1 La dogmática penal y el oscurecimiento de la política Julio Virgolini y Alvaro Garma Bregante 1. Introducción Al igual que la criminología, la dogmática penal se ha debatido históricamente entre dos modelos antagónicos: uno restringido que le asigna un carácter instrumental y técnico, y otro amplio que parte de las resonancias que la práctica del derecho penal tiene en el ámbito de las ciencias sociales y que se extiende hasta incluir la consideración de las implicaciones políticas de sus resultados. Esas variantes han sido posibles porque en todos los casos la determinación de su identidad, su método y su objeto tiene un carácter necesariamente artificial e intencional 1 , ligado a los contextos políticos, sociales y culturales en los que se desenvuelven. A riesgo de simplificar, podríamos asociar las versiones acotadas de la dogmática con contextos de fuerte legitimación del sistema normativo, mientras que las amplias suelen ser compatibles con discursos críticos de ese sistema. La dogmática penal nació con la posibilidad de desplegar una visión amplia en la construcción de su propio objeto, puesto que se desarrolló inicialmente sobre la base de principios y finalidades extraídos principalmente de los discursos de la criminología liberal2, de fuerte contenido político. Si bien asumió desde sus inicios una identidad propia, su estructura y finalidad se orientaron, en materia de resolución de casos, al desarrollo del ideario político criminal del penalismo moderno. Sin embargo, tanto la dogmática penal como la criminología atravesaron períodos en los que pretendieron negar las conexiones entre sí y con la política, y asumir un carácter 1 Sobre la artificialidad del discurso de la criminología, Virgolini Julio, La Razón Ausente; Ensayo sobre criminología y crítica política, Editores del Puerto S.R.L., Bs. As., 2005, Primera parte, Cap. 10 “Horizontes Artificiales”, con cita de Ceretti, Adolfo, L’Orizzonte artificiale; problemi epistemologici della criminologia, Cedam, Padova 1992, pag. 20 y Pavarini, Massimo, Lo sguardo artificiale sul crimine organizzato, en Giostra, Glauco e Insolera, Gaetano (a cura di) Lotta alla criminalità organizzata: gli strumenti normativi, Giuffrè, Milano 1995, pag. 75 y ss. 2 Hoy solemos llamarla criminología pero, como se verá después, en realidad se trató de la primera elaboración reflexiva sobre las cuestiones del fundamento y la justificación del crimen y del castigo, fuertemente vinculada a una concepción artificial del poder sobre base contractualista; un capítulo de la teoría sobre el poder político. 2 científico y neutral desde el punto de vista valorativo. Mediante la distinción de los planos del “ser” y del “deber” ser, la dogmática penal se inscribió en este último universo asumiéndose como un esquema abstracto de interpretación legal, desconectado de toda referencia a sus originarios fundamentos políticos y filosóficos. A través de distintas vías metodológicas, ambos saberes se desvincularon de las condiciones bajo las cuales es exigible y debe ser aceptado el mandato en el marco de la relación política, esto es, de la relación de mando y obediencia. El problema de la obligación política pone en primer plano el problema del orden del cual el crimen es transgresión, y la naturaleza y las recíprocas relaciones entre ambos términos3. En la actualidad, y salvo algunas excepciones4, la dogmática tiende a presentarse como un esquema cerrado e ideal que da por sentada la legitimidad de sus fundamentos y de su rol social, y se desentiende del o subestima el examen de su operatividad real justificando el castigo estatal por el solo hecho de asegurar la obediencia a la norma cualquiera sea su contenido o, por lo menos, restringiendo el examen sobre aquél- y sobre la vigencia del mandato político -cualquiera sea la relación del obligado con el Estado, que no examina en modo alguno-. Se trata entonces de un discurso que afirma sin hesitación aquello que en la teoría política sigue siendo objeto de discusión permanente: el problema de la obligatoriedad del mandato desde el punto de vista de su legitimidad5. Esto ocurre en ámbitos burocráticos en los que las consecuencias prácticas de esa concepción se hacen carne en la vida y en la libertad de las personas: las agencias del sistema penal. Este discurso de afirmación acrítica del deber de obediencia, de la legitimidad del sometimiento a la ley, es recitado sacramentalmente 6 en la práctica cotidiana de nuestros tribunales y en la interpretación corriente de los dogmáticos actuales. 3 Que también atrae diferentes denominaciones en función de la naturaleza imaginada del orden y de la esencia atribuida a la transgresión (jurídica, sociológica, médica, etc.): orden y transgresión, ley y delito, normalidad y anormalidad, conformidad y conducta desviada, etc.; en los términos de la política todos ellos pueden reducirse al binomio obediencia-desobediencia. 4 En nuestro medio principalmente la de Zaffaroni E. Raúl, Alagia Alejandro y Slokar Alejandro, Derecho Penal Parte General, Ediar, Buenos Aires, 2000, quienes expresamente recogen los aportes de los enfoques de la reacción social a los que hacemos referencia en el apartado “6” de este trabajo. 5 Los crecientes movimientos sociales que expresan descontento y hartazgo, provenientes de los más variados sectores de la población y que se extienden país por país, constituyen la expresión clara de una crisis de legitimidad que incide significativamente en la eficacia de los mecanismos tradicionales de ejercicio del poder político y, con ello, en la legitimidad del orden normativo sobre el que éste se sustenta. Piénsese, entre otros muchos ejemplos, en el movimiento de los indignados en Europa hace unos años. 6 O dado por sentado. 3 Es necesario entonces repasar esos vaivenes epistemológicos y poner de manifiesto el carácter intencional de los recortes metodológicos y las consecuencias que de ellos se extraen. 