Capitulo 1 - Editorial Independiente

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Miguel Ángel Martos Sánchez
Un corazón
roto no cabe
en una maleta
© 2015 Editorial Independiente
© Miguel Ángel Martos Sánchez, 2015.
Primera Edición: Diciembre, 2015.
Cubiertas: Juan Carlos Martínez y Mar Creativos ©.
www.marcreativos.com
Revisión del texto: Iván M. Hulin.
www.martinezhulin.com
Corrección: Lydia Rodríguez Mata.
www.correccionesdeestilo.es
Editorial Independiente
Ediciones Literarias Independientes, S.L.
www.editorialindependiente.com
ISBN: 978-84-944114-5-8
Depósito Legal: MA 1589-2015
P.V.P: 19,95 €
Impreso por: Publicep IdPrint
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total y/o
parcial de este libro por cualquier medio sin la previa autorización por escrito de los propietarios del copyright.
Un corazón roto no cabe en una maleta
Enero de 1.991
Yo, Godó Buenaventura, escritor de vocación tardía y, hasta
hace poco tiempo, periodista del Diario de La Guajira reconozco,
aún aturdido y asustado por el desenlace de los acontecimientos, lo
deleznable de mi acción. Quiero puntualizar que, al recopilar todo lo
ocurrido, ni remotamente he intentado escribir una novela que me
consagre como autor, simplemente necesitaba aligerar el peso de mi
conciencia sobre los folios vacíos. Estos quedarán como una detallada y larga confesión. Por lo tanto, sin querer aparentar una absoluta
carencia de escrúpulos, he de decir que lo que aquí relataré, contando
hasta el más mínimo detalle, será la prueba del acto injustificable y vil
que, en calidad de mano ejecutora, he realizado.
De esta manera, comienza la narración de los hechos contados por su protagonista.
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Miguel Ángel Martos Sánchez
Capítulo 1
Un viernes por la noche en el verano de 1.990
El ventilador crujió y detuvo sus aspas, negándose a funcionar por más tiempo. Por culpa del calor, la cena ligera me resultó
pesada. Las plantas languidecían en sus macetas buscando algo de
humedad olvidada en la tierra, y yo, tumbado en la cama, miraba los
reflejos que desde la ventana se proyectaban en el techo, imaginando
que el calor en la habitación era como una gelatina transparente que
podía cortarse con un cuchillo. En ese instante, decidí que pasaría el
resto de la noche en el Cocotero. Los viernes había dos actuaciones
musicales: un concierto de cualquier grupo conocido y el espectáculo habitual de las chicas, que aseguraba un lleno absoluto. El Cocotero Cócteles Club era uno de esos lugares donde resultaba muy
sencillo perderse entre el humo y las luces difuminadas, encontrar
toda clase de compañías u ocultarse en sus zonas oscuras mientras
tomabas unas copas.
Desplegué la ruidosa capota del viejo Lincoln, comprado por
capricho, ya que en esta ciudad aún era habitual ver bellos coches
americanos de los sesenta y, a las doce de la madrugada, abandoné el
sofocante ambiente de mi casa, tomando la carretera de la costa.
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Un corazón roto no cabe en una maleta
La brisa marina fue borrando la desidia que sentía. En pocos
minutos, crucé el puente del Puerto de la Estrella, desde donde se
divisaban los neones del club guiñando a lo lejos. Tras estacionar en
la explanada, muy cerca de la entrada, dos de las guapas vedetes me
lanzaron un saludo manchado de carmín desde la puerta.
Dentro del espacioso y concurrido local, me entretuve unos
segundos observando el escenario. Al fondo, unos cortinajes plateados muy elegantes delante de los cuales se hallaba una multitud de
instrumentos aguardando la aparición de los músicos.
Luego, pasé entre varias mesas, ocupadas por siluetas oscuras
que se besaban, charlaban y bebían antes de que comenzara la primera actuación.
Me detuve en la barra, ocupando uno de los pocos taburetes que a esa hora permanecían libres, e intercambié un saludo con
Amanda, la Women, pronunciado así, en inglés y en plural, porque
en Amanda se superponían muchas mujeres, se apretujaban, como
ella misma decía, sencillamente, porque era la más mujer de todas.
