Rach - Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales

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Facultad de Ciencia Política y RRII—Sociología Política
Rach, Diego Nicolás
La Ciudadanía
La compartimentación del hombre como sujeto genérico universal, herencia de la
temprana tradición helénica, se produjo en un proceso casi concomitante con la
compartimentación del campo filosófico. Así el hombre de la filosofía se fragmentó y repartió sus
pedazos entre el consumidor económico, el ciudadano político, el paciente psico-medicinal, el
hablante lingüístico, en fin, una cadena vaporosa de sujetos sujetados disciplinarmente. De todos
ellos, nos incumbe el análisis del sujeto político por excelencia en la modernidad: el ciudadano.
Para la tradición filosófica helena, la figura del ciudadano no podía ser contrapuesta a la
figura del hombre. El zoon politikon aristotélico es el ejemplo replicado hasta el infinito para
ilustrar el modo en que se comprendía un sujeto que no podía dejar de concebirse como
univocidad sino al precio de perder su propio atributo humano, es decir, al precio de ser un
bárbaro o una deidad. Si Marx critica en La Cuestión Judía ese movimiento ilusorio o metafísico de
la fragmentación del derecho del hombre y del derecho del ciudadano, lo hace en nombre de su
raigambre aristotélica. La emancipación no puede darse sino en la medida en que se conciba al
hombre en su ser ontologizado, es decir, en la medida en que no pueda diferenciarse la sustancia
política de la sustancia social en una esencia unívoca. Pero el fantasma del contractualismo no ha
dejado de acechar. Fue Locke quien llevó más lejos la inversión del principio de organización
política por el principio de organización social. La tradición de discurso liberal se encargó de
erosionar la centralidad del orden político y, al desplazarlo, instaló en su lugar la preeminencia de
la sociedad. Al reconocerle Locke una capacidad automotivada y autosubsistente a la comunidad,
acabó por demoler el monopolio del orden político como única voluntad pública. Para éste autor
la sociedad conforma la base de sustentación del cuerpo político.
Para la modernidad el rasgo privilegiado para delimitar al ciudadano—la igualdad—
provino del campo jurídico. Así, ciudadano era en primera instancia el signatario de un contrato de
sociabilidad. Pero en la modernidad tardía fue adquiriendo mayor peso otro criterio de
delimitación. Así el ciudadano pasó a considerarse como el miembro de una comunidad cultural.
Para Marshall el ciudadano recibe la herencia social de la comunidad, para Walzer la cultura es
integradora, etc. Pero también es cierto, como sostiene Rosanvallon en La Consagración del
Ciudadano, que la igualdad de la ciudadanía se constituyó desde siempre por un principio de
exclusión respecto a un otro.
Marshall: el ciudadano androcéntrico.
Marshall define a la ciudadanía según tres dimensiones: una dimensión civil conquistada
en el siglo XVIII con la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, una dimensión
política conquistada con el sufragio universal entre fines del siglo XIX y principios del XX, y
finalmente una dimensión social conquistada en el devenir del siglo XX. La dimensión civil es un
rasgo propiamente individual de la ciudadanía y está permeada por la desigualdad económica. Por
su parte, la dimensión política que instituye el sufragio universal opera una igualdad genérica (un
hombre=un voto). Por último, en la dimensión social se plantea el antagonismo entre la igualdad
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ciudadana y la desigualdad de la clase social el cual no puede—y bajo la mirada de Marshall, no
debe—eliminarse completamente.
La pregunta para Marshall «no es si todos los hombres serán últimamente iguales—lo que
por cierto no sucederá—sino si el progreso no puede continuar firmemente, aunque de manera
lenta, hasta que al menos por ocupación cada hombre sea un caballero. Considero, responde
Marshall, que sí, que será»1. Se evidencia claramente en esta cita cómo la noción de ciudadano
está asociada al trabajador libre del capitalismo y la noción de igualdad asociada al progreso
individual, pero además cómo el principio operante es la posibilidad de distinguir «la vida varonil
de la de las clases trabajadoras»2. Que Bottomore agregue que es posible reemplazar la palabra
“caballero” por la palaba “civilizado” da cuenta de esta raigambre androcéntrica según la cual lo
masculino define la civilidad, es decir, lo cívico y lo civilizado. Así mismo admite la necesidad de la
acción del Estado el cual «Está destinado a obligarlos y a ayudarlos a dar ese primer paso hacia
arriba, y está destinado a ayudarlos, si ellos lo desean, a dar muchos pasos hacia arriba». La
concepción es jerárquica, pasiva en lo político, escalonada en lo social. Bottomore agrega:
«Adviértase que sólo el primer paso es obligatorio. La libre elección se impone en cuanto se ha
creado la capacidad de elegir». En otras palabras, en la medida en que el Estado ha hecho del
agente social el homo oeconomicus exaltado por el liberalismo.
