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ACERCA DEL ALMA Y EL CUERPO PSICOANALÍTICOS
El filósofo y psicoanalista Castoriadis señaló que el psicoanálisis es
una teoría del alma que pretende ser científica. Entonces es una
teoría pretenciosa se podría decir (una teoría nada menos que del
alma). Lo de pretender lo tomo en su doble sentido, por una parte
en el de hacerlo presuntuosamente, por otra, en el de aspirar,
intentar acceder, a lo desconocido (la búsqueda de la ciencia).
Trataré de desarrollar el segundo sentido haciendo un ligero planeo
por esa teoría para poder llegar con cierto fundamento más o
menos sólido a las conclusiones que aquí nos interesan.
Aristóteles, otro griego más conocido aún, lejano en el tiempo pero
no en su corazón ni en su pensamiento, escribió Sobre el alma, que
probablemente sea el primer texto sobre Psicología de la historia.
Es decir, una teoría del alma humana no puede pertenecer a las
ciencias duras, a las de la Naturaleza, como pretendía Freud
respecto de su creación, el psicoanálisis; pero sí a las Ciencias
Humanas, como la Sociología, la misma Filosofía y demás. Eso sí, el
psicoanálisis es una teoría muy compleja aunque se origina en la
empiria, es una nueva psicología que Freud va armando a lo largo
de su vida con su penetrante estudio, observación y desciframiento
de los síntomas y de la conducta de sus pacientes. Es, como diría
Nietszche, una interpretación de las cosas, no las cosas. Es una
observación compleja, que correlaciona cosas, que a su vez se
complejiza permanentemente y que de la misma manera busca
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coherencia, que va abriendo así una nueva dimensión para
comprender al ser humano. Después de Freud vinieron muchos
psicoanalistas que aportaron nuevas ideas, algunas mejores que
otras, centraré mi exposición en lo básico de la teoría freudiana,
entre otras causas porque me sigue pareciendo la más compleja,
abarcativa y coherente, como ya dije tantas veces y repito. También
la que sirve más, la más eficaz. En estos temas sobre la profundidad
humana no creo demasiado en el progreso, para ellos no es
necesaria la tecnología, las teorías sobre el psiquismo humano no
tienen fecha de vencimiento, como los medicamentos o los
alimentos. Sin embargo curan y alimentan. A lo sumo se los puede
superar con teorías mejores. Demostrar esto último no lo veo tan
posible, pero lo que definitivamente no se puede para mí es dar a
las teorías por superadas por el simple paso del tiempo, o porque
se les puedan agregar algún que otro argumento más o menos
inteligente, que no las rebaten, por supuesto; a veces muestran
algunas nuevas aristas, pero otras generan nuevas contradicciones,
algunas insalvables. Ni siquiera se puede considerar superados a
Platón o a Aristóteles, fundadores del pensamiento de Occidente y
pese a que Occidente haya cambiado mucho desde entonces.
Desde luego, menos aún a Freud.
Prefiero la palabra alma antes que la palabra mente (esta última
nos ciñe más al cerebro y no al ser humano en su totalidad y nos
hace correr el peligro de caer en la ensoñación popperiana, que
pretendía conocer la existencia del yo el día en que se hicieran
trasplantes de cerebro) y sí acepto al cuerpo como “morada” del
alma (parafraseando a Heiddegger en su aserción respecto del
lenguaje). Las prolongaciones: sus obras, su descendencia, los
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recuerdos que ese cuerpo con su alma dejó en sus actos y demás, el
amor y la admiración que despertó en sus iguales, serían la “cuota
de inmortalidad” de esa alma, que por otro lado finaliza su ciclo
junto con su cuerpo, al que pertenece, siendo lo más importante de
él.
Por lo tanto equiparo, como Aristóteles, Castoriadis y Freud, al
alma con la psique humana. Para ello deberé definir a ésta o por lo
menos hacer una aproximación de lo que pienso de ella, de la
manera más sencilla y clara posible y de su relación con el cuerpo,
en especial en lo que se llaman las enfermedades. Haciendo la
salvedad de que no se puede especificar sintéticamente una ciencia
que lleva tanto tiempo comprender, pero sabiendo también que
algo se puede decir. Que se puede abrir una puerta. Es eso lo que
me propongo.
