El despertar de la Historia

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Alain Badiou
EL DESPERTAR DE LA HISTORIA
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COLECCIÓN CLAVES
Dirigida por Hugo Vezzetti
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Alain Badiou
EL
DESPERTAR
DE LA
HISTORIA
ALAIN BADIOU
El despertar de la Historia
Traducción de Pablo Betesh
Circunstancias, 6
Ediciones Nueva Visión
Buenos Aires
5
Badiou, Alain
El despertrar de la Historia - 1ª ed. - Buenos Aires: Nueva
Visión, 2012
128 p.; 20x13 cm. (Claves)
ISBN 978-950-602Traducción de Pablo Betesh
1. Análisis literario. 2. Estudios literarios I. Cardoso, Heber,
trad. II. Titulo.
CDD 801.95
Título del original en francés:
© Armand Colin, Paris, 2007
Traducción de Pablo Betesh
ISBN 978-950-602-582-3
Toda reproducción total o parcial de esta
obra por cualquier sistema –incluyendo el
fotocopiado– que no haya sido expresamente autorizada por el editor constituye una
infracción a los derechos del autor y será
reprimida con penas de hasta seis años de
prisión (art. 62 de la ley 11.723 y art. 172 del
Código Penal).
© 2012 por Ediciones Nueva Visión SAIC. Tucumán 3748, (1189)
Buenos Aires, República Argentina. Queda hecho el depósito que
marca la ley 11.723. Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
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INTRODUCCIÓN
¿Qué es lo que está pasando? ¿De qué estamos siendo
testigos, entre fascinados y devastados? ¿De la continuación, cueste lo que cueste, de un mundo cansado?
¿De una crisis benéfica del mundo, que ha caído presa
de su propia expansión victoriosa? ¿Del advenimiento
de otro mundo? ¿Qué es lo que nos está ocurriendo,
pues, con el cambio de siglo, que no parece tener ningún
nombre claro en ninguna lengua tolerada?
Consultemos a nuestros amos: banqueros discretos,
figuras mediáticas, personas inciertas de las grandes
comisiones, voceros de la «comunidad internacional»,
presidentes atareados, nuevos filósofos, dueños de fábricas y de campos, hombres de la Bolsa y de los
consejos de administración, políticos charlatanes de la
oposición, personalidades de las ciudades y las provincias, economistas del crecimiento, sociólogos de la ciudadanía, expertos en crisis de todo tipo, profetas de la
«guerra de las civilizaciones», jefes principales de la policía, de la justicia y de la «penitenticia», evaluadores
de beneficios, calculadores de rendimientos, editorialistas mesurados de diarios serios, directores de recursos humanos, personas que se consideran a sí mismas
hadas y magos y a las que habrá que estar atentos de no
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tomarlas por personajes de ficción. ¿Qué están diciendo todos esos dirigentes, todos esos hacedores de opinión, todos esos responsables, todos esos «sátrapasengañabobos»?1
Todos dicen que el mundo está cambiando a una
velocidad vertiginosa, y que tenemos que adaptarnos a
ese cambio, so pena de caer en la ruina o de terminar
muertos (lo que, para ellos, es lo mismo), caso contrario,
tal como van las cosas, no seremos más que la sombra de
nosotros mismos. Que debemos comprometernos enérgicamente en la incesante «modernización» y aceptar
sin chistar los inevitables sufrimientos. Dicen que,
ante el áspero mundo competitivo que todos los días nos
vuelve a desafiar, hay que escalar las pendientes escarpadas de los pasos de la productividad, de la reducción
de los presupuestos, de la innovación tecnológica, de la
buena salud de nuestros bancos y de la flexibilización
laboral. Toda competencia es, en su esencia, deportiva:
para resumir, lo que tenemos que hacer es formar parte
de la última escapada de la carrera y ponernos junto a
los campeones del momento (un as alemán, un outsider
tailandés, un veterano británico, un chino recién llegado, sin contar con el siempre vigoroso yanqui…) y no
quedar jamás rezagados en la cola del pelotón. Para eso,
todo el mundo tiene que ponerse a pedalear: modernizar, reformar, ¡cambiar! ¿Qué político en campaña
puede prescindir de proponer la reforma, el cambio, la
novedad? La pelea entre el oficialismo gubernamental
y la oposición adopta siempre la siguiente forma: lo que
el otro dice no es el cambio verdadero. Es un conservadurismo apenas retocado. ¡El verdadero cambio
soy yo! Basta con mirarme para que se den cuenta. Yo
reformo y modernizo, llueven leyes nuevas todas las
«Satrapes-nigauds»: juego de palabras intraducible entre «sátrapa» y attrape-nigauds, engañabobos (N. del t.).
1
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semanas, ¡bravo! ¡Rompamos con la rutina! ¡Abajo los
arcaísmos!
Entonces cambiemos.
Pero de hecho, ¿cambiar qué? Si el cambio debe ser
perpetuo, su dirección, según parece, es constante.
Conviene tomar urgentemente todas las medidas necesarias que nos impone la coyuntura con el objeto de que
los ricos sigan enriqueciéndose, al tiempo que pagan
menos impuestos; que los efectivos de las empresas
disminuyan gracias a una artillería de despidos y de
planes sociales; que todo lo que es público se privatice
y contribuya así, por fin, no al bien público (categoría
particularmente «antieconómica»), sino a la riqueza
de los ricos y al mantenimiento, por desgracia costoso, de
las clases medias que forman el ejército de socorro de los
ricos en cuestión; que las escuelas, los hospitales, la
vivienda, el transporte y las comunicaciones, esos cinco
pilares de la vida aceptable para todo el mundo, primero se regionalicen (es un paso hacia delante), luego se
los ponga en liza (algo crucial), con el objeto de que los
lugares y los medios, donde y gracias a los cuales se
educan, se curan, habitan y se transportan los ricos y
los semi ricos, no puedan confundirse con aquellos en los
que sudan la gota gorda los pobres y los asimilados; que
los obreros de proveniencia extranjera que viven y
trabajan aquí a menudo desde hace décadas adviertan
que sus derechos se ven reducidos a nada, que persiguen a sus hijos, que se rescinden sus papeles reglamentarios, y que soporten campañas furiosas en su
contra a favor de la «civilización» y de «nuestros valores»; que, en particular las mujeres jóvenes, salgan a la
calle únicamente con la cabeza descubierta, y las demás también, preocupadas, como deben estarlo, por
reafirmar su «laicismo»; que los enfermos mentales
sean encerrados en la cárcel de por vida; que se acosen
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los innumerables «privilegios» sociales que engordan al
populacho; que se monten sangrientas expediciones
militares un poco por todas partes, pero sobre todo en
África, para hacer que se respeten los «derechos humanos», es decir, los derechos que tienen los poderosos a
descuartizar los Estados, a poner en el poder en todas
partes –por medio de una ocupación violenta y de
«elecciones» fantasmagóricas– a sirvientes corruptos,
quienes entregarán por nada a los susodichos poderosos la totalidad de los recursos del país. Aquellos que,
sean cuales fueren sus razones, e incluso si en el pasado
fueron útiles para la «modernización», incluso si fueron
sirvientes solícitos, de pronto se opongan al despedazamiento de su país, al pillaje por parte de los poderosos
y a los «derechos humanos» que vienen en el mismo
paquete, serán llevados ante los tribunales de la modernización y, de ser posible, ahorcados.
Tal es la verdad invariable del «cambio», la actualidad de la «reforma», la dimensión concreta de la «modernización». Tal es para nuestros amos la ley del
mundo.
Este librito pretende oponer una visión un tanto
diferente, que resumiremos acá en tres puntos:
1. Bajo los nombres intercambiables de «modernización», «reforma», «democracia», «Occidente», «comunidad internacional», «derechos humanos», «laicidad», y
otros más, no encontramos sino la tentativa histórica
de una regresión sin precedentes que apunta a que el
desarrollo del capitalismo mundializado y la acción de
sus sirvientes políticos se ajusten a las normas de su
nacimiento: el liberalismo puro y duro de mediados del
siglo XIX, el poder ilimitado de una oligarquía financiera e imperial y un parlamentarismo de fachada compuesto, como decía Marx, por «los apoderados del
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capital». Para llegar a esto, todo lo que había inventado
entre 1860 y 1980 la existencia de las formas organizadas del movimiento obrero, del comunismo y del socialismo auténtico, e impuesto a escala mundial, poniendo
así al capitalismo liberal a la defensiva, debe ser despiadadamente destruido para dar lugar a la reconstrucción del derecho de los imperialismos: los célebres
«valores». Ése es el único contenido de la «modernización» que se halla en curso.
2. El momento actual en realidad es el del primer
momento de una revuelta popular mundial que se
opone a esa regresión. Todavía ciega, ingenua, dispersa, sin un concepto fuerte ni una organización duradera, se parece naturalmente a los primeros levantamientos obreros del siglo XIX. Propongo, por lo tanto, que
digamos que nos hallamos en el tiempo de las revueltas,
a través del cual se denuncia y se conforma un despertar de la Historia contra la pura y simple repetición de
lo peor. Nuestros amos lo saben mejor que nosotros:
tiemblan en secreto y refuerzan sus armamentos, tanto
bajo la forma del arsenal judicial como bajo la de las
avanzadas armadas que se encargan de mantener el
orden planetario. Resulta urgente reconstituir o inventar las nuestras.
3. Para que este momento no se estanque en episodios
de masa gloriosos pero vencidos, ni en el interminable
oportunismo de las organizaciones «representativas»,
de los sindicatos corruptos o de los partidos parlamentarios, el despertar de la Historia también debe ser el
despertar de la Idea. La única Idea capaz de enfrentarse a la versión corrompida e inexpresiva de la «democracia» –que se ha convertido en la bandera de los
legionarios del Capital– tanto como a los vaticinios
raciales y nacionales de un pequeño fascismo al que la
crisis le da una oportunidad en el plano local, es la idea
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del Comunismo, revisada y alimentada con lo que nos
enseña la vivaz diversidad de las revueltas, por muy
precarias que sean.
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I
EL CAPITALISMO HOY
A menudo se me reprocha, incluso dentro del «campo»
de mis posibles amigos políticos, el no tener en cuenta
ciertas características del capitalismo contemporáneo
y no proponer un «análisis marxista». Como consecuencia de ello el comunismo sería para mí una idea suspendida en el aire, y yo sería un idealista sin anclaje en la
realidad. Además, no estaría prestándole debida atención a las sorprendentes mutaciones del capitalismo,
mutaciones que permiten que se hable, con un aire de
codicia, de un «capitalismo posmoderno».
Antonio Negri, por ejemplo, con motivo de una conferencia internacional sobre la idea del comunismo –me
sentí muy contento de que haya participado, y lo sigo
estando– me tomó públicamente como ejemplo de aquellas personas que pretenden ser comunistas sin siquiera ser marxistas. En pocas palabras, le respondí que
más valía eso que pretender ser marxista sin siquiera
ser comunista. Dado que, para la opinión vulgar, el
marxismo consiste en otorgar un papel determinante a
la economía y a las contradicciones sociales que surgen
de ella, entonces ¿quién no es marxista hoy? Los primeros «marxistas» son todos nuestros amos, que tiemblan
y se reúnen por la noche apenas se tambalea la Bolsa o
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disminuye la tasa de crecimiento. En cambio, pónganle
ante las narices la palabra «comunismo» y van a saltar
por los aires y lo van a tratar igual que a un criminal.
Sin que ya me inquieten adversarios ni rivales, me
gustaría decir acá que yo también soy marxista, y lo soy
inocente y completamente, de manera tan natural que
no hace falta que lo repita. ¿Debería preocuparse un
matemático contemporáneo por demostrar que sigue
manteniéndose fiel a Euclides o a Euler? El marxismo
real, que se identifica con el combate político racional
que apunta a una organización social igualitaria, comenzó sin duda hacia 1848 con Marx y Engels, pero
desde entonces ha recorrido un largo camino, con Lenin, con Mao, con algunos otros. Me hallo imbuido en
esas enseñanzas históricas y teóricas. Creo conocer
bien los problemas resueltos, cuya instrucción no vale
la pena recomenzar, los problemas en suspenso, que
exigen reflexión y experiencia, y los problemas mal
considerados, que nos imponen rectificaciones radicales e invenciones difíciles. Todo conocimiento vivo está
hecho de problemas que han sido o deben ser construidos o reconstruidos, y no descripciones repetitivas. El
marxismo no es ninguna excepción. No es ni una rama
de la economía (teoría de las relaciones de producción),
ni una rama de la sociología (descripción objetiva de la
«realidad social»), ni una filosofía (pensamiento dialéctico de las contradicciones). Se trata, volvamos a decirlo, del conocimiento organizado de los medios políticos
requeridos para deshacer la sociedad existente y desplegar una figura por fin igualitaria y racional de la
organización colectiva, cuyo nombre es «comunismo».
No obstante, me gustaría agregar, puesto que se
trata de los datos «objetivos» del capitalismo contemporáneo, que al respecto no creo estar particularmente
desinformado. ¿Globalización, universalización? ¿Des14
plazamiento de muchos lugares de producción industrial a los países que ofrecen una mano de obra a bajo
costo y de regímenes políticos autoritarios? ¿El paso – durante los años 1980– en nuestros viejos países desarrollados, de una economía volcada hacia el interior, con
un aumento continuo del salario del trabajador y una
redistribución social organizada por el Estado y los
sindicatos, a una economía liberal integrada con los
intercambios mundiales y, por lo tanto, exportadora,
especializada, que privatiza los beneficios, socializa los
riesgos y carga con el aumento de las desigualdades en
la escala planetaria? ¿Concentración muy rápida del
capital bajo la dirección del capital financiero? ¿Utilización de nuevos medios gracias a los cuales la velocidad de rotación de capitales, ante todo y, luego, de
mercancías, se ha acelerado considerablemente (generalización del transporte aéreo, telefonía universal,
máquinas financieras, Internet, programas que apuntan a asegurar el éxito de decisiones tomadas de manera instantánea, etc.)? ¿Sofisticación de la especulación
gracias a nuevos productos derivados y a una matemática sutil que combina los riesgos? ¿Debilitamiento
espectacular, en nuestros países, del campesinado y de
toda la organización rural de la sociedad? ¿Necesidad
absoluta, por eso mismo, de establecer a la pequeña
burguesía urbana como pilar del régimen social y
político existente? ¿Resurrección, a gran escala, y ante
todo entre los grandes burgueses extremadamente ricos, de la convicción, que se remonta a la época de
Aristóteles, según la cual las clases medias son la alfa
y la omega de la vida «democrática»? ¿Lucha planetaria, por momentos atenuada, por momentos de una
violencia extrema, para garantizarse el acceso a bajo
precio de las materias primas y de las fuentes de
energía, sobre todo en África, ese continente de todos
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los pillajes «occidentales» y, por consiguiente, de todas
las atrocidades? Conozco todo eso más o menos correctamente, como, a decir verdad, todo el mundo.2
La cuestión consiste en saber si este conjunto
anecdótico constituye un capitalismo «posmoderno»,
un capitalismo nuevo, un capitalismo digno de las
máquinas deseantes de Deleuze-Guattari, un capitalismo que engendra por sí mismo una inteligencia
colectiva de tipo nuevo, que suscita el levantamiento
de un poder constituyente hasta aquí sometido, un
capitalismo que supera el viejo poder de los Estados,
un capitalismo que proletariza a la multitud y hace
de los pequeñoburgueses obreros del intelecto inmaterial, en una palabra, un capitalismo cuyo reverso
inmediato es el comunismo, un capitalismo cuyo
Sujeto es, en cierta medida, el mismo que el del
comunismo latente que sostiene su existencia paradójica. Un capitalismo que está en vísperas de metamorfosearse en comunismo. Ésa es, exagerada pero
fiel, la posición de Negri. Pero, más generalmente, es
la posición de todos los que se sienten fascinados por
las mutaciones tecnológicas y la expansión continua
del capitalismo de los últimos treinta años, y que,
crédulos ante la ideología dominante, («todo cambia
todo el tiempo y estamos corriendo detrás de este
cambio memorable»), se imaginan que están asistiendo a una secuencia prodigiosa de la Historia –sea
cual fuere el juicio final sobre la calidad de dicha
secuencia–.
Para una visión muy clara de las formas del capitalismo
contemporáneo, sugiero la lectura de dos libros de Pierre-Noël
Giraud: L’Inégalité du monde contemporain (Paris, Gallimard, 2001)
y La Mondialisation (2008). Giraud dilucida de manera muy convincente la modificación global (y reactiva) del capitalismo planetario
a partir de fines de los años 1970.
2
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Mi posición es exactamente la contraria: el capitalismo contemporáneo tiene todos los rasgos del capitalismo
clásico. Es estrictamente acorde con lo que se podía
esperar de él, a partir del momento en que su lógica ya
no se ve contrariada por acciones de clase decididas y
localmente victoriosas. Tomemos, en lo que respecta al
devenir del Capital, todas las categorías que predijo
Marx y veremos que solo ahora su evidencia ha quedado
plenamente demostrada. ¿Acaso Marx no habló del
«mercado mundial»? Pero ¿qué mercado mundial era el
de 1860 en comparación con lo que es en la actualidad,
al que en vano han querido rebautizar como «globalización»? ¿No pensó Marx en el carácter ineluctable de la
concentración del capital? ¿Qué concentración era ésa,
qué tamaño tenían esas empresas y esas instituciones
financieras en la época de esa predicción, en comparación con los monstruos que cada día gestan las nuevas
fusiones? Por mucho tiempo se le objetó a Marx que la
agricultura seguía estando dentro del régimen de la
explotación familiar, cuando él anunciaba que la concentración alcanzaría sin duda alguna a la propiedad
inmobiliaria. Pero en la actualidad sabemos que, en
efecto, la fracción de la población que vive de la agricultura, en los países denominados desarrollados (aquéllos en que el capitalismo imperial se ha instalado sin
trabas), es, por así decir, insignificante. ¿Y cuál es hoy,
en promedio, la extensión de las propiedades inmobiliarias, comparada con lo que era cuando el campesinado en Francia representaba el 40 % de la población
total? Marx analizó con rigor el carácter inevitable de
las crisis cíclicas que demuestran, entre otras cosas, la
irracionalidad innata del capitalismo y el carácter
obligatorio tanto de las actividades imperiales como de
las guerras. Diversas crisis de extrema gravedad verificaron, incluso cuando él todavía estaba en vida, la
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pertinencia de estos análisis, cuya demostración se
encargaron de completar las guerras coloniales e interimperialistas. Pero todo esto, en lo que hace referencia
a la cantidad de valor que se hizo humo, no fue nada en
comparación con la crisis de los años 1930 o a la crisis
actual, y en comparación con las dos guerras mundiales del siglo XX, a las feroces guerras coloniales, a las
«intervenciones» occidentales de hoy y de mañana. No
lo será siempre que la pauperización de enormes masas
de la población que, considerada la situación en el
mundo en su totalidad y no sólo en la puerta de ingreso,
no se convierta en una evidencia cada vez mayor.
En el fondo, el mundo actual es exactamente aquel
que anunciaba Marx, mediante una anticipación genial, una suerte de ciencia ficción verdadera, como
despliegue integral de las virtualidades irracionales, y
a decir verdad monstruosas, del capitalismo.
El capitalismo encomienda el destino de los pueblos
a los apetitos financieros de una minúscula oligarquía.
En cierto sentido, es un régimen de delincuentes. ¿Cómo
se puede volver aceptable que la ley del mundo esté
conformada por los intereses despiadados de una camarilla de herederos y de nuevos ricos? ¿No es razonablemente posible llamar «delincuentes» a aquellos individuos cuya única norma es el provecho? ¿Y quienes,
para servir a esta norma, están dispuestos a pisotear,
si fuera necesario, a millones de personas? En efecto,
que el destino de millones de personas dependa de los
cálculos de tales delincuentes se volvió algo tan manifiesto, se hizo tan visible, que la aceptación de esta
«realidad», como dicen los plumíferos de los delincuentes, resulta cada vez más sorprendente. El espectáculo
de Estados penosamente desconcertados debido a que
un grupito anónimo de autoproclamados evaluadores
les ha puesto una mala nota, como lo haría un profesor
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de economía a los malos estudiantes, es a la vez burlesco y muy inquietante. Queridos electores, ¿así que han
puesto en el poder a unos cuantos individuos que, de
sólo pensar que a la mañana siguiente se podrían
enterar que los representantes del «mercado», es decir,
los especuladores y los parásitos del mundo de la
propiedad y del patrimonio, les han puesto como nota
una AAB en lugar de una AAA, tiemblan de noche como
colegiales? ¿No es bárbara esta influencia consensual
que ejercen sobre nuestros amos oficiales esos amos
oficiosos cuya única preocupación es saber cuáles son y
cuáles serán sus beneficios en la lotería en que ponen en
juego sus millones? Sin contar con que su angustiante
mugido –«¡Ah! ¡Ah! ¡Be!»– se pagará con una obediencia
a las órdenes de la mafia, que invariablemente son del
tipo: «Privaticen todo. Supriman la ayuda a los débiles,
a los solitarios, a los enfermos, a los desocupados. Supriman toda la ayuda que sea a quien sea, excepto a los
bancos. No curen más a los pobres, dejen morir a los
viejos. Bajen los salarios de los pobres, pero también
bajen los impuestos a los ricos. Que todo el mundo
trabaje hasta los 90 años. Enseñen matemática solamente a los traders, lectura sólo a los grandes propietarios, historia sólo a los ideólogos de turno.» Y la
ejecución de esas órdenes de hecho arruinará la vida de
millones de personas.
Pero, una vez más, nuestra realidad validó la previsión de Marx, y hasta la superó. A los gobiernos de los
años 1840-1850, Marx los había calificado como «apoderados del Capital». Lo que da la clave del misterio: en
definitiva, los gobernantes y los delincuentes de las
finanzas comparten el mismo universo. La fórmula
«apoderados del capital» sólo hoy se vuelve enteramente exacta, y todavía más en la medida en que no hay
ninguna diferencia en este punto entre los gobiernos de
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derecha, Sarkozy o Merkel, y los «de izquierda», Obama, Zapatero o Papandreu.
Por lo tanto, somos efectivamente testigos del cumplimiento retrógrado de la esencia del capitalismo, de
un retorno al espíritu de los años 1850, que vino después de la restauración de las ideas reaccionarias que
siguió a los «años rojos» (1960-1980), del mismo modo
que los años 1850 fueron posibles debido a la Restauración contrarrevolucionaria de los años 1815-1840, tras
la Gran Revolución de 1792-1794.