La concepción de ciudadanía de Marshall parte de un cálculo económico (el costo de
proporcionar educación para todos y eliminar el trabajo pesado y excesivo, o más bien, extender
aun más la división del trabajo a fin de descomprimir al trabajador) y de una hipótesis sociológica
(el hombre forma parte de la clase trabajadora «pensando en el efecto que produce su trabajo en
él antes que en el efecto que él produce en su trabajo»).
La igualdad para Marshall se consigue en la medida en que se logre la membrecía plena de
una comunidad—o bien la ciudadanía—lo cual no es inconsistente con las desigualdades
económicas. El cálculo económico antes referido no tiene tanto que ver con un principio
cuantitativo como cualitativo que supone la posibilidad de compartir la herencia social de la
comunidad (la condición caballeresca o civilizada). Se acepta la desigualdad de clases y se postula
la igualdad ciudadana. Para Bottomore, éste criterio sigue vigente y de hecho se ha visto
enriquecido por una nueva sustancia y una amplia variedad de derechos: «la ciudadanía se ha
convertido, en ciertos respectos, en el arquitecto de la desigualdad social legítima»3.
El concepto jerárquico y escalonado de Marshall que puede convivir sin tambalearse con
las desigualdades que instaura el capitalismo es, según mi parecer, un concepto precario. Abstrae
la igualdad política y la generaliza a las restantes dimensiones, volviéndola tolerable al régimen
más amplio de desigualdades no sólo económicas sino sociales. Una de ellas ha sido puesta en
cuestión por las teorías feministas que oponen a la ciudadanía material y androcéntrica, el
1
T. H. Marshall y Tom Bottomore (2005). Ciudadanía y Clase Social. Ed. TH ED Losada. Argentina, Bs. As. Pp.
16. Cita de la obra de Marshall “The Future of the Working Classes”.
2
Ibíd. Pp. 17.
3
Ibíd. Pp. 20.
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principio de la ciudadanía sexual. Si hay algo que excluye Marshall más allá del sujeto sufragante
“mujer”, es la categoría política de «lo femenino» y es en este sentido que también aquí hay un
anacronismo que Bottomore siquiera menciona pero que para nuestro tiempo resulta
inclaudicable.
America Latina: el (re)legado ciudadano.
Según Quiroga4, el conflicto fundamental de la democracia moderna se da entre una
igualdad de hecho y una desigualdad de derecho la cual se remonta a las discusiones de la Francia
revolucionaria del siglo XVIII. Largo ha sido el proceso que determinó la ciudadanía de nuestro
tiempo, a la que hay que hacer pasar necesariamente por el tamiz que supuso la experiencia de las
revoluciones liberales del siglo XIX y del Estado Benefactor del siglo XX. Con la crisis de las políticas
de bienestar social a mediados de los años setenta en todo el mundo, la ofensiva neoconservadora
impuso lentamente el consenso necesario para el renacer del libre mercado.
La historia del siglo XX es para Latinoamérica la historia de la conquista de la democracia,
una historia de luchas por un orden justo que sería abortado aquí y allá por las intervenciones
devastadoras de las dictaduras. No es posible entender el devenir del sujeto ciudadano
suramericano sin tener presente el contexto abrasivo y destructor que implicó la violencia
instrumentada por el aparato del estado burocrático-autoritario. La transición democrática que se
produjo a lo largo de la década del ochenta debió cargar con la pesada carga de la deuda externa.