Dejando de lado por ahora la herencia biológica, tan cara a Freud y
para el que ésta era la historia o prehistoria previa de sus
ascendientes y hasta de la especie humana toda, en parte también
trasmitida por los mitos familiares y universales, prehistoria que a
su vez había que repetir con experiencias propias. Pensaré al
cuerpo del bebé recién nacido como a eso, como sólo a un cuerpo.
Ese cuerpo al nacer grita, llora, está traumáticamente pletórico de
energía que necesita descarga, este llanto cumple una acción que le
permite respirar, que le produce alteraciones interiores
(inervaciones vasculares, expresión de emociones y demás). A
continuación, lógicamente, se produce un acercamiento de un
objeto psicológico (lo contrapuesto a sujeto, el otro, en términos
generales, la madre) que realiza, junto a él, una acción específica
(adecuada al fin), la que debe generar el cesamiento de la tensión
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que se expresaba en aquel griterío inespecífico. Esta acción, que no
es una sola sino nada más que a los fines didácticos, son muchas,
diría que comprenden un período, un proceso. Esa acción, decía, va
calmando tensiones (afectos) y va dejando huellas, conceptos,
memoria.
Paro un momento y subrayo. Para Freud el alma, la psique, es casi
sinónimo de memoria.
Sigo: Memoria, que al volver a surgir la tensión corporal devendrá
en deseo de repetir nuevamente aquella misma situación
placentera, aquella vivencia de satisfacción, transformando lo
cuantitativo energético ahora en una pulsión con cualidad
representacional que apunta a un objeto. Esto es una
representación de deseo. Para Freud la representación es el
recuerdo de la vivencia y es posterior a ella y deviene en deseo de
repetirla, en deseo psicológico.
Señores, con el nacimiento de la representación se sientan las
bases para el nacimiento del alma. El deseo (la representación
psíquica de él) lo será de un objeto, con el que se busca hacer una
acción, para poder sentir una sensación (afecto-placer).
Esto es el principio. De aquí en más se pasa a una permanente
complejización y despliegue, las vivencias se suceden, se relacionan
entre sí, tienen diferencias y tienen similitudes. Las huellas
mnémicas de ellas o representaciones, son en términos generales
de dos índoles fundamentales sobre las que se agruparán las demás
(placer y dolor) y siempre irán relacionadas con objetos que las
producen. Las experiencias más intensas o traumáticas dejan
fijaciones que endurecen los deseos y las conductas y hacen perder
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memoria, dañan así lo psíquico. La sexualidad se va desplegando en
este camino y toma los matices de amor y odio correspondiente,
cuyos caminos son cuasi laberínticos. El cuerpo todo es erógeno
(capaz de producir placer, al objeto que lo consigue se dice que uno
lo ama o que quiere ser amado por él, todo esto desde un primer
momento muy apoyado en las necesidades corporales). El aparato
digestivo es un tubo en el que participan músculos lisos en sus
paredes, con glándulas, una de ellas es vital (el hígado), y que tiene
dos orificios: la boca y el ano, con músculos estriados regulando su
apertura y cierre. El primero, la boca, es la principal zona erógena
del primer año de vida y el otro, el ano, del segundo año hasta
mediar el tercero, se relaciona a su vez con el desarrollo muscular
general del niño y su capacidad cada vez mayor de realizar
acciones. El control del esfínter anal va a ser un escalón primordial
en la socialización, pese a que el bebé al principio ama a sus heces,
parte de su cuerpo, y las ofrece como regalo o, si puede, juega con
ellas, no le asquean, aunque en determinado momento pasen a ser
el ejemplo máximo de lo asqueroso.
La boca y el ano son zonas importantes en la erogeneidad del
cuerpo, marcan etapas y formas de relación con el objeto,
dependerá en gran parte del cómo sean este tipo de experiencias
en cada uno el que se produzcan fijaciones en su erogeneidad y a
partir de ella en las formas de relaciones objetales ulteriores. Es
posible decir que en la zona oral predomina un tipo de relación de
dependencia con el objeto y de la zona anal parte un deseo de
dominarlo (esto no es absoluto, puede haber una dependencia
anal, pero en ésta interviene un dominio pasivo del objeto).