2. El problema del objeto de la dogmática La determinación de un ámbito de pertinencias no solo comprende la elección del método y la delimitación del objeto7 sino también la decisión acerca del tipo y grado de relaciones que se admitirán con saberes relacionados. Toda disciplina necesita establecer un método y un objeto específicos como condición de posibilidad de su desarrollo, pero debe también decidir si tendrá en cuenta -y en qué medida- las conexiones y sobreposiciones con otros saberes que se ocupan del mismo objeto u objetos relacionados. Y esa elección no es gratuita ya que debe rendir cuentas tanto de sus inclusiones como de sus omisiones. Los costos de esta tarea se pagan tanto en términos de la validez de sus proposiciones como de la eficacia de sus propuestas. El estudio de las distintas ramas del derecho no escapa a esta regla y suele comenzar por un ensayo de definiciones y un cuidadoso deslinde de campos de conocimiento con relación a otras ramas. En el caso del derecho penal, este trabajo de definición de límites involucra con obviedad a disciplinas también jurídicas -como el derecho constitucional, procesal penal y de ejecución- y a otras que no lo son, entre las que se destaca la criminología. Las relaciones con estas últimas son complejas porque presentan una heterogeneidad de contenidos, objetivos y métodos con respecto al derecho penal -y al derecho en general- que hace difícil el establecimiento de conexiones y de límites. Sin embargo, el mayor problema de esta tarea radica en que no se trata de un simple trabajo de reconocimiento de horizontes objetivos y verificables, sino de la toma de decisiones epistemológicas que acarrearán –cualquiera sea la decisión que se tomeconsecuencias trascendentes sobre la metodología, los contenidos y la naturaleza de los resultados disciplinarios que se obtengan. En otros términos, la definición del campo propio de una disciplina no consiste en la identificación o diferenciación de conceptos que refieren a entes dotados de realidad objetiva y externa al sujeto que conoce, sino de 7 Decisiones que se encuentran íntimamente relacionadas, en un doble sentido, con el rol social que se procura atribuir a la disciplina o con el que ésta asumirá durante su desarrollo. 4 una elección de los contenidos y de las relaciones que se establecerán con las investigaciones que otras disciplinas dediquen al mismo objeto u objetos relacionados. La afirmación del carácter artificial de esta tarea no debería despertar mayores reparos en el ámbito de la dogmática penal tal como es concebida de manera predominante en la actualidad. Sus contenidos tradicionales -la teoría del delito y la teoría de la pena- son elaboraciones estrictamente conceptuales en la mayoría de sus variantes. No parece haber forma de dotar de realidad objetiva a tales conceptos sin caer en una peligrosa reificación del “mundo normativo”. Sin embargo, en los ámbitos académicos con mucha frecuencia se habla del “descubrimiento” de categorías abstractas, o de la existencia de una “realidad pre-jurídica”. De allí que valga la pena subrayar la intervención subjetiva en la construcción y en la discusión de los contornos epistemológicos de la materia. Ahora bien, el hecho de que el investigador intervenga en esa construcción no significa que no existan consensos más o menos extendidos entre los especialistas acerca de la definición del objeto. De hecho, es sobre la base de tales consensos que se generan períodos de relativa estabilidad que favorecen el desarrollo de ciertas líneas de investigación. Pero, en cualquier caso, esos consensos son siempre precarios y están sujetos a constante revisión, todo lo cual condiciona necesariamente la naturaleza de los resultados. Esa elección es siempre política, porque se encuentra ligada a las ideas predominantes sobre la conformación de la sociedad y la estructura del poder político y económico y éstas, a su vez, determinan el rol social que deberán absolver los discursos sobre el crimen y sus mecanismos de actuación material, de los cuales el derecho penal y los sistemas policial y penitenciario son los más destacados. 3. La dogmática surgió de la política La dogmática fue fundada sobre los principios de organización del Estado en materia criminal que enunciaron los discursos de la criminología liberal del siglo XVIII, para los cuales la cuestión criminal era uno de los puntos a los cuales se dirigía la teoría del Estado. Esa criminología liberal tenía en su agenda: - El problema de la libertad del sujeto que actúa. 5 - El problema de la racionalidad, tanto del sujeto al que se dirige la norma como de la trama de relaciones sociales y políticas mediante la cual se relaciona con otros sujetos, en el marco de una sociedad concebida como creación política voluntaria y por lo tanto esencialmente limitada tanto en fines como en medios. - El problema de la justicia, vinculado principalmente con los ámbitos de libertad individual que el poder político debía respetar. - El problema de la razonabilidad -relacionado con el anterior- como necesaria correspondencia entre medios y fines en la actuación del Estado. Pero por sobre todas las cosas, esa criminología puso a la cabeza de sus preocupaciones al problema del fundamento del derecho de castigar bajo una base contractual. El desarrollo de la idea utilitaria según la cual la creación del Estado se justifica convencionalmente en la satisfacción de las necesidades de seguridad de las personas y de los bienes de los individuos conduce naturalmente a examinar la legitimidad de la actuación del soberano en el marco de la relación de mando y obediencia que lo une con el individuo como sujeto político, no ya súbdito sino ciudadano. El examen de legitimidad abarca la preocupación por el consenso, pero entendido este último no como un dato que se da por descontado sino como una exigencia que debe verificarse en los hechos: Una parte del liberalismo -que se expresa en la dogmática normativista a la que se hará referencia más adelante- tiende a utilizar la metáfora del contrato en el primer sentido, afirmando o asumiendo que el consenso es un dato implícito en la existencia misma del contrato, un elemento que se presupone fundante del pacto y por ello otorga una legitimidad que no necesita verificación. Desde esta perspectiva, el solo hecho de que el contrato social tenga un carácter voluntario otorgaría al Estado el derecho a castigar, porque quien acepta el contrato acepta con él las consecuencias que se derivan de su incumplimiento. Así planteado, el consenso juega un papel similar al del “consenso natural” de la criminología reduccionista, y sus consecuencias prácticas no serían diferentes que las que se desprenden de otras fuentes de autoridad como la tradición o la