácter documental, son registros de obra o de momentos vividos,
es decir, al menos en su caso, son una prolongación de su intimidad. Quizá fue
la experiencia de haber asistido al trabajo de los muralistas que comenzaron su
obra pública precisamente en donde estudiaba, la Escuela Nacional Preparatoria, lo que marcó su percepción de que era este tipo de trabajo el que podía
ayudar a transformar la conciencia de sus contemporáneos. De allí, considero
que su obra plástica pública está marcada por su inserción en la vanguardia
mexicana. Se trata de un movimiento cuádruple.
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En primer lugar, la obra plástica de Frida Kahlo es deudora de los precedentes ofrecidos por las vanguardias europeas, quienes, además de criticar los
valores académicos y de clase, habían replanteado el valor específico de las artes
primitivas. Luego, ve en la Revolución Mexicana el proceso de instauración de
un nuevo orden social, político, económico y cultural, que significaba la asunción de un pasado indígena no por negado menos presente. Al mismo tiempo,
Frida nunca cejó en su defensa de los valores más íntimos y personales de cada
individuo, que en su caso implicaba la construcción de una identidad autónoma
mediante el acto de asumir tanto sus orígenes raciales y culturales mestizos como la conciencia explícita de no pertenecer al estrato socioeconómico que detentaba en principio los bienes de producción y, luego, el control del poder
político mediante la conformación de una élite más consciente aún de la defensa
de sus intereses y privilegios. Nadie menos ingenuo que Frida también respecto
a la necesidad de resguardar el ámbito más íntimo de su libertad interior.
Porque su fortaleza proviene, me parece, de esa interacción constante entre la
verdad de su experiencia y la creación de su obra plástica. Y esta interacción,
como un péndulo en su constante vaivén, pero dinamizada por la autocrítica, es
la que le permite la paulatina construcción de su propia personalidad. Se trata
de una indagación literalmente descarnada y de la que nos da cuenta la evolución de su obra, en la cual no es lo menos importante haber asumido las diversas facetas de una identidad sexual rica, específica y compleja.
Y por eso, last but not least, su obra reivindica el papel específico de una
personalidad extremadamente consciente tanto de sus orígenes sociales e históricos, como de su identidad femenina y de su posición feminista. Este cuádruple
movimiento no refleja oposiciones irreductibles, sino complementariedades
necesarias: cosmopolitismo/nacionalismo (que en México como en el resto de
América Latina conforman los polos de una modernidad que se quiere vanguardia, aunque, a decir verdad, sólo alcanzan a conformar una retaguardia) e intimidad/feminismo (ejes de los espacios de la subjetividad y de los derechos a la
función pública) confluyen en una visión intensamente afincada en una reflexión
sobre el valor del individuo y su inserción en la realidad mexicana. De allí que el
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modo de vida elegido y construido por Frida Kahlo sea el más alejado al concepto de abnegación y de las dos tríadas de los valores burgueses asignados a la
mujer: “recato, castidad, serenidad” más “decoro, discreción y buen gusto.”
Paralelamente a su preocupación e interés por la realidad nacional, la obra
pictórica de Frida se distingue por la fuerza vital que emana de su carácter
pasional y eminentemente subjetivo al mostrar en forma descarnada sus angustias y sufrimientos.
Por eso todavía hay un quinto aspecto: el de la reivindicación del indigenismo como el motor de cada una de las fuerzas que confluyen en su vida y en su
obra. Este aspecto no sólo aglutina vanguardia, revolución, reflexión interior y
defensa a ultranza de los derechos de la mujer a participar en la vida política y
en la construcción social del país, sino que su lucha por la defensa de las culturas
originales es la vía para cuestionar la ideología burguesa dominante.
Frida asume su identidad como un proceso dinámico en continuo movimiento. Empresa dramática si las hay, por estar condenada al fracaso. Esta
búsqueda surge por la necesidad trágica de otorgar coherencia a los elementos
más heterogéneos que la constituyen. Si a ratos logra un equilibrio sintético
entre las fuerzas que luchan dentro de sí, esta situación se manifiesta permanentemente inestable y esquiva. Por lo demás, la ideología no comprende simplemente, como bien lo apunta Gramsci, elementos dispersos de conocimientos,
nociones y prejuicios, sino también el proceso de simbolización, la transposición mítica, el “gusto”, el “estilo”, la “moda”, en resumen, el “modo de vida”
en general (Poulantzas 266).
De allí que cada obra de Frida Kahlo dé cuenta no sólo del momento puntual y concreto que vive, sino también de la coyuntura de la época en que está
situada y, proyectada en un panorama de larga duración, exponga, asimismo, la
inserción profunda de esta identidad. La variedad de sus intereses no la hacía
menos coherente. Si de algo sirve revisar su biografía o visitar la casa donde
naciera y viviera sus últimos años, es porque existe una concordancia entre su
mundo pictórico y su mundo vivido. Comida, jardín, animales, mobiliario, todo
lo que la rodeaba expresa un sopesado discernimiento de lo más decantado de la
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expresión popular: su verdadera pasión. Y la misma inventiva con que combinaba vestuario, joyas y peinados surgía en su lenguaje cotidiano. En Frida todo
parece ser a la vez genuino y teatralizado. La procacidad de su imaginación
escandalizaba por verdadera y por desenfadada. Gracias a un instinto nato y a
una sabiduría entrenada, combinaba con malicia y naturalidad las expresiones
más soeces junto a las más tiernas. La excentricidad de Frida estaba acompañada por la más espontánea desenvoltura.