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El descubrimiento del objeto como algo separado de uno es
también un proceso complejo, dado que al principio se perciben
dos órdenes, uno real: el propio cuerpo, siéndolo; y otro guiado por
el placer: en el que se define a lo yoico como a lo placentero y a lo
ajeno como lo displacentero. Estos órdenes estarán en pugna
dialéctica y, si todo va más o menos bien, deberá instalarse un
predominante yo realidad definitivo, en el que al objeto se lo
considera separado de uno, un no yo, al que ahora se desea tenerlo
pues ya se acepta que no se lo es. Ésta es la época de la angustia de
pérdida de objeto, del intento de simbolizarlo para amenguarla con
algo que le pertenezca o que se le parezca, y el momento de algo
casi esencial para la raza humana: el niño comienza a aprender el
lenguaje de las palabras, gracias a lo que entre otras cosas puede
comprender y ponerle nombre a sus deseos y a sus objetos,
hacerlos conscientes, relacionarlos lógicamente y demás, pensarlos.
Todo en forma progresiva, paulatina y a veces traumática, en este
último caso se generan inconvenientes, fijaciones, represiones y
demás.
Las zonas corporales, la piel, los músculos, la vista, participarán
todas de la relación con el objeto, tendrán distintos destinos (mirarser mirado, pegar-ser pegado, tocar-ser tocado y demás, con los
que los panoramas se van ampliando), las vicisitudes en la relación
objetal marcan el camino de los diferentes deseos y temores que
irán tomando forma.
Hay un momento en el que el niño (me circunscribo al varón,
porque el camino femenino aquí comienza a tomar un derrotero
diferente que postergo para otra ocasión, sólo diré que la niña está
más tiempo apegada a su madre que el varón y que se acerca al
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padre peleándose con ella y ya como una transferencia de la forma
de relación con su madre), sufre una hecatombe, comienza a tomar
conciencia de algo que en parte ya había tenido indicios, esto es
cuál es el lugar que ocupa, con precisión, el padre en la familia: el
del amor de su madre, amor que hasta entonces creía que era
únicamente suyo. Este período es muy complejo, penoso y dura
unos dos años, de los 4 a los 6, más o menos. Freud lo llamó así:
complejo de Edipo, tomando a la tragedia de Sófocles (basada a su
vez en un mito fundacional griego) como modelo para ello. La
angustia prevalente en esta época de la vida es la de castración y el
niño hace una primera clasificación de los seres humanos, la de los
ya castrados y la de los no castrados pero con permanente peligro
de serlo. En lo que Freud llama el Edipo positivo (hay uno negativo
por lo tanto, que también dejo de lado), se teme al padre como
agente de esa castración, el genital femenino en esta época es
entendido como una falta de genital y no como uno diferente y
complementario (como es en realidad). Se enfrenta con un drama
sin solución posible, el rival en cuestión es demasiado poderoso
para el niño, la angustia es muy intensa, además es un rival amado,
amén de odiado. No hay salida posible. Se hunde el barco. Se
recurre a la represión (esfuerzo de desalojo) que envía a las
representaciones de toda la sexualidad, resignificadas desde el
Edipo, al olvido y se comienza una nueva vida como sobreviviente
de esa catástrofe que lo aliena definitivamente de los más
profundo de sí. El amor pasional a la madre se queda en ternura, se
desexualiza. Desde ahí todo comienza a desexualizarse, a
sublimarse. Se entra en la Cultura habiendo olvidado lo previo y con
una base de lo que se debe seguir olvidando (perdiendo a los fines
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de la palabra una parte del alma, quizás la más propia, la más
íntima, que pese a todo tendrá eficacia).
Se reprime el incesto y a su vez se queda fijado a él. Lo peligroso
que deviene de esa represión se tornará así, vergonzoso,
asqueroso, culpógeno y angustiante, pero también constituirá la
médula de lo atractivo, a partir de esa época.
Los placeres de otrora con la madre pasan a convertirse en sus
afectos contrarios, aparece la vergüenza (con su casi
patognomónica vascularización facial), el asco (con sus náuseas,
hasta vomitos y demás) y la culpa (quizá sede de múltiples
enfermedades a la manera de castigos) ante lo sexual, lo que puede
luego extenderse a otras áreas. Como metáfora freudiana se deja
un monumento conmemorativo en el psiquismo, una estructura
llamada superyó cuyo objetivo de funcionamiento es a la manera
de una lápida de mármol que impide la salida de aquellos
“muertos” de su tumba, en permanente acción dinámica, pues son
muertos que están vivos y que luchan siempre por retornar; este
superyó se sentará sobre las representaciones de esa época y ese
período capital de la vida que no se recordará, salvo por algún que
otro rastro o indicio, como recuerdo encubridor de otros recuerdos
y sobre lo que también se actuará por medio de la culpa y su
necesidad de expiación.