Desde luego, Marx pensaba que la revolución proletaria, bajo la bandera del comunismo, terminaría bruscamente y nos ahorraría ese despliegue integral cuyo
horror percibía con toda lucidez. En su espíritu se
trataba efectivamente del comunismo o la barbarie. Los
intentos formidables por darle la razón en este punto
durante los dos primeros tercios del siglo XX de hecho
han frenado y desviado considerablemente la lógica
capitalista, de manera singular después de la Segunda
Guerra Mundial. Desde hace aproximadamente unos
treinta años, tras el desmoronamiento de los Estados
socialistas como figuras alternativas viables (como es
el caso de la URSS) o su subversión por un virulento
capitalismo de Estado tras el fracaso de un movimiento
de masas explícitamente comunista (como es el caso de
la China de los años 1965-1968), tenemos por fin el
dudoso privilegio de asistir a la verificación de todas
las predicciones de Marx referentes a la esencia real
del capitalismo y de las sociedades en las que rige. En
cuanto a la barbarie, allí es en donde estamos y a donde
nos vamos a adentrar un buen trecho. Pero coincide,
hasta en el detalle, con la irrupción de lo que Marx
esperaba que impidiera el poder del proletariado organizado.
El capitalismo contemporáneo, por lo tanto, no es de
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ninguna manera creador y posmoderno: como juzga que
se ha desembarazado de sus enemigos comunistas,
avanza a su propio ritmo según una línea cuyos aspectos generales Marx advirtió en los economistas clásicos
y cuya obra continuó desde una perspectiva crítica.
Desde luego, no son el capitalismo y sus sirvientes
políticos quienes despiertan la Historia, si entendemos
el «despertar» como el surgimiento de una capacidad
destructiva y creadora a la vez cuya meta es salir
realmente del orden establecido. En ese sentido, Fukuyama no estaba equivocado: el mundo moderno, una vez
completado su desarrollo y consciente que deberá morir –aunque sea, como resulta desgraciadamente probable, en violencias suicidas–, sólo tiene que pensar en
«el fin de la Historia», del mismo modo que, en el
segundo acto de Las valquirias de Wagner, Wotan
explica a su hija Brunehilda que su único pensamiento
es «¡el fin!, ¡el fin!».
Si se diera un despertar de la Historia, no habría que
buscarlo por el lado del conservadurismo bárbaro del
capitalismo ni del encarnizamiento de todos los aparatos estatales para mantener su ritmo frenético. El
único despertar posible es el de la iniciativa popular,
allí donde arraigará la potencia de una Idea.
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22
II
LA REVUELTA INMEDIATA
En momentos en que escribo estas páginas, nos toca en
suerte asistir a los discursos de Cameron, Primer
Ministro inglés, ya comprometido en diversos asuntos
sospechosos, a propósito de las revueltas en los barrios
pobres de Londres. En este caso, una vez más, el retorno
a la fraseología antipopular del siglo XIX es impresionante. No se trata sino de bandas, matones, ladrones,
rufianes y delincuentes, en suma, las «clases peligrosas» que se oponen –como en los tiempos de la reina
Victoria– a un culto mórbido de la propiedad, de la
defensa de los bienes y de los ciudadanos honestos (los
que nunca se sublevan contra lo que sea). El conjunto
viene acompañado por el anuncio de una represión
despiadada, prolongada y, por una cuestión de principios, ciega. En este punto, podemos confiar en Cameron: el Reino Unido, que corre en pos de un uso de la
prisión como en los Estados Unidos, que poco falta para
que sea un campo de concentración, ha elaborado, en la
época del «socialista» Blair, una legislación feroz y
cuenta en términos de proporción de la población con
muchos más prisioneros que Francia que, sin embargo,
cuando se trata de encarcelar a los jóvenes, no se anda
con chiquitas.
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Para terminar de sembrar el terror, la televisión
hace desfilar con complacencia imágenes de comandos
policiales, bestias brutas ataviadas y armadas hasta
los dientes que pulverizan voluptuosamente las puertas a golpes de ariete (advertimos que los bienes de los
pobres no les importan en lo más mínimo) y se arrojan
dentro de los departamentos para sacar con una brutalidad espectacular a un joven que sin duda fue denunciado no se sabe por quién o que fue entrevisto en una de
las innumerables cámaras con que el gobierno de su
Majestad ha llenado el espacio público, transformándolo en un escenario gigantesco con la policía cual
mirón perpetuo. Al mismo tiempo, los tribunales condenan a penas asombrosas, en un desorden total, a los
que tiran botellas, a los ladrones de latas de betún, a los
que cacheteaban a las fuerzas del orden, a los que
prendían fuego a los tachos de basura, a los vocingleros,
a los que tenían una navaja en el bolsillo, a los que
insultaban al gobierno, a los que corrían, a los que, para
hacer lo mismo que los vecinos, rompían las vidrieras,
a los que decían malas palabras, a los que se quedaban
quietos con las manos en los bolsillos, a los que no
hacían nada, lo cual es algo muy sospechoso, e incluso
a los que no se encontraban en el lugar y a los que la
justicia por supuesto debe preguntarles en dónde estaban. Es que, tal como lo ha dicho noblemente Cameron,
superando a su propia policía: «No se trataba de mantener el orden, se trataba de criminalidad.» Para Cameron, que tiene previsto iniciarles juicio a unas tres
mil personas, para su policía, que ha declarado estar
buscando unas treinta mil personas, de pronto, fenómeno extraño, han visto que en las calles surgían
decenas de miles de criminales…
Como siempre, como en Francia, el olvidado de todo
el asunto es el crimen verdadero, al mismo tiempo que
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la indiscutible y auténtica víctima: al que (y, a menudo,
a los que) la policía ha matado. De manera completamente uniforme, las revueltas de la juventud popular
de los «arrabales» (palabra que designa, como ataño, a
los «suburbios», la inmensa parte trabajadora y pobre
de nuestras flamantes ciudades, el continente negro de
nuestras megalópolis) son provocadas por la actuación
de la policía. La chispa que «prende fuego al llano»
siempre es un crimen de Estado. De manera igualmente uniforme, el gobierno y su policía, no sólo rechazan
categóricamente reconocer la menor responsabilidad
en todo el asunto, sino que toman la revuelta como
pretexto para reforzar de nuevo el arsenal judicial y
policial. Gracias a esta perspectiva, los «arrabales» son
espacios en que se yuxtaponen un desinterés despectivo del poder público por esas zonas desesperadas y las
cargadas y violentas incursiones represivas. Todo ello
según el modelo de los «barrios indígenas» de las ciudades coloniales, de los guetos de negros de los días de
gloria de Estados Unidos o de las reservas de palestinos en Cisjordania. Intelectuales serviles vuelan en
ayuda de la represión, viendo en todos los jóvenes más
o menos tostados una gentuza «islamista», hostil a
«nuestros valores». ¿Cuáles son esos famosos valores?
Nadie los ignora: se llaman Patrimonio, Occidente y
Laicismo. Es el espantoso P.O.L., la ideología dominante de todos los países que se presentan como civilizados.
Cuando se trata de nuestros conciudadanos de los
presuntos arrabales, «la opinión» exigirá, en nombre
del POL, una «tolerancia cero». Observemos al pasar
que si hay «tolerancia cero» para el joven negro que roba
un destornillador, existe en cambio una tolerancia
infinita para los delitos de los banqueros y los prevaricadores gubernamentales, a pesar de que su accionar
afecta la vida de millones de personas. A los sutiles
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intelectuales que lloran de solo ver al millonario director del FMI esposado, les parece que, en los arrabales,
el poder es «flojo» y que nunca habrá en las cadenas
suficientes árabes y negros.
En nombre del mismo POL, y cuando se trata de esos
países débiles de África en los que «tenemos intereses»,
la misma opinión pedirá que se ejerza el «derecho a la
ingerencia». Nuestros gobernantes, valientes campeones de los valores que valen de verdad, aplastarán bajo
las bombas a un pequeño déspota que antes adoraban
pero que se ha vuelto un tanto reacio o inútil. Por
supuesto, no será cuestión de tocar a los más poderosos
y más astutos que disponen de recursos cruciales,
están armados hasta los dientes y, al darse cuenta que
cambiaba el viento, han llevado a cabo a tiempo oportunas «reformas». Lo cual quiere decir que han agitado
ante las plácidas narices de la opinión occidental algunas declaraciones a favor del POL.
Bajo nuestros valores, bajo el POL, leamos siempre:
POLicía.
En este proceso en que el Estado muestra su rostro
más espantoso se forja un consenso no menos detestable
en torno a una concepción particularmente reactiva
que es posible resumir en estos términos: la destrucción o el robo de algunos bienes durante el furor de la
revuelta es infinitamente más censurable que el asesinato de un joven por parte de la policía, asesinato que
está en el origen de la revuelta. Muy rápidamente, el
gobierno y la prensa cifran los daños. Y ahí está la idea
repulsiva que difunde todo eso: la muerte del muchacho
–un «negro sinvergüenza», sin duda, o un árabe «conocido por los servicios de la policía»– no es nada en
comparación con esos gastos extraordinarios. Lloremos, no por el muerto, sino por las compañías de seguro.
Contra las bandas y los ladrones, montemos guardia
26
codo a codo con los gendarmes ante nuestro patrimonio
que codicia una gentuza extraña a nuestros valores,
hostil al POL, puesto que está despojada (no tiene
Patrimonio), viene de África (no de Occidente) y es
islamista (no es Laica).
Aquí se afirmará, a contrario, que la vida de un joven
no tiene precio, y todavía más en la medida en que se
trata de uno de los innumerables abandonados de
nuestra sociedad. Suponer que el crimen intolerable es
quemar algunos autos y saquear negocios, mientras
que matar a un muchacho es anecdótico, concuerda de
manera típica con lo que Marx consideraba como la
alienación central del capitalismo: la primacía de las
cosas con respecto a la existencia,3 de mercaderías con
respecto a la vida y de las máquinas con respecto a los
obreros, que su fórmula resumía afirmando que «el
muerto atrapa al vivo». Los Cameron y los Sarkozy son
los polis celosos de esta dimensión mortífera del capitalismo.
Entiendo que la revuelta provocada por los crímenes
de Estado, como por ejemplo en París en 2005 o en
Londres en 2011, es violenta, anárquica y finalmente
sin verdad duradera. Tengo para mí que destruye y
saquea sin concepto, como lo Bello, según Kant, «gusta
Para una versión literaria moderna y rigurosa del tema marxista de la alienación, sobre todo de la prevalencia de las cosas con
respecto a la existencia y, por lo tanto, de las consecuencias subjetivas de que «el muerto atrapa al vivo», se puede leer o releer el libro
de Georges Perec Les Choses. Une histoire des années soixante (1965)
[Existe edición en castellano: (2008) Las cosas. Una historia de los
años sesenta, Barcelona, Anagrama]. Recordemos que, en el vocabulario de la época, la influencia social del capitalismo se llama
«sociedad de consumo» o, en su versión situacionista, «sociedad del
espectáculo». Pero cuarenta años más tarde, vamos a experimentar
el hecho de que, bajo la tutela del Capital, es posible tener la más
feroz desagregación subjetiva sin consumo (excepto de productos
podridos) ni espectáculo (excepto de bomberos).
3
27
sin concepto». Volveré sobre este punto con todavía
mayor insistencia dado que se trata precisamente de
mi problema: si las revueltas deben señalar el despertar de la Historia, será necesario que estén de acuerdo
con una Idea.
Ahora bien, por el momento se permitirá al filósofo
que preste atención a la señal, antes que ir corriendo a
la comisaría.
Desde las revueltas obreras y campesinas en China
a las de la juventud en Inglaterra, desde la sorprendente tenacidad bajo la metralla de la muchedumbre en
Siria a las protestas masivas en Irán, desde los palestinos que exigen la unidad de Fatah y Hamas a los
chicanos sin papeles de los Estados Unidos, en la
actualidad, las revueltas se cuentan en el mundo entero. Hay de todas las clases, a menudo muy violentas, a
veces apenas esbozadas, a veces movilizan grupos sociales determinados o bien poblaciones enteras; son
provocadas por decisiones gubernamentales y/o patronales, por coyunturas electorales, por actuaciones de la
policía o de un ejército de ocupación, e incluso por
simples episodios de la vida popular; adquieren de
inmediato un sesgo activista o bien se desarrollan a la
sombra de una protesta más oficial; ciegamente progresistas o ciegamente reaccionarias (no todas las revueltas vienen bien…). Todas tienen en común el hecho
de que sublevan a una gran cantidad de personas con la
cuestión de que las cosas, tal como están, hay que
considerarlas como inaceptables.
Es posible distinguir tres tipos de revueltas, que
llamaré respectivamente la revuelta inmediata, la revuelta latente y la revuelta histórica. En este capítulo
hablaré del primer tipo. Los otros dos serán considerados respectivamente en los dos capítulos que siguen.
La revuelta inmediata es la agitación de una parte de
28
la población, casi siempre inmediatamente después de
un episodio violento de la coerción del Estado. Incluso
la famosa revuelta tunecina que a comienzos del año
2011 ha desencadenado el proceso denominado como
«revoluciones árabes», en un primer momento fue una
revuelta inmediata (como reacción al suicidio de un
vendedor ambulante, al que no lo dejaron vender y lo
abofeteó una agente de la policía).
Algunos de los rasgos constitutivos de una revuelta
de esa naturaleza tienen un alcance general en la medida en que la revuelta inmediata a menudo es la forma
primitiva de una revuelta histórica.
En principio, la punta de lanza de la revuelta inmediata, sobre todo en los enfrentamientos inevitables con
las fuerzas del orden, está conformada por la juventud.
Algunos cronistas han considerado como un hallazgo
sociológico el papel que cumplieron los «jóvenes» en las
revueltas del mundo árabe y lo conectaron con el uso de
Facebook u otras pavadas de la supuesta innovación
técnica de la edad posmoderna. Pero ¿quién ha visto
alguna vez una revuelta que conformara sus primeros
rangos con ancianos? La juventud popular y estudiante
como se la pudo ver en China en 1966-1967, en Francia
en 1968, pero también en 1848, en tiempos de la Fronda,
durante la revuelta de los Taipings y, al fin y al cabo,
siempre y en todos lados, ha sido universalmente el
núcleo de las revueltas. Entre las constantes de la
acción de las masas se cuentan su capacidad para
aglutinarse, para movilizarse, para inventar lenguajes
y tácticas, tanto como sus insuficiencias en cuanto a la
disciplina, a la tenacidad estratégica y a la moderación
cuando resulta necesaria. Por lo demás, los tambores,
el fuego, los papeles incendiarios, las corridas por las
callejuelas, las palabras que circulan, las campanas
que suenan, durante siglos han sido suficientes para
29
que la gente se encuentre de pronto en algún lugar,
tanto como lo hace en la actualidad la electrónica del
rebaño. Ante todo, la revuelta es un aglutinamiento
tumultuoso de la juventud que casi siempre reacciona
ante un crimen abominable, real o supuesto, del Estado
despótico (aunque las revueltas nos muestran que, en
cierta medida, todo Estado es despótico; ésa es la razón
por la cual el comunismo está llamado a organizar su
caída).
Luego, la revuelta inmediata se localiza en el territorio de quienes participan en ella. Como veremos, la
cuestión de la localización de las revueltas es absolutamente fundamental. Cuando la revuelta se circunscribe a los lugares en donde viven sus participantes (por
lo general, los barrios decadentes de las ciudades), se
mantiene en su figura inmediata. Únicamente cuando
llega a un lugar nuevo, que por lo general se encuentra
en pleno centro de la ciudad, en donde permanece y se
extiende, es cuando se convierte en una revuelta histórica. Estancada en su propio espacio social, la revuelta
inmediata no constituye un recorrido subjetivo fuerte.
Se enfurece consigo misma, destruye lo que acostumbra. Se las agarra con los magros símbolos de la vida
«rica» que frecuenta a diario, sobre todo con los autos,
los negocios o las agencias de la circulación monetaria.
Si puede hacerlo, devasta los escasos símbolos del
Estado, con lo cual termina de arruinar su muy exigua
presencia: comisarías casi abandonadas, escuelas sin
ningún prestigio, centros sociales inútiles que se ven
como un yeso paternalista en la pata de palo del abandono. Todo lo cual no hace sino alimentar la hostilidad
de la opinión del tipo POL contra los agitadores. «¡Miren! ¡Están destruyendo las pocas cosas que tienen!».
Lo que esta opinión no quiere ver es que cuando algo
forma parte de las escasas «ventajas» que se les han
30
otorgado, no se convierte en el símbolo de su función
particular sino de la escasez general, y que es por eso
que la revuelta lo detesta. De allí surgen las destrucciones y los saqueos enceguecidos en los lugares mismos en
que viven los insurrectos, una característica universal
de las revueltas inmediatas. En lo que a nosotros
respecta, diremos que todo ello lleva a cabo una localización débil, una incapacidad por parte de la revuelta
para desplazarse.
Lo cual no quiere decir que la revuelta inmediata
permanezca en un único lugar. Por el contrario, se
advierte un fenómeno al que se ha considerado como
contagio: la revuelta inmediata no se propaga por
desplazamientos sino por imitación. Y esta imitación
se instala en lugares semejantes y hasta ampliamente
idénticos al espacio inicial. Los jóvenes de una aglomeración de Saint-Ouen van a hacer lo mismo que los de
una aglomeración de Aulnay-sous-Bois. Todos los barrios populares de Londres van a dejarse ganar por la
fiebre colectiva. Cada cual permanece en su casa, pero
allí hace lo que ha oído que hacía el otro. Este proceso
es en efecto una extensión de la revuelta, pero también
diremos que en esos casos se trata de una extensión
restringida, característica de la revuelta inmediata o
de la fase inmediata de la revuelta. Sólo adquiere una
dimensión histórica cuando la revuelta encuentra los
medios para alcanzar una extensión que no se deja
llevar por la imitación. Fundamentalmente, una verdadera dimensión histórica llega a la orden del día
cuando la revuelta inmediata se extiende a sectores de
la población que, por el estatus, la composición social,
el sexo o la edad, se hallan alejados del núcleo constitutivo. La entrada en escena de las mujeres del pueblo es
casi siempre la primera señal de una extensión generalizada de esa naturaleza. La revuelta inmediata, si nos
31
limitamos a su dinámica inicial, sólo puede unir localizaciones débiles (en el sitio de los revoltosos) a extensiones restringidas (por imitación).
Finalmente, la revuelta inmediata siempre es indistinta en cuanto al tipo subjetivo que convoca y suscita.
A partir del momento en que esta subjetividad no está
hecha sólo de revuelta, que se halla dominada por la
negación y la destrucción, no permite que se distinga
con claridad aquello que depende de una intención que
puede universalizarse parcialmente, de lo que permanece encerrado en una rabia sin más finalidad que la
satisfacción de haber podido cobrar forma y encontrar
sus malos objetos para destruir o para consumir. De
allí que, como es sabido, a una masa de jóvenes indignados por la muerte de su «hermano» se mezclan indistintamente los innumerables grados de contubernio con el
hampa que existe en todas partes en que la pobreza, el
abandono social, la ausencia de toda atención estatal y,
sobre todo, la carencia de una organización política
arraigada y con consignas fuertes, provocan una dislocación de la unidad popular y la tentación de los
despachantes dudosos que ponen en circulación dinero
donde no lo hay. El hampa, grande o chica, es una forma
importante de corrupción de la subjetividad popular
por parte de la ideología dominante del provecho. La
presencia del hampa en la revuelta inmediata, en dosis
más o menos elevadas según las circunstancias, es
inevitable. Desde luego, los insurrectos deberían reconocerlo como una forma de complicidad con el orden
dominante: después de todo, el capitalismo no es otra
cosa que el poder social de un hampa «honorable». Pero
en la medida en que es inmediata, la revuelta realmente no puede organizar su propia depuración. De allí
que, entre las destrucciones de los símbolos detestados,
los saqueos rentables, la pura alegría de romper lo que
32
existe, el olor alegre de la pólvora y la guerrilla contra
los polis no resulta fácil ver con claridad. El sujeto de
las revueltas inmediatas es siempre impuro. Es por
ello que no es político, ni siquiera prepolítico. En el
mejor de los casos, y ya es bastante, se contenta con
abrir el camino para una revuelta histórica; en el peor,
con dar la señal de que la sociedad existente, que
siempre es una conformación estatal del Capital, no
tiene los medios suficientes como para prohibir de
manera absoluta el surgimiento de una señal histórica
de rebelión en los espacios desolados de los que es
responsable.
33
34
III
LA REVUELTA LATENTE
Las revueltas históricas de los últimos tiempos, las
que señalan la posibilidad de una nueva distribución
de la historia de las políticas –sin que, por el momento, sean capaces de llevar a cabo esa posibilidad– son
evidentemente las sublevaciones multiformes que se
han presentado en varios países árabes. En el próximo capítulo me voy a basar en esas sublevaciones
para definir precisamente lo que es una revuelta
histórica: una revuelta que no es, más acá de ella,
una revuelta inmediata ni, más allá de ella, el surgimiento de una nueva política a gran escala.
¿Qué decir de nuestros países «occidentales»?
Llamamos «occidentales» a los países que orgullosamente se llaman a sí mismos con ese nombre: países
situados desde el punto de vista histórico en la punta
del desarrollo capitalista, que se reconocen dentro de
una vigorosa tradición imperial y guerrera, que todavía se encuentran dotados de un poder de disuasión
económico y financiero que les permite comprar gobiernos corruptos en casi todas partes del mundo y un
poder de disuasión militar que les permite intimidar a
todos los enemigos potenciales de su dominación. Debemos agregar que esos países se sienten extremadamen35
te satisfechos de su sistema de Estado, al que denominan «democracia», sistema que, en efecto, es particularmente apropiado para la convivencia pacífica de diversas facciones de la oligarquía en el poder, las cuales,
aunque estén de acuerdo en las cuestiones de fondo
(economía de mercado, régimen parlamentario, hostilidad vigilante contra todo lo que no son ellas y cuyo
nombre genérico es «comunismo»), no por ello están
menos separadas por distintos matices.
Los países occidentales han tenido revueltas históricas, y las tendrán sin duda alguna a una escala mucho
mayor a todo lo que hemos presenciado en los últimos
diez años. Desde hace aproximadamente cuarenta años
no han tenido ninguna revuelta histórica. Opino que se
ha abierto la época, si no de su posibilidad, por lo menos
de que sea posible su posibilidad. Entendamos con esto
una ruptura acontecimental4 que cree la posibilidad de
un imprevisto despliegue histórico de tal o cual revuelta inmediata.
Lo que me anima a arriesgar esta hipótesis (optimista…) es lo que denomino la existencia, en nuestros
países pudientes, aunque en crisis, y contentos consigo
mismos, aunque sepulcrales, de una revuelta latente.
Empezaré dando un ejemplo.
Entre las innumerables fechorías antipopulares del
gobierno de Sarkozy, que muy probablemente ha sido
el gobierno más reaccionario que Francia haya conocido desde Pétain, se incluye, como lo sabe todo el mundo,
una reforma de la jubilación que ruidosamente exigen
«los mercados» de los que Sarkozy es un obediente
Neologismo que suele usarse para traducir el adjetivo événementiel, que en las Ciencias Sociales hace referencia a lo que se
circunscribe a una descripción de los acontecimientos, sin hacer
ningún comentario o reflexión (Cf. Alain Badiou (2002): Condiciones,
México, siglo XXI editores) (N. del T.).
