Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito del bronce final al hierro. El impacto del «orientalizante»: una perspectiva teórica Carlos G. Wagner Mayurqa (2006), 31: 183-209 LAS SOCIEDADES AUTÓCTONAS DEL SUR PENINSULAR EN EL TRÁNSITO DEL BRONCE FINAL AL HIERRO. EL IMPACTO DEL «ORIENTALIZANTE»: UNA PERSPECTIVA TEÓRICA Carlos G. Wagner* RESUMEN: La interacción cultural, económica y política entre los colonizadores fenicios y las poblaciones del Sur de la Península Ibérica dio lugar a un complejo proceso histórico del que cabe destacar el intercambio desigual, la acumulación de riqueza en las elites locales por medio del control del trabajo ajeno, la disolución de las antiguas relaciones sociales basadas en el parentesco y los conflictos entre colonizadores y autóctonos. PALABRAS CLAVE: orientalizante, intercambio desigual, aculturación. ABSTRACT: The cultural, economic and political interaction between the Phoenicians and native populations in the southern Iberian Peninsula gave rise to a complex historical process marked by unequal exchange, the accumulation of wealth by local elites from controlling other people's work, dissolution of pre-existing social relationships based on kinship and conflicts between the natives and Phoenicians settlers. KEY WORDS: Orientalising, unequal exchange, acculturation. INTRODUCCIÓN: LA DESIGUALDAD SOCIAL EN LAS SOCIEDADES NO ESTATALES El renovado interés por los Estados arcaicos y segmentarios y por el modo en que se manifiesta la desigualdad social en las sociedades de jefatura ha proporcionado una apreciable coincidencia en asignar a la apropiación del trabajo ajeno un papel relevante en la formación de las primeras sociedades de clase, mientras la comunidad permanece como propietaria objetiva de los medios básicos de producción (Rowlands 1980; Kristiansen 1982; Bate 1984; Bender 1990; Lee 1990). Esta apropiación puede realizarse de diversas formas. Una, mediante la tributación. Así, se ha argumentado que el paso del Neolítico a la Edad del Bronce en la Europa Occidental correspondió a la necesidad de preservar los trabajos realizados por las comunidades domésticas, con lo que surgió una clase guerrera con entrenamiento y equipo especializado que podía extraer producto de la producción de las unidades domésticas como pago por la protección ante ataques de otras unidades domésticas guerreras (Gilman 1981). * Departamento de Historia Antigua, Universidad Complutense y Centro de Estudios Fenicios y Púnicos [[email protected]] 185 Carlos G. Wagner La tributación junto a la persistencia de la propiedad comunitaria de la tierra ha sido también detectada como característica propia de muchos de los Estados primitivos y arcaicos (Claessen y Skalnik 1978). Igualmente, se ha señalado como el parentesco puede ser utilizado para recompensar prestaciones políticas y económicas que acaban generando poder en determinadas personas, y como el intercambio de mujeres y regalos en tales sociedades puede convertir los círculos igualitarios de matrimonio en una jerarquía de linajes que dan mujeres y linajes que reciben mujeres, reagrupados en círculos de «aliados» capaces de satisfacer un similar «precio de la novia», generando al mismo tiempo dependencia (Friedman 1977). En tales circunstancias el poder y la capacidad de movilizar el trabajo ajeno a menudo derivan no del control directo de la producción, sino del control indirecto de la reproducción social (Meillassoux 1972; 1977, 54 ss; Bender, 1990). Las personas situadas en el centro de las redes de redistribución, integradas por parientes, amigos, vecinos y aliados, se convierten así en las más adecuadas para impulsar a las restantes a incrementar sus esfuerzos productivos, ya que dentro del sistema ceremonial por el que se rigen este tipo de sociedades, redundará en un aumento de su prestigio, que a su vez se transforma en rango dentro del circuito matrimonial. Los linajes capaces de costear los ceremoniales más grandes, que suelen asumir el aspecto de festines redistributivos bajo los auspicios de los ancestros, son los que alcanzan más rango en la jerarquía social, con quienes más interés pueden tener los demás en establecer alianzas, pero cuyas mujeres resultan al mismo tiempo socialmente más «caras». Como ha sido explicado, el funcionamiento de un sistema como éste transforma los anteriores círculos igualitarios de matrimonio en una jerarquía política y económica de linajes que dan mujeres y linajes que reciben mujeres, produciéndose un reagrupamiento de los mismos en círculos de aliados capaces de pagar un precio similar por la novia. El resultado es, por una parte, la creación de un excedente que puede ser utilizado para incrementar el rango y prestigio de ciertos linajes por medio de festines redistributivos bajo la forma de banquetes y ceremonias rituales, así como para obtener bienes de prestigio (productos raros, exóticos o costosos) que luego serán empleados para conseguir más mujeres (precio de la novia) y aliados (obsequios). La atención prestada a las características propias de la desigualdad en las sociedades anteriores al Estado, incidiendo en quienes son los explotados y como se produce su explotación, al insistir una vez más sobre las relaciones de producción que en este caso se manifiestan predominantemente en el seno de la comunidad doméstica en unas relaciones que no son de clase, despeja el camino para comprender las condiciones objetivas en que se produce la apropiación originaria, el modo y las circunstancias en las que las relaciones originarias de producción articuladas por el parentesco se transforman en relaciones sociales de producción (Montané 1982), sin necesidad de recurrir a adjudicar el carácter de clase a toda sociedad que presente algún rasgo de conflicto y desigualdad, atribuyéndolas incluso el rango de Estados, lo que no sólo entorpece el conocimiento de la génesis social y política de las desigualdades sino que introduce la noción equívoca y perniciosa de que, a la postre, éstas son tan antiguas como la existencia humana y, por consiguiente, deben ser consubstanciales de ella. Distinguiremos así entre jefaturas simples y jefaturas avanzadas y complejas a partir del momento en que la redistribución por las elites sea asimétrica, con lo que nos encontramos ante los inicios de la explotación; y que se ejerza, por otra parte, territorialmente, sobre otros núcleos aldeanos subordinados y dependientes del gran centro redistribuidor. Ello ha permitido avanzar en la apreciación espacial de los tipos de desigualdades característicos de estas sociedades lo que resulta de particular interés para la investigación arqueológica. Así, junto a la estratificación del yacimiento, perceptible en la existencia dentro de una misma región de asentamientos que difieren entre sí en un número significativo 186 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... de rasgos, otros sígnos evidentes están representados por la existencia de edificios públicos, como casinos o templos. y la segregación residencial y funeraria que puede dar lugar a la presencia de «palacios» y enterramientos de grandes dimensiones. Son estas muestras de «arquitectura monumental» los mejores indicadores de la existencia de una apropiación del excedente y del trabajo ajeno por los grupos elitistas de las jefaturas complejas. Pero es igualmente útil la distribución espacial de los bienes de prestigio (manufacturas, importaciones, etc.), dentro de los distintos asentamientos de un mismo territorio y en su asociación a los complejos residenciales y funerarios. Allí donde el control del comercio exterior llegó a jugar un significativo papel en la consolidación de la estratificación social y el surgimiento de un poder político, la distribución espacial de las importaciones, como elementos suntuarios en la ornamentación de la residencia del jefe, del templo o santuario, o de las tumbas de sus parientes y seguidores inmediatos, es igualmente un indicador fiable. El problema, sin embargo, consiste en una correcta definición e identificación de los bienes de prestigio, para lo cual será preciso huir de la tentación epistemológica del «autóctono fascinado». Así, por ejemplo, como se ha señalado con razón podemos catalogar como bienes de prestigio una serie de objetos que en la cultura del colonizador de la cual proceden tienen un valor no utilitario sino ritual simplemente porque son «caros», pero, si cambiamos la perspectiva, encontraremos que su aparición en el seno de comunidades autóctonas no obedece tanto a la atracción provocada por una fascinación cultural, cuanto a la necesidad de ritualizar las garantías personales que hagan posible una determinada red de intercambios (Moreno Arrastio 2001). En este sentido, puesto que la comunidad vive fundamentalmente de su territorio, el análisis de éste puede resultar sumamente ilustrativo. La parcelación de la tierra, los sistemas de explotación, las formas de implantación del habitat rural y su dispersión/concentración (en definitiva el grado de estratificación en las áreas de captación de recursos), las vías de comunicación y la distribución de artefactos de manufactura no local, que definen las relaciones de la comunidad con su territorio, pueden constituir poderosos indicadores. Igualmente puede resultar muy útil analizar las interacciones entre distintos asentamientos y su plasmación espacial. Así algunos investigadores han sugerido que la especialización artesanal tiende a producir una distribución hexagonal de asentamientos de aproximadamente igual importancia en un territorio dado (Trigger 1972). Se puede afirmar, por otra parte, que el tránsito de una jefatura a un Estado arcaico se produce como consecuencia de los cambios que el crecimiento demográfico, los progresos técnicos y la especialización –esto es: el desarrollo de las fuerzas productivas– introducen, mediante la transformación material de las