Lo cierto era que, si no la conocías bien, te parecería la más bella y
femenina de las mujeres. Solo cuando la tratabas de manera cercana,
descubrías que su voz era algo más grave de lo normal, sus manos
algo desproporcionadas o que su cuello esbelto no podía disimular
del todo la nuez masculina. Nació con muy poco vello, razón por la
que la barba nunca se intuyó siquiera bajo el maquillaje; las hormonas
hicieron el resto. Sus pechos eran firmes y redondos, perfectamente
operados, y era un verdadero espectáculo verlos agitarse al son de la
coctelera. Larga melena negra y ojos azules, la única herencia genética de su embrutecido y siempre ausente padre. Lo único que recordaba de él eran las palizas que le propinaba día sí y el otro también por
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mostrar a la Amanda que llevaba dentro. El momento más feliz de su
vida fue cuando, tras salir del quirófano, ya en la habitación de aquel
hospital tailandés y aún drogada por la anestesia de la operación, se
hurgó la entrepierna y comprobó que nada colgaba entre sus muslos.
Lo recordaba como una inmensa explosión de colores en el interior
de su mente, como un gran arco iris, y así lo contaba cada vez que
surgía la oportunidad.
–¡Women, preciosa! Te veo muy ajetreada, aunque seguro que
tienes un minuto para ponerme un whisky –dije alzando la voz.
–Pensé que esta noche no vendrías por aquí. Ahorita mismo
te lo sirvo, papito –respondió mientras recogía algunos vasos vacíos
abandonados sobre la barra.
El grupo musical que tocaba esa noche en las calientes tierras
de las Antillas era español; se llamaban Esclarecidos. Iban a realizar
un tour por varias ciudades de Hispanoamérica y el suplemento dominical del Diario de La Guajira, periódico para el que yo trabajaba,
incluyó un breve reportaje de la banda.
Mientras saboreaba mi whisky con cola, la añoranza se instaló en alguna zona de mi cerebro. Lo malo era que cualquier cosa que
tuviera que ver con España me acababa llevando siempre a un callejón sin salida, hundiéndome en el recuerdo doloroso de una relación
pasada, de una mujer que olvidé no sé cuántas veces ya en aquellos
años de exilio del corazón. En momentos como ese, era consciente
de que refugiarse en un lugar nuevo y lejano, empezar una vida diferente desde la más absoluta soledad, no aseguraba el olvido ni servía
para borrar lo que se había vivido. No podíamos guardar el corazón
roto en una maleta y confiar en que, si no la abríamos, fuésemos donde fuésemos, el pasado permanecería oculto y callado. Un mal día,
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se deslizaría por sus rendijas hasta alcanzarte y entonces daría igual
donde te escondieses.
Quise desconectar de aquella oleada de melancolía y me concentré en observar a las señoritas que poblaban la barra del Cocotero
Cócteles Club. Amanda apoyó sus codos sobre el mostrador y aparcó
junto a ella la bayeta amarilla con la que no dejaba de limpiar.
–¿Sabes lo que te digo, Godó? Hoy he recibido carta de ese
hombre misterioso que contestó a mi anuncio y eso me tiene loca,
¡muy loca! Es la tercera que me envía a mi apartado de correos. ¡Y
cómo escribe ese guajiro! No es por menospreciarte, querido, pero
debe de ser un grandísimo poeta. ¡Qué romántico! ¡Qué rico, chico!
Es tan dulce… Desde que contestó a mi anuncio, me arde el cuerpo
de ganas por conocerlo –y en ese instante se agarró los pechos y abrió
de par en par sus ojos como una adolescente enamorada.
–Ten cuidado, que te veo muy lanzada y se trata de una cita
a ciegas. Tú sabes que a los anuncios de contactos de los diarios contesta mucho tío raro –le advertí.
–¡Ay, cariño, no me salgas con eso ahorita! Tengo un pálpito y, cuando yo tengo un pálpito acá, debajo de esta teta, nunca me
equivoco –respondió airadamente mientras se marchaba lejos a servir a algún cliente.
En breve, aparecieron en el escenario los músicos. Era un
grupo muy numeroso; conté hasta siete: trompetista, saxofonista, batería, teclados, dos guitarristas y un bajista. Enseguida, salió la cantante, una mujer menuda y delgada, vestida de azul oscuro y con
guantes de satén. Su corta melena no llegaba a cubrir un cuello esbelto y delicado, acorde con la voz aterciopelada con la que envolvía,
como si de un regalo se tratase, cada una de aquellas canciones de
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exquisito pop, que hablaban de amor y desamor, de relaciones vividas
en una ciudad cualquiera, de soledad y compañía.
–¡Ponme otro whisky con cola, Amanda!
