Untitled - Amigos de la Ópera de Madrid

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Alcina
Georg Friedrich Händel (1685-1759)
ÓPERA SERIA EN TRES ACTOS. LIBRETO ANÓNIMO BASADO EN L’ISOLA D’ALCINA (1728) DE RICCARDO
BROSCHI, A PARTIR DE LOS CANTOS VI Y VII DEL POEMA ÉPICO ORLANDO FURIOSO (1516) DE LUDOVICO
ARIOSTO. ESTRENADA EN LA ROYAL OPERA HOUSE COVENT GARDEN DE LONDRES, EL 16 DE ABRIL DE 1735
ESTRENO EN MADRID. NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL, EN COPRODUCCIÓN CON EL GRAND
THÉÂTRE DE BORDEAUX.
Director musical: Christopher Moulds
Director de escena: David Alden
Escenógrafo: Gideon Davey
Iluminador: Simon Mills
Coreógrafa: Beate Vollack
Director del coro: Pedro Teixeira
Alcina: Karina Gauvin (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre)
Sofia Soloviy ( 30 de octubre, 1, 3 de noviembre)
Morgana: Ana Christy (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre)
Maria José Moreno (30 de octubre, 1, 3 de noviembre)
Ruggiero: Malena Ernman (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre)
Josè María Lo Monaco ( 30 de octubre, 1, 3 de noviembre)
Bradamante: Sonia Prina
Melisso: Luca Tittoto (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre)
Johannes Weisser (30 de octubre, 1, 3 de noviembre)
Oronte: Allan Clayton (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre)
Anthony Gregory (30 de octubre, 1, 3 de noviembre)
Oberto: Erika escribà (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre)
Francesca Lombardi (30 de octubre, 1, 3 de noviembre)
Coro de la Comunidad de Madrid
Orquesta Titular del Teatro Real
27, 30, 31 de octubre, 1, 2, 3, 4, 6, 8, 10 de noviembre de 2015
20:00 horas; domingos, 18:00 horas
Salida a la venta al público 16 de junio de 2015
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Argumento
Alcina
Fernando Fraga
El jovencito Oberto, hijo del paladín Astolfo, se halla también en la isla en continua búsqueda de su padre desaparecido, interrogando en este
sentido a los dos recién llegados (Aria de Oberto:
Chi m’insegna il caro padre).
Acto I.
Bradamante, acompañada por su preceptor Melisso, llega a la isla de Alcina en busca de
su prometido Ruggiero. Vestida de hombre adquiere la apariencia de su hermano Ricciardo. Al
llegar a la isla, un lugar de aspecto desolado y
hostil, se encuentran con Morgana. Ésta se queda prendada de inmediato de los encantos del
supuesto Ricciardo y, a requerimiento de los recién llegados, les informa de que se hallan en el
reino de su hermana Alcina (Aria de Morgana:
Or s’apre il riso).
Ruggiero confiesa a Bradamante-Ricciardo
y burlándose de él que no tiene ojos nada más
que para su amada Alcina (Aria de Ruggiero: Di
te mi rido).
Por su lado Oronte, general de las fuerzas de la maga, se siente muy incómodo por la
atención que Morgana, a la que ama, dedica a
Bradamante- Ricciardo (Aria de Bradamante: È
gelosia, forza è d’amore). Le reprocha en consecuencia tal inconstancia al mismo tiempo que,
para minar la confianza de Ruggiero (Aria: Bramo di trionfar) inventa una estratagema, la de
despertar sus celos haciéndole ver que Ricciardo
es el nuevo amante de Alcina (Aria de Oronte:
Semplicetto, a donna credi?).
De pronto la apariencia del lugar cambia
por completa de fisonomía. Se abre una montaña
y se vislumbra el suntuoso palacio de Alcina en el
que los viajeros son recibidos con grandes muestras de satisfacción por parte de unos cortesanos
(Coro y bailes: Questo è il cielo di contenti).
Los poderes mágicos de Alcina le han permitido ese cambio, igual que su propio aspecto
personal. Vieja y fea, ofrece la imagen de una joven hermosa que atrae a los visitantes a los que,
tras disfrutarlos como amantes, los convierte en
rocas, arroyos o fieras.
Picado por la incertidumbre, Ruggiero acusa de infidelidad a la maga que se defiende acusándole a su vez de no amarla (Aria de Alcina: Sì,
son quella, non più bella).