condiciones económicas de la producción, en las relaciones de propiedad, posesión y apropiación que se adoptan de cara a la obtención y distribución de los recursos materiales, subordinando la economía doméstica a los dictados de la economía política y trastocando la anterior jerarquización en estratificación social. Demografía y tecnología son, por lo tanto, variables que es preciso tener en cuenta pues, al igual que los condicionantes ambientales, como el clima, las propiedades físicas del suelo. etc., influyen sobre las específicas circunstancias económicas de la producción condicionando por ello, indirectamente, el desarrollo histórico-social. LOS ASENTAMIENTOS DEL BRONCE FINAL Desde hace bastantes años la investigación arqueológica de las sociedades del Bronce Final en el mediodía peninsular ha dado a conocer un tipo de asentamiento muy difundido por el área: los poblados de cabañas (Ruiz Mata1990; Aguayo 1986; Torres 187 Carlos G. Wagner Ortiz 2002). Se trata de poblados más que de villas o ciudades, ya que se hallan compuestos por estructuras de habitat poco complejas, de planta oval o circular, excavadas en el suelo a poca profundidad, con paredes y techumbres construidas con entramado vegetal cubierto de barro, y dispuestas sin una organización clara del espacio, y sin una distinción de áreas por actividades, al menos en lo que las excavaciones dejan conocer. Algunos de estos poblados son muy antiguos y, como Setefilla (Lora del Río, Sevilla), Carmona (Los Alcores, Sevilla), Montemolín (Marchena, Sevilla) El Berrueco (Medina Sidonia, Cádiz) o el Llanete de los Moros (Montoro, Córdoba) y Colina de los Quemados (Córdoba), se sitúan en lugares estratégicos que dominan los caminos y los recursos agrícolas de la zona, remontándose a mediados de la Edad del Bronce o a comienzos del Bronce Final. Otros, sin embargo, surgen en un momento posterior, hacia la mitad del siglo IX a. C., como los que ocupan los cabezos de Huelva, el Carambolo, Cerro Macareno, y Valencina de la Concepción, los tres en la provincia de Sevilla. Algo después, desde comienzos del siglo VIII a. C, surgen otros asentamientos más directamente relacionados con los trabajos mineros y metalúrgicos. Algunos están situados en la ruta que conducía desde las minas de Huelva (Río Tinto, Aznalcóllar) al Bajo Guadalquivir, como San Bartolomé de Almonte o Tejada la Vieja (Escacena, Huelva). Otros junto a las minas de Río Tinto, como Cerro Salomón o Quebrantahuesos. También aparecen en lugares más alejados y estratégicos de cara al acceso de territorios más al interior, como Acinipo (Ronda, Málaga) o Medellín (Badajoz). Al mismo tiempo que surgen estos nuevos poblados, aumenta el tamaño de los anteriores y la forma en que todos se disponen sugiere una organización territorial jerarquizada, en los que los centros más recientes y pequeños se sitúan en torno a los más antiguos, algunos de los cuales, como Carmona, se dotan de poderosas murallas. Características de todos ellos son las cerámicas, cuencos, urnas y vasos, con decoración bruñida o, en menor medida, pintada geométrica. En estos poblados de cabañas de planta oval o circular encontramos cerámicas a mano, herramientas de trabajo fabricadas en madera, piedra o hueso, sin ninguna distribución clara y especial de las mismas y con ausencia de diferenciación funcional del espacio. Los vestigios de una actividad metalúrgica poco especializada de la plata y el cobre conviven con muestras de otras actividades cotidianas, como la preparación y el consumo de alimentos, lo que sugiere la comunidad doméstica como centro de producción (Wagner 1983; 1991). El tamaño de los asentamientos, la presencia de estructuras de habitat de planta cuadrada o rectangular, aunque en un momento posterior, y la existencia de fortificaciones se han venido utilizando frecuentemente como claros indicios de urbanismo. No obstante, el tamaño resulta un criterio engañoso y nada definitivo, que no satisfacía las exigencias antiguas ni las actuales (Finley 1978, 173 ss), ya que la ciudad se distingue del poblado no tanto por una cuestión de magnitud o tamaño cuanto de organización interna, pues constituye una agrupación fundada en la división del trabajo (Liverani 1976). Algunos especialistas consideran la estructura física (técnica constructiva, planificación del habitat) como el elemento más característico o el más fácilmente reconocible, y de esta forma se llega a definir lo que se considera como un modelo más o menos general de la «ciudad antigua» como un «asentamiento compacto de casas y calles» (Drews 1981). Tal apreciación es parcial (Finley 1978), y si puede ser de alguna utilidad para diferenciar un asentamiento de cabañas dispersas de otro de casas alineadas en torno a «calles» o espacios abiertos, difícilmente dará razón de las distintas formas de urbanismo. Y es que, pese a cierta tendencia a primar los aspectos estético-arquitectónicos (Pounds 1969), la ciudad es un hecho tanto físico como institucional (Drews 1981). Si tamaño y densidad no son elementos sufi- 188 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... cientes, será preciso entonces fijar la atención en los otros componentes que integran el estilo de vida urbano, como es una acusada especialización del trabajo, que se manifestará en una determinada disposición funcional del espacio y en la presencia de una diversidad de útiles y herramientas. En general, la evidencia de una actividad manufacturera especializada reflejada en distintas zonas de un asentamiento sugiere la presencia de una fuerte especialización funcional. LOS ASENTAMIENTOS DEL HIERRO I En los mismos poblados, durante el Hierro I, se pueden constatar modificaciones importantes en la técnica de construcción de las casas, ahora de planta cuadrada o rectangular, con muros enlucidos de mampuestos y tapial que se alzan sobre cimientos y zócalos de piedra. En ocasiones el suelo aparece cubierto con un pavimento de guijarros formando mosaicos (Díes Cusí 2001; Torres Ortiz, 2002, 285). Desconocemos, debido a las pequeñas superficies excavadas, si estos cambios se corresponden a una nueva distribución del espacio en los asentamientos según una especialización de tareas y funciones, aunque en algunos lugares como Tejada la Vieja y la propia Huelva parece que así es. En otros, en cambio, como en Cerro Salomón, los vestigios de las actividades minero-metalúrgicas –martillos de granito, yunques de piedra, escorias, crisoles y toberas– se localizan en el interior mismo de las viviendas, sin que se aprecie una diferenciación funcional por zonas en el área del poblado. Algunos de estos poblados, en especial los que ocupan posiciones estratégicas de control del territorio, como la Mesa de Setefilla (Sevilla) o en las rutas que conducían desde los centros mineros a los puertos de la costa, como Tejada la Vieja (Huelva) se fortifican por aquel entonces. En esta última localidad se construyó durante el siglo VII a. C. una muralla de más de un kilómetro y medio de longitud, en forma de talud y reforzada por torres semicirculares. En algunas zonas de Sevilla, Córdoba y Málaga los vestigios de nuevos habitats parecen guardar relación con una explotación agrícola de la campiña. En todos ellos la presencia de cerámicas fenicias, junto con otras importaciones, son prueba evidente de contactos e intercambios con los colonizadores. En contra de la interpretación más habitual, cabe resaltar que el control del comercio por las elites y la aparición de sistemas de intercambio no están siempre, ni siquiera frecuentemente, en la base de los procesos de estratificación social que llevan a la aparición de las ciudades y formas complejas de administración y gobierno. Como ha sido señalado, el comercio no fue el responsable de la aparición de las elites durante la Edad del Bronce europea, ya que concernía principalmente a bienes de prestigio, y no a elementos susceptibles de incrementar el excedente agrícola controlado por aquellas (Gilman 1981). También se ha argumentado que durante la Edad del Bronce, la aparición de sistemas redistributivos de jerarquía y prestigio en la Península no tuvo tanto que ver con el comercio lejano y el desarrollo de sistemas de intercambio de tipo «centro/periferia», como con la necesidad de control sobre los recursos críticos (Chapman 1982). Esto no quiere decir que en determinadas circunstancias de especialización regional o cuando los intercambios afectan directamente el sector básico de la subsistencia en la economía, el control del comercio no se constituya en factor de emergencia de las élites y de desarrollos urbanos paralelos. Si en el Hierro I urbanismo y estratificación social van asociados y el comercio exterior concernía también fundamentalmente a bienes de prestigio, difícilmente entonces ha podido constituirse en un factor que origine el tránsito de las formas de vida aldeanas a las urbanas. La intensificación y desintensificación de la producción agrícola, junto con las correspondientes formas de tenencia de la tierra y de estructura social, producirán cambios 189 Carlos G. Wagner en los patrones de asentamiento que pueden ser percibidos mediante la elaboración y aplicación de modelos pertinentes (Bintliff 1982). La intensificación de la producción conlleva normalmente la concentración de los asentamientos como una respuesta al abandono de las áreas marginales cuyo potencial agrícola se haya visto reducido a consecuencia de una sobreexplotación (Champion,1982). El cambio tecnológico puede permitir la recuperación de dichas zonas y una nueva reordenación de los patrones de asentamiento. Ahora bien, el proceso de urbanización no debe entenderse siempre como una evolución gradual en crecimiento y complejidad, ni como un proceso irreversible. Cambios súbitos en los patrones de asentamiento (Collis 1982) que implican traslados y abandonos, son por el contrario responsables de nuevas secuencias dotadas de