IV Medio - Etica Aristotelica (Apoyo) (2)

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Colegio Humberstone
Prof. Francisco J. González Correa
Subsector de Filosofía
IVº Medio
Iquique
Ética Aristotélica
(Fundamentos de la Moral)
Introducción
El siguiente apunte es un refuerzo a lo visto en clases, con el propósito de comprender de mejor modo,
aquellos antecedentes correspondientes a la Ética a Nicomaco, una de las obras más importantes del
filósofo Aristóteles, del cual aun perduran muchas notas de su pensamiento.
El texto tiene como objetivo, aclarar de un modo esquemático, las líneas escenciales de la ética
nicomaquea y relacionarlos con el texto base.
I. Ética y política
El primer círculo de planteamientos que ciñen la vida humana tiene que ver con el comportamiento
individual y colectivo. El amor a la vida que parece presidir la filosofía aristotélica tendrá que analizar las
forraras en que esa vida se hace presente y qué valores presiden ese vivir.
1. La idea de bien v de felicidad:
A. Eudaimonia.
Aristóteles, mostrando una vez más el realismo e inmediatez, de muchos de sus planteamientos, empieza la
Frica Nicomaquea -el más importante de sus escritos sobre el bien humano y el comportamiento de los
hombres- con estas palabras:
Todo arte y iodo saber igual que todo lo que hacemos y elegimos parece tender a algún bien: por
esto se ha dicho con razón que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden.
EN, 1094a I-3
Esta confesión preside toda su obra. El bien es, pues, una tendencia natural del hombre. Pero este bien no
es, en principio, algo alejado de los hombres y situado en un horizonte ideal. El bien empieza siendo un
objetivo dentro de la existencia humana.
Por eso. Aristóteles acude a uno de los conceptos fundamentales de la cultura griega: la felicidad. En griego,
felicidad se dice con un nombre poco misterioso. Eudaimonía, que quiere decir tener un buen demon. El
término demon no encierra ningún sentido negativo, aunque nuestra palabra demonio proceda de allí.
Demon es una especie de divinidad, algo que, fuera de nosotros, puede influir en nuestro destino y nuestra
suerte. Por eso, el adverbio (su'), bien, que completa el término eudaimonía, le da ese carácter de buena
suerte. Estar en el mundo es procurar esa buena suerte, esa felicidad. Pero los griegos observaron las
enormes desigualdades que existían en su sociedad. Veían la riqueza más grande junto a la más extrema
pobreza. Ese tener tanto, o no tener nada, les hizo plantearse el porqué de estas diferencias. Antes de que
la democracia abriese nuevas perspectivas a la felicidad posible, los griegos creyeron que esa abundancia
de bienes era, efectivamente, un regalo de alguna generosa y arbitraria divinidad. Lo importante era, pues,
tener un buen demon, que gratuitamente sorteaba la felicidad. Más que algo que se consigue, el bien Y, en
consecuencia, la felicidad, es trigo que se recibe.
Pero esta teoría tradicional que, en cierto sentido, respondía a una experiencia de los destinos humanos,
hace con Aristóteles un giro fundamental. Su interpretación de la felicidad, que arranca de ese tener más,
le lleva a prestar atención al lenguaje de sus contemporáneos, para saber qué dicen que es la felicidad. Una
prueba más de ese espíritu de observación con el que, como veremos, estudiará a los animales, a los seres
humanos como seres «biológicos», a los productos del hombre como el arte y la poesía, etcétera.
B. Individuo y sociedad
La mirada del filósofo se posa en la realidad de su tiempo y en los intereses de los seres humanos. Vivir
hiere -que es un principio ético fundamental- se basa en tener cosas que satisfagan nuestros deseos.
La búsqueda del bien
Puesto que todo saber y todo elegir tienden a algún bien, volvamos a plantearnos la cuestión: cuál es
la meta de la política y cuál es el bien supremo entre todos los que pueden realizarse. Sobre su
nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues todos dicen que es la felicidad y piensan que vivir
bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero discuten sobre qué es la felicidad y no lo explican
igual los que nada saben de los que tienen conocimientos. Pues unos creen que es algo tangible y
visible, como el placer, la riqueza o los honores... Muchas veces incluso una misma persona opina
cosas distintas: si está enferma, la salud; si es pobre, la riqueza; los que son conscientes de su
ignorancia admiran a los que están por encima de los demás con sus palabras y pensamiento. Pero
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Casi parece inevitable ese principio de egoísmo que está en la naturaleza humana. A lo largo de la historia,
este planteamiento, en el que predomina el egoísmo del individuo o de una clase social determinada,
seguirá constituyendo un problema esencial de la ética y de la política.