2. Conformación de su estilo: el hueco de un balero
De joven, como dijimos, Frida Kahlo planeaba estudiar medicina. Quizá la
poliomielitis que sufrió de niña y los ataques de epilepsia de su padre
estimularon lo que ella consideró una vocación. Voluntariosa, se impuso una
actividad física con la que adquirió una destreza y una agilidad poco frecuentes
para las muchachas de su época. De modo que, por experiencia propia, sabía
que con tesón, estudio y disciplina podía superar los obstáculos y deficiencias
que se le presentaban. Más tarde, en sus composiciones, se podrán percibir sus
conocimientos sobre la anatomía humana. Si bien en sus cartas de adolescente
aparece como una constante la necesidad y el placer de recurrir a la narración
visual, convertirse en pintora no era parte de sus objetivos. Por lo mismo, no
tuvo una instrucción artística formal.
Es por esto que cobra mayor relevancia para los estudiosos indagar la
conformación de sus primeros rudimentos artísticos. Y, como suele suceder,
estos surgieron en el hogar. Fue su padre, Wilhelm (Guillermo) Kahlo, un
fotógrafo profesional y pintor ocasional, quien primero interesó a Frida en el
arte. Además de poder revisar con toda libertad los libros de arte de la colección
de su padre, Frida a menudo lo acompañaría en sus excursiones pictóricas a la
campiña cercana. También le enseñó cómo usar la cámara y cómo retocar y
colorear fotografías. Por otra parte, Fernando Fernández, un amigo del padre de
Frida, era un impresor comercial muy conocido y respetado. Contrató a Frida
para trabajar con él después del colegio y le enseñó cómo dibujar y copiar
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grabados del impresionista sueco Anders Zorn (1860-1920), famoso en su época
por sus escenas de género, retratos y paisaje, pintados al óleo y a la acuarela.
Aunque también fue escultor, Zorn descolló como grabador, empleando una
técnica que lo caracterizó al utilizar líneas paralelas a través de la plancha de
grabado para ofrecer equivalentes del color. A esto se redujo la instrucción
académica de Frida Kahlo. Pero, en lo que podemos colegir de ese aprendizaje
plástico, hay coincidencias respecto a la composición y al uso del color. Así, del
padre fotógrafo retuvo el sentido de las composiciones frontales y, por
costumbre de la época, el relleno de color siguiendo el contorno de las formas.
De la imitación de la pintura de Zorn, la construcción mediante el dibujo geométrico, sin modelado del claroscuro y solo mediante el color, aplicado en zonas
de color amplias y sencillas. De ambos, una incuestionable aceptación de la
perspectiva renacentista, puesto que la fotografía de la época no es sino una consecuencia técnica de la camera obscura y ambas de la perspectiva albertiniana.
Una tercera influencia, visible sobre todo en sus primeros dibujos, proviene
del art nouveau, que por entonces se manifestaba en todos los órdenes de la vida
cotidiana. Basta con revisar los periódicos y los diseños de la época, desde los
utensilios caseros, diagramación de periódicos, revistas, invitaciones y etiquetas
comerciales hasta la arquitectura de los edificios más modernos de la época
juvenil de Frida, para darnos cuenta de la presencia de este estilo, que se avino
muy bien con la continuidad del barroco virreinal y el recargado neoclásico
republicano. Frida y sus amigos de la Escuela Nacional Preparatoria (más conocida como San Ildefonso, por haber sido el local del seminario jesuita de la época virreinal, expropiado cuando las leyes de Reforma) acostumbraban a reunirse
en una biblioteca cercana, adornada con los murales de Montenegro (Herrera,
Frida: una biografía 36). Para los retratos siguientes, recordando quizá los primeros murales todavía cargados de simbolismo de Orozco y Rivera, a quienes
viera pintar en la Escuela Nacional Preparatoria cuando cursaba allí sus estudios, Frida recupera las técnicas aprendidas de Guillermo Kahlo y Anders Zorn.
La cuarta influencia provino de la consciente utilización de su ambiente más
familiar y cotidiano: el medio popular coyoacanense y del centro de la Ciudad
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de México. Todo le llamaba la atención: los puestos de comida en la calle y
aquellos del mercado, las tiendas establecidas con sus vitrinas y muebles con
cajones y arreglos variadísimos. También, y cómo no, las fiestas populares y la
artesanía específica de cada ocasión. Cuando su trágico accidente de autobús,
ocurrido el 17 de setiembre de 1925 –sin percatarse aún de la gravedad de este
azar que cambió el curso de su vida–, buscó en vano recuperar un hermoso balero que acababa de comprar en compañía de su entonces novio, Alejandro
Gómez Arias, a quien luego le escribe encargándole uno parecido.
Mientras Frida convalecía, Guillermo Kahlo le regaló una caja de pinturas y
pinceles para animarla a combatir el tedio de su obligado aislamiento. De
manera que fue durante sus meses de recuperación cuando empezó a considerar
seriamente la pintura. Así se inicia una carrera que se prolongaría toda su vida.