mayor complejidad que los estadios anteriores. Por otra parte, la experiencia acumulada por la investigación en muchos y muy diversos sitios demuestra que no existe tampoco un único contexto inicial para los procesos de urbanización. Así, centros de características urbanas han podido desarrollarse desde supuestos muy distintos: a partir de una pequeña aldea originaria, en torno a un primitivo santuario rural, mediante ese fenómeno de agregación que conocemos como «sineicismo» (confluencia de pequeñas aglomeraciones o absorción de las otras por una de ellas), y también a partir de un poblamiento disperso que en una fase posterior se nucleariza. Como en otros lugares de Europa (Gilman 1981) la aculturación y el comercio es más un síntoma de la presencia de estas elites aristocráticas que una causa de las mismas. Poblados y aldeas preurbanas, asentamientos más grandes y complejos que podemos definir como villas protourbanas, santuarios rurales o recintos fortificados con hábitat interior nuclearizado, pueden todos llegar a adquirir la categoría de un «lugar central». La pervivencia en unos casos de formas de organización tribal o aldeana no tiene parangón con la aparición, en otros, de contextos protourbanos y ciudades. EL IMPACTO DEL URBANISMO «ORIENTALIZANTE» EN EL AMBITO AUTÓCTONO La primera distinción pertinente permite establecer una diferencia entre la adopción de las técnicas constructivas y la adopción de la mentalidad y usos que subyacen tras una determinada concepción del espacio doméstico y la organización del habitat. En líneas generales se puede afirmar que las sociedades autóctonas del sur peninsular adoptaron algunos elementos y soluciones constructivas propias del urbanismo fenicio, como la planta cuadrangular de las viviendas y el empleo de revestimientos elaborados recubriendo la superficie de las estructuras, pero no la concepción ni distribución de la casa fenicia de varias estancias, cerrada al exterior y abierta a un patio interior (Diés Cusí 2001). Aún así, en algunos lugares, como San Bartolomé de Almonte (Huelva), El Cerro de la Encina (Monachil, Granada), Galera (Granada) o la Colina de los Quemados (Córdoba) se mantiene el habitat de cabañas. Y en otros, a pesar de la instalación de población fenicia en un sector del asentamiento, como ocurre en la Peña Negra (Crevillente, Alicante), el panorama es el de una falta de homogeneidad que alterna la pervivencia de ténicas –muros de tapial– y estructuras –planta circular, banco corrido– propias de la tradición local con la presencia de innovaciones, sobre todo enlucidos y revestimientos, muros de adobe aunque de forma minoritaria, y plantas en angulo recto, que podemos atribuir, almenos en parte, ya que las casas angulares están también presentes entre las viviendas más antiguas, a la influencia fenicia (González Prats 2001). Por otra parte, la aceptación de los elementos arquitectónicos y las técnicas constructivas de los fenicios parece haber sido bastante lenta en algunas regiones, como en Los Alcores de Sevilla, la zona costera al este del Estrecho, pese 190 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... a la temprana y abundante presencia de asentamientos fenicios, o el área del SE peninsular, y sólo cristalizan a fines del siglo VII e inicios del VI, en contraste con lo que se observa en el zona de Huelva o en Cástulo (Diés Cusí 2001), por lo que podemos hablar de un impacto muy desigual en el tiempo y el espacio. Por otra parte, se trata de un urbanismo que imita más el aspecto que el contenido o la funcionalidad de las viviendas fenicias. Las cerámicas locales comienzan a fabricarse a torno en este periodo y también se imitan formas y modelos característicos del repertorio de las cerámicas fenicias. Sin embargo esta imitación no es generalizada. Se copian sobre todo los cuencos, vasos y ollas, vajilla de mesa y de cocina, mientras se ignoran aquellas otras piezas, como los pequeños recipientes de ungüentos y perfumes, propias de un uso más especializado. Parece que también se llegaron a fabricar localmente algunos objetos típicos del repertorio «orientalizante», como los jarros o los timaterios de bronce, joyas y algunos objetos de marfil, si bien se mantienen dudas, por lo que la polémica subsiste, sobre si fueron realizados por artistas y artesanos locales que habían aprendido las técnicas y se inspiraban en los modelos orientales, o por fenicios que vivían en las colonias de la costa e, incluso, entre la misma población autóctona. En lo que a la arquitectura pública o «monumental» concierne, los datos disponibles sugieren una temprana presencia fenicia en los sitios en que se constata. Así, en Tejada la Vieja (Huelva) la aparición de construcciones con zócalo de piedra y planta rectangular, un urbanismo planificado en torno a calles de trazado rectilíneo (Fernández Jurado y García Sanz 2001) y una muralla construida con técnica fenicia (Diés Cusí 2001) parecen responder al asentamiento de población fenicia a finales del siglo VII a. C. (Wagner 2000; Diés Cusí 2001), mientras que la presencia en Quinta de Almaraz (Almada, Portugal) de un foso similar al de Castillo de Doña Blanca, de un vaso de alabastro y pesos cúbicos de plomo muy parecidos a los encontrados en el Cerro del Villar ha sido interpretada, al menos a nivel de hipótesis, en el mismo sentido (Arruda 1999-2000, 110). En Montemolín (Marchena, Sevilla) han salido a la luz, junto a una vivienda fenicia, restos y plantas de edificios (C y D) que tienen su origen en Siria y Fenicia, con gran desarrollo en los siglos VIII-VII a. C. (Diés Cusí 2001). Un análisis minucioso del registro arqueológico y el estudio faunístico realizado ha permitido identificar uno de ellos, el denominado edificio D, como parte de un centro ceremonial en el que se llevaban a cabo ofrendas y sacrificios (Chaves Tristan y De la Bandera 1991). Por otro lado, la iconografía orientalizante de las cerámicas policromas de este yacimiento se ha considerado propia de individuos que, pese a su ascendencia foránea, llevan viviendo largo tiempo en la Península (Chaves Tristan y De la Bandera 1991), Todo hace pensar en un grupo de población fenicia que reside en el asentamiento (Blázquez 1992). Otro tanto puede decirse respecto de Cástulo (Linares, Jaén) aunque aquí, como en Montemolín, la aparición de las construcciones «fenicias» es más temprana, dándose en la segunda mitad del siglo VIII a. C. (Diés Cusí 2001). Intervenciones arqueológicas recientes en el Cerro de San Juan en Coria del Río (Sevilla), han sacado a la luz sectores de un santuario y viviendas adyacientes que formarían parte de un barrio fenicio ubicado en la Caura tartésica, por aquel entonces situada junto a la paleodesembocadura del Guadalquivir (Escacena e Izquierdo 2001; Escacena 2002). EL PROCESO DE ACUMULACIÓN EN LAS SOCIEDADES AUTÓCTONAS EN EL «ORIENTALIZANTE» Las poblaciones que habitaban el sur de la Península durante el final de la Edad del Bronce practicaban una economía básicamente ganadera, en la que la agricultura parecía 191 Carlos G. Wagner ocupar un papel secundario, y estaban organizadas en grupos familiares que a su vez se articulaban en grupos de parentesco más amplio, como linajes y clanes. Podemos estar bastante seguros de esto a partir de lo observado en los poblados de la época y en algunas pocas necrópolis de sitios como Las Cumbres (Puerto de St. María, Cádiz). Se trataba de una sociedad de la que sus vestigios arqueológicos no permiten atisbar importantes diferencias sociales ni una especialización acusada en actividades de gobierno o de tipo económico. La metalurgia del bronce, del oro y de la plata producía exclusivamente objetos ornamentales y armas. Los utensilios y herramientas corrientes se fabricaban de piedra, hueso o madera. Las cerámicas, algunas de gran calidad, estaban hechas a mano, y los poblados en los que se detecta la existencia del trabajo metalúrgico tenían un carácter estacional que permitía compaginarlo con el cuidado del ganado y el trabajo de la tierra. Nos queda por explicar como se produjo el proceso de acumulación que generó las elites «orientalizantes» a partir de sociedades de jefatura, lo que no es una tarea fácil ya que careemos en muchos casos de datos fiables sobre las actividades productivas y las relaciones de producción, como consecuencia del tipo de investigación predominante durante muchos años (López Castro 1993; Gilman 1993; Wagner 1992). Aún así proponemos la siguiente hipótesis que deberá ser contrastada con investigaciones futuras. El intercambio desigual (Wagner 1993; Carrilero 1995) con los colonizadores fenicios proporcionó el contexto en el que algunos jefes de los linajes más importantes pudieron movilizar trabajo ajeno con el fin de participar en los intercambios. De esta forma se apropiaron de riqueza en forma del trabajo extra de los demás (Wagner 1995). Este trabajo extra, o plustrabajo, en el que el predominio de la unidad doméstica como centro de producción sugiere una participación muy importante de las mujeres y los niños, no era realizado únicamente por los miembros de su propio linaje. La posición al frente de los sistemas ceremoniales y redistributivos resultaba muy eficaz para implicar a un número cada vez mayor de personas. Además, mediante el control de los matrimonios y las alianzas políticas se podía disponer del trabajo extra de los individuos de otras agrupaciones de parentesco. Las joyas femeninas, características del Bronce Final, sugieren que el traspaso de mujeres de los linajes más altos a los más bajos pudo ser utilizado como un medio para crear dependencia. La cercanía a los ancestros legitimaba las diferencias sociales. Como se ha dicho, el «festejo» de los ancestros crea y mantiene la distancia social (Friedman 1977; Bender 1990). Precisamente en relación con el parentesco y su manipulación como forma de adquirir riqueza y notoriedad, se ha resaltado