–Esta música se me pega en el cuerpo, Godó. Es puritito
amor, como yo –decía entusiasmada la Women mientras llenaba mi
vaso.
–Llevas razón. Algunas de estas canciones las escuchaba
cuando vivía en Madrid, pero nunca te he hablado de… Bueno, nunca se lo conté a nadie en realidad –hablé para mí mismo en voz baja.
–¿Qué decías, Godó? No te escuché con la música… –se interesó Amanda, acercándose a mí.
–No te preocupes, no era nada… Una historia del pasado que
siempre he querido olvidar. Oyendo a Esclarecidos, no sé, se me vino
a la cabeza… –contesté distraído, sin querer acabar la frase.
–Espera un momento, rey, que me reclaman allá –la vi perderse al fondo de la barra y sentí un gran alivio por no tener que
seguir con la conversación.
Aun así, en mi cabeza cobraron vida los recuerdos, como en
una película, con las canciones que sonaban en el escenario a modo
de banda sonora del film. Me vi regresando a Madrid en un tren,
tras pasar un verano en los Pirineos. Había terminado la carrera de
periodismo y, como colofón a mis estudios, mis padres me ayudaron
dándome algún dinero para disfrutar de aquella aventura con unos
amigos. Fue allí, mientras aguardábamos en la estación para coger
el tren de regreso, donde conocí a Virginia. Nos sentamos juntos,
charlamos y reímos durante el trayecto. El viaje fue largo y tuvimos
tiempo para contarnos mil cosas. Ella acababa de terminar la carrera
de medicina y necesitaba desintoxicarse de los duros años de estudio,
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apartándose del mundo un par de meses en la casa que su familia
tenía en uno de esos pueblecitos de las montañas. Ya en Madrid, empezamos a salir, a conocernos y pronto comenzamos nuestra relación. Ella tenía veintiséis años; yo, veintitrés. Virginia había tenido
una primera relación seria con un compañero de la facultad, pero
acabó dejándolo porque no soportaba que fuera un chico frío, con
una actitud pasiva que mostraba que todo le daba igual. En cambio,
ella era una mujer de objetivos y sueños, y si quería algo, luchaba sin
descanso hasta conseguir su propósito, costara lo que costara.
Aquella relación me absorbió de una manera insana. Nunca
había vivido nada semejante. Tuve un par de relaciones juveniles más
o menos largas con amigas; pero, con el tiempo, me parecieron una
tontería, un enamoramiento de niñatos comparado con lo sentido al
lado de Virginia. Lo vivido en cualquier otra relación o lo que pudiera imaginar del amor antes de conocerla eran meras huellas, pistas
que no me dejaban intuir en lo más mínimo cuánto se podía llegar a
amar a alguien. Lo nuestro duró casi cinco años. Cinco años maravillosos.
Alquilamos un pequeño ático en la calle de Velázquez, desde donde contemplábamos la ciudad y sus luces, como si fuéramos
los únicos enamorados, como si en cada plaza de Madrid se posara
nuestro amor. Toda la casa se convirtió en un enorme lecho acotado
por paredes tras las cuales, y a resguardo del mundo, nos entregábamos desbordados a la pasión. Fueron muchas las noches de verano
en las que la luz de la luna invadía la oscuridad del salón por los
ventanales abiertos, allí donde Virginia y yo permanecíamos recostados, desnudos y en silencio, sobre el sofá. La luz teñía de azul claro el
camino de los cuerpos, las distintas direcciones del deseo. Entonces,
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nuestros dedos trenzaban hilos de calor sobre la piel. La amé como a
nadie y ese amor fue lo más auténtico que he sentido en mi vida.
El público me sacó del pozo de los recuerdos; aplaudían fervorosamente a Esclarecidos y me di cuenta de que había dejado de
escuchar muchas, absorto como estaba en mis pensamientos. Me
sumé a las voces que pedían los bises. La mayoría de los que antes
permanecían sentados disfrutando del espectáculo se habían levantado y no dejaban de aplaudir y vociferar para que no se marcharan
sin cantar un par de canciones más.
Amanda dejó a su compañera Rebeca, una mestiza de Riohacha un poco sosa y novata como para manejarse sola en una barra
tan concurrida a esas horas, y vino a sentarse a mi lado en un taburete que acababa de quedarse huérfano.
–Esa española tan poquita cosa me ha puesto los pelos de
punta con su voz –confesó emocionada–. Algunas canciones me han
llegado bien adentro del corazón, querido Godó.