Allí canalizó su apasionada energía, su rica imaginación y su intensa capacidad
de percibir su entorno. Pero también fue su solaz y su compañía más íntima. La
pintura constituyó para ella el medio idóneo para meditar objetivando sus
propias experiencias. Fue, en el doble sentido del término, una reflexión. La
pintura rescató la otra parte de sí misma que de niña necesitaba como una
compañía: fue su interlocutor más natural y le dio un sentido al resto de su vida.
Sin embargo, la falta de una formación técnica más amplia, rica o diversa
contribuyó a que sus primeras pinturas sean estilísticamente derivativas. O
mejor dicho, la espontaneidad y autodidactismo de su primer período hacen
más evidentes los modelos de aprendizaje de su búsqueda plástica. Su composición más temprana resulta ser una ensambladura de elementos fuertemente
influidos por otros artistas. Y sus temas provienen de la experiencia limitada a
su entorno inmediato. Lo notable es su perspicacia para adueñarse de ciertas
características del arte culto, al mismo tiempo que continuaba otras provenientes de la cultura popular.
La torpeza y los tanteos de su estilo temprano dan paso a una ingenuidad
deliberada. Experimentó, así, con diferentes estilos, temas y tendencias. Gracias
a una habilidad natural, pero gracias sobre todo a un trabajo paciente y
meticuloso (a ratos hasta prolijo, en lo que tiene de esmerado e incluso de me-
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droso; se nota su esfuerzo y aunque no constante, sí escrupuloso, puntual y
concienzudo hasta equiparar y superar al dolor que está en la base de tal
proeza), sus cuadros avanzaron hasta conformar su propio, único y característico estilo de pintura de caballete al óleo: un sistema iconográfico complejo, una
versión contemporánea de la alegoría. Indumentaria, objetos precolombinos,
plantas y animales son todos desdoblamientos simbólicos de la sensibilidad de
una desollada viva: manifestaciones con que se despliega el arcano. Proyecciones o transferencias son formas de la traducción. Por eso estas máscaras no
ocultan sino que exponen de una manera ineludible la sangre y la carne
avasalladas por la enfermedad. La precisión en el detalle percute en el color
enfatizando la materia misma para dar cuenta de los avatares de una intimidad
expuesta al observador.
Al revisar la iconografía de su obra observamos tanto la recurrencia temática como la constitución de un vocabulario visual específico. La obra plástica de
Frida tiende al glifo, la pictografía, la ideografía y la fonografía. Su pintura y sus
dibujos deben leerse como secuencias ordenadas que representan la realidad, su
experiencia particular y la condensación verbal espontánea del hallazgo verbal
surgida en una conversación. Como en un juego de palabras, su dibujo sintetiza
y proyecta su experiencia del momento que vive y aspira a ser leído como un
texto. Pero por la composición, el tratamiento del espacio, los volúmenes y el
color, esta inmediatez comunicativa aspira a transformarse en un símbolo permanente y a mantener un diálogo con otras obras de arte y con el espectador. Se
trata, en suma, de un realismo figurativo, afincado en la representación y la
ilustración pormenorizadas, pero reconstituyéndolas en un orden significativo
inmanente.
En el caso de Frida, se trata más bien de la libre utilización del espacio
pictórico y una constante yuxtaposición de objetos incongruentes, que muchas
veces provienen de la rica imaginería popular y en otros, los menos, de elementos fantásticos, pero no por invención sino por situación, en todo caso inevitablemente introspectivos. De allí su desinterés por las innovaciones técnicas.
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Sin embargo, al observar el desarrollo de su composición se puede apreciar
una meditación previa respecto a la organización de los elementos que
constituirán la obra final. La aparente ingenuidad e inmediatez de su técnica
pictórica enmascara una consciente búsqueda compositiva. Se trata, en el múltiple sentido del término, de una disposición: en primer lugar de una necesidad
espiritual, pero que al mismo tiempo involucra a todo el cuerpo para hacer algo,
y que surge –pero no necesariamente– de la aptitud para hacer algo; luego, de
una organización –de la ordenada colocación o distribución– del dibujo, el
color, la textura, la dimensión y el soporte; y, por último, de una dis-posición, es
decir, voluntad y capacidad para integrar la fractura interna –su desplazamiento
original– como parte consubstancial de la pintura: el elemento irónico que corroe su obra.
3. Retratos y autorretratos
Ya hemos indicado que al principio de su carrera Frida no tenía un estilo
propio y que sus primeras pinturas reflejaban los temas y estilos de otros artistas
de su admiración. No obstante, desde un inicio aparece lo que será ya una de sus
constantes más notables: tomarse a sí misma como modelo. También otra, la
digna impasibilidad de quien se retrata para la posteridad.
De manera que el primer autorretrato de Frida, Autorretrato con un vestido
de terciopelo (1926), fue pintado en el estilo de los retratistas mexicanos del siglo
XIX, los cuales a su vez estaban muy influidos por los maestros del Renacimiento y del manierismo. También trasunta algo del prerrafaelismo y del estilo
art nouveau. Pero es probable que su dibujo quizás provenga más de los anuncios del dibujo publicitario afrancesado, frecuentes en los periódicos y revistas
de la época, que de los modelos ofrecidos por Dante Gabriel Rossetti, William
Holman Hunt, John Everett Millais y Edward Burne-Jones; o por Émile Gallé,
Victor Horta, Hector Guimard, Louis Comfort Tiffany, René Lalique, Alphonse
Mucha y Aubrey Beardsley.