4
36
comensal. En sustancia, se trata de trabajar durante
mucho más tiempo para ganar bastante menos. La
«réplica» a esta medida, de la que se hicieron cargo los
sindicatos, fue a la vez muy masiva y muy blanda.
Millones de personas desfilaron por las calles, pero las
direcciones sindicales empezaban la lucha visiblemente derrotadas. Su objetivo real se limitaba a la necesidad de controlar a las masas y a evitar los «derrapes»,
para llegar tranquilamente a los días mejores, cuando
se elija como presidente a un miembro del aparato «de
izquierda».
Sin embargo, en el interior de ese movimiento, tan
desarticulado en su interior por sus jefes como lo estaba
el ejército francés en 1940 por sus propios generales –que
de lejos preferían a Hitler antes a los comunistas– se
han constatado varios síntomas que implícitamente
tendían hacia la revuelta. En primer lugar, el grito
reiterado de «Sarkozy renuncia», que como veremos es
típico de las revueltas históricas, fue proferido en
múltiples oportunidades, a pesar de las indicaciones
«apolíticas» de las burocracias dirigentes. Luego, se ha
podido constatar la evidente disidencia, en las marchas, de diversas grandes columnas sindicales, mucho
más furiosas que sus jefes, que querían mucho más y lo
querían ya. En esta constatación, hay que incluir la
sorprendente decisión del sindicato de trabajadores de
refinerías de petróleo, que durante algunos días mantuvo un bloqueo en la entrega de naftas, una acción de
una brutalidad muy real y capaz de tener consecuencias a largo plazo (por lo demás, la policía intervino
enseguida). Sin duda, esos hechos daban comienzo a lo
que siempre sucede en tiempos de revueltas: la división
de los aparatos, sean cuales fueren, bajo la presión
subjetiva de consignas por medio de las cuales la acción
colectiva tiende a unificar al pueblo. Finalmente y
37
sobre todo, la invención de nuevas formas de acción de
naturaleza virtualmente insurrecta, aun cuando no se
haya extendido, ha preparado el futuro. En particular,
cabe citar la práctica de huelgas «por procuración» o
huelgas «gratuitas»: esa fábrica o ese establecimiento
hacen huelga, aunque sus asalariados dicen que están
en el trabajo. Es que, con el evidente acuerdo de dichos
asalariados, una avanzada popular exterior, compuesta principalmente por personas que no están obligadas
a trabajar (jubilados, estudiantes, veraneantes, desocupados…), ha ocupado el lugar y ha bloqueado la
producción. De esta manera, la condición de huelga es
por completo real, aunque los asalariados no estén
legalmente en huelga y puedan cobrar su paga. Este
procedimiento permite hacer que una huelga con ocupación se extienda en el tiempo, una duración que, por
lo general, sigue siendo inaccesible, en la mayoría de
los casos, más allá de algunos días, sobre todo en la
actualidad, en la medida en que la vida se ha vuelto
muy difícil para los pequeños asalariados y que los
sindicatos están por demás debilitados como para sostener un fondo de huelga.
Por diversas razones, este tipo de acción es casiinsurrecta. En primer lugar, hace caso omiso a la
opinión reaccionaria usual según la cual los asuntos de un
sitio son de sus asalariados y exclusivamente de ellos.
Luego, enfrenta sin ceder el juicio no menos reaccionario según el cual es inmoral estar haciendo huelga y al
mismo tiempo declararse no huelguista. En tercer
lugar, vincula de manera absoluta «huelga» y «ocupación», que habitualmente están separadas por un escalón, por lo menos en la escala de la violencia y de la
acción. De esta manera, crea una localización compartida, y no sólo una localización restringida, como sería
el caso si únicamente los asalariados participaran de la
38
ocupación. En cuarto lugar, debe prepararse para la
llegada ineluctable de la policía, lo cual pone al
orden del día el clásico debate insurrecto entre el
abandono pacífico del sitio o la continuidad y la
resistencia en el lugar. Finalmente, y sobre todo, opera
en la acción el vínculo entre diversos estratos sociales
que por lo general se hallan separados, lo que de este
modo crea en el mismo lugar un tipo subjetivo nuevo,
más allá de los fraccionamientos alimentados tanto por
el Estado como por sus aprendices sindicales. La mejor
prueba de ello es que las acciones de una envergadura
de este tipo, como, por ejemplo, la toma de algunos
aeropuertos o la suspensión de actividades en las fábricas de tratamiento de la basura, han sido preparadas
y decididas por comités que adoptan diversos nombres
pero cuya característica principal ha sido la de amalgamar a estudiantes, jóvenes, asalariados, agremiados
o no, jubilados, intelectuales… Así se realizaba a nivel
local, y en la mira de acciones inmediatas, una dimensión importante de las revueltas más significativas: la
creación de un nuevo tipo de unidad popular, indiferente a las estratificaciones estatales y que se constituye como resultado de trayectos subjetivos aparentemente dispares.
A favor de la latencia insurrecta de estas acciones,
también cabe considerar que los principales medios de
comunicación, servidores de la «prudencia democrática» –dicho en otros términos, de la ideología POL– se
cuidaron muy bien de ver en ello la única verdadera
novedad de la situación, la única promesa de futuro de
un movimiento tan blando como vasto, y lo mencionaran lo menos posible.
Podemos afirmar que la «movilización» (penosa palabra…) contra la ley Sarkozy sobre las jubilaciones ha
contenido, más allá de su ampulosidad derrotista, una
39
subjetividad insurrecta latente. Sin duda, habría bastado una chispa, un incidente espectacular, un derrape
violento, y hasta una consigna sindical mal comprendida para que dicha «movilización» adquiriese un cariz
mucho más decidido, para que saliera local y fuertemente del consenso capital-parlamentario y constituyese lugares populares inexpugnables.
De esta manera, incluso en nuestros países angustiados y tentados por la reacción más extrema, la
latencia de la revuelta demuestra que las circunstancias pueden extraer de nuestra atonía un imprevisible
más allá de nuestras «democracias» mortíferas.
40
IV
LA REVUELTA HISTÓRICA
Instruidos por la impactante novedad de las revueltas
en los países árabes, en especial por su duración, su
encarnizamiento, su consistencia desarmada y por su
imprevisible independencia, creo que, en primer término, es posible proponer una definición simple de la
revuelta histórica: es el resultado de la transformación
de una revuelta inmediata, más nihilista que política,
en una revuelta prepolítica. Para lo cual, el caso de los
países árabes nos enseña entonces que se requieren:
1. El paso de la localización restringida (manifestaciones, asaltos y destrucciones en el sitio mismo de los
insurrectos) a la construcción de un lugar central
durable, en el que los insurrectos se instalen de manera
esencialmente pacífica, afirmando que permanecerán
en el lugar hasta que se vean satisfechas sus exigencias. De pronto, también pasamos del tiempo limitado
y, en cierta medida, consumado de la revuelta inmediata, que es un asalto informe y arriesgado, al tiempo
largo de la revuelta histórica, que más bien se parece a
las viejas ciudades sitiadas, excepto por el hecho de que
ahora se trata de sitiar al Estado. En realidad, todo el
mundo sabe que destruir no puede durar mucho, salvo
41
durante las «grandes guerras»: una revuelta inmediata
dura entre uno y cinco días como máximo. En su lugar
masivo, incluso encerrado y hostigado por los policías,
o en las grandes avenidas que ocupa ritualmente un día
fijo de la semana, con la muchedumbre que no deja de
crecer, la revuelta histórica se sostiene semanas o meses.
2. Para ello, se requiere pasar de la extensión por
imitación a la extensión cualitativa. Lo que quiere
decir que, en un sitio construido de esa manera, se van
unificando progresivamente casi todos los componentes del pueblo: la juventud popular y estudiante, por
supuesto, pero también los obreros de las fábricas, los
intelectuales de toda suerte, familias enteras, gran cantidad de mujeres, empleados, funcionarios, y hasta
policías y soldados… Personas de diferentes religiones
diferentes se protegen mutuamente durante los momentos destinados a los rezos, personas de proveniencia opuesta conversan tranquilamente como si se conocieran desde siempre. Y el habla múltiple, ausente o
casi ausente en las vociferaciones de la revuelta inmediata, se afirma, los carteles cuentan y exigen, las
banderas levantan a la multitud. Hasta la prensa
mundial reaccionaria terminará hablando del «pueblo
egipcio» con respecto a los que ocupan la plaza Tahrir.
Es en ese momento cuando el umbral de la revuelta
histórica se ha traspasado: localización establecida,
duración posible prolongada, intensidad de la presencia compacta, multitud multiforme que vale por todo el
pueblo: como habría dicho Trotsky, que algo de esto sabía:
«Las masas se han subido al escenario de la Historia».
3. También fue necesario pasar del alboroto nihilista
del asalto insurrecto a la invención de una consigna única
que envolviese todas las voces dispares: «¡Mubarak, andate!». Así es como se creó la posibilidad de la victoria, en la
medida en que ha quedado fijada la apuesta inmediata de
42
la revuelta. Más allá de un sentimiento destructor de
venganza, el movimiento puede extenderse en el tiempo a
la espera de una satisfacción precisa, material: la partida
de un hombre cuyo nombre se repite, casi no hay tabú al
respecto, hoy condenado en el plano público a que lo tache
la gente ignominiosamente.
De todo lo que hemos podido ver estos últimos meses,
retengamos esto: la revuelta se vuelve histórica cuando su
localización deja de ser restringida y, en cambio, en el
espacio ocupado funda la promesa de una temporalidad
nueva y de largo alcance; cuando su composición deja de
ser uniforme y, en cambio, esboza poco a poco una representación del mosaico unificado de todo el pueblo; cuando,
finalmente, las quejas negativas de la revuelta pura se ven
reemplazadas por la afirmación de una demanda común, cuya satisfacción da un primer sentido a la palabra «victoria».
En este marco muy general, de entrada hay que
insistir en lo que conforma la rareza propiamente
histórica de las revueltas tunecina y egipcia de principios del año 2011: además de que nos enseñaron o nos
recordaron las leyes del pasaje de la revuelta inmediata a la revuelta histórica, han sido victoriosas con bastante rapidez. Esos países contaban con regímenes que
parecían estar bien emplazados desde hacía mucho
tiempo, que habían organizado una vigilancia policial
permanente y que practicaba la tortura sin ningún
remordimiento, que estaban rodeados por la amabilidad
de todas las potencias «democráticas» imperiales, grandes o minúsculas, que estaban irrigados de manera constante por el maná corruptor de esas potencias y, de pronto,
helos allí derribados, o por lo menos los que resultaban
más emblemáticos –Ben Ali y Mubarak– por acciones
populares absolutamente imprevisibles y sin que las
dirigiera ninguna organización existente, lo que vuelve
indudable la dimensión insurrecta de esas acciones.
43
Sólo con esos hechos alcanza ya para que hablemos,
con respecto a esas revueltas, de un «despertar de la
Historia». ¿Cuántos años son los que habría que remontarse para encontrar el derrocamiento de un poder
centralizado y bien armado llevado a cabo por parte de
una inmensa multitud que lo enfrentaba sin nada en
las manos? Treinta y dos años: la época en que gigantescas manifestaciones callejeras, contra las cuales las
fuerzas armadas nada pudieron hacer, derrocaron al
Sah de Irán que, al igual que Ben Ali, era considerado
un occidentalista y un modernizador, y que, como a él,
nuestros gobernantes habían adorado, habían subvencionado y habían armado. Pero en ese entonces nos
encontrábamos precisamente en el final de una larga
secuencia histórica en que las revueltas, las guerras de
liberación nacional, las tentativas revolucionarias,
las guerrillas y las sublevaciones de la juventud
habían otorgado un sentido pleno a la idea de Historia, encargada de sostener y validar opciones políticas radicales. Para una gran cantidad de gente,
entre 1950 como muy temprano y 1980 como muy
tarde, las ideas de revolución y de comunismo constituyen en todo el mundo evidencias triviales. Sin
embargo, en nuestros países, a partir de comienzos
de los años 1970 muchos militantes tiran la toalla,
dando inicio al penoso camino de la renegación y de
la adhesión al orden establecido, bajo la bandera
apolillada del «antitotalitarismo». La Revolución cultural en China, esa Comuna de Paris de la época de
los Estados socialistas, 5 fracasó debido a su propia
5
Para un análisis sintético de la Revolución Cultural que, a
menos que no se quiera comprender nada de la historia del proyecto
comunista, es el punto histórico a partir del cual hay que volver a
partir, señalo las páginas que le consagro en L’Hypothèse communiste (Lignes, 2009).
44
violencia anárquica –¿acaso se trataba de una colección
de revueltas inmediatas?– en 1976, con la muerte de
Mao. Solos en el mundo, algunos grupos intentaron
preservar los medios de una nueva duración. En este
sentido, la revolución iraní era terminal y no inaugural. A través de su oscura paradoja (una revolución
dirigida por un ayatolah, una sublevación popular que
se hallaba como encastrada en un contexto teocrático),
anunciaba el fin del tiempo claro de las revoluciones.
En ello, coincidía con el movimiento obrero Solidarnosc
de Polonia. Este alzamiento popular de gran importancia contra un Estado socialista corrupto y crepuscular
ha recordado que siempre es posible la acción de las
masas populares, incluso en una situación devastada
por la ocupación extranjera y un régimen político impuesto desde afuera. Solidarnosc también nos ha recordado que tales acciones sacan una fuerza singular
cuando se centran en las fábricas y sus obreros. Pero al
margen de su fuerza crítica, el movimiento polaco
seguía estando desprovisto de toda idea nueva referida
al posible destino del país y extrañamente lo alentaban
un futuro papa y un clero absolutamente reaccionarios.
Por lo demás, el resultado de la revolución iraní, el
oxímoron que conforma la expresión «República islámica», como su nombre lo indica, no tiene ninguna vocación
universal. Menos todavía el triste destino del Estado
polaco «liberado» del comunismo: capitalismo rabioso,
xenófobo y servilmente proestadounidense.
Naturalmente, no sabemos a dónde irán a parar las
revueltas históricas de Túnez, de Egipto, de Siria y de
otros países árabes: nos encontramos en la primera fase
posinsurrecta y todo sigue siendo muy incierto. Pero
resulta claro que, a diferencia de la revuelta histórica
polaca o de la revolución iraní, que clausuraban una
secuencia con una cerrazón violenta y paradójica de su
45
contexto ideológico, las revueltas en los países árabes
abren una secuencia que deja a su propio contexto en la
indecisión. Remueven y modifican las posibilidades
históricas de manera tal que el sentido que después
adquirirán sus pocas victorias iniciales en gran medida fijará el sentido de nuestro futuro.
Al tiempo que mantenemos su dimensión puramente
acontecimental y, por lo tanto, sustraída de la previsión «científica», creo que podemos inscribir estas disposiciones insurrectas como acciones características
de lo que llamaré periodos de intervalo.
¿Qué es un periodo de intervalo? Es lo que viene
después de un periodo durante el cual la concepción
revolucionaria de la acción política ha sido clarificada
lo suficiente como para que se haya presentado de
manera explícita como una alternativa al mundo dominante y haya obtenido al respecto apoyos masivos y
disciplinados, a pesar de las luchas internas que marcan su desarrollo. En un periodo de intervalo, por el
contrario, la idea revolucionaria del periodo precedente, que desde luego se ha topado con obstáculos muy
serios –enemigos encarnizados en el exterior e incapacidad provisoria para resolver importantes problemas
que se suscitan en el interior– ha dejado vacante su
herencia. Todavía no ha sido sustituida por un nuevo
curso en su desarrollo. Está faltando una figura de la
emancipación que sea abierta, compartida y practicable
en una escala universal. El tiempo histórico, por lo menos
para los que no aceptan venderse a la dominación, se
define por una suerte de intervalo incierto de la Idea.
En el transcurso de tales periodos, justamente debido a que el camino revolucionario se ha debilitado o que,
incluso, se ha vuelto ilegible, es posible que los reaccionarios digan que las cosas han retomado su curso
natural. Es lo que ha ocurrido de manera típica en 1815
46
con los restauradores de la Santa Alianza, para quienes
las relaciones sociales feudales y su síntesis monárquica constituían el único orden digno de Dios, mientras
que la revolución republicana y plebeya no era más que
una monstruosidad que se resumía en el Terror y en la
figura diabólica de Robespierre. Y es también de manera típica lo que nos quieren hacer creer desde hace
treinta años: la aberración totalitaria, el poder ideológico mortífero, los Estados socialistas, el marxismo, el
leninismo, el maoísmo y todos los movimientos del pensamiento y de la acción que encontraron allí el principio
de una vida intensa, sabemos de fuentes seguras –dicen
los devotos demócratas y los nuevos tartufos– que no
eran más que imposturas ineficientes y criminales que
se resumen en la figura diabólica de Stalin. La naturaleza pacífica de las cosas, la única proposición que vale,
es la armonía natural entre el capitalismo desenfrenado y la democracia impotente. Impotente debido a que,
del lado del verdadero poder, el del Capital, es servil y del
lado de la ambición trabajadora y popular, está estrechamente «controlada».
La «democracia liberal» es el periodo de intervalo en
que todavía estamos, es decir, entre 1980 y 2011 (¿y aun
más?) –periodo en que el capitalismo clásico se ha
reactivado como consecuencia del hundimiento de las
formas estatales de la vía comunista surgidas de la
revolución bolchevique– lo que era la «monarquía liberal»
en el periodo de intervalo durante el cual el capitalismo
moderno se desarrolló tras el aplastamiento de los últimos temores de la revolución republicana (1815-1850).
Sin embargo, durante esos periodos de intervalo, los
descontentos, las revueltas, la convicción de que el
mundo no debería ser lo que es, que el capital-parlamentarismo no es de ninguna manera «natural» sino
perfectamente siniestro, todo eso existe. Al mismo
47
tiempo, no puede encontrar una forma política propia,
debido a la imposibilidad, en primer lugar, de extraer
su fuerza del hecho de que comparten una Idea. La
fuerza de las revueltas, incluso cuando aquellas adquieren un alcance histórico, sigue siendo esencialmente negativa («que se vayan todos», «afuera Ben Ali»,
«Mubarak, andate»). La fuerza no despliega la consigna
en el elemento afirmativo de la Idea. Es por esta razón
que la forma de la acción de masa colectiva sólo puede
ser la revuelta, conducida en el mejor de los casos hacia
su forma histórica, lo que también se denomina un
«movimiento de masas».
Recapitulemos: en periodos de intervalo, la revuelta
es la guardiana de la historia de la emancipación.
Volvamos al periodo 1815-1850, en Francia y en
Europa, pues nuestro propio intervalo extrañamente
se parece a esa Restauración. Viene a ocupar el lugar de
la Gran Revolución y se encuentra vertebrado, al igual
que nuestros últimos treinta años, por una restauración reaccionaria virulenta, que al mismo tiempo es
políticamente constitucionalista y económicamente liberal. Sin embargo, también ha sido un gran periodo de
revueltas, que a menudo fueron momentánea o aparentemente victoriosas (las Tres Gloriosas de 1830, las
revueltas obreras que se dieron un poco por todas
partes, la «revolución» de 1848…), sobre todo a partir
de los años 1830. Se trata en todos los casos de revueltas, a veces inmediatas, a veces más históricas, características de un periodo de intervalo: a la idea republicana, insuficiente de allí en adelante para lograr desprenderse de la reacción burguesa, le deberá suceder,
a partir de 1850, la Idea comunista.
Una vieja constatación indica que el despertar de la
Historia, bajo la forma de la revuelta y de su posible
victoria inmediata, por lo general no es contemporáneo
48
de la reviviscencia de la Idea, lo cual le habría dado a
la revuelta un futuro político real. Esta ruptura de
contacto es completamente perceptible en algunas revueltas de los Sans-culottes y de los «Bras nus» durante
la misma Revolución Francesa. Esas revueltas no habrían podido contentarse con la ideología revolucionaria bajo su estricta forma republicana. Suponen un más
allá ideológico que aún no se ha constituido. A falta de
una Idea subjetiva realmente compartida, de allí en
más les será imposible resolver el problema que significa pasar de la revuelta, incluso la que es histórica, a
la consistencia de una política organizada.
Sin duda, la prueba empírica más impactante de que
la Historia no lleva consigo la solución a los problemas
que, sin embargo, pone al orden del día la constituye
este inevitable retraso de las revueltas –en la medida
en que son la señal de masa de una reapertura de la
Historia– sobre las cuestiones más contemporáneas de
la política, transmitidas ellas también por el momento
previo al intervalo, mientras existió una visión amplia
de la política de la emancipación. Por muy brillantes y
memorables que sean las revueltas históricas del mundo árabe, al final acaban tropezando con problemas
universales de la política que quedaron en suspenso en
el periodo anterior, en el centro de los cuales se halla lo
que constituye el problema por antonomasia de la
política, a saber, el de la organización. Sólo que, como lo
dice Mao, «para tener orden en la organización, hay que
tenerlo en la ideología». Sin embargo, la ideología siempre
es sólo el conjunto de consecuencias abstractas de una
Idea o, si se prefiere, de uno o de varios principios.
En suma, en tanto que guardianas de la historia de
la emancipación durante los periodos de intervalo, las
revueltas históricas señalan la urgencia de una proposición ideológica reformulada, de una Idea fuerte, de
49
una hipótesis crucial, para que la energía que ellas liberan y los individuos que se comprometen con ellas
consigan hacer que acontezca, más acá y más allá del
movimiento de masas y del despertar de la Historia que
señala, una nueva figura de la organización y, por lo
tanto, de la política. Para que el día político que sigue
al despertar de la Historia también sea nuevo. Para que
el mañana difiera realmente del hoy. Para que, en
suma, se valide enteramente la lección que contiene el
último verso de un famoso poema de Brecht, Elogio de
la dialéctica, que cito aquí en su totalidad:
Hoy la injusticia se pavonea con paso seguro.
Los opresores hacen planes por diez mil años.
La violencia asegura: «Todo seguirá como está».
No suena otra voz más que la de los que dominan
y en todos los mercados la explotación proclama:
«Ahora me toca a mí».
Pero entre los oprimidos, muchos ahora dicen:
«Lo que nosotros queremos, nunca ocurrirá».
¡El que está todavía vivo, que no diga: «nunca»!
Lo seguro no es seguro.
Nada quedará como está.
Cuando hayan hablado los que dominan
hablarán los dominados.
¿Quién se atreve a decir «nunca»?
¿De quién depende que la opresión continúe?
De nosotros.
¿De quién depende que se la aplaste? De nosotros.
El que es derribado, ¡que se levante!
El que está perdido, ¡que luche!