recientemente el papel desempeñado por el control social sobre las mujeres y sus matrimonios, que posibilita el dominio de la producción y la reproducción social. En el periodo «orientalizante» la orfebrería femenina y las estelas diademadas podrían estar señalando en la misma dirección. Además, la práctica del regalo suntuoso, que explicaría la presencia de algunas importaciones orientalizantes en las tumbas más modestas, pudo servir para obtener contraprestaciones en forma de trabajo extra. Los regalos y contra regalos provocan exigencias en la producción. El traspaso de mujeres y la práctica del regalo pudieron ser utilizados para crear dependencia y lograr contraprestaciones laborales. Dicha dependencia difiere de la que caracteriza las relaciones en el seno de la comunidad doméstica, y por la cual las mujeres y los varones jóvenes se hallan sometidos al varón adulto que controla las subsistencias y la reproducción, en que incrementa con una aportación externa el trabajo disponible por la agrupación de parentesco. Esta hipótesis puede coexistir perfectamente con otra recientemente expresada. Tal vez todas estas formas de movilizar trabajo ajeno no fueron suficientes ante la intensificación de la extracción de metales durante el periodo orientalizante y algunos grupos de 192 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... población en la región extremeña y al sur del Tajo, allí donde se distribuyen la estelas y aparece un orientalizante cuya riqueza no justifican los recursos locales –considerados principalmente la riqueza de sus tierras y su excelente ubicación geográfica de cara a un comercio interregional– se especializaron, a fin de proporcionar mano de obra servil, en la caza humana sobre poblaciones de la Meseta que precisamente ahora abandonan el poblamiento en lugares accesibles para instalarse en cerros-testigo y castros fortificados (Moreno Arrastio 2000). Tal vez, incluso, podamos ir más allá, como simple hipótesis de trabajo que señala la violencia como contexto más habitual de las relaciones desiguales entre comunidades muy distintas de aquel mundo arcaico, destacando que uno de los intereses significativos de los colonizadores fenicios en sus navegaciones precoloniales al lejano Occidente ha podido estar constituido por la obtención de esclavos, lo que como en otras épocas posteriores convertiría en muy rentables económicaamente sus expediciones (Moreno Arrastio 1999). La riqueza conseguida de todas estas formas era básicamente empleada en aumentar el número de interacciones sociales y políticas. El registro arqueológico sugiere una ausencia de centralización de los intercambios lo que debió estimular la competencia de las agrupaciones de parentesco que involucraba a las unidades domésticas y explica la expansión del «orientalizante» percibida en lugares geográficamente alejados. Las pruebas arqueológicas de una organización no especializada del trabajo en los poblados minero-mertalúrgicos, incluidos los de actividad permanente como Cerro Salomón, sugieren que el modo de producción doméstico, lejos de desaparecer entre la población autóctona en favor de una economía más avanzada y diversificada, subsistió, al menos en algunos lugares, aunque supeditado al sistema de intercambios y relaciones coloniales ahora dominante, y con un carácter ciertamente periférico. La relativa uniformidad de los ajuares de las tumbas «principescas» sugiere la existencia de relaciones muy estrechas de los miembros de las incipientes elites en relación probablemente con el control y el acceso a los recursos mineros y a las vías de comunicación con la costa, en donde se realizaba el intercambio con los fenicios. El carácter ceremonial y redistribuidor en que se insertaría todo este flujo de esposas, regalos y contraprestaciones estaría señalado por sitios como el santuario de Cástulo (Blázquez y García-Gelabert 1996), el edificio «singular» de Montemolín (Chaves Tristán y De la Bandera 1991), las estructuras arquitectónicas recientemente descubiertas en El Carambolo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2005a, 2005b) y el palacio/santuario de Cancho Roano López Pardo 1990). Así, la acumulación de riqueza y el prestigio de estas elites incipientes no descansaban sobre la propiedad de los medios de producción sino sobre la apropiación del trabajo ajeno. En los lugares, como en Huelva, donde el proceso fue más temprano, como indican los recientes hallazgos (González de Canales et al, 2004), rápido e intenso, la disolución de los vínculos de parentesco se produjo con mayor celeridad, como sugiere la presencia de incineraciones individuales muy pobres, que representan a los individuos que han quedado excluidos de la comunidad. Rotos los vínculos de parentesco el propio poder económico de las elites sería utilizado coercitivamente para asegurar su preponderancia social y política. Pero este poder descansaba de forma predominante en la interacción económica y desigual con los colonizadores fenicios (Wagner 1995). Las relaciones de parentesco serán sustituidas por formas de dependencia clientelar, favorecidas por la disolución de la comunidad gentilicia y la exclusión de algunos de sus antiguos miembros de los medios de producción. Algo que sugieren algunas tumbas de La Joya, con ajuares aún ricos pero menos importantes que los de los enterramientos principescos y 193 Carlos G. Wagner restos de armas, escudos (tumbas 9 y 18), espada de hierro y puntas de lanza (tumba nº 16), en claro contraste con las incineraciones más simples y las inhumaciones de «lapidados» en posición violenta (Garrido 1970; Garrido y Orta 1978), que probablemente representan a siervos. El tipo de desigualdad social que genera las relaciones en el ámbito colonial con los fenicios difiere netamente de la incipiente jerarquización dentro de los linajes de finales de la Edad del Bronce. El intercambio desigual somete a la tensión de una nueva contradicción a la sociedad autóctona. Esta contradicción no es otra que la que resulta del sometimiento del modo de producción doméstico por el modo de producción dominante colonial. LA INTERACCIÓN AUTÓCTONOS / COLONIZADORES Tradicionalmente las relaciones entre los colonizadores fenicios y los pobladores autóctonos en el contexto colonial han sido explicadas en el marco de una coexistencia pacífica al no demandar los primeros tierras que pudieran haber sido objeto de conflicto y dado que el comercio habría beneficiado por igual a ambas partes. Subyace, en todo ello, no obstante, la preocupación muchas veces no declarada del mundo académico actual en los mecanismos que evitan el conflicto violento, con su acento en la ritualización de la conducta social y su expresión simbólica como elementos de un sistema, también social, de convivencia que se hace patente mediante una serie de recursos ideológicos (Moreno Arrastio 1999). La investigación arqueológica ha puesto de manifiesto la existencia temprana de auténticos núcleos urbanos fenicios en la Península Ibérica, como Doña Blanca (Puerto de Santa María, Cádiz), La Fonteta (Ruiz Mata 1993; Ruiz Mata y Pérez 1995; González Prats y Ruiz Segura 2000) en la desembocadura del Segura (Alicante) y, probablemente, Tavira (García Pereira 2000) cerca de la del Guadiana, amurallados en algunos casos desde época muy temprana –lo que no deja de tener profundas y significativas implicaciones–, además de una implantación muy capilarizada que se extiende desde la desembocadura del Segura a la del Tajo con una gran densidad de asentamientos, en algunos casos muy próximos entre sí, y algunos de los cuales han proporcionado indicios fiables de una captación de los recursos agrícolas de su entorno. Así, el Cerro del Villar, fundado en la desembocadura del Guadalhorce a finales del siglo VIII a. C. ha proporcionado pruebas de la existencia de actividades agrícolas y ganaderas en unas tierras que no brindaban ninguna posibilidad de explotación metalúrgica mínimamente rentable y que muestran numerosos indicios de su aprovechamiento económico por los colonizadores, cuyo control se aseguran durante el siglo VII a. C. con el establecimiento de asentamientos secundarios en tierra firme y probablemente a través de la subordinación y absorción de la población autóctona local presente en dos sitios cercanos, el Llano de la Virgen y la Loma del Aeropuerto, este último ocupado más adelante por población fenicia, algo que empieza también a vislumbrarse en otros lugares como Cerro del Mar, Morro de Mezquitilla y Villaricos (Aubet 1992; Martín Ruiz 2002; López Castro 2000; 2003). Por otra parte, la instalación de los fenicios de La Fonteta (Guardamar del Segura, Alicante) en el Castillo de Guardamar y en el también fortificado Cabezo del Estaño (González Prats 2001), que asegura el control estratégico del territorio, revela un interés similar. Se considera que en muchos casos los territorios controlados por los enclaves coloniales fenicios debieron ser pequeños y que la mayor parte de las tierras fértiles próximas a 194 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... ellos habrían permanecido en manos de la población autóctona (Aubet y Delgado 2003; López Pardo y Suárez 2003), lo que, por otro lado, revelaría una dudosa estrategia colonial al permitir que el suministro de alimentos quedara en manos de factores externos por medio de un intercambio que resulta difícil de precisar. Sin embargo, el territorio controlado por los fenicios, aunque pequeño, junto con el modelo de agricultura intensiva diversificada que parece haber sido aplicado habría sido suficiente para asegurar el abastecimiento de la población colonial (López Castro 1994). Los análisis paleobotánicos procedentes de sitios como Doña Blanca, Cerro del Villar o Villaricos muestran la presencia de cereales y un alto porcentaje de malas hierbas asociadas al cultivo cerealístico y sugieren un entorno donde abundaban los campos de