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Concebido como un regalo para el objeto de su primera relación amorosa,
Alejandro Gómez Arias, Frida se refería a este cuadro como “tu Botticelli”. Su
imagen central está compuesta por arabescos, sinuosos y asimétricos, que a la
vez que le imprimen un ritmo algo pesado a la construcción del modelado de la
figura, subordina el color, el volumen y la textura a una forma plana y un dibujo
algo pusilánime. Sin embargo, toda la composición se inscribe en un fondo muy
oscuro y poco matizado, más cercano al tenebrismo de Zurbarán que al de su
muy admirado Retrato de Leonora de Toledo, de Bronzino, según sabemos por
otra carta al mismo destinatario.
Al referirse a las características de los primeros retratos de Frida Kahlo,
Hayden Herrera observó algunas de estas relaciones, anota otras más, sin mencionar la obra de Roberto Montenegro, cuyo trabajo muralista es imposible que
haya pasado inadvertido para Frida (puesto que Los Cachuchas acostumbraban
a reunirse en la Biblioteca Iberoamericana, como la misma Herrera anota:
“decorada con murales de Roberto Montenegro”, según la citamos anteriormente); pero sí le atribuye la influencia de Modigliani, el cual es improbable que
conociera durante esa época, aunque más tarde, tras su matrimonio con Diego
evidentemente debió de revisar su obra, dada la estrecha amistad entre Modigliani y Rivera durante su estancia en París (64).
Si la inscripción del sujeto contra un paisaje tormentoso en donde campean
cielo y mar para simbolizar la “síntesis de la vida” es ya una referencia al concepto de la convergencia de los opuestos, nada impide percibir allí una alusión
implícita al yinyang. Que el tema le apasionó es prueba del retrato que le hace
Diego Rivera en el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central,
al ubicarla junto a él sosteniendo una esfera con este símbolo dual en su mano
izquierda. Evidentemente, en sus clases de filosofía (así como a través de su
amistad con su amigo sinófilo Miguel N. Lira), debió de haber recibido suficiente información respecto a los fundamentos analógicos que rigen el pensamiento oriental y que organizan, asimismo, el pensamiento de los presocráticos
hasta el establecimiento del principio de identidad. Sin embargo, encontramos
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expresado aquí, desde su primera obra, su necesidad de inscribirse a sí misma
como parte de un todo que la supera y en la que su vida adquiere sentido.1
4. Frida estridentista. La Adelita, Pancho Villa y Frida, Si Adelita... o Los
Cachuchas [Café de Los Cachuchas] y Retrato de Miguel N. Lira (1927)
La obra de 1927 se caracteriza por un ánimo indagatorio e iconoclasta, a lo
cual contribuyó su acercamiento al círculo estridentista, gracias a su amigo, el
poeta Miguel N. Lira, para entonces ya miembro de este grupo vanguardista
(por lo menos desde 1923, de acuerdo con el segundo manifiesto).2
Por temática y factura los tres cuadros están relacionados con el estridentismo, en aquella época un reciente movimiento de vanguardia en México. Aunque se originó como una tendencia literaria, pronto abarcó la pintura y, gracias
a la presencia de Tina Modotti, miembro del Partido Comunista, también la
fotografía, así como la música, por la cercanía de sus miembros con Silvestre
Revueltas, Carlos Chávez y, lo que no deja de intrigar, Manuel M. Ponce. Si bien
cuestionadores del status quo social y literario, los estridentistas mantuvieron,
tal como los muralistas, una relación ambigua respecto al sistema político postrevolucionario. Para discutir sus ideas, los artistas que abrazaron el movimiento
del estridentismo a menudo se reunían en cafés de la ciudad de México, aunque,
por el apoyo del gobierno de Veracruz, eligieron por centro principal de actividades a la ciudad de Xalapa, redenominada (por ellos) Estridentópolis.
Cierto, falta aún por encontrar los documentos específicos que vinculen a
Frida Kahlo con el grupo estridentista. Al estudiar la época se tiene la sensación
1
De manera que si bien en este su primer autorretrato no hay referencia alguna al mundo precortesiano y ni siquiera a su entorno cotidiano, el ambiente cargado de misticismo y de símbolos paradójicos muestra, empero, que en el pensamiento plástico de
Frida había un terreno fértil para la adopción posterior del principio metafísico de lo
divino dual –ometéotl– y de su personificación femenina, Omecíhuatl.
2
La mayor parte de las obras de este período de búsqueda perteneció a la colección del
poeta Miguel N. Lira, luego a su viuda, tras cuya muerte el acervo pasó a formar parte
del Instituto Tlaxcalteca de Cultura.