Al que ha comprendido por qué está así,
¿cómo habrían de detenerlo?
Los vencidos de hoy son los vencedores de mañana
y ese «nunca» será: hoy mismo.
50
V
LA REVUELTA Y OCCIDENTE
La revuelta histórica es un desafío para el Estado en la
medida en que, al exigir la partida de los hombres que
lo dirigen, casi siempre lo expone a un cambio brutal e
imprevisto que puede incluso llegar a hundirse por
completo (es lo que efectivamente ocurrió en Irán, hace
treinta años, con el régimen monárquico del Sah). Al
mismo tiempo, la revuelta no posee todas las claves, –muy
lejos de ello– de la naturaleza y de la extensión del
cambio al que está exponiendo al Estado. La revuelta no
ha prefigurado en lo más mínimo lo que va a ocurrir en
el Estado.
Desde luego, en los movimientos de masas con dimensión histórica siempre hay gente que cree sinceramente lo contrario. Piensan que las prácticas democráticas populares del movimiento (de cualquier revuelta
histórica, dónde y cuando sea) forman una suerte de
paradigma para el Estado futuro. Se organizan asambleas igualitarias, todo el mundo tiene derecho a tomar
la palabra y las diferencias sociales, religiosas, raciales, nacionales, sexuales e intelectuales ya no tienen
ninguna importancia. La decisión es siempre colectiva.
Por lo menos en apariencia: los militantes aguerridos
saben cómo preparar una asamblea a través de una
51
reunión restringida previa que, en los hechos, será
secreta. Pero poco importa, lo cierto es que la decisión
será casi siempre unánime porque de la discusión se
desprenderá la proposición más fuerte y más justa. Y
entonces es posible decir que el poder «legislativo», el
que formula la nueva directiva, no sólo coincide con el
poder «ejecutivo», el que organiza las consecuencias
prácticas, sino también con todo el pueblo activo que
simboliza la asamblea.
¿Por qué no extender a todo el Estado esos caracteres
de la democracia de masas que son tan fuertes y que
despiertan tanto entusiasmo? Muy simplemente porque entre la democracia insurrecta y el sistema rutinario, represivo y ciego de las decisiones estatales –incluso, y sobre todo, cuando pretenden ser «democráticas»– existe un abismo tan importante que Marx sólo
podía imaginar subsanarlo al término de un proceso de
debilitamiento del Estado. Y ese proceso exigía, para
ser bien dirigido hasta su meta, no una democracia de
masas por todas partes sino su contrario dialéctico:
una dictadura transitoria, cerrada e implacable.
Sin que quepa duda alguna, Marx tenía razón, y más
adelante volveré sobre esta paradoja racional de una
continuidad inevitable entre la democracia igualitaria
instaurada por la revuelta histórica en su propio seno
y la dictadura popular ejercida hacia el exterior, dirigida contra los enemigos y los sospechosos, por medio
de la cual se intenta llevar a cabo lo que implica una
fidelidad política a la revuelta.
Por el momento, nos alcanza constatar que una
revuelta histórica no propone por sí misma ninguna
alternativa al poder que pretende derribar. Hay una
diferencia muy importante entre «revuelta histórica» y «revolución»: se supone, por lo menos desde
Lenin, que la segunda dispone en sí misma de los
52
recursos necesarios para una toma inmediata del
poder.
Ésa es la razón por la cual en todas las épocas los
insurrectos se han quejado de que el nuevo régimen,
siguiente al derrocamiento insurrecto del anterior, sea
en lo esencial idéntico a aquel. El prototipo de esta
similitud, tras la caída de Napoleón III, como consecuencia de la guerra perdida y a las revueltas del 4 de
septiembre de 1870, es la conformación de un régimen
cuyo personal político había surgido en su mayoría de
la pretendida «oposición» al Imperio. Para que se supiera exactamente de qué lado estaba ubicado, este «nuevo» poder mostrará su particular ferocidad antipopular algunos meses más tarde, al masacrar sin el más
mínimo remordimiento a miles de trabajadores partidarios de la Comuna.6
El Partido Comunista, tal como fue concebido por el
POSDR7 y luego por los bolcheviques, era una estructu6
Resulta esencial reconstruir la génesis del concepto (parlamentario) de «la izquierda» a partir de su origen «republicano», a saber:
el gobierno compuesto por la oposición a Napoleón III que tomó el
poder en 1870. Los Thiers y los tres Jules, como dice Guillemin
(Jules Ferry, Jules Grévy y Jules Simon) son los tristes héroes de
este asunto, que obtuvo por saldo en primer lugar la capitulación
ante los prusianos y luego la feroz masacre de los partidarios de la
Comuna. La izquierda francesa (colonialismo, unión sagrada en 1418, amplia adhesión a Pétain, guerra de Argelia, participación en el
golpe de estado gaullista de 1958, universalización financiera bajo
Mitterrand, trato represivo hacia los trabajadores de origen africano, por citar algunas cosas) ha sido fiel desde entonces a sus
orígenes. Sobre el anudamiento de la palabra «izquierda» a una
constante contrarrevolucionaria propongo algunas pistas en el
capítulo que dedico a la Comuna de Paris en L’Hypothèse communiste, op. cit.
7
Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. El POSDR, una
organización marxista revolucionaria fundada en marzo de 1898, se
dividirá más tarde en dos facciones: los bolcheviques y los mencheviques (N. d. E.).
53
ra que se proclamó apta para encarnar una alternativa
al poder en plaza y para fundar un Estado nuevo tras
la destrucción completa del viejo aparato zarista, como
resultado de un análisis riguroso que llevó a cabo Lenin
de la Comuna de Paris.
Cuando la figura insurrecta se convierte en una
figura política o, dicho en otros términos, cuando dispone en sí misma del personal político que necesita y
cuando recurrir a los viejos caballos profesionales del
Estado se vuelve claramente inútil, es posible decir que ha
llegado el fin del periodo de intervalo debido a que una
nueva política ha conseguido apropiarse del despertar de
la Historia que una revuelta histórica había simbolizado.
Para volver a las revueltas históricas del mundo
árabe, en particular en Egipto y en Túnez, sabemos ya
que van a continuar y que se van a dividir. Una parte
de los insurrectos, los más jóvenes, los más determinados o los que están mejor organizados, va a proclamar
que los poderes de transición que penosamente fueron
puestos en funciones y que a menudo enmascaran la
permanencia de las instituciones más importantes del
antiguo régimen (el ejército en Egipto, por ejemplo)
están tan alejados del movimiento popular que no los
quiere, como tampoco a Ben Ali o a Mubarak. Pero estas
protestas, por el momento, no producen la idea a partir
de la cual será posible organizar la fidelidad a la
revuelta. De donde surge una animada indecisión que,
desde un punto de vista puramente formal, coloca la
situación en el mundo árabe muy cerca de lo que ya se
vio en el siglo XIX.8
Uno de los signos dialécticos que indican que el capitalismo
contemporáneo está regresando generalizadamente a la forma pura
del capitalismo tal como se lo podía ver operar hacia mediados del
siglo XIX lo constituye el fascinante parecido que tienen entre sí las
revueltas en el mundo árabe y la «revolución» de 1848 en Europa. Un
8
54
A fin de cuentas, no podemos esquivar la pregunta:
¿cuáles son los criterios que nos permiten juzgar una
revuelta y medir la importancia del despertar histórico que encarna?
Las potencias occidentales y los medios de comunicación que dependen de ellas tienen desde el comienzo
una respuesta bien preparada: según ellos, el deseo que
anima a las revueltas en los países árabes es el de la
«libertad», en el sentido que los occidentales le dan a
esa palabra, a saber, la «libertad de opinión» dentro del
marco fijo del capitalismo desenfrenado («libertad de
emprender») y del Estado fundado sobre la base de la
representación parlamentaria (las «elecciones libres»
que dan a elegir entre diversos administradores, prácticamente indiscernibles, del sistema en plaza).
En el fondo, nuestros gobernantes y nuestros medios
de comunicación dominantes han propuesto una interpretación simple de las revueltas en el mundo árabe: lo
que allí se ha expresado es lo que se podría denominar
un deseo de Occidente. Un deseo de que «se beneficien»
con todo lo que nosotros, hartos y somnolientos individuos de los países pudientes, ya «nos beneficiamos». Un
————
mismo origen aparentemente anecdótico, una misma sublevación
general, una misma extensión en todo un espacio histórico (en 1848
era Europa), mismas diferenciaciones según los países, mismas
declaraciones colectivas ardientes e imprecisas, una misma orientación antidespótica, mismas incertidumbres, una misma tensión
sorda entre el componente intelectual y pequeñoburgués y el componente obrero… Es sabido que ninguna de esas revoluciones logró
realmente desembocar en una nueva situación estatal y social. Pero
también se sabe que a partir de ellas se abrió una secuencia
histórica completamente nueva que apenas concluye en los años
ochenta del siglo XX. Es que la Idea está atada a los acontecimientos.
Tras haber sido derrotados en las barricadas de las insurrecciones
alemanas, Marx y Engels firmaron uno de los textos más victoriosos
de la Historia: el Manifiesto del Partido Comunista.
55
deseo de que por fin se integren al «mundo civilizado»
que los occidentales, descendientes incorregibles de
colonos racistas, están tan seguros de representar que
montan «tribunales» internacionales para juzgar a quienquiera que sostenga otros valores –cierto es que a veces, en
efecto, son poco recomendables– o apenas haga como si
quisiera sacarse la pesada tutela de la «comunidad internacional» –desde luego, a veces de manera puramente
interesada–. Al hacerlo, los occidentales que se cobijan
tras el escudo del Derecho olvidan que su pretendido
poder de decir el Bien no es más que el nombre modernizado del intervencionismo imperial.
Todo movimiento de masas es, a ciencia cierta, una
exigencia apremiante de liberación. En relación con
regímenes tan despóticos, corruptos y sometidos a los
deseos imperiales como los de Ben Ali y de Mubarak,
una exigencia de esa naturaleza no podría ser más
legítima. Que ese deseo como tal sea un deseo de
Occidente es algo infinitamente más problemático.
Hay que recordar que Occidente, en tanto potencia,
no ha dado hasta ahora ninguna prueba de estar preocupado de la manera que sea por organizar la libertad
en los lugares en que interviene, lo que a menudo lleva
a cabo por las armas. Lo que cuenta para nosotros,
«civilizados», es: «¿Ustedes están con nosotros o no?»,
dándole a la expresión «estar con nosotros» el significado de una interioridad servil hacia la economía de
mercado planetario, organizada en los países en cuestión por un personal corrupto que colabora estrechamente con una policía y un ejército contrarrevolucionarios, formados, armados y dirigidos por oficiales, agentes secretos y traficantes que son típicamente nuestros.
«Países amigos» como Arabia Saudita, Pakistán, Nigeria, México y muchos otros son tan despóticos y corruptos, cuando no mucho más todavía, que lo que eran
56
Túnez bajo Ben Ali o Egipto bajo Mubarak, pero a los
que aparecieron en el momento de los acontecimientos
de Túnez o de Egipto como ardientes defensores de
todas las revueltas a favor de la libertad casi no se los
escucha mencionar este tema. Resulta más que claro
que nuestros Estados prefieren la calma firme que
garantizan los amigos déspotas a la incertidumbre de
la revuelta. Pero en la medida en que la revuelta se deja
interpretar como un deseo de Occidente, y aun más si
termina siéndolo, los políticos y los medios de comunicación de nuestros países le darán la bienvenida.
Sin embargo, este desenlace no está asegurado. El
hecho mismo de que los franceses y los ingleses hayan
ido a Libia, bajo el megáfono oportuno de BernardHenri Lévy, para inventar pura y llanamente unos
cuantos «rebeldes» de acá y de allá –entre los cuales, los
únicos que resultaron ser verdaderamente eficaces
probaron ser ex miembros de Al Qaeda, ¡imagínense
qué paradoja!– pero, a cuyos pies, por el momento todos
se rinden (Libia es, en efecto, el único lugar en el mundo
en que a la gente le viene la descabellada idea de gritar
«viva Sarkozy»), para armarlos, para dirigirlos y para
garantizarles apoyo aéreo a sus fuerzas aéreas, muestra hasta qué punto, en definitiva, temen nuestros
gobernantes que en las verdaderas revueltas se exprese
algo que no sea un amor desmesurado por las civilizaciones imperiales. Que tras cinco meses de acción de las
aviaciones francesas e inglesas bajo la logística estadounidense con sus helicópteros de asalto, con sus oficiales y agentes en el terreno, se esté hablando de una
emocionante «victoria de los rebeldes» es francamente
ridículo.
Pero este tipo de victoria (Juppé,9 en lo que debe
Alain Juppé, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de
Sarkozy (N. del T.).
9
57
considerarse como una enorme confesión, afirma que
«nosotros somos los que hicimos el trabajo») es lo que los
occidentales adoran. Pues cuando se trata de verdaderas revueltas populares, no consiguen reprimir imaginarse que, tal vez, después de todo, se las tengan que
ver con personas que no desean quedar roncas de tanto
gritar a favor de Cameron, de Sarkozy o de Obama. ¿Tal
vez –y su angustia empieza a aumentar– se tratará en
todos esos episodios de una Idea todavía no formulada
pero para ellos muy desagradable? ¿De una concepción
de la democracia por completo opuesta a la suya? Ante
esta incertidumbre, concluyen, preparemos nuestras
ametralladoras y verifiquemos, aquí y allá, que estén
listas por si hay que usarlas.
En estas condiciones, es necesario intentar definir
con mayor precisión lo que es o lo que sería un movimiento popular reductible a un «deseo de Occidente», y
lo que bien podrían ser las revueltas actuales, más allá
de esta tentación mortífera.
Intentémoslo: una revuelta sometida al deseo de
Occidente adquiere de inmediato la forma de una
revuelta antidespótica, cuya potencia negativa y popular es en efecto la de la multitud, pero cuya potencia
afirmativa no tiene una norma distinta de aquellas de
las que se vale Occidente. Un movimiento popular que
responde a esta definición tiene todas las posibilidades
de concluir con muy modestas reformas constitucionales y con elecciones bien controladas por la «comunidad
internacional», de las que saldrán vencedores, para
sorpresa general de los simpatizantes de la revuelta, o
bien sicarios muy conocidos de los intereses occidentales o bien un refrito de esos «islamistas moderados» de
quienes nuestros gobernantes están aprendiendo poco
a poco que no tienen gran cosa a la que temer. Propongo
afirmar que, al término de un proceso de esa naturale58
za, habremos presenciado un fenómeno de inclusión
occidental.
En nuestros países, la interpretación dominante de
lo que está ocurriendo apunta a que ese fenómeno
constituya el desenlace natural y legítimo, bajo el
nombre de «victoria democrática», de los procesos insurrectos que se presentan en los países árabes.
Lo cual, por lo demás, echa luz al hecho de que las
revueltas, por el contrario, se reprimen y se deshonran
de manera brutal cuando se presentan en países como
los nuestros. Si una «buena revuelta» reclama una
inclusión occidental, ¿por qué cuernos sublevarse allí
donde esta inclusión está bien establecida, en nuestra
sólida democracia civilizada? Los piojosos, los árabes,
los negros, los orientales y otros trabajadores venidos
del infierno pueden, de tanto en tanto y sin exagerar,
exigir ser «como nosotros», máxime que no será mañana
que lo conseguirán y que, entretanto, el buen saqueo
colonial que alimenta nuestra serenidad persistirá
bajo diversas formas. En nuestros países, por el contrario, sólo tienen derecho a trabajar y a votar en silencio.
Si no, ¡cuidado! Cameron y su pequeño gulag londinense reservado a los jóvenes de los barrios, Sarkozy y su
Kärcher antigentuza, velan por los muros de la civilización.
Si es cierto que, tal como Marx lo había previsto, el
ámbito de realización de las ideas emancipadoras es el
espacio mundial (lo cual, dicho entre paréntesis, no ha
sido realmente el caso de las revoluciones del siglo XX),
entonces, un fenómeno de inclusión occidental no puede considerarse un cambio verdadero. Lo que constituiría un cambio verdadero sería una salida de Occidente,
una «desoccidentalización» que adquiriría la forma de
una exclusión. Me dirán que es una ensoñación. Pero
puede ser que se presente así bajo nuestros ojos. Y en
59
todo caso, es lo que debemos soñar, porque ese sueño
permite atravesar, sin desdecirse ni hundirse en el «no
future» del nihilismo, los penosos años de un periodo de
intervalo.
60
VI
REVUELTA, ACONTECIMIENTO,
VERDAD
Se habrá comprendido que el valor que se le otorga al
actual despertar insurrecto de la Historia se debe a la
posibilidad que posee de dar lugar a las fidelidades
políticas que se mantienen indiferentes al deseo de
Occidente.
¿Qué es lo que nos puede garantizar que el acontecimiento, la revuelta histórica, produzca en efecto
esta posibilidad? ¿Quién nos protegerá de la fuerza
subjetiva, bien real, del deseo de Occidente? No es
posible dar aquí ninguna respuesta formal. El análisis minucioso del largo y tortuoso proceso estatal no
nos será de gran ayuda. A corto plazo, desembocará
en elecciones que carecen de verdad. Lo que tenemos
que hacer es una investigación paciente y minuciosa
junto a la gente, en la búsqueda de lo que habrá de
afirmar, al cabo de un proceso de división inevitable
(pues el portador de verdad siempre es el Dos y no el
Uno), la fracción irreductible del movimiento, a saber, los enunciados. Cuestiones dichas que no sean
solubles en la inclusión occidental. Cuando esos enunciados existen, se los reconoce fácilmente. Y es bajo la
condición de que existan esos enunciados como resulta posible concebir un proceso de organización de las
61
figuras de la acción colectiva, lo cual marcará su
acontecer político.
Ya significa bastante constatar que, en la revuelta
histórica egipcia, la más importante y consistente de
todas, nada da cuenta de manera irreversible que se
esté tratando de un deseo masivo de Occidente. Aquellas personas que, día tras día, han leído en lengua
árabe las banderolas de la plaza Tahrir, han constatado, a menudo para su gran sorpresa, que la palabra
«democracia» no aparece prácticamente nunca. Los
temas principales, más allá del «¡Andate!» unánime,
son el país, Egipto, la restitución del país a su pueblo
levantado (lo que explica la presencia por todas partes
de la bandera nacional) y, por lo tanto, precisamente el
fin de su servilismo con respecto a Occidente y a su
componente israelí; el fin de la corrupción y de la desigualdad monstruosa entre un puñado de corruptos y
la masa de trabajadores ordinarios; la voluntad de
construir un Estado social que ponga fin a la terrible
miseria de millones de personas. Es posible integrar
todo esto en una gran Idea política nueva, en continuidad con lo que he denominado el «comunismo de movimiento», propio a todos los movimientos de ese tipo,
mucho más fácilmente que al ardid electoral, esa trampa que tiende el viejo opresor histórico.
Puedo retomar todo esto de un modo a la vez más
abstracto y más simple. En un mundo estructurado por
la explotación y la opresión, hay masas de personas que
no tienen, estrictamente hablando, ninguna existencia. No cuentan para nada. En el mundo actual, casi
todos los africanos, por ejemplo, no cuentan para nada.
E incluso en nuestras comarcas pudientes, en el fondo,
la mayoría de las personas, la masa de trabajadores
comunes no decide absolutamente nada, no tiene sino
una voz ficticia en el capítulo de las decisiones que
62
conciernen a su propio destino. Sólo una oligarquía, a la
vez alejada y omnipresente, consigue ligar los episodios
sucesivos de la vida de la gente mediante un parámetro
unificado, a saber, el provecho con el que se alimenta
esa oligarquía.
A esas personas que se hallan presentes en el mundo
pero que están ausentes en su sentido y en las decisiones que conciernen a su futuro, las llamaremos el
inexistente del mundo. Diremos entonces que un cambio de mundo es real cuando un inexistente del mundo
comienza a existir en este mismo mundo con una intensidad máxima. Exactamente eso es lo que decía y
todavía dice la gente en las manifestaciones populares
en Egipto: no existíamos y ahora existimos, podemos
determinar la historia del país. Este hecho subjetivo
está provisto de una fuerza extraordinaria. El inexistente se ha puesto de pie. Es por eso que se habla de
sublevación: estaban acostados, plegados, se levantan,
se ponen de pie, se sublevan. Este levantamiento es un
levantamiento de la existencia misma: los pobres no se
volvieron ricos, la gente desarmada no está armada,
etc. En el fondo, nada ha cambiado. Lo que ha ocurrido
es que se ha puesto de pie la existencia del inexistente,
condicionado por lo que denomino un acontecimiento.
Sin ignorar que, a diferencia del ponerse de pie del
inexistente, el acontecimiento mismo casi siempre es
inaprehensible.
La definición del acontecimiento como lo que vuelve
posible el ponerse de pie del inexistente es una definición abstracta aunque irrefutable, muy simplemente
porque el ponerse de pie se proclama: es inmediatamente lo que dice la gente. ¿Qué es lo que se observa
objetivamente? La determinación de un lugar cumple
un papel decisivo: en unos pocos días, una plaza del
Cairo adquiere una fama planetaria. Resulta funda63
mental constatar que, en tiempos de un cambio real, se
da la producción de un lugar nuevo que, sin embargo, es
interno a esa localización general que es un mundo. De
esta manera, en Egipto, las personas reunidas en la
plaza consideraban que Egipto eran ellos, que Egipto
eran las personas que estaban ahí para proclamar que,
si bajo Mubarak Egipto no existía, de allí en más existe,
y ellos con su país.
La fuerza de este fenómeno es tal que, algo ciertamente extraordinario, todo el mundo se inclina ante él.
En el mundo entero se admite que las personas que
están ahí, en ese lugar que han construido, son el
pueblo egipcio en persona. Hasta nuestros gobernantes, hasta nuestros medios de comunicación sometidos,
que tiemblan entre bambalinas y que se preguntan
cómo van a hacer sin sus servidores-déspotas en países
estratégicos como Egipto, sólo expresan la «sublevación democrática del pueblo egipcio» y le aseguran con
admiración que tienen todo su apoyo (mientras preparan, siempre en bambalinas, un «cambio» para que todo
siga igual que antes, al cabo de una bendecida mascarada electoral).
¿Así que los insurrectos que se reúnen en la plaza del
Cairo son, por lo tanto, el «pueblo egipcio»? Pero en este
asunto ¿qué sucede con el dogma democrático, con el
sacrosanto sufragio universal? Yo sé muy bien que,
detrás de la fachada del apoyo sin desmayo a los
insurrectos, se esconde un miedo activo y, a fin de
cuentas, vivas presiones para que rápidamente todo
vuelva a un orden estatal fiable y pro-occidental. ¡Pero
aun así! ¿No se trata de algo peligroso, no se trata –¡horror!– de la llegada de una concepción nueva de la
política, cuando por todas partes se saluda, como si
valiera por el todo, esta corta metonimia de Egipto que
son estas personas reunidas en la plaza, con su demo64
cracia de masas, su unidad de acción y sus banderolas
radicales? Pues incluso si son un millón, sigue sin ser
mucho con respecto a los 80 millones de egipcios. En
términos de cifras electorales, ¡es un fiasco garantizado! Pero ese mismo millón presente en el lugar se vuelve
enorme si se deja de medir el impacto político, como
ocurre con el voto, por el número inerte y separado.