cultivo y la realización de trabajos de trilla, cribado o tamizado del grano en el mismo asentamiento o en sus cercanías (Iborra et al. 2003). Se hubo de disponer, por consiguiente, del dominio efectivo sobre los territorios en que se instalaron los asentamientos coloniales, grandes y pequeños, que pudo ser obtenido en ocasiones mediante pactos con las elites locales (Tejera 1996) que facilitarían también buena parte de la fuerza de trabajo para las tareas menos especializadas, aunque no debe descartarse por completo el empleo, en otros casos, de la violencia, tal como sugieren los episodios conocidos en Oriente, Chipre, Cerdeña y Cádiz. En cualquier caso, el reconocimiento de la existencia de estos pactos no implica una garantía de coexistencia pacífica generalizada y permanente. Como ha sido muy bien observado, desde nuestra preocupación actual en los mecanismos que evitan los conflictos preferimos ignorar que en muchas ocasiones la existencia de pactos no es tanto un recurso que asegure la convivencia, cuanto una amplia precaución, una respuesta adaptativa del grupo que se sabe débil en el contexto del contacto colonial (Moreno Arrastio 2001). Muy probablemente deberían ser renovados en diversas ocasiones y coyunturas, sin olvidar que entre las poblaciones autóctonas presumiblemente tenían más un carácter interpersonal que institucional, lo que aumentaría las ocasiones en que su vigencia habría dejado de existir. Por otra parte, el mundo autóctono no se encontraba unificado políticamente por lo que es improbable una densa red de estos pactos con todos y cada uno de los interlocutores locales presentes en una determinada región. Es mucho más probable que los colonos fenicios utilizaran esta división en su propio beneficio y según sus intereses apoyando a unos en contra de los otros, por lo que no se descartaría la existencia de enemigos reales o potenciales. La adquisición de estas tierras se podía, como hemos visto, realizar de diversas maneras, por medio de la violencia, o mediante pactos y alianzas que en la práctica vienen a resultar desiguales o, incluso, por medio de su compra. A partir de ahí las relaciones de los colonizadores con los pueblos autóctonos van quedar caracterizadas de diversa manera. La diferencia fundamental de la colonización respecto al comercio es que en esta apropiación de la tierra ajena se reproduce, transformándose al mismo tiempo, la formación social originaria de los colonizadores que ahora va a entrar en contacto tal cual con el mundo autóctono. Y en esta reproducción se manifiestan muchas veces sus propias contradicciones, unas antiguas y heredadas de la metrópolis, otras en cambio nuevas, consecuencia del propio proceso colonizador, lo que le convierte en un fenómeno expansivo, de gran dinamismo histórico. Así, en sus relaciones con la población autóctona los colonizadores se hallaban mediatizados por las propias relaciones que la dinámica histórica del proceso colonial estableció entre ellos, haciendo de sus relaciones con aquella no una cuestión de etnia o de diferencias culturales sino de clase (Wagner 2001). 195 Carlos G. Wagner CONTRIBUYENDO A DEFINIR VIOLENCIA Y CONFLICTO Podemos empezar por considerar, aunque sea de manera genérica, las formas menos manifiestas de violencia y agresión que son las que resultan más difícilmente evaluables desde la documentación escrita y la arqueológica. En este sentido resulta bastante obvio que, como se ha señalado para el caso griego, el propio término de «coexistencia» dice bien poco por sí mismo si no es acompañado de un significado social que lo llene de contenido (Morel 1984). Por otra parte, la cuestión de la violencia en los contactos interculturales es particularmente compleja, ya que por violencia no debe entenderse tan sólo la mera agresión física que se ejerce de forma más o menos directa sobre las personas o las cosas. De hecho la agresión puede revestir modos mucho más sutiles e incluso inintencionados. Baste pensar en los casos que pueden implicar, por ejemplo, la transformación por el grupo culturalmente extraño del espacio y el paisaje cultural y sagrado propio, o la violación, que puede ser o no deliberada, de un determinado tabú o de una regla especifica de conducta (Wagner 2001). En todos estos casos, el grupo cultural afectado percibe una agresión por parte de los miembros de la cultura externa. El contacto violento será, por consiguiente, aquel que implica cualquier forma de agresión externa sobre la cultura local, dejando a un margen la cuestión de la intencionalidad concreta. Esta agresión puede manifestarse en el plano demográfico (eliminación directa o indirecta de las personas), ambiental (destrucción o modificación de paisajes locales), cultural (violación de tabúes, espacios sagrados, normas de conducta, etc), económico (destrucción o apropiación de fuentes de recursos locales), social (eliminación o alteración de las pautas y relaciones sociales y de las formas de integración y cohesión social), conductual (introducción de normas de conducta perversas o modificación indeseada de las existentes) o biológica (introducción de enfermedades). Por ejemplo, un agresión ambiental puede ser también cultural y económica, ya que un determinado paisaje que resulta modificado puede albergar más de un significado. De la misma forma, el desplazamineto de la población autóctona como consecuencia, incluso pacífica, de la presencia de los colonizadores conlleva consecuencias que afectan a la demografía, a las relaciones sociales, a la actividad productiva, con la modificación los hábitos de trabajo y una reorganización que pude implicar una mayor segmentación con núcleos de población más pequeños y, por ende, una dispersión que favorece la aparición de formas de subordinación o dependencia respecto de los colonizadores. Todo este tipo de agresiones no se producen de forma aislada sino que, generalmente, interactúan en el contexto mismo de la dominación colonial, implique ésta violencia y agresión manifiesta y abierta o no (Wagner 1993). Por otra parte, las relaciones no manifiestamente violentas pueden no encerrar más que una colaboración aparente, una resistencia pasiva que no excluye en modo alguno la existencia del conflicto o la adopción de medidas precautorias en las que la aparición de pactos o acuerdos puede hacernos invisibles la presión, o mismamente, el miedo (Moreno Arrastio 2001). Así, el intercambio desigual, que en muchos casos caracteriza las relaciones entre colonizadores y autóctonos, somete a estos últimos a una verdadera explotación económica que terminará por acarrearles graves consecuencias, algo a lo que, en general no se suele prestar mucha atención. Pero en cualquier caso el conflicto violento, la violencia abierta y manifiesta en su expresión más agresiva y descarnada puede resultar bastante invisible ante la falta de datos condicionada por el estado del registro arqueológico, a la vez que muy oscurecida, por no decir del todo ignorada, por los propios marcos lógicos utilizados en la interpretación desde una perspectiva que pone el énfasis en las formas ritualizadas de amortiguar o evitar 196 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... los conflictos, una preocupación que suele resultar más nuestra que de aquellas gentes, más interesadas en aprovecharse y protegerse de sus conflictos que de apaciguarlos (Moreno Arrastio 1999). Una interesante y reciente hipótesis (Moreno Arrastio 2000) ha venido a incidir oportunamente en la práctica de la violencia y las relaciones de dependencia en el contexto de la colonización fenicia arcaica en el extremo Occidente, asuntos que hasta el presente permanecían inéditos. Se llama de este modo la atención sobre la representación gráfica de la violencia, en forma de armas, así como del cuerpo humano en las estelas decoradas del S.O. de la Península Ibérica. El propio hecho de la aparición de monumentos con la representación de armas y cuerpos humanos estaría denotando un cambio en el que aquellas ya no se limitarían a ser simples bienes de prestigio y éstos encuentran un nuevo sentido económico que antes no tenían, sugiriendo que corresponden al surgimiento de un modo de producción en el que la caza del hombre, destinada al comercio de esclavos, en los territorios limítrofes a aquellos en que se distribuyen mayoritariamente las estelas y que sufren procesos de encastillamiento y de despoblación contemporáneos, desempeñaría un papel predominante. Estos esclavos serían luego en parte empleados en la explotación de las minas de mediodía peninsular. Tal hipótesis, que su mismo autor define como pesimista frente a la excesiva benevolencia con que ha sido juzgada la presencia colonial fenicia y sus consecuencias, puede dar razón, además del proceso de formación de unas elites guerreas en el territorio de las estelas, de la necesidad de trabajo masivo que se precisaría en la explotación a gran escala de las minas durante el periodo orientalizante y constituir otro de los factores económicos de la presencia colonial fenicia. LA EXPLOTACIÓN COLONIAL Y EL INTERCAMBIO DESIGUAL La presencia fenicia habría tenido, según la opinión de muchos, claros efectos dinamizadores sobre las poblaciones y culturas autóctonas, que de este modo se beneficiaron del fructífero contacto con los representantes de una cultura más compleja y desarrollada. Semejante punto de vista, aunque ciertamente muy extendido, induce a una interpretación premeditadamente positiva, y por lo tanto ahistórica, de los resultados del contacto cultural, que son valorados de antemano de acuerdo a un concepto ingenuo de aculturación y desde perspectivas que ponen el acento en lo que se intercambia y no en lo que se produce, quedando los intercambios reducidos a la mera circulación de mercancías y relegadas las relaciones sociales en que se enmarca la producción (Carrilero 1995; López Castro 2000), tendiéndose por ello a