capacidad de liderazgo del soberano. Pero existe otra visión en conflicto con la primera que entiende que el consenso que el sujeto presta para la formación del Estado no es solo implícito y original sino real 6 y actualizable, no es irrevocable sino dinámico, y no se limita al castigo sino que comprende a un conjunto de prestaciones recíprocas entre el individuo y el Estado en el marco de la relación política. Desde esta posición, el incumplimiento total o parcial por parte del Estado a las prestaciones de ciudadanía8 autoriza al individuo a revisar si las condiciones bajo las cuales el consenso había sido otorgado y venía siendo mantenido todavía subsisten, coyuntura que despeja el camino para la consideración del derecho de resistencia 9 o la resistencia civil 10 . Esta es la única forma de concebir al consenso en términos políticos, ya que presupone un poder de decisión en el sujeto que la otra alternativa le niega. Esta visión amplia de la criminología liberal conectada con la teoría del Estado fue fundamental en la construcción de la dogmática penal liberal. Tanto la teoría del delito como la teoría de la pena son hijas de este discurso criminológico. Los “dogmas” originarios con los que trabajan los penalistas reconocen la sintonía con los principios y las garantías constitucionales sugeridas o anunciadas por una criminología –no llamada así aún- que era heredera de la concepción del poder como creación artificial de los hombres que trajo la escuela del derecho natural, y de la visión de unos derechos fundamentales que el Estado, cuya legitimación se sustentaba ahora en el consenso, estaba llamado a respetar y proteger. Tales principios, que conforman el núcleo del derecho penal liberal, llegaron a tener consagración legislativa al cabo de prolongadas disputas de poder en cuyo marco esa embrionaria criminología prestó los discursos necesarios a tal fin. Todos los modernos principios y garantías liberales del derecho penal fueron pensados por autores centrales11 de una concepción de la sociedad y del poder político que contenía como un capítulo esencial el drama del crimen y del castigo legal, antes de la sanción de cualquier cuerpo normativo. 8 Las prestaciones de ciudadanía, para diferenciarlas adecuadamente de las que llamamos prestaciones de seguridad en sentido estricto, encarnadas éstas en los sistemas de control social punitivo y de vigilancia externa, son las que se encaminan –o deben encaminarse- a igualar las oportunidades de los habitantes en punto al goce de los derechos fundamentales; en este sentido son prestaciones vinculadas con la seguridad (del ejercicio) de los derechos y deben diferenciarse netamente de aquéllas implicadas en el contexto más estrecho de la seguridad contra agresiones de terceros. 9 El derecho de resistencia, como necesario correlato de la figura histórica del tirano, recorre casi ininterrumpidamente la historia de la ciencia política, hasta su actual decaimiento como parte de los fenómenos pertinentes al “fin de la historia” occidental. No obstante, es necesario reactualizar el concepto, tanto de la tiranía en tanto sistema de dominación excluyente de los derechos de las minorías, o en su caso de las mayorías, como del derecho de resistencia, entendido ahora como derecho a la autoexclusión del excluido con relación a los deberes emergentes de la obligación política. 10 Véase Arendt, Hannah, “Desobediencia civil”, en Crisis de la república, Taurus, Madrid 1998, pág. 81 y ss. 11 El caso de Beccaria. 7 Si tomáramos como referencia una obra clásica del pensamiento criminológico como “De los delitos y de las penas”12 encontraríamos allí todos los elementos fundantes de la teoría del delito, enunciados con anterioridad a la sanción de cualquier constitución o código penal moderno: el principio de responsabilidad por la acción, el principio de legalidad, el de culpabilidad, el de proporcionalidad, etc. Además de ello, contaríamos con pautas de interpretación estricta de la ley penal y con reglamentaciones procesales más avanzadas que las de muchos códigos modernos. Tendríamos también una imagen antropológica del hombre y las razones morales del criminal, una explicación de los orígenes del acto desviado, una dinámica del cometido y la actuación de las penas y, sobre todo, una justificación política de la función estatal del castigo, necesaria para preservar el contenido del contrato social y de las leyes que son, desde entonces, las condiciones de inclusión dentro de la sociedad, como remedio o barrera contra la anarquía13. Pero luego la dogmática penal abandonó este contacto con la necesidad de contar con una justificación ético-política, cuya existencia dio por sobrentendida, y desenvolvió 12 Beccaría, Cesare Bonecasa Marqués de, De los delitos y de las penas, Aguilar, Madrid, 1969. Se trata de una completa teoría sobre la naturaleza humana, el acto criminal y el castigo legal, maravillosamente sintetizada por Beccaria en el siguiente pasaje de De los delitos y de las penas: “Las leyes son las condiciones con que hombres independientes y aislados se unieron en sociedad, fatigados de vivir en un continuo estado de guerra y de gozar de una libertad convertida en inútil por la incertidumbre de conservarla. Sacrificaron una parte de ella para gozar la restante con seguridad y tranquilidad. La suma de todas estas porciones de libertad sacrificadas al bien de cada uno constituye la soberanía de una nación, y el soberano es el legítimo depositario y administrador de ellas. Mas no bastaba con formar este depósito; era necesario defenderlo de las usurpaciones privadas de cada hombre en particular, quien trata siempre de quitar del depósito no sólo la propia porción, sino también la de los otros. Se requerían motivos sensibles que bastaran para desviar el ánimo despótico de cada hombre de su intención de volver a sumergir las leyes de la sociedad en el antiguo caos. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de las leyes. Digo motivos sensibles porque la experiencia ha hecho ver que la masa no adopta principios estables de conducta, ni se aleja de aquel principio universal de disolución que se observa en el universo físico y en el moral, sino por motivos que inmediatamente impresionan los sentidos, y que se ofrecen continuamente a la mente para compensar las fuertes impresiones de las pasiones parciales, que se oponen al bien universal; ni la elocuencia, ni las declamaciones, ni siquiera la más sublime verdad son bastantes para frenar por mucho tiempo las pasiones excitadas por las vivas impresiones de los objetos presentes. Fue, pues, la necesidad la que constriñó a los hombres a ceder parte de la propia libertad: es, pues, cierto que cada uno no quiere poner de ella en el depósito público más que la mínima porción posible, la que basta para inducir a los demás a defenderlo. La agregación de estas mínimas porciones posibles constituye el derecho de penar; todo lo demás es abuso y no justicia; es hecho, no ya derecho”, Beccaria, ob. cit., pág. 72/3. Todos los elementos constitutivos de una reflexión sobre el crimen y el castigo, que luego pasarían a formar parte – conjugadas en un sentido obviamente distinto- de la criminología profesional del positivismo, se dan cita en el párrafo transcripto. 13 8 una visión predominantemente técnica de los problemas del orden social. Con ello acompañaba, desde la faz jurídica, el desarrollo paralelo de las ideas, entonces predominantes, provenientes del concepto moderno de la ciencia, bajo las que todos los fenómenos admitían una explicación y una resolución técnica desvinculada de factores metafísicos, filosóficos o morales; este concepto acompañó el nacimiento de la criminología positivista. Fue precisamente el influjo de la criminología positivista la que inició el oscurecimiento de la política en el campo de las ciencias penales, que recorrió del mismo modo las explicaciones causales sobre el acto desviado y la versión jurídica original de la dogmática penal. 4. La versión reduccionista: el camino a la dogmática normativista Ese proceso tuvo lugar en el marco del debate que caracterizó históricamente el discurso criminológico, entre una versión técnica y con pretensiones de neutralidad valorativa, y otra más amplia, de perfil crítico, y abierta a la consideración de elementos políticos, heredera lejana de la vieja criminología liberal del siglo XVIII14. La primera tuvo su desarrollo en el siglo XIX de la mano del éxito alcanzado por el modelo de las ciencias naturales durante la revolución industrial. Ese modelo fue importado por los discursos sobre el orden social para liberar a la disciplina de todo rastro de contenido moral y político, al que se tachaba de especulativo o metafísico. Esa criminología científica era en verdad un discurso que sirvió para relegar a un ámbito de anormalidad y patología el universo de los problemas sociales, de los cuales la criminalidad era el más sobresaliente y, además, en el marco de los dispositivos disponibles, era técnicamente más gobernable; el fenómeno criminal fue, en cierto modo, útil al poder atraer sobre sí y encapsular una buena porción de los conflictos 14 Sobre este recorrido histórico pueden consultarse obras clásicas como Taylor, I., Walton, P. y Young, J., La nueva criminología. Contribución a una teoría social de la conducta desviada, Amorrortu, Bs. As., 2da. reimpresión a la edición en castellano, 1997, trad. Adolfo Crosa; Pavarini, Massimo, Control y Dominación. Teorías criminológicas burguesas y proyecto hegemónico, Siglo XXI Editores, 1988, trad. Ignacio Muñagorri; en nuestro medio, Virgolini, Julio, Ob. cit.; Anitua, Gabriel Ignacio, Historias de los pensamientos criminológicos, Editores del Puerto 1era reimpresión, Bs. As., 2006; Zaffaroni, E. Raúl, La palabra de los muertos. Conferencias de criminología cautelar, Ediar, Bs. As., 2011. 9 sociales de la época que, de este modo, se vaciaban de contenido político15; por reflejo, este discurso tuvo la virtualidad de legitimar el poder punitivo del Estado. En ese contexto, el discurso acerca del crimen y del castigo dejaba de depender de la dimensión donde se jugaba –o donde había quedado establecida- la legitimidad del poder soberano, delegada al derecho público europeo en plena afirmación de la autoridad del Estado, en el marco de los constitucionalismos del siglo XIX y el desarrollo del concepto de Estado de Derecho16. El principal objetivo del criminólogo positivista era la anticipación (del acto criminal) y con ella la corrección/neutralización (del delincuente): el conocimiento de los rasgos característicos del sujeto criminal le permitiría detectarlo aún antes de que actuara. De esta forma, podía anticiparse al crimen impidiendo bien su realización, bien su repetición, mediante la aplicación de un tratamiento curativo o neutralizador: su crimen era solo el síntoma de su personalidad deficitaria, anormal o perversa y era sobre ella que se debía actuar. No importaba entonces si el sujeto ya había cometido algún crimen; en todo caso sus rasgos antisociales indicaban que tarde o temprano lo haría o lo repetiría. Había que predecir para poder anticiparse y actuar. Esta visión de la criminología dominó la discusión sobre el crimen y el castigo durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera parte del siglo XX, tanto bajo el esquema original de las explicaciones de orden antropológico y médico, como en la más amplia época de los discursos de impronta sociológica. La dogmática penal se encargó en esta etapa de construir categorías jurídicas que sirvieran de herramientas para que policías y jueces llevaran a la práctica los resultados obtenidos por la criminología científica. Aquellas investigaciones sobre el “hombre criminal” desembocaron en un “derecho penal de autor” que justificó: - En el plano de la persecución criminal y el mantenimiento del orden público: la elaboración de proyectos de códigos de “estado peligroso sin delito”, la sanción de leyes de vagos, mendigos y mal entretenidos, la facultad de emitir edictos policiales por parte de esta institución, entre otros mecanismos para encerrar personas independientemente 15 Piénsese en el brigantaggio o en la mafia siciliana, fenómenos a los que la atribución de un carácter patológicamente criminal permitía disolver o enmascarar sus claros componentes de conflictividad social y política. 