Nosotros, mayores, hemos conocido algo por el estilo
a fines de mayo de 1968. Había habido millones de
manifestantes, fábricas ocupadas, lugares en donde se
celebraban asambleas permanentes, a raíz de lo cual
De Gaulle llamó a elecciones que terminaron en una
cámara inutilizada de reaccionarios. Recuerdo la estupefacción de algunos de mis amigos que decían: «¡Pero
si estábamos todos en la calle!» Y yo les respondía: «¡No,
desde luego que no, no estábamos todos en la calle!»Pues
por muy grande que sea una manifestación, siempre es
archiminoritaria. Su fuerza reside en la intensificación de la energía subjetiva (la gente sabe que se la
requiere día y noche, es todo entusiasmo y pasión) y en
la localización de su presencia (la gente se reúne en
lugares que se volvieron inexpugnables, plazas, universidades, avenidas, fábricas…).
El movimiento, que siempre es por completo minoritario, una vez que ha quedado estremecido por la
intensidad y que se ha vuelto compacto por la localización, está tan seguro de representar el pueblo entero
del país que nadie puede negar públicamente que, en
efecto, lo representa. Ni siquiera sus enemigos, tan
secretos como encarnizados. Eso demuestra que en este
caso en particular –las revueltas históricas que dan pie
a nuevos posibles– hay un elemento de universalidad
normativa. El complejo de la localización, que constituye un símbolo para el mundo entero, y de la intensificación, que crea nuevos sujetos, acarrea una adhesión
65
masiva a la cual cualquier persona que sea una excepción es inmediatamente vista como sospechosa. Sospechosa de actuar en connivencia con los viejos déspotas.
Es posible entonces hablar de dictadura popular
antes bien que de democracia. En un ambiente «democrático» como el nuestro, la palabra «dictadura» es una
palabra muy deshonrosa. Y lo es todavía más en la
medida en que los insurrectos, con razón, estigmatizan
a los déspotas corruptos con el nombre de «dictadores».
Pero del mismo modo que la democracia de movimiento,
igualitaria e inmediata, se opone de manera absoluta a
la «democracia» de los apoderados del Capital, no
igualitaria y representativa, del mismo modo la dictadura ejercida por el movimiento popular se opone de
manera radical a las dictaduras como formas del Estado separado y opresivo. Por «dictadura popular» hacemos referencia a una autoridad que es legítima precisamente debido a que su verdad proviene del hecho de
que sólo se legitima a sí misma: nadie es delegado de
nadie (como en una autoridad representativa), nadie
necesita de una propaganda o de una policía para que
lo que dice sea lo que digan todos (como en un Estado
dictatorial), pues lo que dice es lo que es verdadero en
la situación; no hay más personas que las que están ahí;
y las que están ahí, y que con toda evidencia son una
minoría, disponen de la autoridad adquirida para
proclamar que el destino histórico del país (incluida la
aplastante mayoría que constituyen las personas que
no se encuentran ahí) son ellas. La «democracia de masas» impone decisiones a todo lo que está fuera de ella
como si fueran las de una voluntad general.
La única debilidad de Rousseau en El contrato social
es la concesión que le hace al procedimiento electoral,
aunque demuestra de la manera más rigurosa que el
parlamentarismo, la democracia representativa (una
66
forma de Estado que, en tiempos de Rousseau, estaba
naciendo en Inglaterra) no es más que una impostura.
¿Por qué la «voluntad general» debía aparecer con la
forma de una mayoría numérica? Rousseau no llega a
aclarar ese punto, y con razón: es sólo en ocasión de las
revueltas históricas, minoritarias pero localizadas,
unificadas e intensas, cuando tiene sentido hablar de
una expresión de la voluntad general.
A lo que ocurre aquí, cuya «expresión de la voluntad
general» es el nombre que le da Rousseau, le daré otro
nombre filosófico: es el surgimiento de una verdad, en
este caso, de una verdad política. Esta verdad se apoya
en el ser mismo del pueblo, en lo que de hecho las
personas son capaces de hacer, en cuanto a la acción y
a las ideas. Esta verdad surge en los márgenes de la
revuelta histórica, que se la arrebata a las leyes del
mundo (en nuestro caso, se la arrebata a la presión del
deseo de Occidente) con la forma de algo nuevo posible
que hasta entonces se había ignorado. Y la afirmación
(luego, tal como veremos, la organización) de este posible político nuevo se presenta con una forma explícitamente autoritario: la autoridad de la verdad, la autoridad de la razón. Autoritaria en un sentido estricto,
puesto que, por lo menos al principio, nadie tiene
derecho a desconocer públicamente que existe un derecho absoluto en la revuelta histórica. Y es precisamente
este elemento dictatorial lo que entusiasma a todo el
mundo, al igual que la demostración por fin hallada de
un teorema, una obra de arte brillante o una pasión
amorosa que por fin se declara, cuestiones todas cuya
ley absoluta ninguna opinión puede deshacer.
67
68
VII
ACONTECIMIENTO
Y ORGANIZACIÓN POLÍTICA
Esa manifestación que se localiza en un lugar, en
avenidas, en fábricas, esta contracción o compactado
cuantitativo, todo eso hace las veces de lo real porque lo
que lo anima es una sobreexistencia, intensiva y subjetivada, de la verdad prepolítica –es decir, que la violencia depende de un inexistente, correlacionada, con la
forma de la revuelta histórica, con el «desprendimiento» de algunos símbolos del Estado–. No surge de nada,
tiene la fuerza dictatorial de una creación ex nihilo.
Cuando hay huellas del acontecimiento antes del acontecimiento, indicios preacontecimentales que se pueden localizar a posteriori, y bien, reproducen, o preproducen, la articulación de una contracción cuantitativa y de una sobreexistencia intensiva. Es lo que ha
sucedido en Egipto, como ha habido antes de mayo de
1968: las huelgas en las fábricas del año 1967 y de comienzos de 1968, que eran muy particulares, ya que las
habían decidido grupos de jóvenes obreros que eran independientes de los sindicatos representativos (es el aspecto de la representación del todo por la contracción, la
«minoría agitadora», como dicen nuestros demócratas
inquietos), con una ocupación de la fábrica que se llevó a
cabo muy pronto, y de manera precipitada, incluso antes
69
de que se pudiera hablar de huelga (es el aspecto de la
intensidad activista ligada a la ocupación del lugar).
El acontecimiento, en tanto que reapertura de la historia, se anunció mediante tres señales, y las tres son
inmanentes a demostraciones populares masivas: intensificación, contracción y localización. Se trata de los datos
prepolíticos del despertar de la Historia por medio de
revueltas que superan la revuelta inmediata y a su
poderoso nihilismo. Con ellos comienza el trabajo de la
verdad nueva, que en política se llama «organización».
Una organización se da en el cruce de una Idea y un
acontecimiento. Ese cruce, sin embargo, no existe sino
como un proceso cuyo sujeto inmediato es el militante
político. El militante es un ser híbrido, ya que es lo que
puede dar a luz el movimiento insurrecto que la Idea ha
recuperado. La Idea ha sido republicana durante decenios, comunista «ingenua» en el siglo XIX y comunista
estatal en el siglo XX. Propongamos provisoriamente que
sea comunista dialéctica en el siglo XXI: el verdadero nombre vendrá de los márgenes del despertar de la Historia.
¿Cómo se realiza la hibridación militante como fidelidad al acontecimiento? Que la revuelta dé pruebas en
primer lugar del valor histórico de la Idea es algo
seguro. Y no es menos seguro que el valor político de la
revuelta lo demuestre la organización que le es fiel, y le
es fiel porque, para ella, la revuelta afirma la Idea.
La Idea, acá, designa una suerte de proyección histórica de lo que va a ser el devenir histórico de una
política, devenir que originariamente la revuelta valida. Por ejemplo, se dirá que la igualdad «se deberá
convertir» en la regla, en tanto que norma de todos los
combates entablados, o que «comunismo» designa la
posibilidad, asumida subjetivamente, de una sociedad
radicalmente diferente, en la medida en que se sustrae
a la influencia del Capital, está pautada por la igual70
dad y se halla gobernada por la asociación libre de los
que la componen. Pero sólo se lo dirá porque pensar así,
hablar así y actuar en consecuencia organiza una duración definitiva de la revuelta abolida. Es por ello que la
Idea no precede a la revuelta, sino que se enlaza a sus
efectos reales en la construcción de una duración. Del
mismo modo, la Idea supondrá más tarde lo real de la
organización política popular.10
Una política considera como eterno lo que la revuelta
ha puesto de manifiesto bajo la forma de la existencia
de un inexistente, y que es el único contenido de un
despertar de la Historia. Para hacerlo, hace falta que a
la luz de la Idea –que une abstractamente a los militantes– la organización guarde en sí misma huellas de lo
que ha constituido la fuerza creadora de la revuelta
histórica: contracción, intensificación y localización.
Desde un punto de vista clásico, la contracción (el
hecho de que una pequeña minoría sea la verdadera
existencia de la totalidad de la revuelta) está custodiada por estrictas reglas de pertenencia a la organización. Se crea una delimitación formal entre los que
están y los que no, tan poderosa como la delimitación
que opera durante la revuelta entre los que están y los
que se quedan en su casa. El activismo militante conserva la intensificación, la vida consagrada a lo que
exige la acción, una subjetividad más vital y más
sensible a las circunstancias que la que retorna a la
rutina existencial. La localización se va a mantener
según un protocolo constante de conquista de los lugares en los que hay presencia (ese mercado popular,
aquel hogar de obreros africanos, esa fábrica, tal torre
de departamentos de aquel arrabal…). Ese conjunto
constituye la dimensión militante de un tipo particu10
En cuanto al motivo de la Idea, habrá que remitirse al texto con
que concluye L’Hypoyhèse communiste, ob. cit.
71
lar de organización que durante algunos decenios del
siglo XX se llamó «Partido Comunista» y al que sin duda,
en la actualidad, habrá que buscarle otro nombre.
A primera vista, esos imperativos de fidelidad parecían razonables, y es por ello que han seducido a millones de obreros, de campesinos y de intelectuales durante toda la época que siguió a la Revolución rusa de 1917.
Las tres características de la obligación militante eran
un símbolo de que la organización seguía aprendiendo
de los procesos en los que apareció un despertar de la
Historia y, de esta manera, alimentaba la Idea comunista de todo ese real popular insurrecto.
Sin embargo, es probable que los procesos de vigilancia de lo Verdadero se vean modificados en las secuencias futuras. La forma-partido ha tenido su momento y
en menos de un siglo quedó agotada por sus avatares
estatales. Apropiados para la conquista militar del
poder, los partidos comunistas han demostrado ser
incapaces de hacer en gran escala lo que en definitiva
constituye la única tarea de un Estado que avanza
hacia su debilitamiento: resolver de manera creadora
las contradicciones en el seno del pueblo sin tomar por
modelo, ante la menor dificultad, el modelo terrorista
de resolución de las contradicciones con el enemigo. Es
un gran problema que se plantea en la actualidad:
inventar una disciplina política revolucionaria que,
aunque sea heredera de la dictadura de lo Verdadero que
nace con la revuelta histórica, no siga al modelo jerárquico, autoritario y prácticamente sin pensamiento, de lo que
son los ejércitos o las secciones de asalto.
De todas maneras, no deja de ser cierto que, al
formalizar los rasgos constitutivos del acontecimiento,
la organización permite que se conserve la autoridad.
Se podría decir que con esta formalización en cierta
medida se está pasando de lo real a lo simbólico o del
72
deseo a la ley. La organización transforma en ley política esta dictadura de lo verdadero, de donde extraía su
prestigio universal lo real de la revuelta histórica.
Lacan dice que el deseo es lo mismo que la ley. Yo
sostengo lo mismo, y aclaro que, cuando transcribo el
axioma de Lacan con la forma siguiente: «la organización es el mismo proceso que el acontecimiento», me
baso en la mediación de una formalización. Pero también en Lacan, y de él conservo esta visión profunda, la
formalización designa una mediación entre deseo y ley
cuyo nombre es el Sujeto.
Una organización política es el Sujeto de una disciplina del acontecimiento, un orden puesto al servicio
del desorden, la vigilancia continua de una excepción.
Es una mediación entre el mundo y el cambio del mundo es, en cierta medida, el elemento mundano del
cambio del mundo, pues la organización trata esta
cuestión subjetiva: «¿Cómo ser fiel al cambio del mundo
en el mundo mismo?» Lo que se vuelve: ¿cómo tramar en
el mundo la verdad política de la cual el acontecimiento
ha sido la condición de posibilidad histórica, sin llegar a
ser, sin embargo, la realización de esta posibilidad? ¿Cómo
inscribir políticamente un despertar de la Historia como
materialidad actuante bajo el signo de la Idea?
Tal vez, para clarificarlo todo, habría que volver a
decirlo en el orden en que surgen las razones.
1. Un mundo atribuye siempre intensidades de existencia a todos los seres que habitan ese mundo. Desde
el punto de vista de su ser, las personas a quienes este
mundo tal como es atribuye una cantidad de existencia
débil, incluso despreciable, por definición están en pie
de igualdad con respecto a los demás. Los obreros que
dicen «¡No somos nada, seamos todo!» están absolutamente en esa situación, y si dicen que no son nada, no
73
es con respecto a su ser sino a la intensidad de existencia que se les reconoce en la organización de este
mundo, lo que hace que allí sean prácticamente inexistentes. Se puede decir también que el concepto de ser es
extensivo (el mundo entero se presenta en igualdad de
ser un humano vivo), mientras que la categoría de existencia es un predicado intensivo (la existencia está
jerarquizada). Una revuelta histórica crea un momento
en que un aumento del ser-igual, que siempre es del
orden del acontecimiento, vuelve posible que se establezca un juicio acerca de la intensidad de existencia de
cada uno de nosotros.
2. En este mundo hay seres inexistentes a los que, si
bien están, el mundo les confiere una intensidad de
existencia mínima. Toda afirmación creadora se arraiga en la capacidad para ubicar a los inexistentes del
mundo. En el fondo, lo que cuenta en toda creación
verdadera, sea cual fuere el ámbito, no es tanto lo que
existe como lo que in-existe. Hay que instruirse en la
escuela de lo inexistente, pues es allí donde se ponen de
manifiesto las ofensas existenciales que se hacen a los
seres y, por lo tanto, el recurso del ser-igual contra esas
ofensas.
3. Un acontecimiento se distingue por el hecho de que
un inexistente va a alcanzar una existencia verdadera,
una existencia intensa, con respecto a un mundo.
4. Si se toma en consideración la acción política, las
formas primeras del cambio de mundo o de un despertar de la Historia, las que son visibles en el acontecimiento pero cuyo futuro todavía no está determinado,
son la intensificación –puesto que el resorte general de
las cosas es la distribución de diferentes intensidades
de existencias–, la contracción –la situación se contracta en una suerte de representación de sí misma, de
metonimia de la situación de conjunto– y la localiza74
ción –la necesidad de construir lugares significativos
desde el punto de vista simbólico para que se vuelva
visible la capacidad de las personas para fijar su
propio destino–. Es necesario advertir que la visibilidad como tal no se reduce a la visibilidad en los medios,
es decir, lo que se denomina la comunicación.
5. La visibilidad que la localización de la revuelta ha
conquistado posee una importancia intrínseca. Es una
norma inmanente, hay que volverse visible: la visibilidad es una dirección universal, incluida para uno
mismo. ¿Por qué es tan importante? Es que hace falta
que el ser del inexistente aparezca como existente –lo
que da comienzo a la transformación de las reglas
mismas de la visibilidad–. La localización es la idea
que consiste en afirmar en el mundo la visibilidad de la
justicia universal en la forma del reemplazo del inexistente. Y para hacerlo, no se trata tanto de mostrar el
vigor de nuestros músculos o incluso el hecho de que
somos varios miles, y hasta millones, como de mostrar
que nos hemos vuelto dueños simbólicos del lugar.
6. Un acontecimiento prepolítico, una revuelta histórica, se produce cuando una sobreexistencia intensiva,
articulada con una contracción extensiva, define un
lugar en el que se refracta la situación en su totalidad en una visibilidad dirigida de manera universal. Para identificar una situación acontecimental,
basta con echar un vistazo: debido a que está dirigida
de manera universal, lo toca a usted como a todo el
mundo, por esta universalidad de su visibilidad. Usted sabe que el ser de un inexistente acaba de aparecer
en un lugar que le es propio. Es por que ello que, ya lo
hemos dicho, nadie lo puede negar públicamente.
7. Lo que yo llamo la cuestión de la organización o de
la disciplina del acontecimiento es la posibilidad de una
fragmentación efectiva de la Idea en acciones, declara75
ciones e invenciones que dan testimonio de una fidelidad al acontecimiento. Una organización es, en definitiva, lo que se proclama colectivamente como conveniente tanto para el acontecimiento como para la Idea
en una duración que ha vuelto a ser la del mundo. Ese
momento de la organización es de lejos el más difícil.
Requiere una atención colectiva particular porque es el
momento en que surgen las divisiones y, al mismo tiempo,
en el que el enemigo (el guardián de la Historia dormida)
busca recuperarse. Si se falla en ese momento, el despertar de la Historia ya no será más que una anécdota
brillante y la política permanecerá inexpresiva.
8. El proceso que llamo «organización» es, por lo
tanto, una tentativa por mantener las características
del acontecimiento (intensificación, contracción, localización), justo cuando el acontecimiento en tanto tal ya
no tiene la fuerza del comienzo. La organización, en ese
sentido, en el hueco subjetivo en que se mantiene la
Idea, es la transformación de la fuerza acontecimental
en temporalidad. Es la invención de un tiempo cuyas
características particulares las tomó prestadas del
acontecimiento, un tiempo que, en cierta manera, desplegaría su comienzo. Ese tiempo puede ser considerado entonces como fuera de tiempo, en el sentido en que
la organización no se deja inscribir en el orden del
tiempo tal como el mundo anterior lo había ordenado.
Allí tenemos lo que es posible nombrar el fuera de
tiempo del Sujeto en tanto que Sujeto de la excepción.
Si el acontecimiento, la revuelta histórica, es un
corte en el tiempo –corte en que aparece el inexistente–, la
organización es un fuera de tiempo que crea la subjetividad colectiva en que la existencia asumida del inexistente, a la luz de la Idea, va a enfrentar la fuerza
conservadora del Estado, guardián de todas las opresiones temporales.
76
VIII
ESTADO Y POLÍTICA:
IDENTIDAD Y GENERICIDAD
El Estado es una extraordinaria máquina para fabricar inexistentes. Por medio de la muerte (la historia de
los Estados es fundamentalmente una historia de masacres), aunque no únicamente de ese modo. El Estado
es capaz de fabricar inexistentes al imponer una figura
de la normalidad identitaria, «nacional» u otra. Ahora
bien, particularmente en Europa esta cuestión de la
identidad se ha vuelto una obsesión. Una suerte de
racismo cultural, que, de hecho, refleja el miedo de las
«clases medias» –ventajeras cascarrabias de la dinámica imperial– de verse reducidas al estatus inferior de
«pueblo de los arrabales», infecta la situación y alcanza
incluso a ensombrecer el cerebro de intelectuales otrora estimados y audaces. Es cierto que nuestros gobernantes han marcado el tono. Recordemos la reciente
declaración de uno de nuestros ministros: «En Francia
hay musulmanes por demás». «Demás», acá, sólo puede
querer decir una sola cosa: entre ellos, algunos están de
más. El ministro afirma con toda claridad que el propio
ser de esas personas que están de más, por lo menos en
nuestro país, allí donde lamentablemente se encuentran, debería ser una pura y dura inexistencia. Evidentemente, el ministro anuncia que va a hacer lo necesa77
rio para que sea así. Su enunciado apunta a la relación
entre el ser y la existencia, es un enunciado ontológico
y no una simple necedad reaccionaria.
Para el Estado, existe una gama formidable de soluciones para transformar lo que no obstante está ahí,
ante nuestra mirada, en lo que no existe. Desde el
rechazo a otorgar papeles legales hasta los servicios
policiales y las expulsiones judiciales, pasando por la
imposibilidad de curarse en los hospitales públicos, las
redadas en las estaciones de tren, los arrestos de niños
a la salida de la escuela, la prohibición que alcanza a las
mujeres de vestirse como ellas desean, los campos de
internamiento… Todas esas soluciones se presentan
como la solución definitiva al «problema» que suscitó el
ministro de Sarkozy: en nuestro país hay gente «de
más».
Pero, tanto para los más jóvenes como para los que
tienen una memoria corta, recordemos que en tiempos
de Mitterrand, el primer ministro Fabius admitió ante
Le Pen que, en efecto, nuestro país tenía un verdadero
«problema de inmigración». Y que, por lo tanto, él,
Fabius (que aquí no es más que el nombre de una
convicción colectiva de gobernantes, de izquierda tanto
como de derecha), iba a buscar los medios para solucionar ese problema, dentro de lo posible de manera
definitiva. Y, de hecho, propuso soluciones: de esta
manera, fue la izquierda socialista en el poder la que
creó, entre otras cosas, los centros de internamiento y
el control puntilloso de la reagrupación familiar.
Estas declaraciones repetidas de unos y otros sólo
tendrían el alcance de una suerte de locura ideológica
si no las sostuviera la máquina, siempre lista para
ponerse a funcionar, gracias a la cual el Estado fabrica
una «identidad» fantasmagórica.
Esquematizaremos el funcionamiento de esta má78
quina por medio de una formalización por completo
elemental.11
Un Estado produce siempre la existencia de un
objeto imaginario del que se supone que encarna un
«promedio» identitario. Nombremos, por ejemplo a F en
lugar de los «franceses» al conjunto de particularidades que autorizan al Estado a hablar cada dos por tres
de los «franceses», de lo que los identifica y de sus
derechos particulares, por completo diferentes a los de
los que «no son» franceses, como si existiera un «serfrancés» totalmente identificable.
Este objeto imaginario está compuesto de predicados
inconsistentes. El «francés», el F promedio es, por caso,
laico, feminista, trabajador, buen alumno de «la escuela
republicana», blanco, correcto francoparlante, galante,
valiente, de civilización cristiana, estafador, indisciplinado, súbdito de la patria de los derechos humanos,
menos serio que los alemanes, más abierto que los
suizos, menos perezoso que los italianos, demócrata,
buen cocinero… y un montón de otras cosas variables y
contradictorias que los programas nacionales blanden
de acuerdo con las circunstancias. Lo que importa es
que se pueda hablar de ese «francés» de retórica pura
como si existiera.