Consecuentemente cuando Ruggiero se
reencuentra con quien sigue creyendo que es Ricciardo (Aria de Ruggiero: La bocca vaga), cegado
por los celos, no da crédito cuando éste le revela
su verdadera identidad.
Alcina recibe con afecto a los actuales visitantes y pide a su enamorado Ruggiero, del que
está sinceramente enamorada, que les muestre las
delicias del entorno (Aria de Alcina: Dì cor mio).
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Por su parte, Alcina está dispuesta a convertir a Ricciardo en una bestia salvaje, decisión que
encuentra algo de reservas en su amante Ruggiero
y mucha mayor oposición en Morgana (Aria de
Morgana: Ama, sospira).
Morgana que se ha puesto incondicionalmente de parte de Bradamante-Ricciardo le informa de las intenciones de Alcina de convertirlo en
bestia para quitárselo de encima. El joven no tiene
otra salida que dejarse llevar por las atenciones de
Morgana para que esta interceda ante su hermana.
Alcina encuentra a Ruggiero distante
pese a que éste sigue confesándole su amor.
Su declaración amorosa aunque dirigida a ella
directamente, sin embargo, está destinada claramente a Bradamante (Aria de Ruggiero: Mio
bel tesoro).
La felicidad de Morgana es, entonces, completa (Aria de Morgana: Tornami a vagheggiar).
Acto II.
Ruggiero se deja llevar por su pasión hacia Alcina (Arioso de Ruggiero: Col celarvi a chi
v’ama). Intentando devolverle la realidad, Melisso que asimismo es poseedor de arte mágicas,
bajo el aspecto de su preceptor Atlante le hace
ver a Alcina tal como es en realidad. Ruggiero es
así liberado del encantamiento y desea poner las
cosas claras con su amada Bradamante (Aria de
Ruggiero: Quel portento mi richiama). Melisso le
aconseja que siga fingiendo atracción por Alcina
y que aproveche con motivo de una jornada dedicada a la caza, para poder escaparse (Aria de
Melisso: Pensa a chi geme).
Oberto sigue el rastro de su desaparecido padre; Alcina le consuela prometiéndole que
pronto le encontrará (Aria de Oberto: Tra speme
e timore).
Oronte comunica a Alcina que durante la
caza, Ruggiero tiene previsto huir en compañía
de Ricciardo y Melisso. Alcina está desesperada
(Aria de Alcina: Ah, mio cor, schernito sei).
Aunque Oronte se regocija por la traición
de Ricciardo (Aria de Oronte: È un folle, un vile
affetto), Morgana no le sigue el juego. Bradamante incita a Ruggiero a la huida; éste, aún indeciso,
se entusiasma recordando las bellezas del lugar
de las que tanto ha disfrutado (Aria de Ruggiero:
Verdi prati, selve amene).
Pero cuando Ricciardo le dice que es ella
precisamente Bradamante bajo la apariencia de
su hermano, Ruggiero cree que se trata de un
nuevo encantamiento de Alcina. Bradamante
siente deseos de venganza aunque en su interior
se ve más inclinada a la clemencia (Aria de Bradamante: Vorrei vendicarmi).
Alcina se lamenta de la crueldad de Ruggiero e invoca a las fuerzas del mal para que acudan en su socorro. Pero no obtiene respuesta y la
maga, enfurecida, rompe su varita mágica (Recitativo acompañado y Aria de Alcina: Ah, Ruggiero
crudel. Ombre pallide).
Ruggiero sigue perplejo, preguntándose
si Ricciardo es en verdad su amada Bradamante
(Aria de Ruggiero: Mi lusinga il dolce afetto) y no
un producto de las estrategias mágicas de Alcina.
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Alcina, en el colmo de su desesperación,
intenta de nuevo retener a Ruggiero sacando a la
luz todos los recursos de sus maleficios pero no lo
consigue (Terceto de Alcina, Ruggiero y Bradamante: Non è amor ne gelosia).
Acto III
En una de las estancias palaciegas, Morgana al sentirse abandonada por Ricciardo suplica a
Oronte que recuerde el amor que antaño los unió
(Aria de Morgana: Credete al mio dolore). Él se hace
un poco el duro, pero acaba por rendirse a la evidencia (Aria de Oronte: Un momento di contento).