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de encontrarse frente a una maquinaria que funciona como un gran reloj con
piezas interconectadas. Para el caso de este período de Frida, este engranaje pasa
necesariamente a través de Los Cachuchas. Un eje es Manuel Maples Arce, fundador del estridentismo, amigo tanto de Miguel N. Lira como de Fermín Revueltas.3
Frente a la herencia clasicista que por entonces retomaban Rivera y Orozco,
Frida Kahlo se aleja de su academicismo inicial para acercarse al clima cultural
que forjaba el estridentismo. En este sentido, habría que explorar, asimismo, el
diálogo que establece con la fotografía y el cine contemporáneos. Aún si no hubiese conocido personalmente a Tina Modotti, como afirma Raquel Tibol (desmintiendo a Hayden Herrera), es probable que la composición de los cuadros
de la colección tlaxcalteca refleje su inevitable percepción de la obra y la persona
de Tina Modotti, cuya participación fulgurante en la política y el arte de México
dejó una huella indeleble (y quien, a mi parecer, aventajó en mucho las enseñanzas de su maestro), así como otro igualmente inevitable con Serguei Mikhailovich Eisenstein (si bien todavía a la distancia, ya que llegó a México en
1932, pero El acorazado Potemkin es de 1925 y su éxito fue inmediato y universal). Si nos ubicamos en el rango de posibilidades a las que tenía acceso Frida,
Tina Modotti y Eisenstein son los ejemplos más cercanos de los que podía
disponer para entender la utilización de la proyección, el escorzo y el montaje,
tres maneras básicas de representar la forma tanto fotográfica como cinemática,
que ella traslada a este período de su producción plástica.
El contacto con el estridentismo ofreció a Frida un amplio abanico de asimilaciones de las corrientes vanguardistas. La militancia política de sus representantes y la experiencia personal de la Revolución Mexicana, con la cual se
3
Adelantemos aquí la coincidencia de Frida y Fermín en la utilización de composiciones pictóricas que recurren a falsos horizontes, con vectores de líneas divergentes,
juegos de imágenes y planos muy libres, en donde predominan fuertes contrastes de
elementos geometrizados, entre los que destacan sobre todo los cuerpos prismáticos,
repetidos en sucesión, en colisión o superpuestos, con el fin de conseguir un mayor
dinamismo, es decir, que son claramente discernibles una serie de planos diferenciados
y que para el punto de vista del observador se presentan simultáneamente en picada,
contrapicada, altura del ojo y escorzo.
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identificó desde muy temprano, le hizo prestar atención especial a las novedosas
expresiones del naciente arte soviético. Éste había sabido combinar los estilos
tradicionales del arte campesino ruso con los rasgos de los movimientos plásticos emergentes en Europa occidental (fauvismo, cubismo, futurismo y orfismo), produciendo un nuevo lenguaje plástico que eventualmente condujo a la
abstracción. Si bien las fuentes cubistas y futuristas son las mismas, los movimientos vanguardistas soviéticos consolidaron propuestas divergentes. Durante
su breve existencia, la vanguardia rusa aspiró poder abarcar todos los campos
creativos: dibujo, pintura, escultura, artes gráficas y aplicadas, arquitectura, fotografía, cine, poesía, música e incluso la ciencia, al tiempo en que se hacía portavoz del espíritu de la revolución social.
El grabado en linóleo Dos mujeres (también de 1925), primer antecedente
temático de la especularidad de la imagen y de la división de la personalidad que
tendrá posteriormente su culminación en Las dos Fridas (1939), puede haber
sido inspirado tanto por los frescos de Orozco y Rivera de factura bizantinizante
(y en última instancia por el modelo de la emperatriz Teodora, representada con
su corte en el mosaico de la basílica de San Vitale en Rávena, ca. 546) como por
la obra de Natalia Sergueievna Goncharova, a saber, el políptico de Los evangelistas, óleo sobre tela (1910), sobre todo el segundo, dedicado a San Juan, pero
muy especialmente la serie de litografías titulada “Imágenes místicas de la guerra”, de 1914 (todas de la misma reducida dimensión, 30 por 23 centímetros,
ahora parte de la colección del Museo Estatal de Bellas Artes de Moscú).4
Se puede documentar el Paisaje urbano, óleo sobre tela (ca. 1925) de Frida
como el primer acercamiento al estridentismo. En efecto, la pintura presenta
muchas coincidencias con la acuarela sobre papel Andamios exteriores (1923),
de Fermín Revueltas. Sin embargo, se trata de una versión taquigráfica tanto de
la temática como de la complejidad visual planteada por Revueltas. En la acuarela de Revueltas el mundo rezagado de la periferia mexicana coexiste con el
4
Con esta serie litográfica Goncharova respondía a la crisis social, política, económica y
cultural que significó la Primera Guerra Mundial mediante una síntesis de la vanguardia y una acendrada visión de las fuentes primigenias eslavas.
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entramado envolvente de la vida moderna; en la versión de Frida desaparece tal
contraste para optar por una síntesis plástica, despojada de la crítica social y
económica implícita en la primera, privilegiando el carácter baldío y desolado
de la experiencia de la vida contemporánea (Frida planteará ese contraste urbano/rural en El camión, de 1929, pero ya dentro de su característico estilo neoprimitivista). De igual manera, la composición presenta afinidades, asimismo, con
Escalera (1925), fotografía de Tina Modotti, sobre todo en la perspectiva de
pájaro, de hecho una vista en picada acerba.