Aristóteles entiende que el comportamiento individual, por muy independiente que pretenda ser, está
siempre sumido en el contexto colectivo. De ahí viene su afirmación de que, en el fondo, la ética es parte
de la política, aunque analiza el bien del individuo.
Pues aunque el bien del individuo y de la ciudad sea el mismo, es evidente que será mucho más
grande y perfecto alcanzar y preservar el bien de la ciudad; porque, ciertamente, es apetecible
procurarlo para uno solo; pero es más hermoso y divino el bien de la sociedad.
EN, h 1094b 7-10
La idea del bien, que según Platón está por encima y más allá del mundo, adquiere en Aristóteles una
distinta perspectiva. Efectivamente, el bien del individuo tiene que sobrepasar sus particulares intereses y,
para ello, ha de recurrir a ese bien «superior» como es el bien de todos, el bien colectivo. Un bien superior,
pero humano; un bien en el mundo.
2. La areté
Esa interpretación del individuo en la sociedad requiere un proceso de «educación» donde la ética sea
como una teoría de la felicidad humana en la que se conjuguen los intereses individuales con los colectivos.
La ética es, por tanto, un saber práctico, «pues no investigamos para saber qué es la areté, sino para que
seamos buenos» (EN, II, 1103b 27-28).
Aquí encontramos una palabra fundamental, areté, que podemos traducir por virtud, aunque significa más
bien la excelencia humana; lo que nos hace mejores en cualquier sentido. Aristóteles nos ofrece varias
definiciones de areté. En una de ellas especifica que «la areté, o excelencia del hombre, es un hábito por el
cual el hombre se hace bueno y realiza bien su función propia» (EN, II, 1106a 20-22).
En griego, hábito se dice con un término que procede del verbo tener. La areté es, pues, algo que se tiene,
que se incorpora a nuestro propio ser. Como el zapatero hace mejores zapatos cuantas más veces los haga,
así nos hacemos buenos practicando actos buenos. Pero en la definición de Aristóteles hay una expresión
un tanto misteriosa. ¿Qué entiende Aristóteles por función propia del hombre?
Hay una palabra importante para entender esta función del hombre: la energeia, o energía: una capacidad
para actuar. Pero esta intervención en el mundo de los otros hombres tiene que ser «de acuerdo con el
lógos». Así como «la excelencia del ojo es hacer que ejecute bien su función de ver», de la misma manera la
función del hombre es hacer bueno su desarrollo como tal hombre. Y esto es una forma superior, o sea,
excelente de vivir. Esta forma de vida está, pues, unida al lógos, a la racionalidad, al lenguaje que nos une
con los otros hombres, y a través de esa unión «dialogada» llegamos a conocerlos y a conocernos a
nosotros mismos. Esta energía o actividad razonada, con la que entramos en contacto con los demás, es
una forma superior de felicidad. Este término que indicaba en principio un tener más y una simple posesión
de cosas, a través de la experiencia socrática se ha transformado en ser más. La felicidad ya no es un tener,
sino un ser. O mejor dicho, es un tener algo tan impreciso como el lógos, la palabra; pero este tener es lo
que nos hace seres humanos.
Estas perspectivas que abre la excelencia o virtud de la racionalidad hacen que Aristóteles defina también
la areté como «un hábito de elegir que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por
la razón» (EN, II, 1106b 35).
3. Lo necesario y lo posible
Elegimos porque el mundo se nos presenta como posibilidad. No elegimos, por ejemplo, que dos y dos sean
cuatro. Lo que necesariamente tiene que ser no es objeto de elección. Lo maravilloso de la vida humana es
que estamos situados ante un mundo «posible», ante una ambigüedad que es, precisamente, lo que da
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sentido al vivir. Y en ese inundo ambiguo elegimos. Pero esta elección tiene que estar de acuerdo con un
equilibrio, un término medio que ha de determinar el lógos, la racionalidad.