16 Véase Fioravanti, Maurizio, Los derechos fundamentales: apuntes de historia de las constituciones, Trotta, Madrid 1998, cap. 3; 10 de que hubieran cometido o no algún delito, con lo que se legitimaban mecanismos de control policial de la pobreza y de los conflictos sociales17, carentes de las garantías del derecho penal liberal. - Desde el punto de vista del castigo, el nacimiento de una “obsesión correccionalista” inspirada en la necesidad de dar un sostén ideológico a una institución como la cárcel cuyas funciones latentes no podían ser publicitadas. Este correccionalismo renegó de las penas fijas o proporcionales al acto, en favor de las medidas de seguridad por tiempo indeterminado –por el tiempo que en cada caso fuera necesario para completar exitosamente el tratamiento curativo o neutralizante18-. Este primer alejamiento de la política redujo tanto a la criminología como a la dogmática penal al papel de discursos serviles a las burocracias policiales y judiciales del momento. Aquel modelo integrado de ciencia penal sufriría una fractura con el ocaso del positivismo sociológico y el crecimiento del positivismo jurídico en el siglo XX. La tajante separación de los planos del ser y del deber ser propuesta por el neokantismo vendría a dividir aguas entre la criminología científica y la dogmática y le reservaría a esta última un contenido estrictamente normativo 19 . La dogmática proclamaría su independencia y, desde una posición hegemónica, trataría a la criminología científica como a una disciplina auxiliar. Sin embargo, este cambio no alteró la relación de la dogmática penal con la política, que siguió siendo distante. En adelante, el método de estudio de la ley penal sería el dogmático, del que tomaría el nombre la disciplina, que consiste en analizarla descomponiéndola en “dogmas” y estableciendo relaciones entre ellas por medio de reglas que tienden a asegurar su coherencia interna. A través de esta concepción de la dogmática se limitó el trabajo del especialista a las tareas de interpretar la ley y establecer su correcta aplicación a un caso concreto, mediante un procedimiento argumental de carácter formal que proporciona cierta 17 18 19 En la Argentina, la preocupación por el anarquismo. Objetivo frecuentemente subordinado a las necesidades internas de gobernabilidad. En nuestro país la referencia ineludible de este cambio fue el tratado de Sebastian Soler de 1940, quien trasladó al derecho penal argentino las propuestas de Kelsen en abierta polémica con Luis Jimenez de Asúa. 11 estandarización en los resultados. En una buena muestra de que el método de investigación condiciona al objeto de estudio, el dogmático se reveló como un sujeto entrenado exclusivamente para resolver casos penales de manera estandarizada. La previsibilidad siguió siendo un valor fundamental, pero esta vez ya no estaba vinculada a la anticipación de futuros comportamientos del delincuente sino a la necesidad de obtener una mayor uniformidad en la solución de casos: era la previsibilidad de la actuación jurisdiccional. Los esfuerzos teóricos se enfocaron casi exclusivamente a discutir variantes metodológicas que contribuyeran a ese fin. Esta extrema preocupación por obtener resultados previsibles suele justificarse como una barrera contra la arbitrariedad. En este sentido, las escasas páginas que la dogmática concede al estudio de la historia del derecho penal presentan a la arbitrariedad de un modo simplista, como la lógica imperante en algún período no siempre bien determinado de la Edad Media en el que los soberanos habrían ocupado parte de su tiempo tomando decisiones antojadizas o caprichosas relacionadas con la vida y la muerte de las personas sometidas a su poder. Esa visión naif del problema de la arbitrariedad pasa por alto que las burocracias existen desde el desarrollo de los grandes estados nacionales europeos hace más de ocho siglos, y que su lógica de actuación está mucho más emparentada con los procedimientos rituales, las formas de actuación y los modos de decisión como los que suele ofrecer la dogmática normativista que con el capricho nacido en el siempre cambiante estado de ánimo del soberano que, en última instancia, siempre estuvo obligado a respetar la ley del país20. Ni la racionalidad ni la justicia ni la legitimidad forman parte del repertorio de preocupaciones de esta versión de la dogmática, que entiende que el estudio de esos problemas compete a otras disciplinas –con lo que estamos de acuerdo- cuyas investigaciones tampoco tiene en cuenta –lo que nos parece discutible-, so pena de afectar la necesaria pureza del análisis. Esos requisitos se dan por cumplidos recurriendo a ficciones y abstracciones como que la ley emana de un “legislador racional” o bien que la pena se dirige a tutelar los “intereses fundamentales de la sociedad” o, frecuentemente, bajo la tácita equiparación entre legalidad formal y legitimidad sustancial. 20 Véase Fioravanti, Maurizio, Constitución, de la antigüedad a nuestro días, Ed. Trotta, Madrid 2001. También Elias, Norbert, El proceso de la civilización, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1987, trad. Ramón García Cotarelo. 12 Desde esta óptica el trabajo del especialista se redujo a la tarea de identificar hechos delictivos siguiendo parámetros legales y a decidir sobre la aplicación de una consecuencia también legalmente prestablecida. Ni los presupuestos ni las consecuencias forman parte relevante o determinante de la discusión. La descripción que acaba de hacerse podrá ser tachada de hiperbólica pero no dista mucho de los esquemas de trabajo de los autores nacionales del causalismo que dominó la segunda mitad del siglo XX en las universidades de nuestro país. Incluso en la actualidad sobrevive en las orientaciones de muchas cátedras de nuestro medio en las que se exalta como un valor supremo el “rigor científico” en la correcta resolución de casos prácticos, y se combate contra la apertura del objeto de estudio a otros saberes no jurídicos, todo lo cual constituye en el fondo una decisión tan política como su contraria. Como se advierte, existen paralelismos en todos los modelos reduccionistas que acabamos de considerar: Tanto para el criminólogo científico como para el dogmático normativista el valor fundamental es alguna clase de previsibilidad. Las tareas de ambos se reducen a la identificación –de personas o de conductas-, su clasificación –en tipos criminales o tipos legales- y la aplicación de consecuencias prestablecidas, siguiendo un procedimiento pretendidamente científico o técnicojurídico. Cualquier reflexión más amplia queda fuera de sus respectivos horizontes de incumbencias. Ambos niegan o