sobrevalorar la importancia de los aspectos formalmente comerciales de la colonización fenicia, lo que ha impedido muchas veces caracterizar adecuadamente los intercambios entre los fenicios y las poblaciones con las que entraron en contacto. Más recientemente, y aún dentro del ámbito del colonialismo y de la experiencia colonial que se percibe como una realidad flexible de dominantes y dominados, se ha insistido, en cambio, en la «negociación» y en la colaboración entre grupos de fenicios y autóctonos como mecanismos que popician los intercambios y las diversas situaciones coloniales (Vives-Ferrándiz 2006, 179 ss). Tales planteamientos no tiene en cuenta que, en realidad, las diferencias en el grado de complejidad cultural, desarrollo tecnológico, organización socioeconómica y formas de gobierno e integración y control social e ideológico (Belén y Escacena 1995) difícilmente pudieron propiciar unos intercambios equilibrados, y que por el contrario favorecieron la consolidación de unas relaciones de explotación colonial que se concretaron muchas veces en un intercambio desigual, del que son característicos la esquilmación de los recursos, la 197 Carlos G. Wagner dependencia tecnológica (y por consiguiente la subordinación económica) y la profundización de las desigualdades y los contrastes en las comunidades autóctonas, ocasionada por la apropiación por parte de las elites de la riqueza y el trabajo ajeno, fenómenos propios también del «orientalizante» (Wagner 1995), pero poco visibles arqueológicamente, al menos desde el paradigma teórico dominante. Y el hecho de que los intercambios tengan, además del económico, un contenido y un significado social, y político, amén de simbólico, no anula, como en ocasiones se pretende (Vives-Ferrándiz 2006), su carácter desigual –ya que ello no elimina la existencia de procesos de trabajo con muy distintos costes sociales de producción, y no solo valores subjetivos– sino que más bien tiende a encubrirlo a los ojos de los participantes (y, por lo que se ve, de algunos investigadores) en unas relaciones «pactadas» en las que la clave reside en comprender si son fruto de una negociación simétrica y paritaria, en la que ambas partes muestran similar capacidad, –o– por el contrario, de una imposición, que se pretende invisible desde la fórmula del pacto, de quienes actúan con la ventaja que proporciona una posición, económica y tecnológica, dominante. Argumentar, que las elites autóctonas «pactan» con algunos grupos de colonizadores indígenas en calidad de iguales resulta, en todo caso, de una ingenuidad pasmosa y no es esa, precisamente, la dinámica del colonialismo. Por otra parte, que algunas elites autóctonas se hayan podido beneficiar de los intercambios no resulta raro, ya que son ellas precisamente las encargadas de movilizar la mano de obra y convertir el sobretrabajo en excedente del cual se pueden apropiar, pero esto no entra en contradicción tampoco con el carácter desigual de los intercambios. La documentación arqueológica revela, por su parte, la existencia en el contexto colonial fenicio arcaico en el extremo Occidente de un intercambio aristocrático que va más allá del don contra-don propio de estos ambientes al incluir también fuerza de trabajo y un contemporáneo comercio empórico como formas, ambas, de un intercambio institucionalizado que tiene lugar bajo presupuestos extraeconómicos (López Castro 2000b). En muchos casos el contexto en el que se desarrollan las transacciones es el de un intercambio desigual, en el que manufacturas y otros productos de gran calidad, como joyas, perfumes, marfiles y objetos metálicos son intercambiados por materias primas, concesiones de tierra y fuerza de trabajo (Wagner 2001, 86; López Castro 2000b, 127; Botto 2002). Aún así hay que desligar el concepto del significado con que se emplea en economía política, ya que de lo contrario el énfasis recae en el comercio y la circulación de productos, quedando ocultas la explotación directa del trabajo y las condiciones que se generan en estas relaciones sociales (Carrilero 1995). Por eso, la parte que obtiene el beneficio, en este caso los colonizadores fenicios, no se está tan sólo aprovechando de las diferencias en costes sociales de producción, sino que, precisamente por ello, el intercambio desigual encubre una realidad de sobre-explotación del trabajo, que se articula en la transferencia entre sectores económicos que funcionan sobre la base de relaciones de producción diferentes. Así, el modo de producción propio de las comunidades autóctonas, al entrar en contacto con el modo de producción de los fenicios queda dominado por él y sometido a un proceso de transformación. La contradicción característica de tal transformación, la que realmente la define, es aquella que toma su entidad en las relaciones económicas que se establecen entre el modo de producción local y el modo de producción dominante, en las que éste preserva a aquél para explotarle, como modo de organización social que produce valor en su beneficio, y al mismo tiempo lo destruye al ir privándole, mediante la explotación, de los medios que garantizan su reproducción (Meillassoux 1977, 131). 198 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... AUTÓCTONOS EN CONTEXTO COLONIAL FENICIO Algunos items arqueológicos como ciertas cerámicas hechas a mano –ollas, tazas y cazuelas con decoración digitada así como cuencos bruñidos y otras pieza con decoración esgrafiada y de retícula–, además de las fíbulas de doble resorte, podrían estar indicando la presencia de una población local que participaba en los procesos de trabajo en los asentamientos fenicios. En su mayor parte parecen de origen autóctono, con paralelos morfológicos y tecnológicos en yacimientos indígenas cercanos a los asentamientos fenicios (Recio Ruiz 1993). Destaca, sobre todo, la ausencia de grandes contenedores, para lo que se emplearon normalmente ánforas fenicias, así como su amplia atribución a contextos domésticos (Martín Ruiz 2000). Parecen, por tanto, indicios bastante fiables de la presencia de gentes autóctonas en los centros fenicios de la costa, en los que, por otra parte, no se detectan estructuras de habitación de tradición local que permitieran pensar en una instalación voluntaria, ya que no cabe sospechar una gran influencia fenicia patente en la arquitectura doméstica y, en cambio, otra muy escasa o nula en la cerámica de uso cotidiano. Cerámicas a mano de similar tradición han aparecido también en otros enclaves fenicios más lejanos, como Lixus (Aranegui 2001), Mogador (López Pardo 1996) y en la misma Cartago (Mansel 2000). También están documentadas en algunos lugares frecuentados o habitados por los fenicios en Portugal, como Lisboa, Alcáçova de Santarém, Santa Olaia, Alcácer do Sal y Setubal (Arruda 1999-2000, 116, 174 y 183). Tal dispersión, bastante amplia, sugiere una muy cercana vinculación a los colonos fenicios. Una interpretación optimista contemplaría la posibilidad de que fueran los mismos fenicios o gentes autóctonas que colaboraran estrechamente con ellos los responsables de su presencia en todos estos lugares. Pero dado su carácter mayoritario de cerámica doméstica, a excepción de algunos cuencos esgrafiados, parece, no obstante, que se pueden excluir las razones de tipo comercial (López Pardo 2002). Una perspectiva menos benévola y de tinte más pesimista, podría estar indicando por el contrario, ya que que casi nunca aparecen en las necrópolis (Martín Ruiz 1995-96), la presencia de fuerza de trabajo autóctona originaria del sur de la Península Ibérica, que habría sido desplazada a todos estos lugares. Por otro lado, los porcentajes más elevados de todas estas cerámicas en los niveles arqueológicos más antiguos, aquellos que corresponden a los siglos VIII y VII a. C. y su posterior reducción o desaparición en los niveles más recientes, podrían estar indicando una distinta disponibilidad de tal fuerza de trabajo en el ámbito colonial según factores geográficos y cronológicos. Qué tipo de relación concreta les vincularía es algo que ignoramos, aunque se puede sospechar alguna forma de dependencia (López Castro 2000b), de tipo oriental más que grecorromana. El crecimiento detectado en muchos asentamientos fenicios desde finales del siglo VIII y durante la primera mitad del VII a. C. (López Castro 2001), junto a los contrastes sociales que en ellos se percibe, podría estar sugiriendo un mayor componente demográfico y una diversidad social que hicieran desde entonces prescindible la utilización de fuerza de trabajo autóctona ocupada en las tareas menos especializadas. EL CAMBIO CULTURAL El cambio cultural implica alteraciones en ideas y creencias en torno a como podrían ser hechas las cosas o a valores y normas acerca de como debieran ser hechas las cosas. Es preciso distinguirlo, por tanto, del cambio social que entraña modificaciones en 199 Carlos G. Wagner la estructura de las relaciones sociales, es decir en los cometidos y funciones sociales y en sus interrelaciones, así como cambios en las que existen entre los grupos o instituciones. Una parte importante de la investigación considera que los cambios culturales se relacionan estrechamente con los sociales, a los que pueden preceder o de los que pueden ser desencadenantes en algunas ocasiones. Es esta una afirmación que, no obstante, necesita una serie de matizaciones. En principio la consecuencia más probable de cualquier innovación, surja en la infraestructura, la estructura o en la superestructura, es una retroalimentación, o espiral de interacciones, negativa mantenedora del sistema. Aún así, cierto tipo de cambios infraestructurales, que afectan a la tecnología, la demografía o la ecología, y estructurales, que inciden sobre las formas y cometidos sociales o sobre la economía, en vez de resultar amortiguados tienden a propagarse y amplificarse, dando por resultado una retroalimentación