La reina de las lavanderas

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DOSSIER DE PRENSA
La reina de
las lavanderas
El trágico destino de la reina María Victoria dal
Pozzo, la esposa de Amadeo I de Saboya
Carmen Gallardo
EL LIBRO
María Victoria dal Pozzo nació entre algodones en 1847 en una familia de la nobleza de
Turín. Cuando murió su padre, su madre perdió el juicio y se negó a enterrarlo. Pasó las
noches velando el cuerpo acompañada de sus dos hijas. La menor murió un mes después
de tifus y de pena. La mayor vivió en el luto y el silencio hasta que se casó con el príncipe
Amadeo de Saboya. Los enredos del destino y los intereses políticos de las potencias
europeas sentaron a la pareja en el trono de España, tras la expulsión de Isabel II, desde
1871 a 1873.
María Victoria fue una reina efímera, desconocida, culta y virtuosa en un país convulso e
inestable. Extranjera en una tierra que no supo valorarla, soportó los amoríos de su
marido, las humillaciones de la aristocracia y el perpetuo temor a un atentado. Aun así,
se entregó a la sociedad que la rechazaba y fundó la primera guardería, el asilo de las
lavanderas. Pocos días después de dar a luz a su último hijo, perdió la corona. Murió a
los veintinueve años en Italia consumida por la tuberculosis.
Con pasión por los detalles, rigor histórico y finura psicológica, esta novela la rescata del
olvido y se sumerge en los abismos de su alma para expresar todo lo que sintió y nunca
dijo sobre el amor, la soledad y el sacrificio.
FICHA TÉCNICA
Título: La reina de las lavanderas
Subtítulo: El trágico destino de la reina
María Victoria dal Pozzo, la esposa de
Amadeo I de Saboya
Autora: Carmen Gallardo
Colección: Novela Histórica
Páginas: 432
Precio: 22,90 euros
Fecha de publicación:
13 de noviembre de 2012
Más información: Dpto. Comunicación | Mercedes Pacheco | [email protected]
Avda. Alfonso XIII, 1 Bajo. 28002 Madrid | Tel. 91 296 02 00
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UNAS PALABRAS DEL PRÓLOGO DE LA ESCRITORA MARTA SANZ
«A veces me cuesta entender mi afición a las mujeres fatales. (…) A Carmen Gallardo le
pasa algo similar: a ella le fascinan las princesas. También las reinas y las emperatrices.
A lo mejor, un día, Carmen y yo nos cambiamos los cromos de nuestros álbumes. O a lo
mejor se trata de un interés un poco más profundo y significativo sobre el que conviene
reflexionar y que da frutos tan sobresalientes como esta indagación histórica y literaria
en torno a la figura de María Victoria dal Pozzo della Cisterna que se titula La reina de las
lavanderas.
(…) A Carmen le encantan las princesas y posiblemente sabe que esa mitomanía y ese
hechizo se asientan en algunas contradicciones que, tal vez, son las que confieren interés
a su perspectiva para abordar la narración de la Historia: la perspectiva de una mujer
progresista que, sin embargo, es capaz de admirar a otras mujeres que le ponen cara y
nombre propio a una institución que, para muchos, se ha quedado obsoleta y solo
debería formar parte del relato legendario recogido, en los tiempos que corren, sobre el
cuché de las revistas del corazón. La monarquía se ha convertido en un raro espejo en el
que mirarnos: una dimensión simbólica, que privilegia la fotogenia y ciertos valores
morales que curiosamente pasan por llevar al territorio de la normalidad lo que siempre
fue excepcional, desplaza al peso específico de esas monarquías que levantaban palacios
y esquilmaban cosechas, que marcaban modas y costumbres, maneras de entender el
romanticismo y el honor, monarquías que enriquecían o arruinaban las arcas de un país
—o de sus propias cuentas bancarias—, monarquías invasoras, beligerantes,
colonizadoras, didácticas, expoliadoras, fundadoras, filantrópicas, soberbias o
vampíricas… Monarquías que no nos producen nostalgia, pero que incluso el más
republicano de los corazones debería recordar y saber contemplar a la luz de sus luces y
sus sombras. Casi siempre de sus sombras…
(…) A la vez, esa incertidumbre es capaz de humanizar una narración que baja de los
altares míticos para hacerse de hueso y de carne. La mirada de Carmen Gallardo no es
una mirada Disney, sino una que rescata la singularidad del papel de las mujeres en el
proceso histórico: una que visibiliza facetas de la intimidad que repercutieron en la vida
pública. Sin embargo, es inevitable que a ratos las normas retóricas de un género, el
cuento de princesas, impregnen sus párrafos y la caridad, la compasión, la belleza, la
discreción o la capacidad de sacrificio marquen la descripción de una María Victoria que,
siempre retratada en su mejor perfil, se sitúa en el filo movedizo entre la realidad y el
relato hagiográfico.