Los dos jóvenes, Bradamante y Ruggero,
rompen la urna donde se concentran todos los poderes de Alcina. Ésta y Morgana huyen despavoridas, al tiempo que todas las fieras recobran su apariencia humana (Coro: Dall’orror di notte cieca).
Alcina y Ruggiero se vuelven a encontrar fortuitamente. Ella intenta de nuevo seducirle (Aria
de Alcina: Ma quando tornerai), pero él le confiesa
su intención de abandonarla pese a las amenazas
con terribles castigos que recibe por parte de la
maga (Aria de Ruggiero: Sta nell’Ircana).
Todos celebran el buen
resultado de los acontecimientos (Bailes y
Coro: Dopo
t a n t e
amere
pene).
Ruggiero y Bradamante se reconcilian definitivamente (Aria de Bradamante: All’alma fedel).
Melisso anuncia la batalla contra la resistencia
de Alcina. Es Oronte quien le comunica a Alcina su
derrota y la intención de Ruggiero de no abandonar la
isla hasta que las víctimas no recobren su identidad
humana (Aria de Alcina: Mi restano le lagrime).
Frente al palacio varias fieras van y
vienen dentro de sus jaulas (Coro: Sin
per le vie del sole).
Alcina, furiosa, le entrega a Oberto
una lanza inwcitándole a que ataque a un
dócil león enjaulado,
pero el joven se niega sospechando
que se trata de
su padre (aria de
Oberto: Barbara!
Io ben lo so).
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Alcina: Magia e invención
Luis Suñén
convierte en el mucho más duro de la no menos
dura vida cotidiana en el Londres casi preindustrial. La pieza de Gay, por cierto, ha continuado
su carrera como armazón para diversas ediciones
y escenificaciones que llegan hasta, nada menos,
Benjamin Britten.
El gran poeta cubano Gastón Baquero tituló su poesía completa Magias e invenciones. Los
títulos son unas veces más inocentes que otras
pero en aquel caso predominaba al fin lo definidor frente a lo retórico –el peor enemigo del arte
de titular. Y traigo a colación aquella ocurrencia
baqueriana porque me parece que, igual que para
su poesía, sirve muy bien para definir una obra
como Alcina y a su autor, es decir, una ópera que
va de magia y un compositor que inventa: su amiga Mary Granville –Mrs. Pendarves-, después de
un ensayo de Alcina, describió a Haendel como
“un nigromante en medio de sus propios encantamientos”. Añadamos a eso las circunstancias
económicas y profesionales de un autor que a la
altura del estreno de su ópera –1735- se encuentra con un doble problema.
El otro problema del Haendel de aquellos
años era el tener que lidiar con la Opera de la Nobleza, es decir, con la competencia que desde la
cercanía de la corte se le empieza a hacer a quien
es su propio empresario en un momento en el
que ya ha comenzado el fin de la dependencia
de la música respecto de una aristocracia que la
había tenido siempre en nómina. Pero el compositor, a diferencia de los gestores de la otra compañía, conoce el percal, sabe acudir a los mejores
cantantes o a sus alternativas-, guarda fidelidades
que le rendirán réditos en forma de apoyo a sus
propuestas en los teatros de la capital que todavía
controla. Y es que, tras el cierre de la Academia,
bajo cuya ala estrenaba sus obras pero por cuyo
encargo acudía al continente para atraer a Londres a aquellos cantantes, advertirá la necesidad
de convertirse en una suerte de empresario más
o menos agresivo. La Opera de la Nobleza, impulsada nada menos que por el Príncipe de Gales y con Porpora –un claro representante de la
casi agonizante ópera seria- como maître à penser, se basa en el apoyo “oficial” y en un elenco
de cantantes insuperable fichado al precio que
se merece quien por su nombre y su clase llena
Por una parte, el ascenso ya entonces irrefrenable de lo que podríamos llamar –para entendernos- la ópera cómica inglesa, ejemplificada por The Biggar’s Opera (1728) de John Gay a
lo que acompaña el agotamiento inevitable del
esquema de la ópera seria que aún triunfaba en
Londres –Porpora, por ejemplo. En The Biggar’s
Opera –La ópera del mendigo- los pobres y los desheredados son los protagonistas –es una especie
de puesta en música del protagonismo que aquellos tienen en el universo sórdido y sarcástico de
Hogart- y no ya la solemnidad de los argumentos
más o menos históricos o hasta el humor leve de
la peripecia clásica a que apela la ópera seria se
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los teatros: Senesino, Cuzzoni, Montagnana, Farinelli… Solo Carestini se quedará con Haendel
y, aunque en principio se negara a cantar en Alcina, luego bisará el aria Verdi prati en todas las
representaciones. Sin embargo Haendel aprovechó en los años de competencia con la Opera de
la Nobleza la baza que el calendario le ofrecía en
Cuaresma: como no se podían representar óperas,
él ofrecía sus oratorios –Esther, Deborah, Athaliah- los miércoles y los viernes.