Esas historias olvidadas, sus representaciones de los objetos y los
hechos con ellos sucedidos, por lo tanto estos deseos más
recónditos y las relaciones de asociación entre ellos, y sus afectos
correspondientes, configurarán entonces lo que Freud llama el
inconsciente individual, que quedará en el acervo de cada ser
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cultural pese a no poder recordarlo (al haber perdido el acceso a la
palabra) esto pugnará por volver de una manera u otra, por
retornar y por repetirse, aunque sólo fuese a través de parecidos o
cercanías.
Lo que acabo de describir es el concepto prínceps descubierto por
el psicoanálisis, el ser humano está determinado, amén de otras
determinaciones, básicamente por su propia historia infantil que ha
olvidado. Esto configura su inconsciente. Ésta es, para mi gusto, la
principal crítica que se ha hecho a la Modernidad y a su razón
iluminista que nos iba a conducir a la felicidad desde el siglo XVII en
adelante, lo que hoy, después de Auschwitz, de Hiroshima y una fila
casi interminable de horrores, incluso en Sudamérica, ya podemos
decir que no era así, el hombre no es muy dueño de su razón, sus
palabras demasiadas veces sólo sirven para justificar, o no, su
accionar pulsional. Sus razones suelen, demasiado a menudo, no
serlo.
De este modo, el psicoanálisis expuso una forma de producir
cambios en este resultado, esa manera de hacerlo está basada en
los principios de búsqueda de la verdad de la ciencia, una verdad en
apariencia inasible. Precisamente se busca levantar todo el aparato
represivo que se instala en su alma, o por lo menos disminuirlo,
volverlo menos necesario, hacerlo consciente; recuperar con ello su
memoria, la cercana y la de su prehistoria, las representaciones de
su época olvidada, traduciendo síntomas, sueños, actos fallidos y
demás a sus palabras correspondientes. Se puede llegar a conseguir
así un yo con cierta autonomía respecto de sí mismo, menos
defensivo y más ético en el sentido cabal de lo ético, o sea que
pueda decidir sobre lo conocido de las partes que lo componen y
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pugnan en él, pensando la posibilidad de llevarlas a la acción o no.
Junto con esto aparecerá más creatividad, mayor capacidad de
disfrute, mejores relaciones sociales, mayor capacidad de
pensamiento, decisión y demás. Es la mejoría a la que puede
aspirar un tratamiento en alguien que no tenga su yo demasiado
alterado por la defensa.
Pero, esto se refiere a las alteraciones de la conducta, los síntomas,
el sufrimiento y las fuentes de las que pueden partir (aquello que
llamamos neurosis). La eterna lucha de lo reprimido por volver de
alguna manera más o menos simbólica, de su prisión perpetua. En
algunos casos los síntomas por más que su origen o su significado
corresponda al alma, resultan alteraciones corporales que expresan
fantasías reprimidas, no aceptadas por el yo consciente como
propias por producirle angustia, y sus diversas formas, como la
vergüenza, el asco y la culpa.
Sabemos que el alma y el cuerpo son una misma cosa, pero que al
mismo tiempo son cosas distintas. El alma corresponde a los
recuerdos que tiene ese cuerpo, a los deseos que de ahí surgen, a
las relaciones que establece en los recuerdos entre sí y entre los
recuerdos y las percepciones actuales; pese a que gran parte de
ellos los ha olvidado (por efecto de la represión original y las
ulteriores “esfuerzos de dar caza” que siguen surgiendo
permanentemente tratando de ganar terreno sobre el alma para
que “no se pierda”), pero también a los sentimientos o afectos que
en parte provienen de las representaciones del pasado y por otro
lado las que se producen en la actualidad por la percepción, o de
los parecidos buscados entre sí (transferencias).
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Los sentimientos, los afectos, son alteraciones corporales
(“alteraciones interiores” las llama Freud) que expresan
sensaciones psíquicas. El niño expresa su alegría con todo su
cuerpo, también su enojo, y todo el mundo de sensaciones
intermedias. El adulto también, pero menos, puede tener
equivalentes de angustia por ejemplo, que se expresen únicamente
por la reacción corporal pero no por la psíquica (éste puede ser uno
de los efectos de la represión) o ambas estar separadas en
momentos diferentes, o pensadas como cosas sin relación entre sí.