Además de la labilidad del punto de vista, me interesa el buen gusto de Carmen al elegir
recordar lo pequeño. Porque ella habla de una reina pequeña —la expresión es
metafórica— en la historia de España. Una reina que pasa casi desapercibida por el
exotismo y la brevedad de su reinado: María Victoria dal Pozzo della Cisterna, esposa de
Amadeo de Saboya, fue reina de España durante menos de tres años y murió a los
veintinueve víctima de la tuberculosis. Esta reina culta, religiosa y con una actitud
caritativa que le lleva a fundar la primera guardería en España —dato que mucho tiene
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que ver con el título del libro—, llega a nuestro país en un momento convulso y le cuesta
encontrar espacio: «la rebelión de las mantillas», promovida por Sofía Troubetzkoy,
refleja el rechazo de la sociedad española a la reina extranjera. La galería de personajes y
de espacios que Carmen retrata es impresionante: desde Eugenia de Montijo hasta
Concepción Arenal, desde Práxedes Sagasta a la reina Victoria de Inglaterra, desde
Alejandría a Turín, pasando por Madrid, Nápoles, Génova, París, Londres, Bruselas,
interiores y exteriores, psicologías y ambientes, de un mundo inmerso en un acelerado
proceso de transformación…
Más allá de los avatares históricos que Carmen recoge con rigor, precisión y fidelidad,
haciendo buena la máxima del «enseñar deleitando» —al menos para quien esto escribe:
otros habrá que ya se lo sepan todo—, si algo resulta admirable en La reina de las
lavanderas es la capacidad de su autora para reconstruir ese mundo mutante, al que se
aludía en el párrafo precedente, empapándose incluso del estilo literario del periodo que
retrata. Carmen reconstruye un tiempo y un espacio del que conoce cada detalle: las
telas con que se confeccionaban los vestidos, las músicas que se escuchaban, los
utensilios de los tocadores, los periódicos que se leían o las costumbres en el cortejo.
Pero, además, en el primer tramo del libro, la sensualidad de la prosa recuerda a la del
romanticismo literario que estaba en boga por aquel entonces. El texto se llena de
presagios, leyendas y momentos truculentos propios de la novela del periodo: el
fantasma de Giulia Gazzo, el vestido de novia empapado de sangre, el cadáver putrefacto
en un eterno velorio, la debilidad de la pálida Beatrice, la muerte que llama a la muerte
con el tañido de las campanas, el misterio de la Rosa de Turín, la seducción de Amadeo
de Saboya, las infidelidades y el dolor de la reina, la tisis como enfermedad romántica…
Carmen Gallardo entrelaza, con virtuosismo, la psicología y la historia, entregándonos
un relato verídico y verosímil al que sabe dar un indudable aire de época. Como si
hubiera estado tomando apuntes del natural. Como si fantasmagóricamente pudiera
haberse colado dentro de las habitaciones. Porque, en un segundo tramo de la obra, la
versatilidad y el conocimiento imprescindibles para impregnar la prosa de toques
románticos vuelven a manifestarse, en esta ocasión, para trazar el fresco —realista,
castizo, chispeante— de las tertulias de café, la convulsión política, los dimes y diretes
de cierta España decimonónica.