no deja indiferente a nadie, como cuenta Charles Burney en sus memorias de cuando lo vio por
vez primera a los quince años y, como Bach en
su tiempo o Haydn más adelante, su nombre es
sinónimo de lo más sólido de la música de su
presente, elegido como tal, cada vez más, por un
público que se suscribe a sus temporadas. Un
público que acepta o no –no como nosotros que
sólo aparentamos la opción del rechazo- lo que le
ofrecen sus contemporáneos.
Durante la competencia con la Opera de la
Nobleza, Haendel seguirá estrenando en el renovado Covent Garden o en su ya conocido King’s
Theater. Por otra parte, la casa real le mantendrá
el subsidio de 1.000 libras que recibía y ordenará
que le sea entregado directamente a él. La Opera
de la Nobleza durará cuatro años, hasta 1737, el
año en el que una parálisis reumática hará que
Haendel pierda el uso de la mano derecha y se
vaya a tomar las aguas a Aquisgrán para encontrarse al regresar con la muerte de la Reina Catalina, a la que dedicará la correspondiente Oda.
Haendel será partícipe, el año siguiente, de la
creación de la Fundación para el Apoyo de los
Músicos que, como no podía ser de otra manera, se funda en una taberna, la Crown & Anchor
–Corona y Ancla. Por cierto, donde estaba la
taberna, hoy se alza el edificio del HSBC Bank
–The Hong Kong and Shanghai Banking Corporation-, el de las cuentas en Suiza. Ya a esas alturas se le ha erigido una estatua en Vauxhall Gardens, tiene privilegio de derechos de autor y sus
obras tienen un editor, digamos, serio y, desde
luego, con experiencia, como John Walsh. Haendel es conocido en todo el mundo, su presencia
Una pregunta frecuente al hablar de Haendel es si con él se cierra una época, y si no lo hace
de modo tan irrevocable como sucederá con el fin
del Antiguo Régimen en el que se inserta. Seguramente, como en el caso de Bach, como sucederá con Mozart o hasta con Haydn, la respuesta
debiera ser afirmativa. Pero tengamos en cuenta
que los dos con su influencia alumbran el futuro
desde sus propios logros. En el caso de Bach, la
suma de forma y emoción, la matemática aplicada al orden musical. En el caso de Haendel, la
puesta en música de los afectos más allá de aquello que mandaba el tó, la caracterización humana
de los personajes divinos o heroicos a través de
una música que conoce los registros de su propio significado. ¿Fue un conservador como Bach,
cuyo genio le lleva a superar cualquier calificativo
de esa clase? No olvidemos que el arte no es la
ciencia y que, por tanto, resulta especialmente difícil de aplicar –aunque siempre habrá quien presuma de que lo entiende porque presuntamente
lo ejemplifica- el concepto de progreso. El fin del
antiguo régimen, el ascenso de la burguesía, la revolución industrial, que llegarán poco después, sí
son progreso. Y como la propia sociedad, la músi44
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Göttingen. Es decir, 166 años de silencio operístico. Poco después, el nazismo quiso adueñarse del
genio haendeliano, diciendo que su Mesías no era
judío sino alemán o cambiando los libretos de sus
óperas, convirtiendo Judas Macabeo en Guillermo
de Nasau o Israel en Egipto en Furia mongólica.
ca no podía ser la misma. Por cierto, que esa misma sociedad tuvo olvidadas sus óperas desde el 6
de abril de 1754, en que se representó por última
vez Admeto en el King’s Theater de Londres, hasta que el 26 de junio de 1920 se recuperó Rodelinda en el Stadttheater de la ciudad alemana de
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Después revivió en Inglaterra, luego en Estados
Unidos y definitivamente, gracias también a los
discos, en todo el mundo.