–Tú estás muy sensible esta noche –contesté.
–Pues será bien bueno que lo esté, no te voy a mentir, porque
me siento como en una nube con este temita que me traigo con mi
cita a ciegas, ya sabes… –mientras hablaba, se le perdió la vista en
algún punto lejano, a mucha distancia del Cocotero.
–Ándate con ojo en esos encuentros con desconocidos, te lo
digo muy en serio –insistí.
–¡No me seas aguafiestas! Sabes lo ilusionada que estoy. Solo
me falta conocerlo en persona, pero por teléfono se le oye una voz
dulce como el caramelo y parece todo un caballero –sus ojos volvieron a extraviarse un momento–. Yo he venido hasta aquí para sentarme un ratico contigo porque te vi una cara muy rara, muy triste…
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Anda, cuéntale a tu mamita la Women lo que te pasa por la cabecita.
Venga… –añadió en un tono maternal.
–No me pasa nada, en serio –quise evadir la conversación
haciendo señas con mi vaso vacío a Rebeca para que me sirviera otro
whisky–. Me puse a recordar algo…, una tontería.
–A mí tú no me engañas, querido. Anda, ¿qué te ronda por
la cabeza...? –preguntó. Se estaba poniendo muy pesada y, cuando a
Amanda le interesaba algo, no desistía fácilmente.
–Simplemente, me vino a la memoria el recuerdo de una mujer que conocí hace años en España, nada más. Estas canciones me
han hecho recordar algunas cosas… Oye, pero cuéntame antes lo de
tu cita con ese hombre con el que te escribes. Eso sí que es un misterio –cambié de tema, pero en ese momento Rebeca reclamó la ayuda
de Amanda por algún cóctel raro que le habían pedido y que ella no
sabía preparar.
–Mi compañera se pondrá histérica si no regreso con los
clientes y la saco del apuro, pero después me acabarás contando
lo que tenemos pendiente, papito –amenazó, señalándome con el
dedo–. Palabra de la Women.
Los Esclarecidos se despidieron con sabor a humo y complicidad, llevándose con ellos mis recuerdos y entregándome de nuevo
la llave de la jaula en que creía permanecían encerrados. Tras el telón
rojo, manos invisibles fueron despejando de instrumentos y altavoces el escenario, en cuyo lugar surgirían luego escalinatas de quita y
pon, palmeras de mentira y paisajes tropicales pintados sobre grandes telas. Esta noche debutaba una vedete nueva, una tal Samara.
Minutos más tarde, se acercó hasta mí Romano, portero del
club, aunque también ayudaba en cualquier otra tarea que pudiera
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surgir. Era el actual novio de Desiree, la vedete principal del clásico
espectáculo del Cocotero, o lo más parecido que había tenido desde que yo la conocía. Romano era un hombretón de metro ochenta,
corpulento y algo musculoso, con cara de buena persona. También
regentaba una cafetería en el centro de la ciudad: El Café del Antillano; pero ser el responsable de la seguridad del club le reportaba un
sobresueldo y, de paso, le servía para estar cerca y tener controlada
a su chica. Desiree lo consideraba solo un amigo, como al resto de
amantes que había tenido hasta el momento. Romano era cien por
cien guajiro, de piel morena, sin mestizajes, y aseguraba sentirse encantado siendo portero de noche, porque le gustaba mucho la música, aún más el baile y, por encima de todo, la vida nocturna, pues se
autodefinía como un crápula sin remedio.
–¿Qué tal, amigo? –saludó–. Te veo muy solo esta noche, así
que voy a contarte algunos chismes para que te distraigas un poco
–apoyó su mano en mi hombro–. Como sabrás, luego veremos a una
chica nueva en el escenario.
–Sí, una tal Samara; algo he oído. ¿Y qué ha pasado con Carla? –pregunté.
–Eso venía a contarte, chico. Se ha marchado indefinidamente.
–¿Acaso encontró algún trabajito como modelo? Me parece
recordar que es lo que soñaba con llegar a ser –comenté sin saberlo
con exactitud.
–¡En absoluto, amigo mío! Agárrate bien fuerte… ¡La han dejado preñada! –se llevó las manos a la cabeza–. ¡Con las ambiciones
que tenía esa chica! Al parecer, fue el tipo ese con el que salía desde
hace poco y, para colmo, cuando va y se lo dice, el desalmado no hace
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otra cosa sino largarle un bofetón y quitarse de en medio –contó, visiblemente ofendido.