subestiman la dimensión política de sus disciplinas. Este recurso sirve para aparentar una neutralidad valorativa que no es real, y ha sido casi una constante en diversos campos del conocimiento como la historia, la economía e incluso –paradójicamente- la propia política 21 . A este género de estrategias pertenece la idea de que los problemas sociales deben ser examinados con una mirada técnica, orientada a gestionarlos en forma eficiente y con aparente neutralidad valorativa. Lo que ocurre en estos casos es que la dimensión política no desaparece por la sola declamación y queda oculta tras el velo de la cientificidad o la precisión técnica. Claro que al quedar oculta no puede cambiar, lo que pone de 21 No es infrecuente escuchar aun hoy a políticos en campaña sosteniendo que muchos problemas, particularmente los relacionados con el crimen y su control, son ajenos a la política y deben ser abordados desde la perspectiva de la gestión técnica. 13 manifiesto que el denominador común de estos recursos es su carácter siempre conservador y legitimador de un estado de cosas previamente dado. Por lo tanto, las dos ocultan firmes convicciones políticas. Ambas comparten una visión consensual y estática del orden social, conforme a la cual el orden se ha acercado al punto aceptable de su desarrollo y existe un acuerdo generalizado y estable acerca de los valores tutelados por el Estado. Esa visión del orden interpreta a la sociedad como una comunidad básicamente homogénea, entendiendo que las disrupciones en su interior solo revelan un grado de anormalidad/delito que debe ser neutralizado o prevenido salvando las bases del orden establecido. Las dos son universalistas, en el sentido de que trabajan con nociones y conceptos que se pretenden válidos en cualquier tiempo y escenario. Una y otra tienen una profunda convicción en que el sistema penal despliega una acción suficientemente idónea para, sea material o sea simbólicamente, corregir o prevenir las inconductas y su repetición, y que su presencia y actuación constituyen un valor positivo, aunque estén sujetas a correcciones o perfeccionamientos menores, por lo general en clave expansiva. Estos puntos de contacto se explican por la filiación común que tienen las orientaciones que se encuentran en la base del pensamiento reduccionista de tales disciplinas: el positivismo en el caso de la criminología y el funcionalismo en el de la dogmática. El funcionalismo es una relaboración del positivismo en clave no biológica: la metáfora del organismo es remplazada por la del sistema; el delito no es enfermedad sino conducta disfuncional –aunque en algún sentido pueda ser funcional también, aunque con relación a efectos que por lo general no pueden ser admitidos-; el tratamiento terapéutico contra el delito tiene fundamentos asimilables a los del proceso de resocialización (y éste al de neutralización). Para ambos, todo disenso, crítica o desviación debe dar lugar a una respuesta que tienda a mantener el equilibrio dentro del orden social, pero sin alterar a este último. Estos elementos comunes fueron, en el plano discursivo, presupuestos teóricos del trabajo de los criminólogos positivistas y luego funcionalistas. Incluso se debe al funcionalismo criminológico –primero en Durkheim y luego en Parsons- las bases de la formulación de la teoría de la prevención general positiva de la pena, de amplio predicamento entre los dogmáticos más férreamente normativistas. 14 En el fondo, varían en sus metáforas pero ambos discursos proponen una interpretación de la realidad a la medida de la justificación de la obediencia a un orden dado que se presupone legítimo. Lo veremos con más detenimiento a continuación. 5. Consecuencias de esta visión reduccionista de la dogmática Un buen exponente de este reduccionismo normativista es Jakobs22, quien fundamenta su visión normativista de la dogmática siguiendo la línea del funcionalismo sistémico de Luhmann. Jakobs sostiene que tanto en su relación con la naturaleza como en la interacción con otros sujetos el hombre solo puede orientar su conducta si encuentra regularidades, ya que son éstas las que le permiten anticiparse a un suceso y actuar en consecuencia. En la vida social, la relación entre las personas se encuentra mediada por el rol que ellas desempeñan en la interacción concreta23. Esos roles están regulados normativamente, lo que genera expectativas de conducta en el otro: espero que el otro se comporte como debe hacerlo un padre, un comerciante, un automovilista, etc., en el contexto de la correspondiente interacción. Esas expectativas conforman las regularidades que posibilitan la vida social. Sin ellas la interacción sería caótica: nadie sabría qué esperar del otro en ninguna situación. Si el sujeto no se comporta conforme a las expectativas generadas defrauda los modelos de orientación con los que todos contamos para vivir en sociedad. El conflicto penalmente relevante no es el que se expresa en las consecuencias externas de un acto – causar un daño a otro-, sino el que proviene de la desautorización de la norma que impone los deberes atinentes al desempeño del rol quebrantado. Desde esta perspectiva, no sería penalmente relevante (o lo sería sólo secundariamente) causar lesiones a bordo de un automóvil sino incumplir los deberes que surgen de la reglamentación del tránsito; y lo mismo es aplicable al caso de quien golpea a su hijo en tanto ello implica prioritariamente que ha incumplido con sus deberes paternales; en general, lo que se 22 Jakobs, Günther, Derecho Penal Parte General. Fundamentos y teoría de la imputación. Marcial Pons, Madrid, 1995, Trad. Joaquín Cuello Contreras y José Luis Serrano González de Murillo. 