positiva que puede llegar a alcanzar los niveles supraestructurales y produciendo una modificación de las características fundamentales del sistema socio-cultural. La inversa, por el contrario, es sumamente improbable, lo que implica varias cosas. Por una parte, que la mayoría de las innovaciones pueden ser integradas en el sistema sociocultural al que afectan ya que este mismo genera, mediante pequeños cambios, mecanismos que amortiguan la desviación que producen o, sencillamente, las extingue. Por otra, que el cambio cultural es más probable si lo que se modifica por medio de la influencia o el impacto externo resulta ser aspectos cruciales de la infraestructura o la estructura que si atañe, exclusivamente, al nivel supraestructural. Finalmente, que las consecuencias de las innovaciones externas no han de ser siempre beneficiosas sino que, por el contrario, pueden llegar a producir, sobre todo si se trata de una influencia impuesta, la destrucción (desintegración cultural) de aquellos sistemas socioculturales que las reciben. Como ya se ha señalado en relación al Bronce Final en territorio tartésico (Aubet 1977-78), un incremento de la población, que puede explicarse por causas internas (sociales, económicas, biológicas y ecológicas) que crean condiciones favorables, puede estimular la producción, el desarrollo técnico y cultural, intensificar la economía y la organización social y, en consecuencia, acelerar el proceso hacia el cambio cultural. Pero es necesario que este crecimiento de la población esté acompañado de ciertas condiciones (ambientales y/o humanas) de «circunscripción territorial», ya que si no, puede resolverse en una segmentación de las comunidades preexistentes que no implica una mayor complejidad productiva. Al mismo tiempo deben darse facilidades de acceso a recursos y materias primas que constituirán la base tecnológica del nuevo sistema de producción. Si todo ello se cumple, la especialización en agricultura (como ocurre con los policultivos mediterráneos) debe normalmente ser acompañada por un incremento de la especialización en otras formas de la producción. En este contexto, el término aculturación (Gruzinski y Rouveret 1976; Wachtel 1987; Alvar 1990) define un tipo de cambio cultural, específicamente los procesos y acontecimientos que provienen de la conjunción de dos o más culturas, separadas y autónomas en principio. Los resultados de esta comunicación intercultural son de dos tipos. Un proceso básico es la difusión o transferencia de elementos culturales de una sociedad a otra, acompañada invariablemente de cierto grado de reinterpretación y cambio en los elementos. Además, la situación de contacto puede estimular en general la innovación en cuanto a ideas, prácticas, técnicas y cometidos. En este sentido, la aculturación puede implicar un proceso activo, creativo y de construcción cultural. Sin embargo, es frecuente que la adquisición de nuevos elementos culturales tenga consecuencias disfuncionales o desintegradoras, lo cual es especialmente cierto en situaciones de aculturación rígida o forzada, en las que un grupo ejerce dominio sobre otro y por fuerza orienta las peculiaridades de la 200 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... cultura subordinada en direcciones que el grupo dominante considera deseables. En tales circunstancias, cuando los miembros de un grupo subordinado perciben que la situación de contacto es una amenaza para la persistencia de su cultura, pueden intentar librase del mismo o erigir barreras sociales que retrasen el cambio. La aculturación larga y continuada puede terminar en la fusión de dos culturas previamente autónomas, en especial cuando ocupan una mismo territorio (en sentido amplio) o zona ecológica. El resultado en este caso es el desarrollo de un sistema cultural completamente nuevo. Sin embargo, no siempre ocurre así. Por el contrario, algunas veces varias culturas se atienen a un acomodo mutuo en un área, quizá en una relación asimétrica que les permite persistir respectivamente en su línea distintiva. Es lo que se ha denominado «indiferencia cultural recíproca» o de un modo más técnico «pluralismo estabilizado». En otras ocasiones, los representantes de una cultura pueden llegar a identificarse con el otro sistema, a costa de un gran cambio en sus valores internos y visión del mundo; si son plenamente aceptados el resultado es la asimilación. Con este término entendemos una forma específica de actuar en la política social, ya que representa uno de los modos en que una comunidad huésped puede decidir comportarse con respecto a individuos y grupos que le son cultural, lingüísticamente y socialmente ajenos. Puede seguirse una política de asimilación cuando individuos o grupos extraños penetran, activa o pasivamente, en el marco socio territorial de una sociedad huésped, como ocurre con las mujeres autóctonas que se desposan con los colonizadores, pero hay otros modos de vérselas con los extraños: pueden ser rechazados, establecidos en enclaves culturales separados, sometidos a una política de aculturación forzada pero jamás asimilados, pueden ser esclavizados o insertos en una clase de rango inferior. La asimilación es un proceso dinámico que implica necesariamente cierta medida de contacto aculturativo; sin embargo el contacto cultural no es de por sí suficiente para causar la asimilación de los extraños. En contraste con la aculturación, la asimilación opera casi siempre en sentido único: una parte o la totalidad de una comunidad se incorpora a otra. Por el contrario, aquellas otras situaciones en que representantes de diversas sociedades se reúnen para formar una tercera comunidad, enteramente nueva e independiente, se explican mejor según el modelo de etnogénesis. Además, la asimilación no constituye un fenómeno del todo o nada, no representa disyuntiva alguna, sino un conjunto variable de procesos concretos, los cuales implican generalmente la resocialización y reculturación de individuos o grupos socializados originalmente en una sociedad determinada, que alteran su status y transforman su identidad social en medida suficiente para que se les acepte plenamente como miembros de una comunidad nueva en la que se integran. Lo cual significa que pueden coexistir una política deliberada de asimilación hacia determinados individuos o grupos con otras actitudes contrarias, como la segregación, respecto a otros. También, como se ha dicho, la aculturación puede obrar destructivamente en muchas ocasiones, sobre todo cuando forma parte de un sistema de explotación colonial (Wachtel 1987, 154; Burke 1987, 127) dando lugar entonces a fenómenos de rechazo y supervivencia cultural conocidos como contra-aculturación, que se pueden manifestar de muy diversas formas y a la desestructuración de la sociedad que recibe el impacto de los elementos culturales externos, consecuencia muchas veces de una aculturación forzada como alternativa a la asimilación. En tales consideraciones se fundamenta la crítica al carácter supuestamente positivo de la aculturación y a las consecuencias beneficiosas de las relaciones de intercambio cultural. Debe considerarse, por otra parte, que en las elites autóctonas la aculturación constituía sobre todo un mecanismo eficaz, para su integración en el estamento colonial, incor- 201 Carlos G. Wagner porándolas a la jerarquía organizativa, si bien en un posición subalterna que aseguraba la primacía de los colonizadores y la capacidad para movilizar fuerza de trabajo local. La aculturación actuaba, por lo tanto, como una forma de dominación, acercando los intereses de las elites autóctonas a los de los colonizadores, de tal manera que aquellas realizaban el trabajo que interesaba a los fines de éstos. La consecuencia era un aumento de la explotación, si definimos como tal la producción de un excedente que luego será objeto de apropiación por otros en el marco de la trama de relaciones de dependencia colonial, y de las desigualdades, no sólo culturales, sino lo que es más importante y significativo, económicas y sociales. Por consiguiente, los resultados de la interacción cultural son muy diversos y no dependen sólo, ni aún de forma predominante, de la iniciativa y la actividad de los agentes externos de la aculturación, como los comerciantes, soldados y colonizadores, sino que en gran medida se deben también a la actitud de quienes reciben el impacto cultural externo, y que no debemos considerar como meramente pasiva. La asimilación, como una de las consecuencias posibles del contacto cultural, no sólo dependerá de la política empleada a este respecto por los colonizadores, sino también de la actitud de los autóctonos hacia ella. En este sentido el estudio de los agentes internos de la aculturación se revela particularmente importante. Ahora bien, si la aculturación de las elites locales no implicaba necesariamente la del resto de la población (Tsirkin 1981), que en general se mostró poco proclive al cambio cultural, si que es preciso considerar, por otra parte, el «orientalizante» como un proceso histórico de cambio, de transformación de las relaciones sociales al tiempo que de la tecnología, que afectó a las poblaciones autóctonas del mediodía peninsular y no sólo a sus élites (Carrilero 1993), lo que pone de manifiesto la complejidad de la dinámica del proceso histórico y subraya el carácter no pasivo de las poblaciones «aculturadas». Por ello mismo el carácter «aculturador» del «orientalizante» se relativiza mucho, mientras adquieren significación otros fenómenos que son de índole más socioecónómica (encumbramiento de las élites, nuevas relaciones de dependencia, plasmación territorial del poder político...) que cultural. INDICIOS DE CONFLICTO AUTÓCTONOS / FENICIOS En el ámbito colonial ligado a la costa mediterránea la población autóctona se detecta, entre otros, en sitios como El Cerro de la Mora (Moraleda de Zafayona, Granada), El