La importancia estatal desmedida de las encuestas
proviene exclusivamente del hecho de que, en tanto que
ciencia de los promedios estadísticos, la encuesta consigue que el francés virtual exista numéricamente.
Para comentar una encuesta que afirma que el 51 % de
11
Es posible desarrollar de manera considerable la teoría de los
objetos identitarios y de los nombres separadores si se la sumerge
en el contexto de la teoría trascendental de los mundos tal como la
presento en Logiques des mondes (Seuil, 2006). [Existe edición en
castellano: Lógicas de los mundos: el ser y el acontecimiento, Buenos
Aires, Manantial, 2008.]
79
los encuestados preferiría votar por Hollande en lugar
de Aubry, la propaganda no dudará un solo instante en
emplear expresiones del tipo: «Los franceses piensan
que Hollande es mejor candidato que Aubry». De esta
manera, nuestro F inexistente llega a pensar, a decidir,
a elegir. F quiere a Hollande, F apoya el ataque francés
contra Libia, F piensa que la reforma de las jubilaciones es inevitable, F prefiere el camembert al roquefort…
Pero, una vez que se ha resguardado la existencia de
F a partir de algunos predicados de circunstancia y
que, de esta manera, se ha garantizado la identidad
actual del francés, lo más importante es que el Estado
y los que lo siguen disponen de un método de evaluación
de lo que es normal y de lo que no lo es.
Para abreviar, supongamos que, dados dos individuos,
se buscara medir el grado de identidad de esos dos
individuos sobre una escala que se sitúa entre un mínimo,
digamos cero, y un máximo que podría ser 10, como en la
escuela. Se escribirá Id (x,y) el grado de identidad del
individuo x con respecto al individuo y. Si Id (x,y) = 10,
entonces x e y son auténticos gemelos. Si Id (x,y) = 0,
entonces el individuo x y el individuo y no tienen
prácticamente nada en común. Si Id (x,y) = 5, entonces
son algo idénticos y algo diferentes.
Toda la cuestión consiste en conseguir que entre en
esta operación nuestro F, cuya realidad el Estado
supone como si se tratara de un individuo, el individuo
promedio, el francés en estado puro.
Ubiquémonos en una situación que exija algunos
esfuerzos de propaganda. En todos los casos, los parámetros dominantes de la construcción imaginaria del
«francés» se extraen de la lista incoherente de rasgos
disponibles de F. El Estado y su propaganda eligen los
rasgos que consideran apropiados, ya sea para lo que
80
desean medir, ya sea para poner en aprietos a los
rivales de la oposición. Supongamos –como es el caso en
la actualidad– que para dividir al pueblo (un objetivo
fundamental, sea cual fuere el Estado) entre «asalariados franceses normales» y «obreros extranjeros sospechosos», haya que insistir en los supuestos «valores» a
los que F estima por encima de todo, aunque no existan.
La propaganda comienza proclamando que, dada la siguiente situación y en lo referente a los «valores», lo que
es normal para un francés empírico, un «alguien» que
está acá y pretende quedarse en este lugar, es ser muy
idéntico al objeto F. Se podrá escribir que, para todo
individuo x «normal», se obtiene una Id (x, F) ! 10 (la
identidad de x con F está muy cerca del máximo, el
individuo x es un buen francés promedio, quiere y
practica los valores franceses). Todo individuo que se
aleja de esta identidad casi máxima con F no es «normal». Pero aquél que no es normal, para el Estado y
para la opinión que de él depende, ya es alguien sospechoso. De ese individuo, cuyo grado de identidad con F
no es suficiente (porque es menor que el promedio,
menos que 5, por ejemplo), cuyo ser-ahí en la situación
no es por esa razón «normal», oiremos decir que «no
comparte nuestros valores». ¡Prueba de ello es que su
identidad con el francés medio ni siquiera alcanza el
promedio! Ese sospechoso haría bien en «integrarse» lo
antes posible, so pena de que lo expulsen por haber
cometido un crimen de identidad.
El F ficticio, medida de la normalidad y matriz de la
suspicacia, o su sustituto en toda estructura estatal,
siempre es identitario. Es necesario comprender que
constituye el producto más primitivo y más importante
de la opresión estatal. Cuando ese punto se radicaliza,
cuando se llega al extremo de exigir a cada individuo
que dé innumerables «pruebas» de que su identidad con
el objeto identitario ficticio («ario» es un ejemplo canó81
nico, pero «francés», como lo ha mostrado Pétain, no es
mucho mejor) alcanza un nivel máximo, o en todo caso,
excelente (nunca inferior a 8…), por lo general significa
que nos encontramos ante un Estado en vías de fascistización.
Unos cuantos síntomas diversos que tienen que ver
ante todo con el estatus de las familias de proveniencia
extranjera, que involucran las tentativas gubernamentales por «explicitar» lo que es el objeto ficticio F y, por
lo tanto, por trazar una línea de demarcación entre lo
normal y lo sospechoso, y que se extiende con la islamofobia delirante de una parte de las intelligentsias de
Europa, muestran que nos estamos acercando, lentamente pero con seguridad, en nuestros viejos y cansados Estados imperiales, a una tentación de esa especie.
Lo que en todo caso existe, a partir del momento en
que la fiebre identitaria trivializa la referencia a los
objetos imaginarios de la especie F, es la aparición de
nombres que designan colectivamente a los sospechosos. Esos nombres, en la Francia de la actualidad, son
numerosos. Todos exponen a un grupo de personas de
nuestro país a la estigmatización, bajo la acusación de
no ser «normales» en cuanto al grado de identidad con
el objeto estatal F que presentan. A esos nombres, que
se aplican a colectividades de sospechosos, los denomino nombres separadores.
Citemos algunos ejemplos de nombres separadores
que circulan en la situación actual: «islamista», «burqa», «joven de los arrabales» e incluso, como lo hemos
visto con las infamias del ministro, «musulmán» o,
como ha sido posible escuchar en declaraciones de
Sarkozy, «gitano». Algunos nombres, por añadidura,
funcionan en secreto, al abrigo de los nombres oficiales,
emblemas escondidos de lo que se sitúa en el otro
extremo del noble F y de sus valores, a saber, «árabe» o
82
«de color», este último en lugar del término más reprimido de «negro».12
Entonces, digámoslo, por «justicia», en la actualidad, hay que comprender también, y hasta hay que
comprender en primer lugar, la erradicación de las
palabras separadoras. Se trata de afirmar el carácter
genérico, universal, y nunca identitario, de toda verdad política. Se trata de hacer que desaparezca, por las
consecuencias reales de una elección de verdad, la
ficción del objeto identitario, del objeto estatal «promedio», F y sus semejantes. Este punto, en una severa
confrontación con la opresión estatal, valida una política que pretende mantenerse fiel a una revuelta histórica.
En efecto, cuando un acontecimiento emancipador se
arraiga en una revuelta histórica, desde un comienzo se
observa una desaparición o, por lo menos, un considerable debilitamiento de las palabras separadoras. Está
el muy conocido ejemplo de las asambleas de la Revolución Francesa, que decidieron que los judíos y los
protestantes eran ciudadanos como los demás. Está
también este pasaje de la Constitución de 1793, que me
gusta citar, según el cual «todo extranjero que adopte a
un niño, o alimente a un viejo; todo extranjero, en fin,
que el Cuerpo Legislativo considere que ha merecido
bien la humanidad, será admitido al ejercicio de los
derechos de ciudadano francés». La norma, en vez de
ser identitaria, se ha vuelto genérica: quienquiera que
pruebe, por sus acciones, que se interesa por el género
humano, debe ser tratado de manera igualitaria como
uno de los nuestros.
Las grandes manifestaciones en Egipto nos han
En castellano no existe diferencia entre noir (que traducimos
como «de color») y nègre. Este último término prácticamente ha
desaparecido debido a sus connotaciones peyorativas (N. del T.).
12
83
recordado con fuerza ese principio, y lo han renovado
para nuestro tiempo. Se llevaron a cabo haciendo un
ahorro público de toda selección identitaria. Allí se han
visto, unos junto a otros, a musulmanes y coptos, a
hombres y mujeres, a mujeres con el velo puesto y
mujeres «en cabello», a intelectuales y obreros, a asalariados y desocupados, a jóvenes y viejos, etc. Todas las
identidades de alguna manera estaban captadas por el
movimiento, pero el movimiento mismo no se podía
reducir a ninguna.
Diré entonces que hay organización y, por lo tanto,
política, cuando se conserva fuera del movimiento y
fuera de la revuelta la fuerza de lo genérico. Lo que
quiere decir que una organización opera de manera tal
que, en nombre de lo genérico, consigue echar por tierra
el poder de la ficción identitaria sobre tal o cual aspecto
de la vida de las personas.
Toda política, en la abertura que crea la revuelta
histórica, es, por ende, paradójicamente una organización de lo genérico. Paradójicamente, pues siempre
habrá gente que dirá que lo genérico, precisamente
porque no se trata de una identidad, porque incluso es
lo contrario de una identidad, no requiere que se organice, que debe desplegarse libremente, que cien flores
deben florecer de manera espontánea, y así sucesivamente. Pero la experiencia demuestra que entonces lo
genérico no sobrevive al tiempo de la revuelta, que
nada, a falta de una Idea activa, consigue conservarlo.
Ante la ausencia del fuera de tiempo que encarna la
organización, es ineluctable el retorno estatal a las
ficciones identitarias. Hace falta, por lo tanto, una
política organizada que garantice la vigilancia de la
genericidad.
Tomemos la palabra «proletariado», que fue el nombre de la fuerza de lo genérico. Bajo este nombre, Marx
84
pensó en la posible emancipación de toda la humanidad. Sin embargo, para cierto marxismo «objetivo» y
bajo el nombre de «clase trabajadora», esta palabra
también ha representado la posibilidad de una instrumentación identitaria debido a que designaba un componente del análisis social como dirección del movimiento revolucionario (el Partido Comunista como «partido de la clase trabajadora»). Los grandes revolucionarios siempre se han preocupado por ponerle trabas a la
desviación identitaria de esa palabra. En La crisis está
madura, Lenin subraya que si se reúnen las condiciones de la insurrección es debido a que una fracción
significativa del campesinado se ha sublevado. El
sujeto de la revolución, por lo tanto, es el pueblo ruso en
su totalidad. Cuando Mao dice que el término «proletariado» no designa tanto una clase social identificable
como a «los amigos de la Revolución», o sea, a un
conjunto particularmente multiforme e imposible de
totalizar, está poniendo el acento en el aspecto genérico
del término.
Sin embargo, Lenin y Mao intervienen dentro del
marco de la forma-partido. Pero si la forma-partido se
ha vuelto obsoleta, entonces ¿qué es ese proceso organizado que se alimenta de una suerte de rectitud y de
auténtica fidelidad por la lucha de lo genérico político
contra la identidad estatal, que separa y suprime? He
aquí el principal problema que nos ha legado el comunismo de Estado del siglo pasado. Sus términos se
reavivan por las revueltas, inmediatas, latentes o históricas, que están reabriendo la Historia. Este problema es manifiestamente tan difícil de resolver como un
problema de matemáticas trascendente, si no más. Al
respecto, tenemos detrás de nosotros dos siglos de
experiencias apasionantes. Han resuelto muchos problemas, sobre todo en torno a cuestiones referentes a la
85
fuerza de la Idea, a la relación dialéctica entre revuelta
y política, a la necesidad absoluta de una independencia política total, a la impostura electoral, al internacionalismo, al vínculo militante con las masas populares, a la construcción de lugares políticos, a la lucha
ideológica… Pero he aquí que tras treinta años de
resistencia y de mantenimiento local, de invenciones
defensivas apasionantes aunque restringidas, la Historia se despierta, las revueltas históricas nos muestran el perfil de los tiempos que se abren. Va a (volver
a) ser nuestro turno. Y, para nosotros, el problema
central será el de la organización política cuyo «fuera
de tiempo» también deberá ser el «fuera del partido», si
es cierto que la época de los partidos que empezó con el
club de los jacobinos de la Revolución Francesa a fines
del siglo XVIII, que los «comunistas» marcaron en el
sentido de la Internacional que fundó Marx a mediados
del siglo XIX, que institucionalizó el partido socialdemócrata alemán en los años 1880, que revolucionó Lenin en
la época del ¿Qué hacer?, muy al comienzo del siglo
XX y que se cerró cuando la Revolución Cultural
china, en los años 1960-1970, no consiguió cumplir el
deseo de Mao y de los revolucionarios, estudiantes y
obreros, de transformar el Partido de la dictadura
socialista en Partido del movimiento comunista.
En todo caso, podemos proponer una definición de lo
que es una verdad política. Una verdad política es el
producto organizado de un acontecimiento –una revuelta histórica– que conserva la intensificación, la
contracción y la localización hasta el punto de ser
capaz de sustituir un objeto identitario y los nombres
separadores con una presentación real de la fuerza
genérica que sea de dimensiones tales como las que ha
mostrado el acontecimiento.
Puesto que lo genérico radicalizado es incompatible
86
con el Estado, que sólo vive de las ficciones identitarias,
toda verdad política se presenta como una restricción de
la fuerza del Estado. Es el sentido que adquiere el axioma
marxista del debilitamiento necesario del Estado como
certificación real de la fuerza del movimiento comunista.
Es el sentido de lo que ha sido, en Francia durante los años
ochenta y noventa del siglo pasado, la consigna fundamental de la Organización política en cuya construcción
he participado activamente, consigna que es posible resumir en los siguientes términos: a la directiva casi desesperada de Mao durante la Revolución cultural: «¡Métanse
en los asuntos del Estado!», hay que sustituirla por:
«Decidan ustedes lo que el Estado debe hacer y encuentren los medios para obligarlo, manteniéndose siempre a
distancia del Estado y sin someter jamás sus convicciones
a su autoridad ni responder a sus convocatorias, sobre
todo las electorales.»
Notemos que si integramos el concepto de Estado,
como es necesario hacerlo, al conjunto de lo que constituye la influencia del capitalismo en la sociedad, el
debilitamiento marxista debe pensarse como exactamente lo contrario de la máxima liberal del «Estado
más chico» que quiere llevar a su máxima expresión la
fuerza, desde luego no del comunismo, sino de una
pasión verdaderamente criminal: la del provecho, de la
concentración de propiedades, de desigualdades y de
un poder oligárquico de los ricos que se sustrae a todo
control, y, sobre todo, que se sustrae a los impuestos.
Al propietario, al banquero, al «que ha tenido éxito»,
deberá sucederlo la genericidad anónima del pueblo
reunido y de todo lo que se mantiene fiel a su concentración, del mismo modo que la plaza Tahrir, sea cual fuere
su destino, para todos nosotros que deseamos lo Verdadero, por un momento ha reemplazado a la pandilla de
Mubarak.
87
A título de ilustración, consideremos el motivo del
monumento «al soldado desconocido». Indudablemente, hay allí un reconocimiento de la fuerza del anonimato, la fuerza de lo genérico, de la igualdad. Y esta fuerza
es de tal magnitud, es reconocida con tanta evidencia
por los pueblos que incluso los carniceros de los pueblos
deben construirle un monumento. Por supuesto, en este
uso de la fuerza del motivo igualitario hay un apoderamiento que invierte su sentido. Pues ese famoso soldado
desconocido está envuelto en la bandera tricolor, en el
culto a la Nación, en la obligación identitaria en cuyo
nombre se condujo al soldado en cuestión a que lo
masacraran. Este soldado desconocido no ha muerto
por un principio de afirmación de lo genérico sino con
el objeto de saldar, por medio de batallas sangrientas,
las tenebrosas contradicciones interimperialistas entre franceses, ingleses y alemanes. En esas batallas,
millones de soldados, desconocidos o no, han sido sacrificados de manera inmunda. Si ha sido posible enviar
al exterminio a una gran mayoría de la juventud campesina francesa para defender intereses que no eran de
ninguna forma los suyos, ha sido porque se les tomó el
pelo con la identidad («¡Abajo los boches!»).13 El soldado
desconocido murió sirviendo al dios Moloch identitario.
Un apropiamiento del mismo tipo es el que funciona
en nuestros países con la propaganda por la democracia. Pues la «democracia» designa en principio el poder
del anónimo, de cualquiera, del soldado raso, del «sinparte», como dice Rancière. Todo el mundo sabe que
nuestras sociedades son todo lo contrario. Entonces,
¿no deberíamos erigir por lo menos un monumento al
elector desconocido? ¿Acaso no ha sido, también él, a lo
largo de los siglos burgueses, utilizado, engañado, aca13
Boches, término peyorativo del argot francés con que se designaba a los alemanes durante los siglos XIX y XX (N. del T.).
88
so su voz no se ha visto sacrificada en el altar de una
«democracia» en donde, de hecho, la han despojado, por
su propio voto, de la más mínima parcela de poder?
¿Y al obrero desconocido, al obrero genérico, que muy
a menudo es marroquí, maliense o tamil y sin el cual no
es posible concebir ningún provecho, quién será, entonces, el que le construirá un monumento?
Bertolt Brecht, en todo caso, propone que nos ocupemos de ello. Citemos uno de sus poemas, que lleva por
título: «Consejos para los de arriba»:
El día en que el soldado desconocido fue enterrado con
el ruido de las salvas de los cañones, todos los trabajos
se detuvieron a la misma hora, de Londres a Singapur,
desde las doce y dos hasta las doce y cuatro, durante dos
minutos enteros, únicamente para rendirle un homenaje al soldado desconocido. Pero a pesar de todo, tal vez
deberían ordenar que se rinda por fin un homenaje al
obrero desconocido, al obrero de las grandes ciudades
que puebla los continentes. Un hombre cualquiera,
surgido de las mallas del tránsito, al que no se le ha visto
el rostro ni advertido el ser secreto, al que no se le ha
escuchado con claridad el nombre, rindámosle a ese
hombre un homenaje de una importancia particular,
con un programa especial «al obrero desconocido», y una
interrupción en el trabajo de toda la humanidad sobre el
conjunto del planeta.
89
90
IX
RECAPITULACIÓN DOCTRINAL
Me gustaría empezar de nuevo con la definición que he
propuesto de lo que es una verdad política debido a que
sintetiza todo lo que me sugiere, bajo sus tres formas
insurrectas, el despertar de la Historia. Repitámosla,
entonces, con una o dos variantes: Una verdad política
es una sucesión de consecuencias que se organizan
bajo la condición de una Idea, de un acontecimiento
popular masivo en el que la intensificación, la contracción y la localización sustituyen un objeto identitario y
los nombres separadores que lo acompañan con una
presentación real de la fuerza genérica de lo múltiple.
Voy a volver a puntuar cada elemento de esta definición recapitulativa.
Una verdad política es…
Una importante corriente de la filosofía política sostiene que una característica de la política es el hecho de
ser extraña a la noción de verdad, y el tener que seguir
siéndolo. Esta tendencia, que hoy es muy mayoritaria,
afirma que toda articulación del proceso político con la
noción de verdad hace que bascule hacia la presunción
totalitaria. De este axioma, a decir verdad, un axioma
liberal, o más precisamente liberal «de izquierda», se
91
deduce que en política no hay más que opiniones. De
una manera más sofisticada, diremos que en política
sólo existen los juicios y las condiciones de esos juicios.
Advertirá usted que los que defienden esa postura no
sostendrían en ningún caso que en las ciencias, las
artes o incluso en la filosofía no hay más que opiniones.
Es una tesis propia de la filosofía política. Su argumentación se remonta a Hannah Arendt, a los liberales
ingleses, tal vez a Montesquieu, incluso a los sofistas
griegos. Lo cual quiere decir que la política (se sobreentiende: democrática, pues las demás políticas, para
nuestros liberales de izquierda, no son realmente políticas) que tiene por interés el estar-juntos, debe construir un espacio pacífico en el que se pueden exhibir
puntos de vista dispares, e incluso contradictorios, sin
perjuicio de que se pongan de acuerdo (en realidad, ahí
está el quid de la cuestión) en una «regla de juego» que
permita determinar sin conflicto violento la opinión
que provisoriamente va a predominar.
Esta regla, lo sabemos, nunca pudo ser algo distinto
que no sea el recuento de votos. Nuestros liberales
afirman que si se presenta una verdad política, necesariamente va ejercer una opresión, elitista en el mejor de
los casos, terrorista en el peor (pero el pasaje de uno al
otro, que es el pasaje de Lenin a Stalin, para los
liberales es casi obligatorio), sobre el régimen oscuro y
confuso de las opiniones. Esta tesis está ampliamente
establecida entre los intelectuales occidentales desde
hace unos treinta años, es decir, desde la instauración
del periodo de reacción, el período que he denominado
«de intervalo» y cuyo comienzo he fechado a fines de los
años 1970.
Pero varios pueblos y diversas situaciones nos dicen,
en un idioma insurrecto todavía indiferenciado, que es
posible que este período se termine, que se dé lugar a un
92
despertar de la Historia. Entonces, instruidos por lo
que está pasando, nos tenemos que acordar de la Idea
revolucionaria e inventar una nueva forma.
Lo que caracteriza, desde un punto de vista abstracto, filosófico, la Idea revolucionaria es precisamente el
hecho de que concibe que haya verdades políticas y que
la acción política sea por sí misma una lucha prolongada de lo verdadero contra lo falso. Cuando hago referencia a la verdad política, en efecto no se trata de un juicio
sino de un proceso: una verdad política no consiste en
«digo que tengo razón y que el otro está equivocado» o
«tengo razones para querer a ese dirigente y para
detestar a ese opositor». Una verdad es algo que existe
en su proceso activo y que se manifiesta, en tanto que
verdad, en diferentes circunstancias por las que este
proceso atraviesa. Las verdades no son anteriores a los
procesos políticos, por lo que de ningún modo se trata
de verificarlas o de aplicarlas. Las verdades son la
realidad misma, en tanto que proceso de producción de
novedades políticas, de secuencias políticas, de revoluciones políticas, etcétera.
Verdades –pero ¿de qué?– Verdades de lo que efectivamente es la presentación colectiva de la humanidad como tal (lo común del comunismo). O: verdad de lo
que son capaces los animales humanos, más allá de sus
intereses vitales, para hacer que exista la justicia, la
igualdad, la universalidad (la presencia práctica de lo
que puede la Idea). Es posible constatar con facilidad
que una buena parte de la opresión política consiste en
la negación encarnizada de esa capacidad. Nuestros
liberales perpetúan esta negación: cuando alguien decide sostener que no hay más que opiniones, inevitablemente es la opinión dominante, la opinión que tienen
los medios materiales, financieros, militares, mediáticos de la dominación, la que va a imponerse como
93
consensuada o como marco general en el que existirán
las demás opiniones.