Frida debe de haber observado también otras fotografías notables de Tina:
Copas (1925), que le debe de haber llamado la atención por su aspecto compositivo, así como la combinación de contenido y forma en Manos de titiritero
(1926), además de Niña con cubeta (1926) y quizá también Dos niños (1927),
estas dos últimas más explícitas en su crítica social.
Prueba de la coincidencia de intereses plásticos es la Fotografía (1929), sin
mayor título explicativo que este genérico, pero que me atrevería a llamar Fotografía constructivista, expuesta por primera vez con motivo de su centenario en
la Casa Azul de Coyoacán (luego de haber sido resguardada del público durante
medio siglo, junto con un numeroso grupo de documentos y obras, tanto de
Diego Rivera como de Frida Kahlo, por la disposición testamentaria del pintor y
luego por la decisión unilateral de su albacea, Dolores Olmedo), que por su
composición remite tanto a las fotografías de Tina Modotti como a las propuestas plásticas de los estridentistas.
De manera que, muy poco después, La Adelita, Pancho Villa y Frida (1927)
constituye el primer documento plástico que demuestra ya tanto el nuevo
involucramiento político como vanguardista de la artista. De allí que adopte la
acentuación y disrupción de planos propios del cubismo, al tiempo que la
representación fotográfica de la realidad, aunque sin la repetición de secuencias
ni las tácticas disruptivas del futurismo, pero absorbiendo tanto los comentarios
sociales propios del constructivismo a que la hicieron sensible su contacto con el
estridentismo y la efervescencia del momento que le tocó vivir. Su inteligencia
analítica y su intuición incisiva la llevaron a plasmar esta serie de cuadros en
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donde abandona la visión unificadora de la tradición académica para optar por
una composición fuertemente geometrizada, en donde las ideas revolucionarias
y sus raíces mexicanas aparecen con un estilo a la vez primitivista y próximo a
las vanguardias europeas. También esta obra presenta una sorprendente cercanía con la Goncharova en El bosque (1913), acuarela sobre papel (ahora en el
Museo de Arte Moderno de Nueva York), cuyo reticulado geométrico está
organizado mediante un conjunción de triángulos y rombos; sin embargo, hasta
ahora no podemos establecer documentación alguna que justifique una conexión entre ambas.
Pero el predominio del punto de vista superior desde donde se percibe la
escena, llamado bird perspective (o bird’s eye view), pudiese haber sido adoptado
de las pinturas japonesas y chinas, debido a las convenciones de la perspectiva
que rigen las representaciones de su espacio. Una de las fotografías tomadas por
Guillermo Kahlo el 7 de febrero de 1926 la muestra con un traje de corte
oriental (posteriormente Lupe Marín, quien sí se vestía comme il faut, hizo mofa
de ésta y otras vestimentas de su rival de amores). La anécdota parecería irelevante si no demostrara un ánimo tan afirmativo como retador frente al autoritarismo uniformizante que impone toda moda. Sobre todo proviniendo de
alguien que le dio tal importancia al vestuario como signo identitario.5
En esta suerte de complejo pictórico, los rombos o losanges tienen un estilo
y un tema distinto para cada escena.6 El primero de ellos, a su derecha, representa un convoy de revolucionarios zapatistas y sus mujeres, las soldaderas,
5
Tema para desarrollar sería averiguar la posible relación entre Frida y José Juan
Tablada, quien vivía cerca de su casa y cuya excentricidad probablemente haya llamado
la atención de la artista. Tablada fue uno de los introductores del haiku al español y su
orientalismo se manifestaba en todos los aspectos de su vida, incluyendo, por supuesto,
un hermoso jardín, el cual podía ser visto por quienquiera que pasara por el rumbo
6
Frida se autorretrató en La Adelita, Pancho Villa y Frida ubicándose en el centro del
cuadro y sobre ella hay tres pinturas con un soporte romboidal, con lo cual ella alude irónicamente respecto a la denominación general de las pinturas como “cuadros”; además,
claro está, de jugar con el concepto de la representación dentro de la representación.
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también llamadas “Adelitas”, que cruza el valle del Anáhuac (o el de Puebla o el
de Morelos), ya que en el fondo aparece el volcán Popocatépetl.
A la izquierda de la pintora hay otro rombo mayor que representa una
estructura arquitectónica moderna –cita del proyecto de Tatlin, Monumento a
la Tercera Internacional (1920), una torre en forma de doble hélice alrededor de
un cono, edificio que alcanzaría los cuatrocientos metros, nunca construido–
articulada, asimismo, a base de rombos más pequeños, los cuales tienen su
equivalente en los azulejos del piso, de menor tamaño, que repiten de manera
obsesiva el motivo del losange. A pesar de los dibujos ornamentales abstractos
de esta pieza, la representación figurativa se esfuerza por ofrecer una vista tridimensional, lo cual vale para la totalidad de La Adelita, Pancho Villa y Frida.
