embarazo adolescente: la década perdida

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EMBARAZO ADOLESCENTE: LA DÉCADA
PERDIDA
Lunes, 05 de Febrero de 2007
Página 1-14
Editorial
No podemos cerrar los ojos ante el preocupante panorama que desbordó, de lejos, las
tímidas acciones del Estado en la educación sexual.
El embarazo en adolescentes ha aumentado de manera preocupante, según se desprende
de la última Encuesta Nacional de Demografía y Salud realizada por Profamilia. Mientras que
en 1990 el 12 por ciento de las jóvenes entre 12 y 19 años estaban embarazadas o ya eran
madres, en el 2005 esta tasa saltó al 21 por ciento. Esta situación es alarmante y contrasta con
el aumento significativo que ha tenido el uso de métodos de planificación en mujeres de todas
las edades, indistintamente de sus niveles de educación y de ingresos.
Al crecimiento imparable de estas cifras, que significa una imperdonable pérdida de
más de una década, los resultados le agregan otras tendencias desalentadoras. En primer lugar,
muestran que el porcentaje de menores embarazadas crece por igual en las zonas urbanas
como en las rurales, a pesar de mantenerse las brechas que existen entre el campo y la ciudad.
Esto contrarresta la premisa equivocada de que en las ciudades la información, la educación y
la facilidad de acceso a los recursos permiten que las acciones sean más efectivas. Para la
muestra, los resultados de Bogotá y Medellín. Entre el 2000 y el 2005 ambas ciudades
aumentaron en más de cinco puntos la tasa de embarazos de las adolescentes.
Otro dato que llama la atención es que el acceso a la educación formal, incluso de nivel
superior, no es factor suficiente para que las jóvenes eviten los embarazos tempranos. El
dramático aumento de estos en 6 por ciento entre universitarias lo comprueba. Sin embargo, la
situación es mucho más grave para las adolescentes de bajos recursos que no tienen cupo en el
colegio. Un ejemplo de esta vulnerabilidad es que en la población desplazada 63 de cada 100
mujeres se embarazan antes de los 18 años.
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Este complejo panorama desbordó de lejos las tímidas acciones que el Estado ha desarrollado
en este sentido en los últimos años. A pesar de contar con los instrumentos legales, al igual
que recursos para tal fin, estas cifras indican que la implementación y coordinación de estas
tareas presentan graves falencias. Este es un problema de salud pública que debe ser abordado
de manera intersectorial, sobre la premisa de que la reducción del embarazo juvenil es una
herramienta más en la lucha contra la pobreza. Así lo consideró la Misión de Reducción de la
Pobreza y la Desigualdad el año pasado.
Son muchos los estudios que confirman los efectos nocivos de la fecundidad
adolescente en la formación del capital humano. Al ser madre, una joven reduce sus años de
educación y también sus posibilidades de conseguir empleo. De igual manera, este fenómeno
propicia la formación de hogares grandes e inestables, limita el acceso a la salud y la
educación de los hijos e impacta negativamente la calidad de vida de todo el núcleo familiar.
Así, la generación actual como la siguiente ven afectadas sus posibilidades de ingreso y de
romper los círculos viciosos que condicionan la pobreza.
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Si las tasas de embarazos precoces siguen aumentando, los logros sociales, económicos
y de empoderamiento de dos generaciones de mujeres colombianas desde 1960 se pondrán en
peligro en un par de años.
Por estas razones, la afirmación de una entidad emblemática como Profamilia sobre el
fracaso de la educación sexual en Colombia no puede caer en saco roto. En 10 años ha sido
notable la ausencia de programas y campañas audaces e integrales para prevenir este
problema. Al Plan Nacional de Educación Sexual le faltan dientes en su aplicación y se
requiere una verdadera coordinación entre los ministerios de Educación y de la Protección
Social, además de su liderazgo para convocar a los demás sectores que tienen que ver con este
asunto, incluidas las iglesias. En este estado de cosas, es responsabilidad del país entero.
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No obstante, la educación sexual no es suficiente. Es perentorio ampliar la oferta de servicios
reales de salud sexual para los jóvenes y facilitar su acceso a los métodos de planificación.
Para muchos padres de familia, esto significa estimular en sus hijos la actividad sexual. Si
bien esa es una discusión privada en cada hogar, el Estado es responsable de proveer los
planes de promoción y prevención necesarios, lo mismo que la garantía de los derechos de
esos padres y jóvenes.
La plena aplicación de la Política Nacional de Salud Sexual y Reproductiva debe ser un
compromiso ineludible con la vigilancia efectiva de la Superintendencia Nacional de Salud.
La disponibilidad oportuna y suficiente de anticonceptivos y de programas específicos no es
una decisión discrecional de las aseguradoras, sino que debe ajustarse a lo dispuesto en los
planes de beneficios de los diferentes regímenes de salud. Cualquier excusa en sentido
contrario es inaceptable.
Seguir considerando la prevención del embarazo juvenil solo una cuestión de condones
y folletos retóricos es minimizar un grave problema y distorsionar el horizonte de una política
responsable, que en últimas es un indicador del nivel de desarrollo del país.
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