…una sucesión de consecuencias que se organizan bajo
la condición de una Idea…
El proceso de una verdad política es racional y no lo es
de cualquier manera. Se empeña en desplegar en lo real
las consecuencias particulares de principios que ellos
mismos se afirman o se reafirman en las revueltas
históricas. Ésa es incumbencia de las nuevas organizaciones políticas, que invariablemente son el cuerpo real
de una verdad política en movimiento: manteniéndose
firmes en la racionalidad combatiente de esa inscripción, inscriben en un mundo las consecuencias prácticas de un acontecimiento, en tanto consecuencias de un
principio en que se conjugan las lecciones prácticas de
una revuelta y las aclaraciones de una Idea.
De esta manera, en Egipto, lo que está pendiente,
entre otras cosas, es una dura batalla en torno a la
nueva Constitución. Por un lado el ejército, residuo
intacto del régimen anterior, que espera conservar su
poder, para lo cual, de ser necesario, abandonaría al
clan Mubarak a la furia popular. Por el otro lado, todo
lo que pretende lograr que exista una organización fiel
a la revuelta histórica de la plaza Tahrir. ¿Qué quiere
decir exactamente esta fidelidad? Obligada a tratar la
situación al tiempo que reivindica su pertenencia a una
historia, se trata de una mezcla característica de Idea
y táctica. Allí se encuentran al mismo tiempo la convicción de que el pueblo egipcio existe de un modo diferente a como era con anterioridad, con la forma de la Idea
genérica de ese pueblo (estamos de pie, estamos todos
unidos, la idea que tenemos de nuestro destino histórico trasciende todas nuestras diferencias sociales o
culturales, hemos pasado nuestras pruebas…) y con94
signas tácticas que organizan en la situación puntos
cruciales por los cuales deben pasar sí o sí las consecuencias de la Idea, so pena de anular el despertar
histórico de la revuelta. Como por ejemplo: la fecha de
las elecciones, el contenido social de la Constitución,
medidas inmediatas a favor de los pobres, la abertura
incondicional del paso entre la Franja de Gaza y Egipto…
Las victorias, punto por punto, apuntan a mostrar que, de
allí en más, las que organizan el tiempo colectivo, incluido
el tiempo del Estado, son las consecuencias de la revuelta
histórica y que no es el Estado el que legisla a posteriori
con respecto a la significación de la revuelta.
…de un acontecimiento popular masivo…
Sin duda, no he dicho lo suficiente acerca de este punto.
Sólo tengamos en cuenta que si toda verdad política se
arraiga en un acontecimiento popular masivo, resulta
sin embargo imposible afirmar que se la puede reducir
a ello. Una verdad política no es un simple momento de
sublevación. Desde luego, el enunciado que debemos a
Sylvain Lazarus según el cual la política es rara,
efectivamente proviene del hecho que es rara la conjunción de un acontecimiento y de una Idea. Pero esta
rareza histórica no define la verdad política.
Por momentos tengo la impresión de que Jacques
Rancière acepta demasiado rápido una reducción de la
política a la historia cuando determina la igualdad real
por medio de una suerte de cesura activa y momentánea de la desigualdad continua que instruye el Estado.
Sigo sosteniendo que resulta crucial el tiempo de la
organización, el tiempo de la construcción de un plazo
empírico de la Idea a su estadio posinsurrecto, a menos
que pensemos que el Estado debe conservar de manera
indefinida el monopolio de la definición del tiempo
político.
95
…en que la intensificación, la contracción y la localización…
Intensificación: En el curso de una sublevación popular masiva se da lugar a una intensificación subjetiva
general, una pasión violenta por lo Verdadero que Kant
ya había advertido en el momento de la Revolución
Francesa con el nombre de entusiasmo. Se trata de una
intensificación general, pues es una intensificación y
una radicalización de los enunciados, de las tomas de
decisiones, de las formas de acción tanto como de la
creación de un tiempo intenso (se sigue en la brecha
mañana y tarde, la noche ya no existe, la organización
temporal está trastornada, ya no se siente el cansancio
a pesar de que uno se halla extenuado, etc.). La intensificación explica el desgaste rápido de ese tipo de
momento, explica el extraño retiro de Robespierre poco
antes de Termidor, explica por qué Saint-Just dijo que
«la revolución se ha congelado», explica por qué, al final,
en las plazas, en los piquetes de huelga con ocupación y en
las barricadas no hay más que magras avanzadas (pero
ellas son las que, llegado el caso, llevarán el momento
organizado). Es que semejante estado de exaltación creadora colectiva no puede volverse crónico. Desde luego,
crea eternidad en la forma de una adecuación activa cuya
fuerza es dictatorial, entre la universalidad de la Idea y
el detalle particular del lugar y las circunstancias. Pero
no es eterno en sí mismo. No obstante, esta intensidad se
va a exhibir todavía por mucho tiempo después de que el
acontecimiento que le ha dado origen haya desaparecido.
Incluso cuando la mayoría de la gente regresa a la vida
ordinaria, deja tras de sí una energía que va a ser
retomada y organizada con posterioridad.
Contracción: La situación histórica se contrae en
torno a una minoría militante y pensante cuya proveniencia es multiforme. Produce una suerte de presen96
tación de sí misma, a la vez pura, completa y muy
limitada, un muestreo del ser genérico de un pueblo. El
«país profundo» desaparece y toda la luz se dirige hacia
lo que se puede denominar una minoría masiva. Por lo
demás, allí reside la importancia de la distinción que
se hace en el marxismo revolucionario entre «clases» y
«masas». Las primeras determinan el campo del movimiento lógico de la Historia (la «lucha de clases») y de
las políticas (de clase) que allí se enfrentan. Las segundas designan un aspecto originariamente comunista
de la puesta en movimiento popular, su aspecto genérico, a partir del momento en que la revuelta se convierte
en histórica. No hay que confundirse: el que es un
concepto analítico y descriptivo, un concepto «frío», es
«clase», mientras que «masa» es el concepto por medio
del cual se designa el principio activo de las revueltas,
el cambio real. Marx siempre lo ha subrayado: el análisis de clase es una invención burguesa que propusieron los historiadores franceses. Pero a lo que se le teme
es a las masas, que son mucho más indiscriminadas…
Localización: Recordemos únicamente esto: en tiempos de revuelta histórica, las masas crean lugares de
unidad y de presencia. En un lugar así, el acontecimiento masivo se muestra, existe, en una dirección
universal. No existe algo así como un acontecimiento
político que tenga lugar en todas partes. El lugar es
aquello por medio de lo cual la Idea, todavía imprecisa,
encuentra la genericidad popular. Una Idea no localizada es impotente, un lugar sin Idea no es más que una
revuelta inmediata, un sobresalto nihilista.
…sustituyen un objeto identitario y los nombres separadores que lo acompañan…
El Estado casi se puede definir como una institución
que dispone de los medios para imponer a una pobla97
ción entera normas que prescriben lo que depende de
ese Estado, los deberes que impone y los derechos que
confiere. En el marco de esta definición, el Estado
conforma la ficción de un objeto identitario (como por
ejemplo, el «francés») con respecto al cual los individuos y los grupos se ven obligados a parecerse lo más
posible para merecer una atención positiva por parte
del Estado. Quienquiera que se declare exageradamente disímil en relación con el objeto identitario también
tendrá derecho a una atención del Estado, pero en un
sentido negativo (sospecha, control, encierro, expulsión…).
Un nombre separador designa una manera particular de no parecerse al objeto identitario ficticio. Le
permite al Estado separar de la colectividad a cierta
cantidad de grupos, recurriendo de esta manera a
medidas represivas particulares. Lo cual puede ir
desde «inmigrante», «islamista», «musulmán» y «gitano» hasta «joven de los arrabales». Notemos que «pobre»
y «enfermo mental» están constituyéndose ante nuestra mirada como nombres separadores.
Lo que el Estado, en la Francia de hoy, denomina
«política» –en cuanto a lo que se dirige al público y no se
decide en reuniones secretas y se justifica con posterioridad– equivale a remover de una manera a la vez
inconsistente y agresiva algunas consideraciones sobre el objeto identitario y los nombres separadores.
…con una presentación real de la fuerza genérica de lo
múltiple.
Cuando ocurre un acontecimiento popular masivo, por
su propia naturaleza tiende a arruinar el objeto identitario y los nombres separadores que lo acompañan. Lo
que viene a reemplazarlo es una presentación real, la
afirmación de que lo que existe, lo que de manera
98
incondicional, dictatorial, proclama lo que existe y lo
que debe existir, son las personas que están ahí y que
actúan juntas, sea cual fuere la denominación que les
dé el Estado. En este sentido, la revuelta histórica
depone los nombres. Es en el hueco de esta declinación
que una organización política va a desarrollar las
consecuencias de una nueva existencia, la existencia de
aquello que, con anterioridad, no existía: la existencia
del anónimo, la existencia política puramente popular
del pueblo.
Finalmente, de todas esas personas, que para el
Estado son sin-nombres, se dirá que representan a toda
la humanidad, pues lo que los motiva en su manifestación localizada e intensa tiene un significado universal. Y esto es algo que lo percibe todo el mundo. ¿Por
qué? Porque han construido un lugar en el que el objeto
identitario se ha vuelto inoperante, que incluso ha sido
suprimido, de modo que lo que importa ya no es la
identidad sino la no-identidad: el valor universal de la
Idea, su virtud genérica, es decir, lo que interesa, lo que
apasiona, la humanidad en general. El entusiasmo que
provoca una revuelta histórica está ligado precisamente a esta pasión por lo universal que presentan, podemos y debemos dar crédito de ello, las personas aparentemente más ordinarias.
Se puede profundizar el análisis de la pasión acontecimental colectiva tomando otra dirección: el sentimiento excitante de una brutal modificación de la
relación entre lo posible y lo imposible. Lo que ocurre es
que el acontecimiento popular masivo crea una desestatización de la cuestión de lo posible. En general, y
muy especialmente en las últimas décadas, el Estado
se otorga el derecho de decir lo que, en el orden político,
es y no es posible. Así, resulta posible «humanizar» el
capitalismo y «desarrollar» la democracia. Pero cons99
truir un orden productivo, institucional y social regulado por la igualdad y por un auténtico mandamiento
popular, es algo absolutamente imposible, es una utopía nefasta. Del mismo modo (y es para lo que sirve el
objeto identitario), ha sido posible que Francia otorgara su generosa hospitalidad a algunos pobres extranjeros venidos de África (en lo referente a la «hospitalidad», se trataba de hacerlos sudar la gota gorda en
cadena en las fábricas y de alojarlos en albergues infectos, sin tolerar que trajeran a sus familias, pero
dejemos eso de lado…), aunque en la actualidad resulta
imposible otorgar dicha hospitalidad a todas esas personas que no comparten «nuestros valores» y que, encima,
tienen hijos. Y así sucesivamente.
El Estado se ve idealmente des-provisto de esta
función normativa, en cuanto a lo posible, por el acontecimiento popular masivo, y punto por punto y cuestión tras cuestión, por la organización política que se
ocupa de sus consecuencias. Son las personas reunidas
u organizadas las que otorgan de manera incondicional
una nueva posibilidad. Su energía subjetiva se define
precisamente mediante este compromiso con la idea de
que ellos tienen derecho a definir lo que es posible de
manera por completo nueva y sin el aval del Estado.
Ya en el lugar original, en las grandes manifestaciones de la revuelta histórica se produce lo que se podría
denominar una deslocalización subjetiva del lugar. Lo
que se dice en el lugar nuevo siempre afirma que su
valor excede el lugar que tiene por destino la universalidad. «Plaza Tahrir» es ese lugar a la escucha del cual
está toda la tierra. Los indignados14 españoles han
resumido muy bien esta extensión deslocalizante del
lugar: «Nosotros estamos aquí, pero de todas maneras
14
100
En castellano en el original (N. del T.).
es algo mundial, así que estamos por todas partes».
Las personas se reúnen en un lugar en vistas a que lo
que hacen y lo que dicen tenga el mismo valor en todas
partes. A esta extensión inicial se la van a apropiar
desde afuera personas que van a pensar: «Puesto que
forzosamente me cuento entre los que están en ‘todas
partes’, voy a tratar de hacer lo mismo que los que allá,
en un lugar preciso, han actuado y han hablado como si
estuvieran en todas partes». Hay allí una suerte de
vaivén: en la medida en que los que se han lanzado a la
revuelta histórica y a su organización eventual abren
su lugar singular a lo universal es qcomo, inversamente, en todas partes del mundo, masas todavía sometidas o timoratas llegan a identificarse con esos pioneros
de una Historia reabierta.
101
102
X
CON EL POETA, PARA CONCLUIR
En la definición de una verdad política, he dejado un
poco al margen la expresión: presentación real [de la
fuerza genérica de lo múltiple]. Sin embargo, se trata
de un punto esencial de la conciencia misma de los
insurrectos. Cuántos egipcios, tunecinos, marroquíes,
argelinos, yemenitas, bahreiníes (esos grandes olvidados: allí se encuentra una base estadounidense gigantesca…), sirios, y también cuántos griegos y españoles,
y también cuántos palestinos e israelíes han dicho
estos últimos meses, en pocas palabras y en lenguas
diversas y animadas de distinta manera, algo por el
estilo de: «¡La representación de mi país por su Estado
es falaz! ¡Todos ustedes, poderosos occidentales, chinos
en ascenso o hermanos de los mundos envilecidos,
mírennos, escúchennos! ¡Acá les presentamos, en esta
plaza, en esta avenida, nuestro país real, nuestra auténtica subjetividad!»
Todas las tentativas que apuntan a reabrir la Historia, cuyas muy primeras lecciones quiere recoger este
pequeño ensayo, tienen por objeto sustraerse, mediante
un amplio gesto colectivo sin precedentes, a la representación del lugar en que se han producido, una
representación que el Estado no ha cesado de generar
103
como ficción. El propósito consiste en sustituir esta
representación con una suerte de presentación pura.
El movimiento español, el de los indignados, es a la
vez una imitación sincera, activa y, sin embargo, muy
limitada, de las revueltas históricas de los países
árabes. El reclamo por una «democracia real» que se
opone a una democracia mala no crea ninguna dinámica durable. En primer lugar, se mantiene como algo
demasiado interno de la instalada ideología democrática, demasiado dependiente de las categorías de la
crepuscular dominación occidental. En la reapertura
de nuestra historia, tal como lo hemos visto, no se trata
de la organización de una «democracia real», sino de
una autoridad de lo Verdadero. O de una Idea incondicionada de la justicia. Luego, resulta necesario aplaudir y criticar a la vez la categoría de indignación que
lanzó valientemente Stéphane Hessel y que tuvo un
éxito que conocemos (y que constituye un buen síntoma). Ha tenido mil veces razón en invitar a nuestra
juventud a investigar, a ir a ver, a nunca taparse el
rostro con un velo ante los crímenes actuales, innumerables, del capitalismo contemporáneo. Ha tenido razón cuando ha dicho: «¡Miren lo que pasa en Gaza, en
Bagdad, en África, y también en sus países! Rompan
con el consenso «democrático» y su propaganda hipócrita.» Pero indignarse nunca ha sido suficiente. Un
afecto negativo no puede reemplazar la Idea afirmativa
y su organización, del mismo modo que la revuelta
nihilista no puede presumir de ser una política.
Sin embargo, entre las grandes virtudes de la revuelta española se cuenta la simultaneidad impactante e
instructiva entre la aparición de una presentación real
(la reunión de la juventud viva del país en una plaza
madrileña) y un fenómeno representativo (una victoria
electoral aplastante de la derecha española, muy cono104
cida por ser especialmente reaccionaria). Sólo para
mantenerse, el movimiento ha tenido que manifestar
enseguida la vacuidad total del fenómeno electoral y,
por lo tanto, de la representación («esas personas no
nos representan»), en nombre de la presentación que
encarnaba. El movimiento español ha vuelto a decir, en
las condiciones de la actualidad y con palabras nuevas,
la gran verdad de fines del mes de junio de 1968 en
Francia, a saber: «¡Las elecciones son una trampa para
tontos!».
Es una lección: la posibilidad de una verdad política,
por un lado, y la perpetuación del régimen representativo, por el otro, se producen en esta coyuntura española de una manera teatral que une una simultaneidad
aparente con una disyunción manifestada. Deleuze
diría que, entre el Estado y el movimiento de masas,
tenemos una síntesis disyuntiva de dos escenas teatrales. Disyuntiva, en la medida en que, a través de un
acontecimiento popular masivo, lo que se produce de un
modo inevitable es un distanciamiento de la representación estatal. Todo movimiento real, sobre todo cuando su misión ciega es la de reabrir la Historia, sostiene
que no hay que dar realmente por sentado lo que es
apenas visible, que hay que saber ser ciego ante las
evidencias de la representación para fiarse de lo que
está pasando, de lo que se está diciendo, aquí y ahora,
en lo referente a la Idea y a su efectuación.
Para ese entonces siempre se le plantea al movimiento la siguiente pregunta: ¿cuál es su programa? Pero el
movimiento no lo sabe. En principio, lo que quiere es
querer, quiere celebrar su propia autoridad dictatorial, dictatorial en la medida en que es democrática «al
infinito» en cuanto al decir y a la acción. Lo que hace es
subordinar los resultados de la acción al valor de la
actividad pensante de la acción misma y no a las
105
categorías electorales del programa y de los resultados.
En la medida en que esté organizado, mantendrá este
tipo de disciplina, al tiempo que la ampliará a las
cuestiones durables de estrategias y tácticas.
Acerca de estos dos puntos, tomaremos prestada a
René Char la conclusión.
El fragmento 59 de Hojas de Hipnos declara: «Si el
hombre a veces no cerrara soberanamente sus ojos,
acabaría por ya no ver lo que vale ser mirado.» ¡Sí, sí!
¡Cerremos los ojos, y también las orejas, soberanamente, en la plenitud de nuestra indiferencia, a todo lo que
se contenta con perseverar en su ser, a todo lo que el
Estado y sus servidores muestran y declaran! Veamos
entonces, al fin libres –lo cual equivale a decir al
servicio de una verdad– no lo que nos representa sino lo
que pura y llanamente se presenta.
Y el fragmento 2 dice lo mismo de otra manera: «No
te demores en el surco rutinario de los resultados». La
representación es el régimen del resultado, el Estado
no tiene en la boca más que los resultados, los políticos
siempre están peleando y prometiendo que, a diferencia de sus adversarios, ellos «obtendrán resultados».
Que la retórica del resultado sea un surco rutinario
significa que cuando la Historia se despierta, lo que
importa es el despertar, es a él al que hay que aplaudir,
y lo que la Idea debe investir son sus consecuencias
racionales. Se trata de algo que vale por sí mismo. En
cuanto a los resultados, ya veremos.
106
ANEXOS
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Con respecto a la secuencia de las revueltas históricas
en el mundo árabe, publiqué dos artículos en la «prensa grande». El primero, que salió en el diario Le Monde,
intentaba estimar la amplitud de lo que contenían de
universal las sublevaciones en Túnez y en Egipto. El
otro, que publicó el diario Libération, adoptaba una
posición absolutamente hostil desde su mismo anuncio
hacia la intervención franco-inglesa en Libia.
Estas posturas que he tomado evidentemente están
fechadas, pero son análogas a lo que puedo decir hoy.
Sobre todo en lo referente a la intervención occidental
(Qatar es una colonia occidental) en Libia, no podré
sino volver a insistir en lo mismo. La complicidad de
una gran mayoría de la opinión pública y de todos los
partidos parlamentarios, sin excepción, con la ridícula caricatura de la «rebelión» que se montó allí para
justificar la ingerencia «humanitaria» de las fuerzas
armadas occidentales, forma parte de una tradición
indignante, la de «la unión sagrada» en torno a una
política exterior imperial belicista. Ciertas fuerzas
que pretenden criticar con virulencia el gobierno de
Sarkozy de pronto están totalmente de acuerdo con él
para ese tipo de compromiso, que resulta a la vez
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sórdido y perdonavidas. Si le hubiese encontrado yo
algún encanto a la izquierda «radical» del tipo de
Mélenchon15 (lo que no era para nada el caso), su
adhesión a esa unión sagrada me habría traído a la
realidad, a saber, que todo el alboroto «de izquierda»
está dentro de la lógica contemporánea de la dominación.
Me gustaría volver a decir aquí que no guardo
ninguna simpatía por Kadafi, como tampoco las tenía,
contrariamente a las mentiras que circulan acerca de
mí por acá y por allá, por Milosevic en los tiempos en
que bombardeábamos Belgrado, por Saddam Hussein
en la época en que los estadounidenses ponían a Irak a
sangre y fuego, o por el régimen de los talibanes cuando
la OTAN se abatió sobre él. Pero me opongo de manera
categórica a que los principales rufianes del mundo
contemporáneo –a saber, los grandes predadores económicos que son las compañías petroleras, los traficantes de armas, los extractores de minerales, los que
talan los bosques, los vendedores de productos que se
han echado a perder y todos lo que son de ese mismo
estilo, así como sus protectores políticos, a saber, los
Estados occidentales– nos suelten a coro, con la voz
temblorosa de sus ideólogos mediáticos, el viejo sermón
de la «moral» y de la «democracia» para ir a hacer
añicos países debilitados, entablando allí una guerra
interminable y para aprovechar de esas circunstancias para implantarse en el lugar, saquear los recursos locales e instalar bases militares de manera durable. Este tipo de propaganda y el consenso que lo
acompaña no es mucho mejor que la descripción horrorosa de los boches que acompañaba la masacre inútil
de millones de soldados durante la guerra del 14 al 18,
Jean-Luc Mélenchon, candidato de la extrema izquierda en las
últimas elecciones presidenciales francesas (N. del T.).
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o la presentación de pueblos enteros como salvajes
atrasados, lo que «justificaba» la conquista colonial, la
explotación de innumerables regiones y la obligación
que pesaba sobre poblados enteros de trabajar como
condenados.
Dejemos por fin que los pueblos arreglen por sí solos
su devenir histórico, como lo han hecho los occidentales
por siglos a fuerza de multiplicar guerras espantosas,
revoluciones sobrecogedoras, conflictos civiles mortales y regímenes políticos de toda suerte. Ya hace demasiado tiempo que los pueblos de África, de Asia o de
América Latina están hartos de los colonialistas europeos o norteamericanos como para que hayan adquirido el derecho a intentar hacer su propia historia sin
que nosotros nos metamos. Tanto más cuanto que tienen poderosas razones para considerar que nuestras
lindas palabras, por muy democráticas y morales que
sean, preparan un porvenir muy sombrío y muy sangriento. Por experiencia propia saben que a los predadores que vienen de lejos, ya se trate de sus países como
de otras regiones, no les gustan los Estados fuertes que
no son serviles y los Estados libres que no están debilitados y desmembrados. Como dice una de las canciones
malgache que musicalizó Ravel: «Desconfíen de los
blancos, habitantes de la ribera».