Reafirma esta apreciación el hecho de que entre ambas pinturas, haya otro
cuadro, también en forma de rombo, con un retrato del líder revolucionario
Pancho Villa, más fotográfico que naturalista. De manera que Frida aparece bajo esta serie de rombos que mediante diagonales que colisionan no convergen
exactamente sobre ella, pero que, de alguna manera, se despliegan como una
suerte de biombos de escenografía dispersos en un espacio vacío. Con todo y el
problema que enfrentó a la hora de su composición, los elementos adquieren
una intensidad de otro orden debido a que el espacio negativo adquiere una
cualidad equivalente a los elementos representados, de manera que el vacío,
articulado, asimismo, mediante rombos –y tal como en la pintura oriental–, se
transforma en un elemento principal del diseño total de la representación.
Con sentido del humor, tan infrecuente entre sus contemporáneos, atacados
de solemnidad o, lo que es peor, de una versión degradada del humor que es el
sarcasmo, Frida combina en esta obra las ideas de revolución, mexicanismo y
vanguardia. Pero no sin asumir sus propias contradicciones. Aun si el título de
La Adelita, Pancho Villa y Frida no es de su autoría, la pintora no podía dejar de
advertir su futura asociación con el corrido revolucionario. “La Adelita”, como
es bien sabido, alude a los primeros versos de una canción entonada por las
tropas levantadas en armas: “Si Adelita se fuera con otro / la seguiría por tierra y
por mar / si por mar en un buque de guerra / si por tierra en un tren militar.”
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Frida disfrutaba intensamente de la música popular mexicana, lo cual ha quedado documentado tanto en sus cartas como por múltiples recuerdos de la
gente que le fue próxima.
Pero si las “Adelitas” eran las jóvenes soldaderas que marchaban con la tropa para seguir a su amado, Frida por el contrario se representa a sí misma aquí
todavía vestida a la europea, como una suerte de Madame X, en el famoso retrato de la beldad sureña, radicada en París, Virginie Avegno (Madame Pierre
Gautreau), pintado por John Singer Sargent (1884).7 Con un vestido estampado
y con un gran escote que le permite mostrar los hombros, Frida parece estar
siendo examinada en un salón de clases: ubicada frente a una mesa o escritorio,
dispuesto, asimismo, para presentar un rombo; del otro lado está sentado al parecer un profesor, ya que tiene un libro bajo su mano, en tanto que del lado izquierdo de la artista, pero dándole la espalda (por lo que podría tratarse de Alejandro Gómez Arias, en una referencia a su rechazo amoroso), se ubica un joven
con el rostro aún sin rasgos faciales definidos. De manera que el cuadro estaba
todavía inconcluso cuando fue obsequiado –o confiado– al poeta Miguel N.
Lira.
A diferencia de La Adelita, Pancho Villa y Frida, los personajes de la obra
mixta (óleo y collage) Si Adelita... o Los Cachuchas son personas de su entorno
inmediato y al demostrar ya una mayor habilidad para capturar su aspecto nos
ofrece su propia versión de la pintura de género. La composición sigue de cerca
la también obra mixta (óleo y collage) El Café de Nadie, de Ramón Alva de la
Canal, cuyo original de 1924 está extraviado (perteneció a la colección de Maples Arce), pero del cual subsiste una copia de 1930, ahora en el Munal (existe,
asimismo, una obra de la Goncharova, El café, boceto de pastel y grafito sobre
7
Madame Pierre Gautreau (de soltera, Marie Virginie Amélie Avegno, hija del abogado
Anatole Placide Avegno, muerto en la batalla de Shiloh durante la guerra de la Secesión,
y de Marie-Virginie de Ternant, hija del “tercer marqués de Ternant”) nació en la
Parlange Plantation, cercana a New Road, Louisiana, junto al río Mississippi, 90 millas
al norte de Nueva Orleáns. El primer dueño de la plantación fue su tatarabuelo, Vincent
de Ternant, “Marquis de Dansville-sur-Meuse”, quien obtuvo de la Corona francesa los
terrenos en 1754 (sin embargo no hay documentación que certifique el título
nobiliario). La plantación estaba dedicada al cultivo de algodón y tenía esclavos.
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papel, sin fechas, que aunque no presenta similitudes compositivas lo acerca por
el tema). Al igual que en su pintura inmediatamente anterior (o quizá subsecuente y aún coetánea), el estilo es una combinación de primitivismo y vanguardia (con referencias al cubismo analítico y al constructivismo), además de una
particular absorción de la perspectiva oriental china y japonesa por parte de
Frida en esos años. Característico del gracejo de su personalidad y de una manera no menos irónica, Frida esta vez alude al corrido revolucionario explícitamente: el título aparece aquí en una tipografía vecina a la pieza de dominó con
el número 6 (que es la cantidad de los miembros del grupo retratados, salvo el
parcial de Ruth Quintanilla, en el ángulo inferior derecho y del rostro barbado
que se asoma por sobre la especie de sobre abierto, tras las figuras de Gómez
Arias y Lira, en lo que podría ser, asimismo, otro retrato y, como el de Ruth, no
considerado dentro de la numeración). El título del corrido es igualmente vecino (y no es casual este contraste) del disco en donde se inscribe la palabra jazz
que, por estar segmentado, parece generar un movimiento de lectura circulatorio.
Tal como lo hemos mencionado anteriormente, Los Cachuchas era el nombre de un grupo de jóvenes al cual se unió Frida al ingresar a la Escuela Nacional
Preparatoria. Escogieron ese nombre debido a las gorras de pico que llevaban.