Para cumplir este objetivo, Carmen vuelve a elegir bien porque, en la pesquisa y el relato
histórico, se hace acompañar de la lúcida mirada de don Benito Pérez Galdós. A veces
señalamos la capacidad de tomar distancia como una de las aptitudes imprescindibles
para la escritura. Pero hay otra que a menudo se nos olvida: la empatía, la
permeabilidad, la sensibilidad que nos permite entender y hablar por boca del otro,
asumiendo unos códigos y valores que, quizá ya son lejanos y que, sin embargo, de
alguna manera, están en la base de nuestra forma de entender, construir o rebelarnos
contra el mundo. Esa sensibilidad, la fidelidad a sus intereses más allá de lo previsible —
el amor por las mujeres de una realeza que poco a poco va dejando de ser de sangre
real— y la inteligencia para transmitir entusiasmo por un personaje, por una época y
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por un modo de relatar la Historia y las historias, son algunas de las cualidades que yo
más admiro de Carmen Gallardo y de su reina de las lavanderas».
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ASÍ COMIENZA LA NOVELA…
«Giulia Gazzo giró lenta, pausadamente, la llave de hierro. Empujó con desgana el gran
portón de madera y se reconoció en ese chirrido familiar que le generaba tanto hastío;
aquel olor a humedad que desprendía el chiscón le llegó al tuétano, la ráfaga de
imágenes que giraban como un tiovivo en su cabeza aprisionaron su estómago…
Aquellos besos medio robados, aquellos arrumacos peleados con Luca… Esa tarde de
domingo Giulia caminaba absorta, mirando todo y a todos como si quisiera fijar esas
imágenes en su retina. Había cruzado el puente y contemplado con lástima las aguas
turbias del río, había seguido con la mirada a una pareja que se cogía de la mano sentada
en las orillas del Po; vio a las jóvenes que colgaban de su brazo las cestas de merienda y
movían primorosamente las faldas de sus vestidos mientras se cubrían los hombros con
ligeras toquillas de algodón. Era una entrañable estampa de domingo dominada por los
colores pálidos de los trajes de hombres y mujeres que contrastaban con el verdor de la
ribera del río. Giulia también había elegido con sumo cuidado su atuendo para esa tarde:
blusa gris pálida con la pechera bordada y rematada con un pequeño camafeo adornado
con la imagen evocadora de una mujer; su falda, de exagerado miriñaque, era también
gris, un gris fuerte, oscuro, casi negro: el color de sus ropas y de su alma en los últimos
meses. Pero ese día, ese primer domingo de mayo, se había permitido la licencia de
vestir una blusa clara que matizaba las ojeras extremas. Giulia se arropaba con una toca
oscura y calzaba sus borceguíes favoritos que rozaban sus enaguas blancas al caminar
calle arriba. Aquella tarde sentía una paz ya olvidada. Siguió por vía Veneto, fijando la
mirada en las flores de los balcones que brotaban intensas esa primavera, sorda al
griterío de los vendedores, sorda a las risas de los chiquillos, sorda a la vida que a
borbotones estallaba en las callejas anexas.
Hacía calor aquel mayo de 1867 en Turín, la atmósfera se respiraba empalagosa, la
humedad mezclaba con los olores dulzainos, con los humos de los puestos callejeros, con
el orín de los rincones de los soportales donde abría el atelier de madame Marina en el
que ella trabajaba como oficiala. No encendió el candil. Conocía de memoria cada uno de
los escalones por los que subiría hasta el tercer piso. Era una casa señorial, oscura; las
grandes damas de la ciudad nunca acudían al taller, ella y Flora habían visitado los
mejores palacios turineses para hacer las pruebas de los vestidos que lucirían en los
salones. Ni la guerra contra los ejércitos austriacos, ni los aires libertinos que empujaban
a aquella sociedad piamontesa hacia la creación de la gran Italia habían cambiado las
costumbres ociosas: cualquier pretexto era válido para que las mujeres de alcurnia
lucieran hermosas, finas y elegantes en las grandes mansiones de la ciudad.
Esa tarde no habría nadie en el atelier. Días atrás habían rematado su gran obra, el
vestido de novia en el que trabajaron tantas horas. Un vestido para una reina. El vestido
que en breve luciría en la capilla real del palacio la joven aristócrata Maria Vittoria
Carlotta Enriqueta Giovanna dal Pozzo, princesa della Cisterna y Belriguardo, prometida
del duque de Aosta, Amadeo, segundo hijo varón de Vittorio Emanuele II, el primer rey
de Italia.