Esta mediación del lógos armoniza las tensiones del individuo, mitiga su egoísmo y lo convierte, así, en un
ser humano. En la Política hablará Aristóteles de esta necesidad de comunicación del hombre, para la que
el lógos y su forma perfecta, el diálogo, constituyen el medio real en el que se desarrolla:
Es evidente que la ciudad es por naturaleza anterior al individuo, porque si el individuo
separado no se basta a sí mismo es por ser parte de un todo, y el que no puede vivir en sociedad
o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un
dios.
I, 1253 la 25-29
La ciudad, la polis, es el espacio adecuado en el que el hombre delibera y elige. Estar en medio del mundo
humano requiere que los impulsos que nos mueven en él puedan ser «libres». Esa posibilidad de elegir e
inclinamos deliberadamente al bien, plantea la cuestión de que, tal vez, cada uno busca lo que le parece
bien. Así, la voluntad se determina por bienes aparentes. Esta teoría de la apariencia expresa, por tanto, la
fuerza de la perspectiva personal en todas nuestras deliberaciones y decisiones. Por eso, para superar la
simple apariencia, será preciso el cultivo de algunas de las virtudes o excelencias que son lazos que nos
unen a la sociedad.
4.
Las virtudes: el término medio.
Partiendo de estas ideas, Aristóteles desarrolla una teoría de las virtudes y hace una división entre ellas:
hay virtudes éticas, que tienen que ver con el comportamiento, y se adquieren y consolidan con el ejercicio
y la práctica. Entre estas virtudes describe Aristóteles la generosidad, la veracidad, la moderación, el valor,
que son términos medios entre extremos; así, el valor es un término medio entre la osadía, que es un
exceso de valor, y la cobardía, que es un defecto, etc.
Sobre todas estas virtudes o excelencias, destaca la justicia. Su fuerza sobre las demás consiste en su
perfección, porque quien es justo se proyecta más hacia el otro que hacia sí mismo. Este planteamiento
muestra el sentido de solidaridad que corresponde esencialmente a la vida humana.
Y esta perfección quiere decir que aquello que sirve para proteger el conjunto de los individuos -la
sociedad- es más importante que lo que protege a uno de ellos -cada hombre concreto-. Por eso, la
injusticia es el mayor de los males, al desgarrar el tejido social.
Las virtudes dianoéticas se desarrollan en el mundo intelectual y manifiestan la vertiente racional del ser
humano. Su objetivo son, en principio, las cosas necesarias, o sea, aquello que no puede ser de otra
manera. Por ejemplo, el que dos más dos sean cuatro. La ciencia (episteme) y la inteligencia (nous) son dos
especies de estas virtudes intelectuales. La unión de estas virtudes es la sabiduría (sophía). Pero hay
también otras virtudes dianoéticas que se refieren a lo contingente, o sea, a lo que puede ser de otra
manera.
Las virtudes características de lo contingente son el arte (téchne) y la prudencia (phrónesis). El interés de
estos dos aspectos de la racionalidad consiste en ser expresión del mundo real; de la inestabilidad de la
vida y de la capacidad del hombre para inventar una forma «mundana» de racionalidad.
El arte desarrolla la posibilidad de crear objetos; la prudencia, la posibilidad de idear objetos, de reflexionar
sobre el bien y el mal en función de determinados comportamientos. Es, pues, una especie de sabiduría
práctica con la que nos orientamos.
La misma experiencia de las relaciones humanas le lleva a destacar la importancia de la amistad (philía).
Casi una cuarta parte de la Ética Nicomáquea está destinada al análisis de la amistad, de «lo más necesario
de la vida» (EN, 1, 1155a 2). La sensibilidad de Aristóteles ante esta fuerza que une a los seres humanos le
hace descubrir ese concepto del alter ego -«el otro que es como yo»- encamado en el amigo. En un
sorprendente texto nos dice:
El amigo es otro yo. Y como es muy difícil conocerse a sí mismo [...] y por otro lado resulta
muy agradable este conocimiento, y como tampoco es posible vemos a nosotros mismos a
partir de nosotros mismos como vemos en el espejo nuestro rostro, cuando queremos
conocernos nos vemos en un amigo.
MM, II, 1213a 12-24
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