antes que tras ella sólo habrá tres títulos más en
el catálogo operístico de Haendel –Atalanta, Berenice y Xerxes-, y que el total se eleva a cuarenta
y tres. Alcina es de 1735 y Xerxes de 1738. La distribución cronológica de las óperas y los oratorios
de Haendel nos hace pensar, en efecto, en la crisis
del modelo operístico, en la dificultad de seguir
atrayendo al público hacia él –lo que coincidirá
también con la crisis del género en el Reino Unido hasta poco menos que la llegada de Britten en
pleno siglo XX, sólo mitigada por el triunfo de la
Partiendo, pues, de la base de que en Haendel se produce el ascenso y la caída gloriosa de la
opera seria –habrá ejemplos posteriores, naturalmente, como la cada vez más valorada La clemenza di Tito de Mozart- hasta que Gluck fulmine sus
restos a base de eso que alguien llamó “su incomparable y profundo color gris brillante”, Alcina es
en eso un ejemplo paradigmático. Recordemos
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opereta a lo Gilbert & Sullivan- pero también en
la posibilidad de mantener las galas del oficio y de
ganar dinero con él por medio de un género que
requería, igualmente, buenos cantantes capaces
de atraer al mismo público. De hecho, los teatros
solían ser también los lugares en los que se estrenaban muchos oratorios, lo que los enemigos de
Haendel argüían como una falta de respeto a su
temática generalmente sacra o bíblica. Los cambios de expresión entre las óperas y los oratorios
haendelianos tienen que ver más con el carácter
previsible en unas y otros, con la necesidad o no
de servir a un libreto en el que, centro de unas
normas difícilmente cambiables, era necesario
mantener dos cosas: el interés de la trama a través de la música y que la personalidad de esta no
se viera constreñida por un cliché formal. Y precisamente esa habilidad era lo que diferenciaba a
Haendel de toda su competencia. En los mejores
de sus oratorios no deja de haber, como en sus
mejores óperas y por ello muy claramente en Alcina, un desarrollo constante de los affetti, eso que,
de manera convencional, debiera en el oratorio
sustituir por el sentimiento piadoso, si bien sea
verdad que las arias de estos poseen en muchos
casos el mismo atractivo, al margen de su tema,
que en las óperas mejores del autor. Sin olvidar
tampoco que la estructura temática de algunos
de sus oratorios no deja de responder a lo mismo
que siempre se le pedía a una obra teatral y por
tanto también operística: planteamiento, nudo y
desenlace.
Quizá la lista la encabece Alcina y tras ellas aparezcan Orlando, Julio César, Rodelinda y Ariodante, más Rinaldo –esta, aun con sus defectos de
juventud y de genio todavía en agraz es irresistible- y Ezio –llena de sorpresas hasta para los mejores conocedores de la producción haendeliana,
que son quienes seguramente tendrían más difícil establecer un escalafón. Alcina, decíamos, se
estrenó en 1735 –el 16 de abril, una semana antes
de ser concluida por Haendel- por la propia compañía del autor en el teatro del Covent Garden y
fue su último gran éxito en el terreno de la ópera.
Se trata seguramente, con Julio César, de una de
sus óperas que mejor se defienden en lo escénico
frente al paso del tiempo, y aquella en la que tras
la asunción de las influencia alemana e italiana
–más que influencias, fuentes en las que bebió
bien directamente- y el desarrollo de un estilo
crecientemente propio, culmina rutilante toda su
personalidad. Se trata de una obra simplemente
genial que ha atravesado los siglos fresca como
una lechuga y que precisamente por esa frescura
y la correcta distancia entre escena y espectador
resiste formidablemente el empeño de los modernos registas de aggiornare lo que no lo necesita
en absoluto. La trama es perfectamente asumible
por un público de hoy que ha visto reposiciones
tan soberbias como la de la Opera de Stuttgart
a cargo de Jossi Wieler y Sergio Morabito. Por
cierto, que la de David Alden, con la dirección
musical de Christopher Moulds, que presenta el
Teatro Real en su temporada 2015-2016 supone el
estreno en España de la ópera en su versión escénica –en versión de concierto la habíamos visto antes, en Madrid, en la temporada que concluye con
un reparto, por cierto, de verdadero ensueño. Sólo
Es difícil establecer un canon de las óperas
de Haendel, tratar de exponer en poco espacio y
con buen criterio cuáles son las más interesantes.