Frida pintó a varios de los miembros del grupo en este retrato junto con
símbolos relacionados con sus intereses. Ella se ubica no al centro, sino del lado
derecho de la pintura. Un reforzamiento para la precedencia cronológica de esta
obra mixta respecto a las otras dos obras residiría en que la autorrepresentación
de Frida sigue de cerca su primer autorretrato. De izquierda a derecha está
Alejandro Gómez Arias, novio de Frida y líder del grupo, con una bomba en sus
manos. A continuación, Miguel N. Lira, con un rehilete en las suyas; Frida le dio
el apodo de Chong Lee debido a su gusto por la poesía china (en esto un
seguidor de José Juan Tablada). Frida tenía una especial predilección por los juguetes populares (ya mencioné que, luego del accidente, al cual no le había dado
mayor importancia, ella buscó en vano recuperar un hermoso balero que acababa de comprar en compañía de su novio entonces, Alejandro Gómez Arias, a
20
quien luego le escribe encargándole uno parecido, la simbología sexual del juguete no le debe de haber pasado inadvertida). De manera que en este caso el
rehilete en su mano adquiere una particular relevancia. Frida podría estar aludiendo tanto al catolicismo como a la sinofilia del poeta.8
Frida, a continuación, ubicó a Octavio Bustamante, cuyo libro, Invitación al
dancing, se muestra en la parte superior izquierda. Luego aparece ella misma,
cuyo autorretrato todavía muestra influencia europea. Sentado al lado de Frida
está el compositor Ángel Salas, cuyo símbolo es una partitura (arriba a la derecha). En la esquina inferior derecha hay una porción de la pintura Retrato de
Ruth Quintanilla, que Frida al parecer ya había pintado por entonces. Y, finalmente, la dama dando la espalda al espectador es Carmen Jaime, la otra mujer
en el grupo.
Aparte de los retratos colectivos anteriores, en donde se autorretrata rodeada por revolucionarios o por compañeros artistas, Frida realiza uno individual, probablemente el último de su período tenebrista, para el más cercano de
sus amigos, el poeta Miguel N. Lira, también miembro del grupo preparatoriano
de Los Cachuchas. El retrato fue idea de Lira, quien se lo pidió expresamente
(“estilo Gómez de la Serna”), una manera más directa de manifestarle el
entusiasmo que le causaba su pintura. Dado el carácter heteróclito de los estilos
utilizados en Retrato de Miguel N. Lira, se puede suponer que ella no había
asimilado aún la funcionalidad que el cortinaje podía desempeñar como
repoussoir, tal como lo utilizará en Autorretrato–El tiempo vuela (1929), puesto
que superpone el caballito de madera sobre la cortina, quedando ésta en un
segundo plano y, por esto, limitada a ser un elemento simbólico más entre los
8
El rehilete, también conocido como gallo o molinete, consiste en una pequeña asta de
madera remontada por una ruedecilla, en cuyo centro se ubican ocho brazos o aspas, es
decir, en forma de cruz decusada. Los brazos o aspas están revestidos de un paramento
en forma de triángulos, hechos comúnmente de papel (a semejanza de los que se
colocaban sobre las puertas, pero éstos hechos de hojalata con el fin de ventilar el lugar)
giran a impulsos del viento. Tanto por la disposición de las aspas como por su relación
con el movimiento, el rehilete inevitablemente recuerda la forma de una cruz
gammada, es decir la suástica con cuatro brazos acodados, que a menudo aparece en la
mano o en la frente de Buda.
21
que integran la composición. Así, el fondo, en realidad un plano medio, refleja
la mezcla de estilos primitivistas, cubistas, constructivistas y orientalistas que
durante este período interesaban a Frida, en tanto que para la figura del poeta
vuelve a acudir a elementos prestados de pintores del Renacimiento italiano,
Bronzino y Botticelli; de manera que el modelo y sus atributos están representados mediante equivalentes plásticos de los intereses literarios de Miguel N. Lira
(Arreola 15-16).
Toda esta parafernalia de objetos parece girar, asimismo, como un rehilete
alrededor del retratado. Esta temprana y doble versión fridiana de la crux decusata o Cruz de San Andrés se ve reforzada aquí por estos símbolos que remiten
tanto a la vida y muerte del Redentor como a la resurrección de Cristo, no menos que a la creación y destrucción universales (el paramento en forma de traingulos podría referirse a la organización numerológica trinitaria, propia de la
civilización occidental). Pero también pudiera ser una referencia íntima: la doble cruz, es decir, el doble juego de brazos o aspas quizá fuese una versión visual
del dicho “cada quien con su cruz.”
En este retrato predominan la oscuridad y la rigidez, lo cual es común en las
pinturas de Kahlo de este período, pero el conjunto tiene gracia y sentido del
humor. Frida, sin embargo, estaba muy decepcionada con el cuadro y en una
carta del 23 de julio de 1927 a su novio Alejandro Gómez Arias escribió: “Pinté
a Lira porque él me lo pidió, pero está tan mal que no sé ni cómo puede decir
que le gusta. Buten de horrible… tiene un fondo muy alambicado y él parece
recortado en cartón. Sólo un detalle me parece bien (one ángel en el fondo), ya
lo verás” (Kahlo 68).
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