–Eso no es un hombre, Romano, eso es una mierda de tío
–exclamé y vacié el contenido de mi vaso de un sorbo.
–Lo mismo pienso yo. ¡Un hijo de puta es lo que es! Carla está
destrozada. Se marchó ayer mismo para Puerto Estrella, donde viven
sus abuelos, que son quienes la criaron. Ha dicho que va a tener el
bebé y que trabajará donde sea para mantenerlo. Lo que más le preocupaba es cómo iban a reaccionar los viejitos, que son lo que más
quiere en el mundo.
Carla acababa de cumplir los dieciocho años hacía un par de
semanas. Aún era una niña inocente jugando a ser mujer en un mundo de canallas.
Interrumpiendo nuestra charla, volvió a alzarse el telón, dejando ver en el escenario un fondo pintado que reproducía la atmósfera de una calle de París a principios de siglo. La Torre Eiffel,
los Campos Elíseos y unas bonitas farolas junto al Sena sirvieron de
marco apropiado para que las vedetes hicieran su aparición, vestidas
como las chicas del Moulin Rouge, bailando y dando gritos, alocadas,
al ritmo del can-can. Mis ojos buscaron especialmente a la bailarina
nueva, Samara, que, aunque no era la más guapa, resultaba bastante
atractiva, cargada de un fuerte erotismo. Tenía algo que la diferenciaba del resto de sus compañeras, haciéndola más excitante si cabía.
Era una mujer alta y delgada, pero de formidables caderas y senos;
de redondeces perfectas. Una mulata sobrada de argumentos con los
que atraer a hombres como yo. El pelo ensortijado y negro se movía
sobre sus pechos, insuperables y desafiantes a la resistencia del escueto sujetador que los ocultaba. Su fichaje era un acierto, sin querer con
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ello desmerecer a la pobre Carla, por supuesto.
No tardó mucho en aparecer en escena la reina del espectáculo: Desiree. Con ella se completó el torbellino de piernas, cuerpos
voluptuosos, telas diminutas y lentejuelas que, como luciérnagas, brillaban con un guiño de descaro. El ambiente se fue embriagando con
el deseo, la música y el alcohol, y nos ofrecieron hasta seis números
musicales, con sus oportunos cambios de vestuario, hasta llegar al fin
del espectáculo, momento en el que, dejando caer sus vaporosas plumitas de colores, las vedetes se despedían del público lanzando besos
y guiños. Desiree era la gran estrella; ideaba las coreografías, decidía
sobre el vestuario de las chicas y seleccionaba las canciones con las
que harían los playbacks. No en vano, había pasado en este mundillo
los años suficientes como para hacerse respetar en lo artístico. Igual
le sucedía en su relación con los hombres, fueran empresarios del
mundo del espectáculo o pretendientes que habían deseado su cuerpo como se desea morder una fruta jugosa. Antes de trabajar en el
Cocotero, lo hizo en numerosos clubes y salas de fiesta de la ciudad.
Una mirada fría y poderosa contenida en un rostro de rasgos suaves
marcaba el contraste entre su físico y un carácter de leona caprichosa
que, junto a su cuerpo estilizado, la convertía en una mujer de apariencia y gestos felinos. Quizá por todo ello escogía a su presa cuando
sentía la necesidad de aparearse, abalanzándose sobre ella en busca
de un corto romance con el que saciarse. Desde hacía algún tiempo,
venía eligiendo para ello al portero de noche, Romano. Solo a él se
entregaba por ahora.
Tras la actuación de las chicas y la posterior desbandada del
público, decidí que sería conveniente marcharme. El alcohol no se
asentó en mi estómago y se había alojado en lugares inapropiados
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de la memoria, hurgando entre mis recuerdos, desordenándolos.
Me despedí de Amanda y de Romano, con quien compartí algunos
comentarios sobre el atractivo de la nueva vedete, y salí al exterior.
Aunque estaba acostumbrado al calor habitual en estas tierras caribeñas, tras las horas transcurridas en el Cocotero, agradecí la caricia
fresca de aquella madrugada mientras caminaba hacia el coche. Luego, en la solitaria carretera de la costa, los haces de luz del descapotable rasgaban la negrura de una noche estrellada. La playa retumbaba
con el rugido de las olas y mi pensamiento no era más que un eco de
recuerdos venidos desde España. En el mar oscuro e inquietante se
abría una brecha plateada bajo la luna.
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