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TÚNEZ, EGIPTO:
EL ALCANCE UNIVERSAL DE LAS
SUBLEVACIONES POPULARES
(Texto publicado en el diario Le Monde
del 18 de febrero del 2011 bajo el título
de «Túnez, Egipto: cuando un viento del
Este barre la arrogancia de Occidente».)
1.EL VIENTO DEL ESTE
PREVALECE SOBRE EL VIENTO DEL OESTE
¿Hasta cuando el Occidente ocioso y crepuscular, la
«Comunidad Internacional» de los que se creen que
todavía son los amos del mundo, va a seguir dando
lecciones de buena administración y de buena conducta
al planeta entero? A esos intelectuales de turno, esos
soldados desconcertados del sistema capital-parlamentarista, que para nosotros hace las veces de paraíso
apolillado, ¿no causa gracia verlos ofrecer sus vidas a
los magníficos pueblos tunecino y egipcio con el objeto
de enseñarles a esos pueblos salvajes el abecé de la
«democracia»? ¡Que luctuosa persistencia de la arrogancia colonial! En una situación de miseria política
como es la nuestra desde hace tres decenios, ¿no es
acaso obvio que los que tenemos todo por aprender de la
sublevación popular de estos momentos somos nosotros? ¿No debemos con toda urgencia estudiar muy de
cerca todo lo que allá ha vuelto posible el derrocamiento, por la acción colectiva, de gobiernos oligárquicos,
corruptos, y además –o, quizás, sobre todo– en una
situación de humillante vasallaje con respecto a los
Estados occidentales? Sí, nuestro deber es ser los alum113
nos de estos movimientos y no sus estúpidos profesores.
Porque son ellos los que dan vida, en el genio propio de
sus invenciones, a algunos principios de la política que
desde hace mucho se nos intenta convencer que están
obsoletos. Y, sobre todo, a ese principio que Marat no se
cansaba de recordar: «cuando se trata de libertad, de
igualdad, de emancipación, nosotros le debemos todo a
las revueltas populares».
2. HAY RAZONES PARA REBELARSE.
Nuestros Estados y aquellos que sacan algún provecho
de ellos (partidos, sindicatos e intelectuales serviles),
de igual forma que con respecto a la política prefieren
la gestión, del mismo modo en relación con la rebelión,
prefieren la reivindicación y ante toda ruptura prefieren una «transición ordenada». Lo que los pueblos de
Túnez y de Egipto nos recuerdan es que un levantamiento en masa es la única acción que está a la altura
de un sentimiento compartido de ocupación escandalosa del poder del Estado. Y que en este caso, la única
consigna que puede confederar los elementos dispares
de la multitud es: «Vos que estás ahí, andáte». La
importancia excepcional de la revuelta, en este caso, es
que la consigna que repiten millones de personas da la medida de lo que indudable e irreversiblemente será la
primera victoria: la huída del hombre así designado.
Pase lo que pase luego, este triunfo, que por su naturaleza es ilegal, de la acción popular, habrá sido victorioso para siempre. Ahora bien, el hecho de que una
revuelta contra el poder del Estado pueda ser absolutamente victoriosa constituye una enseñanza de alcance universal. Esta victoria señala siempre el horizonte
a partir del cual se desprende toda acción colectiva que
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se sustrae a la autoridad de la Ley, lo que Marx
denomina «el debilitamiento del Estado». Es decir que
un día, asociados libremente en el despliegue de la
fuerza creadora que les es propia, los pueblos podrán
escapar de la fúnebre coerción estatal. Es por esa
razón, por esa última Idea, que una revuelta que tira
abajo una autoridad instalada desencadena en todo el
mundo un entusiasmo ilimitado.
3.UNA CHISPA PUEDE PRENDER FUEGO
LA LLANURA.
Todo comienza con la inmolación a lo bonzo de un hombre que cayó en el desempleo y al que le quieren prohibir
ejercer el miserable comercio que le permite sobrevivir,
y que una mujer policía lo abofetea para que comprenda
bien cómo son las cosas en este bajo mundo. En pocos
días, en algunas semanas, este gesto se extiende hasta
alcanzar a millones de personas que gritan su alegría
en alguna plaza lejana y consigue que huyan corriendo
poderosos potentados. ¿De donde proviene esta fabulosa expansión? ¿Es la propagación de alguna epidemia
de libertad? No. Como lo dice poéticamente Jean-Marie
Gleize, «un movimiento revolucionario no se difunde
por contaminación, sino por resonancia. Algo que se
constituye aquí resuena con la onda de choque que
emite algo que se constituyó allá». A esta resonancia,
llamémosla «acontecimiento». El acontecimiento no es
la creación brusca de una nueva realidad sino de un
sinnúmero de posibilidades nuevas. Ninguna de ellas
es la repetición de lo que ya se conoce. Es por eso que
resulta oscurantista decir que «este movimiento protesta por la democracia» (se sobreentiende que es la
misma que gozamos en Occidente), o «este movimiento
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exige una mejora social» (es decir, la prosperidad media de la pequeña burguesía de nuestros países). Iniciado a partir de casi nada y resonando por todas partes,
la sublevación popular crea posibilidades desconocidas para todo el mundo. La palabra «democracia» casi
no se pronuncia en Egipto. Se habla de un «nuevo
Egipto», de un «auténtico pueblo egipcio», de asamblea
constituyente, de un cambio absoluto de la existencia,
de posibilidades inauditas que antes no se conocían. Se
trata de la nueva llanura que vendrá a reemplazar la
que terminó arrasada por el fuego que inició la chispa
de la sublevación. Esta llanura por venir se encuentra
entre la declaración de un derrocamiento de las fuerzas
y el apoderamiento de nuevas tareas. Entre lo que dijo
un joven tunecino: «Nosotros, que somos hijos de obreros y de campesinos, somos más fuertes que los criminales», y lo que dijo un joven egipcio: «A partir de hoy,
25 de enero, me apodero de los asuntos de mi país».
4. EL PUEBLO, ÚNICAMENTE EL PUEBLO,
ES EL CREADOR DE LA HISTORIA UNIVERSAL.
Resulta muy sorprendente que, en nuestro Occidente,
los gobiernos y los medios de comunicación consideren
que los insurrectos en una plaza de El Cairo son «el
pueblo egipcio». ¿Cómo es esto? ¿No era que el pueblo,
el único pueblo razonable y legal, para estas personas,
por lo general se reduce a la mayoría de una encuesta
o bien a la de unas elecciones? ¿Cómo es que, de pronto,
cientos de miles de insurrectos son representativos de
un pueblo de ochenta millones de personas? Esta es una
lección que no hay que olvidar y que sin duda no
olvidaremos. Una vez superado cierto umbral de determinación, de obstinación y de coraje, el pueblo, en
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efecto, puede concentrar su existencia en una plaza, en
una avenida, en unas cuantas fábricas, en una universidad… Es que el mundo será testigo de este coraje y,
sobre todo, de las sorprendentes creaciones que lo
acompañan. Estas creaciones serán otras tantas pruebas de que allí hay un pueblo. Como lo ha dicho con
fuerza un manifestante egipcio: «Antes, miraba la
televisión; ahora es la televisión la que me mira a mí».
Al calor de un acontecimiento, el pueblo se compone de
los que saben resolver los problemas que les plantea
dicho acontecimiento. Es el caso de la ocupación de una
plaza: la alimentación, los lugares para dormir, la
vigilancia, las banderolas, los rezos, los combates defensivos, de tal forma que el lugar donde pasa todo, el
lugar que hace de símbolo, esté cuidado a cualquier
precio, para su pueblo. Problemas que, en la escala de
miles de personas venidas de todas partes, parecen
irresolubles, y aún más en la medida en que el Estado
ha desaparecido. Resolver problemas irresolubles sin
ayuda del Estado, tal es el destino de un acontecimiento. Y es lo que hace que, de pronto y por un tiempo
indeterminado, un pueblo exista en el lugar donde
decidió reunirse.
5. NO HAY COMUNISMO
SIN MOVIMIENTO COMUNISTA.
La sublevación popular de la que hablamos manifiestamente carece de partido, carece de organización hegemónica, de dirigente reconocido. Ya habrá tiempo para
evaluar si esta característica es una fortaleza o una
debilidad. En todo caso es lo que hace que tenga, con
una forma muy pura, sin duda la más pura después de
la Comuna de París, todos los rasgos de lo que hay que
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llamar comunismo de movimiento. «Comunismo» quiere decir aquí: creación conjunta del destino colectivo.
Este «común» tiene dos rasgos particulares. Primero,
es genérico, es un representante en un lugar de toda la
humanidad. En este lugar están todos los tipos de
personas de los que se compone un pueblo, se escuchan
todas las voces, se examina toda proposición, se considera toda dificultad por lo que es. Luego, resuelve todas
esas grandes contradicciones que el Estado afirma que
es el único capaz de gestionar pero que nunca llega a
zanjar: entre trabajadores intelectuales y manuales,
entre hombres y mujeres, entre pobres y ricos, entre
musulmanes y católicos (coptos), entre personas de las
provincias y de la capital… Miles de nuevas posibilidades relacionadas con esas contradicciones surgen a
todo momento, ante las que el Estado, cualquier Estado, es ciego por completo. Se ven jóvenes doctoras que
llegaron de las provincias para curar a los heridos, que
duermen en medio de un círculo de jóvenes feroces, y
ellas están más tranquilas de lo que han estado nunca
porque saben que nadie les tocará un pelo. También se
ve una organización de ingenieros que se dirige a los
jóvenes de los arrabales para pedirles que mantengan
el orden en la plaza, que protejan el movimiento con su
energía en el combate. Hasta se ve una fila de cristianos
que hacen guardia de pie, para cuidar a los musulmanes que se inclinan para rezar. Se ven comerciantes que
dan de comer a los desempleados y a los pobres. Se ve a
gente que conversa con sus vecinos desconocidos. Se
leen miles de carteles en los que la vida de cada uno se
mezcla sin ninguna brecha con la Historia de todos.
Estas situaciones, estas invenciones, constituyen en
su conjunto el comunismo de movimiento. He aquí que
el único problema político de los últimos dos siglos sea
el siguiente: ¿cómo instaurar a largo plazo los inventos
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del comunismo de movimiento? Y el único enunciado
reaccionario sigue siendo: «Esto es imposible, incluso
dañino. Confiemos en el Estado». Gloria a los pueblos
de Túnez y de Egipto que nos recuerdan cuál es el
verdadero y único deber político: frente al Estado, la
fidelidad organizada al comunismo de movimiento.
6. NO QUEREMOS LA GUERRA,
PERO NO LE TENEMOS MIEDO.
Por todas partes se ha hablado de la calma pacífica que
exhiben las manifestaciones gigantescas, y esa calma
se ha relacionado con el ideal de «democracia electoral»
que se le adjudicaba al movimiento. Constatemos, sin
embargo, que ha habido muertos, que se cuentan por
centenares, y que todavía los hay a diario. En muchos
casos, estos muertos han sido combatientes y mártires
de esta iniciativa, y luego de la protección del propio
movimiento. Los lugares políticos y simbólicos han
tenido que ser protegidos a costa de feroces combates
contra los milicianos y la policía del régimen amenazado. Y allí, ¿quiénes son los que han pagado con sus vidas
sino los jóvenes salidos de las poblaciones más pobres?
Que recuerden las «clases medias», de las que nuestra
sorprendente MAM16 ha dicho que el desenlace democrático de la secuencia actual dependía de ellas y sólo
de ellas, que en los momentos cruciales, la persistencia
de la sublevación no se ha garantizado más que por el
compromiso sin restricciones de las avanzadas populares. La violencia defensiva es inevitable. Por lo demás,
sigue estando presente en situaciones difíciles en Tú16
MAM, sobrenombre de la dirigente política de derecha Michèle
Alliot-Marie, por ese entonces al frente del Ministerio de Relaciones
Exteriores de Francia (N. del T.).
119
nez, después de que los jóvenes activistas provincianos
han sido mandados de vuelta a la miseria. ¿Es posible
pensar seriamente que estas innumerables iniciativas
y estos crueles sacrificios no tienen por objeto fundamental más que el de llevar al pueblo a elegir entre
Souleiman y El-Baradei, como en nuestros país nos
resignamos penosamente a elegir entre Sarkozy y
Strauss-Khan? ¿Será ésa la única lección de este espléndido episodio?
¡No, mil veces no! Los pueblos de Túnez y de Egipto
nos dicen: sublevarse, construir el espacio público del
comunismo de movimiento, defenderlo por todos los
medios inventando allí las etapas sucesivas de la acción, ése es el estado real de la política popular de
emancipación. Desde luego, los Estados árabes no son
los únicos en ser antipopulares y, en el fondo, haya o no
elecciones, ilegítimos. Sea cual fuere el porvenir, las
sublevaciones de Túnez y de Egipto tienen un significado universal. Establecen nuevas oportunidades cuyo
valor es internacional.
UN PEQUEÑO DIÁLOGO
120
ACERCA
DEL TIEMPO PRESENTE
(Texto publicado en el diario Libération
del 28 de marzo de 2011 bajo el título de
«Un mundo de delincuentes, diálogo
filosófico».)
– ¿Admite usted, me dijo un día mi amigo el filósofo
de la calle, que en la actualidad el principio de todas las
cosas, algo que ya no discute ningún poderoso de este
mundo, es el provecho?
– Lo admito. Pero ¿a dónde quiere llegar?
– ¿Alguien que dice abiertamente: «Sólo existo en
virtud de conseguir un provecho personal y estoy dispuesto a liquidar a mi amigo de ayer siempre que se
trate de cuidar o de aumentar mi tren de vida» es un…?
¿Es un…? Vamos, haga un esfuerzo…
– Un delincuente. Es una subjetividad de delincuente.
– ¡Excelente!, exclama el filósofo de la calle. Sí,
nuestro mundo es abiertamente un mundo de delincuentes. Hay delincuentes clandestinos y delincuentes
oficiales, pero eso no es más que un matiz.
– Convengamos en ello. Pero ¿qué obtiene de esta
observación?
– Que tenemos derecho a hablar de todo lo que nos
ocurre sirviéndonos de imágenes extraídas de la delincuencia, dice el filósofo de la calle con mirada astuta.
Los padrinos, los lugartenientes, los pequeños capitostes, los asesinos…
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– ¡Me gustaría ver algo por el estilo!, digo, muy
escéptico.
– Vea lo que ocurre en este momento: en numerosos
territorios, la gente se reúne en masa pacíficamente
para decir día y noche la verdad, a saber, que los que los
gobiernan desde hace décadas no son más que delincuentes. El problema es que a esos capitostes locales,
cuya partida exige la gente que está manifestándose,
los han instalado, los han pagado y los han armado los
padrinos más poderosos, los delincuentes superiores,
los delincuentes refinados: el estadounidense y sus
lugartenientes, los zeuropeos.17 Los territorios en que
la gente se está sublevando tienen para estos padrinos
supremos un interés estratégico y los guardianes brutales de ese interés superior eran los capitostes locales.
¿Qué hacer? Contra los millones de personas que están
reunidos y concentrados, que están desarmados pero
hablan, que saben lo que quieren y que dicen la verdad,
los asesinos no alcanzan. El estadounidense y los zeuropeos se ven incluso obligados a mantener un perfil
bajo. A desgano, aprueban la limpieza popular.
– Pero dígame, dígame: ¿estaríamos ante el fin de la
delincuencia planetaria que hace las veces de mundo?,
digo, lleno de esperanza, al filósofo de la calle.
– Si las personas logran organizar la iluminación que
les es propia en el acontecimiento por una duración que
se extienda en el tiempo, es posible que la Historia
cambie de dirección. Pero los padrinos civilizados han
encontrado una trampa. Usted sabe que, en una esquina del desierto llena de petróleo, hay un pequeño
capitoste que está ahí desde hace cuarenta y dos años.
– ¡Ah! ¡El coronel! Pero él también empezó con el pie
izquierdo. Una parte del pueblo reclama su cabeza.
17
Zeuropéen, neologismo de reciente aparición para designar el
gentilicio de la Zona Euro (N. del T.).
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– Ahí las cosas han empezado como en otros lugares,
pero poco a poco fueron adquiriendo un cariz muy
diferente. Personas que estaban armadas han tomado
la dirección de los acontecimientos. Ya no se trata de
vastas manifestaciones que dicen la verdad sino de
grupos pequeños que se pasean en camionetas 4 x 4
blandiendo ametralladoras y a los que dirige un ex
lugarteniente del pequeño padrino local, y que atraviesan el desierto a toda marcha para ir a apoderarse de
aldeas a las que nadie protege.
– Y por supuesto, digo, el capitoste local mafioso, el
coronel histérico, envía a sus asesinos contra ellos.
Pero ¿en qué sentido esta situación representa una
ganga para los grandes padrinos refinados?
– Ahí está el golpe genial, exclama el filósofo de la
calle. Los estadounidenses y los zeuropeos van a encargarse ellos mismos de liquidar al coronel del desierto.
– Pero, replico, ¡eso es algo muy peligroso para ellos!
¡Les ha hecho grandes favores! Ha hecho sin chistar los
trabajos más sucios que exigían los zeuropeos. Ha
intervenido de manera espantosa en contra de los
obreros africanos pobres que atraviesan su territorio y
quieren venir a Europa. Se ha convertido en el portero
feroz del dulce hogar europeo.
– Para los delincuentes, sin dolor no hay ganancia.
Cuando sus intereses están en tela de juicio, los grandes padrinos saben ser despiadados con respecto a
quienes los servían hasta ayer. ¡Civilización obliga!
– Y entonces, al mandar a sus asesinos civilizados en
contra de su grosero protegido de ayer, ¿en qué consisten son sus intereses?
– Son considerables. En primer lugar, por fin se
introducen en el juego político de los territorios en que
la gente, desde hace semanas, se reúne y dice la Verdad.
Los padrinos estaban casi descompuestos por haberse
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quedado fuera de juego, espectadores de su propio
desastre. En segundo lugar, le recuerdan a todo el
mundo que la fuerza son ellos y nadie más que ellos.
Ellos son los auténticos asesinos, a los que todo el
mundo debe temer. En tercer lugar, actúan como si lo
hicieran en nombre del Derecho, de la Justicia, e incluso, no dudemos de ello, de la Fraternidad y de la
Libertad. Puesto que vienen para matar al pequeño
delincuente local, ¿no es cierto? Cuando antes se trataba de su querido cliente. ¿No es eso ser generoso, acaso?
En cuarto lugar, esperan que con esos grandes bombazos van a volver a los viejos tiempos en que la única
distinción que vale es: o bien usted está con el mundo
tal como es, con sus leyes no igualitarias, con sus
elecciones insignificantes, con sus códigos comerciales,
con sus asesinos internacionales y con el provecho como
único principio. ¡Es perfecto! O bien está en contra de
todos los padrinos, todos los códigos carcomidos, a
favor del fin de la delincuencia universal, y eso es algo
muy malo.
– Terrible. ¿Cómo se explica entonces que casi todo el
mundo apruebe la expedición del estadounidense y de
sus confidentes zeuropeos contra su ex socio el capitostedel desierto?
– El miedo a las masas, dice tristemente el filósofo de
la calle. En nuestros países pudientes, en los que la
oligarquía dominante tiene los medios como para comprar a incontables clientes directos o indirectos, realmente se desea que los poderosos Estados-padrinos,
bajo los coquetos nombres de «comunidad internacional» o de «organización de las naciones unidas» arreglen los asuntos. Vea usted, «nosotros» –estoy hablando
de nuestro «nosotros» público, electoral, mediático–
estamos demasiado corrompidos. Nuestro principio
sigue siendo: «primero mi tren de vida». No nos resig124
namos seriamente a ver cómo echan por tierra ese
principio los piojosos del mundo que, por fin, se reúnen
para decir la Verdad.
– ¿Es así, querido amigo, como explica usted que en
nuestro país tanta gente, de pronto, le otorgue méritos
a nuestros dirigentes, que hasta ayer eran abucheados
por todas partes?
– Exactamente. Incluso han vuelto a sacar, para la
circunstancia, al Charlatán de Alto Linaje.18 Ya había
servido antes, para el despedazamiento de Yugoslavia
a golpes de bombarderos. Está un poco gastado, pero
todavía sirve. Justo para la ocasión.
– Que siempre hace al ladrón.
En francés, le Bavard de Haute Lignée (BHL) hace ciertamente
referencia al filósofo francés Bernard-Henri Lévy, quien había
viajado a la ciudad de Bengasi pocos días antes de la publicación de
este artículo y apoyó vigorosamente la intervención franco-inglesa
en Libia (N. del T.).
18
125
126
ÍNDICE
Introducción................................................................. 7
I. El capitalismo hoy ................................................. 13
II. La revuelta inmediata ......................................... 23
III. La revuelta latente ............................................. 35
IV. La revuelta histórica .......................................... 41
V. La revuelta y occidente ........................................ 51
VI. Revuelta, acontecimiento,
verdad .................................................................... 61
VII. Acontecimiento
y organización política ......................................... 69
VIII. Estado y política: identidad
y genericidad ........................................................ 77
IX. Recapitulación doctrinal .................................... 91
X. Con el poeta, para concluir ................................ 103
Anexos ...................................................................... 107
Túnez, Egipto,
el alcance universal
de las sublevaciones populares .......................... 113
Un pequeño diálogo
acerca del tiempo presente. ............................... 121
127
128
Alain Badiou El despertar de la historia
CONTRATAPA
En este trabajo, el filósofo Alain Badiou examina los
últimos tumultos del mundo: las revoluciones árabes (Túnez,
Egipto), las revueltas europeas (España, Gran Bretaña) y la
crisis financiera generalizada. Para él, se trata de una oportunidad para poner a prueba sus teorías del acontecimiento y
de la Idea comunista. En su defensa de la postura contraria a
la que postula el fin de la Historia que acompañó la caída del
muro de Berlín, Alain Badiou reafirma el carácter siempre
nuevo y que sigue generando entusiasmo de la voluntad de
emancipación, de lo que el actual «tiempo de revueltas»
constituye un testimonio ejemplar. Ahora le incumbe a la
filosofía acompañar y pensar este tiempo que, según su
pensamiento, anuncia un «despertar de la Historia».
«Así como las revoluciones de 1848, más allá de sus
fracasos circunstanciales, han implicado, a lo largo de un siglo
y medio, el retorno del pensamiento y de la acción revolucionarios, del mismo modo las sublevaciones que se dan en los
países árabes, más allá de los parches que va a intentar
imponerles la «comunidad internacional», implican, a una
escala mundial, el retorno del pensamiento y de la acción de
las políticas emancipadoras.»
«Una política que considera eterno lo que la revuelta ha
puesto a la luz del día a través de la forma de la existencia de
un inexistente, lo que conforma el único contenido de un
despertar de la Historia.»
Escritor, filósofo y profesor emérito de la Escuela Normal
Superior de la calle de Ulm, Alain Badiou ha publicado en
Ediciones Nueva Visión Manifiesto por la Filosofía y ¿Se
puede pensar la política?
129
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