Cerro de los Infantes (Pinos Puente, Granada), Acinipo, (Ronda), (Málaga), Peñón de la Reina (Alboloduy, Almería), Castelar de Librilla (Murcia), Peña Negra (Crevillente, Alicante), Alt de Benimaquia (Denia, Alicante), El Monastil, en el valle del Vinalopó, Aldovesta (Benifallet, Tarragona) y Barranc de Gàfols de Ginestar, (Tarragona), (Sanmartí-Grego 1995). Las dataciones de C14 para el interior de Málaga (Serranía de Ronda) han proporcionado fechas de 820 +- 90 a. C. en un contexto en el que las primeras cerámicas a torno aparecen en una serie de viviendas redondas alineadas junto a otras con forma rectangular con un hogar en el centro y en el que al típico ajuar de cocina, almacenamiento y uso doméstico se suman ánforas fenicias, platos de barniz rojo y cerámicas policromas (Carrilero y Aguayo 1996; Botto 2002). La cronología para los materiales fenicios del Levante y Cataluña no sobrepasa, como es sabido, los inicios del siglo VII a. C. En la Andalucía occidental se detecta presencia autóctona vinculada al ámbito colonial en lugares como San Bartolomé (Almonte, Huelva) y Cerro Salomón (Río Tinto, Huelva), 202 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... Peñalosa (Escacena, Huelva) y Tejada la Vieja, relacionada con la extracción y transporte del metal cuyo auge, con la intensificación de la producción local estimulada por la demanda fenicia, no se produce hasta comienzos del siglo VII a. C. (Ruiz Mata 1981; 1990, 406). También se documenta en la necrópolis de Las Cumbres, cerca del Castillo de Doña Blanca, en la Bahía de Cádiz, y en otros lugares, como la misma Huelva, o en los vinculados a la zona minera de Aznalcollar (Sevilla), como Cerro del Castillo y Los Castrejones (Botto 2002). Por lo que respecta a Portugal, la presencia autóctona en relación a los colonos fenicios está bien documentada en sitios como Castro Marín, en el Algarve, Alcácer do Sal y Setubal, en el estuario del Sado, Lisboa, Quinta de Almaraz y Santarém, en el del Tajo, y Santa Olaia y Conímbriga en el del Mondego (Arruda 1999-2000, 40 ss; 64 ss; 91 ss; 102 ss; 113 ss; 137 ss; 227 ss y 245 ss). Tan sólo muy recientemente y de forma muy minoritaria entre el conjunto de la investigación se ha señalado «la coexistencia difícil de dos mundos que se vieron uno a otro distintos» en el marco de unas relaciones «...tan conflictivas como muestran otras muchas colonizaciones históricas por doquier» (Escacena 2004). Existen, por otro lado, algunos indicios que hacen dudar de una supuesta «coexistencia» pacífica generalizada entre los fenicios y los autóctonos en el contexto de la colonización arcaica en la Península Ibérica (Tsirkin 1997). Incluso para el periodo «precolonial» se ha señalado la posibilidad de que la despoblación observada por algunos investigadores en el valle del Guadalquivir previa a la eclosión del poblamiento del Bronce final a partir del siglo IX a. C. estuviera relacionada directamente con las actividades fenicias en la consecuciión de esclavos (Moreno Arrastio 1999), algo que no debe sonarnos tan inverosimil. En el Sureste peninsular, en el área de la depresión de Vera, donde la implantación colonial fenicia arcaica esta documentada en Baria/Villaricos, en la desembocadura del Almanzora así como en Garrucha, en la del Antas, el comportamiento del poblamiento autóctono puede resultar instructivo: «A comienzos del primer milenio a. C. el poblamiento precolonial estaba articulado en pequeños asentamientos diseminados que ocupaban las tierras fértiles, estableciendo una continuidad con el poblamiento postargárico, conocido también como Bronce Tardío y Bronce Final. Tras la llegada de los fenicios, no parece tener continuidad, mientras que algunos sitios relacionados con actividades mineras perduraron o se fundaron ex novo...» (López Castro 2003; 2000a). Así que la mayoría de los escasos núcleos indígenas desaparecen a partir del siglo VII a. C. «...y su población parece diluirse integrada en la nueva organización territorial y social. La duda es como se llega a esta situación. De otro lado, tampoco se descarta que la población autóctona retrocediera hacia el interior ante la progresiva presión demográfica y territorial ejercida por la población fenicia y púnica desde la costa» (Sala Sellés 2004). En otra región, como es el litoral occidental malagueño, a lo largo de la primera mitad del siglo VII a. C. desaparecen algunos de los poblados autóctonos más importantes, como Cerro Alcorrín que llegó a alcanzar cinco hectáreas y tenía una potente muralla reforzada con bastiones circulares, mientras que en las inmediaciones de los asentamientos fenicios se modifica el patrón de asentamiento autóctono, con el abandono de poblados existentes en las tierras llanas o su sustitución por enclaves de población fenicia y la aparición de otros fortificados (López Pardo y Suárez Padilla 2003; Aubet 1992; Martín Ruiz 2002). Tal vez pudiéramos considerarlos como indicios de la construcción de una serie de espacios rurales fenicios, aunque aquí las investigaciones están aún en sus comienzos por lo que no han alcanzado el grado de desarrollo que observamos, por ejemplo, en Cerdeña. En otro contexto geográfico peninsular, la reutilización de materiales antiguos en la construcción de la muralla de La Fonteta, algunos de ellos procedentes sin ninguna duda de 203 Carlos G. Wagner un recinto sacro, indica un trabajo realizado con prisas, lo que explicaría que su base, en la que se clausura un floreciente taller metalúrgico, no fuera la suficientemente compacta y firme por lo que se emplearon tirantes de amortiguación (González Prats 1998, 205; 2001), y una situación de alarma ante una amenaza considerable, pues hizo falta reforzarla con un foso y un terraplén. Aunque su excavador ha contemplado esta posibilidad, señala que nada en el asentamiento autóctono de la Peña Negra (Crevillente, Alicante) con el que los fenicios de La Fonteta debían mantener relaciones, sugiere un clima de abierta hostilidad (González Prats 1998, 207). Esto parece cierto, pero no es tampoco improbable en modo alguno que la amenaza procediera de algún otro territorio de la zona, habida cuenta la dificultad que plantea admitir una unidad política en la región bajo el patrocinio de las gentes de la Peña Negra, toda vez que, como se ha comprobado en el registro arqueológico en relación al comercio arcaico de ánforas fenicias «la existencia de dos focos al norte (Alt de Benimaquía) y al sur (Baix Vinalopó, Saladares y la Peña Negra) de la provincia revelan que tampoco en Alicante las relaciones comerciales con el mundo fenicio dan forma a un fenómeno unitario, sino más bien al contrario» (Sala Sellés 2004). Tal vez las estructuras defensivos de 2 m. ancho que están por excavar del asentamiento en su fase orientalizante, así como el lienzo de 150 m. de longitud de la muralla con bastiones cuadrangulares del Alt de Benimaquía, Denia, Alicante (Gónzalez Prats 2001), otro lugar autóctono con visibles huellas de la influencia colonial, no hagan sino mostrar una preocupación análoga a la de los fenicios de La Fonteta ante una potencial amenaza. Volviendo a la zona que nos ocupa, el elaborado sistema defensivo (muralla, bastiones, foso) de un sitio como Castillo de Doña Blanca no sugiere precisamente un clima de cordial «coexistencia» con las poblaciones autóctonas vecinas sino, más bien, una amenaza latente. Por mucho que se quiera invocar el contenido simbólico de la muralla como delimitadora del espacio sagrado de la ciudad y otras cosas por el estilo, lo cierto es que hizo falta reforzarla con un foso que no tiene otra función que la de hacer más difícil el avance de posibles enemigos. Como se ha dicho, conviene no exagerar el papel simbólico y propagandístico de la muralla, pues si bien es cierto que es una de sus funciones, su carácter primordial no es otro que asegurar una buena defensa militar (Díes Cusí 2001). Un sistema defensivo mucho más sencillo y modesto que el de Doña Blanca, similar por ejemplo al que encontramos en Tejada la Vieja (Fernández Jurado y García Sanz 2001), habría bastado para cumplir con el simple cometido de delimitar el espacio de la ciudad y habría requerido, por tanto, una menor inversión en materiales y en mano de obra. Pero no se hizo así, por lo que hay que suponer que existieron poderosas razones para optar por una defensa más eficaz. Cabría igualmente preguntarse, aunque fuera a título de simple hipótesis, si la aparición a finales del siglo VII a. C de un urbanismo fenicio en la misma Tejada la Vieja con construcciones con zócalo de piedra y planta rectangular y una planificación en torno a calles de trazado rectilíneo no estaría revelando la presencia de población fenicia en el lugar (Díes Cusí 2001). También cabría preguntarse si esta presencia de gentes que se van a hacer cargo del control directo del asentamiento y de sus relaciones con el entorno y sus recursos tiene exclusivamente un carácter pacífico u obedece a algún tipo de conflicto. En torno al 600 a. C. o un poco después en el asentamiento fenicio de Toscanos, que ya contaba con un foso de sección triangular que ofrecía una protección mínima, se construye una muralla que recorre la cima del Alarcón, impidiendo el paso tanto desde el río Vélez como por la hondonada situada encima del yacimiento, lo que tal vez esté sugiriendo una amenaza concreta, procedente bien del río o del otro lado del puerto de Zafarraya 204 Las sociedades autóctonas del sur peninsular en el tránsito... (Schubart 2000). Pero también se ha sugerido que su aparición puede responder no a otra cosa que a la formación de la ciudad de la cual las murallas se conciben como elemento simbólico indispensable. Una vez más podemos tropezar, si no cambiamos nuestra perspectiva, con el problema de la verosimilitud en ausencia de datos (Moreno Arrastio 1999). BIBLIOGRAFÍA AGUAYO, P. 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