23 El rol es tan cambiante como lo es la interacción por lo que todos desempeñamos distintos roles a lo largo de un día en función de las diversas interacciones en las que participamos: padre, esposo, pasajero, cliente, empleado, etc. 15 reprocha no sería dañar a otro sino desobedecer la ley. Jakobs limita el ámbito de las desobediencias penalmente relevantes a la infracción de aquellas normas a cuya observancia general no se puede renunciar para el mantenimiento de la configuración social básica. Este planteo pone de manifiesto que el derecho penal no interviene en conflictos entre personas sino entre el particular y el soberano. Los conflictos entre particulares se resuelven por medio de otras ramas del derecho: al derecho penal le queda reservada la tutela de la obediencia al Estado que se expresa en el necesario respeto a sus normas elementales. La pena sirve, desde esta perspectiva, para reafirmar la vigencia del derecho y la autoridad del Estado. Como consecuencia de este planteo la aplicación de la pena y su medida ya no están determinantemente relacionadas con la conducta del infractor sino con la necesidad que tenga el Estado de reafirmar la vigencia del Derecho. Pero por sobre todas las cosas, el quebrantamiento de la ley dejaría de ser un filtro acumulativo al requisito de la generación de un conflicto material –lesividad- para pasar a ser un presupuesto único para la procedencia de la pena, sobre la base de la creciente interpretación de los tipos penales como formas de infracción al deber. No es lo mismo decir que el Estado pena a los autores de conductas lesivas siempre que tales conductas estén tipificadas, que afirmar que el Estado pena la desobediencia a la ley, esto es, a los deberes impuestos a un autor competente, desobediencia que puede –aunque no necesariamente- estar acompañada de un conflicto material. Ahora bien, si lo que se castiga centralmente es la mera desobediencia se vacía de contenido al presupuesto del castigo. Cualesquiera sean las características del hecho y el contenido de la ley, el sistema punitivo estará siempre habilitado a aplicar un castigo por el solo incumplimiento de deberes conexos al rol e impuestos normativamente, ya que es solo el propio Estado quien va a determinar cuáles son las normas a cuya observancia general no se puede renunciar para el mantenimiento de la configuración social básica. De este modo, se impide examinar la legitimidad, racionalidad y justicia del castigo en función del hecho de un ciudadano. Con otra consecuencia sobre la coherencia interna del sistema, tan cara a los funcionalistas, puesto que el énfasis puesto sobre los actos particulares de desautorización de la norma oscurece el hecho de que, en un sistema 16 cerrado como el que se plantea o, para decirlo en términos corrientes, en un ordenamiento jurídico cualquiera, la desautorización de la norma fundamental atrae necesariamente consecuencias sobre el resto del sistema -u ordenamiento, como se quiera-. Estas consecuencias se refieren a su validez o, en términos weberianos, a la creencia en su validez normativa, lo que no es otra cosa que el aspecto central del concepto de legitimidad, tan difícil de aprehender en términos positivos, pero evidente en términos de su crisis. Cuando nos referimos a la desautorización de la norma fundamental entendemos vincular la validez general del ordenamiento –en términos de la dogmática sistémicacon el hecho de que las normas fundacionales 24 de reconocimiento de derechos 25 no hayan sido desautorizadas de hecho por una práctica prolongada y extendida de violaciones o incumplimientos que niega los presupuestos fácticos de la ciudadanía26. De este modo, el Estado efectivamente es parte en el conflicto, pero su función de juez super partes está supeditada al cumplimiento de los deberes a los cuales se encuentra jurídico-constitucionalmente obligado y que representan la condición de legitimidad de su pretensión a la imposición de castigos legales. 6. La necesidad de recuperar las conexiones entre la dogmática y la política La visión reduccionista de la criminología se encuentra enfrentada con una versión amplia que incluye en su horizonte de incumbencias a la reflexión política acerca de sus contenidos y de su rol social. Esa versión, que recuperó la línea que orientó a la 24 En la Argentina, la Constitución y el plexo internacional constitucionalizado a través de su art. 75 inc. 22, con las leyes que reglamentan –en sentido ampliatorio y extensivo- el conjunto de las garantías y derechos fundamentales. 25 Nos referimos a normas de reconocimiento, asumiendo que, bien en la realidad material sobre la base de un concepto material de derechos humanos, bien en la realidad jurídico política de una asociación voluntaria en la cual el poder político se legitime en la medida del reconocimiento y aseguramiento de los derechos de la población, es necesario asegurar la preminencia de los derechos del individuo por sobre los del Estado; la elección por una concepción ex parte populis en lugar de ex parte principii podrá constituir un presupuesto valorativo que quizás no se comparta, pero entendemos que es necesario partir de allá en el momento actual del desarrollo –y sobre todo peligrosa involución- de los valores de la civilización occidental. 26 Que no se satisface con el derecho de voto sino con el goce de todos los derechos fundamentales o, por lo menos, por el esfuerzo eficaz del Estado en igualar las chances y posibilidades de disfrute. En general, sobre la vinculación entre el problema de la ciudadanía y la legitimidad del ordenamiento, Virgolini, Julio, La razón Ausente, Ed. Del Puerto, Buenos Aires 2005, parte cuarta y apéndice, pág. 205 y ss. y 269 y ss. 17 dogmática en sus inicios, tuvo su auge a partir de la década de 1960 cuando comenzó a realizar contribuciones fundamentales para la comprensión del fenómeno del crimen y el castigo, que reclaman una apertura de la dogmática jurídica a su consideración, tales como27: - La noción de que el “delito” es una construcción que se define siguiendo la dinámica de los conflictos sociales y políticos. - La existencia de procesos de criminalización secundaria con orientaciones y funcionalidades diversas respecto del programa de criminalización formal. - La necesaria selectividad de los procesos de criminalización del sistema penal, en especial la criminalización secundaria, que presenta características problemáticas, particularmente en orden a la justicia y la igualdad. - El papel de los estereotipos criminales en esos procesos que pone a ciertos individuos, grupos o clases en posición de vulnerabilidad frente al sistema penal. - Los efectos criminógenos del propio sistema penal, en particular el sistema carcelario y los modos de control social e investigación de la policía. - Las limitaciones conceptuales del ideal correccionalista y su imposibilidad práctica. - La “cifra negra” del delito y el carácter de construcción que reviste la estadística penal. - Las funciones latentes y deletéreas de los sistemas de juzgamiento, de la cárcel y de la labor policial, que corren paralelas a sus funciones manifiestas. - La puesta en crisis de arraigadas ficciones como la “universalidad” de los valores protegidos por el derecho penal, la existencia de un legislador racional, la neutralidad de la persecución penal, etc. - La puesta en crisis del mito de la sociedad integrada con el descubrimiento de fracturas y fragmentaciones de grupos o de clase que inciden sobre la construcción y el rol cumplido por el derecho penal. 