En Argentina, la dictadura militar no sólo se ha consagrado como una de las más violentas y
genocidas del continente sino que además nos ha heredado una deuda externa decuplicada y
absolutamente ilegítima cuando se tiene en cuenta que ha financiado la persecución, desaparición
y muerte de toda una generación de militantes políticos que luchaban por un orden más justo. Es
por este hecho factual que no concuerdo con la postura de Quiroga quien respecto de la
democracia sostiene que para «no correr el riesgo de la deslegitimación, es preferible que ella sea,
en principio, delimitada formalmente y no en base a promesas sustantivas (tal como lo exigiría una
definición máxima), que luego no podría cumplir»5. Lo cierto es que la poco clara «definición
intermedia, ecléctica» que propone el autor no nos deja más que una definición fuerte de
democracia entendida en términos procedimentales. Si bien comparto que deban establecerse
razones por las cuales la democracia ha de ser entendida por fuera de las dinámicas del éxito y
fracaso de los programas económicos de un determinado gobierno—puesto que atarla a esa
condición economicista y exitista supondría declarar su muerte anticipada—no creo que ella
pueda entenderse en los términos de un puro y simple método de designación del poder y reglas
de acuerdo mutuo sobre su legitimidad. La democracia ha supuesto desde muy tempranamente la
promesa de la igualdad. No se trata de la promesa de un orden escatológico, ni impuesto, ni
supuesto, ni pospuesto. La promesa de la igualdad no puede más que estampar sobre la piel de
nuestros cuerpos la condición humana de una deuda que ha de ser tasada al precio de las luchas
que pueda dar una sociedad por la conquista continua e irreverente de sus derechos.
4
Quiroga, H. Villavicencio S. Vermeren P. (comp.) (1999). Filosofías de la ciudadanía. Sujeto Político y
Democracia. Ed. Homo Sapiens, Argentina, Rosario.
5
Ibíd. Pp. 203.
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Pero al pensar la relación entre la democracia y la conquista de los derechos ciudadanos
no puede obviarse su ligazón con el valor fundamental para la supervivencia de los agentes
sociales: el trabajo. Con la lenta desarticulación de los polos industriales como parte de un plan
sistemático de fragmentación de la clase obrera, la dictadura inauguró una nueva estrategia de
acumulación capitalista basada en el soporte ideológico de la teoría monetarista y del apoyo del
capital financiero. La homogeneidad en la base y la heterogeneidad de las élites que se había
producido por efecto de las políticas sociales de los primeros gobiernos peronistas cedieron ante
un nuevo fenómeno de heterogenización de la base de la pirámide social y una homogeneidad
cada vez mayor de la cúspide de la pirámide. Este proceso formó parte de un contexto
internacional que, como he mencionado anteriormente, sufría un marcado desplazamiento hacia
el liberalismo de mercado, pero esta relación no supone una implicación necesaria sino en la
medida en que el gobierno de nuestro país durante aquellos años optó por reforzar la condición
dependiente y subdesarrollada, es decir, se sometió a los flujos del mercado financiero
internacional y llevó adelante una reprimarización de la economía nacional. Los gobiernos
democráticos que se sucedieron entre la década del ochenta y del noventa no hicieron más que
reforzar esta tendencia, esta vez bajo los lineamientos neoliberales del Consenso de Washington y
del FMI.
La triple crisis del primer mundo al que refiere José Nun6 (crisis de consumo, de la
reresentación política y de la idea de progreso) se vio amplificada en América Latina por sus
niveles desorbitantes de desigualdad: «en América Latina la desigualdad está sobredeterminada
tanto por niveles de pobreza relativos y absolutos como por una profunda brecha entre ricos y
pobres, a lo que se suma además la inseguridad y precariedad que afecta a trabajadores que
estadísticamente no son considerados pobres». La exclusión social como fenómeno socio-político
es el cuño de la moneda de fines del siglo pasado. Esa determinación de una línea taxativa entre
un adentro/afuera de lo social tuvo un impacto tal que se sucedieron la fragmentación, la
jerarquización y finalmente la polarización social. Con la apertura económica y la flexibilización del
mercado laboral los sectores populares han tenido que pagar los costos de la globalización. En
Argentina, el crecimiento de la pobreza histórica y estructural parió un nuevo fenómeno: la nueva
pobreza afectaría esta vez a los segmentos más debilitados de las clases medias ensanchando cada
vez más la brecha social y aumentando la vulnerabilidad de los sectores menos pudientes.