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Giulia buscó otra llave, repitió la escena del portón para abrir la puerta de entrada al
taller. Esta vez sí prendió el candil que descansaba sobre la mesita de la entrada y su luz
tenue la acompañó a lo largo del pasillo. El sonido de sus tacones resonaba en la madera
del suelo hasta el gran salón donde las damas desnudaban sin recato sus cuerpos antes
de realizar las pruebas de los trajes. Empujó la puerta y el magnífico espejo de
palisandro que dominaba la estancia le devolvió la imagen fantasmagórica de su gran
obra. Abrió los portones del balcón y los rayos del sol fueron a chocar con los hilos de
plata de los bordados de aquel vestido que permanecía rígido en el maniquí, presidiendo
la habitación. Al ritmo de los haces de luz, el vestido cobraba vida.
Hipnotizada, se acercó, acarició el raso impoluto de la falda, los tules que lo revestían, la
guirnalda de azahar que adornaba el corpiño.
Lo descolgó suavemente, acariciando cada uno de sus pliegues, acunando las telas con
las que habían realizado una proeza estética, con la ternura de quien acaricia las tocas
envolventes que arropan a un recién nacido.
Ella ya no vestiría de blanco. Nunca vestiría de novia para jurar ante Dios su amor por
Luca. Le había querido hasta la náusea. Luca fue un joven desenfadado, vivaracho,
galante. De mirada infantil a veces, de revoltoso intrigante otras, y siempre honrados y
leales esos ojos que vieron por última vez la sangre de Amadeo de Saboya brotar de su
torso en los campos de Custoza. Y allí estaba él, valiente, leal, para interponerse entre su
príncipe y el fuego que escupían las armas de la infantería austriaca. Pobre infeliz,
pensaba Giulia, pobre amore mio entregado a un sacrificio absurdo: las hebillas de los
herrajes del uniforme y no el cuerpo de un soldado habían salvado la vida del príncipe.
Ella no se casaría con Luca Nicotra. Tampoco la prometida de Amadeo vestiría esa obra
en la que se había dejado los ojos puntada a puntada, sorbiendo las lágrimas amargas de
su viudez prematura.
Abrazó y arrulló el vestido una vez más; olisqueó como un perro entre costuras,
buscando entre sus pliegues las esencias del deseo ante la virginidad eterna. Enlazada a
ese traje nupcial bailó por el gran salón un último vals, lento, ensoñador, al compás de
una música imaginaria. Una danza mortal que la llevó hasta la chaise longue situada
frente al espejo, al lado de la cesta que guardaba los útiles de costura. Tumbada, Giulia
colocó el traje sobre su cuerpo, mimándolo con el juego de sus dedos durante instantes
eternos; solo por un momento pensó en la joven Flora, ella sería la primera en llegar al
taller al día siguiente y la mueca similar a una sonrisa iluminó ese rostro pueril una
última vez».
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LA AUTORA
Carmen Gallardo (Madrid) es licenciada en Ciencias de la Información por la
Universidad Complutense. Ha desarrollado su labor profesional en todos los ámbitos del
periodismo: radio, televisión, agencias, comunicación y prensa escrita.
Fue directora de Comunicación de Telemadrid y de la
Universidad de Castilla-La Mancha; guionista en Radio
Nacional de España y colaboradora de la Cadena SER y
Localia TV. Trabajó en la agencia Cover y en Europa
Press.
En 1984 cubrió el proceso electoral en Nicaragua. Ha
organizado varios cursos en los Cursos de Verano del
Escorial en los que también ha participado como
ponente. Des 2001 a 2004 impartió el módulo «Análisis
de los medios» en el máster EFE- Universidad Rey Juan
Carlos.
Redactora de la revista Dunia y redactora jefe de Joyce
España, actualmente es jefe de Área de Yo Dona. Como
responsable de Sociedad de dicha publicación, puso en
marcha la sección de tertulias, que organizó durante
cinco años; también coordinó la serie «Mujeres españolas» en la que participaron las
principales escritoras y fotógrafos del país y que culminó con una exposición y su
catálogo en colaboración con el Instituto de la Mujer.
Analista de la información de las casas reales, realizó el seguimiento durante un año de
las actividades de la Princesa de Asturias y entrevistó en Oslo a la princesa Mette-Marit.
Para Yo Dona ha realizado diferentes viajes de cooperación: a Haití y República
Dominicana con la reina Sofía; a Zambia con la directora de orquesta Inma Shara y a
campos de refugiados de Tanzania con Cruz Roja.
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