27 Pueden consultarse al respecto las obras citadas en la nota 14. En el plano de la dogmática, la obra de Zaffaroni, Alagia y Slokar citada en la nota 4 fue particularmente receptiva de estas investigaciones. 18 - La crisis de la pena de encierro desde cualquier perspectiva que la fundamente. - El papel de los empresarios morales en la promoción de reformas legislativas generalmente enderezadas a ampliar la criminalización formal en procura de la protección de intereses particulares o de grupo, que genera una tendencia a su expansión indiscriminada que invalida la necesaria armonía del sistema sancionatorio y conculca garantías fundamentales. - La diferenciación entre el sistema penal y el derecho penal, y cómo este último debe definir su rol en el sentido de la legitimación o bien de la limitación o contención del primero. - La desigualdad estructural de un sistema penal de actuación a dos velocidades, con fuerte presencia y actuación material en el área de los delitos atribuidos a los sectores de la desdicha social, que contrasta con su valencia predominantemente simbólica o inefectiva en el área de los delitos atribuidos a los sectores dominantes de los circuitos de la producción y la circulación de la riqueza. 7. Final Todos esos aportes establecen un abismo entre las ficciones idealistas a las que acude la dogmática normativista para justificarse, el funcionamiento real del sistema penal y el género de relaciones políticas en cuyo marco se desenvuelven las funciones ostensibles y latentes del sistema penal. En ausencia de un puente que conecte esos extremos, el cometido de la dogmática queda reducido a la gestión más o menos exitosa de las demandas discursivas de las agencias penales, medido ese éxito en términos de su capacidad de brindar resultados homogéneos y previsibles, por lo general de carácter formal. Por esta vía, la dogmática se transforma en una actividad burocrática receptora pasiva de los vicios del sistema penal y reproductora de sus inequidades y falencias materiales. La reconciliación de la labor del penalista con los discursos políticos sobre el orden obedece a la necesidad de mantener en lo posible el contexto de legitimidad que requiere cualquier acción en el área del control social, a partir del hecho de que éste encarna y expresa con claridad el poder coactivo del Estado, esto es, el poder político en 19 sí mismo. La exigencia weberiana de -pretensión al- monopolio de la coacción como señal de la existencia de un Estado no puede desprenderse del igualmente necesario requisito de la legitimidad de esa coacción. Si el castigo legal no es otra cosa que la expresión del poder político, carece de sentido ignorar las determinaciones de la política sobre esa dimensión, a la que normalmente se reduce a una oscura y deslucida faz técnica. Entre las exigencias de la determinación de la política se encuentra la subsistencia de la obligación política, esto es, el estatuto por el cual el soberano tiene el derecho a mandar -y por lo tanto a castigar la desobedienciay el súbdito -el ciudadano- tiene el deber de observar el orden normativo vigente. Es que en el tramo de realidad que penalistas y criminólogos recorren, el objeto de su quehacer, llámese delito, crimen, contravención, transgresión o comportamiento desviado, en el fondo no es más que desobediencia. La ciencia penal recubre de fantasmas y de máscaras esa esencia recurriendo, entre otras cosas, algunas materiales y otras ficcionales, al concepto de bien jurídico28, pero de lo que se trata, en términos políticos, es de desobediencia. Hay situaciones en las que la desobediencia, el desconocimiento, la rebeldía frente a las reglas de un derecho siempre desigual deja de ser la ocasión de un crimen para convertirse en la resistencia a la opresión; cuando es colectiva u organizada la llamamos derecho de resistencia; cuando es individual, espontánea, desesperada o impulsiva la llamamos crimen y le aplicamos la ley. Los penalistas y los criminólogos deben ser cuidadosos sobre estas cosas, porque el castigo es el ámbito de la justicia; en las situaciones en las que la ley fundamental ha sido desautorizada por su inveterada inaplicación, en la que los presupuestos materiales de la ciudadanía se han convertido en una quimera inalcanzable, pretender el apego o la fidelidad a un derecho que no protege al desvalido, que no ampara al desdichado, es el frío escalón jurídico de la injusticia. Ser conscientes de esa injusticia no implica propiciar el perdón inmerecido ni renunciar a la defensa de los bienes defendibles ni bajar los brazos frente a la violencia, todo lo que sigue constituyendo una de las prestaciones básicas del Estado; pero cuando el Estado ha desatendido su prestación primordial, que es la de la ciudadanía, se genera un dilema moral que los penalistas y 28 El concepto de bien jurídico es importante por razones sistemáticas, pero además es necesario y saludable por cuanto representa el mejor y más firme anclaje del sistema normativo a una realidad material, representada por las vivencias y los intereses reales de las personas. 20 los criminólogos suelen pasar por alto sobre la base de que los problemas de legitimidad pertenecen a una esfera sobrenatural o metafísica del derecho imposible de estibar en conceptos objetivos, o que no encajan en las limitadas incumbencias de sus cercados, o que la teoría del delito no ofrece un nivel técnico adecuado para examinarlos29. Es que, en definitiva, más allá de las palabras de la ley, el tema es el de la justicia y la injusticia, que suele perderse entre las líneas de tanto trabajo y filigrana intelectual. 29 Es que el examen de la legitimidad puede invalidar todo el proceso de análisis estratificado de los presupuestos del delito, que carecería de sentido en presencia de un derecho ilegítimo.