Acechado por la crisis mexicana del 94 y por la devaluación brasilera del 99, la mascarada del
crecimiento económico sin crecimiento del empleo aunaba el descontento social y la crisis de
representación que erosionaría la estructura partidaria moderna. El siglo XXI se inaugura en
nuestro país con la rebelión popular de diciembre de 2001. Así la democracia y la ciudadanía
anidan desde entonces los síntomas de un fenómeno que no habiendo terminado de morir ni aún
de nacer no detenta sino la marca de lo monstruoso.
Apenas treinta años de democracia desde la transición de los ochenta nos encuentra hoy
en día con una situación diferente de la de aquellos días. La principal hipótesis de Nun se recrea
con un cierto anacronismo: «comienza a que quedar en evidencia la singular paradoja
6
Nun, José (2000). Gobierno del Pueblo o gobierno de los políticos. Ed. ICE. Argentina, Bs. As.
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latinoamericana de nuestros días: allí donde tanto las viejas como las nuevas democracias del
Primer Mundo se consolidaron en el contexto de una marcada baja de la desigualdad, de la
pobreza y de la polarización, aquí ocurre todo lo contrario y los procesos de democratización en
curso están acompañados por un crecimiento crítico de los tres fenómenos». Pero hay que
explicar en qué medida puede imputarse este cierto—relativo y a la vez certero—anacronismo.
En primer lugar, respecto al primer mundo cabe aclarar que el devenir del proceso al que
hace mención José Nun hoy se halla puesto en cuestión. La crisis internacional de 2008 no para de
replicar sus efectos en una Europa indignada, sumisa a los lineamientos de la hegemonía alemana
y las ya clásicas recetas de ajuste del FMI. La ciudadanía europea está siendo puesta en cuestión
de un modo que roza lo peligroso, la evidencia más clara se ha manifestado en Francia donde en
las últimas elecciones para el Parlamento Europeo el Frente Nacional de Marine Le Pen, famosa
por sus declaraciones xenófobas, ha tenido un saldo favorable. Pero también asecha el peligro del
separatismo: Escocia, Crimea, Cataluña…La situación del hegemón de nuestro continente también
ha llamado la atención. El salvataje económico a las entidades bancarias estadounidenses tras la
crisis de los sub-prime desencadenó una discusión cada vez más intensa entre los intelectuales y
periodistas que exigen mayor intervención de parte del Estado y un replanteamiento del sistema
impositivo hartamente favorable a los sectores concentrados. Las discusiones en los renombrados
periódicos norteamericanos llegan a un punto casi irrisorio: «Una triste lección que hemos
aprendido en años recientes es que la economía es un asunto mucho más político de lo que
queríamos imaginar»7. Por suerte o por infortunio, la alarma internacional encendida por Piketty
nos resulta tan tardía que no cabe pensar otra cosa que Europa y Estados Unidos están
entrampados en lo que nosotros vivimos y constatamos hace medio siglo.
En segundo lugar, los procesos vividos en Latinoamérica en los últimos años han iniciado
un camino de recuperación de los valores democráticos y de los derechos ciudadanos. El
abandono de las acuciantes situaciones de indigencia y pobreza son imprescindibles, pero no
suficientes. La ciudadanía capitalista se basa en una igualdad abstracta que funciona excluyendo
de su centro a las grandes masas para reproducir el capital y tolerando el orden jerárquico del
patriarcado que instituye el sistema de reproducción sexual de la mano de obra barata. Y en este
sentido voy a diferir una vez más con la postura de Quiroga, puesto que la garantía de la
democracia no está puesta en la acción gubernamental como un mero output—esta aporía es
inevitable para quien piensa a la democracia como método puesto que no está muy lejos de
considerarla como una técnica de procesamiento del estímulo/respuesta del subsistema político y
social. La recuperación de los valores democráticos y participativos no hubiera sido posible sin la
organización social en la resistencia contra el neoliberalismo. Lejos de que la ciudadanía opere el
lugar pasivo de un demos preestablecido jurídicamente, la virtud cívica y la acción política de la
ciudadanía se constituyen en las batallas que la sociedad ha dado y continúa librando por la
conquista de sus derechos. Si el sujeto ciudadano es plausible de ser constituido por las luchas que
se libran por su nominación y por su delimitación (pertenencia) es porque existe un desacuerdo al
cual sólo podemos rearticular librando una batalla hegemónica.
7
Paul Krugman. ¿Quién desea una depresión? The New York Times. 14 de Julio de 2014.
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