O más aún, el individuo puede inhibir sus emociones hasta
conscientemente, sucede que lo que consigue con ello muchas
veces se reduce a lo anterior o sea a inhibir a la sensación pero no a
la expresión corporal (despeños diarreicos previos, durante, o
posteriores a momentos más o menos difíciles de la vida, o
vómitos, o dolores espasmódicos, flatulencia, por nombrar los más
comunes relacionados con el tema del congreso). Si estos síntomas
dejan de ser ocasionales, se pueden volver crónicos, pasar a ser una
manera de ser, o de reaccionar, y convertirse, así, en facilitaciones
que conduzcan a enfermedades corporales. Aquello a lo que
podemos llamar psicosomático. Nombre que en sí mismo parte de
una idea filosófica dual del cuerpo y el alma (cartesiana podríamos
llamarla) como si fueran cosas diferentes y aisladas, y por lo que
hasta pareciera sorprender que se puedan relacionar entre sí.
En realidad el hombre es uno sólo, está enfermo de su alma cuando
lo está de su cuerpo y también lo está de su cuerpo cuando lo está
de su alma.
Esto se complejiza más aún. Todos los seres vivos individualmente
caminan hacia la muerte, el único que sabe eso es el hombre, nos
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dice Heiddegger, porque posee el lenguaje (“la morada del ser”)
que le permite reflexionar y hasta pensarse, pensar en su muerte;
aunque pareciera que pese a eso mucho no se da cuenta, nos dice
por su lado Freud. En el camino de la vida están el sufrimiento, las
enfermedades y demás, todos atajos que junto a otros, podrían
conducir al fin último, el volver a la nada, la muerte.
Freud elabora su “segunda” teoría pulsional, e incluye en ella a la
pulsión de muerte. Dice que las pulsiones son movimiento y
responden por ello a las leyes del movimiento universal, subraya
una de éstas: el principio de inercia. La tendencia a mantener el
estado anterior, a repetir. Las pulsiones se diferencian entre sí por
lo que quieren repetir, unas quieren volver a momentos gratos de
la vida (las de vida), y otras al principio de todo (la nada,
suponiendo a lo orgánico como una transformación que sufrió lo
inorgánico), que como todo principio, es también un final. Todo lo
vivo muere.
Decía que hay representación de los hechos sucedidos (la
creatividad e imaginación se realiza haciendo pequeños o mayores
cambios a las experiencias que uno conoce o conoció de alguna u
otra manera, en el fondo lo que llamamos creación son infinitas
complejizaciones y variaciones de lo repetido). Uno no murió
mientras vive, por tanto no puede tener representación de la
muerte propia, sí de la de otros. Por lo tanto, la pulsión de muerte,
que tiene muy claro hacia dónde apunta, sin embargo no tiene
representación propia, tiene representaciones que conducen a ese
camino. Usa las representaciones de la vida tratando de
introducirles su propio matiz, su propia búsqueda. De cualquier
manera, para poder sobrevivir, el sujeto se la debe sacar lo más que
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pueda de sí mismo, debe expulsarla por vía muscular, a eso se lo
llama entonces pulsión destructiva o agresiva.
El esquema freudiano es bastante original respecto de esto: uno
nace con la tendencia a morir, para vivir debe sacársela de encima
agrediendo a otros y buscando experiencias de vida. Debe escapar
de la muerte, pese a que tarde o temprano ésta lo alcanzará, o
traicionará, pues de alguna manera está infiltrada en sus mismas
filas, sin tener representación propia, más que lo siniestro, y sin que
sepa nunca qué es.
Se ha escrito mucho sobre el tema, sobre las representaciones que
se hace o imagina el sujeto sobre la muerte. El mismo Platón, en el
Fedón, describe el recorrido que hacen las almas hasta esperar
reencarnarse en otros cuerpos. No menciono más que al pasar las
religiones, pero sin duda que son las que más lo han hecho.
Si la pulsión no tiene representación, usará a las representaciones
de las pulsiones de vida tratando de conducirlas a buscar atajos
hacia su destino final y a todo lo que pueda parecérsele, entre ellas
lo sufriente, el mal, la agresión, la enfermedad, los accidentes y
demás.
Entonces estimados señores: tenemos un aparato psíquico, un
alma, que nos permite generar y acceder a una cultura, acceso por
el que pagamos un peaje caro. Por lo pronto lo hacemos con la
entrega de una parte esencial de esa alma, la que va a constituir
nuestro inconsciente, al que no consideramos como a algo propio,
al que echamos de nosotros mismos, alienándonos por lo tanto.