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las oberturas –y la de Alcina, en estilo francés, no
es una excepción-, tomadas a veces de aquí y de
allá por el propio Haendel o sus editores, aparecen como menos dignas de la grandeza a la que
preceden. Ya sabemos que hasta Mozart y Haydn
la obertura no adquirirá mayor presencia y que
sólo a partir de Weber será puerta de la acción y
resumen de la música que va a escucharse, pero
la convención es la convención y tampoco era
cuestión de darle música de primera calidad a un
público ruidoso mientras armaba todavía la bulla
inherente a acomodarse de una vez. Sin embargo
parece definitivamente reconocido que la música para ballet que la ópera contiene está entre la
mejor música instrumental que compusiera su
autor.
El libreto, de autor desconocido, de la Alcina haendeliana, procede, como tantos de sus
óperas contemporáneas –en el caso de Haendel
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y en otros muchos- del Orlando Furioso de Ludovico Ariosto por vía de el de la ópera de Riccardo Broschi –hermano de Farinelli- L’ isola di
Alcina. La obra de Ariosto, sus episodios distintos, daban en la época para muchos argumentos y
Haendel aprovechó lo ya hecho con unos cuantos
toques que agradaran a la audiencia londinense.
La historia de la hechicera que vive en su isla
mientras convierte en animales, vegetales u objetos a quienes nada más arribar se enamoran de
ella perdidamente, puede ser tomada como una
suerte de aspecto tragicómico de lo heroico y, por
tanto, también como suavizador de las terribles
cosas que suelen ocurrir en la ópera seria. Aquí
sigue habiendo grandes, enormes pasiones, en las
que la identidad y la suplantación, la ilusión y la
amenaza conviven en lo que al fin no es sino una
lucha por el amor que implica, además, el castigo
y el premio. El éxito de Alcina, su condición
de clásico entre los clásicos de su autor llega de su pertinencia artística pero también
de la credibilidad de una trama que, por
más que se aleje hacia los territorios del sueño o
de una teomaquia menor, se plantea cuestiones
que cualquier espectador comprende y es capaz
de distanciar suficientemente en lo intelectual
y en lo anímico. Y es que no hay ninguna razón
para no tomar partido por una Alcina a la que el
amor le juega una mala pasada
y que se desconcierta
desde la conciencia
de que su poder
no era el que
ella misma suponía –el recitativo que antecede a
Ombre pallide, como para que todavía haya quien
diga que hay que cortarlos cuando se hace Haendel. El amor verdadero es al fin quien pugna por
imponerse a los trucos de quienes lo buscan o lo
han encontrado, de los que se equivocan, de los
que calculan mal la resistencia del hechizo frente
a la realidad del corazón. La propia Alcina se erigirá como una criatura tan poco de este mundo
como desgraciada con las cosas del mismo –ay,
el amor-, a la que no servirán sus
propios medios y que en su
aparente maldad será una
víctima que perderá poder y amor.
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ráneos, con el Veracini de Adriano, re di Siria,
por ejemplo, de reciente escucha en Madrid en
versión de concierto. Esa es la diferencia entre
oficio y genialidad, la facultad que posee Haendel, como paralelamente la poseyeron Bach o Vivaldi, de convertir la regla en excepción permanente. Pero en el caso de Haendel hay también
un indudable sentido teatral, una necesidad de
que los sentimientos tengan un punto de humanidad contagiosa aunque aparezcan en una isla
en la que manda una hechicera. De hecho, esa
es otra de las diferencias con la mayoría de sus
contemporáneos: la virtud de individualizar desde el esquema dado, para que distingamos en la
expresión de los personajes, a través de su canto,
los afectos que les inquietan.
La magia, en todas sus acepciones, está
clara en Alcina, en su libreto y en su capacidad
para atraer al público de su estreno y al de hoy
hacia la inverosímil. Pero esa capacidad sólo llega en el arte de la invención, de lo que hace a
Haendel el más importante operista de entre
sus contemporáneos, de lo que logra, en definitiva, que en la reiteración de la fórmula hallemos, más que su agotamiento, su apoteosis.
Arias como Di, cor mio, Mi restano le lagrime, E
gelosia u Ombre palide muestran el dominio del
aria da capo pero a la vez, como sucede siempre
en el autor, asombran por la forma en la que se
evita la repetición de una inspiración constante,
como si el molde animara en lugar de asustar.
No hay más que comparar con sus contempo-
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