También pagamos con la endeblez, la indefensión anímica que esto
nos deja, pese a nuestros inventos (prótesis, al decir de Freud), que
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sirven para aumentar nuestro poder sobre la Naturaleza y sobre los
otros. Naturaleza a la que pareciera que ahora hasta podríamos
destruir olvidando que somos parte y que nuestra vida misma
depende, de ella. Sufrimos neurosis, con ello diversas formas de
sufrimiento, generamos una cultura despareja en la que algunos
tienen demasiadas ventajas sobre otros (en esto también debe
intervenir nuestro aparato psíquico así constituido que busca
agruparnos alrededor de líderes que a veces se adueñan de las
diversas formas de poder, o ser uno de ellos, o ser miembros de la
masa o de los diversos tipos de masa que componen las sociedades
-siempre que no podamos lograr una cierta autonomía que nos
permita cierta libertad de jugar alternativamente en diversos
lugares, incluso desde afuera, podríamos decir- en los que el
proceso de identificación prima y en los que la alternativa de
posibilidad de cierta autonomía pensante no es demasiado común),
pero todos sufrimos, en esencia. Algunos con sufrimiento psíquico,
del alma, y otros con sufrimiento corporal, enfermedades más o
menos orgánicas.
Un tema central para corregir en parte esto sin duda podría ser
dirigir nuestra acción sobre la cultura y conseguir cambios en ella.
Esto nos parece muy difícil conseguirlo desde nuestra función, en
cambio la tarea en la que los psicoanalistas podamos ser muy
eficaces, puede ser la de mencionar lo que pensamos, hacerlo
público, subrayar sus peligros, discutir sus orígenes.
Desde el punto de vista psicoanalítico estricto veo tres líneas, que
en el fondo son una y la misma, para explorar las afecciones
corporales en un paciente individual inserto en esta sociedad tal
cual la creamos.
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La primera sería la clásica, acerca alguna patología psicosomática a
la de los síntomas corporales de la histeria que se pueden traducir a
fantasías inconscientes y cuya representación es altamente
individual, pese a que algunas veces puedan parecerse entre sí o
ser más o menos comunes, no olvidemos los músculos estriados
(habría que investigar más sobre los músculos lisos y su ajenidad a
la “voluntad” psíquica, ampliando ésta a la voluntad inconsciente).
Una segunda línea muestra al trastorno somático como expresión
afectiva, afecto a veces producto de represiones, por lo tanto a
veces con historias previas no conocidas, y a veces no, en este
último caso fruto del mundo exigente y superyoico en el que
vivimos, la dificultad de las relaciones humanas, la vida de relación,
el monto de las magnitudes en juego, aquello que Hans Selye llamó
stress y Freud llamó actual-neurosis, como la neurosis de angustia
(cuyo listado de síntomas pareciera ser el de las afecciones
psicosomáticas).
Por último como he expuesto, el afecto es una expresión somática
que puede tener o no una expresión psíquica. En ese caso el
psicoanálisis actúa ya no por interpretación más o menos directa
sino a través de la mejoría general del paciente, la mejor relación
con sus afectos y su capacidad de placer, que obviamente
disminuye su sufrimiento y con ello, sus expresiones corporales
aisladas.
Respecto de la pulsión de muerte, se puede saber que está, que su
lugar preferido de residencia es el superyó y que, por lo tanto, se
cobra por lo general con la culpa. Es posible decir que a veces
condena a muerte al sujeto (suicidio, enfermedad terminal,
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accidente), otras a cadena perpetua y otras a enfermedades más o
menos curables o con una cierta libertad condicional.
De todos modos mi exposición ha tratado de ser optimista, pese a
todo, cada ser es un cuerpo con su alma, esa alma es un mundo, y
lo fascinante puede resultar conocer parte de ese mundo
individual, inserto en este mundo que compartimos todos, que muy
pocas veces coincidimos en qué consiste. Ese conocimiento lleno de
intrigas, produce al sujeto mejorías duraderas que mejoran su
calidad de vida.
Podremos entonces, con el avance del conocimiento y la apertura
de nuestras mentes, aliviar, mejorar, hasta curar, las enfermedades
del cuerpo y del alma, es decir, entendiendo al padecer humano y
al ser humano mismo, como a una totalidad. Esto sería, sin dudas,
lo más importante de nuestra función médica.
JOSÉ LUIS VALLS, junio de 2011.
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